193
ENRIQUE GIL y CARRASCO ! COLECCION MEDIODIA á 3

ENRIQUE GIL y CARRASCO ! COLECCION MEDIODIA - CORE

Embed Size (px)

Citation preview

ENRIQUE GIL y CARRASCO

!

C O L E C C I O N M E D I O D I A

á •

3

C<sU

G E O G R A F I A L I T E R A R I A Y V I A J E S

ENRIQUE GIL Y C A R R A S C O

C O S T U M B R E S Y V I A J E S

P U B L I C A C I O N E S E S P A Ñ O L A S

Avenida del Generalísimo, 39

MADRID, 1961

Fotografías facilitadas por la Direc­ción General de Turismo.

Dtepósito legal: M. 13.973-1961.

Sucs. de Rivadeneyra, S, A._Paseo de Onésimo Redondo, 26._Madrid.

P R Ó L O G O

Las noticias que poseemos de la vida de Enrique Gil y Ca­rrasco proceden, en su mayoría, del relato biográfico que publicó sir hermano Eugenio en 1855, de cuyas fuentes se han servido los diversos eruditos que han vuelto a tratar de ella. Aquella existencia breve y humilde, amante siempre de sus tierras nati­vas, a las que profesó entrañable afecto, dejó tan sólo un so­mero rastro, unas huellas como de paseo matinal, bien pronto borradas por el tiempo. Ferrer del Río, en su Galería de la lite­ratura española, nos traza una comedida semblanza física, pero expresiva, sin embargo: "Talento pensador, analítico y minucio­so, cuyo natural centro es Alemania, donde a la sazón reside [1846] y de donde parece oriundo por su rubia cabellera, sus ojos azules y la blancura de su rostro''.

No era, claro es, a pesar de lo dicho y de tales apariencias, oriundo de regiones germánicas, sino de la provincia de Soria, en cuyo lugar de Peñalcázar nació su padre don Juan, de noble ascendencia, que debe referirse a la época de reconquista y pri­mera población de aquella zona.

En el seno, pues, de una familia hidalga y con ciertos bienes de fortuna, de formación religiosa ejemplar, nació nuestro autor el día 15 de julio de 1815 en Villafranea del Bierzo, en medio de aquel paisaje que tantas veces y con tanto acierto habría de describirnos en sus obras.

Poco sabemos de sus primeros años, como, en general, son escasas las noticias de su vida toda, cual acabamos de decir. Estudió latines en Ponferrada entre los años 2 i y 2&, con los padres agustinos, que tenían colegio en aquella localidad, y lue­go siguió cursos de Filosofía, primero con los monjes benedic­tinos del monasterio de Espinareda (1829-30) y después en el seminario de Astorga, en el año siguiente.

Aquí se diluye por vez primera la senda de la vida de nuestro joven, al que hemos de suponer creciendo en medio de la comar-

VI PRÓLOGO

ca berciana y formando en ella su indeleble carácter. Parece ser que su familia sufre graves trastornos económicos como con­secuencia de persecuciones políticas, que afectan principalmente al abuelo paterno del futuro escritor, de arraigado pensamiento tradicionalista, como toda su descendencia. E l caso es que aque­llos estudios iniciales, a los que siguieron los primeros cursos de Leyes en Valladolid, debieron ser interrumpidos a causa de las dificultades dichas, para ser proseguidos y concluidos con posterioridad en Madrid.

Hay noticias confusas de un primer viaje de Gil y Carrasco a la capital, en 1833, según nos ha contado el capitán Cook en sus Bosquejos de España, pero los únicos datos existentes deben referirse a la terminación de su carrera de Derecho, para fina­lizar la cual se traslada a Madrid en septiembre de 1836, a fin de comenzar en su Universidad el curso académico siguiente.

Empieza entonces la verdadera etapa formativa del escritor, que ya siente arraigada vocación literaria, que debe compartir con las exigencias de sus estudios jurídicos y con una situación económica estrechísima. Tres años ha de permanecer en la cor­te, desde su llegada hasta el fin del verano de 1839, sin que en todo ese lapso de tiempo tengamos testimonios certeros de algún viaje a su tierra natal. Así se desprende, al menos, de lo que nos dice José R. Lomba y Pedraja en su estudio sobre Enrique Gil y Carrasco: su vida y su obra literaria, que fue leído como tesis doctoral en 1915, trabajo ya clásico, pero que debemos consul­tar a menudo.

Ese período madrileño debió de ser una prueba, durísima para el ilusionado joven, que procuró relacionarse con los medios artísticos y literarios de la ciudad, publicando al mismo tiempo algmia muestra de sus actividades poéticas, cual la composición titulada La gota de rocío, que apareció en E l Español el 17 de diciembre de 1837.

Pero pronto una grave enfermedad, que habría de acompa­ñarle tenazmente hasta concluir con su vida, hizo su aparición a principios del otoño del año 39. Un fuerte cólico, acompañado de hemoptisis, le hace volver al Bierzo en busca de convalecen­cia, sin que ya tornase a residir en Madrid de modo permanente. E l exceso de trabajo y las precarias condiciones de su existencia en la corte le ocasionaron, probablemente, la terrible dolencia.

Se abre, entonces, para él una etapa que va a prolongarse durante cinco años, en la que alterna las temporadas de rela­tivo reposo en su comarca con otros períodos en Madrid, en los que se dedica a la colaboración periodística. De estos tiempos

PRÓLOGO VII

son la mayor parte de los trabajos recogidos en el presente vo­lumen, así como su Bosquejo de un viaje a una provincia del interior, excursión realizada por él en el otoño de 184-0.

Inició la publicación de artículos de crítica literaria, y sobre costumbres y viajes, en las páginas de E l Correo Nacional, por noviembre de 1838, aunque pronto amplía la extensión de sus colaboraciones al Semanario Pintoresco Español y a E l Pensa­miento, y posteriormente a E l Sol, que pertenecía a Ríos Rosas, y a E l Laberinto, de Ferrer del Río. Podemos suponer la durí­sima penuria que habría de sufrir el escritor viviendo de estas simples publicaciones.

Pero en el año 18 í í un acontecimiento imprevisto va a mo­dificar la monotonía de esta vida, abriéndole prometedoias pers­pectivas. Lomba y Pedraja puede relatarnos, con toda puntuali­dad biográfica, el suceso:

"En tanto que él vivía en Madrid, harto estrechamente, de su labor periodística, su familia se recogía en Ponferrada, sumi­da en la mayor pobreza. Estaba compuesta de su madre, tres hermanas y un hermano menor, don Eugenio, que después es­cribió su biografía. Toda la esperanza de estos seres queridos y atribulados se cifraba en aquellos días en el porvenir del lite­rato. Una imprevista sonrisa de la fortuna hizo lucir para ellos xma aurora de prosperidad y alegría. Desgraciadamente, se tor­nó pronto en noche caliginosa de muerte y desconsuelo. Fue durante aquella etapa conservadora, recién proclamada la mayor edad de Isabel II, en que don Luis González Pravo subió, por un azar caprichoso de su buena estrella política, de jefe del par­tido de La Joven España a presidente del Gobierno de la reina. Enrique Gil había mantenido con él buenas relaciones de amis­tad en la oposición. E l 23 de febrero de 1844 se abrió para él excusadamente una puerta en el Ministerio de Estado. Fue nom­brado comisionado con carácter extraordinario para recorrer los Estados del antiguo Querpo Germánico. Entró el poeta en la ca­rrera diplomática con categoría de secretario de Legación y con ,im sueldo de 4-0.000 reales. "A la disposición de usted queda—le decía el ministro—elegir el punto por donde haya de empezar el viaje, sin otra restricción que la de darme conocimiento an­ticipado del que haya escogido."

Parece ser que, bajo la apariencia de un viaje informativo, con el adecuado cuestionario que le entregó el Ministerio de Es­tado, Gil y Carrasco recibió un más delicado y secreto encargo, con carácter de verdadera misión diplomática, y que consistía, en esencia, en preparar el terreno entre los Gobiernos de Prusia

VIII PRÓLOGO

y España para concertar tratados comerciales y políticos, que implicasen a la vez el reconocimiento de la reina Isabel 11 eit el trono, aún no otorgado por aquel país.

Con las facilidades ofrecidas por González Bravo nuestro hom­bre preparó concienzudamente su viaje y procuró documentarse cuanto le fue posible sobre la materia industrial y comercial, objeto externo de su expedición, a la vez que se concedía a sí mismo un ligero desahogo, por vía de vacación, entre sus dolo-rosas pruebas. Y así, en la primavera del í í se fue a Valencia y Barcelona, recorriendo los establecimientos textiles de la re­gión e imponiéndose en la elaboración de lanas, algodones y se­das, materias bien ajenas a sus estudios, pero por la que acaso se adentrase como un reparador oasis.

Cuatro meses median entre su salida de Barcelona, a bordo del navio francés E l Fenicio, y su llegada a Berlín, período que emplea, como nos relata su hermano Eugenio, y a partir de él. Lomba, en visitar diversas ciudades francesas, belgas y holan­desas. Desembarcando en Marsella, "por Lyon, donde también se detuvo, se encaminó a París. Se celebraba en aquellos días una exposición de industrias nacionales en la capital de Francia, y esto fue parte a que alargase su permanencia en ella. E l 6 de junio de esta fecha da en París su primera comunicación al M i ­nisterio de Estado, y no salió de allí hasta el día 9 de agosto. Tiempo y afanes le llevó también en la capital del vecino país la preparación de su campaña diplomática de Berlín, para la cual salió pertrechado con muchas cartas de personajes españo­les y franceses".

"Del paso de Enrique Gil por Bélgica y Holanda nos instruye copiosamente su Diario de viaje, publicado en el tomo segundo de sus obras en prosa. Su objeto oficial en estos países era, ade­más del general de estudiar su industria y sus producciones, el más especial de conocer su red de comunicaciones por canales y caminos de hierro, tenida por un modelo en Europa. La aten­ción del viajero, sin embargo, con más espontáneo impulso se dirigía hacia la historia de cada ciudad o sitio que atravesaba, hacia las obras de arte que la embellecían o a sus pintorescos paisajes, reveladores de su prosperidad y adelanto. E l 2 í de sep­tiembre llegó al término de su viaje, que era Berlín."

Ya en la capital germánica, Gil y Carrasco inició la tarea de relacionarse en las esferas del Gobierno y la corte, fase previa de sus actividades diplomáticas, que superó con verdadero éxito gracias a sus indudables dotes de simpatía personal, su esme­rada educación y amplia cultura. Provisto, además, de valiosas

PRÓLOGO Ix

cartas para importantes personajes y, finalmente, auxiliado por la diplomacia francesa de París y Berlín (ya que en esta última capital no la había española) pudo el hábil secretario introdu­cirse en las esferas que juzgó convenientes.

Una amistad que había de proporcionarle satisfacciones de toda índole, y que constituyó para él un apoyo fundamental tanto en el terreno privado como en el oficial, fue la del barón Hum-boldt, el eminente filólogo y hombre de letras, que en brevísimo tiempo profesó un sincero afecto al escritor español y le protegió con la mayor eficacia.

Humboldt le presentó a Bulow, ministro de Negocios Extran­jeros, con el que mantuvo algunas entrevistas, y asimismo le introdujo en la corte, presentándole al príncipe Carlos y a su esposa la princesa María, con cuyo matrimonio estableció el di­plomático poeta muy amistoso trato, siendo invitado a su pala­cio repetidas veces, honrándose incluso con la enseñanza del español a la princesa.

También por intermedio de su noble amigo conoció al prín­cipe heredero, e incluso, si no personalmente, fue conocido, asi­mismo, por el emperador Federico Guillermo, que se interesó profundamente por E l señor de Bembibre, novela que, recién publicada por nuestro autor, le fue ofrecida a través de Hum­boldt, estimándola tanto el monarca que le otorgó por ella, junto con sus parabienes, la gran medalla de oro.

A l mismo tiempo que desarrollaba estas relaciones y activi­dades cumplía Gil y Carrasco con los trabajos concretos de su misión, allegando la bien amplia información que desde Madrid se le había solicitado en los extensos cuestionarios, y que abar­caba, en conjunto, a toda la situación política, económica, social y jurídica, etc., de la nación alemana.

Cuando atendía dicha labor sufrió una grave recaída en su antigua dolencia que, por las noticias que de él mismo tenemos en sw Diario de viaje, le había seguido aquejando con vómitos y otras manifestaciones, a menudo. Pero ahora el mal se pre­sentaba de forma violenta y todos los cuidados y atenciones fueron vanos, aunque el escritor fue solícitamente visitado por el doctor Welzel, médico de la corte, puesto a su servicio por el príncipe Carlos. Lomba y Pedraja ha reunido suficientes noti­cias sobre su muerte, que relata de este modo:

"A principios de verano de Í8 í5 síntomas alarmantes en gra­do sumo comenzaron a presentársele. Una tos violenta, mez­clada con esputos de sangre, le obligó a tomar serias precaucio­nes. Guardó cama durante todo el mes de julio, y en los prime-

X PRÓLOGO

ros días de agosto partió para las aguas de Reinerz, en las mon­tañas de Silesia. Allí, por desgracia, no solamente no halló remedio a su enfermedad, sino que ésta se agravó en tales tér­minos que, al salir nuevamente para Berlín, el doctor Welzel, que le asistía, manifestó temores de que no llegara al término de su viaje. Para huir del duro clima alemán, y en la esperanza de reponerse, tuvo el proyecto de pasar a Niza, y alcanzó para ello el permiso del Ministerio de Estado, por cuatro meses y con sueldo entero, pero no pudo hacer uso de él. Casi moribundo recibió en su casa la visita del barón de Humboldt, a quien hizo entrega, de parte del Gobierno español, del diploma y las in­signias de la gran cm'z de Carlos IH. La última de sus comuni­caciones al Ministerio de Estado, en que esto se refiere, lleva fecha 30 de enero. Es letra, todavía del mismo Gil, aunque ya muy irregular y muy temblorosa. Murió el día 22 de febrero de 1846. En el cementerio católico de Berlín reposan sus restos, al pie de un monumento sencillo que lleva esta inscripción: "A D. En­rique Gil y Carrasco, fallecido en Berlín el 22 de febrero de 1846, su amigo José de Urbistondo".

E l escritor dejó a los suyos sumidos en situación dificilísima. Su madre, tres hermanas y su hermano menor, Ewgenio, depen­dían prácticamente de lo poco que el hijo pudiera proporcio­narles, y he aquí que a la muerte de éste quedan en Berlín al­gunas deudas de cierta cuantía que el enfermo tuvo que con­traer.

'"Dejaba el poeta a su familia en la mayor indigencia—nos dice Lomba—. Para pagar las deudas que no pudo menos de contraer en Berlín, por gastos de su1 enfermedad, tuvieron que salir a subasta sus ropas, sus libros y sus muebles. Aun así, quedó un pasivo de 883 francos, que M . Mercier, encargado de Negocios de Francia en Berlín, remitió al Ministerio francés de Negocios Extranjeros, y éste, por conducto de nuestro embaja­dor en París, hizo llegar a nuestro ministro de Estado, que le pagó. Doña Manuela Carrasco, madre del poeta, fue requerida a la reposición de esta cantidad, pero se excusó por pobre. Hizo una expoisición a la reina y ofreció unas pocas alhajas que había recibido de Berlín, procedentes de su hijo, y, al fin, por una real orden de 15 de enero de 1855, fue relevada de todo pago. No fue tan feliz con las tres solicitudes que presentó, dos al Con­greso de Diputados y una al ministro de Estado, duque de So-tomayor, en demanda de una pensión con que remediarse, por consideración a los méritos de su hijo. L a buena voluntad de to-

PRÓLOGO xt

dos se vio patente; pero faltaron términos hábiles para acceder a tal pretensión."

He ahí el calvario final de la vida del poeta y de su familia.

En el carácter de la obra de Enrique Gil influyen decisiva­mente las corrientes literarias de su tiempo, su propia inclina­ción espiritual y el ascendiente de algunas profundas amistades, que dejaron su visible rastro en aquella creación lograda en me­dio de tan grandes dificultades. Vamos a observar el sentido de cada uno de estos factores y su respectiva importancia.

Su llegada como estudiante a Madrid, hacia el año 36, coin­cide con la época de exacerbación romántica y de pleno auge del movimiento. Muchos años de anuncios prerrománticos van a encontrar al fin, una turbulenta salida en el tránsito del decenio 30 n íO. E l día Í3 de febrero de Í837 sería enterrado Larra, y allí se encontrará, junto al féretro del suicida, el joven provin­ciano, escuchando el estremecido poema del otro primerizo al que la jornada abrirá las puertas de la fama. Zorrilla nace sobre el cadáver de Larra, en una apoteósis muy romántica, teatral e inverniza. Gil y Carrasco ha venido a Madrid precisamente para esto, para abrirse camino desde los rigores del Bierzo, con al­gún gesto de suerte literaria, y henos aquí con que el romanti­cismo del ambiente constituye el más apropiado terreno para que <en él florezca la espiritualidad, asimismo romántica, del ilu­sionado soñador. Todo ha contribuido, allá en su tierra natal, a configurar un alma según los propios moldes de la época, de forma que los paisajes brumosos y suaves, las líneas tenues y los colores matizados de Villafranea o Ponferrada, no sufrirán vio­lencia alguna para convertirse en materia poética de plena ac­tualidad.

De esta manera, el joven encaja de modo natural en el grupo dirigente del romanticismo y al poco tiempo le veremos forman­do parte de la tertulia del Parnasillo, luego de la del Liceo, que surgió de aquélla, y, asimismo, figura en las reuniones del Ate­neo. Si su hermano le había saludado al llegar a Madrid—claro que retrospectivamente—con aquel arrebato lírico: "Has llegado a Madrid, pero jcuán solo, cuán triste y desconocido!", pronto la situación no se le ofrecería tan aciaga. Ese mismo Liceo que, junto con el Ateneo, forma la pieza clave del desarrollo román­tico, va a servir de palestra para que el poeta pase del anonimato a la estimación de todos. Asiste a él lo más representativo del

XII PRÓLOGO

mundo literario, u allí Gil u Carrasco se codea con Ventura de la Vega, Miguel de los Santos, Romero Larrañaga, Bretón de los Herreros, Espronceda, Patricio de la Escosura, Zorrilla, López Pelegrín, Fernando de la Vera, Pino y Ulloa, los Romea y tantos otros. Y en una de las veladas que en el Liceo se celebran, Es­pronceda da a conocer una composición de sw amigo Enrique Gil, titulada La gota de rocío, que obtiene éxito general y proporcio­na a su autor felicitaciones de todos, y la más lisonjera fama.

Ahora su hermano Eugenio cambia el tono de su canto f i l ia l : "¡El milagro se ha obrado! ¡La gota de rocío ha caído del cielo para cambiar la obscura faz de tu vida! Es el primer canto de un joven ruiseñor, fresco como las hojas que cubren su nido, dulce como el susurro de la fuente sn que su sed apaga; es el símbolo misterioso de tu existencia, el prólogo de su poema de amor.

"Veo en tu redor multitud de personas notables que te feli­citan como poeta de esperanzas. ¡Con qué gratitud fijas tu mira­da en Espronceda, que te sacó de las tinieblas del desierto! ¡Con qué cariño en Pino y Ulloa, esos dos tiernos amigos que tantas veces mitigaron tus pesares!"

Espronceda ha leído el poema del recatado escritor, que allí, en el mismo salón, asiste anhelante a su propia audición. Una timidez congénita parece que le impide adelantarse al pri­mer plano, y no será la única vez en que sus composiciones ha­brán de ser leídas, o en que rehuya las líneas avanzadas del tra­to social.

Aquella Gota de rocío se reprodujo a los pocos días en E l Es­pañol y en No me olvides, y algunas de sus estrofas parece que definen toda la espiritualidad humilde y recogida del poeta:

Misterios y colores y a r m o n í a s , encierras en tu seno, dulce ser, vago reflejo de las glorias m í a s , t í m i d a perla que naciste ayer.

Pero es tan f rág i l tu existencia hermosa y fu e s p l é n d i d a gala tan fugaz, que es un vapor tu p ú r p u r a vistosa que quiebra el ala de un insecto audaz.

M a ñ a n a ¿qué será de tus encantos, de tus bellos matices, pobre flor? No h a b r á pesares para ti, ni llantos, ni m á s recuerdo que m i triste amor.

La amistad de Enrique Gil con Espronceda, de la que fue fruto tan favorable lectura, ha sido comentada por Jorge Cam-

PRÓLOGO X l í í

pos en m prólogo a la edición de las obras del primero, en la Biblioteca de Actores Españoles:

"En dos ocasiones mostró poéticamente Enrique Gil su- agra­decimiento. En la poesía que le inspiró la muerte de Campo Alan-ge—a quien también dedica un recuerdo en su viaje por Alema­nia—y en la que escribió después de presenciar la agonía y muerte de su amigo y que leyó ante la tumba con tal vibración de pesar que al concluirla Kcayó en los brazos de sus amigos con una afec­ción nerviosa'. Su hermano revivía también este momento: vLaá tumbas del cementerio de San Sebastián repiten en apagados ecos los ayes de tu pecho desgarrado. E l águila hermosa remon­tó su vuelo para esperarte más alta que el Sol'. La Revista de Teatros, en su entrega 7, correspondiente a aquellas fechas, nos deja la estampa más viva del momento: ' L a elegía de Enrique Gil, escrita con profundo sentimiento, arrancó abundantes lá­grimas de los más fuertes corazones'."

Con tan románticos excesos sellaba el traspuesto poeta el doloroso fin de su amistad terrena con el autor de E l Pelayo. Bueno será reproducir algún fragmento de aquel intenso poema, siquiera porque nos ayude a completar el conocimiento del alma emotiva que lo inspiró, asi como las inclinaciones de su estilo, en el que tanto ascendiente alcanzó la postura poética de su de­saparecido amigo:

¿Y tú t a m b i é n , lucero milagroso, solo y sin luz bajaste del firmamento azul y esplendoroso, donde en alas del genio te ensalzaste?

¡Glor ia , entusiasmo, juventud, belleza, de tu gallardo pecho la h i d a l g u í a ! , ¿ c ó m o no defendieron tu cabeza de la g u a d a ñ a i m p í a ?

¿Cómo, c ó m o en el alba de la gloria, en la feliz m a ñ a n a de la vida, cuando radiantes p á g i n a s la historia con s o l í c i t a mano preparaba,

s ú b i t o d e s h o j ó tormenta brava esta flor de los céf iros querida?

Sin embargo, la posición estética de Enrique Gil no es espron-cediana por entero, ni cae3 a pesar de los años en que se mani-

XIV PROLOGO

fiesta, dentro del foco central de la eclosión romántica, sino más bien en esa zona crepuscular en que la violencia doctrinal y ex­presiva del movimiento se diluye, buscando capas más íntimas de la sensibilidad. Porque, aunque si bien el sentimiento melan­cólico y el espectro espiritual de nuestro poeta responden al latir romántico, sin embargo, su mundo emotivo y su extraordinaria delicadeza subjetiva se hallan más cerca de Bécquer, de Rosalía de Castro y de aquellos otros que solemos clasificar como post­románticos.

Esta distinción, no siempre tenida en cuenta por los críticos que han juzgado su obra, parece fundamental a la hora de si­tuarla, correctamente. Pues lo que diferencia a estos postromán­ticos—calificación, por otra parte, imprecisa y que deberá revi­sarse—no es ni el tono de la tristeza ni el de la melancolía—sen­tires propios también de los románticos plenos—, sino Za caden­cia intimista, la limpia vena subjetiva, despojada de orquesta­ción retórica y convertida en agua de poesía nueva. Cuando Gus­tavo Adolfo dice "Del salón en el ángu'lo obscuro...", no piensa, claro está, en los sonoros instrumentos de viento romántico, sino en la delicada arpa rumorosa del alma. Por esa distinción Béc­quer es un poeta moderno—y actual—y Espronceda un fósil lite­rario, valioso, pero de merecida vitrina.

Enrique Gil ha sido acaso en nuestras letras, a pesar de su corta vida y por las especiales condiciones de ella y de su tem­peramento, el escritor de más ansioso intimismo, de más pe­netrante introversión. Ese parece su verdadero carácter, aunque la crítica tradicional, desde aquel "Barón de Parla Verdades", autor de Madrid al daguerrotipo, hasta Gerardo Diego, pasando por Piñeyro y Lomba y Pedraja, insistan en el extremo de la me­lancolía, por más superficial y visible.

E l propio escritor, al descubrirnos sus ideas poéticas en al­gunas notas ocasionales, nos sitúa sobre tan importante rastro, que aun en el mismo interesado aparece siempre confundido con una propensión a la tristeza como tono predominante. Asi , dice en su prólogo a las Poesías de Evaristo Silió, que cree en la exis­tencia de una escuela nórdica, o "septentrional", de poesía, cuya zona geográfica ocuparía el Noroeste español, precisamente aquel mismo en cuyo centro él naciera. Los caracteres los explica con palabras de don Alberto Lista, que podrían ser válidas tanto para la lírica norte europea como para esta pretendida escuela espa­ñola: " . . . la melancolía intensa que la anima, la preferencia que

tRÓLOGO W

concede a la parte sombría, nebulosa y triste de la naturaleza y, en fin, su subjetivismo incurable. Canta el amor la escuela septentrional al igual que todas las escuelas poéticas del mundo, mas no le entiende como regalo de los sentidos, no como admi­ración de la belleza plástica, ni tampoco como embeleso meta-físico de las potencias del espíritu, al modo de la escuela petrar-quista. E l amor en la poesía septentrional es un sueño, una qui­mera vaga y vaporosa..."; "la escuela septentrional ama el ocaso del sol más que la aurora, ama la noche y la luna, ese sol de los tristes; se complace en los valles escondidos y prefiere, entre las flores, las que pasan más invisibles y escondidas entre las otras, tal como la violeta".

Una sensibilidad, pues, y una geografía, perfectamente auna­dos, dan lugar a un paisaje literario de tono mustio y color oto­ñal, pero, al mismo tiempo, de una riqueza cromática amplísima, que recorre toda la escala de los sienas, los ocres, los cinabrios, los tonos cálidos de la paleta, con dejazón de los primaverales estridentes. No otro es el colorido del alma del poeta, visto a tra­vés de esta radiografía filtrada por su tierra.

De ahí se desprende la inclinación eminentemente lírica de toda su obra, y no sólo de la versificada, de tal forma que los escritos periodísticos aquí reproducidos responden a ese estado de permanente grado emocional, al cual contribuye—y ello es im­portante—la sensación de lejanía histórica que, aunque sabemos que procede de fórmulas románticas, no- deja de cooperar de­cisivamente a esta postura espiritual.

Algún párrafo es bien explícito sobre esta situación que co­mentamos, en la que la visión de una naturaleza entrañable, per­cibida por un alma idónea, se aureola con el nimbo embellecedor del tiempo pasado: "A medida que los pensiles del alma van per­diendo sus hojas y flores, sus valles se revisten a nuestros ojos de formas de una hermosura casi mística y los murmullos de sus aguas y arboledas despiertan los ecos adormecidos del co­razón con música inefable y melancólica".

L a obra en que tales caracteres hallan su expresión más re­presentativa es, sin duda. E l señor de Bembibre, Za mejor de las novelas históricas españolas, no tanto por su contenido propia­mente histórico, que responde a las directrices del género, como por s,it extraordinaria capacidad descriptiva. Azorín ha escrito la más fina página sobre el valor de la novela, a la que evoca en el primer capítulo de E l paisaje de España visto por los españoles:

XVI PROLOGÓ

" L a novela de Enrique Gil es candorosa e infantil; no tiene trabazón lógica; las impropiedades e incongruencias abundan, no se distingue tampoco el autor por la formación de recios y cohe­rentes caracteres. Pero este libro forma, o debe formar, época en la evolución de nuestra literatura; en las páginas de este libro nace, por primera vez en España, el paisaje en el arte literario. ¿Lo sabia el autor? ¿Era el propósito de Enrique Gil, no el de tejer una fábula novelesca, sino el de tomar de ella motivo para ir ensartando paisajes y más paisajes de la bella tierra del Bier-zo? E l señor de Bembibre no es más que eso: una colección de paisajes. La fábula de la novela se desenvuelve en la Edad Me­dia, pero la noturaleza, siempre igual, casi igual siempre, con pocas variantes a lo largo de los siglos, allí está, con sus arbole­das, sus umbrías y sus serenos lagos. Como en los cuadros de Velázquez los lejos del Guadarrama y del panorama castellano son idénticos siempre a la realidad actual, estos paisajes que el poeta pone como fondos de una historia medieval retratan con exactitud los campos y las montañas invariables."

No parece tan acertado el autor de E l paisaje de España vis­to por los españoles cuando propone a Gil Carrasco como la ré­plica literaria del paisaje pictórico de Carlos Haes, apoyándose en alguna similitud de tópicos de época ("cierta afectación, cier­ta manera lamida y suave, cierto gusto por la composición un poco teatral") que nos hace dudar, por lo inadecuado del para­lelo, si realmente el anciano maestro ha conocido de verdad el Bierzo, a Enrique Gil y a Carlos Haes. L a esencial corrección po­dría establecerse, aproximadamente, de esta forma: Gil pinta con los ojos de la memoria; Haes, con los de la cara. L a grosura de las imágenes mentales superpuestas por el poeta sobre la na­turaleza es infinitamente superior a la del paisajista. Aquél sue­ña con el color de unas tierras; éste, con el de una litografía.

Una descripción del paisaje berciano, seleccionada precisa­mente por Azorín, puede servir de oportuno colofón a este co­mentario:

" E l otoño había sucedido a las galas de la primavera y a las canículas del verano y tendía ya su manto de diversos colores por entre las arboledas, montes y viñedos del Bierzo. Comenza­ban a volar las hojas de los árboles; las golondrinas y las cigüe­ñas, describiendo círculos alrededor de las torres en que habían hecho su nido, se preparaban también para su viaje.

E l cielo estaba cubierto de nubes pardas y delgadas, por me­dio de las cuales se abría paso de cuando en cuando un rayo de

ASTORGA (I^eón). Pórtico de la Catedral

<

í í I

••-ir

SAHAGUN (León) Campanario de la Iglesia de San Lorenzo.

P R O L O C i O XV It

sol tibio u descolorido. Las primeras lluvias de ta estación, que ya habían caído, amontonaban en el horizonte celajes espesos y pesados, que, adelgazados a veces por el viento y esparcidos entre las grietas de los peñascos y por las crestas de las monta­ñas, figuraban otros tantos caudales y plumas abandonados por los genios del aire en medio de su rápida carrera."

Nos queda por observar la labor periodística de Enrique Gil, parte de la cual aquí se imprime, y que en su tiempo se diluyó en la amplitud de las publicaciones. Prescindiendo de sus artícu­los de crítica literaria, en los que, a pesar de la extremada co­rrección externa, sostiene en todo caso sus arraigados princi­pios, comentaremos los escritos dedicados a sus impresiones de viajes.

E l tono general de estos trabajos, sobre lo ya anotado respec­to del estilo de nuestro escritor, es el de una minuciosidad des­criptiva en el aspecto artístico e histórico, que rehuye, por otra parte, la insistencia en aquellos detalles muy comentados y co­nocidos. En cambio, en lo que se refiere a la visión del paisaje, ya observada, Gil y Carrasco procede por medio de un subjetivis­mo insobornable, y guarda para consigo mismo igual respetuosa consideración qne para con las fuentes ajenas. Su estimación la considera tan válida, que la sitúa en un primer término perso­nal, dando testimonio por sí mismo del valor de la naturaleza. Por eso le encontraremos colocado siempre en medio de lo des­crito, repartiendo su equilibrio espiritual sobre las cosas y ha­ciendo que todas ellas cobren vida literaria, según la suya pro­pia. Pero, además de todo ello, los artículos viajeros de Enrique Gil son una verdadera antología de buen gusto, y de conocimien­to de la materia española, según la ortodoxia de todos los tiem­pos, respecto de la cual sólo han discrepado, por motivos adven­ticios, grupos residuales que la historia elimina con saludable función orgánica.

Veamos algún notable ejemplo que, concretamente, critica la superficial visión extranjera de una España típica, que si en los años del romanticismo alcanza con los viajeros franceses, sobre todo, su punto de ridicula tensión, no por eso deja de tener, a cien años vista, su jocosa réplica en los actuales buscadores de-baratijas folklóricas:

XVIII PROLOGO

"Muchas son las plagas y desdichas que aquejan a España; pero una de las mayores consiste en los extraños juicios que fuera de sus confines se forman siempre que se trata de sus wsos y costumbres, de su cultura y sus artes, y, sobre todo, de la ín­dole de sus habitantes. Extranjeros que sin fijar apenas su aten­ción y como de pasada visitan las costas y países del Mediodía se empeñan en no ver en los españoles sino árabes, un sí es no es amansados y dulcificados por el cristianismo, pero árabes en fin, bravios todavía y feroces, que no viven en tiendas por la sencilla razón de parecerles más cómodas las casas, ni beben la leche de sus camellas por la no menos sencilla de no haberlas." j Cuántos de estos pobres retrasados no siguen paseando aún por nuestro país!

Los itinerarios recorridos por el articulista se inician con una detenida reflexión hecha en San Antonio de la Florida, un líri­co monólogo o rememoración triste de su propia vida, discreta­mente oculta tras el personaje Ricardo. Tiene la virtud este apun­te inicial de dar la nota musical, el tono que luego será mante­nido a lo largo de los demás escritos:

" L a vida de Ricardo en la corte había pasado olvidada y soli­taria, perdida entre los sucesos y los hombres. No había alcan­zado a volver la paz al que le había dado la vida, su orgullo de hombre se había visto lastimado y herido, la pobreza le había rodeado con su manto de abandono y de privaciones, y desam­parado de los hombres habíase visto obligado a conversar, como lord Byron, con el espíritu de la naturaleza."

Las colaboraciones que a continuación se imprimen en nues­tro volumen se pueden agrupar en tres apartados, de diferencia clara: el primero lo comprenden media docena de artículos, cua­tro de ellos aparecidos en E l Semanario Pintoresco Español y los dos restantes en Los españoles pintados por si mismos, dedica­dos todos ellos a la descripción de tipos, situados geográficamente en León y Asturias, Galicia y Santander. Gil y Carrasco ha elegido seres muy diferenciados y de acusados rasgos típicos, a los que el siglo largo de distancia no ha desgastado su peculiaridad. Ma-ragatos y astures, pasiegas y montañeses de León figuran entre ellos.

Los tres artículos siguientes constituyen otra sección, ésta descriptiva de monumentos, y dedicada a San Marcos, de León, Simancas y E l Escorial. Y, por último, y con carácter diferente, se reproduce un amplio trabajo que el autor tituló Viaje a una provincia del interior, que es la leonesa, a cuyas localidades más importantes se pasa detenida revista historicogeográfica. Aquí las

PRÓLOGO XIX

tierras originarias de Enrique Gil, las comarcas tercianas, atraen afectivamente su atención y le arrancan sus mejores páginas. Si la capital merece un exhaustivo estudio, es, sin embargo, en el seno del Bierzo donde el lector encontrará, sin duda, el dolorido corazón del poeta.

RAFAEL BENÍTEZ CLAROS

C O S T U M B R E S Y V I A J E S

ANOCHECER EN SAN ANTONIO DE LA FLORIDA (1)

I

A la caída de una serena tarde del mes de agosto, un joven como de veintidós años, que había salido por la Puerta de Sego-via, enderezaba sus pasos lentamente por la hermosa y despejada calle de árboles que guía a la Puerta de Hierro, orillas del mer­mado Manzanares. A juzgar por su fisonomía, cualquiera le hu­biera imaginado nativo de otros climas menos cariñosos que el apacible y templado de España: sin embargo, había nacido en un confín de Castilla a las orillas de un río que lleva arenas de oro, y que llevó con ellas su niñez y los primeros años de su juven­tud. Su vestido era sencillo, rubia su cabellera, azules sus apa­gados ojos, y en su despejada frente se notaba una ligera tinta de melancolía al parecer habitual. Este joven se llamaba Ricar­do T.. .

E l sol ocultaba su disco bajo un resplandeciente velo de púr­pura, orlado de franjas de oro: las lavanderas recogían su ajuar, levantando extraño murmullo a la margen del r ío: varios jine­tes caballeros en soberbios palafrenes volvían grupa hacia la ca­pital; los pobres paisanos del mercado se retiraban con carros y cabalgaduras, y aquella escena bulliciosa y animada tenía in­definibles encantos, perdiéndose poco a poco1 en la soledad y en el silencio del crepúsculo.

Comoquiera, nuestro joven más parecía divertido en sus tris­tezas y pensamientos que cuidadoso de los últimos suspiros del día y de la poética y apacible despedida del sol. L a brisa de la tarde que soplaba fresca y voluptuosa después de un día de fue­go, despertando vagos rumores entre los árboles y meciendo

(1) Estos artículos, interesantes por más de un concepto, lo son principalmente porque compendian con fidelidad una parte de la vida del autor. (Nota de la edición de 1883.)

ENRIQUE GIL Y CARRASCO

sus desmaltados ramos, fue poderosa por fin a sacarle de su ca­vilación. Levantó la inclinada cabeza a su balsámico aliento; sus amortiguados ojos lanzaron un relámpago; sus labios se entrea-bieron con ansia para respirarla; su frente se despejó del todo, y no parecía sino un tropel de nacaradas visiones desfilaba de re­pente por delante de él según se mostraba fascinado y gozoso. Aquella brisa se desprendía de las cumbres de Guadarrama, y tal vez se había levantado entre las olorosas praderas de su país : aquella brisa le traía las caricias de su madre, las puras alegrías del hogar doméstico, los primeros suspiros del amor, los paseos a la luna con su mejor amigo; todo uin mundo, finalmente, de recuerdos suaves y dorados, y que aparecían más dorados y más suaves mirados al través de la neblina de lo pasado desde el are­nal de las tristezas presentes.

E l aura recogió sus alas por un breve espacio, y las visiones del mancebo recogieron sus alas a la par. No paréela sino que la súbita caída de un telón le quitaba de delante un teatro lleno de luz y de alegría. Sus ojos lanzaron todavía urna llamarada, pero lúgubre y siniestra como una luz de desencanto, que sólo sirve para alumbrar el desierto que cruzamos: quedó su frente más anublada que antes y sus miradas se extinguieron como los fuegos fatuos del estío.

Aquel mancebo había nacido con un alma Cándida y sencilla, con un corazón amante y crédulo, y la pacífica vida de sus pri­meros años, junto con la ternura de su madre, habían desenvuel­to hasta el más subido punto estas disposiciones. Cuando cum­plió los quince años eran las mujeres a sus ojos otros tantos án­geles de amor y de paz, o unos espíritus de protección y de ter­nura como su madre: miraba a los hombres como a los compañe­ros de un alegre y ameno viaje, y la vida se le aparecía con el pris­ma de sus creencias como un río anchuroso, azul y sereno, por donde bogaban bajeles de nácar, llenos de perfumes y de músicas y en cuyas orillas se desarrollaban, en panorama vistoso, campos de rosas y de trigo, pintorescas cabañas y castillos feudales empa­vesados de banderas y resplandecientes de armaduras. E l senti­miento de lo grande y de lo bello era un instinto poderoso en él: su corazón latía com acelerado compás al leer en la historia de la Grecia el paso de las Termópilas, y muchas veces soñaba con la caballería y con los torneos de los siglos medios. La libertad, la religión, el amor, todo lo que los hombres sienten como desinte­resado y sublime se anidaba en su alma, como pudiera en una floí solitaria y virgen, nacida en los vergeles del Paraíso; y los vuelos de su corazón y de su fantasía iban a perderse en los ne-

COSTUMBlíKS Y VIAJES

hulosos confines de la tierra, y a descansar entre los bosqueci-ll©s de la fraternidad y de la virtud.

Su amor hasta entonces era como el vapor de la mañana, una pasión errante y apacihle que flotaha en los rayos de la luna, se emharcaha en las espumas de los ríos o se desvanecía entre los aromas de las flores silvestres. Algunas veces su alma se em­pañaba y entristecía en la soledad, y se gozaba en los roncos mu­gidos del torrente; pero muy pronto la fada de sus aguas se le aparecía coronada de espumas y de tornasolado rocío, y en un espejo encantado le mostraba una creación blanca y divina, alum­brada por uin astro desconocido de esperanza, que le llamaba y corría a aguardarle entre las sombras de un pensil de arrayán y de azucenas. Y la vida tornaba al alma del mancebo, y tenia fe en mañana y era feliz.

L a virgen prometida se le apareció finalmente. Era una don­cella de ojos negros, de frente melancólica y de sonrisa angeli­cal: su alma era pura como los pliegues de su velo blanco, y su corazón apasionado y crédulo como el de nuestro joven. Los dos corazones volaron al encuentro; se convirtieron en una substan­cia aérea y luminosa, coinfundiendo sus recíprocos fulgores, y las flores de alrededor bajaron sus corolas hacia el suelo estre­mecidas de placer. De entonces más los dos amantes se amaron, como se ama la primera vez en la vida, y el porvenir sonaba en sus oídos como una promesa inefable de unión sin fin y de amor eterno.

Sin embargo, la imaginación de Ricardo por sobra de candor había cometido un yerro; vivía entre los hombres, y se figuró vivir entre los ángeles, y esperó de aquéllos lo que de éstos pu­diera esperar. Hombres hubo que hirieron con su anatema la frente de su padre y la paz de su hogar y el porvenir del amor, y los propósitos para el porvenir, todo fue a perderse entre las formas de la desconfianza y de la desesperación. Y, sin embargo, la frente de su padre era respetable y sin mancilla, la paz de su hogar se derramaba como una luz de consuelo entre los infeli­ces, era su amor una fuente de nobleza, de entusiasmo y de vir­tud y su porvenir un ensueño de beneficencia universal. Aque­llos hombres soplaron sobre este reposado y verde paisaje, y lo trocaron en urna arena movediza que el viento de la amargura arremolinaba a cada soplo para esparcirla en seguida por los últimos confines del horizonte.

E l pobre mancebo tuvo que abandonar todo lo que le queda­ba en el mundo, el tierno cariño del hogar y las llorosas miradas de su ángel. La noche en que por última vez la vió hubo miste-

ENRIQUE GIL Y CARRASCO

rios extraños: sus ojos se abrieron a la orilla de una sima sin fondo, por la cual pasaba un agua invisible; pero cuyo delicio­so munnullo llegaba hasta ellos. Los amantes víctimas de un amargo delirio tenían sed, una sed inmensa y abrasadora, y pa­saban increíbles tormentos al borde de aquella corriente, que tan dulcemente sonaba, pero que huía de sus labios. Un rayo de la luna rasgó el manto de los nublados y la visión pasó. "Adiós —dijo la virgen, con inefable y melancólica sonrisa—; nuestro amor pasará como las aguas de esa corriente subterrá­nea; pero esas aguas paran en el mar y nosotros con nuestra pasión descansaremos un día en el mar de la muerte." E l joven la dijo entonces unos versos muy melancólicos que había hecho, besó con adoración la punta de su velo y partió con lentos pasos.

A l otro día un solo amigo le acompañó en su amargo viaje, y al apretarle contra su corazón le dijo: "¡Adiós, y quizá para siempre!... ¿Quién sabe si este abrazo te envenena? Mi pre­sencia daba antes la dicha y la alegría... pero hoy sólo la muer­te puede dar." E l amigo se alejó con los ojos anublados, i La predicción se ha cumplido! i Aquel amigo duerme hace un año entre los muertos!

La vida de Ricardo en la corte se había pasado olvidada y solitaria, perdida entre los sucesos y los hombres. No había al­canzado a volver la paz al que le había dado la vida; su orgullo de hombre se había visto lastimado y herido, la pobreza le había rodeado con su manto de abandono y de privaciones, y desam­parado de los hombres habíase visto obligado a conversar, como Lord Byron, con el espíritu de la naturaleza. Entonces una musa dulce y triste como el recuerdo de tas alegrías pasadas había ve­nido a sentarse a su ignorada cabecera, le había hecho el pre­sente de una lira de ébano y dictado himnos de dolor y de re­miniscencias perdidas: le mostró lo pasado por impenetrables rejas que le vedaban el paso para tornar a él, y tendió sobre lo futuro una cortina de sutil crespón negro que le permitía ver sus paisajes, pero todos anublados y cenicientos. Sólo de cuando en cuando, y como por singular merced, descorría la musa una pun­ta del velo y le dejaba ver en el cielo del porvenir el sol ruti­lante de la libertad alumbrando a pueblos colosos, que llevaban arrastrando en pos de si las cadenas y los cetros de los déspo­tas. Y entonces un rayo de aquel sol inflamaba el corazón del poeta, doraba la lira de ébano que aparecía de oro resplande­ciente y purísimo, templaba sus cuerdas, le inspiraba canciones de juventud y de esperanza, cantaba los pueblos nobles y caí­dos por villanas apostasías, y los ángeles del destierro venían

COSTUMBRES Y VIAJES

a escucharle y a batir sus blancas alas en torno de la cabeza de los proscritos. ¡Pobre poeta! Entonces su misión le parecía gran­de, y aun cuando el velo dejase caer sus enlutadas puntas, coiv-servaba dulcísimas memorias que iban a juntarse en su mente con los demás recuerdos, único patrominio que le dejara la musa.

Y he aquí la razón por que muchas veces su alma se compla­cía en el camino de los campos donde naciera, y en respirar sus auras balsámicas. E l día en que le hemos visto, su corazón esta­ba más teinebroso que de costumbre: su anciano padre descan­saba al lado del amigo de su niñez en las tinieblas de la muerte: su madre no le abrazaba más de dos años hacía; y en fuerza de mirar su amor como un ensueño demasiado hermoso para verlo cumplido, la esperanza se había ido agotando en su pecho, y la tristeza quedaba únicamente por señora de él.

I I

Todas estas circunstancias de su vida, que expuestas deja­mos, todas estas memorias de dicha se desplomaban sobre el corazón de Ricardo como un peñasco que se precipita sobre una aldea del valle: sintió que su alma se cansaba de la vida, y una nube de suicidio empañó por un instante su fr(ente. Aquella idea maléfica fascinaba cada vez más sus sentidos, y sentía do­blegarse bajo su peso todas las fuerzas de su ser, cuando la voz de una campana pausada y misteriosa vino a libertarle de ella. Miró en derredor como quien despierta de una pesadilla, y se encontró a la mano derecha con la ermita de San Antonio de la Florida; graciosa y linda capilla, asentada a un lado del cami­no, como un asilo religioso para los pensamientos del cansado viajero. Algunas veces había pasado Ricardo por delante de su puerta, pero nunca se había resuelto a orar en ella, porque su amargura destilaba gota a gota en su corazón la duda y la iro­nía, y no osaba cruzar los umbrales de la casa del Señor, sin llevarle por ofrenda una fe sencilla y pura como la de sus pri­meras oraciones. Pero aquella tarde abrumaba el pesar su pobre espíritu, faltábale el corazón de un amigo con quien partir su desconsuelo, y le pareció que el Señor le perdonaría sus dudas por lo mucho que padecía. Entró, pues, en el recinto de la ora­ción: la capilla estaba silenciosa, sola; los postreros reflejos del sol la iluminaban con una luz vacilante y dudosa; todo era grave, solemne y recogido allí, y hasta los rumores de afuera se desvanecían a sus puertas. Ricardo sintió la religión de sus

HNUIQUU GIL Y CARHASCO

primeros años, se arrodilló desolado en las aras del altar, dejó correr las lágrimas que se agolpaban a sus ojos y oró con aban­dono, con confianza y con fe. Rezó las oraciones de la Virgen, que le había enseñado su madre con el mismo candor que enton­ces, conoció que un bálsamo desconocido se derramaba por las llagas de su pecho, hasta se le figuró que la Madre de los des­venturados le sonreía con amor, y cuando alzó sus rodillas del suelo y fue a sentarse, divertido en blandas imaginaciones, en uno de los bancos de la capilla, comprendió que la esperanza es una luz del cielo, que brilla en las más espesas tinieblas de la desventura.

Alzó sus ojos a la bóveda del santuario como para dar gra­cias a la Virgen de su alivio, y un espectáculo de todo punto nuevo se ofreció a su vista. La nube de púrpura, que velaba las últimas miradas del sol, las derramaba sobre la tierra lánguidas y teñidas con los matices más delicados de la rosa, bien así como una reina llena de dulzura, que realza con sus cariñosas pa­labras la afable despedida de su real esposo. Aquellos mágicos resplandores penetraban por las altas vidrieras de la capilla y derramaban, sus apacibles tintas por las pintadas bóvedas.

Un pincel gigante (2) de nuestros días había dejado allí una magnífica huella, porque el Señor había rasgado delante de él las bóvedas del firmamento, y la gloria le había mostrado sus inefables galas y alegrías. E l soplo de Dios hinchó de inspira­ción el genio de aquel hombre, los querubines prepararon en su paleta los cambiantes más suaves de la mañana, las pompas más sublimes de la tarde, y las ondulaciomes más vagas de los inciensos, y mientras su mano, guiada por el frenesí divino que encendía su cabeza, copiaba las glorias del Altísimo, unos án­geles mujeres, parecidos a los que brotaban de su pincel, refres­caban su frente con el apacible batir de sus alas. Estos ángeles-mujeres eran hermosos y aéreos, pero reinaba en su semblante un apagado viso de pesadumbre, como el sonido lejano de un arpa, que se ha amortiguado entre las alas de los céfiros. Ricar­do, el poeta de las memorias, comprendió la expresión de pesar que empañaba apenas su frente, y divisó al través de ella las mártires del amor puro, las vírgenes que habían miíerto con su primer pasión como una aureola de virtud, y que volando por espacio sin fin, al compás de las arpas de los serafines, vol­vían de cuando en cuando a la tierra compasivas miradas, y ver­tían una lágrima sobre el hombre, que un tiempo miraron como el compañero de su vida. Por entre ellas y en celajes de color más encendido flotaban los ángeles-niños, que habían caído en

COSTUMURKS Y VIAJES

la huesa desde el pecho de sus madres, alegres, bulliciosos, aban­donados, sin más pensamiento que el de su eterna alegría y el de las alabanzas del Señor. Perdíanse a veces en los más remo­tos términos del espacio, y aparecían allí radiantes aún, pero con­fusos como las formas de los ensueños; o se mostraban en las nubes más cercanas a la tierra, formando delicados y cariñosos grupos, y espiando con una sonrisa de esperanza, la triste pe­regrinación de sus madres por el suelo. Aquel espectáculo sojuz­gó el alma de llicardo, y el entusiasmo, que era la principal cua­lidad de su índole generosa, y que sólo yacía adormecido en su alma por las penas, se despertó de repente en su corazón; lan­zaron sus ojos extraños resplandores y una especie de éxtasis artístico y religioso se apoderó de todas las facultades de su ser. Su pecho había palpitado con las vagas melancolías de Osián; Jas sublimes visiones del Dante, las apariciones espléndidas del Apocalipsis habían embargado su imaginación, y sus ojos se habían detenido fascinados delante de los lienzos de Murillo y de Rafael; pero jamás inspiración tan poderosa le había cau­tivado, jamás habían pasado por su mente tan profundas emo­ciones. Quedó el joven embebecido en pensamientos de religión y de arte, doblóse involuntariamente su cabeza, y ni él mismo supo lo que por él pasaba.

III

La luz se apagaba de todo punto en la capilla, el sol se había escondido completamente, y sólo la encendida nube enviaba un reflejo cada vez más pálido, que atravesaba sin fuerza las vidrie­ras y se perdía entre los celajes de la bóveda. Un extraño rumor, un rumor como lejano y delicioso, sacó de su distracción a nues­tro poeta. Alzó los ojos y al punto volvió a cerrarlos como si un vértigo le acometiera, porque su imaginación se había desarre­glado con el tropel de sensaciones de aquella tarde memorable, o los ángeles se habían animado y dejando las bóvedas cruzaban el aire, lo alumbraban con el fulgor cambiante de sus alas y lo poblaban de inefables melodías. Durante un rato que estuvo nuestro poeta con los ojos cerrados su razón luchaba a brazo partido con su fantasía procurando sojuzgarla; pero su corazón, a pesar suyo, abrigaba una sensación dulcísima, un presentimien­to de ventura, y su leal corazón jamás le había engañado. Abrió, pues, de nuevo los ojos y ya no le fue lícito dudar. Los ángeles-niños flotaban entre nubes de magníficos arreboles: sus bocas

10 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

puras como un capullo de entreabierta rosa, entonaban los can­tares de la ciudad mística; sus alas esplendentes y ligeras se re­volvían lanzando suaves reflejos y todo en derredor suyo respi­raba el perfume y el abandono de la infancia. Y los ángeles-vír­genes pulsaban las arpas de oro, cruzaban por el viento con re­posado compás, con frente melancólica pero radiante, y envuel­tos en nacaradas nubes parecidas al humo de los inciensos. Ro­sas blancas y marchitas coronaban sus arpas, y de cuando en cuando caían algunas a los pies del absorto poeta, y el poeta las cogía y las aspiraba con fe y encomtraba perfumes purísimos bajo aquel velo de muerte. La luz del Señor se había derramado en el místico recinto; la luz de la mañana, la luz de los presen­timientos dichosos inundaba el alma de Ricardo y le parecía en­contrarse delante de una de aquellas auroras de su primera ju­ventud, en que el inmenso cielo estaba azul por todas partes, y el horizonte teñido de rosa, de jazmín y de gualda. ¡Pobre poeta! ¡ Cuánto tiempo hacía que su corazón no palpitaba con tanta dul­zura! ¡Desde las noches en que su amor se adormecía bajo los pabellones de la esperanza, nunca se había sentido tan ventu­roso!

Súbito una figura blanca y vaporosa se desprendió del coro de las vírgenes, cruzó el aire con sereno vuelo y quedó en pie delante del poeta. Un velo ligero y transparente ondeaba en tor­no de sus sienes; su vestido era blanco como el armiño y sólo una cinta negra estaba atada a su cuello con descuidado lazo. Cuando el poeta la vio se empañaron sus ojos, y su corazón se paró como si fuese a morir bajo el peso de la memoria, que des­pertaba en él la pura aparición de su ángel de ojos negros, de frente melancólica y de sonrisa angelical.

Hubo un largo silencio durante el cual callaron las arpas y los himnos; uno de aquellos silencios inexplicables en que hay tanta alegría como amargura. Por fin, la virgen tomó la mano del poeta, le miró de hilo en hito y le dijo con dulce voz los ver­sos que Ricardo había compuesto para la noche de su despedida.

¡Pobre Ricardo! El ángel de la vida, ¿por qué extendió sus alas sobre ti? ¿Por qué tiñó tiui juventud perdida con el suave color del alhelí?

Tu amor como la espuma de los mares frágil entre amarguras pasará, y al eco de tus lúgubres cantares nadie sobre la tierra llorará.

La virgen de tus, sueños de pureza flor solitaria de un abismo fue,

COSTUMBRES Y VIAJES 1 I

qoie alzó a mirarte la gentil cabeza exhalando el aroma de su fe.

Pero nunca tus labios a besarla en su pasión pudieron ¡ay! llegar, y apagarán su® hojas su color... por el obscuro prisma del pesar.

La flor irá perdiendo sus perfumes y apagarán sus hojas su color... ¡Mísero corazón! ¿Por qué co'nsumes sin porvenir el fuego de tu amor?

Triste es decir adiós a la esperanza junto a la puerta do asomó el placer... Mas pasaron las auras de bonanza y sopla el huracán... ¡Adiós, mujer!

¡Pobre Ricardo! E l ángel de la vida, al extender sus alas sobre ti, cegó tus ojos con su luz mentida... ¡Sombras eternas morarán allí!

Hubo después de estos versos otro intervalo de silencio. — i Pobre Ricardo!—dijo la virgen con un suspiro doloroso. —¡Oh!, sí, ¡pobre Ricardo!—contestó el poeta—: mi vida se

ha pasado sola como un sepulcro en medio de los campos, y tu memoria era la única que la acompañaba. Oyeme, Angélica; yo no sé si eres tú o es tu sombra la que me habla. ¡Ay!, en mi corazón todas son sombras, y tú eres la más pura y más querida de ellas! ¡Angel mío!, dime: ¿has visto tú mi abandono, mi sole­dad y mi pobreza? ¿Has visto tú mis humillaciones en medio de esta sociedad que ha consentido mi perdición cuando tenía die­ciséis años, y mi corazón no pensaba más que en amarte? ¡Oh!, dime como antes: i Ricardo mío! y yo seré feliz: Y si no eres más que una ilusión de mi fantasía, déjame morir con mi ilusión,

—Es verdad—contestó la virgen—, algunos hombres han ro­bado su manto a la justicia y nos han perdido : ¿Qué les habíamos hecho nosotros, pobres pájaros que sólo les pedíamos la luz del sol, los cristales de las fuentes y un rosal donde cantar nuestros amores? ¡Ricardo, Ricardo mío! Yo he llorado mucho, por­que lloraba por ti, y mi corazón te seguía por doquiera, y sangra­ba con las espinas de tu senda de amargura. Mi corazón se vol­vió a Dios y le mostró sus heridas, y le pidió bálsamo para cu­rarlas, y Dios se apiadó de sus pesares, y mandó al ángel de la muerte que sacudiese sobre mí sus alas negras como las del cuer­vo, y el ángel las sacudió y mi alma flotó por los espacios y el

12 ENUIUÜH GIL Y CARRASCO

Señor me colocó en el coro de mis hermanas las doncellas de los amores perdidos. Mis ojos, entoinces, se volvieron hacia la tierra, y te vieron allí solitario y desamparado : tu corazón apagaba po­co a poco su fuego, y sólo por mí exhalaba alguna vez una lla­marada. Yo sentí que el mío se partía y me postré llorosa ante el trono del Eterno. "¡Señor!— le dije-—, perdón para el hombre que amé en el suelo: su alma está triste hasta la muerte, y su fe vacila. " E l hombre que tú amas—respondió el Señor—ha duda­do y su alma estará triste hasta morir. Pero baja a la tierra y consuélale y díctale cantares que alivien su tristeza: no te mos­trarás a sus ojos como la virgen de sus primeros amores, por­que sólo te ha de ver cuando su alma llore al pie de los altares." Y yo bajé a la tierra y me fui a sentar a tu cabecera bajo el sem­blante de una musa tierna y melancólica, y te di el laúd de ébano que has pulsado en la soledad. Yo te mostré tu pasado porque tu pasado era puro y virtuoso ; y te obscurecí el porvenir porque era nublado en tu imaginación, donde imperaban los recuerdos como señores despóticos. Yo alcanzaba perlmiso del Señor para alzar de tarde en tarde una punta de tu velo y por allí veías el porvenir del mundo libre, resplandeciente y feliz; yo he velado sobre ti siempre, porque te había coronado con las primeras flo­res de mi esperanza: yo te he querido, porque te quise con mi primer amor, y este amor es como las lámparas del cielo que nunca se apagan. Hoy has orado, y el Señor te ha permitido que me vieras entre la pompa de los ángeles y te ha recompensado de tu fe presentándome a tus ojos.

Las arpas de oro volvieron a sonar entonces, pero sus ecos dulcísimos y apagados se perdían por entre las bóvedas y apenas llegaban a morir en los oídos del poeta.

—¡Ricardo mío!—dijo el ángel—, ¿amas mucho la gloria? —^¡Oh!—respondió el poeta contristado—; mi gloria eres tú :

pero los lauros del amor no han crecido para mi frente, y yo qui­siera laureles para ofrecértelos algún día en el Paraíso.

Un ángel-niño batió entonces sus alas de mariposa, trajo un laurel de oro y el ángel-mujer lo puso sobre la cabeza del poeta.

— i Toma—le dijo—, solitario poeta! Tus lágrimas y las mías han sacado las guirnaldas del amor; toma este laurel de oro y ojalá que tu fama vuele por los últimos ámbitos del mundo. Pero ¿habrá quién te adore como te adoro yo? ¡Oh!, no pierdas tu amor, porque es un perfume quemado én un altar y entre sus nubes alzarás tu vuelo hasta el trono del Señor. Tu Angélica ha cruzado ya las tinieblas de la huesa para llegar a los campos de

¿ 4

VALENCIA DE DON JUAN (León) . Castillo.

m

PONFERRADA (León) . Calle de Figueroa.

COSTUMBRES Y VIAJES 13

la luz y tú las cruzarás también, porque tu Angélica te aguarda y las esperanzas del cielo nunca se agostan en flor.

•Calló la virgen y el poeta sintió el blando contacto de sus cabellos en su semblante, sus labios estamparon en la frente de Ricardo un beso de castidad y de pureza, sus alas se agitaron con un blando estremecimiento, y cuando el arrobado joven abrió los ojos, ya la visión se había desvanecido.

Enseñoreaban las sombras la capilla, la música de las arpas de oro se había perdido en el silencio de las tinieblas y sólo a lo lejos se percibía un rumor débil y apagado como el de una bandada de palomas que surcan el viento. E l poeta paseó por la obscuridad sus desolados ojos, rodeó con ellos la capilla y sólo encontró en todas parte la noche y el silencio. Por una de aque­llas ilusiones de óptica que tan fáciles soñ en las horas del cre­púsculo, la ermita se ensanchó de un modo increíble a su vista: su bóveda le pareció más alta que la de las góticas catedrales, y allá en lo más encumbrado de la cúpula fingían sus ojos dulces reverberaciones, más pálidas que las que despedían las alas de los ángeles, pero tan apacibles y serenas como aquéllas. Sin duda, la tribu luminosa se había parado allí un instante para darle el último adiós.

Entonces el tañido de una campana se derramó solemne y religioso por aquellas soledades, vibró con particular acento en todos los ángulos de la capilla y el poeta cayó de hinojos delante del altar borrado por las sombras. Aquella campana que sonaba en el crepúsculo, como para recordar la incertidumbre de la vida, llamaba a los fieles a orar sobre los muertos, y Ricardo, que ha­bía perdido sus padres, el amigo de su niñez y el amor de su ju­ventud, oró sobre las cenizas de los tres, y el eco santo de los al­tares repitió su oración como en prueba de que el cielo le había escuchado.

Cuando se acabó su plegaria sus ojos se alzaron a la cúpula de la ermita esperando encontrar en ella el velo flotante de las vírgenes, pero todo había desaparecido y la noche envolvía la tierra entre su obscuridad. Los ángeles habían aguardado allí la oración del poeta, suspendidos entre la tierra y el cielo, y la ha­bían llevado palpitante y fervorosa a los pies del Altísimo.

IV

Desde aquella tarde memorable las tristezas de Ricardo tuvie­ron una tinta más plácida, y bien que los recuerdos de sus pasa­das venturas anublasen su espíritu, la reminiscencia de la glo-

3

14 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

riosa aparición era uma especie de Inna que todo lo plateaba en su memoria. Muchas veces iba a esperar el crepúsculo vespertino en el paseo de San Antonio de la Florida y el paso por delante de sus puertas le era dulce como una cita de amores. Aquellas no­ches era tranquilo su sueño y poblado además de ensueños de esperanzas, de amor y de justicia.

(El Correo Nacional, númenos 270 y 271, 12 y 13 de noviembre de 1838.)

LOS MARAGATOS

Si para fortuna nuestra y entretenimiento de nuestros curio­sos lectores hubiéramos podido dar con la obra que bajo el tí­tulo de Orígenes de la Maragatería parece dejó escrita el erudi­to y laborioso benedictino Sarmiento, grandes fueran los comen­tarios que pudiéramos hacer sobre la genealogía, usos y cos­tumbres de aquel maravilloso país, cuyos habitantes son tan co­nocidos en la España entera, como ignorada su peculiar fiso­nomía. Problema difícil, en verdad, de resolver es el de un pue­blo, que situado en los últimos llanos de Castilla, a la margen de dos caminos, real el uno y bastante frecuentado el otro y manteniendo animado y constante tráfico con diversas provin­cias de la Península, ha podido sustraerse absolutamente al mo­vimiento de la civilización y conservar íntegro el legado de los hábitos, creencias y organización social de sus abuelos.

Como en una obra de la clase del Semanario nadie esperará probablemente un artículo prolijo de estadística, nos contenta­remos con decir que la Maragatería, enclavada en el obispado de Astorga, provincia de León, confina por el Oriente con la Balduerna, por el Mediodía con la empinada sierra de Teleno y por el Occidente con- la cordillera de Fuencebadón. Sus pueblos principales son Santiago Millas, Santa Colomba, Rabanal del Ca­mino, Santa Catalina y el Val de San Lorenzo, sin contar otros muchos de menor cuantía. E l país es árido y triste en general y sus cosechas se reducen a una escasa de lino, de trigo y de centeno.

Los hombres buscan en la arriería lo que su ingrato suelo les rehusa y durante su ausencia las mujeres corren con las faenas de la labranza. En cuanto al nombre de maragato, incier-

COSTÜMBHES Y VÍAJÉS 15

tos andan los juicios y divididas las opiniones respecto de su origen. Quien lo atribuye a Mauregato, menguado usurpador de la corona de León y quién, al revés, hace a este mismo Maure­gato oriundo de Maragateria, opinión que, dicho sea de paso, nos parece la más probable, siquiera por no desairar la tradi­ción que se conserva en Astorga de los juicios que pronunciaba Santo Toribio, anterior, si no nos engañamos, al citado usur­pador, en las querellas de los maragatos.

Hasta aquí nos es licito contentar la curiosidad de los an­ticuarios, sin poner de nuestro bolsillo otras mil conjeturas que el talento más pobre puede formar acerca de un pais sobre cuya cuna hay ancho campo para mentir, sin riesgo de quedar des­airados. Y ahora que hemos fijado ya el lugar de la escena y deslindando en lo posible la alcurnia de nuestros maragatos, bueno será que, para darlos a conocer más a fondo, retratemos lo mejor que se nos alcance el más notable de los actos de su vida; queremos decir, sus bodas.

En un país en que el espíritu patriarcal se echa de ver a cada paso, fácilmente supondrán nuestros lectores que la voluntad de los hijos es de todo punto insignificante y que los padres dispone su porvenir con arreglo a sus intereses y edad. Rara vez se oye decir en tierra de maragatos que una doncella ha ido a arrodillarse delante del altar con su prometido sin llevar como por escudo la bendición paternal. Este rigor de la disciplina doméstica y esta inexorable clasificación de las personas por los capitales harían infeliz un sinnúmero de gante en una so­ciedad más adelantada y culta; pero como las circunstancias son aquí diametralmente opuestas, todos se conforman con la práctica y nadie lamenta una felicidad que no ha soñado. Pase­mos ya a la descripción de la ceremonia.

Cuando llega la época en que los respectivos padres deter­minan casar a los mozos, el padre del prometido y éste se en­caminan a casa de la futura esposa, delante de cuyo padre se hace la demanda con toda formalidad, sin que ninguno de los dos jóvenes tome parte en la conversación. Como tales asuntos son cosa decidida y acordada de antemano entre las dos familias, redúcese este paso a una mera fórmula y en seguida, por am­bas partes, se procede a la compra de los respectivos presentes, cuya enumeración ofrecemos aquí por su extrañeza y novedad.

E l novio regala a la novia el manto de paño negro para ir a misa, de forma rara y poco airosa, pues se conservan al paño sus esquinas y sólo hay unos escasos pliegues sobre la fren­te; las donas, multitud enorme de collares con rosarios y meda-

16 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

lias, los anillos que han de servir para el desposorio; el sayuelo o justillo atado por delante con un cordón de seda, que nom­bran agolletas; vincos o arracadas para las orejas, fajero o faja de estambre, y mangas, una especie de ellas, sueltas y sujetas únicamente a la muñeca. La madrina, asimismo, le ofrece un pañuelo de seda de Toledo para la cabeza. Los regalos de la novia a su futuro consisten en una capa de paño negro, almilla o sayo de ídem con cordón de seda; chaleco de grana con bor­dados también de seda a la portezuela; bragas o calzones anchos, -ealzones negros (botines), cintas, (ligas) de estambre fino con letrero; camisa de buen lienzo común y calzoncillos con cordón de seda.

Llega, por fin, la víspera de la boda y en su tarde se exami­nan de doctrina cristiana y confiesan los novios, permaneciendo encerrados en sus respectivas casas, sin concurrir a la cena que tienen los padrinos aquella noche. A l otro día, no bien despunta el alba, ya la gaita discurre por el lugar tocando la alborada y reuniendo a almorzar a los convidados a la boda. Acabado el almuerzo tocan a misa y entonces el padrino, el padre de la novia y demás convidados varones se dirigen a la casa del novio, precedidos de la gaita y de los amigos solteros del novio, lla­mados en tal ocasión mozos del caldo, que van haciendo salvas con sus carabinas. Luego que entran en la casa, el novio se arro­dilla, recibe con manifiesta emoción la bendición de su padre, y en seguida, recogido y silencioso, en medio del concurso y al lado del padrino, se encamina a la habitación de su futura. Las sol­teras amigas de ésta están ya cantándole a la puerta canciones alusivas, algunas de las cuales tienen gracia por su sencillez, y cuando llega el momento de partir para la iglesia, la joven, deshecha en llanto, recibe a su vez la bendición paternal. Toma entonces el novio con su comitiva el camino de la iglesia como unos sesenta pasos delante de su prometida y ésta camina del todo cubierta con su manto en medio de su acompañamiento femenino, que no cesa en sus cantares hasta la iglesia. E l cura está ya aguardando en el vestíbulo y allí es donde se verifica la ceremonia, ajustándose los dos esposos un anillo a sus res­pectivos dedos y ofreciendo las acostumbradas arras. Concluida la misa, sale la gente con el mismo orden que trajo, con la di­ferencia de que el novio y comitiva se quedan a la puerta co­rriendo el bollo del padrino, a saber, una especie de justa en la cual el que más corre a pie se lleva la cabeza del bollo, repar­tiéndose lo demás entre los circunstantes en menudísimas por­ciones. Dirígense en seguida los corredores a la casa de la boda

COSTUMBRES Y VIAJES 17

y encuentran a la desposada sentada a la puerta en una silla ataviada con todo el lujo posible en el país y muchos dulces, con la madrina al lado y cubierto el rostro: el marido se acomoda al otro lado en una segunda silla y de esta suerte presencian las danzas con que los festejan sus amigos, hasta que, acaba­das éstas, entra todo el mundo a comer, dejando a la puerta la anterior solemnidad y compostura y tomando la álegría que tan bien cuadra a la ocasión. Después de la comida se ofrece, es de­cir, saca el padrino un platillo de plata, pone en él, por oferta, una cantidad de dinero y va dando vuelta a la mesa sin que nadie le desaire. En seguida la moza del caldo, es decir, la ami­ga del alma de la novia, que la acompaña y sirve durante todo aquel día, pide para los utensilios de su amiga como rueca, huso, etcétera, y los mozos del caldo hacen lo mismo para el novio.

Alzanse después, no los manteles, porque la mesa sigue pues­ta todo el día, sino los convidados, y ya la novia baila con su marido, mientras los mozos del caldo se echan por el lugar a recoger gallinas en casa de los convidados para obsequio de los recién casados, y si buenamente no se las dan tienen derecho para tomarlas. Llega, por fin, la hora en que los novios, aunque no sin trabajos, se encierran en la cámara nupcial, y a eso de las dos de la mañana los mozos del caldo van a servirles la ga­llina, o, por mejor decir, las gallinas que han recogido y los dejan reposar hasta la madrugada.

Amanece el día de la tornaboda, y los novios, después de almorzar juntos, se encaminan, sin embargo, a la iglesia con los mismos trámites que el día anterior oyen su misa y vuelven a casa festejados por una comparsa de zamarroñes, especie de mo­jiganga que nunca falta en semejantes casos y que los aguarda a la puerta de la iglesia. A l llegar al pueblo se corre el bollo de la boda, que la madrina tiene asido en medio del baile y que los mozos de la boda defienden cuidadosamente de las acometidas de los extraños. Se come, se baila, se cena y se acaba la boda. Cuando el novio es forastero se lleva su consorte a su lugar des­de la iglesia el día de la tornaboda, en medio de todos los con­vidados, que los acompañan en vistosa cabalgata (mular, por supuesto).

Como semejantes pormenores son los que más ciara idea pue­den dar de la fisonomía original y pudiéramos decir primitiva de este pueblo, nos hemos extendido más de lo que deseábamos. Concluiremos con la descripción de los trajes y unas breves con­sideraciones generales.

Llevan las maragatas a la cabeza un pañuelo; sartas o collar

18 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

y un rosario un poco largo al cuello; sayuelo o justillo con ca­misa bordada, por el pecho; faja, rodado, especie de brial de un paño tosco y blanquecino, principal industria del país; dos de­lantales de delante, que se llama mandil, y otros de detrás, que se llama facha. También llevan unas mangas de punto de colo­res ceñidas al brazo, por debajo de la camisa, cuyo nombre no damos aqui por no ser ya recibido. Las casadas van a misa con su manto y las solteras con su dengue o frisa de paño común con franja encarnada.

E l traje del maragato se compone de sombrero de ala ancha con copa chata y cordón de seda alrededor, coleto de piel, almilla, chaleco, camisa con cuello bordado, cinto con canana, bragas, calzones (botines) y zapatos con botón.

La danza del país es un compuesto de la danza prima astu­riana, fiel traslado de las danzas circulares que nos describe Homero, y de otro baile más animado ejecutado por una o dos parejas dentro del círculo o corro. Esta segunda parte altera en cierto modo el carácter de antigüedad de la danza circular y apenas descubre significación alguna.

Del rápido bosquejo que hemos trazado, fácil será deducir la regularidad y pureza de costumbres, el buen gobierno y ar­monía de las familias, el respeto sumo a las canas, y otros mil elementos de tranquilidad y sosiego interior. Sin embargo, este pueblo que en mil cosas trae a la imaginación del poeta la tien­da de los patriarcas o la cabaña del salvaje americano, a los ojos del viajero imparcial nunca aparecerá con tan deliciosas tintas. Su fisonomía peca de áspera y desabrida, las comodida­des de la vida son escasísimas y están en notable desproporción con los considerables capitales que sus hijos a fue'rza de labo^ riosidad han logrado adquirir. Las casas del pueblo son bajas, obscuras y mezquinas; las de los ricos, al contrario, son altas y espaciosas, pero sin gusto en los muebles y sin regularidad en la distribución. Una sola cosa tiene de común: la suciedad y el desaliño.

Por lo demás, nosotros aquí, como en casi todo, preferimos el prisma del poeta al microscopio del filósofo y somos de opi­nión que se perdonen a los maragatos estas veniales culpas, en gracia de su proverbial honradez, de la lealtad y nunca desmen­tida franqueza de sus tratos y de la austeridad de sus costum­bres, último resto de su espíritu social compacto y uniforme, que debió de unir un día casi todos los pueblos europeos.

(Semanario Pintoresco Español, 2.a serie, t. I, emt. 8, págs. 57-60, 24 de febrero de 1839.)

COSTUMBRES Y VIAJES 19

LOS MONTAÑESES DE LEON

Palacios del Sil, 8 de agoslo de 1837.

Aquí me tienes, mi querido A . . . , perdido en un delicioso pais, y digo perdido, porque quizá seré el único de mis amigos que haya pisado este suelo de muchos años a esta parte. Sin em­bargo, taüj lejos estoy de arrepentirme de mi resolución, que si otra vez vuelve a acometerme la fiebre de los viajes, casi estoy por jurar que marcharé en esta parte por mis antiguas huellas.

Desde León te escribí que pensaba dirigirme al Bierzo pa­sando por Astorga y visitar sus antigüedades romanas y góticas. Con efecto, he visto las asombrosas minas de las ¡Médulas, res­tos magníficos y sólidos todavía del pueblo del rey; el sitio de una antigua ciudad suya, llamada Belgidum, deliciosamente si­tuada, el monasterio que fue de monjes bernardos de Carracedo, en cuya fábrica está todavía incorporando un resto del antiguo palacio de recreo que allí tuvieron los reyes de León y varios castillos feudales desmoronados en parte y entre los cuales des­cuella el de Ponferrada, donde todavía se distinguen las armas y los símbolos de los caballeros templarios, sus pasados señores. Este país posee muchos recuerdos y, si no fuera por no aumen­tar una carta que sobrado larga será ella de suyo, te daría no­ticias más circunstanciales; pero me voy olvidando de las mon­tañas de León y si por algo te escribo es justamente por hablarte de ellas.

Ya sabes que mi pensamiento no era otro que el de recorrer­las, cruzar después el principado de Asturias, embarcarme en Gijón para L a Coruña y visitar el litoral de Galicia, sin pasar por los quebrantos que trae a todos los viajeros la guerra civil que devora la Península.

Con tal intento y siguiendo río arriba el curso del Sil, célebre por el purísimo oro que en sus arenas arrastra, salí del Bierzo, atravesé los valles que toman el nombre del río, crucé en se­guida la Ceana y la Omaña y me detuve en los últimos términos de Babia. Ya sabes que mi viaje es más poético que científico y, por tanto, sólo esperarás noticias generales en cuanto a sus producciones, etc.; sin embargo, no dejaré de decirte que los recursos agrícolas de estos pueblos se reducen a una escasa co-

20 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

secha de maíz, de patatas, de centeno y de lino, insuficiente, como puedes conocer, a sus necesidades, por lo cual libran su subsistencia casi exclusivamente en la ganadería. Este país es esencialmente pastoral y no sabes cuánta gracia y cuánto hechi­zo se encuentra en la sencillez de sus costumbres, después de sa­lir de entre los bruscos moradores de esa triste y desnuda Cas­tilla.

Aunque te dejo dicho que todo el país es esencialmente pas­toral, ningún pueblo es tan pastor en todo el rigor de la expre­sión como la Babia. Como su principal riqueza consiste en re­baños de las ovejas de riquísima lana llamadas merinas y la débil complexión de estos ganados es incapaz de sufrir el in­vierno riguroso de este país, toda la parte vir i l de la población tiene que trashumar con ello en busca de los pastos de Extre­madura. Cuando los calores de mayo comienzan a sentirse en esta tierra y agostan las vegas de este país, tornan las merinas a las montañas hasta que viene el otoño, en cuya época se resti­tuyen a Extremadura.

Cuando yo llegué a Babia era justamente la época en que las merinas venían a veranear y difícilmente podrás imaginar es­cena de más interés y animación. Las mujeres, los niños y los viejos salían a recibir a los ausentes, los perros acariciaban a sus amos, balaban las ovejas al mirar los sabrosos pastos de los montes, relinchaban las yeguas al reconocer sus praderas nativas y los abrazos y las preguntas que por todas partes se cruzaban y el abandono y la efusión de todo este cuadro tenían para mí un indecible atractivo. Me figuraba yo las tribus árabes de vuelta al pie del Atlas, con sus camellos y caballos, e invo­luntariamente se me venían a la memoria los dichosos tiempos de Jacob y de Labán.

La noche de la llegada de los pastores hay siempre baile, cena opípara y toda clase de regocijos, en que las mujeres lucen las galas y presentes que les han traído sus maridos o amantes.

La Babia es um país triste, desnudo y riguroso por invier­no, pues ocupa la mesa de las montañas y no cesan en él por entonces las nieves y las tormentas. Sin embargo, las praderas de esmeralda que verdeguean por las llanuras, sus abundantes aguas, la alineación simétrica de sus montecillos cenicientos de roca caliza y los leves vapores que levanta el sol del verano de sus húmedas praderías contribuyen a darle por entonces un as­pecto vago, suave y melancólico que sólo se encuentra en algu­nos paisajes del Norte. Hacia las lindes de este país y junto a un pueblo llamado Barrios de Luna se ven las paredes aporti-

COSTUMBRES Y VIAJES 21

liadas por todas partes del castillo de Luna, donde el rey don Alfonso el Casto encerró al conde de Saldaña, padre del paladín Bernardo del Carpió, que derrotó en Roncesvalles el ejército de Carlomagno, y al decir de las leyendas españolas mató de su propia mano a Roldán, el sin par de los doce pares.

Hasta aquí las circunstancias particulares de la Babia. Los demás concejos, a saber, la Omaña, la Ceana y el Sil, se parecen mucho entre sí, si bien el último se diferencia algo más por la mucha frondosidad que viste sus riquísimos montes y por ser algo más estrecho y reducido.

Voy a darte ahora una sucinta idea de las costumbres gene­rales comunes a todo el país sin excepción y que provienen de su espíritu social.

La hospitalidad es una especie de religión entre estos mon­tañeses y no hay puerta, por pobre que sea, que no se abra de par en par a la llegada del forastero. Por la noche se reúnen in­dispensablemente en su casa los mozos y mozas del lugar a darle lo que se llama en la lengua del país el beiche (la pronunciación es de todo punto inglesa), y que no es otra cosa que el suelto y lindísimo baile del país al son de panderos, de castañuelas y de cantares, tan numerosos y variados como sus fuentes y ar­boledas. Es costumbre que el forastero tome parte en la danza, sépala o no, so pena de someterse a los cacharrones, especie de solfeo no muy agradable, encomendado a las robustas manos de las momtañesas. Si el huésped es conocido de la casa donde para, además del obsequio ya sabido del beiche suelen llevarle de re­galo feisuelos, especie de frito del país, y las natas. La noche antes de su marcha acuden también a despedirle con el mismo festejo, que en esta ocasión se llama dar el gnieiso para el ca­mino.

E n esta temporada de verano suben las montañesas con sus ganados a aprovechar los pastos de las cumbres de los montes y habitan en una especie de casetas llamadas brañas, hasta que los primeros fríos del otoño les obligan a bajar a los valles. En esta ocasión ponen el mayor cuidado en la limpieza y adorno de sus brañas, las cuelgan de ramos y tienen siempre repuesto de feisuelos y de natas con que obsequiar a los que las visitan y que sirven con cubiertos primorosamente trabajados en boj por sus esposos o novios. E l agasajo, la alegría y bailes son ex­tremados en estas cabañas, que dominan desde su elevación pai­sajes deliciosos, más estrechos que los buenos de Suiza, pero no menos pintorescos. Respirase allí templado y fresco ambien­te, el aire limpio y sereno deja ver los objetos en toda la pureza

22 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

de sus contornos y colores, y el silencio de los bosques, el leve rumor de las arboledas y de las cascadas y la calma y la paz que allí se disfrutan inclinan el alma a esas meditaciones vagas y sin objeto en que el bombre se olvida de sí propio para aban­donarse enteramente a las sensaciones del instante.

Ya que te estoy hablando de las costumbres de la buena es­tación; concluiré con las romerías, que sólo en este tiempo se celebran y que tienen una fisonomía tan viva y animada, que un viajero concienzudo como yo no puede echarlas en olvido. Figúrate un extenso campo concejil sembrado de tabernas, de baratijas de buhoneros y de puestos de frutas, al cual van lle­gando sinnúmero de gentes ataviadas galanamente, los curas en­tre los feligreses, los pastores caballeros en sus yeguas nómadas con sus queridas a las ancas, y caballeros y peones todos en la más cordial armonía, y te irás acercando a la verdad. En la pra­dera se bailan los bailes del país y más allá los mozos más ro­bustos de los concejos se ejercitan en la carrera y en la barra, distribuyéndose al cabo los premios, que suelen consistir en bo­llos o en frutas, entre vencedores y vencidos con la más comple­ta amistad. Concluidos estos juegos, todas las diversiones se re­funden en el baile hasta la caída de la tarde, en que todo el mundo se retira. Supongo que ya adivinarás que en un país re­ligioso como es éste, la primera obligación de los romeros es ir a rezar al santo.

Las costumbres de invierno son enteramente diversas, como puedes suponer. La Babia se queda sin más hombres que los niños y los viejos, y en la Omaña, la Ceana y el Sil las diversio­nes públicas del invierno se reducen a monterías y partidas de caza durante las nieves, expediciones todas que se hacen con el mayor orden y valentía y para cuya dirección se nombra todos los años en concejo un funcionario con el titulo de juez de caza. Pero no por eso creas que el frío convierte a estos montañeses en hurones; antes bien, durante él se reúnen todas las noches en la casa más espaciosa del lugar, las mujeres a hilar (de lo cual viene a estas tertulias el nombre de filandón) y los hom­bres que vienen más tarde a divertir con un poco de baile la última hora de la reunión. Excusado será el decirte que en estos filandones nunca faltan historias y cuentos maravillosos narra­dos por las viejas al amor de la lumbre, pero lo que no se te ocurrirá de seguro es que he oído contar a un alcalde muy res­petable todas las proezas de los doce pares y de su emperador Carlomagno. Figúrate ahora qué relación para un aldeano.

La danza del país es un baile, como te dejo indicado, anima-

COSTUMBRES Y VIAJES 23

dísimo y expresivo; pero no deja de chocar ver las mujeres y los hombres repartidos en dos hileras al principio, si bien lue­go se mezclan y confunden al estrepitoso redoble de las casta­ñuelas, en cuyo manejo no ceden a los mismos boleros de los teatros. Con respecto a sus cantares, sólo te diré que en ninguna parte los he oído tan lindos, tan sencillos1 y tan melancólicos. Ya sabes cuán apasionado soy de la música popular de Andalu­cía, tan llena de sentimiento y de color, pero en las tiernas can­ciones montañesas he encontrado un tono de vaguedad, de mis­terio y de tristeza que ha conmovido mi alma de un modo in­esperado. Sólo en Alemania, y en Irlanda más especialmente, se puede oir una música popular con igual sello de abandono y de dulzura; porque los antiguos romances y baladas francesas son descoloridos y monótonos al lado de estas armonías monta­ñesas. Y no creas que sólo la música es en ellas notable, que también las coplas son delicadas y graciosas por extremo. De ambas cosas he formado colección y no será difícil que las pu­blique algún día. Por ahora conténtate con algunas que te en­vío (1).

(1) 'Cantares escogidos de las mozas señoritas de la Montaña.

Eres como el ave Fénix, que cuando muere renace. Fuego de a'mor en tu pecho preside sin apagarse.

iCorazón que sufre y calla no sei encuentra dondequiera. No hay corazón como el mío, que sufre y calla su pena.

Tus cejas son medias lunas, tus ojos son dos luceros, que alumbran de 'noobe y día, lo que no hacen las del cielo.

El que estrellas estudia ve su destino, y yo estudio tus ojos por ver el mío.

Qué son celos, pregunta un hombre sabio, y un rústico le dice: ama, y sabráslo.

24 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

Voy a describirte el traje del país y lo dejaré pronto, por­que sobrada condescendencia es ya leer lo que va escrito. Las mujeres traen a la cabeza un pañuelo atado por debajo de la barba, un dengue cogido por detrás con brocbes de plata de ele­gantísimo corte, justillo de terciopelo labrado o de seda, ata­cado por delante, camisa can botón de plata al cuello, rodado de paño del país o de Segovia, con enormes lazos de vistosa cinta atrás; escarpita de blanqueta con abarca por el invierno y zapato con calceta por el verano. Además, suelen añadir por el mal tiempo a este equipaje una especie de jubón o cbaqueta corta desabrochada y una clase de manteleta en la cabeza, llamada, si no me equivoco, rebociño.

Los hombres, con sus continuos viajes al Mediodía, han al­terado un poco su traje, pero el verdadero consiste en un som­brero chambergo o calañés, chaqueta corta de paño del país, chaleco de pana o piel de becerro curtida que llaman destazado, calzones de lo mismo o de paño, faja o cinto de cuero, botín de ídem o de paño para los días de fiesta y polainas con abarca a diario. La manta y el calzón bombacho, que algunos gastan, son más bien del Mediodía que no del país.

La raza de esta comarca es una raza verdaderamente privile-guiada de toda la robustez del Norte y de no poca elegancia y gar­bo de las provincias meridionales. L a frecuente comunicación de ambos países es causa, sin duda, de dicha fusión, que no se advierte ya en las próximas montañas de Asturias; y esta media tinta suave de Andalucía y Extremadura contribuye a dar un re­alce particular a este país. Yo no he visto en ninguna parte tanto rigor y delicadeza a un tiempo, ni en mujeres pastoras y del cam­po tal transparencia de tez, ni tan exquisitas proporciones. Los hombres en general y en especial casi todos los babianes serían excelentes modelos de Academia.

E l país es rico, en general, por los muchos beneficios de la ganadería; las casas, aunque pobres, no dejan de ser aseadas; las comidas no son tampoco malas y, en general, se echa de ver poca indigencia. Las costumbres son apacibles y suayes y las gentes muestran una agudeza y natural despejo verdaderamen­te extraordinarios. Finalmente, te aseguro que es país que ha

Es la esperanza un árbol el más frondoso, que de sus bellas ramas dependen todas.

COSTUMBRES Y VIAJES 25

grabado hondas impresiones en mi imaginación y cuya memoria se me presentará siempre llena de los encantos de su suelo y de Ja hospitalidad de sus habitantes.

(Semanario Pintoresco Español, 2.a serie, t. VII, ent. 15 y 17, pá­ginas 913-115, 14 de abril de 1839.)

LOS ASTURIANOS

Gangas de Onís, 8 de noviembre de 1838.

Conforme, mi querido amigo, al plan de viaje que me habia propuesto cuando te escribí desde Palacios del Sil, he recorrido todo este país y si contento estuve en las montañas de León, a fe de hombre de bien que no lo estoy menos de mi correría por esta antigua y nombrada tierra.

Supongo que no aguardarás noticias tan menudas y circuns­tanciadas acerca de este país como las que te di sobre las Babias y concejos circunvecinos, porque ya deberás conocer que el pre­sente cuadro excede las dimensiones de una carta y mal puede contenerse en tan estrechos límites. Hay, además, notables di­ferencias entre las naturales divisiones de terrenos en que está repartido este glorioso rincón de España para sujetar sus usos y costumbres a una pauta inflexible y general. Así que, cuanto te dijere de él, antes lo has de juzgar propio del distrito desde donde te escribo, que rigurosamente aplicable al resto del prin­cipado.

Este país está principalmente dividido en montaña, llanura y marina. Las costumbres, industria, recursos naturales y aun trajes del primer terreno tienen mucho de común con los del Sil para que me detenga en trazártelos con prolijidad y deteni­miento, pero no vayas a figurarte por eso que son absolutamen­te iguales, porque, en realidad, no son pocas las diferencias que los separan.

En la llanura ya se notan algunas diversidades, que han pro­ducido la naturaleza del terreno y la mayor proximidad al l i ­toral. Las cosechas son más abundantes y el clima más suave y benigno. Redúcense las primeras a maíz, trigo aunque en corta porción, escanda, frutas delicadas de mil clases, avellanas, nue-

26 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

ees y castañas. La manzana es tan abundante, que no sólo se consume y extrae mucha, sino que también de su jugo se hace la sidra, producto de suma consideración en el país.

La marina, que también disfruta de los regalos de la llanura, amén de otras que su templado clima le proporciona, cuales son naranjas y limones, en un país delicioso y pintoresco en sumo grado, sembrado de bonitas y bien situadas poblaciones y más rico y comerciante que lo demás del Principiado.

Difícilmente hallarás en ninguna geografía la división que te acabo de hacer de esta tierra; pero como cumple a mi pro­pósito, y no escribo un artículo geográfico y estadístico-, sino una carta de amigo, no me he parado en pequeñeces. Y digo que cumple a mi propósito, porque en las montañas se conserva mu­cho de la antigua sencillez y aun pudiéramos añadir rudeza, al paso que su declive y el litoral entero ofrecen ya algunas de las variaciones y mudanzas que, gracias a la mayor facilidad de co­municaciones, ha ido intrloduciendo el impulso de la civiliza­ción cada día más poderoso.

Por lo demás, las costumbres del país son sencillas, apacibles y risueñas como las de todas las tierras montuosas en que la vida pastoril ha dominado largos años y en que ha dejado un cierto sabor de patriarcalismo y de inocencia. Yo, por mi parte, no tengo sino muchos motivos de agradecimiento, porque don­dequiera he sido acogido y hospedado con muy buena voluntad y esmerado obsequio. Ya sabes cuán apasionado soy de nuestro deslumbrante y magnífico Mediodía, con sus mujeres morenas, sus bosques de naranjos, sus ruinas árabes y su tersa y cris­talina mar. Pero te confieso que en estos retirados climas he hallado sensaciones si no tan turbulentas y tan vivas, por lo menos más gratas y apacibles. Fuerza es confesar que aquél es el país del entusiasmo y de la imaginación, pero en éste el co­razón se espacia y desenvuelve con más vigor, y a falta de ma­ravillas y pompas vienen a asediarle un tropel de afectos vagos, dulces y melancólicos que llenan de sentimientos hasta entonces ignorados sus más íntimos repliegues. Pero dejando a un lado semejantes metafísicas, porque recuerdo que no le eras dema­siado aficionado, procuraré darte urna idea de las cosas de más bulto que he echado de ver en mi viaje.

No te hablaré de las brañas, donde suben a veranear los pas­tores con su ganado en los meses de calor, porque en poquísi­mo o en nada se apartan de las de las montañas de León, que ya conoces; pero no fuera justo pasar en silencio una costumbre propia y peculiar de este país y que descubre bien a las claras

COSTUMBRES Y VIAJES 27

el fondo de apacibilidad y de dulzura que se observa todavía en la vida de los campos.

Cuando llega la recolección del maíz, en lugar de arreglar cada labrador su cosecha como mejor pudiere, convida a todos sus vecinos y amigos a la esfoyaza, operación que se reduce a despojar las mazorcas de maíz de parte de sus hojas (tarea con­fiada a las mujeres) y a trenzarlas en seguida y hacer manojos de ellas (cuidado destinado a los hombres) para ponerlas donde se puedan secar y molerlas en seguida. Bien podrás conocer que en semejante reunión entra por más el regocijo y la holganza que la labor de que es objeto: así es que el remate de la fiesta es un estrepitoso baile, acompañado de una especie de colación lla­mada garulla, compuesta de avellanas tostadas, nueces, casta­ñas asadas, sidra y toda clase de frutas; aunque en otros sitios se reparten, además, pedazos de pan. Mejor que yo te lo explica­rán estos versos bables, así llamados por estar escritos en el dialecto del país :

Era d'octubre la noche postrera y acabóse temprano la esfoyaza: había de hablanes una gocha entera, peres del fornu y gachos de foyaza: y atizaban el fuego ccm tarucos fartos de rebrincar lois rapazucos.

Como son poco difíciles, no me tomo el trabajo de traducír­telos, pero el cuadro de esta doméstica función está trazado en ellos de una manera tan sencilla como completa y por eso te los he copiado.

Uno de los espectáculos más característicos del país y que más a las claras descubren su fisonomía son las infinitas rome­rías que por todas partes se celebran, a las cuales acuden gentes de muchos concejos de alrededor y que suelen ofrecer un cuadro lleno de vida y de movimiento. Las más célebres y concurridas son las de la Virgen de Govadonga, a dos leguas de esta vil la; la de Nuestra Señora de la Cueva, en la inmediación de la villa de Infiesto; los mártires de Valdecuna, en el concejo de Lera, y más que todas, las de Nuestra Señora del Remedio, en el concejo de Nava.

La primera es de tanta devoción en el país como de nombra-día y fama es en nusera Historia el suceso que allí se celebra y solemniza. En aquel sitio agreste y enriscado ofreció el valeroso don Pelayo batalla a los sarracenos, y después de pelear denoda­damente los desbarató con la ayuda de la Virgen Santa, que ha-

28 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

cía volver contra sus enemigos las propias flechas y que des­plomó sobre ellos, además, la mitad de un monte. La colegiata que en memoria de aquel milagro se fundó está al pie de una es­carpada y altísima montaña y en su vecindad se celebra la ro­mería.

E l santuario de Nuestra Señora de la Cueva es vistoso y rús­tico por extremo, porque debajo de una roca enorme presenta el espectáculo de tres capillas, dos de ellas con sus respectivas sa­cristías, dos ermitas para viviendas de ermitaños, una casa de bastante altura con corredor y dos establos para ganado, todo lo cual da a una plazuela bastante espaciosa. Por encima de la peña tiende su gayo tapiz una fértil pradera, por la cual he visto triscar blancos corderinos que con sus balidos a veces acompa­ñaban los sagrados cánticos que resonaban debajo de sus pies.

La festividad de los mártires de Valdecuna no ofrece par­ticularidades de ningún género para que me detenga a decírte­las; pero en ella, como en todas las demás, tiene mucho en qué fijar la vista cualquier viajero. Los diversos trajes, edades y aposturas de los romeros, la devoción y recogimiento que se ob­serva dentro de la iglesia, la algazara y el bullicio que por de fuera resuena y los numerosos linajes de solaz y diversión que por todas partes se echan de ver, concurren a formar un cua­dro confuso a veces, pero siempre variado y risueño.

Lo que exclusivamente fija la atención de los forasteros es el baile nacional del país, conocido por el nombre de danza pri­ma, y que, en rigor de verdad, no debía apellidarse danza, por­que se reduce a grandes corros de hombres y mujeres, que, se­paradamente, andan alrededor con suma pausa y lentiud asidos de las manos, columpiando el cuerpo hacia atrás y adelante al son de una canción uniforme y monótona en demasía, que suele ser un romancé muy conocido en el país que comienza:

¡Válgame la Magdalenia, Nuestra Señora me valga...

A los ojos de un observador frivolo y ligero poca o ninguna gracia puede haber en un espectáculo tan igual y poco variado, pero un hombre reflexivo y pensador descubrirá en él, a pri­mera vista, el sello de sencillez y de rudeza, si se quiere, que tan boinradamente impreso aparece en todos los pueblos pri­mitivos. Y a la verdad, poca diferencia pudieran hallar en mi entender los críticos más escrupulosos entre la danza prima y las danzas circulares que nos describe Homero, traslados am-

PONFERRADA (León) . Entrada al Castillo de los Templarios.

LEON. Antiguo Santuario de la Virgen del Camino.

COSTUMBRES Y VIAJES 29

bos de Edades turbulentas y guerreras, más propias para aguijar y robustecer los ánimos caídos que para afeminar los brazos y embotar el coraje.

En Asturias, por lo menos, fácilmente se trasluce el fondo alentado y belicoso de su danza, no sólo por el vigor de la mú­sica y alternativa respuesta de los coros, sino también porque al fin de la fiesta suelen encenderse las rivalidades de los conce­jos en términos de no haber apenas función que no se acabe con palos y camorras. Sin embargo, a despecho del poco duelo con que se sacuden, suele haber pocas desgracias, porque la jus­ticia y las personas de algún valer se ponen de por medio y res­tablecen el orden. Otra circunstancia hay también que notar, y que, a falta de otras pruebas seríalo suficiente de lo que dejo dicho, a saber, que los hombres y las mujeres danzan siempre en corros separados, lo cual manifiesta que semejante desahogo antes era un marcial ejercicio que no mero pasatiempo y deleite. Además de la danza prima, que tengo por el rasgo más carac­terístico de este país, se baila también fandango, aunque menos generalmente.

Las demás diversiones de las romerías se reducen al tiro de barra y juego de bolos: yo, por lo menos, en ninguna parte he visto las carreras a pie que tanto amenizan semejantes funcio­nes en las montañas de León.

Algo me he detenido en bosquejarte tales escenas, porque son tan frescas, tan originales y sencillas, que si no te entretienen no es culpa de ellas, sino de mi tosca pluma. Procuraré concluir dándote una idea de las demás costumbres de este país y, sobre todo, de las de invierno.

Durante esta rigurosa estación, lo mismo que en el Sil , los hombres pasan el tiempo en cacerías o en alguna industria de menor cuantía, como es la fabricación de madreñas, de que sur­ten las ferias de los países vecinos y las mujeres pasan las no­ches del mismo modo que allí, hilando reunidas en la casa más holgada del lugar y entretenidas en cuentos y consejas propias de su extrema credulidad y llenas, por tanto, de portentos y ma­ravillas. Dos cosas sólo te apuntaré en que creen ciegamente estas buenas gentes y con las cuales, desde luego, calcularás el sinnúmero de historias que se pueden hilvanar. Una de ellas es lo que llaman las huestes y la otra las janas.

Es opinión muy válida entre la gente del campo, que por las noches suelen recorrer los despoblados extraña muchedumbre de luces ordenadas en simétrica y misteriosa alineación, que ca­minan callada y lentamente y que amenazan con próxima muerte

30 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

en el lugar a que se dirigen. A estas apariciones llamas huestes y con lances que sobre su pretendida aparición se cuentan, se avivan en alto grado la curiosidad y el terror de los aldeanos.

La otra creación de su fantasía, aunque más limpia y risue­ña al parecer, no por eso les infunde menos interés y pavor. Di ­cen que hay una especie de lindas mujercitas de plata que salen por el agujero de las fuentes, que hacen coladas más blancas que la nieve y secas sus delicadas ropas a la luna, retirándose con ellas apenas se acerca algún importuno que las estorba en tan inocentes ocupaciones. A estas mujercitas, de un codo de es­tatura, misteriosas y llenas de poder en la mente de estos momta-ñeses, señalaban con el nombre de janas. La preocupación de las brujas, duendes y encantamientos no deja de ser común en España, pero estas dos creaciones fantásticas, que en ninguna parte sino en Asturias he hallado, paréceme de un origen remo­tísimo y que con facilidad puede encontrarse entre las eternas noches de la Escandinavia.

Después de tantas menudencias como te llevo comtadas, aún tendrás la indulgencia de oírme lo que te diga acerca de los trajes de esta provincia, que aunque varían en algunos concejos, en general se reduce a lo siguiente:

Gastan las mujeres pañuelos a la cabeza, con que se ciñen la cara y que atan por encima a la candesina, como ellas dicen; corros de corales al cuello, cotilla de una tela graciosa atacada por delante con un cordón de seda, almilla o jubón de paño ne­gro suelto, saya de estameña, medias azules con bordado blanco o encarnado y zapato con hebilla. A los hombros, y por encima de todo, traen un gracioso dengue negro orlado de una cinta de terciopelo labrado, negra también.

E l equipo de un hombre, más sencillo por supuesto, se com­pone de montera, chaqueta y pantalón de paño pardo y de cha­leco de pana negro, ni más ni menos que los que usan los hon­rados aguadores de Madrid, que abonan su país con su leal con­ducta en la capital de la Monarquía.

Mucho más te dijera acerca del carácter laborioso y a veces emprendedor de esta gente, causa común de frecuentes emigra­ciones útiles en general y de lucrativo resultado, pero ya te ten­go lástima y te dejo, si bien con la pesadumbre de guardar, amén de lo dicho, otras cosas de antigüedades, de artes y de poesía, que Dios querrá tal vez que salgan con el tiempo.

En resumen, yo estoy contento y satisfecho de mi viaje, así por lo bello del país como por las muchas curiosidades que he encontrado. Sus moradores son apacibles, hospitalarios, fáciles

COSTUMBRES Y VIAJES 31

en su trato, sencillos en sus costumbres, agudos en sus conver­saciones, de ingenio presto y vivo, con sus puntas de malicioso y satirico.

Por lo demás, ¿qué quieres que te diga? En esta remota pro­vincia he encontrado sensaciones nuevas y agradables que no esperaba por cierto, y mi antiguo mal humor me ha dado tales treguas, que no pienso que me mate Dios sin dar antes una vuelta por acá. Si dentro de poco nos vemos, como espero, te hablaré más largo; por hoy basta y aun creo que sobra.

(Semanario Pintoresco Español, 2." serie, t. VIH, ent. 1.a, págs. 145-147, 12 de marzo de 1839.)

LOS PASIEGOS

La Vega, 11 de junio de 183...

Destinado estoy, sin duda, mi querido amigo, a cebar mi cu­riosidad de viajero en pueblos de montañas, porque bien sabe Dios, y tú también lo sabes, que no era mi pensamiento ni por asomo verme rondando ahora por esta tierra, pero la suerte se ha empeñado, por lo visto, en hacerme el Julio César de los ga­los de muestro país, y aunque ya conoces que no tengo semejan­tes pertensiones, le he llegado a coger miedo y no me atrevo a disgustarla.

Salí, como te decía, de Gijón con dirección a La Goruña, pero tan mala cara nos puso el mar, que después de varios percances hubimos de meternos en Santander, dándonos por muy dichosos con ello. Nuestro buque había sufrido averías de consideración, y como no salía por entonces ningún otro para La Goruña, can­sado de Santander, me entró la fiebre del Judío Errante, y heme aquí en la capital del Valle de Pas.

Alguna vez me he puesto a pensar con formalidad en mi ca­rácter, y me parece que me voy haciendo optimista a toda prisa. Si tal sucede. Dios sea bendito, que tiempo era ya: pero lo cierto es que cuando tan a mal traer nos traía el señor Neptuno (como le llamaban antes), bien distante estaba yo de creer que en los pliegues más escondidos de estos riscos había de encontrar tan­ta originalidad en las gentes y las costumbres y tan extendido campo para mi antigua manía de observador. Porque has de sa-

32 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

berte, mi querido A . . . , que los pasiegas son gente que a ti mis­mo pudieran sacarte de quicio, cuanto más a un hombre de mi temple.

¿Concebirás tú un pueblo esencialmente pastor y que así por el carácter de sus costumbres como por las circunstancias de su suelo no puede abandonarle ni aun temporalmente, concebirías tú, digo, un pueblo pastoril y al mismo tiempo aventurero, arris­cado y hasta temerario? Puesto esto, ni más ni menos, es lo que por aquí sucede. Figúrate, pues, cuán nueva y extraña será la fisonomía de este país, y qué de lances y episodios diversos no tendrá su vida.

La tierra es áspera y quebrada por el lado de la montaña. E l país, montuoso por la parte despejada y abierta hacia esta villa y las de San Roque de Riomiera y San Pedro del Romeral; pero por todas partes dividido en frondosas praderías y bosques, sembrado de habitaciones rústicas, y poblado de ganados, sólo ofrece imágenes de vida sencilla y campestre. Y cuando más distraído te hallas on semejantes imaginaciones, una cuadrilla de contrabandistas armados de sus enormes palos con que cru­zan los barrancos, ríos y despeñaderos, ni más ni menos que pu­dieran hacerlo los corzos, te da a entender de una manera bas­tante eficaz que no todo es paz y sencillez. Llama a cualquiera de aquellas pobres puertas y verás cómo de par en par se te abren y con qué cordial voluntad te obsequian y agasajan, ofre­ciéndote cuanto tienen; pero suelta como al descuido alguna ex­presión que pueda llamarles la atención o hazles cualquiera pregunta capaz de despertar su desconfianza, y repara con cuán­to cuidado miden sus palabras, cuán evasivas son sus respues­tas y con qué expresión tan marcada de suspicacia y de recelo escudriñan tu porte y examinan todos tus movimientos.

Por una parte, todo el abandono de la vida de los campos; por otra, toda la vigilancia y astucia de las ciudades; el fardo de mercancías prohibidas y las armas del contrabandista junto al dornajo de leche y el haz de heno, he aquí en dos palabras la vida y el carácter de los montañeses de Pas.

Figúrate, pues, si estaré entretenido y satisfecho de mi co­rrería. Por otra parte, el país es tan pintoresco, tan variado y tan frondoso, que los puntos de vista innumerables, rústicos to­dos, es verdad y sin decoraciones de ruinas y de recuerdos, pero risueños y frescos en sumo grado, o imponentes de todas veras y sombríos, serían capaces de contentar el alma apacible de Pous-sin o el carácter agreste y enérgico de Salvatore Rosa.

Como la principal riqueza del país consiste en los ganados,

COSTUMBRES Y VIAJES 33

especialmente el vacuno, los pasiegos pastores, cuidando de su beneficio y crecimiento, varían de vivienda con las estaciones, y así es que todo el país está sembrado de cabañas y casas rús­ticas, circunstancias que le hacen aparecer lleno de animación y movimiento.

La vida doméstica de estas gentes es de lo más arreglado y sencillo que te puedes figurar, así en sus alimentos, reducidos a leche y maíz, como en su régimen ordinario de trabajos y dis­tribución de tiempo. Las mujeres son muy aseadas y laborio­sas y sin cesar andan comerciando con los escasos artículos de su cosecha en los mercados y pueblos circunvecinos. No es esto decir que sus funciones se limiten al hogar doméstico, porque también ellas hacen sus expediciones al contrabando y, por cier­to, que no ceden en robustez, aguante y sufrimiento a los hom­bres más recios y determinados del país. Es una bendición de Dios, como suele decirse, verlas tan blancas, tan coloradas y tan alegres con su cuévano a cuestas por montes y hondonadas, siempre cruzando sendas desconocidas y asperísimas y riéndose en su interior de los pobres empleados militares de la Hacienda, que así están a punto de dar con ellas como si jugaran a la galli­na ciega. Y no sólo acontece esto aquí, donde a fuer de dueñas de la casa conocen todos sus rincones, sino también en lo más llano y abierto de Castilla y de la Mancha, donde rara vez las cogen in fraganti. Una cosa quiero confesarte, por más que la califiques de flaqueza, y es que si algún día me toca ser ministro, diputado o cosa que lo valga y me nombran para alguna comi-sióui del Código Penal, tengo de proponer una excepción a favor de las pasiegas en los delitos de contrabando, porque son agudas como el pensamiento y frescas como una flor del campo. Ya ves tú si son pequeñas razones para mirarlas con buenos ojos.

Contarte los lances de la aventurera vida contrabandista se­ría cosa de nunca acabar; pero cualquiera que no sean ellos se estremece de pensar en sus marchas nocturnas por riscos inac­cesibles y espesísimos bosques, cargados con un enorme fardo de mercancías y expuestos a peligros sin número. E l modo de ser­virse de su palo es cosa de todo punto inconcebible para nos­otros, porque a veces equilibrando el cuerpo sobre él y sin po­ner los pies en el suelo atraviesan cornisas, digámoslo así, de peñascos que parecen impracticables para los mismos gamos y todo esto con una prontitud, sangre fría y destreza que erizan los cabellos. Otras veces se les ve salvar los riachuelos despe­ñados, y en ocasiones crecidos, del país, afianzando la punta del palo hacia la mitad de la corriente, librando su cuerpo sobre

34 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

él con poderoso impulso y cayendo en la opuesta orilla con un ángulo y un efecto enteramente igual al de una bomba. Estas y otras diabluras enseña semejante clase de vida agitada y sin sosiego; pero yo, por mi parte, todavía no he alcanzado a expli­carme cómo puedein. llegar a tal grado de elasticidad y de fuerza los músculos del cuerpo humano. No hace mucho tiempo servía­les, además, su enorme palo para defensa y ofensa, pero en el día todos los contrabandistas van armados de armas blancas y de fuego. Entre ellos los hay bastante desalmados y no es extra­ño, a la verdad, porque la vida tampoco da de sí otra cosa.

Las romerías en que estos pueblos se reúnen no dejan de ser animadas, pero sus danzas y diversiones no ofrecen rasgo algu­no característico. Los hombres y las mujeres bailan juntos, pero los primeros coronan la fiesta bebiendo, emborrachándose y apa­leándose sin compasión. E l vino vale caro, muy caro, en este país y a los buenos de los pasiegos se les sube a la cabeza con facilidad y les da un impulso guerrero que pasma. Una cosa vi que me llamó la atención, y es que cuanto ven una persona forastera o del país que se les antoja rica, se dan de ojo mozos y mozas, y tomando los pañuelos por las puntas se encaminan corriendo hacia ella a guisa de red barredera y cogiéndole en medio le sacan una propina para beber. A mí no me dispensaron del obsequio, y aunque sacando a relucir mis fueros de poeta, les ofrecía sonetos y quintillas en compensación de lo que me pedían, dijéronme que no entendían de latines y tuve que hablar­les en romance de bolsillo.

Las costumbres del país son bastante puras y sencillas, sin que te sirva de regla el sinfín de nodrizas que hay en Madrid con el nombre de pasiegas, porque las verdaderamente tales son pocas y casadas, en general, y las demás son de las tierras cir­cunvecinas, que se apellidan pasiegas para mayor abono de su salubridad y robustez. Por lo demás, las mujeres de aquí son una especie de Lucrecias de navaja al cinto, que no hay medio de avenirse con ellas.

Excusado será decirte que así hombres como mujeres son de una soberbia raza y que en ninguna parte se ve tanto vigor, soltura, frescura y robustez. E l traje, por otra parte, no deja de ser airoso, particularmente en las mujeres. Llevan éstas pañue­lo a la cabeza, pelo trenzado a lo largo de la espalda, arracadas o pendientes de plata dorada, multitud de corales al cuello, ca­misa con cabezón, pechero, especie de peto con que cubren el pecho además de la camisa, corpiño atacado por delante, saya, medias de lana del país, chapines o escarpines y abarcas de cue-

COSTUMBRES Y VIAJES 35

ro. E n invierno añaden a esto una especie de manto blanquecino que llaman capa, chaqueta, jostras o pellizas, pieles con que abrigan las piernas y defienden los chapines, y, por último, barajones, especie de tabla triangular sujeta a la planta del pie con correas y que les sirve para sostenerse en la nieve. ¿Qué te parece que diría Hoffmann si en una noche de invierno viera deslizarse cuatro o cinco de estas montañesas, a la orilla de un derumbadero con sus capas blancas, silenciosas y ligeras como las fadas? ¿No es verdad que esto tiene su poco de fantástico, particularmente a la luz de la luna y encima de la nieve?

Los hombres gastan montera, chaqueta, dos chalecos: el de arriba, de pana negra con botones de plata y el de debajo, blan­co, ceñidor o faja, calzón corto o bragas y el calzado lo mismo que las mujeres.

Supongo que no olvidarás el célebre palo una cuarta más alto que el dueño, que tantos prodigios obra, ni las Garcetas o mele­nas largas por detrás que no dejan de adornarlos.

No se me ocurre más que decirte acerca de las costumbres de este pueblo y me alegro en el alma, porque ya me iba po­niendo de mal humor de tanto menear la pluma.

Mañana salgo para Santander y, si Dios quiere que llegue a La Coruña, desde allí te escribiré.

(Semanario Pintoresco Español, 2.a serie, t, I, entr. 26, págs. 201-203, 30 de jiuaiio de 1839.)

EL PASTOR TRASHUMANTE

Ninguna reliquia más venerable queda en nuestra España de la vida nómada que la trashumación periódica de los rebaños merinos. Facción es ésta que no se distingue en el semblante de ninguna nación europea con tanto vigor como aquí, y, por lo mismo, el pastor trashumante es uno de los destellos más vi­vos de originalidad que brotan de este suelo poético y pintores­co. Su apartamiento habitual de poblado, sus ocupaciones uni­formes y sencillas, su vida trabajosa por el rigor de las estacio­nes que está condenado a sufrir, le convierte en un ser aparte dotado de aquella buena fe y bondad de sentimientos que desde tiempos muy antiguos se atribuye a la gente campesina, y al mismo tiempo, de aquella fuerza de acción y movible energía

ENRIQUE GIL Y CARRASCO

que caracteriza a las tribus nómadas. Hijo de las montañas de León, Segovia o Soria, trasladado desde allí a los campos abun­dosos y feraces de Extremadura, donde la vida pastoril y agrí­cola derrama el más rico caudal de sus gracias, sin más cuida­dos que los de su dócil rebaño, y, al mismo tiempo, robusto y vigoroso, apenas encuentra a quien parecerse, aun en la misma nación española, tan cercana a la naturaleza en. muchas de sus partes.

Entre las lanas finas de España la más estimada es la lla­mada babiana, que toma su nombre del distrito de las montañas de León que apellidan Babia. Este país, celebrado entre todos los pastores por sus pastos delicados y sabrosos, no tiene más r i ­queza que sus hierbas, y, de consiguiente, todos sus habitantes son pastores. Ahora que las grandes cabañas trashumantes han venido a menos con la mejora de las lanas extranjeras y los tiempos corren menos bonancibles que antes para los ganaderos de merinas, se encuentran algunos habíanos que permanecen en su país, o buscan su vida fuera de él por otros caminos; pero gentes no muy entradas en años recuerdan la época en que a la salida de los rebaños trashumantes sólo quedaban en sus pue­blos las mujeres, los ancianos y los niños. Aun los que no com­ponían parte de la cabaña solían acompañarla con el nombre de escoteros, para procurarse en las provincias del Mediodía una subsistencia que a duras penas concede el riguroso y pobre in­vierno de sus nativos montes. Por esta razón, al pensar en dar una patria al pastor trashumante hemos elegido las sierras de León, y de ellas haremos su principal y verdadero teatro.

Así lo exigiría la verdad histórica, porque en las fértiles ori­llas del Guadiana y en los hermosos llanos de Cáceres, a des­pecho de lo templado del clima y de la cordial acogida que en­cuentra en los habitantes acostumbrados a esperarlo como un huésped necesario y siempre bien venido, al cabo, el pastor tras­humante vive lejos de su país y en medio de un pueblo que si algo se le asemeja en sus ocupaciones, harto más se desvía de su índole y carácter especial. Una vez levantado su chozo, y adere­zadas sus camas de pieles y preparados los utensilios de su fru­gal mantenimiento, su tarea está reducida a apacentar sus ove­jas por el día, encerrarlas por la noche dentro de la red que al­rededor de ella atan a unas estacas clavadas en tierra, hacer de cuando en cuando su ronda para guardarse de los lobos, guare­cerse de la intemperie dentro de otro chozo más pequeño que se dispone para este servicio nocturno y volver con el alba a las mismas tranquilas ocupaciones. Claro está, que en semejantes

COSTUMBRES Y VIAJES 37

vigilias, por lo duras y penosas, alternan todos los pastores de condición subalterna: los demás pasan las noches abrigados en sus chozos al amor de la lumbre, cenando sus migas canas, y de cuando en cuando por extraordinario tal cual frito o caldereta, rezando el rosario si el mayoral es viejo y devoto y durmiendo como unos cachorros hasta que los cencerros de los mansos, los ladridos de los perros o la luz del alba los despierta.

Sin embargo, si queremos conservar la nota de historiadores verídicos, fuerza nos será confesar que por los meses de diciem­bre y enero semejante calma y asiento se truecan por una pe­nosísima faena con la paridera de las ovejas, que tiene lugar por entonces. Acontece que los mansos corderinos vienen al mun­do en las noches más bravas y tempestuosas del invierno, y el pastor, en medio de la ventisca y aguacero tiene que asistir a las paridas y atender a que todo vaya en orden. Acontece asi­mismo que las madres en años miserables desechan la cría, por­que apenas la pueden alimentar y entonces el comadrón sólo a fuerza de maña y aun de fuerza puede obligarle a aceptar los deberes de la maternidad. Ordinariamente se dobla, es decir, se deja un solo borrego para que lo críen dos ovejas, mas para que lo admita la que no es su verdadera madre es preciso cubrirle con la piel del hijo muerto, Figúrese el lector todas estas me­nudencias en una noche de invierno, en que el vendaval arranca a veces los chozos y verá cómo semejante cargo se le hace im­posible cumplir; pero el pastor que conoce a sus reses por la cara, como los demás conocemos a las personas de nuestro trato íntimo, sabe muy bien a quien corresponde el recién nacido y distingue a tiro de arcabuz la oveja que se ha quedado sin cría, para acercarle el intruso disfrazado con la piel del muerto. Todo esto, por descontado, no se hace sin un granizo de conjuros, re­niegos, juramentos y maldiciones, que, en medio de la obscuri­dad, forman con los balidos del ganado y el silbido de los vien­tos un maravilloso coro, excelente para algún aquelarre.

Fácil es de conocer que, a pesar de la consumada ciencia pas­toril, semejantes operaciones necesitan una dirección cuerda y atinada y aquí es de advertir la distribución de las cabañas, su jerarquía y subdivisiones, porque muy pronto va a llegar la im­portante ocasión de ver a nuestros pastores en su peregrinación anual.

En todas estas grandes ganaderías hay un mayoral, especie de general en jefe, a cuyo cuidado están los arriendos de las hier­bas, los salarios de los pastores, el fijar las épocas de marcha y todas las demás atenciones generales. E l es quien inmediata-

38 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

mente se entiende con el amo y recibe sus órdenes en derechura. Sígnele el sotomayoral, cuyas atribuciones son también gene­rales, aunque su grado, como el nombre lo dice, es inferior. Estos son los jetes de la cabana, que, como pueden imaginarse nues­tros lectores, se reparten luego en varios rebaños, cada uno com­puesto de rabadán, que es el jefe, compañero del rabadán, que le remplaza en todos los casos de ausencia, ayudante, persona y zagal, que por sus años verdes y a guisa de aprendizaje suele sufrir la mayor parte de las cargas con mucho menos provecho. Hay, además, una especie de hacienda militar en este inocente ejército con el nombre de ropería y no es sino la panadería donde se elabora el pan para pastores y perros y consiste en un ropero mayor o jefe, de cuya cuenta corre la compra de los granos y la distribución del pan, y en otros mozos que dicen roperos a secas y son los que amasan y hacen todos los oficios mecánicos.

Aquí tienen nuestros lectores explicado el manejo y gobierno interior de las cabañas trashumantes; pero por si de ellos los hay curiosos, como suele suceder (porque desde muy antiguo viene la curiosidad como por herencia a todos los lectores) y quieren saber ios salarios y beneficios de estos hombres, procu­raremos satisfacerle. Obligación del amo, o para hablar con más propiedad, principal, es dar al mayoral la muía en que va caba­llero y de 200 a 300 ducados. E l sotomayoral gana de 600 a 1.000 reales, el rabadán de 260 a 300 reales y el compañero ayudante y persona bajan en proporción hasta llegar al zagal, cuyo sueldo ni pasa de 100 reales ni baja de 80.

Seguramente se admirarán, los que lean esto por la primera vez, de que por tan escaso dinero se preste un servicio tan duro y trabajoso, que obliga a sufrir la intemperie la mayor parte de las veces y a dos viajes en el año de más de 70 leguas cada uno. Sin embargo, lo que no va en lágrimas va en suspiros, se­gún el dicho vulgar, y lo que el amo no da lo saca el pastor por su parte al cabo de la cuenta, porque además del sustento que recibe tiene el beneficio de la escusa. Escusa llaman al número de ovejas y aun de cabras que a cada pastor se le permite tener agregadas a las de cabaña, sin pagar poco ni mucho por su apa­centamiento y que con sus crías y rendimientos le pertenecen en propiedad absoluta (1). Parte de la escusa suelen ser también

(1) En todas las ganaderías estantes, y en muchas de las, trashu­mantes, la escusa es según la definimos, pero en otras el amo del rebaño se queda con el esquilmo y deja al pastor la cria. Esto es lo que llaman lana por costo, Al mayoral se le consiente de escusa

COSTUMBRES Y VIAJES 39

las yeguas, que gozan de los mismos fueros e inmunidades; por todo lo cual, si nos tomamos el trabajo de agregar a la suma en dinero que recibe, la probable que estas adherencias que dejan en sus manos, vendremos en conocimiento de que la condición del pastor trashumante todavía es tolerable si no mejor que la de la mayor parte de las clases del pueblo.

E l arriendo de los pastos de invierno concluye el 25 de abril, día que los pastores ven amanecer con más regocijo que la ma­yor festividad del año, porque, como es natural, ninguna festi­vidad puede compararse, sobre todo en las gentes sencillas, a la vuelta al país donde han nacido y tienen lo que en el mundo quieren, donde con verdadera ansia se les aguarda y con cordia-lísima efusión se les recibe. Si el pirata Lambro (2) sentía a la vista de su isla y del humo de su hogar una emoción de que no sabía darse cuenta, no es maravilla que nuestros montañeses, cuyas piraterías se reducen a dejar escurrirse alguna res hacia el campo del prójimo, a cortar un poco más de leña de la necesa­ria y hacer de manera que sus ovejas, la mayor parte de las veces, conserven salud, aun en medio de la epidemia de las del amo y paran siempre hembras que es lo más beneficioso; no es extraño, decimos, que se dé tal cual refregón de manos, avíe su hato cantando, silbe y grite con más garbo a sus ovejas y perros, acuda con cara de pascua a recibir su haber y su cun-dido (3), pase en revista los reales en su bolsa de cuero y con una gallardía digna de la airosa gente de su tierra, se ponga en camino con su cayado debajo del brazo, su manta al hombro, su sombrero calañés encasquetado y sus abarcas de cuero.

Cruzian el Tajo la mayor parte de las cabañas por Almaraz o por Alconeta, pero como en ninguno de los dos puntos hay puen­te servible y las barcas, sobre pequeñas nara tal multitud de ca­bezas, serían tardas y costosas, suelen fabricar un puente de bar­cas que apellidan en Extremadura la luria y proporciona paso a los ganados. E l tal paso, sin embargo, siempre es difícil, porque si una oveja llega a saltar al agua, por pronto que se acuda.

150 a 200 cabezas, 10 a 12 yeguas y algunas cabras, que suelen no estar sujetas a número fijo. La escusa del sota sólo llega a una cuarta parte, la del rabadán a 50 ó 60 cabezas, dos o tres yeguas y algunas cabras, y los demás en proporción hasta el zagal, que sólo puede tener seis m ocho ovejas, algunas cabras, y por bondad del amo, al­guna yegua.

(2) BYRON, Don Juan, canto IIT. (3) \Cundido o cundió llaman los pastores a la grasa, sal y pi­

miento que les dan para aderezar sus oomidas.

40 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

siempre la sigue una gran porción y por eso se necesita gran cuidado y diligencia. Verdad es que algunas veces la res que el amo o mayoral se figura en el fondo del rio1, aparece en el fondo de la caldereta; pero éstas son pequeñas travesuras del oficio y, además, es de creer que muy insubordinada debe de haber estado la culpable durante la paridera cuando tal castigo ha merecido.

Hay varias cañadas o cordeles señalados para los rebaños tras­humantes y que no son más que otros tantos caminos destinados exclusivamente a este objeto. Cualquiera de ellos ofrece por los meses de abril y mayo escenas muy animadas y movimiento con­tinuo. Una nube de polvo y el son de los cencerros, que desde muy lejos comienza a oírse, anuncian la llegada de las merinas y a poco rato suele presentarse el rabadán de los moruecos o carneros padres al frente de su rebaño, rodeado de sus mansos, que con el cebo del pan que de sus manos reciben apenas se apartan de él y en seguida desfila todo el rebaño con dos pastores a reta­guardia acompañados de los perros. Pasan después, y siempre con el mismo orden, los rebaños de ovejas y, por último, las ye­guas faleras o hateras, llamadas así por llevar los hatos y los utensilios de cocina, con sus potros que corretean a la orilla del camino, algún pastorcillo demasiado tierno para la fatiga del viaje sentado entre la carga y algunas res, por haberse desgracia­do en la marcha, colgada. Aquellos hombres que con todos sus medios y riquezas se trasladan de una provincia a otra recuer­dan involuntariamente la vida de los patriarcas o las tribus erran­tes que vagan de oasis en oasis en busca de pasto y de frescura.

Las paradas que por el camino se hacen sirven a un tiempo para descansar y comer y es de ver la prontitud con que ade­rezan sus rústicos platos, que de viaje suelen consistir en sopas por la mañana y migas canas por la noche. Durante él, además, suele pasarse una ración de vino, con la cual se sobrellevan sus fatigas con algo más de conformidad. Aunque ino pocas cabañas hacen el esquileo en Extremadura, otras varias ejecutan en el camino esta importante operación, en que, si los pastores no to­man más parte que la de apartar las reses y presentarlas atadas al maleante esquilador, no por eso deja de alcanzarles una y no pequeña en las alegres y bulliciosas escenas que suelen acompa­ñar a esta tarea. Con semejantes estímulos y, sobre todo, con el poderoso de llegar pronto a sus queridas montañas, se atravie­san con buen ánimo las áridas llanuras de la Mancha, donde ya sabe todo pastor que tiene que comprar las cintas de estam­bre fino para agasajar a su mujer, novia, hija o hermana so pena de pasar por un ruin sujeto y los no menos desabridos páramos

COstüMBREs V VIAJES Ü

de campos. Aquí sufre otra sangría la bolsa del montañés, pues la compra de los pañuelos, las agujas y corderos o, como dicen las babianas, gordones, para atacar los justillos, es tan de ley al pasar por Rioseco de Medina, como la de las ligas en la Man­cha. En Rueda, además, suelen proveerse de una gran bota, que, como más adelante veremos, no deja de bacer importante papel. Lástima es, por cierto, que las ovejas se desmanden de cuando en cuando y los guardas del campo anden tan listos en adverlir-le su mala crianza y tirar de los cordones de su bolsa, que a no ser por esto, pocos malos ratos aguarían el contento de la pe­regrinación.

Por fin, después de cuarenta y cinco días gastados en esqui­lar y caminar, cruza la cabaña los frescos contornos de León y, a muy poco, henos a nuestro pastor enfrente del campanario de su lugar. La Babia es un país triste y riguroso por invierno, porque ocupa la mesa de las montañas y las nieves y ventarro­nes duran allí mucho tiempo : pero a la época en que llegan los pastores, la escena ha cambiado enteramente, pues aunque la desnudez de sus colinas siempre lo entristece un poco, las pra­deras que verdeguean por sus llanuras, sus abundantes aguas, la alineación casi simétrica de sus montecillos cenicientos de roca caliza y los vapores que de sus húmedos campos levanta el sol del verano le dan un aspecto suave y vago, semejante al que distingue algunos paisajes del Norte. Estos atractivos son reales y verdaderos, pero, aunque de ellos careciese, el pastor siempre la amaría, porque la patria nunca deja de ser hermosa.

E l mayoral, que por su oficio está obligado a adelantarse, sale al encuentro de la cabaña para señalarle los puertos (4) arrendados, y después de repartido el ganado y fabricado el chozo (si ya no vuelven a los mismos pastos), cada pastor tiene licencia por turno para pasar un par de días en su casa. Estos cuadros de interior son tan fáciles de comprender como difíci­les de pintar; por eso y por ahorrar paciencia a nuestros lecto­res nos contentaremos con decir que después de los abrazos, apretones, preguntas y respuestas de costumbre, el marido sale en seguida a hacer la visita de ordenanza al señor cura, y la mujer a convidar a los parientes, deudos y amigo a la bota del pastor.

Esta bota es la misma que vimos llenar no hace mucho en

(4) Puertos llaman en Babia a las cumibres y laderas donde se apacenta el ganado.

42 EKRIQÜÉ GÍL Y CAÍlttAScO

Rueda de exquisito vino rancio y que, en compañía de buenas magras, ricos chorizos y excelentes morcillas, procedentes de Ex ­tremadura, sirve para una cena opípara, en que a fuerza de fes­tejar la llegada del amo de casa y brindar por su bienvenida, suelen salir los convidados viendo más estrellas de las que hay en el firmamento. Esto sucede con los pastores padres de fa­milia que pasados estos días de júbilo y ensanche vuelven a su vida ordinaria, como vuelven a su cauce los ríos salidos de ma­dre. Por lo que hace a los mozos o solteros, esto, según suele de­cirse, ya es harina de otro costal, porque si no tienen festines y banquetes, para eso están las romerías que por entonces menu­dean y los galanteos y escapadas nocturnas, de resultas de las cuales la yegua del padre o del rabadán no suele engordar por mucho que pazca. Porque es de saber que no hay pastor que no se enamore, si no a la manera lamentable y quejumbrosa de los Salicios y Nemorosos, por lo menos para tener una mujer con quien vivir pacíficamente y criar hijos para el cielo, según dice el Catecismo. En suma, para solteros y casados la época de paz, de diversión y de holganza es la del fresco verano de aquellas sierras, porque, como los lobos no andan tan hambrientos, se puede aflojar algo en la solicitud de la guarda del rebaño y, por otro lado, cualquiera desavenencia que a propósito de pas­tos pueda suscitarse, fácil y amigablemente se compone entre gentes unidas por un origen común y ligadas en gran parte por lazos de amistad y parentesco.

Pero al cabo estos días buenos se acaban, pronto, porque como dice un poeta contemporáneo :

Los tristes y los alegres al mismo paso caminan,

y con las primeras nubes del otoño comienzan a moverse los pastores para volver a sus invernaderos. La reunión del ganado y los preparativos de marcha se hacen con la misma actividad y concierto, pero con harto menos alegría de la que presencian en ocasión análoga los campos de Guadiana. La noche antes de la marcha es forzoso hacer a los viajantes el obsequio del gueiso (queso) para el camino, que consiste en juntarse en su casa las mozas y los mozos solteros y bailar en guisa de despe­dida las sueltas y graciosas danzas del país, en recompensa de lo cual reciben las montañesas las ahuchas (agujas) que vimos comprar en Rioseco. Por rara que parezca esta ceremonia y por mal que se avenga en la apariencia con ánimos realmente ape-

CÓStUMBftEs Y V1A.TÉS 4'3

sadumbrados, no por eso deja de observarse religiosamente. Para el siguiente día ya está dispuesta la fiambrera del pastor, que consiste en una gran provisión de cecina y jamón, cosa en que tienen tanto puntillo las babianas, que muchas de ellas consien­tes en pasar no pocas privaciones en el invierno, a trueque de que sus maridos lleven la correspondiente merienda. Por fin ama­nece y los pastores se ponen en camino, acompañados de sus mujeres, que por una de aquellas extrañas contradiciones del pobre corazón humano van ahora a despedirlos hasta una legua de distancia, cuando para recibirlos apenas salen de las cercas del pueblo y lloran y se afligen, sin medida ni proporción con la alegría que a su vista recibieron. Por fin, los últimos adioses, abrazos y encargos de mirar por la salud se truecan entre mu­chos ahogos y suspiros; las mujeres se vuelven hechas unas Mag­dalenas y los hombres, un poco más durillos de condición, aun­que, al cabo, del mismo barro, después de un poco de camino andado a las calladas, comienzan por fin a entablar cualquier conversación y llegan últimamente a entrar en aquel bienaven­turado temple de espíritu que tan poco desgasta el cuerpo y tan­tas primaveras le deja ver. Sin embargo, este viaje es la mayor de las fatigas de la vida trashumante, porque siempre sobreviven lluvias y mal tiempo1; a veces salen de madre los arroyos y el ganado, espantado y temeroso, llega a ser más difícil de manejar. Así y todo, alguna pequeña regalía disfrutan en Castilla con los amos de las tierras en que echan la noche con sus rebaños y que por el beneficio que les reporta, suelen darles buena cena.

Una vez en Extremadura, tienen andado ya todo su círculo y de nuevo pueden dedicarse a sus ocupaciones un poco más sosegados y aumentar el caudal de conocimientos que poseen acerca de las enfermedades del ganado, de la calidad de las hier­bas y de la prosperidad del ramo de riqueza que manejan. En esto son tan diestros y experimentados, que cualquiera de ellos entretiene a una persona instruida, hablándole de la fisonomía de las reses, que a sus ojos no es menos distinta que las de las personas, como vimos en la pradera; de la influencia que la atmósfera ejerce en la cría y en la calidad de la lana y de todo lo que atañe a su oficio. No menos notables son, bajo su aspecto moral, tanto por la buena hermandad que entre sí guardan cuan­to por la subordinación y obediencia que observan con sus supe­riores y la regularidad y economía con que, salvo algún pecadi-11o venial, administran por su parte los intereses del amo. Este, por la suya, suele desempeñar más de una vez con ellos los ofi­cios de padre y las relaciones que entre ambos median están ba-

44 ENRIQUE GIL Y CARtlASCiO

sadas en el respeto y benevolencia mutua. Finalmente, el pastor trashumante, por su coformación física, por su vestido, por sus costumbres, por sus modales, es un tipo de los más antiguos que puede ofrecer la Península y aun quizá la Europa, porque su vida y ocupaciones se ligan con las primeras Edades del mundo.

Y, sin embargo, no es imposible que nuestros nietos vean ex­tinguirse esta reliquia de las Edades pasadas, porque si se ha de continuar en las herencias el sistema de subdivisión indefi­nida que en el día rige, a cada paso se diseminarán las cabañas y ni aun pastos acomodados se encontrarán entre caudales, que por un orden natural llegarán a desmigajarse completamente. No sabemos hasta qué punto traigan utilidad a la causa del país semejantes doctrinas, que por nuestra parte nunca miraremos como sociales, cuando, en último resulado, las vemos tender al individualismo y al aislamiento; pero, de todas maneras, nos alegramos de haber bosquejado (dado que nombre de bosquejo merezcan estos borrones) una figura que, si a toda España per­tenece, con más derecho reclama por suya el país donde nacimos.

(Publicado eni Los españoles pintados por sí mísirtos, (Madrid, 1843.)

EL SEGADOR

Los que hablan de la despoblación de España y se lamentan de los muchos páramos y eriales robados a la benéfica mano de la agricultura seguramente no han visitado, ni aun de paso, el an­tiguo reino de Galicia. Tan fértiles son las entrañas de esta tie­rra, tan fecundas sus hembras y tan parca y llevadera la vida, que los gallegos parece que nacen como el heno de los prados, o como las hojas de los árboles, según el número de habitantes que bullen y se agitan en las playas del Océano, orillas de sus rías deliciosas, y en las cumbres y valles de sus frescos y empi­nados montes, ü n a familia que en cualquier otra parte abruma­ría cualquier casa medianamente acomodada, no pasa en Gali­cia de una cosa ordinaria y corriente, y son muchos, muchísi­mos, los hogares a cuyo alrededor se sientan con sus padres diez o doce robustos renuevos a comer la conca de caldo o leche ma­zada en las noches de invierno. Añádase a esto que las pobla­ciones se tocan unas a otras, y fácil será venir en conocimiento de que sin las frecuentes sangrías que sufre el país, con solo

LEON. Catedral.

LEON.. Catedral. La torre desde el Claustro.

COSTUMBRES Y VIAJES 45

media docena de años que la gente se estancase, no cabrían de pie, como suele decirse.

Afortunadamente, Galicia provee al resto de España de gente que si no desempeña altos cargos en la república, no por eso deja de ser útil y aun necesaria en todo el mundo. De allí salen la mayor parte de los mozos de cordel que sostienen las esquinas de la capital, cuando no van con algún tercio sobre sus anchos y fornidos lomos; de allí, gran parte de los criados de almacén que se emplean en los comercios; de allí, porción no pequeña de tahoneros y gente de otros oficios que exigen asiduidad en el trabajo y fortaleza de fibra; y de allí, finalmente, una nube de trajineros y un enjambre de segadores en cuanto los extendidos campos de Castilla, Extremadura y la Mancha comienzan a co­ronarse con los dorados dones del verano.

En el gallego está vinculado, desde tiempo inmemorial, el trabajo de despojar a Castilla de sus mieses y enviarlas a la fae­na de la era, y domo con cada cosecha vuelve irremediablemente la misma tarea, esto es causa de que entre los diversos alivios y desahogos que proporciona la emigración a aquella tierra, nin­guno sea tan perenne y al mismo tiempo más corto que el de la siega. Por abril y mayo sale el segador de su casa y en agosto y septiembre da la vuelta, al paso que los demás gallegos que a otras preocupaciones se dedican suelen salir por tiempo inde­terminado y sólo vuelven a su país con su capital hecho. Sin embargo, la siega es el beneficio tal vez más positivo, aunque modesto, que semejante sistema acarrea a aquella comarca, por­que son muchos los que de él participan y disfrutan. Con los tres meses que pasan viviendo sobre país ajeno y lo poco que a costa de su ímprobo trabajo se granjean, descargan su casa del peso de su mantenimiento y a la vuelta compran algunos artículos de vestir con que se cubren la mayor parte de sus necesidades.

Con el mes de mayo, según dejamos dicho, empieza el movi­miento y los preparativos del viaje, si preparativos pueden lla­marse los que caben en un saco y vienen a cuestas de su dueño para volver del mismo modo. Una hogaza de pan de centeno con algunos torreznos por entrañas, alguna camisa de estopilla y acaso tal cual otra prenda de vestuario dentro del consabido zu­rrón de lienzo, y por fuera un mal sombrero portugués, chaque­ta, pantalón y chaleco de la misma tela que la camisa y unos zuecos o zapatos con suela de madera componen el atavío de un gallego que va a la siega. Sin embargo, si el piadoso lector quiere darle la última pincelada, debe añadirle el garrote de que sus­pende su tasado equipaje, la hoz, símbolo de su oficio, y más

46 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

que todo, un aire desmazalado y flojo, con unas facciones en que no se sabe si es la humildad o la malicia la que predomina, y unos miembros en que bajo cierta languidez aparente se escon­den fuerza y vigor no pequeños. Con todo, segadores hay que, un poco acomodados, suelen ayudarse en este viaje, ya por sí solos, ya entrando a la parte con sus compañeros, de algún obje­to de comercio como son: lienzos, jamones o pescado seco, lo cual suele i r en alguna haca galiciana, descendiente por línea recta de las que por demasías de Rocinante dieron tal motivo de pesadumbre al Caballero de la Triste Figura; y que a su vez es también articulo de especulación. Los gallegos que van a Extre­madura suelen introducirse en Portugal y los que se encaminan a las dos Castillas echan en derechura por el Bierzo. De éstos, los que por primera vez hacen el viaje, muchachuelos aún por lo común, se ven obligados por sus compañeros a echar una piedra más en el montón inmenso que tiene al de la Cruz de Fierro, punto culminante de la cordillera de Foncebadón y desde el cual a un tiempo se distinguen las peladas y espaciosas llanuras de Castilla por delante y los frescos valles y frondosas laderas del Bierzo que quedan a la espalda. Semejante uso, que, sin duda, viene de los peregrinos que en los siglos medios iban a visitar el sepulcro del Apóstol Santiago por el camino francés, se tiene por de buen agüero para el viaje.

No hay por qué nos detengamos a contar los incidentes de éste, porque no lo merecen, y démonos prisa por llegar con nuestras pobres gentes a los sitios donde tienen que meter su hoz en mies ajena, aunque no contra la voluntad de su dueño. Su primer cuidado es vender, si ya por el camino no lo han he­cho, lo que para vender traían desde su tierra, y luego, con todo desembarazo y buen ánimo, entran de lleno en su penosa faena. En aquellas inmensas llanuras, donde no hay un árbol a cuya sombra refugiarse, ni un hilo de agua con que mojar los labios, es insoportable el calor en mitad del día; pero el segador, atento a dar pronto remate a su trabajo si ha ajustado por alto, y agui­joneado por el amo si siega a jornal, hace poco caso de los rayos del sol, y mientras con su hoz va abatiendo las mieses, otro infe­rior en clase y salario, así como también en años, las va reco­giendo en gavillas para cargarlas en los carros y del campo lle­varlas a la era.

Hay en E l Escorial, en la habitación dicha de "las amas de cría", un tapiz cuyo cartón se atribuye a Goya, y que represen­ta una francachela de segadores gallegos que han dado ya fin a su trabajo. A la derecha, uno de ellos, que por la estólida ale-

COSTUMBRES Y VIAJES 47

gría de su semblante, ropa descompuesta y calzones medio caí­dos descubre el estado de su cabeza, tiene en la mano una escu­dilla que un compañero está llenando de vino en medio de la risa de todos. Hacia el medio, una mujer de agraciado aspecto está dando la papilla a un niño que la mira con un gesto llo­roso, difícil y regañón. A la izquierda, un viejo durmiendo la siesta en una pila de gavillas y unas yeguas trabadas andan es­pigando por el suelo, mientras por el fondo se extiende un cam­po segado, llano y monótono. Este tapiz, que corno todos los de aquel eminente pintor descuellan por la chispa, verdad y exce­lente composición, es, exceptuando la mujer y el niño, una viva copia de la escena que ofrecen los segadores por conclusión de sus fatigas, siempre que por su buena dicha dan con un amo ami­go de ver correr esta fuente de alegría sólo con dejar correr por su parte durante unos minutos la espita de una cuba. Esta es condición precisa, pues si le ha de costar el dinero, el segador sabrá abstenerse con sin igual fortaleza y ser parco como los mismos padres del yermo.

Per fin, tras de mucho afanar y mucho calor y sed y can­sancio, saca el segador de su faena sus pantalones y chaqueta algo menos blanco, su cutis algo más tostado, su bolsillo algo más cargado, y, como es de presumir, el ánimo algo más cui­dadoso con el amor de aquellos maravedís a tanta costa gran­jeados, y a los cuales tantas asechanzas aguardan hasta llegar en especie o en equivalencia a su patria de adopción. Porque, en efecto, con su riqueza empiezan en el ánimo del pobre gallego dos mil afanes y congojas, y toda precaución le parece poca para conducirla a puerto de salvación. Le hemos visto llegar a Casti­lla dos a dos y tres a tres como gente a quien su pobreza sirve de escudo, porque todo lo que entonces pudiera arrebatárseles de entre las manos, suele ser cosa de bulto y de poco valor ade­más para tentar la codicia de los encargados de restablecer el equilibrio de las fortunas, como dice Schiller, o de los caballeros de Diana, según los apellida Shakespeare; pero a la vuelta, los aficionados a ver la cara del rey tienen ocasión de satisfacer sus inclinaciones, y esto cabalmente es lo que desea impedir el se­gador muy aficionado también por su parte a la numismática. De aquí el juntarse cuadrillas numerosas que muy a menudo suelen elegir por capataz una persona de experiencia muy du­cha en la vida de los caminos: de aquí reducir siempre a oro o plata por lo menos su corto caudal: de aquí el desmigajarlo en seguida y repartirlo, ya en el mugriento sombrero, ya en los za­patos de tres puentes, ya sirviendo de hormilla a los botones,

48 ENRIQUE GIL Y dAREAS CO

ya entre el tamo de las esquinas del chaleco: y de aquí, final­mente, cuantas tretas, astucias y marrullerías pudieran ocurrir­se al más hábil forjador de novelas.

Por fin, atados los cabos todos con tanta prolijidad, pónese en camino la cuadrilla y entonces es cuando el drama que se acerca a su desenlace llega a cobrar más interés. La tierra mala para nuestros hombres es, como pueden suponer nuestros lecto­res, la que media entre su punto de partida y las cordilleras de Foncebadón, es decir, los llamados extendidos de Castilla; en ellos, con efecto, a favor de lo abierto del terreno, pueden descu­brir desde lejos un par de ladrones montados a la desarmada y tímida cuadrilla y desvalijarla impunemente. A l gallego no le ha cabido en suerte aquel valor presto y determinado que distin­gue a la mayor parte de las provincias de España, y, por otro lado, la humildad de los oficios que fuera de su país desempe­ñan y la condición dependiente en que por lo general viven, no contribuyen a desatar este doble germen; pero la poca resolu­ción que generalmente le caracteriza, desmaya enteramente en tierra extraña. Así, pues, todo su afán es salvar los puertos, verse por lo menos en las orillas del Sil y del Burbia, vecinas ya de su patria. Con tan poderosos estímulos figúrese cualquiera si el se­gador llevará alas en los pies. Las marchas son, con efecto, for­zadas de todas veras, y llegan a hacer una diligencia increíble. Este pavor y ansiedad continua producen a veces resultados re­pugnantes, pues ha sucedido que al cruzar un río han dejado ahogar a un compañero de miedo de llegar tarde a su socoxro y verse envueltos en procedimientos judiciales, y todos los días se observa que el que enferma por el camino queda abandonado a la caridad ajena. E l único obsequio que le hacen sus camara-das es recogerle el dinero para entregarlo a su familia.

Lo peor del caso es que no por mucho madrugar amanece más temprano, y como los ladrones tienen todo el tiempo por suyo, pueden apostarse donde mejor les convenga o seguir la pis­ta al pobre segador, hasta llegar al paraje más conveniente para aliviarle de su peso. Fácil es de imaginar el llanto, plegarias y gemidos que acompañan a semejantes lances, así como el poco provecho de que sirven los escondites y trazas ingeniosas de que se ha servido el pobre segador para guardar sus amados mara­vedís de aquellos ojos de lince y de aquellas manos tan ágiles y ejercitadas en buscarlos; pero lo que no es fácil de comprender es cómo veinte o treinta hombres se dejan robar de dos, aunque viniesen armados de punta en blanco como los caballeros de la Mesa Redonda. No hace mucho tiempo que una de estas desdi-

COSTUMBRES Y VIAJES 49

chadas cuadrillas entraba en un lugar mustia, desemblantada y cadavérica. Averiguado el caso resultó que dos solos ladrones eran los autores de la fechoría.

—Pero, hombres —les dijo un vecino—, ¿de dos picaros nada más os habéis dejado maltratar?

— Y a vei, siñor —respondieron ellos—•, como veniamus solus, ñus encogimus.

Por este hilo pueden sacar nuestros lectores el ovillo de la energía moral de estas pobres gentes, a quien nadie que no esté dejado de la mano de Dios es capaz de quitar el valor de un al­filer. Así es que este robo se tiene por de calidad más vi l y ruin que todos los demás, y de Chafandín, que era en su tiempo el Robín. Hoob o Diego Corrientes de Castilla, nunca se contó se­mejante cosa.

Afortunadamente, no siempre acontecen tales desventuras, y lo más común y ordinario es llegar nuestros segadores sanos y salvos, bien molidos y malandantes al puerto de Foncebadón. En cuanto pasan de La Bañeza, las cuadrillas hasta allí unidas y compactas comienzan a aflojarse y esparcirse, y los más cansa­dos a rezagarse, de manera que el camino viene a ser una cuerda de gallegos. A la bajada del puerto y a la cabecera de la fresca encañada de Molina hay un santuario de Nuestra Señora de las Angustias, donde en agradecimiento del buen viaje solían dejar los segadores sus hoces y nosotros hemos visto infinidad de ellas amontonadas en el centro de la iglesia como muestra de su devo­ción. En el día ya son pocos los que cuelgan allí sus armas.

Aunque ahora encuentra ya el segador por el camino bas­tantes mercados en que dejar el fruto de su trabajo, sin embar­go, por más vecina de su país y posesionada de más antiguo, suele ser la villa de Ponferrada el paradero de sus capitales. E l mes de agosto es el más animado del año por el sinfín de galle­gos que por allí cruzan y por la actividad del comercio, verda-deramenle notable para un pueblo de tan poca importancia y apartado de camino real. Los soportales de la plaza se llenan de bancos y mostradores portátiles y altas perchas con clavos donde flotan infinidad de pañuelos de algodón y se extienden bayetas de diferentes colores junto con buen repuesto de sombreros por­tugueses o del reino, que son los artículos más del gusto del se­gador. En la mayor parte de Galicia gastan las mujeres dengues encarnados de bayeta y pañuelo de color a la cabeza, y de aquí dimana el gran consumo de estos géneros. De la bayeta de Man-chester hay quien llega a la media grana y del algodón pasa a la seda, pero tan galán proceder raya en prodigalidad y encuen-

50 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

tra, por consiguiente, pocos imitadores entre esta económica gente.

E l general más prudente y previsor no reconoce con más es­crupulosidad el campo en que va a dar la batalla que el sega­dor la tienda que ha de ser sepulcro de sus ochavos. Por fin, después de muchas idas y venidas, después de mucho mirar y remirar el género y cotejarlo en su imaginación con el del co­mercio vecino, se resuelve a dar el salto mortal y entra en ajuste. Del comerciante puede decirse con verdad que si buen dinero gana, buena paciencia le cuesta, porque contar todas las tretas, ardides y regateos de que se vale nuestro comprador para sacar su mercancía un cuarto y aun un ochavo más barata, seria cosa de nunca acabar. Por último, al cabo de infinitos dares y toma­res, se cierra el trato y entonces es ver salir del forro del som­brero algún escudito de oro de veinte reales, unas cuantas pese­tas de a cinco envueltas en trapito que dejan un rincón de la chaqueta, y alguna otra moneda prisionera con igual traza y es­tilo y de las cuales, aunque bien empleadas, no dejan de des­pedirse con pesadumbre.

Después de tan importante operación templa el paso el se­gador y hace con descanso el resto de su viaje; si ha comprado sombrero, con el nuevo por encima del viejo y con el resto de su mercado a la espalda dentro de su saco blanco. E l desenlace de este drama es siempre tranquilo y sosegado como la vida do­méstica en que van a perderse hasta otro año todas estas pena­lidades y zozobras, a la manera que un riachuelo1 turbulento se pierde en un lago apacible. Para muchos de los gallegos solteros este término suele ser el de nuestras comedias antiguas, es decir, una boda cuyas galas se compran con el dinero de la siega, y que con el tiempo viene a dar por fruto abundante número de otros nuevos segadores. Y supuesto que el que no tiene ya com­pañía se la busca por este camino, nuestros lectores no tomarán a mal privemos, o por mejor decir, libremos a nuestro héroe de la que hasta ahora con tanta puntualidad le hemos hecho en todas sus alegrías y sinsabores, deseándole en todo caso buena siega para el año que viene y pote colmado hasta entonces.

(Publicado en Los españoles pintados por si mismos, Madrid, 1843.)

COSTUMBRES Y VIAJES 51

SAN MARCOS DE LEON

Una de las huellas más profundas que las Ordenes militares de España han dejado tras de si en su magnífica carrera es, sin duda, el convento de San Marcos que está en las afueras de la ciudad de León, asentado en medio de la frondosa y pintoresca vega del Bemesga, a la margen izquierda de este río, y pertene­ciente a los caballeros de Santiago: reliquia en verdad venera­ble y digno recuerdo de aquellos bizarros y cristianos paladines, cuyo corazón era el templo de cuantos sentimientos caballeres­cos, religiosos y patrióticos alumbraban aquellas tenebrosas y turbulentas Edades. Hoy que los caballeros han desaparecido y la soledad y el silencio son los únicos moradores de sus claus­tros, el corazón, sin embargo, se ennoblece y la memoria se es­pacía dulcemente en aquellos sitios donde tantas veces relincha­ron los trotones al partir en busca de las haces agarenas, y que tantas otras los vieron tornar victoriosos y ufanos con sus pre­sas y despojos. La historia viva, simbólica y palpitante de nues­tros siete siglos de combates con los sarracenos, en ninguna par­te está delineada con tanto vigor y elocuencia como en los apor­tillados paredones de las encomiendas, fortalezas y conventos de las Ordenes militares españolas. Allí el pundonor y desinterés de la caballería resplandece al lado de la humildad y disciplina re­ligiosa; y aquel patriotismo enérgico y perseverante que sin ce­sar acosaba y acorralaba a los moros contra el Africa que nos los enviara, en ninguna parte pudiera encontrar más irrefraga­ble testimonio que en estas santas hermandades, donde los hom­bres más ilustres venían a ofrecer el sacrificio de sus fueros e independencia en el altar de Dios y de su país.

Más de una vez hemos pasado divertidos en tales pensamien­tos e imaginaciones, por delante del convento de San Marcos, emporio de grandeza y poderío de la esclarecida Orden militar de Santiago, en cuyos anales ocupa un lugar a todas luces pre­eminente y distinguido. Y en verdad que es de una nobleza y lustre harto calificados el estar a tamaña altura entre las cosas de una Orden que desde el instante de su fundación solo cuenta memorables hechos y duraderos blasones.

En breves y sucintas palabras procuraremos trazar la histo­ria de San Marcos. Por el tiempo de la confirmación de la Or-

52 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

den, los ricos hombres del reino de León habían fundado cerca de esta ciudad, en el camino francés, un hospital, el cual, se­gún dice el libro de la regla y establecimientos de los caballeros de Santiago, haba sido edificado por servicio de Dios y bien de las ánimas y por muchos peligros que acaecían en aquel lugar a los romeros cuando iban o1 venían de Santiago. En vista de esto, el obispo don Juan Albertino, que tenía a su cargo, en com­pañía de los canónigos de León, la administración de este hos­pital, se lo cedió al ilustre don Suero Rodríguez, uno de los pri­meros caballeros, a mediados del siglo xn, cuando la Orden no estaba todavía confirmada, con el intento de que los canónigos del Loyo que seguían la regla de San Agustín, y a los cuales, para mayor santidad y decoro se habían reunido los primeros caba­lleros, cuidasen del bien espiritual de los peregrinos, en tanto que los segundos proveían a su resguardo y seguridad. A me­diados pues, del siglo xu, los caballeros de Santiago, junto con los canónigos del Loyo, entraron en posesión del citado hospi­tal; pero las desavenencias que sobrevinieron de allí a poco con los reyes de León llegaron a tales términos,que hubo de lanzarles éste de sus tierras. Volvieron entonces los ojos al rey don Alfonso IX de Castilla, el cual, sobremanera contento de dar amparo en sus tierras a tan ínclitos varones, los recibió muy bien y les hizo merced, entre otras cosas, de Uclés, con la condición de que hi­ciesen allí cabeza de la Orden: visto lo cual, el prior de León, don Andrés, vino a establecerse en aquel pueblo con sus canónigos, y fabricó su iglesia y convento. Comoquiera, la falta de los freiles de tal modo hacía venir a menos el hospital de San Marcos, que los rico-hombres, sus fundadores, hicieron presente al rey su per­dición y ruina, y recabaron de él que mandase volver el estable­cimiento del prior y canónigos sobredichos. Envió, en efecto, don Andrés cuatro canónigos, a los cuales se agregaron freiles caba­lleros por parte y otros canónigos más, y después de varias in­testinas disensiones con los canónigos de Uclés quedaron defini­tivamente establecidos, siendo su convento cabeza de la Orden en el reino de León, y Uclés cabeza de Castilla.

Esta, que desde entonces no hizo más que ensanchar con la punta de su acero el círculo de sus riquezas, lustre y prerrogati­vas, llegó en los siglos xm, xiv y xv, a tan alto grado de esplendor, que las determinaciones de sus capítulos generales pesaban po­derosamente en labalanza de los destinos de la nación. Tantos años se han pasado ya desde entonces, y tantos sucesos importan­tes han venido a borrar aquellos sucesos de la memoria, que no nos parece fuera de tiempo acortar las riendas a nuestra narra-

COSTUMBRES Y VIAJES 53

ción y bosquejar brevemente uno de aquellos capítulos donde se ventilaban asuntos de tamaño interés.

Según la regla, estaban obligados los caballeros a juntarse una vez en capítulo cada año; pero después de la reunión de los maestrazgos a la corona se celebraba capítulo cada tres años, no más. Eran, pues, llamados a capítulo con obligación rigurosa de asistir a él los priores, comendadores mayores, treces, enmiendas y comendadores y los demás freiles y caballeros, si bien a los úl­timos no se les exigía tan rigurosa asistencia. Llegado el tiempo fijado por la convocatoria, iban llegando los capitulares y la pri­mera diligencia era la de comulgar y confesar el día antes del ca­pítulo todos juntos. De esta suerte, preparados el maestre, y pos­teriormente el rey, con los priores del convento de Uclés y San Marcos de León y todos los comendadores y caballeros y freiles de la Orden convocados a capítulo, iban a la iglesia o monasterio señalado, donde el prior de la provincia en que se tenía el capí­tulo decía la misa del Espíritu Santo que estaban obligados a oír todas las personas de la Orden.

Acabada que era ésta, sentábase el maestre en una silla para ello aparejada en bajo y en medio de las gradas del altar mayor; en seguida, los priores, comendadores mayores y treces vestidos de capas de coro negras con sus birretes en la cabeza: luego, los demás comendadores, caballeros y freiles con sus mantos blan­cos cerrados por delante; y, por último, los freiles, clérigos con sus sobrepellices todos por orden de antigüedad. E l prior, treces y comendadores mayores de la provincia donde se celebraba el capítulo se sentaban a la mano derecha del maestre y los demás a la izquierda.

Acomodados ya en sus respectivos asientos, llamábase al vica­rio de Mérida para que en uso de sus funciones de portero nato del capítulo echase de la iglesia todos los extraños, y, asimismo, al vicario de Tudia, notario también del capítulo, por estableci­miento de la orden, para que pusiese por auto cuanto en él pasara.

Venían después algunas oraciones y ceremonias religiosas y la lectura de la regla, y el vicario de Tudia, a nombre del maestre o del rey, exhortaba a los caballertos a la puntual observancia de aquélla,y declaraba en alta voz los trecenazgos vacos, a fin de que los trece viniesen a dar su voto para completar el número de los trece que debía estar completo.

A semejante arenga, y estando todo el capítulo en pie y des­cubierto, respondía el prior, después de la incorporación de los maestrazgos a la corona, recordando al rey los grandes beneficios que le había hecho la Orden y suplicándole el mayor cuidado y

64 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

diligencia por su lustre y buen estado. En seguida se procedía a la elección de los trece, y por aquel día se acababa el capítulo.

En el siguiente enderezaban todos sus pasos a la iglesia en el mismo orden, y después de dicha la misa de Nuestra Señora, que se debía encomendar al prior de Santiago de Sevilla, sentábanse todos en la misma posición que el día anterior y el vicario secre­tario exhortaba del maestre a todos los caballeros para que expu­siesen sus quejas y agravios con el objeto de proveer a su repara­ción, y mandaba traer los libros de las visitaciones donde pudiera verse el estado de la orden en sus bienes y personas. Entregában­se los libros y el vicario los Hecogía; pedía en seguida licencia, en nombre también del maestre, para nombrar visitadores con consejeros de los trece comendadores mayores y enmiendas, y después de entendida por el notario la respuesta del capítulo cerrábase éste por aquel día. Llegaba por fin, el tercero' y último, y restituidos todos a la iglesia en el mismo orden y con el mismo vestido, el prior que presidía decía la mifa del Apóstol Santiago, que había de ser cantada de pontificial. Acabada la misa, andá­base en procesión por los claustros de tal monasterio, revestido el prior como durante el santo sacrifico, yendo delante de la cruz de la procesión el pendón de Santiago, que babía de llevar el co­mendador de Oreja como alférez de la Orden, y caminando a la derecha del maestre el comendador mayor de la provincia con el estoque en la diestra mano.

Vueltos que eran todos a la iglesia, nombraba el maestre dos freiles capellanes para que asentasen a todos los caballeros que hubiesen venido al capítulo. En seguida pedía al maestre poder para arreglar y gobernar las cosas de la Orden con- el consejo de los dichos priores, comendadores mayores, treces y enmien­das, prometiendo de enderezarlo todo a su mayor honra y creci­miento, y después de otorgado daba el notario fe de ello.

Hecho esto, levantábanse los priores, treces y enmiendas para conferenciar sobre las personas de los visitadores, y una vez re­sueltos en ellos llevarlos a la aprobación del maestre, el cual, después de confirmados, mandaba publicar sus nombramientos. Con esto se soltaba el capítulo general y podían irse todos los con­currentes, si bien no antes de ser visitados; pero quedaba el se­gundo capítulo de los trece y demás dignidades para el examen de los libros de visitaciones y demás negocios de la Orden..

Algo prolija parecerá tal vez a no pocos de nuesttros lectores semejante digresión; pero no ha estado en nuestra mano ser más breves en el incorrecto dibujo de estos tiempos gloriosos, más gloriosos quizá porque los cubren las nieblas de lo pasado.

COSTUMBRES Y VIAJES 65

Vengamos ya a la descripción del edificio de San Marcos, donde tantos capítulos se han reunido y tantas cosas notables han pasado.

Aunque según todos los datos y probabilidades el antiguo edi­ficio en nada desdecía del esplendor de sus huéspedes, a tal es­tado de ruina y de deterioro había llegado en tiempo de don Femado el Católico, que este rey hubo de ordenar su reedifica­ción en 1514, si bien las más racionales conjeturas es de creer que la obra no se comenzó hasta más adelante. De todos modos, lo primero que se construyó fue la parte que corre desde la puer­ta principal a la iglesia. Pertenece este trozo a la arquitectura llamada media, que entró en lugar de la tudesca y precedió a la restauración de la grecorromana, y es rica, suntuosa y delicadí­sima en sus adornos. La parte de escultura entre ellos es extre­mada en su mérito y de primorosa y acabada ejecución, así en las medallas que corren a lo largo del zócalo donde estriba y se sustenta el primer cuerpo, como en las pilastras que comparten de arriba abajo la fachada con grotescos de graciosa invención y capricho, uno y otro labrados con el mayor gusto y conciencia. La razón que ha movido al erudito caballero, cuya carta ha pu­blicado el señor Ponz en su Viaje, a fijar en una época más re­ciente la construcción de esta obra es, sin duda, de bastante fun­damento, pues consiste en una inscripción escrita en dos tar­jetas que forman parte de los adornos de la puerta principal y primera ventana, en que está señalado el año de 1537 y el nom­bre del prior don Hernando Villares, que lo era por los años de 1539.

La iglesia, grande, espaciosa y de sólida arquitectura, tiene muchas cosas y adornos pertenecientes todavía al gusto gótico. Consagróla el reverendísimo señor don Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de León en el año de 1541. Una de las más no­tables obras que la enriquecen es la sillería del corjo, monumen­to de los más acabados y perfectos que en este género de trabajo posee aquella época. Comenzóse en 1541 y acabóse en 1543, du­rante la prelatura del ya nombrado don Hernando Villares. Cons­taba de diferentes bajo relieves en los respaldos de las sillas com­partidas por pilastras de grotescos con sus antepechos de correc­to dibujo y esmeradísima ejecución En una aspa de madera blanca, embutida sobre la escalerilla que conduce a las sillas altas, se lee esta inscripción: "Guillermus Doncel fecit: anno 1542". En la nueva restauración ha padecido muchísimo esta preciosa obra, y todo lo que se ha podido hacer en obsequio de su uniformidad ha sido ajustarse en lo posible a la antigua idea.

56 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

De todos modos, para no confundirla se ha puesto junto a la es­calerilla de la epístola un letrero que dice: "Empezóse a renovar esta sillería en 1721 y se acabó en 1723",

Pasemos ya a la sacristía, gótica también, hasta cierto punto, en su construcción, y a la cual se dio remate por los años de 1552, siendo prior don Bernardino y arquitecto Juan de Badajoz, que por entonces lo era también de la iglesia de León. Esta cir­cunstancia y la de la fábrica del claustro de benedictinos de San Zoilo de Carrión, igual en su arquitectura a San Marcos de León y hecho por el mismo Juan de Badajoz en el año de 1573, nos ha­cen creer que él y no otro es el autor de las bellas obras de arqui­tectura que dejamos mencionadas.

A los dos lados de la puerta principal de la iglesia y en la parte de afuera hay dos bajo relieves que representan la Cruci­fixión y el Descendimiento, obra de un tal Horoza uno de ellos, si bien en buena crítica ambos deben atribuírsele, porque, aun­que el de la izquierda está mejor dibujado y concluido que el de la derecha, sin embargo, la invención, forma de dibujo y ador­nos de los dos son enteramente iguales. Estos nos incita a creer que todos los adornos de la fachada son suyos también, aten­diendo a su primor y feliz idea.

Comoquiera, las riquezas de la casa no caminaban, al par de tamañas fábricas, y era tanta la incomodidad y estrechez en que vivían los caballeros, que Felipe II los trasladó a la casa de La Calera, en Extremadura, y, posteriormente, a Mérida, de cuya fortaleza les hizo merced, y aun mandó fabricar allí un conven­to; pero al pasar por aquella ciudad camino de Portugal en 1580 se contentó tan poco de la obra, que la hizo parar, y en el año de 1602 tornaron los caballeros a la antigua casa de León.

Volviéronse, pues, a emprender las obras por espacio de trein­ta años abandonadas, y en 1615 se llevó a cumplido término la escalera principal y el tramo que está sobre el Refectorio, y des­de 1671 hasta 1679, siendo prior frey don García de San Pela-yo, se dio cima a la fábrica del claustro con arreglo al bello plan del tiempo de don Hernando Villares. Y, por último, en 1711 se levantó el lienzo que da sobre el río, y la segunda mitad del edi­ficio que corre hasta su orilla se edificó en 1718, arreglada en un todo a la primitiva planta: pero pobre, mezquina y fría en cuanto a galas de escultura, digno dechado de una época en que las artes yacían en lastimosa postración y abandono, y en que hasta olvidados parecían los nombres de Hernández, de Berru-guete, de Alonso Cano1 y de Becerra.

Entre las cosas notables que guarda este monasterio, una de

COStÜMBñES Y VIAJES 5?

las que más llama la atención es el magnífico ejemplar de la famosa Biblia políglota del señor Arias Montano, canónigo de) esta casa, con su dedicatoria a la misma en latín.

De intento hemos dejado para lo último el hablar de un sello enteramente especial que los sucesos imprimieron a este edificio en el reinado de Felipe IV. Durante la administración del conde-duque de Olivares fue encerrado estrechamente y tratado con el mayor rigor en una de sus celdas el inmortal don Francisco de Quevedo, uno de los talentos más privilegiados de aquella privi­legiada época. Allí lo aprisionaron crudamente, so color, según unos, de un desacato cometido en haber hecho poner debajo de la servilleta del rey un papel satírico, anónimo, que se le atribu­yó; según otros, por supuestas inteligencias con la casa de Bra-ganza, y según todas las probabilidades, por! intrigas y manejos de cortesanos. Todavía se enseña hoy la celda donde, según su misma confesión, se curaba y cauterizaba con sus propias ma­nos dos heridas que tenía abiertas, desamparado como estaba de todo el mundo y sin cirujano que se las cuidase, a pesar de ha­bérsele encancerado con la proximidad del río y humedad del país. Si no fuese por las dimensiones harto crecidas ya de este artículo, copiaríamos aquí el famoso memorial que desde aquella cárcel dirigió a su perseguidor, página elocuente de la elevación de sentimientos de un grande hombre, aun en medio de una des­gracia y tribulación de tal suerte irremediables.

Tal es San Marcos de León. Su origen se liga con los tiem­pos esclarecidos y remotos de la Edad Media y con el esplendor de las Ordenes militares; la época de su renacimiento es tam­bién la época llamada del Renacimiento de las artes, y durante sus postreros resplandores los hombres lo supieron convertir en teatro de la ciencia y del genio malamente atropellados. H¡oy se presenta a nosotros revestido de tan diversos atributos y su vista es un manantial fecundo de meditación y encontrados pensa­mientos.

(.Semanario Pintoresco Español, 2.a serie, t. I, ent. 23, 9 de junio 1839.-» de 1839.)

ENRIQUE GIL Y CARRASCO

EL CASTILLO DE SIMANCAS Y DESCRIPCION DEL ARCHIVO GENERAL DEL REINO

A dos leguas de la ciudad de Valladolid y a la margen del río Pisuerga está asentada la villa de Simancas, muy antigua y conocida en nuestra historia. Nebrija encuentra en ella a Sen-teica, población de los celtíberos, llamada después por los roma­nos Intercacia, cabeza de los pueblos intercacienses y término de las provincias Tarraconense y Lusitania.

Comoquiera, poco nos detendríamos en estos pormenores, si el suceso que le dio el nombre que ahora tiene no fuese de aque­llos que llaman la atención. Durante el oprobioso reinado de Mauregato en León siete doncellas de las ciento que este mengua­do daba a los moros en tributo, encerradas en el castillo de la villa, se mutilaron, cortándose la mano izquierda para mejor defender su honestidad; singular determinación, que según pa­rece las libró de los desmanes de los bárbaros. Desde entonces comenzó a llamarse Siete-mancas y hoy corrompido el vocablo, se dice Simancas y en latín Septimancae.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que las armas de la villa parecen confirmar este suceso, porque se componen de un cas­tillo de plata en campo azul con su torre en medio, fundado so­bre un peñasco cercado de agua, teniendo dicho escudo por orla siete manos en campo de sangre y una estrella dorada sobre la cima de la torre o castillo.

Más adelante, el rey don Ramiro II la esclareció con los lau­reles ganados a los sarracenos en la célebre batalla que les dio el 6 de agosto de 934 en que fue grandísima la mortandad y car­nicería hecha en los infieles.

Durante l^s turbulencias del reinado de don Enrique IV y en las guerras de las Comunidades permaneció siempre fiel a la Corona y pagó con grandes quebrantos y vejámenes su fidelidad.

Lo único notable que en el día ofrece es su castillo de pie­dra con foso, contrafoso, muralla, contramuralla y dos puentes levadizos mirando el uno a Oriente y el otro a Occidente y ador­nado de trecho en trecho con almenas que no dejan de darle gracia y realce.

Pertenecía esta fortaleza durante el siglo decimoquinto a los

COSTUMBRES y VIAJES 6£)

almirantes de Castilla, cuyas armas todavía se conservan en las bóvedas de la capilla; pero por este tiempo los Reyes Católicos la incorporaron a la Corona, dando a sus dueños en remunera­ción cierta cantidad de maravedís de juro.

Hasta los tiempos de su heroico nieto Carlos V permaneció como prisión de Estado, pero éste mandó habilitar en él el Ar­chivo Ceneral de la Corona de España, depositando allí los pa­peles antiguos de Gobierno, que andaban diseminados por Se-govia, Medina del Campo, Valladolid, Salamanca y otros puntos de la Monarquía. Fue nombrado archivero el licenciado Cata­lán, relator del Consejo Real, por despacho dotado en Maestrich el año de 1541,

E l rey don Felipe II, émulo de las glorias y altos pensamien­tos de su padre, ensanchó el archivo por las trazas del célebre arquitecto Juan de Herrera, encargando la ejecución a un tal Salamanca y a sus discípulos Mora y Maznecos. En tiempo de Fe­lipe III continuaron las obras y un tal Praves era el arquitecto que entendía en ellas; pero aunque más tarde se volvieron a em­prender y se llevaron algunas a cabo, no se saben las épocas. La planta o diseño del mismo Herrera pereció durante la invasión francesa en la guerra de la Independencia con otros papeles de algún interés; lástima grande, por cierto, porque merced a la habilidad arquitectónica de tales maestros, se pudo dar una fi­gura noble y bastante regular al castillo, aprovechando gran par­te de la fábrica primitiva.

E l servicio de la oficina ha estado desde su origen a cargo de un secretario archivero, cuatro oficiales y un portero, todos con reales despachos y plazas juramentadas, Dedícanse bajo la dirección del primero al despacho de los negocios de oficio y parte que ocurren, pero cuando no hay ocupaciones de esta na­turaleza empléanse en la formación de los índices de aquellos negociados cuya conclusión se mira como obra de romanos por su extensión dilatadísima. Sólo con permiso superior pueden darse certificaciones a los particulares que las necesiten, según sus reglamentos, y de ningún modo es permitido el extraer los originales, a no ser que los pida el Gobierno, pero se facilitan a las academias, literatos y otras personas las noticias que ape­tecen sin que sea lícito a nadie el manejo de los documentos a no mediar real orden al efecto. Como la oficina se abre indispen­sablemente todos los días del año, a excepción de los festivos y vacaciones, el portero está encargado de enseñar lo material del edificio, previa la licencia del jefe, a las personas que van a Si­mancas con este objeto.

60 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

Pasando el puente y puerta principal que da entrada al ar­chivo por la parte del Poniente se encuentra una pequeña gale­ría o sopor/ta) armado sobre cuatro arcos de piedra con sus co­lumnas cuadradas, elegantemente construidos, los que forman una ligera fachadita de tres balcones de antepecho: pensamien­to, sin duda, del mismo Herrera, así por su belleza como por la feliz idea de unir la obra nueva con la antigua en términos que en nada la desfigura. De aquí, por unas fuertes y toscas rejas de hierro, malísimamente ejecutadas y que podrán ser muy bien las primitivas del castillo, se pasa a un zaguán o poterna antiguo, por el cual, después de dejar unas puertas de madera también antiguas, que indican haber estado forradas de cuero, se entra por un pasillo al patio principal, que es grande y casi cuadrado: pero antes de salir a éste se halla oWa galería mucho mayor que la primera, si bien no de tan perfecto gusto, soste­nida por arcos y columnas de piedra cuadradas. Desde este mis­mo patio, por una puerta pequeña que está a la izquierda se sale atravesando la ronda a otra principal con su puente que conduce a la fuente llamada del Rey, traída a aquel sitio pop Felipe II para que pudiera servir en tiempo de obras y de algún incendio imprevisto.

A la derecha de la puerta anterior están las salas primera, se­gunda y tercera de Estado que contienen los papeles de la mis­ma secretaría y los de las denominadas Provinciales de Nápoies, Sicilia, Milán, Flandes, Portugal, etc., del tiempo en que perte­necieron a la Corona española. Las indicadas tres piezas, destina­das en la actualidad para el despacho de la oficina, están cons­truidas con todo gusto, tienen la estantería fabricada en el ma­cizo de la pared; las bóvedas y cornisas son del mejor orden arquitectónico y todo ello forma un conjunto armonioso que gusta más cuanto más se examina. E l suelo es entarimado para evitar la humedad de que en general adolecen las habitaciones de los entresuelos y de este modo puede estarse con alguna co­modidad en ellas, especialmente en el invierno, en que están prohibidos los braseros por los estatutos.

Saliendo de estas piezas se pasa en seguida a la que fue en lo antiguo escritorio (hoy entrada al Registro General del Sello), porque en ella estuvo, en efecto, antes el despacho. Su figura es cuadrada y en los costados de la pared hay tres nichos como paar estatuas saliéndose de allí, por una puerta de hierro y otra de madera muy bien hechas, a la ronda de la muralla que cae a la parte del Mediodía. En ella está armado un gracioso corredor

I

LEON.. Catedral. Rosetón sobre la puerta sur.

LEON. Pórtico de San Isidoro.

COSTUMBRES Y VIAJES (Si

de madera con alacenas que contienen los papeles de las visitas de los tribunales de Nápoles, Sicilia, Milán y otras.

La sala primera del Registro General es cuadrada, con arma­zón de madera alto y bajo bien entallado, como lo anterior, y en sus alacenas están colocados los papeles de esta clase, desde el año de 1571 al de 1605 que los franceses tiraron por el suelo, dislocándolos y mezclándolos unos con otros, como sucedió con todos los demás del archivo. E l techo es de bovedillas y sólo dan luz a la pieza dos ventanales con excelentes rejas.

La siguiente, también de Registro General, a la que se entra dejando un pasillo con. cielo de bovedillas, en cuyas maderas se ven puestos algunos clavos romanos antiguos, o sea, del tiempo de la reforma del archivo, es grande y armada por el estilo que la anterior, con bastantes luces, si bien las estorba algo la mu­ralla un poco inmediata. Sus papeles empiezan en 1475 y llegan hasta 1570.

A la salida de esta pieza, por el pasillo indicado se entra en un cubo de los cuatro que tiene el edificio llamado de Libros Ge­nerales de Relación, etc., cuyos negocios corrían en lo antiguo por la secretaría de Cámara. Su figura es redonda con andenes para los libros, la pared muy gruesa, la bóveda antigua, el sue­lo de yeso y da entrada a la escasa luz que tiene una reja pe­queña y de mal gusto; así es que más que otra cosa parece este recinto una de las prisiones destinadas para reos de Estado de los que en algunas ocasiones fueron conducidos a la fortaleza.

Después del cubo referido se halla a la izquierda una escalera interior de piedra, construida con el mayor acierto por la que, después de haber subido dos cómodos ramales, se encuentra otro pasillo igual en un todo al primero, que da entrada por uno y otro lado a los corredores de las salas del Registro General y del de las visitan de los estados de Italia ya dichos, cuyos papeles alcanzan hasta el año de 1689.

A muy pocos escalones que es preciso subir desde el pasillo de los corredores, se encuentra el Rotundín, llamado Patronato Real antiguo, pieza preciosísima por su bella construcción y an­tigüedad y por haberse depositado en ella con el mayor esmero y custodia en tiempo del rey don Felipe II los papeles de más remota fecha y pertenecientes a los derechos de la Corona y ahí en arcas y cajones curiosísimos de ricas maderas y primoroso herraje las leyes y pragmáticas, cortes, pleitos-homenajes y ju­ramentos de fidelidad; el becerro de las Rehetrías, muchas mer­cedes antiguas, testamentos de reyes, capitulaciones matrimo­niales, derechos a Nápoles y otras Coronas, transacciones y ajus-6

62 ENHIQÜÉ GIL Y CAflR/vScO

tes con moros y caballeros de Castilla y las relaciones diplomá­ticas más antiguas con las potencias extranjeras; varias fun­daciones, entre ellas la de San Lorenzo el Real y muchos pape­les pertenecientes al Patrimonio Real Eclesiástico, a Concilios y otras materias canónicas a los maestrazgos de las Ordenes mi­litares, bulas de cruzada, subsidio y, en fin, otros documentos ricos y de mucha consideración e importancia. Todos ellos fue­ron extraídos del archivo por M . Guiter y conducidos a París en sus arcas por orden del emperador. Lo mismo aquí que en otras salas todo se violentó y atropelló; desquiciáronse puertas, rompiéronse alacenas y allanáronse en tales términos éste y al­gún otro aposento, que sólo las garduñas y lechuzas le escogie­ron para guarida durante algim tiempo.

De aquí, subiendo algunos tramos por la misma escalera, se halla otro pasillo, por cuya derecha se entra en una sala gran­de llamada secretaría de Hacienda, con alacenas bajas y corre­dor, todo construido por el mismo orden que las del Registro. Los papeles de las alacenas bajas pertenecen a la ya dicha se­cretaría de Hacienda, a la de Millones y media anata, los del corredor a la Contaduría del suelo, más antigua. E l techo es de bovedillas y el pavimento de ladrillo, con luces más claras que las de las piezas precedentes.

Pásase en seguida a la Escribanía Mayor de Rentas, que sir­vió mucho tiempo de cuerpo de guardia a los franceses y de don­de el mencionado' M . Guiter sacó los libros de mercedes anti­guas para conducirlos a París con la correspondencia diplomá­tica. La armadura está hecha por el mismo orden y estilo que las anteriores y los papeles de su corredor pertenecen a conta­dores antiguos. E l techo es de bovedillas y el pavimento de bal­dosa pequeña raspada para darle asiento y unión que no pue­de mejorarse. A la parte del Mediodía tiene un pequeño balcón voladizo, al que se sale por una puerta de hierro de sencilla pero excelente construcción, siendo de admirar el lienzo de esta parte por la unión de la obra vieja con la nueva.

Continuando la escalera interior se sube por ella al tercero y último piso y al finalizarla a su derecha, se encuentra el cubo de Obras y Bosques, que fue la pieza primitiva donde se pusie­ron los papeles que pudieron recogerse. Toda está armada con alacenas altas y bajas y su excelente bóveda tiene en el centro las armas de la Casa de Austria. Se percibe aún una cornisita o friso al remate de las alacenas del corredor, que parece indudable­mente de Berruguete.

A la derecha se encuentra la Cámara de Castilla, donde se

COSTUMBRES Y VIAJES 63

custodian los papeles tocantes a las dos secretarlas de este Con­sejo y Tribunal Supremo desde el tiempo de los señores Reyes Católicos. De aquí se extrajeron para Francia varios legajos de hidalguía. La pieza es larga y clara, con andenes de yeso, piso y techo de los mismos y a su entrada hay un balcón que domina bastante al Oriente.

Hállase en seguida otra pieza con los andenes, suelo y techo como la anterior, donde estuvieron colocados los papeles de las secretarías de Indias trasladados a la Casa de Contratación de Sevilla para formar el archivo limado de Indias. Posteriormente, se han colocado en ella varios legajos de pleitos finalizados en el Consejo Real y otros libros de la Contaduría del Sueldo.

A continuación está la sala que se llama Barras de Hierro, por ciertos barrones que parecen puestos para ligar y sujetar la pa­red y bóveda. Hoy se titula de Pesquisas y Averiguaciones y con­tiene muchos documentos importantes de Hacienda. Los ande­nes y el suelo son iguales a ios de las piezas anteriores.

A l remate hay otra sala ovalada llamada el cubo de los Bal­cones, con los papeles del Patronato Eclesiástico. La figura es un octágono con andenes de yeso y suelo igual. Tiene en el cen­tro tres hermosísimos balcones voladizos, cuya vista es, sin duda, sorprendente, porque se percibe sin dificultad desde ellos toda la amena campiña de Valladolid poblada desde la salida del puente de la vida de arbolado, viñedo y graciosas casas de cam­po. Divísanse también desde allí las sierras de Segovia, Guada­rrama y las de Avila, a pesar de la gran distancia a que están y, por último, también desde aquí se nota el punto de confluencia de los ríos Duero y Pisuerga, que mezclan sus masas cristalinas a la inmediación de la Cartuja de Aniago, sitio deleitoso en pri­mavera. Sin embargo, aconsejamos al que tan delicioso paisaje haya de disfrutar que no vuelva su vista a la triste población de la Vil la , porque no puede darse desencanto mayor y por fuer­za hay que separar de allí los ojos en busca de las bellezas del cielo y de los campos.

Después se pasa a las salas séptima y octava de Hacienda, que están al mismo piso. En la mayor de ellas, que es la octava, prendieron fuego al tejado los soldados franceses de la guarni­ción y a pesar de la prontitud con que se acudió a cortarlo ino dejaron de perecer muchos papeles y estropearse otros, como es consiguiente en lances de esta naturaleza. Los estantes, suelo y techo todo es de yeso.

En seguida, bajando por otra escalera interior de piedra no menos bien entendida y ejecutada que la anterior, desde el se-

ENRIQUE GIL Y CARRASCO

gundo ramal por dos o tres escalones que hay a la derecha se desciende a un cuarto ohscuro, o- sea, pasadizo; de éste se pasa a otra sala bastante larga, a continuación y a la izquierda se halla otro cuarto bastante capaz, aunque escaso de luz, y a su salida y a la misma mano subiendo dos escalones se encuentra otra pie­za grande dividida por medio. Esta y las anteriores están ar­madas con andenes de yeso y componen, entre todas, las salas quinta y sexta de Hacienda. Los suelos son de yeso y el techo de bovedillas.

Más adentro de la última de das salas precedentes está el cubo de la Corona de Aragón, de bastante local, con una bóveda de gran solidez, estantes de yeso y suelo de ladrillo, donde hay pa­peles pertenecientes al titulo de su denominación y de las se­cretarías de Aragón, Valencia, Cataluña, Mallorca, Menorca, Ibi-za y Cerdeña, que también fueron conducidos a Francia en su mayor parte.

Retrocediendo de las piezas indicadas, después de subir los mismos escalones, a su frente hay otro cubo cuadrado por den­tro, donde antiguamente estuvo la oficina de ¡la Pagaduría de obras y dependientes del archivo. En la actualidad tiene estan­tería de yeso y suelo de lo mismo y está ocupado con papeles de la Contaduría mayor.

Partiendo de este tránsito, al finalizar la escalera se pasa a una pieza grande, sin andenes de estantería, con excelente bó­veda, cornisa y suelo de jaspe, que da entrada a otra de igual extensión por medio de una portadita trazada con todo gusto, sobre la cual está el escudo grande de las armas reales abierto en piedra berroqueña con prolijo esmero.

Esta sala, que es la cuarta de Estado, es propiamente regia por su construcción en dos bóvedas, cornisas y pavimento de jaspe de colores. Dos grandes ventanas con rejas bien hechas, que miran al Mediodía, la bañan de luz y de sol y los estantes fabricados en el macizo de la pared en nada la desfiguran.

Pásase a continuación a la sala quinta de Estado, que es un cubo ochavado construido por el mismo orden y estilo que la pieza anterior y en ambas se conserva la correspondencia diplo­mática con las cortes extranjeras, conducida a París al princi­pio de la guerra de la Independencia y devuelta después con las que contienen la segunda y tercera sala de este título. Los de la primera no pudieron ser llevados, porque se trasladaron des­de Madrid al archivo en 1816. Alcanzan hasta la muerte de Car­los n i .

De todos los papeles conducidos a París fueron devueltos la

COSTUMBRES Y VIAJES 65

mayor parte en 1816, excepto la correspondencia diplomática íntegra con aquella corte y otros interesantes instrumentos ex­traídos de diferentes negociados, cuya remisión no ha conse­guido el Gobierno a pesar de las reiteradas instancias hechas al intento en diversas ocasiones.

Desde las salas de Estado altas y su recibimiento se pasa por la derecha a la escalera principal del edificio, toda de piedra perfectamente labrada y obra maestra en el arte arquitectónico. Toda ella es espaciosa y clara y está dividida en tres cómodos ramales.

A la izquierda de la galería del patio hay otra escalera prin­cipal, toda de piedra también y excelentemente trabajada, tra­zada en tramos bastante cómodos, concluida la cual se presenta otro tránsito como el primero, pero sin arcos, si bien con gran­des ventanas de antepecho. A la derecha está la capilla que sirvió a la fortaleza, bastante antigua, porque los adornos de las bó­vedas son. del estilo arabesco y entre las fajas o cintas del techo se divisan algunas letras. E l retablo que representa la Adora­ción del Señor es de mano regular.

Saliendo de la capilla, a la izquierda de la escalera hay una puerta grande de dos hojas que da entrada a la vivienda que tuvieron los secretarios del archivo en algún tiempo; pero esca­seando el local por las últimas remesas de papeles, en 1826 fue preciso habilitarla dividiéndola en ocho saías bastante capaces. En las primeras seis se colocaron los papeles de la secretaría de Guerra y en las dos restantes los de Gracia y Justicia. La estan­tería, suelos, puertas, ventanas y vidrieras todo es nuevo.

Es ya muy escaso el local que falta habilitarse en el edificio para llenarlo todo de papeles, pues verificada la obra del último presupuesto hecho en el año de 1830, no podrán colocarse otros que los que hay aún en Madrid en las oficinas dependientes del Gobierno hasta acabar el siglo anterior. E l ampliar el archivo, como estaba premeditado en tiempo del señor don Carlos III. con otro nuevo edificio, a cuyo objeto se mandaron ir juntando algunos materiales en aciuella época, es ya dificultosísimo y, por lo mismo, tendrá el Gobierno que pensar en ello con alguna an­ticipación.

Otras razones hay más poderosas, si cabe, en el orden moral para el mantenimiento y conservación de este depósito veneran­do de nuestras glorias y grandezas, pues, aunque reducidas a tan breve espacio y compendio, sobrado alta y clara es la voz en que hablan a cualquier corazón generoso y verdaderamente español. Su importancia histórica, por otra parte, es grande a todas lu-

66 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

ees por las escenas diversas que han pasado en el recinto de sus murallas y la prisión de los comuneros vencidos en Villalar y el tormento y muerte del obispo Acuña a manos del feroz alcal­de Ronquillo, componen un drama de extensas dimensiones y de vivísimo interés. Nunca estará de sobra, en verdad, el cuidado y la diligencia, cuando se trata de conservar estos monumentos fa­mosos, páginas las más elocuentes de la historia de los pueblos.

Los trabajos, erudición y método del archivero don Tomás González, que en 18t5 vino a reparar todos los desórdenes y tras­tornos causados por la guerra, tuvieron el resultado aventajado y meritorio que era de esperar de sus luces y laboriosidad. E l servicio que entonces prestó a su país fue grande de todas veras y nos alegramos por nuestra parte de poder ofrecerle en esta ocasión nuestra buena memoria y sincero agradecimiento.

Por vía de apéndice insertamos a continuación las inscrip­ciones y leyendas que hay en diversas partes del Archivo.

APENDICE

INSCRIPCIONES Y LEYENDAS QUE CON REAL ORÍDEN SE HAN PUESTO EN EL REAL ARCHIVO DE SIMANCAS.

Sobre la puerta de la entrada principal del archivo, que está en el patio, en un elegante cuerpo de arquitectura fingido, se ve escrito con letras de oro :

1. a Ferdinandus. VII P. E. P. P. níagmm. Castellae. Charíphila-cium. injuria, temporum. Saevctqiie. in. Gallos. Belli. Clade.

Pene, evulsum. infl novum. traxü. nitorem. Encima de las puertas de bronce que hizo Berruguete para el ar­

chivo de los testamentos de los reyes en el Robundín, llamado Patro­nato Real Antiguo, en una lápida de buen gusto se escribió en letras de oro:

2. '' Vetastisimi, códice. Regii. Patronatus. hic. a Caroli. V. tem-poribus. custoditi. Gallorum. irruptione. Luteliam. denortati. fuerunt. MDCCCXI. Ferdinandus. VII. puterna. sollicitudine 'restituit. anno. MDCCCXVI.

A la subida de la esealera principal, en una tarjeta de elegan'e composición y adorno, se lee la siguiente inscripción:

3. a Ferdinando. VII Felici. Augusto. Una. Cuín. Egregia. Cónyuge. Josepha. Amalia. Reginun. Tabutarimn. Invisenti. X. Kalendas. Au-gusti. Anno. MDCCCXXVIII.

En la 'mampara de la sala cuarta de Estado se lee: 4. a Sacraníentum Regis abscondere bonum est.

(Semanario Pintoresoo Español, 2.a serie, t. I, ent. 38, págs, 298-301, 22 de septiembre de 1839.)

COSTUMBRES Y VIAJES (17

UNA VISITA A EL ESCORIAL

Mucho tiempo hace que ardía en deseos de visitar E l Esco­rial, sin que las circunstancias particulares de mi vida me hu­biesen permitido contentar esta natural curiosidad, que todos mis pensamientos y estudios contribuían a avivar y encender. No era una vana recreación de los sentimientos, ni el ansia de res­pirar aires más frescos y benéficos que los abrasados de la capital, la cjue sin cesar me hacía volver la vista a las faldas del vecino Guadarrama; el pasto de la imaginación y del entendi­miento, junto con los ecos del corazón, era lo que yo buscaba en aquellos sitios y monumentos, testigos elocuentes, aunque mudo y en el día desamparados, de aquellos tiempos en que el poder, la sabiduría y el valor eran el carro de triunfo en que el nombre español paseaba los ámbitos del mundo.

En aquel emporio del arte esperaba encontrar la expresión viva y animada de nuestra nacionalidad a fines del siglo xvi y algún reflejo del sol de la Monarquía que entonces brillaba en mitad de los cielos y que tan rápidamente se avecinaba al ocaso.

Ocupado en estos pensamientos me encaminaba este año a E l Escorial y no acertaré a decir si fue más de alegría que de tristeza la impresión que recibí, cuando desde las áridas cuestas de Galapagar vi dibujarse, sobre el fondo pelado y pardusco de las montañas, las torres

y el iventianaje del soberbio lienzo del templo augusto que ofreció famoso Filipo en San Quintín a San Lorenzo.

Verdad es que se me cumplía uno de mis votos más ardien­tes: pero, ¿en qué estado iba a encontrar ésta que si no puede llamarse la octava maravilla, con razón se cuenta entre las ma­ravillas del mundo y puede apellidarse uno de los milagros del ingenio humano? No hace muchos años que un poeta ilustre de­cía de ella:

Que en destinos contrarios es palacio magnífico a los reyes, y albergue penitente a solitarios;

pero los solitarios ya no lo habitan y hace tiempo que la planta de los reyes no atraviesa sus umbrales.

08 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

Desde luego, cautivó mi atención la perfecta armonía que guardaba la casa de los cenobitas con los lugares en que tenía su asiento y con el objeto de su instituto. Situada a media altu­ra de la desnuda y difícil montaña y dominando como señora los frescos vergeles de la Herrería y de la Fresneda, estaba en la actitud de un hombre que, decidido a levantar su espíritu a las regiones de la meditación y del sentimiento, se despide de los huertos deliciosos de la llanura y a la mitad de su penoso ca­mino se para a cobrar aliento para mejor trepar a la montaña áspera de la abnegación propia. Ya sabía yo que la elección de sitio había sido objeto de la más viva solicitud del fundador y que sólo después de muy maduras deliberaciones habían mere­cido su aprobación las colinas que dominaban la entonces mi­serable aldea de E l Escorial: pero tan acertado acuerdo comenza­ba a poner de bulto ante mis ojos su alto espíritu y rara capa­cidad.

M i primer cuidado al apearme fue lanzarme en busca de la entrada y fachada principal del monasterio. Deseaba juzgar por mí mismo, en cuanto mis escasos conocimientos alcanzasen, si eran fundados los cargos que había oído hacerle sobre la mez­quindad que resulta de las medias cañas o columnas empotradas, del numeroso ventanaje y de la desnudez general y excesiva. Ajeno casi por entero a los conocimientos profundos que sirven de base al arte difícil de la arquitectura, poco peso debe tener mi opinión en tan arduas materias; pero los que de esta senci­llez y severidad levantan un cargo al edificio me parece que se olvidan de la significación y filosofía del arte. Si la conformidad con el objeto es la primera ley de todo el edificio, fuerza les será convenir que el aire grave y modesto del conjunto era lo único que podía decir bien con la austeridad y recogimiento monacal y con el carácter del fundador. En vez del palacio de los pode­rosos reyes de España vean el monasterio de San Jerónimo y seguro es que su opinión se modificará.

De todos modos, y cualquiera que sea la impresión que re­sulte de la fachada, el soberbio patio de los Reyes es digno pre­liminar de la suntuosidad de la iglesia y de las demás riquezas arquitectónicas y de todas clases de la fábrica. La trabazón, ajus­te y buena correspondencia de que resulta gran hermosura, a pesar de que ningún mérito especial tiene la arquitectura que forma los lienzos del Norte, Poniente y Mediodía; las seis mag­níficas estatuas colosales de otros tantos reyes del Antiguo Tes­tamento y las dos gallardas y elegantes torres, forman un con­junto de todas veras sorprendente.

COSTUMBRES Y VIAJES 68

La iglesia era el principal objeto de la obra de Felipe II, así porque con ella cumplía el voto o promesa becha a San Lo­renzo el día de la victoria de San Quintín, como porque pensaba que sirviese de panteón regio estrenándola con el entierro y tras­lación del cuerpo de su augusto padre, que en su testamento le había dejado encomendada la elección del lugar de su eterno descanso. Así es que, como advierte muy bien el padre Sigüen-za (1), a ella van a parar como a un centro común y están su­bordinadas todas las líneas y partes del inmenso edificio con tan exquisita armonía y tan completa unidad, que desde luego se conoce el particular amor y esmero del fundador y de los arqui­tectos. No ha sido ni es mi ánimo detenerme en la relación de sus partes y adornos de todos géneros, porque esto, además de pro­lijo y poco necesario, habiendo tantas relaciones precedentes, extendería demasiadamente los límites de este artículo; pero me parece digno de advertirse que en esté templo, que anonada con su grandeza, y debajo de su soberbia cúpula, es donde se concibe la inmensidad de la obra que emprendió y prosiguió con ejem­plar constancia por espacio de treinta y ocho años uno de nues­tros mayores monarcas.

Animado debía de ser el cuadro, no ya las cercanías de E l Escorial únicamente, donde tantos millares de hombres y de bes-tías sin cesar iban y venían con tan maravilloso orden y con­cierto como pudieran las abejas en una colmena, sino también otros puntos más distantes en que nacionales y extranjeros tra­bajaban de consuno para dar cumplido remate a tan atrevida empresa. En las canteras de jaspe, vecinas a E l Burgo de Osma, andaban sacando y labrando españoles e italianos los jaspes per­tenecientes a la fábrica. En Madrid se hacía la obra de la custo­dia, el relicario y parte del retablo grande y en Zaragoza se fun­dían y labraban las rejas principales de bronce de la iglesia y los antepechos que corren por lo alto de ella. En las sierras de Filabres se sacaba mármol blanco y en las de las Navas y en Estremoz y en las orillas del Genil junto a Granada y en las sie­rras de Aracena y otras partes mármoles pardos, verdes, colora­dos, negros, sanguíneos y de cien hermosos colores y diferencias. E n Florencia y en Milán se fundían grandes figuras de bronce para el retablo y entierros. En Toledo se hacían lámparas, cande-leros, ciriales, cruces, incensarios y navetas de plata. A l mismo tiempo, se pintaban multitud de cuadros y de historias, los frescos

(1) Historia de la Ord&n de San Jerónimo, lito. 4.°, disc. XII,

70 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

de Peregrín de Peregrini y de Lugueto; los admirables cuadros al óleo de nuestro insigne Juan Fernández de Navarrete el Mudo; las no menos pasmosas iluminaciones de los legos fray Julián y fray Andrés de León; venían de Flandes otras inumerables pin­turas de paisaje; cincelaba Juan Bautista Monegro sus hermosas estampas y se acopiaban libros riquísimos para llenar la magní­fica biblioteca. No hablo aquí de las demás obras rurales o per­tenecientes a este género que en la Huerta, en la Fresnada y en el Quejigar se continuaban con singular empeño, si menos de las fuentes, conductos, arcas de agua, fundiciones de todas clases, ornatos preciosísimos de iglesia; solamente he querido presentar un breve resumen del aliento y calor que entonces recibían del rey, inmediato inspector de todo, las artes más nobles y más dig­nas de levantar el ingenio del hombre a pensamientos sublimes.

Era Felipe II asentado y grave en demasía en todos sus planes y propósitos para pagarse de relumbrones pasajeros y ceder a la necia vanidad de ostentar lujo1 y esplendor. La solidez, la claridad y el buen concierto y correspondencia de las partes forman la base de este edificio, en que, sin embargo, el pormenor más insig­nificante y abandonado, al parecer, descubre de muy lejos la magnificencia del fundador. Los anchurosos y bien trazados es­calones de la escalera principal, las jambas y dinteles de las enor­mes puertas, las columnas de la bella galería llamada de los Convalecientes, están labrados de una sola pieza, ofreciendo así líneas harto más puras y severas que si fuesen de materias más preciosas y careciesen de tan noble cualidad. En toda la obra se divisa la influencia de una inteligencia elevada y robusta, que con toda distinción abrazaba y clasificaba la portentosa unidad del conjunto y la uo menos portentosa variedad de los detalles.

Cualquiera que fuese, sin embargo, la sencillez y llaneza del fundador en todo lo perteneciente a los usos de la vida y a las exigencias de la vanidad, dondequiera que se trataba de dar realce y desarrollo a una idea general, todo venía estrecho a su grande ánimo. Buenos testigos de ello son las innumerables riquezas con que supo adornar la iglesia y todo lo adyacente, el lujo de los temos y ornamentos, las estatuas de bronce de Pompeyo Leoni, la custodia de Jacobo Trezzo, los frescos de Lucas Cambiaso, los cuadros al óleo de Peregrín, del famoso Fernández de Navarrete, de Alonso Sánchez Goello, el Tiziano portugués y de Federico Zuccaro, la exquisita labor, excelente diseño y riquísimas made­ras de la sillería del coro, su librería numerosa y escogida y, por último, el maravilloso crucicrijo de Benvenuto Cellini que está en el trascoro y sirve de digno remate a todas estas grandezas.

COSTUMBRES Y VIAJES 71

E l claustro principal, que, por andar a su alrededor las procesio­nes, forma también parte de la iglesia, contrasta con la extraordi­naria desnudez de los laterales por los frescos atrevidos y vigo­rosos de Peregrini, que a tiro de arcabuz descubren la gran es­cuela de su famoso maestro Miguel Angel, por las estaciones o retablos cerrados y pintados por dentro y fuera, obra del mismo, de Rómulo Cincmato y de los españoles Luis de Carvajal y Mi ­guel Barroso, por los lienzos del Mudo que adornan el claustro alto y por el bello templete de los lEvangelistas que están en el medio con sus fuentes y estatuas de Juan Bautista Monegro. Tal y tan grande era la afición de este monarca a las pompas del culto católico, cuya unidad simbólica representaba a sus ojos una idea luminosa de gobierno y de fortaleza, única que en el si­glo xvi podía comprender su vasta y enérgica capacidad.

Sin embargo, si a sólo esto se redujese su magnificencia, a los ojos de aquellos para quienes el arte no levanta su voz má­gica pudieran pasar estos esfuerzos por hijos legítimos de un fanatismo poco ilustrado, pero el templo que levantó al saber en la suntuosa biblioteca prueba que su alma estaba templada para comprender a su gran siglo. Sabido es que uno de los objetos de su predilección fue fundar a la par del monasterio un estableci­miento completo de educación, planteando y dotando competen­temente un seminario destinado a la primera enseñanza y un colegio destinado a la segunda, que han durado hasta nuestros días. Harto conocía que las luces y la verdadera religión se her­manan por una lógica y natural conformidad, y así es que no sólo allegó para este gran depósito los libros propios de las ciencias eclesiásticas, sino que procuró convertirle en un centro común de cuantos conocimientos formaban entonces el patrimonio del entendimiento humano. Juntóse grandísima copia de manuscri­tos de la mayor antigüedad y respeto, griegos, hebreos, árabes, caldeos, latinos y los pertenecientes a las lenguas modernas; aquí vino a parar la famosa colección del célebre historiador y diplo­mático don. Diego de Mendoza; aquí se reunieron en crecido nú­mero devocionarios riquísimos y volúmenes de grabados y dibu­jos excelentes para entonces, que podían servir de guía y de ejemplo a los que hubiesen de abrazar tan difícil carrera; aquí vinieron a parar también el Códice Aureo', joya inapreciable no sólo por la bibliografía, sino también para marcar los pasos del arte del diseño, el Apocalipsis del apóstol San Juan, con ilumina­ciones y figuras de gran precio para la historia del arte y, final­mente, infinito número de globos, esferas, astrolabios, mapas, instrumentos astronómicos y geográficos de todas clases y hasta

ENRIQUE GIL Y CARRASCO

modelos de embarcaciones. Por duro y pesado que se hiciese el yugo de este rey en los puntos de fe y de creencias, fuerza es confesar que no era uno de esos tiranos vulgares que se convier­ten en centro de todas las combinaciones y para manejar y do­minar mejor la situación tienden a igualar con su pequeñez el movimiento de los pueblos que rigen. Felipe II no abogaba, sino que procuraba encaminar a un determinado fin los elementos de progreso intelectual y moral que tanto bullían en España y más bien acaudillaba que embarazaba la marcha general de las ideas. No debemos olvidarnos de que en su tiempo, con instruc­ciones en gran parte redactadas por él y escritas de su propio puño, acometió el ilustre Arias Montano la gigantesca tarea de su Biblia políglota, monumento, único en su tiempo, de saber y de grandeza, así en el pensamiento como en la ejecución. A sus ex­pensas también, y por encargo especial suyo, emprendió el doc­tor Francisco Hernández, natural de Toledo, su viaje a las Indias orientales, de donde volvió al cabo de cuatro años con quince tomos en folio, en donde traía pintados con sus propios colores y proporciones las plantas, animales y trajes de aquellas remotas regiones y explicadas con gran orden y concierto sus virtudes, usos y condiciones (2). E l rey acudió con larga mano a los gastos de esta importante obra y la hizo encuadernar can el esmero y decoro que merecía. Y, por último, para prueba de la tolerancia de este rey en todo lo que inmediatamente no se rozaba con las cuestiones de gobierno y con el orden establecido, baste advertir que Juan de Mariana escribió y publicó en su tiempo su libro De Rege et regís institutione, que poco después fue quemado en París por mano del verdugo y que en determinados casos aboga­ba por el regicidio, sin que a su autor le viniesen por eso disgus­tos ni persecuciones de ninguna clase.

Excusado parece añadir que quien tanto honraba la sabidu­ría y los sabios procurarían aposentar sus obras de una manera digna de su poder y de sus altos pensamientos. Efectivamente, la biblioteca de E l Escorial, al decir de nacionales y extranjeros, es uno de los monumentos más notables que se han levantado a la gloria de las artes y las letras. Muchos de los segundos han atri­buido a Miguel Angel los admirables frescos de la bóveda: tan valiente y atrevida manera desplegó Peregrín en ellos. Aunque de género distinto, no menos agradables parecen las composicio-

(2) En el año de 1790 se reimprimieron las obras del doctor Her­nández en la imprenta de Ibarra, bajo la dirección del distinguido botánico don Casimiro Ortega.

COSTUMBRES Y VIAJES 73

nes de Bartolomé Carducci que corren a lo largo de las paredes por encima de la estantería, alusivas a la clasificación de las ciencias representadas por otras tantas matronas en la clave de la bóveda, comenzando por la filosofía y acabando por la teolo­gía, dechado entonces de perfección, y término de todo esfuerzo y estudios. Con estos bellos adornos cuadra la estantería de orden corintio, tan bien concebida como labrada y donde se emplearon las maderas más ricas y costosas que entonces se conocían como ácana, cedro, caoba, naranjo y otras varias que forman, excelente concordancia con el pavimento y zócalo de mármol y jaspe y con las mesas y demás adornos.

De esta hermosa colección, que aunque no tuviera otro mé­rito que el haber sido ordenada por el ilustre Arias Montano de­bería tener subido precio a los ojos de todos, consumió gran par­te el desastroso incendio acaecido en tiempo de Carlos II. Allí perecieron la mayor parte de los manuscritos árabes, juntamente con el estandarte del profeta que tomó en Lepanto don Juan de Austria y a duras penas se pudo cerrar a las llamas el paso a la pieza principal, donde están las pinturas de Peregrín y Carduc­ci. Perdiéndose aquí grandes riquezas y originales que ha sido imposible remplazar, y junto con ellos gran porción de instru­mentos físicos y matemáticos.

Como según ya dejo indicado no es mi propósito dar menuda cuenta de las bellezas artísticas del edificio y prefiero hablar de aquellas cosas que más dan a conocer su índole y carácter, justo será decir algo del aposento del fundador. Si fuese necesario pro­bar que su alma vivía en la región de las ideas y grandes hechos, bastaría la presencia de esta celda desnuda y pobre como la del último fraile para ponerlo de manifiesto. Hay un secreto impul­so que hiela y comprime a vista de aquellas paredes blancas de aquel friso de azulejos, de aquellas mezquinas alacenas metidas en la pared, de aquella silla de simple terciopelo verde con la banqueta para extender la pierna mortificada de la gota y, final­mente, del aposentillo lúgubre y obscuro que da vista al altar mayor y donde sufrió su última y horrible enfermedad, cuya na­rración eriza los cabellos, con la constancia de un estoico y la re­signación de un cristiano. Los padecimientos de Job, en realidad, no parecen sino símbolo y parábola incompleta de los de este monarca, que ni se quejaba ni disputaba sobre su inocencia, viendo su cuerpo consumido de podre y que ni podían llegar a él, ni refrescarle, ni aliviarle en manera alguna. Ordenó que su hijo se hallase presente al darle la Extremaución y le dijo: "He querido que os halléis presente en este acto para que veáis

74 ENñIQUÉ GIL Y CARRASCO

en qué para el mundo y las monarquías". Encargóle mucho mirase por la religión cristiana y defensa de la santa fe y por la guarda de la justicia y procurase gobernar y vivir de manera que cuando llegase a aquel punto se hallase con seguridad de conciencia; mandóse descubrir las llagas grandes que tenía y le dijo: "Ved, hijo mío, cómo trata el mundo y el tiempo a los reyes y la igualdad con que padecen todas las miserias a que está sujeto todo hombre y considerad que aunque yo he vivido con el cuidado que me ha sido posible de cumplir con mis obli­gaciones, aquí me ha castigado Dios hartas faltas que debo haber hecho, con lo que ha sido servido que padezca y allá no sé cómo será; mirad que hará a quien se derramare más", y mostrándole tras esto un crucifijo y una disciplina llena de sangre le dijo: "Con este crucifijo murió, hijo, vuestro abuelo el emperador, mi señor, tan católico como yo y con su ayuda acabó; haced vos lo mismo reverenciando esta santa imagen- de Dios como lo debéis e hicimos su majestad y yo y mereceréis las mercedes que pueda haceros, y esta sangre de esta disciplina no es mía, sino del emperador, mi señor, y yo ejercité mal este bien, pero hela guardado porque, además que es nuestra, aprovecha para que nos acordemos de que nosotros, mejor que nadie, tenemos necesidad de derramarla en esta forma; tomad y guardad estas reliquias teniéndolas en mucho y quedad con Dios, bendecido de E l como de mí" : y "bendiciéndole como pudo le dejó y no le vió más".

He copiado este cuadro tan sencillo como enérgico del libro de Baltasar Porreño titulado: Dichos y hechos de Felipe II, per­suadido de que darían harto mayor idea sus palabras que no las mías de este extraño carácter que con la muerte cobraba, si cabe, mayor realce, como un cristal de aumento. Carácter que con un sello indeleble está grabado en todas y en cada una de las partes del edificio, página en mi entender tan viva y elocuente de 511 historia y de la historia de la nación, que tengo por incompleto cualquier estudio que se haga sin tenerla a la vista. Ni concluye en su reinado, pues sucesivamente la piedad de los reyes fue adornando y embelleciendo este monasterio con los lienzos admi­rables de Velázquez, Zurbarán, Carreño, Pantoja y Coello y con los frescos de Jordán; que si bien incorrectos en su dibujo, con razón asombran por su imaginación riquísima, composición cla­ra y atrevida, variedad infinita de escorzos y posturas, valentía en los términos, y, sobre todo, por su fecundidad y lozanía inago­tables. De manera que allí patente se ve el vigor y decadencia en el arte, compañero del vigor y decadencia en la Monarquía, pues

COSTUMBRES V VIAJES 75

para que ni aun contrastes falten a esta obra, al lado de la severi­dad magnifica y solemne del rey que sólo gastaba en su casa 100.000 ducados, se ven los púlpitos chillones y de perverso gus­to y mezquino primor, mal pegados a la iglesia en tiempo del último monarca, que por su parte distaba tanto del fundador como su obra de los entierros reales y del retablo principal.

Si esta obra pasa con razón por una de las más nacionales, por la más nacional quizá de España, pues ninguna mejor ni más completamente que ella refleja la fisonomía de aquel tiem­po, en que puesta debajo de la mano de Felipe II figuraba un cuer­po compacto y bien ligado, claro está que es deber muy estrecho de los que rigen sus destinos conservarla a toda costa. Mala cuen­ta darían de su encargo los que se olvidasen de que las naciones viven en su parte moral que no se despierta sino a vista de los grandes pensamientos y de las acciones elevadas. Si prescinden de las necesidades intelectuales de sus pueblos, otro tanto val­dría que gobernasen un rebaño de animales. Abandonar E l Es­corial a la mala suerte que ha comenzado a caberle con tanta injusticia como responsabilidad de los que pudiendo remediarlo no lo han hecho, equivaldría a proscribir tácitamente en España todos los impulsos nobles del corazón y del entendimiento; equi­valdría a ajar el resto de dignidad y noble orgullo, que heredado circula en nuestras venas a despecho de la suerte; equivaldría, finalmente, a cegar una fuente de riqueza material privando a los extranjeros de este estímulo para visitar nuestro país, de­jando en él su dinero y cobrando estimación a un pueblo que si ha caído de la rueda inestable de la fortuna, todavía no ha abdi­cado por entero su antiguo carácter. Harto importante papel se han arrogado los intereses para que el culto de los sentimientos y de las ideas ande tan tibio y abatido y desamparado de los pocos hombres capaces de apreciarlo.

E l Gobierno debe pensar en resolver con acierto el problema de la conservación de este joyel inestimable, cifra de nuestra pasada grandeza. En mi opinión, no hay más que un medio, que es establecer en el edificio una corporación que com espíritu de tal lo cuide y mantenga, cualquiera que su nombre sea, que en punto a nombres no es regular pararse mi asustarse, tratándose de un asunto de tanto interés: de lo contrario, la degradación su­cesiva del edificio es inevitable. Ni en la diligencia del adminis­trador del Real Sitio, ni en el estrecho círculo de sus escatima­das atribuciones cabe el atender a tan vasto cargo, ni reparar todos los quebrantos. Gotera que se remediaba con cortísimo desembolso, mientras va el parte, viene la orden, se forma el

1G ENRIQUE GIL Y CARRASCO

presupuesto y se apuran los trámites oficinescos, levanta ya con­siderable costo, si no ha hecho daños irremediables. Unas cuan­tas han acabado con el techo de la galería de las Batallas, pin­tado de bellísimos grutescos por los hermanos Bergam ascos, Fa-bricio y Gránelo, y si en la bóveda de la escalera principal se abriesen algunas (cosa muy natural atendido el ventarrón casi continuo), a poco que se descuidasen darían en el suelo con los celebrados frescos de Jordán. Ya en el día, en un abandono de­plorable, se empolva, reseca y descascara la famosa Cena de T i -ziano que está en el refectorio y hace años que la torre del ángu­lo de Mediodía y Poniente rajada y ladeada amenaza mayores daños. Yo he sido testigo más de una vez del celo del actual ad­ministrador, pero además de tener las manos atadas, raya en im­posible que la diligencia de un solo hombre pueda vencer tantas dificultades. En- una palabra, creo dificilísimo que E l Escorial se conserve sin una corporación que lo cuide y habite.

A l hablar de este viaje, que ha dejado en mi alma impresio­nes hondas y duraderas, me he creído obligado a dar mi pobre opinión y desinteresado consejo al Gobierno, opinión y consejo de que participan cuantos hombres celosos del nombre español he oído hablar de este asunto. Con él está ligada más íntima­mente de lo que muchos creen la honra de la nación, pues cuando blasonamos de amigos de las luces y de la regeneración de nues­tro país, sería ponernos en notable desacuerdo con nuestros pro­pios principios, dejar venirse al suelo este monumento deposita­rio de tantos nombres ilustres, muestra del gran ingenio de Juan Bautista de Toledo y de Herrera y de la capacidad y poderío de Felipe II (3), Estas páginas de la historia del mundo, escritas no con sangre, sino con los caracteres luminosos de las artes, encie­rran más elementos de civilización y de adelanto que otras mu­chas teorías y sistemas, cuyo único mérito consiste principal­mente en no haberse ensayado en el teatro de la experiencia.

<3) "Fue [Felipe II] diestrisimo en la geometría y arquitecliura y tenía tanta destreza en disponer las trazas de palacios, castillos, jardines y otras cosas, que' cuando Franciscp de Mora, mi tío, traza­dor mayor suyo y Juan de Herrera, su antecesor, le traían la primera planta, así mandaba quitar o poner o mudar, como si fuera un Vi-truibio o Sebastiano Seríió; alcanzó tanto en esta facultad, que exce­dió a los más peritos: de ella, y por ser tanta su destreza y afición, tenia mi tío todos los diasi una ¡hora determinada para acudir a la consulta de las trazas de Su Majestad, que fue inclinadísimo a edifi­car como lo manifiestan las innumeirables obras que hizo". PORREÑO, Dichos y hechos de Felipe II, cap. IX.

j j X

LEON. Cripta de San Isidoro.

LEON. Iglesia de San Isidoro.

COSTUMBRES Y VIAJES 77

Creaciones que con tanta claridad interpretan y desenvuelven los axiomas del sentimiento son de todos tiempos y lugares y tienen hecha la prueba de su nobleza y aun de su utilidad. E l Escorial, por ambos conceptos, merece la afición de todos los es­pañoles; tanto valdría arrancar de la Historia y de la memoria de los hombres las jornadas de Lepanto y de Pavía como dejar aparagarse esta antorcha resplandeciente del gran siglo xvi.

(El Pensamiento, t. I, ent. 10, págs. 217-223, 1841.)

BOSQUEJO DE UN VIAJE A UNA PROVINCIA DEL INTERIOR

I

Muchas son las plagas y desdichas que aquejan a España; pero una de las mayores consiste en los extraños juicios que fuera de sus confines se forman siempre que se trata de sus usos y costumbres, de su cultura y sus artes y, sobre todo, de la ín­dole de sus habitantes. Extranjeros que, sin fijar apenas su atención y como de pasada, visitan las costas y países del Me­diodía, se empeñan en no ver en los españoles sino árabes, un si es no es amansados y dulcificados por el cristianismo, pero ára­bes, en fin, bravios todavía y feroces, que no viven en tiendas por la sencilla razón de parecerles más cómodas las casas, ni beben la leche de sus camellas por la no menos sencilla de no haberlas. Algunos otros (si bien muy contados) que cruzan las provincias vascongadas y observan la noble altivez de los carac­teres, la patriarcal sencillez de las costumbres, la limpieza, co­modidad y alegría de las viviendas y su extraño cuanto sabio régimen interior, regalan a la nación entera estos preciosos dones y a sus ojos la España es la patria y natural asiento de las liber­tades municipales, de las más respetables tradiciones históricas y de los usos más apacibles y benignos que imaginarse pueden. Por este raro mecanismo viene a resultar, en último caso, que, a no ser por una de sus muchas anomalías, andaría la Península aderezada con su turbante, que no habría más que pedir; o cuan­do no, se sentaría debajo de los árboles a elegir un gobierno y a danzar como los hijos de Guillermo Tell. Esto es España en la boca y obras de los concienzudos viajeros modernos. ¿Qué hacen de todas las provincias del interior y de su parte más occiden­tal? ¿O no son para ellos España Castilla la Vieja, Extremadura, el reino de León y el de Galicia? ¡Raro suceso y ligereza incon-

80 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

cebible! ¡ Olvidarse al tratar de una nación de los países que han sido cuna de su libertad y de su monarquía y hablar de su espí­ritu, costumbres y creencias sin tener en cuenta la patria de Pelayo, de Jovellanos y de Feijoo, C'est ainsi qu'on écrit l'His-toire!

Por lastimosa cuanto perjudicial que sea para nosotros tan errónea opinión harto arraigada en Europa, para nuestro mal, fuerza es confesar que sus autores merecen alguna disculpa. Hasta el día han sido tan escasos los medios de transporte y tan pocas las comodidades que, sin duda, se necesitaba superior estímulo para arrostrar tamaños inconvenientes y todo el mundo sabe que encaminándose generalmente los viajes más a la diver­sión que a la enseñanza, son muy contados los que se avienen con privaciones y estrecheces, propias más bien de peregrinos devotos que no de profanos y curiosos observadores. Por otra parte, acostumbrados al espectáculo de naciones ordenadas y com­pactas, ya por haber pasado encima de ellas el nivel revolucio­nario, ya por la energía y ciencia del Gobierno, que extendiendo su acción con igualdad y prontitud sabe asimilarse aun sus más discordes elementos, poco tiene de extraño que clasifiquen y juz­guen por inducción al pueblo español, sin comprender los vivos y fuertes matices en que se reparte y degrada su nacionalidad.

De las grandes comunidades europeas tal vez la nuestra es la única que presenta el ejemplo de un conjunto formado sin la fusión de las revoluciones o de las conquistas, pues harto sa­bido es que los reinos en que antiguamente se dividía la Penín­sula Ibérica han venido a reunirse bajo la mano y gobierno de un solo monarca, más por enlaces y alianzas que no por guerras y sumisiones forzadas. En esto consiste la poca eficacia de los vínculos que atan los miembros de este cuerpo; en esto, las no­tables y profundas diferencias de sus provincias, que tan curio­sas y dignas de observación las hacen a los ojos del filósofo y del artista; pero que tan doloroso síntoma de indisciplina e indivi­dualismo ofrecen en una época de concentración moral y material y, por último, ésta es la explicación de los yerros que cometen la mayor parte de los escritores extraños, siempre que para cas­tigo de nuestros pecados nos toman por su cuenta.

Esta es su excusa; pero, ¿cuál será la nuestra cuando con tanta incuria y abandono tratamos los legados de nuestra his­toria y las tradiciones de nuestros padres? ¿Con qué específico podremos paliar este síntoma aflictivo, este cáncer tremendo, pudiéramos añadir con más exactitud aún, que así ataCa y co­rroe las entrañas mismas de nuestra nacionalidad? No somos

COSTUMBRES Y VIAJES 81

de los que llevan al campo de los hechos y de las cuestiones prácticas las ilusiones del deseo o los colores de la imagina­ción, ni pedimos a un pueblo que todavía lucha con los dolores de su parto político los grandes esfuerzos y duraderos monu­mentos que sólo nacen de la paz y de la fuerza para crecer en el regazo de la verdadera y sólida cultura, pero entre tantas pu­blicaciones como ven la luz del día, sin que sus ojos sean, por cierto, muy dignos de nuestro noble sol, ¿no se podían tener en cuenta nuestros recuerdos y las condiciones de nuestra ín­dole individual? Esta infinidad de periódicos artísticos y lite­rarios que sin más norte que una ganancia inmediata y ruin se han ocupado en traducir a roso y belloso, ¿no podían adoptar siquiera una base nacional e indígena y cultivar nuestros gér­menes naturales sin empeñarse en aclimatar plantas que cons­tantemente rechazará nuestro suelo? ¿Tan poco digna de res­peto es la bandera especial del pueblo español, tan menguado su sentimiento íntimo, que así se deja arrinconada aquélla en­tre las inútiles antiguallas y así se tuerce y desnaturaliza éste, como si fuese menester buscarle fuera pujanza y vida con que existir y desarrollarse? La mayor parte de las publicaciones españolas, con leves y muy honrosas excepciones, prescinden de nuestra historia y de los monumentos de nuestras artes; de real orden se ha demolido y demuele, y cuando no, se deja caer lo que en pie queda después de tantas guerras y trastornos: lo pasado va hundiéndose en las tinieblas eternas del olvido: lo presente nos aflige y desconsuela: el porvenir está preñado de incertidumbres y temores y sin un esfuerzo de las inteligencias elevadas y de los corazones generosos pronto nos veremos como un bajel que encalla en una playa inhospitalaria y desierta.

Un viaje emprendido en este año desde la capital, sólo por motivos de salud y esparcimiento del ánimo, nos ha inspirado todos estos pensamientos. De paso por Falencia, León y Astor-ga, hemos procurado observar lo que quedaba de su antigua grandeza, y al llegar a las risueñas montañas del Bierzo, térmi­no de nuestra peregrinación, debemos decir en obsequio de la verdad que más acopio habíamos hecho de tristes ideas que no de sensaciones halagüeñas. ¿Quién habla en el día de la ca­tedral de León y de los conventos de San Isidoro y San Marcos? ¿Quién, después de Ponz, ha vuelto a mentar la iglesia de As-torga con el asombroso retablo mayor, obra de Gaspar Becerra? ¿Quién, antes ni después, se ha acordado de este rincón mara­villoso del Bierzo, de las raras propiedades y milagrosas rique­zas de su suelo, de sus agraciados paisajes y variadas perspec-

82 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

tivas, de sus interesantes monumentos y del sinfín de recuerdos que encierra? E l padre Flórez. en su España Sagrada, ha reco­gido datos y noticias preciosas, pero que al cabo apenas tienen relación sino con la historia y arqueología y desde entonces todo ha quedado en silencio. Lástima grande, por cierto, pues las artes y las ciencias a la par podrían, sin duda, ensanchar su esfera registrando este país hasta el día olvidado si no ya desconocido. Tal vez la extraña formación de los montes y la disposición poco común de los terrenos harían dar un paso más a la geología en su nueva y gloriosa carrera. Tal vez la mineralogía ganaría algo en sus relaciones con lo presente y lo pasado, reconociendo el depósito inmenso de metales que en­cierran estas montañas y observando los gigantescos trabajos con que los romanos supieron beneficiar las ricas minas de las Médulas, abandonadas en el día, aunque probablemente :no ago­tadas. Acaso en la cumbre de estos cerros y en sus valles es­condidos un nuevo Lagasca encontraría medio de abrir a la España otro manantial de riqueza. Pero aun cuando por seme­jante camino nada llegase a adelantar el entendimiento humano, de seguro podría enriquecer su herencia en otros puntos no menos capitales. De seguro, la arqueología encontraría ocasión de emplearse con provecho en el examen de los diversos objetos hallados en las ruinas de las poblaciones romanas. De seguro, daría por bien empleado su tiempo y su trabajo el arquitecto que estudiase los restos que del género lombardo nos quedan todavía y, sobre todo, la curiosísima iglesia de Peñalva. Y, por último, el pintor que dibujase las vistas de las Médulas, del apacible y hermoso lago de Carucedo, de la cuenca deliciosa de Vilela y del campestre anfiteatro de Gorullón, de la frondo­sa ribera de Bembibre y de las fértiles orillas del Sil, si a esto añadía la perspectiva de sus castillos y conventos colgados unos sobre el abismo, señoreando otros lindas colinas y otros, por fin, asentados en verdes y risueñas llanuras, conocería que dentro de nuestro país hay substancioso y delicado alimento para la ima­ginación y que en amanciparle de los eternos lagos de Suiza y de los no menos monumentos de Italia se le haría un servicio no pequeño.

De lo que no ha muchos años permanecía en pie ha desapa­recido ya gran parte, otra no menor de lo que resta está para seguirlo muy en breve. En cuanto a nosotros, que hemos nacido en el regazo feliz de esta tierra y pasado en ella los alegres días de la infancia y los no tan alegres de la primera juventud, he­mos creído justo dedicarle este leve testimonio de nuestro amor

COSTUMBRES Y VIAJES 83

y recuerdos. Tal vez el torbellino de la suerte nos arrojará a una playa extranjera dentro de poco (1); tal vez la mano se helará cuando quiera coger de nuevo la pluma. E l tiempo y las cosas pasan como las hojas de los árboles, sin que para ellos haya primavera vivificadora: ¡extraña manía la del pobre en­tendimiento humano, que a toda costa quiere dejar estampada su huella en la arena movediza de su camino!

De los pueblos que hasta ahora han aparecido en el Bierzo para eclipsarse en seguida, el romano es el que ha dejado ves­tigios más indelebles por la extraordinaria energía de que es­taba dotado y los grandes pensamientos que abrigaba. Como frontera de los indomables astures, como punto de comunicación con Galicia, y, en fin, como emporio de la mayor riqueza mine­ral que en aquellos tiempos se conocía, conservaba esta tierra con el esmero que dan a entender los trozos de sus vías sem­brados aún por varias llanuras, la línea eminentemente militar de fuertes que se extendía hacia Asturias y la cuidadosa elección de sitios para edificar sus poblaciones, que todas podían rápi­damente comunicarse por medio de humaredas y lumbradas, telégrafos eternos, hijos de la naturaleza y propios de todas las Edades.

A la izquierda del pueblo de Fieros, caminando a Galicia, se encuentra una espaciosa colina que, desde luego, cautiva la atención del viajero, porque todas las de los alrededores tienen la figura cónica más o menos pronunciada, al paso que ésta aparece truncada y con una bellísima explanada en su cima. Crece la curiosidad y el interés al verla rodeada de algunos frag­mentos de muralla vestidos de hiedra, vides y zarzas, que pare­cen empeñados en contener el sucesivo y forzoso desmorona­miento. Son sus laderas fértiles viñedos que crecen en una tierra rojiza de muy buen tono y efecto, y descienden a las riberas del Cua y del Burbia por ambos lados en plácido y manso de­clive. En esta eminencia estaba situada la ciudad de Belgidum, capital de todo el distrito que de ella tomó su nombre y que Antonino menciona en su Itinerario, señalando la ruta desde Braga a Astorga. La distancia a que pone esta ciudad del pue­blo en cuestión, los pedazos de muro que se ven en su circun-

(1) Demasiado pronto se realizó este melancólico presentimiento. El autor salió a los dos años de España con una honrosa comisión del Gobierno, y a los tres murió en el extranjero víctima de su apli­cación, sin volver a pisar el país que le vio nacer. (Nota de la edi-ció-n de 1883.)

84 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

ferencia y las medallas, monedas, lámparas, instrumentos de labranza, lápidas y armas que en él se han encontrado mani­fiestan claramente su estirpe romana.

Aunque desde cualquiera parte de su falda que se mire esta extraña colina al punto se conoce su hermoso situación, pues en

el corazón de un país rico y variado se dibuja sola y orgullosa sobre el fondo del cielo, todavía se experimentan al llegar a su cresta sensaciones tan nuevas como deliciosas. Era una tarde de julio, cuando en compañía de dos amigos de aquellos que, sin duda, por su precio concede tan escasamente el cielo, su­bimos a ella. Un viento fresco del Poniente movía las vides so­bre los escombros del templo de Baco, el cielo estaba claro y diáfano, sólo unas nubes de color de plomo con vivas franjas de púrpura servían de lecho al sol que se ponía. A nuestros pies teníamos la villa de Gacabetos, el Cua, que corría por entre sotos y arboledas fresquísimas, y la grande y blanca mole del monasterio de Carracedo. Un poco más adelante, Ponferrada, cubierta en gran parte con su magnífico castillo de Templa­rios, se extendía por un hermoso altozano, y muy cerca de ella se alzaban iguales como dos gemelos los castros de Columbria-nos y San Andrés, antiguos campos atrincherados de los mis­mos cuyo polvo removíamos a la sazón con nuestras plantas. A la derecha se desplegaban la cordillera altísima de la Aguiana, el Sil centelleante como una serpiente de escamas de oro a los últimos resplandores del sol se deslizaba besando su falda, y al paso en su orilla derecha, llana y sosegada, se esparcían las praderas de Villaverde y Dehesas. En la izquierda, ya más que­brada y pintoresca, veíase desembocar el río Oza por la vega de Toral de Merayo; Rimor, enclavado en un angosto valle; Pria-ranza, vistosamente asentado en la cuesta; el castillo de Cor-natel, semejante a un nido de águilas colgado sobre un horroroso precipio, y, por último término, las tajadas cárcabas y capri­chosos picachos encendidos de las Médulas que a lo lejos pare­cen vivas llamas sin cesar alimentadas por una mano invisible. A nuestra espalda, aunque más reducido, no era menos agra­dable el paisaje. La cuenca deleitosa de Vilela dilataba a orillas del Burbia sus huertas y prados, sus campos de trigo y sus castañares, y a su frente, en un recogido seno de los montes, subía en lucida y desordenada gradería con sus higuerales y vergeles el pueblo de Gorullón, coronado por un antiguo y alto castillo. Describir ahora todos los accidentes, la diversidad de tonos y la variedad de contrastes de este riquísimo paisaje ex­cedería los límites de un bosquejo: baste decir que el paisista

COSTUMBRES Y VIAJES 85

más exigente no tendría motivo para quedar descontento. L a plataforma tendrá como dos mil varas de circunferencia. Su figura es ovalada más que redonda, y desde ella se registra y do­mina todo el país.

Cuando bajamos de este maravilloso mirador donde nuestro silencio habló más que nuestras palabras, versó, naturalmente, la conversación sobre aquel pueblo de reyes que Dios mostró sobre la haz de la tierra para que la domeñase y juntase bajo su mando y disciplina, y de esta suerte preparada, recibiese mejor y más prontamente la divina luz del Evangelio. L a sola elección del terreno en que fundaron a Belgidum prueba muy bien la audacia de sus pensamientos y el poder de sus medios; porque la montaña debió de ser rebajada en su mitad para dejar su espaciosa mesa en el estado en que hoy se ve. Como centro administrativo y militar, nada deja que echar de menos al de­seo; como punto a la vez saludable y pintoresco, apenas la ima­ginación acierta a trazárselo mejor, y no titubeamos en decir que si del lado del Norte, en vez de los montes monótonos y ce­rrados que en el día se levantan, encontrase la vista la inmen­sidad del mar, sería, sin duda, uno de los más hermosos puntos del globo.

Belgidum resistió a las invasiones de los pueblos del Norte y, sin duda, pereció en la irrupción de los árabes. Según el padre Flórez, duraba todavía en tiempo del rey suevo Teodomiro, y una rarísima medalla que inserta del rey Sisebuto manifies­ta que aún existía en el siglo vn. Cuando después de la res­tauración de la Monarquía se vuelve a mencionar este pueblo, ya se trata de su reedificación. Vivos los recuerdos y tradiciones de su grandeza, y prendados los reyes de su bella situación, in­tentaron varias veces restaurarlo, pero los monjes bernardos de Carracedo se opusieron vigorosamente y compraron del rey Femando II y de su hijo don Alfonso IX la seguridad de que jamás se reedificaría. Don José Fernández Carús, abogado de Ponferrada, sujeto de instrucción y talento nada comunes, con­serva en su poder una copia de estos documentos que no dejan de ser curiosos. Nada tenía de extraño, en verdad, que los reli­giosos, con tal viveza, solicitasen la perpetua desolación de aquel lugar, porque, además de pertenecerles su terreno, fácil era de columbrar que el nuevo pueblo crecería como la espuma y bien pronto menguaría su autoridad y poder.

Villafranca, a despecho de una situación infelicísima, se ha­bía ido formando poco a poco el calor que le daba el tránsito extraordinario de peregrinos extranjeros que por el camino fran-

ENRIQUE GIL Y CARRASCO

cés iban a adorar las reliquias del Apóstol Santiago, y es seguro que el castro de la Ventosa (nombre con que olvidado entre el vulgo el romano había comenzado a designarse el collado de Belgidum) hubiera caminado con rápidos pasos por la senda de las mejoras y del engrandecimiento.

En este sitio se escribió durante la guerra gloriosa de la In­dependencia una sangrienta si no principal página de su histo­ria. E l general inglés Moore, acosado en su retirada más que por las fuerzas del mariscal Soult por la indisciplina de su propio ejército, paró en Fieros en 3 de enero de 1809, resuelto, al parecer, a hacer rostro al enemigo. Envió más allá de Caca-helos cuatrocientos tiradores y otros tantos jinetes, ocupó el castro de la Ventosa, asentó una batería en la cuesta del camino real que media entre aquel pueblo y Villafranca, y en esta ac­titud aguardó a los franceses.

A l frente de su vanguardia venían unos cuantos escuadrones mandados por el hermoso y gallardo general Colbert. Receloso algún tanto del número del enemigo y de su ventajosa posición, mandó a pedir refuerzo al mariscal; pero éste le contestó seca­mente que avanzase sin aguardar a más. Herido en lo vivo con semejante respuesta, arremetió Colbert con furioso arranque, atropelló y volcó cuando encontró al paso y desembocó como un torbellino por el puente del Cua. Los ingleses que en esta em­bestida no cayeron prisioneros se reunieron al punto a los que la previsión de su general había apostado en los viñedos que ciñen por ambos lados del camino y rompieron un vivo fuego a quemarropa. La artillería comenzó a jugar por su parte, y los aldeanos, que con sus párrocos se habían encaramado a las al­turas vecinas y que desde la guerra de Sucesión tal vez no habían oído disparar un fusil, aguardaban con la consternación pinta­da en el semblante el desenlace de aquel sangriento drama. Con el repentino y mortífero fuego que sufrían por el frente y los costados desconcertáronse y arremolináronse un poco los fran­ceses. Colbert, caracoleando en su caballo, expuesto a las balas, a cuerpo descubierto y con el semblante colorado por la ira y el despecho, comunicaba las órdenes oportunas, exhortaba a todos con la voz y con el ejemplo, y para aparentar la calma y sangre fría que distaban de su agitado corazón acariciaba una perra de aguas que no se apartaba de su lado. Algunos de los asusta­dos espectadores de esta escena que, con la ayuda de los ante­ojos podían observarla minuciosamente, convienen en que la briosa actitud, denuedo y distinguida belleza del oficial francés merecían un pincel inspirado. Ordenados los suyos, por fin, vol-

COSTUMBRES Y VIAJES 87

vió a la carga con temerario arrojo y se encaminó en dere­chura a la batería; pero al llegar a la cuesta cayó muerto. So­brevino a poco la división de Infantería del general Merle, pero la batería, que sin cesar jugaba, y la noche que se venía encima a más andar, le estorbaron pasar adelante. Recogió, pues, el cuerpo de su malogrado y gentil compañero y acampó a la falda de aquellas eminencias.

Moore, en cuanto entró la noche, reconcentró sus fuerzas en la explanada del castro de la Ventosa, armó porción de tiendas, encendió sus fuegos y pareció dispuesto a mantener sus posi­ciones en el siguiente día. Los nietos de César pudieron oir entonces desde sus sepulcros el relincho de los caballos britanos y los acentos de la lengua del Norte resonaron en los mismos sitios que habían escuchado los versos de Virgilio y las cláusu­las de Cicerón. A las pocas horas el general inglés mandó cebar de nuevo las hogueras y sin alzar las tiendas emprendió con tanto sigilo su retirada, que las rondas del ejército francés sólo al amanecer la conocieron, cuando ya les llevaban considerable delantera. Trece días más tarde exhalaba sir John Moore su último aliento en La Goruña, después de haber peleado- noble­mente y salvado los indisciplinados restos del ejército que su país le confiara.

Este es el último suceso notable de que ha sido teatro el antiguo Betgidum. En el día ya son muy contados los trozos que quedan en pie de la muralla que ceñía la plataforma. De los edificios nada absolutamente se conserva, ya por haberse empleado el terreno en viñas y ya más especialmente por el abuso de autoridad de los monjes de Carracedo, que, según in­formes de personas respetables, demolieron a fines del siglo pa­sado lo poco que todavía restaba, para utilizar la piedra. De sus reliquias se guarda aún en uno de los patios del monasterio un magnífico pilón de piedra berroqueña de una pieza con un genio sobre su pedestal que tiene asidos dos cántaros. E l color de la piedra y la corrección del dibujo claramente dan a cono­cer su origen. E l tazón tendrá como seis varas de circunferencia.

Del camino que conducía desde Belgidum a Interannium Fla-vium y Astorga y al mismo tiempo lo ligaba con los fuertes o campos atrincherados que estaban sobre Columbrianos, San Andrés de Montejos y Finolledo, perseveran todavía trozos muy lucidos en el campo de San Bartolo, junto a Cacabelos, a la vera de la dehesa de Fuentes Nuevas y entre los pueblos de Cortiguera y Cubillos. Estos fuertes conservan todavía con poca alteración el nombre latino, pues a todos los llaman castras.

ENRIQUE GIL Y CARRASCO

Perfectamente enlazados y en situación eminentemente militar, sin duda estaban destinados a celar y guardar la frontera de los belicosos astures y a mantener el país en obediencia. Aun desde lejos se nota una especie de corona alrededor de su cumbre, formada por sus fosos y trincheras que en lugares altos, poco frecuentados y menos expuestos a la acción de los raudales llo­vedizos de invierno, han podido mantenerse sin graves altera­ciones. En alguno de estos picos se distingue claramente todavía un recinto cuádruple de cavas y paredes.

La construcción parece ruda y puramente bélica. E l terreno está por nivelar y las piedras medio enterradas que guardan la forma de muro no tienen liga ni argamasa de ninguna especie. La vista que desde estas alturas se descubre se acomoda a la naturaleza del sitio, pues si bien de la parte de la llanura pre­senta una perspectiva risueña y agradable, del lado de los mon­tes sólo ofrece un paisaje silvestre, solitario y obscuro.

Por lo que hace al pueblo de Interannium Flavium que el Intinerario de Antonino sitúa en el Bierzo, sólo por conjetura se puede venir en conocimiento de él. Vadeando el Boeza frente a la ermita de San Blas y caminando a Molina Seca se encuen­tra a la izquierda un sitio llamado vulgarmente el Castro, plan­tado en el día de viñedo, pero que pudo muy bien ser en otro tiempo la Interannium de que nos habla el Itinerario. E l cul­tivo de las viñas, que en todo el país es esmeradísimo, ha alte­rado algún tanto la forma rigurosa de cono truncado en cuya planicie debió de estar la población, pero todavía se conoce cla­ramente. Desde Belgidum se divisa también este sitio y los que hayan observado el cuidado con que buscaban los romanos esta circunstancia que tanto favorecía su sistema de comunicaciones rápidas y seguras, no dejarán de dar importancia a este dato-. Por otra parte, la cualidad de interanniense o entre ríos, cuadra perfectamente a este terreno por hallarse situado entre el Boeza y Valtejada. Y últimamente, la distancia a que el Itinerario lo coiloca de Astorga puede ser muy bien la que conviene a nuestro propósito, pues si es cierto que por el camino actual median entre ambos puntos algo más de ocho leguas, no lo es menos, según todas las probabilidades, que la antigua vía romana no seguía la misma dirección sino la de Parada-Solana, que a la ventaja de mayor suavidad y abrigo reunía la de ahorrar dis­tancia, en cuyo caso parece natural que fuera ésta la que señala el emperador de treinta millas o siete leguas y media. Sentimos que semejantes conjeturas, en nuestro entender no desprovistas absolutamente de fundamento, no encuentren más sólida con-

COSTUMBRES Y VIA.IKS 89

firmacióai en algún monumento arqueológico que las diese ma­yor grado de consistencia; pero de todas maneras, el objeto de este trabajo se lograría por entero si la curiosidad de los inteli­gentes se despertase y se corrigiesen en provecho de la ilustra­ción general los yerros que en él se hayan cometido (2).

Y, ciertamente, no sería su menor premio llamar la atención de la Academia de la Historia y de su digno presidente sobre un país donde el general oilvido y abandono le habrá impedido tal vez extender su correspondencia. Si así fuere, urgente es remediar la falta y por nuestra parte estamos seguros de que encontrarán personas que secunden sus miras con calor. Bien conocida nos es la escasez de medios a que está reducida esta corporación respetable. Pero cuando no alcanzase más que ata­jar con su influencia el espíritu de vandalismo que puede desatar­se aquí, como se ha desatado ya en otros puntos de la provincia, debemos creer que lo miraría como galardón cumplido de sus afanes. De ello avisamos aquí a sus individuos, como en lugar más oportuno daremos cuenta a los redactores y colaboradores de la España Monumental y Artística de otras cosas que, sin duda, cumplen a su noble propósito.

En un próximo artículo hablaremos de otras antigüedades romanas enteramente distintas que contiene el Bierzo, en más abundancia quizá que ningún otro distrito de España. Ponferrada, agosto de 1842.

I I

Prometimos hablar en el artículo anterior de un género nuevo de antigüedades romanas que abundan infinito en el Bierzo. Es­tas antigüedades son los restos que nos quedan de los trabajos

(2) Noticias posteriores y una inspección más detenida del te­rreno nos han dado una certidumbre moral de que el pueblo en ouies-tión no podía ocupar otro sitio. Por una coincidencia singular, ningún cerro del Bierzo se apellida Castro, sino los que tuvieron poiblación romana y esto confirma nuestra conjetiura, amén de la raíz latina del nombre. Además de B e l g i d u m , descúbrese desde allí el castro de Ciolumbianos, por encima del monte de Arenas, con cuya circunstan­cia se añadía un eslabón más a la cadena de comunicaciones. Y, por último, una porción de personas respetables nos han asegurado ha­ber visto varias medallas romanas encontradas en aquella eminencia, y por nuestros mismos ojos hemos examinado piedras y sillares que, aunque mutilados por el tiempo, todavía hablaban de los edifleios á que habían pertenecido.

90 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

empleados en beneficiar las minas de Las Médulas, que bien claro dicen da importancia que sus dueños sabían darles y el gran provecbo que de ellas sacaban. Hablando Plinio de las riquezas que producía la España, dice lo siguiente: "De esta manera di­jeron algunos que daban las Asturias, Galicia y Portugal 20.000 libras de oro; pero que las Asturias producen la mayor parte. Y en ninguna parte del mundo por tantos siglos ha babido esta fertilidad de oro" i(3). Aurífera llama también Floro la natura­leza de estas regiones y es cualidad que basta el día no ha de­jado de poseer.

Aunque según la opinión más acreditada los límites de la provincia Astürica, a quien Plinio atribuye tanta abundancia del precioso metal, no llegasen sino basta la vertiente oriental de la cordillera de Fuencebadón, no estamos distantes de creer que para su aserción incluyó en sus términos Las Médulas por más que entonces perteneciesen a Galicia. No hemos recorrido los montes de Asturias, ni sabemos los vestigios que en ellos ha dejado la civilización romana, si alguna vez sus águilas vo­laron por sus más ásperas y enriscadas cimas, pero no hemos leído ni menos oído que ofrezcan un espectáculo semejante al de las montañas que por el lado del Mediodía parten términos entre el Bierzo y Cabrera. Sin querer dar a nuestra ignorancia sobre el particular un peso que no tiene, porque sobrado se nos alcanza que, en último lugar, no pasaría de una prueba nega­tiva, debemos creer de todos modos que una no pequeña parte de las 20.000 libras de oro que menciona Plinio salía de nues­tras montañas.

E l viajero que se dirija a Orense por la orilla izquierda del Sil, después de atravesar los fértiles pueblos de Toral, Vi l la l i -bre, Piaranza, Santalla y Borrenes, se encuentra con un lugar de pobre y mezquina apariencia, situado en una especie de llano sembrado de innumerables montones de canto rodado negruzco y musgoso y a la raíz de una montaña de la más caprichosa forma que imaginarse puede. Cortada en general como a pico, revestida en su mayor parte de robles y castaños silvestres, surcada de profundísimos barrancos, descubiertos a veces sus costados de un encarnado vivo y crudo, y coronada por picachos

i(3) Vicena milia pondo ad hunc modum armis singülis Asiuriaití etique Gallaeciam et Lusitaniam proestare quídam nrodiderunt ita ut plurimum Asturia gignat: ñeque in alia parte te ramm tota saecutis hoc fertilitas (PLIN., Hist. Nat., lib. XXIII, cap. III).

COSTUMBRES Y VIAJES 91

y torreones deil mismo color, que ofrecen a la vista tantas figu­ras y accidentes como la fantasía puede forjarse, nada tiene de común con los montes circunvecinos: y se asemeja a un monu­mento levantado por la mano de una raza de gigantes, que sólo ha podido conservar algunos restos dignos de su grandeza en su lucha desesperada con la Naturaleza y el tiempo. La misera­ble aldea es la que tiene el nombre de Las Médulas y la montaña es probablemente el Monte Medúleo, uno de ilos más ricos alma­cenes de oro que la naturaleza abrió a los romanos en este suelo, testigo de su grandeza y de sus crímenes.

E n pocas partes ha dejado el pueblo rey un testimonio más vivo y elocuente del atrevido espíritu, en cuyas alas volaba su pensamiento. Fecundas eran, sin duda, las entrañas de aquellos cerros, purísimo el oro que les brindaban, sano y templado el país que los cercaba y sereno el cielo que los cubría; pero la naturaleza se había empeñado en poner a su codicia un valladar insuperable, si alguno hubiera para ella. En el estado de las ciencias naturales, en aquel entonces, la mineralogía era tal vez la que más se resentía del común atraso. Plinio nos describe prólij amenté en el lugar ya citado el método de que en su tiempo se usaba para obtener el oro; método verdaderamente primitivo, pues tenía por base y principio el mismo lavado, que si no en la forma, por lo menos en la esencia emplean aún en el día las muchas mujeres que en el valle de Valdeorras ganan su vida sacando oro de las arenas del Sil.

Pero ¿dónde buscar las corrientes de agua necesarias para semejante procedimiento en un paraje alto y sin más raudalles que los diminutos de las fuentes de los valles? ¿Aprovecharían los caudales del Sil que corre a bastante distancia separado por alturas y hondonadas y a una profundidad extraordinaria? Esta era empresa superior a las fuerzas mismas de los romanos. ¿Pondrían los ojos y la atención en el Oza, que riega el hondísi­mo Valdueza, o en el río de Cabrera, que poco más abajo desem­boca en el Sil , ambos divididos por escabrosas cordilleras y a un espantoso desnivel del lugar en cuestión? Pero éste parecería un loco intento al que apenas podría dar cima el poder huma­no. Sin duda, los romanos no hubieron de calcular de la misma manera; antes remontando el curso de estos ríos, registrando las curvas y proyecciones del terreno y midiendo exactamente las alturas, hallaron que sus aguas podían venir a pulimentar y laborar cuanto mineral sacasen del seno de Las Médulas. En­tonces contaron, sin duda, los rebaños de sus esclavos y la po­blación que por fuerza habrían de diezmar los espantosos tra-

92 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

bajos que iban a emprender y tomaron el camino de las monta­ñas de Cabrera y de la Aguiana.

Si alguno de los lectores ha cruzado estas cordilleras y visto su naturaleza peñascosa y ruda, las tajadas quiebras y profun­dos valles que las surcan, conocerá la penalidad infinita con que debieron abrirse los canales que colgados en escarpadísimas pendientes todavía hoy nos suspenden y hielan de pasmo. Suje­tos a seguir en su dirección todas las inflexiones y desigualdades de los cerros, sus rodeos son mayores de lo que a primera vista parece y una distancia que por el aire apenas llegaría a dos leguas, tal vez pase de ocho o diez en la forma actual. ¡ Dichosos los trabajadores cuando en aquellas agrestes y empinadas cues­tas tropezaban con una veta de tierra por donde no se extendían los enormes bancos de piedra viva que las pueblan! Dondequiera que éstos se presentaban despedazábalos el pico lentamente hasta abril paso al cauce por sus entrañas y en muchas partes se en­cuentran tan enteras las señales de estos trabajos, como si del día antes estuvieran concluidos.

Dividíanse ambas líneas en varios ramales, sin duda con el objeto de aprovechar cuantos manantiales encontrasen en su tránsito. Cuéntanse en Cabrera, según nos han informado, hasta siete cauces escalonados en la vertiente de las montañas que mira al Norte, y desde un punto que domina el pueblo de Ore-llán se divisan algunos todavía. La otra línea, repartida en menos conductos por llevar también algo menos cantidad de aguas, arrancaba de las alturas que dan cima al Oza, pasaba por enci­ma del monasterio de San Pedro de Montes, torcía más ade­lante el paso por ell valle de Villanueva y después de seguir todavía algunos recodos, iba a desembocar en los lavaderos de las minas. Agradable debía ser la vista de todos estos raudales que, como otras tantas cintas de plata, culebreaban perdiéndose y volviendo a aparecer en los senos de aquellas montañas tan ásperas, solemnes y silenciosas. Desde las negruzcas y peladas rocas de Ferradillo, que enseñorean a la vez el apacible lago de Carucedo, las montañas y llanura de las minas y los sitios por donde venían aquellos milagrosos canales, debería aparecer este espectáculo en toda la deformidad y grandeza que imprimían a sus escenas y a sus obras las naciones antiguas que abrigaban la esclavitud como un síntoma necesario de vitalidad.

Semejantes empresas, una vez llevadas a cabo, debían agotar al parecer el ánimo y las fuerzas de los mismos señores del mundo, pero la naturaleza les disputaba sus dones con tal tesón, que hubieron de continuar su esfuerzo todavía. E l reducido llano

'va

J :

LEON. Fachada de San Marcos.

m

CANGAS DE ONIS (Asturias). Carrelcra a Panes.

COSTUMBRES Y VIAJES 9^

que se extiende al pie de los montes y donde hoy está asentado el pueblo de Las Médulas es una especie de cuenca circunvalada de montañas y que no ofrecía salida a las aguas que servían para el lavado del mineral. Forzoso fue, por tanto, abrírsela, y la profunda y terrible garganta de Balouta, cortada a pico, como todavía lo publican sus paredes llenas de recortes y esquinas vivas y salientes, vino a coronar sus inmensas obras prepara­torias.

Entonces fue, sin duda, cuando, desembarazados de todos los cuidados preliminares, volvieron sus ojos al objeto de tantos desvelos y emprendieron la explotación de las minas en su acos­tumbrada escala. Los infelices que al morir extenuados de can­sancio podían respirar el aire fresco de las cañadas y mirar por última vez el claro sol de España, sin duda encontraron más triste y estrecho sepulcro en las entrañas de los montes.

Gran parte de las galerías que los taladraban se han hun­dido, pero todavía quedan enteras y prolongadas infinidad de ellas marcadas con el mismo sello. La tierra parece de berme­llón puro, según lo encendido del color y todas las señales son de un criadero abundantísimo de oro.

La última vez que visitamos estos lugares fue en el otoño de 1840. E l guía que debía conducirnos por los enmarañados laberintos subterráneos era un hombre no menos extraño por su traza que por sus discursos. Pasaba ya de los sesenta, era seco, andaba un poco encorvado y en su semblante se traslucía aquella malicia y sutileza que viene a ser la cualidad dominan­te de los aldeanos de este país. Todo su atavío consistía en unos pantalones de lienzo blanco, una chaqueta que llevaba echada por encima de los hombros y un pañuelo rodeado a la cabeza. Iba descalzo y aunque cuando le mirábamos se apoyaba con más fuerza en su palo y deslizaba alguna indirecta sobre el estado de sus pies, el hecho es que con ellos desnudos cami­naba sobre los erizos de las castañas y los garranchos de las malezas como si pisara una mullida alfombra turca. E l equipa­je de su entendimiento no tenía menos de extraño que el de su persona, porque era hombre que, sin duda, con alguna expre­sión que había atrapado al vuelo a las pocas gentes instruidas que han ido a examinar estos parajes y con los consejos y cuen­tos de las viejas había llegado a formar el más descomunal ma­ridaje que imaginar se puede.

Hablaba del emperador Plinio que había tenido su corte en aquellos cotarros y barajaba moros y romanos en la más chis­tosa confusión del mundo. Díjonos su nombre de bautismo, que

8

94 ENRIQUE GÍL Y CARRASCO

a causa de las hazañas y diabluras de su juventud, un digno tío suyo, su protector y maestro, había trocado en el de Ferra-gús, que él, por su parte, con su acostumbrado respeto a la exactitud histórica, había convertido en el de Ferrascús, más sonoro y significativo en su entender. Por muy dado que fuese a los estudios de la Historia, según se dejaba traslucir, algo más aficionado se mostraba a la metalurgia, y sobre hallazgos preciosos y sobre ocasiones de hacerse rico tontamente desapro­vechadas, nos ensartaba a cada parada sendas y curiosas men­tiras.

En compañía de este digno personaje y de algunos amigos y bien provisto de luces y cordeles por si fallaba la ciencia to­pográfica del valeroso Ferrascús, comenzamos a trepar la mon­taña en una hermosa y clara mañana. Poco tardamos en vernos encerrados entre barrancos profundísimos, filanqueados de altas y tajadas murallas de barro colorado, coronadas con remates de caprichosas formas. Aquí se levantaba un castillete de la estre­llada figura moderna, allí una atrevida pirámide redonda, ele­vada y aguda, acullá un torreón arruinado de un alcázar de la Edad Media y algo más lejos grietas y aberturas puntiagudas que se asemejaban a las afiligranadas ventanas de una catedral gótica. La tierra parecía profundamente atormentada, crecían los castaños silvestres en aquellas laderas inaccesibles y apenas se conocía más huella que la de los jabalíes que venían a roer su fruto. Preguntamos a nuestro guía la causa de este fenó­meno y nos ilo explicó tanto más lisa y sencillamente cuanto que no tuvo que implorar la ayuda del emperador Plinio. Las galerías que se han ido hundiendo han ofrecido a los torrentes de invierno un cauce tan estrecho, que, aprisionados en él, han doblado su fuerza y cavado al fin unas cárcavas de extraordi­naria profundidad; pero como las cepas de las bóvedas subte­rráneas quedaban en pie, ha resultado que ganaban en eleva­ción lo que los barrancos en hondura y que, modificados sus restos por los diversos accidentes del hundimiento y luego por el soil, el viento y la lluvia, han llegado a presentar el fantás­tico aspecto que hoy las distingue.

Reconocido de esta suerte el terreno, entramos en las gale­rías que aún se conservan y las examinamos atentamente. Son la mayor parte de gran altura y algunas tienen una forma pun­tiaguda que les da cierto aire de semejanza con las naves de las catedrales góticas. La montaña está surcada y abierta en mil direcciones distintas y estos trabajos guardan cabal consonan­cia de atrevimiento y de grandeza con los que ya conocen los

COSTUMBRES Y VIAJES 95

lectores. Cansados por fin de vagar por aquellos obscuros calle­jones, dirigímonos a una claridad que se advertía en ol fondo de uno. Era una abertura de forma irregular con una mata de roble en su orilla por donde entraba el sol del otoño. E l que iba delante se asomó a la rústica ventana, pero retrocedió sin color y turbado, no sin razón, la verdad, porque había visto a sus plantas el abismo. Era un despeñadero de más de doscien­tos pies perpendicularmente cortado y los castaños del valle parecían albahacas, cabras los bueyes y muchachos los hombres que se ocupaban en recoger la castaña. E l costado del derrum­badero que teníamos enfrente y a pocas varas de distancia se asemejaba al nuestro, pero las lluvias le habían adornado con labores confusas de barro, que parecían unas plantas exóticas incrustadas en él. E n el marco de aquel extraordinario mirador estaban grabados varios nombres, de sujetos conocidos del país y algún otro extranjero, pero casi todos borrados ya. A ins­tancias de Ferrascús pusimos también los nuestros que las llu­vias del invierno siguiente no dejarían de lavar, privándonos así del consuelo de que algún pastor los rayase con su cayado, después de deletrearlos torpemente.

Frustrado así nuestro propósito de encontrar salida por esta parte, tuvimos que deshacer lo andado y buscarla por algunos agujeros prolongados, estrechos y en cuesta que un amigo nues­tro llama con cabal exactitud buzones. Arrastrando como cule­bras salimos uno por uno a ver la luz, pero esta natural satis­facción se enturbió no poco a vista de un sendero de dos pies escasos de anchura, flanqueado de dos precipios semejantes al de la ventana que era preciso atravesar. Atravesámoslo por fin no sin temor de que algún perdiguero de los que llevábamos nos hiciese dar un esguince que pudiera conducirnos al fondo en no muy grandes pedazos y nos sentamos en un ribazo a des­cansar y disfrutar del magnífico panorama que delante de nos­otros se desplegaba.

Teníamos a nuestra derecha la risueña llanura del Bierzo, que, cubierta por una ligera neblina y terminada por una cade­na de azuladas montañas, parecía al primer aspecto el mar con un horizonte de nubes. Observando un poco más, se divisaban sus pueblos y sus ríos, sus praderas y viñedos, sus llanos y co­linas, la explanada del antiguo Belgidum y los conventos de Carracedo y de Cabeza de Alba con sus contornos y perspectiva general extraordinariamente suavizados por aquel transparente vapor que los envolvía. Casi a nuestros pies, el tranquilo lago de Carrucedo parecía un verdadero espejo, pues en sus aguas

ENRIQUE GIL Y CARRASCO

se pintaban, las blandas colinas y encinas viejísimas que lo cer­can, con sus naturales formas y colores, sin que el soplo más fugaz viniese a alterar su esmaltada y reluciente superficie. Y luego, enfrente y como para contrastar con estas escenas tan sosegadas y llenas de quietud, veíamos de perfil y como en esqueleto lias despeñadas cárcavas de las minas, sus tonos cru­dos y ensangrentados, sus senos cuarteados y rotos y las natu­rales fortificaciones de sus picos, que todavía parecen sobrevivir a la ruina universal para abrigo y morada de los espíritus erran­tes de sus antiguos amos, verdadera raza de Nemrod que desafia­ban al tiempo con sus obras y al cielo con sus delitos. Los destrozos causados por la mano de los siglos realzan la escena, y la miseria, soledad y abandono presentes corresponden a la pasada opulencia, animación y vida. Aquel Mario tan grande entre los últimos romanos, sentado en las ruinas de Cartago, se nos vino a la imaginación y el tropel de reflexiones amargas, que siempre inspiran las severas lecciones de la Providencia y del tiempo, nos atajó por muchos minutos el uso de la pa­labra.

Todavía teníamos por ver la ruina llamada de Orellán, por estar abierta en una montaña que domina este pueblo. Echamos a andar por un canal seco que venía por el costado del a cordi­llera y que todavía está a trozos tan entero como el del Man­zanares. Más de medio cuarto de legua caminamos por él no sin admirarnos de su solidez, e, internándonos en un país entera­mente áspero y montaraz, llegamos por fin a la boca de la mina. Desde ella se alcanzaban a ver todavía otros dos o tres cauces de los que traían las aguas de Cabrera, llamados impro­piamente carriles por los naturales, abiertos a diversas alturas y que se perdían en uno de los muros recodos de aquellos ce­rros. Como la entrada de la mina estaba casi del todo obstruida, tuvimos que emplear para introducirnos el mismo medio que habíamos usado para salir de la anterior: es decir, el de arras­trarnos. Encendimos las luces y procedimos a un registro.

De las galerías que se conservan ésta es, con razón, la más famosa por su extraordinaria extensión y anchura. La bóveda es perfectamente semicircular y el piso está formado de una arcilla ligeramente humedecida que proporciona un pavimento cómodo y mullido. Las infinitas gotas de agua filtrada que pendían de la bóveda o asomaban a las paredes, heridas por las luces semejaban una inmensa pedrería compuesta de diamantes, esmeraldas, zafiros y rubíes y la oscilación de las velas y nues­tros continuos movimientos les prestaban unos cambiantes y co-

COSTUMBRES Y VIAJES 97

lores que robaban, la vista. E l aire era grueso y húmedo, la obscuridad semejante a la que nos pinta lord Byron en su poe­ma de Las tinieblas, y el buen Ferrascús, que con su escaso traje blanco y su cuerpo compuesto, al parecer, de raíces, según era de flaco, iba delante a cierta distancia con una vela encen­dida en la mano y envuelto en su moribundo resplandor, pare­cía el alma en pena de algún hambriento esclavo que andaba en busca de las sobras del festín de sus señores. E l buen hombre, que hasta entonces había tenido la prudencia de no mentar fan­tasmas ni apariciones, hablaba entonces de ellas con frecuencia y en el estudiado desprecio con que las trataba y en las brava­tas que vertía mostraba bien a las claras y con gran diversión nuestra que no las llevaba todas consigo. Por nuestra parte, aunque de cierto hubieran salido, acostumbrados a la facha grotesca de nuestro guia, ninguna impresión nos hubieran hecho.

Durante un largo trecho la galería no tiene más que un ramal, pero al fin de éste se encuentra una plazoleta, desde la cual arrancan varios, que luego se subdividen por su parte. Aquí atamos nuestro cordel a un canto grande con suma desaproba­ción de Ferrascús, que llevaba muy a mal la poca fe que ponía­mos en sus protestas y experiencia; pero había entre nosotros quien se acordaba de una aventura sucedida a ciertas personas conocidas del país, que después de andar todo un día perdidas por aquellos laberintos con su guía, sólo debieron su restitución al mundo de los vivos a un pastor que acertó a pasar por un despeñadero al cual daba una abertura de ¡la mina y que según sus instrucciones trajo todo un lugar en su auxilio. La escena nos parecía mejor para contada que no para pasada y por eso fiábamos más del expediente de Ariadna que no de nuestro hombre. Echamos por el ramal de la derecha y después de re­correr muchos subalternos llegamos por fin al que tuerce en dirección a Orellán y que está enteramente inundado. No pudi­mos calcular su extensión, pero nos aseguró nuestro cicerone que se oía desde él el canto de los gallos del pueblo, en cuyo caso deberá ser muy largo. Atajados así en nuestras investiga­ciones, hubimos de volvernos por :los pasos que habíamos traído y ya a la boca de la mina se nos ocurrió experimentar la elas­ticidad del aire con nuestras escopetas. Disparamos, en efecto, varias veces y cada explosión parecía la de una pieza de arti­llería, que perdiéndose y quebrándose a lo lejos por aquellas concavidades, figuraba un sordo temblor de tierra. Salimos en seguida a la luz, que ya teníamos ganas de ver, y después de

98 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

haber comido con apetito bajamos por una senda de cabras que era un zigzag, continuando a la aldea de Las Médulas, que cruzamos de largo en busca de otra mina llamada La Palome­ra, cercana a Salas de la Ribera.

Está abierta en peña viva y ha sido bautizada con el nom­bre que tiene, a causa de la infinidad de palomas que en ella se albergan. Dícese en el país que era de plata, pero como el agua que la encharca llega hasta la entrada misma, nuestras observaciones no fueron de provecho alguno. Sólo vimos y to­mamos un poco de ocre finísimo del que había bastante abun­dancia a orillas del agua. Gerca de La Palomera y en el terrible desfiladero de Balouta hay una gruta llena de bellísimas esta­lactitas que figuran gran porción de musgos y otras plantas petrificadas, teñidas todas de frescos y vivos matices.

Aquí tuvimos el disgusto de separarnos de nuestro buen Fe-rrascús, que nos hacía muchas protestas de agradecimiento por haber provisto a la desnudez de sus pies, aunque no faltaba entre nosotros algún descreído que afirmaba que la perspectiva de la taberna era la que así le desataba la lengua y alegraba el corazón.

Los restos de la población romana han desaparecido ente­ramente y ni aun por tradición se sabe exactamente su sitio, pero además de las obras ya mencionadas, hay vestigios que no se borrarán tan pronto. Los inmensos montones de canto ro­dado que cubren la corta llanura de Las Médulas atestiguan el ahínco y constancia de aquellos trabajos y no menos lio prueban los amontonamientos de tierra hechos cerca de la orilla meri­dional del lago de Carracedo. A poca atención que se ponga, fá­cilmente se conoce que aquella especie de collados no son de formación geológica, sino artificial, porque como las capas no tienen entre sí cohesión natural alguna, las aguas invernizas las han minado fácilmente, separándolas por zanjas profundas que en ninguna de las colinas cercanas se observan.

Con estas señales dejó marcado su tránsito por esta tierra el pueblo rey. E l tiempo ha revestido sus ruinas de su severa y tremenda majestad, y en el día, tan curioso estudio ofrecen al mineralogista y el geólogo como desconocidas y sublimes es­cenas al dibujante. La vista de las minas por detrás tendrá poco semejante en el mundo entero, porque no es fácil reunir todos los accidentes naturales y artificiales que han concurrido a darle su raro aspecto. Por nuestra parte, no hemos leído ni oído cosa igual.

Y ya que la ocasión se brinda tan oportunamente, llamare-

COSTUMBRES Y VIAJES 99

mos sobre este país la atención de ílas infinitas gentes que van a buscar en las entrañas de la tierra el aumento de su fortuna y el ventajoso empleo de sus capitales. Sepan (porque muchos habrá que lo ignoren) que en este país son infinitos los ma­nantiales de aguas minerales, que sólo de las arenas auríferas que el Sil arrastra se alimentan muchísimas personas y que las minas de Las Médulas, de La Chana y La Palomera, abundan­tísimas en sus respectivos metales, están dentro de un radio de una legua. E l sol no sale en Cartagena para ponerse detrás de sierra Almagrera; desde los romanos acá nadie ha escarbado siquiera la superficie de esta tierra: a poco tiempo se encon­trarían obreros en abundancia y jornales baratos y en nuestro entender no tendrían motivos para arrepentirse. Piénsenlo bien y venga a cerciorarse por sus ojos de que cuanto llevamos dicho no es más que una parte de lo que hay y tal vez no la mayor. E l distrito se lo agradecería muchísimo, pues sólo a la sombra de grandes empresas puede remediarse el grave síntoma de pos­tración que le aqueja, la dispersión y subdivisión infinita de los capitales. De esta suerte podrían abrirse los caminos y co­municaciones de que tanta necesidad tiene un país a quien su misma fertilidad ahoga y empobrece y la provincia entera ocu­paría el lugar a que la llama su situación, las propiedades de su suelo y el natural despejo de sus habitantes.

XOTA.—Recientemente se ha formado en el Bierzo una so­ciedad minera, a la cual, sin excepción, todos han prestado su apoyo. La idea no ha podido ser más popular. ¡Ojalá que los resultados correspondan a esta idea tan noble como beneficiosa para el país!

I I I

Las memorias que los bárbaros sucesores de ilos romanos de­jaron en el Bierzo son también numerosas, si bien en su mayor parte se ligan al orden religioso. E l monasterio de Compludo, el primitivo de San Pedro de Montes y el de San Félix Visuniense fueron fundados por San Fructuoso, vástago de la estirpe real de los godos y de otra porción de monumentos de esta clase y de santos que los poblaron e ilustraron con sus virtudes se con­servan recuerdos bastante claros. Pero las devastaciones con­siguientes a la irrupción de los moros, la ausencia de los sacer­dotes y la fuga y espanto de los fieles fueron causa de que viniesen al suelo todas las obras levantadas por la piedad de los

100 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

príncipes y señores godos. Nada de este período se conserva que pudiera suministrarnos alguna luz sobre sus artes y cultura, y a no ser por los instrumentos que en los archivos de la cate­dral de Astorga y de los monasterios restaurados se guardan, ni sospecharíamos quizá su existencia.

Cuando los españoles arrinconados en las montañas del Nor­te volvieron en sí y, despertando el innato valor, fueron recon­quistando con el acero la herencia de sus padres, todo el terri­torio actualmente comprendido en la provincia de León fue el primero tal vez que se arrancó de las manos de los infieles; pero en tan azarosa época era muy común ganar y perder su­cesivamente varias veces una plaza en un breve espacio de tiem­po. En cada una de estas vicisitudes la población o perecía bajo la cuchilla del vencedor o solía en gran parte emigrar cuando las capitulaciones se ajustaban sobre bases más humanas; pero, de todos modos, alternativas tan dolorosas y frecuentes hacían mediar generalmente mucho tiempo entre la reconquista de un territorio y su repoblación. Por todas estas razones, el Bierzo debió de estar mucho tiempo en manos de la soledad y del aban­dono, bastantes de por sí para dar al traste con obras en que probablemente la rudeza de la edificación no había asegurado duración dilatada. Aun recobrada esta tierra y asentado en ella coin alguna solidez el poder de -los cristianos, ocupados los áni­mos exclusivamente por las artes de la guerra, mal podían em­plearse en las que son hijas de la paz y del orden; de manera que hasta los siglos ix y x la arquitectura no comonzó a dar señales de vida.

Nadie duda en el día que sin la providencial organización del catollicismo, el caos de la Edad Media se hubiera prolongado indefinidamente y que en el altar se encendían las luces que iban guiando al mundo por la obstruida senda del progreso. Nadie duda que la unidad teocrática, única posible en aquel re­vuelto orden de cosas, fue el estandarte y la lumbrera del mun­do, pero si alguno hubiera que vacilase todavía -en adoptar semejante opinión (dado que nombre de tal merezca un axioma histórico), fácilmente disiparía toda clase de incertidumbre la vista de este país. Los monasterios fueron los centros de su resurrección moral y material; a su sombra se alzaron los pue­blos, a su impulso se desmontaron los bosques, se abrieron ca­minos, se cruzaron ríos y se animaron los desiertos. Ponferrada se formó en un principio alrededor de un puente fabricado por el obispo Osmundo sobre el Sil en el siglo x y luego llegó a ser población y fortaleza de importancia bajo los templarios. Vil la-

COSTUMBRES Y VIAJES 101

franca nació de una ermita levantada por unos sacerdotes de Cluny que administraban los sacramentos a los infinitos pe­regrinos que iban a Santiago. Carracedo, Vega de Espinareda, San Pedro de Montes, Peñalva y otros pueblos han crecido a la raíz de sus monasterios como otros tantos retoños; y si mon­tañas inaccesibles y valles desiertos abrieron su seno a la cul­tura, si las artes y el saber han derramado sus respladores divi­nos aun en medio de sus obscuras soledades, es porque las Ordenes religiosas desenvolvían ya entonces, aunque imperfec­tamente y atendiendo principalmente al orden moral, las mila­grosas fuerzas hijas del espíritu de asociación..

Del siglo ix hasta el xn datan los monumentos más nota­bles de este país. San Genadio, obispo de Astorga, reedificó a San Pedro de Montes en 895. Salomón, su sucesor, levanto la iglesia de Peñalver por los años de 933. La bailía de los templarios de Ponferrada llegó en el siglo xn a un esplendor extraordinario y en el mismo siglo el rey Alfonso VII y su hermana la infanta doña Sancha fundaron de nuevo y ensancharon el monasterio de Carracedo con su bella iglesia. Las de igual género que se ven en Gorullón, Villafranea y Otero de Ponferrada tienen to­das, sin duda, íla misma fecha. Hablaremos de estos monumen­tos, aunque brevemente, según su orden cronológico.

E l camino que conduce desde Ponferrada a San Pedro de Montes está adornado de todas las bellezas y accidentes graves, terribles y risueños propios de un país montañoso. E l Valdueza o valle de Oza, por cuyo fondo corre este río, presenta desde San Esteban una faja de frondosidad y frescura infinita, pero sumamente estrecha, flanqueada en ambas orillas por dos cor­dilleras que le aprisionan hasta su fin. Las huertas y prados, los frutales y árboles silvestres, los emparrados que a veces ex­tienden sobre el camino su rústico dosel y los pueblecitos que a cada paso se encuentran a la margen de aquel rio tan crista­lino, donde se ven las truchas deslizarse sobre las guijas y ocul­tarse en las raíces de los árboles, entretienen agradablemente al viajero. Pero si por casualidad alza la vista, la estrechura del paisaje le acongoja y conoce que, aunque embalsamado, respira al cabo el aire de una prisión. Afortunadamente, semejante re­flexión rara vez ocurre al que cruza de paso estas honduras, porque son tantas sus gracias y variedad, que la vista se da por satisfecha con tan lindos cuadros.

En el último tercio del valle el camino se aparta de él y sube a la montaña. Allí comienza la soledad con sus peculiares esce­nas y sensaciones. Los ruidos del valle se apagan, desaparecen

102 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

los pájaros de sus jardines, el silencio es el único señor de aque­llos ásperos collados y solamente se percibe confuso y quebrado por los ecos el rumor sordo y monótono del Oza que corre por aquella angostísima garganta a una profundidad tremenda. Cre­cen los matorrales con pujanza y el camino que en las revueltas de los cerros y bajo sus sombras se oculta da al país el aspecto ciego y enmarañado de aquella selva selvaggia ed aspra é forte que Dante encontró en la mitad del camino de su vida. E l valle del Silencio que a la izquierda se extiende, es el único paisaje por donde puede espaciarse la vista del viajero, pero al punto desaparece y los mismos empinados montes y el mismo río con su voz lejana y doliente vuelven a derramar en su alma la ante­rior impresión de melancolía.

Por este desierto a la sazón horrible dirigió sus pasos en el siglo x i i un godo de sangre real en busca de aquella quietud interior que aun en el monasterio de Compludo, fundación suya reciente, huía de su ánimo. Cerca de las fuentes del Oza, en el seno más apartado de aquellas asperezas, en un principio col­gado sobre el río y debajo de un fuerte o castillo romano desti­nado a proteger las lineas de canales que ya dimos a conocer en el artículo anterior, encontró por fin San Fructuoso un para­je acomodado a su intento y allí fundó el monasterio de San Pedro de Montes. Con la irrupción mahometana, abandonado de los fieles, se vino a tierra, y cuando tres siglos después quiso volverlo a su antigua fama y santidad San Genadio, obispo de Astorga, sólo encontró un montón de escombros, zarzas y ma­lezas en el antiguo jardín de la esposa del Señor. Reedificó el convento y la iglesia (4) ; "más con el sudor propio y de sus compañeros que co:n la opresión del pobre", y no contento con esto, levantó más tarde otro mejor y más digno templo.

La elección del sitio no podía ser en verdad más acertada para los pensamientos severos de aquellos anacoretas, y la sen­sación que produjo en nosotros el monasterio con su aldea en una tarde nublada y lluviosa es de aquellas que tarda mucho en borrar la mano del tiempo. A vista de aquellas montañas enriscadas en aquella soledad triste y obscura, donde al ras­garse las nubes del invierno tal vez se mostraron los cielos a los contemplativos monjes en todo su esplendor y majestad, sobran, en verdad, los devaneos mundanos y las frágiles esperanzas te­rrenas.

(4) Testamento de San Genadio.

COSTUMBRES Y VIAJES 103

Aprovechamos lo que nos quedaba de tarde en examinar las cercanías del monasterio y su huerta, que es una verdadera es­calera cultivada, y por último bajamos a la iglesia edificada por San Genadio y bendecida en 919. Es de tres naves y bastante alta y espaciosa, pero tan ruda y tosca en su fábrica, que bien se descubre el atraso del arte. Las naves están compartidas por una -especie de pilares gruesísimos de los cuales arrancan, unos arcos tan tenues y delgados, que más que otra cosa parecen unos puentecillos de madera con dos enormes peñascos por estribos. Ninguna especie de labores adornan sus ventanas y puertas y toda ella es un embrión arquitectónico confuso en que ningún estilo se presenta claro y determinado.

Entre los retablos hay uno pintado con unas tablas pertene­cientes, sin duda, a la escuela alemana, en que resaltan todas las bellezas y defectos propios de sus autores; gran corrección en el dibujo, vivo sentimiento en las cabezas y extraordinaria pro­lijidad y esmero en los pormenores junto con un colorido des­mayado y lánguido, una composición poco hábil, unas formas prolongadas y flacas y un plegar duro y esquinado. E l resto de los altares no sólo es inferior, sino de un gusto detestable y chu-rriguresco. E l convento, asimismo, no ofrece nada notable, por­que el de San Genadio hace tiempo que había venido a tan rui­noso estado que hubieron de levantar los monjes de nuevo.

Bajo su techo hospitálario pasamos la noche y muy de ma­drugada emprendimos nuestra caminata a la ermita de Nuestra Señora de la Aguiana, que si bien muy inmediata a nosotros, apenas habíamos visto despojada de su ropaje de nubes el día anterior a causa de su extrordinaria altura. La atmósfera se había ido despejando después de la tormenta de la noche y un viento del Norte iba barriendo rápidamente sus vapores hacia el Mediodía. E l olor de las jaras y tomillos humedecidos por la lluvia embalsamaba el aire y sus infinitas gotas pendientes de los brezos y relucientes a los primeros rayos del sol fingían por dondequiera aderezos de diamantes y pedrería de formas capri­chosas.

Cuanto tiene de vestido y frondoso eíl paisaje hasta llegar al convento, otro tanto tiene de desnudo y estéril hasta el pico de la Aguiana. Las plantas más crecidas que se encuentran son bre­zos y una especie de retamas espinosas, pem, en cambio, aque­llas laderas son abundantísimas en hierbas medicinales. La su­bida es tan penosa, que cerca de su mitad hubimos de detenernos a tomar aliento al pie de unas altísimas peñas de líneas muy hermosas y agrables tonos. Brotan a su raíz unas fuentes coia

104 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

cuyo jugo se alimenta una pradera en donde paraba un rato la procesión y descansaba la Virgen cuando peregrinaba del mo­nasterio a su santuario. Allí nos sentamos, cuando una perdi­guera nueva que llevábamos, asombradiza a fuer de tal, ladró espantada probablemente de tanto silencio y all punto salió de las rocas otro ladrido distinto, luego otro más apagado, otro más débil después y, por último, uno casi imperceptible. E l animal, encolerizado y asustado a un tiempo, repitió los ladrillos y eran tantos los que devolvían los peñascos que parecían contestación de una numerosa trailla.

Sorprendidos con este fenómeno, acallamos nuestro animal como pudimos y empezamos a gritar palabras de tres o cuatro sílabas, que el eco repetía fielmente. Disparamos, por último, un escopetazo, y la explosión, perdiéndose en aquellas quiebras innumerables y sonoras, parecía una descarga hecha por una extensa línea de infantería detrás del monte. A l estrépito sa­lieron de ellas las águilas y aves de rapiña que las habitan y po­blaron el aire con sus ásperos y desacordes chillidos (5).

Sin ver huella humana ni oír más voz que la de estos pájaros carniceros, continuamos nuestro camino. A medida que subía­mos, el aire se iba haciendo más frío y agudo, de manera que a dos tercios de la altura tuvimos que envolvernos en nuestras capas, sin embargo de ser aquel día el 3 de agosto. Seguía el viento impeliendo las nubes, y la ermita, tan pronto cubierta con ellas como descubierta, parecía una nave combatida de la tempestad. Llegamos, por fin, a la cumbre y las postreras se estrellaron a nuestros pies, envolviéndonos por unos instantes en su manto húmedo. Sólo una que parecía la reina de todas por su majestuoso contorno y su masa blanquecina y densa ve­nía flotando lentamente hacia nosotros, semejante al casco des­arbolado de un navio de nácar. Pasó, por fin, a nuestro lado con extraño ruido y entonces todo quedó sosegado y sereno, presen­tándose a nuestra vista un espectáculo maravilloso. A l principio estuvimos un buen rato como mareados y desorientados de todo punto; pero pasada esta primera impresión de aqueil aire suti­lísimo y ordenadas algún tanto nuestras ideas, pudimos disfru­tar de las escenas que nos rodeaban.

A nuestros pies teníamos el monasterio que acabábamos de

(5) Junto- a Montes nos enseñaron una roca aislada e inaccesible a donde un águila arrebató un niño a vista de su madre y lo devoró con lodo desahogo. Todavía hay testigos oculares de este suceso es­pantoso, y la peña se llama desde entonces la Peña del Aguila.

COSTUMBRES Y VIAJES 108

dejar y el Oza con su despeñado curso, que a un tiempo veíamos nacer y morir en la hermosa vega de Toral de Merayo, por donde va a perderse en el Sil . A nuestra derecha descollaban los picos blancos y altísimos de Peñalva y más allá se extendía un hori­zonte extensísimo, en donde se descubre hasta La Bañeza. A la izquierda de toda la parte de Valdeorras hasta el valle de Mon­terrey, por espacio de muchas leguas. A nuestra espalda, lia Ca­brera agreste, altísima y erizada de montañas. Y a nuestro frente el Bierzo en toda su extensión, desde Villafranca hasta Manza­nal, desde nuestro sitio hasta las montañas de Aneares, con su variada y vistosísima escala, con las cordilleras que lo surcan, los ríos que lo bañan, los castillos que lo decoran, los monas­terios e iglesias que lo santifican, las poblaciones que lo ador­nan, (las arboledas que lo refrescan y los campos, praderas y viñedos que derraman en él sus raudales de abundancia. La ribera de Bembibre se presentaba risueña con su fértil llano de linares y trigo, las graciosas ondulaciones de sus laderas y el convento de la Peña que la enseñorea como una atalaya desde su escarpada altura. Ponferrada, aunque casi la mirábamos a vista de pájaro, ofrecía en un bellísimo escorzo su orgulloso al­cázar templario y el alegre mosaico de sus tejados encarnados y azules. Cacabelos y Carracedo aparecían rodeados de verdes parques a la margen del Cua y el collado del Belgidum, semejan­te a un estrecho terrado, apenas se distinguía. Las orillas de los ríos parecían otras tantas alamedas y frondosos paseos, según las masas de verdura que les sombreaban, y las montañas leja­nas las últimas gradas de aquel soberbio anfiteatro natural. Por desgracia, el lago de Carucedo y los montes y barrancos de Las Médulas se escondían detrás de las obscuras rocas de Ferradillo, pero aun a pesar de estas sensibles faltas, estamos seguros de que será una de lias vistas mejores de la Península.

Desde aquella altura se distingue claramente la extraña fi­gura geológica del Bierzo, pues se ven los tres grandes estanques que en otro tiempo la dividieron y las estrechas gargantas que fueron dando paso a las aguas. Desde allí se divisa también la excelente línea militar con que los romanos ponían a cubierto este rico distrito de las invasiones de los astures y algunos restos de sus trabajos mineros. Desde allí se descubren, por último, los sitios ilustrados por los godos y por los templarios y en me­dio de este círculo de recuerdos, en el centro de todas estas gran­des ruinas, el hombre reconoce por su padre al barro y por su única fortaleza y esperanza al Dios que le animó con su soplo divino. ¡Dichoso aquel que lleva limpias y sin amargos borro-

106 ENÍUQUE GIL Y CARRASCO

nes las páginas del libro de la memoria a semejantes sitios! ¡ Dichoso aquel para quien el porvenir es el crepúscullo de la ma­ñana! ¡Venturoso mil veces, porque la voz de las muertas ale­grías no le murmurará al oído aquellos dolorosísimos versos de un amigo cuya imagen querida jamás se apartará de nuestro corazón.

¡Ay! Aquel que ,vive solo en lo pasado... ¡Ay! El que swi alma nutre en su pesar, las horas que huyeron llamara angustiado, las horas que huyeron y ino tornarán... (6).

Nos habíamos propuesto dirigirnos a Peñalva, siguiendo la ceja de las montañas, pero hubimos de desistir de semejante propósito, no sólo por el frío penetrante que sentíamos a tama­ña elevación, sino porque hubiéramos tenido que emplear cinco horas de camino, que sobre las dos gastadas ya en subir, hubie­ran acabado con nuestras fuerzas. Recogimos, pues, nuestro an­teojo y bajamos de aquella eminencia, cuya altura no pudimos calcular por no llevar barómetro ni instrumento alguno. Deshi­cimos lo andado hasta Montes y cruzando el Oza nos interna­mos en el valle del Silencio, estrecho y escarpado no menos que el que dejábamos, aunque más solitario y silvestre todavía. A su cabecera hay un pequeño altozano con su linda planicie, que, sa­liendo de tan lóbregas angosturas, parece muy iluminado y ale­gre. Tres montañas paralelas, blancas y desnudas, se levantan junto a él y abren paso a otros dos reducidos pero graciosos valles. En vano el corzo buscaría la sombra de los arbustos en sus descarnadas laderas: ni plantas ni yerbas crecen entre sus grietas blanquecinas y sólo en uno de ellos vimos tal cual pie de encina menguado, raquítico y medio seco. Una maldición misteriosa pesa, al parecer, sobre estos picos, calcinados y tras­tornados quizá por algún antiquísimo volcán y condenados a per­petua esterilidad en medio de una naturaleza pomposa y llena de lozanía.

En el seno de estas rocas hay varias cuevas donde San Gena-dio y sus monjes se retiraban por la Cuaresma y Adviento a ha­cer rígida y severa penitencia. Los senderos que a ellas condu­cían se han borrado y apenas las cabras mismas pueden fre­cuentarlos, pero la del santo conserva su camino que la devoción persevera en trillar. Es bastante espaciosa, aunque no ofrece cosa notable de cristalizaciones y estalactitas. En el medio hay una cruz de madera que todavía vimos coronada con una guir-

(6) ESPRONCEDA, El estudiante de Salammica.

CÓSÍUMBfiES Y VIAJES 107

nalda de azucenas puestas por mano de los romeros el día de San Juan. Era, como dejamos dicho, el 3 de agosto, y, sin em­bargo, las flores conservaban algo de su cándida hermosura, debido, sin duda, a la frescura y retiro del sitio.

E l paisaje es tan grave y ascético, que el espíritu reiligioso de aquellos tiempos no podía menos de elegirle para teatro de sus contemplaciones, si alguna vez acertaba a verlo. San Gena-dio, que vivió a últimos del siglo ix y principios del x, lo amó con particular afición y fundó la iglesia de San Andrés, el mo­nasterio de Santiago de Peñalva, otro monasterio llamado sola­mente de Peñalva y un oratorio, además, a Santo Tomé en eil sitio dicho Silencio, como el mismo santo refiere. Probablemente semejantes fábricas no tenían toda la solidez que era de desear, pues en el día nada queda de ellas, si se exceptúan las cuevas que la naturaleza labró por su mano, el nombre del Silencio dado al río, más por las calladas y solemnes escenas que pre­senciaba en su origen que no por su retorcido y despeñado cur­so y, por último, la iglesia levantada por el obispo de Astorga, Salomón, segundo sucesor de San Genadio y su discípulo.

Ocupa ésta, con el actual pueblo, la linda rinconada que hace el valle en su principio. Por fuera nada la recomienda, pues su pórtico está compuesto de una tosca galería cubierta que la ciñe y que desde muchos siglos acá sirve de cementerio. Pero ¡ cuál no debió ser nuestro asombro cuando al abrir las puertas nos encontramos con una entrada de dos arcos de herraduras, con una columna enteramente árabe de mármol en ell centro y otras dos de igual clase y materia empotradas en la pared! E l corte y los dibujos, todo revelaba la mano del artífice infiel. Pasamos adelante y esta idea se arraigó más en nuestro entendimiento. La planta de la iglesia no era cruz griega ni latina: su forma enteramente oval presentaba por ambos extremos una identidad absoluta. Elevábase en el centro una cúpula redonda altísima, todas las aberturas y proyecciones tenían por tipo el arco de herradura; no había capillas ni natural proporción para los al­tares, que de consiguiente parecían miembros mal pegados, si se exceptúan el mayor y el del fondo, en que descansan las ceni­zas de San Genadio, que tienen sus apartamentos respectivos de forma semicircular, y, por último, la luz del templo debía in­troducirse por alguna lucerna de la cúpula, en el día tapiada, pues las ventanas que ahora se la suministran son unos feos agujeros cuadrados abiertos de cualquier modo a trueque de no dejarlo enteramente a obscuras. Todas estas circunstancias po-

108 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

dían cuadrar muy bien a una mezquita mahometana, pero de nin­gún modo a una iglesia de Jesucristo.

Esta fábrica estaba ya concluida en el año de 937, reinando en León Ramiro II; pero del nombre del artífice no ha quedado memoria alguna. De todas maneras, semejante monumento, bello, airoso y construido de materias preciosas, enclavado en las mon­tañas tal vez más salvajes y rudas, pero de seguro las menos frecuentadas de España, es un peregrino hallazgo, una verdadera sorpresa para el viajero. No es éste el lugar propio de ílas muchas reflexiones a que da margen, pero nos contentaremos por ahora con decir que si la historia de los monumentos de un país es la historia de su civilización, su historia, en fin, escritas en las más bellas páginas posibles, muy amargo y desconsolado es ver que se van borrando las más elocuentes sin que haya una mano benéfica que se ocupe en sacarlas a la luz pública.

Sabemos que existe una honrosa excepción de esta regla y no queremos dejar pasar esta ocasión sin que nuestra pluma le haga aquí la misma justicia que nuestra memoria le hizo en las soledades de Peñalva. Hablamos de la España Monumental y Ar­tística, a cuyos redactores y colaboradores prometimos un aviso que de seguro convendría a su honra y tal vez no estaría reñido con sus intereses. Este aviso va ya envuelto en el presente ar­tículo y en los sucesivos se podrá más de manifiesto. Los recuer­dos artísticos que quedan de los siglos medios en toda la pro­vincia de León y muy particularmente en di distrito del Bierzo, merecen la atención de cuantos se interesen en las glorias espa­ñolas. Si su publicación, según parece, aspira a ser eminente­mente nacional, cometería una gran falta de lógica en prescindir de los monumentos de un país que abrigó en su infancia a la nacionalidad española muerta en el Guadalete, y resucitada en las montañas de Asturias y León. Algunos de los colaboradores de esta interesante obra que personailmente nos conoce debe ver que nuestro amor al arte no se mide por la pobreza de nuestros conocimientos y que si escasos como son pueden contribuir al brillo del país en algún modo, siempre los tendrán a su servi­cio. Volvamos ya a nuestro viaje.

E l vicario de Peñalva nos enseñó entre varias reliquias de San Genadio una especie de bolos con que el santo se entretenía en sus horas de recreo, la reja de hierro en que dormía en su cueva y una argolla del mismo metal que sin cesar traía rodea­da al cuerpo: pero lo que más nos llamó la atención fue un cáliz de aqueil tiempo, de extraña y tosca figura, con la patena exac-

*

• CANGAS DE ONIS (Asturias). Puente romana sobre el río Sella.

1 I

COVADONGA (Asturias). Basílica.

COSTUMBRES Y VIAJES l09

lamente ajustada a la boca y que alrededor tiene el nombre del donador.

Como la tarde iba entrando y sobre las tres leguas de per­verso camino que traíamos andadas a pie todavía teníamos que andar otras tantas del mismo modo para llegar a Ponferrada, nos despedimos del buen vicario, dándole gracias por su cordial acogida y bajamos al Valdueza por una senda mala aun para los jabalíes y corzos. La vista de este valle que habíamos cruzado el día antes en una lluviosa y obscura mañana y que ahora des­plegaba todas sus galas y pomposa vegetación a la dorada luz de una tarde clara y serena, nos hizo dar por bien empleadas todas nuestras fatigas. Las casas que entre los árboles se veían parecían otros tantos nidos, el río tenía un murmullo más bulli­cioso y alegre que nunca y los pájaros se despedían de la luz con armoniosos cantares. Por fin, un poco molidos y un mucho satisfechos de nuestra expedición, llegamos a Ponferrada, donde pudimos descansar a nuestro sabor.

I V

Hasta ahora sólo hemos hablado de las iglesias de San Pedro de Montes y Peñalva, que más estrechamente que ningún otro monumento de este país se ligan a la restauración de la Monar­quía, si bien la segunda, como dejamos dicho, apenas puede con­tarse entre los destellos del arte cristiano. Los monumentos que van a ocupar ahora nuestra atención pertenecen a una época en que la arquitectura gozó de robustísima vida y pobló el mun­do de obras marcadas con el sello de una maravillosa y fuerte unidad.

Sabido es que en el siglo x la Lombardía se elevó a un grado de ilustración y poder que con justicia le ha granjeado la admi­ración de los hombres y el aplauso de la Historia. La arquitec­tura que sucedió inmediatamente a la bizantina y se espació por la Europa con prodigiosa rapidez, llevaba su nombre y, sin duda, forma el más ilustre cuartel de su escudo de armas. La rara asociación de los francmagons o albañiles libres, su espíritu sacerdotal, sus numerosas afiliaciones en todos los países, su ciencia y habilidad en la edificación, no podían menos de lograr preponderancia, riqueza y extraordinario influjo en aquella épo­ca ignorante y dislocada, que no presentó, por cierto, corpora­ción más compacta y rigurosamente subordinada y que, por lo mismo, estuviese con mejor título en posesión de los recursos

UO ENRIQUK GIL Y CARRASCO

y medios que ofrece y desenvuelve el espíritu de asociación. Apoyados por un lado en la Iglesia y particularmente en las Or­denes religiosas, en cuyo seno contaban numerosos afiliados y por otro en los reyes, que a porfía les otorgaban privilegios y fran­quicias, por todas partes extendieron su poderío y en todas de­jaron huellas de su ciencia y portentosa organización.

Mal podía librarse de tan universal influencia un país como el Bierzo, asiento de reyes o de personas de la real estirpe, teatro de glorias para el cristianismo por los muchos santos que ilus­tran sus valles y montes, tránsito forzoso para Santiago de Ga­licia, tan frecuentado entonces de toda la Europa, y más en es­pecial de sus potentados, y depósito por fin de los vivos recuer­dos que no dejan de acompañar a un país donde el culto de los mayores se ha restablecido en campos bañados de sangre ene­miga. En el amenísimo pueblo de Gorullón se conservan en muy buen estado dos iglesias con la advocación de San Esteban y San Miguel, que tal vez serán las primeras del género lombardo de las que aún quedan en pie. No hemos tenido el necesario espa­cio para averiguar exactamente su fecha, pero del género ninguna duda nos cabe, así porque reúne todos los caracteres distintivos como porque la ejecución da a entender claramente que el arte distaba todavía de aquella perfección de detalles que en alguna de las iglesias que a poco debieron de seguirlas se advierte. La de San Esteban aventaja a la compañera en regularidad y esme­ro de los pormenores y tiene un sello todavía más pronunciado del carácter y espíritu de las artes en aquella época. Dos esta­tuas vimos en su pórtico que revelan suma antigüedad y, si no fuera por el místico espiritualismo de su expresión, fácil sería tenerlas por dos figuras egipcias, tan flacas y prolongadas son sus formas, tan atormentada su actitud, tan rígido y estirado el dibujo. Quizá más notables son todavía los modillones que sostienen el tejado, extraordinaria serie de figuras, extravagan­tes y caprichosas las más y no muy decente alguna de ellas; muestras claras de aquel eterno simbolismo que en casi todas las iglesias lombardas se nota y que, sin duda, venía a ser el signo y cifra más concreta del espíritu del arte.

Ya hemos dicho que la villa actual de Villafranca se formó poco a poco a la sombra de una iglesia levantada por unos mon­jes de Cluny que administraban los sacramentos a los franceses pobladores del tiempo del rey don Alfonso VI y a los peregrinos de Santiago. E l monasterio de Nuestra Señora de Cluniaco, que vulgarmente vino a llamarse Cruniego, ha desaparecido entera­mente, aunque se conserva memoria suya el año 1247 en Astor-

COSTUMBRES Y VIAJES l'1

ga, pero ha quedado de aquellos tiempos la iglesia de Santiago, monumento, si reducido, no por eso menos esmerado del arte lombardo. Cerca de ella, según tradición recibida, había un pe­queño hospital, donde se asistía y cuidaba a los peregrinos en­fermos y de donde una vez restablecidos y curados salían a re­cibir el pan eucarístico en el cercano templo, entrando por una puerta llamada, sin duda por esto, el arco del Perdón. Mucho tiene de notable este arco, porque si alguno puede marcar el tránsito del género lombardo al gótico, apuntado u ojival, como fuera de España se denomina, éste parece ser el destinado. La iglesia es perfectamente lombarda en su conjunto tanto como en sus pormenores, si se exceptúa la torre, pegote moderno de muy mal gusto y piedra de diverso color; pero el arco de la por­tada, que por su arranque parece encaminarse al semicírculo, remata al cabo en una punta poco airosa, bien distante, por cier­to, de la esbeltez y gallardía de las ventanas que vienen calando casi hasta el suelo los muros laterales de la catedral de León.

No es imposible que esta puerta sea obra posterior, comen­zada y acabada en los primeros albores del gótico y añadida al edificio para solemnizar más el uso a que se la destinaba, pues realmente los dibujos y labores son de un gusto tan prolijo y aun acabado, si se atiende a la época, que apenas dejan que desear. Lástima será, en verdad, que la degradación y deterioro que comienzan a sufrir pasen adelante, sin que el lápiz y el cincel les aseguren vida más duradera. Las demás iglesias de Vil la-franca, incluso la Colegiata, son de fecha reciente y no ofrecen, en nuestro entender, nada notable.

En la margen izquierda del río Cua, poco más abajo de Ca-cabelos y en un sitio fértil, risueño y deleitoso, tal vez en dema­sía para la austeridad y recogimiento de la vida monástica, está asentado el monasterio de Carracedo, el más sobresaliente del Bierzo y que antes de la caída de las Ordenes religiosas gozaba en la de San Bernardo de una consideración y riqueza de primer rango. Cércanle por todas partes praderas y huertas fértilísimas, frondosos arbolados y campos de pan de maíz y de lino, surca­dos por arroyos puros y cristalinos que mantienen en ellos una perpetua verdura. Es allí el cielo tan sereno y claro, tan benigno y templado el aire, tan fecunda la tierra y tan variada la armo­nía de los infinitos pájaros que cantan en sus sotos, que el buen rey don Bermudo 11 el Gotoso, que le fundó en 990, no pudo buscar marco menos a propósito para un cuadro grave y reli­gioso.

Lo que en un principio fuese este monasterio no es fácil ave-

112 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

riguarlo, aunque si se atiende a los tiempos azarosísimos que alcanzó aquel monarca, fácil es conocer que no pasaría de una muy alta esfera. Por entonces, el terrible Almanzor igualó con el suelo la ciudad de León después de una heroica resistencia, extendió su devastación a Astorga y sembró el terror por todas partes. Epoca miserable y desdichada fue aquella entre las más desdichadas que pudo contar la Cruz en su lucha contra la Media Luna. Esto nos hace creer que el nuevo monasterio cre­cería poco, combatido de tantos males y desasosiego y, por otra parte, la circunstancia de no haberse enterrado en él don Ber-mudo a pesar de haberle fundado para su sepultura, nos confir­ma en nuestra opinión. Murió el Gotoso monarca en el Bierzo y descansó una porción de años en Villabuena, residencia en otro tiempo de los Merinos de este país, aldea miserable en el día hasta que más adelante fue trasladado al panteón real de San Isidoro de León,

Dos siglos más tarde, acabadas las turbulencias del reinado de doña Urraca y empuñado el centro de León por su hijo don Alfonso VII, llamado el Emperador, creció este monasterio en riquezas y consideración. La infanta doña Sancha, que con su talento, dulzura y piedad contribuyó tanto al brillo de este glo­rioso reinado, gobernaba el Bierzo por este tiempo como lo acre­ditan numerosas escrituras. Era la época en que San Bernardo, por sus luces, virtudes y elevado carácter, venía a ser el objeto de la veneración de Europa, y como la Borgoña, su patria, éralo, asimismo, de Bamón de Borgoña, primer marido de doña Urraca y padre del rey, mostrábale éste afición y respeto particulares y deseaba honrarle propagando por sus Estados la orden del Cister, de que era el santo principal fundador. Ayudábale su piadosa hermana doña Sancha y nuestro Mariana cita una carta del ilustre abad de Claraval a esta señora. Volvió, pues, los ojos al monasterio de Carracedo y con intento de ensancharle, de acuerdo con el emperador su hermano, trasladó a él el convento de Santa Marina de Valverde, junto a Gorullón, y allí, mudado el hábito negro en blanco, quedaron todos monjes cistercienses.

Al entrar en el monasterio actual, confuso amontonamiento de claustros y paredes blancas sin orden ni unidad alguna, se encuentra a la mano izquierda una torre redonda en su prin­cipio y cuadrada en su remate, que por el color de la piedra parece muy antigua y que flanquea un resto de muro del mismo color y calidad con un rosetón bellamente labrado a los dos ter­cios de su altura. No se sabe qué quiere decir, porque la iglesia, cuya continuación parece ser, tiene forma grecorromana y muy

COSTUMBRES Y VIAJES 113

reciente; pero dentro se aclara el misterio tan pronto como des­agradablemente. Un monje que vivía en el convento como par­ticular después de su extinción y que tuvo la bondad de acompa­ñarnos por aquellos claustros, sólidos, sin duda, pero en que las artes apenas han derramado uno de sus reflejos divinos, con­descendiendo con nuestras instancias, nos llevó a ver la iglesia de doña Sancha. ¿Quiere saber el lector lo que queda de ella? Pues es ni más ni menos que la torre, muro y rosetón que se encuentran al entrar y un poco de las paredes laterales con dos de sus semicirculares ventanas. Más allá se extiende la iglesia nueva, fábrica grecorromana, con sus arcos y pilastras estria­dos, su cenefa alegrita de plantas y lazos por debajo de la cor­nisa y por carácter general una insignificación exquisita si se compara con el aspecto severo que ofrecen los mutilados restos de la iglesia antigua. Es de advertir que la moderna no está más que cubierta y en esqueleto. Asi es que no ha recibido consagra­ción. Entonces no pudimos menos de preguntar al anciano reli­gioso si algún terremoto había echado por tierra el templo de aquella ilustre princesa.

—No, señor—respondió—; la iglesia estaba como hecha de ayer, pero los monjes la tiraron a fines del siglo pasado.

—Quién dice usted, ¿los monjes? —Los monjes, sí, señor—contestó él—; porque como el pres­

biterio era muy reducido no se podía celebrar bien de pontifical y así hubo que tirarla y hacer en su lugar esta otra, que es más bonita y, sobre todo, más moderna.

A tan victoriosa respuesta, ¿qué se había de hacer? Callar, morderse los labios y guardarse las reflexiones para mejor oca­sión. Así, sólo para tener un presbiterio más ancho, se derriba un monumento lombardo que la severidad de las líneas, en lo poco que nos queda, y la delicada crestería del rosetón y ven­tanas, dan a conocer como bellísimo. Triste es el vandalismo de las guerras y revoluciones, pero el que se oculta detrás de las corbatas y hopalandas, es cien veces más odioso y repugnan­te (7). La pérdida de este templo es tanto más sensible, en nues-

(7) La censura es merecida, si la iglesia antigua estaba real­mente como hecha de ayer, cuando la derribaron, cosa en que pudo andar trascordado el monje que lo afirmó, tratándose de anteceden­tes de larga fecha, para erigir un templo más acomodado a las cere­monias del cullo no era preciso destruir el antiguo, tampoco puede asegurarse qué parte de colpa cabría a los monjes en las ofensas al arte en un edificio que habían dejado de habitar nueve años antes

114 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

tro entender, cuanto que sin salir de la índole y carácter de la arquitectura la sazón dominante ofrecía en los detalles un no sé qué de lujo arabesco que debía ser una media tinta de par­ticular efecto.

Preguntamos a nuestro buen cicerone por los restos del ann tiguo convento y supimos que habían corrido la misma fortuna que la iglesia. Por fin, temblando de miedo le hablamos de la habitación de la infanta gobernadora, pero tuvimos el gusto de saber que todavía se conservaba parte de ella y bajamos a un patio desde el cual se veía una fachadita muy graciosa. Una escalera sin barandilla y llena de zarzas, pero de muy suave ac­ceso, guiaba a una especie de galería reducida, pero de labores muy lindas, que servía de vestíbulo a la habitación de la in­fanta. Los arcos y columnas que la sostienen participan tanto de lo gótico como de lo árabe y la puerta está flanqueada de una ventana estrecha y alta, dividida por una columna redonda y de un rosetón pequeño primorosamente trabajado. La habi­tación es un salón cuadrado bastante espacioso, muy alto y sos­tenido por columnas muy delgadas, de donde arrancan arcos apuntados de tan grande sutileza, que sobre cada columna vienen a descansar cuatro. A la derecha de la entrada hay una chimenea enorme; enfrente otro lindo rosetón, en el ciego y a la izquierda una puertecilla que da a una escalera secreta. E l techo es de madera y aunque deshecho en gran parte, todavía da a entender el esmero y coste del artesonado, sobre todo, en una especie de cúpula que se eleva en el centro y en que todavía parecen notar­se algunos preciosos embutidos. E l conjunto es tan proporcio­nado y regular, los arcos y columnas tan esbeltos y airosos, los techos tan bien labrados, las ventanas y puertas de un acabado tan completo y todo ello tan delicado y gallardo, que involun­tariamente trae a la imaginación los buenos restos arquitectó­nicos de los cultos árabes andaluces. Y si con el pensamiento ataviamos este aposento de todas las galas y esplendor que du­rante el ilustre reinado del emperador hicieron declarar al rey

de que lo visitara el ilustre escritor, pero, en todo caso, la censura de éste va más allá de lo justo; hechos excepcionales de esa natu­raleza hijos del error o del mal gusto en uno o varios individuos de una comunidad son ciertamente dolorosos, pero no tan repugnantes como la devastación violenta y calculada, que ha privado a nuestros país de tantas preciosidades artísticas allegadas y conservadas en el transcurso de largos años y en su mayor parte por corporaciones religiosas. (Nota de la edición de 1883.)

COSTUMBRES Y VIAJES 115

Luis de Francia (8) que ni en Europa ni en Asia había visto corte tan lucida como la de León; naturalmente, ocurre la idea de que la habitación de una princesa tan esclarecida debiera merecer respeto y cuidado de los monjes sus favorecidos. No contentos con empotrar en el convento moderno esta hermosa reliquia, privándola asi de una gran parte de sus luces, fueron a destinar­la, ¿a qué dirá el lector piadoso? ¡Ni más ni menos que a pane­ra! He aquí dónde habían venido a parar las tradiciones piado­sas y el recuerdo de una señora que fue el adorno de sus tiempos. He aquí en lo que habían venido a parar el gusto de lo bello y el amor al arte. Porque hay que añadir que sin darse por sa­tisfechos con esta profanación, a la vez histórica y artística, hicieron una escalera que bajaba desde el claustro, de mano de albañil por supuesto y, además, entre las elegantes columnas pusieron alguna división de tabique que mutila horrorosamente el salón.

Fundó también doña Sancha en la feraz ribera de Bembibre, al pie del monte de Arenas, el monasterio de monjas bernardas llamado de San Miguel de las Dueñas. L a situación también es amenísima; pero la vecindad del monte contribuye a darle un aspecto más austero y monacal. La actual fábrica es reciente, pues como en 1550 las inundaciones del Cieza obligasen a las monjas de San Guillermo de Villabuena a dejar sus monasterio, refundióse éste en el de San Miguel. Entonces, con la necesidad de ensancharle, vino, sin duda, al suelo la fábrica antigua, que si atendemos a la muestra de Garracedo, debería tener no poco que le recomendase como parte que era de un espíritu natural­mente elevado.

Algún otro resto queda todavía en el Bierzo del estilo lom­bardo: pero los que llevamos mencionados encierran :1o único notable que ofrece. Gon él murió la arquitectura en este país, pues el género llamado gótico no tiene en él un solo monumento que lo represente y lo perteneciente al estilo grecorromano que se inauguró en la época llamada del Renacimiento no merece elogios ni mención aparte. Trasladada definitivamente a León o Gastilla la residencia de las personas reales y extinguidos por

(8) El rey Luis, considerado el arreo) atuendo y atavío, asi de los grandes como del pueblo, que acudió en tan gran número cuanto en la ciudad real se vio antes..., dijo no haber en Europa ni en Asia visto corte más lucida, ni arreada: en las cuales provincias se ha­llara en el tiempo que fue a la guerra de la Tierra Santa, MARIANA, H i s i o r i a de E s p a ñ a , lib. XI, cap. III.

116 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

otra parte los caballeros templarios, faltóle al arte la vitalidad y energía que encontraba en estos manantiales de ilustración y riqueza y pereció de consunción. Los monumentos posteriores, sin embargo, si no se recomiendan por su mérito arquitectónico, no por eso están perdidos para las artes, pues la mayor parte reúnen accidentes de que un pintor del país pudiera sacar, sin duda, gran partido.

V

No menos notables que las iglesias y monasterios son los restos militares de la Edad Media que se conservan en el Bierzo. E n Ponferrada, en Gorullón, en Bembibre, en el Valcarce y sobre el pueblo de Bío Ferreiros existen en el día otros tantos castillos que si bien desiguales en posición e importancia, no dejan de llamar, sin embargo, la atención del curioso viajero. En todos ellos, la parte interior destinada a vivienda está completamente desmoronada y aun en alguno, como el de Bembibre, tienen las murallas brechas y portillos muy grandes, pero en los demás el esqueleto y las obras puramente militares se mantienen en pie

Si por una de aquellas desgracias que inevitablemente acom­pañan a la guerra no se hubiesen quemado por entero los ar­chivos de Carracedo y del marqués de Villafranca, todavía po­drían reunirse datos muy estimables para ilustrar la historia de la época en que los señores de estas fuerzas desempeñaban importantes papeles en el drama político de la nación, pero en el día es cosa ciertamente difícil rastrear noticias relativas a estos tiempos. Los archivos particulares contienen mucho menos que aquellos grandes depósitos y los de los Ayuntamientos no están mucho mejor surtidos y ordenados: de manera que, por ahora, más partido pueden sacar de estas reliquias los estudios artísticos que no los históricos.

Es tradición válida en el país, que los caballeros templarios levantaron todos los castillos que vemos en el día y a juzgar por la exterioridad no va enteramente descarriada esta opinión, pues todos guardan cierta analogía arquitectónica con el de Ponferrada, que indudablemente perteneció a aquella noble orden tan valerosa como desdichada. Ya quedan señaladas en uno de los anteriores artículos algunas de las huellas que de­jaron en este país vivo testimonio de su piedad, grandeza y po­derío: justo será que hablemos ahora de los restos de sus pompas mundanas y de sus alcázares orgullosos. Las artes y la Historia

COSTUMBRES Y VIAJES 117

descansan con gusto al pie de las ruinas, porque en ellas brota la fuente de una inspiración solemne y triste en su breve com­pendio se amontonan lecciones severas y útiles enseñanzas.

Para que todo lleve el sello de la variedad en este país pin­toresco y rico, hasta las ruinas tienen, por su situación y acci­dentes, un carácter marcado de diversidad. E l castillo de Bem-bibre, por ejemplo, que domina la pequeña villa de este nombre en una colina de suave acceso y pequeña altura y situado a la cabecera de una cuenca amenísima que lleva su nombre, más que otra cosa parece un puesto elegido para descanso de las mar­ciales fatigas. Por la espalda y a su izquierda le cercan las cor­dilleras del puerto de Manzanal y las montañas donde tiene su nacimiento el Boeza. Enfrente y a su derecha se extienden los l i ­nares y praderas del pueblo, limitados por el río y por las vis­tosas eminencias desde donde se divisa Calamocos y otros pueblos de hermosos términos y suave degradación y los campos fértiles y laderas plantadas de viñedo de Almázcara y San Miguel de las Dueñas, que ofrece la masa de su monasterio, en el fondo del valle, como un candado de esta deliciosa cadena. E l aire mi­litar de esta fortaleza guarda perfecta consonancia con el país que la rodea y nada tiene de imponente im de terrible, pero, sin embargo, según hemos oído a una persona bien informada, pre­senció en el siglo xv escenas trágicas y lastimosas en que figura­ron como víctimas dos jóvenes ilustres de la comarca. Actual­mente, sólo conserva algo de sus murallas y los encantos de una situación llena de perspectivas halagüeñas.

E l castillo de Cornatel o Cómatelo parece imaginado para contrastar vivamente con el que acabamos de mencionar. Si­guiendo la orilla izquierda del Sil y atravesando los pueblos de Toral de Merayo, Villalibre, Priaranza y Santalla, el camino tuerce a la izquierda al llegar a éste y el viajero se despide de las frondosas riberas del río para entrar en una garganta angosta a cuya mitad se encuentra una miserable aldea llamada Río Ferreiros. Murmura un riachuelo en el fondo de estos barrancos y por encima de las casas y como corona de una altura peñas­cosa, inaccesible y tajada, asoma sobre el fondo del cielo un lienzo de muralla con almenas que por de pronto suspende y embaraza el ánimo. Desde semejantes honduras no puede gozar la vista el espectáculo de aquel fuerte encubierto por los peñascos, pero a medida que se trepa por la agria cuesta en donde serpea el camino, va cobrando formas regulares y, por último, presenta en los dos lienzos de Mediodía y occidente dos líneas rectas, franqueada la más larga por un torreón cuadrado que ocupa su

] 18 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

centro. E l que desde abajo veía en él un nido de aves de rapiña y no la morada de guerreros, califica su juicio de temerario y hasta penetrar en su recinto no se convence de que el primer pensamiento era el acertado.

Hase borrado todo camino y sólo escalando rocas y abrién­dose paso por medio de matorrales puede tomarse la vuelta del castillo hasta dar con la entrada que está en la parte del norte. Aquí todo muda de aspecto como se cambia a la señal convenida una decoración teatral. Precipicios espantosos erizados de peñas negruzcas y de horrorosa profundidad defienden este costado y el de oriente, rematado por una aguda punta y tal es la escarpa del terreno, que la fortificación pierde toda forma regular y se reduce a seguir las curvas y sinuosidades de aquellos derrumba­deros. Aun en varios parajes no hay más defensa que la natural y el único trabajo del ingeniero se redujo a establecer una línea de continuidad rellenando de muralla tal cual portillo que ofre­cían las rocas y aislaba algunas partes del fuerte. Lo interior corresponde exactamente a este carácter salvaje y bravio y es de lo más rústico y tosco que puede figurarse nadie. Los to­rreones que deberían servir de vivienda a la guarnición, no ma­nifiestan en su construcción primor alguno y aun carecen rela­tivamente de solidez; la plaza de armas ni está nivelada ni nunca lo estuvo según las enormes peñas que asoman la cabeza y final­mente, las escaleras que conducen a la muralla no son sino unas grandes piedras empotradas cm ella y que colocadas en plano in­clinado y sin ninguna trabazón entre si, presentan una subida tan incómoda como difícil.

E l castillo estuvo en otro tiempo reducido a la parte oriental y esta fábrica revela antigüedad notable por su color y„ sobre todo, por sus torreones redondos. Posteriormente se la añadió todo el cuerpo occidental y ésta sin duda debe ser obra de los caballeros templarios, porque materiales, forma cuadrada y gé­nero de su construcción son en todo iguales a los de la fortaleza de Ponferrada.

La posición eminentemente militar para la época en que sólo con flechas se podía ofender de lejos es insostenible enteramente en el día y aun debió de serlo desde el momento en que comen­zaron a usarse los cañones, porque de ambas partes le enseño­rean alturas cercanas. Por lo demás, lo grueso de las murallas por una parte y lo inaccesible del terreno por otra, convertían este alcázar en un punto importante para asegurar las comuni­caciones con Galicia y poner una gran parte del Bierzo a cu­bierto de cualquier repentina embestida.

COSTUMBRES Y VIAJES

La última visita que hicimos a estos parajes fue en el verano de este año. Comenzamos a recorrer la muralla y a disfrutar aquel espectáculo que tan extrañas sensaciones produce bajo el sol ardoroso de julio. A nuestros pies teníamos el miserable lugar de Valdeviejas, empozado en un hoyo reducido y el ria­chuelo que dejamos ya mencionado, cuyos ecos repetidos por las innumerables quiebras de los riscos formaban un clamor sordo monótono y lamentable que llenaba el silencio de aquellas sole­dades. Quisimos asomarnos a la punta oriental del castillo, pero era imposible sostener la vista de aquel abismo que causaba un vértigo tremendo y sólo arrastrando pudimos sacar la cabeza y medir la extensión de aquel despeñadero fatal que erizado de puntas y matas de encina bajaba hasta la orilla del arroyo. A la izquierda, y por la garganta que dejábamos recorrida, se divisa­ba un trozo pintoresco de las riberas del Sil , la mayor parte de las del Cua, las dehesas de Fuentes Nuevas y Camponaraya, los viñedos de Sorribas, el convento de Carracedo y, por último tér­mino, las montañas del Burbia medio borradas por la canícula. A nuestra espalda los pueblos de Lago y Carucedo vislumbraban con sus tejados azules a las márgenes de aquel lago sosegado, transparente y dormido, por cuyas aguas no se deslizaba ningún barquichuelo, ni discurría la más ligera brisa que empañase aquel espejo en que los cielos serenos y diáfanos se miraban. ¡ Contraste peregrino y que más de una vez debió elevar las al­mas de los soldados del Temple, que, semejantes a las águilas, se anidaban en aquellas alturas, como ahora elevaba las nues­tras ! ¡ Escenas elocuentes adornadas de una tristeza santa y au­gusta en que la aridez de lo presente se reverdece con las aguas de la esperanza, a la manera que los lagos, ríos y praderas del Bierzo, vistos en lontananza deliciosa, templaban las agrestes y sombrías escabrosidades de Cornatel.

Antes de dejarlo llamó poderosamente nuestra atención un accidente revestido de un misterio vago y terrorífico. En donde más pendiente está el precipicio se desprende de la muralla una especie de aposento cuadrado sin pavimento alguno y cuyo techo descendía en un plano rapidísimamente inclinado. Una ventana que da al abismo lo alumbra y por mucho que fue el cuidado que pusimos, no pudimos descubrir restos de goznes para las maderas, ni menos agujeros donde encajasen los hierros de al­guna reja. E l destino más natural de este extraño apartamento, parece ser el de prisión; pero, ¿qué significa en tal caso aquella ventana fatal sin defensa ni resguardo alguno? ¿Era para pro­porcionar a la desesperación del preso los medios de intentar

120 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

una fuga, en cuyo término estaba de seguro la muerte, o desde allí se ejecutaban sentencias semejantes a las de la roca Tarpe-ya y la peña de Marios? No es fácil saberlo; pero la tradición del país confirma estas tristes ideas y no hay aldeano que no atribuya tan terrible servicio a la misteriosa ventana.

A l salir buscamos con especial cuidado sobre la puerta el escudo de armas; pero la piedra que debía contenerlo ha sido arrancada, sin duda, por alguno que pensó encontrar detrás un montón de doblas de oro. Comoquiera, su tamaño nos confirmó en la idea de que los templarios debieron ser los fundadores de esta fortaleza, porque lo más que podía caber en tan reducido espacio era su cruz de ocho puntas tan profusamente sembrada en las paredes de la bailía de Ponferrada.

E l castillo, que dominaba el estrecho valle del Valcarce, tiene toda la aspereza y ninguno de los accidentes pintorescos que hermosean el de Cornatel, pero el de Gorullón posee tanto satrac-tivos, ya mirado desde lejos, ya cuando desde él se extiende la vista por los vecinos campos, que verdaderamente es de lamen­tar que nuestros paisistas no hayan sacado partido de su ven­tajosa situación. Gorullón y su término pasan con razón por el terreno más pingüe y feraz del Bierzo, pero el anfiteatro por donde están derramadas sus casas en agraciado desorden, que empieza en las orillas del Burbia y acaba en el castillo de que hablamos, es de lo más variado, frondoso y risueño que la ima­ginación puede concebir. Figúrese, pues, el lector, cuál será la situación de este alcázar, que no sólo domina la fértil y amena pendiente, sino también los prados y sotos de Vilela, los viñedos de Valtuille y Villafranca, el collado del antiguo Belgidum y, a lo lejos, la villa y fortaleza de Ponferrada y los últimos lindes del país. No hay aquí como en Gornatel precipicios horribles, riscos escarpados, ni arbustos silvestres: colinas de declive man­so y suave, huertas de esmerado cultivo, praderías de verdor eterno, sotos de castaños y frutales; las higueras de Ganaán, los olivos de Atenas y las vides de Ghío, forman el marco de este hermoso castillo que sólo a su espalda tiene una cordillera de silvestre aspecto y que en lugar de afear hermosea con su contraposición tan halagüeño paisaje.

Las murallas se conservan en muy buen estado y su seme­janza arquitectónica con las de Ponferrada descubren su origen templario. En una de sus paredes interiores vimos unas armas que no eran las de esta milicia ilustre, pero la yedra, que por varias partes lo envuelve, como una mortaja, cubrirá, sin duda, la cruz del Temple, que no dejaría probablemente de asegurar

COSTUMBRES Y VIAJES 121

por este medio su preponderancia militar en el Bierzo con el establecimiento de un puesto importante que en cierto modo cerraba la entrada de Galicia y dominaba un país rico y abun­dante.

Ya sólo nos queda por describir la fortaleza de Ponferrada, emporio de su grandeza en este país, monumento que aún abora nos habla con su silencio elocuente de las glorias que pasaron y que no ha podido deslucir la mano del tiempo. Está asentado el castillo en una colina situada en la confluencia de los ríos Sil y Boeza y domina todo el Bierzo bajo, dando a la villa que se extiende por el Oriente un aspecto de majestad antigua que en gran manera la realza. E l primero de aquellos ríos lame la falda de la eminencia: enfrente de su puente levadizo se levanta el monte del Jajariel y más allá las sierras de la Aguiana; por el lado de Oriente termina el horizonte el monte de Arenas; un poco hacia el Norte, el castro de Columbrianos y por la parte del Poniente los llanos y a los lejos el arco de las mon­tañas del Burbia y la Somoza. E l castillo en un principio se reducía a los dos torreones que dan a la plaza del pueblo de forma redonda y descomunal altura, pero cuando pasaron a ma­nos del Temple creció sobremanera y adquirió las colosales di­mensiones que aún conserva. Entonces edificaron aquellas ele­gantes agujas coronadas de vistosos chapiteles que sostenían las plataformas, desde donde se defendía la entrada y se echaba el puente levadizo; entonces se labraron las afiligranadas venta­nas de lo interior, se esculpieron los escudos de armas, cruces y misteriosos signos que adornan las paredes y se pintaron de encarnado y oro los aposentos de tan ilustres huéspedes.

E l único blasón que adorna la puerta principal es la cruz de ocho puntas, símbolo de la orden; pero la segunda entrada que cerraba el rastrillo muestra el escudo de armas, abierto por des­gracia en una piedra deleznable y borrado todo él de consiguien­te. De suponer es, sin embargo, que consistiese en los dos caba­lleros montados en un mismo caballo, emblema significativo de la primitiva humildad y pobreza de esta milicia, que más tarde debía comprar los reinos a dinero contante y morir víctima de su opulencia antes que de sus crímenes. Comoquiera, todavía se distingue en el cuartel interior central la indispensable cruz y en la orla superior las primeras palabras de aquel versículo de los salmos, que dice: "Nisi Hominus custodierit civitatem frustra vigilat, qui custodit ean": lema piadoso que revela el espíritu religioso que presidió la formación de esta falange heroica, te­rror del islamismo y brazo derecho de la cristiandad.

122 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

En la gran plaza de Armas, en medio de las dos ventanas primorosas que debían pertenecen a las mejores piezas del cas­tillo, hay otra lápida aislada con los siguientes versículos: "Nisi Dominus edificaverit domum, in vanum laborauerunt qui edifi-cant eam, Dominus mihi castos, et ego disperdam inimicos meos". Nada de singular ofrece esto que tan estrechamente l i ­gado está con el carácter de la asociación, pero en el patio de las principales habitaciones hay una puerta principal coronada por un signo extraño. Redúcese a dos cuadrados perfectos que se intersecan en ángulos completamente iguales y que de un lado flanquea un sol y del otro una estrella. Si algo representa la igual­dad, esta figura debe ser mejor que ninguna otra su emblema; pero, ¿cuál podía ser la igualdad de los caballeros templarios, si no significaba la consagración absoluta a favorecer el creci­miento y gloria de su Orden y el sacrificio de todo impulso in­dividual en provecho suyo? ¿Daban a entender, por ventura, el sol y la estrella que de día y de noche, en sus pensamientos o en sus sueños, estaban obligados a velar por su templo místico y a no dejar apagar su lámpara sagrada? No lo sabemos los profanos, que hemos perdido la clave de su liturgia obscura y el sentido de sus tremendas ceremonias. Amargas en extremo son las re­flexiones que asaltan al ánimo en este lugar de desolación, entre estas ruinas, albergue otro tiempo de la religión y del valor, morada ahora de la soledad y del silencio. ¿Cuáles debieron de ser las de los templarios cuando para no volver atrás besaron estos umbrales? Jerusalén y el Asia toda perdida para siempre, sus hermanos abandonados en Francia por un Papa sin fe, a mer­ced de un verdugo coronado, sediento de sus riquezas y quema­dos en las plazas públicas, la Europa concitada en contra suya y ellos mismos emplazados como reos de nefandos crímenes ante un tribunal eclesiástico. ¿En esto habían venido a parar dos siglos de combates y tanta sangre vertida en la Palestina y en España? Sin duda, con el corazón oprimido volvieron los ojos a su escudo glorioso y con un ahogado suspiro exclamaron en voz baja: "¡Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vela el que la guarda!".

Y el santo de Israel abrió su mano, y los dejó y cayó en despeñadero el carro y el caballo y caballero.

¡Triste destino, por cierto, el de las cosas humanas sujetas a la ley inexorable de la decadencia cuando su objeto se ha cum-

COSTUMBRES Y VIAJES 123

plido! E l templo era el símbolo vivo, ardiente y eterno de la cruzada: para sus guerreros, ni la gloria mundana del soldado, ni el sosiego del monje, sino el sacrificio absoluto. La Euro­pa entera se había afanado por premiarlos y en ciento ochenta años de existencia habían llegado a ser la congregación más rica, temida y poderosa del mundo; pero cuando las voces de Pedro el Ermitaño y de San Bernardo enmudecieron y se aca­baron las Cruzadas y tornaron los Santos Lugares a poder de infieles, los templarios, burlados en su fe, engañados en su es­peranza, despojados de la que miraban como su segunda patria, irritados, opulentos y soberbios, ya nada representaban y la su­presión de su Orden en la Europa fue una medida sumamente política y cuerda. España era la que más se hubiera resentido de ella en su cruzada de siete siglos, si en Castilla no tuviese por compañera de esta ilustre Orden las de la Caballería nacional, Calatrava, Santiago y Alcántara y si en Aragón y Portugal no se hubiesen creado para sucederías las de Montesa y Jesucristo.

Por lo demás, sabido es que en España los templarios al­canzaron en todas partes absolución completa y que no fue po­sible probarles ninguno de los crímenes imputados, que tal vez mancharían a algunos individuos, pero que por respeto a la na­turaleza debemos creer distantes de la Orden.

Extinguida ésta, el castillo de Ponferrada, que Mariana y Sa-lazar (9) mencionan, pasó a poder de don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemus, por merced que en 1340 le hizo el rey don Alonso y lo conservó esta casa hasta 1492 en que de nuevo tornó a la jurisdicción real por excesos y tropelías del conde, que, sin duda, debieron de ser bien grandes, cuando una real cédula de 1510 manda "que los concertadores y escribanos ma­yores de las confirmaciones confirmen los privilegios y merce­des de esta villa, sin embargo de los bullicios y escándalos acae­cidos en ella por el conde Lemus".

De este alcázar tan rico en recuerdos ya sólo se conservan las murallas y obras sólidas, pero aun en una de las paredes se ven los restos de un mosqueado de encarnado y oro que ni el sol ni la lluvia han podido borrar del todo. Aun así, su ex­tensión colosal, su situación aventajada, el Sil que rueda por su pie con sus arenas de oro, el dilatado país que desde sus torreo­nes se enseñorea y que desplega las galas del más extremado y vario panorama y aquella impresión vaga de respeto que cau-

(9) SALAZAR, Reparos histéricos, núm. 252; MARIANA, Historia de España, lib. XV., cap. X,

124 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

san siempre las grandes ruinas, le comunican un encanto irre­sistible y misterioso.

Hemos concluido un desaliñado bosquejo de un país de casi todos desconocido a pesar de sus bellezas, al cual están ligados los recuerdos de nuestra infancia, las puras alegrías del hogar doméstico, las ilusiones generosas de la primera juventud, a vuel­tas de memorias de pesar y de pérdidas dolorosas harto mayores en número. A medida que los pensiles del alma van perdiendo sus hojas y sus flores, sus valles se revisten a nuestros ojos de formas de una hermosura casi mística y los murmullos de sus aguas y arboledas despiertan los ecos adormecidos del corazón con música inefable y melancólica. Acepte, pues, el espíritu de estas soledades, acepten los amigos de nuestra infancia este ho­menaje de afecto desinteresado y puro como la edad en que nació y como las escenas que la han alimentado.

En otro artículo hablaremos de los monumentos notables del resto de la provincia.

V I

La cordillera de montañas que separa el Bierzo de Astorga es árida por demás, ya se tome la vía de Fuencebadón, ya la de Manzanal; pero este puerto, por donde atraviesa la carretera de La Coruña, gracias a motivos tan indecorosos como perjudi­ciales, es el más triste y monótono camino. Siquiera el ramal de Fuencebadón presenta accidentes más pintorescos y variados y el valle, risueño aunque angosto y empozado, de las Tejedas, que se dejan a la izquierda, y el pueblo de Compludo, no menos hondo, que se encuentra a la derecha, compensan, el uno con su frescura y frondosidad y con sus recuerdos el otro (10), el miserable aspecto de los lugares del tránsito. La vertiente orien­tal de las montañas forma contraste por su desnudez con los campos y colinas del Bierzo, pero desde la Cruz de Fierro, punto culminante de aquellas alturas, se disfruta de una vista agra­dable y de un horizonte muy extenso. E l monte Teleno se en­cuentra a la derecha como antemural de la Cabrera: a los dos lados se dibujan valles y laderas de líneas extrañas y vegetación áspera y silvestre y enfrente se dilatan las espaciosas llanuras

(10) El lugar de Compludo es notable no sólo por el monasterio que fundó en él San Fructuoso a mediados del siglo vn, sino también por el Concilio que el rey do-n Ramiro II tuvo en sus cercanías en el año de 946.

COSTUMBRES Y VIAJES 125

de Castilla, donde, como en el mar, el cielo parece juntarse con la tierra. E l país que entonces se cruza es el de los maragatos, cuyos usos, costumbres y traje llenarían un artículo más largo que el presente y del cual es cabeza la ciudad de Astorga, mag­nífica y suntuosa en otro tiempo, lección amarga en nuestros días de la inconstancia humana.

E l terreno que le sirve de asiento es una especie de altozano situado al último declive de la sierra, que por el lado de Medio­día termina un riachuelo llamado Gerga y por el Oriente otro llamado el río Tuerto, un poco más caudaloso. La situación es despejada y sana, pero los contornos desapacibles y áridos.

Plinio llama magnífica a la ciudad de Artoga, cabeza enton­ces de convento jurídico y capital de la provincia denominada Astúrica. No podía ser más justa, en efecto, semejante califica­ción si se atiende a su importancia militar y a los gérmenes de riqueza que debía abrigar entonces. E l itinerario romano la hace centro de tres caminos militares mediterráneos y de otro por la costa, que venían de Braga (Braceara). De ella, a su vez, arran­caban otros itinerarios, dos a Zaragoza y uno a Burdeos. Des­pués de la división de España hecha por Constantino, Astorga tuvo su gobernador distinto del tarraconense, barón consular; y un sinfín de inscripciones descubiertas hace tiempo y las nue­vas que a cada paso se descubren (11) dan a conocer que bien merecía el epíteto con que Plinio acompaña su mención.

Durante la irrupción de los bárbaros sufrió Astorga todas las funestas consecuencias de aquellas guerras de exterminio, pero en el año 456 recibió un golpe del cual, sin duda, jamás volvió a reponerse completamente. E l rey godo Teodorico, que vino con orden y beneplácito del emperador Avito a hacer la guerra al suevo Raciario, quedó vencedor en la sangrienta ba­talla que a orillas del río Orbigo tuvo lugar el día 5 de octu­bre de 456.

Talada Galicia y parte de Lusitania y de vuelta ya para Francia en el año siguiente, se apoderó con fraude de la ciudad de Astorga, y después de pasar a cuchillo la mayor parte de los habitantes y de saquear los templos, se llevó en esclavitud a los que perdonó la espada y entre ellos dos obispos, y cual si no bastase tan tremenda catástrofe, entregó la ciudad a las llamas.

La invasión sarracénica la encontró ya en pie, si no restitui-

(11) Hace tres o cuatro años se han desenterrado una porción de lápidas perfectamente conservadas que se han puesto en la pared del lindo paseo recientemente hecho en la muralla.

10

126 ENtUQÜIÍ GIL Y dARRASnf)

da a su esplendor antiguo, pues según e l T í l d e n s e , las murallas de Toledo, León y Aslorga fueron las únicas que se libertaron de la demolición ordenada por Witiza. De presumir es que se­llase este privilegio con su sangre en su resistencia, pero como­quiera, su cautiverio debió de durar muy poco, cuando ya en el siglo vio la vemos rescatada de manos de los moros y en poder de don Alonso el Católico. Almanzor extendió también hasta ella su terrible expedición; pero sabido es que los árabes no conservaron ninguno de los puntos de que se apoderaron en­tonces en el reino de León.

La antigüedad de la iglesia de Astorga se confunde con la de la religión cristiana, pues según todos los autores, el catálogo de sus obispos asciende a tiempos muy remotos; pero ni de la diligencia del padre Flórez, ni de ninguna otra obra de las que hemos podido haber a las manos, se deduce la fecha de su ca­tedral (12), único monumento que en el día la realza y distin­gue. En una especie de lápida que se encuentra en la parte exterior de uno de los brazos del crucero, a la derecha de su puerta lateral se lee la cifra del siglo xvi, pero si se puede ad­mitir que a esta época pertenezcan las pesadas y poco airosas torres, no sucede lo mismo ni con los arcos y ventanas apun­tadas del interior, ni con las esculturas del coro, ni sobre todo con la pintura históricosagrada de sus vidrieras. Todo esto per­tenece a la arquitectura denominada gótica, si bien nos la pre­senta en un estado tal de rudeza y atraso que difícilmente puede pasar por hija del mismo arte que produjo los milagros de León y Sevilla. Los pilares son gruesos, los arcos carecen de gallar­día, la proporción de las naves laterales no realza la elevación y esbeltez de la principal, ni en el conjunto se advierte aquel carácter de sublimidad religiosa y melancólica que cautiva el alma y embarga los sentidos en las obras maestras del mismo género,

No por eso faltan, sin embargo, primores y grandezas artís­ticas en este templo, pues si su mérito arquitectónico no sufre difíciles parangones, en escultura se aventaja tal vez a todos

(12)) Este esi un punto erobrolladísimo como puede ver cualquie­ra que se tome el trabajo de recorrer el tomo XVI de la España Sa­grada. Lo más cierto parece ser que una porción de obispos la han remendado a sm manera hasta darla el raro y heterogéneo carácter que en el día la distingue. Las infelices esculturas de las puertas principales parecen manifestar que la depravación ha llegado hasta muy cerca de nosotros.

COSTUMORlíS Y VIAJES ^

los de esta parte de España. No hablaremos de las prolijas la­bores de la sillería del coro, ni de los extraños contrastes que ofrecen las extravagancias y caprichos del asidero de sus asien­tos con las figuras graves y aun adustas de los apóstoles y san­tos que llenan sus compartimientos. Por preciosos que sean estos trabajos para la historia del arte, par mucha que sea la luz que sobre su carácter derramen, en otra parte encontramos la es­cultura elevada al más alto grado de perfección que acaso gozó nunca en España.

Don. Antonio Palomino, en su obra sobre los pintores y es­cultores españoles, menciona este retablo y el de las descalzas de la corte como prueba de la gran perfección que en escultura y arquitectura alcanzaba Gaspar Becerra, su esclarecido autor. Sabido es que este gran artista, inflamado en una noble emula­ción al ver las obras de Alonso de Berruguete, partió a Italia deseoso de templar su genio en la misma fragua que él, la escuela del inmortal Miguel Angel. Discípulo1 no sólo de este maestro, sino también del divino Rafael, cuando volvió a España, tal gracia en el dibujo, tan delicado gusto en los contornos y tan sencilla grandeza mostraban sus figuras, que, al decir de un ar­tista de entonces, "quitó a Berruguete gran parte de su gloiria y le imitaron y siguieron su camino los mejores escultores y pin­tores de España" (13).

Tal vez el arquitecto encointraría algo estrecha y apretada la disposición de los tres cuerpos en que está repartido este retablo, adoirnado de columnas dóricas, corintias y compuestas, porque, en realidad, falta la claridad y espacio' necesario, pero el escultor y el pintor poco podrían echar de menos. Invención, dibujo, color, composición, paños, anatomía, todo se encuentra a la vez en este hermoso moinumento. Si se exceptúan algunas figuras que ocupan los intercolumnios, las demás, por lo general, son de relieve, pero todas manifiestan un vigor y expresión admirables. Difícil es imaginar un dolor más vivo y augusto a un tiempo que el de la Virgen en el Descendimiento, ni grupos más hábilmente combi­nados o cabezas mejor modeladas que las de los apóstoles en la Ascensión. En el basamento hay cuatro figuras que representan las Virtudes Teologales y otra que puede muy bien ser el símbolo de la religión, cuyo aspecto exalta el ánimo más frío: tal espiritua­lidad resalta en su expresión y tan apacible y suaves son su acti­tud y sus contornos. La Caridad, en especial, acariciada por unos

(13) FRANCISCO PACHECO, Arte de la pintura, lito. II, cap. V.

1 8 ENRIQUE GIL Y CARttASCO

hermosos niños, a uno de los cuales ofrece el pecho, tiene un baño inexplicable de ternura y afectuosidad. No menos notable es la custodia por sus armoniosas proporciones y por sus medallones esmerados.

Así, en las ropas como en los grupos y en el dibujo ofrece este retablo visible semejanza con los frescos que en los claustros y biblioteca de E l Escorial nos dejó otro discípulo del Bonarrota, Peregrín de Peregrini. Esto, que a falta de otras pruebas más auténticas daría a conocer la clara fuente en que bebió nuestro Becerra sus nobles inspiraciones, debiera excitar mayor atención y diligencia en nuestros artistas para sacar del olvido una obra que, a lo que sepamos, no ha merecido más mención que la su­perficial e incompleta hecha por Ponz en el tomo XI de su Viaje.

No sabemos el tiempo que gastaría Becerra en esta obra; pero es indudable que en 1569 estaba ya concluida, porque entonces se trató y ajustó el dorado y estofado con Jerónimo de Hoyos y Gaspar de Palencia, con asistencia del mismo Becerra. E l coste total de la obra fue enorme para aquellos tiempos, pues ascendió a 30.000 ducados.

A Becerra le hicieron un presente de 3.000 y de un oficio de escribano además beneficiable por 8.000.

En el resto de la iglesia no se encuentra cosa que merezca notarse después de una obra como ésta. Hay, sin embargo, algu­nos retablos que llaman la atención, por ser obra de un canónigo y que, sin duda, gustaría algo más a no ser por el paralelo que forzosamente sufren.

Hay también en Astorga un Seminario Conciliar, que si no merece grandes elogios por su suntuosidad arquitectónica, es de alabar, por lo menos, por su buena situación, su espaciosidad y despejo. No cuenta un siglo de existencia y es obra del obispo Vigi l . A nuestros ojos tiene el encanto de los recuerdos de tiempos mejores que pasaron ya, porque en sus claustros paseábamos a guisa de peripatéticos argumentando a voz en cuello sobre las proposiciones del Guevara y en su refectorio pasábamos los ayu­nos consiguientes así a la mala calidad de las comidas como a la mejor de las travesuras propias de aquellos años dichosos en que los castigos y encienos estaban compensados con tantas y tan alegres escenas.

Frescos están todavía los laureles que Astorga ganó en la gue­rra de la Independencia durante sus gloriosos sitios. Fresca tam­bién en la memoria de muchos de sus habitantes la bizarría de los jefes y de una porción de hombres obscuros que por puro entusiasmo acudieron a la defensa y en cuya constancia se estre-

COSTUMBRES Y VIAJES ]29

liaron las soberbias huestes del gran capitán del siglo. Aportillada la muralla por el lado de la catedral, único donde faltaba el te­rraplén, se sucedieron los asaltos con extremada rapidez y furia; pero la brecha defendida principalmente a bayonetazos permane­ció inaccesible a los franceses, que sufrieron enormes pérdidas. Por último, una muy honrosa capitulación puso la ciudad en sus manos, pero poco tardaron en arrancarla de ellas los mismos que tan a duras penas la habían dejado. Las murallas están llenas todavía de balas y tan quebrantadas y ruinosas quedaron por todas partes, que ya no son más que el esqueleto de una for­tificación, i Mutilaciones honrosas que ensalzan a los pueblos harto más que privilegios y escudos blasonados, que brillan en la noche de los tiempos como otras tantas ráfagas de gloria y nombradla!

E l camino que desde Astorga conduce a León sigue la direc­ción de la antigua calzada romana que iba a dar a Burdeos y en los siglos medios se conoció principalmente con el nombre de camino francés, por ser el que traían los peregrinos que del resto de Europa venían a visitar el sepulcro del Apóstol Santiago. A las dos o tres leguas se encuentra el río Orbigo, famoso en la Historia por más de una batalla y en cuyo puente tuvo lugar el célebre paso honroso de don Suero de Quiñones. Bien merece, por cierto, su ribera que por su posesión se guerrease denodada­mente y no es mucho que el caballeresco Quiñones la eligiese para teatro de sus galantes hazañas, porque difícil será encon­trar en el resto de la Península país más ameno y frondoso. Esto se entiende, por supuesto, de la orilla derecha, pues la izquierda, harto más alta y conocida con el nombre de Páramo, aplicado en todo rigor de justicia a su esterilidad y aridez, dista infinito del país de enfrente denominado la ribera de Orbigo. E l contraste de ambas márgenes contribuye a embellecer la favorecida, pues realmente es deleitable vista la que ofrece aquella interminable faja de praderías y arboledas, que, siguiendo las curvas de la corriente, forma una vistosísima ondulación y alegra el ánimo con los infinitos matices de su verdura y con los no menos va­riados términos y masas de claro obscuro que ofrecen los sotos y vegas que a lo lejos se dilatan. E l curso sosegado y majestuoso del río y su caudal ya respetable acaban de hermosear aquel paisaje, de suyo risueño y pintoresco, a que como otras tantas venas comunican fertilidad y vida las innumerables acequias que surten su aguas. Este país es rico en frutas, maderas, ver­duras, linos y pastos y, por lo mismo, resalta en él un no sé qué

130 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

de desahogo y abundancia desconocido a otros distritos de la provincia.

Más arriba del puente de Orbigo se encuentra el monasterio de Carrizo, situado a la margen derecha en un terreno que par­ticipa de los mismos adornos y regalos que el resto de la ribera. Este monasterio es notable por su iglesia del estilo lombardo, edificada en 1176 y compañera de San Isidoro de León y de otras que en el Bierzo dejamos mencionadas. La poca luz y menos es­pacio que para examinarla tuvimos nos impidió más detenida averiguación, pero la damos lugar en estos apuntes para que otros pueden suplir nuestra falta. Otra cosa observamos digna de atención en la miserable taberna o posada bajo cuyo cobertizo pasamos la noche, y fue una baldosa de fino mosáico que servía de cubierta a un poyo. Preguntamos el nombre del lugar en que la habían encontrado, pero no lo hemos podido conservar en la memoria, cosa sensible en verdad, pues por semejante hilo tal vez pudiera guiarse algún curioso para descubrir algunas ruinas romanas importantes.

Pasado el puente despliega el Páramo sus extensas, peladas y monótonas llanuras, tanto más desagradables al viajero cuanto más halagüeñas eran las imágenes y sensaciones que a su espalda quedan. Sin embargo, por poco anticuario que sea, no dejarán de cautivar su atención los vestigios del pueblo rey que por el camino encuentra, pues se conservan leguas enteras de la admi­rable calzada romana, tan sólidas y duraderas, que más parecen obra de ayer que no de Edades tan remotas. Lo llano del terreno, su elevación sobre el nivel de los ríos y la poca acción consiguien­te de las aguas han mantenido estas reliquias en tan buen estado, que carros y caballerías caminan por ella con gran descanso y co­modidad en invierno, pues se mantienen perfectamente secas en medio de un terreno gredoso que con las lluvias forman incómo­dos y profundos atolladeros. Estos hermosos trozos facilitarán los trabajos de la carretera que debe enlazar a León con Astorga, pues compone, cuando menos, una tercera parte.

E l término de estos áridos campos es el santuario de Nuestra Señora del Camino, de infinita devoción en el país, pero que si a los ojos de la fe posee incomparable mérito, ninguno tiene que le abone en el tribunal del arte. La romería que allí se celebra en lo más ardiente del verano es concurridísima y vistosa en sumo grado por el sinfín de trajes y aposturas, pues los maraga-tos, riberiegos, parameses y montañeses gastan distintos cabos y tienen danzas asimismo diferentes. Sin embargo, mucho debe menguar el regocijo un paraje donde no hay un árbol a cuya

COSTUMBRES Y VIAJES 131

sombra guarecerse de los abrasadores rayos del sol y en que el agua escasea de todo punto.

Al vencer el repecho en que 'está situada la ermita, se pre­senta como en un panorama la ciudad de León en medio de sus verdegueantes parques y praderas y ceñida de sus dos ríos, que orgullosos la abrazan y en medio de los cuales descuellan las torres altísimas de la Catedral y las masas de San Isidoro y San Marcos. De Norte a Oriente corre una hermosa y azulada línea de montañas que termina el horizonte y por los demás puntos se extienden fértiles llanuras y frescos y espesos arbolados. La vista, finalmente, es tan varia y despejada, que el ánimo y los ojos descansan apaciblemente en ella, fatigados de los estériles campos del Páramo.

V i l

Un dicho vulgar hay, que debió ser popular en extremo y que sirve de título a una comedia de nuestro teatro antiguo, a saber:

A España dieron blasón las Asturias y León.

No es lisonja, por cierto, a ninguno de los dos pueblos esta especie de proverbio, pues harto se sabe que su nobleza data de muy antiguo.

León es una ciudad no menos ilustre por sus recuerdos que favorecida por su situación y aunque sus glorias han menguado y su poder está desvanecido, no por eso es menos distinguido el lugar que ocupa en la Historia, ni menos bellos los adornos con que la naturaleza ha engalanado sus alrededores. Su posición comercial y geográfica tiene mucho de aventajada también y los edificios que la ennoblecen son buenas muestras de su pasada grandeza.

La legión llamada VII, Gémina Pía Félix, fundó a León, como lo prueban su nombre latino, que es el mismo de la legión y las muchas y claras inscripciones que después le han descubierto. Eligieron para ello los romanos la especie de península que for­man los ríos Torio y Vernesga, nueve millas distante de la fa­mosa Lancia, última conquista de los romanos por aquellas partes. E l terreno estaba elegido con su tino acostumbrado y la ciudad se edificó con aquel espíritu de grandeza severa y augusta que sellaba todas sus obras. Las riberas de ambos ríos son un continuado vergel, y el golpe de vista que presenta el pueblo, ora

132 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

se le mire desde la Virgen del Camino, ora desde las alturas que dominan el puente del Castro, no puede ser más pintoresco. Hay en las líneas del terreno una suavidad extraordinaria y el verde perpetuo de sus prados, la bella distribución de sus masas de arbolado y la abundancia de arroyos, que, como otras tantas cintas de plata, parecen servir de franjas a aquella inmensa al­fombra, esparcen en la imaginación una especie de contento plácido y sosegado. Por lo demás, una ciudad destinada a plaza de armas contra los belicosos e indomables astures y que venía a ser la llave de su país claro está que debía servir de modelo de fortaleza. Sus murallas eran altísimas y tenían un espesor de veinte pies; las torres, gruesas también en proporción y su al­cázar fuerte en extremo. Dividían el pueblo dos calles terminadas por cuatro puertas de mármoles, que correspondían a los cuatro puntos cardinales y tenían grabados en lápidas los nombres de los principales fundadores. Esta fortaleza de murallas libró a León de los desafueros de los bárbaros hasta el año de 585, en que postrado el poder de los suevos por Leovigildo se halló este rey godo en disposición de sujetarlas con su espada victoriosa. En la invasión árabe cayó en poder de los moros, a pesar de haber conservado sus muros, pero vendió cara su libertad. De todas maneras, el esfuerzo de los restauradores quebrantó bien pronto sus hierros, pues don Alonso I la arrancó del poder de los infieles y poco después vino a ser corte del nuevo reino que llevó su nombre.

No poco enturbió su alegría y empeñó su lustre la invasión del gran Almanzor en el año de 995, en que a orillas del Esla cayó debajo de su cimatarra el ejército de don Bermudo II. La ciudad quedó entonces sin más defensa que el valor de sus habi­tantes y la solidez de sus murallas; pero aun así resistió un año entero al poderío cordobés y al genio' del hombre que le había comunicado su espíritu. Entonces se igualaron con el suelo en su mayor parte las famosas murallas y quedó tal León, que, según la expresión de Ambrosio de Morales, "no parecía ciudad viva, sino cuerpo muerto de ciudad antigua". Por mucho que tenga de exagerado semejante aserto, según con datos irrecusables prueba el Padre Risco en su Historia de León, no es menos cierto que el golpe fue acerbo y que necesitó la nueva era de prosperi­dades que comenzó en el reinado de don Alonso V para que se levantase el estado de grandeza que después alcanzó. Entonces, cual si despertase a nueva y robusta vida del letargo de sus tribu­laciones, resplandecieron en ella nombres que la Historia recor­dará siempre con orgullo. Sampiro, obispo de Astorga, y don

COSTUMBRES Y VIAJES 133

Lucas de Tuy, canónigo de San Isidoro, la ilustraron con las letras. Em ella se crió el Rey Santo, conquistador de Sevilla, y ella también sirvió de cuna a Guzmán el Bueno, a cuyo lado se eclipsan los nombres más famosos de los tiempos antiguos y modernos.

Desde el tiempo de su incorporación a la Corona de Castilla perdió León su influjo y preponderancia en los asuntos de Es­paña, aunque conservó todos sus privilegios y en el día lo único que la recomienda son las reliquias de su grandeza pasada. Entre ellas descuellan San Isidoro, la catedral y San Marcos, de que hablaremos por separado.

Cosa rara es, en verdad, que cada uno de estos edificios con­serve un carácter especial y corresponda a un orden distinto de arquitectura. San Isidoro pertenece al género lombardo, la ca­tedral al gótico y San Marcos al llamado plateresco, de manera que, sin salir de un pueblo, se puede seguir el arte en sus fases diversas por espacio de cuatro o cinco siglos.

San Isidoro es templo ya celebrado en el romance del Cid:

Salió a Misa de parida en San Isidoro de León la noble Jimena Gómez, mujer del Cid Campeador.

Y aunque bien puede decirse que era de los que lo estrenaban, sin embargo, no hay anacronismo, pues su fecha es de 1060. Don Fernando I había entrado a reinar en León por su matrimonio con doña Sancha, hermana de don Bermudo III, y por instancia de esta señora se trasladó desde Sevilla el cuerpo de San Isidoro y fue depositado en la iglesia de San Juan, pero como esta iglesia era de barro y fábrica tan tosca como pobre, mandaron los reyes labrar una nueva, en que pudiesen acomodar más dignamente las reliquias del santo doctor, y ésta es la que conocemos con el nombre de San Isidoro.

Reinaba en aquel tiempo en toda Europa el estilo lombardo y esta iglesia es un ejemplar muy puro y acabado, pues aunque la parte correspondiente a la capilla mayor desdice extraordina­riamente del resto, debe saberse que es obra muy posterior, hecha durante el siglo xvi en remplazo de la primitiva derribada con este objeto. E l arquitecto se llamaba Pedro de Dios, varón pia­doso y amado de todos, cuyo sepulcro se ve en la misma iglesia.

134 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

Encima de su portada está el santo caballero en su caballo, blan­cos entrambos como una paloma, merced a las varias capas de yeso de distinta fecha, que los embadurnan, pero las artes pierden poco, porque jinete y bruto son de bien escaso mérito. Debajo de ellos y ya más cerca del arco hay unos relieves extraños, cuyo sentido no acertamos a descifrar: son unos hombres montados en unos animales, cuya especie no deja conocer bien la suma incorrección y tosquedad del dibujo y que flechan sus arcos hacia el aire. Los capiteles de las columnas, que sostienen el arco de la puerta, muestran también otras figuras igualmente simbó­licas, pero dibujadas y labradas con mucho mayor esmero y pro­lijidad. A un lado hay un grupo que debe de representar los pecados capitales, entre los cuales figura la lujuria con una feal­dad que hace perder el mérito de huirla y del otro se ven plan­tas y frutos hechos con grande delicadeza.

E l interior de la iglesia, como el de la mayor parte de las de este género, es sencillo, adusto y severo. Los capiteles de sus pi­lares tienen también figuras de hombres y animales y el arco que separa el crucero de la iglesia es dentado. E l templo está com­partido en tres naves y aunque los colores de que lo han pin­tado, que son encarnado y blanco, disminuyen extraordinaria­mente su recogimiento y religiosidad, todavía produce una impresión seria y grave. En los altares hay poco de notable, pero algunos cuadros de mérito adornan las paredes de la sacristía, entre los cuales los hay que pasan por de Guido Reni, pero la mala luz a que los vimos nos impidió averiguar más detenida­mente su estilo.

A los pies de la iglesia está el famoso y antiguo panteón de los reyes de León, que durante la guerra de la Independencia sufrió un destrozo grande de parte de los franceses. Restituida la paz a España, los canónigos regulares de esta iglesia reco­gieron los cuerpos y ordenaron algún tanto las urnas, que anda­ban por el suelo privadas de la veneración debida a tan ilustres cenizas. E l panteón es una capilla destinada a Santa Catalina, donde están enterradas la mayor parte de las personas reales de León hasta que se unió a la Corona de Castilla. Allí yacen doña Urraca y su hijo el emperador don Fernando I y su cuñado Bermudo II, que murió a manos de las gentes de aquél en la batalla de Tamarón. Entre los epitafios hay algunos que llaman la atención. He aquí el de la infanta doña Elvira, hija del rey Fernando:

COSTUMBRES Y VIAJES 135

"Vis fidei, decus Hesperiae templum pietatis, Vistas justifiae sidas honor paíriae

te taa mors rapu.it, spes misseros latait."

No sabemos qué suerte habrá cabido eu las vicisitudes de que el país ha sido teatro desde principio del siglo a los pre­ciosos índices góticos que existían en la biblioteca de este mo­nasterio, si bien es de presumir que el celo de su venerable comunidad los haya puesto al abrigo de todo trastorno. Entre ellos existía una historia antiquísima del Cid, con este título: Incipiunt gesta Rodericí Campi docti. E l padre Risco da una ligera idea en el tomo primero de su Historia de León al hablar del rey don Alonso VI, y en el tomo II revela el propósito que había formado de publicarla en el año de 1792. A l cabo no llegó a ponerlo por obra, pues de otro modo no hubieran dejado de decirlo los laboriosos traductores del Boultervek en la erudi­ta noticia que acerca de este códice insertan en el tomo L De todas maneras, debemos recomendar mucho este libro a la Aca­demia de la Historia, porque, según su fecha, anterior a la conquista de Valencia por don Jaime, de esperar es que ayude infinito a la sana crítica en la tarea de desembrollar aquellos hechos tan obscuros como poéticos.

Una regalía posee este convento que le da extraordinaria ale­gría y desahogo, y es el paseo que proporciona el lienzo de la muralla que corre detrás del edificio y cerrado por ambas par­tes; solo a los canónigos está abierto. E l paisaje que allí se descubre es amenísimo y agraciado en extremo. E l Vernesga se desliza al píe del pueblo de Trobajo y algún otro que descuella sobre los interminables linares, prados y sotos de la ribera. A la derecha, el convento de San Marcos, asentado a la orilla opuesta del río, enseñorea su puente y se levanta con la labrada colum­nata de su primorosa fachada, como un pórtico magnífico por donde se entra a aquella ciudad tan nombrada en nuestra his­toria. Por detrás de su mole asoman las primeras cordilleras de Asturias sus peladas crestas y en el resto del país por donde la vista se extiende se encuentra una naturaleza fresca y lozana y un cielo despejado y espacioso.

Pero las bellezas y primores que realzan este edificio son apenas sombras y reflejo apagado de las grandezas de la cate­dral, verdadera joya de la ciudad y de toda la provincia. La memoria de este templo asciende a los primeros tiempos de la

136 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

restauración de la monarquía goda, pues sabido es que a media­dos del siglo x dedicó don Ordoño II a Santa María de Regla un edificio antiguo, que los romanos habían destinado a termas y que, de suyo, compartido en tres divisiones o naves, se acomo­daba muy bien a los usos del culto cristiano. Esta iglesia perse­veró aun después de la invasión de Almanzor, pues en ella se coronó al rey don Alonso V a los pocos años y aún los menosca­bos y deterioros que sufrió a causa de lo azaroso de los tiempos encontraron un celoso reparador en el obispo don Pelayo, que ocupaba la sede episcopal en 1073. Así es que, hablando este prelado en su testamento de la catedral, la llama maravillosa, y como no parecía probable que un edificio tan bien conservado se demoliese, de aquí dedujeron varios que el actual era el mis­mo que don Ordoño dedicó a esta señora.

E l poco cimiento de semejante opinión se da a conocer con el expreso testimonio del Tudense, que atribuye a don Manrique, obispo de León, a últimos del siglo xn, la fundación de esta catedral y, además, con otra porción de documentos históricos que, con su laudable puntualidad y diligencia, cita el padre Ris­co, de los cuales se deduce que todavía duraba su fábrica a prin­cipios del siglo xiv. De todas maneras, semejantes discusiones sólo prueban una muy triste cosa, a saber: que los conocimien­tos artísticos distaban infinito, aun de los hombres más instrui­dos y laboriosos; pero es cosa, en verdad maravillosa, que ni aun al historiador de León, que escribía a últimos del siglo pa­sado, se le ocurriese un simple cotejo arquitectónico de la cate­dral, no ya como lo poco que pudiera quedar de los rudos edi­ficios del siglo x, sino con los mismos primores del arte lom­bardo. Este era, sin duda, el argumento más poderoso que podía usarse en semejante discusión, pues bastaba para fijar los he­chos de un modo incontrastable.

Cuando se echaron los cimientos del nuevo edificio levantado en el mismo lugar que ocupaba el antiguo, amanecía para Es­paña aquel largo día de prosperidades y gloria que anunciaba el matrimonio de doña Berenguela con el rey don Alonso, el prelado de León, vástago de la esclarecida casa de los Lara; era de aquellos hombres que miran como vinculados a un apellido ilustre la necesidad de acometer grandes empresas: el arte gó­tico que entonces florecía en todo su esplendor encontró en León vivo y despierto el entusiasmo religioso: i qué mucho, pues, que de tan venturoso concurso de circunstancias naciese una obra que ha maravillado las pasadas generaciones, que sorprende a la presente y pasmará a las venideras!

COSTUMBRES Y VIA.IÉS

La fachada oriental de este templo, que compone su ábside, debe de ser la primera que se levantó, no sólo porque tal solía ser la costumbre, sino porque su visible unidad y armonía da bien a conocer que un solo pensamiento presidió a su edifica­ción. Difícil es imaginarse líneas más puras, mayor esbeltez, distribución más acertada, n i mejor efecto. La labor de las ba­randillas y de los capitales y estribos es de un gusto extremado, así por el dibujo como por la ejecución y consonancia perfecta que guarda con las demás partes. Finalmente, por este lado es por donde más hermosa se encuentra la catedral.

La fachada principal es imponente, con sus dos altísimas y elegantes torres, pero ya se encuentran diferentes estilos y ca­pas arquitectónicas, si así puede decirse, pues si bien los mag­níficos arcos apuntados de la portada y la torre de la izquierda pertenecen a un gótico sin mezcla, la parte superior del cuerpo que media entre las dos torres y la de la derecha pertenecen a otra época más turbia y alterada. Esta, sin embargo, es cala­da en su último cuerpo y sus labores manifiestan tanta delica­deza como atrevimiento. Referir ahora la infinidad de relieves y entabladuras de los arcos que sirven de portada sería cosa que alargaría este artículo más de lo que nos hemos propuesto y más tal vez de lo que consentiría la paciencia de nuestros lec­tores. No podemos dejar de decir, con todo, que en medio de la dureza del dibujo, la flaqueza y sequedad de las formas, la angulosidad del plegar y el desbarajuste de la composición, re­sulta una espiritualidad tan desnuda y enérgica y produce una impresión tan religiosa y austera, que involuntariamente se pre­sentan a la imaginación las terribles creaciones de Dante. Los pasajes representados pertenecen, como es de suponer, a la His­toria Sagrada: hay ángeles de luz y de tinieblas, predestinados y condenados, los tormentos del infierno y los deleites inefables del Paraíso. Varias visiones del Apocalipsis están copiadas con poca gracia y belleza, ciertamente, pero con un sentimiento ín­timo y profundo del asunto y con rasgos de verdadera grandeza. Esta es una página de muy subido precio en la historia del arte.

La fachada del Mediodía, aunque en su parte más elevada se inclina al género plateresco, es, sin embargo, muy agraciada, así en sus pormenores como en su conjunto; pero la del Norte', junto con el claustro a que corresponde, es de un gusto depra­vado. Tanto la especie de triángulo que cierra el brazo del cru­cero que da a esa parte como los obeliscos y capiteles en forma de tiestos que desfiguran los botareles, son hermanos de los bastardos arcos apuntados del claustro y, como ellos, pertene-

138 ENRIQUIÍ GIL Y CARRASCO

cientcs a época muy cercana. Probable es que al construirse éste se añadieron al noble edificio semejantes adornos, que asi le sientan como otras tantas verrugas en el semblante de una mu­jer hermosa.

Por dondequiera que se entre en el templo hay que bajar al­gunos escalones. Entonces se ofrece a los ojos y al espíritu una escena de tan misteriosa índole, que difícilmente se podrá ex­plicar nunca cumplidamente. Aquellos delgados manojos de co­lumnas que suben a perderse en las altísimas bóvedas y forman aquellas naves tan graves y silenciosas, aquellas rasgadas, airo­sas y frágiles vidrieras pintadas de colores más vivos que los que ostenta el más rico jardín en las templadas mañanas de mayo, las santas historias que representan la quebrada y vaga luz que envían y el recogimiento solemne y profundo que reina alrededor, borran los contornos de los intereses e imágenes mun­danas, despiertan la parte más noble de nuestro ser, la despren­den del barro que la aprisiona y cercan el alma de una tristeza piadosa y santa y de un sentimiento de resignación apacible y melancólica. E l hombre se siente débil y desamparado en aquella mansión del espíritu divino y sus pensamientos se ele­van espontáneamente y sin esfuerzo alguno a un mundo mejor, donde lejos del egoísmo y de la vanidad, el desinterés encontra­rá su galardón y el amor su premio. Místico concierto de voces espirituales que debajo de aquellas bóvedas augustas se elevan como los trinos de los pájaros, cuando saludan la vanidad de la primavera o cantan las últimas hojas que vuelan con las brisas del otoño.

No se crea que los hombres de temple poético y de imagina­ción viva son los únicos que sienten despertarse semejantes emociones en el fondo de su corazón, porque es una especie de fascinación de que sólo se libertan las organizaciones incom­pletas y mancas y nadie hay que no sienta siquiera en embrión confuso estos rasos y encontrados afectos. Aun disipado este primer celaje y cuando la reflexión y el examen recobran el triste imperio que sobre nosotros ejercen, las impresiones pro­ducidas ganan en fondo lo que pierden en superficie, porque la estructura del templo, su perfecta consonancia con su objeto, la armonía de los pormenores con el conjunto son tales, que así sufren el análisis como despiertan el entusiasmo. Las naves late­rales están ideadas con tan buena traza, que su pequeña, y con todo proporcionada elevación, realza la atrevida y gallarda de la mayor; y corriendo alrededor del templo ciñen y aislan el coro y el retablo mayor. Por esta especie de ronda guarnecida de

tlOSTUMHRES Y VIAjfiS toS

capillas, que no ofrecen nada de curioso a los ojos del artista, discurren con gran lucimiento las procesiones interiores, y en las grandes solemnidades, cuando se abren las puertas del tras-coro, la nave mayor ofrece desde la entrada de la iglesia una magnifica galería, que comienza en la portada exterior y atra­vesando el coro remata en el presbiterio. Estas puertas del tras-coro tienen unos relieves de época moderna, en que (con perdón sea dioho de Ponz) aplaudimos la composición y las ropas, pero no el dibujo musculoso y atlético de aquellas mujeres, que por sus miembros más parecen gañanes. Con el coro sucedió lo con­trario, pues no le cayó en gracia al ilustre académico y a nos­otros nos parece admirable. Probablemente es que si este señor no hubiese visto León con tanta prisa y precipitación que el título que mejor convenía a su carta era León al vuelo, hubiese hablado con más asiento y despacio de este pueblo y, sobre todo, de su catedral. Verdad es que el que buscase en los relieves que adornan la sillería del coro un conocimiento profundo de ana­tomía y el plegar de las estatuas griegas, no podía encontrarlo; pero a falta de hermosura encontraría gran verdad relativa y ya que no gracia y suavidad, podría notar severidad y fuerza. Exigir la corrección y belleza de la antigüdad clásica a las artes de estos tiempos equivaldría a tachar de ignorantes a los geógrafos, que dos o tres siglos antes que Colón no contaban con las Indias. Por lo demás, este coro, además de estar labrado con una pro­lijidad y paciencia incansable, revela el doble carácter y espíritu de libertad que en aquel tiempo dominaban el arte, porque cuan­to tienen de graves y adustos los santos que adornan la parte superior de las sillas, otro tanto tienen de risibles, extravagantes y satíricos los grupos y figuras que sirven de asidero a los asien­tos. En uno, una monja con un jarro en la mano apura vina escudilla con tal ansia y vicio que provoca a risa. Un poco más allá, un fraile de carota abultada y necia se golpea la cabeza con otra escudilla vacía con chistosa expresión de despecho. En otro asiento, un cerdo muy grave y aseñorado está tocando la gaita y no muy lejos un pobre gato espeluznado y todo aturdido forcejea por arrancarse un puchero, en cuya boca harto estre­cha metió sin reparar el goloso hocico. Toda la sillería está por este estilo adornada y sería nunca acabar apuntar uno por uno sus caprichos.

E l crucero está desfigurado no sólo por la desigualdad de los rosetones que terminan sus brazos, sino por la cúpula pobrí-sima y ridicula que le corona, totalmente ajena o, por mejor decir, contraria al plan del edificio. Desde las torres se ven los

14Ó ENRIQUE GIL Y CARRASCO

arranques o estribos sobre que debía descansar esta parte y que prometían un remate esbelto y ligerísimo y desde allí se ve también que el arquitecto de buen gusto que ideó la moderna cú­pula sólo alcanzó a hacer la cubierta de una empanada.

E l zócalo del altar mayor no está mal ideado y es, además, de aquel mármol rico y vistoso que en tanta abundancia dan las sierras cercanas; pero en el resto manifiesta un gusto churri-guresco tan exquisito y aun exagerado, que cuanto dice Ponz lo merece y aun algún ribete más, si se exceptúa aquello de la Cena, que no es sino la Asunción. La sacristía es indigna, cier­tamente, de esta suntuosa iglesia, pues más que otra cosa parece u:n aposento subalterno dedicado a un uso menos santo, pero en sus paredes hay dos cuadros que llaman la atención. Uno de ellos, atribuido al Gorreggio, es un retrato lleno de fuerza y ener­gía y tan acabado en el dibujo, que seguramente no parece in­digno de tan gran maestro. E l otro que representa la comida en el castillo de Emaús, donde los discípulos reconocieron al Sal­vador en el partir del pan, es notable no sólo por la buena com­posición, sino por el colorido y más especialmente aún por el raro efecto y atrevimiento de su claro obscuro. No acertamos a quién pudiera pertenecer, aunque nos inclinamos a tenerle por de origen flamenco. Fuera de ellos nada hay que notar, pues las dos copias que cita Ponz, del Juicio Final una y otra de la Virgen del Pez, son despiadadas caricaturas de estos dos famo­sísimos modelos.

Del claustro ya dejamos dicho cuán desgraciada es su parte moderna, pero el lienzo interior, que corresponde a la época de lo mejor de la catedral, está lleno de sepulcros y pequeños re­tablos hechos con gran sentimiento y muy hermosos y puros en sus líneas. También en él se ven infinitos caprichos semejantes a los del coro.

Tiene la catedral diveros pasadizos y corredores interiores, que en algunas partes dan a lo interior del templo, cuyo aspecto varía extraordinariamente mirado desde lo alto. Las torres son desiguales en su estrechura, aunque ambas de extraordinaria elevación, y la traza exterior de la gran mole registrada desde allí tiene cierta semejanza con el esqueleto de un animal in­menso, cuyo espinazo y costillas forman el cuerpo de la iglesia y los botareles o estribos. Entonces se concibe cómo pueden com­binarse aquella delgadez de paredes tan extraordinaria, que con mayor exactitud pudieran llamarse tabiques de piedra, con la pasmosa solidez que las mantiene en pie hace más de cuatro siglos y cuya duración no es fácil prever a poco cuidado que en

COSTUMBRES Y VIAJES 141

su conservación se ponga. E l mecanismo de la presión lateral, que forma el aipia de la arquitectura gótica y explica su gran­deza y audacia, resalta de tal modo en esta iglesia, que aun los ojos menos perspicaces lo comprenden. Sólo de esta manera se comprende cómo sobre pie y medio de grueso en el arranque pueda levantarse un muro hasta la altura de ciento veinticinco y rematar en uno solo de espesor.

La elevación de las torres es tal, que sólo los muy acostum­brados dejan de experimentar algún vértigo al acercarse a la barandilla; pero como desde allí se dominan a un tiempo la ciudad y sus alrededores, se disfruta un espectáculo muy vis­toso. E l pueblo aparece en un escorzo raro que lo achica y mer­ma, pero la campiña gana infinito registrada desde aquella al­tura. Los ríos extienden por ambos lados de la ciudad sus amenísimas riberas, pobladas de huertas, prados y sotos, y re­lucen como una lámina de plata en su sosegado y apacible curso, que se pierde entre Poniente y Mediodía. Un ramal de las ribe­ras asturianas limita el paisaje por el lado de Oriente y muy a lo lejos la cordillera de Fuencebadón que corre por la parte del Norte hacia el Ocaso y el monte Teleno se confunden entre las brumas del horizonte. E l paisaje es de extradordinaria seve­ridad, alegría y despejo y sus términos accidentes cuadran muy bien a su extensión y figura general.

V I I I

Entre las noticias de León que trae Ponz en su Viaje, la más completa, puntual y exacta es la del convento de San Mar­cos, si bien toda ella se debe a un erudito caballero y al viajador artístico no le cupo más trabajo que el de insertarla en su co­lección. Como quiera que sea, los amantes de las artes encon­trarán en ella datos muy estimables y los que deseen mayor loor podrán acudir a un artículo que se publicó en el Semanario Pintoresco de 1839, página 177 (14).

(14) El artículo citado por el autor es tamibién suyo, y no hemos creído conveniente reproducirlo en esta sección porque nada inte­resante se sigue en él por lo que toca a San Marcos de León como monumentio artístico que no se encuentra en éste ya en el cuerpo, ya en las notas: por lo que ataña a su historia, bastante conocida, pues está en parte relacionada con la de la Orden de Santiago, el autor añade, calificándola de digresión, una reseña de lo que era un

142 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

Cuando se fundó la orden de Santiago por los años de 1168, era San Marcos un hospital destinado al amparo de los pere­grinos que iban a adorar el cuerpo del apóstol en Galicia. De­seoso el obispo don Juan Albertino de condecorar la ciudad de León con la nueva milicia, lo ofreció a don Suero Rodríguez, uno de los primeros caballeros, para que se estableciese en él aquella ilustre caballería. Administrólo don Suero hasta que fue elegido prior el insigne don Pedro Fernández de Fuenteencala-da, primer maestre de la Orden, y desde entonces creció en r i ­queza, esplendor y preponderancia, en términos de ser cabeza de la Orden, por lo menos en el reino de León.

Este edificio, sin embargo, estaba tan ruinoso y maltratado a principios del siglo xvi, que el rey don Fernando el Católico mandó reedificarlo en cédula de 1514. Dominaba entonces el género plateresco y el arquitecto que desde luego dirigió la obra fue, según parece probable, el famoso Juan de Badajoz, autor del precioso claustro del monasterio benedictino de San Zoilo de Carrión, tan alabado de todo el mundo. Era el tal, arquitecto de la iglesia de León en 1537, época en que se acabó este claus­tro y asimismo la mayor parte de la fachada principal de San Marcos, según consta de las memorias de esta casa, que la dan por concluida en tiempo de don Hernando Villares, prior en el citado año. Existe, además, una prueba incontestable en el le­trero que está sobre la puerta de la sacristía en la parte interior y dice: "Perfectum hoc opus est Dominio Bernardina priore ac loanne Badajoz artífice, Í5 í9" .

Casa destinada a principal asiento de una Orden tan noble y poderosa y ejecutada bajo la dirección de semejante artista, claro está que había de ser un modelo de primor y de elegancia. Es difícil imaginar, en verdad, adornos más exquisitos que los de la fachada principal en la parte que corre desde la puerta hasta la iglesia: tanto los medallones del zócalo, que representan los maestres y principales caballeros de la Orden como los gru­tescos de las pilastras que comparten el cuerpo superior, mani­fiestan un gusto tan escogido, tan correcto dibujo y una gracia e invención tales, que bien dan a conocer cuán enriquecida salía la maquinación de los artistas de la espléndida era gótica. Ver-

capítulo de caballeros de esa misma Orden, cuando quedó estable­cida definitivamente su cabeza para el reino de León en aquel famosto convento. (Nota de la edición de 1883.) En la presente se ha incluido el artículo a que se alude.

COSTUMBRES Y VIAJES 143

daderamente, pasma tal prodigalidad de labores, delineadas y agrupadas con tanta habilidad, que no cansan la vista, sino que detenidamente examinadas producen una sensación muy agra­dable.

La iglesia es, en su mayor parte, gótica, y como tal, de reli­gioso y serio aspecto, pero, sin. embargo, por varias de sus partes asoma la nueva faz del arte. La sillería del coro, obra de un tal Guillermo Doncel, bajo la prelación del ya mencionado don Hernando de Villares (1542), es tan digna de consideración y ala­banza como lo es de desprecio su continuación desdichada que tuvo fin en el año de 1723. A entrambos lados de la portada de la iglesia hay dos relieves de un tal Orozco, que representan la Crucifixión y el Descendimiento, que nosotros hemos visto to­davía poco deteriorados y de los cuales apenas quedan ya algu­nos pedazos. Suerte mejor merecerían, sin duda, porque eran de las esculturas cuya expresión, composición y dibujo han produ­cido en nuestro ánimo una impresión profunda. E l Descendi­miento, en particular, era un modelo de agrupación y senti­miento. De presumir es que este escultor trabajase en la parte primitiva de la fachada, pues seguramente no desdicen de tan diestra mano los medallones y grutescos que la adornan.

Por lo demás, este edificio tuvo sus vicisitudes, pues imposi­bilitados los canónigos y caballeros de darle cima bajo el mag­nífico plan con que se había emprendido y viviendo con dema­siada estrechez e incomodidad, hubieron de trasladarse a la villa de La Calera, en Extremadura, y desde allí a Mérida, donde Felipe II les concedió la fortaleza que tenía dentro de sus mu­ros. Desde 1566 hasta 1602 duró este abandono de San Marcos, pero entonces volvieron a la obra sus hijos con nuevos bríos y en 1615 se empezó la escalera principal, en 1679 se acabó el hermo­so claustro con sus capillas que había ya comenzado Villares, y, por conclusión, en el primer tercio del siglo pasado se labró la parte de la fachada, que llega hasta el río. Sin embargo, como estos trabajos y, sobre todo, el último alcanzaban una época de decadencia marcada, sólo en el diseño general aparecen herma­nos de los que producía otro tiempo más dichoso.

La sensación que produce este monumento en el día es triste por demás y aun amarga, porque nadie puede mirar con indi­ferencia y sosiego la ruina de las artes que poco a poco van consumándose. Tristeza y no pequeña causa el deterioro de un edificio de donde salieron tantos nombres que como estrellas gloriosas resplandecen en las páginas de nuestra historia, donde los Badajoz y Orozcos han dejado estampada su huella, donde

12*

144 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

Arias Montano (15) mamó las primeras dulzuras de la ciencia y donde Quevedo (16) fue a expiar más que sus faltas la sobe­ranía del genio. Amargura y no poca destila en cualquier pecho la tendencia de una época que osada y vanagloriosamente se apellida la de las luces y que cuando no las apaga con el soplo helado de la demolición las deja por lo menos extinguirse en las tinieblas del tiempo y de la destrucción que siempre camina en pos de él. León es un triste teatro de este espíritu vandálico. Los relieves de Orozco que dejamos mencionados han desapa­recido en muy poco tiempo casi del todo. Para levantar una flaca pared que se hubiera venido abajo a una descarga de fusi­lería se ha demolido durante la guerra el convento de Santo Domingo y los sepulcros de dos Guzmanes (17) que eran el asombro del arte y de uno de los cuales se conserva une estatua colosal a todas luces admirable. Por nuestros propios ojos he­mos visto embutidas en la llamada muralla piedras labradas con figuras de buen dibujo y ejecución y otras de ellas aban­donadas en el rincón de una plazuela. Esto es vandalismo puro y manifiesto retroceso a la barbarie, porque, seguramente, tenía menos de extraño que los turcos mutilasen las estatuas de la Grecia para cargar con sus restos los cañones de los Dardanelos que el que una nación por tanto tiempo la primera del mundo reniegue así de su origen y estirpe. E n la catedral, el vandalismo científico y presuntuoso ha desfigurado su claustro y su cru­cero: en San Marcos el descuido permite feas mutilaciones y en Santo Domingo el vandalismo demoledor armado de su piqueta viola la religión de los sepulcros, reduce a polvo los destellos

(15) Arias Montano fue canónigo de esta casa y en su biblioteca existia un ejemplar de la B i b l i a R e g i a , regalado por él y dedicado a la comunidad. La dedicatoria es breve, pero de una letra muy ele­gante. Esta B i b l i a existe actualmente en una especie de Museo pro­vincial, donde se han reunido algunos cuadros y objetos de arte de los conventos extinguidos.

(16) Quevedo sufrió los apremios de ¡una prisión rigurosísima en San Marcos, aunque el cariño y respeto de sus hermanas endulzaron bastante sus amarguras. En su carta a su amigo Adán de la Parra, inserta en el totno I del S e m a n a r i o E r u d i t o de V a l l a d o l i d , se ve una relación notable de su vida y padecimientos. En León se conservan muchas tradiciones del ilustre poeta.

(17) Uno de estos señores fue don Juan Quiñones y Guzmán, obispo de Calahorra, qwe firmó las actas del Concilio de Trento y murió en 1575. Su estatua es la que se conserva. El otro era don Martín de Guzmán, de cuyo sepulcro nada queda. Amibos monumen­tos eran notables por su tamaño y excelente ejecución.

COSTUMBRES Y VIAJES 145

diversos del arte. En vano la naturaleza ha derramado sus gra­cias por los campos donde la mano de los hombres ha dejado escritos sus pensamientos con tan nobles caracteres si los en­cargados del orden social no atajan este torrente devastador. A pocos años que domine tan fatal espíritu, el Vernesga arras­trará en su curso los escombros de San Marcos y la yedra cu­brirá los desnudos paredones de donde salían los conquistadores de Granada y de Sevilla.

Sálese de León por una hermosa calle de árboles a cuyo tér­mino se encuentra el puente del Castro, que cruza el Torio, com­puesto todo él de muy bellos mármoles obscuros. Más allá se levantan las cuestas de Arcabueja, desde cuya cima se pierden de vista la ciudad y sus alrededores. Por nuestra parte, nunca las hemos atravesado sin volvernos a saludar de despedida aque­lla ciudad tan noble y aquellos sotos y prados tan amenos. E l camino que va a Sahagún es delicioso hasta Mansilla, pues se encuentran las riberas del Villarente y el Esla, muy semejantes a los contornos de León. Enfrente de esta villa, sobre la orilla derecha del río, está un cerro llamado vulgarmente Solanzo y que según las señas no es otro que la famosa Lancia, postrera conquista de los romanos por esta parte y a donde se replegaron los astures después de la sangrienta batalla en que fueron ven­cidos por Carisio. La posición es militar y además se han en­contrado medallas y monedas romanas en su circuito. Mansilla conserva casi enteras sus murallas, cuyo pie besa el Esla, bas­tante caudaloso ya, pero limpio aún y cristalino como un espejo y por fuera tiene una apariencia majestuosa y severa. Desde allí adelante hasta llegar a Sahagún se acaba por entero la frondo­sidad y la frescura, y se extienden los áridos llanos de Campos, en cuya extensión se conservan trozos muy lucidos de la antigua vía romana que en los siglos medios tomó el nombre de camino francés.

La villa y monasterio de Sahagún están ocultos a la falda de las montañas de Oervera, en la orilla izquierda del Cea, en un sitio muy ameno, que contrasta agradablemente con las des­nudas llanuras que tiene a su frente pasadas las tierras y dehe­sas de Mahudes, que componían el priorato de Valdelaguna. La ribera del Cea es pintoresca y fértil en frutas y arbolados, y aun­que lleva poca o ninguna ventaja a las cercanías de León, su situación a la orilla de los páramos de Castilla la reviste de nue­vas galas y adornos. Poco de notable ofrece la vil la; pero el monasterio es de los más antiguos, famosos y venerados de Es­paña.

146 ENRIQUE GIL Y CARRASCO

En el paraje que le sirve de asiento sufrieron martirio por la fe los Santos Facundo y Primitivo bajo los emperadores Mar­co Aurelio, Antonio y Lucio Vero, y cuando en tiempo de Cons­tantino se permitió a los fieles el ejercicio de su culto, los de este país levantaron una capilla en honor de los mártires. A l ­rededor de ella se formó prontamente un pueblo; pero no con­tento con esto el rey don Alonso el Grande aprovechó la buena ocasión que le ofrecía la fuga de muchos monjes que habitaban la Andalucía y la desampararon, evitando la cruel persecución de Mahomad, y fundó el monasterio que conocemos con el nom­bre de los Santos Mártires. Poco duró, sin embargo, esta obra de su piedad; pues habiéndose erigido por los años de 874, des­apareció en el de 883 en la invasión de Albohalid, gobernador del rey de Córdoba. Levantólo de nuevo don Alonso con mayor magnificencia, pero un siglo más tarde volvió a desaparecer en la tremenda irrupción de Almanzor.

Era, sin embargo, tan viva la devoción de los fieles con las reliquias de los mártires, que poco tardó en reedificarse de nue­vo, y en el siglo xx llegó a un grado extraordinario de esplendor por su riqueza y por los ilustres varones que salieron de su seno. En las guerras posteriores sufrió también muchos daños y reve­ses; pero en la de la Independencia se quemó su mayor parte, y, por último, lo que se había logrado reponer o quedaba en pie ha sido consumido por entero en un incendio sucedido en 1836.

Con este último desastre nada han perdido ciertamente las artes, porque si se exceptúan los restos de la antigua iglesia, no hay cosa que merezca fijar la atención del viajero en todo aquel casto y confuso edificio, a que ya no presidía ningún género de unidad, y que tampoco mostraba ningún destello de genio en medio de su discordancia. La iglesia era del orden lombardo y pertenecía a la misma época que San Isidoro de León; pero sus labores y accidentes tal vez muestran mayor pureza y pro­lijidad. Los animales, plantas y frutos que adornan los capiteles de sus columnas en los arcos de las naves y de las ventanas son de un efecto muy gracioso, y los demás adornos y la distribu­ción general se encaminaban a un conjunto muy bien dispuesto y armonioso.

Sin embargo, estos bellos restos no pueden mirarse sin ira, porque en ellos se nota el mismo repugnante espectáculo que en León dejamos censurado. Aquí el vandalismo se presenta bajo sus dos aspectos: el de los remiendos y el de la destrucción. En los años de 27 y 28 un monje de la casa, arquitecto, o, por

COSTUMBRES Y VIAJES 147

lo menos, titulado y examinado de tal, se propuso levantar una iglesia moderna, pero aprovechando los restos de la antigua. ¡ Figúrese el lector qué buen maridaje haría la fábrica nueva de ladrillos con rayos de grecorromana con la antigua de piedra, obscurecida por el transcurso del tiempo, con sus arcos y ábside lombardo! Afortunadamente, la obra, ajustada por empresa y ejecutada con el mismo espíritu albañilesco que la había ideado, falló antes de llegar a la mitad y quedó sin consumar este sa­crilegio artístico. Pero como si no bastasen semejantes viola­ciones, he aquí que el vandalismo demoledor se encarga de lo poco que de ella ha quedado, y que sus piedras se van vendiendo una por una, ya para levantar las tapias de algún corral, ya para formar las aceras de alguna calle de casas de tierra. "Por­que como generalmente se dice ¿para qué sirven semejantes pa­ramentos?". Y lo peor es que no es fácil contestar a semejante argumento y explicarles la influencia de la civilización en las artes, y la necesidad, sobre todo, de conservar las reliquias ar­quitectónicas, que por su índole son imposible de resucitar uní» vez que desaparecen.

Sahagún es el término de la provincia de León que nos he­mos propuesto dar a conocer en estos rudos y desaliñados bos­quejos para llamar sobre sus ignorados paisajes y monumentos la atención de los artistas y los sabios. Con ello hemos pagado en la manera posible una deuda grata a nuestro corazón, y es­peramos que si su ejecución no merece alabanza, por lo menos todo el mundo hará justicia al impulso que los ha dictado.

(El S o l , febrero de 1843.)

I N D I C E Págs.

PRÓLOGO V Anochecer en San Antonio de la Florida 3 Los maragatos; 14 Los montañeses idle León 19 Los asturianos' 25 Los pasiegos 31 El pastor trashumante 35 El segador 44 San Marcos, de León 51 El castillo de Simancas y descripción 'del Archivo General del

Reino 58 U¡na visita a El Escorial 67 Bosquejo' de un viaje a una provincia del interior 79

P O R T A D A DI

' i

... i