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Universidad EAFIT Núcleo de Formación Institucional – Habilidades comunicativas
Prácticas Textuales Examen final 2015 1
«La magia de Roberto»1
Por: Lía Master.
«Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos»
Dostoievsky
1. La primera vez que vi a Roberto Benigni fue en Down by Law (1986), la película de Jim Jarmusch que
me presentó a este actor italiano sorprendente por la ternura de su figura, una ingenuidad bondadosa en
los ojos, la inteligencia inocente de sus palabras, la fuerte vivacidad de sus gestos. Down by Law se
convirtió para mí en una de esas experiencias inolvidables en las cuales todo se conjuga para lograr una
película entrañable: un director juguetón y creativo, una buena historia y ese loco no-sé-qué mágico
que manaba imparable de la figura de Roberto Benigni. Unos años después, todo esto se repitió,
renovado, en Night of Earth (1991). Otra vez la sonrisa que se transforma en carcajada, otra vez la
sorpresa„ Y aunque ya habían pasado varios años desde el debut de Benigni como director –con el
filme Tu mi turbi (1983), en el cual, además de dirigir, también actuaba y figuraba como guionista–, no
fue hasta 1991, con el éxito de Johnny Stecchino, cuando su fama como director y guionista alcanzó la
que tenía como actor.
2. Cuando las noticias de La vida es bella (La vita è bella, 1997) empezaron a llegar, inmediatamente me
intrigó pensar cómo podía hacerse una película con tintes humorísticos sobre un tema como el
Holocausto, cómo podría alguien arriesgarse a echarse encima las críticas de la comunidad judía del
mundo y, en últimas, la de la opinión pública internacional. Porque hacer una película humorística
sobre un telón de fondo que escarba en una llaga que la historia posterior del mundo no ha logrado
sanar se me antojaba una idea algo loca y temeraria. Por otra parte, ahí estaba la confianza en lo ya
observado: la humanidad, la bondad, la inteligencia, la magia que salía de la imagen de Benigni en la
pantalla„
1 Lía Master (1999). «La vida es bella de Roberto Benigni. “La magia de Roberto”». Kinetoscopio, Vol. 10 N°. 50. pp. 108-116.
3. Y entonces La vida es bella se ganó el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 1998 y a
finales de año empezaron a llegar opiniones de amigos que habían visto la película en Europa y todos
la recomendaban: «Te va a encantar», decían. Y la curiosidad iba en aumento. En el primer trimestre de
este año, La vida es bella apareció entre las postuladas a llevarse los Oscar al Mejor Guion, a la Mejor
Película, al Mejor Actor, a la Mejor Banda sonora y a la Mejor Película Extranjera. La ceremonia de
entrega de los Oscar de este año consagró a Benigni como el mejor cómico de este final de siglo: La
vida es bella se ganó tres de los premios más importantes del mundo del espectáculo cinematográfico:
el Oscar a la Mejor Banda Sonora, el Oscar al Mejor Actor y el Oscar a la Mejor Película Extranjera. Y
siquiera que esto ocurrió, porque gracias a esos triunfos pudimos –por fin, después de tanto dato y tanto
imaginario– verla en los teatros colombianos.
4. La primera vez que vi La vida es bella sonreí mucho, me permití algunas carcajadas y me dejó
preocupada la sombra de una mueca que me aparecía en la cara, a pesar mío, a pesar de que me
resultaba más que evidente que la intención de Benigni era sana, noble. No lograba entender qué
pasaba. Si a todo el mundo, incluidos los amigos y con la excepción de las opiniones aisladas de unas
pocas críticas especializadas, les había parecido una película «maravillosa», ¿cuál sería la razón para
mi malestar? ¿ Por qué no acababa de convencerme? Pasados algunos días, la mueca no me
abandonaba cuando pensaba en la película; es más, se me imponía. Entonces decidí volver a verla
y cuando salí del teatro, esa mueca era ya una certeza. Alquilé la película en una tienda de videos y
con papel y lápiz en las manos empecé a diseccionarla para tratar de entender, para tratar de
entenderme.
5. La vida es bella se presenta de entrada como una fábula y una fábula es, según la tercera acepción del
término que aparece en el Diccionario de la Real Academia Española, una «ficción artificiosa con que
se encubre o disimula una verdad». Poco a poco veremos cómo la película se ajusta realmente a esta
definición y cómo llega también a parecerse a una mezcla de los sentidos que proponen las acepciones
cuarta y quinta del término «fábula» del mismo Diccionario: «Suceso o acción ficticia que se narra o se
representa para deleitar» y «Composición literaria, generalmente en verso, en que por medio de una
ficción alegórica y de la representación de personas humanas y de personificaciones de seres
irracionales, inanimados o abstractos, se da una enseñanza útil o moral».
6. Uno de los primeros aspectos que se resaltan en el filme desde la primera vez que uno lo ve, es que la
trama está dividida en tres partes. El primer segmento transcurre en Arezzo, Italia, en 1939 –año del
inicio de la Segunda Guerra Mundial–, y se caracteriza por la presentación de los personajes
principales: Guido Orefici, Ferruccio –el amigo de Guido, poeta y tapicero de profesión–, el Tío Eliseo,
Dora, el Doctor Lessing. Esta presentación se lleva a cabo en medio de chistes encadenados unos con
otros, juegos de palabras que se suceden y un derroche impresionante de fantasía. Hay muchos
diálogos y las palabras salen rápidas de la boca de los personajes, imponiéndole su ritmo a la película.
Todo lo usa Benigni para construir su estilo humorístico, un estilo que le permite mezclar al rey que
debía pasar por el pueblo con el texto disparatado de un poema de Ferruccio, la pérdida de los frenos
del carro del papá del amigo, la caída de Dora, la principessa, desde el segundo piso de un granero, los
posteriores encuentros casuales con ella, los nombres de los hijos del fascista empleador de Ferruccio –
Benito y Adolfo–, el discurso más que extraño del Tío Eliseo, las ideas de Schopenhauer acerca del
poder de la voluntad, la corrupción de un funcionario público que luego resulta ser el prometido de
Dora, los huevos en el sombrero que se pone en la cabeza el rival de Guido, la presencia en el hotel
donde trabaja Guido de un inspector que viene de Roma para dar una charla sobre pureza racial en la
escuela donde trabaja la principessa... El humor de lo casual llevado hasta su límite, con rapidez y
habilidad, como hacen los magos. Y hasta ahí no hay problema. Es que la película hace que uno
realmente se ría y entonces uno entiende que se trata de una comedia, que no tiene ninguna otra
pretensión que la de divertir, que simplemente cumple con una de las funciones originales del cine:
divertir, crear magia; porque eso es lo que hace Benigni en La vida es bella: un excelente truco de
magia dentro de la magia que es el cine. Pero si uno mira con más cuidado, entonces las cosas ya no
son tan simples, porque la magia está hecha de trucos y los trucos son mentiras, manipulaciones de la
realidad.
7. Por ejemplo, ¿para qué mencionar al rey que debía pasar por el pueblo? Poca gente por fuera de Italia
se acuerda del hecho histórico de que antes de 1922, año de la llegada al poder del fascismo con Benito
Mussolini al frente, desde la ciudad de Turín gobernaba una monarquía debilitada encabezada por
Vittorio Emanuele, de la casa de Savoia. Aunque Mussolini nunca se opuso a la existencia de la
monarquía –por el contrario, la defendía y apoyaba–, hacia 1939 el rey de Italia ya era bastante menos
que mero decorado. Sin embargo, a Benigni la figura del rey no le interesa como acontecimiento
histórico; ella le sirve para introducir la fantasía necesaria para crear su fábula, el rey es el elemento
que le permite nombrarse a sí mismo príncipe y elegir a Dora como su principessa, al tiempo que le
cambia el nombre a su reino: ahora se llama Addis Abeba, que es el nombre de la capital de Etiopía, el
país africano que había sido invadido, conquistado y anexado al Imperio Italiano en 1936.
8. La pérdida de los frenos del carro del papá de Ferruccio es, aparentemente, un chiste más, pero también
es el truco que utiliza Benigni para que los habitantes del pueblo honren a Guido como a su rey:
aparentemente, él los saluda con su brazo, pero en realidad lo que trataba de hacer era apartarlos,
advertirles del peligro de un carro desbocado y sin frenos... Viendo a Benigni parado en el lado derecho
del carro descapotado de Ferruccio, con su brazo derecho estirado frente a su pecho, resulta difícil no
evocar a Hitler saludando a las multitudes.
9. Pero Guido es más que eso. Además del elemento fantástico del personaje, Guido es encantador,
alegre, optimista... y un pésimo amigo. No respeta a Ferruccio, ni al jefe de éste, a quien continuamente
le está robando el sombrero, destroza el carro del padre de Ferruccio y, hacia el final de la primera
parte de la película, le daña un trabajo que de manera muy especial le había sido recomendado a
Ferruccio... A Guido nada le importa más que la satisfacción de su propio deseo. Además, nada en el
personaje nos permite leerlo como la encarnación de un judío. Por el contrario, muy a pesar de lo que
un judío haría –aunque se trate de un judío muy «asimilado» y con muchas ganas de seducir a una
muchacha–, Guido no duda en evocar a la Virgen María para que le arroje desde el cielo la llave que
puede abrir «el cofre que esconde todos los tesoros» y que puede hacer que Dora diga siempre que sí,
como hacía con su padre.
10. Y ahí está Dora, una bella mujer que abruptamente aterriza en el regazo de Guido, cuando cae desde el
segundo piso de un granero, donde estaba trabajando con las abejas. Después nos enteramos de que
Dora es realmente una maestra de escuela y luego la vemos en su casa –que no es la finca de la primera
vez–, una construcción enorme que nos la muestra rodeada de comodidades y con la atención por lo
menos de una sirvienta, como la hija de una mujer más que pudiente. Atribulada y molesta por su
relación con un hombre a quien no ama y la imposición de un compromiso matrimonial que no la
halaga, el director y guionista nos muestra a Dora como una mujer mimada y voluntariosa, pero
igualmente encantadora, que se ve afectada por ataques de hipo cada vez que tiene que hacer algo que
no quiere. Su padre ha muerto y ella confiesa haber sido «arcilla en las manos de mi padre. Siempre le
decía que sí».
11. Cerrando el triángulo, Benigni pone mucho cuidado en generar animadversión hacia el personaje del
prometido de Dora. Lo presenta como un burócrata perezoso que no cumple con su deber y entorpece
la vida de los buenos ciudadanos; además es un novio aburridor hasta el hastío, sin voluntad frente a su
jefe, pero absolutamente impositivo frente a su novia... Y físicamente también es el opuesto de Guido:
alto, acuerpado, lento en sus movimientos.
12. Y está además, la figura del Tío Eliseo. Cuando lo conocemos, lo acaban de robar. ¿Para qué o por
qué? No se sabe. Tal vez se trata de otro truco del director para hacernos entrar rápidamente en su casa
y explicar el desorden que allí reina. Vemos un espacio lleno de objetos, libros, bustos y en medio de
todo aquello, al Tío Eliseo que habla y habla de Petrarca y de llaves, mezclando lo importante con lo
trivial, ante la mirada de incomprensión de Guido y Ferruccio. Para ser un hombre que acaba de pasar
por la experiencia poco deseable de un robo, el Tío Eliseo se ve bastante tranquilo y así mismo sale,
montado en su caballo Robin Hood, hacia su trabajo de maître en el mismo hotel en el que luego va a
trabajar Guido como mesero. «Piensa en los girasoles. Se inclinan ante el sol, pero si los ves demasiado
inclinados significa que están muertos. Tú sirves, pero no eres un sirviente. Servir es el arte supremo.
Dios es el primer servidor. Dios le sirve al hombre, pero no es un sirviente del hombre», le dice el Tío
Eliseo a Guido durante su entrenamiento como mesero y éstas son las palabras que eligió Benigni para
presentarnos a un personaje lleno de errores. No hay en su casa ningún signo, ninguna característica de
la vivienda de un judío, nada en su actitud o en sus palabras nos permite asociarlo con el judaísmo, una
religión marcada por la idea de que el hombre debe vivir para servirle a Dios y no viceversa.
13. Pero detengámonos un momento en uno de los personajes que aparecen en el hotel: el Doctor Lessing,
el médico obsesionado por los acertijos, que no podía retar a sus oponentes hasta que no resolvía los
enigmas que le habían propuesto a él. No creo que sean gratuitas las adivinanzas que Benigni guionista
y director asocia con la figura del Doctor Lessing. La primera reza: «Cuanto más grande, menos se ve».
¿Qué es? «La oscuridad», contesta el mesero. El segundo acertijo es: «Si dices mi nombre ya no existo.
¿Quién soy?» Después de cavilar unos instantes, Guido adivina: «El silencio». Oscuridad y silencio.
Dos características innegables de la época.
14. Otro truco que emplea Benigni para hacernos reír es la alusión ligera que hace Ferruccio a
Schopenhauer. Basándose en ideas acerca de la fuerza de la voluntad, acuñadas por este filósofo a
quien Nietzsche llamó «Schopenhauer educador», según las cuales «la representación que tenemos del
mundo es el resultado de la aplicación de la causalidad, o principio de razón suficiente, a cuatro áreas
fundamentales: las interrelaciones de las impresiones de nuestros sentidos, nuestros juicios, nuestras
intuiciones espacial y temporal, y las motivaciones de nuestra voluntad. [...] A través de la
introspección, uno puede descubrir que la voluntad propia prima sobre la razón y la sensación [...] todo
lo demás –incluso el propio cuerpo– es expresión de una objetivación de la Voluntad. [...] El mundo
como idea es una representación de cosas individuales, dirigidas por la Voluntad, caracterizadas por el
dolor y el sufrimiento. [...] El paso final en la senda de la liberación se da en la ética del pesimismo. En
este paso, es necesario imponérsele al ego que ha sido creado por la voluntad en su esfuerzo por
alimentar y satisfacer el deseo. Este paso aquí es renunciación, resignación y ascetismo. [...] El paso
final involucra la negación de la voluntad de vivir pero esto no puede alcanzarse a través del suicidio,
puesto que éste es una acción que expresa deseo» (1). Una trivialización del complejo mundo
ideológico de Schopenhauer lleva a Benigni a poner en boca de Ferruccio la afirmación de que
había leído en un libro de Schopenhauer que «con voluntad puedes hacer lo que sea. “Soy lo que
quiero ser”». Según esta lectura, voluntad y deseo son la misma cosa y solo basta con querer
mucho, realmente mucho, que algo ocurra para que lo deseado se haga realidad. Y, en un par de
escenas de la película –tratando de despertar a Ferruccio, intentando llamar la atención de Dora
en el teatro de la ópera, y luego, en el campo de concentración, cuando intenta que un perro deje
de ladrar alertando a su dueño de la presencia de Josué en su escondite–, Guido le agrega a este
pensamiento animista y mágico el movimiento característico de los dedos del mago...
15. Casualidad, chistes y magia son ingredientes que Benigni mezcla hábilmente en la primera
parte de su película. El carro de Ferruccio y el del novio de Dora son iguales y esto le permite a
Guido «llevarse» a Dora después de la noche en la ópera; Guido no sabe manejar, pero igual
Ferruccio le presta el carro de su padre; el jefe de Ferruccio aparece siempre a tiempo de que
Guido le robe el sombrero o incluso cuando es necesario devolvérselo porque está mojado y él
necesita un sombrero seco; en el carro hay un tapete rojo digno de la coronación de una reina
para que la principessa no se moje los pies al atravesar el parque después de un aguacero, la
llave cae del cielo puntualmente cuando Guido la pide, el inspector que viene desde Roma a dar
una conferencia en la escuela de Dora se hospeda en el hotel de Guido, deja la banda que lo
identifica como delegado del gobierno al alcance de cualquiera y gusta de la misma comida que
el Doctor Lessing. Demasiadas coincidencias, demasiados chistes, demasiada magia.
16. Retomando el hilo de la historia, la primera referencia que se hace en la película acerca del
judaísmo no recae, paradójicamente, sobre un personaje humano, sino sobre Robin Hood, el pobre
caballo blanco del Tío Eliseo, que aparece pintado con un letrero verde que dice: «Achtung, caballo
judío» y, en vez de la cruz gamada, le pintaron rayos. El Tío Eliseo trata de prevenir a Guido pero él
no le cree, como les pasó en realidad a varios millones de judíos. Todo esto ocurre la noche de la
celebración del compromiso matrimonial de Dora con su novio. Y también es esa noche cuando
Guido y Dora se besan por primera vez, debajo de la mesa de la celebración, rodeados por las
piernas, los pies y los zapatos de todos los presentes. Y luego viene el acto central de la fiesta: la
torta etíope, un acto con negros, camellos y música africana que Benigni seguramente incluyó en el
guion para recrear, otra vez, la conquista italiana de Etiopía, y que le sirve de pretexto a Guido para
entrar montando a Robin Hood, el caballo pintado de verde que ahora no se ve tan ultrajado sino
más bien como decorado para una novia, y acatar el pedido que le hizo Dora después del beso:
«Sácame de aquí», en una escena que recuerda la del robo de la novia al final de El graduado
(The Graduate, 1967). Guido y Dora llegan a la casa del Tío Eliseo y después de alguna
dificultad, él logra abrir la puerta, pero ella ha entrado directamente al vivero; él la sigue y la
cámara los sigue a los dos. La voz en off de Dora dice «Josué» y es el niño quien sale por la puerta
por la que habían entrado sus padres.
17. Cuando Benigni nos presenta a Josué ya han pasado cinco o seis años: Josué ya sabe leer los
letreros que prohíben la entrada de perros y judíos a ciertos establecimientos comerciales. Es
decir, si la trama de la película empezó en 1939 y han pasado cinco o seis años, ahora ya estamos
en 1944 o 1945, hacia el final de la guerra, que fue cuando fueron enviados a los campos de
concentración alemanes la mayor parte de los judíos italianos que estuvieron detenidos o que
murieron allí.
18. Y aquí empieza la segunda parte de La vida es bella, que puede ser considerada una fase de
transición, entre la fase inicial –muy bien configurada– y la fase final –de iguales características–.
Ésta se nos presenta –como todas las transiciones– un tanto difusa y ambigua, porque en ella se
combinan necesariamente elementos de las dos fases adyacentes.
19. Vemos a la familia de Guido paseando alegremente en bicicleta en plena ciudad, como si nada,
aunque desde el incidente del caballo sabemos –y seguro los fascistas también sabían– que
Guido es judío; eso sin tener en cuenta que las leyes raciales y antijudías se habían promulgado en
Italia desde 1938 y que para ese momento hacía rato que en toda Europa había rumores acerca de
lo que les pasaba a los judíos en los campos de concentración. La ciudad tampoco se ve como
una ciudad en guerra, la vida transcurre como si nada estuviera pasando.
20. Y entonces llegamos a la víspera del cumpleaños de Josué. Ese día descubrimos que la entrada de
la librería de Guido –que ya no es mesero y ha logrado abrir su propio negocio en plena guerra–
está marcada con un letrero que dice: «Negocio judío». Es la primera pista que se nos da para
que vayamos reconociendo los signos de la aparición de los primeros síntomas del racismo. Ese
mismo día, Josué conoce a su abuela materna, con quien ni Dora ni Guido habían tenido contacto
desde su boda. Ella aparece en la librería, donde Josué está solo, pues a su padre lo han llevado de
«paseo» a la Prefectura. La abuela le promete una visita al otro día, para celebrar su cumpleaños. Y
aquí es necesario mencionar que, mientras la abuela de Josué reaparece brevemente en escena, en
esta fase de la película Ferruccio y el novio de Dora, personajes que fueron importantes en la
primera parte, desaparecen por completo, como por arte de magia.
21. Al día siguiente, Dora llega a casa acompañada de su madre y encuentra la puerta abierta.
Inmediatamente entiende lo que ha pasado y sale a buscar a su esposo y a su hijo, a quienes
encuentra metidos en un vagón de ganado, enganchado a otros vagones iguales que llevan la
misma carga: seres humanos condenados a la humillación, a la indignidad, al trabajo esclavo, a la
muerte lenta de los campos de concentración.
22. Y aquí podemos situar el inicio de la tercera parte de la película, la del mundo que se hunde en un
mar de estupidez que no permite ver lo que está pasando. Dije al principio de este artículo que La
vida es bella empieza definiéndose como una fábula y eso es lo que le permite a Benigni
guionista darse libertades con respecto a la realidad de la época, asumiendo además que todo el
mundo sabe lo que pasó y que no es necesario volver sobre ello. Y esto último resulta una solución
inteligente y fácil, si se tiene en cuenta que otros antes que él ya han registrado magistralmente la
realidad de los campos de concentración –Noche y niebla (Nuít et brouillard, 1955), de Alain
Resnais; Decir lo indecible, sobre la experiencia en Auschwitz del escritor Elíe Wiesel; La lista de
Schlindler (Schindler's List, 1993), de Steven Spielberg, etcétera–. Pero traiciona la idea que le
dio sentido durante años a la vida de muchos sobrevivientes de que para evitar que un evento de las
proporciones del Holocausto vuelva a ocurrir es necesario recordar, no olvidar. Es claro que la
intención de Benigni en esta fase de la película no era volver a contar la historia, sino más bien
dar «una enseñanza útil o moral», sobre la que más adelante hablaremos. Pero eso no disculpa
tanto equívoco, tanto error histórico, porque si lo que Benigni necesitaba era un pretexto, ¿por qué
el Holocausto? ¿Por qué los judíos? Igual pudo haber situado la historia en un campo de
concentración y hacer que sus personajes fueran gitanos, comunistas, partisanos,
homosexuales... Y por eso voy a seguir con mi método disectivo.
23. La tercera parte de La vida es bella empieza, entonces, en los vagones del tren. A pesar de estar
casada con un judío, a Dora le permiten quedarse, pero ella decide su destino subiendo a ese tren.
En los andenes no se ven policías ni soldados gritando, no hay perros. En verdad la escena parece lo
que Guido le ha dicho a Josué: que se trata de un paseo, de un juego en el que se han inscrito para
celebrar su cumpleaños. Al único prisionero que empujaron los dos soldados apostados a ambos
lados de la puerta del vagón, fue a Guido –más casualidades–. En realidad, Guido nunca hubiera
podido engañar a Josué. Desde el primer momento el niño –porque los niños no son tontos– se
habría dado cuenta de que algo muy grave estaba ocurriendo. No sólo la brutalidad de los soldados
y los perros que los acompañaban hasta la entrada del vagón lo hubieran puesto en evidencia;
estaba también el hecho de que en esos vagones embutían entre ochenta y cien personas de pie. No
quedaba espacio ni siquiera para sentarse. Los viajes desde los distintos puntos de Europa hasta
los campos de concentración que estaban situados en su mayor parte en Polonia, podían durar
entre tres y cinco días, lapso en el cual no se les repartía comida, recibían únicamente el agua que
les entraba a través de las ventanillas del vagón y debían hacer sus necesidades fisiológicas
ahí, en un rincón. Los trenes cargados con gente para los campos de concentración rara vez se
detenían.
24. Sin embargo, Benigni nos muestra a la familia de Guido llegando a un campo de
concentración estilizado y aséptico, un escenario. El sitio donde el tren se detiene está
vacío, ese tren no lo espera nadie. No hay nada amenazador en el campo de concentración de
Benigni, excepto el vacío y unos haces de luz que se pasean de derecha a izquierda, de izquierda
a derecha, porque es de noche cuando el tren se detiene. Sin embargo, cuando nos muestran
el descenso de los ocupantes del tren, ¡es de día! Pero eso es casi lo de menos, porque no es
más que un error de continuidad.
25. A pesar de que hay algunos reportes de que en ciertos campos de concentración existieron
brigadas de recepción cuya función era recibir a los recién llegados para que no tuvieran
pánico, hacia el final de la guerra éstas ya habían desparecido. A los dirigentes de los campos
de concentración les había dejado de importar si los recién llegados se daban cuenta o no de
que habían llegado al infierno. Sin embargo, en el campo de Benigni los presos les ayudan a
bajar a los del tren: ¡les dan la mano! Como si hubieran tenido fuerzas. De acuerdo con Viktor
Frankl, un psiquiatra que sobrevivió a la pesadilla, al finalizar la guerra un preso podía darse
por bien servido si tenía fuerzas para cargar con su propia osamenta. El peso promedio de los
prisioneros cuando fueron liberados era de treinta y cinco kilos. Estaban demasiado
débiles, prácticamente todos tenían tifo y todos estaban desnutridos: recibían sólo una
ración de doscientos gramos de pan al día y un tazón de sopa –agua con papas y
habichuelas–. El campo a donde han llegado Guido, Dora, Josué y el Tío Eliseo no es sólo un
campo de concentración. Es un campo de exterminio. Allí hay cámara de gas y hornos
crematorios. La alta chimenea humeante es prueba de ello y uno no puede dejar de preguntarse
cuál sería el campo de concentración que Benigni está recreando, porque la entrada del campo
se parece a la de Auschwitz y con esto coincide el hecho de que se trata de un campo de
exterminio, pero uno se queda muy perplejo porque en Italia no hubo campos de exterminio y
el hecho de que las guardianas del campo femenino hablan italiano lo lleva a uno a pensar que
posiblemente el campo de Benigni sí está en Italia.
26. Pero Guido no se da por enterado de nada. Apenas se baja del tren, corre por todas partes
buscando a Dora, hace lo que quiere, como si hubiera podido, como si fuera un hombre libre,
como si fuera, siquiera, un hombre. Deja a Josué solo y en este punto no puedo evitar recordar
el testimonio de Elie Wiesel cuando describe la multitud que se movía, tratando de evitar los
porrazos de los soldados, y que finalmente terminó separándolo para siempre de su madre y su
hermana que se perdían en la puerta de entrada de un edificio del que no volvieron a salir,
mientras que lo único en lo que él lograba pensar era en la urgencia de mantenerse pegado, como
fuera, a la mano de su padre. Y esa impronta del hombre libre, del preso que no está preso, está
presente en el personaje de Guido en el resto de la cinta: él interrumpe su trabajo cuando quiere,
no está vigilado, conversa con Josué casi tranquilamente en medio de la jornada de trabajo, entra
en el centro de comunicaciones del campo, que no está vigilado y donde no hay nadie,
únicamente para decir a través del altavoz: «Buon giorno, principessa»; abandona la fila de
prisioneros cuando quiere, lleva una carreta en la que ninguno de los guardias repara y ahí va
Josué (que sufre, como su madre, de ataques de hipo), a quien en la escena inmediatamente
anterior Guido le había dado instrucciones de que permaneciera en el barracón todo el tiempo –
más errores de narración–... Pero no es sólo Guido el que hace lo que quiere en el campo de
concentración de Benigni. También Dora se puede dar el lujo de detener su trabajo –
seleccionando la ropa de los muertos– cuando escucha el mensaje que su esposo le ha enviado
desde el otro lado del campo. ¡Qué alemanes tan desordenados los que dirigen ese campo!
Parecen italianos...
27. En la película de Benigni nunca vemos el proceso por el cual registraban a los presos y les
quitaban todas sus pertenencias, empezando por su identidad, reduciéndolos a la
condición de un número marcado con tinta indeleble en el antebrazo del preso. Tampoco se
ve cómo separaban a las mujeres y a los hombres. Pero sí vemos a un hombre en uniforme que
grita unas palabras en alemán que, al parecer, todo el mundo entiende. Lo que hizo fue separar a los
ancianos –tres, más o menos–, entre ellos al Tío Eliseo. No vemos más niños, pero con Josué,
de todos modos, no se meten, aunque los niños eran los primeros, junto con los ancianos y la
mayor parte de las mujeres, que entraban a la cámara de gas y ése es el motivo por el cual
prácticamente no hay reportes de niños sobrevivientes; además, cuando les permitían sobrevivir
por algún tiempo, no los enviaban a los campos de hombres, sino a los campos de mujeres... era
una época en la que un hombre no sabía qué hacer con un niño. De todos modos, cuando se llevan
al Tío Eliseo, Guido se despide de él como si nada, no se le ve ningún pesar, ninguna tristeza,
ningún temor por lo que pueda llegar a pasarle al tío que le abrió su casa y le enseñó el oficio de
servir. Cuando Josué pregunta por el Tío, Guido le explica: lo que pasa es que el tío va a jugar en
otro equipo porque «todo está organizado».
28. Y luego nos meten en las barracas. Limpias, con luz, con lámparas en el techo, con una mesa en el
centro de los camastros –¿para escribir cartas a casa, tal vez?–. Uno no entiende, porque los
sobrevivientes de los campos de concentración hablan insistentemente del barro que había en las
barracas, del hacinamiento impresionante –los camastros medían 2 x 2 ,5 metros y en ese
espacio se acomodaban para dormir entre nueve y once personas–, de los piojos que hacían imperios
en sus cuerpos, de los rituales que establecían para sacarse los molestos bichos que todo lo
infestaban. Pero no en el campo de Benigni.
29. Guido y Josué llegan al barracón vistiendo sus propias ropas y no recibieron las primeras
instrucciones sobre el reglamento del campo en una fila helada al aire libre, sino que el comandante del
campo vino a darles la bienvenida a la tibieza del limpio barracón. El espectador nunca ve en qué
momento recibe Guido su uniforme de preso, pero con él aparece. ¿De qué muerto lo heredaría?
Según Viktor Frankl, sólo sobrevivieron aquellos que sabían observar, que eran capaces de
aprovechar todas las oportunidades, como darse cuenta con antelación de la inminente muerte de
un preso que tenía una camisa en mejor estado que la propia o un alambre que podía servir para
amarrarse los zapatos (2). Además, Primo Levi, un químico orgánico y famoso escritor, también
sobreviviente de Auschwitz, le da gran importancia al problema de la comunicación: «Éramos pocos
los judíos italianos que entendíamos el alemán o el polaco [...]. En esas condiciones, el aislamiento
lingüístico era mortal. Casi todos los italianos murieron por ese motivo. Porque desde los primeros
días no entendían las órdenes y esto era algo inadmisible, no era tolerado. No entendían las órdenes
y no podían decirlo, no podían hacerse entender. Oían un grito, porque los alemanes, los militares
alemanes gritan siempre... [...] Le pedías información, noticias a tu compañero de cama y no te
escuchaba, no te entendía. [...] Yo –siempre he dicho que tuve suerte– me encontré con que
poseía unos conocimientos mínimos de la lengua alemana; la había estudiado como químico y
después pude establecer una cierta comunicación con los no italianos; fue fundamental para
entender dónde vivía y comprender el decálogo de aquel lugar» (3). Pero en el campo de
Benigni, Guido se las arregla perfectamente: todos sus compañeros hablan italiano y las normas
las impone él mismo.
30. Benigni había abandonado al Tío Eliseo en manos de los nazis, poco después de su llegada al
campo. Cuando el tío vuelve a aparecer todavía tenía puesta su ropa de civil, pero en la historia
alterna de Guido y Josué ya han pasado por lo menos dos días, y resulta que nadie conservaba sus
pertenencias, incluyendo la ropa, por más de unas pocas horas después de la llegada a uno de estos
campos. Otro tanto ocurre con la revisión médica. La única a que son sometidos los presos que
llegaron con Guido, tiene lugar varios días después de su llegada, cuando lo primero que necesitaban
saber los nazis era si los presos estaban o no en condiciones de trabajar y esto, en el caso del
prisionero, era cuestión de vida o muerte. Pero, ¿a quién se encuentra Guido en ese examen médico?
Pues, obviamente, al Doctor Lessing –pura suerte, supongo–, quien, claro, reconoce a su antiguo
mesero y hace los arreglos necesarios para que sea él quien atienda una fiesta que dan los
alemanes en el campo. Se sabe por diversos testimonios que los comandantes solían dar fiestas en
sus casas dentro de los límites del campo; invitaban a altos mandos del ejército, a algunos soldados,
amigos y amigas, prostitutas... Pero no se tienen noticias de que algún alemán hubiera aceptado llevar
a sus hijos a un lugar como un campo de concentración; excepto, claro está, en el campo de
Benigni, donde los hijos de los alemanes no solamente llegan, sino que además quedan en libertad
de juguetear por ahí y no dicen nada cuando un niño judío –cuyas ropas sucias pasan
desapercibidas a los ojos de todos esos nazis– se sienta con ellos a la mesa. En esa fiesta por fin
tiene Guido la oportunidad de pedirle al Doctor Lessing que le ayude, pero el buen Doctor ya es
aquí el símbolo de la Alemania culta, de la patria de Goethe, Schiller y Beethoven, y Benigni nos
lo muestra perdido en un acertijo sin solución...
31. El colmo se alcanza cuando Guido llega a la barraca y, después de buscar a Josué por todas partes,
lo encuentra debajo de uno de los camastros. Entonces Josué le informa que quiere regresar a casa,
como para poner a prueba lo que le ha dicho su papá, que se trata sólo de un juego. Guido,
sencillamente, abre la puerta del barracón iluminado y sale para comprobarle a Josué que pueden irse
cuando quieran. Afuera no hay vigilancia. Josué duda y nuevamente cree. Guido le pregunta acerca de
los motivos que tenía para querer irse y el niño le contesta: «Había un hombre llorando. Dijo que hacen
botones y jabón con nosotros». Entonces Guido le replica: «¿Y te lo creíste? ¿Otra vez? Creía que eras
un chico listo, astuto, inteligente. ¿Botones y jabón con la gente? ¡Es el colmo! ¿Tú te creíste eso?
Imagínate, mañana me lavaré las manos con Bartolomeo. Me restriego bien, luego me abotono con
Francesco. ¡Maldita sea! (se le cae un botón de la camisa –otra casualidad–) ¡Mira! ¡Acabo de perder a
Giorgio! ¿Esto es una persona? ¡Por favor! ¡Te tomaron el pelo! ¡Y tú te lo creíste! ¿Qué más te
dijeron?» Y Josué dice: «Que nos cocinan en el horno». Y Guido sigue: «¡Y te creíste eso también! ¡Te
tragas todo! Oí hablar de un horno de leña, pero nunca oí de un horno de hombre. ¡No me queda leña!
¡Metan a ese abogado! ¡Ese abogado no se quema, necesita secarse! ¡Mira ese humo! Pero, Josué,
botones, jabones, nos queman en el horno...». Yo no sé cómo explicar el hecho de que toda la gente
amiga y no amiga que vio esta película no leyó en este diálogo el discurso del neonazismo, ése que
afirma que el Holocausto nunca tuvo lugar, que los seis millones de víctimas, las cámaras de gas y los
hornos crematorios son un invento sionista. Es posible que se deba a la habilidad del
prestidigitador, que mueve rápido sus dedos y enmascara la realidad hasta hacerla
irreconocible, pero prefiero suponer que tiene que ver con el hecho de que uno sabe, tiene la
certeza, la esperanza de que no es así, de que Roberto Benigni sigue siendo ese ser mágico,
leve, ingenuo, bondadoso como el sonido de su apellido cuando se lee en español.
32. Y entonces Guido se encuentra cara a cara con los muertos que se había empeñado en negar, en
negarle a su hijo, a pesar del olor nauseabundo que dicen que arrojaban las chimeneas de los
hornos crematorios y que despedía la carne putrefacta desde las fosas comunes. Pero ese
reconocimiento de la realidad no dura, porque justo empieza el desmantelamiento del
campo y Guido esconde a Josué, y sale, vestido como una prisionera, a buscar a Dora en el
campo femenino. En el intento es descubierto por un soldado alemán que va a matarlo allí
mismo, pero otro soldado, de más rango que el primero, le indica a éste que no lo haga Todo
parece indicar que la suerte boba lo va a salvar otra vez, pero no, es otro truco: es necesario que le dé la
última miradita a Josué: le guiña el ojo mientras pasa marchando casi feliz al frente del lugar
donde está escondido el niño. El soldado alemán grita mucho, pero, discreto y delicado como no
fue ningún soldado alemán durante el tiempo que duró la guerra, se lleva a Guido fuera de
campo –y fuera del alcance de los ojos del hijo de Guido (otra vez la suerte)– y únicamente
escuchamos el sonido de ametralladora con la que mataron al papá de Josué.
33. El final ya lo conocemos. Josué sale de su escondite cuando todo queda en silencio y aparece
un tanque –el primer premio–, y aunque el soldado que se encuentra a Josué es norteamericano
y le habla en inglés, el niño entiende que debe subir, que se lo merece, que se lo ha ganado. Y
lo que vemos después es a los demás presos que caminan por una carretera abandonando el
campo. Entre esos prisioneros está Dora y Josué desciende rápidamente de su premio para
esconderse en el refugio cálido de los brazos de su madre y la imagen se congela. Y entonces la
película misma traiciona su definición como fábula y termina con un monólogo de Josué que la
define como «el legado, el sacrificio de mi padre» ¿Qué es entonces La vida es bella?
¿Fábula o legado? ¿Ficción o realidad? Nada. Sólo un truco.
34. Luego de haber visto La vida es bella por tercera vez me queda la ilusión de saber que, con toda
seguridad, la intención de Roberto Benigni fue buena, que lo único que buscaba era divertir
enseñando una lección: la de que hasta en un horror como el del Holocausto es posible
encontrar la manera de hacer felices a los nuestros, evitándoles el dolor y el sufrimiento. Sólo
que yo no me lo creo. Es pura magia, pura habilidad manual, sólo movimientos de experto
prestidigitador. Los pecados mayores que comete Benigni en su película no tienen que ver con
la posibilidad de que les hubiera faltado al respeto a los sobrevivientes o a sus descendientes –
Benigni incluso fue honrado con un título Honoris Causa que le otorgó la Universidad de
Ber-Sheva, en Israel–. De lo que sí peca Benigni es de ingenuo, al pretender que uno puede
andar por la vida ahorrándoles los sufrimientos a los hijos o a los seres queridos, como si eso
fuera posible o siquiera deseable. La vida es bella, sí, pero no porque se defina como tal. La
vida es bella precisamente porque está llena de sufrimiento, porque está llena de pruebas y
escollos que nos demuestran continuamente que ella es mucho más poderosa que la muerte,
porque a pesar de todos los sufrimientos, de todo el dolor y de todos los horrores que genera la
condición humana, aquí estamos.
(Tomado de: Lía Master, «La magia de Roberto», Kinetoscopio, Volumen 10, N°. 50, 1999, pp. 108-116.)
NOTAS: 1. Reese, William L. Dictionary of Philosophy and Religion Eastern and Western Thought. Humanity Press lnc. Atlantic Highlands, Nueva Jersey.1980, pp. 514-515. 2. «Por lo general, sólo se mantenían vivos aquellos prisioneros que tras varios años de dar tumbos de campo en campo, habían perdido todos sus escrúpulos en la lucha por la existencia; los que estaban dispuestos a recurrir a cualquier medio, fuera honrado o de otro tipo, incluidos la fuerza bruta, el robo, la traición o lo que fuera con tal de salvarse. Los que hemos vuelto de allí gracias a multitud de casualidades fortuitas o milagros –como cada cual prefiera llamarlos– lo sabemos bien: los mejores no regresaron». Frankl Viktor E. El hombre en busca de sentido. Editorial Herder. Barcelona. 1996. Pág. 15. 3. Camon, Ferdinando. Primo Levi en diálogo con Ferdinando Camon. Colección «Europeos sin fronteras». Editorial Anaya & Mario Muchnick. 1995, pp. 51-53.