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La guerra de hart john katzenbach

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En la La Guerra de Hart, JohnKatzenbach aúna hábilmente lasdirectrices de una epopeya bélica ylas de una novela de corte legalpara recrear con gran verismo lavida en un campo de prisioneros enla Alemania nazi.La novela cuenta cómo WilliamMcNamara, un laureado coronel, esapresado por los alemanes yrecluido en un campo de prisionerosdurante la Segunda Guerra Mundial.McNamara consigue mantener vivala moral de su tropa, pese a serpermanentemente vigilado, y

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espera, además, una oportunidadpara atacar al enemigo.Precisamente, un asesinato le darála ocasión de poner en marcha suarriesgado plan, con la ayuda deljoven teniente Tommy Hart.

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John Katzenbach

La guerra deHart

ePUB v1.0libra_861010 21.06.12

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Título original: Hart's WarJohn Katzenbach, 1999.Traducción: Camila Batlles

Editor original: Editor1 (v1.0)

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Este libro es paraNick, Justine, Cotty,

Phoebe, Hugh y Avery

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Prólogo

El cielo nocturno

En esos momentos era un anciano aquien le gustaba correr riesgos.

A lo lejos, vio tres trombas queocupaban el espacio entre la superficieacuática azul y lisa del borde de lacorriente del Golfo y la falange grisnegruzca de las nubes tormentosas delcrepúsculo que avanzaban a un ritmo

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constante desde el oeste. Las trombasformaban estrechos conos de oscuridadque giraban con toda la fuerza de susparientes terrestres, los tornados. Peroeran menos sutiles; no se presentabancon la terrorífica rapidez con queestallan las tormentas terrestres, sinoque surgían de la inexorableacumulación de calor, viento y agua,para acabar alzándose formando un arcoentre las nubes y el océano. Al ancianose le antojaban imponentes, alcontemplar cómo sé deslizabanpesadamente sobre las olas. Eranvisibles a muchos kilómetros dedistancia, y por consiguiente más fáciles

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de evitar, que es lo que todos los barcosque navegaban por el borde del inmensocaudal de agua que fluye hacia el nortedesde las cálidas profundidades delCaribe ya habían hecho. El anciano sehabía quedado solo en el mar,meciéndose al ritmo lento de las olas,con el motor de su embarcaciónapagado, mientras que los dos señuelosque había lanzado hacía un rato flotabaninmóviles sobre la oscura superficie delagua.

Contempló las tres espirales y pensóque las trombas se hallaban a unas cincomillas, una distancia muy pequeñateniendo en cuenta los vientos de más de

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trescientos kilómetros por hora que lasempujaban. Mientras observaba laescena, se le ocurrió que las trombasmarinas habían adquiridopaulatinamente velocidad, como si sehubieran hecho más ligeras y, deimproviso, más ágiles. Parecían danzaral unísono mientras avanzaban hacia él,como tres hombres que rivalizaban porconquistar el favor de una jovenatractiva, interceptándose uno a otro enla pista de baile. Uno se detenía yesperaba con paciencia mientras losrestantes se movían en un círculo lento,para luego aproximarse, mientras el otrose retiraba a un lado. Como un minué,

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pensó, ejecutado por los cortesanos enuna corte del Renacimiento. El ancianomeneó la cabeza. No, no eraexactamente así.

Observó de nuevo las oscurastrombas. ¿Quizás una cuadrilla en ungranero rural, al son de unos violines?Una brisa repentina y caprichosa agitócon violencia el gallardete de uno de losbalancines, antes de que huyera también,como atemorizada por los furiososvientos que avanzaban hacia ella.

El anciano inspiró una bocanada deaire cálido.

«Menos de cinco millas —se dijo—.Poco más de tres.»

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Las trombas marinas eran capacesde recorrer esa distancia en unosminutos. A pesar del voluminoso motorde doscientos caballos instalado en laparte posterior del bote, que propulsaríaal pescador a través de las olas a treintay cinco nudos, éste sabía que erademasiado tarde. Si las tormentas seproponían atraparlo, lo harían.

Al anciano se le antojó que su baileera en cierto modo elegante, estilizado,pero a la vez enérgico y entusiasta.Poseía un ritmo sincopado. El pescadoraguzó el oído y durante unos instantescreyó detectar sonidos musicales en elviento. Las notas de sonoras trompetas,

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el batir de tambores y la cadencia deviolines. Un rápido y decisivo riff deguitarra. Alzó la vista hacia el cielo, quecomenzaba a oscurecerse, y viogigantescos y negros nubarrones que seabrían paso hacia él a través del azuladoaire de Florida. «La música de una granorquesta de jazz —pensó de pronto—.Eso es. Jimmy Dorsey y Glenn Miller.»La música de su juventud. Una músicaque irrumpía con la fuerza y eltrepidante y enérgico ritmo de lascornetas.

Un trueno estalló a lo lejos y lasuperficie del océano se iluminó con elrelámpago. El viento arreció a su

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alrededor, inexorable, murmurando unaadvertencia al tiempo que agitaba confuria los cabos de los balancines y losgallardetes. El viejo pescador alzó denuevo la vista y volvió a observar lastrombas marinas. «Dos millas», se dijo.

«Vete y vivirás. Quédate y morirás.»El anciano sonrió. «Todavía no ha

llegado mi hora.»Con rápido ademán giró la llave de

contacto en la consola. El potente motorJohnson arrancó con un gruñido, como sihubiera aguardado con impaciencia aque el anciano le diera la orden,reprochándole que confiara su vida a loscaprichos de un motor de gasolina. El

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anciano maniobró el bote, describiendoun semicírculo, dejando la tormenta a suespalda. Unas gotas cayeron sobre sucamisa vaquera y notó en sus labios elsabor de la lluvia. Se trasladórápidamente a popa y recogió los dosanzuelos. Vaciló unos instantes,contemplando las trombas marinas. Enesos momentos se hallaban a una milla ypresentaban un aspecto comunal,terrorífico. Lo contemplaban como si sesintieran asombradas por la temeridadde ese insignificante humano a sus piesde gigantes de la naturaleza que lainsolencia del anciano había frenado,por el momento. El océano había

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mudado de color, el azul había dadopaso a un gris denso y oscuro, comofundiéndose con el cielo de tormenta quese avecinaba.

El anciano emitió una carcajadacuando otro trueno, más cercano, estallóen el aire como un cañonazo.

—¡No me atraparás! —gritó alviento—. ¡Aún no!

Acto seguido empujó la palancahacia delante. El bote se deslizó por lasagitadas olas al tiempo que el motoremitía un sonido semejante a una risaburlona y la proa se alzaba sobre lasuperficie para luego posarse sobre ella,surcando el océano a gran velocidad,

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dirigiéndose hacia un cielo despejado.Lejos, los postreros rayos de sol deaquel largo día de verano; unas millasmás allá, la costa.

Como tenía por costumbre, elpescador permaneció en el agua hastamucho después de que el sol se hubierapuesto. La tormenta se había dirigidomar adentro, causando quizás algúnproblema a los grandes buquesportacontenedores que navegaban arribay abajo por el estrecho de Florida. A sualrededor, el aire se había despejado, enel vasto y oscuro firmamento

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parpadeaban las primeras estrellas. Aúnhacía calor, incluso en el agua, el aireque le rodeaba estaba impregnado deuna humedad pegajosa. Hacía horas queel anciano había dejado de pescar y sehallaba sentado en la popa, sobre unanevera portátil, sosteniendo una botellade cerveza semivacía. Aprovechó laoportunidad para recordar que notardaría en llegar el día en que el motorse calaría o él no sería capaz de girar lallave del mismo con la suficienterapidez y una tormenta como la de esatarde le daría su última lección. Seencogió de hombros. Se dijo que habíavivido una existencia maravillosa, plena

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de éxitos y momentos felices, y tododebido al más asombroso capricho delazar.

«La vida es sencilla —pensó—cuando uno ha estado a punto de morir.»

Se volvió hacia el norte. Divisó unlejano resplandor procedente de Miami,a ochenta kilómetros.

Pero la inmediata oscuridad que lecircundaba parecía completa, aunque deuna extraña contextura líquida. Laatmósfera de Florida tenía una liviandadque, sospechaba, era resultado de lahumedad persistente. A veces, cuandoalzaba la vista al cielo, anhelaba laapretada claridad de la noche en su

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estado natal de Vermont. Allí laoscuridad le producía siempre lasensación de estar tensada hasta ellímite a través del cielo.

Era el momento que él aguardaba enel agua, la oportunidad de contemplar lainmensa bóveda celeste sin la irritaciónde la luz y el ruido de la ciudad. Lapoderosa estrella polar, lasconstelaciones, que le resultaban tanfamiliares como la respiración de suesposa mientras dormía.

No tenía dificultad en identificar losastros y su constancia le reconfortaba:Orión y Casiopea, Aries y Dianacazadora, Hércules, el héroe, y Pegaso,

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el caballo alado. Las más fáciles deidentificar, la Osa Mayor y la OsaMenor, cuyos nombres había aprendidode niño, hacía más de setenta años.

Inspiró una bocanada de airecaliente y húmedo y habló en voz alta,adoptando el acento del profundo Sur,que no era el suyo pero que habíapertenecido a una persona que él habíaconocido —no durante mucho tiempo,pero a fondo.

—Muéstranos el camino a casa,Tommy —dijo.

Pronunció las palabras con tonocadencioso. Al cabo de más decincuenta años, todavía le sonaban con

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la misma música campechana y risueña,al igual que antaño, a través delintercomunicador metálico delbombardero, el acento sureño quederrotaba incluso al estrépitoprocedente de los motores y del fuegoantiaéreo.

Respondió en voz alta, como habíahecho tantas veces.

—No os preocupéis, soy capaz dehallar la base con los ojos vendados.

Negó con la cabeza. «Salvo laúltima vez», se dijo. Entonces todos susconocimientos y habilidad a la hora deinterpretar los radiofaros, utilizar elmétodo de estimación y señalar las

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estrellas con un octante no habíanservido para nada. Oyó de nuevo la voz:«Muéstranos el camino a casa, Tommy.»

«Lo siento —dijo a los fantasmas—.En lugar de conduciros de regreso acasa, os conduje a la muerte.»

Bebió otro trago de cerveza y apoyóel frío cristal de la botella en su frente.Con la otra mano se dispuso a sacar delbolsillo de la camisa una página quehabía arrancado del New York Times deesa mañana. Pero apenas sus dedosrozaron el papel, se detuvo, diciéndoseque no necesitaba volver a leerlo.Recordaba los titulares: CÉLEBREEDUCADOR MUERE A LOS 77

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AÑOS; FUE UN PERSONAJEINFLUYENTE ENTRE LOSPRESIDENTES DEMÓCRATAS.

«Ahora soy la última persona queestuvo allí que sabe lo que ocurrió enrealidad», se dijo.

Emitió un suspiro profundo. Depronto recordó una conversación con sunieto mayor, cuando el chico tenía onceaños y había acudido a él sosteniendouna fotografía. Era una de las pocas queel anciano tenía en aquel entonces de símismo cuando joven, no mucho mayorque su nieto. Se le vía sentado junto a unhornillo de hierro, enfrascado en lalectura. Al fondo se veía una litera de

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madera. De un improvisado tendederocolgaban prendas de ropa. Sobre lamesa, junto a él, había una vela apagada.Estaba muy delgado, casi cadavérico, yllevaba el pelo muy corto. Sus labiosesbozaban una pequeña sonrisa, como silo que estaba leyendo le resultaracómico.

—¿Cuándo te sacaron estafotografía, abuelo? —le habíapreguntado su nieto.

—Durante la guerra, cuando erasoldado.

—¿Qué hiciste?—Iba a bordo de un bombardero. Al

menos durante un tiempo. Luego fui un

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prisionero en espera de que terminara laguerra.

—Si fuiste soldado, ¿mataste aalguien, abuelo?

—Bueno, yo ayudaba a lanzar lasbombas. Es probable que ellas hayanmatado a personas.

—¿Pero no lo sabes?—No. No lo sé con certeza.Lo cual, desde luego, era mentira.«¿Mataste a alguien, abuelo?»,

pensó el anciano.Y en esos momentos respondió con

sinceridad para sus adentros: «Sí, matéa un hombre, aunque no con una bombalanzada desde el aire. Pero es una larga

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historia.»Palpó a través del tejido de su

camisa la esquela que guardaba en elbolsillo.

«Y ahora puedo contarla», pensó.Volvió a alzar la vista al cielo y

suspiró. Luego se afanó en localizar laestrecha ensenada que conducía a WhaleHarbor. Conocía de memoria todas lasboyas de navegación y cada faro quetachonaba la costa de Florida. Conocíalas corrientes locales y las mareas,sentía cómo se deslizaba el bote y sabíasi éste se desviaba aunque fueramínimamente de su rumbo. Lo condujo através de la oscuridad, navegando con

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lentitud y seguridad, con la confianza deun hombre que entra de noche en supropia casa.

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El sueño recurrente

del navegante

Acababa de despertar del sueñocuando el túnel que arrancaba debajodel barracón 109 se derrumbó. Estaba apunto de amanecer, y a partir de lamedianoche había llovido, a ratos con

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fuerza. Era el mismo sueño de siempre,un sueño acerca de lo que le habíaocurrido dos años antes, casi tan realcomo la realidad misma.

En el sueño, él no vio el convoy.En el sueño, él no propuso dar la

vuelta y atacar.En el sueño, no cayeron abatidos por

el fuego enemigo.Y en el sueño, nadie murió.Raymund Thomas Hart, un joven

delgaducho, de carácter apacible yaspecto poco atractivo, el tercero en sufamilia después de su padre y su abueloque llevaba el nombre de ese santo conesta curiosa grafía, yacía en su estrecho

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camastro en la oscuridad. Sentía sucuello bañado en sudor, aunque laatmósfera nocturna conservaba losrestos del frío invernal. En los brevesmomentos antes de que los puntales demadera instalados dos metros y mediopor debajo de la superficie cedierandebido al peso de la tierra empapadapor la lluvia y el aire saturado de lossilbatos y gritos de los guardias, Tommyescuchó la densa respiración y losronquidos de los hombres que ocupabanlas literas a su alrededor. Aparte de él,había siete personas en la habitación.Los individualizaba por los sonidos queemitían por las noches. Uno solía hablar

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en sueños, impartiendo órdenes a losmiembros de la tripulación, los cualeshabían muerto hacía tiempo; otro gemíay a veces sollozaba.

Un tercero padecía asma y pasaba lanoche resollando cuando el aire estabamuy húmedo. Tommy Hart sintió unescalofrío y se cubrió hasta el cuellocon la delgada manta gris.

Repasó todos los detalles habitualesdel sueño, como si estuvieranproyectándolos en la oscuridad. En elsueño, volaban en absoluto silencio, sinque se percibiera el sonido de losmotores, ni el ruido del viento,deslizándose a través del aire como si

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se tratase de un líquido transparente ydulce, hasta que oyó la voz típicamentetejana del capitán por elintercomunicador: «Maldita sea, chicos,no hay nada contra lo que merezca lapena disparar. Indícanos el rumbo acasa, Tommy.»

En el sueño, examinaba sus mapas ycartas, su octante y su calibrador,interpretaba el indicador de la direccióndel viento y veía, como una gran líneade tinta roja trazada sobre la superficiede las olas azules del Mediterráneo, laruta de regreso a casa. Y a puertoseguro.

Tommy Hart volvió a estremecerse.

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Era de noche y tenía los ojosabiertos, pero contempló el sol reflejadoen las nubes bajo sus párpados. Duranteunos instantes deseó que hubiera unaforma de convertir el sueño en realidad,y luego la realidad en un sueño, así defácil y agradable. No parecía un deseodisparatado. «Sigue los pasos indicados—pensó—. Rellena todos losformularios militares por triplicado.Navega a través de la burocracia delejército. Saluda con energía y haz que elcomandante firme la solicitud. Solicitudde traslado, señor: del sueño a larealidad. De la realidad al sueño.»

En cambio, después de oír las

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órdenes del capitán, Tommy habíaavanzado arrastrándose hacia el cono deplexiglás del morro del B-25 para echarun último vistazo y para tratar de divisaralguna señal de referencia en la costa deSicilia, para cerciorarse de la situaciónde la nave. Volaban a poca altura, amenos de doscientos pies sobre elocéano, fuera del alcance de los radaresalemanes, y avanzaban a más decuatrocientos kilómetros por hora.Debería haber sido una experienciatremendamente excitante, seis jóvenes abordo de un bólido en una carreteravecinal llena de curvas, tras dejar atrássus inhibiciones junto con el caucho de

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los neumáticos. Pero no era así. Eraarriesgado, como patinar con cautelasobre un lago cubierto de una capa dehielo delgada y quebradiza.

Tommy se introdujo en el cono, juntoal visor de bombardeo y donde estabanmontadas las dos ametralladoras delcalibre cincuenta. Durante unosmomentos, Tommy tuvo la impresión devolar solo, suspendido sobre el vibranteazul de las olas, surcando el aire,aislado del resto del mundo.

Oteó el horizonte, buscando algo quele resultara familiar, algo que sirvierade referencia en el mapa para hallar laruta de regreso a la base. Buena parte de

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la navegación se realizaba mediante elmétodo de estimación.

Sin embargo, en lugar de ver unacordillera que le indicara la posición dela nave, lo que divisó en la periferia desu campo visual fue la inconfundiblesilueta de la fila de barcos mercantes yun par de destructores que navegaban encírculos como perros pastores vigilandoa su rebaño.

Dudó tan sólo unos instantes, altiempo que realizaba apresuradoscálculos mentales. Habían voladodurante más de cuatro horas y sehallaban al término de su misiónofensiva. La tripulación estaba cansada,

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ansiosa de llegar a la base. Los dosdestructores poseían temibles defensas,incluso para los tres bombarderos quevolaban ala con ala bajo el sol delmediodía. Entonces se dijo Tommy:«Regresa a tu lugar y no digas nada. Losbarcos mercantes desaparecerán dentrode unos segundos y nadie se enterará delo ocurrido.» Pero hizo lo que le habíanenseñado. Escuchó su voz como si no lareconociera.

—Capitán, he localizado unosobjetivos frente al ala de estribor, aunos ocho kilómetros.

De nuevo se produjo un brevesilencio, antes de que Tommy oyera la

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respuesta:—¡Maldita sea! ¡Que me aspen! Es

usted un ángel, Tommy. Recuérdeme quele lleve al oeste de Tejas e iremos acazar juntos. ¡Menudo par de ojos tiene!Con esa vista de lince, estas liebres nose nos escaparán. Hoy las comeremosestofadas. No existe nada más sabrosoen el mundo, chicos…

Si el capitán añadió algo, TommyHart no llegó a oírlo debido al fragor delos motores mientras reptaba conrapidez a través del estrecho túnel haciael centro de la nave, para dejar que elbombardero ocupara su lugar en elmorro. Tommy sabía que el Lovely

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Lydia se ladeaba con lentitud a laderecha, y sabía que su movimiento eraimitado por The Randy Duck, situado asu izquierda y por Green Eyes, junto alala de estribor. Se instaló de nuevo en elpequeño asiento de metal justo detrásdel piloto y el copiloto, y volvió aexaminar sus mapas. «Éste no es elmomento oportuno», pensó. Le hubieragustado cumplir la labor delbombardero, pero ellos eran los jefes devuelo, gracias a lo cual habían obtenidootro tripulante para aquella salida. Si seponía de pie, podía mirar por laventanilla ente los dos hombres quepilotaban el avión, pero Tommy sabía

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que debía esperar hasta los últimossegundos antes de hacerlo. A algunosaviadores les gustaba ver cómo elobjetivo se alzaba ante ellos. A Tommy,eso siempre le daba la impresión demirar a la muerte cara a cara.

—¿Preparado bombardero? —Lavoz del capitán sonaba más aguda, perono parecía agobiado—. No tardaremosen zamparnos a esos chicos, así que noperdamos tiempo.

Emitió una carcajada, cuyo ecoresonó a través del intercomunicador. Elcapitán era muy apreciado por sushombres, el tipo de persona que siempreponía una nota de humor seco y ligero

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incluso en las situaciones más duras, quesabía aplacar los temores evidentes desu tripulación con esa voz tejana quenunca sonaba enojada, ni siquieraligeramente irritada, incluso cuandoestallaba el fuego antiaéreo en torno alavión y pequeños fragmentos de metrallacandente impactaban contra la estructurametálica del Mitchell como insistentesgolpes en la puerta de un vecinopelmazo y furioso. Pero Tommy sabíaque los temores menos claros nuncapodían ser eliminados del todo.

Tommy cerró los ojos a la noche,tratando de desterrar esos recuerdos.Pero no lo consiguió.

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Nunca lo conseguía.Volvió a oír la voz del capitán: «De

acuerdo, chicos. Allá vamos. ¿Qué es loque dicen nuestros amigos los ingleses?Tally ho! ¿Alguno de vosotros sabe loque significa?»

Los dos motores de catorce cilindrosWright Cyclone no tardaron en protestarcuando el capitán los accionó más alláde la línea roja. La velocidad máximadel Mitchell era de 455 km/h, peroTommy sabía que habían sobrepasadoese límite. Descendieron alejándose delsol lo mejor que pudieron, volando aescasa altura contra el horizonte y, segúnsupuso Tommy, presentando una silueta

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negra y bien definida en el punto de mirade todos los cañones del convoy.

E l Lovely Lydia se estremecióligeramente al abrirse las compuertas delas bombas, y otra vez, debido a lasacudida producida por la repentinaráfaga de fuego, cuando los cañones queles aguardaban dispararon contra ellos.En el aire flotaban nubes negras y losmotores aullaron en señal de desafío. Elcopiloto gritó unas palabrasincomprensibles mientras el avión selanzaba a toda velocidad hacia la fila debarcos. Tommy se levantó por fin de suasiento para mirar a través de laventanilla de la cabina, aferrado a una

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barra de hierro para no perder elequilibrio. Durante un instante, divisó alprimero de los destructores alemanes,arrastrando una estela semejante a unacola blanca. Cuando efectuó unrepentino giro, casi como la pirueta deun bailarín, se alzó en el aire el humo detodos sus cañones.

El Lovely Lydia recibió un impactoy otro. Su rumbo se vio desviado.Tommy sintió que se le secaba lagarganta y de sus labios brotó un sonido,entre grito y gemido, mientras observabalos esfuerzos desesperados de lacolumna de barcos por escapar de latrayectoria del bombardero.

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—¡Dejad que se vayan! —gritó,pero su voz fue sofocada por el aullidode los motores y el estrépito del fuegoantiaéreo que estallaba alrededor. Elavión portaba seis bombas de 225 kgcada una, y la técnica empleada en elbombardeo de un convoy era similar a lautilizada cuando se dispara un rifle del22 contra una hilera de patos de feria,salvo que los patos no podían devolverel fuego. El bombardero haría casoomiso del visor Norden, que en realidadno era muy preciso: apuntaba a ojocontra cada objetivo, lanzaba unabomba, causando una pequeña sacudidaal avión, y apuntaba contra el próximo

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objetivo. Todo era muy rápido yterrorífico.

Cuando las cosas se hacían como esdebido, las bombas rebotaban en lasuperficie del agua y salían despedidashacia el objetivo como una bola al serlanzada por la bolera. El bombardero —un joven imberbe de veintidós años, quese había criado en una granja enPensilvania, cazando ciervos en losfrondosos bosques de las zonas rurales— desempeñaba su trabajo a laperfección, con frialdad y templanza, sinpensar en que cada fracción de segundoles aproximaba a su muerte y la de suscompañeros, al igual que ellos

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brindaban la proximidad de la muerte asus enemigos.

—¡Una lanzada! —exclamó la vozprocedente del morro del avión a travésdel intercomunicador, como si gritaradesde un campo lejano—. ¡Dos! ¡Tres!

E l Lovely Lydia se estremecía deproa a popa, al lanzar las bombas.

—¡Todas lanzadas! ¡Sáquenos deaquí, capitán!

Los motores aullaron de nuevocuando el capitán accionó la palancahacia atrás, elevando el bombardero enel aire.

—¡Torreta posterior! ¿Qué ves?—¡Por todos los santos, capitán!

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¡Hemos alcanzado un objetivo! ¡No,tres! ¡No, mejor que eso, cincoobjetivos! ¡Jesús! ¡Dios santo, no! ¡Hanalcanzado al Duck! ¡Dios! ¡Y al GreenEyes también!

—Calma, chicos —habíarespondido el capitán—. Estaremos deregreso en casa a la hora de cenar.

¡Compruébalo, Tommy! ¡Dime quéves ahí atrás!

E l Lovely Lydia tenía una pequeñaburbuja de plexiglás en el techo, que elnavegante utilizaba como puesto deobservación, aunque Tommy preferíasituarse en el morro. Había un pequeñopeldaño de metal que le daba acceso a

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la burbuja y, al volverse, Tommy viounas gigantescas espirales negras dehumo que brotaban de la media docenade barcos que formaban el convoy, asícomo las rojas llamaradas queenvolvieron a un petrolero. Pero actoseguido percibió otra cosa que le llamóla atención más aún que el éxito de lamisión: no la velocidad, ni el rugido delos motores ni el muro de proyectilespor el que acababan de atravesar, sinoel inconfundible color naranja rojizo deunas llamas que surgían del motor debabor y lamían la superficie del ala.

—¡A babor! ¡A babor! ¡Fuego! —había gritado por el intercomunicador.

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Pero el capitán había respondidocon calma:

—Ya sé que les hemos alcanzado.Buen trabajo, bombardero.

—¡No, maldita sea, capitán, somosnosotros!

Las llamas brotaban de la carlinga, ytrazaban franjas rojizas en el aire azul, yuna humareda negra se alborotaba con elviento. Tommy se dio por muerto. Alcabo de un par de segundos, a lo máscinco o diez, las llamas alcanzarían lalínea de combustible, se propagaríanhasta el depósito en el ala y todo volaríapor los aires.

En aquel instante dejó de sentir

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miedo. Le produjo una sensaciónextrañísima contemplar algo que ocurríamás allá de su control y que no era otracosa que su propia muerte. Experimentóuna leve irritación, como si se sintierafrustrado por no poder hacer nada porremediarlo, pero se resignó. Al mismotiempo sintió una curiosa y distantesensación de soledad y preocupaciónpor su madre y su hermano, que sehallaba en algún lugar del Pacífico, y suhermana y la mejor amiga de suhermana, que vivía a unos metros deellos, en Manchester, y a quien amabacon dolorosa e insistente intensidad,sabiendo que todos ellos sufrirían más y

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durante más tiempo que él, porque lainminente explosión sería, al fin y alcabo, rápida y decisiva. Y en su sueñooyó por última vez la voz del capitán:«¡Calma, chicos, trataremos dezambullirnos en el agua!» Y el hermosoLovely Lydia empezó a descender enpicado, tratando de alcanzar las olas queconstituían su única salvación,zambullirse en el agua y extinguir elfuego antes de que el avión estallara.

Tommy tenía la sensación de que elmundo que le rodeaba no gritabapalabras de memoria, ni sonidospertenecientes a la Tierra, sino queemitía el crepitante sonido de un infernal

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círculo de mortíferas llamas. Siempre sehabía jurado que si caían en el mar, él secolocaría detrás del respaldo corredizode acero reforzado del asiento delcopiloto, pero no tuvo tiempo. En lugarde ello, se aferró con desesperación auna tubería del techo, a punto dezambullirse en las azules aguas delMediterráneo a casi quinientoskilómetros por hora, presentando enaquellos terroríficos momentos elaspecto de un apacible ciudadano deManhattan que regresa a casa,sujetándose a una manilla del metromientras espera con paciencia suparada.

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Volvió a estremecerse en su litera.Recordaba a la perfección al

sargento gritando en la torreta. Tommyhabía avanzado un paso hacia elartillero porque sabía que éste sehallaba atrapado en su asiento y que elmuelle del cinturón de seguridad nofuncionaría, atascado por el impacto, yel hombre gritaba pidiendo auxilio. Peroen aquel segundo, Tommy había oídogritar al capitán: «¡Sal de ahí, Tommy!¡Aléjate de ahí! ¡Yo ayudaré alartillero!» Los otros no emitían el menorsonido. La orden del capitán fue loúltimo que oyó a los tripulantes delLovely Lydia. Le había sorprendido

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comprobar que la escotilla lateral sehabía abierto y que su chalecosalvavidas había funcionado,permitiéndole flotar en el agua, como unjuguete de corcho. Se había alejado delavión utilizando las manos a modo deremos; luego había girado el cuello,esperando ver salir a los otros, pero noapareció nadie.

—¡Salid de ahí! ¡Salid de ahí! ¡Porfavor, salid de ahí!

Y luego había quedado flotando,esperando.

Al cabo de unos segundos, el morrodel Lovely Lydia se había sumergido enel agua, deslizándose silenciosamente

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bajo la superficie, dejándolo solo enmedio del océano.

Esto siempre le había inquietado. Elcapitán, el copiloto, el bombardero y losdos artilleros siempre le habíanparecido mucho más ágiles y rápidosque él. Eran jóvenes y atléticos, dotadosde una excelente coordinación einteligentes. Eran rápidos y eficientes,tan hábiles a la hora de disparar unaametralladora como de encestar unapelota o de correr a gran velocidad porun campo de béisbol. Ellos eran losauténticos militares a bordo del LovelyLydia, mientras que él se consideraba unsimple estudiante amante de los libros,

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demasiado delgado, un tanto torpe,aunque dotado para las matemáticas yque sabía utilizar una regla de cálculo,que se había criado observando lasestrellas en el firmamento que cubría sucasa, allá en Vermont, y así, más porazar que por vocación patriótica, sehabía hecho navegante de unbombardero. Se consideraba un meroelemento del equipo, un apéndice delvuelo, mientras que los otros eranauténticos aviadores y combatientes,protagonistas de la batalla.

No comprendía por qué habíasobrevivido mientras que los másfuertes habían perecido.

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Flotó a la deriva, solo, por espaciode casi veinticuatro horas, mientras lasal marina se mezclaba con suslágrimas, al borde del delirio, sumido enla desesperación, hasta que un bote depesca italiano lo rescató. Lo tripulabanunos hombres toscos que le habíantratado con sorprendente delicadeza. Lohabían tapado con una manta y le habíanofrecido un vaso de vino tinto. Tommyrecordaba aún el escozor que éste lehabía producido en la garganta. Cuandollegaron a tierra, lo habían entregadosumisamente a los alemanes.

Eso era lo que había sucedido enrealidad. Pero en su sueño, la verdad

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resultaba suplantada siempre por unarealidad más alegre, en la que todosestaban vivos, reunidos bajo el ala delLovely Lydia, contando chistes sobre loscomerciantes árabes que vendían susmercancías junto a su polvorienta baseen el norte de África, y alardeando de loque harían con sus vidas, sus novias ysus esposas cuando regresaran a EstadosUnidos. Tommy solía pensar, cuandoéstos aún vivían, que los tripulantes delLovely Lydia eran los mejores amigosque había tenido jamás, y en ocasionesse decía que, cuando la guerraterminara, no volverían a encontrarse.No se le había ocurrido que no volvería

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a verlos porque todos menos élmorirían.

Tendido en su litera, pensó:«Siempre estarán conmigo.»

Uno de los prisioneros se movió ensu camastro; los listones de maderacrujieron y sofocaron las palabras delhombre que hablaba en sueños.

«Yo he sobrevivido y ellos hanmuerto.»

Con frecuencia Tommy maldecía susojos, por haberlos traicionado a todos aldivisar el convoy.

Llegó a pensar que si hubiera nacidociego, en lugar de dotado de una vistamuy aguda, los otros estarían vivos.

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Sabía que era inútil pensar eso. En vezde ello, se juró que si sobrevivía a laguerra, un día iría al oeste de Tejas y,una vez allí, recorrería los montes yarroyos de aquel escabroso territorio,empuñaría un rifle y se dedicaría a cazarliebres: todas las liebres que divisara.Tommy se imaginó cazando decenas,centenares, miles, organizando unaauténtica matanza de liebres, hasta caerrendido en el suelo, con las municionesagotadas y el rifle humeante. Habríaliebres suficientes para que su capitáncomiera estofado de liebre durante unaeternidad.

Sabía que no podría volver a

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conciliar el sueño.Así pues, permaneció acostado boca

arriba, escuchando el batir de la lluviasobre el tejado metálico, que resonabacomo disparos de rifle. Mezclado conese sonido oyó un ruido grave y distante.Al cabo de unos momentos, unosestridentes silbatos y gritos frenéticos,todos en el inconfundible y coléricoalemán de los guardias del campo deprisioneros. Se levantó de la litera y sedispuso a calzarse las botas cuando oyólos golpes en la puerta del barracón y«Raus! Raus! Schnell!» En el recinto derevista de tropas haría frío, de modo quese puso su vieja cazadora de cuero de

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aviador. Los demás hombres sevistieron con rapidez, enfundándose suropa interior de lana y sus botas deaviador gastadas y rotas, al tiempo quelas primeras insinuaciones del amanecerse filtraban a través de las suciasventanas del barracón. En su prisa porvestirse, Tommy perdió de vista alLovely Lydia y a su tripulación, dejandoque se desvanecieran en la parte cercanade su memoria mientras él corría aunirse a los hombres que salían a lagélida y húmeda atmósfera matutina delStalag Luft 13.

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El teniente Tommy Hart restregó lospies sobre el barro marrón claro delrecinto de revista de tropas. Las quejashabían comenzado poco después deltoque de llamada —Appell, en alemán—, y cada vez que pasaba un guardia,los hombres se ponían a silbar y aprotestar.

En general, los alemanes no hacíancaso. De vez en cuando un Hundführer,acompañado por su agresivo pastoralemán, se volvía hacia los grupos dehombres y hacía ademán de soltar alperro, lo cual conseguía acallar a los

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aviadores durante unos minutos. ElOberst Edward von Reiter, de laLuftwaffe, comandante del campo, habíarevisado por encima las formacionesunas horas antes, deteniéndose sólo alser abordado por el coronelestadounidense Lewis MacNamara,quien le había lanzado una andanada dequejas. Von Reiter lo había escuchadodurante unos treinta segundos, tras locual le había saludado sin mayoresceremonias, tocando la visera de sugorra con la fusta de montar, e indicandoal coronel que ocupara de nuevo sulugar a la cabeza de los grupos dehombres.

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Luego, sin dirigir otra mirada a laformación de aviadores, se habíaencaminado hacia el barracón 109.

Los kriegies protestaron y asestaronpatadas en el suelo, mientras el díadespuntaba en derredor.

Los prisioneros se apodaban entre síkriegies, una abreviatura del términoalemán Krieggefangene, «prisionero deguerra». Esperar de pie resultabaaburrido y agotador. Aunque estabanacostumbrados a ello, lo detestaban.

Había casi diez mil prisioneros deguerra en el campo, repartidos entre dosrecintos, norte y sur.

Los aviadores estadounidenses —

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todos oficiales— se hallaban en elrecinto sur, mientras que los británicos yotros aliados estaban situados en elrecinto norte, a medio kilómetro dedistancia. El tránsito entre amboscampos, aunque no infrecuente, era untanto difícil. Se precisaba un escolta, unguardia armado y un poderoso motivo.Por supuesto, éste podía inventarsemediante el rápido intercambio de unpar de cigarrillos pasados a uno de loshurones, que era como los kriegiesllamaban a los guardias que patrullabanlos campos, armados tan sólo con unasbarras de acero, semejantes a espadas,que utilizaban para clavarlas en el suelo.

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A los guardias con los perros losllamaban por sus nombres, porque losperros infundían miedo a todo el mundo.El campo carecía de muros, pero cadarecinto estaba rodeado por una valla deseis metros de altura. Dos hileras dealambre de espino se enrollaban enconcertina a ambos lados de una vallade tela metálica. Cada cincuenta metrosa lo largo de la valla se alzaba el reciomazacote de una torre de madera. Lasvallas estaban custodiadas todo el díapor guardias hoscos e insobornables,auténticos gorilas armados conmetralletas Schmeisser que llevabancolgadas del cuello.

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A tres metros de la alambradaprincipal, por la parte interior, losalemanes habían suspendido un delgadocable de alambre sobre postes demadera. Ese era el límite. Cualquieraque lo cruzara era sospechoso de tratarde escapar y abatido a tiros. En todocaso, eso era lo que el comandante de laLuftwaffe comunicaba a cada prisioneroque llegaba al Stalag Luft 13. Enrealidad los guardias permitían que unprisionero, vestido con una blusa blancacon una cruz roja en el centro, bienvisible, corriera detrás de una pelota debéisbol o de fútbol cuando ésta rodabahasta la valla exterior, aunque a veces,

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para divertirse, animaban a unprisionero a que persiguiera a la pelotade marras, tras lo cual disparaban unabreve ráfaga al aire sobre su cabeza o enel suelo a sus pies. Una de lasactividades favoritas de los kriegies eracaminar por el perímetro del campo deprisioneros; los aviadores efectuabaninterminables vueltas en torno al mismo.

El sol de mayo se alzó rápidamente,caldeando los rostros de los hombresreunidos en el recinto de revista detropas. Tommy Hart calculó quellevaban casi cuatro horas de pie enformación, mientras una constanteprocesión de soldados alemanes

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desfilaban ante ellos, dirigiéndose haciael túnel que se había derrumbado. Lossoldados rasos portaban palas y picos.Los oficiales mostraban el ceñofruncido.

—Es la maldita madera —dijo unavoz entre la formación—. Al mojarse sepudre y ha acabado por venirse abajo.

Tommy Hart se volvió y comprobóque quien hablaba era un hombredelgado, oriundo del oeste de Virginia,copiloto de un B-17, al que habíaeducado su padre, que trabajaba en lasminas de carbón. Tommy suponía que elvirginiano, cuya voz nasal revelaba unprofundo desprecio, era un experto en

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planear fugas. Los hombres conconocimientos sobre la tierra —agricultores, mineros, excavadores eincluso el director de una funeraria quehabía sido abatido cuando volaba sobreFrancia y que vivía en el barracóncontiguo— eran reclutados paracolaborar en esa iniciativa a las pocashoras de su llegada al Stalag Luft 13.

Él no había hecho ningún intento defugarse del campo de prisioneros. Adiferencia de la mayoría de los cautivos,no tenía muchas ganas. No es que nodeseara ser libre, pero sabía que parafugarse tenía que meterse en un túnel.

Y no estaba dispuesto a hacerlo.

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Suponía que su fobia a los espacioscerrados provenía del día en que sinquerer había quedado encerrado en unarmario del sótano cuando tenía cuatro ocinco años. Una docena de angustiosashoras pasadas en la oscuridad, con uncalor sofocante y bañado en lágrimas,oyendo la lejana voz de su madrellamándole pero incapaz de articularpalabra debido al terror que loatenazaba. Es probable que no hubierapodido definir ese temor, que no lehabía abandonado desde aquel día, conla palabra «claustrofobia», pero de esose trataba. Tommy se había alistado enlas fuerzas aéreas en parte porque

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incluso en el reducido espacio de unbombardero no tenía la sensación deestar encerrado. La idea de hallarse enel interior de un tanque o un submarinole parecía más aterradora que el peligrode las balas enemigas.

Por lo tanto, en el extraño einestable ámbito del Stalag Luft 13,Tommy Hart sabía una cosa: si algunavez conseguía salir, sería por la puertaprincipal, ya que jamás accedería ameterse en un túnel por su propiavoluntad.

Eso le hacía verse a sí mismo comoalguien resignado a esperar queterminara la guerra pese a los rigores

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del Stalag Luft 13. De vez en cuando leadjudicaban el papel de espía, queconsistía en ocupar una posición desdela cual podía vigilar a uno de loshurones, ejes de un primitivo sistema deadvertencia concebido por los oficialesde seguridad del campo. Cualquieralemán que se moviera dentro del campoera seguido y observado sin cesar poruna red de vigilantes que secomunicaban con un código de señales.Como es lógico, los hurones sabían queeran observados, y, por consiguiente,trataban de eludir ese sistema deseguridad, modificando de continuorutas y trayectos.

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—¡Eh! ¡Fritz Número Uno! ¿Cuántotiempo van a tenernos aquí de pie?

Esta voz exhalaba un inconfundibletono de autoridad. El hombre al quepertenecía era un capitán, piloto de unavión de transporte de mercancías deNueva York. La andanada iba dirigidacontra un alemán, vestido con un monogris y una gorra de campaña,encasquetada hasta la frente, queconstituía el uniforme de los hurones.Había tres hurones con el nombre deFritz a quienes llamaban por su nombrede pila y número, cosa que les irritabasobremanera.

El hurón se volvió y lo miró. Luego

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se acercó al capitán, que permanecía enposición de descanso en la primera fila.Los alemanes obligaban a la formación aagruparse en filas de cinco hombres,pues les resultaba más fácil contarlos.

—Si no excavaran, capitán, notendrían necesidad de permanecer aquíde pie —repuso el alemán en un inglésexcelente.

—Maldita sea, Fritz Número Uno —replicó el capitán—. No hemos estadoexcavando. El incidente se debe sinduda a que su asqueroso alcantarilladose ha desplomado. Nosotros podríamosenseñarles a construirlo.

El alemán meneó la cabeza.

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— No , Kapitän, era un túnel. Esabsurdo tratar de escapar. En estaocasión ha costado la vida a doshombres.

La noticia silenció a los aviadores.—¿Dos hombres? —inquirió el

capitán—. Pero ¿cómo es posible?El hurón se encogió de hombros.—Estaban excavando. La tierra

cedió. Quedaron atrapados. Sepultados.Una desgracia.

El alemán alzó un poco la voz,contemplando fijamente la formación desus enemigos.

—Es estúpido. Dummkopf. —Actoseguido se agachó y cogió un puñado de

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barro, que estrujó entre sus dedos largosy casi femeninos—. Esta tierra es buenapara plantar. Cultivar productos. Esbuena.

Buena para los juegos que ustedespractican. Esa también es buena… —agregó señalando el recinto del campode ejercicios—. Pero no lo bastanteresistente para túneles. —El hurón sevolvió hacia el capitán—. No volverá avolar, Kapitän, hasta después de laguerra. Si sobrevive.

El capitán neoyorquino lo observabacon insistencia.

—Eso ya lo veremos —respondió alcabo de unos momentos.

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El hurón le saludó perezosamente yechó a andar, deteniéndose al llegar alextremo de la formación, donde cruzóunas palabras con otro oficial. TommyHart se inclinó hacia adelante y observóque Fritz Número Uno había extendidola mano, con la que tomóapresuradamente un par de pitillos. Elhombre que se los entregó era un capitánde bombardero, un hombre flaco, bajo yrisueño de Greenville, Misisipí,llamado Vincent Bedford. Era elnegociador más experto de la formacióny todos lo llamaban Trader Vic, como eldueño del célebre restaurante.

Bedford hablaba nerviosamente y

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con un marcado acento sureño. Era unmagnífico jugador de póquer y un másque pasable shortstop de ligas menores.Había sido vendedor de coches, lo cualencajaba con su personalidad. Pero loque mejor hacía era negociar en elStalag Luft 13, trocando cigarrillos,chocolatinas y botes de café auténtico,que llegaban en paquetes de la CruzRoja o de Estados Unidos, por ropa yotros artículos. O bien aceptaba ropaque no necesitaban y la cambiaba porcomida. Ningún trato era demasiadodifícil para Vincent Bedford, y casinunca salía perdiendo.

Y en el caso poco frecuente de que

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saliera malparado, su instinto de jugadorle permitía recuperar las pérdidas. Unapartida de póquer solía reponer susexistencias con tanta eficacia como unpaquete enviado de casa. Bedfordnegociaba también con otros artículos;siempre se enteraba de los últimosrumores, siempre averiguaba antes quenadie las últimas noticias de la guerra.Tommy Hart suponía que mediante sustratos se había conseguido una radio,aunque no lo sabía con certeza. Lo quesí sabía era que Vincent Bedford era unprisionero del barracón 101 con quienconvenía trabar amistad. En un mundo enel que los hombres apenas poseían nada,

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Vincent Bedford había amasado unafortuna para estar confinado en uncampo de prisioneros, haciendo acopiode grandes cantidades de café, comida,calcetines de lana, ropa interior deabrigo y cualquier otro objeto quehiciera más llevadera la vida allí.

Las pocas veces en las que TraderVic no estaba consumando algún trato,Bedford se lanzaba a grandilocuentes eidílicas descripciones de la pequeñapoblación de la que provenía,expresándose con el dulce acento del surprofundo, lentamente, con ternura. Lasmás de las veces, los otros aviadores ledecían que después de la guerra se

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trasladarían todos a Greenville, con elfin de hacerle callar, porque esoscomentarios sobre el hogar, porelegiacos que fueran, propiciabansiempre una nostalgia peligrosa. Todoslos hombres del campo vivían al bordede la desesperación, y el hecho depensar en su país no les beneficiaba,aunque casi no pensaban en otra cosa.

Bedford observó al hurón alejarseunos pasos, tras lo cual se volvió ymurmuró algo al siguiente hombre en laformación. La noticia tardó unossegundos en recorrer el grupo y llegar ala siguiente fila.

Los hombres que habían quedado

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atrapados se llamaban Wilson y O'Hara.Ambos eran importantes «ratas detúneles». Tommy Hart conocía a O'Harasólo de una manera superficial; eldesdichado prisionero ocupaba unalitera en su barracón, aunque en otrodormitorio, de modo que no era sino unomás de los doscientos rostros hacinadosallí. Según la información quesusurraban los kriegies de una fila aotra, ambos hombres habían descendidoal túnel a última hora de la nocheanterior, y estaban reforzando lospuntales cuando la tierra cedió. Habíanquedado sepultados vivos.

Según la información recabada por

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Bedford, los alemanes habían decididodejar los cadáveres en el lugar donde elsuelo se había desplomado sobre ellos.

Los susurros no tardaron en dar pasoa airadas voces de protesta. Lasformaciones de los prisionerosadoptaron un carácter más sinuoso amedida que las filas se enderezaron ylos hombres se cuadraron. Sin que nadiediera la orden, todos adoptaron laposición de firmes.

Tommy Hart hizo lo propio, no sinantes echar un vistazo a las filas hastalocalizar a Trader Vic.

Lo que vio lo dejó perplejo y untanto preocupado por algo, un detalle

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huidizo, que no logró identificar.En éstas, antes de que tuviera tiempo

de descifrar qué le había llamado laatención, el capitán neoyorquino gritó:

—¡Criminales! ¡Malditos asesinos!¡Salvajes!

Otras voces en la formación sehicieron eco del mensaje y los gritos deindignación llenaron el recinto.

El coronel se situó a la cabeza de laformación, volviéndose para mirar a loshombres con una expresión que exigíadisciplina, aunque sus ojos grises y fríosy la crispación de su mandíbuladenotaban una furia contenida. LewisMacNamara era un veterano del

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ejército, un coronel con el colmilloretorcido que llevaba más de veinteaños vistiendo el uniforme, que rara veztenía que alzar la voz y estabaacostumbrado a que le obedecieran. Eraun hombre envarado, que consideraba sucautiverio como otra de una larga listade misiones militares. CuandoMacNamara adoptó la posición dedescanso frente a los kriegies, con laspiernas ligeramente separadas y lasmanos enlazadas a la espalda, un par degorilas amartillaron sus armas, un gestomás que nada de amenaza, pero con lasuficiente determinación para que losprisioneros vacilaran y enmudecieran

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poco a poco.Nadie creía realmente que los

gorilas fueran a disparar contra lasformaciones de aviadores. Pero tampocose podía estar seguro.

La aparición del comandante delcampo, seguido por dos ayudantes quecaminaban con cautela pisando el barrocon sus lustrosas botas de montar,provocó silbidos y abucheos. Von Reiterno hizo caso. Sin decir una palabra alcoronel, el comandante se dirigió a lasformaciones:

—Ahora realizaremos el recuento.Luego pueden romper filas.

Tras hacer una pausa, el comandante

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añadió:—¡En el recuento faltarán dos

hombres! ¡Qué estupidez!Los aviadores guardaron silencio, en

posición de firmes.—¡Éste es el tercer túnel en un año!

—prosiguió Von Reiter—. ¡Pero es elprimero que ha costado la vida a doshombres! —gritó con un tono lleno defrustración—. ¡No toleraremos másintentos de fuga!

Se detuvo y contempló a loshombres. Luego alzó un dedo huesudo yseñaló como un viejo y arrugadomaestro de escuela a sus díscolosalumnos.

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—¡Nadie ha conseguido nuncafugarse de mi campo! ¡Jamás! ¡Y nadielo conseguirá!

Se detuvo de nuevo, observando alos kriegies agrupados.

—Quedan advertidos —concluyó.En el momentáneo silencio que se

hizo entre las formaciones de hombres,el coronel MacNamara avanzó un paso.Su voz tenía el mismo tono autoritarioque el de Von Reiter. La espalda rígiday su postura era un ejemplo deperfección militar. Paradójicamente, elhecho de que su uniforme estuvieraraído y deshilachado no hacía sinoponer más de relieve su porte.

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—Quisiera aprovechar estaoportunidad para recordar al Oberst quetodo oficial tiene el deber de tratar deescapar del enemigo.

Von Reiter alzó una mano parainterrumpir al coronel.

—No me hable de deber —replicó—. Fugarse está verboten.

—Este deber, este «requisito», no esdistinto para los aviadores de laLuftwaffe apresados por nuestro bando—añadió MacNamara alzando la voz—.¡Y si un aviador de la Luftwaffe murieraen el intento, sería enterrado por suscamaradas con honores militares!

Von Reiter frunció el ceño y se

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dispuso a responder, pero se detuvo.Asintió ligeramente con la cabeza.Ambos hombres se miraron de hito enhito, como si lucharan por algo que seinterponía entre ellos. El afán deimponer ambos su voluntad.

Entonces el comandante indicó aMacNamara que lo acompañara,volviéndose de espaldas a los hombresformados. Los dos oficialesdesaparecieron al unísono hacia lapuerta que conducía al edificio deoficinas del campo. Al instante unoshurones se colocaron a la cabeza decada formación y los aviadoresiniciaron la acostumbrada y laboriosa

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labor de recuento. A mitad del mismo,l o s kriegies percibieron la primeraexplosión grave y sonora, al tiempo queunos zapadores alemanes colocaban lascargas a lo largo del túnel que se habíadesplomado, llenándolo con la tierraarenosa y amarilla que había segado lavida de dos hombres. Tommy Hartpensó que era absurdo, o cuando menosinjusto, alistarse como aviador parasurcar el aire diáfano y limpio, porpeligroso que fuera, para morir solo yasfixiado, atrapado a más de dos metrosbajo tierra. No obstante, se abstuvo demanifestarlo en voz alta.

El túnel que arrancaba del barracón

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109 había sido ocultado debajo de unlavabo. Tras descender, doblaba haciala derecha y se prolongaba en direccióna la alambrada. De los cuarentabarracones del recinto, el 109 era elsegundo más cercano al perímetro. Paraalcanzar la oscura línea de altos abetosque señalaba el límite de un frondosobosque bávaro, era preciso cavar untúnel de más de cien metros. Habíanlogrado construir una tercera parte. Delos otros tres que habían sido excavadosdurante el año anterior, éste era el quehabía llegado más lejos y ofrecía másesperanzas.

Al igual que todos los kriegies,

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Tommy Hart se había acercado amediodía al límite del mismo a fin decontemplar los restos del túnel, tratandode imaginar lo que debieronexperimentar los dos hombresatrapados. Los zapadores habíanremovido la tierra, manchando la hierbacon un lodo parduzco y sembrándola decráteres en los lugares donde lasexplosiones habían hecho derrumbarseel techo. Una partida de guardias habíavertido cemento fresco en la entrada deltúnel en el barracón 109.

Tommy suspiró. Cerca de él habíaotros dos pilotos de aviones B-17,abrigados con gruesas cazadoras

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forradas de borrego, pese a la suavetemperatura, contemplando elescurridizo panorama.

—No parece que esté tan lejos —comentó uno.

—No, queda cerca —murmuró sucompañero.

—Muy cerca —apostilló el primerpiloto—, le metes en el bosque, caminasentre los árboles hasta la carretera queconduce a la ciudad y ya estás. Sólotienes que llegar a la estación y localizaruna vía férrea que se dirija hacia el sur.Luego saltas a un tren de mercancías quese dirija a Suiza y lo has conseguido.¡Animo! Queda muy cerca.

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—No queda cerca —les contradijoTommy Hart—. Sube a la torre norte ylo comprobarás.

Tras dudar unos instantes, los doshombres asintieron con la cabeza, comosi también supieran que sus ojos lostraicionaban. La guerra tiene la facultadde reducir o ampliar las distancias,según la amenaza que supongadesplazarse a través de un espacioerizado de peligros. Siempre es difícilver con claridad, pensó Tommy, sobretodo cuando uno se juega la vida.

—No obstante me gustaría tener unaoportunidad, por pequeña que fuera —dijo uno de los hombres. Era algo mayor

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que Tommy y más corpulento. No sehabía afeitado y llevaba su gorra decampaña encasquetada hasta las cejas—. Sólo una oportunidad. Si consiguieraalcanzar el otro lado, donde no hayalambrada, juro que no habría nada eneste mundo capaz de detenerme.

—Salvo un par de millones dealemanes —le interrumpió su amigo—.Además, ¿dónde ibas a ir, si no hablasuna palabra de alemán?

—A Suiza. Es un país precioso.Lleno de vacas, montañas y casitaspintorescas.

—Chalés —dijo el otro—, se llamanchalés.

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—Eso. Me imagino pasando un parde semanas allí, atiborrándome dechocolate. Unas gruesas y suculentastabletas de chocolate con lecheofrecidas por una bonita campesinapeinada con trenzas y cuyos papás sehallaran oportunamente ausentes.Después, regresaría directamente aEstados Unidos, donde está mi novia, yquizá me dispensarían una bienvenidadigna de héroe.

El otro piloto le dio una palmada enel brazo. La cazadora de piel sofocó elsonido.

—Eres un soñador —dijo. Luego sevolvió hacia Tommy y le preguntó—:

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¿Llevas tiempo preso?—Desde noviembre del cuarenta y

dos —respondió Tommy.Ambos hombres dejaron escapar un

silbido.—¡Caray! Eres todo un veterano.

¿Has logrado salir alguna vez?—Ni una —contestó Tommy—. Ni

siquiera un segundo.—Chico —prosiguió el piloto del

B-17—, pues yo sólo llevo cincosemanas aquí y estoy tan desesperadoque no sé qué hacer. Es como si tepicara en medio de la espalda, en unpunto que no alcanzas.

—Más vale que te acostumbres —

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repuso Tommy—. Algunos tíos tratan deemborracharse para no pensar. Y alpoco tiempo la palman.

—Jamás me acostumbraré —declaróel piloto.

Tommy asintió con la cabeza.«Jamás te acostumbras», pensó. Cerrólos ojos y se mordió el labio, inspirandoaire para calmarse.

—A veces —dijo Tommy con vozqueda—, tienes que buscar la libertadaquí… —Y se tocó la frente.

Uno de los pilotos asintió, pero elotro aviador se volvió hacia losbarracones.

—¡Eh! —dijo—. ¡Mirad quién

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viene!Tommy se volvió con rapidez y vio

a una docena de hombres marchando enformación a través de la ampliaexplanada del campo de ejercicio. Loshombres lucían sus mejores galas delStalag Luft 13: corbata, camisa ychaqueta planchadas, y pantalones conraya bien marcada. En suma: el uniformede gala de un campo de prisioneros.

Cada uno llevaba consigo uninstrumento musical. El sol de mayoarrancaba intensos reflejos al metal deun trombón. Un hombre portaba unpequeño tambor militar sujeto a lacintura, colgando frente a él, y a medida

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que los hombres se aproximaron inicióun rápido y metálico redoble.

El jefe del escuadrón encabezaba lamarcha, a cierta distancia del resto, conla mirada fija al frente, contemplando através de la alambrada el bosque que seextendía más allá. Sostenía dosinstrumentos, un clarinete, en la manoderecha, y una trompeta reluciente en laizquierda. Todos los hombres manteníanla formación, marchando a paso ligero.De vez en cuando el jefe dictaba unaorden en tono cadencioso que sesuperponía al constante redoble deltambor militar.

A los pocos segundos, la extraña

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formación atrajo la atención de los otroskriegies. Los hombres empezaron a salirde los barracones, tratando de abrirsepaso entre el resto de sus compañerospara comprobar qué ocurría. Delante dealgunos barracones laterales, losoficiales ocupados en sus pequeñosjardines dejaron caer sus herramientasal suelo para seguir al escuadrón quemarchaba por la explanada. Seinterrumpió un partido de béisbol, queacababa de iniciarse. Los jugadoresabandonaron sus guantes, bates y pelotaspara unirse a la multitud concentradadetrás del escuadrón.

Su jefe era un hombre de baja

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estatura, parcialmente calvo, delgado ymusculoso como un boxeador de pesogallo. Parecía no haber reparado en loscentenares de aviadores que habíanaparecido tras él, y continuabaavanzando con la vista al frente.Marcaba el paso del escuadrón —elcual desfilaba de tal modo que habríahecho palidecer de envidia a un grupode instrucción de West Point— y seacercaba al límite del recinto. A laorden emitida enérgicamente por el jefe,«Escuadrón… ¡Alto!», los hombres sedetuvieron a pocos pasos de laalambrada, dando un taconazo.

Los guardias armados con

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metralletas de la torre más próxima losapuntaron. Tenían un aire entre intrigadoy concentrado. Sus ojos apenas eranvisibles bajo los cascos de acero ymiraban por encima del cañón de lametralleta.

Tommy Hart observó la escena, perode repente oyó a uno de los pilotos delB-17 que permanecían junto a élmurmurar con voz grave y compungida:

—O'Hara, el irlandés que murióanoche en el túnel, era un chico deNueva Orleans, como el director de labanda. Se alistaron juntos. Volabanjuntos. Tocaban música juntos. Creo queél era el clarinete…

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El director de la banda se volvióhacia los hombres y les ordenó:

—¡Banda de jazz de los prisionerosdel Stalag Luft 13…! ¡Atención!

Los hombres del escuadrón dieronun taconazo al unísono.

—¡Ocupen sus posiciones!De inmediato formaron un

semicírculo, frente a la valla de alambrede espino y la cicatriz en la tierra quemarcaba el último tramo del túnel,donde yacían sepultados los doshombres que lo cavaban. Todos losmúsicos se pusieron firmes. Éstos sellevaron sus instrumentos a los labios,aguardando la señal del director de la

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banda. El tambor sostuvo sus palillossobre el parche. Un guitarrista deslizólos dedos sobre los trastes, sosteniendouna púa en la mano derecha.

El director de la banda observó acada uno de sus hombres, paracomprobar si estaban preparados.Luego, se volvió, situándose de espaldasa la banda. Dio tres pasos al frente,hasta el mismo límite del campo, y conun gesto rápido, depositó el clarinete enel suelo, junto a la alambrada. Luego sealzó, saludó al instrumento, y volvió aocupar su posición frente a los músicosde una manera vacilante. Tommy Hartobservó que los labios del director

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temblaban levemente cuando se acercóla trompeta a la boca. Vio que rodabanlágrimas por las mejillas del saxo tenory de un trombón. Todos los hombresparecían dudar. Se hizo el silencio. Eldirector de la banda asintió con lacabeza, se humedeció los labios paradominar el temblor, alzó la manoizquierda y empezó a marcar el compás.

—Con mucho swing —dijo—.Chattanooga Choo-choo. ¡Con ritmo,con ritmo! Un, dos, tres, cuatro…

La música estalló como un coheteluminoso. Se elevó hacia el firmamento,sobre la alambrada y la torre devigilancia, alzando el vuelo como un

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pájaro y desapareciendo,desvaneciéndose a lo lejos, más allá delbosque y de su promesa de libertad.

Los músicos tocaban con intensidaddesenfrenada. Al cabo de unossegundos, sudaban. Movían y agitabansus instrumentos al son de la música.Uno tras otro fueron dando un paso haciadelante, colocándose en el centro delsemicírculo para ejecutar un solo deritmo sincopado, con el lastimosoquejido de un saxofón o los sonidosvibrantes y nerviosos de la guitarra. Loshombres tocaban prescindiendo de lasindicaciones del director, reaccionandoa la fuerza de la música que creaban, a

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la intensidad de las viejas melodías,respondiendo como si una manocelestial les diera unos golpecitos en elhombro. Chattanooga Choo-choo fluíacomo un río para desembocar en ThatOld Black Magic y luego en BoggieWoogie Bugle Boy of Company B ,momento en que el director de la bandaavanzó al frente, para ejecutar su solo detrompeta. La música prosiguió, libre,desenfrenada, ininterrumpida, en escalasdescendentes, meciéndose, inexorableen su fuerza, cada melodía fundiéndosesuave y amablemente con la siguiente.

La inmensa multitud de kriegiespermanecía inmóvil, silenciosa, atenta.

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La banda siguió tocando sindescanso durante casi treinta minutos,hasta que sus miembros quedaron sinresuello, como corredores de fondo trasuna maratón. El líder retiró la manoizquierda del pabellón de la trompeta altiempo que todos atacaban los últimoscompases de Take the A Train , la alzósobre su cabeza y luego la bajó conbrusquedad. La banda dejó de tocar.

Nadie aplaudió. De la gigantescamultitud de hombres no brotó el menorsonido.

El líder de la banda miró a susmúsicos e hizo un gesto de aprobacióncon la cabeza. En su rostro, sudoroso y

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bañado en lágrimas, se dibujó unasonrisa triste. Tommy Hart no vio ni oyóla orden, pero los miembros de la bandaadoptaron de improviso la posición dedescanso, apoyando los instrumentoscontra sus pechos como si de armas setratase. El líder se acercó al trombonistay le entregó su trompeta, tras lo cual diomedia vuelta, avanzó hasta la alambraday recogió el clarinete. De cara al bosquey el inmenso mundo que se extendía másallá de la alambrada, se llevó elinstrumento a los labios y tocó una larga,lenta y vibrante melodía. Tommy nosabía si el hombre improvisaba, peroescuchó con atención mientras las claras

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y afinadas notas del clarinete bailaban através del aire. Pensó que la música erasemejante a los pájaros que solía ver enlas ondulantes praderas de Vermont, enotoño, poco antes de que se produjeranlas grandes migraciones hacia el sur.Cuando algo les asustaba, aquellas avesbatían las alas al unísono; durante unosinstantes revoloteaban tratando deagruparse y luego emprendían el vuelo yparecían dirigirse hacia el sol.

La última nota sonó singularmentealta, singularmente solitaria.

El músico se detuvo, apartandodespacio el instrumento de sus labios.Durante unos momentos lo sostuvo

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contra su pecho. Luego se volvióbruscamente y ordenó:

—¡Banda de jazz de los prisionerosdel Stalag Luft 13!… ¡Atención!

Los músicos se cuadraron a laperfección.

—¡En columnas de a dos… mediavuelta! ¡Tambor… adelante, marche!

La banda comenzó a alejarse de laalambrada. Pero si antes habíanmarchado a paso ligero, ahora semovían con deliberada lentitud. Unacadencia fúnebre, cada pie derechovacilando ligeramente antes de apoyarseen el suelo. El sonido del tambor erapausado y doliente.

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La multitud de kriegies se abrió,dejando que la banda pasara a través deellos a paso lento.

Luego los prisioneros cerraron filastras los músicos y reanudaron algunaactividad que les ayudara a superar otrominuto, otra hora, otro día de cautiverio.

Tommy Hart alzó la vista. Los dosguardias alemanes de la torre seguíanapuntando a los hombres con susametralladoras. Sonreían. «No lo saben—pensó Tommy—, pero durante unosminutos, delante de sus narices y de susarmas, todos hemos vuelto a sentirnoslibres.»

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Como disponía de un rato antes delrecuento de la tarde, Tommy regresó aldormitorio donde se hallaba su literapara coger un libro. Cada barracón delStalag Luft 13 estaba construido contableros de fibra de madera, un materialque se helaba en invierno debido a lascorrientes de aire y que en veranoproducía un calor insoportable. Cuandollovía y los hombres permanecían en elinterior de los barracones, lashabitaciones adquirían un hedor acre, amoho, a sudor, a cuerpos hacinados.Había catorce dormitorios en cadabarracón, cada uno de los cualescontaba con literas para ocho hombres.

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Los kriegies habían comprobado que almover unos centímetros uno de lostabiques podían crear espacios vacíosentre éstos, que utilizaban para ocultarobjetos para la fuga, desde uniformesreformados para que parecieran trajesnormales, hasta picos y hachas paracavar túneles.

Cada barracón contenía un pequeñobaño con una pila, pero las duchasestaban en un edificio situado entre loscampos norte y sur, y para utilizarlas loshombres debían ir escoltados. No lasvisitaban con frecuencia. En cadabarracón había también un retrete conuna cadena, pero éste funcionaba sólo de

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noche, después de apagarse las luces.Durante el día, los kriegies utilizabanlas letrinas exteriores. Se llamabanAborts, y comprendían media docena decubículos. Ofrecían cierta privacidad,pues los retretes estaban separados portabiques de madera. Los alemanes lessuministraban abundante cal viva, y lascuadrillas encargadas de limpiar losAborts fregaban la zona con un potentejabón desinfectante. Cada dosbarracones compartían un Abort.

Cada barracón disponía de unacocina rudimentaria con un fogón demadera. Disponían de raciones mínimasde algunos productos, sobre todo

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patatas, salchichas que sabían a rayos,nabos y kriegsbrot, el pan duro ymoreno del que al parecer se alimentabatoda la nación. Como cocineros, loskriegies utilizaban la imaginación paraobtener diversos sabores de la mezclade los mismos productos. Los paquetesde comida enviados por los familiares oremitidos por la Cruz Roja eran la basede la dieta. Los hombres estabansiempre al borde del hambre.

El Stalag Luft 13 era un mundodentro del mundo.

Había clases diarias de arte yfilosofía, actuaciones musicales casitodas las noches en el barracón 112, al

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que apodaban el Luftclub, y un teatroque contaba con su propia compañía.

Entonces estaban representando Elhombre que vino a cenar, obra quehabía recibido críticas muy elogiosas enel periódico del campo. Habíaemocionantes competiciones deportivas,entre ellas una presunta rivalidad entreel equipo de primera categoría delrecinto sur y un escuadrón británico delcampo norte que jugaban a softball. Losbritánicos no acababan de comprendermuchas de las sutilezas de este deporte,pero dos de los pilotos de su campohabían jugado de lanzador en el equiponacional de críquet antes de la guerra y

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habían entendido rápidamente qué era unstrike.

Había una biblioteca de préstamo,que disponía de una eclécticacombinación de novelas de misterio yobras clásicas.

Pero Tommy Hart poseía su propiacolección de libros.

Cursaba su tercer año en la facultadde derecho de Harvard cuando seprodujo el ataque a Pearl Harbor.Algunos de sus compañeros de estudioshabían aplazado su alistamiento en elejército hasta finalizar el año académicoy la graduación; Tommy, en cambio, sehabía incorporado discretamente a la

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cola formada junto al puesto dereclutamiento cerca de Faneuil Hall, enel centro de Boston. En los papeles dereclutamiento había anotado, casi alazar, las fuerzas aéreas, y al cabo deunas semanas había atravesado HarvardYard, cargado con su maleta y bajo unaintensa nevada de enero, para tomar elmetro hasta South Station y un tren aDothan, Alabama, para formarse comoaviador.

Poco después de ser capturado,Tommy había rellenado un formulario dela Cruz Roja para notificar a su familiaque seguía vivo. Había dejado muchosespacios en blanco, pues no se fiaba de

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los alemanes que iban a procesar eldocumento. Pero en la parte inferiorhabía un espacio destinado a OBJETOSESPECIALES REQUERIDOS. En estalínea Tommy había escrito, más bien enplan de guasa:

«Principios del derechoconsuetudinario de Edmund, terceraedición, 1938, University of ChicagoPress.» Para su sorpresa, el libro leestaba esperando a su llegada al StalagLuft 13, aunque era la organizaciónYMCA la que lo había remitido. Tommyhabía sostenido el grueso volumen deprecedentes legales contra su pechodurante su primera noche en el campo,

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como un niño que abraza a su osito depeluche favorito, y por primera vezdesde el momento en que había visto lasllamas deslizándose sobre el ala deestribor del Lovely Lydia, se habíaatrevido a pensar que quizásobreviviría.

Tras los Principios de Edmund,Tommy había leído, en rápida sucesión,Elementos de procedimiento penal deBurke y varios textos sobre agravios,testamentos y acciones legales. Habíaadquirido obras sobre historia de lasleyes y un ejemplar de segunda manopero valioso sobre la vida y opinionesde Oliver Wendell Holmes. Asimismo

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había solicitado una biografía y lasobras escogidas de Clarence Darrow.Lo que más le interesaba de éste eransus célebres recapitulaciones ante losjurados.

Así pues, mientras otros dibujaban omemorizaban un guión que luegointerpretaban como podían en elescenario, Tommy Hart se dedicaba aestudiar. Había imaginado cada curso desu último año, reproduciéndolos conexactitud. Había escrito tesisimaginarias, había presentado sumariosy documentos legales imaginarios, habíadebatido las diversas ópticas de cadatema y asunto que se le ocurría, creando

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a su vez los argumentos persuasivospara reforzar la postura elegida en todaslas disputas legales imaginarias quehallaba.

Mientras otros planeaban fugarse ysoñaban con la libertad, Tommyaprendía leyes.

Los viernes por la mañana, Tommysobornaba a un guardia con un par decigarrillos para que lo llevara al recintode los aviadores británicos, donde sereunía con el teniente coronel PhillipPryce y el teniente Hugh Renaday. Pryceera un hombre de edad avanzada, uno delos más viejos de los dos recintos. Eradelgado, tenía el pelo canoso, la piel

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cetrina y una voz aflautada. Siempreparecía estar peleando, con la narizenrojecida y sorbiéndose los mocos,como si sufriera un resfriado o un virusque amenazaba con degenerar en unaneumonía, al margen del clima.

Antes de la guerra, Pryce había sidoun reputado abogado, miembro de unantiguo y venerable bufete londinense.Su compañero de cuarto en el StalagLuft 13, Hugh Renaday, tenía la mitad deaños que él, sólo uno o dos más queTommy, y lucía un poblado bigote.Ambos hombres habían sido capturadosjuntos cuando su bombardero Blenheimfue derribado en Holanda. Pryce solía

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declarar, en tono aristocrático y agudo,que era un gran error que él estuviera enel Stalag Luft 13, pues éste era un lugarpara hombres jóvenes. El motivo eraque se había cansado de enviar ahombres a cumplir misiones peligrosasque les costaban la vida, de modo queuna noche, contraviniendo órdenesexpresas de su superior, había ocupadoel lugar del artillero en la torreta delBlenheim.

—Fue una mala elección —decíaentre dientes.

Renaday, un hombre de complexiónrecia como un roble, aunque la dieta delcampo había eliminado varios kilos de

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su cuerpo de jugador de rugby,contestaba:

—Ya, pero ¿quién quiere morirse enla cama en su casa?

A lo que Pryce replicaba:—Mi querido chico, todo el mundo.

Los jóvenes necesitáis la perspectivaque proporciona la edad.

Renaday era un rudo canadiense.Antes de la guerra había trabajado comoinvestigador criminal para la policíaprovincial de Manitoba. Una semanadespués de alistarse en las fuerzasaéreas de Canadá, le habían comunicadoque su solicitud de ingreso en la PolicíaMontada había sido aceptada.

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Enfrentado al dilema de seguir lacarrera que siempre había soñado opermanecer en las fuerzas aéreas,Renaday había decidido a regañadientesposponer su cita con la Policía Montada.

Siempre concluía su conversacióncon Pryce afirmando:

—Hablas como un viejo.Los viernes, los tres hombres se

reunían para hablar de leyes. Renadaymantenía una actitud propia de unpolicía, directa, sin ambages,ateniéndose a los datos, buscando sinexcepción la posición más estricta.Pryce, por el contrario, era un maestrode la sutileza. Le gustaba perorar sobre

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la aristocracia del conflicto, la noblezade las distinciones entre los hechos y laley. Por lo general, Tommy Hart servíade puente entre ambos, discurriendoentre los arrebatos intelectuales delanciano y el insistente pragmatismo deljoven. Era parte de su formación,sostenía.

Tommy confiaba en que el derrumbedel túnel no le impidiera asistir a su citasemanal con los otros dos prisioneros. Aveces, después de hallar una radiooculta u otro artículo de contrabando,los alemanes cerraban los campos comocastigo, lo cual obligaba a los hombres apermanecer días enteros encerrados en

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los barracones. El tránsito entre los dosrecintos quedaba limitado. En unaocasión habían suspendido un partido defútbol entre los equipos del norte y elsur, lo cual provocó la furia de losbritánicos y el alivio de losestadounidenses, quienes sabían queiban a salir goleados y preferíandisputar con sus homólogos británicosun partido de baloncesto o béisbol.

Esa semana los tres hombres teníanprevisto comentar el secuestro del hijode los Lindbergh.

Tommy asumiría la defensa delcarpintero, Renaday tendría a su cargola acusación y Pryce sería el juez.

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Tommy no se sentía preparado para lalabor, pues estaba limitado no sólo porlos hechos, sino también por suposición. Se había sentido más cómodocon el caso que habían comentado elmes anterior, concretamente el delasesinato Wright-Mills. Y se habíasentido infinitamente más seguro enpleno invierno, cuando habían analizadolos aspectos legales de los asesinatosVictorianos de Jack el Destripador. Porfortuna, sus amigos británicos habíanestado siempre a la defensiva.

Tommy tomó su ejemplar delProcedimiento penal de Burke y saliódel barracón 101. Al comienzo de su

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estancia en el Stalag Luft 13 habíadiseñado y construido una silla con losrestos de las cajas de madera en las quela Cruz Roja enviaba paquetes al campo.Era de estilo rústico y, para ser unmueble de un campo de prisioneros, eramuy admirada e imitada. La sillapresentaba varios detalles importantes:sólo se precisaba media docena declavos para ensamblar piezas y erarelativamente cómoda. Tommy pensabaa veces que era su única aportaciónauténtica a la vida del campo.

La trasladó a un lugar donde daba elsol del mediodía y abrió el libro. Peroen cuanto empezó a leer el primer

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párrafo apareció una figura, y en elpreciso momento en que alzó la vistaoyó una voz con un inconfundible acentode Misisipí.

—Hola, Hart, ¿cómo estás en estahermosa mañana?

—Yo no la llamaría «hermosamañana», Vic. Es un día más. Eso estodo.

—Bueno, será un día más para ti,pero el último para un par de excelentesmuchachos.

—Eso es cierto.Tommy se cubrió los ojos con la

mano para ver con claridad a suinterlocutor.

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—Algunos hombres sienten lanecesidad, es un deseo acuciante. Estántan desesperados, que intentan lo quesea con tal de salir de aquí. Por eso yodispongo de otra litera en mi dormitorioy alguien tiene que escribir esa cartadolorosa a una pobre gente que vive enEstados Unidos. Unos miran esaalambrada de espino y calculan que lamejor forma de atravesarla es esperar.Tener paciencia. Otros ven otras cosas.

—¿Qué es lo que ves tú, Vic? —preguntó Tommy.

El sureño sonrió.—Lo mismo que veo siempre, esté

donde esté.

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—¿El qué?—Pues una oportunidad, leguleyo.—¿Y qué oportunidad te ha traído

hasta aquí? —preguntó Tommy trasdudar unos instantes.

Vincent Bedford se arrodilló paramirarlo a los ojos. Llevaba dos cartonesde cigarrillos americanos reciénllegados y los ofreció a Tommy.

—Hombre, Hart, ya sabes lo quepretendo. Quiero hacer un trato. Comosiempre. Tú tienes algo que yo quiero,yo tengo montones de lo que túnecesitas. Sólo se trata de llegar a unacuerdo. Una oportunidad mutua, diríayo. Un acuerdo que promete satisfacer a

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ambas partes.Tommy meneó la cabeza.—Ya te lo he dicho, no hay trato.Bedford sonrió con asombro fingido.—Todas las personas y todas las

cosas tienen un precio, Hart, y tú losabes. A fin de cuentas, es lo que dicenesos libros tuyos de leyes en cadapágina, ¿no es cierto? En cualquier caso,¿qué necesidad tienes de saber qué horaes? Aquí no hay hora. Te despiertas a lamisma todos los días.

Por la noche te acuestas a la misma.Comer, dormir, pasar revista. Así que,¿para qué necesitas ese dichoso reloj,Hart?

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Tommy miró el Longines quellevaba en la muñeca izquierda. Duranteunos instantes el acero reflejó undestello de sol. Era un magnífico reloj,con segundero y un rubí en lamaquinaria.

Señalaba la hora con precisión y semostraba ajeno a los impactos y lassacudidas de la guerra. Pero, másimportante aún, en el dorso estabangrabadas las palabras «Te esperaré» yuna «L». Tommy sólo tenía que percibirel tenue tictac para acordarse de lajoven que se lo había regalado en suúltimo día de permiso. Por supuesto,Bedford no sabía nada de esto.

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—No es por la hora que señala —respondió Tommy—, sino por la quepromete.

Bedford emitió una sonoracarcajada.

—¿Qué quieres decir?El sureño volvió a sonreír.—Supón que consigo que veas a

esos británicos amigos tuyos siempreque te apetezca. Puedo hacerlo. Supónque recibes un paquete adicional todaslas semanas. También puedo conseguireso.

¿Qué necesitas, Hart? ¿Comida?¿Ropa de abrigo? ¿Quizás unos libros?¿O una radio? Puedo conseguirte una

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estupenda. Así podrás escuchar laverdad y no tendrás que fiarte de loschismes y rumores que circulan poraquí. Sólo tienes que fijar el precio.

—No está en venta.—¡Maldita sea! —Bedford se

levantó irritado—. No tienes idea de loque puedo conseguir con un reloj comoése.

—Lo siento —replicó Tommy consequedad.

Bedford lo miró unos segundos concara de pocos amigos, pero en seguidasustituyó la expresión de enojo con otrasonrisa.

—Ya cambiarás de opinión,

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leguleyo. Y acabarás aceptando menosde lo que te ofrezco hoy.

Deberías aprovechar el momento.No conviene hacer tratos cuandonecesitas algo. En estos casos siempresales perdiendo.

—No hay trato: ni hoy, ni mañana.Hasta luego, Vic.

Bedford se encogió exageradamentede hombros. Parecía disponerse a deciralgo, cuando ambos hombres oyeron elagudo silbato del Appell del mediodía.Unos hurones aparecieron junto a cadabloque de barracones gritando «Raus!Raus!» y los hombres empezaron a salirde los edificios, dirigiéndose con

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lentitud hacia el recinto de revista detropas.

Tommy Hart entró de nuevo en elbarracón 101 y devolvió el texto a sulugar correspondiente en el estante.Luego se incorporó a la riada dehombres que acudían arrastrando lospies, bajo el sol del mediodía, a laconvocatoria.

Como de costumbre, se agruparon enfilas de cinco.

Los hurones empezaron a contar,caminando arriba y abajo frente a lasfilas, cerciorándose de que no faltase

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nadie. Era un trabajo tedioso, al que losalemanes parecían consagrarse condevoción.

Tommy no entendía cómo no seaburrían de ese ejercicio diario desimples matemáticas. Claro que el díaen que habían muerto los dos hombresen el túnel, el hurón que no se habíapercatado de su ausencia sin duda habíasido enviado en un tren de tropas alfrente oriental. De modo que losguardias actuaban con extremada cautelay precisión, más de lo que su naturalezacautelosa y precisa exigía.

Cuando hubieron terminado elrecuento, los hurones volvieron a ocupar

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su lugar al frente de las formaciones,informando al Unteroffizier de turno.Este, a su vez, informaba al comandante.Von Reiter no asistía a todos los Appell.Pero los hombres no podían romper filashasta que él diera la orden. Esta esperairritaba sobremanera a los kriegies, queobservaron cómo el Unteroffizier sealejaba hacia la puerta principal, caminodel despacho de Von Reiter.

Esa tarde la espera se hizo másprolongada de lo habitual.

Tommy echó un disimulado vistazo ala formación. Observó que VincentBedford se hallaba en posición defirmes a dos espacios de distancia.

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Cuando dirigió de nuevo la vista alfrente comprobó que el Unteroffizierhabía regresado y hablaba con elcoronel MacNamara. Tommy advirtióuna repentina expresión de inquietud enel rostro del coronel, tras lo cualMacNamara se volvió y se dirigió,acompañado por el alemán, al despachodel comandante.

Transcurrieron diez minutos antes deque MacNamara reapareciera. Seencaminó con paso rápido hacia lacabeza de las formaciones de aviadores.Pero vaciló unos instantes antes de decircon voz sonora, como solían emplear enlas revistas de tropas:

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—¡Ha llegado un nuevo prisionero!MacNamara se detuvo otra vez,

como si quisiera añadir algo.Pero la atención de los kriegies, en

aquel instante de vacilación, se centróen el aviador estadounidense que,flanqueado por unos matones armadoscon fusiles, salía del despacho delcomandante. Era un palmo más alto quelos guardias que lo escoltaban, esbelto,vestido con la cazadora forrada deborrego y el gorro de piloto debombardero. Avanzó con paso rápido,levantando con sus botas de cuero deaviador pequeños remolinos de polvo enel suelo, hasta cuadrarse delante del

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coronel MacNamara y ejecutar unsaludo militar tan enérgico que parecíaautomático.

L o s kriegies guardaron silenciomientras contemplaban la escena.

El único sonido que Tommy Hartoyó en aquellos segundos, fue lainconfundible voz del de Misisipí, cuyaspalabras denotaban un innegableestupor:

—¡Vaya, es un maldito negro! —exclamó Vincent Bedford en voz alta.

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2

La pelota junto a la

alambrada

La llegada del teniente Lincoln Scottal Stalag Luft 13 estimuló a los kriegies.Durante casi una semana, el tenientesustituyó a la libertad y la guerra comotema principal de conversación.

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Pocos hombres sabían que lasfuerzas aéreas estadounidensesestuvieran adiestrando pilotos negros enTuskegee, estado de Alabama, y menosque éstos estaban combatiendo enEuropa a finales de 1943. Algunos delos recién llegados al campo, en sumayoría pilotos y tripulantes de B-17,hablaban sobre escuadrillas deresplandecientes cazas metálicos P-51que atravesaban sus formaciones en posde desesperados Messerschmidts, y quelos cazabombarderos del escuadrón 332lucían vistosos galones rojos y negrospintados en sus timones de cola. Loshombres de esos bombarderos habían

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aceptado a los hombres del 332 despuésde su experiencia en combate, porque,como señalaban en un debate tras otro,lo cierto era que no les importabaquiénes fueran, ni el color de su piel,siempre y cuando los cazas lograranahuyentar a los 109 que atacaban. Desdeluego, ser hecho picadillo por los doscañones de 20 mm montados en las alasde los Messerschmidts y morir envueltoen llamas en un B-17 era unaperspectiva aterradora. Pero no habíamuchos de esos tripulantes en el campo,y entre los kriegies seguía existiendouna profunda división de opinionesacerca de si los negros poseían la

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inteligencia, las dotes físicas y el valornecesarios para pilotar aviones decombate.

El propio Scott no parecíapercatarse de que su presenciaprovocaba ásperas discusiones. La tardeen que llegó al campo le asignaron lalitera del barracón 101 del clarinetistaque había perdido la vida en el túnel.Saludó a sus compañeros de cuartocomo un mero trámite y tras guardar susescasas pertenencias debajo de la cama,se acostó en su litera y nadie le oyódespegar los labios durante el resto dela noche.

Scott no se dedicaba a explicar

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batallitas.Tampoco ofrecía ninguna

información acerca de su persona. Nadiesabía cómo había resultado abatido, dedónde provenía, sus orígenes ni su vida.Durante los primeros días en el campode prisioneros, algunos kriegies trataronde conversar con él, pero Scottrechazaba con firmeza, aunqueeducadamente, toda tentativa. Durantelas comidas, se preparaba unos sencillosbocadillos con los paquetes que lehabían entregado de la Cruz Roja. Nocompartía su comida con nadie, nitampoco pedía nada a nadie. Noparticipaba en las conversaciones en el

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campo, ni se apuntó a clases, cursos uotras actividades. Al segundo día de sullegada al Stalag Luft 13 obtuvo de labiblioteca del campo un ejemplarmanoseado y roto de Historia de ladecadencia y ruina del Imperio romanode Gibbon, y aceptó una Biblia delYMCA; ambos libros los leía sentado alsol, de espaldas al barracón, o en sucamastro, inclinado hacia una de lasventanas, buscando la débil luz que sefiltraba en la habitación a través de losmugrientos cristales y los postigos demadera.

A los otros kriegies les parecía unindividuo misterioso. Su frialdad los

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dejaba perplejos.Algunos la interpretaban como

arrogancia, lo cual se traducía ennumerosas y descaradas pullas. A otrosles inquietaba. Todos los hombres,incluso aquellos como Tommy Hart, quepodían considerarse lobos solitarios,necesitaban a los demás y se apoyabanen ellos, siquiera para convencerse deque no estaban solos en un mundo decautividad como el Stalag Luft 13. Elcampo creaba estados anímicos muyextraños: no eran delincuentes, peroestaban presos. Sin el apoyo de suscompañeros y constantes recordatoriosde que pertenecían a un mundo distinto,

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se habrían ido a pique.Pero Lincoln Scott daba la

impresión de ser inmune a todo esto.Al término de su primera semana en

el Stalag Luft 13, cuando no se hallabaenfrascado con la Historia de Gibbon ola Biblia, se pasaba el día caminandopor el perímetro del recinto. Una vueltatras otra, durante horas. Caminaba conpaso rápido por el polvoriento camino,muy cerca del límite del campo, con losojos fijos en el suelo salvo cuando hacíauna pausa de vez en cuando paravolverse y contemplar la lejana línea deabetos.

Tommy lo había observado,

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pensando que le recordaba a un perrosujeto con una cadena, siempremoviéndose por el límite de suterritorio.

Tommy había sido uno de los quehabían tratado de entablar conversacióncon el teniente Scott, pero sin más éxitoque los demás. Una tarde, poco antes dela orden de comenzar el recuentonocturno, se había acercado a él cuandorealizaba uno de sus habitualesrecorridos alrededor del campo.

—Hola, ¿cómo está? —le habíasaludado—. Me llamo Tommy Hart.

—Hola —había respondido Scott.No le había tendido la mano, ni se había

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identificado.—¿Se ha adaptado ya a estar aquí?—He visto sitios peores —murmuró

Scott encogiéndose de hombros.—Cuando llega gente nueva, es

como si nos trajeran el periódico a casa,aunque con un par de días de retraso.Nos enteramos de las últimas noticias,aunque un tanto caducadas, pero esmejor que los rumores y la palabreríaoficial que oímos por las radiosilegales. ¿Qué ocurre en realidad?

¿Cómo va la guerra? ¿Se sabe si vaa producirse una invasión?

—Estamos ganando —habíarespondido Scott—. Y no. Muchos

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hombres esperan sentados en Inglaterra.Como ustedes.

—Bueno, no exactamente comonosotros —repuso Tommy, sonriendo yseñalando a los guardias de la torre.

—Es cierto —dijo Scott. El tenienteseguía caminando sin alzar la vista.

—¿Usted sabe algo? —preguntóHart.

—No, no sé nada —respondió Scott.—Bien —insistió Tommy—, ¿qué le

parece si caminamos juntos y me cuentatodo lo que no sabe?

La propuesta despertó una ligerasonrisa en los labios del negro, cuyascomisuras se curvaron hacia arriba, tras

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lo cual exhaló aire como para disimularla risa. Después, casi con la mismarapidez con que se había producido, lasonrisa se disipó.

—En realidad prefiero caminar solo—había replicado Scott bruscamente—.Gracias, de todos modos.

El teniente reanudó su paseo yTommy se quedó mirándolo.

El día siguiente era viernes, yTommy regresó a su dormitorio despuésd e l Appell matutino. Sacó variospaquetes de Lucky Strike de un cartónque había recibido en el último paquete

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de la Cruz Roja y que guardaba en unacajita de madera, debajo de la cama.También sacó un pequeño recipientemetálico de té Earl Grey y una generosatableta de chocolate que apenas habíaprobado.

Del bolsillo de la chaqueta extrajoun botecito de leche condensada. Luegotomó varias hojas de papel de embalaje,que utilizaba para escribir notas conletra pequeña y apretada, y las guardóentre las páginas de un manoseado textode pruebas forenses.

A continuación salió del barracón101 en busca de uno de los tres Fritzs.La mañana era templada y el sol

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confería cierto resplandor a la tierra grisamarillenta del recinto.

En lugar de toparse con los guardias,vio a Vincent Bedford paseando de unlado a otro con expresión resuelta. Elsureño se detuvo, adoptando deinmediato un aire expectante, y despuésse dirigió a Tommy.

—Te ofreceré un trato másventajoso, Hart —dijo—. Eres duro depelar. ¿Qué cuesta ese reloj?

—No tienes lo que cuesta. Su valores sentimental.

—¿Sentimental? —replicó el deMisisipí dando un respingo— ¿De unachica que quedó en su casa?

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¿Qué te hace pensar que regresarássano y salvo? ¿Y qué te hace pensar quela encontrarás esperándote?

—No lo sé. Esperanza, quizá.Confianza —repuso Tommy con unarisita.

—Esas cosas no cuentan mucho eneste mundo, yanqui. Lo que cuenta es loque tienes ahora mismo. En tu mano. Eslo único que puedes utilizar. Quizá nohaya un mañana, ni para ti, ni para mí nipara ninguno de nosotros.

—Eres un cínico, Vic.El sureño sonrió.—Es posible. Nadie me había

llamado nunca así. Pero no lo niego.

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Los dos hombres echaron a andarcon lentitud entre los dos barracones yllegaron al límite del campo deejercicios. Acababa de comenzar unpartido de softball, pero más allá delcampo ambos vieron a la figura solitariade Lincoln Scott, marchando por elborde del perímetro.

—Hijo de puta —murmuró Bedfordentre dientes—. Tengo que solucionaresta situación hoy mismo.

—¿Qué situación? —preguntóTommy.

—La situación de ese negro —respondió Bedford, volviéndose ymirando a Hart como si éste fuera

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increíblemente estúpido por no ver loevidente—. Ese chico ocupa una literaen mi dormitorio y eso no me parecebien.

—¿Qué tiene de malo?Bedford no respondió directamente a

la pregunta.—Supongo que debo decírselo al

viejo MacNamara, para que lo trasladea otro. A ese chico deben alojarlo en unlugar donde esté solo, para mantenerloaislado del resto.

Tommy meneó la cabeza.—Parece que se las arregla bastante

bien sin vuestra ayuda —comentó.Trader Vic se encogió de hombros.

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—No está bien. En cualquier caso,¿qué sabe de negros un yanqui como tú?Nada. Absolutamente nada —dijoBedford alargando los sonidos de lasvocales, destacando con exageracióncada palabra—. Apuesto a que nohabías visto nunca a un negro, y menosaún convivido, como tenemos que hacernosotros en el sur…

Tommy no quiso responder peroBedford no estaba tan equivocado.

—Lo que hemos averiguado de ellosno nos gusta —prosiguió Trader Vic—.Mienten. No hacen sino mentir yengañar. Todos son ladrones, sinexcepción. Algunos son violadores y

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criminales. Es posible que lleguen a serbuenos soldados. No ven las cosasexactamente como las vemos losblancos, y sospecho que puedesenseñarles a matar y lo harán a laperfección, como quien parte leña orepara una máquina, aunque no losimagino pilotando un Mustang. No soncomo nosotros, Hart.

¡Pero si eso se ve sólo con observara ese chico! Creo que convendría que elviejo MacNamara se diera cuenta deesto antes de que haya problemas,porque yo conozco a los negros y notraen sino problemas. Créeme.

—¿Qué tipo de problemas, Vic?

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Aquí todos estamos en el mismo barco.Vincent Bedford soltó una breve

carcajada al tiempo que meneaba lacabeza con energía.

—Eso está por ver, Hart.Bedford indicó la alambrada.—Puede que la alambrada sea la

misma. Pero aquí todo el mundo la ve deforma distinta. Lo más seguro es que esechico que está ahí, que no para decaminar, también la vea a su modo. Ésees el misterio de la vida, Hart, que noespero que un yanqui superculto yestirado como tú sea capaz de descifrar.No hay ni una sola cosa en este mundoque dos hombres vean de la misma

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forma. Ni una sola. Salvo, quizá, lamuerte.

Tommy pensó que de todas las cosasque había oído decir a Bedford, éstahabía sido la más sensata.

Antes de que pudiera responder,Bedford le dio una palmada en elhombro.

—Quizá pienses que estoy lleno deprejuicios, Hart, pero no es cierto —dijo—. No soy de los que mascantabaco y salen de noche con una capuchablanca. Es más, siempre he tratado biena los negros, como seres humanos. Yosoy así. Pero los conozco y sé quecausan problemas.

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El sureño se volvió y miró aTommy.

—Créeme —continuó Trader Viccon una risita—. Habrá problemas. Losé. Es mejor mantener a la genteseparada.

Tommy guardó silencio.—Maldita sea, Hart —bramó

Bedford—, apostaría a que mi bisabuelodisparó contra uno de tus antepasados enun par de ocasiones, cuando la granguerra de independencia, aunquevuestros estúpidos libros de textoyanquis no la llaman así, ¿verdad?Tienes suerte de que los Bedford notuvieran nunca buena puntería.

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Tommy sonrió.—Tradicionalmente, los Hart

siempre hemos sido muy hábiles a lahora de agacharnos —dijo.

Bedford soltó la carcajada.—Bueno —dijo—, es una habilidad

valiosa, Tommy. Espero que mantengasvivo ese árbol familiar durante siglos.

Bedford se alejó sin dejar desonreír.

—Voy a hablar con el coronel. Sicambias de opinión, si recapacitas yquieres hacer un trato, sabes que estoydispuesto a hacer negocios lasveinticuatro horas del día, incluso losdomingos, porque creo que en estos

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momentos el Señor tiene puesta suatención en otro lugar, y no se molestademasiado en velar por este rebaño decorderos.

Varios kriegies que se hallaban en elrecinto deportivo empezaron a dar vocesy a agitar la mano para llamar laatención de Vincent Bedford. Uno sepuso a mover un bate y una pelota sobresu cabeza.

—Bueno —dijo el de Misisipí—,supongo que tendré que aplazar miconversación con el gran jefe hasta estatarde, porque esos chicos necesitan quealguien les enseñe cómo se juega anuestro glorioso béisbol. Hasta luego,

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Hart. Si cambias de opinión…Tommy observó a Trader Vic

mientras éste se encaminaba hacia elcampo.

Oyó entonces una voz, provenientede la otra dirección, gritando«Keindrinkwasser!» en un alemánchapurreado. Acto seguido oyó la mismaexclamación de un barracón situado apocos metros. La frase pronunciada enalemán significaba «no es aguapotable». Los alemanes la escribían enlos barriles de acero utilizados paratransportar excrementos. Los kriegies lautilizaban para advertir a los hombresde los barracones que un hurón se

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dirigía hacia ellos, para dar a cualquieraque estuviera ocupado en algunaactividad destinada a la fuga la ocasiónde ocultar su tarea, ya fuera ésta excavarun túnel o falsificar documentos. A loshurones no les hacía gracia que lesllamaran excrementos.

Tommy se apresuró hacia el lugardesde donde sonaban las voces.Confiaba en que fuera Fritz NúmeroUno, a quien habían visto acechando,porque era el hurón más fácil desobornar. No se entretuvo en pensar enlo que le había dicho Bedford.

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Tommy tuvo que dar a Fritz NúmeroUno media docena de cigarrillos paraconvencerlo de que lo acompañara alrecinto norte. Ambos hombresatravesaron la puerta del campo hacia elespacio que separaba ambos recintos.Aun lado estaban los barracones de losguardias, y más allá los despachos delcomandante. Detrás de éstos estaba elbloque de las duchas frías, un edificiode ladrillo. Junto al mismo estabanapostados dos guardias armados confusiles colgados del cuello, fumando.

Tommy Hart oyó unas voces que

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cantaban procedentes de las duchas. Losbritánicos eran muy aficionados a loscoros. Sus canciones eraninvariablemente groseras, gráficamenteobscenas o increíblemente ofensivas.

Aminoró el paso y aguzó el oído.Cantaban Gatos sobre el tejado y enseguida reconoció el estribillo.

Tíos en el tejado, tíos en lastejas…

Tíos con sífilis y almorranas…

Fritz Número Uno también sedetuvo.

—¿No conocen los británicos

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ninguna canción normal? —preguntó envoz baja.

—Creo que no —contestó Tommy.Las estentóreas voces arrancaron

con otra canción llamada Que se jodantodos.

—No creo que al comandante legusten las canciones de los británicos —comentó con tono quedo Fritz NúmeroUno—. A su esposa y a sus hijas no lespermite que vayan a visitarlo en sudespacho cuando los oficiales británicosse duchan.

—La guerra es un infierno —repusoTommy.

Fritz Número Uno se tapó

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rápidamente la boca con la mano, comopara reprimir un acceso de tos, pero enrealidad era para sofocar una carcajada.

—Debemos cumplir con nuestrodeber —dijo conteniendo la risa—, apesar de lo que opinemos sobre ella.

Los dos hombres pasaron frente a unedificio de ladrillo gris. Era el edificiomás fresco —el barracón de castigo—,en cuyo interior había una docena deceldas de cemento sin ventanas nimuebles.

—Ahora están vacías —observóFritz Número Uno.

Se acercaron a la puerta del recintobritánico.

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—Tres horas, teniente Hart. ¿Sonsuficientes?

—Tres horas. Nos encontraremosdelante de la fachada.

El hurón extendió el brazo hacia unguardia, indicándole que abriera lapuerta. Tommy vio al teniente HughRenaday aguardándole junto a la puertay se apresuró a reunirse con su amigo.

—¿Cómo está el teniente coronel?—preguntó Tommy mientras los doshombres atravesaban rápidamente elrecinto británico.

—¿Phillip? Físicamente está más

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cascado que nunca. No consiguesacudirse de encima ese resfriado o loque sea, y últimamente se pasa toda lanoche tosiendo, una tos blanda ypersistente.

Pero por la mañana restaimportancia al tema y se niega a acudiral médico. Es testarudo. Si se muereaquí, le estará bien empleado.

Renaday hablaba en el tono brusco ymonótono propio de los canadienses,con palabras tan secas y barridas por elviento como las vastas praderas queconstituían su hogar, aunqueparadójicamente salpicadas de unosrasgos muy británicos que reflejaban los

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años que había pasado en las fuerzasaéreas británicas. El oficial de aviacióncaminaba con paso rápido e impaciente,como si le enojara tener que desplazarsede un lugar a otro, como si lo importantefuera de dónde procedía uno y dóndeterminaba y la distancia que mediabaentre ambos puntos no fuera sino uninconveniente. Era un hombre fornido,de espaldas anchas, musculoso aunqueel campo de prisioneros le habíadespojado de unos cuantos kilos. Lucíael pelo más largo que la mayoría de suscompañeros, como desafiando a lospiojos que, al parecer, no se atrevíancon él.

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—En cualquier caso —continuóRenaday cuando doblaron una esquina ypasaron junto a dos oficiales británicosque removían diligentemente la tierra deun parterre—, está muy contento de quesea viernes y vengas a visitarnos. Nosabes cuánto disfruta con estas sesiones.Como si el hecho de utilizar el cerebrole ayudara a superar sus achaques. —Renaday meneó la cabeza.

»A otros hombres les gusta hablar desu hogar —añadió—, pero Phillipdisfruta analizando esos casos. Supongoque le recuerdan lo que fue y lo queprobablemente será cuando regrese aInglaterra. Debería estar sentado frente a

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un hogar encendido, instruyendo a susacólitos en las complejidades de unoscuro asunto legal, con zapatillas deseda, un batín de terciopelo verde ybebiendo una taza de buen té. Cada vezque miro a ese viejo cabrón, no meexplico en qué estaría pensando cuandose subió a ese condenado Blenheim.

Tommy sonrió.—Seguramente, lo mismo que todos.—¿A qué te refieres, mi docto amigo

americano?—Que pese a la enorme y casi

constante cantidad de pruebas queindicaban lo contrario, no iba a pasarnosnada grave.

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Renaday soltó una grave y resonantecarcajada que hizo que los oficiales queatendían el jardín alzaran la cabeza yfijaran por un instante su atención en elcanadiense antes de volver a centrarseen sus pulcros parterres de color marrónamarillento.

—Ésa es la amarga verdad, yanqui.Renaday meneó la cabeza,

sonriendo.—Ahí está Phillip —dijo

señalándolo.El teniente coronel Phillip Pryce

estaba sentado en los escalones de unbarracón, con un libro en las manos.Pese al calor, llevaba una delgada manta

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verde aceituna sobre los hombros y sehabía apartado la gorra de la frente.Tenía las gafas apoyadas en la punta dela nariz, como si fuera la caricatura deun maestro, y mordisqueaba el extremode un lápiz. Al ver a los dos hombresque se dirigían hacia él agitó la manocomo un niño saludando a un desfilemilitar.

—Ah, Thomas, Thomas, siempre esuna alegría verte por aquí. ¿Vienespreparado?

—Siempre preparado, señoría —respondió Tommy Hart.

—Aún nos escuece la paliza que nosdiste a Hugh y a mí a propósito del

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escurridizo Jack y sus lamentablescrímenes —prosiguió Pryce—. Peroestamos dispuestos a plantar batallaexponiendo uno de tus casos mássensacionales. Creo que ahora nos tocaa nosotros darte una lección, ¿cómo lodices tú? con los bates.

—A los bates —repuso Renadaymientras Hart y Pryce se saludaban conun afectuoso estrechón de manos.Tommy tuvo la sensación de que elsaludo del coronel era un tanto menosenérgico de lo habitual—. Se dice «a losbates» y no «con los bates», Phillip.

—Es un deporte endiablado, Hugh.En ese aspecto no se parece en nada a

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vuestro estúpido pero amado hockey,que consiste en patinar como un locosobre el hielo bajo un frío polar,tratando de golpear a un indefenso discode goma y meterlo en la porteríacontraria, evitando al mismo tiempo quetus oponentes te machaquen con lospalos.

—Gracia y belleza, Phillip. Fuerza yperseverancia.

—¡Ah, virtudes muy británicas!Todos rieron.—Sentémonos fuera —dijo Pryce

con su voz suave, generosa, llena dereflexión y entusiasmo—. El sol es muyagradable. A fin de cuentas, no es algo

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que los ingleses estemos acostumbradosa ver, de modo que, incluso aquí, entrelos horrores de la guerra, deberíamosaprovecharnos de la temporalbenevolencia de la madre naturaleza,¿no?

Volvieron a reír.—Traigo unos regalos de las ex

colonias, Phillip —dijo Tommy—. Unamuestra de nuestra prodigalidad, unapequeña recompensa por haber enviadoallende los mares a una colección deidiotas en el setenta y seis, que sedejaron deslumbrar por el esplendor delNuevo Mundo.

—Pasaré por alto esta lamentable,

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pueril y errónea interpretación de unmomento decididamente insignificanteen la ilustre historia de nuestro granimperio. ¿Qué nos traes?

—Cigarrillos. Americanos, menos lamedia docena que utilicé para sobornara Fritz Número Uno…

—Observo que, curiosamente, suprecio ha subido —farfulló Pryce—.¡Ah, el tabaco americano! El mejor deVirginia, supongo. Excelente.

—Un poco de chocolate…—Delicioso. De la célebre Hershey

de Pensilvania…—Y esto… —Tommy Hart entregó

al anciano el bote de té Earl Grey.

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Había tenido que comerciar con elpiloto de un caza, un fumadorempedernido que consumía doscajetillas de cigarrillos al día, paraconseguirlo, pero el precio le parecióbarato apenas vio cómo el ancianosonreía. Pryce entonó de inmediato unacanción.

—¡Aleluya! ¡In excelsis gloria! Ynosotros condenados a utilizar una y otravez ese falso té indio.

¡Hugh, Hugh, tesoros de lascolonias! ¡Riquezas inimaginables! ¡Unté como Dios manda! ¡Una golosina parafrenar el apetito, una auténtica ydeliciosa taza de té seguida por un

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delicioso cigarrillo! ¡Estamos en deudacontigo, Thomas!

—Es gracias a los paquetes —repuso Tommy—. Los nuestros sonmucho mejores que los vuestros.

—Por desgracia, es cierto. No esque los prisioneros no apreciemos lossacrificios que hacen nuestrosatribulados compatriotas, pero…

—Los paquetes de los yanquis sonmejores —interrumpió Hugh Renaday—. Los paquetes británicos sonpatéticos: asquerosas latas de arenqueahumado, falsa mermelada y algo quellaman café, pero que evidentemente nolo es. ¡Espantoso! Los paquetes

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canadienses no están mal, pero andan unpoco escasos de los productos que legustan a Phillip.

—Demasiada carne enlatada. Pocoté —dijo Pryce con fingida tristeza—.La carne enlatada tiene toda la pinta deser de los cuartos traseros del viejocaballo de Hugh.

—Probablemente.Los hombres rieron de nuevo, y

Hugh Renaday entró en el barracón conel chocolate y el bote de té parapreparar tazas para los tres hombres. Enel ínterin, Pryce encendió un cigarrillo,se recostó y, cerrando los ojos, exhalóel humo por la nariz.

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—¿Cómo te sientes, Phillip? —preguntó Tommy.

—Mal, como siempre, queridoamigo —contestó Pryce sin abrir losojos—. La constancia de mi estadofísico me procura cierta satisfacción.Siempre me siento igual de jodido.

Pryce abrió los ojos y se inclinóhacia delante.

—Pero al menos esto funciona a laperfección —dijo tocándose la frente—.¿Has preparado una defensa para tucarpintero acusado del crimen?

Tommy asintió con la cabeza.—Desde luego —respondió.El anciano volvió a sonreír.

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—¿Se te han ocurrido algunas ideasnovedosas?

—Solicitar un cambio dejurisdicción, eso para empezar. Luegome propongo presentar a irnosmeticulosos expertos en madera ocientíficos para que arremetan contra elhombre de Hugh, el presunto expertoforense en madera. Sospecho que nisiquiera existe tal cosa, pero trataré dehallar a un tipo de Harvard o de Yaleque lo confirme. Porque nuestro mayorobstáculo es el testimonio sobre laescalera. Puedo explicar lo de losbilletes y todo lo demás, pero el hombreque asegura que la escalera sólo pudo

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ser construida con la madera del garajede Hauptmann… Además, buena partedel caso se apoya en ese testimonio.

Pryce movió la cabeza arriba yabajo con lentitud.

—Continúa. Lo que dices no deja deser cierto.

—Verás, la escalera de madera es loque me obliga a llamar a declarar aHauptmann para que se defienda. Ycuando suba al estrado, frente a todaslas cámaras y periodistas, en medio deaquel circo…

—Deplorable, desde luego…—Y hable con un acento… que hará

que todo el mundo le odie. Desde el

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momento en que abra la boca. Creo quelo odiaban cuando lo acusaron de loscargos. Pero cuando saque a relucir eseacento extranjero…

—El caso se basa en gran medida enel odio que suscita ese hombre. ¿No esasí?

—Sí. Un inmigrante. Un hombrerígido, tosco, que en seguida se granjealas antipatías del público. En cuanto losubamos al estrado será como desafiaral jurado a que lo condenen.

—Una rata solitaria, un clientedifícil.

—Sí. Pero debo hallar la forma detransformar puntos flacos en puntos

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fuertes.—Cosa nada fácil.—Pero imprescindible.—Eres muy astuto. ¿Y qué me dices

de la extraña identificación del afamadoaviador, cuando afirma que reconoció lavoz de Hauptmann como la voz que oyóen el oscuro cementerio?

—Bueno, su testimonio es absurdo,Phillip. ¡Que un hombre sea capaz dereconocer la media docena de palabrasde otro, años más tarde! Creo que yo lehabría preparado una sorpresa alcoronel Lindbergh al interrogarlo…

—¿Una sorpresa? Explícate.—Habría colocado a tres o cuatro

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hombres con marcado acento extranjeroen distintos lugares de la sala. Entonceshabría hecho que se levantaran uno trasotro, rápidamente, para decir: «¡Deje eldinero y márchese!», tal como afirma elcoronel que hizo Hauptmann. Laacusación protestará, por supuesto, y eljuez lo considerará una ofensa…

Pryce sonrió.—Ah, un poco de teatro, ¿no? Jugar

un poco con esa multitud dehorripilantes periodistas para poner derelieve una mentira. Lo veo con todaclaridad. La sala atestada de gente,todos los ojos sobre Thomas Hart, comohipnotizados cuando éste presenta a los

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tres hombres y luego se vuelve hacia elfamoso aviador y pregunta, «¿Estáseguro de que no era él? ¿Ni él? ¿Niél?», y el juez golpeando con el martilloy los periodistas precipitándose hacialos teléfonos. Crear un pequeño circopara contrarrestar el circo organizadocontra ti, ¿no es eso?

—Precisamente.—Ah, Thomas, serás un magnífico

abogado. En el peor de los casos, elayudante del diablo, si morimos aquí ynos vamos al infierno. Pero recuerdaque conviene ser prudente. Para muchagente entre el público, el jurado y elmismo juez, Lindbergh era un santo. Un

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héroe. Un perfecto caballero. Es precisoser prudente al demostrar que un hombreaureolado por el resplandor deperfección que le ha otorgado la opiniónpública es un mentiroso. ¡Tenlopresente! Hablando de perfección, aquíviene Hugh con el té.

El anciano tomó la taza humeante yaspiró con arrobo.

—Ah —dijo—, ojalá tuviéramos unpoco de…

Tommy sacó del bolsillo el bote deleche condensada al tiempo queterminaba la frase del anciano: «¿…unpoco de leche fresca?»

—Thomas, hijo mío, llegarás lejos

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en esta vida —comentó Phillip Prycecon una carcajada.

Acto seguido vertió un generosochorro en su taza de loza blanca y bebióun largo trago con manifiesto placer.

—Ahora que me he dejado sobornarpor el yanqui —dijo mirando a Renadaysobre el borde de la taza—, espero quetú también te hayas preparadodebidamente, Hugh.

Renaday se sirvió un poco de lecheen su té y asintió con vehemencia.

—Por supuesto, Phillip. Aunque mehallo en situación de clara desventajadebido a este descarado soborno porparte de nuestro amigo estadounidense,

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estoy perfectamente preparado. Laspruebas que poseo son abrumadoras. Eldinero del rescate, esos billetes halladosen casa de Hauptmann. La escalera, quepuedo demostrar que fue construida conmadera de su propio garaje. La falta deuna coartada creíble…

—Y de una confesión —interrumpióTommy Hart bruscamente—. Inclusodespués de que fuera sometido a unlargo y durísimo interrogatorio.

—Esa ausencia de confesión —terció Pryce—, es francamentepreocupante, ¿no es cierto, Hugh?

Asombra que no fueran capaces deobtenerla. Cabe pensar que el hombre

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acabaría desmoronándose ante losesfuerzos de la policía estatal. Tambiéncabe pensar que los remordimientos leatormentarían por haber matado a unacriatura inocente. Imaginamos que esaspresiones, externas e internas, seríanprácticamente insuperables, sobre todopara un hombre tosco, de escasaeducación, y que, al cabo de un tiempose produciría por fin esta confesión, lacual respondería a los muchos ypersistentes interrogantes. Pero en vezde ello, este estúpido obrero insiste ensu inocencia…

El canadiense asintió con la cabeza.—Me sorprende que no le hicieran

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confesar. Yo lo habría hecho, aunque nosin recurrir a lo que vosotros, los quehabéis nacido más abajo de la latitudcuarenta y ocho, llamáis tercer grado.Ahora bien, reconozco que unaconfesión sería oportuna, quizás inclusoimportante, pero… —Hugh Renaday sedetuvo y sonrió a Tommy—. Pero no lanecesito. No. El hombre ha entrado en lasala envuelto en un manto deculpabilidad. Cubierto de pies a cabezade culpabilidad. Preñado deculpabilidad… —Renaday sacó labarriga y se dio una sonora palmada.Los tres hombres se rieron de aquellaimagen—. Yo apenas tengo que hacer

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nada, salvo ayudar al verdugo a anudarla soga.

—En realidad, Hugh —dijo Tommycon suavidad—, en Nueva Jerseyutilizaban la silla eléctrica.

—Bueno —replicó el canadiensemientras partía un trocito de chocolate yse lo metía en la boca antes de pasarlela tableta a Pryce—, pues más vale quela vayan preparando.

—No creo que les sea fácil hallarvoluntarios para esa tarea, Hugh —dijoPryce—. Incluso en tiempo de guerra.

La carcajada del teniente coroneldesembocó en un feroz ataque de tos,que remitió cuando el anciano bebió un

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largo trago de té, volviendo a dibujaruna amplia sonrisa en su arrugadorostro.

El debate había ido como una seda,pensó Tommy, mientras él y FritzNúmero Uno regresaban al recinto sur.Tommy se había impuesto en algunospuntos, había concedido otros, habíadefendido con pasión cada aspectoprocesal, perdiendo en la mayoría de loscasos, pero no sin plantar batalla.

En general, se sentía satisfecho.Phillip Pryce había decidido abstenersede emitir un fallo y permitir que lasemana siguiente prosiguiera el debate,provocando en Hugh Renaday un teatral

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gesto de indignación y ásperas protestasacerca de que el escandaloso sobornode Tommy había nublado la visión, porlo común perspicaz, de su amigo. Fueuna queja que ninguno de los tres setomó muy en serio.

Después de caminar juntos durantebreves momentos, Tommy observó queel hurón estaba muy callado. A FritzNúmero Uno le gustaba utilizar sus dotesde políglota, afirmando a veces enprivado que después de la guerra podríaemplearlas con fines nobles y lucrativos.Por supuesto, era difícil adivinar si FritzNúmero Uno se refería a después de queganaran los alemanes o bien a después

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de que lo hicieran los Aliados. Siempreera difícil, pensó Tommy, adivinar elgrado de fanatismo de la mayoría dealemanes. El hombre de la Gestapo quevisitaba de vez en cuando el campo —por lo general, tras un intento de fugafallido— exhibía sus opiniones políticasabiertamente.

En cambio, un hurón como FritzNúmero Uno, o el comandante, semostraba más hermético al respecto.

Tommy se volvió hacia el alemán.Fritz Número Uno era alto, como élmismo, y delgado como un kriegie. Ladiferencia principal entre ellos era quela piel del alemán tenía aspecto

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saludable, muy distinto del cutis cetrinoy apagado que todos los prisionerosadquirían al cabo de unas pocassemanas en el Stalag Luft 13.

—¿Qué pasa, Fritz? ¿Le ha comidola lengua el gato?

El hurón alzó la vista, perplejo.—¿Gato? ¿Qué quiere decir?—Quiero decir que ¿por qué está tan

callado?Fritz Número Uno asintió con la

cabeza.—El gato se come tu lengua. Muy

ingenioso, lo recordaré.—¿Y bien? ¿Qué le preocupa?El hurón arrugó el ceño y se encogió

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de hombros.—Los rusos —repuso en voz baja

—. Hoy se ha empezado a despejar unazona para instalar otro campo para másprisioneros aliados. Nosotros cogemos alos rusos y los usamos para trabajar.

Viven en unas tiendas de campaña amenos de dos kilómetros, al otro ladodel bosque.

—Muy bien ¿y con eso qué?Fritz Número Uno bajó la voz,

volviendo la cabeza con rapidez paracerciorarse de que nadie podía oír loque decía.

—Los obligamos a trabajar hastamorir, teniente. No hay paquetes de la

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Cruz Roja con carne enlatada ycigarrillos para ellos. Sólo trabajo, ymuy duro. Mueren a docenas, acentenares. Me preocupa la represaliadel ejército rojo si se enteran de cómotratamos a esos prisioneros.

—Le preocupa que cuandoaparezcan los rusos…

—No se mostrarán caritativos.«Lo tenéis bien empleado» pensó

Tommy al tiempo que asentía.Pero antes de que pudiera responder,

el otro extendió la mano para detenerlo.Se hallaban a unos treinta metros de lapuerta del recinto sur. Tommycomprendió en el acto. Una larga y

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sinuosa columna de hombres que desdela izquierda marchaba hacia ellos sedisponía a pasar frente a la entrada delcampo de prisioneros de EstadosUnidos. Los observó con una mezcla decuriosidad y desesperación. Pensó queeran hombres, con sus vidas, sushogares, sus familias y sus esperanzas.

Pero eran hombres muertos.Los soldados alemanes que

vigilaban la columna vestían el uniformede combate. Encañonaban a toda la líneade hombres que avanzaban arrastrandolos pies. De vez en cuando uno gritaba«Schnell! Schnell!», exhortándolos aapresurarse, pero los rusos caminaban a

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su propio ritmo, lento y laborioso.Estaban extenuados. Tommy observósignos de enfermedad y dolor detrás desus espesas barbas, en sus ojos hundidosy atormentados. Caminaban cabizbajos,como si cada paso que daban lesprodujera un inmenso sufrimiento. Devez en cuando veía a un par deprisioneros que observaba a losguardias alemanes, murmurando en supropia lengua, y advirtió que la ira y larebeldía, se mezclaban con laresignación. Se trataba de un conflicto:hombres cubiertos con los harapos deuna existencia dura y llena deprivaciones, pero que no se sentían

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derrotados a pesar de su desesperadasituación. Marchaban hacia el próximominuto, que no era sino sesenta segundosmás próximo a sus inevitables muertes.

Tommy sintió un nudo en la garganta.Pero en aquel momento, se produjo

algo insólito:Dentro del recinto americano, más

allá de la alambrada, Vincent Bedfordhabía entrado a batear.

Al igual que todos los jugadores, yel resto de los kriegies, había vistoacercarse a los prisioneros, quemarchaban penosamente. La mayoría delos americanos se habían quedadoinmóviles, fascinados por aquellos

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esqueletos andantes.Pero Bedford no. Tras lanzar un

alarido, había dejado caer el bate alsuelo; agitando los brazos y gritando confuria, Trader Vic había dado mediavuelta y había echado a correr hacia elbarracón más cercano, cerrando la reciapuerta de madera con un sonoro portazo.

Durante unos instantes, Tommy sesintió confuso. No comprendía nada.Pero al cabo de unos segundos se le hizola luz, cuando el de Misisipí salió delbarracón casi con la misma velocidadcon que había entrado, pero cargado dehogazas de pan moreno alemán. Gritó asus compatriotas:

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—Kriegsbrot! Kriegsbrot!Luego, sin entretenerse en

comprobar si su mensaje había quedadoclaro, Vincent Bedford echó a correr atoda velocidad hacia la puerta delcampo. Tommy observó que losguardias alemanes le apuntaban.

Un Feldwebel, que llevaba una gorrade campaña, se separó del escuadrónque custodiaba la puerta, precipitándosehacia Bedford y agitando los brazos.

—Nein! Nein! Ist verboten! —gritó.Al tiempo que corría hacia el

aviador americano, intentaba inútilmentedesenfundar su Mauser.

Se plantó ante Bedford en el preciso

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instante en que Trader Vic alcanzó lapuerta.

La columna de rusos aminoró aúnmás el paso, volviendo las cabezashacia el vocerío. Pese a las insistentesórdenes de los guardias, «Schnell!Schnell!», apenas se movían.

E l Feldwebel miró colérico aBedford, como si, en aquel segundo, elamericano y el alemán ya no fueranprisionero y guardia, sino enemigosencarnizados. Por fin el Feldwebel logródesenfundar su arma y, con la terroríficarapidez de una serpiente, la apoyó en elpecho del sureño.

—Ist verboten! —repitió con

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severidad.Tommy observó una expresión

enloquecida en los ojos de Bedford.—Verboten? —preguntó con voz

aguda, esbozando una mueca dedesprecio—. ¿Pues sabes qué te digo,chico? ¡Que te den por el saco!

Bedford se apartó rápidamente a unlado del alemán, haciendo caso omisodel arma. Con un movimiento airoso yfluido, extendió el brazo hacia atrás yarrojó una hogaza por encima de laalambrada de espino. El pan rodó en elaire, arqueándose como una balatrazadora hasta aterrizar justo en mediode los prisioneros rusos.

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La columna pareció estallar. Sinromper la formación, todos se volvieronhacia el campo de los norteamericanos.Al instante alzaron los brazos con gestoimplorante y sus voces roncasdesgarraron la tarde de mayo.

—Brot! Brot! —no cesaban derepetir.

E l Feldwebel alemán amartilló supistola, dejando oír un clic que Tommypercibió a través de las súplicas de losrusos. Los otros guardias hicieron lopropio. Pero todos permanecieroninmóviles, sin dar ni un paso haciaBedford o la columna de rusos.

Bedford se volvió hacia el

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Feldwebel y dijo:—Tranquilos, chicos. Podéis

matarlos mañana. Pero hoy, cuandomenos, comerán. —Sonrió como un locoy lanzó otra hogaza por encima de lavalla, seguida de una tercera. ElFeldwebel miró fijamente a Bedfordunos momentos, dudando de si matarlo ono hacerlo. Luego se encogió dehombros con un gesto exagerado yenfundó de nuevo su pistola.

Docenas de kriegies habían salidode los barracones, cargados con lasduras hogazas de pan alemán. Loshombres se acercaron a la valla y alcabo de unos minutos una lluvia de pan

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cayó sobre los prisioneros rusos,quienes, sin abandonar la formación, seapresuraron a recoger hasta el últimotrozo. Tommy observó a Bedford cuandoéste arrojó su última hogaza, tras lo cualel sureño retrocedió, con los brazoscruzados, sonriendo satisfecho.

Los alemanes permitieron que laescena continuara.

Al cabo de unos momentos, Tommyreparó en una hogaza que no habíalogrado salvar la distancia. En béisbolse utiliza el término «brazo corto» paradescribir un lanzamiento que no alcanzasu objetivo. La hogaza cayó en el suelo auna docena de pasos de la columna. En

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aquel preciso momento, Tommy observóque un ruso de complexión menuda,semejante a un conejo, que se hallabasituado en el borde de la fila dehombres, había reparado en la hogaza.El hombre parecía dudar en rescatar elprecioso trozo de pan. En aquelsegundo, Tommy imaginó lospensamientos que debían de pasar por lamente del hombre, calculando susprobabilidades. El pan era vida.

Abandonar la formación podíasignificar la muerte. Un riesgo, pero unpremio importante. Tommy queríagritarle al hombre: «¡No! ¡No merece lapena!», pero no recordaba la palabra

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rusa, «Niet!»Y en aquel instante de vacilación, el

soldado se separó, avanzó y se agachó,extendiendo los brazos para tomar lahogaza.

No lo consiguió.Una ráfaga de ametralladora

desgarró el aire, fragmentando los gritosde los prisioneros. El soldado ruso cayóde bruces, a pocos pasos del trozo depan. Su cuerpo se sacudió con losestertores de la muerte, mientras lasangre se extendía por la tierra que lerodeaba. Quedó inmóvil.

La columna se estremeció. Sinembargo, en lugar de proferir gritos de

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indignación, los rusos enmudecieron alinstante. En aquel silencio había odio yrabia.

El guardia alemán que habíadisparado se dirigió con parsimoniahacia el cadáver y lo empujó con labota. Accionó el cerrojo de su arma,haciendo saltar el cartucho utilizado, ysustituyéndolo con otro. Luego hizo unabrusca seña a dos hombres de lacolumna, los cuales avanzaron, salvaronla corta distancia y se agacharon pararecoger el cadáver. Se santiguaron, perouno de ellos, con los ojos fijos en elguardia alemán, alargó la mano y tomóla peligrosa hogaza. En el rostro del

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soldado ruso se dibujó una mueca defuria, como un animal acorralado que serevuelve, un glotón o un tejón, dispuestoa defender con uñas y dientes lo queguarda en su magro arsenal. Acontinuación los prisioneros cogieron elcadáver, transportando a hombros elmacabro botín. Tommy Hart temió quelos alemanes abrieran fuego contra todala columna y se apresuró a mirar a sualrededor en busca de un lugar donderefugiarse.

—Raus! —ordenó el alemán. Estabaintranquilo. Los hombres, con torpeza ya su pesar, volvieron a formar, yreanudaron la marcha.

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Pero del centro de la columna brotóuna voz anónima que entonó una pausaday triste canción.

Las palabras, graves y resonantes,flotaron en el aire, elevándose sobre elsonido amortiguado de las pisadas.Ninguno de los guardias alemanes hizoun gesto inmediato para detener lacanción. Aunque las palabras eranincomprensibles para Tommy, la letratenía un significado claro y nítido. Alcabo de unos momentos, la canción sedesvaneció junto con la columna, através de la lejana hilera de abetos.

—Eh, Fritz —murmuró Tommy,aunque ya conocía la respuesta—. ¿Qué

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estaba cantando?—Era una canción de gratitud —se

apresuró a responder Fritz Número Uno—. Y libertad.

El hurón meneó la cabeza.—Seguramente será su última

canción —dijo el hurón—. Ese hombreno saldrá vivo del bosque.

Luego señaló la puerta de laalambrada, junto a la que seguía de pieVincent Bedford. El de Misisipí observótambién a los rusos hasta que seperdieron de vista. Luego la sonrisa seborró de su rostro y Bedford saludódiscretamente tocándose la visera de sugorra.

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—No creí —murmuró Fritz NúmeroUno mientras indicaba al guardia quecustodiaba la alambrada que la abriera— que nuestro amigo Trader Vic fueraun hombre tan valiente. Fue unaestupidez arriesgar la vida por un rusoal que tarde o temprano matarán, perohubo valor en ello.

Tommy asintió. Él pensaba lomismo. Pero lo que más le sorprendiófue comprobar que Fritz Número Unoconocía el apodo que sus compañerosde campo habían dado a VincentBedford.

Cuando la puerta de acceso a losbarracones se cerró tras él, Tommy

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divisó a Lincoln Scott. El aviador negrose hallaba a cierta distancia, junto allímite del campo, observando el lugarpor el que los rusos habían penetrado enla frondosa y sombría línea de árboles.Como de costumbre, estaba solo.

Poco antes de que los alemanesapagaran la luz por la noche, Tommy seacostó en su litera en el barracón 101.Apoyó un texto de procedimiento penalsobre sus rodillas, pero no logróconcentrarse en aquella árida prosa. Lasinopsis del caso resultaba aburrida yfalta de imaginación. Tommy se distrajo

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entonces rememorando la sala deFlemington y el juicio que allí se habíacelebrado.

Recordó las palabras de PhillipPryce, que el odio constituía eltrasfondo del caso que se juzgaba, ypensó que debía de existir una forma deneutralizar aquella furia. Pensó que elmejor abogado halla la forma deaprovechar las fuerzas dirigidas contrasu cliente.

Se volvió bajo la manta para tomaruno de los cabos de lápiz que guardabajunto a la cama. En un trozo de papel deembalar escribió algo y, acto seguido,volvió a examinar el caso del

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carpintero.Sonrió pensando que éste era un

pequeño acto de desesperación legal,porque los hechos en los que HughRenaday se apoyaba con obstinación sealineaban ante él como una falange dehoplitas. No obstante, reconocía quePhillip era un hombre sutil y que unargumento interesante serviría paraalejarlo de las pruebas. Sería un golpemaestro, pensó, preguntándose qué famareportaría al abogado de Bruno RichardHauptmann el hecho de haberconseguido liberarlo. Incluso en estarecreación imaginaria del caso.

Consultó su reloj. Los alemanes se

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mostraban inconstantes en cuanto a lahora en que apagaban las luces. Para unagente tan estricta, resultaba insólito, casiinexplicable. Tommy supuso que aúndisponía de más de treinta minutos deluz.

Se quitó el reloj, lo giró y leyó lainscripción mientras deslizaba el dedopor ella. Cerró los ojos y comprobó quede ese modo podía eliminar los sonidosy los olores del campo de internamiento,y tras respirar hondo volvió a Vermont.Era propenso a fantasear sobre ciertosmomentos muy especiales: la primeravez que se había besado con Lydia, laprimera vez que había sentido la suave

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curva de sus pechos, el momento en quehabía comprendido que la amaría almargen de lo que le ocurriera en laguerra. Pero Tommy se afanó endesterrar esos recuerdos, pues preferíasoñar despierto con hechos corrientes,por ejemplo, las costumbres de suinfancia y juventud. Recordaba habercapturado una reluciente trucha irisadaque había picado su mosca seca en unpequeño recodo del río Mettawee,donde el curso de las aguas habíacreado una charca llena de peces degran tamaño, y cuya existencia, alparecer, sólo él conocía. Tambiénrecordó el día de principios de

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septiembre en que había ayudado a sumadre a preparar su equipaje para laacademia, doblando cada camisa dos otres veces antes de depositarla condelicadeza en la enorme maleta decuero.

Aquel día tan señalado Tommy nocomprendió por qué su madre no cesabade enjugarse las lágrimas.

Mantuvo los ojos cerrados. «Losdías corrientes son muy especiales —pensó—. Los días especiales sonespectaculares, acontecimientos dignosde retener en la memoria.»

Tommy dejó escapar un prolongadosuspiro. «En sitios como éste —se dijo

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— es donde comprendes la vida.»Sacudió la cabeza ligeramente y

volvió al libro de texto, procurandoconcentrarse en él como un vaquero queazuza al ganado, pero con una fustamental e interjecciones imaginarias.

Tommy se hallaba tumbado en sulitera, concentrándose en el caso de unadisputa entre una compañía papelera ysus empleados, ocurrido unos doce añosatrás. De pronto, oyó los primeros gritosairados procedentes de otro dormitoriodel barracón 101.

Se incorporó con rapidez. Se volvióhacia el lugar del que procedía el ruido,como un perro que percibe una extraña

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ráfaga de aire. Oyó otro grito, y untercero, y el estrépito de muebles al serarrojados contra los delgados tabiques.

Se levantó de la cama, al igual quelo hacían otros hombres en sudormitorio. Entonces oyó una voz quedecía: «¿Qué demonios ocurre?» Peroantes de que hubieran terminado deformular la pregunta, Tommy ya ibahacia el pasillo central que recorría elbarracón 101, en dirección al ruido dela pelea que se estaba produciendo.Apenas tuvo tiempo de pensar en loinfrecuente del caso, ya que en todos losmeses que llevaba en el Stalag Luft 13,Tommy no había oído de dos hombres

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que hubieran llegado a las manos. Nipor las pérdidas en una partida depóquer, ni por haber entrado conexcesiva dureza en la segunda base. Niuna sola disputa en el campo debaloncesto de tierra prensada, ni sobreuna interpretación teatral de. Elmercader de Venecia.

L o s kriegies no peleaban.Negociaban, discutían. Asumían laspequeñas derrotas del campo con totalnaturalidad, no porque hieran soldadoshabituados a la disciplina militar, sinoporque daban por sentado que todos sehallaban en el mismo barco. Loshombres que no se llevaban bien con

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algún compañero encontraban la formade resolver sus diferencias, o bienevitaban toparse con él.

Si los hombres llevaban dentro unarabia contenida, era una rabia contra laalambrada, contra los alemanes y lamala suerte que los había llevado allí,aunque la mayoría comprendía que encierto modo era lo mejor que les podíahaber pasado.

Tommy se apresuró hacia el lugardel que procedían las voces,percibiendo una intensa furia y una rabiaincontrolable. No alcanzaba acomprender el motivo de la pelea. A suespalda, el pasillo había empezado a

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llenarse de curiosos, pero consiguióavanzar deprisa y fue uno de losprimeros en llegar al dormitorio dondeestaba la litera de Trader Vic.

Lo que vio lo dejó estupefacto.Habían conseguido volcar una litera,

que había quedado apoyada en otra. Enun rincón había una taquilla tallada enmadera tumbada en el suelo, rodeada decartones de cigarrillos y latas decomida.

También había prendas de vestir ylibros diseminados por el suelo.

Lincoln Scott estaba de pie, con laespalda apoyada en una pared, solo.Respiraba trabajosamente y tenía los

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puños crispados.Sus compañeros de cuarto estaban

conteniendo a Vincent Bedford.Al de Misisipí le brotaba un hilo de

sangre de la nariz. Luchaba contra cuatrohombres, que le sujetaban por losbrazos. Bedford tenía el rostroacalorado, la mirada enfurecida.

—¡Eres hombre muerto, negro! —gritó—. ¿Me has oído, chico? ¡Muerto!

Lincoln Scott no dijo nada, pero noapartaba la vista de Bedford.

—¡No pararé hasta verte muerto,chico! —vociferó Bedford.

Tommy sintió de pronto que alguienle empujaba a un lado y, al volverse,

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oyó exclamar a otro de los kriegies:—¡Atención!En aquel preciso momento, vio la

inconfundible figura del coronelMacNamara, acompañado por elcomandante David Clark, su ayudante ysegundo en el mando. Mientras todos secuadraban, los dos hombres sedirigieron hacia el centro de la estancia,echando un rápido vistazo a losdesperfectos provocados por la pelea.MacNamara enrojeció de ira, pero noalzó la voz. Se volvió hacia un tenienteque Tommy conocía vagamente y erauno de los compañeros de cuarto deTrader Vic.

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—¿Qué ha ocurrido aquí, teniente?El hombre avanzó un paso.—Una pelea, señor.—¿Una pelea? Continúe, por favor.—El capitán Bedford y el teniente

Scott, señor. Una disputa sobre unosobjetos que el capitán Bedford afirmaque han desaparecido de su taquilla.

—Ya. Continúe.—Han llegado a las manos.MacNamara asintió. Su rostro

traslucía aún una ira contenida.—Gracias, teniente. Bedford, ¿tiene

algo que decir al respecto?Trader Vic, cuadrado ante su

superior, avanzó con precisión pese a su

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aspecto desaliñado.—Faltan unos objetos de

importancia personal para mí, señor.Han sido robados.

—¿Qué objetos?—Una radio, señor. Un cartón de

cigarrillos. Tres tabletas de chocolate.—¿Está seguro de que faltan?—¡Sí, señor! Mantengo un inventario

de todas mis pertenencias, señor.MacNamara asintió con la cabeza.—Lo creo —dijo secamente—. ¿Y

supone que el teniente Scott cometió elrobo?

—Sí, señor.—¿Y le ha acusado de ello?

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—Sí, señor.—¿Le vio usted tomar esos objetos?—No, señor —Bedford había

dudado unos segundos—. Regresé aldormitorio en el barracón. Él era elúnico kriegie que se encontraba aquí. Alhacer el habitual recuento de mispertenencias…

MacNamara alzó la mano parainterrumpirle.

—Teniente —dijo volviéndosehacia Scott—, ¿ha cogido usted algúnobjeto de la taquilla de Bedford?

La voz de Scott era ronca, áspera, yTommy pensó que trataba de reprimirtoda emoción.

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Mantuvo los ojos al frente y loshombros rígidos.

—No, señor.MacNamara lo miró con los ojos

entornados.—¿No?—No, señor.—¿Asegura que no ha tomado nada

que pertenezca al capitán Bedford?Cuando el coronel le formuló la

misma pregunta por tercera vez, LincolnScott se volvió ligeramente para mirar aMacNamara a los ojos.

—Así es, señor.—¿Cree que el capitán Bedford se

equivoca al acusarlo?

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Scott dudó unos instantes, sopesandola respuesta.

—No puedo precisar nada acercadel capitán Bedford, señor. Me limito adecir que no he tomado ningún objetoque le pertenezca.

La respuesta disgustó a MacNamara.—A usted, Scott —dijo apuntando

con un dedo al pecho del aviador—, leveré mañana por la mañana después delAppell en mi habitación. Bedford, austed lo veré… —El comandante vacilódurante un segundo. Luego añadió contono enérgico—: No, Bedford, primerole veré a usted.

Después de pasar revista por la

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mañana. Usted espere fuera, Scott, ycuando yo haya terminado con él, nosveremos. Entre tanto, quiero que limpieneste lugar. Dentro de cinco minutos debeestar todo en orden. En cuanto a estanoche, no quiero ni un solo conflictomás. ¿Lo han entendido todos?

Tanto Scott como Bedford asintieronlentamente con la cabeza y respondieronal unísono:

—Sí, señor.MacNamara se dispuso a salir, pero

cambió de parecer. Se volvió conbrusquedad hacia el teniente a quienhabía interrogado primero.

—Teniente —dijo de sopetón,

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haciendo que el oficial se cuadrara—.Quiero que tome una manta y lo quenecesite esta noche. Ocupará la literadel comandante Clark. —MacNamara sevolvió hacia su segundo en el mando—.Clark, creo que esta noche seríaconveniente…

Pero el comandante le interrumpió.—Desde luego, señor —dijo

efectuando el saludo militar—. No hayningún problema. Iré a por mi manta. —El segundo en el mando se volvió haciael joven teniente—. Sígame —le ordenó.Luego se volvió hacia Tommy y losotros kriegies que se habían reunido enel pasillo—. ¡El espectáculo ha

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terminado! —dijo en voz alta—.¡Regresen a sus literas ahora mismo!

L o s kriegies, entre ellos TommyHart, se apresuraron a obedecer,dispersándose y echando a correr por elpasillo como cucarachas al encenderseuna luz. Durante unos minutos Tommyoyó, desde la posición que ocupaba,unos pasos sobre las tablas del suelo delpasillo central. Luego un silenciosofocante, seguido por la repentinallegada de la oscuridad cuando losalemanes cortaron la electricidad.Todos los barracones quedaron sumidosen la oscuridad de la noche y se derramóuna oscura calma sobre el reducido y

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compacto mundo del Stalag Luft 13. Laúnica luz que se veía era el erráticomovimiento de un reflector al pasarsobre la alambrada y los tejados de losbarracones. El único ruido que se oíaera el distante estrépito habitual de unbombardeo nocturno sobre las fábricasen una ciudad cercana, recordando a loshombres, mientras trataban de conciliarel sueño que probablemente lessumergiría en alguna pesadilla, que enotros lugares ocurrían muchas cosas degran importancia.

A la mañana siguiente, el campo era

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un hervidero de rumores. Algunosdecían que los dos hombres iban a serenviados a la celda de castigo, otrosapuntaban que iban a convocar a untribunal de oficiales para juzgar ladisputa sobre el presunto robo. Unhombre aseguró saber de buena tinta queLincoln Scott iba a ser trasladado a unahabitación donde estaría solo, otroafirmó que Bedford contaba con elapoyo de todo el contingente sureño dekriegies, y que al margen de lo quehiciera el coronel MacNamara, LincolnScott tenía los días contados.

Como solía ocurrir en estos casos,ninguno de los rumores más peregrinos

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era cierto.El coronel MacNamara se reunió en

privado con cada uno de los implicados.Informó a Scott que lo trasladaría a otrobarracón cuando quedara unodisponible, pero que él, MacNamara, noestaba dispuesto a ordenar a un hombreque se mudara de cuarto para acomodaral aviador negro. A Bedford le dijo quesin pruebas fidedignas, respaldadas portestigos que afirmaran que le habíanrobado, sus acusaciones carecían defundamento. Le ordenó que dejara demeterse con Scott hasta que éste pudieratrasladarse a otro cuarto. MacNamaraordenó a ambos que procuraran no

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enfrentarse hasta que pudiera efectuarsedicho traslado. Les recordó que eranoficiales de un ejército en guerra yestaban sujetos a la disciplina militar.Les dijo que esperaba que ambos secomportaran como caballeros y que noquería volver a oír una palabra sobre elasunto. El último comentario conteníatodo el peso de su ira; quedó claro,según comprendieron todos los kriegiesal enterarse de ello, que por más que losdos hombres se odiaran mutuamente, elhecho de encabezar la lista de agraviosdel coronel MacNamara era algoenormemente serio.

Durante los días que siguieron reinó

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en el campo una tensión que parecíatocarse.

Trader Vic reanudó sus tratos ynegocios, y Lincoln Scott regresó a suslecturas y sus paseos solitarios. TommyHart sospechaba que la procesión ibapor dentro. Todo esto le parecía muycurioso, incluso le intrigaba. La vida enun campo de prisioneros tenía unaevidente fragilidad; cualquier grieta enla fachada de urbanidad creada con tantoesmero suponía un peligro para todos.

La espantosa monotonía de laprisión, los nervios de haber visto decerca la muerte, el temor de haber sidoolvidados acechaba tras cada minuto de

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vigilia. Luchaban constantemente contrael aislamiento y la desesperación,porque todos sabían que podíanvolverse enemigos de sí mismos, peoresaun que los propios alemanes.

La tarde era espléndida. El sol sederramaba sobre los apagados ymonótonos colores del campo yarrancaba reflejos a la alambrada deespino. Tommy, con un texto legal bajoel brazo, acababa de salir de uno de losAborts, e iba en busca de un lugar cálidodonde sentarse. En el campo de deportese desarrollaba un agitado partido debéisbol, entre los estentóreos abucheos ysilbidos de rigor.

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Más allá del recinto deportivo,Tommy vio a Lincoln Scott caminandopor el perímetro del campo.

El negro se encontraba a unos treintametros detrás del fildeador derecho,cabizbajo, avanzando con paso ágil,pero con aspecto atormentado. Tommypensó que aquel hombre empezaba aparecerse a los rusos que habíanmarchado junto al campo y habíandesaparecido en el bosque.

Dudó unos instantes, pero decidióhacer otro intento de conversar con elaviador negro. Suponía que desde lapelea en el barracón nadie le habíadirigido la palabra. Dudaba de que

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Scott, por fuerte que creyera ser,resistiera ese aislamiento sin perder larazón.

Así pues, atravesó el recinto, sinsaber lo que iba a decir, pero pensandoque era necesario decir algo. Alacercarse, observó que el fildeadorderecho, que se había vuelto para echaruna ojeada al aviador, era VincentBedford.

Mientras se dirigía hacia allí Tommyoyó un golpe a lo lejos, seguido por uninstantáneo torrente de gritos yabucheos. Al volverse vio la blancasilueta de la pelota al describir unaairosa parábola sobre el cielo azul de

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Baviera.En aquel preciso momento, Vincent

Bedford se volvió y retrocedió mediadocena de pasos a la carrera. Pero elarco de la pelota fue demasiado rápido,incluso para un experto como Bedford.La pelota aterrizó con un golpe seco enel suelo, levantando una densa nube depolvo y se deslizó rodando más allá dellímite establecido, deteniéndose junto ala alambrada.

Bedford se paró en seco, al igualque Tommy.

A sus espaldas, el bateador quehabía lanzado la pelota corría de unabase a otra, gritando eufórico, mientras

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sus compañeros de equipo le aplaudíany los otros jugadores abucheaban aBedford, situado en el otro extremo delcampo.

Tommy Hart observó que Bedfordsonreía.

—¡Eh, negro! —gritó el sureño.Lincoln Scott se detuvo. Levantó la

cabeza despacio, volviéndose haciaVincent Bedford.

Entornó los ojos, pero no respondió.—Eh, necesito que me ayudes, chico

—dijo Bedford señalando la pelota.Lincoln Scott se volvió.—¡Vamos, chico, ve a buscarla! —

gritó Bedford.

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Scott asintió con la cabeza y avanzóun paso hacia el límite del campo.

En aquel segundo, Tommycomprendió lo que iba a suceder. Elaviador negro iba a cruzar el límite pararescatar la pelota de béisbol sin habersepuesto la blusa blanca con la cruz rojaque los alemanes les proporcionabanpara tal fin. Scott no parecía habersepercatado de que los guardias situadosen la torre más próxima le estabanapuntando con sus armas.

—¡Deténgase! —gritó Tommy—.¡No se mueva!

El pie del aviador negro vaciló en elaire, suspendido sobre la alambrada que

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marcaba el límite.Scott se volvió hacia el frenético

ruido.Tommy echó a correr agitando los

brazos.—¡No! ¡No lo haga! —gritó.Al pasar junto a Bedford aminoró el

paso.—Eres un maldito y estúpido yanqui,

Hart… —oyó murmurar entre dientes aTrader Vic.

Scott se quedó inmóvil, esperandoque Tommy se acercara a él.

—¿Qué pasa? —preguntó el negrosecamente, aunque su voz denotabacierta ansiedad.

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—Tiene que ponerse la camisa paraatravesar el perímetro si no quiere quele acribillen —le explicó Tommy,resollando. Al volverse para señalar elcampo de béisbol, ambos vieron a unode los kriegies que había estado jugandoapresurarse a través del campo portandola camisa de marras agitada por elviento—. Si no muestra la cruz roja, losalemanes pueden disparar contra ustedsin previo aviso, es la norma. ¿No se lohabía dicho nadie?

Scott meneó la cabeza.—No —respondió con lentitud,

mirando a Bedford—. Nadie me lo dijo.—Tiene que ponerse esto, teniente, a

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menos que quiera suicidarse —le dijo elhombre que le tendía la prenda.

Lincoln Scott siguió contemplando aVincent Bedford, que se hallaba a unosmetros. Bedford se quitó el guante debéisbol y empezó a restregarlo despacioy con deliberación.

—¿Vas a buscar esa pelota, sí o no?—le volvió a preguntar Trader Vic—.Los jugadores están perdiendo eltiempo.

—¿Qué diablos te propones,Bedford? —le replicó Tommyvolviéndose hacia el sureño—. ¡Losguardias le habrían disparado antes deque avanzara un metro!

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El sureño se encogió de hombros,sin responder, sonriendo de gozo.

—Eso sería un asesinato, Vic —gritó Tommy—. ¡Y tú lo sabes!

—Pero ¿qué dices, Tommy? —contestó el sureño meneando la cabeza—. Sólo le pedí a ese chico que fuera abuscar la pelota, porque estaba máscerca. Naturalmente, supuse queesperaría a que le trajéramos la camisa.Cualquiera sabe, por tonto que sea, quetienes que ponerte esos colores siquieres traspasar el límite. ¿No escierto?

Lincoln Scott se volvió despacio yalzó la vista hacia los guardias de la

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torre. Alargó la mano y sostuvo lacamisa en alto, para que los guardiaspudieran verlo.

A continuación la arrojó al suelo.—¡Eh! —protestó el kriegie—. ¡No

haga eso!De pronto, Lincoln Scott cruzó el

límite del campo, mirando a los guardiasde la torre. Estos retrocedieron,arrodillándose detrás de sus armas. Unode ellos accionó el cerrojo situado en laparte lateral de la ametralladora, y elruido metálico resonó en todo el campo.Mientras el otro guardia tomó la cinta decartuchos, dispuesto a cargar el arma.

Sin quitar ojo a los guardias

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armados, Scott caminó la escasadistancia que le separaba de laalambrada. Se agachó y recogió lapelota, tras lo cual regresó hasta ellímite. Cruzó la línea impasible, dirigióa los guardias una mirada despectiva, yluego se volvió hacia Vincent Bedford.

Éste no cesaba de sonreír, pero yade una manera forzada. Volvió aenfundarse el guante en la manoizquierda y golpeó el cuero dos o tresveces.

—Gracias, chico —dijo—. Ahoralanza la pelota para que podamoscontinuar con el juego.

Scott miró a Bedford y después a la

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pelota. Alzó la vista con parsimonia ycontempló el centro del campo debéisbol, donde se hallaban el catcher,u n kriegie que hacía de árbitro y elsiguiente bateador. Scott tomó la pelotacon la mano derecha y, pasando frente aTommy, lanzó la pelota con furia.

La pelota de Scott siguió unatrayectoria recta, como un proyectildisparado por el cañón de un caza, através del polvoriento campo. Botó unavez en la parte interior del campo antesde aterrizar sobre el guante del atónitocatcher. Incluso Bedford se quedóboquiabierto por la velocidad que Scotthabía imprimido a la pelota.

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—Tienes un brazo tremendo, chico—comentó Bedford con un tono quedenotaba asombro.

—Así es —repuso Scott. Luego sevolvió y, sin decir palabra, reanudó susolitario paseo por el perímetro delcampo.

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3

El Abort

Poco después del amanecer, altercer día del incidente junto a laalambrada, Tommy Hart se despertó desu dormir profundo, repleto de sueñosdonde los agudos y estridentes sonidosde los silbatos hicieron de nuevo que seespabilara de golpe. El sobresalto pusofin a un extraño sueño en el que su

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novia, Lydia, y el capitán del oeste deTejas que había muerto se hallabansentados en unas mecedoras en el porchede la casa que los padres de Tommytenían en Manchester. Ambos le hacíanseñas para que se uniera a ellos.

Tommy oyó murmurar a uno de loshombres del cuarto:

—¿Qué coño pasa ahora? ¿Otrotúnel?

—Quizá sea un ataque aéreo —respondió una segunda voz al tiempoque se oía el sonido de unos pies que seapoyaban con fuerza en las tablas delsuelo.

—Imposible —apostilló una tercera

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voz—. No se oyen sirenas. ¡Debe detratarse de otro condenado túnel! Yo nosabía que estuviéramos cavando otrotúnel.

—Se supone que nosotros nosabemos nada —dijo Tommyenfundándose el pantalón—. Se suponeque sólo lo saben los expertos en túnelesy los que planifican las fugas. ¿Estálloviendo?

Uno de los hombres abrió lospostigos de la ventana.

—Está lloviznando. ¡Mierda! Hacemucho frío.

El hombre que había junto a laventana se volvió hacia el resto de sus

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compañeros de cuarto y añadió con tonorisueño:

—No pueden obligarnos a volar conesta niebla.

Esta afirmación fue de inmediatoacogida con la mezcla habitual de risas,protestas y silbidos.

—Quizás alguno ha tratado defugarse a través de la alambrada —oyódecir Tommy al piloto de caza queocupaba la cama superior.

—Los pilotos de caza sólo pensáisen eso: que alguien va a tratar de fugarsesolo —replicó una de las primerasvoces entre bufidos sarcásticos.

—Somos gente independiente —

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contestó el piloto del caza, agitando lamano hacia el otro en plan de guasa. Elresto de los aviadores se echó a reír.

—Pero necesitáis permiso delcomité de fugas —dijo Tommyencogiéndose de hombros—. Y despuésdel derrumbe del último túnel, dudo quealguien os dé permiso para suicidaros.Aunque se trate de un piloto de Mustangchiflado.

El comentario fue acogido conexclamaciones de aprobación.

Fuera, los silbatos no cesaban desonar y se oía el estrépito y las carrerasde hombres calzados con botasreuniéndose en formación. Los kriegies

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del barracón 101 tomaron sus jerséis delana y sus cazadoras de cuero, quependían de improvisados tendederosentre las literas, mientras los guardiaslos conminaban a gritos. Tommy se atólas botas con fuerza, cogió su gastadagorra y se unió a los prisioneros quesalían de sus barracones. Cuandotraspuso la puerta, alzó la vista hacia elcielo encapotado. Una ligera llovizna lehumedeció el rostro y un frío intenso yhúmedo le caló la ropa interior, eljersey y la cazadora. Tommy se levantóel cuello de la chaqueta, inclinó loshombros hacia delante y echó a andarhacia el campo de revista.

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Pero lo que vio lo hizo detenerse enseco.

Dos docenas de soldados alemanes,cubiertos con abrigos de invierno y consus relucientes cascos de acerosalpicados de gotitas de humedad, sehallaban congregados en torno al Abortsituado entre el barracón 101 y elbarracón 102. Con expresión dura yrecelosa, se hallaban frente a losaviadores aliados, empuñando susarmas. Parecían esperar una orden.

E l Abort tenía sólo una puerta,ubicada al otro lado del pequeñoedificio de madera. Von Reiter, elcomandante del campo, con un abrigo

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forrado de raso rojo echado sobre loshombros, más adecuado para asistir a laópera que para aquellas circunstancias,se hallaba junto a la puerta del Abort.Como de costumbre, sostenía una fustaen la mano, con la que golpeabareiteradamente sus negras y relucientesbotas de cuero. Fritz Número Uno, enposición de firmes, se encontraba a unospasos de él. Von Reiter no hizo caso delos hurones y observó a los kriegies quepasaban a toda prisa. Aparte del gestonervioso con la fusta, Von Reiterpermanecía inmóvil como uno de losabetos que montaban guardia en ellejano bosque, indiferente a la hora

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intempestiva y al frío. El comandanterecorrió con la mirada las filas dehombres formados, casi como sipretendiera contarlos él mismo, o comosi reconociera cada uno de los rostros.

Los hombres se agruparon y secolocaron en posición de firmes, deespaldas al Abort y al escuadrón desoldados que lo rodeaban. Algunoskriegies trataron de volverse para verqué ocurría a sus espaldas, pero desdeel centro de la formación sonó la ordende mirar al frente. Esto les pusonerviosos; a nadie le gusta tenerhombres armados a sus espaldas.Tommy aguzó el oído, pero no logró

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descifrar lo que ocurría dentro delAbort. Meneó la cabeza.

—Menudo sitio para excavar untúnel. ¿A quién se le habrá ocurrido esasandez? —murmuró para sí.

—Supongo que a los genios desiempre —repuso un hombre tras él—.En una situación normal…

—La hubiéramos jodido —replicaron un par de voces al unísono.

—Eso —añadió otro hombre en laformación—, pero ¿cómo diablos lodescubrieron los alemanes?

Es el mejor sitio para excavar y a lavez el peor. Si soportas la peste…

—Ya, si…

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—Algunos tíos están dispuestos aarrastrarse a través de mierda con tal desalir de aquí —dijo Tommy.

—Yo no —respondió otro, pero otravoz se apresuró a contradecirle.

—Tío, si pudiera salir de aquí,estaría dispuesto a arrastrarme a travésde lo que fuera. Lo haría incluso por unpase de veinticuatro horas. ¡Pasar undía, o medio siquiera, al otro lado deesta maldita alambrada, coño!

—Estás loco —repuso el primero.—Es posible. Pero permanecer en

este campo no beneficia mi estadomental, te lo aseguro.

Se oyó un coro de murmullos de

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aprobación.—Ahí van el viejo y Clark —musitó

uno de los pilotos—. Echan chispas porlos ojos.

Tommy Hart vio al coronel y susegundo en el mando pasar frente a lacabeza de la formación, tras lo cualdieron media vuelta y se dirigieronhacia el Abort. MacNamara marchabacon la intensidad de un instructor deWest Point. El comandante Clark, cuyaspiernas parecían tener la mitad deltamaño que las de su superior, seesforzaba en seguirlo. Habría resultadocómico de no ser por la expresiónenfurecida que mostraban ambos

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hombres.—Espero que consigan averiguar

qué ocurre —masculló un hombre—.¡Joder, tengo los pies empapados!Apenas siento los dedos.

Pero no obtuvieron respuestainmediata. Los hombres permanecieronen posición de firmes otros treintaminutos, restregando de vez en cuandolos pies en el suelo, tiritando. Porfortuna, al cabo de un rato cesó lallovizna. No obstante, el cielo apenas sedespejó cuando salió el sol, mostrandoun ancho mundo de color plomizo.

Al cabo de casi una hora, loskriegies vieron al coronel MacNamara y

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al comandante Clark pasar con el OberstVon Reiter por la puerta principal yentrar en el edificio de oficinas delcampo. Aún no se había efectuado elrecuento de prisioneros, lo cualsorprendió a Tommy. No sabía quéocurría, y se sentía picado por lacuriosidad. Cualquier hecho queescapara de la ratina era bienvenido,pensó Tommy. Cualquier cosa distinta,que les recordara que no estabanaislados. En cierto modo, Tommyconfiaba en que los alemanes hubierandescubierto otro túnel. Le gustaban losdesafíos, aunque él mismo no seatreviera a plantearlos. Le había

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complacido ver cómo Bedford arrojabael pan a los rusos. Le había satisfecho, yal mismo tiempo sorprendido, latemeridad que había demostrado LincolnScott junto a la alambrada. Le complacíatodo aquello que le recordara que no eraun mero kriegie. Pero esas cosasocurrían muy de vez en cuando.

Después de otra larga espera, FritzNúmero Uno se acercó a la cabeza delas formaciones y anunció en voz alta:

—Descansen. El recuento matutinose retrasará unos momentos. Puedenfumar. No abandonen su posición.

—¡Eh, Fritz! —gritó el capitán deNueva York—. Déjenos ir a mear. ¡Nos

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lo haremos en los pantalones!El alemán sacudió la cabeza con

energía.—Todavía no. Verboten! —dijo.L o s kriegies protestaron, pero se

relajaron de inmediato. Alrededor deTommy flotaba el olor a tabaco. Noobstante observó que Fritz Número Uno,permanecía de pie, recorriendo con lavista las columnas de hombres cuando lonormal hubiera sido que se apresurase agorrear un pitillo a un prisionero. Alcabo de unos segundos, Tommy vio queel alemán había localizado al hombreque buscaba, y el hurón se dirigió hacialos prisioneros del barracón 101.

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Fritz Número Uno se acercó aLincoln Scott.

—Teniente Scott —dijo el hurón envoz baja—, haga el favor deacompañarme al despacho delcomandante.

Tommy observó que el aviadornegro dudó unos instantes, tras lo cualavanzó un paso y repuso:

—Como usted quiera.El piloto y el hurón echaron a andar

con rapidez a través del campo derevista hacia la puerta principal. Dosguardias la abrieron para dejarlos pasar,volviéndola a cerrar de inmediato.Durante un par de segundos, las

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formaciones guardaron silencio.Después se levantaron numerosas voces,como el viento antes de una tormenta.

—¿Qué ocurre?—¿Qué quieren los alemanes de él?—¿Sabe alguien qué está pasando?Tommy calló. Su curiosidad iba en

aumento, espoleada por las voces que sealzaban a su alrededor. Pensó que todoaquello era muy extraño. Extraño porquese salía de lo habitual. Extraño porquenunca había ocurrido nada semejante.

Los hombres siguieron protestando yrezongando durante casi otra hora. Paraentonces, la débil claridad del día habíaconseguido abrirse paso a través del

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cielo plomizo, y el escaso calor queprometía la mañana había llegado. Losprisioneros tenían hambre. Muchos semorían de ganas de ir al retrete. Todosacusaban el frío y la humedad.

Y todos sentían curiosidad.Al cabo de unos momentos, Fritz

Número Uno apareció junto a la puertade la alambrada. Los guardias laabrieron y él la atravesó casi a lacarrera, dirigiéndose directamente hacialos hombres del barracón 101. Mostrabael rostro acalorado, pero nada en sutalante indicaba lo que iba a suceder.

—Teniente Hart —dijo, tosiendo ytratando de contener sus jadeos—,

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¿quiere hacer el favor de acompañarmeal despacho del comandante?

Tommy oyó murmurar a un hombresituado a su espalda:

—Procura enterarte de lo queocurre, Tommy.

—Por favor, teniente Hart, ahoramismo —le rogó Fritz Número Uno—.No me gusta hacer esperar a HerrOberst Von Reiter.

Tommy avanzó hasta situarse juntoal hurón.

—¿Qué pasa, Fritz? —preguntó convoz queda.

—Apresúrese, teniente. El Oberst selo explicará.

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Fritz Número Uno atravesó a pasorápido la puerta de la valla.

Tommy echó una ojeada a sualrededor. La puerta crujió al cerrarsetras él y tuvo la extraña sensación dehaber traspasado una puerta cuyaexistencia desconocía. Durante unosinstantes se preguntó si esa sensaciónera la misma que experimentaban loshombres al abandonar los aviones en losque habían sido derribados y salir alaire libre, frío y límpido, cuando ya seles había arrebatado todo cuanto les erafamiliar e infundía seguridad,dejándoles sólo el afán de sobrevivir.

Se dijo que sí.

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Respiró hondo y subió casicorriendo los escalones de madera queconducían al despacho del comandante.Las pisadas de sus botas sonaban comouna ráfaga de ametralladora.

En la pared de detrás de la mesa deloficial, colgaba el obligado retrato deAdolf Hitler. El artista había captado alFührer con una expresión remota yexultante en sus ojos, como siescudriñara el futuro idealizado deAlemania y comprobara que era perfectoy próspero. Tommy Hart pensó que erauna expresión que pocos alemanesseguían luciendo. Las repetidas oleadasde B-17 durante el día y Lancasters por

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la noche, hacían que ese futuro parecieramenos halagüeño. A la derecha delretrato, había otro más pequeño de ungrupo de oficiales alemanes de pie juntoa los restos calcinados y retorcidos deun caza ruso Tupolev. En el centro delgrupo que aparecía en la fotografía seveía a un risueño Von Reiter.

Pero el comandante no sonreíacuando Tommy entró en la estancia y sedetuvo en el centro de la misma. Estabasentado detrás de su mesa de roble. Elteléfono estaba a su derecha y tenía unospapeles sueltos sobre el secante frente aél, junto a la omnipresente fusta. Elcoronel MacNamara y el comandante

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Clark se hallaban sentados a suizquierda. Del teniente Scott no había nirastro.

Von Reiter miró a Tommy y bebió untrago de achicoria en una delicada tazade porcelana.

—Buenos días, teniente —dijo.Tommy dio un taconazo y saludó.

Miró a los dos oficiales americanos,pero éstos se mantuvieron en un discretosegundo plano. También mostrabanexpresiones tensas.

—Herr Oberst —respondió Tommy.—Sus superiores desean hacer unas

preguntas —dijo Von Reiter. Hablaba uninglés con acento tan excelente como

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Fritz Número Uno, aunque el hurónhabría podido pasar por un americanodebido a los coloquialismos que habíaadquirido mientras escoltaba a losestadounidenses por el recinto.

Tommy dudaba que el aristocráticoVon Reiter tuviera el menor interés enaprender la letra de las cancioneshabituales de los prisioneros. Tommydio media vuelta para situarse frente alos dos estadounidenses.

—Teniente Hart —dijo el coronelMacNamara marcando las palabras—.¿Conoce usted bien al capitán VincentBedford?

—¿Vic? —respondió Tommy—.

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Dormimos en el mismo barracón. Hehecho algunos tratos con él.

Vic siempre se lleva la mejor parte.He hablado con él sobre nuestroshogares, y me he quejado del tiempo ode la comida…

—¿Es amigo suyo, teniente? —inquirió el comandante Clark.

—Ni más ni menos que los otrosprisioneros en el campo, señor —repusoTommy. El comandante Clark asintiócon la cabeza.

—¿Cómo describiría usted surelación con el teniente Scott? —prosiguió el coronel MacNamara.

—No mantengo ninguna relación con

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él, señor. Ni yo ni nadie. He tratado demostrarme amable con él, pero la cosano pasó de ahí.

—¿Presenció usted el altercadoentre los dos hombres en la habitacióndel barracón? —preguntó MacNamaratras una pausa.

—No señor. Llegué cuando ya loshabían separado, unos segundos antes deque usted y el comandante Clarkentraran en la habitación.

—¿Pero oyó proferir amenazas?—Sí, señor.El coronel asintió con la cabeza.—Posteriormente, según me han

contado, se produjo otro incidente junto

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a la alambrada…—Yo no lo describiría como un

incidente, señor. Más bien unmalentendido acerca de las normas, quepudo haber tenido consecuencias fatales.

—Que, según creo, usted previnogritando una advertencia.

—Es posible. Ocurrió muy deprisa.—¿Diría usted que este incidente ha

servido para incrementar lossentimientos tensos entre los dosoficiales?

Tommy se detuvo. No tenía remotaidea de adonde querían ir a parar losoficiales, pero se dijo que por si acasoconvenía dar respuestas breves. Se

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había percatado de que los tres hombresallí reunidos escuchaban con atencióntodo cuando decía. Tommy decidióproceder con cautela.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó.—Limítese a responder las

preguntas, teniente.—Había cierta tensión entre ambos,

señor. Creo que se debía a un problemaracial, aunque el capitán Bedford me lonegó en una conversación quemantuvimos. Ignoro si las cosas fueron amás, señor.

—Se odian, ¿me equivoco?—No podría afirmarlo.—El capitán Bedford odia a la raza

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negra y no se molestó en ocultárselo alteniente Scott, ¿no es así?

—El capitán Bedford se expresa confranqueza, señor. Sobre diversos temas.

—¿Diría usted que el teniente Scottse sintió amenazado por el capitánBedford? —preguntó el coronelMacNamara.

—Habría sido difícil que no sesintiera amenazado por él. Pero…

El comandante Clark le interrumpió:—Hace menos de dos semanas que

ese negro está aquí y ya tenemos unapelea por haberle propinado un golpebajo a un oficial colega suyo, y paracolmo de mayor rango, tenemos unas

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acusaciones de robo, seguramentefundadas, y un presunto incidente junto ala alambrada… —Clark se detuvobruscamente y preguntó a Tommy—:Usted es de Vermont, ¿no es cierto,Hart? Que yo sepa, en Vermont no tienenproblemas con los negros, ¿no es así?

—Sí, señor. Manchester, Vermont. Yque yo sepa no hay problemas con losnegros. Pero en estos momentos no nosencontramos en Manchester, Vermont.

—Esto es evidente, teniente —replicó Clark alzando la voz conaspereza.

Von Reiter, que había permanecidosentado en silencio, se apresuró a

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intervenir.—Creo que el teniente sería una

buena elección para esa labor, coronel,a juzgar por la prudencia con queresponde a sus preguntas. Usted esabogado, no militar, ¿no es cierto?

—Estudiaba el último año dederecho en Harvard cuando me alisté.Poco después de Pearl Harbor.

—Ah —Von Reiter sonrió con ciertabrusquedad—. Harvard. Una instituciónpedagógica que goza de merecida fama.Yo estudié en la Universidad deHeidelberg. Quería ser médico, hastaque mi país me llamó a filas.

El coronel MacNamara tosió para

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aclararse la garganta.—¿Conocía usted el historial de

guerra del capitán Bedford, teniente?—No, señor.—La ilustre Cruz de la Aviación con

guirnalda de plata. Un Corazón Púrpura.Una Estrella de Plata por haberparticipado en misiones sobreAlemania. Realizó una serie deveinticinco salidas, y se ofreció comovoluntario para una segunda serie. Másde treinta y dos misiones antes de caerderribado…

—Un aviador ampliamentecondecorado, con una hoja de serviciosimpecable, teniente —interrumpió Von

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Reiter—. Un héroe de guerra. —Elcomandante lucía una reluciente cruz dehierro negra que pendía de una cinta entorno a su cuello, la cual no cesaba deacariciar mientras hablaba—.

Un adversario que cualquiercombatiente del aire respetaría.

—Sí, señor —contestó Tommy—.Pero no comprendo…

El coronel MacNamara inspiróhondo y habló con resentimiento, sinpoder apenas contener su ira.

—El capitán Bedford de las fuerzasaéreas estadounidenses fue asesinadoanoche, después de que se apagaran lasluces, dentro del recinto del Stalag Luft

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13.Tommy permaneció boquiabierto,

mirando al otro con fijeza.—¿Asesinado?—Asesinado por el teniente Lincoln

Scott —respondió MacNamara sindudarlo.

—No puedo creer…—Disponemos de pruebas

suficientes, teniente —se apresuró ainterrumpir el comandante Clark—.

Las suficientes para formarle unconsejo de guerra hoy mismo.

—Pero…—Por supuesto, no lo haremos. En

todo caso, no hoy. Pero pronto. Tenemos

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previsto formar un tribunal militar paraoír los cargos contra el teniente Scott.Los alemanes —en ese momentoMacNamara hizo un pequeño ademánpara señalar con la cabeza alcomandante Von Reiter— nos hanautorizado a hacerlo. Por lo demás,acatarán la sentencia del tribunal. Seacual fuere.

Von Reiter asintió.—Tan sólo pedimos que se me

permita asignar un oficial para queobserve todos los detalles del caso, paraque éste pueda informar a missuperiores en Berlín del resultado deljuicio. Y, por supuesto, en caso de que

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requieran un pelotón de fusilamiento,nosotros les proporcionaremos a loshombres. Ustedes, los americanos,podrán presenciar la ejecución,aunque…

—¿La qué? —dijo Tommyasombrado—. ¿Bromea usted, señor?

Nadie estaba bromeando. Tommy locomprendió al instante. Respiró hondo.La cabeza le daba vueltas, pero procuróconservar la calma. Sin embargo, notóque su voz sonaba algo más aguda de lohabitual.

—Pero ¿qué es lo que desea de mí,señor? —preguntó.

La pregunta iba dirigida al coronel

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MacNamara.—Queremos que represente al

acusado, teniente.—¿Yo, señor? Pero yo no…—Tiene experiencia en materia

legal. Tiene usted muchos textos sobreleyes cerca de su litera, entre los cualesimagino que habrá alguno sobre justiciamilitar. Su labor es relativamentesimple.

Sólo tiene que asegurarse de que losderechos militares y constitucionales delteniente Scott están protegidos mientrasse le juzga.

—Pero, señor…—Mire usted, Hart. —Le

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interrumpió con brusquedad elcomandante Clark—: Es un caso claro.

Tenemos pruebas, testigos y unmóvil. Existió la oportunidad. Existía unodio más que probado. Y no queremosque estalle un motín cuando los otrosprisioneros averigüen que un malditone… —Se detuvo, hizo una pausa y loexpresó de otro modo—, cuando losotros prisioneros averigüen que elteniente Scott ha matado a un oficial muyapreciado, conocido por todos,respetado y condecorado.

Y que lo mató de forma brutal,salvaje. No consentiremos que seproduzca un linchamiento, teniente. No

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mientras estén ustedes bajo nuestrasórdenes. Los alemanes también deseanevitarlo.

Por lo tanto, habrá un juicio. Ustedtomará parte fundamental en él. Alguientiene que defender a Scott. Y ésta,teniente, es una orden. De mi parte, delcoronel MacNamara y del Oberst VonReiter.

Tommy inspiró profundamente.—Sí, señor —repuso—. Lo

comprendo.—Bien —dijo el comandante Clark

—. Yo mismo instruiré las diligenciasdel caso. Creo que dentro de unasemana, o a lo más diez días, podremos

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formar el tribunal. Cuanto antesresolvamos el asunto, mejor,comandante.

Von Reiter asintió con la cabeza.—Sí —dijo el alemán—, debemos

proceder con diligencia. Quizá parezcainoportuno apresurarnos, pero unexcesivo retraso crearía muchosproblemas. Hay que obrar con rapidez.

—Esta misma tarde dispondrá ustedde los nombres de los oficiales elegidospara constituir el tribunal de guerra —dijo el coronel MacNamara volviéndosehacia el comandante.

—Muy bien, señor.—Creo —prosiguió el coronel—,

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que podremos concluir este asunto afinales de mes, o como máximo, alprincipio del siguiente.

—De acuerdo. Ya he mandadollamar a un hombre que nombraré oficialde enlace entre ustedes y la Luftwaffe.E l Hauptmann Visser llegará aquídentro de una hora.

—Discúlpeme, coronel —tercióTommy, discretamente.

—¿Qué quiere, teniente? —inquirióMacNamara, volviéndose hacia él.

—Verá, señor —dijo Tommy no sintitubear—, entiendo la necesidad deresolver este asunto con rapidez, peroquerría formular unas peticiones, señor,

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si me lo permite…—¿De qué se trata, Hart? —preguntó

Clark con sequedad.—Debo saber en qué consisten

exactamente las pruebas de quedisponen, señor, así como los nombresde los testigos. No lo tome como unafalta de respeto, comandante Clark, peromi deber es inspeccionar personalmentela escena del crimen. Asimismo necesitoque alguien me ayude a preparar ladefensa. Por más que sea un caso claro.

—¿Para qué quiere usted unayudante?

—Para que comparta conmigo laresponsabilidad de la defensa. Es lo

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tradicional en el caso de un delitocapital, señor.

Clark frunció el ceño.—Tal vez lo sea en Estados Unidos.

No estoy seguro de que esto seaabsolutamente necesario dadas nuestrascircunstancias en el Stalag Luft 13. ¿Aquién propone, teniente?

Tommy volvió a respirar hondo.—El teniente de la RAF Hugh

Renaday. Ocupa un barracón en elcomplejo norte.

Clark se apresuró a mover la cabezaen sentido negativo.

—No me parece buena idea implicaren esto a un británico. Son nuestros

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trapos sucios y es preferible que loslavemos nosotros mismos. Noconviene…

Von Reiter dejó que se pintara unabreve sonrisa en su rostro.

—Herr comandante —dijo—, creoque conviene dar al teniente Hart todaclase de facilidades para que lleve acabo la compleja y delicada tarea que lehemos encomendado. De este modoevitaremos cometer cualquierincorrección. Su petición de que lepermitan contar con un ayudante esrazonable, ¿no? ¿El teniente Renadaytiene alguna experiencia en esta clase deasuntos, teniente?

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Tommy asintió.—Sí, señor —respondió.Von Reiter asintió a su vez.—En ese caso, me parece una

propuesta acertada. Su ayuda, coronelMacNamara, no significa que otro de susoficiales se vea comprometido por estedesdichado incidente y sus inevitablesconsecuencias.

A Tommy esta frase le pareció muyinteresante, pero se abstuvo deexpresarlo.

El coronel observó al alemán condetenimiento, analizando lo que habíadicho el comandante.

—Tiene usted razón, Herr Oberst.

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Es perfectamente razonable que unbritánico esté implicado en el caso, enlugar de otro americano…

—Es canadiense, señor.—¿Canadiense? Mejor que mejor.

Petición concedida, teniente.—En cuanto a la escena del crimen,

señor, necesito…—Sí, desde luego. En cuanto

hayamos retirado el cadáver…—¿No han retirado todavía el

cadáver? —preguntó Tommyasombrado.

—No, Hart. Los alemanes enviarán auna brigada en cuanto lo ordene elcomandante.

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—En ese caso deseo verlo. Ahoramismo. Antes de que toquen nada. ¿Hanacordonado el lugar?

Von Reiter, que seguía sonriendoapenas, asintió con la cabeza.

—Nadie ha tocado nada desde eldesgraciado hallazgo de los restos delcapitán Bedford, teniente.

Se lo aseguro. Aparte de mi personay de sus dos oficiales superiores aquípresentes, nadie ha examinado el lugar.Salvo, posiblemente, el acusado. Deboapresurarme a informarle —continuóVon Reiter sin dejar de sonreír—, quesu petición es idéntica a la que hizo elHauptmann Visser cuando hablé con él

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a primera hora de esta mañana.—¿Y las pruebas, comandante

Clark? —preguntó Tommy.El aludido dio un respingo y miró a

Hart disgustado.—Se las haré llegar tan pronto como

las haya compilado.—Gracias, señor. Deseo formular

otra petición, señor.—¿Otra petición? Su labor en este

caso es sencilla, Hart. Proteger conhonor los derechos del acusado. Ni másni menos.

—Por supuesto, señor. Pero parahacerlo debo hablar con el tenienteScott. ¿Dónde se encuentra?

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Von Reiter no dejaba de sonreír,como si se refocilara con la incómodasituación de los oficialesestadounidenses.

—Ha sido trasladado a la celda decastigo, teniente. Podrá hablar con éldespués de que haya examinado laescena del crimen.

—Junto con el teniente Renaday, porfavor.

—En efecto, tal como solicitó usted.En la mesa, frente a Von Reiter,

había un intercomunicador semejante auna cajita. El comandante pulsó unbotón. En el despacho contiguo sonó untimbre. La puerta se abrió de inmediato

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y Fritz Número Uno entró en lahabitación.

—Cabo, acompañe al teniente Hartal recinto norte, donde ambos hallarán alteniente Hugh Renaday. Luego escolte alos dos hombres hasta el Abort, dondehallarán el cadáver del capitán Bedford,y proporcióneles la asistencia quenecesiten. Cuando ambos hayanterminado de examinar el cuerpo y lazona circundante, haga el favor deacompañar al teniente Hart a ver alprisionero.

—Jawohl, Herr Oberst! —respondió Fritz Número Unocuadrándose con energía.

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Tommy se volvió hacia los dosoficiales americanos. Pero antes de quepudiera abrir la boca, MacNamara sellevó la mano a la visera y efectuó unlento saludo.

—Puede retirarse, teniente —dijopausadamente.

Phillip Pryce y Hugh Renadayestaban en su dormitorio en el recintobritánico cuando hizo su apariciónTommy Hart, acompañado por FritzNúmero Uno. Pryce estaba sentado enuna tosca silla de madera tallada,balanceándose con los pies apoyadossobre un voluminoso hornillo de aceronegro instalado en un rincón de la

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habitación. En una mano sostenía uncabo de lápiz y en la otra un libro decrucigramas. Renaday estaba sentado apocos pasos, leyendo una edición debolsillo de la novela El misterio de laguía de ferrocarriles, de AgathaChristie. Ambos alzaron la vista cuandoTommy se detuvo en el umbral,sonriendo con cordialidad.

—¡Thomas! —exclamó Pryce—.¡Qué visita tan inesperada! ¡Perosiempre bienvenida, aunque no nos lahayas anunciado! ¡Adelante, adelante!Hugh, acércate al armario, anda,debemos ofrecer a nuestro invitado unasgolosinas. ¿Queda chocolate?

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—Hola, Phillip —se apresuró adecir Tommy—. Hugh. En realidad nose trata de una visita social.

Pryce dejó caer los pies en el suelocon un sonoro golpe.

—¿Ah, no? Qué interesante. Y atenor de la atribulada expresión queadvierto en tu juvenil rostro, se trata dealgo importante.

—¿Qué ocurre, Tommy? —inquirióRenaday, poniéndose de pie—. Por lacara que traes, parece que ha sucedidoalgo malo. ¡Eh, Fritz! Coja un par decigarrillos y espere fuera, haga el favor.

—No puedo marcharme, señorRenaday —contestó Fritz Número Uno.

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Renaday avanzó un paso, al tiempoque Phillip Pryce se ponía también depie.

—¿Ha habido algún problema en tucasa, Tommy? ¿Les ha ocurrido algo atus padres o a la famosa Lydia de la quetanto hemos oído hablar? Espero que no.

Tommy meneó la cabeza conenergía.

—No, no. No ha pasado nada encasa.

—Entonces, ¿qué ocurre?Tommy se volvió. Los otros

ocupantes del barracón habían salido, delo cual se alegró. Sabía que la noticiadel asesinato no permanecería mucho

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tiempo oculta, pero creía que cuanto mástiempo tardara en saberse mejor.

—Se ha producido un incidente en elrecinto americano —dijo Tommy—. Elcoronel me ha ordenado que les ayudeen la «investigación», por llamarla dealgún modo.

—¿Qué clase de incidente, Tommy?—preguntó Pryce.

—Una muerte, Phillip.—¡Dios santo, esto tiene mal

aspecto! —exclamó Renaday—. ¿En quépodemos ayudarte, Tommy?

Tommy miró sonriendo al fornidocanadiense.

—Me han autorizado a nombrarte mi

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ayudante, Hugh. Tienes queacompañarme, ahora mismo.

Serás una especie de ayudante decampo.

Renaday lo miró asombrado.—¿Yo, por qué?—Porque la pereza es terreno

abonado para el diablo, Hugh —repusoTommy sonriendo—. Y hace mucho queno das golpe.

Renaday soltó un bufido.—Tiene gracia —replicó—, pero no

es una respuesta.—Dicho de otro modo, mi brusco

compatriota canadiense —terciórápidamente Pryce—, Tommy te

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proporcionará en seguida todos losdatos.

—Gracias, Phillip. Exactamente.—Entre tanto, ¿puedo hacer algo? —

preguntó Pryce—. Estoy más queansioso por colaborar.

—Sí, pero más tarde tenemos quehablar.

—Qué misterioso te muestras,Tommy. No sueltas prenda. Deboconfesar que has picado mi curiosidad.No sé si este viejo corazón resistirámucho tiempo hasta averiguar losdetalles.

—Ten paciencia, Phillip. Losacontecimientos se han precipitado. He

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conseguido autorización para que Hughme ayude. Era una mera suposición,pero no creí que me autorizaran a tenermás de un ayudante. Al menos,oficialmente. Sobre todo si elegía a unoficial de alto rango y que era un famosoabogado antes de la guerra. Pero Hugh teinformará de todo cuanto averigüemos.Entonces hablaremos.

El anciano afirmó con la cabeza.—Es preferible intervenir

directamente en el asunto —dijo—. Perosin conocer los detalles, comprendo tupunto de vista. De modo que esta muertereviste cierta importancia, ¿no es así?¿Una importancia política?

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Tommy asintió.—Por favor, teniente Hart —dijo

Fritz Número Uno con impaciencia—.El señor Renaday está preparado.Debemos dirigirnos al Abort.

El canadiense y el oficial británicovolvieron a mostrarse perplejos.

—¿Un Abort? —preguntó Pryce.Tommy entró en la habitación y tomó

la mano del anciano.—Phillip —dijo con voz queda—,

has sido un amigo mejor de lo que jamáspude imaginar. Durante los próximosdías tendré que echar mano de tuexperiencia y tus dotes. Pero Hugh teinformará de los detalles. Me disgusta

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tenerte sobre ascuas, pero por ahora nome queda más remedio.

—Mi querido chico —repuso Prycesonriendo—, lo comprendo. Zarandajasmilitares. Esperaré aquí como un buensoldado, hasta que tú quieras. Quéemocionante, ¿no? Algo verdaderamentedistinto.

¡Ah, una delicia! Toma tu abrigo,Hugh, y regresa bien provisto deinformación. Hasta entonces, mequedaré junto al fuego, dándome el lujode imaginar lo que ha de venir.

—Gracias, Phillip —dijo Tommy.Luego se inclinó con discreción haciadelante y susurró en el oído de Pryce—:

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Lincoln Scott, el piloto de caza negro.¿Recuerdas a los chicos de Scottsboro?

Pryce inspiró profundamente y tuvoun violento acceso de tos. Asintió congestos.

—Maldita humedad. Recuerdo elcaso. Tremendo. Hay que actuar conprontitud —dijo.

Renaday introdujo con precipitaciónsus gruesos brazos en el abrigo. De pasocogió un lápiz y un delgado cuaderno dedibujo.

—Estoy listo, Tommy —dijo—.Vámonos.

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Los dos pilotos, azuzados por FritzNúmero Uno, se dirigieron hacia elrecinto sur. Tommy Hart informó aRenaday sobre cuanto había averiguadoen el despacho del comandante,relatándole lo de la pelea y el incidentejunto a la alambrada. Renaday escuchócon atención, haciendo de vez en cuandouna pregunta, pero tratando sobre todode asimilar los pormenores.

Cuando el guardia le abrió la puertade acceso al recinto sur, Renadaysusurró:

—Tommy, hace seis años que no he

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estado en una escena del crimen real. Ylos asesinatos que se producían enManitoba los cometían unos vaquerosborrachos que se mataban a cuchilladasen los bares. No solía haber muchosdatos que procesar, porque el culpableestaba sentado allí mismo, cubierto desangre, cerveza y whisky.

—No te preocupes, Hugh —repusoTommy en voz baja—. Yo no he estadojamás en la escena de un crimen.

El recuento matutino se habíallevado a cabo mientras Tommy sehallaba en el despacho del comandante.Los guardias habían ordenado a loshombres que rompieran filas, pero había

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decenas de kriegies congregados en elpatio de revista, fumando, esperando,conscientes de que ocurría algo anormal.Los guardias alemanes manteníanacordonada la zona del Abort. Loskriegies observaban a los alemanes,quienes, a su vez, hacían lo propio conellos.

Los grupos de aviadores sesepararon para dejar paso a Tommy,Hugh y Fritz Número Uno cuando éstosse acercaron a la letrina. El escuadrónde guardia les permitió pasar. Al llegara la puerta, Tommy vaciló unos instantesantes de entrar.

—¿Fue usted quien encontró al

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capitán? —preguntó a Fritz.El hurón asintió.—Poco después de las cinco de esta

mañana.—¿Y qué hizo usted?—Ordené inmediatamente a dos

Hundführers que patrullaban por elperímetro del campo que se apostaranjunto al Abort y no dejaran entrar anadie. Luego fui a informar alcomandante.

—¿Cómo llegó usted al cadáver?—Yo estaba junto al barracón 103.

Oí un ruido. No me moví de inmediato,teniente. No confiaba en mi oído.

—¿Qué clase de ruido?

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—Un grito. Luego no oí nada.—¿Por qué entró en el Abort?—Creí que el sonido procedía de

allí.—¿Hugh? —Tommy hizo a éste ungesto con la cabeza.

—¿Vio a otra persona? —preguntóel canadiense.

—No. Sólo oí cerrarse una puerta.Renaday empezó a formular otra

pregunta, pero se detuvo.—Después de hallar el cadáver —

dijo tras reflexionar unos instantes—,salió del Abort. ¿Cuánto tiempotranscurrió antes de que regresara condos Hundführers?

El hurón alzó la vista hacia el cielo

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plomizo, tratando de calcular el tiempo.—Unos minutos, no más, teniente.

No quise tocar el silbato y suscitar laalarma hasta haber informado alcomandante. Los hombres estabansituados frente a la alambrada, junto albarracón 116. Unos segundos, quizás unminuto para explicarles la urgencia de lasituación. Tal vez cinco minutos. Unosdiez, en total.

—¿Está seguro de que no habíanadie por las inmediaciones cuandodescubrió el cadáver?

—Yo no vi a nadie, señor Renaday.Después de hallar el cadáver, y decerciorarme de que el capitán Bedford

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estaba muerto, utilicé mi linterna parailuminar el edificio y comprobar losalrededores. Pero todavía era de nochey había muchos lugares donde ocultarse.De modo que no sé responderle conseguridad.

—Gracias, Fritz. Una última cosa…El hurón avanzó un paso.—Quiero que ahora mismo nos

traiga una cámara. De treinta y cincomilímetros, con película, un flash y almenos media docena de bombillas deflash.

—¡Es imposible, teniente! No sé…Renaday se adelantó, plantándose

ante las narices del larguirucho hurón.

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—Sé que usted sabe quién tiene una.Vaya de inmediato en busca de ella sindecirle a nadie una palabra. ¿Entendido?¿O prefiere que vayamos al despachodel comandante y se la pidamos a él?

Fritz Número Uno lo miró espantadounos momentos, atrapado entre el debery el deseo de obrar correctamente. Alcabo de unos momentos, asintió con lacabeza.

—Uno de los guardias de la torre esaficionado a la fotografía…

—Diez minutos. Estaremos dentro.Fritz Número Uno saludó, dio media

vuelta y se alejó a toda prisa.—Eso fue muy astuto, Hugh —

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comentó Tommy Hart.—Supuse que necesitaremos unas

fotografías. —Hugh se volvió haciaTommy y lo asió por los brazos—. Perooye, Tommy, ¿cuál es nuestra misión eneste asunto?

—No estoy seguro —respondió elaludido meneando la cabeza—. Lo únicoque puedo decirte es que van a acusar aLincoln Scott del crimen del Abort.Supongo que deberíamos hacer cuantoesté en nuestra mano por ayudarlo.

Los dos hombres habían llegado a lapuerta de la letrina.

—¿Estás preparado? —preguntóTommy.

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—Adelante la brigada ligera —contestó Hugh—. No les correspondepreguntar por qué…

—… sino cumplir con su deber ymorir —concluyó Tommy. Pensó queera un verso poco oportuno en aquellascircunstancias, pero se abstuvo dedecirlo en voz alta.

E l Abort consistía en un estrechoedificio, con una sola puerta situada enun extremo. El suelo de tablas estabalevantado varios palmos por encima detierra, de modo que había que subir unoscuantos escalones para entrar. El

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propósito era dejar un espacio debajode los retretes para los gigantescosbarriles verdes de metal utilizados pararecoger los excrementos. Había seiscubículos, cada uno provisto de unapuerta y unos tabiques paraproporcionar un mínimo de intimidad.Los asientos eran de madera dura ypulidos por el uso y el fregadofrecuente. El sistema de ventilaciónconsistía en unas ventanas con barrotessituadas justo debajo del techo. Dosveces al día, una cuadrilla encargada delimpiar los Aborts se llevaba losbarriles de aguas residuales a un rincóndel campo, donde los quemaban. Lo que

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no se quemaba era arrojado a unastrincheras y cubierto con cal viva. Loúnico que los alemanes suministraban alos kriegies en abundancia era cal viva.

Un extraño que entrara por primeravez en un Abort se habría sentidoabrumado por la fetidez, pero loskriegies estaban acostumbrados y, a lospocos días de llegar al Stalag Luft 13,los aviadores constataban que era unode los pocos lugares en el campo dondepodían pasar unos minutos en relativasoledad. Lo que la mayoría másdetestaba era la falta de papel higiénico.Los alemanes no se lo suministraban, ylos paquetes de la Cruz Roja solían

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contener pocos rollos, pues preferíanenviar comida.

Tommy y Hugh se detuvieron en lapuerta.

El hedor los invadió. En el Abort nohabía electricidad, por lo que el lugarestaba en penumbra, iluminado sólo porel brillo de un cielo gris y encapotadoque se filtraba por las ventanas conbarrotes.

Antes de entrar Renaday se puso acanturrear brevemente una melodíaanónima.

—Piensa un segundo, Tommy —dijo—. Eran las cinco de la mañana, ¿no?¿No fue lo que dijo Fritz?

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—En efecto —respondió Tommycon voz queda—. ¿Qué demonios hacíaVic aquí? A esa hora los retretes de losbarracones aún funcionan. Los alemanesno cortan el agua hasta media mañana. Yeste lugar debía de estar oscuro comoboca de lobo. Salvo por el reflector quepasa sobre él cada… ¿cuánto?…, cadaminuto, cada noventa segundos,pongamos. Aquí dentro no se debía dever nada.

—De modo que uno no acudiría sinun buen motivo…

—Y vaciar el vientre no es elmotivo.

Ambos hombres asintieron con la

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cabeza.—¿Qué es lo que buscamos, Hugh?—Verás —repuso Hugh con un

suspiro—, en la academia de policía teenseñan que si miras con atención laescena del crimen te indica todo cuantoha ocurrido. Veamos qué podemosdescubrir.

Los dos hombres entraron juntos.Tommy miró a derecha e izquierda,tratando de asimilar lo sucedido, perosin saber muy bien qué andaba buscandoen aquel momento. Caminaba delante deRenaday y antes de llegar al últimocubículo se detuvo y señaló el suelo.

—Mira, Hugh —dijo bajando la voz

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—. ¿No parece una huella? En todocaso, parte de una huella.

Renaday se arrodilló. En el suelo demadera de la letrina aparecía conclaridad la huella de una bota que sedirigía hacia el cubículo del Abort. Elcanadiense tocó la huella con cuidado.

—Sangre —dijo. Levantó lentamentela mirada, fijándola en la puerta delúltimo cubículo—. Ahí dentro, supongo—añadió reprimiendo un breve suspiro—. Examina antes la puerta, paracomprobar si hay algo más.

—¿Como qué?—Huellas dactilares marcadas en

sangre.

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—No. No veo nada de eso.Hugh sacó el cuaderno y se puso a

dibujar el interior del Abort. De paso,registró la forma y la dirección de lahuella.

Tommy abrió muy despacio la puertadel retrete, como un niño que se asomapor la mañana a la habitación de suspadres.

—Dios santo —murmuró de golpe.Vincent Bedford estaba sentado en el

retrete, con el pantalón bajado hasta lostobillos, medio desnudo. Pero tenía eltorso inclinado hacia atrás, contra lapared, y la cabeza ladeada hacia laderecha. En sus ojos había una

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expresión de espanto. Su pecho y lacamisa que lo cubría estaban manchadosde sangre.

Lo habían degollado. En el ladoizquierdo del cuello presentaba unprofundo corte rodeado de coágulos.

El cadáver tenía un dedoparcialmente amputado, que pendíaflácido. También presentaba un corte enla mejilla derecha y la camisa estabaparcialmente desgarrada.

—Pobre Vic —dijo Tommy en unmurmullo.

Los dos aviadores contemplaron elcadáver. Ambos habían visto morir amuchos hombres, y de forma terrorífica,

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y lo que presenciaron en el Abort no lesrepugnó. Ambos habían visto a hombresdespedazados por balas, explosiones ymetralla; destripados, decapitados yquemados vivos por los caprichos de laguerra. Habían visto eliminar con unamanguera las vísceras y demás restossanguinolentos de los artilleros quehabían encontrado la muerte en sustorretas de plexiglás. Pero esas muertesestaban dentro del suceder de la lucha,donde era normal presenciar losaspectos más brutales de la muerte. Enel Abort era distinto; allí había unhombre muerto que debía estar vivo.

Morir de forma violenta sentado en

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el retrete era estremecedor yauténticamente terrorífico.

—Sí, Dios santo —dijo Hugh.Tommy observó que una esquina de

la solapa del bolsillo de la camisa deBedford estaba levantada. Pensó que ahíera donde Trader Vic guardaba sucajetilla de cigarrillos. Se inclinó sobreel cuerpo y golpeó ligeramente elbolsillo. Estaba vacío.

Ambos siguieron examinando elcadáver. Tommy recordó que debíamedir, valorar, calcular e interpretar conesmero el retrato que tenía ante sí comosi se tratara de la página de un libro.

Recordó los numerosos casos

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criminales sobre los que había leído.Recordó que durante ese importanteexamen inicial se observaba a menudoun pequeño detalle. La culpabilidad oinocencia de un hombre dependía aveces de un detalle casi inapreciable.Las gafas que habían caído del bolsillode la chaqueta de Leopold. ¿O eraLoeb? Tommy no lo recordaba. Alcontemplar el cadáver de VincentBedford, experimentó una sensación deimpotencia. Trató de recordar su últimaconversación con el de Misisipí, perono lo conseguía. Reparó en que elcadáver que tenía frente a él se estabaconvirtiendo rápidamente en uno más.

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Algo que uno rechazaba y relegaba aluniverso de las pesadillas, dondeengrosaba la legión de hombres muertosy mutilados que poblaban los sueños delos vivos. Ayer era Vincent Bedford,capitán. Piloto de un bombardero connumerosas condecoraciones y hábilnegociador admirado por todos losprisioneros del campo. De pronto estabamuerto, y ya no formaba parte de lashoras de vigilia de Tommy Hart.

Tommy emitió un suspiroprolongado.

Entonces observó algo que noencajaba.

—Hugh —dijo con tono quedo—,

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creo que he hecho un hallazgo.Renaday alzó rápidamente la cabeza

de su cuaderno de dibujo.—Yo también —contestó—. Está

claro… —Pero no concluyó la frase.Ambos oyeron un ruido fuera del

Abort. Las voces exaltadas de losalemanes, ásperas e insistentes. Tommyasió al canadiense del brazo.

—Ni una palabra —dijo— hastamás tarde.

—Entendido —contestó Renaday.Los dos hombres se volvieron y

salieron de la letrina al aire frío yhúmedo, sintiendo que el olornauseabundo y la visión terrorífica se

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desprendían de ellos como gotas dehumedad. Fritz Número Uno estaba juntoa la puerta, en posición de firmes. En lamano sostenía una cámara provista deflash.

A un metro se apostaba un oficialalemán.

Era un hombre de estatura ycomplexión física modestas, algo mayorque Tommy, de unos treinta años,aunque era difícil precisarlo porque enla guerra no todos los hombresenvejecen de igual manera. Su pelocorto y espeso era negro como elazabache, aunque unas prematuras canassalpicaban sus sienes, del mismo color

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que la trinchera de cuero que llevabasobre un uniforme de la Luftwaffeperfectamente planchado pero que noera de su talla. Tenía la piel muy páliday mostraba una profunda cicatriz rojadebajo de un ojo. Lucía una barba bienrecortada, lo cual sorprendió a Tommy.Sabía que los oficiales navalesalemanes solían llevarla, pero nunca sela había visto a un aviador, ni siquierauna tan discreta como aquélla. Teníaunos ojos que traspasaban comocuchillas a quien tuvieran delante.

Se volvió pausadamente hacia losdo s kriegies. Tommy observó tambiénque le faltaba el brazo izquierdo.

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—¿Teniente Hart? —preguntó elalemán tras una pausa—. ¿TenienteRenaday?

Ambos hombres se pusieron firmes.El alemán les devolvió el saludo.

—Soy el Hauptmann HeinrichVisser —dijo. Hablaba un inglés fluido,con escaso acento, pero con un sonidosibilante. Observó a Renaday conatención.

—¿Pilotaba usted un Spitfire,teniente? —preguntó de sopetón.

Hugh negó con la cabeza.—Un Blenheim, de copiloto —

aclaró.—Bien —murmuró Visser.

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—¿Es un detalle importante? —inquirió Renaday.

El alemán esbozó una sonrisa brevey cruel. Al hacerlo, la cicatriz pareciócambiar de color. Era una sonrisatorcida. Hizo un pequeño ademán con lamano derecha, indicando el brazo que lefaltaba.

—Me lo arrancó un Spitfire —dijo—. Consiguió colocarse detrás de mícuando maté a su compañero decombate. —Visser se expresaba con vozfría y controlada—. Disculpe —añadió,midiendo bien sus palabras—. Todossomos prisioneros de nuestrosinfortunios, ¿no es así?

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Tommy pensó que era una preguntafilosófica más apropiada paraformularla durante una cena y ante unabotella de buen vino o de licor, quejunto a la puerta de una letrina en la queyacía un hombre asesinado, pero seabstuvo de expresar ese pensamiento envoz alta.

—Tengo entendido, Hauptmann, quees usted una especie de enlace —dijo—.¿Cuáles son exactamente los deberes desu cargo?

Más relajado, el Hauptmann Visserrestregó los pies en el suelo. No calzabalas botas de montar que lucían elcomandante y sus ayudantes, sino unas

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botas negras más sencillas aunque igualde impecables.

—Debo dar fe de todos los aspectosdel caso e informar a mis superiores. Laconvención de Ginebra nos obliga agarantizar el bienestar de todos losprisioneros aliados en nuestro poder.Pero en este momento mi cometido esasegurarme de que se retiren los restos.Entonces quizá podamos compararnuestros hallazgos en una ocasiónposterior.

»¿Pidieron a este soldado que lesproporcionara una cámara? —inquirióel Hauptmann Visser volviéndose haciaFritz Número Uno.

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Hugh avanzó un paso.—En la investigación de un

asesinato se deben tomar fotografías delcadáver y de la escena del crimen. Poreso pedimos a Fritz que nos consiguierauna cámara.

Visser asintió.—Sí, es cierto… —Sonrió.La primera impresión de Tommy fue

que el Hauptmann parecía un hombrepeligroso. Su tono de voz era amable ycomplaciente, en cambio sus ojosindicaban todo lo contrario.

—En una situación habitual sí, peroésta no es una situación habitual.Alguien podría sacar clandestinamente

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las fotografías y utilizarlas con fines depropaganda. No puedo consentirlo.

Visser alargó la mano para tomar lacámara.

Tommy pensó que Fritz Número Unoestaba a punto de desmayarse. Tenía laespalda rígida y el rostro lívido. Si sehabía atrevido siquiera a respirar enpresencia del Hauptmann, Tommy Hartno lo había advertido. El hurón seapresuró a entregar la cámara.

—No lo pensé, Herr Hauptmann —empezó a decir Fritz Número Uno—.Me ordenaron que ayudara a losoficiales…

Visser le interrumpió con un ademán

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lacónico.—Por supuesto, cabo. Es lógico que

no viera el peligro como lo he visto yo.El oficial se volvió hacia los dos

aviadores aliados.—Ésta es justamente la razón por la

que estoy aquí.Visser tosió secamente. Se volvió,

indicando a uno de los soldadosarmados que todavía custodiaban elAbort.

—Ocúpese de devolver esta cámaraa su dueño —dijo, entregándosela.

El guardia saludó, colgó la correa dela cámara del hombro y regresó a suposición de centinela.

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Luego Visser sacó un paquete decigarrillos del bolsillo de la chaqueta.Con sorprendente destreza, extrajo uncigarrillo, volvió a guardar éste en elbolsillo y sacó un mechero de acero, queencendió de inmediato.

Después de dar una larga calada,levantó la vista.

—¿Han completado su inspección?—inquirió arqueando una ceja.

Tommy asintió.—Bien —repuso el alemán—. En

ese caso el cabo les acompañará paraque se entrevisten con su… —Visserdudó irnos instantes, tras lo cual, sindejar de sonreír, agregó—: cliente. Yo

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me encargaré de concluir los trámitesaquí.

Después de reflexionar unossegundos, Tommy Hart murmuró alcanadiense:

—Quédate aquí, Hugh. Procura noquitar el ojo al Hauptmann. Y averigualo que hace con el cadáver de Bedford.

Luego miró al alemán y añadió:—Opino que es imprescindible que

examinen los restos del capitán Bedford.Para que cuando menos podamos estarseguros de los aspectos médicos delcaso.

—Como mínimo —apostilló Hughcasi en un susurro—. Ni fotos, ni

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médicos. Vaya putada.El Hauptmann Visser se encogió de

hombros, pasando por alto la expresiónchocarrera del canadiense.

—No creo que eso sea práctico,dadas las dificultades de nuestrasituación actual. No obstante, yo mismoexaminaré el cadáver, y si pienso que supetición es fundada, mandaré llamar a unmédico alemán.

—Sería preferible que fueraamericano. Pero no tenemos ninguno.

—Los médicos no son buenosbombarderos.

—Dígame, Hauptmann, ¿tiene ustedconocimientos sobre investigaciones

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criminales? ¿Es usted policía,Hauptmann? ¿Cómo lo llaman ustedes,Kriminalpolizei? —preguntó Tommy.

Visser tosió de nuevo. Alzó elrostro, esbozando su característicasonrisa ladeada.

—Espero que volvamos a reunimospronto, teniente. Quizá podamos hablarentonces con más calma. Ahora, si medisculpan, tengo mucho que hacer ydispongo de poco tiempo.

—Muy bien, Herr Hauptmann —replicó Tommy Hart secamente—. Perohe ordenado al teniente Renaday quepermanezca aquí para presenciarpersonalmente el levantamiento del

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cadáver del capitán Bedford.Visser miró a Hart, pero su rostro

exhibía la misma sonrisa complaciente.Tras dudar unos instantes, contestó:

—Como usted guste, teniente.El alemán echó a andar, pasó junto a

Tommy y entró en el Abort. Renaday seapresuró a seguirlo. Fritz Número Unoagitó la mano vigorosamente, una vezque el oficial hubo desaparecido,indicando a Tommy que lo siguiera, yambos hombres volvieron a atravesar elcampo. Los grupos de kriegies que sehabían congregado en torno al campo derevista se hicieron a un lado paradejarlos pasar. A su espalda, Tommy

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Hart oyó murmurar a los hombrespreguntas y conjeturas, y algunas vocesairadas.

Junto a la puerta de la celda número6 había un guardia empuñando unaametralladora Schmeisser. Tommypensó que tenía poco más de dieciochoaños. Aunque estaba en posición defirmes, se mostraba nervioso y casiasustado por hallarse cerca de loskriegies. No era un hecho infrecuente.Algunos de los guardias jóvenes einexperimentados llegaban al Stalag Luft13 tan imbuidos de la propaganda sobre

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l o s Terrorfliegers —los aviadores-terroristas, según la constante arenga delas emisiones radiofónicas nazis— delos ejércitos aliados, que creían quetodos los kriegies eran salvajescaníbales sedientos de sangre. Porsupuesto, Tommy sabía que la guerraaérea de los aliados se basaba en losconceptos gemelos de brutalidad yterror. Los ataques incendiarios que sesucedían día y noche sobre los centrospopulosos de las ciudades no podíancalificarse de otro modo. Por tantosupuso que la inquietante idea dehallarse cerca de un Terrorflieger negrohacía que el joven no apartara el dedo

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del gatillo de su Schmeisser.El joven guardia se apartó sin decir

palabra, deteniéndose sólo paradescorrer el cerrojo de la puerta.Tommy entró en la celda.

Las paredes y el suelo eran dehormigón de color gris apagado. Deltecho pendía una bombilla y en lo altode una esquina de la habitación de dosmetros por dos y medio, había unaventana de aire.

La celda era húmeda y unos diezgrados más fría que la temperaturaexterior, incluso en un día nublado ylluvioso.

Lincoln Scott estaba sentado en un

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rincón, con las rodillas contra el pecho,frente al único mueble que había en lacelda, un cubo de metal oxidado que leservía de letrina. Se puso de pie encuanto Tommy entró en la habitación, noexactamente en posición de firmes, perocasi, tenso y rígido.

—Hola, teniente —dijo Tommy contono animado, casi afectuoso—. Tratéde presentarme a usted el otro día…

—Sé quién es. ¿Pero qué coñoocurre? —preguntó Lincoln Scottbruscamente. Estaba descalzo y llevabatan sólo un pantalón y una camisa. En lacelda no había señal de su cazadora deaviador ni de sus botas, por lo que

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resultaba increíble que no tiritase.Tommy vaciló nos instantes.—¿No le han dicho…?—¡No me han dicho nada! —le

interrumpió Scott—. Esta mañana meobligan a abandonar la formación y mellevan al despacho del Oberst. Elcomandante Clark y el coronelMacNamara me exigen que les entreguemi cazadora y mis botas. Luego meinterrogan durante media hora sobre elodio que siento hacia ese cabrón deBedford. Después me hacen un par depreguntas sobre anoche, y, antes de quepueda reaccionar, un par de gorilasalemanes me conducen a este lugar

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delicioso.Usted es el primer americano que he

visto desde la sesión de esta mañana conel coronel y el comandante. Así quehaga el favor de explicarme, tenienteHart, qué diablos está pasando.

En la voz de Scott se advertía unamezcla de furia contenida y confusión.Tommy estaba perplejo.

—A ver si nos aclaramos —dijopausadamente—. ¿El comandante Clarkno le ha informado…?

—Ya se lo he dicho, Hart, no me haninformado de nada. ¿Por qué demoniosestoy aquí? Bajo custodia…

—Vincent Bedford fue asesinado

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anoche.Durante unos momentos Scott se

quedó estupefacto y abrió los ojosdesmesuradamente; después los clavó enel rostro de Hart.

—¿Asesinado?—El comandante Clark me ha

informado de que van a acusarle a usteddel crimen.

—¿A mí?—Así es.Scott se apoyó en el muro de

cemento como si hubiera recibido porsorpresa un golpe contundente. Luegorespiró hondo, recobró la compostura yse puso de nuevo tieso como un palo.

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—Me han encargado que le ayude apreparar una defensa contra esaacusación. —Después de dudar unossegundos, Tommy añadió—: Mi deberes advertirle que este crimen puede sercastigado con la pena capital.

Lincoln Scott asintió lentamenteantes de responder. Se cuadró y miró aTommy Hart a los ojos.

Habló de una manera pausada y condeliberación, alzando ligeramente lavoz, sopesando cada palabra con unapasión que traspasaba aquellos muros decemento, evitaba al guardia y su armaautomática, pasaba a través de lashileras de barracones, sobre la

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alambrada, más allá del bosque yatravesaba toda Europa hasta alcanzar lalibertad.

—Señor Hart… —El eco de suspalabras reverberaba en la reducidahabitación—. Le ruego que me crea: yono maté a Vincent Bedford. No digo queno deseara hacerlo. Pero no lo hice.

Lincoln Scott volvió a respirarhondo.

—Soy inocente —dijo.

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Pruebas suficientes

Durante unos momentos Tommy sesintió desconcertado por la fuerza conque Scott se había declarado inocente.Supuso que la estupefacción se habíareflejado en su rostro, porque el aviadornegro se apresuró a preguntar:

—¿Ocurre algo, Hart?—Nada —respondió Tommy

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meneando la cabeza.—Miente —le espetó Scott—. ¿Qué

esperaba que dijera, teniente? ¿Qué yomaté a ese asqueroso racista?

—No.—¿Entonces, qué?Tommy se dio tiempo para organizar

sus pensamientos.—No sabía cuál sería su reacción,

teniente Scott. En realidad aún no mehabía parado a pensar en la cuestión desu culpabilidad o inocencia. Sólo sé quevan a acusarlo de asesinato.

Scott exhaló bruscamente y dio unospasos por la diminuta celda de castigo,encogiendo los hombros para defenderse

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de la humedad y el frío.—¿Pueden hacerlo? —preguntó de

sopetón.—¿El qué?—Acusarme de un crimen, aquí…

—Scott describió un círculo con elbrazo para abarcar todo el campo deprisioneros.

—Creo que sí. Técnicamenteestamos todavía a las órdenes denuestros oficiales y miembros delejército y por tanto sometidos a ladisciplina militar. Supongo que,técnicamente, puede decirse que noshallamos en situación de combate, y porconsiguiente controlados por las

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ordenanzas especiales que…Scott meneó la cabeza.—No tiene sentido —protestó—. A

menos que uno sea negro. Entonces todotiene sentido. ¡Maldita sea! ¿Qué coñoles he hecho yo? ¿Qué pruebas tienencontra mí?

—No lo sé. Sólo sé que elcomandante Clark dijo que teníanpruebas suficientes para condenarlo.

Scott volvió a sobresaltarse.—Mentira —declaró—. ¿Cómo

pueden tener pruebas si yo no tuve nadaque ver con la muerte de ese hijo deputa? ¿Cómo lo mataron?

Tommy empezó a responder, pero se

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detuvo.—Creo que es mejor que hablemos

primero sobre usted —dijo lentamente—. ¿Por qué no me cuenta qué ocurrióanoche?

Scott se apoyó contra el muro decemento, fijando la vista en elventanuco, mientras intentaba poner enorden sus pensamientos. Luego exhalóaire lentamente, miró a Tommy y seencogió de hombros.

—No hay mucho que contar —respondió—. Después del recuento delmediodía, caminé un rato.

Luego cené solo. Leí acostado en militera hasta que los alemanes apagaron

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las luces. Me tumbé de lado y me quedédormido. Me desperté una vez durante lanoche. Tenía ganas de mear, de modoque me levanté, encendí una vela y fui alretrete. Después regresé a mi cuarto, meacosté de nuevo en la litera y no volví adespertarme hasta que los alemanesempezaron a tocar los silbatos y a gritar.

A los pocos minutos me encerraronaquí. Tal como le he explicado.

Tommy trató de retener cada palabraen su memoria. Deseó haber traído unbloc y un lápiz, y se maldijo por nohaber pensado en ello.

—¿Alguien le vio cuando sedespertó para orinar?

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—¿Cómo quiere que lo sepa?—¿Había alguien más en el retrete?—No.—¿Qué hacía usted ahí a esas horas?—Ya se lo he dicho…—Nadie se despierta y empieza a

pasearse en plena noche, aquí no, amenos que estén indispuestos o nopuedan dormir por miedo a unapesadilla. Puede que lo hagan en sucasa, pero aquí no. ¿Por qué lo hizo?

Scott dibujó una tenue sonrisa, peronada lo había divertido.

—No se trataba exactamente de unapesadilla —contestó—. A menos queconsidere que mi situación es una

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pesadilla, lo cual, desde luego, es unaposibilidad. Más bien era un trato.

—¿A qué se refiere?—Mire, Hart —repuso Scott

articulando cada palabra con claridad yprecisión—. Tenemos prohibido salirdespués de que haya oscurecido, ¿no esasí? Los alemanes podrían utilizarnoscomo blanco para practicar puntería.Naturalmente, algunos no hacen caso deesa prohibición. Salen sigilosamente,consiguen eludir a los hurones y losreflectores, y entran en otros barracones.Los que excavan túneles y el comité defugas prefieren trabajar de noche. Hayreuniones clandestinas y cuadrillas de

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trabajadores secretas. Pero nadie debesaber quiénes son y dónde trabajan. Puesbien, en cierto modo yo también soy unarata de túnel muy cualificada.

—No lo entiendo.—No me extraña, ya supuse que no

lo entendería —replicó Scott sin apenasdisimular su ira. Luego prosiguió,expresándose de forma pausada, comoquien explica algo a un niñorecalcitrante—. A los blancos no lesgusta compartir un retrete con un negro.No a todos, desde luego. Pero sí amuchos.

Y los que se niegan, se lo toman demodo muy personal. Por ejemplo, el

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capitán Vincent Bedford.El se lo tomaba de forma

extremadamente personal.—¿Qué le dijo?—Que me fuera a otro. El caso es

que no hay otro, pero ese pequeñodetalle a él le traía sin cuidado.

—¿Qué le contestó usted?Lincoln Scott emitió una áspera

risotada.—Que le dieran por el culo. —Scott

respiró hondo, sin apartar la vista delrostro de Tommy—. ¿Le sorprende,Hart? ¿Ha estado alguna vez en el Sur?Allí también les gusta separar las cosas.Retretes para blancos y retretes para

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negros. En cualquier caso, si salgo parautilizar el Abort, un alemán podríapegarme un tiro. ¿Así que qué hice?Esperar a que todos estuvierandormidos, sobre todo ese patán del sur,y cuando estuve seguro de que no habíanadie por el pasillo, salí. Sin hacer elmenor ruido. Para echar una meadasecreta, al menos una meada que nollamara la atención, que evitara a todoslos Vincent Bedfords que hay en estecampo. Por eso me levanté en plenanoche y salí del barracón.

—Comprendo —dijo Tommyasintiendo con la cabeza.

Scott se volvió furioso hacia él,

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aproximando su rostro al suyo yentrecerrando los ojos. Cada palabraque pronunció estaba cargada de rabia.

—¡Usted no comprende nada! —leespetó—. ¡No tiene ni remota idea dequién soy! ¡No imagina lo que he tenidoque soportar para llegar aquí! Usted esun ignorante que no sabe nada, Hart, lomismo que todos los demás. Y no creoque sienta el menor deseo deaveriguarlo.

Tommy retrocedió un paso y sedetuvo. Sintió que una extraña ira seacumulaba en su interior, y respondió alas palabras de Lincoln Scott con nomenos vehemencia que éste.

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—Puede que yo no lo comprenda —dijo—. Pero en estos momentos soy loúnico que se interpone entre usted y unpelotón de fusilamiento. Le recomiendoque lo tenga presente.

Scott se volvió con brusquedadhacia el muro de cemento. Se inclinóhacia delante hasta apoyar la frente en lahúmeda superficie y luego apoyó lasmanos en el liso cemento, de forma queparecía hallarse suspendido, como si suspies no tocaran el suelo, aferrado a unaestrecha cuerda floja.

—No necesito ninguna ayuda —dijocon voz queda.

Encrespado con una ira difícil de

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definir, Tommy estuvo a punto demandar al aviador negro a hacer puñetasy dejarlo plantado. Deseaba regresar asus libros, a sus amigos y a la rutina dela vida en el campo de prisioneros,dejando simplemente que cada minuto setransformara en una hora, y luego en otrodía. Esperando que alguien pusiera fin asu cautiverio. Un fin que encerraba laposibilidad de vida, cuando buena partede lo que le había ocurrido prometíamuerte. En ocasiones tenía la sensaciónde haberse hecho con el bote tirándoseuna serie de faroles en una partida depóquer, y tras recoger sus ganancias,aunque misérrimas, no estaba dispuesto

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a jugar otra partida. Ni siquiera queríaechar un vistazo a las nuevas cartas quele habían repartido. Había llegado a unpunto insólito e inesperado: vivíarodeado por un mundo en el queprácticamente todo acto, por simple einsignificante que fuera, encerraba unpeligro y una amenaza. Pero si no hacíanada, si permanecía quieto sin llamar laatención en la pequeña isla del StalagLuft 13, podía sobrevivir. Era comopasar silbando junto a un cementerio.Tommy abrió la boca para comentárseloa Scott, pero se abstuvo.

Respiró hondo y retuvo el aire unosinstantes.

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En aquel preciso segundo Tommyreparó en lo curioso de aquellasituación: dos hombres podían estarjuntos, respirando el mismo aire, perouno presentía en cada ráfaga el futuro yla libertad, mientras que el otro sentíatan sólo amargura y odio. Y temor,pensó, porque el temor es el hermanocobarde del odio.

De modo que en lugar de decir aLincoln Scott que se fuera a hacerpuñetas, Tommy respondió con voz tansuave como la que acababa de emplearel otro.

—Se equivoca —dijo.—¿En qué me equivoco? —preguntó

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Scott sin moverse.—Todo el mundo en este campo

necesita cierta dosis de ayuda, y en estosmomentos, usted la necesita más quenadie.

Scott escuchaba en silencio.—No es preciso que yo le caiga bien

—dijo Tommy—. Ni siquiera tiene querespetarme. Incluso puede odiarme. Peroahora mismo me necesita. Estoy segurode que cuando lo comprenda nosllevaremos mejor.

Scott reflexionó durante unossegundos antes de responder. Seguía conla cabeza apoyada en la pared, pero suspalabras eran claras.

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—Tengo frío, señor Hart. Muchofrío. Aquí hace un frío polar y losdientes me castañetean. Para empezar,¿podría conseguirme alguna prenda deabrigo?

Tommy asintió con la cabeza.—¿Tiene algo de ropa, aparte de lo

que le quitaron esta mañana?—No. Sólo lo que llevaba puesto

cuando derribaron mi avión.—¿No tiene un par de calcetines o

un jersey?Lincoln Scott soltó una sonora

carcajada, como si Tommy acabara dedecir una sandez.

—No.

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—En ese caso ya le traeré algo.—Se lo agradezco.—¿Qué número calza?—Un cuarenta y cinco. Pero

preferiría que me devolvieran mis botasde aviador.

—Lo intentaré, y la cazadoratambién. ¿Ha comido?

—Esta mañana los alemanes medieron un mendrugo y una taza de agua.

—De acuerdo. Le traeré tambiéncomida y mantas.

—¿Puede sacarme de aquí, señorHart?

—Lo intentaré. Pero no le prometonada.

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El aviador negro se volvió haciaTommy y lo miró fijamente. Tommypensó que Lincoln Scott quizá loobservaba con la misma atención quecuando trataba de apuntar a un cazaalemán que estaba a tiro de lasametralladoras de su Mustang.

—Prométalo, Hart —dijo Scott—.No le hará ningún daño. Muéstreme delo que es capaz.

—Sólo puedo decirle que harécuanto esté en mi mano. En cuanto salgade aquí iré a hablar con MacNamara.Pero están preocupados…

—¿Preocupados por qué?Tras dudar unos instantes, Tommy se

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encogió de hombros.—Emplearon las palabras «motín» y

«linchamiento», teniente —respondió—.Temían que los amigos de VincentBedford quisieran vengar su muerteantes de que ellos formaran el tribunal,examinaran las pruebas y emitieran unveredicto.

Scott asintió con parsimonia.—Dicho de otro modo —repuso

sonriendo con amargura—, prefierenorganizar ellos mismos el linchamiento,en el momento que les convenga yprocurando darle un aire oficial.

—Eso parece. Mi tarea consiste enevitarlo.

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—Eso no le granjeará sus simpatías—comentó Scott.

—No se preocupe por mí.Atengámonos al caso.

—¿Qué pruebas tienen?—Averiguarlo es mi próxima tarea.Scott se detuvo. Respiraba con

fatiga, como un corredor que acaba derealizar un sprint.

—Haga lo que esté en sus manos,señor Hart —dijo pausadamente—. Noquiero morir aquí. De eso puede estarseguro. Pero si quiere saber mi opinión,haga lo que haga dará lo mismo, porqueellos ya han llegado a una decisión y aun veredicto. ¡Veredicto! Qué palabra

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tan estúpida, Hart.Verdaderamente estúpida. ¿Sabe que

proviene del latín? Significa decir laverdad. ¡Qué gilipollez, qué mentira,qué mentira asquerosa!

Tommy calló.De pronto, Scott observó sus manos,

volviéndolas de un lado y otro, comoescrutándolas, o examinando su color.

—Da lo mismo, Hart, ¿comprende?¡Esa es la puta realidad! —Scott alzó lavoz—. ¡Siempre da lo mismo! Losnegros siempre son culpables. Siempreha sido así y siempre lo será.

Scott se pasó las manos por sucamisa de lana de aviador.

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—Todos pensábamos que esto haríaque las cosas fueran distintas. Esteuniforme. Todos lo creíamos. Loshombres mueren, Hart; mueren sinremedio y algunos de forma atroz, perosus últimos pensamientos van dirigidosa su familia y amigos confiando en quelas cosas sean distintas para los quedejan atrás. ¡Qué mentira!

—Haré cuanto pueda —repitióTommy, pero se detuvo, comprendiendoque cualquier cosa que dijera sonaríapatética.

Scott volvió a dudar. Luego sevolvió con lentitud de espaldas aTommy.

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—Le agradezco su ayuda —dijo—.La que pueda brindarme. —Laresignación que traslucía su voz no sóloindicaba que dudaba que Tommypudiera ayudarlo, sino que, aunsuponiendo que le fuera posible, dudabaque sus esfuerzos obtuvieran el menorresultado.

Ambos hombres guardaron silenciounos instantes, hasta que Scott observócon amargura:

—Es curioso, Hart. Derribaron miavión el primero de abril de 1944. Eldía de los Santos Inocentes.1 Yo alcancéa un cabrón nazi y mi compañero devuelo a otro y nos quedamos sin

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munición antes de que esos cabrones nosatacaran. Ninguno de los dos tuvotiempo de saltar: dos muertes seguras.Creí que la broma la habían pagadoellos, pero estaba equivocado. La paguéyo.

Consiguieron derribarme.Tommy Hart se disponía a hacer una

pregunta, con el fin de que el aviadornegro siguiera hablando, cuando oyóunos pasos y unas voces en el pasillo, alotro lado de la recia puerta de maderade la celda. Ambos hombres sevolvieron al oír girar la llave en lacerradura.

Cuatro hombres penetraron en la

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celda y se colocaron junto a la pared. Elcoronel MacNamara y el comandanteClark se situaron delante, mientras quee l Hauptmann Heinrich Visser y uncabo con un bloc de estenógrafopermanecían detrás. Los dos oficialesnorteamericanos devolvieron el saludo,tras lo cual Clark dio un paso adelante.

—Teniente Scott —dijo con tonoenérgico—, tengo el penoso deber deinformarle de que ha sido acusadoformalmente del asesinato premeditadodel capitán Vincent Bedford de lasfuerzas aéreas estadounidenses,cometido hoy, 22 de mayo de 1944.

Visser tradujo en voz baja las

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palabras de Clark al estenógrafo, quetomó nota rápidamente.

—Como sin duda le habrá dicho suabogado, se trata de un crimen capital.Si es hallado culpable, el tribunal lecondenará a permanecer aislado hastaque las autoridades militaresestadounidenses se hagan cargo de supersona, o a su inmediata ejecución, quellevarán a cabo nuestros captores. Se hafijado una vista preliminar del tribunalpara dentro de dos días. En esa fechapodrá usted declararse culpable oinocente.

Clark saludó y dio un paso atrás.—¡No he hecho nada! —protestó

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Lincoln Scott.Tommy adoptó la posición de firmes

y dijo con tono contundente:—Señor, el teniente Scott niega

tener algo que ver con el asesinato delcapitán Bedford. Declara su inequívocainocencia, señor. Asimismo solicita quele devuelvan sus efectos personales y suinmediata puesta en libertad.

—Denegado —respondió Clark.Tommy Hart se volvió hacia el

coronel MacNamara.—¡Señor! ¿Cómo puede preparar el

teniente Scott su defensa desde unacelda de castigo? Es totalmente injusto.El teniente Scott es inocente hasta que se

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demuestre lo contrario, señor. EnEstados Unidos, aun a pesar de lagravedad de los cargos, se le encerraríaen el barracón hasta la celebración deljuicio. No pido nada más.

Clark se volvió hacia MacNamara,quien parecía estar considerando lapetición formulada por Tommy.

—Coronel, no puede… Podríaocasionarnos serios problemas. Creoque es preferible para todos que elteniente Scott permanezca aquí, dondeestá seguro.

—Seguro hasta que dispongan unpelotón de fusilamiento, comandante —masculló Scott.

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MacNamara miró enojado a los dostenientes.

—Basta —dijo alzando la mano—.Teniente Hart, lleva usted razón. Esimportante que mantengamos todas lasnormas militares que sea posible. Noobstante, esta situación es especial.

—Y un cuerno —exclamó Scott,mirando con rabia al coronel—. Es latípica justicia de doble rasero.

—¡Cuidado con lo que dice cuandose dirija a un superior! —gritó Clark.Éste y Scott se miraron con cara depocos amigos.

—¡Señor! —terció Tommy dando unpaso al frente—. ¿Adónde puede ir?

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¿Qué puede hacer? Aquí estamos todosprisioneros.

MacNamara se detuvo paraconsiderar sus opciones. Tenía el rostroarrebolado y la mandíbula rígida, comosopesando la legitimidad de la peticióny la insubordinación del aviador negro.Por fin inspiró hondo y habló con vozqueda, controlada.

—De acuerdo, teniente Hart. Elteniente Scott quedará bajo su custodiadespués del recuento matutino demañana. Una noche en la celda decastigo, Scott. Debo comunicar loocurrido al campo y debemos prepararuna habitación para él solo. No quiero

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que tenga contacto con el resto de loshombres. Durante ese tiempo, no podrásalir de la zona que rodea su barracónsalvo en su presencia, teniente Hart, ysólo con el fin de realizar diligenciasrelacionadas con su defensa. ¿Me da supalabra al respecto, teniente Hart?

—Desde luego. —A Tommy no lepasó inadvertido que esa situación eramás o menos lo que había pretendidoVincent Bedford. Antes de morirasesinado.

—Necesito que usted también me désu palabra, Scott —le espetóMacNamara, apresurándose a añadir—:Como oficial y caballero, por supuesto.

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Scott siguió mirando con rabia alcoronel y al comandante.

—Por supuesto… Como oficial ycaballero. Le doy mi palabra —replicócon sequedad.

—Muy bien, entonces…—Señor —interrumpió Tommy—.

¿Cuándo le devolverán al teniente Scottsus efectos personales?

El comandante Clark negó con lacabeza.

—No le serán devueltos —repuso—. Búsquele otra ropa, teniente, porqueno volverá a ver su cazadora ni susbotas hasta que se celebre el juicio.

—¿Podría usted explicarme eso,

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señor? —inquirió Hart.—Ambas prendas están manchadas

con la sangre de Vincent Bedford —respondió el comandante Clark condesdén.

Ni Scott ni Hart respondieron. En laesquina de la celda de castigo, el sonidode la pluma del estenógrafo arañando elpapel cesó cuando Heinrich Visser hubotraducido las últimas palabras.

Al atardecer el cielo se ensombrecióy cuando Tommy salió de la celda decastigo empezaba a caer una fríallovizna. El encapotado firmamento no

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prometía sino más lluvia. Tommyencogió los hombros, se levantó elcuello de la cazadora y se apresuróhacia la puerta de acceso al recintoamericano. Vio a Hugh Renadayesperándole, de espaldas a la fachadadel barracón 111. Fumabanerviosamente —Tommy le vio apurarun cigarrillo y encender otro con lacolilla del anterior— mientrascontemplaba el cielo.

—En casa, la primavera siempre seretrasa, como aquí —comentó Hugh convoz queda—. Cuando piensas que porfin hará calor y llegará el verano, sepone a nevar, o a llover o algo por el

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estilo.—En Vermont ocurre lo mismo —

repuso Tommy—. Allí, a la época entreel invierno y el verano no la llamamosprimavera, sino época del barro. Unperíodo resbaladizo, inútil y jodido.

—Más o menos como aquí —dijoHugh.

—Más o menos. —Ambos hombressonrieron.

—¿Qué has averiguado sobrenuestro infame cliente?

—Niega cualquier relación con elasesinato. Pero…

—Ah, Tommy, la palabra «pero» esterrible —le interrumpió Hugh—. ¿Por

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qué será que dudo que me guste lo quevoy a oír?

—Porque cuando MacNamara yClark aparecieron para anunciar queestaban preparando una acusaciónformal, Clark dijo que habían halladosangre de Vincent Bedford en las botas yla cazadora de Scott. Supongo que serefería a eso cuando comentó hace unrato que tenían pruebas suficientescontra él para condenarlo.

Hugh suspiró.—Eso es un problema —dijo—.

Sangre en las botas y la huellasangrienta de una bota en el Abort.

—Este asunto cada vez se pone peor

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—dijo Tommy con suavidad.—¿Peor? —Hugh dio un respingo al

tiempo que abría los ojosdesmesuradamente.

—Sí. Lincoln Scott tenía costumbrede levantarse de la cama en plena nochepara ir al retrete.

Salía sigilosamente de su habitacióny se dirigía a la letrina para no ofenderlas sensibilidades de los oficialesblancos que no querían compartir elretrete con un negro. Eso fue lo que hizoanoche, encendiendo, para colmo, unavela a fin de no tropezar.

Hugh apoyó la espalda, abatido,contra el edificio.

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—Y el problema… —empezó adecir.

—El problema —continuó Tommy—, es que lo más probable es que loviera alguien. De modo que durante lanoche, Scott se ausenta de la habitacióny hay un testigo en el campo dispuesto adeclarar que lo vio. Clark alegará queen ese momento se le presentó laoportunidad de asesinar a Bedford.

—Ésa podría ser la meada máspeligrosa que ha echado.

—Eso mismo pienso yo.—¿Se lo has explicado a Scott?—No. No puede decirse que nuestra

primera entrevista fuera como una seda.

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—¿No? —preguntó Hugh mirándoloperplejo.

—No. El teniente Scott tiene escasaconfianza en que se haga justicia en sucaso.

—¿De modo que…?—Cree que el asunto ya está

decidido. Quizá tenga razón.—Seguro que está en lo cierto —

masculló Renaday.Tommy se encogió de hombros.—Ya veremos. ¿Y tú qué

averiguaste? Sobre Visser. Parece…—¿Distinto de otros oficiales de la

Luftwaffe?—Sí.

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—Yo también tengo esta impresión,Tommy. Sobre todo después deobservarlo en el Abort. Ese hombre haestado presente en más de una escenadel crimen. Examinó el lugar como unarqueólogo.

No dejó un palmo sin inspeccionar.No dijo palabra. Ni siquiera reparó enmi presencia, salvo en una ocasión, locual me sorprendió.

—¿Qué dijo?—Señaló la huella de la bota, la

contempló durante sesenta segundos,como si fuera un discurso que quisieramemorizar, y luego alzó la cabeza, memiró y dijo: «Teniente, le sugiero que

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tome una hoja de papel y haga un dibujode esta huella todo lo fiel que le seaposible.» Yo obedecí la sugerencia. Enrealidad hice dos dibujos. Tambiéndibujé unos planos de la ubicación delcadáver y el interior del Abort. Hice unbosquejo del cadáver de Bedford,mostrando la herida, todo lo detalladoque pude. Cuando me quedé sin papel,Visser ordenó a uno de los gorilas queme trajera un bloc por estrenar deldespacho del comandante. Quizá meresulte útil durante los próximos días.

—Es curioso —comentó Tommy—.Parece como si quisiera ayudarnos.

—En efecto. Pero no me fío un pelo.

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Tommy apoyó la espalda contra elbarracón. El pequeño alero impedía quela lluvia salpicara sus rostros.

—¿Viste lo que yo vi en el Abort?—preguntó Tommy.

—Creo que sí.—A Vic no lo asesinaron en el

Abort. No sé dónde lo mataron, pero nofue allí. Una o varias personascolocaron allí su cadáver. Pero no lomataron allí.

—Eso pienso yo —se apresuró aresponder Hugh, sonriendo—. Tienesuna vista muy aguda, Tommy. Lo que vifue unas manchas de sangre en la camisade Trader Vic pero no sobre sus muslos

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desnudos. Y no había rastro en elasiento del retrete ni en el suelo a sualrededor. ¿Dónde está la sangre?Cuando degüellan a un hombre, haysangre por todas partes. Aproveché paraexaminar más de cerca la herida delcuello después de que lo hiciera Visser.Visser limpió un poco la sangre de laherida, como si fuera un científico, ymidió con los dedos el corte quepresenta Trader Vic en el cuello. Leseccionaron la yugular. Pero el cortesólo mide unos cinco centímetros.

Máximo. Quizá menos. Visser nodijo una palabra, pero se volvió haciamí, separando el pulgar y el índice, así

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—dijo Renaday imitando el gesto delHauptmann—. Por lo demás, está elpequeño detalle del dedo casi amputadode Vic y los cortes en las manos…

—Como si se defendiera de alguienarmado con un cuchillo.

—Exactamente, Tommy. Se trata deheridas causadas en su propia defensa.

Tommy asintió.—Pues tenemos, al parecer, una

escena del crimen que no es la escenadel crimen. Un soldado alemán queparece querer ayudar a la partecontraria. Aquí se plantean variosinterrogantes.

—Cierto, Tommy. Es bueno

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plantearse interrogantes, y mejor aúnobtener respuestas. Ya has visto aMacNamara y a Clark. ¿Crees quebastará con sembrar dudas sobre elcaso?

—No.—Yo tampoco. —Hugh encendió

otro cigarrillo, contemplando la espiralde humo que brotó de sus labios, y luegoel extremo encendido—. Antes de quederribaran nuestro avión, Phillip solíadecir que esto acabaría matándonosantes o después. Puede que tenga razón.Pero yo creo que ocupan el quinto osexto lugar en la lista de amenazasmortales. Muy por detrás de los

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alemanes, o de contraer una enfermedadmortal. Ahora mismo me pregunto si nohabrá otras que podríamos agregar a lalista de posibilidades mortales. Comonosotros mismos.

Tommy asintió con la cabeza altiempo que sacaba de su bolsillo unacajetilla de cigarrillos.

—Cuéntaselo todo a Phillip —dijo—. No omitas ningún detalle.

Hugh sonrió.—Si lo hago, es capaz de fusilarme

al amanecer. En estos momentos elpobre viejo debe de estar caminando deun lado a otro por la habitación,nervioso como un niño la víspera de

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Navidad. —Hugh terminó de fumarse elpitillo y lo arrojó de un papirotazo alsuelo—. Bueno, será mejor que me vayaantes de que a Phillip le dé un síncope acausa de la impaciencia y la curiosidad.¿Mañana?

—Mañana verás al teniente Scott. Ysigue afinando esa vista de SherlockHolmes, ¿de acuerdo?

—Por supuesto. Aunque meresultaría más sencillo si en lugar deScott fuera un leñador borracho.

Cuando entró en el dormitorio quehabía ocupado Trader Vic, Tommy fue

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recibido por un silencio tenso y miradasfuribundas. Los seis kriegies estabanrecogiendo sus escasas pertenencias,dispuestos a mudarse. En el sueloapilaban mantas, las delgadas y ásperassábanas que les suministraban losalemanes y comida de la Cruz Roja.Asimismo, los hombres retiraron losjergones de paja que cubrían las literaspara transportarlos.

Tommy se acercó a la litera deLincoln Scott. Sobre una tosca mesita demadera construida con tres cajas deembalaje, vio la Biblia y la obra deGibbon. La caja superior contenía laprovisión de comida que había

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acumulado Scott: carne y verdurasenlatadas, leche condensada, café,azúcar y cigarrillos. También conteníaun abrelatas y una pequeña sarténmetálica que él mismo habíaconfeccionado utilizando la tapa deacero de un contenedor de desperdiciosalemán, a la que había agregado un asaplana también de acero introduciendoésta en un pequeño orificio practicadoen la superficie de la tapadera. Habíaenvuelto un viejo trapo alrededor delasa para sujetarla mejor.

Tommy admiró aquellademostración de habilidad propia de unkriegie. La voluntad de construir algo a

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partir de la nada era una cualidad quecompartían todos aquellos prisioneros.

Durante unos momentos, Tommypermaneció junto a la litera,contemplando la escasa colección depertenencias. Se sintió impresionado porlos limitados bienes de todos loskriegies. La ropa que llevaban, unaslatas y botes de comida y unos pocoslibros desvencijados. Todos eranpobres.

Luego apartó la vista de laspertenencias de Scott y se volvió. Alotro lado de la habitación vio a doshombres rebuscando en un arcón demadera. El objeto era insólito para el

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lugar. Resultaba evidente que había sidoconstruido por un carpintero que sehabía esmerado en hacer que los ángulosencajaran a la perfección y en lijar lassuperficies todo lo posible. El nombre,rango y número de identificación deVincent Bedford estaba labrado en lamadera. Los dos hombres se afanaban enseparar la comida de la ropa. Tommyobservó asombrado a uno de loshombres cuando éste sacó una Leica detreinta y cinco milímetros de entre laropa.

—¿Esas son las pertenencias deVic? —La pregunta era estúpida porquela respuesta era obvia.

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Durante unos segundos se produjo unsilencio, antes de que uno de loshombres respondiera:

—¿De quién iban a ser?Tommy se acercó. Uno de los

hombres estaba doblando un jersey decolor azul oscuro, de lana gruesa ytupida. Una prenda de la marinaalemana, pensó Tommy. Sólo en unaocasión había visto antes un jerseysimilar, cuando había aparecido elcadáver de un tripulante de unsubmarino alemán en la costa del nortede África, cerca de su base. Los árabesque habían hallado el cadáver delmarinero y lo habían transportado a la

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base americana confiando en percibiruna recompensa se habían peleado porel jersey. Era muy cálido, y los aceitesnaturales de la lana repelían la humedad.

En el Stalag Luft 13, en elinclemente invierno bávaro, constituíauna prenda valiosísima para los ateridoskriegies.

Tommy echó un vistazo a losobjetos. Al contemplar el pequeñotesoro que había acumulado Trader Vic,reprimió un silbido de admiración.Contó más de veinte cartones decigarrillos. En un campo de prisionerosdonde los cigarrillos constituían el valorde cambio preferido por muchos,

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Bedford era multimillonario.—Tendría que haber una radio —

dijo Tommy al cabo de unos momentos—. Probablemente buena.

¿Dónde está?Uno de los hombres asintió con la

cabeza, pero no respondió de inmediato.—¿Dónde está la radio? —insistió

Tommy.—Eso no te incumbe, Hart —replicó

el hombre mientras seguía ordenando losobjetos—. Está escondida.

—¿Qué haréis con las pertenenciasde Vic? —inquirió Tommy.

—¿Y a ti qué te importa? —replicóel otro hombre que ayudaba a su

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compañero a clasificarlas—.¿Qué tiene que ver contigo, Hart?

¿No tienes suficiente trabajodefendiendo a ese negro asesino?

Tommy no respondió.—Deberíamos pegarle un tiro

mañana a ese cabrón —dijo uno de loshombres.

—Él asegura que no lo hizo —dijoTommy.

La frase fue acogida con murmullosy bufidos de rabia. El aviadorarrodillado delante del arcón sostuvo lamano en alto, como para imponersilencio al resto.

—Pues claro. ¿Qué esperabas que

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dijera? El chico no tenía amigos yVincent era apreciado por todos. Desdeel primer momento quedó claro que nose podían ver ni en pintura, y después dela pelea, el chico decidió cargarse a Vicantes de que éste se lo cargara a él.Como una maldita pelea de perros,teniente. ¿Qué les enseñan a hacer a lospilotos de caza? Sólo existe una reglaabsoluta y esencial que no puedenquebrantar: ¡dispara primero!

Por la estancia se extendió unmurmullo de aprobación.

El aviador miró a Tommy y siguióhablando con una voz tensa, llena de iraaunque controlada:

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—¿Has visto alguna vez un círculoLufberry, Hart?

—¿Un qué?—Un círculo Lufberry. A los pilotos

de cazas nos lo enseñan el primer día deadiestramiento.

Probablemente los de la Luftwaffetambién lo aprenden el primer día quepilotan un 109.

—Yo siempre he volado enbombarderos.

—Verás —continuó el piloto contono de amargura—, se llama así porRaoul Lufberry, el as de la aviación dela Primera Guerra Mundial.Básicamente se trata de lo siguiente: dos

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cazabombarderos empiezan aperseguirse describiendo un círculocada vez más estrecho. Dando vueltas ymás vueltas, como el gato y el ratón.¿Pero quién persigue a quién? Quizá seael ratón el que persigue al gato. El casoes que te metes en un círculo Lufberry yel caza que consigue girar más deprisa,dentro del otro, sin perder velocidad niel conocimiento, gana. El otro muere.Sencillo y tremendo.

Aquello fue un círculo Lufberry yVincent y ese negro se hallaban dentrode él. Pero hubo un problema: ganóquien no debía ganar.

El hombre se volvió de espaldas a

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Tommy.—¿Qué vais a hacer con las cosas

de Vic? —volvió a preguntar éste.El piloto se encogió de hombros, sin

volverse.—El coronel MacNamara nos dijo

que podíamos compartir su comida,repartirla entre los hombres delbarracón 101. Quizá celebremos unpequeño festín en honor de Vic. Seríauna buena forma de recordarle, ¿no? Unanoche en que nadie se acostará conhambre. Los cigarrillos se los quedaránlos del comité de fugas, que no sabemosquiénes son, y ellos los utilizarán parasobornar a los Fritzes y a cualquier otro

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hurón a quien deban sobornar. Lo mismoque la cámara, la radio y la mayor partede la ropa. Se lo entregaremos todo aMacNamara y a Clark.

—¿Esto es todo?—¿Esto? Ni mucho menos. Vic tenía

un par de escondrijos en el campo, enlos que guardaba probablemente eldoble, o el triple, de lo que ves aquí.Maldita sea, Hart, Vic era un tipogeneroso.

No le importaba compartir suscosas, ¿sabes? Los tíos de este barracóncomíamos mejor, no pasábamos tantofrío en invierno y siempre teníamos unabuena provisión de cigarrillos. Vic se

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ocupaba de que no nos faltara de nada.Se había propuesto que sobreviviéramosa la guerra con la mayor comodidadposible, y ese negro al que tú vas aayudar nos ha arrebatado todo esto.

El hombre se puso en pie, se volviócon rapidez y fulminó a Tommy Hart conla mirada.

—MacNamara y Clark sepresentaron aquí para decirnos querecogiéramos nuestras cosas, que nosmudábamos. Vamos a dejar a ese negrosolito, o quizá contigo. Tiene suerte, elcabrón. No creo que hubiera llegadovivo a su juicio. Vic era uno denosotros. Quizás el mejor de todos. Al

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menos sabía quiénes eran sus amigos yse ocupaba de ellos.

El aviador se detuvo, entrecerrandolos ojos.

—Dime, Hart, ¿tú sabes quiénes sontus amigos?

Casi había anochecido cuandoTommy Hart logró regresar a la celda decastigo donde se encontraba Scott.Había conseguido que uno de suscompañeros de litera le cediera aregañadientes un jersey de cuello cisnecolor verde olivo y un par de zapatosdel ejército, del número cuarenta y seis,

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procedentes de un modesto stock de quedisponían los kriegies encargados dedistribuir los paquetes de la Cruz Roja.Las ropas solían ir destinadas a loshombres que llegaban al campo deprisioneros con el uniforme hechojirones después de haber abandonadosus aviones destrozados.

También había tomado dos mantasde la litera de Scott, junto con una latade carne, unos melocotones en almíbar ymedia hogaza de kriegsbrot duro. Elguardia apostado junto a la puerta de lacelda había dudado en dejarlo entrar conesos artículos hasta que Tommy leofreció un par de cigarrillos, tras lo cual

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le había franqueado la entrada.Las sombras comenzaban a invadir

la celda, filtrándose a través de laventana junto al techo, dando a la celdauna atmósfera fría y gris. La míserabombilla que pendía del techoproyectaba una luz débil y parecíaderrotada por la aparición de la noche.

Scott se hallaba sentado en unrincón. Cuando Tommy entró en la celdase puso en pie no sin cierta dificultad.

—Hice cuanto pude —dijo Tommyentregándole las prendas.

Scott se apresuró a tomarlas.—Joder —dijo, poniéndose el

jersey y los zapatos. Luego se echó la

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manta sobre los hombros y casi sindetenerse tomó el bote de melocotones.Lo abrió con los dientes y engulló sucontenido en un abrir y cerrar de ojos.Luego se puso a devorar la carneenlatada.

—Tómeselo con calma, así durarámás —dijo Tommy—. Se sentirá mássaciado.

Scott se detuvo sosteniendo en losdedos un trozo de carne que se disponíaa llevarse a la boca.

El aviador negro reflexionó sobre loque había dicho Hart y asintió con lacabeza.

—Tiene razón. Pero maldita sea,

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Hart, ¡estoy muerto de hambre!—Todos estamos siempre muertos

de hambre, teniente. Usted lo sabe. Lacuestión es hasta qué punto. Cuando unodice en Estados Unidos que está «muertode hambre» significa que lleva unas seishoras sin comer y tiene ganas de hincarel diente a un buen asado acompañadopor unas verduras al vapor, unaspatatitas y mucha salsa. O un filete a laplancha con patatas fritas y mucha salsa.Aquí, en cambio, «muerto de hambre»significa algo bastante parecido a loliteral. Y si eres uno de esosdesgraciados rusos que pasaron por aquíel otro día, la expresión «muerto de

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hambre» se aproxima aún más a larealidad, ¿no es cierto? No se tratasimplemente de tres palabras, de unafrase hecha. Ni mucho menos.

Scott se detuvo de nuevo al tiempoque masticaba un bocado con lentitud yparsimonia.

—Tiene razón, Hart. Es usted unfilósofo.

—El Stalag Luft 13 hace aflorar mivertiente contemplativa.

—Será porque lo que nos sobra atodos aquí es tiempo.

—Sin duda.—Excepto a mí —dijo Scott. Luego

se encogió de hombros y esbozó una

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breve sonrisa—. Pollo frito —dijo convoz queda. Tras lo cual emitió unasonora carcajada— Pollo frito converduras y puré de patatas. La típicatarde de domingo en casa de una familianegra, después de asistir a la iglesia, yhabiendo invitado al predicador a cenar.Pero en su punto, con un poco de ajo enlas patatas y un poco de pimienta sobreel pollo para realzar su sabor.Acompañado con pan de maíz y regadocon una cerveza fría o un vaso delimonada…

—Y mucha salsa —dijo Tommy,cerrando los ojos durante unosmomentos—. Mucha salsa espesa y

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oscura…—Sí. Mucha salsa. De esa tan

espesa que casi no puedes verterla de lasalsera…

—Que pones una cuchara y sesostiene recta.

Scott volvió a soltar una carcajada.Tommy le ofreció un cigarrillo y elaviador negro aceptó.

—Dicen que estas cosas te cortan elapetito —comentó, dando una calada—.Me pregunto si será verdad.

Scott miró las latas vacías.—¿Cree que me darán pollo frito en

mi última comida? —preguntó—. ¿Noes lo tradicional? El condenado a muerte

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puede elegir lo que desea comer antesde enfrentarse al pelotón defusilamiento.

—Eso está aún muy lejos —repusoTommy interrumpiéndolo—. Aún nohemos llegado allí.

—En cualquier caso —repuso Scottmeneando la cabeza con aire fatalista—,gracias por la comida y la ropa.Procuraré devolverle el favor.

Tommy respiró hondo.—Dígame, teniente Scott, si usted no

mató a Vincent Bedford, ¿tiene idea dequién lo hizo y por qué?

Scott se volvió. Lanzó un anillo dehumo hacia el techo, observando cómo

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flotaba de un lado a otro antes dedisiparse en la penumbra y las sombrasque se espesaban.

—No tengo ni la más remota idea —contestó con sequedad. Se arrebujó en lamanta y se sentó despacio en su rincónhabitual de la celda de castigo, casicomo si se sumergiera en una charca deagua turbia y estancada.

Fritz Número Uno esperaba fuera dela celda para escoltar a Tommy hasta elrecinto sur. Fumaba y no cesaba derestregar los pies. Cuando aparecióTommy, arrojó el cigarrillo a medio

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fumar, lo cual sorprendió al teniente,pues Fritz Número Uno era un auténticoadicto al tabaco, al igual que Hugh, ysolía apurar el cigarrillo antes dearrojarlo al suelo.

—Es tarde, teniente —dijo el hurón—. Pronto apagarán las luces. Yadebería haber vuelto.

—Vámonos —contestó Tommy.Ambos hombres echaron a andar con

paso decidido hacia la puerta bajo lamirada atenta del par de guardiasapostados en la torre de vigilancia máscercana, y de un Hundführer y su perroque se disponían a patrullar por elperímetro del campo. El perro ladró a

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Tommy antes de que su cuidador losilenciara con un tirón de la relucientecadena de metal.

La puerta crujió al cerrarse a susespaldas y los dos hombres avanzaronen silencio a través del campo derevista, hacia el barracón 101. Tommypensó que más adelante quería hacerunas preguntas a Fritz Número Uno, peroen esos momentos lo que más leintrigaba era la velocidad a la quecaminaba el hurón.

—Debemos apresurarnos —dijo elalemán.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Tommy.

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—Ninguna prisa —respondió Fritz,tras lo cual, contradiciéndose de nuevo,añadió—. Debe regresar a sudormitorio. Rápido.

Ambos llegaron al callejón entre losbarracones. La forma más rápida dealcanzar el barracón 101 era tomar porel callejón. Pero Fritz Número Uno asióa Tommy del brazo y tiró de él paraconducirlo hacia el exterior delbarracón 103.

—Debemos ir por aquí —insistió elhurón.

Tommy se detuvo en seco.—Por allí es más rápido —dijo

señalando al frente.

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Fritz Número Uno volvió a aferrarleel brazo.

—Por aquí también llegaremos enseguida —replicó.

Tommy miró extrañado al hurón yluego hacia el callejón oscuro. Losguardias habían encendido losreflectores y uno pasó sobre el tejadodel barracón más próximo. Bajo la luzdel reflector, Tommy distinguió lasbrumosas gotas de lluvia y la niebla.Entonces se percató de lo que estabasituado en el otro extremo del callejón, apocos pasos de los dos barracones yfuera de su campo visual. El Abortdonde habían hallado el cadáver de

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Bedford.—No —dijo Tommy de repente—,

iremos por ahí.Hizo un brusco ademán para obligar

a Fritz a soltarle el brazo y echó a andara través de las tenebrosas sombras y lasiniestra oscuridad del callejón. Elhurón vaciló unos segundos antes deseguirlo.

—Por favor, teniente Hart —dijo envoz baja—. Me ordenaron que lecondujera por el camino más largo.

—¿Quién se lo ordenó? —inquirióHart mientras seguía avanzando.

Ambos hombres se desplazaban deuna zona oscura a otra, su camino apenas

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iluminado por el débil resplandor queasomaba del interior de los barracones,donde todavía funcionaba la modestaelectricidad. El haz del reflector pasabade vez en cuando sobre ellos.

Fritz Número Uno no respondió,pero no era necesario. Tommy Hartprosiguió con paso resuelto y en cuantodobló la esquina vio a tres hombresjunto al Abort: el Hauptmann HeinrichVisser, el coronel MacNamara y elcomandante Clark.

Los tres oficiales se volvieroncuando apareció Tommy. MacNamara yClark adoptaron una expresión deenfado, mientras que Visser parecía

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sonreír ligeramente.—No está autorizado a pasar por

aquí —le espetó Clark.Tommy se cuadró y saludó con

energía a los oficiales.—¡Señor! Si esto tiene algo que ver

con el caso que nos ocupa…—¡Retírese, teniente! —le ordenó

Clark.Pero no bien hubo pronunciado esas

palabras cuando del interior del Abortsalieron tres soldados alemanes queacarreaban una larga sábanaimpermeable. Tommy dedujo que elcadáver de Vincent Bedford ibaenvuelto en la sábana. Los tres soldados

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bajaron con precaución los escalones ydepositaron el cuerpo en el suelo. Luegose cuadraron frente al HauptmannVisser. Este les dio una orden enalemán, en voz baja, y los hombresalzaron de nuevo el cadáver, doblaron laesquina y desaparecieron. En éstasapareció otro soldado alemán en lapuerta del Abort. Llevaba puesto unmandil negro semejante al de uncarnicero y sostenía un cepillo de fregar.Visser gritó una orden con tono ásperoal soldado, quien saludó y volvió aentrar en el Abort.

Entonces Clark dio un paso haciaTommy, y ordenó con voz severa, tenso

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e irritado:—¡Repito: retírese, teniente!Tommy saludó de nuevo y se dirigió

a toda prisa hacia el barracón 101.Pensó que había presenciado variascosas interesantes, entre ellas el curiosohecho de que habían tardado más dedoce horas en retirar el cadáver delhombre asesinado del lugar donde habíasido descubierto. Sin embargo, lo máscurioso era que los alemanes estuvieranlimpiando el Abort, una tarea que solíandesempeñar los mismos kriegies.

Tommy se detuvo frente a la entradade su barracón, resollando. Si quedabaalguna prueba dentro del Abort, a esas

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alturas ya había desaparecido. Duranteunos momentos se preguntó si Clark yMacNamara habrían visto lo mismo queHugh Renaday y él: que el asesinato deTrader Vic se había perpetrado en otrolugar. Tommy no estaba seguro de quelos dos oficiales fueran lo bastantehábiles para interpretar los indicios queofrecía una escena del crimen como laque habían investigado esa mañana.

Pero de una cosa estaba seguro:Heinrich Visser sí lo había hecho.

La cuestión, se dijo, era si el alemánhabía compartido sus hallazgos con losoficiales estadounidenses.

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Lo lógico hubiera sido que al finalde la jornada estuviera exhausto, perolos interrogantes y los detalles confusosque se habían acumulado en su mente lemantenían despierto en su litera despuésde que se hubieran apagado las luces,mucho después de que los otros hombresque ocupaban la habitación se hubieransumido en un sueño agitado. En más deuna ocasión Tommy había cerrado losojos para abstraerse de los ronquidos, larespiración de sus compañeros y laoscuridad, pero sólo conseguía ver elcadáver de Vincent Bedford sentado enel retrete del Abort, o a Lincoln Scottagazapado en un rincón de la celda de

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castigo.En cierto modo, aquellas

inquietantes imágenes que le manteníandespierto resultaban estimulantes. Almenos eran diferentes, únicas. Tenían uncomponente de emoción que acelerabanlos latidos del corazón y estimulaban lamente. Cuando por fin se quedódormido, fue pensando con agrado en laentrevista que iba a mantener por lamañana con Phillip Pryce.

Pero no fue la luz de la mañana loque le despertó.

Fue una mano áspera que le cubrióla boca.

Tommy pasó directamente del sueño

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al temor. Se incorporó a medias en sulitera, pero la presión de la mano leobligó a tumbarse de nuevo. Serevolvió, tratando de levantarse, pero sedetuvo al oír una voz que le susurraba.

—No te muevas, Hart. No hagas elmenor movimiento…

Era una voz suave, que parecíaresbalar por el violento palpitar de lasangre en sus oídos y los aceleradoslatidos de su corazón.

Tommy se recostó en la cama. Lamano seguía cubriéndole la boca.

—Escúchame, yanqui —prosiguió lavoz en un tono apenas más alto que unmurmullo—. No levantes la vista. No te

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vuelvas, limítate a escucharme y no teharé daño. ¿Puedes hacerlo? Asiente conla cabeza.

Tommy asintió.—Bien —dijo la voz.Tommy se percató de que el hombre

estaba de rodillas junto a su litera,envuelto en la oscuridad.

Ni siquiera el haz del reflector quepasaba de vez en cuando sobre elexterior del barracón y penetraba através de los postigos de madera de laventana le permitía ver quién le sujetabacon tanta fuerza. No sabía dónde teníaaquel hombre la mano derecha, ni sisostenía un arma en ella.

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De improviso, Tommy oyó unasegunda voz, murmurando desde el otrolado de la litera. Se llevó tal sobresaltoque debió de estremecerse ligeramente,pues el hombre que estaba junto a élaumentó la presión sobre su boca.

—Pregúntaselo —dijo la segundavoz con tono imperioso—. Hazle lapregunta.

El hombre que estaba a su lado soltóun leve gruñido.

—Dime, Hart, ¿eres un buensoldado? ¿Eres capaz de obedecerórdenes?

Tommy asintió de nuevo con lacabeza.

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—Bien —masculló el otro—. Losabía. Porque eso es lo que queremosque hagas, ¿comprendes? Es lo únicoque debes hacer. Obedecer las órdenesque te den. ¿Recuerdas cuáles son esasórdenes?

Tommy no dejaba de asentir.—Las órdenes, Hart, son que

procures que se haga justicia. Ni más nimenos. ¿Lo harás, Hart?

¿Procurarás que se haga justicia?Tommy trató de responder, pero la

mano que le tapaba la boca se loimpedía.

—Asiente con la cabeza, teniente.Tommy asintió, como antes.

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—Queremos tener la certeza, Hart.Porque ninguno de nosotros quiere quese evite la justicia.

Conseguirás que se haga justicia, ¿noes así?

Tommy no se movió.—Sé que lo harás —murmuró la voz

una última vez—. Todos estamosconvencidos. Todos los que estamosaquí… —Tommy percibió que elhombre que estaba a su izquierda selevantaba y se dirigía hacia la puerta deldormitorio—. No te vuelvas. No digasnada ni enciendas ninguna vela. Quédateacostado. Y recuerda que sólo tienes undeber: obedecer órdenes… —dijo el

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hombre.Le apretó la boca con tanta fuerza

que lo lastimó. Después lo soltó ydesapareció en la oscuridad.

Tommy oyó que la puerta crujía alabrirse y cerrarse. Boqueando como unpez recién pescado, Tommy permaneciótendido rígido en su litera, tal como lehabían ordenado, mientras poco a pocovolvía a percibir los sonidos habitualesde los hombres que ocupaban lahabitación. Pero transcurrió un ratoantes de que los resonantes y violentoslatidos de su corazón se normalizaran.

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5

Amenazas

Tommy mantuvo la boca cerradamientras los kriegies salíanapresuradamente de los barracones altoque del Appell matutino. Comenzaba aclarear y el cielo pasaba de un grisopaco y metálico a cernirse sobre unhorizonte de plata bruñida que ofrecía lapromesa de un día despejado. No hacía

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tanto frío como la víspera, pero el aireseguía saturado de humedad. A sualrededor, como de costumbre, loshombres se quejaban y maldecíanmientras se agrupaban en filas de cincoy se iniciaba el laborioso proceso delrecuento. Los hurones se paseaban frentea las filas, diciendo los números enalemán, volviendo a comenzar yrepitiéndose cuando perdían la cuenta ocuando la pregunta de un kriegie losdistraía. Tommy escuchó con atencióncada voz, esforzándose en reconocer enlos retazos de palabras que llegaban asus oídos la voz de los dos hombres quele habían visitado aquella noche.

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Tommy se colocó en posición dedescanso, fingiendo sentirse relajado,tratando de aparentar aburrimiento,como había hecho durante cientos demañanas como aquélla, perointeriormente lo vencía una extrañaansiedad que, de haber sido mayor ymás experimentado, habría reconocidocomo temor. Pero era muy distinto deltemor al que los otros kriegies y élestaban habituados, el temor universalde volar y toparse con una ráfaga debalas trazadoras y fuego antiaéreo.Sintió deseos de darse media vuelta,escudriñar los ojos de los hombres quele rodeaban en la formación, imaginando

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de improviso que los dueños de las dosvoces que había oído junto a su litera enplena noche no le quitaban los ojos deencima. Tommy miró disimuladamente aizquierda y derecha, tratando delocalizar e identificar a los hombres quele habían dicho que su deber sóloconsistía en obedecer órdenes. Estabarodeado, como de costumbre, porhombres que volaban en todo tipo deaviones de guerra. En Mitchells yLiberators, Forts y Thunderbolts,Mustangs, Warhawks y Lightnings.

Alguien, seguramente, lo observaba,pero no sabía quién.

Los silbidos y quejas de la mañana

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eran las mismas de siempre. Lasdesastradas filas de aviadoresestadounidenses no presentaban unaspecto distinto de otros días, salvo porla ausencia de dos hombres. Uno habíamuerto. El otro estaba en la celda decastigo, acusado de asesinato.

Tommy inspiró profundamente ytrató de controlarse. Sintió que sucorazón se aceleraba, que latía casi tandeprisa como cuando se habíadespertado al sentir aquella mano que leoprimía la boca. Se sentía mareado y leardía la piel, sobre todo en la espalda,como si los ojos de los hombres quetrataba de identificar le quemaran.

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El aire matutino era fresco. Su saborle recordó de pronto los guijarros delrío de truchas de su población natal quese colocaba bajo la lengua en díascalurosos. Tommy cerró los ojos unossegundos e imaginó las turbulentas yoscuras aguas coronadas de espuma enlos angostos rápidos de Batten Kill o elrío White, aguas de deshielo que seprecipitaban desde los riscos de lasGreen Mountains y discurrían hacia lascaudalosas cuencas del Connecticut o elHudson. Esa imagen le calmó.

Entonces oyó a un hurón junto a él,recitando los números con tono irritado.

Tommy abrió los ojos y comprobó

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que casi habían concluido el recuento.Miró al otro lado del recinto y en aquelpreciso instante el Oberst Von Reiter,acompañado por el HauptmannHeinrich Visser, salió del edificio deoficinas, pasó ante el cordón de guardiascuadrados ante él, y atravesó la puertaprincipal en dirección a los aviadorescongregados en el recinto. Como decostumbre, Von Reiter iba vestido de unmodo impecable, cada raya de suuniforme parecía cortar el aire como unsable. Visser, por el contrario,presentaba un aspecto menos pulcro, untanto arrugado, casi como si hubieradormido con el uniforme puesto. Aunque

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llevaba la manga vacía de su abrigosujeta, el viento la agitaba mientras eloficial se afanaba en seguir el paso delcomandante del campo, que era más altoque él.

Tommy observó los ojos delHauptmann y, al aproximarse éste,comprobó que no cesaba de recorrer conla vista las filas de kriegies, calibrandoy midiendo a los hombres colocados enposición de firmes. Tenía la sensaciónde que Visser los miraba con una ira quese esmeraba inútilmente en ocultar. VonReiter, pensó Tommy, pese a su talantemilitar y su aspecto prusiano, semejantea la caricatura de un cartel

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propagandístico, no era sino undistinguido carcelero. Visser, en cambioera el enemigo.

El coronel MacNamara y elcomandante Clark abandonaron lasformaciones para colocarse frente a losdos oficiales alemanes. Después de lossaludos de rigor y de conversar loscuatro unos momentos en voz baja,MacNamara se volvió, avanzó un paso yse dirigió en voz alta a los hombres:

—¡Caballeros! —dijo. Cualquierruido residual entre los kriegies cesó alinstante. Los hombres se inclinaronhacia delante para escuchar—. Estáninformados del atroz asesinato de uno de

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los nuestros. Ha llegado el momento deponer fin a todos los rumores,chismorreos y conjeturas que hanrodeado este desgraciado incidente.

MacNamara se detuvo y fijó lamirada en Tommy Hart.

—El capitán Vincent Bedford seráenterrado hoy al mediodía, con honoresmilitares, en el cementerio situadodetrás del barracón 119. Después, elhombre acusado de haberlo asesinado,el teniente Lincoln Scott, será liberadode la celda de castigo y puesto bajo lacustodia de su abogado defensor, elteniente Thomas Hart, del barracón 101.El teniente Scott permanecerá en todo

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momento confinado en su dormitorio delbarracón, salvo para llevar a caboalguna legítima gestión relacionada conla preparación de su defensa.

MacNamara apartó los ojos deTommy y volvió a contemplar las filasde hombres.

—Nadie debe amenazar al tenienteScott. Nadie debe hablar con el tenienteScott a menos que tenga que comunicarleinformación pertinente. Está arrestado ydebe ser tratado como un prisionero.¿He sido claro?

Todos dieron la callada porrespuesta.

—Bien —continuó MacNamara—.

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Dentro de veinticuatro horas el tenienteScott comparecerá ante un consejo deguerra para una vista preliminar. Eljuicio para que responda a los cargos secelebrará la semana que viene.

Después de dudar unos instantes,MacNamara agregó:

—Hasta que el tribunal haya llegadoa una conclusión, el teniente Scott debeser tratado con cortesía, respeto ysilencio total. Pese a los sentimientosque les inspire y a las pruebas que obrancontra él, se le considerará inocentehasta que un tribunal militar dé suveredicto. Toda violación de esta ordenserá castigada con severidad.

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El coronel había adoptado laposición de descanso, pero seguíatransmitiendo una fuerza que se abatíacomo una ola sobre los kriegies. No seoyó siquiera una protesta.

Tommy suspiró. Pensó que elcoronel no podía haber pronunciado undiscurso más perjudicial ante loshombres del campamento. Incluso lapalabra «inocente» había sonado comosi pretendiera indicar justamente locontrario. Sintió deseos de dar un pasoal frente y decir algo en defensa deLincoln Scott, pero se mordió el labio,contuvo ese impulso que sabía que sólolograría empeorar las cosas a su cliente.

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Después de aguardar unos instantes,MacNamara se volvió hacia losoficiales alemanes. Se saludaron. Comode costumbre, Von Reiter tocó la viserade su gorra con la fusta y luego golpeósus lustrosas botas.

El comandante Clark avanzó hacia lacabeza de la formación, moviéndosecomo un boxeador aproximándose a sumaltrecho contrincante arrinconadocontras las cuerdas. Se colocó frente alos aviadores y gritó:

—¡Rompan filas!L o s kriegies se dispersaron en

silencio a través del recinto.

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No había rastro de Fritz NúmeroUno, lo cual sorprendió a Tommy, perootro de los hurones conocía la ordenanzaque le permitía desplazarse a la secciónbritánica del campo, y después de queTommy le hubo sobornado con un par decigarrillos para que abandonara susdeberes le abrió la puerta del recinto ylo escoltó en su trayecto por delante deledificio de oficinas, las duchas y lacelda de castigo hasta el recinto norte.

Hugh Renaday le esperaba junto a laalambrada, paseando de un lado a otrocon aire inquieto, como tenía porcostumbre, caminando en círculos yfumando sin parar. Cuando Tommy se

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apresuró hacia él, se detuvo y le saludócon la mano.

—Estoy impaciente por hablar delasunto, abogado. Y Phillip está excitadocomo una perra en celo. Se le hanocurrido algunas ideas…

Hugh se detuvo en medio deltorrente de palabras y miró a su amigocon expresión de perplejidad.

—Tienes mala cara, Tommy. ¿Quéocurre?

—¿Tanto se nota? —respondióTommy.

—Se te ve pálido y demacrado,muchacho. ¿No has dormido?

Tommy esbozó una breve sonrisa.

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—Digamos que alguien se empeñóen que no durmiera. Vamos, os locontaré a ti y a Phillip al mismo tiempo.

Hugh cerró la boca, asintió con lacabeza y ambos hombres echaron aandar a paso ligero a través del recinto.Tommy sonrió para sus adentros alreconocer una de las mejores cualidadesde su amigo. No muchos hombres,cuando se sienten picados por lacuriosidad, son capaces de callar alinstante y ponerse a examinar losdetalles. Era una cualidad rayana en lotaciturno, quizás una faceta de untemperamento reflexivo. Tommy sepreguntó si Hugh sería tan eficiente con

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sus observaciones y a la hora decontrolar sus emociones en la cabina depilotaje de un bombardero.

«Quizá sí», pensó.Phillip Pryce se hallaba en el cuarto

de literas que compartía con Renaday,sentado con la espalda encorvada comoun monje sobre un tosco escritorio demadera, escribiendo unas notas sobreuna hoja de papel de carta, sosteniendoun diminuto cabo de lápiz con sus dedoslargos y aristocráticos. Cuando los doshombres entraron en la habitación, alzóla cabeza y tosió de forma estentórea. Enel extremo de la mesa se consumía unacolilla y el suelo estaba sembrado de

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ceniza.Pryce sonrió, buscó a su alrededor

el cigarrillo y lo agitó en el aire como eldirector de una orquesta filarmónicamarcando un crescendo.

—Muchas ideas, amigos míos,muchas ideas… —Luego observó aTommy más detenidamente y añadió—.Ah, pero veo que han ocurrido máscosas en el espacio de unas pocas horas.¿Qué nueva información nos traes,abogado?

—Anoche recibí una breve visita delo que supuse que era el comité devigilancia del Stalag Luft 13, Phillip. Oquizá la versión local del Ku Klux Klan.

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—¿Te amenazaron? —inquirióRenaday.

Tommy describió brevemente elepisodio desde el momento en que ledespertó la mano.

Comprobó que al contar a susamigos lo sucedido, una parte de losecos de ansiedad que experimentaba sedesvaneció. Pero era lo bastanteinteligente para comprender que esasensación de tranquilidad era tan falsaquizá como su temor. En cualquier casodecidió mantener cierto grado desuspicacia, una postura intermedia entreel temor y la sensación de seguridad.

—Limítate a obedecer las

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órdenes…, eso fue lo que me dijeron —explicó.

—¡Los muy cabrones! —estallóHugh—. ¡Cobardes! Deberíamoscontárselo al coronel y…

Phillip Pryce alzó la mano parainterrumpir a su compañero.

—En primer lugar, Hugh, amigo mío,no vamos a impartir ningunainformación, ni siquiera amenazas eintimidación, al bando contrario. Nosdebilitaría y les reforzaría a ellos, ¿deacuerdo? —Phillip sacó otro cigarrillo,sustituyendo al que había dejado que seconsumiera. Lo encendió y exhaló unalarga bocanada—. Te lo ruego, Tommy

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—dijo observando el humo—, danosuna descripción completa de todo lo queviste e hiciste después de que te dejaraHugh. De ser posible, trata de recrearcada conversación palabra por palabra.Esfuérzate en recordar.

Tommy asintió con la cabeza. Deforma pausada, utilizando cada detalleque podía recordar, relató todo cuantohabía hecho la víspera. Hugh se apoyócontra la pared, con los brazos cruzados,concentrándose, como si estuvieraabsorbiendo todo cuanto decía Tommy.Pryce, con los ojos fijos en el techo, serepantigó en su silla, balanceándoseligeramente y haciendo crujir las tablas

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del suelo.Cuando hubo terminado, Tommy

miró al viejo inglés, quien dejó debalancearse y se inclinó hacia delante.Durante unos instantes, la débil luz quese filtraba a través de la sucia ventana leconfirió una apariencia siniestra yfantasmal, como un hombre que selevanta del lecho después de compartirunos momentos de intimidad con lamuerte. De golpe, ese aire cadavérico sedisipó y el anciano recobró suapariencia angular, casi académica,acompañada por una sarcástica y ampliasonrisa.

—¿Dices que esos visitantes

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nocturnos te llamaron «yanqui»?—Sí.—¡Qué interesante! Es una forma

muy interesante de expresarlo.¿Detectaste otros signos sureños en sulenguaje? ¿Un modo de hablar sibilante,arrastrando las palabras, o algunaexpresión pintoresca que los delate?

—Creo que sí —repuso Tommy—.Pero no hablaban, susurraban. Unsusurro puede ocultar una inflexión o unacento.

Pryce asintió.—Sin duda. Pero la palabra

«yanqui» nos conduce en una direcciónobvia, ¿no es cierto?

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—Sí. Uno del norte no utilizaríanunca esa palabra. Ni una persona delMedio Oeste o del Oeste.

—Esa palabra nos conduce aconclusiones inevitables. Indica conclaridad ciertas cosas, ¿no es así?

—Así es, Phillip —respondióTommy con una sonrisa—. ¿Qué es loque insinúas?

Pryce emitió un sonoro estornudo yacto seguido sonrió.

—Bien —dijo con lentitud,recreándose en cada palabra mientras seinclinaba hacia delante—. Miexperiencia es semejante a la de Hugh.En el noventa y nueve por ciento de los

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casos es el desgraciado leñador el queha cometido el salvaje y aparentementeclaro asesinato. Por regla general, loobvio se corresponde con la realidad.

Pryce se detuvo, dejando que unasonrisa le paseara por su rostro, alzandosus comisuras hacia arriba, arqueandosus cejas, dibujando un hoyuelo en sumentón.

—Pero siempre existe la excepcióna la regla. Desconfío de las palabras yel lenguaje que nos conducen aconclusiones precipitadas en lugar de aun mundo más sólido de hechos.

Pryce se levantó y cruzó lahabitación, como propulsado por sus

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propias ideas. Abrió una pequeña arcaconfeccionada con cajas de embalajevacías y sacó un bote de té y unas tazas.

—Qué zorro eres, Phillip —dijoTommy sintiendo por primera vez desdeaquella mañana una sensación de alivio—. ¿Adónde quieres ir a parar?

—No. Aún no —repuso Phillip, casiriendo de gozo—. No haré otrasconjeturas hasta disponer de más datos.Tommy, querido amigo, echa otro leñoen el fuego, tomaremos el té. Te hepreparado unas notas que creo que teayudarán en las cuestiones dediligencias judiciales. Asimismo,propongo un sistema de interrogatorios.

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Pryce dudó unos momentos, tras locual habló, expresándose con unaseriedad que eliminó todo humor de suspalabras e hizo que Tommy las tomaramás en serio.

—Creer es complicado para unabogado defensor, Tommy —dijo—. Noes necesario creer en tu cliente paradefenderlo. Algunos dirían que es másfácil no tener una opinión al respecto,que las emociones de la confianza y lahonestidad sólo consiguen entorpecerlas maniobras de la ley. Pero estasituación no se presta a lasinterpretaciones habituales. En nuestrocaso, para defender al teniente Scott,

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creo que debes confiar de todo corazónen su inocencia, por difícil que teresulte. Por supuesto, esta confianzaconlleva una responsabilidad mayor,pues su vida está realmente en tusmanos.

Tommy asintió con la cabeza.—Trataré de averiguar la verdad

cuando hable con él —dijo con tonosolemne, lo cual hizo que Phillip Prycevolviera a sonreír, como un maestro deescuela divertido ante el excesivo ysincero afán de sus alumnos.

—Creo que estamos aún muy lejosde descubrir las verdades, Tommy. Peroconvendría empezar a buscarlas. Las

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mentiras siempre son más fáciles dedescubrir. Quizá deberíamos exhumaralgunas mentiras.

—Lo haré —contestó Tommy.—Ah, ésa es la actitud de un

americano de pro. Por lo que doygracias a Dios.

Pryce tosió y rió, después de lo cualse volvió hacia sus dos compañeros.

—Otra cosa, Tommy, Hugh. Undetalle de suma importancia, a mi modode ver.

—¿De qué se trata?—Procura descubrir el lugar donde

Trader Vic fue asesinado. Eso aclararámuchas cosas.

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—No sé cómo hacerlo.—Lo hallarás haciendo lo que un

verdadero abogado debe hacer a fin decomprender realmente los entresijos desu caso.

—Explícate.—Ponte en los corazones y las

mentes de todas las personasimplicadas. El hombre asesinado. Elacusado. Y no olvides a los hombresque van a juzgarlo. Pueden existirmuchas razones que apoyen a laacusación, y muchas razones que llevanal jurado a emitir un determinadoveredicto, y es imprescindible que antesde que eso ocurra, tú comprendas

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absoluta y totalmente todas las fuerzasque actúan.

Tommy asintió.Pryce tomó la tetera y la hizo girar

en el aire con gesto ostentoso paracomprobar si estaba llena de agua, traslo cual la colocó sobre el viejo hornillode hierro fundido.

—El famoso leñador de Hugh puedeestar sentado en el suelo con un rifledescargado en las rodillas y apestando aalcohol. ¿Pero quién le proporcionó elrifle? ¿Quién le sirvió la copa? ¿Y quiénle insultó, provocando la pelea? Y loque es más importante, ¿quién tiene másque perder o ganar con la muerte del

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desgraciado que yace en el suelo de lacantina?

Pryce sonrió de nuevo, mirandoregocijado a Renaday y a Hart.

—Todas las fuerzas, Tommy. Todaslas fuerzas.

Después de una pausa añadió:—Dios mío, no me había divertido

tanto desde que aquel malditoMesserschmidt nos tuvo en su punto demira. ¿Está listo el té, Hugh? —Duranteunos momentos la sonrisa del más viejodio paso a una expresión seria cuandoañadió—: Claro que probablemente aljoven señor Scott esto no le parece tanintrigante como a mí.

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—Probablemente —dijo Tommy—.Porque sigo pensando que estándecididos a matarlo.

—Eso es lo malo de la guerra —murmuró Hugh Renaday mientras servíael té en las tazas de cerámica blancadesportilladas—. Siempre hay algúncabrón que pretende matarte. ¿Quiénquiere una gota de leche?

El guardia apostado junto a la celdade castigo dejó pasar a los dosaviadores sin decir palabra.

Era cerca del mediodía, aunque en elinterior reinaba una luz grisácea más

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parecida al amanecer.Tommy suponía que no tardarían en

emitir la orden de libertad condicionadade Scott, pero pensaba que era másinteresante interrogarlo mientras sesintiera trastornado por el aislamiento yla frialdad creados por la celda. Alcomentárselo a Hugh, éste asintió con lacabeza.

—Deja que le dé un buen repaso —dijo—, que utilice con él el socorridopero eficaz método de un policíaprovincial.

A lo que Tommy accedió.El aviador de Tuskegee se hallaba

en un rincón de la celda, haciendo unos

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ejercicios cuando entraron Tommy yHugh. Hacía su gimnasia con rapidez,subiendo y bajando su cuerpo como agolpes de metrónomo, contando en vozalta de modo que las palabras resonabanen el reducido y húmedo espacio.Cuando los otros aparecieron, alzó lacabeza, pero no se detuvo hasta haberalcanzado el número 100. Entonces sepuso en pie y miró a Hugh, quien a suvez le observó con singular intensidad.

—¿Quién es éste? —preguntó Scott.—El teniente de aviación Hugh

Renaday. Es amigo mío y ha venido paraayudarnos.

Scott alargó la mano y los dos

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hombres se saludaron. Pero el negro nosoltó la mano de Hugh de inmediato,sino que la retuvo unos segundos ensilencio, mientras escudriñaba cadaángulo del rostro del canadiense. Hugh,por su parte, le fulminó con la mirada.

—¿Policía, no es así? —preguntóScott—. Antes de la guerra.

Hugh movió la cabeza en sentidoafirmativo.

—De acuerdo, policía —dijo Scottsoltándole de pronto la mano—. Hágameunas preguntas.

Hugh sonrió brevemente.—¿Por qué cree que quiero hacerle

unas preguntas, teniente Scott?

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—Para eso ha venido, ¿no?—Bien, es evidente que Tommy

necesita ayuda. Y si Tommy necesitaayuda, usted también.

Estamos hablando de un crimen, locual significa pruebas, testigos ydiligencias judiciales. ¿No cree que unex policía puede ayudar en estos temas?¿Incluso aquí, en el Stalag Luft 13?

—Supongo que sí.Hugh asintió.—Bien —dijo—. Me alegro de

haber aclarado esto desde el principio.Hay algunos otros puntos que tambiénconviene aclarar, teniente. Cree quepodemos afirmar sin temor a

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equivocarnos que la víctima, el capitánBedford, le odiaba a usted, ¿no es así?

—Sí. Bueno, en realidad el señorBedford odiaba lo que yo era yrepresentaba. No me conocía.

Sólo odiaba el concepto que lemerecía mi persona.

—Un matiz interesante —lerespondió Hugh—. O sea, que odiaba laidea de que un hombre negro pudiera serpiloto de un caza, ¿no es eso?

—Sí. Pero sin duda era algo másprofundo que eso. Odiaba el que unnegro respirara y lograra ocupar unpuesto que suele estar reservado a losblancos. Odiaba el progreso, odiaba el

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éxito.Odiaba la idea de igualdad entre los

hombres.—De modo que la tarde que el

capitán Bedford trató de conseguir queusted traspasara el límite del campo, esono iba dirigido personalmente contrausted, sino más bien contra lo que ustedrepresenta.

—Sí, eso creo —respondió Scotttras dudar unos instantes.

Hugh sonrió.—En ese caso los guardias alemanes

armados con ametralladoras en realidadno habrían disparado contra usted, sinocontra un ideal, ¿no es cierto?

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Scott no respondió.—Dígame, teniente —dijo Hugh

sonriendo con ironía—, ¿supone quemorir por un ideal es menos doloroso?¿La sangre de uno tiene un color distintocuando muere por un ideal?

De nuevo, Scott guardó silencio.—¿Me permite que le pregunte,

teniente, si odiaba usted al capitánBedford del mismo modo? ¿Le odiaba aél o a los criterios anticuados yfanáticos que encarnaba?

Scott entrecerró los ojos y se detuvoantes de responder, como si de pronto sesintiera receloso.

—Odiaba lo que él representaba.

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—Y habría hecho cualquier cosa contal de eliminar del mundo esos odiososcriterios, ¿no es así?

—No… Sí.—¿En qué quedamos?—Habría hecho cualquier cosa.—¿Inclusive sacrificar su propia

vida?—Sí, sí por una causa justa.—¿O sea, la causa de la igualdad?—Sí.—Es comprensible. ¿Pero estaría

también dispuesto a matar?—Sí. No. No es tan sencillo,

¿comprende, señor Renaday?—Puede llamarme Hugh, teniente.

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—De acuerdo, Hugh. No es tansencillo.

—¿Por qué?—¿Estamos hablando sobre mi caso

o en términos generales?—¿Le parece que son dos cosas

distintas, teniente Scott?—Sí, Hugh.—¿En qué sentido?—Yo odiaba a Bedford y deseaba

acabar con todos los ideales racistasque él representaba, pero no lo asesiné.

Hugh se apoyó contra el muro de lacelda de castigo.

—Entiendo. Bedford representabatodo cuanto usted desea destruir. Pero

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no aprovechó la oportunidad, ¿es eso?—Sí. ¡Yo no maté a ese cabrón!—¿Pero le hubiera gustado hacerlo?—Sí. ¡Pero no lo hice!—Ya. Pero supongo que se alegrará

de que Bedford esté muerto.—¡Sí!—¿Pero usted no lo hizo?—¡Sí! ¡Quiero decir no; maldita sea!

Quizá deseara verlo muerto, pero yo nolo maté. ¿Cuántas veces quiere que se lorepita?

—Sospecho que muchas más. Es unmatiz que a Tommy le va a costarexplicar a los miembros del tribunalmilitar. Suelen ser bastante obtusos a la

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hora de comprender ese tipo desutilezas, teniente —comentó Hugh contono sarcástico.

Lincoln Scott estaba rígido de ira.Los tensos músculos de su cuelloasomaban bajo la piel como unas líneasforjadas en una fundicióndiabólicamente ardiente. Tenía los ojoscomo platos, la mandíbula crispada, laira parecía emanar de su cuerpo juntocon el sudor que perlaba su frente.

Hugh Renaday se hallaba a unospasos de él, apoyado en la pared de lacelda, lánguido y relajado.

De vez en cuando ponía énfasis enalgún punto mediante un gesto ambiguo

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del brazo, entornando los ojos omirando hacia al techo, como si seburlase de las protestas del otro.

—¡Es la verdad! ¿Por qué es tandifícil convencer a la gente de laverdad? —gritó Scott, haciendo que suspalabras reverberaran entre los murosde la celda.

—¿Y qué importancia tiene laverdad? —replicó Hugh con extremasuavidad.

La pregunta dejó estupefacto a Scott.Inclinó el torso hacia delante,boquiabierto, como si la fuerza de laspalabras se hubiera quedado atascada ensu garganta como una muchedumbre que

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se apresura a tomar el metro en horapunta. Se volvió hacia Tommy unosinstantes, como pidiéndole ayuda, perono dijo nada. Tommy tampoco. Pensóque todos se medían unos a otros enaquella pequeña habitación: estatura,peso, vista, tensión sanguínea y pulso.Pero lo más importante era si sehallaban en el lado justo o equivocadode una muerte violenta e inexplicada.

Hugh Renaday rompió el brevesilencio.

—De modo —dijo con vehemencia,como un matemático al llegar al términode una larga ecuación—, que tenía ustedun motivo. Un motivo de peso.

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Abundantes motivos, ¿no es cierto,teniente? Y sabemos que tuvo laoportunidad, pues ha reconocido, no sinalgo de ingenuidad, que la noche deautos salió del barracón. Lo único quefalta, en realidad, son los medios. Losmedios para cometer el asesinato.Sospecho que en estos momentos laacusación está examinando el problema.

Hugh observó a Scott fijamente ycontinuó hablando en términos irritantesde tan claros.

—¿No cree, teniente Scott, que seríamás sensato reconocer que cometió elcrimen? En realidad, en muchosaspectos, nadie puede reprochárselo.

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Por supuesto, los amigos de Bedford sesentirán indignados, pero creo queconseguiríamos convencerles de queusted actuó en respuesta a unaprovocación. Sí, Tommy, creo que éstees el mejor sistema. El teniente Scottdebería reconocer abiertamente lo queocurrió. A fin de cuentas, fue una peleajusta, ¿no es así, teniente? Bedfordcontra usted. En la oscuridad del Abort.Podría haber sido usted quien quedaraahí tendido…

—¡Yo no maté a Bedford!—Podemos alegar que no hubo

premeditación, Tommy. Una antipatíaque conduce de forma inevitable a una

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pelea bastante típica. En el ejército estascosas ocurren con frecuencia. Enrealidad se trataría de homicidioculposo…, puede que le echen unadocena de años, trabajos forzados, nadamás…

—¿Es que no me escucha? ¡Yo no hematado a nadie!

—Salvo a unos cuantos alemanes,claro…

—¡Sí!—¿El enemigo?—Sí.—Ah, ¿pero no habíamos quedado

en que Bedford era el enemigo?—Sí, pero…

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—Ya. De modo que es justo matar auno, pero no al otro…

—Sí.—¡Lo que dice no tiene sentido,

teniente!—¡Yo no lo maté!—Yo creo que sí.Scott iba a replicar, pero se contuvo.

Miró a Hugh Renaday a través delreducido espacio, respirandotrabajosamente, como un hombrepeleando contra las olas del océano,esforzándose por alcanzar la costa. Depronto pareció tomar una decisión, traslo cual habló con una voz fría, áspera,directa, la voz de una pasión

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irrefrenable, la voz de un hombreadiestrado para pelear y matar.

—Si yo hubiera decidido matar aVincent Bedford —dijo—, no lo habríahecho a escondidas. Lo habría hechodelante de todos los hombres en elcampo. Y con esto…

Apenas hubo hablado, cruzó elespacio que lo separaba de Renaday,arrojando un violento derechazo, pero sedetuvo a pocos pasos del canadiense.Era un golpe brutal, propinado convelocidad, precisión y furia. El puñocrispado del negro se detuvo a escasoscentímetros del mentón de Renaday,inmóvil.

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—Esto es lo que habría utilizado —dijo Scott, casi susurrando—. Repito: yno lo habría hecho a escondidas.

Hugh contempló el puño duranteunos segundos y luego miró los ojoscentelleantes de su dueño.

—Es muy rápido —comentó con vozqueda—. ¿Ha aprendido a boxear?

—«Guantes Dorados». Campeón depesos semipesados del Midwest durantetres años consecutivos. Nadie logróderrotarme. Gané más combates porK.O. de los que puedo recordar.

Scott se volvió hacia Tommy.—Dejé de boxear porque no dejaba

tiempo para mis estudios —dijo

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secamente.—¿Qué estudiaba? —preguntó Hugh.—Después de obtener mi grado

universitario Magna Cum Laude de laNorthwestern, me licencié en psicologíade la educación por la Universidad deChicago —respondió—. También curséestudios de ingeniería aeronáutica.Asimismo, me preparé como piloto.

Dejó caer el puño y retrocedió unpaso, casi dándoles la espalda a los doshombres blancos, pero luego se detuvo ylos miró a los ojos.

—No he matado a nadie, exceptoalemanes. Tal como me ordenó mi paísque lo hiciera.

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Los dos hombres dejaron a Scott enla celda de castigo y se dirigieron haciael recinto sur.

Tommy respiraba con trabajo; comode costumbre, el reducido espacio de lasceldas de castigo provocaba en él unasensación de angustia, un recuerdo delmiedo que había experimentado en otrasocasiones, un ataque de claustrofobia.No era una cueva, un armario ni untúnel, pero poseía algunos de lostemibles y siniestros aspectos de todosellos, lo cual le ponía nervioso, puessuscitaba ingratos recuerdos de su temorinfantil.

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Un extraño silencio había invadidoel sector americano del campo. No seveía el número habitual de hombrespracticando ejercicios, ni a otrospaseando por el perímetro con el mismopaso sistemático y frustrado. El tiempohabía vuelto a mejorar. Momentos decielo despejado interrumpían los cielosplomizos de Baviera, haciendo que lasremotas líneas de abetos en el bosquecircundante emitieran un húmedoresplandor lejano.

Hugh avanzaba con paso rápido,como si sus pies reflejaran sus cálculos.Tommy Hart se afanaba en seguirlo, deforma que ambos caminaban hombro con

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hombro, como una pareja debombarderos medianos volando enestrecha formación para protegerse unoa otro.

Tommy alzó la vista durante unosmomentos. Imaginó unos avionesdispuestos en hileras en numerosaspistas de aterrizaje en Inglaterra, Siciliao el Norte de África. En su imaginaciónoyó el estrépito de los motores, elinmenso e incesante rugido de energía,aumentando de tono e intensidad amedida que las falanges de avionescorrían por la pista y despegaban,cargados con pesadas bombas, hacia loscielos despejados. En lo alto vio un rayo

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de sol filtrándose a través de lasdelgadas nubes y pensó en los oficialesy comandantes de vuelo sentados antesus mesas en sus despachos, a salvo,contemplando el mismo sol y pensandoque hacía un hermoso día para enviar ahombres jóvenes a matar o a morir. Lacuestión era muy simple: no tenía paraelegir.

Tommy bajó la cabeza y pensó en loque había visto y oído en la celda decastigo.

—Él no lo hizo —dijo a sucompañero.

El otro no respondió hasta haberavanzado irnos pasos más a través del

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enlodado recinto.Entonces dijo, también en voz baja,

como si ambos compartieran un secreto:—Yo tampoco creo que lo hiciera.

No después de haberme mostrado elpuño. Eso sí tenía sentido, si es quepuede decirse que haya algo en estelugar que tenga sentido. Pero ése no esel problema, ¿verdad?

Tommy meneó la cabeza alresponder.

—El problema es que todo pareceseñalarlo a él. Incluso sus protestas deinocencia parecen indicar que es elculpable. Por otra parte, no te fue difícilhacer que perdiera los nervios. Me

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pregunto qué tipo de testigo de ladefensa sería el teniente Scott.

A Tommy se le ocurrió de prontouna idea: «si la verdad puede apoyaruna mentira, ¿no podría ocurrir locontrario?» Pero se abstuvo deexpresarlo en voz alta.

—Aún no hemos reflexionado sobreel asunto de la sangre en sus zapatos y sucazadora. ¿Cómo diablos se los manchóde sangre, Tommy?

Tommy siguió avanzando, pensandoen la pregunta que le había hecho suamigo.

—Scott nos dijo que por las nochessale sigilosamente del barracón para ir

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al retrete —respondió—.A nadie se le ocurriría salir

disimuladamente calzado con unaspesadas botas de aviador que hacencrujir las tablas del suelo, ¿no te parece,Hugh?

Hugh emitió un sonido deaprobación.

—Apuesto mi próxima tableta dechocolate a que esto era ni más ni menoslo que insinuó Phillip hace un rato. Setrata de un montaje.

—Muy bien, ¿pero por qué?Hugh se encogió de hombros.—No tengo ni la más remota idea,

Tommy.

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Siguieron andando con rapidez.—Oye, Tommy, estamos caminando

muy deprisa —dijo Hugh deteniéndose—. Pero ¿adónde nos dirigimos?

—Al funeral, Hugh. Quiero quedespués vayas a entrevistar a alguien.

—¿A quién?—Al médico que examinó el

cadáver.—No sabía que lo hubiera

examinado un médico.Tommy asintió.—Alguien lo ha hecho. Aparte del

Hauptmann Visser. Debemos dar conesa persona. Y en este campo sólo haydos o tres candidatos posibles. Se hallan

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en el barracón 111, donde se encuentranlos servicios médicos. Debes dirigirteallí. Yo me encargaré de escoltar alteniente Scott. No permitiré queatraviese el campo solo…

—Te acompañaré. No seráagradable.

—No —replicó Tommy con másvehemencia de la necesaria—. Lo harésolo. Quiero que tu participación en estoquede en secreto, en todo caso hasta queconsigamos nuestra primera vista.

Ante todo debemos impedir queaverigüen que Phillip guía nuestrospasos. Es mejor que quien esté detrás deesta trampa, montaje, conspiración o

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como quieras llamarlo, no sepa que seenfrenta a uno de los más insignesletrados del Old Bailey.

Hugh asintió con la cabeza.—Tú también eres un zorro, Tommy

—dijo sonriendo. Tras lo cual soltó unacarcajada, aunque su expresión nodenotaba regocijo—. Lo cual no deja deser una cualidad —murmuró mientrasambos apretaban el paso—, en vista delo que se nos viene encima, sea lo quefuere.

»Claro que se me ocurre unapregunta bastante obvia —dijo desopetón—. ¿De qué tipo de conspiraciónestamos hablando? —Hugh se paró en

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seco. Alzó la vista y miró a través delcampo de ejercicios, el perímetro, lastorres de vigilancia, los guardias con susametralladoras, la alambrada y la granexplanada que se extendía más allá de lamisma—. ¿Aquí? ¿Pero de qué diablosestamos hablando?

Tommy miró hacia el lugar queobservaba su amigo, más allá de laalambrada. Durante unos momentos sepreguntó si el aire tendría un sabor másdulce el día que saliera en libertad.«Esto era sobre lo que escribíansiempre los poetas —pensó—: el dulcesabor de la libertad.» Trató de impedirque acudieran a su mente imágenes del

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hogar. Unas imágenes de Manchester ysus padres sentados a la mesa gozandode una cena estival, o Lydia de pie juntoa una vieja bicicleta en la polvorientaacera frente a la casa de los Hart, en unatarde de principios de otoño, cuando enla brisa del atardecer se constata unalevísima premonición del invierno. Erarubia y el pelo le caía en unas capasbruñidas sobre los hombros. Tommylevantó la mano, casi como si pudieratocárselo. Las imágenes se agolparon ensu cabeza, y durante un instante el mundoáspero y sucio del campo de prisionerosse desvaneció ante sus ojos. Peroentonces, las imágenes se esfumaron con

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la rapidez con que habían aparecido.Tommy se volvió para mirar a Hugh,que parecía esperar una respuesta, ycontestó, con cierto titubeo y un tono deincertidumbre:

—No lo sé. Aún no. No lo sé.

Los kriegies no morían, simplementesufrían.

Una dieta inadecuada, la formacompulsiva con que se entregaban aldeporte, al teatro que habíanimprovisado en el campo o a cualquierotra actividad que elegían para matar eltiempo, su ansiedad omnipresente sobre

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si alguna vez regresarían a sus casassumada a la inadaptación a la rutina dela vida en prisión, el frío constante, lahumedad y la suciedad, la falta dehigiene, las temibles enfermedades, elaburrimiento desmentido por laesperanza, que a su vez era desmentidapor la alambrada, todo ello generabauna peculiar fragilidad de la vida. Aligual que la persistente tos de PhillipPryce, los hombres se sentíanconstantemente atemorizados por lamuerte, pero ésta rara vez llamaba a lapuerta.

En los dos años que llevaba en elcampo de prisioneros, Tommy sólo

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había presenciado una docena demuertes. La mitad de los casos eranhombres cuyo cautiverio les había hechoperder la razón y habían tratado desaltar la alambrada durante la noche,pereciendo a los pies de la mismasosteniendo unos alicates de confeccióncasera. Destrozados por una súbitaráfaga de la metralleta de unHundführer o de los guardias apostadosen las torres de vigilancia. Alo largo delos años, habían llegado al Stalag Luft13 algunos hombres que habían sufridograves heridas al caer desde el aire y nohabían recibido la debida asistencia enlos hospitales alemanes. La constancia

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día y noche de los ataques aliadoshabían limitado los preciososmedicamentos de que disponían losalemanes, y muchos de sus mejoresmédicos habían muerto en hospitalessituados en el frente ruso. Pero lapolítica de la Luftwaffe con respecto alos aviadores aliados que corrían elriesgo de morir debido a sus heridas o auna enfermedad era la de disponer surepatriación a través de la Cruz Roja.Por lo general esto se llevaba a caboantes de que el desdichado pilotosucumbiera. La Luftwaffe prefería quelos kriegies que se hallaban en una faseterminal o gravemente heridos fueran

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entregados a los suizos antes de morir;de esta forma, parecían menosculpables.

Tommy no recordaba un solo casode alguno que hubiera sido enterradocon honores militares.

Solían ser sepultados condiscreción, o como mucho con algunaceremonia informal mientras la banda dejazz tocaba para honrar a uno de losuyos. Le chocó que Von Reiterpermitiera un funeral militar. Losalemanes querían que los kriegiespensaran como kriegies, no comosoldados. Es más fácil custodiar a unhombre que se considera un prisionero

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que a uno que se considera un soldado.Al llegar al polvoriento cruce

formado por los dos barracones y loscallejones convergentes, Tommy indicóa Hugh el barracón de los serviciosmédicos y se apresuró por el estrechocallejón situado entre los barracones119 y 120, que conducía al cementerio.Oyó una voz al otro lado del edificio,pero no logró entender lo que decía.

Al doblar la esquina del barracón119 aminoró el paso.

Unos trescientos kriegies se hallabaen formación junto a la fosa que habíanpreparado con prisas. Tommy reconocióde inmediato a la mayoría de hombres

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del barracón 101 y a otros aviadoresque probablemente representaban alresto de los edificios. Seis soldadosalemanes armados con fusiles sehallaban en posición de descanso junto alos rectángulos formados por loshombres.

Como era de prever, el féretro deTrader Vic había sido confeccionadocon algunas de las cajas de madera claraen las que remitía la Cruz Roja lospaquetes. La frágil madera de balsa erael material con el que estabanconstruidos buena parte de los mueblesdel recinto americano, pero Tommypensó con ironía que nadie imaginaba

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que fuera a constituir su propio ataúd.Junto a la cabeza del féretro había tresoficiales: MacNamara, Clark y unsacerdote, que leía el salmo 23. Elbombardero ligero a bordo del cual sehabía hallado el sacerdote había sidoderribado sobre Italia el veranoanterior. El pastor, llevado por unexagerado celo de velar por su rebañode aviadores, había participado en unamisión sobre Salerno en una época enque las tropas antiaéreas alemanas detierra eran aún activas, y los cazasalemanes seguían ejerciendo sumortífero oficio en el aire.

El sacerdote tenía una voz

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inexpresiva y nasal, con la queconsiguió que las célebres palabras delsalmo resultaran aburridas. Cuando dijo:«El Señor es mi pastor…» hizo quepareciera como si Dios estuviera enrealidad vigilando a las ovejas.

Tommy dudó, sin saber si debíaunirse a las formaciones u observardesde fuera. En aquel momento depausa, oyó una voz a su lado que lo pillópor sorpresa.

—¿Qué es lo que espera ver,teniente Hart?

Tommy se volvió rápidamente haciael hombre que le había hecho lapregunta.

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E l Hauptmann Heinrich Visserestaba a unos pasos de él, fumando uncigarrillo color marrón oscuro, apoyadoen el muro del barracón 119. Lo sosteníacomo un dardo, llevándoselolánguidamente a los labios, saboreandocada calada.

Tommy respiró hondo.—No espero ver nada —repuso con

lentitud—. Los que van a algún sitioesperando ver algo suelen verserecompensados viendo lo que habíanimaginado. Yo sólo he venido paraobservar, y lo que vea será lo que debaver.

—La respuesta de un hombre

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inteligente —comentó Visser sonriendo—. Pero no muy militar.

—Es posible que yo no sea unsoldado perfecto —replicó Tommyencogiéndose de hombros.

Visser meneó la cabeza.—Eso ya lo veremos en los

próximos días.—¿Y usted, Hauptmann, lo es?El alemán negó con la cabeza.—Por desgracia, no, teniente Hart.

Pero he sido un soldado muy eficaz. Locual es algo diferente, a mi entender.

—Habla muy bien el inglés.—Gracias. Viví muchos años en

Milwaukee, me crié con mis tíos. Quizá

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de haberme quedado otros dos años,habría llegado a considerarme másamericano que alemán. Aunque le cuestecreerlo, teniente, llegué a ser unexcelente jugador de béisbol —elalemán miró el brazo que le faltaba—.Pero ya no puedo jugar. En fin, pudehaberme quedado, pero no lo hice.Decidí regresar a la patria para estudiar.Y así me vi envuelto en estosacontecimientos.

Visser dirigió la vista hacia elfuneral.

—Su coronel MacNamara… —dijoel alemán pausadamente, midiendo conlos ojos al coronel—. Mi primera

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impresión es la de un hombre que creeque su reclusión en el Stalag Luft 13constituye una mancha en su carrera. Unfallo como comandante. A veces, cuandome mira, no sé si me odia a mí y a todoslos alemanes debido a lo que le hanenseñado, o si me odia a mí por haberleimpedido matar a más compatriotasmíos. Creo también que se odia a símismo. ¿Qué opina, teniente Hart? ¿Esun oficial a quien usted respeta? ¿Es eltipo de líder que imparte una orden y esobedecido en el acto, sin rechistar, sinpensar en sus propias vidas?

—Recibe el respeto debido a todooficial americano.

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El alemán se echó a reír sin mirar aTommy.

—Ah, teniente, tiene usted dotes dediplomático.

Después de dar una larga calada a sucigarrillo, lo arrojó al suelo y lo aplastócon su bota.

—Me pregunto si tiene tambiéndotes de abogado.

Visser sonrió.—Y también me pregunto —

continuó—, si eso es lo que se le exigeen realidad.

E l Hauptmann se volvió haciaTommy.

—Un funeral rara vez tiene que ver

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con la conclusión de algo, ¿no le parece,teniente? Más bien representa uncomienzo.

La sonrisa de Visser siguió el trazode sus cicatrices. Volvió a contemplar elfuneral. El pastor leía un versículo delNuevo Testamento, la multiplicación delos panes y los peces, una mala elecciónporque seguramente hizo que a todos loskriegies se les abriera el apetito.Tommy observó que el ataúd no estabacubierto con la bandera, pero que habíandepositado en su centro la cazadora deVic, junto con la bandera americana quellevaba cosida en la manga.

El pastor terminó su lectura y las

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formaciones adoptaron la posición defirmes. Un trompeta avanzó unos pasos yemitió las melancólicas notas del toquede silencio. Mientras éstas sedesvanecían en el aire del mediodía, elescuadrón de soldados alemanes dio unpaso al frente, echó armas al hombro ydisparó una ráfaga hacia el cielo quecomenzaba a despejarse, como siintentaran eliminar a tiros los restos denubes.

El eco resonó brevemente en elcampo. A Tommy no le pasó inadvertidoque el sonido había sido el mismo de unpelotón de fusilamiento.

Cuatro hombres abandonaron la

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formación y descendieron el ataúd deTrader Vic en la fosa mediante unascuerdas. Acto seguido, el comandanteClark dio orden de romper filas y loshombres regresaron en grupos al centrodel recinto. Más de uno miró a TommyHart al pasar junto a él, pero ningunodijo una palabra.

Tommy, a su vez, devolvió la miradaa muchos, contemplándolos conexpresión dura y de recelo. Suponía quelos hombres que le habían amenazado seencontraban entre los grupos deaviadores que pasaban junto a él. Perono tenía idea de quiénes eran. Ningunolo miró con aire amenazante.

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Visser encendió otro cigarrillo y sepuso a tararear la canción francesaAuprès de ma blonde, cuya frívolatonada parecía ofender la toscasolemnidad del funeral.

En éstas Tommy vio que elcomandante Clark se dirigía hacia él.Tenía el rostro tenso y la mandíbulacrispada.

—Su presencia aquí no es grata,Hart —dijo con brusquedad.

Tommy se cuadró ante el oficial.—El capitán Bedford era también

amigo mío —replicó, aunque no estabaseguro de que eso fuera cierto.

Clark no respondió, sino que se

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volvió hacia el Hauptmann y saludó.—Hauptmann Visser, haga el favor

de entregar al teniente Scott, el acusado,bajo la custodia del teniente Hart. Creoque es un momento oportuno.

Visser le devolvió el saludo,sonriendo.

—Como guste, comandante. Meocuparé de ello sin dilación.

Clark asintió. Luego miró a Tommy.—Su presencia no es grata —

repitió, tras lo cual dio media vuelta yse marchó. Tommy oyó a su espalda elsonido de la primera palada de tierra alchocar con el ataúd.

E l Hauptmann Visser escoltó a

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Tommy Hart a la celda de castigo paraponer en libertad a Lincoln Scott.Mientras se dirigían hacia allí, el oficialalemán hizo una señal a un par deguardias cubiertos con cascos e indicó aFritz Número Uno que los acompañara.Siguió tarareando sus alegres ypegadizas melodías de cabaret. El cielose había despejado por completo y losúltimos restos de nubes se dispersabanhacia el este. Tommy alzó la vista y violas colas blancas de una escuadrilla deaviones B-17 atravesar la húmedabóveda azul. No tardarían en seratacados, pensó.

Pero volaban muy alto, a unos ocho

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kilómetros de altura, y se hallaban aúnrelativamente a salvo.

Cuando descendieran a través delcielo hacia unas altitudes más bajas paralanzar las bombas, entonces es cuandocorrerían mayor peligro.

Tommy contempló el edificio de lacelda de castigo y pensó que LincolnScott se encontraba en la mismacircunstancia. Durante unos momentospensó que acaso fuera más prudentedejarlo encerrado, pero ese pensamientose esfumó de inmediato. Enderezó laespalda y comprendió que la misión a laque se enfrentaba no era distinta de laque afrontaban los aviadores que

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surcaban el espacio. Una misión, unobjetivo, su paso amenazaba toda laruta. Echó otro vistazo al cielo y pensóque no podía hacer menos que esoshombres que volaban sobre él.

Scott se levantó en cuanto Tommyentró en la celda.

—¡Maldita sea, Hart, estoyimpaciente por salir de aquí! —dijo—.¡Esto es un infierno!

—Yo no estoy seguro de lo que va apasar —respondió Tommy—. Yaveremos…

—Estoy preparado —insistió Scott—. Sólo quiero salir de aquí. Queocurra lo que tenga que ocurrir —el

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negro parecía angustiado, tenso, a puntode estallar.

—De acuerdo —dijo Tommymoviendo la cabeza—. Atravesaremosel recinto y nos dirigiremosdirectamente al barracón 101. Ustedvaya a su dormitorio. Una vez allí, yapensaremos en el siguiente paso.

Scott asintió.Cuando salieron de la celda, el

aviador negro pestañeó varias veces. Sefrotó los ojos durante unos instantescomo para borrar la oscuridad de lacelda de castigo. Sostenía su ropa y sumanta debajo del brazo izquierdo y teníala mano derecha crispada en un puño,

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como si estuviera dispuesto a propinarun contundente puñetazo como el quehabía estado a punto de asestar esamañana a Hugh Renaday. Mientrasparpadeaba tratando de adaptarse a laluz, parecía caminar más erguido que decostumbre, habiendo recobrado supostura atlética, hasta el punto de quecuando se aproximaron a la puerta delrecinto marchaba con paso enérgico ymilitar, casi como si desfilara por elcampo de revista de West Point frente aun grupo de dignatarios. Tommycaminaba junto a él, flanqueado a su vezpor los dos guardias, un paso detrás deFritz Número Uno y el Hauptmann

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Visser.Al alcanzar la alambrada y la puerta

de madera que daba acceso al recintosur, el oficial alemán se detuvo. Dijounas breves palabras a Fritz NúmeroUno, quien saludó, y otras palabras a losdos guardias.

—¿Desea que un guardia le escoltede regreso a su barracón? —preguntó aLincoln Scott.

—No —respondió Scott.Visser sonrió.—Quizás el teniente Hart lo crea

necesario.Tommy echó una rápida ojeada a

través de la alambrada. En el recinto

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había unos cuantos grupos de hombres;todo parecía normal. Unos jugaban albéisbol, mientras otros se paseaban porel perímetro. Vio a algunos tumbadosjunto a los edificios, leyendo ocharlando. Otros, aprovechando latibieza del día, se habían quitado lacamisa para tomar el sol. Nada indicabaque hacía menos de una hora se hubieracelebrado un funeral. No había indiciosde cólera. El Stalag Luft 13 presentabael mismo aspecto que había mostradocada día durante años.

Esto inquietó a Tommy. Inspiróprofundamente.

—No —contestó—. No necesitamos

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que nos escolten.Visser emitió un profundo suspiro,

casi como si se mofara.—Como guste —dijo con un tonillo

despectivo, mirando a Tommy—. Quéironía, ¿no? Yo le ofrezco proteccióncontra sus propios camaradas. ¿No leparece insólito, teniente Hart?

Visser no parecía esperar unarespuesta a su pregunta. En cualquiercaso, Tommy no estaba dispuesto adársela. Visser dijo unas palabras y losguardias armados retrocedieron. FritzNúmero Uno también se apartó. Tenía elceño fruncido y parecía nervioso.

—Entonces, hasta luego —dijo

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Visser.Se puso a tararear unas breves

estrofas de una melodía irreconocible,esbozando su acostumbrada sonrisabreve y cruel que se deslizaba en torno asu rostro. Entonces se detuvo, se volvióhacia los soldados que custodiaban lapuerta, y haciendo un amplio gesto consu único brazo les indicó que laabrieran.

—Vamos, teniente. A paso demarcha —dijo Tommy.

Los dos hombres echaron a andarhombro con hombro.

La puerta aún no se había cerradotras ellos cuando Tommy oyó el primer

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silbido, seguido por otro, y luego otrosdos. Los agudos sonidos se confundían,desplazándose a los pocos segundos a lolargo y ancho del campo. Los hombresque jugaban al béisbol se detuvieron ylos miraron. Antes de que hubieranrecorrido veinte metros, la falsanormalidad del campo fue suplantadapor el ruido de pasos apresurados y elrechinar y estrépito de puertas demadera que se abrían y cerraban degolpe.

—Mantenga la vista al frente —murmuró Tommy, pero era unaadvertencia innecesaria, pues LincolnScott caminaba aún más erguido que

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antes, atravesando el recinto con larenovada determinación de un corredorde fondo que al fin vislumbra la línea demeta.

Ante ellos vieron salir a muchoshombres de los barracones, moviéndosecon tanta rapidez como si los silbatos delos hurones les convocaran a un Appell ohubieran sonado las sirenas de alarma.Al cabo de unos segundos, centenares dehombres se congregaron en ungigantesco y siniestro bloque, no tantouna formación como una barricada. Lamultitud —que parecía dispuesta alincharlos, según pensó Tommy— seinterpuso en su camino.

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Ni Lincoln Scott ni Tommy Hartaminoraron el paso al aproximarse a loshombres plantados delante de ellos.

—No se detenga —murmuró Tommya Lincoln Scott—. Ni les plante cara.

Por el rabillo del ojo observó ungesto casi imperceptible de la cabezapor parte del aviador de Tuskegee y oyóun leve murmullo de asentimiento.

—¡Criminal! —Tommy no estabaseguro de dónde procedía la palabra,pero sin duda había surgido de laborboteante masa.

—¡Asesino! —gritó otra voz.Un murmullo grave y ronco brotó de

labios de los hombres que les

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interceptaban el paso. Las palabras deira y odio se mezclaban con toda clasede epítetos e improperios. Los silbidosy abucheos reforzaban los gritos derabia, que aumentaban en frecuencia eintensidad a medida que los aviadoresavanzaban.

Tommy mantuvo la vista al frente,confiando en ver a uno de los oficialessuperiores, pero no fue así. Notó queScott, con el maxilar crispado en ungesto de determinación, había aceleradoun poco el paso. Durante unos momentospensó que ambos parecían un barco quenavegaba hacia una costa erizada derocas.

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—¡Maldito negro asesino!Se hallaban a unos diez metros de la

multitud. Tommy no estaba seguro deque el muro se abriría para cederles elpaso. En aquel segundo, vio a algunosde los hombres que compartían su cuartode literas. Los consideraba amigossuyos, no amigos íntimos, pero amigosal fin. Con ellos había compartidocomida, libros y algún que otro recuerdosobre la vida en el hogar, momentos denostalgia, deseo, sueños y pesadillas. Enaquel instante Tommy no pensó quefueran a lastimarlo.

Por supuesto no estaba seguro deello, porque no sabía qué opinión

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tendrían ahora de él. Pero pensó quequizás experimentaran cierta vacilaciónen sus emociones; así pues, golpeandoligeramente con su hombro el hombro deScott, modificó el ritmo y se dirigierondirectamente hacia ellos.

Tommy percibió la respiración deScott. Inspiraba unas breves y rápidasbocanadas de aire, como arrancadas alesfuerzo que representaba manteneraquella marcha acelerada.

En torno a él resonaron más insultos.Las palabras surcaban el espacio entrelos pilotos más rápidamente que suspasos.

—¡Deberíamos resolverlo ahora

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mismo! —oyó Tommy gritar a unhombre.

Todos asintieron.Tommy no hizo caso de las

amenazas. En aquel segundo recordó lareconfortante y serena voz de su lloradocapitán de Tejas mientras pilotaba elLovely Lydia a través de la enésimatempestad de fuego antiaéreo y muerte, ysin alzar la voz, expresándose con calmaa través del intercomunicador delbombardero, decía: «Maldita sea,chicos, no vamos a dejar que unospequeños contratiempos nos pongannerviosos, ¿verdad?» Y Tommycomprendió que iba a tener que volar a

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través del centro de esa tempestad,manteniendo la vista al frente, comohacía su viejo capitán, aunque la últimatempestad le había costado la vida y lasvidas de los otros tripulantes del avión,salvo uno.

Así, sin detener el paso, Tommy selanzó hacia el grupo de pilotoscongregados ante ellos.

Unidos de forma invisible pero contanta fuerza como si estuvieran atados,los dos se precipitaron hacia quienes lesinterceptaban el paso.

Éstos vacilaron unos segundos.Tommy observó que sus compañeros decuarto retrocedían y se apartaban,

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creando una pequeña apertura en formade V. Scott y él se deslizaron a través deella. De inmediato la multitud se agolpóa sus espaldas. Pero los hombres quehabía frente a ellos se apartaron, aunquesólo lo suficiente para permitirles seguiravanzando.

Los que se apretujaban a sualrededor los zarandeaban. Las vocesenmudecieron, los abucheos e insultosse disiparon al tiempo que los dossoldados se abrían camino entre lamultitud, rodeados por un súbito eimpresionante silencio, acaso peor aún.Tommy pensó que les costaba avanzar,como si estuviera atravesando un

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caudaloso río en el que la corriente y lapotencia de las aguas le empujaran ygolpearan con fuerza sus piernas y sutorso.

Al cabo de unos momentos, habíansuperado aquella masa humana.

Los últimos hombres se apartaronpara cederles paso y Tommy vio que elcamino hacia los barracones estabadespejado. Era una sensación análoga asentirse a salvo después de habervolado a través de una furiosa ysiniestra tempestad hacia un cielodespejado.

Marchando todavía en pareja,Tommy y Scott se dirigieron

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apresuradamente hacia el barracón 101.A sus espaldas, los hombres hostilespermanecían en silencio.

Scott respiraba como un boxeadortras disputar quince asaltos. Tommy sepercató de que su respiraciónentrecortada no era demasiado diferente.

Tommy volvió la cabezaligeramente, sin saber por qué. Un levemovimiento del cuello, una mirada haciala derecha. En aquel breve instante,divisó al coronel MacNamara y alcomandante Clark detrás de una de lascochambrosas ventanas del barracóncontiguo, parcialmente ocultos yobservando cómo él y Scott atravesaban

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el recinto. Tommy se quedó estupefacto,presa de una indignación casiincontrolable contra los dos superiores,por permitir que sus órdenes expresasfueran desobedecidas: «Nada deamenazas… tratadlo con cortesía…»Eso era lo que había ordenadoMacNamara con toda claridad. Ahorapresenciaba cómo violaban esa orden.En aquel segundo, Tommy sintió deseosde dirigirse hacia los dos comandantes yexigirles una explicación. Pero en mediode su ira oyó otra voz insinuándole quequizás había visto algo importante, algoque debía guardar para sí.

Y decidió seguir el consejo de esa

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voz.Tommy se alejó, no sin antes

asegurarse de que MacNamara y Clarkse habían dado cuenta de que él leshabía visto espiándoles. Junto con elaviador negro, subió los peldaños demadera y penetró en el barracón 101.

Lincoln Scott rompió el silencio.—El panorama es bastante

desolador —comentó en voz baja.Al principio Tommy no estaba

seguro si el piloto del caza se refería alcaso o a la habitación, porque podíadecirse lo misino de ambas cosas. Todocuanto habían acumulado los otroskriegies que habían compartido antes la

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habitación se lo habían llevado. Sóloquedaba una litera cubierta con un suciojergón de cutí azul relleno de paja, sobreel que había una delgada manta de colorpardo.

Scott arrojó las mantas y la ropa quellevaba sobre el camastro. La bombillaque pendía del techo estaba encendida,pero aún penetraba en la habitación laluz difusa del atardecer. Junto a lacabecera de la cama estaba su toscamesa y la taquilla para guardar suspertenencias. El aviador miró en elinterior y vio que sus dos libros y suprovisión de comida estaban intactos.Lo único que faltaba era la sartén que

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había confeccionado él mismo.—Podría ser peor —respondió

Tommy.Esta vez fue Scott quien miró al otro

tratando de adivinar si se refería al lugaro a las circunstancias por las quepasaban.

Ambos guardaron silencio unosinstantes.

—Anoche, cuando se acostó despuésde haber salido para ir al retrete, ¿dóndedejó su cazadora?

—Ahí —repuso Scott señalando lapared junto a la puerta—. Todosdisponíamos de un gancho para colgarnuestras prendas. De este modo

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podíamos cogerlas rápidamente cuandosonaban las sirenas o los silbatos. —Scott se sentó en la cama con airefatigado y tomó la Biblia.

Tommy se acercó a la pared.Los ganchos habían desaparecido.

En el tabique de madera sólo se veíanocho pequeños orificios, agrupados dedos en dos y separados por unoscincuenta centímetros.

—¿Dónde solía colgar Vic sucazadora?

—Junto a la mía. Nuestros ganchoseran los dos últimos. Todos usábamossiempre el mismo gancho, para noconfundirnos de cazadora. Por eso los

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ganchos estaban separados y agrupadospor pares.

—¿Dónde cree que han ido a pararlos ganchos?

—No lo sé. ¿Qué motivo tendríaalguien para llevárselos?

Tommy no respondió, aunque sabíala respuesta. No se trataba sólo de quelos ganchos hubieran desaparecido. Eraun argumento. Se volvió hacia Scott, quehojeaba la Biblia.

—Mi padre es pastor baptista —dijoScott—. Oficia en la iglesia baptista delMonte Sinaí en el sector sur de Chicago.Siempre dice que la Biblia nos señala elcamino en los momentos de adversidad.

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Yo soy más escéptico al respecto, perono niego la palabra de Dios.

El aviador negro deslizó un dedoentre las páginas del libro y con unrápido movimiento lo abrió y leyó lasprimeras palabras que cayeron bajo sumirada.

—Mateo 6, 24: «Nadie puede servira dos señores; porque o aborrecerá auno y amará al otro, o se interesará porel primero y menospreciará al segundo.»

Scott soltó una carcajada.—Tiene bastante sentido. ¿Qué

opina, Hart? ¿Sobre lo de servir a dosseñores? —Scott cerró la Biblia yexhaló lentamente—. ¿Qué ocurrirá a

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partir de ahora, cuando me trasladen deuna celda a otra?

—¿Se refiere al proceso? Mañana secelebra una vista. Para leerleformalmente los cargos. Usted sedeclarará inocente. Examinaremos laspruebas en su contra. Luego, la semanaque viene, tendremos el juicio.

—Un juicio. Bonita palabra paradescribirlo. ¿Y en cuanto a su defensa,abogado?

—Emplear la táctica de demora.Cuestionaremos la autoridad deltribunal, pondremos en tela de juicio lalegitimidad del procedimiento. Solicitartiempo para entrevistar a todos los

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testigos. Alegar la inexistencia de unajurisdicción adecuada para enjuiciar elcaso. Dicho de otro modo, nosopondremos a todas las solucionestécnicas que se hayan tomado.

Scott asintió, pero su gesto denotabaresignación. Se volvió hacia Tommy.

—Esos hombres que estaban ahífuera, agrupados y gritando… Cuandopasamos a través de ellos, hubo unsilencio total. Creí que queríanlincharme.

—Yo también.Scott meneó la cabeza.—No me conocen —dijo con los

ojos fijos en el suelo—. No saben nada

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sobre mí.Tommy no respondió.Scott se reclinó hacia atrás y fijó la

vista en el techo. Por primera vez,Tommy presintió que la agresividad delaviador ocultaba una mezcla denerviosismo y dudas. Durante unossegundos, Scott contempló las tablasencaladas del techo y luego la bombillaencendida.

—Pude haberme largado, ¿sabe?Pude haber huido. Y entonces no estaríaaquí.

—¿A qué se refiere?Scott respondió con tono pausado,

deliberado.

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—Habíamos cumplido nuestramisión como aviones escoltas.Habíamos repelido un par de ataquescontra la formación y los habíamosconducido hasta su campo de aviación.Nos dirigíamos a casa, NathanielWinslow y yo, pensando en una comidacaliente, una partida de póquer y a lacama, cuando oímos la señal de socorro.Con toda claridad, como un hombre quese ahoga y llama a alguien que esté entierra para que le arroje una cuerdasalvavidas. Era un B-17 que se disponíaa aterrizar sobre el portaaviones, condos motores averiados y la mitad de lacola destrozada. No pertenecía a un

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grupo que debíamos escoltar nosotros,era responsabilidad de otrocazabombardero.

No formaba parte del 332. No erauno de los nuestros, ¿comprende? Demodo que no estábamos obligados ahacer nada. Andábamos escasos decombustible y munición, pero ese pobrepiloto tenía seis Focke-Wulfspersiguiéndole. Nathaniel no dudó unsegundo. Hizo virar su Mustang y meindicó que le siguiera al tiempo que selanzaba contra ellos. Le quedaban menosde tres segundos de munición, Hart. Tressegundos. Cuéntelos: uno… dos… tres.Ese es el tiempo de que disponía para

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disparar. Yo no disponía de mucho más.Pero si no nos metíamos ahí, todos ellosiban a morir. Dos contra seis. Noshabíamos enfrentado a situacionespeores. Tanto Nathaniel como yoconseguimos cargarnos a uno en nuestroprimer pase, un bonito tiro desviado quehizo polvo su ataque, y el B-17 seescabulló mientras los FW venían a pornosotros. Uno persiguió a Nathaniel,pero yo me interpuse antes de que lotuviera en su punto de mira y disparécontra él, pulverizándolo. Pero mequedé sin munición. Tenía que virar ylargarme de allí, y con ese potente motorMerlin sobrealimentado, ninguno de

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esos cabrones alemanes conseguiríaatraparnos. Pero cuando nosdisponíamos a salir de allí pitando yregresar a casa, Nathaniel vio que dosde los cazas se habían lanzado contra elB-17 y volvió a indicarme que lesiguiera mientras él iba tras ellos. ¿Quéíbamos a hacer? ¿Escupirlos,insultarlos? Para Nathaniel, para todosnosotros, era una cuestión de orgullo.No estábamos dispuestos a permitir queningún bombardero que protegiéramosnosotros fuera derribado. ¿Comprende?Ninguno. Cero. Jamás. No mientrasestuvieran allí los del escuadrón 332.

No mientras los chicos de Tuskegee

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te estuvieran protegiendo. En ese casosiempre regresabas a casa sano y salvo,por más aviones que la Luftwaffeenviara contra nosotros. Eso estabagarantizado. Ningún aviador negro iba aperder a un chico blanco a manos de losalemanes. Así que Nathaniel se colocódetrás del primer FW, para que elcabrón se diera cuenta de que estaba ahí,tratando de hacer creer al nazi que si nose larga es hombre muerto. Nathaniel eraun jugador de póquer cojonudo. Se habíacosteado la mitad de sus estudiosuniversitarios con la asignación mensualque recibían los chicos ricos de casa yque él les ganaba al póquer. Era aun

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auténtico tahúr.En el noventa por ciento de los

casos ganaba tirándose faroles. Temiraba como diciendo «tengo un full, asíque no me provoques», cuando enrealidad sólo tenía una mísera pareja desietes…

Lincoln Scott hizo una pausa ysuspiró.

—Lo alcanzaron, claro —prosiguió—. El caza se colocó detrás de él y loacribilló. Oí gritar a Nathaniel a travésde la radio mientras caía. Entoncesvinieron a por mí, Hicieron un agujeroen el depósito de combustible. No meexplico cómo no explotó. Empecé a caer

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en picado, con el aparato envuelto enllamas. Supongo que utilizaron toda sumunición para alcanzarme, porque depronto desaparecieron. Yo me tiré enparacaídas a unos mil quinientos metrosde altura. Y aquí estoy.

Pudimos habernos largado,¿comprende?, pero no lo hicimos. Y esemaldito bombardero consiguió regresara casa. Siempre lo conseguían. Nosotrosa veces no, pero ellos sí.

Scott meneó la cabeza con lentitud.—Esos hombres que querían

lincharme. No estarían hoy aquí sihubieran tenido al escuadrón 332escoltándolos. Puede estar seguro.

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Scott se levantó de la cama,sosteniendo todavía la Biblia. Utilizó ellibro de tapas negras para señalar haciaTommy, subrayando sus palabras.

—No soy hombre que se resignefácilmente, señor Hart. Ni tampoco mequedo cruzado de brazos cuando meencuentro en una situacióncomprometida. No soy el tipo de negroque se apresura a llevarle las maletas, asaludarle tocándose la gorra, a decir «síseñor», «no señor». Todas esas tácticasjurídicas a las que se refirió me parecenperfectas. Si hay que utilizarlas,adelante Hart, que para eso es usted miabogado. Pero que quede claro que voy

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a luchar. Yo no maté al capitán Bedfordy ya va siendo hora de que todo elmundo se entere.

Tommy escuchó con atención,asimilando lo que el negro le decía ycómo lo decía.

—Entonces creo que tenemos unatarea difícil —replicó sin levantar lavoz.

—Nada hasta la fecha ha sido fácilpara mí, Hart. Nada verdaderamenteimportante. Mi padre solía decir esocada mañana y cada noche en su iglesia.Sigue teniendo razón.

—Bien. Si usted no mató al capitánBedford, vamos a tener que averiguar

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quién lo hizo y por qué.No creo que será empresa fácil,

porque no tengo ni remota idea de pordónde empezar.

Scott asintió y abrió la boca paradecir algo, pero antes de que pudieraarticular una palabra, oyó a irnoshombres aproximándose a paso demarcha por el pasillo y se distrajo. Elsistemático y resonante sonido de lasbotas se detuvo frente al cuarto deliteras, y al cabo de unos segundos seabrió la recia puerta de madera. Tommyse volvió rápidamente y vio en elumbral a MacNamara y a Clark,acompañados por media docena de

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oficiales. Reconoció a dos de loshombres que habían compartidoanteriormente el dormitorio queocupaban Trader Vic y Lincoln Scott.

MacNamara fue el primero que entróen la habitación, pero permaneció juntoa la puerta, en silencio, observando conlos brazos cruzados. Clark, que como decostumbre iba detrás de él, pasórápidamente al centro de la habitación.El comandante observó irritado aTommy y luego dirigió a Lincoln Scottuna mirada severa y furibunda.

—Teniente Scott —le espetó Clark—, ¿sigue negando los cargos que se leimputan?

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—Sí —replicó Scott con la mismacontundencia.

—En tal caso supongo que no seopondrá a que registremos suspertenencias.

—¡Por supuesto que nos oponemos!—contestó Tommy Hart avanzando unpaso—. ¿Bajo qué ley se creeautorizado a presentarse aquí pararegistrar las pertenencias del tenienteScott? Necesita una orden judicial.Tiene que demostrar la causa en unavista, con testimonios y pruebas que lorespalden. ¡Nos oponemosenérgicamente! Coronel…

MacNamara no dijo palabra.

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Clark se volvió en primer lugarhacia Tommy y luego hacia LincolnScott.

—No veo el problema. Si es ustedtan inocente como afirma, ¿qué tiene queocultar?

—No tengo nada que ocultar —contestó Scott secamente.

—Eso no tiene nada que ver —protestó Tommy alzando la voz y contono insistente—. ¡Coronel!

Un registro está fuera de lugar y esinconstitucional.

El coronel MacNamara respondiópor fin con voz fría, lentamente.

—Si el teniente Scott se opone,

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expondremos el asunto en la vista demañana. El tribunal decidirá…

—Adelante —terció Scottbruscamente—. No he hecho nada, porlo que no tengo nada que ocultar.

Tommy miró contrariado a Scott,pero éste no le prestó atención.

—Puede registrar mis cosas,comandante —dijo dirigiéndose contono despectivo al comandante Clark.

Éste, junto con otros dos oficiales,se aproximó a la cama y se pusieron deinmediato a registrar el colchón de pajay las escasas ropas y mantas. LincolnScott se apartó unos pasos y permaneciósolo, con la espalda apoyada en uno de

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los tabiques de madera. Los tresoficiales se pusieron a hojear la Biblia yLa caída del Imperio romano yexaminaron la tosca mesa de maderadonde Scott guardaba sus cosas. Enaquel segundo, Tommy pensó que loshombres realizaban un registrosuperficial. No examinaban a fondoninguno de los objetos ni mostrabaninterés en lo que hacían.

Presa de una sensación denerviosismo, exclamó de nuevo:

—¡Coronel! Reitero mi protestacontra esta intromisión. Dadas lascircunstancias en que se encuentra, nosería inteligente por parte del teniente

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Scott renunciar a su protecciónconstitucional contra un registro eincautación ilegal de sus pertenencias.

El comandante Clark miró a Tommycon un gesto parecido a una sonrisa.

—Casi hemos terminado —dijo.MacNamara no respondió a la

petición de Tommy.—¡Esto no es correcto, coronel!En éstas los dos oficiales que

acompañaban al comandante Clark seagacharon y alzaron las esquinas de lalitera de madera. La desplazaron unosveinticinco centímetros a la derecha,arrastrando las patas sobre el suelo, yluego volvieron a dejarla caer

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estrepitosamente. En el acto, elcomandante Clark se puso de rodillas yempezó a examinar los tablones delsuelo que habían quedado expuestos.

—¿Qué hace? —inquirió Scott.Nadie respondió.Clark empezó a mover una tabla del

suelo hasta que logró desprenderla y,con un rápido movimiento, la levantó.La tabla había sido cortada y luegorestituida en su lugar. Tommycomprendió en seguida de qué setrataba: un escondrijo. El espacio entrelos fundamentos de cemento y las tablasmedía aproximadamente un metro ymedio. Cuando él llegó al Stalag Luft

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13, éste era uno de los esconditespreferidos por los kriegies. Loocultaban todo en ese pequeño espaciodebajo del suelo que había en cadahabitación: la tierra excavada en losnumerosos intentos fallidos de construirun túnel, artículos de contrabando,radios, uniformes convertidos en trajesde paisano para fugas planificadas peronunca llevadas a cabo, raciones decomida para casos de emergencia quenunca se llegaban a consumir. Pero loque a los kriegies les parecía tanconveniente, no había pasadoinadvertido a los hurones.

Tommy recordaba lo ufano que se

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había mostrado Fritz Número Uno el díaen que había descubierto uno de esosescondites, pues el hallazgo de unohabía conducido inmediatamente aldescubrimiento de más de dos docenasen los otros barracones. Porconsiguiente, hacía un año que loskriegies habían renunciado a esconderesos objetos allí, para desesperación deFritz Número Uno, que no dejaba deexaminar los mismos lugares una y otravez.

—¡Coronel! —le gritó Tommy—.¡Esto no es justo!

—¿Conque le parece injusto? —replicó el comandante Clark.

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El fornido oficial se agachó,introdujo la mano en el espacio vacío yse incorporó sonriendo y sosteniendo enla mano un cuchillo largo y plano, deconfección casera. Medía unos treintacentímetros de longitud y uno de susextremos estaba envuelto en un trapo. Lahoja de metal era plana y afilada, y alextraerla de debajo de la tabla del sueloemitió un malévolo destello.

—¿Reconoce esto? —preguntóClark a Lincoln Scott.

—No.—Ya —dijo Clark sonriendo. Luego

se volvió hacia uno de los oficiales quese hallaba al fondo del grupo y le dijo

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—: Déjeme ver esa sartén.El oficial le entregó el utensilio

construido por Scott.—¿Y esto, teniente? ¿No es suyo?—Sí —respondió Scott—. ¿Cómo

ha ido a parar a sus manos?Clark, que no tenía ganas de

responder a la pregunta, se volvió,sosteniendo la burda sartén y el cuchillode confección casera. Miró a Tommypero dirigió sus palabras al coronelMacNamara.

—Observe con atención —dijo.Lentamente, el comandante

desenrolló el trapo de color aceitunaque había utilizado Scott para

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confeccionar el asa de la sartén. Luego,con la misma lentitud y deliberadamente,retiró el trapo enrollado en torno almango del cuchillo. Acto seguidosostuvo en alto ambos pedazos de tejido.

Eran del mismo material y de unalongitud casi idéntica.

—Parecen iguales —dijo el coronelMacNamara secamente.

—Hay una diferencia, señor —repuso Clark—. Este pedazo —dijomostrando el trapo envuelto en torno alasa del cuchillo—, parece tener unasmanchas de sangre del capitán Bedford.

Scott se puso rígido, con la bocaligeramente entreabierta. Parecía

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disponerse a decir algo, pero en vez deello se volvió y miró a Tommy. Porprimera vez, Tommy observó miedo enlos ojos del negro. En aquel segundo,recordó lo que Hugh Renaday y PhillipPryce habían comentado hacía unashoras. Motivo, oportunidad, medios: lastres vértices de un triángulo. Perocuando Tommy había hablado con ellos,faltaban los medios para completar laecuación.

Ahora se había completado.

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6

La vista preliminar

A la mañana siguiente, cuando sonóel toque de llamada, los kriegies seagruparon como de costumbre endesordenadas formaciones, salvoLincoln Scott. El aviador negropermaneció aparte, en posición dedescanso, con las manos enlazadas a laespalda y las piernas ligeramente

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separadas, a diez metros del bloque máspróximo, esperando que lo contarancomo a todos los demás prisioneros. Surostro mostraba un gesto duro,inexpresivo, con la vista al frente, hastaque hubieron completado el recuento yel comandante Clark ordenó querompieran filas. Entonces dio mediavuelta sin vacilar y se dirigió a paso demarcha hacia el barracón 101.Desapareció por la puerta sin decir unasola palabra a los otros kriegies.

Durante unos instantes Tommy pensóen seguirlo, pero al final se abstuvo dehacerlo. Los dos hombres no habíanhablado sobre el hallazgo del cuchillo,

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salvo un breve comentario que habíahecho Scott para negar todoconocimiento del mismo. Tommy habíapasado una noche agitada, conpesadillas, despertándose más de unavez en la oscuridad sintiendo unadesapacible y deprimente frialdad a sualrededor. Se dirigió rápidamente haciala puerta principal, al tiempo queindicaba a Fritz Número Uno que lediera escolta. Vio que el hurón lomiraba como dudando, como deseandorehuirlo, pero cambió de parecer, sedetuvo y esperó. Pero antes de queTommy alcanzara al hurón, fueinterceptado por el comandante Clark.

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Éste exhibía una sonrisa pequeña,burlona, que no ocultaba sussentimientos.

—A las diez de la mañana, Hart.Usted, Scott, el canadiense que le ayuday cualquier otro hombre que le eche unamano. La vista se celebrará en el teatrodel campo. Es de suponer queactuaremos ante un numeroso público,con la sala abarrotada a más no poder.¿Qué clase de actor es usted, teniente?¿Se cree capaz de ofrecer una buenarepresentación?

—Lo que sea con tal de mantener alos hombres ocupados, comandante —replicó Tommy con sarcasmo.

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—De acuerdo —repuso Clark.—Confío en que me proporcione

entonces las listas de pruebas y testigos,comandante. Tal como exige elreglamento militar.

—Si lo desea… —Clark asintió conla cabeza.

—Sí. También necesito examinarfísicamente las supuestas pruebas.

—Como guste. Pero no veo…—Ésa es la cuestión, comandante —

le interrumpió Tommy—. Lo que ustedno ve.

Saludó y, sin esperar a que el oficialle diera una orden, dio media vuelta y sedirigió hacia Fritz Número Uno. Pero

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apenas había dado tres pasos cuandooyó la voz del comandante estallar comouna granada a su espalda.

—¡Hart!Tommy se detuvo y dio media

vuelta.—¿Señor?—¡No le di permiso para retirarse,

teniente!—Lo lamento, señor —respondió

Tommy poniéndose firmes—. Tenía laimpresión de que habíamos concluido laconversación.

Clark aguardó unos treinta segundosantes de devolver el saludo.

—Eso es todo, teniente —dijo

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bruscamente—. Nos veremos a las diezen punto.

De nuevo Tommy se volvió y echó aandar a toda prisa hacia el hurón que leestaba esperando.

Pensó que había corrido un riesgo,aunque calculado. Era preferible que elcomandante Clark se enfureciera con él,porque eso serviría para impedir que seencarnizara con Scott. Tommy suspiróprofundamente. Pensó que las cosas nopodían estar peor para el aviador negro,y por enésima vez desde el hallazgo delcuchillo de fabricación casera, lavíspera, Tommy experimentó unprofundo abatimiento. Tenía la

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sensación de que apenas tenía idea de loque hacía, de que en realidad no habíahecho nada, y comprendió que si no sele ocurría un plan efectivo, Lincoln Scottse enfrentaría a un pelotón defusilamiento.

Mientras caminaba, meneó lacabeza, pensando que quedaba muy biendecir que era preciso descubrir alverdadero asesino, pero lo cierto eraque no sabía por dónde empezar. Enaquel segundo, pensó con nostalgia enlas sencillas tareas de navegante quehabía realizado a bordo del LovelyLydia. Buscar una referencia, utilizaruna carta, tomar nota de una señal, hacer

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unos simples cálculos con una regla,sacar el sextante, mirar desde su puntode observación y trazar el rumbo deregreso. Interpretar la posición de lasestrellas que resplandecían en el cielo yhallar el camino de regreso a casa.Tommy creía que era fácil. Y ahora, enel Stalag Luft 13, se enfrentaba a lamisma tarea, pero no sabía quéherramientas utilizar para navegar.Avanzó con paso rápido, sintiendo lahumedad del amanecer que impregnabael aire a su alrededor. Sería otra buenajornada para volar, pensó. Qué ironía.Era preferible que hubiera niebla, quegranizara o estallara una tormenta.

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Porque si hacía un día cálido ydespejado, significaba que moriríanhombres. Le parecía que la muerte secorrespondía mejor con los días grises yfríos, en las épocas gélidas y húmedasdel alma.

Fritz Número Uno le esperabarestregando los pies en el suelo. Hizo ungesto indicando que deseaba fumar.Tommy le dio un par de cigarrillos.

El hurón encendió uno y guardó elotro en el bolsillo de la cazadora.

—No abundan los buenos cigarrillosamericanos desde que el capitánBedford ha muerto —dijo observandocon tristeza el hilo de humo. Sonrió con

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amargura—. Quizá debería dejar defumar. Es mejor que fumar estesucedáneo de tabaco que nos dan.

Fritz Número Uno echó a caminarcabizbajo, como un perro desgarbado ylarguirucho al que el amo ha castigado.

—El capitán Bedford tenía siempreuna gran cantidad de pitillos —añadió—. Y era muy generoso.

Se ocupaba de sus amigos.Tommy asintió, pendiente de lo que

decía el hurón.—Eso dicen también los hombres

que compartían con él el dormitorio.Casi exactamente, pensó Tommy.

Palabra por palabra.

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—¿Cree que el capitán Bedford —continuó Fritz Número Uno— eraapreciado por muchos hombres?

—Eso parece.El hurón suspiró, sin aminorar el

paso.—No estoy seguro de esto, teniente

Hart. El capitán Bedford era muy listo.Trader Vic era un buen apodo para él. Aveces los hombres también se muestranlistos. No creo que los hombres listossean tan apreciados como quizá crean.Además, en la guerra, creo que noconviene ser tan listo.

—¿Por qué, Fritz?El hurón hablaba con tono quedo, sin

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alzar la cabeza.—Porque la guerra está llena de

errores. A menudo mueren los que nodebían morir, ¿no es cierto, tenienteHart? Mueren los hombres buenos, losmalos sobreviven. Se mata a inocentes.Mueren niños como mis dos primos,pero no los generales. —Fritz NúmeroUno imprimió una inconfundibleaspereza a las palabras que acababa depronunciar con tono quedo—. Secometen tantos errores, que a veces mepregunto si Dios observa realmente.Creo que no es posible evitar loserrores de la guerra, por listo que seauno.

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—¿Cree que la muerte de Trader Vicfue un error? —preguntó Tommy.

El hurón meneó la cabeza.—No. No quiero decir eso.—¿Entonces qué quiere decir? —

preguntó Tommy bruscamente, pero envoz baja.

Fritz Número Uno se detuvo. Alzó lavista rápidamente y lo miró a los ojos.Parecía dispuesto a responder, pero enaquel preciso momento miró sobre elhombro de Tommy, hacia el edificio deoficinas desde el que el comandanteadministraba el campo. Entonces, deimproviso, cerró la boca y meneó lacabeza.

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—Llegaremos tarde —dijo en vozbaja.

Esta fiase no significaba nada,porque no tenían que acudir a ningúnacontecimiento, salvo a la vista, que ibaa celebrarse al cabo de varias horas.Hizo un breve y vago ademán, señalandoel recinto británico, y conminó a Tommya que se apresurara. Pero ello noimpidió a Tommy volverse y mirar eledificio de administración, donde vio alcomandante Edward Von Reiter y alHauptmann Heinrich Visser en losescalones de entrada, inmersos en unaconversación aderezada con gestosbruscos, a punto de alzar sus voces

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airadamente.

Phillip Pryce y Hugh Renadayesperaban a Tommy junto a la entradadel recinto británico. Hugh, como erahabitual en él, se paseaba de un lado aotro, describiendo círculos alrededor desu viejo amigo, que manifestaba suimpaciencia con más discreción,arqueando las cejas y frunciendo loslabios. Pese a que hacía una espléndidamañana, soleada y tibia, llevaba lasempiterna manta en torno a los hombrosque le daba un aspecto Victoriano. Sutos parecía inmune a las ventajas del

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tiempo primaveral, subrayando granparte de las palabras que pronunciabacon unos sonidos secos y broncos.

—Tommy —dijo Pryce al ver alamericano acercarse rápidamente haciaellos—. Hace una mañana tan excelenteque propongo que demos un paseo.Caminaremos y charlaremos. Siempre hepensado que el movimiento estimula laimaginación.

—Más malas noticias, Phillip —lerespondió Tommy.

—Pues yo tengo una noticiainteresante —contestó Hugh—. Pero túprimero, Tommy.

Mientras los tres hombres

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caminaban en torno al perímetro, dentrodel límite marcado por la alambrada deespino y torres de vigilancia del recintobritánico, Tommy les contó lo delhallazgo del cuchillo.

—Seguro que lo colocaron allí paracomprometer a Scott —dijo—. Toda lafarsa fue orquestada como un acto demagia carnavalesco. ¡Ale hop! El armadel crimen. La supuesta arma delcrimen.

Me enfureció ver cómo Clarkmanipulaba a Lincoln Scott para queaccediera a que registraran suspertenencias. Apuesto mi seguro desoldado que ya sabían que el cuchillo

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estaba allí. Luego fingieron registrar suscosas, las pocas que tiene y, ¡quécasualidad!, retiran la cama ycomprueban que un tablón está suelto.Quizá Scott ni siquiera sabía que existíaun escondrijo debajo de las tablas delsuelo. Sólo los veteranos del camposaben de la existencia de esos espacios.Una actuación transparente a más nopoder…

—Sí —comentó Pryce—, pero pordesgracia eficaz. Por supuesto, nadie sepercatará de la transparencia, pero lanoticia de que han hallado el arma delcrimen emponzoñará aún más elambiente. Y revestida de una apariencia

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de absoluta legitimidad. La cuestión,Tommy, no es cómo lo colocaron allí,sino por qué. Ahora bien, el cómo quizános conduzca al por qué, pero tambiénpodría ocurrir a la inversa.

Tommy meneó la cabeza. Se sentíaun poco avergonzado, pero hablóapresuradamente con el fin dedisimularlo. Aún no había dado aquelsalto lógico.

—No tengo una respuesta a eso,Phillip, salvo la obvia: para cerrar todaslas escapatorias a través de las cualespudiera escabullirse Lincoln Scott.

—Correcto —dijo Pryce haciendoun pequeño ademán en el aire—. Lo que

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me parece muy interesante es que alparecer nos hallamos, de nuevo, en unasituación insólita. ¿No observas lo queha ocurrido, hasta el momento, con cadaaspecto del caso, Tommy?

—¿Qué?—Las distinciones entre la verdad y

la mentira son muy finas y sutiles. Casiimperceptibles…

—Continúa, Phillip.—Bien, en cada situación, con cada

prueba que ha aparecido hasta ahora,Lincoln Scott se ve en la ingrataobligación de tener que ofrecer unaexplicación alternativa al hallazgo deuna prueba. Es como si nuestro aviador

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negro tuviera que desmentirlo tododiciendo: «Permítanme ofrecerles otraexplicación razonable para esto, lo otroy lo de más allá.» ¿Pero está capacitadoel joven señor Scott para hacer eso?

—Ni mucho menos —murmuró Hugh—. No me costó nada hacerle morder elanzuelo, y yo estoy de su parte. Por lovisto Clark sólo tuvo que decir: «Si notiene usted nada que ocultar…» para queScott cayera en su trampa.

—No —convino Tommy—. Es muyinteligente, pero siempre está enfadado yes condenadamente tozudo. Es unluchador, un boxeador y creo que estáacostumbrado a pelear. A mi entender,

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no es buena combinación para unacusado.

—Cierto, cierto —terció Pryce,sonriendo—. ¿No te hace pensar esto enun par de preguntas?

Tommy Hart dudó unos instantesantes de responder con vehemencia.

—Bien, han asesinado a un hombre,el acusado es negro, un lobo solitario ynada apreciado por sus compañeros, locual le convierte en el blanco perfectopara prácticamente todo el mundoimplicado en el tema, aparte del montónde pruebas que hay contra él y que sondifíciles de rebatir.

—Un caso perfecto, ¿quizá?

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—Sí, hasta ahora.—Lo cual no deja de chocarme. En

mi experiencia, los casos perfectos sonraros.

—Debemos crear un escenariomenos perfecto.

—Precisamente. Así pues, ¿dóndenos encontramos?

—Metidos en un lío —respondióTommy sonriendo con tristeza.

El anciano también sonrió.—Sí, sí, eso parece. Pero no estoy

completamente seguro. ¿No crees, encualquier caso, que va siendo hora deque utilicemos esas desventajas ennuestro provecho, sobre todo el

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comportamiento agresivo del señorScott?

—De acuerdo. ¿Pero cómo?—Ése es el eterno problema —

repuso Pryce soltando una sonoracarcajada—. Tanto para un abogado,Tommy, como para un comandantemilitar. Ahora escucha un momento aHugh.

Tommy se volvió hacia elcanadiense, que parecía a punto deestallar en carcajadas.

—Una buena noticia, cosa insólita yrara en el Stalag Luft 13, Tommy, de lasque hasta ahora andábamos escasos. Hedado con el hombre que examinó al

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capitán Bedford justamente donde dijisteque estaría, en el barracón de losservicios médicos.

—Estupendo. ¿Y qué dijo?—Me explicó algo muy curioso —

contestó Hugh sin dejar de sonreír—.Dijo que Clark y MacNamara leordenaron que preparara el cadáver deBedford para ser enterrado. Le dijeronque no realizara ninguna autopsia, nisiquiera superficial. Pero el hombre nopudo contenerse. ¿Y sabes por qué?Porque es un joven ambicioso, unteniente más listo que el hambre,condecorado por su valor, a quien no legusta obedecer órdenes idiotas y que da

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la casualidad que ha pasado los tresúltimos años trabajando en una funerariaque regenta su tío en Cleveland, altiempo que ahorraba dinero paraestudiar medicina. Lo reclutaron pocodespués de que terminara el primersemestre. Anatomía general, eso fue loque aprendió en la facultad. De modoque al ver el cadáver el chico se sintiópicado por una curiosidad «académica»,por así decirlo. Atraído por detalles tanencantadores como el rigor mortis y lalividez.

—Hasta ahora me gusta.—Pues bien, reparó en algo muy

interesante.

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—¿Qué?—No mataron al capitán Bedford

rebanándole el cuello. Un corte en layugular no provoca una gran hemorragia.

—Pero la herida…—Sí, sí, murió a causa de ella. Pero

no se la produjeron de este modo…Hugh se detuvo, se llevó el puño al

cuello como si sostuviera un cuchillo ylo movió rápidamente en sentidohorizontal como si se rebanara el cuello.

—Ni así…Esta vez Hugh se colocó frente a

Tommy y movió la mano violentamentea través del aire, como un niño jugandoa pelear con una espada.

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—Pero eso…—Eso fue lo que pensamos. Más o

menos. Pero no, el bueno del doctor creeque la herida que le produjo la muerte…Te lo demostraré.

Hugh se puso detrás de Tommy y lorodeó rápidamente con el brazo derecho,asiendo al americano debajo de labarbilla con su recio y musculosoantebrazo, alzándolo unos centímetros altiempo que utilizaba la cadera comopunto de apoyo, de forma que los piesde Tommy apenas rozaban el suelo.Simultáneamente, Hugh levantó la manoizquierda, crispada en un puño, como sisostuviera un cuchillo, y golpeó a

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Tommy en el cuello, justo debajo delmaxilar. Un golpe seco y contundente, noun corte, sino una incisión con la puntaimaginaria del cuchillo.

El canadiense depositó de nuevo aTommy en el suelo.

—Jesús —dijo Tommy—. ¿Fue asícomo ocurrió?

—Correcto. ¿Te fijaste con quémano sostenía el cuchillo?

—La izquierda —Tommy sonrió—,y Lincoln Scott utiliza la derecha. Entodo caso, utilizó la derecha cuando porpoco asesta un puñetazo a Hugh. Muyinteresante, caballeros. Jodidamenteinteresante. —Tommy pronunció la

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palabrota con un respingo, lo cual hizosonreír a los otros—. ¿Y en qué datosbasa su oportuna conclusión nuestrojoven doctor en ciernes?

—De entrada, en el tamaño de laherida, y después en la falta dedesgarros alrededor de la misma.

Verás, un corte presenta un aspectomuy distinto del de una incisión ante elojo de un experto, aunque semiformadoy parcialmente instruido.

—¿Y un estudiante de primer año demedicina se percató de esto?

Hugh sonrió de nuevo.—Un estudiante de medicina muy

interesante —repuso emitiendo una

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breve risotada—. Con unos antecedentessingulares.

—Díselo, Hugh —terció Pryce,sonriendo también—. Esto es delicioso,Tommy, sencillamente delicioso. Unhecho casi tan suculento como una buenaloncha de rosbif acompañada por unagenerosa porción de salsa.

—Vale. Suena bien. Dispara.—Nuestro hombre de la funeraria se

encargaba de organizar los funerales detodos los gángsters de Cleveland. Todaslas víctimas asesinadas por las mafiaslocales. Absolutamente todas. Alparecer, antes de la guerra hubonumerosos conflictos de intereses en esa

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hermosa ciudad. Nuestro doctor enciernes se encargó de colocar en susrespectivos ataúdes tres cadáveres quepresentaban el mismo tipo de herida enel cuello, y, dada la natural curiosidaddel chico, preguntó a su tío al respecto.Su tío le explicó que ningún asesinoprofesional le rebanaría el cuello a supresa porque eso produce demasiadasangre. Es muy engorroso y difícil. Aveces el desgraciado a quien acaban derebanar el cuello tiene aún fuerzassuficientes para sacar una de esaspistolas del calibre treinta y ocho quesuelen utilizar los gángsters y dispararunos cuantos tiros, lo cual, como es

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lógico, impide que el asesino se batarápidamente en retirada. De modo queemplean otra técnica. Un estilete de hojalarga que clavan en el cuello de suvíctima con un gesto ascendente, talcomo te he demostrado. De este modo lesajan las cuerdas vocales hasta elcerebro y el único sonido que se percibees un pequeño borboteo, y el tipo caefiambre. Es una técnica limpia, apenasdeja rastro de sangre. Bien hecha, sólote arriesga a desgarrarte la camisacuando el cuchillo pasa sobre el otrobrazo.

—Y por supuesto —se apresuró adecir Tommy— le clavan el cuchillo…

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—… Por detrás… —le interrumpióHugh—. No de frente. Es decir…

—… Que fue un asesinato y no unapelea —le cortó Tommy—. Un ataquepor la espalda, no un enfrentamientoentre dos hombres. Con un estilete. ¡Quéinteresante!

—Precisamente —dijo Hughemitiendo una breve carcajada—. Unabuena noticia, como te dije. Por másdefectos que tenga Lincoln Scott, no meda la sensación de ser un tipo que mata aotro acuchillándolo por la espalda.

Pryce asintió, escuchandoatentamente.

—Y existe otro aspecto no menos

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intrigante sobre este estilo de matar.—¿A qué te refieres? —inquirió

Tommy.—Es el mismo método de silenciar

un hombre que el que enseñan en lasbrigadas de comandos de Su Majestad.Limpio, eficaz y rápido. Y, porextrapolación, quizá lo enseñen tuscompatriotas americanos en los rangers.O en algún servicio clandestino.

—¿Cómo lo sabes, Phillip?El anciano vaciló antes de

responder.—Me temo que sé algo sobre las

técnicas de adiestramiento de loscomandos.

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Tommy se detuvo y miró atónito alfrágil abogado.

—No te veo como un comando,Phillip —dijo riendo, pero cuandoPryce se volvió hacia él, la risa sedisipó, pues observó que el rostro de suamigo, ceniciento incluso a la luz delsol, reflejaba un dolor que parecíareverberar en lo más profundo de su ser.

—Yo no —dijo Pryce con vozentrecortada—. Mi hijo.

—¿Tienes un hijo? —preguntóTommy.

—Phillip —terció Hugh—, nuncanos dijiste…

Pryce alzó la mano para que cesaran

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las preguntas de los otros dos hombres.Durante unos instantes, el ancianoparecía casi translúcido. Su piel tenía uncolor cerúleo, como un pez. Al mismotiempo, avanzó un paso hacia ellos, perotropezó, y Tommy y Hugh se apresurarona sostenerlo.

Pryce volvió a levantar la mano yluego, de manera sorpresiva, se sentó enel suelo, en el sendero que discurría porel perímetro del campo. Miró contristeza a los dos aviadores y dijo lentay dolorosamente.

—Amigos, lo lamento. Tuve un hijo.También él se llamaba Phillip.

Unas pocas lágrimas se habían

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acumulado en los párpados arrugadosdel teniente coronel. Su voz sonabacomo cuero agrietándose bajo la tensión.A pesar del llanto, Pryce sonrió, comosi su profundo pesar fuera, en ciertomodo, divertido.

—Supongo, Hugh, que él es elmotivo por el cual estoy aquí.

Hugh se inclinó sobre su amigo.—Phillip, por favor…Pryce meneó la cabeza.—No, no. Debí contaros la verdad

hace tiempo, chicos. Pero os la oculté.Decidí poner al mal tiempo buena cara.Seguir adelante ¿comprendéis? Noquería convertirme en una carga más

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pesada de lo que soy…—No eres una carga —repuso

Tommy.Él y Hugh se sentaron en el suelo

junto a su amigo, que empezó a deciralgo mientras dirigía la vista sobre laalambrada, hacia el mundo que seextendía más allá de la misma.

—Mi Elizabeth murió al comienzodel bombardeo alemán de Gran Bretaña,en 1940. Yo le había pedido que sefuera al campo, pero era testaruda.Deliciosamente testaruda, era lacualidad que más amaba en ella. Eravaliente y no estaba dispuesta a permitirque un pequeño cabo austríaco la

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obligara a abandonar su hogar, por másmalditos bombarderos que nos enviara.De modo que le dije que cuando sonaranlas sirenas, se metiera en el refugio,pero a veces prefería esperar sentada enel sótano a que los ataques cesaran.Sobre nuestra casa cayó una bomba dedoscientos veinticinco kilos. Al menosella no sufrió…

—Phillip, no tienes… —dijo Hugh,pero el anciano sonrió y meneó lacabeza.

—Entonces nos quedamos solos mihijo y yo. Él ya se había alistado.Diecinueve años, y ya era oficial en elregimiento escocés. Faldas y gaitas

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girando al son de ese ruido chirrianteque los escoceses llaman música,espadas de hoja ancha y tradiciones. Sumadre era escocesa, y creo que élpensaba que se lo debía. El regimientoescocés, el clan de los Fergus y el clande los Mac Diarmid.

Hombres duros. Habían recibidoinstrucción como comandos, habíancombatido en Dieppe y en St.

Nazaire. Cuando mi hijo venía acasa de permiso me mostraba algunas delas técnicas más exóticas que habíaaprendido, entre ellas cómo silenciar aun centinela, que era precisamente loque hemos descubierto aquí. Me contó

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que su instructor, un escocés bajito ymusculoso con un acento que volvía casiincomprensibles sus palabras, siempreconcluía sus charlas sobre matar con lasiguiente frase: «Recuerden, caballeros:siempre limpiamente.» A Phillip eso leencantaba. «Limpiamente», me decíamientras yo trinchaba la carne, y seechaba a reír. Tenía una risa franca yalegre. Emitía unas estentóreascarcajadas que a la menor provocaciónestallaban como un volcán. Le encantabareír. Incluso cuando jugaba al rugby, ensus tiempos de escolar, sonreía y reíamientras la sangre le chorreaba de lanariz. Cuando su madre murió a

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consecuencia del ataque aéreo, penséque dejaría de ser alegre, pero a pesarde la profunda tristeza que leembargaba, seguía teniendo una alegríairreprimible. Gozaba de la vida, sedeleitaba con ella. Todos le querían. Nosólo yo, su aburrido padre que loadoraba, sino sus compañeros deescuela, los jóvenes que frecuentaba enfiestas y demás acontecimientos socialesy luego los hombres que tenía a sumando, porque todos sabían que era unbuenazo, inteligente y de fiar. Un hombreque guardaba lo mejor de un niño.Parecía crecer con cada minuto quepasaba, y yo me estremecía al pensar en

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lo que el mundo le tenía reservado.Pryce respiró hondo.—En los comandos tenían una regla.

Cuando se encontraban detrás de laslíneas alemanas, si caías herido tedejaban allí. Una regla cruel, peroesencial, supongo. El grupo siempre esmás importante que el individuo. Elblanco y la misión son más importantesque un hombre.

Pryce continuó con voz entrecortada:—Pero ése no era el estilo de mi

hijo. No. Phillip era demasiado leal. Unamigo jamás abandona a un amigo, pornegra que parezca la situación, y mi hijoera amigo de todos.

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Hugh miraba también a través de laalambrada. Sus ojos reflejaban unaexpresión nostálgica, casi como siimaginara las praderas de su casa, másallá de los árboles que parecían montarguardia en el límite del bosque bávaro.

—¿Qué ocurrió, Phillip? —preguntó.

—Su capitán recibió tres disparosen la pierna, que quedó destrozada, yPhillip se negó a abandonarlo. En elNorte de África. No muy lejos deTobruk, en aquel desastre organizadopor Rommel y Montgomery. Transportóa su comandante unos quince kilómetrosa través de aquel maldito desierto,

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rodeados por el Afrika Korps, ahombros, el capitán amenazando conpegarse un tiro cada kilómetro,ordenando a Phillip que lo dejara, peroPhillip se negó, por supuesto.

Caminaban durante el día y buenaparte de la noche y se hallaban tan sóloa doscientos metros de las líneasbritánicas cuando Phillip entregó por final capitán a un par de sus hombres. Porlas noches había patrullas alemanas portodas partes, las líneas eran muy fluidasy no sabías distinguir entre el enemigo ylos tuyos. Era muy peligroso. Corrías elriesgo de que te dispararan desde amboslados. De modo que Phillip ordenó a sus

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hombres que se adelantaran,transportando a su capitán, y él se quedópara cubrir su retirada. Se convirtió enel último hombre, con un rifle Bren yalgunas granadas. Les aseguró que sereuniría con ellos de inmediato. Losotros consiguieron regresar a casa.Phillip no. No se sabe qué ocurrióexactamente. Desaparecido en combate,ni siquiera oficialmente muerto, peropor supuesto yo sé la verdad. Recibí unacarta del capitán. Un hombre muyamable, profesor de Oxford antes de laguerra, que leía a los clásicos yenseñaba latín y griego.

Me explicó que se habían producido

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explosiones y fuego de ametralladorasen el lugar donde Phillip había montadosu retaguardia. Me dijo que Phillipdebió de pelear desesperadamente,porque el fuego continuó durante muchorato, sin cesar, lo cual permitió al restodel equipo ponerse a salvo.

Así era mi hijo. Habría sacrificadogustosamente su vida para salvar la deotros, pero no estaba dispuesto asacrificarla a bajo precio. Necesitabanmás que un puñado de esos cabronesalemanes para acabar con él. El capitánperdió la pierna. Pero sobrevivióporque gracias a mi hijo consiguióponerse a salvo. A Phillip le

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concedieron la Cruz Victoria. Murió.Pryce volvió a menear la cabeza.—Mi hijo era muy hermoso.

Perfecto, encantador. Era un corredorincansable. Aún me parece verlo en elcampo de juego al término de un partido,cuando era un chiquillo, caminando yriendo como si tal cosa, mientras losdemás resollaban y se arrastraban.Rebosaba alegría. Supongo que se sintióasí hasta el último momento, pese a estaracorralado por esos cabrones y habersequedado sin munición. El día que recibíla carta del capitán, se acabaron para mílas esperanzas, Hugh. Sólo deseabamatar alemanes. Matarlos y morir yo

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también. Matarlos por haber matado ami hijo. Ésa es la razón por la que memetí en el Blenheim contigo, Hugh. Enrealidad, el artillero a quien sustituí noestaba enfermo. Yo le ordené que mecediera su puesto, porque quería ser yoquien disparara esa ametralladora. Erael único medio que tenía de matar a esosjodidos.

Pryce suspiró. Se llevó la mano a lasmejillas, tocando suavemente laslágrimas que se deslizaban por ellas.

—¿Sabéis, chicos? —dijo mirando aTommy y a Hugh—, en ciertos aspectosme recordáis a Phillip.

Era alto y estudioso, como Tommy.

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Y fuerte y atlético, como tú, Hugh.Maldita sea, no quiero que os muráis.No podría soportarlo.

Se limpió las lágrimas con la mangade su camisa.

—Creo —dijo despacio, inspirandoprofundamente cada tres palabras—, quemi pobre y destrozado corazón sealegraría si nuestro joven e inocenteseñor Scott saliera de esto con vida.Ahora hablemos sobre la vista que secelebrará esta mañana.

Lincoln Scott estaba sentado en elborde de su litera, la única que había en

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la desierta habitación, cuando entróTommy, acompañado por Hugh y Pryce.Faltaban unos minutos para las diez dela mañana y el aviador negro sostenía laBiblia sobre sus rodillas, cerrada, casicomo si las palabras que conteníapudieran filtrarse directamente por lasgastadas tapas de cuero negro y penetraren su corazón a través de las palmas desus manos. Cuando entraron los treshombres, se levantó. Saludó a Tommy ya Hugh con un gesto de la cabeza y miróa Phillip Pryce con cierta curiosidad.

—¿Más ayuda de las IslasBritánicas? —preguntó.

Pryce avanzó hacia él con la mano

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extendida.—Exactamente, chico. Mi nombre es

Phillip Pryce.Scott le estrechó la mano con

firmeza. Pero al mismo tiempo sonrió,como si acabaran de contarle un chiste.

—¿He dicho algo divertido? —inquirió Pryce.

El aviador negro bajó la cabeza.—En cierto modo, sí.—¿El qué?—Yo no soy su chico —replicó

Scott.—¿Cómo dice?—Ha dicho: «exactamente, chico».

Yo no soy su chico. Ni de usted, ni de

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nadie. Soy un hombre.Pryce ladeó la cabeza.—Me temo que no acabo de

entender… —dijo.—Es la palabra: «chico». Cuando

llaman a un negro «chico», lo hacen ensentido peyorativo. Era como antaño sedirigían a los esclavos. Así me llamabael capitán Bedford, una y otra vez,tratando de provocarme. —Scott seexpresaba con una voz serena pero quecontenía ese tono frío y tenso queTommy había detectado desde susprimeras conversaciones con él—. Porsupuesto, no fue el primer cretino queme ofendió de ese modo desde que me

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alisté, y seguramente no será el último.Pero yo no soy el chico de usted ni denadie. Es una palabra ofensiva. ¿No losabía?

Pryce sonrió.—Qué interesante —dijo con

evidente entusiasmo—. Resulta que untérmino amistoso utilizado a menudo enmi país, tiene un significado totalmentedistinto para el señor Scott, debido a susorígenes. Fascinante. Dígame, tenienteScott, ¿hay otras palabras de uso comúnen inglés impregnadas de significadosdistintos que yo deba evitar?

Scott parecía sorprendido por larespuesta de Pryce.

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—No lo sé —dijo.—Pues si las hay, haga el favor de

informarme al respecto. A veces, cuandohablo con nuestro joven Tommy, piensoque hace siglos cometimos un gran erroral permitiros a vosotros, los americanos,que os apropiarais de nuestramaravillosa lengua. Jamás debimoscompartirla con vosotros, que no soismás que unos aventureros y unosinútiles. —Pryce hablaba a borbotones,casi con alegría.

—¿Y qué hace usted aquí? —interrumpió Scott de forma tajante.

—Pero mi querido… —Pryce sedetuvo—. ¿Mi querido muchacho? ¿Le

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parece aceptable, teniente?Scott se encogió de hombros.—Pues bien, estoy aquí para

echarles discretamente una mano yofrecerles mis conocimientosprofesionales. Y antes de quecomparezca usted en la vista que va acelebrarse esta mañana, queríaconocerlo personalmente.

—¿Usted también es abogado?—En efecto, teniente.Scott miró receloso e incrédulo al

frágil anciano que tenía ante sí.—¿Y quería echarme un vistazo?

¿Cómo si fuera un pedazo de carne o unfenómeno de feria? ¿Qué es lo que ha

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venido a ver aquí? —El aviador formulólas preguntas con aspereza, casi conrabia. La atmósfera se hizo tensa.

Pryce, sin perder un ápice de sudesenvoltura, dudó un instante e hizo unapausa muy teatral antes de rematar suactuación.

—Sólo esperaba ver una cosa,teniente —dijo con voz queda.

—¿El qué? —inquirió Scott. Tommyvio que los nudillos de la mano con quesostenía la Biblia habían adquirido untono más pálido de lo normal debido ala fuerza con que apretaba el libro.

—Inocencia —respondió Pryce.Scott inspiró con fuerza, llenando su

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amplio y musculoso pecho de aire.—¿Y cómo puede ver eso, señor

Pryce? ¿Cree que la inocencia es comouna cazadora que puedo ponerme por lamañana cuando hace frío? ¿La ve en misojos, mi rostro o en la forma en que mecuadro ante mis superiores? ¿Acaso setrata de un gesto? ¿Una sonrisa, quizá?Dígame, ¿cómo se demuestra unacualidad como la inocencia? Megustaría saberlo, porque quizá meresultara útil en mi situación.

Pryce parecía encantado con laspreguntas que el aviador negro ledisparaba como ráfagas deametralladora.

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—Uno demuestra su inocencia nofingiendo ser lo que no es.

—En ese caso tiene usted unproblema —le replicó Scott—, porqueyo soy así.

Pryce asintió con la cabeza.—Es posible. ¿Siempre se muestra

usted tan enfadado, teniente? ¿Siemprese vuelve contra las personas que tratande ayudarlo?

—Yo soy como soy. Lo toma o lodeja.

—¡Ah, una actitud muy propia de unamericano!

—Soy americano. Aunque sea negro,soy americano.

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—Entonces le aconsejo —dijoPhillip Pryce señalando a Tommy— queconfíe en este compatriota que trata deayudarle.

Scott entrecerró los ojos, fijándolosen el anciano aviador británico.

—¿Mientras mis otros compatriotastratan de matarme? —preguntó conevidente despecho—. La confianza,según he podido comprobar, es mejordepositarla en quienes se la han ganadoque en quienes la reclaman. Uno se ganala confianza de los demás en situacionesextremas. En el aire, cuando vuelas alacon ala a través de una turbulencia, ocuando vuelas a través de una

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escuadrilla de Messerschmidts. No esfácil ganártela, y cuando la consigues nola pierdes con facilidad.

Pryce soltó una carcajada.—¡Desde luego! —exclamó—.

Tiene usted más razón que un santo.Acto seguido se volvió hacia

Tommy y Hugh.—El teniente es, además, un

filósofo. ¡No me lo habíais dicho!Scott parecía sentirse perplejo ante

este caballero británico, flaco y casidepauperado, que no dejaba de reír,resollar y toser, y que, no cabían dudas,disfrutaba con los giros y matices de laconversación.

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—¿Es usted abogado? —volvió apreguntar Scott, con cierto aire deincredulidad.

Pryce se volvió rápidamente. Miródurante varios segundos a suinterlocutor.

—Sí. El mejor que pueda conocer—respondió con intensa gravedad—.Ahora le diré qué ha de hacer estamañana. Presta atención, Tommy.

Durante unos momentos Scottpareció dudar. Pero mientras el tenientecoronel seguía hablando, empezó aasentir con la cabeza. Tommy y Hugh leimitaron, y a medida que Pryce hablabacada vez más quedo, los otros hombres

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se agruparon en torno a él.El teatro estaba en el centro del

Stalag Luft 13, junto al barracón donderecibían los paquetes de la Cruz Roja yal improvisado edificio de los serviciosmédicos. Era algo más ancho que losbarracones donde se alojaban losprisioneros, con el techo bajo, calurosocuando la temperatura ascendía y gélidoen invierno. Pero todos los espectáculosque ofrecían en él atraían a un numerosopúblico, desde una actuación de labanda de jazz del campo hasta unarepresentación de Primera plana, sobreel escenario ligeramente elevado,rodeado de velas encendidas

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confeccionadas con latas de carne, amodo de candilejas. De vez en cuandopasaban un documental de propagandaalemana, o una película en la queactuaban unas muchachas bávaras quecantaban alegres —proyectadas por unviejo y achacoso aparato que confrecuencia rompía las cintas— ante losenardecidos aplausos de los prisioneros.Los mejores asientos, en la partedelantera de la habitación, estabanconstruidos con cajas de embalaje.Otros consistían en unas toscas tablasensambladas que hacían las veces deincómodos bancos. Algunos hombresllevaban mantas para sentarse sobre

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ellas, apoyando la espalda contra losdelgados tabiques de maderaprefabricada.

Cuando el reloj tan codiciado porVincent Bedford señalaba las diez enpunto de la mañana, Tommy pasó através de la puerta de doble hoja quedaba acceso al teatro, flanqueado porHugh Renaday y Lincoln Scott. Los tresmarchaban al paso, con las espaldasbien marcadas, luciendo unos uniformesplanchados y pulcros. Sus botasresonaban sobre el suelo con deliberadaprecisión.

Los tres avanzaron al unísono por elpasillo central, la mirada al frente, el

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paso ágil, manteniendo la formación,como lo hace el portaestandarte en undesfile.

El auditorio estaba abarrotado. Nocabía un alfiler. Los hombres ocupabancada rincón, apretujados, estirando elcuello para no perder detalle. Otrospermanecían fuera, unos grupos deaviadores escuchaban a través de lasventanas abiertas. Cuando pasaron elacusado y sus dos abogados defensores,las cabezas de los kriegies se movieronde repente, como piezas de dominó aldesplomarse. Al pie del escenariohabían montado una especie de estradoque consistía en dos toscas mesas

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situadas una junto a otra, frente a tressillas colocadas detrás de una mesaalargada instalada en el centro de latarima. Cada silla la ocupaba un oficialsuperior del campo; Lewis MacNamarase hallaba en el asiento del centro.Acariciaba un martillo de madera, deconfección casera, situado sobre unpedazo de madera grueso y cuadrado. Elcomandante Clark, acompañado por otrooficial que Tommy había vistoparticipar en el registro la tardeanterior, estaba sentado en la mesa de laacusación. En un rincón, en la partedelantera del escenario, se hallaba elHauptmann Heinrich Visser,

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acompañado de nuevo por unestenógrafo. Estaba sentado en una sillacon respaldo e inclinado hacia atrás, conla espalda apoyada en la pared,exhibiendo una expresión un tantodivertida. Los kriegies le habíanconcedido un poco de espacio, de formaque Visser y el estenógrafo estabanaislados; sus uniformes de color grisplomo destacando entre el mar de tejidoverde oliva y cuero marrón que lucíanlos pilotos americanos.

La habitación, en la que sonaba unpersistente zumbido mientras loscuriosos comentaban impacientes elespectáculo que iban a presenciar,

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enmudeció cuando entraron los treshombres. Sin decir palabra, LincolnScott y Hugh ocuparon sus asientos en lamesa de la defensa. Tommy, situadoentre los dos, permaneció de pie,mirando fijamente al coronelMacNamara. En una mano sosteníavarios textos y en la otra un bloc denotas. Los dejó caer sobre la mesaestrepitosamente y produjeron un sonidosimilar a una ráfaga distante de mortero.

El coronel MacNamara contempló alos tres hombres, uno a uno, fijamente.

—¿Está preparado para empezar,teniente? —preguntó de repente.

—Sí —respondió Tommy—. ¿Va a

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presidir usted la vista, coronel?—En efecto. Como oficial superior

americano, tengo el deber…—¡Protesto! —contestó Tommy

alzando la voz.—¿Protesta? —inquirió MacNamara

mirándolo asombrado.—Sí. Es posible que sea usted

llamado a declarar como testigo en elcaso. Lo cual excluye que presida lasesión.

—¿Testigo, yo? —MacNamaraparecía perplejo y algo enfadado—. ¿Asanto de qué?

Pero antes de que Tommy pudieraresponder, el comandante Clark se

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levantó de un salto.—¡Esto es absurdo! Coronel, su

posición como oficial superior delsector americano le exige que presidaesta vista. No veo qué testimonio puedausted prestar…

—En un delito capital, la defensa —le interrumpió Tommy— debe contarcon las máximas facilidades paraaportar pruebas, sean éstas cualesfueran, que crea son de ayuda para sucliente. Lo contrario no sería justo, niconstitucional, sino más propio de losnazis contra cuya férula combatimos losamericanos demócratas.

Con estas palabras Tommy se volvió

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señalando con el brazo a HeinrichVisser y el estenógrafo, que siguióescribiendo en su bloc de notas, aunquesu frente parecía haber enrojecido.Visser se incorporó hacia delantedejando caer las patas delanteras de susilla sobre el suelo, como dos tiros.

Parecía que fuera a levantarse, peropermaneció sentado, mirando al frente,sin abandonar su cigarrillo.

MacNamara alzó la mano.—No debo coartar su defensa, tiene

usted razón. En cuanto a mi posibletestimonio, eso ya se verá. Cruzaremosese puente cuando lleguemos a él.

Al hablar, el comandante hizo un

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leve gesto con la cabeza indicando aVisser.

Tommy asintió también con lacabeza. A su espalda, entre la multitudd e kriegies que abarrotaban el teatro,oyó unos murmullos de protesta, quepronto fueron silenciados por otrasvoces. Los hombres querían oír lo quedecían.

—Hoy hemos comparecido aquísimplemente para que el acusado sedeclare culpable o inocente.

Tal como usted solicitó, teniente, elcomandante Clark ha compilado unalista de testigos y pruebas.

Sigamos adelante con el asunto que

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nos ocupa, por favor.El comandante Clark se volvió hacia

Tommy al tiempo que señalaba alhombre que estaba sentado junto a él.

—Teniente Hart, éste es el capitánWalker Townsend, que me ayudará eneste procedimiento.

El capitán Townsend, un hombredelgado y atlético, con el pelo castañoclaro, incipiente calvicie y delgadobigotito, se incorporó a medias de lasilla y saludó a los tres hombressentados en la mesa de la defensa.Tommy dedujo que tenía treinta y pocosaños.

—El capitán se encargará de los

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testigos y las pruebas. Para cualquierdato relacionado con esos temas, puedetratar directamente con él —continuó elcomandante Clark con su seco tonomilitar—.

Creo que de momento esto es cuantotenemos, coronel. Podemos procedercon la declaración del acusado.

Tras unos instantes de vacilación,MacNamara dijo con voz alta ypenetrante:

—Teniente Lincoln Scott, se leacusa del asesinato premeditado delcapitán Vincent Bedford.

¿Cómo se declara usted?Scott se levantó casi de un salto,

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pero contuvo la lengua durante unossegundos. Cuando habló, lo hizo alto yclaro, con una irrefrenable intensidad.

—¡Señor! —su voz reverberó através de todo el auditorio—. ¡Inocente,señoría!

MacNamara hizo ademán deresponder, pero Scott se le adelantó enel silencio que reinaba en la sala,volviéndose un poco, a fin de colocarsecasi frente al público compuesto porkriegies. Su voz se elevó como la de supadre predicador por sobre las cabezasde los hombres.

—¡No negaré que odiaba a VincentBedford! Desde el momento en que

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llegué a este campo, me trató como a unperro. Me insultaba, me atormentaba, mecubría de insultos obscenos y llenos deodio. Era un racista y me odiaba tantocomo yo a él. ¡Deseaba verme muertodesde el momento en que llegué aquí!Todos los hombres que están aquí sabenque trató de matarme obligándome acruzar el límite. ¡Pero yo no reaccionéante esa provocación! Cualquier otrohombre aquí habría estado justificado enpelearse con Vincent Bedford e inclusomatarlo por lo que intentó hacer. Pero yono hice nada.

El comandante Clark se levantóapresuradamente, agitando los brazos,

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tratando de atraer la atención deltribunal.

—¡Protesto, protesto! —gritó. Perola voz de Scott era más potente y siguióhablando.

—¡Vine aquí para matar alemanes!—gritó volviéndose bruscamente yseñalando con el dedo a Visser—.¡Alemanes como él!

Visser, visiblemente pálido, arrojóal suelo el cigarrillo que sostenía en suúnica mano y lo aplastó con la bota.Luego hizo ademán de levantarse de lasilla, pero volvió a sentarse. Miró alaviador negro con una expresión deincontenible odio. Scott le dirigió una

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mirada no menos áspera.—Quizás algunos hombres en este

campo hayan olvidado por qué estamosaquí —dijo en voz alta, mirando aMacNamara y a Clark y volviéndoseluego hacia los kriegies que ocupaban elteatro—.

¡Pero yo no!Scott se detuvo, dejando que en el

teatro se hiciera un denso silencio.—¡He conseguido matar a

numerosos enemigos! Antes de que mederribaran tenía nueve esvásticaspintadas en el costado de mi avión. —Scott observó las hileras de hombres yagregó—: Y no soy el único. ¡Por esto

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estamos aquí!Hizo otra pausa, para inspirar un

poco de aire, de forma que sussiguientes palabras resonaron a travésdel auditorio.

—Pero alguien en el Stalag Luft 13tenía otros planes. Fue la persona quemató a Vincent Bedford.

Scott se irguió mientras su voztraspasaba la silenciosa atmósfera delteatro.

—Quizá fuiste tú, o tú, o el hombresentado junto a ti —prosiguió señalandoa los miembros del público con el dedo,clavando los ojos en cada kriegie queelegía—. No sé por qué alguien mató a

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Vincent Bedford… —Scott inspiró yexclamó a voz en cuello—: ¡Pero mepropongo averiguarlo!

Luego se volvió hacia MacNamara,que tenía el rostro arrebolado peroestaba pendiente de cada palabra yparecía haber concentrado su ira en unlugar invisible.

—Soy inocente, coronel. ¡Inocente,totalmente inocente!

Luego, sin más, se sentó.En la sala estalló una confusión de

voces babélica, una explosiónatropellada y excitada al tiempo que loskriegies reaccionaban a las palabras deScott. Curiosamente, el coronel

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MacNamara dejó que el estruendocontinuara durante un minuto antes deempezar a golpear la madera con elmartillo a fin de imponer orden.

—Buen trabajo —susurró Tommy aloído del aviador negro.

—Eso les dará que pensar —repusoScott. Hugh trataba en vano de reprimiruna sonrisa.

—¡Orden! —gritó MacNamara.Tan rápidamente como había

estallado, el estrépito comenzó adisiparse, dejando sólo el sonido delmartillo. Aprovechando este vacío,Tommy retiró su silla y se puso de pie.Hizo una pequeña indicación a Scott y a

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Hugh, quienes también se levantaron.Los tres hombres dieron un taconazo yse colocaron en posición de firmes.

—¡Señor! —exclamó Tommy convoz estentórea—. La defensa estarápreparada para proceder el lunes a lasocho de la mañana, después del Appell.

Los tres hombres saludaron alunísono. MacNamara asintió ligeramentecon la cabeza, sin decir palabra y sellevó dos dedos a la frente paradevolver el saludo. Acto seguido, elacusado y sus dos abogados dieronmedia vuelta y, en la misma formaciónmilitar que habían empleado al entrar enla sala, abandonaron el estrado y

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echaron a andar por el pasillo central.Un silencio sepulcral siguió a sus reciaspisadas. Tommy observó sorpresa,confusión y dudas en los semblantes queabarrotaban el teatro. Eran lasreacciones que había supuesto quegeneraría la actuación de Scott y la suyapropia. También había previsto la tensacólera en el rostro del comandante Clarky que la reacción del coronelMacNamara sería más calculada. Perola expresión que le había sorprendidomás fue la sonrisa sarcástica, casi degozo, que había observado en el rostrode Walker Townsend, el ayudante deClark. El capitán había mostrado un

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gesto extrañamente eufórico, como siacabara de recibir una inesperada ymagnífica noticia, lo cual, pensó TommyHart para sus adentros, era justamente locontrario de lo que cabía esperar.

Mientras avanzaba a través de lasala experimentó un estremecimiento,casi un escalofrío que le traspasó elpecho como la primera ráfaga helada deuna mañana invernal en su casa deVermont.

Pero ésta no era límpida, sinolóbrega y turbia como la niebla. Tommysabía que en alguna parte entre elpúblico, mirándolo, estaba el asesino deVincent Bedford. Sin duda, ese hombre

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se mostraría menos eufórico ante lapública amenaza de Lincoln Scott. Esprobable que incluso hubiera tomadoalguna decisión.

Tommy alargó la mano con firmeza,irguió la cabeza, y abrió la puerta,saliendo apresuradamente del teatrohacia el sol de mediodía de últimos deprimavera que lucía en el Stalag Luft 13.Se detuvo, resollando, y aspiróprofundamente el aire oxidado,contaminado, impuro y rodeado por unaalambrada de espino del campo deprisioneros.

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7

La ruleta del ratón

Después de la vista, Lincoln Scottquedó solo en su dormitorio. Semostraba estimulado por losacontecimientos de esa mañana. Habíaestrechado la mano de Tommy Hart y deHugh Renaday, tras lo cual se habíaarrojado al suelo sin transición pararealizar unos ejercicios abdominales a

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toda velocidad. Quedaron en reunirsemás tarde para planificar el siguientepaso y Tommy dejó a Scott en lahabitación. El aviador de Tuskegee sepuso a danzar en una esquina de lahabitación, boxeando contracontrincantes imaginarios, asestandocontundentes golpes con la izquierda yderechazos capaces de tumbar al otrosobre la lona, utilizando la intensa luzdiurna que se filtraba por la ventana delcuarto de literas y que arrojaba lasuficiente oscuridad en las esquinas paracrear las sombras necesarias para uncombate simulado.

Hugh vio a un hurón husmeando por

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el barracón 105, clavando su artilugiode metal en la tierra de un pequeñohuerto junto al barracón. El hurón lepidió tres cigarrillos a cambio deacompañar a los dos hombres de regresoal recinto británico, donde iban ainformar a Phillip Pryce sobre la sesiónde la mañana. Tommy negoció con él yle convenció para que aceptara sólo dospitillos, tras lo cual los tres hombresatravesaron rápidamente el campo deejercicios hacia la puerta principal. Seestaba disputando un partido de béisbol,y unos hombres hacían gimnasia en unlado del campo, contando en voz alta yal unísono. Ambos grupos aminoraron el

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ritmo cuando pasaron los otros, como sitomaran nota. Tommy se preparó paraencajar un ataque verbal, pero nadiedijo nada, no se oyeron abucheos, niobscenidades, ni improperios.

Tommy interpretó eso como un signopositivo. Si habían logrado sembrar laduda entre los kriegies con la fuerza dela declaración de inocencia de LincolnScott, ya tenían mucho ganado.

Quizá los tres jueces habíancomenzado a plantearse también esosinterrogantes.

Tommy deseaba conocer más datossobre los dos oficiales que se habíansentado junto a MacNamara en el

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tribunal. Había tomado nota deaveriguar quiénes eran, de dónde veníany cómo habían llegado al Stalag Luft 13.Pensó que acaso las circunstancias de lacaptura de cada kriegie podrían arrojarluz sobre quiénes eran, o en quiénes sepodían convertir, y decidiócomentárselo a Phillip Pryce. Tambiénpensó que debía tratar de comprendermejor al coronel, puesto que, en últimainstancia, no era probable que los doshombres sentados junto a él en eltribunal votaran en su contra. Recordó loque Phillip Pryce había dicho el primerdía, «todas las fuerzas implicadas», ycomprendió que debía afanarse en

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responder a esa cuestión.Tommy caminaba a paso rápido,

como un caballo a medio trote,espoleado por la importancia de lascosas que debía hacer. Dedujo que Hughtambién se sentía azuzado por suspensamientos sobre el caso, porque elcanadiense le seguía sin rechistar nipreguntarle a qué venía tanta prisa. Peroel hurón alemán les seguía arrastrandolos pies, con pereza, y en más de unaocasión los dos aviadores le indicaronque se apresurara.

—Tommy —dijo Hugh en voz baja—, debemos hallar el lugar del crimen.Con cada hora que pasa el asunto se

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enfría más. El hombre que buscamos hatenido más que suficientesoportunidades de cubrir sus huellas. Esmás, tengo mis dudas de que logremosdescubrirlo.

Tommy asintió con la cabeza. Noobstante, agregó:

—Tengo una idea, pero deboesperar un poco.

Hugh dio un bufido y meneó lacabeza.

—Jamás lo hallaremos —repitió.El guardia les abrió la puerta.

Tommy tomó nota de que los gorilas quela custodiaban empezaban aacostumbrarse a sus idas y venidas con

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Hugh, lo cual podía resultarles muy útil,aunque no sabía exactamente en quésentido. Atravesaron la zona entreambos recintos y oyeron cantar hombresen el edificio de las duchas. Renadayempezó a tararear la melodía alreconocer la letra de Mademoisellefrom Armentières , entonada, como decostumbre, a pleno pulmón.

… Mademoiselle fromArmentières, parlez-vous?

Mademoiselle fromArmentières, parlez-vous? A

Mademoiselle from Armentièresno le han echado un polvo en

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cuarenta años, hinky-stinkyparlez-vous…

Como muchas de las cancionesbritánicas, ésta databa de la PrimeraGuerra Mundial y su letra se hacía cadavez más obscena.

Tommy estaba distraído mirando eledificio de las duchas cuando de prontooyó a su espalda una orden emitida conla característica brusquedad alemana, lacual sofocó los ecos de la canción.

—Halt!El hurón se quitó con rapidez el

cigarrillo de los labios y se puso firme.Hugh y Tommy se volvieron hacia el

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lugar del que procedía la voz. Vieron aun ayudante en mangas de camisa bajarcasi a la carrera los peldaños deledificio de administración y cruzar elpolvoriento camino hacia ellos. Era algoinsólito. A los oficiales alemanes no lesgustaba que los kriegies les vieran sinsu uniforme, ni dar la impresión de quellevaban prisa, a menos que un oficialde mayor graduación hubiera emitidouna orden perentoria.

El ayudante se acercóapresuradamente a ellos. Aunque sólochapurreaba el inglés, consiguió hacerseentender:

—Hart, por favor, venir conmigo.

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Usted, Renaday, volver a casa…El ayudante señaló el recinto

británico.—¿Qué ocurre? —inquirió Tommy.—Venir conmigo, por favor —

repitió el ayudante, agitando los brazospara subrayar la premura de la situación—. No deber hacer esperar, por favor…

—Pero quiero saber qué ocurre —insistió Tommy.

El rostro del alemán se contrajo enuna mueca y propinó una patada alsuelo, levantando una polvorienta nubede tierra.

—Es una orden. Ver al comandanteVon Reiter.

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Renaday arqueó las cejas.—Qué interesante —comentó en voz

baja. Se volvió hacia el hurón, que nohabía movido un músculo, y dijo—: Deacuerdo, Adolf, vamos. Te esperaré conPhillip, Tommy. Una orden muy curiosa,en verdad —añadió.

El oficial alemán, que parecíasentirse aliviado desde que Tommyhabía accedido a acompañarlo, sostuvola puerta abierta para que el americanoentrara en el edificio de administración.Cuando entró, algunos de los oficinistassentados ante sus mesas alzaron la vista,pero al ver al oficial que le seguíavolvieron a bajarla y la fijaron en los

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documentos que tenían ante sí. Laburocracia militar alemana era constantey minuciosa; a veces daba la impresiónde que odiaba el ingenio y la creatividadde sus prisioneros. El oficial empujó aTommy hacia el despacho delcomandante, lo cual hizo que éste separara en seco, diera media vuelta ymirara irritado al ayudante. Cuando eloficial retrocedió, retirando las manos,Tommy volvió a girarse, echó a andardeprisa hacia el despacho de Von Reitery abrió la puerta.

El comandante estaba sentado detrásde su mesa, esperando. Frente a sí habíauna sola silla, de apariencia incómoda,

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dispuesta para que la ocupara Hart, cosaque éste hizo cuando Von Reiter leindicó que se sentara. Pero tan prontocomo Tommy se hubo sentado, el alemánse levantó como si pretendieraintimidarlo con su imponente presencia.Von Reiter iba también en mangas decamisa; su camisa blanca y hecha amedida relucía bajo el sol que penetrabaa raudales por el ventanal que daba aambos recintos. El cuello almidonadooprimía el recio cuello del oficial. LaCruz de Hierro que lucía en torno alcuello, negra como el azabache,resplandecía sobre la inmaculadapechera. Su oscura guerrera colgaba de

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un gancho en la pared, junto a unlustroso cinturón de cuero negro con unaLuger enfundada. El comandante seacercó a su guerrera y retiró unaimaginaria pelusa de la solapa.

—¿Cómo van sus investigaciones,teniente Hart? —inquirió con vozpausada, volviéndose hacia Tommy.

—Estamos en las primeras fases,Herr comandante —respondió Tommymidiendo sus palabras—.

E l Hauptmann Visser podrá sinduda informarle de cualquier detalle queusted precise.

Von Reiter asintió con la cabeza y sesentó de nuevo en su silla.

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—¿Se mantiene en contacto conusted el Hauptmann Visser?

—Se toma su trabajo con seriedad.Está pendiente de todo.

Von Reiter movió ligeramente lacabeza en señal de asentimiento.

—Lleva usted aquí muchos meses,teniente. Es un veterano, como dicen losamericanos. Dígame, señor Hart, ¿lavida en el Stalag Luft 13 le parece…aceptable?

La pregunta asombró a Tommy, perotrató de disimular. Se encogió dehombros de forma exagerada.

—Preferiría estar en casa, Herrcomandante, pero me alegro de estar

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vivo.Von Reiter asintió sonriendo.—Ésta es una cualidad que

comparten todos los soldados, ¿no esasí, Hart? Por dura que sea la vida, espreferible disfrutar de ella, porque esfácil encontrar la muerte en una guerra,¿no le parece?

—Sí, Herr comandante.—¿Cree usted que sobrevivirá a la

guerra, Hart?Tommy inspiró profundamente. Ésta

era una pregunta, formulada sin rodeos,que ningún kriegie formulaba, nisiquiera en broma, porque abría deinmediato la puerta a todos sus temores

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más recónditos e incontrolables,aquellos que le hacían despertarse porla noche con sensación de ahogo, losque durante el día le hacían contemplardesesperado la alambrada de espino.Invocaba los nombres y los rostros detodos los hombres que habían muerto enel aire a su alrededor y de todos loshombres que seguían vivos, pero queestaban destinados a morir dentro demás o menos tiempo.

Tommy suspiró y respondió deforma ambigua, esforzándose en laterrible pregunta.

—Hoy estoy vivo, Herr comandante.Espero seguir así mañana.

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Von Reiter le clavó sus ojospenetrantes. Tommy pensó que surigidez ocultaba a un hombre de notablecapacidad intelectual y estrictaformalidad: una mezcla realmentepeligrosa.

—Sin duda, el capitán Bedfordpensó lo mismo el último día de su vida.

—No sé qué pensaría —mintióTommy.

El alemán siguió mirándolo de hitoen hito. Al cabo de un momento,prosiguió con sus preguntas:

—Dígame, Hart, ¿por qué odian losamericanos a los negros?

—No todos los americanos los

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odian.—Pero muchos, ¿no es cierto?Tommy asintió.—¿Por qué?—Es complicado —repuso Tommy

meneando la cabeza—. No lo sé bien.—¿Usted no odia al teniente Scott?—No.—Es inferior a usted, ¿no?—No da esa impresión.—¿Y cree en su inocencia?—Sí.—Si ha sido acusado falsamente,

como afirma, tendremos muchosproblemas. Muchos. Tanto sucomandante como yo mismo.

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—La verdad es que no me heplanteado esta cuestión, Herrcomandante. Es posible.

—Sí, en eso lleva razón. Quizá noconvenga que examine el problema,teniente. Por otra parte, puede que Scottsea culpable, en cuyo caso usted sólo selimita a cumplir con su deber. A losamericanos les gusta demostrar almundo lo justos y nobles que son.Hablan sobre derechos y leyes, sobrelos padres fundadores de la patria ysobre sus documentos: ThomasJefferson, George Washington y laDeclaración de Derechos, pero creo queolvidan el orden y la disciplina. Aquí,

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en Alemania, tenemos orden…—Sí. Ya lo he visto.—Y el Stalag Luft 13 no es la

excepción.—Supongo.Von Reiter hizo otra pausa. Tommy

se movió nervioso, impaciente por salirde allí. No sabía qué buscaba elcomandante, lo cual le hacía sentirseincómodo y temeroso de ofrecerle deforma involuntaria alguna informaciónimportante.

El alemán emitió una sonoracarcajada.

—A veces, teniente, creo que conrespecto a la justicia a los americanos

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les importa más la fachada que laverdad. ¿No está de acuerdo conmigo?

—No he pensado en ello.—¿De veras? —Von Reiter miró a

Tommy perplejo—. ¿Y es un estudiosode las leyes de su país?

Tommy no respondió. Von Reitervolvió a sonreír.

—Dígame, teniente Hart, tengo unacuriosidad: ¿qué es más peligroso, queScott sea culpable o que sea inocente?

El americano guardó silencio,absteniéndose de responder a lapregunta. Sintió el sudor que leempapaba las axilas y le pareció que latemperatura de la habitación había

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aumentado. Deseaba marcharse, peroestaba clavado en la silla. La voz deVon Reiter sonaba áspera y penetrante.En aquel segundo Tommy pensó que elcomandante era un hombre que veíasecretos dentro de secretos, y se dijoque su uniforme arrugado y suenvaramiento eran tan engañosos comolas miradas crípticas e inquisitivas delHauptmann Visser.

—¿Peligroso para quién? —respondió con cautela.

—¿Qué resultado costará la vida amás hombres, teniente?

—No lo sé. No tengo por quésaberlo.

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Von Reiter se permitió emitir unabreve y seca risotada al tiempo quetomaba una hoja de papel de su mesa.

—Usted es de Vermont, ¿no es así?—Sí.—Es un estado parecido a esta

región. Bosques frondosos e inviernosfríos, según tengo entendido.

—Tiene numerosos y espléndidosbosques y una estación invernal larga yfría, sí —contestó Tommy pausadamente—. Pero no se parece a esto.

Von Reiter suspiró.—Yo sólo he estado en Nueva York.

En una sola ocasión, pero he visitadomuchas veces Londres y París. Antes de

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la guerra, por supuesto.—Yo no he viajado tanto.El comandante permaneció unos

momentos mirando a través de laventana.

—Si el teniente Scott es declaradoculpable, ¿cree que su coronel exigirárealmente un pelotón de fusilamiento?

—Eso debería preguntárselo a él.El comandante frunció el ceño.—Nadie ha escapado del Stalag Luft

13 —dijo con lentitud—. Sólo losmuertos, como los desdichados hombresque excavaban el túnel, y, ahora, elcapitán Bedford. La situación seguirá sincambios. ¿No cree, teniente?

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—Nunca trato de adivinar el futuro—replicó Tommy.

—¡La situación seguirá sin cambios!—repitió Von Reiter con vehemencia.Se apartó de la ventana y le preguntó—.¿Tiene usted familia, teniente Hart?

—Sí.—¿Esposa? ¿Hijos?—No. Todavía no —repuso Tommy

titubeando.—Pero habrá una mujer, ¿no?—Sí. Me espera en casa.—Confío en que viva usted para

volver a verla —dijo Von Reiterbruscamente. Agitó la mano indicando aTommy que podía retirarse. Tommy se

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levantó y echó a andar hacia la puerta,pero Von Reiter dejó caer otra preguntacomo por descuido.

—¿Canta usted, teniente Hart?—¿Que si canto?—Como los británicos.—No, Herr comandante.El alemán volvió a encogerse de

hombros sonriendo.—Pues debería aprender. Como yo.

Es posible que después de la guerraescriba un libro que contenga lasmelodías y las letras de las repugnantescanciones británicas, lo cual mereportará algún dinero para hacer mivejez más llevadera. —El comandante

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emitió una sonora carcajada—. A vecesdebemos aprender a aceptar también loque odiamos —dijo.

Luego dio la espalda a Tommy y sepuso a contemplar los dos recintos através de la ventana.

Tommy salió raudo del despacho,sin saber muy bien si acababa de recibiruna amenaza o una advertencia,pensando que ambas eran quizá lamisma cosa.

Mientras se dirigía apresuradamentehacia la habitación que ocupabanRenaday y Pryce, pasó junto a unos

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hombres que jugaban a la ruleta delratón en uno de los dormitorios. Mediadocena de oficiales británicos sehallaban sentados en torno a una mesa,cada uno con una modesta pila decigarrillos, chocolate u otro productoque sirviera de apuesta. En el centrohabía una cajita de cartón provista a loslados de orificios de ventilación. Loshombres gritaban, bromeaban y seinsultaban.

Las obscenidades de los pilotosamericanos solían ser breves y brutales.Los británicos, sin embargo, gozaban lasexageraciones y el florido lenguaje desus ataques verbales. El eco de sus

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voces reverberaba en la habitación.Pero a una inopinada señal del

croupier, un piloto alto y desgarbadodotado de una espesa barba, que lucíauna vieja manta gris anudada en lacintura, a modo de falda escocesa o dedisfraz, los hombres callaron al instante.Entonces levantó la tapa de la caja yatrapó a un ratón que asomabatímidamente la cabeza por el borde.

La ruleta del ratón era bien simple.El croupier empujaba y azuzaba al ratónhasta que éste caía sobre la mesa, tras locual miraba en derredor suyo a loshombres que aguardaban con larespiración en suspenso y sin mover un

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músculo. La única regla era que nadiepodía hacer nada para atraer al ratón;por fin, el aterrorizado ratón de loskriegies echaba a correr en unadirección, apresurándose hacia lo quecreía fervientemente que era lapresencia menos peligrosa y la libertad.El hombre que estaba más cerca de esepunto era declarado vencedor. Elproblema de la ruleta del ratón era que,con frecuencia, el animal trataba de huirpor el espacio entre dos hombres, locual provocaba fingidas disputas paradirimir cuáles habían sido sus auténticasintenciones.

Tommy se paró unos instantes para

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observar el juego, hasta el momento enque el animal trató inútilmente deescabullirse, luego siguió adelantemientras el juego concluía entre sonorascarcajadas y discusiones.

Al alcanzar la puerta del cuarto deliteras, vio que había un tercer hombresentado junto a Pryce y Renaday, quealzó rápidamente la cabeza cuandoapareció Tommy. El extraño era unjoven de pelo oscuro y tez clara, muydelgado, como Pryce, con unas muñecasestrechas y el pecho hundido, lo cual leconfería el curioso aspecto de un ave.Lucía gafas con montura de alambre y alsonreír torcía la boca hacia la izquierda,

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casi como si todo su cuerpo se inclinaraen esa dirección. Cuando Tommy avanzóhacia ellos, los tres hombres se pusieronen pie.

—Tommy, te presento a un amigomío —dijo Hugh entusiasta—, ColinSullivan. De Emerald Isle.

—¿Irlandés? —preguntó Tommymientras estrechaba la mano delforastero.

—Sí —respondió Sullivan—.Irlandés y Spitfires —añadió.

A Tommy le costó imaginárselotratando de controlar un caza, pero seabstuvo de decirlo.

—Colin nos ha ofrecido

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generosamente su ayuda —dijo PhillipPryce—. Enséñaselo, muchacho.

El irlandés se agachó y Tommy vioque tenía una voluminosa carpeta dedibujo semioculta debajo de la litera.

—En realidad —explicó Sullivan aTommy—, irlandés, Spitfires y tresaburridos años en la Escuela de Dibujode Londres antes de dejarme convencerpor esa filfa patriótica que me ha traídoaquí.

Sullivan abrió la carpeta y entregó aTommy el primer dibujo. Era una visiónsombría del cadáver de Trader Vic, enel retrete del Abort, plasmada en lasdistintas tonalidades grises creadas por

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el carboncillo.—Lo dibujé a partir de los detalles

que recordaba Hugh —dijo Sullivan,sonriendo—. Supongo que sabe que loscanadienses, unos tipos peludos, brutosy salvajes como los indios y con laimaginación de un búfalo, no cuentancon dotes para la descripción poética, adiferencia de mis paisanos y yo mismo—afirmó, dirigiendo una breve sonrisa aHugh Renaday, el cual contestó con unamueca aunque se mostraba visiblementesatisfecho—. De modo que hice cuantopude, habida cuenta de mis limitadosrecursos…

Tommy pensó que el dibujo captaba

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a la perfección la figura del asesinado.Era a la par siniestro y brutal. Sullivanhabía utilizado unos pocos toques depintura para mostrar las exiguasmanchas de sangre que había en elcadáver del americano. Éstasdestacaban con fuerza, contrastando conlos tonos más oscuros de los trazos dellápiz.

—Es fantástico —dijo Tommy—. Esexactamente el aspecto que presentabaVic. ¿Tiene más dibujos?

—Sí, claro —repuso Sullivansonriendo—. No precisamente lo que miviejo profesor de dibujo debía de teneren mente cuando nos recomendaba una y

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otra vez que empleáramos lo quetuviéramos a mano, y aunque yo hubierapreferido a una fraulein desnudaposando provocativamente con unasonrisa de gratitud…

Entregó el segundo dibujo a Tommy.En éste resaltaba la profunda herida enel cuello.

—Yo colaboré con él en este boceto—dijo Hugh—. Ahora, lo que debemoshacer es mostrárselo al yanqui queexaminó el cuerpo, para asegurarnos deque se ajusta a la realidad.

Tommy examinó otro dibujo, en estecaso del interior del Abort, quemostraba las distancias y los distintos

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puntos. Una nítida flecha adornada conunas plumas señalaba la huellasangrienta en el suelo. El último bocetoconsistía en una reproducción de lascopias de la huella de bota que habíarealizado Hugh en la escena del crimen.

—Mucho mejor que mis torpesintentos —dijo Renaday, sonriendo—.Como de costumbre, esto ha sido ideade Phillip. Sabía que Colin era amigomío, pero a mí, por supuesto, no se mehabía ocurrido pedirle que colaboraraen el caso.

—Ha sido divertido —repuso ColinSullivan—. Desde luego más interesanteque hacer el enésimo dibujo de la torre

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de vigilancia nordeste. Es la que reflejamejor la luz crepuscular y la que todoslos que hemos asistido a clases dedibujo plasmamos cada día que nollueve.

—Sus dibujos son estupendos —comentó Tommy—. Nos serán de granutilidad. Se lo agradezco de todocorazón.

Sullivan se encogió de hombros.—Bueno, para decirlo sin rodeos,

soy irlandés y católico, señor Hart, demodo que, como podrá imaginar, enBelfast me han tratado como a un negrotantas veces o más que a Lincoln Scotten Estados Unidos. Así que estoy

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encantado de echarles una mano —dijocon voz pausada.

A Tommy le llamó la atención lasúbita e intensa vehemencia del menudoirlandés.

—Son excelentes —dijo de nuevo.Cuando se disponía a continuar con susalabanzas, le interrumpió una voz fría yqueda que sonó a su espalda.

—Pero contienen un error —se oyó.Los aviadores aliados se volvieron y

vieron al Hauptmann Heinrich Visser enel umbral, contemplando desde la puertael dibujo que sostenía Tommy.

Ninguno de los cuatro hombresrespondió, sino que dejaron que el

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silencio cayera sobre el pequeñoespacio, invadiendo la habitación comoun olor fétido arrastrado por una brisarastrera.

Visser avanzó, sin dejar de observarel dibujo con una expresión pensativa yconcentrada. En su única mano portabaun pequeño maletín de cuero marrón,que depositó en el suelo a sus pies, altiempo que se inclinaba hacia delante yseñalaba con el índice el dibujo quemostraba con detalle la escena delcrimen.

—Aquí está —dijo, volviéndosehacia Renaday y Sullivan—. La huellade la bota se hallaba a varios pasos de

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allí, cerca del cubículo del Abort. Yomismo calculé la distancia.

Sullivan asintió con la cabeza.—Puedo rectificarlo —dijo con

calma.—Sí, hágalo, teniente —respondió

Visser, alzando la vista del dibujo yfijándola en Sullivan—.

¿Piloto de un Spitfire, ha dichousted?

—Sí.Visser carraspeó.—Un Spitfire es un excelente

aparato, comparable a un 109.—Es cierto —repuso Sullivan—.

Imagino que el Hauptmann tiene una

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experiencia personal con Spitfires —elirlandés señaló el brazo que le faltaba aloficial alemán y agregó—: No debió deser una experiencia agradable.

Visser no respondió, pero palidecióun poco y Tommy observó que letemblaba el labio superior.

Asintió con la cabeza.—Lamento su herida, Hauptmann —

dijo Sullivan, adoptando una cadencia yun acento irlandeses aún más marcados—. Pero creo que puede considerarsemuy afortunado. Ninguno de los hombresque pilotaban los 109 que yo derribéconsiguieron salvarse. Se encuentran enel Valhala, o donde sea que ustedes los

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nazis piensan que van a parar cuandomueren por la patria.

Las palabras pronunciadas por elirlandés cayeron como mazazos en lahabitación. El alemán se irguió y miró aljoven artista con ostensible cólera, perosu voz no reveló la rabia queexperimentaba, pues se expresó conpalabras sosegadas, frías e inexpresivas.

—Quizá sea cierto, señor Sullivan—dijo con lentitud—. No obstante,usted está aquí, en el Stalag Luft 13. Ynadie sabe con certeza si volverá a veralgún día las calles de Belfast, ¿no esasí?

Sullivan no respondió. Se miraron

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con aspereza, sin concesiones. Acontinuación Visser se volvió deespaldas.

—Se ha equivocado usted en otrodetalle, señor Sullivan —agregó.

El alemán se volvió ligeramentehacia Tommy Hart.

—La huella de la bota apuntaba ensentido contrario. Hacia allí —dijoindicando la parte posterior del Abort,donde habían hallado el cadáver—. Ami entender —continuó fríamente—, setrata de un dato importante.

Una vez más, ninguno de losaviadores aliados respondió. Visser sevolvió de nuevo para dirigirse a Phillip

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Pryce.—Pero usted, teniente coronel

Pryce, ya se habrá percatado de ello, y,sin duda, comprende su importancia.

Pryce se limitó a mirar fijamente alalemán, que esbozó una desagradablesonrisa, devolvió el boceto a TommyHart y se inclinó para abrir su maletínde cuero. Con gran destreza, utilizandosu única mano, logró extraer de éste unapequeña carpeta de color tostado.

—Me llevó bastante tiempoconseguir esto, teniente coronel. Perocuando por fin lo hice, su contenido mefascinó. Créame que se trata de unalectura de lo más interesante.

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Todos guardaron silencio. Tommy,tenso, respiraba con trabajo.

Heinrich Visser miró el expedienteque sostenía en la mano. Cuandocomenzó a leer, su sonrisa se disipó.

—Phillip Pryce. Teniente coroneldel escuadrón 56 de bombarderospesados, destinado en Avon-on-Trent.Recibió su graduación de oficial en laRAF, en 1939. Nacido en Londres enseptiembre de 1893. Estudió en Harrowy Oxford. Se graduó entre los cincoalumnos más destacados en ambasinstituciones. Sirvió como ayudante deaviación en el estado mayor durante laPrimera Guerra Mundial. Obtuvo varias

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condecoraciones. Se licenció comoabogado en julio de 1921. Sociofundador de la firma Pryce, Stokes,Martin y Masters. Participó comoabogado defensor en una docena deprocesos por delitos capitales, todosellos revestidos de gransensacionalismo, que acapararon lostitulares de prensa y la atención delpúblico, sin perder ninguno…

Se detuvo y alzó la vista, haciaPryce.

—¡Sin perder ninguno! —repitió elalemán—. Un historial ejemplar,teniente coronel.

Extraordinario, asombroso, y

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probablemente muy remunerativo. A suedad no tenía ninguna obligación dealistarse, pudo haberse quedado en casadurante toda la guerra gozando de lascomodidades que le había procurado suposición y sus notables éxitosprofesionales.

—¿Cómo ha obtenido esainformación? —preguntó Pryce consequedad.

Visser meneó la cabeza.—No esperará usted que le

responda, teniente coronel.Pryce respiró hondo, lo cual

provocó un violento acceso de tos, ynegó con la cabeza.

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—Por supuesto que no, Hauptmann—dijo luego.

El alemán cerró el expediente, lodevolvió a su maletín y miró a cada unode los allí presentes.

—No perdió un solo caso por undelito capital. Una marca impresionante,aun tratándose de un abogado insigne.¿Qué me dice de este caso, en el que haestado colaborando con el joven tenienteHart con gran habilidad y discreción a lapar? ¿No prevé que puede convertirseen su primer fracaso?

—No —contestó Pryce sin dudarlo.—Su confianza en su amigo

americano es admirable —dijo Visser

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—. Que no comparten muchos más alláde estas cuatro paredes. Aunque,después de la actuación de esta mañana,es posible que algunos modifiquen susopiniones.

Visser acarició el maletín quesostenía bajo su único brazo.

—Su tos, teniente coronel, parecesevera. Creo que debería ponerleremedio antes de que empeore —dijo elalemán con tono firme.

Luego, despidiéndose con unmovimiento de la cabeza, dio mediavuelta y salió de la habitación.

Las punteras metálicas de sus botasresonaban sobre las maltrechas tablas

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del suelo como disparos deametralladora.

Los cuatro aviadores aliadospermanecieron callados unos instantes,hasta que Pryce rompió el silencio.

—El uniforme es de la Luftwaffe —dijo con voz débil—, pero es un hombrede la Gestapo.

Más tarde, Tommy se dirigióapresuradamente a través del recinto surhacia la tienda de campaña de losservicios médicos, para entrevistarsecon el ayudante del gerente de lafuneraria de Cleveland. La aparición de

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Visser le había dejado preocupado. Porun lado, el alemán parecía quererayudarles, ya que había señalado loserrores en los dibujos de la escena delcrimen. Pero todo cuanto decíaencerraba una clara amenaza. Pryce sehabía sentido muy turbado por aquellasintenciones ocultas.

Mientras caminaba con rapidez através de las sombras que invadían lossenderos que separaban los barraconesque alojaban a los prisioneros, se puso apensar en el juego de la ruleta del ratón.El desdichado ratón no le inspiraba sinocompasión.

Vio a un par de aviadores de pie

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frente al barracón de los serviciosmédicos, fumando. Al aproximarseTommy se apartaron para cederle paso.

—¿Cómo van las cosas, Hart? —preguntó uno de ellos.

Tommy halló al teniente NicholasFenelli en una pequeña estanciadestinada a reconocer a los enfermos.Había una mesilla, unas cuantas sillascon respaldo y una encimera cubiertapor una tosca sábana blanca. Lahabitación estaba iluminada por unabombilla que pendía del techo. Un parde baldas de madera clavadas en lapared contenían sulfamidas, aspirinas,desinfectantes, cremas, vendas y

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compresas. Era una modesta provisión;todos los kriegies sabían que erapeligroso enfermar o resultar herido enel Stalag Luft 13. Una enfermedad sinimportancia podía complicarse confacilidad debido a la falta de materialmédico, pese a los esfuerzos de la CruzRoja por mantener el dispensario encondiciones. Los prisioneros aliadossospechaban que los alemanes sustraíansistemáticamente sus preciosasmedicinas para enviarlas a sushospitales, en los que había una grancarencia de recursos, por más que loscomandantes de la Luftwaffe lo negaran.Pero cuanto más lo negaban, más

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convencidos estaban los kriegies de queles robaban.

Cuando entró Tommy, Fenelli, queestaba sentado detrás de la mesa, alzó lamirada.

—El hombre de moda —observóextendiendo la mano—. Caray, menudaactuación la suya esta mañana. ¿Tieneprevisto un bis para el lunes?

—Estoy en ello —respondióTommy, echando un vistazo a sualrededor—. ¿Sabía usted que jamáshabía puesto los pies aquí?

—Tiene usted suerte, Hart —contestó el otro—. Sé que no es grancosa. Maldita sea, lo mejor que puedo

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hacer es abrir un divieso con lanceta,limpiar unas ampollas o encajar unamuñeca. Aparte de eso, el paciente lotiene mal. —Fenelli se repantigó en lasilla, miró a través de la ventana yencendió un cigarrillo—. Procure nocaer enfermo, Hart —dijo señalando lasmedicinas—. Al menos hasta que creaque Ike o Patton están a las puertasacompañados por una columna de carrosblindados.

Era bajo, pero de hombros anchos ybrazos largos y fuertes. Su pelo negro yrizado le cubría las orejas, y llevaba unabarba de varios días. Tenía una sonrisafranca y un talante desenvuelto y seguro

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de sí.—No pienso hacerlo —respondió

Tommy—. ¿De modo que quiere sermédico?

—Así es. Regresaré a la facultad demedicina en cuanto consiga salir deaquí. No creo que tenga muchosproblemas con la clase de anatomíageneral después de lo que he visto desdeque el Tío Sam me requirió. Calculo quehe visto expuesta cada parte del cuerpohumano, desde los dedos de los pieshasta los sesos, gracias a estos putosalemanes.

—Trabajó usted en una funeraria deCleveland…

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—Le conté todo esto a su amigoRenaday. Es cierto. No es un lugar tandesagradable para trabajar como puedapensarse. Si trabajas allí siemprepuedes contar con un empleo fijo. Nuncahay escasez de fiambres. Bueno, como ledije a su amigo canadiense, con quienpor cierto no me gustaría pelearme. Puesbien, le dije que, en cuanto vi lacuchillada en el cuello de Trader Vic,comprendí lo que había ocurrido. No erapreciso examinarla más de un segundo,aunque por supuesto me detuve bastanteen ella. Había visto más de una vez esaclase de herida y sé cómo se produce.No tengo ningún problema en

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explicárselo a quien desee saberlo.Tommy le entregó el boceto de la

herida realizado por Sullivan. Elamericano lo observó y asintió.

—Caray, Hart, ese tipo sabe dibujar.Ese es exactamente el aspecto que tenía.Ha plasmado los bordes a la perfección.No era un corte limpio, sino quepresentaba algunos desgarros en el lugardonde había penetrado el cuchillo.

Mientras hablaba, Fenelli imitó laforma en que la hoja debió de penetraren el cuello de la víctima. El últimosegundo de pánico experimentado porTrader Vic se le figuró como vivido porél.

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—De modo que si le llamo adeclarar…

—Cuente con ello —respondióFenelli al tiempo que devolvía a Tommyel boceto de la herida del cuello—. Nohay problema. Eso cabreará un poco aClark, cosa que no le vendrá nada mal aese presumido. ¡Que le den por el culo!—acabó, soltando una carcajada.

—¿Va a darles esa sorpresa ellunes? —prosiguió sonriendo—. No estámal, Hart, nada mal. Ese viejo gilipollasno sabe lo que le espera.

—El lunes no —contestó Tommy—,pero sí lo antes posible. Le agradeceríaque se guardara sus opiniones. Al

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margen de lo que ocurra cuando Clarkempiece a presentar a sus testigos y suspruebas…

—¿Se refiere a que no quiere que mevaya de la lengua y le cuente a todos queVic la palmó al estilo de un capo depoca monta en un oscuro callejón? Deacuerdo. Puede que uno no aprendamucho trabajando en una funeraria enCleveland, pero sí a mantener la bocacerrada.

Tommy se despidió de Fenelli conun apretón de manos.

—Ya le avisaré —dijo—. No sevaya de aquí.

El doctor en ciernes soltó una

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carcajada.—Es usted un tipo majo, Hart.—¿Conoce al tipo que se sienta

junto a Clark? —dijo Fenelli cuandoTommy se disponía a abandonar eldispensario.

—Creo que se llama Townsend.—¿Lo conoce?—No, precisamente iba a acercarme

ahora a su barracón.—Yo sí lo conozco —dijo Fenelli

—. Llegamos a esta mierda de campo élmismo día y en el mismo apestoso vagónde ganado. Era piloto de un Liberator, lederribaron en Italia.

—¿Tiene una historia?

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—Todo el mundo tiene una historia,Hart —respondió Fenelli sonriendo—.¿No lo sabía? Pero eso no es lo másinteresante del capitán WalkerTownsend. —Al hablar, Fenelli imitó unleve acento sureño—. ¿Sabía usted queel capitán Townsend se hallaba enEstados Unidos antes de aterrizar aquí?

Tommy no dijo nada. Fenellicontinuó sonriendo.

—Desempeñaba el cargo de fiscalde distrito de Richmond, en Virginia.Puede apostar usted todos sus cartonesde cigarrillos a que ése es el motivo porel que se sienta junto a Clark. Y otrodetalle curioso, Hart, que recuerdo de

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los dos días de viaje que pasamosjuntos: me dijo que fue fiscal de todoslos juicios por asesinato en su distrito.Se ufanó de haber enviado a máshombres al corredor de la muerte en elviejo estado de Virginia que bombashabía arrojado antes de que loderribaran.

Extrajo otro cigarrillo del bolsillode su camisa y lo encendió.

—Pensé que le interesaría sabercontra quién se juega los cuartos, Hart.Y le aseguro que no es como ese idiotacolérico de Clark. Le deseo muchasuerte.

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Tommy encontró al capitán WalkerTownsend en su dormitorio del barracón113, haciendo el crucigrama de unarevista de pasatiempos. Casi habíalogrado completarlo. Escribía con trazossuaves, para poder borrarlos cuandoterminara y pasarle el crucigrama a otroaburrido kriegie a cambio de una lata decarne o una tableta de chocolate.

Townsend alzó la vista cuandoTommy entró en la habitación.

—Eh, teniente, ¿conoce una palabrade seis letras que signifique fracaso? —preguntó de inmediato.

—¿Qué le parece «cagada»? —replicó Tommy.

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Townsend se echó a reír acarcajadas con una voz más potente delo que uno imaginaba que contenía uncuerpo tan menudo como el suyo.

—No está mal, Hart —dijo. Teníaun acento sureño claro pero noexagerado. Se expresaba con unacadencia casi dulce, rítmica, semejante auna nana—. Es usted agudo. Pero tengola impresión de que no era eso lo quelos redactores del New York Timestenían en mente cuando confeccionaroneste crucigrama.

—¿Y «chasco»? —sugirió Tommy.Townsend observó unos instantes el

crucigrama y sonrió.

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—Eso encaja mejor —dijo. Dejó ellápiz y el librito sobre la litera—. Odioestas cosas. Me hacen sentir siemprecomo un imbécil. Supongo que hay quetener un cerebro especial pararesolverlos.

Cuando regrese a casa, no volveré ahacer un crucigrama en el resto de mivida.

—¿Dónde está su casa? —inquirióTommy, aunque ya conocía la respuesta.

—En Richmond, la capital deVirginia.

—¿A qué se dedicaba antes de laguerra? —preguntó Hart.

Townsend se encogió de hombros

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con una ligera sonrisa.—Un poco de todo. Después, cuando

obtuve mi título de abogado, me puse atrabajar para el Estado, es un buenempleo. Un horario regular, un buensueldo semanal y una pensión que aúntardaré unos años en cobrar.

—¿Abogado del Estado? ¿En quéconsiste? ¿Adquisición de terrenos yreglamentación urbanística, acaso?

—Más o menos —respondióTownsend—. Por supuesto, no tuve lasventajas que tuvo usted. No señor. Noasistí a la Universidad de Harvard, sinoa clases nocturnas en el instituto local.Trabajaba todo el día en la tienda de

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material agrícola que mi padre tenía enlas afueras de la ciudad.

Tommy asintió con la cabeza.También él se mostraba sonriente, yaque esperaba convencer a Townsend deque se acababa de tragar todas susmentiras sin masticarlas.

—La fama de Harvard es exagerada—dijo—. Uno puede aprender derechoen muchos lugares menos distinguidos.La mayoría de mis compañeros de clasesólo pretendían conseguir su título yforrarse.

—Es posible —repuso Townsendalzándose de hombros—, pero no dejade ser una excelente universidad para

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estudiar derecho.—Bueno —dijo Tommy—, al menos

se ha graduado. Lo que significa quetiene más experiencia que yo.

—Probablemente no mucha más —respondió con gesto dubitativo—. A finde cuentas, en Boston tienen ustedesesos tribunales ficticios formados parajuzgar pleitos supuestos en la enseñanzade derecho. Por otra parte, Hart, estetribunal militar no se parece en nada alos juzgados de primera instancia quetenemos en casa.

«No —pensó Tommy—. Seguro queno, pero el resultado será el mismo.»

—Creo que tiene una lista de

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testigos para mí —dijo—. Me gustaríaexaminar las pruebas.

—Le he estado esperando todo eldía, desde la vista de esta mañana, en laque, por cierto, tuvo una intervenciónmagnífica, debo reconocerlo. El tenienteScott parecía rebosar la legítimaindignación de los auténticos inocentes.Sí señor. Debo decir que lo único quehe oído de los kriegies en todo el díahan sido dudas, preguntas y titubeos, locual imagino que es lo que ustedes seproponían. Pero, por supuesto, no hanvisto las pruebas en este caso como lashe visto yo. Las pruebas no mienten. Laspruebas no pronuncian discursos

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bonitos. Se limitan a señalar al culpable.No obstante, me quito el sombrero

ante usted, teniente Hart. Ha empezadocon excelente pie.

—Llámame Tommy. Todo el mundome llama así. Salvo el comandante Clarky el coronel MacNamara.

—Bien, Tommy, entonces te felicitopor tu primera intervención.

—Gracias.—Pero como puedes suponer, yo me

esmeraré en hacer que a partir de ahorate resulte más difícil lucirte.

—Era justamente lo que habíaprevisto. A partir del lunes por lamañana.

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—De acuerdo. El lunes, a las ochode la mañana. Pero que quede claro queno es un asunto personal. Me limito aobedecer órdenes.

Tommy había oído esa frase en otrasocasiones. Pensó que la única cosa de laque estaba seguro era que antes de queconcluyera el juicio de Scott, el asuntose habría convertido en algodecididamente personal, sobre todo enlo que respectaba al capitán Townsend.

—Por supuesto. Lo comprendoperfectamente —contestó—, y ahora,¿puedo ver la lista de pruebas?

—He traído estos objetos aquí paramostrártelos ahora mismo —repuso

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Townsend. Sacó de debajo de su literauna pequeña taquilla de madera debalsa, de la que extrajo una cazadora decuero, un par de botas de aviadorforradas de borrego y el cuchillo defabricación casera. Los dos pedazos detejido, uno perteneciente al asa de lasartén y el otro al cuchillo, estabanenvueltos. Townsend los colocódesdoblados sobre el camastro.

Tommy los examinó en primer lugar.El virginiano se repantigó en su asiento,sin decir palabra, observando el rostrode Tommy en busca de una reacción.Tommy recordó a los jugadores de laruleta del ratón en el momento en que el

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croupier había soltado al aterrorizadoanimalito. Los jugadores habíanpermanecido en silencio, inexpresivos,conminando mentalmente al atemorizadoanimal a correr hacia ellos.

No le cabía la menor duda de quelos dos trozos de tejido eran idénticos;el perteneciente al cuchillo presentabaunas pequeñas pero nítidas manchas desangre en uno de sus bordes. Tomó notade ello y dejó el trapo. Luego tomó elcuchillo y lo midió. Estabaconfeccionado con un trozo de hierrochato, de unos cinco centímetros deancho y treinta y cinco de longitud.Tenía la punta triangular, pero sólo uno

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de los bordes estaba muy afilado.—Parece una espada pequeña —

observó Townsend, fingiendoestremecerse—. Un objeto mortífero.

Tommy asintió con la cabeza.Depositó el cuchillo en la mesa y tomólas botas de aviador. Las examinó condetención, inspeccionando las gastadassuelas de cuero cosidas a las piezassuperiores, de cuero más suave yforradas de piel. Observó que lasmanchas de sangre aparecían sobre todoen las puntas de las botas.

—Menos mal que estamos casi enverano —comentó Townsend—. Seríauna lástima no poder lucir estas botas en

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invierno, ¿no es así? Claro que estemaldito clima es imprevisible. Un díanos pasamos la mañana tomando el sol,como si estuviéramos en Roanoke oVirginia Beach, y al siguiente nosmorimos de frío durante el rato quepermanecemos de pie para el Appellmatutino. El verano se retrasa mucho, nocomo en casa. En Virginia gozamos deun invierno templado y una primaveraprecoz. Por estas fechas ya han florecidola madreselva y las lilas. El aire estáimpregnado de una dulce fragancia.

Tommy dejó las botas sobre la camay tomó con cuidado la cazadora decuero. En seguida comprendió por qué

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Lincoln Scott no había reparado en lasmanchas de sangre cuando la habíacogido al despertarse en la penumbra aloír los silbatos y gritos de los alemanes.Había sangre en el puño izquierdo y otramanchita junto al cuello, en el mismolado. En la espalda había otra, másgrande. Tommy volvió a examinar laprenda por delante y por detrás. Luegoasintió con la cabeza, suspirando.

—Bien —dijo—, en Estados Unidospodría alegar que estos objetos habíansido tomados ilegalmente, prescindiendode los trámites oportunos.

—No creo que este argumentofuncionara aquí y ahora, Tommy —

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repuso Townsend—. Puede que en casa,pero…

—Pero aquí no —le interrumpióTommy—. Es cierto. Vayamos ahoracon la lista.

Townsend extrajo del bolsillo de supechera una hoja que contenía dieznombres y la ubicación de sus dueños ensus correspondientes barracones. Se laentregó a Tommy, que la aceptó y laguardó en el bolsillo de su camisa sinexaminarla.

—Supongo que es prematuro hablarsobre la sentencia —dijo con lentitud—.Creo que hoy logré impedir unlinchamiento. Pero, dado el probable

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resultado del juicio, creo que debemoshablar sobre esta posibilidad, ¿no leparece, capitán? —Con expresión dederrota en los ojos, Tommy señaló lacolección de pruebas con la mano.

—Por favor, Tommy, llámameWalker. En efecto, creo que esprematuro, como dices. Pero estoydispuesto a hablar del tema másadelante. Por ejemplo el lunes por latarde, ¿qué te parece?

—Gracias, Walker. Ya te loconfirmaré. Gracias por mostrarte tanrazonable sobre este asunto.

Creo que el comandante Clark es…—¿Un tanto difícil? —interrumpió

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Townsend—. ¿Temperamental?Townsend se echó a reír y Tommy,

sonrió con falsedad.—En efecto —repuso.—El comandante lleva demasiado

tiempo en este agujero. Al igual quetodos, por otra parte, porque hasta unminuto es demasiado tiempo. Pero él yel coronel lo acusan más que nosotros.

Llevan aquí una eternidad. Y tútambién, Tommy, según me han contado.

Tommy palpó el bolsillo dondehabía guardado la lista.

—Bien —dijo, retrocediendo unospasos—. Gracias de nuevo. Tengo cosasque hacer.

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Walker Townsend asintió con unleve movimiento de la cabeza y volvió asu crucigrama.

—Si necesitas algo de la acusación,ven a verme cuando quieras, Tommy, encualquier momento, de día o de noche.

—Te lo agradezco —contestóTommy. «Embustero», pensó. Sedespidió con un pequeño ademánestudiadamente amistoso, y se alejó conrapidez. Al salir inspiró una larga yafilada bocanada de aire fresco,pensando que por primera vez desde elmomento en que había contemplado elcadáver de Trader Vic había visto unaspruebas en lugar de oír meras palabras,

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por enérgicas que fuesen, que le habíanconvencido de que Lincoln Scott erainocente del asesinato del aviador.

La esfera luminosa del reloj que lehabía regalado Lydia indicaba las docemenos diez de la noche cuando Tommyabandonó con cautela el relativo calorde su camastro y sintió la frialdad delsuelo a través de sus delgados yremendados calcetines de lana.Permaneció unos instantes sentado en elborde de la litera, como un buceadoresperando el momento oportuno parazambullirse en el agua. Estaba rodeadopor los habituales sonidos nocturnos:ronquidos, toses, gemidos y

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respiraciones sibilantes emitidos porunos hombres con los que convivíadesde hacía, meses y que sin embargoapenas conocía. La oscuridad loenvolvía; trató de alejar de sí unamomentánea sensación de pánico, unresiduo de claustrofobia. Las noches leproducían siempre una sensación tanagobiante como el armario en el quehabía quedado encerrado de niño. Teníaque hacer un auténtico esfuerzo paraconvencerse de que la oscuridad queinvadía el cuarto de literas no era lomismo.

Uno de los reflectores de la torre devigilancia pasó sobre la ventana

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exterior, cerrada a cal y canto contra lanoche; durante unos segundos la potenteluz penetró a través de las rendijas delos postigos de madera, recorriendo lapared de enfrente. Tommy agradeció laluz; le ayudaba a orientarse y alejar lospavorosos recuerdos de su infancia quele atormentaban en todos los espaciosreducidos y oscuros.

Tomó sus botas de debajo de lalitera. Luego, con la mano izquierda,localizó su cazadora de cuero y el cabode una vela encajado en una lata decarne vacía. No lo encendió, puesprefería esperar a que el reflectorvolviera a pasar por el dormitorio, de

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modo que le procurase el suficienteresplandor para levantarse del camastro,dirigirse hacia la puerta y salir alpasillo central del barracón.

No tuvo que esperar mucho. Cuandoel reflector arrojó su resplandor veladoy amarillo a través de la habitación, selevantó, sosteniendo las botas, lacazadora y la vela, se dirigió velozhacia la puerta y salió. Se detuvo unosmomentos en el pasillo, aguzando eloído para cerciorarse de que no habíadespertado a los hombres quecompartían su habitación. Le rodeaba unprofundo silencio, interrumpido poraquellos ruidos habituales. Metió la

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mano en el bolsillo del pantalón y sacóuna cerilla, que encendió rascándola enla pared. Encendió la vela y,moviéndose como una apariciónfantasmagórica, avanzó de puntillas porel pasillo, dirigiéndose con resoluciónhacia la habitación de Lincoln Scott.

El aviador negro dormía a piernasuelta en su solitario camastro, pero alnotar la presión de la mano de Tommyen su hombro se despertó bruscamente.Durante unos momentos, cuando serevolvió profiriendo palabrotas, Tommytemió que le asestara uno de susmortíferos derechazos.

—¡Silencio! —murmuró Tommy—.

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Soy yo, Hart.Sostuvo la vela en alto para que

iluminara su rostro.—Joder, Hart —masculló Lincoln

Scott—. Pensé…—¿Qué?—No sé. Algún problema.—Quizá yo lo sea —continuó

Tommy en tono quedo.—¿Qué está haciendo aquí? —

preguntó Scott incorporándose en lacama y apoyando los pies en el suelo.

—Un experimento —contestóTommy—, una pequeña recreación.

—¿A qué se refiere?—Es muy sencillo —repuso Tommy

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sin alzar la voz—. Finjamos que ésta esla noche que murió Vic. En primer lugarmuéstreme con precisión cómo selevantó y salió del barracón aquellanoche.

Luego trataremos de descifrar dóndefue Vic antes de acabar asesinado en elAbort.

Scott movió su negra cabeza enseñal de asentimiento.

—Me parece razonable —dijopestañeando para despabilarse—. ¿Quéhora es?

—Las doce y unos minutos.Scott se restregó la cara con la

mano, moviendo la cabeza arriba y

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abajo.—Es aproximadamente la hora en

que me levanté —dijo—. Como no teníareloj, no lo sé con exactitud. Pero estabaoscuro como boca de lobo y todo estabaen silencio, por lo que deduje que seríaalrededor de la medianoche. Quizás unpoco antes, o una hora más o menos,pero no mucho más. Aún faltaba paraque amaneciera.

—Como cuando descubrieron elcadáver de Bedford.

—En todo caso, yo me levanté antesdel amanecer, de eso estoy seguro.

—De acuerdo —dijo Tommy—, demodo que se levantó y…

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—Mi litera estaba aproximadamenteen este lugar —prosiguió Scott—, cuatroliteras dobles, dos a cada lado. Yo erael que estaba más cerca de la puerta, demodo que la única persona a quien temíadespertar era el tipo cuya litera sehallaba sobre la mía.

—¿Y Bedford?—Se hallaba al otro lado de la

habitación. Ocupaba la parte inferior desu litera.

—¿Lo vio usted?Scott negó con la cabeza.—No me fijé en él —respondió.Tommy estuvo a punto de

interrumpir al negro, porque le parecía

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que su respuesta no tenía ningún sentido,pero tras unos instantes de vacilación, selimitó a preguntar:

—¿Encendió la vela que había juntoa su cama?

—Sí. La encendí y la cubrí con mimano para amortiguarla. Como he dicho,no quería despertar a los otros. Dejé misbotas y mi cazadora…

—¿Dónde exactamente?—Las botas a los pies de la litera.

La cazadora colgada de la pared.—¿Vio esas prendas?—No. No me fijé. No tenía motivos

para sospechar que alguien las cogiera.Sólo pensé en hacer lo que tenía que

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hacer y regresar al barracón cuantoantes. El retrete no está lejos y me movícon mucho sigilo. Estaba descalzo.Aunque hacía un frío polar…

Tommy asintió, preocupado, pero seafanó en desterrar esa sensación.

—De acuerdo —dijo—. Muéstremelo que hizo esa noche con toda exactitud,pero esta vez coja sus botas y sucazadora. Quiero que se mueva delmismo modo, a la misma velocidad. —Tommy miró el dial de su reloj,cronometrando al aviador negro.

Scott se levantó sin decir palabra.Al igual que Tommy, tomó sus botas.Con el torso ligeramente inclinado hacia

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delante, se alejó de su litera. Señalóhacia el lugar donde dormían los otroshombres aquella noche, y luego indicó lapared donde colgaba su cazadora.Moviéndose con sigilo, seguido porTommy, Scott atravesó la habitación deun par de zancadas y abrió la puerta.Tommy tomó nota de que a diferencia demuchas otras en el barracón, esta puertatenía los goznes bien engrasados.

Emitió un solo crujido que a Tommyno le pareció lo bastante potente paradespertar a una persona.

Cuando salieron al pasillo, se cerrótras ellos apenas con un ligero «clic».

Scott señaló el retrete. Estaba

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colocado en un tosco cubículo, no mayorque un armario, tan sólo a veinte pasosdel dormitorio. Tommy sostuvo la velasobre la cabeza para iluminar el camino.

Dado que ambos caminabandescalzos, sus pasos no resonaban sobreel suelo de madera.

Se detuvieron junto al retrete.—Entré —dijo Scott—. Hice lo que

tenía que hacer y luego regresé a lahabitación. Eso es todo.

Tommy miró la luz verde de laesfera de su reloj. No habían pasadomás de tres minutos desde que Scotthabía salido de su barracón. Tommy sevolvió y echó un vistazo a través del

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pasillo.Durante un instante, sintió que su

estómago se contraía y tragó saliva. Lalobreguez de su temor a los espaciosreducidos le atenazó el corazón. Peroapartó esa viscosa sensación de asfixiay se concentró en el problema que lesocupaba. La única salida del barracónse hallaba en el otro extremo, más alláde los otros cuartos de literas. Pensóque para pasar de la letrina al exterior,había que pasar cerca de un centenar dehombres que dormían en sus literas,detrás de una docena de puertascerradas. Pero era posible que alguienoyera los pasos. Ése debía de estar

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despierto, alerta.—¿Y no vio a nadie? —preguntó

Tommy de nuevo.Scott volvió el rostro, escudriñando

la oscuridad.—No. Ya se lo he dicho. No vi a

nadie.Tommy pasó por alto el titubeo que

había percibido en la voz del aviador deTuskegee y señaló al frente.

—De acuerdo —dijo con voz queda—. Ya sabemos lo que hizo usted. Ahoratratemos de descifrar lo que hizo TraderVic.

Sosteniendo aún sus botas en lasmanos, ambos hombres avanzaron con

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cautela por el pasillo central delbarracón, iluminándose gracias a ladébil luz de la vela. Al llegar a la puertadel barracón 101, Tommy se detuvopensativo. En éstas pasó el haz de unreflector, iluminando durante unosinstantes los escalones de entrada antesde continuar adelante. Tommy se volvióy dirigió la vista hacia los cuartos deliteras, situados en el otro extremo delpasillo. El reflector se hallaba fuera y ala izquierda, lo que significaba quecubría todas las habitaciones en aquellado del edificio, que era el lado en elque se habían alojado Lincoln Scott yTrader Vic. Pensó que era concebible

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que alguien saliera por una de lasventanas situadas a la derecha delbarracón; de esta forma sólo atravesaríauna parte de la trayectoria del reflectorcuando éste barriera los muros y eltejado. Pero era imposible que alguienpasara entre los kriegies apiñados enlos reducidos espacios de losdormitorios en aquel lado, a menos quese hubieran puesto de acuerdo. Tommyestaba convencido de que los hombresque salían de noche para excavar untúnel, en especial los que habíanperecido recientemente bajo tierra, sealojaban en ese lado del barracón. Losotros —los tipos del comité de fuga, los

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falsificadores, los espías y demás—tendrían que informar a todos losocupantes del dormitorio sobre laventana que pensaban utilizar. Lo cual,pensó, violaba todos los principios delsecreto militar y, además, identificaba alos hombres que trabajaban por lasnoches, lo cual constituía otra violaciónde la seguridad.

De modo que Tommy pensó(midiendo, calibrando, sumando factoreslo más rápido que podía, sintiéndose unpoco como antes de que un profesor depelo cano de la facultad de derechoescribiera con tiza una pregunta fácil enla pizarra) que cualquiera que tuviera

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que salir del barracón 101 en plenanoche y tuviera que hacerlo sin llamar laatención de sus compañeros de cuarto ode los guardias alemanes, se arriesgaríaquizás a salir por la puerta de entrada.

El haz del reflector pasó de nuevosobre el edificio, filtrándose a través delas hendijas de la puerta y luego, con lamisma rapidez, se desvaneció.

A los alemanes no les gustabautilizar los reflectores, sobre todo en lasnoches en que se producían bombardeosbritánicos sobre instalaciones cercanas.Hasta el soldado alemán más ignorantesabía que desde el aire la luz de unosreflectores hacía que el campo pareciera

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un almacén de municiones o una plantaindustrial, y el piloto de un Lancaster enapuros, tras haber repelido los ataquesde los pilotos nocturnos de la Luftwaffe,podría cometer un error y lanzarles sucarga de bombas.

Por lo tanto, el uso de aquellos focosno era sistemático, lo cual los volvíamás terroríficos para alguien quepretendiera pasar de un barracón a otro.Su carácter imprevisible impedíacalcular el momento en que barrerían losedificios.

Tommy respiró hondo. Si el haz delreflector lo descubría, podían matarlo.

En el mejor de los casos provocaría

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toques de silbato y gritos de alerta, y siuno lograba levantar las manos con lasuficiente rapidez, antes de que unHundführer o uno de los gorilas de latorre de vigilancia colocara suametralladora Schmeisser en posiciónde disparo, nadie lo libraría de quincedías en la celda de castigo. Por lodemás, el hecho de que te pillarancomprometía los trabajos del túnel o elpropósito que tuviera el kriegie parahaber salido del barracón. Por lo tanto,pensó Tommy, nunca había un motivosencillo para abandonar el barracóndespués de que hubieran apagado lasluces.

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Lanzó un profundo suspiro, sibilante.«Mi excursión tampoco tiene nada

de sencillo», pensó.Se subió la cremallera de la

cazadora y se agachó para calzarse loszapatos, indicando a Scott que hiciera lopropio.

Scott esbozó una sonrisa socarrona,distendida, propia de un guerreroacostumbrado al peligro.

—Esto es arriesgado, ¿eh, Hart? —murmuró—. No queremos que nospillen.

Tommy asintió con la cabeza.—El problema no es que nos pillen,

sino que nos maten. No queremos morir

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acribillados —repuso. De pronto notóque tenía toda la boca seca, incluso lalengua—. No precisamente ahora…

—Ni ahora ni nunca —replicó Scottsin dejar de sonreír.

Tommy supuso que Scott debía desentirse más como el piloto de un cazaque en cualquier instante desde que sehabía lanzado en paracaídas del aviónen llamas sobre territorio ocupado.

—¿Adónde nos dirigimos en primerlugar? —preguntó el aviador negromientras se ataba los cordones de lasbotas.

— A l Abort. Luego volveremosatrás.

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—¿Qué es exactamente lo quebuscamos? —inquirió Scott.

—¿Exactamente? No lo sé. Peroposiblemente buscamos un lugar dondealguien se sintiera a sus anchas paracometer un asesinato.

Tras estas palabras, Tommy sevolvió hacia la puerta. Apagó la vela deun soplo. Respiraba de forma rápida,superficial, como un sprinter dispuestoa emprender una carrera. En cuanto elreflector pasó sobre la fachada delbarracón, asió el pomo de la puerta, laabrió y se zambulló, con Scott pegado asus talones, en la densa oscuridad.

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8

Un lugar adecuada

para un asesinato

Tommy dio una veintena de rápidaszancadas, haciendo un esfuerzosobrehumano, y se arrojó contra el murodel barracón 102, resollando, apretandorígidamente la espalda contra la

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estructura de madera del edificio, comosi tratara de confundirse con las ásperastablas. Vio cómo el haz se alejababailando, registrando y explorando lasesquinas y los bordes de los barracones,como un mastín que sigue el rastro deuna presa en los límites de un zarzal. Elreflector parecía un ser vivo y cruel.Tommy contuvo el aliento cuando sedetuvo unos segundos sobre el tejado deun barracón contiguo; luego, en lugar deproseguir hacia los barracones másalejados, sin ninguna razón aparenteretrocedió hacia él, volviendo sobre suspasos. Tommy se pegó más contra elmuro, paralizado de terror, incapaz de

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moverse, mientras la luz reptaba deforma sistemática e inexorable hacia él,acorralándolo. El haz se hallabaaproximadamente a un metro, malévolo,como si supiera que él se encontraba allípero no conociese su exactalocalización, como si ambos jugaran auna versión mortífera del escondite,cuando Tommy sintió de improviso lamano de Scott aferrarle por el hombro yobligarle a arrojarse al suelo.

Tommy cayó sobre la fría tierra ysintió que Scott le arrastraba hacia unapequeña hendedura junto al barracón. Sedeslizó hacia atrás, como un cangrejo.

—Agache la cabeza —murmuró

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Scott en tono apremiante.En el preciso momento en que

Tommy sepultó la cara en la tierra, elreflector pasó sobre el edificio junto alque se habían refugiado. Tommy cerrólos ojos con fuerza, esperando oír lossilbatos y gritos de los gorilas de latorre de vigilancia que manejaban elreflector. Durante unos instantes creyópercibir el sonido inconfundible de unguardia cargando su ametralladora. Perose hizo el silencio.

Alzó la cabeza con cautela, sintiendoen sus labios el sabor acre de la tierra.Vio que el haz de luz se había alejado,posándose sobre el tejado de un edificio

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próximo, explorando la distancia, comosi persiguiera a una nueva presa. Tommyemitió un sonoro suspiro. Luego oyó aScott junto a él, hablando con suavidad ycon voz decididamente risueña:

—¡Joder, nos hemos escapado porlos pelos!

Tommy se volvió con rapidez yvislumbró la silueta del aviador negroagazapado en el suelo junto a él.

—Hay que moverse con más rapidezcuando un problema se te echa encima—musitó Scott—.

Menos mal que no voló en un caza,Hart. Siga con los sólidos y segurosbombarderos. En un bombardero no es

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preciso reaccionar con tanta rapidez. Leaconsejo que cuando regrese a EstadosUnidos se dedique a deportes que noentrañen un contacto personal. No leconviene ni el rugby ni el boxeo,prefiera el golf o la pesca. O más bien,lea, lea mucho.

Tommy arrugó el ceño, sintiendo depronto un intenso afán competitivo. En laescuela había sido un excelente jugadorde tenis. Puesto que se había criado enVermont, había logrado ser un expertoesquiador. Quería hacer un comentariosobre la capacidad de detenerse en elborde de una colina coronada de nieve,azotado por un gélido vendaval que te

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traspasa la ropa de lana, contemplandouna abrupta pendiente, y luego lasensación de abandono que te impulsa alanzarte por ella. Pensó que eso requeríaotro tipo de temeridad y valor. Perosabía que no era lo mismo que subirse aun ring y enfrentarse a otro hombreempeñado en machacarte, como habíahecho Lincoln Scott. No estaba segurode poder hacerlo, era demasiadoprimitivo para él.

De pronto pensó que había muchaspreguntas sobre sí mismo queprecisaban una respuesta y que él sehabía resistido a formularlas.

—¿Está bien, Hart? —preguntó Scott

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de sopetón.—Sí, muy bien —contestó Tommy,

apartando dichas preguntas de suimaginación—. Un poco asustado. Nadamás.

Scott dudó unos segundos, mirándolecon aire divertido.

—De acuerdo, abogado. Muéstremeel camino. En apretada formación. Alacon ala.

Tommy se puso en pie, tratando derecobrar la compostura. Aspiró unaprofunda bocanada del aire nocturno,como si inhalara vapores negros, yreparó en que hacía casi dos años queno había salido del barracón por la

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noche. Un campo de prisioneros deguerra se regía por una rutina muysencilla: luces apagadas al anochecer,acostarse, dormir, ahuyentar laspesadillas y los terrores del sueño,despertarse al alba, levantarse,presentarse para el recuento, y asísucesivamente.

En los meses que Tommy llevaba enel Stalag Luft 13, se habían registradouna docena de bombardeos nocturnos lobastante próximos al campo para quesonaran las sirenas, pero los alemanesno habían procurado a los hombresrefugios antiaéreos en el recinto delcampo, ni les habían permitido

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construirlos, de forma que losprisioneros no podían abandonar losbarracones durante la noche paraprotegerse de las bombas que arrojabansus compatriotas. Por el contrario, alsonar la primera alarma, los alemanesenviaban a los hurones a la carrera através del campo para que cerraran a caly canto las puertas de cada barracón.Temían que los kriegies utilizaran laconfusión provocada por los ataquesaéreos para escapar, cosa en laqueprobablemente acertaban.

Algunos prisioneros estabandispuestos a arriesgarlo todo en unmomento dado con tal de huir. La

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esperanza de fugarse constituía unpotente narcótico. Los hombres adictoseran capaces de aprovecharse decualquier ventaja a su alcance, incluso asabiendas de que nadie había logradojamás escapar del Stalag Luft 13. Losalemanes lo sabían, y cuando sonabanlas sirenas cerraban las puertas conllave. De modo que los aviadoresaguardaban dentro de sus barracones aque concluyera el ataque, aterrorizadosy en silencio, escuchando el intensofragor de las bombas, sabiendo quecualquier bomba en los arsenales queellos mismos habían transportado através del aire podía atravesar las

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toscas casuchas de madera en las que sealojaban, matándolos a todos.

Tommy ignoraba por qué losalemanes no les encerraban con llave enlos barracones fueran cuales fuesen lascircunstancias. Quizá no lo hacíanporque habrían tenido que cerrartambién todas las ventanas, lo cual leshubiera llevado varias horas. Por lodemás, los kriegies habrían podidoconstruir unas puertas falsas y unastrampas por las que huir amparados porla oscuridad de la noche. El caso es quedurante un ataque aéreo las puertasquedaban cerradas y las ventanasabiertas, lo cual no tenía ningún sentido.

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Tommy suponía que si empezaban a caerbombas en el campo era imposiblepredecir lo que habrían hecho loskriegies, por lo que el hecho de cerrarlas puertas le parecía inútil. Noobstante, los alemanes persistían encerrarlas y en no dar explicaciones.Tommy dedujo que se limitaban aobedecer una rígida norma de laLuftwaffe, sin entrar a desentrañar susentido.

Sus ojos se adaptaron poco a poco ala noche. Las formas y distancias que dedía le resultaban familiares asumieronperezosamente forma y sustancia. Unnegro silencio le envolvió, sólo

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interrumpido por la respiraciónacompasada de Scott.

—Sigamos adelante —murmuró elaviador de Tuskegee con tono quedopero conminatorio.

Tommy asintió con la cabeza, no sinantes echar una prolongada ojeada alcielo. La luna, casi llena, arrojaba unoportuno haz de luz tenue sobre elcamino, pero él buscaba las estrellas.Contó las constelaciones, reconociendoalgunas formas en las disposiciones delas mismas, animado al contemplar elinmenso y vaporoso trazo blanco de laVía Láctea. Era como ver a un viejoamigo aproximándose a lo lejos, pensó,

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y alzó a medias una mano en un gesto desaludo. Pensó que hacía meses que no sehallaba fuera en el silencio de la noche,interpretando las posiciones de lasestrellas que brillaban en el firmamento.Recordó que era un navegante, y trasdirigir un último vistazo a lasparpadeantes motas de luz allá en loalto, echó a andar a toda prisa hacia elAbort.

Ambos hombres caminaron en zigzagde sombra en sombra, moviéndoserápidos hacia los característicos oloresde cal viva y aguas residuales queemanaban del Abort. Aquel hedor acre yfamiliar que en sus vidas anteriores

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habría abrumado y repugnado a losprisioneros del campo, para los kriegiesera tan habitual como el olor a pancetafrita a la hora del desayuno en tiemposde paz.

Sus pies emitían un sonido sofocadosobre la tierra húmeda. No dijeron unapalabra hasta alcanzar la entrada delAbort, donde Tommy vaciló unossegundos, arrodillándose en un lugarmuy oscuro, dejando que sus ojosescrutaran la oscuridad que lescircundaba en busca del siguiente paso.

—¿Qué hacemos ahora, abogado? —preguntó Scott en voz baja—. ¿Qué es loque busca?

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Tommy entrecerró los párpados,tratando de concentrarse. Al cabo deunos momentos, se volvió hacia Scott ymurmuró:

—Usted es el hombre fuerte. Puesbien, imagine que tiene que transportarel cadáver de Vincent Bedford. Sobre elhombro izquierdo, al estilo de losbomberos. ¿Cuánto debía de pesar?¿Treinta y cinco kilos? ¿Cuarenta?

—Cincuenta a lo sumo. Estaba muyflaco ese cabrón. Pero comía mejor queel resto de nosotros.

Un peso gallo.—De acuerdo, digamos cincuenta

kilos. Pero era un peso muerto. ¿Hasta

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dónde podría usted transportar esacarga, Scott? Sobre el hombroizquierdo, recuerde.

—Yo no utilizaría mi hombroizquierdo…

—Lo sé.En la oscuridad, Tommy vio al

aviador asentir con la cabeza en señalde que había comprendido.

—No muy lejos. Es probable quemás lejos de lo que usted imagina,porque la sangre estaría circulando confuria por las venas del asesino. Pero nomuy lejos. No es como transportar a uncompañero a quien intentas salvar.Quizás unos cien metros. Poco más o

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menos, según lo nervioso que estuviera.Tommy empezó a calcular utilizando

la distancia, teniendo en cuenta latrayectoria de los reflectores y laproximidad de los barracones. Había unlugar lo bastante cercano para hacer queel asesino eligiera precisamente esteAbort y no otro. Y un trayecto hasta elAbort que le procurara ciertaprotección.

Tommy asintió, pero pensó que elmotivo del asesinato se le seguíaresistiendo.

—Tiene que evitar el reflector y alos gorilas junto a la alambrada y nohacer un sonido que pueda despertar a

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u n kriegie, y aquí es donde viene aparar. Así que, ¿dónde vamos ahora,teniente? —preguntó Tommy—. Demesu opinión.

Scott dudó unos segundos al tiempoque movía la cabeza de un lado a otro,escudriñando la oscuridad que seextendía frente a ellos.

—Sígame —murmuró. Sin esperaruna respuesta por parte de Tommy, elaviador negro se apresuró a través delcallejón entre los dos barracones,pasando frente a la entrada del Abort.Avanzó lentamente, pegado al muro delbarracón 102, hasta llegar al extremodel edificio. Tommy se afanó en

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seguirle.Desde la sombra en que se hallaban,

los dos hombres podían ver laalambrada, situada a treinta metros, quese prolongaba en torno al campo,dibujando un ángulo para cercar laszonas de ejercicios y de revista. En laoscuridad se alzaba una torre devigilancia, distante otros cincuentametros. Tommy sabía que la torre devigilancia contenía un reflector, que enesos momentos estaba desconectado, yuna ametralladora del calibre 30. Seestremeció. Abrió la boca para hablarcuando Lincoln Scott pronunció lasmismas palabras que él iba a decir,

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susurrando.—Por aquí no. Es demasiado

arriesgado con esos guardias ahí arriba.En éstas oyeron ladrar el perro de un

Hundführer, al que su cuidador silenció.Los dos americanos se apretaron máscontra el muro.

—Por el otro lado —propusoTommy—. Es más largo, pero…

—… es más seguro —completóScott.

De inmediato echaron a andar haciael punto de partida. Avanzando consigilo, los dos hombres tardaron unminuto en alcanzar la fachada delbarracón 102. A su izquierda, al otro

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lado del recinto, estaban los escalonesde acceso al barracón 101, del quehabían salido hacía un rato.

Lincoln Scott dio un paso hacia losescalones de acceso al barracón 102,pero retrocedió en seguida. Ese gestohizo que Tommy Hart se apretara contrael muro. Al cabo de unos segundoscomprendió la razón. El reflector queles había perseguido desde el comienzode su expedición seguía recorriendo elcampo, iluminando la esquina de otrobarracón situado a poca distancia.

«El mismo maldito problema en elotro extremo», pensó Tommy. Notó querespiraba de forma entrecortada,

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trabajosa. El reflector significaba lamuerte. Quizá no una muerte segura,pero posible, y lo odió con una rabiasúbita y total.

Se arrodilló sin dejar de observar elhaz de luz que se movía a lo lejos,cortando la oscuridad como un sable.

Scott hizo lo propio junto a Tommy.—Dudo que el asesino pasara por

aquí si iba cargado con el cadáver —dijo.

Tommy se volvió a inedias,contemplando el pasillo negro queconducía al Abort.

—No creo que lo asesinaran cercade aquí. Habrían hecho demasiado

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ruido. Está muy cerca de todas lasventanas. Si Vic hubiera gritado,siquiera una vez, alguien le habría oído.El problema es que no me explico cómopudo el asesino rodear ninguno de losdos extremos del edificio cargado con elcadáver. ¿Cómo diablos llegó hasta allí?

—Quizá no tuviera que rodear eledificio —repuso Scott en voz baja—.Es un problema que se les plantea atodos los miembros del comité de fuga ya los hombres que cavan un túnel, acualquier hombre del barracón 101 quetenga que salir y hallarse en undeterminado lugar por la noche, ¿no esasí?

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—Sí —respondió Tommyreflexionando.

—Lo cual significa que existe otraruta. Una ruta que sólo conocen unospocos —afirmó Scott—.

Aquellos que necesitan utilizarla.Scott volvió la cabeza y fijó la vista

en un punto situado más allá de Tommy.Luego levantó la mano y señaló elbarracón 102.

—Allí hay un espacio por el quepuede arrastrarse un hombre —dijo sinalzar la voz—. Tiene que haberlo. Uncamino para pasar por debajo de estebarracón y salir al otro lado delmismo…

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Scott no continuó, sino que comenzóa retroceder a gatas frente al barracón,mirando debajo del borde del edificio.Al llegar a la cuarta ventana, cuyospostigos estaban cerrados, se agachó derepente y murmuró con tono enérgico:

—Sígame, Hart.El aviador negro se metió de pronto

debajo del borde del barracón; suspiernas y sus pies desaparecieron comosi se los hubiera tragado la Tierra.

Tommy se arrodilló sobre el durosuelo y se agachó para mirar debajo delbarracón 102. Durante unos instantesdetectó una leve sensación demovimiento en la absoluta oscuridad que

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reinaba debajo del edificio y dedujo queera Scott deslizándose debajo de lastablas. El oscuro y estrecho espacio leproducía agobio. Tommy respiró hondoy retrocedió un paso, casi como sitemiera que aquel espacio vacío tratarade atraparlo. Su corazón empezó a latircon violencia y sintió un repentino caloren la frente. Boqueó de nuevo, casicomo si le costara respirar, y se dijo:«No puedes meterte ahí.»

No quería reconocer que sentíapánico. Era una sensación profunda,arraigada en lo más profundo de sucorazón, que se extendía hasta la bocadel estómago, y después le retorcía las

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tripas.Sacudió la cabeza. Se dijo que le era

imposible meterse allí debajo.No sin esfuerzo, Tommy volvió a

contemplar el reducido espacio ycomprobó que Scott había atravesadotodo lo ancho del barracón y habíasalido por el otro lado. El resplandor dela luna permitió a Tommy distinguir ladistante salida. Un estrecho pasadizo enel que, a menos que uno andarabuscándolo, nadie habría reparado. Elbarracón no medía más de diez metrosde lado a lado, pero a Tommy se leantojaba un camino interminable. Meneóde nuevo la cabeza, pero el apremiante

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susurro de Scott se impuso a la vozinterior que se negaba a seguir alaviador negro:

—¡Vamos, Hart! ¡Dese prisa, coño!«No es un túnel —se dijo Tommy—.

No es una caja. Ni siquiera está bajotierra. No es sino un espacio estrechocon el techo bajo. De día, norepresentaría ningún problema. Es comodeslizarse debajo de un coche parareparar la transmisión.»

—¡Hart! —insistió Scott—.¡Decídase de una vez!

Tommy comprendió que, al fin y alcabo, la idea de abandonar el dormitorioen plena noche había sido suya, así

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como la de encontrar el lugar delcrimen. Se dijo que no tenía másremedio que hacerlo, así que, tratandofebrilmente de borrar de su mentetemores y temblores, fijando los ojos enla lejana salida, se introdujo debajo deledificio y comenzó a arrastrarse veloz,con el afán de un hombre desesperado.

Avanzó a rastras, arañando la tierrasuelta de debajo del barracón. Se golpeóla cabeza contra las tablas, pero siguióadelante, sintiendo de pronto el amargosabor del pánico, que amenazaba conparalizar todos sus músculos. Duranteunos instantes, pensó que estabaperdido, que no llegaría a la salida.

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Imaginó que se ahogaba y luchó contrala ola de terror. Perdió la noción deltiempo, incapaz de discernir si llevabasegundos u horas en el pasadizo, yempezó a toser y a asfixiarse al tiempoque seguía avanzando. Se sentíaabrumado por el pánico y temió perderel conocimiento, pero de pronto logróatravesar el pasadizo, rodando haciadelante. Scott lo sujetó y le ayudó aponerse en pie.

—¡Joder, Hart! —murmuró elaviador negro—. ¿Qué demonios le haocurrido?

Tommy intentaba recuperar elresuello, como un hombre al que acaban

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de rescatar del mar embravecido.—No puedo hacerlo —respondió—.

No puedo meterme en espacioscerrados. Es claustrofobia. De verdad,no puedo hacerlo.

Las manos le temblaban y el sudor lechorreaba por las mejillas. Seestremeció, como si el aire de la nochehubiera refrescado de improviso.

—Tranquilo —dijo Scott rodeandolos hombros de Tommy con un brazo—.Lo ha conseguido, lo ha hecho usted muybien.

—Nunca más —replicó Tommymeneando la cabeza.

Respirando con dificultad, levantó la

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cabeza y escudriñó la oscuridad que lesrodeaba. Era como hallarse en otromundo, el haber llegado de repente alcallejón entre dos barraconesdesconocidos.

Aunque en realidad había pocadiferencia, le produjo una sensaciónrara, singular. Tommy contempló elcorredor.

Entonces vio lo que esperaba.Los barracones estaban dispuestos

de forma típicamente alemana, enestrictas hileras. Pero el barracón 103,situado junto al extremo del 102,formaba un ligero ángulo. Como nohabían retirado el tocón de un alto árbol

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que habían talado al desbrozar el terrenopara construir el campo, habían tenidoque construir el edificio más cerca delbarracón contiguo. La estrecha V queformaba la extraña convergencia deambos barracones, creaba un lugaroscuro, en sombra.

—Allí —dijo Tommy señalándolocon el dedo—. Vamos.

Los dos hombres reemprendieron elcamino. Tommy vio un pequeño terrenocultivado y distinguió las formas de unasplantas. Pero la zona estaba aún másoscura que las otras, mejor protegida dela noche que los barracones instaladosen el otro extremo. El techado ocultaba

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la luna.El estrecho espacio parecía desafiar

al reflector, que permanecía posadosobre el tejado de un barracón situadoenfrente, derramando un poco de luzsobre los callejones, pero creando almismo tiempo múltiples y densassombras. La alambrada, con los guardiasque vigilaban el perímetro y la torre devigilancia donde se hallaban apostadoslos gorilas, describía un rodeo en tornoa otros tocones comprendidos en elrecinto. Este detalle llamó la atención deTommy, que pensó que de día ese lugarsin duda recibía menos sol, motivo porel cual resultaba chocante que un kriegie

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lo eligiera para plantar un huerto.Tommy reflexionó. Un lugar donde

uno podía permanecer al acecho. Unlugar tranquilo. Muy oscuro. Avanzóunos pasos y luego se volvió,percatándose de que él permanecíaoculto en la oscuridad, mientras que unapersona que anduviera por el callejónsería localizada contra los distantesreflectores. Se dijo que aquél era buenlugar para quien esperaba cometer unasesinato.

Tommy experimentó una intensasatisfacción, aunque persistía unapregunta que empañaba su entusiasmo:«¿Qué hacía Trader Vic en ese lugar

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oscuro? ¿Qué le había atraído hasta allí,donde un hombre armado con un estileteesperaba para clavárselo por laespalda?»

Algo lo había atraído al lugar dondeconvergían los dos barracones. Algo queél no creía que entrañara peligro. O quepodía resultar lucrativo. Ambas cosaseran posibles tratándose de Trader Vic.Pero allí le esperaba la muerte.

Tommy se volvió despacio,contemplando los barracones a sualrededor. Se postró sobre una rodilla,sintiendo el contacto de la tierraremovida.

¿Pero por qué trasladó el asesino el

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cadáver? Era menos expuesto dejar elcuerpo de Vincent Bedford allí. Amenos que en ese lugar hubiera algo queel asesino no quería que se descubriera.

—¿Qué opina? —murmuró Scott—.Parece el lugar idóneo para hacer algosin llamar la atención.

—Creo que regresaré cuando sea dedía —respondió Tommy, asintiendo conla cabeza—. Para echar un vistazo. Peroyo diría que este lugar pudo haber sidola escena del crimen.

—Entonces, larguémonos ya.—De acuerdo —repuso Tommy

irguiéndose. Pero al avanzar un paso,Scott le sujetó de pronto del brazo.

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Ambos hombres permanecieroninmóviles.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tommyen voz baja.

—He oído algo. Calle.—¿Qué?—¡Le he dicho que se calle!Ambos retrocedieron hacia el muro

del barracón. Tommy contuvo el aliento,tratando de borrar de la noche incluso elsonido de su propia respiración. Depronto oyó un golpe sordo,inconfundible pero que no pudodescifrar de dónde provenía. Entoncespercibió un segundo ruido: una especiede chirrido.

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Scott tiró de la manga de Tommy.Sostuvo un dedo sobre sus labios parasilenciarlo y le indicó que no se alejarade su lado. Luego el aviador negro echóa andar con la agilidad de un gato, por elsombrío callejón. Tommy pensó queScott parecía acostumbrado a moversecon sigilo. Trató de seguirlo, avanzandotan silenciosamente como pudo,confiando en que sus pasos quedaransofocados por la noche que les rodeaba.

Pero cada movimiento que hacía leparecía que despertaba un estrépito.Sintió que su pulso galopaba y volvió lacabeza, escrutando la oscuridad enbusca del origen de los sonidos que les

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perseguían. Cada sombra parecíamoverse, cada retazo de la nocheparecía contener una forma imposible deidentificar. Cada gota de oscuridadparecía ocultar un gesto amenazador.

Tommy creyó percibir la respiraciónde alguien, luego le pareció advertir lasrecias pisadas de alguien calzado conbotas caminando por el cercano campode ejercicios, pero comprendió que enrealidad no percibía nada salvo elangustioso y violento latir de su corazón.

Cuando llegaron al angosto espaciodebajo del barracón, Tommy notó que letemblaban las manos. Sintió el sabor debilis en su garganta reseca y era incapaz

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de articular una palabra.Scott se detuvo, se inclinó hacia

Tommy.—Estoy seguro de que alguien nos

sigue —le susurró al oído—. Si es unalemán, debemos impedir que descubrael pasadizo debajo del barracón. Sisospecharan que los kriegies utilizan eseespacio para desplazarse por él, mañanalo taparían con cemento. Debemosevitarlo. Trataremos de rodear lafachada esquivando al reflector.

Tommy asintió con la cabeza,experimentando una curiosa sensaciónde alivio al saber que no tendría quevolver a introducirse por el pasadizo.

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Aparte de esa sensación de alivio,comprendió que la observación de Scottera acertada. Tommy pensó que Scottseguía pensando como un soldado.

Pero en aquel momento no sabía quéle atemorizaba más, si verse obligado aarrastrarse debajo del barracón 102,tratar de esquivar al reflector o esperara que apareciera el perseguidor. Todasesas perspectivas le parecían igualmentehorribles.

—Pero puede que sea uno de losnuestros —murmuró Scott—. Aunquequizás eso será peor… —Dejó que suspalabras se alejaran flotando en elresbaladizo y fresco ambiente.

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Después de echar una ojeada alvacío que había quedado tras ellos,Scott avanzó despacio hacia la esquinade la fachada del barracón 102. Tommyle siguió pegado a sus talones,volviéndose también un par de veces,imaginando que unas formas se movíanraudas en medio de la oscuridad.

Al alcanzar la fachada del barracón,Scott se agachó y asomó la cabeza por laesquina.

Casi de inmediato, el aviador negrose volvió hacia Tommy.

—¡La luz se aleja! —dijo. Hablabaen susurros pero su voz contenía el tonoapremiante de un grito—. ¡Vamos,

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ahora!Sin titubear, Scott dobló la esquina,

esquivando los escalones de acceso albarracón 102, agitando los brazos,corriendo hacia la puerta del barracón101 como un delantero centro aldistinguir un agujero en la línea dedefensa. Tommy se lanzó deprisa detrásde Scott, pero no a la velocidad delotro. Vio el haz del reflector surcar lanoche, alejándose de ellos,bendiciéndoles con la oscuridad quehacía unos momentos le parecía llena dehorrores. Luego vio a Scott salvar losescalones del barracón de un salto, asirel pomo de la puerta y abrirla. Cuando

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el reflector alteró súbitamente sutrayectoria y comenzó a desplazarserápidamente hacia él a través del campode ejercicios y los barracones demadera, Tommy realizó un últimosprint, volando a través del aire losúltimos palmos que le separaban delbarracón. Entró precipitadamente en él.Scott cerró de inmediato la puerta y searrojó al suelo, junto a Tommy. Alinstante pasó un halo de luz sobre lafachada del barracón 101, tras lo cualcontinuó su recorrido, ajeno a lapresencia de los dos hombres tendidosjunto a la puerta.

Ambos guardaron silencio,

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respirando de forma rápida yespasmódica. Al cabo de un minuto,Scott se incorporó apoyándose sobre uncodo. Al mismo tiempo, Tommy tanteóel suelo hasta hallar la vela que habíadejado y sacó una cerilla del bolsillo desu camisa. La encendió en la pared yaplicó su oscilante llama a la vela, cuyoresplandor dejó ver la sonrisa delpiloto.

—¿Tiene pensada alguna otraaventura para esta noche, Hart?

Tommy negó con la cabeza.—Para una noche ya es suficiente.Scott asintió, sonriendo.—Bien, entonces nos veremos por la

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mañana, abogado.Se echó a reír. Su blanca dentadura

brilló a la luz de la vela.—Me pregunto quién nos ha estado

siguiendo fuera. ¿Un alemán? —Scottemitió un bufido—. Da a uno quepensar, ¿no cree?

Luego se encogió de hombros, sepuso de pie junto a Tommy y, despuésde quitarse sus botas de aviador, echó aandar por el pasillo sin decir otrapalabra.

Tommy hizo lo mismo y se formulóla misma pregunta. ¿Amigo o enemigo, oes que no había forma de distinguir unacosa de otra? Mientras trataba de

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desatar los cordones de sus botas,comprobó que las manos le temblaban.Se detuvo unos momentos paraserenarse.

Hacía una mañana espléndida, llenade promesas primaverales, con tan sólounas pocas y vaporosas nubes que sedeslizaban por el distante horizontecomo barcos de vela sobre el lejanomar. Era una mañana que hacía pensarque la guerra era ilusión. El magníficotiempo parecía haber afectado también alos alemanes, quienes completaronrápidamente el recuento matutino y

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ordenaron a los prisioneros querompieran filas con mayor presteza yeficacia de lo habitual. Los kriegies sedispersaron perezosamente a través delrecinto; algunos hombres se congregaronen unos grupos en el campo de revista,fumando, comentando los últimosrumores, chismorreando y contando losmismos chistes que venían contando adiario desde meses atrás. Otros sereunieron para disputar el consabidopartido de béisbol. Algunos se quitaronla camisa y se sentaron fuera para gozarde la tibieza del sol; otros se pusieron acaminar por el perímetro junto a laalambrada, como si pasearan por un

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parque, aunque los reflejos que el solarrancaba al alambre de espino servíapara recordarles dónde se encontraban.

Como era de prever, Tommy Hartvio a Lincoln Scott atravesar a paso demarcha el campo de revista y entrar enel barracón 101, solo, sin mirar a loslados, para regresar a su habitación, suBiblia y su soledad. Luego comenzó aretroceder sobre los pasos que amboshabían dado la noche anterior.

Trató de no llamar la atención,aunque pensó no sin cierta aprehensiónque al adoptar un aire tandespreocupado acabaría por conseguirtodo lo contrario. Pero era inevitable.

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Anduvo con lentitud, como si estuvieraenfrascado en sus pensamientos. Hizocaso omiso del estrecho espacio debajode la cuarta ventana del barracón 102,resistiendo el impulso de inspeccionarlode día. Seguía rondándole por la cabezaun par de preguntas sobre el pasadizo,pero no se había formulado laspreguntas en su mente. Había algo, comotantas otras cosas, que le chocaba, quele parecía fuera de lugar. Había unarelación, un vínculo que no lograbadescifrar. Por lo demás, no quería quenadie supiera que Scott y él habíanlocalizado la ruta debajo de losbarracones.

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Pasó sin prisas frente a la fachadadel barracón 102, arrastrando los pies,deteniéndose de vez en cuando paraapoyarse en el edificio y dar una caladaa su pitillo, volviendo la cabeza hacia elsol. A la luz del día, la distancia noescondía peligros. Tragó saliva parareprimir un escalofrío, al tiempo querecordaba la incursión nocturna de lavíspera.

Le llevó algunos minutos doblar laesquina simulando pereza y echar aandar rápidamente por el callejónformado por la convergencia de los dosbarracones. De día, la V generada por eltocón resultaba aún más pronunciada, y

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a Tommy le sorprendió no habersepercatado antes de ello.

Tommy se detuvo antes deaproximarse al lugar situado al final delos dos barracones. Se volvió conligereza, para comprobar si alguien leobservaba, pero era imposibleadivinarlo: un kriegie estaba sentado enun escalón, remendando unos calcetinesde lana, manejando con soltura la agujasobre la que se reflejaba el sol; otroestaba apoyado leyendo con atención unmanoseado libro de bolsillo. Doshombres se solazaban jugando con unapelota de béisbol junto a la fachada delbarracón 103. Otros tres, situados a

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pocos metros, discutían gesticulando yriendo. Otros pasaban de largo, algunoscaminaban distraídos, otros como sillevaran prisa; era imposible adivinar sialguno lo observaba. Apoyado en elmuro del barracón, encendió otrocigarrillo, tratando de no llamar laatención. Fumó despacio, mirando a loslados, observando a los demás. Cuandoterminó, arrojó la colilla de unpapirotazo. Luego se volvió conbrusquedad y se dirigió hacia el puntode convergencia de ambos barracones.

El pequeño huerto que habíavislumbrado en la oscuridad presentabaun aire triste y casi abandonado. Había

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patatas y unas verduras que pugnabanpor arraigar. La cosa era sospechosa, lamayoría de los huertos de losprisioneros de guerra eran atendidos conextraordinario mimo y dedicación; loshombres que los plantaban estaban muyencariñados con ellos, no sólo por losproductos que les proporcionaban, quecontribuían a suplir las escasas racionesde comida que obtenían de los paquetesde la Cruz Roja, sino debido a la grancantidad de tiempo que les dedicaban.

Éste era diferente. Tenía un airesombrío, descuidado. La tierra habíasido removida, pero había unos terronesque nadie se había molestado en

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deshacer. Algunas plantas precisabanser podadas.

Tommy se arrodilló, sintiendo elcontacto de la tierra. Estaba húmeda, talcomo había supuesto, dada la escasez desol que se filtraba allí. Emanaba un oloracre, a podrido.

Tommy contempló la tierra de colorpardo. Si el asesino hubiera derramadosangre aquí, pensó, éste no habría tenidomayores dificultades en regresar al díasiguiente y cubrirla con tierra. Con todo,observó detenidamente el pequeñoterreno, hasta el borde del barracón 103.

De pronto se detuvo, notando que sucorazón latía aceleradamente.

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Fijó los ojos en una maltrecha tablagrisácea, instalada justo sobre el suelo.El muro mostraba una mancha pequeñapero visible color marrón oscuro, casigranate. Seca, como una escama.

Tommy se levantó. Tuvo lapresencia de ánimo de volverse paracomprobar de nuevo si alguien leespiaba. Observó a cada uno de loshombres que caían en su campo visual.Comprendió que era posible que algunode ellos, o todos, estuviera observandolo que hacía. Hizo un rápido cálculomental al tiempo que se volvía paraexaminar de nuevo la mancha que habíaadvertido en el muro.

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Respiró hondo. Era lo que él habíaimaginado. Si se acercaba, sabía que leproporcionaría un dato al hombre quehabía asesinado a Vincent Bedford, yTommy no quería hacerlo. Existe unalínea sutil que separa la estrategia dedefender a un hombre negando suculpabilidad —rebatiendo las pruebascontra él y ofreciendo unasexplicaciones alternativas a los hechos— y el momento en que la defensaasume un ataque distinto. Cuandomodifica el rumbo y se adentra en aguasprocelosas, señalando con un dedoacusador a otra persona. Tommy sabíaque el dar un paso adelante entrañaba

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ciertos riesgos.Echó de nuevo un vistazo a su

alrededor.Luego, sin darle mayor importancia,

echó a andar entre las descuidadashileras de verduras plantadas junto albarracón 103. Se arrodilló y tocó conlas yemas de los dedos la mancha. Erasangre seca.

Pasó los dedos por la tierra.Cualquier otro indicio de muerte habíasido absorbido, pero esta tabla habíacaptado uno. Poca cosa, pero ya eraalgo. Tommy trató de imaginar lasecuencia que se había desarrollado porla noche. El hombre armado con el

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cuchillo. Vic vuelto de espaldas a él. Elgolpe rápido y contundente, asestadocon la precisión de un asesino.

Pensó que Vic debió de dar unassacudidas convulsivas y desplomarse enbrazos del hombre que le había matado,ligeramente ladeado, inconscientedurante unos momentos, mientras sedesangraba.

Estremecido, Tommy volvió aexaminar la tabla. Comprendió que losmismos ángulos que la oscuridad habíacreado en aquel lugar también habíanimpedido que la reciente lluvia lavara lamancha. Lo cual no dejaba de ser unatriste ironía, pensó fríamente con una

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mueca entre amarga y divertida.Durante irnos instantes, Tommy no

supo qué hacer. Si hubiera tenido a sulado al artista irlandés, le habría pedidoque hiciera un boceto. Pero pensó quelas probabilidades de que fuera en buscade Colin Sullivan en el recinto norte yhallara la mancha intacta al regresar,eran escasas. Lo más prudente erasuponer que alguien le espiaba.

Así pues, Tommy asió la tabla y tiróde ella con fuerza. Se oyó un crujido y ladelgada madera cedió.

Tommy se levantó, sosteniendo eltrozo de madera que se habíadesprendido. La mancha de sangre

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estaba en el centro de la tabla. Alaproximarse más comprobó que losdaños sufridos por la pared del barracón103 eran mínimos, aunque apreciables.Se volvió, advirtiendo que una docenade kriegies había dejado de hacer lo queestaba haciendo y le observaba confijeza. Confió en que la curiosidad quetraslucían sus rostros fuera la típicacuriosidad de los kriegies, fascinadospor cualquier cosa que se les antojarainsólita o distinta, que rompiera latediosa monotonía del Stalag Luft 13.

Se echó la tabla al hombro, como sifuera un rifle, preguntándose si acababade hacer algo no sólo estúpido sino muy

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peligroso. Claro que la guerra consistíaprecisamente en colocarse ensituaciones arriesgadas. Eso era lo fácil.Lo difícil era sobrevivir a los riesgos.

Se dirigió hacia el extremo delbarracón y vio que uno de los hombresque jugaba al béisbol era el capitánWalker Townsend. El virginiano saludóa Tommy con un gesto de la cabeza,reparando en la tabla que transportaba alhombro, pero no interrumpió el juego.Por el contrario, atrapó la pelota en elaire con un movimiento preciso yelegante. La pelota emitió un sonidofuerte y seco al golpear el desteñidoguante de cuero que llevaba el capitán.

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Tommy entregó la tabla manchada desangre a Lincoln Scott, que estabasentado en su litera. Al verlo entrar en lahabitación, el piloto negro lo miró consorpresa y agrado.

—Hola, abogado —dijo—. ¿Másexcursiones?

—Regresé al lugar donde estuvimosanoche y encontré esto —respondióTommy—. ¿Puede ponerlo a buenrecaudo?

Scott tomó la tabla de sus manos y laexaminó con detención.

—Supongo que sí. ¿Pero qué es?—La prueba de que Trader Vic fue

asesinado entre los barracones 102 y

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103, allí donde creíamos nosotros. Essangre reseca, creo.

Scott sonrió, pero negó con lacabeza.

—Es posible. Pero también podríaser barro, o pintura. Supongo que notenemos los medios para analizarlo,¿verdad?

—No. Pero la parte contrariatampoco.

Scott siguió observando la tabla conescepticismo, pero asintió con lacabeza.

—Aunque sea sangre, ¿cómopodemos demostrar que pertenecía aBedford?

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Tommy sonrió.—Pensando como un abogado,

teniente —contestó—. Quizá notengamos que hacerlo. Nos limitaremosa sugerirlo. Se trata de crear lassuficientes dudas sobre cada aspecto delcaso para que toda la estrategia de laacusación se desmorone. Ésta es unapieza importante.

Scott seguía mostrándose escéptico.—Me pregunto de quién será el

huerto —comentó mientras manipulabacon cautela la tabla que Tommy habíadesprendido del muro, examinándolauna y otra vez—. Quizá nos indiquealgo.

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—Es posible —convino Tommy—.Supongo que debí de averiguar esepunto antes de atraer la atención ellugar. No creo que tengamos muchasposibilidades de obtener esainformación.

Scott asintió con la cabeza y guardóla tabla debajo de su camastro.

—Sí —dijo pausadamente—. ¿Porqué alguien iba a ayudarnos?

El aviador negro se enderezó e,inopinadamente, se puso serio. Parecíacomo si de golpe algo le hubieraarrancado de sus reflexiones paraobligarle a regresar a la realidad. Echóun rápido vistazo entorno, pasando por

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alto a Tommy, examinando cada una delas recias paredes de madera, su prisióndentro de la prisión. Tommy intuyó queScott había viajado a algún lugar en suimaginación y al regresar había asumidode nuevo su hosca actitud, como siestuviera enojado con todos.

Tommy se abstuvo de comentar quevarias personas trataban de ayudar alaviador negro. En vez de ello, se volvióhacia la puerta para abandonar lahabitación, pero antes de que pudieradar un paso, Scott le detuvo con unamirada furiosa y una pregunta formuladacon tono de amargura:

—¿Cuál es el siguiente paso,

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abogado?Tommy se detuvo antes de

responder.—Pura rutina. Hablaré con algunos

testigos de la acusación para averiguarqué diablos van a decir y luegocomentaré nuestra estrategia con PhillipPryce y Hugh Renaday. Gracias a Diosque cuento con la ayuda de Phillip. Sihemos adelantado algo, es gracias a él.En cualquier caso, cuando me hayaentrevistado con él, usted y yoempezaremos a prepararnos para ellunes por la mañana, porque estoyseguro de que Phillip habrá esbozado unguión que habremos de seguir al pie de

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la letra.Scott asintió, dando un leve

respingo.—Tengo la impresión —dijo en voz

baja—, que las cosas no sedesarrollarán de forma tan teatral.

Tommy había abierto la puerta y sedisponía a salir, pero al oír lafrustración que expresaban las palabrasde Scott se volvió.

—¿Cuál es el problema? —preguntó.

—¿No ve el problema? ¿Está ustedciego, Hart?

Indeciso, Tommy entró de nuevo enel pequeño cuarto de literas.

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—Veo que estamos acumulandopruebas y datos que confío queentorpezcan los esfuerzos de laacusación demostrando las mentiras…

—Supuse que bastaría la verdadpara demostrar mi inocencia —leinterrumpió Scott meneando la cabeza.

—Ya lo hemos hablado —replicóTommy secamente—. Rara vez ocurreasí. No sólo ante un tribunal, sino antecualquier circunstancia.

Scott suspiró y se puso a tamborilearcon los dedos sobre el cuero de suBiblia.

—De modo que podemos demostrarque Bedford no fue asesinado en el

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Abort. Podemos sugerir que lo mataronde una forma que indica un asesinato.Podemos alegar que el arma del crimenno fue el cuchillo que colocaron aquípara incriminarme, aunque no podemosexplicar por qué está manchado con lasangre de Bedford o de otra persona.Podemos alegar que la noche de autos elverdadero asesino robó mis botas y micazadora, aunque será difícil que un juezacepte este hecho.

Supongo que podemos rebatir cadaaspecto del caso de la acusación. ¿Peroqué sacaremos con ello?

Los otros tienen la prueba máscontundente, la prueba que me conducirá

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ante el pelotón de fusilamiento.Tommy contempló al impulsivo

piloto de caza y por primera vez desdeque lo conoció en la celda de castigopensó que era un hombre complicado.Scott había vuelto a sentarse en la litera,con la espalda encorvada, desalentado.Parecía la viva imagen de un deportistaque sabe que el partido está perdido,aunque no haya finalizado aún. Scottalzó su gigantesco puño derecho y sefrotó las sienes. El aventurero de lanoche anterior, el hombre seguro de síque había salido en busca de pruebaspara demostrar su inocencia sin dejarseamedrentar por la oscuridad ni los

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peligros que acechaban en el campo,había desaparecido. El piloto de cazaque había encabezado la misión demedianoche parecía haberse evaporado.En su lugar había ahora un hombreresignado, abatido; un hombre quetodavía tenía fuerzas y velocidad peroque era rehén de su situación. Tommypensó que la historia era tan culpable delas circunstancias en las que se hallabael aviador negro como cualquier pruebaen su contra.

—¿A qué se refiere? —preguntó.Scott suspiró y esbozó una sonrisa

de tristeza.—El odio —repuso.

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Tommy no dijo nada. Tras dudarunos instantes, el aviador negroprosiguió:

—¿Tiene usted idea de lo agotadorque resulta ser odiado por tantaspersonas?

Tommy negó con la cabeza.—Eso supuse —dijo Scott. Sus

palabras destilaban amargura. Luegoenderezó la espalda, como con renovadaenergía—. En cualquier caso, ésta es laverdad y ellos podrán probarla más alláde toda duda razonable: yo odiaba aBedford y él me odiaba y está muerto. Elodio es cuanto necesitan.

Cada testigo que llamen a declarar,

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cada prueba que tengan (por falsa,artificial o inventada que sea, Hart)estará respaldada por el odio. Y cadadecisión que se tome en este «juicio»que comenzará el lunes, estarácondicionada por el odio. Todos meodian, Hart. Todos ellos. Claro, supongoque hay hombres en este campo aquienes yo les soy indiferente, y otrosque saben que mi grupo decazabombarderos les salvó el pellejo enmás de una ocasión. Esos hombres estándispuestos a tolerarme. Pero a la postre,todos son blancos y yo soy negro, y esosignifica odio. ¿Qué le hace pensar queel lunes conseguiremos algo, al margen

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de lo que podamos demostrar? Losnegros jamás hemos conseguido nada.Jamás. Desde que el primer esclavo fuesacado de la bodega del primer barco,encadenado, y fue vendido en públicasubasta.

Tommy abrió la boca para hablar.Había algo en la grandilocuencia de laspalabras de Scott que le irritabasobremanera, y quería decírselo. PeroScott levantó la mano como un guardiaen una esquina dirigiendo el tráfico,para interrumpirlo.

—No le culpo, Hart. No creo quesea usted necesariamente uno de lospeores. Creo que hace todo lo posible

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para sacarme del apuro. Cosa que leagradezco. De veras. Pero a veces,cuando estoy aquí sentado, me pongo apensar, como esta mañana, que eso nova a servirme de nada.

Scott sonrió, meneando la cabeza.—Quiero que sepa, Hart —continuó

—, que no le culpo por lo que puedaocurrir. La culpa es del odio. ¿Quieresaber algo gracioso? Usted también lotiene. Usted, Renaday y Pryce. Quizá noen la medida de MacNamara, Clark yese desdichado cabrón al que hanasesinado, pero lo tienen, en algunaparte de su ser, quizá donde no puedenni verlo, ni sentirlo. Cuando termine este

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asunto, el último retazo de odio hacia míy las personas como yo le llevará austed hacer algo. O a no hacer nada, dalo mismo. Quizá no sea algoespectacular, importante o crucial, peroalgo, como por ejemplo, omitir unapregunta clave. No querer desbaratar lascosas. ¿Quién sabe? Pero en últimainstancia, pensará que el hecho de salvarmi miserable pellejo no vale el precioque se le exige.

Tommy debió de poner cara desorpresa, porque Scott rompió de nuevoa reír sacudiendo la cabeza.

—Tiene que comprender, señorBlanco Harvard de Vermont, que lo

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lleva dentro y no puede hacer nada porremediarlo —prosiguió Scott,expresándose momentáneamente con eltono cantarín propio de algunos negros,como burlándose de su situación—. Alfinal asomará la cabeza ese viejo ydiabólico odio. Usted no dará el pasoque puede dar, porque yo no soy unhombre blanco.

Scott suspiró y su voz recobró eltono educado y monótono de Chicago alque estaba acostumbrado Tommy.

—Pero debe saber, Hart, que no selo reprocho. Usted hace lo que puede, yse lo agradezco. En todo caso, creehacer lo que puede. Pero yo conozco la

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naturaleza de la gente. Quizás estemosencerrados aquí detrás de unaalambrada, en el Stalag Luft 13, pero lanaturaleza humana no cambia. Ése es elproblema con la educación,¿comprende? No conviene sacar alchico de la granja.

Eso le abre los ojos y lo que ve nosiempre es lo que desea ver. Porejemplo a negros y blancos.

Porque no existe una sola prueba enel mundo lo bastante contundente paranegar la evidencia del odio y losprejuicios.

Scott señaló la tabla manchada desangre que había guardado debajo de la

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litera.—Y menos un pedazo de madera —

dijo.Tommy reflexionó unos instantes

sobre la perorata del aviador negro.—Se me ocurre algo —contestó.—¿De veras? —preguntó Scott

sonriendo—. Pues es usted másinteligente de lo que pensaba, Hart.

¿De qué se trata?—Alguien odiaba a Trader Vic más

que usted. Sólo tenemos que dar con eseodio tan intenso.

Alguien odiaba a Vic lo bastantepara matarlo, incluso aquí.

Scott se tumbó de espaldas en su

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litera y prorrumpió en sonorascarcajadas.

—Muy bueno, Hart —dijo, dilatandoel pecho y alzando la voz—. Lleva ustedrazón. Pero, en esta guerra, es muy §sencillo asesinarnos unos a otros. Y noestoy seguro de que el móvil seasiempre el odio. Por lo general, tienemás que ver con la conveniencia. —Scott pronunció la última palabra contono sarcástico, antes de continuar—.Pero lo que usted dice es, digamos, queremotamente sensato.

Lincoln Scott volvió a tumbarse,como si estuviera cansado. Luego sepuso de pie poco a poco y se acercó a

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Tommy.—Extienda la mano, Hart —dijo.Tommy alargó la mano, extrañado de

que Lincoln Scott quisiera estrechárselaen esos momentos. Pero en lugar dehacer eso, Scott alzó su mano y lacolocó junto a la de Tommy. Una negra yotra blanca.

—¿Ve la diferencia? —preguntóScott—. No creo que nada de lo quedigamos en ese tribunal consiga quealguno de ellos olvide este hecho. Nipor un puñetero segundo.

Scott comenzó a volverse deespaldas, pero se detuvo y se giró denuevo hacia Tommy.

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—Pero será divertido intentarlo. Nosoy un tipo que se rinda sin plantarbatalla, ¿comprende, Hart? Esto seaprende en el ring. Lo aprendes en elaula del instituto cuando eres el úniconegro y tienes que esforzarte más que tuscompañeros blancos para que no tesuspendan. Lo aprendí en Tuskegeecuando los instructores blancos echabana unos tíos del programa —unos tíos quedaban sopas con honda a cualquierpiloto blanco— por no haberlessaludado con la suficiente presteza en elcampo de revista. Y antes de quepartiéramos a la guerra para morir pornuestro país, cuando los miembros de la

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banda local del Klan decidieronofrecernos una simpática despedida alestilo sureño quemando una cruz junto alperímetro del campo. El fuego iluminóla noche, porque la policía militar quevigilaba el campo no creyó necesarioavisar a los bomberos para queextinguieran las llamas, lo cual no dejade ser significativo. Lo aprendes en elcampo de prisioneros de guerra, y nopor oírlo de boca de un alemán. Quizásea inevitable perder. Todos tenemosque morir algún día, Hart, y si a mí meha llegado la hora, no hay remedio. Perono me iré de esta vida sin asestar un parde puñetazos, de los que hacen daño. La

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única forma de conservar la dignidad espelear y seguir avanzando, ¿comprende?Eso era lo que predicaba mi padredesde el pulpito los domingos por lamañana. Por pequeño que sea el paso,hay que seguir avanzando. Aunqueconozcas de antemano el resultado.

—Yo no doy por sentado… —empezó a decir Tommy, pero Scottvolvió a interrumpirle.

—Ése es el lujo de una actituddecididamente blanca. La mía tiene uncolor distinto —dijo Scott.

Cuando se volvió de espaldas aTommy, se agachó y tomó la Biblia desu litera. Pero en lugar de sentarse, se

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dirigió hacia la ventana del dormitorio,se apoyó contra la pared junto a ella ycontempló el campo, aunque Tommy nohabría sabido adivinar en qué pensaba.

Había media docena de kriegiesesperando en el pasillo, delante delsolitario dormitorio de Lincoln Scott.Cuando Tommy salió y cerró la puertadetrás suyo, todos se apelotonaron frentea él, interceptándole el paso. Tommy separó en seco y los miró.

—¿Alguien tiene un problema? —preguntó con calma.

Después de un silencio momentáneo,

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uno de los hombres avanzó hacia él.Tommy lo reconoció.

Había sido compañero de cuarto deTrader Vic y su nombre figuraba en lalista de testigos que Tommy llevaba enel bolsillo del pecho.

—Eso depende —contestó elkriegie.

—¿De qué?—De lo que tú te propongas, Hart.El hombre se situó en medio del

pasillo, con los brazos cruzados. Losotros formaron una falange a su espalda.Ni la expresión de amenaza en sus ojosni su actitud dejaba lugar a dudas.Tommy respiró hondo y apretó los

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puños, no sin decirse que debíaconservar la calma.

—Me limito a cumplir con miobligación —respondió tranquilo—. ¿Ytú qué haces?

El compañero de cuarto de TraderVic era un tipo fornido, más bajo queTommy, pero con el cuello y los brazosmás recios y musculosos. Llevaba barbade varios días y lucía la gorra inclinadahacia atrás.

—Vigilarte, Hart.—No consiento que nadie me vigile

—replicó con energía avanzando haciasu interlocutor—.

Apartaos.

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Los hombres se agruparon en unbloque más compacto, impidiéndolepasar. El compañero de cuarto deTrader Vic se plantó a escasos palmosde Tommy, sacando pecho.

—¿Qué tiene esa tabla, Hart? La quearrancaste del barracón 103.

—Eso es cosa mía. No te concierne.—En eso te equivocas —replicó el

otro. Esta vez acentuó sus palabrasclavando tres veces el índice en elpecho de Tommy, obligándole aretroceder un paso—. ¿Qué tiene esatabla? ¿Es algo relacionado con esecabrón que asesinó a Vic?

—Ya te enterarás junto con los

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otros.—No. Quiero enterarme ahora.El hombre avanzó hacia Tommy y

los otros hicieron lo propio. Tommyobservó sus rostros.

Reconoció a la mayoría de ellos;eran unos hombres que habían jugado albéisbol con Vic, o que habían hechotratos con él. Tommy comprobóasombrado que uno de los hombres,situado al fondo, era el director de labanda de jazz que había dirigido elconcierto junto a la alambrada enhomenaje a los muertos en el túnel. Eraextraño, no sabía que Vic fuera amigo delos músicos.

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El compañero de cuarto de Vicclavó de nuevo el dedo en el pecho deTommy para atraer su atención.

—No te oigo, Hart.Tommy se abstuvo de responder. De

pronto, se abrió la puerta del dormitoriode Scott. No se volvió, pero se percatóde la presencia de otra persona a suespalda y, a juzgar por la expresión delos kriegies, dedujo que se trataba deScott.

Los hombres callaron. Tommy lesoyó contener el aliento, a la espera de loque pudiera ocurrir.

Al cabo de unos instantes, elcompañero de cuarto de Vic rompió el

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silencio.—Fuera, Scott. Estamos hablando

con tu portavoz. No contigo.Scott se colocó junto a Tommy, a

quien sorprendió percibir un tono deaspereza y regocijo en la respuesta delaviador negro.

—¿Buscáis pelea? —inquirió éstecon tono despreocupado—. Si eso es loque queréis, ya sé a quién le daré laprimera hostia.

Los hombres no respondieron deinmediato.

—Sí, me encantaría pelear convosotros —repitió Lincoln Scottsoltando una carcajada—. Incluso

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teniéndolo todo en contra. Llevosemanas encerrado aquí sin poderentrenarme con los guantes de boxeo, ylo que necesito es justamente una buenapelea. Me ayudaría a eliminar la tensiónantes de comparecer ante el tribunal ellunes. Me iría bien. Ya lo creo que sí.¿Quién quiere ser el primero,caballeros?

De nuevo se hizo el silencio.—Nada de peleas —dijo el

compañero de cuarto de Vic,retrocediendo—. Aún no. Son órdenes.

Scott volvió a emitir una carcajadagrave, áspera, casi amarga.

—¡Qué lástima! —contestó—. Tenía

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ganas de liarme en una pelea.Tommy observó que el otro estaba

confundido y furioso. No vio temor, locual le indujo a suponer que el hombrepensaba que el aviador negro no lellegaba a la altura de los talones.

—Descuida, ya tendrás ocasión depelear —dijo el hombre—. A menos queantes te peguen un tiro.

Antes de que Scott pudieraresponder, Tommy intervino diciendo:

—Tú estás en la maldita lista —dijosecamente señalando al compañero decuarto de Vic.

—¿Qué lista? —inquirió éstevolviéndose hacia Tommy.

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—La lista de los testigos. —Tommyvolvió a escudriñar los rostros de loshombres que se hallaban frente a él. Dosde ellos se hallaban también entre lostestigos que la acusación llamaría adeclarar.

Uno era otro compañero de cuartodel capitán asesinado, el otro ocupabaun cuarto de literas en el barracón 101, apocos pasos de donde se encontraban—.Tú, y tú también —dijo Tommyasumiendo de repente una actitudprofesional—. En realidad, me alegrode que estéis aquí. Me ahorráis el tenerque localizaros. ¿Qué vais a declarar ellunes? Quiero saberlo, y ahora mismo.

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—Que te jodan, Hart. No tenemosque decir nada —contestó el hombre queocupaba el cuarto de literas situadocerca de allí. Era un teniente y llevabacasi un año en el campo de prisioneros.

Copiloto de un B-26 Marauder quehabía sido derribado cerca de Trieste.

—En eso te equivocas, teniente —replicó Tommy con frialdad, confiriendoa la palabra «teniente» la mismaentonación que hubiera empleado alsoltar una palabrota—. Estás obligado adecirme exactamente lo que declararásel lunes. Si no lo crees, podemos ir ahablar con el coronel MacNamara. Y yoestaría también obligado a informarle de

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la pequeña reunión que hemosmantenido aquí. Es posible que élinterpretara como una violación de susórdenes. No sé…

—Que te jodan, Hart —repitió elhombre sin convicción.

—No, que te jodan a ti. Ahoraresponde a mi pregunta. ¿Qué vas adeclarar, teniente?

—Teniente Murphy.—Bien, teniente Murphy. Tengo

entendido que provienes del oeste deMassachusetts. De Springfield, si noestoy equivocado. No está lejos de miestado natal.

Murphy apartó la cara, enfurecido.

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—Tienes buena memoria —dijo—.De acuerdo, Hart. Me llamarán adeclarar sobre la pelea y otrosaltercados entre Scott y el difunto.Amenazas y frases intimidatoriaspronunciadas en mi presencia.

Estos otros hombres tambiéndeclararán sobre esto, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —respondió Tommy.Luego se volvió hacia el compañero decuarto de Vic y le preguntó—. ¿Escierto?

El hombre asintió con la cabeza. Untercero se encogió de hombros.

—¿No tienes voz? —preguntóTommy al tercer aviador.

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—Sí —repuso el hombre con uninconfundible tono nasal propio delMidwest—. Claro que la tengo, y voy autilizarla el lunes para conseguir que secarguen a este cabrón.

El teniente Murphy miró a Scott dehito en hito.

—¿No es así, Scott? —le preguntó.El negro permaneció en silencio. El

teniente Murphy soltó una despectivarisotada.

—Eso ya lo veremos —replicóTommy—. No me apostaría mi últimacajetilla de cigarrillos. —Lo cual, porsupuesto, era un farol, pero se quedó tanancho después de decirlo. Luego se

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volvió hacia los otros hombres que sehallaban en el pasillo—. Me gustaríaoíros a todos.

—¿Para qué? —inquirió uno de loshombres que había callado.

Tommy esbozó una áspera sonrisa.—Es curioso eso de las voces.

Cuando oyes una voz que te amenaza concobardía, en plena noche, no la olvidasfácilmente. Esa voz, esas palabras, lossonidos que emite se quedan grabadosen tu mente durante mucho tiempo. No,uno no olvida esa maldita voz. Aunqueno puedas asignarle un rostro, no laolvidas.

Tommy miró al resto de los

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hombres, inclusive al director de labanda de jazz.

—¿Y tú, tienes voz? —le preguntóTommy.

—No —contestó el director de labanda.

Acto seguido éste y otros dos dieronmedia vuelta y se alejaron por elpasillo. Ninguno de ellos era alto, perocaminaban con una violencia queparecía aumentarles la estatura. Si alhablar habían soltado sin querer algunaque otra expresión típicamente sureña,como los dos hombres que le habíanamenazado por la noche hacía unos días,no las compartieron con Tommy.

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El compañero de cuarto de TraderVic se volvió hacia Scott.

—Tendrás tu pelea —dijo—. Te logarantizo…

Tommy vio que Scott se ponía tenso.—Negro de mierda —le espetó el

hombre.Tommy se interpuso entre ambos.—Hay un viejo refrán que dice —

murmuró Tommy—: «Dios castiga aaquellos cuyas oraciones atiende.»Piensa en ello.

Durante unos instantes el compañerode cuarto de Vic entrecerró los ojos. Yen lugar de responder, sonrió, retrocedióun paso, escupió en el suelo a los pies

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de Tommy y, tras una media vuelta conprecisión militar, echó a andar por elpasillo seguido por los provocadores.

Tommy los observó hasta que lapuerta de acceso al campo de revista seabrió y cerró de un portazo tras ellos.

—Creo que habrá pelea —dijo Scottsuspirando—. Antes de que me maten deun tiro.

Después de una pausa, añadió:—¿El resto? A eso me refería, Hart.

Al odio. No es agradable verloencarnado en una persona, ¿verdad?

Sin esperar respuesta, Scott entró denuevo en su habitación, dejando aTommy solo en el pasillo.

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Tommy se apoyó en la pared yrespiró hondo. Sentía una curiosaeuforia y de pronto le invadió unrecuerdo que había olvidado hacíamucho, de la época en que él y su grupode bombarderos habían partido para laguerra. Habían volado en formaciónsobre la costa de New Jersey, un día deprimavera semejante al presente, rumboal campo de aviación de Hanscom, enBoston, desde donde iban a emprenderla travesía del Atlántico.

Volaban en cabeza de la formación,y el capitán, del oeste de Tejas,contemplaba la ciudad de Nueva York altiempo que recitaba un atropellado

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monólogo, entusiasmado al admirar porprimera vez los rascacielos deManhattan.

«¡Eh, Tommy! —había gritado por elintercomunicador—. ¿Dónde está eseviejo puente?» Y Tommy habíarespondido con una breve risotada: «EnNueva York hay muchos puentes,capitán. ¿Se refiere al de GeorgeWashington? Mire hacia el norte,capitán. Unos quince kilómetros ríoarriba.» Tras una momentánea pausa,mientras trataba de localizar el puente,el capitán había hecho descender elMitchell en picado. «Venga —habíadicho—, ¡vamos a divertirnos!»

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La formación había seguido alLovely Lydia hasta casi rozar lasuperficie del agua, y al cabo de unosinstantes Tommy constató con asombroque volaban aguas arriba del Hudson.Las plácidas cabrillas de agua demanantial resplandecían debajo de lasalas de sus aviones. El capitán condujoa todo el grupo por debajo del puente.Los motores rugían al pasar debajo delos atónitos conductores de vehículos,que se paraban en seco al verlos pasardebajo de ellos, tan cerca que Tommyvio a un niño contemplando a losbombarderos con ojos como platosmientras les saludaba alegremente con la

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mano. A través del intercomunicador seoían las voces y exclamaciones de loseufóricos aviadores. Los gritos de júbilode los otros pilotos de la formaciónsonaban incesantemente a través de laradio.

Todos sabían que lo que hacían erapeligroso, ilegal y estúpido, y que no selibrarían de una buena bronca en elpróximo punto de control. Pero eranjóvenes, hacía una hermosa y alegretarde y la idea les había parecido undisparate delicioso y divertido. Loúnico que faltaba para rematar sutemeraria aventura era unas bonitasjóvenes que admiraran su hazaña. Claro

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está, pensó Tommy, eso había ocurridomeses antes de que sus compañeros y élvieran de cerca las muertes atroces ysolitarias que les aguardaban a muchosde ellos.

Miró a través del desierto pasillodel barracón 101 del Stalag Luft 13,evocando aquel momento y deseandoexperimentar de nuevo aquellasensación de euforia. Riesgo y alegría,en lugar de riesgo y temor. Pensó queeso era lo que la realidad de la guerra lehabía robado. La inocentedespreocupación de la juventud.

Tommy emitió un profundo suspiro,borró el recuerdo de su memoria y echó

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a andar por el pasillo. Abrió la puerta ybajó los escalones de acceso al recinto.El sol le cegó durante unos momentos.Al alzar la mano para escudarse losojos, vio a dos hombres situados aescasa distancia uno de otro,observándole. Uno era el capitánWalker Townsend, que habíaabandonado su guante de béisbol. Elotro era el Hauptmann Heinrich Visser.Todo indicaba que habían estadoconversando, pero su coloquio cesó encuanto lo vieron aproximarse.

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9

Cosas que no eran lo

que aparentaban

A mediodía, Tommy habíaterminado de entrevistar a los restantestestigos que iban a declarar contraLincoln Scott y todos le habían relatadofragmentos obvios de la misma historia,

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episodios de ira y enemistad entre losdos hombres que habían trascendido elcampo de prisioneros de guerra ydescribían con elocuencia una situaciónmuy conocida en Estados Unidos.

Todos los kriegies que figuraban enla lista de testigos del capitán Townsendhabían presenciado el odio mutuo quesentían los dos hombres. Uno contó quehabía visto a Trader Vic tomar la Bibliade Scott y burlarse de él eligiendo alazar unos pasajes y aplicandointerpretaciones racistas a las palabrasdel Señor, unos insultos que habíanhecho que el aviador negro se sulfurase.Otro declaró que había visto a Scott

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rasgar por la mitad el trozo de tejido queposteriormente utilizó para confeccionarlas asas de la sartén y el cuchillo. Untercero afirmó que los dos hombres sehabían peleado cuando Bedford habíaacusado a Scott del robo, y que el ágilaviador de Tuskegee había asestado aVic un feroz derechazo que le habíapartido el labio superior. De haberlegolpeado en la mandíbula, dijo elkriegie, Bedford habría caído redondo.

Mientras caminaba por el campo,enfrascado en sus pensamientos pese ala presencia de otros cinco milaviadores americanos, Tommy fuesumando las declaraciones de cada

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testigo y comprendió que la seguridadmostrada por el capitán Townsend y elcomandante Clark estaba más quefundada. Presentar a Scott como unasesino no iba a ser una tareaexcesivamente difícil. Su negativa aamoldarse, su permanente actitud fría ydistante harían sin duda que la mayoríade los kriegies lo creyera capaz decometer un asesinato a sangre fría. Norequería un gran esfuerzo deimaginación transformarlo de lobosolitario en asesino.

Tommy asestó una patada a la tierray pensó que si Scott hubiera hechoamigos, si se hubiera mostrado

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simpático y comunicativo, la granmayoría de los kriegies habríaprescindido del color de su piel. Pero aldistanciarse de todos desde el primermomento en que había llegado al StalagLuft 13 —por justificado que estuvieraal adoptar esa actitud—, Scott habíacreado terreno abonado para la tragedia.En un mundo donde todos peleaban conlos mismos temores, enfermedades,muerte y soledad, y los mismos deseos,de comida y libertad, él se habíacomportado de modo distinto, y eso,tanto o más que el recelo que provocabael color de su piel, constituía el motivodel odio que todos experimentaban hacia

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él.Tommy estaba convencido de que el

cargo de asesinato estaba respaldadopor este antagonismo, el cual, desde elpunto de vista de la acusación,probablemente constituía el noventa porciento del caso. Tomadas conjuntamentelas pruebas contra él, las manchas desangre, el haberse ausentado delbarracón la noche de autos y el hallazgodel cuchillo, componían un cuadroindudablemente adverso. Sólo alexaminarlas por separado la sospechade su culpabilidad se diluía un poco. Nopor completo, pensaba Tommy.

Una inquietante sospecha le roía el

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estómago vacío y se mordió el labioinferior, pensativo.

Se detuvo unos instantes para alzarla vista al cielo, como hace el penitenteque busca una orientación divina. Lerodeaban los sonidos habituales delcampo, pero éstos se desvanecieron altiempo que él meditaba sobre lasituación. Pensó que durante buena partede su joven vida había dejado que loshechos se produjeran de formaespontánea. Creía ciegamente —aunqueera un error— que había sido unparticipante pasivo en muchas de lascosas que le atañían. Su hogar, susestudios, su servicio. Si había logrado

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sobrevivir hasta estos momentos sedebía más a los designios del destinoque a su propia iniciativa.

Comprendió que esa pasividad noseguiría funcionando mucho tiempo.Desde luego, no para Lincoln Scott.

Mientras caminaba meneó la cabezay suspiró una y otra vez. Por más quevenía dándole vueltas desde la mañanadel crimen, seguía sin comprender porqué habían asesinado a Trader Vic. Y,en vista de su incapacidad de ofrecer altribunal una explicación alternativa,Tommy pensó que las probabilidadesque tenía Scott de salvarse eran escasas.

Unos rayos de sol se reflejaban

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sobre el muro exterior del barracón 105,haciendo que reluciera y pareciera casinuevo. Tommy se acercó y se apoyó enla fachada del mismo, deslizándose conlentitud hasta sentarse en el suelo, con elrostro vuelto hacia el calor. Duranteunos segundos el sol le abrasó los ojos,y hubo de llevarse la mano a la frentepara protegérselos. Desde su sitio, veíael bosque a través de la alambrada.Percibió un sonido a lo lejos y ladeó lacabeza, tratando de identificarlo. Alcabo de un momento, reconoció elocasional ruido estrepitoso y el impactode un árbol talado al caer al suelo, ydedujo que más allá de la línea de

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oscuros árboles que marcaba el iniciodel bosque se hallaban los prisioneros-esclavos desbrozando el terreno. Dentrode poco empezaría a dejarse oír elsonido de los martillos y las sierras amedida que avanzaran las obras de otrocampo destinado a acoger másaviadores aliados, según le habíacontado Fritz Número Uno.

Tommy no dudaba que el persistenteespectáculo de aparatos B-17 surcandoel cielo de día y el grave estruendo delos ataques británicos sobreinstalaciones vecinas y ferrocarrilessignificaba que los alemanes adquiríannuevas cuadrillas de obreros aliados

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con deprimente frecuencia.Durante un buen rato, Tommy

escuchó los lejanos sonidosprovenientes del bosque. Dedujo queaquel trabajo agotador lo realizabanhombres desnutridos, enfermos, a puntode morir. Sintió un breve escalofrío alimaginar la vida de los prisionerosrusos. A diferencia de los pilotosaliados, no se alojaban en barracones,sino que acampaban, por duras quefueran las condiciones climáticas, enunas chabolas provisionales y bajo unaslonas llenas de agujeros que hacían lasveces de tiendas de campaña, detrás deunos rollos de alambre de espino. Sin

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retretes. Ni cocinas. Sin refugios.Vigilados por unos mastines feroces

y unos guardias propensos a apretar elgatillo. Su cautiverio no se regía segúnlas normas de la Convención deGinebra. No era infrecuente oír eldisparo de un fusil, o una ráfaga deametralladora procedente del bosque,que indicaba a los kriegies que un rusohabía hecho algo para precipitar sumuerte inevitable.

Tommy reflexionó acerca de que lamuerte puede equivaler a la libertad.

Luego contempló las imponentesalambradas de espino que rodeaban elStalag Luft 13 y se dijo que el cautiverio

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debe de parecerles la muerte a algunoshombres que están encerrados aquí.

De pronto sintió una extrañacontracción en el estómago, como sihubiera visto algo que lo hubierasobresaltado. Miró de nuevo laalambrada. No era mal lugar, pensó. Latorre de vigilancia situada al norte sehallaba a unos cincuenta metros y la delsur a setenta y cinco. Los reflectores nose solaparían por completo. Ni loscampos de fuego pertenecientes a lasametralladoras instaladas a ambos ladosde la torre de vigilancia. En todo caso,fue una simple deducción, porque él noera un experto en este tipo de detalles,

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como otros prisioneros.Se dijo de pronto que si fuera un

miembro del comité de fuga, pensaríaseriamente en tratar de escaparse desdeeste lugar. Entrecerró los ojos, tratandode calcular la distancia hasta el bosque.

Cien metros, como mínimo. Uncampo de fútbol. Aunque uno lograraatravesar la alambrada con unos alicatesde fabricación casera, la distancia eraexcesiva para cualquiera que noestuviera dispuesto a jugárselo todopara alcanzar la libertad.

¿O no?Tommy cogió un puñado de tierra

suelta y arenosa y dejó que se deslizara

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entre sus dedos. No era una tierrapropicia. Lo sabía por haber habladocon los hombres que habían tratado sinéxito de excavar un túnel. Demasiadodura y seca, demasiado inestable.Siempre se derrumbaba. Vulnerable alas exploraciones de los hurones.Tommy se estremeció ante la idea deexcavar bajo la superficie.

Haría un calor sofocante, era untrabajo sucio y peligroso. De vez encuando los hurones conducían uncamión, cargado con hombres ymaterial, que recorría traqueteando elperímetro del campo.

Creían que el peso haría que se

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desplomara cualquier túnel subterráneo.Un día, hacía más de un año, acertaron.Tommy recordaba la furia que dejabaentrever el rostro del coronelMacNamara al presenciar el fracaso deuna ardua labor que había duradoinnumerables días y noches.

Era la misma expresión de rabia ydesesperación que había mostrado elcoronel hacía unas semanas, cuando losdos hombres que excavaban el túnelhabían quedado sepultados vivos.Tommy miró por encima la alambradade espino. Es imposible salir de aquí,pensó, salvo con los pies por delante.

Pero entonces, se paró a reflexionar.

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De pronto vio a su izquierda a unoficial armado con un azadón metálicoatendiendo un pequeño huerto,cultivando con esmero las hileras detierra removida. Había varioshuertecitos semejantes plantados a lolargo del barracón 106. Todosperfectamente atendidos.

Tierra, pensó Tommy, tierra fresca.Tierra fresca mezclada con la vieja.

Deseó ponerse de pie, para observarmás de cerca, pero haciendo un granesfuerzo por reprimir sus emociones ycontener las ideas que se agolpaban ensu mente, permaneció sentado.

Tommy respiró hondo, expeliendo el

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aire como un hombre que alcanza lasuperficie desde el fondo de un río o unlago profundo. Agachó la cabeza,fingiendo estar absorto en suspensamientos, cuando en realidad nocesaba de mirar de un lado a otro,escudriñando la zona que le rodeaba.Sabía que alguien le observaba. Desdeuna ventana. Desde el campo deejercicios. Desde el perímetro. No sabíaa ciencia cierta quién era, pero sabíaque le espiaban.

De improviso oyó un silbidoprocedente de delante del barracón, esesonido agudo que en circunstancias másfelices significaría que acababa de pasar

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una mujer guapa. Casi de inmediato, seoyó el sonido de un contenedor debasura metálico al cerrarse de golpe,otro ruido estrepitoso. A continuaciónoyó la voz de un kriegie gritando:«Keindrinkwasser!» con un claro acentonasal americano. «Alguien delMidwest», pensó Tommy.

Se estiró, como un hombre que hadescabezado un sueño, se puso en pie yse sacudió el pantalón.

Reparó en que el oficial que habíaestado atendiendo el huerto frente adonde se hallaba sentado habíadesaparecido, lo cual le picó sucuriosidad, aunque procuró disimular

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que se había percatado de ello. Al cabode unos momentos, Fritz Número Unopasó frente al barracón. El hurón no seesforzaba en pasar inadvertido; sabíaque su presencia había sido observadapor los aviadores que aquel díacumplían la función de espías. Selimitaba a recordar a los kriegies queestaba allí, como de costumbre, y alerta.Al ver a Tommy, Fritz Número Uno seacercó a él.

—Teniente Hart —dijo sonriendo—,¿tiene usted un cigarrillo para mí?

—Hola, Fritz —respondió Tommy—. Sí, a condición de que me acompañeal recinto británico.—En ese caso dos

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cigarrillos —replicó Fritz—. Uno por elviaje de ida y otro por el de vuelta.

—De acuerdo.El alemán tomó un cigarrillo, lo

encendió, dio una calada profunda yexhaló el humo con deleite.

—¿Cree que la guerra terminarápronto, teniente?

—No. Creo que durará eternamente.El alemán sonrió, indicando con un

ademán que se pusieran en marcha através del campo hacia la puerta delrecinto.

—En Berlín —dijo el hurónpausadamente— no hablan de otra cosaque de la invasión. Que es preciso

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repelerla.—Parece que están preocupados —

comentó Tommy.—Tienen motivos de sobra para

estarlo —repuso Fritz midiendo suspalabras—. Un día como éste seríaperfecto —dijo alzando la vista hacia elfirmamento—, ¿no cree, teniente? Paralanzar un ataque.

Esto es lo que Eisenhower,Montgomery y Churchill deben de estarplaneando en Londres.

—No lo sé. Yo me limitaba a trazarel rumbo del avión. Esos caballeros nosuelen consultarme cuando trazan susplanes. De todos modos, Fritz, planificar

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invasiones no es mi hobby.—No entiendo el sentido de esa

palabra. ¿Qué tiene que ver con lasmaniobras militares? —inquirió Fritz untanto perplejo.

—Es una expresión, Fritz. Quierodecir que el tema ni me atrae ni soy unexperto en él.

—¿Su hobby?—Sí.—Tomo nota.Ambos hombres se dirigieron hacia

los centinelas apostados junto a lapuerta, quienes al verlos acercarsealzaron la cabeza.

—Me ha ayudado de nuevo, teniente.

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Algún día hablaré como un auténticoamericano.

—No es lo mismo, Fritz.—¿Lo mismo?—No es lo mismo que ser un

americano.—Cada uno es lo que es, teniente

Hart —replicó el hurón meneando lacabeza—. Sólo un idiota se disculpa yse niega a aprovecharse de las ventajasque se le presentan.

—Cierto —repuso Tommy.—Yo no soy idiota, teniente.Tommy calibró lo que el alemán le

decía, reparando en el tono quedo de suvoz, tratando de adivinar la insinuación

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detrás de las palabras.Los dos hombres marcharon al

unísono hacia el recinto británico. Pocoantes de llegar a la puerta, Tommypreguntó con un tono de indiferencia queocultaba su repentino interés:

—¿Tardarán mucho los rusos enconstruir el nuevo campo deprisioneros?

Fritz meneó la cabeza. Siguióhablando en voz baja.

—Unos meses. Quizás algo más. Oquizá no lo terminen nunca. Mueren muydeprisa. Cada pocos días llegan a laciudad trenes con nuevos destacamentosde presos. Los conducen al bosque para

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que sustituyan a los que han muerto. Sediría que hay una cantidad infinita deprisioneros rusos. Las obras progresancon lentitud. Siempre es lo mismo, díatras día. —El hurón se estremecióligeramente—. Me alegro de estar aquí yno allí —concluyó.

—¿No se ha acercado nunca porallí?

—En un par de ocasiones. Espeligroso. Los rusos nos odian a muerte.Se ve en sus ojos. Un día un Hundführersoltó a su perro en el campo de losrusos. Un Doberman enorme, un animalferoz, más lobo que perro. El imbécilcreyó que con ello daría una lección a

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los rusos. —Fritz Número Uno sonrió—. No sentía ningún respeto hacia ellos.Fue una estupidez, ¿no cree, tenienteHart? Hay que respetar siempre alenemigo. Aunque le odies, debesrespetarlo, ¿no? El caso es que el perrodesapareció. El imbécil se quedó de piejunto a la alambrada, silbando y gritando«¡ven, chico!».

Idiota. Por la mañana, los rusosarrojaron el pellejo sobre la alambrada.Era cuanto quedaba del perro. El restose lo habían comido. En mi opinión, losrusos son unos animales.

—¿De modo que usted no va porallí?

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—No con frecuencia. A veces. Perono con frecuencia. Pero mire usted,teniente Hart…

Fritz Número Uno echó un rápidovistazo a su alrededor para cerciorarsede que no había oficiales alemanes porlos alrededores. Al comprobarlo,extrajo un reluciente objeto metálico delbolsillo de su guerrera.

—¿Quiere hacer un trato? Puedellevarse esta magnífica hebilla comorecuerdo cuando regrese a América.Seis cajetillas de cigarrillos y un par detabletas de chocolate, ¿qué le parece?

Tommy tomó el objeto de manos deFritz. Era una hebilla de cinturón

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rectangular, grande y pesada. Había sidopulida hasta el extremo de que elmartillo y la hoz grabados en la hebillarelucían bajo el sol. Tommy la sopesó,preguntándose por qué la habíacambiado Fritz, o si simplemente lahabía tomado de la cintura de unsoldado ruso muerto.

—No está mal —dijodevolviéndosela al alemán—. Pero noes lo que busco.

El hurón asintió con la cabeza.—Trader Vic —dijo con una sonrisa

irónica— habría visto su valor, y habríaaceptado mi precio. O un precioparecido. Y le habría sacado provecho.

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—¿Hacía usted muchos tratos conVic? —preguntó Tommy como sin darleimportancia, aunque esperaba coninterés la respuesta.

—No está permitido —respondióFritz Número Uno tras unos instantes devacilación.

—Pasan cosas que no estánpermitidas —contestó Tommy.

El hurón asintió con la cabeza.—Al capitán Bedford le gustaba

adquirir recuerdos de guerra, teniente.Numerosos y variados objetos. Siempreestaba dispuesto a hacer un trato acambio de lo que fuera.

Tommy aminoró el paso cuando se

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acercaron a la entrada del recintobritánico. Suponía que el hurón tratabade decirle algo. Fritz Número Unoalargó la mano y le rozó el antebrazo.

—Lo que fuera —repitió el alemán.Tommy se detuvo en seco. Se volvió

y observó a Fritz Número Uno demanera penetrante.

—Usted halló el cadáver, ¿no escierto, Fritz? Justo antes del Appellmatutino, si no me equivoco.

¿Qué diablos hacía usted en elrecinto a esas horas, Fritz? Aún era denoche y los alemanes no se pasean porel recinto después de apagadas lasluces, porque los guardias de la torre de

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vigilancia tienen orden de dispararcontra cualquier cosa que veanmoviéndose por el campo. ¿Qué hacíaallí, exponiéndose a ser tiroteado poruno de los suyos?

Fritz Número Uno sonrió.—Lo que fuera —susurró—. Yo le

he ayudado, teniente, pero no puedodecir más porque sería muy peligrosopara los dos. —El hurón señaló lapuerta de acceso al recinto británico,abriéndola para que Tommy pasara.

Tommy calló una serie de preguntasque deseaba formular al alemán, le dioel otro cigarrillo que le había prometidoy, tras unos momentos de vacilación, le

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entregó el resto de la cajetilla.Sorprendido, Fritz Número Uno

emitió una exclamación de gratitud.Después indicó al americano que pasaray le observó mientras éste, en cuyamente bullían numerosas ideas, iba enbusca de Renaday y Pryce. Ninguno delos dos prestó atención a un escuadrónde oficiales británicos que, cargadoscon toallas, jabón y una modesta mudade ropa, se dirigían hacia el edificio delas duchas.

Iban escoltados por una pareja deguardias alemanes, desarmados, concara de fastidio y aburrimiento, quecabeceaban de cansancio. Los hombres

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marchaban animosos a través delpolvoriento recinto, entonando una delas habituales canciones obscenas.

—Qué curioso —comentó PhillipPryce, inclinando la cabeza hacia atráspara escudriñar el cielo, como en buscade un pensamiento que se le escapaba.Luego se irguió y miró a Tommyfijamente—.

Es ciertamente intrigante. ¿Estásseguro de que trataba de decirte algo,muchacho?

—Desde luego —respondió Tommy,asestando una patada al suelo y

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levantando una nube de polvo con labota. Los tres hombres se hallabanconversando junto a uno de losbarracones.

—No me fío de Fritz, de ninguno delos Fritzes, ni el Número Uno, Dos niTres, y no me fío de ningún asquerosoalemán —masculló Hugh—. Diga lo quediga. ¿Por qué iba a ayudarnos? A ver,contesta, letrado.

Pryce tosió con violencia un par deveces. Estaba sentado al sol, con lasperneras enrolladas y ambos piessumergidos en una abollada palanganade acero en la que de tanto en tantovertía agua hirviendo. Sacó un pie de su

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interior y lo examinó.—Ampollas, grietas y pie de atleta,

lo cual en mi caso constituye unatremenda contradicción de términos —dijo con una sonrisa sarcástica que fueinterrumpida por una tos intensa—.¡Santo Dios, me estoy desintegrando,chicos! Ya nada funciona. Llevas razón,Hugh. ¿Pero qué motivo tendría Fritzpara mentir?

—No lo sé. Es un tipo muy astuto.Siempre en busca de promociones ymedallas o cualquier otra recompensacon la que los alemanes premien a susesforzados trabajadores.

—¿Un tipo que va a lo suyo?

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—Desde luego —repuso Hughdando un respingo.

Pryce asintió con la cabeza y sevolvió hacia Tommy, quien supuso loque el anciano iba a decir y se leadelantó.

—Pero, Hugh —dijoapresuradamente—, eso indica que meestaba diciendo la verdad, o cuandomenos guiándome en la direccióncorrecta. Aunque sea un alemán, todosestamos de acuerdo en que Fritz va a losuyo y trata de aprovecharse de todo loque ve en el campo. Más o menos comoTrader Vic.

—¿Sabes a qué se refería? —

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preguntó Hugh.—A ver, ¿qué nos falta? ¿Qué

deberíamos saber?—Dos cosas —repuso Hugh

sonriendo—. La verdad, y la forma dedescubrirla.

Pryce asintió con la cabeza y sevolvió hacia Tommy.

—Creo que esto podría serimportante, Tommy —dijo con repentinaintensidad—. Muy importante.

¿Qué hacía Fritz dentro del recintojusto antes del amanecer? De haberlovisto uno de esos adolescentes que losalemanes recluían y colocan en lastorres de vigilancia podría haber pagado

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con su vida. De hecho, no me parece queFritz sea el tipo de caballero que searriesga a morir porque sí, a menos quela recompensa valga la pena.

—Una recompensa personal —apostilló Hugh—. No creo que Fritzhaga gran cosa por la patria a menos quele beneficie.

Pryce palmoteo, como si las ideasque bullían en su mente fueran tanreconfortantes como el agua que vertíasobre sus maltrechos pies. Pero alhablar lo hizo de modo pausado, con unasolemnidad que sorprendió a Tommy.

—¿Y si la presencia de Fritzimplicara ambas cosas? —dijo Pryce

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agitando el puño en el aire conexpresión de triunfo—. Creo,caballeros, que hemos sido un tantoestúpidos reflexionando sobre elasesinato de Trader Vic y la acusacióncontra Lincoln Scott tal como pretendeque hagamos la oposición. Creo que eshora de que enfoquemos el asunto demodo distinto.

—Por favor, deja de ser hermético—le solicitó Tommy con un suspiro deresignación.

—Es mi forma de ser, muchacho.—Después de la guerra —dijo

Tommy—, te pediré que vengas avisitarme a Estados Unidos. Una larga

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visita. Te obligaré a sentarte frente a unavieja estufa de leña en el ManchesterGeneral Store un día de invierno,cuando a través de la ventana se ve unmetro de nieve apilada en la acera,escuchando a unos lugareños deVermont hablando sobre el tiempo, lascosechas, la próxima temporada depesca en primavera y si ese chicoWilliams que juega con los Red Soxhará algo importante en la liga.Comprobarás entonces que los yanquisnos expresamos siempre con concisión yvamos directamente al grano. Sea lo quefuere el grano en cuestión.

Pryce soltó una carcajada que se vio

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interrumpida por otro acceso de tos.—Una lección de franqueza, ¿no es

así?—Exactamente. Ir directo al grano,

sin andarse por las ramas. Y unacualidad que nos vendrá muy bien ellunes a las ocho de la mañana, cuandocomience el juicio de Scott.

—Tommy tiene razón, Phillip —terció Hugh, cordial—. Créeme,nuestros vecinos sureños sonextraordinariamente francos. En especialMacNamara, el coronel. Hace poco queha salido de West Point y probablementelleva el código militar de conductatatuado en el pecho. En el juicio no

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podemos andarnos con «insinuaciones».Ese hombre tiene poca imaginación.Tendremos que ser precisos.

Pryce continuaba enfrascado en suspensamientos.

—Eso es cierto —dijopausadamente—, pero me pregunto…

El depauperado y asmático inglésalzó la mano, en señal de que callaran.Ambos observaron que el anciano nocesaba de cavilar al tiempo que movíalos ojos de un lado para otro.

—Creo —dijo Pryce lentamentedespués de una larga pausa— quedebemos volver a evaluar el caso.

¿Qué es lo que sabemos?

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—Sabemos que alguien mató a Vicen un lugar oculto situado a un callejónde distancia del lugar donde hallaron elcuerpo. Sabemos que su cadáver fuehallado por un hurón alemán que notenía por qué encontrarse en el recinto aesa hora. Sabemos que el arma deldelito y el método de asesinato fueronmuy distintos de los que alegará laacusación. Frente a esos elementos,tenemos las botas ensangrentadas deLincoln Scott, unas manchas de sangreen su cazadora, un arma que tambiénpresenta manchas de sangre, aunquedudo que la utilizaran para cometer elasesinato. Y tenemos numerosos

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testimonios de la antipatía expresa queexistía entre ambos hombres.

Pryce asintió.—Quizá deberíamos examinar cada

elemento por separado. Dime, Hugh,¿qué te dice el hecho de que trasladaranel cadáver del lugar donde se cometió elcrimen?

—Que el lugar donde se cometió elcrimen compromete al asesino.

—¿Es lógico que Lincoln Scotttrasladara el cadáver a un lugar próximoa su propio barracón?

—No. No tiene ningún sentido.—Pero a alguien, sin embargo, le

pareció lógico meter a Vic en el Abort.

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—Alguien que quería asegurarse deque no registrarían la verdadera escenadel crimen. Y, bien pensado, ¿quiénharía más que una somera exploracióndel cadáver dentro del Abort? ¡Ese sitioapesta!

—Visser —replicó Hugh—. A él nole molestó en absoluto.

—Una observación interesante —contestó Pryce sonriendo—. Sí. Tommy,creo que podemos afirmar sin temor aequivocarnos que pese a su uniforme dela Luftwaffe, Herr Visser pertenece a laGestapo. Es un experto policía. Dudoque quienquiera que trasladara elcadáver de Vic imaginara ni

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remotamente que iba a aparecer enescena. Probablemente supuso que elestirado y melindroso Von Reiter seencargaría de registrar la escena delcrimen. ¿Habría Von Reiter registrado afondo el Abort? Desde luego que no.Pero eso plantea un segundointerrogante: si el asesino quería evitarque registraran el lugar del crimen, ¿dequién tenía miedo? ¿De los alemanes ode los americanos?

Tommy enarcó una ceja.—El problema, Phillip, es que cada

vez que creo que hemos avanzado algoen nuestras pesquisas, aparecen nuevosinterrogantes.

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—Es cierto —rezongó Hugh—. ¿Porqué no pueden ser más sencillas lascosas?

Pryce extendió la mano y tocó elbrazo del fornido canadiense.

—Pero es que acusar a Scott delcrimen es lo más sencillo. Ahí radica elmeollo del asunto.

Pryce emitió una risa entrecortadaque acabó en un acceso de tos, pero nodejó de sonreír de gozo. Era notorio quedisfrutaba con cada giro que tomaba elasunto.

—¿Y la inexplicada y sorprendenteaparición de Fritz Número Uno en laescena? —inquirió volviéndose hacia

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Tommy—. ¿Qué nos dice eso?—Que tenía un motivo importante

para estar ahí.—¿Crees que fue la compraventa

ilícita de un artículo de contrabando loque obligó a Fritz y a Trader Vic a saliren plena noche pese al riesgo al queambos se exponían?

—No —contestó Tommy antes deque pudiera hacerlo Hugh—. Enabsoluto. Porque Vic había logradovender todo tipo de artículos ilícitos:cámaras, radios, «lo que fuera»…,según dijo Fritz.

Pero incluso las adquisiciones másespeciales pueden realizarse durante el

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día. Vic era un experto en el tema.—O sea que lo que hizo que Vic y

Fritz Número Uno salieran a pesar delpeligro que corrían tuvo que ser algoextremadamente valioso para ambos…—reflexionó Pryce—. Y algo que másvalía que permaneciera oculto para elresto de los prisioneros.

—Observa que das por supuesto quefue el mismo motivo el que hizo queambos salieran —dijo Tommybruscamente.

—Pero sospecho que es el caminoque debemos seguir —contestó Prycecon energía. Luego se volvió haciaTommy y preguntó—: ¿Ves algo en todo

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esto, Thomas?Sí, Tommy veía algo. Algo que es

preferible que permanezca oculto… Unaluminosa idea le atravesó la mente.Abrió la boca, pero de pronto oyeronunos gritos y unos silbatos de alarmaprocedentes de fuera de la alambrada,más allá de la puerta principal, queinterrumpieron las cavilaciones de lostres hombres. Se volvieron todos a unahacia el lugar del que procedía labarahúnda y se quedaron perplejos alpercibir la potente ráfaga de unametralleta, cuyos disparos desgarraronla atmósfera del mediodía.

—Pero ¿qué pasa? —dijo Hugh.

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Casi al instante, un destacamento deguardias armados que se habíanenfundado apresuradamente susuniformes salió de uno de los edificiosdel recinto de la administración. Secolocaron sus cascos de acero al tiempoque se afanaban en abrocharse lasguerreras. El escuadrón echó a correrpor el camino que discurría frente aldespacho del comandante, obedeciendolas apresuradas órdenes de unFeldwebel. No bien resonaron los pasosde sus pesadas botas en el camino detierra prensada, cuando media docena dehurones atravesaron la puerta principalhaciendo sonar sus silbatos, entre

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juramentos y voces de mando. La sirena,que por lo general sólo utilizaban paraanunciar un ataque aéreo, empezó aemitir un potente aullido. Los treshombres distinguieron a Fritz NúmeroUno en medio del grupo. Al verlos, elalemán empezó a agitar los brazos y agritar furiosamente:

—¡En formación! ¡Pónganse en fila!Raus! Schnell! ¡Inmediatamente!¡Debemos efectuar un recuento!

Las palabras del hurón no traslucíansu habitual campechanía. Empleaba untono agudo, insistente y decididamenteimperioso.

—¡Usted! —gritó señalando a

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Tommy—. ¡Teniente Hart! ¡Colóquese aun lado para pasar el recuento junto conlos británicos!

De pronto, sonó otra ráfaga demetralla.

Sin más explicaciones, Fritz NúmeroUno echó a correr hacia el centro delcampo, impartiendo órdenes a voz encuello. Al mismo tiempo, el campo derevista se llenó de aviadores británicosque se afanaban en enfundarse lascazadoras, botas y gorras,apresurándose hacia el imprevistoAppell.

Tommy se volvió hacia sus dosamigos y oyó a Phillip Pryce murmurar

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febrilmente una maravillosa, terrible ysobrecogedora palabra:

—¡Fuga!

Los aviadores británicospermanecieron en posición de firmes enel campo de revista durante casi unahora, mientras los hurones pasabanfrente a las filas de hombres una y otravez, contándolos y recontándolos,blasfemando en alemán y negándose aresponder a preguntas, en especial lamás importante. Tommy se hallaba a unamedia docena de metros del últimobloque de hombres, flanqueado por

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otros dos oficiales americanos quehabían sido sorprendidos en el recintobritánico al producirse el intento defuga. Tommy conocía superficialmente alos otros dos americanos; uno era uncampeón de ajedrez del barracón 120que solía sobornar a los gorilas para quele dejaran pasar al recinto donde habíamejores rivales; el otro era un espigadoactor neoyorquino reclutado por losbritánicos para aparecer en una de susrepresentaciones teatrales. El ex pilotode caza se convertía en una rubiaexplosiva más que convincente cuandoaparecía luciendo una peluca defabricación casera, un ceñido traje negro

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confeccionado por los sastres del campocon retazos de viejos y raídosuniformes, por lo que estaba muysolicitado para actuar en lasproducciones teatrales de ambosrecintos.

—Aún no sé qué coño ha ocurrido—murmuró el ajedrecista—, pero estánfuriosos.

—Corren muchos rumores. Por lovisto faltan más de un par de hombres dedos de esas formaciones —respondió elactor—. ¿Crees que nos retendrán aquímucho rato?

—Ya los conoces a estos malditosalemanes —repuso Tommy con voz

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queda—. Si sólo hay nueve tíos dondeayer había diez, tendrán que contar cienveces o más hasta asegurarse de ello.

Los otros dos americanos le dieronla razón.

—¡Eh! —exclamó en voz baja elcampeón de ajedrez—, ¡mirad quien seacerca! El Gran Jefe en persona. Y eseque le acompaña, ¿no es el nuevo«pequeño jefe»? ¿El tío encargado devigilar lo que haces, Hart?

Tommy miró hacia el otro extremodel recinto y vio bajar los escalones deledificio administrativo al Oberst VonReiter con la cara encendida, vestidocon el uniforme de gala, como si le

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hubieran interrumpido cuando acudía auna reunión importante. Le seguía elHauptmann Heinrich Visser, quienpresentaba como de costumbre unaspecto un tanto desaliñado. Encontraste con la acerada mirada y lapostura tiesa de Von Reiter, mostrabauna expresión levemente divertida,aunque también podía tratarse de unamueca de crueldad.

Detrás de los dos oficiales aparecíaun nutrido grupo de gorilas, armados confusiles y ametralladoras. En el centrodel grupo marchaban unas dos docenasde oficiales británicos, todos ellos amedio vestir —dos de ellos estaban

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completamente desnudos— queacababan de salir de las oficinas delcampo. Uno de ellos cojeabaligeramente. Los dos hombres desnudoslucían unas amplias sonrisas de gozo.Todos parecían animados, y más quesatisfechos de sí mismos, pese al hechode que les obligaran a caminar con lasmanos colocadas detrás de la cabeza.

El actor y el campeón de ajedrezobservaron el mismo contraste entre losalemanes y los ingleses en el mismomomento en que lo vio Tommy. Pero elcampeón de ajedrez susurró:

—Puede que los ingleses se lotomen a broma, pero me juego lo que

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quieras a que Von Reiter no lo encuentranada divertido.

Los oficiales y los hombres quehabían capturado atravesaron la puertaprincipal y se detuvieron delante de lasformaciones de aviadores británicos. Eloficial superior británico, un piloto debombardero de rostro rubicundo, conbigote y el pelo rojizo salpicado decanas, se colocó frente a las mismas yordenó a los hombres que se pusieranfirmes. Varios miles de botas chocaronal unísono. Von Reiter miró con enfadoal oficial superior británico, tras lo cualse volvió hacia las filas de hombres.

—¿Es que creen ustedes, los

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británicos, que la guerra es un juego?¿Un deporte, como el críquet o el rugby?—inquirió con un tono estentóreo eirritado que recorrió toda la formación—. ¿Creen que estamos jugando?

La furia de Von Reiter se abatiósobre las cabezas de los hombres. Nadierespondió. Los hombres capturados quese hallaban a su espalda enmudecieron.

—¿Les parece una broma?Del centro de las filas sonó una voz

que tenía un marcado acento cockney.—¡Al menos ha servido para romper

esta jodida monotonía, jefe! —dijo contono socarrón.

Se oyeron unas risas, que no

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tardaron en disiparse bajo la iracundamirada de Von Reiter. El Oberst estabaque echaba chispas.

—Les aseguro que el alto mando dela Luftwaffe no considera el intento defuga un asunto divertido.

De otra sección de la formación, unavoz distinta, con acento irlandés,replicó:

—¡Esta vez la broma te la hemosgastado a ti, tío!

Hubo más risas, pero cesaron casi alinstante.

—¿De veras? —preguntó Von Reitercon frialdad.

El oficial superior británico avanzó

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un paso. Tommy le oyó responder convoz calma, de forma un tantocontradictoria:

—Pero estimado comandante VonReiter, le aseguro que nadie estábromeando…

Von Reiter interrumpió al oficialbritánico agitando su fusta.

—¡Está prohibido fugarse!—Pero, comandante…—Verboten!—Sí, pero…Von Reiter se volvió hacia la

formación de hombres.—Hoy he recibido nuevas

directrices de mis superiores en Berlín.

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Son bien sencillas: los aviadoresaliados que traten de fugarse de loscampos de prisioneros dentro del Reichserán tratados como terroristas y espías.Una vez capturados, no podrán regresaral Stalag Luft 13. ¡Serán abatidos a tirosen el acto!

Un profundo silencio cayó sobre lasfilas de hombres. El oficial superiorbritánico tardó unos segundos enresponder.

—Debo advertir al Herr Oberst —dijo con tono frío e inexpresivo— quelo que propone es una violaciónflagrante de la Convención de Ginebra,de la que Alemania es signataria.

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Semejante trato al personal aliado quetrate de fugarse constituye un crimen deguerra, y quienquiera que lo cometadeberá enfrentarse antes o después a unpelotón de fusilamiento. O a la soga delverdugo, Herr Oberst. ¡Puede estarseguro!

—¡Son órdenes! —replicóbruscamente—. ¡Ordenes legítimas! ¡Nome hable de crímenes de guerra, tenientecoronel! ¡No es la Luftwaffe quien lanzabombas incendiarias y de acciónretardada sobre ciudades llenas deciviles! ¡Ciudades llenas de mujeres,niños y ancianos! ¡Expresamente contrasus preciosas normas de la Convención

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de Ginebra!Al hablar, Von Reiter miró al

Hauptmann Visser, quien asintió con lacabeza y en el acto emitió una orden alos hombres que custodiaban a losaviadores británicos implicados en elintento de fuga. Los alemanesamartillaron de inmediato sus fusiles, oaccionaron el percutor de susametralladoras Schmeisser. Éstasemitieron un sonido claramente letal. Elescuadrón que rodeaba a los oficialesbritánicos colocó sus armas en posiciónde fuego.

Durante varios segundos en elcampo de revista reinó el silencio más

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absoluto.El oficial superior británico, con el

rostro tenso y pálido, avanzó y rompióbruscamente el silencio.

—¿Amenaza con matar a unoshombres desarmados? —gritó con vozaguda, casi femenina debido al temor yla desesperación de que era presa. Cadapalabra que pronunció traslucía lasensación de pánico.

Von Reiter, con el rostro todavíaencendido pero con la irritante frialdadque produce tener las armas de su parte,se volvió hacia él.

—Actúo con plenos derechos,teniente coronel. Me limito a obedecer

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órdenes. Si las desobedeciera, pagaríacon mi vida.

El oficial superior británico seaproximó al alemán.

—¡Señor! —gritó—. ¡Todos somostestigos! Si asesina usted a estoshombres…

—¿Asesinar? —replicó Von Reiterfulminando al inglés con la mirada—.¿Cómo se atreve a hablarme deasesinato cuando ustedes lanzan bombasincendiarias sobre civiles desarmados?

Terrorfliegers!—¡Si ordena a sus hombres disparar

morirá en la horca, Von Reiter! ¡Yomismo le colocaré la soga en el cuello!

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Von Reiter aspiró profundamentepara serenarse. Miró al oficial superiorbritánico con enojo.

Luego esbozó una sonrisa cruel.—Usted, teniente coronel, es el

oficial a cargo de los prisionerosbritánicos. Este estúpido intento de fugaes responsabilidad suya. ¿Está dispuestoa colocarse ante el pelotón defusilamiento a cambio de las vidas deestos hombres?

El británico lo miró, atónito, y seabstuvo de responder.

—Me parece un trato justo, tenientecoronel. La vida de un hombre parasalvar las vidas de dos docenas de

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hombres.—Lo que propone es un crimen —

replicó el oficial.Von Reiter se encogió de hombros.—La guerra es un crimen —repuso

sin más—. Me limito a pedirle que tomeuna decisión que otros oficiales debentomar con frecuencia. ¿Está dispuesto asacrificar una vida a cambio de la de sushombres? ¡Decídalo ya, tenientecoronel!

El comandante de campo levantó sufusta, como si fuera a dar la orden deabrir fuego.

Las filas de aviadores británicos setensaron, tras lo cual oscilaron

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levemente, como sacudidas por unvendaval tan potente como la furia quesentían. Comenzaron a alzarse unasvoces de protesta. En una de las torresde vigilancia se oyó el sonido de unametralleta al girar sobre su soporte,apuntando a las formaciones deprisioneros.

Las dos docenas de hombres quehabían intentado fugarse seapelotonaron. En lugar de lasexpresiones risueñas y satisfechas quehabían lucido tras ser interrogados, susrostros aparecían pálidos al contemplarlas armas que les apuntaban.

—¡Comandante! —gritó el oficial

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superior británico con voz ronca—. ¡Nohaga algo de lo que más tarde searrepentirá!

Von Reiter lo observó con atención.—¿Arrepentirme de matar al

enemigo por haberse afanado en liquidara mis compatriotas? ¿Por qué había dearrepentirme?

—¡Se lo advierto! —gritó el oficial.—Espero su decisión, teniente

coronel. ¿Está dispuesto a ocupar ellugar de esos hombres?

Tommy miró a Heinrich Visser. Elalemán apenas podía ocultar el gozo quesentía.

—Creo que van a hacerlo —susurró

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el actor, que estaba junto a él—. ¡Hijosde puta!

—No, es un farol —repuso elcampeón de ajedrez.

—¿Estás seguro? —preguntó Tommyen voz baja.

—No —contestó con suavidad elcampeón de ajedrez—. Ni mucho menos.

—Van a matarlos —repitió el actor—. ¡Son capaces! He oído decir queejecutaron a los que se fugaron de otrocampo. Cincuenta británicos, según medijeron. Salieron a través de un túnel ypermanecieron fugados varias semanas.Los ejecutaron como si fueran espías.No podía creerlo, pero ahora…

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Von Reiter se detuvo, dejando que latensión se acumulara a su alrededor. Losgorilas, con el dedo apoyado en elgatillo de su arma, aguardaban unaorden, mientras los aviadores británicospermanecían inmóviles, aterrorizados.

—¡De acuerdo, comandante! —dijoel oficial superior británico en voz bienalta—. ¡Yo ocuparé el lugar de esoshombres!

El comandante del campo se volviócon lentitud, bajando la mano con la quesostenía la fusta con gesto lánguido.Apoyó la otra mano en el puñalceremonial enfundado en un estuchenegro que colgaba del cinturón de su

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uniforme de gala. Tommy se percató deese gesto y fijó la vista en el arma.Luego vio a Von Reiter golpear con lafusta sus relucientes botas negras.

—Muy bien —dijo pausadamente—,una decisión valerosa pero estúpida —hizo una pausa, como saboreando elmomento—. Pero en este caso, no seránecesario —informó al oficial superiorbritánico, pero antes de que el hombrepudiera protestar de nuevo, Von Reiterse volvió y gritó a Heinrich Visser—:Hauptmann! ¡Todos los hombres quetrataron de fugarse del edificio de lasduchas, quince días en la celda decastigo! ¡A pan y agua!

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De los hombres apiñados en elrecinto emanó un pavor semejante a unasúbita ráfaga de viento.

Uno prorrumpió en sollozos. Otro seapoyó en el brazo de su vecino, pues laspiernas apenas le sostenían. Un tercerocomenzó a blasfemar, blandiendo elpuño al oficial alemán, retándole a unapelea.

Entonces el comandante se volvióhacia el oficial superior británico y leespetó:

—¡Queda advertido! ¡No trataremoscon la misma indulgencia a ningún otroprisionero que trate de fugarse! —exclamó alzando la voz y dirigiéndose a

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toda la formación de aviadores aliados—. ¡El próximo hombre que seacapturado fuera de la alambrada seráejecutado! No les quepa la menor duda.Jamás nadie ha conseguido fugarse deeste campo, y nadie lo conseguirá jamás.Éste será su hogar mientras dure laguerra. El Reich no está dispuesto amalgastar sus recursos militares enperseguir a aviadores aliados fugitivos.

Mientras hablaba, se desabrochó elbolsillo de la pechera de su guerreragris y extrajo el cartucho de fusil, quesostuvo en alto para que todos pudieronverlo. Al cabo de un momento, se volvióy arrojó el cartucho al oficial superior

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británico.—Guárdelo como un recuerdo —

dijo con brusquedad—. Y, por supuesto,durante los próximos quince días losprisioneros del recinto británico nogozarán del privilegio de ducharse.

Tras estas palabras, el comandantedel campo indicó a los prisioneros querompieran filas, dio media vuelta y,acompañado por los otros oficiales yguardias alemanes, abandonó el recinto.

Tommy Hart observó la sonrisa queexhibía Heinrich Visser. Tambiénreparó en que el Hauptmann le habíavisto, situado a un lado.

—Creí que iban a hacerlo —

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murmuró el actor neoyorquino—. Joder,se han escapado por los pelos.

—Coño —soltó el campeón deajedrez, y acto seguido preguntó—:¿Creéis que MacNamara y Clarkconocen esa orden de tirar a matar? ¿Opensáis que ha sido un farol que se haechado el alemán para meternos elmiedo en el cuerpo?

—En todo caso, ha funcionado —contestó el actor, expeliendo una largabocanada de aire—. No creo que fueraun farol. Estoy seguro de queMacNamara y Clark conocen esasórdenes y también lo estoy de que lesimporta un carajo.

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—Esto es una guerra, por si no lorecuerdas —terció Tommy.

Los otros dos hicieron un gruñido deasentimiento.

Phillip Pryce había puesto agua ahervir en una destartalada tetera parapreparar el té, mientras que HughRenaday había ido para averiguar en quéhabía acabado el intento de fuga. Prycese hallaba trajinando frente al fuego,como un viejo solterón. Tommy percibiólos tenues sonidos de un cuarteto devoces, que entonaban unas cancionespopulares en otro dormitorio del

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barracón. El silbido de la tetera seconfundió con las vocesfantasmagóricas; durante unos instantesTommy miró a su alrededor pensandoque el mundo había recuperado unaespecie de razonada normalidad.

—Creo que estamos progresando —informó a Pryce. El anciano asintió conla cabeza.

—Tommy, hijo mío, opino que haymuchos detalles de los que recelar ypoco tiempo para investigar la verdad.A las ocho de la mañana del lunestendrás que empezar a pelear parasalvar al señor Scott. ¿Has pensado quéestrategia inicial emplearás?

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—Aún no.—Pues te aconsejo que empieces a

pensarlo.—Todavía hay muchas cosas que no

sabemos.Pryce se detuvo para colocar las

tazas de té.—¿Sabes lo que me preocupa sobre

este caso, Tommy?—Te escucho.El anciano se movía con parsimonia.

Examinó detenidamente las gastadashojas de té que yacían en el fondo decada taza de cerámica. Retiró concuidado la tetera del fuego. Aspiró elvaho que brotaba de la boca de la tetera.

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—Es que es algo distinto de lo queaparenta.

—Explícate, Phillip.El otro meneó la cabeza.—Soy demasiado viejo y delicado

para esto —repuso, sonriendo—. Creoque es un hecho médicamentedemostrado que cuanto mayor te haces,tienes mayor facilidad para detectarconspiraciones, ya sabes, chanchullos,historias de agentes secretos. SherlockHolmes no era un hombre joven.

—Pero no era viejo. El doctorWatson sí era un anciano. Holmes teníatreinta y tantos años.

—Cierto. Y sin duda se mostraría

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receloso, ¿no crees? Me refiero a queeste caso parece muy claro, desde elpunto de vista de la acusación. Doshombres que se odian. El motivo es elodio racial. Uno de ellos muere. El quele sobrevive debe de ser su asesino.Quod erat demonstrandum.

O ipso facto. Una caprichosaconstrucción latina para definir lasituación. Pero a mí nada de esto meparece claro.

—Estoy de acuerdo, pero nos quedapoco tiempo para explorar.

—Me pregunto —dijo Prycearqueando una ceja—, si eso formaráparte del asunto.

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Tommy se disponía a respondercuando oyó las sonoras pisadas de lasbotas de aviador de Hugh por el pasillocentral del barracón. Al cabo de unossegundos la puerta se abrió y elcanadiense entró veloz en la habitación,sonriendo de satisfacción.

—¿Sabéis lo que esos astutoscabrones habían ideado? —preguntócasi a voz en cuello, con el entusiasmopropio de un escolar.

—¿Qué? —inquirió Tommy.—Prestad atención: el grupo que se

había dirigido al edificio de las duchascada día, a la misma hora, al mismominuto, durante casi dos semanas,

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lloviera o hiciera sol, entonando esascanciones que tanto disgustan al viejoVon Reiter…

—Sí, yo pasé junto a ellos al venir—dijo Tommy.

—En efecto, Tommy, amigo mío,pero hoy acudieron diez minutos antesde lo habitual. ¿Y los dos gorilas quelos escoltaban? ¡Eran dos de losnuestros vestidos con unos abrigoscortados y teñidos para que parecieranalemanes! Entran en las duchas y lamitad de la pandilla se desnuda y sepone a cantar como de costumbre. Losotros se ponen apresuradamente susropas y salen tan tranquilos. Los

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guardias falsos les ordenan que secoloquen en formación y empiezan aconducirles hacia el bosque…

—¿Confiando en que nadie sepercatase de ello? —dijo Pryce soltandouna carcajada.

—Eso es —continuó Hugh—. Dehecho, lo habrían conseguido de noaparecer un condenado hurón montadoen bicicleta. Al reparar en que los«gorilas» no iban armados, se detuvo,los hombres echan a correr hacia elbosque y el plan se fue a hacer gárgaras.

—Muy hábil —comentó Hughmeneando la cabeza—. Casi loconsiguen.

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Los tres hombres prorrumpieron enrisotadas. Les parecía un plan de fugadisparatado, pero en extremo creativo.

—No creo que hubiesen llegado muylejos —dijo Pryce entre toses—. Susuniformes habrían acabado pordelatarlos.

—No necesariamente, Phillip —replicó Hugh—. Tres de los hombres(los auténticos artífices del plan, segúntengo entendido) llevaban ropas depaisano debajo de sus uniformes, de loscuales iban a despojarse en el bosque.Asimismo, llevaban consigo excelentesfalsificaciones de documentos.

Según me han dicho. Ellos eran los

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que iban a fugarse. El papel de los otrosconsistía principalmente en causarproblemas y quebraderos de cabeza alos alemanes.

—Me pregunto —dijo Tommy conlentitud— si hubieran estado dispuestosa participar en esta diversión de habersabido que existía esa nueva orden quepermite a los alemanes matar a losprisioneros sin más contemplaciones.

—Has dado en el clavo, Tommy —repuso Hugh—. Una cosa es jugar conlos alemanes si sólo va a costarte un parde semanas en la celda de castigocantando Roll out the barrel y tiritandode frío toda la noche, y otra muy distinta

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si esos cabrones van a colocarte ante unpelotón de fusilamiento.

¿Creéis que fue un farol? Me niego acreer…

—Tienes razón —terció Tommy conuna seguridad un tanto intempestiva—.No pueden matar a prisioneros deguerra, se armaría la gorda.

Pryce meneó la cabeza y alzó lamano, interrumpiendo la conversación.

—Un prisionero de guerra debellevar uniforme y dar su nombre, rango ynúmero de identificación cuando se lopregunten. Pero un hombre vestido depaisano que lleva una tarjeta deidentidad y unos papeles de trabajo

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falsos podría ser tomado por un espía.¿Cuándo deja uno de ser lo primero ypasa a ser lo segundo?

Pryce dio un profundo suspiro.—Nosotros también ejecutamos a

los espías sin mayores trámites.Observó con detención a los dos

aviadores y asintió lentamente con lacabeza.

—No me cabe duda de que en elfuturo Von Reiter hará justamente eso —dijo—. Creo que nuestros muchachos,por listos que sean, estuvieron duranteunos minutos en una situación muypeligrosa.

Quizá no lo previeron. Von Reiter

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puede que no sea un nazi fanático queluce una camisa parda, pero es un oficialalemán que se toma su cargo muy enserio. Apostaría que por sus venascorren generaciones de rígido servicioteutón por la patria y no me cabe dudade que cumplirá con su deber al pie dela letra.

—Supongamos —le interrumpióTommy— que no recibiera esa orden, esposible que lo dijera para intimidarnos.

—Tommy lleva razón, Phillip —terció Hugh.

—Veo que estás aprendiendo conrapidez el arte de la sutileza, Tommy —comentó Pryce sonriendo—. Por

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supuesto, a nosotros ni nos va ni nosviene el que recibiera la orden demarras o no la recibiera, siempre ycuando no nos movamos de aquí, de estehotel encantador. Pero la amenaza deejecutarnos es real, ¿no? Así, Von Reiterconsigue buena parte de lo que pretendecon sólo plantear la posibilidad de unpelotón de fusilamiento. La única formade averiguar la verdad es fugarse.

—Y que te atrapen —agregóTommy.

—Von Reiter es un hombreinteligente —prosiguió Pryce—. No lesubestimes porque debido a su ropaparece el personaje de un espectáculo

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de títeres. —El ex letrado volvió atoser, y añadió—: Es un hombre cruel, ami entender. Cruel y ambicioso. Unosrasgos que comparte, supongo, con esetaimado zorro de Visser.

De repente se oyeron pasos.—¡Gorilas! —murmuró Hugh.Antes de que los otros dos pudieran

responder, la puerta del pequeñodormitorio se abrió y apareció HeinrichVisser. A su espalda vieron a un hombrediminuto y rechoncho, de no más de unmetro cincuenta de estatura, que llevabaun terno negro mal cortado y sostenía enlas manos un sombrero de fieltro negroque no cesaba de manosear

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nerviosamente. Los miraba a través delos gruesos cristales de sus gafas. Detrásde él había cuatro fornidos soldadosempuñando sus fusiles.

Al momento, el pasillo se llenó deaviadores británicos que habíaninterrumpido la ruleta del ratónintrigados por la presencia de soldadosarmados.

Visser entró en el reducido cuarto deliteras y observó a los tres hombres.

—¿Interrumpo quizás una sesión deestrategia? ¿Un importante debate sobrelos hechos y la ley, teniente coronel? —preguntó a Pryce.

—Tommy tiene mucho trabajo y le

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queda poco tiempo. Le ofrecíamos losescasos conocimientos fruto de nuestraexperiencia. Esto no debe sorprenderle,Hauptmann —respondió Pryce.

Visser meneó la cabeza y se acaricióel mentón como quien reflexiona.

—¿Han hecho progresos, tenientecoronel? ¿Ha comenzado a perfilarse ladefensa del teniente Scott?

—Disponemos de poco tiempo y nosplanteamos algunos interrogantes. Peroaún no tenemos todas las respuestas —repuso Pryce.

—Ah, ésta es la suerte del auténticofilósofo —contestó Visser con expresiónpensativa—. ¿Y usted, señor Renaday,

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con su espíritu de policía, ha halladoalgunos hechos contundentes que leayuden en este empeño?

Hugh miró al alemán con cara depocos amigos.

—Estas paredes son unos hechos —dijo con desdén, señalando a sualrededor—. La alambrada es un hecho.Las torres de vigilancia y lasametralladoras son unos hechos. Apartede esto, no tengo nada que decirle,Hauptmann.

Visser sonrió, pasando por alto laofensa que contenían las palabras y eltono de la respuesta del canadiense. ATommy no le gustó que Visser no se

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diera por aludido. Su sonrisa burlonatraslucía un gesto amenazador.

—¿Y usted, señor Hart, se apoyamucho en el señor Pryce?

Tommy dudó antes de responder, sinsaber adonde quería ir a parar el alemáncon sus preguntas.

—Agradezco su análisis —repusomidiendo sus palabras.

—Debe de ser un gran alivio parausted contar con un experto de su talla,¿no es así? Un insigne abogado quesuple su falta de experiencia en estostemas —insistió Visser.

—En efecto.El alemán sonrió. Pryce tosió dos

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veces, tapándose la boca con la mano.Al oírle toser, Visser se volvió hacia elanciano.

—¿Va mejorando su salud, tenientecoronel?

—No es fácil que mejore en estacondenada ratonera —masculló Hughcon tono destemplado.

Pryce dirigió una breve mirada a suimpulsivo compañero canadiense.

—Estoy bien, Hauptmann —respondió—. La tos persiste, comohabrá podido comprobar. Pero me sientofuerte y confío en pasar lo mejor posibleel resto de mi estancia aquí, antes de queaparezcan mis compatriotas y les

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liquiden a todos ustedes.Visser rió como si Pryce hubiera

dicho algo gracioso.—Se expresa como un soldado —

respondió sin dejar de sonreír—. Perome temo, teniente coronel, que suvalentía oculta su delicada salud. Suestoicismo frente a la enfermedad esadmirable.

Visser observó a Pryce al tiempoque su sonrisa se disipaba, dando paso auna expresión fría y sobrecogedora queponía de relieve el intenso odio que lerodeaba.

—Sí —continuó Visser en tonodespectivo—. Me temo que está usted

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mucho más enfermo de lo que confiesa asus camaradas.

—Estoy bien —repitió Pryce.Visser meneó la cabeza.—No lo creo, teniente coronel. No

obstante, permita que le presente a estecaballero, Herr Blucher, de la CruzRoja suiza.

Visser se volvió hacia el hombrediminuto, que lo saludó con un gesto dela cabeza al tiempo que daba untaconazo y se inclinaba brevemente.

—Herr Blucher —prosiguió Vissercon tono de suficiencia— ha llegado hoymismo de Berlín, donde es miembro dela legación suiza.

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—Qué diablos… —protestó Pryce,pero se detuvo, mirando al alemán conunos ojos no menos fríos que los de éste.

—Al alto mando de la Luftwaffe nole interesa que un distinguido letrado demerecida fama como usted muera aquíentre unos rudos y toscos prisioneros deguerra. Nos preocupa su persistenteenfermedad, teniente coronel, y comopor desgracia no disponemos de losmedios adecuados para tratarla, lasinstancias superiores han decididorepatriarlo. Una buena noticia, señorPryce.

Regresará usted a su casa.La palabra «casa» pareció

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reverberar en el repentino silencio quese hizo en la habitación.

Pryce se quedó inmóvil en el centrode la pequeña habitación. Se puso firme,tratando de asumir una postura militar.

—No le creo —soltó de sopetón.Visser meneó la cabeza.—Sin embargo es cierto. En estos

momentos, un oficial naval alemán quese halla preso en un campo en Escocia,que padece una dolencia semejante a lasuya, acaba de ser informado por elrepresentante suizo de que regresará a supatria. Es un trato muy sencillo, tenientecoronel. Nuestro prisionero enfermo acambio del prisionero enfermo

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capturado por nuestro enemigo.—Sigo sin creerle —insistió Pryce.El hombre identificado como Herr

Blucher avanzó un paso.—Es cierto, señor Pryce —dijo en

un inglés germanizado y con marcadoacento alemán—. Yo mismo le escoltaréen tren a Suiza…

Pryce se volvió con brusquedad ymiró a Herr Blucher.

—Usted no es suizo —le espetó.Luego se volvió y miró a Visser conexpresión de angustia—.

¡Mentiras! —exclamó—. ¡Suciasmentiras, Visser! ¡No hay ningún trato!¡No hay ningún intercambio de

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prisioneros!—Ah —replicó Visser con un tono

repelente y a la vez dulzón—, leaseguro, teniente coronel, que es verdad.En estos momentos un oficial naval haemprendido el regreso a casa parareunirse con su esposa y sus hijos.

—¡Mentiras podridas! —gritóPryce, interrumpiéndole.

—Se equivoca, señor Pryce —dijoVisser con voz untuosa—. Supuse que sealegraría de regresar a casa.

—¡Cerdo embustero! —protestóPryce. Luego se volvió hacia TommyHart y Hugh Renaday. Su rostroreflejaba profunda desesperación.

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—¡Phillip! —exclamó Tommy.Pryce dio un paso vacilante hacia

Tommy, aferrando al joven por la mangade su cazadora, como si de pronto lehubieran abandonado las fuerzas.

—Quieren matarme —dijo Prycecon voz queda.

Tommy movió la cabeza en sentidonegativo y Hugh pasó entre ellos y seplantó delante de Visser.

—¡Le conozco, Visser! —le espetóel canadiense clavando el índice en elpecho del Hauptmann—.

¡Conozco su cara! ¡Si nos estámintiendo, dedicaré cada segundo decada día de cada mes que me quede de

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mi vida en este mundo a perseguirlo!¡No podrá ocultarse, nazi asqueroso,porque le acosaré como una pesadillahasta dar con usted y matarlo con mispropias manos!

El alemán manco no retrocedió.Miró a Hugh a los ojos y respondiólentamente:

—El teniente coronel debe recogersus pertenencias y acompañarme deinmediato. Herr Blucher le atenderádurante el viaje.

Visser miró con expresión entrerisueña y despectiva al canadiense yluego a Pryce.

—Es una pena, teniente coronel,

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pero no tenemos tiempo paraentretenernos con las despedidas.

Debe embarcar de inmediato.Schnell!

Pryce abrió la boca para replicar,pero se contuvo.

—Lo siento, Tommy —dijovolviéndose hacia Hart—. Confiaba enque los tres saldríamos de aquí, libres.Habría sido estupendo, ¿verdad?

—¡Phillip! —exclamó Tommy convoz entrecortada, incapaz de pronunciarlas palabras que le abrumaban.

—Sé que no os ocurrirá nada malo,muchachos —continuó Pryce—. Debéispermanecer juntos.

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¡Prometedme que sobreviviréis!Pase lo que pase, ¡debéis vivir! Esperoque os esforcéis en ello, aunque yo noesté aquí para presenciarlo, tal comoconfiaba, eso no significa que no seáiscapaces de conseguirlo por vuestrospropios medios.

A Pryce le temblaban las manos y lavoz. El temor del anciano era palpable.

—No, Phillip, no —dijo Tommymeneando la cabeza—. Permaneceremosjuntos y me enseñarás Piccadilly y…¿cómo se llama ese restaurante? Bueno,tal como me prometiste. Todo irá bien,lo sé.

—Ah, «Simpson's», en el Strand. Me

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parece estar saboreando uno de sussuculentos platos.

Tommy y tú, Hugh, tendréis quevisitarlo sin mí, y beber una copa devino a mi salud. ¡Pero nada de vinosbaratos, por favor! ¡Ni cerveza, Hugh!Un tinto de una añada anterior a laguerra. Un buen borgoña, por ejemplo.

—¡Phillip! —Tommy apenas sipodía controlarse.

Pryce le sonrió, y luego a Hugh,asiéndole también el brazo.

—Muchachos, prometedme que nopermitiréis que dejen mis restos en elbosque, para que las fieras puedan roermi viejo esqueleto. Obligadles a

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devolveros mis cenizas, y dispersadlassobre un lugar agradable, por ejemplosobre el Canal de la Mancha, cuandoesto acabe. Sí, eso me gustaría, para quela corriente las arrastre hasta la costa denuestra amada isla. Podéis arrojarlas encualquier lugar que sea de vuestroagrado. No me importa morir solo,chicos, pero quiero pensar que misrestos descansarán en un lugar dondepuedan gozar de un poco de libertad…

—¡El tiempo apremia! —interrumpió Visser secamente—. ¡Hagael favor de prepararse, teniente coronel!

Pryce se volvió y miró con enfado alalemán.

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—¡Eso es justamente lo que hago! —replicó. Luego se volvió de nuevo haciasus dos jóvenes amigos—. Me mataránen el bosque —dijo suavemente. Su vozhabía recobrado cierta fuerza y hablabacon un tono casi inexpresivo, deresignación. Más que pavor, lo quesentía Pryce era cólera ante laperspectiva de su muerte inminente—.Tommy, muchacho —musitó—, os diránque traté de huir, que traté de alcanzar lalibertad. Te dirán que se produjo unforcejeo y se vieron obligados adisparar sus fusiles.

Visser volvió a interrumpir,sonriendo y con el mismo gesto de

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desdén que había mostradoanteriormente, cuando Von Reiter leshabía amenazado con ejecutar a losaviadores británicos que trataran deescapar.

—Un intercambio de prisioneros —dijo Visser—. Eso es todo. Para notener que responsabilizarnos de la frágilsalud del teniente coronel.

—Deje de mentir —le espetó Prycecon descaro—. Nadie le cree y acabaráusted por resultar estúpido.

La sonrisa de Visser se esfumó.—Soy un oficial alemán —contestó

con rabia—. ¡No miento!—¡Vaya sino! —replicó Pryce—.

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¡Sus mentiras hieden!Furioso, Visser avanzó un paso, pero

se detuvo. Miró a Phillip Pryce conmanifiesto odio.

—Vámonos —dijo con un tonoagresivo—. ¡Partimos ahora mismo! ¡Eneste instante, teniente coronel!

Pryce asió de nuevo el brazo deTommy.

—Tommy —susurró—, esto no esuna casualidad. ¡Nada es lo que parece!¡Sálvalo, muchacho!

¡Ahora, más que nunca, estoyconvencido de que Scott es inocente!

Dos soldados entraron en lahabitación, para llevarse a Pryce. El

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escuálido y frágil inglés se encaró conellos y se encogió de hombros. Luego sevolvió hacia Hugh y Tommy.

—A partir de ahora tendréis quearreglároslas sin mí, chicos. ¡Noolvidéis que cuento con que saldréis deesto! ¡Debéis sobrevivir! ¡Pase lo quepase!

Acto seguido se volvió hacia losalemanes.

—Muy bien, Hauptmann —dijo conrepentina y serena determinación—.Estoy preparado. Puede hacer lo quequiera conmigo.

Visser asintió, indicó a los soldadosque lo rodearan y, sin que mediara otra

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palabra, éstos condujeron a Pryce por elpasillo y a través de la puerta. Tommy,Hugh y los otros aviadores británicosdel barracón corrieron tras ellos,siguiendo al anciano letrado, quienmarchaba con los hombros rígidos y laespalda recta. No se volvió una sola vezcuando el extraño cortejo atravesó elcampo de revista. Ni vaciló en elmomento de trasponer la puerta,custodiada por unos gorilas cubiertoscon cascos de acero y empuñando susfusiles. Más allá, junto al barracón delcomandante, había un enorme Mercedesnegro aguardando, con el motor enmarcha, exhalando una pequeña pluma

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de vaho por el tubo de escape.Visser sostuvo abierta la portezuela

para que el inglés subiera. Blucher, el«suizo», rodeó el vehículo con susandares de pato y se subió también en él.

Pero Pryce se detuvo junto a lapuerta del coche, se volvió y, durante unprolongado momento, contempló elcampo, mirando a través de laomnipresente alambrada hacia el lugardonde se hallaban Tommy y Hughpresenciando, impotentes, su partida.Tommy le vio sonreír con tristeza yalzar la mano para hacer un breveademán de despedida, como señalandohacia el cielo que le aguardaba. Luego

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hizo un gesto con los pulgares haciaarriba y, al mismo tiempo, se quitó lagorra para saludar a todos los aviadoresbritánicos congregados junto a laalambrada, con la gallardía de unhombre que no teme a la muerte, pordura o solitaria que ésta le aparezca.Varios aviadores alzaron la voz paraaclamarle, pero el sonido se interrumpióde golpe cuando uno de los guardiasempujó a Pryce sobre el asientoposterior, y éste desapareció de la vista.

El motor emitió un rugido. Losneumáticos comenzaron a girar sobre latierra. Levantando tras de sí una nube depolvo y traqueteando ligeramente por el

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accidentado camino, el vehículo partióhacia la línea del bosque.

Visser también lo observó partir.Luego se volvió lentamente, conexpresión de triunfo, exhibiendo unaexpresión risueña. Echó a andar haciaTommy y Hugh durante unos segundos,antes de dar media vuelta y entrar en eledificio administrativo. La puerta secerró tras él.

Tommy esperó. Un silenciorepentino le envolvió y experimentó unaprofunda sensación de resignación yrabia, sin saber cuál de esas emocionesprevalecía sobre la otra. No le habríaasombrado oír un disparo de fusil

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proveniente del bosque.—Maldita sea —dijo Hugh en voz

baja al cabo de unos momentos. Tommyse volvió a medias y vio que por lasmejillas del rudo canadiense rodabanunos gruesos lagrimones y advirtió queél también estaba llorando—. Noshemos quedado solos, yanqui —añadióHugh—. Maldita y jodida guerra.Maldita jodida y puta guerra. ¿Por quétodo el que vale algo tiene que morir?—la voz de Hugh se quebró, llena deinfinito pesar.

Tommy, que en esos instantes nopodía articular palabra, se abstuvo deresponder. El también sabía que no

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había respuesta.

Tommy caminaba con trabajo através de las alargadas sombras de latarde, sintiendo las primerasinsinuaciones del frescor nocturno quepugnaba por imponerse a los débilesretazos de sol.

Trató de pensar en su casa en lugarde hacerlo en Phillip Pryce; trató deimaginar Vermont a principios deprimavera, una época de promesas yexpectativas. Cada flor de azafrán quebrotaba a través de la húmeda ycenagosa tierra, cada capullo que se

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abría en la punta de una rama, ofrecíaesperanza. En primavera, los ríostransportaban las aguas de escorrentíade la nieve fundida y recordó que aLydia le gustaba acercarse en bicicletahasta el borde del Battenkill, o hasta unestrecho recodo en el Mettawee, lugaresdonde en las tardes veraniegas él seafanaba en pescar alguna trucha,mientras admiraba las aguas coronadasde blanca espuma que se precipitabanborboteando por las rocas. Eraestimulante contemplar la sinuosa fuerzadel agua en esa época: anunciabatiempos felices.

Meneó la cabeza, suspirando,

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tratando de aferrar las imágenesdistantes y huidizas de su hogar.

Casi todos los kriegies poseían unavisión de su hogar que evocaban en losinstantes de desesperación y soledad,una fantasía de cómo podían ser lascosas, si lograban sobrevivir. Pero esosfamiliares ensueños a Tommy leresultaban ahora inaprensibles.

Se detuvo una vez, en el centro delcampo de revista, y dijo en voz alta:«Ya está muerto.»

Imaginó el cuerpo de Pryce caídoboca abajo en el bosque, y a Blucher, elfalso suizo, junto a él, empuñando unapistola Luger que aún humeaba. No se

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había sentido tan abandonado desde elmomento en que había visto al LovelyLydia sumergirse debajo de las olas delMediterráneo, dejándolo solo, flotandoenfundado en su chaleco salvavidas. Loque deseaba imaginar era su casa, suchica, su futuro, pero sólo alcanzaba aver los siniestros barracones del StalagLuft 13, la omnipresente alambrada deespino que le rodeaba, sabiendo que apartir de ahora sus pesadillas incluiríanun nuevo fantasma.

Sonrió, durante unos instantes, anteesa ironía. En su imaginación, introdujoa su viejo capitán del oeste de Tejas.Era la única forma, pensó en aquellos

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momentos, de no romper a llorar. Pensóque Phillip se mostraría envarado yceremonioso al principio, mientras queel capitán tejano se comportaría con suhabitual desparpajo, un tanto excesivo,pero encantador con su espíritu juvenil ysu entusiasmo. Los imaginó dándose unapretón de manos y supuso que notardarían en hacer buenas migas. Phillip,por supuesto, se lamentaría de quehablaran dos lenguas diferentes, peroambos tenían numerosas cualidades quecomplacerían al otro y no tardarían enhacerse amigos.

Al doblar una esquina, de caminohacia el barracón 101, Tommy imaginó

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la conversación inicial entre los dosfantasmas. Sería sin duda cómica, pensó,antes de que los dos hombres muertos sepercataran de que tenían muchas cosasen común en esta Tierra. En su rostro sedibujó una sonrisa agridulce que noindicaba que la angustia que leatormentaba comenzara a remitir, perocuando menos que su tensión sealiviaba.

Tommy echó a correr hacia la partedelantera de los barracones, y aldistinguir la entrada del barracón 101,vio a Lincoln Scott de pie en el escalónsuperior. Frente a él había agolpadosentre setenta y cinco y cien kriegies,

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observando al aviador negro en mediode un agitado y vacilante silencio.

El rostro de Scott denotaba ira.Sacudió un dedo en el aire, por encimade los otros aviadores.

—¡Cobardes! —gritó—. ¡Todosvosotros sois unos cobardes yembusteros!

Sin titubear, Tommy echó a correrhacia él.

Scott los amenazó con un puño.—Estoy dispuesto a pelear contra

cada uno de vosotros. ¡Contra cinco devosotros! ¡Contra todos a la vez!¡Vamos! ¿Quién quiere ser el primero?

Scott se irguió, asumiendo una

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postura pugilística. Tommy vio queobservaba a cada hombre uno por uno,preparado para pelear.

—¡Cobardes! —volvió a exclamar—. ¡Vamos! ¿Quién quiere pelearconmigo?

La multitud estaba enfurecida,oscilando de un lado a otro, como agua apunto de hervir.

—¡Maldito negrata! —gritó una vozindistinguible entre el gentío. Scott sevolvió al oír esas palabras.

—El negrata está preparado. ¿Y tú?¡Venga, coño! ¿Quién quiere ser elprimero?

—¡Que te den por el culo, asesino!

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¡Morirás delante de un pelotón defusilamiento!

—¿Tú crees? —replicó Scott,blandiendo ambos puños, volviéndosecada vez que oía un silbido despectivo—. ¿Es que no tenéis pelotas paraenfrentaros a mí? ¿Vais a dejar que losalemanes hagan vuestro trabajo sucio?¡Gallinas! —Scott se puso a cacarear entono burlón—. Vamos —exhortó denuevo a los hombres—, ¿por qué notratáis de acabar conmigo? ¿O no sois lobastante hombres?

La multitud avanzó hacia él, y Scottse agachó preparándose para encajar elinevitable puñetazo que iba a recibir,

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pero dispuesto a lanzar un contragolpemortífero. Un axioma pugilístico:aprende a encajar un golpe y adevolverlo, y Scott parecía dispuesto aseguirlo al pie de la letra.

—¿Qué coño pasa aquí? —gritóTommy con voz grave y autoritaria, sinque nadie lo esperara.

Scott se tensó al reparar en lapresencia de Tommy. Permaneciódesafiante.

—¿Qué ocurre? —repitió Tommy.Como un nadador que avanza a

través de un agitado oleaje, se abriócamino por el centro de la masa deaviadores blancos. Reconoció varios

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rostros, de unos hombres que iban adeclarar en el juicio, otros que habíansido compañeros de cuarto y amigos deTrader Vic, el director de la banda dejazz y algunos colegas suyos, que el díaanterior le habían amenazado en elpasillo. Eran los rostros de unoshombres roídos por la ira, y Tommysospechó que los hombres que le habíanamenazado se hallaban entre ellos. Perocomprendió que no tenía tiempo paraescudriñar cada uno de los rostros.

La multitud se separó aregañadientes para dejarlo pasar. Alllegar a los escalones del barracón 101,Tommy se volvió hacia los hombres.

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Lincoln Scott se hallaba a su espalda.—¿Qué ocurre? —preguntó de

nuevo.—Pregúntaselo a ese negro de

mierda —contestó una voz entre lamultitud—. Es él quien busca pelea.

En lugar de volverse hacia Scott,Tommy se interpuso entre la primerahilera de hombres y el escalón sobre elque se encontraba el aviador negro.

—Te lo pregunto a ti —preguntó conenergía señalando al hombre queacababa de hablar.

Tras unos instantes de vacilación, elhombre respondió:

—Parece que a tu amigo no le gustan

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nuestras obras de arte…Se oyeron unas risas.—Y como no es ningún entendido en

arte, salió como una fiera del barracón ynos desafió a todos, cuando estábamostan tranquilos sin meternos con él. Tieneganas de gresca, de pelear con todos losque estamos en este campo, exceptoquizá tú, Hart. Por lo visto quiere liarsea hostias con todos los tíos que estamosaquí.

Antes de que Tommy pudieraresponder, sonó una voz a cincuentametros.

—¡Atención!Los kriegies se volvieron y vieron al

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coronel MacNamara y al comandanteClark que se dirigían rápidamente haciaellos. Les seguía el capitán WalkerTownsend, que se detuvo en la periferiapara observar. Casi de inmediatoapareció un escuadrón de guardiasalemanes, compuesto por media docenade hombres procedentes del campo derevista por el que Tommy acababa depasar. Iban armados con fusiles yavanzaban a paso de marcha, pisandocon sus botas la tierra seca del campo.

A la cabeza marchaba el HauptmannVisser.

Los alemanes y los dos oficialessuperiores americanos llegaron frente al

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barracón 101 casi al mismo tiempo. Losprimeros se pusieron en guardia,empuñando los fusiles, mientras queVisser se situó frente al escuadrón. Loskriegies se cuadraron.

MacNamara avanzó con paso lentoentre la multitud, al tiempo que se hacíael silencio en torno a él, escrutando elrostro de cada aviador como si quisieraretener el nombre y la identidad de cadauno en su memoria. Visser permanecióunos pasos detrás de él, como quienespera. El coronel se movía con rabiacontenida, pausadamente, como unoficial dirigiendo la inspección de unaunidad desaliñada. Tenía el rostro

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encendido, como si estuviera a punto deestallar, pero cuanto más furioso seponía, más calculados eran sus gestos.Tardó varios minutos en alcanzar losescalones del barracón 101. En primerlugar dirigió a Tommy una miradaprolongada, rígida, luego observó aScott y, por último, de nuevo a Tommy.

—Muy bien —dijo con un tonoquedo que delataba su ira—. Haga elfavor de explicarse, Hart. ¿Qué diablosocurre aquí?

Tommy saludó y repuso:—He llegado hace pocos momentos,

señor. Trataba de obtener la mismarespuesta.

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MacNamara asintió.—Entiendo —dijo, aunque era

evidente que no comprendía nada—.Entonces espero que el teniente Scottaproveche esta oportunidad paraaclarármelo.

Scott saludó también a su superior.—Señor —dijo, luego de ciertos

titubeos, como si buscara las palabrasjustas—, estaba desafiando a estoshombres a pelear conmigo, señor.

—¿Una pelea? —preguntóMacNamara—. ¿Contra todos ellos?

—Sí señor. Tantos como fueranecesario. Si se terciaba, todos.

MacNamara meneó la cabeza.

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—¿Y por qué motivo, teniente?—Mi puerta, señor.—¿Su puerta? ¿Qué le pasa a su

puerta, teniente?Scott se detuvo y respiró hondo.—Usted mismo puede verlo —

respondió.MacNamara se disponía a contestar,

pero cambió de parecer.—Muy bien —se limitó a decir.No bien hubo dado un paso, oyó la

voz de Heinrich Visser.—Le acompañaré, coronel.El alemán avanzó entre la multitud

de hombres, que se apartaron diligentespara dejarlo pasar.

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Visser subió los escalones,efectuando un breve saludo con lacabeza a MacNamara.

—Por favor —dijo dirigiéndose aScott—, muéstrenos el motivo que lellevó a desafiar a estos hombres en unasituación de clara desventaja.

Scott miró al alemán con desdén.—Una pelea es una pelea,

Hauptmann. A veces las probabilidadesde ganar o perder no tienen nada que vercon los motivos de la misma.

Visser sonrió.—Un concepto de un hombre

valiente, teniente, no de un hombrepragmático.

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—Condúzcanos, teniente —interrumpió MacNamara con brusquedad—. ¡Ahora mismo!

Tommy fue el último que penetró através de la puerta de doble hoja delbarracón 101. Los pasos irregulares delos hombres resonaron a través delbarracón mientras se dirigían hacia laúltima puerta, que daba acceso aldormitorio de Scott. Al llegar allí sedetuvieron, examinando el exterior demadera.

Alguien había grabado en grandesletras con un cuchillo: MUERE NEGRODE MIERDA. KKK.

—Bastante deficiente desde el punto

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de vista gramatical —comentó LincolnScott con acritud.

Visser se adelantó, se quitó el guantenegro de su única mano y pasólentamente la yema del dedo sobre laspalabras, delineándolas. No dijo nada yal cabo de unos momentos volvió aenfundarse el guante.

MacNamara mostraba una expresiónhosca.

—¿Tiene idea, teniente, de quiénescribió estas palabras en la puerta desu cuarto? —preguntó a Scott.

Scott negó con la cabeza.—Salí de mi habitación para ir al

Abort. Me ausenté unos minutos. Cuando

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regresé, las vi.—¿Y no se le ocurrió otra cosa que

desafiar a todos los hombres que hayaquí? —inquirió MacNamara, tratandode contener la ira que destilaba cadapalabra que salía de sus labios—.Aunque no tenía ni remota idea de quiénhabía grabado estas palabras mientrasusted se hallaba fuera.

Después de dudar unos instantes,Scott asintió con la cabeza.

—Sí señor. Eso hice.De pronto oyeron a sus espaldas el

sonido de la puerta del barracón 101 alabrirse y unas sonoras pisadas en elpasillo. Todos los hombres congregados

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frente al cuarto de Scott se volvieron yvieron al comandante Von Reiterdirigiéndose hacia ellos. Ibaacompañado por dos oficialessubalternos, con las manos apoyadasnerviosamente sobre las fundas de suspistolas. Detrás de ellos, tratando depasar inadvertido pero sin quererperderse detalle, aparecía Fritz NúmeroUno. Von Reiter lucía aún su uniformede gala.

El comandante del campo avanzópor el pasillo y se detuvo a pocos pasosde la puerta. Estuvo un ratocontemplando en silencio las palabras.Después se volvió hacia MacNamara,

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como pidiendo una explicación.—¡Esto, Herr Oberst, es lo que le

advertí que podía suceder! —dijoMacNamara sin vacilar—. De no serpor el teniente Hart y yo mismo, quellegamos en el momento oportuno,podría haberse producido unlinchamiento.

MacNamara se volvió hacia Scott.—Teniente, aunque comprendo su

ira…—Disculpe, coronel, pero no creo

que la comprenda, señor… —empezó areplicar Scott, pero MacNamara alzóuna mano para interrumpirle.

—Tenemos un proceso legal.

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Tenemos un procedimiento. Debemosatenernos a las reglas. ¡No toleraréningún altercado! ¡No toleraré unlinchamiento! ¡Y no toleraré que se metausted en ninguna pelea!

Se volvió hacia Von Reiter.—Le advertí, comandante, que esta

situación es peligrosa —dijo—. ¡Se lovuelvo a advertir!

—¡Debe controlar a sus hombres,coronel MacNamara! —le espetó VonReiter, tan furioso como el otro—. De locontrario me veré obligado a tomarmedidas.

Ambos hombres se miraron conenfado. De pronto, MacNamara se

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volvió hacia Tommy.—¡El juicio se iniciará a las ocho de

la mañana del lunes! En cuanto a esto —añadió volviéndose de nuevo hacia VonReiter—, quiero que dentro de una horainstalen otra puerta en esta habitación.

¿Entendido?Von Reiter abrió la boca para

responder, pero se detuvo y asintió conla cabeza. Dijo unas apresuradaspalabras en alemán a uno de susayudantes, que dio un taconazo, saludó yse alejó rápidamente por el pasillo.

—Sí —dijo el comandante alemán—. Instalarán otra puerta. Usted,coronel, debe ocuparse de dispersar a la

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multitud que se ha formado fuera. ¿Deacuerdo?

MacNamara asintió.—Lo haré.El oficial superior americano se

detuvo.—Pero el Oberst ya ve el peligro al

que todos estamos expuestos —añadióen tono solemne—. Es probable que seproduzcan serios problemas.

—¡Debe controlar a sus hombres! —repitió Von Reiter con hosquedad.

—Haré cuanto esté en mis manos —respondió MacNamara.

A Tommy se le ocurrió de improvisouna idea y avanzó un paso.

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—¡Señor! —dijo—. Creo queconvendría que el teniente Scott contaracon el apoyo de su abogado lasveinticuatro horas del día. Estoydispuesto a mudarme a su habitación. —Luego se volvió hacia el oficial alemány agregó—: Y no se me ocurre unguardaespaldas más eficaz que elteniente de aviación Renaday. Solicitopermiso para que se traslade del recintobritánico a este barracón durante losdías que dure el juicio.

Tras reflexionar unos momentos,Von Reiter repuso:

—Si es lo que desea, y sucomandante no se opone…

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MacNamara meneó la cabeza.—Quizá sea una buena idea —dijo.—El Hauptmann Visser se ocupará

del traslado —ordenó Von Reiter.—Bien —dijo Tommy, mirando con

franca antipatía al manco—. Lostraslados se le dan muy bien.

De haber podido matar a Visser enaquel momento, no lo habría dudado,pues lo único que veía su imaginaciónera el consternado semblante de PhillipPryce cuando le obligaron a ocupar elasiento posterior del coche que loconduciría a una muerte rápida ysolitaria.

Von Reiter calibró la ira que

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observó entre Tommy y Visser,asintiendo con la cabeza.

—Muy bien —dijo dirigiéndose aMacNamara—. Ordene a sus hombresque rompan filas. Está a punto de sonarel Appell nocturno.

Los alemanes dieron media vuelta yecharon a andar por el pasillo.MacNamara se detuvo unos segundospara volverse hacia Tommy Hart yLincoln Scott.

—Le presento mis disculpas,teniente Scott —dijo secamente—. Escuanto puedo decir.

Scott asintió y saludó.—Gracias, señor —respondió,

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confiriendo poca gratitud a sus palabras.Luego el oficial superior americano

se volvió y siguió a los alemanes por elpasillo. Durante unos momentos, Tommyy Lincoln Scott permanecieron en lapuerta de la habitación.

—¿Habría peleado contra ellos? —preguntó Tommy.

—Sí —contestó Scott sin dudarlo—.Por supuesto.

—¿No cree que eso es justamente loque pretendían? —continuó Tommy.

—Sí, no cabe duda de que llevausted razón —reconoció Scott—. ¿Peroqué otra cosa podía hacer?

Tommy se abstuvo de responder. De

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hecho, él no veía otra alternativa.—Creo —dijo al fin— que sería

conveniente que dejáramos de hacer loque todos los que le odian quieren quehaga.

Scott abrió la boca para contestar,pero dudó unos instantes antes deresponder.

—Ha dado usted en el clavo, Hart.Estoy completamente de acuerdo.

Scott se hizo a un lado y con un gestoinvitó a Tommy a entrar en lahabitación.

—Agradezco su ofrecimiento —dijo—, pero no puedo…

Tommy se apresuró a interrumpirle.

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—Colocaré una litera junto a lapared —dijo—, y Hugh y yodormiremos junto a la puerta. Por sialguien quisiera jugarle una mala pasadapor la noche. No hay muchos hombresque estarían dispuestos a pelear conHugh para llegar hasta usted.

Scott volvió a abrir la boca, pero sedetuvo y asintió con la cabeza.

—Gracias —se limitó a decir.Tommy sonrió, pensando que era la

primera vez que oía al aviador negroutilizar esa palabra con sinceridad.

—Iré a por mis cosas —dijo altiempo que señalaba la pared junto a laque pensaba colocar su litera. Pero se

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detuvo.De improviso lo atenazó una

sensación de temor.Tommy echó un vistazo en derredor,

escudriñando cada rincón deldormitorio.

—¿Qué pasa? —preguntó Scottalarmado.

—La tabla. La que estaba manchadacon la sangre de Vic y demuestra que lomataron fuera del Abort y luego lotrasladaron aquí. La que le dejé aquíhace un rato…

Tommy la buscó con la mirada.—¿Dónde diablos está?Scott se volvió hacia la esquina

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opuesta de la habitación.—Yo la puse ahí —repuso— y ahí

seguía cuando salí para ir al Abort.Pero había desaparecido.

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10

Leña

Inmediatamente después del habitualAppell vespertino, Hart y Scott sedirigieron al dormitorio de MacNamara.Atravesaron rápido y en silencio elcampo de revista y entraron en elbarracón 114, sin intercambiar palabra.Pasaron junto a pequeños grupos dekriegies que se disponían a preparar su

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cena. La mayoría se entreteníacombinando diversos productosextraídos de los paquetes de la CruzRoja: carne o salchichas enlatadas,vegetales y frutos secos y la invariableleche en polvo Klim que constituía labase de todas las salsas que elaboraban.Esa tarde, los alemanes les habíanproporcionado un poco de kriegsbrot yuna magra ración de nabos duros ypatatas rancias.

Un cocinero kriegie dotado deimaginación era capaz de crear unaincreíble variedad de menús a partir delos alimentos que contenía un paquete dela Cruz Roja, mezclando los

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ingredientes (pastel de cerdo enlatadocon confitura de fresa acompañado porfrutas en conserva). Los mejores chefsclavaban nuevas recetas en los tablonesde anuncios del Stalag Luft 13, unasrecetas que eran imitadas y modificadasde diversas formas en todo el campo deprisioneros. Los aviadores suplíancantidad con creatividad, y cada nuevokriegie aprendía a cocinar y a comerdespacio, procurando que cada escasobocado evocara en su mente el recuerdode un suculento festín tomado encircunstancias más gratas y, al mismotiempo, que durara más de lo quemerecía. Nadie devoraba allí.

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Mientras caminaban por el pasillocentral del barracón, Tommy miró aScott de reojo. Como de costumbre,Scott caminaba erguido, mostrando unaexpresión tensa y agresiva. Tommypensó que poseía una enigmática durezaque ni él mismo conocía, que brotaba delo más recóndito de su ser, una regióninexplorable. Se preguntó en quépensaría el aviador negro. Scott tenía elraro don de hacer que cualquierapareciera más pequeño a su lado.Tommy supuso que esa cualidaddependía de lo que uno hubiera visto enla vida, y la forma en que lo hubieraasimilado, y Lincoln Scott había visto

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muchas cosas. En cuanto a él, no creíaque Vermont y Harvard fueranequiparables al periplo del otro, aunqueambos hubieran llegado al mismo lugary en el mismo momento. Scott seguía sinparecer un prisionero de guerra. Habíaperdido peso —eso era inevitable dadaslas magras raciones de comida—, perosus ojos no traslucían ni la amargaresignación, ni la abatida paciencia dequien ha sido derrotado.

Tommy pensó en él. ¿Habíaconseguido el Stalag Luft 13 fundir alsoldado que llevaba dentro al igual queunos cuantos kilos? ¿Había perdido sudeseo, su firmeza de carácter, su tesón?

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A veces se atosigaba con tantaspreguntas, temiendo no ser capaz deinvocar esas cualidades cuando tuvieraque echar mano de ellas.

Especialmente ahora, pensó, cuandoPhillip Pryce ha desaparecido y sóloqueda su recuerdo para señalármelas.Tommy se mordió el labio, tratando decontrolar sus emociones. Tan difícil leresultaba imaginar a Phillip muertocomo creer que seguía vivo. Era como siel inglés hubiera sido eliminado de laexistencia de Tommy con la rotundidadde la muerte, pero sin la realidad que laacompaña. Phillip se había despedidode él con la mano y luego se había

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desvanecido. Sin una explosión, sin untiro, sin gritos de auxilio, sin sangre. Laimagen que Tommy retenía en su mentede la sonrisa irónica e impávida, quePhillip mostró en aquel último momento,le dolía como un puñetazo en elestómago.

Tommy caminaba a paso rápido ysostenido junto a Lincoln Scott, pero sesentía solo.

—¿Va a hablar usted, Hart, o debohacerlo yo?

La rabia apenas contenida de Scottarrancó a Tommy de sus cavilaciones.

—Yo lo haré —se apresuró aresponder—, pero procure mostrar lo

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que piensa a MacNamara. ¿Me hacomprendido?

Scott asintió con la cabeza.—Sí —prosiguió en voz baja—.

Compórtese como un caballero, uncaballero cabreado, pero no diga nadaque pueda ofender a ese cretino, porquees el juez y quizás elija el juicio demañana para ajustar cuentas.

Tommy llamó tres veces con losnudillos a la puerta del dormitorio delalto oficial americano.

Durante los segundos de espera,Scott murmuró:

—Me comportaré como uncaballero, Hart. Pero, ¿sabe?, me estoy

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cansando de mostrarme siemprerazonable. A veces pienso que memostraré razonable hasta el momento enque les oiga dar la orden de fuego.

—Yo no estoy tan seguro de que sehaya mostrado siempre razonable —repuso Tommy. Scott sonrió divertido.

Oyeron una voz indicándoles quepasaran y Scott abrió la puerta.MacNamara estaba sentado en un rincónde la habitación, con los pies embutidosen calcetines, sobre la litera, y con susgafas rayadas y torcidas apoyadas en lapunta de la nariz. En la manta, junto a él,había un plato de hojalata con los restosdel invariable estofado que comían los

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kriegies, y en la mano sostenía unmanoseado ejemplar de Grandesesperanzas de Dickens. Tommyreconoció al instante esta combinación.El sistema habitual de los kriegies a lahora de comer: tomar un bocado,masticar lentamente, leer un párrafo odos, comer otro bocado. A veces teníanla impresión de que el tiempo era unaliado de los alemanes.

MacNamara apartó la novela,observando a los visitantes con interés,mientras éstos se plantaban con un parde zancadas en el centro de la habitacióny se cuadraban ante él. En virtud de surango, MacNamara había conseguido

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uno de los escasos dormitorios en losque se alojaban sólo dos personas. Elcomandante Clark, su compañero decuarto, se hallaba ausente en esosmomentos.

Tommy tuvo la presencia de ánimode echar un vistazo a su alrededor,pensando que quizá vería algunafotografía pegada en la pared o algúnrecuerdo colocado en una esquina que leindicara algo sobre la personalidad delcoronel que le fuera útil. Pero no vionada que revelara el menor rasgo sobreMacNamara.

—Tenientes… —dijo éste tocándosela frente para devolverles el saludo—.

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Descansen. ¿Qué les trae por aquí?—Deseamos informarle de un robo,

señor —respondió Tommy sin perdertiempo.

—¿Un robo?—Así es.—Continúe.—Ha sido sustraída del dormitorio

del señor Scott una prueba clave, que yohabía obtenido y me proponía presentarmañana en el juicio. Sospechamos queel robo se produjo durante el rato que elseñor Scott estuvo discutiendo con loshombres frente al barracón 101.Protestamos enérgicamente contra esteacto, señor.

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—¿Una prueba, dice usted? ¿De quése trata?

Tommy dudó, y el coronel seapresuró a añadir:

—Aquí no hay nadie del otro bando,señor Hart. Toda información que ustedme transmita quedará entre nosotros.

—No me cabe duda, señor —repusoTommy, aunque no lo creía. No seatrevía a mirar a Lincoln Scott.

—Bien. —La voz de MacNamaramostraba una firmeza que tal vezocultara su irritación, pero Tommy noestaba seguro de ello—. Vuelvo apreguntarle de qué prueba se trata.

—De una tabla, señor, que arranqué

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del costado de un barracón. Mostrabaevidentes rastros de sangre de TraderVic. Rastros de salpicaduras, comodicen los profesionales.

MacNamara abrió la boca pararesponder, pero se detuvo. Retiró lospies de la cama y durante unos instantesobservó los dedos de sus piesenfundados en los raídos calcetines, ylos movió para desentumecerlos.Después se incorporó, como paraprestar mayor atención.

—¿Una tabla manchada de sangre?—Sí, señor.—¿Cómo sabe que es sangre del

capitán Bedford?

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—Es la única conclusión a la quepuedo llegar, señor. Nadie más hasangrado tanto.

—Cierto. ¿Y esa tabla quédemostraba, según usted?

Tommy dudó unos momentos antesde responder.

—Un elemento clave de la defensa,señor. Indica el lugar donde fueasesinado Trader Vic y desmonta lapercepción del crimen por parte de laacusación.

—¿Provenía del Abort?—No, señor.—¿Provenía de otro lugar?—Sí, señor.

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—¿Y según usted qué es lo que esodemuestra?

—Señor, si podemos demostrar queel crimen ocurrió en otro lugar,pondremos en tela de juicio todo el casode la acusación. El fiscal afirma que elseñor Scott salió del barracón 101detrás el capitán Bedford y que ladiscusión y pelea se produjo entre losedificios, junto al Abort. Esta pruebaindica un escenario distinto y respaldala protesta de inocencia del tenienteScott, señor.

—Lo que usted alega es correcto,teniente. ¿Y dice que este objeto hadesaparecido? —respondió MacNamara

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midiendo cuidadosamente sus palabras.Antes de que Tommy pudiera

responder, Scott terció inopinadamente:—¡Sí, señor! Fue robado de mi

dormitorio. ¡Sustraído, robado, hurtado,birlado, mangado! Como quierallamarlo, señor. ¡En el jodido momentoen que yo estaba ausente!

—Modere su lenguaje, teniente —ordenó MacNamara.

Scott lo miró fijamente.—De acuerdo, coronel —dijo con

calma—. Moderaré mi lenguaje. Noquisiera enfrentarme a un pelotón defusilamiento sólo por decir palabrotas.Podría ofender la delicada sensibilidad

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de alguno.MacNamara se encogió de hombros,

como si aceptara la furia del aviadornegro, como si la indignación de éste notuviera importancia. Tommy tomó notade ello, tras lo cual avanzó un paso ydijo, subrayando sus palabras conenérgicos ademanes:

—Señor, sin duda recordará que laacusación de Trader Vic contra elteniente Scott por haberle robado unosobjetos fue el detonante de estasituación. Gran parte de la antipatía quele tienen los hombres proviene de eseincidente. Ahora la víctima es el tenienteScott, y el objeto que ha desaparecido es

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infinitamente más importante que unrecuerdo de guerra, una cajetilla detabaco o una tableta de chocolate.

MacNamara alzó la mano, asintiendolentamente con la cabeza.

—Lo sé. ¿Qué quiere que haga yo?Tommy sonrió.—Como mínimo, señor, creo que

deberíamos interrogar a cada miembrode la acusación bajo juramento. A fin decuentas, son quienes se benefician deesta acción ilegal. Asimismo, creo quedeberíamos interrogar a todos lostestigos de la acusación, porque muchosde esos hombres parecen odiar alteniente Scott tanto como el capitán

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Bedford. También deberíamosinterrogar a algunos de los hombres quehan proferido amenazas más seriascontra el teniente Scott. Y creo quedeberíamos posponer durante unos díasel juicio. Por otra parte, creo que elrobo de este elemento clave pone derelieve la presunción de inocencia deScott. En muchos aspectos, el roboconstituye en sí mismo una prueba de suabsoluta inocencia. Es más que probableque la tabla fuera robada por elauténtico asesino. Propongo que retireusted de inmediato los cargos contra elteniente Scott.

—¡No!

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—¡Señor! ¡La defensa se ha vistoentorpecida por acciones ilegales einmorales dentro del campo!

Eso indica…—¡Lo que indica está claro, teniente!

Pero no demuestra nada. Y no hay nadaque respalde la idea de que esta pruebahaya existido o que hubiera conseguidolos espectaculares resultados que ustedafirma.

—¡Señor! ¡Tiene usted la palabra dehonor de dos oficiales!

—Sí, pero aparte de eso…—¿Qué? —interrumpió Scott—.

¿Acaso nuestra palabra tiene menospeso? ¿Es menos veraz? Quizá piense

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que mi palabra es menos valiosa. Perola palabra de honor de Hart tiene elmismo color que la suya, señor, la delcomandante Clark o de cualquier otrohombre en el Stalag Luft 13.

—Yo no he dicho eso, teniente. Nose trata de ninguna de esas cosas. Perocarece de corroboración. —MacNamarahabló casi en tono conciliatorio.

—Otros oficiales me vieron arrancarla tabla —terció Tommy.

—¿Por qué no están aquí con usted?Tommy imaginó al instante a los

compañeros de cuarto de Trader Vic y alos miembros de la banda de jazz que sehabían encarado con él en el pasillo del

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barracón 101. Pensó que probablementeeran los hombres que habían robado latabla. Y sabía que mentirían sobre elrobo.

Pero sabía quién no podía mentir.—No estoy seguro de quiénes son.—¿No cree poder identificarlos?—No. Excepto a uno.—¿Quién es?—El capitán Walker Townsend. La

acusación. Me vio con ese objeto.Este nombre hizo que el coronel se

pusiera súbitamente de piel, crispado.Durante algunos segundos guardósilencio, enfrascado en sus reflexiones.Luego dio la espalda a los dos hombres

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y caminó hasta el otro extremo de lapequeña habitación, tras lo cual diomedia vuelta y retrocedió sobre suspasos, hasta plantarse de nuevo frente aellos. Tommy observó que el coronelcalculaba, casi como si inspeccionaralos daños causados por un ataque a unavión, tratando de dilucidar si volveríaa volar. Tommy también tomó nota de lareacción de MacNamara, al igual que detodo cuando decía el oficial superioramericano. Confiaba en que LincolnScott estuviera tan atento como él.

De improviso MacNamara agitó lamano en el aire, como si hubieraconcluido su ecuación mental y

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escribiera el resultado.—De acuerdo, caballeros.

Expondremos el tema mañana ante eltribunal. Podrán formular entonces suspreguntas, y quizás el capitán Townsendy la acusación puedan ofrecerles algunasrespuestas al respecto.

MacNamara miró a los dos hombresjóvenes, arrugando el ceño y sonriendoal mismo tiempo.

—Puede que con ello consigaasestar un golpe, teniente Hart —dijo eloficial meneando ligeramente la cabeza—. Un golpe certero y contundente. Perofalta por ver la magnitud de los dañosque con ello causa a la acusación. En

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cualquier caso, mantendré un talanteobjetivo al respecto.

Tommy asintió, aunque no estabamuy convencido de ello y dudaba queScott lo considerara otra cosa que unadescarada mentira. Saludó a su superiory dio media vuelta para encaminarsehacia la puerta, pero Scott, que estaba asu lado, vaciló unos instantes. Tommy sepuso nervioso, temiendo que Scottsoltara alguna de sus inconveniencias,pero vio que el aviador negro señalabala novela que MacNamara habíadepositado, abierta, junto a su litera.

—¿Le gusta Dickens, señor? —preguntó Scott.

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En el rostro del coronel MacNamarase dibujó una breve expresión deasombro antes de que respondiera:

—En realidad, es la primera vez quetengo tiempo para leer. De joven no eraaficionado a la novela. Leíaprincipalmente libros de historia ymatemáticas. Eran los temas que teayudaban a ingresar en West Point y quehacían que siguieras allí. Ni siquierarecuerdo que en la academia militarimpartieran una clase sobre Dickens.Por supuesto, de niño y cuando asistía ala escuela no disponía de tanto tiempocomo ahora, gracias a los malditosalemanes. Pero hasta ahora, parece muy

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interesante.Scott asintió con la cabeza.—Mis estudios escolares también se

basaban principalmente en literaturatécnica y libros de textos —dijo altiempo que una breve sonrisa se filtrabaen su rostro—. Pero me quedaba tiempopara leer a los clásicos, señor. Dickens,Dostoievski, Tolstói, Proust,Shakespeare. También tenía que leer aHomero y algunas tragedias griegas. Noconsideraba que mi educación fueracompleta sin conocimientosfundamentales de los clásicos, señor.Eso me lo enseñó mi madre. Es maestra.

—Es posible que lleve razón,

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teniente —respondió MacNamara—. Nose me había ocurrido pensar en ello.

—¿De veras? Me asombra. Encualquier caso, Dickens era un escritorinteresante, señor —prosiguió Scott—.Cuando uno lee sus mejores obras hayque tener presente una cosa.

—¿Qué, teniente? —preguntóMacNamara.

—Nada es exactamente lo queparece a primera vista —contestó Scott—. Ese era el genio de Dickens. Buenasnoches, señor. Disfrute con su lectura.

Los dos jóvenes abandonaron eldormitorio del coronel.

Cuando salieron del barracón 114,

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la oscuridad empezaba a caer sobre elcampo de prisioneros, envolviendo elmundo en el gris mortecino delanochecer. Los muros de alambre deespino que rodeaban el perímetro serecortaban como unas líneas retorcidasdibujadas a carbón sobre los últimosrayos de luz diurna. La mayoría de loskriegies se habían retirado a susdormitorios, preparándose para lanoche, pertrechándose contra el fríonocturno que se filtraba inexorable. Devez en cuando, Hart y Scott veían a otroaviador que se daba prisa a través de lassombras debido a la oscuridadamenazadora e inminente. La oscuridad

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siempre podía significar muerte, enespecial a manos de un joven guardianervioso y mal adiestrado armado conuna metralleta. Tommy alzó la vista ycontempló, a través de los primerosmomentos crepusculares, una torre devigilancia cercana y vio a dos gorilasdescansando, con los brazos apoyadosen el borde, como unos hombres en unbar. Pero ellos los observabanatentamente, esperando que apretaran elpaso.

—No está mal, Hart —comentóScott. Levantó la vista hacia el lugar quemiraba Tommy y observó a los dossoldados alemanes apostados en la torre

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de vigilancia—. Lo que más me gustófue la parte sobre retirar los cargos. Nodará resultado, claro está, pero le pusonervioso y le dará algo desagradable enqué pensar esta noche cuando losalemanes apaguen las luces. Eso megustó.

—Valía la pena intentarlo.—A estas alturas, vale la pena

intentarlo todo. ¿Sabe a quién le habríagustado? Al anciano inglés, al que sellevaron. Pryce habría admirado sumaniobra, aunque no funcionara.

—Seguramente tiene razón —repusoTommy.

—Pero no hay muchos trucos en el

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sombrero, ¿no es cierto, Hart?—No. Aún tenemos a Fenelli, el

médico. Su testimonio arrojará algunasdudas sobre el asunto, y cuando seponga a largar desbaratará el caso deTownsend. Pero quisiera tener algo más.Algo concreto. La auténtica arma delcrimen, otro testigo, algo convincente.Por esto la tabla era una pruebaindispensable.

Avanzaron unos pasos a través de lacreciente oscuridad.

—Dígame, Scott —preguntó Tommyde sopetón—, ¿qué opinión le mereceMacNamara?

Scott dudó unos instantes antes de

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responder con otra pregunta:—¿En qué sentido? ¿Como oficial,

como juez o como ser humano?—En todos los sentidos. Vamos,

Scott, ¿qué impresión tiene de él?Tommy observó una pequeña sonrisa

en los labios del aviador negro.—Como oficial, es un militar de

pies a cabeza. Un oficial de carrera queambiciona ascender y queprobablemente se consume de rabiacada segundo que permanece aquí,completamente olvidado, mientras suscompañeros de West Point hacen lo quelos alumnos de esa academia suelenhacer, o sea, enviar a hombres a la

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muerte, prender medallas en sus propiospechos y ascender en la escala militar.Como juez, sospecho que será trescuartos de lo mismo, aunque de vez encuando se esforzará en dar la impresiónde que aspira a hacer justicia.

—Estoy de acuerdo —dijo Tommy—. Pero hay una diferencia entre serjusto y parecerlo.

—¡Exactamente! —replicó Scott convoz queda—. Ahora bien, comopersona… ¿Tiene usted idea, Hart, delos muchos Lewis MacNamara que heconocido a lo largo de mi vida?

—No.—Docenas. Centenares. Demasiados

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para llevar la cuenta.Scott emitió un suspiro de

asentimiento.—MacNamara es ese tipo

complicado que niega enérgica ypúblicamente sus prejuicios, pero queluego eleva el listón un poco más cadavez que un negro amenaza con saltarlo.Habla sobre justicia e igualdad y sobrecumplir con las normas establecidas,pero lo cierto es que las normas que yotengo que superar son muy distintas delas que tiene que superar usted, Hart.Las mías se ponen siempre más difícilescada vez que estoy a punto de alcanzarel éxito. He visto a MacNamara en los

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colegios a los que he asistido, desde laescuela primaria en el South Side deChicago hasta la universidad.MacNamara era el policía irlandés quepatrullaba por mi barrio aceptandosobornos y manteniendo a todo el mundoa raya, y el director de la escuelaprimaria que nos obligaba a compartircada libro de texto entre tres en cadaclase y nos impedía que nos lolleváramos a casa por las tardes paraestudiar la lección. Era el oficial queexaminó mi historial académico,inclusive un doctorado, y me aconsejóque me hiciera cocinero. O el celador deun hospital. En todo caso un cargo

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inferior y poco importante. Y cuandoconseguí la mayor calificación en elexamen de ingreso en la academia deaviación, fue un MacNamara quien meexigió que volviera a examinarme,debido a cierta «irregularidad». Laúnica irregularidad era haber obtenidoyo una nota más alta que los chicosblancos. Y cuando por fin conseguíingresar, al llegar a Alabama meencontré a MacNamara esperándome.Como le expliqué, Hart, fuera quemabancruces y dentro imponían unas normasprácticamente imposibles de cumplir.Los MacNamaras que había allí teechaban del proyecto por haber

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cometido un solo error en un examenescrito. Cualquier error, porinsignificante que fuera, te costaba caroen el aire. ¿Quiere saber por qué loschicos de Tuskegee son los mejorespilotos de caza en el cuerpo deaviación? ¡Porque teníamos que serlo!Ya se lo he dicho, Hart, usted tiene quecumplir unas normas y yo otras. ¿Quieresaber lo más gracioso?

—¿Lo más gracioso?—Bueno, digamos que la mayor

ironía.—¿A qué se refiere?—En última instancia, me resulta

más sencillo tratar con los Vincent

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Bedfords de este mundo que con losLewis MacNamaras. Al menos TraderVic nunca trató de ocultar quién era ycómo pensaba.

Y nunca pretendió ser justo cuandono lo era.

Tommy asintió con la cabeza.Caminaba junto a Scott a través de lafresca atmósfera. La límpida brisanocturna evocaba en su mente recuerdosde Vermont.

—Debe de ser difícil para usted,Scott. Difícil y enojoso —comentóTommy con tono tranquilo.

—¿Qué?—Advertir de inmediato el odio en

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todas las personas con las que setropieza y mostrarse siempre recelosode todo lo que ocurre.

Scott abrió la boca para responder yalzó la mano derecha en un breve gestodespectivo, que interrumpió a mitad decamino. Luego volvió a sonreír denuevo.

—Lo es —respondió—, es una tareaingrata —sacudió la cabeza, sin dejar desonreír—. Una tarea que, como habrávisto, me ocupa cada minuto del día. —Scott soltó una repentina carcajada—.Me ha pillado, Hart. Siempre lesubestimo.

—No es usted el primero —repuso

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Tommy encogiéndose de hombros.—Pero no me subestime usted a mí

—replicó Scott.—Dudo que lo haga nunca, Scott —

dijo negando con la cabeza—. Quizá nole comprenda, y quizá no me caiga bien.Hasta puede que no crea todo lo quedice. Pero jamás le subestimaré.

Scott sonrió y soltó otra carcajada.—¿Sabe, Hart? —preguntó con tono

jovial—. No deja usted desorprenderme.

—El mundo está lleno de sorpresas.Nada es nunca lo que parece. ¿No fueeso lo que dijo usted a MacNamarasobre Dickens?

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Scott asintió con la cabeza.—Vermont, ¿eh? Nunca he estado

allí. Visité Boston una vez, pero eso estodo. ¿Lo echa de menos? —Scott sedetuvo, meneó la cabeza y luego añadió—: Es una pregunta estúpida porque larespuesta es obvia. Pero de todos modosse la hago.

—Lo echo de menos todo —respondió Tommy—. Mi casa, mi chica,mi gente. Mi hermana menor, el perro.Hasta echo de menos Harvard, cosa quejamás imaginé. ¿Sabe incluso lo queecho de menos? Los olores. Nuncapensé que la libertad poseía un olorcaracterístico, pero así es. Uno lo

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percibía en el aire, cada vez que elviento lo arrastraba. Un olor a limpio.Como el perfume de mi chica el día denuestra primera cita. Como la comidaque prepara mi madre los domingos porla mañana. A veces salgo del barracón yal contemplar la alambrada pienso quejamás saldré de aquí y no volveré apercibir esos olores.

Ambos siguieron caminando hastallegar a la entrada el barracón 101.Entonces Scott se detuvo.

Volvió la cabeza un momento, comopara cerciorarse de que nadie lesobservaba. Daba la impresión de que sehallaban solos, envueltos por la luz

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crepuscular, antes de que la oscuridadcayera sobre el campo. Scott sacó delbolsillo de la cazadora una fotografíagastada y rota en las esquinas. Despuésde contemplarla lentamente, recreándoseen ella, se la pasó a Tommy.

—Tuve suerte —dijo Scott con vozqueda—. La mañana de mi últimamisión, cogí esta fotografía y la guardéen el bolsillo de mi uniforme de vuelo,junto a mi corazón. No sé por qué. No lohabía hecho en ninguna misión salvo laúltima. Pero me alegro de haberlohecho.

De la esquina de la puerta salía unpoco de luz y Tommy se volvió un poco

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para ver la fotografía con más claridad.Era una instantánea de una mujer joven,de rasgos delicados, del color delcacao, sentada en una mecedora en elcuarto de estar de una casa pulcra y bienamueblada, sosteniendo un bebé enbrazos. Tommy contempló la fotografía.La mujer tenía una mirada vivaz, alegrey dulce.

El bebé rozaba con la mano derechala mejilla de su madre.

—No sé si les han comunicado queestoy vivo —prosiguió Scott con vozlevemente entrecortada—.

Es muy difícil, Hart, imaginar quealguien que amas está muerto.

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Tommy le devolvió la foto.—Es preciosa —dijo con toda

sinceridad—. Estoy seguro de que elejército les ha informado que estáprisionero.

—Supongo —dijo Scott—. Perodebería haber recibido una carta o unpaquete o algo de casa, y no he sabidonada. Ni una palabra. —Miró de nuevola foto durante unos momentos antes devolver a guardarla lentamente en elbolsillo—. No conozco a mi hijo. Naciódespués de que yo partiera a ultramar.Me cuesta imaginar que es real. Pero loes. Seguramente es muy llorón. Yo loera de niño, según me dice mi madre.

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Me gustaría vivir para verlo, siquierauna vez. Y me gustaría volver a ver a miesposa. Por supuesto, en eso no mediferencio de usted, MacNamara, Clark,el capitán Townsend, los alemanes niningún otro hombre en este malditolugar. Ni siquiera de Trader Vic.

Imagino que estaría tan ansioso deregresar a Misisipí. Me pregunto quiénle esperaría allí.

—Su jefe en el concesionario decoches de segunda mano —repusoTommy.

En uno de los dormitorios se estaba

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disputando una partida de bridge, a laque asistían tantos mirones comojugadores. A diferencia del póquer, quese prestaba a unos niveles másestrepitosos de participación y a mayorcantidad de observadores, el bridgediscurría con tranquilidad hasta lasúltimas bazas de la partida, queprovocaban una intensa y vociferantediscusión sobre el modo de jugar lascartas. Los kriegies gozaban tanto conlas discusiones como con las partidas;era otra forma de exagerar una actividadmodesta, prolongándola para matar elmayor número de exasperantes minutosde cautiverio.

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La puerta del dormitorio de Scott,con su ofensiva inscripción, había sidosustituida, tal como habían prometidolos alemanes. Pero al aproximarse, losdos hombres vieron que estabaentreabierta. Antes de que Tommypudiera reaccionar con asombro, oyó uncanturreo y los fragmentos de una tonadaprocedente del cuarto del barracón, yreconoció la ruda voz de Hugh Renadayentre las melodías diversas ydesafinadas y las letras obscenas de lascanciones.

Cuando Tommy y Scott entraron enla habitación vieron al canadiensecolocando sus cosas en el espacio que le

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correspondía. Las modestaspertenencias de Tommy estabanarrinconadas junto a la pared, sus librosde derecho apilados debajo de la literay unas pocas prendas de ropa colgabande una cuerda suspendida entre dosganchos. No era mucho, pero mitigaba ladesnudez y el deprimente aislamientodel cuarto. Hugh estaba clavando unviejo calendario en la pared. El hechode que fuera del año pasado era menosllamativo que la fotografía de una jovensemidesnuda dotada de un cuerpoespectacular que presidía el mes defebrero de 1942.

—No puedo vivir sin febrero —dijo

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Hugh, dando un paso atrás para admirarla fotografía—. Esa chica me ha costadodos cajetillas de cigarrillos. Después dela guerra iré en su busca y le pediré quese case conmigo diez segundos despuésde habernos conocido. Y no aceptaré sunegativa.

—Es curioso —comentó Tommycontemplando la fotografía condetenimiento y admiración—. Esa chicano parece canadiense. Dudo que hayacapturado alguna vez una ballena o hayacomido grasa de ese animal. En cuanto asu modelito, no creo que resultara muyeficaz para protegerla del frío en elnorte…

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—Tommy, amigo mío, creo que noentiendes de qué se trata.

Hugh se echó a reír y Tommy hizo lopropio. Luego Hugh estrechó la mano alaviador negro.

—Me alegro de estar aquí, colega—dijo.

—Bienvenido al Titanic —respondió Scott. A continuación diomedia vuelta y se dirigió de nuevo haciasu litera, pero de pronto se detuvo.Durante unos instantes permaneciórígido.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Scott volviéndose bruscamentehacia Hugh.

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El canadiense le miró sorprendido yluego se encogió de hombros.

—Desde hace una media hora. Tardépocos minutos en deshacer el equipaje yrecoger mis cosas.

Fritz Número Uno me escoltó hastaaquí, después del Appell en el recintosur. Nos detuvimos para consultarle algoa Visser, y luego a uno de los ayudantesde Von Reiter. Sobre números,cuestiones burocráticas. Supongo quepara no cometer un error en el recuentode prisioneros de ambos recintos, parano ponerse a sonar los silbatos yalarmas buscando a alguien que se hamudado de recinto.

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—¿Vio a alguien cuando llegó? —inquirió Scott con sequedad.

—¿Qué si vi a alguien? Pues sí,había kriegies por todas partes.

—No, me refiero aquí dentro.—Ni a un alma —respondió Hugh

—. La puerta estaba bien cerrada. Unapuerta nueva, por cierto, según he visto.¿Pero qué le preocupa, colega?

—Eso —contestó Scott señalandouna esquina de la habitación.

Tommy se acercó a Scott. Enseguida reconoció lo que señalaba elaviador negro: recostada contra unaesquina del cuarto de literas, aparecía latabla manchada con la sangre de Trader

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Vic.Tras salvar la distancia de una

zancada, tomó el pedazo de madera y seapresuró a examinarla por un lado y porel otro. Luego Tommy alzó la vista ymiró a Lincoln Scott, que seguía en elcentro del reducido espacio.

—Compruébelo usted mismo —dijocon amargura.

Tommy arrojó la tabla hacia Scott,que la atrapó en el aire. La examinó pordelante y por detrás, como había hechoTommy.

Pero Hugh fue el primero en hablar.—Tommy, muchacho, ¿qué diantres

ocurre? ¿Qué tiene de particular ese

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pedazo de madera, Scott?Scott meneó la cabeza y emitió una

palabrota. Fue Tommy quien respondióa la pregunta.

—Ahora no es más que eso —dijo—. Leña para encender el hornillo. Estamañana era una prueba de vitalimportancia. Ahora no es nada. Nadamás que leña.

—No lo entiendo —dijo Hughtomando la tabla de manos de Scott.

Entonces éste se lo explicó al tiempoque se la entregaba.

—Hace un rato, era una tabla queTommy había descubierto fuera delbarracón 105, manchada con sangre de

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Trader Vic. Una prueba de que lo habíanasesinado en un lugar distinto del quefue hallado el cadáver. Pero durante lasúltimas horas alguien se ha tomado lamolestia de robar la tabla de estahabitación y eliminar todo rastro de lasangre de Vic. Seguramente vertió aguahirviendo sobre ella, dejando quepenetrara en cada grieta y resquicio, yluego la fregó con desinfectante.

Hugh acercó la tabla a su nariz y laolisqueó.

—Sí, es verdad: huele a lejía yjabón.

—Como si acabara de salir delAbort —observó Tommy—. Y os

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apuesto un cartón de cigarrillos a que sifuéramos al barracón 105comprobaríamos que alguien hainstalado otro pedazo de madera en ellugar en el que arranqué esta tabla.

Scott asintió con la cabeza.—Yo no me apuesto nada —replicó

—. Maldita sea.Sonrió con ironía.—No son estúpidos —añadió con

cautela. La tristeza teñía cada palabraque pronunciaba—. Habría sidoestúpido limitarse a robar la condenadatabla. Pero robarla, eliminar todo rastrode sangre y luego colocarla de nuevo enesta habitación es de gente lista, ¿no es

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cierto, señor policía?Scott miró a Hugh, quien asintió con

la cabeza y siguió examinando la tabla.—Si tuviera un microscopio —dijo

lentamente—, o una lupa, quizás hallaríaalgún rastro de los productos utilizadospara limpiarla.

—¿Un microscopio? —preguntóTommy con tono cínico, señalando a sualrededor.

Hugh se encogió de hombros.—Lo siento —dijo—. Ya sé que es

como pedir una carroza con alas paratransportarnos a casa.

—Son muy astutos —prosiguióScott, volviéndose hacia Tommy—. Esta

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mañana disponíamos de una pruebacontundente. Ahora no tenemos nada.Menos que nada. Nos han arrebatado losargumentos que íbamos a exponermañana. Y con ellos la esperanza de quese aplace el juicio.

Tommy no respondió. No merecía lapena añadir palabras a la verdad lisa yllana.

—En realidad ahora tenéis unproblema —se apresuró a decir Hugh—.¿Habéis comunicado a MacNamara lodel robo?

Tommy comprendió al instanteadonde quería ir a parar el policía.

—Sí —respondió—. Maldita sea. Y

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ahora tenemos una tabla en la que noaparece la mancha que dijimos quetenía. Este pedazo de madera inserviblees ahora tan peligroso como cualquierprueba que presente la acusación. Nopodemos mostrarlo al tribunal y decirque «antes» estaba manchado con lasangre de Vic. Nadie lo creerá.

Tommy se volvió hacia Scott.—Hemos recuperado la tabla, pero

ahora tenerla en nuestro poder nosconvierte en un par de embusteros.

Hugh sonrió.—Bueno, quizás os crean si persistís

en afirmar que os la robaron.Al hablar, Hugh tomó la tabla y la

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apoyó con cuidado en el borde de sulitera. De pronto, mientras sus palabrasse evaporaban en la atmósfera deldormitorio, asestó una feroz patada a latabla con el pie derecho, partiéndola endos. Con un segundo puntapié, no menoscontundente, la hizo astillas.

Tommy sonrió, se encogió dehombros y comentó:

—El hornillo está en el otro extremodel corredor.

—Entonces iré a cocinar algo —replicó Renaday. Cogió la leña en susbrazos y salió de la habitación.

—Digamos que esa tabla sigue enpoder de quienes nos la robaron. Me

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pregunto si esos cabrones pensaron encómo íbamos a reaccionar.

—Dudo que imaginaran que íbamosa destruirla —respondió Tommy.

Se sentía un tanto preocupado por loque habían hecho. «Mi primer caso real—pensó— y destruyo la prueba.» Peroantes de que tuviera tiempo dereflexionar sobre la moralidad de lo quehabían conseguido con dos oportunospuntapiés, Lincoln Scott dijo:

—Sí. Seguramente contaban con quenos comportaríamos honradamente yseguiríamos las reglas del juego, porquees lo que hemos hecho hasta ahora. Elproblema, Hart, es que los otros no lo

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hacen. Piense en ello: la inscripción enla puerta. Alguien sabía que con eso mesacaría de la habitación. Alguien sabíaque yo reaccionaría de la forma estúpidaque lo hice, retando a todo el mundo apelear conmigo. «KKK» y «negro demierda». Era como agitar una tela rojadelante de un toro. Y yo caí en latrampa, salí hecho una furia dispuesto apelearme con todo el maldito campo deprisioneros si fuera necesario. Mientrasyo estoy haciendo el ridículo, alguienentra aquí disimuladamente y se lleva laúnica prueba de que disponemos.Cuando vuelvo a ausentarme, ladevuelven a su lugar. Pero después de

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haber destruido la prueba. Y peor aún,ese pedazo de madera nos haríaaparecer ante MacNamara y todo elcampo como un par de embusteros.

En aquel momento a Tommy se leocurrió algo espantoso. Inspirólentamente, mirando a Lincoln Scott, queseguía hablando.

—Se llevan a nuestro expertoabogado. Destruyen nuestra patéticaprueba. Todas las mentiras parecentener sentido. Todas las verdadesparecen desatinos.

Lo que Tommy vio, en aquelmomento, fue que lenta perosistemáticamente los iban acorralando,

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colocándolos en una situación donde laúnica defensa que tenían era la protestade inocencia de Scott. De improvisocomprendió que por enérgicamente queprotestaran, su fragilidad era enorme.Cualquier discrepancia, cualquierelemento que no encajara, podíatransformar la fuerza de su protesta enmuniciones.

Tommy quiso decirlo, pero seabstuvo al observar la expresión deangustia en el rostro de Scott.

En aquel segundo, Tommy tuvo lasensación de que gran parte de la ira yexasperación del otro se habíaesfumado, dejándolo sumido en una

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inmensa e inefable tristeza. Permanecíade pie con la espalda encorvada. Sefrotó los ojos con fuerza. Tommy miró aScott a través de la habitación ycomprendió, en aquel preciso instante,el motivo de que el aviador negro loshubiera tratado a todos, desde elmomento en que había llegado al StalagLuft 13, con distancia y altivez. Lo queTommy vio fue que no existía nada másdoloroso y que produzca mayorsensación de soledad que sentirsedistinto y aislado, y la única defensa quetenía Scott contra la envidia y el odioracial que sabía que le estaríanesperando era ser el primero en disparar

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su furia, como piloto de caza que era.Tommy comprendió que todo el caso

era una trampa. Pero la peor trampa erala que Scott se había tendido a sí mismo.Al no permitir que nadie supierarealmente cómo era, había facilitado elcamino a quienes querían matarlo.Porque a nadie le importaría. Nadiesabía que tenía esposa y un hijoesperándole en casa, ni un padrepredicador que le instaba a cursarestudios superiores y una madre que leobligaba a leer a los clásicos. LincolnScott había hecho creer a todos loskriegies que no era como ellos, cuandolo cierto era que no existía la menor

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diferencia entre los otros y él.«Debe de ser terrible —pensó

Tommy— comprobar que los clavos y lamadera que adquiriste para construirunos muros son ahora utilizados paraconfeccionar tu ataúd.»

—Así que, ¿qué es lo que nos queda,abogado? No demasiado, ¿verdad?

Tommy no respondió. Vio a Scottllevarse la mano a la frente, como si ledoliera. Al cabo de unos instantes laretiró y miró a Tommy. Sus palabrascontenían un innegable dolor, y Tommyimaginó lo duro que debe de ser estaracostumbrado a contemplar a tu enemigoal otro lado del cuadrilátero o a través

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del cielo y tener que vértelas de prontocon algo tan escurridizo y evanescentecomo el odio al que se enfrentaba ahoraScott. «Algunos están haciendo todo loposible por conseguir que este pobrenegro sea ejecutado. Y cuanto antesmejor.»

En éstas, sin decir otra palabra,Lincoln Scott se tumbó boca arriba en sulitera, tapándose los ojos con su recioantebrazo para protegerse del ingratoresplandor de la bombilla que pendíadel techo. Seguía en esta postura,inmóvil, sin alzar la vista, cuando Hughentró de nuevo en la habitación.Permaneció así, inmóvil como un

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cadáver, hasta el momento en que losalemanes cortaron la corriente eléctricaen los barracones, sumiendo a los treshombres en la habitual e impenetrableoscuridad del campo de prisioneros.

Era casi medianoche según la esferaluminosa del reloj que le había dadoLydia, y Tommy no podía conciliar elsueño, invadido por un nerviosismosemejante a la inquietud que habíaexperimentado la víspera de su primeramisión de combate. En su fuero internoestaba lleno de dudas. A veces pensabaque el auténtico valor consistía sólo en

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la capacidad de actuar, de hacer lo quese debía prescindiendo de lasemociones que instan a buscar un lugarseguro y a ocultarse en él.

Escuchó los sonidos de los otros quedormían en la habitación, preguntándosepor qué no estarían desvelados como él.Dedujo que la respiración de LincolnScott revelaba cierta resignación, y la deHugh Renaday, conformidad.

Su caso no era ése.Pensó que todo se había torcido

desde el momento en que Fritz NúmeroUno había hallado el cadáver de TraderVic. La rutina de la vida en el campo deprisioneros —importante tanto para los

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captores como para los presos— sehabía visto profundamente alterada, yamenazaba con alterarse aún más cuandopor la mañana se iniciara el juicio delaviador negro.

Tommy rumió unos momentos sobreesta idea, pero sólo le sirvió paragenerarle mayor confusión. Daba laimpresión de que existía una granacumulación de odio a todos los niveles,y durante irnos instantes trató en vano dedesentrañar esa maraña. ¿Quiénsuscitaba un mayor odio?

¿Scott? ¿Los alemanes? ¿El campode prisioneros? ¿La guerra? ¿Y quiéneseran los que odiaban?

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Tommy pensó que las preguntasconstituían un pobre armamento, peroera cuanto tenía. Fijó los ojos en eloscuro techo del barracón, deseandocontemplar las estrellas en su hogar yhallar el reconfortante sendero a travésde la rutilante bóveda celestial quesiempre buscaba de joven. Era curioso,pensó, creer durante toda tu vida que siuno era capaz de hallar una ruta familiara través del remoto firmamento, tambiénera posible trazar una ruta semejante através de los lodazales y abismos de laTierra.

Este concepto le hizo sonreír conamargura, pues advirtió en él la

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impronta de Phillip Pryce. Lo quedistinguía a Phillip como abogado,pensó Tommy, era la ventajapsicológica que les llevaba a los demás.Cuando los otros no veían más que unosdatos rígidamente ordenados, Phillipveía unos gigantescos lienzos repletosde matices y sutilezas. Tommy no sabíasi algún día llegaría a adquirir lashabilidades de Pryce, pero seconformaba con una parte de lasmismas.

¿Qué habría dicho Phillip sobre ladesaparición e inopinada reaparición dela tabla de marras?

Tommy comenzó a respirar de forma

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acompasada. Phillip le habría dicho quepensara en quién salía ganando con ello.La acusación, se dijo Tommy. Peroentonces Phillip habría preguntado: ¿Yquién más? Los hombres que odiaban aScott debido al color de su piel tambiénsalían ganando. Al igual que elverdadero asesino de Vincent Bedford.Los únicos que no tenían nada que ganarcon ello eran la defensa y los alemanes.

Continuó respirando de formaacompasada, lentamente.

Qué extraña combinación, pensó.Luego se preguntó cómo estabanalineados esos hombres. No obtuvorespuesta.

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Como una tormenta que estallasúbitamente sobre el frío lago de unamontaña, vertiendo copos de nieve ensus plácidas aguas, Tommy oscilabazarandeado por las confusas ideas quebullían en su mente. Unos hombresquerían que Scott fuera ejecutado porqueera negro, otros querían que loejecutaran porque era un asesino y otrospor puro afán de venganza.

Tommy inspiró profundamente,conteniendo el aliento.

Phillip tenía razón, pensó de pronto.Lo estoy mirando todo del revés. Lapregunta crucial era: ¿quién deseaba quemuriera Vincent Bedford?

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Las preguntas le habían provocadotal tumulto en la cabeza, que cuando porfin percibió el sonido de unos pasos porel pasillo del barracón, experimentó unsobresalto. Era un sonido amortiguado,de unos hombres caminando encalcetines, avanzando cautelosamentepara ocultar su presencia.

Tommy sintió de pronto unaopresión en la garganta y los aceleradoslatidos de su corazón.

Durante unos instantes, temió que lesatacaran y se incorporó sobre el codopara prevenir a Scott y a Renaday en vozbaja. Alargó la mano en la oscuridad enbusca de un arma. Pero en aquella

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momentánea vacilación, los pasos sedisiparon. Tommy se inclinó haciadelante, aguzando el oído, y los oyódesaparecer rápidamente por el pasillocentral. Volvió a respirar hondo,tratando de calmarse. En aquellossegundos procuró convencerse de quehabía sido un kriegie normal y corriente,obligado a levantarse en plena nochepara utilizar el retrete interior. El mismoretrete que había desencadenado lasituación crucial.

Entonces se detuvo, diciéndose queestaba equivocado. Había oído lospasos de dos o tres hombres junto a lapuerta. Tres hombres afanándose en

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moverse en silencio con un claropropósito.

No se trataba de un solitario aviadorindispuesto. Entonces Tommy reparó enque no se oía el sonido del agua delretrete.

Tommy apoyó los pies en el suelo,se levantó en silencio y atravesó lahabitación de puntillas, procurando nodespertar a sus compañeros. Apoyó laoreja contra la recia puerta de madera,pero no oyó nada. La oscuridad eratotal, a excepción del tenue y ocasionalresplandor de un reflector que recorríalos muros y los tejados y penetraba porlas hendijas de los postigos.

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Tommy abrió la puerta conprecaución, unos pocos palmos, losuficiente para pasar por ella sin hacerruido. Una vez en el pasillo, se agachó,tratando de ocultar su presencia. Avanzócon el torso algo inclinado haciadelante, tratando de localizar los ruidosen la oscuridad. Pero en lugar de unsonido, lo que atrajo su atención fue unligero resplandor.

En el otro extremo del barracón, enla distante entrada que Scott y él habíanutilizado en su expedición nocturna,Tommy vio la llama de una vela. La luzparecía una estrella remota y solitaria.

Tommy permaneció inmóvil,

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observando la vela. Al principio nopudo ver cuántos hombres había junto ala puerta, pero en todo caso más de uno.Se produjo un silencio momentáneo,durante el cual Tommy observó elresplandor del reflector al pasar frente ala entrada. El reflector se paseaba por elcampo con chulería de matón. En aquelpreciso instante, la vela se apagó.

Tommy oyó crujir la puerta principaldel barracón 101 al abrirse y un ruido alcerrarse al cabo de unos segundos.

Dos hombres, pensó. Pero enseguida rectificó. Tres hombres.

Tres hombres que salían por lapuerta principal unos minutos después

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de medianoche, que utilizaban la luz deuna vela al igual que habían hecho Scotty él, para calzarse sus botas de aviadormientras aguardaban a que el reflectorpasara de largo, y que, al igual queLincoln Scott y él hacía unas noches, sezambullían de inmediato en laoscuridad.

Tommy volvió a respirar hondo. Setrataba de un grupo demasiado grande yvisible para salir fuera del barracón.Uno hubiera sido más fácil. Dos, comohabía podido comprobar con Scott, eraarriesgado, pues tenían que trabajar deforma coordinada, como un par depilotos de caza cayendo en picado para

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atacar, un avión en cabeza, el otrocubriendo el ala. Pero tres, uno tras otro,como si se lanzaran de un bombarderoalcanzado por el enemigo en un cielorepleto de fuego antiaéreo y avionesprecipitándose en el aire antes de abrirel paracaídas, era muy peligroso yestúpido. Tres hombres hacíaninevitablemente mucho ruido. Sumovimiento exagerado atraería laatención de los gorilas de la torre devigilancia, por somnolientos y distraídosque estuvieran. Era un enorme riesgo.

Por consiguiente, la recompensapara esos tres hombres debía de serenorme.

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Tommy se apoyó contra la pared,tratando de recobrar la compostura antesde regresar sigilosamente al dormitoriode Scott.

Tres hombres en el pasillo, saliendofurtivamente a media noche.

Tres hombres que arriesgan susvidas la víspera de un juicio.

Tommy ignoraba qué relación existíaentre esos factores. Pero pensó queconvenía averiguarlo.

La cuestión era cómo hacerlo.

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11

Ocho de la mañana

Uno de los hurones menos eficientesdel campo había pasado revista tresveces a la formación de aviadores.Cuando intentaba hacerlo otra vez,recorriendo las filas compuestas porgrupos de cinco hombres con sumonótono ein, zwei, drei, recibió loshabituales abucheos, insultos y protestas

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de los kriegies concentrados en elcampo. Ellos pateaban el suelo paraentrar en calor en esa mañana presididapor la humedad y el frío, acentuados porel viento del norte. El cielo presentabaun color gris pizarra atravesado por dosfranjas rojo-rosáceas en el este, otroclaro ejemplo de la fluctuación delclima alemán, siempre atrapado entre elinvierno y la primavera. Tommyencorvó la espalda para defenderse delviento, tiritando ligeramente bajo ladébil luz del amanecer, preguntándosequé había sido de la tibia temperaturadel día anterior y rumiando todas susdudas acerca del juicio que iba a

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iniciarse a las ocho de la mañana. A suderecha, Hugh restregaba el suelo conlos pies para estimular la circulación ymaldecía al hurón. A su izquierda,Lincoln Scott permanecía inmóvil, comosi el frío y la humedad no le afectaran.En sus mejillas relucían gotitas dehumedad, lo que le daba aspecto dehaber llorado.

El hurón miró su bloc de notas,dudando. Eso indicaba que se disponía aefectuar el recuento por quinta vez, loque desencadenó un torrente de insultosy amenazas. Incluso Tommy, que por logeneral guardaba silencio en semejantescircunstancias, masculló para sus

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adentros algunos juramentos nohabituales en él.

—Hart, quizá tenga algo para ti —oyó que decía alguien a sus espaldas.

Tommy se puso rígido y permaneciósin volverse. La voz le había sonadofamiliar y, al cabo de un momento,comprendió que pertenecía a un capitánneoyorquino que ocupaba un dormitorioen el barracón situado frente al suyo.Era un piloto de caza, como Scott, quehabía sido derribado cuando escoltabaunos B-17 durante un ataque sobre GranB, como los aviadores aliadosdenominaban a Berlín.

—¿Todavía buscas información o lo

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tienes todo controlado? —lepreguntaban.

Tommy negó con la cabeza, perosiguió sin volverse. Lincoln Scott yHugh Renaday también permanecieronquietos.

—Te escucho —dijo Tommy—.¿Qué quieres decirme?

—Me cabreaba que Bedford tuvierasiempre lo que uno necesitaba —continuó el piloto—. Más comida, másropa, más de todo. Necesitabas unacosa, pues él la tenía. Siempreconseguía a cambio más de lo queestabas dispuesto a darle. Era injusto.Se supone que todos los prisioneros en

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el campo pasamos las mismasprivaciones, pero ése no era el caso deTrader Vic.

—Lo sé. A veces parecía como sifuera el único kriegie que no adelgazaba—respondió Tommy. El hombre emitióun gruñido de asentimiento.

—Por otra parte —dijo el capitán—,tampoco acabó como otros.

Tommy asintió. Eso era cierto,aunque no había ninguna garantía de queno acabaran todos tan muertos comoBedford. Se abstuvo de decirlo en vozalta, aunque sabía que ese temorrondaba siempre por la cabeza de losaviadores y aparecía en las pesadillas

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de muchos kriegies. Una de las máximasdel campo de prisioneros era: «Nohables de lo que te aterroriza, puespodría ocurrir.»

—Desde luego —dijo Tommy—,pero ¿qué querías decirme?

En la formación vecina, a la derechade Tommy, se oyeron una serie deprotestas airadas.

Tommy supuso que el hurón quecontaba a ese grupo había vuelto aequivocarse. El neoyorquino dudó unosinstantes, como si recapacitara sobre loque iba a decir.

—Vic hizo un par de negocios pocoantes de morir que me llamaron

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poderosamente la atención —dijo—. Yno sólo a mí, sino que varios tíosnotaron que andaba más ocupado de lohabitual, que ya es decir.

—Sigue —repuso Tommy concalma.

El piloto dio un respingo, como siaquel recuerdo le desagradara.

—Una de las cosas que obtuvo la visólo una vez, pero recuerdo que pensépara qué diablos la necesitaba. Supuseque lo querría como un recuerdoespecial, pero me chocó, porque si losalemanes lo hallaban durante uno de susregistros se iba a armar la gorda, así queyo no lo habría tocado ni con guantes.

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—¿De qué estás hablando? —preguntó Tommy con mayor brusquedadpero sin levantar la voz.

El capitán se detuvo de nuevo antesde responder:

—Era un cuchillo. Un cuchilloespecial. Como el que luce Von Reitercuando se pone su uniforme de gala parareunirse con los jefes.

—¿Largo y delgado como un puñal?—Eso. Era un cuchillo especial de

las SS. Vi que tenía una de sus calaverasen la empuñadura. De esos queseguramente te conceden por haberhecho algo muy maravilloso por lapatria, ya sabes: quemar libros, golpear

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a mujeres y niños o disparar contrarusos desarmados. El caso es que no mepareció un recuerdo. No señor. Si losalemanes te pillan con un objeto comoése, son capaces de encerrarte en lacelda de castigo quince días. Esas cosasceremoniales se las toman muy en serio,no tienen ningún sentido del humor.

—¿Dónde lo viste?—Lo tenía Vic. Lo vi sólo una vez.

Yo estaba en su cuarto, jugando a lascartas con unos compañeros suyoscuando apareció él con el cuchillo.Comentó que era un objeto raro. No nosdijo a quién iba a ver, pero nos dio aentender que alguien le había dado algo

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muy especial a cambio de él. Dedujeque se trataba de un negocio importante.Alguien deseaba obtener ese cuchillo atoda costa. Vic lo guardó con prisa juntoal resto del botín, negándose a decirnoscuál había de ser su destinatario. Yo novolví a pensar en ello hasta que Vicmurió y dijeron que lo habían asesinadocon un cuchillo; entonces me pregunté sisería el que yo había visto. Dijeron quese trataba de un cuchillo que habíafabricado Scott. Luego se oyeronrumores de que quizá no fuera el armahomicida, lo cual me hizo pensar denuevo en él. En fin, no sé si estainformación te ha servido de ayuda,

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Hart, pero creí que podía interesarte.Ojalá supiera quién consiguió esa arma,te sería de mucha ayuda. En algún lugarde este campo hay un puñal de las SS.Yo que tú pensaría en ello. No dejaríade ser extraño que hubieran asesinado aTrader Vic con el arma que él habíadado a otro a cambio de un favor.

—¿Cómo crees que lo consiguió?El otro emitió una risita que más

parecía un bufido.—Sólo hay un hurón que tenga ese

tipo de objetos, Hart. Lo sabes tan biencomo yo.

Tommy comprendió: Fritz NúmeroUno.

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En aquel momento percibió un levetitubeo en la voz del capitán, cuandoéste prosiguió:

—Hay otra cosa que me preocupa.No sé si es importante, pero…

—Continúa —dijo Tommy.—¿Recuerdas cuando se desplomó

el túnel del 109 hace un par de semanas?—Claro. ¿Cómo no voy a

acordarme?—Ya. Seguro que MacNamara y

Clark también lo recuerdan. Creo quecontaban con él. El caso es que fue poresa época que noté que Vic estaba muyocupado. Le vi salir por la noche en másde una ocasión.

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—¿Cómo lo sabes?—Vamos, Hart —respondió el

capitán emitiendo una breve carcajada—, hay preguntas que no valen la pena amenos que tengas una razón de peso parahacerlas. Mírame, hombre. Mido unmetro sesenta y cinco. Con esta estaturano me resultó fácil conseguir que meaceptaran. Yo trabajaba de conductor demetro. Como no soy un tipo alto yfornido con estudios universitarios comotú y como Scott, de vez en cuandoalguien me ofrece un trabajo. Ya sabes,un trabajo que no reporta ningunaventaja especial, que no debe importarteensuciarte las manos y para el que

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resulta muy útil estar acostumbrado atrabajar bajo tierra.

—Ya entiendo —dijo Tommy.—La noche que murieron esos tíos

—continuó el piloto—, yo tenía queestar con ellos. De no ser porque estabaacatarrado, a estas horas también estaríaenterrado bajo tierra.

—Cuestión de suerte.—Ya, supongo. Es curioso lo de la

suerte. A veces es difícil adivinar quiénla tiene y quién no, ¿comprendes lo quequiere decir? Por ejemplo, Scott.Pregúntale si cree tener suerte, Hart.Todos los pilotos de caza sabemos dequé va. Buena suerte. Mala suerte.

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Depende de lo que los hados te tenganreservado. Va incluido en nuestrotrabajo.

—¿Adónde quieres ir a parar?—He oído decir, de una fuente

fidedigna, que por esa época Trader Vicconsiguió algunos objetos insólitos yque algunos hombres de este campoconsideran muy valiosos: documentos deidentidad alemanes, bonos de viaje ydinero. También consiguió algo muyinteresante: un horario de trenes.

Eso valía una fortuna. Ahora bien,ese tipo de información sólo puedeprovenir de un sitio, cuesta un riñón yalgunos estarían dispuestos a hacer lo

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que fuera con tal de conseguirla.—Cuando les vi recoger las

pertenencias de Vic después de quemuriera asesinado, no vi nada de eso —replicó Tommy.

—Claro, es lógico. Porque esosobjetos de los que estamos hablandofueron a parar a las manos indicadas.Por bien que Vic hubiera escondido suspertenencias, esos documentos, papelesy demás eran muy peligrosos. Nuncapodía estar seguro de que el alemán quese los había dado a cambio de otra cosano se volvería contra él y se pondría aregistrar sus cosas con otros gorilas. Ycomo dieran con esos objetos, se lo

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habrían arrebatado todo antes deencerrarlo en la celda de castigo durantecien años. Por tanto, le conveníaentregar esos objetos cuanto antes a laspersonas indicadas, ¿comprendes lo quequiero decir? Las personas que losnecesitaban sabrían qué hacer con ellosy no demorarían en hacerlo, ¿entiendes?

—Creo que comprendo… —repusoTommy, pero el capitán que se hallabadetrás de él se apresuró a interrumpirle.

—Te equivocas, porque ni yo mismolo entiendo. Esos tíos mueren en eltúnel, y poco después Bedford consigueesos valiosos documentos, horarios detrenes y otras cosas que necesitan los

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del comité de fuga, quienesquiera quesean, una panda de cabrones anónimos.Cuando yo estaba excavando, jamásaverigüé quién lo planeaba todo. Loúnico que les importaba era cuántosmetros habíamos excavado y cuántos nosfaltaban. Pero de una cosa estoy seguro:darían su mano derecha por esosdocumentos…

El piloto soltó otra risotada.—De ese modo —se apresuró a

añadir—, todos se parecerían a estemaldito nazi, Visser, que siempre andahusmeando y no aparta sus ojillos dezorro de ti, Hart.

Hasta Tommy se vio movido a reír

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ante esa idea.—Pero creo que esas cosas ya no

tienen ningún valor para los queplaneaban fugarse —continuó elneoyorquino tras aclararse la voz—,porque los alemanes han comenzado aarrojar mochilas con cargas en elcondenado túnel y a rellenarlo. Lasfechas no cuadran. Esos hombresnecesitaban esos objetos antes de que elmaldito túnel se desplomara. Variassemanas antes, para que los que sededican a falsificar documentospudieran prepararlos, los sastresconfeccionaron las prendas de fuga y lostíos que iban a escaparse aprendieron a

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memorizar los horarios de trenes y apracticar el alemán. No después, que escuando los obtuvo Vic. Quizá tú puedasdescifrarlo, Hart. Yo llevo semanasintentándolo.

Tommy asintió con la cabeza, perono respondió de inmediato, puesreflexionaba.

—¿Todavía excavas? —preguntó desopetón.

Tras dudar unos momentos, elcapitán repuso con frialdad:

—No debo responder a esapregunta, Hart, y tú sabes que no debeshacérmela.

—Lo lamento —contestó Tommy—.

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Tienes razón.El hombre dudó de nuevo unos

instantes antes de proseguir:—Pero, Hart, quiero salir de aquí.

Lo deseo tanto que algunos días, el merohecho de pensarlo me enfurece. Jamáshabía estado encerrado en prisión y novolveré a estarlo, te lo aseguro. Cuandoregrese a Manhattan, observaré lasreglas al pie de la letra. Cuando estáscavando bajo tierra, no piensas en otracosa. Rodeado de arena y polvo.Siempre acaban desplomándose. Apenaspuedes respirar. Apenas ves nada. Escomo cavar tu propia tumba, tío. Damiedo pensarlo.

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En aquel momento, Hugh, que sehabía esforzado en oír las palabras delpiloto, preguntó:

—¿Cree que alguno de los amigosde Vic podría decirnos dónde han ido aparar el cuchillo y los documentos?

—¿Los amigos de Vic? —repuso elcapitán neoyorquino con tono de chanzaentre toses y ahogos—.

¿Amigos? Estás muy equivocado.—¿Qué quieres decir? —inquirió

Tommy.El piloto dudó antes de responder

lentamente:—¿Conoces a esos tíos, los que se

meten siempre con Scott? Los

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compañeros de cuarto de Vic y losotros, los que siempre andan causandoproblemas.

—Sí, los conozco —repuso Hughcon rabia.

—Bueno, ellos dicen que eranamigos de Vic, que éste se ocupaba deque no les faltara de nada y esaspamplinas. Es una cochina mentira, te loaseguro. Pero les viene muy bien parajustificar lo que le han estado haciendo aScott, que no es lo que muchos denosotros haríamos, no señor. Te diré unacosa, Hart. A Trader Vic sólo leimportaba él mismo. Nadie más. Vic notenía ni un solo amigo. —El hombre

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calló un momento—. Te recomiendo quepienses en ello —añadió.

El ayudante alemán, situado frente ala formación, gritó: Achtung!

Tommy volvió la cabeza ligeramentey vio que Von Reiter se había colocadodelante de las formaciones y recibía lossaludos obligados de los hurones, quepor fin habían completado con éxito elrecuento. Todos los kriegies estabanpresentes y habían sido contados. Iba acomenzar otra jornada en el campo deprisioneros. Von Reiter pidió aMacNamara que se adelantara un paso y,tras los saludos de rigor entre oficiales,éste se volvió y ordenó a los aviadores

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aliados que rompieran filas. Cuando losgrupos de hombres se dispersaron,Tommy se volvió con rapidez para tratarde ver al capitán neoyorquino, pero éstese había confundido con la multitud dekriegies que conversaban unos minutosantes de iniciar otro día de cautiverio.

Aunque éste prometía ser distinto delos anteriores.

No bien había avanzado diez metrosentre los aviadores que se dispersabancuando Tommy oyó a alguien gritar sunombre y al volverse vio a WalkerTownsend saludándole con la mano.

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Tommy se detuvo al notar que HughRenaday y Lincoln Scott se situabanjunto a él, y los tres observaron alcapitán de Richmond dirigirse haciaellos. Lucía su media sonrisa habitual yllevaba la gorra de aviador echada haciaatrás, en una actitud distendida quecontradecía el gélido viento quegolpeaba a todos.

—Capitán —dijo Tommy.—Buenos días, chicos —respondió

Townsend animoso—, me muero deganas de regresar a Virginia. Estamoscasi en verano y aquí hace un tiempoinvernal. ¿Cómo es posible que hayagente que le guste vivir en este país?

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¿Estás preparado para la inauguraciónde nuestro pequeño espectáculo,Tommy?

—Ando más bien escaso de tiempo—contestó Tommy.

—No obstante, tengo la impresiónde que has estado muy ocupado —replicó Townsend—. No creo que nadietenga ganas de aplazar el asunto. Detodos modos, quisiera que meacompañaras hasta la entrada delbarracón 122, donde el coronelMacNamara desea hablar contigo antesdel inicio de los festejos de estamañana.

Tommy levantó la cabeza y

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contempló las hileras de barracones. Elbarracón 12 2 era uno de los quequedaban más aislados.

—Usted también puede venir connosotros, señor Renaday.

—Y Scott también, si se trata dealgo relacionado con el caso —apostillóTommy.

Una breve expresión de enojoensombreció el rostro de WalkerTownsend, antes de que éste asumiera suhabitual sonrisa campechana.

—Desde luego. Es lógico.Caballeros, no debemos hacer esperar alcomandante…

Tommy asintió y los tres siguieron a

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Townsend bajo la fría luz del amanecer.Tras recorrer pocos metros, Tommyaminoró un poco el paso e hizo unpequeño ademán a Hugh Renaday. Éstecaptó a la perfección el gesto y aceleró,se detuvo junto al fiscal y se puso acharlar con él.

—No he estado nunca en Virginia,capitán. ¿Ha visitado alguna vezCanadá? Nosotros decimos que cuandoDios creó los otros países, estabapracticando, pero cuando creó Canadá,le salió una obra maestra…

Al mismo tiempo, Tommy quedó unpoco rezagado y Lincoln Scott, alobservar la maniobra, se aproximó a él.

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—Esta pequeña reunión nunca se haproducido —dijo al aviador negro—.¿De acuerdo, Hart?

—Eso es. Mantenga los ojos y losoídos bien abiertos…

—¿Y la boca cerrada?—No está de más ocultar las cartas

al contrario —repuso Tommyencogiéndose de hombros.

—Una actitud típica de un blanco,Hart. En mi situación no sirve de nada,aunque sea una matización compleja queya discutiremos usted y yo en otraocasión más propicia. Suponiendo queyo sobreviva a esto.

—Suponiendo que todos

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sobrevivamos.Scott emitió una risa rasposa.—Cierto. Son muchas las personas

que mueren en la guerra.Todos vieron al oficial superior

americano paseándose arriba y abajofrente a la entrada del barracón,fumando sin parar. El comandante Clarkse hallaba cerca de él, envuelto tambiénen humo de un cigarrillo, el cual seconfundía con el aliento grisáceo yvaporoso que brotaba de las bocas delos hombres. Clark arrojó su colilla alsuelo cuando los hombres seaproximaron. MacNamara dio unaúltima y larga calada y aplastó el

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cigarrillo con la bota. Después de unosrápidos saludos, el coronel dirigió unabreve e irritada mirada a Townsend.

—Creí que iba a traer sólo alteniente Hart —le espetó—. Eso fue, almenos, lo que le ordené.

Townsend se dispuso a responder,pero permaneció en posición de firmescuando MacNamara interrumpió suspalabras con un rápido ademán. Acontinuación se volvió hacia LincolnScott y Tommy Hart.

—Me han hablado de lasacusaciones que usted ha hecho —dijocon energía—. Las implicaciones delrobo son graves y pueden poner en juego

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todas las sesiones previstas para estamañana.

—Sí, señor —respondió Tommy—.Es por esto que un aplazamiento sería…

—No he terminado, teniente.—Disculpe, señor.MacNamara carraspeó.—Cuanto más pienso en este asunto

—prosiguió—, más convencido estoy deque exponerlo en un tribunal públicodelante de toda la población del campoy los representantes de los alemanessólo servirá para confundir aún más lasituación. La tensión entre los hombres araíz del asesinato y ahora el juicio, talcomo demuestra el enfrentamiento que

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se produjo tras el hallazgo de lainscripción en la puerta de Scott… Enfin, caballeros, estoy muy preocupado.

Tommy intuyó que Scott, que estabaa su lado, iba a protestar, pero elaviador negro se tragó sus palabras yMacNamara siguió hablando.

—Por consiguiente, teniente Hart,teniente Scott, decidí llamar al capitánTownsend, explicarle los cargos queustedes han hecho y asegurarle queningún miembro de la acusación niningún testigo que se propone llamar alestrado estuvieron envueltos en elsupuesto robo.

—Vaya, yo supuse que habíais

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cogido un poco de leña para encender elhornillo, Tommy, eso es todo… —dijoTownsend con tono jovial,interrumpiendo al coronel MacNamara,el cual no le reprendió por hacerlo—.No imaginé que tuviera nada que ver connuestro caso.

Tommy se volvió hacia Townsend.—¡Mentira! —le espetó—. Me

seguiste hasta allí y me viste arrancar latabla del muro. Sabías muy bien lo queestaba haciendo. Y te preocupaste deque Visser lo viera también…

—¡Baje la voz, teniente! —intervinoClark.

Townsend siguió meneando la

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cabeza.—Te equivocas —afirmó.Tommy se volvió hacia MacNamara.—Señor, protesto.El coronel volvió a interrumpirle.—Tomo nota de su protesta, teniente

—contestó el coronel y luego se detuvo,observando a Scott unos momentos,antes de fijar los ojos de nuevo enTommy—. He decidido cerrar el asuntode la tabla. Si existió, es probable ycomprensible que un tercero laconfundiera con un pedazo de leña sinimportancia y la quemara. Estosuponiendo que existiera, sobre lo cualno hay prueba alguna.

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Señor Hart, puede usted alegar loque desee en el juicio. Pero nadiemencionará esa supuesta prueba sinpresentar otra que la corrobore. Ycualquier declaración que desee hacersobre ella y lo que ésta demuestra looiremos en privado, sin la presencia delos alemanes. ¿Me he explicado conclaridad?

—Coronel MacNamara, esto esinjusto. Protesto.

—También tomo nota de estaprotesta, teniente.

Scott estaba furioso, a punto deestallar debido al terminante rechazo desus alegaciones. Avanzó un paso, con

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los puños crispados, la mandíbula tensa,dispuesto a dar rienda suelta a su furia,pero el comandante le paró los pies conuna mirada fulminante.

—Teniente Scott —murmuróMacNamara con frialdad—, mantenga laboca cerrada. Es una orden.

Su abogado ha hablado en sunombre, y cualquier discusión sóloservirá para empeorar su situación.

Scott enarcó una ceja en un gestoairado e inquisitivo.

—¿Empeorarla? —preguntó en vozbaja, controlando su ira con sogas,calabrotes, candados y cadenas internos.

Nadie respondió a su pregunta.

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MacNamara siguió mirando deteniday fríamente a los tres miembros de ladefensa. Dejó que el silencio continuaradurante unos segundos, después de locual se llevó la mano a la visera, deforma deliberada y pausada, mostrandosu ira contenida.

—Pueden retirarse hasta las ocho deesta mañana —dijo consultando su reloj—, o sea, dentro de cincuenta y nueveminutos.

MacNamara y Clark dieron mediavuelta y entraron en el barracón.Townsend se dispuso también aretirarse, pero Tommy alargó la manoderecha y asió al capitán.

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Townsend se volvió como un barcode vela zarandeado por un viento recio yse encaró con Tommy, que pronuncióuna sola palabra antes de soltarlo.

—¡Embustero! —murmuró en lasnarices del virginiano.

El capitán entreabrió la boca parareplicar, pero cambió de opinión. Diomedia vuelta y se marchó, dejando a lostres miembros de la defensa plantadosjunto al barracón.

Scott observó al capitán alejarse,luego respiró hondo y se apoyó en elmuro del barracón 122.

Introdujo la mano lentamente en elbolsillo interior de su cazadora y sacó

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los restos de una tableta de chocolate.La partió en tres trocitos y entregó uno aTommy y otro a Hugh antes de meterseel más pequeño en la boca. Durante unosmomentos, los tres hombres seapretujaron contra el muro del edificio,al abrigo del viento, dejando que lasuculencia de la tableta Hershey's sedisolviera en sus bocas.

Tommy dejó que el chocolate sedeshiciera completamente sobre sulengua antes de tragarlo.

—Gracias —dijo.Scott sonrió.—Bueno, como fue una reunión tan

amarga, pensé que nos vendría bien algo

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que la endulzara y lo único que tenía amano era chocolate.

Los tres hombres se rieron de laocurrencia.

—Me aventuro a pronosticar,muchachos —dijo Renaday—, que nodebemos esperar demasiados fallos anuestro favor durante el juicio.

—Eso es seguro —repuso Scottmeneando la cabeza—. Pero yo creo queese tío nos arrojará algunos huesos, ¿no,Hart? No de los que llevan carne, sinode los más pequeños. Quiere dar laimpresión de obrar con justicia. Buscaun linchamiento… «justo».

—No deja de ser cómico —dijo

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Scott tras suspirar—. Bueno, más quecómico divertido. Pero me estáocurriendo a mí —añadió con un gestoelocuente.

Tommy asintió.—Me he dado cuenta de algo en lo

que no había reparado hasta el momento.¿No se ha fijado en nada particular,Scott?

El aviador negro tragó el chocolate ymiró perplejo a Tommy.

—Continúe, abogado —repuso—.¿En qué debía haberme fijado?

—MacNamara era quien se mostrómás preocupado sobre la forma deexponer el caso ante los alemanes. Nos

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ha convocado aquí, donde prácticamentenadie podía vernos, insistiendo en queno debemos revelar nada a losalemanes. En particular nada que hagapensar en que Trader Vic fue asesinadoen un lugar distinto d el Abort. Lo cuales muy interesante, porque, bienpensado, lo que quieren demostrar a losnazis es lo cojonudamente justos quesomos en nuestros juicios. Nojustamente lo contrario.

—O sea —dijo Scott con lentitud—,¿crees que todo esto en parte es unafarsa?

—Sí. Pero debería ser una farsa ensentido inverso. Es decir, una farsa que

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no parezca una farsa.—De todos modos, ¿en qué me

beneficia eso?Tommy se detuvo antes de

responder.—Ésa es la pregunta de los

veinticinco centavos, ¿no?Scott asintió con la cabeza. Durante

unos momentos se quedó pensativo.—Creo que también hemos

averiguado otra cosa. Aunque, porsupuesto, no hay tiempo suficiente parahacer algo al respecto —agregó elaviador negro.

—¿A qué se refiere? —preguntóRenaday.

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Scott alzó la vista al cielo.—¿Saben lo que más odio de este

maldito clima? —preguntóretóricamente, respondiendo deinmediato a su propia pregunta—. Queun día sale el sol y te quitas la camisapara sentir su calor, pensando que hayesperanza de que el tiempo mejore, y aldía siguiente te despiertas con lasensación de que ha vuelto el invierno,con tormentas y vientos helados. —Tommy suspiró, sacó una nueva tabletade chocolate y partió un trozo para cadauno—. Puede que ya no necesite estodentro de poco —dijo. Luego,volviéndose hacia Hugh agregó—: lo

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que he aprendido de esta breve reunión,es algo que debimos dar por sentadodesde el principio: que el fiscal estádispuesto a mentir sobre lo que vio enlas mismas barbas del comandante.Deberíamos preguntarnos qué otramentira tiene preparada.

Esta observación pilló a Tommy porsorpresa, pero tras unos instantes dereflexión llegó a la conclusión de queera acertada. «Hay una mentira enalguna parte», se dijo. Pero no sabíadónde. Lo cual no significaba que noestuviera preparado para ella.

—Será mejor que nos pongamos enmarcha —dijo tras mirar la hora.

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—No debemos llegar tarde —apuntóScott—. Aunque no estoy seguro de queel presentarnos allí sea una buena idea.

Hugh sonrió y saludó con la mano ala torre de vigilancia, en cuyo centrohabía dos gorilas ateridos por el vientohelado.

—¿Sabes qué deberíamos hacer,Tommy? Esperar a que todos esténreunidos en la sala del tribunal ylargarnos por la puerta principal comohicieron los británicos. Puede que nadiese diera cuenta.

—Seguramente no llegaríamos muylejos —respondió Scott tras prorrumpiren una carcajada—.

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Tengo mis dudas de que en estosmomentos haya muchos negrospaseándose por Alemania. No creo quenos incluyan en el gran proyecto nazi. Locual me complicaría la vida si me pillancorreteando por la campiña, tratando defugarme. Bien pensado, es muy curioso.Probablemente soy el único tío en elStalag Luft 13 que los alemanes notienen que vigilar. Porque ¿adónde iba air?

¿Cómo podría ocultarme? Meresultaría un poco difícil mezclarme conel populacho local sin llamar laatención, ¿no creen? Al margen de cómofuera vestido o de los documentos falsos

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que llevara, no creo que pudiera pasarinadvertido.

Scott se apartó del muro y se irguió,sin dejar de sonreír.

—Debemos irnos, abogado —dijo.Tommy asintió con la cabeza. Miró

al aviador negro y pensó que Scott era eltipo de hombre que convenía tener de tulado en una pelea justa. Durante unosinstantes se preguntó cómo habríatratado su viejo capitán del oeste deTejas al aviador de Tuskegee. No sabíasi aquél tenía prejuicios raciales, perouna cosa sí sabía: el capitán conocía elsistema para calibrar la templanza yfrialdad de una persona en

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circunstancias adversas, y en esesentido, Lincoln Scott habríaconquistado su admiración. Tommydudaba de poder aparentar la serenidadque mostraba Scott con todo lo que se lehabía venido encima de hallarse en sulugar. Pero Scott llevaba razón en unacosa: sus situaciones no eranintercambiables.

Los kriegies se habían introducidocomo con calzador en cada palmo deespacio disponible del edificio delteatro, ocupando cada asiento, llenandolos pasillos de la sala. Al igual que la

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vez precedente, multitud de hombres seagolpaban frente a cada ventana fueradel barracón, esforzándose en oír ycontemplar la escena que iba adesarrollarse en el interior. La presenciaalemana era algo más numerosa debidoa los hurones situados en la periferia delos grupos de prisioneros y al escuadrónarmado de gorilas cubiertos con cascosapostados frente a la puerta. Losalemanes parecían tan intrigados comosus prisioneros, aunque sus escasosconocimientos de la lengua y los usos ycostumbres estadounidenses lesimpedían seguir con detalle lo queocurría. No obstante, la perspectiva de

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un acontecimiento que venía a romper latediosa rutina del campo resultabaatractiva a todos, y ninguno de losguardias parecía enojado por haberrecibido esa misión.

El coronel MacNamara, flanqueadopor los otros dos oficiales miembros deltribunal, se hallaba sentado a la cabezade la mesa. Visser y el estenógrafo quelo acompañaba estaban sentados a unlado, como antes. En el centro delestrado habían dispuesto una silla conrespaldo, para que los testigos pudieransentarse. Al igual que la vez anterior,había mesas y sillas para la defensa y laacusación, pero en esta ocasión Walker

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Townsend ocupaba la silla másprominente, y el comandante Clarkestaba sentado a su lado.

A las ocho en punto de la mañana,Tommy Hart, Lincoln Scott y HughRenaday, imitando de nuevo unaescuadra de cazas, entraron a paso demarcha por la puerta abierta y avanzaronpor el pasillo central; sus botas militaresresonaban sobre las tablas del suelo conla insistencia de una ametralladora. Losaviadores sentados en el pasillo seapresuraron a apartarse, tras lo cualvolvieron a ocupar sus puestos cuandolos otros hubieron pasado.

El acusado y sus dos abogados

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defensores ocuparon sin decir palabrasus asientos. Se produjo una breve pausamientras el coronel MacNamaraaguardaba a que el murmullo remitiera.Al cabo de irnos segundos se hizo elsilencio en la improvisada sala deltribunal. Tommy miró brevemente aVisser y vio que el estenógrafo delalemán estaba inclinado hacia delante,con la pluma apoyada en el bloc denotas, mientras que el oficial se hallabade nuevo sentado hacia atrás,balanceándose sobre las patas traserasde su silla, con expresión casi deindiferencia, pese a la atmósfera devibrante tensión que reinaba en la sala.

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La sonora voz de MacNamara hizoque el alemán volviera a prestaratención.

—Nos hemos reunido aquí, hoy,según lo previsto en el código dejusticia militar de Estados Unidos, paraver el caso del ejército estadounidensecontra Lincoln Scott, teniente, acusadodel asesinato premeditado de VincentBedford, capitán de las fuerzas aéreasdel ejército estadounidense, mientrasambos hombres eran prisioneros deguerra, bajo la jurisdicción de lasautoridades de la Luftwaffe alemana,aquí, en el Stalag Luft 13.

MacNamara se detuvo y observó a

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la multitud congregada en la sala.—Procederemos… —empezó a

decir, pero se detuvo al ver que Tommyse levantaba bruscamente.

—Protesto —dijo éste con energía.MacNamara miró a Tommy

entrecerrando los ojos.—Deseo renovar mi protesta por el

procedimiento. Deseo renovar mipetición de más tiempo para preparar ladefensa. No me explico, señoría, elmotivo de semejante premura paracelebrar este juicio. Hasta un pequeñoaplazamiento permitiría una revisiónmás exhaustiva de los hechos y laspruebas.

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MacNamara le interrumpió confrialdad.

—No habrá aplazamiento —dijo—.Ya lo hemos hablado. Siéntese, señorHart.

—Muy bien, señor —contestóTommy, acatando la orden.

MacNamara tosió y dejó que elsilencio cayera sobre la habitación,antes de continuar.

—Procedamos con los alegatosiniciales…

De nuevo, Tommy se puso en pie,retirando ruidosamente su silla haciaatrás, y dio un taconazo.

MacNamara lo miró con frialdad.

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—¿Protesta? —inquirió.—Sí, señoría —repuso Tommy—.

Deseo renovar mi protesta de que estejuicio se celebre en estos momentosporque bajo las leyes militaresestadounidenses, el teniente LincolnScott tiene derecho a estar representadopor un miembro acreditado de laabogacía. Como sin duda sabe suseñoría, yo aún no he alcanzado estaposición, mientras que mi distinguidorival —dijo señalando a WalkerTownsend— sí. Esto crea una situacióndesigual, puesto que la acusación melleva ventaja en materia de experiencia.Solicito que este juicio sea aplazado

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hasta que el teniente Scott disponga deun abogado profesional, que puedaaconsejarle con mayor conocimiento decausa sobre sus derechos y posiblestácticas para defenderse de los cargosque se le imputan.

MacNamara no apartó su fría miradade Tommy. El joven navegante volvió asentarse.

En éstas Lincoln Scott le murmuró,con una voz que revelaba la sonrisa queocultaba.

—Eso me ha gustado, Hart —dijo—.No funcionará, desde luego, pero me hagustado. De todos modos, ¿para quénecesito yo otro abogado?

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Walker Townsend, sentado a laderecha de la defensa, se levantó.MacNamara le hizo un gesto con lacabeza y las palabras del letrado,pronunciadas con tono jovial yligeramente acentuadas, se dejaron oíren la sala.

—Lo que mi colega propone no esdesatinado, señoría, aunque pienso queel teniente Hart ha demostrado de sobrasus dotes ante el tribunal. Pero segúntengo entendido, durante buena parte dela preparación de la defensa estuvieronasistidos, muy hábilmente por cierto, porun oficial veterano británico que esasimismo un conocido abogado en esa

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nación, señor, perfectamente versado enlos diversos elementos de unprocedimiento penal.

—¡Y que fue trasladadosumariamente de este campo por lasautoridades alemanas! —interrumpióTommy con violencia.

Después se inclinó hacia delante yfijó la vista en Visser.

—¡Y probablemente asesinado! —añadió.

Esta palabra provocó airadosmurmullos y un breve tumulto entre loskriegies. Un guirigay de voces seprecipitó como un torrente a través de lasala. Visser no se movió. Pero extrajo

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lentamente uno de sus cigarrillos largos,de color pardo, que encendió conparsimonia, manipulando hábilmente lacajetilla y luego el encendedor con suúnico brazo.

—¡No hay pruebas de eso! —replicóTownsend, levantando un poco la voz.

—Cierto —apostilló MacNamara—.Y los alemanes nos han dado toda clasede garantías…

—¿Garantías, señor? —interrumpióTommy—. ¿Qué garantías?

—Las autoridades alemanas nos hanasegurado que el teniente coronel Prycesería repatriado con todas las garantías—declaró MacNamara con tono tajante.

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Tommy sintió que la boca delestómago se le encogía de ira. Duranteunos momentos, se vio cegado por larabia. No había razón alguna para que eloficial superior americano del StalagLuft 13 tuviera ningún conocimiento deltraslado de Phillip Pryce del campo deprisioneros. Pryce se hallaba bajojurisdicción británica y sus mandos. Elque los alemanes hubieran dado aMacNamara cualquier clase de garantíassólo podía significar que los americanosestaban implicados en el hecho. Estaidea le impactó de tal forma, que duranteunos momentos se sintió aturdido,intentando descifrar lo que en verdad

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significaba. Pero no había tiempo dereflexiones.

—Son nuestros enemigos, señor —dijo—. Toda garantía que le hayan dadodebe ser interpretada a la luz de esehecho.

Después de una breve pausa,inquirió:

—¿Por qué cree que no mentirían? Ymás aún para encubrir un crimen.

MacNamara volvió a mirarlo conirritación. Aunque los kriegies queasistían al juicio ya habían guardadosilencio dio unos golpes con su martillode fabricación casera. El eco reverberóligeramente en la sala.

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—Conozco ese hecho, teniente, y noes necesario que me lo recuerde. ¡Nohabrá aplazamiento! —exclamó—. ¡Losalegatos iniciales!

El coronel se volvió hacia WalkerTownsend.

—¿Está usted preparado, capitán?Townsend asintió con la cabeza.—¡Pues adelante! ¡Sin más

interrupciones por su parte, tenienteHart!

Tommy abrió la boca para replicar,aunque en realidad no tenía nada quedecir, pues ya había conseguido lo quepretendía, que era informar a toda lapoblación del campo de prisioneros que,

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al margen de lo que pensaran, condenara Scott no iba a ser tarea fácil. Por lotanto, se sentó, preocupado por lo quehabía oído hasta el momento. Miró dehurtadillas a Townsend, que parecía untanto nervioso tras las primeras salvasde la defensa. Pero Townsend era unveterano, según había comprobadoTommy, tanto ante un tribunal como enel campo de batalla, y a los pocossegundos recobró la compostura.Avanzó hasta situarse en el centro de lasala y se volvió un poco para dirigirseal tribunal, a los pilotos que se hallabanpresentes y, en parte, a los observadoresalemanes. Cuando se disponía a

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comenzar se produjo un pequeño barulloal fondo del edificio del teatro. Por elrabillo del ojo Tommy vio a Visserenderezar su silla y ponerse en pie. Elestenógrafo hizo lo propio, cuadrándosede inmediato. MacNamara y los otrosmiembros del tribunal se pusierontambién en pie, en vista de lo cualTommy asió a Lincoln Scott de la mangay ambos se levantaron a su vez. En éstasoyeron el sonido de unas recias botasavanzando por el pasillo central, y aldarse media vuelta vieron al comandanteVon Reiter, acompañado como decostumbre por un par de ayudantes,dirigiéndose hacia el rudimentario

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estrado.MacNamara rompió el silencio.—Comandante —dijo—, no sabía

que fuera usted a asistir a esta sesión.Von Reiter observó la cara de pocos

amigos de Visser y respondió con unademán ambiguo:

—¡Pero coronel MacNamara, nosiempre se tiene la oportunidad depresenciar el afamado estilo de justiciaamericano! Por desgracia, mis deberesno me permiten asistir a todas lassesiones. Pero trataré de acudir siempreque pueda. Confío en que esto nosuponga un problema.

MacNamara esbozó una sonrisa.

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—Por supuesto que no, comandante.Puede usted asistir siempre que lodesee. Lamento no haber dispuesto unasilla para usted.

—No me importa permanecer de pie—contestó Von Reiter—. Y le ruegotenga presente que el Hauptmann Visseres el observador oficial del Reich,enviado por el alto mando de laLuftwaffe. Mi presencia se debe tansólo… ¿cómo decir…? al afán desatisfacer mi curiosidad. Por favor,continúe.

Sonrió y se situó a un lado de lasala. Varios kriegies se apresuraron aapartarse para hacerle sitio, apiñándose

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entre sus compatriotas para evitar todocontacto con el austero comandantealemán, casi como si el talante de ranciaaristocracia que ostentaba fuera unaenfermedad que los democráticosciudadanos-soldados de las fuerzasaéreas debían evitar a toda costa. VonReiter, que parecía consciente de estamaniobra, se apoyó contra la paredobservando la escena con expresióndivertida.

El coronel volvió a sentarse,indicando a los otros que hicieran lopropio. Luego hizo un gesto con lacabeza a Walker Townsend.

—Proceda usted, capitán —dijo.

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—Sí, señor. Seré breve, señoría. Laacusación cree poder demostrar que elteniente Lincoln Scott y el capitánVincent Bedford experimentaban unaantipatía fundada en el odio racial desdela llegada del primero a este campo.Esta animadversión quedó de manifiestoen numerosos incidentes, entre loscuales cabe destacar una violenta pelea,en la que el capitán Bedford acusó alteniente Scott de haberle robado. Variostestigos pueden corroborarlo. Laacusación demostrará que el señor Scott,temiendo por su vida debido a lasamenazas proferidas por el capitánBedford, confeccionó un arma, siguió a

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Bedford y se encaró con él en el Abortsituado entre los barracones 101 y 102 auna hora en que todos los prisionerosdeben hallarse en sus barracones, queambos pelearon y que el capitánBedford murió asesinado. El tenienteScott, según demostrarán las pruebas,tenía la intención y los medios decometer este asesinato, señoría. Laspruebas que presentará la acusación sonabrumadoras. Lamentablemente, noexiste otra conclusión legal a los hechosacaecidos.

Walker Townsend dejó que el ecode su última frase resonara en la sala.Dirigió una breve mirada a Von Reiter y

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a MacNamara, y se sentó.MacNamara asintió y miró a Tommy

Hart.—Puede proceder con su alegato

inicial —le dijo.Tommy se levantó. Las palabras se

formaban con trabajo en su imaginación,la ira y la indignación le atenazaban lagarganta y respiró hondo. Estossegundos de vacilación le permitieronponer en orden sus pensamientos ycontrolar sus emociones.

—Señoría —dijo tras una brevesonrisa—, la defensa se reserva elderecho de no pronunciar su alegatoinicial hasta que la acusación complete

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la exposición del caso.MacNamara miró perplejo a

Tommy.—Esto no es habitual —repuso—.

No sé…—Estamos en nuestro derecho,

según las leyes militares, de posponernuestro alegato inicial —se apresuró adecir Tommy, aunque no tenía remotaidea de si estaba en lo cierto—. Notenemos ninguna obligación de exponernuestra defensa ante la acusación hastael momento en que nos correspondahacerlo.

MacNamara volvió a dudar. Luegose encogió de hombros.

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—Como desee, teniente. Entoncesprocederemos con el primer testigo.

El comandante Von Reiter, sentado ala izquierda de MacNamara, avanzó unpaso. El coronel se volvió hacia él, y elalemán, exhibiendo la sonrisa que habíapermanecido en las comisuras de sulabio superior, dijo:

—¿Significa eso que el teniente Hartno está obligado a ofrecer ahora sudefensa y que puede esperar a hacerloen un momento más propicio?

—Así es, Herr Oberst —respondióMacNamara.

Von Reiter emitió una secacarcajada.

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—Muy astuto —dijo, haciendo unpequeño ademán hacia Tommy—. Pordesgracia, esto era lo que más meinteresaba de este juicio. Porconsiguiente, coronel, regresaré mástarde, con su permiso.

Conozco de sobra los alegatos de laacusación. Son las respuestas delteniente Hart lo que me intriga.

El comandante alemán se llevó dosdedos a la visera y efectuó un lánguidosaludo.

—Hauptmann Visser, dejo esto ensus manos —agregó Von Reiter.

Visser, que había vuelto a ponerseen pie, se cuadró con tal énfasis que el

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eco de su taconazo resonó por la sala.Von Reiter, seguido como de

costumbre por sus dos sumisosayudantes, abandonó la sala seguido porla mirada de todos los prisionerospresentes en la misma. Cuando sus pasosse disiparon, MacNamara bramó:

—¡Llame a su primer testigo!Tommy observó a Townsend

avanzar hasta el centro de la sala,pensando para sus adentros que lo quehabía visto hasta ahora resultabademasiado teatral. Tenía la sensación depresenciar una obra perfectamenteinterpretada por actores expertos y queempleaban un lenguaje extraño e

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indescifrable, de modo que aunque élcomprendía buena parte de las acciones,el sentido general de las palabras se leescapaba.

Luego guardó para sí susconsideraciones y se concentró en ladeclaración del primer testigo.

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12

La primera mentira

La acusación desarrolló su casocontra Scott de forma sistemática a lolargo de la jornada, siguiendo laprogresión que Tommy imaginaba. Elevidente racismo de Bedford, las pullas,ofensas, acusaciones y los prejuicios delprofundo Sur emergieron en unadeclaración tras otra de los testigos.

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Como telón de fondo aparecía lainvariable descripción de Lincoln Scottcomo un hombre aislado, solitario, llenode ira, a quien Trader Vic habíaprovocado con sus continuasmanifestaciones de desprecio hasta quelo indujo a asesinarlo.

El problema, según comprendióTommy, era que llamar «negrata» a unhombre no era un delito.

Como tampoco lo era llamar«negrata» a un hombre que habíaarriesgado repetidamente su vida parasalvar a tripulaciones de aviadoresblancos, aunque debiera serlo. Elverdadero delito, era el asesinato, y

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durante todo el día, el tribunal, losobservadores alemanes y todos loskriegies del Stalag Luft 13 congregadosen la sala no oyeron por parte de lostestigos llamados a declarar otra cosaque lo que todos consideraban un motivoabsolutamente razonable para cometeraquel acto desesperado.

En cierto aspecto macabro, nodejaba de tener sentido: Trader Vic eraun cabrón racista y cruel, y Scott nopodía por menos de ser consciente deello. Ni alejarse de él. Por consiguientehabría matado al sureño antes de queBedford aprovechara la oportunidad dehacer que su odio se concretara en una

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acción violenta y Scott debía morir porhabérsele adelantado.

Tommy se preguntó si ésta no seríauna variante de una historia que se habíarepetido en docenas de remotas salas detribunales rurales desde Florida hastaAlabama, pasando por Georgia, las dosCarolinas, Tennessee, Arkansas yMisisipí. En cualquier lugar dondesiguieran ondeando las Barras yEstrellas.

El que tuviera lugar en un bosque deBaviera se le antojaba tan tremendocomo inexplicable.

Sentado ante la mesa de la defensa,escuchó mientras otro testigo atravesaba

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la sala atestada de hombres y ocupabasu lugar en el estrado.

El juicio se había prolongado hastaúltima hora de la tarde. Tommy escribióunas notas en una de sus preciosas hojasde papel, tratando de preparar laspreguntas que formularía al testigocuando le tocara el turno, pensando en losólido que resultaba el caso de laacusación. Scott se hallaba atrapado enun círculo vicioso: por inaceptable quefuera el trato que Trader Vic habíadispensado al aviador de Tuskegee, estono justificaba su asesinato. Por elcontrario, la situación incidía en el mássutil de los temores que experimentaban

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muchos de los miembros blancos de lasfuerzas aéreas: que Lincoln Scottrepresentaba una amenaza para todosellos, una amenaza para sus futuros y susvidas, por el mero hecho de ostentar conorgullo un color de piel distinto. LincolnScott, con su inteligencia, sus dotesatléticas y su arrogancia se habíaconvertido en un enemigo más peligrosoque los guardias alemanes apostados enlas torres de vigilancia. Tommy creíaque esta transformación constituía elmeollo del caso presentado por laacusación, y por más vueltas que le dabano sabía cómo explotarla. Sabía quetenía que presentar a Scott como un

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simple kriegie, un prisionero de guerra.Un hombre que padecía como todos, queexperimentaba los mismos temores, quese sentía solo y deprimido y sepreguntaba si algún día regresaría acasa.

El problema, comprendió, era quecuando hiciera subir a Scott al estrado,el aviador negro apareceríainevitablemente tal como era:inteligente, fuerte, enérgico,intransigente y rudo. Era tan improbableque Lincoln Scott apareciera como unhombre tan vulnerable como el resto delos prisioneros, que como un espíacapturado por la Gestapo. Tommy

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dedujo que tampoco era probable quelos hombres que estaban pendientes decada palabra que se decía en el estradocomprendieran que en el Stalag Luft 13todos eran, con las lógicas diferencias,iguales. Ni mejores ni peores que suscompañeros.

Había conseguido algunos pequeñostriunfos. Había conseguido que cadatestigo declarara que no había sido Scottquien había iniciado la tensión entre él yVic. También había puesto de relieve, através de todos los hombres que habíansubido al estrado, que Scott no obteníanada especial. Ni más comida niprivilegios adicionales. Nada que

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hiciera su vida más agradable, y símucho, en cambio, gracias a VincentBedford, que hiciera su vida másingrata.

Pero aunque el poner estas cosas demanifiesto había ayudado, la esencia delcaso se mantenía incólume. Lacompasión no era duda, y Tommy losabía. La compasión tampoco constituíauna línea de defensa, sobre todo para uninocente. Es más, en cierto modo,empeoraba las cosas. Cada kriegie sehabía preguntado, en algún momento,dónde residía su propio límite. En quépunto los temores y las privaciones a losque se enfrentaban a diario desbordarían

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el control que tenía sobre susemociones. Todos habían visto ahombres enloquecidos por el síndromede la alambrada al tratar de fugarse,para acabar, con suerte, en la celda decastigo, y si no tenían suerte, en la fosacomún que había detrás del barracón113. Lo que la acusación pretendía eraavanzar lenta pero de forma sistemáticahasta poner al descubierto el límite deScott.

El coronel MacNamara, sentadofrente a él, tomaba juramento a untestigo. El hombre alzó la mano y juródecir la verdad, al igual que ante untribunal normal. MacNamara, pensó

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Tommy, cuidaba al máximo todos losdetalles con el fin de dar un mayor airede autenticidad al asunto.

Quería que el juicio pareciera real yno una burda farsa montada en un campode prisioneros y con un juradomanipulado.

—Diga su nombre para que consteen acta —tronó MacNamara como siexistieran actas oficiales, mientras eltestigo se sentaba rígidamente en la sillay Walker Townsend se aproximaba a él.El testigo era uno de los compañeros decuarto. Murphy, el teniente deSpringfield, Massachusetts, que se habíaencarado con Tommy en el pasillo, uno

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de los hombres que habían provocadomás conflictos durante la semanapasada. Era bajo y delgado, no llegaba alos treinta años y tenía las mejillassalpicadas por unas pocas pecas que lequedaban de la infancia. Era pelirrojo yle faltaba un diente, cosa que trataba deocultar cuando sonreía.

Tommy miró sus notas. El tenienteMurphy figuraba hacia la mitad de lalista de testigos que le habíaproporcionado Townsend, pero lehabían llamado a declarar en primertérmino. Amenazas y antipatía entre eldifunto y el acusado. No se podían verni en pintura. Eso fue lo que Tommy vio

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en sus notas. Asimismo, sabía queMurphy era uno de los hombres que lehabía visto con la tabla manchada desangre. Pero sospechaba que si leinterrogaba al respecto, mentiría.

—Es el último testigo que declararáhoy —les informó MacNamara—. ¿Noes así, capitán?

Walker Townsend asintió con lacabeza.

—Sí, señor —respondió. En suslabios se dibujaba una sonrisa. Trasunos instantes de vacilación, el fiscalpidió a Murphy que describiera lascircunstancias de su llegada al StalagLuft 13. También pidió al teniente que

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les ofreciera unos breves datos sobre supersona, combinando ambas cosas, deforma que todos los hombres queestaban presentes en la sala pensaranque la historia de Murphy era análoga ala suya.

Cuando el testigo comenzó adeclarar, Tommy no prestó muchaatención. Estaba obsesionado con laidea de que se hallaba más próximo a laverdad sobre el asesinato de Trader Vic,aunque el motivo se le escapaba. Elproblema era obtener esta versiónalternativa de uno de los testigos, pues,por más vueltas que le daba, no sabíacómo conseguirlo. Scott era quien le

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había acompañado en la visita nocturnaal lugar donde él creía que se habíacometido el asesinato. Pero Scott era lapersona menos indicada para relatar estahistoria desde el estrado. Parecería unahistoria fantástica destinada a apoyar suinocencia. Daría la impresión de queScott trataba de protegerse. Sin la tablamanchada de sangre para respaldar suversión, todo tendría la apariencia deuna burda mentira.

Tommy sintió náuseas. La verdad estransparente, las mentiras tienensustancia.

Respiró hondo, mientras WalkerTownsend seguía formulando a Murphy

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las acostumbradas preguntas sobre susorígenes, que el teniente respondíarápida y solícitamente.

«Estoy perdiendo», pensó.Peor aún. Con cada minuto que pasa,

un hombre inocente se halla máspróximo al pelotón de fusilamiento.

Tommy miró a Scott de reojo. Sabíaque el aviador negro era consciente deesto. Pero su rostro seguía siendo el deuna máscara imperturbable. Lucía lahabitual expresión de ira profunda ycontenida.

—Bien, teniente —dijo Townsendalzando la voz y haciendo un ademán alhombre que ocupaba la silla de los

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testigos. Hizo luego una pausa, comopara impartir mayor peso a su pregunta—: Es usted de Massachusetts, ¿no escierto?

Tommy, preocupado por losdiversos pensamientos que se agolpabanen su mente, seguía sin prestar muchaatención. Townsend formulaba suspreguntas con un talante lánguido,parsimonioso, empleando un estilodistendido y amable que inducía unestado de distraída placidez en ladefensa.

A los fiscales, pensó Tommy, lesgustaba el peso del testimonio tantocomo la espectacularidad.

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Diez personas repitiendo lo mismouna y otra vez era preferible a unapersona recitándolo con tono enfático.

Pero la siguiente pregunta llamó laatención de Tommy.

—Massachusetts es un estado cuyoclima progresista y civilizado en materiaracial es bien conocido en toda laUnión, ¿no es así, teniente?

—Sí, capitán.—¿No fue uno de los primeros en

crear un regimiento compuestoenteramente por negros en la guerra deSecesión? ¿Un valeroso grupo dirigidopor un insigne comandante blanco?

—En efecto, señor…

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Tommy se levantó.—Protesto. ¿A qué viene esta

lección de historia, coronel?—Le concederé cierto margen de

tolerancia —respondió MacNamarahaciendo un gesto ambiguo con la mano—, siempre que el fiscal procure ir algrano.

—Gracias —contestó Townsend—.Me apresuraré. Usted, teniente Murphy,es de Springfield. Ha residido toda suvida en esa hermosa ciudad de eseestado, famosa por ser el lugar natal denuestra revolución. Bunker Hill,Lexington, Concord…, esos importanteslugares están cerca de Springfield, ¿no

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es cierto?—Sí señor. En la parte oriental del

Estado.—Y durante su infancia, no era raro

que tratara con negros, ¿cierto?—Cierto. Tuve a muchos

compañeros negros en la escuela y en eltrabajo.

—De modo, teniente, que no se lepuede calificar de racista.

Tommy volvió a levantarse.—¡Protesto! El testigo no puede

llegar a esa conclusión sobre supersona.

—Capitán Townsend —intervinoMacNamara—, le ruego que vaya al

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grano.Townsend volvió a asentir.—Sí señor. Lo que me propongo,

señor, es demostrar a este tribunal queaquí no existe una conspiración sureñacontra el teniente Scott. No sólo hemosescuchado la declaración de hombresprovenientes de estados que sesepararon de la Unión. Los llamados«estados eslavistas». Me propongo,señoría, demostrar que hombresprocedentes de estados con una largatradición de coexistencia armoniosa derazas están dispuestos, miento, estánansiosos de declarar contra el tenienteScott, ya que presenciaron unos actos

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que la acusación considera cruciales enla secuencia de hechos que desembocóen un detestable asesinato…

—¡Protesto! —gritó Tommyponiéndose en pie—. El discurso delcapitán está destinado a inflamar losánimos del tribunal.

MacNamara miró a Tommy.—Tiene razón, teniente. Se acepta la

protesta. Basta de discursos, capitán.Prosiga con las preguntas.

—Deseo resaltar que el mero hechode que alguien provenga de unadeterminada parte de Estados Unidos nole hace más o menos acreedor a laverdad, coronel…

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—Ahora es usted quien nos estádando un discurso, señor Hart. Eltribunal es muy capaz de juzgar laintegridad de los testigos sin su ayuda.¡Siéntese!

Tommy se sentó a regañadientes, yLincoln Scott se inclinó hacia delante ymurmuró:

—¡Menuda armonía racial! Murphyempleaba la palabra «negrata» con tantafrecuencia como Vic. Pero lapronunciaba con un acento distinto, esoes todo.

—Ya me acuerdo —repuso Tommy—. En el pasillo. Cuando le interroguese lo recordaré.

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Townsend se dirigió a la mesa de laacusación. El comandante Clark extrajode debajo de la misma la sartén oscurade metal que Scott había fabricado paraprepararse la comida. El comandante sela entregó a Townsend, quien se volvióy se acercó al testigo.

—Ahora, teniente, voy a mostrarleun objeto que hemos introducido comoprueba. ¿Reconoce esto, señor?

—Sí, capitán —respondió Murphy.—¿Por qué lo reconoce?—Porque observé al teniente Scott

construir esa sartén, señor. Scott estabaen un rincón del cuarto del barracón 101que compartíamos. Fabricó la sartén con

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un pedazo de metal proveniente de unode los recipientes de desechos de losalemanes, señor. He visto a otroskriegies hacer lo mismo, pero pensé queScott parecía tener cierta experiencia enel trabajo del metal, porque ésta era lamejor versión de una sartén que yo habíavisto en todos los meses que llevo aquí,señor.

—¿Y qué observó a continuación?—Vi que le había quedado un

fragmento de metal con el que habíaempezado a formar otro objeto. Utilizóun trozo de madera como martillo paraalisar los bultos y las combaduras,señor.

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—Haga el favor de contar al tribunalqué más vio.

—Me ausenté un breve instante de lahabitación, señor, pero cuando regresévi al teniente Scott envolviendo el asade este fragmento de metal que lesobraba con un viejo trapo.

—¿Qué le pareció que habíaconstruido?

—Un cuchillo, señor.Tommy se levantó de un salto.—¡Protesto! El fiscal pide al testigo

que saque conclusiones.—¡Protesta denegada! —bramó

MacNamara—. Continúe, teniente.—Sí, señor —repuso Murphy—.

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Recuerdo que pregunté a Scott, allímismo, para qué diablos necesitaba eso.Era casi tan grande como una espada…

—¡Protesto!—¿Por qué motivo?—Es hablar de oídas, coronel.—No lo es. Prosiga, por favor.—Quiero decir —insistió Murphy—

que nunca había visto a nadie en estecampo fabricar nada semejante…

Townsend volvió a acercarse a lamesa de la acusación. El comandanteClark le entregó el cuchillo. El fiscal losostuvo en alto ante sí, casi como ladyMacbeth, y lo blandió varias veces.

—¡Protesto! —gritó nuevamente

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Tommy—. Estos gestos teatrales…MacNamara asintió con la cabeza.El sureño sonrió.—Por supuesto, señoría. Bien,

teniente Murphy, ¿es éste el artilugio quevio usted fabricar al teniente Scott?

—Sí —contestó Murphy.—¿Le vio utilizar alguna vez este

cuchillo para preparar la comida?—No señor. Al igual que muchos de

nosotros, tenía una pequeña navajaplegable que resultaba más eficaz.

—¿Así que Scott no empleó nuncaeste cuchillo con un propósitojustificado?

—¡Protesto! —Tommy volvió a

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ponerse en pie.—Siéntese. Éste es el motivo por el

que estamos aquí, teniente Hart.Responda a la pregunta, tenienteMurphy.

—No le vi emplear nunca el cuchillocon un propósito justificado, no señor.

Townsend dudó unos instantes antesde preguntar:

—Cuando vio usted al teniente Scottfabricar este cuchillo ¿le preguntó paraqué lo necesitaba?

—Sí señor.—¿Y qué le contestó, teniente

Murphy?—Recuerdo sus palabras con

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exactitud. Dijo: «Para protegerme.»Entonces le pregunté de quién queríaprotegerse, y Scott respondió: «De esecabrón de Bedford.» Ésas fueron suspalabras, señor.

Tal como las recuerdo. Y luego medijo, espontáneamente, sin que yo lepreguntara nada: «¡Debería matar a esehijo de puta antes de que él me mate amí!» Eso fue lo que dijo, señor. ¡Lo oícon toda claridad!

Tommy se levantó, empujando susilla hacia atrás con tal violencia, quecayó al suelo estrepitosamente.

—¡Protesto! ¡Protesto! ¡Esto esimprocedente, coronel!

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MacNamara se inclinó hacia delante,con el rostro encendido, casi como si lehubieran interrumpido en medio de unatarea agotadora.

—¿Qué es lo que le pareceinaceptable, teniente? ¿Las palabras quepronunció su cliente u otra cosa? —preguntó el oficial superior americanocon desdén.

Tommy respiró hondo, mirando aMacNamara con la misma aspereza conque el coronel le había mirado a él.

—Mi protesta es doble, señor. Enprimer lugar, este testimonio constituyeuna sorpresa para la defensa. Cuandopregunté al testigo qué iba a declarar,

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repuso, «sobre las amenazas y laantipatía…». No dijo una palabra sobreesta supuesta conversación. Creo que setrata de un invento.

De unas mentiras, destinadas ainfluir injustamente…

—Puede sacar a relucir este temadurante el turno de repreguntas, teniente.

Walker Townsend, sonriendolevemente, con una ceja arqueada,interrumpió.

—Señoría, no veo ningún engaño enlas palabras del testigo. Éste dijo alteniente Hart que iba a declarar sobreamenazas. Y esto es precisamente lo quehemos oído del teniente Murphy. Una

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amenaza. La acusación no tiene por quéasegurarse de que el teniente Hart seprepara adecuadamente buscandoinformación adicional de un testigo conanterioridad al juicio. El teniente Harthizo una pregunta al testigo y obtuvo unarespuesta, y si consideraba que eltestimonio podía perjudicar a su clientedebió tratar de aclarar el tema…

—¡Señoría, esto es injusto!¡Protesto!

MacNamara meneó la cabeza.—Debo insistir, teniente Hart, en

que se siente. Debe aguardar su turno depreguntas. Mientras tanto, guardesilencio.

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Tommy permaneció de pie,apoyando disimuladamente una mano enel borde de la mesa. No se atrevió amirar a Lincoln Scott.

Walker Townsend sostuvo en alto elcuchillo de fabricación casera.

—«¡Debería matar a ese hijo deputa!» —tronó, la ira que contenía suvoz acentuada por el tono suave quehabía utilizado anteriormente—.¿Cuándo dijo eso?

—Uno o dos días antes de serasesinado —repuso Murphy con tonosolícito.

—¿Asesinado con un cuchillo? —inquirió Townsend.

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—¡Sí señor! —contestó Murphy.—¡Una profecía! —exclamó

Townsend con aire satisfecho—. Y estecuchillo, el cuchillo del teniente LincolnScott, está manchado con la sangre delcapitán Bedford.

Se acercó a la mesa de la acusación,depositó el cuchillo violentamente sobrela superficie de madera de la mesa. Elruido resonó a través de la silenciosasala del tribunal.

—La defensa puede interrogar altestigo —dijo tras una pausa para darmayor efecto a sus palabras.

Tommy se levantó, ofuscado por laira, las dudas y la confusión que le

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invadían. Abrió la boca, pero en aquelpreciso momento el coronel MacNamaraalzó la mano para interrumpirle.

—Pospondremos el turno derepreguntas hasta mañana por la mañana,teniente. Concluiremos la sesión con eltiempo justo para presentarnos al Appellvespertino, ¿no es así, Hauptmann?

Por primera vez enaproximadamente una hora, Tommy sevolvió hacia el alemán manco. Visserasintió con la cabeza, pero no respondióde inmediato. Durante varios segundos,el alemán miró al teniente Murphy,mientras el copiloto del Liberator semovía incómodo en la silla. A

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continuación Visser recorrió lentamentela sala con la vista, deteniéndose enLincoln Scott y en Tommy Hart, luego enel fiscal y sus ayudantes y por último enel coronel MacNamara.

—Tiene razón, coronel —respondió—. Creo que es el momento oportunopara suspender la sesión.

Visser se levantó y el estenógrafocerró su bloc de notas.

MacNamara dio unos golpes con sumartillo.

—Se suspende la sesión hastamañana. Nos reuniremos aquíinmediatamente después del recuentomatutino. ¡Teniente Murphy!

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—¿Sí, señor?—No debe comentar su testimonio

con nadie. ¿Entendido? Absolutamentenadie, ni la acusación, la defensa, niamigos ni enemigos. Puede hablar deltiempo o del ejército. Puede hablar de larepugnante comida, o de esta repugnanteguerra. Pero no puede hablar de estecaso. ¿Me explico?

—¡Sí señor! Perfectamente.—Muy bien —dijo MacNamara con

tono enérgico—. Puede retirarse —alzóla vista y miró a los hombrescongregados en la sala—. Todos puedenhacerlo.

MacNamara se levantó y los

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kriegies se pusieron en pie, cuadrándosecuando los miembros del tribunal selevantaron de la mesa y abandonaroncon solemnidad el teatro. Luego salieronel comandante Clark y el capitánTownsend, que apenas pudo reprimiruna sonrisa de satisfacción al pasarjunto a Tommy, y acto seguido, Visser yel resto de los alemanes, salvo un par dehurones que exhortaron a los kriegies adesalojar la sala. Sus exclamaciones de«Raus! Raus!» resonaron en el airedetrás de Tommy.

Tommy cerró los ojos un momento yescudriñó la vacía oscuridad que habíatras sus párpados.

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Al cabo de unos segundos los abrióy se volvió hacia Lincoln Scott y HughRenaday. Scott miraba al frente, los ojosfijos en la silla vacía de los testigos. Sinpestañear. Rígido.

—Bueno —dijo Hugh con calmainclinándose hacia delante—, eso hasido un cañonazo de advertencia. ¿Cómovamos a demostrar que ese cabrónmiente?

Tommy abrió la boca pararesponder, aunque no estaba seguro delo que iba a decir, pero Scott leinterrumpió.

La voz del aviador negro, seca,rasposa, reverberó ligeramente en la

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sala. Estaban solos.—No era mentira —dijo en tono

quedo, casi como si le dolierapronunciar esas palabras—. Era verdad.Eso es palabra por palabra lo que dije aese asqueroso hijo de perra.

Cuando concluyeron el Appellvespertino y regresaron a su dormitorioen el barracón 101, Tommy echabachispas. Dio un portazo y se volvióhacia Scott.

—Podía habérmelo dicho —leespetó, alzando el tono de la voz comocuando un motor se acelera—.

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Me habría sido útil saber que habíaamenazado con matar a Bedford antes deque éste fuera asesinado.

Scott abrió la boca para responder,pero se detuvo. Se encogió de hombrosy se sentó bruscamente en el borde delcamastro.

Con las manos crispadas en unospuños, Tommy comenzó a caminar encírculos ante el negro.

—¡Me ha hecho parecer un idiota!—gritó—. ¡Y usted ha quedado como unasesino! ¡Me aseguró que no sabía nadasobre ese maldito cuchillo y ahoraresulta que lo fabricó con sus propiasmanos!

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¿Por qué no me lo dijo?—Después de irme de la lengua

delante de Murphy —dijo Scott de malagana—, lo metí en el lugar donde guardomi caja de la Cruz Roja. A la mañanasiguiente había desaparecido. No volvía verlo hasta que Clark lo sacó de eseescondite del que yo no sabía nada,debajo de la litera.

—Genial —contestó Tommy furioso—. ¡Es una bonita historia! ¡Seguro quetodo el mundo se la tragará!

Scott alzó de nuevo la vista como sise dispusiera a responder, pero cambióde opinión.

—¿Cómo quiere que le defienda si

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no me cuenta la verdad, Scott? —preguntó Tommy sulfurado.

Scott abrió la boca, pero no dijonada. Estaba sentado con la cabezaagachada, casi como si rezase, hasta quepor fin suspiró profundamente ymurmuró:

—No lo sé.Tommy lo miró boquiabierto.—¿Qué?Scott alzó ligeramente la cabeza y

miró a Tommy.—No quiero que me defienda —

repuso con lentitud—. No necesito queme defienda. ¡No debería encontrarmeen una situación en que deba ser

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defendido! ¡Yo no he hecho nada másque decir la verdad! ¡Y si esas verdadesa usted no le gustan, no puedo hacernada para remediarlo!

Con cada frase, Lincoln se fuetensando hasta ponerse en pie, con lasmanos crispadas.

—Vale, amenacé a ese cabrón. ¿Yqué? ¡Fabriqué ese cuchillo delante deMurphy! ¡Con ello no violé ningunaregla, porque no hay reglas! Dije que lomataría. ¡Tenía que decir algo, coño! Nopodía quedarme de brazos cruzados, sinhacer caso de lo que ese cabrón decía.¡Tenía que hacerle comprender que yono era un negro débil de carácter,

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aterrorizado e ignorante a quien élpudiera hostigar y someter cada minutode su jodida vida! ¡Tenía que advertir aese asqueroso racista que aunque yoestuviera solo aquí no iba a aguantarlo!¡Que no iba a quedarme acojonado en unrincón y doblegarme ante él, tragándometoda la mierda que me echara encima,como otros! ¡No soy un esclavo! ¡Asíque fabriqué esa condenada espada ydije que estaba dispuesto a utilizarla!¡Porque lo único que los malditosBedfords de este mundo comprenden esla misma violencia que ellos empleancontigo! ¡Se comportan como cobardescuando les plantas cara, y eso fue lo que

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hice!Scott permaneció inmóvil en el

centro de la habitación, enfurecido.—¿Lo entiende ahora? —preguntó a

Tommy.Tommy se levantó, plantándose

delante del aviador negro.—Usted no es libre —repuso

secamente, subrayando cada palabra conun breve ademán, como si golpeara elaire—. ¡Ni usted, ni yo ni ninguno de losque estamos aquí!

Scott sacudió la cabezaenérgicamente de un lado a otro.

—Quizá sea usted un prisionero,Hart, como Renaday, Townsend,

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MacNamara, Clark, Murphy y todos losdemás, pero yo no. Quizás hayanderribado mi avión, me hayan encerradoaquí y me ejecute un pelotón defusilamiento por un crimen que no hecometido, pero jamás me consideraré unprisionero. ¡Ni por un segundo! Soy unhombre libre, atrapado temporalmentedetrás de una alambrada de espino.

Tommy se disponía a responder,pero calló. Ese era el problema, elmeollo del asunto. El problema de Scottera infinitamente más profundo que unamera acusación de asesinato.

Tommy comenzó a pasear en círculopor la pequeña habitación,

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reflexionando.—¿Se ha fiado alguna vez de un

blanco? —preguntó de sopetón.Scott retrocedió un paso, como si

hubiera recibido un golpe en lamandíbula.

—¿Qué?—Me ha oído perfectamente —

contestó Tommy—. Respóndame.—¿Que si me he fiado? ¿A qué se

refiere?—Ya sabe a qué me refiero.

¡Conteste!Scott entrecerró los párpados,

dudando antes de responder.—Ningún negro, hoy en día, llega a

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ningún sitio sin la ayuda de unos blancosde buena fe.

—¡Esto no es una respuesta!Scott abrió la boca, se detuvo y

sonrió asintiendo con la cabeza.—Lleva razón. —Después de otra

pausa, agregó—: No, nunca me he fiadode un blanco.

—Pero estaba dispuesto a utilizar suayuda.

—Sí. En la escuela, sobre todo. Y laiglesia donde predica mi padre sebeneficia de algunas obras de caridad.

—Pero cada sonrisa que ustedesbozaba, cada vez que estrechaba lamano a un blanco, era mentira, ¿no es

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así?Lincoln Scott emitió un pequeño

suspiro, casi como si ese diálogo ledivirtiera.

—Sí —repuso—. En cierto modo,sí.

—Y cuando les estrechaba la mano,eso también era mentira.

—Podría interpretarse así. Es muysimple, Hart. Es una lección queaprendes de pequeño. Si quieres llegar aalgo, tienes que apoyarte sólo en timismo.

—Pues gracias a su afán de apoyarsesólo en sí mismo —dijo Tommypausadamente—, en los últimos días sus

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perspectivas han disminuidonotablemente. —No se molestó enocultar su sarcasmo, el cual molestó aLincoln Scott.

—Puede que sea así —contestó éste—, pero cuando oiga la orden de fuegoal comandante del pelotón, sabré quenadie me robó lo más importante paramí.

—¿Qué?—La dignidad.—Que no le servirá de nada cuando

esté muerto.—En eso se equivoca por completo,

Hart. Esa es la diferencia entre usted yyo. Yo deseo vivir tanto como cualquier

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otro. Pero no estoy dispuesto aconvertirme en alguien distinto parasobrevivir. Porque ésa sería una mentiramás grave que las que han dicho desdeel estrado.

—Es usted un hombre difícil decomprender, Scott —comentó por finmeneando la cabeza—. Muy difícil.

Scott sonrió enigmáticamente.—Da usted por sentado que quiero

que me comprendan.—De acuerdo. Pero tengo la

impresión de que sólo está dispuesto arebatir estas acusaciones a su estilo.

—Es la única forma en que séhacerlo.

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—Bien, pues en este caso vamos ahacerlo de forma distinta, porque talcomo están las cosas no vamos a ganar.

—Lo comprendo —repuso Scott contristeza—. Pero lo que usted nocomprende es que hay distintos tipos devictorias. Ganar en este tribunal de pegano es tan importante para mí comonegarme a convertirme en lo que no soy.

Tommy se quedó tan sorprendidopor esta frase que tardó unos momentosen responder. Pero el repentino silencioque cayó entre ambos hombres fueinterrumpido por Hugh Renaday. Habíapermanecido de pie, apoyado en lapared, observando y escuchando, en

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silencio, el airado diálogo entre Hart yScott. De pronto avanzó hacia ellos,meneando la cabeza, y dijo con tono dereproche:

—Sois un par de idiotas.Los otros dos se volvieron hacia el

canadiense.—Ninguno de vosotros es capaz de

ver el conjunto de la situación.En aquel instante Scott pareció

animarse un poco.—Pero usted va a explicárnoslo.—Así es —replicó Hugh—. ¿Dónde

está Phillip Pryce cuando más lenecesitamos? ¿Sabes, Tommy? Si estámuerto y te está mirando desde algún

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sitio en lo alto, al oírte seguro que lehabrá dado un soponcio.

—Es posible, Hugh. Explícate.Hugh se paseó por la habitación

unos segundos, tras lo cual encendió uncigarrillo.

—Usted, Lincoln, pretende reformarel mundo. Desea un cambio, siempre ycuando no tenga que cambiar ustedmismo. Y tú, Tommy, estás tanobsesionado con seguir las reglas deljuego que no has reparado en lo injustasque son. Estáis locos, ninguno devosotros se comporta con un mínimo desensatez.

Hugh señaló a Scott y prosiguió:

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—Usted se convirtió en el hombreideal para que le acusaran del crimen.Alguien en este maldito campo queríamatar a Trader Vic y lo hizo, y usted erala víctima propiciatoria perfecta sobrela que ese tipo hizo recaer lassospechas. ¿Sí o no?

Scott asintió con la cabeza.—No es la forma más elegante de

expresarlo, pero es cierto. Todo pareceindicar que es así.

—Y no pudo ponérselo más fácil aTownsend para que le acusara delcrimen.

Scott volvió a asentir.—Pero… —empezó a decir.

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Hugh meneó la cabeza con energía.—¡No me hable de «peros»,

«quizás», «quién sabe» y esaszarandajas! Sólo hay una forma deresolver esta situación, y es ganar elcaso, porque a la fin y a la postre, es loúnico que cuenta. No cómo gane, ni porqué, ni siquiera cuándo. Pero tiene queganar, y cuanto antes se dé cuenta deello, mejor para todos.

Scott se detuvo. Luego asintió con lacabeza.

—Es posible.—¡No hay vuelta de hoja! Piense en

ello. Ha estado tan ocupadodemostrando que es mejor que todos los

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que estamos aquí, que ha olvidado quees exactamente igual a todos. Y tú,Tommy, no has hecho lo que asegurasteque haríamos, pelear con uñas y dientes.¡Utiliza tus propias mentiras contraellos!

Hugh se puso a toser violentamente.—¿Acaso no te enseñó nada Phillip?

—Observó la punta del cigarrillo,arrancó la brasa y la arrojó al suelo, laaplastó con el pie y se guardó la colillaa medio fumar en el bolsillo de sucamisa—.

Tengo hambre —dijo—. Ya vasiendo hora de que comamos. No meexplico qué hago aquí hablando con un

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par de mentecatos como vosotros.Queréis ganar pero queréis hacerlo deforma correcta, porque de otro modo osparece inaceptable. ¡Esto es una guerra!¡Cada segundo mueren cientos depersonas! ¡No se trata de un combate deboxeo con las normas del marqués delQueensberry!

¡Debéis pelear, maldita sea! ¡Dejadde jugar limpio! Hasta que los dos ossentéis a hablar y decidáis lo que debéishacer. ¡Que caiga la peste sobrevosotros!

—Una plaga —le rectificó Scottsonriendo.

—De acuerdo, una plaga —replicó

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Hugh.—Eso dice Mercucio a Capuletos y

Montescos poco antes de morir —continuó Scott—. «¡Que caiga una plagasobre vuestras casas!»

—¡Mercucio y Shakespeare llevabanrazón! —Hugh se acercó a su litera ysacó de debajo de la misma un paquetede comida de la Cruz Roja.

»Maldita sea —dijo, como si lesorprendiera el limitado contenido delpaquete—. Sólo me queda uno de esosespantosos paquetes de la Cruz Rojainglesa. ¡Un té que no sabe a nada, unosarenques incomibles y demásporquerías! Espero que tú tengas algo

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mejor, Tommy. De Estados Unidos, latierra de la Abundancia.

—¿En qué consistía la ración decomida alemana esta noche, Hugh? —preguntó Tommy tras reflexionar unosinstantes.

Hugh alzó la cabeza y repuso dandoun respingo:

—Lo de siempre. Kriegsbrot y esarepugnante morcilla. Phillip solíaenterrarla en el jardín, aunqueestuviéramos muertos de hambre. No eracapaz de comérsela, ni yo, ni nadie deeste recinto.

No entiendo cómo pueden comerlalos alemanes.

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«Morcilla», pensó de pronto TommyEra un elemento habitual en la dieta quelos alemanes suministraban a loskriegies, que éstos rechazabansistemáticamente aunque se murieran dehambre.

La salchicha era repugnante, unosgruesos tubos de lo que los prisionerossuponían que eran menudilloscongelados mezclados con sangre delmatadero, a lo que daban consistenciamezclándola con serrín. Lo cocinarancomo lo cocinaran, sabía a rayos.Muchos hombres la enterraban, comosolía hacer Pryce, confiando en quesirviera de abono para la tierra. A

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veces, las tropas de los recintosbritánico y americano que integraban lacompañía teatral la trituraban y lautilizaban como atrezzo para una escenaque requería sangre.

Tommy se volvió de pronto haciaScott.

—¿La ha probado alguna vez? —lepreguntó.

—En un par de ocasiones la acepté ytraté de hallar la forma de cocinarla,pero me pareció incomible, como a todoel mundo.

—¿Pero le dieron su ración?—Sí.Tommy asintió con la cabeza.

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—Hugh —dijo lentamente—, cogeun par de cigarrillos y ve a ver siencuentras a alguien que tenga un pedazode salchicha. La más asquerosa yrepulsiva morcilla alemana que puedashallar, cámbiala por los cigarrillos ytráela. Se me ha ocurrido una idea.

Hugh miró a Tommy perplejo.—Como quieras —dijo

encogiéndose de hombros—. Pero creoque te has vuelto loco. —Se palpó lacamisa para asegurarse de que llevabacigarrillos y salió al pasillo.

En cuanto se cerró la puerta, Tommyse volvió hacia Scott.

—Bien —dijo—. Hugh tiene razón.

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Si usted no tiene inconveniente, creo queha llegado el momento de dejar de jugarsegún las reglas de los otros.

Tras dudar unos instantes, Scottasintió con la cabeza.

El coronel MacNamara recordó alteniente Murphy que seguía estando bajojuramento cuando el aviador volvió asentarse en el centro de la improvisadasala del tribunal. Todos ocupaban elmismo lugar que la víspera: la defensa,la acusación, los centenares de kriegiesamontonados en los pasillos, Visser y elestenógrafo en su rincón habitual y los

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solemnes miembros del tribunal quepresidían la sesión.

Murphy asintió, se movió un pocopara instalarse cómodamente en suasiento y esperó a que Tommy Hart seacercara a él con una pequeña sonrisade satisfacción.

—De Springfield, Massachusetts,¿no es así?

—Sí —respondió Murphy—. Nací yme crié allí.

—¿Y dice usted que trabajó juntocon negros?

—Así es.—¿Se trataba con ellos a diario?—A diario, sí señor.

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—¿Qué tipo de trabajo realizaba?—Mi familia compartía la

propiedad de una pequeña empresa deproductos cárnicos. Era una pequeñaempresa local, pero abastecíamos anumerosos restaurantes y escuelas de laciudad.

Después de reflexionar unosmomentos, Tommy prosiguió conlentitud.

—¿Productos cárnicos? ¿Se refiere abistecs y chuletas?

—Sí, señor. Unos bistecs tan gordosy tiernos que no necesitabas cuchillopara partirlos.

Solomillo, filete —añadió—, y unas

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chuletas dulces como el caramelo.Costillas de cordero. De cerdo.

Y hamburguesas, las mejores delEstado, sin duda. Se me hace la bocaagua de pensar en esa carne, asada alaire libre en una barbacoa.

Las palabras del aviador suscitaronal mismo tiempo risas y gemidos entrelos presentes. Un murmullo recorrió lasala, variaciones del mismo tema, amedida que un hombre susurraba al de allado: «¡Qué daría yo por comerme unbuen filete a la parrilla, con cebolla ysetas…!»

Tommy dejó que las risas sedisiparan, esbozando una pequeña

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sonrisa irónica.—Una empresa cárnica debe de ser

un negocio bastante sucio, ¿no es cierto,teniente? Animales despedazados,vísceras, sangre, excrementos, pelo…Hay que desechar lo inservible yconservar sólo las partes útiles, ¿no?

—Así es, teniente.—Y los negros trabajaban en la

sección de los desperdicios, ¿no es así,teniente? Me imagino que esos negroscon los que usted trabajaba no teníanunos empleos bien remunerados. Eranquienes se encargaban del trabajo sucio.El trabajo sucio que los blancos noquerían hacer.

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Murphy vaciló unos instantes antesde responder.

—Ése era el trabajo que al parecerquerían.

—Claro —replicó Tommy—. ¿Porqué iban a querer otro mejor?

El teniente Murphy no respondió a lapregunta. Los asistentes guardaron denuevo silencio.

Tommy caminaba describiendo unpequeño círculo delante del tenienteMurphy, primero de espaldas, luegovolviéndose hacia él. Cada gesto quehacía estaba destinado a poner nerviosoal testigo.

—Dígame, teniente Murphy, ¿quién

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es Frederick Douglass?Tras reflexionar unos momentos,

Murphy meneó la cabeza.—Creo que un general del estado

mayor de Ike.—No —repuso Tommy lentamente

—, durante muchos años residió en suestado, teniente.

—Nunca he oído hablar de él.—No me extraña.Walker Townsend se puso en pie.—Señoría —dijo con tono irritado e

impaciente—. No entiendo el propósitode estas preguntas. El teniente Hart aúnno ha interrogado al testigo sobre sudeclaración en el juicio. Ayer se quejó

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de las lecciones de historia ofrecidaspor la acusación, pero hoy vuelve conunas extrañas preguntas sobre un hombreque murió hace muchos años…

—Coronel, fue la acusación quiensacó a relucir el tema del «progresismo»racial del teniente Murphy. Yo me limitéa abundar en él.

—Permitiré estas preguntas siemprey cuando se apresure y vaya al grano,teniente —repuso MacNamara conhosquedad.

Tommy asintió con la cabeza.Lincoln Scott, sentado a la mesa de ledefensa, murmuró a Hugh Renaday:

—Es de agradecer que nos arrojen

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un hueso.Después de hacer una breve pausa,

Tommy se volvió de nuevo haciaMurphy, que se removió una vez más ensu asiento.

—¿Quién es Crispus Attucks,teniente?

—¿Quién?—Crispus Attucks.—Jamás he oído ese nombre. ¿Otro

personaje de Massachusetts?—Lo ha adivinado, teniente —

replicó Tommy, sonriente—. Afirmausted que no tiene prejuicios raciales,señor, pero no es capaz de identificar alnegro que murió durante la infame

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masacre de Boston, cuyo sacrificio fuecelebrado por nuestros padresfundadores en ese momento crucial de lahistoria de nuestra nación. Ni reconoceel nombre de Frederick Douglass, elgran abolicionista muchos de cuyosescritos han sido publicados en su nobleEstado.

Murphy miró furioso a Tommy, perose abstuvo de responder.

—La historia no era mi disciplinafavorita en la escuela —contestó conrabia al cabo de unos instantes.

—Es evidente. Me pregunto si hayalgo más que usted no sabe acerca delos negros.

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—Sé lo que dijo Scott —le espetóMurphy—. Lo cual es mucho másimportante que una lección de historia.

Tommy dudó unos instantes.—Ya entiendo —dijo asintiendo con

la cabeza—. No es usted muyinteligente, ¿verdad, teniente?

—¿Qué?—Inteligente. —Tommy comenzó a

disparar una pregunta tras otra,adquiriendo velocidad al tiempo quealzaba la voz—. Me refiero a que tuvousted que trabajar en la empresafamiliar, porque no era lo bastanteinteligente para independizarse, ¿no esasí? ¿Cómo consiguió ascender a

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teniente?¿Acaso conocía su padre a algún pez

gordo? A propósito de esa escueladonde dice que estudiaban negros.Seguro que no obtuvo unas notas tanaltas como ellos, ¿me equivoco? Yseguro que gozó obligando a esos negrosa limpiar la porquería mientras usted sededicaba a ganar dinero, ¿no?

Porque si les hubiera dado la menoroportunidad, hubieran realizado eltrabajo que usted desempeñaba muchomejor que usted mismo, ¿no es cierto?

—¡Protesto! ¡Protesto! —gritóWalker Townsend—. ¡La defensa estáformulando diez preguntas a la vez!

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—¡Teniente Hart! —dijo el coronelMacNamara.

Tommy se volvió hacia Murphy.—Les odia porque le atemorizan,

¿no es cierto?Murphy se abstuvo también de

responder a esa pregunta, limitándose amirar a Tommy con cara de pocosamigos.

—Teniente Hart, se lo advierto —lereprendió MacNamara dando unosgolpes con el martillo.

Tommy retrocedió unos pasos y miróa Murphy a los ojos a través delreducido espacio que los separaba.

—¿Sabe, teniente Murphy? Sé lo que

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está pensando ahora.—¿Ah, sí? —replicó Murphy entre

dientes.Tommy sonrió.—Está pensando: «Debería matar a

este hijo de puta…» ¿No es cierto?—No —contestó Murphy con tono

hosco—. No pienso eso.Tommy asintió con la cabeza, sin

dejar de sonreír.—Por supuesto que no. —Se irguió

y señaló a los asistentes y a los kriegiesque estaban agolpados frente a lasventanas, pendientes de cada palabraque se pronunciaba en la sala deltribunal—. Estoy seguro de que todos

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los presentes creen la negativa delteniente. A pies juntillas. Debo de estarcompletamente equivocado…

Las palabras de Tommy destilabansarcasmo.

—Estoy convencido de que usted nopensó «debería matar a este hijo deputa…», y eso que recibió una décimaparte del trato injurioso al que TraderVic sometió a Lincoln Scott todos losdías desde el momento en que el señorScott llegó al Stalag Luft 13.

—Lo dijo él —insistió Murphy—,no yo.

—Por supuesto —respondió Tommy—. Pero el teniente Scott no dijo «voy a

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matar a ese hijo de puta», ni «tengo quematar a ese hijo de puta», ni «voy amatar a ese hijo de puta esta noche…».No dijo nada de eso, ¿me equivoco,teniente?

—No.—Dijo lo que cualquiera habría

dicho en esas circunstancias.—¡Protesto! Son meras conjeturas

—gritó Townsend.—Lo retiro —repuso Tommy—.

Porque no queremos que el tenienteMurphy especule sobre nada.

MacNamara miró a Tommy conenojo.

—Ya ha expuesto usted su

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argumento —dijo—. ¿Ha terminado deinterrogar al testigo?

—No del todo —contestó Tommysacudiendo la cabeza.

Luego se acercó a la mesa de laacusación y tomó el cuchillo.

—Teniente Murphy, ¿solía usted, uotros hombres en el dormitorio delbarracón, comer junto con el tenienteScott?

—No.—Pero en todos los dormitorios, los

hombres comparten su comida y seturnan para prepararla, ¿no es cierto?

—Eso creo.—¿Pero a Scott lo excluían?

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—Él no quería participar…—Ya, claro. Prefería morirse de

hambre a solas.Murphy miró de nuevo a Tommy,

furioso.—De modo que el teniente Scott

comía sólo —continuó Tommy—.Imagino que también se preparaba élmismo la comida.

—Sí.—Por lo tanto, usted no puede estar

seguro qué cuchillo utilizaba parapreparar su comida, ¿verdad?

—Tenía una navaja. Le vi utilizarla.—¿Observaba siempre al teniente

Scott mientras éste se preparaba la

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comida?—No.—De modo que no sabe si alguna

vez utilizó este cuchillo de fabricacióncasera.

—No.Tommy se acercó a la mesa de la

defensa sosteniendo el cuchillo. Hugh seagachó, tomó un paquete que tenía a suspies y se lo entregó a Tommy. Este dejóel cuchillo en la mesa, cogió el paquetey se aproximó al testigo.

—Usted es experto en carnes,teniente, dado que su familia posee unaempresa de envasado de productoscárnicos. Lo cual es una suerte para

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usted. Sería trágico que tuviera quedepender de su intelecto para abrirsecamino en la vida…

—¡Protesto! —gritó Townsend—.¡El teniente Hart está ofendiendo altestigo!

—Se lo advierto, teniente —dijo elcoronel MacNamara con frialdad—. Nopersista por ese camino.

—De acuerdo, coronel —seapresuró a responder Tommy—. Noquisiera ofender a nadie…

Miró con desdén al teniente Murphy,el cual le observó con evidente inquina.

—Haga el favor de identificar esteobjeto, teniente.

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Murphy tomó a regañadientes elpaquete de manos de Tommy Hart y loabrió.

—Es una morcilla alemana —dijocon una mueca—. Todos la hemos visto.Es lo que suelen darnos de comer.

—¿Quién la come?—Nadie que yo conozca. Todos

prefieren morirse de hambre antes queprobarla.

—¿La comería usted, que es unexperto en productos cárnicos?

—No.—¿De qué está hecha, teniente?Murphy volvió a torcer el gesto.—Es difícil de precisar. La morcilla

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que nosotros elaboramos en EstadosUnidos es gruesa, sólida y estápreparada con los ingredientesadecuados y plenas garantías higiénicas.Nadie se pone enfermo por comernuestras morcillas. ¡Vaya usted a saberlo que contiene esta morcilla! Una grancantidad de sangre de cerdo y demásdesechos, embutidos en tripa. Más valeno saber de qué está hecha.

La morcilla tenía una consistenciagelatinosa. Su color marrón oscuroestaba teñido de rojo.

Emanaba un olor pestilente.Tommy la sacó del paquete y la

sostuvo en alto para mostrarla al

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público. Algunos asistentes rieron nodemasiado tranquilos al contemplarla.

Tommy volvió a la mesa de ladefensa, tomó el cuchillo de fabricacióncasera y algunas de sus preciadas hojasde papel. Antes de que la acusaciónpudiera reaccionar, envolvió el asa delcuchillo con el papel, cubriendo el trapomanchado de sangre. Luego alzó elcuchillo con un gesto teatral, al tiempoque Walker Townsend se levantaba deun salto y protestaba por enésima vez.Tommy hizo caso omiso de la protesta,así como de los golpes del martillo quesonaron en la mesa del tribunal.

Empuñando el cuchillo, lo clavó de

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pronto en el centro de la morcilla,partiéndola en dos. Luego la partió enotros dos trozos, asegurándose de que elasa envuelta con las hojas de papelembebiera la sangre que desprendíaaquella inmundicia. Por la sala seextendió un intenso hedor a podrido ylos kriegies que se hallaban cerca de lamesa de la defensa emitieron unaexclamación de repugnancia.

Tommy pasó por alto las reiteradasprotestas del fiscal y se plantó delantedel teniente Murphy.

Alzó la voz y silenció a lospresentes con su pregunta.

—¿Qué ha observado usted en el

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papel, teniente? —dijo—. Me refiero alpapel con que he envuelto el asa delcuchillo.

Murphy hizo una pausa antes deresponder.

—Parece sangre —contestóencogiéndose de hombros—, gotas desangre.

—¡Aproximadamente la mismacantidad de sangre que manchó el trapoy que la acusación afirma, sin pruebaalguna, que pertenece a Trader Vic!

Tommy se alejó unos pasos de lasilla del testigo y gritó:

—¡No haré más preguntas!Tomó el cuchillo, retiró el papel del

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asa y lo sostuvo en alto para que todoslos presentes pudieran contemplar lasmanchas de sangre. Acto seguido seacercó a Townsend para entregarle elpapel, pero el fiscal no quiso sabernada. Entonces Tommy clavó el cuchilloen la mesa y lo dejó vibrando como undiapasón en medio de la sala deltribunal, que había vuelto a enmudecer.

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13

El último testigo de

cargo

A la mañana siguiente, durante elAppell, Tommy observó a Fritz NúmeroUno mientras éste contaba a los hombresque componían la formación contigua.Durante todo el recuento no quitó la

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vista del enjuto hurón, sin hacer caso dela llovizna que caía del cieloencapotado, manchando el cuero marrónde su cazadora con franjas oscuras. Elcomandante Clark saludó al Oberst VonReiter, recibiendo la acostumbradainclinación de cabeza del coronelMacNamara, tras lo cual dio mediavuelta y gritó a los hombres querompieran filas. Tommy se abrió pasoapresuradamente a través de la multitudde pilotos y se dirigió hacia el campo deejercicios, junto al cual se hallaba Fritzy otros hurones, fumando y comentandolas tareas de la jornada. Cuando Tommyse acercó, el alemán alzó la vista,

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frunció el ceño y se apartó con rapidezdel resto.

Tommy se detuvo a unos pasos delhurón y le indicó que se acercaramoviendo el índice en un ademánexagerado, como un maestro estricto eimpaciente al observar que uno de susalumnos se ha quedado rezagado.Intranquilo, Fritz Número Uno miró a sualrededor y luego se dirigió veloz haciaTommy.

—¿Qué ocurre, señor Hart? —preguntó—. Tengo mucho que hacer estamañana.

—Seguro que sí —replicó Tommy—. ¿Quizá tenga que inspeccionar algún

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lugar por millonésima vez? ¿Tiene queir a fisgonear con urgencia en algúnbarracón? Vamos, Fritz, sabe tan biencomo yo que lo único importante es eljuicio de Scott.

—Pero yo tengo mis deberes, señorHart, a pesar del juicio.

Tommy se encogió de hombros, conexpresión incrédula.

—De acuerdo —dijo—. Sólo lerobaré un par de minutos de su valiosotiempo. Un par de preguntas, y luegopuede ir a cumplir esa tarea importanteque le aguarda. —Tommy sonrió, sedetuvo unos segundos y habló en voz lobastante alta para que le oyeran los otros

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hurones que se hallaban cerca—. Mire,Fritz —dijo—, quiero saber de dóndesacó el cuchillo y cuándo se lo entregó aVic a cambio de otra cosa. Ya sabe aqué me refiero, al arma del asesinato.

Fritz Número Uno palideció y asió aTommy del brazo. Sacudiendo lacabeza, arrastró al aviador americanohasta la esquina de uno de losbarracones, donde respondió con tonoenfadado pero muy inseguro, segúndetectó Tommy.

—¡No puede preguntarme esto,teniente Hart! No tengo ni remota ideade lo que está hablando…

Tommy interrumpió la quejumbrosa

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respuesta con brusquedad.—No se haga el tonto, Fritz. Sabe

perfectamente a qué me refiero. Unpuñal ceremonial alemán, como el queutilizan los SS. Largo, delgado, con unacalavera en la empuñadura. Muyparecido al que luce Von Reiter cuandose viste de gala. Trader Vic deseaba unoy usted se lo consiguió poco antes deque muriera asesinado. Un par de díasantes, a lo sumo. Quiero saber todos losdetalles.

Quiero saber palabra por palabra loque le dijo Vic cuando usted le entregóese cuchillo, lo que pensaba hacer conél y a quién iba destinado. ¿O prefiere

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que se lo pregunte al HauptmannVisser?

Seguro que le interesará conoceresos detalles.

El alemán retrocedió estupefacto,como si le hubieran golpeado, y seapoyó en el muro del barracón. Parecíasentirse indispuesto.

Tommy respiró hondo.—Me apuesto una cajetilla de Lucky

—añadió—, a que las órdenes de laLuftwaffe prohíben entregar un arma aun prisionero de guerra a cambio dealgún favor. En especial uno de esosvistosos puñales nazis que conceden acambio de un importante servicio a la

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patria.Fritz Número Uno se volvió,

mirando sobre el hombro de Tommy,para cerciorarse de que por losalrededores no rondaba nadie quepudiera oír la conversación. Fritz sepuso rígido cuando Tommy pronunció elnombre de Visser.

—No, no, no —repuso el alemánmeneando la cabeza con vehemencia—.¡Usted no sabe lo peligroso que es esto,teniente!

—Bien —contestó Tommy con tonomelifluo e indiferente—, dígamelousted.

La voz de Fritz Número Uno

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temblaba tanto como sus manos altiempo que gesticulaba.

— E l Hauptmann Visser me haríafusilar —murmuró—, o me enviaría alfrente ruso, que viene a ser lo mismo,excepto que no es tan rápido y esseguramente peor. ¡Dar un arma a unaviador aliado a cambio de un favor estáprohibido!

—Pero usted lo hizo, ¿no es así?—Trader Vic insistió mucho. Al

principio yo me negué, pero él no dejabade atosigarme. Me prometió que loquería simplemente como recuerdo. Medijo que tenía un cliente especial queestaba dispuesto a pagar mucho por él.

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Lo necesitaba cuanto antes. Ese mismodía, inmediatamente.

Me explicó que tenía gran valor.Más que cualquier otro objeto con elque hubiera negociado.

Tommy imaginó la sangre fría deltipo que había jugado a Trader Vic lapeor pasada de su vida, haciendo que elhábil negociante del campo leconsiguiera el arma con la que acabaríapor asesinarlo. Se le secó la boca depensarlo.

—¿Quién quería el cuchillo? ¿Paraquién hacía Trader Vic de tapadera?

—¿De tapadera? No entiendo…—¿Con quién había hecho el trato?

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—Se lo pregunté —respondió elalemán—. Se lo pregunté más de unavez, pero no quiso decírmelo.

Sólo me aclaró que se trataba de ungran negocio.

Tommy arrugó el ceño. No creía deltodo al hurón, pero tampoco dudaba porcompleto de sus palabras. Desde luegono había sido un gran negocio para Vic.

—Vale, no sabe el nombre de esetipo. ¿A quién le robó usted el cuchillo,a Von Reiter?

Fritz Número Uno se apresuró anegar con la cabeza.

—¡No, no, jamás haría eso! ¡Elcomandante Von Reiter es un gran

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hombre! Yo ya estaría muerto,combatiendo contra los rusos, si él nome hubiera traído aquí cuando recibió laorden de trasladarse a este campo. Yoera un simple mecánico que formabaparte de su tripulación de vuelo, pero élsabía que tenía facilidad para losidiomas, de modo que permitió que leacompañara. ¡De haberme quedado enRusia habría muerto! Usted sabe,teniente: frío polar, muerte segura. Esoera lo único que nos aguardaba enRusia. El comandante Von Reiter mesalvó la vida. Y jamás podré pagarle elfavor. Aquí procuro servirlo lo mejorque puedo.

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—¿Entonces se lo robó a otrapersona?

Fritz sacudió de nuevo la cabeza ysusurró su respuesta con desesperación;sus palabras sibilantes sonaban comoaire al escaparse de un neumáticopinchado.

—¡Robar ese objeto a un oficialalemán para dárselo a un aviador aliadoa cambio de otro objeto equivaldría auna orden de ejecución, teniente! ¡De serdescubierto, la Gestapo vendría a pormí!

—¿De modo que usted no lo robó?Fritz volvió a negarlo.— E l Hauptmann Visser no sabe

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nada de ese puñal, teniente Hart. Losospecha, pero no lo sabe con certeza.Se lo ruego, no debe saberlo. Mecausaría muchos problemas…

Tommy dedujo, al percibir aquelleve titubeo, que Fritz no sería el únicoque sufriría si se descubría este asunto.

—¿Y quién más tendría problemas?—preguntó de sopetón.

—No puedo decirlo.Tommy se detuvo. Observó un

temblor en la mandíbula de Fritz y creyóadivinar la respuesta.

En realidad, Fritz se lo había dicho.Quizá sólo había un hombre en el campode prisioneros que pudo haber

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conseguido ese puñal sin robarlo.—¿Qué me dice del comandante y de

Visser? —inquirió Tommy de improviso—. ¿Acaso ellos…?

—Se odian —le interrumpió Fritz.—¿De veras?—Un odio profundo y terrible. Dos

hombres que han colaboradoestrechamente durante meses.

Pero el uno por el otro no sientensino desprecio, desprecio y odio. Cadacual se alegraría de que una bombaaliada cayera sobre su adversario.

—¿Por qué?El hurón se encogió de hombros,

suspirando, pero la voz le temblaba casi

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como la de una anciana.—Visser es un nazi. Quiere que este

campo de prisioneros esté bajo sumando. Es hijo de un policía y de unamaestra de provincias. El número deafiliado al partido de su padre esinferior a mil. Visser odia a todos losaliados, sobre todo a los americanosporque en cierta ocasión vivió entreustedes y a los pilotos de caza británicosporque uno de ellos le arrebató el brazo.Odia que el Oberst Von Reiter trate atodos los prisioneros con respeto. Elcomandante Von Reiter proviene de unafamilia antigua e importante, que habíaservido en la Wehrmacht y la Luftwaffe

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durante muchas generaciones. Amboshombres se detestan a muerte. Yo nodebería contarle estas cosas, tenienteHart.

Tommy asintió. Las palabras deFritz no le habían sorprendido. Se rascóla mejilla, percatándose de que estabasin afeitar. Disparó otra pregunta quepilló al hurón por sorpresa.

—¿Qué consiguió usted a cambiodel cuchillo, Fritz?

Fritz Número Uno se estremeció,como si de pronto fuera presa de lafiebre. Unas gotas de lluvia (o de sudor)perlaron su frente.

—No conseguí nada —respondió

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con voz temblorosa y negando convehemencia.

—¡Eso es absurdo! —protestóTommy—. ¿Pretende decirme que setrataba de un gran negocio, el másimportante que iba a hacer Trader Vic,que tenía a un cliente dispuesto a pagarlo que fuera, y usted no consiguió nada acambio? ¡Pamplinas! Creo que iré ahablar con Visser. Seguro que tienevarios métodos, a cual másdesagradable, para sonsacarinformación.

—¡Por favor, teniente Hart! —exclamó Fritz Número Uno asiendo aTommy del brazo—. ¡Se lo suplico! ¡No

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debe hablar de esto con el Hauptmann!¡Temo que ni siquiera el Oberst VonReiter podría protegerme!

—Entonces dígame qué consiguió acambio. ¿Cuál era el trato?

Fritz Número Uno alzó la cabeza,fijando los ojos en el cielo, como si lehubiera atacado un repentino dolor.Luego bajó la vista y susurró:

—¡El pago iba a hacerse la noche enque asesinaron al capitán Bedford! —Elhurón hablaba en voz tan baja queTommy tuvo que inclinarse hacia delantepara oírle—. Iba a reunirse conmigoaquella noche. Pero no se presentó en ellugar donde habíamos quedado citados.

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Tommy inspiró lentamente. Ése erael motivo por el que el hurón se hallaraen el recinto después de que hubieranapagado las luces.

—¿Cuál era el pago? —insistióTommy.

Fritz Número Uno se irguió degolpe, apoyándose contra el muro delbarracón como si Tommy le apuntaracon un arma en el pecho, y sacudió lacabeza. Respiraba trabajosamente, comosi hubiera recorrido una gran distancia ala carrera.

—¡No me haga esta pregunta,teniente Hart! No puedo decirle más.Por favor, se lo suplico, mi vida

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depende de ello, otras vidas aparte de lamía, pero no puedo decirle más sobreeste asunto.

Tommy vio lágrimas en sus ojos. Surostro había adquirido un tonoceniciento, tan grisáceo como el cielo.Presentaba el aspecto de un hombretrastornado, con la angustia de quien vela muerte acechándole. Tommyretrocedió un paso, como impresionadopor aquella expresión.

—De acuerdo —dijo—. Ya basta.Por ahora mantendré la boca cerrada.No prometo hacerlo más adelante, sinembargo.

El alemán volvió a estremecerse,

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pero esbozó una sonrisa de gratitud yalivio.

—¡Jamás olvidaré esto, tenienteHart! —dijo estrechando la mano deTommy con fuerza.

Tras estas palabras el hurón se alejódeprisa envuelto en la húmeda atmósferamatutina. Tommy le vio volver la cabezaa un lado y a otro, para cerciorarse deque nadie los había estado espiando.

Por un lado, Tommy sabía que habíaadquirido bastante información paraextorsionar a Fritz Número Uno y asítenerlo en sus manos. Sin embargo,también se formulaba nuevas preguntas,sobre todo cuál era el pago por el arma

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que alguien utilizó para matar a Vic.Tommy observó a Fritz atravesar conrapidez el campo de ejercicios,preguntándose quién más podía tener larespuesta.

Miró su reloj de pulsera. Se sintiósolo. Durante unos segundos, dudó sobrequé hora sería en Vermont, su hogar,esforzándose en calcular si mástemprano o más tarde. Pero en seguidadesechó ese triste pensamiento alpercatarse de que si no se apresuraballegaría tarde a la sesión de aquellamañana.

La multitud de kriegies seamontonaba en el rudimentario teatro,

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sentados incluso en los pasillos, cuandoTommy apareció poco antes de que seiniciara la sesión. Tal como se temía,todos ocupaban ya sus correspondienteslugares: el tribunal situado detrás de lamesa de la defensa y los miembros de laacusación sentados y aguardando sullegada, Lincoln Scott y Hugh Renaday,éste con aspecto muy preocupado, sehabían instalado en sus respectivassillas. Aun lado, el Hauptmann Visserfumaba uno de sus cigarrillos pardos,mientras que el estenógrafo, junto a él,jugueteaba nervioso con el lápiz.Tommy avanzó por el pasillo central,sorteando los pies y las piernas de los

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hombres sentados en el suelo,tropezando de pronto con unas botas deaviador, pensando en su fuero internoque su entrada en solitario resultabamenos dramática que cuando habíaentrado acompañado por los otros dosen formación.

—Nos ha tenido a todosesperándole, teniente —comentó elcoronel MacNamara con frialdadcuando Tommy se dirigió hacia el centrode la sala—. «Las ocho en punto»significa justamente eso.

En el futuro, teniente Hart…Tommy interrumpió al oficial

superior americano.

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—Pido disculpas, señor. Tuve querealizar una gestión importante para ladefensa.

—No lo dudo, teniente, pero…Tommy interrumpió de nuevo a

MacNamara. Supuso que eso enfureceríaal comandante, pero no le importaba.

—Mi primer y principal deberespara con el teniente Scott, señor. Si miausencia ha retrasado el inicio de lasesión, esto vuelve a poner demanifiesto y de forma palpable lalamentable premura con que se haorganizado este juicio. Basándome enuna información que he recabado hacepoco, deseo renovar mi protesta a que el

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juicio continúe y solicito más tiempopara investigar.

—¿De qué información se trata? —preguntó MacNamara.

Tommy se acercó a la mesa de laacusación y tomó el cuchilloconfeccionado por Scott. Después deexaminarlo unos momentos volvió adepositarlo en la mesa, mirando aMacNamara.

—Tiene que ver con el arma delcrimen, coronel.

Tommy observó por el rabillo delojo que Visser se ponía rígido. Elalemán arrojó el cigarrillo al suelo y loaplastó con el tacón.

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—¿Qué es esta informaciónrelacionada con el arma del crimen,teniente?

—No puedo responder a esapregunta, coronel, sin investigar elasunto más a fondo.

El capitán Townsend se levantó.—Señoría —dijo muy seguro de sí

mismo—, creo que la defensa pretendedemorar el juicio sin motivo alguno.Creo que en ausencia de alguna pruebaque corrobore la necesidad por su partede aplazarlo, debemos proseguir.

MacNamara alzó la mano.—Lleva usted razón, capitán.

Siéntese, teniente Hart. Llame a su

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próximo testigo, capitán Townsend. Y austed, teniente Hart, le ruego puntualidadpara otra vez.

Tommy se encogió de hombros y sesentó. Lincoln Scott y Hugh Renaday seinclinaron hacia él.

—¿A qué se refería? —inquirióScott—. ¿Ha descubierto algo que puedaayudarnos?

—Es posible —respondió Tommyen voz baja—. He averiguado algo. Perono estoy seguro de que nos sirva deayuda.

Scott se inclinó hacia atrás.—Genial —murmuró entre dientes.

Tomó el cabo de lápiz y comenzó a

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tamborilear con él sobre la toscasuperficie de la mesa. Clavó los ojos enel primer testigo de la mañana, otrooficial del barracón 101, a quienMacNamara tomó juramento.

Tommy miró sus notas. El testigo erauno de los hombres que había visto aScott en el pasillo central del barracónla noche de autos. Sabía que sudeclaración iba a ser muy perjudicialpara Scott. Se trataba de un oficial queno mantenía una relación especial ni conéste ni con Trader Vic, que explicaría altribunal que había visto al aviador negrofuera del dormitorio del barracón,moviéndose a través de la oscuridad con

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ayuda de una vela. Lo que el testigodescribiría serían unos actos quecualquiera podría haber realizado.Considerados de forma aislada, notenían nada de malo. Pero referidos a lanoche del asesinato, resultaban muygraves.

Tommy no sabía cómo atacar altestigo. En su mayor parte, diría laverdad. Sabía que dentro de unosinstantes, la acusación aplicaría unaimportante pincelada sobre su caso,afirmando que la noche en que TraderVic había muerto asesinado, LincolnScott había salido del barracón, en lugarde permanecer en su litera, cubierto con

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la manta delgada y gris suministrada porlos alemanes, soñando con su hogar, concomida y con la libertad, comoprácticamente todos los prisioneros delrecinto sur.

Tommy se mordió el labio inferiormientras el capitán Townsendcomenzaba a interrogar con muchacalma al testigo. En aquel segundo,pensó que el juicio era como hallarse depie sobre la arena de la playa donde laespuma del mar se extiende sobre laorilla, en el punto donde la fuerza casiagotada de la ola es aún capaz deremover la arena, confiriendoinestabilidad al suelo que pisamos. El

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caso de la acusación era como la resaca,que arrastra lentamente todo lo sólido, yen aquel preciso momento Tommycomprendió que no tenía ni remota ideade cómo devolver a Lincoln Scott aterreno firme.

Poco después de mediodía,Townsend pidió al comandante Clarkque subiera al estrado. Era el últimonombre en la lista de testigos de laacusación, y su declaración, sospechabaTommy, sería la más espectacular. Peseal proverbial malhumor de Clark,Tommy sospechaba que poseía una

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compostura que quedaría patente en elestrado. La misma compostura que habíapermitido al comandante pilotar sumaltrecho B-17, envuelto en llamas ycon un solo motor funcionando, hastaaterrizar en el sembrado de un agricultorde Alsacia, salvando la vida de lamayoría de su tripulación.

Cuando el virginiano pronunció sunombre, el comandante Clark se levantóapresuradamente de la mesa de laacusación. Con la espalda tiesa como unpalo, atravesó la sala con rapidez, tomóla Biblia que le ofrecieron y juró sobreella decir la verdad. Acto seguido, sesentó en el lugar de los testigos,

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aguardando con impaciencia la primerapregunta de Townsend.

Tommy lo observó con detención.Algunos hombres, pensó; exhiben sucautiverio con un sentido de decororígido y militar; al cabo de dieciochomeses en el Stalag Luft 13, el uniformede Clark estaba gastado, remendado yroto en varios lugares, pero se adaptabaa su figura de peso gallo como si fueranuevo y estuviera recién planchado. Eraun hombre menudo, de expresión dura,talante estricto y actitud solemne.Tommy estaba convencido de que habíalimitado su trayectoria personal a dosimperativos, el deber y el valor. Uno lo

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había adquirido y el otro lo cumplía contotal dedicación.

—Comandante Clark —dijo elcapitán Townsend—, explique altribunal cómo llegó a este campo deprisioneros de guerra.

El comandante se inclinó haciadelante, dispuesto a comenzar su relato,como habían hecho todos los testigoskriegies, cuando Tommy se levantó depronto.

—¡Protesto! —dijo.El coronel MacNamara lo miró.—¿Por qué? —inquirió con tono

cínico.—El comandante Clark forma parte

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de la acusación. En mi opinión estehecho le excluye de declarar sobre elcaso, coronel.

MacNamara negó con la cabeza.—Quizás en Estados Unidos. Pero

aquí, debido a las circunstancias ysingularidad de nuestra situación,permitiré a ambas partes cierto margencon respecto a los testigos que llamen adeclarar.

El papel del comandante Clark en elcaso se asemeja más al de un oficialinvestigador. Protesta denegada.

—En ese caso tengo una segundaprotesta, coronel.

MacNamara comenzó a exasperarse.

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—¿A qué se refiere, teniente?—Me opongo a que el comandante

Clark describa la historia de su llegadaaquí. El valor del comandante Clark enel campo de batalla no viene al caso,sólo servirá para crear un gran sentidode credibilidad con respecto alcomandante. Pero, como sin duda sabeel coronel, los hombres valerosos sontan capaces de mentir como loscobardes, señor.

MacNamara lo miró irritado. Elrostro del comandante Clark era duro eimpasible. Tommy sabía que elcomandante se había tomado suspalabras como una ofensa, que era

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precisamente lo que pretendía.El coronel respiró hondo antes de

responder.—No se extralimite, teniente.

Protesta denegada. Haga el favor deproseguir, capitán.

Walker Townsend esbozó unasonrisa.

—Creo que el tribunal deberíacensurar al teniente, señor, por poner entela de juicio la integridad de un oficialcolega…

—Limítese a proseguir, capitán —rezongó MacNamara.

Townsend asintió con la cabeza y sevolvió hacia el comandante Clark.

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—Cuéntenos cómo llegó aquí,comandante.

Tommy se repantigó en la silla,prestando atención, mientras elcomandante Clark describía el ataqueaéreo debido al cual tuvo que realizar unaterrizaje forzoso. Clark no se expresóni con jactancia ni con modestia, sino deforma concisa, disciplinada y precisa.En cierto momento se negó a describir lacapacidad del B-17 de maniobrar con unsolo motor, porque, según dijo, era unainformación técnica y el enemigo podíautilizarla. Al decir esto señaló aHeinrich Visser. Además, dijo algo quea Tommy no sólo le pareció interesante,

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sino de gran importancia. Según explicóel comandante, antes de que lo llevaranal interior del campo de prisioneros fueinterrogado por Visser, que le habíahecho unas preguntas que Clark se habíanegado a responder acerca de lacapacidad del avión y las estrategias delcuerpo de aviación. Eran preguntas derutina, que todos los aviadores sabíancómo responder diciendo simplementesu nombre, rango y número deidentificación. También sabían que loshombres que les interrogaban eranpolicías de seguridad, muy a menudocamuflados. Pero lo que llamópoderosamente la atención a Tommy fue

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el hecho de que Clark, y porconsiguiente los demás oficiales de altagraduación del recinto americano,estuvieran informados de que Visserpertenecía también a la Gestapo.

Tommy miró a hurtadillas al alemánmanco. Escuchaba con atención alcomandante Clark.

—De modo, comandante —tronó degolpe Walker Townsend—, que llegó unmomento en que, como parte de susdeberes oficiales, le fue encomendadoque investigara el asesinato del capitánVincent Bedford, ¿no es así?

Tommy miró al testigo. Ahora escuando lo suelta, dijo para sus adentros.

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—Así es.—Cuéntenos cómo ocurrió.Durante unos momentos el

comandante Clark se volvió hacia lamesa de la defensa, mirando a Tommy ya Lincoln Scott con frialdad y acritud.Luego, comenzó a desgranar lentamentesu relato, levantando la voz para que nosólo le oyera el capitán Townsend, sinotodos los kriegies que estaban presentesen la sala y amontonados junto a lasventanas y las puertas del teatro. Clarkdijo que se había despertado poco antesdel alba al oír los silbatos de alarma delos hurones (no identificó a FritzNúmero Uno como el hurón que había

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hallado el cadáver), y que habíapenetrado con cautela en el Abort yhabía visto el cuerpo de VincentBedford. Contó al tribunal que desde elprimer momento el único sospechosohabía sido Lincoln Scott, debido a lainquina y las peleas entre amboshombres. También dijo haber observadolas manchas de sangre en las punteras delas botas de Scott y en la manga y elhombro derechos de su cazadora cuandoel aviador negro había sido interrogadoen el despacho del comandante VonReiter. Los otros elementos del caso,según Clark, encajaron con facilidad.Los compañeros de cuarto de Trader

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Vic habían afirmado que Scott era autordel arma del crimen y habían informadoa Clark acerca del escondite debajo delas tablas del suelo.

Clark tejió cada elemento de laacusación hasta formar un tapiz. Hablóde forma pausada, sistemática,persuasiva, con determinación,confiriendo un contexto a los otrostestigos. Tommy no protestó por laspalabras del comandante, ni por el gravecuadro que esbozaba. Sabía una cosa: noobstante su dureza y rigidez militar, elcomandante era un luchador, al igual queLincoln Scott. Si Tommy le rebatía cadaargumento, oponiendo una serie de

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objeciones, Clark respondería como unatleta; cada batallita sólo serviría paradarle renovadas fuerzas y hacer quepersiguiera con más ahínco su objetivo.

Pero el turno de repreguntas era otracosa.

Cuando el comandante Clarkconcluyó su declaración, Tommy leestaba esperando, como una víboraacechando a su presa entre la hierba.Sabía lo que debía hacer: encontrar unsolo punto débil de la sistemática yconvincente historia que había relatadoel comandante. Atacar un punto crítico ydemostrar que era mentira, tras lo cualtodo lo demás se vendría abajo como un

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castillo de naipes.En todo caso, eso confiaba Tommy,

y sabía por dónde atacar. Lo habíasabido desde el primer momento en quehabía examinado las pruebas.

Miró de reojo a Scott. El aviadornegro jugueteaba de nuevo con el cabode lápiz. Tommy le vio escribir con éldos palabras en una de las preciosashojas de papel: «¿por qué?».

Era una buena pregunta, pensóTommy. Una pregunta que aún se leresistía.

—Una última pregunta, comandanteClark —dijo Walker Townsend—.¿Siente usted una antipatía personal

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hacia el teniente Scott, o hacia laspersonas de raza negra en general?

—¡Protesto! —exclamó Hart.El coronel MacNamara lo miró al

tiempo que asentía con la cabeza.—El teniente lleva razón, capitán —

amonestó a Townsend—. La pregunta esinteresada e irrelevante.

El capitán Townsend sonrió.—Quizá sea interesada, coronel —

respondió—, pero no irrelevante.Al decir esto el fiscal se volvió

hacia el público, dirigiendo esa últimafrase a los kriegies que abarrotaban lasala. No era necesario que elcomandante Clark respondiera a la

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pregunta. Por el mero hecho deformularla, Townsend ya la habíarespondido.

—¿Desea usted hacer más preguntas,capitán? —inquirió MacNamara.

—No, señor —respondió Townsendcon brío, como si efectuara un saludomilitar—. Puede interrogar usted altestigo, teniente.

Tommy se levantó despacio y rodeóla mesa de la defensa sin apresurarse.Miró al comandante Clark y vio que eltestigo estaba inclinado hacia delante,aguardando impaciente su primerapregunta.

—¿Tiene usted experiencia en las

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investigaciones criminales, comandante?Clark se detuvo antes de responder.—No, teniente. Pero todo oficial

veterano del ejército está acostumbradoa investigar disputas y conflictos entrelos hombres a nuestro mando. Estamoshabituados a determinar la verdad enestas situaciones. Un asesinato, aunqueinfrecuente, no es más que la extensiónde una disputa. El proceso es el mismo.

—Una extensión notable.El comandante Clark se encogió de

hombros.—¿De modo que no tiene

experiencia? —continuó Tommy—. ¿Nole han enseñado cómo se ha de examinar

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la escena de un crimen?—No, teniente.—¿Y no tiene experiencia en

recoger e interpretar las pruebas?El comandante Clark dudó antes de

responder a regañadientes:—No tengo experiencia en esta

materia, teniente. Pero este caso no larequiere. Estaba claro desde unprincipio.

—Ésa es su opinión.—Ésta es mi opinión, en efecto,

teniente.El comandante Clark se había

sonrojado ligeramente y en lugar deapoyar los pies en el suelo, había alzado

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un poco los talones, casi como si sedispusiera a saltar. Tommy se detuvounos instantes para observar el rostro yel cuerpo del comandante, pensando queéste se mostraba receloso pero confiado.Tommy se acercó a Scott y a Renaday ydijo en voz baja al canadiense:

—Dame esos bocetos.Hugh sacó de debajo de la mesa los

tres dibujos de la escena del crimen quehabía realizado el artista irlandés amigode Phillip Pryce.

—Machaca a ese prepotente cabrón—murmuró al entregárselos a Tommy,lo bastante alto para que los kriegiesque estaban cerca lo oyeran.

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—Comandante Clark —dijo Tommyalzando la voz—. Voy a mostrarle tresdibujos. El primero muestra las heridasque tenía el capitán Bedford en el cuelloy las manos. El segundo muestra lacolocación de su cuerpo en el cubículodel Abort. El tercero es un diagrama delmismo Abort. Le ruego que los examiney me diga si cree que representan conjusticia lo que usted mismo vio lamañana siguiente al asesinato.

—Quisiera ver esos dibujos —dijoTownsend poniéndose en pie.

Tommy entregó los tres bocetos alcomandante Clark al tiempo que decía:

—Puede examinarlos junto con el

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testigo, capitán. Pero no recuerdo queestuviera usted presente en la escena delcrimen en el Abort, por lo que no creoque pueda juzgar la exactitud de ellos.

Townsend hizo un gesto de desdén yse colocó detrás del comandante Clark.Ambos hombres examinaron cada dibujocon detenimiento. Tommy observó queel capitán Townsend se agachaba unpoco para susurrar unas palabras al oídodel comandante.

—¡Absténgase de hablar con eltestigo! —exclamó. Sus palabrasresonaron en la atmósfera silenciosa delrudimentario teatro. Tommy avanzófurioso, apuntando con el dedo hacia el

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rostro de Townsend—. Ya hainterrogado al testigo, ahora es mi turnode preguntar. ¡No trate de aconsejarle loque debe responder!

Townsend entrecerró los párpados ymiró con furia a Tommy Hart. El coronelMacNamara se interpuso entre los dos,lo cual asombró a Tommy.

—El teniente lleva razón, capitán.Debemos mantener un procedimientocorrecto en la medida de lohumanamente posible. Ya tendrá usteduna segunda oportunidad de interrogar altestigo. Ahora retírese y deje que elteniente prosiga, aunque yo mismoquisiera ver esos dibujos, señor Hart.

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Tommy asintió y le entregó losdibujos.

—Encajan con lo que yo recuerdo—dijo tras examinarlos durante unosmomentos—. Responda a la pregunta,comandante Clark.

Clark se encogió de hombros.—Estoy de acuerdo con usted,

coronel. Me parecen bastante precisos.—No se precipite —dijo Tommy—.

No quisiera que cometiera un errorevidente.

Clark observó de nuevo los dibujos.—Están bien realizados —comentó

—. Mi enhorabuena a su autor.Tommy tomó los tres bocetos y los

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sostuvo en alto, para que el públicopudiera contemplarlos.

—Eso no es necesario —protestóMacNamara, adelantándose a WalkerTownsend.

Tommy sonrió.—Por supuesto —respondió al

coronel. Luego se volvió de nuevo haciael comandante Clark—.

Comandante, basándose en suexamen pericial de la escena del crimenen el Abort ¿quiere hacer el favor deexplicar al tribunal cómo cree que secometió este asesinato?

Tommy dio media vuelta,apoyándose en la mesa de la defensa,

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apoyando un muslo sobre la misma, conlos brazos cruzados, esperando que elcomandante relatara su versión de loshechos, tratando de imponer un aire deincredulidad a su postura. En su fuerointerno, estaba nervioso sobre supregunta. Phillip Pryce le habíainculcado hacía tiempo la máxima deque jamás debe formularse en un juiciouna pregunta a menos que se conozca larespuesta, y él acababa de pedir alprincipal acusador de Scott quedescribiera el asesinato de Trader Vic.No dejaba de ser un riesgo. Pero Tommycontaba con la vanidad y la tozudez delcomandante Clark, convencido de que el

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prepotente oficial caería en la trampaque le había tendido. Sospechaba que elcomandante no había observado elpeligro en los dibujos de la escena delcrimen. Por otra parte, suponía que elcomandante no sabía que NicholasFenelli, el empleado de la funeraria ymédico en ciernes, aguardaba entrebastidores para rebatir todo lo que Clarkiba a decir cuando Tommy lo llamara alestrado y le mostrara los mismosdibujos que le había enseñado en sumodesto consultorio. En este conflicto,pensó Tommy, las enérgicas protestas deinocencia de Scott cobrarían fuerza y laverdad acabaría imponiéndose.

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—¿Quiere que describa elasesinato? —preguntó Clark tras unapausa.

—Exactamente. Díganos cómoocurrió. Basándose en susinvestigaciones, naturalmente.

Walker Townsend hizo ademán delevantarse, pero cambió de parecer. Ensu rostro se dibujaba una pequeñasonrisa.

—Muy bien —respondió elcomandante Clark—. Yo creo que lo queocurrió…

Tommy se apresuró a interrumpirle.—Se trata de una creencia basada en

su interpretación de los hechos, ¿no es

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así?El comandante Clark dio un

respingo.—Sí. Exactamente. ¿Puedo

continuar?—Por supuesto.—Bien, el capitán Bedford, como

todo el mundo sabe, era un negociante.Yo afirmo que el teniente Scott lo violevantarse de su litera la noche de autos.El capitán se exponía a ser castigadopor salir después de que se apagaran lasluces, pero era un hombre valiente ydecidido, sobre todo si le aguardaba unasuculenta recompensa. Al cabo de unosmomentos, Scott le siguió a la luz de una

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vela, acechándole, con el cuchillo ocultodebajo de su chaqueta, sin saber queotros les habían visto.

Supongo que de haberlo sabido,quizás habría desistido de su empeño.

—Pero eso es una suposición —interrumpió Tommy—. No se basa en loque las pruebas indican, ¿no es así?

—Desde luego. Tiene razón, teniente—dijo Clark—. En lo sucesivo trataréde abstenerme de formular suposiciones.

—Se lo agradezco. Bien —dijoTommy—, el acusado le sigue fuera delbarracón…

—Justamente, teniente. Scott siguió aBedford hasta el Abort, donde ambos

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sostuvieron una pelea.Puesto que se hallaban dentro de ese

edificio, el ruido que hicieron alpelearse no se oyó en los dormitorios delos barracones 101 y 102.

—Una ausencia de ruido muyoportuna —le cortó Tommy de nuevo.No podía remediarlo. El pomposo tonode sabihondo del comandante erademasiado irritante para pasarlo poralto. El comandante Clark lo miró concara de pocos amigos.

—No sé si será oportuna o no loserá, teniente. Pero al interrogar a loshombres que ocupan los barraconescontiguos ninguno había oído el ruido de

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la pelea. Era muy tarde y estabandormidos.

—Sí —dijo Tommy—. Continúe,por favor.

—Utilizando el cuchillo que habíafabricado, Scott apuñaló al capitánBedford en el cuello. Luego arrojó sucadáver en el sexto cubículo, donde mástarde fue descubierto. Después, sindarse cuenta de que tenía la ropamanchada de sangre, regresó aldormitorio del barracón. Fin de lahistoria, teniente. Como he dicho, estámás claro que el agua. Estoy listo parala segunda pregunta —añadió sonriendoel comandante Clark.

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Tommy se incorporó y dijo:—Muéstremelo.—¿Qué quiere que le muestre?—Muéstrenos a todos cómo se

produjo la pelea, comandante. Empuñeel cuchillo. Usted será Scott, yoBedford.

El comandante Clark no se lo hizorepetir dos veces. El capitán Townsendle entregó el cuchillo.

—Sitúese allí —indicó elcomandante a Tommy. Luego se colocóa unos pasos de distancia, sosteniendo elcuchillo con la mano derecha como sisostuviera una espada. A continuación loalzó lentamente, fingiendo apuñalar a

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Tommy en el cuello—. Por supuesto —apuntó el comandante—, usted esbastante más alto que el capitán Bedfordy yo no soy tan alto como el tenienteScott, de modo que…

—¿Quiere que invirtamos lospapeles? —preguntó Tommy.

—De acuerdo —respondió elcomandante Clark, pasando el cuchillo aTommy.

—¿Así? —preguntó Tommy,remedando los gestos que acababa dehacer el comandante.

—Sí. Se ajusta bastante a la realidad—contestó el comandante. Mientrasrepresentaba el papel de la víctima

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sonrió.—¿Le parece bien, señor fiscal? —

inquirió Tommy dirigiéndose al capitánTownsend.

—Me parece bien —repuso elvirginiano.

Tommy Hart indicó al comandanteque ocupara de nuevo la silla deltestigo.

—De acuerdo —dijo cuando elcomandante Clark volvió a sentarse—.Después de rebanarle el cuello a TraderVic, Scott lo metió en el cubículo, ¿no esasí? Y luego abandonó el Abort, segúnha declarado usted.

—Sí —respondió el comandante en

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voz alta—. Es exacto.—Entonces explíqueme cómo logró

mancharse la parte trasera izquierda desu cazadora.

—¿Cómo dice?—¿Cómo es que se manchó la parte

trasera izquierda de su cazadora? —Tommy se acercó a la mesa de laacusación, tomó la cazadora de cuero deScott y la sostuvo en alto para mostrarlaal tribunal.

El comandante Clark dudó unosinstantes, sonrojándose de nuevo.

—No entiendo la pregunta —dijo.Tommy fue a por él.—Es muy sencillo, comandante —

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repuso con frialdad—. La parte traserade la cazadora del acusado estámanchada de sangre. ¿Cómo ocurrió? Enla declaración que usted ha hecho,describiendo el crimen, y ahora, alrepresentar la escena ante el tribunal, noha indicado en ningún momento queScott se volviera de espaldas a Bedford.¿Cómo se manchó entonces?

El comandante Clark se moviónervioso en la silla.

—Quizá tuviera que levantar elcadáver para colocarlo en el retrete. Enese caso habría utilizado el hombro,manchándose de esa forma la cazadora.

—Se nota que usted no es un experto

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en estos temas. Nunca le han enseñadonada sobre la escena del crimen, nisobre manchas de sangre, ¿no es cierto?

—Ya he respondido a eso.—Señoría —dijo Walker Townsend

poniéndose en pie—, opino que ladefensa…

El coronel MacNamara alzó lamano.

—Si tiene usted algún problema,puede plantearlo cuando vuelva ainterrogar al testigo. De momento,permita que el teniente continúe.

—Gracias, coronel —dijo Tommy,sorprendido por la enérgica actitud deMacNamara—. De acuerdo, comandante

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Clark. Supongamos que el teniente Scotttuviera que levantar el cadáver, aunqueno fue eso lo que usted dijo la primeravez. ¿El acusado es diestro o zurdo?

—No lo sé —respondió Clarkdespués de unos instantes de vacilación.

—Bien, si optó por utilizar suhombro izquierdo para alzar el cadáver,¿no cree que eso indicaría que es zurdo?

—Sí.Tommy se volvió de repente hacia

Lincoln Scott.—¿Es usted zurdo, teniente? —le

preguntó de sopetón, en voz bien alta.Lincoln Scott, sonriendo levemente,

reaccionó con presteza, antes de que

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Walker Townsend pudiera protestar. Selevantó en el acto y gritó:

—¡No señor, soy diestro! —y lodemostró crispando el puño derecho yexhibiéndolo ante todos.

Tommy se volvió una vez más haciael comandante Clark.

—Así pues —dijo secamente—, esposible que el crimen no ocurriera talcomo usted dice, «precisamente» —agregó, repitiendo con tono sarcástico lapalabra empleada por el comandante.

—Bien —repuso Clark—, quizá noprecisamente…

Tommy lo interrumpió con un gesto.—Es suficiente —dijo—. Me

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pregunto qué otra cosa no ocurrió«precisamente» como ha declaradousted. Es más, me pregunto si algoocurrió «precisamente».

Tommy pronunció esas últimaspalabras casi con voz estentórea. Luegose encogió de hombros y alzó los brazosen un gesto interrogativo, creando en lasala la sutil sensación de que seríainjusto condenar a un hombre sinprecisión.

—No haré más preguntas al testigo—dijo con un tono cargado dedesprecio.

Tommy volvió a ocupar su asientocon un gesto no exento de teatralidad.

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Por el rabillo del ojo vio al HauptmannVisser muy atento al turno derepreguntas. El alemán lucía la mismapequeña y ácida sonrisa que Tommyhabía visto en sus labios en otrosmomentos. De pronto, Visser murmuróalgo al estenógrafo, que se apresuró aanotar las palabras del Hauptmann.

Lincoln Scott, sentado junto aTommy, susurró: «Buen trabajo.» Hugh,sentado al otro lado, escribió en su hojade papel un nombre, Fenelli, seguidopor varios signos de exclamación. Elpolicía canadiense también sabía lo queiba a ocurrir, y en sus labios se dibujabauna sonrisa de satisfacción.

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A sus espaldas sonó un murmullo;provenía de los kriegies, quecomentaban las incidencias de la sesióncomo si se tratase de un partido debéisbol. El coronel MacNamara dejóque los exaltados rumores continuaranunos momentos, después de lo cual diotres golpes contundentes con su martillorudimentario. Su rostro mostraba unaexpresión enérgica. No parecía furioso,pero sí disgustado, aunque era imposibleadivinar si debido a la endebledeclaración del testigo o a la actitudespectacular de Tommy.

—¿Desea interrogar de nuevo altestigo? —preguntó fríamente a Walker

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Townsend.El capitán de Virginia se levantó

poco a poco, moviéndose de un modopausado, paciente, que puso nervioso aTommy. Había supuesto que el capitánvolaría de forma errática, tratando demantener la altura y la estabilidad delaparato después de que fallara un motor.

Meneando la cabeza y esbozandouna sonrisa irónica, el capitánTownsend avanzó hacia el centro de lasala.

—No, señor, no tenemos máspreguntas para el comandante. Gracias,señor.

Tommy se extrañó. Al sentarse en su

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silla había estado seguro de queTownsend tendría que rehabilitar eltestimonio de Clark, y contaba con quecada tentativa que hiciera Clark para darla impresión de que hablaba conconocimiento de causa sólo serviríapara poner de relieve sus defectos comoinvestigador criminal. Tommyexperimentó un inopinado temor,semejante al que había sentido hacíameses a bordo del Lovely Lydia, duranteel vuelo de regreso a la base cuando elbombardero había sido atacado por uncaza cuya presencia no habían detectadoy el Focke-Wulf había disparado contraellos unas balas trazadoras. El viejo

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capitán del oeste de lejas se las habíavisto y deseado para subir y ocultarseentre las nubes a fin de zafarse delinsistente caza.

De pronto Townsend se volvió, echóuna ojeada a la defensa y después a lamultitud de aviadores que abarrotaban elteatro.

—¿Tiene usted otro testigo? —preguntó el coronel MacNamara.

—Sí, señoría —respondió el capitánTownsend con cautela—. Un últimotestigo, después de lo cual la acusaciónhabrá concluido su caso. —La voz deTownsend se alzó rápidamente,adquiriendo volumen y fuerza con cada

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palabra, de forma que cuando pronuncióla siguiente frase, lo hizo casi gritando—. En estos momentos, señor, laacusación desea llamar al estrado alteniente Nicholas Fenelli.

—¡Qué carajo es esto! —soltó HughRenaday.

Lincoln Scott dejó caer el lápizsobre la mesa y Tommy Hart sintió depronto vértigo, como si se hubieralevantado bruscamente. Notó quepalidecía.

—¡Teniente Nicholas Fenelli! —gritó el coronel MacNamara.

Se produjo un tumulto entre losaviadores presentes en la sala, mientras

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se apartaban para dejar paso al médicoen ciernes. Tommy se volvió y vio aFenelli avanzar con paso firme por elpasillo central del teatro, con los ojosfijos en la silla de los testigos. Evitabaescrupulosamente la mirada de Tommy.

—¡Esto es una sucia emboscada! —susurró Renaday.

Tommy observó a Fenelli acercarseal estrado. Se había esmerado en limpiary planchar su uniforme, se había afeitadocon una cuchilla nueva, había peinado supelo ralo y negro y se había recortado subigotito. Al llegar frente al tribunal,saludó y tomó la Biblia y juró sobreella. Durante unos segundos Tommy se

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sintió hipnotizado por la aparición delmédico, casi como si la escena que sedesarrollaba frente a él lo hiciera acámara lenta. Pero cuando Fenellilevantó la mano para prestar juramento,Tommy consiguió salir de su estupor yse levantó de un salto, descargando unpuñetazo sobre la mesa ante él.

—¡Protesto! —exclamó tres vecesconsecutivas.

El hombre que prestaba juramento sedetuvo, sin mirar a Tommy. WalkerTownsend se acercó al tribunal y elcoronel MacNamara se inclinó haciadelante.

—Exponga el motivo de su protesta,

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teniente —dijo MacNamara confrialdad.

Tommy respiró hondo.—¡El nombre de esta persona no

aparece en la lista de testigos de laacusación, señoría! Por tanto, no puedeser llamado a declarar sin que ladefensa tenga oportunidad suficientepara hablar de su testimonio.

Walker Townsend se volvió amedias hacia Tommy al tiempo que leinterrumpía.

—¡Teniente Hart, no se haga elingenuo! Usted conoce muy bien larelación del señor Fenelli con este caso,ya que le ha entrevistado durante un

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buen rato. De hecho, tengo entendidoque pensaba llamarlo a declarar enfavor de la defensa.

—¿Es eso cierto, señor Hart? —preguntó el coronel MacNamara.

Tommy se sentía ofuscado, como siflotara a la deriva. No tenía remota ideadel motivo por el que el fiscal habíallamado a Fenelli a declarar, tanto mássabiendo lo que diría el médico sobre lanaturaleza de las heridas sufridas porTrader Vic y el tipo de arma que se lashabía producido. Pero algo no encajaba.

—Es cierto que entrevisté al tenienteFenelli. Es cierto que pensé en llamarloa declarar…

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—En ese caso no entiendo por quéprotesta, teniente —terció MacNamarasecamente.

—¡Sigue sin figurar en la lista de laacusación, señoría! Este hecho loexcluye por sí solo como testigo.

—Ya hemos discutido eso con elcomandante Clark, teniente. Debido anuestras singulares circunstancias, eltribunal piensa que es importanteconceder cierto margen de tolerancia aambas partes, si bien conservando laintegridad del proceso.

—¡Esto es injusto, señor!—No lo creo, teniente. Haga el

favor de sentarse, señor Fenelli. Capitán

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Townsend, prosiga, por favor.Durante unos instantes Tommy se

sintió mareado. Luego se dejó caer en susilla. No se atrevía a volver la cabezapara mirar a Lincoln Scott o a HughRenaday, aunque oyó al canadiensemascullar unas palabrotas. Scottpermanecía impertérrito, con ambasmanos apoyadas en la mesa, mostrandoen el dorso unas venas rígidas que setraslucían bajo la piel.

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14

La segunda mentira

El teniente Nicholas Fenelli ocupóla silla de los testigos, moviéndose enun par de ocasiones para sentarse conmás comodidad, hasta que por fin seinclinó ligeramente hacia delante, conlas manos apoyadas sobre los muslos,como para conservar la compostura. Seabstuvo de mirar a Tommy Hart, a

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Lincoln Scott y a Hugh Renaday, queechaban chispas. Fenelli mantuvo lavista fija en Townsend, quien se lasingenió para colocarse entre Fenelli y ladefensa.

—Bien, teniente —empezó a decirTownsend despacio, con voz melosapero insistente, como un maestro quetrata de animar a un estudiante brillantepero tímido—, haga el favor de explicara todos los presentes cómo llegó aadquirir cierta experiencia en examinarcadáveres muertos en circunstanciasviolentas.

Fenelli asintió con la cabeza y relatóla historia que había contado a Tommy y

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a Hugh acerca de la funeraria deCleveland. Habló sin el desparpajo y laarrogancia que había mostrado cuandole había entrevistado Tommy,expresándose de forma directa, modesta,pero con rigor y sin el tono irritado quehabía mostrado antes.

—Muy bien —dijo Townsend,asimilando con calma las palabras deFenelli—. Ahora, explique al tribunalcómo fue que examinó usted los restosdel difunto.

Fenelli volvió a hacer un gestoafirmativo.

—Se me encargó que preparara elcadáver del capitán Bedford para su

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entierro, señor, una tarea que ya habíarealizado en varias y lamentablesocasiones. Mientras cumplía con mideber observé las heridas quepresentaba.

Townsend volvió a asentirlentamente. Tommy permaneció sentadoen silencio, observando que Townsendno preguntó nada sobre la orden queClark había dado a Fenelli de abstenersede examinar el cadáver. Pero hasta elmomento, Fenelli no había dicho nadaque pillara a Tommy de sorpresa.Situación que no tardaría en cambiar.

—¿Fue a verle el señor Hart paramostrarle unos dibujos de la escena del

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crimen e interrogarle sobre la forma enque había muerto el capitán Bedford?

—Sí señor —respondió Fenelli sinvacilar.

—¿Y le expresó usted sus opinionessobre el asesinato?

—Sí señor.—¿Y mantiene usted hoy las mismas

opiniones que cuando se entrevistó conel señor Hart?

Fenelli se detuvo, tragó saliva yesbozó una tímida sonrisa.

—No exactamente —contestó concierto titubeo.

Tommy se levantó de inmediato.—¡Señoría! —exclamó mirando al

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coronel MacNamara—. ¡No entiendo loque le ocurre al testigo, pero esterepentino cambio de actitud me parecemás que sospechoso!

El coronel MacNamara asintió conla cabeza.

—Es posible, teniente. Pero estehombre ha jurado decir la verdad a estetribunal y debemos escucharle antes deemitir un juicio.

—Pero señor, una vez descubierto eljuego…

MacNamara sonrió.—Ya sé a qué se refiere, teniente —

le interrumpió sonriendo—. Noobstante, vamos a escuchar al testigo.

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Continúe, capitán Townsend.Tommy siguió de pie, con los puños

crispados y apoyados en la mesa de ladefensa.

—¡Siéntese, señor Hart! —leamonestó MacNamara—. ¡Podráexponer sus argumentos a su debidotiempo!

Tommy obedeció a regañadientes.Tras dudar unos instantes, el capitán

Townsend prosiguió:—Retrocedamos un poco, teniente

Fenelli. Con posterioridad a laconversación con el señor Hart, ¿hablóusted con el comandante Clark yconmigo?

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—Sí señor.—¿Tuvo usted oportunidad en el

curso de esa conversación de examinarlas pruebas del caso presentadas por laacusación? Me refiero al cuchillofabricado por el teniente Scott y lasprendas de ropa que se hallan hoy enesta sala.

—Sí señor.—El señor Hart no le mostró esos

objetos, ¿no es cierto?—No señor. Sólo me mostró los

dibujos que había encargado.—¿Le parecieron rigurosos?—Sí señor.—¿Y aún hoy se lo parecen?

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—Sí señor.—¿Hay algo en ellos que contradiga

lo que usted cree que le ocurrió alcapitán Bedford, basándose en suexamen del cadáver?

—No señor.—Relate a este tribunal su opinión

acerca de este crimen.—Bien, señor, mi primera

impresión, cuando preparé el cadáverdel capitán para ser enterrado, fue que elseñor Bedford había muerto de unapuñalada asestada por detrás, que es loque le dije al señor Hart. Tambiénpensaba que el arma del crimen era unobjeto largo y estrecho…

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—¿Le dijo esto al señor Hart? ¿Queel arma del crimen era un objetodelgado?

—Sí señor. Le indiqué que el crimenhabía sido cometido por un hombre queempuñaba un arma semejante a un puñalo una navaja.

—¿Pero él no le mostró el cuchillo?—No señor. No lo llevaba encima.—O sea, que usted no ha visto nunca

esta arma, ¿no es así?—En todo caso, aquí no.—Bien. De modo que no existe

prueba alguna de este segundo cuchillo.—Era un puñal, o una navaja,

capitán.

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—Bien. El arma del asesino. No laha visto nunca. No existe ninguna pruebasiquiera de que exista, ¿cierto?

—Que yo sepa, no.—Bien —Townsend hizo una pausa,

cobró aliento y continuó:—De modo que este asesinato que

en un principio creyó usted que habíasido perpetrado con un cuchillo que alparecer no existe…, ¿sigue creyendo lomismo?

—¡Protesto! —exclamó Tommylevantándose de un salto.

El coronel MacNamara meneó lacabeza.

—Capitán Townsend —dijo con

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sequedad—, procure formular suspreguntas de forma aceptable.

Sin esos aditamentos innecesarios.—Muy bien, señoría. Lo lamento —

respondió Townsend. Luego miró alteniente Fenelli, pero en lugar deformularle de nuevo la pregunta hizo unbreve ademán, conminándole aresponder.

—No señor. No es exactamente loque creo hoy. Cuando vi el cuchillo enpoder de la acusación, el que usted y elcomandante me mostraron ayer, dedujeque las heridas infligidas al capitánBedford posiblemente fueron causadaspor esa arma…

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Lincoln Scott murmuró:«Posiblemente causadas…, ¡genial!»Tommy no respondió, pues estabapendiente de cada palabra que brotabacon fórceps de labios de Fenelli.

—¿Había otra razón que le indujo apensar que las heridas sufridas por elcapitán Bedford fueron causadas poreste tipo de cuchillo? —preguntóTownsend.

—Sí señor. Era un tipo de heridasque yo había visto cuando trabajaba enla funeraria de Cleveland, señor. Puestoque estaba familiarizado con esa clasede armas y las heridas que producen,eso fue lo que en cierto modo deduje de

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manera automática. En cierto modo, meequivoqué.

La enrevesada gramática de Fenellihizo sonreír a Townsend.

—Pero después…—Sí señor. Después, al examinar el

cadáver con más detenimiento, observéque la cara del capitán presentabacontusiones. Sospecho que lo que pudosuceder fue que alguien le asestó uncontundente puñetazo, arrojándolo delado contra la pared del Abort, dejandoal descubierto la zona del cuello dondese encontró la herida principal. En eseestado semiconsciente y vulnerable,vuelto hacia un lado, el asesino utilizó el

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cuchillo para matarlo, lo que me habíadado la impresión de una puñaladaasestada por detrás. Pero debí deequivocarme. Es posible que ocurrierade ese modo. No soy un experto.

Walker Townsend asintió con lacabeza. Le resultaba imposible ocultarla expresión de satisfacción quetraslucía su rostro.

—Es cierto. No es un experto.—Eso he dicho —ratificó Fenelli.El médico de Cleveland se movió un

par de veces en su asiento, tras lo cualagregó:

—Creo que debí ir a ver al señorHart y decirle que había cambiado de

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opinión, señor. Debía haber ido a verledespués de hablar con usted. Pidodisculpas por no haberlo hecho. Pero notuve tiempo, porque…

—Por supuesto —le cortóbruscamente Townsend—. Tengo unasola pregunta más para usted, teniente —dijo el fiscal en voz alta—. Se hanhecho muchas conjeturas sobre si elasesino era diestro o zurdo…

—Sí señor.—¿Su examen del cadáver le indicó

algo al respecto?—Sí señor. Debido a las

contusiones y a la herida causada por elcuchillo, y después de hablar con usted,

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deduje que quien hubiera asesinado alcapitán Bedford probablemente eraambidextro, señor.

Townsend asintió.—Ambidextro significa que esa

persona es capaz de utilizar tanto lamano derecha como la izquierda, ¿no esasí?

—Sí señor.—¿Como un boxeador que posea una

gran destreza?—Supongo.—¡Protesto! —gritó Tommy

levantándose de nuevo.El coronel MacNamara lo miró y

alzó la mano para impedir que Tommy

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prosiguiera.—Sí, sí, ya sé lo que va a decir,

teniente Hart. Es una conclusión que eltestigo no pudo haber alcanzado. Tienerazón. Lamentablemente, señor Hart, esuna conclusión que a todo el tribunal leresulta evidente. —MacNamara hizo unademán para indicar a Tommy quevolviera a sentarse—.

¿Desea hacer más preguntas alteniente Fenelli, capitán?

Townsend sonrió, miró alcomandante Clark y negó con la cabeza.

—No señor. No tenemos máspreguntas. Puede usted interrogar altestigo, teniente.

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Temblando de ira, ofuscado debidoa las múltiples sensaciones de furia porhaber sido traicionado, Tommy se pusode pie y durante varios segundos miróde hito en hito al testigo sentado frente aél. La ambivalencia de sus emociones,le confundían. Se mordió el labioinferior, deseando tan sólo despedazar aFenelli. Quería ponerlo en ridículo ydemostrar a todo el campo que era unembustero, un cobarde, un farsante y untraidor. Tommy rebuscó a través de ladensa ira que saturaba su mente laprimera pregunta que demostraría queFenelli era el Judas que él creía.

Respiraba trabajosa y

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entrecortadamente, y deseaba encontrarpalabras devastadoras.

Abrió la boca para disparar suprimera salva, pero se detuvo alobservar por el rabillo del ojo laexpresión pintada en el rostro de WalkerTownsend. El capitán de Virginia estabasentado con el torso levemente inclinadohacia delante, no tanto sonriendo desatisfacción sino aguardando con visibleimpaciencia. Y Tommy, en aquel breveinstante, reparó en algo que le parecióimportante: que lo que el capitánTownsend y el comandante Clark,sentado junto a él, aguardaban conimpaciencia no era oír lo que Fenelli ya

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había declarado desde el estrado, sinolo que estaba a punto de decir, cuandoTommy le lanzara su primera y airadapregunta a través de la sala.

Tommy respiró hondo. Miró a HughRenaday y a Lincoln Scott y comprendióque ambos querían que atacaraverbalmente al testigo deshonesto y lehiciera picadillo.

Tommy espiró lentamente.Luego apartó la vista de Fenelli y la

fijó en el coronel MacNamara.—Coronel —dijo, esbozando una

pequeña y falsa sonrisa—, es evidenteque el cambio de opinión del tenienteFenelli ha pillado por sorpresa a la

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defensa. Solicitamos que aplace lasesión hasta mañana a fin de quepodamos organizar nuestra estrategia.

El capitán Townsend se levantó.—Señor, falta casi una hora para el

Appell vespertino. Creo que deberíamosprolongar la sesión cuanto sea posible.El señor Hart tiene tiempo suficientepara formular preguntas al testigo y, encaso necesario, puede continuarhaciéndolo mañana.

Tommy tosió. Cruzó los brazos ycomprendió que acababa de evitar unatrampa. El problema era que no sabía enqué consistía. Miró de reojo y observóque el comandante Clark tenía los puños

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crispados.Curiosamente, MacNamara parecía

un tanto ajeno a lo que ocurría,meneando la cabeza de un lado a otro.

—El teniente Hart lleva razón —dijo pausadamente—. Falta menos deuna hora. No disponemos de tiemposuficiente y es preferible no interrumpiren este punto. Haremos una pausa yreanudaremos la sesión por la mañana.—El coronel se volvió hacia elHauptmann Visser, que estaba sentadoen un lado de la sala, y le amonestó contono irritado—. Este tribunal trabajaríamás eficazmente, Herr Hauptmann, deforma más rápida y ordenada, si no

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tuviéramos que interrumpircontinuamente la sesión para asistir alrecuento de prisioneros. ¿Quiere hacerel favor de comentárselo al comandanteVon Reiter?

Visser asintió con la cabeza.—Hablaré con él al respecto,

coronel —se limitó a contestar.—Muy bien —dijo MacNamara—.

Teniente Fenelli, recuerde que, al igualque los otros testigos, sigue usted bajojuramento y no deber hablar sobre sutestimonio ni ningún otro aspecto delcaso con nadie. ¿Entendido?

—Por supuesto, señor —se apresuróa responder Fenelli.

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—Se aplaza la sesión hasta mañana—dijo MacNamara levantándose.

Al igual que antes, Tommy, Scott yHugh Renaday esperaron a que el teatrose vaciara.

Permanecieron en silencio ante lamesa de la defensa hasta que el últimoeco de las botas de los aviadores sedisipó de la cavernosa sala del tribunal.Lincoln Scott miraba al frente, con losojos fijos en la silla vacía de lostestigos.

Renaday apartó su silla y rompió elsilencio.

—¡Maldito embustero! —exclamófurioso—. ¿Por qué no te lanzaste sobre

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él y le machacaste, Tommy?—Porque eso era lo que ellos

querían. En todo caso, era lo queesperaban. Lo que Fenelli dijo fue muygrave. Pero lo que iba a decir quizáfuera peor.

—¿Cómo lo sabes? —inquirióRenaday.

—No lo sé —repuso Tommysecamente—, lo supongo.

—¿Qué podía decir que fuera peor?Tommy volvió a encogerse de

hombros.—Se mostraba evasivo sobre sus

mentiras, utilizando con frecuencia laspalabras «quizá», «debí» y «pude». Es

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posible que cuando le interrogara sobrela visita que le hicieron Townsend yClark, no se mostrara tan evasivo. Puedeque su próxima mentira nos hubierahundido. Pero es otra suposición mía.

—Una suposición muy arriesgada,muchacho —dijo Hugh—. De esa formadas a ese cabrón embustero toda lanoche para prepararse para el ataque.

—No estoy seguro de eso —repusoTommy—. Creo que después de cenarharé una breve visita a Fenelli.

—Pero MacNamara dijo…—¡Al cuerno con MacNamara! —

replicó Tommy—. ¿Qué coño puedehacerme? Soy un prisionero de guerra.

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Esta respuesta hizo que en el rostrode Lincoln Scott se dibujara una tristesonrisa. Asintió en silencio, como siprefiriera guardar para sí todos lospensamientos terroríficos que leasaltaban. Una cosa era evidente: puedeque el coronel MacNamara no pudierahacerle nada peor a Tommy, pero ése noera el caso de Lincoln Scott.

El cielo nocturno se habíadespejado, la enojosa y fría lloviznahabía remitido y todo indicaba que eltiempo mejoraría para el Appellvespertino. Tommy esperó conpaciencia junto a Lincoln Scott mientrasrepetían por enésima vez el tedioso

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proceso del recuento. Durante unosinstantes se preguntó cuántas veces losalemanes les habrían contado durantelos años que llevaba en el Stalag Luft13, y se juró que si conseguía regresar asu casa de Vermont, jamás permitiríaque nadie le sometiera a esa clase derecuentos.

Miró a su alrededor, buscando aFenelli, pero no lo encontró. Supuso queestaría agazapado en la última fila deuna de las formaciones, lo más alejadoposible de los hombres del barracón101. En el fondo, le tenía sin cuidado.Esperaría hasta poco antes de queapagaran las luces para ir en su busca.

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Repasó lo que iba a decir al médicoen ciernes, tratando de dar con lacombinación idónea de ira ycomprensión para conseguir que Fenellile explicara por qué había modificadosu historia. Clark y Townsend habíaninfluido en él, de eso estaba seguro.Pero no sabía en qué medida, y eso eralo que quería averiguar. También seproponía averiguar lo que Fenellideclararía por la mañana.

Aparte de eso, Tommy reconocióque se hallaba en una situación apurada.No tenía pruebas que presentar. El únicotestigo de la defensa era el mismo Scott.Sacudió la cabeza. No era mucho que

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ofrecer. Suponía que Scott sería unpésimo testigo, y tenía grandes dudassobre su propia capacidad paraconvencer a los demás —y menos aún alcoronel MacNamara y los otros dosmiembros del tribunal— con unapasionado discurso.

Tommy oyó la orden de romper filasemitida desde la cabeza de lasformaciones y siguió en silencio a Scotty a Hugh a través del campo de revistahacia el barracón 101, sin prestaratención al barullo de voces a sualrededor.

—Tenemos que comer algo —dijoHugh mientras avanzaban por el pasillo

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central del barracón—.Pero me temo que no hay gran cosa

en la despensa.—Coman ustedes —repuso Scott—.

A mí me queda un paquete casi porestrenar. Tomen lo que quieran paraprepararse la comida. Yo no tengohambre.

Hugh iba a responder, pero sedetuvo. Tanto él como Tommy sabíanque eso era mentira, porque en el StalagLuft 13 todos estaban siemprehambrientos.

Scott se adelantó y abrió la puertadel dormitorio. Se detuvo tras dar unospocos pasos por su interior. Tommy y

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Hugh hicieron lo propio.—¿Qué ocurre? —inquirió Tommy.—Hemos vuelto a tener visita —

respondió Scott—. ¡Maldita sea!Tommy pasó deslizándose junto a

los poderosos hombros del aviadornegro, que se hallaba en el umbral. Vioque Lincoln Scott observaba algo ysupuso que se trataría de otro burdomensaje. Pero lo que vio le dejóestupefacto.

Un cuchillo clavado en el toscoarmazón de madera de la litera deTommy, encima de la raída almohadacolocada en la cabecera, cuya hojareflejaba el potente resplandor de la

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bombilla que pendía del techo.No era un cuchillo cualquiera, sino

«el» cuchillo. La calavera grabada en lapunta del mango parecía sonreírle.

Hugh entró también en la habitación.—Ya iba siendo hora de que alguien

hiciera lo que es debido —murmuró—.Esa debe de ser el arma del crimen,Tommy, muchacho. ¡Y gracias a Dios,ahora está en nuestro poder!

Los tres hombres se acercaron concautela al cuchillo.

—¿Creéis que han tocado algo? —preguntó Tommy.

—No lo parece —respondió Scott.—¿Hay alguna nota?

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—No. No veo ninguna.—Debería haberla —dijo Tommy

meneando la cabeza.—¿Por qué? —preguntó Hugh—.

Ese cuchillo habla por sí solo. Puedeque nuestro benefactor anónimo sea esepiloto de caza, el tipo de Nueva Yorkque te habló del asunto.

—Es posible —repuso Tommy,aunque no estaba muy convencido.Alargó la mano y extrajo con cuidado elarma clavada en la madera. La hojarelucía en sus manos, casi como situviera vida propia, lo cual, en ciertomodo, era verdad. Tommy la examinócon mucha detención. Le habían

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limpiado las manchas de sangre ycualquier otra prueba incriminatoria, deforma que parecía casi nueva. Lasopesó; era ligera, pero sólida. Deslizóun dedo por la hoja de doble filo. Estabaafilada como una cuchilla de afeitar. Lapunta no había quedado roma, ni alclavarse en el cuello de Trader Vic ni enla madera de la litera de Tommy. Elmango era negro, de ónice, pulido hastaarrancarle intensos destellos y talladopor un artesano. La calavera presentabaun color blanco perlado, casitranslúcido. El puñal evocaba historiasde ritos y terror. Era un objeto cruel,pensó Tommy, que combinaba una

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terrible mezcla de simbolismo y afánasesino. De golpe comprendió que era elobjeto más valioso que había sostenidoen sus manos desde hacía meses, pero enseguida se dijo que no era cierto, quecualquiera de sus libros de derecho eramás importante y, a su modo, máspeligroso. Sonrió al percatarse de quese estaba comportando como un jovenuniversitario idealista.

—Es el primer golpe de suerte quetenemos —comentó Hugh—. Mañana elteniente Fenelli se llevará una sorpresamorrocotuda. —Tomó el puñal demanos de Tommy, sopesándolo, yañadió—: Un objeto mortífero, todo hay

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que decirlo.Scott lo tomó para examinarlo en

silencio.—No me fío de él —dijo

devolviéndoselo a Tommy.—¿A qué se refiere? —preguntó

Hugh—. Es el arma del crimen, de esono cabe duda.

—Sí. Seguramente es cierto. ¿Yaparece aquí como por arte de magia?¿En el momento más crítico?

—No lo sé. ¡Pero puede que alguiense haya dado cuenta por fin de lo injustaque es esta farsa! —exclamó Hugh—.Alguien que ha decidido nivelar un pocolas cosas. ¿Para qué vamos a quejarnos

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nosotros?—¿Nosotros? Quería decir «yo» —

replicó Scott suavemente.Hugh dio un respingo, pero asintió

despacio con la cabeza.—Nadie en este campo quiere

ayudarnos —dijo Scott volviéndosehacia Tommy—. Ni una sola persona.

—Ya lo hemos discutido antes —repuso Tommy—. No lo sabemos concerteza.

—Claro —respondió Scottdirigiendo los ojos hacia arriba en gestode resignación—. Allá usted si prefierepensar eso. —Luego contempló denuevo el puñal ceremonial—. Fíjese en

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ese cuchillo, Tommy. Representa el maly ha servido a una causa malévola.Tiene la muerte grabada en él. Sé quequizá no sea usted muy religioso, que sinduda es un yanqui de Vermont testarudoy duro de pelar —dijo con una mediasonrisa—, y quiero pensar que soymucho más moderno que mi viejo padrepredicador, que cada domingo proclamadesde el pulpito con voz alta y clara quetodo cuanto no está directamenterelacionado con las Sagradas Escriturasno posee valor alguno en esta Tierra,pero si examinan ese objeto de cercacomprenderán que no emana nada buenode él y que no es de fiar.

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—Es usted demasiado filosófico ypoco pragmático —objetó Hugh.

—Quizá —respondió Scott—. Yaveremos quién tiene razón.

Tommy no dijo nada. Depositó elcuchillo sobre su litera después depalpar el mango por última vez. Inclusolimpio, no era difícil imaginar que unexperto que manipulara este arma notendría mayores problemas en hundirlaen el cuello de un hombre, al estilocomando, sajándole la laringe en sutrayectoria hacia el cerebro. Seestremeció. Era un tipo de asesinato quele parecía en extremo cruel e inhumano,pero si se hubiera parado a reflexionar,

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habría comprendido que en una guerraapenas existe diferencia entre clavar uncuchillo en el cuello de un hombre oarrojar una bomba de doscientosveinticinco kilos a través de las olaspara acabar con él. Pero Tommy estabaatrapado en su visión de los últimossegundos de Trader Vic, preguntándosesi habría experimentado dolor o tan sóloasombro y confusión al sentir que elcuchillo se hundía en su cuello.

Tommy volvió a estremecerse.Pensó que Scott tenía razón. En aquelmomento comprendió que cuandoexhibiera el arma durante la sesión demañana ante el Hauptmann Visser, eso

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probablemente le costaría la vida a FritzNúmero Uno, y quizás exigiría un preciosimilar al comandante Von Reiter. Comomínimo, ambos hombres no tardarían enpartir para el este, hacia el frente ruso,que venía a ser lo mismo. En cualquiercaso, Tommy sabía que Fritz habíadicho la verdad al respecto. Visser sedaría cuenta de que el cuchillo sólohabía podido entrar de una forma en elcampo de prisioneros. De golpe aTommy se le ocurrió la curiosa idea deque el cuchillo que reposaba sobre sudelgada manta gris era capaz de matar alos dos alemanes sin siquiera rozarles lapiel.

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Tommy se preguntó si la persona quehabía clavado el cuchillo en su literasabía eso. De pronto se sintió invadidopor muchísimas sospechas. Durante unosinstantes miró a Lincoln Scott, pensandoque el aviador negro tenía sobradarazón. La repentina aparición delcuchillo a estas alturas del juicio quizáno resultara útil. Tommy experimentó lamisma sensación que había tenido en lasala del tribunal, cuando se habíaabstenido de disparar preguntas comobombas contra Fenelli. Se preguntó si setrataba de una trampa. ¿Pero una trampapara quién?

—Maldita sea —dijo—. Creo que

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es hora de que vaya a charlar conFenelli, ese sujeto en el que habíamosdepositado todas nuestras esperanzas.Tengo ganas de preguntarle, en privado,por qué ha cambiado su historia.

—Me pregunto qué diablos lehabrán prometido —comentó LincolnScott—. ¿Con qué puedes sobornar a unhombre aquí?

Tommy no respondió, aunque lepareció una excelente pregunta. Tomó elcuchillo y lo envolvió en uno de lospares de calcetines de lana verde olivoque le quedaban relativamente intactos.Luego lo guardó en el bolsillo interiorde su cazadora.

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—¿Va a llevárselo? —le preguntóLincoln Scott—. ¿Por qué?

—Porque se me ocurre —repusoTommy en voz baja— que ésta es laauténtica arma del crimen y quién nosgarantiza que dentro de poco no sevayan a presentar aquí el comandanteClark y el capitán Townsend, comohicieron antes, para llevar a cabo uno desus registros ilegales y afirmar mañanaen el tribunal que hace días que tenemoseste condenado objeto en nuestro podery que, quizá, la única persona que hatenido este cuchillo en su poder ha sidoLincoln Scott.

Ninguno había contemplado esta

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posibilidad. Lincoln Scott sonrió contristeza.

—Se ha convertido en un tiporeceloso, Tommy —dijo.

—Tengo motivos para ello —respondió Tommy. Observó a Scott darmedia vuelta, con la espalda encorvadacomo si se sintiera agobiado por el pesode lo que le ocurría, y arrojarse sobre sulitera, en la que permaneció inmóvil.

«Parece resignado», pensó Tommy.Por primera vez, creyó observar laderrota en las ojeras que mostraba elaviador negro, y un tono de fracaso encada palabra que pronunciaba.

Trató de no pensar en esto al salir

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del barracón al atardecer, en busca deFenelli, el embustero que, a su modo,podía resultar tan peligroso como elcuchillo que Tommy llevaba ocultocontra a su pecho.

La luz se desvanecía rápidamentemientras Tommy se encaminaba a travésdel campo hacia el barracón deservicios médicos. Era esa horaimprecisa del día en que el cielo sólorecuerda la luz solar e insiste en lapromesa de la noche. La mayoría de loskriegies ya se hallaba en sus barracones,muchos de ellos afanándose en preparar

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una magra cena. Cuanto más seesmeraba un cocinero kriegie a la horade derrochar imaginación y combinarsus modestas vituallas para organizar lacena, tanto más evidente resultaba laescasez de comida. Al pasar frente a unbarracón, Tommy percibió elomnipresente olor de carne en conservafrita. Le produjo el típico retortijón queexperimenta un prisionero de guerrafamélico. Ansiaba comer una loncha,cubierta con una pringosa salsa, sobreuna rebanada fresca de kriegsbrot, peroa la vez se juró que si conseguíaregresar algún día a casa, no volvería aprobar la carne en conserva.

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En la sucia ventana del barracón deservicios médicos, que distinguió aldoblar la esquina del barracón 119,brillaba la luz de una sola bombilla.Durante unos segundos, Tommycontempló más allá de los edificios, através de la alambrada, el modestocementerio. Pensó que era una crueldadpor parte de los alemanes permitir quelos hombres que habían muerto fueranenterrados fuera de la alambrada. Eramofarse del anhelo de todo kriegie poralcanzar la libertad y regresar a su casa.Los únicos hombres que se habíanmarchado del campo de prisionerosestaban bajo tierra.

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Tommy hizo un gesto de amargura,inspiró una bocanada de aire fresco paraaplacar su ira, subió de dos en dos losescalones de madera que daban accesoal pequeño barracón de serviciosmédicos, abrió la puerta y entró.

Había un kriegie sentado detrás delmostrador de recepción, en el mismolugar donde Tommy había visto porprimera vez a Nicholas Fenelli. Elhombre alzó la vista y lo miró.

—¿Qué ocurre, colega? —preguntóel kriegie—. Está a punto de oscurecer,deberías estar en tu barracón.

Tommy salió de entre las sombrasjunto a la puerta y avanzó hacia la luz.

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Observó los galones de capitán en lachaqueta del kriegie e hizo un perezososaludo. No reconoció al oficial. Peroéste si le reconoció.

—Tú eres Hart, ¿no es así?—Sí. Vengo a ver a…—Ya sé a quién vienes a ver. Pero

yo estuve allí hoy y oí al coronelMacNamara ordenar expresamente…

—¿Tienes nombre, capitán? —leinterrumpió Tommy.

El oficial vaciló unos instantes, seencogió de hombros y repuso:

—Claro. Carson, como elexplorador —tendió la mano a Tommy yéste se la estrechó.

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—Bien, capitán Carson, deja que lointente de nuevo. ¿Dónde está Fenelli?

—Aquí no. Tiene orden de no hablarcontigo ni con nadie. Y tú tienes órdenesde no tratar de hablar con él.

—¿Hace tiempo que estás preso,capitán? No te reconozco.

—Un par de meses. Llegué pocoantes que Scott.

—De acuerdo, capitán, permítemeque te aclare algo. Puede que estemosaún en el ejército, que llevemosuniforme, que hagamos el saludo military nos dirijamos a todos por su rango,¿pero sabes una cosa? No es lo mismo.Venga, ¿dónde se ha metido Fenelli?

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Carson movió la cabeza en sentidonegativo.

—Lo han trasladado a otro sitio. Medijeron que si venías en busca de él note dijera nada.

—Puedo ir de barracón enbarracón…

—Y puede que recibas un tiro deuno de los gorilas apostados en lastorres de vigilancia.

Tommy asintió con la cabeza. Elcapitán tenía razón. Si no sabía dóndedar con él, Tommy no podía ir debarracón en barracón en busca deFenelli. No en el poco tiempo quefaltaba para que apagaran las luces.

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—¿Sabes dónde se encuentra?El capitán meneó la cabeza.—Esas personas que te ordenaron lo

que debías decirme si venía en busca deFenelli, ¿no serán el comandante Clark yel capitán Townsend?

El hombre dudó, lo cual dio aTommy la respuesta. Luego el capitánCarson se encogió de hombros.

—Sí —dijo—. Fueron ellos. Ellosmismos ayudaron a Fenelli a trasladarsus cosas y me dijeron que tendría queayudar a Fenelli aquí, después deljuicio, cuando la situación se normalice.Esas fueron sus palabras: «cuando lasituación se normalice».

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—¿Así que vas a ayudar a Fenelli?¿Tienes experiencia con problemasmédicos?

—Mi padre era médico rural.Dirigía una pequeña clínica en la que yotrabajaba en verano. Y estudié medicinaen la Universidad de Wisconsin, demodo que estoy tan cualificado como elque más. Me pregunto por qué no habráningún médico titulado aquí. Encuentrastodo tipo de profesiones…

—Puede que los médicos seandemasiado inteligentes para subirse enun B-17.

—O en un Thunderbolt, como yo —dijo Carson sonriendo—. Mira, Hart, no

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quiero mostrarme antipático. Si supieraalgo de Fenelli, te lo diría. No creo quele informaran siquiera adonde lotrasladaban. Él sabía que tú tepresentarías esta noche, y me pidió quete dijera que lamentaba lo de hoy… —Carson miró a su alrededor paracerciorarse de que ambos estaban solos—. Y dejó una nota.

Debes comprender, Hart, que esosdos tíos no le quitan ojo. No me dio laimpresión de que Fenelli se sintierasatisfecho de que lo trasladaran a otrobarracón. Y no se sentía satisfecho deltestimonio que había dado hoy ante eltribunal, pero no quería hablar de ello, y

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menos conmigo. Pero consiguió escribiruna nota y me la pasódisimuladamente… —Mientras hablabaCarson sacó del bolsillo un pedazo depapel roto, doblado dos veces, queentregó a Tommy—, no la he leído —afirmó.

Tommy asintió con la cabeza,desplegó el papel y leyó:

Lo siento, Hart. Vic llevabarazón en una cosa: aquí todofunciona a base de tratos. Unostratos beneficiosos para algunos,perjudiciales para otros. Esperoque consigas regresar a casa

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indemne. Cuando esto hayaterminado, si alguna vez vas aCleveland, llámame para quepueda disculparme en persona.

La nota no estaba firmada. Estabaescrita con una letra torpe, apresurada,con un lápiz negro de trazos gruesos.Tommy la leyó tres veces,memorizándola palabra por palabra.

—Fenelli me ordenó que te dijeraque después de leerla la quemaras —dijo Carson.

Tommy asintió.—¿Qué te ha dicho Fenelli? Sobre

este lugar. Me refiero a la clínica.

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El capitán se encogió de hombros.—Desde que yo estoy aquí, sólo le

he oído quejarse. Está harto de no poderayudar a nadie, porque los alemanesroban el material médico. Dijo que eldía que dejara esto y regresara a suslibros y sus estudios, sería el mejor desu vida. Eso es lo que tú haces, ¿no escierto, Hart? Leer libros de derecho.Fenelli me aconsejó que hiciera lomismo. Que consiguiera unos textosmédicos y me pusiera a estudiar. Aquídisponemos de mucho tiempo libre, ¿no?

—Es de lo único que andamossobrados —repuso Tommy.

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El frío y la oscuridad de la noche seapoderaron del campo mientras Tommyse apresuraba bajo el firmamento casinegro ya. El oeste aparecía surcado porlos últimos y turbios rayos de luz. Unospocos rezagados se dirigían a susbarracones, y, al igual que Tommy,llevaban la gorra embutida hasta lascejas y el cuello de la cazadoralevantado para protegerse de las ráfagasde aire helado que se arremolinaban enlos callejones y entre los edificios.Todos caminaban deprisa, impacientespor entrar en los barracones antes deque la noche cayera por completo sobreel campo. El trayecto desde el barracón

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de servicios médicos condujo a Tommyhasta la zona principal de concentración,ahora desierta, barrida por el viento yreseca debido a las bajas temperaturas.A su izquierda, Tommy observó que elúltimo fragmento de luna, una astillaplateada, apenas era visible sobre lalínea de árboles más allá de laalambrada. Deseó detenerse unosmomentos, esperar a que las estrellascomenzaran a pestañear y a brillar,inyectando una reconfortante sensaciónde compañía a su agitada imaginación.

Pero en lugar de detenerse, siguióavanzando, rápido y con la cabezaagachada, mientras los otros pocos

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rezagados pasaban apresuradamentejunto a él. Al aproximarse a la entradadel barracón 101, Tommy se volvió paramirar la puerta principal. Lo que vio lehizo vacilar.

Junto a la puerta había una bombilla,debajo de una pantalla de hojalata. Bajoel tenue cono de luz que arrojaba,Tommy distinguió la inconfundiblesilueta de Fritz Número Uno,encendiendo un cigarrillo. Dedujo que elhurón se disponía a retirarse.

Tommy se paró en seco.El hecho de ver al hurón, incluso al

término de la jornada, no erainfrecuente. Los hurones siempre

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permanecían atentos a las últimas idas yvenidas de los kriegies, temerosos deque se produjera una reunión clandestinabajo el manto de la oscuridad que ellosno detectaran. En esto llevaban razón.Por más que ellos no fueran capaces delocalizarlas, las reuniones seguíanllevándose a cabo.

Tommy miró unos instantes a sualrededor y comprobó que estaba solo, aexcepción de un par de figuras que seapresuraban a lo lejos hacia unosbarracones situados al otro lado delrecinto.

De pronto dio media vuelta frente ala puerta del barracón 101 y se dirigió

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apresuradamente a través de la zona deconcentración, emitiendo un sonido secoal pisar la tierra con sus botas. Cuandose hallaba a unos veinte metros de lapuerta principal, Fritz Número Uno sepercató de que alguien se dirigía haciaél y se volvió. En la densa oscuridad,Tommy era una figura anónima, unasilueta oscura que avanzaba veloz, y unamezcla de alarma y curiosidad en elrostro del hurón, casi como si leasustara la súbita aparición de unkriegie por entre las primeras sombrasde la noche.

—¡Fritz! —se apresuró a decirTommy, no tratando de ocultar su voz—.

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Acérquese.El alemán se apartó de la luz, echó

una breve ojeada a su alrededor, y alcomprobar que no había nadie rondandopor ahí, echó a andar hacia Tommy.

—¡Señor Hart! ¿Qué pasa? Deberíaestar en su barracón.

Tommy metió la mano en el interiorde su cazadora.

—Tengo un regalo para usted, Fritz—dijo sin más.

El hurón se acercó, receloso.—¿Un regalo? No comprendo…Tommy extrajo del bolsillo de la

cazadora el puñal ceremonial, quellevaba envuelto en los calcetines.

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—Los calcetines los necesito —dijo, sosteniéndolos en alto—. Perousted necesita esto.

En éstas arrojó el cuchillo al suelo,a los pies del alemán. Fritz Número Unocontempló unos segundos el cuchillo,estupefacto. Luego se agachó y lorecogió.

—Puede darme las gracias en otraocasión —dijo Tommy, volviéndose altiempo que Fritz Número Uno seincorporaba, sonriendo satisfecho—. Ypuede estar seguro de que algún día lepediré algo a cambio. Algo importante.

Sin esperar a que el alemánrespondiera, Tommy regresó a toda

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marcha a través del recinto, sin volverseuna sola vez, hasta alcanzar la entradadel barracón 101, y sin vacilar hastahaber cerrado la puerta de un golpe asus espaldas, confiando en haber hecholo indicado, pero nada convencido dehaberlo hecho.

Ninguno de los tres hombres queocupaban el barracón 101 durmió bienesa noche. Todos sufrieron pesadillasque les hicieron despertarse más de unavez en plena noche, sudorosos,conscientes de su cautiverio. No se oíauna respiración acompasada, ni

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ronquidos ligeros, ninguno de ellosconsiguió descansar durante esa larganoche bávara. Ninguno de los tres dijonada, sino que al despertarse cada unopermanecía acostado, sumido en suspensamientos y terrores, incapaz decalmarse con las habituales visionesdulces, reconfortantes y familiares delhogar. Tommy pensó, mientras yacíadespierto en su litera, que Scott eraquien se llevaba la peor parte. Hugh, aligual que Tommy, sólo se enfrentaba alfracaso y a la frustración. La derrotapara ellos era psicológica. Para LincolnScott era lo mismo, y un paso más, talvez fatídico.

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Tommy se estremeció y tiritóarrebujado en su manta. Durante irnosmomentos, se preguntó si podría seguirpracticando la abogacía si, la primeravez que pisaba un estrado, perdía elcaso y su cliente, un hombre inocente,era conducido ante un pelotón deejecución. Comprendió que ambosllevaban todas las de perder, pensó enlos engaños y las mentiras de los quehabía sido víctima el aviador negro, entodos los aspectos injustos del caso, yllegó a la conclusión de que si permitíaque esos sinvergüenzas ganaran yejecutaran a Scott, él jamás podríacomparecer de nuevo ante un tribunal

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como abogado.Turbado por ese pensamiento, se

revolvió en su litera, tratando deconvencerse de que se comportaba demodo ingenuo e infantil y que unabogado más experimentado, comoPhillip Pryce, hubiera sido capaz deaceptar la derrota con la mismaecuanimidad que la victoria. Pero a lavez comprendió, en los entresijos másprofundos de su ser, que él no se parecíaa su amigo y mentor, y que si perdía estejuicio sería su primera y única derrota.

Sintió lo terrible que era estaratrapado de esa forma, preso detrás deuna alambrada de espino, en una

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encrucijada. De golpe se percató de quesu imaginación estaba poblada por losfantasmas de los tripulantes de subombardero. Los hombres del LovelyLydia se hallaban presentes en lahabitación, silenciosos, casi con aire dereproche. Tommy comprendió quedurante aquel vuelo él había tenido unasola misión: conducirlos de regreso acasa sanos y salvos. Y no la habíacumplido.

Curiosamente, pensó que lasprobabilidades de éxito eran las mismaspara el Lovely Lydia, cuando giró ycomenzó a bombardear todos loscañones del convoy, que para Lincoln

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Scott, apresado por los enemigos de supaís, pero éste se enfrentaba a unoshombres que todo hacía suponer queeran sus amigos.

Se tumbó de espaldas, con los ojosabiertos y fijos en el techo, casi como sipudiera contemplar el cielo y lasestrellas a través de las tablas y eltejado de hojalata.

Se preguntó quién sabía la verdadsobre el asesinato de Trader Vic. Volvióa respirar hondo y siguió repasando ensu mente todos los aspectos del caso,una y otra vez, desde todos los ángulosimaginables. Pensó en lo que LincolnScott había dicho hacía un rato y

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reiteradas veces: nadie en el campo deprisioneros estaba dispuesto aayudarles.

De pronto reprimió una exclamaciónde asombro. Se le había ocurrido unaidea. Era tan evidente, que le chocó nohaber pensado en ello antes. Por primeravez en esa noche, esbozó una pequeñasonrisa.

Los hombres del barracón 101 sedespertaron al oír el áspero ruido desilbatos y gritos de «Raus! Raus!»,subrayados por los golpes en las puertasde madera. Se levantaron de un salto de

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sus literas, como habían hecho tantasmañanas, se vistieron precipitadamentey atravesaron a la carrera el pasillocentral del barracón, para presentarse alAppell matutino. Pero al salircontemplaron el insólito espectáculo deun escuadrón de soldados alemanesvestidos de gris en formación frente albarracón, unos veinte hombres, armadoscon fusiles. Al pie de los escaloneshabía un fornido Feldwebel, conexpresión agria, dirigiendo el tránsitocomo un hosco policía.

—¡Ustedes, los hombres delbarracón 101, formen aquí! Raus!¡Apresúrense! ¡Nadie debe acudir al

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Appell!El Feldwebel hizo un gesto a un par

d e Hundführers, quienes tiraronbruscamente de las cadenas de susferoces mastines, haciendo que losanimales saltaran excitados, gruñendo yladrando.

—¿A qué viene esto? —preguntóScott en voz baja mientras se colocabajunto a Tommy entre la formación dehombres del barracón 101.

—Deduzco que van a registrar elbarracón —respondió Hugh—. ¿Quédiantres creen que van a encontrar? ¡Elcaso es hacernos perder el tiempo! —Hugh dijo esto último en voz alta, para

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que lo oyera el sargento alemán que seafanaba en agrupar a los kriegies enordenadas filas—. ¡Eh, Adolf!

¡Ve a echar un vistazo al retrete! ¡Alo mejor pillas a un tío dirigiéndose anado hacia la libertad!

Los otros hombres del barracón 101prorrumpieron en carcajadas y un par deaviadores aplaudieron el sentido delhumor del canadiense.

—¡Silencio! —gritó elFeldwebel—. ¡Absténganse de hablar!¡Atención!

Tommy se volvió como pudo y vioal Hauptmann Visser, acompañado porun demudado Fritz Número Uno,

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aparecer por detrás de la formación desoldados alemanes.

El Feldwebel habló en alemán y unode los kriegies tradujo en voz baja suspalabras a los hombres colocados enfilas.

—Los prisioneros del barracón 101están presentes y han sido contados,Hauptmann.

Fritz gritó una orden y la mitad delescuadrón de gorilas dio media vuelta ypenetró en el barracón. Al cabo de unosmomentos, Fritz y Visser le siguieron.

—¿Qué es lo que buscan? —susurróScott.

—Túneles, tierra, radios,

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contrabando. Cualquier cosa fuera de locorriente.

En el interior del barracón oyeronlas recias pisadas de los soldados,golpes y crujidos, mientras los hombresrecorrían una habitación tras otra.

—¿Alguna vez consiguen hallar loque buscan?

—Por lo general no —respondióHugh sonriendo—. Los alemanes nosaben realizar un registro. No como unpolicía. Se limitan a destrozarlo todo, adejarlo todo patas arriba, pero sequedan con las ganas de encontrar lo quebuscaban. Siempre ocurre lo mismo.

—¿Por qué han elegido este

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barracón y esta mañana precisa?—Buena pregunta —contestó Hugh.Al cabo de unos minutos, mientras

l o s kriegies seguían formados en susfilas relativamente ordenadas, vieronque los soldados alemanes comenzabana abandonar el barracón. Los gorilassalían de uno en uno o en parejas, casitodos con las manos vacías, sonriendotímidamente, encogiéndose de hombrosy meneando la cabeza. Tommy observóque la mayoría del pelotón se componíade hombres ya mayores, muchos de elloscasi tan ancianos como Phillip Pryce.Los otros eran increíblemente jóvenes,apenas unos adolescentes, vestidos con

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uniformes que sentaban como un tiro asus jóvenes cuerpos. Segundos mástarde se oyeron unas exclamaciones dejúbilo en el interior del barracón. Alcabo de unos momentos salió unsoldado, sonriendo, sosteniendo unatosca radio que había hallado oculta enun bote vacío de café. El alemán lasostuvo en alto, con una expresión degozo pintada en su viejo y arrugadorostro. Detrás de él había otro gorila,bastante más joven que él, tambiénsonriendo de satisfacción. Tommy oyómurmurar a un aviador situado variasfilas detrás de él:

—¡Me cago en su madre! ¡Han

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pillado mi radio! ¡Hijos de puta! ¡Esechisme me costó tres cartones decigarrillos!

Los últimos en salir fueron FritzNúmero Uno y Heinrich Visser. Eloficial alemán manco miró a Tommy conenfado. Alzó su única mano y señaló conel índice a Tommy, Hugh y LincolnScott.

Visser no vio a Fritz Número Uno,situado unos pasos detrás de él, quemovía ligeramente la cabeza de un ladoa otro.

—¡Ustedes tres! —exclamó en vozalta—. ¡Un paso al frente!

En silencio, los tres hombres se

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apartaron de la formación.—¡Regístrenlos inmediatamente! —

ordenó el alemán.Tommy levantó las manos sobre la

cabeza y uno de los gorilas empezó apalparle de arriba abajo. Otros hicieronotro tanto con Lincoln Scott y HughRenaday, que se echó a reír cuando lotocaron.

— ¡E h, Hauptmann! —dijo Hughmirando a Visser a los ojos—. Dígales asus gorilas que no se tomen tantaslibertades. ¡Me hacen cosquillas!

Visser contempló al canadiense conseveridad, sin decir palabra. Luego, alcabo de unos segundos, se volvió hacia

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el soldado que había registrado aTommy.

—Nein, Herr Hauptmann —dijo elgorila, incorporándose y saludando.

Visser se acercó a Tommymirándolo con fijeza.

—¿Dónde está su prueba, teniente?Tommy no respondió.—Tiene algo que me pertenece —

dijo el oficial alemán—. Quiero que melo devuelva. —Se equivoca,Hauptmann.

—Un objeto que quizá se proponíautilizar esta mañana en el juicio.

—Insisto en que se equivoca,Hauptmann.

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El alemán retrocedió, como simeditase lo que iba a decir. Abrió laboca con lentitud, pero le interrumpió ungrito proferido desde detrás de laformación.

—¿Qué ocurre?Cuando se volvieron vieron al

comandante Von Reiter, flanqueado porel coronel MacNamara y el comandanteClark y seguido por su acostumbradoséquito de ayudantes, dirigiéndose apaso de marcha hacia ellos. Al pasarfrente al escuadrón de soldados, éstos sepusieron firmes al instante.

Von Reiter se detuvo frente a laformación. Tenía el rostro sonrojado y

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movía nerviosamente la fusta quesostenía en la mano.

—¡No he ordenado que registraraneste barracón! —dijo en voz alta—. ¿Aqué viene esto?

Heinrich Visser dio un taconazo queresonó a través de la húmeda atmósferamatutina.

—Lo ordené yo, Herr Oberst. Hacepoco me informaron de que aquí seocultaba contrabando. Por consiguiente,ordené que efectuaran de inmediato unregistro.

Von Reiter miró a Visser con ciertaseveridad.

—Ah —repuso el comandante con

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calma—. De modo que fue idea suya.¿No cree que debió informarme?

—Creí conveniente actuar conrapidez, Herr Oberst. Por supuesto,pensaba informarle sobre los hechos.

—No me cabe duda. —Von Reiterdijo al otro entrecerrando los párpados—. ¿Y ha encontrado contrabando oalgún otro indicio de actividadesprohibidas?

—¡Sí, Herr Oberst! —repuso Vissercon energía—. Una radio ilegal ocultaen un bote de café vacío.

A una indicación de Visser, el gorilaque sostenía la radio avanzó y se laentregó al comandante del campo.

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Von Reiter esbozó una sonrisasardónica.

—Muy bien, Hauptmann. —Yvolviéndose a MacNamara y Clark,añadió—. ¡Saben ustedes que las radiosestán prohibidas!

MacNamara no respondió. VonReiter se volvió de nuevo hacia Visser.

—¿Qué otros objetos han hallado enel curso del registro, Hauptmann? ¿Quémás han descubierto que justifiquealterar las normas del campo?

—Esto es todo, Herr Oberst.Von Reiter asintió con la cabeza.—Los americanos siempre tienen

prisa por obtener respuestas a sus

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preguntas, coronel. Los alemanesestamos más acostumbrados a aceptar loque nos digan.

—Ése es su problema —replicóMacNamara con brusquedad—.¿Podemos volver a nuestros quehaceres?

—Por supuesto —contestó VonReiter—. Creo que el Hauptmann ya haterminado.

Visser se encogió de hombros, sinocultar la rabia que sentía. En esosmomentos Tommy comprendió quebuscaba el arma del crimen. Alguien lehabía dicho que estaba en el barracón yhabía indicado qué habitaciones debíaregistrar personalmente. A Tommy le

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pareció tan interesante como cómico, alcomprobar que el alemán era incapaz dedisimular su decepción y su ira por nohaber descubierto lo que andababuscando. Tommy echó una ojeada aClark y MacNamara, preguntándose si aellos también les habría sorprendido elresultado del registro, pero sus rostrosno revelaban nada y no pudo adivinar loque pensaban. Pero sabía que alguien enel campo se sentía extrañado de queHeinrich Visser no sostuviera en estosmomentos el arma homicida en su manoderecha, y que el alemán aún no habíacomenzado a redactar el informe parasus superiores de la Gestapo que podía

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haberse traducido en el arresto delcomandante y el hurón. Tommy tomónota de que esos dos hombres se habíandirigido juntos hacia el campo derevista, conversando con aireconfidencial.

De nuevo, el teniente NicholasFenelli se dirigió hacia la silla de lostestigos a través de los pasillos y toscosbancos abarrotados de kriegies. A supaso, Tommy oyó unos murmullos querecorrieron el teatro de un extremo alotro, haciendo que el oficial superioramericano sentado frente a la sala

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asestara sonoros golpes con el martillo.Fenelli no se había afeitado esa mañana.Su uniforme estaba arrugado y lollevaba mal abrochado. Mostraba unasprofundas ojeras fruto de no haberdescansado y Tommy pensó que ofrecíael aspecto de un hombre que no estáacostumbrado a mentir, pero se veobligado a hacerlo.

MacNamara pronunció su habitualdiscurso, recordando a Fenelli queseguía bajo juramento.

Luego indicó a Tommy quecomenzara.

Se puso de pie. Vio al médicorevolverse unos instantes en su silla, tras

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lo cual se enderezó preparado paraencajar la salva de preguntas.

—Teniente —comenzó Tommy convoz pausada y serena—, ¿recuerda ustednuestra conversación poco después delarresto del señor Scott en relación coneste caso?

—Sí señor.—¿Y recuerda haberme dicho en esa

ocasión que creía que el asesinato habíasido cometido por un hombre situadodetrás del capitán Bedford y utilizandoun cuchillo estrecho y muy afilado, untipo de cuchillo que suele encontrarse eneste campo?

—Sí señor.

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—Yo no le ofrecí nada a cambio deesa opinión, ¿no es así?

—En efecto. No lo hizo.—Y no pude mostrarle ese cuchillo.—No.Tommy se volvió hacia la mesa de

la defensa. Alargó las manos hacia suslibros de derecho y sus papeles,exagerando cada movimiento para hacerque resultara lo más teatral posible.Observó que Townsend y Clark estabaninclinados hacia delante, impacientes, ycomprendió que era el momento queambos esperaban. Sospechaba quetambién Visser y todos los miembros deltribunal, aguardaban intrigados su

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próximo movimiento. Tommy se volvióbrusca y rápidamente, con las manosextendidas y vacías.

—¿Es que ahora ya no está segurode esas opiniones?

Fenelli se detuvo, contempló lasmanos de Tommy, arrugó el ceño yasintió con la cabeza.

—Sí. Supongo que es así.Tommy dejó que el silencio se

extendiera a través de la sala antes deproseguir.

—Usted no es un experto enasesinatos, ¿no es así, teniente?

—En efecto, no lo soy. Tal como lesdije a ellos —añadió señalando a la

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acusación.—En Estados Unidos, el asesinato

habría sido investigado por un detectiveprofesional especializado enhomicidios, que en la tarea de recogerpruebas habría contado con la ayuda deun analista debidamente instruido enesos menesteres. La autopsia delcadáver de Trader Vic habría sidorealizada por un experimentado patólogoforense, ¿no es así?

Fenelli mostró una expresión deincertidumbre. Era visible que noesperaba la estrategia de Tommy.Durante ese instante de vacilación, elcapitán Townsend se levantó y rodeó

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lentamente la mesa de la acusación. Elcoronel MacNamara lo miró.

—¿Desea hacer alguna objeción,capitán? —preguntó.

—Es posible, señor —repusoTownsend lentamente, tratando en vanode ocultar su tono de vacilación—. Mepregunto adonde quiere ir a parar elteniente con este interrogatorio. Lo queen este caso pudo hacerse en EstadosUnidos no tiene nada que ver con lo quese plantea hoy aquí. Esto es una guerra,y en estas circunstanciasextraordinarias…

MacNamara asintió con la cabeza ymiró a Tommy.

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—Estas preguntas, señor Hart…—Si se me permite un cierto margen

de maniobra, señoría, dentro de unosbreves momentos el tribunalcomprenderá la intención de las mismas.

—Confío en que no tarde en ocurrir.Tommy sonrió y se volvió hacia

Fenelli.—De modo que su respuesta es… —

dijo.Fenelli se encogió de hombros.—Tiene usted razón, teniente Hart.

En Estados Unidos las cosas hubieransido distintas. El caso habría sidoinvestigado por expertos.

—Gracias —se apresuró a decir

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Tommy, haciendo un breve gesto con lacabeza al empleado de la funeraria—.No haré más preguntas al testigo,señoría.

Fenelli esbozó una sonrisa desorpresa. MacNamara miró a Tommycon perplejidad.

—¿No desea hacerle más preguntas?—inquirió.

—No. El testigo puede retirarse —dijo Tommy indicando a Fenelli.

Cuando éste se levantó, observó aloficial superior americano y a los otrosdos miembros del tribunal.

—Un segundo, teniente —dijoMacNamara—. ¿La acusación no desea

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hacerle más preguntas?Tras unos instantes de vacilación,

Townsend negó con la cabeza. El fiscaltambién parecía confundido.

—No señor. De momento, laacusación no seguirá interrogando a mástestigos.

—El testigo puede retirarse.—¡Sí señor! —repuso Fenelli

sonriendo satisfecho—. ¡Me largo enseguida!

Este comentario provocó la risa del o s kriegies que estaban presentes yMacNamara recurrió de nuevo almartillo para imponer silencio. Fenelliatravesó la sala rápidamente, dirigiendo

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a Tommy una mirada que éste interpretócomo de gratitud. A su espalda, la salavolvió al silencio.

MacNamara fue el primero enromperlo.

—¿La acusación ha terminado? —preguntó a Townsend.

—Sí señor. Como he dicho, demomento no interrogaremos a mástestigos.

El oficial superior americano sevolvió hacia Tommy Hart.

—¿Desea usted pronunciar ahora sualegato?

—Sí señor —respondió Tommysonriendo—. Seré breve, señor.

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—Se lo agradezco.Tommy tosió y habló en voz bien

audible.—Deseo aprovechar esta

oportunidad para recordar a losmiembros del tribunal, a la acusación ya todos los hombres del Stalag Luft 13,que Lincoln Scott comparece hoyacusado de asesinato.

Nuestra Constitución garantiza quehasta que la acusación haya demostradosu culpabilidad más allá de toda dudarazonable, sigue siendo inocente.

Walker Townsend se puso en pie,interrumpiendo a Tommy.

—¿No cree que es un poco tarde

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para esta lección de civismo?MacNamara asintió.—Su alegato, teniente…Tommy se apresuró a interrumpirlo.—He concluido, señoría. La defensa

está preparada para proseguir.MacNamara arqueó la ceja izquierda

en una expresión de sorpresa y emitió unbreve suspiro de alivio.

—Muy bien —dijo—.Proseguiremos de acuerdo con loprevisto. ¿Piensa usted llamar ahora alteniente Scott al estrado?

Tommy se detuvo y meneó la cabeza.—No señor.Se produjo un momento de silencio.

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MacNamara miró a Tommy.—¿No?—No, señor. De momento no.Townsend y Clark se habían puesto

en pie.—Bien, ¿desea llamar a otro testigo?

—volvió a preguntar el coronelMacNamara—. Todos esperábamos oírahora la declaración del teniente Scott.

—Eso supuse, coronel —replicóTommy sonriendo. Sus ojos reflejabanuna auténtica expresión de gozo, pero ensu interior sentía una fría, dura yviolenta agresividad, pues por primeravez desde el comienzo del juicio sabíaque estaba a punto de asestar un golpe

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que ni el fiscal ni los jueces esperaban,lo cual le producía una intensa ydeliciosa sensación. Sabía que todos lospresentes en la sala creían que laacusación le había dejado tan sólo conla posibilidad de presentar protestas deinocencia airadas y endebles delacusado.

—¿Entonces a quién desea llamar adeclarar? —preguntó MacNamara.

Tommy dio media vuelta y señalócon el dedo un ángulo de la sala.

—¡La defensa llama al estrado alHauptmann de la Luftwaffe HeinrichVisser! —exclamó.

Dicho esto, cruzó los brazos

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mientras experimentaba una profundasatisfacción, plantado como unaapacible isla en medio de la sala agitadapor los vientos de las voces exaltadas.

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15

Un oficial y un hombre

de honor

Tommy gozó con el tumulto quehabía provocado entre los asistentes aljuicio. Todos parecían tener una opinióny la imperiosa necesidad de expresarlaen voz alta. Las voces caían en cascada

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a su alrededor, reflejando una mezcla decuriosidad, ira y excitación. El coronelMacNamara tuvo que utilizar su martillorepetidas veces para imponer silencio alos kriegies que abarrotaban el teatro. Asu espalda, el ambiente entre la multitudde aviadores parecía cargado deelectricidad. Si el juicio de LincolnScott por el asesinato de VincentBedford se había convertido en elespectáculo del lugar, Tommy le habíaconferido, mediante una sola maniobra,una mayor fascinación, en especial a loscentenares de hombres afectados por elaburrimiento y la angustia de sucautiverio.

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A la décima vez que MacNamarapidió orden en la sala, los hombres secalmaron lo bastante para que la sesióncontinuara. Walker Townsend se habíalevantado y gesticulaba como un poseso.

Al igual que el comandante Clark,cuyo rostro rubicundo presentaba enesos momentos un color más acentuadoque el habitual. Tommy pensó queparecía a punto de estallar.

—¡Señoría! —gritó Townsend—.¡Esto es inaudito!

MacNamara volvió a dar golpes demartillo, aunque en la sala reinaba elsuficiente silencio para que pudieranproseguir.

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—¡Protesto enérgicamente! —insistió el capitán de Virginia—.¡Llamar al estrado a un miembro de unafuerza enemiga en medio de un juicioamericano es improcedente!

Tommy guardó silencio unosmomentos, esperando que MacNamaraasestara otro golpe contundente con elmartillo, cosa que el oficial superioramericano hizo, tras lo cual se volvióhacia la defensa. Tommy avanzó un pasoy así logró apaciguar con más eficacialos ánimos de los asistentes. Loskriegies callaron y se inclinaron haciadelante para no perder palabra.

—Coronel —empezó Tommy con

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lentitud—, el argumento de que estapetición es improcedente no se tiene enpie, ya que todo el proceso esimprocedente. El capitán Townsend losabe, y la acusación se ha aprovechadode la relajación de las reglas ordinariasque presiden un tribunal de justiciamilitar. El fiscal protesta porque le hecogido desprevenido. Al comienzo deeste juicio, usted prometió a la defensa ya la acusación que les concederíasuficiente margen de tolerancia con elfin de averiguar la verdad. Tambiénprometió a la defensa que podríamosllamar a cualquier testigo que pudieraayudarnos a demostrar la inocencia del

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acusado. Me limito a recordárselo altribunal. De paso, le haré notar que noshallamos aquí en circunstanciasespeciales y únicas, y que es importanteque todos comprobemos que la justiciade las reglas elementales de nuestrosistema judicial son aplicadasdemocráticamente. En especial elenemigo.

Volvió a cruzarse de brazos,pensando que su breve discurso habríaresultado más eficaz con una banda deviento interpretando America theBeautiful como telón de fondo, pueshabría tenido el doble efecto deenfurecer a MacNamara y colocarlo al

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instante en una posición en que no podíarechazar la petición de Tommy. Éste lomiró a los ojos, sin molestarse enocultar una sonrisa de satisfacción.

—Teniente —repuso MacNamaracon frialdad—, no tiene usted querecordar al tribunal sus deberes yresponsabilidades en tiempos de guerra.

—Me alegra oírlo, señoría. —Tommy sabía que se la estaba jugando.

—Señoría —dijo Townsend furioso—, sigo sin comprender cómo estetribunal puede permitir que un oficial deun ejército enemigo sirva de testigo.¿Cómo haremos para no dudar de suveracidad?

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No bien hubo hablado, Townsendpareció arrepentirse de haberlo hecho,pero era demasiado tarde. Con una solafrase, había ofendido a dos hombres.

—El tribunal es muy capaz dedeterminar la veracidad de cualquiertestigo, capitán, al margen de suprocedencia y de sus lealtades —replicóMacNamara tajante, con un tono máscáustico que nunca.

Tommy miró de hurtadillas aHeinrich Visser. El alemán se habíapuesto de pie. Estaba pálido, con lamandíbula crispada. Miraba aTownsend con los párpadosentrecerrados, como si acabara de

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recibir la bofetada de un rival.Las cosas salían a pedir de boca

para Tommy. Visser estaba furioso porhaber sido llamado a declarar, pero elamericano sospechaba que sin duda loque más le había indignado era quealguien hubiera puesto en duda suimpecable integridad nazi. Nada es másirritante que oírse llamar mentirosoantes de que uno haya tenido ocasión deabrir la boca.

MacNamara se frotó la barbilla y lanariz, tras lo cual se volvió hacia elalemán manco.

—Hauptmann —dijo con vozpausada—, me inclino a permitir esto.

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¿Está usted dispuesto a declarar?Visser dudó. Tommy le vio sopesar

en aquellos segundos varios factores.Abrió la boca para responder, pero deimproviso se oyó una voz provenientedel fondo del teatro que gritaba a voz encuello:

—¡Por supuesto que el Hauptmannprestará declaración, coronel!

Los asistentes volvieron la cabeza alunísono para ver al comandante VonReiter en la entrada.

Echó a andar por el pasillo centralal tiempo que sus lustrosas botas demontar negras resonaban sobre el suelode madera como disparos de pistola.

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Von Reiter se plantó en el centro dela sala, se cuadró y efectuó un brevesaludo y una reverenciasimultáneamente.

—Como es lógico, coronel —dijocon tono enérgico—, el Hauptmannquedará eximido de revelar datosmilitares. Y no podrá responder apreguntas que puedan comprometersecretos de guerra.

Pero, por lo que respecta a susconocimientos sobre este crimen, creoque su experiencia será muy útil altribunal a la hora de determinar laverdad de este desdichadoacontecimiento.

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Von Reiter se volvió un poco,haciendo una señal de asentimiento conla cabeza a Visser, antes de añadir:

—¡Yo mismo respondo de suintegridad, coronel! El HauptmannVisser tiene en su haber muchascondecoraciones. Es un hombre dehonor intachable y respetado por sussubordinados. Por favor, proceda atomarle juramento.

Visser, con expresión impertérrita,se dirigió lentamente y de mala ganahacia el estrado, tanto más, pensóTommy, cuando que ahora tenía laaprobación de Von Reiter y sin dudaimaginaba que éste trataría de sacar

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alguna ventaja política de sudeclaración. Saludó con energía alcomandante del campo y se volvió luegohacia MacNamara.

—Estoy preparado, coronel —ledijo.

El oficial superior americano leofreció la Biblia y le indicó que ocuparala silla de los testigos.

—Señor —dijo el capitán Townsendtratando por última vez de salirse con lasuya—, protesto una vez más.

MacNamara torció el gesto y meneóla cabeza.

—Aquí tiene a su testigo, tenienteHart. Puede usted interrogarlo.

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Tommy asintió. Observó unapequeña y malévola sonrisa en el rostrode Von Reiter cuando éste ocupó unasiento junto a la ventana, sentándose enel borde de la silla con el torsoinclinado hacia delante, al igual que losprisioneros del campo, pendiente decada palabra que se dijera. LuegoTommy se volvió hacia Visser. Duranteunos momentos, trató de interpretar laactitud corporal del alemán, su cabezaladeada, los ojos entrecerrados, lacrispación de la mandíbula y la forma enque había cruzado las piernas. «Es unhombre capaz de odiar con facilidad»,pensó Tommy. El problema que se le

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planteaba era descifrar sus aversiones yhallar las adecuadas para ayudar aLincoln Scott, aunque comprendió, porla furibunda mirada que Visser dirigió aTownsend, que la acusación, al poner entela de juicio la integridad del alemán,ya había ayudado a Tommy en su afán dealcanzar el meollo de Visser.

—Diga su nombre completo y rango,para que conste en acta, Hauptmann —dijo Tommy tras un ligero carraspeo.

—Hauptmann Heinrich AlbertVisser. En la actualidad ostento el rangode capitán en la Luftwaffe, asignadorecientemente al campo de prisionerosde aviadores aliados número 13.

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—¿Sus obligaciones incluyen laadministración del campo?

—Sí.—¿Y la seguridad del mismo?Tras dudar unos segundos, Visser

asintió con la cabeza.—Desde luego. Es una obligación

que todos cumplimos, teniente.«Sí —pensó Tommy— pero tú más

que otros.» No obstante se abstuvo demanifestarlo en voz alta.

Visser habló con voz sosegada y lobastante alta como para que le oyerantodos los presentes.

—¿Dónde aprendió a hablar inglés?Visser hizo otra pausa y se encogió

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ligeramente de hombros.—De los seis a los quince años viví

en Milwaukee, en Wisconsin, en casa demi tío tendero —respondió—. Cuandosu negocio se hundió durante laDepresión, toda la familia regresó aAlemania, donde yo completé misestudios y seguí perfeccionando miinglés.

—¿Cuándo partió usted de América?—En 1932. Ni mi familia ni yo

teníamos motivos para quedarnos allí.Por otra parte, en nuestra nación seestaban registrando unosacontecimientos de gran importancia, enlos que estábamos llamados a participar.

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Tommy asintió. No era difícildeducir a qué acontecimientos se referíaVisser, el nazismo, la quema de libros ola brutalidad. Durante unos momentosobservó a Visser con fijeza. Sabía porFritz Número Uno que el padre deVisser ya era miembro del partido nazicuando el adolescente regresó aAlemania. Su inmediato legadoprobablemente había consistido en laEscuela y las juventudes hitlerianas.Tommy se impuso prudencia hastalograr sonsacar a Visser lo quenecesitaba. Pero su próxima pregunta nofue cauta ni prudente.

—¿Cómo perdió el brazo,

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Hauptmann?El rostro de Visser permaneció

impávido, congelado, como si el hieloque exhalaban sus ojos fuera el mejorsistema de ocultar la furia que ardíadebajo de la superficie.

—Cerca de la costa de Francia, en1939 —respondió cortante.

—¿Un Spitfire?Visser esbozó una pequeña y cruel

sonrisa.—El Spitfire británico es un caza

propulsado por un motor Merlin de laRolls-Royce capaz de alcanzarvelocidades superiores a los quinientoskilómetros por hora. Está armado con

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ocho metralletas del calibre cincuentade fuego secuencial, cuatro montadas encada ala. Uno de esos magníficosaviones me pilló desprevenido cuandocumplía una misión rutinaria de escolta.Un desgraciado accidente, aunque logrésaltar en paracaídas y salvarme. Noobstante, una bala me destrozó el brazo,que me fue amputado en el hospital.

—De modo que ya no puede volar.—Eso parece, teniente. —Visser

emitió una ácida carcajada.—Pero en 1939, justamente cuando

Alemania había alcanzado sus mayorestriunfos, usted no estaba dispuesto arenunciar a su carrera en el ejército.

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—Nuestros triunfos, como usted losllama, eran la envidia del mundo entero.

—Usted no quería retirarse, a pesarde su herida, ¿no es así? Era joven,ambicioso y deseaba seguir formandoparte de esa grandeza.

El alemán tardó unos instantes enresponder.

—Es cierto —dijo al cabo de unossegundos midiendo sus palabras—. Noquería renunciar a ello.

Era joven y, pese a mi herida, fuerte.Tanto física como anímicamente,teniente. Estaba convencido de poderaportar aún mucho a mi patria.

—De modo que fue instruido en

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otras materias, ¿no es así?Visser volvió a vacilar.—Supongo que no hay ningún mal en

reconocerlo. Sí, fui instruido en otrasmaterias y me asignaron otras misiones.

—Ese adiestramiento no tenía nadaque ver con pilotar un caza, si no meequivoco.

—Efectivamente —repuso Vissersonriendo—. Nada que ver.

—Le instruyeron en operaciones decontraespionaje, ¿no es cierto?

—No responderé a esa pregunta.—Bien —dijo Tommy con cautela

—, ¿tuvo usted oportunidad de estudiartécnicas y tácticas policiales modernas?

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Visser volvió a reflexionar antes dedar una respuesta.

—Sí, tuve esta oportunidad —contestó por fin.

—¿Y adquirió experiencia en estamateria?

—Estoy bien instruido, teniente.Siempre he terminado mis estudios, enla academia de aviación, en lenguas y entécnicas forenses, con la nota máxima.En la actualidad asumo las obligacionesque me encomiendan mis superiores eintento cumplirlas lo mejor posible.

—Y una de esas obligaciones fue lainvestigación del asunto que nos traeaquí. El asesinato del capitán Bedford.

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—Esto es obvio, teniente.—¿Qué importancia puede tener

para las autoridades alemanas elasesinato de un oficial aliado en uncampo de prisioneros de guerra? ¿Porqué se interesaron en ello sussuperiores?

Visser dudó unos segundos.—No responderé a esa pregunta —

contestó.Un murmullo recorrió la sala.—¿Por qué se niega a hacerlo? —

inquirió Tommy.—Es un asunto que afecta a la

seguridad, teniente. Es cuanto estoydispuesto a decir.

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Tommy cruzó los brazos, tratando dehallar otra ruta para obtener larespuesta, pero en aquellos momentos nose le ocurrió ninguna. No obstante, en sufuero interno tomó nota de un conceptosignificativo: si el asesinato de TraderVic no fuera importante para losalemanes, no habrían enviado a unhombre como Visser al campo deprisioneros.

—Teniente —terció el coronelMacNamara con brusquedad—, haga elfavor de atenerse al interrogatorio deltestigo.

Tommy asintió con la cabeza,aunque al mismo tiempo se preguntó a

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qué venían esas prisas.—De modo —dijo—, que de todos

los hombres que han declarado desdeeste estrado, y de todos los hombresimplicados en este caso hasta la fecha,cabe decir que usted es el únicoinstruido en investigaciones yprocedimientos criminales, ¿no es así?El único instruido en esta materia queexaminó el cadáver de Trader Vic y laescena del crimen. El único auténticoexperto que ha investigado este crimen.

—¡Protesto! —gritó WalkerTownsend.

—¡Protesta denegada! —se apresuróa responder MacNamara—. ¡Responda,

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Hauptmann!—Bien, teniente —repuso Visser

con seguridad—, su compatriota, elteniente de aviación Renaday, tieneciertos conocimientos rudimentariosbasados en sus primitivas experienciasen un cuerpo de policía rural. El tenientecoronel de aviación Pryce, que ya no seencuentra aquí, tenía una considerableexperiencia en estos temas. Al parecer,el capitán Townsend también está bieninstruido en estos procedimientos. —Elalemán no ocultó su sonrisa desatisfacción al asestar un golpe contra elfiscal—. Todo ello hace que mepregunte cómo se le ocurrió concebir un

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escenario tan absurdo y ridículo paraexplicar este crimen.

Townsend golpeó la mesa con laspalmas de ambas manos al tiempo quese levantaba gritando:

—¡Protesto! ¡Protesto! ¡Protesto!Visser calló, no sin esbozar una

despectiva sonrisa de falsa cortesíamientras Townsend replicaba furioso.Detrás de Tommy, los kriegiesprorrumpieron de nuevo en acaloradosmurmullos. Docenas de vocesrivalizaban por hacerse oír.

Tras asestar varios golpes con elmartillo, el coronel MacNamara logróimponer orden en la sala.

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—Hauptmann —dijo volviéndosehacia Visser—, le agradecería que selimitara a responder a las preguntas quele formulen, sin añadir comentariospersonales.

—Por supuesto, Herr coronel —repuso el alemán—. Lo expresaré deotro modo: mi examen de la escena delcrimen y las pruebas recogidas hasta elmomento indican unos sucesos distintosde los que se han expuesto aquí. ¿Loprefiere así, señoría? ¿Desea queelimine los términos «absurdo» y«ridículo»? —preguntó Visserpronunciando estas palabras conevidente desdén.

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—Sí —respondió MacNamara—.Precisamente.

Tommy tuvo la impresión de que elodio que llenaba la sala podía palparse.Se dijo que sería mejor abordar elasunto de inmediato.

—Aclaremos una cosa antes decontinuar hablando del caso,Hauptmann. Usted nos odia, ¿no es así?—dijo después de carraspear dos o tresveces.

Visser sonrió.—¿Cómo dice?—Que nos odia —repitió Tommy

haciendo un gesto con el brazo paraindicar a los kriegies congregados en la

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sala—. Nos odia sin conocernos.Simplemente porque somos americanoso británicos; aliados, en una palabra.Usted me odia, odia al capitánTownsend, al teniente de aviaciónRenaday, al coronel MacNamara y atodos los hombres sentados en esta sala.¿No es cierto, Hauptmann?

Visser dudó unos instantes y luego seencogió de hombros.

—Ustedes son el enemigo. Hay queodiar a los enemigos de la patria.

Tommy respiró hondo.—Esa es una respuesta demasiado

fácil, Hauptmann. Parece un escolar quese ha aprendido la lección de memoria.

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Su odio va más allá.Visser hizo de nuevo una pausa,

midiendo bien sus palabras ypronunciándolas con voz sosegada, dura,fría.

—Nadie que haya sido herido comolo he sido yo, que haya visto a sufamilia, a su madre, padre y hermanas,asesinada por bombardeos terroristas,como he visto yo, y que recuerda toda lahipocresía y las mentiras dichas por sunación, puede evitar sentir ira y odio,teniente. ¿Responde esto mejor a supregunta?

Las palabras de Visser eran comouna lluvia glacial. Cada palabra golpeó

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a los espectadores, pues sus palabraseran, de algún modo, compartidas porsus enemigos. En aquel segundo, Visserconsiguió recordar a todos que más alláde la alambrada el mundo estabaenzarzado en una guerra a muerte y quetodos lamentaban no participar en ella.

—Debe de ser duro para ustedencontrarse aquí —comentó Tommylentamente—, encargado de mantenervivos a unos hombres que preferiría vermuertos.

La sonrisa de Visser no se desplazóun milímetro cuando respondió:

—Esto es casi totalmente cierto,señor Hart.

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Tommy se detuvo, perplejo.—¿Casi totalmente? —preguntó.Visser asintió con la cabeza.—La única excepción, señor Hart,

es su cliente. El aviador Schwarze,Scott, el cual me es indiferente.

Este comentario desconcertó aTommy, que formuló su próximapregunta un tanto precipitadamente, sinpensar en lo que decía.

—¿Puede usted explicarse mejor?Visser se encogió de hombros, casi

como si ese gesto le diera tiemposuficiente para conferir a su voz un tonodespectivo.

—A los negros no los consideramos

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humanos —dijo con calma, mirando aLincoln Scott—. Al resto de ustedes, sí,son el enemigo. Pero él es simplementeuna bestia mercenaria empleada por lasfuerzas aéreas de su país, teniente. No esdistinto que el perro de un Hundführerque patrulla junto a la alambrada delcampo. Uno puede temer a ese perro,teniente, e incluso respetarlo debido asus dientes, sus garras y su devoción alamo. Pero sigue siendo poco más que unanimal adiestrado.

Tommy no tuvo que volverse paraver cómo Lincoln Scott se ponía rígido ycrispaba los puños.

Confiaba en que lograra controlarse.

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Tommy percibió un murmullo entre loskriegies que abarrotaban la sala, comoun viento persistente soplando a travésde las copas de los árboles, ycomprendió que Visser acababa decontribuir a que el juicio de LincolnScott traspasara una línea importante.

Tommy se frotó la barbilla duranteunos momentos.

—¿Qué hace que un hombre sea unhombre, Hauptmann?

Visser no respondió de inmediato,sino que dejó que una sonrisa seextendiera sobre su rostro.

Las cicatrices que tenía en lasmejillas debidas a su encontronazo con

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el Spitfire parecían relucir.Por fin, se encogió de hombros.—Es una pregunta compleja,

teniente, que ha confundido a filósofos,clérigos y científicos desde hace siglos.No pretenderá que yo la responda aquí,hoy, en este tribunal militar.

—No, Hauptmann, pero quiero quenos ofrezca su propia definición. Sudefinición personal.

Visser se detuvo para reflexionarantes de responder.

—Existen muchos factores, tenienteHart. Sentido del honor. Valor.Dedicación. Combinados con lainteligencia, con la capacidad de

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razonar.—¿Unas cualidades que el teniente

Scott no posee?—No en grado suficiente.—¿Se considera usted un hombre

inteligente e instruido, Hauptmann? ¿Unhombre de mundo?

—Desde luego.Tommy decidió arriesgarse. Temía

que la indignación que le provocabanlas arrogantes respuestas del fanáticoalemán dominara sus emociones y seesforzó en conservar en la medida de loposible la frialdad de su voz y laprecisión de sus preguntas. Al mismotiempo confiaba en ser capaz de recodar

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lo que había aprendido en el instituto.Los profesores de allí insistían en queconvenía memorizar algunas grandesobras, porque algún día podía resultarnecesario recitar un pasaje de lasmismas. Tommy confió en que ésta fuerauna de esas ocasiones.

—Ah, un hombre instruido einteligente debe de conocer a losclásicos, supongo. Dígame, Hauptmann,¿reconoce el siguiente pasaje?: «Armavirumque cano, Troiae qui primus aboris Italiam fato profugus…»

Visser miró a Tommy Hart conaspereza.

—El latín es una lengua muerta,

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procedente de una cultura corrupta ydecadente, y no figura entre misconocimientos.

—De modo que no reconoce… —Tommy se detuvo—. Bien, no seré yoquien… —De pronto se volvió,dispuesto a arriesgarse—. ¿TenienteScott? —preguntó en voz alta.

Scott se levantó de un salto. Miró alalemán esbozando a su vez una breve ycruel sonrisa.

—Cualquier hombre verdaderamenteculto reconocería las primeras líneas del a Eneida de Virgilio —se apresuró aresponder—. «Canto sobre armas y elhombre que en primer lugar llegó de las

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costas de Troya destinado al exilio enItalia…» ¿Quiere que siga,Hauptmann?«… multum ille et terrisiactatus at alto Vi superam, saevaememorem lunoris ob iram…» Lo cualsignifica:

«Zarandeado en tierra y en el marpor la intensa fuerza de los diosesdebido a la persistente ira de la ferozJuno…»

Lincoln Scott permaneció inmóvilmientras recitaba las palabras del poeta.Los asistentes guardaron silenciodurante un largo momento que pareciócargado de electricidad, después delcual Scott, sin perder su expresión de ira

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contenida, prosiguió en voz alta perososegada, sin apartar los ojos delalemán:

—Una lengua muerta, sí. Pero losversos hablan con tanta elocuencia hoycomo hace siglos —dudó unos instantesantes de agregar—; pero quizá seainjusto, señor Hart, hacer a este hombretan culto una pregunta sobre una lenguaque desconoce. Quizá, HerrHauptmann, pueda utilizar susconocimientos para identificar estafrase: «Es irr der Mensch, so lang erstrebt…»

Visser sonrió despectivamente.—Me complace que el teniente haya

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leído también a los maestros alemanes.El Fausto de Goethe es una obra clásicaen nuestros institutos y universidades.

Scott mostraba una expresión de fríasatisfacción.

—Pero en Estados Unidos no tanto.¿Hauptmann, tendría la bondad detraducirlo para los aquí presentes?

La sonrisa de Visser se disipóligeramente al tiempo que asentía con lacabeza.

—«El hombre yerra, al tratar deresolver sus conflictos…» —repuso elalemán con tono enérgico.

—Estoy seguro de que comprende loque quiso decir el poeta, Hauptmann —

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terminó Scott.El aviador negro se sentó, haciendo

una breve inclinación de la cabeza haciaTommy. Tommy observó que hastaWalker Townsend se había quedadocomo hipnotizado por el diálogomantenido.

Miró a Visser y comprobó quemostraba un aspecto sereno, sin que alparecer el toma y daca le hubieraafectado. Tommy dudaba que en su fuerointerno el alemán se sintiera tantranquilo como aparentaba. Pensó queVisser era tan buen actor como policía,y sospechaba que parte de su fuerzaobedecía a su habilidad para ocultar sus

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sentimientos. Tommy respiró hondo,recordando que el nazi permanecíaalerta, al acecho, y era extremadamentevenenoso.

—Así pues, Hauptmann, llegó elmomento en que lo llamaron para queacudiera al Abort, donde había sidohallado el cadáver del capitánBedford…

Visser cambió de postura y asintiócon la cabeza.

—Veo que hemos terminado con laspreguntas filosóficas para regresar almundo real.

—De momento, así es, Hauptmann.Haga el favor de explicar a los

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presentes qué conclusiones sacó trasexaminar la escena del crimen.

Visser se repantigó en su silla.—Para empezar, teniente, el

escenario del crimen no fue el Abort. Elcapitán Bedford fue asesinado en otrolugar y luego transportado hasta elAbort, donde su asesino abandonó elcadáver.

—¿Cómo lo sabe?—En el suelo del Abort había la

huella ensangrentada de un zapato.Apuntaba hacia el cubículo donde sehallaba el cadáver. De haberse cometidoel asesinato en ese lugar, la sangrehabría caído en el zapato, al salir del

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Abort. Además, las manchas de sangreen el cadáver y en la zona del retreteindicaban que la mayor parte cayó enotro lugar.

Walker Townsend se levantó, abrióla boca para decir algo, cambió deopinión y volvió a sentarse.

—¿Sabe dónde fue asesinado TraderVic?

—No. No he descubierto el lugar delcrimen. Sospecho que se han tomadomedidas para ocultarlo.

—¿Qué más dedujo al examinar elcadáver?

Visser sonrió una vez más y siguióhablando con tono satisfecho y seguro de

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sí.—Como ha sugerido usted antes,

teniente, al parecer el golpe que mató alcapitán fue asestado por detrás poralguien que esgrimía un cuchilloestrecho de doble filo, sospecho que unpuñal. El agresor empuñaba el arma enla mano izquierda, tal como ha deducidousted. Es la única explicación para eltipo de herida que presentaba el cuellode la víctima.

—¿Y el arma que la acusaciónafirma que fue utilizada para cometer elasesinato?

—Habría producido una heridaalargada, desgarrando los bordes de la

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misma, muy sangrienta. No la puñaladaprecisa que sufrió el capitán Bedford.

—Usted no ha visto esa otra arma,¿no es así?

—La he buscado, pero sin éxito —repuso Visser con frialdad—. Un armacomo ésa está verboten.

Los prisioneros no pueden tenerla ensu poder.

—De modo, Hauptmann, que elasesinato no se cometió en el lugar quecree la acusación; no ocurrió comoasegura la acusación que ocurrió, no fueperpetrado con el arma con que laacusación afirma que fue perpetrado yha dejado unas pruebas claras que

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indican unos hechos totalmente distintos.¿Es ése el resumen de su testimonio?

—Sí. Una exposición exacta, señorHart.

Tommy se abstuvo de decir loobvio. Pero dejó que sus palabrasflotaran a través de la sala el tiemposuficiente para que todos los kriegiespresentes (que informaban de cadaelemento del testimonio a los queestaban encaramados en las ventanas y alos que se hallaban en el exterior)pudieran llegar a idéntica conclusión.

—Gracias, Hauptmann. Ha sidomuy interesante. Puede interrogar altestigo, capitán.

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Tommy fue a sentarse al tiempo queWalker Townsend se levantaba delasiento. El capitán de Virginia parecíaarmado de paciencia, y mostrabatambién una pequeña sonrisa.

—Veamos si lo he comprendido,Hauptmann. Usted odia a losamericanos, aunque vivió entre elloscasi una década…

—Odio al enemigo, sí, capitán, yustedes son enemigos de mi país.

—Pero usted tenía dos países…—Cierto, capitán. Pero mi corazón

pertenecía a uno solo.El capitán Townsend meneó la

cabeza.

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—Esto es evidente, Hauptmann.Bien, ¿cree realmente que el tenienteScott es un animal?

Visser asintió con la cabeza.—Es rápido, es fuerte y ha recibido

la instrucción necesaria para citar agrandes escritores, pero ocupa unaposición inferior a la humana. Unguepardo es rápido, capitán, y eldirector de un zoo puede amaestrar a unafoca para que ejecute unos trucosadmirables. Le recuerdo, Herr capitán,que hace menos de un siglo, lospropietarios de esclavos del estado delque usted proviene decían lo mismosobre los esclavos que trabajaban en sus

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plantaciones de tabaco de sol a sol.Townsend pareció sentirse

momentáneamente atrapado por estafrase. El nazi era odioso, arrogante eimpávido, absolutamente convencido desus creencias. Tommy intuyó la furia quesentía el fiscal, enojado por el tonoobstinado y prepotente que utilizabaVisser, pero sin saber hasta qué puntoera éste capaz de perjudicar su caso.Tommy confiaba en que Townsendcayera en el lodazal creado por laarrogancia del nazi.

Pero no fue así.En lugar de ello, el fiscal preguntó:—¿Por qué deberíamos creer nada

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de lo que usted dice?Visser movió un poco los hombros.—Me importa muy poco lo que

crean o dejen de creer, capitán. Me tieneabsolutamente sin cuidado queejecutemos o no al teniente Scott, aunquepreferiría que lo hiciéramos, porque nome parece de fiar. Lo cual, por supuesto,no es culpa suya, sino algo propio de suraza.

Townsend apretó los dientes.—Le tiene sin cuidado, Hauptmann,

pero ha subido al estrado, ha juradodecir la verdad y luego dice que Scottno cometió este asesinato…

Visser alzó su única mano para

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interrumpirle.—Esto no fue lo que dije, capitán —

replicó con tono divertido—. Nisiquiera lo he insinuado.

Townsend se detuvo. Arqueó unaceja y miró de hito en hito al testigo.

—Pero usted dijo…—Lo que dije, capitán, fue que un

experto vería con claridad que elasesinato no ocurrió como usted alegaque ocurrió. No dije nada sobre Scott.De hecho, lo considero uno de lossospechosos principales y un hombremuy capaz de haber cometido el crimen,al margen de cómo se perpetrara.

Townsend se mostró satisfecho.

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—Explíquenos cómo ha llegado aesa conclusión, Hauptmann…

Tommy se levantó apresuradamente.—¡Protesto, señoría!MacNamara denegó con la cabeza.—Usted mismo encendió este

polvorín, teniente, y ahora debe atenersea las consecuencias —le dijo—.Siéntese. Deje que el Hauptmanntestifique. Ya tendrá usted oportunidadde interrogar de nuevo al testigo cuandoel capitán Townsend haya concluido suturno de repreguntas.

—Utilizando su singularexperiencia, naturalmente, Hauptmann—se apresuró a añadir Townsend.

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—La prueba de las manchas desangre en la ropa del teniente Scott esmuy interesante —dijo el alemán trasunos segundos de reflexión—. Sobretodo las manchas en la cazadora,situadas de una forma que indica quealguien transportó el cadáver a hombros.Esto ya se ha comentado aquí. A pesardel entretenido espectáculo ofrecido porel teniente Hart con el cuchillo defabricación casera perteneciente a Scott,quedó claro que el arma utilizada en elcrimen…

—Pero usted dijo… —leinterrumpió Townsend.

—Yo dije que el golpe mortal fue

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asestado con el otro cuchillo. El que noconseguimos hallar.

Pero el capitán Bedford sufriótambién unas heridas denominadas«defensivas» en las manos y el pecho.Éstas indican que se resistió, siquieraunos instantes, a su agresor, al hombrearmado con este cuchillo de fabricacióncasera.

Durante unos instantes Townsendparecía confundido.

—¿Pero por qué iba a ir alguienarmado…?

—No se trata de una persona armadacon los dos cuchillos, capitán. Laspruebas indican claramente que en este

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asesinato estuvieron implicados doshombres. Mejor dicho: un hombreacompañado por su lacayo asesino, elnegro Scott. Uno que se situó delante,para atraer la atención del capitánBedford, mientras el segundo hombre,que se acercó sigilosamente, le atacabapor detrás.

Los kriegies, que llevaban un buenrato conteniendo sus emociones, nopudieron por menos de volverse haciasus vecinos y dar rienda suelta a unasexclamaciones de asombro, sorpresa yperplejidad al oír ese testimonio. Lasvoces de los aviadores aliadosprorrumpieron como una excitada y

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confusa ola que se precipitó a través dela sala hasta alcanzar a los hombressentados al frente de la misma. Tommyno se volvió hacia ninguno de los doshombres que permanecían junto a él,sino que tomó nota de varias einteresantes reacciones. Townsendparecía momentáneamentedesconcertado, con la boca entreabierta.Visser había recobrado su aire desatisfacción y estaba repantigado en lasilla, emanando un aire de superioridad.Reiter, sentado a un lado de la sala,había entrecerrado los párpados ymostraba una expresión deconcentración intensa. En el centro del

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tribunal, el coronel MacNamara lucía unsemblante pálido, demudado, la frentesurcada por arrugas de preocupación.

En aquel segundo, Tommy pensó quela arrogante opinión del nazi habíatenido un significado distinto para cadahombre.

El confuso sonido de las voces del o s kriegies tratando de hacerse oírdespertó por fin de su trance al coronelMacNamara, quien se aprestó a asestarunos enérgicos golpes con su martillo,tratando de imponer orden. El ruidocesó rápidamente.

En el repentino silencio que cayósobre la sala, Townsend avanzó hacia el

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testigo esbozando también una sonrisade víbora.

—Entiendo, Hauptmann. Un hombreposeía un arma. Un solo hombre fuevisto fuera del barracón la noche delasesinato. Al día siguiente un hombrellevaba las botas y la cazadoramanchadas de sangre. Un hombre sentíael suficiente odio para matar. Motivo,oportunidad, medios. Pero usted creeque dos hombres cometieron el crimen.Y basa esta fantástica suposición en laexcelente instrucción que ha recibidodel ejército alemán… —Townsenddeslizó una larga pausa entre suspalabras, tras lo cual prosiguió con una

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voz cargada con el acento sureño propiode su estado natal—.

¡Vaya, vaya, Hauptmann! ¡No meextraña que los alemanes esténperdiendo esta guerra!

Visser se puso rígido al instante ydejó de sonreír.

—No haré más preguntas a esteexperto —dijo Townsend con tonosarcástico agitando los brazosexageradamente hacia el alemán—. Selo devuelvo, Tommy. ¡A ver si consiguealgo útil de él! —Townsend regresó a susitio en un par de zancadas y se sentó.

Tommy se levantó, pero no se apartóde la mesa de la defensa.

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—Brevemente, señoría —dijodirigiendo una rápida mirada aMacNamara—. De nuevo, Hauptmann,le pregunto: ¿por qué está usted aquí?

—Estoy aquí porque usted me llamóa declarar, teniente —respondió Vissersecamente.

—No, Hauptmann. ¿Por qué estáaquí? En este campo. Vamos, vamos,¿por qué?

Visser mantuvo la boca cerrada.—¿Por qué consideran los alemanes

el asesinato del capitán Bedford unhecho que merece ser investigado? ¿Ypor qué enviaron a este campo a alguientan importante como usted?

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Visser permaneció en silencio, perono así el coronel MacNamara.

—¡Teniente! —tronó—. Ya trató conanterioridad de formular esas preguntasy fracasó. ¡Sobrepasan con mucho elámbito de las repreguntas de Townsend!¡No las permitiré! Puede retirarse,Hauptmann Visser. Gracias por sutestimonio —agregó.

El alemán se levantó, se cuadró,saludó al tribunal con gesto enérgico ymiró enojado a su superior. Luegoregresó a su asiento y asumió de nuevosu papel de observador. Extrajo uno desus cigarrillos marrones y delgados deuna pitillera de plata y se inclinó hacia

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el estenógrafo que estaba sentado a sulado, quien después de rebuscar en susbolsillos sacó una cerilla.

El coronel MacNamara aguardóirnos momentos, tras lo cual se volvióhacia Tommy.

—¿Qué más nos tiene reservado,teniente?

—Un último testigo, coronel. Ladefensa llama al teniente Lincoln Scott—dijo Tommy con firmeza.

MacNamara empezó a asentir con lacabeza pero la señal de conformidad seconvirtió en seguida en un gestonegativo. Miró al comandante VonReiter, antes de fijar de nuevo los ojos

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en Tommy.—¿El acusado es su último testigo?—Sí señor.—En ese caso oiremos su

declaración por la mañana. Así habrátiempo para que usted interrogue altestigo, para el turno de repreguntas porparte del fiscal y para los alegatosfinales. Luego el tribunal iniciará susdeliberaciones. —El coronel sonrió conaspereza—. Esto dará a ambas partes unpoco más de tiempo para prepararse.

Luego asestó un golpe contundentecon el martillo, suspendiendo la sesión.

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16

Una orden

sorprendente

El recuento matutino se les antojóinterminable. Cada error, cada demora,cada vez que un hurón retrocedía sobresus pasos frente a las filas de aviadoresaliados farfullando números, hacía que

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los hombres blasfemaran, protestaran ypermanecieran firmes, como si por elhecho de hacerlo consiguieran agilizarla operación. El errático tiempo habíavuelto a cambiar. A medida que el grisvaporoso de las primeras luces seconsumía alrededor de los hombres, elsol se alzaba ansioso por el cielo, quehabía adquirido un tono azul másintenso, derramando calor sobre losimpacientes kriegies. Cuando por fin lesordenaron que rompieran filas, lasformaciones se dispersaron rápidamentey los hombres se dirigieron deprisahacia el teatro, con el fin de ocupar losmejores asientos en la sala del tribunal.

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Tommy observó la riada humana,sabiendo que aquel día todo el campoestaría presente en el juicio. Losexcitados kriegies se introducirían comocon calzador en algún palmo de espaciodisponible. Se encaramarían a lasventanas y se amontonarían junto a laspuertas, tratando de hallar un lugardesde el que poder ver y oír lo queocurría. Tommy se quedó quieto unosinstantes; era probablemente el únicohombre del campo que no sentía deseosni necesidad de apresurarse. Se sentíaun tanto preocupado y más que un poconervioso sobre lo que iba a hacer ydecir aquel día, preguntándose si alguna

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de sus palabras o acciones lograríasalvar la vida de Lincoln Scott. Elaviador negro se hallaba junto a él,observando también a los kriegies quese dispersaban hacia la sala del juicio,pero permanecía impertérrito,mostrando la expresión dura que solíaadoptar en público, aunque no cesaba demover los ojos de un lado a otro,tomando nota de las mismas cosas queveía Tommy.

—Bien, Tommy —dijo Scott convoz pausada—. Supongo que elespectáculo debe continuar.

Hugh Renaday estaba cerca de ellos.Pero el canadiense tenía la cabeza

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levantada hacia el cielo, contemplandoel amplio horizonte azul.

—En un día así, con una visibilidadilimitada, si contemplas el cielo un ratocasi te olvidas de dónde estás —dijocon suavidad.

Tanto Tommy como Lincoln Scottalzaron la vista, siguiendo el consejo delcanadiense. Tras unos segundos desilencio, Scott emitió una sonoracarcajada.

—¡Joder, tiene razón! —Se detuvo ydespués añadió—: Durante unosinstantes uno casi llega a convencerse deque es libre.

—Sería estupendo —terció Tommy

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—. Pero es sólo un espejismo.—Sí, sería estupendo —repitió Scott

—. Es una de esas cosas raras en la vidaen que la mentira es más agradable quela verdad.

Luego los tres hombres bajaron lavista y volvieron a contemplar laalambrada, las torres de vigilancia y losperros, todo lo que les recordaba lafragilidad de sus vidas.

—Debemos ir —dijo Tommy—.Pero no hay prisa. De hecho, nospresentaremos con un minuto de retraso.Exactamente un minuto. Para cabrear alimbécil de MacNamara. ¡Que empiecensin nosotros!

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La ocurrencia hizo reír a todos,aunque no era una estrategia muyprudente. Cuando atravesaron el campode revista, los tres oyeron de pronto elruido de las obras que habíancomenzado al otro lado de la alambrada,en el frondoso bosque. Un lejanosilbato, unos gritos y el sonido demartillos y sierras.

—Obligan a esos desgraciados amadrugar, ¿no es así? —preguntóretóricamente Scott—. Y les hacentrabajar hasta que anochece. Me alegrode no haber nacido ruso —dijo, peroluego añadió, con una triste sonrisa—:ese comentario se presta a un chiste.

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¿Suponéis que en estos momentos algunode esos desdichados estará diciendo quese alegra de no haber nacido negro enAmérica? A fin de cuentas, los malditosalemanes les hacen trabajar hasta caerrendidos. Mientras que mi problema esque mis propios compatriotas quierenfusilarme.

Meneó la cabeza y siguió avanzandocon paso decidido. En éstas, mientrasatravesaban el recinto, el aviador negromiró a los dos hombres blancos ycomentó sonriendo:

—No pongáis esas caras, Tommy,Hugh. Espero impaciente este día desdeel momento en que me acusaron del

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crimen. Por lo general los linchamientosde los negros no funcionan así. Por logeneral no nos dan la oportunidad desubir a un estrado y declarar ante todo elmundo y decirles que están equivocados.Por lo general nos azotan en silencio ynos ahorcan sin hacer el menor ruido ysin que nadie rechiste. Pero eso no es loque va a ocurrir hoy. Este linchamientoserá distinto.

Tommy sabía que decía la verdad.La víspera, después de que Visser

terminara de declarar, los tres hombreshabían regresado al barracón 101 y sehabían sentado en su dormitorio. Hughhabía preparado una modesta cena a

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base de más carne en conserva frita,acompañada por una pasta vegetalenlatada procedente de un paquete de laCruz Roja, creando un sabor entreseboso y estofado que no se parecía anada de cuanto habían probadoanteriormente, el cual, en términosgenerales, resultó positivo. Era el tipode mejunje que en Estados Unidoshabrían encontrado repugnante, peroallí, en el Stalag Luft 13, rayaba en loexquisito.

—Scott, debemos estar seguros deque estás preparado para mañana.Especialmente para las repreguntas…—comentó Tommy entre bocado y

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bocado.—Tommy, llevo toda mi vida

preparándome para mañana —respondióScott.

De modo que en lugar de hablarsobre los dos cuchillos, las manchas desangre y las pullas racistas de TraderVic, Tommy había preguntado de prontoa Lincoln Scott:

—Dime una cosa, Lincoln. En tucasa, cuando eras un niño, los sábadospor la tarde, cuando lucía el sol y hacíacalor y nadie te había obligado a haceralguna tarea, como terminar los deberes,¿qué solías hacer?

Lincoln Scott había dejado de

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comer, un tanto perplejo.—¿Te refieres a qué hacía en mis

ratos de ocio? ¿De niño?—Eso es. En tus ratos de ocio.—Mi padre el predicador y mi

madre la maestra no eran partidarios delocio —había respondido Scottsonriendo—. «La pereza es terrenoabonado para el diablo», oí decir enmás de una ocasión.

Siempre había alguna tarea quehacer, gracias a la cual iba a ser másinteligente o más fuerte o…

—Pero… —había interrumpidoTommy.

—Siempre hay un «pero» —había

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contestado Scott asintiendo con lacabeza—. Es la única cosa en la vida dela que puedes estar seguro —habíaagregado emitiendo una risotada—.¿Sabéis lo que me gustaba hacer? Meescapaba a la estación de mercancías.Allí había un gigantesco depósito deagua, al que me encaramaba para verlotodo. ¿Comprendéis? Desde lo altocontemplaba todo el sistema de señales.La rotonda para locomotoras. Los trenesentraban uno tras otro en la estación,toneladas de hierro movidas por alguienque accionaba esos interruptoreseléctricos, dirigiendo al ganado hacia lazona de carga de animales, desplazando

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el maíz y las patatas a una vía que seextendía hacia el este, saliendo justo atiempo para no toparse con los trenesque transportaban acero desde lasmontañas. Era como una complicadadanza, y yo pensaba que los hombresque dirigían la estación para mercancíaseran como los ángeles de Dios,moviendo todo a través del universosegún un gigantesco plan no escrito. Esavelocidad, ese peso y ese comercio queentraba y salía sin cesar, sin detenerse,sin hacer siquiera una pequeña pausa.Las grandes obras del hombre enconstante exposición. Era el mundomoderno, el progreso a mis pies.

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Los hombres habían guardadosilencio unos momentos, antes de queHugh meneara la cabeza diciendo:

—A mí lo que me gustaba era eldeporte. Jugar al jockey con los otroschicos sobre un estanque helado. ¿Y tú,Tommy, qué hacías tú en tus ratos deocio?

—Lo que me gustaba hacer es lo queme ha traído aquí —había respondidosonriendo—. Me gustaba contemplar lasestrellas. Son diferentes, ¿sabéis?Realizan pequeños ajustes según la horade la noche y la estación del año.Cambios de posición. Algunas brillancon más intensidad. Otras se apagan y

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luego vuelven a aparecer. Me gustabaobservar las constelaciones ycontemplar la infinidad de la noche…

Los otros le habían escuchado ensilencio, y Tommy se había encogido dehombros.

—Debí cultivar otra afición. Comoatar moscas o jugar al jockey, como tú,Hugh. Porque cuando las fuerzas aéreasaveriguaron que yo era un experto ennavegación aérea, me encontré de prontovolando a toda velocidad en unbombardero sobre el Mediterráneo.Claro que la mayoría de las misiones lasllevábamos a cabo de día, de modo queapenas utilicé mis dotes para trazar la

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ruta basándome en las estrellas. Peroésa es la mentalidad de las fuerzasaéreas y lo que me ha traído aquí.

Ambos hombres habían reído.Bromear sobre el ejército siempreprovocaba carcajadas. Pero al cabo deunos segundos, las sonrisas se habíandisipado y los tres habían guardadosilencio, hasta que Lincoln Scott habíacomentado:

—Quién sabe, quizá logres hallar laruta para sacarnos algún día de aquí.

Hugh había asentido con la cabeza.—Sería un día feliz —había dicho, y

ésa fue la última vez que habían habladode ese delicado tema, aunque durante la

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larga noche en el dormitorio delbarracón ese pensamiento había rondadoconstantemente por la cabeza de TommyHart, mientras permanecía desvelado,obsesionado con el juicio y el dramaque les aguardaba a la mañana siguiente.

El oficial superior americanotamborileaba con los dedos sobre lamesa, sin molestarse en ocultar suirritación cuando Tommy, Hugh y elacusado avanzaron abriéndose pasoentre el público presente en la sala. Elpasillo central estaba tan atestado dekriegies que todo intento de entrar en

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formación, como habían hecho antes, sehabría visto frustrado por la multitud dehombres, que apenas disponían deespacio suficiente para amontonarse enel suelo y dejarles paso. Les siguieronunos murmullos, susurros y algunoscomentarios pronunciados en voz baja,como la modesta estela de espumablanca que sigue a un velero. Tommy noprestó atención a las palabras, perotomó nota de los distintos tonos de voz,algunos airados, otros animándoles yotros simplemente confundidos.

Tommy echó un breve vistazo alcomandante Von Reiter, que ocupaba unasiento a la izquierda de Heinrich

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Visser. El comandante alemán sebalanceaba en su asiento, con su eternasonrisa. Pero Visser permanecíaimpertérrito. Tommy no estaba segurode si Visser había beneficiado operjudicado al caso, pero lo cierto eraque les había hecho el importante favorde recordar a todos los kriegies quiénera el auténtico enemigo, lo cual, bienpensado, era más de lo que Tommyhabría podido desear. El problema eraconseguir que los hombres del StalagLuft 13 recordaran que Scott estaba desu lado, que era uno de ellos. Tommysupuso que eso sería muy difícil, quizásimposible.

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—Debió usted llegar a la horaprevista para el comienzo de la sesión,al igual que todos nosotros, señor Hart—le amonestó el coronel MacNamara.

En lugar de responder a esa frase,Tommy se limitó a decir:

—Estamos dispuestos paracomenzar, coronel.

—Entonces proceda —repusoMacNamara con una frialdad manifiesta.

—¡La defensa llama al estrado alteniente Lincoln Scott, del escuadrón332 de cazabombarderos! —dijoTommy alzando la voz con tonoenérgico.

Scott se levantó de su asiento frente

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a la mesa de la defensa y atravesó entres zancadas el espacio que mediabahasta la silla de los testigos. Tomórápidamente la Biblia, juró decir laverdad y se sentó. Miró a Tommy con laimpaciencia propia de un boxeador,esperando que sonara la campana.

—Teniente Scott, cuente al tribunalcómo llegó al Stalag Luft 13.

—Derribaron mi avión. Como el detodos los que estamos aquí.

—¿Cómo ocurrió?—Me perseguía un Focke-Wulf y no

conseguí librarme de él antes de que mealcanzara. Eso fue todo.

—No exactamente —repuso Tommy

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—. Lo plantearé de otra forma: despuésde haber completado su patrulla habitualy al volar de regreso a su base, ¿oyópedir auxilio a través de una emisoraabierta al piloto de un B-17 al quehabían alcanzado y tenía problemas?

Después de una pausa, Scott asintiócon la cabeza.

—Sí.—¿Una llamada de socorro?—Supongo que sí, señor Hart.

Estaba solo y tenía los dos motoresaveriados y la mitad del estabilizador decola destrozado y estaba en unasituación muy apurada.

—¿Dos motores averiados y le

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estaban atacando?—Sí.Tommy se detuvo. Calculó que todos

los hombres del público sabían laspoquísimas probabilidades que tenía elbombardero de salvarse en el momentode pedir auxilio a quienquiera que leoyera.

—Y usted y su compañero de vuelotrataron de prestar auxilio a esebombardero que había sido atacado, ¿noes así?

—Así es.—¿Estaban obligados a hacerlo?—No —contestó Scott—. Supongo

que técnicamente no, señor Hart. El

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avión pertenecía a un grupo distinto delque nos habían encomendado proteger.Pero usted y yo sabemos que ésta nopasa de ser una consideración técnica.Por supuesto que teníamos que ayudarle.Por lo tanto, es absurdo insinuar que noestábamos obligados a hacerlo, señorHart. Ni siquiera pensamos en hacer otracosa.

Simplemente atacamos.—Comprendo. No pensaron que

tuvieran otra opción. Dos contra seis.¿Cuánta munición les quedaba cuando selanzaron al ataque?

—La suficiente para un par deráfagas. —Scott se detuvo, y después

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añadió—: No veo por qué tenemos quehablar de esto, señor Hart. No tienenada que ver con los cargos que se meimputan.

—Ya llegaremos a ellos, teniente.Pero todos los que han ocupado elestrado han explicado cómo aterrizaronen este campo de prisioneros, y ustedtambién debe hacerlo. Así pues, ¿atacóuna fuerza enemiga muy superiorsabiendo que no tenía suficientemunición para disparar más que un parde ráfagas?

—En efecto. Mi compañero y yoconseguimos derribar un Focke Wulfdurante el primer ataque, confiando en

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que esto ahuyentaría a los otros. Pero nofue así.

—¿Qué ocurrió?—Dos cazas se enzarzaron en

combate con nosotros, otros dospersiguieron al bombardero.

—¿Y luego?—Conseguimos ahuyentar a los dos

cazas, situándonos detrás de ellos. Yoderribé a otro con la última municiónque me quedaba. Luego perseguimos alos otros.

—¿Sin munición?—Bueno, en otras ocasiones había

funcionado.—¿Qué ocurrió en esta ocasión?

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—Me derribaron.—¿Y su compañero de vuelo?—Murió.Tommy se detuvo, dejando que los

presentes reflexionaran.—¿Qué pasó con el B-17?—Logró llegar sano y salvo a la

base.—¿Quiénes vuelan en el escuadrón

332?—Hombres de todos los Estados

Unidos.—¿Y qué les distingue a ustedes?—Somos voluntarios. No hay

reclutas.—¿Y qué más?

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—Todos somos negros. Formadosen Tuskegee, Alabama.

—¿Ha perdido la vida en combatealgún bombardero protegido por elescuadrón de cazas 332?

—No hasta la fecha.—¿Cómo es eso?Scott vaciló. No había dejado de

mirar a Tommy durante todo el diálogo,y siguió mirándolo de hito en hito, salvodurante unos segundos en que apartó lavista para observar al público, antes defijar de nuevo en Tommy su miradasingular, rígida.

—Todos habíamos llegado a unacuerdo, cuando ingresamos en el

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cuerpo de aviación. Hicimos un pacto,una declaración de principios, por asídecirlo. No dejaríamos que ningún chicoblanco al que nos encomendaranproteger muriera.

Tommy se detuvo, dejando que esafrase reverberara sobre la silenciosamultitud congregada en la sala.

—Bien, cuando llegó aquí —prosiguió Tommy—, ¿hizo amistad conotros kriegies?

—No.—¿Con ninguno?—No.—¿Por qué?—Nunca había tenido un amigo

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blanco, teniente Hart. No veo por quéhabría de tenerlo aquí.

—¿Y ahora tiene amigos aquí,teniente Scott?

—Supongo que le considero a usted,señor Hart, y al teniente de aviaciónRenaday algo así como amigos —respondió tras dudar y encogerse dehombros.

—¿Ninguno más?—No.—Ahora bien, el capitán Vincent

Bedford…—Yo le odiaba. Y él me odiaba a

mí. La base de ese odio lo constituía elcolor de mi piel, señor Hart, pero

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sospecho que era algo más profundo.Cuando el capitán Bedford me miraba,no veía a un hombre en las mismascircunstancias que él. Veía a unenemigo, era un sentimiento ancestral.Un enemigo mucho más peligroso quelos alemanes con quienes estamos enguerra. Y confieso quedesgraciadamente yo sentía lo mismohacia él. Era el hombre que habíaesclavizado, torturado y obligado a misantepasados a trabajar hasta caermuertos. Era como una pesadilla que nosólo me afectaba a mí, sino a mi padre, ami abuelo y a todas las generaciones queme han precedido.

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—¿Mató usted a Vincent Bedford?—No. No me habría importado

pelear con Vincent Bedford, y si, en elcurso de la pelea, él hubiera muerto, nome habría causado ningún pesar. ¿Peroperseguirlo por la noche, como afirmanesos hombres, acechándole y atacándolopor la espalda como un débil ydespreciable cobarde? ¡No señor!¡Jamás lo haría, ni ahora ni nunca!

—¿No lo haría?Scott estaba sentado con el torso

inclinado hacia delante. Su vozretumbaba por la sala.

—No. ¿Pero quiere saber si mealegré al averiguar que alguien lo había

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matado? Pues, sí. Incluso cuando meacusaron falsamente, en mi fuero internome alegré de lo ocurrido, porqueconsideraba a Vincent Bedford un serdiabólico.

—¿Diabólico?—Sí. Un hombre que vive una

mentira, como hacía él, es diabólico.Tommy hizo una pausa. Lo que había

percibido en las palabras de Scott iba enuna dirección distinta de lo que dedujoque quería decir el aviador negro. Peroexperimentó una súbita sensación deeuforia, pues acababa de reparar en algosobre Vincent Bedford que dudaba queotro hubiera detectado, con la posible

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excepción del hombre que le habíaasesinado. Tommy se detuvo segundos,casi aturdido por los pensamientos quese agolpaban en su mente. Luegorecobró la compostura y se volvió haciaScott, que aguardaba con impaciencia lapróxima pregunta.

—Ya ha oído al Hauptmann Visserinsinuar que usted ayudó a otra personaa cometer el crimen…

Scott sonrió.—Creo que todos los presentes

sabemos que esa insinuación no se tieneen pie, señor Hart. ¿Qué palabrasempleó textualmente el Hauptmann?«Ridículo» y «absurdo». Nadie en este

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campo se fía de mí. Yo no me fío denadie en este campo, y menos aún parafraguar una conspiración con elpropósito de asesinar a otro oficial.

Tommy miró con disimulo a Visser,que se había sonrojado y se movíainquieto en la silla.

Luego se volvió de nuevo hacia sucliente.

—¿Quién mató a Vincent Bedford?—No lo sé. Sólo sé a quién

pretenden culpar.—¿A quién?—A mí.Después de volver a dudar unos

instantes, Scott alzó la voz, con toda la

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intensidad de un predicador.—¡Esta guerra está llena de seres

inocentes que mueren cada minuto, cadasegundo, señor Hart! —dijo—. Si hallegado mi hora, pese a ser inocente,paciencia. ¡Pero soy inocente de loscargos que se me imputan y lo seré hastael día de mi muerte!

Tommy dejó que esas palabrasflotaran en la sala. Luego se volvióhacia Walker Townsend.

—Puede interrogar al testigo —dijocon suavidad.

El capitán de Virginia se levantó y

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se dirigió despacio hacia el centro de lasala. Con una mano se acariciaba labarba incipiente; presentaba el aspectocaracterístico de un hombre que midesus palabras antes de pronunciarlas.Tommy, situado frente a él, observó queScott estaba sentado en el borde de lasilla, como una viva imagen de tensión yenergía, impaciente por oír la primerapregunta del fiscal. En sus ojos no seapreciaba nerviosismo, sólo la atencióny concentración de un boxeador. Tommycomprendió en aquel segundo que Scottdebió de constituir una tremenda fuerzaa los mandos de su Mustang; el aviadornegro tenía la singular capacidad de

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concentrarse sólo en la pelea que teníaante sí. Era un auténtico guerrero, pensóTommy, y en cierto modo másprofesional que los oficiales de carreraque estaban pendientes de cada palabrasuya. Para Tommy, el único hombrepresente en la sala que podía rivalizaren intensidad con Scott era HeinrichVisser. La diferencia entre ellosconsistía en que la concentración deScott provenía de una profunda rectitud,mientras que la de Visser era ladedicación de un fanático. Pensó que enuna pelea justa, Scott asestaría unosgolpes tanto o más contundentes queVisser y más eficaces que Walker

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Townsend. El problema era que la peleano era justa.

—Vamos a tomarnos esto con calmay prudencia, teniente —dijo Townsendcon voz melosa, casi acariciadora—.Hablemos primero de los medios.

—Como usted guste, capitán —respondió Scott.

—Usted no niega que el armamostrada por la acusación fue fabricadapor usted mismo, ¿no es así?

—No lo niego, yo confeccioné esecuchillo.

—Y no niega haber pronunciadoesas frases amenazadoras.

—No señor, no lo niego. Pronuncié

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esas frases porque quería ponerdistancia entre el capitán Bedford y yo.Pensé que al amenazarlo le infundiríarespeto.

—¿Y fue así?—No.—De modo que sólo tenemos su

palabra de que esas frases no fueronunas amenazas en toda regla, sino unintento de «poner distancia», como hadicho.

—Así es —contestó Scott.Walker Townsend asintió con la

cabeza, pero el gesto indicaba conclaridad una interpretación particular.

—Y la noche en que el capitán

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Bedford fue asesinado, teniente, usted noniega haberse levantado de su litera ysalir al pasillo del barracón 101,¿verdad?

—No, tampoco lo niego.—De acuerdo. Y no niega, señor,

poseer la fuerza necesaria paratransportar el cuerpo del capitánBedford cierta distancia…

—Yo no hice eso… —interrumpióScott.

—¿Pero tiene usted la fuerzanecesaria, teniente?

Lincoln Scott se detuvo, reflexionóunos segundos y a continuaciónrespondió:

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—Sí, la tengo. Con cualquiera demis brazos, y a hombros, si me permiteadelantarme a su próxima pregunta.

Walker Townsend sonrióligeramente, asintiendo.

—Gracias, teniente. Ha acertadousted. Ahora, hablemos un momento delmotivo. ¿No oculta usted su despreciohacia el capitán Bedford, inclusodespués de muerto?

—No, así es.—¿Diría usted que su vida ha

mejorado con la muerte del capitánBedford?

Ahora fue Scott quien sonriólevemente.

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—Debería haberme formulado esapregunta de otro modo, capitán. ¿Hamejorado mi vida porque ya no tengoque encontrarme con ese fanático cabróncada día…? Pues sí. Pero es una ventajailusoria, capitán, teniendo en cuenta quepuedo acabar mi vida ante un pelotón defusilamiento.

—Estoy de acuerdo con usted en esepunto, teniente —dijo Townsend—.Pero no niega que cada día durante eltiempo en que ambos convivieron eneste campo, Vincent Bedford le diomotivo para asesinarlo, ¿no es cierto?

Scott negó con la cabeza.—No, capitán, no es cierto —dijo

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—. Los actos del capitán Bedford medieron motivo para odiarlo a él y lo queél representaba. Me empujaron aenfrentarme a él, a demostrarle que noestaba dispuesto a dejarme amedrentarpor sus convicciones racistas. Incluso elhecho de que tratase de que yo cruzarael límite del campo para recuperar lapelota de béisbol, lo cual pudo habermecostado la vida de no habermeprevenido el teniente Hart, sólo me diomotivo para disputar con el capitánBedford. Pelear y negarme a doblegarmeante él y aceptar su conductapasivamente no constituye un motivopara matar, capitán, por más que usted

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trate de pretenderlo.—Pero usted le odiaba…—No siempre matamos a quienes

odiamos, capitán. Ni siempre odiamos aquienes matamos.

Townsend tardó unos momentos enformular la siguiente pregunta, queprovocó un silencio sepulcral en la sala.Tommy tuvo el tiempo suficiente depensar que Scott se defendía muy bien,cuando una voz estridente sonó entre elpúblico sentado a su espalda,extendiéndose a través de la sala.

—¡Embustero! ¡Asqueroso negroembustero! —cada palabra estabaimpregnada por un inconfundible acento

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sureño.—¡Asesino! ¡Maldito asesino

embustero! —gritó una segunda vozdesde un sector distinto del público.

De pronto, con la misma rapidez, seoyó una tercera voz, pero esta vez laspalabras iban dirigidas a quienes habíangritado.

—¡Dice la verdad! —gritó alguien—. ¿Es que no sabéis reconocer laverdad cuando la oís? —Estas palabrascontenían un claro acento nasal deBoston. Un tono que Tommy reconocióde su época en Harvard.

En una esquina del teatro se oyeronunas voces, protestas y empujones. Al

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volverse para observar a la multitud dekriegies, Tommy vio a un par deaviadores a punto de llegar a las manos.

Al cabo de unos segundos se oyeronotros focos de ira y confrontación envarios puntos de la espaciosa sala, y loshombres arracimados en ella empezarona empujarse unos a otros y a gesticular.Parecía casi como si estuvieran a puntode estallar tres o cuatro peleas antes deque el coronel MacNamara comenzara aasestar unos furiosos martillazos,realzados por la cascada de vocesencolerizadas.

—¡Maldita sea! ¡Orden! —gritóMacNamara—. ¡Mandaré desalojar la

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sala si no se comportan con disciplina!Durante unos instantes el ambiente

de la sala se puso al rojo vivo, peroacabó por imponerse un tenso silencio.

El coronel MacNamara permitió queéste se prolongara, antes de amenazar denuevo a la multitud de kriegies.

—Comprendo que haya diferenciasde opinión entre ustedes, y que losánimos estén exaltados —dijosecamente—. ¡Pero debemos mantenerel orden! Un consejo de guerra debe serpúblico, para que todos asistan a él. ¡Selo advierto! ¡No me obliguen a tomarmedidas para controlar otros disturbiosantes de que se produzcan!

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A continuación MacNamara hizoalgo que sorprendió a Tommy. Elcoronel se volvió brevemente hacia elcomandante Von Reiter y dijo:

—¡Eso es precisamente sobre lo quele previne reiteradas veces, HerrOberst!

Von Reiter movió la cabeza paraindicar que estaba de acuerdo. Luegoéste se volvió hacia Walker Townsend yle indicó que prosiguiera.

Hubo otra cosa que sorprendió aTommy. Cada vez que se habíaproducido el menor alboroto durante lasesión, MacNamara se había apresuradoa utilizar su martillo. Tommy había

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llegado a pensar que lo que mejor se ledaba a MacNamara era golpear la mesaenérgicamente con el martillo, porque noparecía muy avezado en materia dederecho ni procedimientos penales. Peroesta vez tuvo la sensación de que el otrohabía esperado a que estallara el primerdisturbio, que incluso en cierto modohabía provocado, antes de exigir orden.Parecía como si hubiera previsto queestallara el tumulto.

Esto se le antojó muy curioso, peroapenas tuvo tiempo de meditar en ellocuando Walker Townsend formuló otrapregunta al testigo.

—¿Pretende usted, teniente Scott,

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que este tribunal, que todos los hombresque han acudido a escuchar sutestimonio, que todos nosotros creamosque la noche en que fue asesinado elcapitán Bedford, después de que ustedsaliera al pasillo, después de que levieran merodeando en la oscuridad,regresó a su litera y no reparó en queuna persona desconocida le habíasustraído la cazadora y las botas de sulugar habitual, y que le había robadoeste cuchillo que había construido ustedcon sus propias manos, que se habíallevado esos objetos y los habíautilizado para asesinar al capitánBedford, tras lo cual los restituyó de

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nuevo en su habitación, y queposteriormente usted no observó lasmanchas de sangre en ellos? ¿Es eso loque pretende que creamos, teniente?

Scott se detuvo y luego respondiócon firmeza:

—Sí. Precisamente.—¡Mentira! —gritó una voz del

fondo de la sala, haciendo caso omisode la advertencia de MacNamara.

—¡Dejadlo hablar! —replicóalguien al instante.

El coronel tomó de nuevo elmartillo, pero en seguida volvió ahacerse el silencio, aunque tenso, en lasala del tribunal.

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—¿No le parece un tantorocambolesco, teniente?

—No lo sé, capitán. ¡Nunca hecometido un asesinato! De modo que notengo experiencia en la materia. Usted,sin embargo, ha participado ennumerosos casos de asesinato, quizápueda ofrecernos una respuesta.¿Ninguno de los casos en los queparticipó era insólito o sorprendente?

¿Nunca comprobó que los hechos ylas respuestas eran misteriosos ydifíciles de descubrir? Usted tiene másexperiencia que yo, capitán, de modoque debería poder responder a estaspreguntas.

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—¡Mi misión aquí no es responder,teniente! —replicó Townsendenfadándose por primera vez—.

Es usted quien está sentado en lasilla de los testigos.

—Yo creo, capitán —respondióScott con irritante frialdad, lo cual aTommy le pareció casi perfecto—, queeso es justamente por lo que estamos enesta Tierra. Para responder a preguntas.

Cada vez que uno de nosotros sesubía en un avión para entrar encombate, respondíamos a una pregunta.Cada vez que nos enfrentamos a losverdaderos enemigos de nuestra vidacotidiana, ya sean alemanes o sureños

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racistas, respondemos a preguntas. Eneso consiste la vida, capitán. Es posibleque usted, cautivo en este campo deprisioneros, encerrado detrás de unaalambrada, lo haya olvidado. ¡Pero leaseguro que yo no!

Townsend volvió a hacer una pausa,moviendo lentamente la cabeza adelantey atrás. Luego se dirigió hacia la mesade la acusación. A mitad de camino, sedetuvo y miró a Scott, como si de golpese le hubiera ocurrido algo, una preguntaen la que no había reparado antes.Tommy comprendió en seguida que setrataba de una trampa, pero no podíahacer nada al respecto. Confió en que

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Scott se diera cuenta también del ardid.—Ah, teniente, una última pregunta,

si no tiene inconveniente.En éstas Tommy alargó la mano y

derribó uno de sus libros de derecho dela mesa, el cual cayó estrepitosamente alsuelo, sobresaltando a Scott y aTownsend.

—Lo lamento —dijo Tommy,agachándose y procurando hacer tantoruido como pudo al recoger el libro delsuelo—. No quise interrumpirle,capitán. Continúe.

Townsend lo miró enojado y repitió:—Una última pregunta, pues…Lincoln Scott miró a Tommy durante

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una fracción de segundo mientras leía laadvertencia en el pequeño incidente queéste había protagonizado. Luego asintiócon la cabeza y preguntó a Townsend:

—¿Qué desea preguntarme, capitán?—¿Estaría usted dispuesto a mentir

para salvar la vida?Tommy se levantó de la silla, pero

el coronel MacNamara, adelantándose asu protesta, agitó la manoenérgicamente, haciendo un gestoencaminado a interrumpir a Tommy.

—El acusado responderá a lapregunta —dijo bruscamente.

Tommy hizo una mueca al tiempoque sentía una opresión en la garganta.

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«Es la peor pregunta», pensó. Se tratabade un viejo truco de los fiscales, queTownsend jamás habría podido emplearen un tribunal normal, pero en el StalagLuft 13, en esta farsa que pasaba por unjuicio, era injustamente permitido.Tommy sabía que era imposibleresponder a esa pregunta. Si Scott decíasí, haría que todo lo demás que habíadicho pareciera mentira. Si decía locontrario, todos los kriegies presentesen la sala, cada hombre que habíasentido el gélido aliento de la muertesobre él y sabía que tenía suerte deseguir vivo, creería que estabamintiendo, porque uno era capaz de todo

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con tal de seguir vivo.Tommy miró unos momentos a los

ojos de Lincoln Scott y pensó que elaviador negro se había percatadotambién del peligro. Era como pasarentre los dos escollos de Escila yCaribdis. Uno no podía librarse desufrir una desgracia.

—No lo sé —respondió Scottlentamente, pero con firmeza—. Lo quesé es que hoy aquí he dicho la verdad.

—Eso dice usted —replicóTownsend con un respingo, meneando lacabeza.

—En efecto —le espetó Scott—, esoes lo que afirmo.

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—En tal caso —dijo Townsend,tratando en vano de conferir a suspalabras una mortífera mezcla deindignación e incredulidad—, por elmomento no haré más preguntas altestigo.

El coronel MacNamara miró aTommy.

—¿Desea usted volver a interrogaral testigo, abogado? —preguntó.

Después de reflexionar durante unosinstantes, Tommy meneó la cabeza.

—No señor.El coronel observó a Lincoln Scott.—Puede retirarse, teniente.Scott se levantó, se volvió hacia el

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tribunal y saludó, después de lo cual sedirigió, caminando con paso firme y loshombros cuadrados, hacia su asiento.

—¿Algo más, señor Hart? —preguntó MacNamara.

—La defensa no desea llamar a mástestigos al estrado —repuso Tommy envoz alta.

—En ese caso —dijo MacNamara—, reanudaremos la sesión esta tardepara escuchar los alegatos finales.Confío, caballeros, en que éstos seanbreves y concisos. Pueden retirarse.

Sonó un nuevo martillazo.Los hombres se pusieron en pie

ruidosamente, y en ese momento de

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confusión se oyó una voz que dijo:«¡Acabemos con él ahora mismo de untiro!» A la que replicó una segunda voz,no menos indignada, que exclamó:«¡Cerdos sureños!» De inmediato seprodujo un tumulto mientras los hombresse empujaban unos a otros, en medio delgriterío. Tommy vio a kriegies tratandode contener a kriegies, y a hombresamenazando a otros con el puño. Nosabía cómo estaban divididas lasopiniones con respecto a la culpabilidado inocencia de Lincoln Scott, pero sabíaque el tema producía una fuerte tensión.

MacNamara seguía asestandomartillazos. Al cabo de unos segundos,

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el silencio se impuso entre los exaltadoskriegies.

—¡He dicho que pueden retirarse!—bramó MacNamara—. ¡Eso he dicho!

Observó enfurecido a ladesordenada multitud de kriegies,aguardando unos momentos en el tensosilencio del teatro. Luego se levantó, sealejó con paso enérgico de la mesa deltribunal y avanzó a través de la masa dehombres, observándolos fijamente,como si colocara un nombre a cadarostro. A su paso se oyeron unosmurmullos de protesta y unas vocesairadas, pero éstas se disiparon amedida que los hombres empezaron a

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desfilar de la sala del tribunal hacia elrecinto exterior, iluminado por el sol delmediodía.

Tommy caminaba por el perímetrodel campo a solas con sus pensamientosy preocupaciones. Sabía que debía estaren el interior del barracón, lápiz y papelen mano, escribiendo las palabras queemplearía esa tarde para tratar de salvarla vida de Lincoln Scott, pero elembravecido mar que se agitaba en sucorazón le había impulsado a salir alengañoso sol, y siguió caminando alritmo impuesto por las sumas y restas

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que realizaba mentalmente. Sintió elcalor del sol en el cuello, sabiendo queera falaz, pues el tiempo no tardaría encambiar y la lluvia grisácea empezaría acaer de nuevo sobre el campo.

Los otros kriegies que seencontraban en el campo de revista o enel de ejercicios, o caminando por lamisma ruta que Tommy, no se acercarona él. Nadie se detuvo, ni para injuriarloni para desearle suerte, ni siquiera paraadmirar la tarde que les rodeaba con lamisma tenacidad que la alambrada deespino. Tommy caminaba solo.

«Un hombre que vive unamentira…» Tommy meditó en las

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palabras de Scott al describir a VincentBedford. Una cosa sabía sobre elhombre al que habían asesinado: nuncahabía hecho un trato del que él nosaliera beneficiado, salvo el último, quele había costado la vida. «Un precioalto», pensó Tommy con cinismo. SiTrader Vic había estafado a alguien enuno de sus tratos, ¿sería motivosuficiente para matarlo? Tommy siguiócaminando al tiempo que se preguntabacon qué comerciaba Trader Vic. Erabastante claro: comerciaba con comida,chocolate, prendas de abrigo,cigarrillos, café y alguna que otracámara fotográfica y radio ilegal.

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Tommy se paró en seco. Habíadescubierto algo más: Trader Viccomerciaba con información.

Dirigió la vista hacia el bosque. Enaquel momento se hallaba detrás delbarracón 105, cerca del lugar un tantooculto donde creía que habían asesinadoa Trader Vic. Calculó la distancia a laalambrada desde la parte posterior delbarracón y luego dirigió la mirada albosque.

Durante unos instantes se sintióaturdido debido a la presión delmomento. Pensó en Visser y en hombresmoviéndose por el campo de noche, asícomo en quienes habían amenazado a

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Scott pese a las órdenes, y en todas laspruebas que apuntaban en una direccióndesapareciendo simultáneamente, y enPhillip Pryce que había sido removidode modo sumario de la escena. Todocayó de repente sobre él y se sintiócomo si se enfrentara a un fuerte vientooceánico que levantaba espuma sobre elagitado oleaje y teñía el agua de un gristurbio e intenso, anunciando una violentatormenta que avanzaba inexorable por elhorizonte. Meneó la cabeza en un gestode reproche: «Has dedicado demasiadotiempo a contemplar las corrientes a tuspies, en lugar de mirar a lo lejos.»

Tommy supuso que era el tipo de

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observación que habría hecho PhillipPryce. Pero, así y todo, seguía atrapadopor los acontecimientos.

En esa especie de trance en el queestaba sumido, oyó que alguienpronunciaba su nombre, y durante unosmomentos creyó que era Lydia quien lellamaba desde el jardín, conminándole asalir de la casa, porque la atmósferaestaba saturada del perfume de laprimavera en Vermont y era una lástimano gozar de ella. Pero al volverse,comprobó que era Hugh Renaday quienle llamaba. Cerca de éste vio a Scott,quien le indicó que se acercara. Tommymiró su reloj. Era la hora en que la

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acusación y la defensa habrían deexponer sus alegatos finales.

Hasta Tommy tuvo que reconocerque Walker Townsend fue elocuente ypersuasivo. Habló con tono quedo, casihipnótico, sosegado, decidido. Su leveacento sureño confirió a sus palabras unaire de credibilidad. Señaló que detodos los elementos del crimen, el únicoque Lincoln Scott había negadotajantemente era el de ser el autor delasesinato. Parecía gozar subrayando queel aviador negro había reconocidoprácticamente todos los demás aspectos

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relacionados con el asesinato.Mientras todos los hombres,

amontonados en cada palmo del teatro,escuchaban sus palabras, Tommy pensóque a Lincoln Scott le estabanarrebatando lenta pero sistemáticamentela inocencia.

El capitán Townsend, con su formade expresarse sosegada perocontundente, dejó bien claro que habíaun único sospechoso en el caso, y unsolo hombre considerado culpable.

Tachó los esfuerzos de Tommy demeras cortinas de humo, destinadas adesviar la atención de Scott. Sostuvoque los rudimentarios conocimientos

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forenses dentro del campo obligaban aconceder más peso a las pruebascircunstanciales. Se desentendió deltestimonio de Visser, aunque evitóanalizarlo, limitándose a poner derelieve la forma en que lo había dicho,lo cual, según tuvo que reconocerTommy, era el mejor sistema de restarleimportancia.

Por último, en un golpe de ingenioque Tommy tuvo que reconocer conamargura que había sido brillante,Walker Townsend indicó que él noreprochaba a Lincoln Scott el habermatado a Trader Vic. El capitán deVirginia había alzado la voz,

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asegurándose de que no sólo el tribunalsino cada kriegie pendiente de suspalabras lo oyera.

—¿Quién de nosotros, señorías, nohabría hecho lo mismo? El capitánBedford fue en gran medida culpable desu muerte. Subestimó al teniente Scottdesde el principio —declaró Townsendcon vehemencia—. Lo hizo porque,como sabemos, era racista. Pensaba,según su mentalidad cobarde, que suvíctima no le haría frente. Pues bien,señores, como hemos visto, LincolnScott es, ante todo, un luchador. Elmismo nos ha contado que el hecho deque las circunstancias le fueran adversas

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no le disuadió de atacar a los FW. Porlo tanto, se enfrentó a Vincent Bedforddel mismo modo que se había enfrentadoa aquéllos. La muerte que acaeció comoconsecuencia de ese enfrentamiento escomprensible. Pero, caballeros, el hechode que ahora comprendamos las causasde sus actos, no exime al teniente Scottde ellos, ni los hace menos odiosos. Encierto modo, señorías, se trata de unasituación bien simple: Trader Vicobtuvo su merecido por la forma en quese había comportado. Ahora debemosjuzgar al teniente Scott por el mismorasero. Él consideraba culpable aVincent Bedford y lo ejecutó. Ahora

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nosotros, en tanto que hombrescivilizados, demócratas y libres,debemos hacer lo propio.

Dirigió una breve inclinación de lacabeza al coronel MacNamara y, actoseguido, se sentó.

—Su turno, señor Hart —dijo elcoronel—. Sea breve, por favor.

—Lo procuraré, señoría —repusoTommy poniéndose en pie.

Se situó al frente del auditorio y alzóla voz lo suficiente para que todospudieran oírle.

—Hay una cosa que conocemostodos los hombres que nos hallamos enel Stalag Luft 13: la incertidumbre. Es la

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consecuencia más elemental de laguerra. No hay nada realmente segurohasta que ha pasado, e incluso entonces,permanece a menudo envuelto en unmanto de confusión y conflicto. Tal es elcaso de la muerte del capitán VincentBedford. Sabemos por boca del únicoexperto que examinó la escena delcrimen (pese a ser un nazi), que el casopresentado por la acusación no secorresponde con las pruebas. Y sabemosque la declaración de inocencia delteniente Scott no ha podido ser rebatidapor la acusación, que no ha vaciladobajo el tumo de repreguntas. Así pues,señorías, se les pide que tomen una

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decisión inapelable, definitiva en sucertidumbre, basándose en unos detallestotalmente subjetivos, es decir, unosdetalles envueltos en dudas. Pero de loque no cabe duda alguna es sobre lo quees un pelotón de fusilamiento. No creoque ustedes puedan ordenar unaejecución sin estar seguros por completode la culpabilidad de Lincoln Scott. Nopueden ordenarla porque el tenienteScott les caiga bien o porque no lesguste el color de su piel o porque seacapaz de citar a los clásicos mientrasotros no lo son. No pueden ordenarla,porque una condena a muerte debebasarse exclusivamente en unas pruebas

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claras e irrefutables. La muerte deTrader Vic está muy lejos de cumplirninguno de esos requisitos.

Tommy se detuvo, sin saber quéagregar, convencido de haber estadomuy por debajo de la elocuenciaprofesional de Townsend. No obstante,añadió una última reflexión.

—Aquí todos somos prisioneros,señorías —dijo—, y no sabemos si aúnestaremos vivos mañana, pasadomañana o después. Pero deseo hacerlesnotar que ejecutar a Lincoln Scott enesas circunstancias será como matarnosa todos un poco, como lo haría una balao una bomba.

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Tras estas palabras se sentó.De pronto estallaron primero unos

murmullos y luego un vocerío, seguidospor exclamaciones y gritos. Los kriegiesamontonados en el teatro se enfrentabanenfurecidos unos a otros. Lo primeroque pensó Tommy fue que resultaba deuna claridad meridiana que los dosúltimos alegatos, pronunciados porWalker Townsend y por él mismo, nohabían conseguido neutralizar la tensiónentre los hombres, sino que, por elcontrario, habían servido para polarizaraún más las diversas opiniones quesostenían los kriegies.

Volvieron a oírse los martillazos

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procedentes de la mesa del tribunal.—¡No consentiré un motín! —gritó

el coronel MacNamara—. ¡Y tampococonsentiré un linchamiento!

—Menos mal —musitó Scottsonriendo con ironía.

—¡Orden! —exclamó MacNamara.Los kriegies, a pesar de ello, tardaron almenos un minuto en calmarse y recobrarla compostura.

—De acuerdo —dijo MacNamara,cuando por fin pudo hablar—. Laevidente tensión y conflicto de opinionesque rodea el caso ha creado unascircunstancias especiales —exclamócomo si estuviera pasando revista—.

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Por consiguiente, tras consultarlo conlas autoridades de la Luftwaffe —indicócon la cabeza al comandante Von Reiter,que se tocó la visera de charol negra yreluciente en un gesto de saludo yasentimiento— hemos decidido losiguiente. Les ruego que lo comprendan.Son órdenes directas de su superior, ydeben obedecerlas. ¡Quien no lasobedezca pasará un mes en la celda decastigo!

MacNamara se detuvo de nuevo,dejando que los hombres asimilaran laamenaza.

—¡Nos reuniremos de nuevo aquí alas ocho en punto de la mañana! El

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tribunal dará a conocer entonces suveredicto. De este modo, disponemosdel resto de la noche para recapacitar.Después de que se haya emitido elveredicto, todo el contingente deprisioneros se dirigirá directamente alcampo de revista para el Appellmatutino. ¡Directamente y sinexcepciones! Los alemanes hanaccedido amablemente a retrasar elrecuento matutino para facilitar laconclusión del caso. No habráalborotos, ni peleas, ni discusiones conrespecto al veredicto hasta que se hayallevado a cabo el recuento.Permanecerán en formación hasta que se

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les ordene romper filas. Los alemanesreforzarán las medidas de seguridadpara impedir los disturbios. ¡Quedanadvertidos! Deben comportarse comooficiales y caballeros, sea cual fuere elveredicto. ¿Me he expresado conclaridad?

Era una pregunta que no requeríarespuesta.

—A las ocho en punto de la mañana.Aquí. Todos. Es una orden. Ahorapueden retirarse.

Los tres miembros del tribunal sepusieron en pie, al igual que losoficiales alemanes. Los kriegies selevantaron también y empezaron a

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desalojar la sala.Walker Townsend se inclinó hacia

Tommy, ofreciéndole la mano.—Ha hecho un magnífico trabajo,

teniente —dijo—. Mejor de lo que nadiepodía imaginar de un abogado defensorque comparece por primera vez ante untribunal en un caso capital. Ha recibidouna buena formación en Harvard.

Tommy estrechó en silencio la manodel fiscal. Townsend ni siquiera saludóa Scott, sino que se volvió para cambiarimpresiones con el comandante Clark.

—Tiene razón, Tommy —dijo Scott—. Y te lo agradezco, al margen de ladecisión que tomen.

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Pero Tommy tampoco le respondió.Sentía una intensa frialdad interior,

pues por fin, en aquellos últimossegundos, creía haber vislumbrado laverdadera razón por la cual había sidoasesinado Trader Vic. Era casi como sila verdad flotara ante él, vaporosa yhuidiza. De pronto alargó la manoinconscientemente, asiendo el aire frentea él, confiando en que lo que había vistoconstituyera si no toda la respuestacuando menos buena parte de la misma.

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17

Una noche para saldar

deudas

Scott fue el primero en hablarcuando llegaron a su dormitorio en elbarracón 101.

El aviador negro se mostraba pormomentos deprimido y por momentos

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excitado, pensativo y exaltado a la vez,como si se sintiera abrumado por laangustia y la tensión del momento y nosupiera cómo reaccionar ante la larganoche que se avecinaba. A ratosatravesaba deprisa la habitación,asestando puñetazos a unos adversariosimaginarios, tras lo cual se apoyaba enla pared, como un púgil en el décimoasalto que se aferra a las cuerdas paratomarse un breve respiro antes dereanudar la pelea. Miró a Hugh, queestaba tumbado en su litera como unobrero cansado tras la larga jornadalaboral, y luego a Tommy, que era quiense mostraba más entero de los tres,

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aunque, paradójicamente, era el másvoluble.

—Supongo —comentó Scott concierto tono melancólico—, quedeberíamos celebrar mi última nochede… —Vaciló, sonrió con tristeza yconcluyó la frase—. ¿De inocencia? ¿Delibertad? ¿De ser acusado? No, no esprobable. Y supongo que no es exactodecir «libertad», porque todos estamosencerrados aquí y ninguno de nosotroses libre. Pero es la última noche de algo,lo cual ya es importante. ¿Qué osparece? ¿Descorchamos la botella dechampán o la de brandy Napoleón de100 años? ¿Asamos unos solomillos a la

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parrilla? ¿Preparamos una torta dechocolate y la decoramos con velitas?¡Oh, cualquier cosa que nos ayude apasar la noche!

Scott se separó de la pared y seacercó a Tommy. Le tocó en el hombroen un gesto que, de haber prestadoTommy más atención, habríacomprendido que era la primeramanifestación espontánea de afecto delaviador negro desde su llegada al StalagLuft 13.

—Vamos, Tommy —dijo con calma—, el caso ha terminado. Has hecho loque debías. En cualquier mediocivilizado, habrías logrado crear una

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duda razonable, que es lo que exige laley. El problema es que éste no es unmedio civilizado.

Scott se detuvo y suspiró antes decontinuar.

—Ahora sólo queda esperar elveredicto, que desde la mañana en quehallaron el cadáver de Vic sabemos cuálserá.

Esta frase sacó a Tommy del tranceen el que permanecía sumido desde elfin de la sesión de aquel día. Miró aLincoln Scott y después moviólentamente la cabeza.

—¿Qué ha terminado? —preguntó—. El caso acaba de empezar, Lincoln.

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Scott lo miró perplejo.Hugh, tendido en la litera, dijo, casi

como si se sintiera agotado:—Esta vez has conseguido

desconcertarme, Tommy. ¿Qué quieresdecir con eso?

De pronto, Tommy golpeó la palmade una mano con el puño y, remedando aScott, asestó un puñetazo al aire, sevolvió rápidamente y propinó un par dederechazos seguidos de un ganchoizquierdo ante sus amigos. La intensa luzde la bombilla que pendía del techoarrojó marcadas sombras exageradassobre su rostro.

—¿Qué hago? —preguntó de pronto,

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parándose en seco en el centro de lahabitación, sonriendo como un poseso.

—Comportarte como un loco —repuso Hugh, esbozando una sonrisa.

—Practicar irnos golpes de boxeocon un contrincante imaginario —tercióScott.

—Exactamente. ¡Has dado en elclavo! Yeso es lo que ha estadoocurriendo desde hace unos días.

Tommy se llevó una mano a lacabeza, se apartó un mechón de los ojosy aplicó el índice sobre sus labios. Seacercó de puntillas a la puerta, la abriócon cautela y se asomó al pasillo, paracomprobar si había alguien observando

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o escuchándoles. El pasillo estabadesierto. Cerró la puerta y regresó juntoa sus compañeros con una exageradaexpresión de euforia en su rostro.

—¿Cómo he podido ser tan idiota yno haberme dado cuenta antes? —dijocon tono quedo, aunque cada palabraparecía estar marcada con fuego.

—¿Darte cuenta de qué? —inquirióScott.

Tommy se acercó a sus amigos ysusurró:

—¿Con qué comerció Trader Vicpoco antes de morir?

—El cuchillo con el que lo mataron.—Exacto. El cuchillo. El cuchillo

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que necesitábamos. El cuchillo quetuvimos en nuestro poder, pero luegonos desprendimos de él, y que Visserestá empeñado en encontrar. El malditocuchillo.

El maldito e importante cuchillo. Deacuerdo. ¿Pero qué más?

Los otros dos se miraron.—¿A qué te refieres? —preguntó

Scott—. El cuchillo era el objetocrítico…

—No —declaró Tommy—. Todosestábamos pendientes de ese cuchillo,cierto. Mató a Vic. No caben dudas deque fue el arma del crimen. PeroBedford obtuvo también de unos

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hombres desconocidos en este campoalgo tanto o más importante que esecuchillo. Ese piloto de un caza, el tipode Nueva York, nos dijo que vio a Vicmanejando dinero alemán, documentosoficiales y un horario de trenes…

—Sí, pero…—¡Un horario de trenes!Lincoln y Hugh guardaron silencio.—No pensé en ello porque, al igual

que todos, estaba obsesionado con elmaldito cuchillo. ¿Por qué necesitaría unkriegie un horario de trenes, a menosque creyera poder tomar uno? Pero estoes imposible, ¿no? ¡Nadie ha conseguidofugarse jamás de este campo de

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prisioneros! Porque aunque consiguierasatravesar la alambrada y el bosque yllegar a la ciudad sin despertarsospechas, y aun cuando consiguierasllegar al andén, para cuando el tren delas siete quince o el que sea que sedirige a Suiza entrara en la estación, ellugar estaría repleto de gorilas de laGestapo buscándote, ya que la alarmahabría sonado mucho tiempo antes ennuestro querido Stalag Luft 13. ¡Todoslo sabemos! Y todos sabemos que elhecho de que nadie haya logrado fugarsede aquí lleva meses carcomiendo alcoronel MacNamara y a su repelenteayudante Clark. —A continuación

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Tommy bajó la voz otra octava, deforma que sus palabras eran poco másque un susurro—. ¿Pero qué tiene departicular el día de mañana?

Los otros se limitaron a seguirmirándolo en silencio.

—Mañana es diferente debido a unacosa, la única cosa que este juicio haobligado a hacer a los alemanes.Distinta de todos los días que llevamosaquí. ¡Pensad en ello! ¿Qué es lo que nocambia nunca? Ni en Navidad ni en AñoNuevo. Ni el día más espléndido deverano. ¡Ni siquiera en el cumpleañosde ese cerdo de Hitler! ¿Qué es la únicacosa que nunca varía? ¡El recuento

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matutino!La misma hora, el mismo lugar. ¡Lo

mismo todos los días! Un día tras otro.Trescientos sesenta y cinco días al año,inclusive los años bisiestos. Como elmecanismo de un reloj, amanece y losalemanes nos cuentan cada mañana.Salvo mañana. Los alemanes hanaccedido «amablemente» a retrasar elAppell porque todos están preocupadosde que el veredicto de este casoprovoque un motín. Los alemanes, quejamás alteran su condenada rutina,mañana lo harán. De modo que mañana,única y exclusivamente mañana,retrasarán el recuento. ¿Cuánto rato, una

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hora, dos? ¡Oh, esas bonitasformaciones compuestas cada una porcinco hombres para contarnos! Puesbien, mañana esas formaciones no seconstituirán hasta mucho después de lahora habitual.

Scott y Hugh cruzaron una mirada.Los ojos de Tommy reflejaban unaeuforia que contagió en seguida a losotros dos.

—Insinúas… —dijo Scott.Pero Tommy le interrumpió.—Mañana en esas formaciones

faltarán unos hombres.—Continúa, Tommy —dijo Scott,

prestando mucha atención.

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—Veréis, si sólo desapareciera unhombre, o dos, o incluso tres o cuatro,su falta podría disimularse cuando loshurones examinaran las filas, aunque noha ocurrido nunca. Supongo que esconcebible hallar la forma de darles unpar de horas de ventaja. ¿Pero y si setratara de más hombres: veinte, treinta,quizá cincuenta? La ausencia de tantoshombres sería evidente desde el primermomento durante el Appell, y la alarmasonaría de inmediato. ¿Cómo darles eltiempo suficiente de fugarse, teniendo encuenta que es imposible que loscincuenta hombres aborden el primertren que entre en la estación, lo que les

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obligaría a tomar varios trenes a lolargo de la mañana?

Hugh señaló a Tommy con un dedoal tiempo que asentía con la cabeza.

—Tiene sentido —dijo—. Eslógico. ¡Es preciso retrasar el recuentomatutino! Pero no veo qué tiene que verla muerte de Vic con una fuga.

—Yo tampoco —repuso Tommy—.Aún no. Pero estoy seguro de que estárelacionado con ello, y me propongoaveriguarlo esta noche.

—Muy bien, estoy de acuerdo, ¿peroqué tiene que ver el hecho de que Scottse enfrente a un pelotón de fusilamientoen todo esto? —preguntó Hugh.

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—Otra buena pregunta —contestóTommy meneando la cabeza—. Y otrarespuesta que voy a obtener esta noche.Pero apostaría mi última cajetilla detabaco a que alguien que estuvieradispuesto a matar a Trader Vic parafugarse de este condenado lugar nodudaría en dejar que Lincoln seenfrentara a un pelotón de ejecuciónalemán.

Pocos minutos antes de la una de lamañana, según indicaba la esferaluminosa del reloj que Lydia le habíaregalado, Tommy Hart percibió los

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primeros y tenues sonidos demovimiento en el pasillo junto aldormitorio del barracón. Desde elmomento en que los alemanes habíanextinguido las luces en todo el campo,los tres hombres se habían turnado paravigilar junto a la puerta, afanándose enpercibir el menor ruido sospechoso dehombres que se dirigieran hacia lapuerta de salida. La espera se habíahecho interminable. En más de unaocasión Tommy había reprimido latentación de reunir a los otros y salir delbarracón. Pero recordó la noche en quese había despertado al oír a unoshombres hacer lo mismo, y dedujo que

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ese mismo trío figuraba en la lista dehombres que iban a tratar de escaparesta mañana. Era preferible seguirlosque salir precipitadamente con sus doscompañeros, sin saber por dónde tirar, yarrostrar los peligros de los reflectoreso los gorilas prestos a apretar el gatillo.Tommy pensó que los barracones queofrecían más probabilidades de ser ellugar de reunión de los presuntosfugados eran el 105, donde se habíacometido el asesinato, o el 107, situadodos barracones más allá, que aunque noera el más cercano a la alambrada y albosque, tampoco era el más alejado.

Sus compañeros estaban sentados

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detrás de él, en el borde de una litera,esperando en silencio.

Tommy vio sus rostros bajo elresplandor del cigarrillo de Hugh.

—¡Ahí van! —murmuró Tommy.Sostuvo una mano en alto y se

inclinó más hacia la gruesa puerta demadera. Oyó la leve vibración de unospasos sobre las tablas del suelo.Imaginó lo que ocurría en el pasillo, apocos metros. Los kriegies habríanrecibido las instrucciones pertinentes yestarían preparados con su equipo defuga. Lucirían prendas reformadas depaisano. Quizá llevaran una maleta o unmaletín.

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No olvidarían tampoco unasraciones adicionales de comida, susdocumentos falsos de identidad, suspermisos de trabajo y dedesplazamiento; es probable que losbilletes de tren los llevasen cosidos alos bolsillos de la chaqueta. No seríanecesario decir nada, pero cada hombrepracticaría para sus adentros, ensilencio, las pocas frases en alemán quehabía aprendido de memoria queconfiaba que le permitirían alcanzar lafrontera con Suiza. Siguiendo un ordenpreciso, se detendrían en la puerta,esperarían a que los reflectores pasarande largo y saldrían rápidamente.

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Tommy supuso que esa noche no seatreverían a encender siquiera una vela,sino que cada hombre habría contado yael número de pasos que había de sulitera hasta la puerta.

Tommy se volvió hacia los otros.—Ni un sonido —dijo—. Ni uno.

Preparaos…Pero Scott, curiosamente, alargó las

manos y asió a los otros dos por loshombros, abrazándolos, de forma quesus rostros estaban a escasoscentímetros unos de otros, y habló coninsólita y feroz intensidad.

—He pensado, Tommy, Hugh —dijolentamente, con voz clara y rotunda—,

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que hay una cosa que debemos tener muypresente esta noche.

Sus palabras sorprendieron aTommy, provocándole un escalofrío.

—¿De qué se trata? —preguntóHugh.

Tommy oyó a Scott inspirarprofundamente, como si se sintieraabrumado por el peso de lo que iba adecir, creándole un problema que losotros ni siquiera imaginaban.

—Unos hombres han muerto paraque el plan de esta noche se cumpla —susurró—. Unos hombres han trabajadocon ahínco y han muerto para dar a otrosla oportunidad de alcanzar la libertad.

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Dos hombres murieron atrapados en untúnel que estaban excavando y sederrumbó, poco antes de que yo llegaraaquí…

—Es cierto —apostilló Hugh contono quedo—. Nos enteramos de ello enel otro recinto.

Scott cobró aliento una vez más,antes de proseguir con voz suave aunqueenérgica.

—¡Debemos tener presentes a esoshombres! —dijo—. ¡No podemos meterla pata y estropear los planes de los quepiensan fugarse esta noche! ¡Debemosandar con pies de plomo!

—Debemos averiguar la verdad —

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soltó Tommy de sopetón.Scott movió la cabeza en señal de

asentimiento.—Es cierto —repuso—. Debemos

averiguar la verdad. Pero debemosrecordar el costo. Otros han muerto.Esta noche se saldarán unas deudas, ydebemos tener esto presente, Tommy.Recordad que, en última instancia,somos oficiales del cuerpo de aviación.Hemos jurado defender nuestra patria.

No mi persona. Eso es cuanto tengoque decir.

Tommy tragó saliva.—Lo tendré presente —dijo. Tenía

la impresión de que todo lo que debía

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hacer esa noche se habría convertido depronto en una empresa más difícil. «Esmucho lo que está en juego», se dijo.

Hugh permaneció en silencio unossegundos antes de murmurar:

—¿Sabes, Scott? Eres un magníficosoldado y un patriota, y tienes razón, yesos cabrones que han estado mintiendoy falseando los hechos probablementeno merecen lo que acabas de decir.Bueno, Tommy, el navegante eres tú…

Tommy observó la repentina yamplia sonrisa de Scott.

—Eso es, Tommy. Tú tienes quetrazar la ruta. Nosotros te seguiremos.

No había nada que él pudiera decir.

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Dudando de todo salvo de que todas lasrespuestas residían en la oscuridad,Tommy abrió con suavidad la puerta delcuarto del barracón y echó a andar conpaso decidido por el pasillo, seguido acorta distancia por sus dos compañeros.En el aire que les rodeaba no había nadaexcepto la oscuridad de la noche y elangustioso temor generado por laincertidumbre.

Apenas habían recorrido la mitaddel barracón, cuando un pequeño haz deluz se filtró a través de las grietas de lapuerta principal al pasar el reflector.Bastaron esos breves segundos para queTommy viera a tres figuras agazapadas.

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Luego, con la misma rapidez con quehabía aparecido, la luz se extinguió,volviendo a sumir el barracón en lastinieblas. Pero Tommy había confirmadosus sospechas: había visto a treshombres zambullirse en el océano de lanoche. No consiguió identificarlos, nivio cómo iban vestidos, ni lo quellevaban consigo. Lo único que percibiófue cómo se movían. Siguió avanzandocon rapidez.

No hubo necesidad de decir nadacuando llegaron al final del pasillo y seagacharon, esperando observar el mismomovimiento cuando la luz volviera apasar. Aparte de la ruidosa respiración

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de los dos hombres que había a su lado,Tommy no oía nada.

No tuvieron que esperar mucho rato.El resplandor del reflector cayó sobre lapuerta, vacilando unos instantes antes depasar de largo, iluminando algunaszonas de los otros barracones. En aquelmomento, Tommy asió la manecilla dela puerta, la abrió y se sumergió en lanoche como la vez anterior, dirigiéndosea toda prisa hacia las sombras quearrojaba el alero del barracón. Los otrosdos le seguían a pocos pasos, y cuandolos tres se apretujaron contra el murodel barracón 103, comprobaron querespiraban más trabajosamente de lo

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normal, teniendo en cuenta la modestadistancia que habían recorrido.

Tommy echó una ojeada a sualrededor, tratando de localizar a loshombres que habían salido antes queellos, pero no consiguió distinguirlos enla oscuridad.

—¡Maldita sea! —masculló.Hugh se enjugó la frente.—No me hace gracia estar aquí esta

noche ocupando el culo de la formación—dijo sonriendo.

Tommy asintió con la cabeza,sintiéndose más animado al oír la vozdel canadiense. «Culo de la formación»era la expresión que utilizaban los

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pilotos de cazas británicos parareferirse al último hombre en unaformación de ataque compuesta por seisaviones, la posición más arriesgada ypeligrosa. La guerra había cumplido casiun año cuando la jefatura de cazasordenó un cambio en la formaciónbásica de vuelo, adoptando una Vparecida a la forma en que los alemanesvolaban al entrar en combate, en lugarde un ala alargada, que dejaba al últimopiloto desprotegido. Nadie vigilaba lacola de éste, y docenas de pilotos deSpitfires habían perecido en 193 9debido a que los Messerschmidtsalemanes se situaban detrás de ellos, sin

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ser vistos, disparaban una ráfaga y huíanantes de que el piloto pudiera virar paraenfrentarlos.

—No me hagáis caso —añadió Hugh—. ¿Adónde vamos ahora?

Tommy entrecerró los ojos tratandode escrutar la noche. Era una noche fría,despejada. El cielo estaba tachonado deestrellas y una luna parcial brillabasobre la lejana línea de árboles,poniendo de relieve las siluetas de losgorilas apostados en las torres devigilancia. Los tres hombres que habíanabandonado el barracón antes que ellosse habían esfumado.

—¿Nos metemos debajo del

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barracón, como la otra vez, Tommy? —susurró Scott—. Quizás estén allí.

Tommy meneó la cabeza,estremeciéndose sólo de pensarlo.

—No —dijo, dando gracias por laoscuridad que les rodeaba—.Rodearemos la fachada y luego elcostado del barracón 105. Seguidme.

Sin aguardar una respuesta, los treshombres se inclinaron hacia delante yecharon a correr, sorteando losescalones de acceso al barracón 103,pasando por el borde del espacioabierto y peligroso, hasta alcanzar porfin el estrecho callejón entre losbarracones.

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Al pasar de la zona de peligro de lafachada del barracón a la seguridad queles ofrecía el callejón, Tommy oyó unpequeño ruido sordo, seguido por unapalabrota pronunciada en voz baja perorotunda. Sin aminorar el paso, alzambullirse en la oscuridad, vio lasilueta de un hombre a pocos metros,frente al barracón 105.

El hombre se había agachado pararecoger un maletín que se le había caído.Estaba inclinado hacia delante, tratandode recuperarlo frenéticamente junto conunos pocos objetos que habían caído deaquél. En cuanto lo hubo conseguido,echó a correr y desapareció. Tommy

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comprendió al instante que era el tercerhombre de los que avanzaban delante deellos. El tercer hombre, el que corríamayor peligro.

Como para resaltar esta amenaza, unreflector pasó sobre el lugar dondehacía unos segundos el hombre habíadejado caer el maletín. La luz parecíavacilar, oscilando de un lado a otro,como si sintiera sólo una levecuriosidad. Luego, al cabo de unossegundos, desistió de su empeño y pasóde largo.

—¿Habéis visto eso? —preguntóLincoln Scott.

Tommy asintió con la cabeza.

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—¿Tenéis alguna idea de adonde sedirigen? —inquirió Renaday.

—Supongo que al barracón 107 —respondió Tommy—. Pero no losabremos con certeza hasta quelleguemos allí.

Tras echar a correr por el callejón,protegidos por la oscuridad, los treshombres consiguieron alcanzar lafachada del siguiente barracón. Todoestaba quieto, en silencio, hasta el puntode que Tommy temió que el mínimoruido que hicieran sonara amplificado,como un trompetazo o un bocinazo dealarma. Moverse en silencio en unmundo carente de ruidos externos es muy

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difícil. No se oía el sonido de loscoches y los autobuses de una ciudadcercana, ni el estruendo de unbombardeo a lo lejos. Ni siquiera lasvoces de los gorilas bromeando en lastorres de vigilancia o el ladrido delperro de un Hundführer rasgaban lanoche para distraer la atención ocontribuir a ocultar los pasos de Tommyy sus compañeros. Durante unosmomentos, Tommy deseó que losbritánicos se pusieran a cantar unaescandalosa canción en el recinto norte.Lo que fuera con tal de ocultar losmodestos ruidos que hacían ellos.

—Bien —musitó Tommy—,

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haremos lo mismo que antes, pero estavez iremos de uno en uno.

Rodearemos la fachada y nosrefugiaremos en las sombras de la partelateral del edificio. Yo pasaré primero,luego Lincoln y después tú, Hugh. No osprecipitéis, tened cuidado. Estamos muycerca de la torre de vigilancia situada alotro lado del campo. El reflector casipilló a ese otro tipo. Puede que losgorilas hayan oído algo y vigilen estazona. Además, suele haber uno de esosmalditos perros junto a la puerta deentrada. Tomáoslo con calma y no osmováis hasta estar seguros de que no haypeligro.

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—De acuerdo —repuso Scott.—Malditos perros —masculló Hugh

—. ¿Creéis que olerán el miedo quesiento? —El canadiense emitió una risaseca y desprovista de alegría—. Nodebe de ser muy difícil percibir mi oloren estos momentos. Si esos condenadosreflectores se acercan más, podréisconocer el de mis calzoncillos a unkilómetro de distancia.

La ocurrencia hizo sonreír a Tommyy a Lincoln, pese a la gravedad delmomento.

El canadiense asió a Tommy delantebrazo.

—Indícanos el camino, Tommy —

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dijo—. Scott te seguirá y yo os seguiré alos dos dentro de un par de minutos.

—Espera hasta estar seguro —repitió Tommy. Luego, inclinándosehacia delante, avanzó como un cangrejohasta la fachada del barracón, hastaalcanzar la última sombra en el bordedel espacio abierto. Se detuvo,agachándose para cerciorarse de quellevaba las botas debidamente anudadasy la cazadora abrochada, y seencasquetó la gorra. No llevaba nadaque hiciera ruido, nada que pudieraengancharse en los escalones al pasarjunto a ellos. Realizó un breveinventario de su persona, comprobando

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si llevaba algo que pudiera delatar supresencia. Todo estaba en orden. Enaquel segundo de vacilación, pensó quehabía viajado muy lejos sin haberalcanzado su destino, pero que algunascosas que se le habían ocultado hastaentonces estaban a punto de volversenítidas.

Cada músculo de su cuerpo seresistía a exponerse al riesgo delreflector, los perros y los gorilas, peroTommy sabía que esas voces de cautelaeran cobardes, y al mismo tiempo pensóque el zafarse de los alemanes acasofuera lo menos peligroso que le tocarahacer esa noche.

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Tommy respiró hondo y se puso depuntillas. Alzó la vista, apretó losdientes y, sin previo aviso a los otros,echó a correr frente a la fachada delbarracón 105.

Sus pies levantaron unas nubecitasde polvo. Tommy tropezó con unpequeño bache en el suelo y estuvo apunto de caerse. De pronto pensó quedebió de ser el mismo bache que habíahecho dar un traspiés al hombre que lehabía precedido, pero al igual que unpatinador que pierde por un instante elequilibrio, recobró la compostura ysiguió adelante.

Jadeando, dobló la esquina del

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edificio, arrojándose contra el muro y laamable oscuridad. Tardó un par desegundos en calmarse. Los latidos de sucorazón resonaban en sus oídos como elbatir de un tambor, o el motor de unavión.

Esperó a que Scott atravesara lamisma distancia, dejando que el silenciose deslizara a su alrededor. Aguzó lavista y el oído y miró hacia la puerta delbarracón 107. Mientras permanecíaatento, observando y escuchando, oyó elsonido inconfundible de una vozamericana. Inclinó la cabeza hacia elpunto del que provenía el sonido y loque oyó no le llamó la atención. Las

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palabras del hombre traspasaron laoscuridad, aunque hablaba en susurros:«Número treinta y ocho…» En esemomento se escuchó un ruido pequeño ydistante. Alguien había llamado dosveces con los nudillos a la puerta delbarracón. Tommy entrecerró los ojos, yvio abrirse la puerta y a una figura,inclinada hacia adelante, que salvabalos escalones de dos en dos y entraba enel edificio.

De inmediato comprendió por quéhabían elegido el barracón 107. Lapuerta de entrada se hallaba en un lugarresguardado del resplandor de losreflectores, en un sitio casi invisible,

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debido a los extraños ángulos queformaban el campo de revista y los otrosbarracones. No estaba tan próximo a laalambrada posterior como el barracón109, pero la distancia adicional erafácilmente salvable. Los encargados deplanificar las fugas nunca elegían losbarracones más próximos a la libertad,porque eran los que los huronesregistraban con más frecuencia. Tommyvio que el bosque se hallaba tan sólo aunos setenta y cinco metros al otro ladode la alambrada. Otros túneles casihabían logrado recorrer esa distancia.Por lo demás, el barracón 107presentaba también la ventaja de

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hallarse situado en el lado que daba a laciudad. Si un kriegie conseguía alcanzarlos árboles, podía seguir avanzando enlugar de tratar de navegar con unabrújula de fabricación casera en ladensa oscuridad del bosque bávaro.

Tommy se apretó contra el muro,esperando a Scott. Suponía el motivo dela demora: un reflector estabaregistrando la zona por la que acababande pasar, moviéndose tras ellos,tratando de explorar los espacios entrelos barracones.

Mientras aguardaba, Tommy oyóotro susurro y dos golpes en la puertadel barracón 107, que volvió a abrirse

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brevemente. Dedujo que habían llegadodos hombres del otro lado del recinto.

El reflector retrocedió hacia elbarracón 101 y Tommy oyó las reciaspisadas de las botas de Scott rodeandola fachada del edificio, cuando elaviador negro aprovechó esaoportunidad.

También tropezó con el bache en elsuelo, y al arrojarse contra el muro,junto a Tommy, emitió en voz baja unjuramento.

—¿Estás bien?Scott cobró aliento.—Sigo vivito y coleando —

respondió—. Pero ha sido por los pelos.

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El reflector no cesa de pasar sobre lafachada de los barracones 101 y 103.¡Cabrones! Pero creo que no vieronnada. Es muy típico de los alemanes.Hugh aparecerá dentro de un minuto,cuando esos gorilas orienten el reflectorhacia otro sitio. ¿Has visto algo?

—Sí —repuso Tommy muy quedo—. Unos hombres han entrado en el 107.Murmuraron un número, llamaron dosveces y la puerta se abrió.

—¿Un número?—Sí. Tú serás el cuarenta y dos. Yo

el cuarenta y uno. Una pequeña mentira,que nos permitirá entrar allí. Y Hugh, siconsigue llegar hasta aquí, será el

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cuarenta y tres.—Puede que tarde unos minutos. El

reflector nos persigue. Y hay algo en elsuelo…

—Yo también tropecé en ello.—Espero que lo haya visto.Los dos hombres aguardaron. Podían

ver el haz de luz moviéndose sin cesarsobre el territorio que acababan deatravesar, explorando la oscuridad.Sabían que Hugh estaría agazapado,pegado a la pared, esperando suoportunidad. Pasó un rato que se lesantojó eterno, pero por fin la luz pasó delargo.

—¡Ahora, Hugh! —murmuró

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Tommy.Oyó las botas del fornido canadiense

que se echaba a correr en la oscuridad.Casi al instante se oyó un golpe, unapalabrota en voz baja y silencio, cuandoRenaday tropezó con el mismo bachecon que habían tropezado Tommy yScott.

Pero el canadiense no se levantó deun salto.

Tommy oyó un gemido quedo yronco.

—¿Hugh? —murmuró tan alto comopudo.

Tras un momento de silencio, amboshombres oyeron el inconfundible acento

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del canadiense.—¡Me he lastimado la rodilla! —se

quejó.Tommy se acercó al borde del

barracón. Vio a Hugh tendido en elsuelo, a unos quince metros, aferrandosu rodilla izquierda con un gesto dedolor.

—Espera —le dijo Tommy—.¡Iremos a por ti!

Scott se acercó a Tommy, dispuestoa confundirse en la oscuridad, cuando unrepentino haz de luz rasgó el aire sobresus cabezas, obligándoles a arrojarse alsuelo. El reflector se abatió sobre eltejado del barracón 105 y empezó a

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reptar como un lagarto por el muro haciaellos.

—No te muevas —musitó Hugh.La luz se alejó de Tommy y de Scott

y permaneció suspendida junto al puntodonde Hugh yacía en el suelo,abrazándose la rodilla pero inmóvil, conla cara sepultada en la tierra fría. Elborde de la luz se hallaba a escasoscentímetros de su bota. Estaban a puntode descubrir su presencia. El canadiensepareció alargar la mano hacia laoscuridad, como si ésta fuera una mantaprotectora con que cubrirse.

La luz permaneció suspendida en loalto unos instantes, lamiendo

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perezosamente el contorno de la figurapostrada de Hugh. Luego,lánguidamente, casi como si se burlarade ellos, retrocedió unos metros hacia elbarracón 103.

Hugh no se movió. Despacio,levantó la cara del suelo y se volvióhacia el lugar donde Tommy y Scottseguían inmóviles.

—¡Dejadme! —dijo con voz queda,pero firme—. No puedo moverme.¡Seguid sin mí!

—No —respondió Tommy,hablando con un tono angustiado—.Iremos a recogerte cuando se apague elreflector.

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Este se detuvo de nuevo, iluminandoel suelo a unos cinco metros de donde sehallaba Hugh.

—¡Maldita sea! ¡Dejadme, Tommy!¡Esta noche estoy acabado! Kaput!

Scott tocó a Tommy en el brazo.—Tiene razón —dijo—. Debemos

seguir adelante.Tommy se volvió bruscamente hacia

el aviador negro.—Si esa luz descubre su presencia,

dispararán contra él. Y se armará lagorda. ¡No lo abandonaré!

¡Una vez abandoné a alguien, y novolveré a hacerlo!

—Si vas ahí —murmuró Scott—,

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acabarás matándolo a él, a ti mismo yquizás a otros.

Tommy se volvió, angustiado, haciaHugh.

—¡Es mi amigo! —susurróconsternado.

—¡Entonces compórtate como suamigo! —replicó Scott—. ¡Haz lo que tedice!

Tommy se volvió, escudriñando lassombras en busca de Hugh. El reflectorcontinuaba moviéndose de un lado aotro, disparando luz a pocos metros dedonde aquél yacía postrado. Pero lo queasombró a Tommy, y también debió deasombrar a Scott, fue que el aviador le

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aferraba el brazo con fuerza.Hugh se había tumbado boca abajo

y, moviéndose con deliberada yexasperante lentitud, avanzabaarrastrándose, apartándose de la fachadadel barracón, dirigiéndose sistemática einexorablemente hacia el campo derevista, alejándose de los hombres quese dirigían hacia el barracón 107. Depaso se alejaba del haz del reflector, locual constituía tan sólo un aliviomomentáneo, pues se dirigíadirectamente hacia la enorme áreacentral del Stalag Luft 13. Era una zonaneutral, una explanada oscura donde nohabía ningún lugar donde ocultarse, pero

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Tommy sabía que Hugh había calculadoque si los alemanes le sorprendían allíno pensarían automáticamente queocurría algo anormal en las oscurashileras de barracones. El problema eraque no existía la forma de regresarinmediatamente a un lugar seguro desdeel centro del campo de ejercicios.

En el transcurso de las horasnocturnas que quedaban, quizás Hughpudiera retroceder a rastras hasta elbarracón 101. Pero lo más seguro eraque tuviera que aguardar allí hasta queamaneciera o le descubrieran. Encualquier caso, su posición lo exponía amorir.

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Tommy distinguió la tenue siluetadel canadiense reptando hacia el campode ejercicios.

Entonces Tommy se volvió haciaScott y señaló la entrada del barracón107.

—De acuerdo —dijo—. Ahora sóloestamos tú y yo.

—Sí —respondió Scott—. Y los queesperan dentro.

Ambos hombres se encaminaron ensilencio hacia las espesas sombras juntoa los escalones de entrada del barracón107. Al llegar allí, Tommy Hart yLincoln Scott se detuvieron, llenos deremordimientos. Tommy se volvió para

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mirar el lugar desde el que Hugh sehabía alejado a rastras, pero no pudover la silueta de su amigo, el cualparecía haber sido engullido, para bieno para mal, por la oscuridad.

Tommy llamó dos veces a la puertay murmuró:

—Cuarenta y uno y cuarenta y dos…Después de una breve vacilación, la

puerta emitió un leve crujido cuandoalguien que se hallaba dentro delbarracón la abrió unos centímetros.

Tommy y Scott avanzaron de unsalto, empujaron la puerta y seprecipitaron dentro del barracón.

Tommy oyó una voz, alarmada pero

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queda, que dijo:—¡Eh! Vosotros no… —Pero se

disipó. Lincoln Scott y él se quedaronquietos en la entrada, observando elpasillo.

La escena que contemplaron erasobrecogedora. Media docena de velasarrojaban una tenue luz, dispuestas cadatres metros aproximadamente. El pasilloestaba lleno de kriegies, sentados en elsuelo, con las piernas encogidas paraocupar menos espacio. Unas dosdocenas de hombres iban vestidos comoTommy y Scott habían previsto, conropa que les daban el aspecto depaisanos. Sus uniformes habían sido

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reformados por los servicios decompostura del campo, teñidos medianteunas ingeniosas mezclas de tinta ypinturas, de forma que ya no presentabanel acostumbrado color caqui y verdeoliva del ejército estadounidense.Muchos hombres, como el que Tommyhabía visto abandonar el barracón 101,sostenían toscas maletas o maletines.Algunos lucían gorras de obreros yportaban unas falsas cajas deherramientas.

El hombre que había abierto lapuerta vestía uniforme. Tommy dedujoque no tenía previsto fugarse. Asimismo,observó que cada pocos metros había

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unos hombres que constituían las tropasde apoyo, todos ellos vestidos deuniforme. En total, había unos sesentasentados en el pasillo central delbarracón. De éstos, quizá sólo dosdocenas pensaban fugarse y aguardabancon paciencia su turno.

—¡Maldita sea, Hart! —le espetó elhombre que había abierto la puerta—.¡Vosotros no estáis en la lista! ¿Quéhabéis venido a hacer aquí?

—Digamos que a cumplir la misiónde averiguar la verdad —repuso Tommycon resolución.

Sin más, pasó sobre los pies delúltimo hombre que esperaba salir del

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barracón y echó a andar por el pasillo.Lincoln Scott siguió a Tommy, sorteandotambién los obstáculos. La débil luz delas velas arrojaba unas curiosassombras alargadas sobre las paredes.Los kriegies permanecieron en silencio,observando a los dos hombres que seabrían paso entre ellos. Parecía como siTommy y Lincoln hubieran descubiertoel secreto ritual nocturno de una insólitaorden monacal.

Frente a ellos vieron un pequeñocono de luz proveniente del retretesituado al final del pasillo.

En esos momentos salió de él unkriegie, sosteniendo un tosco cubo lleno

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de tierra, que entregó a uno de loshombres de uniforme que había a sulado. El cubo pasó de mano en mano,hasta desaparecer en uno de los cuartosdel barracón, como si se tratara de unanticuado cuerpo de bomberos pasandocubos de agua hasta la base de lasllamas. Tommy se asomó al cuarto y vioque alzaban el cubo hacia un agujero enel techo, donde un par de manos loaferró. Sabía que extenderían la tierrapor el estrecho espacio debajo deltecho, por el que podía pasar un hombrearrastrándose, después de lo cual haríandescender el cubo vacío, que volvería apasar por las afanosas manos de los

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hombres, hasta llegar al retrete.Tommy se acercó a la puerta. Los

rostros de los hombres reflejabanangustia, a medida que otro cubo llenode tierra era alzado de un agujero en elsuelo del único retrete del barracón.

El túnel se iniciaba debajo delretrete. Los kriegies ingenieros se lashabían ingeniado para levantar éste ydesplazarlo unos palmos hacia un lado,creando una abertura de poco menos demedio metro cuadrado. El tubo dedesagüe descendía por el centro delorificio, pero lo habían bloqueado en laparte superior. Los hombres delbarracón 107 habían inhabilitado el

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retrete con el fin de excavar el túnel.Durante unos momentos Tommy sintióadmiración por las ingeniosas mentesque habían concebido el plan. En éstasoyó una áspera y airada voz junto a él.

—¡Hart! ¡Hijo de perra! ¿Quédiablos hace aquí?

Tommy se volvió hacia elcomandante Clark.

—He venido en busca de unasexplicaciones, comandante —repusofríamente.

—¡Haré que le acusen de desacato,teniente! —le espetó Clark, sin alzar lavoz pero sin ocultar su furia—. Regreseal pasillo y espere hasta que hayamos

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terminado aquí. ¡Es una orden!Tommy meneó la cabeza.—Esta noche no lo es, comandante.

Todavía no.Clark atravesó el reducido espacio y

se plantó a pocos centímetros deTommy.

—Ordenaré que le…Pero Lincoln Scott le interrumpió. El

musculoso aviador avanzó unos pasos yclavó el dedo en el pecho del diminutocomandante, parándole los pies.

—¿Qué ordenará que hagan connosotros, comandante? ¿Ejecutarnos?

—¡Sí! ¡Están entorpeciendo unaoperación militar! ¡Desobedeciendo una

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orden en combate! ¡Es una falta capital!—Por lo visto —dijo Scott con una

sonrisa de ira—, acumulo todo tipo decargos a gran velocidad.

Oyeron unas sofocadas risasemitidas por algunos hombres, un ataquede hilaridad provocado tanto por latensión del momento como por lo quehabía dicho Scott.

—¡No nos moveremos de aquí hastaaveriguar la verdad! —dijo Tommy,plantándole cara al comandante.

Clark hizo una mueca de rabia. Sevolvió hacia varios kriegies que habíacerca, junto a la entrada del túnel, y lesordenó entre dientes:

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—¡Apresad a estos hombres!Lo s kriegies dudaron, y en aquel

segundo se oyó otra voz, que emanabaun sorprendente sentido del humor,acompañada por una agresiva risotada.

—¡Qué carajo, no puede hacer eso,comandante! Todos lo sabemos. Porqueesos dos tíos son tan importantes comotodos los que estamos aquí esta noche.La única diferencia es que ellos no losabían. Así que no deben de ser tanestúpidos como usted creía, ¿verdad,comandante?

Tommy bajó la vista y comprobóque el hombre que acababa de hablarestaba agachado junto al túnel. Vestía un

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traje de color azul oscuro y ofrecía elaspecto de un hombre de negocios untanto desaliñado. Pero su sonrisaindicaba a las claras que era deCleveland.

—¡Eh, Hart! —dijo el tenienteNicholas Fenelli con gesto risueño—.No supuse que volvería a verte hastaestar de regreso en Estados Unidos.¿Qué te parece mi nuevo atuendo?Elegante, ¿no? ¿Crees que las chicas encasa se me echarán encima?

Fenelli señaló su traje, sin dejar desonreír.

El comandante Clark se volvióindignado hacia el médico del campo.

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—¡Usted no tiene nada que ver aquí,teniente Fenelli!

Fenelli meneó la cabeza.—En eso se equivoca, comandante.

Todos los aviadores que están presenteslo saben. Todos formamos parte delasunto.

En aquel momento salió un nuevocubo de tierra de la entrada del túnel,poniendo al comandante Clark en eldisparadero de seguir distribuyendo latierra o encararse con Tommy Hart yLincoln Scott. Clark miró a los dostenientes y a Fenelli, quien le devolvióla mirada con una sonrisa insolente. Elcomandante indicó a la brigada del cubo

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que siguieran moviéndolo, orden que loshombres se apresuraron a obedecer, y elcubo pasó balanceándose frente aTommy y a Lincoln.

Luego Clark se agachó y preguntó envoz baja a los hombres que se hallabandentro del túnel:

—¿Falta mucho?Transcurrió casi un minuto de

silencio hasta que la pregunta fuetransmitida a través del túnel y otrominuto hasta que hubo respuesta.

—Dos metros —respondió una vozsin cuerpo, elevándose por el agujero enel suelo—. Es como cavar una tumba.

—Sigan cavando —dijo el

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comandante, arrugando el ceño—.¡Tiene que estar terminado a la horaprevista! —Luego se volvió haciaTommy y Lincoln—. Su presencia aquíno es grata —dijo fría y sosegadamente,habiendo al parecer recobrado lacompostura durante los minutos quetardó el mensaje en ser enviado túnelarriba y devuelto túnel abajo.

—¿Dónde está el coronelMacNamara? —inquirió Tommy.

—¿Dónde va a estar? —replicóClark. Acto seguido respondióásperamente a su propia pregunta—.

En su cuarto del barracón,deliberando con los otros dos miembros

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del tribunal.Tommy se detuvo unos instantes.—Y redactando un discurso, ¿no? —

preguntó—. Con lo cual supongo queconseguirá retrasar aún más el Appellmatutino.

Clark hizo una mueca y norespondió. Pero Fenelli sí.

—Sabía que eras lo bastante listopara llegar a esa conclusión, Hart —dijoemitiendo su típica risita—. Se lo dije alcomandante, cuando me propuso hacerunas alteraciones en mi declaración.

Pero él no te creía capaz de ello.—Cállese, Fenelli —dijo Clark.—¿Alteraciones? —preguntó

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Tommy.Clark no respondió. Se volvió hacia

Hart con expresión dura, iluminado porlas velas que exageraban el rubor conque la ira teñía sus mejillas.

—Tiene razón al deducir que laconclusión del juicio nos ofreció unaimportante oportunidad que no dudamosen aprovechar. Ya tiene la respuesta a sumaldita pregunta. Quítense de en medio.No tenemos tiempo que perder y menoscon usted, Hart, ni con usted, Scott.

—No le creo —respondió Tommy—. ¿Quién mató a Trader Vic? —preguntó con firmeza.

El comandante Clark señaló con el

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índice a Lincoln Scott.—Él —contestó ásperamente—.

Todas las pruebas indican suculpabilidad desde el principio, y eso eslo que el tribunal dictaminará mañanapor la mañana. Téngalo por seguro,teniente. Y ahora, fuera de aquí.

Del agujero en el suelo brotó otrocubo de tierra, que tomó un kriegie paratransportarlo en silencio al corredor.Tommy era el único vagamenteconsciente de que muchos de loshombres que se hallaban a su espaldahabían avanzado unos pasos para oír loque se hablaba junto a la entrada deltúnel.

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—¿Por qué mataron a Vic? —preguntó Tommy—. ¡Quiero respuestas,comandante!

Los hombres que abarrotaban elpasillo y los que trabajaban en laentrada del túnel dudaron unosmomentos, dejando que la preguntaflotara en torno al reducido espacio,planteando la misma duda en cadakriegie.

Clark cruzó los brazos.—No obtendrá más respuestas de

mí, teniente —afirmó—. Todas lasrespuestas que necesita se han dicho enel juicio. Todos lo saben. ¡Ahoraquítense de en medio y déjenos terminar!

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El comandante se mostrabaobstinado, inflexible. Tommy no sabíaqué hacer. Tenía la sensación de quecerca de allí se encontraban lasrespuestas a todo cuanto había sucedidoen el campo durante las últimassemanas, pero no sabía cómo saliradelante. El comandante habíaconvertido su empecinamiento en unamentira inamovible y Tommy no sabíacómo derribar esa barrera. Notó queLincoln Scott comenzaba a desfallecer,casi derrotado por este último obstáculoque se alzaba en su camino. Tommy sedevanaba los sesos tratando de hallaruna solución, una forma de maniobrar,

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pero se sentía confundido y vacío,incapaz de resolver el problema. Sabíaque no podía comprometer la iniciativade fuga. No sabía qué amenaza proferir,qué mecanismo accionar, qué inventarsepara salir del punto muerto en el que sehallaba. En aquel segundo pensó que loshombres situados en el otro extremo deltúnel no tardarían en huir, llevándosecon ellos la verdad.

Y en el preciso momento en que esepensamiento hizo presa en él, NicholasFenelli soltó inopinadamente:

—Mira, Hart, el comandante no va aayudarte. Odia al teniente Scott tantocomo lo odiaba Trader Vic y

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probablemente por las mismas razones.Imagino que quiere estar presente paraver al pelotón de fusilamiento alemáncuando dispare contra él. Hasta creo quele gustaría dar la orden de disparar…

—¡Cállese, Fenelli! —dijo Clark—.¡Es una orden!

Tommy miró al hombre que queríaser médico, el cual se encogió dehombros, ignorando una vez más alcomandante.

Tommy sintió una repentina frialdaden la habitación, como si hubierairrumpido en una bolsa de aire frío.

—No lo entiendo —dijo, titubeando.—Claro que lo entiendes —replicó

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Fenelli soltando otra breve risotada quesonaba como un rebuzno y un bufido dedesprecio dirigido al comandante Clark—. A ver cómo te lo explicaría,Tommy…

El médico le mostró un pedazo depapel blanco. Tommy vio el númeroveintiocho escrito con lápiz en el centrode la hoja. Miró a Fenelli.

—Yo soy el veintiocho —dijoFenelli—. Para conseguir este número,lo único que tuve que hacer fuemodificar un poco mi declaración.Mentir un poco. Desmontar tu defensa.Por supuesto, no esperaban tu maniobracon Visser. Les pilló desprevenidos.

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Fue un golpe maestro. En cualquiercaso, estos tíos que hay delante de mí noson unos cabrones como yo; pagaron unprecio para ocupar un lugar en esta fila.La mayoría son buena gente, Hart. Hayalgunos falsificadores, algunosingenieros y algunas ratas de túneles.Éstos consiguen los números más altos,¿comprendes? Son los tipos queconcibieron este plan, que hicieron eltrabajo duro y todo lo demás.Prácticamente todo. Pero no todo. Dejaque te haga una pregunta, Tommy…

La sonrisa de Fenelli se desvanecióal instante, dando paso a una expresióndura y agria casi tan elocuente como las

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palabras que pronunció a continuación.—Yo soy un vulgar embustero, y

conseguí el número veintiocho. ¿Quénúmero crees que ocuparían los hombresdispuestos a matar a otro para manteneren secreto este túnel? ¿Crees que puedenfigurar a la cabeza de la lista?

Una profunda, fría y casi dolorosasensación de pánico traspasó el corazónde Tommy y se clavó en sus entrañas.Sintió unas gotas de sudor en las sienesy notó la garganta seca. Las manos letemblaban y los músculos de sus piernasse contraían de terror.

Scott, junto a él, debió de reparar enaquel pánico, pues dijo quedamente:

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—Iré yo. Tú no eres capaz de bajarallí. Lo sé. Espera aquí.

Pero Tommy meneó la cabeza conenergía.

—No te creerán, aunqueconsiguieras regresar con la verdad.Pero a mí sí me creerán.

—Hart tiene razón —terció Fenellidesde su posición junto a la entrada deltúnel—. Tú eres quien se enfrenta a unpelotón de ejecución. No tienes nadaque perder por mentir. Pero todos lostíos que están aquí, los que no van amarcharse esta noche, creerán lo queTommy les diga. Porque es uno de ellos.Lleva una eternidad en este campo de

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prisioneros, y es blanco como ellos. Losiento, pero es verdad.

Scott se puso en tensión, con losbrazos rígidos. Luego asintió con lacabeza, aunque era evidente que le habíacostado un esfuerzo hacerlo.

Tommy avanzó un paso.El comandante Clark se interpuso en

su camino.—No lo consentiré… —empezó a

decir.—Sí que lo hará —repuso Scott con

frialdad. No tuvo que decir nada más. Elcomandante miró al aviador negro yretrocedió rápidamente.

—Cúbreme la espalda, Lincoln —

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dijo Tommy—. Espero no tardardemasiado.

No esperó a oír la respuesta delaviador negro. Sabiendo que si dudabasiquiera un segundo no podría hacer loque debía, Tommy se acercó al bordedel túnel. Había velas dispuestas, sobresalientes construidos a mano, a lo largodel estrecho túnel. Un cable de teléfono,de un centímetro y medio de grosor,probablemente sustraído de la parteposterior de un camión alemán y lobastante resistente para sostener el pesode un hombre, estaba sujeto al borde delretrete. Tommy se sentó en el borde deltúnel. El hombre situado debajo izó un

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cubo lleno de tierra y luego se apartó,apretándose contra el muro de tierra deltúnel. Tommy asió el cable y, evocandolos terrores de su infancia y unsinnúmero de angustiosas pesadillas, sedeslizó lentamente por el agujero gélidoy desierto que le aguardaba.

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18

El final del túnel

Cuando llegó al fondo, tuvo lasensación de que no podía respirar.Cada palmo que descendía hacia lasentrañas de la tierra parecía robarle elaire, hasta el punto de que cuando porfin apoyó los pies en el duro suelo detierra, a seis metros debajo de lasuperficie, respiraba de forma

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entrecortada, espasmódica, jadeante,como si una gigantesca roca leoprimiera el pecho.

Había dos hombres trabajando en unpequeño espacio, casi una antesala alcomienzo del túnel propiamente dicho,de unos dos metros de ancho y apenas unmetro y medio de altura. Sus rostrosestaban iluminados por un par de velasmontadas en unas latas de carne; la tenueluz parecía pugnar contra las sombrasque amenazaban con invadirlo todo.Ambos hombres mostraban las frentessudorosas y tenían las mejillasmanchadas de tierra y surcadas porarrugas de agotamiento. Uno estaba

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vestido con un traje parecido al quelucía Fenelli, y estaba sentado detrás deun rudimentario fuelle, al que accionabacon furia. El fuelle emitía una especie desoplido, a medida que introducía aire enel túnel. Tommy calculó que ese kriegiedebía de ser el número veintisiete. Elotro hombre llevaba simplemente unmono. Era un individuo bajo, recio ymusculoso, y se encargaba de recibircada cubo de tierra que descendía por eltúnel e izarlo por el mismo para que losde arriba distribuyeran el contenido.

El hombre que vestía traje habló enprimer lugar. No dejó de maniobrar elfuelle, pero sus palabras estaban teñidas

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de asombro.—¡Hart! ¡Joder, tío! ¿Pero qué haces

aquí?Tommy miró a través de la oscilante

luz y vio que el hombre del fuelle era elpiloto de caza neoyorquino, el que lehabía ayudado en el campo de revista.

—Busco respuestas —respondióTommy con voz entrecortada—. Allí —agregó señalando el túnel.

—¿Vas a subir por el túnel? —preguntó el neoyorquino.

Tommy asintió.—Necesito averiguar la verdad —

dijo sin dejar de jadear y toser.—¿Y crees que la verdad se

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encuentra allí arriba? ¿La verdad sobreTrader Vic?

Tommy volvió a asentir.El hombre siguió trabajando, pero

parecía sorprendido.—¿Estás seguro? No lo entiendo.

¿Qué tiene que ver el túnel con la muertede Vic? El comandante Clark no nosdijo a ninguno de los que trabajamos eneste túnel que Vic estuviera relacionadocon esto.

—Todo está oculto —repusoTommy entre tos y tos—, pero todo estárelacionado. —Tenía que hacer unesfuerzo sobrehumano, dominado comoestaba por el terror, a fin de inspirar el

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aire suficiente para articular laspalabras—. Debo subir allí y averiguarla verdad.

—¡Caray! —dijo el piloto meneandola cabeza. Su rostro brillaba debido alesfuerzo de accionar el fuelle—.Déjame que te diga una cosa, amigo.Quizá compruebes que la persona aquien buscas no está dispuesta a hablar.Sobre todo cuando está a punto dealcanzar la libertad.

—Debo ir allí —repitió Tommy—,no tengo otro remedio. —Cada palabraque pronunciaba le quemaba el pechocomo un chorro de aire recalentado porel estallido de una bola de fuego.

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El neoyorquino prosiguió sin pausassu esforzada tarea.

—De acuerdo —dijo encogiéndosede hombros—, te explicaré la situación.Hay veintiséis tíos distribuidos por eltúnel. Un kriegie apostado cada tresmetros aproximadamente. Cada cubopasa de mano en mano hasta alcanzar laparte delantera del túnel, después de locual lo llenan y nos lo devuelven. Cadahombre avanza como un cangrejo yretrocede como una extraña tortuga,caminando hacia atrás. Andamosescasos de tiempo, de modo que teaconsejo que empieces a moverte yhagas lo que debas hacer. El túnel es tan

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estrecho que apenas podrás pasar en lostramos en que te encuentres con otro tío.Dispones de una cuerda para ayudarte aavanzar. ¡Sobre todo no golpees estejodido techo! Procura no levantar lacabeza. Hemos utilizado madera de lospaquetes de la Cruz Roja paraapuntalarlo, pero es muy inestable, y silo golpeas corres el riesgo de que sederrumbe encima de ti. O encima detodos nosotros. Procura también norozar las paredes, no son muyresistentes.

Tommy tomó buena nota de aquellosconsejos. Se volvió y contempló la bocadel túnel. Era estrecha, terrorífica. No

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medía más de medio metro por un metro.Cada kriegie que aguardaba en el túneldisponía de una sola vela para crearunas islitas de luz a su alrededor; lasvelas eran la única fuente de iluminaciónen todo el túnel.

El neoyorquino sonrió.—Oye, Tommy —dijo con tono

risueño a pesar del cansancio—, cuandoregrese a casa y gane mi primer millón ynecesite un brillante y astuto abogadopara que vigile mi dinero y mi culo, tellamaré a ti. Cuenta con ello. Encualquier caso, espero que encuentres loque buscas —dijo. Luego se inclinóhacia delante, escudriñando el túnel.

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—¡Sube un hombre! ¡Dejad paso! —gritó en tono de advertencia.

—Espero que regreses a casa sano ysalvo —consiguió decir Tommy trasmuchos esfuerzos, pues la gargantaestaba absolutamente seca por el polvoy al terror.

—Tengo que intentarlo —repuso elneoyorquino—. Es preferible apermanecer otro minuto consumiéndoteen este maldito lugar.

Acto seguido se agachó y continuódándole al fuelle con renovado vigor,introduciendo una ráfaga tras otra deaire por el túnel.

Tommy se colocó a cuatro patas.

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Tras dudar unos instantes, palpando elsuelo en busca de la cuerda, la aferró yempezó a avanzar, arrastrándose sobreel vientre como un recién nacido ansiosopor ver mundo, pero sin ningún afán deaventura. Lo único que sentía era unprofundo y cavernoso pavor queresonaba en su interior, y lo único quesabía era que las respuestas que debíaaveriguar esa noche estaban a unossetenta y cinco metros por delante de él,al final de lo que cualquier personarazonable reconocería, tras echarle unvistazo, que era poco más que una larga,oscura, estrecha y peligrosa fosa.

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Hugh Renaday también se arrastrabapor el suelo.

Avanzando lenta y deliberadamente,había conseguido recorrer casi cienmetros, de forma que en esos momentosse hallaba en el centro del campo deejercicios y de revista y le pareciórazonable volverse y tratar de retrocederhasta la fachada del barracón 101, desdedonde podría echar a correr hacia lapuerta una vez que las sombras de lanoche se alinearan de modo oportuno.Por supuesto, lo de echarse a correr ibaa ser toda una experiencia. El dolor quesentía en la pierna era insoportable,como proveniente de una flor de agonía

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que dejaba caer sus pétalos de dolor porla pierna.

Durante unos momentos, sepultó lacara en el suelo, sintiendo el sabor de latierra seca y amarga.

El esfuerzo de avanzar arrastrándosele había hecho romper a sudar, y en esosmomentos, al tomarse un segundorespiro, sintió que un escalofrío lerecorría el cuerpo. Recordó un día enque, de joven, había terminado unpartido de jockey agotado y habíapermanecido tendido sobre el hielo,boqueando, sintiendo que el intenso fríole traspasaba el jersey y los calcetines,como para recordarle quién era más

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fuerte. Hugh mantuvo el rostro hundidoen el suelo, pensando que esta nochetrataba de enseñarle la misma lección.

Una parte de él ya había aceptadoque aquella noche le dispararían ymatarían. Quizá dentro de unos minutos,quizás un par de horas. La angustiosasensación de desesperación pugnabacontra un feroz y casi incontrolable afánde vivir. La lucha entre esos dos deseosopuestos estaba empañada por todo loque había ocurrido, y Hugh se aferró ensu fuero interno a la necesidad más purade que, al margen de lo que le sucedieraa él, no haría nada que comprometieralas vidas de sus amigos. En su caso, no

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comprometerlos significaba no poner enpeligro la fuga que unos presos iban allevar a cabo esa noche.

Le rodeaba un profundo silencio,interrumpido sólo por su trabajosarespiración. Durante unos momentos lehabló en silencio a su rodilla,censurándola: «¿Cómo has podidohacerme esto? No ha sido un golpe tanfuerte. Te he pedido cosas mucho másdifíciles, vueltas y giros, y velocidadsobre el hielo, y jamás te habíasquejado, ni me habías traicionado. ¿Porqué precisamente esta noche?»

La rodilla no respondió, pero siguiólatiendo de dolor, como si eso le

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resultara lo más cómodo.Hugh se preguntó si había sufrido la

rotara de un ligamento o un esguince. Seencogió de hombros, el diagnóstico leimportaba un comino.

Con cuidado, se volvió un poco yreinició su marcha de reptil, pero estavez siguiendo una ruta en diagonal haciael barracón 101. Se trazó un plan, locual le dio renovadas energías:avanzaría otros cincuenta metros ydespués esperaría. Esperaría por lomenos una hora, o quizá dos. Esperaríahasta que llegara la parte más densa dela noche, y entonces trataría de alcanzarel barracón. Eso daría a Tommy y a

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Scott tiempo suficiente para hacer lo quese hubieran propuesto. Confiaba en quediera también tiempo suficiente paraconseguir su propósito a los presos queiban a fugarse.

Hugh suspiró profundamentemientras avanzaba lentamente pero condeterminación. Tenía la impresión deque esa noche había que satisfacernumerosas necesidades, pero no sabíacuál era la más importante. Sólo sabíaque él mismo se arrastraba por el filo dela navaja. De pronto recordó una curiosaanécdota, casi cómica. Recordó unaclase de ciencia en la escuelasecundaria, durante la que el maestro

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había asegurado a un grupo de alumnosincrédulos que una babosa era capaz dearrastrarse sobre el filo de una cuchillasin partirse en dos. Y para demostrar sutesis, el maestro había extraído de unacaja una babosa de color pardo y laobligada y reluciente cuchilla de afeitar.

Los estudiantes se habíanaproximado para contemplarestupefactos a la babosa hacerexactamente lo que el maestro les habíaasegurado. Hugh pensó que esa noche éltenía que hacer lo que había hecho esegusano. En todo caso, eso era lo quecreía.

A treinta metros a su derecha se

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alzaba la imponente alambrada deespino. Hugh mantuvo la cabezaagachada, calculando su progreso enpalmos, incluso en centímetros. «Lanoche es tu aliada», se dijo.

En esos momentos oyó un sonoroladrido procedente de más allá de laalambrada, seguido por un claro, ásperoy ronco gruñido. Se quedó inmóvil,apretujándose cuanto pudo contra elsuelo.

Luego percibió un sonido metálicocuando el Hundführer tiró con fuerza dela cadena del perro.

Hugh oyó al gorila hablar a suanimal, llamándolo por su nombre:

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«Prinz! Vas ist das? Bei Fuss! Heel!»El gruñido del perro dio paso a unagresivo y constante sonido gutural,mientras tiraba de la cadena que losujetaba.

Hugh se estremeció, sin tener apenastiempo de sentir miedo.

C a d a Hundführer llevaba unapequeña linterna que funcionaba conpilas. El canadiense oyó un clic y luegovio un tenue cono de luz moviéndose aunos pocos pasos de distancia. Se pegóaún más al suelo. El perro volvió aladrar y Hugh vio el borde del haz de lalinterna deslizarse sobre el dorso de susmanos extendidas. No se atrevió a

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moverlas.Entonces oyó una voz gritar en la

oscuridad:—Halt! Halt!El perro no cesaba de ladrar con

frenesí, rompiendo el silencio de lanoche, pugnando por soltarse de lacadena. Hugh oyó al Hundführeramartillar su fusil y, en ese mismoinstante, un reflector de la torre devigilancia más próxima se encendió conun estrépito eléctrico. Su luz rasgó laoscuridad, cegándolo con su repentinapotencia.

Hugh se levantó apresuradamente, supierna pulsando en señal de protesta, y

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alzó de inmediato las manos sobre lacabeza. Gritó en alemán que nodisparasen. Luego cerró los ojos,pensando en su casa y en que a principiode verano, el amanecer se extendíasiempre sobre las llanuras canadiensescon una intensidad púrpura y diáfana,como si se sintiera gozoso, ilusionado einnegablemente eufórico ante laperspectiva de un nuevo día. Duranteuna fracción de segundo, experimentóuna total e inefable tristeza al pensar quenunca volvería a despertar paracontemplar esos momentos.

Luego, entre los últimospensamientos que se agolpaban en su

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mente, deseó a Tommy y a Lincolnsuerte en su empresa.

Cerró los ojos para no ver el últimosegundo que le quedaba de vida. Oyó suvoz, curiosamente distante y serena,intentarlo una vez más. «Nichtschiessen!», gritó. En aquel momentodeseó haber hallado un lugar más noble,más glorioso y menos solitario dondemorir. Luego calló, con las manoslevantadas, y esperó con asombrosapaciencia que le asesinaran.

Abrumado por el intenso pavor quehabía hecho presa de él, a seis metrosbajo tierra, Tommy no distinguía sihacía un calor asfixiante o un frío polar.

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Tiritaba con cada paso que daba, perolas gotas de sudor le empañaban losojos. Cada palmo que recorría parecíaarrebatarle sus últimas fuerzas, robarlesu último aliento, que extraía,resollando, del aire del túnel queamenazaba con sepultarlo vivo. En másde una ocasión oyó el siniestro crujidode la endeble madera que apuntaba lasparedes y el techo, y en más de unaocasión unos polvorientos chorros detierra habían caído sobre su cabeza y sucuello.

La oscuridad que le envolvía erarota tan sólo por las velas que sosteníacada hombre con quien se topaba en su

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camino. Los kriegies que se hallaban enel túnel se mostraban asombrados alverlo, pero se apartaban como podíanpara dejarle paso, apretándosepeligrosamente contra la pared del túnel,cediéndole unos preciosos centímetrosde espacio. Cada hombre con quien seencontraba contenía el aliento al pasarTommy, sabiendo que hasta el meroaliento de un hombre podía provocar underrumbe. Algunos soltaban unapalabrota, pero ninguno protestaba.Todo el túnel estaba lleno de terror,angustia y peligro; para los hombres queaguardaban en la oscuridad, elsistemático avance de Tommy hacia la

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parte delantera del túnel constituía otromotivo de tremenda preocupación en eltrayecto que habría de conducirlos a lalibertad.

Tommy reconoció a varios hombres:dos pertenecientes a su barracón,quienes le saludaron con un vago sonidogutural cuando pasó junto a ellos, y untercero, que en cierta ocasión le habíapedido prestado uno de sus libros dederecho, desesperado por leer algo querompiera la monotonía de una nivosasemana invernal. Vio a un hombre con elque había mantenido una divertidaconversación en el campo de revista,compartiendo con él cigarrillos y el

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brebaje que pasaba por café, un tipoflaco y risueño de Princeton que habíainsultado a Harvard de forma tan ferozcomo cómica, pero que no habíavacilado en reconocer que cualquierhombre de Yale no sólo era un gandul yun cobarde sino que probablementeluchaba en el bando de los alemanes olos japoneses. El tipo de Princeton sehabía apoyado en la pared, emitiendouna exclamación de disgusto cuando leshabía caído encima un chorro de tierra.Después había alentado a Tommysusurrando: «Consigue lo que necesitas,Tommy.» Esto por sí solo habíaanimado a Tommy a recorrer otros dos

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metros, deteniéndose sólo para tomar elcubo lleno de tierra del hombre quehabía frente a él, y pasárselo al tipo dePrinceton, que estaba a su espalda.

Los músculos de los miembrosprotestaban de dolor y cansancio. Sentíacomo si le golpearan en el cuello y laespalda con la tenaza al rojo vivo de unherrero. Durante unos instantes, agachóla cabeza, escuchando los chirridos delos puntales de madera, pensando que noexiste en el mundo nada más agotadorque el miedo: ni una carrera, ni unapelea, ni una batalla… El miedosiempre corre más deprisa, te golpeamás fuerte y resiste más que tú.

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Tommy avanzó arrastrándose,pasando a duras penas junto a cada unode los hombres que iban a fugarse. Nosabía si llevaba unos minutos o unashoras avanzando por el túnel. Pensó quejamás saldría de él, y entonces imaginóque se trataba de una terroríficapesadilla de la que estaba destinado ano despertar jamás.

Siguió adelante, boqueando.Había contado a los hombres en el

túnel y sabía que se disponía a pasarjunto al Número Tres, un tipo con airede banquero que lucía unas gafas conmontura de alambre manchadas dehumedad, que Tommy dedujo que era el

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jefe de falsificadores de documentos delcampo. El hombre se apartó, emitiendouna especie de gruñido, sin decirpalabra, cuando Tommy pasó junto a él.Por primera vez, Tommy oyó másadelante los sonidos de los hombres queexcavaban el túnel. Calculó que habíados hombres, trabajando en un pequeñoespacio análogo a la antesala en la quehabía hallado al piloto de Nueva York.La diferencia era que no dispondrían denumerosos pedazos de cajas de maderacon qué apuntalar las paredes y el techo.En lugar de ello, excavarían la tierra quehabía sobre ellos, la echarían en loscubos vacíos y devolverían éstos. No

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era necesario construir una complicadasalida que quedara oculta, como laentrada que habían escondidohábilmente en el retrete del barracón107. La salida sería un agujero lo másreducido posible a través del cualpudiera deslizarse un kriegie.

Tommy avanzó hacia el lugar desdedonde le llegaba el sonido de loshombres excavando. Debía de haber dosvelas en ese espacio, porque pudodistinguir una forma oscilante,imprecisa. Siguió avanzando, sin haberconcretado un plan firme y definitivo,pensando que lo que necesitaba saberestaba al alcance de su mano.

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Sólo sabía que deseaba alcanzar elfinal del túnel. El fin del caso. El fin detodo lo que había ocurrido. Sintió unaoleada de pánico mezclado conconfusión y deseo. Impulsado por lasdos ingratas emociones del temor y laira, Tommy recorrió no sin esfuerzo losúltimos metros, yendo a caer en laantesala de la salida del túnel de fuga.

Sobre él, el túnel se alzaba en unpronunciado ángulo hacia la superficie.

Tommy vio una rudimentariaescalera hecha con trozos de madera.Junto a la parte superior de la escalera,un hombre excavaba la tierra quequedaba. Hacia la mitad, otro hombre

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cogía la tierra al caer de debajo del picoy la echaba en el cubo de turno. Ambosestaban casi desnudos; sus cuerpos,cubiertos de sudor y tierra, lo que lesdaban el aspecto de hombresprehistóricos, relucían a la luz de lasvelas. En un lado de la antesala habíados pequeños maletines y una pila deropa para cambiarse en cuanto salieranal exterior. Su maletín de fuga.

Los dos hombres situados sobre élse detuvieron y le miraron sorprendidos.

Tommy no alcanzó a ver el rostro deNúmero Uno, el hombre del pico. Peromiró a Número Dos a la cara.

—¡Hart! —exclamó éste enojado.

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Tommy se incorporó a medias en elreducido espacio, acabando de rodillascomo un suplicante en una iglesiacontemplando a la figura en la Cruz.Miró a través de la oscilante luz, y alcabo de un largo y silencioso momento,reconoció a Número Dos.

—Tú le mataste, ¿no es cierto,Murphy? —inquirió Tommyásperamente—. ¡Era tu amigo ycompañero de cuarto y tú le mataste!

Al principio, el teniente deSpringfield no respondió. Su rostromostraba una curiosa expresión deasombro y sorpresa. Entonces reconocióa Tommy y el asombro dio paso

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lentamente a la rabia.—No —se limitó a responder—. Yo

no lo maté.El hombre vaciló una fracción de

segundo, el tiempo suficiente para quesu negativa sembrara la confusión enTommy, antes de arrojarse sobre élemitiendo unos feroces gruñidosmientras aferraba inexorablemente elcuello de Tommy con sus manosmusculosas y manchadas de tierra.

En la cola del túnel excavado en elbarracón 107, el comandante Clarkconsultó su reloj, meneó la cabeza y se

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volvió hacia Lincoln Scott.—Llevamos retraso —comentó

furioso—. Cada minuto es crítico,teniente. Dentro de un par de minutos,toda la operación de fuga puede venirseabajo.

Scott se hallaba junto a la entradadel túnel, casi un policía montandoguardia en una puerta.

Devolvió la irritada mirada delcomandante con expresión fría.

—No le entiendo, comandante —dijo—. Está dispuesto a permitir que losasesinos de Vic queden libres y que losalemanes me fusilen. ¿Qué clase dehombre es usted?

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Clark contempló con ira y frialdad alaviador negro.

—El asesino es usted, Scott —contestó—. Las pruebas siempre hansido claras e inequívocas. No tiene nadaque ver con la fuga de esta noche.

—Miente —replicó Scott.Clark negó con la cabeza,

respondiendo con una voz grave yamenazadora acompañada por unasiniestra sonrisa.

—¿De veras? No, se equivoca. Nosé nada de una conspiración montadapara presentarlo a usted como elasesino. No sé nada sobre laparticipación de otro hombre en el

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crimen. No sé nada que respalde suridícula historia. Sólo sé que hanasesinado a un oficial, un oficial al queusted afirma que odiaba. Sé que esteoficial había prestado anteriormente unavaliosa ayuda a las iniciativas de fuga,adquiriendo documentos para que losexpertos los falsificaran, dinero alemány demás objetos de gran importancia. Ysé que las autoridades alemanas hanmostrado un extraordinario interés eneste asesinato. Más de lo que cabríasuponer. Y debido a este interés, sé queeste túnel, nuestra mejor oportunidadpara sacar a unos hombres de aquí,quedó gravemente comprometido porque

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si los alemanes hubieran decididoatrapar al asesino y hallar unas pruebasque respaldaran los cargos, habríanregistrado todo el campo, poniéndolopatas arriba, y probablemente habríandescubierto este túnel. De modo que loúnico en lo que tiene razón, teniente, esque como jefe de la seguridad del plande fuga, me alegré sinceramente de queapareciera usted cubierto de sangre ydemás indicios de culpabilidad en unmomento crítico. Y me alegra de que supequeño juicio y su pequeña condena ysu pequeña ejecución, que me consta notardará en producirse, hayan conseguidodistraer la atención de los alemanes.

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—¿No sabe nada sobre los hombresque se hallan en la parte delantera deltúnel? —preguntó Scott, sin poder darcrédito al veneno que el otro habíavertido sobre él.

El comandante Clark negó con lacabeza.

—No sólo no lo sé, sino que noquiero saberlo. Su evidente culpabilidadha resultado muy útil.

—¿Está dispuesto a dejar queejecuten a un hombre inocente paraproteger su túnel?

El comandante sonrió de nuevo.—Por supuesto. Y usted también, si

estuviera en mi lugar. Como cualquier

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oficial a cargo del proyecto. En laguerra muchos hombres sacrifican suvida, Scott. Usted muere y nosotrosprotegemos un bien más importante.¿Por qué le cuesta tanto comprenderlo?

Scott no respondió. En ese segundose preguntó por qué no experimentaba unsentimiento de indignación, de furia.Pero al mirar al comandante sólo sintiódesprecio, un desprecio muy curioso,pues en parte comprendía la verdad queencerraban las palabras de ese hombre.Era una verdad terrible y malévola, perouna de las verdades de la guerra.Aunque le parecía odiosa, la aceptaba.

Scott contempló de nuevo el pozo

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del túnel.—¡Caray! —terció en aquel

momento Fenelli—. No me explico porqué tarda tanto.

El doctor en ciernes estaba sentadoen la entrada del túnel, balanceándose,inclinado hacia delante tratando depercibir otro sonido que no fuera elsoplido del fuelle de fabricación casera.

El aviador negro tragó saliva. Teníala garganta seca. En ese momentocomprendió que había permitido que unhombre aterrorizado, el único hombreque le había brindado su amistad, searrastrara solo a través de la oscuridadporque él deseaba vivir. Pensó que sus

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orgullosas palabras sobre la voluntad desacrificarse, morir, defender su posicióny su dignidad habían quedado huecaspor el mero hecho de haber permitidoque Tommy entrara en ese túnel en buscade la verdad que necesitaba paraliberarlo a él. Tommy no habíapronunciado los nobles y valerososdiscursos que había pronunciado él,pero se había enfrentado en silencio asus propios terrores y se habíasacrificado por él. Era demasiadoarriesgado. Demasiado precario, pensóScott de repente. Era un viaje que enesos momentos comprendió que jamásdebió dejar que Tommy emprendiera

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para salvarlo a él.Pero no sabía qué hacer, salvo

montar guardia y esperar. Sobre todo, nodebía perder la esperanza.

Miró de nuevo al comandante Clark.Luego habló al arrogante y pretenciosooficial sin disimular el odio que leinspiraba:

—Tommy Hart no merece morir,comandante. Y si no regresa de esetúnel, le haré responsable a usted de loque le ocurra. Le aseguro que no habráninguna duda sobre el próximo cargo deasesinato que se me impute.

Clark retrocedió un paso, como si lehubieran abofeteado. Su rostro mostraba

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una extraña mezcla de temor y furia,unas emociones que no se molestaba enocultar. Miró a Fenelli y dijo con vozentrecortada:

—¿Ha oído usted esa amenaza,teniente?

Fenelli sonrió.—No he oído una amenaza,

comandante, sino una promesa. O quizásuna simple afirmación.

Como decir que el sol saldrámañana. Puede contar con ello. Y nocreo que tenga usted la menor idea de enqué se diferencian. Y se me ocurre otracosa, ¿sabe? Creo que a usted y a sufuturo inmediato les conviene que

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Tommy regrese sano y salvo cuantoantes.

El comandante Clark no respondió.Nerviosamente, se dirigió hacia laentrada del túnel, que se abría ensilencio frente a ellos. Al cabo de unmomento, comentó sin dirigirse a nadieen particular:

—El tiempo apremia.

Ante su asombro, el Hundführer nodisparó contra él de inmediato. Nitampoco lo hicieron los guardas de latorre de vigilancia que le apuntaban alpecho con su ametralladora del calibre

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treinta.Hugh Renaday permaneció inmóvil,

con los brazos en alto, casi suspendidoen el haz de luz. El resplandor delreflector lo cegaba y pestañeó variasveces, tratando de escrutar la noche másallá del cono de luz y distinguir a lossoldados alemanes que hablaban a vocesentre sí. Sintió un pequeño alivio: nohabía sonado la alarma general. Hasta elmomento, no habían disparado contra él,lo que también habría disparado laalerta en el campo.

A su espalda, oyó el crujido de lapuerta principal al abrirse, seguido pordos pares de pisadas a través del campo

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de revista, hacia el lugar donde él sehallaba de pie. Al cabo de unossegundos, dos gorilas cubiertos concascos, empuñando sus fusiles,penetraron en el haz del reflector, comounos actores que se incorporaban a laobra que se representa en el escenario.

—Raus! Raus! —gritó uno de losgorilas—. ¡Síganos! Schnell!

El segundo gorila se apresuró apalpar a Hugh de pies a cabeza en buscade algún arma, tras lo cual retrocedió,encañonándole por la espalda con sufúsil.

—Sólo he salido para aspirar unpoco de este agradable aire primaveral

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alemán —dijo Hugh—. No entiendo porqué os lo tomáis así…

Los gorilas no respondieron, perouno de ellos le hundió bruscamente elcañón del fúsil en la espalda. Hughavanzó cojeando, sintiendo un renovadodolor en la rodilla, unas intensasdescargas de dolor. Se mordió el labiotratando de disimular su cojera lo mejorque pudo, moviendo la pierna malahacia delante.

—En serio —dijo con tono animado—, no entiendo a qué viene todo estefollón…

—Raus! —contestó el gorilahoscamente, empujando a Hugh, que

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avanzaba renqueando, con la culata delfúsil.

Hugh apretó los dientes y continuóadelante, arrastrando su piernalastimada. Detrás de él, el reflector seapagó estrepitosamente. Los ojos delcanadiense tardaron unos segundos enadaptarse de nuevo a la oscuridad. Cadauno de esos segundos estuvo marcadopor otro empujón del guardia.

Durante unos momentos, Hugh sepreguntó si los alemanes iban aejecutarlo en privado, en algún lugardonde los otros kriegies no pudierancontemplar su cadáver. Pensó que eramuy posible, dadas las ampollas que

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había levantado el juicio y la tensiónque reinaba en el campo. Pero el dolorque sentía en la pierna le impedía seguirhaciendo conjeturas. Lo que tuviera queocurrir ocurriría, se dijo, aunque sintiócierto alivio al percatarse de que losguardias se dirigían hacia el edificio deadministración. Hugh vio una sola luzencendida dentro del barracón de techobajo, casi como en señal de saludo.

Al llegar a los escalones de entrada,el gorila empujó a Hugh con másbrusquedad y el canadiense tropezó ypor poco cae de bruces.

—¡Reprime tu entusiasmo, cabrón!—masculló cuando recobró el

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equilibrio. El alemán le indicó quesiguiera adelante, y Hugh subió losescalones tan rápidamente como se lopermitía su pierna.

La puerta de entrada se abrió y a latenue luz que emanaba del interior, Hughdistinguió la figura inconfundible deFritz Número Uno, que sostenía lapuerta abierta. El hurón parecíasorprendido al reconocer al canadiense.

—Señor Renaday —murmuró—.¿Qué hace usted aquí? ¡Tiene suerte deque no le mataran de un tiro! —dijo envoz baja, con disimulo.

—Gracias, Fritz —respondió Hughcon tono quedo y una media sonrisa, al

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penetrar dentro del edificio deadministración—. Confío en seguir así.Vivito y coleando.

—Eso va a ser difícil —repusoFritz.

Fue entonces cuando Hugh vio alHauptmann Heinrich Visser, conaspecto desaliñado y ostensiblementefurioso, sentado en el borde de su mesa,extrayendo de su pitillera uno de susomnipresentes cigarrillos de colorpardo.

Tommy paró la primera agresión conel antebrazo, golpeando a Murphy en lacara. El teniente de Springfield emitióun gruñido y empujó a Tommy

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brutalmente contra el muro de tierra dela antesala. Tommy sintió la tierra que lecaía por el cuello de la camisa mientrasMurphy trataba de clavarle los dedos.Por fin consiguió colocar el brazoizquierdo debajo del cuello de suagresor, empujándole la cabeza haciaatrás, y luego le arrojó contra el muro.

Murphy respondió alzando la manoderecha y asestando a Tommy unpuñetazo en la mejilla, produciéndole uncorte del que de inmediato brotó un hilode sangre que se mezcló con la tierra yel sudor. Los dos hombres giraronabrazados en el estrecho espacio,propinándose patadas, zarandeándose,

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tratando de adquirir cierta ventaja,peleando en un cuadrilátero que no lesproporcionaba ninguna ventaja.

Tommy era vagamente conscientedel tercer hombre, situado más arriba enla escalera, el Número Uno en la lista defuga, que seguía sosteniendo un pico enlas manos. Murphy empujóviolentamente a Tommy con un bramidode rabia, pero éste consiguió propinarleun gancho en la mandíbula con lasuficiente fuerza para hacer que el otroretrocediera. Era una pelea sin espacio,como si un perro y un gato hubieran sidoarrojados en una bolsa de lona y sehubieran enzarzado en una pelea, sin

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poder utilizar las ventajas y la astuciaque la naturaleza les había concedido.Tommy y Murphy oscilaban atrás yadelante, cayendo contra la pared,músculo contra músculo, arañándose,clavándose las uñas, utilizando lospuños, las patadas, tratando de hallar laforma de ganar ventaja sobre el otro.Las sombras y la oscuridad sedeslizaban cual serpientes a sualrededor.

De pronto, un codo le golpeó en lafrente y le dejó aturdido. Mareado ycolérico, Tommy asestó una patada quealcanzó a Murphy en el mentónproduciendo un ruido seco. Acto

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seguido, Tommy levantó la rodillabruscamente y le golpeó en la ingle y elestómago. El teniente de Springfieldemitió un gemido grave y cayó haciaatrás, aferrándose el vientre con lasmanos. En aquel segundo, Tommypercibió por el rabillo del ojo lasensación de algo que se movía hacia ély se agachó en el preciso momento enque el pico pasó casi rozándole la oreja.Pero la fuerza del movimiento hizo quela herramienta se clavara en la tierra.Tommy se volvió y levantó el puñoderecho, alcanzando al otro en la cara.Se oyó un chirrido y un ruido seco alpartirse un peldaño de la escalera.

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Tommy pensó que al tratar de asestarleun golpe mortal con el pico desde loalto, el hombre lo había arriesgado todo.Se apresuró a asir el pico por el mangocorto y lo arrancó del suelo,consiguiendo al mismo tiempo que suagresor perdiera el equilibrio y cayerade bruces.

Tommy se apoyó jadeando contra lapared de enfrente, blandiendo el picodelante de él. Lo alzó sobre su hombro,dispuesto a hundirlo en el cuello delenemigo. Murphy extendió las manoshacia él, pero se detuvo.

—¡No lo hagas! —gritó. Lafantasmagórica luz de las velas creaba

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alternativamente sombras y franjas deluz sobre aquel rostro aterrorizado.

Tommy dudó, pero no podíacontrolar su furia. Alzó el pico porsegunda vez, mientras el tercer hombreempezaba a volverse y levantaba elantebrazo para detener el golpe.

—¡No te muevas! —le espetóTommy—. ¡Que nadie dé un paso! —añadió sin dejar de empuñar el pico.

Murphy estaba tenso, comodispuesto a abalanzarse sobre él, perose detuvo y buscó apoyo en la pared.

—¡Asesino! —le espetó Tommy.Pero antes de que pudiera

pronunciar otra palabra, el otro

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respondió con voz tan queda y sosegadaque parecía desmentir la feroz pelea quehabían librado hacía unos momentos:

—¡No digas otra palabra, Hart!Tommy se volvió hacia la voz. Le

llevó medio segundo reconocer la leve ysuave cadencia sureña, y recordar dóndela había oído antes.

El director de la banda de jazz delcampo de prisioneros del Stalag Luft 13lo miró esbozando una sonrisa depicardía.

—Eres un tío muy tenaz, Hart —dijosacudiendo la cabeza—. Como un perrorabioso, perro de presa yanqui, loreconozco. Pero te equivocas en una

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cosa. Murphy no mató a nuestro amigomutuo, Vic.

Lo maté yo.—¿Tú? —murmuró Tommy atónito.El otro sonrió.—Sí, yo mismo. Fue más o menos lo

que dedujisteis tú y ese condenado deVisser. Imagínate.

Asesinas a un tipo al viejo estilo deNueva Orleans —dijo el director de labanda fingiendo clavar un cuchillo en elcuello de otro— y un gorila alemán dela Gestapo descubre el pastel. ¡Malditasea!

¿Sabes una cosa, Hart? Volvería ahacerlo mañana si fuera preciso. Así que

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ya lo sabes. ¿Quieres seguir peleandocon nosotros?

Tommy esgrimió el pico. No sabíaqué responder.

—Tenemos un pequeño problema,Tommy —dijo el sureño sin alzar la vozy manteniendo la sonrisa—. Necesitoese pico. Estoy a dos pasos de alcanzarla libertad y llevamos cierta prisa.

Tenemos que movernos rápido siqueremos salir de aquí. Esta mañanasalen tres trenes hacia Suiza.

Los hombres que tomen el primerotienen más probabilidades de llegarcerca de la frontera y atravesarla. Demodo que, comprenderás, necesito el

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pico ahora mismo. Lamento habertratado de matarte con él. Menos malque te zafaste a tiempo. Pero ahora vas atener que entregármelo.

El director de la banda extendió lamano. Tommy no se movió.

—Primero, la verdad —dijo.—Baja la voz, Hart —dijo el

director de la banda—. Algunos gorilasencaramados a los árboles puedenoírnos. Aunque estemos bajo tierra. Lasvoces llegan muy lejos. Claro quepodrían pensar que se trata de alguiensusurrando desde la tumba, lo cual seaproxima bastante a la verdad, ¿nocrees?

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—Quiero saberlo todo —insistióTommy.

Su rival volvió a sonreír. Hizo ungesto a Murphy, que se limpió la tierraadherida al cuerpo.

—Vístete —le ordenó—. En seguidanos pondremos en marcha.

—¿Por qué? —preguntó Tommysuavemente.

—¿Por qué? ¿Quieres saber por quévamos a intentar salir de aquí?

—No —repuso Tommy meneando lacabeza—. ¿Por qué precisamente Vic?

El director de la banda se encogióde hombros.

—Por dos razones, Tommy, las

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mejores, si lo piensas. En primer lugar,Trader Vic pasaba información a losalemanes a cambio de algo que leinteresaba. A veces, cuando quería algoespecial, como una radio, una cámara oalgo por el estilo, susurraba un número aun hurón. Por lo general a Fritz NúmeroUno. Era el número del barracón en quehabíamos empezado a cavar un túnel. Alcabo de un par de días, se presentabanlos alemanes, fingiendo que se tratabade un registro rutinario, y nos jodían elplan. Teníamos que empezar a cavar enotro sitio. Empezar de nuevo con todo elrollo. Creo que Vic nunca pensó que noshacía tanto daño. Los alemanes destruían

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el túnel, a veces metían a un tío en lacelda de castigo. Vic creía que nadieresultaba lastimado y que todossalíamos ganando, sobre todo él. Pero locierto era que nadie conseguía salir deaquí. Lo cual quizá fuera una buenacosa, ya veremos. El caso es que esotenía amargados al viejo MacNamara ya Clark. Empezaron a excavar túnelesmás profundos y más largos. Másresistentes. Creían que si no lograbansacar por lo menos a uno de nosotros deaquí, habrían fracasado comocomandantes. Después de la guerra nopodrían volver a mirar a la cara aninguno de sus viejos colegas de West

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Point. Tú mismo puedes entenderlo. Nosabían con seguridad lo que hacía Vic.Nadie lo sabía, porque Vic no soltabaprenda. Se creía muy listo; hacía quesospecháramos unos de otros. Era untipo muy astuto que lo tenía todo biencontrolado. Hasta que esos dos hombresmurieron en el túnel.

El hombre se detuvo y cobró alientodel aire áspero y enrarecido que lorodeaba.

—Esos chicos eran amigos míos —prosiguió—. Uno de ellos tocaba elclarinete como jamás he oído hacerlo anadie. En Nueva Orleans, la gente estádispuesta a vender su alma para tocar

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una nota la mitad de bien que él. Esanoche se suponía que no tenían que estarallí. Vic no sabía que habría alguienexcavando a esas horas. PeroMacNamara y Clark nos ordenaron queexcaváramos las veinticuatro horas deldía. Dos túneles. Aquél y éste. Sólo queel primero se derrumbó sobre mis dosamigos cuando los malditos alemanescondujeron uno de sus camiones sobre lasuperficie. No habrían sabido dónde sehallaba de no habérselo dicho Vic.

Tommy asintió con la cabeza.—Venganza —dijo—. Esa es una

razón. Y traición, supongo.Murphy miró a Tommy.

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—La mejor razón —dijo—. Eseestúpido cerdo sólo cometió un error.No debes hacer tratos con el diablo,porque éste puede regresar y exigirte unprecio más alto del que estás dispuesto apagar. Eso fue lo que ocurrió. Locurioso es que Vic era un buen aviador.En realidad, era un verdadero as. Unhombre valiente en el aire. Merecíatodas las medallas que obtuvo. Pero entierra no era un tipo de fiar.

Tommy se apoyó en la pared,tratando de asimilar todo cuanto estabadiciendo el director de la banda. Comounos naipes al barajarlos, los detallesempezaban a encajar, colocándose uno

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sobre otro de forma ordenada.—Ahora ya lo sabes —continuó el

director de la banda—. Vic meconsiguió el cuchillo, tal como le pedí, yyo lo utilicé para matarlo, mientrasMurphy procuraba distraerlo. Alprincipio pensamos en colgarle elmuerto a uno de los hurones, fingir quehabían asesinado a Vic al fallar unimportante trato, pero tu amigo, Scott,nos lo puso en bandeja. No tuvimosmuchas dificultades en echarle la culpadel crimen. Lo cual evitó que losalemanes se pusieran a husmear por losbarracones. ¿Crees que el bueno deLincoln Scott se da cuenta del gran

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servicio que ha hecho a la patria?Aunque imagino que no le sirve deconsuelo.

—¿Por qué no dijisteis la verdad?—inquirió Tommy.

—Piensa con la cabeza, Tommy —repuso el músico—. ¿De qué nos habríaservido a mí y a mi ayudante yanqui elque los demás la supieran? En EstadosUnidos nos hubieran juzgado por elcrimen. ¿Tantos esfuerzos por escaparpara que en nuestro país nos acusaran deasesinato? ¡Ni pensarlo! Nos ha costadodemasiado.

Tommy comprendió. Según el plan,Lincoln Scott debía cargar con la culpa,

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ser juzgado, condenado y fusilado. Erala única forma de que aquellos hombresse fugasen.

—MacNamara y Clark —dijoTommy con lentitud— no querían laverdad, ¿no es así?

El director de la banda sonrió.—No señor. No la querían, aunque

se hubieran topado con ella. Queríanresolver el problema de Vic sin estarimplicados en ello. La verdad, comopuedes comprobar, Tommy, escomplicada para todos los que estamosmetidos en este asunto. Trader Vic eraun héroe, y al ejército no le gusta quenada mancille a sus héroes. Echarle la

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culpa a Scott era una mentira muyconveniente para todos, excepto paraScott, claro está. No lo sé con certeza,pero yo diría que Clark y MacNamarano contaban con que ese chico deHarvard tan calladito organizarasemejante follón.

—No, supongo que no —respondióTommy.

—Pero entre tú y él habéis armadouna buena. Ahora, necesito ese pico —dijo el hombre. Su voz era apenas unsusurro, pero su tono era imperioso—.O me dejas que siga excavando para quemi colega y yo salgamos de aquí, o valemás que me mates, porque de una forma

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u otra pienso ser libre antes de queamanezca.

Tommy sonrió. Pensó que la palabra«libre» era la gran palabra. Cinco letrasque significaban mucho más. Deberíahaber sido más larga, exultante, unapalabra que contuviera poder, fuerza yorgullo. Se detuvo, pensando que debíahallar el medio de satisfacer aquellanoche a todo el mundo.

—Estamos en un punto muerto —dijo.

—¿Qué quieres decir?—Quiero decir que olvídate del

pico. No me importa levantar la voz. Nosé qué coño haré, quizá te mate, tal

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como tú quisiste hacer conmigo. Y luegosacaré a esos otros hombres de aquí. —Tommy sabía que era un farol. Pero noobstante lo dijo.

—Hart —dijo el director de labanda—, no se trata sólo de nosotros.Esta noche van a fugarse setenta y cincohombres. Ninguno de los que esperandetrás de nosotros merece perder estaoportunidad. Han trabajado duro durantelargo tiempo; han arriesgado el pellejopara tener esta noche esta oportunidad,no puedes arrebatársela. Puede que loque yo haya hecho no sea perfecto, perotampoco estaba totalmente injustificado.

Tommy observó al hombre con

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atención.—Has matado a un hombre.—Sí. Son cosas que ocurren en la

guerra. Quizá Vic mereciera morir. Perono quiero que me culpen de ello. No esmi intención salir de este infernalagujero alemán para enfrentarme a unpelotón de fusilamiento norteamericano.

—Es cierto —repuso Tommy conlentitud—. ¿Entonces cómo quieresresolver esto? Porque yo no me marchode aquí hasta tener la seguridad de queLincoln Scott no va a acabar ejecutado.

—Quiero que me entregues ese pico.—Y yo quiero que Lincoln Scott no

muera.

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—El tiempo apremia —tercióMurphy—. ¡Debemos irnos ya!

El silencio se impuso en aquelreducido espacio, abatiéndose sobre loshombres como una oscura ola.

El director de la banda reflexionóunos momentos. Luego sonrió.

—Supongo que todos tendremos quearriesgarnos aquí —dijo—. ¿Quéopinas, Tommy? Ésta es una buenanoche para arriesgarse. ¿Estás dispuestoa hacerlo?

—Sí.El director de la banda volvió a reír.—Entonces, trato hecho —dijo.

Tendió la mano para que Tommy la

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estrechara, pero éste seguía empuñandoel pico. El director de la banda seencogió de hombros.

—Reconozco que eres duro depelar, Hart.

Acto seguido se acercó a la pareddonde el túnel se abría a la pequeñaantesala. Tomó una de las velas y lamovió adelante y atrás. Luego dijo convoz tan alta como podía.

—¿Puedes oírme, Número Tres?Tras un breve silencio, sonó una voz

a lo largo del tenebroso túnel:—¿Qué diablos pasa ahí arriba?Incluso Murphy sonrió al oír una

pregunta tan evidente.

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—Estamos charlando sobre laverdad —murmuró—. Ahora, NúmeroTres, presta atención a lo que voy adecir. Lincoln Scott, el aviador negro,no mató a nadie. ¡Y menos a Trader Vic!Te doy mi palabra de honor al respecto.¿Lo has entendido?

Después de otra breve pausa,Tommy oyó la voz ascendiendo por eltúnel, preguntando:

—¿Scott es inocente?—Puedes estar bien seguro —

respondió el director de la banda—.Ahora comunícaselo a los otros.

Corre la voz hasta que se enterentodos de la verdad. Inclusive ese cerdo

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de Clark, que espera en la entrada deltúnel.

Número Tres vaciló de nuevo,después de lo cual formuló la preguntacrítica:

—Si Scott es inocente, ¿quién mató aTrader Vic?

El director de la banda sonriósatisfecho, volviéndose hacia Tommy uninstante, antes de murmurar su respuestaa través del túnel:

—A Vic lo mató la guerra —dijo—.Ahora, corre la voz como si fuera uncubo de tierra, porque dentro de diezminutos vamos a salir de aquí.

—De acuerdo. Scott es inocente.

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Entendido.Tommy se asomó al túnel y oyó a

Número Tres retroceder y decir aNúmero Cuatro:

—¡Scott es inocente! ¡Corre la voz!Escuchó unos momentos, mientras el

mensaje era transmitido a lo largo deltúnel: «¡Scott es inocente! ¡Corre la voz!¡Scott es inocente! ¡Corre la voz!», hastaque las palabras se desvanecieron porcompleto en la inmensa oscuridad quehabía a sus espaldas. Luego Tommy sedesmoronó, exhausto. No sabía concerteza si esas tres palabras transmitidasa todos los hombres que aguardaban suturno en el túnel y en el barracón 107

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bastarían para liberar a Scott. ¡Scott esinocente! Pero en medio del tremendoagotamiento que le sobrevino, pensó queeran las tres mejores palabras que habíapodido arrancar a esa noche. Extendió elpico al director de la banda.

—No sé cómo te llamas —dijoTommy.

Durante unos momentos el directorde orquesta empuñó el pico como sifuera a golpear a Tommy.

—No quiero que lo sepas —repuso.Luego sonrió—. Tienes mucha fe, Hart,hay que reconocerlo.

No una fe religiosa, pero fe al fin yal cabo. Ahora bien, en cuanto a la

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pequeña conversación que hemosmantenido esta noche aquí…

Tommy se encogió de hombros.—Puede clasificarse de confidencial

entre abogado y cliente. No séexactamente cómo, pero si alguien me lopregunta, eso es lo que responderé.

El director de la banda asintió.—Deberías ser músico, Tommy.

Afinas muy bien.Tommy lo interpretó como un

cumplido. Luego señaló el techo y dijo:—Ésta es tu oportunidad.—A partir de ahora las cosas no van

a ser tan sencillas para ti, Tommy —respondió el director de la banda

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sonriendo de nuevo—. Este pequeñomalentendido nos ha causado unimportante retraso. En primer lugar, yote he hecho un favor, Tommy, he corridoese riesgo. Ahora tú tienes que hacermeun favor a mí. Arriesgarte no sólo pormí, sino por todos los kriegies queaguardan en este maldito túnel y sueñancon regresar a sus casas. Tienes queayudarnos a salir de aquí.

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19

La fuga

Visser indicó a Hugh que se sentaraen una silla con respaldo situada junto asu escritorio del despachoadministrativo. El alemán observó conatención al canadiense mientras sedirigía hacia la silla, calibrando ladificultad que tenía para poner un piedelante del otro. Hugh se dejó caer en la

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rígida silla, acalorado por el esfuerzo,con la frente y el torso empapados desudor. Mantuvo la boca cerrada mientrasel oficial alemán encendía sin prisas sucigarrillo y se repantigaba en el asiento,dejando que el humo gris dibujaraespirales en torno a ellos.

—Qué descortés soy —dijo Vissersuavemente—. Por favor, señorRenaday, tome uno si lo desea —añadióseñalando con su única mano la pitilleraque reposaba sobre la mesa entre losdos hombres.

—Gracias —respondió Hugh—,pero prefiero los míos. —Metió la manoen el bolsillo de la pechera y sacó un

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arrugado paquete de Players. El alemánguardó silencio mientras Hugh extraíacon cuidado un cigarrillo y lo encendía.Tras dar una calada, se reclinóligeramente en la silla. Visser sonrió.

—Celebro que nos comportemoscomo hombres civilizados —dijo—,pese a lo intempestivo de la hora.

Hugh no respondió.—Así pues —continuó el alemán

con tono sosegado, casi jovial—, esperoque, como hombre civilizado que es, meexplique qué hacía fuera de su barracón,señor Renaday. Arrastrándose por ellímite del campo de revista. En unapostura muy poco digna. ¿Qué motivo le

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llevó a hacerlo, teniente?Hugh dio otra larga calada a su

cigarrillo.—Bien —contestó midiendo con

cuidado sus palabras—, tal como le dijeal guardia que me arrestó, salí paratomar un poco de este grato airenocturno alemán.

Visser sonrió, como si apreciara laironía. Sin embargo, no era el tipo desonrisa que indicaba que la broma lehabía hecho gracia. Hugh experimentóentonces la primera punzada de temor.

—Ah, señor Renaday, como muchosde sus compatriotas, y los hombres juntoa los que combaten, pretende tomarse a

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broma una situación que le aseguro quees muy peligrosa. Vuelvo apreguntárselo: ¿qué hacía fuera delbarracón después de que se apagaran lasluces?

—El motivo no le incumbe —respondió el otro con frialdad.

Visser no dejaba de sonreír, aunqueparecía como si ese gesto le exigiera unmayor esfuerzo del que él considerabanecesario.

—Sin embargo, teniente, todo lo queocurre en nuestro campo me incumbe.Usted lo sabe, pero sigue negándose aresponder a mi sencilla pregunta.

Esta vez, Visser subrayó cada

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palabra de la pregunta con un golpecitode su dedo índice sobre la mesa.

—¡Haga el favor de responder a mipregunta sin más dilación, teniente! —estalló.

Hugh negó con la cabeza.Visser titubeó, sin apartar la vista de

Renaday.—¿Le parece ilógico que se lo

pregunte? No creo que se dé cuenta delo comprometida que es su situación,teniente.

Hugh guardó silencio.La sonrisa del alemán se disipó. Su

rostro presentaba un aspecto extraño,chato y colérico motivado por la

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crispación de su mandíbula, la dureza desu mirada y el descenso de lascomisuras.

Las cicatrices de sus mejillasparecían asimismo más pálidas. Meneóla cabeza adelante y atrás una vez;luego, lentamente, sin moverse de lasilla, se llevó la mano a la cintura y, conterrorífica lentitud, desabrochó elestuche que llevaba y extrajo de él unvoluminoso revólver de acero negro.

Lo sostuvo en alto durante unmomento, tras lo cual lo depositó en lamesa frente a Renaday.

—¿Conoce usted esta arma,teniente?

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Hugh negó con la cabeza.—Es un revólver Mauser del calibre

treinta y ocho. Es un arma muy potente,señor Renaday. Tan potente como losrevólveres Smith and Wesson que llevanlos policías de Estados Unidos. Esnotablemente más potente que losrevólveres Webbly-Vickers que portanlos pilotos británicos al lanzarse enparacaídas. No es un arma de usohabitual entre los oficiales del Reich,teniente. Por lo general los hombrescomo yo portamos una Lugersemiautomática. Se trata de un arma muyeficaz, pero requiere dos manos paraamartillarla y dispararla, y yo,

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desgraciadamente, sólo tengo una. Demodo que tengo que usar el Mauser, quees más pesado y engorroso. ¿Sabe usted,teniente, que un solo disparo de estaarma le vuela a uno buena parte de lacara, gran parte de la cabeza y la mayorparte de los sesos?

Hugh observó detenidamente elcañón negro. El revólver permaneciósobre la mesa, pero Visser lo giró deforma que apuntara al canadiense. Hughasintió con la cabeza.

—Bien —dijo Visser—. Espero queeso le induzca a responder a mipregunta. Se lo pregunto una vez más:¿qué hacía fuera de su barracón?

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—Turismo —repuso Hughfríamente.

El alemán emitió una seca carcajada.Visser miró a Fritz Número Uno, que sehallaba en un rincón de la habitación, enlas sombras.

—El señor Renaday se hace elidiota, cabo. Pero ya veremos quién ríeúltimo. No parece comprender que tengotodo el derecho de matarlo de un tiroaquí mismo. O si prefiriera no ensuciarmi despacho, ordenaría que se lollevaran de aquí y lo mataría fuera. Haviolado una clara norma del campo, y elcastigo es la muerte. La vida de esteseñor pende de un hilo, cabo, y sin

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embargo pretende jugar con nosotros.Fritz Número Uno no respondió,

aparte de asentir con la cabeza ycuadrarse. Visser se volvió de nuevohacia Hugh.

—Si envío a un pelotón a despertara todo el contingente de prisioneros delbarracón 101, ¿encontraría yo entreellos a su amigo el señor Hart? ¿O alteniente Scott? ¿Su salida esta noche delbarracón está relacionada con el juiciopor asesinato?

Visser alzó la mano.—No tiene que responder a eso,

teniente —agregó—, porque ya conozcola respuesta. Sí, lo está.

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¿Pero en qué sentido?Hugh volvió a menear la cabeza.—Me llamo Hugh Renaday. Soy

teniente de aviación. Mi número deidentificación es el 472 guión 6712.Profeso la religión protestante. Creo quees toda la información que estoyobligado a facilitar en esta u otracircunstancia, Herr Hauptmann.

Visser se reclinó en su silla,fulminándole con la mirada. Pero laspalabras que pronunció lentamente enrespuesta eran gélidas y traslucían unapaciente y siniestra amenaza.

—He notado que al entrar cojeaba,teniente. ¿Se ha lastimado?

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Hugh negó con la cabeza.—No me pasa nada.—¿Entonces por qué le cuesta

caminar?—Es un viejo accidente de jockey

que esta mañana se ha recrudecido.Visser volvió a sonreír.—Por favor, teniente, apoye el pie

sobre la mesa, con la pierna recta.Hugh no se movió.—Levante la pierna, teniente. Este

simple gesto retrasará el momento deque yo le mate de un tiro, y le dará unossegundos para recapacitar y comprenderlo cerca que está de la muerte.

Hugh apartó un poco la silla y con un

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esfuerzo sobrehumano levantó la piernaderecha y apoyó el talón en el centro dela mesa. Lo incómodo de la postura leprovocó una intensa punzada de dolor através de la cadera, y durante unosmomentos cerró los ojos tratando desoportarlo.

Tras unos segundos de vacilación,Visser aferró la rodilla de Hugh,clavando los dedos en la articulación, yla retorció brutalmente.

El canadiense estuvo a punto de caerde la silla. Una descarga de dolor leatravesó el cuerpo.

—Duele, ¿no? —preguntó Visser,sin dejar de retorcerle la rodilla.

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Hugh no respondió. Cada músculode su cuerpo estaba tenso, tratando deresistir el indecible dolor que estallabadentro de él. Estaba a punto de perder laconciencia, pero se esforzó en conservarla calma.

Visser le soltó la pierna.—Puedo ordenar que le hagan daño,

antes de que le fusilen, teniente. Puedohacer que el dolor sea tan intenso queespere ansioso la bala que ponga fin a sutormento. Se lo pregunto por última vez:¿qué hacía fuera de su barracón?

Hugh cobró aliento profundamente,tratando de aplacar las oleadas de dolorque le recorrían.

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—Responda, teniente, por favor.Tenga presente que su vida depende deello —insistió Visser con firmeza.

Por segunda vez aquella noche, HughRenaday comprendió que la cuerda desu vida había llegado a su fin. Volvió arespirar hondo y contestó:

—Le estaba buscando a usted, HerrHauptmann.

Visser lo miró un tanto sorprendido.—¿A mí? ¿Por qué quería verme a

mí, teniente?—Para escupirle en la cara —

replicó Hugh.Cuando terminó, escupió

violentamente contra el alemán. Pero

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tenía la boca seca y no pudo lanzarle unescupitajo, sino que simplemente rocióla mesa con unas gotas de saliva.

E l Hauptmann se apartó un poco.Luego sacudió la cabeza y limpió lasuperficie del escritorio con la manga desu único brazo. Alzó el revolver,apuntando a Hugh a la cara. Mantuvoesta posición unos segundos, apuntandoel arma hacia la frente. El alemánamartilló el revólver y luego oprimió elcañón contra la piel del canadiense. Unfrío más intenso que el dolor que sentíale atravesó el cuerpo. Hugh cerró losojos y trató de pensar en cualquier cosaexcepto en lo que pasaba.

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Transcurrieron unos segundos. Casi unminuto. No se atrevía a abrir los ojos.

Entonces Visser volvió a sonreír yretiró el arma.

Hugh sintió desvanecerse la presióndel cañón sobre su frente y, tras unapausa, abrió los ojos.

Vio a Visser bajar el enormeMauser, con un gesto exagerado,devolverlo a su estuche y cerrar éste.

Hugh respiraba trabajosamente.Tenía los ojos fijos en el revólver.Ansiaba experimentar una sensación dealivio, pero sólo sentía terror.

—¿Cree que tiene suerte de seguircon vida, teniente?

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Hugh asintió con la cabeza.—Qué triste —repuso Visser con

aspereza. Se volvió hacia Fritz NúmeroUno y dijo—: Cabo, llame a unFeldwebel y dígale que reúna a unpelotón. Quiero que se lleven alprisionero y lo fusilen de inmediato.

«Scott es inocente.»«Scott es inocente.»El eco del mensaje reverberaba a lo

largo del túnel, a medida que pasaba dehombre a hombre.

Nadie tuvo en cuenta, en elasfixiante, caluroso, sucio y peligroso

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mundo de la fuga, el hecho de que esastres palabras arrastraran consigodocenas de interrogantes. Cada kriegiesólo sabía que el mensaje era tanimportante como los dos o tres últimosgolpes del pico, y cada kriegie sabíaque contenía una especie de libertad,casi tan poderosa como la libertad haciala que se arrastraban, de modo que fuetransmitido con una ferocidad cuyaintensidad rivalizaba con la de la batallaque Tommy había librado paraconseguirla. Ninguno de los hombressabía lo que había ocurrido al términodel túnel, pero todos sabían que con losdos extremos de la muerte y la fuga tan

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próximos, nadie mentiría. De modo quecuando el mensaje alcanzó la antesalasituada en la base del pozo quearrancaba en el retrete del barracón 107,las palabras contenían un exaltadofervor, casi religioso.

El piloto de caza neoyorquino seinclinó sobre el fuelle, tratando de oír elmensaje transmitido por el siguientehombre en la fila. Escuchó atentamente,al igual que el hombre que trabajabajunto a él, que aprovechó el momentopara tomarse un respiro de la dura tareade manipular cubos llenos de tierraarenosa.

—Repite eso —musitó el piloto de

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caza.—¡Scott es inocente! —oyó decir—.

¿Lo has entendido?—Sí.El piloto de caza y el kriegie que

levantaba cubos de tierra se miraronunos momentos. Luego sonrieron.

El piloto de caza se volvió, alzó lavista y miró por el pozo del túnel.

—¡Eh, los de ahí arriba! Un mensajede la parte delantera…

El comandante Clark se adelantóapresuradamente, casi empujando aLincoln Scott a un lado. Se arrodillójunto a la entrada del túnel, inclinándosesobre el pozo.

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—¿Qué ocurre? ¿Han alcanzado lasuperficie?

El débil y oscilante resplandor delas velas se reflejaba en los rostros delos dos hombres dispuestos en laantesala. El piloto neoyorquino seencogió de hombros.

—Más o menos —repuso.—¿Qué mensaje es ése? —inquirió

Clark bruscamente.—¡Scott es inocente! —contestó el

piloto de caza. El hombre de los cubosasintió con vehemencia.

Clark se puso de pie y se abstuvo deresponder.

Lincoln Scott oyó las palabras, pero

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durante unos instantes no reparó en elimpacto de las mismas. Observó alcomandante, que sacudió la cabeza una yotra vez, como tratando de sustraerse ala explosión de las palabraspronunciadas en aquel reducido espacio.

Pero Fenelli captó en seguida latrascendencia del mensaje. No sólo delmensaje, sino de la forma en que habíasido transmitido. Se asomó también alpozo del túnel y murmuró a los hombressituados más abajo:

—¿Viene de la parte delantera? ¿DeHart y de los números Uno y Dos?

—Sí. Desde allí. ¡Corre la voz! —leinstó.

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Fenelli se incorporó, sonriendo.La cólera crispaba las facciones del

comandante Clark.—¡Ni se le ocurra, teniente! El

mensaje se detiene aquí.Fenelli lo miró boquiabierto.—¿Qué?El comandante Clark observó al

doctor en ciernes.—No sabemos con certeza cómo,

por qué o de dónde proviene esemensaje y no sabemos si Hart haobligado a esos otros hombres atransmitirlo. No tenemos respuestas, yno consentiré que se difunda —dijo, casicomo si Lincoln Scott se hubiera

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esfumado de pronto de la habitación.Fenelli meneó la cabeza y miró a

Scott.Scott avanzó, plantándose delante

del comandante Clark. Durante unosmomentos apenas pudo contener suindignación; ardía en deseos deasestarle un derechazo en el mentón.Pero reprimió ese deseo, sustituyéndolocon la mirada más dura y fría que fuecapaz de dirigir al oficial.

—¿Por qué le preocupa tanto laverdad, comandante?

Clark retrocedió, pero continuócallado.

Scott se acercó al borde de la

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entrada del túnel.—O entra la verdad, o nadie sale de

aquí —dijo con tono sosegado.El comandante Clark tosió,

observando al aviador negro paracalibrar la determinación que reflejabasu semblante.

—No hay tiempo —dijo Clark.—Es verdad —se apresuró a

responder Fenelli—. No queda tiempo.Entonces el médico de Cleveland

miró por encima del comandante e hizoun pequeño ademán a uno de loshombres que manipulaban el cubo detierra, situado en la entrada del retrete.

—¡Eh! —dijo Fenelli en voz alta—.

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¿Has oído el mensaje de la partedelantera del túnel?

El hombre negó con la cabeza.—Scott es inocente —dijo Fenelli

sonriendo de satisfacción—. Es laverdad pura y dura y proviene de lacabeza del túnel. Corre la voz para quese enteren todos los hombres que hay eneste barracón.

¡Scott es inocente! Y diles a todosque la fila no tardará en moverse, paraque se preparen.

El hombre vaciló, miró a Scott yluego sonrió. Se volvió y susurró elmensaje al hombre que le seguía en elpasillo, que asintió con la cabeza. El

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mensaje fue transmitido a lo largo delcentro del barracón, a todos los hombresque esperaban fugarse, a todos loshombres que constituían la tropa deapoyo y a todos los aviadorescongregados en la entrada de cadadormitorio del barracón, creando unambiente de excitación que reverberó enaquellos espacios cerrados y reducidos.

Scott se alejó de la entrada del túnely se colocó en un rincón del pequeñoretrete. Comprendía el peso de aquellafrase, que había sido transmitida através de los hombres del barracón 107.Sabía que en cuanto amaneciera sepropagaría más allá. A las pocas horas

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se habría extendido por todo el campode prisioneros y, posiblemente, si loshombres que iban a fugarse teníansuerte, ellos mismos llevarían consigoesas palabras para transmitirlas cuandoalcanzaran la libertad. Era un peso queel comandante Clark, el coronelMacNamara, el capitán WalkerTownsend y todos los hombres quetrataban de acorralarlo y colocarlofrente a un pelotón de fusilamiento noserían capaces de levantar.

El peso de la inocencia.Scott respiró hondo y contempló el

agujero en el suelo. Ahora que la verdadhabía salido a la superficie, pensó

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Lincoln Scott, no tardaría en aparecerTommy Hart.

Pero en lugar de la larguiruchafigura del estudiante de derecho deVermont, por el túnel se deslizó otromensaje en respuesta al primero.Nicholas Fenelli, con los ojos brillantesy la voz ronca de la emoción, miró aScott y murmuró:

—¡Han terminado! ¡Vamos a salir!

Tommy Hart se sosteníaprecariamente sobre el peldaño superiorde la escalera, con el rostro vuelto haciael orificio de quince centímetros de

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diámetro excavado en el techo de tierra,aspirando el vino embriagador del airenocturno que penetraba en el túnel. En lamano derecha sostenía el pico. A suspies, Murphy y el director de la bandade jazz se limpiaban febrilmente latierra de la cara con un pequeño trapo,al tiempo que se apresuraban a vestirsecon la ropa de fuga.

El director de la banda —músico,asesino y rey del túnel— no pudoresistirse a formular en voz alta unapregunta:

—¿A qué huele, Hart?Tras vacilar unos segundos, Tommy

respondió en un susurro:

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—A gloria.Él también estaba cubierto de tierra

y sudor después de haber excavado.Durante los últimos diez minutos habíasustituido a los otros dos, que habíanhecho una pausa, extenuados por elesfuerzo.

Pero Tommy sentía renovadasfuerzas. Había excavado con furiosaenergía, desprendiendo la tierra con elpico hasta arrancar un pedazo cubiertode hierba.

Siguió respirando profundamente. Elaire era tan puro que creyó que iba aperder el sentido.

—¡Baja de una vez, Hart! —dijo el

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director de la banda.Tommy aspiró una larga bocanada

de aire nocturno y volvió a bajar aregañadientes. Miró a los otros. A la luzde la única vela que ardía, vio quetenían el rostro arrebolado por laemoción. Parecía como si en aquelmomento, el ansia de alcanzar lalibertad fuera tan poderosa que superaratodas las dudas y los temores sobre loque las próximas horas les teníanreservado.

—De acuerdo, Hart, esto es lo queharemos. Sujetaré una cuerda en la partesuperior de la escalera y la ataré a unárbol cercano. Tú montarás guardia

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junto al árbol. Cada kriegie aguardaráen la cima de la escalera una señal, dosrápidos tirones de la cuerda, que leindicará que no hay moros en la costa.Procura que salga un hombre cada dos otres minutos. Ni más rápido ni másdespacio. Así evitaremos llamar laatención y con suerte nos ajustaremos alhorario previsto. Cuando salgan, ellosya saben lo que tienen que hacer. Unavez que hayan salido todos, tú puedesbajar de nuevo por el túnel y regresar alrecinto.

—¿Por qué no puedo esperar aquí?—No hay tiempo, Hart. Esos

hombres deben conseguir la libertad y tú

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serías literalmente un escollo.Tommy asintió con la cabeza,

comprendiendo que lo que decía eldirector de la banda era sensato. Elmúsico le tendió la mano.

—Si quieres puedes localizarme enel French Quarter, Hart.

Tommy bajó la vista y contempló lacabeza del hombre. Lo imaginó asiendoa Trader Vic por el cuello. Tambiénpensó que hacía sólo unos minutos, esamisma mano había tratado de matarlo.

Entre el calor, la suciedad y el temorque envolvía a todos los que aguardabandentro del túnel, todo había cambiado derepente. Tommy estrechó la mano del

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director de la banda. Este sonrió,mostrando su blanca dentadura en laoscuridad.

—También acertaste en otra cosa,Hart. Soy zurdo.

—Eres un asesino —dijo Tommyimpávido.

—Todos somos asesinos —replicóel hombre.

Tommy negó con la cabeza, pero elmúsico rió.

—Lo somos, sí, pese a lo que digas.Quizá no volvamos a serlo, cuando estohaya acabado y nos sentemos junto alhogar, haciéndonos viejos y contandoanécdotas de esta guerra. Pero ahora

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mismo, aquí, todos somos asesinos. Tú,yo, Murphy, también Scott, MacNamara,Clark, todos, incluso Trader Vic. Puedeque él fuera el peor de todos, porqueacabó asesinando, aunque por error, conel único fin de hacer que su miserablevida fuera más cómoda.

El músico meneó la cabeza.—No es un buen lugar para morir,

¿no crees? —Luego miró a Tommy, queseguía sosteniendo el pico—. ¿Crees,amigo Tommy, que la verdad sobre esteasunto saldrá alguna vez a la luz del día?—Antes de que Tommy pudieraresponder, el músico movió la cabeza ensentido negativo—. No lo creo, Tommy

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Hart. No creo que al ejército le apetezcala idea de contar al mundo que algunosde sus mejores héroes eran también unosexcelentes asesinos. No señor. No creoque estén ansiosos por contar estahistoria.

Tommy tragó saliva.—Suerte —dijo—. Nueva Orleans.

Iré a verte algún día.—Te invitaré a una copa —

respondió el director de la banda—. Silogramos regresar a casa sanos y salvos,te invitaré a una docena de copas.Brindaremos por la verdad y por elhecho de que no sirve de nada.

—No estoy de acuerdo —replicó

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Tommy.El músico emitió una última

carcajada, se encogió de hombros ysubió la escalera. En la mano sosteníauna cuerda larga y delgada. Tommy levio asegurarla al peldaño superior.Después arrancó otros pedazos de tierra,que cayeron sobre Tommy, quienpestañeó y apartó la cabeza. El músicose detuvo y apagó la última vela de unsoplo. Acto seguido se escurrió por elagujero en la tierra, súbitamente bañadoen el tenue resplandor de la luna, ydesapareció.

Murphy soltó un gruñido. No teníaganas de cambiar frases amables con

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Tommy. Se levantó y siguió al directorde orquesta escalera arriba. A suespalda, Tommy oyó a Número Tresavanzando por el túnel como un exaltadocangrejo moviéndose a través de laarena. Tommy observó que Murphyagitaba las piernas unos instantes,tratando de hallar un punto de apoyo enla tierra que se desmoronaba junto a lasalida del túnel. Luego Tommy subiópor la escalera.

Al llegar arriba, asió la cuerda.Sintió dos breves tirones y sinpensárselo dos veces salió del agujerolo más rápidamente posible. Apenasreparó en que, de pronto, se hallaba

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fuera del túnel y corría a través delsuelo tapizado de musgo y agujas depino del bosque. Sintió que lo envolvíauna ráfaga de aire frío, que cayó sobreél como una ducha en un día caluroso.Siguió adelante, sosteniendo la cuerdaen las manos, hasta alcanzar el tronco deun gigantesco abeto. Habían aseguradola cuerda a él, a unos diez metros delagujero en el suelo. Tommy se apoyó enel árbol.

Oyó unos crujidos entre losmatorrales y dedujo que era el ruido quehacían Murphy y el director de la bandaal avanzar a través de la frondosavegetación, dirigiéndose hacia la

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carretera que conducía a la ciudad.Durante unos segundos el sonido se leantojó un ruido inmenso, estrepitoso,destinado a atraer todos los reflectores,todos los guardias y todos los fusileshacia ellos. Tommy se apretó contra elárbol, aguzando el oído, dejando que elsilencio cayera sobre el mundo.

Luego cobró aliento y dio mediavuelta.

El túnel desembocaba dentro deloscuro límite del bosque. Los muros dealambre de espino relucían a unoscincuenta metros de distancia. La torrede vigilancia equipada con unaametralladora más próxima se hallaba

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unos treinta metros más allá, hacia elcentro del campo y orientada hacia elinterior de éste. Los gorilas estarían deespalda al trayecto de fuga. Asimismo,cualquier Hundführer que patrullara porel perímetro miraría en la direcciónopuesta. Los ingenieros del túnel habíancalculado minuciosamente las distanciasy habían hecho un excelente trabajo.

Durante unos momentos, Tommy sesintió aturdido al percatarse de dónde sehallaba. Más allá de la alambrada. Másallá de los reflectores. Detrás del puntode mira de la ametralladora. Alzó lavista y a través de las hojas que cubríanlas ramas del árbol contempló las

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últimas estrellas nocturnas pestañeandoen el vasto firmamento. Durante unsegundo, tuvo la sensación de formarparte de esa distancia, de esos millonesde kilómetros sumidos en la oscuridad.

«Soy libre», pensó.Estuvo a punto de romper a reír. Se

restregó contra el tronco del árbol,abrazándose el torso, como paracontener la excitación que estaba a puntode estallar en su pecho.

Luego se concentró en la tarea que leaguardaba. Un rápido vistazo al relojque Lydia había colocado en su muñecahacía muchos años le indicó quecomenzaría a clarear dentro de poco; no

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habría tiempo para que los setenta ycinco hombres salieran del túnel. Nopodrían salir al ritmo de uno cada tresminutos. Tommy miró rápidamente a sualrededor, escudriñando la oscuridad, ycomprobó que estaba solo. Dio dosrápidos tirones a la cuerda. Al cabo deunos segundos vio la vaga silueta deNúmero Tres salir a toda prisa del túnel.

Los dos guardias que habíanacompañado a Hugh desde el campo derevista hasta el barracón del alto mandoestaban sentados en los escalones demadera, fumando la amarga ración decigarrillos alemanes y quejándose deque debieron haber registrado al

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canadiense y arrebatarle sus Playersantes de conducirlo a las oficinas.Ambos se levantaron a toda prisacuando Fritz Número Uno salió por lapuerta, colocándose en posición defirmes y arrojando sus cigarrillosencendidos en la oscuridad.

Fritz miró hacia atrás, paracerciorarse de que el Hauptmann Visserno le había seguido hasta el recinto.Luego habló con tono apresurado y secoa los dos soldados rasos.

—Tú —dijo señalando al hombre dela derecha—, entra inmediatamente yvigila al prisionero. El HauptmannVisser ha ordenado su ejecución, y

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debéis evitar que se escape.El guardia dio un taconazo y saludó.—Jawohl! —respondió con tono

enérgico. El guardia asió su arma y sedirigió a la entrada de las oficinas.

—En cuanto a ti —dijo Fritz,hablando suavemente y con cautela—,quiero que obedezcas estas órdenes alpie de la letra.

El segundo guardia asintió con lacabeza, dispuesto a prestar atención.

— E l Hauptmann Visser haordenado la ejecución del oficialcanadiense. Debes dirigirte deinmediato al barracón de los guardias enbusca del Feldwebel Voeller. Esta

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noche está de servicio.Comunícale las órdenes del

Hauptmann y pídele que reúna enseguida a un pelotón de fusilamiento y lotraiga aquí en el acto.

El hombre volvió a asentir. Fritzrespiró hondo. Tenía la garganta pastosay seca; comprendió que pisaba unterreno tan peligroso como el que habíapisado anoche Hugh Renaday.

—En el barracón de los guardias hayun teléfono de campo. Di a Voeller quees indispensable que reciba cuanto antesconfirmación de esta orden delcomandante Von Reiter. Así, llegaráaquí con el pelotón de fusilamiento antes

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de que los prisioneros se hayandespertado. Todo esto debe llevarse acabo con extrema rapidez, ¿entendido?

El soldado se cuadró.—Confirmación del comandante…—Aunque haya que despertarlo en

su casa… —le interrumpió Fritz.—Y regresar con el pelotón de

fusilamiento. ¡A la orden, cabo!Fritz Número Uno asintió lentamente

e indicó con un gesto al guardia quepodía retirarse. El hombre dio mediavuelta y se alejó a la carrera por elpolvoriento camino del campo hacia elbarracón de los guardias. Fritz confiabaen que el teléfono del barracón

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funcionara. Tenía la mala costumbre deaveriarse cada dos por tres. Tragósaliva no sin cierto esfuerzo. No estabaseguro de que Von Reiter confirmara laorden de Visser. Sólo sabía que alguieniba a morir esa noche.

Fritz Número Uno oyó a su espaldauna puerta que se abría y las pisadas deunas botas sobre las tablas. Al volversevio al Hauptmann Visser salir de lasoficinas. El hurón se cuadró.

—¡He transmitido sus órdenes, HerrHauptmann! Un soldado ha ido en buscadel Feldwebel Voeller y un pelotón defusilamiento.

Visser emitió un gruñido a modo de

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respuesta y devolvió el saludo. Bajó losescalones, alzó la vista al cielo y sonrió.

—El oficial canadiense tenía razón.Hace una noche espléndida, ¿no cree,cabo?

—Sí señor —respondió FritzNúmero Uno.

—Lo sería para muchas cosas. —Visser se detuvo—. ¿Tiene usted unalinterna, cabo?

—Sí señor.—Démela.Fritz Número Uno le entregó la

linterna.—Creo —comentó Visser con los

ojos fijos en el oscuro cielo, antes de

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bajarlos y recorrer con ellos toda laexplanada del campo y la alambrada querelucía bajo las luces distantes—, quedaré un pequeño paseo. Para gozar deesta hermosa noche, como ha sugeridotan oportunamente el teniente deaviación. —Visser encendió la linterna.Su haz de luz iluminó el polvorientosuelo a unos pocos pasos frente a él—.Encárguese de que mis órdenes secumplen sin dilación alguna —dijo.

Luego, sin volverse, echó a andarcon paso rápido y decidido hacia lalínea de árboles que se divisaba al otrolado del campo de prisioneros.

Fritz Número Uno le observó

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durante unos minutos, a solas en laoscuridad frente al edificio deadministración. Estaba en uncompromiso, entre obedecer órdenes ocumplir con su deber. Sabía que alcomandante, que era su gran benefactor,no le gustaba que Visser hiciera cosasbajo mano.

Fritz pensó que no dejaba de serirónico que su obligación en el campo leexigiera espiar a dos clases deenemigos.

Dejó que el Hauptmann seadelantara un par de minutos. Hastaalcanzar un punto donde la débil luz dela linterna que el oficial sostenía con su

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única mano casi desapareció en lalejana oscuridad.

Entonces Fritz Número Uno se alejóde la fachada del edificio, caminandorápidamente a través de las sombras, yle siguió.

Tommy seguía ayudando a pasar alos kriegies que iban a fugarse a travésdel túnel de forma pausada ysistemática, adhiriéndose al pie de laletra a las instrucciones que el directorde la banda le había dado, tirando de lacuerda cada dos o tres minutos. Losaviadores salían uno tras otro por el

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tosco orificio practicado en el suelo y searrastraban hasta la base del árbol trasel cual Tommy se escondía. Un par dehombres se asombraron al comprobarque estaba vivo, otros se limitaron aemitir un ruido gutural antes dedesaparecer en el bosque que seextendía detrás. Pero la mayoría de loskriegies le dedicaron unas brevespalabras de aliento. Una palmadita en laespalda al tiempo que susurraban:«Buena suerte», o «¡Nos veremos enTimes Square!» El hombre de Princetonañadió:

«Buen trabajo, Harvard. Debiste derecibir una magnífica formación en esa

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institución de tercer orden…», antes decorrer también para ocultarse entreárboles y matorrales.

Tommy sintió miedo. Más de unavez se vio obligado a contener el alientoal detectar la figura de un Hundführer ysu perro moviéndose por el perímetro dela alambrada. En cierta ocasión se habíaencendido el reflector en la torre devigilancia más próxima a la ruta deescape, pero su haz escudriñador sehabía orientado en la dirección opuesta.Tommy permaneció agazapado junto alárbol, atento a percibir el menor ruido asu alrededor, pensando que cualquiersonido podía ser el sonido de la traición

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y, por tanto, la muerte, la suya o la deuno de los hombres que se dirigían haciala ciudad, la estación y los trenesmatutinos que les conducirían lejos delStalag Luft 13.

Cada pocos segundos, miraba el dialde su reloj pensando que la operaciónde fuga avanzaba con excesiva lentitud.Las primeras luces del alba obligarían asuspender la operación tan rápidamentecomo si les hubieran descubierto. Perosabía que las prisas también acabaríancon el intento de fuga.

Así pues, apretó los dientes y siguiócon el plan previsto.

Unos diecisiete hombres

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distribuidos a lo largo del túnel habíanconseguido salir cuando Tommy divisóla débil luz de una linterna moviéndoseerráticamente hacia él, a no más detreinta metros. La luz avanzaba por ellímite del bosque, no por el perímetrode la alambrada, en manos de unHundführer, describiendo unatrayectoria que se cruzaba con la salidadel túnel.

Tommy se quedó petrificado; nopodía apartar la vista de la luz.

Ésta exploraba y penetraba entre lavegetación, oscilando hacia un lado,luego hacia otro, como un perro que hapercibido un olor extraño arrastrado por

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el viento. Dedujo que la persona quehabía detrás de esa luz buscaba algo,pero no de forma sistemática ydeliberada, sino curiosa, inquisitiva, concierto elemento de incertidumbre encada movimiento. Tommy retrocedió,tratando de confundirse con el árbol,situándose con cautela detrás del troncopara que le ocultara por completo.

Entonces comprendió que era inútilocultarse.

La luz avanzó, reduciendo ladistancia que los separaba.

Sintió que su corazón latía cada vezmás rápido.

Hay un punto más allá del temor que

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los soldados conocen, donde todas lascriaturas del terror y la muerte lesacechan. Es un punto terrible y mortal,en el que algunos hombres se sientenparalizados y otros quedan atrapados enun miasma de perdición y agonía.Tommy se hallaba peligrosamente cercade ese punto, sintiendo que sus músculosse tensaban y respirando trabajosamente,observando cómo la luz avanzaba lenta yde modo inexorable hacia el túnel defuga. Comprendió que era imposible queel alemán que sostenía la linterna noreparara en la salida del túnel, y menosaún que no viera la cuerda extendida enel suelo. Asimismo, comprendió que no

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podía echarse a correr y deslizarse porel túnel sin ser sorprendido deinmediato. En aquel segundo, locomprendió: estaba a punto de seratrapado. O de morir de un tiro.

Contuvo el aliento.Sabía que el Número Dieciocho

aguardaba sobre el peldaño superior dela escalera los dos tirones de la cuerdaque indicarían que había llegado suturno. En aquel momento Tommy tratóde recordar quién era Dieciocho. Habíapasado junto a él, en el estrecho túnel,hacía unas horas, había estado lobastante cerca de él para percibir suolor a sudor, a angustia, para sentir su

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aliento, pero no lograba poner un rostroa ese número. El Número Dieciocho eraun aviador, al igual que él, y Tommysabía que aguardaba a escasoscentímetros debajo de la superficie delsuelo, ansioso, nervioso, excitado,ilusionado, quizás algo impaciente,sujetando la cuerda con fuerza, rezandopara que llegara al fin su oportunidad yquizá para lo que rezan todos loshombres que saben que la muerte, con sucarácter caprichoso, les acecha.

La luz se aproximó unos metros.En aquel segundo, Tommy

comprendió que todo dependía de él.Con cada metro que traía la luz más

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cerca, la elección se revelaba más clara,más definida. El problema no era queTommy tuviera que ponerlo todo enjuego, sino que todos los demás habíanarriesgado mucho y él era el únicohombre capaz de proteger lasoportunidades y esperanzas que habíanasumido esa noche. Tommy habíapensado con ingenuidad que la únicaprueba que tendría que superar esanoche consistiría en descender por eltúnel y luchar por averiguar la verdadcon respecto a Lincoln Scott y TraderVic. Pero se equivocaba, pues laauténtica batalla se hallaba frente a él,avanzando lenta pero sistemáticamente

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hacia la salida del túnel. Tommy erajoven cuando se había alistado en elcuerpo de la aviación, lleno de fervorpatriótico cuando había participado ensu primer combate, y no había tardadoen comprender que la guerra tienemucho de valor, pero poco de nobleza.Sólo la lejana conclusión que debatenlos historiadores contiene a ésta encierta medida.

La verdad cruda y descarnada sonlas elecciones más elementales, terriblesy sucias que uno debe tomar, y todocuanto Tommy había sido y confiaba enllegar a ser palidecía en comparacióncon las perentorias necesidades de los

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hombres aquella noche.El intelectual Tommy Hart,

estudiante de derecho y soldado a pesarsuyo, que lo único que deseaba eraregresar a su casa para reunirse con lachica que amaba y reanudar la vida quehabía vivido, la vida que se habíaprometido con su trabajo duro y susestudios, tragó saliva, crispó los puños ycomenzó a moverse lentamente,dirigiéndose hacia la luz que seaproximaba. Se movía de formaresuelta, como un comando, los ojosfijos en la amenaza, la garganta seca. Elcorazón le latía violentamente, pero viosu misión terriblemente diáfana.

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Recordó lo que el director de labanda le había dicho en el túnel: «Todossomos asesinos.»

Confiaba en que el músico estuvieraen lo cierto.

Se aproximó al objetivo, sinatreverse casi a respirar.

El agujero en el suelo que él tratabade proteger se hallaba tras él, en sentidooblicuo. La luz de la linterna seguíamoviéndose de forma aleatoria. Tommyno lograba ver quién la sostenía, perosintió una sensación de alivio cuandoaguzó el oído y no detectó el sonido deun perro.

La luz se aproximó un par de metros

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y Tommy notó que se tensaban todos susmúsculos, dispuesto para unaemboscada.

Unos pocos metros a su espalda,oculto bajo la superficie del suelo, elNúmero Dieciocho ya no soportaba latensión de esperar la señal. Habíabarajado todos los posibles motivos deesa demora, calibrando todos losriesgos frente a la imperiosa necesidadde moverse. Sabía que el tiempoapremiaba, y también que los únicoshombres que tenían alguna probabilidadde escapar eran los que consiguieranllegar a la estación del ferrocarril antesde que sonara la alarma. El Número

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Dieciocho había pasado muchas horascavando el túnel, y en más de unaocasión le habían sacado asfixiándosecuando algún tramo de éste se habíadesplomado, y en un arrebato fruto de lajuventud, había llegado a la temerariadecisión de tratar de alcanzar la libertadpor su cuenta y riesgo. Su impacienciahabía superado todos los límites de larazón que le quedaba después de pasartantas horas tumbado boca abajo en eltúnel, y en aquel segundo decidió salirde él, con señal o sin ella.

Levantó ambas manos y trepó através del agujero, aspirando el airepuro del exterior, impulsándose como si

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tratara de alcanzar la superficie de unapiscina llena de agua.

Al oír el ruido, Tommy se detuvo enseco.

La luz de la linterna se dirigió haciael sonido sospechoso y Tommy oyó unaexclamación de sorpresa susurrada enalemán.

—Mein Gott!Visser consiguió distinguir, en el

extremo del débil haz de luz, la oscurasilueta de Número Dieciocho al salirprecipitadamente del túnel y echar acorrer hacia el bosque. Estupefacto, elHauptmann avanzó rápidamente unospasos y se detuvo. Se llevó rápidamente

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la linterna a la boca, para sostenerla conlos dientes, a fin de tener las manoslibres para empuñar el revólver. Fue ungolpe de suerte para el fugado, pues lapresión de la linterna entre los dientesimpidió a Visser gritar y hacer sonar laalarma de inmediato. El alemán tratófrenéticamente de abrir el estuche delrevólver y sacar el Mauser que llevabasujeto al cinto.

Casi lo había logrado cuandoTommy se abalanzó sobre él y le asestóun puñetazo en el pecho, como undefensa de rugby protegiendo al jugadorque lleva el balón.

El choque conmocionó a ambos. La

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linterna cayó entre unos matorrales, sumortífero haz fue sofocado por las hojasy las ramas. Tommy no se percató deello. Se arrojó sobre el alemán, tratandode aferrarle por el cuello.

Los dos hombres cayeron hacia atrásenzarzados en una pugna feroz. La fuerzadel ataque de Tommy les llevó hasta lalínea de árboles en el límite del bosque,sustrayéndolos al campo visual de lastorres de vigilancia y de los guardiasque patrullaban el lejano perímetro.Peleaban aferrados el uno al otro,anónimamente, en la densa oscuridad.

Al principio, Tommy no sabía contraquién luchaba. Sólo sabía que ese

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hombre era un enemigo y llevabaconsigo una linterna, un revolver yquizás el arma más peligrosa de todas,una voz con que gritar. Cada uno de esostres objetos podía acabar con élfácilmente, y Tommy sabía que tenía queluchar contra cada uno de ellos. Trató dedar con la linterna, pero habíadesaparecido, de modo que continuóatacando con sus puños, tratando condesesperación de neutralizar los otrosdos peligros.

Visser rodó por el suelo debido alimpacto de la agresión, pero devolviólos golpes que le propinaba su atacante.Era un soldado frío, perfectamente

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adiestrado y experimentado, y enseguida comprendió las probabilidadesque tenía de ganar. Encajó los puñetazosque le propinaba Tommy al tiempo quetrataba de localizar su Mauser. Sedefendió propinando patadas con las dospiernas, consiguiendo alcanzar a Tommyen la barriga, haciendo que éste emitierauna exclamación sofocada de dolor.

Aunque Visser no era propenso agritar pidiendo auxilio, trató de hacerlo.Gritó débilmente, pues el ataque inicialde Tommy le había cortado el aliento.La palabra permaneció suspendida entrelos dos hombres que peleaban, despuésde lo cual se disipó en la oscuridad que

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les rodeaba. Visser inspiró unabocanada de aire nocturno, llenándoselos pulmones con el fin de lanzar ungrito de socorro, pero en aquel segundoTommy le tapó la boca con la mano.

Tommy había aterrizado casi detrásdel alemán. Consiguió rodearle el torsocon una pierna, haciendo que el otrocayera sobre él, en las densas sombrasdel bosque. Al mismo tiempo, Tommymetió la mano izquierda en la boca de suenemigo, introduciendo los dedos en sugarganta para asfixiarlo. Sólo eravagamente consciente de que existía unarma, y le llevó otra fracción de segundocomprender que el hombre contra el que

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peleaba era manco.—¡Visser! —dijo de pronto.El alemán no respondió, aunque

Tommy intuyó que había reconocido suvoz. Visser siguió asestándole patadas yrepeliéndole al tiempo que trataba deextraer su pistola. De pronto mordió contodas sus fuerzas la dúctil carne de lamano izquierda de Tommy, clavándolelos dientes hasta el hueso.

Tommy sintió una punzada de dolorcuando los dientes del alemánatravesaron músculos y tendones enbusca del hueso. Soltó un gemido altiempo que un velo rojo de agonía lecegaba.

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Pero siguió peleando, introduciendosu maltrecha mano más profundamenteen la garganta del alemán. Con la otramano, le aferró la muñeca. Por el pesode ésta dedujo que el alemán casi habíaconseguido sacar su pistola, empleandotoda su fuerza en sacarla del estuche ydisparar.

Tommy comprendió, aunque estabaofuscado debido al dolor y sentía que lasangre brotaba a borbotones de su manoherida, que el mero hecho de disparar untiro al aire lo mataría al igual que siapoyara el cañón contra su pecho y leatravesara el corazón de un tiro. Porconsiguiente hizo caso omiso del intenso

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dolor que sentía en la mano izquierda yse concentró en el único brazo delalemán, y el esfuerzo que éste hacía paraalcanzar la culata y el gatillo de surevólver.

Curiosamente, toda la guerra,millones de muertes, una pugna entreculturas y naciones, se reducía, paraTommy, a una batalla por controlar unrevólver. Prescindiendo del destrozoque los dientes del alemán le habíacausado en la mano, se esforzó en ganaruna pequeña victoria, para hacerse conel control del revólver. Notó que Vissertrataba de amartillar el arma y se apartócon violencia. El alemán había

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conseguido sacar parcialmente elMauser de su reluciente estuche decuero negro. Su voluminosa forma ypeso representaban una pequeña ventajaen favor de Tommy, pero Visser eradueño de una fuerza notable. El alemánera un hombre de complexión atlética, ygran parte de su fuerza estabaconcentrada en el único brazo que lequedaba. Tommy intuyó que el fiel de labalanza en esta batalla dentro de otramayor se inclinaba a favor de Visser.

De modo que decidió arriesgarse.En lugar de apartarse, torció la mano delalemán con fuerza.

Los dedos de Visser quedaron

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oprimidos contra el seguro y uno deellos se partió. El alemán gimió dedolor, emitiendo el sonido gutural através de la ensangrentada manoizquierda de Tommy, con la que ésteseguía intentando asfixiarlo.

Ninguno de los dos consiguióhacerse con el Mauser, que de prontocayó en el mar de musgo y tierra delbosque. La oscuridad circundanteengulló de inmediato su armazón demetal negro.

Visser comprendió que habíaperdido su arma, por lo que redobló suafán de pelear, hundiendo de nuevo losdientes en los dedos de la mano

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izquierda de Tommy al tiempo que legolpeaba con su mano derecha. Elalemán trató de incorporarse, peroTommy le rodeó con las piernas,inmovilizándole. Peleaban como dosamantes, pero lo que ambos queríanconseguir era la muerte del otro.

Tommy no hizo caso de los golpesque le asestaban, del dolor que sentía enla mano, y empujó a Visser contra elsuelo. No le habían instruido para matara un hombre con sus manos, jamás habíapensado siquiera en ello. Los únicosenfrentamientos que había tenido deadolescente habían consistidoprincipalmente en empujones, palabrotas

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e insultos, y solían terminar con uno oambos jóvenes deshechos en llanto.Ninguna pelea en las que habíaparticipado, ni siquiera la que habíalibrado hacía un rato en el túnel, cuandohabía combatido por la verdad, fue tanintensa como ésta.

Ninguna había sido tan mortal comolos combates que Lincoln Scott habíalibrado, equipado con guantes de boxeo,en un cuadrilátero, con un árbitropresidiendo el combate.

Ésta era diferente. Era una pelea quesólo tenía un desenlace. El alemáncontinuó golpeándole, propinándolepatadas y arrancándole la carne de los

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dedos con los dientes, pero de prontoTommy dejó de sentir dolor. Parecíacomo si en aquellos segundos lesobreviniera una total frialdad deinstinto y deseo, y empezó a apretar confuerza el cuello del alemán, apoyando larodilla derecha en la rabadilla de Visserpara mantener el equilibrio.

Visser presintió en el acto elpeligro, sintió la tensión que seapoderaba de su cuello, y trató deliberarse. Arañó a Tommy con cadagramo de odio que sentía para obligarlea soltarle. De haber tenido dos brazos,la pelea se habría saldado rápidamenteen favor del alemán, pero la bala del

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Spitfire que le había arrebatado el brazole había causado también otro tipo delesiones. Durante unos instantes ambospermanecieron suspendidos en el bordede la indecisión, la fuerza de un hombrecontra la del otro, sus cuerpos torcidos,tensos y rígidos como el cuero seco.

Visser se empleó a fondo,mordiendo, asestando patadas ygolpeando a su adversario con su únicamano. Tommy encajó los golpes que lellovían cerrando los ojos y apretandocon más fuerza, sabiendo que si cedía unápice le costaría la pelea y la vida.

De pronto Tommy oyó un sonidoterrible.

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El ruido que se produjo al partirse lacolumna vertebral de Visser fue el másatroz y terminante que había oído en suvida. El alemán emitió una débilexclamación de asombro ante suinminente muerte antes de quedar inerteen brazos de Tommy, que al cabo deunos segundos dejó caer al suelo elcadáver.

Retiró la mano de la boca de Visser.El dolor se intensificó, era casiinsoportable; durante unos segundosTommy se sintió tan mareado que temióperder el conocimiento. Se inclinó haciaatrás, estrechando su mano destrozada yensangrentada contra su pecho. La noche

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parecía de improviso translúcida,totalmente silenciosa. Tommy echó lacabeza hacia atrás e inspiró unaprofunda bocanada de aire, tratando derecobrar el control, de imponer orden yrazón al mundo que le rodeaba.

Poco a poco se percató de otrossonidos cercanos. El primero indicabaque Visser respiraba aún.

Tommy comprendió entonces quedebía terminar su tarea. Y por primeravez en su vida, rezó para que el alemánmuriera antes de que él se vieraobligado a robar el último aliento deaquel hombre que yacía inconsciente,moribundo.

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—Por favor, muere —musitó.Y el alemán emitió un último

estertor.Tommy sintió una profunda

sensación de alivio y casi rió acarcajadas. Alzó la vista y contemplólas estrellas y el cielo, y observó lasprimeras luces que se insinuaban através del este. «Es asombroso», pensó,«estar vivo cuando no tienes ningúnderecho a estarlo.»

La mano le dolía de formainsoportable. Dedujo que Visser lehabía partido cuando menos un dedo,que colgaba fláccido sobre su pecho. Lehabía arrancado la carne con los dientes.

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La sangre goteaba sobre su camisa; laspunzadas de dolor le recorrían elantebrazo y le nublaban la vista.

Sabía que debía vendar la herida, yse inclinó sobre el cuerpo inerte deVisser. Encontró un pañuelo de seda enel bolsillo de la guerrera del alemán,que envolvió fuertemente alrededor desu mano para contener la hemorragia.

Acto seguido, trató de analizar lasituación. Sólo sabía que corría peligro,pero el cansancio y el dolor le impedíanpensar con claridad. Tan sólo atinaba arecordar que quedaban unos hombresaguardando en el túnel y que lasoportunidades que tenían de fugarse eran

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cada vez más remotas debido al retrasoque se había producido. Por lo tanto,decidió que lo único que podía hacerera reemprender su tarea, aunque lafatiga y el dolor saturaban cada poro desu cuerpo.

Pero a pesar de haber tomado estaíntima y firme decisión, en un principiono consiguió que sus maltrechosmúsculos respondieran. Inspiró otrabocanada de aire, tratando de ponerse enpie, pero cayó sobre el tronco de unárbol cercano. Se dijo que debíadescansar unos segundos y cerró losojos, pero sintió que un aguijonazo deterror le recorría el cuerpo. El pánico lo

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cegó.El haz de la interna, que había

desaparecido engullida por el bosque,se alzó de pronto, fantasmagórico, apocos pasos de él, giró una vez, como sireanudara su diabólica búsqueda, yantes de que Tommy tuviera tiempo dehacer acopio de las últimas fuerzas quele quedaban para correr a ocultarse,incidió directamente sobre su cara.

«La muerte es una embaucadora —pensó Tommy— cuando crees que la hasburlado, se revuelve contra ti.» Seinclinó hacia atrás y se llevó la mano

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indemne a los ojos para protegerse de laluz y del disparo que supuso que sonaríadentro de unos segundos.

Pero en lugar de un tiro oyó una vozconocida.

—¡Señor Hart! ¡Dios mío! ¿Quéhace aquí?

Tommy sonrió y meneó la cabeza,incapaz de responder a la lógicapregunta de Fritz Número Uno. Hizo unpequeño ademán con la mano que notenía lastimada y en aquel precisomomento la linterna del hurón iluminó elcuerpo del oficial alemán, que yacíacomo un pelele en el suelo, a pocospasos.

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—¡Dios mío! —murmuró el hurón.Tommy se inclinó hacia atrás y cerró

los ojos. No creía tener fuerzassuficientes para entablar otra pelea. Oyóa Fritz Número Uno exclamarrepetidamente, en alemán «Mein Gott!Mein Gott!», y luego añadir «¡Unafuga!» mientras el hurón trataba dedescifrar lo ocurrido. Tommy eralevemente consciente de que FritzNúmero Uno se afanaba en abrir elestuche de su arma y tomar elomnipresente silbato que todos loshurones portaban en el bolsillo de laguerrera. Tommy quería gritar unaadvertencia al Número Diecinueve, que

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aguardaba sobre el peldaño superior dela escalera dentro del túnel, pero notenía siquiera fuerzas para eso.

Esperó oír el sonido de la alarma.Pero no sonó.

Tommy abrió los ojos lentamente yvio a Fritz Número Uno de pie junto alcadáver de Visser. El hurón tenía elsilbato en los labios y empuñaba supistola. Entonces Fritz se volviódespacio y miró a Tommy, sin apartar elsilbato de sus labios.

—Le fusilarán —murmuró—. Hamatado un oficial alemán.

—Lo sé —respondió Tommy—. Notuve más remedio.

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Fritz se dispuso a hacer sonar elsilbato, pero se detuvo y lo retiró de suboca. Orientó la linterna hacia elagujero en el suelo que Tommy habíaprotegido, deteniéndose sobre la cuerdaasegurada al árbol.

—Dios mío —repitió en un susurro.Tommy guardó silencio. No

comprendía por qué el hurón no pedíarefuerzos ni hacía sonar la alarma.

Fritz Número Uno parecía atrapadoen sus reflexiones, calibrando,midiendo, sopesando los pros y loscontras. De pronto se agachó haciaTommy y murmuró con tono insistente:

—¡Diga a los hombres que están en

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el túnel que la fuga se ha terminado!Kaput! ¡Que regresen inmediatamente asus barracones! Está a punto de sonar laalarma. Dígaselo en seguida, señor Hart.

¡Es la única posibilidad que tiene desalvarse!

Tommy se quedó atónito. No estabaseguro de lo que se proponía el alemán,pero comprendió que le ofrecía unaoportunidad y no dudó en aprovecharla.Sin saber muy bien de dónde habíasacado las fuerzas necesarias, echó acorrer a través de la musgosa hierba delbosque hasta el borde del túnel. Seasomó al agujero y vio el rostro delNúmero Diecinueve, expectante.

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—¡Los alemanes están por todaspartes! —murmuró Tommy con tonoperentorio—. ¡Están por todas partes!¡Retroceded inmediatamente! ¡Lafunción se ha terminado!

—¡Mierda! —farfulló el NúmeroDiecinueve—. ¡Me cago en sus madres!—agregó, pero no vaciló en obedecer.Se deslizó por el estrecho pozo del túnely comenzó a retroceder por él. Tommyoyó el sonido amortiguado de unaconversación cuando Diecinueve seencontró con Veinte, pero no captó laspalabras, aunque suponía qué decían.

Al volverse vio a Fritz Número Unoa pocos pasos. Había apagado la

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linterna, pero las primeras luces que sefiltraban a través de los árbolesconferían a su oscura silueta un aspectofantasmagórico. El hurón indicó aTommy que se acercara. Y se dirigiómedio a rastras y medio a la carrerahacia el hurón.

—Sólo tiene una posibilidad, señorHart. Traiga el cadáver y sígame, ahoramismo. No haga preguntas. ¡Apresúrese!

Tommy meneó la cabeza.—Mi mano —dijo—. No creo tener

las fuerzas necesarias.—Entonces morirá aquí —repuso

secamente Fritz Número Uno—. Deusted depende, señor Hart.

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Pero debe decidirse ahora. Yo nopuedo tocar el cuerpo del Hauptmann.O lo mueve ahora mismo, o morirá juntoa él. Pero creo que sería injusto dejarque un hombre como él le mate, señorHart.

Tommy cobró aliento. Las imágenesde su casa, de su escuela, de Lydiainundaron su imaginación. Recordó a sucapitán de Tejas con su risa seca ynasal: «Muéstranos el camino a casa,Tommy.» Y a Phillip Pryce, con supeculiar forma de gozar de las cosasmás nimias. En aquel momento pensóque sólo un cobarde redomado le da laespalda a la oportunidad de vivir, por

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dura y remota que fuera. Así, aun asabiendas de que sus reservas deenergía estaban prácticamente agotadas,de que sólo le quedaba la fuerza deldeseo, Tommy se agachó y, lanzando unsonoro quejido, consiguió echarse elcadáver del oficial alemán al hombro.El cadáver emitió un crujido atroz, yTommy sintió ganas de vomitar. Luego,levantándose como pudo, se esforzó porconservar el equilibrio.

—Ahora, rápido —le conminó FritzNúmero Uno—. ¡Debe adelantarse a lasluces del alba o todo estará perdido!

Tommy sonrió ante la anticuadaexpresión que había utilizado el alemán,

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pero observó que las franjas grises delamanecer comenzaban a consolidarse,haciéndose más intensas a cada segundo.

Avanzó un paso, tropezó, recobró elequilibrio y respondió con un hilo devoz:

—Adelante, estoy preparado.Fritz Número Uno asintió con la

cabeza. Luego comenzó a adentrarse enel bosque.

Tommy siguió al alemán con pasovacilante. El cuerpo de Visser pesabamucho, como si incluso después demuerto tratara de matarlo.

Las ramas le arañaban el rostro. Lasraíces de los árboles le hicieron

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tropezar en más de una ocasión. Elbosque entorpecía su progreso,obligándole a detenerse, tratando dederribarlo. Tommy continuó avanzando,arrastrándose bajo el peso que portaba,esforzándose con cada paso que dabaconservar el equilibrio, buscando cadavez que apoyaba un pie en el suelohallar las fuerzas para seguir adelante.

Respiraba de forma entrecortada ytrabajosa. El sudor le empañaba laspestañas. El dolor que sentía en la manoherida era insoportable. Las lesioneslatían sin cesar, produciéndole terriblesescalofríos. Cuando pensaba que ya nole quedaban más fuerzas, en seguida se

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negaba a reconocerlo y lograba sacarfuerzas de flaqueza, las suficientes paraavanzar torpemente unos metros más.

Tommy no tenía remota idea decuánto trecho habían recorrido. FritzNúmero Uno se volvió para instarle aproseguir.

—¡Rápido, señor Hart! Apresúrese.¡No falta mucho!

Justo cuando pensó que no podía darun paso más, Fritz Número Uno sedetuvo de pronto y se arrodilló. Elalemán indicó a Tommy que se acercara.Tommy recorrió los últimos metrostrastabillando y se dejó caer junto a él.

—¿Dónde…? —atinó a decir, pero

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Fritz le hizo callar.—Silencio. Hay guardias por los

alrededores. ¿No huele el aroma de estelugar?

Tommy se limpió la cara con lamano indemne y aspiró un poco de airepor la nariz. Entonces se percató de lamezcla de olores humanos, desechos ymuerte que impregnaba el bosque a sualrededor. Miró a Fritz Número Unoperplejo.

—¡El campo de trabajo de los rusos!—murmuró Fritz.

El alemán señaló con el dedo.—Lleve el cadáver lo más cerca que

pueda y déjelo. No haga ruido, señor

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Hart. Los guardias no dudarán endisparar si oyen el menor sonidosospechoso. Y ponga esto en la manodel Hauptmann.

Fritz Número Uno extrajo delbolsillo de su guerrera la hebilla delcinturón del ruso que había tratado devenderle a Tommy hacía unos días.Tommy asintió con la cabeza. Tomó lahebilla, se volvió y se echó de nuevo elcuerpo de Visser al hombro. Cuando sedisponía a alejarse, Fritz Número Uno ledetuvo. El hurón miró los ojos vidriososde Visser.

—¡Gestapo! —masculló. Luegoescupió en la cara del difunto—.

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¡Váyase, rápido!Tommy avanzó pesadamente a través

de los árboles. El hedor erainsoportable. Divisó un pequeño claro aun par de docenas de metros de larudimentaria alambrada de espino y lasafiladas estacas que rodeaban el campode trabajo de los rusos. No había nadapermanente en la zona rusa, pues loshombres que la ocupaban no estabandestinados a sobrevivir a la guerra y alparecer la Cruz Roja no controlaba suscondiciones de vida.

Tommy oyó ladrar a un perro a suderecha. Un par de voces rasgaron elaire a su alrededor. «No me atrevo a

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avanzar más», pensó.Con un gran esfuerzo, arrojó el

cadáver de Visser al suelo. Tommy seinclinó sobre él y depositó la hebilla delcinturón entre los dedos del alemán.Luego retrocedió y durante un momentose preguntó si había odiado a Visser losuficiente como para matarlo, pero enseguida comprendió que eso no era loque contaba. Lo que contaba era queVisser estaba muerto y que él seaferraba precariamente a la vida. Actoseguido, sin volver a mirar el rostro delalemán, dio media vuelta y, avanzandosigiloso pero con rapidez, regresó allugar donde le aguardaba Fritz Número

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Uno.Cuando llegó, el alemán hizo un

gesto afirmativo.—Quizá tenga una posibilidad,

señor Hart —dijo—. Debemosapresurarnos.

El regreso a través del bosque fuemás rápido, pero Tommy creyó quedeliraba. La brisa que se deslizaba através de las copas de los árboles lesusurraba al oído, casi burlándose de suagotamiento. Las sombras se alargaban asu alrededor, cual docenas dereflectores tratando de captar su rostropara ponerlo al descubierto. Era como sisu mano herida le gritase obscenidades,

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tratando de cegarlo de dolor.Era el amanecer. El negro deja paso

al gris y las primeras franjas de azulsurcan el cielo, persiguiendo a lasestrellas que le habían reconfortadoantes con su presencia. A pocos metrosde distancia, Tommy distinguió elagujero negro de la salida del túnel.

Fritz Número Uno se detuvo,ocultándose detrás de un árbol. Señalóel túnel.

—Señor Hart —murmuró asiendo aTommy del brazo—. El HauptmannVisser habría ordenado que me fusilaranal averiguar que fui yo quien negociócon el arma que mató a Trader Vic. La

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que usted me devolvió. Estaba en deudacon usted, esta noche, he pagado mideuda.

Tommy asintió con la cabeza.—Ahora estamos… ¿cómo se dice?

—preguntó el hurón.—En paz —respondió Tommy.El alemán lo miró sorprendido.—¿En paz?—Es otra expresión, Fritz. Cuando

uno ha saldado su deuda, se dice queestá «en paz»… —Tommy sonrió,pensando que el agotamiento debía dehaberle hecho perder el juicio, pues nose le había ocurrido nada mejor queponerse a dar clases de inglés.

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El hurón sonrió.—En paz. Lo recordaré. Tengo

mucho que recordar.Luego señaló el agujero.—Ahora, señor Hart, contaré hasta

sesenta y luego tocaré el silbato.Tommy asintió. Se puso en pie y

echó a correr hacia el agujero. Sinvolverse siquiera una vez, se lanzó denuevo a la oscuridad y bajóapresuradamente los peldaños de latosca escalera. Al aterrizar en el suelodel pozo, el dolor que le atenazaba lamano le cubrió de insultos. Sin pensaren los terrores que recordaba de suinfancia, ni en los terrores que había

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experimentado esa noche, Tommyavanzó por el túnel. No había luz, ni unavela que los hombres hubieran olvidado,para guiarlo.

Todo estaba sumido en una inmensaoscuridad, como burlándose delamanecer que iluminaba el mundoexterior.

Tommy regresó a la prisión, solo,extenuado, ciego y profundamenteherido, seguido por el lejano sonido delsilbato de Fritz Número Uno resonandoen el ordenado mundo en la superficie.

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20

Una cura provisional

En el barracón 107 reinaba el caos.Los hombres que no habían

conseguido fugarse, congregados en elpasillo central, se quitaban a todo corrersus trajes de paisano para volver avestir sus raídos y gastados uniformes.Muchos de ellos habían cogido unasraciones adicionales de comida con que

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alimentarse hasta llegar a lugar seguro, yse estaban metiendo chocolate y carneenlatada en la boca, temiendo que losalemanes se presentaran y confiscarantodos los alimentos que habían idoalmacenando con diligencia durante lasúltimas semanas. Los miembros de latropa de apoyo guardaban la ropa, losdocumentos falsos, billetes, pasaportes,permisos de trabajo y demás objetosconfeccionados por los kriegies paradar una falsa legitimidad a su ansiadaexistencia fuera de la alambrada, enlibros vaciados o escondrijos situadosdetrás de los tabiques. Los integrantesde la brigada de los cubos de tierra se

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dejaron caer del agujero en el techo,limpiándose el sudor y la tierra de lacara, mientras un aviador aseguraba denuevo el panel de acceso en su lugarconfiando en que los alemanes no lodescubrieran. Un oficial permanecíajunto a la puerta del barracón, espiandoa través de una hendija en la madera,para ayudar a los hombres a salir soloso en pareja cuando no hubiera moros enla costa.

Había veintinueve hombresdistribuidos a lo largo del túnel cuandoTommy había dado la voz de alarma alNúmero Diecinueve. La señal se habíamovido con mayor rapidez que los

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hombres, transmitida a través de unaserie de gritos, tal como había sidodifundido el mensaje de la inocencia deScott. Pero a medida que se propagaba através del túnel, los hombres que sehallaban en él se las veían y deseabanpara emprender la retirada, que eramucho más difícil en aquel oscuro yreducido espacio. Los hombres sehabían movido frenéticamente,desesperados, algunos retrocediendo agatas, otros tratando de dar la vuelta.Pese a lo crítico de la situación, leshabía llevado bastante tiempo retrocedersobre sus pasos, decepcionados,temerosos, angustiados y furiosos ante la

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mala pasada que les había jugado lavida al arrebatarles aquella oportunidad.Las blasfemias resonaban en el estrechotúnel, las obscenidades reverberabanentre los muros.

Cuando habían empezado a salir losprimeros hombres, Lincoln Scott sehallaba junto al borde de la entrada,contigua al retrete. El comandante Clark,situado a pocos pasos, impartíaenérgicas órdenes con el fin de imponercierta disciplina entre los presos. Scottse había vuelto, asimilando ladesintegración de la escena que lerodeaba. Se había agachado para ayudaral Número Cuarenta y siete a trepar por

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el orificio de entrada.—¿Dónde está Hart? —había

preguntado Scott—. ¿Has visto a TommyHart?

El aviador meneó la cabeza.—Debe de estar todavía en la parte

delantera del túnel —respondió elhombre.

Scott ayudó al kriegie a desfilarhacia el pasillo, donde el hombreempezó a quitarse su atuendo de fuga.Scott se asomó al pozo del túnel. Elresplandor de las velas parecía dibujarunas cicatrices sobre los rostros de losconsternados hombres mientras tratabande trepar por la entrada del túnel.

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Se agachó, asió la mano del NúmeroCuarenta y seis y con un tremendo tirónle ayudó a ascender a la superficie,formulándole la misma pregunta:

—¿Has visto a Hart? ¿Le has oído?¿Está bien?

Pero el Número Cuarenta y seismovió la cabeza en señal de negación.

—Aquello es un caos. No se venada, Scott. No sé dónde está Hart.

Scott asintió con la cabeza. Despuésde ayudar al aviador a salir por elretrete y dirigirse hacia el pasillo, seagachó para asir el cable negro quedescendía por el agujero.

—¿Qué hace, Scott? —inquirió el

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comandante Clark.—Ayudar —repuso Scott.Acto seguido dio media vuelta,

como un montañista que se dispone adescender por un precipicio, y sin decirotra palabra al comandante, descendióhacia la antesala. Notó una tremendatensión en la enrarecida atmósfera deltúnel, casi como quien entra en unahabitación de hospital presidida por elolor a enfermedad y nadie abre unaventana para que se ventile. En suprecipitada retirada, los hombres habíandejado abandonado el fuelle, que uno delos primeros kriegies que había salidodel túnel había apartado a un lado de

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una patada. Al ver al Número Cuarenta ycinco avanzar cargado con una maleta,Scott extendió la mano en la grisáceasemioscuridad y se apresuró a tomarlade manos del agradecido kriegie.

—¡Joder! —murmuró éste—. Estacondenada maleta casi ha conseguidoque el techo se derrumbara encima demí. Gracias. —El hombre se apoyó en elmuro de la antesala—. Ahí arriba tefalta el aire —se quejó—. No puedesrespirar. Espero que ninguno pierda elconocimiento.

Scott ayudó al hombre, que nodejaba de resollar, a instalarsecómodamente junto al pozo hasta haber

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recobrado el aliento, y depositó en susmanos el cable de acceso. El kriegie ledio las gracias con un movimiento de lacabeza y empezó a incorporarse,sujetando el cable con ambas manos.

Cuando se hubo puesto en pie, elaviador negro se volvió y recogió elfuelle.

Lo colocó derecho y luego se situósobre él, con un pie plantado a cadalado del artilugio, como había hechomomentos antes el capitán neoyorquino.Sacando fuerzas de flaqueza, Scottempezó a accionarlo con furia, lanzandounas ráfagas de aire a través del túnel.

Transcurrió casi un minuto antes de

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que el próximo kriegie apareciera por laentrada del túnel. El aviador estabaagotado por la tensión del fracasadointento de fuga. Tosió gesticulando en lasofocante atmósfera de la antesala,dando gracias por poder respirarsiquiera aquel aire enrarecido y señalóel fuelle.

—Menos mal —murmuró—. Ahíarriba no se puede respirar. Te asfixias.

—¿Dónde está Hart? —preguntóScott entre resoplidos. Su rostro relucíacubierto de sudor.

—No lo sé —repuso el kriegiemeneando la cabeza—. Quizás esté decamino hacia aquí. No lo sé.

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No se ve nada. Apenas podíarespirar. Todo está lleno de arena ytierra y lo único que oyes es a los otrostíos gritar que retrocedas, que salgas atoda prisa. Eso y las malditas tablas deltecho crujiendo y chirriando. Espero queno se nos caiga encima. ¿Ya hanaparecido los alemanes?

Scott apretó los dientes y negó conla cabeza.

—Todavía no. Tienes la oportunidadde salir, apresúrate.

El Número Cuarenta y cinco asintió.Suspiró para hacer acopio de fuerzas.Luego trepó por el cable y alzó lasmanos para que le ayudaran a salir por

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la entrada del retrete.En la antesala, Scott continuó

accionando el fuelle con increíblevelocidad. El fuelle crujía y rechinabaal tiempo que el aviador negro emitíaruidos guturales debido al esfuerzo.

Lentamente, los hombres fueronsaliendo del túnel uno tras otro. Todosestaban sucios y atemorizados; todosexperimentaron una sensación de alivioal contemplar la superficie. «Tienes lasensación de que te mueres», comentó unhombre. Otro opinó que le parecía haberestado en un ataúd. Cada kriegie seapresuraba a llenar sus pulmones, y másde uno, al ver a Scott dándole al fuelle,

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murmuró una frase de gratitud.El tiempo transcurría

peligrosamente, tirando de cada hombrecomo un remolino en el mar,amenazando con arrastrarlos hacia aguasmás procelosas aún.

—¿Has visto a Hart? ¿Dónde estáHart? —preguntó Scott.

Nadie podía responder.Fenelli, que era el Número

Veintiocho, avanzó torpemente y aterrizóa los pies de Scott.

—Menos mal que se te ocurrióutilizarlo —murmuró señalando el fuelle—. De no ser por eso todo el túnelestaría lleno de hombres inconscientes.

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El aire aquí está envenenado.—¿Dónde está Hart? —inquirió

Scott por enésima vez.Fenelli meneó la cabeza.—Estaba en la parte delantera.

Fuera de la alambrada. Dando a loshombres la señal de salir. No sé dóndeha ido a parar.

Scott sentía una mezcla de furia eimpotencia. No sabía qué hacer, salvoseguir lanzando unas ráfagas vitales deaire por el túnel.

—Es mejor que salgas de aquí —dijo entre dientes—. Cuando lleguesarriba te ayudarán a salir.

Fenelli empezó a incorporarse, pero

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luego volvió a dejarse caer, sonriendo.—¿Sabes? Tengo un primo en la

marina. En uno de esos malditossubmarinos. Quería que me alistara conél, pero le dije que sólo a un idiota se leocurriría ponerse a nadar por el fondodel mar, conteniendo el aliento, en buscade japoneses. Yo no iba a cometer esaestupidez, le dije. ¡Ja, ja! Y aquí metienes. A ocho metros bajo tierra,encerrado en una puta prisión. ¡Yo, queingresé en las fuerzas aéreas para volar!

Scott asintió con la cabeza, sin dejarde mover el fuelle, y esbozó una brevesonrisa.

—Creo que me quedaré aquí contigo

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unos minutos —dijo Fenelli.El médico de Cleveland se agachó

para mirar por el túnel, oscuro comoboca de lobo. Cuando pasó un minuto,extendió las manos para ayudar alNúmero Veintisiete a salvar los últimospalmos.

Se trataba del capitán neoyorquino,quien se arrojó también al suelo,boqueando como un pez fuera del agua.

—¡Jesús! —exclamó—. ¡Vayadesastre! He tenido que pasar a travésde un montón de arena en más de unaocasión. Las cosas se están poniendofeas ahí dentro.

—¿Dónde está Tommy?

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El hombre hizo ademán de nosaberlo.

—Hay varios hombres que bajan porel túnel detrás de mí —dijo. Después deinspirar una bocanada de aire se puso enpie—. ¡Joder! Es agradable erguirse.Me largo de aquí. —Asió el cable ycuando Fenelli le hubo ayudado acolocarse bien, comenzó a trepar haciala superficie y un lugar seguro.

Justo después de que el NúmeroDiecinueve hubo pasado por la entradadel túnel, el comandante Clark se asomópor el borde del pozo y gritó:

—¡Se acabó! ¡Acaba de sonar laalarma!

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El aullido lejano de una sirenaantiaérea penetró incluso hasta dondeellos se hallaban.

—¿Dónde está Hart? —preguntóScott preocupado.

El Número Diecinueve movió lacabeza negativamente.

—Creía que iba detrás de mí —repuso—. Pero no sé dónde se hametido.

—¿Qué ha pasado? —inquirióFenelli, arrodillándose y mirando por eltúnel. Metió la cabeza por el agujero,tratando de detectar el sonido de alguienarrastrándose por el túnel.

—¡Vamos, apresúrense! —les

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exhortó el comandante Clark desdearriba—. ¡Hay que moverse!

El Número Diecinueve seguíameneando la cabeza.

—No sé —dijo—. Yo estaba en elpeldaño superior de la escalera,esperando la señal para salir corriendo,tal como nos habían ordenado, pero elque estaba en el otro extremo de lacuerda, dando las señales, era Hart, noel tío que iba delante de mí, como noshabían dicho. El caso es que estabacansado de esperar y esperar,preguntándome que demonios ocurría,porque habían transcurrido más de unpar de minutos y teníamos que salir de

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tres en tres a lo sumo, cuando de prontooigo a dos hombres peleando. ¡Menudapelea! Al principio sólo se oíangruñidos, resoplidos, puñetazos ydespués el choque de un cuerpo al caeral suelo. Luego silencio y acontinuación, como por arte de encanto,oigo por fin voces. No pude oír lo quedecían, pero daba lo mismo, porque depronto percibo a Hart en la entrada,diciéndome que todo está lleno dealemanes y que retroceda lo más rápidoque pueda por el túnel, que todostenemos que salir, porque la alarma estáa punto de sonar.

De modo que bajo por la escalera y

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empiezo a retroceder, pero no podíapasar, porque los tíos estabanaterrorizados, peleando para dar lavuelta, y no se podía respirar, todoestaba lleno de tierra y no se veía nadaporque todas las velas estabanapagadas. Y de repente, aterrizo aquí.

—¿Dónde está Hart? —gritó Scott.El Número Diecinueve se encogió

de hombros mientras trataba derecuperar el resuello.

—No sé decirte. Supuse que meseguiría, pero al parecer no lo hizo.

La voz del comandante Clark resonóa través de la abertura.

—¡Apresúrense! ¡Los alemanes

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están a punto de llegar! ¡Tenemos quecerrar el túnel!

Scott alzó la cabeza para mirarle.—¡Hart aún no ha regresado! —

respondió.Clark vaciló unos instantes.—¡Debería ir detrás del último

hombre!—¡Pero no ha vuelto!—¡Tenemos que cerrar el túnel antes

de que se presenten!—¡Hart no ha vuelto! —gritó Scott

una vez más.—¿Pero dónde puñetas se ha

metido? —preguntó el comandante.

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Tommy Hart ya no podía diferenciarentre los variados dolores que lerecorrían el cuerpo. Su maltrecha manoparecía haber distribuido el sufrimientoa través de cada centímetro de aquél.Cada punzada de inenarrable dolor seveía incrementada por un agotamientotal que Tommy no creía tener fuerzassuficientes para descender por el túnel.Había superado el límite dondeprevalecían el temor y el terror y seestaba adentrando en el territorio de lamuerte. El hecho de ser capaz deavanzar a rastras le maravillaba, pues nosabía de dónde había sacado esa reservade energía. Sus músculos le advertían

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que estaban a punto de rendirse. A pesarde todo, no se detuvo.

Era la noche más oscura que habíaconocido y se sentía terriblemente solo.

Riachuelos de arena caían sobre sucabeza. El polvo le taponaba la nariz.Tenía la sensación de que no quedabaaire dentro de los reducidos confines deltúnel. El único sonido que podíadetectar era el crujir de las tablas queapuntalaban el techo y que parecían apunto de ceder. Tommy continuódesplazándose, como si nadara,apartando mediante un esfuerzosobrehumano la tierra que obstaculizabasu camino.

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No tenía esperanzas de seguir así lossetenta y cinco metros del túnel, ni secreía capaz de recorrer esa distanciaantes de que los alemanes irrumpieranen el barracón. Curiosamente, elcansancio, unido al dolor y al inmensoesfuerzo que representaba seguiravanzando, se habían confabulado paraimpedir que el terror hiciera presa en ély lo inmovilizara. Parecía como si todaslas angustias que invadían su cuerpo nodejaran espacio suficiente para la máspeligrosa. En el curso de esta últimabatalla, la posibilidad de derrota no lehabía pasado siquiera por la mente.

Se aferraba a cada centímetro de

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oscuridad a medida que iba avanzando.No se detuvo. Ni siquiera caviló,

pese a su fatiga. Incluso cuando hallabasu camino parcialmente bloqueado y eltúnel se hacía aún más estrecho,continuó reptando por él, deslizando sucuerpo larguirucho a través delminúsculo espacio. Se sentía mareadodebido al esfuerzo. Cada bocanada deaire que inspiraba en la oscuridad leparecía más enrarecida, más fétida, másdañina.

No sabía el trecho que habíarecorrido ni hasta dónde había llegado.En cierto modo, tenía la impresión dehaber estado siempre en el túnel, como

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si nunca hubiera existido el exterior niun cielo diáfano lleno de aire puro y unsinnúmero de estrellas. Le vinieronganas de reír, pensando que todo lodemás debía de ser un sueño: su casa, suescuela, su amor, la guerra, sus amigos,el campo de prisioneros, laalambrada… Nada de ello habíaexistido; él había muerto en elMediterráneo, junto al capitán tejano, ytodo lo demás era tan sólo una extrañafantasía sobre el futuro que él habíallevado consigo al más allá. Apretó losdientes y se arrastró otro metro,pensando que acaso nada era real, queeste túnel era el infierno, en el que él

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había estado siempre y del que jamássaldría. Ni salida, ni aire, ni luz. Portoda la eternidad.

En medio de ese delirio que habíahecho presa de él, oyó una voz.

Le parecía familiar. Al principiocreyó que era la de Phillip Pryce, peroen seguida comprendió que no, que erasu viejo capitán quien le llamaba.Tommy avanzó a rastras unos palmos,sonriendo, pues pensó que debía de serLydia la dueña de esa voz. Estaba enVermont, era verano, y ella había ido abuscarlo a su casa para que saliera agozar del tibio aire nocturno y le dieraun beso de buenas noches, tierno y

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apasionado. Susurró unas palabras,como un enamorado que se vuelve en ellecho por la noche en respuesta a unascaricias insinuantes.

—Estoy aquí —dijo.La voz volvió a llamarle, y Tommy

avanzó un poco más.—Estoy aquí —dijo, más fuerte. No

tenía fuerzas para hablar más alto, y sóloconsiguió articular unas palabras apenasaudibles. Siguió arrastrándose,esperando ver a Lydia tendiéndole lamano, instándole a acercarse a ella.

Entonces lo ensordeció un ruidotremendo.

Ni siquiera tuvo tiempo de asustarse

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cuando el techo se partió y de prontocayó sobre él una cascada de tierraarenosa.

—¡Lo he oído! —gritó Lincoln Scott—. ¡Está ahí dentro!

—¡Joder! —exclamó Fenelli,alejándose de la entrada del túnelcuando salió una ráfaga de tierra comosi se hubiera producido una explosión—. ¡Maldita sea!

El comandante Clark gritó desde laentrada en el retrete:

—¿Qué pasa, dónde está Hart?—¡Está aquí! —respondió Scott—.

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¡Lo he oído!—¡Se ha derrumbado el techo! —

gritó Fenelli.—¿Dónde está Hart? —volvió a

inquirir el comandante—. ¡Tenemos quecerrar el túnel! ¡Los alemanes estánsacando a todo el mundo de losbarracones! ¡Si no lo cerramos ahora, lodescubrirán!

—¡Lo he oído! —repitió Scott—.¡Está atrapado!

Scott y Fenelli alzaron la vista ymiraron al comandante Clark. Estepareció oscilar ligeramente, como losvahos de calor sobre el asfalto de unaautopista en una calurosa tarde de

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agosto, antes de tomar una decisión.—Empezad a mover los cubos —

gritó, volviéndose hacia los otroshombres en el pasillo—. ¡Nadie sale deaquí hasta que hayamos rescatado aHart! —Se inclinó sobre el orificio deacceso a la antesala del túnel y chilló—:¡Ahora bajo! —Tras lo cual tomó unapala y el rudimentario pico y los arrojópor el agujero.

Cayeron estrepitosamente al suelo.Pero Lincoln Scott ya se había lanzado através del túnel, adentrándose en él,apartando frenéticamente la arena y latierra que se habían desprendido,cavando como una bestia subterránea

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enloquecida. Scott extrajo pala tras palade la tierra que se había desprendido alderrumbarse el techo, arrojándola trasél, para que Fenelli la apartara hacia elfondo de la antesala.

Nada de cuanto Lincoln Scott habíahecho en su vida le había parecido tanperentorio. Ningún momento deconfrontación, de ira, de rabia, nada eracomparable a su ataque contra la arenadesprendida que le impedía avanzar. Eracomo pelear contra un fantasma, contraun espíritu.

Lincoln no tenía remota idea de sitendría que excavar un palmo o cien.Pero no le importaba lo más mínimo.

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Siguió excavando, arrojando puñadostras él. Empezó a recitar un mantra envoz baja «¡No vas a morir! ¡No vas amorir!», al tiempo que seguía excavandoy avanzando hacia el lugar donde creíahaber oído el último y débil sonido de lavoz de Tommy Hart.

Fenelli, a unos metros detrás de él,le animaba.

—¡Continúa! ¡Continúa! ¡Le quedanunos pocos minutos antes de asfixiarse!¡Sigue cavando, maldita sea!

El comandante Clark permanecíaarrodillado junto al borde de la entradaal túnel, cerca del retrete, mirando porel orificio.

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—Apresúrese —exhortó a Scott—.¡Maldita sea, muévase!

En el otro extremo del pasillocentral del barracón 107, el oficial quemontaba guardia junto a la puertaprincipal se volvió de repente y gritó alos que estaban en el retrete:

—¡Se acercan alemanes!El comandante Clark se levantó. Se

volvió hacia la brigada de los cubos queestaban de pie en el pasillo y ordenó:

—¡Salgan todos al campo de revista!—¿Qué hacemos con el túnel? —

preguntó alguien.—¡Al carajo con el túnel! —replicó

Clark.

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Pero luego alzó la mano derecha,como para detener a los hombres aquienes había ordenado que salieran. Elcomandante dejó escapar una sonrisairónica, tensa, a través de su rostro ymiró a los kriegies que se disponíanfrente a él.

—De acuerdo —dijo con tonoenérgico—. ¡Necesitamos unos minutosmás! Hay que ganar tiempo.

Esto es lo que quiero que hagan:quiero que dispersen al jodido pelotónde alemanes que se dirige hacia aquí.Láncense a por ellos como si fueran amarcar un tanto en el área de meta.¡Embístanlos, déjenlos noqueados! Pero

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sigan adelante, no se detengan más quepara propinarles un par de mamporros.Diríjanse hacia el campo de revista ycolóquense en formación. ¿Entendido?¡La vieja cuña de la aviación a travésdel enemigo! ¡Pero no se detengan! ¡Noquiero que nadie reciba un tiro!

¡No quiero que arresten a nadie!Entreténganlos el máximo tiempoposible. ¿Está claro?

Los hombres situados en el pasilloasintieron con la cabeza. Algunossonrieron.

—¡Andando pues! ¡A por ellos! —gritó el comandante Clark—. Y cuandolleguen a esa puerta, quiero oír sus

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voces.Los hombres sonreían de

satisfacción. Algunos se golpearon lapalma de la mano con el puño, hicieroncrujir sus nudillos. Tensaron losmúsculos. El oficial que estabavigilando la puerta gritó de pronto:

—¡Preparados!Luego:—¡Adelante!—¡Adelante, kriegies! —ordenó

Clark.Tras emitir tres furiosos gritos de

desafío, la falange de aviadoresamericanos se lanzó por el pasillo,hombro con hombro, y salió rauda por la

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puerta del barracón.—¡Ánimo! ¡Ánimo! —gritaba Clark.No alcanzó a presenciar el impacto

del ataque, pero oyó el guirigay devoces cuando los hombres embistieronal pelotón de alemanes que se dirigíahacia el barracón, creando al instanteuna violenta confusión de cuerpos en elsuelo del campo de revista. Oyóexclamaciones de alarma y el impactode los cuerpos al chocar entre sí. Pensóque era un sonido muy satisfactorio.

—¡Alemanes! ¡Están a punto deaparecer! ¡Sigan cavando! —exclamódespués, volviéndose hacia el túnel.

Lincoln Scott oyó las palabras, pero

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no significaban nada para él. Laamenaza provocada por el derrumbe deltecho era muchísimo más grave que unpelotón de gorilas dirigiéndose a lacarera hacia el barracón 107. Teníatambién que pelear contra la oscuridadque amenazaba con engullirlo.

Apartó la tierra que entorpecía sucamino con una furia fruto de muchosaños de incesante rabia.

Tommy Hart estaba asombrado. Lamuerte parecía acercarse a él depuntillas.

Había conseguido encogerse un poco

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cuando el techo se derrumbó sobre él,procurándole una minúscula bolsa deoxígeno de la que pudo arrancar unasbocanadas de aire fétido y enrarecido.No había creído que el mundo pudierallegar a ser tan tenebroso.

Por primera vez, tras días ysemanas, se sentía sereno,completamente relajado. Toda la tensiónen cada fibra de su cuerpo parecíahaberse disipado de improviso, paraalejarse de él. Sonrió para sus adentros,pensando que incluso el intenso dolorque sentía en la mano, que hacía que leardiera todo el cuerpo, parecía haberseextinguido. Le parecía extraño, pero

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reconfortante; era un don que la muertele ofrecía en sus últimos momentos.

Tommy respiró hondo. Estuvo apunto de prorrumpir en una carcajada.«Qué curioso —se dijo— noconcedemos importancia al hecho derespirar, y eso que inspiramos airedecenas de miles de veces al día. Sólocuando estás a punto de morir te dascuenta de lo especial que es el aire querespiramos, lo dulce y delicioso quesabe.»

Volvió a respirar profundamente ytosió. El derrumbe había inmovilizadosu cabeza y sus hombros, pero no suspies. Los movió un poco, casi como si

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pretendiera avanzar, peleando hasta losúltimos segundos. Pensó en todas laspersonas importantes en su vida. Y lasvio como si las tuviese frente a él. Leprodujo tristeza pensar que estaba apunto de convertirse en un merorecuerdo para ellas. Se preguntó si lamuerte consistiría esencialmente en eso,en pasar de un ser de carne y hueso a unrecuerdo.

Tras esta última reflexión Tommyvolvió a sorprenderse, esta vez alpercibir el inconfundible sonido de unosarañazos. Se quedó perplejo. Creía estarcompletamente solo y le parecíaincomprensible que un fantasma hiciera

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ese ruido terrenal. Un ruido de vida, quelo confundió y asombró aún más.

Pero quien aferró su maltrecha manono fue un fantasma.

En la densa oscuridad del túnel,Tommy notó de pronto que se abría unespacio ante él. Y en ese agujero oyóunas palabras, farfulladas, pronunciadasentre dientes debido al agotamiento:

—¿Hart? ¡Maldita sea, háblame! ¡Novas a morir! ¡No lo permitiré!

Tommy sintió una inmensa fuerzaque tiraba de él, arrastrándolo a travésde la tierra que él había creído susepultura.

En aquel preciso momento, todos los

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dolores y sufrimientos que habíandesaparecido regresaron, casi cegándoloa medida que un intenso dolor invadíade nuevo todo su cuerpo. Perocuriosamente, Tommy se alegró desentirlo, pues dedujo que significaba quela muerte había renunciado a llevárseloconsigo.

—¡No vas a morir, maldita sea! —oyó de nuevo—. ¡No lo consentiré!

—Gracias —fue todo cuanto susescasas fuerzas le permitieron decir.

Lincoln Scott apoyó las manos en loshombros de Tommy, hundiendo suspoderosos dedos en su camisa y sucarne, y con un sonoro y violento

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gruñido lo arrancó de debajo del techoque se había derrumbado sobre él.Luego, sin vacilar, lo empujó haciadelante, arrastrándolo por el túnel.

Tommy trató de colaboraravanzando a cuatro patas, pero no pudo.Le quedaban menos fuerzas que a unniño. Así, dejó que Scott lo condujerahacia delante a empujones y manotazos,llevándolo hacia la incuestionableseguridad que ofrecía la entrada deltúnel.

El comandante Clark estaba de pieen la entrada del retrete, con los brazos

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cruzados, interceptando el paso a unteniente alemán y a un pelotón de gorilascubiertos con cascos y armados confusiles.

—Raus! —gritó el oficial alemán—.¡Apártese! —añadió en un ingléspasable aunque con marcado acento.

El alemán tenía el uniforme roto enlas rodillas y desgarrado en el hombro,y de la comisura brotaba un hilo desangre que manchaba su mandíbula. Loshombres del pelotón presentaban variosrasguños y cortes parecidos, y susuniformes estaban también rotos y suciosdebido al encontronazo con los kriegiesque habían salido precipitadamente del

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barracón 107.—Ni hablar —replicó el

comandante Clark con energía—. Nohasta que mis hombres hayan salido.

El oficial alemán lo fulminó con lamirada.

—¡Apártese! ¡Fugarse estáverboten!

—¡Nuestro deber es fugarnos! —tronó Clark—. Además, nadie se hafugado, idiota —agregó el comandanteClark con desdén, sin moverse—. ¡Nose han fugado! ¡Han vuelto! Y cuandosalgan, puede usted quedarse con elmaldito túnel. Se lo regalo.

El oficial alemán se llevó la mano al

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cinturón y sacó su Luger semiautomática.—¡Si no se aparta, Herr

comandante, le pego un tiro aquí mismo!Al decir esto amartilló la pistola

para subrayar sus palabras.Clark meneó la cabeza.—No me muevo de aquí. Puede

matarme de un tiro, teniente, pero seenfrentará a la soga del verdugo. Alláusted si comete esa estupidez.

Tras dudar unos instantes, el oficialalemán alzó la pistola y la apuntó alrostro de Clark, que lo miró conmanifiesto odio.

—¡Alto!El oficial dudó unos instantes y

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luego se volvió. Los hombres delpelotón se cuadraron cuando elcomandante Von Reiter se acercó por elpasillo. Tenía el rostro encendido. Sufuria era tan evidente como el forro deseda rojo de su abrigo. Asestó unapatada en el suelo de madera.

—¿Qué significa esto, comandanteClark? —inquirió bruscamente—. ¡Vayaa ocupar su lugar en la cabeza de laformación de inmediato!

El comandante Clark volvió anegarse con un gesto.

—Ahí abajo hay unos hombres.Cuando salgan, yo les acompañaré alAppell.

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Von Reiter vaciló, pero su próximaorden fue interrumpida por la vozexaltada de Fenelli, que brotó por laentrada del túnel.

—¡Lo ha rescatado! ¡Lo ha hecho deputa madre, comandante! ¡Scott halogrado sacarlo de allí!

¡Van a salir!Clark se volvió hacia el médico.—¿Está bien?—¡Está vivo!Entonces Fenelli se volvió y

extendió la mano a través del túnel paraayudar a Lincoln Scott a arrastrar aTommy Hart los últimos metros. Alentrar en la antesala ambos hombres se

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arrojaron extenuados sobre el montón detierra. Fenelli se dejó caer por elagujero y aterrizó junto a Tommy, aquien sostuvo la cabeza mientrasLincoln Scott, resollando, inspirando elaire del pozo del túnel, se dejó caerjunto a ellos. Fenelli sacó unacantimplora llena de agua, que vertiósobre la cara de Tommy.

—¡Joder, Hart! —murmuró Fenelli—. Debes de ser el tío más afortunadodel mundo.

Luego observó la maltrecha mano deTommy y emitió una exclamación deasombro.

—Y la mano más desgraciada.

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¿Cómo ocurrió?—Me mordió un perro —respondió

Tommy con un hilo de voz.—Menuda bestia —dijo Fenelli.

Luego le formuló otra pregunta en vozbaja—: ¿Qué diablos ha ocurrido ahífuera?

Tommy meneó la cabeza y respondiósuavemente:

—Conseguí salir. Por poco rato,pero salí.

—Bien —repuso el médico deCleveland esbozando una sonrisa desatisfacción, aunque cubierta de tierra—. Llegaste más lejos que yo, lo cual yaes algo.

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Pasó un brazo por la axila deTommy y le ayudó a incorporarse. Scottse levantó también emitiendo un sonidogutural. Los dos hombres tardaron un parde minutos en alzar a Tommy a travésdel pozo del túnel hasta la superficie,donde los alemanes le agarraron ydepositaron sobre el suelo del pasillo.Tommy no sabía lo que ocurriría acontinuación, sólo que se sentía aturdidodebido al sabor embriagador del aire.No creía tener fuerzas suficientes paraponerse en pie por sí solo y caminar, silos alemanes se lo exigían. Lo único quesentía era un dolor inmenso y unagratitud no menos inmensa, como si esas

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dos sensaciones contradictoriasestuvieran más que dispuestas acompartir un espacio en su interior.

Era consciente de que Lincoln Scottse hallaba cerca, junto al comandanteClark, como si montara guardia. Fenellivolvió a inclinarse sobre él y le observóla mano.

—La tiene destrozada —observóFenelli volviéndose al comandante VonReiter—. Es preciso curarle esasheridas sin pérdida de tiempo.

Von Reiter se agachó y examinó lamano. De inmediato retrocedió, como silo que había visto le chocara. Trasdudar unos segundos, retiró lentamente y

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con cuidado el pañuelo con que Tommyse había envuelto la mano. Von Reiter seguardó el pañuelo en el bolsillo de suguerrera, haciendo caso omiso de lasangre que empapaba la seda blanca. Alcontemplar las graves lesiones, arrugóel ceño. Observó que tenía el índice casiamputado y unos cortes profundos en lapalma y los otros dedos. Luego alzó lavista y miró al teniente alemán.

—¡Traiga un paquete de curainmediatamente, teniente!

El oficial alemán saludó e hizo ungesto a uno de los gorilas que seguían enposición de firmes.

El soldado alemán sacó un paquete

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que contenía una gasa impregnada consulfamida de un estuche de cuero sujetoa su cinturón de campaña y lo entregó alcomandante Von Reiter, quien, a su vez,lo pasó a Fenelli.

—Haga lo que pueda, teniente —dijo Von Reiter con tono hosco.

—Esto no es suficiente, comandante—replico Fenelli—. Necesita medicinasy un médico.

Von Reiter se encogió de hombros.—Véndale bien la mano —dijo.El comandante alemán se incorporó

bruscamente y se volvió hacia elcomandante Clark.

—Encierre a estos hombres en la

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celda de castigo —dijo, indicando aFenelli, Scott y Hart.

—Hart necesita que lo atienda deinmediato un médico —protestó elcomandante Clark.

Pero Von Reiter sacudió la cabeza.—Ya lo veo, comandante —dijo—.

Lo siento. A la celda. —Esta vez repitióla orden al oficial alemán que se hallabacerca— ¡A la celda! Schnell! —dijoalzando la voz. Acto seguido, sin añadirotra palabra ni mirar a los americanos oel túnel, dio media vuelta y abandonóapresuradamente el barracón.

Tommy trató de levantarse, pero ladebilidad se lo impedía.

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El teniente alemán le empujó con subota.

—Raus! —dijo.—No te preocupes, Tommy, yo te

ayudaré —dijo Lincoln Scott apartandoal alemán de un golpe con el hombro.Luego se inclinó y ayudó a Tommy aponerse en pie. Al levantarse, Tommyestuvo a punto de perder el equilibrio—.¿Puedes caminar? —le preguntó Scott envoz baja.

—Lo intentaré —respondió Tommyentre dientes.

—Te ayudaré —dijo Scott—. Apoyael peso en mí. —Sostuvo a Tommy porlos sobacos para evitar que cayera. El

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aviador negro sonrió—. ¿Recuerdas loque te dije, Tommy? —preguntósuavemente—.

Ningún chico blanco muere si hay unaviador de Tuskegee velando por él.

Avanzaron un paso como paratantear el terreno, luego otro. Fenelli seadelantó y abrió la puerta del barracón107 para que pudieran pasar.

Rodeado por los ceñudos guardiasalemanes cubiertos con cascos,observado por todos los hombres delrecinto, Lincoln Scott condujo conlentitud a Tommy Hart a través delcampo de ejercicio. Sin decir palabra,ni siquiera cuando un gorila les

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empujaba con el cañón del fusil, los doshombres atravesaron cogidos del brazolas formaciones de aviadoresamericanos, que se apartaron en silenciopara darles paso.

Cuando hubieron salido del recintorodeado por la alambrada de espino, seoyó un portazo a sus espaldas. Sedirigieron hacia el edificio donde sehallaba la celda de castigo y al traspasarla puerta de acceso a las celdas, sonaronvítores y aclamaciones emitidos por loshombres colocados en formación. Lasaclamaciones se elevaron a través delaire de la soleada mañana, siguiéndoloshasta el acre mundo de cemento de la

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celda de castigo, traspasando el recioedificio de hormigón, filtrándose através de las ventanas abiertas provistasde barrotes, resonando y reverberando através del pequeño espacio,imponiéndose sobre el sonido de lapuerta al cerrarse con llave a susespaldas, creando una maravillosamúsica semejante a la del cuerno delanciano Josué cuando se detuvo enactitud desafiante ante las imponentesmurallas de Jericó.

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Ochenta y cuatro

sombrereros

Tommy Hart tiritó, solo, en lainhóspita celda de castigo de cementodurante casi dos semanas, mientras lasheridas de su mano se agravaban concada hora que transcurría. Tenía los

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dedos infectados e hinchados comosalchichas. La piel de su antebrazopresentaba unas señales de color verdeamarillento y pasaba buena parte deltiempo apoyado junto a la fría puerta demadera, estrechando su mano deformecontra el pecho. El dolor era intenso eincesante y Tommy se sentía cada vezmás débil; con frecuencia caía en unestado de delirio del que al poco tiempose recuperaba. Los otros hombres,encerrados en las celdas contiguas, leoían por las noches hablando a ratos conpersonas que hacía mucho que habíanmuerto o estaban lejos, y le gritabanpara atraer su atención, para obligarle a

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regresar a la realidad, como si el hechode sustraerlo a las alucinaciones fuerauna medida terapéutica.

Tommy era vagamente consciente deque cada día los hombres gritaban alguardia alemán que entraba en eledificio de las celdas, portandokriegsbrot negro y agua para losprisioneros, cubriéndole de insultos yexigiendo que Tommy fuera trasladadoal hospital. Los alemanes que seencargaban de llevarles las magrasraciones de comida, o de vaciar loscubos destinados a sus deposiciones,hacían caso omiso.

Sólo uno de sus captores, hacia la

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mitad de la segunda semana, mostrócierta preocupación. Se trataba,naturalmente, de Fritz Número Uno,quien se presentó poco después delAppell matutino, echó una ojeada aaquella mano maltrecha y ordenó quetrajeran a Fenelli.

El médico de Cleveland habíaapartado con cuidado los dedos deTommy, meneando la cabeza.

Limpió la cara y las heridas deTommy como pudo con un trapohúmedo.

—Dentro de pocos días se habrágangrenado —informó a Fritz NúmeroUno, murmurando indignado cuando

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regresaron al pasillo y Tommy ya nopodía oírlos—. Hacen falta antisépticos,penicilina; hace falta extirpar el tejidodañado. Por el amor de Dios, Fritz,corra a decirle al comandante queTommy morirá si no le atienden.

—Hablaré con él —le prometió elhurón.

—Todo depende de usted —habíadicho Fenelli—. Y de Von Reiter. ¡Y leaseguro que muchos de los hombres quehay aquí no olvidarán lo que le ocurra aTommy Hart!

—Se lo diré —repitió el cabo.—¡Dígaselo en seguida! Ahora

mismo —había dicho Fenelli con tono

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entre imperioso e implorante.Pero durante unos días no había

ocurrido nada.Atrapado entre el dolor, las

fantasías, el delirio y el frío, Tommyparecía sumirse poco a poco en unextraño universo. A veces soñaba que sehallaba todavía en el túnel, y sedespertaba gritando aterrorizado. Otras,el dolor era tan insoportable que letrasladaba a otra dimensión, donde loúnico que veía y sentía eran losrecuerdos de su hogar que le habíanreconfortado durante los meses quellevaba preso en el Stalag Luft 13. Erael estado que Tommy ansiaba, porque

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cuando contemplaba el firmamentosobre las Green Mountains que sealzaban frente a su casa en Vermont, eldolor le concedía un respiro.

El decimosexto día en la celda decastigo, ya no pudo probar bocado.Tenía la garganta seca.

Prácticamente todas sus fuerzashabían desaparecido. Tan sólo era capazde beber sorbos de agua.

Los otros le llamaban coninsistencia, tratando de convencerle paraque cantara o conversara con ellos,cualquier cosa con tal de lograr quepermaneciera consciente. Era inútil. Lospocos recursos que le quedaban los

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utilizaba para luchar contra el dolor quele provocaba unas punzadas abrasadorasen todo el cuerpo. Estaba sucio, cubiertode sudor y tierra, y temía no podercontrolar las evacuaciones. Pensó, enuno de los pocos momentos racionalesque se imponían sobre el delirio queamenazaba con apoderarse de él porcompleto, que era una forma estúpida yabsurda de morir, mordido por unoficial de la Gestapo, después de cuantohabía pasado y de las numerosas vecesque había logrado salvarse.

En sus trances oía voces quepertenecían a personas que hacía muchoque habían muerto. Incluso Visser le

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había increpado en una ocasión yTommy se había burlado insolentementede ese fantasma.

Pero no fue una alucinación cuandoun día se abrió la puerta de la celda.Tommy alzó la cabeza y contempló conojos empañados y vidriosos lainconfundible figura de Hugh Renaday,que entró de prisa.

—¡Por todos los diablos! —exclamóHugh al inclinarse sobre Tommy, que nopudo levantarse del suelo.

Tommy sonrió, a pesar del dolor.—Hugh. Creí que…—¿La había palmado? A punto

estuve. Ese cabrón de Visser ordenó que

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me fusilaran. Pero por suerte Von Reiterse negó en redondo. De modo que aquíme tienes, amigo mío, vivito y coleando.

—¿Y los otros?—¿Qué otros?—Los hombres que salieron…Hugh sonrió.—Los cochinos alemanes atraparon

esa mañana a diez tíos deambulando porel bosque, perdidos.

Otros cinco hombres fueronarrestados en la estación, mientrasesperaban que pasara un segundo tren.Por lo visto hubo cierto problema conlos billetes que falsificaron y la Gestapono tuvo ninguna dificultad en

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localizarlos entre la multitud. Pero treshombres, los tres primeros que salierondel túnel, no han aparecido y nadie sabedónde están. Todo indica que susbilletes eran aceptables y pudieronabordar un tren que se los llevó antes deque sonara la alarma. Corren muchosrumores al respecto, pero no se sabenada con certeza.

Tommy asintió con la cabeza.—Me alegro —dijo—. Tuvieron

suerte.—¿Quién sabe? A propósito, nuestro

amigo Fritz Número Uno obtuvo unamedalla y un ascenso.

Ahora es sargento, y luce una de

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esas cruces negras y relucientes en tornoal cuello. Como puedes imaginar, se haconvertido en el gallo del corral.

Hugh se agachó y rodeó a Tommycon sus brazos, para ayudarle aincorporarse.

—Vamos, abogado. Vamos a sacartede aquí —dijo.

—¿Y Scott y Fenelli?—Ellos también saldrán.Tommy sonrió.—Estupendo —dijo débilmente—

Hugh, mi mano…El canadiense apretó los dientes.—Procura resistir, muchacho. Te

llevaremos a un médico.

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El pasillo del edificio de las celdasestaba atestado de guardias alemanesarmados con fusiles.

Hugh sacó a Tommy casi en brazosde la celda, y una vez en el pasillo Scottle ayudó a transportarlo. Tommy estabadelgadísimo; cuando trató de andar,sintió como si sus piernas fueran degoma, como si cada articulación en sucuerpo se hubiera descoyuntado y no lesostuviera.

Fenelli soltó unas palabrotas entredientes mientras les conducía fuera deledificio de las celdas de castigo hacia elsoleado recinto exterior. Todos loshombres pestañearon ante el súbito

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resplandor e inspiraron afanosamenteunas bocanadas de aire templado. Fuerahabía más alemanes esperándoles,además del coronel MacNamara y elcomandante Clark, que paseabanimpacientes arriba y abajo frente aledificio.

—¿Cómo está? —preguntóinmediatamente el coronel MacNamaraa Fenelli.

—Le duele mucho —respondió elmédico.

MacNamara asintió con la cabeza yseñaló el edificio de administración delcampo.

—Allí —dijo—. Von Reiter les está

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esperando.Los hombres que componían el

extraño cortejo, en cuyo centro sehallaba Tommy, fueron conducidos aldespacho del comandante Von Reiter. Eloficial alemán estaba sentado detrás desu inmaculado escritorio, como decostumbre, pero cuando entraron se pusoen pie. Se alisó el uniforme con un gestoautomático y dio un taconazo, haciendouna leve reverencia. Una representaciónmuy estudiada y calculada.

L o s kriegies, a excepción deTommy, le saludaron al estilo militar.

Von Reiter indicó una silla y Tommyfue instalado en ella por Fenelli y

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Lincoln Scott, que permaneció detrás deél.

El alemán se aclaró la garganta ycontempló la mano desfigurada deTommy.

—¿Se siente mal, teniente Hart? —preguntó.

Tommy se echó a reír a pesar deldolor.

—He tenido épocas mejores —murmuró con voz ronca.

El coronel MacNamara avanzó,expresándose con tono enérgico, erguidoe indignado.

—¡Exijo que atienda a este hombreinmediatamente! Sus heridas son graves,

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como puede comprobar. Según laConvención de Ginebra, tiene derecho aque le vea un médico. Le advierto,comandante, que la situación es crítica.No toleraremos más demoras…

Von Reiter le interrumpió con ungesto de la mano.

—El teniente Hart recibirá la mejoratención. Lo he dispuesto todo. Le pidodisculpas por la demora, pero sonasuntos delicados.

—¡Cada minuto que pasa pone enpeligro la vida de este oficial!

Von Reiter asintió con la cabeza.—Sí, sí, coronel, lo comprendo.

Pero han ocurrido muchas cosas y

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aunque procuramos ser eficientes,quedan aún algunas cuestiones porresolver. ¿Está usted en condiciones deresponder a unas preguntas, señor Hart?Sólo se trata de completar el informepara mis superiores.

Tommy intentó encogerse dehombros.

—El teniente Hart no está obligado aresponder a ninguna pregunta —terció elcomandante Clark.

Von Reiter suspiró.—Comandante, se lo ruego. Aún no

ha oído las preguntas que voy a hacer.El comandante dejó que el silencio

se impusiera durante un par de minutos

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en la habitación.Luego se volvió hacia Tommy Hart.—Teniente, ¿sabe usted quién

asesinó al capitán Vincent Bedford delas fuerzas aéreas estadounidenses?

Tommy sonrió y asintió con lacabeza.

—Sí.—¿No fue el teniente Scott?Antes de que Tommy pudiera

responder a esta pregunta, el coronelMacNamara interrumpió.

—¡Comandante Von Reiter! ¡Comobien sabe, el teniente Scott ha sidoabsuelto de este crimen por el veredictounánime de un tribunal militar reunido

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en consejo de guerra! Mientras elteniente Scott permanecía encerrado enla celda de castigo, el tribunal llegó a laconclusión de que no había pruebas quedemostraran más allá de la dudarazonable su culpabilidad, por lo quefue declarado inocente.

—Por favor, coronel, no heconcluido mi interrogatorio.

—¿Absuelto? —preguntó Scottemitiendo una breve carcajada—.Alguien pudo haber tenido el detalle decomunicármelo.

—El campo lo sabe —dijoMacNamara—. Lo anunciamos duranteel Appell la mañana siguiente a la fuga.

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Scott sonrió. Apoyó una mano en elhombro de Tommy y le dio un apretónde enhorabuena.

MacNamara calló. Von Reiter sedetuvo, miró a los otros de uno en uno, yprosiguió con sus preguntas.

—Lo expresaré de otra forma,teniente Hart. Su investigacióndeterminó la identidad del auténticoasesino, ¿no es así?

—Sí —contestó Tommy tan fuertecomo pudo.

Von Reiter sonrió.—Eso supuse —el alemán meneó la

cabeza ligeramente—. Pensé quealgunas personas le habían subestimado,

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señor Hart. Pero eso, por supuesto, nonos concierne en estos momentos.Sigamos.

¿Ese asesino… era miembro de laLuftwaffe?

—No señor.—¿Ni de ninguna otra fuerza armada

alemana?—No, comandante —repuso

Tommy.—Dicho de otro modo: el asesino

del capitán Bedford era miembro de lasfuerzas aliadas encarceladas aquí, en elStalag Luft 13.

—Así es.—¿Está usted dispuesto a firmar una

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declaración que confirme sus palabras?—Sí, siempre y cuando no me exijan

que identifique al verdadero asesino.Von Reiter emitió una breve

risotada.—Eso, teniente, depende de sus

autoridades, con las que podrá hablar deello en otro momento más oportuno. Missuperiores me han comunicado que lospropósitos de la Luftwaffe quedaráncumplidos si usted jura que el asesinono pertenece a nuestro servicio,eximiéndonos de toda culpabilidad eneste desdichado asunto. ¿Está dispuestoa hacerlo?

—Sí, comandante.

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Von Reiter parecía satisfecho.—Me he tomado la libertad de

mandar que prepararan este documento.Deberá confiar en que el idioma alemánrefleja exactamente lo que yo he dicho yusted ha confirmado. A menos que susoficiales deseen proporcionar untraductor…

Von Reiter dirigió una sonrisairónica a MacNamara antes de añadir:

—Pero sospecho que no querránhacerlo, pues prefieren que no sepamoslos nombres de los oficiales americanosque dominan el alemán.

—Me fío de su palabra —murmuróTommy.

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—Lo suponía —dijo Von Reiter. Seretiró detrás de su mesa, abrió el cajóncentral y extrajo un papel escrito amáquina. En la cabecera de la páginaaparecía grabada una llamativa águilanegra. El alemán indicó el lugar dondefiguraba escrito el nombre de Tommy.Ofreció a éste una pluma estilográfica.Esforzándose por reprimir las ardientespunzadas de dolor que le recorrían elbrazo y el pecho, Tommy se inclinóhacia delante y firmó el documento. Fueagotador.

El oficial alemán tomó el papel, losostuvo en alto, lo examinó, sopló unavez sobre él para secarlo y volvió a

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guardarlo en el cajón. Luego impartióuna orden en tono brusco y de inmediatose abrió una puerta lateral. Fritz NúmeroUno entró y saludó.

—¡Sargento! Traiga a Herr Blucher.Y ese otro artículo del que hemoshablado.

Von Reiter se volvió hacia Tommyen el preciso momento en que elminúsculo suizo entraba en el despacho.Lucía el mismo sombrero de fieltronegro y portaba la misma cartera negra ygastada que llevaba el día en que PhillipPryce le había sido confiado a sucuidado. Von Reiter sonrió de nuevo.

—Éste, señor Hart, es Herr Blucher,

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de la Cruz Roja. Le acompañará a unhospital de su país.

Lamentablemente, las instalacionesmédicas alemanas dejan bastante quedesear y me temo que no están a la alturade las circunstancias. —El comandantealemán arqueó una ceja—. Ya conoce aHerr Blucher, ¿no? Creo que en sumomento le tomó erróneamente por unmiembro de nuestra estimada policíaestatal, la Gestapo, ¿no es cierto? Perole aseguro que no lo es.

Von Reiter hizo otra pausa.—Y lleva un pequeño regalo de un

amigo suyo, señor Hart —añadió—. Elteniente coronel de aviación Pryce envió

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estos objetos a través de valijadiplomática. Creo que los obtuvo en elhospital de Ginebra donde ahora reside.Teniente Fenelli, ¿quiere echarme unamano?

—¡Phillip! —exclamó HughRenaday—. ¿Cómo averiguó…?

Von Reiter se encogió de hombros.—No somos bestias, teniente. Al

menos no todos. Haga el favor, tenienteFenelli…

Fenelli dio un paso adelante y HerrBlucher le entregó un paquetito envueltoen papel marrón y atado con un cordel.El médico de Cleveland lo abriórápidamente y exclamó con sincera

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gratitud:—¡Santo cielo! ¡Gracias a Dios,

gracias a Dios!Se volvió y los otros vieron que el

paquete contenía sulfamidas,desinfectante, gasas estériles, variasjeringuillas, media docena de preciososviales de penicilina y una cantidadsimilar de morfina.

—¡Primero la penicilina! —dijoFenelli. Sin más dilación, llenó unajeringuilla—. Tanta como sea posible,lo más rápido posible. —Arremangó lamanga de Tommy y desinfectó un puntocerca de su hombro. Le clavó la aguja,murmurando—: Lucha, Tommy Hart.

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Ahora tienes una oportunidad de vivir.Tommy inclinó la cabeza hacia atrás.

Durante unos breves momentos, sepermitió creer que quizá lograríasobrevivir.

Fenelli siguió hablando, comoconsigo mismo, pero en realidad sedirigía a todos los que se hallabanpresentes.

—Ahora morfina para el viaje.Aliviará el dolor. Suena bien, ¿no, Hart?

Von Reiter alzó de nuevo la mano.—Teniente, le ruego que se detenga

un momento antes de que le administrela morfina —le dijo.

Fenelli se detuvo cuando estaba

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llenando la jeringuilla.Von Reiter miró a Fritz Número

Uno, que había entrado en el despachoportando una tosca caja.

El comandante alemán sonrió unavez más. Pero era una sonrisa fría, querevelaba los muchos años dedicados alduro servicio de la guerra.

—Tengo dos regalos para usted,señor Hart —dijo con tono quedo—.Para que recuerde estos días.

Se llevó la mano al bolsillo de laguerrera y sacó un pañuelo. Era elpañuelo de seda manchado de sangrecon el que Tommy se había vendado lamano momentos después de su pelea con

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Visser.—Creo que esto es suyo, señor Hart.

Sin duda un importante regalo de unaamiga en Estados Unidos, que sospechoque debe de tener un valor sentimental…

El alemán extendió el relucientepañuelo blanco sobre la mesa frente aél. Las manchas de sangre se habíansecado y presentaban unos tonos rojosamarronados.

—Se lo devuelvo, teniente. Peroobservo la extraña coincidencia de quelas iniciales de su amiga son idénticas alas de mi antiguo ayudante, elHauptmann Heinrich Albert Visser, quemurió valerosamente al servicio de su

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patria.Tommy contempló las HAV

bordadas con unas floridas letras en unaesquina del pañuelo. Miró a Von Reiter,que meneó la cabeza.

—La guerra, por supuesto, consisteen una serie de desconcertantescoincidencias.

Von Reiter suspiró y tomó elpequeño pañuelo de seda, lo dobló concuidado tres veces y lo entregó a TommyHart.

—Tengo otro regalo para usted,señor Hart. Después de que usted lo vea,el señor Fenelli puede administrarle lamorfina.

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Von Reiter hizo un gesto a FritzNúmero Uno, que avanzó y depositó lacaja que sostenía a la altura de la cinturaa los pies de Tommy Hart.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó el coronel MacNamara—.¡Parecen sombreros!

Von Reiter dejó que su siniestrasonrisa se asomara en las comisurasantes de responder.

—Tiene usted razón, coronel. Sonsombreros. Algunos son unos gorros delana, otros unos sombreros de piel yotros unos simples tocados de tejido.Presentan distintas formas, tamaños yestilos. Pero tienen un detalle en común.

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Al igual que el pañuelo que he devuelto,están manchados de sangre, por lo quehabrá que limpiarlos antes de quepuedan volver a ser utilizados.

—¿Unos sombreros? —inquirió eloficial superior americano—. ¿Qué tieneque ver Hart con esos sombreros? Yencima manchados de sangre.

—Son sombreros rusos, coronel.—Bueno —continuó MacNamara—,

no comprendo…Von Reiter le interrumpió fríamente.—Ochenta y cuatro sombreros,

coronel. Ochenta y cuatro sombrerosrusos.

El comandante se volvió hacia

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Tommy Hart.—Dieciséis hombres se enfrentaron

al pelotón de ejecución con la cabezadescubierta.

Entonces Von Reiter se encogió dehombros.

—Esto me sorprendió mucho —agregó—. Supuse que por el asesinato asangre fría de un oficial alemán quehabía obtenido numerosascondecoraciones, la Gestapo fusilaría atodo el campo de trabajo. A todos losrusos. Pero comprobé asombrado quesólo eligieron a cien hombres comorepresalia.

Von Reiter rodeó su escritorio y se

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sentó de nuevo en la silla. Dejó que elsilencio se difundiera unos instantes porla habitación antes de asentir con lacabeza y hacer un gesto a Fenelli, quesostenía la jeringuilla de morfinapreparada.

—Vaya con Herr Blucher, señorHart. Váyase de aquí y llévese todos sussecretos consigo. El coche de HerrBlucher lo transportará a la estación. Eltren le transportará a Suiza, donde leesperan su amigo el teniente coronelPryce, un hospital y unos doctores. Nopiense en ese centenar de hombres. Nidurante un segundo. Bórrelos de sumemoria. Luche por sobrevivir. Regrese

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a su casa en Vermont. Conviértase en unanciano rico y dichoso, teniente Hart. Ycuando sus nietos se le acerquen un día yle pregunten sobre la guerra, dígales quela pasó tranquilamente, leyendo librosde derecho, en un campo de prisionerosalemán llamado Stalag Luft 13.

Tommy no tenía palabras con queresponder. Era vagamente consciente delpinchazo de la aguja.

Pero la dulce y sedante sensación dela morfina al penetrar en su organismofue como beber un trago del agua máspura y cristalina de un arroyo en casa.

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Epílogo

Una iglesia no muy

alejada del lago

Michigan

Lydia Hart estaba en el cuarto debaño, dándose los últimos toques a su

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peinado, cuando dijo:—¡Tommy! ¿Quieres que te ayude a

hacerte el lazo de la corbata? —Sedetuvo, esperando una respuesta, quellegó como una negativa pronunciada através de un sonido gutural, que era loque ella había supuesto y le hizo sonreírmientras se cepillaba la cascadaplateada que aún lucía sobre loshombros. Luego añadió—: ¿Cómovamos de tiempo?

—Disponemos de todo el tiempo delmundo —repuso Tommy con lentitud.

Estaba sentado junto al ventanal del a suite de su hotel, desde donde podíaver la imagen reflejada de su esposa en

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el espejo y, cuando se volvía y miraba através del cristal de la ventana, el lagoMichigan. Era una mañana estival y eldestello veteado del sol se reflejaba enla superficie del agua, de un azulintenso. Tommy había pasado el últimocuarto de hora observando atentamentelos veleros que realizaban ágilespiruetas a través del ligero oleaje,trazando unos dibujos aleatorios sobreel agua. La gracia y velocidad de loslustrosos veleros, describiendo círculosdebajo de la blanca vela agitada por elviento, resultaba fascinante. Se preguntópor qué había preferido siempre losbotes de pesca a los escandalosos

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motores, y dedujo que se debía a suinclinación por ciertos destinos, peroluego comprendió que le habríarepresentado un trabajo excesivomanipular a la vez el timón y la escotamayor de un velero navegando a todavelocidad impulsado por el viento.

Bajó la vista y miró su manoizquierda. Le faltaba el dedo índice y lamitad del meñique. El tejido de la palmapresentaba cicatrices de color púrpura.Pero daba la impresión de ser másinservible de lo que en realidad era. Suesposa llevaba más de cincuenta añospreguntándole si quería que le ayudaracon la corbata, y durante ese tiempo él

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le había respondido invariablemente queno. Había aprendido a hacer los lazostanto de las corbatas que se ponía paraacudir a la oficina como de los sedalesque utilizaba cuando salía a pescar en subote. Cada mes, cuando el gobierno leenviaba un modesto cheque porinvalidez, él lo firmaba y lo enviaba alfondo de becas de Harvard.

Con todo, su mano que había sufridoheridas de guerra había desarrolladoúltimamente una tendencia a la rigidez yla artritis, y en más de una ocasión se lehabía quedado paralizada. Tommy nohabía hablado con su esposa de esaspequeñas traiciones.

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—¿Crees que habrá algún conocido?—preguntó la mujer.

Tommy se apartó a regañadientes dela visión de los veleros y fijó los ojosen el reflejo de los de ella. Durante unmomento entrañable pensó que Lydia nohabía cambiado un ápice desde que sehabían casado, en 1945.

—No —respondió—.Probablemente un montón dedignatarios. Él era muy famoso. Quizáshaya algunos abogados que yo conocí alo largo de los años. Pero nadie queconozcamos a fondo.

—¿Ni siquiera alguien del campo deprisioneros?

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Tommy sonrió y meneó la cabeza.—No lo creo.Lydia dejó el cepillo del pelo y

tomó un lápiz para delinear los ojos.Después de aplicárselo unos momentos,dijo:

—Ojalá Hugh estuviera vivo, asípodría hacerte compañía.

—Sí, a mí también me gustaría queestuviera presente —respondió Tommycon tristeza.

Hugh Renaday había muerto diezaños atrás. Una semana después de quele diagnosticaran un cáncer y muchoantes de que la inevitable evolución dela enfermedad robara fuerzas a sus

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extremidades y su corazón, el fornidojugador de jockey había tomado una desus escopetas de caza favoritas, unasbotas para la nieve, una tienda decampaña, un saco de dormir y uninfiernillo portátil y, después de escribirunas inequívocas notas de despedida asu esposa, hijos, nietos y a Tommy, lohabía cargado todo en el maletero delcuatro por cuatro y había partido hacialos fríos y agrestes paisajes de lasRockies canadienses. Era enero, ycuando su vehículo se negó a seguiravanzando a través de la espesa nieve enun viejo y desierto camino forestal,Hugh Renaday había continuado a pie.

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Cuando sus piernas se habían cansadode avanzar penosamente a través de losventisqueros septentrionales de Alberta,se había detenido, había erigido unmodesto campamento, se habíapreparado una última comida y habíaaguardado pacientemente a que latemperatura nocturna descendiera pordebajo de los cero grados y acabara conél.

Tommy averiguó posteriormente através de un colega de Hugh,perteneciente a la Policía Montada, quela muerte por congelación no eraconsiderada una muerte atroz en Canadá.Tiritabas un par de veces y luego te

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sumías en un estado aletargadosemejante a un apacible sueño, mientraslos recuerdos de los años se deslizabanlentamente junto con el último aliento devida. Era una forma segura y eficaz demorir, había pensado Tommy, tanorganizada, sistemática y segura comohabía sido cada segundo de la vida delveterano policía.

No solía pensar con frecuencia en lamuerte de Hugh, aunque en una ocasión,cuando Lydia y él habían emprendido uncrucero a Alaska y él había permanecidodespierto hasta bien entrada la noche,fascinado por la aurora boreal,confiaron en que el vasto manto de

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coloridas luces que adornaban el oscurofirmamento hubiese sido la última cosaque Hugh Renaday había contempladoen este mundo.

Cuando recordaba a su amigo,prefería pensar en el momento queambos habían compartido, pescando nolejos de la casa en la que se habíaretirado a vivir Tommy en los Cayos deFlorida.

Tommy había divisado unagigantesca barracuda, semejante a untorpedo, acechando en el borde de unbanco de arena, sumergida en unospalmos de agua esperando atacar porsorpresa a un incauto lucio o a un pez

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espada que pasara por allí. Tommyhabía preparado una caña giratoriaprovista de un señuelo consistente en untubo rojo fluorescente y un hilo dealambre. Lo había lanzado a pocadistancia de las fauces del animal. Elpez se había precipitado hacia él sinvacilar y, una vez atrapado, había dadouna voltereta, frenético, sus largoscostados plateados alzándose sobre lasuperficie del agua y lanzando unasgigantescas láminas blancas a través delas olas. Hugh había conseguidopescarlo, y mientras posaba para lasobligadas fotografías para enviar a casa,se detuvo un momento para contemplar

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las inmensas hileras de dientespuntiagudos, casi translúcidos y afiladoscomo cuchillas, que ornaban las potentesmandíbulas del pescado.

—El arma de una barracuda —habíacomentado Tommy—. Me recuerda aalgunos de mis honorables colegasabogados.

Pero Hugh Renaday había sacudidola cabeza.

—Visser —le había respondido elcanadiense—. El Hauptmann HeinrichVisser. Éste es un pez Visser.

Tommy había vuelto a contemplar sumano. El pez Visser, pensó.

Debió de pronunciar esas palabras

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en voz alta, porque Lydia le preguntódesde el baño:

—¿Qué has dicho?—Nada —le contestó Tommy—.

Pensaba en voz alta. ¿Crees que lacorbata roja es demasiado llamativapara un funeral?

—No —contestó su esposa—. Muyadecuada.

Tommy supuso que la reunión deaquella mañana sería un poco como elfuneral de Phillip Pryce, que se habíacelebrado en una de las mejorescatedrales de Londres doce añosdespués de terminar la guerra. Philliphabía tenido muchos amigos importantes

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entre los estamentos militares y laabogacía, quienes ocuparon numerososbancos de la catedral mientras los niñosdel coro cantaban con sus voces blancasen un sonoro latín. Posteriormente,Tommy y Hugh solían comentar enbroma que sin duda muchos de losabogados que habían asumido la partecontraria de un caso habían asistido sólopara cerciorarse de que Phillip estabamuerto.

Phillip Pryce, según habíanconvenido Tommy y Hugh, había tenidouna muerte extraordinaria.

El día en que había conseguidolibrar a un miembro conservador del

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Parlamento de una enojosa relación conuna prostituta mucho más joven, Prycehabía dejado que los miembros másjóvenes de su bufete le invitaran a unacena suntuosa, que se prolongó hastamuy tarde. Después, había pasado por suclub para tomarse un brandy Napoleónde más de cien años. Uno de losmayordomos había supuesto que Phillipse había quedado dormido, descansandoen una mullida butaca de orejas, con lacopa en la mano, pero había descubiertoque Pryce estaba muerto. Fue un ataquecardíaco fulminante. El viejo abogadosonreía de oreja a oreja, como si un serconocido y querido hubiera estado junto

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a él en el momento de la muerte. Duranteel funeral, el bufete en pleno, desde losmás veteranos hasta los más jóvenes,habían transportado el féretro hasta elinterior de la catedral, como una llorosacohorte romana.

Había dejado un testamento en elque solicitaba a Tommy que leyera algoen su funeral. Tommy había pasado unaagitada noche en el Strand Hotel,leyendo pasaje tras pasaje de la Biblia,incapaz de hallar unas palabras lobastante nobles para honrar a su amigo.Se había levantado poco después delamanecer, profundamente preocupado, yse había dirigido en taxi a la residencia

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de Phillip en Grosvenor Square, dondefue recibido por el mayordomo.

En la mesilla de noche de Phillip,Tommy vio una primera edición muymanoseada y leída de la obra El vientoen los sauces de Kenneth Grahame. Enla guarda Phillip había escrito unainscripción, y Tommy dedujo en seguidaque el libro había sido un regalo paraPhillip hijo. El sencillo mensaje decíalo siguiente:

Mi querido hijo, por viejo ysabio que uno aspire a ser, esimportante recordar siempre losgozos de la juventud. Este libro

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te ayudará a recordarlos durantelos años venideros. Con todo micariño en la trascendental fechade tu noveno cumpleaños, de tupadre que te adora…

Tommy descubrió dos secciones dellibro que estaban subrayadas ydesteñidas, como gastadas por lasrepetidas veces que los ojos de un niñohabían pasado sobre las palabras. Laprimera correspondía al capítulo «Elflautista a las puertas del amanecer», ydecía así: «Este es el último y mejor donque el amable semidiós ha tenido elacierto de conceder a quienes se han

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revelado para ayudarles: el don delolvido. Para evitar que un recuerdoterrible perdure y crezca, haciendosombra al gozo y al placer, y el nefasto ypersistente recuerdo amargueposteriormente las vidas de lospequeños animales que lograron superarsus dificultades, con el fin de que fueranfelices y alegres como antes…»

El segundo pasaje subrayadoconsistía en casi la totalidad del últimocapítulo, en el que los fieles Topo, Rata,Tejón y el entrañable Don Sapo searman y atacan al ejército decomadrejas, muy superiornuméricamente a ellos, derrotando a los

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intrusos con su rectitud y valor.Así, esa tarde, una vez que olvidó la

Biblia, Shakespeare, Tomás Moro,Keats, Shelley, Byron y demásescritores ilustres que con frecuenciaprestan sus palabras para las ocasionessolemnes, se puso de pie y leyó a ladistinguida concurrencia unos pasajes deun libro infantil. Lo cual, pensó mástarde, y sin duda Hugh Renaday sehabría mostrado de acuerdo, resultabaun tanto inesperado y bastante chocante,que era precisamente lo que habríacomplacido a Phillip.

—Estoy lista —dijo Lydia, saliendopor fin del baño.

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—Estás exquisita —dijo Tommy conadmiración.

—Preferiría que fuéramos a unaboda —respondió Lydia meneando lacabeza con un gesto encantador—, o aun bautizo.

Tommy se levantó y su esposa learregló el nudo de la corbata, aunque noera necesario. El don del olvido, pensóél. Para que todos podamos sentirnos tanfelices y alegres como antes.

Hacía un día espléndido, soleado ytemplado. Un día que no parecíacorresponder a un funeral. Unos

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vibrantes rayos de sol penetraban araudales a través de las vidrieras de lacatedral, proyectando unas curiosasfranjas rojas, verdes y doradas en unosgruesos trazos de color sobre el suelo depiedra gris.

Las hileras de bancos estabanatestadas de parientes y allegados. Elvicepresidente y su esposa habíanacudido en representación del gobierno.Estaban acompañados por los dossenadores de Illinois, un nutrido númerode congresistas, docenas de funcionariosestatales y un juez del tribunal supremoante el que Tommy había defendido añosatrás a un cliente. Los panegíricos

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fueron pronunciados por destacadospersonajes del ámbito de la educación, yhubo unas prolijas, conmovedoras y casimusicales lecturas de unos pasajes delas Escrituras por parte de un joven ynervioso predicador baptistaperteneciente a la vieja iglesia del padrede Lincoln Scott.

Una bandera envolvía el ataúdsituado en la parte frontal de la iglesia.Ante él había tres fotografías ampliadas.A la derecha se veía a Lincoln Scott deanciano, luciendo su larga túnicaacadémica, pronunciando un enardecidodiscurso ante unos graduadosuniversitarios. A la izquierda había una

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foto de prensa de la década de lossesenta en que aparecía Scott, del brazode Martin Luther King y RalphAbernathy, encabezando una marcha poruna calle sureña. La del centro era lamás grande de las tres y mostraba a unLincoln Scott, con los ojos alzados alcielo, montado en el ala de su Mustangantes de emprender una misión ofensivapor el cielo de Alemania. Tommycontempló la foto pensando quequienquiera que la había tomado habíatenido la suerte de captar buena parte dela personalidad del difunto, simplementea partir de la postura impaciente y laferocidad de su mirada.

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Tommy se sentó en el centro de laiglesia, junto a su esposa. Era incapazde escuchar las nobles palabras dealabanza que sonaban sobre su cabezapronunciadas por los numerososoradores que subieron al púlpito.

Lo que oyó fue el sonido, que habíaolvidado, de los motores aullandodurante un ataque, el agudo y sistemáticoestruendo de las ametralladorasmezclado con las explosiones de fuegoantiaéreo fuera del aparato, disparandouna lluvia de metal sobre el exterior delbombardero.

Durante largos momentos, sintió quese le secaba la garganta y su camisa se

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le humedecía de sudor.Oyó los gritos y exclamaciones de

hombres enzarzados en combate y losgemidos de los hombres abrazados porla muerte. La barahúnda amenazaba coninvadir el fresco interior de la catedral.

Tommy resopló al tiempo quemeneaba la cabeza ligeramente, como sitratara de ahuyentar esos recuerdos cualun perro que sacude el agua adherida asu pelo. A quinientos kilómetros porhora, a seis metros sobre la superficiedel mar, y con todo el mundo disparandocontra ti. ¿Cómo lograste sobrevivir? Elno podía responder a su propia pregunta,pero sí a la siguiente: A seis metros bajo

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tierra, sangrando y atrapado, sin podersalir. ¿Cómo lograste sobrevivir?Tommy respiró hondo de nuevo.Sobreviví gracias al hombre que yace enese ataúd.

A una señal del sacerdote, todos losasistentes se pusieron en pie paraentonar Onward Christian Soldiers. Lasvoces más potentes, pensó Tommy,sonaban a su izquierda, procedentes delos dos primeros bancos de la catedral,donde se hallaba reunida la numerosafamilia de Lincoln Scott, rodeando a unanegra anciana, menuda, con la piel decolor café.

El sacerdote en el púlpito cerró su

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libro de himnos con fuerza y leyó otropasaje de la Biblia, refiriéndose a cómoluchó David contra Goliat armado tansólo con su honda de pastor y consiguióvencer a su adversario.

Tommy se reclinó, sintiendo larígida madera del banco contra sushuesos. En cierto modo, pensó, todos sehallaban en aquella habitacióncavernosa, escuchando al sacerdote:MacNamara y Clark (quienes habíanrecibido medallas y ascensos por sueficaz labor a la hora de organizar lafuga del Stalag Luft 13, aunque Tommysiempre había pensado que sólo elcabrón de Clark, que había desmentido

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todo cuanto Tommy pensaba sobre él alordenar a los kriegies desarmados delbarracón 107 que atacaran a losalemanes que se aproximaban con el finde dar a Scott más tiempo pararescatarlo a él del túnel que se habíaderrumbado, era quien merecía loshonores), y Fenelli, que ejercía decirujano cardiovascular en Cleveland.Tommy se había encontrado con él unavez, cuando se alojaba en un hotel dondese celebraba una convención médica, yhabía visto el nombre del médico en lalista de oradores. Habían tomado unascopas en el bar y habían compartidounos momentos de bromas y risas

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favorecidas por el alcohol. Fenelli habíaadmirado el trabajo de los cirujanossuizos que le habían operado la mano,pero Tommy le había dicho que PhillipPryce había amenazado con pegar un tiroal médico que cometiera una chapuza, locual, según convino Fenelli,probablemente había servido para queprestaran mayor atención.

Fenelli le había preguntado si habíaconservado la amistad con Scott despuésde la guerra, pero Tommy le dijo que no.El otro se mostró sorprendido.

Era la única vez que había visto aFenelli, y confiaba en que cuandoobservara los rostros de los asistentes al

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funeral viera entre ellos al médico deCleveland. Pero no fue así. Tambiénconfiaba en que Fritz Número Unohubiera volado desde Stuttgart paraasistir al funeral, puesto que el antiguohurón estaba en deuda con Lincoln Scott.Ocho meses después de que Tommyfuera repatriado, cuando unos elementosdel quinto destacamento del generalOmar Bradley habían liberado a losaviadores del Stalag Luft 13, Scott habíahablado a los interrogadores militaressobre las dotes lingüísticas de Fritz y sueficaz colaboración. Esto lo habíaconducido a un puesto como ayudante dela policía militar encargada de

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interrogar a los soldados alemanescapturados, cuando buscaban a losmiembros de la Gestapo que seocultaban entre los soldados y losoficiales. Posteriormente Fritz utilizótambién esas dotes para ocupar un cargode ejecutivo en la empresa Porsche-Audi en la Alemania de la posguerra.

Tommy sabía esto por las cartas quele escribía Fritz en Navidad. La primerala había dirigido a: T. Hart, célebreabogado, Universidad de Harvard,Harvard, Massachusetts. A Tommysiempre se le había antojado un misterioel que el servicio de correos la hubieraremitido a la facultad de derecho de

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Cambridge, que posteriormente la habíaenviado a Tommy a las señas de subufete de abogados en Boston. A lolargo de los años había recibido otrascartas, que siempre contenían fotografíasdel delgado hurón que empezaba a echarbarriga junto a su esposa, sus hijos, susnietos y numerosos perros de distintaraza. Fritz sólo le había enviado unacarta que reflejaba un estado de ánimodepresivo en todos los añostranscurridos después de la guerra, unabreve nota que Tommy recibió pocodespués de la reunificación deAlemania, cuando el ejecutivo de laempresa automovilística había

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averiguado a través de unos documentosde Alemania Oriental, sobre los cualesse había levantado el secreto oficial,que el comandante Von Reiter habíamuerto fusilado a principios de 1945. Enlos caóticos días posteriores a la caídadel Tercer Reich, Von Reiter había sidocapturado por los rusos. No habíasobrevivido al primer interrogatorio.

Lydia dio un codazo a Tommy,sosteniendo el programa del funeralabierto. Tommy, que estaba distraído, seunió a los asistentes que recitaban unsalmo al unísono. «Quienes nos llevabancautivos nos exigieron que cantáramosuna canción…»

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De los tres hombres que habíanconseguido salir del túnel y tomar elprimer tren aquella mañana, dos habíanconseguido regresar a casa. Murphy, elque trabajaba en una planta de envasadode carne en Springfield, habíadesaparecido y se le había dado pormuerto.

En cierta ocasión, quince añosdespués de haber terminado la guerra,Tommy había ganado un caso decondena por asesinato en NuevaOrleans. Había insistido a sus socios enque deseaba encargarse de él. Lamayoría de los clientes del bufete eranempresas, lo cual resultaba muy

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lucrativo, pero de vez en cuando Tommyse encargaba discretamente de un casocriminal desesperado en un remoto lugardel país, por el que no cobraba nada y alque dedicaba muchas horas. Era unalabor que no requería la presencia delos asociados que había contratado, nide los socios con quienes había montadoel bufete, aunque más de uno hacíaexactamente lo mismo. Ganar casos eraduro y, cuando lo conseguía, en laoficina se respiraba siempre un aire decelebración.

En esta oportunidad, pasada lamedianoche, Tommy se encontró en unpequeño local de jazz, escuchando a un

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trompetista excelente. El músico, al vera Tommy sentado en una de las primerasfilas, estuvo a punto de desafinar. Perohabía recobrado la compostura,sonriendo, y se había dirigido al públicodiciendo que algunas noches, cuandorecordaba la guerra, tocaba con unestado de ánimo más íntimo. Luegohabía interpretado una versión ensolitario de Amazing Grace,convirtiendo el himno en un rythm andblues, emitiendo unos prolongadostrinos que habían creado en lahabitación una sensación de melancolía.Tommy estaba seguro de que el músicose acercaría a hablar con él, pero en

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lugar de ello el director de la bandahabía enviado a su mesa una botella delmejor champán del local, y una nota:«Es mejor abstenerse de decir ciertascosas. Aquí tienes la copa que teprometí. Me alegro de que tambiénhayas logrado regresar a casa.» CuandoTommy preguntó al gerente del local sipodía dar las gracias al músico enpersona, le respondieron que eltrompetista ya se había marchado.

Según dedujo Tommy, la verdadsobre el asesinato del capitán VincentBedford, el juicio de Lincoln Scott y lafuga del Stalag Luft 13 nunca seescribieron, lo cual, pensó, podía ser

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aceptable.Él había pasado muchas horas,

después de regresar a su casa enVermont, pensando en Trader Vic,tratando de hallar alguna reconciliacióncon la muerte de Bedford. No estabaconvencido de que Vic mereciera morir,ni siquiera por el error de habertraficado con una información que pordesgracia había causado la muerte deseres humanos, convirtiéndole en unaamenaza para los planes de fuga deotros. Pero a veces Tommy pensabatambién que el asesinato de Vic era laúnica cosa justa que había ocurrido en elcampo de prisioneros. A medida que

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transcurrían los años, Tommy empezó apensar que, en definitiva, el hombre máscomplicado y el más difícil decomprender, había sido el vendedor decoches de segunda mano de Misisipí.Puede que fuera el más valiente de todosellos, el más estúpido, el más malvado yel más inteligente, porque, por cadaaspecto de la personalidad de Vic,Tommy hallaba una contradicción. Y porfin llegó a la conclusión de que habíansido todas esas contradicciones las quehabían matado a Trader Vic con tantaprecisión y eficacia como el puñalceremonial de las SS.

Tommy miró el mismo reloj que

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tantas décadas atrás había lucido en lamuñeca, no porque deseara saber lahora, sino por los recuerdos queencerraba en los entresijos de sumecanismo.

Observó la segunda manecilladeslizándose alrededor del dial y pensó:hubo una época en que todos fuimoshéroes, incluso los peores de nosotros.El reloj ya no indicaba la hora precisa ymás de un operario lo había examinadocon asombro, indicando que lasreparaciones resultaban más costosasque el valor del reloj. Pero Tommysiempre pagaba la factura sin rechistar,porque ninguno de los operarios tenía ni

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remota idea del auténtico valor de aquelobjeto.

Lydia dio otro codazo a Tommy. Elmatrimonio se puso de pie.

Transportaron el ataúd de LincolnScott por la nave central de la catedralal tiempo que el órgano emitía las notasde, Jesus, Joy of Man's Desiring. Losdignatarios más importantes formaron unpelotón honorífico de portadores delféretro, detrás de los vibrantes coloresde la bandera americana. Les seguíanlos familiares de Lincoln Scott.Avanzaban con lentitud, al ritmoimpuesto por la menuda y delicadafigura de cabello plateado de la viuda

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del aviador negro. Su paso poseía laciencia de la edad.

Los bancos se fueron quedandodesiertos al paso del cortejo. Tommyesperó a que le tocara el turno, y salió alpasillo. Tomó a Lydia del brazo yambos abandonaron juntos la catedral.

Tommy pestañeó unos momentos,cuando el tibio sol le golpeó el rostro.Oyó una voz familiar con acento sureño,susurrarle el oído: «Muéstranos elcamino de regreso a casa, Tommy.» Y élrespondió en su fuero interno: supongoque logré mostrarles el camino deregreso a casa a tantos de nosotros comofue posible.

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Lydia le apretó el brazo durante unossegundos. Tommy alzó la vista y vio quela familia de Lincoln Scott se habíareunido a la derecha, sobre los primerosescalones de la catedral, rodeando a laviuda. Esta recibía el pésame de muchosasistentes, que aguardaban en fila parapresentarle sus respetos. Tommy miró asu esposa asintiendo con la cabeza y secolocó al final de la fila.

Avanzaron lentamente,aproximándose a la viuda. Tommy tratóde articular algunas palabras, perocomprobó sorprendido que no era capaz.Había pronunciado complicados ydramáticos discursos en centenares de

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salas de tribunal, a menudo hallando deforma extemporánea las palabras justas,al igual que había hecho en el StalagLuft 13 en 1944. Pero en esos brevesmomentos, mientras avanzaba hacia laesposa de Lincoln Scott, no sabía quédecir.

Por consiguiente, cuando se detuvoante la viuda, no tenía nada preparado.

—Señora Scott —balbuceó,carraspeando para aclararse la garganta—. Lamento mucho la muerte de suesposo.

La viuda miró a Tommy,escrutándole, con una expresión casidesconcertada en sus ojos, como si él

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fuera alguien que ella creía conocerpero no lograra identificar. Tomó lamano de Tommy entre las suyas y luego,como suele hacer la gente en losfunerales, levantó la izquierda y cubrióla derecha de Tommy, como paraconsolidar el apretón de manos. Yentonces, inopinadamente, Tommylevantó su mano izquierda y cubrió la dela viuda de Scott.

—Conocí a su esposo hace muchosaños… —dijo Tommy.

La viuda bajó de pronto la vistadurante unos momentos, contemplando lamaltrecha mano de Tommy, que estabaapoyada en la suya. Entonces le miró a

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los ojos y esbozó una amplia sonrisa dereconocimiento.

—Señor Hart —dijo con lamelodiosa cadencia de una cantante dejazz—, me siento honrada de que hayavenido. A Lincoln le hubieracomplacido mucho.

—Ojalá —empezó a decir Tommy,pero se detuvo, tras lo cual continuó—:Ojalá que él y yo…

Pero le interrumpieron los ojos de laviuda, que resplandecían con manifiestaalegría.

—¿Sabe usted lo que solía decir a sufamilia, señor Hart?

—No —respondió Tommy

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suavemente.—Solía decir que usted fue el mejor

amigo que tuvo en su vida. No su amigoíntimo, porque creo que su íntima amigafui yo. Pero sí el mejor.

La viuda de Lincoln Scott no soltabala mano de Tommy. Pero se volvió haciasus hijos, nietos y bisnietos, que estabande pie en los escalones, detrás de ella.Tommy observó todos los rostros, queestaban vueltos hacia él, mostrando lamisma curiosidad, la misma solemnidad,y quizás, entre los más jóvenes, ciertaimpaciencia por marcharse. Pero inclusolos pequeños que se mostrabanimpacientes se calmaron cuando habló

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la viuda.—Acercaos —les dijo. Su voz

demostraba una autoridad superior a sudiminuta estatura—. Porque deseopresentaros a este señor. Prestadatención: éste es el señor Tommy Hart,niños. Es el hombre que se acercó paraayudar a vuestro abuelo cuando se sentíacompletamente solo en el campo deprisioneros en Alemania. Todos habéisoído contar muchas veces esa historia, yéste es el hombre de quien vuestroabuelo habló en muchas ocasiones.

Tommy sintió que las palabras se leatragantaban en la garganta.

—En la guerra —dijo con suavidad

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—, fue su esposo quien me salvó lavida.

Pero la viuda meneó con energía lacabeza como la maestra que había sidoantiguamente, como rectificando a unalumno favorito pero travieso.

—No, señor Hart. Se equivoca.Lincoln siempre decía que fue ustedquien le salvó a él —la viuda sonrió—.Ahora, niños —añadió con tonoenérgico—, acercaos rápidamente.

Y tras estas palabras, el primero delos hijos de Lincoln Scott avanzó, tomóla mano de Tommy arrebatándosela a sumadre y se la estrechó murmurando:

—Gracias, señor Hart.

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Luego, uno tras otro, desde elprimogénito hasta el bebé que su jovenmadre sostenía en brazos, la familia deLincoln Scott se acercó a los escalonesdelanteros de la catedral y Tommy Hartestrechó la mano de todos.

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Nota del autor

Hacía tres meses que mi padre habíainiciado el primer curso de carrera en laUniversidad de Princeton cuando PearlHarbor fue atacado. Al igual que muchoshombres de su generación, se apresuró aalistarse, y al cabo de poco más de unaño volaba como navegante a bordo deun bombardero Mitchell B-25 sobreaguas cercanas a Sicilia. El Green Eyesfue derribado en febrero de 1943,después de bombardear a baja altura unconvoy alemán que transportaba tropas

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de refuerzo destinadas al Afrika Korpsde Rommel. Mi padre, junto al resto dela tripulación del Green Eyes, fuerescatado del océano por los alemanes.Inicialmente pasó unas semanas en uncampo de prisioneros de guerra enItalia, en Chieti, antes de ser conducidosen furgones al Stalag Luft 13, cerca de lafrontera alemana con Polonia, en Sagan,Alemania. Ahí pasó buena parte de laguerra.

En un estante de su casa, ocupandoun lugar de honor, hay una primeraedición de El expreso de Von Ryan , unanovela clásica sobre las aventaras deunos presos que tratan de fugarse,

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escrita por David Westheimer. Contieneuna sencilla pero afectuosa dedicatoriadel antiguo kriegie: «Querido Nick…Ojalá hubiera sido así…»

Cuando yo era un adolescente, en micasa no se solía comentar la experienciade mi padre en el campo de prisionerosde guerra. Ni se hablaba sobre racionesde hambre, privaciones, fríos glaciales,terror y tedio omnipresente. El únicodetalle sobre el cautiverio y lasvicisitudes que soportó mi padre quenos contaron cuando éramos niños, fuecómo había obtenido de la organizaciónYMCA los libros que necesitaría paraestudiar la carrera en Princeton. Los

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había estudiado de cabo a rabo,reproduciendo los cursos que habríaseguido de haber sido un estudiante en lafacultad, y a su regreso a EstadosUnidos convenció a la universidad paraque le permitieran someterse a losexámenes de dos años en seis semanas,a fin de poder graduarse con su clase. Laextraordinaria hazaña de mi padreasumió un valor mítico en nuestrafamilia. La lección era bien simple: esposible crear una oportunidad a partirde cualquier situación, por dura que sea.

Esa oportunidad que él aprovechó en1943 se convirtió en la fuente deinspiración de La guerra de Hart. Pero,

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aparte de este reconocimiento, cabedestacar que los personajes, la situacióny el argumento de la novela son creaciónmía. Aunque pasé mucho tiempo durantelos últimos dieciocho meses asediando ami padre a preguntas sobre susexperiencias, en pos del rigor y laverosimilitud, la responsabilidad por loque se describe en las páginas de lanovela es mía. El mundo de mi novelaambientada en el Stalag Luft 13 estácompuesto por varios campos deprisioneros. Los hechos que forman lanovela, aunque basados en la realidadde la experiencia en un campo deprisioneros de guerra, son imaginarios.

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Los oficiales que aparecen en estaspáginas, tanto alemanes como aliados,no guardan relación con hombres reales,ni vivos ni muertos. Toda semejanza conpersonas vivas es pura coincidencia.

Unos treinta y dos aviadores deTuskegee fueron derribados ycapturados por los alemanes durante laguerra. Por lo que he podido colegir,ninguno experimentó el ostracismo y elracismo que padece Lincoln Scott. Lospeores prejuicios a los que debíanenfrentarse les aguardaban en EstadosUnidos. Hay un libro excelente, BlackWings, que describe cómo esos hombresexcepcionales rompieron la barrera del

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color en las fuerzas aéreas. Existeasimismo una pequeña pero merecidapieza expuesta sobre ellos en el Museodel Aire y el Espacio en Washington.Una de las ironías del racismo es quecuando los hombres de Tuskegeeconsiguieron superar las severas normasque les habían impuesto, se habíanconvertido en los mejores pilotos ybombarderos del cuerpo de aviación.

Los hombres de Tuskegeeparticiparon en más de mil quinientasmisiones de combate sobre Europa. Yuno de los hechos más deliciosos de laguerra es que jamás perdieron a unbombardero que escoltaban en manos

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del enemigo. Ni uno solo. Pero pagaronun precio por ello. A fin de manteneresta increíble marca, más de sesenta deesos hombres jóvenes sacrificaron suvida.

Existen numerosos y excelenteslibros sobre la experiencia de loskriegies. La obra de Lewis Carlsont i tul a d a We Were Each Other’sPrisoners, constituye una fascinantecolección de narraciones orales. Lahistoria del Stalag Luft 13, escrita porArthur Durand, es muy completa.

Sitting it Out, de David Westheimer,es una detallada y elegante crónica de suépoca en los campos de prisioneros de

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guerra. (Yo tomé prestada la letraprocaz de Gatos sobre el tejado de suestimable libro.)

En cierta ocasión en que conversabacon mi padre —creo que hablábamossobre el temor y la comida, dos temasque tienen más puntos en común de loque cabría suponer—, mi padre dijo depronto: «¿Sabes?, mi estancia en elcampo de prisioneros fue quizás una delas cosas más importantes que me hanocurrido. Seguramente cambió mi vida.»Teniendo en cuenta lo que mi padre haconseguido a lo largo de los años, cabedecir que el cambio que experimentódebido a su experiencia en la guerra, sin

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duda fue para bien. Pero ésta es unaobservación que puede aplicarse a todauna generación de hombres y mujeres.

A veces pienso que vivimos en unmundo tan obsesionado con mirar haciadelante, que a menudo olvida volver lavista atrás. Con todo, algunas denuestras mejores historias residen en laestela que dejamos a nuestro paso, ysospecho que por duras que sean esashistorias, contribuyen a indicarnos haciadónde nos dirigimos.