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1 EL EJÉRCITO Y LA MARINA DE LA MONARQUIA ESPAÑOLA EN EL PROCESO DE LAS INDEPENDENCIAS LATINOAMERICANAS. (PUBLICADO EN: En: Heraclio Bonilla, ed., La Cuestión Colonial, Universidad Nacional de Colombia-Clacso, Bogotá, 2011, p.247-311. ISBN: 978-958-99015-4-0) Dr. Juan Marchena F. Universidad Pablo de Olavide. Sevilla. Quem deus perdere vult, prius dementat 1 RESUMEN: En los últimos años hemos asistido al auge de la temática socio-militar en la producción historiográfica sobre las independencias latinoamericanas, en la medida que el papel -no tanto bélico o institucional, sino fundamentalmente social, político y económico- de los ejércitos que participaron en estos conflictos, ha ido cobrando protagonismo a la hora de explicarlas. Como una contribución más en esta línea, el presente trabajo pretende mostrar cuál era la entidad material del ejército colonial de la monarquía española a principios de S.XIX (tanto el regular como el miliciano, incluyendo obviamente a la Armada) y cuales las características de los diversos grupos sociales que lo componían así como sus comportamientos en la sociedad finicolonial, de modo que podamos acercarnos a una mejor comprensión de sus adscripciones políticas, económicas, familiares o funcionales- en el proceso de las independencias. INDICE: 1.- Una máquina imponente, pesada, costosa e inútil (p.2) 2.- Los desastres de la guerra (p.17) 3.- Una Armada sin navíos (p.24) 4.- Oficiales y soldados del rey en América colonial (p.39) 5.- Un revuelo de milicias: viejos y nuevos liderazgos (p.45) 6.- Vientos de tormenta: los aires de la guerra (p.54) BIBLIOGRAFÍA (p.58) 1 - Aforismo clásico latino: “A quien los dioses quieren perder, primero lo enloquecen”.

EL EJÉRCITO Y LA MARINA DE LA MONARQUIA ESPAÑOLA EN EL PROCESO DE LAS INDEPENDENCIAS LATINOAMERICANAS

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EL EJÉRCITO Y LA MARINA DE LA MONARQUIA ESPAÑOLA EN EL

PROCESO DE LAS INDEPENDENCIAS LATINOAMERICANAS.

(PUBLICADO EN: En: Heraclio Bonilla, ed., La Cuestión Colonial, Universidad

Nacional de Colombia-Clacso, Bogotá, 2011, p.247-311. ISBN: 978-958-99015-4-0)

Dr. Juan Marchena F.

Universidad Pablo de Olavide. Sevilla.

Quem deus perdere vult, prius dementat1

RESUMEN:

En los últimos años hemos asistido al auge de la temática socio-militar en la producción

historiográfica sobre las independencias latinoamericanas, en la medida que el papel -no

tanto bélico o institucional, sino fundamentalmente social, político y económico- de los

ejércitos que participaron en estos conflictos, ha ido cobrando protagonismo a la hora de

explicarlas. Como una contribución más en esta línea, el presente trabajo pretende

mostrar cuál era la entidad material del ejército colonial de la monarquía española a

principios de S.XIX (tanto el regular como el miliciano, incluyendo obviamente a la

Armada) y cuales las características de los diversos grupos sociales que lo componían

así como sus comportamientos en la sociedad finicolonial, de modo que podamos

acercarnos a una mejor comprensión de sus adscripciones –políticas, económicas,

familiares o funcionales- en el proceso de las independencias.

INDICE:

1.- Una máquina imponente, pesada, costosa e inútil (p.2)

2.- Los desastres de la guerra (p.17)

3.- Una Armada sin navíos (p.24)

4.- Oficiales y soldados del rey en América colonial (p.39)

5.- Un revuelo de milicias: viejos y nuevos liderazgos (p.45)

6.- Vientos de tormenta: los aires de la guerra (p.54)

BIBLIOGRAFÍA (p.58)

1 - Aforismo clásico latino: “A quien los dioses quieren perder, primero lo enloquecen”.

2

1.- Una máquina imponente, pesada, costosa e inútil.

Estos cuatro calificativos pueden servir para definir al estado del ejército borbónico

desplegado sobre la América colonial a fines del S.XVIII y principios del XIX; en

realidad un calco –o una consecuencia- de la situación del ejército en la península. En

ambos casos componían una maquinaria con serias averías que, por haber sido creadas y

desarrolladas durante la fase de apogeo del Antiguo régimen -usando para ello sus

piezas más significativas y los grandes recursos entonces disponibles-, sufrían ahora una

profunda crisis motivada por los embates de un tiempo nuevo que se les vino encima

irremediablemente, y a pesar de sus intentos por evitarlo. Lo que para las décadas de

1760 y 1770 fueron innovadoras reformas realizadas en procura de lograr un ejército

eficaz y moderno, ahora, en los primeros años del S.XIX, estas medidas se habían

transformado en anticuadas y añejas prevenciones, la mayor parte de ellas

contradictorias, y disociadas con la realidad social, política y económica en que se

desenvolvían los muy heterogéneos territorios que conformaban la monarquía española.

Un ejército que se hallaba en las peores condiciones para empezar una guerra como la

que estalló en 1808 y 1809 en España y América; y un ejército que aparecía a los ojos

de los contemporáneos como los restos de un naufragio presagiado.

Pero, a pesar de todo, este ejército colonial americano de la primera década del S.XIX

era todavía -y en apariencia- una máquina imponente porque su tamaño era enorme;

sobredimensionado en algunas magnitudes y a la vez lleno de huecos en otras,

entumecido y acartonado en sus procedimientos, su volumen le hacía parecer más

temible que efectivo.

Estaba conformado por casi 30.000 soldados y oficiales regulares, veteranos y

profesionales a sueldo del rey, organizados en torno a unidades de infantería, artillería,

caballería y dragones2, todos de “a pié fijo”, es decir, fraccionados en regimientos,

batallones y compañías compuestas por empleos (plazas fijas según su grado) sujetos a

reglamentos de “pié3” y sueldo “fijos”; a estos soldados y oficiales hay que sumarles los

Estados Mayores de cada guarnición, conformados por los altos oficiales de la plaza,

sus ayudantes y los ingenieros, más cirujanos, boticarios y músicos. Junto a este ejército

veterano se alistaba también un enorme cuerpo formado por más de 120.000 soldados y

oficiales encuadrados en las Milicias Disciplinadas, igualmente sujetas a reglamento,

tanto provinciales4 como urbanas

5. Consideradas como una reserva operativa, estas

milicias se hallaban teóricamente en condiciones de acudir en auxilio de las tropas

regulares cuando se considerase necesaria su movilización. Llegado el caso podía

contarse igualmente con el denominado Refuerzo Peninsular, un conjunto de unidades

2 - Llamábanse así los cuerpos de caballería que, llegados al lugar del combate, desmotaban y actuaban

como tropa de infantería. Su característica era, pues, su gran movilidad. Se aplicaron en el ejército

español desde principios del S.XVIII. 3 - Número de empleos por unidad militar, tanto de soldados como de oficiales.

4 - Organizadas en regimientos y batallones por distritos provinciales, en los que se comprendían los

varones aptos entre 19 y 45 años hasta completar el cupo que se requería en cada unidad. Estaban sujetas

a instrucción periódica, no cobraban sueldo a no ser que se les movilizase, y el uniforme y el armamento

los proporcionaba la real hacienda. Poseían una jurisdicción especial denominado “fuero militar”. 5 - En todo igual a las anteriores pero organizadas en las ciudades, encuadrándose por barrios, o por

ocupaciones (comerciantes, artesanos, etc.), o por raza: blancos, pardos, morenos, “de todos los colores”...

3

veteranas que serían remitidas desde España ante un peligro inminente, aunque, ya a

fines del S.XVIII, estos envíos se habían reducido al mínimo por imposibilidad de

realizarlos, dada la falta de tropas disponibles en la península (casi todas movilizadas

por las numerosas guerras en que se involucró la monarquía) y por lo costoso y

complicado de su transporte6. Como se indicó, todo este ejército, comparado con otros

aún en Europa, imponía por su tamaño.

COMPOSICIÓN DEL EJÉRCITO REGULAR AMERICANO O “EJÉRCITO DE AMERICA”

Nueva España:

México capital: Regimiento Fijo de México, Escuadrón de Dragones de México y Escuadrón de

Dragones de España.

Veracruz: Regimiento de Infantería de Nueva España (Perote), Batallón de la Corona (Veracruz y Ulúa),

Escuadrón de Dragones de Veracruz y Compañías de Artillería de Veracruz.

Yucatán: Batallón Fijo de Castilla en Campeche, Compañías de Artillería de Campeche, Escuadrón de

Dragones de Yucatán (Campeche y Mérida) y Compañías de Dotación del Presidio de El Carmen.

Acapulco: Compañías Fijas de Acapulco.

San Blas: Compañías Fijas de San Blas.

Provincias Internas: Compañías de Infantería de Dotación de los Presidios, Compañías Volantes de las

Provincias Internas y Compañías Volantes de Voluntarios de Cataluña.

Total plazas teóricas: 7600. Plazas efectivas: 6300.

Las Floridas y Luisiana:

San Agustín y anexos: Compañías de Dotación , Compañías Ligeras de Cataluña y3º Batallón del

Regimiento Fijo de La Habana..

Luisiana: Regimiento Fijo de Nueva Orleáns y Escuadrón de Dragones de La Luisiana.

Total plazas teóricas: 1700. Plazas efectivas: 1500.

Antillas:

Cuba: Regimiento Fijo de La Habana, Compañías de Artillería de La Habana, Escuadrón de Dragones de

La Habana y Regimiento de Infantería de Cuba (Santiago).

Puerto Rico: Regimiento Fijo de Puerto Rico y Compañías de Artillería de Dotación.

Santo Domingo: Batallón Fijo de Santo Domingo, Compañías de Fieles Prácticos de la Frontera y

Compañías de Artillería de Dotación.

Total plazas teóricas: 5500. Plazas efectivas: 4800.

Centroamérica:

Guatemala: Batallón Fijo de Guatemala y Escuadrón de Dragones de Guatemala.

Guarniciones de los Presidios: Omoa, Inmaculada Concepción, Bacalar y Golfo Dulce

Total plazas teóricas: 1800. Plazas efectivas: 1200.

Nueva Granada:

Santa Fe de Bogotá: Regimiento de Infantería Auxiliar de Santa Fe.

Cartagena: Regimiento Fijo de Cartagena y Compañías de Artillería de Dotación,

Santa Marta: Compañías Fijas de Dotación de Santa Marta.

Panamá y Portobelo: Batallón Fijo de Panamá y Compañías de Artillería de Dotación.

Caracas-La Guaira: Batallón Fijo de Caracas, Compañías de Artillería de Dotación y Escuadrón de

Dragones de Caracas.

Maracaibo: Compañías Fijas de Dotación.

Margarita: Compañías de Dotación.

Cumaná: Compañías de Dotación.

Guayana: Compañías de Dotación.

Popayán: Compañías Fijas de Popayán.

Quito: Compañías Fijas de Quito

Guayaquil: Compañías Fijas de Guayaquil.

Total plazas teóricas: 4900. Plazas efectivas: 4100.

Perú:

Lima-Callao: Regimiento Fijo de Infantería de Lima (Real de Lima), Escuadrón de Dragones de Lima y

Compañías de Artillería de Dotación.

6 - Todos los datos sobre ubicación y características de estas unidades, tanto regulares, milicianas como

del refuerzo, en Marchena, 1992, 113 y ss.

4

Total plazas teóricas: 1700. Plazas efectivas: 1400.

Chile.

Santiago: Escuadrón de Dragones de la Reina

Valparaíso: Compañías de Artillería de Dotación.

Concepción: Batallón Fijo de Concepción y Escuadrón de Dragones de la Frontera.

Compañías de Infantería y Caballería de la Frontera: San Pedro, Yumbel, Talcamavida, Santa Juana, Los

Ángeles, Nacimiento, Tucapel, Purén, Arauco y Colcurá.

Valdivia: Batallón Fijo de Valdivia

Chiloé: Compañías de dotación de Chiloé.

Total plazas teóricas: 3400. Plazas efectivas: 3200.

Río de la Plata.

Buenos Aires y Montevideo: Regimiento Fijo de Buenos Aires (Buenos Aires y Montevideo), Escuadrón

de Dragones de Buenos Aires y Compañías de Artillería de Dotación (Buenos Aires y Montevideo)

Frontera de Buenos Aires: Blandengues de la Frontera de Buenos Aires.

Frontera de la Banda Oriental: Blandengues de la Frontera.

Total plazas teóricas: 2300. Plazas efectivas: 2000.

Total general plazas teóricas: 28900. Plazas efectivas: 24500.

DISTRIBUCIÓN UNIDADES DE MILICIAS DISCIPLINADAS, PROVINCIALES Y URBANAS

(Regladas, aprobadas y revistadas a diciembre de 1804)

Nueva España: 34 unidades de Milicias.

Regimientos de Infantería: 6

Batallones de Infantería: 7

Regimientos de Caballería: 7

Escuadrones de Dragones: 7

Cuerpos de Milicias: 4

Batallones de Infantería de Pardos: 3

Las Florida y Luisiana: 8 unidades de Milicias.

Regimientos de Infantería de Blancos: 1

Batallones de Infantería de Blancos: 1

Cuerpos de Milicias: 5

Milicias de Artillería de Blancos: 1

Antillas: 30 unidades de Milicias.

Cuba: 21 unidades de Milicias.

Regimientos de Infantería de Blancos: 1

Batallones de Infantería de Blancos: 3

Regimientos de Caballería de Blancos: 1

Escuadrones de Dragones de Blancos: 1

Cuerpos de Milicias: 4

Batallones de Infantería de Pardos: 3

Compañías de Morenos: 4

Compañías Urbanas de Blancos: 4

Puerto Rico: 3 unidades de Milicias.

Regimientos de Infantería de Blancos: 1

Regimientos de Caballería de Blancos: 1

Batallones de Infantería de Pardos: 1

Santo Domingo: 3 unidades de Milicias.

Cuerpos de Dragones de Blancos: 1

Cuerpos de Infantería de Milicias de Blancos: 1

Batallones de Infantería de Pardos: 1

Centroamérica: 3 unidades de Milicias. (Guatemala, Tegucigalpa, San Salvador)

Regimientos de Infantería de Blancos: 1

Escuadrones de Dragones de Blancos: 1

Batallones de Infantería de Pardos: 1

Nueva Granada: 50 unidades de Milicias: 14 en la Nueva Granada, 22 en Venezuela, 8 en Panamá y 6 en

el distrito de la Audiencia de Quito.

Regimientos de Infantería de Blancos: 9

Batallones de Infantería de Blancos: 7

Regimientos de Caballería de Blancos: 3

Escuadrones de Dragones de Blancos: 3

5

Compañías de Artillería de Blancos: 4

Cuerpos Provinciales de Milicias: 11

Batallones de Infantería de Pardos: 9

Regimiento de Infantería de Todos los Colores: 1

Compañías de Artillería de Pardos y Morenos: 3

Perú: 68 unidades de Milicias: 61 en el Perú y 7 en el Alto Perú.

Regimientos de Infantería de Blancos: 3

Batallones de Infantería de Blancos: 2

Regimientos de Infantería Provinciales: 12

Regimientos de Caballería Provinciales: 24

Escuadrones de Dragones Provinciales: 15

Cuerpos de Milicias Provinciales: 6

Compañías de Artillería Miliciana: 1

Batallones de Infantería de Pardos y Morenos: 5

Chile: 36 unidades de Milicias.

Regimientos de Infantería: 2

Batallones de Infantería: 10

Regimientos de Caballería: 20

Escuadrones de Dragones: 1

Compañías de Artillería Miliciana: 1

Cuerpos de Milicias: 1

Batallones de Infantería de Pardos: 1

Buenos Aires: 21 unidades de Milicias: 7 en Buenos Aires, 7 en la Banda Oriental, 2 en Paraguay y 5 en

el interior.

Regimientos de Infantería: 2

Batallones de Infantería: 1

Regimientos de Caballería: 7

Compañías de Artillería de Milicias: 3

Cuerpos de Milicias: 5

Batallones de Infantería de Pardos y Morenos: 3

TOTAL: 250 unidades de Milicias:

Regimientos de Infantería: 41

Batallones de Infantería: 31

Regimientos de Caballería: 64

Escuadrones de Dragones: 29

Compañías de Artillería de Blancos: 9

Compañías de Artillería de Pardos y Morenos: 3

Cuerpos Provinciales de Milicias: 36

Batallones de Infantería de Pardos: 28

Regimiento de Infantería de Todos los Colores: 1

Compañías de Morenos: 4

Compañías Urbanas de Blancos: 4

Total oficiales y soldados milicianos: 133.500 alistados en las revistas.

Oficiales veteranos en las milicias para su instrucción y Planas Mayores de los Regimientos: 760.

UNIDADES DEL REFUERZO PENINSULAR ENVIADAS ENTRE 1790 Y 1808:

Regimiento de Infantería de Cantabria. 1400 efectivos. Cádiz-Puerto Rico-Trinidad7.

Regimiento de Infantería de Galicia. 600 efectivos. Cádiz-Cartagena-Bogotá.

Regimiento de Infantería de África. 600 efectivos. Cádiz-Puerto Rico-Habana

Regimiento de Infantería de la Princesa. 200 efectivos. Cádiz-Caracas.

Descendiendo a cifras reales, este aparato teórico se reducía en la práctica a 25.000

oficiales y soldados veteranos, a unos 35.000 milicianos en estado de verdadera

7 - Este refuerzo llegó a Puerto Rico después de la retirada británica, es decir, tarde para enfrentar el

ataque; la mayoría regresó a la península. Las tropas que se remitieron a Trinidad con la escuadra de

Apodaca cayeron prisioneras de los británicos.

6

movilización, a 700 oficiales de las Planas Mayores milicianas8 y a poco más de 1000

soldados del refuerzo. Súmense a estos los Estados Mayores de las Plazas y los

ingenieros y ayudantes en las obras de fortificación (otros 400 oficiales), y tendremos

un número bastante aproximado a las dimensiones del Ejército de América en estado

real de operatividad.

¿Muy grande o muy pequeño? En función del objetivo a cubrir -la defensa tanto exterior

como interior de todo el continente, desde California a Chiloé y desde la Florida a

Patagonia-, podría afirmarse que el tamaño del ejército regular era reducido y, como

indicaron repetidamente los técnicos militares y los estrategas borbónicos a todo lo

largo del S.XVIII, claramente insuficiente. Además, su distribución geográfica era muy

desigual: casi las tres cuartas partes se hallaba volcado hacia el Caribe (más de la mitad

de las tropas de Nueva España se situaban en torno a Veracruz y Yucatán, obviamente

todas las de las Antillas, la práctica totalidad también de las de Centroamérica, casi el

80% de las de Nueva Granada, todas las de Venezuela y las de las Floridas). Parece

evidente que en estas fechas aún se mantenía el viejo esquema del S.XVI de proteger los

puertos colectores del tráfico de metales de Nueva España y América del Sur, es decir,

los nudos Veracruz-La Habana y Cartagena-Panamá. En el virreinato del Perú apenas

estaba guarnecida sino su capital, mientras las tropas de Chile se agolpaban en la

frontera araucana. La otra región donde existía una cierta concentración de unidades

militares regulares era el Río de la Plata, focalizadas en el eje Buenos Aires-

Montevideo, aunque el número de las allí acantonadas era inferior, por ejemplo, al de

Chile, menos de la mitad de las de la Nueva Granada y solo un poco superior a las de

las Florida y Luisiana.

Es decir, su distribución era bastante irregular, aunque cierto es que contra estos nudos y

colectores del Caribe fueron descargados, por parte de la armada y del ejército

británicos, los principales ataques durante todo el S.XVIII, argumento a partir del cual

se confeccionaron los planes estratégicos defensivos continentales.

Pero, en comparación, el ejército borbónico peninsular no era mucho más grande.

Teóricamente estaba conformado por 40 regimientos de infantería y dragones,

incluyendo los cuerpos extranjeros de Guardia Walona o guardia del rey (regimiento de

Bruselas) y los tres regimientos de irlandeses (Irlanda, Hibernia u Ultonia), más los

cuerpos de artillería, y una vasta milicia provincial de la cual se había copiado el

modelo americano antes descrito. En total entre 100.000 y 130.000 alistados9. Pero la

realidad operativa era muy diferente: durante la guerra del Rosellón contra la

Convención francesa (1793-1795) no pudieron ser movilizados sino 30.000 soldados, y

ello con grandes dificultades, faltándoles equipo y bastimentos10

. De éstos, el general

8 - A pesar de que las unidades milicianas tenían sus propios oficiales, de idénticas características raciales,

profesionales y de residencia que los soldados, cada unidad de milicias poseía además una Plana Mayor

Veterana, a sueldo del rey, encargados de su instrucción y mando en el caso de entrar en combate. Eran

además los encargados de velar y custodiar el uniforme y el armamento de las unidades. 9 - Para conocer en profundidad las características y funcionamiento de este ejercito peninsular, resulta

imprescindible la consulta de la obra de Francisco Andujar Castillo (1991). 10

- El ministro Godoy en sus Memorias, deja testimonio del pésimo estado del ejército: “Iban poco más

allá de 36.000 hombres de todas armas en servicio activo, la caballería casi desmontada, mal provistos los

7

Ricardos, que mandaba la ofensiva, solo pudo contar con 3.500 para iniciarla. Aunque

luego se sumaron más tropas (incluido un refuerzo portugués de 6000 soldados) el

resultado de la campaña fue una catástrofe, puesto que a pesar de ciertos éxitos iniciales

los republicanos franceses -que llegaron a movilizar casi 100.000 voluntarios- hicieron

retroceder a los españoles en todos los frentes, cruzaron los Pirineos y ocuparon

Cataluña y el País Vasco, llegando a orillas del río Ebro. Fue entonces cuando la

monarquía española se vio obligada a firmar una paz in extremis. En la siguiente guerra

peninsular -la invasión de Portugal en 1801 conocida como “Guerra de las Naranjas”- el

ejército español desplazado a la frontera lusitana ascendió a 40.000 soldados, pero la

mayoría de ellos eran milicianos que no llegaron a entrar en acción. A pesar de tratarse

de un numero elevado de tropas, sólo 4.000 soldados combatieron efectivamente en esta

guerra, no solo porque duró poco más de dos meses, sino porque los demás no se

hallaban en condiciones de hacerlo con eficacia.

Como consecuencia de los tratados firmados por Carlos IV y Napoleón entre 1805 y

1808, la parte mejor de este ejército –aunque equipado por Francia- fue sacado de

España: unos 12.000 soldados se destinaron a combatir junto a los franceses en Italia y

Dinamarca, y otros tantos participaron con el mariscal Junot en la invasión de Portugal a

finales de 1807. El resto del ejército borbónico en España, a no ser una nube de

coroneles, generales y altos mandos diseminados por el territorio haciendo funciones

politico-administrativas, y algunos regimientos acantonados en torno a Gibraltar,

prácticamente no existía en 1808.

Volviendo al continente americano y respecto de las Milicias -ese inmenso colectivo al

que nos referimos más arriba- la heterogeneidad en cuanto a su composición, su escasa

preparación y la dispersión de las unidades, fueron sus principales características11

. Y

ello se debió, fundamentalmente, a que el sistema de Milicias Disciplinadas aplicado

tras las reformas de los años 60 no tuvo el mismo nivel de aceptación en todos los

territorios.

En Nueva España, por ejemplo, a pesar de haber sido intensamente propagandeado entre

la población -y sobre todo entre las elites locales, sus mandos naturales- como un

sistema beneficioso por los privilegios que concedía, no generó inicialmente grandes

expectativas, porque los vigorosos grupos de poder local que debían liderarlas

entendieron que el plan miliciano podría significar una amenazadora intromisión del

régimen colonial en sus “políticas internas” de clase, preeminencias y corporaciones,

pudiendo surgir del mismo un nuevo rango de jerarquías que entrase en conflicto con

sus formas tradicionales de auto-regulación. Luego, y lentamente, cambiaron de opinión

cuando comprobaron que su autonomía y jerarquizaciones sociales no solo eran

respetadas sino que se reforzaban mediante los privilegios concedidos por el fuero

miliciano. En el Perú por su parte, la excelente promoción que del sistema miliciano

hizo el virrey Amat entre las elites locales –promoción basada en un conjunto de

privilegios que les reconocía oficialmente su indiscutible poder al interior de sus

arsenales, nuestras fábricas militares en la mayor penuria, y el servicio militar casi todo en falta”. Tomo I,

Pág.18. 11

- Un análisis pormenorizado de la aplicación del sistema miliciano en Garavaglia y Marchena (2005)

8

jurisdicciones respectivas, y no solo en Lima sino también en la sierra y en las costas

norte y sur- provocó el alistamiento masivo de estos grupos de poder local a las nuevas

unidades, creadas a decenas por todo el virreinato. En la Nueva Granada y Venezuela

(también en otras zonas) aparte las elites locales fueron los sectores populares e

intermedios -y en especial la gente de los barrios urbanos y muy principalmente los

pardos y negros libres de un cierto nivel económico, muchos de ellos vinculados al

sector artesanal- los que más se interesaron por organizar, formar parte e incluso costear

estas unidades milicianas, habida cuenta de los beneficios que recibían del fuero militar

y del reconocimiento oficial a sus jerarquías internas mediante el escalafón militar; y

también porque el sistema miliciano, el uniforme, sus grados y prelaciones, les permitía

visibilizarse socialmente, a pesar de hallarse inmersos en una rígida sociedad basada en

criterios raciales que les excluía o les mantenía en niveles mínimos de representatividad

social; las milicias constituían para ellos una excelente plataforma en este sentido. En

Cuba, las elites locales blancas comprendieron enseguida que el sistema miliciano les

permitiría mantener un control bastante eficiente sobre los demás sectores sociales, en

especial sobre los pardos y los esclavos, y tanto en las ciudades como en el campo, por

lo que se aprestaron a formar parte del mismo controlándolo por entero e incluso

financiándolo en buena parte. También tuvo éxito en el Río de la Plata, donde los

emigrantes españoles recién llegados hasta esa región en las últimas décadas del XVIII,

y aún no consolidados social y económicamente frente a las grandes familias

tradicionales del comercio y de la propiedad agraria, se dispusieron con entusiasmo a

formar parte de las mismas, agrupándose por orígenes geográficos -milicias de gallegos,

andaluces o catalanes-, y cuyo papel durante las invasiones inglesas de 1806-1807 fue

más que determinante en los cambios posicionales que se produjeron en el seno de estos

grupos y en sus relaciones con los poderes tradicionales12

.

Todas estas circunstancias condujeron a que si las milicias en Nueva España lograron

sumar quince-veinte mil soldados con alguna capacidad de movilización, ese número se

alcanzó con creces en las Antillas -con mucha menos población-, se igualaba en Chile,

casi se duplicaba en la Nueva Granada y se triplicaba en el Perú. Además, su

distribución a nivel regional fue muy distinta según las zonas: una gran concentración

de unidades milicianas en determinadas áreas de Chile y del Río de la Plata, y una gran

dispersión en la Nueva Granada, Nueva España y el Perú.

Todas estas tropas además, en especial las veteranas, servían prevenidas sobre un

instrumento característico del sistema defensivo americano, y construido a lo largo de

los dos siglos anteriores: me refiero al conjunto de fortificaciones que protegían las

ciudades, puertos y -como decían los autores de los numerosos planes de defensa que se

12

- Los estudios sobre las milicias americanas afortunadamente han aumentado en los últimos años.

Véanse por ejemplo los trabajos de Christon Archer y Juan Ortiz Escamilla para México, para Cuba los

de Allan J. Kuethe (1986), para Colombia y Venezuela los de Alfonso Múnera, Allan J.Kuethe, Anthony

McFarlane, Santiago Gerardo Suárez y Juan Marchena, los de Marchena para el Perú, y para el Río de la

Plata los de Tulio Halperin Donghi y Fabian Harari. Todas las hojas de servicio de estas milicias se

hallan en el banco de datos elaborado por Juan Marchena, Gumersindo Caballero y Diego Torres

(Marchena, 2005-B) así como el estudio pormenorizado de las mismas a nivel general y regional.

9

realizaron en estos años- todos “aquellos parajes expuestos a invasión”, que finalmente

vinieron a ser muchos y repartidos por todo el mapa americano.

Fortalezas, castillos, baterías, hornabeques, recintos abaluartados o amurallados con

fosos, caminos cubiertos, glacis, escarpas y contraescarpas, más cuarteles, almacenes

abovedados o alojamientos para la tropa, estas construcciones militares constituyeron

parte fundamental del paisaje urbano en estas ciudades, especialmente en la segunda

mitad del S.XVIII, que es cuando las obras de fortificación alcanzaron mayor auge hasta

hacerse consustanciales con la imagen de la ciudad colonial; una imagen que ha

perdurado hasta nuestros días, dando fe de lo que se suponía era “el poder de las piedras

del rey”13

. Desde el castillo de San Agustín y los fortines de Matanzas o isla Amalia en

la Florida, por el norte, hasta el Fuerte de Buenos Aires o los de Chiloé por el sur,

América colonial aparecía erizada por estas construcciones. Algunas de ellas

gigantescas, como los morros de La Habana, Santiago de Cuba o Puerto Rico, o los

formidables complejos de La Cabaña en La Habana, San Cristóbal en Puerto Rico o San

Felipe de Barajas en Cartagena; y todos dispersos por la geografía, como los castillos

exteriores de San Juan de Ulúa en Veracruz, San Fernando de Bocachica en Cartagena,

San Felipe de Puerto Cabello, Niebla y Corral en Valdivia, San Diego de Acapulco,

Atarés y el Príncipe en La Habana, San Carlos de Perote en el camino de Jalapa,

Todofierro o Chagres en Portobelo, la Inmaculada Concepción en el río San Juan, San

Fernando de Omoa en Honduras o el Real Felipe del Callao en Lima; más los

perímetros fortificados de Veracruz, Cartagena, Lima, Montevideo, Campeche, Panamá,

Santo Domingo; las baterías de La Guaira, del Pastelillo y del Manzanillo en Cartagena,

de Cojimar y Almendares en La Habana, las de Valparaíso, Maracaibo, Guayaquil,

Santa Marta, Maldonado, Ponce, Puerto Plata... todas estas construcciones dan una idea

de lo inmenso de la obra edificada y de los enormes recursos empleados para construir

semejante cadena de montañas de piedra, hasta agotar las fuentes fiscales. Este

agotamiento financiero evitó que, en estos años, se llevaran a cabo proyectos en los que

se intentaron aplicar las teorías más estrafalarias, como abaluartar Santa Fe de Bogotá,

echar abajo la mole del castillo de San Felipe de Barajas en Cartagena para construir

una ciudadela aún más grande, o fortificar toda la Amazonía, desde el Paraguay al

Orinoco, para evitar el avance portugués...

Pero dijimos también que el ejército colonial americano era una máquina pesada.

Pesada porque poseía modales de viejo paquidermo de circo: lento, ocioso, acomodado

y mañoso. Su propio tamaño y un organigrama extraordinariamente burocratizado lo

habían hecho cachazudo en sus movimientos cuando se le obligaba a hacer alguno.

Tradicional y parsimoniosamente anclado a sus guarniciones, no poseía experiencia en

movilizaciones ni en operaciones sobre el terreno. Cuando los regimientos de México,

por ejemplo, debían bajar del altiplano a reforzar Veracruz, el caos se apropiaba de las

unidades y su falta de aclimatación a la costa las hacía muy vulnerables, hasta el punto

de preferir los estrategas llevar tropa desde España o desde Cuba al Golfo de México

antes que hacerlas descender desde la capital del virreinato. Otros ejemplos: Las

numerosas guarniciones cubanas no pudieron llevar el peso de las operaciones contra

13

- Véase Marchena (2001).

10

los británicos en las Florida y Luisiana en los años 80 porque su práctica de combate se

basaba en defender las fortificaciones cubanas, sin poseer la más mínima experiencia

ofensiva, por lo que debieron ser remitidos desde España varios regimientos veteranos.

Cuando se decidió enviar al Fijo de Cartagena hasta Bogotá para reforzar la capital del

Nuevo Reino con motivo de la sublevación del Socorro, esta unidad tardó casi cuatro

meses en subir el río Magdalena, perdiendo la mayor parte del equipo en el trayecto y

llegando buena parte de la tropa “enteramente inútil”. Con motivo de las sublevaciones

serranas en el Perú y Alto Perú durante los primeros años 80, solo pudieron ser

remitidos 150 soldados desde Montevideo (parte de un regimiento peninsular) y otros

300 del Fijo Real de Lima, de modo que el peso de las operaciones recayó sobre las

milicias locales. Cuando el ataque inglés a Puerto Rico en los 90, fue imposible enviar

refuerzos a la isla desde otras guarniciones cercanas, por no tener disponible ni equipos

de campaña ni forma como llevarlos. En el ataque británico a Trinidad, que fue ocupada

si combatir, las guarniciones venezolanas tampoco pudieron enviar refuerzos; ni a Santo

Domingo, con motivo de las invasiones haitianas. Por su parte, las milicias, si se las

movía de sus localidades de origen, desertaban irremisible y masivamente por entender

que su obligación consistía en defender sus jurisdicciones, y no poseer experiencia

alguna en operaciones de combate ni en acciones combinadas con otras tropas.

En todo caso, como un viejo paquidermo, a este ejército costaba trabajo ponerlo en

marcha, pero si esto al fin se conseguía –con tropas veteranas, milicianas y de refuerzo,

en parte o todas a la vez- su propio peso era un factor decisivo, debiéndose procurar que

a nadie le cayera encima porque resultaría aplastado. Eso no quiere decir que fuera

operativo, simplemente que era muy grande. El problema para las autoridades

coloniales estuvo en que su movilización -más allá de sus propios lugares de destino-

nunca o casi nunca se llegó a conseguir, porque la ociosidad y lo acomodado a las

circunstancias en que se hallaban las tropas, después de tantos años dormitando en su

mecánica y sus rutinas de guarnición, lo hicieron imposible.

Sirvan como ejemplo de lo dicho los miles de expedientes que nutren hasta la saturación

las series documentales referentes al ejército en los archivos americanos y españoles.

Cada vacancia (desde una sargentía a una coronelía) en estas cerca de cuatrocientas

unidades diseminadas desde la Florida a Chiloé, exigía la formación de un expediente

individualizado que consistía en: emisión de una certificación de la vacante por el jefe

de la unidad, apertura del plazo de solicitudes, comunicación del mismo a toda la

cadena de mando (estado mayor de la plaza, gobernación, subinspección de tropas del

virreinato, virreinato, inspección general de tropas en España y secretaría de guerra en

Madrid), recepción de solicitudes para ocuparla, con certificación oficial de los méritos

alegados por cada aspirante (lo que creaba otra cadena de documentos, en función de

cada uno de los empleos y lugares donde se hubiera desempeñado el solicitante),

evaluación de todos ellos por el jefe de la unidad donde se había producido la vacante,

haciendo constar sus opiniones profesionales y personales, revisión del expediente por

la subinspección en América, revisión por la inspección de tropas en Madrid, informe

de la secretaría de guerra, nombramiento por el secretario, emisión del real despacho

con el nuevo grado, comunicación al interesado, al jefe de la unidad, a toda la cadena de

11

mando, y remisión de las órdenes pertinentes a la real contaduría local para el abono del

nuevo salario. Considérese que el fallecimiento, por ejemplo, o el retiro, de un capitán

en un regimiento Fijo, obligaba a nombrar uno nuevo, y que lo normal era que esta

plaza fuera ocupada por un teniente de la misma unidad, lo que generaba otra vacancia

que podría ser ocupada por un subteniente, y esta nueva por un cadete o un sargento, y

así hasta completar el escalafón14

. Miles de papeles en movimiento, meses o años de

retraso en cada decisión.

Pueden añadirse y suponerse lo que significaban, burocrática y temporalmente,

mantener actualizados e informados los estados y las revistas de tropas, vestuario,

armamento y equipo de cada una de las unidades, realizados mensualmente, con

notificaciones que acababan trasegando el mar, y sus correspondientes solicitudes de

reposición; o los estados de los almacenes, pólvora y municiones; y los de la artillería,

pieza por pieza e instrumento por instrumento... Nada podía ser considerado, ni tomarse

decisión alguna al respecto sobre cualquier asunto relacionado con el real servicio, si tal

o cual decisión o medida no era informada, aceptada y finalmente ordenada a través de

la cadena de mando, que incluía muchas veces a la inspección general de tropas y a la

secretaría de guerra en Madrid.

Todo lo cual condujo a que la maquinaria militar colonial acabara siendo

extremadamente mañosa. Si ante la falta de material o equipo éste no se reponía o se

hacía muy extemporáneamente; si las vacancias tardaban meses e incluso años en

cubrirse; o si los sueldos se abonaban con prorrogados retrasos... la unidad, el estado

mayor de la plaza, la gobernación, la subinspección de tropas del virreinato o incluso el

mismo virrey, todas las instancias, acababan dándose mañas para solucionar los

problemas –o intentar hacerlo- con mecanismos de régimen interior. De modo que la

“política” interna de las unidades, el conocido como “gobierno interior” de las mismas,

era administrado mediante decisiones tomadas al paso y luego avaladas con informes

que rezuman tanto énfasis como falsedad, negociados muchos de ellos entre las partes

implicadas antes de emitirse. A tal punto llegó este “gobierno paralelo de las unidades”

que llegaron a existir en su seno dos tipos de grado: uno el real, y otro el que se

denominaba “empleo”. Es decir, un capitán de infantería podía aparecer como

“graduado” de coronel: su empleo era coronel, su grado capitán, y su salario el del

primero. De este modo el escalafón teórico se mantenía según lo ordenado, pero en la

práctica había saltado por los aires. La pretendida extensión de la meritocracia como

factor decisivo para los ascensos -propuesta como objetivo de las reformas militares de

los años 60- había quedado solo en deseo, puesto que la venalidad y arbitrariedad –

cuando no la corrupción- en los nombramientos, ascensos y asignación de destinos, y la

extensión de la certeza al interior de las unidades militares de que nada de esto tenía

remedio, caracterizaron el funcionamiento de la institución en las décadas que

estudiamos. Todo ello acabó cubriendo con un velo fantástico, ilusorio e imaginario, al

estado real del ejército colonial a fines del S.XVIII y comienzos del XIX, cuando

14

- Sirva como ejemplo el expediente, que ocupa un legajo completo del Archivo General de Simancas,

sección Guerra Moderna, nº. 7082, sobre la vacancia del Sargento Mayor de la plaza de Cartagena en

1799. Plaza que pidieron inclusive varios oficiales de Madrid, y que fue concedida a un capitán de

infantería del Fijo de Cartagena.

12

cualquier cosa podía ser posible si se negociaba con serena desfachatez o se pactaba con

las personas adecuadas, investidas de la autoridad oportuna.

También comentamos anteriormente que el ejército colonial americano era una máquina

muy costosa, por su extrema voracidad engullendo recursos fiscales. He dedicado

numerosos trabajos a intentar evaluar los costos reales de este aparato militar, casi

guarnición por guarnición15

, así como los mecanismos mediante los cuales la mayor

parte de los caudales de la real hacienda empleados en sufragarlos acabaron siendo

manejados por los grupos de capital local, casi siempre los sectores del comercio a nivel

regional, porque ellos fueron los que finalmente acabaron haciéndose cargo de estos

gastos y los únicos capaces de hacer frente a la deuda acumulada –endémica, y con ellos

mismos- que el sistema arrastró durante décadas; deuda acumulada que a estos

prestamistas les permitió controlar las sumas –cada vez más grandes- destinadas a

sufragar los gastos militares en América; sumas que llegaban a las guarniciones

mediante los llamados “situados”; y sumas que componían buena parte de la liquidez

(en metal) con que estos comerciantes realizaban sus transacciones (legales o ilegales,

o, lo más común, ambas a la vez) en los circuitos del comercio internacional o

interregional, obteniendo con ello enormes plusvalías. El metal de lo situados, en manos

del comercio, acabó por constituir el combustible más seguro y rentable del tráfico

comercial en estas ciudades.

Una guarnición tipo, como por ejemplo Cartagena (sumando la tropa regular, la plana

mayor de las milicias, el estado mayor de la plaza, las obras de fortificación y la

reposición de almacenes) venía a costar al año durante la década de los 90 alrededor de

600.000 pesos en moneda corriente. De éstos, la mayor parte debía recibirse de fuera,

mediante los situados enviados desde Santa Fe de Bogotá y Quito. Pero el retraso en su

remisión, lo incompleto de los mismos y la deuda acumulada en años anteriores16

,

obligaba a pagar, tras la llegada de los caudales anuales, primero y exclusivamente los

atrasos, tanto a los comerciantes prestamistas como los salarios adeudados a la

guarnición, que a su vez eran empleados en abonar los préstamos particulares que

habían recibido también del comercio. Ello conllevaba que los gastos de la anualidad en

curso tuvieran que volver a ser sufragados con nuevos créditos librados sobre los

próximos situados; a pesar de estar rigurosamente prohibido; y a pesar también de que

los libros de cargo y data de la real contaduría local cuadraran anualmente con toda la

corrección contable del caso para evitar disgustos en las inspecciones de los tribunales

de cuentas. Los libros de contabilidad eran tres, el del escribano, el de vista y el del

guarda mayor, y en las intervenciones que desde estos tribunales se hicieron –raras, pero

alguna se ejecutó- el visitador –normalmente alguien ajeno a la ciudad y relacionado

con las cajas matrices- pedía los documentos que justificaban las cifras en ellos

asentados. Pero los funcionaros locales no los entregaban alegando su inexistencia,

pérdida o traspapele, o se demoraban en hacerlo esperando –como algún inspector

anotó, exasperado- o bien que el visitador se fuese o que éste cesara en su comisión. Los

15

- Un ejemplo de ellos en Marchena (2005-C) 16

- Las cajas reales de México y Lima, por ejemplo, se mostraron incapaces a fines del S.XVIII de hacer

frente a estos gastos, cada vez más crecidos, debiendo recurrir a otros mecanismos exactivos para obtener

más caudales, entre ellos las donaciones y préstamos más o menos voluntarios.

13

oficiales de las cajas locales tenían sus razones para actuar así: dos siglos después, el

historiador que revisa esos libros en los archivos comprueba que no cuadra ninguna

cantidad, ni coinciden las cifras de lo que se anotó en la caja matriz como emitido y lo

que aparece en los libros de destino como recibido. En éstos solo figuran entradas

parciales (anotándose que son porciones de remisiones bi o trianuales), y muy pocas

salidas están justificadas más que vagamente (“En reparos del balarte de San Miguel,

5.000 pesos”). Nos hallamos ante un sistema que funcionaba apenas cosido con

alfileres, y del que nadie estaba dispuesto a responsabilizarse dado su estado de

provocada confusión.

De modo que, para comienzos del siglo XIX y en la realidad del estado de las cosas,

todo el mecanismo de financiación militar giraba en torno al hecho incuestionable de

que eran los grupos de prestamistas locales –es decir, los principales grupos y

corporaciones mercantiles- los que abonaban los gastos del ejército en cada guarnición.

Para que esto fuera posible, sus autoridades debían aceptar el control financiero ejercido

por éstos grupos sobre el metal recibido por los situados (porque estos comerciantes

eran, en el fondo y la forma, los únicos capaces de pagar al ejército). Y se basaba

además en la tolerancia de esta situación por parte de la oficialidad y la tropa,

convencidas por la vía de los hechos de que éste era el único modo de mantenerse;

oficialidad y tropa a la que, a cambio de soportar estos retrasos e irregularidades, se les

permitía subrepticiamente ejercer una segunda dedicación (otro empleo, otro trabajo,

otro oficio) para ganarse la vida; como se basaba también en la conformidad tácita -y a

veces más que explicita- con este modo de operar por parte de las autoridades de la

plaza, manteniendo con estos grupos de poder local una situación de dependencia a las

que sólo –como dice la documentación- “el favor y la amistad de los poderosos” les

permitían seguir en el ejercicio de unos cargos que, como vemos, tenían los pies de

barro. Y por supuesto, mostrando estas autoridades coloniales una gran opacidad de

todos estos hechos ante las autoridades de Madrid, las que a su vez se mostraron menos

comprometidas que nunca en estas dos décadas con el control de un aparato inmenso al

que, en la distancia, ni conocían ni manejaban. Los continuos cambios en la sede de la

secretaría de guerra y de la inspección de tropas en Madrid, producidos por las

continuas crisis políticas sucedidas en la capital del reino entre 1800 y 1808, originaron

que el descontrol central sobre este enorme y lejano ejército se hiciera aún mayor, hasta

volverse crónico17

.

17

- Aún es un tema debatido la evaluación de los costos del sistema defensivo americano en el contexto

de la real hacienda de la monarquía. Pero todos los autores parecen estar acuerdo en que produjeron un

importante recorte en el aporte fiscal americano a la hacienda de la monarquía en la península, y eso que

estas partidas resultaban fundamentales para su sostenimiento. Los datos aportados por Carlos Marichal

(2001) parecen concluyentes: las colonias representaron el 40% de los ingresos fiscales ordinarios de la

Corona entre 1802-1804, y más del 50% entre 1808-1811, pero las remisiones de metal a España

disminuyeron sustancialmente durante estas décadas porque los gastos coloniales (fundamentalmente los

militares y desde fines del s.XVIII) subsumían buena parte del ingreso fiscal. Sobre el tema de los costos

del aparato defensivo, militar y naval, de la monarquía a fines del siglo XVIII y principios del XIX, su

enorme volumen y distribución territorial, ver las obras referenciadas de Leandro Prados de la Escosura,

Jack.A. Barbier, Herbert S. Klein, John J. Tepaske, Jorge Gelman, Samuel Amaral, Francisco Comín,

Ramón Garrabou, Josep Fontana, Pere Pascual, Carles Sudriá, Juan Marchena, Pedro Pérez Herrero,

Antonio Ibarra, Franklin Knight, Allan J. Kuethe, Renate Pieper, Tulio Halperin, José Patricio Merino,

14

Los casos de esta dependencia para el pago de los gastos militares en cada una de las

guarniciones respecto de las remisiones externas de capital se multiplicaron a fines del

S.XVIII, y aún se acentuaron más en la primera década del XIX: la guarnición de La

Habana y las de la isla de Cuba en general, así como las Puerto Rico y Santo Domingo,

eran en todo dependientes de los situados mexicanos. El 80% de la población de la

Florida, por llegar a casos más extremos, dependía de estas remisiones, caso repetido al

otro confín del continente, en Valdivia, donde incluso existió un reglamento para las

viudas de militares, dado que buena parte de los vecinos de la ciudad –descendientes o

familiares de militares- subsistían gracias a estas pensiones del rey. En similar situación

de dependencia de los situados exteriores se hallaban las guarniciones de los castillos

centroamericanos, y las de Veracruz, Panamá y Portobelo, y la de Cartagena como ya se

comentó, y las tropas de la frontera de Concepción en Chile. Muy interesante en este

sentido es el estudio de la financiación de las tropas de Buenos Aires (y de todo su

aparato virreinal, incluyendo a la Banda Oriental) mediante los situados enviados desde

el Alto Perú, que acabaron transformándose en el principal vehículo de capitalización

monetaria del Río de la Plata, y que alcanzaron sumas impensables apenas unas décadas

atrás.

Así, esta dependencia financiera de los flujos exteriores de metal y sus particulares

modos de afrontarla en cada caso, deuda acumulada incluida, con préstamos y libranzas

del comercio local corriendo como agua por las calles, transformó a cada guarnición, a

cada plaza americana, en un microcosmos privativo, muy particularizado, con un

enorme grado de aislamiento con respecto al resto del sistema defensivo, que a la vez

que las hizo más autónomas las convirtió en más dependientes de la realidad política,

social y económica del espacio concreto en que se desenvolvían. Cuando los montos de

los situados a remitir resultaron inasumibles por las cajas reales emisoras, y cuando la

deuda acumulada en cada guarnición alcanzó cifras de vértigo, el sistema comenzó a

resquebrajarse y los situados comenzaron a dismiuir y a territorializarse cada vez más,

en una especie de sálvese quien pueda. La real hacienda central se había subsumido en

su propio caos, y los mecanismos de financiación local se hicieron los dueños de la pista

donde el paquidermo tenía que bailar al son que en cada caso le tocasen.

Si consideramos que los gastos en sueldos, material de guerra, mantenimiento de las

tropas, fortificaciones y arsenales de la Armada, ascendieron para todo el continente y

anualmente a más de 25 millones de pesos para la década de los noventa (y un poco

menos para la siguiente), y que los situados procedentes de las reales cajas matrices ya

apenas podían hacer frente a poco más de la mitad de lo estipulado, podrá entenderse el

volumen de la deuda acumulada por parte de la real hacienda (fundamentalmente en las

cajas de México y Perú, principales emisoras de situados). Una deuda que obligó a que,

en la mayor parte de las ciudades y puertos con guarnición militar, el pago de las

mismas se hiciera a través de convenios con las elites locales, sus verdaderos pagadores,

quienes impusieron para ello severas condiciones, no solo en cuanto a composición,

tamaño y estructura de sus propias tropas (influyendo poderosamente sobre

Christon Archer. Un estudio más general sobre la hacienda real, Gonzalo Anes, Miguel Artola, Josep

Fontana y P. Tedde (1992).

15

nombramientos, ascensos y aplazamientos de grado o destino) sino también en lo

referente a sus actuaciones en el gobierno y “policía” de las ciudades y territorios. No

fue por altruismo que uno de los principales financistas habaneros, Francisco de Arango

y Parreño, llegara a afirmar en 1805 que el comercio de la isla estaba en condiciones de

hacerse cargo del pago anual de los gastos militares, directamente, sin demoras ni

rezagos, proponiendo que a cambio recibieran, sin otros intermediarios, las órdenes de

pago sobre la plata mexicana, y que incluso ellos irían con sus navíos particulares a

recogerla a Veracruz.

En este sentido, seguir la ruta de los “situadistas” (encargados por la administración

colonial de llevar o traer los situados desde los lugares de emisión a los de recepción, un

empleo que se sacaba a remate) y analizar quienes eran y cómo operaban, resulta muy

interesante para conocer las interioridades del sistema: por ejemplo, el situado de Quito

a Cartagena enviado anualmente (teóricamente todo en metálico –oro y plata-) salía de

la ciudad andina compuesto por, además de una parte en metal, otra parte en mercancías

(textiles) que se iban vendiendo por el camino, más otra parte en plata de particulares,

que se trocaba en el puerto de Cartagena por mercancías europeas o harinas

norteamericanas que eran llevadas de regreso a Quito y desde allí vendidas en el Perú.

Es decir, el situado era ya un negocio entre comerciantes. Mas complicado era todo

cuando existían intermediarios para su abono, como en La Habana. El caso de estos

intermediarios habaneros es muy significativo del estado de las cosas en las finanzas

públicas de estos años: los situados llegaban en metal de Veracruz a La Habana, y desde

allí estos situadistas los distribuían por Santiago de Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo

y Venezuela; obviamente una buena parte iba consignada como plata de particulares y

otra como mercancías, vendiéndose o saldándose en todos los puertos de destino. El

líquido final que quedaba entre los destinatarios –fueran militares, o las reales obras o

los funcionarios- era muy escaso, puesto que casi todo había sido cobrado por el

comercio de la ciudad respectiva a cuenta de lo prestado anteriormente, y la anualidad

presente trasformada en pagarés en manos de los comerciantes, librados contra La

Habana a cuenta de los próximos situados. Los sueldos y los gastos miliares se pagaban,

pues, mediante estas libranzas; todo era papel, “vales“ o bonos, que no siempre se

liquidaban por la cantidad establecida, sino que estaban sujetos a descuentos o

deflaciones, aplicados por el propio comercio cuando era mucho el papel emitido o

cuando se demoraba en exceso la llegada de los nuevos envíos de metal. Era corriente,

por ejemplo, en Cartagena, pagar al contado al beneficiario del “vale” el 50% de lo

señalado en el papel, quedando el comerciante con la libranza completa. En Puerto

Rico, otro ejemplo, estos “vales” llamados “papeletas” ya sumaban en 1813 el

equivalente a 500.000 pesos, porque entre 1803 y 1809 no llegó ningún situado desde

La Habana, y éste fue el último que salió de México (Espinosa, 2010). En algunas zonas

esta forma de pago recibía el nombre de “moneda de cartón”, y aún en otras, como en

Cuba o en Cartagena, se llegó a acuñar una moneda propia, sin valor de cambio al peso

y circulación restringida, llamada “macuquina”, que venía a servir como equivalente al

metal para los pagos menudos al interior de las ciudades, dada la inexistencia de

líquidez en la plaza puesto que todo el metal llegado con el situado estaba en circulación

16

en el circuito comercial externo. Recoger esta moneda macuquina fue siempre una

prioridad para las autoridades, porque la inflación de precios que generó fue muy fuerte;

pero era tarea difícil porque continuamente se estaba emitiendo para hacer frente a los

pagos de los sueldos militares, y nunca había el suficiente dinero bueno en las cajas para

sustituirlas. En Buenos Aires se repetía el esquema: los situados que llegaban del Alto

Perú, y que servían para sufragar no solo la estructura militar sino también la

administrativa del virreinato, acababan enseguida en poder del comercio de la ciudad

por la deuda oficial contraída con ellos (Saguier, 1989; Gelman, 1990), de modo que

estos situados potosinos constituyeron el fundamental combustible para las actividades

mercantiles de buena parte del sector comercial de la ciudad.

Además, no poca participación tuvieron en todo este juego financiero los “aviadores” o

suministradores de material al ejército (uniformes, equipo, a veces incluso armamento),

tarea que asumió igualmente el comercio de las ciudades a cambio de las consiguientes

libranzas sobre los próximos situados. Por ejemplo, en buena parte del Caribe (Antillas,

Cartagena y a veces incluso en Venezuela) la pólvora se llegó a comprar en los Estados

Unidos vía La Habana, descontándose su precio de los situados. La cantidad necesaria

para la operación la adelantaba el comerciante cubano, cobrando el flete (un 5% y otro

tanto por el seguro) más otro 10% de comisión por la operación. Además, en caso de

demora en el pago, se preveía un interés tasado entre un 2,5% y un 3% mensual.

Similares situaciones se produjeron en Buenos Aires. A estos aviadores hay que añadir

los proveedores y abastecedores de materiales y utillaje para las obras de fortificación,

también miembros del comercio de la ciudad, quienes compraron canteras para la piedra

de las obras, talaron bosques para las maderas, construyeron carros y carretones, todo lo

cual era vendido (o mejor dicho, fiado) a buen precio; alquilaron incluso a sus esclavos

como mano de obra. Eso explica los eternos retrasos en las obras, y el deseo –expuesto

en memoriales e informes sobre el “gravísimo peligro que corre la plaza”- de que éstas

crecieran más y más, o planteando nuevos proyectos, hasta erizar el continente de

fortificaciones siempre inacabadas o en permanente estado de reparación. Súmese lo

que significó, como luego veremos, la construcción naval en los astilleros americanos

con destino a la Real Armada, o los necesarios reparos de embarcaciones en los

arsenales navales (La Habana, Cartagena, Puerto cabello, Veracruz, Callao, Guayaquil,

Montevideo...) y tendremos una idea del papel de estos suministradores en la

composición y manejo del gasto oficial, y el peso del mismo en las economías locales.

Es decir, tomándole prestado el término al maestro Tulio Halperin, me he referido en

otros trabajos a la existencia -ya a estos años- de una “patria contratista”. De acuerdo

con lo que plantea Jorge Gelman para el Río de la Plata (Gelman, 1999), pero que aquí

vemos es extensible a toda la América colonial, un sector (y no reducido) de los

comerciantes locales en sus respectivas áreas de influencia –cada vez más consolidadas-

se había posesionado del control de los flujos metálicos de la real hacienda americana,

en todo o en parte, y asumido en la práctica de los hechos que en los asuntos públicos

había mucho donde ganar; y que en los negocios políticos era donde se manejaba -en

todo el sentido de la palabra- el verdadero negocio. De ahí el siguiente razonamiento

que muchos hicieron, en Buenos Aires, en Cartagena, obviamente en La Habana, en

17

México, en Lima, en Veracruz...: ocupar cargos en el aparato político-administrativo de

los territorios y jurisdicciones era tan importante como controlar los capitales, o uno de

los modos más eficientes para asegurarlos y acrecentarlos.

Cuando a partir de 1808-1809 y especialmente desde 1810, con motivo de los conflictos

regionales que brotaron por doquier en todo el continente, estas remisiones de metales

prácticamente se detuvieron, y cada territorio debió atender como pudo a sus tropas, la

fragmentación territorial del ejército real fue un hecho incuestionable. Los grupos de

capital local o regional vinieron a ser los auténticos financistas de sus guarniciones

respectivas, obviamente exigiendo de las mismas la defensa a ultranza de sus intereses

corporativos. La lección de estos últimos años coloniales estaba más que aprendida, por

lo que estos grupos y corporaciones financistas-comerciales pasaron a defender

posiciones basadas, antes que otra cosa, en el libre comercio de los monopolios

regionales que cada uno de ellos representaba frente a la competencia, fuese cual fuese

ésta. Como alguno explicó, lo que acabó pretendiéndose por parte de estos grupos fue el

monopolio del libre comercio en sus respectivas áreas de influencia.

2.- Los desastres de la guerra.

Y dijimos también que el ejército colonial americano había llegado a ser una máquina

inútil para los intereses de la monarquía, según se comportó tanto hacia fuera como

hacia adentro; es decir, tanto frente a amenazas exteriores como también frente a

amenazas interiores, que no dejaron de multiplicarse en estos años.

Inútil hacia fuera porque, como ya habían pronosticado los estrategas de la época de

Carlos III, “las fortificaciones no se defienden solas”, sino que era necesaria una

infantería -y sobre todo una artillería- numerosa y eficaz para protegerlas. Un fuerte,

una batería, un baluarte, servían como poderoso elemento de contención del enemigo,

pero si por causa de una mala defensa, por falta de tropas, por la poca instrucción de

éstas o por carencias en la artillería, se perdía la plaza, no existían en América tropas del

rey ni suficientes ni capacitadas para reconquistarla.

Porque si el enemigo debía transportar desde Europa un poderoso ejército para asaltar y

conquistar una de estas plazas, llevando numerosa artillería de sitio y pertrechos

suficientes para plantear asedio a largo plazo, también sería necesario transportar desde

España otro numeroso y bien dotado ejército para reconquistarla; y eso no era tarea ni

fácil ni inmediata, con lo que el enemigo contaría con un tiempo indeterminado –pero

seguramente extenso- para robustecerse en la posición y consolidar su ocupación

territorial, desde donde avanzar hacia nuevas zonas y lograr nuevas conquistas. Ante

esta posibilidad, en Madrid no encontraban otra alternativa que intentar por todos los

medios que tal circunstancia no se produjera, reforzando al máximo las guarniciones de

las plazas fuertes americanas al precio que fuese, ante la posibilidad de ser atacada por

los británicos.

Tal circunstancia se produjo en 1762 en La Habana, seguramente la ciudad más

fortificada de América, que fue conquistada por el ejercito y la armada inglesa, no

pudiendo ser recuperada sino mediante un tratado de paz internacional; y ello a cambio

de entregar a Inglaterra grandes porciones territoriales en América (entre ellas las

18

Floridas, por ejemplo, o la Colonia de sacramento, entregada a Portugal) o en la misma

España. Era evidente que ni con todo el ejército desplegado en el Caribe, los españoles

eran capaces de reconquistar La Habana mediante una operación militar; ni era posible

trasladar desde España a un ejército lo suficiente numeroso y bien pertrechado como

para retomar La Habana a los británicos, protegidos ahora tras las impresionantes

fortificaciones antes españolas.

Estos acontecimientos se reprodujeron en la década de los noventa, cuando sucesivos

ataques británicos sacudieron el corazón del sistema defensivo americano, confirmando

la decadencia del sistema.

En febrero de 1797, y como consecuencia de la nueva guerra declarada por Inglaterra

tras la firma del tratado de San Ildefonso de 1796 entre España y Francia, la armada del

almirante Henry Harvey (5 navíos y dos fragatas) y las tropas del general Ralph

Abercromby (3.000 soldados de desembarco) atacaron la isla de Trinidad. Ésta había

sido reforzada (aparte su guarnición fija) por 4 navíos de línea y una fragata al mando

del jefe de escuadra español Sebastián Ruiz de Apodaca, más 700 soldados de infantería

remitidos desde España. Los sobrecostos de este aumento de la guarnición en la isla

debieron ser atendidos por sus vecinos porque no pudieron traerse recursos ni desde

Venezuela ni desde Puerto Rico por falta de ellos18

. Además, los intentos de recibir

pertrechos desde el continente fracasaron, porque los buques británicos lo impidieron

capturando a los pocos que lo intentaron. Ante la inminencia del ataque, la orden del

gobernador español, José María Chacón, fue abandonar todos los puestos fortificados de

la isla y concentrar sus tropas tras los baluartes de la capital, Puerto España, en cuya

rada se refugió además la escuadra de Apodaca. Apenas desembarcaron los británicos, a

los que no le hicieron ninguna oposición, el gobernador huyó al interior de la isla,

mientras Apodaca, que dio todo por perdido antes de ni siquiera intentar el combate,

mandó incendiar sus cuatro navíos y la fragata para evitar que cayeran en manos de los

enemigos: todos se hundieron y un navío fue capturado por los ingleses. La plaza y

ciudad se rindió inmediatamente sin realizar un solo disparo de oposición. Chacón y

Apodaca fueron condenados en España -en el consejo de guerra a que fueron sometidos-

a la pérdida de sus empleos, pero la isla quedó en poder de Inglaterra sin ser recuperada

por la corona española ante la imposibilidad, ni 1798 ni en adelante, de organizar una

expedición de reconquista19

.

Ese mismo año, los navíos y tropas de Harvey y Abercromby, reforzados con más

efectivos, atacaron la isla de Puerto Rico, que se hallaba sin más tropas que las de su

guarnición (el Fijo y las milicias) y sin armada que la protegiera o ayudara20

, no

pudiendo recibir socorro externo alguno puesto que el resto de las plazas del Caribe

18

- Expediente sobre la pérdida de la isla de Trinidad realizado por sus vecinos: “Relación que hace la

colonia de la Trinidad de Barlovento de todo lo que ha pasado desde las primeras apariencias de guerra

con la Inglaterra hasta la declaración de los días 16, 17 y 18 de febrero de 1797 en que ella fue

vergonzosamente entregada por su gobernador don José María Chacón”. Servicio Histórico Militar,

Madrid, 5-6-1-6. 19

- Zapatero (1964, 150 y ss.) 20

- Expediente de las prevenciones tomadas en la isla por el gobernador de Puerto Rico, brigadier Ramón

de Castro, en el Archivo General Militar, Segovia, Ultramar 36.

19

habían sido alertadas para que todas “atendieran a su propia defensa”, en previsión de

otros ataques, ni existir transportes donde enviar un posible socorro.

El gobernador Castro informó a Madrid que, a pesar de hallarse sobre el papel 4.000

soldados para la defensa de la isla (unos 900 del fijo, 2.000 de las milicias de blancos y

pardos, 200 más de la artillería –casi todos milicianos-, 500 de la marina –empleados de

las maestranzas y astilleros, pero sin ningún buque armado- e incluso 180 presos que se

aprestaron voluntariamente a combatir, y otros tantos “franceses de nación” que también

se ofrecieron a luchar contra los ingleses), “entre la gente de armas solo podrían

escogerse de 200 a 300 hombres cuando más de soldados veteranos, siendo los más

reclutas bisoños e hijos del país como toda la milicia... e incluso los esclavos,

presentados por sus amos”. Su incomunicación desde mucho antes de la guerra era casi

absoluta con el resto del ejército americano y con las demás autoridades coloniales, lo

que demuestra el estado de aislamiento de cada plaza con respecto a las demás: “Ocho

meses ha que carezco de toda noticia de esa Península, y casi igual tiempo que no la

tengo de La Habana”21

.

Las tropas británicas consiguieron desembarcar más de 3.000 efectivos, acercándose a

los fuertes de la ciudad y batiéndolos con su artillería. No tuvieron éxito porque éstos

aguantaron el fuego, mientras las milicias de vecinos, organizadas en diversos cuerpos

volantes (una especie de guerrillas dispersas por los manglares) estorbaron las

operaciones de reagrupamiento de los británicos, atacándoles en los vados de los

numerosos caños que rodeaban a la ciudad durante las noches. Al cabo de pocos días, y

sufriendo problemas con la aclimatación de sus tropas, Abercromby y Harvey

reembarcaron a sus soldados retirándose de la isla. La defensa española fue celebrada

como un milagro con numerosos Te Deum por todo el reino.

Muy cerca de allí, en idénticas fechas y en el mismo corazón del sistema defensivo

americano, el Santo Domingo español atravesó mil y una calamidades, producto de la

imposibilidad del ejército colonial para defender la colonia. Como escribí hace unos

años (Garavaglia-Marchena 2005; 220 y ss.) Santo Domingo pasó a ser la tierra del

olvido en este periodo.

El que fuera primer bastión hispano en el Nuevo Mundo acabó siendo abandonado a su

suerte por su metrópoli en 1795, debido a un enmarañado conjunto de circunstancias. Si

en los comienzos de la revolución haitiana el ejército colonial español en Santo

Domingo jugó un papel trascendental, actuando contra la Francia de la Convención,

dando cobijo, armas y apoyo a los esclavos sublevados, la colonia acabó siendo cedida a

Francia por la Paz de Basilea, quedando sus habitantes sometidos al albur de los

acontecimientos. La cesión significaba desampararlos frente a los vecinos alzados.

Hasta la tumba del Almirante Don Cristóbal tuvo que ser removida a toda prisa y

trasladada a Cuba. El gobierno revolucionario francés puntualizó en el tratado de

Basilea que la ex-colonia española sólo podía ser entregada a un ejército francés que

habría de ser enviado expresamente hasta allá, y en modo alguno a los líderes negros

que, aún en nombre de Francia, dirigían política y militarmente la zona occidental.

21

- Idem. Notificación a Madrid del 9 de mayo.

20

Mientras este ejército se preparaba en Francia, la antigua colonia quedó en el olvido.

Las autoridades españolas en Santo Domingo permanecieron en la isla en una

interinidad tan etérea como indefinido debía ser su gobierno: dejaron de recibirse

órdenes de Madrid y del virreinato de México, la real audiencia se trasladó a Cuba, y los

aproximadamente 200.000 pesos que llegaban anualmente con el situado de Nueva

España no se vieron nunca más. Las tropas locales que se pagaban con esos caudales

quedaron sin sueldo y por tanto dejaron de cumplir su servicio, tan en el limbo como

todo lo demás.

Pero la nueva guerra con Inglaterra en la que se vieron envueltas tanto Francia como

España impidió que el ejercito francés que se estaba preparando en Europa ni siquiera

fuera embarcado. El ex-gobernador español Joaquín García Moreno permaneció al

mando del territorio dominicano en esta difícil e indefinida situación, sin medios ni

recursos de ningún tipo, clamando porque los franceses llegasen cuanto antes, y

solicitando a los gobernadores vecinos alguna colaboración que no recibió por estar

todos demasiado ocupados en librarse de los ataques británicos, que en ese año estaban

conquistando Trinidad y sitiando Puerto Rico.

Como señala Moya Pons, el gobernador tuvo que resistir también las presiones de las

familias pudientes de la colonia que, ante el temor a la invasión haitiana, acudieron en

masa a la capital para refugiarse tras sus muros o intentar salir de allí a cualquier precio.

Pero los únicos barcos que aparecieron en el puerto fueron los británicos, que, estando

como estaba la guerra declarada contra España y Francia, se dedicaron para colmo de

las desdichas de la población a bombardear la ciudad durante varios días.

A los cinco años de firmada la Paz de Basilea, después de todo este tiempo de

indefinición política, jurídica y económica, y viendo que el previsto ejército francés no

llegaba a la colonia, el general haitiano Toussaint Louverture decidió ocupar la parte

oriental de la isla. A primeros de enero de 1801, en medio de la consternación de las

elites dominicanas, del alborozo inicial de ciertos sectores populares, y sin apenas

resistencia, el general haitiano entró en la capital y proclamó la unificación del territorio

insular.

En 1802 Napoleón encargó a su cuñado el general Víctor Manuel Leclerc que

embarcase por fin al ejército a sus órdenes, se dirigiese hacia el Caribe, apresase a

Louverture y pusiera a producir intensivamente la totalidad de la isla dominicana. La

capital, Santo Domingo, fue tomada por las tropas francesas con facilidad, frente a la

escasa oposición que pudo presentar la guardia haitiana que la defendía, logrando

prontamente ocupar toda la parte antiguamente española de la isla. Las milicias del

antiguo ejército colonial español y aún algunos de los oficiales y soldados del Fijo

dominicano, pasaron a quedar enrolados en el ejército francés.

Pero las tropas de Leclerc vinieron a ser derrotadas y exterminadas por los ex- esclavos,

las fiebres y la falta de suministros, de modo que la antigua parte francesa de la isla

estuvo en poco tiempo de nuevo en manos de los haitianos y de su general Dessalines,

sucesor de Louverture. Tras esta derrota, la parte española quedó al mando del general

francés Jean Louis Ferrand. Dessalines invadió el territorio en 1805, dispuesto a

expulsar definitivamente a los restos del ejército napoleónico. Después de casi un mes

21

de asedio a la capital de Santo Domingo, donde franceses y españoles resistieron a duras

penas y estando ya a punto de claudicar, apareció en la boca del río Ozama una escuadra

francesa que venía persiguiendo a varios buques ingleses por las Antillas. Dessalines

pensó que la flota venía a realizar una nueva invasión de Haití, levantó el sitio de la

capital dominicana y se retiró a la parte occidental de la isla. El estado de cosas pudo

continuar así algunos años más. Pero en 1808 todo volvió a trastocarse. Los sucesos del

2 de mayo en Madrid conmocionaron a los vecinos de la capital dominicana, y algunos

vecinos huidos a Puerto Rico obtuvieron el apoyo del gobernador de San Juan para

organizar un cuerpo militar que expulsara a los franceses, volviendo a integrar el

territorio en la Corona española, lo que tuvo lugar en noviembre de ese año cuando en la

sabana de Palo Hincado los colonos se enfrentaron a las tropas francesas y las

derrotaron, muriendo el gobernador Ferrand. El resto de la guarnición francesa se

encerró en la capital, dándose inicio a un prolongado sitio de más de ocho meses en el

que, paradoja de paradojas, los franceses eran los que estaban dentro de la ciudad

mientras los dominicanos la atacaban en nombre de España. Todavía la situación se

complicó aún más cuando una escuadra inglesa, ahora aliada de los españoles y en

guerra contra Francia, bloqueó el puerto. Completamente agotadas, las tropas francesas

sitiadas en la capital decidieron rendirse, pero no a los dominicanos sino a los ingleses,

pactando con ellos su evacuación; por eso, en el último acto de este singular drama, los

dominicanos contemplaron estupefactos cómo los ingleses se llevaban las campanas de

las iglesias y los cañones de los fuertes, ofrecidos por los franceses como pago por el

transporte a Europa e indemnización por los gastos ocasionados.

El siguiente eslabón de esta cadena de fracasos del ejército colonial lo constituyeron las

invasiones inglesas a Buenos Aires en 1806 y 1807. Fracasos no porque los británicos

consiguieran su objetivo de conquistar el territorio, sino porque pusieron de manifiesto

la ruina de la estructura militar borbónica, y que ésta había sido sustituida por otra,

autónoma y bien diferente de la anterior en la que la autoridad monárquica española

venía a quedar, cuando menos, en entredicho.

En 1806, el almirante inglés Home Popham, tras conquistar la sudafricana Ciudad el

Cabo a los holandeses, decidió continuar su exitosa expedición por el Atlántico sur

atacando Buenos Aires, contando para ello con las tropas del general William Carr

Beresford. Los británicos desembarcaron en el río de la Plata por la zona de Quilmes y

avanzaron rápidamente sobre la capital en la que entraron sin encontrar apenas

resistencia ya que el virrey marqués de Sobremonte había enviado a las mejores tropas a

defender Montevideo. Él mismo huyó con el tesoro real aunque tuvo que entregárselo

finalmente a los ingleses como rescate. Mientras tanto en la Banda Oriental, un capitán

de navío llamado Santiago de Liniers, saltándose toda la cadena de mando que había

quedado deshecha tras la rendición de Sobremonte, reagrupó algunas unidades

veteranas y otras milicianas en Colonia de Sacramento y se dispuso a intentar

reconquistar Buenos Aires; junto a él, algunos jefes milicianos, hacendados y peones de

la pampa, organizados a su modo, atacaron también a los británicos. Casa por casa,

consiguieron recluir a Beresford en el fuerte español donde acabó rindiéndose con más

de 1.200 soldados. Cuando el virrey Sobremonte volvió a la capital recién

22

reconquistada, se vio obligado, bien a su pesar, a conceder a Liniers el mando militar de

la plaza.

Conociendo que los británicos organizarían una nueva expedición para volver a atacar

Buenos Aires y rescatar a sus compañeros prisioneros, y sabiendo que no podría recibir

refuerzo alguno, Liniers estimuló la militarización de la sociedad porteña, creando e

instruyendo nuevas unidades milicianas, armando a los vecinos tanto americanos como

peninsulares y trayendo tropas veteranas desde Montevideo (Halperin, 1968).

En 1807 se produjo el esperado ataque inglés, con nuevas tropas al mando del general

Samuel Auchmuty y del almirante Stirling, recibiendo además refuerzos llegados desde

El Cabo a las órdenes del general Backhouse. Otra expedición británica comandada por

el almirante Crauford, que navegaba el Atlántico sur con el propósito de invadir Chile,

fue desviada también hacia Buenos Aires. En total, los ingleses consiguieron reunir más

de 11.000 soldados (Beverina, 1939)

Backhouse ocupó con facilidad las baterías de Maldonado mientras Auchmuty atacaba

Montevideo, la que consiguió tomar después de un duro combate. El virrey Sobremonte

volvió a recibir las más duras críticas de sus subordinados, una vez se conocieron las

desadecuadas órdenes impartidas y, al parecer, por sabérsele dispuesto a huir de nuevo.

Como consecuencia de la apurada situación, los oficiales de las milicias, los líderes

barriales más destacados en la campaña anterior, y buena parte del patriciado urbano de

Buenos Aires, reunidos en Cabildo abierto, exigieron y lograron apartar a Sobremonte

de sus cargos entregando todo el poder político y militar a Liniers y nombrándolo -sin la

aprobación imposible de Madrid- virrey interino, coordinando una junta de guerra que

se hizo cargo del mando y en la que se integraron numerosos líderes locales. Mientras,

los británicos aún recibieron más refuerzos, quedando la invasión al mando del general

Whitelocke.

Por fin éstos desembarcaron en Barragán y se dirigieron a la ciudad, de nuevo escenario

de una gran batalla urbana en la que los vecinos milicianos bien organizados al mando

de sus dirigentes barriales y de los patricios más destacados de la ciudad, junto con la

poca tropa veterana que quedaba, derrotaron a los ingleses que finalmente pidieron

capitular, abandonando tanto Buenos Aires como Montevideo. Si Liniers fue ratificado

en el cargo de virrey por Madrid a los pocos meses, quedaba claro ahora en qué

consistía, en manos de quien quedaba y quien componía, el ejército del rey en el

fundamental espacio del Río de la Plata a partir de 1807. Había dejado de ser un ejército

borbónico y un ejército colonial, y pasaba a constituir, a la altura de 1808, el exponente

de una sociedad fuertemente militarizada compuesta por civiles armados y

empoderados.

En realidad, la polémica acerca de sobre quién debía recaer el peso de la defensa

americana venía de muy atrás, de los años 70, cuando el ministro José de Gálvez

apuntaba que, precisamente, eran los vecinos en armas, bien organizados, adiestrados y

armados, los que mejor podrían defender el continente de ataques procedentes del

exterior. Expresaba el ministro al virrey de la Nueva Granada que la defensa de

América era imposible "aún cuando Su Majestad tuviera a su disposición todos los

tesoros, los ejércitos y los almacenes de Europa. La necesidad obliga a seguir un

23

sistema de defensa acomodado a nuestros medios... La necesidad y la política exigen

que se saque de los naturales del país todo el partido que se pueda. Para esto es preciso

que los que los mandan los traten con humanidad y dulzura; que a fuerza de desinterés y

equidad les infundan amor al Real Servicio, y les hagan conocer que la defensa de los

derechos del Rey está unida con la de sus bienes, su familia, su patria y su felicidad"22

.

Una opinión que estuvo en la base de la extensión del plan miliciano por todo el

continente, aunque muchas autoridades no estuvieron de acuerdo con él. Gil y Lemos,

virrey en Santa Fe de Bogotá, escribía con preocupación: "Vivir armados entre

semejante gente, y conservarse en un continuo estado de guerra, es enseñarles lo que no

saben; es hacerles que piensen en lo que de otro modo jamás imaginan; es ponerlos en

la precisión de medir sus fuerzas"23

. Y Cruillas, virrey de México, advertía al secretario

de Indias: "Medite vd. si las cosas están ahora en tan crítico estado, si la plebe

desarmada y desunida se halla ya insolentada y va acabando de perder el temor y el

respeto... ¿Cual será la suerte de este reino cuando esta misma plebe de que se han de

componer las tropas de milicias se le ponga el fusil en la mano y se le enseñe el modo

de hacerse mas temible?"24

. Otros entendieron que no había otra salida, como por

ejemplo el virrey de Nueva Granada Caballero y Góngora, quien explicaba que sólo con

la fuerza militar establecida en el interior de los territorios, desde luego contando con la

participación de las elites locales, sería posible mantener la autoridad real:

"Antiguamente se hallaban las fuerzas reconcentradas en las plazas marítimas cuando la

policía de las provincias interiores, la administración de justicia y la autoridad de los

ministros del rey, descansaban en la fidelidad de los pueblos. Pero perdida una vez la

inestimable inocencia original, necesitó el gobierno y desearon los fieles vasallos (que

finalmente lo vinieron a ser todos) el establecimiento de cuerpos militares para

perpetuar el orden y la seguridad conseguida"25

.

Otro virrey del Nuevo Reino, Messía de la Cerda, concluía que, en este tema, todo lo

que había que hacer era amoldarse a las circunstancias: "La obediencia de los

habitadores no tiene otro apoyo en este reino que la libre voluntad y arbitrio con que

ejecutan lo que se les ordena, pues siempre que falte su beneplácito no hay fuerza,

armas ni facultades para que los superiores se hagan respetar y obedecer; por cuya causa

es muy arriesgado el mando... obligando esta precisa desconfianza a caminar con temor

y a veces sin entera libertad, acomodándose por necesidad a las circunstancias"26

.

Efectivamente, debemos ir desechando la vieja idea extendida por la historiografía más

clásica sobre la existencia de una pax colonial en estos años, y acercarnos a la realidad

de una sociedad americana fuertemente conflictuada, especialmente a fines del XVIII y

principios del XIX. Los ecos de las grandes sublevaciones andinas de la década de los

ochenta no se habían apagado, y nuevas colisiones, antagonismos e insumisiones más o

menos activas se extendían por la geografía americana, tanto en los barrios de las

22

- Aranjuez, 15 de mayo de 1779. Archivo General de Indias, Santa Fe. 577-A. 23

- Gil y Lemos, Virrey de la Nueva Granada. "Memoria de Gobierno", 138. 24

- El Marqués de Cruillas, Virrey de Nueva España, a Julián de Arriaga, Secretario de Indias. Archivo

General de la Nación. México. Cartas de Virreyes. T.10. E.1064. F.267. 25

- Antonio Caballero y Góngora. "Relación del estado del Nuevo Reino de Granada”, pág.268. 26

- Pedro Messia de la Cerda, "Relación del estado del Virreinato de Santa Fe", pág.113.

24

ciudades como en los interiores –poco conocidos para la historiografía- universos

campesinos. Los análisis sobre las turbulencias en la región andina y en la Nueva

España preindependentistas así lo acreditan, y el impacto de la revolución haitiana tanto

entre los pardos libres como en los barracones de esclavos era evidente en el Caribe. La

sociedad americana colonial era violenta en tanto injusta,y ante todas estas turbulencias

el papel del ejército colonial era prácticamente nulo, asentado como estaba al interior de

las guarniciones y fundamentalmente en los puertos, esperando un ataque exterior que

nadie sabía si se produciría ni si estaría en condiciones de resistir.

Por otra parte, el objetico de erradicar o evitar el contrabando tampoco lo alcanzó, entre

otras cosas porque las cifras nos indican que precisamente en estos años fue más activo

que nunca, amparado o no en el comercio de neutrales, y cuando las introducciones de

mercancías se hicieron no solo con la venia sino a veces también con la participación de

las guarniciones, llegando a informar a algún gobernador que “estas tropas no sirven

sino de capa al ilícito comercio”.

En un curioso informe elaborado en Caracas en 1804 por el comerciante Francisco de

Pons, que viene a constituir una especie de “manual del perfecto contrabandista”, se

aclara como éste debía realizarse contando siempre con la aquiescencia interesada de las

tropas acantonadas en los puertos, antes que arriesgarse a ser decomisados e incluso

extorsionados luego por ellas27

: “Hay tres modos muy cómodos de hacer el

contrabando. El primero es entrar en el puerto con el barco y ponerse de acuerdo con los

guardas para desembarcar de noche cuanto hay de más preciso y menos voluminoso en

el cargamento. Sería impolítico y peligroso pasar todo por alto, aunque se pudiera,

porque es preciso que la declaración que se ha de hacer en la aduana exprese algunos

objetos que acrediten el viaje en barco. Esta especie de convenios son muy fáciles y

poco costosos para el español que no es novicio. El segundo modo es conseguir de los

oficiales una rebaja en el añaje, en el peso, en la medida y en la avaluación de los

objetos declarados. No es difícil ahorrar de este modo los derechos de una tercera parte

o de la mitad del cargamento. Los cumplimientos, las cortesías, hacen una gran parte de

los costos de esta negociación. Los regalos rematan la cuenta. El tercer modo es

desembarcar el contrabando en un punto de la costa distante de los puertos frecuentados,

y llevar las mercancías por tierra al lugar de su destino... Pero corre uno el riesgo no

solo de ser aprendido por los guardas, sino también de sufrir pérdidas más o menos

considerables a sus manos... Es cuestión de evitar a los guardas en el tránsito o de

corromper a los que la suerte hace encontrar... Los riesgos de tierra serían infinitamente

mayores que los del mar si la miseria o el vicio no hicieran de la vigilancia y del rigor

de los guardas una mercancía que no pide sino compradores”.

De todo lo anterior parece concluirse, tal cual hicieron los contemporáneos, que el

sistema defensivo de la monarquía española parecía bastante desbaratado en esas fechas.

3.- Una Armada sin navíos.

Por su parte, la real armada ofrecía un espectáculo rutilante en el concurso de las

potencias europeas, pero su realidad era más de oropel que de sustancia. Según los

27

- Biblioteca Nacional, Madrid, Manuscritos. Mss.3-334.

25

Estados Generales que se realizaban anualmente, la marina de guerra de la monarquía

española, a principios del S.XIX, era un instrumento bélico aún muy poderoso, al menos

atendiendo a su tamaño28

.

Una Armada en número de navíos29

menor que la de Inglaterra y similar a la de Francia,

aunque su ritmo constructivo fue sustancialmente menguando a lo largo del S.XVIII,

mientras estas otras Armadas europeas continuaron construyendo embarcaciones y

manteniendo un aceptable índice de reposición. En España, estas reposiciones fueron

imposibles después de 1790.

Entre 1750 y 1796 se construyeron 117 navíos de línea30

y 116 fragatas, una cifra

realmente elevada que necesitó de un extraordinario esfuerzo económico y técnico.

Económico porque debe considerarse que el precio (en rosca) del casco de un navío de

línea de tamaño medio podía superar los 250.000 pesos, y otro tanto costaba la

arboladura, el cordaje, el velamen, la artillería y el equipo y bastimentos necesarios para

navegar. Los costos de una fragata descienden a algo más de la mitad. Es decir, el gasto

de solo la fábrica de los buques de la Armada (sin contar lo que representó la

construcción de los arsenales y astilleros reales, las maestranzas, las fundiciones, etc., ni

su mantenimiento y reparaciones) superó con creces los 100 millones de pesos.

28

- Todos los datos sobre la Armada en Marchena F. J, (coord.) “Apogeo y crisis de la Real Armada.

1750-1820”, Proyecto de Investigación. Universidad Pablo de Olavide-Consejería de Innovación, Ciencia

y Tecnología, Junta de Andalucía, 2008-2011. Marchena, F., J., y Cuño Bonito, J., Capítulo IV, “Los

buques de la Real Armada”. 29

- Se consideraba navío o navío de línea a los buques de tres palos y al menos dos puentes de artillería,

con un número de bocas de fuego superior a las 70; su tripulación estaba compuesta por al menos 400

hombres de marinería, artillería y oficiales, y otros tantos de infantería embarcada. Las fragatas, también

de tres palos, poseían un solo puente, embarcando entre 200 y 300 hombres. 30

- El último, el Argonauta, del porte de 80 cañones, fue botado en el Ferrol en 1796.

CONSTRUCCION NAVAL. 1750-1810

5

2232

15 146

18

26

44

20

4

0

10

20

30

40

50

60

70

80

GUARNIZO HABANA FERROL CARTAGENA CADIZ MAHON P.VASCO

NAVIOS

FRAGATAS

26

El astillero de La Habana, por ejemplo, subsumió buena parte de los situados

específicos enviados desde Nueva España: allí se construyeron en los años 70 y los 80

los navíos más grandes (también por supuesto los más costosos) de toda la Armada,

entre ellos el Santísima Trinidad, el mayor buque de guerra del mundo durante años,

con tres puentes y 130 cañones31

. Los tres arsenales peninsulares (Ferrol, La Carraca y

Cartagena) y sus anexos (escuelas de guardiamarinas, gabinetes cartográficos,

observatorios astronómicos, talleres de formación, etc.) permitieron a la marina de

guerra de la corona española dar un enorme salto cualitativo en lo técnico y profesional,

sin el cual hubiera sido imposible realizar semejante esfuerzo constructivo. Pero eso

significó realizar enormes inversiones, financiadas en buena medida por los metales

americanos.

CONSTRUCCIÓN DE BUQUES DECADAS NAVIOS FRAGATAS

1750-1759 41 23

1760-1769 23 12

1770-1779 19 31

1780-1789 24 34

1790-1799 11 19

1800-1809 4 3

1810-1819 5 8

1820-1829 0 0

> 1830 0 0

TOTAL 127 130

Sin embargo, este esfuerzo constructor no pudo ser mantenido después de 1790, debido

precisamente a la incapacidad de sufragarlo dadas las dificultades que atravesó la real

hacienda. Por eso la reposición de los navíos que se perdían o eran dados de baja fue

una empresa imposible.

Todavía después de 1796 pudieron construirse algunas fragatas más32

:

NOMBRE PORTE AÑO ASTILLERO

ANFITRITE (Santa Ursula) 40 1797 LA HABANA

MEDEA 40 1797 FERROL

PROSERPINA 34 1797 MAHON

PRUEBA 40 1800 FERROL

ZAFIRO 26 1802 LA HABANA

CARMEN 34 1812 LA HABANA

En cuanto a los navíos, si ninguno fue construido después de 1796 otros 10 se

incorporaron a la Armada, unos por haberse tomado al enemigo (a Francia, en 1808) y

otros por haber sido comprados (a Rusia, en 1818):

NOMBRE PORTE CONSTR/ EN SERVICIO ASTILLERO

31

- Los navíos de línea-tipo en la Armada española durante estos años fueron el de 74 cañones, del que se

construyeron 78; el de 64, de los que se hicieron 18; y el de 112 (de tres puentes) de los que se botaron

11. 32

- Y otras 7 fueron compradas.

27

ARGONAUTE 74 1798-1806 33

LORIENT

HÉROE (Heros) 74 1801-1808 34

ROCHEFORT

NEPTUNO (Neptune) 80 1803-1808 35

TOLON

PLUTÓN 74 1805-1808 36

TOLON

ALGECIRAS 74 1808 37

LORIENT

VELASCO (Try Svyttkey) 74 1810-1818 S.PETERSBURGO

ESPAÑA (Nord Adler) 74 1811-1818 S.PETERSBURGO

ALEJANDRO I (Dresden) 74 1813-1818 S.PETERSBURGO

FERNANDO VII(Neptunus) 74 1813-1818 S.PETERSBURGO

NUMANCIA (Lybek) 74 1813-1818 S.PETERSBURGO

La operatividad teórica de la Armada había alcanzado sus máximos en la década de los

ochenta, con 71 navíos y 48 fragatas en capacidad de navegar; un número muy elevado

para la época. En total se alistaban 119 buques de guerra de buen porte, pero a ellos

había que sumar una nube de corbetas, goletas, bergantines, jabeques y otras

embarcaciones menores, necesarias para las guardacostas, el correo oficial, los avisos, el

transporte de personal y materiales…

NAVIOS Y FRAGATAS OPERATIVOS.

NAVIOS FRAGATAS TOTAL BUQUES DECADAS ALTA BAJA OPERAT ALTA BAJA OPERAT ALTA BAJA OPERAT

1750-1759 41 16 45 23 20 7 64 36 52

1760-1769 23 17 51 12 13 6 35 30 57

1770-1779 19 7 63 31 9 28 50 16 91

1780-1789 24 16 71 34 14 48 58 30 119

1790-1799 11 19 63 19 25 41 30 44 105

1800-1809 4 33 34 3 25 20 7 58 54

1810-1819 5 25 14 8 11 17 13 36 31

1820-1829 0 11 3 0 14 3 0 25 6

> 1830 0 3 0 0 3 0 0 6 0

TOTAL 127 147 130 134 257 281

Sin embargo, las guerras y sus malos resultados, la falta de una gestión política y

administrativa eficaz, la imposibilidad de financiar las operaciones de todos estos

buques a la vez ,y la falta de tripulaciones adecuadas, llevó a esta Armada en muy poco

tiempo a quedar prácticamente desmantelada. En veinte años (1785-1805) la mitad de

los navíos quedaron inoperativos, y en diez años más podemos afirmar sin recurrir a la

especulación que la Armada había desaparecido.

La opinión generalizada en el almirantazgo español desde los años ochenta -luego

extendida por años- fue que sacar la flota de los puertos era no solo arriesgarla sino, con

33

- Cambiado a Francia por el navío español Vencedor. Quedó en la bahía de Cádiz, donde fue arrastrado

por una tormenta en 1810 y encallado. Aunque se intentó reflotar, fue imposible, siendo desguazado en

1822. 34

- Tras Trafalgar, entró en Cádiz y fue capturado por los españoles en 1808. 35

- Tras Trafalgar, entró en Cádiz y fue capturado por los españoles en 1808. 36

- Capturado a los franceses en Cádiz, 1808. En Cabo Bujía. Se le cambió el nombre por el de reina

María Luisa. 37

- Fue capturado por los españoles en Cádiz en 1808. Esto cuatro navíos franceses se estaban,

prácticamente, estrenando cuando llegaron a Cádiz en 1808.

28

seguridad, destruirla, por razones que luego apuntaremos. Como resultado de la

aplicación de tal política, la Armada, efectivamente, no se destruyó en el mar; se

deshizo por sí sola en los puertos.

1750-1820

CAUSA DE LA BAJA NAVIOS

HUNDIDOS EN COMBATE 6 – 4.1 %

BARRENADOS O INCENDIADOS POR SU PROPIA TRIPULACION 6 – 4.1 %

CAPTURADOS POR EL ENEMIGO 27 – 18.4 %

DESGUAZADOS EN LOS PUERTOS POR INÚTIL O SIN CARENA 61 – 41.7 %

INCENDIADOS O ESTALLADOS ACCIDENTALMENTE 5 – 3.4 %

NAUFRAGADOS POR TEMPORALES 28 – 19.1 %

VENDIDOS 5 – 3.4 %

CAMBIADOS 2 – 1.3 %

CEDIDOS 6 – 4.1 %

Observando las cifras de bajas de navíos, deducimos que frente al 8,2% de los que

fueron hundidos en combate o barrenados por su tripulación para evitar ser capturados,

el 18,4% fue apresado (la cifra de 27 buques es realmente alta) y otro 20% más se

hundió por accidente o en temporal (hay que indicar que casi las tres cuartas partes de

éstos accidentes se produjeron en los puertos, y aún varios de los naufragios). Pero lo

más significativo es que el 41%, es decir, casi la mitad de la Armada, fue desguazada o

dada por inútil en sus bases, y prácticamente en un plazo de 20 años, entre 1800 y 1820.

Precisamente el periodo de las guerras que ahora estudiamos. La Armada, por tanto, no

pudo intervenir en ellas, por lo que tratándose de guerras coloniales y transoceánicas

esto tuvo que tener un peso enorme sobre sus resultados.

Pero es necesario realizar cuatro consideraciones. Una, que aunque la oficialidad de la

marina se hallaba técnicamente bien preparada gracias a la creación de academias y

escuelas específicas para su formación, el número de oficiales era reducido para el

tamaño de la flota, precisamente por las dificultades que hallaban buena parte de los

mismos a la hora de acceder al gobierno de los buques y más aún para ascender al

mando de uno de ellos. Eran dificultades propias del sistema selectivo para estos cargos

establecidos por el Antiguo régimen, dada la cantidad de requisitos exigidos, todos

relacionados con su pertenencia a la alta nobleza o a determinadas sagas familiares. De

manera que muy pocos oficiales podían llegar a mandar estos navíos, y no siempre éstos

elegidos fueron ni los más capaces ni los mejor preparados. Segunda consideración: la

falta de marinería para tripularlos fue endémica, porque el tamaño de la flota lo impedía.

Cien navíos y fragatas en operación (con infantería embarcada para combatir) obligaban

a movilizar casi cien mil personas, lo cual era una cifra imposible de alcanzar ni siquiera

para el ejército de tierra, que a duras penas reunía 50.000; los británicos en cambio

embarcaban casi cien mil hombres, porque su sistema de recompensas con las presas

obtenidas consiguió hacer atractivo para buena parte de la población servir en los navíos

de Su Majestad, a pesar de sus duras condiciones. En España, estas tripulaciones “fijas”

o relativamente estables no existían. Tercera consideración: los costos de

mantenimiento de un buque de guerra (sueldos de la oficialidad, marinería y tropa de

infantería embarcada, pertrechos, armamento, aviamientos, repuestos, gasto de pólvora,

29

etc.) sumaba más de 200.000 pesos anuales; eso significaba tener que disponer de 20

millones de pesos al año sólo para poner la flota a navegar al completo, lo cual, si era

ilusorio en la década de los 80, a partir de 1795 era sencillamente imposible. Y cuarta

consideración: la guerra naval no se realizaba en esas fechas con el propósito de hundir

al adversario, sino de apropiarse de sus embarcaciones. El botín que se conseguía con el

apresamiento de un buque de guerra enemigo era enorme -aparte los bienes de los

capturados, que eran repartidos entre los asaltantes- porque el navío pasaba a formar

parte de la flota propia ahorrándose los costos de su construcción. Por tanto, el abordaje

del buque, tras su inmovilización por la artillería -disparando contra el velamen y el

timón- constituía el objetivo del combate. Ello implicaba que la cantidad de tropa de

infantería embarcada debía ser mucha, tanto para abordar como para defenderse del

mismo; y además que, en caso de combate, éste debía rehuirse si se corría el riesgo de

no resultar vencedor y “perder” el buque; y si la lucha no podía ser evitada, y era

previsible que el asalto no se resolviera favorablemente, venía a ser preferible hundir el

navío antes que permitir su apresamiento.

Todas estas consideraciones llevaron a que en la secretaría de marina de Madrid las

órdenes fueran terminantes: Una, que la flota operaría solo en grandes concentraciones,

nunca en pequeños grupos y menos en misiones individuales, permaneciendo en puerto

cuando ello fuera imposible de ejecutar; dos, que la misión fundamental de la Armada

era asegurar el tránsito oceánico de los metales de la real hacienda, por lo que en caso

de ataque enemigo desdeñaría el combate y pondría a salvo los caudales como objetivo

principal, refugiándose en el primer puerto seguro que hallase; y tres, que si la Armada

era considerada un elemento disuasorio ante el enemigo, y vital para los intereses de la

monarquía, nunca debía exponerse a ser capturada, ante la certeza de su imposible

reposición por falta de caudales, debiendo permanecer en los puertos esperando la

oportunidad de asestar golpes certeros y definitivos contra el enemigo.

Lo anterior explica lo sucedido. La operatividad de la flota, anclada en los arsenales casi

todo el tiempo, fue mínima: las grandes concentraciones de navíos no pudieron

realizarse en los años 90 y en adelante dado su altísimo costo, y dada también la

dificultad -o imposibilidad- de juntar tripulaciones aptas para todos los buques, que

obligarían a movilizar como mínimo unos inexistentes 30 o 40.000 marineros y

soldados. Además, la dispersión de los navíos en los puertos del Cantábrico, Galicia,

golfo de Cádiz, Cartagena, Baleares, Caribe, golfo de México, Atlántico Sur y océano

Pacífico, imposibilitaba que pudiera reunirse el número suficiente de buques como para

asegurar la victoria sobre un enemigo que sí podía concentrar los suyos en un mismo

lugar y para una misma acción. Por eso, cuando la Armada española pudo ejecutar estas

concentraciones (La Habana, Santa María, San Vicente, Trafalgar), la improvisación, la

falta de entrenamiento para actuar como tal flota concertada, la escasísima preparación

de las tripulaciones para el combate y el mal equipamiento de los navíos después de

tanto tiempo anclados en los puertos (falta de carena y de material, debiendo ser

canibalizados algunos para poner a otros en operación) produjeron resultados terribles.

En 1762, el ataque británico contra La Habana y su posterior conquista fue un tremendo

golpe para el esquema militar y defensivo de Carlos III y para la Armada en particular,

30

que perdió en esa sola acción 12 navíos y varias fragatas: 3 fueron hundidos por sus

propias tripulaciones, pero 9 fueron capturados por los ingleses pasando a formar parte

de su escuadra.

La década de los 80 se inició con otro desastre: en el cabo Santa María del Algarve

portugués, en un encuentro entre una flota que venía de América contra otra británica,

cuatro navíos españoles resultaron capturados y uno hundido. Dos años después, el San

Miguel un navío que se hallaba en el puerto de Algeciras perfectamente equipado, se

soltó de sus amarras durante un temporal, la tripulación lo abandonó por no saber como

actuar y fue a dar de bordo contra Gibraltar, donde fue apresado y rebautizado como

Saint Michael, quedando al servicio en la Royal Navy.

La década de los 90 fue otro decenio fatal: en 1797 cuatro navíos se perdieron en

Trinidad como ya se comentó (tres auto-hundidos y uno capturado por los británicos)

Pero peor aún fue lo sucedido en el cabo San Vicente, de nuevo en las costas del

Algarve, donde cuatro navíos de gran porte fueron capturados por los ingleses sin que

ninguno resultara hundido. Fue esta una batalla que muestra los recelos hacia el

combate que existían en el seno de la Armada española, puesto que habiéndose

enfrentado 21 navíos españoles a 15 británicos durante casi dos días, y a pesar de darse

miles de cañonazos entre sí, amen de producirse varios abordajes en la captura de los

cuatro navíos españoles y de quedar inutilizados otros cinco buques hispanos, solo hubo

por parte española 230 muertos y 75 por la británica.

NOMBRE AÑO LUGAR CIRCUNSTANCIAS

ARROGANTE 1797 TRINIDAD BARRENADO POR TRIPULA. SIN COMBATIR

GALLARDO 1797 TRINIDAD BARRENADO POR TRIPULA. SIN COMBATIR

S VICENTE FERRE 1797 TRINIDAD BARRENADO POR TRIPULA. SIN COMBATIR

SAN DÁMASO 1797 TRINIDAD CAPTURA. BRITÁNI. PONTON PORTSMOUTH

SAN ISIDRO 1797 S. VICENTE CAPTURA. BRITÁNI. PONTON EN PLYMOUTH

SAN JOSÉ 1797 S. VICENTE CAPTURA. BRIT. EN SERVICIO HASTA 1846

SAN NICOLAS 1797 S.VICENTE CAPTURA. BRIT. EN SERVICIO HASTA 1814

SALVADOR 1797 S.VICENTE CAPTURA. BRIT. EN SERVICIO HASTA 1815

Durante esta década de los 90, todavía otros cuatro navíos se hundieron en temporales o

por accidente (tres de ellos durante la campaña del Rosellón contra la Convención

francesa) pero cinco más tuvieron que ser desguazados por inútiles; y no por ser de

antigua construcción, sino porque su larga estadía, inactivos en los puertos, los

inhabilitó para navegar y menos aún para combatir.

Pero todavía no había comenzado la auténtica debacle. Ésta se inició en 1801 en el cabo

Finisterre, con la captura del San Rafael, seguido de la forzosa cesión a Francia, como

prenda a Napoleón, de los navíos Atlante, San Genaro, San Antonio, Conquistador y

Pelayo. Otros dos, el San Hermenegildo y el Real Carlos, se hundieron mutuamente en

la bahía de Algeciras tras cañonearse durante horas creyéndose enemigos uno y otro. Y

otros siete tuvieron que desguazarse por su mal estado entre 1801 y 1804. Los años

1805 y 1806 fueron terribles también: No solo por Trafalgar donde, a pesar de lo

aparatoso de la batalla, y de cómo luego fue magnificada para justificar la ruina de la

Armada, las pérdidas en combate no fueron tan altas -solo dos navíos fueron hundidos

directamente por el enemigo-, sino porque otros dos fueron capturados, otros tres los

31

quemaron los británicos tras asaltarlos para que no los recuperasen los españoles, y, lo

más grave, otros cuatro se hundieron en días posteriores cuando una tempestad los

arrojó sobre la costa, en Arenas Gordas, Sanlúcar y el Puerto de Santa María, puesto que

sus tripulaciones fueron incapaces de meterlos a resguardo en Cádiz.

INTRÉPIDO 1805 TRAFALG. HUNDIDO EN TRAFALGAR

SAN AGUSTÍN 1805 TRAFALG. HUNDIDO EN TRAFALGAR

S JUAN NEPOMUCENO 1805 TRAFALG. CAPTUR. BRITA.A GIBRALT.EN SERVICIO 1818

SAN ILDEFONSO 1805 TRAFALG. CAPTUR. BRITÁNICOS. HMS San Ildephonso.

BAHAMA 1805 TRAFALG. HUNDIDO O CAPTUR. EN CHATMAN HAS. 1814

SANTÍSIMA TRINIDAD 1805 TRAFALG. HUNDIDO TRAS SER CAPTURADO

ARGONAUTA 1805 TRAFALG. HUNDIDO. QUEMADO POR LOS BRITANICOS

RAYO 1805 ARENASGO NAUFRAG.POR TEMPORAL DIAS DESPUÉS

S. FRANCISCO DE ASÍS 1805 PTO.ST.MA NAUFRAG.POR TEMPORAL DIAS DESPUES

NEPTUNO 1805 PTO.ST.MA NAUFRAG.POR TEMPORAL DIAS DESPUES

MONARCA 1805 SANLUCAR NAUFRAG.POR TEMPORAL DIAS DESPUES

Todavía ese mismo año se perdieron dos navíos más: el Firme, capturado por los

británicos en Finisterre, y el Vencedor, cambiado a Francia por el Argonaute, siendo

renombrado Argonauta38

.

Sin embargo, a pesar de Trafalgar, aún quedaban 40 navíos en la Armada; un número

elevado con el que, si no era posible hacer frente a la armada inglesa en su conjunto, sí

al menos pudieran haberse efectuado numerosas operaciones. Pero no fue así: la falta de

caudales, de tripulaciones y el miedo a perder lo que les quedaba, transformaron a estos

navíos en reliquias portuarias: entre 1807 y 1810, 9 navíos fueron desguazados por

inútiles.

ESPAÑA 1807 VIGO DESGUAZADO POR INÚTIL

SANTO DOMINGO 1807 CADIZ DESGUAZADO POR INÚTIL

SAN FERMÍN 1808 CADIZ DESGUAZADO POR INÚTIL

SAN GABRIEL 1808 FERROL DESGUAZADO POR INÚTIL

LE FERME 39

1808 LA HABANA DESGUAZADO SIN CARENA

SAN JUAN BAUTISTA 1809 CARTAGENA DESGUAZADO POR INÚTIL

ÁFRICA 1809 LA CARRACA DESGUAZADO POR INÚTIL

ANGEL DE LA GUARDA 1810 LA HABANA DESGUAZADO SIN CARENA

ASTUTO 1810 CARTAGENA DESGUAZADO SIN CARENA

Es decir, entre 1790 y 1808, el océano y Atlántico y los mares americanos vinieron a ser

muy peligrosos –e imposibles- para transportar cualquier cosa (metales, soldados,

pertrechos) debido a la hegemonía total que en el mismo ejerció la Armada británica.

Todo era un riesgo. Se entiende así el colapso defensivo americano de estos años, como

ya se explicó.

Pero la autodestrucción de la Armada continuó imparable durante los años de la guerra

contra Napoleón. Primero un fuerte temporal desmanteló en 1810 a los navíos que, ya

en mal estado desde Trafalgar, se hallaban ancorados en la bahía de Cádiz, seis en total

38

- El Vencedor fue recapturado en Cádiz en 1808 y devuelto su nombre original. Finalmente se hundió

en un naufragio en la costa de Cerdeña en 1810. 39

- Llamado originalmente Phocion, era un navío francés construido en 1792. Sus oficiales entregaron el

buque en La Habana por ser opuestos a la revolución en Francia.

32

(uno directamente hundido, tres quemados para que no los tomaran los franceses, uno

quemado por los franceses para que no lo reconquistaran los españoles, y uno más –el

anteriormente francés Argonaute- quedó varado en tan mal estado que su recuperación

fue inútil). Ese mismo año el Vencedor se perdió en Cerdeña por un temporal. 10 navíos

más fueron desguazados hasta 1815 por ser imposible su puesta en servicio, faltos de

carena y de mantenimiento, incluidos cuatro (el San Leandro, el San Fulgencio, el Santa

Ana, y el Príncipe de Asturias, estos dos últimos de tres puentes) llevados in extremis

hasta La Habana para que no cayeran en manos francesas; allí fueron desguazados sin

remedio.

NOMBRE AÑO LUGAR BAJA CIRCUNSTANCIAS

SAN RAMÓN 1810 CADIZ NAUFRAGA POR TEMPORAL EN LA BAHIA

SAN LORENZO 1810 CADIZ ENCALLA. POR TEMPO. BAHIA. QUEM.FRANC.

ARGONAUTE 1810 CADIZ ENCALLADO POR TEMPORAL. INUTIL40

CASTILLA 1810 CADIZ ENCALLADO POR TEMPORAL. QUEMADO

CONCEPCIÓN 1810 CADIZ ENCALLADO POR TEMPORAL. QUEMADO

MONTAÑÉS 1810 CADIZ INCENDIADO TRAS TEMPORAL41

VENCEDOR 1810 CERDEÑA NAUFRAGADO POR TEMPORAL EN LA COSTA

TERRIBLE 1811 CADIZ DESGUAZADO POR INÚTIL

CONDE DE REGLA 1811 CADIZ DESGUAZADO SIN CARENA.

SAN LEANDRO 1813 LA HABANA DESGUAZADO POR INÚTIL

MIÑO 1814 FERROL DESGUAZADO SIN CARENA

PLUTÓN 1814 FERROL DESGUAZADO SIN CARENA

SAN FULGENCIO 1814 LA HABANA DESGUAZADO SIN CARENA

PRÍNCIPE DE ASTURIAS 1814 LA HABANA NAUFRAG BAHIA SIN CARENA.DESGUAZ 1817

SAN FERNANDO 1815 CADIZ DESGUAZADO POR INÚTIL

GLORIOSO 1815 CADIZ DESGUAZADO SIN CARENA

MEXICANO 1815 FERROL DESGUAZADO SIN CARENA

A partir de 1815 y hasta el final de las guerras de independencia americana, los restos

de la Armada (los 20 navíos que aún quedaban) desaparecieron uno tras otro. 11 se

desguazaron en los puertos, por inservibles o porque quedaron inútiles por falta de

carena. Otro, el Reina María Luisa, se hundió en 1815 tras encallar en las costas

argelinas cuando intentaba navegar desde Mahón (donde estaba refugiado desde el

inicio de la guerra junto con otros tres navíos para evitar ser capturados por los

franceses) a Cartagena de Levante: una tormenta lo desvió hacia África y su tripulación

–completamente inexperta para navegar un buque de ese porte- no supo cómo

gobernarlo. Otro más, el San Julián, en mal estado para combatir, fue cedido a la

Compañía de Filipinas a fin de mantener algún tráfico con aquellas lejanas islas; fue

desguazado finalmente en ellas al poco de llegar. De los cinco navíos comprados a

Rusia, todos se desbaraton en el puerto de Cádiz sin haber salido de él jamás; solo al

Alejandro intentaron llevarlo en 1817 con tropas hacia América, pero en mitad del

Atlántico se tuvo que volver a Cádiz con graves vías de agua; no navegó más. Otros

40

- Fue cambiado en 1805 por el navío español Vencedor. Tras el temporal de 1810 quedó en tan mal

estado que fue dado por inútil. Luego intentó ser reflotado, lo que resultó imposible. Finalmente se

desguazó en 1822. 41

- Sus restos fueron subastados en 1822.

33

tres, el San Francisco de Paula, el Algeciras y el San Justo no navegaron tampoco, por

más intentos que hicieron con ellos, y acabaron igualmente desguazándose.

Los tres únicos que finalmente fueron enviados a América durante la guerra fueron el

San Pedro de Alcántara, el San Telmo y el Asia. El primero se hundió nada más llegar

al Caribe en la isla de Coche, cerca de Margarita, tras una explosión producida por un

accidente42

; el San Telmo, con refuerzos para Lima, se perdió al intentar cruzar el cabo

de Hornos, sin dejar rastro y con toda la tripulación y la infantería que llevaba43

; y el

tercero, el Asia, acabó en manos de los patriotas mexicanos en 1825, cambiándosele el

nombre por el de Congreso Mexicano.

NOMBRE AÑO LUGAR BAJA CIRCUNSTANCIAS

REINA MARIA LUISA44

1815 ARGELIA NAUFRAGA POR TEMPORAL EN COSTA

S.PEDRO DE ALCÁNTARA 1816 I. MARGARITA HUNDIDO. EXPLOSION POR ACCIDENTE

SANTA ANA 1816 LA HABANA DESGUAZADO SIN CARENA

SAN JOAQUÍN 1817 CARTAGENA DESGUAZADO SIN CARENA

SAN JULIÁN 1819 MANILA CEDIDO. R.CIA.FILIP. DESGUA. POR INUT.1830

SAN TELMO 1810 CABO HORNOS NAUFRAGADO POR TEMPORAL

SAN CARLOS 1819 CARTAGENA DESGUAZADO POR INÚTIL

NEPTUNO 45

1820 CARTAGENA DESGUAZADO SIN CARENA

VELASCO 46

1821 CADIZ DESGUAZADO POR INUTIL

ALEJANDRO I 47

1821 CADIZ DESGUAZADO POR INÚTIL

ESPAÑA 48

1823 CADIZ DESGUAZADO POR INÚTIL

FERNANDO VII 49

1823 CADIZ DESGUAZADO POR INÚTIL

NUMANCIA 50

1823 CADIZ DESGUAZADO POR INÚTIL

AMÉRICA 1823 CADIZ DESGUAZADO SIN CARENA

S. FRANCISCO DE PAULA 1823 LA CARRACA DESGUAZADO POR INÚTIL

ÁSIA 1825 I. MARIANAS CAPTUR. Congreso Mexicano. HUND VERA. 1832

ALGECIRAS 1826 CADIZ DESGUAZADO SIN CARENA

SAN JUSTO 1828 CARTAGENA DESGUAZADO SIN CARENA

HÉROE 51

1847 FERROL DESGUAZADO POR INÚTIL

GUERRERO 1850 FERROL DESGUAZADO POR INÚTIL. PONTON 1834.

S. PABLO (SOBERANO) 52

1854 LA HABANA DESGUAZADO POR INÚTIL TRAS TEMPORAL

42

- Era un navío de 68 cañones construido en Cartagena de Levante en 1788. Fue uno de los buques

enviados a Veracruz y La Habana durante la guerra peninsular llevando azogues y trayendo caudales.

Volvió a Cádiz en 1813. 43

- Sus despojos han aparecido recientemente en la Antártida, donde un equipo de arqueólogos está

estudiando el yacimiento. Al parecer algunos marineros sobrevivieron durante algún tiempo, falleciendo

luego por no recibir ninguna ayuda, ya que nadie acudió al rescate del buque perdido ni desde España ni

desde Chile o el Perú. 44

- Era uno de los mejores navíos de la armada, construido en Ferrol en 1791. En 1809 se le cambió el

nombre de reina María Luisa por el de Fernando VII, prueba de la inquina de la sociedad española y de la

Junta Central contra la antigua familia real española y contra la reina María Luisa en particular. Fernando

VII, mientras, seguía en Francia amparado por Napoleón. 45

- Uno de los navíos franceses capturados en Cádiz en 1808. Su nombre primigenio era Neptune. 46

- Uno de los cinco navíos rusos comprados en 1818. Su nombre primigenio era Try Svyttkey (Tres

Obispos). 47

- El Dresden, también ruso. 48

- El Nord Adler, ruso. 49

- El Neptunus, ruso. 50

- El Lybek, ruso. 51

- Otro de los navíos franceses capturados en Cádiz en 1808. Su nombre primigenio era Heros. 52

- En 1814 se le cambió el nombre por el de Soberano, con el que permaneció hasta su desguace.

34

Solo tres navíos sobrevivieron a la guerra: el Héroe, un buque de origen francés

desguazado finalmente en 1847, con 38 años de servicio; el Guerrero, desmantelado en

1850, con 95 años de servicio (fue construido en Ferrol en 1755) y el Soberano, al que

un temporal desbarató en La Habana en 1854, después de 83 años de servicio (fue

construido en La Habana en 1771). Es decir, los navíos no eran de mala calidad; fueron

pésimamente gestionados.

Con respecto a las fragatas, su número era menor que en otras armadas europeas porque

en la secretaría de marina de Madrid pensaron que se necesitaba una armada más

oceánica antes que una de resguardo costero. De todas formas se construyeron,

compraron o apresaron 134 de estos buques, como ya se indicó, aunque su destino fue

similar al de los navíos al estar sujetos a las mismas circunstancias.

Entre 1790 y 1808 sufrieron igualmente una enorme sangría en sus efectivos,

perdiéndose 20 fragatas: 14 capturadas por los británicos (3 en la costa de Cádiz, otras 2

en Finisterre, 2 más en las costas mallorquinas, 4 en el Algarve, otra cerca de Cuba53

,

otra frente a Puerto Cabello54

y una en la costa portuguesa); más una incendiada por su

propia tripulación para evitar su captura (en la isla de Trinidad); dos fueron encalladas

en Conil y Denia para evitar ser apresadas; dos naufragadas por temporales, en el cabo

Cervera y en la costa de Virginia; y otra, la Mercedes, estalló en 1804 al intentar repeler

un ataque británico en la costa del Algarve cuando navegaba hacia Cádiz desde

Montevideo con otras tres fragatas que fueron apresadas y conducidas a Inglaterra.

Entre 1810 y 1814 la actividad general de las fragatas fue muy escasa, siendo

desguazadas dos de ellas, la Flora en Montevideo, y la exfrancesa Cornelia en Cádiz;

también naufragó la Magdalena.

Pero, a falta de navíos, fueron las fragatas las que sí pudieron ser enviadas a América a

participar en la guerra colonial después de 1815. No todas, desde luego. De las 18 que

habían sobrevivido a la hecatombe de la Armada después de esa fecha, 3 fueron

desguazadas antes de 1820, la Ifigenia, la Astrolabio y la Pronta, las tres rusas, que poco

pudieron navegar por deshacerse sus maderas con la salinidad del Atlántico. Y de las

que fueron a América, la mayoría fue capturada por los patriotas: la María Isabel, en

Talcahuano en 1818; La Esmeralda, en el Callao en 1820; la Venganza, en Guayaquil en

1822; la Prueba, también en el Callao, en 1822; y la Ceres en la costa de La Habana en

1824. Y una más, la Viva (otra rusa), se hundió en Portobelo en 1821 a causa de una vía

de agua que se abrió en su casco. Aún otra fragata rusa, la Mercurio, tuvo que ser

desguazada en Cádiz por inútil.

De las 8 fragatas que sobrevivieron a las guerras de independencia americana, 7 fueron

desmanteladas en menos de diez años: 4 en Cádiz y 3 en La Habana. Éstas, la Aretusa,

la Ligera y la Arlequina habían tenido alguna participación en la guerra, a las órdenes

del almirante Ángel Laborde, pero ni siquiera pudieron volver a España porque su

estado no les permitió cruzar el océano. Las otras cuatro ni salieron de la península. Por

53

- Era la fragata Pomona. Tras su captura fue renombrada Cuba. 54

- En realidad se trató de una recuperación. La fragata, llamada Hermione, era originalmente británica,

pero tras la sublevación de su tripulación contra sus oficiales fue entregada a las autoridades españolas en

Puerto Cabello. Pasó a llamarse Santa Cecilia. Los británicos la recapturaron en el mismo puerto en 1799

renombrándola Retaliation. Fue finalmente desguazada en Deptford en 1805.

35

tanto solo una fragata, la Perla, construida en Cartagena de Levante en 1789, con 78

años de servicio, sobrevivió a esta debacle, siendo dada de baja en Cádiz en 1867 por

hallarse ya inútil para navegar.

NOMBRE FRAGATAS AÑO LUGAR BAJA CIRCUNSTANCIAS

MARIA ISABEL (Patricyi) 1818 TALCAHUANO CAPTU.PATRIO.RENOM “O’Higgins”55

IFIGENIA (Iphigénie) 1818 CADIZ DESGUAZADA POR INUTIL

ESMERALDA 1820 EL CALLAO CAPTU.PATRIO.RENOM.”Valdivia” 56

ASTROLABIO (Astroliabye) 1820 CADIZ DESGUAZADA POR INUTIL

PRONTA (Posheshny) 1820 CADIZ DESGUAZADA POR INUTIL

VIVA (Provorny) 1821 PORTOBELO NAUFRAGADA VIA DE AGUA

VENGANZA 1822 GUAYAQUIL CAPTU. PATRIO.RENOM. ”Guayas” 57

PRUEBA 1822 EL CALLAO CAPTU. PATRIO.RENOM.”Protector” 58

MERCURIO (Merkury) 1822 CADIZ DESGUAZADA POR INUTIL

CERES 1824 COST.HABANA CAPTUR PATRIOT. COLOMBIA 59

ASTREA 1824 CADIZ DESGUAZADA POR INUTIL

ARLEQUINA 1825 LA HABANA DESGUAZADA POR INUTIL

LIGERA (Legkyi) 1825 LA HABANA DESGUAZADA POR INUTIL

ARETUSA 1826 LA HABANA DESGUAZADA POR INUTIL

SABINA / CONSTITUCIÓN 60

1828 CADIZ DESGUAZADA POR INUTIL

DIANA 1833 CADIZ DESGUAZADA POR INUTIL

CASILDA 1833 CADIZ DESGUAZADA POR INUTIL

PERLA 1867 CADIZ DESGUAZADA POR INUTIL

De modo que, y según todo lo anterior, la Armada de la monarquía española, a pesar de

su corpulencia apenas unos años antes, pudo operar muy poco durante las guerras de

independencias americanas. El ministro de marina Antonio Escaño comunicó en su

memoria de 1810 a la Regencia que, con un gran esfuerzo, había despachado para

América un navío a Lima a por caudales –el Santa Ana- y tres a Veracruz (El San Justo,

el San Pedro de Alcántara y el Asia) llevando azogues (Manera; 46 y 270). Pero,

demostración del estado de las cosas en la Armada de esos años, las remesas de plata

mexicana para España, fundamentales para el financiamiento de la guerra, no se

remitieron en buques españoles sino en cuatro fragatas inglesas, por considerarse más

seguras61

(Andreo; 230). Y poco después, el siguiente ministro del ramo, Vázquez

Figueroa, opinaba al comienzo de las guerras en América, ante el desastre que halló en

los arsenales y puertos peninsulares, que el problema de la Armada había sido su

tamaño, asimilándola a un gigante dotado de una gran cabeza (por el numero de buques)

pero de piernas flacas y pies chicos y débiles (por la escasez de tripulaciones). No

obstante, eso dejaría de ser un problema -calculaba el ministro con cierta desesperación-

55

- Tras el fin de la guerra de Independencia, fue vendida a Argentina en 1827 durante la guerra con

Brasil. No llegó a Buenos Aires, naufragando y desapareciendo al cruzar el Cabo de Hornos en 1827. 56

- Varada a propósito en el puerto de Valparaíso en 1825 para que sirviera de pantalán en el actual

muelle de la Aduana de esta ciudad. 57

- Incendiada fortuitamente en El Callao en 1824. 58

- Luego renombrada Presidente. Con motivo de la guerra contra la Gran Colombia, ardió y se hundió

en Guayaquil en 1839. 59

- Traspasada a la armada venezolana en 1830. Dada de baja en 1832 y vendida por inútil. 60

- En 1822, durante el Trienio Liberal y dado que era uno de los pocos navíos de guerra que aún poseía

la Armada, pasó a llamarse Constitución. 61

- Las fragatas fueron las HMS Diamante y Melpomene que llegaron a Cádiz el 24 de diciembre de

1808, y las HMS Understead y Ethalion que arribaron al puerto gaditano en febrero de 1810.

36

porque en pocos años más lo que iba a sobrar eran oficiales para mandar buques

inexistentes, dado que cada vez eran menos los navíos en condiciones de operar. De

hecho, muchos mandos de la marina actuaron como oficiales de infantería en las guerras

peninsulares y americanas por no haber navíos que gobernar. Vázquez de Figueroa

anotaba con sinceridad que, afortunadamente, la opinión pública española no sabía la

verdad de lo que sucedía en la Armada: “Es preferible que los barcos no salgan a la mar,

porque los comandantes y oficiales comprometen sus experiencias profesionales ante la

nación porque piensan que navegan en barcos en perfectas condiciones”62

, añadiendo un

viejo proverbio latino: Quem deus perdere vult, prius dementat (A quien un dios quiere

destruir, primero lo enloquece).

Como decía un informe de los cientos que se elaboraron sobre el estado cadavérico de la

marina de guerra de la corona española después de 1808, “la Armada no existe, solo la

memoria de lo que fue” (Cervera; 121). El cálculo del ministerio para “conservar

América y mantener el decoro nacional” era de 20 navíos, 30 fragatas, 16 corbetas, 26

goletas, 6 urcas, 6 místicos y 30 cañoneras, obuseras y balandras; una quimera en ese

momento. Incluso se llegó a pensar en ceder a Francia la parte española de Santo

Domingo a cambio de 6 navíos, 4 fragatas, 4 corbetas y 4 bergantines, más 12.000

fusiles y 12.000 uniformes. Algunos informes reservados apuntan a que se ofreció al

Zar, en un tratado secreto, la isla de Menorca a cambio del apoyo naval ruso para la

reconquista americana, aunque lo que acabó concretándose fue la venta de algunos

barcos en 1818 ((Bartley, 1978; Fontana, 2002:116).

El otro gran problema fue, como se indicó, el de las tripulaciones. Todavía

sobrevivientes de la importante flota borbónica, eran aún numerosos los capitanes de

navío en activo después de 1814, pero no tenían buques que mandar; además, como no

había con qué pagarles (en los tres arsenales, Cádiz, Ferrol y Cartagena se debían más

de dos años de sueldos) se les permitió embarcar en mercantes particulares, por lo que

no estaban disponibles cuando eran necesarios.

Los oficiales de los pocos buques de guerra que podían operar debían, literalmente,

“hacerse de tripulaciones” sacándolas a punta de leva forzosa entre los mercantes

anclados en los puertos, a fin de embarcar gente que “siquiera sepa ejecutar las órdenes

de navegación”. Las tripulaciones se habían obtenido hasta entonces entre los alistados

en la llamada “matrícula de mar”, una especie de registro de permisos para poder

realizar tareas y trabajos náuticos, incluyendo la pesca y la navegación de cabotaje63

.

Obviamente, estos marineros desertaban a la primera ocasión que tenían, aunque el

ministro Figueroa anotaba que no debían ser arrestados, “porque ya se ha cometido con

ellos la injusticia de no pagarles”. El resto de las tripulaciones eran “cazadas” entre los

desocupados de las ciudades portuarias, así no tuvieran la menor experiencia náutica,

poniéndoles a la orden de los pocos marineros veteranos, o empleados para el servicio

de la artillería. Esto último era especialmente dramático: la artillería naval de estos

62

- José Vázquez Figueroa, “Apuntes concernientes al segundo ministerio del Excmo. Sr. D. José

Vázquez Figueroa, del Consejo de Estado de S.M., Secretario de Estado del Despacho Universal de

Marina de España e Indias”, Museo Naval, Madrid, Mss.432. 63

- Sobre la matrícula de mar, ver Alfonso Mola y Martínez Shaw, (2001: 185 y ss).

37

buques resultaba casi inoperante ante la falta de servidores con experiencia. Experiencia

no ya en el combate sino en el propio uso del material, que no conocían y a los que, por

seguridad, no se les dejaba ni tocar.

Fueron muchos los errores que estos bisoños artilleros cometieron: eran normalmente

muy lentos y desatinados en el tiro, no podían hacer prácticas por la poca pólvora

disponible a bordo y, sobre todo, desconocían los cuidados con que había que

manejarla, lo que produjo numerosos accidentes, algunos tan graves como el incendio

fortuito y explosión del San Pedro de Alcántara, el único navío de línea en activo con

que contaba Morillo y la Armada en 1815, que estalló, según narra el mismo general

Morillo en sus Memorias (1826: 23) por la incompetencia de “dos marineros ebrios o

torpes” que prendieron fuego a los toneles de pólvora. El navío se hundió. Un testigo, el

capitán Rafael Sevilla, ofrece también en sus Memorias de un oficial del Ejército

Español otra descripción bien detallada del accidente: “Alrededor del punto en que

había estado el navío no se veía agua, sino humo negro” (Sevilla, 1916:17 y ss).

En 1818 el gobierno compró a Francia una fragata y seis bergantines, se terminó el

bergantín Jasón en Cartagena y se pudieron medio componer cuatro de los antiguos

navíos de línea, entre ellos el Asia, aunque casi sin artillar, de los cuales solo uno, el

San Telmo, estaba entonces en aparentes condiciones de cruzar el Atlántico. Fue

enviado con tropas al Perú pero nunca llegó: acabó hundiéndose en el cabo de Hornos

con toda la tripulación.

También en 1818 se compraron los famosos navíos rusos, conocidos como “los negros”

por el color de sus cascos64

; famosos porque en ellos se invirtió la indemnización que

pagó Inglaterra con motivo de la abolición de la trata esclavista, aunque los buques

literalmente se desarmaron nada más llegar a Cádiz, ya que sus maderas, acostumbradas

a las aguas frías del Báltico y a su escasa salinidad, no soportaron las cálidas aguas

españolas; y mucho menos habrían aguantado las del Caribe. Pero no dio lugar a ello: se

desvencijaron por sí mismos en el arsenal gaditano y solo tres fragatas y un navío

pudieron medio operar. Una de éstas, la María Isabel, fue apresada en Chile con toda la

tropa que transportaba, pasando a ser llamada O’Higgins. Y el navío de línea, el

Alejandro I, enviado a Lima en 1819 con tropas de repuesto, hizo agua a la altura del

Brasil en su primera navegación y tuvo que regresar medio hundido a Cádiz donde se le

dio de baja.

La operación de compra de los barcos rusos fue un escándalo, y sin embargo Fernando

VII impuso la ley del silencio sobre el tema en el ministerio de marina. Los que

protestaron fueron destituidos, dados de baja en la Armada e incluso desterrados

(Cervera, 1992:172). Para contrarrestar esta campaña en contra del despilfarro

ocasionado con la compra de los buques (que no obstante pesó mucho en la opinión

pública; nótese que entre los reclamos de las tropas sublevadas en 1820 en Cádiz

figuraban en primer lugar su negativa a embarcar en “buques podridos”) la Gaceta de

Madrid del 21 y 27 de febrero del 1818 publicó -con el consabido triunfalismo oficial-

que con los nuevos barcos rusos “se verá renacer el comercio con la seguridad que

64

- Fueron adquiridos cinco navíos de línea y tres fragatas. El zar Alejandro III regaló otras tres fragatas

más.

38

aportan, prosperar la agricultura e industria con la fácil salida de sus productos, crecer

las rentas del estado, restablecer el orden en los dominios de América, y los españoles

de ambos hemisferios, todos unidos y todos hermanos, bendecir al Soberano a cuya

sabiduría y desvelos serán deudores de tantos beneficios” (Fontana, 2002: 218).

Se aplicó entonces el informe benévolo -aunque falso- sobre las condiciones de los

buques en activo o, como indica algún autor, la mentira piadosa: a fines de 1819 el

Estado General de la Armada informaba que en Puerto Cabello había 4 corbetas, 3

bergantines y 3 goletas en perfectas condiciones. Pero el capitán Ángel Laborde, jefe

del apostadero, preguntaba a Madrid que a quién se quería engañar con esos datos: la

corbeta Descubierta estaba en La Habana carenando, la Bailén estaba desarmada, y el

bergantín Águila y las corbetas Providencia y Felicidad eran inexistentes, y todo ello

venía a ser del dominio público general entre los independentistas, que controlaban el

Caribe con sus buques corsarios (Pérez Tenreiro, 1974).

La expedición de Morillo no tuvo Armada con qué contar. En Cádiz solo pudo

aprestarse el navío San Pedro de Alcántara ya citado, las fragatas Ifigenia y Diana, la

corbeta Diamante, la goleta armada Patriota y la barca Gaditana. Todo ello para

resguardar y apoyar a más de 10.000 soldados a seis mil kilómetros de sus bases. Las

fragatas Sabina y Venganza65

, que estaba previsto salieran también, no pudieron hacerlo

por falta de aparejos; y en cuanto a los transportes, constituían un nutrido grupo de

buques mercantes de todos los tamaños, procedencias y disposiciones. Cervera Pery

(Cervera: 160-163) anota que estas embarcaciones prácticamente fueron secuestradas a

lo largo del litoral andaluz, y la marinería entre los pescadores de Cádiz y Huelva. Se

lanzaron severas admoniciones a los armadores y patrones sobre lo que les sucedería si

rehusaban presentar sus buques en los muelles para cargar las tropas, complementadas

con la amenaza de que todo capitán mercante que pusiera alguna dificultad sería

enrolado inmediatamente de grumete en el San Pedro de Alcántara, o que si simulaba

una vía de agua en su embarcación se le sometería a consejo de guerra.

Es decir, en estos veinte años que estudiamos más de 200 millones de pesos -los costos

de esta Armada, empleados como mínimo en su construcción y mantenimiento-, y

equivalentes a buena parte del producto fiscal obtenido por el reformismo borbónico en

América durante medio siglo, acabaron en el fondo del mar, en manos británicas o -la

mayor parte- en los desarmaderos portuarios. Los resultados del inmenso esfuerzo

reformador y fiscal realizado en América durante la segunda mitad del S.XVIII -a pesar

del enorme costo político y humano que conseguir tales sumas tuvo para las colonias-

quedó desbaratado en menos de veinte años. La mala gestión y una equivocada y

errática administración política y militar de estos buques y sus tripulaciones impidieron

que este esfuerzo fuera siquiera útil para los intereses de una monarquía cuya profunda

crisis estos datos no hacen sino avalar. Los gastos efectuados para asegurar la defensa

del patrimonio real acabaron por devorar y consumir al mismo patrimonio, y aún

generaron una deuda que hipotecó y esclerotizó al sistema. El final de todos estos

65

- La Venganza saldría en 1816 para Lima, llevando a los que luego serían altos jefes del ejército realista

en el Perú, como José de La Serna, Jerónimo Valdés, Tomás de Iriarte, Fulgencio Toro o Valentín Ferraz

(Ver Alberto Wagner de Reyna, cit)

39

desarreglos no fue ni mucho menos una sorpresa; el naufragio general ya lo habían

presagiado muchos, entre ellos el virrey de la Nueva Granada Gil y Lemos, quien

anotaba en su Memoria de Gobierno que si seguían creciendo “los gastos indispensables

que el Rey debe hacer para la seguridad de estos dominios respecto de un enemigo

exterior... la posesión de ellos no solo llegará a ser inútil sino gravosa” (Memoria, 138).

4.- Oficiales y soldados del rey en América colonial.

Para analizar los 25.000 oficiales y soldados regulares que componían el ejército

colonial americano durante la primera década de S.XIX, estos deben ser previamente

agrupados en varios colectivos: primero el conformado por la alta oficialidad, virreyes,

gobernadores y miembros de los estados mayores de las plazas; segundo, el compuesto

por la oficialidad de los regimientos; tercero, el de los suboficiales, es decir, los

sargentos; y por último los soldados, la tropa en general.

Respecto de los altos oficiales, hay que indicar que muchos de ellos no estaban

ejerciendo propiamente en este momento cargos militares sino que, en cuanto ubicados

en los más altos grados del escalafón castrense, desempeñaban las jefaturas político-

administrativas (y judiciales también) de las principales jurisdicciones coloniales, desde

virreinatos, capitanías generales o presidencias de audiencias, hasta gobernaciones e

intendencias. No era una novedad desde luego; a partir de la puesta en marcha del plan

reformista de los años 70 y 80, la mayor parte de los principales cargos de

responsabilidad política en América habían sido asignados a altos mandos militares,

casi todos peninsulares, como ya demostramos en otros trabajos. Esta asignación se

produjo, entre otras razones, por la necesidad sentida por las autoridades en Madrid de

asegurar la obediencia irrestricta de sus delegados coloniales a las disposiciones

emanadas de las secretarías y ministerios, así como cerciorarse de que sus planes de

reforma serían aplicados con eficacia y prontitud. La elección de estos militares se

basaba también en la suposición de que estos oficiales se hallaban mejor formados que

otros colectivos de la administración borbónica para crear un pretendidamente eficaz

“estado colonial”, y que sus vinculaciones personales con la zona a administrar eran

menores que las de otros grupos, estando dispuestos a ser removidos o trasladados

cuando fuera necesario sin mayores inconvenientes. Pero, como el tiempo pronto

demostró, ninguna de estas previsiones llegó enteramente a cumplirse.

Entre 1790 y 1810 fueron nombrados 23 virreyes para América, todos militares: (7 para

Nueva España, 4 para el Perú, 3 para Nueva Granada y 9 para el Río de la Plata). De

ellos, 19 eran altos oficiales militares y 4 oficiales de la Armada. Varios ni siquiera

habían nacido en España (Güemes Pacheco y Padilla era habanero, Branciforte natural

de Palermo, O’Higgins irlandés, o Liniers francés); todos poseían una amplia

experiencia bélica tanto en la península como en América y la mayoría había detentado

también otros cargos político-administrativos (varios habían sido intendentes, otros

gobernadores, uno –Azanza- ministro de guerra...) por lo que contaban con sobrada

experiencia en estas materias. Solo algunos -Liniers, Hidalgo de Cisneros o Garibay,

por ejemplo- accedieron directamente al cargo desde su empleo militar y arrastrados por

las circunstancias.

40

Casos muy parecidos volvemos a hallar entre los presidentes de las audiencias en estos

años, donde, a pesar de tratarse de jurisdicciones teóricamente más administrativas o

judiciales, también los militares coparon estos cargos: por ejemplo en la Audiencia de

Quito, solo uno (Mon y Velarde) era no-militar, y en la de Charcas, todos eran oficiales:

Pino y Rozas, García de León y Vicente Nieto. Los capitanes generales y gobernadores

de las plazas eran militares también y, como ya demostré en otros trabajos, los oficiales

del ejército y la marina constituyeron el 95% del total de los intendentes del periodo

(Marchena, 2005-D).

Es decir, la alta administración político-administrativa colonial entre 1790 y 1810 era

militar prácticamente en su totalidad, de modo que la crisis de estas instancias de

gobierno en 1808-1810 y en adelante debe ser explicada por las mismas razones por las

que el resto del aparato militar borbónico acabó descomponiéndose en esos

trascendentales años, y que tanto tiene que ver, como venimos apuntando, con la crisis

general del régimen colonial ante la doble coyuntura americana y peninsular que

atravesó, a la que ni supo ni pudo sobrevivir. Porque estos oficiales militares no

conocían ni estaban preparados para desenvolverse en un medio político diferente del

que los había creado, es decir, eran criaturas natas y netas del Antiguo régimen; caído o

quebrado este, sus posibilidades de subsistencia eran muy escasas, y los que lo lograron

–aun temporalmente- debieron intentar mantenerse reproduciendo las circunstancias y

las estructuras del viejo sistema, lo que ya era imposible. Peleaban contra el tiempo y

fueron derrotados.

En el seno del segundo colectivo que ahora estudiamos -la oficialidad de los

regimientos desde coroneles a subtenientes- ya a fines del S.XVIII se habían producido

importantes transformaciones respecto de la idea inicial, planteada por los reformistas

en Madrid, de mantener en América una oficialidad veterana, fundamentalmente de

origen peninsular, muy profesionalizada, experimentada y distinguida por su “amor y

total dedicación al real servicio”. La imposibilidad de llevar adelante este propósito –

por no encontrarse apenas oficiales en España que quisieran ir a servir a América, ni

plata suficiente para convencerlos- había conducido a que la dinámica social propia de

cada una de las ciudades donde se asentaban estos regimientos y batallones fuera la que

marcara finalmente la composición de las guarniciones. Ante los requisitos de corte

nobiliario-estamental impuestos para el ingreso a la oficialidad militar veterana en todo

el ejército del rey, en América estas pretensiones fueron “rebajadas” a admitir como

oficiales a los hijos de militares o a aquellas personas procedentes de familias de lustre

y distinción “reconocidas”. Ello originó que para 1790-1800, la oficialidad de los

regimientos y batallones Fijos estuviera compuesta por un pequeño grupo de

peninsulares (normalmente de mucha edad y muchos años de servicio, porque pasaron a

América en la década de los 60-70) ocupando los altos grados castrenses (coroneles,

sargentos mayores, tenientes coroneles), y una gran mayoría de capitanes, tenientes,

subtenientes, cadetes, alféreces, naturales de la misma ciudad donde estaban de

guarnición, bien hijos de los anteriores, bien miembros de la principales familias que

componían el patriciado local; porque eran los únicos que habían podido acceder a la

oficialidad en función de ser los únicos también que cumplían los requisitos de acceso

41

en cada una de estas ciudades. Esas son las proporciones que se observan en la mayor

parte de estos Fijos, como los de Cartagena, Veracruz, Campeche, Lima, Caracas, Santo

Domingo, México, Concepción, Valdivia… El número de peninsulares en estos grados

era reducido porque raro era el oficial español que pasó a América a cumplir el real

servicio después de 1785; y los que lo hicieron antes, normalmente destinados como

refuerzos en las campañas americanas de los años 60 y 70, eran los coroneles y

sargentos mayores de la década de 1800 de los fijos americanos. Pero obsérvese que en

este caso, esos oficiales que pasaron en el 60, destinados a los fijos, en 1800 llevaban

más de 30 años en la misma guarnición y en la misma unidad: se habían casado en la

ciudad de su guarnición, sus hijos eran naturales de la misma, y oficiales como ellos del

Fijo; sus esposas, hijas de las más destacadas familias locales; y sus hijas a su vez

desposadas con otros miembros del patriciado… Es decir, a la altura de 1800-1810, eran

miembros integrados y constituyentes del corazón de la más selecta elite social local

(Miller, 1986).

En otros lugares, donde las circunstancias de las guerras de fines del XVIII habían

arrastrado a algunos peninsulares, estas circunstancias podían modificarse. Por ejemplo

en La Habana y el Río de la Plata.

La Habana (no Santiago de Cuba, donde su Fijo seguía las misma pautas que los demás)

era una ciudad lo suficientemente atractiva como para que algunos oficiales

peninsulares la solicitaran como destino, o para que al pasar las unidades del refuerzo

por este puerto cubano sus tenientes y capitanes pidiesen ser transferidos al Fijo local.

Por eso el número de españoles era más alto entre la oficialidad de esta guarnición. Y es

interesante señalar también que, en pocos años, estos peninsulares se habían casado en

la plaza, se habían integrado en los grupos locales de poder y aparecían algunos como

propietarios mediante los aportes de sus esposas habaneras; es decir, seguían siendo

oficiales del rey pero sus intereses cubanos predominaban sobre cualquier otra

consideración: el uniforme les había servido como un magnífico trampolín de ascenso

económico. Pero a la par, La Habana fue también una cantera de oficiales locales que,

procedentes de las principales familias de la isla, se dispersaron por el ejército

borbónico: algunos alcanzaron altos grados aún en la península, y otros lograron

ascender a altos cargos militares y políticos por el resto de América. Los Montalvo o los

O’Farrill no fueron casos únicos ni aislados (Kuethe, 124).

En el Río de la Plata vino a suceder algo similar con los oficiales peninsulares,

fundamentalmente en Buenos Aires, donde el número de españoles entre la oficialidad

era muy elevado en los años 90 como consecuencia de haber sido destinadas allí varias

unidades del ejército y la armada con motivo de las guerras de los años 70, 80 y 90,

tanto a Buenos Aires como a Montevideo; y a causa también de haberse creado el

virreinato del Río de la Plata sobre una planta fundamentalmente militar. Las alianzas

entre estos oficiales peninsulares y miembros del patriciado local estaban comenzando a

urdirse en el periodo 1800-1806, de ahí la importancia que éstos tuvieron durante las

invasiones inglesas en la organización de la defensa y en la respuesta armada de la

población local (tanto de las elites como de los sectores populares) actuando como un

42

formidable catalizador en un proceso que recién se estaba poniendo en marcha,

especialmente contra las autoridades más conspicuas del Antiguo régimen.

Todo lo anterior nos muestra a este colectivo de oficiales (aproximadamente unos 1000-

1100 para toda América, pero que constituían la médula del mando militar de las tropas

regulares en el continente) como un producto neto de las sociedades locales; una

oficialidad específicamente local, dotada cada una de ellas con su propia idiosincrasia,

sus propias lógicas internas, sus propias estrategias, más de clase y de grupo –al que

pertenecían por origen y por adscripción familiar- que constituidos como una

corporación militar, en la medida que la desconexión existente entre todas estas

guarniciones les impidieron sentirse parte de un cuerpo homogéneo. Los oficiales del

Fijo de Cartagena eran y así se sentían, antes que otra cosa, cartageneros; y los del Fijo

de Lima, limeños; y los de Fijo de La Habana, habaneros...

El otro colectivo que merece la pena estudiar por separado del anterior es el de los

sargentos. Sus circunstancias eran bien diferentes: por ejemplo, es de resaltar el hecho

de que éstos eran mayoritariamente peninsulares en buena parte de los Fijos; y de

calidad social –como consta en sus hojas de servicio- “humilde” u “honrada”.

Normalmente tenían más de veinte años de servicios en el ejército y con edades

comprendidas entre los 40 y los 60 años; procedían todos o casi todos de unidades

peninsulares, con una vasta experiencia incluso bélica (la que no tenía el 90% de los

oficiales regulares, es decir, sus mandos) y estaban casados -en un 80%- con mujeres

“de la tierra”. Estos sargentos eran, mucho más que los oficiales -distinguidos y

segregados social, cultural, económica y étnicamente de los soldados a los que tenían

que mandar- los que en verdad y cotidianamente bregaban con la tropa: los sargentos

dirigían los ejercicios, las guardias, mandaban las patrullas, dirigían los desfiles y

formaciones, se encargaban de la instrucción de los soldados... Pero resulta muy

sintomático el dato de que solo un 7% del total de estos sargentos, a pesar de ser

españoles de nacimiento, de poseer una gran experiencia en campañas y batallas, de

tener sobrados años de servicio a sus espaldas, lograron finalmente ascender a la

oficialidad. No poseían la “calidad social suficiente”, y soportaron –algunos con poca

paciencia- que cualquier cadete o subteniente, de menos de veinte años de edad pero

procedentes de alguna de las familias más prominentes de la elite local criolla o hijo,

nieto o sobrino del coronel, les ordenase o ejerciese como su superior. Estos sargentos,

muy vinculados a los sectores sociales intermedios en las sociedades urbanas coloniales,

tuvieron un papel muy destacado en las adscripciones y comportamientos políticos de la

tropa de estos Fijos en los sucesos de 1809-10 y en adelante. Los sargentos, más que

ningún otro grado, constituían la toma de tierra del ejército colonial, a medio camino

entre los sectores populares que constituían las plazas de tropa en las unidades y una

oficialidad autosegregada por su propio clasismo respecto a los soldados además de por

su propia incompetencia militar, como se demostró nada más comenzar las guerras,

cuando los Fijos acabaron haciéndose humo y sus oficiales aire.

El clasismo imperante en el seno de estas unidades militares, producto nítido del

Antiguo régimen, fue una de las características principales del ejército y, como

comentaremos más adelante, uno de los factores por los cuales no pudo sobrevivir ni en

43

la península ni en América a la eclosión de los acontecimientos. Un oficial de artillería

portugués, Raimundo José de Cunha Mattos, que convivió con las tropas borbónicas

españolas en la campaña del Rosellón de 1792-95, se refería bien claramente a cómo

este clasismo, “lleno de vanidad” y basado en la aristocratización –real o ficticia- de la

oficialidad, imposibilitó que la meritocracia se impusiera en la carrera militar borbónica,

y como este factor acabó por desmantelarla: “Os nossos oficiais e soldados tiñan um

aspecto mais militar, mais elegante do que se encontrava nas tropas Castelhanas: os

fidalgos que servíam no nosso exército não tinham aquele orgulho que é tão ordinario

nos Cavalheiros Espanhóis: a disciplina entre nós é mais severa, a moral menos

relaxada, e o direito de nascimento e a falta de corpos reais o provilegiados facia com

que tivéssemos melhores oficiais”. Del general que mandaba a las tropas luso-españolas

en el Rosellón, el conde de la Unión, escribió Cunha Mattos que constituía un caso

emblemático de las promociones militares sin criterio de formación ni mérito, puesto

que, afirma, su nombramiento se debió a “poderosas intrigas y protecções”,

desconsiderando a otros oficiales más antiguos y preparados y originando la

insubordinación de los oficiales y la indisciplina de las tropas, en cuanto que esta

oficialidad basada en privilegios de clase y grupo era aborrecible para sus soldados,

apenas gente del común levada a la fuerza y con los que aquella apenas si se trataba, a

no ser para castigarles o tratarles despectivamente (Brilhante Rodríguez, 2008).

Los soldados del ejército colonial conforman el último colectivo ahora a estudiar. Su

número era importante como indicamos, pero al analizar la composición de estas tropas

en cada una de las unidades militares en que se encuadraban comprobamos enseguida

que la heterogeneidad era su principal característica: en cada plaza era diferente. A

pesar de los intentos reformistas por mantener tropa peninsular en los Fijos, esto fue

imposible porque los soldados que se enviaron desde España desertaban masivamente

nada más pisar suelo americano; al fin y al cabo, y dadas las pésimas condiciones de

vida -comenzando por los salarios, siempre atrasados- del soldado en el ejército

colonial, cualquier español tenía en América otras muchas posibilidades de prosperar

económica y socialmente antes que en el ejército. Las plazas de los Fijos tuvieron así

que ser cubiertas con tropa local, única que estaba dispuesta a hacerlo, cumpliendo o no

los requisitos de las ordenanzas (determinada estatura, origen humilde pero “honesto”,

blancos de piel, de conducta ordenada, viviendo en el cuartel y comiendo en rancho...)

Por tanto, sus características –en todos los órdenes- se correspondían con las del

vecindario de las guarniciones. Además, las condiciones de vida del soldado,

completamente sujetas a las normas sui géneris de cada ciudad –normas sociales,

culturales, de costumbres- hacía idónea a esta población local para soportar los rigores

de esta vida de guarnición, muchas veces alimentados y vestidos por sus propias

familias cuando no les llegaba el sueldo, durmiendo en sus casas por ausencia de

cuarteles aptos, o trabajando en otro oficio cuando no tocaba guardia para poder

subsistir. Los informes de algunos visitadores militares a estas guarniciones no dejan

lugar a dudas sobre su estado: “Puede decirse que la tropa de este regimiento es un

enigma, mitad paisanos, mitad soldados”; “La tropa sirve muy descontenta porque dicen

que las guardias, mecánica y ejercicios les impiden dedicarse a sus quehaceres, y que es

44

usurparles su tiempo”; “La tropa de este figurado regimiento es de un color común muy

tostado”; “Cada soldado entrega el prest66

a una mulata o hija del país con la que vive

arranchado, con lo que no es posible que coman o hagan vida de cuartel”; “Los más

visten con sombrero de paja y calzón corto”; “Cada uno compra y lleva lo que quiere...

entregados a su comodidad y a sus intereses” (Marchena-Gómez, 1991; 234 y ss).

Sus edades eran elevadas para ser soldados, entre 35 y 50 años, habiendo ingresado en

la unidad a los 18-23. Nunca cambiaron de unidad y algunos ni de compañía (algunos ni

siquiera de oficiales ni de sargentos) Es decir, toda una vida en el oficio de soldado en el

mismo lugar. Los Fijos y sus soldados eran así parte del aire de la plaza, de las calles,

parte del paisaje urbano, vecinos de la ciudad como cualquiera otros; por eso en muchas

de estas ciudades todavía se reconoce en su callejero la “calle del cuartel”; en

Cartagena, por ejemplo, aún existe un edificio que, aunque moderno, se sigue llamado

“Cuartel del Fijo”.

Los juicios y consejos de guerra incoados contra algunos de estos soldados muestran el

universo de la difícil vida urbana en estas ciudades y sus barrios populares; al fin y al

cabo, no eran sino vecinos de las mismas. Son acusados de peleas en las calles, en las

tabernas, por juego o por exceso de alcohol, de quitarle la esposa a otro vecino, de robos

en los mercados, por no devolver una deuda contraída, rara vez por un asalto nocturno...

Pero son escasos estos juicios, lo que demuestra que los soldados de las guarniciones

(no así la tropa de refuerzo cuando llegaba de España) rara vez representaron un

colectivo díscolo o malquerido para el resto de la población. Todo lo contrario, tenían

un cierto prestigio en la medida que contaban con un sueldo fijo –aunque muy atrasado-

del que normalmente vivía una numerosa familia: muchos tenían seis, siete y más hijos,

algunos de los cuales ingresaba a su edad en la misma unidad porque tenían preferencia

para ello, de modo que no eran pocas las sagas familiares conformadas al interior de

estas unidades.

Otros juicios y consejos de guerra, más numerosos, les fueron instruidos por delitos

relacionados con el “comercio ilícito”: bien porque contrabandeaban directamente, bien

porque se compinchaban con otros –normalmente comerciantes reconocidos- para

permitir que sus mercancías entraran libremente en la ciudad. Si eran aprehendidos,

resultaba difícil castigarlos porque alegaban que llevaban meses sin cobrar, y tal hecho

se consideraba un eximente; y también porque eran tantos los involucrados en la

operación de contrabando (incluso los oficiales u otras autoridades) que el coronel o el

sargento mayor encargado de presidir el tribunal prefería silenciar todo en el expediente,

como alguno indica, “en la comprensión que podrían sobrevenirse tales males que

ninguno desea su remedio por esta vía”. Otros delitos eran cometidos al interior de los

cuarteles o en los almacenes, “extraviando” uniformes, material u otros bienes, de modo

que al final de muchas revistas de equipo o inventarios de depósitos aparecen anotadas

frases como “se dan por desaparecidos” o “causan baja por no ser hallados” tales o

cuales piezas o instrumentos. Pero, a pesar de todo, cabe destacar que la deserción en

los Fijos, comparada con la de las unidades peninsulares, era muy escasa. Ser soldado

era una profesión aceptada; sui generis desde luego, y sometida a sus propias lógicas,

66

- Sueldo.

45

pero estable. Otra cosa muy diferente es si se trataba de una profesión relacionada con la

guerra y sus requerimientos.

5.- Un revuelo de milicias: viejos y nuevos liderazgos.

Las milicias, su oficialidad y los vecinos de los barrios de las ciudades y los pueblos que

las componían, conforman otro colectivo gigantesco que hay que estudiar no solo

separadamente de los anteriores, sino en su inmensa diversidad.

Algunos autores han escrito, deduciéndola de la enorme cantidad de información que

existe al respecto, sobre la “militarización” de la sociedad americana en esta época,

donde todo o casi todo el mundo decía o alegaba ser militar. Considero que se trata de

una visión errada o incompleta; Humboldt, un observador agudo sobre la realidad

americana, advertía el hecho pero lo enmarcaba en su contexto: “No es el espíritu

militar de la nación sino la vanidad de un pequeño numero de familias cuyos jefes

aspiran a títulos de coronel o de brigadier lo que ha fomentado las milicias en las

colonias españolas... Asombra ver, hasta en las ciudades chicas de provincias, a todos

los negociantes transformados en coroneles, en capitanes y en sargentos mayores...

Como el grado de coronel da derecho al título de señoría, que repite la gente sin cesar en

la conversación familiar, ya se concibe que sea el que más contribuye a la felicidad de la

vida domestica, y por el que los criollos hacen los sacrificios de fortuna más

extraordinarios”.

Efectivamente, las disposiciones sobre la elección de los oficiales que debían mandar

estos cuerpos confirmaban la clara correlación que debía existir entre los patriciados

locales y la oficialidad miliciana, en la medida que se pretendía -como el ministro

Gálvez indicara, y ya citamos- que la defensa de los intereses del rey debía ir unida a la

de sus propios intereses, que no eran otros que, como mínimo, consolidar las

preeminencias en todos los ámbitos ya establecidas en y por los grupos locales en sus

respectivas jurisdicciones y, si fuera posible, acrecentarlas. De modo que al ordenarse

que “los Coroneles se escogerán entre los individuos más calificados y titulados en cada

partido... y los demás oficiales entre los que manifiesten una nobleza suficiente y entre

otros que vivan decentemente, aunque sean comerciantes..."67

, el sistema miliciano lo

que hacía era otorgarles el reconocimiento que deseaban.

Estas medidas de vinculación entre elites locales y oficialidad miliciana, aunque

pudieron causar algún recelo inicial como ya se dijo, surtieron finalmente efecto en todo

el continente. Así por ejemplo, el virrey de Lima Manuel de Amat, cuando recibió la

orden de reorganizar los cuerpos de Milicias en su jurisdicción, dictó un bando general

en el que instaba a sostener "la más vigorosa defensa que fuese posible, con aquel valor

y constancia que hacen el carácter de la nación española"68

, convocando para ello en

primer lugar a la "nobleza", nombrándoles coroneles, capitanes, sargentos mayores...

concediéndoles el uso de uniforme, el tratamiento de señoría, las franquicias que les

otorgaba el fuero militar, y, sobre todo, un inmenso poder en el control de los sectores

67

- Reglamento de Milicias de Lima y Perú,1776. AGI, Lima, 654. 68

- "Compendio de las prevenciones..." tomadas por Manuel de Amat para la defensa del Perú. Lima,

1763. A.G.I. Lima, 1490.

46

populares, tanto en los barrios como en los partidos rurales; es decir, en sus talleres, sus

sembradíos y sus haciendas (Marchena, 1990; Fischer, 1971; Campbell, 1976 y 2005 ).

Al mismo tiempo ordenó a los corregidores que enviasen puntual relación de todas

aquellas personas "notables" que fundasen, estableciesen, mandasen y pagasen

compañías y cuerpos de milicias en todo el reino, a fin de enviarles sus galones y

despachos de grado. Como anota el secretario del Virrey, "esta providencia surtió todo

su efecto en los caballeros, títulos y personas de esplendor, quienes a porfía, desde el

momento prefinido, corrieron a alistarse, ofreciendo sus personas, las de sus hijos, los

que los tenían, armas, caballos y todo cuanto les permitían sus facultades sacrificar, en

defensa de la Religión, del Rey y de la Patria"69

. “Así el virrey Amat -continuaba

escribiendo el secretario con afectación- dio idea del más glorioso proyecto que en lo

militar ha visto el Perú y todo el resto de la América; y empeñó a la nobleza hasta lo

sumo a que concurriese personalmente a la defensa de unos países que supieron

conquistar sus mayores". El informe del secretario abunda en detalles: "Don Félix de

Encalade, siguiendo la huella de su ascendiente, promovió el vestuario de una compañía

con el Título de Granaderos de la Reina Madre, tan lucida y completa de mozos

hidalgos escogidos que pudiera lucir entre las mejores de Europa... Y don Francisco

Micheu formó otra compañía de los principales comerciantes de esta ciudad", a la que

siguieron otras nueve compañías "que componen así todo el Batallón del Comercio".

Los aristócratas limeños, Francisco Merino, los Torre Tagle, Pedro José de Zárate,

Lucas de Vergara y varios más, ordenaron a sus mayordomos recoger pardos, morenos

o indios por los barrios de Lima, o los trajeron de sus haciendas en Lurigancho,

Carabaíllo o Bellavista, a fin de llenar sus compañías y tener tropas que mandar y con

las que desfilar en el Alarde General que presidió el virrey Amat en el camino del

Callao.

"Como de la nobleza fue menester sacar los oficiales para las compañías -finaliza el

informe del secretario-, su Excelencia reservó a lo último de ella para la formación de

este escogidísimo Regimiento de Nobles", cuya primera compañía se componía de "solo

títulos de Castilla, y las siguientes de las más floridas y acendradas familias del reino"70

.

De tal manera que, especialmente después de las nuevas movilizaciones ordenadas a

raíz de los disturbios de Arequipa o Huarochirí, y, sobre todo, con las sublevaciones de

Túpac Amaru y Tupac Katari, quedó más que en evidencia la vinculación entre milicias

y elites locales, y con ella la toda la “aristocracia virreinal”; y no solo en Lima sino

también en las jurisdicciones del interior. A ellos se unieron parte de los principales

linajes indígenas, que en sus partidos respectivos constituían los grupos de poder más

afirmados: así hallamos entre esos oficiales milicianos a Carlos Choquehuanca, Felipe

Guaman Condo, Simón Cayro o a la extensa familia de los Pumacahua.

Además, la masiva compra de títulos nobiliarios realizada por un gran sector de esta

elite limeña entre 1780 y 1800 (Marchena, 2005-A; 214 y ss) buscando la distinción y el

ostentación social que ser marqués o conde concedía a los que, por no pertenecer a las

viejas familias de la tierra, solo el dinero podía encumbrar, llenó estas unidades de

69

- "Compendio de las prevenciones...". Cit. 70

- Ibidem.

47

apergaminados apellidos que rivalizaron en la ostentación de un uniforme y de unos

grados castrenses tan costosos de mantener como inútiles en cuanto a eficacia militar.

Mezcla de lo que señalaba Humboldt con el deseo de equiparación con la nobleza

europea entrevista en estampas y grabados, uniformada con los galones, divisas y

casacones más disparatados, y, cómo no, buscando el extraordinario poder que el

sistema miliciano les concedía, más las exenciones y prerrogativas que les otorgaba el

fuero militar (entre otras cosas, no poder ser juzgados por los tribunales ordinarios sino

sólo por los militares, conformados y controlados por ellos mismos), la mayor parte de

la nobleza peruana titulada, y la no titulada también, se dieron cita en estas unidades

milicianas. De manera que es fácil encontrar en los listados y hojas de servicios de las

unidades militares a la aristocracia peruana al completo:

OFICIALES DE MILICIAS DE LA REGIÓN DE LIMA. 1790-1810

71.

Lima ciudad. Oficiales estudiados.......246 Lugar de nacimiento: Lima...............................118 48 % Otros lugares Perú.......... 48 20 % España............................ 80 32 % Estatus social: Títulos y nobles

72...........107 43.4 %

Soldados de fortuna73

...... 41 16.6 % Honrados y pardos

74........ 98 39.8 %

Alrededores de Lima. Oficiales estudiados.........44 Lugar de nacimiento: Área local.........................28 64 % Otros lugares Perú........... 1 2 % España............................ 15 34 % Estatus social: Títulos y nobles.............. 43 98 % Soldados de fortuna......... 1 2 %

71

- Unidades comprendidas en el estudio: Batallón de Milicias de Infantería Española de Lima; Batallón

de Pardos Libres de Lima; Regimiento de Dragones Provinciales de Lima; Compañías de Milicias

Inmemorial del Rey (gremio de sastres); Milicias de artillería; Escuadrón de Milicias de Caballería de

Lima (pardos libres); Compañías de Lanzas de Morenos Libres; Compañías Sueltas de Morenos Libres de

Lima. Hojas de servicios en: Marchena, Caballero y Torres, 2005-B. 72

- En un 87 % se corresponden con los nacidos en Lima. 73

- Se refiere a soldados licenciados del ejército regular, pasados a las Milicias para que pudieran enseñar

a los milicianos algo de táctica, evoluciones, tiro y disciplina, lo que, obviamente los oficiales nobles

nunca iban a hacer, entre otras cosas porque jamás dirigirían estas tropas. Eran naturales de España casi

en el 90 %, y se mantenían de su salario como tales soldados de fortuna. 74

- Todos comprendidos en el grado de sargentos. Los "pardos", de los regimientos de pardos, y los

"honrados", de los de blancos; buena parte de estos últimos también eran naturales de España. De un total

de 64 oficiales criollos humildes, 35 eran pardos, 11 morenos, y otros 11 cuarterones según consta en el

apartado calidad de sus respectivas hojas de servicios, y militaban en las secciones de la oficialidad de

color de las mencionadas unidades. Uno de los pocos criollos humildes era un subteniente de calidad

"Indio" del Regimiento de Milicias Disciplinadas de Infantería Española de Lima (Hojas de servicios de

dicha unidad en AGS, G. M. 7286. Año 1796) y el único que, además de militar en una unidad de

blancos, su calidad no hacía referencia a su etnia.

48

Estos datos muestran el control ejercido por parte de la oligarquía limeña de las milicias

coloniales de la ciudad y su entorno en estas décadas de entre siglos. Sólo uno de cada

tres oficiales era peninsular, pero de éstos sólo uno de cada diez era “noble”; los demás

nobles eran limeños, y el resto de los peninsulares aparecen como “soldados de fortuna”

(procedentes del ejercito regular como instructores) y de calidad “honrada”

(suboficiales). Los oficiales pardos figuran como tales “pardos” y de calidad “honrada”.

En los alrededores de Lima, donde los hacendados conformaron el 100% de la

oficialidad (no había ni pardos ni instructores) el control de las elites de esta oficialidad

miliciana era mayor aún: el inspector general de milicias del virreinato se expresaba en

los siguientes términos sobre los oficiales del regimiento de dragones de Carabaillo en

1792: "No opino en particular de cada uno de los oficiales de este regimiento por no

aventurar mi dictamen, respecto a que a excepción de los cinco jefes, aunque algunos

residen en esta ciudad por ser el regimiento compuesto de haciendas de sus

inmediaciones, ni aun los conozco de vista, porque contraídos a sus negocios o

haciendas no se dejan ver ni aún en aquellos actos de urbanidad debidos a sus jefes, a lo

menos en los días clásicos de besamanos"75

.

Pero otros datos marcan más las diferencias en el seno de este colectivo de milicianos

limeños. La edad, por ejemplo: si la edad media de un oficial español era de 42 años, la

de un limeño era de 30; los españoles, además, llevaban más de 25 años de media

residiendo en la capital, y casi el 75% estaba casado con limeñas, que, obviamente,

pertenecían a alguna de las principales familias peruanas, tanto más importante cuanto

mayor fuera el estatus económico de este oficial y sus preeminencias sociales, bien por

pertenecer a alguna corporación o por sus vinculaciones con las instancias de gobierno.

De nuevo visibilizamos las redes económico-sociales-políticas a las que nos venimos

refiriendo. Si para los criollos peruanos "la fuerza del linaje" (titulado o no) era su

marca distintiva, la incorporación de los oficiales peninsulares al seno de sus grupos de

poder e influencia les resultaba la mejor garantía para su éxito personal y familiar.

Ricardo Palma escribía años después sobre esta época, demostrando cuanto de ella

había quedado en el imaginario oligárquico limeño: "La milicia tenía, ante todo, el

atractivo del uniforme. Imaginábanse que un joven de sangre azul, rico y buen mozo,

tenía con solo estas dotes más de lo preciso para llegar, en un par de añitos, a general

por lo menos" (Palma, 167).

En el resto del territorio peruano, las elites locales conformaron y coparon la totalidad

del sistema miliciano. Por ejemplo, en la zona norte (Regimiento de infantería de San

Antonio, Dragones de Guambos, Dragones de Celendín, Regimiento de caballería de

San Pablo de Chalaquez, Regimiento de dragones de Chota, Batallón de infantería de

Piura, Escuadrón de caballería de Huancabamba y Chalaco, Regimiento de infantería de

San Juan de la Frontera de Chachapoyas, Caballería de Luya y Chillaos, en las

provincias de Trujillo, Piura, Lambayeque, Chachapoyas y Cajamarca), de los 206

oficiales de milicias (sin contar sargentos) existentes entre 1790 y 1810, sus orígenes

sociales y geográficos señalan

75

- Hojas de Servicios del Regimiento de Dragones Provinciales Urbanos de Carabaillo. Año 1792.

Marchena, Caballero y Torres, 2005-B.

49

PENINSULARES LOCALES TOTAL

NOBLES 27- 30% 63 - 70% 90 43%

CALIDAD CONOCIDA 9 -16.3% 55 - 83.6% 64 31%

HUMILDE 6 – 12% 44 – 88% 50 24%

SIN DATOS 1 1 2 0.9%

TOTAL 43 - 20.8% 163 – 79.2% 206

que la “nobleza local” era el grupo rector y director de estas milicias, dado que los

“nobles” (casi ninguno titulado) eran mayoritarios (uno de cada tres) entre los

coroneles, sargentos mayores, tenientes coroneles y capitanes, es decir, en los grados

superiores de la oficialidad, e igualmente entre los cadetes (futuros oficiales); quedando

los grados intermedios ampliamente dominados por los criollos de calidad “conocida”,

es decir, los tenientes, subtenientes y alféreces, vecinos de las ciudades, dedicados al

pequeño comercio y medianos propietarios rurales o, a veces, empleados de los

primeros. En cuanto al grupo de los humildes, destaca el elevado porcentaje local de

pardos y mulatos procedentes de las Compañías de Pardos del Regimiento de Milicias

Provinciales Disciplinadas de Caballería de Trujillo, de las de Pardos y Morenos del

Regimiento de Milicias Disciplinadas de Infantería de Lambayeque, de las Compañías

11 y 12 de Pardos del Regimiento de Milicias Provinciales Disciplinadas de Caballería

de Ferreñafe, y de la Octava Compañía de Pardos del Batallón de Milicias de Infantería

de San Miguel de Piura.

La elite aparece dedicada a actividades agrícolas y comerciales; por el contrario los

pardos son vecinos y artesanos (sastres, zapateros, sombrereros) y algunos arrieros76

.

Las hojas indican que durante la sublevación de Tupac Amaru, las milicias de

Cajamarca fueron acuarteladas en Trujillo, y que otras unidades intervinieron en la

sublevación del cerro mineral de Hualgayoc (1778) y contra varias comunidades de

Sangana (Chota), alzadas en reclamo de la devolución de sus tierras usurpadas

precisamente por algunos de estos grandes hacendados, ahora jefes y oficiales de las

milicias.

En la región de la sierra central (Dragones de Tarma y Compañías de Milicias

Disciplinadas de Jauja, Moyobamba, Huanta y Huamanga), analizando las hojas de

servicio de sus 94 oficiales en el periodo 1790-181077

OFICIALES TOTAL 94 NUM. %

ORIGEN GEOGRAFICO

AREA LOCAL 46 49

ESPAÑOLES O ESPAÑOLES DE LA TIERRA78

40 42.5

76

- Marchena, Caballero y Torres, 2005-B. 77

- Idem. 78

- Resulta imposible distinguir en todos los casos, por la información contenida en esta documentación,

a los naturales de la península de los “españoles” (genérico) nacidos en la tierra. Hasta bien entrado el

siglo XIX siguió llamándose “español” al propietario; muchas veces eran mestizos.

50

OTROS LUGARES DEL PERU 8 8.5

ESTATUS SOCIAL

TITULOS, NOBLES Y DISTINGUIDOS 82 87.2

MESTIZOS 12 12.8

encontramos cómo en esta oficialidad figuran muchos de los dueños de las haciendas

desde Huánuco a Huamanga, más algunos comerciantes; en sus hojas consta que

tomaron parte en varias operaciones de castigo organizadas contra “indios alzados”, y

en la sublevación de Túpac Amaru, combatiendo a los “rebeldes” en las “cinco

fortalezas de Puacartambo” y tomando prisioneros a destacados dirigentes. También

actuaron en el alzamiento de Huarochirí de 1784. Los peninsulares llevaban muchos

años residiendo en la región, siendo casi todos casados o viudos de “mujeres de la

tierra”.

En la región de Arequipa y Moquegua, las hojas de servicio de los oficiales de las

unidades milicianas allí fundadas durante estas dos décadas (Regimientos de infantería

y de caballería de Arequipa, Dragones de Moquegua, Regimientos de caballería y de

infantería de Moquegua), nos señalan que “hacendados” y “nobles” ocupaban los

porcentajes más elevados de entre todos ellos, y que participaron activamente en la

campaña de Arequipa, con motivo de la sublevación de los indígenas de su distrito, y en

la de Cuzco de 1780-81, actuando en los combates de Lampa, Puno, Chucuito, Juli (a la

que califican de “gran batalla”), La Paz, Moho, Huayco y Carumas, ofreciendo sus

salarios a favor del rey y pagando algunos de ellos a sus propias tropas, así como las

celebraciones tras las victorias, “habiendo con ello ahorrado a S.M. una considerable

suma”79

.

OFICIALES TOTAL 203 NUM. %

ORIGEN GEOGRAFICO

AREA LOCAL 162 80

ESPAÑOLES 31 15

OTROS LUGARES DEL PERU 10 5

ESTATUS SOCIAL

TITULOS, NOBLES Y DISTINGUIDOS 169 83

CALIDAD BUENA Y ESPAÑOLES AMERICANOS 28 14

MESTIZOS 6 3

Los apellidos de algunos de estos oficiales (Moscoso, Tristán, Goyeneche...) se

corresponden con las familias más importantes de la región, cuyo papel en las guerras

de independencia será más notable.

79

- Marchena, Caballero y Torres, 2005-B. Ver además el estudio particular sobre estas milicias que se

encuentra en dicho trabajo.

51

En la región de Cuzco, los oficiales de sus milicias mantienen esta misma tónica en

cuanto a sus orígenes geográficos y sociales, aunque todavía más acentuada en lo

referente a sus “ilustres progenies”:

OFICIALES TOTAL 88 NUM. %

ORIGEN GEOGRAFICO

AREA LOCAL 73 82.9

ESPAÑOLES 5 5.6

OTROS LUGARES DEL PERU 10º 11.3

ESTATUS SOCIAL

TITULOS, NOBLES Y DISTINGUIDOS 47 53

HONORABLES 41 47

El número de peninsulares es menor aún, pudiéndose afirmar que las milicias cusqueñas

(Regimientos de infantería y de caballería del Cuzco) constituían una de las

corporaciones donde la elite local más arraigadamente había consolidado su poder ya en

esta fechas de 1790-1810, especialmente en la misma ciudad, aunque la tropa provenía

también de algunos pueblos, donde varios oficiales habían nacido o decían poseer

haciendas (San Sebastián, Accha, Paruro, Coporque, Tinta, Checacope, Chinchero...).

Figuran como “hacendados” o “principales del comercio” y, entre los que aparecen

como “honorables”, varios poseen apellidos indígenas; es decir, su evidente estatus

económico -a pesar de su condición étnica- les había llevado a alcanzar un respetable

grado de “honorabilidad” en el seno de la sociedad local. Entre ellos, por ejemplo, toda

la familia Pumacahua y las de otros curacas de la región.

Todos aducen entre sus meritos haber pagado a sus tropas, costeados sus uniformes,

aportado mulas, carretones, comida, incluso pólvora y armas, construido almacenes o

haber realizado jugosas donaciones al rey. Sirvieron en el sitio del Cuzco, en la

campaña con José del Valle contra Tupac Amaru, en las acciones de Calca, Vilcanota,

Chitapampa, Pisac, Yanquipampa, Llocllora, Combapata, Condorcuyo, Tinta, Ocongate

y Puno, habiendo hecho muchos prisioneros entre los sublevados, entre ellos a los

principales líderes de la sublevación; también dicen haber participado en la represión de

los “disturbios de Puma Katari” en Omasuyo. Y siguieron haciéndolo en todos los tole-

tole que conmocionaron la región durante estas dos trascendentales décadas hasta 1810

(Sala, 1996)

Puede afirmarse por tanto que en el Perú de los últimos años del S.XVIII y primeros del

XIX, el dominio de las elites locales (ya transformadas en oligarquías terratenientes y

comerciales) sobre el aparato miliciano serrano era muy fuerte y se hallaba más que

consolidado. Un aparato desde el que manifestar su poder y privilegios no solo de cara

al régimen colonial (del que por otra parte habían surgido) sino especialmente frente a

sus propios peones, arrendires o comuneros y vecinos, sobre los que pudieron actuar

con un evidente grado de impunidad mediante el fuero militar: a veces eran el patrón,

otras su coronel, pero por las dos vía acababan sometiéndolos. El gamonalismo serrano

52

tuvo así, desde este régimen miliciano, una excelente plataforma para nacer, crecer y

robustecerse (Marchena, 1990; 80 y ss)

En otras regiones americanas, y como ya se comentó, la elite social entendió y aceptó

los beneficios que podían obtener de su pertenencia a las milicias, tanto por los

privilegios que les otorgaba el fuero militar como por el control que les concedía sobre

grandes grupos de población que ahora podían emplear a su servicio o en defensa de sus

intereses (Cuño, 2008). Especialmente importante fue el caso de los plantadores

azucareros y cacaoteros del Caribe, que usaron también a sus milicianos para perseguir

cimarrones y esclavos huidos; y el de los comerciantes, sobre todo los de La Habana,

Cartagena y Veracruz, que montaron con sus unidades milicianas una especie de

guardia pretoriana mediante la cual controlaban a los dependientes y empleados del

numeroso comercio de estas ciudades, tanto amenazándolos con el alistamiento forzoso

como obligándolos a onerosas contribuciones en metálico.

En las unidades de pardos, los sectores mulatos más preeminentes lograron también,

mediante su encuadramiento en la oficialidad miliciana, acogerse al fuero, eximirse del

pago de ciertos impuestos, vestir uniforme (desde subtenientes a coroneles), participar

de los desfiles y paradas, rivalizando las más de las veces con los oficiales blancos,

desarrollar un cierto sentido corporativo como tales oficiales mulatos, y gozar del mayor

de los prestigios entre los propios grupos de color en los barrios, sumando sus

graduaciones castrenses a la diferenciación social y gran influencia que ya tenían sobre

los grupos no-blancos de las ciudades. En varios expedientes, estos milicianos mulatos

acogidos además a los decretos de “gracias al sacar” de los años 90, aparecen ya como

“blancos de la tierra”, “blancos de orilla”, “castizos” o “blancos exentos de tributo”. Y

desde luego como capitanes, tenientes, alféreces, de los regimientos o compañías de

“Pardos de Su Majestad”.

Algunas unidades milicianas, especialmente las de pardos, alcanzaron un

funcionamiento operativo realmente excepcional; tanto que, cuando la tropa veterana

habanera tuvo que integrarse en el Ejército de Operaciones de Bernardo de Gálvez en

las campañas de Luisiana y Florida en los años 80, la responsabilidad de la defensa y

guarnición de La Habana recayó en las milicias; inclusive participaron también en los

combates contra los británicos en la batalla de Penzacola, donde algunos de sus oficiales

mulatos arengaron a sus tropas de pardos con palabras grandilocuentes sobre el honor y

la valentía de los “de ancestros africanos”, quienes “probarían en el campo de Marte sus

virtudes y gallardía”. Pardos también serían los remitidos a la sierra central del Perú

cuando la sublevación de Tupac Amaru; y pardos fueron, igualmente en 1809, los

enviados a someter a los autonomistas revolucionarios de Quito y La Paz.

A pesar de las reticencias de algunos miembros de la elite blanca sobre el cada vez

mayor poder que estas dirigencias pardas y mulatas demostraron ejercer sobre sus

milicianos (mulatos y negros también), estos oficiales pardos supieron sortear durante la

década de los 90 muchas prevenciones y suspicacias respecto de ellos, y su posición

social al interior de “sus clases” se vio muy fortalecida con su pertenencia a la

oficialidad miliciana. Existieron algunos intentos de eliminar estas unidades, cuando los

recelos contra los pardos, mulatos y negros aumentaron y se extendieron tras los

53

sucesos de Saint Domingue (Thibaud, 2003), pero ya las milicias de pardos parecían ser

demasiado importantes como para prescindir de ellas. Incluso algunos visitadores

peninsulares informaron en secreto que su lealtad al rey parecía más acreditada que la

de las milicias de los mismísimos blancos, dominadas por el patriciado. Y algún

gobernador apostillaba que, para misiones de envergadura y eficacia, los milicianos

pardos estaban siempre dispuestos y eran preferibles a las de blancos. Todos coincidían

en que eran las más adiestradas y más obedientes a sus jefes “naturales” (Marchena,

2008-B).

Así, milicias y fortalecimiento de las “clases mulatas” parecen ir de la mano en estos

años. En el Caribe, y precisamente ante el avance de este nuevo grupo que, cada vez con

mayor presencia y fuerza, demandaba su lugar en la sociedad colonial (Múnera,1998),

las oligarquías regionales blancas se mostraron horrorizadas ante el riesgo de perder

total o parcialmente, como señala Miquel Izard, sus viejos privilegios económicos,

sociales y jurídicos, y a que el “orden” en el que basaban sus preeminencias quedase

subvertido (Izard, 1979). Los que comenzaron a autodenominarse pertenecientes a “la

clase mulata” respondieron con una insurgencia creciente frente a las autoridades

tradicionales, especialmente frente a la “blancocracia” criolla, en el turbión de

mutaciones que se estaban produciendo a fines del S.XVIII en el espacio colonial;

mutaciones (sociales y políticas especialmente, pero también económicas) que

entendían se estaban realizando a sus espaldas y en su perjuicio, dada su exclusión por

la elite blanca a la hora de la toma de decisiones.

Los conflictos entre esta “clase” mulata y las elites blancas, cada vez más beneficiadas

por los efectos de la coyuntura, se agudizaron con los decretos de “Gracias al Sacar”

emitidos en Madrid en la década de los 90, mediante los cuales, a cambio de una

cantidad en metálico de la que tan necesitada estaba la Corona, los mulatos enriquecidos

podían equipararse legalmente a la “clase de blancos”, se les dispensaba del estado de

“infame” y tenían acceso a la educación superior. Era un forma de obtener dineros,

desde luego, pero en la metrópoli consideraron que se conseguirían también ciertas

lealtades de las que tan necesitadas parecían estar las autoridades coloniales,

manipulando en su provecho las tensiones entre pardos y elites criollas.

En Venezuela, estos decretos provocaron las más airadas protestas de la elite

tradicional, especialmente cuando los mulatos, ahora denominados “blancos de orilla”,

solicitaron contraer matrimonio con blancas del “estado llano”, manifestando el

patriciado local que, si se concedía tal pretensión, “causaría tal confusión en las familias

que a los pocos años no se podría distinguir cuáles eran las que no se habían mezclado

con una gente que se estima y reputa aquí por vil”, considerando del todo inaceptable

que “los vecinos y naturales blancos de esta Provincia admitan por individuos de su

clase para alternar con él a un mulato descendiente de sus propios esclavos”

(Garavaglia-Marchena, 2005.Vol.II, 234).

Este tipo de medidas sirvieron para constituir a las “clases mulatas”, ante sí mismas y

ante los poderosos blancos, en una “clase” especial, ni blancos ni negros. El término

“clase mulata” comenzó a extenderse por todo el Caribe entre los que se hallaban en

similar situación: los distinguidos socialmente entre los pardos por sus especiales

54

circunstancias económicas, y ahora milicianos, pero que continuaban siendo

discriminados por la elite blanca por su condición racial. Fue sin duda una de las

consecuencias más interesantes (menos ruidosa en principio, pero más trascendente) de

los sucesos de Haití. Los mulatos del Caribe comenzaron a identificarse a sí mismos y a

distinguirse ante blancos, pardos y negros “del común”, como pertenecientes a esta

“clase mulata” emergente: pequeños o medianos propietarios o comerciantes, dueños de

talleres artesanales, poseedores de un cierto número de esclavos, prestamistas y

agiotistas (en cantidades a veces crecidas, a veces menudas), transportistas,

almacenistas o bodegueros, viviendo con distinción material en sus casas y ropajes, con

solvencia y capacidad económica contrastada, buen nivel de formación (muchos de ellos

eran abogados, litigando a veces en defensa de otros pardos), lectores y difusores de

obras ilustradas, ocupando puestos intermedios en la administración y la burocracia,

desarrollando hábiles estrategias familiares en cuanto al matrimonio de sus hijos e hijas

(en procura de blanqueo étnico y social); y, sobre todo, poseedores de un gran prestigio

entre los demás pardos y negros libres en los barrios populares de las ciudades con

quienes tejieron poderosas redes de clientelaje basadas en muchos casos en un

paternalismo más que efectivo, en su capacidad para financiar pequeños y medianos

emprendimientos, y en el manejo de los códigos culturales tanto blancos como negros;

manejo de códigos que les sirvió para transformarse en líderes de los mayores

colectivos de la población urbana, los sectores populares de color. Y líderes

ambivalentes, bien para la contención pero también para los reclamos, a veces pacíficos,

otras violentos, de estos grupos. Es decir, si fueron una “clase” emergente en lo

económico y en lo social, muy pronto también demostraron ser una “clase” emergente y

activa en lo político. Y todos milicianos.

En el caso de Santiago de Cuba, por ejemplo, similares comportamientos encontramos

en el mundo rural entre los “vegueros”, propietarios mulatos de tierras y esclavos. Su

pertenencia a las milicias les sirvió como elemento de promoción social y como

diferenciador frente a los “pardos del común”. Inclusive colaboraron con las autoridades

blancas para perseguir a los cimarrones alzados, o en 1795 durante la famosa

sublevación del pardo Nicolás Morales en Bayamo (Belmonte, 43)

Una “clase mulata” que adquirió diversos matices y realizó diferentes manifestaciones

según las zonas y las circunstancias en que esta clase se desarrolló, siempre dentro de

una gran complejidad. Por ello seguramente sea más exacto hablar de “clases mulatas”:

en Cartagena, en Maracaibo, en Santiago de Cuba, en Caracas, en La Guaira, en La

Habana, en Santo Domingo... Ciertamente una “clase”, o “unas clases” (que incluso

recibieron el calificativo de “pardocracias”) completamente determinadas por la

coyuntura, cuyo futuro tuvo mucho que ver con las características sociales, económicas

y políticas de las áreas donde se ubicaron.

6.- Vientos de tormenta: los aires de la guerra.

Los distintos grupos o sectores que componían las clases superiores de la sociedad

colonial, aferrados algunos al mantenimiento estamental de un rígido sistema de castas

y a la propiedad de la tierra, otros irrumpiendo con fuerza contra los anteriores como

55

resultado de los beneficios económicos –mineros sobre todo- que ciertas familias

alcanzaron en la segunda mitad del siglo XVIII, otros amparados en las corporaciones

tradicionales, otros en los privilegios que lograron por su pertenencia al ejército colonial

o a la nobleza comprada a precio de oro, y otros surgidos de los cambios ideológicos

que, lenta pero efectivamente, introdujeron finalmente la ilustración y las universidades

en el mundo colonial americano, todos estos sectores que componían unas fraccionadas

elites locales cobraron en el escenario de 1808-1810 un señalado protagonismo. A pesar

de las múltiples pugnas en su seno, los años finales del siglo XVIII se caracterizaron por

el robustecimiento de estas elites, que de locales pasaron a constituirse en grupos

hegemónicos regionales, debido especialmente a la acumulación realizada a lo largo de

las décadas 1770-1800, no solo de capitales, bienes y tierras, sino de poderes en general,

logrados a través del fortalecimiento de sus corporaciones y de sus redes políticas y

militares, clientelares y familiares.

Elites que, más que combatirse en el ámbito del binomio criollidad-españolidad, lo

hicieron en el terreno comercial, entre los defensores totales o parciales del antiguo

sistema monopolista -del cual muchos de ellos eran los principales beneficiarios en

América- contra los partidarios de la apertura comercial de los puertos al comercio

internacional. Se combatieron también entre ellas porque estas elites americanas fueron

ahora más regionales que nunca, ya que pretendieron controlar con exclusividad los

flujos mercantiles en sus ámbitos respectivos, sin interferencias de otras instancias o

jurisdicciones político-administrativas, dada, además, la ineficacia metropolitana para

asegurar la regularidad del comercio oficial. Y se combatieron también en el ámbito

fiscal: quebrado el sistema colonial unificado metropolitano, rompiéronse también los

nexos hacendísticos que lo articulaban. Los flujos oficiales de metal dejaron de circular

por el espacio americano, el dinero se regionalizó, la hacienda real pasó a ser local, y la

plata no fluyó o lo hizo muy escasamente entre regiones vecinas. Como ya se indicó,

fue consecuencia del fin de los situados.

En la coyuntura de la crisis monárquica, las diferentes elites regionales americanas

convirtieron con rapidez la competencia comercial y fiscal en competencia política, y a

ésta inmediatamente en competencia militar.

No menos importantes fueron también los cambios producidos en los sectores

intermedios de la sociedad americana, urbanos fundamentalmente, a lo largo de las

últimas décadas coloniales: profesionales liberales, burócratas y empleados de la

administración, graduados universitarios, oficiales militares de grado medio, técnicos en

diversos oficios, artesanos de alta cualificación por el volumen de producción de sus

talleres, eclesiásticos rentistas de obispados y curatos... todos ellos conformaron un

sector que, aunque escasamente homogéneo y difícilmente cohesionable, se mostró muy

dinámico y en condiciones de discutir la primacía absoluta al grupo anterior,

reclamando mayores cauces de participación en las diferentes instancias de poder;

además, llegado el caso, requirieron influir activamente en el diseño de la nueva

realidad política, económica y social que la crisis monárquica había propiciado. En estos

sectores intermedios, la cuestión étnica, es decir, la causa por la que habían sido

tradicionalmente excluidos los pardos y mulatos en el Caribe y los puertos como ya se

56

indicó, y los mestizos en los interiores y las sierras -clases a las que pertenecían o

habían sido adscritos buena parte de estos sectores-, se transformó también muy

rápidamente en una cuestión clave para definir la que ellos entendían debía ser su nueva

ubicación sociopolítica y económica.

Cambios que se dejaron notar igualmente en los sectores populares urbanos, los que

más crecieron a lo largo del periodo y los que se mostraron más activos, especialmente

en torno a sus posibilidades de permeabilizar la estricta estructura racial cuando no

proponían acabar expeditivamente con ella. El significativo incremento de las

manumisiones, conseguidas por los propios esclavos mediante la compra de la libertad a

sus amos, o el aumento de los matrimonios entre pardos y negros y aún entre esclavos,

son buenos ejemplos de esta poderosa dinámica a la que nos referimos, puesto que

revelan no solo un cambio de expectativas en los grupos inferiores de la sociedad, sino

la apertura de nuevos canales de contactos y aún de pactos interraciales. La vida en los

barrios urbanos y en algunas localidades del interior, el papel de los nuevos liderazgos

surgidos en estos espacios, su masiva participación –muy poco reconocida por la

historiografía oficial- en los acontecimientos antes, durante y después de 1809-10,

muestran todo esto que indicamos: en Charcas, en Quito, en Buenos Aires, en Nueva

España, en el interior peruano, en Centro América, Venezuela, la Nueva Granada... la

gente de los barrios estaba en la calle y la nueva dirigencia se mostraba empoderada.

Lo anterior no debe esbozarnos un panorama idílico en cuanto a las posibilidades de

desarrollo político de estos sectores; todo lo contrario. Como se dijo, los sucesos del

Saint Domingue francés originaron que elites locales y autoridades coloniales

extremaran sus cautelas y controles: no estaban dispuestos a tolerar otros haitises. Por

otra parte, los rescoldos de la gran revuelta organizada por Amarus y Kataris en las

sierras peruanas y charqueñas en la década de los 80 aún les espantaban, ni habían

olvidado lo sucedido en el Socorro neogranadino, ni podían soslayar la creciente

efervescencia de los sectores campesinos en el virreinato mexicano afectados por una

crisis agraria larga y profunda. Por todo ello, y ante el peligro que representaba esta

conmoción social, los grupos de poder en toda la América colonial se pertrecharon con

un cuerpo de doctrina tanto teórica –una singular lectura de una ilustración no ilustrada-

como práctica –la razón aplicada a la eficacia-, y basada tanto en extender el

convencimiento sobre su indiscutible superioridad racial como en el empleo de la fuerza

contra los incrédulos.

A pesar de estas prevenciones, qué duda cabe, la dinámica social de esta estructura tan

rígida de “clases” que caracterizaba el mundo americano a principios del S.XIX,

construida en función del color de la piel y mantenida con el empleo de poderosos

mecanismos coactivos, se hallaba ahora profundamente alterada. Y ello en dos niveles:

si por un lado algunos sectores, sobre todo los pardos libres o los mestizos de cierta

posición económica, pudieron caminar confusamente hacia la obtención de

determinadas garantías y mejoras en su estatus, por otro, las gentes de los barrios

populares de “pardos del común” y aún de esclavos, o los de mestizos, “cholos” e

indígenas españolizados, se aprestaban afanosos a exigir mejoras en sus condiciones de

vida, a disminuir la presión ejercida sobre ellos, y a hacer oír con fuerza sus demandas

57

ante los poderosos. La situación en estos barrios se asemejaba a un volcán a punto de

erupcionar, de modo que el estricto control al que fueron sometidos por las elites locales

y las autoridades coloniales, y la represión violenta de sus reclamos, calentaron aún más

los ánimos populares.

En otro plano, pero ligado al anterior, hay que indicar que muchas de las autoridades

étnicas, agrupadas en familias y en poderosos linajes consolidados al interior de las

jurisdicciones indígenas, venían exigiendo también una mayor participación en la

política local y regional, dado el poder incuestionable que ejercían en sus ámbitos

territoriales, tanto económico como social. Siempre habían representado un serio riesgo

para la hegemonía absoluta pretendida por las elites blancas, pero en esta coyuntura éste

era aún mayor puesto que caciques y curacas manejaban a una numerosísima población

a la que movilizaban con facilidad. Además, el progresivo aumento de la presión fiscal,

objetivo central del reformismo borbónico, la corrupción de buena parte de los

recaudadores del tributo indígena –tanto si fueran españoles o criollos- el indisimulado

avance de los hacendados sobre las tierras de comunidades y pueblos originarios, y la

intromisión de las autoridades coloniales en el nombramiento y remoción de los

cacicazgos tradicionales, motivaron que la efervescencia política y social creciera

significativamente en el seno de estas comunidades, lideradas por sus autoridades.

Por todas las circunstancias descritas, los linajes étnicos indígenas y las familias más

selectas entre los mulatos urbanos y entre los mestizos enriquecidos en las ciudades,

fueron constituyéndose en los principales operadores políticos de grandes colectivos

sociales, tanto en los barrios como en los pueblos y comunidades. Con muchos de ellos,

ciertos miembros de la elite blanca se vieron forzados a establecer inusuales -hasta

entonces- alianzas, que tanto se cumplieron como se incumplieron por ambas partes en

función de las acontecimientos; acuerdos que, siendo tan frágiles, expuestos a cualquier

contingencia o mutación y de un alcance a veces muy local, conformaron durante todos

estos años un mosaico complejísimo e imprevisible por naturaleza.

La guerra americana se transformó durante los primeros años en un conflicto general de

regiones contra regiones, o, mejor expresado, de patricios regionales contra patricios

regionales, bullendo en su seno, además, múltiples ambiciones sectoriales; utilizando a

sus respectivas poblaciones -a las que controlaban desde las milicias, o desde los restos

de las tropas borbónicas, ahora a sueldo de las corporaciones, y mediando tradicionales

lazos clientelares o parentales- como ejércitos improvisados. El discurso regionalista

que estas elites elaboraron y difundieron sobre las masas populares, de trasfondo

tradicional y paternalista, creando o reviviendo en ellas supuestas señas de identidad

local, a su vez fortalecidas por la violencia de las guerras que siguieron, fue un

instrumento supremamente efectivo para el control y sumisión de la población por parte

de las elites locales, alcanzando a desempeñar, este discurso localista, un papel

sustitutivo o anestésico de los auténticos intereses de clase y raza al interior de las

mayorías populares. Esto explicaría el ambiente de entusiasmo delirante con que una

parte de la población acogió la guerra.

Un detalle más: todas estas guerras compusieron un puente, una formidable pasarela en

el tiempo; la cual, una vez franqueada, hizo percibir a los sectores sociales implicados –

58

que vinieron a ser finalmente todos- que ya nada volvería a ser como antes. Las guerras

aceleraron bruscamente los procesos sociales, étnicos y políticos fraguados desde

tiempo atrás, constituyendo una gran oportunidad de cambio para muchos grupos hasta

entonces atrapados en los entresijos estamentales del Antiguo régimen. La revolución

parecía posible a la altura de 1810, una consecuencia de las luchas sociales mantenidas

en el tiempo y el espacio contra la suma de elementos que constituía el régimen

colonial. Pero una revolución que acabó siendo derrotada en pocos años cuando las

vacunas, los mecanismos de control en manos de las elites locales, sutiles o preceptivos,

vinieron finalmente a ser inyectadas en el cuerpo social.

Este periodo que aquí estudiamos, los años de entresiglos, son dos décadas de

claroscuros, contradicciones, paradojas y desgarros. Muchos de sus procesos sirvieron

para alborotar, asustar y conmocionar a las sociedades coloniales. Ciertamente,

imbuidos en este periodo, nadie podía intuir que poseía en sí mismo una enorme

potencialidad de cambio y transformación; ni siquiera se conocía a cabalidad su propia

naturaleza, porque nadie sabía cual era la correlación de fuerzas enfrentadas. Como

alguien escribió, una guerra es un albur, una mano de naipes a vida o muerte, el fruto de

un extravío de mandatarios y súbditos, pero estas guerras, descarnadas, espantosas e

ineludibles80

, abrieron un continente a su destino. El inextricable siglo XIX aguarda a

ser mejor estudiado, porque muchas de las claves para conocer ese destino, hasta

nuestros días, se encuentran en él.

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