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El samtotaj y otros cuentos

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Gabriel Cebrián

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© STALKER, 2005. [email protected] www.editorialstalker.com.ar Ilustración de cubierta: Gabriel Cebrián

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A mis amigos oscuros Nidhogg, Levana, Junkers y Morgana.

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EL SAMTOTAJ

Uno

El reporte que leerán a continuación responde

a múltiples causas, tanto así que resultará difícil (in-cluso lo es hoy día para mí mismo) de ajustar a una determinada clasificación. En principio, fue motivado por cuestiones académicas, pero fue asumiendo aris-tas tan extraordinarias que acabó siendo ésto; infor-me, confesión, infidencia, testimonio de poderes aje-nos al ámbito de nuestra cultura. Y, por sobre todo e-llo, producto de la necesidad de alertar a los etnógra-fos -aficionados, noveles o experimentados- acerca de las dramáticas experiencias que puede acarrear el he-cho de meter las narices donde primero el Dr. Malloy, y luego yo, tuvimos la desgracia de hacerlo.

No había oído hablar del Dr. Benjamin Malloy hasta 1996, cuando llegué a la instancia de tener que formular la tesis tendiente a mi propio doctorado en Antropología. Luego de barajar numerosas temáticas y grupos étnicos, me decidí por los Nivaklé1 del Gran Chaco por varias razones, algunas de orden práctico (el territorio en el que debía llevar a cabo el trabajo de

1 Grupo étnico también conocido como “Chulupi” y “Ashlush-lay”, correspondiente a la familia lingüística Mataco-Mataguayo.

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campo era relativamente cercano, varios de los posi-bles informantes manejaban la lengua española, etcé-tera); y otras de orden intelectual, ya que consideraba fascinante esa paradójica cosmovisión que adunaba u-na marcada ingenuidad con rituales chamánicos extre-madamente sofisticados. También en este orden de fundamentos debe considerarse la escasa atención que este grupo étnico ha suscitado -comparado con otras culturas americanas- tanto entre los estudiosos como entre el gran público, circunstancia sorprendente te-niendo en cuenta lo ya dicho en cuanto a la comple-jidad y riqueza de sus tradiciones esotéricas. Y es esta misma característica la que me obligará más adelante a fatigarlos con conceptualizaciones y terminología propias de esa cultura, las que si bien hubiesen sido más oportunas y necesarias en el caso de haber pro-seguido con el plan original –esto es, la tesis doctoral- continúan siendo imprescindibles para comprender u-na serie de sucesos que, no obstante la más puntillosa explicitación, continuarán siendo esquivos a los cáno-nes de raciocinio que nos son consustanciales. Pero todo a su tiempo.

Ni bien hube tomado la decisión de orientar mi estudio en esa dirección, acordé una entrevista con el Dr. Matías Lasalle, a quien había escogido para a-padrinarme en la empresa. Nos encontramos en el bu-ffet de la Universidad, y allí, café de por medio, le co-muniqué mis planes. A contrario de lo que había yo previsto, no sólo no se mostró entusiasmado con el proyecto, sino que pareció disgustado.

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-¿Los Nivaklé, le parece? –Inquirió, con gesto adusto y ceño fruncido. Pasé a comentarle somera-mente las motivaciones que me impulsaban en ese sentido, más o menos en los términos que lo hice más arriba. Me escuchó sin pronunciar palabra, y perma-neció en silencio aún después que mi alegato había concluido. Comencé a sentirme incómodo y me vi o-bligado a preguntarle las razones de su evidente con-trariedad.

-Usted sabe, todas esas cuestiones vinculadas al chamanismo, tan en boga actualmente, flaco favor suelen hacerle a la objetividad científica que todo in-vestigador serio pretende, o debería pretender. Hay demasiada basura romántica de esa estofa polucionan-do la seriedad de nuestra disciplina. Sobre todo a par-tir de los dislates publicados por esos pseudocientífi-cos, llámense Carlos Castaneda, Florinda Donner y todos los orates que compraron su receta. Me fastidia sobre todo el paso atrás que sus pergeños nos han causado.

-Usted no irá a creer que voy a incurrir en sin-sentidos como ésos, ¿o sí? –Pregunté, algo molesto por lo que consideré un prejuzgamiento irrelevante.

-No lo creería si hubiese usted elegido cual-quier otro grupo, pero tratándose de los Nivaklé...

-¿Qué tienen de particular? -Probablemente nada –dijo, meneando la cabe-

za, como arrepintiéndose de haber argumentado en el sentido que lo había hecho. –Está bien, si está tan de-cidido, voy a apoyarlo y ayudarlo en lo que esté a mi alcance para bien de su tesis.

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-Una buena manera de ayudarme –aventuré, presa de gran curiosidad- sería que me dijese los mo-tivos que lo llevaron a plantear dudas sobre la oportu-nidad de investigar sobre ellos.

-Tal vez sean cuestiones personales, que no vienen al caso. Déjeme ver... ¿sobre qué autores se ha basado para escoger esa cultura?

Referí entonces a varios autores, argentinos, brasileños, paraguayos, europeos; y a diversas publi-caciones, tanto tradicionales como extraídas de la In-ternet. Me escuchó, asintiendo con la cabeza a medida que los iba mencionando. Cuando acabé la lista, se quedó mirándome un momento y luego dijo:

-Todos esos autores están muy bien, al menos los que conozco. Pero es una lástima que no pueda contar con la información que podría darle la auto-ridad máxima en este tema. Estoy hablando de mi a-migo Benjamin Malloy. ¿Oyó hablar de él?

-No, no recuerdo... ¿Malloy, dice? -Benjamin Malloy. -¿Y por qué no puedo contar con información

de su parte? ¿No dice acaso que es amigo suyo? -Es, o era, no sé. La cuestión es que fue a ha-

cer sus trabajos de campo entre los Nivaklé y algo es-pantoso parece haberle ocurrido. Al principio me en-vió algunas cartas, de las que lo único que puedo de-cir es que evidencian un deterioro progresivo de su psique. Algo o alguien debió afectarlo de un modo que no puedo llegar a imaginar. De hecho, nunca más se supo nada de él. Una pérdida lamentable, la ver-dad, tratándose de un brillante científico. Para serle

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franco, le digo que si había alguien de quien no espe-raba semejante actitud, ciertamente era él.

-¿Podría leer esas cartas? –Aventuré. -Eso es imposible, por más de una razón. Fun-

damentalmente, el expreso pedido de reserva que for-muló Malloy respecto de ellas. Y en segundo lugar, no quisiera poner a su alcance elementos que pudie-ran incidir en su ánimo. Ya ve que me hace poca gra-cia el mero hecho de que vaya usted allí, y si con-siento es porque pretender disuadirlo implicaría, en cierto modo, mi aceptación de las fantasías aberrantes que con tanto ahínco trato de combatir. Vaya, haga un estudio exhaustivo y demuestre palmariamente el ca-rácter primitivo y fantástico de las prácticas chamáni-cas de esa gente, claro que sin obviar todas sus carac-terísticas llamativas y lo elaborado de sus ritos. Pero sobre todo, cuídese mucho. No ingiera ninguna pó-cima que vayan a ofrecerle, ni se entusiasme demasia-do con los prodigios que puedan mostrarle. Conserve todo el tiempo su rigor epistemológico y su ecuanimi-dad. Y, lo más importante, al primer atisbo de confu-sión, deje todo y vuelva inmediatamente. No quisiera perder ahora a uno de mis mejores discípulos, ya tuve bastante con la pérdida de mi viejo y querido amigo Malloy.

-Tendré muy en cuenta su consejo, usted sabe la consideración que le profeso.

-Espero que lo haga, sinceramente. Y no vaya a tomar lo que le digo como un indicio de credulidad ni reblandecimiento senil. Es simplemente que no quiero más avatares como el que acabo de transmitir-

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le, y sé muy bien por experiencia que a veces los más palurdos suelen ostentar como contraparte una picar-día maliciosa, una capacidad de sugestión que si no es tomada en cuenta, si es desdeñada, puede causar seve-ros trastornos. Si se mantiene conciente de esto, no tendrá problemas.

De más está decir que todas las advertencias

que el Dr. Lasalle me formuló, y sobre todo la historia de la desaparición de su colega y amigo, el Dr. Benjamin Malloy, no hicieron más que excitar mi curiosidad y aumentar las ansias de llevar a cabo mi plan; tanto así que aún a pesar de que los tardíos calores del verano harían casi intolerable mi estancia en el norte, decidí adelantar el viaje.

Dos

Así es que el viernes 15 de marzo de 1996, bien temprano, tomé la ruta 11. Debido a la intención de optimizar mis recursos –dado que no sabía cuánto tiempo podía insumir la empresa- no encendí el aire acondicionado de la camioneta, por el consumo extra de combustible que ello habría ocasionado; lo que re-dundó en varias horas de calor agobiante, especial-mente hacia el mediodía. Asumí, de todos modos, que era un buen entrenamiento previo, una especie de a-climatamiento en función de las tórridas jornadas de trabajo que seguramente sobrevendrían. Conduje sin

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detenerme más que para reaprovisionarme de com-bustible e ir al baño, así que hacia la media tarde es-taba ya en la ciudad formoseña de Clorinda. Allí me entrevisté con un anciano algo excéntrico llamado Alcides Liboreiro, tal como me había indicado el Dr. Lasalle que hiciese. El viejo era una suerte de etnó-logo aficionado, que había desarrollado tales intereses a partir de su desempeño como baqueano en infinidad de expediciones como la que yo encaraba. Claro que los achaques propios de la edad le impedían seguir oficiando en tal carácter, mas no por ello su fuego se había apagado. Mostró mucho entusiasmo y predispo-sición para ayudarme, e hizo los debidos honores a las cervezas que le convidé, que fueron muchas. No fue hasta que estuvo ebrio que conseguí que me hablara de su conocimiento personal de Benjamin Malloy, o “El Gringo”, como él lo llamaba. Al principio se ha-bía mostrado reticente, pero luego de la ingesta alco-hólica sus reservas cedieron (de hecho, al derivar el diálogo hacia Malloy estaba contradiciendo, de entra-da nomás, los consejos del Dr. Lasalle, pero no era aquella una oportunidad para desperdiciar). El Gringo era un gran hombre, dijo, a pesar de ser Norteameri-cano. Quería mucho a loj’ indio, y ellos también lo querían. Casi todos, bah. Algunos no. Tanto se identi-ficó con los de las tolderías que se las dio de Toiyé2, y ansí le fue. ¡Un Toiyé samtó3, vaya cosa que se le jué a ocurrir al gringo loco ése! Ió sé que lo hizo de

2 Entre los Nivaklé, chamán, médico brujo. 3 Persona no Nivaklé.

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gau-cho, nomás, pa’yudarlos, vio, pero fíjese que dispara-te, pensar que los otros Toiyés lo iban a acetar ansí nomás, sin hacerle la guerra. Sobre todo ese Uj-Toi-yé4 malvado que se hace llamar Coicheyik, que quie-re decir “loco”. Se juntó con todos los otros Toiyés, que hacen lo que les dice porque le tienen miedo, vio, y entre todos juntos le sacaron el alma, al pobre Gringo. No sé si murió, aclaró, respondiendo a mis ansiosas preguntas, pero en el estado que queda uno cuando estos brujos le sacan el alma, no hace mucha diferencia, créame. Si quiere averiguar qué jué de él, tiene que ir por áhi por las tolderías que están en las ajueras de Pozo Colorado. Si va, tenga cuidáo y sea discreto, no vaia a ser cosa que termine usté también desalmáo. Hay que cuidarse de esa gente. Uno los ve ansí, brutos, perdidos de borrachos, y capaz que se confía. Pero con esos brujos no se jode. Usté va’ pen-sar que soy un viejo chocho, que se anda creiendo cualquier bolazo que le dicen, pero igual hágame ca-so, no se confíe.

Pasé la noche en un hotel del centro. Aprove-

ché para dormir en una cama cómoda y tomar una buena comida, quién sabe cuándo volvería a darme esos lujos (había traído una pequeña carpa de tipo iglú y los mínimos enseres necesarios, dado que que-ría mostrarme ante los Nivaklé lo más humilde que me fuera posible, a efectos de estimular su empatía

4 Gran chamán

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hacia mi persona). A la mañana siguiente emprendí el último tramo del viaje, pasé al Paraguay atravesando el Pilcomayo por el Puente San Ignacio de Loyola y, pasado el mediodía, llegué a Pozo Colorado, en el Departamento de Villa Hayes. Deambulé por entre los bosques al sur de la ciudad en busca del “Lechigua-no”, un mestizo llamado en realidad Eusebio Fernán-dez, quien me había sido recomendado por el viejo Liboreiro para que estableciera los contactos pertinen-tes y, en caso de tratar con informantes que no ha-blaran español, para oficiar de “lenguaraz”. Como las indicaciones que el viejo me había dado eran por de-más vagas, y encima las chozas desperdigadas en el bosque carecían de referencias precisas, me llevó un buen par de horas dar con él. Finalmente hallé su precaria vivienda, enclavada en medio de una espe-sura tan cerrada que la luz del sol apenas si conseguía atravesarla, lo que le daba un cierto aire ominoso. Tal vez hayan sido los aprontes tan inquietantes que La-salle y el propio Liboreiro me habían formulado; lo cierto es que cavilé que si alguien me asesinaba y me arrojaba por allí, entre la fronda, jamás me hallarían, y correría así la misma suerte que el “Gringo” Benja-min Malloy. Mas me dije que era muy temprano para caer en esa clase de consideraciones alarmistas. No sabía entonces que los sucesos que sobrevendrían hu-biesen justificado zozobras muchísimo mayores aún.

Golpeé las manos a modo de llamada, y un par de perros flacos salió a chumbarme. La cortina de tela que colgaba en la puerta se descorrió, y un hombre moreno, también delgado, de unos treintaitantos años,

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pelo renegrido, lacio y bastante largo, y mirada torva, me preguntó qué quería.

-Estoy buscando a Eusebio Fernández. -¿Pa’qué lo busca? -¿Es usted? -Depende de pa’ lo que lo busque. -El viejo Alcides Liboreiro, de Clorinda, me

dijo que lo viera. -Iá me lo figuraba, ió. Usté es uno de esos que

vienen pa’ estudiá’ loj’indio. -Sí, pues. Espero que usted pueda ayudarme. -Eso depende, también. -Claro que le pagaré por ello, no vaya a creer

que pretendo que me ayude gratis. -¿Y cuánto me piensa pagá? -Y, en principio... unos cincuenta guaraníes

diarios. -Cincuenta, eh... no había sido muy suelto de

mano, el mozo. -Y tengo una carabina 22 en la camioneta, que

le puedo dar. -Eso es otra cosa. ¿Y qué es lo que quiere que

haga, ió? -Ayudarme a sacar información de los Niva-

klé. Me dijo el viejo Alcides que usted se da bastante maña para eso.

-Pué ser, pué ser. Traiga la carabina, pa’ver, nomás.

Le alcancé la carabina y la miró, tratando de disimular la codicia. Supe entonces que el pez había mordido el anzuelo. Me preguntó si tenía balas, y le

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dije que le podía dar tres cajas de cincuenta tiros. Cerramos trato. Nos sentamos a beber una chicha de maíz bastante fuerte que convidó él, y yo ofrecí cigarrillos argentinos, que aceptó de muy buen grado. Al cabo dijo:

-Yo no soy Eusebio Fernandez. -Ah, ¿no? –Pregunté alarmado, creyendo que

había perdido el tiempo. -No sé quién es ese Eusebio Fernandez –acla-

ró-. Las autoridades me han dicho así pa’darme la li-breta de identidá. Yo soy Nivaklé, como mi madre. Tengo un nombre indio, pero tampoco lo uso. Puede llamarme Lechiguano, nomás, que ansí me conocen todos.

Tres

Pese a la primera impresión, el Lechiguano re-sultó ser un hombre muy simpático y gracioso. Pasa-mos la tarde tomando chicha y tereré5, y hablando ge-neralidades (no quise entrar en tema de buenas a pri-meras, quería terminar de ganar su confianza). Al caer el sol fuimos en mi camioneta a buscar carne y vino. Con el asado a las brasas que preparé, y luego de una copiosa ingesta alcohólica, sentí que había superado cualquier reserva que pudiera haber quedado en mi pintoresco compañero. Cerca de la medianoche, y ya

5 Infusión en agua fría de yerba mate.

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bastante ebrio, iba a disponerme a armar mi carpa, pe-ro me dijo que tenía un jergón de más en su choza. No me agradó la idea, temía al mal de chagas o a cualquier otro agente infeccioso que pudiese atacarme en el interior de esa precaria vivienda, pero no me a-treví a rehusar su hospitalidad. Evacué intestino y ve-jiga en el monte e ingresé. Era una cabaña típica, de un solo ambiente. Contaba con una cocina a leña de lo más antigua, una mesa cuadrada y pequeña, tres bancos y los dos jergones cubiertos por petates que parecían no haber sido limpiados nunca. Claro que és-ta era una presunción inducida sobre todo por el pre-juicio, dado que a la trémula luz de unas cuantas velas colocadas en un plato con asa, no podía advertirse su real condición. El Lechiguano seguía bebiendo. Le deseé buenas noches y me tendí de costado en mi jer-gón. No respondió nada, simplemente se quedó mi-rándome. Muy incómodo, y por cierto bastante preo-cupado, cerré los ojos.

Seguramente fue debido al gran consumo de

alcohol que me quedé dormido, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero no duré mucho en ese estado. Pocas veces, si no ninguna, he despertado con tal so-bresalto: afuera, hacia el frente de la choza, el Lechi-guano había comenzado a cantar de un modo por demás vocinglero. No entendí lo que decían las pala-bras; sin embargo estuve seguro que eran correspon-dientes a la lengua Nivaklé, por cuanto me sonaban semejantes al puñado de voces sueltas que conocía de ella. Cuando los pelos erizados de todo mi cuerpo de-

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jaron de emanar su estática, recordé que los hechice-ros de esa cultura llamaban a sus espíritus auxiliares, los Sichées, mediante cánticos específicos. Eso signi-ficaba que el propio Lechiguano era un Toiyé, y no un simple contacto o traductor, como me había dicho Li-boreiro. Aunque tal vez estuviese dando rienda suelta a su borrachera, sólo eso. Me incorporé y salí de la choza. El Lechiguano se veía como una masa oscura, aposentada unos cinco metros adelante. Continuaba cantando. Me senté junto a la puerta, sigilosamente. Luego de unos pocos minutos los cánticos amainaron, y se oyó un rumor como de alas batiendo, en la copa de los árboles linderos al claro en el que estaba em-plazada la cabaña. Miré hacia arriba y pude ver una sombra alada descendiendo hasta posarse frente al Lechiguano, quien a esa altura ya había callado total-mente, como si la función del cántico hubiese sido la invocación al ave, o lo que fuera. Todo aquel evento, que se desarrollaba en una penumbra casi total, estaba imbuido de un fuerte sentido de irrealidad, que halló su paroxismo en la extravagante resolución: la som-bra pequeña, con movimientos como de ave, se acer-có hasta fundirse con la sombra grande, presuntamen-te el Lechiguano; y a continuación, con un batir de a-las ahora portentoso, las dos sombras –que quizá ha-yan sido ya una sola- emprendieron el vuelo hacia el profundo cielo de la noche. Me abalancé hacia el lu-gar en el que momentos antes mi empleado-anfitrión cantaba, y no había nada ni nadie. Me sentí mareado, y vomité. Enseguida sentí un dolor punzante en el vientre, y un rumor en las tripas. Apenas tuve tiempo

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de bajarme los pantalones. La chicha, el vino, el tere-ré, el susto, todo ello había coadyuvado para desem-bocar en esa catarsis orgánica. Tuve que limpiarme con el calzoncillo, y luego lo arrojé por ahí. Aún tem-blando, volví a la choza, adonde me esperaba una nueva y desquiciante sorpresa: el Lechiguano estaba allí, durmiendo plácidamente en su jergón. ¿Cómo podía ser? Había oído su voz cantando a gritos allí fuera; y luego lo había visto, aunque sonara a delirio, desaparecer en un vuelo increíble. Jadeando, lo con-miné a levantarse. Ni aún sacudiéndolo conseguí des-pertarlo. Más que dormido, parecía en trance. No pu-de volver a pegar un ojo, como podrán comprender. Intenté tranquilizarme recordando una y otra vez las palabras del Dr. Lasalle: los más palurdos suelen os-tentar como contraparte una picardía maliciosa, una capacidad de sugestión que si no es tomada en cuen-ta, si es desdeñada, puede causar severos trastornos. Tal vez hubiese sido sólo una triquiñuela de esas a las que los aborígenes suelen ser tan afectos, y yo había caído de pies y manos en la tramoya. Cualquier otra hipótesis me resultaba demasiado inquietante y, de to-dos modos, no resistiría el menor análisis, en términos de rigurosidad. Ocupé el tiempo de aquella vigilia forzada para asimilar el evento en dichos términos, de acuerdo a los cánones metodológicos en los que había sido entrenado. Si el Lechiguano era Toiyé, se supo-nía que en estado de sueño o de trance podía despegar su doble mágico, su alma psíquica, llamada por ellos Sa’c’aclít; elemento éste que, acorde a la función ar-quetípica atribuida a esta clase de entidades, era el

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que propiciaba todos los contactos con los demás en-tes de existencia espiritual -especialmante con los Si-chées, que como ya señalé antes, son una especie de seres incorpóreos que pueden ser controlados y utili-zados por los Toiyés6-. Supuse que la explicación que él eventualmente daría, ante mi requerimiento, se iba a ajustar a estas pautas. Al menos él tendría una ma-nera de explicar lo sucedido, aunque esa explicación valiera un comino para nuestras estructuras mentales. Por mi parte, me devanaba los sesos tratando de opo-ner otra, de corte racional, a la extrañeza de lo ocurri-do; pero me veía en figurillas para articular una inter-pretación que no pasara lisa y llanamente por la aluci-nación, o al menos por la sugestión, y no podía evitar sentir que tal argumento comportaba un flagrante so-fisma, una negación dogmática, casi fraudulenta. Pero pensando en ello, se me ocurrió otra posibilidad: solamente había visto un bulto negro, y creí reconocer la voz del Lechiguano en el estentóreo canto, lo que no excluía la posibilidad de que alguien más, de voz parecida, o remedándolo, se hubiese hecho pasar por

6 Quiero expresar aquí que, en función del carácter si se quiere anecdótico de la presente crónica, estoy tratando de acotar las denominaciones y conceptos Nivaklé a su mínima expresión –quizá no debiera omitir, entre otros ítems, la clasificación exhaustiva de los Sichées y la nomenclatura de ellos mismos según su utilidad y características-; ello en pos de no atosigar al lector poco interesado en esta suerte de especificaciones (cosa que sabrán comprender los que las encontrarían útiles o atrayentes, a quienes invito a investigar los numerosos artículos y bibliografías existentes en la red referidos a esta cultura).

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él. Aún más, la sombra bien podía haber sido un bulto atado a un sistema de sogas y poleas, quién sabe, y el propio Lechiguano haber cantado desde un sitio cer-cano, para luego aprovechar mi estupor para ingresar a la cabaña sin que yo lo advirtiese. Estaba claro que algo así había sucedido, toda vez que las otras lectu-ras de los sucesos se inscribían en supercherías de suyo insostenibles. Me tranquilizó bastante la certeza que me vino de que había sido sólo un embuste, y me felicité por estar actuando según lo aconsejado por el Dr. Lasalle, oponiendo ecuanimidad y sentido común a esas truculentas y primitivas bastedades.

Cuatro

Poco después de la salida del sol, el Lechigua-no se levantó como si nada. Se estiró y salió de la choza. Unos minutos depués volvió cargando una cu-beta con agua, virtió un tanto en una gran pava negra de tizne, la posó en una de las aberturas de la cocina y comenzó a encender el fuego.

-Buenos días –saludé. -Ah, estaba dispierto... -Sí, he permanecido despierto toda la noche. -¿Es que mi casa no es cómoda pa’usté? -No, sucede que me alarmó alguien que estaba

cantando a los gritos, ahí afuera. Es raro que no lo ha-ya escuchado –insinué.

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-No, no es nada raro, eso. Yo, cuando duermo, duermo, vea.

-Pues sí, ni que lo diga. -Aparte no podría haberlo escucháo. -¿Por qué? -Porque era mi Sa’c’aclít el que cantó anoche. Meneé la cabeza, sonriendo irónicamente, y

dije: -Estaba seguro de que iba a decir algo como e-

so. -Y yo estaba seguro que usté estaba seguro de

que iba a decir eso. Por eso lo dije. -Dejémonos de juegos, ¿quiere? -Si a usté le parece que yo vuá estar jugando

con cosas de ésas... -Entonces, usted es un Toiyé... -Puede decir que me he visto obligáo a hacer-

me Toiyé. Jamás me gustaron esas cosas de brujo, y e-so. Pero llegó un punto en el que tenía que aprender o me moría.

-¿Le gustaría contarme cómo fue que se vio o-bligado a aprender?

-Es un asunto un poco largo, vea. -No importa, tómese su tiempo. -Y pa’colmo tiene que ver con el asunto que

fui a atender anoche, y que tiene que ver con usté. -¿Conmigo? -Y, sí, pué. Tuve que irlo a ver al Coicheyik. –

Recordé ni bien lo dijo que ése era el apodo del Uj-Toiyé, del gran hechicero loco que el viejo Liboreiro había señalado como el causante de la desaparición de

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Malloy, lo que redundó en un recrudecimiento de mis temores. Pregunté entonces qué podía tener que ver e-so conmigo, y me respondió: -La última vez que vino uno como usté me armó un problema terrible.

-¿Malloy? –Aventuré. -¡No me diga que lo conoce! -No lo conozco, solamente oí hablar de él. -Ah, menos mal. -¿Y qué problema habría, si lo conociera? -Pa’ mí, ninguno. Pa’ los Toiyés de por acá, ni

le cuento –aclaró, mientras retiraba la pava del fuego y preparaba una infusión con hierbas que despedían un aroma desconocido para mí. Me ofreció, pero re-husé, a cuento de la advertencia que oportunamente me había formulado Lasalle respecto de beber subs-tancias que no conociera. En cambio, fui hasta la ca-mioneta a buscar café. Los perros flacos vinieron a olisquearme, y entonces caí en la cuenta que la noche anterior, durante los extraños sucesos, no habían es-tado por allí, o al menos no se habían hecho ver. Tal vez el instinto los conducía a alejarse de esa suerte de manifestaciones. Me preparé café, y en ese entretanto guardamos silencio, un silencio que presagiaba gran-des revelaciones, una especie de calma chicha antes de la tempestad. Ya sentados a la mesa, decidí ir al grano:

-Me ayudaría mucho que comenzara por el mero principio, y me cuente la historia de Malloy y cómo fue que eso le complicó la vida.

-Ió no quería ser Toiyé. Siempre me pareció cosa de locos, eso de andar con espíritus, y esas co-

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sas. Tá bien que alguien tiene que curar, pero no era mi preferencia. Pero siempre me ievé bien con eios, nunca un problema. Y cuando un gringo quería ver-los, lo ievaba y lo dejaba que se arregle. Eios les mos-traban sus cosas, le sacaban unos cuantos guaraníes y se iban, todos contentos. Hasta que vino el loco ése que usté dice. Jué por su culpa que me tuve que hacer Toiyé.

-Mire, Lechiguano, no lo entiendo muy bien. Cuénteme las cosas desde el principio, déme los deta-lles.

-Bueno, ió no soy de hablar bien, qué quiere que haga. Le estoy contando como puedo, pué.

-Está bien, pero trate de explicarme las cosas porque yo tampoco soy un gran “entendedor” –dije, con cierta connivencia.

-Es lo que trato de hacer. Resulta que vino el Gringo y, como siempre, lo ievé a hablar con los Toi-yés comunes, que le empezaron a enseñar sus cosas. Pero sabe qué pasa, todos los Toiyés de por acá lo tie-nen al Coicheyik de jefe, vio, porque es el más pode-roso y todos le tienen miedo. Iba todo bien hasta que se enfermó una niñita, la hija ‘el Bocanegra. El Boca-negra es uno que hizo negocio con los samtó y se vi-no bastante rico, vio. Pero eso a costa de su gente, que no fue más su gente, entonces. Pero se hizo ladero y compadre con el Coicheyik, sobre todo porque le daba mucho dinero, y porque entre los dos, uno con su ma-gia y el otro con su riqueza, eran los que mandaban. Ansí que ni bien la gurisa se puso mala, corrieron a buscarlo, al Coicheyik, quién mejor que él pa’curarla.

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No más la vio dijo que le habían hecho un daño, pero no sabían quién podía haber sido, porque como le de-cía, todos los Toiyés de por acá eran práticamente sus esclavos, y jamás se hubieran atrevido a hacerle nada a la hija’el Bocanegra. Esa mesma noche se juntaron todos, tomaron chicha, cantaron, llamaron a to’los Si-chées de eios, que eran muchísimos, todos juntos. Te-nían cabaios, pájaros, víboras y to’los necesarios pa’ buscar el Sa’c’aclít de la gurisa, que así es como eios embrujan a la gente, vio, le sacan el Sa’c’aclít y se lo ievan y lo escuenden en cualquiera de los otros mun-dos, hasta que la persona se muere. Entonces eios van y pelean... no, los Sichées de eios van y pelean contra los del que se lo robó, y si ganan lo recuperan y lo tra-en de güelta, ansí la persona se cura. Güeno, la cosa es que atravesaron el Tulhitaj, la tierra de la noche, donde agarraron unos cuantos Cuvaiuchás, que son los cabaios más rápidos y más bravos pa’l combate, y se jueron pa’l mundo amariio (que está bastante cerca de éste) porque por el color de la gurisa se pensaron que su Sa’c’aclít debía estar prisionero por ahí. Die-ron güelta todo y no la pudieron encontrar. Y cuando se estaban por ir, vinieron unos Chivosís7, que aiá son chiquititos y amariios, como to’ en ese mundo, y les dijeron que había venido un Samtotaj8 y se había es-

7 Seres pequeños que habitan los distintos mundos experimenta-dos por los Toiyés, y que cuando son dominados por éstos se transforman en sus Sichées. 8 Cuerpo etérico de un Toiyé Samtó, es decir, un hechicero no Nivaklé.

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cuendido en el aquiotayúc... ¿sabe lo que es el aquio-tayúc?

-No. -Es un árbol que los Toiyés usan pa’escuen-

derse, y pa’escuender el Sa’c’aclít que se han robáo. Mientras estén a cubierto de las ramas del aquiotayúc, los otros Toiyés no pueden hacerle nada. La cosa es que jueron pa’l aquiotayúc de ese mundo, y lo vieron.

-Era Malloy –aventuré. -Pues sí, era ese Gringo del infierno. Por su

culpa me tuve que hacer Toiyé. -No se adelante, siga contando, por favor. -La cosa es que se cansaron de esperar que el

Samtotaj saliera del árbol pa’ matarlo y recuperar el Sa’c’aclít de la hija ‘el Bocanegra. Pero el gringo era bicho, ni mierda qu’iba a salí. Ansí que se golvieron y le dijeron al Bocanegra que la única forma de recupe-rá el Sa’c’aclít de la gurisa era buscarlo al gringo en este mundo pa’matarlo. Como no sabían adónde esta-ba, y el que lo había ievado con eios era ió, se vinie-ron pa’cá y me preguntaron. Ió hacía como un mes que no lo veía. Se los dije y no me creieron. Hasta me golpearon y todo, vea. Dispué se jueron, y me di por muerto. No por los palos, que no jué pa’tanto, sino porque seguramente m’iban a embrujá. Ansí que no me quedé quieto. Agarré y me juí pa’ Pedro Peña9, adonde estaba mi agüelo Nivakle. Mi agüelo era un Toiyé de los güenos, había aprendido la brujería dire-tamente de los Sichées, no como ahura que son los

9 Ciudad paraguaya de Doctor Pedro P. Peña.

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otros los que enseñan, y lo güelven loco a uno con iu-ios y chicha. Fíjese cómo sería de güeno mi agüelo que antes que iegara, él iá sabía todo. Y más le digo, se lo había ido a ver al gringo aiá al aquiotayúc que se había escuendido, porque sus Sichées iá le habían contáo todo. Habló con el gringo y le dijo que tenía que devolver el Sa’c’aclít de la gurisa, que si no, el Coicheyik y sus aiudantes nos iban a matar a todos. El gringo le respondió qu’el Bocanegra y ese Coicheyik estaban vendiendo gente pa’los ingenios, como escla-vos. y que estaban matando a los Nivaklé por dinero, que él les iba a enseñá a no ser tan hijue’putas. Mi a-güelo trató de convencerlo, le dijo mil veces que ansí no era, que la magia del Coicheyik era fuerte, y más con la de los otros que él dominaba, y que íbamos a terminar todos embrujáos o muertos, pero el gringo seguía en la suia, decía que iba a defender a los nues-tro’ hasta lo último, y qué sé ió cuanta cosa así, de comunista, dijo el agüelo. Como venía el asunto, no había mucho pa’elegí, el Coicheyik nos iba a hacer la guerra y lo único que se podía hacer entonces era pe-leá. Ansí que arregló con el gringo pa’ que cualquier cosa nos aiudara, y se golvió. Esa mesma noche me dio bastante chicha, me enseñó a cantá pa iamar al aguilucho que me iba a dá como Sichée, y dispué me escupió adentro ‘e la boca, que ansí se hace cuando el que le da a uno la magia la ha recibido diretamente de los Sichées. Y me hice Toiyé, nomás, pa’tratá de con-servar la vida. Y soy de los voladores, como se dice ando en avión, porque mi Sichée principal, el que m’escupió el agüelo, es pájaro.

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Cinco

(Voy a insertar aquí una suerte de pausa refle-xiva, y ello en atención a un doble propósito: primero, el de transmitir mi situación mental al momento de o-ír el discurso que el Lechiguano soltaba, casi sin to-mar en cuenta mi capacidad de interpretación del mis-mo -cosa que al propio tiempo dará al lector la opor-tunidad de comprender mejor el contexto-. En segun-do término, y ahora sí exclusivamente en función de no atosigar, el de aflojar un poco la cuerda semánti-ca.)

Cuando el Lechiguano comenzó a contar esta

historia -por otra parte una típica historia de indios como tantas que había yo leído, incluso de los Niva-klé-, estuve tentado a interrumpirlo, a increparlo por lo que supuse una falta de consideración rayana en el menosprecio; pero ello habría significado romper lan-zas con el único informante que había conseguido hasta el momento. Así que, atenido entonces a lo que contaba, puedo decir que, palabras más, palabras me-nos, casi todas las vinculadas al chamanismo me eran conocidas, como también varias de las prácticas que relataba, así que no me costó gran cosa interpretarlas. Incluso, en una tarea como la que había emprendido, era básico dejar hablar libremente al sujeto, y en todo caso después separar la paja del trigo. Así que me ar-mé de paciencia y escuché atentamente. Todo parecía indicar que se trataba de un cuento más, quizá refrito

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de miles de otros similares, y en ningún momento se me cruzó por la mente que algo como aquello pudiese efectivamente haber ocurrido. Pensé que el Lechigua-no, atado de pies y manos a la visión del mundo de sus ancestros, había desarrollado una distorsión men-tal típica. Y quizá lo mismo habría pasado con el pro-pio Malloy, quien -aunque proveniente de otra cultu-ra, completamente diversa- había caído en las trampas de aquella gente y se había disturbado en un sentido análogo. No iba a ser el primer científico que resulta-ba víctima de un proceso semejante.

En función de todas estas consideraciones, y sin dejar de prestar oídos, me sentí en crisis respecto de la finalidad de mi empresa, de qué diablos estaba haciendo allí. Si era el acopio de material para una te-sis, más me convenía buscar algún informante menos conflictivo, tomar unas cuantas notas, regresar, afinar la pluma y hasta luego. Pero eso significaba renunciar a todo el sentido de aventura que el destino parecía poner a mi alcance. ¿Y si hallaba a Malloy? ¿Y si conseguía hablar con él, reportearlo, o quizá devol-verlo al mundo civilizado? Resolví no tomar decisio-nes en lo inmediato, tener la cuerda a mi informante; aunque permaneciendo alerta, impermeable a todo in-tento de sugestión o de involucramiento en los con-flictos que pudiera tener con sus vecinos, hechiceros o no.

-Me dijo que la salida suya de anoche tenía que ver conmigo –dije, aprovechando un breve impa-sse en su discurso, tratando de focalizar la conversa-ción en carriles más prácticos.

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-Sí, pué, iá ve lo que me pasó la última vez que me metí a presentarles gringos a los Toiyés. No le vuá mentir, los guaraníes y la escopeta me vienen bien, y por eso me la jugué. Pero no da pa’tanto, vio. Si había lío le degolvía todo y a otra cosa.

-¿Y qué le dijeron los Toiyés? -Que me ande con cuidáo, que me fije bien si

no era usté otro loco como el gringo ése y dispué al-borotaba a toda la gente. Me dijeron que si lej hacía otra vez la mesma cagada no iba a tené tanta suerte como la otra vez. Así que usté dirá...

-¿Qué pasó la otra vez? -Y, si no me deja terminar de contá... la otra

vez pasó que nomás el agüelo me alcanzó a dar el Si-chée, vimos venir pa’l rancho un ejército de Iautói, que son...

-Si, ya sé, los Sichées domados por los brujos, ¿no?

-Tal cual, vea. Eran como qué sé ió cuántos. Daba miedo, la verdá. El agüelo entonce empezó a cantá y se vinieron los sei o siete que lo aiudaban a él, pero se los veía asutáos, nomás. Y claro, no quisieron peleá. Despacito se fueron iendo con loj’otro, como quien no quiere la cosa, vio. Y ió sentía como que me aleteaban, adentro. Se nota que el aguilucho que me había dao el agüelo quería salí, nomás. Ió sabía que tenía que cantá pa’sacarlo, pero ni mierda iba a cantá. A ver si loj’otro se pensaban que quería peliá ió tam-bién... y usté por lo visto iá sabe, no le tengo que decí lo que pasó con el agüelo, ¿verdá?

-¿Los Iautói lo mataron?

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-No, ve que no sabe tanto como dice... se mu-rió solo. Cualquiera sabe que cuando un Sichée le da el poder a uno, diretamente, como era el caso de mi a-güelo, se hace uno con su alma; y cuando se le va, se la ieva, y el Toiyé se muere. Ansí que el viejo se echó por ahí, a morir. Y entonces vino el Coicheyik en per-sona y se me plantó. Ió bajé la cabeza, estaba tem-blando como una hoja, y pa´colmo el pajarraco me a-leteaba, y me aleteaba, me hacía dar gana de vomitá. Estaba siguro qu’iba a morir ahí mesmo. Pero no. El desgraciáo me dijo que me quedara con el pajarraco, que a él no le iban en falta Iautói. Que total la hija’el Bocanegra ya había muerto, y no había ná’que hacer-le, y que ió iba a viví nada más si hacía todo lo que él me mandara. Y aquí estoy, pué. Tengo que hacé lo que me dice, pero al meno’ no soy el único, es lo que hacen todos los Toiyé de Pozo Coloráo y de otros la-dos más. Lo único que le puedo decí es que el gringo hijo‘e puta ése, encima que armó todo el lío, ni apa-reció más. Mató a esa gurisa inocente al ñudo, que era una niñita que na’ tenía que vé con las cagadas que hacía el padre. Y pa’ colmo nos dejó en la estaqueada, al agüelo y a mí. Ansí que no le debo nada al mierda ése, y si el Coicheyik me pidiera aiuda pa’matarlo, pues se la daría de mil amores. Pero el muy cobarde parece que se ha quedáo aiá, en el mundo amariio, bien cobijáo abajo del aquiotayúc, vaia a sabé’ espe-rando qué cosa. Y hace bien en no salí, porque en cuanto salga lo destripan.

-¿Cómo, lo destripan? ¿Acaso no es su Sa’c’a-clít el que está ahí?

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-Pero sí, hombre, ej una forma de decí, nomá. -Pero si su Sa’c’aclít está ahí, su cuerpo, digo

el cuerpo de todos los días, debe estar en otro lado, ¿o no?

-Sí, pero puede está en cualquier parte. Puede está en Francia, si quiere. Por eso hay que agarrarlo ahí.

-Entonces, digo yo, ¿no?, si usted tiene tanto miedo de ese Coicheyik, o si está tan cansado de ser-virle, ¿por qué no se va a cualquier lado, lejos de acá, y listo?

-No, pero si ió no le temo al Coicheyik. Aparte que la vida no es tan mala, vea. Mi pájaro me ieva a volá por tós los mundos que puede, me enseña, y si no tengo más Iautói que él, es nomás porque no me da la gana. Aparte me hago el que vuelo bajito, ansí no me dan mucho que curá, me dan a curá cosas fá-ciles, andá’verlo a éste que le duele la muela, andá vela’aqueia que no se le pasa la regla, y cosas como ésa. Y sabe qué, don... a mí déjeme con eso de la ciu-dá, de la Uropa y la Norteamérica. Pa’ mí ésos son los que están locos. La verdá, no me veo entre los Samtó. Como sea, prefiero el monte. Ió le tengo miedo a los suios, como usté le tiene miedo a los míos.

-No, pero si yo... -Deje, deje, no diga más ná. Ustedes vienen y

estudian y escriben historias que dicen que es cosa ‘e locos nomás porque en el fondo les da miedo. No digo a usté, digo a tós los gringos que vienen por acá con ese asunto. A mí también me daba un poco de

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miedo, pero antes. Cuando uno aprende se da cuenta de que no es tan jodido como parecía.

Seis

Esa tarde salimos a cazar, dado que el Lechi-guano estaba ansioso por probar la carabina, a la que llamaba “escopeta”. Demostró tener muy buena pun-tería, derribando a dos pecaríes pequeños con sendos disparos “en el codiio” (como decía él), en las costi-llas justo al lado de la articulación de la pata delante-ra, ya que de ese modo, según me explicó, el tiro de carabina daba directamente en el corazón del animal. Volvimos cargando uno cada uno, y en el calor de la tarde el esfuerzo casi fue demasiado para mí. Mien-tras me recuperaba, bebiendo abundante agua y co-miendo algo de las provisiones que había traído con-migo, ví que él, completamente fresco y sin demostrar el menor síntoma de cansancio, se puso a cuerear los animales, con llamativa pericia. Una vez limpios, los trozó muniéndose de machete y cuchillo, y separó dos cuartos traseros. El resto lo introdujo en un fuentón de metal, y luego lo cubrió con sal gruesa. Después co-menzó a encender un gran fuego, atravesó las porcio-nes en unos fierros y los plantó de modo que fueran recibiendo el calor de las llamas. Comenté que era mucha comida para nosotros dos.

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-Pasa que van a venir invitáos –me aclaró. –Van a venir el viejo Zuleque y el Alhutáj. El viejo Zu-leque es víbora, y el Alhutaj, iguana.

-Son los emisarios de Coicheyik, que quieren ver qué se trae el gringo nuevo, ¿verdad?

-Sí, pué. Ansí que no se haga el loco. Su vida y la mía dependen de usté.

-¿Y cómo se supone que tengo que actuar? -Con rispeto, con humildá. Sobre todo, escu-

che, y no se ponga pesáo con preguntas; no hable de cosas raras, ni se haga el sabihondo. Y tampoco se ca-gue en los calzones si los Toiyés empiezan a iamar a sus Iautói y a hacé sus cosas.

-No sé si estoy preparado, todavía, para en-contrarme con ellos –dije, presa de una alarma cre-ciente.

-Mire, amigo –me respondió, con tono de fas-tidio-, eso que acaba de decí es una estupidez. Ten-dría que haber estáo peparáo ni bien se dispuso a ve-nir pa’cá. ¿O qué se creió, que ésto es guasa? Déjese de mariconeadas de niño fino y aguánteselas. Y si no, no me haga perdé tiempo y mándese a mudá, pero bien lejos. No vaia a sé’ cosa que dispué se la anden agarrando conmigo.

Debo haberme ruborizado. Fuera como fuera, el Lechiguano tenía razón. Me sentí un pusilánime, y éste fue el factor que me impidió en esta última co-yuntura, especie de bisagra en la historia, optar por lo que a ultranza hubiese sido mi salvación: huir de allí como de la peste. En lugar de ello, le espeté con cierta altanería, producto del orgullo mancillado:

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-Estaba hablando de conocer mejor algunas cosas, no de cuestiones de ánimo.

Y él se quedó mirándome, socarrón, perfecta-mente al tanto de mis azarosas maniobras psicológi-cas.

Mientras caía la tarde y la carne iba asándose, comenzamos a beber chicha. Si bien era importante para mí mantener el juicio alerta y los sentidos des-piertos en orden a lo que vendría, necesitaba un buen par de tragos. Además, rehusar el convite habría sido lo mismo que manifestar abiertamente mi zozobra in-terior, cosa a la que no estaba dispuesto luego del co-nato verbal referido precedentemente. Mientras bebía-mos y fumábamos en silencio, y sumido como estaba en un puntilloso análisis de la situación en la que me había involucrado, caí en la cuenta de un detalle que no era menor, ni mucho menos. ¿Cómo y cuándo ha-bía sido concertada la cita con los Toiyés? Desde el mismo momento en el que había dado con Eusebio Fernández, o “El Lechiguano”, como prefería ser lla-mado, no me había separado ni un momento de él. Es-tuve tentado a preguntárselo, y no lo hice porque de ese modo exhibiría nuevamente mi preocupación; en balde, pues estaba seguro de conocer la respuesta que me daría. Diría que había sido su Sa’c’aclít, durante el viaje astral de la noche anterior. Lo malo del caso es que yo no era capaz de imaginar ninguna otra hipó-tesis que pudiera oponérsele. Me esforcé tratando de dilucidar algún medio por el cual, según códigos esta-blecidos de antemano, pudo él dar aviso a los hechi-ceros, pero no pude recordar hecho ni situación algu-

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na que trasuntara el menor indicio de algo así. Las ú-nicas veces que lo había perdido de vista había sido cuando uno u otro había ido a los matorrales a atender sus necesidades fisiológicas, pero habían sido lapsos muy breves. Costaba creer que en alguno de ellos hu-biese tomado contacto con alguien, quizás un mensa-jero. Aunque pareciera muy improbable, era lo único que podía explicarlo en términos de normalidad. El Lechiguano, como si hubiese estado al tanto de mis lucubraciones, me miró fijamente, echó al coleto un buen trago de chicha, dio una calada al cigarrillo y me dijo:

-Oiga, deje de buscar la quinta pata al gato. No se preocupe, hombre, por lo meno’ de antemano. Guarde sus fuerzas pa’cuando las vaia a necesitá.

-¿Para qué necesitaría de mis fuerzas? ¿Acaso los Toiyés vienen a confrontar?

-No creo, vio, pero con esta gente nunca se sa-be, pué. Si le digo qué se traen, le miento. Capaz ni e-ios mismos lo saben. Son de atuá’ ansí, a lo que salga. Por eso le digo, que no lo vean cagáo porque si no la vaca por áhi se le güelve toro. Igual, ahorita nomá lo vamu’a sabé. –Y añadió, cabeceando en dirección a mis espaldas. -Ahí vienen.

Me volví de golpe, casi en movimiento reflejo, justo para ver venir por el sendero abierto en pleno bosque a dos individuos; uno viejo, de cabellera larga y blanca, estatura baja, enjuto, como doblados sus huesos por el peso de los años. Caminaba apoyándose en un cayado de palo. El otro, en vivo contraste, era

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un joven indígena de contextura atlética, como de me-tro noventa de altura.

-Como iá le dije, el viejo es Zuleque, que es víbora, y el otro alto es el Alhutáj, que es iguana. Son los escamosos del Coicheyik. No les demuestre mie-do, porque por áhi se ponen pícaros y cuando empie-zan a jodé’, vaia a sabé adónde termina la guasa.

-No tengo miedo. -‘tonce dígaselo a su cara, pué. Al momento de efectuar las presentaciones,

muy ceremoniosamente por cierto, tendí la mano al Zuleque y me respondió con una inclinación de cabe-za, haciendo caso omiso de mi modo de saludar, así que la retiré e incliné la cabeza a mi vez, actitud que repetí al serme presentado el Alhutáj. El Lechiguano se apresuró a servirles chicha. Tomaron sus vasos, metieron los dedos en racimo y esparcieron unas go-tas sobre la tierra. Luego la bebieron de un trago y es-tiraron el vaso para que les sirviera más. Ya servidos, ocuparon dos de los tres bancos. El anfitrión me indi-có ocupar el restante, y se acercó un tocón de quebra-cho para él. A continuación se produjo un silencio que me resultó muy embarazoso, y fue a caballo de e-sa sensación que me encontré diciendo al anciano:

-Es un verdadero honor para mí conocer a un Toiyé como usted.

El anciano me miró y no dijo nada. Sin embar-go la respuesta la dio el Alhutáj:

-El viejo ‘e mierda éste no sabe hablá español. A gatas si habla en su lengua, de achacáo qu’está – y

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tanto él como el Lechiguano soltaron ruidosas carca-jadas. El viejo, por su parte, se sonrió, como adivi-nando el tenor del diálogo. El Alhutáj continuó di-ciendo: -¿Ansí que usté quiere aprendé las cosa ‘e los Nivaklé?

Aproveché la pregunta para tratar de tomar cierta iniciativa, ya que de todos modos estaba si-guiendo las indicaciones del Lechiguano, en el senti-do de que no debía mostrarme avasallado, así que re-pregunté:

-¿Y ustedes cómo se han enterado? El Alhutáj y el Lechiguano se miraron como

sorprendidos. El primero volvió a inquirir: -¿Cómo, cómo noj enteramo’? El hombre acá,

su amigo, noj dijo. -Claro, pero no puedo darme cuenta de cuándo

fue que se los dijo, si desde que llegué hemos estado juntos...

-Sabé que pasa, Alhutáj, que al mozo le gusta hacerse el tonto. Iá le dije que jué mi Sa’c’aclít, pero resulta que le dá por hacerse el duro de cabeza, y ter-quea, pué.

-Ah, no, mire, mozo, si empezamo’ansí más vale ni empezamo, vio. Si un gringo anda queriendo averiguá cosa’e nosotro, lo primero y principal que tiene que hacé es no faltarno’al rispeto, vea –me re-criminó, meneando la cabeza y con gesto muy serio.

-No lo tome así, nada más lejos de mi inten-ción que faltarles el respeto.

-Entonces no lo haga. Y si le da por terquear, les iamo a mis Iautói y dispué me cuenta.

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-No se moleste, ya entendí –dije, provocando una nueva explosión de hilaridad.

Fue en ese preciso momento, en lo azaroso de

la situación a la que me había expuesto, dominado psicológicamente, totalmente a merced de aquellos locos tal vez peligrosos, que por primera vez desée no haberme involucrado nunca en semejante empresa.

Siete

Mientras el Lechiguano se ocupaba del asado, conversaron cosas de su gente, chismorrearon, bah. De cuando en cuando se dirigían a mí para contarme algunas historias de brujería, de curaciones, de sus problemas con los Samtó y cómo éstos los explota-ban, en fin, todo pareció volver a los carriles norma-les, y renació en mí la esperanza de que el asunto fi-nalmente se limitara a recopilar unos cuantos datos, para luego marcharme. Tal vez me había dejado im-presionar más de la cuenta, aunque buenas razones había tenido el Dr. Lasalle para advertirme respecto de la malicia y poder de sugestión de aquella gente. La chicha corría sin pausa, y aunque estaba medio mareado, no me atrevía a decirles que no cuando me servían. Tal vez haya sido el alcohol lo que me llevó a ingresar en un ánimo más templado, más distendido.

Dimos buena cuenta de la carne, excelente-mente asada y sabrosa, mientras el diálogo permane-

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cía acotado a los contenidos antedichos. Lo único que me resultaba raro en aquel contexto era el mutismo observado todo el tiempo por el Zuleque, quien no obstante escudriñaba atentamente a cada uno que to-mara la palabra. Cuando la voracidad fue saciada, permanecimos bebiendo chicha. Ya estaba a punto de caer dormido (recordarán que la noche anterior la ha-bía pasado en vela) cuando, repentina y sentenciosa-mente, el anciano me miró y dijo algo en Nivaklé. Por alguna razón, las luces de alarma encendieron instan-táneamente mis entendederas. El Lechiguano, enton-ces, me formuló la traducción:

-Dice el Zuleque que si quiere sabé las cosas de los Toiyés, tiene que tomá el Vatlhuquéi.

Mi instinto no había fallado, había hecho muy bien en alarmarme. Según tenía entendido, el Vatlhu-quéi era una poción alucinógena por demás poderosa, hecha a base de una maceración de raíces, hojas y flo-res de distintas variedades de Datura, vulgarmente conocida como Floripón o Floripondio. Precisamente por esa característica fuertemente visionaria era con-siderada por muchos pueblos aborígenes como una de las principales avenidas hacia el poder espiritual y las virtudes chamánicas. En función de ello, y dispuesto a negarme hasta las últimas consecuencias, comencé a argumentar que quería conocer sus costumbres única-mente en teoría, y que de ningún modo quería conver-tirme en Toiyé. Entonces volvió a hablar el Zuleque, sin esperar traducción alguna, seguramente al tanto del tenor de mi negativa por los factores metalingüís-ticos de expresión tan evidentes que habían acompa-

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ñado mi negativa. Cuando terminó de hablar, con to-no tan perentorio y dramático que consiguió intimi-darme aún más de lo que ya estaba, fue el Alhutáj quien tradujo esta vez:

-Dice el viejo que no ha venío hasta acá al ñu-do, y que si no hace lo que se le manda la locura del Vatlhuquéi no va´ser ná’ comparáo con las cosas que le va’cer vé. Y crealé, pué. El viejo es como to’ viejo, cabrón y malváo. ¿No’cierto, “Lechi”?

El Lechiguano se tomó unos instantes antes de responder, durante los cuales deseé fervorosamente que la mínima lealtad que pudiera haberle generado en el poco tiempo que nos conocíamos lo hiciera ma-nifestarse a mi favor; mas, evidentemente, el miedo a contrariar a los esbirros del Coicheyik prevaleció, co-sa harto previsible:

-Nadie quiere golverlo Toiyé, aparte no creo que le dé pa’eso. Pasa que no le pueden enseñá las co-sa’ d’eios si no las ve. Esas cosa’ no se pueden contá, hay que verla’.

Insistí entonces en que no era necesario llegar a tanto, que para lo que yo necesitaba me sobraba con que me hablaran de las cosas de las que sí se podía hablar, que les pagaría bien por la información y que jamás volvería a molestarlos. Esta vez fue el Alhutáj quien, visiblemente fastidiado por mi actitud, tomó la palabra:

-Vea, mozo, más le vale hacerle caso al Zule-que y dejarse´jodé. Iá le dije que la pacencia no es su juerte. Tómese unoj minuto pa’ponerse en orden, de-mientras el viejo priepara el Vatlhuquéi. Y no se prio-

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cupe, ni se haga el taimáo. Ej un honor el que le’ stamo’ haciendo. No cualquiera viene y le convida-mo’, ¿entiende? Lo único que falta es que encima se venga a hacé el cagón.

Miré al Lechiguano, que se encogió de hom-bros, como señalándome que mi suerte estaba echada. Las amenazas no habían sido en vano, ya que estaba yo seguro que de no hacer lo que me pedían, iba a provocarme males mayores. Así que traté de tranqui-lizarme, me dije que un etnógrafo alguna vez tenía que pasar por una eventualidad semejante, respiré hondo y traté de tomar un coraje que al parecer no te-nía. Temblando como una hoja, vi al Zuleque sacar de entre sus ropas un paquete envuelto en diario, y mani-pular unas picaduras vegetales. A continuación las puso en un cuenco que sacó asimismo de algún plie-gue entre sus harapos y pidió algo al Lechiguano. És-te se levantó y puso una lata con agua sobre los res-coldos. Al rato tomó un trapo, la retiró y la vertió en el cuenco que el viejo sostenía con sus dos manos. El viejo comenzó a cantar, y entretanto yo casi gemía un llanto al que pugnaba por reprimir.

Ocho

El viejo, sin dejar de cantar ni por un momen-to, se dirigió hacia mí, y creo que si hubiese sido el mismísimo Satán que lo hacía me habría provocado menos desasosiego. Los otros dos permanecían senta-

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dos en sus lugares, como expectantes. Cuando estuvo frente a mí, me tendió el cuenco, al que tomé con ma-nos temblorosas. Bebí un poco y sentí un gusto acre y a la vez dulzón, como de vegetales fermentados, real-mente asqueroso. Lo más horrible que he probado en mi vida. Hice una violenta arcada, que a punto estuvo de hacerme volcar el resto, cosa que, de haberme atre-vido, hubiese hecho de buena gana. Oí a los otros dos que a gritos me decían que terminara de beber de una vez, y que por nada del mundo dejase caer una sola gota. Respiré hondo y pasé el resto de un gran trago; entonces sentí que mi pecho se partía, a resultas de la brutal arcada que sobrevino. Sin embargo conseguí mantenerlo en el estómago.

Cuando pude separar mi atención de los seve-ros desajustes digestivos advertí que ahora eran los tres los que cantaban, enredando melodías diferentes en una armonía disonante, sobre ritmos aleatorios. El cuadro era en verdad tétrico para mí. Casi como in-merso en una cuestión de supervivencia comencé a a-nalizar los procesos fisiológicos que la infusión co-menzaba a provocarme. Sentía como un nivel de agua en mi garganta, como si hubiese estado lleno de líqui-do hasta allí; también una cierta pesadez estomacal, o una sensación como de malestar hepático, no podía precisar muy bien, pero allí estaba, haciéndome temer una eventual intoxicación más severa que la lógica para ese tipo de ingesta. Mas poco a poco fue pasan-do, y lo que advertí a continuación fue la brillantez que emanaba de los pocos elementos a mi alrededor que producían luz, que eran los rescoldos, las estrellas

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y la luna. Era como un brillo líquido, acuoso, por lo que deduje que algo estaba pasando con mis ojos, y recordé que uno de los efectos nocivos de la intoxica-ción con esta clase de alcaloides es el glaucoma. Esta-ba ahora entre dos mundos, pavorosos ambos, ya que temía tanto a cuestiones de salud corporal como a o-tras de corte supersticioso, animista. Y no sólo mi presión ocular parecía estar incrementándose, sino también la sanguínea, impulsándome a moverme, a no quedarme allí quieto, entre esos tres bultos en las sombras que rato antes había podido identificar sin in-conveniente, y ahora no atinaba a discernir quién era cada uno. Pero aquí se acabó el tiempo de los análisis y comenzó el de la acción, mal que ello pudiese pe-sarme: algo revoloteó sobre nuestras cabezas, levanté la vista y sólo pude verlo dirigirse en picada hacia mí. Me impactó a la altura del plexo solar, provocándome un dolor lacerante. Me llevé las manos hacia allí y no hallé nada, aunque enseguida, con certeza desquician-te, supe que lo que fuese que hubiese sido se había in-crustado dentro mío, lo sentía moverse en mi interior. Grité, presa del pánico, y entonces el Alhutáj me dijo:

-No grite como una gurisa, no sea cagón. Ej la lechuza que le ha dáo el Zuleque pa’ que pueda vé a l’oscuro –Ni bien lo dijo me dí cuenta que podía ver casi como si hubiésemos estado a pleno día. –¿Cómo va’ cruzá el Tulhitaj, la tierra de la noche, ‘tonce, si no ve una mierda? Tiene que iegá’ al mundo amariio, que queda abajo, abajo de acá y del Tulhitaj.

-No quiero ir a ninguna parte –dije, y di una pitada al cigarrillo. Los tres casi se mueren de risa, y

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ahí fue que me percaté de que no tenía ningún cigarri-llo entre los dedos. El criterio de realidad se me esta-ba escabullendo velozmente, por más que tratara de a-ferrarme a él con desesperación. La sensación de agua al cuello se hacía cada vez más intolerable, y ello en un nivel físico. El Lechiguano me alcanzó entonces un vaso con agua, y lo bebí con avidez. El agua me a-placó un poco. Comencé a caminar por una planicie cenicienta que se iba oscureciendo, y reparé en la im-posibilidad de ello, puesto que la cabaña del Lechi-guano estaba rodeada de varias hectáreas cuadradas de bosque tupido, solamente atravesado por unos cuantos senderos angostos abiertos a fuerza de ma-chete. Me volví de golpe, y pude ver que la planicie polvorienta y oscura se extendía por todo el derredor hasta el plomizo horizonte. Y que estaba solo.

Continué caminando en la misma dirección en la que venía, total era indistinto. Si todo aquello era una alucinación, como seguramente lo era, en algún momento debía terminar. Además prefería aquello, por sombrío o tétrico que pudiera verse, a la fanfarria de espíritus que había supuesto de antemano iba a a-tosigarme. Claro que esta ocurrencia pareció ser la a-pertura formal a eso que precisamente más temía. U-nos cincuenta metros adelante había unas cuantas for-mas un poco más oscuras, semejantes a arbustos. Me quedé parado unos instantes, indeciso entre cambiar de dirección o no. Un impulso, quizá producto de una suerte de curiosidad morbosa, me llevó a continuar. Cuando estuve cerca, si bien me costaba enfocar un poco la visión (además del escaso contraste entre a-

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quellos objetos y el fondo), comprobé que eran arbus-tos, absolutamente quietos en una atmósfera sin el menor indicio de brisa, casi como que siquiera hubie-se aire. Esa observación me valió un sofoco, el que a su vez me hizo pensar en la validez que parecía co-brar la mente sobre la materia en ese extraño mundo. Pensé que mi cuerpo estaría desmayado, intoxicado en el claro del Lechiguano; pero la sensación física en ese raro paraje era rotunda, sobre todo esa sensación de líquido al nivel de la glotis que me esforzaba por tragar y no podía, y que generaba una paradójica y a-brasadora sed. Mi cuerpo físico estaba allí, eso era quizá lo único evidente para mí en ese trance. Y que ese mundo, que daba toda la sensación de estar muer-to, en algún lugar existía; instintiva e intuitivamente experimentaba su entidad.

Mas todas estas absurdas consideraciones me-tafísicas -que mi mente parecía articular en busca de vacuos asideros- fueron interrumpidas por uno de los presuntos arbustos, que dijo La eternidad está sucia. Extrañamente, sentí que esa era la frase con más sen-tido que había oído en toda mi vida. Ostentaba para mí un profundo carácter oracular (como a veces ocu-rre en sueños, que una locución trivial alcanza signifi-cados trascendentales). No sé que es lo que estoy ha-ciendo aquí, balbuceé, y vi que en uno de los arbustos negruzcos se había formado una cabeza humana, aun-que muy alargada y con una nariz de puente cóncavo y puntiaguda. Esa cosa antropomorfa lucía como si padeciera un raro sindrome, de hecho había visto al-gunas deformidades semejantes con anterioridad. I-

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maginé que esos casos patológicos del mundo cotidia-no se daban porque individuos que debían haber naci-do aquí, habían -vaya a saber por qué causa-, equivo-cado el mundo, plano dimensional o lo que fuere. Se-mejante lucubración me pareció entonces de suyo evi-dente. La cosa en el arbusto miró hacia abajo y dijo Cuando me muera voy a estar muy solo. Eso me arro-jó a un nuevo dilema. Un objeto fantástico, una aluci-nación, venía a plantearme sus conflictos psicológi-cos. Y lo peor del asunto era que yo era por demás susceptible a cualquier emocionalidad que el hombre-arbusto arrojara sobre el tapete, en una corriente de e-norme empatía, que operaba aún reñida con cualquier volición de mi parte. Algo ofuscado, inquirí ¿Acaso ustedes también mueren?, y, asumiendo nuevamente aires oraculares, me respondió Todo está muerto. Nuestras experiencias solamente son las ilusiones que nos dejan hacernos. Todo está muerto, pero la muerte final es la muerte de la ilusión. Esto ya no me conmo-vió, hasta me pareció un poco cursi. Atormentado por la sed y la sensación en mi laringe pregunté entonces adónde podía conseguir un poco de agua, y los arbus-tos -que no lo eran finalmente-, comenzaron una es-pecie de ronda de bailes tribales en mi derredor, y prorrumpieron en cánticos similares a los del Zuleque y los otros. Me dí cuenta que se trataba de Sichées, que en ese mundo adoptaban la forma de homúnculos oscuros. O al menos eso creí. Pero este súbito movi-miento me arrojó a un estado de pánico, en el que vo-ciferaba pidiéndoles que terminaran con eso. Mas no solamente no se detuvieron, sino que sus cantos pare-

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cieron convocar a nuevas presencias. Esta vez se tra-taba de cuatro mujeres, que llegaron danzando frené-ticamente desde lo que parecían ser los cuatro puntos cardinales de ese mundo. Ingresaron en el círculo de-limitado por el baile de los Sichées, y pude ver sus o-jos, que a pesar de ser demasiado acuosos tenían un brillo de locura y ferocidad. Yo continuaba gritando, ya sin sentido, por el mero hecho de expresar un te-rror primario. Las mujeres comenzaron a chillar y a reír de modo espeluznante. Tenían aspecto de aborí-genes, estaban desnudas, sus cuerpos eran morenos y bien formados. A pesar del miedo, no pude dejar de sentir la profunda sensualidad que emanaba de sus formas y de sus movimientos. Me encontré excitado, y ello me llevó a un paroxismo de pavor, por cuanto me resultaba evidente que así estaba abriendo la puer-ta que me haría vulnerable a lo que fuera que preten-dieran hacerme. Y como parecía suceder en ese lugar, el pensamiento determinaba el derrotero de las accio-nes. Tres de ellas se abalanzaron sobre mí, y con fuer-za irresistible me derribaron. Caí boca arriba y una me sujetó de las muñecas. Las otras dos hicieron lo propio con mis piernas. Yo no paraba de chillar; y era ello, junto con los cánticos de los Sichées y las risas diabólicas de las mujeres, lo que configuraba una suerte de sinfonía macabra. Entonces la cuarta mujer, danzando casi obscenamente, de piernas abiertas y sa-cudimientos pélvicos, se acercó, apoyó un pie a cada lado de mi cuerpo y sin dejar de contorsionarse, clavó su mirada líquida y feroz en mis ojos y fue acercando su vulva hacia mi plexo solar, en balanceos rítmicos,

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alimentando en mí una libido sacrílega, tan poderosa como repulsiva a la vez. Cuando finalmente sus geni-tales tomaron contacto con mi piel, sentí una quema-zón tremenda, como si hubiese sido un hierro canden-te el que me tocaba, y si bien no había dejado ni por un momento de gritar, mis alaridos alcanzaron su má-ximo volumen. Luego la negrura me tragó.

Nueve

Era de día cuando desperté en el jergón de la cabaña del Lechiguano. Me sentía débil, afiebrado, y era presa de una terrible sed. Fui a incorporarme para beber algo y experimenté un dolor lacerante en el ple-xo. El Lechiguano estaba tomando mate a mi lado, cosa que no había advertido, y me forzó a mantener la posición horizontal. Quería exigirle todo tipo de ex-plicaciones, pero mis fuerzas solamente alcanzaron para pedir un poco de agua. Me la alcanzó, y hasta sostuvo mi cabeza erguida para que bebiese sin incor-porarme. A continuación, con manos temblorosas, a-brí mi camisa y vi una venda en el sitio en el cual el ave me había impactado y luego la mujer me había a-poyado su sexo. Al mismo tiempo sentí un olor acre, similar al de la poción que había tomado la noche an-terior, seguramente de algún ungüento que me habían colocado. La sensación de fatiga, acompañada por u-na profunda melancolía, me impedía dar voz a todas las preguntas que se agolpaban en mi cerebro. Sin

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embargo el Lechiguano, al tanto de mi preocupación, comenzó a hablar, y dijo:

-La verdá compadre que no se ha portáo muy bien que digamo’, anoche. Los Toiyés se jueron bas-tante disconforme’ –quise expresar que era yo quien debía estar agraviado por lo que me habían hecho, pe-ro no tuve fuerzas para hacerlo. –Primero que nada, no jué capaz de iegar hasta el mundo amariio, se ago-tó nomás en el Tulhitaj, cosa que ni a los Nivaklé más pendejos les pasa. Dispué agarró p’al monte, y si no lo paramos vaia a sabé adónde termina. Áhi jue cuan-do se puso a gritar como loco, los Sichées nos mira-ban como diciendo ‘¿a quién mierda noj han tráido?’ A la final se tiró ansí, de panza nomá, sobre un tronco prendido que había quedao del asáu. Y si no lo saca-mo’, ahora mesmo estaría más crocante que lo’ pecarí que comimo’ anoche. Había resultáo loco, el hombre. Capaz de matarse ante’ de mirá el mundo nuestro. Y eso que pa’eso dice que vino...

La explicación no me resultó suficiente. De al-gún modo exacerbó mi estado depresivo. Tan vívida había sido la experiencia de la noche anterior, tan contundente su carácter existencial, que el propio mundo cotidiano ahora me resultaba, en un nivel in-terno, tan aparente como presuntamente lo era el otro. Mi criterio de realidad se veía en una profunda crisis, y eso me provocaba una angustia raigal, a cuenta del sinsentido consecuente, que me atosigaba. El hecho de haber experimentado la rigurosidad de los códigos de otro modo de existencia me habían llevado a la e-videncia de que ésta no es más que una visión dentro

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de un amplio espectro de otras posibles, y por primera vez en mi vida consideré la posibilidad de que los he-chiceros -de cualquier etnia que fuere- realmente te-nían acceso a códigos de otros mundos tan tangibles como éste. Y si digo “tangibles” y no “reales” es por-que la sensación que me quedaba era de la inexisten-cia, a ultranza, de todos ellos. Inexistencia que por o-tra parte no empecía en lo absoluto la capacidad de desentrañar dichos códigos y así interactuar en cual-quiera de ellos. Ya lo había dicho el Sichée-arbusto: Todo está muerto. Nuestras experiencias solamente son las ilusiones que nos dejan hacernos. Todo está muerto, pero la muerte final es la muerte de la ilu-sión. Ahora sí la frase tenía sentido. Un sentido tan desgarrador y amargo que lo hacía insoslayable, a mi pesar. Y tal marco emocional se veía empeorado por la certeza de haber dado ya el paso, de haber cruzado la peligrosa línea que el Dr. Lasalle tanto me había recomendado que no traspasase.

Una especie de voluntad de supervivencia, sin embargo, halló espacio suficiente como para hacerme caer en la cuenta de que, para salir de la oprobiosa si-tuación en la que me había metido, tenía que reponer-me, física y mentalmente. Y para ello lo primero era descansar, tratar de dormir. Así lo hice, y la fatiga me ayudó. Cuando volví a despertar estaba solo, y ya me sentía bastante mejor. El sol casi se había ido. Me su-bí a la camioneta y manejé hasta Pozo Colorado, con la intención de hacer que un médico revisara la que-madura. No pensaba, por nada del mundo, regresar a casa del Lechiguano ni volver a tener trato con nin-

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gún Nivaklé. Una vez medicado correctamente, em-prendería el regreso a Buenos Aires y barajaría cual-quier otra temática menos comprometida para mi te-sis. Durante el viaje, me reproché ácidamente el he-cho de no haber prestado oídos al Dr. Lasalle cuando pretendió disuadirme del proyecto. Y hasta recé para que los artilugios de los Toiyés no me fueran a alcan-zar luego del intempestivo abandono que estaba per-petrando.

Luego de preguntar a un par de transeúntes dí con un hospital público cuyo nombre no recuerdo (creo que tenía que ver con una Virgen determinada, porque sí quedó en mi memoria la sensación de con-traste entre la religiosidad del mundo civilizado y la del que acababa de huir). Luego de aguardar unas dos horas en el atestado servicio de guardia, ingresé en el consultorio. Un médico de mediana edad, tez morena y ojos pardos me preguntó qué me ocurría. Le dije que me había quemado en el vientre. A su indicación, me quité la camisa y me recosté en la camilla. Sentí un ligero dolor cuando despegó la venda de la herida, y no me gustó nada ver la cara que puso al examinar-la.

-Hombre, ¿cómo se ha dejado estar así? –In-quirió, con reproche implícito.

-¿Dejarme estar? –Respondí. –Si fue nomás a-noche que me ha ocurrido...

-Imposible. Esta herida tiene al menos tres dí-as. ¿Quién le ha colocado este ungüento?

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Levanté la cabeza para observar la quemadura y quedé paralizado por la impresión: unos cuantos gu-sanos blancos se movían sobre la piel estragada.

-¿Qué diablos...? -Recuéstese, lo primero es limpiar esto –dijo,

mientras se calzaba un par de guantes quirúrgicos y tomaba un frasco y unos hisopos. Cerré los ojos y de-jé que hiciera su trabajo; me entregué, con ese sentido de gratitud propio del paciente conmocionado que de-posita en manos del galeno su esperanza de supervi-vencia. Quizá no era para tanto, mas así lo sentía. Fue entonces que pensé que tal vez había estado durmien-do mucho más tiempo del que había creído.

-Esto no es broma, mi amigo –comentó, mien-tras se aplicaba a su tarea. –Una necrosis en esta zona puede resultar en algo muy grave. ¿Quién le puso este ungüento? –Volvió a preguntar.

-Fueron unos campesinos que me ayudaron en la emergencia. Creo que eran Nivaklé.

-Ha hecho muy mal en no venir aquí inmedia-tamente. Pero bueno, no se preocupe. Desinfectaré la herida lo mejor que pueda y, eso sí, voy a tener que administrarle una fuerte dosis de antibióticos. ¿Es us-ted alérgico a algo?

-No, que yo sepa. -Tanto mejor, entonces. Usted no es de por a-

quí, ¿me equivoco? -No, soy argentino. -Ahá. Eso pensé. Y seguro que es antropólogo,

o algo por el estilo.

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-No aún. Vine a recoger material para mi tesis. ¿Cómo lo supo?

-Lo supe porque hace algún tiempo vino otro, que no era argentino pero sí antropólogo, con una he-rida similar, el mismo ungüento e idéntico desfasaje temporal.

-¿Acaso se trata de Benjamin Malloy? -No recuerdo. Si bien procuramos tomar los

datos personales de los que vienen a atenderse, mu-chas veces nos vemos superados por las circunstan-cias y apenas si tenemos tiempo de hacerlo, y ello en los casos que pueden esperar. Además, muchos de los que vienen aquí no tienen papeles que acrediten su identidad, y sospecho que muchas veces dan cual-quier nombre.

-¿Qué fue de él? -No lo sé. Quedó en volver unos días después

para continuar el tratamiento y no lo hizo. Jamás vol-ví a verlo.

-Pero lo recuerda. -Pues sí, y ello debido a que no es la única

persona que he visto padecer de este cuadro. Una en-fermera me dijo que tenía que ver con prácticas de brujería de los aborígenes de por acá. Por supuesto que no le creí, y hoy mismo no lo creo. Lo que sí creo es que intoxican a la gente con plantas alucinógenas, luego las lastiman salvajemente y de alguna manera cultivan esta fauna cadavérica en personas aún vivas. Supongo que apelan a semejantes aberraciones para debilitar a sus víctimas y alimentar un sentido de tabú que acaba por matarlas, de infección, de miedo, todo

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junto. Si me permite una sugerencia, le diría que le conviene internarse unos días.

-Piensa que yo tampoco vendré a continuar con el tratamiento, ¿es eso?

-Sí, eso es lo que pienso. -Preferiría, doctor, y usted dirá si es viable,

volver a Buenos Aires en mi camioneta, sin escalas, y continuar el tratamiento allá.

-Está bien, supongo que si hace lo debido y to-ma puntillosamente la medicación, no debería tener mayores inconvenientes. Si le aconsejé en contrario, es más que nada debido a que nunca, de los cuatro ca-sos similares que atendí, tuve ocasión de observar la evolución del tratamiento.

-¿Los otros tres eran también antropólogos? -No, solamente el que le mencioné antes. Los

otros dos fueron un indio y un capataz de una empre-sa agrícola cuya mano de obra proviene precisamente, en su mayor parte, de los habitantes de las tolderías cercanas.

-Entiendo. Hagamos una cosa, si quiere darme su teléfono, le prometo que lo mantendré al tanto de mi evolución.

-Una última pregunta: ¿tomó alguna pócima antes de sufrir esta herida?

-Sí, creo que un brebaje a base de solanáceas, o algo por el estilo.

-La higuera loca, eh. La hierba del diablo, el té de los hechiceros. Tiene suerte de no estar muerto, o cuando menos ciego. No vuelva a hacer cosas como esa, ¿entiende?

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-De eso sí que puede estar seguro.

Diez

Si no hubiese sido por mi estado de debilidad general, agravado por la conmoción de haber visto mi plexo agusanado, habría emprendido el regreso esa misma noche. Pero dadas las circunstancias, me alojé en un hotel céntrico con la finalidad de dormir cuanto fuese necesario, para luego regresar a Buenos Aires lo antes posible. Tomé una cena liviana pero nutritiva, y comencé a ingerir los antibióticos recetados. Antes de dormir, pedí desde el teléfono de mi habitación que me comunicaran con Argentina, al número del Dr. Lasalle. No estaba en casa, así que dejé un mensaje en su contestador, en el que escuetamente le decía que habían surgido inconvenientes, y que al día siguiente, tal como él me había aconsejado, iba a dejarlo todo y volvería a la Capital. Luego intenté relajarme; el estó-mago me escocía, aunque supongo que mucho de a-quella sensación se debía a la impresión que me había provocado la vista de los gusanos. Antes de dormir-me, y por primera vez en lustros, elevé una plegaria al Señor pidiéndole que me mantuviera a salvo de cual-quier infestación maléfica que estuviese tratando de alcanzarme. Pero lamentablemente, la deprecación no dio resultado, ya que a poco comenzaron a cobrar for-ma en mi mente unas pesadillas tan vívidas como lo habían sido las experiencias alucinatorias pasadas, y

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de un sesgo absolutamente análogo. Estaba otra vez en el Tulhitaj, y los Sichées arbustivos celebraban mi llegada. Tal vez fuera debido a la condición onírica, pero en esta ocasión no sentía miedo, siquiera inquie-tud. Se mostraban muy amistosos, así que les pedí que esta vez no llamaran a las mujeres locas que me habían herido. Rieron, y me dijeron que ellas ya ha-bían hecho lo suyo, y que no volverían a molestarme. Me dieron otro Iautói, esta vez un Sichée con forma de caballo, para que me condujera al mundo amarillo, adonde podría encontrar al Samtotaj, o sea el Sa’c’a-clít de Malloy, que se había ocultado en el aquiota-yúc, el árbol protector de ese mundo. Sentí entonces, en esa certidumbre irracional propia de los sueños, que finalmente se me brindaba la posibilidad de hallar a Malloy e incluso hablar con él, así que subí a mi nuevo Iautói, que tomó vuelo y me condujo por entre escenarios tan vertiginosos que casi no fui capaz de percibir detalles. Descendió en un mundo azufroso, polvoriento, con algunos picos escarpados sobre todo el contorno horizontal. Luego emprendió el paso ha-cia lo que en la lejanía parecía un grande y frondoso árbol, completamente incongruente con la caracterís-tica desértica del paisaje. A medida que me iba acer-cando, un raro fenómeno parecía tener lugar: las ra-mas descendían, incluso hasta tocar el suelo. Daba la impresión de que daban forma a una especie de círcu-lo protector. El Iautói se detuvo a unos diez metros, y fue entonces cuando oí la voz de quien, basado en la misma certeza onírica a que hice mención más arriba, estaba seguro era Malloy:

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-Váyase -dijo. -Señor Malloy, no he venido a hacerle daño.

Por el contrario, deseo ayudarlo. -No necesito ayuda de nadie. Váyase. -He recorrido distancias enormes y me he ex-

puesto a grandes peligros para hallarlo. Haga el favor de hablar conmigo, déjeme ayudarlo.

-Nadie puede ayudarme ya. Menos quien vie-ne de parte del Coicheyik.

-No vengo de parte del Coicheyik. -Eso es lo que dicen todos. Y yo le digo que

usted ha sido enviado directamente por él. -¿Lo dice porque los ayudantes del Coicheyik

fueron quienes me dieron estos Iautói? -Lo digo porque ha sido él quien lo ha envia-

do. Váyase, no me haga perder el poco tiempo que le queda a mi Sa’c’aclít.

-No sabe lo que dice, Malloy. Odio a ese Uj-Toiyée tanto como usted, si no más. Déjeme ayudarlo, por favor, y tal vez usted pueda a su vez ayudarme.

- Nadie puede ayudarme, ya se lo dije. Hace rato que he muerto.

-Si hubiese muerto, no estaría hablando ahora. -Ah, ¿sí? ¿Y usted qué sabe? ¿Está seguro?

¿Está seguro de no haber muerto, acaso? Yo que us-ted, no estaría tan seguro. Que yo sepa, los gusanos no proliferan en los organismos vivos.

-A veces sí, en las heridas. Pero ya estoy lim-pio.

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-No los gusanos de los que estoy hablando. E-sos nunca se limpian. Se pueden sacar unos cuantos, pero nunca se limpian.

Esta última aseveración me produjo una in-

quietud que rápidamente se resolvió en pánico. Tan a-sí que desperté agitado, para comprobar con desazón que en la penumbra de aquella habitación de hotel la realidad parecía tener menor entidad incluso que el mundo amarillo que acababa de experimentar en sue-ños. La agitación devino en náusea, tosí a pecho des-garrado, repentinamente me sentí muy enfermo y vol-ví el estómago sobre el piso de madera, al lado de la cama. Encendí la luz y casi muero del susto: el vómi-to estaba plagado de gusanos, que trepidaban mezcla-dos en el fallido bolo alimenticio. Escupí con repul-sión los pedazos de materia que habían permanecido en mi boca, mientras corría al baño a enjuagarme. Cuando comenzaba a pensar en la imposibilidad de lo que parecía estar ocurriendo, con reales esperanzas de que aún estuviera soñando y que todo aquello fuera nada más que una horrible pesadilla, me vino otra naúsea, y esta vez arrojé un par de espasmódicos bor-botones de gusanos. Luego me desmayé.

Once

Cuando volví en mí, el asco también lo hizo, y

debí esforzarme para no vomitar de nuevo y así pasar

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una y otra vez por lo mismo. Me apresuré a verificar la existencia de los verminosos vómitos, y con desa-zón y repulsa ví que se habían diseminado, tanto en la habitación como en el baño. Me vestí, tomé mi equi-paje y salí como alma que lleva el diablo, ignorando el saludo que me dirigió el sorprendido conserje (por suerte había pagado por adelantado). Subí a la camio-neta y, contrariamente a lo que indicaba el sentido co-mún más elemental, no me dirigí al hospital, sino que tomé la ruta Transchaco y enfilé directamente hacia el sudeste, deshaciendo el camino que por tan mal de-rrotero me había conducido. Pensaba ir de un tirón hasta Clorinda, para hablar de nuevo con el viejo Li-boreiro. Tal vez el viejo conociera algún modo de contrarrestar lo que fuera que me habían hecho. Se-gún Lasalle, el viejo baquiano había conducido a mu-chos estudiosos con los Nivaklé, y además era, según también había dicho, una especie de etnólogo aficio-nado. Aparte, como estaban las cosas, quizá necesita-ra de él para que se hiciera cargo de lo que fuera que quedase de mí al momento de llegar. No había atrave-sado aún el Río Negro cuando me sentí descompuesto otra vez, y arrojé otra serie de borbotones tanatológi-cos. Pensé que más allá de los gusanos o de las infec-ciones, el asco sería suficiente para matarme. Había olvidado de tomar el antibiótico, pero todo parecía in-dicar que no iba a ser muy efectivo que digamos, ante semejante proliferación de gusanos en mi interior. Despegué la venda de mi estómago justo lo suficiente como para echar un vistazo, y al menos eso parecía estar bien. Al menos no estaba agusanada. Decidí en-

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tonces entrar en un almacén y comprar algún aguar-diente. Por alguna razón pensaba que sería mucho más efectivo que los antibióticos. Lo más alcohólico que conseguí fue un vodka de destilación local. Com-pré tres botellas, y apenas salí abrí una y comencé a beber a morro. Cada serie de tragos que ardía en mis entrañas me daba la ilusión de estar dando su mere-cido a tan desagradables parásitos. Llegando a las cer-canías de Asunción, a la vera del Río Confuso, ya es-taba yo mismo peor que el río, entre el vodka barato, la repulsa y la fiebre. Aunque de alguna manera la automedicación había sido efectiva, dado que los vó-mitos, si bien no habían cesado, eran más fluidos y menos cargados de gusanos.

El estado deplorable en el que me encontraba, sin embargo, me provocó grandes contratiempos en la oficina de migraciones. Cuando los gendarmes me in-dicaron bajar y amenazaron con detenerme por con-ducir en palmaria embriaguez, argumenté que estaba enfermo y que debía ver urgente a un médico en Clo-rinda. Se rieron de mí, pero dejaron de hacerlo cuan-do una más que oportuna vuelta de estómago arrojó frente a ellos una evidencia contundente, por lo que me dejaron pasar en el trámite más sumario que quizá se haya registrado en la historia de ese paso fronteri-zo. Llegué desfalleciente a casa del viejo Liboreiro, quien afortunadamente estaba allí. Le conté los suce-sos rápida y someramente, y se mostró por demás pre-ocupado. Estuvo de acuerdo de informar inmediata-mente al Dr. Lasalle, pero no estuvo de acuerdo en que continuase mi alocado regreso a Buenos Aires,

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basándose en la certeza que el daño infligido a mi persona por los Toiyés solamente podía ser retirado por ellos mismos, o por uno más poderoso que ellos, y eso no lo iba a hallar en la urbe metropolitana. A pesar de mis resistencias viscerales, me convenció de que ése era el único modo posible de sortear una muerte horrorosa. Preparó un té de hierbas y me indi-có que lo bebiese lo más caliente que me fuera posi-ble. Luego, dijo, debía tratar de descansar, mientras él iba a comunicarse por teléfono con Lasalle para po-nerlo al tanto del estado de las cosas, y a pedirle que se dirigiera a Pozo Colorado para ayudarnos en la e-mergencia. Estuve de acuerdo. Bebí el té y me tendí en un sofá a tratar de descansar, sintiendo una inmen-sa gratitud para con el anciano. El té de hierbas pare-ció dar resultado, ya que me pude relajar bastante y por un rato no tuve más vómitos. Como digo, traté de descansar pero procurando no dormirme, pues temía a lo que podía estar esperando por mí en la dimensión onírica. Al serenarme, sin embargo, el impacto de to-do cuanto estaba ocurriéndome halló un cauce más objetivo de análisis, y me sentí profundamente desdi-chado. Lo peor para mí era la abolición de todas las certezas, la patente sensación de que el mundo al que había aprendido a considerar como el único real, era sólo una configuración más en el seno de otras mu-chas, tal vez infinitas, y ello me llevaba a asumir una condición que quizá podría definirse como la de un espectro doliente. Llega un momento en que uno se a-costumbra incluso al horror más abyecto. Tal vez mo-rir por debilitamiento, agusanado en vida, atrapado en

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las redes de unos demonios encarnados o no, era sólo el colofón de una existencia absurda e intrascendente; como había dicho el Sichée, nada más que el fin de la ilusión, de una ilusión por cierto macabra. En fin...

Al cabo de un lapso de tiempo que no podría precisar, sumido como estaba en estas cavilaciones resignadas, el viejo Liboreiro regresó. Me preguntó cómo me sentía, y le respondí que un poco mejor, aunque no estaba tan seguro de que así fuera. A con-tinuación me informó que se había comunicado con Lasalle, y que habían decidido cambiar el plan. Lo es-peraríamos allí, para luego dirigirnos juntos a Pozo Colorado a ver qué podía hacerse para curar el daño que los Toiyés me habían infligido. Agotado como es-taba, hallé muy favorable la variación. Significaba quizá veinte horas más de descanso.

-No se preocupe, joven, iá va’ver que prontito nomá va´star bien.

-Ojalá pudiera creerle, Don Liboreiro. -Creamé, pué. El Coicheyik es un brujo pode-

roso, pero es malváo. Tiene a todos los Toiyés a los saltos. Por áhi encontramo’alguno que se le quiera volvé’en contra.

-La verdad, lamentaría mucho arrastrarlos a usted y al Dr. Lasalle a una agonía tan aciaga como la que estoy padeciendo.

-Aguante, nomá, que en unas cuantaj’hora sa-bremo’si se muere usté o ese hijue´puta.

-Parece que tiene un plan, por la forma que es-tá hablando.

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.Y, si le parece que uno va’enfrentarse al Coi-cheyik ansí nomá, sin prepararse... pero ni mierda le vuá decí lo que vamu’hacer.

-¿Por qué dice eso? -Porque el Coicheyik está adentro suio, y si se

lo digo lo sabrá al momento. ¿O acaso de ánde piensa que le salen todos esos gusanos, pué? Pa’engañá al diablo hay que sé bastante menos que santo. Ahura descanse, que cuando el sol esté caiendo vuá ievarlo p’al fondo y lo vuá prepará p’al viaje.

Por supuesto, no entendí a qué se refería con esto último que dijo, mas no tuve fuerzas para conti-nuar hablando. De todos modos, confiaba absoluta-mente en él. Desde que estábamos juntos me había sentido mucho mejor, si es que algo así puede decirse entre tanta calamidad.

Doce

Tal como dijo, al atardecer me ayudó a cami-nar hasta el fondo -un fondo abierto y yermo- y me hizo sentar en una silla de madera con apoyabrazos, muy rústica y firme. Luego apiló una buena cantidad de leña, la roció con combustible y encendió una im-portante fogata. Dentro de un cuadro de creciente de-bilidad tuve la certeza de que el viejo se movía con mucha más energía, velocidad y precisión que la otra vez que lo había visto, aunque atribuí dicha percep-ción al hecho que era yo el que estaba en condiciones

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mucho más endebles, y ello era lo que daba al ancia-no una perspectiva distinta. Los vómitos habían cesa-do por completo, pero como contrapartida era presa de una debilidad casi agónica. Tanta que cuando pro-cedió a atar mis muñecas y mis tobillos a la silla, no pude oponer resistencia alguna. Lloré de rabia ante la certeza de que el viejo taimado aquél era en realidad el Coycheyik, y que tratando de huir me había metido justamente en la boca del lobo.

-Maldito hijo de puta –lo insulté, casi en un susurro. –Máteme de una vez, no quiero ver más esa cara de viejo cabrón.

-Cáiese, pué. -Es que es usted un brujo maligno, un viejo hi-

jo de una perra, que no contento con haberme hecho pasar por el infierno, ahora va a sacrificarme a sus de-monios.

Acercó su rostro casi hasta tocar el mío, me miró con fiereza y me ordenó:

-Le dije que se caie... Cerré los ojos y comencé a rezar, a encomen-

darme a Dios, a implorarle que cualquier cosa que fuera a ser de mi cuerpo, se hiciese cargo de mi alma, si es que aún tenía una, o si alguna vez la había teni-do. Alcides Liboreiro -o tal vez debería decir el Coi-cheyik- como al tanto de mis invocaciones, reía sar-cásticamente. Luego cruzó las piernas y se sentó en el suelo a mi derecha, de frente a la puerta trasera de la casa, esperando por Lasalle. Fue claro para mí enton-ces que yo había cometido el pecado de interferir en

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sus asuntos, y que para no dejar cabos sueltos, debía sacarlo del medio también a él. Era evidente que está-bamos siguiendo los pasos de Malloy. Lo malo que e-sos pasos parecían conducir al infierno. Había estado jugando con nosotros. Su relación de años con Lasalle seguramente tenía como objeto asegurarse el conoci-miento y el control de cualquiera que éste enviase a meter inocentemente las narices académicas en su feudo.

Luego de algo así como una hora –ustedes i-maginarán que el sentido del tiempo en circunstancias como aquella suele ser absolutamente subjetivo- oí a Lasalle llamando a Liboreiro. Quise gritarle que se fuera, alertarlo acerca de la trampa, pero mi voz sona-ba leve y cascada. A poco abrió la puerta y nos vio. Cuál no fue mi sorpresa cuando dijo:

-Buen trabajo. Veo que ya lo tiene a buen re-caudo.

Otra vez comencé a llorar. Las sorpresas desa-gradables estaban a la orden del día.

-Lo tengo a buen recaudo, sí –dijo Liboreiro, ahora sin el tono campechano que había empleado ca-da vez que habló conmigo.

-Bueno, terminemos con este asunto de una vez.

-Eso, pero creo que no me entendió. Al que tengo a buen recaudo es a usted.

El rostro de Lasalle se contrajo en una mueca de disgusto. Liboreiro comenzó a cantar y de pronto todo a nuestro alrededor se llenó de Iautói: caballos, aves, serpientes, caimanes, jaguares y hasta algunas

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especies que yo no conocía. Entonces la mueca de disgusto devino en otra de pánico.

-Los conoce, ¿no? Son los Iautói de los Toiyés a los que ha estado oprimiendo desde hace años. Fi-nalmente me escucharon, y de a poco fueron perdién-dole el miedo. Usted sabe, esta gente es influenciable. Sólo era cuestión que me oyesen, y yo sabía que tarde o temprano lo iban a hacer.

-¿Malloy? –Pregunté, con voz trémula, al bor-de del vahído.

-Puedes decir que sí, de algún modo. El cuer-po es de Liboreiro, soy mi Sa’c’aclít. El pobre viejo estaba con un pie en la tumba, por eso estuvo muy contento cuando le pedí que me ayudara a tenderle u-na trampa al hijo de puta éste. Siento mucho haber tenido que usarte como carnada, pero ya ves que esta víbora era muy difícil de atrapar. Eso, con perdón de las víboras aquí presentes.

Lasalle aulló e intentó abalanzarse sobre Libo-

reiro, Malloy o quienquiera que fuese de ellos, pero hubo un fogonazo y sonó un estampido. El anciano lo había parado en seco con un arma de grueso calibre, arrojándolo dos o tres metros hacia atrás, desarticula-do, probablemente muerto antes del costalazo. Los Iautói prorrumpieron en la más extraña ovación que tuve y tendré oportunidad de oír. Entonces el viejo se volvió hacia mí, aún empuñando el revólver humean-te con la diestra, en tanto con la otra sacaba un facón de la parte trasera de la faja y cortaba mis amarras; tras lo cual, mirándome fijo a los ojos, dijo:

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-Nos vemos en Pozo Colorado. Y acto seguido, cayó muerto.

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DE DEMIURGOS, SEPARACIONES Y LA VERSIÓN DE UNA OBRA DE

BUKOWSKI EN PORTUGUÉS QUE HABÍA CONSEGUIDO ESA MISMA

TARDE El dios trascendente, reacio a humanas men-suras, un buen día regurgitó eso con lo que se ali-menta -que es lo que hemos conceptualizado como materia- y más tarde, cuando la sofisticación de las ecuaciones lo permitieron, nos vimos compulsados a interpretar tal función fisiológica como lo que se de-nominó Big Bang, teoría explosiva tanto en su inspi-ración como en sus deflagraciones en el campo inte-lectual. Por supuesto, y quizá en concordancia con el espíritu de la leyes herméticas, se nos impuso imagi-nar el proceso inverso, esto es, una suerte de deglu-ción o aspiración de dichas emanaciones, lo que lle-varía a considerar seriamente la posibilidad de que estemos sujetos a la mecánica establecida por una divinidad, incausada o demiúrgica, que halla sustento en un caldo primigenio rumiado cíclicamente. Visto así, nuestra azarosa existencia tendría lugar en el magma digestivo de un incierto principio presunta-mente incausado y, lo que es peor para nuestro ham-bre de certidumbres, la hasta hace poco axiomática locución ex nihilo nihil fit quedaría absolutamente perimida. Milenios de tradición refutados por una partícula infinitesimal de tiempo en la que algo esta-

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lla; y ese algo, si estalla, no puede ser nada. Hilando fino, nada puede ser nada, me cago en la intuición parmenideana. Aunque pensándolo bien, nada no es nada, nada es sólo un concepto, y ello si asumimos que un concepto es, en sí, algo. El organismo huma-no, -reducido a los términos operativos correspon-dientes a la física y a la química, incluso soslayando las vibraciones que quedan por fuera del espectro que en tales disciplinas dominamos-, ¿comprende, comprehende (para decirlo con un término más esco-lástico) a la configuración cósmica que lo contiene? Es obvio que no. Lo que no ha resultado histórica-mente tan obvio es la viceversa. Siempre, o casi, se ha presupuesto que lo trascendente comprehende a sus criaturas, mas ello parece responder más a una necesidad fruto de nuestra angustiosa contingencia que a sólidos basamentos epistemológicos o de mero sentido común. Lo trascendente parece más atento a sus procesos catártico-digestivos que a los contenidos específicos de sus revulsivos efluvios. Tal vez sería bueno que bebiera el equivalente macrocósmico a sa-les de fruta, para generar universos más gaseosos, menos coagulados, en el cual las conciencias tuvie-ran un menor grado de dolencias físicas. Casi angéli-cas eructaciones pululando entre agujeros no tan ne-gros, quizá grisáceos. Amanda dejó la hoja de papel a un lado, sobre la cama. Se repantigó, encendió un cigarrillo, tomó el control remoto y encendió el televisor. Cambió unos cuantos canales hasta detenerse en uno de esos pro-

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gramas tan estúpidamente frívolos en los que varios subnormales chismorrean, generalmente acerca de es-cándalos inventados relativos a “artistas” de la TV en busca de promoción. Me ofusqué, pero no dije nada. Cualquier observación al respecto funcionaría inde-fectiblemente como catalizador de una nueva reyerta. Yo era el superado, el superior o cualquier otra forma adjetival respondiente a esa familia de palabras o al-guna otra por el estilo. El hecho que detestara a toda esa caterva de comemierdas y a los idiotas que se e-mocionaban con sus trapisondas ficticias me conver-tía inmediatamente en un elitista, rebuscado, intolera-ble pseudointelectual. Sin derecho a voz ni voto. Una especie de desclasado por el peso específico de su fa-tua e hipertrofiada autoestima. Todo habría ido bien, incluso más allá de nuestras posiciones ubicadas en los extremos pendulares del vaivén ideológico, si me hubiese dejado leer tranquilo la versión de una obra de Bukowski en portugués que había conseguido esa misma tarde, sin empezar con la cantinela: -Ves, no sos capaz de compartir nada. -¿Cómo que no comparto nada? ¿Acaso no es-tamos en la misma cama, vivimos en la misma casa, tenemos la misma cuenta bancaria, el mismo auto, el mismo inodoro, los mismos herpes en los genitales? -Ya te empezás a hacer el loco. Y es patético, porque parecés mucho más tonto que loco, ¿sabés? -Puede ser, pero no me detengo a mirar moni-gotes que venden mierda envasada para imbéciles sin vida propia.

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-No, claro, vos estás mucho más allá de eso... (otra vez la chancha a los choclos). Vos sos el genio incomprendido, el que sufre la injusticia de estar ro-deado de imbéciles que no comprenden su profun-didad...

-Una persona sola no es suficiente para estar rodeado –dije, ya ofuscado aún en la incipiencia del altercado, más que nada debido a la sucesión continua de situaciones análogas.

-¿Te referís a mí? –Preguntó, implícita la o-fensa en tono y actitud.

-Si no querés ponerte el sayo, no hagas pre-guntas estúpidas.

-¿Y vos qué? Bueno para nada, mirá las pelo-tudeces que escribís –argumentó, mientras me arroja-ba la hoja que acababa de leer; de motu propio, por cierto, habrán colegido ya que jamás se me ocurriría dar a leer un texto como aquél a una persona como ésta. –Y después te quejás porque no te editan. ¿A quién en su sano juicio se le ocurriría leer esa sarta de sandeces, encima pretenciosas? Madurá, querido, ya no sos un pendejo para andar haciéndote el poeta, o el filósofo, a esta altura del partido. Ya no te quedan puertas por tocar de las que no te hayan echado. ¿No te dice nada eso? ¿No te hace pensar que es hora de que hagas algo por tu vida y por la de los demás, algo que no sea pavonearte con tus estupideces y acusar al resto de las personas de ignorancia?

-Hay muchas personas que disfrutan de lo que escribo.

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-¿Muchas? ¿Cuántas? ¿Cinco? ¿Diez borra-chos como vos, que se juntan a hacerse los vivos en-tre ustedes, a declarar su superioridad sobre los demás en base a algunas fantochadas que únicamente uste-des festejan? Querido, poné los pies sobre la tierra. Ya sos bastante grande para seguir asumiendo poses adolescentes.

-Por eso me conviene informarme con quién coge o deja de coger la protagonista de la novela de la tarde. Eso me ayudaría a madurar, ¿no es cierto?

-Dejá de forzar las interpretaciones, ese jue-guito no te cuadra conmigo. La gente de provecho, la que hace algo útil para sí misma y para los demás, tie-ne derecho a distenderse, a divertirse con cosas comu-nes, livianas si querés. Es una manera de descansar la mente para los que la utilizan en algo productivo. Cla-ro que puede resultar tediosa para los lunáticos que se creen superiores. Yo no te digo que no escribas, te di-go que escribas cosas comunes, cosas que entiendan y puedan sentir las personas normales, y no esta sarta de delirios con aires elitistas.

-¿Vos, me vas a decir a mí sobre qué escribir? ¿Tan luego vos, que lo más elevado que leíste es la TV Guía?

-Seguí descalificando, dale. Ni siquiera apre-ciás la intención. ¿No te das cuenta que estoy tratando de ayudarte?

-¿De ayudarme? Dejá, dejá, no me ayudes más, por favor.

-No te hagas el irónico que no te queda bien. Estoy tratando de decirte que si escribieras sobre he-

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chos concretos, historias comunes, cotidianas, serías mucho más popular.

-Si quisiera ser popular, me dedicaría a otra cosa.

-Creo que sería bueno que consideres esa posi-bilidad, si no querés morirte frustrado.

-Me sentiría frustrado si no fuese capaz de es-cribir lo que escribo, o si escribiera monigotadas para consumo de miles de energúmenos.

-Yo no sé como todavía te aguanto. Es difícil convivir con alguien que se cree la gran cosa y no es más que un payaso en su imaginaria torre de marfil.

-Casi casi estás superando la media de los lec-tores de TV Guía, con frases como ésa.

-Mi madre tenía razón cuando me alertó acer-ca de tus complejos de superioridad.

-Si hay algo que tu madre nunca tuvo, es ra-zón.

-¡¿Qué tenés que decir, de mi vieja, a ver?! -Nada, dejá, que en paz descanse, si puede. -El problema acá es TU vieja, que siempre te

hizo creer que eras un genio y vos, de orate que sos nomás, te lo creíste. Y acá están las consecuencias, absolutamente a la vista.

La cosa continuó en esa vena, que todo lector

un poco más agudo que Amanda podrá imaginar sin tener que seguir soportando estas mediocridades tan prosaicas. Es por ello que paso a obviarlas. El hecho es que mientras la puja verbal proseguía, dejé a un lado la versión de una obra de Bukowski en portugués

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que había conseguido esa misma tarde y comencé a masajearme disimuladamente el miembro. Había sólo una cosa que podía terminar con toda esa sarta de re-proches teñidos de resentimiento, y eso era una buena empernada. Bueno, ése era el métier de los programas televisivos que tanto le gustaban, quién fornicaba con quién. Al menos en eso era coherente. Cuando logré empinarla, y en medio de una frase suya que decía algo respecto de que el soberano (el pueblo) nunca se equivocaba, me destapé y le mostré el pináculo pe-neano. Protestó brevemente por lo que parecía una ac-titud soez, no muy convencida a causa de la libido que la visión le estimulaba, y a poco estábamos co-pulando salvajemente, con esa dosis extra de hormo-nas que suele producir la disputa previa. Una vez ago-tadas nuestras reservas de fluidos, me incorporé y co-mencé a vestirme. ¿Adónde vas? Preguntó. A com-prar cigarrillos, respondí. Lamento haber incurrido en una falacia tan pueril y remanida, tan luego yo, dado como se dice que soy a los rebusques de forma y trama. Pero así fue. Como tantas otras veces, me fui con lo puesto, un puñado de billetes y mi tarjeta de crédito, que pese a mi condición poética, la tenía. En-tré en un bar, me senté en la barra y pedí una ginebra. Mientras era servido, encendí un cigarrillo y caí en la cuenta que el televisor ubicado a escasos tres o cuatro metros estaba sintonizado en el programa de chimen-tos. Así que abrí la versión de una obra de Bukowski en portugués que había conseguido esa misma tarde y procuré enfrascarme en la lectura, pero los chillidos y

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comentarios estentóreos de los oligofrénicos panelis-tas me lo impedía.

-Oiga, jefe –dije al barman. –¿No hay otra co-sa para ver?

-Qué pasa, amigo –dijo, con un tono paradóji-camente poco amigable. –¿No le gusta este progra-ma?

-Para serle franco, lo detesto. -Parece que es de la clase de personas que ha-

cen ostentación de su cultura –dijo, ahora con animo-sidad ostensible. -Si quiere ver otra cosa, vaya a un centro cultural, o a un museo. Éste es un bar de gente común. Y lo que detestamos por acá es a los que la van de intelectuales.

Apuré la copa, arrojé un billete y me fui. Por

un momento me dio por pensar que tal vez Amanda, el barman grasiento y muchísimos más podían llegar a tener razón, pero sólo fue un conato de imbecilidad inducido, y que ganó espacio a caballo de un estado depresivo que sabía no iba a durar mucho. Renté una habitación en un hotel barato, me acosté y leí unas cuantas páginas de la versión de una obra de Bukow-ski en portugués que había conseguido esa misma tar-de.

Antes de dormirme, me vino una certeza, y és-ta sí que perduró hasta hoy que escribo estas líneas: en la actual instancia cósmica, las regurgitaciones del demiurgo dejaban muchísimo que desear. Y no había nada que hacer con ello.

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El mundo muere. La tierra se transfor-

ma. ¿Por qué? Porque nosotros lo decimos. Porque no perdemos la palabra. Se la heredamos a la luz, el vien-to y las estaciones. El mundo nos reveló. La tierra nos ocultó. Volvimos a ella. Desaparecimos del mundo. Re-gresamos a la tierra. De allí saldremos a espantar.

Carlos Fuentes.

¿TELURISMO O BRINCADEIRA? A los catarinenses Esta historia será narrada por dos primeras personas, de las cuales yo -en rigor y más allá de im-pertinentes consideraciones sintácticas- soy la segun-da. Debido a ello es que resulta ocioso que refiera las circunstancias que me llevaron aquella noche a una fazenda en las afueras de Araranguá a ingerir unos cogumelos recién arrancados a los bostazos de los ce-búes. Lo que sí interesa es que cuando la psilocibina comenzaba a estimular mi percepción, cuando las on-dulaciones verdeoscuras del terreno se veían fluctuar, como así también las hilachas esmeralda que ascen-dían del arrozal a cuya vera me había sentado, se pre-sentó quien iba a ser la primera persona incuestiona-

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ble en esta historia. Tan así es que por mi parte, luego de consignar -por ineludible- la impresión que me produjo la aparición súbita, como de la nada, de aquel individuo magro, de luengas barbas entrecanas y cu-bierto por un mero taparrabos de piel que le daba un aire indígena∗, dejaré que sea él quien tome la pala-bra; abrupta, autocráticamente, como lo hizo enton-ces, ante mi estupefacto avasallamiento: He venido a daros una certeza, ya que os ha-béis atrevido a cruzar las fronteras∗∗: la patria, el te-rruño, es como la mujer: podéis amar hoy ésta y ma-ñana aquella. Y así, hasta que halláis por fin una por la que seríais capaz de morir al instante y sin hesitar. Por cierto que sólo un imbécil moriría luego de ha-llarla, sin necesidad, de puro escrúpulo, como parece ser lo que sucedió conmigo.

Soy, o mejor dicho fui, Simão de Guimaráes, nacido en Sagres en el año 1733, según el calendario cristiano. Llegué a esta tierra empujado por la mise-ria, y quedé prendado de ella; llegué a esta tierra en busca de renombre, riquezas y poder, y en cambio hallé mi lugar, un nuevo sentido del honor y el beso de las parcas. Luego de jurar lealtad al Rey José I y a la Corona de Portugal estableciendo como arras mi vida, fui convocado a las filas del Regimento de In-

∗ Eso pensé hasta que vi sus ojos profundamente azules. ∗∗ El extraño aparecido hablaba en portugués, mas no se advertía el acento local sino uno más duro, más cerrado, como supongo deben hablarlo al otro lado del océano; y ciertamente antiguo, característica que intentaré reproducir en esta traducción diferi-da.

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fantería da Linhas da Ilha de Santa Catarina, y desti-nado al Fuerte São José da Ponta Grossa. Juntamen-te con otras dos fortalezas∗∗∗, erigidas en sendas islas muy cercanas, habíase dispuesto estratégicamente para triangular con ellas el fuego de sus cañones, asegurando así la defensa del estrecho que separa la isla del continente.

Nomás llegué, y como dije, quedé prendado de esta tierra. Era feliz en mi choza cercana al fuerte, cazando, pescando, respirando ese aire exquisito en un marco natural embriagador. A contrario de mis camaradas, pasaba en el fuerte únicamente los tiem-pos de reglamento. Pero todo comenzó a cambiar dramáticamente a partir de dos circunstancias: la primera, que uno de los esclavos africanos, a quien llamábamos João –con quien había yo desarrollado gran camaradería, obteniendo así su afecto incondi-cional- un buen día se largó a la selva, que era su ambiente; la segunda, que el Comandante Gonçalves Leāo, instigado por el misionero, ordenó a la tropa regresarlo vivo, a fin de propiciarle una muerte larga y tortuosa, para así disuadir al resto de los esclavos e indios encomendados de que tentaran acciones seme-jantes. Ante tan impiadosa disposición, mi sentido de la justicia prevaleció por sobre la prudencia, y tuve la osadía de cuestionar la orden del Comandante. Ar-gumenté vivamente que el pobre y fiel João, quien siempre había servido con humildad y abnegación,

∗∗∗ De Santo Antōnio, Isla de Ratones Grande; y de la Santa Cruz, Isla de Anhatomirim.

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merecía una oportunidad. Leāo se enfureció, mucho más aún de lo que su forzada compostura le permitió expresar, y respondióme que contaba yo con tres días para hallar al fugitivo y regresarlo. Caso contrario, ambos acabaríamos pendiendo del mismo árbol.

Atizado por la ira, repugnado por la vileza del Comandante y su vulgar sacerdote, no fue más sa-lir del fuerte y entrar en la espesura que aquel uni-forme azul y blanco, el fusil bayoneta y toda mi vida hasta allí pasada comenzaron a pesar con el lastre de la frustración. Para cuando Joāo y sus amigos Carijós∗∗∗∗ saliéronme al paso, hacía ya mucho que había yo abandonado ropa, pertrechos e identidad sobre unas rocas.

Algo así como siete años viví entre los Cari-jós, la mejor gente que el buen Dios me ha dado tra-tar. Me hice diestro en sus técnicas, pude reconocer cada fruto y cada hierba que crece en esta santa tierra, roja como la sangre. Amé a sus mujeres, y también al fermento de maíz que ellas mastican y es-cupen, ese hipnótico aguardiente al que llaman Ca-uim; conocí los senderos del jaguar, aceché a las ca-pivaras y pedí perdón a cada animal o planta que se-gué para sustento propio y de mi gente.

Fui llamado Ojos Azules, de nada me sirvió recordarles una y otra vez que mi nombre era Simão. Muy tempranamente, mi vida en Portugal y sobre to-do los últimos tiempos en el fuerte, aparecíanseme

∗∗∗∗ Grupo étnico correspondiente al tronco lingüístico Tupí-Guaraní.

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como una afortunadamente lejana pesadilla. Y más a-ún cuando miraba corretear entre las olas a mi pro-pia prole.

Mi pretensión no es la de aburriros, aspirante a visionario, con los pensamientos que acudieron a mi cabeza en tropel, atinentes a la profunda identidad que hallé entre las enseñanzas del buen Jesús y la que me ofrecían los ancianos de la tribu. ¿Acaso no dicen que el Dios Nuestro Señor no es a la vez uno y tres? ¿Y por qué no uno y doce, por decir, o veinte? Cada fuerza natural, cada cascada de agua tan sutil que va fundiéndose con el aire lentamente, puede ser venera-da sin ofender al buen Dios, que también lo son. I-gualmente tuve oportunidad de ver con la naturalidad que los Carijós tomaban por suyos los dioses traídos del África por João, del mismo modo que éste tam-bién hacía con los de ellos. Sentí con oprobio la rigi-dez egoísta del mandato de Nuestro Señor, aunque comencé a sospechar que no era él, sino los nobles y los sacerdotes quienes bastardeaban el mensaje a su conveniencia y necesidades. A poco resultóme claro que todos servíamos al mismo Dios, sólo que algunos lo hacían con buen sentido, y otros sólo disimulaban su rapacidad en piadosas representaciones. Descubrí que, a contrario de todo cuanto nos enseñan, el buen tino no es potestad de una sola raza. Afortunadamen-te.

Todo así transcurría hasta que una mañana brumosa, mientras cazaba el biguá, los vi. Miles de soldados españoles desembarcaban en el norte de la isla, desde una flota tan numerosa que daba pavor

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nomás verla. Todo parecía indicar que querían tomar el fuerte por sorpresa, aunque siquera iban a nece-sitar sorprender, cien a uno, o más, como lo eran.

De pronto me vi arrojado al mayor dilema que hube de dar frente en mi vida. Algo dentro de mí sentía que era mi deber alertar a mis antiguos com-pañeros, dado que si no lo hacía sus muertes iban a escarnecer para siempre mi conciencia. Mas regresar después de tanto tiempo de desertor bien podía gran-jearme la mía propia. Así las cosas, tal vez haya sido la ingenuidad que adquirí durante mi tiempo entre los Carijós lo que llevóme finalmente a presumir que, en atención al mensaje salvador que les llevaba, iban a permitirme volver a la selva indemne.

Mas no obstante esa endeble presunción, so-metí la cuestión al juicio de las dos personas enton-ces más respetables a mis ojos, el anciano Biguaçú y el propio João. El viejo, desde su experta sabiduría, aseguró que en mí habitaban dos hombres, y que él sólo podía responder por el Carijó. “De todos mo-dos,” agregó, “el otro ya ha tomado una decisión. Ú-nicamente me resta decir que la madre tierra ama a quienes le son fieles al punto de dar su vida por ella; y por eso mismo, a veces, los reclama para sí”.

Por su parte João, con gravedad, indicóme ir al mar y sumergirme hasta las rodillas. Que entonces el mar traería algo. Así lo hice, y a poco rodó hasta mí una caracola grande, redondeada, de boca angos-ta y serrada y de un negro reluciente. Cuando los o-jos igualmente azabache de João se posaron sobre e-lla, se llenaron de lágrimas. Atosigado por mis an-

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gustiosas preguntas, se limitó a decir “Tal vez la muerte no sea tan mala”. Lo increpé, llegué casi a violentarme para que dijera más, pero sólo añadió: “Vuestra muerte será fulgurante. Así indica lo bruñi-do de la caracola. Y no puedo deciros más porque más nada sé. Estoy llorando a causa de la pérdida del amigo, y no a causa de su muerte”.

Al cabo de arduas meditaciones, apresuradas por la inminencia de los acontecimientos, casi fatal-mente obligado por un resabio de lealtad a algo que desde mi nueva pertenencia hallaba absolutamente a-jeno, me vi tomando sigilosamente el camino hacia el fuerte. Mas a causa de mi zozobra había delineado un plan que iba a permitirme alertar a mis antiguos ca-maradas sin exponerme a su eventual enjuiciamiento. Había escrito yo un escueto mensaje sobre un cuero y envuelto con él una piedra, la que arrojaría al inte-rior del fuerte para luego huir entre la espesura. Si era de Dios, la hallarían a tiempo.

Cuando estuve a tiro, coloqué en mi honda el mensaje e inicié la maniobra de lanzamiento. Pero un violento golpe en la cabeza me dejó sin sentido. La premura y la ansiedad me habían llevado a incurrir en una grave omisión: había tenido en cuenta a mis coterráneos, conocía todos sus escondites y puestos de vigilancia, mas no había previsto que los españo-les podían estar, como lo estaba yo mismo, al acecho del fuerte. Fue uno de ellos quien me golpeó y me apresó. El cuero, escrito con letra dubitativa por la falta de práctica, y que no llegué siquiera a arrojar, se convirtió sin embargo en mi pasaporte al Fuerte

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de la Santa Cruz, en la Isla de Anhatomirim -que no por nada en lengua indígena significa “Pequeña cue-va del diablo”-, y finalmente a su célebre túnel de la muerte, por el que se conducía a los condenados has-ta un acantilado y desde allí, previa ejecución o aún vivos, eran despeñados.

Se dice que la defensa efectuó solamente cua-

tro disparos de cañón, y ello por algunos esclavos de-savisados, o que en todo caso prefirieron permanecer con las penurias habituales antes que tentar otras probablemente peores. Los soldados huyeron sin pre-sentar oposición alguna, ante la manifiesta superiori-dad bélica de los invasores, lo que redundó en el des-crédito absoluto de aquella estrategia defensiva, tan-to así que con el tiempo los fuertes fueron cayendo en desuso y finalmente abandonados. Mucho se habló y aún se habla de la ocupación hispana que en nombre del Rey Carlos III estableció el General Ceballos, -quien había estado al comando de la flota invasora- y que duró solamente un año, hasta que las negociacio-nes diplomáticas que culminaron en la formulación del Tratado de San Ildefonso de 1777 devolvieron el territorio a poder de Portugal. La invasión no había sido más que un mero trámite, lo que sirvió para a-centuar el sentido de fatuidad de mi sacrificio. Es creencia común que no hubo muertos durante las o-peraciones, pero como acabo de deciros, sí hubo uno. Uno tan insignificante, desacreditado por desertor y considerado sólo un salvaje más, que no figura en crónica alguna; y ése soy, o mejor dicho, fui, yo. A-

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travesé el túnel del que nadie retorna, fui cosido a puntazos de bayoneta y luego despeñado. Mas en nin-gún momento perdí el aplomo, la dignidad, el honor y sobre todo, el orgullo que me venía de terminar mis días en ese mar azul, entre esas rocas, y acariciado por la espuma prístina que el suave oleaje de uno sobre las otras generaba. Y todo realzado por el ex-celso marco que ofrecían los cerros costeros y el roji-zo horizonte del atardecer. Abracé y besé las piedras sobre las cuales mis maltratados huesos dieron con brutal impacto. Luego las cálidas aguas me arrulla-ron hasta este extraño más allá. Su suave espuma fue mi mortaja. Sentí, sinceramente, que mi amor por es-ta tierra era correspondido. João tenía razón. Mi muerte fue fulgurante. De hecho, la muerte no es tan terrible. Una muerte cabal puede acaso redimir la ex-periencia de vida más abyecta.

-Você achará difícil de acreditar o que me a-contecéu agora mesmo, lá fora –dije al hombre del bar, que se aprestaba a servirme una más que necesa-ria cachaça.

-Creio poder adivinhar...você viste a Simão, o homen lusitano dos olhos azúis, ¿não é assim?

-¿É que acasso você le conhece? –Pregunté con ansiedad, no muy seguro de estar falando bem (sensación análoga a la que experimento ahora que lo estoy escrevendo).

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-¿Eu? Nada de isso. O que de vez em quando acontece é que vem por aquí um que outro rapaz que diz haver-lo visto, e também ouvido seu história. Mas acho que esse Simão é só um cara maluco, que gosta de brincar aos “cogumeleiros”.

Touché. Mi afición por las experiencias visio-narias había quedado en evidencia a partir de la men-ción que hice a aquella otra, esa que jamás podré di-lucidar con certeza si fue alucinación, aparición o –como sugirió el escanciador- una mera brincadeira. De todos modos, y para el caso quizá lo único verda-deramente importante, es que Simão de Guimaráes (o como quiera que sea su nombre), independientemente de que haya sido producto de mi imaginación, ánima o bromista, llegó a transmitirme fehacientemente su intenso amor por esta tierra, a la que de buena gana entregó su cuerpo para conservar un alma errabunda, apasionada y capaz de hacer su panegírico ante todos esos dioses que finalmente son uno; y, lo que es más extraño aún, de hacerlo ante los hombres que desavi-sadamente pretenden proyectar miradas oblicuas en su zona de influencia.

Florianópolis, 22 de enero de 2005.

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ABYSSUS ABYSSUM INVOCAT

El acto del delito no es un pecado en sí mismo.

Pedro Abelardo

I

Hay poca luz, mas de todos modos no abriré la persiana. El brillo del monitor basta y sobra, tanto así que he interpuesto tres de esos filtros opacos para a-mortecerla lo suficiente. Oscuridad. Darkness. Obscu-rité. Dunkelheit. Oscuritá. Obscuru. Σκοτεινός. Soy fotofóbico por fisio e ideología.∗ Tal vez todo haya comenzado con el conflicto entre los tipos sanguíneos de mis padres, dado que, mientras fluían cada uno en su sistema vascular, todo iba bien, pero al unificarse en mi persona produjeron una excesiva cantidad de u-na substancia a la que llaman “bilirrubina”, palabra tanto más apropiada para definir sones caribeños que para este tipo de desequilibrio bioquímico. El lector versado en las formas terapéuticas convencionales pa-ra dolencias como ésta, habrá colegido ya que ni bien fui dado a luz, debí ser colocado debajo de varios tu-bos fluorescentes. De la suave tiniebla del útero ma-

∗ Esta adverbialización comporta una sugestiva dicotomía, ¿no lo creen?

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terno de pronto me encontré como en un set de Holly-wood, mi hemoglobina degradada necesitaba de una exposición salvaje, impiadosa, efectuada en un uni-verso seco y desértico, deslumbrante, encandilante (y esto último dicho en el peor sentido de esas palabras y no en el que el común de los sujetos humanos suelele otorgarle mecánicamente). Dicen los psicoterapeutas que mi afición a la penumbra no tiene nada que ver, que no es posible guardar registros de esas instancias perinatales. Tal vez estábamos mejor con Freud.

Luz y sonido se retroalimentan. La luz es ga-rrulidad; la oscuridad, afásico sosiego. Maniqueísmo primario, las bondades del fuego en los albores de su manipulación sedujeron las endebles entendederas protohumanas y la condicionaron ad infinitum. Pero basta ya de ésto, que los necios interpretarán como capciosa pontificación, como vahos azufrosos de un averno paradójicamente ígneo y oscuro, en el espejar mesmeriano de sus contradicciones. Sucede que quie-ro dejar sentada previamente mi propensión al barro-quismo expresivo, tributario de esas filigranas etéreas que sólo pueden verse en las sombras y no así desde cualquier suerte de iluminismo que pretendan con-frontarle. Así las cosas, procederé a dar testimonio de un episodio que solamente podrá interpretarse de mo-do cabal en ambientes no polucionados lumínicamen-te.

El 25 de abril recibí un E-mail en el casillero ofrecido al efecto en mi página web:

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Mi estimado e ingenuo joven Untier Entstellt:

Mucha risa me provoca el verlo pavo-

nearse entre sus velos vampirescos. Lo imagi-no con expresión amortecinada a base de ma-quillajes mortuorios, como los que utilizan al-gunos astros de rock para seducir párvulos rebeldes y venderle sus discos. Y gay. Lo ima-gino gay, ¿estoy en lo cierto?

Bueno, ahora puedo verlo acercándo-se al monitor, aún a pesar de la mayor expo-sición a los rayos que tanto detesta; ofendido, encabritado como corresponde a la “bestia salvaje” que su seudónimo pretende, pregun-tándose quién se atreve a formularle juicios tan críticos y/o lesivos a su intimidad. Ante todo, recuerde que es usted quien se ha “ex-puesto”. Luego, ofrece un canal de comunica-ción; así que tenga esto por un aporte, y no por un ataque a cierta larva de las oscurida-des que, en todo caso, muy bien lo tendría merecido.

Vayamos ahora al punto, aunque temo que otros circunloquios dudosamente perti-nentes se inmiscuyan al correr de mi pluma, virtual en más de un sentido. Yo no existo, aunque de todos modos, y para guardar míni-mas pautas operativas, puede llamarme Ahri-man. La elección del nombre no ha sido arbi-traria, como seguramente habrá notado. In-

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tenta confrontar con el más que presumible racista que existe en todo germanista no ger-mano. Quiero que me odie. Quiero que me o-die para que de ese modo mi conciencia no se vea escarnecida por lo que voy a hacerle. Y a los mismos efectos le ofrezco una última o-portunidad: cierre ahora mismo este mensaje, elimínelo y luego elimínelo de la bandeja de eliminados. La redundancia, que espero no o-fenda demasiado su purismo gramatical, ha sido perpetrada adrede, para forzar su carác-ter imperativo.

Aún está ahí, ¿verdad? No ha consi-derado la advertencia. Tal vez no debí sonar tan ofensivo, ya que con ello solamente conse-guí el efecto contrario al pretendido, que era correrlo. Quizá debí hacer un análisis más puntilloso de su personalidad. O tener en cuenta que su ego lo haría incapaz de quedar-se con la afrenta sin más. Bueno, como sea, las cartas están echadas y únicamente resta saber si va a temblarle o no el pulso cuando llegue el momento de jugar las instancias de-finitivas.

Ha golpeado a muchas puertas, amigo Untier Entstellt. Ha plañido a las puertas del infierno por la quintaesencia de lo macabro con tanto anhelo, y a la vez con tanta demos-tración de quilates intelectuales, que, pese a toda clase de resistencias, me decidí a mos-trarle la puerta hacia un abismo real. Luego

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de asomarse a ella sabremos si está hecho de la madera que pretende. Mas es preciso histo-riar brevemente el asunto, a fin de que un a-gudo analista como es usted configure un a-decuado marco circunstancial. Digamos que hacia 1189, en una abadía de Chalon-sur-Saône, un clérigo hizo un hallazgo que podría definirse como macabro. Por accidente, des-cubrió una trampilla debajo del ara, y lo que allí encontró no fueron las reliquias de un santo, sino las de un alma endemoniada. Cla-ro que tanto usted como yo encontramos muy relativas las categorías que definen a estos dos polos del espectro, que como se dice no sin razón, suelen unificarse. La tradición reza que los dos extraños objetos, repugnante el u-no, perturbador el otro, fueron ocultos allí por el filósofo Pedro Abelardo. Ahora están en mi poder. Ya no soy un aficionado, como usted, a las artes oscuras. Dichos objetos me han proporcionado los contactos para desa-rrollar una maestría tal que ni en sus más fe-briles sueños, joven Untier Entstellt, ha podi-do siquiera imaginar. Mas ha llegado el mo-mento de retirarme definitivamente del uni-verso de claroscuros, y la tradición debe pro-seguir. Justamente en ello cavilaba, incapaz de hallar en este remedo de la verdadera hu-manidad una sola persona digna de conti-nuarla, cuando la casualidad me puso ante sus glosas cuasi patéticas. Sin embargo tanto

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la oportunidad –que en este tipo de alternati-vas es crucial-, como lo que ya le he comenta-do de ese oscuro anhelo y ciertas armas en el campo conceptual que usted parece aquilatar, me han llevado a establecer este contacto. Y aquí me permito deslizar otro fusible: si no es usted un mero badulaque presuntuoso, y real-mente siente la vocación de trascendencia que pone de manifiesto en sus escritos, respónda-me por esta misma vía. Tal vez sea capaz de abandonar ese romanticismo vampiresco de baja estofa y pueda ingresar a las ligas mayo-res.

Suyo, con atisbos

de afecto y confianza,

Ahriman

Confieso que pasé del agravio al estupor, a medida que leía el curioso mensaje. A poco dejé de lado el carácter afrentoso de las primeras considera-ciones y me entusiasmé con lo que en ese momento creí era nada más que una historia extravagante, sin el menor fundamento en el plano real. Por supuesto, iba a responderle, a seguirle la corriente, sin mayores ex-pectativas que las de oír una historia mímimamente interesante.

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Ahriman, o Dear Mr. Fantasy∗∗:

Ante todo, y con el objeto de no gene-rarle falsas expectativas, desearía poner en su conocimiento que me avengo a responderle por una causa única y excluyente: el suyo ha sido el primer E-mail escrito decentemente que he recibido en años. No digo que sea la gran cosa, pero zafa. Si –como usted dice- mi expresión escrita fue motivo de un mínimo in-terés de su parte, quedamos iguales, y ello sin la menor intención confrontativa. De hecho, probablemente haya usted rozado un resorte emocional análogo en mí, eso es todo. Y por cierto, voy a permitirme romper el buen tono para dejar zanjada lisa y llanamente una cuestión: Si es usted un viejo puto en busca de jovenzuelos pálidos y afeminados, sincérese ahora y no se parapete tras burdas imagine-rías. Nos ahorrará tiempo y palabrería a am-bos. Y cuente con mi admiración por las sofis-ticadas técnicas de amancebamiento que ha desarrollado en sus seguramente largos años de sodomita.

Sin embargo, usted ha puesto en tela de juicio mis capacidades para absorber lo que considera un prodigio, y con aire desa-fiante arroja señuelos y cazabobos que, dicho

∗∗ Epíteto tomado de una vieja canción del grupo británico Tra-ffic.

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con toda honestidad, ofenden mi inteligencia. Y eso hace que descrea abiertamente del por-tento que manifiesta conocer y que me ofrece en la medida que pueda yo asumirlo. Ya ve, en eso también corremos parejo. Usted no cree en mis posibilidades, y yo no creo en us-ted, sentencia tanto más abarcativa. Si está a su alcance, y no es sólo un viejo pederasta a-rrojando redes informáticas, déme alguna certeza que no perderé lastimosamente el mí-nimo tiempo que mis ocupaciones requieren.

Sin resentimientos y con

escasas perspectivas,

Untier Entstellt No demoró siquiera veinticuatro horas en es-

cribir nuevamente, lo que evidenciaba un genuino in-terés de su parte, ya fuera pervertido, bromista o, co-mo se autoproclamaba, un auténtico Magister Tene-brae:

Mi querida e irónica bestia: Su beligerancia no representa un mal

síntoma. Por lo contrario, demuestra una cualidad de temperamento indispensable para enrostrar a lo profundo de unos arcanos que

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la pusilánime humanidad dominante conside-raría sacrílegos, y que no sería capaz de dis-cernirlos ni aún si los colocáramos mismo frente a sus obnubilados ojos. Pero cuidado, esa enjundia propia de la juventud a menudo se transforma en un handicap peligroso: por un lado, suele desgastar las energías de modo prematuro; y por otro, las llamas del entu-siasmo inicial tienden a hacer deflagrar todo interés ulterior, estrictamente necesario para la continuidad y a veces el redoble de los es-fuerzos. En función de ello, advierto que debo darle algo (no porque así lo reclame, sino por la endeble voluntad a su pesar puesta en evi-dencia), para mantener viva la ínfima llama que he conseguido encender en su interiori-dad. Y disculpe la luminosidad de la metáfora, no tengo tiempo ni ganas de grafi-car según convenga a sus adolescentes pruri-tos.

Comenzaré con una muestra gratis de mis capacidades, que como podrá deducir de mi anterior mensaje, no son de propia cose-cha sino que me han sido dadas. Y no tome como una falta a la debida cortesía que con-signe la formalidad del saludo de cierre anti-cipadamente, toda vez que al terminar usted de leer estas líneas en su monitor, en ese pre-ciso y exacto momento, alguien golpeará a su puerta.

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No fue más que terminar de dar lectura al e-nigmático párrafo cuando oí que daban tres fuertes golpes a la puerta del departamento. Me sobresalté, y en el envión hiperkinético-adrenalínico casi corrí a a-brir; mas cuando lo hice, y luego de unos segundos de parpadeo por el encandilamiento, comprobé que no había nadie. Tomé el ascensor y fui a la planta baja. O era alguien del edificio, o aún estaba dentro, ya que agudicé el oído –un oído ejercitado por no estar tan sujeto a la hegemonía de lo visual- y no oí en ningún momento la pesada puerta de hierro que da a la calle. Tampoco había nadie allí. Subí entonces por las esca-leras, para ver si se había ocultado en algún rellano (algo más cauto, no fuera cosa que me sorprendiera físicamente). Estoy de acuerdo en que hay muchos locos sueltos, aunque la inmensa mayoría de quienes lo dicen se refieren especialmente a tipos como yo. Es increíble la cantidad de hipótesis que pueden barajar-se en un mínimo lapso de tiempo con el cerebro esti-mulado. Quien haya estado en una crisis de supervi-vencia sabe de lo que estoy hablando. Esa fue mi pri-mera cavilación: advertir que estaba viviendo el epi-sodio casi como una crisis de supervivencia, proba-blemente sin mayor fundamento. Después de todo, se trataba sólo de unos mails de un freak, no daba para hacerse tanto problema. Pero la sincronicidad de los golpes a la puerta con el momento en el que leía su a-nuncio, ¿había sido fortuita? ¿Podía ser fortuito un e-vento como ése? De pronto pensé que podía ser in-ducido, y esa hipótesis cerraba mucho mejor que la casualidad. Claro, cualquier hacker mediocre podía

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estar viendo en qué momento yo leía el mensaje y un esbirro o lo que fuese golpeó a mi puerta. Tal vez fue-ra uno de esos nuevos “juegos de rol”, y asesinaban Darks u otras tribus urbanas, en cuyo caso tal vez no sería conveniente relajarme tanto. Pensé en ir con la policía, pero deseché la idea casi al punto. Primero, no me agradaban. Segundo, debía ir de día. Tercero, el conflicto personal hombre-ratón se inclinó por el primero, con reservas. Cuarto: tal vez el viejo loco é-se que se hacía llamar Ahriman tuviera algo realmen-te interesante entre manos. Pensé todo eso, mas algu-nas ramificaciones secundarias e insustanciales, en sólo tres pisos.

II

De nuevo en casa, me serví un gin con jugo de pomelo, puse un disco de Stratovarius y me arrojé sobre un sillón. El corazón aún me palpitaba acelera-damente. Si el asunto éste de los mails se iba a limitar a una confrontación anímica, había perdido el primer round, y debía hacer algo si no quería ser noqueado, luego de un comienzo tan poco auspicioso. Lo ideal habría sido lanzarse al ataque, pero un estratega sabe que hacer lo ideal es lo que el rival espera que uno ha-ga, así que debía tentar variantes. Encendí un cigarri-llo. No se me ocurría gran cosa. Finalmente me vi a-cotado a la simple disyuntiva escribirle-no escribirle. ¿Debía escribirle y exigir que me aclare el asunto?

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¿Debía, a contrario, ignorarlo, bloquear el remitente, y dejar todo allí? ¿Tal vez exponerlo y desafiarlo en mi página web? La sana lógica parece indicar que cuando no se sabe qué hacer, lo mejor es no hacer na-da; así que decidí limitarme a leer lo que fuera a es-cribirme y sobre esa base decidir si merecía la pena responder o no.

No tuve más noticias de Ahriman hasta el 29

de abril. Durante esos días me ocupé normalmente de mis asuntos, los que afortunadamente podía manejar en su totalidad desde mi computadora. Cada tanto a-bría el correo, al principio con un mayor grado de an-siedad, que fue decreciendo a medida que el tiempo transcurría y el tal Ahriman tal vez había perdido el interés, o quizá interpretado mi silencio como un re-nuncio. Mas como decía, el 29 de abril acababa yo de ver el DVD de una película de Tim Burton y, cuando me disponía a entrar al foro de mi página vi su nuevo mensaje:

Untier, Untier, Untier... ¿pero qué

clase de untier es usted? Si va a impresionar-se de ese modo por un pequeño truco de pres-tidigitación, seguramente irá a ensuciarse en los calzones ante el mero atisbo de lo que le he ofrecido. Evidentemente erré el tiro. Usted es sólo otro más de esos paliduchos enfermi-zos que lo único que hacen es hablar, hablar y posar. Niños de papá y mamá que reaccio-nan haciéndose los muertos y pretendiendo

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dar una imagen horrorosa detrás de la cual ocultar su patética cobardía. Pero estoy can-sado ya de payasos presumidos que hacen que pierda mi valioso tiempo, valioso en un sentido que una escoria como usted siquiera puede imaginar. Y ello no debe ni puede que-dar impune. No sería quien soy si no cobrara mis deudas.

Bueno, había sido objeto de una amenaza di-

recta, y tal vez este elemento justificaba ahora sí la denuncia policial. Evidentemente se trataba de un psi-cópata, quizá mesiánico; de una personalidad sin duda capaz de devenir criminal de un momento a otro, si es que ya no lo era. Me sentí acosado, manipulado, y eso me dio el ímpetu para responder, febrilmente, aporre-ando el teclado y haciendo caso omiso de los múlti-ples errores de tipeo que la compulsión provocaba:

Lo primero y fundamental que quiero

dejar bien sentado es que no pienso tolerar u-na amenaza, y menos del tenor de la que aca-ba de formularme. Si es necesario dar parte a las autoridades, no dudaré un instante. Nada me importará que usted afirme a partir de e-llo una supuesta pusilanimidad de mi parte. Soy yo quien no tiene tiempo de prestar aten-ción a los delirios de un viejo demente, pro-bablemente esclerósico, que por otra parte fue quien propició este intercambio tedioso e infecundo. Seguramente es usted un despojo

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humano confinado en un geriátrico -u otra clase de institución para enajenados seniles- tratando de llamar la atención. La caridad no es mi fuerte, ¿sabe?, así que ahórrese y ahó-rreme esta perorata insulsa y sin sentido.

Si quiere continuar manteniendo cual-quier clase de trato conmigo, atrévase y dé la cara. Claro que dudo que lo haga, usted es de los valientes que guapean desde el anonima-to. Estaré en el Goth Pub a partir de las 22. Y traiga alguna prueba que corrobore, aunque sea mínimamente, las patrañas que enarbola como señuelo.

La explosión anímica que derivó en ese men-

saje -procesado casi exclusivamente por mi centro e-mocional- fue también causa de un clickeo prematuro en la función “enviar”, cosa que advertí después de efectuarlo sin siquiera haberme detenido a repasar los contenidos del intempestivo E-mail. Me acabé el tra-go y me preparé otro. Estaba perdiendo también el se-gundo round. Me había planteado no perder la cabeza y el hijo de puta aquél, al que daba por viejo nada más que porque él había insinuado algo así, parecía haberse anticipado a esta posición y me había azuza-do, haciéndome perder los estribos y asegurándose así su estrategia de pelear a la contra, que de todos mo-dos era la única que hasta ahora había llegado a co-nectar. El disco de Stratovarius había terminado. Puse unos divertimentos de Mozart, necesitaba tranquili-zarme un poco. Pensé en fumar un porro, pero lo de-

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cliné ante la certeza que en lugar de tranquilizarme me agudizaría la paranoia. “Estás obsesionado”, me dije. “Es sólo un bromista, probablemente un fóbico a los tipos de tu cultura, que se entretiene jugando esta clase de bromas pesadas, con argumentos dirigidos hacia las temáticas de interés de las víctimas” (la pa-labra víctima me sonó fea). Ahora la cosa era... ¿iría esa noche, como había escrito, al Goth Pub? No ha-bía terminado de preguntármelo cuando entró el más escueto y oportuno de los mensajes:

Vaya.

Así que fui, no tanto por la indicación o suge-

rencia sino por mi propio ímpetu. Tal vez el tal Ahri-man era alguno de mis escasos amigos, que se apare-cería por allí y reiría de mi ingenuidad. Tal vez no a-cudiera nadie, tal vez, tal vez... entré en el bar y la suave y acogedora tiniebla de costumbre permitió que me quitase las gafas para sol que usaba aún de noche, cuando debía enfrentarme al bullicio lumínico de es-caparates, carteles luminosos, faros de autos, etcétera. Había poca gente, diseminada por las mesas y mime-tizándose con el entorno en sus negros atavíos. Todos taciturnos, reflexivos, refinadas criaturas de la noche. Estaba en mi ambiente. No había nada que temer.

Mas en la barra estaba la mosca blanca. Un individuo perfectamente contrastado con los demás; casi un negativo perfecto, ya que lucía piel oscura y camisa blanca. Si alguien allí podía ser Ahriman, ese sujeto se llevaba todas las apuestas. No parecía ancia-

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no en lo más mínimo, tampoco un jovenzuelo. Anda-ría por los cuarenta y tantos. Tomé una butaca muy cerca de él y lo observé. Era de raza negra, cuando menos mulato, aunque para mulato estaba algo subido de tono. La grasitud de su piel a punto estuvo de pro-vocarme náusea. Ello, adunado a sus ropas baratas y a su estilo, o mejor dicho a su falta de estilo, lo conver-tían seguramente en el cliente más atípico de la histo-ria del bar. Era extraño por donde se lo mirara. El bar-man, que se hacía llamar Vathek, pulcro en su unifor-midad vampiresca con el resto de la concurrencia y cubierto de tatuajes incluso en la cara, saludó y me preguntó qué quería tomar. Hallé prudente continuar con el gin-pomelo.

-¿Quién es el kía? –Pregunté cuando me al-canzó la copa, acompañando la frase con un cabeceo en dirección al mulato; que además era cabezón, casi deforme, y con la cara picada de viruelas o algo por el estilo, ahora que podía verlo mejor. Tenía expresión como de débil mental, de ningún modo se veía como alguien capaz de escribir los textos que había escrito Ahriman. Me sentí aliviado.

-No sé, creo que está loco, o perdido de borra-cho. Hace un rato vociferaba. No supe qué hacer, sólo pedirle que se tranquilizara. Pero paró cuando le dio la gana. Ni me registró. Si se pone pesado no sé que voy a hacer. ¿Me darías una mano para echarlo?

-¿Sos loco? Estos subnormales suelen tener u-na fuerza hercúlea. Encima mirá, parece un gorila, só-lo que con cuello de buey. Hacete cargo, yo vengo a distenderme, acá.

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Vathek sonrió, y fue a fregar unos trastos. Mi-ré al mulato, que se inclinaba sobre su copa, a la que tenía apresada con ambas manos. De pronto se volvió hacia mí y me dijo, con voz aguardentosa y lengua dubitativa, de borracho:

-¿Qué le pasa? ¿Tengo monos en la cara? -¿Por qué dice eso? –Pregunté, de pronto ten-

so como una estaca. -¿Nunca vio un negro? ¿Tiene algún problema

con los negros? -No tengo ni quiero tener problemas con ne-

gros, blancos, amarillos o el color que se le ocurra. No sé por qué me dice eso.

-Ya los oí, a usted y a ese monigote, decir sus insolencias. Debería matarlos a los dos –prosiguió, a-rrastrando las palabras, con ojos sanguinolentos y en-trecerrados y unas espumas de baba por demás desa-gradables en las comisuras y el centro de sus labios. Repugnante.

-No estábamos hablando de usted. Y déjese de agitar conflictos raciales, que en ningún lugar va a en-contrar gente menos racista que acá.

-Ah, ¿sí? ¿Entonces por qué se andan pintan-do las caras de blanco? ¿De maricas que son, nomás?

-Oiga, oiga, no se propase, ¿quiere? –Terció Vathek. -Nadie le ha faltado al respeto, así que tome su copa tranquilo y váyase. Acá no queremos líos.

Mi corazón casi se detuvo cuando oí la res-puesta del mulato:

-Usted, mamarracho humano, no se meta. Es-toy hablando con Untier.

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Estupefacto, presencié el estallido de Vathek, quien dio la vuelta a la barra mientras vociferaba “ne-gro de mierda, borracho, mugriento y asqueroso, te voy a sacar a patadas de acá...”, pero eso solamente fue un cálculo previo absolutamente erróneo, ya que el mulato, de pronto fresco como una lechuga y mos-trando un estilo onda Emile Griffith, lo arreó a torta-zos y lo dejó hecho un ovillo debajo de la máquina de pinball de Batman. Un par de pibes que se solidari-zaron con el maltratado Vathek intentaron patearlo con sus borceguíes, mas corrieron una suerte muy pa-recida, ya que las patadas ni lo movían; en cambio, las ampulosas voleas que el moreno lanzaba con am-bas manos los descalabraban simplemente con rozar-los, y eso hasta que los puso bien puestos, mandando a uno a dormir y al otro a correr por su vida, sangra-ndo profusamente de la boca. Yo me quedé tieso. La escasa concurrencia se atropellaba para salir, sobre to-do cuando el mulato comenzó a arrojarles sillas. Cuando quedamos solos, se volvió hacia mí, con una sonrisa maligna como no había visto otra en mi vida. Pensé que era mi fin, o al menos el de las delicadas facciones de mi rostro.

-Ahora podemos seguir tratando nuestros a-suntos sin interrupciones –me dijo, sin sombra de e-briedad y con mirada por demás lúcida. O era un ac-tor consumado, o un extraordinario cambio había ope-rado en él.

-No deseo tratar ningún asunto. -Lo desee o no, ha venido aquí para ello.

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-A propósito, ¿cómo es que sabe mi nombre? ¿Es usted Ahriman?

-No, no soy Ahriman –respondió, mientras hurgaba en el bolsillo izquierdo de su pantalón. –Pero fue él quien me indicó que le entregara esto.

Dejó sobre la barra, junto a mí, un sobre de papel madera enrollado. Y a continuación, como si su función en ese drama hubiera culminado, dio media vuelta y se fue.

III

Estaba otra vez en casa. Había ido al Goth Pub con la idea de sacarme de encima la molestia aní-mica que significaba todo aquel asunto y en cambio sólo había conseguido mayores zozobras. Ahora tenía frente a mí dos nuevos objetos: un tubo sellado, con un líquido transparente y unos cuerpos negruzcos en su interior, y una hoja de aspecto antiquísimo, proba-blemente papiro, con unos garabatos absolutamente ininteligibles para mí. Supuse, con buen criterio, que hallaría otro mensaje, aclaratorio de esos objetos que de manera tan curiosa habían llegado a mi poder.

Untier: Ahora sí, tiene ya en sus manos la

continuidad de una oscura tradición. Los sóli-

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dos que observará flotando en el recipiente, son una reliquia por demás valiosa; aunque sospecho que, de comentarle a alguien su ver-dadera naturaleza, ese alguien reirá de usted a más no poder y lo tomará por loco (claro que este último supuesto es sumamente de-mostrable incluso sin necesidad de tanta al-haraca). Pero bueno, en atención a la ansie-dad que está observando en este preciso mo-mento, le informo que tal reliquia no es nada más ni nada menos que los cojones del propio Pedro Abelardo. Eso y no otra cosa fue lo que halló el clérigo en la abadía de Chalon-sur-Saône, en la trampilla debajo del ara, ¿re-cuerda que le comenté? Bueno, todo ser hu-mano tiene su parte oscura, y el piadoso filó-sofo no fue en modo alguno la excepción. Y es entendible, forzado como fue por el desalma-do Fulbert a castrarse, luego de abandonar a su amada Eloísa, a la sazón sobrina del im-placable Canónigo de la Catedral de Notre Dame. Pero no vamos a detenernos en esta clásica historia de amor contrariado, por otra parte tan popular que sería ocioso consignar aquí detalles de la misma, tanto más porque no hacen al cacumen de nuestro asunto. Lo que sí es pertinente que sepa es que, recién e-viscerada su masculinidad por mano propia, el novel castrado dirigió toda esa energía se-xual bloqueada hacia el malvado Fulbert, de-sarrollando así un odio exacerbado por quien

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lo había separado del objeto de su amor, y a-ún de su propia esencia varonil.

Quiso la casualidad -aunque la condi-ción humana impulsa a creer que así es como se entrecruzan los caminos del infierno- que apareciese por la abadía un africano -proba-blemente un esclavo fugitivo- en trance de muerte. El filósofo lo tomó a su cuidado, mas el desdichado moreno murió a los pocos días, no sin antes hacerlo heredero de su espíritu. Y ello mediante su conocimiento de una he-chicería antiquísima, a través de un conjuro que el pobre Abelardo transliteró en el cripto-grama que le he enviado junto al extravagan-te relicario. Alguno de nosotros hemos podido descifrarlo. Ahora la presunta es... ¿podrá usted?

P.S.: Iba a dejar un par de datos li-

brados a su capacidad deductiva, mas pen-sándolo mejor, no creo que sea buena idea, tratándose de usted. La primera, es que pese al ocultamiento que pretendieron efectuar las autoridades eclesiásticas de las horribles cir-cunstancias que rodearon la muerte violenta del pérfido Fulbert, algunos de nosotros las conocimos en detalle. La otra, es el emisario espiritual de color, y sobre esto no voy a a-bundar. Saque sus propias conclusiones.

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Apagué la computadora. Evidentemente me había topado con un demente. ¡Los cojones de Pedro Abelardo! ¡Vaya una ocurrencia! Tan luego él, pione-ro de la explicación racional de los dogmas, sindicado como el fundador de la escolástica, casi arrojado a la hoguera por influencia de San Bernardo de Claraval precisamente a causa de su afán racionalista; tan lue-go él, decía, vinculado a prácticas de hechicería abso-lutamente inverosímiles... los napolitanos tenían la milagrosa sangre de San Genaro, que se licuaba cícli-ca e inexplicablemente; y yo, los presuntos y célebres genitales que fueran delicia de Eloísa. ¡Qué desatino!

Me serví otro gin-pomelo, encendí un cigarri-llo. Observé el contenido del tubo, y no hallé ninguna configuración que permitiese colegir si se trataba de testículos, independientemente ya de la identidad de su organismo original, extremo por demás incierto y absolutamente incomprobable. Luego eché un vistazo al criptograma. Algunos caracteres se repetían, pero ni por asomo fui capaz de descubrir un patrón, se-cuencia o lo que fuere que arrojara una mínima luz al contenido del texto. Claro que nunca fui bueno para este tipo de actividades. Ni siquiera sabía en qué idio-ma podía estar escrito. Si había algo de cierto en la extravagante historia del tal Ahriman, escapaba de plano a mis posibilidades averiguar lo que fuese por mis propios medios.

Luego de la segunda copa (quizá la décima del día), se me ocurrió algo, que bien podía servir pa-ra demostrar la fatuidad de toda aquella historia. Transcribí los signos a una hoja de papel y llamé por

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teléfono a Dolmetscher, a quien sólo conocía por nuestros intercambios vía electrónica y alguna que otra breve comunicación telefónica, siempre atinente a problemáticas vinculadas a temas góticos. Dolmets-cher era un filólogo aficionado, y por demás afecto a desafíos como el que ahora me ocupaba. Le dije que un loco me había enviado el criptograma, diciendo que correspondía a una reliquia que aparentemente tenía que ver con Pedro Abelardo (para ubicarlo en tema sin decir demasiado) y le envié mediante fax la copia que acababa de transcribir, toda vez que pasar el original por la máquina habría redundado en su destrucción. No habían pasado dos horas cuando me devolvió la llamada, y con ella el asunto tomó un giro dramático:

-No bien pude identificar algunos fonemas –me informó-, y teniendo en cuenta la mención que hi-ciste a Pedro Abelardo, supuse que debía estar escrito en algún dialecto derivado de la langue d’Oc. Y así pude determinar el resto.

-Sos un fenómeno –lo adulé. -¿De dónde decís que sacaste esto? -Te dije, ya. Lo recibí por correo electrónico,

probablemente de un loco. ¿Por qué me preguntás? ¿Acaso dice algo interesante?

-No sé si interesante, pero todo hace suponer que se trata de un conjuro, una invocación, o algo por el estilo. Resulta, en todo caso, por demás extraño. He tentado una traducción. ¿Tenés para anotar?

-Dale, dictame, nomás. Estoy al teclado. -Muy bien, anotá:

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Loor a Vuestra Grandeza, Espíritu de lo Oscuro Las dos (cosas) más sagradas que poseo Mi sangre y mi semen (Han sido) arrojadas fuera de mí Antes de abriros la puerta. Guárdame de mis infames enemigos Que son los tuyos Ayúdame (a dar) “À chaque saint, sa chandelle” Os doy la libertad, recibid mi ofrenda Y hagamos juntos la voluntad Del señor de los Avernos Para eterna Gloria de su Grandeza.

Estaba terminando de garrapatear lo que pare-cía ser el último verso cuando oí la voz alarmada de Dolmetscher. ¡¿Qué está haciendo acá?! –exclamó repentinamente. ¿Quién es usted? Pregunté qué esta-ba ocurriendo, pero no recibí respuesta. Dolmetscher continuaba ¡Váyase ahora mismo o llamo a la poli-cía!, y cosas por el estilo. Luego oí unos cuantos rui-dos, como de golpes y forcejeos. Finalmente el espan-toso alarido, y nada más. Sólo silencio.

-¡Dolmetscher! ¡Dolmetscher! ¿Qué ocurre? ¡Hola, hola, respondé, por favor! –Grité desesperado. Mas no fue él quien lo hizo. No bien comenzó a ha-blar, reconocí la voz del mulato:

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-Ya tiene lo que quería. Claro que no pode-mos darnos el lujo de que alguien más lo sepa, ¿en-tiende? –No respondí, congelado como estaba. –Sí, yo creo que entiende. Es tiempo que lea el último mensa-je que mi amo anterior acaba de dirigirle –y cortó la comunicación. Corrí hacia la computadora, agitado, tembloroso, y leí:

Untier: Ya está en poder del conjuro. Eso

quiere decir que soy libre. Ahora el asunto es entre usted y Noir Mauvais, como he dado en llamarlo afectuosamente. Es todo suyo, aun-que no lo quiera, o lo deteste. Sólo tiene que castrarse e invocarlo mediante el texto que el pobre Dolmetscher ha tenido a bien traducir-le, y él lo conducirá por los meandros del a-bismo. Es una verdadera lástima que no haya podido hacer la traducción por usted mismo, nos hubiéramos ahorrado una muerte inútil. Pero qué va, los misterios a los que tendrá acceso bien valen el sacrificio de una rata de biblioteca como era el desdichado intérprete.

Ya sé, ya sé, usted no quiere nada de esto. Pero permítame darle un consejo: no se aflija y actúe como un hombre, con cojones o sin ellos. De nada le servirá debatirse u opo-nerse a su destino. Si se resiste, Noir Mauvais hallará el modo de ponerlo en caja. Usted sa-be, está a punto de quedarse sin bastión hu-

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mano (lo he sido yo a lo largo de varios siglos y, como acabo de decirle, estoy a punto de re-tirarme a departir con las más altas jerarquí-as). Mucho le agradezco que haya tomado es-ta ardiente posta, voluntariamente o no. De todos modos, ¿qué vale una trémula voluntad humana frente a la de Sus Majestades Oscu-ras? ¿Acaso no ha pasado su vida invocándo-las? Como le dije al principio de nuestra fu-gaz relación, le he proporcionado una aveni-da REAL a dichas instancias. Tarde o tempra-no me lo agradecerá. Y si hace lo que debe –claro que no tiene opción-, quizá alguna vez esté en condiciones de agradecérmelo perso-nalmente. Tiene ante usted una oportunidad única. No la eche en saco roto.

Suyo, por los siglos de los siglos,

Ahriman

Permanecí bebiendo gin, ahora puro, hasta ca-

er dormido. Supongo que fue debido a mis mecanis-mos de defensa, no sé. Mas no obstante caí en un sue-ño plagado de íncubos angustiosamente sexys, con un marco de barahúnda africana, tan extáticos en su transcurso cuanto angustiosos al momento de desper-tar y recordarlos. Si el desgraciado ése de Ahriman se había propuesto volverme loco, lo estaba consiguien-do. Me dolía espantosamente la cabeza. Apenas si alcanzaba a discernir adónde terminaban las dulces

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pesadillas y comenzaba la otra, ésa que lamentable-mente parecía discurrir en plena vigilia. Allí estaban los presuntos testículos de Pedro Abelardo, el papiro, la transcripción. Me sentí grotesco de sólo analizar lo que estaba pensando. ¡Los testículos de Pedro Abelar-do! Patético.

Pensé en el pobre Dolmetscher. Tal vez estaba muerto por mi culpa. No estaba seguro que fuera es-trictamente mi culpa, pero no podía sentirlo de otro modo. Encima, un tipo demente me había indicado por E-mail que me castrase. Era demasiado. Y dar parte ahora a la policía podía complicarme en la in-vestigación de un asesinato. Mi vida, de buenas a pri-meras, apestaba. Algo estaba sucediéndome, algo ne-fasto. Tal vez el aislamiento me había hecho saltar u-na chaveta, o tal vez todo fuera nada más que una grande y nefasta broma, nuevamente demasiados tal vez, sólo que ahora recaían sobre circunstancias más dramáticas. Imaginaba a Dolmetscher ora masacrado, ora riéndose a carcajadas de mí. Cualquiera de mis contactos podía suponer que en caso de criptograma acudiría a él, y propiciar luego la celada. Mas a conti-nuación veía a esa teoría conspirativa como desmesu-rada, paranoide, más que nada un capricho de mi áni-mo para aflojar la soga en mi cuello. Me acabé el gin, ya que se dice que beber es bueno para las resacas.

No iba a hacer nada. Ni encendería la compu-tadora. Bien sabía que Ahriman jamás aparecería, era parte del juego. Temía ver de pronto parado frente o detrás de mí al desagradable mulato, parecía adivinar-lo entre las sombras, y a causa de ello cabeceaba co-

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mo un búho, al ritmo de los sobresaltos. Mi vida apes-taba. No recordaba cuándo había comido por última vez. Abrí la heladera y bebí leche directamente del cartón, con sed propia de la condición deplorable de mi organismo. Luego encendí un cigarrillo, y casi no llego a sentarme en el inodoro.

Apenas salí del baño cuando tocaron al porte-ro eléctrico. Era la policía.

IV

Las llamadas telefónicas que habíamos inter-

cambiado con Dolmetscher habían quedado registra-das en su sistema telefónico. Yo era la última persona con la que el pobre había hablado; y claro, querían sa-ber cuál había sido el tema. Un individuo uniformado y otro trajeado, luego de identificarse, ingresaron a mi departamento y me obligaron a levantar las persianas. Manifestaron un gran interés por el criptograma –sa-bían ya que había sido enviado desde mi línea- y su traducción, especialmente a causa de su característica, que definieron directamente como satánica. Resultaba obvio que un individuo de mi apariencia, esa mañana particularmente exacerbada por los excesos emocio-nales y etílicos del día anterior, les resultaba por de-más desagradable, máxime con la pésima prensa que ha generado últimamente la proliferación de jóvenes oscuros promoviendo masacres escolares. A sus pre-guntas, respondí que el texto en cuestión me había si-

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do enviado mediante correo electrónico por un loco que estaba acosándome, y sugerí que probablemente deberían orientar su pesquisa por ese lado. Ante el po-co amable requerimiento de detalles y precisiones, les ofrecí abrir mi correo y mostrárselos, mas optaron por llevarse todo mi equipo. No opuse resistencia. Sólo quería que todo aquello terminase, que los peritos ha-llaran y encarcelaran de una vez por todas al demente que me había metido en semejante atolladero.

Pero nada de ello ocurrió. Por el contrario, el 2 de mayo fui detenido y luego imputado por el asesi-nato de Dolmetscher. Parecía ser que ninguno de los E-mails del tal Ahriman había sido hallado en mi sis-tema, y sí en cambio algunos otros que no recuerdo haber enviado, que consistían en insultos y amenazas al occiso, a tenor de ciertos misterios maléficos que supuestamente él me había robado. Evidentemente, quienquiera que fuese que me había arrojado a esto, parecía tener recursos no solamente mágicos sino también informáticos. El cerco iba estrechándose ine-xorablemente a mi alrededor. Y lo peor quizá fuera que, ante la secuencia de episodios nefastos, mis fa-cultades mentales comenzaron a languidecer. Tanto en los interrogatorios policiales como en los efectua-dos en sede judicial sólo podía balbucear argumentos que, si bien se ajustaban fidedignamente a lo que ha-bía experimentado, bien sabía yo que en lugar de ayu-darme acabarían hundiéndome más y más. Como les digo, me fui deteriorando a ojos vista, física y psico-lógicamente. Lo peor era la lámpara que los investi-gadores encendían frente a mi rostro en ocasión de

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presionarme para que confesara un crimen que no ha-bía cometido. Nadie parecía estar dispuesto a dar la mínima chance de veracidad a mis vacilantes argu-mentaciones. Vapuleado, exhausto, vilipendiado, re-gresaba a la tibia oscuridad de la celda en la que me mantenían aislado como al regazo materno. Y si bien aquella penumbra estaba plagada de presencias fan-tasmales, algunas tan hórridas cuanto puedan imagi-nar, me sumergía en ella con alivio. Por espantosa que fuera, no lo era tanto como la realidad concreta que debía experimentar cada vez que era arrojado fue-ra del tétrico oasis. Mas en el fondo de mi ser sabía que un confinamiento en condiciones tan aciagas tam-poco era el ideal que había imaginado para mi vida, y era entonces cuando me invadía la ira, dirigida hacia quienquiera que fuese que me había puesto frente a tan ingrata disyuntiva.

El juicio fue casi un trámite. Ni siquiera el a-bogado defensor que me proveyó el estado creía en mi palabra. Se encabritaba nomás oír la historia que, según yo creía, era verdadera. Intentó por todos los medios articular una alternativa, y al encontrarse con mi decisión de ajustarme a la realidad de los hechos según yo los había visto, me dijo que, así las cosas, lo único que podía hacerse era alegar insanía. Iba a ser confinado, no ya en un establecimiento penal, sino en el pabellón de inimputables de algún loquero. Maldije mi suerte, pero no estaba dispuesto a inculparme por un crimen que no había cometido.

Poco recuerdo de las instancias del juicio o-ral al que fui sometido, y ello debido al deterioro

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mental que recién les comentaba. Fragmentos nebulo-sos, como oníricos, es todo cuanto conservo en la me-moria: los alegatos del Fiscal, estableciendo firme-mente motivos, circunstancias y oportunidad; las peri-cias psicológicas, que habían arrojado diagnósticos basados en un complejo de castración generado por mi exacerbado desprecio por los valores cristianos, mas delirios mesiánicos, racistas y filonazis, todo ello aunado a una fabulación desbordada de corte esqui-zoide. También fui acusado de propagación de cultos “satánicos” en la internet. Asimismo guardo reminiscencias de las dia-tribas dirigidas hacia mi cultura -que provocaban ges-tos y expresiones de asentimiento entre los presentes-, y de la solidez con la que el fiscal fundamentaba el punto que hacía al cabal entendimiento por mi parte de la acción criminal que se me imputaba, para conse-guir arrojarme a una prisión común y no a un hospi-tal; de la risueña perplejidad que despertaban mis di-chos -sobre todos los atinentes a la cuestión de los testículos de Pedro Abelardo, y que mi abogado con-sideraba la mejor carta para demostrar mi incapacidad psicológica, sin tener en cuenta en lo más mínimo mi intencionalidad, absolutamente encontrada, toda vez que pretendía yo establecer hechos y circunstancias que sólo parecían ser reales para mí-, en fin; la cosa es que mi afán por dejar sentada la verdadera secuen-cia de sucesos determinó que todos -finalmente tam-bién yo mismo, por momentos- se convencieran de mi grave estado de enajenación. Así fue que fui a dar con mis maltratados huesos al Pabellón de Inimputables

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del Hospital Alejandro Korn, en la localidad de Mel-chor Romero. Allí fui atacado, vejado, torturado física y mentalmente por infinidad de entidades, físicas o de carácter espiritual (sin poder discernir con claridad cuál de ellas se trataba en cada caso, dada su profu-sión). Siempre, y como les decía al principio, había sentido fascinación por lo oscuro. Tal aproximación romántica jamás tuvo la real dimensión del cúmulo de horrores que podía existir tras las tinieblas. Solamente un elemento de aquella vieja propensión parecía man-tener su atracción, su influjo; y quizá haya sido así por cuanto constituye el elemento central de dicha i-conografía: la muerte. La idea del suicidio cobraba entidad a medida que pensaba en ella, iba convirtién-dose en la esperanza de liberación final, de única sali-da posible a tantas y tantas penurias.

V Me convertí en un espectro doliente. Como ya

he dicho, toda mi vida había jugado a tentar ese rol, sucede que hasta ese momento no había tenido opor-tunidad de considerar objetivamente las reales impli-cancias que tal condición debía necesariamente con-llevar. Estupefacta a causa de las visiones y de la me-dicación, mi mente declinaba, iba apagándose como una vela. Pero el lector sagaz de esta crónica de mi debacle personal advertirá que de algún modo sobre-vino una recuperación, caso contrario no habría sido

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capaz de redactarla. Y otro más sagaz aún podrá pre-ver las causales de mi reconstitución, o mejor dicho, el modo en que pude llevarla a cabo.

Un día (no puedo precisar si era de mañana o de tarde, en el maremágnum de visiones y ensueños que no cesaban de acosarme) un celador me dijo que tenía visita. Casi me caigo de espaldas cuando salí al patio y vi al mulato que Ahriman llamaba Noir Mau-vais, sentado a la sombra de un árbol y con un paque-te sobre las rodillas. Quise abalanzarme sobre él y a-horcarlo, pero en mi condición eso sólo podía ser un anhelo sin posibilidad de ejecución alguna. Me senté frente a él, clavados mis ojos en los suyos, fiera mi expresión, distendida y benévola la de él.

-Fíjate a qué estado te ha arrojado tu obceca-ción –me dijo ni bien quedamos a solas.

-Ustedes, malditos sean, me han arrojado a es-te agujero.

-No sé, tal vez sea así, pero a la vez somos los únicos que podemos sacarte de él.

-Ah, ¿sí? ¿Pedirán la nulidad del juicio? -No, ése no es el modo, y tú lo sabes. -¿Y cuál es, entonces? -Que cumplas la parte que te compete en este

drama. -Ustedes me han llevado a esto. No recuerdo

haber adquirido ningún compromiso en ese sacrílego asunto.

-¿Acaso te han dado hostias con la medica-ción? ¿Adónde crees que vas con eso de “sacrilegio”?

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-Desde que se cruzaron en mi camino, mi vida apesta.

-Según yo lo veo, ya apestaba desde mucho antes. Tal vez desde que naciste. Pero no tengo tiem-po ni ganas de discutir estupideces. Tú sabes muy bien cómo salir de aquí y acceder a una vida extraor-dinariamente rica en experiencias trascendentales. Y muy larga, por cierto.

-Prefiero morir ahora mismo. -Ya lo sé, y verás, es muy probable que así

sea, finalmente. Vine solamente a traerte una alterna-tiva. Está adentro de este pastel –dijo, me tendió el paquete (que acepté casi mecánicamente), se incorpo-ró y emprendió la marcha hacia la puerta de salida. A mitad de camino se volvió por un instante y me guiñó un ojo. Luego continuó.

Caminé hacia los baños tan rápidamente como lo permitían mis temblorosas piernas. Me encerré en uno de los excusados mierdosos y prácticamente des-trocé el pastel.

En su interior hallé, cuidadosamente protegi-dos, un papiro idéntico al que me había llegado a tra-vés de Noir Mauvais -y que había sido incorporado a la causa como elemento probatorio-, una copia de la traducción que efectuó el pobre Dolmetscher, un tubo lleno de un líquido transparente (probablemente for-maldehído, o algo así), y una hoja de bisturí.

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DELIRIUM TREMENS

Hacía ya dos o tres horas que había tenido su último vómito de sangre. Fue uno muy profuso y es-pecialmente pestilente; allí estaba aún -no se había to-mado el trabajo de limpiarlo- como una especie de memento mori de resolución inminente. Era evidente que le quedaba poco, muy poco tiempo, y la inmensa responsabilidad que pesaba sobre sus agónicas espal-das suponía un trago más amargo aún que los resabios de sangre negruzca que tragaba luego de cada estalli-do de sus varicosidades esofágicas. No obstante se sirvió otra copa de bourbon. Bebió un poco y sintió una fuerte quemazón en el tubo digestivo, ojalá sir-viese para cauterizar un poco las heridas más recien-tes.

Repensó su vida mientras miraba los coman-dos del panel de control. Las voces en los parlantes y las diversas líneas móviles de videograph lo mante-nían al tanto del estado general de las cosas y de la e-ventual necesidad de su intervención en las situacio-nes de emergencia que pudieran sobrevenir (si bien ésta era una función que no correspondía a su posi-ción, hacía días que había dispuesto asumirla perso-nalmente. Por suerte la tecnología había evolucionado lo suficiente como para permitir que incluso un indi-viduo degradado al extremo como era su caso pudiera ejecutar una función tutelar tan relevante con un par de simples maniobras. Y ello además le permitía, co-

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mo decíamos, repensar su vida en lo que muy bien podía tratarse de la recapitulación final).

Nacido en el seno de una familia patricia -por lo que nunca nada le había costado gran cosa-, se ha-bía esforzado por cumplir con creces cuanto se espe-raba de él. Brillante en su paso por las mejores uni-versidades, no tardó en descollar también en el ámbi-to profesional. Y casi sin darse cuenta fue asumiendo responsabilidades cada vez mayores. Formó una fa-milia ejemplar, creció económica y socialmente hasta el pináculo de lo que habían pretendido para él, y más aún de cualquier expectativa, por excesiva que fuese. Y las presiones crecientes lo llevaron a utilizar el al-cohol como válvula de descompresión. Para cuando la sustancia comenzó a afectarlo en un nivel orgánico, había aprendido ya a disimular sus efectos de un mo-do magistral, lo que le permitió continuar desempe-ñando su relevante rol sin mayores complicaciones que algún que otro tímido aconseje de parte de sus co-laboradores más allegados, a quienes siempre tranqui-lizaba con sólidas y temperamentales argumentacio-nes, las cuales –a veces por su virtud convincente, a veces por intimidatorias- lograban su cometido. Y si algo había aprendido a lo largo de su experiencia era eso, que lo que a ultranza contaba era la consecución de los fines, independientemente de los medios. Y eso era lo que pensaba hacer hasta el momento de la san-gría final.

Terminó la copa y volvió a servirse. Fue allí que advirtió un punto rojo parpadeando en el monitor. Fijó su vista en él, sorprendido, y entonces sucedió al-

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go insólito: del destello brotó un escorpión, de tonali-dad rojiza él también, y de un tamaño considerable. Caminó extrañamente por el plano vertical de la pan-talla, descendiendo hasta el tablero de control. Lo ob-servó, estupefacto, tratando de comprender la lógica de semejante prodigio, si es que acaso podía tener u-na. No acababa de asimilar el inverosímil evento cuando se encendió un nuevo punto rojo, y otro, y o-tro más. Al cabo de unos cuantos segundos el tablero hervía de escorpiones. Sobrecogido, fue víctima de o-tro estallido esofágico y de otro caudaloso vómito de sangre negruzca; se ahogó y se dio cuenta que su fin estaba allí nomás, a un paso. Y al propio tiempo ad-virtió el mensaje que los escorpiones habían venido a darle: eran el símbolo de la proliferación de sus ene-migos, que vendrían a apoderarse de todo cuanto ha-bía logrado en su vida, a despojar a su familia y a su gente, a dar por tierra con todos los frutos de su es-fuerzo y dedicación permanentes. Mas no lo iba a per-mitir. Por nada del mundo.

Se quitó un zapato y arremetió contra las ali-mañas, con verdadero odio y determinación paranoi-de, asestando taconazos a diestra y siniestra. Pero los escorpiones eran cada vez más. Supo entonces que había una sola manera de acabar con ellos: hubo un estallido de cristales, un febril manipuleo de dispositi-vos y a continuación se desató un pandemónium de sirenas ululantes y pulsos de alarma frenéticos.

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-¡¿Qué pasa, Señor Presidente?! –Preguntó a gritos el Jefe del Pentágono, pero fue nomás irrumpir que se percató de que la pregunta ya no tenía destina-tario. El presidente yacía inerte sobre el charco de su último vómito.

Tres horas más tarde la vida del planeta tam-

bién languidecía hacia su fin, entre la bruma radiacti-va de la noche nuclear.

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¿QUO VADIS, DOMINE? I

Probablemente esta historia haya comenzado antes, cosa común a cualquier secuencia de hechos que arbitrariamente deba ser recortada para enmarcar-la en un determinado segmento narrativo; tal vez tam-bién debiera decirse que el principio de esta historia, el propiamente dicho, resulta bastante más difícil de soslayar por cuanto coincidiría con el comienzo de lo que llamamos nuestra era, debido a hechos y circuns-tancias sociopolíticos, tal vez espirituales, operado hace poco más de dos mil años. El asunto es que –pe-se a la gravitación extraordinaria que ejercen todas las habladurías y escrituras tocantes a los personajes y que son, en mayor o menor grado, de conocimiento público- esta secuencia principia en el momento en el que Simón, el pescador de Galilea (luego rebautizado como Pedro) es arrojado a una oscura mazmorra por los soldados del Emperador Nerón.

Antes de que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra oyó la voz de Pablo, a la sazón atrapado en la misma prisión y por idéntica causa, que no era otra que la causa de su Mesías.

-Ya ves, mi querido Pedro: terrible e impiado-sa es la misión que el Maestro nos ha encomendado. ¿Cómo puede uno difundir la Buena Nueva cuando, nomás comienza a predicarla, es arrojado a un pozo

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infecto como éste y más luego al tormento y a la muerte?

-Mi buen Pablo –respondió, habiéndolo reco-nocido por la voz y el tono-, tal vez la solución a tu dilema esté dada por el extraordinario sacrificio que hizo de él mismo, siendo como era Rey de Reyes, hijo de Dios, cuando enfrentó flagelos tales como ésos a que acabas de dar voz, reñidos esencialmente con su grandiosidad y su destino de eternas glorificaciones.

Hubo un sonido de cadenas entrechocándose. Pasaron unos momentos durante los cuales Pablo pa-recía hallar la forma de decir lo suyo, cosa que al ca-bo ocurrió:

-Es bueno que lo digas tú, que para salvar el pellejo negaste al Maestro en varias ocasiones, allá en Jerusalén.

-El señor me ha perdonado. Sabe que soy sólo un hombre, y que aprendí que la vida de un hombre no es nada sino sirve a la gloria del Altísimo.

-No te importa morir ahora, por lo que dices. Y es bueno, porque eso es precisamente lo que va a o-currirte en muy poco tiempo.

-A ti también, por lo visto. -Así es. A mí también. El Señor así lo ha dis-

puesto. Me ha dado el tiempo suficiente para ejecutar mi misión, y es evidente que el martirio dará un valor muchísimo más alto a los testigos que he dejado de-trás de mí. Enfrentaré la crucifixión, o quizá las fieras del Coliseo, con una sonrisa en los labios. Mi Señor estará esperando por mí.

-¿Cómo ha sido que llegaste aquí?

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-Me hallaba yo en Jerusalén, difundiendo la palabra del Maestro, cuando los fariseos se encarga-ron de entregarme a los esbirros de Roma, quienes me trajeron aquí, adonde el demonio encarnado que se hace llamar Nerón aboga por los intereses del averno. Nuestro fin será épico. Seremos sacrificados de modo cruel y denigrante, tanto como para que nadie, judío o gentil, vuelva a atreverse a manifestar la Palabra. Pero su ignorancia no les permite advertir que, de ese mo-do, nuestro martirio hará que el mensaje del Maestro cobre alas y estandartes que ya jamás podrán ser de-rribados.

-Así sea. -¿Y tú? ¿Cómo fuiste aprehendido? -Me hice eco de tu prédica, que era la de lle-

var la Palabra a los confines de la tierra, tanto a judíos como a gentiles. Y decidí venir aquí, a Roma, espe-rando que prendiese la semilla y así se desperdigaran sus frutos por todo el orbe. Pero hallé muchas dificul-tades. La gente no dejaba de exigir milagros y cura-ciones prodigiosas, en la creencia de que si venía yo de parte del Dios único, debía probarlo con hechos mágicos y no con meras palabras. El Señor me bendi-jo y me permitió ejecutar algunos, lo que me valió contar con un puñado de seguidores. Pero no era ni a-proximadamente lo que había previsto y lo que sería justo que hubiese ocurrido. Y en mucho gracias a ese samaritano demoníaco a quien llaman Simón el Ma-go. Ese maldito bribón tenía maravillado al pueblo con sus malas artes. Era capaz de ejecutar trucos y ar-tilugios, de la mano de su amo Satanás, que dejaban

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pasmadas a las multitudes. Algunos de mis seguido-res...

-Los seguidores del Cristo, deberás decir... -Pues claro, ¿es que acaso podría ser de otra

manera? Soy uno en Cristo, mi vida hace rato que no me pertenece.

-Eso no te autoriza a hablar del modo que lo has hecho. Pero continúa, ¿qué ocurrió con esos se-guidores del Maestro?

-Ocurrió que, conmocionados como estaban (no podía ser de otro modo, con la bienaventuranza eterna que este humilde siervo del Señor les había mostrado), fueron imprudentes, y desafiaron a Simón el Mago y a sus numerosos acólitos. Tal escándalo se armó que sin ninguna intervención de mi parte acor-daron un duelo entre el Simón llamado Mago y el Si-món pescador que ahora es Pedro. Para cuando tomé conocimiento, el desafío estaba ya en pie, y cualquier negativa de mi parte habría redundado en desviar todo aquel agua hacia los molinos del infierno. Acepté mi suerte, y acudí a la cita el día y a la hora indicados. A-llí, al pie de una colina, nos esperaba una multitud, to-dos ellos dando vítores y aupando al Mago, sonrien-tes, seguros de su victoria, más aún teniendo en cuen-ta el puñado de peregrinos pobres y sucios que yo en-cabezaba, y que venía a oponerse a la magnificiente apariencia del hechicero. ¿Tú, dices que vienes en nombre de Dios? Ni siquiera un perro sería merece-dor de semejante séquito, dijo a voz en cuello cuando estuvimos enfrentados, y la multitud estalló en risas y pullas hacia nosotros. El Señor desprecia a los far-

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santes y a los opulentos, respondí, mucho más seguro de mis palabras que de mí mismo. Está a la vista que si el señor desprecia a alguien, no es a nosotros, ¿verdad? Manifestó entonces a su gente, que rugía en asentimientos y clamaba por ver nuestra aniquilación lo antes que fuese posible. Entonces el Mago, envuel-to en suntuosas sedas orientales y áureos abalorios, me instó a mostrar lo mejor que tuviese, y yo le res-pondí que lo único que poseía, que era el único tesoro verdadero al que podía aspirar hombre alguno sobre esta tierra, era la Palabra del Señor. Eso se dice muy fácilmente, tan es así que hay miles de fantoches an-drajosos como tú diciendo cosas tales como ésa, ar-gumentó, provocando un murmullo de divertidos a-sentimientos. Probablemente cualquiera de esos an-drajosos a quienes haces referencia estén mucho más cerca de Dios Nuestro Señor que tú, envilecido de va-nidad y codicia como se ve que estás, respondí, y pa-reció fastidiarse. No hemos venido hasta aquí para o-ír mera palabrería. ¿Vas a mostrarnos o no tu ma-gia? Yo he venido, dije, a dar la Buena Nueva a las gentes, y no a mostrar mis poderes, que si los tuviera no serían míos, sino del Señor.

-Bien dicho –aseveró Pablo. -Será entonces que no tienes nada que mos-

trar, dijo el Mago, y añadió Pero por mi parte, no voy a dejar a esta gente con las manos vacías como pare-ce que pretendes hacerlo tú. Ahora mismo, para de-leite de ellos y para aleccionar a esos perros que han venido contigo a disturbarme, voy a poner de mani-fiesto lo que puede hacer un verdadero enviado de lo

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Alto. Y a continuación desplegó su colorida túnica y comenzó a flotar en el aire. Ante el prodigio, un mur-mullo de estupefacta maravilla se elevó de la multi-tud, incluidos los que hasta allí habían sido mis segui-dores. Yo mismo me sentí avasallado ante semejante muestra de taumaturgia, pero mi fe inquebrantable me mantuvo en la conciencia que era el propio Satanás quien le confería tales facultades. No podía ser de otra manera. Y el buen Señor no me dejó sin armas contra aquello, por extraordinario que fuese. Puso visión en mis ojos, y cuando Simón el Mago había alcanzado u-nos treinta codos de altura, me permitió ver a dos sa-crílegos dragones, de ojos rojos y furibundas y ba-beantes fauces, sosteniendo cada una de las piernas del falso líder. Y supe que si el Señor me daba opor-tunidad de ver la argucia, me daría también la posibi-lidad de desbaratarla, así que comencé a rogarle, a to-da voz, que arrojara a los espíritus del mal de nuevo al averno de donde jamás debían haber salido; y así, en su Sagrado Nombre, los conminé a ello. Con lágri-mas en los ojos vi cómo los dragones se agitaban, co-mo sacudidos por un viento huracanado, y luego huí-an, dejando sin sustento al Mago, quien con una ex-presión de terror y desencanto como no he visto otra se precipitó a tierra, quedando maltrecho y humillado. Entonces, simplemente le dí la espalda y me marché. A poco advertí que la multitud que lo había seguido hasta entonces venía a mi detrás, enmudecida y admi-rada por la manera en que el Altísimo me había avala-do en la contienda. En aquel silencio extático podían

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oírse con toda claridad los ayes e imprecaciones del derrotado agente del demonio.

II

-Puedo adivinar lo que sucedió a continuación –dijo Pablo. –La multitud que comenzó a seguirte lla-mó la atención de modo tal que no pasaste desaperci-bido a los ojos del Imperio. Por eso fuiste prendido.

-Así fue, hermano en Cristo, que sucedieron los hechos. Y no fue muy alentador para mí advertir que todos aquellos nuevos siervos de Nuestro Señor ni se inmutaron al verme prisionero, pues estaban convencidos de que mi magia era capaz de liberarme de cualquier prisión en la que pretendieran confinar-me. Grande será su decepción cuando atestigüen mi martirio y mi muerte.

-No será así, tenlo por seguro. Seremos reve-renciados como mártires de la única causa que merece ser honrada. Todas las profecías auguran el adveni-miento del Reino de los Cielos, y a nosotros nos ha si-do dado el honor de cimentarlo con nuestro sacrificio y nuestra sangre.

Fue entonces que oyeron unos ruidos en la pe-

sada puerta de hierro, así que permanecieron silencio-sos y expectantes hasta que se abrió con un chirrido, dejando entrar la luz trémula proviniente de las antor-chas del pasillo exterior. La angustia creció en el pe-

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cho de Pedro al ver ingresar a un guardia. Tal vez su fin era más inminente de lo que había supuesto, y tal vez no estaba tan preparado para enfrentarlo como su fe y su razón le habían hecho creer. Una mezcla de te-mor y de vergüenza lo arrojó una vez más a ese esta-do de crisis que había creído superado luego de elabo-rar la pesada culpa de haber negado al Maestro en Je-rusalén. Pero no eran el tormento y la muerte lo que venía a traerles el guardia, sino la libertad.

-He permanecido aquí, junto a la puerta, o-yendo vuestra palabra, oh hombres santos –dijo, para genuina sorpresa de los prisioneros. Miró a Pedro y se arrojó de rodillas frente a él. –Tú me has mostrado el camino, has dado un sentido a mi vida, que hasta hace poco sólo hallaba solaz en pillajes, asesinatos y adul-terio. He sido uno de los tantos testigos del poder que el Señor te ha conferido, cuando arrojaste a los demo-nios aliados de Simón el Samaritano. No me atreví entonces a seguirte, porque temí que mis pasos me condujeran hacia una muerte tan segura como horri-ble. Mas ahora, luego de haberos oído, comprendí que la muerte verdadera sólo me alcanzará si no soy capaz de obtener la bienaventuranza eterna con mis accio-nes. Por ello he puesto una droga en el vino de mi compañero, quien ha quedado profundamente dormi-do. Ahora voy a liberaros. Pero antes de marcharos debéis hacer algo por mí.

Y así fue que el converso tuvo el inmenso pri-

vilegio de recibir el bautismo nada menos que de ma-nos del Apóstol más cercano al Mesías y del llamado

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Apóstol de los Gentiles. Qué pasó después con él, no lo sabemos, aunque todas las aproximaciones proba-bilísticas nos inclinan a suponer que fue una de las tantísimas víctimas de la persecución del Emperador Nerón, quien, ofuscado tanto por la fuga de los dos peces gordos que había tenido en su poder, como por la proliferación de devotos del Cristo, no tardó en res-ponsabilizar a estos últimos del gran incendio de Ro-ma y desencadenar, en consecuencia, uno de los más feroces holocaustos que registra la historia. En ese marco, tan solapadamente como les fue posible, y dis-tanciados uno del otro para mayor seguridad, Pedro y Pablo continuaron su labor evangelizadora, que en la coyuntura representaba más que nada organizar una resistencia pasiva y articular acciones para que la ma-sacre alcanzara a la menor cantidad posible de fieles. La Palabra servía entonces, básicamente, para recon-fortar a los familiares y amigos de las víctimas y para sostener la fe, aún a pesar de los gravísimos contra-tiempos. Pero la calamidad, apoyada por la estructura militar de Roma y el acérrimo encono del alocado Emperador, no tardó en alcanzar a Pedro. Volvía a su guarida, de uno de los cotidianos servicios que debía realizar en aquellos tiempos tan aciagos, cuando vio que los miembros de su cenáculo más íntimo habían sido apresados; entre ellos su esposa e hijos, que aca-baban de llegar de Antioquía para reunirse con él. U-na vez más tuvo que embozarse para salvar el pellejo; nuevamente el oprobio, esta vez con un contenido mayor de angustia y sufrimiento, hizo presa de él. A-caso jamás fuera a perdonarse el haber permitido que

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su familia viniese a Roma, tal como las cosas estaban desarrollándose allí. ¿Y su Señor? ¿Por qué no sepul-taba en sangre y fuego a esta maldita Babilonia? ¿Por qué permitía que los justos que se entregaban de cuer-po y alma a Él fueran objeto de tales calamidades? ¿Acaso no le había bastado con su amado hijo, el Ma-estro Jesús el Cristo? ¿Cuánta sangre justa e inocente debía seguir derramándose? Presa de estos insolubles cuestionamientos, amargos frutos de la tragedia que acababa de experimentar, enjugó sus lágrimas y se perdió entre la multitud.

III

Deambuló por la ciudad el tiempo suficiente como para caer en la cuenta de que si continuaba en ese vagabundeo doliente y estupefacto, no tardaría en dar nuevamente con sus huesos en la mazmorra, y es-ta vez no iba a tener tanta suerte. Con extrema pre-caución visitó los escondrijos de otros cristianos tra-tando de hallar a Pablo, pues necesitaba consejo y confortación. Mas no obtuvo sino referencias contra-dictorias: unos decían que había sido atrapado por los legionarios; otros, que había huido de Roma, aunque no tenían idea de hacia dónde podría haberse dirigido. A las consultas que los aterrorizados cristianos le for-mulaban, Pedro respondió que lo único que podían hacer, por el momento, era permanecer ocultos o a-bandonar la ciudad, con los riesgos que una maniobra

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así conllevaba. Y difundir la Palabra, por cierto (aun-que ello era indicado ahora con bastante menos firme-za interior que sólo unas cuantas horas antes). Cayó la noche, y ya en las afueras de la maldita urbe, penando y cavilando febrilmente, concluyó que permanecer a-llí sólo iba a acarrearle riesgos y, sobre todo, la pesa-dumbre de enterarse detalles del funesto fin que al-canzaría a los seres que más había amado en este mundo. Si tan sólo la Palabra fuera cierta, al menos le quedaría la esperanza de reencontrarse muy pronto con ellos en la eterna bienaventuranza.

Así que, ocultando su rostro lo suficiente co-mo para no ser reconocido por los legionarios que pu-lulaban por todas partes y cuidándose a la vez de no despertar mayores sospechas, tomó una de las vías de salida de la ciudad. Un fantasma caminaba todo el tiempo a su lado. Era el fantasma que lo había acosa-do desde la anterior claudicación de su fe –o, cuando menos, desde que había experimentado por vez pri-mera aquella endeblez que la misma solía demostrar ante la amenaza directa de su muerte física-. Ojalá su Maestro hubiese estado allí para decirle claramente qué era lo que debía hacer. Aunque una vez que lo hubo pensado bien, concluyó que ya a estas alturas debía saber qué esperaba Jesús de él; ello, por cierto, si era digno de ser su discípulo. Entonces supo que todo cuanto esperaba el Maestro de él era que sirviese incansablemente al Dios su Señor. Para eso valía más vivo que muerto... ¿o habría servido mejor al plan di-vino muriendo como mártir en Roma, tal como Pablo había insinuado en la mazmorra? Sintió que dos gran-

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diosos defectos confrontaban en la idea que tenía de sí mismo, y ellos eran la idiotez y la cobardía. O era un pescador simplón, arrojado por las circunstancias a una situación de liderazgo y cuya memez no le permi-tía determinar el rumbo, o un cobarde que esquivaba el bulto cada vez que las cosas marchaban mal. Con-tra el primero de los supuestos conspiraba el hecho de que él bien podía dudar y equivocarse, pero el Maes-tro no, y si le había dado traslado de semejante res-ponsabilidad, era sencillamente porque sabía que iba a asumirla eficazmente. Contra el segundo supuesto gravitaba una noción casi instintiva, que lo compelía a hallar antinatural y canallesco el haber abandonado a su suerte a mujer e hijos, sin haber dado su vida allí mismo intentando salvarlos. Elevó una plegaria para que su Maestro, el vencedor de la muerte, acudiese para ayudarlo en una noche tan negra como aquella. Y como respuesta inmediata a la desesperada invoca-ción, una forma blancuzca fue tomando consistencia en el lado contrario del camino... un extraño, envuelto en una túnica blanca con ribetes amarillos rematada en una capucha, caminaba en sentido contrario; y cuando se fue acercando, la visión llenó sus ojos de lágrimas. El buen Jesús en persona volvía a aparecér-sele, a mostrarle una vez más el camino. Se dirigía hacia Roma. No obstante lo claro del mensaje expre-sado en tal acción, Pedro, con voz quebrada por la e-moción, le preguntó:

-¿Adónde vas, Maestro? -Voy a Roma, para que vuelvan a crucificar-

me –fue la lacónica y significativa respuesta. Pedro

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cayó sobre sus rodillas y las lágrimas ahora corrieron fluidas sobre sus pómulos, haciendo borrosa la visión de las espaldas de Jesús, que se iba alejando hasta desvanecerse.

IV

Poco después regresaba a la ciudad imperial, encendida nuevamente su fe, sintiendo que su cuerpo era tan sólo un ropaje que ya no necesitaba. No temía al sufrimiento, quería pasar por todo lo que tuviese que pasar lo más rápido posible para ir a reunirse con su familia en el Reino de los Cielos. Se imaginaba a sí mismo como un testimonio de vida más, que ayudaría a recordar los días en los que el Hijo de Dios bajó a la tierra para redimirnos y hacernos dignos de la vida e-terna. Sintió que por fin estaba a la altura de lo que el Señor esperaba de él y, exultante, caminó con despar-pajo por las calles de la nueva Babilonia. Y fue preci-samente a causa de esa actitud mental que no le extra-ñó en modo alguno ver de nuevo a su Maestro, de blanca túnica con ribetes amarillos, conversar con u-nos legionarios mientras lo señalaba. El Divino Plan estaba en marcha. Cuando -ya presa de los soldados- pasó junto a él, tuvieron oportunidad de intercambiar apacibles sonrisas.

Fue a su sincera petición de no ser equiparado

en la muerte a quien había sido su luz y su guía que

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los verdugos accedieron -no sin un irónico gesto de escarnio-, crucificándolo cabeza abajo. A esta horripi-lante tortura final, Pedro opuso la inmensa alegría de haber podido consumar el sacrificio con cuya realiza-ción el Señor lo había honrado. Y fue entonces que a-llí pendió, sufriente el cuerpo y gozosa el alma; hasta que ya agonizante pudo ver frente a él, agitándose al viento, la túnica blanca con ribetes amarillos.

-Amado Jesús –dijo, entre estertores-, has ve-nido a asistirme en mi hora final, para luego conducir-me al Reino de los Cielos.

-Eres un imbécil –fue la insólita respuesta-. He venido a mostrarte las puertas del infierno.

Con sus últimas fuerzas levantó un poco la

frente, justo para ver que desde el interior de la cape-ruza blanca con ribetes amarillos, era el odioso rostro de Simón el Mago el que sonreía.

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EL LEGADO DE KAPILA

Cuando a lo lejos se causa terror y se siente preocupación por lo cercano, es dable dar un paso ade-lante, cuidar el Templo de los Ancestros y el Altar de la Tierra y ser el conductor de los sacrificios.

I Ching (Versión R. Wilhelm, trad. D. J. Vogelmann)

Tal vez haya sido a causa de una ambición profesional de la que ahora me avergüenzo que hallé, de modo casual e involuntario, el portento; es él quien me impulsa a escribir este último artículo, magro co-rolario de una breve e intrascendente carrera de perio-dista, pero que tal vez pueda resultar altamente signi-ficativo para alguien, siempre y cuando ese alguien esté dispuesto a soltar amarras con su visión cósmica de manera abrupta y quizá definitiva (este último ad-verbio, aparte de sentar la correspondiente duda -ya que no tengo experiencia previa que oponer al fenó-meno-, conlleva una clara advertencia respecto de la posibilidad de que, luego de pasar por la experiencia, ese alguien no pueda o no quiera volver a articular los mínimos resguardos necesarios para interactuar ade-cuadamente en la existencia mundanal cotidiana. Y conste que esto es una mera presunción, que me veo obligado a reiterar tras considerar únicamente, y sólo

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por ahora, dos antecedentes: el del Doctor Boris Si-meon y el mío propio).

Considero que el Dr. Simeon no necesita pre-sentación, dado su renombre en el campo del pensa-miento contemporáneo, especialmente en temas de e-pistemología. Por mi parte, de aquí a un tiempo quizá sólo unos cuantos recordarán mis columnas en El Ob-servador, trampolín desde el que pretendía proyectar-me hacia medios más prestigiosos. Pero como eso no llegó a ocurrir, pese al afán que -como decía antes- me arrojó a estas instancias extravagantes, les diré que mi nombre es Facundo Dos Santos. Mi columna puede encontrarse en el medio gráfico citado, casi to-dos los sábados desde abril de 2000 hasta el presente, 10 de marzo de 2005. Por cierto hoy día no la reco-miendo, luego de haberme aventurado en ese más allá y haber ampliado mi conciencia al punto de casi ato-mizarla en el infinito, mas no tengo otra referencia que ofrecer; tal vez sirva de algo, claro que ese algo jamás me irá a tocar. (Advierto que entre otras cosas estoy perdiendo también mi estilo, anticipando cues-tiones y abriendo paraguas de un modo por demás de-sagradable e inconducente. Ello –y esto dicho sin la menor intención excusatoria- porque me cuesta adap-tarme a la linealidad propia del lenguaje humano, re-flejo y a la vez matriz cultural del mundo físico en su particular relación sistémica.)

A partir de acá, la historia.

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En cinco años, mi columna en El Observador no me había reportado más que unas cuantas felicita-ciones por parte de amigos, conocidos y autoridades del medio, pero ninguna había logrado producir ese impacto capaz de atraer la atención de las grandes empresas multimedia hacia mi persona. Una noche me exprimía la cabeza tratando de hallar de una vez por todas el artículo que sirviera para catapultarme en este sentido, mirando los noticieros de TV, hojeando semanarios nacionales y extranjeros, cuando pasó an-te mi vista un artículo sobre Boris Simeon, el episte-mólogo que de buenas a primeras había dejado no só-lo de publicar sus obras, sino que también había pro-hibido su reedición o reproducción en cualquier for-ma que fuese, desde la posición de titular de todos los derechos de su obra. Y había ido más allá aún: se ha-bía encerrado en un mutismo absoluto, sin brindar in-formación alguna respecto de esta actitud, y desapare-cido de cualquier medio científico o meramente so-cial que hubiese frecuentado alguna vez. Ello fue mo-tivo de toda clase de especulaciones, que con mayor o menor factibilidad pretendían establecer tanto la cau-sa de tan abrupta determinación como de su conse-cuente y férreo ostracismo.

Entonces fue que entreví la posibilidad de que aquello que buscaba tan afanosamente estuviera casi a mi alcance. Los azares de la vida habían querido que Ramiro Domecq -nieto por vía materna del célebre e-pistemólogo- fuera uno de mis ex-compañeros del Colegio Nacional. Si conseguía conectarme con Si-meon a su través, o al menos obtener una información

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concreta respecto de su decisión de abandonarlo todo, haría estallar la bomba que redundaría en mi ansiada inserción en las planas mayores del periodismo, e in-cluso mi nombre resonaría en los claustros científicos y académicos más relevantes.

Me pareció impropio, depués de tantos años como habían pasado –quizá ocho o nueve- contactar-me con Ramiro por teléfono. Aprovechando que sabía adónde trabajaba –era Secretario de un Juzgado Fede-ral-, fui personalmente a verlo, nomás al día siguiente de habérseme ocurrido la idea. Por suerte él tenía dis-ponible una holgada media hora, y pareció entusias-mado ante la perspectiva de pasarla conversando con-migo. Se mostró muy amable. Recordamos un rato los viejos tiempos, y luego, sin ambages y envalentonado a causa de su excelente predisposición, le di traslado de mi situación laboral, justificando de ese modo la intención de pedirle que me contara algo acerca de la misteriosa desaparición de su abuelo. Me dijo que ni él sabía cuáles eran los motivos que tenía “el viejo” para haberse ido a encerrar a una casa ignota en el in-terior de la provincia. Que sólo lo había visto unas cuantas veces en los últimos diez años, y no tenía ma-yor interés en verlo, por cuanto el viejo a su vez no manifestaba el menor interés en verlos a él, a su her-mano y a su madre, a la sazón única hija del desnatu-ralizado recluso. Le rogué que hablara con él, que le pidiera encarecidamente sólo una breve entrevista, o lo que él dispusiera. Que la mínima cosa que tuviera para decirme sería una bendición para mí. Ramiro meneaba la cabeza, escéptico, pero ante mi insistencia

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prometió hablarle. Claro que no me aseguraba el me-nor resultado de su gestión, y me sugirió que no gene-rara ninguna expectativa, ya que con toda seguridad el viejo se rehusaría de mala manera.

La noche del día siguiente me hallaba sentado frente a mi computadora, tratando de dar forma a un estúpido artículo sobre las causas del peligroso creci-miento de la violencia en nuestra sociedad, plagado de perogrullescas fundamentaciones, cuando sonó el teléfono. O se trataba de una broma de mal gusto, o era el propio y celebérrimo Boris Simeon el que esta-ba al otro lado de la línea. Mantuvimos un diálogo breve, durante el cual mi participación se limitó a un par de balbuceantes y torpes intervenciones; sin em-bargo fui capaz, a pesar de la emoción, de anotar la dirección a la cual debía ir a verlo cuando quisiese, dentro de los próximos tres días, ya que iba a estar allí al menos en ese lapso. Cuando me deshacía en agra-decimientos, me interrumpió, diciendo crípticamente No puedo llevarme el secreto a la tumba, tarde o tem-prano iba a tener que hablar con alguien. Ya que has mostrado tanto interés, tal vez sea por algo. Por otra parte, he leído tus artículos y supongo que eres me-nos torpe y prejuicioso que cualquiera de mis ex-co-legas. Y eso fue todo, aunque más que suficiente para que sin esperar ni un segundo comenzara a preparar el equipaje. Debía verlo en una casa de campo en las a-fueras de Chivilcoy.

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* * * No eran aún las nueve de la mañana cuando

me detuve frente a la casa. Se trataba de un chalé del que apenas podía verse parte del tejado a dos aguas –cercado de árboles frondosos como estaba- sito en medio de una extensión de terreno de una hectárea o algo así, rodeada de ligustros bastante altos, y que formaban una especie de portal semicircular sobre la tranquera de acceso. Toqué la bocina un par de veces y, a contrario de lo que suele suceder en estableci-mientos como ése, ningún perro vino a ladrar. Un an-ciano alto, delgado, con abundante cabellera y barba totalmente blancas, vestido de overol caqui sin camisa o camiseta debajo –algo de lo más apropiado teniendo en cuenta los tórridos calores con los que el mes de marzo suele agobiarnos-, me hizo señas para que in-gresara. Me apeé del auto, quité la abrazadera de me-tal que mantenía la tranquera sujeta al poste, la abrí, trabé luego el pasante de hierro clavándolo en la tie-rra, subí al auto, lo entré, volví a apearme, cerré nue-vamente la tranquera, me senté una vez más al volan-te (puf), aparqué junto al chalé, detuve el motor y bajé por fin, justo a tiempo para estrechar la mano de Si-meon, quien me miraba de modo que sentí que lo ha-cía desde una lejana nebulosa en los confínes del es-pacio sideral. Cómo explicar tal sensación es algo que exorbita mi capacidad expresiva, y ésta es sólo la pri-mera vez de las tantas que deberé excusarme por mo-tivos análogos a lo largo del presente reporte.

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-Es un honor para mí que me haya dado la o-portunidad de hablar con usted –dije, luego de las pre-sentaciones de rigor. Simeon hizo caso omiso del co-mentario, y me preguntó si había dicho a alguien su paradero, por lo que deduje que habría estado preocu-pado por haberse olvidado de advertirme respecto de ello en el diálogo telefónico de la noche anterior. An-te mi enfática negativa relativizó la cuestión, afirman-do que de todos modos no iba a permanecer allí por mucho tiempo. No dio más precisiones sobre el asun-to, y por cierto que no me pareció prudente requerir-las. A continuación comentó que adentro de la casa hacía mucho calor, por lo que me indicó tomar asien-to junto a una mesa de plástico blanco ubicada a la sombra de un Castaño de Indias de excepcional porte; tras lo cual entró a la casa unos momentos y regresó con una botella de cerveza bien fría y dos chopps. Los llenó sin siquiera preguntarme si quería beber o no. A esa hora hubiese preferido un café, pero no me anima-ba a decir ni hacer nada que pudiese contrariar al ex-céntrico pensador, o malograr de algún modo aquella entrevista tan ansiada. Levantamos los chopps a ma-nera de afónico brindis, y bebimos. Sorbió ruidosa-mente, ayudado por la lengua, la espuma que quedó en sus blancos y tupidos bigotes. No era un dato de gran estilo, pero denotaba una fruición hedonística que, a su edad tan avanzada, sugería la trascendencia propia de los últimos deleites. Así al menos lo percibí entonces. A continuación hizo un sonido chasqueante, carraspeó y me dijo:

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-Según me comentó el idiota de mi nieto ma-yor, has venido en busca de una nota que impulse tu alicaída carrera de periodista.

-Tal vez no esté tan alicaída –respondí, algo tocado. –Sucede que ha generado usted una gran cu-riosidad, al haber retirado su obra de las editoriales y abandonado el mundo.

-Eso no es cierto, en rigor. Fíjate que aún es-toy en este mundo.

-Sí, claro, mas en cierta forma es como si no estuviera.

-Pronto no estaré, en otra forma más cierta a-ún –dijo, e interpreté que se refería a su muerte inmi-nente, cosa nada extraordinaria teniendo en cuenta que andaba ya por los noventa y tantos.

-Se lo ve muy bien, no sé por qué dice eso –observé, con cierta condescendencia.

-Lo digo porque muy pronto abandonaré este mundo, pero no en la forma que tan ingenuamente acabas de suponer.

-Yo no supuse ninguna forma específica –a-claré, aún en mis trece.

-Claro, claro. A veces olvido lo torpes e in-consistentes que son los seres humanos.

-¿Acaso usted no lo es? -¿Acaso parezco otra cosa? Entonces concluí que el viejo estaba loco, tal

vez víctima de demencia senil, cosa también muy plausible. Sin embargo el aire socarrón con el que me miraba dejaba traslucir una lucidez implacable.

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-Se han elaborado muchas hipótesis a partir de su retiro y de su voluntad de hacer desaparecer in-cluso su obra –dije, tratando de centrar la conversa-ción en tópicos más específicos. –Hay quienes sostie-nen que tuvo una visión beatífica, como le sucedió a Tomás de Aquino. Otros aseguran que halló un defec-to garrafal en su corpus doctrinario, por lo que preten-dió sacarlo de circulación antes de que quedara ex-puesto...

-Eso es imposible de hacer, más aún hoy día, teniendo en cuenta los medios de publicación contem-poráneos, como la internet. Siempre habrá un idiota dispuesto a mostrar lo que no le pertenece.

-Pero para que un idiota haga eso, tiene que haber habido previamente otro que lo mostró sin ad-vertir que luego se arrepentiría –dije atrevidamente, algo molesto por la petulancia del veterano.

-¿Me estás tratando de idiota? –Inquirió, ce-ñudo.

-No, sólo quería decir que... -No, está bien, está bien. Si me estás tratando

de idiota, tienes toda la razón. Era un perfecto imbécil cuando me preocupaba por mis lucubraciones, tan va-cías de sentido como presuntuosas. Un imbécil tan perfecto como cualquier otro pobre diablo que se pre-ocupa por una carrera, sea científica, filósofica, poéti-ca o periodística. Y si quieres tomarlo personalmente, anda, hazlo, porque así ha sido dicho.

Me enfadé mucho con esta última observa-ción, hasta debo haberme sonrojado a causa de la có-lera reprimida, pero me cuidé mucho de decir algo.

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Podía ser un imbécil preocupado por mi carrera, có-mo no; pero precisamente por ello no iba a dejar que mi oportunidad se escapara. Pretendí nuevamente lle-var el diálogo a otro terreno, y le dije, inconexa, des-contextuadamente, que admiraba mucho su serie de investigaciones sobre los alcances del entendimiento humano que había reunido bajo la denominación de Gnoseología trascendental, y que, pese a no ser yo un lector avezado en este tipo de disciplinas ni mucho menos, sentía que me había ayudado mucho, en el sentido que había incorporado pautas que sirvieron para disciplinar mi pensamiento. Meneó la cabeza, como desestimando mi comentario, y señaló:

-En la época que desarrollé esos sistemas, es-taba convencido de que había nociones y juicios cuya significación sería válida bajo toda circunstancia y en cualquier respecto posibles, de modo que podían ser-vir como base axiomática en la totalidad de las infini-tas configuraciones cósmicas imaginables, indepen-dientemente de la cantidad de dimensiones o fugas fractales que pudiesen comportar. Hasta que un buen día tomé conciencia de mi estrechez mental de un modo insólito, como no podía ser de otra manera. Lo insólito apareció e hizo reacción en cadena, de modo que hoy todo para mí es insólito. Es insólito, por e-jemplo que haya vuelto aquí, a esta quinta a la que soy tan afecto, a intercambiar signos orales (cuyo ma-nejo obedece a un tropismo mecánico cristalizado en casi un siglo de práctica, ya que de otro modo no ten-dría la menor chance de conferirle otro sentido que el que aleatoriamente expresase), con un conglomerado

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de carbono que responde al nombre de Facundo Dos Santos y que comparte ese código infinitesimal de co-municación.

-Me cuesta seguirlo –dije, apabullado, mas no obstante asido al pequeño hilo de sentido que podía captar, diría que con desesperación.

-Ya lo creo que cuesta. Dime a mí, lo que cuesta. No sabes, ni podrías imaginarte, cuánto me cuesta a mí. Siento como que estoy tratando de inflar una red.

* * * En ese momento estuve ya seguro de que el

viejo se había chiflado. Nada raro, a su edad, o sea... por más brillante que hubiera sido en el pasado, Si-meon iba a por la centuria -sólo le faltaban un puñado de años-, lo que hacía por demás natural que su pro-pio discurso se le volviera abstruso, de senil, nomás; aún a pesar de la precisión acabada de la formulación, no carente de cierta galanura.

-Entonces mucho de lo que se dice por ahí es cierto –aventuré-. Ha tenido usted una suerte de ilu-minación, que ha dado por tierra con su teoría del co-nocimiento, ¿no es así?

-Creo que se trata de otra cosa, pero luego de lo que acabo de decirte acerca de los alcances del len-guaje humano, instrumento acotado hasta la nulidad

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por su miserable antropocentrismo, debo reconocer que puede decirse que algo como eso sido lo que su-cedió. –Trasegó una buena cantidad de cerveza, y lue-go añadió: -Voy a concentrarme en la historia que he decidido transmitirte, lo que me ayudará a mantener-me compacto en este mundo el tiempo suficiente co-mo para hacer lo que me he propuesto y que, supongo con un índice bastante alto de razonabilidad, es me-nester. Ahora la pregunta es: ¿vale la pena, en aras de encumbramientos profesionales, invertir tu tiempo en hablar con una antigua celebridad que ha renunciado a sus infundados méritos? Y agregando un nuevo y perturbador elemento: ¿vale la pena poner en juego todos los resguardos que te mantienen en tu ilusoria humanidad, por prestar atención a lo que bien puede constituirse en un viaje sin retorno?

-Oiga, entiendo que usted haya sido capaz de vislumbrar lo que dice, pero no crea que todos lo so-mos –argumenté, otra vez condescendiente. La histo-ria que había venido a buscar, dislocada o no, ya tenía un cuerpo, sin entrar a analizar la característica eva-nescente que trasuntaba de tan peculiar discurso.

-Esto no es cuestión de poder o no poder –re-puso, cortante. –Es cuestión de querer o no querer, así que te invito a tomar una decisión, tras la cual no po-drás arrepentirte: o te retiras de esta propiedad al ins-tante, y anuncias en tu columna que Boris Simeon se volvió loco y habla incoherencias en una quinta de Chivilcoy, o permaneces y te enteras de cómo es real-mente la situación, una situación límite si las hay, ha-ciéndote responsable de enfrentar cuanto yo pueda

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decirte o mostrarte. No tienes que contestarme ahora. Tengo varias botellas de cerveza en el refrigerador.

* * * El tono compulsivo de la propuesta del ancia-

no, así como una cierta fiereza en la mirada al mo-mento de formularla, consiguieron perturbarme lo su-ficiente como para hacer uso de la no perentoriedad ofrecida. Sin mediar palabra, y por lo visto al tanto de mi estado dubitativo, Simeon fue por otra botella, lle-nó su chopp por el camino y la depositó sobre la me-sa, para luego marcharse a caminar entre un grupo de eucaliptos que se elevaban a unos cincuenta metros.

Pensé entonces que el mero hecho de que es-tuviese considerando qué hacer ya implicaba que de algún modo creía posible que existiese algo en sí pro-digioso, que no fuera producto de patología mental; quizá sí su catalizador, me dije, en una simple inver-sión causal. Lo que hacía suponer que, siendo así, ese agente desestabilizador bien podía alcanzarme y de-jarme en una situación parecida a la del viejo, cosa absolutamente fuera de mis planes. Traté de bajar los niveles de ansiedad y objetivar mis ideas. Sopesar los aspectos favorables y desfavorables de la disyuntiva, tratando de prever hipótesis de máxima sobre todo en el segundo ítem. Si el viejo estaba loco no lo parecía, dado que, como ya he dicho, su discurso no solamen-te estaba dotado de una clara exposición sino que ade-

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más ofrecía pruebas al canto. Así las cosas, hallé que me consideraba lo suficientemente ecuánime como para asomarme al abismo de indiscriminación que Si-meon prometía y no obstante permanecer en mis ca-bales. Si bien ya tenía mi historia, iría por más.

Bebí bastante cerveza, me incorporé y me di-rigí a su encuentro. Por el sol supuse que era cerca del mediodía. Una brisa cálida mecía la hierba. Cuando llegué a los eucaliptos, permanecimos mirándonos durante el tiempo suficiente para ponerme incómodo, de modo que me vi compelido a romper el silencio:

-Ya ve que aún estoy aquí. -Está bien, de todos modos siempre supe que

así iba a ser. -¿Por qué estaba tan seguro? -Porque no depende de ti ni de mí. -Mire, vamos al grano. Detesto toda esa glosa,

tan en boga hoy día gracias a la New Age. -A mí no me interesan las glosas ni las modas.

Ni siquiera me interesa esta mota de polvo hedionda sobre la cual estamos parados, más allá de ciertos pin-toresquismos que puedan hallarse en ella. Y tampoco es cuestión de ir al grano así, sin más, porque puede que no llegues a tolerar la dosis aún si te es suminis-trada a cuentagotas. Has asumido la responsabilidad de permanecer aquí, lo que implica que a partir de a-hora solamente oirás y verás. Nada tienes que discutir ni oponer, por cuanto lo que vas a aprender es algo absolutamente nuevo, e inédito tanto para ti como pa-ra el resto de tus congéneres. De todos modos seguirá siendo inédito para el resto, si las cosas se desarrollan

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como creo que lo harán. Esto es, podrás contarles to-do a todos, pero nadie, excepto uno, llegará al trasfon-do, que es una forma de referirse a algo que no tiene fondo. Y así sucesivamente.

-¿Se trata de una especie de saber oculto que se transmite de persona a persona?

-Se trata de un saber, por cierto, pero no es o-culto. Es simplemente ajeno a esta modalidad del es-pacio tiempo, lo que lo hace inaccesible; mas no es o-culto en un sentido sectario o esotérico. Sucede que, como ya te dije, queda fuera de lo que se entiende co-mo real, y da una perspectiva tan exorbitante a ese marco que dificulta, cuando no impide totalmente, u-na vuelta a estas grotescas y caprichosas estructuras y conglomeraciones que los seres humanos hemos a-prendido a configurar.

-Mire, disculpe, no, pero insisto en que lo ha-ce ver como un viaje psicodélico. ¿De qué se trata? ¿Acaso es la experiencia de los Misterios Eleusinos?

-Es evidente que voy a tener que armarme de paciencia, contigo. Acabo de decirte que solamente debes oír y ver, y sales con esa estupidez de yuppie pseudointelectual. Ya cierra la boca y prepárate, que te hace falta. Si crees que puedes parapetarte tras esas bravatas adolescentes (que por cierto, al único que engañan es a ti), estás listo –Y se dirigió a paso re-suelto hacia el interior del chalé.

* * *

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Ingresó y se sentó a una sólida mesa de alga-

rrobo. El calor allí dentro era agobiante. Me indicó que sacara otra cerveza del refrigerador y la destapa-se, con esa naturalidad que los ancianos ponen de ma-nifiesto al expresar tácitamente su derecho a ser asis-tidos. Obedecí, y cuando iba a dirigirme a buscar los chopps observé que se la empinaba del pico, directa-mente, así que ocupé la silla enfrentada a él. Parecía que todo iba a reducirse a una borrachera de cerveza, para lo que, por lo que acababa de ver, había suficien-te.

Volvió a sorbetearse los bigotazos y me estiró la botella. Me dio como un asquito, pero qué va uno a hacer... tomó una caja de habanos y me ofreció uno, que acepté con gran placer, ya que se trataba de un Guantanamera de excepcional porte y delicioso bu-qué. Saqué mi encendedor y me hizo un gesto de stop: -Éstos se encienden con fósforos –dijo, y se le-vantó a buscarlos. Volvió dejando tras de sí una estela de aromático humo, echó otra buena serie de ruidosos tragos, arrojó la caja de fósforos frente a mí y tomó a-siento otra vez. –Ahora que te he tapado la bocota con cerveza y cigarro, espero que me dejes contarte una especie de historia propedéutica, tan real y cierta co-mo todo lo contrario, voto a Hesíodo y a la gran puta madre que lo parió –rió, tosió unas cuantas veces, me-neó la cabeza y me clavó los semicerrados ojillos:

-Estás pensando que estoy chalado, ¿verdad? Y eso que todavía no oíste la historia.

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-No puedo esperar –dije, tratando de precipi-tar un poco la dilatada relación y a la vez demostran-do una cierta aceptación de la consigna de no inter-vención.

-Eres un astuto pillastre, pero no podrás con un zorro viejo que ha atravesado las tundras de lo des-conocido. Ya lo verás. La historia comienza en Mount Lavinia, la maravillosa ciudad costera de Sri Lanka. Había terminado la tercera parte de mi teoría del co-nocimiento y acepté una invitación para vacacionar en esas hermosas playas del Océano Índico. La mis-ma me había sido formulada por Derek Kiefersson, un arqueólogo no muy conocido, aún a pesar de ser uno de los máximos estudiosos de las civilizaciones del antiguo Ceylán. Kiefersson me había entusiasma-do con sus permanentes comentarios respecto de la grandiosidad de aquellas playas. Pero se traía algo más. Ni bien llegué, sin estar él por allí ni haberse si-quiera presentado, comprobé que había dispuesto las cosas para que me hospedase en un magnífico hotel y gozara de todas las delicias destinadas al turismo. Así lo hice, durante tres semanas. Disfruté del exuberante marco natural, de las comidas y bebidas para mí exó-ticas, y de los encantos de algunas mujeres que el di-nero de mi amigo había reservado para mí. No me a-pena decirlo, en aquellas épocas yo era aún esclavo de los sentidos, no digo como el que más, pero casi. Allí estaba yo, disfrutando de lo que suponía un justo des-canso y de merecidas gratificaciones, luego de tantas agotadoras jornadas de aplicación a la disciplinada ru-tina del científico. Hasta que un día Kiefersson se hi-

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zo presente. Tomábamos unos cócteles en el bar del hotel donde me hospedaba, en una mesa exterior que daba a la paradisíaca ribera, cuando me comentó co-mo al acaso que había hallado un templo, probable-mente de una antigua cultura proviniente de la India, nomás se iniciaron las migraciones impulsadas por el Principe Vijaya. Por la forma en que lo dijo, con un aire distraído y pretensamente enigmático, deduje al momento que ésa era la verdadera motivación del ge-neroso convite. Me había estado agasajando, de modo adulatorio, para comunicarme esta novedad y contar con mi concurrencia profesional en los análisis co-rrespondientes a su hallazgo. Lejos de molestarme, hallé la perspectiva muy interesante y halagadora. Yo me llevaba mucho mejor con las cuestiones teóricas que con cualquier trabajo de campo que fuese, pero estaba fascinado con esa isla, su cultura y su idiosin-crasia, y no me parecía un mal programa echar un vis-tazo a las ruinas y ayudar a mi amigo en su empresa.

Resultó ser que se hallaba efectuando excava-ciones en una planicie selvática, ubicada en medio de la zona montañosa, cuando se produjo un fuerte mo-vimiento sísmico. Buena parte de la ladera de un monte cercano se precipitó en una avalancha que por poco acaba con el campamento en el cual se habían instalado él y los trabajadores locales que había con-tratado. Pasados la conmoción telúrica y los derrum-bes, y cuando la espesa nube de polvo hubo decanta-do, quedó ante su vista el portal de lo que parecía ser un antiquísimo santuario. Los cingaleses que lo acom-pañaban, hombres torpes y supersticiosos...

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-Suena medio racista, eso –interrumpí. –Pre-juicioso, cuando menos.

Me dirigió una mirada furibunda y repuso: -Me importa tres carajos cómo suena. Estoy

en posición de observar el fenómeno humano desde perspectivas exorbitantes, así que puedo hablar de sus cepas como de cualquier otras, por ejemplo, la uva. Hay cepas nobles e innobles, y si uno dice que son to-das lo mismo falta a la verdad. No es lo mismo un malbeck mendocino que la uva chinche de por acá. Y creo que una de las peores injusticias que se hacen a esa entelequia que pretende definir la palabra “huma-nidad”, es esa hipocresía exacerbada que consiste en enarbolar, como estandarte genérico, la insostenible i-dea de que somos todos iguales. Pero ya no me dis-traigas con tus clisés, ¿estamos? Esos bastos trabaja-dores rurales huyeron tan pronto vieron el templo que el derrumbre había dejado expuesto. Tan rápido lo hicieron que Kiefersson pensó que en realidad temían a nuevos desprendimientos de rocas. Permaneció u-nos momentos, en shock, tanto por la situación límite que había atravesado como por lo que parecía ser un descubrimiento formidable. Y lo era, créeme que lo e-ra.

* * *

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-Cuando estuvo más o menos seguro de que la tierra se había calmado, y luego de revisar cuidadosa-mente el material que se apoyaba en la arcada de in-greso, tembloroso ante la cierta posibilidad de quedar atrapado, ingresó. El edificio no era muy grande. Es-taba tallado en la mera roca, con una pericia y sentido artístico tales, y con una profusión de figuras y deta-lles dispuestos en místico barroquismo, que puso a tambalear las ideas que tenía respecto de las culturas protocingalesas. Mirando las estatuillas y bajorrelie-ves, pronto certificó que se trataba de un templo. Las figurillas parecían marchar en procesión hacia una ca-sa en la que habitaba, o estaba alojada una estrella, o al menos eso era lo que parecía, dada la luminosidad que parecía exudar de su interior, en una profusión de radiaciones pétreas finamente labradas. Dedujo, con buen criterio a mi entender, que era la representación de ese mismo y preciso lugar. Hacia el fondo había una especie de piedra sacrificial, en medio de un ara circular de cuyo techo abovedado parecían surgir cientos de pequeños demonios, dispuestos a arrojarse sobre el oficiante, o quien fuese que, como él, se dete-nía allí. Por detrás había otra puerta, pero estaba total-mente obstruída por las rocas. Ni se le ocurrió tocarla, por las dudas.

Tan fascinado estaba que permaneció obser-vando cuidadosamente los detalles de las paredes has-ta que cayó la tarde, volviendo a sumir al templo en esa oscuridad de la que había salido después de quizá miles de años. Iba a dirigirse a su carpa para munirse de una linterna, cuando percibió algo quizá más extra-

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ño aún que todo cuanto había visto ese día. Un fulgor parecía surgir del centro de la piedra bajo la bóveda de los demonios. Se acercó, atónito, y comprobó que el fulgor salía de la piedra y daba un aspecto fantas-mal, más malévolo aún, a los diablillos que parecían abalanzarse desde la baja cúpula. Interpuso su mano para interceptar la luz, pero no observó que proyecta-ra sombra alguna. La bajó hasta el punto del cual pa-recía emanar, y descubrió con sorpresa al punto lumí-nico surgiendo desde el dorso de su mano, con tanta intensidad como lo había visto antes en la roca. Se di-jo que eso no podía estar sucediendo, y decidió ir a la carpa a descansar, para regresar al otro día. Pensó que la excitación y el cansancio lo estaban haciendo aluci-nar. Pero no era así. La luz estaba allí. Cuando iba a rodear la piedra tropezó con algo y casi perdió pie. Se trataba de un fárrago de tiras de bambú, escritas proli-jamente en un dialecto que inmediatamente reconoció como una forma de sánscrito clásico. Salió del templo cargándolo, y se apresuró a encender la lámpara e in-tentar la traducción. Fue entonces que se percató de que, aparte de la luminiscencia, otro fenómeno extra-ño había tenido lugar ahí dentro: la aparición de las ti-ras de bambú. Si hubiesen estado antes de que trope-zase con ellas, durante el reconocimiento de la piedra bajo la cúpula, no había manera de no haberlas visto.

Le dije entonces que ya estaba bien de bro-mas, que le agradecía todo lo que había hecho por mí, pero que eso no le daba derecho a tomarme por estú-pido. Sin inmutarse, extrajo un cuaderno y cuando lo abrió pude colegir que se trataba de la traducción de

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los presuntos bambúes, efectuada en letra ilegible pa-ra alguien que no fuese él mismo, plagada de tachadu-ras y de flechas que unían segmentos de frases en to-das direcciones. Según pude entender, el templo había sido erigido por un tal Kapila, que Kiefersson se ne-gaba a identificar con el célebre filósofo indio. De a-cuerdo a lo que parecían decir aquellas tiras, el tal Kapila había recibido el conocimiento nada menos que del propio Krsna, por lo que alcanzó de manera espontánea el Goloka Vrndavana, la morada luminosa de tal divinidad, por su inquebrantable servicio devo-cional, que incluía la erección de aquel templo. Y no sólo eso, le había conferido la facultad de mostrar el atajo a grupos de siete hombres que, influidos secuen-ciadamente por una reliquia, pudieran ir constituyen-do una superestructura espiritual capaz de alcanzar e-se reino de luminosidad y existencia perfectas. Ante toda esa profusión de excentricidades, y entonado por unos cuantos cócteles de frutas y aguardiantes varios, yo, Boris Simeon, me manifesté agraviado, por cuan-to hallaba que mi amigo arqueólogo ofendería mi in-teligencia con aquellos desatinos si pretendía hacerme creer que algo como lo que decía pudiese ser cierto, cosa que parecía trasuntarse del tenor de su exposi-ción. Él sonrió, y comentó con sorna Claro, si algo como eso pudiera ser cierto, al diablo con la gnoseo-logía trascendental, ¿verdad? Sería terrible para ti si llegaras a ingresar en una modalidad del ser en la cual no resultaran funcionales los axiomas más uni-versalmente válidos. Pues bien, resulta que luego de leer las tiras de bambú regresé a la piedra sabiendo

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lo que hallaría, y gracias a ello lo pude ver. La fuente de luz, que no había podido ser percibida por mí me-diante vista o tacto, ahora sí lo era. Se trataba de un diente del propio avatar terrestre de Krsna. No fue más que verlo, y depositarlo en la palma de mi mano, que un destello me cegó. Y durante un lapso de tiem-po incalculable -debido a las miríadas de mundos que me fueron dados a percibir en un parpadeo y cuyos códigos no guardan la más mínima relación con el nuestro- accedí a las puertas del Goloka Vrndavana, el heliocentro cósmico, la morada del Dios. Le dije que había perdido la cabeza, y me respondió que si estaba tan seguro, tenía consigo la reliquia y que, para verificar cuanto me había dicho, sólo tenía que tomar-la en mi mano.

(El pesado humo del Guantanamera y la in-

gesta permanente de cerveza me habían sumido en un sopor tremendo. No recuerdo la transición, por lo que supongo que más que quedarme dormido, me desma-yé.)

* * * Desperté sobresaltado en mi cama, en Buenos

Aires. Me incorporé y vi el equipaje preparado para salir hacia Chivilcoy. ¿Acaso todo aquello habia sido sólo un sueño? La vividez y el pormenorizado recuer-

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do de cada detalle eran tales que supuse que, si había sido una ensoñación, se trató de una muy particular, por cierto. Algo turbado (casi conmocionado, diría) me incorporé y fui al baño a lavarme la cara. Me es-taba secando cuando observé mis ojos en el espejo, y había algo distinto en ellos, algo sutil, indefinible, pe-ro allí estaba. Tomé la valija y me dirigí al estaciona-miento del edificio. Abrí la pesada puerta de hierro y cuando me dirigía hacia el auto la tierra se abrió ante mí, dejando ver un cráter en cuyo interior se agitaba una laguna de lava hirviente. Sentí en la piel un calor tan intenso que pensé que iba a padecer quemaduras horribles, y el aire ardiente y volátil quemó mis mu-cosas y mis pulmones. Apenas si pude retroceder, ce-rrar la puerta y caer al piso, jadeando, tosiendo. Lue-go de un acceso de tos importante, algo salió expulsa-do de mi garganta y quedó en el interior de mi mano. Era un diente, y refulgía. Revisé mi dentadura con la lengua, y no faltaba ninguna pieza. Algunas cosas se estaban yendo de madre, y parecía que bien podían ser todas. Volví a mi departamento, arrojé la valija al piso e hice lo propio con mi cuerpo en el sillón del li-ving. Los ojos me ardían, así que los cerré. Apreté el puño en el cual aún tenía el diente, y de pronto todo refulgió. Sentí que era chupado por una especie de tu-bo y me hallé discurriendo a una velocidad angustian-te por lo que quizá pudiese definirse como nervaduras cósmicas, que se ramificaban en infinidad de mundos. No hay modo de hablar de ellos, así que eso es todo lo que diré, adoptando una actitud similar a la de Lao-tsé frente a las magnitudes indiscernibles del Tao,

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porque de todos modos eso no es lo que cuenta. Lo que sí cuenta es que en algún vericueto de aquella e-ternidad indescriptible volví a encontrarme con Si-meon. De alguna manera me dijo que yo era el Tres, y que de acuerdo a la Sagrada Ley de Siete, iba a nece-sitar un choque adicional de energía, porque entre mí y el Cuatro era necesario un choque energético adi-cional, análogo al terremoto que había iniciado nues-tra nueva escala, y al que iría, siglos terrestres de por medio, a iniciar la próxima. Y agregó que por suerte yo era joven, por lo que tendría mucho tiempo para vagar por los meandros de lo eterno antes de que una situación excepcional trajera hacia mí al cuarto esla-bón de la cadena que nos permitiría entrar al reino de la luz central.

O sea, y en definitiva, ya no encontrarán tam-poco al pobre diablo de Facundo Dos Santos. Estará vagando por los confines de una eternidad tan difusa como esencial, no siendo ya él mismo sino Derek Kiefferson y Boris Simeon también, aguardando el cataclismo y la encrucijada que traerá al próximo in-tegrante del supraorganismo capaz de ingresar en la Luz Eterna del Señor.

Y este manuscrito, que quedará acá, en esta

casaquinta en las afueras de Chivilcoy, será conside-rado por todos una mera fantasía aberrada. Por todos menos por uno; y ése uno eres tú, el número Cuatro. No te apures, te estamos aguardando, mientras cabal-gamos en éxtasis por las infinitas praderas de lo inefa-ble.

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Índice

El samtotaj...........................................7 De demiurgos, separaciones y la versión de una obra de Bukowski en portugués que había conseguido esa misma tarde..................................71 ¿Telurismo o brincadeira?..................79

Abyssus abyssum invocat..................89 Delirium tremens..............................123 ¿Quo vadis, Dómine?.......................127 El legado de Kapila..........................141 Índice...............................................167