Más allá de la democracia...Una crítica filosófica y práctica al modelo democrático
Carlos Octavio Sandoval Arenas
2009
casi una década de haberse inaugurado el siglo XXI, la idea
de “democracia” sigue erigiéndose como la panacea de la
política. Cualquier propuesta que se pretenda seria o
políticamente correcta tiene que estar enmarcada dentro del paradigma
democrático. Ninguno de los polos del espectro político puede darse
el lujo de omitir el ideal democrático como fin último de todas sus
propuestas, por más antagónicas que éstas se presenten. Por todos
lados se desarrollan diálogos, debates, y reflexiones que presuponen
la democracia como único marco referencial, a partir del cual se debe
orientar todo desarrollo, toda transformación, toda reforma.
A
"Es necesario democratizar el país;" "Tenemos que luchar por la
democracia;" "Tenemos que defender las instituciones democráticas;"
Frases como estas son repetidas una y otra vez como si pudieran, por
el sólo hecho de la repetición, traducirse en la realización del
bienestar social que presupone el concepto en el imaginario social de
quienes lo enuncian. No obstante, pocos son los que se detienen a
reflexionar críticamente sobre el concepto mismo. ¿A qué se refiere
esa democracia tan ampliamente pregonada? ¿Qué hay detrás de esa
idea? ¿De dónde viene la democracia? ¿Cuál es el carácter fundamental
del ideal democrático en relación con las nuevas realidades políticas
y sociales?
Cada vez más, las sociedades modernas están siendo testigos del
surgimiento y reforzamiento de las identidades colectivas y las
fragmentaciones étnicas que demandan, ya no sólo su reconocimiento
dentro del marco democrático sino una nueva forma de organización
autonómica de la producción y reproducción de la vida social. Estas
demandas no son fortuitas, sino que presuponen una contradicción en
el modelo mismo de democracia y sus principales fundamentos, los
cuales no corresponden ya al carácter amplio, diverso y heterogéneo
del sujeto social.
La democracia moderna -léase "democracia liberal"- no es sino
un producto histórico, un producto de la sociedad burguesa, por lo
que su constitución no se puede entender sin los presupuestos básicos
del capitalismo, como son el individuo y la propiedad. En otras
palabras, el modelo democrático moderno es un producto de y para el
capitalismo, cuya forma y contenido no se explican fuera de éste. En
un mundo cada vez más fragmentado, con un modelo de sociedad que
atraviesa una crisis económica y política, así como de legitimidad
ante los millones de desposeídos, marginados y excluidos, la
democracia se debería entender más como un residuo viejo y caduco de
un modelo y una concepción de sociedad exhaustos.
En el presente trabajo nos proponemos defender la tesis del
agotamiento del modelo democrático liberal como paradigma político, a
partir de una crítica filosófica e histórica, que parte en primera
instancia de los principios fundamentales de la democracia, como son
el pacto social, la voluntad general, la igualdad, y la representación,
examinando algunos de los filósofos de la democracia. En segunda
instancia, discutimos críticamente la formación más actual de la
democracia, aquello en lo que ha devenido, es decir, un sistema
político cuyos principales supuestos son el sufragio universal, las
asambleas representativas, y las libertades civiles.
I. CRÍTICA FILOSÓFICA
Como primer momento, debemos examinar críticamente y por sí mismos,
algunos de los fundamentos filosóficos de la democracia, a partir de
cuatro de los principales proponentes del ideal democrático, Locke,
Rousseau, Kant y los más influyentes "Padres de la Constitución
Estadounidense," como son los autores del Federalista, Hamilton,
Madison y Jay. Si bien al momento en que escribían estos autores
ilustrados, el término “democracia” no era aceptado como algo
favorable al interés público ni se asociaba necesariamente con los
principios mencionados, también es cierto que no era preciso
nombrarlo para saber que se estaba formando ahí lo que hoy conocemos
como el ideal democrático. De cualquier modo, podemos observar ya
desde su origen, una serie de contradicciones internas, que se fueron
manifestando en los modelos democráticos "reales".
Es cierto que las democracias modernas son en extremo diferentes
de muchos de los planteamientos de estos filósofos ilustrados; sin
embargo, éstas no podrían entenderse si no es con relación a sus
raíces filosóficas. En este sentido la crítica a los fundamentos de
la democracia es esencial para entender los orígenes de las
contradicciones de las democracias existentes.
El pacto social
El ideal democrático, tal como fue concebido por los grandes autores
de la ilustración parte de una primera idea, la del contrato original, o
pacto social, con la cual se fundamenta la legitimidad del modelo. Este
supuesto acuerdo originario de constitución de la sociedad política
presupone el consentimiento de todos los individuos, quienes al verse
rebasados por su condición natural, deciden asociarse, y sacrificar
su libertad natural a cambio de una libertad política.
Desde este punto de vista, el ser humano existía en un estado de
naturaleza antes de conformarse en una comunidad política. Nos dice
Locke que el estado natural es un estado de igualdad en el que “todo
el poder y la jurisdicción son recíprocas y nadie tiene más que los
demás" (Locke 1952: 4). Todos los seres humanos habrían vivido en un
"estado de perfecta libertad para ordenar sus acciones y disponer de
sus posesiones y sus personas como lo crean conveniente, dentro de
los límites de la ley de la naturaleza, sin pedir permiso o depender
de la voluntad de cualquier otro hombre" (Locke 1952: 4). Rousseau,
por su parte, agrega que el contrato social comienza con “los hombres
llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación
en el Estado natural superan las fuerzas que cada individuo puede
emplear para mantenerse en él” (Rousseau 1993: 21).
Si bien tanto Locke como Rousseau tenían concepciones diferentes
del papel del pacto social en la constitución de las sociedades
políticas –pues para Locke, el momento del contrato social fue un
hecho histórico, y para Rousseau era algo más como un objetivo a
lograr en la futura constitución de una sociedad política– el factor
común en la idea del pacto social era que éste tenía que ser o haber
sido un acto de voluntad, es decir, que tendría que constituirse con
el consentimiento de todos los individuos. Nos dice Locke que nadie
puede ser sacado del estado natural “y sometido al poder político de
otro sin su propio consentimiento. La única forma en la que uno se
separa de su libertad natural y se somete a la sociedad civil es por
medio de un acuerdo con otros hombres para juntarse y unirse en una
comunidad, en la que puedan vivir cómodos, seguros y en paz con los
demás, disfrutando sus propiedades y una mayor seguridad en contra de
cualquiera que no sea parte del acuerdo" (Locke 1952: 55). En este
mismo sentido, dice Rousseau que “sólo hay una ley que, por su
naturaleza, exige el consentimiento unánime: la ley del pacto social,
pues la asociación civil es el acto más voluntario de todos. Nacido
todo hombre libre y dueño de sí mismo, nadie puede bajo ningún
pretexto, sojuzgarlo, sin su consentimiento” (Rousseau 1993: 137).
En ambos casos, el pacto social es concebido como un acto de voluntad
individual y como la premisa de toda comunidad política. Si no
hubiera esta convención anterior, en la que todos y cada uno de los
individuos hubieran consentido someterse a la voluntad general,
entonces no se podría presuponer la necesidad de obedecer y someterse
a la comunidad política. Si no existiera un acuerdo voluntario, se
pregunta Rousseau, “¿en dónde estaría la obligación, a menos que la
elección fuese unánime, de los menos a someterse al deseo de los más?
Y ¿con qué derecho, cien que quieren un amo, votan por diez que no lo
desean? La ley de las mayorías en los sufragios es ella misma fruto
de una convención que supone, por lo menos una vez, la unanimidad”
(Rousseau 1993: 20 y 21).
Ya en este punto podemos ver inmediatamente el primer problema.
La idea del contrato social en Locke es formulada no como un momento
del ser humano histórico (a pesar de la afirmación en este sentido de
Locke), sino como una hipótesis abstracta que por lo mismo se cree
universal. Esto quiere decir que el individuo en estado natural que
se presenta como premisa nunca existió. Por el contrario, ese
individuo libre y con posesiones, en estado natural no es más que el
prototipo fundamental del sujeto capitalista, aislado, en libertad y
propietario (aquí nos referimos a la propiedad privada burguesa). En
otras palabras, ese supuesto hombre naturalmente independiente es
precisamente el individuo producto de la sociedad capitalista, puesto
en un estado de naturaleza por la magia de la pluma de Locke, pero
que lleva dentro de sí las fuerzas de la sociedad burguesa.
En el caso de Rousseau, es cierto que él no pretende otorgarle
una inexistente historicidad al hecho del contrato social, y no lo
presupone como algo ocurrido en algún momento anterior, sino como una
necesidad para toda comunidad política, pero también es cierto que
ese contrato social no podría ser simplemente la premisa de toda
sociedad, pues la naturaleza del contrato implica individuos
históricos. En Rousseau se encuentra muy clara esta contradicción
pues no existe tal "estado natural" del que nos habla, habitado por
el hombre "libre y dueño de sí mismo" (Rousseau 1993: 137), es decir,
no existe ese hombre independiente en estado natural. Esto sería
tanto como negar la esencia social de la especie humana y la historia
que se desprende de ésta.
Ahora bien, debemos reconocer que Rousseau era más crítico de la
propiedad, y estaba dispuesto a ceder en cierta medida la posesión
individual a la voluntad general, pues el papel del soberano, según él,
tendría que ser precisamente el de evitar las desigualdades,
limitando el control total del individuo hacia su propiedad. Sin
embargo, esto no cambia el hecho de que el individuo del que habla
Rousseau, que necesita limitar su propiedad, es ya antes del pacto
social un individuo con propiedad, y el “individuo con propiedad” no
es más que el producto de una larga historia de lucha de clases.
Era en este sentido que Marx formulaba su crítica a los
economistas burgueses, cuando decía que “el cazador o el pescador
solos y aislados, con los que comienzan Smith y Ricardo, pertenecen a
las imaginaciones desprovistas de fantasía que produjeron las
robinsonadas del Siglo XVIII, las cuales no expresan en modo alguno,
como creen los historiadores de la civilización, una simple reacción
contra un exceso de refinamiento y un retorno a una malentendida vida
natural. El contrato social de Rousseau, que pone en relación y
conexión a través del contrato a sujetos por naturaleza
independientes tampoco reposa sobre semejante naturalismo. Este es
sólo la apariencia, apariencia puramente estética, de las grandes y
pequeñas robinsonadas” (Marx 1982). Marx se daba cuenta de que no
podía postularse el individuo liberal, burgués, (es decir
indivisible, libre, propietario y con “derechos naturales”) como un
punto de partida de la historia, pues este mismo no era sino un
producto de ella. “A los profetas del Siglo XVIII, sobre cuyos
hombros aún se apoyan totalmente Smith y Ricardo, este individuo del
Siglo XVIII -que es producto, por un lado de la disolución de las
formas de sociedad feudales, y por el otro, de las nuevas fuerzas
productivas desarrolladas a partir del Siglo XVI- se les aparece como
un ideal cuya existencia habría pertenecido al pasado. No como un
resultado histórico, sino como punto de partida de la historia. Según
la concepción que tenían de la naturaleza humana, el individuo
aparecía como conforme a la naturaleza en tanto que puesto por la
naturaleza y no en tanto que producto de a historia” (Marx 1982).
Habrá quien diga que no era necesario que Rousseau o Locke
tomaran en cuenta al individuo histórico, pues lo que pretendían era
formular un ideal que sirviera para luego evaluar lo existente
históricamente. Sin embargo, el problema es precisamente eso, que el
"modelo ideal" que usan tanto Rousseau como Locke no es un "modelo
ideal" sino que es un individuo histórico. No lo reconocen así, y
por lo mismo pretenden hacerlo pasar como "ideal". Se trata de un
"individuo histórico" disfrazado de "ideal". En otras palabras,
pretenden evaluar lo que existe en un momento particular de la
historia, ignorando su devenir histórico.
Es evidente que si el presupuesto primero de la democracia, es
decir el pacto social, no se basa en el ser humano como especie (pues
no podría ser así), sino en el individuo libre y con propiedades,
producto de un punto en la historia, es decir, el individuo burgués,
la democracia que se presupone producto de este pacto social no puede
más que corresponder a ese modelo burgués de sociedad. En otras
palabras, aun desde antes de su constitución, ya estaba determinado
que el ideal democrático1 sería parido desde el vientre del
capitalismo, para el capitalismo y por el capitalismo.
Otro problema inmediato es que si este pacto social nunca
sucedió, puesto que no es más que una hipótesis formulada a partir
del individuo burgués construido como ideal, entonces nunca pudo
haber existido ese supuesto consentimiento por el cual se hayan
constituido las sociedades. Aquí sí apelamos a la historia. Si es
cierto que aun en las sociedades europeas este pacto social no fue
sino una hipótesis surgida en el marco de una ecuación burguesa, por
medio de la cual se pretendía dar sentido a las sociedades políticas
y sus gobiernos liberales (es decir no hubo tal consentimiento en las
1 Cabe aclarar aquí que nos referimos al "ideal" democrático, pues podría haberse dado el caso de que las formaciones democráticas realmente existentes hubieran seguido otro camino diferente al burgués. Aunque esto no es así tampoco. Sin embargo, de esto nos ocuparemos más adelante.
sociedades europeas), cuánto más no será una falacia la idea del
pacto social en aquellas sociedades cuya génesis deriva de un pasado
colonial (esas sociedades no pueden explicarse a partir del
consentimiento voluntario de la formación de sus Estados).
En América Latina, por ejemplo, el sujeto social no puede
entenderse históricamente con el esquema del individuo libre y
poseedor, pues su historia es precisamente la del sujeto
desindividulizado, despojado y sometido. Quien se atreviera a negar
esto es porque desconoce la historia del sometimiento colonial de la
región, los millones de masacrados, esclavizados, sometidos,
despojados y excluidos, que presupone nuestra historia. Tampoco
podríamos entender las sociedades latinoamericanas con el esquema del
pacto social pues el sujeto colonial americano ha sido
fundamentalmente un sujeto colectivo, es decir, la historia americana
no es la del ciudadano, como se quiere presentar en la Europa
liberal, sino la de los indios, los negros, los mestizos, los
campesinos, los pobres, etc. Si en Europa el sujeto del siglo XVIII
era el ciudadano, en América Latina, este sólo era el “pueblo” o la
“indiada”.
Se pudiera intentar refutar esta idea con el argumento de que
las guerras de independencia y sus constituciones posteriores
representaron este primer punto de conformación de la comunidad
política en América, siendo concebidas éstas como los momentos
históricos del pacto social americano. No obstante, este argumento
presupondría un desconocimiento de la historia, puesto que lejos de
haber sido un acto general de unanimidad, las guerras de
independencia fueron precisamente expresiones de ese sujeto colectivo
diverso, fragmentado y antagónico que encarnaba la América colonial.
Se trató precisamente de la imposición de un grupo hegemónico que
buscaba la ruptura con el imperio para poder ejercer su propia
dominación frente a las colectividades subalternas otrora coloniales.
La resolución de esta ruptura en una serie de repúblicas criollas no
borró las contradicciones. Por el contrario, toda la historia
independiente de América ha estado caracterizada por estos
conflictos, los cuales se pueden identificar hoy en la ininterrumpida
continuidad de los conflictos étnicos y armados en la historia
contemporánea de América Latina.
La Voluntad General
Esta fragmentación del sujeto en intereses diversos, conflictivos e
incluso antagónicos, sin la cual no se podría entender la historia de
América, y por supuesto del mundo, nos da pie a la discusión sobre el
segundo presupuesto democrático, es decir, la Voluntad General.
Desde su origen, la idea de la democracia presupone que existe
un interés común a toda la sociedad, es decir, un interés que está
más allá de los intereses particulares o de grupo. Los individuos,
nos diría Locke, entran en la sociedad como un cuerpo político bajo
un gobierno supremo al que autorizan “a hacer leyes para ellos según
como el bien público y de la sociedad lo requiera" (Locke 1952: 50).
Locke presuponía el "bien público" como algo común a todos los
individuos, como ese bienestar que es generalizable a lo público, a
lo común a todos los individuos, y por el cual se justifica la
actividad legislativa.
Rousseau no presuponía el bien público, pues sabía que los
intereses de grupo estaban demasiado presentes como para hablar de
tal "bien público". Sin embargo, él sí presuponía la existencia del
"interés común," y a partir de este, la "voluntad general", es decir,
la voluntad de la comunidad política, aquella que es más que el
agregado de las voluntades particulares. Para diferenciar la voluntad
general de la voluntad particular, nos dice Rousseau que “ésta sólo atiende
al interés común, aquélla al interés privado, siendo en resumen una
suma de las voluntades particulares; pero suprimid de estas mismas
voluntades las más y las menos que se destruyen entre sí, y quedará
por suma de las diferencias la voluntad general” (Rousseau 1993:
37). En este sentido, para Rousseau la voluntad general no es
necesariamente la que responde al interés de todos los individuos sino
aquella cuyo interés es la permanencia y el bienestar de la comunidad
política, en tanto entidad colectiva.
La voluntad general pues, presupone más que lo común entre los
individuos, se trata del marco común que hace posible un bienestar
general, sin el cual no podría haber convivencia. Ahora bien, esta
voluntad general no puede coincidir con ninguna voluntad particular,
pues ésta emana del agregado, en tanto cuerpo soberano. Aquí tenemos
que recordar que el “soberano”, en la concepción de Rousseau está
compuesto por todos los individuos en la comunidad política, en tanto
hacedores de leyes, mientras que el “Estado” serían todos los
individuos en la comunidad política, en tanto sujetos de derecho. La
asociación en una comunidad política “implica un compromiso recíproco
del público con los particulares y [...] cada individuo, contratando,
por decirlo así, consigo mismo, se halla obligado bajo una doble
relación, a saber: como miembro del soberano para con los
particulares y como miembro del Estado para con el soberano”
(Rousseau 1993: 24).
Esta doble relación, en la que se enmarca la voluntad general,
es el fundamento de la “libertad” que subyace a la democracia. Todo
individuo es libre en tanto sujeto de derecho, pues de esta forma no
puede ser sometido a ninguna voluntad particular. El individuo sólo
está sometido a la voluntad general. Hay que destacar que este
sometimiento no puede ser un obstáculo para la libertad, sino la
condición misma de ésta, pues la voluntad general no es más que el
bien común, y el individuo, como ciudadano soberano forma parte del
sujeto que formula la voluntad general. Nos dice Rousseau que
“cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general, será obligado
a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se
le obligará a ser libre, pues tal es la condición que, otorgando cada
ciudadano a la patria, le garantiza de toda dependencia personal,
condición que constituye el artificio y el juego del mecanismo
político y que es la única que legitima las obligaciones civiles, las
cuales, sin ella, serían absurdas, tiránicas y quedarían expuestas a
los mayores abusos” (Rousseau 1993: 26).
Tal es la noción de voluntad general que se presupone en el
ideal democrático. Debe existir una voluntad general al colectivo
por la cual se pueda justificar el sometimiento de los individuos.
Pues bien, si reflexionamos un poco más sobre esta noción, nos
daremos cuenta de que esa "voluntad general" está en abierta
contradicción con el carácter diverso, conflictivo y antagónico de
todas las sociedades humanas. Si el sujeto social no es un individuo
abstracto, universal, ahistórico y homogéneo, entonces debemos
cuestionar la existencia misma de una voluntad que se pretende
general al conjunto de los individuos en una comunidad. Todas las
comunidades humanas se caracterizan por una diversidad de intereses,
formas, agrupaciones, fragmentaciones, conflictos y antagonismos. La
historia de la humanidad ha sido, nos decía Marx, una historia de
conflicto entre las diferentes clases (Marx 1961).
Esta fragmentación de intereses no es algo exterior al sujeto
humano, es decir, no es el agregado de “individuos” el que entra en
conflictos y antagonismos con otros agregados, sino que el sujeto
humano en sí mismo, es un sujeto en constante conflicto. En este
sentido, Foucault nos puede ayudar en el análisis. Foucault ha
logrado entender este conflicto en términos de las relaciones de
poder inmanentes a toda sociedad humana. Nos presenta “un sujeto que
se constituyó en el interior mismo de [la historia] y que, a cada
instante, es fundado y vuelto a fundar por ella” (Foucault 1983). El
sujeto comienza a ser diferente en tanto que es construido
históricamente. Éste se constituye dentro de una serie de relaciones
de poder que están en constante tensión y conflicto. Esto quiere
decir que toda sociedad humana se forma en una red de relaciones de
poder, las cuales “no pueden existir más que en función de una
multiplicidad de puntos de resistencia: éstos desempeñan, en las
relaciones de poder, el papel de adversario, de blanco, de apoyo, de
saliente para una aprehensión. Los puntos de resistencia están
presentes en todas partes dentro de la red de poder” (Foucault 2006:
116). Podemos ver que toda relación de poder y resistencia es
necesariamente de tensión y conflicto, y es precisamente esta tensión
la que se materializa en todas las formas de relación social en una
comunidad humana. Las relaciones de poder “no están en posición de
exterioridad respecto de otros tipos de relaciones (procesos
económicos, relaciones de conocimiento, relaciones sexuales), sino
que son inmanentes: constituyen los efectos inmediatos de las
particiones, desigualdades y desequilibrios que se producen, y,
recíprocamente, son las condiciones internas de tales
diferenciaciones” (Foucault 2006: 114).
Pues bien, si como hemos visto, no puede existir una sociedad
humana sin conflicto, sin lucha de clases, sin antagonismos e
intereses diversos2, ¿cómo es posible pensar que puede existir una
sola voluntad general? Esto se vuelve aun más claro cuando
observamos cualquier ejemplo de “democracia” en la actualidad. No
existe una sola democracia que integre a todos los diversos intereses
en una sola voluntad general o bien común. De hecho, en el estado-
nación moderno, lo que encontramos es “una yuxtaposición entre ideas
de nación distintas” (López y Rivas 2005: 30). Por un lado, se
encuentra la gran diversidad de “etnias históricas u originales con
diversos grados de continuidad y ruptura tanto reales como míticas [y
por otro] las naciones creadas o hegemónicas” (López y Rivas 2005:
30), es decir, “las que provienen de procesos de ruptura de las
clases dominantes de territorios que fueron conquistados y
colonizados respecto de las metrópolis” (López y Rivas 2005: 30).
Se puede comprender entonces la imposibilidad de tal "interés
común" y por lo mismo, de la "voluntad general". Si las sociedades
no son más que un cúmulo de diferencias, y éstas están caracterizadas2 Si bien Marx presuponía que la sociedad comunista sería la sociedad sin clases,
sin conflictos y antagonismos, y por lo mismo, sería el principio de la historia, también es cierto que el análisis marxista ha ignorado tradicionalmente la diversidad de los sujetos y la fragmentación de estos en diferentes intereses. Es en este sentido que Chantal Mouffe defiende la tesis de que no puede existir una sociedad sin antagonismos, por lo que el objetivo dela democracia no debería ser el de desaparecer los antagonismos (como lo ha buscado hacer el liberalismo), sino el de reconocer los conflictos y lidiar con ellos en un modelo “agonístico” de democracia (Mouffe 1999). Por supuesto, Mouffe sigue creyendo que es posible rescatar la democracia, cambiando su carácter liberal. El problema es que la democracia, como argumentamos aquí, es por definición liberal.
por la conflictividad entre intereses contrapuestos, no será difícil
deducir que aquello que los liberales han llamado el interés común,
no es más que una interpretación hegemónica del "interés común" y lo
que existe en realidad es una disputa por la interpretación del
"interés común". En este mismo sentido, la voluntad general no puede
entenderse más que como la voluntad de un grupo hegemónico que
pretende universalizarse e imponerse como "voluntad general".
Un ejemplo de ello es América Latina. En este continente no se
puede encontrar, ni pensar siquiera una "voluntad general" debido a
la constitución histórica de nuestras sociedades. Los pueblos
latinoamericanos están caracterizados por sujetos diversos, minorías
étnicas y pueblos originarios, pobres y ricos, obreros y patrones,
campesinos e industriales, poseedores y desposeídos,
afrodescendientes y mestizos, todos inmiscuidos en una maraña de
relaciones de poder, que se traduce en relaciones antagónicas de
opresión y resistencia. ¿Cuál puede ser entonces la voluntad
general, de un sujeto tan diverso y fragmentado? ¿Es que acaso se
trata solamente del interés general que surge de compartir3 un
territorio? ¿Bajo qué lógica un tzeltal rebelde chiapaneco conforma
una misma voluntad general con un hacendado de Sonora, y no con otro
indígena maya de Guatemala? ¿Cuál es el elemento de bienestar común
entre un obrero sindicalista electricista y un empresario como Carlos
Slim? Evidentemente, la existencia misma de estos polos (no como
individuos sino como sujetos colectivos) está en abierta
contradicción y antagonismo, lo cual torna inmediatamente en una
falacia a la idea de voluntad general, cuya única función remanente3 La palabra "compartir" en todo caso es un eufemismo para otras que
representarían mejor la historia latinoamericana, como "ocupación" "sometimiento" "despojo" etc.
sería la de legitimar la sujeción de las diferencias bajo una sola
voluntad particular (o de grupo) hegemónica.
Rousseau mismo no era tan ingenuo y se daba cuenta de este gran
riesgo, por lo que advertía que cuando se forman intereses de grupo y
“asociaciones parciales a expensas de la comunidad, la voluntad de
cada una de ellas se convierte en general con relación a sus
miembros, y en particular con relación al Estado... cuando una de
estas asociaciones es tan grande que predomina sobre todas las otras,
el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una
diferencia única: desaparece la voluntad general y la opinión que
impera es una opinión particular” (Rousseau 1993: 38). No obstante,
el problema es que dicho planteamiento es más que un riesgo muy grande y
como hemos visto, la voluntad general está en contradicción con el
carácter fundamental de todas las sociedades humanas. Es por esto
que, desde el inicio, la premisa es incorrecta y contradictoria.
La igualdad
Si la característica fundamental de las sociedades humanas es la
diferencia, nos encontramos con que una vez más, el sujeto humano choca
con otra de las premisas de la democracia, es decir, con la idea de
la "igualdad".
Todos los hombres nacen libres e iguales. Esta idea hoy parece
irrefutable. Nadie podría atreverse a negarla, a riesgo de sonar
autoritario y políticamente incorrecto. No obstante, en medio del
gran optimismo por la humanidad que pretendidamente se encierra en la
idea, podemos hallar una vez más la contradicción entre sus
fundamentos y la realidad social.
Comencemos por preguntarnos, ¿a qué se refiere esta igualdad?
¿qué quiere decir que todos los individuos sean iguales?
Evidentemente, esta igualdad no se refiere a que todos los seres
humanos nos parezcamos físicamente, o que todos pensemos igual o
tengamos personalidades similares. Esto sería por demás ridículo.
¿Entonces? ¿Qué igualdad es esta? ¿Qué es lo que es igual en todos
los seres humanos?
Pues bien, esta igualdad se refiere en primer lugar al hecho de
la generalidad de la ley, es decir, al hecho de que ante las leyes,
todos los individuos son "iguales". Todos están igualmente sujetos a
las leyes, sin importar si se trata de un hijo de nobles o un hijo de
campesinos, si se trata de alguien nacido en un palacio o en una casa
de palo, si se trata de un sacerdote o de un simple obrero.
En su Tratado sobre la Paz Perpetua, Kant nos dice que toda
constitución republicana tiene tres principios: “1. [...] la libertad
de los miembros de una sociedad (en cuanto hombres) 2. [...] la
dependencia de todos respecto a una única legislación común (en
cuanto súbditos) y 3. [la] conformidad con la ley de igualdad de
todos los súbditos (en cuanto ciudadanos)” (Kant 1985: 15). Es claro
que Kant se refiere a esta igualdad ante la ley, es decir, a la
existencia de una “única legislación común” que es aplicable a todos
los “súbditos” sin excepción. La igualdad democrática pues, no
significa en este sentido más que la no discriminación de un
individuo ante la ley por razones de nacimiento.
La igualdad presupone la libertad de no ser sometidos a una
voluntad ajena, es decir, la libertad que se contrapone al
sometimiento personal, a las relaciones de sujeción “naturales”. Esta
igualdad no es más que el resultado de un proceso histórico, es
decir, es la respuesta liberal al orden feudal basado en jerarquías y
relaciones de servidumbre justificadas por la existencia de los
supuestos privilegios naturales. La igualdad surgió como una forma de
erigir el “mérito” frente al “privilegio”. De esta forma, cada ser
humano, independientemente de su nacimiento, sería tratado de igual
manera y sin distinción ante la ley (de ahí que la representación
gráfica de la justicia sea una mujer vendada de los ojos. Esta venda
no es más que la incapacidad de la ley de distinguir privilegios).
Ahora bien, existe un segundo aspecto de la igualdad democrática
un poco más soslayado que la igualdad que presupone la obligación de
todos a ser súbditos. Se trata de la igualdad que resulta del
derecho de todos los ciudadanos a ser hacedores de leyes. Esta
igualdad fue defendida por Robespierre ante los girondinos, quienes
buscaban excluir del proceso legislativo y electoral a aquellos
"ciudadanos" que no tuvieran propiedades. Para los girondinos, el
único privilegio legítimo era el de la propiedad, pues argumentaban
que este privilegio era el resultado del mérito. Aquél que tuviera
propiedades, razonaban, sería por sus propios esfuerzos. Desde este
punto de vista, era válido tener dos tipos de ciudadanía, una en la
que sus miembros tuvieran el derecho al voto, y al mismo tiempo, una
segunda categoría de ciudadanos pasivos que eran igualmente sujetos a
las leyes pero no tenían voz en el proceso legislativo ni derecho a
voto. Robespierre y los jacobinos se opusieron a este concepto de
igualdad (quizá se deba a esos primeros debates el hecho de que hoy
se incluya el "sufragio universal" como uno de los principales
pilares de las democracias modernas). La igualdad, decía
Robespierre, se refiere al hecho de que cada individuo "tiene derecho
a participar en la legislación por la cual es gobernado y en la
elección de la administración que le pertenece. De otra forma, no es
cierto que todos los hombres sean iguales en derechos y que todos
los hombres4 sean ciudadanos" (Robespierre en Duhn: 115).
La igualdad democrática es entonces, 1) igualdad como sujetos de
la ley y 2) igualdad como soberanos. En otras palabras, se trata de
una igualdad en las relaciones entre el ciudadano y el Estado, y no
la igualdad de los sujetos diversos que componen la comunidad
política.
Pues bien, si comenzamos a leer entre líneas y a explorar más a
fondo esta “igualdad” democrática, no tardaremos mucho en darnos
cuenta de que más que una idea inocente de legalidad y universalidad,
la igualdad siempre fue un concepto necesario para el capitalismo.
Esta igualdad es la misma a la que se refería Marx cuando en su
análisis del devenir capitalista postulaba al “obrero libre” como
prerequisito para la relación de trabajo asalariado, base fundamental
del capitalismo. Marx se daba cuenta de que no era posible entrar en
relaciones contractuales patrón-obrero si todos los hombres (obreros)
no fueran libres e iguales ante la ley. No podría un obrero vender su
propia fuerza de trabajo si ésta no le perteneciera legalmente a él
mismo. Un plebeyo, por ejemplo, le debe obediencia a su señor
feudal, y no puede por lo tanto considerarse libre, es decir, libre
para vender su propia fuerza de trabajo a quien él elija. En el
capitalismo, entonces, “el poseedor de dinero tiene, pues, que
encontrarse en el mercado, entre las mercancías, con el obrero libre;
libre en un doble sentido, pues de una parte ha de poder disponer
libremente de su fuerza de trabajo como de su propia mercancía, y, de
4 Por supuesto, era demasiado pronto en la historia para que se pensara en el derecho de las mujeres a ser ciudadanas completas también.
otra parte, no ha de tener otras mercancías que ofrecer en venta”
(Marx 1987).
Asimismo, la igualdad democrática es igual de necesaria que la
“libertad” capitalista para el florecimiento de la sociedad burguesa,
es decir, el hombre (individuo) igual ante la ley, es una condición
necesaria para el capitalismo. En su momento, la existencia de los
privilegios feudales llegó a convertirse en obstáculo para el
florecimiento del capital, pues la clase burguesa estaba sujeta a las
voluntades aristocráticas que podían operar el Estado en contra de
quienes comenzaban a ganar poder a partir de sus riquezas. Era
necesario destruir las relaciones de sometimiento personal para que
todos los burgueses tuvieran la libertad de multiplicar sus capitales
sin que ninguna voluntad aristocrática lo impidiera.
Podría argumentarse que la igualdad y la libertad no son
condiciones necesarias para el capitalismo porque han existido
ejemplos históricos de capitalismos que han florecido en sociedades
con regímenes autoritarios, como es el caso de la Alemania Nazi, o de
las dictaduras militares latinoamericanas. Sin embargo, esto no es
difícil de refutar en tanto que 1) esas sociedades no se han podido
sostener en el marco del capitalismo global, pues han tardado más en
florecer que en ser transformadas en "democracias" burguesas, y
principalmente, 2) no hay que olvidar que los conceptos democráticos
originales de "libertad" e "igualdad" no tienen que ver con las
definiciones comunes actuales en el imaginario social, que tienen que
ver con justicia social, o con sociedades horizontales, y con respeto
a las garantías individuales. Recordemos que la igualdad y la
libertad liberales no son más que la contraparte de los privilegios
feudales, y aún en los países capitalistas autoritarios, se ha
mantenido en las leyes esta igualdad burguesa, independientemente de
las formas de gobierno particulares5.
Finalmente, aún si no hubieran existido casos de gobiernos
capitalistas despóticos y autoritarios, y las sociedades burguesas
fueran congruentes con su tan pregonada igualdad, seguiría existiendo
una contradicción principal. No olvidemos que, como ya se ha
discutido anteriormente, el sujeto humano (en su condición de sujeto
histórico) no puede ser “igual” y “libre” universalmente. Por el
contrario, el sujeto hemos visto que es diverso, fragmentado, y
sumergido en relaciones de poder (y por ende, en relaciones de
dominio y opresión).
Es por esto que una supuesta universalidad de la ley contradice
de hecho la realidad del sujeto humano. ¿Cómo es posible que dos
sujetos se pretendan iguales ante la ley, cuando uno, es un sujeto
colonial, con derechos históricos, a la tierra, a la cultura, a sus
reivindicaciones étnicas, etc., y otro, puede ser un poseedor de
bienes, de derechos políticos, que puede comprar y vender su dominio?
¿Por qué tiene necesariamente que haber un a misma legislación para
los sujetos diversos? ¿Cómo se justifica que las diferencias sean
incorporadas a un sólo esquema homogeneizante de derecho?
Es en este sentido que la "igualdad" democrática llega a crear
relaciones de opresión en tanto que niega las diferencias existentes
y pretende homogeneizar la diversidad de sujetos en una comunidad
5 Puede tratarse de monarquías parlamentarias, en donde se mantiene la igualdad burguesa y las "familias" reales no son más que simbólicas sin ningún poder político real y sin que amenacen la igualdad burguesa, o puede tratarse de dictaduras o gobiernos despóticos en los que se persigue y se masacran grandes grupos de personas, pero la igualdad burguesa se mantiene, en tanto que los obreros tienen el derecho a ser igualmente explotados por patrones que son iguales ante las leyes (aunque sea letra muerta).
política.
La Representación
Finalmente, nos encontramos con otro de los elementos básicos de la
democracia moderna, la representación. La idea de la representación
surge a partir de la necesidad de incorporar un modelo democrático a
una sociedad política de grandes dimensiones que van más allá de la
posibilidad de asambleas en donde los ciudadanos podrían deliberar
personal y directamente.
Esta idea fue mejor acabada por Hamilton, Madison y Jay, quienes
pensaban que en una comunidad política amplia, y dividida por las
desigualdades en la posesión de la propiedad, era inevitable que se
formaran facciones, lo cual impediría el ejercicio democrático. Las
facciones, decían los autores del Federalista, han sido la causa del
fracaso de los gobiernos populares, y lo eran de las inestabilidades
y "calamidades" de la Unión Americana en el siglo XVIII. Según
ellos, las facciones se forman cuando un "cierto número de
ciudadanos, estén en mayoría o en minoría (...) actúan movidos por el
impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos
de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad
considerada en conjunto” (Hamilton et al 2001: 36).
Según estos autores, sólo podían existir dos formas de evitar
los males del espíritu de partido: 1) suprimir las causas, y 2) reprimir los
efectos. Sin embargo, la primera solución resultaba peor que el mal
mismo, pues sólo se podían suprimir las causas de la formación de
facciones, destruyendo la libertad y asumiendo la homogeneidad de
opinión en todo el agregado de ciudadanos. Esto sería prácticamente
irrealizable, pues en una sociedad capitalista, “la fuente de
discordia más común y persistente es la desigualdad en la
distribución de las propiedades” (Hamilton et al 2001: 37). Hamilton
y cia. se daban cuenta de que no se podían reconciliar los intereses
antagónicos en una sociedad de clases. Admitían que "los
propietarios y los que carecen de bienes han formado siempre
distintos bandos sociales” (Ibidem). Era evidente que no se podía
evitar que, por ejemplo, una facción obrera decidiera de modo
diferente respecto a los impuestos o las restricciones a las
manufacturas extranjeras, que una facción de propietarios.
La solución, entonces, no consistía en suprimir las causas de
las facciones, sino en suprimir sus efectos. Estos autores
argumentaban que la manera de hacer esto era lograr que ningún bando
tuviera la mayoría, y si así ocurriera, entonces debería
imposibilitarse a esa mayoría para imponer su voluntad. Esto se
podría llevar a cabo por medio de la representación. Decían nuestros
autores que “una república, o sea, un gobierno en que tiene efecto el
sistema de la representación, ofrece distintas perspectivas y promete
el remedio que buscamos” (Hamilton et al 2001: 38).
Así, en una república, se podía comprender un número más grande
de ciudadanos y una mayor extensión de territorio, en tanto que la
facultad de gobierno no era ejercida directamente por los ciudadanos
sino que recaía en un número pequeño de ciudadanos electos, que
serían personas con mayor habilidad para la política y aptos para
representar los intereses del pueblo. Decían los federalistas que
así sería "más posible que la voz pública, expresada por los
representantes del pueblo, esté más en consonancia con el bien
público que si la expresara el pueblo mismo" (Hamilton et al 2001:
38).
Hamilton y cia. también preveían que en este grupo reducido de
políticos profesionales pudieran colarse hombres "de natural
revoltoso, con prejuicios locales o designios siniestros" (Hamilton
et al 2001: 39), que buscarían ser elegidos por medios corruptos y a
través de intrigas. Esto se convertiría en un verdadero problema,
pues estas personas no buscarían el bien común sino defender sus
intereses particulares. La solución que preveían era ampliar el
esquema de representación a números mayores de electores. Según
ellos, sería más difícil para un representante convencer de forma
corrupta a un número amplio de electores que a uno pequeño: “Si la
proporción de personas idóneas no es menor en la república grande que
en la pequeña, la primera tendrá mayor campo en que escoger y
consiguientemente más probabilidad de hacer una selección adecuada.
En segundo lugar, como cada representante será elegido por un número
mayor de electores en la república grande que en la pequeña, les será
más difícil a los malos candidatos poner en juego con éxito los
trucos mediante los cuales se ganan con frecuencia las elecciones”6
(Hamilton et al 2001: 40).
He ahí la solución de los federalistas al problema de las
facciones, una representación a escalas amplias de ciudadanos. Pues
bien, cabría aquí recordar al renegado Rousseau, quien advertía desde
Francia que la democracia no podía ser compatible con el esquema de
la representación. Ya desde el Contrato Social, Rousseau señalaba
que “no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general,
6 Evidentemente estos autores no podían prever los medios de comunicación masivos actuales, los cuales hacen que no sólo subsista el problema, sino que se magnifique al grado de que la elección por medios fraudulentos y por intrigas deja de ser la excepción.
jamás deberá enajenarse, y que el soberano, que no es más que un ser
colectivo, no puede ser representado sino por él mismo: el poder se
transmite, pero no la voluntad” (Rousseau 1993: 33). Esto quería
decir claramente que no se podía depositar la decisión soberana del
pueblo en la voluntad particular de un individuo, o de un grupo
reducido de representantes, pues estas voluntades particulares
entrarían directamente en conflicto con la voluntad general.
Aun si obviamos la discusión sobre la inexistencia de la voluntad
general, podemos fácilmente darnos cuenta de que esta contradicción
entre la representación y la democracia, como la entendía Rousseau,
subsistió hasta las democracias modernas. Baste ver la manera en que
hoy se entiende una elección de representantes, no como aquellos
mensajeros de la soberanía popular, sino como aquellos que una vez
elegidos pueden hacer prácticamente lo que su voluntad particular (o
de partido) les dicte, aun a despecho de los intereses de aquellos
sujetos colectivos que los eligieron.
II. CRÍTICA PRÁCTICA
Como hemos visto, los fundamentos más básicos de la democracia, como
son el contrato social, la voluntad general, la igualdad y la
representación, son contradictorios en sí mismos, en tanto que surgen
como representaciones de la visión burguesa que pretende
naturalizarse y universalizarse, buscando así despojarse de su
historicidad. A más de dos siglos de distancia, hoy podemos observar
claramente cómo se han desarrollado esas contradicciones primeras, y
cómo se han materializado en modelos opuestos a los intereses del
pueblo, modelos cuyos efectos son mantener la continuidad del sistema
capitalista a través de la imposición de la dominación política a
través del consenso democrático.
La democracia se ha desarrollado como una forma de enajenación
política que crea la ilusión de universalidad y ahistoricidad en el
imaginario colectivo. Mientras se esconden las desigualdades
estructurales de la sociedad burguesa, la democracia no se cuestiona
y se mantiene como el fin único y el marco absoluto dentro del cual
se debe ejercer la política; todos buscan ser democráticos; se
llevan a cabo guerras en contra de países que no son democráticos;
como el cristianismo en su tiempo, hoy la democracia se exporta a los
lugares más bárbaros y salvajes que se rehúsan a ser democráticos.
La igualdad y la libertad han sustituido a la cruz, la virgen y los
santos.
Pero... ¿cómo funcionan realmente estas democracias? ¿Qué forma
tienen realmente? ¿En qué se han convertido las ideas originales de
la democracia?
Hoy la democracia moderna se puede reducir a tres elementos
necesarios. Cuando se habla de los países democráticos no se alude
más que a la existencia de 1) sufragio universal, 2) asambleas
representativas, y 3) libertades civiles. Como por arte de magia,
todas las bondades de la democracia se reducen a estos tres elementos
incuestionables. Sin embargo... ¿qué pasa cuando nos detenemos más a
fondo en cada uno de ellos?
Sufragio Univeral
El derecho al voto universal es la característica de la democracia
por excelencia. Todos tienen el derecho de elegir a sus
representantes. He ahí el carácter "popular" de la democracia.
¡Todos eligen!
Efectivamente, hoy está reconocido legalmente en los países
democráticos el derecho a "votar" para grandes sectores de la
población. Después de muchos años de luchas históricas, hoy votan no
sólo los propietarios, sino también los obreros, los campesinos,
algunos indígenas, las mujeres, e incluso en algunos países, los
ciudadanos que residen fuera del territorio nacional.
Sin embargo, una mirada un poco más atenta nos quitará enseguida
el optimismo. Aun si excluimos del análisis a los migrantes, a los
niños, a los no empadronados, a los desencantados, y a los sectores
en pobreza extrema y en condiciones de indigencia que son normalmente
excluidos del sufragio, enseguida nos daremos cuenta de que el hecho
del sufragio universal no ha logrado representar en lo absoluto las
aspiraciones del pueblo, y que de hecho, se ha convertido en una
forma de enajenación política, que logra neutralizar el descontento
social creando la ilusión de empoderamiento, y al mismo tiempo
construyendo un aura de legitimidad al rededor del grupo en el poder.
El voto en las democracias contemporáneas se ha convertido en
una forma de enajenación política en tanto que separa a los sujetos
de su capacidad de decidir verdaderamente sobre el destino de su
vida. Hoy los ciudadanos no tienen el poder de tomar las decisiones
que repercuten directamente sobre las condiciones de su vida, como la
economía, la salud, la educación, etc. Sin embargo, cada cuatro o
seis años se le entrega un cheque en blanco a un representante
(normalmente un político de profesión) para que sea él quien decida
"legítimamente" sobre los impuestos, el presupuesto, las leyes, la
producción, la educación, la salud, la cultura, etc.
La participación política en la democracia, entonces, no incluye
la construcción cotidiana de los espacios de producción y
reproducción de la vida, sino que se reduce al proceso de facultar a
un representante cada determinado tiempo para que sea esta persona
quien tenga el control sobre la vida de un amplio sector de
individuos y grupos sociales.
A esto se redujo la soberanía de Rousseau y la igualdad de
Robespierre. Sin importar las formas particulares de los sistemas
electorales, la característica principal de éstos es que cada
determinado número de años, los electores votan entre dos o tres
posibles candidatos de profesión diferentes, que gastarán grandes
porciones del tesoro público en promover sus imágenes en pomposas
campañas políticas. Por supuesto, todos estos candidatos son parte
de la clase política, y saben el arte de la demagogia por profesión,
lo que será determinante en el resultado electoral. Los votantes
probablemente ni siquiera conocían al candidato hasta unos meses
antes de las elecciones, es decir, desde el tiempo de las campañas.
En ocasiones los votantes llegan a conocer los planteamientos del
candidato, aunque lo más normal es que el pueblo desconozca realmente
estos planteamientos, porque en realidad, cada vez más, esos
planteamientos se reducen al interés del partido y no a verdaderas
propuestas políticas.
Finalmente, llega el día de la votación en el que se ratifica la
decisión tomada por los medios de comunicación y los círculos de
poder. Quien haya tenido el favor del capital y de los grandes
aparatos de dominación ideológica será quien sea ratificado en las
urnas. A partir de ese momento, el candidato electo cobrará su
cheque en blanco y podrá imponer su voluntad particular legítimamente
a todo el cuerpo de sus representados. ¡Esta es la cotidianidad del
sufragio universal!
Pero... aun si nada de esto sucediera. Si el proceso electoral
no fuera decidido en los medios de comunicación, si cada votante
tuviera un conocimiento profundo de las propuestas políticas de sus
candidatos, si cada candidato representara intereses diferentes, si
no existiera la clase política como tal, aun así, el hecho del
sufragio seguiría siendo la enajenación del poder político. Aun así,
el resultado sería que una voluntad particular terminaría
imponiéndose al cuerpo social, y recaerían en esta voluntad
particular el cúmulo de intereses diversos y contrapuestos de los
representados.
En este sentido, no sólo se seguiría enajenando el poder de
decisión directa, sino que al imponerse un representante se negaría
automáticamente la diversidad de intereses subsumidos a una voluntad
particular.
Asambleas Representativas
La segunda característica práctica de las democracias modernas, que
deriva de la discutida en el apartado anterior, tiene que ver con el
hecho de la existencia de asambleas representativas. Esto quiere
decir que en las repúblicas democráticas todo el poder no se ejerce
únicamente desde el nivel ejecutivo, sino que existe una separación
de poderes gubernamentales, dejando fundamentalmente el poder
soberano de legislar en manos de los "representantes" electos del
pueblo. Estos poderes se presuponen independientes y autónomos, de
forma tal que pueda manifestarse la competencia de intereses en la
diversidad de representantes. En el Federalista 51, los
constitucionalistas argumentaban que "con el fin de fundar sobre una
base apropiada el ejercicio separado y distinto de los diferentes
poderes gubernamentales, que hasta cierto punto se reconoce por todos
los sectores como esencial para la conservación de la libertad, es
evidente que cada departamento debe tener voluntad propia y,
consiguientemente, estar constituido en forma tal que los miembros de
cada uno tengan la menor participación posible en el nombramiento de
los miembros de los demás" (Hamilton et al 2001). De esta forma se
aseguraba que cada poder sería independiente de la influencia de los
demás, y así podría ejercerse libremente la voluntad de los
representados.
No obstante, este principio, como ya hemos analizado
anteriormente, lejos de funcionar como garantía de libertad, es en
principio y en hechos una forma de legitimar el dominio político del
Estado. Si el sistema de representación no es más que la forma de
enajenación de las voluntades particulares, las cámaras de
representantes no serán más que la materialización del proceso de
enajenación. Hamilton y Madison no pudieron prever cómo
evolucionaría el sistema de representación. Hoy los congresos y
cámaras de representantes están conformadas y controladas por el
sistema de partidos, que lejos de ser un instrumento que pudiera
estructurar los intereses variados que componen a la sociedad, se
convirtieron en verdaderas fuentes de poder.
Hoy únicamente se puede acceder a los puestos de representación
a través de los partidos políticos. Ya sea que esté sancionado o no
por la normatividad vigente de un país en particular, los partidos
políticos cuentan con el poder y los recursos necesarios para
monopolizar el proceso de representación, de forma tal que todo
individuo o colectivo, toda subjetividad o voluntad particular que no
se supedite a la hegemonía partidista queda fuera de toda posibilidad
de acceso a la cámara de representantes.
Ahora bien, este sistema de partidos no sólo se ha convertido en
la única forma de acceder al control del aparato de gobierno, sino
que ha dejado de ser una manifestación de las facciones como las
entendían Hamilton y Madison. Por el contrario, hoy casi la
totalidad de los candidatos de los partidos políticos representan a
las clases propietarias y dominantes, como es el caso de México o
Estados Unidos. Cada vez más, las diferencias políticas dejan de ser
de fondo y se reducen a la disputa por el control del presupuesto y
los privilegios que supone el acceso al poder. Lejos de ser
ideológicas, las diferencias sólo existen en forma, permitiendo a los
candidatos saltar de partido en partido, de color en color, y de
puesto en puesto. La representación dejó de ser siquiera una
enajenación velada de la soberanía popular, para dar paso a la
disputa cínica por el poder entre los partidos políticos, cuyos
intereses son tan particulares y mundanos como lo serían los
intereses de un grupo de delincuentes.
Pero no perdamos de vista el problema, aun si existieran
verdaderos partidos políticos que pudieran materializar las
aspiraciones de las clases populares, o que al menos no emanaran de
las clases pudientes, como en el caso de Bolivia o Venezuela. El
hecho mismo de las asambleas representativas presupone la
concentración de los poderes enajenados del pueblo en un congreso,
con voluntades particulares e intereses corporativos, que se viste de
una legitimidad democrática, y cobra el poder de imponer su voluntad
a todo el cuerpo de la comunidad política. Los representantes se
vuelven en realidad los únicos soberanos. Recordemos que Rousseau
advertía que la soberanía residía en el hecho de poder hacer las
leyes a las que uno está sometido. En el esquema actual, los
ciudadanos sólo tienen el derecho de obedecer las leyes que son
impuestas por las asambleas de representantes que imponen su
voluntad, y la de su grupo (partido político, clase, etc.) haciéndola
pasar mágicamente, gracias al hecho de las elecciones, por la
voluntad del pueblo.
Libertades civiles
Finalmente, ya que hemos mencionado la idea del "derecho", veamos la
tercera característica de los gobiernos democráticos. Hoy se pregona
ampliamente la superioridad de la democracia porque ésta contempla la
existencia y el respeto de las garantías individuales y los derechos
humanos. Se ataca a un gobierno tildándolo de antidemocrático cuando
éste no respeta los derechos humanos y suprime las garantías
individuales. Sin embargo, si examinamos esta idea y práctica de las
libertades civiles, nos daremos cuenta de que en realidad, éstas no
son más que otra magnifica ilusión enajenante del discurso
democrático.
Aun si dejamos de lado la evidencia empírica de las violaciones
a los derechos humanos que son hoy por hoy la norma y no la
excepción7, no es muy difícil descubrir el carácter histórico y
7 Baste ver la continuidad de las guerras impulsadas por los EEUU en Afghanistan oIrán, o en México mismo, la existencia de la tortura como método sistemático de combate a los luchadores sociales y grupos rebeldes, las detenciones arbitrarias, las represiones masivas a las expresiones populares de descontento
burgués de los derechos humanos como existen en la actualidad. La
idea misma de "derechos universales" o "derechos del hombre" surge en
el momento histórico de ruptura con el sistema feudal y del sistema
de relaciones de sujeción personal, y por lo mismo, aparecen como
declaraciones del individuo, libre e igual, como lo hemos definido
anteriormente. En este sentido, los derechos del hombre surgen como
derechos de la clase burguesa, instrumentados a manera de
contraposición al poder feudal. Como argumentaba Marx, "ninguno de
los llamados derechos humanos va (...) más allá del
hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es
decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y
en su
arbitrariedad privada, y disociado de la comunidad. Muy lejos de
concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer,
por el contrario,
la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los
individuos, como una limitación de su independencia originaria. El
único
nexo que los mantiene en cohesión es la necesidad natural, la
necesidad y
el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona
egoísta"
(Marx 2004). El "humano" de los derechos humanos no es más que el
individuo que encarna las fuerzas de la sociedad capitalista. "Los
llamados derechos humanos,
los droits de l'homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra
social, como en el caso de Atenco o Oaxaca, el uso de las fuerzas armadas en contra de la población civil, etc.
cosa
que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del
hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad"
(Marx 2004). No es coincidencia que los primeros derechos del hombre
reconocidos se referían a la igualdad, la libertad, la seguridad y la
propiedad, principios básicos del capitalismo.
Ahora bien, es cierto que las garantías individuales han ido
evolucionando y se han extendido con base a las demandas que han
surgido de sectores populares. Esto ha resultado en el
reconocimiento de los derechos civiles y políticos, así como de los
derechos económicos, sociales y culturales, el derecho de los
pueblos, etc. Sin embargo, (y obviando el hecho de que estos últimos
no se cumplen) en su conjunto, todo el marco y contenido de los
derechos humanos han sido desde sus principios contradictorios, pues
no son más que el reflejo de la contradicción inherente al
capitalismo mismo. Mientras que los derechos humanos, por ser parte
de la superestructura burguesa son funcionales al sistema
capitalista, al mismo tiempo nacen como derechos irrealizables dentro
del capitalismo.
En el modelo de sociedad actual, no se pueden cumplir estas
garantías porque el modo de producción necesita concebir a los
individuos, no como sujetos, sino como depósitos potenciales de mano
de obra, es decir, como maquinas productoras de valor. El
capitalismo despoja a los hombres y mujeres de su humanidad
convirtiéndolos en obstáculos o apéndices de la producción. En el
campo, los grupos indígenas son vistos como obstáculos para el
desarrollo de la producción, de la extracción de recursos, de la
explotación de los subsuelos, los ríos, etc. El sistema capitalista
necesita eliminar a las comunidades indígenas que reclaman su derecho
a la tierra, pues requiere para su sobrevivencia la explotación
masiva y desenfrenada de los recursos naturales, de las aguas y ríos,
de los subsuelos ricos en oro, plata, cobre, hierro, uranio, etc. La
producción campesina se vuelve un obstáculo para el desarrollo de la
producción agrícola capitalista, la cual se la come junto con la vida
y la existencia misma de los campesinos. Los jornaleros agrícolas a
su vez pasan de ser personas fuertemente arraigadas a su tierra con
fuertes vínculos culturales y sociales, a ser simples elementos
movibles de producción. Estos son desplazados y forzados a migrar en
condiciones denigrantes de acuerdo a las exigencias y necesidades de
la producción agrícola capitalista, que los deshecha en cuanto ve
satisfecha su necesidad de producción y los vuelve a desplazar cuando
vuelve a precisar de su mano de obra. En la ciudad, hombres, mujeres
y niños se convierten en simples objetos de producción, en fríos
números, en estadísticas, en las manos que producen la riqueza
mientras que se desangran y son sacrificadas en nombre del desarrollo
económico. Al mismo tiempo, con la capitalización de la producción
aparecen en las ciudades masas cada vez más grandes de desposeídos,
verdaderos ejércitos de desempleados diría Marx.
El desarrollo del capitalismo necesita de la acumulación
acelerada de capital, la cual sólo se puede conseguir con la
explotación constante y desenfrenada de los recursos naturales y la
mano de obra. Esto deriva en un aumento de la desigualdad económica,
de la pobreza y del hambre. Vemos pues que la violación sistemática
a los derechos humanos no es simplemente una política del capitalismo
sino que es una necesidad estructural del capitalismo, pues este se
caería si verdaderamente se respetaran los derechos civiles,
políticos, económicos, sociales, culturales, ambientales, etc., de
los pueblos.
He ahí la contradicción, la democracia es el producto del
capitalismo, y existe desde y para el capitalismo; los derechos
humanos, uno de los fundamentos del modelo democrático, también son
producto del capitalismo; pero el capitalismo, como hemos visto,
necesita de la violación sistemática de los derechos humanos.
III. CONCLUSIÓN Y NUEVAS REALIDADES
Pues bien, hemos visto claramente cómo los fundamentos de la
democracia están en abierta contradicción con el carácter diverso,
fragmentado y conflictual del Sujeto humano, que es un sujeto
colectivo, social e histórico. Hemos visto que la democracia por sí
misma no puede corresponder sino a un ideal, es decir, a la premisa
del capitalismo, que es el individuo como átomo indivisible,
desvinculado y poseedor de mercancías.
Esta perspectiva sería suficiente para sostener una fuerte
crítica al modelo democrático, sin embargo, en los últimos años hemos
visto que la tendencia ha sido hacia la deificación de la democracia
como panacea política. La democracia totalizante y homogeneizante se
ha convertido en la ilusión de bienestar compartida por todos los
contendientes políticos. Irónicamente, al mismo tiempo, la realidad
ha visto surgir una mayor fragmentación de los sujetos, y lejos de
consolidarse una sola ciudadanía, lo que hemos visto en las últimas
décadas, es la aparición de nuevas identidades colectivas que entran
en conflicto con el estado-nación y su tendencia democrática-liberal
homogeneizante.
A partir de los años 60, las minorías étnicas comenzaron a tomar
conciencia de sí mismas como identidades colectivas en resistencia.
Según Natividad Gutiérrez, es entonces cuando la etnicidad se
construyó como categoría8, es decir, surgieron las identidades
colectivas como sujetos políticos (Gutiérrez Chong 2001). Héctor
Díaz Polanco argumenta que a partir de los años 80, se multiplicaron
las luchas étnicas, mientras que sus reivindicaciones comenzaron a
tomar un carácter diferente. “No se trata de que las luchas
indígenas hayan hecho acto de presencia durante esta década o de que
su número haya aumentado sensiblemente. No puede ignorarse que el
movimiento indígena tiene en América Latina un largo trayecto (que se
inicia prácticamente con la instauración del régimen colonial) y que
en las recientes décadas pasadas se advierte un enorme caudal de
luchas y un gran número de movilizaciones de los grupos étnicos. Lo
novedoso no es, pues la presencia misma o el número de los
movimientos indígenas, sino el cambio que comienza a manifestarse en
la calidad o la naturaleza de los mismos en algunos países, con las
consecuentes repercusiones en otros” (Díaz Polanco 1996: 111).
Ese cambio es, precisamente, la sintonización de las
reivindicaciones de las luchas étnicas, con el carácter heterogéneo
del Sujeto. En otras palabras, es a partir del surgimiento de las8 Podría pensarse que la etnicidad es bastante más vieja, en tanto que la
diversidad cultural, geográfica, y “racial” ha existido desde tiempos prehistóricos, sin embargo, el concepto en sí, como autoconciencia de la identidad colectiva, y su entrada al ámbito de la política y la filosofía es un producto de la modernidad. Antes del siglo XX se hablaba del “hombre” (la historia del hombre, los derechos del hombre, el desarrollo del pensamiento del hombre, etc.) , como si fuera un sólo sujeto universal. No es sino hasta las últimas décadas que se comenzó a cuestionar significativamente esta noción de universalidad, y se comenzaron a conformar corrientes de pensamiento e identidades marcadas ya no por la universalidad, sino por la diferenica.
identidades colectivas como conciencia política, que comienzan a
demandar ya no una integración en el Estado democrático-liberal, sino
la construcción de espacios autonómicos. El ejemplo zapatista es uno
de los más cercanos y conocidos. La máxima zapatista del “mundo en
donde quepan muchos mundos” es muestra de esta visión que busca
trascender la democracia totalizante.
En los Acuerdos de San Andrés, firmados por la comandancia
zapatista y el gobierno federal en 1995, se puede ver claramente que
lo que demandan los zapatistas es “el derecho a la libre
determinación de los pueblos indígenas.” En seguida señalan que
“[...] podrán en consecuencia, decidir su forma de gobierno interna y
sus maneras de organizarse política, social, económica y
culturalmente. El marco constitucional de autonomía permitirá
alcanzar la efectividad de los derechos sociales, económicos,
culturales y políticos con respeto a su identidad.” Habiendo tomado
conciencia de su identidad colectiva e histórica, los zapatistas no
buscan ya una entrada a la vida democrática-liberal, sino el
reconocimiento de su derecho a ser diferentes, su derecho a no ser
“individuos” sino “pueblos”, su derecho a no compartir la voluntad
general del Estado totalizante, su derecho a no ser “representados”
sino a autogobernarse.
Otro ejemplo más reciente lo podemos encontrar en el histórico,
aunque poco conocido por la mirada dominante de la academia y la
oficialidad, Manifiesto de Ostula. El 14 de julio del 2009, pueblos
y comunidades indígenas de nueve estados de la república se reunieron
en Santa María Ostula, Michoacán, para participar en lo que fue la 25
Asamblea del Congreso Nacional Indígena. En el manifiesto final,
declararon que: “hemos agotado todas las vías legales y jurídicas
para la defensa y reconocimiento de nuestras tierras y territorios y
sólo hemos recibido negativas, moratorias, amenazas y represión por
parte del Estado, como es el caso de esta comunidad de Santa María
Ostula. El camino que sigue es continuar ejerciendo nuestro derecho
histórico a la Autonomía y libre determinación.”
La autonomía demandada en ambos casos se refiere, como dice
Héctor Díaz Polanco, a algo más que un “dejar hacer” (Díaz Poanco
1996: 151), es decir, a algo más que una cierta permisividad del
Estado totalizante para reproducir la práctica democrática en un
nivel más regional, algo más que una simple “pluralidad” en la que
las diferencias son integradas al sistema democrático, en la forma de
asociaciones o individualidades-colectivas. En este sentido, las
demandas de autonomía que comienzan a multiplicarse son la
materialización de esa tensión histórica entre la génesis de la
democracia y la realidad del Sujeto diverso. Lo que implica es algo
más que una integración. Estas nuevas realidades no pueden
resolverse sino en un momento de ruptura, que convierta el sistema
democrático en algo diferente, en algo más que una democracia, en un
modelo que surja desde la diferencia y para la diferencia.
Esto recuerda la respuesta de Guillermo Bonfil a la pregunta de
si “¿es posible la democracia en los Estados actuales?” a la cual
responde que “depende de qué modelo de democracia, qué esquema de
democracia estamos planteando. Pienso que un proyecto democrático
para América Latina consiste fundamentalmente en un nuevo modelo de
relaciones entre los pueblos que forman nuestros países...” (Bonfil
en Gabriel 2005) El argumento que he tratado de exponer es que no es
necesario con buscar modelos democráticos, sino que debemos comenzar
a pensar más allá de la democracia, puesto que, así como el régimen de
privilegios pertenecía invariablemente a la sociedad feudal y no
podía sino trascenderse al agotarse este modelo de relaciones
sociales, así mismo, la democracia pertenece a un modelo de
relaciones sociales que hoy está más que agotado. Busquemos y
construyamos pues, eso que está más allá de la democracia.
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