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1 III Congreso Internacional Iberconceptos: El lenguaje de las independencias en Iberoamérica. Conceptos políticos y conceptos historiográficos en la era de las revoluciones Panel La era de las revoluciones y su posteridad Entre la crisis y la revolución: interpretaciones y metáforas sobre el proceso revolucionario rioplatense (1810-1830) Fabio Wasserman Instituto Ravignani UBA Conicet Introducción Durante mucho tiempo el proceso independentista hispanoamericano fue considerado consecuencia del accionar de grupos burgueses o de algún otro sector social que pudiera considerarse expresión de nacionalidades preexistentes o en vías de formación. En ese sentido se argüía que la maduración de una conciencia nacional o la dificultad para poder desarrollar sus intereses en un marco colonial, habrían sido las razones por las cuales se habrían embarcado en una revolución de independencia cuyo propósito era poner fin a la sujeción colonial de España. Esta interpretación fue objeto de una profunda revisión crítica en las últimas décadas. Esta revisión dio lugar además a un nuevo paradigma historiográfico según el cual el proceso de ruptura debe entenderse en el marco de la crisis que afectó a la corona española a principios del siglo XIX y no como expresión de nacionalidades o de grupos sociales que las representaran o se asignaran su representación. Este nuevo enfoque ha mostrado una gran productividad, tal como se evidenció en las numerosas publicaciones y encuentros académicos desarrollados en los últimos años que hicieron hincapié en el momento de agudización de esa crisis que se produjo entre las abdicaciones de Bayona en 1808 y la disolución de la Junta Central en 1810. El consenso historiográfico en torno a la crisis monárquica y el énfasis que se hace en el examen de ese bienio crucial, parecen incuestionables. El problema es que a veces llevan a soslayar el hecho que esa crisis devino en una revolución y en una extensa guerra cuyo desenlace fue la independencia de buena parte de Hispanoamérica. En ese

Entre la crisis y la revolución: interpretaciones y metáforas sobre el proceso revolucionario rioplatense (1810-1830)

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III Congreso Internacional Iberconceptos: El lenguaje de las independencias en Iberoamérica. Conceptos

políticos y conceptos historiográficos en la era de las revoluciones

Panel La era de las revoluciones y su posteridad

Entre la crisis y la revolución: interpretaciones y metáforas sobre el proceso

revolucionario rioplatense (1810-1830)

Fabio Wasserman

Instituto Ravignani

UBA – Conicet

Introducción

Durante mucho tiempo el proceso independentista hispanoamericano fue considerado

consecuencia del accionar de grupos burgueses o de algún otro sector social que pudiera

considerarse expresión de nacionalidades preexistentes o en vías de formación. En ese

sentido se argüía que la maduración de una conciencia nacional o la dificultad para

poder desarrollar sus intereses en un marco colonial, habrían sido las razones por las

cuales se habrían embarcado en una revolución de independencia cuyo propósito era

poner fin a la sujeción colonial de España.

Esta interpretación fue objeto de una profunda revisión crítica en las últimas décadas.

Esta revisión dio lugar además a un nuevo paradigma historiográfico según el cual el

proceso de ruptura debe entenderse en el marco de la crisis que afectó a la corona

española a principios del siglo XIX y no como expresión de nacionalidades o de grupos

sociales que las representaran o se asignaran su representación. Este nuevo enfoque ha

mostrado una gran productividad, tal como se evidenció en las numerosas publicaciones

y encuentros académicos desarrollados en los últimos años que hicieron hincapié en el

momento de agudización de esa crisis que se produjo entre las abdicaciones de Bayona

en 1808 y la disolución de la Junta Central en 1810.

El consenso historiográfico en torno a la crisis monárquica y el énfasis que se hace en el

examen de ese bienio crucial, parecen incuestionables. El problema es que a veces

llevan a soslayar el hecho que esa crisis devino en una revolución y en una extensa

guerra cuyo desenlace fue la independencia de buena parte de Hispanoamérica. En ese

2

sentido no parece irrelevante plantearse cuándo, cómo y por qué se produjo el paso de la

crisis a la revolución.

Se trata de interrogantes que ameritan una diversidad de respuestas que dependen tanto

de los actores y regiones que se analicen, como de las concepciones que pueda tener

cada investigador sobre qué es una revolución. Pero cualquiera sea el caso, una

indagación así orientada requiere prestar atención a lo que podríamos considerar la

dimensión subjetiva de los procesos históricos. Es que más allá de las interpretaciones

que podamos hacer hoy en día, lo cierto es que en algún momento la crisis dejó de ser

percibida y vivida como tal, y los actores asumieron que estaban protagonizando (o

sufriendo o combatiendo) una revolución.

Para dar cuenta de este pasaje resulta necesario lograr un mejor conocimiento de las

concepciones políticas y sociales vigentes, así como también de las identidades,

expectativas, creencias y representaciones de los actores. Estas cuestiones las traté en

varios trabajos dedicados a examinar las valoraciones e interpretaciones que se hicieron

del proceso revolucionario rioplatense a lo largo del siglo XIX1. La ponencia, que

retoma y reproduce algunos de los planteos y análisis realizados en esos trabajos, hace

hincapié en los usos y significados del concepto revolución en el discurso de las elites

entre 1810 y 1830. Esta elección se debe a que la historia conceptual, en tanto aborda de

lleno la relación entre experiencia y sentido, puede ayudar a resolver, o al menos a

precisar mejor, cómo se produjo el paso de la crisis a la revolución. Pero también

porque el análisis del concepto revolución, que estuvo cargado de ambigüedades y

tensiones, tiene el interés de permitir indagar cómo percibían los actores al proceso en

curso y los problemas que debieron enfrentar a partir de 1810.

Del diccionario a los usos. Una primera aproximación al concepto de revolución.

Durante el siglo XVIII la voz revolución podía utilizarse en castellano para hacer

referencia a cambios políticos y sociales o a las acciones que procuran ese fin. Un claro

indicio en ese sentido lo otorga la primera edición del Diccionario de la Lengua

Castellana publicado en 1737, pues además de la acepción tradicional proveniente de la

1 Para no abundar en citas, me remito a la bibliografía final en la que se consignan estos trabajos.

3

astronomía que remite al movimiento orbital de los astros, también consignaba la de

“inquietud, alboroto, sedición, alteración” que asociaba a términos del latín como

“turbatio” y “tumultus”. Asimismo precisaba que “Metafóricamente vale mudanza, o

nueva forma en el estado o gobierno de las cosas”. Medio siglo más tarde, otro

diccionario la definía como “Tumulto, desobediencia, sedición, rebelión”, añadiendo

una entrada que la hacía equivaler a un trastorno social: “[...] se dice también de las

mudanzas, y variedades extraordinarias que suceden en el mundo, como desgracias,

infelicidades, decadencias”2.

A pesar de esta disponibilidad lingüística, su uso fue infrecuente en el Río de la Plata

hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX, cuando comenzó a difundirse como

consecuencia de la revolución francesa y la crisis de la monarquía española. Pero fue

sobre todo el proceso revolucionario iniciado en mayo de 1810 el que promovió su

incorporación en el lenguaje cotidiano de vastas capas sociales, asumiendo además una

connotación positiva al asociarse a términos como patria, libertad, independencia,

justicia y derechos en oposición a otros como opresión, tiranía y despotismo.

En ese marco el término cobró mayor densidad conceptual al utilizarse para explicar y

no sólo para describir o indicar cambios políticos o sociales, a los que también se les

sumaron otros de índole moral o intelectual. En ese sentido podría aventurarse que en

esos años revolución se convirtió en un concepto histórico fundamental, vale decir, en

aquel que “[...] en combinación con varias docenas de otros conceptos de similar

importancia, dirige e informa por entero el contenido político y social de una lengua”3.

Pero esto no fue todo: tras la Revolución francesa el concepto había comenzado a

convertirse en un singular colectivo, ampliando así su capacidad para designar estados

de cosas y anunciar otros inexistentes4. Esto permitió a su vez que se produjeran nuevos

usos y significados ligados a una idea de cambio histórico, tal como sucedió en el Río

de la Plata. Entre otros, como un sustantivo en el que se objetivan sucesos o procesos

2 Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Castellana (Letras O-R), Madrid, Imprenta de la

Real Academia Española, 1737, p. 614; Esteban de Terreros y Pando, Diccionario castellano con las

voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas francesa, latina é italiana, Madrid,

Imprenta de la viuda de Ibarra, hijos y compañía, 1788, t. III, p. 374. En éstas y en todas las citas se

modernizó la ortografía. 3 Reinhart Koselleck, “Historia de los conceptos y conceptos de historia”, Ayer, nº 53, Madrid, 2004, p.

35. 4 Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós,

1993, p. 76.

4

sociales; como un adjetivo que califica hechos, actores o una época; e, incluso en

ocasiones, como un sujeto que interviene en el devenir histórico.

Si bien fue el propio proceso revolucionario el que propicio la transformación del

término en un concepto histórico, el terreno para su difusión y resignificación ya había

sido abonado por los ilustrados españoles aunque no hubiera sido ese su propósito. En

efecto, en sus escritos introdujeron importantes innovaciones en el uso del término al

permitirse caracterizar a las reformas políticas, sociales y culturales de la monarquía

como una “feliz revolución”5. De ese modo el término pudo ampliar su arco de

referencias hacia esferas como la educación, la técnica o la economía. Más importante

aún: si hasta entonces revolución sólo podía portar una valoración negativa o neutra,

también pudo comenzar a asumir una de carácter positivo.

Aunque tardíamente, la prensa ilustrada rioplatense se hizo eco de estos nuevos usos, tal

como se puede apreciar en el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio cuyo

Prospecto instaba a los párrocos rurales a instruir y guiar a sus habitantes para

transformar “[...] esas campañas desiertas en un jardín ameno y delicioso [...]”,

planteándoles además que “[...] esta repentina revolución no conocerá otro autor que a

vuestro celo y a vuestro amor patriótico”6.

Se trataban sin embargo de expresiones inusuales en el área rioplatense, pues el término

seguía portando una valoración negativa ya que era mayormente utilizado para hacer

referencia a convulsiones sociales y políticas. Es el caso de Martín de Álzaga, un

poderoso comerciante afincado en Buenos Aires, quien a comienzos de 1806 atribuía las

dificultades para mantener el contacto con sus corresponsales en Ámsterdam a “[...] las

revoluciones políticas de la Europa”7. En el marco de la crisis de la monarquía que se

agudizó tras las abdicaciones de Bayona, se produjo una rápida difusión de este uso

crítico para referirse a acciones o propuestas que promovían cambios de orden político.

Así, cuando a comienzos de diciembre de 1808 se sustanció una actuación contra

Saturnino Rodríguez Peña por alentar la regencia de la Infanta Carlota Joaquina, el

5 Juan Francisco Fuentes y Javier Fernández Sebastián, “Revolución” en Id. (dirs.) Diccionario político y

social del siglo XIX español, Madrid, Alianza editorial, 2002, p. 628. 6 Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, 1802. Reimpresión facsimilar, Buenos Aires, Junta de

Historia y Numismática Americana, 1928, t. I, p. VIII. 7 Martín de Álzaga, Cartas (1806-1807), Buenos Aires, Emecé editores, 1972, p. 91.

5

fiscal de la Audiencia de Buenos Aires, Antonio Caspe y Rodríguez, solicitó que fuera

castigado por querer sumir a los habitantes del Virreinato “[...] en el mayor de los males

que es la revolución en todos tiempos detestable y más en la época presente”8.

Pero en muy poco tiempo esto cambiaría. La revolución, que hasta 1810 era casi

unánimemente detestada por poner en cuestión el orden social y político, comenzaba a

ser concebida por algunos como un hecho o un proceso deseable y digno de ser

reivindicado. Esta mutación revela de algún modo que, al menos en el Río de la Plata,

se estaba comenzando a producir el pasaje de la crisis a la revolución.

La creación de un mito de orígenes: “nuestra feliz revolución”

A mediados de mayo de 1810 llegó a Montevideo un buque que traía novedades de gran

importancia para los dominios de la corona española: el ejército francés había ocupado

toda la península salvo la Isla de León y la Junta Suprema se había disuelto. La noticia

pronto llegó a Buenos Aires, la capital del Virreinato del Río de la Plata. El 18 de mayo

el Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros decidió notificar oficialmente lo sucedido

mediante un Bando en el que apelaba a la lealtad de los súbitos de la corona mientras

que llamaba a apoyar la lucha de los españoles para independizarse de Francia. Al igual

que en otras ciudades de América, las elites locales, apoyadas en este caso por las

poderosas milicias que en su mayoría estaban comandadas por jefes y oficiales criollos,

lograron convocar a un Cabildo abierto para resolver qué hacer ante el estado de

acefalía. En esa asamblea de vecinos y funcionarios se invocó la doctrina de la

retroversión de la soberanía para legitimar la creación de un gobierno propio. Tras un

vano intento de crear una junta presidida por el Virrey, y ante la presión de las milicias,

el 25 de mayo se decidió su desplazamiento y su reemplazo por una Junta Provisional

Gubernativa de las Provincias del Río de la Plata en nombre de Fernando VII cuya

presidencia recayó en Cornelio Saavedra que comandaba el cuerpo de Patricios.

De ese modo incruento se produjo lo que poco tiempo después pasaría a ser conocida

como la Revolución de mayo. Pero esto era tan sólo el comienzo. Los miembros de la

Junta eran concientes que debían afrontar varios desafíos de magnitud, comenzando por

8 Biblioteca de Mayo, 1960, t. XI, p. 10274.

6

la necesidad de legitimarse y de afianzar su autoridad en el territorio virreinal donde

encontraron apoyos pero también rechazos. Los principales focos de resistencia

estuvieron en Montevideo, Asunción, Córdoba y el Alto Perú, cuyas autoridades

desconocieron al gobierno porteño, proclamaron su lealtad al Consejo de Regencia

creado por la Junta Suprema antes de disolverse, y procuraron coordinar acciones

armadas para acabar con el nuevo gobierno. Para ello contaron con el apoyo de

Fernando Abascal, el Virrey del Perú, quien aceptó la solicitud de las autoridades

altoperuanas para incorporar en forma provisoria a esos territorios bajo su mando.

Es de notar que durante los primeros meses en los que gobernó la Junta, la voz

revolución no fue utilizada en ningún documento público ni en el periódico oficial,

quizás por la connotación negativa que aún tenía y por el carácter confuso de los

sucesos. Pero quienes mantuvieron su lealtad a las autoridades metropolitanas no

dudaron en calificar de inmediato a lo sucedido como una revolución protagonizada por

insurrectos y subversivos. En agosto de 1810 Vicente Nieto, Presidente de la Audiencia

de Charcas, calificaba a la Junta como un “Gobierno revolucionario”, mientras que

justificaba el duro castigo que les había dado a los miembros de las milicias de Buenos

Aires que lo acompañaban en el Alto Perú desde el año anterior por “[...] su infidelidad

y adhesión al partido revolucionario”9.

Entre mayo y diciembre de 1810, mientras se iban produciendo alineamientos en uno y

otro sentido y se desarrollaban los primeros hechos de armas, quienes adherían al nuevo

gobierno comenzaron a hacer explícito que lo que estaba en marcha era una revolución

que tenía como fin lograr la libertad de los americanos. Ahora bien, mientras que sus

opositores no necesitaban calificarla para dejar en claro su rechazo, quienes la apoyaban

solían agregarle algún adjetivo destacando su carácter positivo, tal como lo hizo Juan

José Castelli, el representante de la Junta en el Alto Perú que en febrero de 1811

justificaba el fusilamiento de Nieto por haberse opuesto a la “[...] feliz revolución que

hizo temblar y estremecer a los enemigos del hombre”10

. Asimismo podían referirse a

sus enemigos como revolucionarios pero agregándole una calificación negativa como lo

había hecho el mismo Castelli dos meses antes al desterrar a varios vecinos de Potosí

9 Ricardo Levene, La Revolución de Mayo y Mariano Moreno. Ensayos históricos, t. III, Buenos Aires,

Peuser , 1960, pp. 256-260). 10 Noemí Goldman, Historia y Lenguaje. Los discursos de la Revolución de Mayo, Buenos Aires, Editores

de América Latina, 2000, p. 138.

7

como el Presbítero Otondo a quien acusaba de haber alentado “el partido de la

revolución despótica”11

.

La utilización del término para descalificar a los enemigos de la revolución fue sin

embargo dejándose de lado. Esto se debió entre otras razones al hecho que rápidamente

se extendió e institucionalizó la calificación de los sucesos de 1810 como una

revolución, por lo que el término pasó a ser apropiado por los insurrectos. Esto se puede

apreciar en numerosos documentos, como la resolución dictada en julio de 1812 por

Bernardino Rivadavia como secretario del Triunvirato para que el domínico Julián

Perdriel escribiera una “Historia Filosófica de nuestra feliz Revolución”12

.

Más allá de su resonancia y del hecho que tenía algunos elementos en común, en modo

alguno esa “feliz revolución” podía equipararse a la que pocos años antes habían

imaginado los reformistas ilustrados ni a la que estaban protagonizando los liberales en

España: una vez iniciada la guerra se hizo evidente que ya no había posibilidad de

retorno a la órbita de la antigua metrópoli aunque ésta se reformara. De ese modo, y

junto con la libertad, comenzó a plantearse que la revolución tenía como objetivo lograr

la independencia, propósito que se fue haciendo cada vez más explícito a partir de 1812

aunque recién se declaró en julio de 1816 cuando el contexto político en América y

Europa ya era otro.

Pero el autogobierno o la independencia no era todo lo que se esperaba de la revolución.

Para muchos se trataba de un proceso que debía trascender el cambio institucional o el

reemplazo de un gobierno colonial por uno patriótico: la propia sociedad debía

transformarse para que pudiera reinar la libertad tras siglos de opresión. De ahí la

pretensión pedagógica que animó algunas empresas como la traducción que hizo

Mariano Moreno del Contrato Social. Al prologarlo en 1810, advertía que “La gloriosa

instalación del gobierno provisorio de Buenos Aires ha producido tan feliz revolución

en las ideas, que agitados los ánimos de un entusiasmo capaz de las mayores empresas,

11 Ernesto Fitte, “Castelli y Monteagudo. Derrotero de la primera expedición al Alto Perú” en Historia

año V, nº 21, 1960, p. 65. 12 Ricardo Piccirilli, Rivadavia y su tiempo, Buenos Aires, Peuser, 1960, t. I, p. 203.

8

aspiran a una constitución juiciosa y duradera que restituya al pueblo sus derechos

[…]”13

.

Lo antedicho permite entender por qué el concepto pudo asumir una connotación

positiva. Pero esta valoración se debió sobre todo a la consideración de la Revolución

de Mayo como un nuevo origen signado por una ruptura radical con antiguo régimen. El

pasado colonial debía ser enterrado para permitir la creación de una nueva comunidad

política en la que reinarían principios sociales y políticos vinculados a la virtud y la

justicia.

La Revolución de Mayo se convirtió así en una suerte de mito de orígenes de esa nueva

patria creada por los pueblos del Río de la Plata mientras luchaban por conseguir la

libertad que durante siglos les habría sido escamoteada. Mito de orígenes que, décadas

más tarde, sería transferido a la nación argentina y que aún perdura tal como se pudo

advertir en las celebraciones del bicentenario realizadas en el año 2010.

Un proceso de regeneración

Estos festejos que remiten a un nuevo origen tienen una larga tradición que se remonta a

los que se realizaron en 1811 para conmemorar el primer aniversario del 25 de mayo.

En esa ocasión se erigió una pirámide en Buenos Aires, mientras que en las ruinas de

Tiahuanaco se realizó un imponente acto en el que Castelli anunció la supresión del

tributo ante miles de indios. Estas celebraciones, que en Buenos Aires lograron

involucrar a una parte importante de su población, se institucionalizaron a partir de 1813

como fiestas mayas. En esos festejos se hacía explícita la identificación de los sucesos

de 1810 con el nacimiento de la patria, tal como lo hizo la Gazeta Ministerial en 1812 al

señalar que “El 25 de Mayo celebró esta capital con pompa y dignidad el nacimiento

glorioso de la patria, el aniversario de su redención política, y la época gloriosa de su

libertad civil”, para luego reproducir el discurso del regidor Antonio Álvarez Jonte

13 Mariano Moreno, “Prólogo a la traducción del contrato social” en Selección de Escritos, Buenos Aires,

Honorable Concejo Deliberante, 1961, p. 281.

9

recordándoles a los “Ciudadanos” que “Va a empezar el año tercero de nuestra

regeneración política”14

.

La revolución, en tanto se trataba de un nuevo origen, era concebida como una

“regeneración” o una “redención”. No se trataban de expresiones casuales pues el

lenguaje político estaba impregnado de referencias religiosas. De hecho era usual

considerar a la revolución como un proceso providencial cuyas claves podían

encontrarse en pasajes bíblicos15

. Los clérigos, por su parte, utilizaban los sermones

para dar su visión del proceso revolucionario, tal como lo hizo Miguel Calixto del Corro

el 25 de mayo de 1819. En esa ocasión, el Canónigo Magistral de Córdoba pronunció

una oración para conmemorar la revolución, advirtiendo en relación a la Providencia

que “[…] en nada se deja ver mejor su orden y armonía, como en el enlace de unos

acontecimientos que parece nos conducían como por la mano a hacer nuestra revolución

y separarnos para siempre de España […] un conjunto de circunstancias tan favorable

nunca pudo haber sido obra de los hombres y menos del acaso”16

.

[“Muchos quisieran desde luego disponer de los sucesos al arbitrio de sus deseos, pero

una sabiduría infinitamente comprensiva los tiene ya todos ordenados, con no menos

acierto que justicia”], p. 292

[“El 25 de Mayo será siempre para nosotros un día de solemnidad y de gloria, porque en

él comenzó nuestra regeneración, y porque una providencia benéfica se desplegó desde

entonces en nuestro favor”, p. 293 A continuación ataca la idea de “fortuna ciega”.

Páginas más adelante explica que esta región yacía “en el más profundo sueño” y que

despertó y conoció su fuerza a raíz de las invasiones inglesas (ahí, y en los sucesos

posteriores en España, se ve la providencia que en este caso despierta una potencia

dormida, anestesiada, pero que ya existía, estaba predeterminada), p. 297]

Pero estas interpretaciones providencialistas no sólo las hacían los religiosos. Pocos

años antes, y ante los reveses que estaba sufriendo la revolución, el general Manuel

Belgrano decía sentirse consolado al saber que “[…] siendo nuestra revolución obra de

14 Cit. en Ricardo Levene, Lecturas históricas argentinas, t. II, Buenos Aires, Ed. de Belgrano, 1978, pp.

142 y 144. 15 Roberto di Stéfano, “Lecturas políticas de la Biblia en la revolución rioplatense (1810-1835)”, Anuario

de Historia de la Iglesia, núm. 12, 2003. 16 El Clero Argentino. De 1810 a 1830, Buenos Aires, Imprenta de M. A. Rosas, 1907, t. I, p. 299.

10

Dios, él es quien la ha de llevar hasta su fin, manifestándonos que toda nuestra gratitud

la debemos convertir a S. D. M. y de ningún modo a hombre alguno”17

.

El carácter trascendente atribuido al proceso revolucionario también podía plantearse en

clave secular en el marco de una filosofía de la historia que supone la existencia de

leyes que rigen el progreso de la humanidad. Si bien esta concepción no se desarrolló de

modo sistemático hasta fines de la década de 1830, puede encontrarse esbozada en

algunos escritos anteriores como los publicados por Bernardo de Monteagudo en el

Censor de la Revolución que editaba en Chile mientras acompañaba al general José de

San Martín. En “El siglo XIX y la Revolución”, publicado el 30 de abril de 1820,

Monteagudo analizaba el proceso revolucionario a nivel mundial señalando que “La

América española no podía substraerse al influjo de las leyes generales que trazaban la

marcha que deben seguir todos los cuerpos políticos, puestos en iguales circunstancias.

La memorable revolución en que nos hallamos fue un suceso en que no tuvo parte la

casualidad […]”, para luego añadir que “A nadie es dado predecir con certeza la forma

estable de nuestras futuras instituciones, pero sí se puede asegurar sin perplejidad que la

América no volverá jamás a la dependencia del trono español”18

. En “Estado actual de

la revolución”, publicado el 10 de julio de 1820, realizaba un balance en el que

registraba sus avances pero también sus retrocesos. No dudaba sin embargo ni de su

dirección ni de sus resultados benéficos, advirtiendo en ese sentido que en tan sólo una

década se había producido una verdadera “revolución intelectual”19

.

El concepto revolución presentaba así algunas cualidades distintivas como parte de un

proceso de cambio histórico trascendente: tener una dirección, ser irreversible y afectar

a todas las dimensiones de la vida social.

La revolución y sus metáforas

La caracterización de la revolución como un proceso de carácter providencial o regido

por leyes históricas también se puede apreciar en las metáforas con las que se lo

describía. Éstas en general hacían referencia a fenómenos de la naturaleza que no

17 Manuel Belgrano, Autobiografía y otros escritos, Buenos Aires, Eudeba, 1966, p. 40 [¿1814?]. 18 Bernardo de Monteagudo, Obras Políticas, Buenos Aires, La Facultad 1916, pp., 193-194 19 Id., p. 198.

11

pueden ser previstos ni afectados por las acciones humanas: meteoritos, torrentes,

mareas, terremotos, erupciones. Así, en su Bosquejo de nuestra Revolución publicado

en 1817, el deán cordobés Gregorio Funes se refería de este modo a la creación de la

Junta el 25 de mayo de 1810: “[...] revienta por fin el volcán cuyo ruido había resonado

sordamente”20

. Casi diez años más tarde, el canónigo salteño Juan Ignacio Gorriti

sostendría en un debate realizado en el Congreso Constituyente que una revolución “[...]

viene preparada, fundada por el hecho que trae su origen de tiempos y accidentes muy

remotos y distintos, y ella es un meteoro que estalla cuando el choque de las cosas lo

hace estallar, lo mismo que el rayo. Esta es una revolución y de este modo ha sido la

nuestra”21

.

Es probable que este recurso obedeciera a convenciones retóricas antiguas que habían

sido revividas y consagradas durante el proceso revolucionario francés: Desmoulins

hablaba del “torrente revolucionario”, Robespierre de la “tempestad revolucionaria”, y

un testigo como George Forster de la “majestuosa corriente de lava de la revolución que

no respeta nada y que nadie puede detener”22

. Podría tratarse también de un residuo de

su antiguo uso que hacía referencia al movimiento regular en la órbita de los cuerpos.

Pero más allá de poder dilucidar su origen, lo que aquí importa es que en el Río de la

Plata adquirieron un sentido preciso que era caracterizar a la Revolución de Mayo como

parte de un proceso cuya origen y dirección estaban más allá de toda acción humana, lo

cual nos remite a la consideración de la crisis monárquica como causa u origen de la

revolución.

Entre la crisis y la revolución

Al igual que muchos de sus contemporáneos que querían dejar a salvo su nombre y

honor, Cornelio Saavedra decidió redactar unas Memorias que fueron publicadas en

1830 apenas pasados unos meses de su muerte. Quien había sido Presidente de la Junta

creada en mayo de 1810, y se había pasado el resto de su vida reivindicando su

20 Gregorio Funes, Bosquejo de nuestra revolución desde el 25 de Mayo de 1810 hasta la apertura del

Congreso Nacional, el 25 de Marzo de 1816, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1961, pp. 9-10

[Publicado en Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, t. III, Buenos Aires,

Imprenta de Benavente, 1817]. 21 Sesión nº 145 del 6 de junio de 1826 en Emilio Ravignani (ed.), Asambleas Constituyentes Argentinas

1813-1898, t. II, 1825-1826, Buenos Aires, Peuser, 1937, p. 1360. 22 Hannah Arendt, Sobre la Revolución, Buenos Aires, Alianza, 1992, p. 50.

12

participación en esos sucesos, afirmaba sin embargo que “[...] si se miran las cosas a

buena luz, a la ambición de Napoleón y a la de los Ingleses en querer ser señores de esta

América, se debe atribuir la revolución del 25 de mayo de 1810 […] Si el trastorno del

trono español, por las armas o por las intrigas de Napoleón que causaron también el

desorden y desorganización de todos los gobiernos de la citada Península, y rompió por

consiguiente la carta de incorporación y pactos de la América con la corona de Castilla;

si esto y mucho más que omito por consultar la brevedad no hubiese acaecido ni

sucedido, ¿pudiera habérsenos venido a las manos otra oportunidad más análoga y

lisonjera al verificativo de nuestras ideas, en punto a separarnos para siempre del

dominio de España y reasumir nuestros derechos?”23

.

Saavedra, que en todas sus intervenciones públicas se envanecía del papel que había

desempeñado en los sucesos de mayo de 1810, entendía que la revolución debía

atribuirse a una serie de hechos que no pudieron ser previstos ni dominados sino tan

sólo aprovechados una vez producidos. Pero no se trataba de una excepción, pues esta

caracterización era usual.

Para entender mejor esta cuestión, y la forma en que afectaba la interpretación del

proceso revolucionario, resultan de gran interés dos fuentes que ya cité en el parágrafo

anterior. La primera es el Bosquejo publicado por Funes en 1817, pues en esa crónica

sistematizó algunas representaciones e ideas sobre la revolución que, al ser compartidas

por otros testigos y protagonistas o al encontrar éstos una explicación o una descripción

de lo que habían vivido, lograron perdurar durante décadas incluso entre quienes se

mostraban críticos de la obra o de su autor. La segunda es el debate suscitado en 1826

en el seno del Congreso constituyente a raíz del proyecto presentado por el poder

ejecutivo para erigir un monumento a los autores de la revolución y del cual

participaron dirigentes y publicistas de varias provincias y facciones.

El relato que hizo Funes de los hechos revolucionarios dejaba en evidencia que éstos

sólo podían ser comprendidos si se la enmarcaba en la crisis monárquica que había

producido una circunstancia favorable aprovechada por los patriotas americanos sin que

éstos las hubieran provocado. De ese modo, y más allá del elogio que hacía de los

23 Cornelio Saavedra, “Memoria Autógrafa”, Museo Histórico Nacional, Memorias y autobiografías, t. I,

Buenos Aires, 1910, pp. 54/6 nota 1 [Buenos Aires, La Gaceta Mercantil, 1830].

13

revolucionarios, también dejaba en claro que éstos no podían considerarse promotores

de esos sucesos. Sus méritos consistían en haber aprovechado con prudencia la

oportunidad provocada por la crisis de la corona al crear una Junta que gobernaba en

nombre del monarca cautivo sin declarar la independencia absoluta. Sus lectores

podrían concluir con facilidad que el impulso emancipador había sido consecuencia de

factores que escapaban al control o tan siquiera a la previsión de sus protagonistas. De

todos modos, y para que no quedara duda alguna, Funes lo reafirmaba explícitamente al

asegurar que la revolución había sido “producida por el mismo curso de los sucesos”24

.

Esta expresión u otras similares eran habituales y no sólo por tratarse de un recurso

retórico: también daban sustento a una interpretación del proceso revolucionario. Así,

en el debate suscitado en 1826, el diputado Pedro Cavia manifestó su oposición al

proyecto de erigir un monumento a sus autores pues se había tratado de “[...] una

revolución que estaba ya hecha y organizada por la naturaleza misma de las cosas”25

.

Una de las voces más activas en ese debate fue la de Juan Ignacio Gorriti, quien también

hacía énfasis en la crisis de la corona y su administración como causa determinante de

la revolución. Tanto es así que ya de entrada había dejado en claro que para él sería

imposible homenajear a sus autores, pues entendía que en términos estrictos, la

revolución había sido preparada por “[...] la estolidez de Carlos IV, la corrupción de

Godoy, la ineptitud de Sobremonte, la ambición de Bonaparte, los periódicos de

España, la conducta equivocada de Liniers, las intrigas de Goyeneche, las perfidias de la

Junta central, y la incapacidad de Cisneros, […]”26

. Con lo cual no hacía más que

ponerle nombres propios a la crisis de la Monarquía y su administración local.

Ahora bien, sostener que esas habían sido las causas de la revolución, no implicaba

desmerecer su carácter trascendental: esos hechos y personajes circunstanciales podían

ser considerados agentes providenciales de la Libertad e Independencia a la que estaban

predestinados los americanos. La Providencia en todo caso había evidenciado una vez

más que sus designios resultan inescrutables, ya que se había manifestado a través de

agentes que sólo podían merecer repudio. Con lo cual ya no habría héroes que celebrar:

24 Gregorio Funes, Boquejo..., op. cit., p. 10. 25 Sesión nº 145 del 6 de junio de 1826 en Emilio Ravignani (ed.), Asambleas Constituyentes, op. cit., p.

1374. 26 Sesión nº 140, 31 de mayo de 1826, en Id., p. 1308.

14

si bien el proyecto fue aprobado, por ésta y por otras razones coyunturales el Congreso

determinó que no debía tener nombres propios.

Pero hay algo más que aquí interesa, pues la interpretación de la revolución como un

proceso cuyo curso excedía las decisiones y hasta la propia conciencia de sus

protagonistas, ponía en cuestión un componente esencial del mito revolucionario: la

creencia que se trataba de un proceso de redención debido al esfuerzo de los propios

hombres, de esos pueblos que luchaban por crear una nueva patria en la que reinaría la

libertad, la virtud y la justicia.

Gorriti sin embargo no sacaba esa conclusión. Es que, según alegaba, en ésta y en toda

revolución existen dos momentos que deben ser valorados de diverso modo: el impulso

revolucionario que en este caso había sido consecuencia de pasiones innobles y

objetivos espurios, y la dirección que se le da al movimiento una vez desencadenado

para que pueda servir a los intereses de la sociedad.

Esta distinción entre dos fases de la revolución no era una originalidad de Gorriti. De

hecho fue planteada en numerosas ocasiones, pudiendo soportar diversos contenidos,

valoraciones cronologías y protagonistas. Su sentido sin embargo era inequívoco en

tanto tendía a diferenciar la crisis monárquica de la lucha por la independencia y la

construcción de un nuevo orden. En el primer momento habrían primado los aspectos

estructurales o providenciales, mientras en el segundo la acción y la voluntad humana

habían tenido mayor incidencia ya sea a través de la guerra y la acción política.

Esta distinción puede apreciarse por ejemplo en un artículo que publicó el periódico

semioficial El Mensajero Argentino mientras se producía el debate en el Congreso. Su

editor sostenía que el 25 de mayo era un día para alegría y festejo y equiparable por su

trascendencia al descubrimiento de América. Sin embargo, advertía, no creía que fuera

el más adecuado para analizar los cambios que introdujo en la política de los Estados

del mundo antiguo y los que produciría como promotora del surgimiento de naciones

nuevas, pues éste era el objetivo trascendente del movimiento revolucionario. En

consecuencia, decidió publicar el Acta de la Declaración de la Independencia de 1816,

15

ya que estimaba que este hecho había sido su primera consecuencia importante en esa

dirección27

.

Esta distinción quedó cifrada en el concepto de revolución pues éste solía ser utilizado

para referirse a ambos momentos, el de la crisis y el de la revolución. De ese modo

quedaba atenuada la tensión que conlleva la consideración de la revolución como fruto

del esfuerzo de los hombres para alcanzar la libertad y su caracterización como un

proceso que excede toda acción humana.

La Caja de Pandora

Si precisar las causas o el origen de la revolución planteaba algunos problemas, mucho

más dificultoso era poder determinar su final. Es por ello que las metáforas referidas a

fenómenos de la naturaleza no podían dar cuenta en forma acabada del proceso

revolucionario que para muchos aún no había concluido. Pasado un año del debate, y

respondiendo a otra intervención de Gorriti en el Congreso, un periódico opositor de

Buenos Aires advertía en ese sentido que “La revolución moral de los espíritus

sobrepasa en mucho las revoluciones de la naturaleza. Estas tienen, con muy poca

diferencia, límites reconocidos; pero no es posible fijar a punto cierto los de aquella,

toda vez que su vuelo se haya remontado”28

.

Más allá de las metáforas y sus posibles interpretaciones, lo que estaba en juego era la

necesidad de ponerle un punto final al proceso revolucionario. Se trataba de una

cuestión mucho más dramática y acuciante que la de establecer sus primeras causas,

pues afectaba de lleno la valoración que se hacía de la Revolución de Mayo al poner en

un primer plano los que podrían considerarse como sus efectos indeseados, vale decir,

los conflictos facciosos, ideológicos, sociales y regionales que ésta había

desencadenado.

El concepto de revolución también fue afectado por esta valoración negativa. Es por eso

que pasó a portar dos sentidos antagónicos cuando se lo utilizaba para hacer referencia a

la experiencia histórica local. La Revolución de Mayo, “nuestra feliz revolución”, era el

27. El Mensajero Argentino n° 41, Buenos Aires, 25/5/1826. 28 El Tribuno nº 48, Buenos Aires, 24/3/1827.

16

mito de orígenes de la patria; pero también una suerte de Caja de Pandora que, junto a la

esperanza, también había suscitado conflictos que parecían no tener fin.

Esta última alusión no debe considerarse como una mera alegoría o un recurso retórico

hecho en la actualidad para forzar una interpretación, pues los propios contemporáneos

hacían señalamientos en ese sentido. Es el caso de Domingo Matheu, vocal de la Junta

Provisoria, en cuya Autobiografía manifestaba su horror por lo sucedido el 5 y 6 de

abril de 1811 cuando sectores de la plebe porteña se movilizaron en apoyo de Saavedra,

provocando la destitución y el confinamiento de los miembros de la facción morenista:

“¡Siento llegar a este momento! Don Cornelio Saavedra abre la caja de Pandora votada

por el destino aciago a la transformación del pueblo de mayo; la noche del 5 al 6 de

abril fue el punto de su desborde para la sucesión de las funestas asonadas que

devoraron a los próceres de nuestro origen político”29

.

Si bien solía culpabilizarse de estos males al atraso legado por siglos de despotismo,

muchos creían que la revolución había hecho un aporte decisivo en ese sentido al poner

en crisis el antiguo orden sin haber podido acertar en la erección de uno nuevo en el que

la libertad encontrara su marco institucional. De ahí que cada vez que parecía inminente

la institucionalización de un nuevo orden, fuera usual hacer llamados a cerrar “ya el

período de la revolución” tal como lo hizo el poder ejecutivo en el Manifiesto inaugural

de la Asamblea del año XIII.

Pero ese anhelo no podía concretarse a raíz de los conflictos internos que impedían la

estabilización de todo poder. Es por eso que con el correr de los años se fueran

extendiendo juicios críticos como el expresado por Jacinto Chano, personaje de uno de

los diálogos gauchescos escritos por el poeta oriental Bartolomé Hidalgo: “En diez años

que llevamos / de nuestra revolución / por sacudir las cadenas / de Fernando el baladrón

/ ¿qué ventaja hemos sacado? / Las diré con su perdón. / Robarnos unos a otros, /

aumentar la desunión, / querer todos gobernar, / y de facción en facción / andar sin saber

que andamos: […]”30

.

29 Domingo Matheu, Auto-biografía por Martín Matheu su hijo, en Biblioteca de Mayo, t. III, Buenos

Aires, 1960, p. 2351. 30 Bartolomé Hidalgo, “Diálogo patriótico interesante entre Jacinto Chano, capataz de una estancia en las

Islas del Tordillo, y el gaucho de la guardia del Monte” en Obra Completa, Montevideo, Ministerio de

Educación y Cultura, 1986, p. 116 [1821?].

17

En más de una ocasión las disidencias provocaron movimientos para desplazar a los

gobiernos que también eran calificados como revoluciones, tal como lo recordaría un

diplomático norteamericano al señalar que “[...] una revolución, como las llaman, estaba

a punto de producirse”, en referencia a un frustrado intento para deponer al gobierno en

181731

. Estos usos restituían al concepto la violencia inherente a toda experiencia

revolucionaria que tendía a quedar ocluida al describirse a los sucesos de mayo de 1810

como una revolución pacífica. Usos en los que además se lo asociaba con mayor nitidez

a nociones presentes en las definiciones de los diccionarios como sedición, motín o

tumulto, a las que se sumaron otras como anarquía, mientras que se oponía a conceptos

como orden, leyes y constitución.

Ahora bien, como vimos en el caso de Castelli que podía referirse a una “revolución

despótica” y a una “feliz revolución”, esto planteaba la necesidad de distinguir cuál era

legítima y cuál repudiable. Esta cuestión, que ya se había suscitado durante la

revolución francesa, intentó ser resuelta por Condorcet al establecer que “revolucionario

no se aplica más que a las revoluciones que tienen por objeto la libertad”, mientras

proponía utilizar el término “contrarrevolución” para referirse a las que contradicen ese

propósito32

.

Esta última calificación también comenzó a emplearse en el Plata. Juan Manuel Beruti,

un funcionario menor que escribía una suerte de crónica al calor de los mismos sucesos,

calificaba como una “contrarrevolución” a los sucesos del 5 y 6 de abril de 181133

. Pero

la distinción entre revolución y contrarrevolución no constituye una evidencia en sí,

pues depende del punto de vista de quien examina los sucesos. Para el deán Funes por

ejemplo, esos mismos sucesos habían sido una “revolución”. Y si bien ésta lo había

favorecido, no dudaba en repudiarla dada la autonomía mostrada en esa ocasión por el

bajo pueblo. Pero también, porque como notaba a continuación, “[…] en la marcha

31 Henry M. Brackenridge, La independencia argentina, Buenos Aires. América Unida, 1927, p. 286

[Londres, 1820]. 32 Condorcet, “Sobre el sentido de la palabra revolucionario” [Journal d’Instruction sociale, 1/VI, 1793]

en El Ojo Mocho. Revista de crítica política y cultural nº 20, Buenos Aires, 2006, pp. 50/1 (trad. de

Diego Tatián) 33 Juan Manuel Beruti. Memorias curiosas, Buenos Aires, Emecé, 2001, p. 166.

18

ordinaria de las pasiones, una primera revolución engendra otra de su especie; porque

una vez formados los partidos, cada cual arregla su justicia para su propio interés”34

.

De ese modo llamaba la atención sobre dos cuestiones presentes en numerosos escritos

en los que se empleaba el concepto de revolución en forma crítica. Por un lado, su

asociación con metáforas en la línea de las pasiones que indican pérdida de la razón

como enfermedad, embriaguez o vértigo. Por el otro, considerar que una revolución

provoca indefectiblemente otra. Pero por eso mismo esos motines y tumultos que

jalonaban la vida política rioplatense no podían sino derivar de la propia Revolución de

Mayo.

Funes también señalaba otra cuestión que presente en la valoración que se hacía de la

revolución al advertir que “En el tránsito repentino de nuestra revolución, el sentimiento

demasiado vivo de nuestra servidumbre sin límites nos llevó al ejercicio demasiado

violento de una libertad sin freno”35

. Este problemático vínculo con la libertad

constituía el nudo que articulaba la ambigua valoración que tenía el concepto de

revolución a través del cual se daba cuenta a la vez del nacimiento de la patria y de los

males que la aquejaban. Es que si bien había permitido obtener la libertad, también se

entendía que la falta de hábitos heredada del período colonial impedía que fuera

utilizada con provecho al prevalecer las pasiones por sobre la razón que es la que debía

guiarla.

Revolución y orden

La revolución no sólo había provocado luchas facciosas en el seno de las elites, sino

también movimientos que ponían en cuestión el orden social o que al menos así eran

percibidos por los grupos dirigentes. En ese sentido resultan ilustrativas las memorias de

Beruti, pues año a año no dejaba de mostrar su sorpresa por los cambios que la

revolución provocaba en la suerte de las personas, planteando ya en 1811 que “[…] en

esta metamorfosis política, los hombres de séquito y representación se han visto

34 Gregorio Funes, Bosquejo de nuestra revolución..., op. cit., p. 21. 35 Id., p. 16.

19

abatidos y la gente común de la plebe, aunque no generalmente, engrandecida y ocupar

los rangos de primer orden”36

.

Claro que este cambio podía ser aún más radical que la suerte de unas personas, al

plantearse la posibilidad de que los sectores subalternos lograran algún grado de

autonomía. Esa es la razón por la cual los sucesos del 5 y 6 de abril de 1811 eran la

referencia obligada a la hora de querer dar cuenta de los efectos indeseados de la

revolución. Pero no eran los únicos, pues también se produjeron importantes

movilizaciones rurales como las lideradas por José Gervasio Artigas en el litoral

rioplatense y por Martín Miguel de Güemes en Salta y Jujuy. En ocasiones incluso, y

quizás a través de la mediación de algún letrado, estos sectores se apropiaron del

concepto de revolución, como lo hizo Encarnación Benítez que en una carta de enero de

1816 se justificaba ante Artigas por su negativa a cumplir con el desalojo de una

estancia como lo requería el Cabildo de Montevideo, advirtiéndole que en ese caso se

abriría “[...] un nuevo margen a otra revolución peor que la primera”37

.

Ya sea entonces por los conflictos facciosos o por el temor a una revuelta social, el

concepto de revolución terminó de cobrar un carácter ambiguo al considerarse por un

lado emblema de la libertad y mito de origen de la patria y, por el otro, causa de los

enfrentamientos que la desgarraban. Tanto es así que no sólo podía utilizarse en ambos

sentidos, sino que también era usual que se lo hiciera en un mismo texto. Resulta

emblemático en ese sentido el Manifiesto del Congreso a los Pueblos publicado a pocos

días de declararse la independencia en julio de 1816, el cual estaba acompañado por un

Decreto cuyo expresivo título sería recordado en más de una ocasión: “Fin a la

revolución, principio al orden”38

.

El Manifiesto, que apuntaba a la necesidad de lograr un orden institucional capaz de

poner fin a la crisis abierta por la revolución, también atribuía las disensiones a una idea

errónea de libertad. A su vez señalaba que la falta de reglas para los gobiernos hizo que

necesariamente éstos fueran arbitrarios, por lo que “[…] todo entró en la confusión del

36 Juan M. Beruti, Memorias..., op. cit., p. 196. 37 Cit. en Ana Frega, “Caudillos y montoneras en la revolución radical artiguista”, Andes nº 13, 2002, p.

87. 38 Manifiesto del Congreso a los Pueblos, Buenos Aires, Casa Pardo, repr. facsimilar, p. 32 [Imprenta de

GANDARILLAS y SOCIOS, 1816].

20

caos: no tardaron en declararse las divisiones intestinas: el gobierno recibió nueva

forma, que una revolución varió por otra no mas estable; sucedieron a ésta otras

diferentes que pueden ya contarse por el número de años que la revolución ha

corrido”39

.

La esperanza de que un orden institucional pusiera fin a la revolución y al desorden,

también animó a Julián Segundo de Agüero cuando pronunció un sermón en la Catedral

de Buenos Aires el 25 de mayo de 1817: “Felizmente parece que la revolución ha hecho

ya crisis. En la presente época han principiado a cicatrizarse las heridas que abrieron en

el cuerpo social los desaciertos de nuestra reflexión y falta de experiencia […]”

señalando a continuación que los males concluirían “cuando una constitución sabia y

liberal fije inmoblemente el destino de la Patria”40

.

Esta esperanza se vio frustrada tras el rechazo que provocó la Constitución centralista

de 1819 y el derrumbe del Directorio en 1820 en medio de una cruenta guerra civil. Si

bien en los años siguientes se fue erigiendo un orden centrado en las soberanías

provinciales, y por un momento pareció incluso que podría crearse un cuerpo político

nacional, los conflictos, la violencia y los cambios de gobierno continuaron signando la

vida pública. El rechazo a la constitución centralista de 1826 y a la presidencia de

Rivadavia que provocaron la disolución de las autoridades nacionales en 1827,

profundizó los enfrentamientos entre los poderes provinciales entrecruzados ahora con

el conflicto entre unitarios y federales. En ese contexto se asentó la calificación como

revolucionario a todo aquel que atentara contra el orden o procurara cambios por fuera

de la ley. Como consignaba un periódico unitario salteño, “Un vértigo revolucionario se

empeña en erigir en sistema la rebelión. La fuerza y las pasiones han sustituido un orden

funesto al de la razón y de la justicia […]”41

.

De ese modo se extendió un uso disociado del término que permitía distinguir el

proceso revolucionario como emblema de la libertad, de las revoluciones entendidas

como motines o sublevaciones o de la pasión revolucionaria desatada a partir de 1810.

Cuando en octubre de 1822 se discutió en la legislatura de Buenos Aires la sanción de

39 Id., p. 5. 40 El Clero Argentino, op. cit., t. I, p. 195. 41 La Diana de Salta, nº 2, Salta, Imprenta de la Patria, 9/4/1831.

21

una reforma eclesiástica, Rivadavia advirtió en relación a los supuestos servicios

prestados por los regulares que “[...] no se contraería a los que hubiesen hecho en la

época anterior a nuestra revolución, en el tiempo del servilismo, sino a los que hubiesen

rendido después de ella, en la época de la libertad”. Pero al referirse a su

comportamiento luego de 1810, recordaba entre otros hechos reprobables que “[...] en la

embriaguez revolucionaria habían tenido parte, como cualesquiera otros, en los partidos

y facciones.”42

. Del mismo modo, y al debatirse diez años más tarde una posible

prórroga de las facultades extraordinarias como gobernador de Buenos Aires a Juan

Manuel de Rosas, un periódico publicó una carta cuyos autores sostenían que “[...]

apenas habrá quien no sienta la urgente necesidad de extinguir ese funesto germen de

revoluciones que tantas veces nos ha conducido al borde del abismo”, observando un

par de párrafos después que “desde nuestra gloriosa revolución nacional, todos los

gobiernos que han presidido el país, han adoptado y seguido el sistema representativo

republicano […]”43

.

Consideraciones finales: la potencia del mito

Lo notable es que a pesar de los constantes llamados a erigir un orden que pusiera fin a

la revolución, ésta siguió siendo considerada como mito de orígenes irrecusable. De ahí

que incluso quienes veían con horror a las revoluciones y la asociaban con la anarquía,

no podían dejar de señalar su adhesión a mayo de 1810. Así, cuando la Sala de

representantes sanjuanina sancionó en julio de 1825 una suerte de constitución, se

permitió advertir que ya era hora que los pueblos y provincias “[...] principiasen a cerrar

ellos mismos el período de licencia y atropellamiento que la revolución ha abierto

contra las personas, contra las propiedades y contra los derechos individuales, […]”44

.

Pero esto no impidió que también hicieran explícita su filiación con la revolución al

denominarla Carta de Mayo.

La potencia del mito revolucionario como un nuevo origen irrecusable puede advertirse

también en la Autobiografía que escribió Gervasio Posadas en 1829, cuya deslucida

42 Diario de Sesiones de la Honorable Junta de Representantes de la Provincia de Buenos Aires, Buenos

Aires, Imprenta de la Independencia, 1822, pp. 522-3. 43 Gaceta Mercantil nº 2619, Buenos Aires, 6/11/1832. 44 Carta de Mayo, en Pacífico Rodríguez Villar, Salvador María del Carril y el pensamiento de la unidad

nacional, Buenos Aires 1925, p. 7.

22

actuación como Director Supremo en 1814 le había valido un desprestigio del que

nunca pudo recuperarse totalmente. A diferencia de buena parte de las memorias y

autobiografías escritas en esos años cuyos autores buscaban destacar su participación en

la revolución, Posadas comenzaba su relato con una fuerte toma de distancia al advertir

que “No tuve de ella la menor idea ni noticia previa.”45

De ahí en más buscaba

mostrarse ajeno a todos los hechos: había sido invitado a participar del Cabildo abierto

del 22 de mayo en el que se decidió la deposición del Virrey, pero no concurrió pues

estaba ocupado labrando las actas del concurso para ocupar una silla magistral en la

Catedral. Aseguraba además que cuando se enteró de lo decidido se mostró crítico dado

que ya se había depuesto y desobedecido a varios virreyes dando lugar a una tendencia

que sería fatal y de la cual se mostró retrospectivamente profético. Luego ilustraba todos

los males traídos por la revolución, de la que insistía en tomar distancia, apelando para

ello a dichos inverosímiles, como cuando afirmaba no entender por qué en el marco de

las luchas facciosas fue encarcelado y condenado al destierro o cuando mostraba su

perplejidad por su nombramiento como Director Supremo.

Lo notable de este testimonio, lo que aquí interesa subrayar, es que a pesar de todo

Posadas no se pronunció en ningún momento a favor de un retorno al antiguo orden. En

ese sentido su Autobiografía permite apreciar algunos límites infranqueables en la vida

pública rioplatense: más allá de las interpretaciones de la revolución o de las metáforas

y los usos que se hacía del concepto, ésta se constituyó en un mito de orígenes cuya

legitimidad era indiscutible incluso para quien podía considerarse como una de sus

infortunadas víctimas o, más precisamente y recurriendo a un tópico de la época, como

uno de los tantos hijos que ésta había devorado46

.

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45 Gervasio Posadas, Autobiografía en Biblioteca de Mayo, t. II, 1960, p. 1409. 46 Antes de hacer referencia a la Caja de Pandora, Matheu había señalado que “Saturno empieza a devorar

a sus hijos; y en Saavedra y en la idea de Mayo se cumple el apotegma: “el que abre la puerta a las

revoluciones no es el que las cierra”.”, D. Matheu, Autobiografía, op. cit., p. 2351.

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