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El doble fiodor mijailovich dostoyevski

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Publicada en 1846, EL DOBLEconstituye un caso sumamenterepresentativo de esa clase decreaciones que, adelantadas a sutiempo, acaban siendo consagradaspor la posteridad. En efecto, si en elmomento de su publicación críticosy lectores coincidieron en creer quela novela era una mera versión deun tema literario tradicional —el dela persona que trata desalvaguardar su dignidad ante unaburocracia avasalladora ydespreciativa—, lo cierto es que lagenialidad de F. M. DOSTOYEVSKI

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(1821-1881) le inspiró lacombinación del patético personajede Yakov Petrovich Goliadikin con eltema del desdoblamiento de lapersonalidad, para, superando lamera tragedia grotesca, extraer deella posibilidades tan insospechadascomo espeluznantes.

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Fiódor MijáilovichDostoyevski

El doblePoema de Petersburgo

ePUB v1.0Polifemo7 16.06.12

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Título original: DvoinikFiódor Mijáilovich Dostoyevski, 1846.Traducción: Juan López-Morillas

Editor original: Polifemo7 (v1.0)Portada: PreferidoePub base v2.0

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Nota preliminar

Hay obras literarias cuyo sentido yalcance no son captados en la época desu publicación, sino largo tiempodespués, cuando cambios en el ambienteintelectual o mudanzas en la sensibilidadgeneral actualizan lo que el autor, congenial intuición, puso en ellas y que suscontemporáneos, menos perspicaces, noalcanzaron a penetrar. Así sucedió conla obra presente. Cuando salió a luz en1846, lectores y críticos vieron en ellaun relato en que un tema que les erafamiliar venía revestido de extravagante

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singularidad. En todo caso, quedófrustrada la esperanza de Dostoyevskide que esta su segunda novela sirvierapara consolidar el renombre que lehabía procurado la primera, Pobresgentes, publicada también en 1846.

Lo familiar de El doble era lareaparición de uno de los tipos favoritosde Gogol, escritor a quien tanto debe eltemprano Dostoyevski en materia deficciones novelescas: el del funcionariopúblico (chinovnik) de modesta o ínfimacategoría que se esfuerza porsalvaguardar un mínimo de dignidad yamor propio ante una burocracia que veen sus servidores sólo un conjunto de

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nombres y puestos en un desalmadoescalafón. El protagonista de El doble,Yakov Petrovich Goliadkin, es ejemplocabal de ese tipo de funcionario.Consciente de su «grado» (chin) oficialy desdeñoso de las limitaciones queconlleva, aspira a zafarse de ellas en elplano social, sin percatarse de que en elsistema en que vive «persona» y«función» son equivalentes. En el mediosocial se alcanza el nivel quecorresponde al «grado» que se tiene enel escalafón. En alguna medida estaequivalencia es propia de todas lasburocracias gubernamentales, y así lohicieron constar otros maestros del

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realismo literario como Balzac yGaldós. Pero fue rasgo acentuado de laburocracia que implantó en Rusia Pedroel Grande y que Nicolás I llevó almáximo de mecánica rigidez.

Ahora bien, una vez sentada lacoincidencia tipológica con Gogol, lasdivergencias entre los dos escritoresresultaban tan profundas que no podíanmenos de despistar a aquellos lectores ycríticos empeñados en ver en El doblesólo una malograda y aun perversaimitación de Gogol. Aunque ambosescritores hacían hincapié en ladeshumanización del chinovnik, Gogolprocedía desde fuera, según un método

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reductivo consistente en tomar la partepor el todo: el personaje gogoliano sefragmenta en nombre cómico, rasgofacial, gesto, muletilla, artículo devestir, etc., y cada fragmento adquieresustancialidad tan vigorosa y autónomaque a menudo nos olvidamos de que essólo un retazo de caracterización que havenido a suplantar a la caracterizacióntotal. Dostoyevski procede a la inversa:su personaje crece y se ensancha desdedentro, según un arbitrio que le empuja arebasar el cauce del yo convencional yderramarse por su contorno vital,convertido así en aditamentoinseparable de la personalidad. Ese

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arbitrio es la virtud expansiva de lapalabra. Desde sus comienzos comoescritor, Dostoyevski hace que suspersonajes vivan y se desarrollen —también que se destruyan— hablando,consigo mismos o con otros, razonando,delirando, disputando, soñandodormidos o despiertos. Delirando sobretodo en la obra que nos ocupa.Goliadkin, cuyo trastorno mental esevidente desde su primera aparición, seva sumiendo gradualmente en un mundode su propia hechura, en el que se sienteperseguido y acosado por «enemigos»ante quienes se ensoberbece o sehumilla para dar al traste con sus

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aviesos propósitos. Del contraste entrela fantasía demencial de Goliadkin y larealidad presunta deriva la índolegrotesca del relato. Y decimos «realidadpresunta» porque sólo alcanzamos aentreverla, medio velada como estásiempre por las alucinantesinterpretaciones del protagonista.

Para neutralizar la simpatía que ellector pueda sentir inicialmente por elprotagonista, Dostoyevski inyecta en supersonaje inequívocas taras morales.Goliadkin no es una víctima inocente,condenada a la insania por un destinoadverso. Es soberbio, ambicioso ytaimado. Su rebelión contra el orden

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establecido está motivada por el afán dehacerse pasar por lo que no es: porhombre de mundo, rico, distinguido,respetado y admirado de todos. Comotal, aspira secretamente a ascender en sucarrera y aun obtener la mano de la hijade su jefe. Cuando su ambición se vefrustrada al ser expulsado del baile conque éste celebra el cumpleaños deaquélla, la mente desquiciada deGoliadkin «inventa» un doble quevendrá a encarnar paródicamentemuchos de sus propios defectos yalgunas de sus aspiracionesinconfesadas, y de paso a cosecharalgunos de los triunfos que a él le son

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negados. El impostor, en suma, da vidaimaginaria a otro impostor, con el quetrata inútilmente de reconciliarse y queacabará por destruirle.

El tema del doble, caro a losrománticos, había sido tratado enparticular por Gogol y Hofffmann. Perofue Dostoyevski quien descubrió en éltodas sus espeluznantes —trágicas al parque grotescas— posibilidades, lo queexplica en parte la perplejidad de suslectores y críticos contemporáneos. Eranecesario llegar al siglo XX, a Kafka yla psicopatología moderna paracomprender el alcance de las intuicionesde Dostoyevski en materia de

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esquizofrenia. En todo caso, el tema deldesdoblamiento de la personalidad fuela «idea seria» —así la llamó— quevino a su encuentro al inicio mismo desu carrera como escritor. Goliadkin fuesólo el primero en una serie depersonajes «desdoblados» en la que hayque incluir andando el tiempo al«hombre subterráneo», Versilov,Stavrogin, Ivan Karamazov.

Juan López-MorillasAgosto 1983

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Capítulo 1

Faltaba poco para las ocho de lamañana cuando Yakov PetrovichGoliadkin, funcionario con la bajacategoría de consejero titular, sedespertó después de un largo sueño,bostezó, se desperezó y al fin abrió losojos de par en par. Durante unosinstantes, sin embargo, permanecióinmóvil en la cama como si no estuvieseaún seguro de estar despierto o de seguirdurmiendo, de si lo que acontecía entorno suyo era, en efecto, parte de larealidad o sólo prolongación de sus

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alborotados sueños. Pronto, no obstante,los sentidos del señor Goliadkinempezaron a registrar con mayorclaridad y precisión sus impresionescotidianas y habituales. Familiarmentele miraban las paredes verdosas de supequeña habitación, cubiertas de hollíny mugre, la cómoda de caoba legítima,las sillas de caoba de imitación, la mesapintada de rojo, el diván tapizado dehule rojizo salpicado de repulsivasflores verdes y, por ultimo, el traje quese había quitado a toda prisa la nocheantes y había arrojado al buen tuntún enel diván. Finalmente, el día otoñal, gris,opaco y sucio, le atisbaba por la

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grasienta ventana con tan mal humor ymueca tan torcida que el señorGoliadkin ya no podía de modo algunodudar que se hallaba no en un remotopaís de maravillas, sino en la ciudad dePetersburgo, en la capital, en la calleShestilavochnaya, en el cuarto piso deuna vasta casa de vecindad, en su propiodomicilio. Una vez hechodescubrimiento tan importante, el señorGoliadkin cerró estremecido los ojoscomo añorando el reciente sueño ydeseando volver a captarlo siquiera porun instante. Pero un momento despuéssaltó de la cama, probablemente porhaber dado al cabo con la idea en torno

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a la cual venían girando sus dispersos yagitados pensamientos. Después desaltar de la cama fue corriendo amirarse en un espejito redondo que teníasobre la cómoda. Aunque la imagensoñolienta, miope y medio calva que enél se reflejó tenía tan poco de particularque, a primera vista, apenas llamaría laatención, su dueño pareció quedarplenamente satisfecho de lo que vio enel espejo.

—Tendría gracia —dijo a media vozel señor Goliadkin— que no estuviesehoy como Dios manda, que me hubieseocurrido algo fuera de lo común, porejemplo que me hubiera salido un grano

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o algo desagradable por el estilo. Sinembargo, de momento no tengo malacara. Por ahora todo va bien.

Gozoso de que todo fuera bien, elseñor Goliadkin volvió el espejo a susitio y, no obstante estar descalzo yllevar la ropa en que de ordinariodormía, corrió a la ventana y se puso abuscar algo en el patio con gran interés.Al parecer lo que buscaba también lesatisfizo por completo, pues su rostrobrilló con una sonrisa de contento.Seguidamente —pero echando primeroun vistazo al cuchitril que tras el tabiqueocupaba su criado Petrushka ycerciorándose de que éste no estaba allí

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— fue de puntillas a la mesa, abrió conllave uno de los cajones, rebuscó en elúltimo rincón, sacó de debajo de unospapeles amarillentos y otra basura por elestilo una cartera verde muy raída, laabrió con cuidado y miró con cautela ydeleite en el más recóndito de suscompartimentos. Probablemente elpaquete de billetes verdes, azules, rojosy multicolores que contenía mirótambién al señor Goliadkin conafabilidad y aprobación. Con cararadiante, éste puso la cartera abierta enla mesa y se restregó vigorosamente lasmanos en señal de profunda satisfacción.Sacó por fin su reconfortante fajo de

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billetes y, por centésima vez desde lavíspera, se puso a contarlos, frotandominuciosamente cada uno de ellos entreel índice y el pulgar.

—¡Setecientos cincuenta rublos enbilletes! —dijo al cabo con voz queparecía un murmullo—. ¡Setecientoscincuenta rublos!… ¡Notable suma!¡Agradable suma! —prosiguió con voztrémula y algo debilitada por el gozo,apretujando entre sus manos el fajo ysonriendo con intención—. ¡Una sumamuy agradable! ¡Agradable paracualquiera! ¡A ver quién no la juzga así!Con una suma como ésta puede uno irmuy lejos…

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«Pero ¿qué es esto? ¿Dónde se habrámetido Petrushka?», pensó el señorGoliadkin. Y vestido como estabavolvió a mirar tras el tabique. Tampocoesta vez encontró allí a Petrushka, perosí vio en el suelo, donde había sidopuesto, el samovar, que borbolleabairritado, fuera de sí, amenazando decontinuo con disparar su contenido. Y loque probablemente rezongaba confurioso ardor en su enrevesada lenguaera algo así como: «Venid a levantarme,buenas gentes. Como veis, ya es hora yestoy listo».

«¡Que se lo lleven los demonios! —pensó el señor Goliadkin—. Este

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holgazán es capaz de quemarle a uno lasangre. Pero ¿dónde se habrá metido?»

Con justa indignación salió alvestíbulo, que era un pasillo pequeño alfondo del cual estaba la puerta deentrada, entreabrió esta puerta y vio a sufámulo rodeado de un grupo bastantenutrido de lacayos, mozos y otra chusmaservil. Petrushka contaba algo y losdemás le escuchaban. Por lo visto, ni eltema de la conversación ni laconversación misma fueron del agradodel señor Goliadkin, quien llamóinmediatamente a Petrushka y volvió asu habitación muy descontento, por nodecir que consternado.

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—Este zopenco sería capaz devender a cualquiera por un ochavo, y asu amo antes que a nadie —dijo para susadentros—. Y me ha vendido, seguroque me ha vendido. Apuesto cualquiercosa. Me ha vendido por un miserableochavo… Bueno, ¿qué?

—Han traído la librea, señor.—Póntela y vuelve aquí.Después de ponérsela, Petrushka

entró sonriendo estúpidamente en lahabitación de su amo. Su atavío era enextremo singular. Consistía en una libreade lacayo, muy de segunda mano,adornada con galones dorados y, alparecer, confeccionada para alguien

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medio metro más alto que él. Tenía enlas manos un sombrero, galoneadotambién y con plumas verdes, y de suflanco pendía una espada de lacayo enuna vaina de cuero.

Por último, para completar elcuadro, Petrushka, fiel a su costumbre deandar siempre en déshabillé, a lacasera, iba ahora también descalzo. Elseñor Goliadkin escudriñó a Petrushka yquedó por lo visto satisfecho. La librea,al parecer, había sido alquilada para unaocasión solemne. También era de notarque durante la inspección Petrushkamiraba a su amo con rara expectación yseguía cada movimiento de éste con

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insólita curiosidad, lo quedesconcertaba sobremanera al señorGoliadkin.

—Bueno, ¿y el coche?—También ha llegado.—¿Para todo el día?—Para todo el día. Veinticinco

rublos.—¿Han traído también las botas?—También las han traído.—¡Imbécil! ¿No puedes decir «las

han traído, señor»?Después de mostrarse satisfecho de

que le sentaran bien las botas, el señorGoliadkin pidió té, se lavó y afeitó. Seafeitó y lavó con esmero, bebió el té de

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prisa y emprendió la última y principalfaena de su tocado: se puso unospantalones casi flamantes, luego unapechera con botoncitos de bronce, unchaleco adornado con bonitas florecillasde color claro, anudó a su cuello unacorbata de seda a lunares y, por último,se puso el uniforme, también casi nuevoy cuidadosamente cepillado. Mientras sevestía no paraba de examinaramorosamente sus botas, alzandoprimero un pie, luego otro, y admirandosu estilo, murmurando de continuo algoentre dientes y puntuando supensamiento con guiños y gestossignificativos. Sin embargo, esa mañana

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el señor Goliadkin estaba sumamentedistraído, pues apenas notó lassonrisillas y muecas que, a su vez, ledirigía Petrushka mientras le ayudaba avestirse. Finalmente, cuando todo lonecesario quedó concluido y él vestidopor completo, el señor Goliadkin semetió la cartera en el bolsillo, echó unaúltima ojeada de admiración aPetrushka, que se había calzado lasbotas y estaba listo también, ycomprobando que todo se hallaba apunto y no había por qué esperar más, selanzó presurosamente escalera abajo conuna ligera palpitación de corazón. Uncoche azul claro de alquiler, con escudo

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en la portezuela, se acercó con estrépitoa la entrada. Petrushka, cambiandoguiños con el cochero y algunos ociososque por allí andaban, ayudó a su amo asubir al vehículo y, con voz en éldesusada y sin poder apenas contener suestúpida risa, gritó «¡En marcha!», saltósobre el estribo trasero y el carricoche,con gran estruendo y algazara, salió endirección al Nevski Prospekt. No bienhubo atravesado el carruaje el portón, elseñor Goliadkin se frotó febrilmente lasmanos y se retorció con silenciosahilaridad, como hombre de talantefestivo que ha gastado una broma aalguien y se regocija de ello. Ahora

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bien, en seguida del acceso de hilaridadla risa del señor Goliadkin se trocó enuna expresión de extraña inquietud. Apesar de que el tiempo estaba húmedo ydesapacible, bajó las dos ventanillas delcoche y atentamente se puso a observara los transeúntes, a derecha e izquierda,adoptando un continente grave ycorrecto cuando notaba que alguno lemiraba a su vez. En el cruce de la calleLiteinaya y el Nevski Prospekt tuvo unasensación harto desagradable que le hizoestremecerse, y contrayendo el rostrocomo un infeliz a quien le pisan un callose agazapó de prisa, dijérase queaterrado, en el rincón más oscuro del

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carruaje. El motivo era que había visto ados de sus colegas, a dos empleadosjóvenes del mismo departamento en queél trabajaba. Al señor Goliadkin lepareció que los tales empleadosmanifestaban por su parte granperplejidad al ver de tal guisa a sucompañero de trabajo: uno de elloshasta apuntó con el dedo ai señorGoliadkin. Más aún, a éste le parecióque el otro le llamaba a voces por sunombre, lo que, por supuesto, resultabamuy indecoroso en la calle. Nuestrohéroe se escondió y no contestó.

—¡Qué chicos tan mal educados! —dijo para sí—. ¿Qué hay de raro en

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esto? Un hombre que va en coche. Si unonecesita un coche, pues toma un coche.¡Qué asco de gente! Los conozco. Sonunos chicos mal educados a quienes hayque sentar la mano todavía. Sólo piensanen jugarse el sueldo a cara o cruz yandar callejeando. Ya les pondría yo lasperas a cuarto si no fuera porque…

El señor Goliadkin no acabó la frasey quedó súbitamente paralizado. Undroshki elegante tirado por dos fogososcaballos de Kazan, muy conocidos porcierto del señor Goliadkin, se acercabavelozmente por el lado derecho de suvehículo. El caballero que iba sentadoen el droshki vio casualmente el rostro

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del señor Goliadkin que éste, pordescuido, había asomado por laventanilla y también quedó visiblementesorprendido del inusitado encuentro; ysacando la cabeza cuanto le era posible,se puso a mirar con el mayor interés ycuriosidad el rincón del coche en el quenuestro héroe se había acurrucado a todaprisa. El caballero del droshki eraAndrei Filippovich, jefe deldepartamento en que prestaba susservicios el señor Goliadkin comoayudante del oficial mayor. Viendo elseñor Goliadkin que Andrei Filippovichle había reconocido y le miraba cara acara, y que de nada valía esconderse,

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enrojeció hasta la raíz del cabello.«¿Le saludo o no? ¿Respondo de

algún modo o no? ¿Admito que soy yo ono? —pensaba nuestro héroe conindecible angustia—. ¿O finjo que nosoy yo, sino alguien que se me parecemuchísimo, y hago como si nada hubiesepasado? En fin, que no soy yo, quesencillamente no soy yo, y basta —dijoel señor Goliadkin quitándose elsombrero ante Andrei Filippovich y sinapartar de él los ojos—. ¡Que no soy yo—murmuraba con esfuerzo—, que nosoy yo, que no, señor, no soy yo, eso estodo!»

Pronto, sin embargo, el droshki

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adelantó a su coche, con lo que elmagnetismo de las miradas de su jefequedó interrumpido. Pero el señorGoliadkin seguía ruborizado, sonriendoy murmurando para sí:

«He hecho una tontería en noresponderle. Hubiera debido hablarleaudazmente y sin ambages, sin perjuiciode la cortesía. Decirle, por ejemplo:"Pues ya ve usted Andrei Filippovich,estoy invitado a comer. Eso es todo"».

Luego, recordando el desliz, nuestrohéroe se puso como la grana, frunció elceño y lanzó una mirada terrorífica yretadora al rincón opuesto del carruaje,destinada a pulverizar instantáneamente

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a todos sus enemigos. Por último,movido por una inspiración subitánea,tiró de la cuerda atada al codo delcochero, hizo parar el vehículo y dioorden de regresar a la calle Liteinaya.Lo que ocurría era que el señorGoliadkin había sentido la necesidadinsoslayable, seguramente para sutranquilidad de ánimo, de decir algo desuma importancia a su médico, el doctorKrestyan Ivanovich Rutenspitz. Yaunque su conocimiento de éste nodataba de antiguo, pues lo había visitadopor primera vez sólo la semana anteriorpor causa de ciertos malestares, unmédico, según se dice, es algo así como

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un confesor, y ocultarse de él sería unasandez, ya que es obligación suyaconocer a su enfermo.

«¿Pero estará bien esto? —prosiguiónuestro héroe apeándose a la entrada deun edificio de cinco pisos en la calleLiteinaya junto al cual había mandadodetener el coche—. ¿Estará bien? ¿Serácorrecto y oportuno hacerlo? Bueno, ¿yqué? —si-guió diciéndose mientrassubía la escalera, tratando de respirarcon desahogo y calmar su corazóngalopante; corazón que tenía porcostumbre martillearle en todas lasescaleras extrañas—. Bueno, ¿y qué? Alfin y al cabo, vengo por decisión propia.

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Nada malo hay en ello… Escondersesería estúpido. Haré como si no vinierapor nada de particular, sino que ha dadola casualidad de que pasaba y… Él loverá así.»

Reflexionando de esta suerte, elseñor Goliadkin subió al segundo piso yse detuvo frente a la puerta del número5, a la que estaba adherida una bellaplaca de cobre que decía:

KRESTYAN IVANOVICHRUTENSPITZ

DOCTOR EN MEDICINA YCIRUGÍA

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Plantado ante la puerta, nuestrohéroe se apresuró a dar a su fisonomíauna expresión de decoro y sosiego, conuna punta de afabilidad, y se dispuso atirar del cordón de la campanilla. En talactitud llegó a una inmediata y hartooportuna decisión, a saber: ¿no seríamejor aplazar la visita hasta el díasiguiente, ya que de momento no habíagran necesidad de hacerla? Pero comode pronto el señor Goliadkin oyó pasosen la escalera, abandonó de inmediatosu nueva decisión al par que con gestoresuelto tiraba del cordón de lacampanilla.

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Capítulo 2

El doctor en medicina y cirugíaKrestyan Ivanovich Rutenspitz erahombre de salud excelente, con espesascejas y patillas grises, miradachispeante y expresiva que, al parecer,ahuyentaba por sí sola las enfermedades,y una importante condecoración en elpecho. Esa mañana estaba en su gabinetede consulta, sentado en un cómodosillón, tomando el café que le habíatraído su esposa, fumando un cigarro yescribiendo de vez en cuando recetaspara sus enfermos. La última que había

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escrito era para un viejo que padecía dealmorranas. Y ahora, después deacompañar al paciente a una puertalateral, se había sentado en espera de lavisita siguiente. Entró el señorGoliadkin.

Era evidente que Krestyan Ivanovichno esperaba ni deseaba ver al señorGoliadkin, porque por un momentoquedó confuso y su rostro tomó sinquerer una expresión extraña, casicabría decir de irritación. Como elseñor Goliadkin, a su vez, se presentabapor lo común en todas partesinoportunamente y se hacía un lío encuanto tenía ocasión de asediar a alguien

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con alguno de sus asuntos personales,también ahora, no habiendo ensayado lafrase inicial que para él era unverdadero escollo en tales casos, quedóatrozmente desconcertado, murmuró algoentre dientes —una excusa al parecer—y sin saber qué hacer seguidamente tomóuna silla y se sentó. Pero dándose cuentade que había tomado asiento sin serinvitado a hacerlo, comprendió al puntosu insolencia y se apresuró a rectificarsu falta de cortesía y bon ton,levantándose inmediatamente de la sillaque de modo tan impertinente habíaocupado. En seguida, volviendo a suacuerdo y comprendiendo vagamente

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que había cometido dos deslices a lavez, decidió, sin pararse en barras,cometer un tercero, a saber, intentódisculparse, murmuró algo sonriendo,enrojeció, se azoró, guardó un silencioexpresivo y acabó por sentarsedefinitivamente, ahora bien,escudándose de toda eventualidad trasesa mirada retadora que tenía el insólitopoder de aniquilar y pulverizar a susenemigos. Por encima de todo, esamirada expresaba cabalmente laindependencia del señor Goliadkin, esdecir, proclamaba paladinamente que elseñor Goliadkin no tenía por quéinquietarse de nada, que iba por su

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camino como cualquier hijo de vecino yno se metía donde no lo llamaban.Krestyan Ivanovich carraspeó, tosió alparecer en señal de aprobación yconformidad con todo ello y clavó en elseñor Goliadkin una mirada escrutadorae inquisitiva.

—Yo, Krestyan Ivanovich —comenzó el señor Goliadkin con unasonrisa—, he venido a importunarle porsegunda vez. Y por segunda vez meatrevo a solicitar su indulgencia… —elseñor Goliadkin hallaba, por lo visto,dificultad en encontrar las palabrasconvenientes.

—Hum… Sí —dijo Krestyan

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Ivanovich, echando por la boca unacolumna de humo y poniendo el cigarroen la mesa—, pero lo que usted necesitaes atenerse a mis instrucciones. Como yale he dicho, su tratamiento debe consistiren un cambio de costumbres…Diversiones, por ejemplo. Debe visitara sus amigos y conocidos y alternar concamaradas de buen humor.

El señor Goliadkin, sin dejar desonreír, se apresuró a indicar que, a sumodo de ver, era como los demás; queera muy dueño de sus actos y se divertíacomo cualquier otro; que podía, porsupuesto, ir al teatro, porque, al igualque otros, tenía medios para ello; que

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pasaba los días en la oficina y lasnoches en su casa; que estaba bien,señalando de paso que, por lo que veía,no estaba peor que otros; que vivía en supropio domicilio y que, por último, teníaa Petrushka. Al llegar a este punto elseñor Goliadkin vaciló.

—Hum… No. No es ésa la pauta devida y no era eso precisamente lo quequería preguntarle. Lo que me interesasaber es si es usted aficionado a lasalegres compañías, si emplea el tiempoagradablemente… Conque vamos a ver:¿lleva usted ahora una vida triste oalegre?

—Yo, Krestyan Ivanovich…

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—Hum… Lo que digo —interrumpióel médico— es que necesita cambiarradicalmente de vida y, en cierto modo,alterar su carácter —Krestyan Ivanovichacentuó fuertemente la palabra alterar yse quedó mirándole un momento conexpresión que quería significar algo—.No dar esquinazo a la vida alegre. Ir alteatro, asistir al club y, en todo caso, novolver la espalda a la botella. Quedarseen casa no es de ningún provecho. Deningún modo debe hacerlo.

—Yo, Krestyan Ivanovich, gusto dela tranquilidad —dijo el señorGoliadkin mirando con intención aKrestyan Ivanovich y, al parecer,

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buscando palabras para la rectaexpresión de sus pensamientos—. En micasa sólo estamos Petrushka y yo…, estoes, mi criado y yo, Krestyan Ivanovich.Quiero decir, Krestyan Ivanovich, queyo sigo mi camino, mi camino propio,Krestyan Ivanovich. Yo soy mi propiodueño y señor y, a lo que se me alcanza,no dependo de nadie. Yo, KrestyanIvanovich, salgo también a pasear.

—¿Qué dice?… ¡Ah, sí! Pero pasearno es nada agradable de momento. Haceun tiempo de perros.

—Sí, señor. Yo, Krestyan Ivanovich,aunque soy hombre tranquilo, como creohaber tenido el honor de explicarle, sigo

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un camino distinto del de los demás. Elcamino de la vida es ancho… Lo quequiero decir…, lo que quiero decir,Krestyan Ivanovich, es que…Discúlpeme, Krestyan Ivanovich, notengo el don de las frases bonitas.

—Usted…, usted dice…—Digo que me disculpe, Krestyan

Ivanovich, por no tener, a lo que veo, eldon de las frases bonitas —dijo el señorGoliadkin en tono un tanto agraviado,perdiendo un poco el hilo y azorándose—. En ese respecto, Krestyan Ivanovich,no soy como otros —agregó conpeculiar sonrisa—. No soy de los quehablan mucho. No he aprendido a

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acicalar mis frases. Pero, en cambio,soy hombre de acción. ¡Hombre deacción, Krestyan Ivanovich!

—Hum… ¿Qué dice?… ¿Que eshombre de acción? —replicó KrestyanIvanovich.

Durante un momento los dosguardaron silencio. El médico miraba alseñor Goliadkin con extrañeza eincredulidad. Por su parte, el señorGoliadkin también miraba de reojo ycon incredulidad al médico.

—Yo, Krestyan Ivanovich —prosiguió el señor Goliadkin en el tonode antes, algo irritado y perplejo ante elobstinado mutismo del médico—, gusto

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de la tranquilidad y no del trajínmundano. Entre esa gente, quiero decir,en sociedad, hay que estar siempresaludando de cintura para arriba… —aquí el señor Goliadkin se inclinóprofundamente—. Eso es lo que allíexigen, sí, señor. Y también exigenjuegos de palabras…, saber emplearcumplidos almibarados, sí, señor… Esoes lo que allí exigen. Y yo no heaprendido nada de eso, KrestyanIvanovich. Yo no he aprendido ningunode esos trucos. No he tenido tiempo. Soyhombre sencillo y sin pretensiones y nome seduce el brillo superficial. En eseparticular, Krestyan Ivanovich, rindo las

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armas, me rindo, si se permite laexpresión.

Todo esto, por de contado, lo dijo elseñor Goliadkin de modo que dabaclaramente a entender que no lamentabarendirse, si se permitía la expresión, nidesconocer las patrañas mundanas, sinotodo lo contrario. Escuchándolo,Krestyan Ivanovich miraba al suelo conmueca un tanto desagradable, como situviera algún presentimiento. A ladiatriba del señor Goliadkin siguió unapausa larga y significativa.

Me parece que se ha desviado unpoco del tema —dijo por fin KrestyanIvanovich a media voz—. Debo confesar

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que no acierto a entenderle del todo.Yo no sé emplear frases bonitas,

Krestyan Ivanovich. Ya he tenido elhonor de hacerle saber que no séemplear frases bonitas —dijo el señorGoliadkin, esta vez en tono brusco ydecisivo.

—Hum…—Krestyan Ivanovich —empezó de

nuevo el señor Goliadkin en voz baja,pero expresiva y solemne, haciendohincapié en cada frase—, cuando entréaquí empecé disculpándome. Ahorarepito lo que dije entonces y vuelvo asolicitar la indulgencia de usted por unrato más. No tengo por qué ocultarle

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nuda, Krestyan Ivanovich. Sabe ustedque, como hombre, soy de la gentemenuda, pero afortunadamente no melamento de serlo. Más bien lo contrario,Krestyan Ivanovich, y a decir verdadestoy orgulloso de no ser un granhombre y sí de serlo pequeño. No soyintrigante, de lo que también meenorgullezco. No hago las cosas ahurtadillas, sino abiertamente, sintrucos. Y aunque podría perjudicar aotros, y mucho por cierto (y hasta sé aquién y cómo hacerlo), KrestyanIvanovich, no quiero ensuciarme conesas cosas y me lavo las manos. ¡En esesentido digo que me las lavo, Krestyan

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Ivanovich! —el señor Goliadkin guardóun silencio preñado de sentido duranteun instante. Había estado hablando conperceptible acaloro.

»Yo, Krestyan Ivanovich, me voyderecho a las cosas —continuó depronto nuestro héroe—, abiertamente,sin rodeos, porque desprecio los rodeosy se los dejo a otros. No trato dehumillar a quienes quizá son mejoresque usted y yo…, quise decir mejoresque yo, Krestyan Ivanovich, no mejoresque usted. No me gustan las mediaspalabras, no aguanto la hipocresíamiserable, detesto la calumnia y elchismorreo. Me pongo la máscara sólo

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para un baile de máscaras y no a diario,cuando estoy entre la gente. Lo únicoque le pregunto, Krestyan Ivanovich, escómo se vengaría usted de un enemigo,de su peor enemigo, o de quien juzgaseusted como tal —concluyó el señorGoliadkin, mirando provocativamente aKrestyan Ivanovich.

Pero aunque el señor Goliadkin dijoesto con la mayor precisión, claridad ysuficiencia, ponderando las palabras ycalculando su posible efecto, lo ciertoera que ahora miraba a KrestyanIvanovich con inquietud, con graninquietud, con grandísima inquietud.Ahora se limitaba a mirar, aguardando

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tímidamente, con irritada y angustiosaimpaciencia, la respuesta de KrestyanIvanovich. Pero éste, no sin asombro yconsternación del señor Goliadkin,murmuró algo entre dientes, acercó elsillón a la mesa y explicó, seca aunquecortésmente, que el tiempo era oro paraél, o algo por el estilo, y que no acertabaa comprender por completo el caso.Ahora bien, que estaba dispuesto aayudarle en la medida de sus fuerzas ysu capacidad profesional, pero que en lodemás, en cosas que no eran de suincumbencia, prefería no entrometerse.Entonces tomó una pluma, acercó unahoja de papel, cortó un trozo del tamaño

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de una receta e indicó al señorGoliadkin que le recetaría loconveniente.

—¡No, señor! ¡No es lo conveniente,Krestyan Ivanovich! ¡No, señor, eso notiene nada de conveniente! —dijo elseñor Goliadkin levantándose yagarrándole a Krestyan Ivanovich lamano derecha—. En este caso, KrestyanIvanovich, eso no hace ninguna falta…

Y mientras tal decía se produjo uncambio raro en el señor Goliadkin. Susojos grises adquirieron un brillosingular. Le temblaban los labios. Todossus músculos, todas sus facciones,comenzaron a contraerse y desencajarse.

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Le temblaba el cuerpo entero. Despuésdel primer impulso y de haber sujetadola mano de Krestyan Ivanovich, el señorGoliadkin permanecía de pie, inmóvil,como si hubiese perdido la confianza ensí mismo y esperase la inspiración paralo que debía hacer seguidamente.

Entonces ocurrió una escenasumamente extraña.

Perplejo de momento, KrestyanIvanovich pareció quedar clavado en susillón y, sin saber qué partido tomar,miraba con fijeza al señor Goliadkin,quien a su vez le miraba de igual modo.Krestyan Ivanovich se levantó por fin,agarrándose en parte a las solapas del

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señor Goliadkin. Durante algunosinstantes ambos permanecieron frente afrente, sin moverse ni apartar los ojosuno de otro. Entonces, sin embargo, seprodujo el segundo impulso del señorGoliadkin y ello de manera singular. Letemblaron los labios, le tembló labarbilla y nuestro héroe rompió a llorarinopinadamente. Sollozando, sacudiendola cabeza y golpeándose el pecho con lamano derecha, mientras con la manoizquierda agarraba a su vez la solapa delbatín de Krestyan Ivanovich, trató dehablar y explicarse, pero no pudo decirpalabra. Por fin, Krestyan Ivanovichlogró salir de su perplejidad.

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—¡Vamos, basta! ¡Cálmese!¡Siéntese! —dijo, intentando sentar alseñor Goliadkin en un sillón.

—Tengo enemigos, KrestyanIvanovich, tengo enemigos. li ngoenemigos mortales que han juradodestruirme… —repuso el señorGoliadkin en un murmullo de pavor.

—¡Basta, basta! ¡Qué enemigos niqué niño muerto! ¡No hay por qué pensaren enemigos! ¡No hace maldita la falta!Siéntese, siéntese —prosiguió KrestyanIvanovich, logrando por fin que el señorGoliadkin tomara asiento en el sillón.

El señor Goliadkin se sentó por fin,sin apartar los ojos de Krestyan

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Ivanovich. Éste, con cara de agudodescontento, se puso a deambular por elgabinete. A ello sucedió un largosilencio.

—Le estoy agradecido, KrestyanIvanovich. Le estoy muy agradecido yaprecio mucho lo que ha hecho por mí.No olvidaré mientras viva las gentilezasque ha tenido conmigo, KrestyanIvanovich —dijo al cabo el señorGoliadkin levantándose con semblantedolido.

—¡Basta, basta! ¡Le digo que yabasta! —respondió Krestyan Ivanovichcon bastante severidad volviendo asentar al señor Goliadkin en su sitio—.

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Vamos a ver, ¿qué le pasa? Dígame quéle apesadumbra —prosiguió—. ¿De quéenemigos habla usted? ¿Qué es lo quetiene?

—No, Krestyan Ivanovich, mejorserá que dejemos eso de momento —contestó el señor Goliadkin mirando alsuelo—. Mejor será que dejemos eso aun lado hasta…, hasta otra vez, hastaotra ocasión más oportuna cuando todose ponga en claro. Cuando se les caigala máscara a ciertas personas y quedetodo al descubierto. Pero de momento,por supuesto, después de lo ocurridoentre nosotros…, usted mismocomprenderá, Krestyan Ivanovich…

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Permítame desearle buenos días,Krestyan Ivanovich —dijo el señorGoliadkin, levantándose esta vez congravedad y resolución y cogiendo elsombrero.

—Bien. Como quiera… Hum… —hubo una pausa momentánea—. Yo, pormi parte, ya sabe, en lo que pueda… Ysinceramente le deseo toda suerte defelicidades.

—Le comprendo, KrestyanIvanovich, le comprendo. Ahora lecomprendo perfectamente… En todocaso, discúlpeme por haberleimportunado, Krestyan Ivanovich.

—Hum… No quería decir eso. Pero,

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en fin, como usted guste. Siga con losmedicamentos de antes…

—Seguiré con ellos como usteddice, Krestyan Ivanovich. Seguiré, y loscompraré en la misma farmacia… Hoydía, Krestyan Ivanovich, serfarmacéutico es cosa muy importante…

—¿Cómo? ¿En qué sentido?—En un sentido muy corriente,

Krestyan Ivanovich. Quiero decir quehoy día el mundo va de tal manera…

—Hum…—Que cualquier pelagatos, y no sólo

en las farmacias, mira por encima delhombro a un caballero.

—Hum… ¿Qué quiere decir con

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eso?—Hablo, Krestyan Ivanovich, de un

hombre conocido…, de un amigocomún, Krestyan Ivanovich.Concretamente, de VladimirSemionovich…

—¡Ah!—Sí, Krestyan Ivanovich. Yo

también conozco a algunas personas quese desvían de la usanza general lobastante para decir la verdad de vez encuando.

—¡Ah! ¿Qué me dice?—Pues lo que oye. Pero, en fin, eso

no viene ahora a cuento. Dan unasorpresa al lucero del alba.

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—¿Cómo? ¿Qué es eso del lucero?—Dar una sorpresa al lucero del

alba. Es un modismo, KrestyanIvanovich. Saben, por ejemplo,felicitarle a uno de vez. en cuando. Haygente así, Krestyan Ivanovich.

—¿Felicitarle?—Sí, señor, felicitarle. Como lo

hizo el otro día uno de mis Intimosamigos…

—Uno de sus íntimos amigos… ¡Ah!¿Cómo fue eso? —preguntó KrestyanIvanovich mirando atentamente al señorGoliadkin.

—Sí, señor, uno de mis íntimosamigos felicitó a otro íntimo amigo mío

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(un amigo de los de verdad, como sedice por lo común) por haber sidoascendido a Asesor. La cosa pasó comosigue: «Me alegro profundamente detener ocasión de felicitarle por suascenso, Vladimir Semionovich. Mi mássincera enhorabuena. Tanto más cuantoque hoy día, como todo el mundo sabe,se ha eliminado el nepotismo».

En ese punto el señor Goliadkinmovió maliciosamente la cabeza y,arrugando el entrecejo, miró a KrestyanIvanovich.

—Hum… ¿Conque dijo eso?—Eso dijo, Krestyan Ivanovich. Eso

fue lo que dijo. Y miró también a Andrei

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Filippovich, tío de nuestro queridoVladimir Semionovich. Pero ¿a mí quéme importa, Krestyan Ivanovich, que lohayan ascendido a Asesor? ¿A mí quéme va en ello? Y ahora quiere casarse, apesar de que, si se permite la expresión,aún tiene fresca en los labios la lechematerna. Así se lo dije: «¡Ahí tieneusted, Vladimir Semionovich!». Ahoraya se lo he dicho a usted todo y, con supermiso, me voy.

—Hum…—Sí, Krestyan Ivanovich, me voy,

con permiso de usted, como digo. Peroahora, para matar dos pájaros de un tiro:después de alentar a ese joven con lo de

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la eliminación del nepotismo, me dirigía Klara Olsufievna (la cosa ocurrióanteayer en casa de su padre), queacababa de cantar una romanzasentimental, y le dije: «Canta usted lasromanzas con mucho sentimiento, perono todos los que la escuchan son limpiosde corazón». Y la alusión fue tanpalmaria, Krestyan Ivanovich, ¿entiendeusted?, que ya nadie ponía los ojos enKlara Olsufievna, sino más lejos…

—¡Ah! ¿Y él qué hizo?—Pues, como se dice vulgarmente,

puso cara de haber mordido un limón.—Hum…—Sí, Krestyan Ivanovich. Hablé

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también al viejo. Le dije: «OlsufiIvanovich, sé que es mucho lo que ledebo, y aprecio en lo que valen lasmercedes que me ha hecho casi desde miniñez. Pero abra los ojos, OlsufiIvanovich. Mire a su alrededor. Yo, pormi parte, juego limpio y con las cartasboca arriba, Olsufi Ivanovich».

—¡Ah, ya veo!—Sí, Krestyan Ivanovich. Ya ve

usted…—¿Y él qué dijo?—¿Qué dijo, Krestyan Ivanovich?

Pues carraspeó, habló de varias cosas,dijo que ya me conocía, que SuExcelencia era hombre que hacía

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muchos favores. En fin, habló de esto,de lo otro y de lo de más allá… Pero¿qué otra cosa cabe esperar de él?Apenas si se puede tener de viejo, comose dice.

—¡Ah! ¿Conque así están las cosas?—Sí, Krestyan Ivanovich. ¡Así

andamos todos! ¡Pobre viejo! Tiene yaun pie en la sepultura, huele a incienso,como se dice. Pero basta que haya uncotilleo de comadres para que se pongaa escuchar. Esa gente no puede vivir sincotilleo…

—¿Dice usted que cotilleo?…—Sí, Krestyan Ivanovich. Lo que es

cotilleo, sí que lo hay. Nuestro oso y su

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querido sobrinito han tenido su parte enél. Se juntaron, por supuesto, con lasviejas y prepararon el pastel. ¿Y querráusted creer que se han conjurado paramatar a un hombre; para matarmoralmente a un hombre? Hicieroncundir un rumor… Sigo hablando de miíntimo amigo…

Krestyan Ivanovich asintió con unasacudida de cabeza.

—Hicieron cundir un rumor acercade él… Confieso que casi meavergüenza decirlo, KrestyanIvanovich…

—Hum…—Hicieron cundir el rumor de que

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había dado por escrito promesa decasarse aunque ya estaba casado. ¿Y aque no sabe usted con quién?

—No tengo idea.—Pues con una cocinera, con una

alemana descocada que le daba decomer. En vez de pagarle lo que le debíale ofreció su mano.

—¿Eso dicen?—¿Querrá usted creerlo, Krestyan

Ivanovich? Una alemana repugnante,mezquina y descarada, una alemana sinvergüenza. Karolina Ivanovna, si conoceusted…

—Por mí, le confieso…—Le comprendo, Krestyan

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Ivanovich, y por mi parte siento tambiénque…

—Dígame, por favor. ¿Dónde viveusted ahora?

—¿Que dónde vivo, KrestyanIvanovich?

—Sí… Quisiera… Antes, si mal norecuerdo, vivía usted en…

—Sí, allí vivía, Krestyan Ivanovich.Allí solía vivir. ¿Cómo no iba a vivirallí? —repuso el señor Goliadkin,puntuando sus palabras con una ligerasonrisa y desconcertando a KrestyanIvanovich con su respuesta.

No. No me ha entendido usted. Yoquería…

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—Yo, por mi parte, también quería,Krestyan Ivanovich. Yo también quería—continuó el señor Goliadkinrompiendo a reír—. Pero ya llevo aquídemasiado tiempo. Espero que ahora mepermita… decirle adiós y buenos días…

—Hum…—Sí, Krestyan Ivanovich, le

comprendo a usted. Ahora le comprendoperfectamente —dijo nuestro héroepavoneándose un poco ante el médico—. Así, pues, permítame que le dé losbuenos días…

En este punto nuestro héroe seinclinó ligeramente y salió del gabinete,dejando a Krestyan Ivanovich en notable

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confusión. Cuando bajaba la escalera dela casa del médico, iba sonriendo y sefrotaba las manos de gusto. Al llegar alportal, respirar el aire fresco y sentirseen libertad, poco faltó para que setuviese como el más feliz de losmortales y a punto estuvo de irdirectamente a su oficina… Pero depronto llegó su coche con gran estrépitoal pie del escalón de entrada. Le bastóuna mirada para recordarlo todo.Petrushka abría ya la portezuela. Unasensación extraña y sumamentedesagradable se apoderó del señorGoliadkin. Pareció ruborizarsemomentáneamente. Sintió una punzada

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en el cuerpo. Estaba a punto de poner elpie en el estribo del coche cuando derepente se volvió y fijó los ojos en laventana de Krestyan Ivanovich. ¡Ya selo figuraba! Krestyan Ivanovich estabaasomado a ella, alisándose las patillas yobservando a nuestro héroe con bastantecuriosidad.

«Este médico es tonto —pensaba elseñor Goliadkin en su coche—, tontoredomado. Puede ser que cure bien a susenfermos, pero, con todo…, es más tontoque un tarugo.»

El señor Goliadkin tomó asiento,Petrushka gritó: «¡En marcha!» y elvehículo se dirigió de nuevo al Nevski

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Prospekt.

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Capítulo 3

Toda esa mañana la pasó el señorGoliadkin en un trajín alucinante.Cuando llegó al Nevski Prospekt, mandóparar el coche en las Grandes Galerías.Saltó del vehículo y entró corriendo,acompañado de Petrushka, en una tiendade objetos de oro y plata. Bastaba ver suaspecto para hacerse cargo de que elseñor Goliadkin estaba atareadísimo ytendría que multiplicar sus esfuerzos.Después de ajustar la compra de unservicio completo de mesa y té por milquinientos rublos, (unto con una

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cigarrera de intrincada forma y unestuche de plata para utensilios deafeitar por igual cantidad, y después depreguntar el precio de otras baratijas,cada una útil y agradable a su manera, elseñor Goliadkin cerró el trato con lapromesa de volver sin falta al díasiguiente o incluso mandar por suscompras ese mismo día. Apuntó elnúmero de la tienda. escuchóatentamente al dueño de ésta, quien lepedía un pequeño depósito, y prometióque habría depósito a su debido tiempo.Con ello se despidió a toda prisa delperplejo comerc¡ante y, seguido de unenjambre de dependientes, reconoció la

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fila de establecimientos, volviéndose acada paso para observar a Petrushka ymirando con cuidado a ver si hallabauna nueva tienda. De paso se detuvo unmomento en el puesto de un cambista ycambió por pequeños todos sus billetesgrandes y, aunque salió perdiendo en eltrueque, engrosó notablemente sucartera, lo que por lo visto le causógrandísima satisfacción. Hizo alto, porfin, en un almacén de tejidos paraseñoras donde, después de regatearsobre una suma de consideración,prometió también al comerciante volversin falta, tomó el número delestablecimiento y, a la pregunta sobre un

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pequeño depósito, contestó una vez másque habría depósito en el momentooportuno. A continuación visitó otrastiendas, en todas las cuales preguntóprecios de artículos y regateó sobreellos, discutió a veces largo rato con loscomerciantes, saliendo de las tiendas yvolviendo a entrar en ellas hasta tresveces; en suma, desplegando insólitaactividad. De las Grandes Galeríasnuestro héroe pasó a un conocidoalmacén de muebles donde ajustó lacompra de mobiliario para seishabitaciones y admiró un tocador deseñora de compleja factura y últimamoda. Aseguró al comerciante que

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mandaría por todo ello sin falta,prometiendo al salir del almacén, segúnsu costumbre, que haría un pequeñodepósito. Seguidamente entró en otrossitios y negoció la compra de otrascosas. En resumen, que sus idas yvenidas no parecían tener fin. Porúltimo, todo ello acabó al parecer porfastidiar al propio señor Goliadkin. Másaún —y Dios sabe por qué motivo—,empezó a sentir remordimientos deconciencia. Por nada del mundo hubieraconsentido ahora tropezar con AndreiFilippovich, por ejemplo, o hasta conKrestyan Ivanovich. Finalmente, losrelojes de la ciudad dieron las tres.

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Cuando el señor Goliadkin montó denuevo en su coche, el volumen real detodas las compras que había hecho esamañana ascendía a un par de guantes yun frasco de perfume, con un importetotal de rublo y medio. Como era aúnbastante temprano, el señor Goliadkinordenó al cochero detenerse junto a uncélebre restaurante del Nevski Prospektque hasta entonces sólo conocía deoídas. Se apeó del vehículo y corrió atomar un refrigerio, descansar y esperarla hora señalada.

Después de comer como quienaguarda más tarde un opíparo banquete,a saber, echando mano de cualquier cosa

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como para matar el gusanillo, según sedice, y de beber un vaso de vodka, elseñor Goliadkin se sentó en una poltronay, mirando discretamente a su alrededor,se puso a leer tranquilamente uno denuestros desmedrados periódicosnacionales. Después de leer un par derenglones, se levantó, se miró en unespejo, se ajustó el traje y se alisó elpelo. Luego fue a la ventana paracerciorarse de que el coche seguía allí,volvió a sentarse en el mismo sitio ycogió el periódico. Era evidente quenuestro héroe estaba agitadísimo. Miróel reloj y, viendo que sólo eran las tres ycuarto y aún tenía que esperar bastante,

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y que no estaba bien hacerlo, sin más,allí sentado, el señor Goliadkin pidió unchocolate del que de momento maldita lagana que tenía. Después de tomarlo ynotar que había pasado algún tiempo fuea pagar. De pronto alguien le dio unapalmada en el hombro.

Volvióse y vio ante sí a dos colegas,los mismos que había visto esa mañanaen la calle Liteinaya, jóvenes ambos ytodavía de modesta graduación. Nuestrohéroe no tenía especial relación conellos, no sentía por ellos ni amistad niinquina manifiesta. Por supuesto, habíacorrección por ambas partes, pero sóloeso. Y de hecho no podía haber más. El

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encuentro presente era sumamenteenojoso para el señor Goliadkin. Arrugóun poco el entrecejo y quedómomentáneamente turbado.

—¡Yakov Petrovich! ¡YakovPetrovich! —gorjearon los dosescribientes—. ¿Usted aquí? Pero ¿quéle trae?…

—¡Ah! ¿Son ustedes, señores? —interrumpió al momento el señorGoliadkin, un poco desconcertado ymolesto por la sorpresa que delatabanlos escribientes, pero dándose, noobstante, aires de hombredespreocupado—. Conque hanabandonado ustedes el puesto, ¿eh? ¡Ja,

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ja, ja! —y para no rebajarse y adoptarun tono condescendiente con la gentemenuda de la oficina, de la que siemprese mantenía un tanto apartado, trató dedar una palmada en el hombro a uno delos jóvenes. Pero esta vez ese ademántan popular no le salió tan bien comohubiera querido. En vez de un gesto deafabilidad resultó algo harto diferente—. Bueno, ¿qué? ¿Nuestro «oso» sigueallí sentado?…

—¿Qué quiere decir, YakovPetrovich?

—¡Vamos, señores! ¡Como si nosupieran ustedes a quién llaman «eloso»! —el señor Goliadkin rompió a

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reír y se volvió al cajero para recoger lavuelta—. Hablo de Andrei Filippovich,señores —prosiguió después derecogerla y encarándose, ahoraseveramente, con los dos jóvenes. Éstoscambiaron miradas significativas.

—Allí sigue sentado y pregunta porusted, Yakov Petrovich —respondió unode ellos.

—Conque sentado, ¿eh? Pues quesiga sentado, señores. ¿Y pregunta pormí, eh?

—Sí, por usted preguntaba, YakovPetrovich. ¿Pero por qué ese perfume yesa pomada? Está usted hecho unfigurín…

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—Sí, señores, en efecto. Perobasta… —contestó el señor Goliadkin,desviando la vista con sonrisa forzada.

Viéndole sonreír, los escribientessoltaron la carcajada. El señorGoliadkin se enfurruñó un tanto.

—Señores, voy a decirles algo,como amigo —continuó nuestro héroetras breve pausa, como resuelto asincerarse por fin con los jóvenes—.Todos ustedes, señores, me conocen,pero sólo han conocido hasta ahora unade mis facetas. No hay por qué culpar anadie de ello, y hasta cierto punto yomismo tengo la culpa —el señorGoliadkin frunció los labios y miró con

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intención a los escribientes.Éstos cambiaron guiños.—Hasta ahora, señores, no me han

conocido ustedes. No es éste el lugar nila ocasión de explicarlo. Sólo les diréalgo de pasada. Hay personas, señores,que no gustan de rodeos y se disfrazansólo para ir a un baile de disfraces. Haypersonas que no ven qué mérito tiene elque un hombre sepa hacer reverendas.Hay también personas, señores, que nodirán que son felices y gozan plenamentede la vida porque, por ejemplo, lessientan bien los pantalones. Y, porúltimo, hay personas que no gustan dehacer cabriolas ni girar como peonzas

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sin tener por qué, que no gustan deadular ni hacer arrumacos y, sobre todo,de meter las narices donde no lesimporta… Yo ya he dicho casi todo,señores. Ahora, con su permiso, mevoy…

El señor Goliadkin hizo una pausa ylos escribientes, que habían quedadoenteramente satisfechos, soltaron eltrapo a reír de la manera másirrespetuosa. El señor Goliadkinenrojeció de cólera.

—¡Ríanse, señores, ríanse porahora! Cuando tengan más artos, yaverán —dijo con tono de dignidadofendida, tomando el sombrero y

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dirigiéndose a la puerta—. Pero les diréalgo más, señores, ahora que estamosaquí frente a frente —agregó,encarándose por última vez con losescribientes—. Mi regla, señores, esque si fallo la primera vez hago detripas corazón, y si tengo éxito aguantocuanto puedo. En todo caso, no echo lazancadilla a nadie. No soy intrigante, delo cual me enorgullezco. No sirvo paradiplomático. Dicen, señores, que es elpájaro el que vuela hacia el cazador.Eso es verdad. De acuerdo. Pero ¿quiénes aquí el cazador y quién el pájaro?Ahí tienen otra pregunta.

El señor Goliadkin guardó un

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silencio elocuente y con expresión muysignificativa, esto es, arqueando lascejas y frunciendo los labios cuanto leera posible, saludó a los escribientes ysalió, dejándolos con la boca abierta…

—¿Adonde vamos? —inquirióPetrushka un tanto ceñudo, cansadoprobablemente de aguardar con el fríoque hacía—. ¿Adónde vamos? —preguntó al señor Goliadkin al topar conla terrible y pulverizante mirada con laque nuestro héroe ya se había protegidodos veces esa mañana y a la que ahorarecuraría por tercera vez al bajar laescalera.

—Al puente Izmailovski.

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—¡Al puente Izmailovski! ¡Enmarcha!

«En casa de ellos no empieza lacomida hasta después de las cuatro oquizá hasta las cinco —pensaba el señorGoliadkin—. ¿No será tempranotodavía? Pero bien puedo llegar un pocotemprano, porque al fin y al cabo escomida de familia. Puedo presentarmeallí sans façon, como dicen en la buenasociedad. ¿Por qué no sansfagon?Nuestro "oso" dijo también que seríasans façon y puede serlo también paramí…»

Así iba pensando el señorGoliadkin, y mientras tanto subía de

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punto su agitación. Era evidente que seaprestaba a una empresa muydificultosa, dicho sea sin exageración.Mascullaba algo entre dientes,gesticulaba con la mano derecha, mirabaa cada instante por la ventanilla delcoche y de tal modo que, viéndoloahora, a duras penas se diría que iba aasistir a una comida de familia, más aún,como uno de la familia, o sans façon,como dicen en la buena sociedad.

Por fin, al llegar al puenteIzmailovski el señor Goliadkin indicóuna casa, el coche atravesó con estrépitoel portón de entrada y se detuvo anteunos escalones que había a la derecha.

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Al ver una figura de mujer en la ventanadel segundo piso, el señor Goliadkin leenvió un beso con la mano. Sin embargo,ni él mismo sabía lo que hacía, porqueen ese instante estaba en realidad másmuerto que vivo. Pálido y aturdido, bajódel coche, subió los escalones, se quitóel sombrero, se arregló maquinalmenteel traje y, con un ligero temblor en lasrodillas, emprendió el ascenso de laescalera.

—¿Está en casa Olsufi Ivanovich?—preguntó al criado que le abrió lapuerta.

—Sí, señor. Mejor dicho, no, señor.No está.

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—Pero ¿cómo? ¿Qué quieres decir,amigo? Vengo a la comida. ¿Es que nome conoces?

—¡Cómo no, señor! Pero se me haordenado que no le admita.

—Tú… de seguro te equivocas,muchacho. Soy yo. Estoy invitado. Hevenido a la comida —dijo el señorGoliadkin, quitándose el gabán y con elpropósito manifiesto de pasar adelante.

—Perdón, señor. Imposible, señor.Se me ha ordenado que no le admita.Eso es todo.

El señor Goliadkin palideció. En esemomento se abrió la puerta que daba alas habitaciones interiores y apareció

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Gerasimych, el anciano mayordomo deOlsufi Ivanovich.

—Aquí hay un señor que quiereentrar, Yemelyan Gerasimych, y yo…

—Y tú eres un imbécil, Alekseich.Anda y tráete a ese bribón deSemionych. Imposible, señor —dijorespetuosa, pero firmemente,volviéndose al señor Goliadkin—. Esde todo punto imposible. Mi señor ruegaa usted que le perdone, pero no puederecibirle.

—¿Eso le ha dicho? ¿Que no puederecibirme? —preguntó indeciso el señorGoliadkin—. Perdone, Gerasimych,pero ¿por qué es imposible?

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—De todo punto imposible, señor.Le anuncié a usted y el señor dijo:«Ruégale que me disculpe. No puedorecibirle».

—Pero ¿por qué? ¿Por qué?—Lo siento, señor, lo siento.—¿Pero a qué se debe eso? ¡Es

imposible! Vaya a anunciarme… ¿Cómopuede suceder tal cosa? He venido a lacomida…

—Lo siento, señor, lo siento…—En fin, si me ruega que le disculpe

ya es otra cosa. Pero, por favor,Gerasimych, ¿a qué se debe esto?

—¡Lo siento, señor, lo siento! —exclamó Gerasimych empujando

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resueltamente al señor Goliadkin paraabrir paso a dos señores que entraban enel vestíbulo en ese momento. EranAndrei Filippovich y su sobrinoVladimir Semionovich. Ambos miraronperplejos al señor Goliadkin. AndreiFilippovich estuvo a punto de deciralgo, pero el señor Goliadkin habíatomado ya una determinación. Con losojos bajos, colorado como un tomate,sonriente y con semblante que delatabaconfusión, salía ya del recibimiento deOlsufi Ivanovich.

—Pasaré por aquí más tarde,Gerasimych. Me explicaré. Confío enque nada de esto impida una explicación

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a su debido tiempo —dijo, empezandola frase en el umbral y terminándola enla escalera.

—¡Yakov Petrovich, YakovPetrovich! —se oyó la voz de AndreiFilippovich que iba en seguimiento delseñor Goliadkin. Éste estaba ya en elprimer descansillo y se volvió paraencararse con Andrei Filippovich.

—¿Qué se le ofrece, AndreiFilippovich? —preguntó con vozbastante firme.

—¿Qué le pasa, Yakov Petrovich?¿Cómo es que?…

—Nada, Andrei Filippovich. Aquíestoy por cuenta propia. Ésta es mi vida

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privada, Andrei Filippovich.—¿Cómo? ¿Qué?—Digo que es mi vida privada,

Andrei Filippovich, y que, segúnentiendo, nada hay aquí censurable encuanto a mis funciones oficiales.

—¿Qué quiere decir con eso de sus«funciones oficiales»?… Pero ¿qué lepasa, señor mío?

—Nada, Andrei Filippovich,absolutamente nada. Una mozuelainsolente, nada más.

—¿Cómo? ¿Cómo? —AndreiFilippovich estaba visiblementeconfuso.

El señor Goliadkin, que hasta

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entonces venía hablando desde el pie dela escalera y parecía estar a punto delanzarse sobre Andrei Filippovich, alver la confusión pintada en el rostro deéste dio un paso adelante casi sin darsecuenta. Andrei Filippovich dio un pasoatrás. El señor Goliadkin subió unescalón, luego otro. Andrei Filippovichmiró inquieto a su alrededor. El señorGoliadkin empezó de pronto a subir deprisa la escalera. Más de prisa aún,Andrei Filippovich se metió de un saltoen la habitación y, dando un portazo,cerró tras sí. El señor Goliadkin quedósolo. Se le anublaron los ojos. Estabacompletamente aturdido, sumido en una

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especie de reflexión dubitativa, como sirecordase alguna circunstancia absurdaocurrida poco antes. «¡Ah, bueno!»,murmuró intentando sonreírse. Mientrastanto habían empezado a oírse voces ypasos escaleras abajo, seguramente deotros invitados que venían a casa deOlsufi Ivanovich. El señor Goliadkinsalió a medias de su abstracción, se alzóapresuradamente el cuello de piel delgabán, tapóse con él la cara lo mejorque pudo y, a trompicones, saltos ytraspiés, se lanzó escaleras abajo. Alláen sus adentros se sentía flojo yentumecido. Su confusión llegó a talpunto que al salir a la calle no esperó a

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que se acercara su coche, sino que élmismo fue en su busca, cruzando el patiocubierto de fango. Cuando se preparabaa montar, el señor Goliadkin hubierapreferido que se lo tragase la tierra ometerse en una ratonera con carruaje ytodo. Le parecía que cuantos había encasa de Olsufi Ivanovich le acechabandesde todas las ventanas. Sabía que si sevolvía para mirarlos quedaría muerto enel acto.

—¿De qué te ríes, gandul? —gritó aPetrushka, que se preparaba aacomodarlo en el vehículo.

—¿De qué iba a reírme? De nada.¿Adonde vamos ahora?

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—A casa.—¡A casa, cochero! —gritó

Petrushka montándose en el estribotrasero.

«Tiene voz de cuervo», pensó elseñor Goliadkin.

Mientras tanto, el coche se hallabaya bastante lejos del puente Izmailovski.De improviso nuestro héroe tiró confuerza de la cuerda y gritó al cocheroque diera la vuelta inmediatamente. Elcochero hizo volver a los caballos y unpar de minutos después estaban denuevo en el patio de Olsufi Ivanovich.

—¡No, idiota! ¡No es preciso! ¡Da lavuelta! —gritó el señor Goliadkin. Y el

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cochero, como si esperase tal orden ysin rechistar, no detuvo el vehículo antela entrada, sino que dio una vueltacompleta al patio y salió de nuevo a lacalle.

Pero el señor Goliadkin no fue acasa. Después de atravesar el puenteSemionovski, ordenó al cochero quetorciera por una calle lateral y detuvierael coche delante de una taberna de pintabastante modesta. Nuestro héroe seapeó, pagó al cochero y prescindió asídel vehículo. Mandó a Petrushka quevolviera a casa y esperase su regreso, yél entró en la taberna, tomó un reservadoy pidió que le trajesen de comer. Se

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sentía muy mal, con la cabezasumamente trastornada. Largo tiempoestuvo deambulando, agitadísimo, por lahabitación. Por fin se sentó a la mesa,apoyó la frente en las manos y sedispuso, con toda la energía de que eracapaz, a meditar sobre su situaciónactual y a tratar de encontrarle unasolución…

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Capítulo 4

El día —ese día festivo delcumpleaños de Klara Olsufievna, hijaúnica del consejero civil Berendeyev,antaño benefactor del señor Goliadkin—fúe celebrado con una soberbia ymagnífica comida como no se habíavisto desde hacía mucho tiempo en casade un funcionario público en losalrededores del puente Izmailovski. Unacomida que más que tal era un banquetedel rey Baltasar, pues algo debabilónico tenía en cuanto asuntuosidad, elegancia y pertinencia:

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con champaña Veuve-Clicquot, ostras,fruta de las casas Yeliseyev y Miliutin,ternera jugosa y tarjeta con indicacióndel rango de cada comensal. Ese díafestivo, celebrado con tan opíparofestín, concluyó con un baile brillante,un pequeño e íntimo baile de familia,aunque brillante en cuanto a gusto,lucimiento y decoro. Reconozco, porsupuesto, que no faltan bailes de esaíndole, pero se dan raras veces. Bailesasí, más parecidos a festejos familiaresque a bailes propiamente dichos, puedendarse sólo en casas como, por ejemplo,la del consejero civil Berendeyev. Diréalgo más: dudo que todos los consejeros

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civiles puedan dar bailes de ese género.¡Oh, si fuera poeta! Entiéndase, claroestá, como Homero o Pushkin, porquesería vano propósito intentarlo conmenos talento. Si fuera poeta pintaría agrandes rasgos y vivos colores, ¡ohlector!, todo ese día tan notablementefestivo. Mejor aún, empezaría mi poemacon la comida, subrayando en particularese momento mágico y triunfal en que selevantó la primera copa en honor de lareina de la fiesta. En primer lugardescribiría a los invitados, sumidos enreverente y expectante silencio que,como silencio, tenía toda la elocuenciade Demóstenes. Luego dibujaría a

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Andrei Filippovich, como al mayor enedad de los invitados, con ciertoderecho a la primacía por sus canasvenerables y las condecoracionespertinentes a ellas, poniéndose de pie yalzando en brindis la copa de vinoespumoso traído exprofeso de un reinolejano para ser saboreado en momentoscomo éste, vino que más que vinoparecía néctar de los dioses. Retrataríaa los invitados y a los felices padres dela reina de la fiesta, alzando también suscopas después de hacerlo AndreiFilippovich y clavando en él miradas deexpectación. Narraría cómo este AndreiFilippovich, tan a menudo mentado,

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dejando caer primero una lágrima en sucopa, pronunciaría unas palabras debienvenida y felicitación, propondría unbrindis y bebería a la salud de… Peroconfieso —lo confieso sin ambages—que no tengo bastante talento paradescribir lo excelso del momento en quela propia reina de la fiesta, KlaraOlsufievna, como rosa tempranaruborizada por la felicidad y el pudor,cayó vencida por la emoción en losbrazos de su tierna madre. Cómo sutierna madre derramaba también algunalágrima y cómo su padre, el venerableanciano y consejero civil OlsufiIvanovich, que había perdido el uso de

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una pierna durante sus largos años deservicio y a quien la suerte habíapremiado su celo con un pequeñocapital, una casita, algunas fincasrústicas y una hija hermosa, rompió allorar como un chicuelo y proclamóentre lágrimas que Su Excelencia era elespíritu mismo de la beneficencia. Yono podría —¡no, de ninguna manerapodría!— describir al lector elentusiasmo clamoroso que después deeso inundó los corazones y que semanifestó bien a las claras en laconducta de un joven escribiente (que enese momento más parecía un consejerocivil que un humilde escribiente), quien

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también derramó su lagrimitaescuchando a Andrei Filippovich. Por suparte, en ese momento triunfal AndreiFilippovich ya no se parecía en lo másmínimo a un consejero civil y jefe denegociado de un departamento. No,señores…, se parecía a otra cosa, perodesde luego no a un consejero civil. Aotra cosa mucho más elevada. Y porúltimo… ¡Ay! ¿Por qué no poseo elsecreto de un estilo vigoroso yaltisonante, de un estilo solemne capazde reproducir esos momentos tan belloscomo edificantes de la vida humana queparecen existir como prueba de que lavirtud triunfa a veces del vicio, la

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envidia, la incredulidad y la malaintención? No diré nada, pero síapuntaré en silencio —lo que será mejorque la elocuencia— a un afortunadojoven que ha cumplido sus veintiséisprimaveras: al sobrino de AndreiFilippovich, Vladimir Semionovich, quese levanta a su vez y propone un brindis,y en quien se fijan los ojos arrasados delágrimas de los padres de la reina de lafiesta, los ojos orgullosos de AndreiFilippovich, los ojos pudorosos de lapropia Klara Olsufievna, los ojosextáticos de los invitados y aun los ojoscortésmente celosos de algunos colegasjóvenes del brillante mozo. No diré

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nada, si bien no puedo menos deobservar que todo en este joven —quemás que un joven parece un viejo, dichosea en favor suyo—, desde sus mejillassonrosadas hasta el rango de asesor queostenta, revela lo alto a que puede llegarun hombre de buenos modales. Nodescribiré cómo, por último, AntonAntonovich Setochkin, vejete de peloblanco, oficial mayor de undepartamento, colega de AndreiFilippovich y anteriormente de OlsufiIvanovich, y también antiguo amigo de lacasa y padrino de Klara Olsufievna,propuso a su vez un brindis, imitó elcanto del gallo y recitó versos jocosos.

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Y cómo con este decoroso quebranto deldecoro —si se permite la expresión—hizo partirse de risa a todos lospresentes, con lo que la propia KlaraOlsufievna, siguiendo instrucciones desus padres, premió con un beso talregocijo e hilaridad. Sólo diré, porúltimo, que los invitados, quienes trascomida semejante se mirarían sin dudacomo hermanos e íntimos amigos, selevantaron de la mesa. Cómo despuéslos caballeros mayores y formales, trasbreve rato de amigable conversación y,por supuesto, de confidencias amables ysumamente correctas, pasaronsosegadamente a otra sala donde sin

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perder un tiempo precioso se dividieronen grupos y, con la dignidadconveniente, se sentaron a las mesascubiertas de bayeta verde. Cómo lasseñoras, instaladas en el salón, setornaron de pronto insólitamenteamables y se pusieron a hablar de variasmaterias. Cómo, por fin, el muyestimable anfitrión, que habíasacrificado una pierna en aras de la fe yla verdad y que fue recompensado porello con lo indicado más arriba, empezóa circular entre sus invitados apoyado ensus muletas y sostenido por VladimirSemionovich y Klara Olsufievna. Ycómo, volviéndose también muy amable,

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resolvió improvisar un bailecitomodesto sin parar mientes en los gastos.Cómo con tal objeto mandó a un jovenmuy capaz (el mismo que durante lacomida más parecía un consejero civilque un joven) en busca de músicos.Cómo llegaron los músicos, nada menosque once. Y cómo, por último, a lasocho y media en punto se oyeron loscautivadores acordes de una quadrillefrancesa, seguidos de otra música debaile…

Huelga decir que mi pluma esdemasiado torpe, roma e imprecisa paradescribir como Dios manda el baileimprovisado con inusitada amabilidad

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por nuestro venerable anfitrión. ¿Ycómo puedo yo —pregunto—, humildecronista de las aventuras del señorGoliadkin —aunque muy curiosas a sumanera—, describir esa rara yhonorable combinación de belleza,esplendor, decoro, amable probidad,proba amabilidad, jocundidad yregocijo? ¿Cómo puedo representar losretozos y risas de las esposas e hijas deesos funcionarios, damas que más quedamas parecían hadas —dicho sea enfavor suyo—, con hombros y rostros enque se mezclaban la rosa y el lirio,talles cimbreantes, piececitos ligeros yjuguetones, homeopáticos, por decirlo

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con pedantería? ¿Cómo, en fin, puedoretratar a esos brillantes caballeros dela administración pública, correctos a lavez que alegres, mozos sobrios, jovialesal par que modosamente melancólicos,algunos de los cuales, en el descansoentre los bailes, fuman una pipa en unremoto cuartito verde, mientras queotros no fuman? Caballeros del primeroal último, de buena familia, que ocupanbuenos puestos en el escalafón.Caballeros con un fino sentido de laelegancia y la dignidad personal.Caballeros que en su mayoría hablanfrancés con las damas, y si hablan rusoemplean frases altisonantes, galanterías

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y locuciones profundas. Caballeros que,acaso sólo en el fúmador, se permitenalguna amable desviación del lenguajede buen tono, alguna frase de amistosa yafable intimidad, como, por ejemplo:«Oye, Petka, ¡vaya polca que te hastirado!» o «¡Anda, Vasia, picarón, queno te has aprovechado, que digamos, detu parejita!». Para todo eso, como hetenido el honor de indicar arriba, ¡ohlector!, no basta mi pluma y por eso mecallo. Más vale que volvamos al señorGoliadkin, verdadero héroe de nuestraveraz historia.

Se trata, pues, de que estaba ahoraen una situación que, sin exagerar, cabe

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llamar harto insólita. Él también,señoras y señores, se encontraba allí, esdecir, no precisamente en el baile, sinocasi en el baile. Se encontraba bien yseguía por su camino, aunque demomento ese camino no fueraexactamente recto. Estaba ahora —casicuesta trabajo decirlo— en eldescansillo de la escalera de servicio deOlsufi Ivanovich. Pero nada departicular tiene que estuviera allí. Sesentía bien. Se hallaba en un rincón,acurrucado en un espacio exiguo que, sino caliente, estaba cuando menososcuro, disimulado a medias por unenorme aparador y unos biombos

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vetustos, entre un montón de trastosviejos, materiales de desecho y todasuerte de basura. Ahí estaba oculto hastaque llegara la hora, y mientras tanto selimitaba a seguir el curso de losacontecimientos como observadorimparcial. Ahora, señoras y señores, selimitaba a observar. Si él quisiera,también podría entrar… ¿y por qué noentrar? Bastaría dar un paso y entraría.Entraría tan campante. Fue sóloentonces, cuando llevaba ya más de doshoras pasando frío, de pie entre elaparador y los biombos, en medio delmontón de trastos viejos, desperdicios ybasuras, cuando en justificación propia

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citó una frase del llorado ministrofrancés Villèle, a saber: «Todo llega asu debido tiempo para quien sabeesperar»; frase que el señor Goliadkinhabía leído tiempo atrás en un libro queversaba sobre un tema por completodiferente, pero cuyo recuerdo venía muya propósito en el momento actual. Enprimer lugar, la frase resultabapintiparada para su situación presente y,en segundo, ¿qué no pasará por el magínde un hombre que espera el desenlacefeliz de su embrollo al cabo de casi treshoras de plantón en el oscuro y fríodescansillo de una escalera? Después decitar, como queda indicado, la muy

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oportuna frase del ministro francésVilléle, el señor Goliadkin recordó, nose sabe por qué, al antiguo visir turcoMartsimiris y a la bellísima margravinaLuisa, de cuyas vidas se había enteradopor otro libro leído hacía tiempo.Seguidamente le vino a la memoria quelos jesuitas tienen como máxima la dedar por buenos todos los medios queconducen al fin propuesto. Alentado untanto por ese dato histórico, el señorGoliadkin se preguntó qué eran losjesuitas. ¡Mentecatos el que más y el quemenos! ¡Él los eclipsaría, los dejaríatamañitos! Y bastaría con que el buffet(que era la habitación cuya puerta daba

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acceso al descansillo de la escalera deservicio donde ahora estaba el señorGoliadkin) quedase un instante libre degente para que él, a despecho de todoslos jesuitas habidos y por haber, loatravesase en un abrir y cerrar de ojos,pasase de allí al salón de té, luego a lasala donde estaban jugando a las cartas,y de allí directamente al salón dondeahora estaban bailando la polca. Yatravesaría todo eso, ¡claro que loatravesaría, a pesar de todos lospesares!, se colaría por allí sin quenadie lo notara. Y una vez allí, biensabría lo que habría que hacer.

He aquí la situación, señoras y

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señores, en que encontramos ahora alhéroe de nuestra verídica historia,aunque sería arduo explicar lo queprecisamente le ocurría. Habíaconseguido llegar hasta la escalera y eldescansillo, por la sencilla razón de quetodos los demás lo habían conseguido.¿Por qué no iba a conseguirlo éltambién? Pero estaba claro que no osabapasar adelante…, no porque no supierahacerlo, sino porque no quería, porqueprefería obrar a la chita callando. Y heaquí por qué, señoras y señores,esperaba allí en silencio y llevaba yados horas esperando. ¿Y por qué noesperar? El propio Villèle había

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esperado. «¿Pero qué pinta aquí Villéle?—se preguntaba el señor Goliadkin—.¿A santo de qué mezclarlo en esto? ¿Y siahora… me arrancase y entrara?… ¡Ay,no eres más que un comparsa! —dijo elseñor Goliadkin pellizcándose la ateridamejilla con los dedos ateridos—. ¡Quétonto eres, Goliadkin!»

Estas lisonjas dirigidas en talmomento a la propia persona las decíaporque sí, de pasada, sin ningúnpropósito ostensible. Estaba a punto dearrancarse y, en efecto dio un pasoadelante. Había llegado el momento. Ene l buffet no había nadie, como pudocomprobar mirando por un ventanillo.

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Dio dos pasos más, llegó a la puerta y laabrió un poco. ¿Entrar o no entrar?¿Entrar o no? «Sí, entraré, ¿por qué no?¡Para el audaz siempre está franco elcamino!» Espoleándose de ese modo,nuestro héroe se refugió, veloz einesperadamente, tras un biombo.

«No —pensaba—. ¿Y si entraalguien? ¡Ahí está la prueba! ¡Alguienacaba de entrar! ¿Por qué me quedéembobado cuando no había nadie?¡Nada! ¡Liarse la manta a la cabeza yentrar! ¿Pero por qué decir eso cuandouno es como es? ¡Qué pésima índole lamía! Me he asustado como una gallina.¡Lo que es cobarde, lo soy! No tiene

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vuelta de hoja. Siempre echándolo todoa perder. De eso no cabe duda. ¡Y aquíestoy de plantón como un pazguato!Podría estar en casa tomando una taza deté… ¡Con lo bien que me vendría unataza de té! Si llego tarde, Petrushka sepondrá a rezongar. ¿Por qué no irme acasa? ¡Al cuerno con esto! Bueno,andando.»

Una vez resuelta así la situación, elseñor Goliadkin dio un paso adelantecon tal prisa que pareció haber saltadopor resorte. En dos zancadas se encontróen el buffet, se despojó del gabán y elsombrero, metió todo ello en un rincón,se estiró el uniforme y se alisó el pelo.

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Entonces…, entonces entró en el salónde té; de allí se precipitó a otra sala,escurriéndose inadvertido entre losjugadores absortos en su partida decartas; luego… en ese punto el señorGoliadkin perdió la noción de cuantosucedía en torno suyo y, de pronto, comocaído de las nubes, se encontró en elsalón de baile.

Como de propósito, en ese momentono se bailaba. Las damas, en enjambrespintorescos, paseaban por el salón. Loscaballeros formaban pequeños corros ovolaban de aquí para allá en busca depareja. El señor Goliadkin no se percatóde nada de ello. Vio sólo a Klara

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Olsufievna, luego a VladimirSemionovich, a dos o tres oficiales delejército y a dos o tres jóvenes de porteinteresante que, a primera vista,confirmaban las esperanzas cifradas enellos. Vio a otras personas. O, mejordicho, no. Ya no veía a nadie ni a nadiemiraba… E impelido por el mismoresorte que lo había lanzado a un baileal que no había sido invitado, siguióavanzando resueltamente. Tropezó en suavance con un consejero y le dio unpisotón. Puso el pie en el borde delvestido de una dama venerable y se lodesgarró ligeramente. Dio un empujón aun criado portador de una bandeja,

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chocó con alguien más y, sin notar nadade ello, mejor dicho, notándolo, perosin mirar a nadie, siguió adelante hastaque se encontró de pronto frente a KlaraOlsufievna. Sin duda hubiera queridoque se lo tragase la tierra en esemomento, sin pestañear y con el mayorgusto del mundo. Pero a lo hecho pecho,ya que era imposible volverse atrás.Pero, bueno, y ahora ¿qué? «Si se fallala primera vez, hacer de tripas corazón ysi se tiene éxito, perseverar.» El señorGoliadkin, por supuesto, no eraintrigante ni amigo de hacer reverenciasa nadie… Así, pues, sucedió lo quetenía que suceder, sin contar que en ello

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parecían andar metidos también losjesuitas… Pero el señor Goliadkin notenía ahora tiempo para ocuparse deellos. Como en respuesta a una señal,todas las idas y venidas, todos losruidos, coloquios, risas, cesaron depronto y poco a poco se fue agolpandouna multitud en torno al señor Goliadkin.Ahora bien, éste no parecía oír ni vernada. Tampoco podía mirar… ¡Ni porpienso miraría a nada o a nadie! Clavóla vista en el suelo y así estuvo,dándose, no obstante, palabra de honorde pegarse un tiro esa misma noche.Después de darse esa palabra, el señorGoliadkin se dijo mentalmente: «¡Manos

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a la obra!» y con gran asombro suyorompió de improviso a hablar.

El señor Goliadkin comenzó confelicitaciones y parabienes. Lasfelicitaciones le resultaron bien, perotropezó en los parabienes. Habíapresentido que, si tropezaba, todosaldría al momento manga por hombro.Y así fue. Tropezó y se quedó cortado.Se quedó cortado y enrojeció. Enrojecióy se azoró. Se azoró y levantó los ojos.Levantó los ojos y los paseó a sualrededor. Los paseó a su alrededor yquedó helado de espanto… Todosestaban de pie, todos callaban, todosaguardaban. Alguien, más lejos, decía

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algo en voz baja. Alguien, más cerca,rompió a reír a carcajadas. El señorGoliadkin lanzó una mirada humilde yabochornada a Andrei Filippovich.Andrei Filippovich le contestó con unamirada tal que si el señor Goliadkin noestuviera ya reventado por completohubiera quedado reventado por segundavez, de ser posible. El silencio seprolongó bastante.

—Esto es cuestión de miscircunstancias personales y de mi vidaprivada, Andrei Filippovich —dijo elseñor Goliadkin más muerto que vivo ycon voz apenas perceptible—. Éste noes asunto oficial, Andrei Filippovich.

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—¡Debiera darle vergüenza, señormío! —dijo Andrei Filippovich en elmismo tono, con cara de indecibleirritación, cogiendo de la mano a KlaraOlsufievna y apartándola del señorGoliadkin.

—No tengo por qué avergonzarme,Andrei Filippovich —repuso el señorGoliadkin, también casi en un susurro,azorado, abarcando su entorno concuitados ojos y tratando de hallar supropio ambiente y nivel social entre esamultitud desconcertada.

»¡No es nada, señores, nada! ¿Quétiene de particular? Esto puede ocurrirlea cualquiera —murmuró el señor

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Goliadkin, echándose a un lado parazafarse de la muchedumbre circundante.Le abrieron paso. Nuestro héroe avanzócon algún trabajo entre dos filas deespectadores curiosos y perplejos. Susino le arrastraba. Él mismo sentía quesu sino le arrastraba. Ni que decir tieneque hubiera dado cualquier cosa porpoder hallarse ahora, sin perjuicio deldecoro, donde había estado antes, asaber, en el descansillo de la escalerade servicio. Pero como ello eraabsolutamente imposible, trataba demeterse en algún rincón y plantarse allícon modestia e independencia, sinmolestar a nadie, sin llamar la atención,

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pero ganándose la buena voluntad delanfitrión y los invitados. Ahora bien, elseñor Goliadkin sentía como si algo sedeslizara bajo sus pies, como siestuviera tambaleándose y acabara porcaer. Llegó por fin a un rincón y seinstaló en él con aire de observadorindependiente y bastante neutral, con lasmanos apoyadas en el respaldo de dossillas, agarrándolas como si tomaseposesión de ellas y procurando en loposible mirar ufano a los invitados deOlsufi Ivanovich que se congregaban asu alrededor. Quien estaba más cerca deél era un oficial del ejército, alto ygallardo, junto al cual el señor

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Goliadkin se sentía como míseroinsecto.

—Estas dos sillas, teniente, estánocupadas. Una es para Klara Olsufievnay la otra para la princesaChevchehanova, que está bailando. Selas estoy guardando, teniente —dijo elseñor Goliadkin con voz entrecortada,mirando suplicante al oficial. Éste seapartó de allí sin decir palabra y conuna sonrisa despectiva. Viéndosedesairado en un sitio, nuestro héroedecidió probar fortuna en otro y dirigióla palabra a un consejero de aspectopomposo con una importantecondecoración al cuello. Pero el

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consejero le midió de arriba abajo conuna mirada tan gélida que el señorGoliadkin sintió como si se le hubieraechado encima un cubo de agua helada.El señor Goliadkin guardó silencio.Creyó que más valía callar, no deciresta boca es mía, dar a entender queestaba perfectamente bien, que era comocualquier hijo de vecino, y que susituación, a su manera de ver, era detodo punto irreprochable. Con este finclavó los ojos en los puños de suuniforme, luego levantó la mirada y laposó en un caballero de aspectosumamente venerable.

«Este caballero lleva peluca —

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pensó el señor Goliadkin—, y si se laarrancaran le quedaría una cabeza comobola de billar.»

Una vez hecho descubrimiento detanta monta, el señor Goliadkin seacordó de los emires árabes, a quienes,si se les quita el turbante verde quellevan en señal de parentesco con elprofeta Mahoma, les quedan tambiénunas cabezas como bolas de billar. Acontinuación, seguramente por unapeculiar asociación de ideas con losturcos, el señor Goliadkin abordó eltema de las babuchas turcas y recordó apropósito que Andrei Filippovichllevaba botas que más parecían

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babuchas. Es de notar que el señorGoliadkin se iba habituando hasta ciertopunto a su situación.

«Esa araña de luces de ahí arriba —pensó—, si se desprendiera y cayerasobre la concurrencia… me lanzaría almomento a salvar a Klara Olsufievna.Después de salvarla le diría: "No seinquiete, señorita, que no es nada. Yosoy su salvador". Luego…»

Aquí el señor Goliadkin miró dereojo buscando a Klara Olsufievna y vioque Gerasimych, el viejo mayordomo deOlsufi Ivanovich, venía derecho hacia élcon el aire preocupado de quien cumpleun solemne deber oficial. El señor

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Goliadkin se estremeció y una sensacióntan enojosa como inexplicable lecontrajo el rostro. Maquinalmente miróa su alrededor. Tenía idea de que dealgún modo, escurriéndose de costado,podría soslayar el peligro, disolverse enla escena, esto es, obrar como si talcosa, como si nada de aquello tuvieraque ver con él. Sin embargo, antes deque tuviera tiempo de resolver lo queharía, Gerasimych ya estaba delante deél.

—¿Ve usted, Gerasimych, la bujíade ese candelabro? —preguntó nuestrohéroe sonriendo ligeramente—. Está apunto de caer. Lo mejor será que mande

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a alguien que la sujete bien en su sitio.Estoy seguro de que va a caer,Gerasimych…

—¿La bujía, señor? No, señor. Labujía está derecha… Hay alguien ahífuera que pregunta por usted.

—¿Quién hay ahí fuera que preguntapor mí, Gerasimych?

—En verdad, señor, no séprecisamente quién es. El criado dealguien. Ha preguntado si estaba aquíYakov Petrovich Goliadkin. «Si está,llámenle», nos ha dicho. Es un asuntoimportante que no admite dilación…Eso es lo que ha dicho, señor.

—No, Gerasimych, se equivoca

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usted. En eso, Gerasimych, está ustedequivocado.

—A duras penas, señor…—No, Gerasimych. No hay «duras

penas» que valgan. Nadie pregunta pormí, Gerasimych, porque no hay nadieque pueda preguntar. Aquí estoy muy agusto, es decir, estoy donde debo estar,Gerasimych.

El señor Goliadkin hizo una pausapara recobrar el aliento y miró en tornosuyo. ¡Ya se lo había figurado! Todo elmundo en el salón estaba ojo avizor yoído atento, en actitud de solemneespera. Los hombres se acercaban,apretujándose aún más y aguzando el

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oído. Las señoras, algo más apartadas,cambiaban murmullos de alarma. Elpropio anfitrión tampoco estaba lejosdel señor Goliadkin y, aunque noaparentaba tener un interés directo einmediato en la situación de éste —puestodo se hacía con la mayor delicadeza—, todo ello, no obstante, dio sin duda aentender al héroe de nuestra historia quehabía llegado el minuto decisivo.Comprendió que se acercaba elmomento de dar un golpe audaz, elmomento de sacar los colores a susenemigos. Estaba agitado. Sentía algoanálogo a la inspiración y con voztrémula aunque solemne se dirigió una

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vez más a Gerasimych:—No, amigo. Nadie me llama. Te

equivocas. Digo más, y es que tambiénte equivocabas hace un rato alasegurarme…, digo que al osarasegurarme —el señor Goliadkin alzó lavoz— que Olsufi Ivanovich, mibenefactor desde tiempo inmemorial,que hasta cierto punto hizo las veces demi padre, me cerraba su puerta enocasión en que su corazón paternorebosa de gozo familiar —el señorGoliadkin, muy satisfecho de sí mismo,pero con honda emoción, miró a sualrededor. En sus pestañas brillaban laslágrimas—. Repito, amigo, que te has

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equivocado, y equivocado de maneracruel e imperdonable…

Fue un momento de triunfo. El señorGoliadkin sentía que el efecto había sidocapital y aguardaba, con la vistamodestamente baja, el abrazo de OlsufiIvanovich. Los concurrentes dabanclaras señales de turbación ydesasosiego. Incluso el inflexible eimponente Gerasimych tartamudeó aldecir «a duras penas, señor»… Pero depronto, sin que se sepa por qué, lainmisericorde orquesta rompió a tocaruna polca. Todo quedó perdido, todo selo llevó el viento. El señor Goliadkinsintió un escalofrío, Gerasimych dio un

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paso atrás y el salón entero ondeó comola superficie del mar. VladimirSemionovich arrastró tras sí a KlaraOlsufievna en la primera pareja seguidodel apuesto teniente con la princesaChevchehanova. Los espectadores,llenos de curiosidad y entusiasmo, seagolparon a observar a quienes bailabanla polca, baile nuevo e interesante quehacía furor en todas partes. El señorGoliadkin quedó olvidado por elmomento. Pero de repente todo se agitó,se alteró, se turbó. Cesó la música…Algo extraño había ocurrido.

Fatigada por el baile y casi sinaliento, con las mejillas encendidas y el

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pecho jadeante, Klara Olsufievna habíacaído casi agotada en un sillón. Todoslos corazones convergieron en lahechicera joven. Cada cual trataba deser el primero en cumplimentarla yagradecerle el placer que procuraba,cuando de pronto se presentó ante ella elseñor Goliadkin. Estaba pálido, azoradoen extremo, y daba también la impresiónde sentirse rendido de cansancio, ya queapenas podía moverse. Por algún motivosonreía mientras alargaba la mano enseñal de invitación. Klara Olsufievna,en su asombro, no tuvo tiempo de retirarla suya y se levantó mecánicamente antela invitación del señor Goliadkin. Éste

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dio un paso tambaleante, luego otro.Después levantó un pie, hizo algo asícomo una reverencia, dio una especie depatadita y tropezó… Él también queríabailar con Klara Olsufievna.

Klara Olsufievna lanzó un grito.Todos se precipitaron a rescatar sumano de la del señor Goliadkin y, en unabrir y cerrar de ojos, nuestro héroe sevio empujado por la multitud a casi diezpasos de distancia. A su alrededor seformó asimismo un pequeño grupo. Seoyeron los gritos y aullidos de dosviejas a quienes el señor Goliadkin casiatropello en su retirada. La confusiónfue extraordinaria: todo el mundo hacía

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preguntas, todos vociferaban, todosdiscutían. La orquesta cesó de tocar.Nuestro héroe se revolvió dentro de sucorro e involuntariamente, sonriendo amedias, dijo para sus adentros: «¿Porqué no él también? La polca, a su modode ver, era baile nuevo, sumamenteinteresante, inventado para el deleite delas damas… Pero si la cosa iba aterminar así, él consentía en nobailarlo». Ahora bien, nadie por lo vistorequería el consentimiento del señorGoliadkin. Nuestro héroe notó que unamano caía de pronto sobre su brazo, queotra se apoyaba ligeramente en suespalda, y se sintió conducido con

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especial solicitud en cierta dirección. Alfin cayó en la cuenta de que iba derechoa la puerta. El señor Goliadkin hubieraquerido decir o hacer algo… Pero no, yano lo quería. Sólo se reía maquinalmentede todo ello. Entonces sintió que leendosaban el gabán, que leencasquetaban el sombrero hasta losojos, que estaba en el descansillo, en laoscuridad y el frío y, por último, en laescalera. Dio un tropezón y creyóhundirse en un abismo. Quiso gritar y depronto se encontró en el patio. El airefresco le azotó el rostro. Se detuvo y enese mismo instante percibió los sonidosde la orquesta que rompía de nuevo a

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tocar. De súbito el señor Goliadkinrecordó todo lo ocurrido. Parecíarecobrar una vez más la energía perdida.Se arrancó del lugar donde hasta ahíhabía estado como clavado y salió comouna flecha del patio, hacia el aire libre,hacia la libertad, hacia donde lellevaran los pies…

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Capítulo 5

Acababan de sonar las doce de lanoche en los relojes que marcan y dan lahora en todas las torres de Petersburgocuando el señor Goliadkin, fuera de sí,corrió al muelle de la Fontanka, junto alpuente Izmailovski, para zafarse de losenemigos que le perseguían, de losinsultos que en aluvión caían sobre él,de los gritos de alarma de las viejas, delos lamentos y suspiros de otras mujeresy de las miradas aplastantes de AndreiFilippovich. Había quedado aniquiladoen el pleno sentido de la palabra, y si

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aún podía correr era sólo por un milagroen que él mismo se negaba a creer. Lanoche era horrenda, noche denoviembre, húmeda, neblinosa, lluviosa,nivosa, noche preñada de catarros,resfriados, flemones, calenturas,anginas, fiebres de todo género ygravedad, en suma, una de esas nochescon que el mes de noviembre galardonaa la ciudad de Petersburgo. El vientoaullaba en las calles desiertas,alborotando el agua negra de laFontanka, que brincaba por encima delas argollas de amarre, y haciendorechinar con su empuje los débilesfaroles del muelle, que a su vez

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respondían con esos chirridos agudos yensordecedores que forman el incesanteconcierto de sonidos inaguantables tanconocidos de los habitantes dePetersburgo. Llovía y nevaba al mismotiempo. Los chorros de agua en que elviento convertía la copiosa lluviacruzaban horizontalmente, comolanzados por la manga de un bombero,pinchando y cortando la cara delinfortunado señor Goliadkin como otrostantos alfileres y agujas. En el silencionocturno, sólo interrumpido por ellejano retumbar de los carruajes, elulular del viento y el rechinar de losfaroles, se oía el lúgubre gluglú del agua

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que caía de todos los tejados,cobertizos, canalones y cornisas sobrelas aceras de granito. No se veía unalma por ninguna parte, ni se contaríacon verla a tal hora y con tal tiempo.Así, pues, únicamente el señorGoliadkin, a solas con su congoja,trotaba en esa ocasión por la acera de laFontanka con su paso habitual, corto yligero, ansiando llegar cuanto antes a sucalle Shestilavochnaya, a su cuarto piso,a su domicilio.

Aunque la nieve, la lluvia y otrastribulaciones nefandas, cuando enPetersburgo ruge la tempestad en elcielo de noviembre, atacaron de pronto

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y como de común acuerdo al señorGoliadkin, ya aniquilado por lospesares, sin darle respiro ni sosiego,calándolo hasta los huesos, anublándolelos ojos, congelándolo por los cuatrocostados sacándolo a empellones de sucamino y de sus casillas…. aunque todoesto, repito, había descargado sobre élde un golpe, como confabulándose ycooperando con todos sus enemigos paradar remate a un día, una tarde y unanoche que no olvidaría jamás…, adespecho de todo esto el señorGoliadkin permaneció casi insensible aesta última prueba de su adversafortuna: tanto le aturdió y consternó lo

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que le había acontecido unos minutosantes en casa del consejero civilBerendeyev. Si ahora un observadorexterno e imparcial echase un vistazo alseñor Goliadkin y viese su atormentadafuga, comprendería al punto el espantosohorror de sus infortunios y diría sin másque tenía el aspecto de un hombre quequería escaparse y esconderse de símismo. Sí, eso precisamente. Más aún,ahora el señor Goliadkin no sólodeseaba escapar de sí mismo, sinodestruirse por completo, dejar de ser,convertirse en polvo. En ese momentono tenía noción alguna de lo que lerodeaba, no entendía nada de lo que a su

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alrededor sucedía, y daba la impresiónde que no existían para él lashumillaciones de esa malhadada noche,ni la larga carrera, ni la lluvia, ni lanieve, ni el viento, ni el tiempo deperros que hacía. Un chanclo que se ledesprendió de la bota del pie derechoquedó donde había caído, en la nieve yel lodo de la acera de la Fontanka, y elseñor Goliadkin no pensó en volver arecogerlo, pues ni siquiera advirtió lapérdida. Su trastorno era tal que de vezen cuando, a despecho de cuanto lerodeaba, transido por la magnitud de sureciente desliz, hacía alto en su carrera yse quedaba inmóvil, clavado en medio

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de la acera. En momentos tales seesfumaba, dejaba de existir. Luegoarrancaba otra vez como enloquecido ycorría, corría desalentado, como si seviese perseguido y quisiese escapar atodo trance de una calamidad todavíamayor… Era horrible, en efecto, susituación…

Por fin, agotadas sus fuerzas, elseñor Goliadkin se detuvo, se acodó enla barandilla del muelle como hombre aquien de pronto empieza a sangrarle lanariz, y se puso a mirar fijamente lasaguas negras y revueltas de la Fontanka.No se sabe cuánto tiempo pasó de esemodo. Lo único que se sabe es que ya

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para entonces el señor Goliadkin habíallegado a extremo tal de desesperación,se sentía tan lacerado, tan exhausto, tangastado, tan vaciado de bríos —de losque en todo caso no le quedaban muchos—, que se olvidó de todo, del puenteIzmailovski, de la calleShestilavochnaya y de su propiasituación… ¿Para qué preocuparse?Porque a él le tenía sin cuidado. Lohecho estaba hecho y punto final:firmado y sellado. ¿A él qué leimportaba?… De pronto…, de pronto seestremeció de pies a cabeza, einstintivamente, de un respingo, seapartó dos pasos de donde estaba. Con

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inquietud inexplicable miró en tornosuyo, pero no vio a nadie ni ocurría nadade particular. Y, sin embargo…, sinembargo, le pareció que alguien habíaestado allí, en ese preciso momento y enese lugar preciso, allí junto a él,apoyado también en la barandilla delmuelle y, ¡cosa rara!, hasta le habíahablado, le había dicho algo conrapidez, en voz entrecortada, algo no deltodo inteligible, pero que le atañía muyde cerca, que le concernía directamente.

«¿Qué es esto? ¿Lo habré soñado?—dijo el señor Goliadkin mirando unavez más a su alrededor—. ¿Pero dóndeestoy? ¡Vaya, vaya!», concluyó,

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sacudiendo la cabeza, mientras que condolorosa inquietud, más aún, con pavor,empezó a otear la lóbrega lejanía,aguzando cuanto pudo la mirada yesforzándose por penetrar con sus ojosmiopes la húmeda tiniebla que ante sítenía. Pero no había nada nuevo. Nadade particular se ofreció a la vista delseñor Goliadkin. Todo parecía estar enorden, como Dios manda, esto es, lanieve caía más copiosa y espesa, no seveía gota a veinte pasos de distancia, elrechinar de los faroles era más agudoque antes y el viento silbaba sumelancólica canción en tono más triste yplañidero, como mendigo importuno que

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pide un ochavo para poder comer.«¡Vaya, vaya! ¿Pero qué me pasa?»,

repitió el señor Goliadkin, poniéndosede nuevo en camino y todavía mirandoen torno de vez en cuando. Entre tantouna nueva sensación hizo presa de él,mezcla de congoja y pavor… y unescalofrío febril le recorrió todo elcuerpo. Fue un momentointolerablemente penoso.

«Bueno, no es nada —dijo paraenvalentonarse—. Quizá no sea nadaque mancille la honra de nadie. Quizáhaya sido necesario —prosiguió sinentender él mismo lo que decía—. Quizátodo esto sea a la larga para bien. Quizá

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no haya de qué quejarse y todo el mundoquede justificado.»

Razonando de esa suerte yconfortándose con sus propias palabras,el señor Goliadkin se enderezó de unasacudida, barrió a manotazos la espesacapa de nieve que le cubría el sombrero,el cuello, el gabán, la corbata, las botasy todo lo demás, pero no pudodesembarazarse de aquella extrañasensación, de la congoja imprecisa quele invadía. A lo lejos se oyó el disparode un cañón.

«¡Valiente tiempo! —pensó nuestrohéroe—. ¿No será ese cañonazo por unainundación? Bien claro está que el agua

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ha subido mucho de nivel.»No bien hubo dicho o pensado esto

el señor Goliadkin cuando vio venirhacia él a un transeúnte queprobablemente también se habíaretrasado por algún motivo. La cosa erafortuita y no parecía tener mayorimportancia. Pero, no se sabe por qué, elseñor Goliadkin se turbó y hasta seacobardó. Perdió pie. No temía quefuese algún sujeto peligroso, peroquizá…

«¡Quién sabe lo que será esterezagado! —cruzó por su mente—. Bienpuede ser lo más importante de esteasunto y que no pase por aquí

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casualmente, sino con intención decortarme el paso y provocarme.»

Ahora bien, es posible que el señorGoliadkin no pensara exactamente así,sino que sintiera de momento algo igualde desagradable. Pero no había tiempopara pensar o sentir. El transeúnteestaba ya a dos pasos. Al momento, ypor sempiterna costumbre suya, el señorGoliadkin se aprestó a dar a susemblante una expresión peculiar quedecía a las claras que él, Goliadkin, ibapor su camino, que no le pasaba nada,que la calle era bastante ancha paratodos, y que él, Goliadkin, noperjudicaba a nadie. De pronto quedó

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inmóvil, clavado en el sitio, comoalcanzado por un rayo, y al momento sevolvió para mirar al viandante queacababa de pasar, y se volvió comoconstreñido a hacerlo, como veletaimpulsada por el viento. El transeúntedesapareció rápidamente en untorbellino de nieve. Caminaba de prisatambién y, al igual que el señorGoliadkin, iba arropado y embozado depies a cabeza y, también como él,trotaba por la acera de la Fontanka conpasos cortos y rápidos.

«¿Qué es esto?», murmuró el señorGoliadkin sonriendo incrédulo, perotemblando todo él y sintiendo un

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escalofrío a lo largo del espinazo.Mientras tanto, el transeúnte habíadesaparecido por completo y ya no seoía el ruido de sus pasos, pero el señorGoliadkin seguía plantado allí, mirandopor donde se había ido. Al cabo volvióen su acuerdo.

«¿Pero qué es esto? —pensó irritado—. ¿Acaso me estoy volviendo loco?»

Giró sobre los talones y prosiguió sucamino, apretando aún más el paso yhaciendo lo posible por no pensar ennada. Hasta cerró los ojos con ese fin.De pronto, a través del viento ululante yel fragor de la tempestad, volvió a llegara sus oídos el ruido de pasos bastante

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cercanos. Se estremeció y abrió losojos. A veinte pasos de él se perfiló lafigura de un hombre que se le acercabaapresuradamente, a un buen trote,acortando veloz la distancia quemediaba entre ellos. El señor Goliadkinpudo al fin ver con claridad a su nuevocompañero noctámbulo y lanzó unaexclamación de asombro y horror. Leflaquearon las piernas. Era el mismotranseúnte junto al cual había pasadodiez minutos antes, que ahora reaparecíainopinadamente. Pero no fue sólo eseportento lo que maravilló al señorGoliadkin, y tan maravillado estaba quehizo alto, lanzó un chillido e intentó

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decir algo. Echó a correr tras eldesconocido, gritándole algo, con laprobable intención de detenerlo lo antesposible. El desconocido se detuvo, enefecto, a unos diez pasos del señorGoliadkin, donde la luz de un farolalumbraba toda su figura, dio la vueltapara encararse con él y, con inquietud eimpaciencia, esperó a ver qué decía.

—Perdón. Quizá me he equivocado—dijo nuestro héroe con voz trémula.

El desconocido le volvió la espaldairritado y a toda prisa reemprendió lamarcha como afanoso de recuperar losdos segundos que había perdido con elseñor Goliadkin. En cuanto a éste, le

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temblaba el cuerpo entero, se ledoblaban las piernas, se desmadejabatodo él, y con un gemido se sentó en elborde de la acera. Pero, bien mirado,tenía motivo bastante de trastorno, puescreyó que el desconocido le era dealgún modo familiar. Esto, en sí, notenía nada de particular. Ahora bien,conocía a ese hombre, estaba casiseguro de conocerlo.

Lo había visto a menudo, inclusohacía poco. ¿Pero dónde? ¿El día antes?Lo importante, sin embargo, no eratampoco haberlo visto a menudo. En esehombre nada llamaba la atención aprimera vista. Era un hombre como otro

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cualquiera, un hombre, por supuesto,respetable como lo son todos loshombres respetables, y hasta quizá conalgunas buenas cualidades. En suma, unhombre que iba por su camino. El señorGoliadkin no sentía odio, ni inquina, nila más mínima antipatía hacia esehombre; antes bien, todo lo contrario. Y,sin embargo —y esto sí era lo principal—, no hubiera querido encontrarse conél por todo el oro del mundo y, enparticular, encontrarse con él encircunstancias como las actuales. Másaún, el señor Goliadkin conocíaplenamente a ese hombre, sabía inclusocómo se llamaba, cuál era su apellido.

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Y, sin embargo, para decirlo una vezmás, no hubiera pronunciado su nombrepor todo el oro del mundo ni hubieraconfesado que se llamaba así, que talera su patronímico y tal su apellido. Nopuedo decir si el aturdimiento del señorGoliadkin duró poco o mucho, ni cuántotiempo permaneció sentado al borde dela acera, pero al fin se repuso un tanto yechó a correr cuanto le permitían suspiernas, sin mirar atrás. Iba jadeante,casi desalentado. Tropezó un par deveces y a punto estuvo de caer, y una deesas veces el otro chanclo del señorGoliadkin se despidió de sucorrespondiente bota. Finalmente el

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señor Goliadkin acortó un poco el pasopara tomar aliento, echó una ojeadafugaz a su alrededor y vio que, sinadvertirlo, había recorrido su caminohabitual a lo largo de la Fontanka,cruzado el puente Anichkov, seguido untrozo del Nevski Prospekt, y que estabaahora en la esquina de la calle Liteinaya.Su estado en ese momento era análogo alde un hombre que se halla al borde de unhorrible precipicio cuando la tierra sedesmorona bajo sus pies, tiembla, semueve, oscila por última vez y se hunde,arrastrándolo, en el abismo, mientras elcuitado carece de bríos o fuerza devoluntad para dar un salto atrás, para

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desviar los ojos de la sima voraz. Elabismo lo llama y él mismo acaba porlanzarse en él, ansioso de apresurar sufin. El señor Goliadkin presentía, sabía,estaba absolutamente seguro, de quealgo maligno le sobrevendría en elcamino, de que un nuevo infortuniodescargaría sobre él, por ejemplo, quevolvería a tropezar con su desconocido.Pero, por extraño que parezca, él mismodeseaba ese encuentro, lo juzgabainevitable, e imploraba sólo que todoacabara cuanto antes, que su situación seresolviese de algún modo, con tal que,repetimos, fuera lo más pronto posible.Y entre tanto seguía corriendo, como

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empujado por una fuerza ajena, puestoque su cuerpo sólo albergaba debilidady embotamiento. No podía pensar ennada, aunque su mente, como la lapa, seagarraba a todo. Una inmunda perritaextraviada, toda temblorosa y caladahasta los huesos, se pegó al señorGoliadkin y se puso a correr junto a él,gachas las orejas y abatido el rabo,mirándolo de vez en cuando con ojostímidos e inteligentes. Una idea largotiempo olvidada —el recuerdo de algoque sucedió tiempo atrás— penetró denuevo en la cabeza de nuestro héroe,golpeándosela, irritándolo y sin dejarleen paz.

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«¡Vaya, hombre! ¡Qué perra tanasquerosa!», murmuró el señorGoliadkin sin comprender él mismo loque decía. Finalmente vio a sudesconocido en la esquina de la calleItalyanskaya. Pero ahora, en vez de venira su encuentro, iba en la mismadirección, corriendo a unos cuantospasos delante de él. Llegaron por fin a lacalle Shestilavochnaya. Al señorGoliadkin le faltaba el aliento. Eldesconocido se detuvo justamente antela casa en la que el señor Goliadkintenía su vivienda. Se oyó el tintineo dela campanilla y casi simultáneamente elchirrido del cerrojo. Se abrió el postigo,

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el desconocido se agachó, quedó visibleun momento y desapareció. Casi en elmismo instante llegó allí el señorGoliadkin y se deslizó veloz por elpostigo. Sin escuchar al portero, querefunfuñaba algo, entró corriendo en elpatio, casi sin poder respirar, y por unsegundo alcanzó a ver a su interesantecompañero al pie de la escalera queconducía al piso del señor Goliadkin.Éste se lanzó en pos de él. La escaleraestaba oscura, húmeda y mugrienta. Enlos descansillos había montones debasura depositados allí por losinquilinos. Un extraño que subiese esaescalera después de anochecido

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necesitaría media hora para hacerlo, sincontar el riesgo de quebrarse una pierna,y acabaría maldiciendo la escalera y alos amigos que se habían ido a vivir asemejante lugar. Pero el compañero delseñor Goliadkin parecía ser conocidoallí, mejor dicho, parecía alguien de lacasa. Subía a paso ligero, sin esforzarsey con pleno conocimiento del sitio. Elseñor Goliadkin estuvo a punto dealcanzarlo. Dos o tres veces le rozó lanariz el borde del gabán deldesconocido. De pronto se le cayó elalma a los pies. El misterioso personajese detuvo frente a la puerta misma delapartamento del señor Goliadkin, llamó

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con los nudillos y (lo que en otraocasión hubiera sorprendido al señorGoliadkin) Petrushka, como si hubieraestado esperando sin acostarse, abrió alpunto la puerta y con una bujía en lamano alumbró la entrada deldesconocido. Fuera de sí, nuestro héroeentró corriendo en su domicilio. Sindespojarse del gabán y el sombrerosiguió por el corto pasillo y se detuvo,como alcanzado por un rayo, en elumbral de su habitación. Todos lospresentimientos del señor Goliadkin sehabían cumplido. Todo lo que temía ysospechaba se había trocado enrealidad. Se le cortó el aliento y sintió

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un mareo. El desconocido estabasentado en su propia cama, sin quitarseel gabán y el sombrero; y con una ligerasonrisa, frunciendo levemente elentrecejo, le dirigía un amistosomovimiento de cabeza. El señorGoliadkin quiso gritar, pero no pudo;protestar de alguna manera, pero lefallaron las fuerzas. Se le erizó elcabello y se desplomó exánime delhorror que sentía. ¿Y cómo no? Él señorGoliadkin había reconocido enteramentea su amigo nocturno. Su amigo nocturnono era otro que él mismo, el propioseñor Goliadkin, otro señor Goliadkin,pero absolutamente idéntico a él… En

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una palabra, su doble…

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Capítulo 6

A las ocho en punto del día siguienteel señor Goliadkin se despertó en supropia cama. Al momento, y en todo suhorrible alcance, reaparecieron en suimaginación y memoria los insólitosacontecimientos de la víspera y de todaesa noche inverosímil, frenética, con suslances punto menos que imposibles. Lacruel y diabólica malicia de susenemigos y, en particular, la evidenciafinal de esa malicia le helaron elcorazón. Por añadidura, todo había sidotan extraño, tan incomprensible y

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absurdo que, en efecto, resultaba difícildarle crédito. El señor Goliadkin nohubiera tenido empacho en considerarlocomo febril pesadilla, comomomentáneo trastorno de la fantasía,como ofuscación del entendimiento, siafortunadamente no hubiera sabido, porsu amarga experiencia de la vida, losextremos a que puede la malicia empujara un hombre, hasta dónde puede llegar aveces la furia de un enemigo empeñadoen vengar su honor o su amor propio.Como si ello no bastara, los doloridosmiembros del señor Goliadkin, suaturdida cabeza, su molida cintura, sumaligno resfriado, atestiguaban y

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confirmaban de sobra la realidad de esacarrera nocturna y, en parte también, lodemás que ocurrió durante ella. Yfinalmente el señor Goliadkin sabíadesde hacía largo tiempo que se tramabaalgo contra él y que en la conjura andabaotra persona. Pero, bueno, ¿y qué?Después de pensarlo debidamenteresolvió no decir nada, resignarse yreservar su protesta hasta el momentooportuno.

«Puede que sólo quisieran darme unsusto. Y como verán que no les hagocaso, que no pongo el grito en el cielo,sino que me resigno y aguanto todo conhumildad, serán los primeros en darse

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por vencidos.»Tales eran los pensamientos que

rebullían en el magín del señorGoliadkin cuando, desperezándose en lacama y confortando sus asendereadosmiembros, esperaba la apariciónhabitual de Petrushka en el aposento.Llevaba ya un cuarto de hora esperando,oyendo cómo el haragán de su criadotrajinaba con el samovar al otro lado deltabique, pero resolvió no llamarlo. Adecir verdad, el señor Goliadkin parecíatemer en ese momento una confrontacióncon Petrushka.

«Dios sabe qué pensará el bribón deeste asunto —razonaba—. Ahí está

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callado, pero es más taimado que unzorro.»

Por fin rechinó la puerta y aparecióPetrushka con una bandeja en las manos.El señor Goliadkin lo miró de reojo,tímidamente, esperando impaciente queocurriera alguna cosa, que dijera algosobre el asunto de marras. PeroPetrushka no dijo nada. Al contrario,parecía más taciturno, adusto ymalhumorado que de costumbre. Lomiraba todo con ceño fruncido. Eraevidente que estaba muy descontento dealgo. No miró a su amo una sola vez, loque, dicho sea de paso, irritó un tanto alseñor Goliadkin. Puso lo que había

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traído en la mesa, giró sobre los talonesy desapareció tras el tabique sin decirpalabra.

«¡Lo sabe! ¡Lo sabe todo esteholgazán!», murmuró el señor Goliadkinpreparándose a beber el té. Sinembargo, nuestro héroe no hizo preguntaalguna a su criado, aunque éste entrómás de una vez en la habitación convarios quehaceres. El estado de ánimodel señor Goliadkin era de lo másagitado. Le aterraba la idea de ir a laoficina. Tenía el fuerte presentimientode que allí le acechaba algunacontrariedad.

«Si uno va allí cae de bruces en el

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ajo —cavilaba—. ¿No será mejoraguantar por ahora? ¿No será mejoraguardar un poco más? ¡Que se lasarreglen como puedan! Puedo esperaraquí hoy, recobrar fuerzas, reponerme ypensar en el asunto. Luego aprovecharíaun momento oportuno, los cogería porsorpresa y haría como si no hubieseocurrido nada de particular.»

Mientras así meditaba, el señorGoliadkin fumaba una pipa tras otra. Eltiempo volaba. Eran ya casi las nueve ymedia.

«Bueno. Ya son las nueve y media—pensaba—. Es tarde para ir allá.Además, estoy enfermo. ¡Claro que

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estoy enfermo! ¡Indiscutiblementeenfermo! ¡A ver quién dice que no loestoy! Y si mandan a investigar, ¡puesque venga el inspector! ¿A mí qué? Meduele la espalda, estoy tosiendo y tengoun catarro. En fin, no puedo ir. Deninguna manera puedo ir con estetiempo. Podría ponerme malo de veras yhasta morirme. Hay mucha mortandadestos días…»

Con tales razonamientos acabó elseñor Goliadkin por apaciguar del todosu conciencia y justificarse de antemanoante la reprimenda que esperaba recibirde Andrei Filippovich por no ir a laoficina. En situaciones parecidas nuestro

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héroe gustaba de justificarse a suspropios ojos con diversas arguciasirrefutables y tranquilizar así susescrúpulos de conciencia. Habiéndolos,pues, tranquilizado por completo, tomóuna pipa, la llenó y apenas le hubo dadola primera chupada saltó del diván,arrojó la pipa, se lavó a toda prisa, seafeitó, se peinó, se puso el uniforme ytodo lo demás, cogió unos papeles y fuevolando a la oficina.

El señor Goliadkin entró en sunegociado con timidez, en trémulaanticipación de que sucedería algomortificante, anticipación que, aunquevaga e inconsciente, era, no obstante,

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desagradable. Se sentó medrosamente ensu sitio habitual, junto al oficial mayorAnton Antonovich Setochkin. No miróen torno suyo ni se permitió distracciónalguna, sumiéndose en el estudio de lospapeles que ante sí tenía. Habíaresuelto, y se había prometido, dar delado en lo posible a cuanto pudiera serprovocativo o pudiera comprometerlode algún modo: a preguntas indiscretas,a bromas y alusiones improcedentessobre lo ocurrido la noche antes. Inclusodecidió prescindir de las cortesíashabituales con sus compañeros, talescomo preguntarles por la salud, etc.Pero bien se veía que le era imposible

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mantener esa actitud durante muchotiempo. La inquietud y la ignorancia deuna cosa que tan de cerca le atañía leacongojaba más que la cosa misma. Y heahí por qué, a despecho de la promesaque se había hecho de no mezclarse ennada, fuera lo que fuese, y de apartarsede todo, fuera lo que fuese, alzaba lacabeza de vez en cuando, a hurtadillas, ymiraba furtivamente las caras de suscompañeros, a derecha e izquierda,tratando de inferir por ellas si habíaalgo nuevo, algo especial que tuvieraque ver con él y que por algún motivoinconfesable procuraban ocultarle.Sospechaba que había un nexo

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inequívoco entre lo acontecido la nocheantes y lo que en ese momento lerodeaba. Por último, en su angustiaempezó a desear que todo se resolvieracuanto antes, como Dios quisiera, hastacon un desastre…, ¡no importaba! Eldestino vino a secundar su anhelo. Nobien hubo formulado su deseo cuandoquedaron despejadas sus dudas. Ahorabien, del modo más extraño einsospechado…

La puerta de la sala contigua seabrió silenciosa y tímidamente comoanunciando que quien entraba erapersona de poca monta. Y una figurabien conocida del señor Goliadkin

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apareció con aire timorato ante la mesamisma tras la cual estaba sentadonuestro héroe. Éste no levantó la cabeza.No. Miró a esa figura con el rabillo delojo. Fue una mirada fugaz, pero al puntolo reconoció todo, lo comprendió todo,hasta el más mínimo detalle. Enrojecióde vergüenza y hundió su humilladacabeza en los papeles, con el mismopropósito con que el avestruz asediadopor el cazador esconde la suya en laardiente arena. El recién llegado seinclinó ante Andrei Filippovich yseguidamente se oyó esa vozceremoniosamente afectuosa con que losjefes de los departamentos

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administrativos reciben a lossubordinados que acaban de llegar.

—Siéntese aquí —dijo AndreiFilippovich señalando al novato elescritorio de Anton Antonovich—. Aquí,frente al señor Goliadkin, y en seguidale daremos algún trabajo. —AndreiFilippovich terminó dirigiendo unrápido y decoroso gesto de advertenciaal recién llegado y al momento se sumióen el examen de varios papeles, de losque tenía todo un montón delante.

El señor Goliadkin levantó al cabola vista y si no se desmayó fue sóloporque lo había presentido todo desde elprimer instante, porque había sido

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advertido de antemano, porque en sucorazón había adivinado quién era elrecién venido. El primer movimiento delseñor Goliadkin fue lanzar una rápidaojeada en torno para ver si alguienestaba cuchicheando, o contaba algúnchiste oficinesco sobre el caso, o hacíauna mueca de sorpresa, o si, por último,alguien, presa de espanto, se habíadesplomado bajo su pupitre. Pero congrandísimo asombro suyo nada de ellose produjo. El comportamiento de suscamaradas y colegas le sorprendió.Parecía rebasar las lindes del buenjuicio. El señor Goliadkin llegó aasustarse de tan insólito mutismo. La

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realidad hablaba por sí misma: era uncaso extraño, feo, absurdo. ¡Bien habíade qué alterarse! Todo esto, por decontado, pasaba sólo fugazmente por elcaletre del señor Goliadkin, quien sesentía como si estuvieran asándolo afuego lento. Y no sin razón. Quien ahoraestaba sentado enfrente del señorGoliadkin era el terror del señorGoliadkin, la vergüenza del señorGoliadkin, su pesadilla de la víspera, enuna palabra, era el propio señorGoliadkin. No el que ahora,boquiabierto, estaba sentado en su sillacon una pluma seca en la mano. No elayudante del oficial mayor. No al que le

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gustaba disolverse y perderse en lamultitud. No aquel, por último, cuyocontinente al andar proclamaba: «No metoque usted y yo no le tocaré», o «no metoque, que no le voy a hacer nada». No.Ése era otro señor Goliadkin,enteramente diferente y, sin embargo,enteramente idéntico al primero, de lamisma altura, del mismo talle, vestidodel mismo modo, con la misma calvicie.En suma, nada, absolutamente nada,faltaba para una semejanza completa, detal modo que si los colocasen uno juntoa otro nadie, absolutamente nadie, sehubiese comprometido a decir cuál erael auténtico Goliadkin y cuál el falso,

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cuál el viejo y cuál el nuevo, cuál eloriginal y cual la copia…

Nuestro héroe, si cabe lacomparación, se parecía a un hombresobre el cual, por vía de diversión, unbromista ha enfocado una lente cóncava.

«¿Qué es esto? ¿Es sueño o no? —pensaba—. ¿Es algo real o continuaciónde lo de ayer? ¿Pero cómo puede ser?¿Con qué derecho se hace esto? ¿Quiénha admitido a este empleado? ¿Quién loha autorizado? ¿Estoy dormido? ¿Estoysoñando?»

El señor Goliadkin probó apellizcarse y hasta pensó en pellizcar aalguien más… No. No era sueño, y

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sanseacabó. Sentía que el sudor lebrotaba copiosamente, que lo que lepasaba era algo sin precedentes, algohasta allí nunca visto y, por ello mismo,vergonzoso, para colmo de su infortunio,pues se hacía perfecto cargo delperjuicio que suponía ser el primerejemplo de tamaña bufonada. Llegó, porfin, a dudar de su propia existencia, yaunque antes estaba dispuesto a todo contal de despejar sus dudas fuese comofuese, en la índole misma del caso iba,por supuesto, anejo un elemento desorpresa. La congoja le agobiaba, letorturaba. A veces perdía eldiscernimiento y le fallaba la memoria.

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Al volver en su acuerdo tras un momentoasí notó que su pluma corría maquinal einconscientemente sobre el papel. Sinfiarse de sí mismo leyó lo que habíaescrito… y no entendió nada.

Finalmente, el otro señor Goliadkin,que en el ínterin continuaba sentadotranquila y decorosamente, se levantó ydesapareció por la puerta de otrasección para atender a algún trámite. Elseñor Goliadkin echó un vistazo a sualrededor. Nada. Todo estaba en calma.Lo único que se oía era el garrapatearde las plumas sobre el papel, el crujidode las hojas al ser repasadas y el runrúnde las conversaciones en rincones algo

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apartados de donde estaba AndreiFilippovich. El señor Goliadkin lanzóuna mirada a Anton Antonovich y como,con toda probabilidad, la fisonomía denuestro héroe reflejaba su estado deánimo en ese momento y correspondía ala marcha general del asunto, amén deque en cierto modo llamaba mucho laatención, el bueno de Anton Antonovichsoltó la pluma y preguntó con interésnada común por la salud del señorGoliadkin.

—Yo…, yo, Anton Antonovich… —tartamudeó el señor Goliadkin—, estoyperfectamente, Anton Antonovich. Demomento no te.ngo nada, Anton

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Antonovich —añadió indeciso, sinfiarse aún por completo de este AntonAntonovich cuyo nombre tanto repetía.

—¡Ah! Me pareció que no estabausted bien. Claro, nada de extrañotendría, ¿sabe usted? Hay por aquí tantasenfermedades, sobre todo ahora…

—Sí, Anton Antonovich. Sé que lashay… Pero yo, Anton Antonovich, yo nisé cómo decirle…, o sea, desde quéángulo abordar el asunto, AntonAntonovich.

—¿Qué dice? Francamente, confiesoque no le entiendo bien… Dígame conmás detalle qué apuros tiene aquí —sugirió Anton Antonovich, quien al ver

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lágrimas en los ojos del señor Goliadkinempezó también a sentir algunos apuros.

—Yo, la verdad… Aquí, AntonAntonovich…, aquí hay un empleado,Anton Antonovich…

—Bueno, ¿qué? Sigo sin entenderle.—O sea, Anton Antonovich, hay un

empleado que acaba de ingresar.—Sí, lo hay. Y tiene el mismo

apellido que usted.—¿Qué me dice? —gritó el señor

Goliadkin.—Digo que tiene el mismo apellido

que usted. Goliadkin también. ¿Es acasohermano suyo?

—No, Anton Antonovich. Yo…

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—¡Hum! ¡Vaya, hombre! ¡Y yo quepensaba que sería pariente cercano deusted! ¿Sabe? Hay un cierto aire defamilia.

El señor Goliadkin quedó paralizadode asombro y durante algún tiempo nopudo decir palabra. ¿Cómo era posiblealudir de modo tan trivial a algo taninsólito y grotesco, a una cosa tan raraque hubiera dejado patidifuso alobservador más imparcial? ¿Cómo eraposible hablar de un «aire de familia»cuando a ojos vistas era como unaimagen reflejada en un espejo?

—¿Sabe lo que le aconsejo, YakovPetrovich? —agregó Anton Antonovich

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—. Que consulte con un médico. Porque,francamente, no tiene usted muy buenacara. Sobre todo en los ojos tiene ustedalgo raro.

—No, Anton Antonovich. Yo siento,naturalmente…, o sea, quiero saber quéclase de persona es ese empleado.

—Bueno, sí.—Mejor dicho, ¿no ha notado algo

especial en él, Anton Antonovich?…¿Algo muy significativo?

—¿A saber?—Quiero decir, Anton Antonovich,

un parecido sorprendente con alguien,por ejemplo, conmigo, sin ir más lejos.Hace un momento, Anton Antonovich,

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mencionó usted de pasada un aire defamilia… ¿Sabe usted que a veces haymellizos que se parecen como dos gotasde agua, hasta el extremo de que esimposible distinguirlos? Pues bien, aeso me refiero…

—Sí —dijo Anton Antonovichreflexionando un momento como si porvez primera se diese cuenta del caso—.Sí. Justamente. El parecido es, en efecto,sorprendente y no se equivoca usted.Podría confundirse al uno con el otro —agregó asombrado, abriendo los ojoscada vez más—. ¿Y sabe, YakovPetrovich? Es un parecido prodigioso,fantástico, como se dice a veces… Él es

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igual que usted… ¿Lo ha notado, YakovPetrovich? Yo también queríapreguntárselo, aunque al principio no mefijé mucho. ¡Prodigioso!¡Verdaderamente prodigioso! Y dígame,Yakov Petrovich, usted no es de poraquí, ¿verdad?

—No, señor.—Él tampoco es de por aquí. Quizá

sea del mismo sitio que usted. Su madrede usted, ¿dónde pasó la mayor parte desu vida, si me permite la pregunta?

—¿Dice usted…, dice usted, AntonAntonovich, que él tampoco es de poraquí?

—No, no lo es. Pues sí, es algo

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prodigioso —prosiguió el locuaz AntonAntonovich, para quien chacharear decualquier cosa era un genuino deleite—.Es algo que no puede menos dedespertar curiosidad. ¡Hay que ver lasveces que pasa uno junto a él, se roza oincluso tropieza con él, y no se da unocuenta! Pero no se preocupe. Estas cosaspasan pronto. Mire, le voy a decir algo.Eso mismo le ocurrió a una tía maternamía. Antes de morir vio a su propiodoble delante de ella…

—No, señor. Yo…, perdone que leinterrumpa, Anton Antonovich…, yo,Anton Antonovich, lo que quisiera saberes cómo este empleado…, o sea, en qué

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situación está aquí.—Ocupa el puesto que quedó

vacante con la muerte de SemionIvanovich. Quedó vacante ese puesto yahí lo han colocado. ¡Qué buena personaera el difunto Semion Ivanovich! Dicenque ha dejado tres hijos, los tres todavíapequeños. La viuda cayó a los pies deSu Excelencia. Sin embargo, dicen queella tiene algo puesto a buen recaudo,algún dinerillo, y que lo esconde…

—No, Anton Antonovich. Yo en loque pienso es todavía en lo otro.

—¿Y eso qué es? ¡Ah, sí! ¿Pero porqué se preocupa tanto por ello? Ya le hedicho que no tiene por qué inquietarse.

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Eso es cosa del momento. ¿Y qué másda? ¿Qué le va a usted en ello? Es undesignio de Dios, es Su voluntad, y seríapecado refunfuñar contra ello. En eso serevela Su infinita sabiduría. Y, por loque se me alcanza, Yakov Petrovich, enello no lleva usted culpa alguna. ¡Comosi no hubiera bastantes cosas raras eneste mundo! La madre Naturaleza esgenerosa. Y no le pedirán que conteste aeso, porque a eso no puede unocontestar. A propósito, por vía deejemplo, supongo que habría oído hablarde los…, ¿cómo los llaman? ¡Ah, sí!Hermanos siameses, que nacieronpegados por la espalda, y así viven y

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comen y duermen. Tengo entendido queganan mucho dinero.

—Permítame, Anton Antonovich…—Le comprendo, le comprendo. Sí,

pero ¿a qué viene eso? No es nada. Yale digo que, a mi entender, no hay porqué preocuparse. ¿Qué tiene departicular? Es un empleado como otrocualquiera y, por lo visto, hombre capaz.Habló personalmente con Su Excelencia.

—¡Ah! ¿Y de qué?—De nada especial. Dicen que dio

cuenta cabal de sí mismo y que presentósu caso de modo razonable: «Que esto,que aquello, que lo de más allá,Excelencia. Carezco de medios.

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Quisiera ingresar en el servicio y muyparticularmente bajo su dignadirección…». En fin, que dijo bien loque se dice en tales casos. Debe de serlisto. Y, por supuesto, se presentó conrecomendaciones. Porque sin ellas no seva a ninguna parte…

—Bueno, pero ¿de quién?… Lo quequiero saber es quién anda metido eneste indecente asunto.

—Por lo visto fue una buenarecomendación. Dicen que SuExcelencia se lo contó riendo a AndreiFilippovich.

—¿Que se lo contó riendo?—Sí. Se rió y dijo que bueno, que

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por su parte no había inconveniente contal que hiciese bien su trabajo…

—¿Y qué más hubo? Me anima ustedbastante, Anton Antonovich. Le ruegoque me diga lo que hubo después.

—Perdone, pero todavía no…Bueno, sí, no importa. Algo muysencillo. Le digo una vez más que notiene por qué inquietarse, porque el casonada tiene de inquietante…

—No, señor. Lo que quieropreguntarle, Anton Antonovich, es si SuExcelencia dijo algo más…, algo de mí,por ejemplo.

—¡Pues claro! ¡Sí, señor! O, mejordicho, no. No dijo nada. Puede usted

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estar completamente tranquilo. Porsupuesto, ¿sabe usted?, hay algosorprendente, y al principio… Bueno, yomismo casi no lo noté al principio.Francamente, no sé por qué no lo notéhasta que usted me lo advirtió. Peropuede estar perfectamente tranquilo. Nodijo nada de particular. Absolutamentenada —añadió el bueno de AntonAntonovich levantándose de su asiento.

—Pues es que yo, AntonAntonovich…

—¡Ah, perdone! He estadochapurreando nimiedades y tengo unasunto importante y urgente. Deboatenderlo.

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—¡Anton Antonovich! —se oyó lallamada cortés de Andrei Filippovich—.Su Excelencia pregunta por usted.

—¡Al momento, Andrei Filippovich,al momento voy! —y cogiendo unmontón de papeles, Anton Antonovich seacercó a toda prisa a Andrei Filippovichy luego fue al despacho de SuExcelencia.

«¡Conque ésas tenemos! —dijo parasí el señor Goliadkin—. ¡Conque ése esel juego! No está mal. La cosa ha dadoun giro inmejorable —se decía nuestrohéroe para su capote, frotándose lasmanos y olvidándose en su gozo decuanto le rodeaba—. Así, pues, nuestro

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asunto es común y corriente. Todo acabaen agua de borrajas, sin dejar rastro.Nadie ha notado nada. ¡Y esos pillos nodicen ni pío! Siguen sentados trabajandoen sus cosas. ¡Estupendo! ¡Estupendo!Estimo a ese buen hombre, lo heestimado siempre y estoy siempredispuesto a respetarlo… Pero ahora quelo pienso, temería mucho fiarme de él.Este Anton Antonovich está demasiadochocho y casi se cae de viejo. Noobstante, lo estupendo y capital es queSu Excelencia no ha dicho nada y haechado tierra al asunto. ¡Eso es lobueno! Sólo que ¿por qué tiene AndreiFilippovich que meterse con sus risitas

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donde no lo llaman? ¿A él qué le va enello? ¡"Viejo zorro! Siempre se meatraviesa en el camino. Siempre se mecruza por delante como un gato negro.Siempre cruzándose y fastidiando…»

Una vez más el señor Goliadkinmiró a su alrededor y cobró ánimos. Sinembargo, le inquietaba un pensamientovago y enojoso. Incluso llegó a acariciarla idea de provocar a sus compañeros,de tomarles la delantera y, al salir de laoficina o al acercarse a ellos so pretextode algún asunto, decirles entre una cosay otra: «Pues tal y tal señores, tal y tal…¡Hay que ver qué parecido! ¡Cosa rara!¡Una comedia de errores!…». En suma,

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tomarlo todo a chirigota y sondear deese modo la hondura del peligro poraquello de que de donde menos sepiensa salta la liebre. Así cavilabanuestro héroe. Pero eran sólocavilaciones y cambió de parecer atiempo. Comprendió que eso sería llevarlas cosas demasiado lejos.

«¡Qué talante el tuyo! —se dijo,golpeándose la frente con la mano—.Ahora te sientes retozón. Estás feliz.¡Qué alma cándida la tuya! No, YakovPetrovich, más vale que tengamospaciencia. Que esperemos y tengamospaciencia.»

En todo caso, como ya se ha

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indicado, el señor Goliadkin se sintiórenacer con nueva esperanza, como sihubiera resucitado de entre los muertos.

«¡Nada, nada! —pensaba—. ¡Igualque si me hubiesen quitado una losa deencima! "Basta con levantar la tapa",como dice Krylov en su fábula. YKrylov lleva razón. Sí, Krylov llevarazón. ¡Qué ojo el de ese Krylov! ¡Y quégran fabulista! En cuanto al otro sujeto,pues bien, que trabaje aquí, que trabajeenhorabuena. Con tal que no se meta ennada ni fastidie a nadie. ¡Que trabaje!Estoy conforme y doy mi visto bueno.»

Entre tanto pasaban fugaces lashoras y dieron las cuatro antes de que el

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señor Goliadkin se percatara de ello. Secerraron las oficinas. AndreiFilippovich tomó el sombrero y, comode costumbre, todos le imitaron. Elseñor Goliadkin se retrasó un poco, sóloel tiempo necesario, y salió adrededespués de los demás, en último lugar,cuando ya todos sus compañeros sedispersaban en varias direcciones. Unavez en la calle, se vio en la gloria, tantoasí que sintió el deseo de dar un rodeo eir por el Nevski Prospekt.

«¡Así es la suerte! —se dijo nuestrohéroe—. Un cambio radical einesperado en el asunto. Y, además, eltiempo ha mejorado. Hay helada y se

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ven trineos. Al ruso le sienta bien lahelada. Hace buenas migas con ella.Amo a los rusos. Y hay una nievecillarecién caída, "en polvo", como diría uncazador. ¡Tiempo de cazar liebres, conla nieve "en polvo"! En fin, no importa.»

Así se manifestaba el contento delseñor Goliadkin, pero algo semejante auna congoja seguía hurgándole en lacabeza. De vez en cuando notabapunzadas en el corazón que no acertabaa calmar.

«Sin embargo, esperemos un día másantes de cantar victoria. ¿Pero qué es loque me pasa? Bueno, pensemos yveamos. A ver, joven amigo mío,

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pongámonos a reflexionar. En primerlugar, es un hombre igual que tú,exactamente igual que tú. Bueno, ¿y qué?¿Acaso he de echarme a llorar porquehay un hombre así? ¿A mí qué? Yo estoyfuera de todo. ¡No me importa uncomino, y basta! Lo acepto, y nada más.¡Que trabaje! Pero es extraño yprodigioso eso que dicen de loshermanos siameses… ¿Pero por quésacarlos a colación? Pongamos que sonmellizos, pero ¿es que no hay tambiéngrandes hombres que a veces parecenridículos? Hasta la historia nos dice queel célebre Suvorov cantaba como ungallo… Claro que por motivos políticos.

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Y hasta los grandes generales…, sí,pero ¿qué son los generales? Yo sigo micamino, eso es todo. No quiero saber denadie y, siendo inocente, desprecio amis enemigos. No soy un intrigante y deello me enorgullezco. Franco, probo,pulcro, afable, aseado…»

El señor Goliadkin calló de pronto,se echó a temblar como un azogado ycerró los ojos momentáneamente. En laesperanza, sin embargo, de que la causade su terror fuera una ilusión, volvió aabrirlos y tímidamente miró de reojo asu derecha. ¡No, no era una ilusión!…Junto a él trotaba sonriente el sujeto aquien había conocido esa mañana. Y

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éste le miraba cara a cara y aguardaba,por lo visto, una coyuntura para entablarconversación con él. Pero no huboconversación. Ambos caminaron de talguisa cincuenta pasos. Todo el afán delseñor Goliadkin se cifraba en embozarsetodo lo posible, en sepultarse en sugabán y encasquetarse el sombrero hastalos mismísimos ojos. Para colmo deagravio, también el abrigo y el sombrerodel otro eran idénticos a los del señorGoliadkin. Diríase que se los habíanarrancado de su propio cuerpo.

—Señor mío —dijo al cabo nuestrohéroe, procurando reducir su voz a unsusurro y sin mirar a su acompañante—,

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me parece que llevamos caminodiferente… Estoy seguro de ello —agregó tras breve pausa—. Estoy segurode que me entiende usted perfectamente—añadió en conclusión con notableseveridad.

—Yo quisiera… —dijo por fin elacompañante del señor Goliadkin—, yoquisiera…, perdóneme, por favor…, nosé a quién acudir aquí…, en misituación. Espero que perdone miimpertinencia, pero llegó a parecermeque, movido por la simpatía, mostróusted algún interés por mí esta mañana.Yo, por mi parte, me sentí atraído haciausted desde el primer instante. Yo…

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En este punto el señor Goliadkindeseaba secretamente que a su nuevocolega se lo tragara la tierra.

—Si me atreviera a esperar, YakovPetrovich, que se dignase escucharme…

—Aquí…, aquí estamos… Lo mejorserá que vayamos a mi casa —repuso elseñor Goliadkin—. Crucemos ahora alotro lado del Nevski Prospekt. Será másconveniente para los dos… Y luego poresa callejuela… Mejor será quehagamos eso.

—Sí, muy bien. Tomemos por esacallejuela —dijo con timidez el sumisoacompañante del señor Goliadkin,dando a entender por el tono de su

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respuesta que a él no le cumplía escogery que, en su situación, estaba dispuesto acontentarse con la callejuela. El señorGoliadkin, a su vez, no comprendía nadade lo que le pasaba. No daba crédito asus sentidos. Todavía no había salido desu asombro.

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Capítulo 7

Logró reponerse un poco en laescalera, ante la puerta de su domicilio.

«¡Qué cabeza de chorlito la mía! —se increpó mentalmente—. ¿Pero adónde le llevo? Me estoy echando yomismo la soga al cuello. ¿Qué pensaráPetrushka al vernos juntos? ¿Quépensará ese picaro ahora? Con losuspicaz que es…»

Pero ya era tarde para volverseatrás. El señor Goliadkin llamó, se abrióla puerta y Petrushka empezó a despojarde los abrigos a su amo y al

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acompañante de éste. El señorGoliadkin lanzó una mirada fugaz aPetrushka, tratando de descifrar por laexpresión de su cara lo que estabapensando. Pero, con gran asombro suyo,vio que su criado no manifestabasorpresa alguna. Al contrario, parecíahaber esperado algo semejante. Porsupuesto, tenía el gesto ceñudo desiempre, miraba de través y parecíaestar a punto de emprenderla amordiscos con alguien.

«¿No estaremos todos embrujadoshoy? ¿No andará suelto algún demoniopor aquí? Sin duda algo singular leocurre hoy a la gente. ¡Vaya

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mortificación!»A este género de reflexiones estaba

entregado el señor Goliadkin mientrasconducía a su cuarto a su acompañante yle invitaba humildemente a tomarasiento. El visitante daba muestra deagudo azoramiento y no menos agudatimidez. Seguía dócilmente con la vistalos movimientos del dueño de la casa yrecogía las miradas de éste comoesforzándose por adivinar lo quepensaba. Había algo abyecto, servil,espantadizo, en cada uno de sus gestos,hasta el punto de que, si cabe lacomparación, se parecía en ese momentoa un hombre que, no teniendo ropa

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propia, se ha puesto la ajena, nota que sele suben las mangas, que lleva la cinturacerca del cogote y que a cada instantetiene que tirar del exiguo y deleznablechaleco; a un hombre que trata deescurrir el bulto, de desaparecermetiéndose en cualquier sitio, o que, porel contrario, mira a la gente cara a carapara ver si habla de él por razón de suatavío, o se ríe o se avergüenza de él; oa un hombre que se abochorna, seaturulla y que se siente lastimado en suamor propio… El señor Goliadkin habíapuesto su sombrero en la repisa de laventana. A causa de un movimientodescuidado el sombrero cayó al suelo.

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El visitante se lanzó veloz a recogerlo,le limpió el polvo, lo volvió a colocaren el sitio de antes, a la vez que ponía elsuyo en el suelo, junto a una silla, alborde de la cual tomó asientosumisamente. Este pequeño incidentesirvió en cierto modo de lección alseñor Goliadkin. Habiendocomprendido lo extremada que era lanecesidad de su visitante, no tuvo ya quepreocuparse de cómo empezar laconversación, sino que dejó a éste,como era debido, que la iniciara. Elvisitante, por su parte, tampoco searrancaba, aunque si era por timidez,por vergüenza o por esperar a que lo

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hiciera el dueño de la casa es difícil desaber. En ese momento se presentóPetrushka, que se quedó plantado en lapuerta, fijos los ojos en el rincón delaposento lo más alejado posible deaquel en que estaban el visitante y suamo.

—¿Quiere que traiga comida parados? —preguntó con voz bronca yapática.

—No…, no sé… Sí, tráela para dos.Petrushka salió. El señor Goliadkin

lanzó una ojeada a su visitante. Ésteenrojeció hasta la raíz del cabello. Elseñor Goliadkin era hombre de buencorazón y al momento formuló una

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teoría.«¡Pobre hombre! —pensó—. Lleva

sólo un día en la oficina. En su tiempode seguro las habrá pasado negras.Quizá toda su hacienda sea lo que llevaencima y no tenga que comer. ¡Hay quever lo agobiado que está! En fin, noimporta. Hasta cierto punto así esmejor…»

—Perdone que… —empezó el señorGoliadkin—. Permítame preguntarlecómo debo llamarlo.

—Pues…, pues… Yakov Petrovich—respondió el visitante en un mediosusurro, como si algo le remordiera yabochornara, como si se disculpara por

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llamarse también Yakov Petrovich.—¡Yakov Petrovich! —repitió

nuestro héroe, incapaz de ocultar suconfusión.

—Sí, señor… Exactamente… Soytocayo de usted —respondió el apocadovisitante, atreviéndose a sonreír y deciralgo festivo. Pero notando que el señorGoliadkin no estaba para bromas guardósilencio y puso cara grave y hastadesconcertada.

—Usted… ¿Puedo preguntarle a quédebo el honor?…

—Sabiéndolo generoso y honrado—le interrumpió, rápido aunque tímido,el visitante, medio levantándose de su

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silla—, me he atrevido a dirigirme austed para solicitar… su amistad yprotección… —concluyó el visitante,que por lo visto se expresaba conempacho y escogía palabras nidemasiado lisonjeras para suinterlocutor ni humillantes para símismo, a fin de no herir su amor propio,pero tampoco lo bastante atrevidas parasugerir una improcedente igualdad. Cabedecir que, en general, el visitante secomportaba como un mendigo biennacido, con una levita remendada y unpasaporte en el bolsillo que atestigua subuena estirpe, como un mendigo que aúnno ha aprendido a alargar la mano.

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—Me desconcierta usted —respondió el señor Goliadkin,mirándose a sí mismo y mirando luego asu visitante y las paredes de lahabitación—. ¿En qué puedo yo?… Loque quiero decir es ¿en qué puedo yoserle útil?

—Yo, Yakov Petrovich, me sentíatraído hacia usted desde el primerinstante y (apelo a su generosidad paraque me perdone) me he atrevido a cifraren usted mis esperanzas. Aquí me sientoperdido. Soy pobre, he sufrido mucho,Yakov Petrovich, y tengo que volver aempezar. Habiéndome enterado de queusted, con las buenas cualidades innatas

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de un noble espíritu, tiene el mismonombre que yo…

El señor Goliadkin arrugó la frente.—… que tenemos el mismo nombre

y somos del mismo sitio, he decididodirigirme a usted y exponerle miprecaria situación.

—Bien. Francamente, no sé quédecirle —contestó turbado el señorGoliadkin—. Mire, hablaremos despuésde la comida…

El visitante se inclinó. Trajeron lacomida. Petrushka puso la mesa yanfitrión y huésped se dispusieron asatisfacer el apetito. Le comida no durómucho porque ambos comieron de prisa:

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el anfitrión porque no las tenía todasconsigo y, por añadidura, seavergonzaba de que el condumio fuesetan malo, cuando hubiera deseadoobsequiar bien a su visitante y mostrarleque no vivía en la indigencia; elinvitado, a su vez, porque era muyapocado y estaba azoradísimo.Habiendo tomado un primer trozo depan, temía, después de comérselo,alargar la mano para tomar un segundo.Procuraba escrupulosamente no servirselo mejor de nada y afirmaba a cadamomento no tener el menor apetito.Aseguraba que la comida era deliciosa,que por su parte estaba plenamente

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satisfecho y la recordaría el resto de susdías. Cuando terminaron de comer, elseñor Goliadkin encendió su pipa yofreció al invitado otra que guardabapara los amigos. Ambos se sentaronfrente a frente y el visitante empezó anarrar sus aventuras.

La historia del señor Goliadkin IIduró tres o cuatro horas, aunque estabacompuesta de incidentes baladíes y, casicabe decir, mezquinos. Era algo relativoa su servicio en una audiencia deprovincia, a fiscales y presidentes detribunal, a intrigas oficinescas, a ladepravación de cierto oficial mayor, aun inspector general, a la sustitución

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sumaria de un jefe de negociado, y acuánto había padecido el señorGoliadkin II sin culpa alguna de suparte. Habló de una anciana tía suyallam'ada Pelageya Semionovna; de cómopor intrigas de sus enemigos habíaperdido su destino y venido a pie aPetersburgo; de sus privaciones ypenalidades aquí; de cuánto tiempoanduvo buscando en vano un empleo enla capital; de cómo se había quedado sinfondos, habiendo gastado los últimos encomer; de cómo había vivido casi en lacalle, manteniéndose de pan durohumedecido con sus propias lágrimas ydurmiendo en el suelo; y de cómo, por

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fin, una buena persona se había tomadola molestia de venir en su ayuda,recomendándolo y encontrándolegenerosamente una nueva colocación. Elvisitante del señor Goliadkin llorómientras contaba todo ello, enjugándoselas lágrimas con un pañuelo azul acuadros que más parecia un pedazo dehule. Concluyó abriendo su pecho alseñor Goliadkin y confesando que demomento no sólo no tenía con qué vivirni dónde vivir con decencia, sino quetampoco podía vestirse como Diosmanda. Agregó en conclusión que nisiquiera había podido procurarse dineropara un par de botas usadas y que el

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uniforme que llevaba se lo habíanprestado por breve tiempo.

El señor Goliadkin quedóconmovido, genuinamente afectado.Aunque la historia de su visitante era delo más trivial, las palabras con que lahabía contado cayeron sobre su corazóncomo maná venido del cielo. Lo ciertoera que el señor Goliadkin hablaolvidado sus incertidumbres de antes,abierto su corazón a la libertad y al gozoy, por último, tildándose para susadentros de mentecato. ¡Era todo tannatural! ¿Acaso había habido motivo deaturdimiento y alarma? Pero quedaba, noobstante, un punto delicado aunque de

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poca importancia, algo que no podíadeshonrar a un hombre, ni herir su amorpropio, ni perjudicar su carrera, dadoque ese hombre era inocente y que laNaturaleza misma andaba metida en elasunto. A mayor abundamiento elvisitante solicitaba protección, lloraba,culpaba a su mala suerte. ¡Parecía tansimple, tan falto de maña y malicia, tanlamentable y poca cosa! Además,aunque quizá por otros motivos, éltambién se avergonzaba de la extrañasemejanza que tenía con su anfitrión. Suconducta no podía ser más intachable.Su expresión denotaba el deseo deagradar al dueño de la casa y era la de

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un hombre a quien le remuerde laconciencia y se siente culpable anteotro. Si la conversación versaba, porejemplo, sobre alguna cuestióndebatible, el invitado se manifestaba almomento conforme con la opinión delseñor Goliadkin. Si por error su parecercontradecía el del señor Goliadkin y sepercataba del mismo, al puntorectificaba lo dicho, se explicaba y dabaa entender que sus ideas concordaban entodo con las del anfitrión, que pensabaigual que éste y lo veía todo desdeidéntico punto de vista. En resumen, elinvitado hizo cuanto pudo paragranjearse la simpatía del señor

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Goliadkin, por lo que éste concluyó queera un sujeto en todo respectoamabilísimo.

Mientras tanto Petrushka habíaservido té. Hacía rato que habían dadolas ocho. El señor Goliadkin se hallabaen excelente estado de ánimo, se pusocontento, retozón, se «soltó» un poco yacabó por entablar una conversaciónanimada y entretenida con su huésped.Cuando estaba de buen humor, el señorGoliadkin gustaba de contar algointeresante. Así ocurrió esta vez. Contóa su invitado muchas cosas acerca de lacapital, de sus bellezas y diversiones,del teatro, de los clubs, del cuadro de

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Briullov. Le refirió cómo habían venidode Inglaterra a Petersburgo dos inglesescon el único propósito de ver la verjadel Jardín de Verano y cómo habíanregresado a su país inmediatamentedespués de verla. Le habló de la oficina,de Olsufi Ivanovich y AndreiFilippovich; de que Rusia se acercabapor momentos a la perfección y delflorecimiento de las ciencias y lasletras; de una anécdota que había leídopoco antes en La Abeja del Norte, deque en la India hay una serpiente boasumamente fuerte; y, finalmente, delbarón Brambeus. En una palabra, elseñor Goliadkin se sentía enteramente

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satisfecho: primero, porque estabaabsolutamente tranquilo; segundo,porque no sólo no temía a sus enemigos,sino que estaba dispuesto a retarlos a uncombate decisivo, y tercero, porque sehabía erigido en protector de alguien,con lo que por fin hacía algo bueno. Ensu fuero interno, sin embargo, seconfesaba que aún no era del todo felizen ese momento, que todavía le hurgabaen el corazón un ligerísimo malestar. Loque más le atormentaba era el recuerdode lo sucedido la víspera en casa deOlsufi Ivanovich. En ese momento daríacualquier cosa por borrar de su memoriatodo lo ocurrido el día anterior.

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«Pero, en fin, no importa», pensó,decidiendo que en adelante se portaríacomo era menester y no daría resbalonessemejantes.

Ahora que se sentía relajado y sejuzgaba casi plenamente feliz, al señorGoliadkin se le metió entre ceja y cejaque debía disfrutar de la vida. Petrushkatrajo ron y preparó un ponche. Elanfitrión y su invitado tomaron un vaso,seguido pronto de otro. El visitante semostraba aún más amable que antes ydio a su vez repetidas muestras de tenerun carácter franco y festivo. Compartióde buen grado el excelente humor delseñor Goliadkin, pareció gozar con el

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gozo de éste y llegó a tenerle por suúnico bienhechor verdadero. Tomó unapluma y una hojita de papel, pidió alseñor Goliadkin que no mirase y cuandohubo concluido le mostró lo que habíaescrito. Resultó ser una cuarteta hartosentimental, pero compuesta con buenestilo y hermosa letra y, sin duda, de supropia cosecha:

Yo siempre pensaré en tiaunque llegues a olvidarme.Si bien la vida es voluble,no dejes de recordarme.

Con lágrimas en los ojos el señor

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Goliadkin abrazó a su visitante y,embargado de emoción, acabó porconfiarle algunos de sus secretos, enparticular los relativos a AndreiFilippovich y Klara Olsufievna.

—Sí, Yakov Petrovich, tú y yoseremos amigos —dijo nuestro héroe asu visitante—. Tú y yo, YakovPetrovich, seremos como uña y carne.Como gemelos. Ya verás como lesganaremos por la mano. Sí, señor, lesganaremos tú y yo. Les armaremosnuestra propia trampa para que sejoroben…, eso es, para que se joroben.No te fíes un pelo de ninguno de ellos.Como te conozco, Yakov Petrovich, y sé

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cómo eres, irás y se lo contarás todo.Porque eres limpio de corazón. ¡Pero note acerques a ninguno de ellos, amigo!

El visitante asintió a todo, dio lasgracias al señor Goliadkin y derramótambién unas lágrimas.

—¿Sabes lo que te digo, Yasha? —prosiguió el señor Goliadkin con vozdébil y trémula—. Pues que te vengas avivir conmigo por algún tiempo oincluso para siempre. Nos llevaremosbien. ¿Qué te parece? ¿Eh? No tepreocupes ni murmures avergonzado porlo del extraño parecido entre nosotros.Murmurar es un pecado, amigo. ¡Esto escosa de la Naturaleza! Y la madre

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Naturaleza es generosa, amigo Yasha.Te digo esto porque te estimo, porque teestimo fraternalmente. Les ganaremospor la mano, Yasha. Les ganaremos tú yyo. Les armaremos nuestra propiatrampa y veremos quién es el último quese ríe.

Habían tomado un tercer vaso deponche y luego un cuarto, y el señorGoliadkin empezó a notar dos cosas:primera, que era insólitamente feliz, ysegunda, que no podía tenerse de pie. Elvisitante fue invitado, por supuesto, apasar la noche. De algún modo seimprovisó una cama con dos filas desillas. El señor Goliadkin II dijo que

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bajo un techo amigo el duro suelo escama blanda y que dormiría en cualquiersitio con humildad y agradecimiento;que ahora estaba en el paraíso; quedurante su vida había conocido muchasdesgracias y sinsabores; que había vistoy sobrellevado muchas cosas y que,habida cuenta del futuro incierto, acasotendría que sobrellevar muchas mástodavía. El señor Goliadkin I protestócontra esto e intentó demostrar que elhombre debe poner toda su confianza enDios. El visitante manifestó su completaconformidad y dijo que, por supuesto, nohay nadie como Dios. Aquí el señorGoliadkin I hizo notar que, hasta cierto

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punto, los turcos tienen razón cuando aunen sueños invocan el nombre de Dios.Sin aceptar las imposturas y calumniascon que algunos eruditos tratan alprofeta turco Mahoma, y reconociendoque a su modo fue un gran político, elseñor Goliadkin I comentó acontinuación un relato muy interesanteacerca de una barbería argelina quehabía leído en alguna miscelánea.Anfitrión e invitado se rieron mucho dela simpleza de los turcos, pero nopudieron menos de maravillarse de lafantasía que tienen alimentada por elopio…

Por fin el visitante empezó a

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desnudarse y el señor Goliadkin I pasóal otro lado del tabique, en parte porque,siendo bondadoso, pensaba que aquélquizá no tuviera una camisa decente y noera cosa de avergonzar una vez más a unhombre que ya había sufrido bastante; yen parte también, para tranquilizarse enlo posible respecto a Petrushka, sondeara éste, ponerle de buen humor si cabía,mostrarse amable con él para que todosfuesen felices y no quedase cabo poratar. Debe advertirse que Petrushkaseguía preocupando un poco al señorGoliadkin.

—Ve a acostarte, Petrushka —dijocon dulzura, entrando en el cuarto de su

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criado—. Acuéstate ahora y despiértamemañana a las ocho. ¿Entiendes?

El señor Goliadkin hablaba consuavidad y amabilidad desusadas, peroPetrushka guardaba silencio. Trajinabaalrededor de su cama y ni siquiera sevolvió para mirar a su amo, lo quedebiera haber hecho por simple respeto.

—¿Me has oído, Petrushka? —prosiguió el señor Goliadkin—.Acuéstate ahora y despiértame mañana alas ocho. ¿De acuerdo?

—¿Es que no tengo memoria? —murmuró Petrushka entre dientes.

—Vaya, vaya, Petrushka. Te lo digosólo para que estés tranquilo y contento.

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Ahora que todos somos felices, tútambién debes estar tranquilo y contento.Y ahora te deseo que pases una buenanoche. Duerme, Petrushka, duerme.Todos tenemos que trabajar… Y novayas a pensar que…

El señor Goliadkin no concluyó loque iba a decir.

«¿No habrá sido demasiado? —cavilaba—. ¿No habré ido demasiadolejos? Así me sucede siempre. Siempreme paso de rosca.»

Nuestro héroe salió del cuarto dePetrushka muy descontento de sí mismo.Además, la grosería y tozudez de sufámulo le habían ofendido un tanto.

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«Trata uno de congraciarse con él,de honrarlo, y el muy bribón no loagradece —pensaba el señor Goliadkin—. Pero así es la gente de esta laya.»

Tambaleándose un poco volvió a suhabitación y, al ver a su visitanteacostado, se sentó un momento junto aél.

—Vamos, Yasha, reconócelo —murmuró sacudiendo la cabeza—, Tútienes la culpa, ¡so pillo! Tú eres el queha tomado mi nombre… —agregó,chanceándose familiarmente con suvisitante.

Al cabo, el señor Goliadkin sedespidió de él amistosamente y se fue a

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dormir. El visitante empezó a roncar. Asu vez, el señor Goliadkin se metió en lacama y se dijo con una risita:

«Hoy estás borracho, amigo YakovPetrovich. ¡Menudo picaro eres! ¡PobreGoliadkin! ¡Y vaya apellido que gastas!¿De qué estás tan contento? Porquemañana será la de llorar. ¡Con loquejica que eres! ¿Qué voy a hacercontigo?»

En ese momento el señor Goliadkinse sintió penetrado de una extrañasensación análoga a la duda o elremordimiento. «Me he excedido unpoco —pensaba—. Ahora me zumbanLos oídos y estoy borracho. Y no me

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contuve, ¡idiota que soy! No decía másque bobadas cuando quería deciragudezas. Por supuesto, perdonar yolvidar las ofensas es la primera detodas las virtudes. ¡Pero está mal detodos modos! ¡Está mal!»

En ese punto el señor Goliadkin selevantó, tomó la bujía y fue de puntillasa mirar otra vez al durmiente. Largotiempo estuvo observándolo, sumido enhonda meditación.

«El cuadro no es nada bonito. ¡Unaparodia! ¡Una verdadera parodia! ¡Nimás ni menos!»

Por fin se acostó. Le zumbaban losoídos, le retumbaba y estallaba la

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cabeza. Empezó a aletargarse… Hacíaesfuerzos por pensar en algo, porrecordar algo sumamente interesante,por decidir algo tan importante comopeliagudo, pero no pudo. El sueñodescendió sobre su victoriosa cabeza yse durmió como por lo común seduermen los que no están habituados abeberse de un tirón cinco vasos deponche durante una amistosa velada.

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Capítulo 8

A la mañana siguiente el señorGoliadkin se despertó, como decostumbre, a las ocho. No bien se hubodespertado cuando recordó todo loocurrido la noche anterior. Lo recordó yarrugó el entrecejo.

«¡Me excedí anoche como un tontoredomado!», pensó, incorporándose unpoco para mirar la cama del visitante.¡Mas cuál no sería su sorpresa al verque ni éste ni su cama estaban en lahabitación!

«¿Qué es esto? —estuvo por gritar

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—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué significaeste nuevo incidente?»

Mientras el señor Goliadkin mirabaperplejo y boquiabierto el sitio vacío,chirrió la puerta y entró Petrushka con labandeja del té.

—¿Pero donde está? ¿Dónde está?—preguntó nuestro héroe con vozapenas perceptible, indicando el sitioque había cedido la víspera al visitante.

Al principio Petrushka no respondióni miró siquiera a su amo, sino quevolvió los ojos al rincón de la derecha,de tal modo que el señor Goliadkin sevio obligado a hacer lo propio. Pero trasbreve silencio Petrushka contestó ruda y

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destempladamente que el amo no estabaen casa.

—¡Yo soy tu amo, Petrushka,mastuerzo! —exclamó el señorGoliadkin con voz entrecortada,clavando la vista en su criado.

Petrushka no respondió, pero lanzóuna mirada de tan ofensivo reproche, tansemejante a un insulto a su amo, que ésteenrojeció hasta la raíz del cabello. Elseñor Goliadkin se dio, como se dice,por vencido. Finalmente Petrushkaexplicó que el otro había salido hacíahora y media sin haber querido esperar.Esta explicación era, por supuesto,verosímil y plausible. Bien se veía que

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Petrushka no mentía, que la miradaofensiva y la expresión «el otro» no eransino resultado del repulsivo incidenteque ya conocemos. Pero, con todo,comprendía, aunque vagamente, quehabía algo que no estaba bien y que eldestino le preparaba alguna otrasorpresa no del todo agradable.

«Bueno, ya veremos —pensaba—.Ya veremos. Y a su debido tiempoentraremos en el fondo del asunto…¡Ay, Dios mío! concluyó gimiendo y entono distinto—. ¿Por qué lo invité? ¿Conqué objeto lo hice? ¿Por qué me hepuesto yo mismo la soga al cuello y heapretado el nudo? ¡Ay, qué cabeza la

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mía! ¿Por qué no puedo dominarme, sinoque salgo cotorreando como un chicuelo,como un escribiente de poco más omenos, como un cualquiera sin oficio nibeneficio, como un miserabledesarrapado e indecente? ¡Chismorrero!¡Vieja comadre!… ¡Ay, santos del cielo!¡Y el bribón escribió versos y dijo queme tenía afecto!… ¿Cuál será la mejormanera de enseñarle la puerta si vuelve?Por supuesto, hay muchos modos dehacerlo. Podría decirle, por ejemplo,que con mi sueldo modesto… Oasustarlo diciéndole, por ejemplo, que,después de tomar en cuenta tal y cual,me veo obligado a hacerle comprender

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que… debe pagar por adelantado lamitad del alquiler y la comida. ¡Hum!¡Eso no puede ser! ¡Qué demonio! Esome desacredita. Eso no es lo bastantecortés. Quizá lo mejor será sugerir aPetrushka que le haga algún desaire, quele diga alguna grosería o se porte malcon él, y así quitármelo de encima.Ponerlos de uñas uno con otro… ¡No,qué demonio! Eso es peligroso y desdecierto punto de vista no está bien. ¡Nadabien! Pero ¿y si no vuelve? Eso tampocoestará bien. ¡Me fui de la lengua anoche!… ¡La cosa tiene mal cariz, no cabeduda! ¡Qué mal va el asunto! ¡Malditacabeza la mía! No acierto a meter en

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ella lo que necesita. ¡Ni a martillazospuedo meter en ella sentido común! Pero¿y si vuelve y dice que no? ¡Que vuelva,por Dios santo! Me gustaría mucho quevolviera. Daría cualquier cosa porquevolviera…»

Así cavilaba el señor Goliadkinmientras bebía el té a toda prisa sinapartar los ojos del reloj.

«Las nueve menos cuarto ya. Horade irse. Algo va a pasar, pero ¿qué será?Me gustaría saber qué es precisamentelo que aquí se oculta: con qué propósito,con qué intención, y cuáles serán losescollos. Me gustaría saber qué fin seproponen estos señores y cuál será el

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primer paso que den…»El señor Goliadkin no pudo aguantar

más y, dejando la pipa a medio fumar, sevistió y fue a la oficina con el deseo desalir al encuentro del peligro ycerciorarse de todo con sus propiosojos. Y en cuanto a peligro, lo había.¡Bien sabía él que lo había!

«Ahora desentrañaremos lo que hayen ello —dijo el señor Goliadkindespojándose del gabán y los chanclosen el vestíbulo—. Ahora llegaremos alfondo del asunto.»

Habiendo resuelto, pues, lo que lecumplía hacer, nuestro héroe se estiró lalevita y asumió un porte decoroso y

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oficial. Estaba a punto de pasar a la salacontigua cuando tropezó de pronto, en lamisma puerta, con su amigo ycompañero de la víspera. El señorGoliadkin II no pareció advertir lapresencia del señor Goliadkin I, aunquecasi se dio de narices con él. El señorGoliadkin II parecía atareado e iba deprisa, jadeante, a algún sitio. Su aspectoera tan protocolario, tan de hombre denegocios, que cualquiera que le viesediría: «Lleva un encargo especial…».

—¡Ah! ¿Eres tú, Yakov Petrovich?—dijo nuestro héroe cogiendo del brazoa su visitante de la víspera.

—Ahora no. Perdone. Dígamelo más

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tarde —exclamó el señor Goliadkin II,avanzando a toda prisa.

—Pero disculpe, Yakov Petrovich.Yo creía que usted…

—¿Qué dice? ¡Explíquese de prisa!—el visitante del señor Goliadkin sedetuvo, como haciendo un esfuerzo y aregañadientes, y puso el oído delante dela nariz del señor Goliadkin.

—Confieso, Yakov Petrovich, queme asombra su comportamiento…,comportamiento que de ningún modoesperaba de usted.

—Cada asunto requiere su trámiteparticular. Preséntese al secretario deSu Excelencia y luego, como es de rigor,

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solicítelo al jefe de negociado. ¿Traeuna solicitud?

—¡Vamos, hombre! ¡Me asombrausted, Yakov Petrovich! O no mereconoce usted o está usted de bromapor la innata jovialidad de su carácter.

—¡Ah! ¿Es usted? —dijo el señorGoliadkin II como si sólo ahora hubiesereconocido al señor Goliadkin I—.¿Conque es usted? Bueno, ¿qué? ¿Pasóuna buena noche?

Aquí el señor Goliadkin II sonriólevemente; una sonrisa formularia yoficial, aunque no como la que hubieraconvenido, porque en fin de cuentasestaba en deuda de gratitud con el señor

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Goliadkin I. Y así, pues, sonriendoformularia y oficialmente, agregó que sealegraba mucho de que el señorGoliadkin hubiera pasado una buenanoche. Luego hizo una leve reverencia,dio con ligereza dos o tres pasos, miró aderecha e izquierda y al suelo, se dirigióa una puerta lateral y, murmurandoatropelladamente que «llevaba unencargo especial», se coló en el cuartocontiguo. Desapareció como porensalmo.

«¡Pues si que es broma! —susurrónuestro héroe, quedándosemomentáneamente estupefacto—. ¡Puessí que es broma! ¡Conque así está la

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cosa!… —en ese momento el señorGoliadkin sintió un escalofrío por todoel cuerpo—. Ahora bien —prosiguiópara sus adentros dirigiéndose a sunegociado—, hace ya mucho tiempo quehablé de esto. Hace ya tiempo quepresentía que él tenía un encargoespecial. Sin ir más lejos, ayer mismodije que tenía sin duda un encargoespecial…»

—Yakov Petrovich, ¿ha terminadoya el documento en que trabajaba ayer?—preguntó Anton Antonovich Setochkincuando el señor Goliadkin se sentó juntoa él.

—Aquí está —murmuró el señor

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Goliadkin mirando a su oficial mayorcon expresión algo turbada.

—Muy bien. Lo digo porque AndreiFilippovich ya ha preguntado por él dosveces. Puede que pregunte una vezmás…

—No importa. Está listo.—¡Ah! ¡Muy bien!—Que yo sepa, Anton Antonovich,

siempre cumplo escrupulosamente conmi deber, hago con gusto las tareas queme encargan mis superiores y me aplicoa ellas con asiduidad.

—Sí. ¿Pero a qué viene eso?—A nada, Anton Antonovich. Sólo

quiero explicar que yo… Lo que quiero

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decir es que a veces la mala intención yla envidia no perdonan a nadie cuandosalen a buscar su abominable pan decada día…

—Perdone, pero no le entiendo. ¿Aquién alude usted ahora?

—Sólo quiero decir, AntonAntonovich, que yo voy derecho por micamino, que detesto los rodeos, que nosoy intrigante y que, si se me permitedecirlo, puedo estar justamenteorgulloso de ello…

—Sí. Santo y bueno. Y, si loentiendo bien, reconozco que lo que dicees justo. Pero déjeme advertirle, YakovPetrovich, que en buena sociedad no se

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permiten comentarios sobre otraspersonas. Yo, por ejemplo, estoydispuesto a tolerar lo que se dice a misespaldas (porque ¡quién no cotillea aespaldas de otro!), pero delante de míno permito, señor mío, que se diganimpertinencias. He llegado a viejo,señor mío, en el servicio a mi patria yen mi vejez no permito que se digan demí impertinencias…

—No, Anton Antonovich, veausted… Usted, por lo visto, no hacomprendido lo que he querido decir.Por Dios santo, Anton Antonovich, yopor mi parte no puedo menos deconsiderar como un honor…

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—En ese caso yo también le pidoque me perdone. He sido educado a laantigua y ya es tarde para aprender losnuevos modos de la generación de usted.Hasta ahora he tenido bastante ingeniopara servir a mi patria. Como sabe,señor mío, se me ha concedido unamedalla por veinticinco años deintachable servicio…

—Lo sé, Anton Antonovich. Meconsta plenamente. Pero no hablaba deeso. Hablaba de una máscara, AntonAntonovich…

—¿De una máscara?—O sea, una vez más… Temo que

tampoco me entienda usted a derechas,

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o, como usted mismo dice, AntonAntonovich, que no capte el sentido delo que digo. Sólo estoy abordando untema, desarrollando la idea de que no esrara la gente que lleva máscara, y quehoy día es difícil reconocer al hombreque se oculta tras ella…

—Pues mire, no es tan difícil. Aveces incluso es fácil. A veces no hayque ir lejos para encontrarlo.

—No, Anton Antonovich. De mí sédecir que si, por ejemplo, me pongo unamáscara, lo hago sólo cuando haynecesidad de ello, es decir, sólo para elcarnaval o una reunión festiva, en elsentido literal de la palabra, pero en

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sentido figurado, no me pongo unamáscara cuando circulo a diario entrelas gentes. Eso fue lo que quise decir,Anton Antonovich.

—Bueno. Dejemos eso por elmomento. Ahora no tengo tiempo —dijoAnton Antonovich levantándose yrecogiendo unos papeles sobre los queiba a informar a Su Excelencia—.Supongo que el asunto de usted notardará mucho en aclararse. Ustedmismo verá a quién debe culpar y aquién acusar. Y le ruego que me ahorreotras explicaciones y comidillas deíndole particular que perjudican altrabajo…

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—No, Anton Antonovich —dijo elseñor Goliadkin palideciendoligeramente. Pero Anton Antonovich yase alejaba—. Yo, Anton Antonovich, nopensaba en eso…

«¿Pero qué es esto? —dijo para sínuestro héroe al quedarse solo—. ¿Dedónde vienen los vientos que soplan poraquí? ¿Qué significa esta nuevatrapacería?»

En ese instante, mientras nuestrohéroe, aturdido y casi aplastado, sedisponía a despejar esa nueva incógnita,se oyó ruido y considerable movimientoen la sala vecina, se abrió la puerta yAndrei Filippovich, que acababa de

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estar en el despacho de Su Excelenciaatendiendo a algún asunto, apareciójadeante y llamó al señor Goliadkin.Sabiendo éste de qué se trataba y noqueriendo hacer esperar a AndreiFilippovich, se levantó de un salto y,como era menester, empezó a trajinar delo lindo, preparando y ordenando lospapeles solicitados y aprestándose élmismo a ir con ellos y con AndreiFilippovich al despacho de SuExcelencia. De repente, y casi pordebajo del brazo de Andrei Filippovich,que en ese momento estaba en la puerta,entró precipitadamente el señorGoliadkin II, casi sin aliento por el

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apremio de su trabajo, con cara de quiencumple una misión protocolaria y sinduda importante. Se fue derecho al señorGoliadkin I, quien estaba lejos deesperar tal embestida…

—¡Los papeles, Yakov Petrovich,los papeles!… Su Excelencia se haservido preguntar si están listos —murmuró el amigo del señor Goliadkin Ien voz rápida y agitada—. AndreiFilippovich le está esperando.

—Lo sé sin que usted me lo diga —dijo el señor Goliadkin I también en vozbaja y rápida.

—No, Yakov Petrovich. No quisedecir eso. ¡En absoluto quise decir eso,

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Yakov Petrovich! Lo siento por usted.Lo que me mueve es una sincerapreocupación.

—¡Ahórresela, se lo ruego! Y ahoradisculpe…

—Los pondrá usted, por supuesto, enuna carpeta, Yakov Petrovich, y, porfavor, ponga una señal en la tercerapágina. Permítame, Yakov Petrovich…

—Pero, por favor, déjeme…—¡Pero si hay aquí un borrón,

Yakov Petrovich! ¿Ha notado que hay unborrón?

En ese momento Andrei Filippovichllamó por segunda vez al señorGoliadkin.

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—En seguida, Andrei Filippovich.Sólo un instante… Tengo aquí…, señormío, ¿es que no entiende usted el ruso?

—Lo mejor será rasparlo con elcortaplumas, Yakov Petrovich.Déjemelo usted a mí. Usted no lo toque,Yakov Petrovich, y déjemelo a mí. Yo,con el cortaplumas…

Andrei Filippovich llamó al señorGoliadkin por tercera vez.

—Pero, por los clavos de Cristo,¿dónde está el borrón? ¡Si aquí no hayborrón alguno!

—Pues es enorme. ¡Ahí está! ¡Dondeyo lo vi! Usted déjeme hacer, YakovPetrovich. Yo con este cortaplumas…

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Lo hago por amistad hacia usted y con lamejor voluntad del mundo… ¡Mire, yaestá!…

Victorioso del señor Goliadkin I enla breve contienda surgida entre ambos,el señor Goliadkin II, de improviso y sinmotivo manifiesto, aunque en todo casocontra la voluntad de su tocayo, seapoderó del documento requerido por eljefe y, en vez de aplicarle elcortaplumas «por amistad a usted»,como había dicho pérfidamente al señorGoliadkin I, lo enrolló a prisa ycorriendo, se lo metió bajo el brazo y endos saltos se puso al lado de AndreiFilippovich, que no se había apercibido

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de ninguna de sus tretas, y corrió con élal despacho del director. El señorGoliadkin I se quedó clavado en el sitio,con el cortaplumas en la mano, comopronto a raspar algo con él…

Nuestro héroe no había comprendidoaún del todo este nuevo incidente.Todavía no había vuelto en su acuerdo.Había sentido el golpe, pero no creíaque fuese cosa mayor. En estado deangustia indescriptible se arrancó porfin de donde estaba y voló al despachodel director, pidiendo en camino al cieloque de algún modo todo acabara bien yla cosa quedase en agua de borrajas…En la última sala antes del despacho del

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director, tropezó de manos a boca conAndrei Filippovich y con su propiotocayo, que volvían de la entrevista. Elseñor Goliadkin se hizo a un lado.Andrei Filippovich hablabaanimadamente y sonreía. El tocayo delseñor Goliadkin I también sonreía,mientras trotaba a respetuosa distanciade Andrei Filippovich, pero haciéndolela pelotilla, y de vez en cuandosusurrándole con deleite algo a que esteúltimo asentía con afables movimientosde cabeza. En un abrir y cerrar de ojosnuestro héroe se hizo cargo del estadode cosas. Su trabajo (como supo mástarde) había colmado las esperanzas de

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Su Excelencia y había sido presentadoen el plazo previsto. Su Excelenciahabía quedado altamento satisfecho.Incluso se dijo que Su Excelencia habíadado las gracias al señor Goliadkin II,gracias muy efusivas, y había dicho quelo tendría en cuenta oportunamente y nolo olvidaría… Claro está que lo primeroque hizo el señor Goliadkin fúequejarse, quejarse todo lo enérgicamenteque pudo. Pálido como un difunto y casifuera de sí corrió a ver a AndreiFilippovich. Pero éste, al oír que elasunto del señor Goliadkin era de índolepersonal, se negó a escucharle, diciendosin contemplaciones que no tenía un

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minuto libre ni aun para sus propiosasuntos. Su negativa terminante ysequedad de tono dejaron atónito alseñor Goliadkin…

«Quizá convenga abordar el asuntopor otro lado… Mejor será ver a AntonAntonovich.»

Por desgracia, Anton Antonovichtampoco estaba disponible. Se hallabaen otro sitio atendiendo a algún negocio.

«Así, pues, su intención tenía cuandome dijo que no le fuera conexplicaciones y comidillas —pensónuestro héroe—. ¡Conque eso era lo quetramaba! ¡Zorro viejo! En ese caso, loque me cumple es hacer llegar una

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súplica a Su Excelencia.»Pálido aún y con la cabeza

trastornada, sin la menor idea de lo queconvenía resolver, el señor Goliadkin sesentó en su silla.

«Lo mejor sería que esto acabarasiendo una futesa —no cesaba dedecirse—. En efecto, un asunto tanturbio como éste es por enteroinverosímil. En primer lugar es absurdo,y en segundo, no puede ocurrir. Deseguro habrá sido una alucinación.Pareció algo diferente de lo que enrealidad sucedió, o fui yo el que entró enel despacho del director y de algunamanera me tomé por otro… En suma,

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esto es de todo punto imposible.»No bien hubo decidido que ello era

de todo punto imposible cuando depronto entró corriendo en la sala elseñor Goliadkin II con papeles en ambasmanos y bajo ambos brazos. Diciendodos palabras necesarias a AndreiFilippovich, cambiando otras tantas conalguien más, haciendo una observaciónamistosa a éste, bromeando con aquél, elseñor Goliadkin II, que por lo visto notenía tiempo que gastar inútilmente, sedisponía, al parecer, a salir otra vez dela sala cuando, afortunadamente para elseñor Goliadkin I, se detuvo en la puertay dijo de paso unas palabras a dos o tres

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empleados jóvenes. El señor Goliadkinfue veloz hacia él. En cuanto el señorGoliadkin II vio la maniobra del señorGoliadkin I, empezó a mirar coninquietud en torno suyo para ver pordónde podría escurrir el bulto. Peronuestro héroe ya sujetaba por la manga asu visitante de la víspera. Losempleados que rodeaban a los dosGoliadkin se apartaron un poco,esperando con curiosidad a ver quépasaba. Goliadkin I comprendióperfectamente que de momento laopinión no estaba de su lado y que seintrigaba contra él. Con mayor motivo,pues, necesitaba mantenerse firme. El

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momento era decisivo.—Bueno, ¿qué? —dijo con bastante

descaro el señor Goliadkin II mirando alseñor Goliadkin I.

El señor Goliadkin I apenas podíarespirar.

—No sé, señor mío, cómo puedeexplicar su extraña conducta conmigo —empezó diciendo.

—Bueno, siga —el señor GoliadkinII miró a su alrededor y guiñó el ojo alos otros empleados como dando aentender que iba a empezar unacomedia.

—El descaro y la desvergüenza conque se comporta usted en el momento

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presente le ponen en evidencia mejor delo que podrían hacerlo mis palabras. Noconfie demasiado en sus tretas. No sonde lo mejor…

—Bueno, Yakov Petrovich, ahoradígame cómo pasó la noche —repuso elseñor Goliadkin II clavando sus ojos enlos del señor Goliadkin I.

—Se está usted propasando, señormío —dijo nuestro héroe, ya perplejodel todo y sin saber dónde tenía lacabeza—. Espero que cambie de tono…

—¡Mi querido compinche! —exclamó el señor Goliadkin II, haciendouna mueca harto indecorosa al señorGoliadkin I y, como si fuera a

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acariciarle, dándole de improviso unpellizco en la mofletuda mejilla. Elrostro de nuestro héroe se amorató devergüenza. Tan pronto como el amigodel señor Goliadkin I se dio cuenta deque su rival, temblando de pies acabeza, mudo de indignación, rojo comoun tomate y sin poder aguantar más,podría intentar una agresión en regla,decidió impedirlo del modo másinsolente. Tras darle un par depalmaditas en la mejilla, de hacerlecosquillas, de jugar unos segundos máscon él (que estaba paralizado y ciego derabia), ante el gran alborozo de losjóvenes que los rodeaban, el señor

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Goliadkin II, con un descaro puntomenos que ultrajante, acabó dando alseñor Goliadkin I un ligero golpe en elorondo vientre y diciendo con sonrisainsinuante y ponzoñosa:

»¡Eres un pillín, Yakov Petrovich!¡Eres un pillín, muchacho! ¡Entre tú y yoles haremos la pascua!

Luego, antes de que nuestro héroetuviera tiempo de reponerse del últimoataque, el señor Goliadkin II, con unaprevia sonrisa a los circunstantes,adoptó de nuevo una expresión enérgica,protocolaria, de hombre atareado, bajólos ojos, se encogió, y diciendoapresuradamente que llevaba «un

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encargo especial», puso en movimientosus cortas piernas y entró al trote en lasala vecina. Nuestro héroe no dabacrédito a sus ojos y no acertaba aserenarse…

Por fin lo logró. Conociendo almomento que estaba perdido, que encierto sentido se había aniquilado, quese había deshonrado y había infamado subuen nombre, que había sido objeto deirrisión y vejamen en presencia de otros,que había sido insultado alevosamentepor alguien a quien sólo la víspera habíatenido por su mejor y más fiel amigo, y,por último, que había fallado en toda lalínea, el señor Goliadkin salió en

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persecución de su enemigo. En esemomento procuraba desentenderse dequienes habían presenciado el ultraje.

«Están todos conchabados —se dijo—. Cada uno apoya y azuza al otrocontra mí.»

Sin embargo, tras una docena dezancadas, nuestro héroe se percató deque la persecución era inútil y volviósobre sus pasos.

«¡No te escaparás! —pensó—. Tedaré tu merecido cuando llegue la hora.Ya me pagarás el mal que me hashecho.»

Con rabiosa sangre fría y enérgicadeterminación volvió el señor Goliadkin

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a su silla y se sentó.«¡No te escaparás!», repitió.Ahora ya no se trataba de una

defensa pasiva. Algo decisivo, violento,se notaba en el ambiente. Quien viera enese instante cómo el señor Goliadkin, alrojo vivo y sin poder apenas refrenar suagitación, clavaba rabiosamente lapluma en el tintero y con qué furiagarrapateaba en el papel, vaticinaría quela cosa no quedaría así, que no acabaríaen agua de borrajas. En las entretelas desu alma anidaba una resolución y desdeel fondo del corazón juraba que lallevaría a cabo. A decir verdad, aún nosabía a punto fijo lo que debía hacer;

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mejor dicho, no tenía la menor idea dequé debía hacer. Pero no importaba.

«Con la impostura y el descaro,señor mío, no se va hoy día a ningunaparte. La impostura y el descaro noconducen a nada bueno, más bien a todolo contrario. El Falso Demetrio fue elúnico, señor mío, que sacó algúnprovecho de la impostura, explotando laceguera del pueblo, pero tampoco pormucho tiempo.»

No obstante, el señor Goliadkindeterminó esperar hasta que se lescayera la máscara a ciertas personas yalgunas cosas se pusieran en claro. Paraello era preciso, como primera

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providencia, que las horas de oficinaterminaran cuanto antes, y nuestro héroeacordó no hacer nada hasta que talocurriera. Después tomaría una medida.Para entonces ya sabría cómoconducirse, cómo trazar su plan enterode acción, cómo romper el cuerno de laarrogancia y aplastar la serpiente quemordía el polvo con rabia impotente. Elseñor Goliadkin no podía tolerar quenadie se limpiase en él sus botas suciascomo si fuera un guiñapo. No podíaconsentir tal cosa, y menos en el casopresente. De no haber sido por la últimahumillación, quizá habría decidido hacerde tripas corazón, incluso callarse,

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resignarse y no quejarse demasiado;habría discutido un poco, mostradoalgún disgusto, probado que tenía razón,y entonces habría aflojado el nudo; sí,incluso quizá lo habría deshecho casidel todo, y luego habría llegado a unacuerdo. Y después de eso, sobre tododespués de que la parte contrariareconociera solemnemente que teníarazón, sólo entonces, quizá, haría laspaces, se reconciliaría, mostraríaincluso un poco de emoción, hasta,¿quién sabe?, podía resultar de ello unanueva amistad, firme, cálida y de mayorhondura que la de la víspera, quepudiera eclipsar enteramente lo

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desagradable de la indecorosasemejanza entre ambos, de tal modo quequedasen la mar de contentos, viviesencien años, etc., etc.

Digámoslo todo: el señor Goliadkinhasta empezó a arrepentirse de haberinsistido tanto en su honor y susderechos, de lo que, por lo demás, nohabía sacado sino sinsabores.

«Si se diera por vencido —pensabael señor Goliadkin— y dijera que fuebroma, lo perdonaría, y más aún si lodeclarase en voz alta. Pero lo que noconsiento es que se me use comoguiñapo de limpiabotas. Y como no heconsentido que la gente me trate de ese

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modo, menos habré de consentir que lohaga un individuo perverso como él. ¡Yono soy un guiñapo! ¡No, señor, yo no soyun guiñapo!»

En una palabra, nuestro héroe habíatomado una determinación.

«¡Es usted, señor mío, el que tiene laculpa!»

Decidió protestar, y protestar contoda la energía de que era capaz. ¡Asíera el hombre! De ninguna maneraconsentía que se le ofendiese, y muchomenos servir de guiñapo a un sujetodepravado para que se limpiase lasbotas. Pero que no quepa duda de unacosa. Si alguien hubiese deseado

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convertir —más aún, se hubiesedecidido de pronto a hacerlo— al señorGoliadkin en un guiñapo, lo habríaconseguido con toda impunidad y sin lamenor oposición (el propio señorGoliadkin lo había reconocido asíalguna vez), y el resultado hubiera sidoun guiñapo y no un señor Goliadkin. Yno un guiñapo común y corriente, sinoasqueroso, inmundo, aunque en todocaso un guiñapo con amor propio, unguiñapo vivo y con sentimientos, aun siel amor propio y los sentimientos fueranhumildes y estuvieran recatados en lospliegues mugrientos de ese guiñapo,pero que serían sentimientos al fin y al

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cabo…Las horas pasaban con increíble

lentitud, pero al fin dieron las cuatro.Poco después todos se levantaron y,precedidos del jefe de negociado, seaprestaron a encaminarse a sus hogares.El señor Goliadkin iba entre lamuchedumbre, ojo avizor para no perderde vista a su presa. Por fin, nuestrohéroe vio que su amigo se acercabacorriendo a los ordenanzas que repartíanlos abrigos y, según su indignacostumbre, trataba de congraciarse conellos mientras esperaba que leentregasen el suyo. Era el momentodecisivo. De algún modo el señor

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Goliadkin consiguió escurrirse entre lamultitud y, no queriendo quedarse a lazaga, trató de recoger su abrigo. Pero elprimero en recibir el suyo fue el amigodel señor Goliadkin, porque tambiénahora había logrado, con su manera desiempre, insinuarse, congraciarse yabrirse paso murmurando cumplidos.

Al echarse encima el abrigo, elseñor Goliadkin II dirigió al señorGoliadkin I una mirada irónica, quedelataba un desden paladino e insolente.Después paseó los ojos en torno con sudescaro habitual, dio una rápida vueltaalrededor de sus colegas —probablemente para dejarles con una

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buena impresión de sí mismo—, dijouna palabra a éste, murmuró algo aaquél, se deshizo en cortesías con untercero, dirigió una sonrisa a un cuarto,estrechó la mano de un quinto yfinalmente descendió rápidamente laescalera. El señor Goliadkin I fue tras ély con satisfacción indecible logróalcanzarlo en el último peldaño yagarrarlo por el cuello del gabán. Elseñor Goliadkin II pareció amedrentarseun poco y miró a su alrededor con ojosextraviados.

—¿Qué significa esto? —preguntó amedia voz al señor Goliadkin.

—Señor mío, si es usted un

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caballero espero que recuerde nuestroamistoso trato de anoche —dijo nuestrohéroe.

—¡Ah, sí! Pues bien, ¿pasó usted unabuena noche?

Durante un momento el señorGoliadkin quedó mudo de furia.

—Sí, la pasé muy buena… Peropermítame decirle, señor mío, que eljuego de usted es enrevesado endemasía…

—¿Quién dice tal? ¡Mis enemigos!—respondió brusco el que a sí mismo senombraba señor Goliadkin, al par que selibraba de las débiles manos delauténtico señor Goliadkin. Una vez

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libre, salió del edificio, miró a un lado yotro y, viendo un coche de punte, seprecipitó a él, tomo asiento y en un trisel señor Goliadkin I lo perdió de vista.Desesperado y abandonado de todos,nuestro humilde funcionario miró a sualrededor, pero no vio otro coche.Intentó correr, pero le flaqueaban laspiernas. Cabizbajo, boquiabierto,apabullado y marchito, se apoyoexhausto en el poste de un farol y allíestuvo algunos minutos, en medio de laacera. Se hubiera dicho que para elseñor Goliadkin todo estaba perdido…

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Capítulo 9

Todo, al parecer, sin exceptuar a laNaturaleza misma, militaba contra elseñor Goliadkin; pero él seguía en pie einvicto. En su fuero interno se daba porinvicto. Estaba dispuesto a luchar.Bastaba ver la determinación y el vigorcon que, tras su inicial sorpresa, sefrotaba las manos para deducir que no sedaría por vencido. No obstante, elpeligro, un peligro evidente, le acechabaa la vuelta de la esquina. El señorGoliadkin lo presentía. ¿Pero cómoatajarlo? He ahí la cuestión. Hasta hubo

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un instante en que le cruzó por el magínel siguiente pensamiento:

«¿Por qué no dejar las cosas talcomo están? ¿Por qué no dar de espaldaal caso sencillamente? ¿Por qué no?Nada más sencillo. Me mantendré almargen, como si no fuera yo. Dejarépasar la procesión. No soy yo, y basta.Él también se mantendrá al margen.Quizá incluso abandone el campo. Elmuy granuja me acosará algún tiempo yluego me volverá la espalda y saldrá porpies. Eso será lo que pase. Venceré conla mansedumbre. ¿Qué peligro hay enello? ¿Y dónde está ese peligro? ¡A verquién me dice dónde está! ¡Una pura

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bagatela! ¡Algo que pasa un día sí y otrotambién!…»

Aquí el señor Goliadkin seinterrumpió. Las palabras murieron ensus labios; más aún, renegó de haberpensado de tal modo y se tachó demezquino y cobarde. Sin embargo, elasunto no progresaba. Sentía que eraabsolutamente preciso tomar unaresolución en este instante mismo, y aunhabría dado una buena gratificación aquien le hubiera dicho qué hacer. Porque¿cómo adivinarlo? Además, no habíatiempo para meterse en adivinanzas. Entodo caso, para no malgastar mástiempo, tomó un coche y fue a casa a

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toda prisa.«Bueno, ¿qué? ¿Cómo te sientes

ahora, Yakov Petrovich? —sepreguntaba para sus adentros—. ¿Quévas a hacer? ¿Qué vas a hacer ahora,picaro miserable? Tú mismo te haspuesto en el brete y ahora todo se tevuelve gemir y llorar.»

De este modo se mortificaba a símismo el señor Goliadkin,zarandeándose como un pelele en sudestartalado vehículo. Sentía en esemomento un profundo deleite, rayano envoluptuosidad, en hostigarse y enconarsus heridas.

«Si ahora apareciese un mago —

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pensaba— o si alguien me dijeseautorizadamente: "Goliadkin, sacrificaun dedo de la mano derecha y quedamosen paz. No habrá otro Goliadkin yvivirás feliz con un dedo menos",sacrificaría de buena gana ese dedo, losacrificaría sin la menor queja. ¡Aldemonio con todo ello! —acabó porgritar desesperado—. ¿A qué vieneesto? ¿Qué necesidad había de queocurriera esto y no otra cosa? ¡Con lobien que se estaba al principio! ¡Todo elmundo feliz y satisfecho! Pero no, ¡teníaque ocurrir esto! En todo caso, conpalabras no se resuelve nada. ¡Espreciso poner manos a la obra!»

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Así, pues, tan pronto como llegó a sudomicilio dispuesto a hacer algo, elseñor Goliadkin tomó la pipa y, dándolerecias chupadas y arrojando nubes dehumo a diestro y siniestro, se puso adeambular por el cuarto poseído deagudísima agitación. Entre tantoPetrushka se aprestó a poner la mesa. Depronto, habiendo tomado unadeterminación, el señor Goliadkinarrojó la pipa, se endosó el gabán, dijoque no comía en casa y salió de ellacomo una exhalación. En la escalera loalcanzó Petrushka que, jadeante, le traíael sombrero que había olvidado. Elseñor Goliadkin lo tomó y quiso

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justificarse a los ojos de Petrushkadiciéndole algo así como «¡Vaya, vaya!¡Conque olvidaba el sombrero!», paraque no imaginase nada fuera de locomún. Pero como Petrushka no lo mirósiquiera y se volvió en seguida, el señorGoliadkin se limitó a ponerse elsombrero y bajó corriendo la escalera,diciéndose que quizá todo al cabo seríapara bien y que el asunto se arreglaríade algún modo. No obstante, sentía entreotras cosas un escalofrío por todo elcuerpo. Salió a la calle, tomó un cochede punto y fue a toda prisa a casa deAndrei Filippovich.

«¿No sería mejor dejarlo para

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mañana? —se preguntó agarrando eltirador de la campanilla al llegar a lapuerta de Andrei Filippovich—.Además, ¿tengo algo especial quedecirle? De especial no tengo nada. Esun asunto tan mezquino… Eso, tanbaladí es el caso…»

De pronto tiró de la campanilla, éstasonó y dentro se oyeron pasos… y enese instante el señor Goliadkin semaldijo por su precipitación y arrojo.Los recientes infortunios, que casi habíaolvidado mientras trabajaba en laoficina, y su malentendido con AndreiFilippovich reaparecieron al punto en sumemoria. Pero ya era tarde para

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escapar. Se abrió la puerta.Afortunadamente para el señorGoliadkin, le hicieron saber que AndreiFilippovich no había vuelto de la oficinay no comería en casa.

«Sé dónde estará. Cerca del puenteIzmailovski. Allí es donde va a comer»,pensó nuestro héroe rebosante dealegría.

AJ preguntarle el fámulo si queríadejar recado, respondió:

—No se preocupe, amigo. Volverémás tarde.

Y se lanzó escaleras abajo casi congallardía. Ya en la calle, resolvióprescindir del coche y pagar al cochero.

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Cuando éste le pidió una propina,señalando que la espera había sido largay había llevado el caballo a buen trotepara complacer al señor, le dio cincokopeks de más e incluso de buena gana,y prosiguió su camino a pie.

«El asunto es de ésos que, la verdadsea dicha, no cabe dejar tal como están.Por otra parte, pensándolo bien,pensándolo a derechas, ¿a qué vieneahora tanto ajetreo? ¿Para qué matarmesudando, luchando, sacrificándome? Alo hecho, pecho, puesto que ya no sepuede remediar… ¡Claro que no!Pensemos del modo siguiente: sepresenta un hombre bien cualificado,

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funcionario capaz, de buena conducta,sólo que pobre y que ha padecidodiversas penalidades…, sufrido muchosahogos. Ahora bien, la pobreza no es unvicio. Nada de eso tiene que verconmigo. Entonces, ¿por qué estatontería? Pues bien, da la casualidad deque la Naturaleza misma ha dictado queese hombre se parezca exactamente aotro, que sea su copia exacta. ¿Se le va aimpedir por eso que ingrese en unnegociado? Si sólo el azar, o la ciegafortuna, tienen la culpa, ¿se puede acasotratar a ese hombre como un trapo viejoy no dejarle trabajar?… En tal caso,¿dónde está la justicia? Ese hombre está

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sin fondos, desvalido, asustado… Dapena verlo. La compasión exige que sele socorra. ¡Sí, señor! ¡Vaya, vaya!¡Buenos estarían los jefes deAdministración si pensaran como unpillo como yo! ¡Qué cabeza de chorlitola mía! ¡A veces pienso como unadocena de imbéciles juntos! ¡No, no!Hicieron bien y les agradezco el haberayudado a ese pobre diablo…

»Bueno, si, pongamos que somosgemelos, hermanos gemelos. ¿Y qué?¡Pues nada! ¿Qué hay en ello? ¡Nada!Todos los compañeros de la oficina seacostumbrarán a ello… Y si un extrañoentra en nuestro negociado, de seguro

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que no encontrará en ello nadaindecoroso u ofensivo. El caso tieneincluso su lado conmovedor. Habráquien piense que la Divina Providenciaha creado a dos seres idénticos y que laAdministración filantrópica,entendiendo la intención divina, les hafacilitado un refugio. Claro está —prosiguió el señor Goliadkin tomandoaliento y bajando un poco la voz— quesería preferible que nada de este asuntoconmovedor hubiera ocurrido y quetampoco hubiera habido gemelos…¡Maldita sea! ¿Por qué tuvo quehaberlos? ¿Qué necesidad había de ello?¿Qué especial necesidad había y por qué

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no se pudo esperar un poco? ¡Dios mío!¡Menudo lío se ha armado! Porque ¡hayque ver qué tipo es ése! Frivolo y ruin.Un granuja, siempre de la ceca a lameca, un pelotillero, un lameculos.¡Vaya Goliadkin! Quizá el muysinvergüenza se porte de modo quellegue hasta deshonrar mi apellido. ¡Yahora tengo que mirar por él y hacerle larueda! ¡Pues sí que es castigo! Bueno, ¿yqué? No importa. Sí, es un granuja…¡Pues bien, que lo sea! El otro señorGoliadkin es honrado. Ese otro será elgranuja y yo el honrado. Y la gente dirá:"Ése es el Goliadkin granuja, no lehagáis caso ni lo confundáis con el otro,

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que es honrado, virtuoso, tierno,clemente, consagrado a su trabajo ymerecedor de un ascenso". ¡Eso es!Bueno, pero…, pero ¿y si nosconfunden? El es capaz de cualquiercosa. ¡Ay, Dios mío!… Es un granujaque le reemplazará a uno porque sí, quele tratará a uno como si fuera un trapoviejo y que ni pensará siquiera que unono es un trapo viejo. ¡Ay, Dios mío!¡Qué desgracia!»

Razonando y lamentándose de estasuerte, iba corriendo el señor Goliadkinaturdido y sin rumbo fijo. Se percató deque había llegado al Nevski Prospektsólo porque se dio de bruces con un

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transeúnte, y de modo tan contundenteque vio las estrellas. Sin levantar lacabeza, el señor Goliadkin murmuró unadisculpa, y sólo cuando el transeúnte,musitando a su vez algo nada cortés,había pasado ya, alzó los ojos para verdónde estaba y cómo había llegado allí.Viendo que se hallaba junto alrestaurante en que había descansadoantes de ir a la comida de OlsufiIvanovich, nuestro héroe sintió de prontopunzadas y retumbos en el estómago yrecordó que no había comido. Así, pues,consciente de que no había perspectivade otra invitación a comer y sin perderun tiempo precioso, subió

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apresuradamente la escalera delrestaurante para tomar un bocado sinmayor demora. Y aunque el restauranteera bastante caro, ese pequeño detalleno arredró al señor Goliadkin en estaocasión. Además, no había tiempo parafijarse ahora en tales menudencias. En lasala brillantemente iluminada, ante unmostrador repleto de los manjaresvariados que la gente de alto copeteconsume a guisa de tentempié, seapiñaba un nutrido grupo de clientes. Elcamarero se veía y deseaba para llenarvasos, servir, cobrar el importe y dar lavuelta. El señor Goliadkin aguardó suturno y, cuando llegó, alargó la mano a

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un pastel de pescado. Fue a un rincón,volvió la espalda a los circunstantes ycomió con apetito. Cuando huboterminado, devolvió el plato alcamarero y, como sabía el precio, sacóuna moneda de diez kopeks y la dejó enel mostrador, llamando la atención delcamarero para hacerle saber que habíatomado un pastel de pescado y que ahíquedaba el dinero, etc.

—Debe usted un rublo y diez kopeks—dijo el camarero entre dientes.

El señor Goliadkin mostróconsiderable asombro.

—¿Qué me dice?… Que yo sepa, nohe tomado más que un pastel.

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—Ha tomado usted once —repusocon firmeza el camarero.

—Me parece…, me parece que seequivoca usted. He tomado sólo unpastel, se lo aseguro.

—Tomó usted once. Los conté. Debeusted pagar por los que tomó. Aquí no seda nada de balde.

El señor Goliadkin quedóestupefacto. «¿Qué es esto? ¿Arte debirlibirloque? ¿Qué me está pasando?»,pensó. El camarero aguardaba mientrastanto la decisión del señor Goliadkin.Éste se vio rodeado de gente. Metió lamano en el bolsillo para sacar un rublocon que pagar al momento y evitar más

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sonrojo.«Pues si dice que son once, serán

once —pensó, colorado como uncangrejo—. ¡Bah! ¿Qué hay de raro encomerse once pasteles? Si uno tienehambre y se come once pasteles, ¡buenprovecho le hagan! Nada de particular nide ridículo tiene eso…»

De pronto, como si hubiese sentidoun pinchazo, levantó los ojos y almomento descifró el misterio, el mágicoescamoteo. Todas las dificultadesquedaron resueltas… En la puerta de lahabitación vecina, casi justamente aespaldas del camarero y de cara alseñor Goliadkin —puerta que hasta allí

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el señor Goliadkin había tomado por unespejo— estaba un hombrecillo. Estabaél, él mismo, el señor Goliadkin, no elseñor Goliadkin I, héroe de nuestrahistoria, sino el otro, el nuevo, el señorGoliadkin II. Éste se hallaba, por lovisto, de excelente humor. Dirigió unasonrisa al señor Goliadkin I, le hizo unsaludo con la cabeza al par que leguiñaba el ojo, retozaba y daba aentender que, con el menor pretexto,huiría a otra habitación y se escaparíapor una puerta trasera…, lo que haríainútil todo intento de persecución. Teníaen la mano el último bocado del décimopastel, que se llevó a la boca ante los

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mismísimos ojos del señor Goliadkin,relamiéndose de gusto.

«¡El granuja se ha hecho pasar pormí! —pensó el señor Goliadkinenrojeciendo de vergüenza—. ¡No seabochorna de hacerlo en público! ¿Lohabrán visto los demás? Parece quenadie se ha dado cuenta…»

El señor Goliadkin echó en elmostrador el rublo como si le quemaralos dedos y, sin notar la insolentesonrisa de triunfo y prepotencia delcamarero, se apartó del grupo y salió sinmirar atrás.

«Menos mal que no hacomprometido a nadie —pensó el señor

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Goliadkin I—. Gracias al muy ladrón y ala suerte por que todo haya salido bien.Lo único ha sido la grosería delcamarero. Pero, por otro lado, en suderecho estaba. Dijo que allí no se dabanada de balde. ¡Si hubiera sido máscortés!… ¡Tío más grosero!»

Esto se decía el señor Goliadkinmientras bajaba la escalera y llegaba ala puerta de la calle. Sin embargo, sequedó clavado en el último escalón y derepente se puso como la grana y se lesaltaron las lágrimas: tan lastimadohabía quedado su amor propio. Al cabode un minuto de inmovilidad, dio unapatada en el suelo, salió de un salto a la

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calle y, sin mirar tras sí, anhelante y sinnotar el cansancio, fue a su casa en lacalle Shestilavochnaya. Una vez allí, sindespojarse del gabán, no obstante sucostumbre de vestir "a la casera" en sudomicilio, y sin fumar una primera pipa,se sentó en el diván, acercó un tintero,tomó una pluma y una hoja de papel decartas y, con mano insegura por laagitación interior que sentía, garrapateóla siguiente misiva:

Muy señor mío, Yakov Petrovich:Jamás hubiera tomado la pluma de

no ser porque las circunstancias en queme hallo y usted mismo, señor mío, me

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empujan a hacerlo. Créame que sólo lanecesidad me obliga a entrar enexplicaciones con usted. Por ello leruego como primera providencia queconsidere este paso mío no como unpropósito deliberado de insultarle, sinocomo consecuencia inevitable de losincidentes que ahora nos vinculan.

«Eso me parece bien. Decoroso,cortés, y al mismo tiempo firme yvigoroso… No creo que haya nada quepueda ofenderle. Sin contar que estoy enmi derecho», pensó el señor Goliadkinreleyendo lo escrito.

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Su inopinada y extrañaaparición, señor mío, en unanoche tempestuosa, tras lagrosera e indigna conducta demis enemigos, cuyos nombresomito por el desprecio que meinspiran, fue el origen de todoslos equívocos que ahora existenentre nosotros. La porfía deusted, señor mío, en inmiscuirseen el ámbito de mi existencia yde todas mis relaciones en lavida práctica rebasa ya loslím¡tes que marcan la simplecortesía y la más elementalsociabilidad. Creo que no es

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preciso recordar aquí, señormío, su apropiación indebida demis papeles y aun de mi propiobuen nombre pura congraciarsecon las autoridades y obtenerfavores que no merece.Tampoco es preciso recordaraquí la manera deliberada yafrentosa con que ha evitadousted dar las explicaciones quetales actos hacen necesarias.Finalmente, para no omitirnada, no aludiré a la última ypeculiar —casi diríaincomprensible— manera deconducirse usted conmigo en el

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café. Lejos de mí el quejarme dela pérdida inútil de un rublo;pero no puedo disimular miindignación al recordar, señormío, su descarada tentativa demancillar mi honor,mayormente en presencia depersonas que, aunquedesconocidas de mí, eran debuena crianza…

«¿No voy demasiado lejos? —pensóel señor Goliadkin—. ¿No es esto unpoco fuerte? ¿No es demasiadoquisquilloso…, por ejemplo, la alusióna la buena crianza?… ¡Bah, no importa!

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Hay que tratarle con firmeza. Por otraparte, para suavizar el tono, puedolisonjearle un poco al final. Yaveremos.»

No molestaría a usted, señor mío,con esta carta si no fuera porque estoyfirmemente convencido de que lanobleza de su corazón y la franquezade su carácter le indican el modo decorregir todos los deslices y volver lascosas a su estado anterior.

Espero con toda confianza que noconsidere ofensiva esta carta, que nose niegue a darme sus explicacionespor escrito y que me envíe su respuesta

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con mi criado.En espera de sus noticias quedo de

usted, señor mío, atento y seguroservidor

Y. Goliadkin

«Bueno, está bien. La cosa estáhecha. Se ha llegado hasta el extremo detener que escribir cartas. Pero ¿quiéntiene la culpa? Él la tiene. Él es quien leempuja a uno a exigir algo por escrito.Además, estoy en mi derecho.»

Después de leer la carta por últimavez, el señor Goliadkin la plegó, la sellóy llamó a Petrushka. Como de

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costumbre, éste se presentó con ojossoñolientos y aire de mal humor.

—Toma y lleva esta carta,¿entiendes?

Petrushka guardó silencio.—Llévala a la oficina. Pregunta por

el oficial de servicio, el secretarioVahrameyev. Vahrameyev es hoy eloficial de servicio ¿Entiendes?

—Entiendo.—¡Entiendo! ¿No puedes decir

«Entiendo, sí, señor»? Pregunta porVahrameyev y dile que tu señor lesaluda y le ruega respetuosamente que sesirva informarse por el directorio de laoficina de dónde vive el funcionario

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Goliadkin.Petrushka siguió callado y al señor

Goliadkin le pareció que se habíasonreído.

—Así, pues, Piotr, le preguntas ladirección y te enteras de dónde vive elnuevo empleado Goliadkin.

—Sí.—Le preguntas la dirección y llevas

allí esa carta. ¿Entiendes?—Sí.—Si cuando llegues allí…, a donde

llevas la carta… ese señor Goliadkin, aquien se la vas a dar… ¿De qué te ríes,zopenco?

—¿Yo reírme? ¿Reírme de qué? No,

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señor. La gente como yo no se ríe…—Bueno, entonces…, si ese señor te

pregunta cómo está tu amo, qué tal loestá pasando o algo por el estilo, tú tecallas y sólo le dices que tu amo estábien y que esperas contestación porescrito. ¿Entiendes?

—Sí, señor.—Bueno. Le dices que tu amo está

bien, que anda bien de salud y está apunto de salir a hacer visitas. Y que lepide una contestación por escrito.¿Entiendes?

—Sí.—Bueno, lárgate.«¡Por si fuera poco, qué trabajo me

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da este mentecato! No hace más quereírse. ¿Y de qué se reirá? ¡Hay que verhasta dónde han llegado las cosas! Peroquizá al final resulte todo bien… Esteimbécil de seguro se pasa ahora doshoras holgazaneando y despuésdesaparece. No se le puede mandar aningún sitio. ¡Qué fastidio es todo esto!¡Qué fastidio!»

Sintiendo así todo el peso de suinfortunio, el señor Goliadkin resolviópasar inactivo las dos horas que debíaesperar a Petrushka. Durante la primeraestuvo dando vueltas por su cuarto,fumando. Después dejó la pipa y sesentó a leer un libro. Seguidamente se

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tendió en el sofá. Luego volvió a tomarla pipa. Finalmente volvió a deambularpor el aposento. Trató de pensar, perosencillamente era incapaz de hacerlo.Por último, la agonía de su pasividadllegó al máximo y decidió hacer algo.

«Petrushka volverá dentro de unahora —pensaba—. Puedo dar la llave alportero y, mientras tanto…, puedoinvestigar el caso… por mi propiacuenta.»

Sin perder tiempo y apresurándose ainvestigar el caso, el señor Goliadkintomó el sombrero, salió de su domiciliocerrando con llave tras sí, pasó por laportería, entregó al portero la llave y

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una propina de diez kopeks —se habíavuelto sobremanera generosoúltimamente— y salió hacia donde teníaque ir. Fue primero a pie al puenteIzmailovski, trayecto en que gastó unamedia hora. Cuando llegó a su destinoentró en el patio de una casa conocida yalzó los ojos a las ventanas de lavivienda del consejero civilBerendeyev. Salvo tres que ostentabancortinas rojas, las demás estaban aoscuras.

«Supongo que Olsufi Ivanovich notiene invitados hoy —pensó el señorGoliadkin—. Seguramente están todosen casa ahora.»

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Estuvo un rato en el patio tratandode tomar una determinación. Pero por lovisto estaba destinado a no tomarla,porque después de pensarlo mejor, seencogió de hombros y volvió a la calle.

«No. No es aquí donde tenía quehaber venido. ¿Qué iba yo a hacer aquí?… Lo mejor será que…, ¡hum!,investigue el caso personalmente.»

Tomada esa resolución, fue a suoficina. La caminata fue larga y, porañadidura, el barro era atroz y una nievesemiderretida caía en grandes copos.Pero se diría que para nuestro héroe nohabía obstáculos en esta ocasión. Ciertoque estaba calado hasta los huesos y

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salpicado de lodo, pero todo losobrellevaba si lograba su objetivo. Y,efectivamente, el señor Goliadkin seacercaba ya a su meta. La enorme masadel edificio gubernamental se alzabaoscura a lo lejos.

«¡Alto ahí! —pensó—. ¿Adonde voyy qué voy a hacer allí cuando llegue?Pongamos que me entero de dónde vive,pero es probable que mientras tantovuelva Petrushka con la respuesta.Perdería en vano un tiempo precioso,como lo vengo perdiendo hasta ahora.Pero no importa. Todo esto puede aúncorregirse. Pero, de todos modos, ¿porqué no pasar a ver a Vahrameyev? No.

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Lo dejaré para más tarde… ¡Bah! Notenía por qué salir de casa. ¡Pero, nada,soy así! ¡Qué talento tengo paraanticiparme atropelladamente a lascosas, tanto si es necesario como si nolo es!… ¡Hum!… ¿Qué hora es?Supongo que serán las nueve. Puedevolver Petrushka y no encontrarme encasa. ¡Qué tontería he hecho con habersalido!… ¡Vaya fastidio!»

Plenamente convencido de que habíahecho una tontería, nuestro héroe seapresuró a volver a la calleShestilavochnaya. Llegó allí cansado,exhausto. Por el portero se enteró de quePetrushka no había vuelto todavía.

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«¿Conque ésas tenemos? ¡Ya me lofiguraba! —pensó nuestro héroe—. Y yason las nueve. ¡Hay que ver qué granuja!¡Siempre emborrachándose en algunaparte! ¡Dios santo! ¡Vaya día miserableque me ha tocado!»

Razonando y quejándose de estaguisa, el señor Goliadkin abrió la puertade su habitáculo, tomó una bujía, sedesnudó, encendió una pipa, y, harto deajetreo, extenuado, desfallecido yhambriento, se acostó en el sofá paraesperar a Petrushka. La bujía ardíadébilmente y su luz temblequeaba en lasparedes… El señor Goliadkin mirabameditabundo el vacío y acabó por

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quedarse dormido como un tronco.Se despertó durante la noche, ya

tarde. La bujía, consumida casi porentero, humeaba y estaba a punto deextinguirse. El señor Goliadkin selevantó de un salto, se despabiló yrecordó todo, absolutamente todo. Trasel tabique se oían los sonoros ronquidosde Petrushka. El señor Goliadkin seabalanzó a la ventana: no se veía luz enninguna parte. Abrió el postigo deventilación: todo tranquilo. La ciudaddormía y en la calle no había un alma.Debían de ser, por lo tanto, las dos o lastres de la madrugada. Efectivamente, elreloj detrás del tabique dio con esfuerzo

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las dos. El señor Goliadkin fue comouna tromba al otro lado del tabique.

Tras largos esfuerzos consiguiódespertar a Petrushka y hacer que sesentara en la cama. En ese momento seapagó por fin la bujía. Pasaron unos diezminutos antes de que el señor Goliadkinlograse encontrar y encender otra, ydurante ese tiempo Petrushka volvió adormirse.

—¡Granuja! ¡Sinvergüenza! —exclamó el señor Goliadkinsacudiéndole de nuevo para despertarle—. ¡Levántate! ¡Hala, despiértate!

Al cabo de media hora de esfuerzosel señor Goliadkin logró por fin

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despabilar a su criado y arrastrarlo a supropio cuarto. Sólo allí se dio cuenta deque Petrushka estaba, como se dicevulgarmente, mamado como una cuba yapenas podía tenerse de pie.

—¡Holgazán! —gritó el señorGoliadkin—, ¡Ladrón! ¡Me has puestoen ridículo! ¡Ay, Dios! ¿Dónde habrádejado la carta? ¡Ay, Dios santo! ¿Quéhabrá hecho de ella?… ¿Para qué laescribí? ¿Qué necesidad tenía deescribirla? Me dejé llevar, como untonto, por el amor propio. ¡A eso tearrastra el amor propio, so idiota, a eso!… ¡Ahi tienes tu amor propio, imbécil,ahí lo tienes!… ¡Oye, tú! ¿Qué has hecho

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con la carta, ladrón? ¿A quién se ladiste?

—No le di a nadie ninguna carta. Notenía ninguna carta. ¡Conque ya lo sabeusted!

El señor Goliadkin se retorcía lasmanos de desesperación.

—Oye, Piotr…, ¡escúchame!—Estoy escuchando.—¿Dónde has estado? Contesta…—¿Que dónde he estado? ¡Con

buena gente! ¿A mí qué me importa?—¡Ay, Dios mío! ¿Adonde fuiste

primero? ¿A la oficina? Mira, Piotr.Quizá estés bebido.

—¿Yo bebido? ¡Que me quede en el

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sitio si lo he pro-pro-probado!… ¡Vaya!—No. No importa que lo estés…

Fue sólo una pregunta. Está bien quehayas bebido. No me importa, Piotr, nome importa… Quizá se te haya olvidadode momento, pero luego te acordarás.Vamos a ver, trata de acordarte, amigo.¿Viste al oficial Vahrameyev, sí o no?

—No. No hay tal oficial. ¡Que mequede en el sitio si…!

—¡No, no, Piotr! ¡No, Petrushka, tedigo que no importa! Ya ves que no meimporta… Bueno, vamos a ver. Hacíafrío en el patio, estaba húmedo y echasteun trago. No importa… No me enfado.Yo también he echado un trago hoy…

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Bueno, vamos, trata de acordarte, amigo.¿Viste al oficial Vahrameyev?

—Pues mire. Palabra de honor quefui…, fui en seguida.

—Bien, Petrushka, está bien. Ya vesque no me enfado… —continuó nuestrohéroe engatusando aún más a su fámulo,dándole palmadas en el hombro ysonriéndole—. ¿Conque empinaste unpoco el codo, so pillo? ¿Diez kopeks delo bueno? ¡Valiente picaro estás hecho!Pero no importa. Ya ves que no meenfado… No me enfado, amigo, no meenfado…

—Yo, señor, digalo que quiera, nosoy un picaro… Sólo porque estuve con

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buena gente. No soy un picaro y nunca lohe sido…

—¡Claro que no, Petrushka!Escucha, Piotr. No me importa. No espara regañarte por lo que digo que eresun picaro. Te lo digo sólo paraconsolarte, sin intención de ofender.Porque más de un hombre piensa que esun cumplido cuando le dices que es unpicaro o un zorro, porque significa quetiene el olfato fino y no se la dan conqueso… A algunos les gusta que se lodigan… ¡Bueno, bueno, no importa!Ahora cuenta, Petrushka, sin comertenada, con franqueza, como a un amigo…¿Fuiste a ver al oficial mayor

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Vahrameyev y te dio la dirección?—Sí, me la dio… También me dio

la dirección. Es un buen oficial. Y dijo:«Tu amo es también una buena persona,una persona buenísima. Dile que lemando saludos». Eso me dijo. «Y dalelas gracias, y dile que lo estimo mucho yque lo respeto.» Eso dijo. «Porque tuamo, Petrushka, es una buena persona ytú, Petrushka, también eres una buenapersona.» Eso dijo…

—¡Ay, Dios! ¿Pero y la dirección, ladirección, so Judas? —el señorGoliadkin pronunció las últimaspalabras casi en un murmullo.

—Sí, también me dio… la dirección.

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—¿Te la dio? Bueno. ¿Dónde viveGoliadkin, el funcionario Goliadkin?

—Me dijo que encontraría aGoliadkin en la calle Shestilavochnaya.Dijo: «Cuando llegues a la calleShestilavochnaya verás una escalera amano derecha. Allí es, en el cuarto piso.Allí encontrarás a Goliadkin».

—¡Embustero! ¡Ladrón! —gritónuestro héroe perdiendo al fin lapaciencia—. ¡Pero si ése soy yo! ¡Perosi soy yo de quien hablas! ¡Hay otroGoliadkin y es a ése a quien me refiero!¡Farsante!

—Bueno, allá usted. ¿A mí qué?Allá se las entienda usted.

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—¿Pero la carta? ¿La carta?…—¿Qué carta? No hubo carta

ninguna. Yo no vi ninguna carta.—¿Qué has hecho con ella, bribón?—La entregué. «Saluda a tu amo y

dale las gracias», me dijo. «Tu amo esuna buena persona», me dijo. «Saluda atu amo…»

—¿Quién te dijo eso? ¿Goliadkin?Petrushka calló un momento y,

mirando a su amo cara a cara, leobsequió con una ancha sonrisa.

—¡Escucha, bellaco! —exclamó elseñor Goliadkin sofocado y arrebatadode furia—. ¿Qué has hecho conmigo?¡Dime qué has hecho conmigo! ¡Me has

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hecho polvo, bandido! ¡Me has cortadoel pescuezo! ¡Eres un Judas!

—Bueno, allá usted. ¿A mí qué meimporta? —dijo Petrushkaresueltamente, refugiándose tras eltabique.

—¡Ven aquí, ven aquí, ladrón!…—¡No voy ahí! ¡Ni por pienso! ¿A

mí qué? Me voy con las buenasgentes…, las que viven con honradez…,las que viven sin falsedad y no tienendobles…

Al señor Goliadkin se le helaron lasmanos y los pies y se le cortó elaliento…

—Sí, señor —continuó Petrushka—.

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Nunca tienen dobles y no son un baldónpara Dios y los hombres de bien…

—¡Estás borracho, holgazán!¡Duerme ahora, ladrón, y mañana te darétu merecido! —dijo el señor Goliadkincon voz apenas perceptible.

Petrushka, por su parte, murmuróalgo más. Luego se oyó chirriar la camacuando se tumbó en ella. Despuésbostezó largamente, se estiró y, porúltimo, empezó a roncar con el sueño dela inocencia, como reza la frase. Elseñor Goliadkin estaba más muerto quevivo. El comportamiento de Petrushka,sus extrañas aunque ambiguas alusiones—de las que no cabía enfadarse puesto

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que estaba borracho— y, por último, elgiro maligno que tomaba el asunto, todoello le había causado una profundaconmoción.

«¿Qué fue lo que me hizo regañarleen mitad de la noche? —se preguntabanuestro héroe temblando febrilmente porcausa de una sensación morbosa—.¡Algo me indujo a meterme con élcuando estaba borracho! ¿Qué sentido sepuede sacar de lo que dice un borracho?Cada palabra es una mentira. ¿Pero aqué aludía el muy ladrón? ¡Dios santo!¿Y por qué escribí todas esas cartas?Soy mi propio verdugo, sí, señor. ¡No sécallar! ¡Siempre tengo que hablar por

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los codos! ¡Sobre todo eso! Me estoydestruyendo a mí mismo. Soy un guiñapoy, sin embargo, tengo que meter el amorpropio en todo. "Padece mi orgullo ydebo salvarlo a toda costa." ¡Soy mipropio verdugo!»

Así decía el señor Goliadkin,sentado en su sofá y tan espantado queno se atrevía a moverse. De pronto susojos se clavaron en un objeto quecautivó en sumo grado su atención.Temiendo que fuese una ilusión o unengaño de la fantasía, alargó la manotímidamente, con esperanza e indeciblecuriosidad… ¡No! No era engaño. Noera ilusión. Era una carta,

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indudablemente una carta, y dirigida aél… La cogió de la mesa. El corazón lelatía fuertemente.

«De seguro la trajo ese bribón —pensó—, la puso ahí y después se leolvidó. Eso habrá sido.»

La carta era del oficial Vahrameyev,joven colega y en un tiempo amigo delseñor Goliadkin.

«Con todo, ya lo preveía yo —pensónuestro héroe—. Y hasta preveo ahoralo que dirá la carta.»

Decía así:

Muy señor mío, Yakov Petrovich:Su criado está borracho y lo que

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dice no tiene pies ni cabeza. Por esoprefiero contestar a usted por escrito.Me apresuro a comunicarle quecumpliré con fidelidad y exactitud elencargo que me hace, a saber, entregaruna carta a la persona que usted sabe.Esa persona, que usted conoce bien yque ahora ha venido a reemplazar a unex amigo cuyo nombre callo (porque noquiero manchar la honra de alguienque es enteramente inocente), viveconmigo en el domicilio de KarolinaIvanovna, en la misma habitación que,cuando vivía usted aquí, ocupaba unoficial de infantería procedente deTambov. Sin embargo, a esa persona se

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la puede siempre ver en compañía degentes honradas y sinceras, cosa queno cabe decir de algunos que yo me sé.Tengo la intención de cortar con estafecha toda relación con usted, ya quees imposible mantener el tono amistosoy la identidad de pareceres de nuestracamaradería anterior. Por eso le pido,señor mío, que no bien reciba estafranca misiva se sirva mandarme losdos rublos que me adeuda por lasnavajas de afeitar de manufacturaextranjera que, como recordará, levendí a crédito hace siete meses,cuando aún vivíamos juntos en casa deKarolina Ivanovna, señora a la que

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profundamente respeto. Obro de estemodo porque, a juzgar por loscomentarios de gente de talento, haperdido usted su pundonor y buennombre y se ha convertido en unaamenaza a la moralidad de laspersonas inocentes y puras. Porquesepa que hay quienes no viven deacuerdo con la verdad, quienes mientencon la palabra y cuya cara de hombresde buena voluntad es sospechosa. En lode tomar partido a favor de KarolinaIvanovna —señora siempre deintachable conducta y, aunque solteray ya no joven, de buena familiaextranjera—, sepa usted que siempre y

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dondequiera se hallarán gentes prontasa hacerlo. Lo cual varias personas mehan pedido que mencione aquí de pasoy que yo, a mi vez, hago constar por micuenta. En todo caso se enterará ustedoportunamente de todo, si es que ya nolo sabe, dado que, según loscomentarios de gente entendida, hacobrado usted mala fama en suscorrerías por la capital y puede, porconsiguiente, haber oído en muchossitios lo que de usted se dice. Enconclusión, señor mío, debo informarleque la persona de usted conocida, cuyonombre no menciono aquí por razonestan obvias como honorables, goza de la

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alta consideración de gentes de buenjuicio. Además, es de carácter festivo yagradable y sus éxitos son tan notablesen su trabajo como entre las personassensatas, sin contar que es fiel a supalabra y a sus amigos y no los insultaa sus espaldas mientras que les ponebuena cara cuando están delante. Entodo caso, quedo atento y seguroservidor suyo

N. Vahrameyev

P. S. Despida usted a su criado. Esun borrachín y con toda probabilidadle causará muchos quebraderos decabeza. Tome a Yevstafi, que estaba

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aquí antes de criado y ahora seencuentra sin trabajo. Su criado deahora no sólo es un borrachín, sino unladrón, y la semana pasada vendió pormenos de su valor una libra de azúcaren terrón a Karolina Ivanovna, lo queami parecer sólo puede haber hechohurtándole a usted de cuando encuando pequeñas cantidades. Le digoesto para su bien, a pesar de quealgunos individuos sólo saben insultary engañar, sobre todo a las personashonradas y de buen carácter,difamándolas cuando no están delantey haciéndolas parecer lo contrario delo que son. Y lo hacen sólo por envidia,

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por carecer ellos mismos de talescualidades.

V.

Después de leer la carta deVahrameyev, nuestro héroe continuólargo rato inmóvil en el sofá. Una comonueva luz se filtraba por entre la vaga ymisteriosa bruma que le envolvía desdedos días antes. Nuestro héroe empezó acomprender un poco… Quiso levantarsey dar un par de vueltas por la habitacióna fin de reanimarse, ordenar susdispersos pensamientos, enfocarlossobre un tema determinado y luego, una

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vez repuesto, examinar sensatamente susituación. Pero no bien intentólevantarse, volvió a caer, débil yagotado, en el sofá.

«Claro, yo ya lo había previsto.¿Pero por qué ha escrito esto y cuál es elrecto sentido de estas palabras?Pongamos que conozco el sentido, pero¿a qué conduce esto? Si me hubieradicho sin rodeos: "tal y tal, esto y lootro, lo que se necesita es tal cosa", yolo habría hecho. ¡Qué desagradable girotoma el asunto! ¡Ay! ¡Quisiera que fueseya mañana para poner manos a la obra!Ahora ya sí sé lo que debo hacer. Diré,"pues sí, tal y tal, estoy de acuerdo en

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que hay que aclarar el asunto, pero loque es mi honor, eso no lo vendo, etc.etc.". ¿Pero cómo es que la persona demarras, ese individuo de mal agüero,anda metido en esto? ¿Y por quéprecisamente? ¡Ay, si fuese mañana!Hasta entonces seguirán calumniándome.¡Intrigan contra mí, procuranmortificarme! Lo importante es noperder tiempo, escribir ahora mismo unacarta y decir solamente que, bueno, tal ytal, y que estoy de acuerdo con tal y tal.Y mañana, en cuanto se haga de día, lamando y voy a la oficina lo mástemprano posible… y, por otra parte,tomo la ofensiva y advierto a esos

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señoritos… Pero me calumniarán, ¡vayasi lo harán!»

El señor Goliadkin acercó una hojade papel, tomó una pluma y escribió lasiguiente misiva en respuesta a la cartade Vahrameyev:

Muy señor mío, Nestor Ignatievich:Con estupor y honda pesadumbre

he leído su afrentosa carta, pues porella veo claramente que cuando hablausted de personas descaradas yfalsamente bienintencionadas serefiere usted a mí. Veo con verdaderapena la rapidez, buen éxito y profundoarraigo de las calumnias que han

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cundido en perjuicio de mi bienestar,mi honra y mi buen nombre. Y ello estanto más ultrajante y deplorablecuanto que gentes de bien, de genuinamagnanimidad y, sobre todo, derectitud y franqueza de carácter, echanpor alto sus genuinos intereses y ponensus mayores dotes al servicio de lanociva corrupción que, por desdicha,se propaga con tanto brío y amplituden este tiempo nuestro, tan penoso einmoral. Diré en conclusión queconsidero deber sagrado abonarle ensu totalidad la deuda de dos rublos quemenciona usted.

En cuanto a sus alusiones, señor

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mío, a cierta persona del sexofemenino, como asimismo a lospropósitos, cálculos y designios dedicha persona, diré que sólo vaga eimprecisamente pude entenderlos.Permítame, señor mío, proteger decualquier baldón mi buen nombre y miselevados pensamientos. De todosmodos, estoy dispuesto a discutir elcaso personalmente con usted, ya queprefiero el contacto personal a lacomunicación por escrito; y, además,estoy dispuesto a llegar a acuerdosconciliatorios si por supuesto, sonmutuamente aceptables. Con tal objeto,le ruego que comunique a esapersona

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mi deseo de llegar a un entendimiento ypedirle, además, que señale hora y sitiopara una entrevista. He leído conamargura, señor mío, sus insinuacionesde que le he ofendido, de que hetraicionado nuestra amistad anterior yhablado desdeñosamente de usted.Todo ello lo atribuyo a unmalentendido, a la vil calumnia,envidia y mala voluntad de aquellos aquienes con razón puedo llamar mispeores enemigos. Pero probablementeno saben que la inocencia es la fuerzade mi inocencia, y que sudesvergüenza, impudicia e insolentefamiliaridad harán recaer sobre ellos

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el desprecio general y, además, serándestruidos por su indignidad ydepravación. Ruego a usted, enconclusión, que haga saber a talespersonas que sus extrañas pretensionesy su innoble y quimérico afán deexpulsar a otros de los puestos queocupan por el sencillo hecho de existiren este mundo, a fin de ocupar ellosesos puestos, son motivo deconsternación, desprecio y lástima y,por añadidura, de reclusión en unacasa de orates. Aparte de que actitudesde esa índole están rigurosamenteprohibidas por la ley, lo que, a mijuicio, es justo, puesto que cada cual

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debe contentarse con su propio puesto.Todo tiene sus límites, y si esto es unabroma, es demasiado pesada; peortodavía, absolutamente inmoral, puesme atrevo a asegurar a usted, señormío, que las ideas que arriba expongoacerca de que cada cual debecontentarse con su puesto, sonabsolutamente morales.

En todo caso, tengo el honor dequedar de usted seguro servidor

Y. Goliadkin

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Capítulo 10

Cabe decir que en general losacontecimientos de la víspera habíanperturbado profundamente al señorGoliadkin. Había pasado muy malanoche; apenas durmió cinco minutos entotal. Era corno si un truhán le hubierapuesto cerdas en la cama. Pasó toda lanoche en una especie de duermevela,dando vueltas en el lecho, suspirando yquejándose, aletargándose un instantepara despertar al siguiente; todo elloemparejado con una extraña congoja,con vagos recuerdos y pavorosas

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visiones, en suma, con todo cuantopuede haber de más desagradable… Aveces se le aparecía la figura de AndreiFilippovich en una funambulesca ymisteriosa media luz, figura enjuta yairada, de mirada dura y cruel y con ungesto de amonestación fríamente cortésen los labios… Y el señor Goliadkin seapresuraba a acercarse a él parajustificarse de algún modo y demostrarleque no era en absoluto como susenemigos lo pintaban, sino de esta oestotra manera, y que poseía aquello y lode más allá por encima de suscongénitas dotes normales. Pero encuanto lo hacía se presentaba el

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consabido sujeto de malignadisposición, lo echaba todo a rodar delmodo más exasperante, daba de un golpeen tierra con todos los propósitos delseñor Goliadkin, allí mismo, ante suspropios ojos, ultrajaba su buen nombre,manchaba su orgullo de fango yseguidamente le suplantaba en la oficinay la sociedad. A veces el señorGoliadkin sentía en la cabeza el escozorde un golpe recibido poco antes ysumisamente aceptado, bien en sociedado bien en el cumplimiento de lasobligaciones de su cargo, cuando laprotesta hubiera sido difícil. Y mientrasse devanaba los sesos para averiguar

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por qué precisamente era difícilprotestar del golpe, su noción de ésteasumía imperceptiblemente una nuevaforma, la de una pequeña pero noinsignificante villanía que habíapresenciado, oído o cometido él mismohacía poco. Y cometido a menudo,aunque no por ruindad, sino porcasualidad alguna vez, por delicadezaotra, porque se sentía enteramenteindefenso alguna más, y, finalmente,porque…, en fin, el señor Goliadkinconocía muy bien ese porque. En esepunto se abochornaba en su sueño y, alintentar disimular el bochorno,murmuraba para sí que entonces hubiera

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podido mostrar firmeza de carácter, sinduda mayor firmeza de carácter. Yterminaba por preguntarse qué era lafirmeza de carácter y por qué tenía quemencionarla en ese momento. Ahorabien, lo que más le enfurecía yexasperaba era que en ese precisoinstante, lo llamaran o no, aparecía sinfalta el consabido individuo con surepugnante y malévola disposición. Yuna vez más, a pesar de que el caso eraya notorio, musitaría con su infamesonrisita: «¿Qué tiene que ver esto conla firmeza de carácter? ¿Qué firmeza decarácter podemos mostrar tú y yo,Yakov Petrovich?».

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A veces soñaba el señor Goliadkinque se hallaba en la excelente compañíade personas conocidas por su ingenio yurbanidad y que él, por su parte, sedistinguía asimismo por su agudeza ybuen trato; que todos le estimaban,incluso algunos de sus enemigos queestaban presentes, lo cual le resultabamuy agradable. Todos le daban laprecedencia y, por último, escuchabacon gusto cómo el anfitrión se llevabaaparte a uno de los invitados y colmabade alabanzas al señor Goliadkin… Perode pronto, sin motivo aparente, volvía apresentarse el sujeto conocido por sumalevolencia e impulsos bestiales bajo

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la forma del señor Goliadkin II y, alinstante, con sólo su aparición,desbarataba todo el triunfo, toda lagloria del señor Goliadkin I, loeclipsaba, lo hundía en el fango ymostraba a las claras que el señorGoliadkin I, el auténtico, no era enabsoluto auténtico, sino una imitación, yque el auténtico era el Y, por último,que el señor Goliadkin I no era lo queparecía, sino tal y cual, y que, por lotanto, no debía ni podía de derechopertenecer a la sociedad de personasbien nacidas y de buena voluntad. Y estosucedía con tanta rapidez que el señorGoliadkin I apenas tenía tiempo de abrir

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la boca cuando ya todos se entregabanen cuerpo y alma al falso y repugnanteseñor Goliadkin II y le rechazaban a él,al genuino e inocente señor Goliadkin,con muestras del más profundodesprecio. No había una sola personacuya opinión no cambiara el señorGoliadkin II en un santiamén paraajustaría a la suya. No había una solapersona, aun la más insignificante detodo el grupo, a quien el falso ypelafustán Goliadkin no hiciera la ruedaen su estilo más empalagoso, con quienno hubiera intentado congraciarse, antequien, según su costumbre, no hubieraquemado el más deleitoso y aromático

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de los inciensos, lo que arrancabalágrimas de supremo gozo a quien así seveía tratado. Y lo principal era que todoocurría en un instante: la rapidez conque se movía el sospechoso y holgazánGoliadkin II era prodigiosa. Además,por ejemplo, lograba engatusar a uno yganarse su beneplácito cuando, en unabrir y cerrar de ojos, ya estabacamelando a un segundo. Tan prontocomo lo tenía «pescado» y le habíaarrancado sutilmente una sonrisa debenevolencia, ponía en movimiento susrechonchas y vigorosas pernezuelas y seiba a adular afablemente a un tercero. Yantes de que pudiera uno abrir la boca

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asombrado, ya estaba haciendo lomismo con un cuarto. ¡Ira algo atroz!¡Pura magia! Y todos estaban contentosde él, todos lo estimaban, todos loensalzaban y proclamaban en coro que,en amabilidad y agudeza satírica,superaba con mucho al Goliadkinauténtico. De ese modo humillaban algenuino e inocente Goliadkin,rechazaban al probo Goliadkin,perseguían al benevolente Goliadkin ycolmaban de insultos al auténticoGoliadkin, tan conocido por su amor alprójimo.

Acongojado, amedrentado, furioso,el tan sufrido señor Goliadkin salió

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veloz a la calle e intentó tomar un cochede punto para ir sin perder un instante acasa de Su Excelencia, o al menos a lade Andrei Filippovich. Pero, ¡horror dehorrores!, el cochero se negó en redondoa llevar al señor Goliadkin, diciendo:«No puedo llevar a dos personasexactamente iguales, señor. El hombrebueno trata de vivir honradamente y node cualquier modo y, además, nuncatiene un doble». En un acceso devergüenza, el enteramente honrado señorGoliadkin miró a su alrededor ycomprobó que, efectivamente, loscocheros y Petrushka, que estaba enconjura con ellos, llevaban razón. El

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perverso señor Goliadkin se hallaba, enefecto, allí, junto a él, y de acuerdo consu ruin costumbre, se preparaba en esecrítico instante a hacer algo sumamenteindecoroso, algo que de ningún modopondría de manifiesto la nobleza decarácter que exigía la buena crianza,nobleza de la que en todo momento tantose ufanaba el abominable señorGoliadkin II. Fuera de sí, presa debochorno y desesperación, eldesbaratado pero legítimo señorGoliadkin huyó ciego a donde el destinolo llevara. Pero con cada paso, con cadapisada en la acera de granito, surgíacomo de debajo de la tierra la copia

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exacta del perverso y repugnanteGoliadkin. Y todas estas exactascontrahechuras echaban a correr una trasotra no bien aparecían, en largaprocesión, como fila de gansos,meciéndose y bamboleándose en pos delseñor Goliadkin I. No había manera deescapar. Al señor Goliadkin, tan dignode lástima, se le cortó el resuello delterror que sentía, y más aún cuandosurgió al fin una multitud tan inmensa detales copias exactas que la capital enteraquedó abarrotada de ellas, y un agentede policía, viendo tamaña perturbacióndel orden, se vio obligado a cogerlasdel pescuezo y meterlas en una garita

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que había allí a mano… Helado y rígidode espanto nuestro héroe despertó. Y,helado y rígido de espanto, se hizo cargode que su vigilia apenas era mejor quesu sueño… Se sentía oprimido,atormentado… Tal era su angustia quese le antojaba que alguien le arrancabael corazón a dentelladas…

Acabó por no poder aguantar más.«¡Esto no puede seguir así!», exclamólevantándose con coraje de la cama ydespertando por completo al ruido deesta exclamación.

Hacía ya largo rato que era de día.En la habitación había más luz que deordinario. Densos rayos de sol se

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filtraban por los cristales incrustados deescarcha e inundaban profusamente lahabitación, lo que no dejó de sorprenderal señor Goliadkin, pues por lo comúnello no ocurría sino a mediodía. Nuncaantes, si no le era infiel la memoria, sehabía registrado irregularidad semejanteen el curso de las celestes luminarias.Pero apenas tuvo tiempo desorprenderse cuando el reloj al otrolado del tabique empezó a zumbar enseñal de que iba a dar la hora.

«¡Ah, ya!», pensó el señor Goliadkindisponiéndose a escuchar con ansiosaexpectación…

Pero para acabar de consternarle por

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completo, el reloj, tras un esfuerzosupremo, dio la una.

—¿Qué es esto? —gritó nuestrohéroe saltando del lecho. En pañosmenores, sin dar crédito a sus oídos, seprecipitó al otro lado del tabique. Elreloj marcaba, efectivamente, la una. Elseñor Goliadkin miró la cama dePetrushka; pero en la habitación nisiquiera olía a Petrushka. La cama deéste había sido hecha hacía rato y dejadatal cual estaba. Sus botas tampoco seveían por ninguna parte, señal cierta deque no se hallaba en casa. El señorGoliadkin corrió a la puerta. La puertaestaba cerrada con llave.

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«¿Dónde estará?», murmuróextrañamente agitado y sintiendo quetodo el cuerpo le temblaba. De súbito levino a las mientes una idea. Corrió a lamesa, miró, revolvió. ¡Nada! Su carta dela víspera a Vahrameyev habíadesaparecido… También habíadesaparecido Petrushka, el relojmarcaba la una, y en la carta deVahrameyev había algunos pormenoresnuevos que, aunque oscuros el día antes,resultaban ahora perfectamente claros.¡En fin, estaba visto! ¡Habían compradoa Petrushka! ¡Ni más ni menos!

—¡Conque es ahí donde se hafraguado la conjura! —exclamó el señor

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Goliadkin dándose una palmada en lafrente y abriendo mucho los ojos—.¡Conque es en la madriguera de esadetestable alemana donde se escondetoda esa fuerza maligna! ¡Así, pues, eldecirme que fuera al puente Izmailovskifue sólo una diversión táctica para queme desorientara y me apartara de lapista! ¡La muy bruja! ¡Y así es cómo meha estado asediando! ¡Sí, así! ¡Si se mirala cosa de este modo, se ve que eso esprecisamente lo que ha pasado! Tambiénqueda plenamente aclarada la apariciónde ese granuja. Todo encaja bien. Le hantenido a buen recaudo largo tiempo, lehan estado preparando y conservando

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para el día fatal. ¡Y hay que ver cómo haresultado todo! En fin, no importa. ¡Nose ha perdido tiempo!…

Entonces el señor Goliadkin recordócon horror que había dado ya la una.

«¿Y qué si han tenido tiempo yapara?… —se le escapó un gemido—.No. Mienten. No habrán tenido tiempo.Veremos…»

Se vistió a la buena de Dios, tomópapel y pluma y garabateó la siguientenota:

Muy señor mío, Yakov Petrovich:O usted o yo. Ya no hay sitio para

los dos. Y por ello le hago saber que su

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extraño, ridículo e imposible deseo deparecer mi mellizo y hacerse pasar portal sólo servirá para provocar sudescalabro y deshonra. Por eso le pidoque por su propio bien se retire y dejevía libre a quienes son verdaderamentehombres de honor y de buenasintenciones. En caso contrario estoydispuesto a recurrir a las medidas másenérgicas. Dejo la pluma y espero…

Quedo a su disposición —inclusocon pistolas.

Y. Goliadkin

Nuestro héroe se frotó briosamente

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las manos cuando concluyó la nota.Seguidamente se puso el gabán y elsombrero, abrió la puerta de sudomicilio con una llave de repuesto ytomó el camino de la oficina. Llegó aella, pero decidió no entrar. Ya era, enefecto, muy tarde: su reloj marcaba lasdos y media. De improviso, unincidente, trivial al parecer, ahuyentóalgunas de sus dudas. De detrás deledificio donde estaba la oficinaapareció de pronto un hombrecillojadeante y colorado de rostro, quienfurtivamente, como una rata, trepó porlos escalones de entrada y se coló en elvestíbulo. Era el escribiente Ostafyev,

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muy conocido del señor Goliadkin,hombre útil en ocasiones y dispuesto ahacer cualquier cosa por diez kopeks.Conociendo el flaco de Ostafyev ysospechando que, tras ausentarse de laoficina so pretexto de una «necesidadurgente», tendría más ganas que nuncade procurarse diez kopeks, nuestro héroeresolvió no escatimar el dinero. Subiólos escalones y entró en el vestíbulo enseguimiento de Ostafyev, lo llamó, y conaire misterioso le indicó que fuera conél a un rincón apartado, tras una enormeestufa de hierro, donde nuestro héroeempezó a interrogarle.

—Bueno, amigo, ¿qué tal van las

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cosas?… Tú ya me entiendes…—A su servicio, señor. ¿Cómo está

usted?—Bien, amigo, gracias. ¿Vés lo que

tengo aquí?—¿Qué quiere usted saber? —

Ostafyev se llevó la mano a la boca, quehabía abierto sin querer.

—Pues mira, amigo, yo… Pero novayas tú a pensar nada… ¿Está ahíAndrei Filippovich?

—Sí está.—¿Y los demás?—También están, como es

preceptivo.—¿Y Su Excelencia también?

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—Su Excelencia también —elescribiente volvió a taparse la boca conla mano y miró al señor Goliadkin conlo que a éste le pareció curiosidad yextrañeza.

—¿Y no hay nada de particular,amigo?

—Nada. Nada en absoluto.—Y de mí, ¿no se dice nada, amigo?

¿Se dice algo? ¿Alguna cosilla? ¿Meentiendes?

—No. Nada por el momento —elescribiente volvió a taparse la boca yuna vez más miró con extrañeza al señorGoliadkin. Nuestro héroe trataba deescudriñar el rostro de Ostafyev para

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inferir si disimulaba algo. Y, en efecto,algo parecía ocultar. Ostafyev setornaba cada vez más grosero ydescortés y, contra lo ocurrido aliniciarse la conversación, no mostrabaahora interés ni simpatía por los asuntosdel señor Goliadkin.

«Hasta cierto punto está en suderecho —pensó éste—. ¿Qué soy yopara él? Quizá la parte contraria le hayauntado ya la mano y por eso ha salido sopretexto de una "necesidad urgente". Enfin, yo ahora…»

El señor Goliadkin comprendió quehabía llegado el momento de sacar loskopeks.

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—Aquí tienes, amigo…—Muy agradecido, señor.—Te daré más.—¿Dice usted, señor?—Te daré en seguida más y, cuando

terminemos, otra cantidad igual.¿Entiendes?

El escribiente guardó silencio y,tieso como un huso, miró al señorGoliadkin.

—Bien. Ahora habla. ¿No has oídodecir nada de mí?

—Pues no creo…, bueno…, nadapor el momento… —Ostafyev respondíahaciendo pausas y, al igual que el señorGoliadkin, con cierto aire de misterio,

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alzando un poco las cejas, mirando alsuelo, procurando dar con el tonoadecuado, y, en suma, tratando a todacosta de ganarse la cantidad prometida,dado que lo recibido hasta entonces loconsideraba ya ganado.

—¿Y no ha habido nada?—De momento, nada.—Escucha…, hum…, quizá haya

algo, ¿no crees?—Por supuesto, quizá haya algo más

adelante.«¡Malo!», pensó nuestro héroe.—Mira, aquí tienes más, amigo.—Muy agradecido, señor.—¿Vino ayer Vahrameyev?

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—Sí, señor.—¿Y hubo alguien más? Haz

memoria, amigo.El escribiente hizo memoria un

momento y no recordó nada relativo alcaso.

—No, señor, no hubo nadie más.—Hum.Hubo un silencio.—Escucha, amigo, aquí tienes más.

Dímelo todo punto por punto.—Sí, señor —Ostafyev estaba ahora

más suave que un guante, que era lo quebuscaba el señor Goliadkin.

—Dime, amigo, y ahora ¿cómo está?—Pues está bien, señor —repuso el

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escribiente, mirando fijamente al señorGoliadkin.

—¿Cómo está de bien?—Pues… bien —Ostafyev arqueó

las cejas significativamente. Pero estabaya en un atolladero y no sabía qué decir.

«¡Malo!», pensó el señor Goliadkin.—¿No hubo nada más en relación

con Vahrameyev?—Lo mismo quede costumbre.—Piénsalo bien.—Dicen que sí hubo algo.—¿Y qué fue?Ostafyev se llevó la mano a la boca.—¿No había por allí una carta para

mí?

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—Miheyev, el vigilante, ha ido hoya casa de Vahrameyev…, allí dondevive esa señora alemana… De modoque, si usted lo desea, puedo ir apreguntar.

—¡Hazme ese favor, amigo, por loque más quieras!… Estoy a punto de…No vayas a pensar nada, sólo que voya… Pregunta, amigo, y entérate de siestán tramando algo que tenga que verconmigo. Lo que hace él. Eso es lo quenecesito. Entérate, amigo, y te daré unagratificación…

—Así lo haré, señor. En el sitio deusted ha estado hoy sentado IvanSemionovich.

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—¿Ivan Semionovich? ¡Ah, sí! ¿Deveras?

—Andrei Filippovich le dijo que sesentase allí…

—¡No me digas! ¿Con qué motivo?¡Entérate, chico, por amor de Dios!Entérate de todo y te daré unagratificación. Eso es lo que necesitosaber. Pero no vayas a pensar que…

—Muy bien, señor. En seguida voy.Y usted, ¿no viene hoy?

—No, amigo mío. Solamente… hevenido a echar un vistazo, pero despuéste daré una gratificación.

—Muy bien, señor.El escribiente subió de prisa la

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escalera y el señor Goliadkin se quedósolo.

«¡Malo! —pensó—. ¡Malo, malo!¡Qué feas se han puesto las cosas! ¿Quésentido tendría todo ello? ¿Qué habráquerido decir ese borrachín con susindirectas? ¿Quién anda tras esto? iAh,ya sé quién es! Probablemente seenteraron y lo sentaron allí… ¿Pero deveras lo sentaron? Fue AndreiFilippovich el que sentó allí a IvanSemionovich. ¿Pero por qué lo sentó allíy con qué objeto? Lo probable es que seenteraran… Quien está maquinando estoes Vahrameyev. Pero no, quéVahrameyev, si es tonto de capirote. Son

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todos los demás los que lo incitan ahacerlo y los que han mandado aquí aese tunante. ¡Y esa alemana tuerta sehabrá quejado! Siempre me he figuradoque en este enredo hay algo que me daen la nariz y que en estos chismes decomadres hay gato encerrado. Ya se lodije al doctor Rutenspitz: "Han juradocortarle el cuello a un hombre, en elsentido moral de la frase, y para ello hanechado mano de Karolina Ivanovna".¡Bien se ve que trabajan de manomaestra! Tras esto anda una manomaestra, y no Vahrameyev. Ya he dichoque Vahrameyev es un mastuerzo, yesto… Pero ya sé quién está detrás de

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todos ellos: ¡ese impostor! De eso sólodepende, lo que explica en parte sustriunfos en la buena sociedad. Pero,francamente, me gustaría saber cómo selleva ahora con ellos. ¿Pero por quéhabrán recurrido a Ivan Semionovich?¿Para qué demonios lo necesitan?¡Como si no hubiesen podido dar conotro! Pero hubiera sido igual,quienquiera que se hubiera sentado allí.Sólo sé que ese Ivan Semionovich me hasido sospechoso desde hace muchotiempo. Ya dije de él tiempo atrás queera un viejo ruin y repugnante. Dicenque da dinero a réditos, y a interés dejudío. Todo este tinglado lo ha montado

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el "oso". Es el "oso" el que anda metidoen esto. Allí fue donde empezó la cosa,en el puente Izmailovski, allí empezó…»

El señor Goliadkin arrugó la cara,como si hubiera mordido un limón, alrecordar algo por lo visto muy enfadoso.

«Bueno, no importa —dijo al fin—.No hago más que pensar en mis cosas.¿Por qué no viene Ostafyev?Probablemente está sentado en algúnsitio o se ha detenido por algo. No meparece mal andar intrigando por micuenta y haciendo trabajo de zapa.Ostafyev, solo con darle diez kopeks,estará de mi parte. ¿Pero de veras loestará? ¡Ahí está el quid! Quizá ellos, a

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su vez, le hayan dado ya algo paraganárselo. ¡Porque tiene cara de ladrón,de ladrón redomado! ¡Ése se callaalguna cosa! ¡El muy bribón! "No, nohay nada —dice—, y le estoy muyagradecido." ¡Valiente bandido!»

Se oyó un ruido y el señor Goliadkinse agachó tras la estufa. Alguien bajabala. escalera y salía a la calle.

«¿Quién será ése y a dónde irá?»,pensó nuestro héroe. Un instante despuésvolvieron a oírse pasos… El señorGoliadkin no pudo contenerse y asomóla punta de la nariz por detrás de suparapeto…, la asomó y al momento lavolvió a esconder como si hubiera

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recibido un picotazo. Esta vez eraalguien conocido, a saber, elsinvergüenza, el intrigante, el vicioso,que pasaba con sus habituales yrastreros pasitos cortos, echando lospies por delante como si fuera a darleuna patada a alguien. «¡Canalla!»,exclamó para sí nuestro héroe. Sinembargo, el señor Goliadkin no pudomenos de advertir que el canalla llevababajo el brazo una enorme cartera verdepropiedad de Su Excelencia. Otro«encargo especial», pensó, enrojeciendode humillación y agazapándose aún másen su escondite. No bien hubo pasado elseñor Goliadkin II junto al señor

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Goliadkin I, sin percatarse de lapresencia de éste, cuando se oyeronpasos por tercera vez, que nuestro héroesupuso serían los del escribiente. Y losde un escribiente eran, pero no Ostafyev,sino otro de pelo engominado y denombre Pisarenko, que vino a buscarletras la estufa. Ello sorprendió al señorGoliadkin. «¿Por qué tendrán que incluira otros en el secreto? —pensó nuestrohéroe—. ¡Gente más bárbara! ¡No haynada sagrado para ellos!»

—Bueno, ¿qué? —dijo volviéndosea Pisarenko—. ¿Quién te manda, amigo?

—Vengo por el asunto de usted.Hasta ahora nadie ha dicho ni hecho

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nada. Cuando haya algo se lo diremos.—Y Ostafyev, ¿qué?—No ha podido salir, señor. Su

Excelencia ha pasado ya dos veces porel negociado. Y yo tampoco puedoquedarme aquí más tiempo.

—Gracias, muchacho, gracias. Dimesólo…

—De veras, señor, no tengotiempo… Su Excelencia pregunta pornosotros a cada instante… Ustedquédese aquí, y si hay algo relativo a suasunto, le avisaremos.

—No, amigo. Dime…—Perdón, pero no tengo tiempo,

señor —dijo Pisarenko soltándose del

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señor Goliadkin que lo tenía agarradode la solapa—. De veras que no puedo.Usted quédese aquí y ya le avisaremos.

—¡Un momento! ¡Sólo un momento,amigo! Mira, aquí tienes una carta. Tedaré una gratificación.

—Diga, señor.—Trata de dársela al señor

Goliadkin.—¿A Goliadkin?—Sí, amigo, al señor Goliadkin.—Bien, señor. En cuanto vaya, se la

doy. Usted quédese aquí mientras tanto.Aquí nadie le verá…

—No. No vayas a creer,muchacho…, que estoy aquí para que

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nadie me vea. No estaré aquí, sino en lacalle de al lado. Ahí hay un café y en élestaré esperando. Y si pasa algo, me locuentas todo. ¿Entiendes?

—Muy bien. Entiendo, pero déjemeir ahora.

—¡Te daré una gratificación, amigo!—gritó a Pisarenko, que ya habíalogrado soltarse.

«Ese pillo parecía más groserohacia el final —pensó nuestro héroe,saliendo a hurtadillas de detrás de laestufa—. Bien se ve que es otrotrapisondista por el estilo. Al principiofue esto y aquello… ¡Pero vaya prisaque llevaba! Habrá mucho trabajo. Y Su

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Excelencia había pasado ya dos vecespor el negociado… ¿Con qué motivohabrá sido?… En fin, no importa. Quizáno signifique nada. Ya veremos…»

El señor Goliadkin iba a abrir lapuerta para salir a la calle cuando,inopinadamente, en ese mismo instantellegó con gran estruendo el carruaje deSu Excelencia. Antes de que el señorGoliadkin pudiera volver de suasombro, se abrió desde dentro laportezuela del vehículo y el ocupantesaltó al escalón de entrada. El reciénllegado no era otro que el señorGoliadkin II, que había salido diezminutos antes. El señor Goliadkin I

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recordó que el director vivía sólo a dospasos de allí.

«Lleva un encargo especial», se dijonuestro héroe.

Mientras tanto, el señor Goliadkin II,sacando del vehículo una voluminosacartera verde y otros papeles, y dardounas órdenes al cochero, abrió la puerta,casi dando con ella al señor Goliadkin I,y volviéndole adrede la espalda paramejor expresar su desprecio, subió conpresteza la escalera de la oficina.

«¡Malo! —pensó el señor Goliadkin—. ¡A este punto hemos llegado! ¡Y nose da pisto, que digamos! ¡Santo cielo!»

Nuestro héroe permaneció inmóvil

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medio minuto más. Por último, tomó unadeterminación. Sin pararse a pensar,todo tembloroso y con el corazónmartilleándole el pecho, subió a todocorrer la escalera en seguimiento de suenemigo.

«¡Ah! ¡Que pase lo que tenga quepasar! ¿A mí qué me importa? ¡Yo estoyfuera de todo!», pensaba, mientras sequitaba el sombrero, el gabán y loschanclos en el vestíbulo.

Anochecía cuando el señorGoliadkin entró en su negociado. En lasala no estaban ni Andrei Filippovich niAnton Antonovich. Ambos habían ido aldespacho del director a presentar sus

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informes, y el director, a su vez, comose podía oír claramente, se aprestaba apresentar el suyo al director general. Porello, y también porque aumentaba laoscuridad e iban a cerrarse las oficinas,los funcionarios, en particular los másjóvenes, estaban casi todos desocupadoscuando entró nuestro héroe, formandocorros, hablando y riendo, y algunos delos más bisoños, esto es, de losfuncionarios aún sin funciones oficiales,aprovechándose del bullicio general, sehabían puesto a jugar a la raya en unrincón junto a una de las ventanas.Sabiendo lo que convenía y sintiendo enese punto la necesidad perentoria de

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beneplácito, el señor Goliadkin seacercó a algunos de los que mejorconocía para darles los buenos días,etc., etc. Pero sus colegas contestaron asus saludos de manera harto extraña. Lafrialdad general, la sequedad y, cabríadecir, la severidad con que fue recibidole impresionaron desagradablemente.Nadie le alargó la mano. Algunos sólodijeron «¡hola!» y se alejaron de él.Otros se limitaron a hacer anainclinación de cabeza. Uno le volvió laespalda, fingiendo no haberlo visto. Yfinalmente —y esto fue lo que más leofendió— algunos de los más jóvenesde los que aún no habían entrado en el

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escalafón, mozalbetes que, como decíacon justicia el señor Goliadkin, sóloservían para jugar a la raya y andarcallejeando, se acercaron al señorGoliadkin y lo fueron rodeando poco apoco, casi impidiéndole la salida.Todos le contemplaban con lo quepodría tomarse por insolente curiosidad.

Era mala señal. El señor Goliadkinse dio cuenta de ello y se dispuso conbuen acuerdo a no darse por enterado.De pronto, algo enteramente inesperadovino, como suele decirse, a dar lapuntilla al señor Goliadkin, a destruirledefinitivamente.

En el grupo de los jóvenes colegas

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que lo circundaban apareció de pronto ycomo de propósito —y en el momentomás angustioso para el señor Goliadkin— el señor Goliadkin II, alegre como deordinario, con la sonrisa de siempre,travieso como de costumbre, en sumadíscolo, saltarín, pelotillero, reidor,suelto de lengua y ligero de pies, comosiempre, como antes, igual que lavíspera, cuando también se habíapresentado en un momento sumamentedesagradable para el señor Goliadkin I.Gesticulando, haciendo piruetas y dandosaltitos, con una sonrisilla que daba lasbuenas tardes a todo el mundo, sedeslizó entre el grupo de empleados, dio

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la mano a uno, palmoteó el hombro deotro, abrazó de paso a un tercero,explicó a un cuarto el encargo que lehabía confiado Su Excelencia, a dóndehabía ido, qué había hecho, qué habíallevado consigo; al quinto, que eraprobablemente su mejor amigo, le dio unsonoro beso en los labios… En suma,todo ocurrió punto por punto como lohabía soñado el señor Goliadkin I.

Cuando hubo retozado a sus anchas ytratado a todos a su manera,inclinándolos a favor suyo —fuéraleello necesario o no—, embaucándoloscon zalamerías, de pronto yprobablemente por equivocación, el

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señor Goliadkin II, que hasta entoncesno se había percatado de la presencia desu ex amigo, también alargó la mano alseñor Goliadkin I. Probablemente porequivocación también, aunque él síhabía tenido tiempo de observar alinnoble Goliadkin II, nuestro héroeagarró con ansia la mano que taninesperadamente se le ofrecía y laapretó con la mayor fuerza ycordialidad, en un extraño e imprevistoarranque íntimo y con una emoción enque despuntaban las lágrimas. Es difícilpuntualizar si a nuestro héroe lo engañóese primer gesto de su infame enemigo,o si no supo qué hacer, o bien si sintió y

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comprendió en el fondo del alma todo elalcance de su vulnerabilidad. Lo ciertoes que el señor Goliadkin I, en plenodominio de sus facultades, por propiavoluntad y ante testigos, habíaestrechado calurosamente la mano deaquel a quien llamaba su enemigomortal. Mas cuáles no serían susorpresa, horror y furia, cuáles no seríansu espanto y vergüenza, cuando suadversario y enemigo mortal, el innobleseñor Goliadkin II, al darse cuenta delerror cometido por el hombre inocente aquien venía persiguiendo yalevosamente engañando, arrancó depronto, con intolerable descaro y

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grosería, su mano de la mano del señorGoliadkin I, y lo hizo sin escrúpulos, sinpiedad, sin compasión, sin delicadeza.Como si ello no bastara, se sacudió lamano como si la hubiese metido en algoinmundo. Más aún, escupió a un lado,acción que acompañó de un gestosobremanera ofensivo. Y, encima detodo, sacó el pañuelo y del modo másafrentoso se limpió uno a uno los dedosque habían estado momentáneamente enla mano del señor Goliadkin I. Mientrasobraba de tal modo, el señor GoliadkinII, según su indecente usanza, mirabaintencionadamente en torno suyo paraque todos vieran lo que hada, miraba a

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cada uno de hito en hito, tratando decausar en todos la peor impresiónposible respecto del señor Goliadkin.La conducta injuriosa del señorGoliadkin II pareció provocar laindignación de todos los presentes.Incluso la frivola juventud manifestó sudescontento. Se oyeron murmullos ycomentarios por todas partes. Laconmoción general no pudo pasarinadvertida del señor Goliadkin II. Pero,de pronto, una chanza oportuna del señorGoliadkin II desbarató y dio al trastecon las últimas esperanzas de nuestrohéroe e inclinó de nuevo la balanza dellado de su enemigo mortal.

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—He aquí a nuestro Faublas ruso,señores. Permítanme presentarles aljoven Faublas —chilló el señorGoliadkin II con su insolencia usual,escurriéndose ágilmente por entre losempleados mientras apuntaba alpetrificado, aunque, en todo caso,genuino señor Goliadkin—. ¡Démonosun beso, alma mía! —agregó confamiliaridad intolerable, acercándose aquien tan deslealmente había agraviado.La chirigota del despreciable señorGoliadkin II pareció causar el efectodeseado, ya que contenía una pérfidaalusión a algo a todas luces conocido delos presentes. Nuestro héroe sintió en el

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hombro la pesada mano de susenemigos. No obstante, tomó unadecisión. Con ojos fulgurantes, rostropálido y rígida sonrisa logró de algúnmodo zafarse del grupo, y con pasorápido y desigual fue derecho aldespacho de Su Excelencia. En laantesala, tropezó con AndreiFilippovich que salía de ver a éste, yaunque en ella se hallaban en esemomento bastantes personasdesconocidas del señor Goliadkin,nuestro héroe no hizo caso de supresencia. Audaz, flexible yresueltamente, asombrándose a sí mismode su osadía, si bien jactándose en su

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fuero interno de ella, abordó sobre lamarcha a Andrei Filippovich, quienquedó atónito ante tan súbita acometida.

—¡Ah! ¿Es usted?… ¿Qué se leofrece? —preguntó el jefe de negociado,sin escuchar lo que, tartajeante, queríadecirle el señor Goliadkin.

—Andrei Filippovich… AndreiFilippovich, ¿podría tenerinmediatamente una entrevista personalcon Su Excelencia? —inquirió por finnuestro héroe con claridad y precisión,mientras clavaba una mirada, intrépidaen Andrei Filippovich.

—¿Qué?… ¡Claro que no! —respondió Andrei Filippovich midiendo

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con la suya de pies a cabeza al señorGoliadkin.

—Digo esto, Andrei Filippovich,porque me sorprende que nadie de aquíhaya desenmascarado a ese granuja eimpostor.

—¿A quién?…—A ese granuja.—Y, dígame, ¿a quién llama usted

así?—A cierto sujeto, Andrei

Filippovich. Aludo a cierto sujeto. Estoyen mi derecho… A mi modo de ver,Andrei Filippovich, la autoridadsuperior debería apoyar una acción deeste género —añadió el señor Goliadkin

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ya fuera de sí—. Usted mismo, AndreiFilippovich, puede ver probablementeque la mía es una acción honrosa quedemuestra cabalmente mi intención deconsiderar a nuestro superior como a unpadre. Yo, Andrei Filippovich,considero a nuestro benéfico superiorcomo a un padre, y le confío ciegamentemi suerte… Eso es todo…

Empezó a temblarle la voz, se pusoencarnado y a sus párpados asomarondos lágrimas.

Tan maravillado quedó AndreiFilippovich de oír al señor Goliadkinque retrocedió involuntariamente dospasos. Luego miró inquieto a su

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alrededor… No es fácil decir cómohubiese acabado aquello… Pero deimproviso se abrió la puerta deldespacho de Su Excelencia y salió ésteen compañía de algunos funcionarios.Todos los que estaban en la antesala lessiguieron. Su Excelencia indicó aAndrei Filippovich que se acercara yfue hablando con él de varios asuntos.Cuando todos abandonaron la antesala,el señor Goliadkin volvió en su acuerdo.Una vez tranquilo, buscó refugio bajo elala de Anton Antonovich Setochkin,quien llegó cojeando tras todos losdemás, con cara que al señor Goliadkinse le antojó severa y preocupada.

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«Me he dejado ir de la lengua y hevuelto a meter la pata —dijo para sucapote—. En fin, no importa.»

—Espero que al menos usted, AntonAntonovich, consienta en escucharme yconsiderar mi caso —dijo en voz bajaque la agitación hacía temblar aúnligeramente—. Rechazado por todos,acudo a usted. Aún no alcanzo acomprender qué significaban laspalabras de Andrei Filippovich. Haga elfavor de explicármelas, si puede…

—Todo quedará explicado a sudebido tiempo —repuso AntonAntonovich severamente. Hizo unapausa y le miró como dando claramente

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a entender que no quería continuar laconversación—. En breve lo sabrá todo.Hoy mismo se le informará a ustedoficialmente.

—¿Qué quiere decir lo de«oficialmente», Anton Antonovich? ¿Porqué «oficialmente»? —preguntó nuestrohéroe con timidez.

—No nos incumbe a nosotrosdiscutir lo que acuerda la autoridadsuperior, Yakov Petrovich.

—¿Por qué la «autoridad superior»,Anton Antonovich? —insistió el señorGoliadkin con voz aún más tímida—.¿Por qué la «autoridad superior»? Noveo motivo para molestar a la autoridad

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superior, Anton Antonovich… Quizá serefiere usted a algo de lo que pasó ayer.

—No. Nada tiene que ver con lo deayer. Es otra cosa lo que no está bien enusted.

—¿Qué es lo que no está bien, AntonAntonovich? Me parece que en mí todoestá bien.

—¿No iba usted a tenderle unatrampa a alguien? —preguntó AntonAntonovich cortando en seco aldesconcertado señor Goliadkin. Éste seestremeció y se puso pálido como lacera.

—Por supuesto, Anton Antonovich—dijo con voz apenas perceptible—, si

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uno hace caso de calumnias y prestaoído a sus enemigos, sin escuchar lo quela parte contraria tiene que decir,entonces, claro… Anton Antonovich,puede uno sufrir, aunque sea inocente yno tenga por qué.

—Precisamente. ¿Y qué me dice desu conducta improcedente en daño de lareputación de una dama joven y noble,perteneciente a una familia virtuosa,respetada y conocida que le hizo a ustedmuchos favores?

—¿A qué conducta se refiere, AntonAntonovich?

—Precisamente. ¿Y no se acuerdatampoco de su loable conducta con otra

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joven que, aunque pobre, es de honradaprocedencia extranjera?

—Con permiso, AntonAntonovich… Por favor, escúcheme,Anton Antonovich…

—¿Y su conducta desleal ycalumniosa con otro individuo,acusándolo de algo de que usted mismoera culpable? ¿Eh? ¿Cómo llama ustedeso?

—Yo no lo expulsé de casa, AntonAntonovich —dijo nuestro héroeechándose a temblar—, ni induje aPetrushka, mi criado, a que lo hiciera…Comió mi pan, Anton Antonovich, ydisfrutó de mi hospitalidad —agregó

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con tan honda emoción que le tembló unpoco la barbilla y casi se le saltaron laslágrimas.

—Eso es lo que usted dice, YakovPetrovich —comentó Anton Antonovich,sonriendo desdeñosamente. En su vozhabía una nota irónica que desgarró elcorazón del señor Goliadkin.

—Permítame una vez más, AntonAntonovich, que le preguntehumildemente: ¿sabe Su Excelencia todoesto?

—¡Pues claro! Pero ahora tengo queirme. No tengo tiempo para usted… Hoyse enterará de lo que le importa saber.

—¡Un minuto más, por amor de

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Dios, Anton Antonovich!…—Ya me lo dirá después…—No, Anton Antonovich. Verá usted

que yo… Sírvase escuchar… Yo noestoy a favor del librepensamiento, antesal contrario, huyo de él. Yo estoyplenamente dispuesto… y hasta he dadocurso a la idea de…

—Bien, bien. Ya he oído eso…—No, Anton Antonovich. No ha

oído usted esto. Esto es otra cosa, AntonAntonovich. Esto es bueno, bueno deverdad, y gusta oírlo… Yo, como hedicho antes, he dado curso a la idea deque la Providencia ha creado a dosseres idénticos y nuestra autoridad

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bienhechora, viendo en ello la manodivina, les ha dado cobijo. Eso estábien, Anton Antonovich. Ya ve que estámuy bien, Anton Antonovich, y que niremotamente soy un librepensador. Yomiro a nuestra autoridad bienhechoracomo a un padre. «Tal y cual», dice laautoridad bienhechora, y usted…, eeh…Un joven ha de tener trabajo. Apóyeme,Anton Antonovich. Póngase de miparte… No lo hice con mala intención…Por amor de Dios, Anton Antonovich.Una palabra más, sólo una… AntonAntonovich…

Pero Anton Antonovich estaba yalejos del señor Goliadkin… Nuestro

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héroe no sabía dónde se hallaba, quéhabía oído, qué había hecho, qué lehabían hecho a él o qué le harían; a talpunto le había confundido y trastornadolo que había oído y le había pasado. Conojos implorantes buscó a AntonAntonovich entre el tropel de empleadospara justificarse una vez más y decirlealgo sumamente sensato, noble yagradable acerca de sí mismo… Perouna nueva luz empezaba a filtrarse pocoa poco a través de su mente alborotada,una luz nueva y terrible que alumbró desúbito una larga perspectiva de cosashasta allí desconocidas en su totalidad yni siquiera sospechadas… En ese

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momento sintió un ligero empujón en elcostado. Miró y vio que era Pisarenko.

—Una carta, señor.—¡Ah!… ¿Ya has ido allí,

muchacho?—No. La trajeron esta mañana a las

diez. Sergei Miheyev, el vigilante, latrajo de casa del secretario Vahrameyev.

—Bien, amigo, bien. Te daré unagratificación.

Diciendo esto, el señor Goliadkin semetió la carta en un bolsillo interior deluniforme y se abrochó éste hasta elcuello. Luego echó un vistazo a sualrededor y quedó sorprendido al notarque ya estaba en el vestíbulo entre un

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grupo de colegas agolpados a la entrada,pues era la hora del cierre de oficinas.El señor Goliadkin no sólo no habíaadvertido ese detalle, sino que ni sehabía percatado de que estaba con elgabán puesto, en chanclos y con elsombrero en la mano. Todos losfuncionarios se habían detenido enespera respetuosa. El motivo era que SuExcelencia había hecho alto al pie de laescalera aguardando su coche que, poralguna razón, se había retrasado, ymantenía entre tanto una conversaciónmuy interesante con dos de iosconsejeros y Andrei Filippovih. Algodesviado de éstos estaba Anton

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Antonovich en compañía de otrosempleados quienes, viendo que SuExcelencia tenía a bien bromear yreírse, sonreían por su parte a más ymejor. Los funcionarios apiñados en loalto de la escalera también sonreían, enespera de que Su Excelencia volviera areírse. El único que no lo hacía eraFedoseich, el portero corpulento que,tieso como un poste, tenía cogido elpicaporte, aguardando impaciente sudosis diaria de deleite, consistente enabrir con un rápido giro de la mano unahoja de la puerta, doblándose por lacintura y dejando pasarceremoniosamente a Su Excelencia.

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Pero, por lo visto, el que estaba máscontento de todos y sentía mayorsatisfacción era el indigno e innobleenemigo del señor Goliadkin. En esemomento hasta se había olvidado de suscolegas, incluso había dejado de retozary corretear entre ellos, como lo hacía deordinario, y había desperdiciado laocasión de engatusar a alguien. Era todoojos y oídos y se encogía de modoextraño, seguramente para oír mejor, sinapartar la mirada de Su Excelencia.Sólo una sacudida apenas perceptibledel brazo, pierna o cabeza delataba devez en cuando la secreta conmoción desu espíritu.

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«¡Vaya importancia que se da! —pensó nuestro héroe—. Parece un niñomimado, ¡el muy canalla! Quisiera saberqué es lo que le permite triunfar en labuena sociedad. No tiene talento,carácter, educación ni sentimientos. Loque sí tiene el sinvergüenza es buenasuerte. ¡Dios santo! ¡Hay que ver lo deprisa que puede trepar un hombre yhacer amistades! ¡Y éste subirá!¡Apuesto cualquier cosa a que este pillollegará lejos! ¡Vaya si llegará! ¡Quésuerte la del canalla! También megustaría saber qué les dice a todos aloído, qué misterios se traen todos ellosentre manos y de qué secretos hablan.

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¡Dios santo! ¿Cómo podría yo de igualmanera… llevarme bien con ellos?Decirles "esto y lo otro" y quizá inclusopreguntarle a a… Decirle "pues tal ycual…, ya no volveré a hacerlo…, yotengo la culpa…, sí, Excelencia, hoy díaun hombre joven tiene que trabajar; a míno me incomoda mi oscuro empleo".¡Eso es! No protestar de ningún modo yaguantarlo todo con humildad ypaciencia. ¡Eso es! ¿Pero es así comodebo obrar?… No. Al muy canalla no sele gana con palabras. ¡Ni a martillazosse le mete sentido común en la cabeza!… Pero, en todo caso, probaré. Si poracaso llega una buena coyuntura,

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probaré…»Sintiendo, en su inquietud, aflicción

y trastorno, que las cosas no podíanquedar así, que había llegado elmomento decisivo y era preciso hablardel caso con alguien, nuestro héroe seiba acercando un poco más al sitiodonde estaba su indigno y misteriosoamigo, cuando en ese instante llegóretumbante a la entrada del edificio elcoche de Su Excelencia, tan largo ratoesperado. Fedoseich abrió la puerta deun tirón y, encorvándose hasta el suelo,dio paso a Su Excelencia. Todos los quehabían estado esperando se apresurarona salir y durante un momento apartaron

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con sus apretujones al señor Goliadkin Idel señor Goliadkin II.

—¡No te escaparás! —dijo nuestrohéroe abriéndose paso a la fuerza porentre la muchedumbre y sin perder devista a su presa. Por fin se disgregó eltropel. Nuestro héroe se sintió libre ysalió disparado en persecución de suenemigo.

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Capítulo 11

Casi sin aliento, el señor Goliadkincorrió en volandas tras su enemigo, quele iba tomando la delantera. Sentía unaextraordinaria energía interior, pero, noobstante, sabía que un simple mosquito—supuesto que insecto semejantepudiera vivir en esa época del año enPetersburgo— lo hubiera podidoderribar sin esfuerzo con una de susalas. Se sentía en extremo débil yagotado y le parecía que no eran suspropias piernas las que lo llevaban —pues éstas se le doblaban y se negaban a

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hacer su oficio—, sino una fuerzasingular y ajena a él. Pero quizá todoaquello acabaría siendo para bien.

«Para bien o para mal —pensaba,sin resuello apenas por la veloz carrera—, el hecho es que la partida estáperdida. De eso no cabe ya la menorduda. Todo ha terminado para mí. Elasunto está claro, definido, firmado ysellado.»

Con todo, nuestro héroe parecióresucitar de entre los muertos, como sihubiera sobrevivido a una batalla ylogrado la victoria, cuando consiguióasir del gabán a su enemigo en elmomento en que éste ponía el pie en el

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estribo de un coche de punto.—¡Señor mío! ¡Señor mío! —gritó

al innoble Goliadkin II después deatraparle—. Espero que usted…

—No. Por favor, no espere nada —respondió evasivo su insensible rivalasentando un pie en el estribo mientrasvolteaba el otro inútilmente en el aire,tratando de meterlo en el vehículo sinperder el equilibrio, al par queesforzándose por arrancar su gabán demanos del señor Goliadkin I, quien lotenía sujeto con toda la fuerza de que laNaturaleza le había dotado.

—Sólo diez minutos, YakovPetrovich…

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—Perdón, pero no tengo tiempo.—Admita usted, Yakov Petrovich…

Por favor, Yakov Petrovich… Por amorde Dios, Yakov Petrovich…Expliquémonos… de hombre ahombre… ¡Un segundo nada más, YakovPetrovich!…

—Alma mía, no tengo tiempo —respondió el indigno enemigo del señorGoliadkin con irrespetuosa familiaridadso capa de cordial benevolencia—.Créame que en otra ocasión lo haré conla mejor voluntad del mundo… Peroahora de veras que no puedo.

«¡Canalla!», pensó nuestro héroe.—¡Yakov Petrovich! —exclamó

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angustiado—. Nunca he sido enemigo deusted. Gentes de mala índole me hanhecho parecer injustamente distinto delque soy… Por mi parte, estoydispuesto… Si le parece bien, YakovPetrovich, vamos a algún sitio ahoramismo… Y allí, con la mejor voluntaddel mundo, como usted acaba de decirmuy bien, con sinceridad, noblemente,podemos hablar del caso… ¡Mire, eneste café, Yakov Petrovich! Ahí todo seexplicará. Sin duda alguna…

—¿En este café? Muy bien. No meopongo. Pero con una condición,querido mío, con sólo una condición:que ahí todo se explique —dijo el señor

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Goliadkin II apeándose del coche ydando una palmada insolente a nuestrohéroe en el hombro—. Eres un buenamiguito. Por ti, Yakov Petrovich, estoydispuesto a meterme por esa callejuela,como dijiste bien en cierta ocasión. Laverdad es que eres un picaro y haces deuno lo que te da la gana —agregó,halagüeño y lisonjero, el falso amigo delseñor Goliadkin.

Alejado de las calles principales, elcafé a que fueron los dos señoresGoliadkin estaba enteramente vacío enese momento. Una alemana rechonchaapareció tras el mostrador así que sonóla campanilla de la puerta. El señor

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Goliadkin y su indigno enemigo pasarona un segundo aposento, donde unarrapiezo de rostro abultado y pelo alrape trajinaba con la estufa, haciendo loposible por avivar con una brazada deleña el casi extinguido fuego. A peticióndel señor Goliadkin II les sirvieronchocolate.

—No está mal la gordita —dijo elseñor Goliadkin II, con un guiño picaroal señor Goliadkin I.

Nuestro héroe se ruborizó y no dijonada.

—¡Ah, sí! Se me olvidaba. Perdón.Ya sé lo que a ti te gusta. Nosotrospreferimos las alemanas delgaditas, tú y

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yo, ¿no es eso, Yakov Petrovich? Lasdelgaditas, pero que no carezcan deencantos. Alquilamos un cuarto en suscasas, las apartamos de la senda de lavirtud, les entregamos nuestro corazón acambio de su Biersuppe y suMilchsuppe, les damos instruccionespor escrito… Eso es lo que hacemos túy yo, ¿eh, Faublas? ¡Valienteembaucador estás tú hecho!

Todo esto lo dijo el señor GoliadkinII a guisa de sutiles alusiones tanmalignas como pueriles a cierta personadel sexo femenino, mientras daba coba ysonreía al señor Goliadkin I, fingiendoamabilidad y procurando demostrar,

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aunque falazmente, la cordialsatisfacción que le causaba el encuentrocon su homónimo. Pero percatándose deque el señor Goliadkin I no era tan tontoni estaba tan falto de educación yurbanidad como para creerle sin más,ese hombre innoble resolvió cambiar detáctica y quitarse el disfraz. Así, pues,tras haberse expresado de tan soezmanera, el falso Goliadkin, con irritantedesvergüenza y familiaridad, dio unanueva palmada en el hombro al honradoGoliadkin y, no contento con ello, sepuso a juguetear con él de manera que labuena sociedad juzgaría indecorosa. Nose le ocurrió otra cosa que repetir su fea

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travesura de antes, es decir, dar unpellizco en la mejilla al señor GoliadkinI, no obstante la repulsa y los gritosahogados de éste. Ante tamañaindecencia, nuestro héroe se crispó defuria y guardó silencio…, al menos porde pronto.

—Eso es lo que dicen mis enemigos—contestó con voz trémula ydominándose con prudencia.Simultáneamente nuestro héroe mirabainquieto a la puerta. El señor GoliadkinII estaba, al parecer, de humor excelentey dispuesto a hacer nuevas diabluras,impermisibles en público y contrarias,en general, a las leyes de cortesía y las

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prácticas de la buena sociedad.—Bien. En tal caso, como usted

guste —respondió gravemente el señorGoliadkin II, apurando su taza con ansiaplebeya y poniéndola en la mesa—.Pero no puedo quedarme mucho tiempocon usted… ¿Y qué tal está usted ahora,Yakov Petrovich?

—Una cosa sí puedo decirle, YakovPetrovich —replicó nuestro héroe condigna frialdad—. Y es que nunca he sidoenemigo de usted.

—¡Hum!… Bueno, y Petrushka, ¿quétal? Se llama así, ¿no? ¿Qué tal está?¿Bien? ¿Como siempre?

—Como siempre, Yakov Petrovich

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—contestó el señor Goliadkin I algosorprendido—. Yo no sé, YakovPetrovich… Por mi parte…, desde unpunto de vista objetivo y cándido, estaráusted de acuerdo en que…

—Sí. Pero usted sabe, YakovPetrovich, que los tiempos que correnson difíciles —sentenció el señorGoliadkin con expresiva calma,haciéndose pasar mendazmente porhombre desdichado, arrepentido y dignode compasión—. Apelo a usted, YakovPetrovich. Usted es inteligente y sensato—agregó halagándolo—. La vida no esun juego. Usted bien lo sabe, YakovPetrovich —concluyó

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significativamente, dándose aires dehombre sabio y erudito capaz de disertarsobre los temas más elevados.

—Por mi parte, Yakov Petrovich —respondió animado nuestro héroe—,desdeñando los rodeos y hablandodirecta y francamente, sin pelos en lalengua, como hombre probo, y poniendoel caso en un plano digno, le diré,Yakov Petrovich, le puedo asegurarfranca y honradamente, que no tengoculpa alguna y que, como usted mismosabe, se trata de un error por ambaspartes… Todo puede suceder…, eldictamen del mundo, la opinión de lachusma servil… Lo digo francamente,

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Yakov Petrovich: todo puede suceder.Digo todavía más: si se juzga así elasunto, si se lo mira desde un punto devista noble y elevado, declaroabiertamente y sin falsa vergüenza queme alegraré de saber que me heequivocado. Más aún, me será gratoconfesarlo. Usted bien lo sabe, porquees inteligente y, por añadidura,generoso. Estoy dispuesto a confesarlosin sonrojo, sin falsa vergüenza… —concluyó nuestro héroe con nobleza ydignidad.

—¡Es el destino! ¡La suerte! YakovPetrovich… Pero dejemos esto —suspiró el señor Goliadkin II—. Mejor

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será emplear los breves minutos denuestro encuentro en un coloquio másprovechoso y agradable, como cumple ados colegas… La verdad es que durantetodo este tiempo no he conseguidodecirle dos palabras… Y no soy yoquien tiene la culpa, Yakov Petrovich…

—¡Ni yo tampoco! —interrumpiónuestro héroe con ardor—. ¡Ni yotampoco! Me lo dice el corazón.Echemos la culpa a la suerte —añadióel señor Goliadkin I en tono plenamenteconciliatorio. Su voz empezaba poco apoco a debilitarse y temblar.

—Bien. ¿Cómo va de salud? —preguntó con dulzura el descarriado.

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—Estoy tosiendo un poco —repitiónuestro héroe aún más dulcemente.

—Cuídese. Con las epidemias quehay ahora puede coger uno un catarro degarganta. Yo, se lo confieso, ya heempezado a vestirme de franela.

—Efectivamente, Yakov Petrovich.Puede uno coger un catarro de garganta—asintió nuestro héroe tras ligera pausa— Yakov Petrovich, ahora veo que meequivoqué… Recuerdo con emoción losmomentos felices que pasamos juntosbajo mi pobre, aunque hospitalario,techo…

—No fue eso, sin embargo, lo quedecía usted en su carta —comentó no sin

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reproche el señor Goliadkin II y, porcierto, con razón bastante (pero conrazón bastante sólo en esta ocasión).

—¡Yakov Petrovich, me equivoqué!… Ahora veo que me equivoqué tambiénen lo de esa carta mía. Me da vergüenzamirarle. No vaya a creer, YakovPetrovich… Deme esa carta para que lahaga pedazos delante de usted. Y si noes posible, le ruego que la lea al revés,enteramente al revés, esto es, de maneraexpresamente amistosa, dando a laspalabras su sentido contrario. Meequivoqué. Perdóneme, YakovPetrovich… Me equivoqué de medio amedio.

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—¿Dice usted? —preguntó abstraídoe indiferente el infiel amigo del señorGoliadkin I.

—Digo que me equivoqué de medioa medio, Yakov Petrovich, y que, por miparte, sin falsa vergüenza…

—¡Ah, sí! Bueno. Entonces está bien—repuso bruscamente el señorGoliadkin II.

—Hasta se me ocurrió la idea —agregó nuestro héroe con notablefranqueza sin advertir la odiosa doblezde su falso amigo— de que habían sidocreados dos seres idénticos…

—¡Ah! ¡Conque ésa era su idea!…Al llegar a ese punto, el execrable

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señor Goliadkin II se levantó y tomó elsombrero. Sin advertir todavía elengaño, el señor Goliadkin I se levantóa su vez, sonriendo cordial ygenerosamente a su mentido amigo yprocurando en su inocencia mostrarseamable, exhortarle y entablar nuevaamistad con él…

—¡Adiós, Excelencia! —exclamó depronto el señor Goliadkin II. Nuestrohéroe se estremeció al observar algocasi bacanálico en el semblante de suenemigo, y con el fin de tenerlo a raya,puso dos dedos en la mano que elréprobo le alargaba.

Pero entonces… la desvergüenza del

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señor Goliadkin II rebasó todos loslímites. Agarrando y apretando primerolos dos dedos del señor Goliadkin I, elmuy sinvergüenza resolvió repetir lainfame travesura de horas antes. Eso eramás de lo que la paciencia humanapodía tolerar…

Ya se metía en el bolsillo el pañuelocon que se había limpiado los dedoscuando el señor Goliadkin volvió en suacuerdo y fue corriendo tras suirreconciliable enemigo a la salacontigua, a donde, según su ruincostumbre, éste había huido. Allí estaba,junto al mostrador, como si nada hubiesepasado, comiendo pasteles y hablando

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tranquila y afablemente con la pasteleraalemana, ni más ni menos que si fuesehombre de probada honestidad.

«Delante de señoras, no», pensónuestro héroe acercándose también almostrador. La agitación lo tenía casifuera de sí.

—¡De veras que no está mal lahembra! ¿Qué le parece? —dijo con otrasalida de mal gusto el señor GoliadkinII, contando sin duda con la infinitapaciencia del señor Goliadkin I. Larobusta alemana, por su parte, miraba asus dos parroquianos con ojosestúpidos, de un gris inexpresivo,sonriendo amablemente y, por lo visto,

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sin entender palabra de ruso. Nuestrohéroe enrojeció como un cangrejo antela desvergüenza del señor Goliadkin II,e, incapaz de contenerse, se abalanzósobre él con el propósito evidente dedespedazarlo y acabar con él de una vezpara siempre. Pero el señor GoliadkinII, fiel a su villano proceder, ya estabalejos. Había salido de estampía a lacalle. Ni que decir tiene que, tras unmomento de natural estupefacción, elseñor Goliadkin I recobró sus facultadesy se lanzó a todo correr en pos de suofensor, quien ya subía a un coche depunto que evidentemente le esperabasegún previo acuerdo. La alemana

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gorda, viendo la fuga de sus dosparroquianos, dio un chillido y tiróvigorosamente del cordón de lacampanilla. Nuestro héroe giró enredondo, casi en volandas, y le arrojóalgún dinero en pago de su consumicióny la del sinvergüenza que se iba sinpagar. Y sin esperar la vuelta, y noobstante la demora, logró —sólo porquelo hizo volando— alcanzar a suenemigo. Se asió al guardabarros delcoche con toda la fuerza de que eracapaz y fue a rastras durante un buentrecho, haciendo lo imposible por treparal vehículo, mientras el señor GoliadkinII, a su vez, trataba de impedírselo.

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Entre tanto el cochero fustigaba a sumísero jamelgo arreándolo con lasriendas, con los pies y a voz en cuello,hasta que el animal arrancó al galopecuando menos se esperaba, mascando elfreno y coceando a cada tres pasos demanera sumamente molesta. Por fin,nuestro héroe logró encaramarse en elcoche y sentarse con la espalda apoyadaen el cochero y cara a cara y rodilla arodilla con su depravado y tenazenemigo, mientras se agarraba con lamano derecha al apolillado cuello depiel del abrigo de éste…

De esta guisa los enemigos siguieronalgún tiempo en silencio. Nuestro héroe

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apenas podía resollar. El camino erainfame, lo que hacía rebotar de continuoal señor Goliadkin I y correr peligro deromperse el pescuezo. Por añadidura, sudesalmado enemigo, que aún no se dabapor vencido, se empeñaba en echarle decabeza al barro. Para colmo dedesdichas, el tiempo era de lo máshorrendo. La nieve caía en grandescopos y trataba a toda costa deintroducirse por entre el abrigodesabrochado del auténtico señorGoliadkin. Alrededor no se veía gota.Era difícil saber adonde iban o por quécalles… Al señor Goliadkin le parecíaque le acontecía algo ya conocido. Hubo

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un momento en que intentó recordar sino había presentido algo la víspera… ensueños, por ejemplo. Su aflicción setrocó en extrema agonía. Se apoyó en sudespiadado rival y estuvo a punto degritar, pero se le heló el grito en loslabios…

Hubo un instante en que el señorGoliadkin se olvidó de todo y concluyóque nada de ello importaba; que aquellosucedía de modo arcano y seria vanoesfuerzo protestar… Pero de súbito, casien el momento en que llegaba a talconclusión, una sacudida imprudentecambió de raíz la índole del caso. Cayódel coche como costal de harina y fue

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rodando Dios sabe a dónde, advirtiendocon sensatez durante la caída que suacceso de cólera había sidoimprocedente. Se incorporó de un saltoy vio que el coche estaba parado enmedio de un patio, que nuestro héroereconoció al punto como el de la casa deOlsufi Ivanovich. Entonces observó quesu enemigo subía los escalones deentrada e iba probablemente a visitar aOlsufi Ivanovich. Presa deindescriptible congoja, estuvo a puntode precipitarse en su alcance, peroafortunadamente lo pensó mejor y sereportó a tiempo. Sin olvidarse de pagaral cochero, salió veloz a la calle y echó

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a correr sin rumbo fijo y con todo elbrío que le permitían las piernas.

Continuaba cayendo la nieve engruesos copos y el tiempo seguíahúmedo y lóbrego. Más que corrernuestro héroe volaba, atropellando yderribando a todo el mundo, hombres,mujeres y niños, y rebotando a su vezcontra hombres, mujeres y niños. Portodas partes se oían voces de espanto,gritos, chillidos… Pero, por lo visto, elseñor Goliadkin había perdido el juicioy no se cuidaba del alboroto… Lorecobró, no obstante, al llegar al puenteSemionovski, aunque sólo porque habíaarrollado torpemente y hecho caer a dos

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campesinos, junto con la mercancía queiban vendiendo, lo que también dio entierra con él.

«No importa —pensó—. Todo estoquizá sea todavía para bien.»

E inmediatamente metió la mano enel bolsillo buscando un rublo paraindemnizar a sus víctimas por el pan dejengibre, las manzanas, los guisantes ylas demás cosas que había esparcido porel suelo. Pero, de pronto, surgió ante éluna nueva luz. En el bolsillo halló lacarta que el escribiente le habíaentregado esa tarde. Recordando depaso que no lejos de allí había unataberna que conocía., corrió hasta ella y,

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sin perder un minuto, se sentó a unamesa alumbrada por una vela de sebo.Sin hacer caso de nada, ni siquiera delmozo que le preguntó qué deseaba,rompió el sello y empezó a leer con elmayor asombro lo siguiente:

A la noble persona que sufre por míy a quien de todo corazón querréeternamente:

¡Sufro, muero, sálvame!Un sujeto difamador, intrigante y a

todas luces infame me ha prendido ensus redes y estoy perdida, deshecha.Me es odioso, mientras que tú… Noshan separado y han interceptado las

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cartas que te he escrito, y de todo estoes culpable un indecente que se haaprovechado de la única buenacualidad que tiene: su parecidocontigo. De todos modos, puede uno serfeo, pero descollar por su talento,sensibilidad y buenos modales… ¡Yome muero! Me casan a la fuerza, yquien ha tramado todo ello es mipadre, mi bienhechor, el ConsejeroCivil Olsufi Ivanovich, con el propósitoseguramente de suplantarme en mipuesto y en mis vínculos con la buenasociedad… Pero yo ya estoy resuelta yprotesto por todos los medios de quedispongo. Espérame en tu coche a las

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nueve en punto de esta noche junto alas ventanas de Olsufi Ivanovich.Vamos a dar otro baile al que vendrá elteniente guapo. Yo saldré y nos iremosvolando de aquí. Hay, además, otrospuestos en la Administración dondeuno puede aún servir a su patria. Entodo caso, recuerda, amigo mío, que lainocencia es la fuerza de la inocencia.

Adiós. Espérame con el coche a lapuerta. Me dejaré caer en el cobijo detus brazos a las dos de la madrugadaen punto.

Tuya hasta la tumbaKLARA OLSUFIEVNA

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Después de leer la carta, nuestrohéroe quedó estupefacto algunosminutos. Atrozmente afligido, víctima dehorrible agitación, pálido como undifunto, dio varias vueltas por lahabitación con la carta en la mano. Paracolmo de su situación calamitosa, noadvirtió que entre tanto era objeto de laindivisa atención de cuantos allí sehallaban. El desaliño de suindumentaria, su agitación incontenible,su deambular o, mejor dicho, sucorretear por la habitación, su gesticularcon ambas manos, acaso algunaspalabras enigmáticas que en su desvaríodirigía al aire, todo ello de seguro le

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favorecía poco a los ojos de los demásparroquianos. El camarero mismoempezó a mirarle con suspicacia.Recobrado, por fin, el discernimiento,nuestro héroe notó que estaba de pie enmedio del local, escudriñando demanera descortés y aun descarada a unanciano de aspecto respetable que,después de comer y dar gracias ante unicono, había vuelto a sentarse sin quitarlos ojos de encima al señor Goliadkin.Éste miró vagamente en torno suyo ypudo darse cuenta de que todos, sinexcepción, le acechaban de modosiniestro y suspicaz. De improviso, unmilitar jubilado, con guerrera de cuello

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rojo, pidió la Gaceta policial. El señorGoliadkin tuvo un escalofrío y sesonrojó. Al bajar los ojos vio porcasualidad que estaba vestido de mododeplorable, con ropa que ni en su casahubiera llevado y mucho menos en unsitio público. Los zapatos, pantalones ytodo el lado izquierdo de su trajeestaban llenos de lodo, la tira delpantalón derecho descosida y la levitarasgada en varios sitios. Afligido a másno poder, fue a la mesa donde habíaestado leyendo y vio que se le acercabael mozo con una extraña expresión en elrostro en la que corrían parejas lainsolencia y la importunidad.

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Despistado y abatido, nuestro héroe sepuso a examinar la mesa a cuyo ladoestaba. En ella había platos en quealguien había comido, una servilletasucia, y cuchillo, tenedor y cucharaacabados de usar.

«¿Quién habrá comido aquí? —sepreguntó sorprendido—. ¿Habré sidoyo? Todo puede ser. He comido y ni mehe dado cuenta. ¿Qué hacer?»

Levantó la vista y vio de nuevo juntoa sí al mozo, que se proponía decirlealgo.

—¿Cuánto te debo, muchacho? —preguntó con voz temblorosa.

Una risa bronca acogió sus palabras.

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Hasta el mozo se sonrió. El señorGoliadkin comprendió que también enesto se había equivocado y cometido undesliz atroz. Quedó tan confuso que sesintió obligado a hurgar en su bolsillo enbusca del pañuelo, seguramente parahacer algo y no estar allí como un poste.Pero, con gran sorpresa suya y de lospresentes, en vez del pañuelo sacó unfrasco de medicina que cuatro días antesle había recetado Krestyan Ivanovich.«Pídalo en la misma farmacia» cruzópor la mente del señor Goliadkin… Seestremeció y a punto estuvo de lanzar ungrito de espanto. Despuntaba una nuevaluz en su mente. Un líquido repulsivo,

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rojo oscuro, brilló con siniestro reflejoante sus ojos… El frasco se le escapóde la mano y se hizo añicos. Nuestrohéroe lanzó un alarido y retrocedió dospasos para no pisar el líquidoderramado… Le temblaba el cuerpo ytenía la frente y las sienes cubiertas desudor.

—¡Conque mi vida está en peligro!Entre tanto, la taberna era escena de

agitación y barullo. Todos rodearon alseñor Goliadkin, todos le hablaban,algunos llegaron a sujetarlo. Peronuestro héroe permaneció mudo einmóvil, sin ver, oír ni sentir nada… Porúltimo, en una arrancada, salió

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corriendo de la taberna, zafándose dequienes intentaban retenerle, y, casidesfallecido, cayó en el primer coche depunto que acertó a pasar por allí yvolvió a toda prisa a su casa.

En el zaguán salió a su encuentroMiheyev, el ordenanza de la oficina, conun sobre oficial en la mano.

—Ya sé, amigo. Ya lo sé todo —repuso nuestro agotado héroe con vozdébil y angustiada—. Esto es oficial.

Efectivamente, el sobre contenía unoficio dirigido al señor Goliadkin yfirmado por Andrei Filippovich,ordenándole que pusiera los asuntos queestaba tramitando en manos de Ivan

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Semionovich. El señor Goliadkin tomóel sobre, dio diez kopeks al ordenanza,entró en su apartamento y vio quePetrushka preparaba y amontonaba todassus posesiones, todos sus bártulos ybaratijas, con la intención evidente dedejar al señor Goliadkin e irse a servirde criado a Karolina Ivanovna, parareemplazar a Yevstafi.

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Capítulo 12

Entró Petrushka contoneándose. Suaspecto era visiblementedespreocupado, con algo del airetriunfal de la clase servil. Era evidenteque había rumiado algo, que se juzgabaen su pleno derecho, y que queríahacerse pasar por un extraño, es decir,por criado de otra persona, y de ningúnmodo por el antiguo sirviente del señorGoliadkin.

—En fin, ya ves, muchacho —empezó diciendo nuestro héroe, aúncorto de resuello—. ¿Qué hora es?

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Sin contestar palabra, Petrushkapasó al otro lado del tabique. Volvióluego y dijo en tono neutral que prontoserían las siete y media.

—Bien, muchacho. En fin, ya ves.Permíteme decirte que, al parecer, todoha terminado entre nosotros.

Petrushka no dijo nada.—Bueno. Ahora que todo ha

terminado entre nosotros, dime confranqueza, como entre amigos, dónde hasestado.

—¿Que dónde? Con buena gente.—Lo sé, muchacho, lo sé. Siempre

he estado satisfecho de ti y voy a darteuna buena recomendación… ¿De modo

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que ahora estás con ellos?—Pues sí, señor. Bien sabe usted

que un hombre bueno no enseña cosasmalas.

—Lo sé chico, lo sé. Pero hoy día lagente buena es rara. Apréciala,muchacho. ¿Y cómo están ahora?

—Usted ya sabe cómo están… Loúnico, señor, es que no puedo seguirsirviendo aquí. Usted lo sabe.

—Lo sé, muchacho, lo sé. Conozcotu celo y constancia. Los he visto ynotado. Te respeto, muchacho. Yorespeto a un hombre bueno y honradoaunque sea criado.

—Lo sé. ¿Cómo no, señor? La gente

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como yo, usted lo sabe, tiene que ir adonde las cosas estén mejor. Así tieneque ser. ¿Y qué otra cosa puedo hacer?Está claro, señor, que sin un hombrebueno es imposible…

—Bien, chico. Lo comprendo… Enfin, aquí tienes tu dinero y turecomendación. Ahora abracémonos ydigámonos adiós… Pero hay algo másque quiero pedirte, la última cosa —dijoel señor Goliadkin con voz solemne—.Porque todo pudiera ocurrir, muchacho.El dolor anida hasta en los palaciossuntuosos y es imposible escapar de él.Me parece, muchacho, que siempre hesido bueno contigo…

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Petrushka no dijo nada.—Me parece que he sido siempre

bueno contigo… Dime. ¿Qué tal ando deropa blanca?

—Todo está ahí, señor. Seis camisasde lino, tres pares de calcetines, cuatropecheras de camisa, un chaleco defranela, dos juegos de ropa interior.Todo eso lo sabe usted. No me hequedado con nada suyo… Yo, señor,siempre he cuidado bien las cosas de miamo. Yo, lo de usted, señor…, bueno, yasabe… Ése no ha sido nunca uno de mispecados. Bien lo sabe, señor…

—Te creo, chico, te creo. No lodecía por eso. Lo que pasa es que…

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—Lo sé, señor. Eso es cosa sabida.Cuando estuve sirviendo en casa delgeneral Stolbnyakov, me despidióporque se fue a vivir a Saratov… Teníaallí una finca…

—No, muchacho, no lo decía poreso. No era eso lo que quería decir…No se te ocurra pensarlo, muchacho…

—Ya lo sé. Es que a gente como yo,sabe usted, se la puede calumniar encualquier momento. Conmigo siemprehan estado contentos en todas partes.Ministros, generales, senadores, condes.He servido a todos ellos. Al príncipeSvinchatkin, al coronel Pereborkin, algeneral Nedobarov, que también se fue a

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vivir a su finca… Eso es bien sabido…—Sí, amigo, sí. Muy bien. Ahora

soy yo el que me voy… Todos vamospor caminos diferentes y nadie sabe encuál de ellos va a estar. Bueno, ayúdamea vestirme. Saca mi uniforme…, losotros pantalones, sábanas, mantas,almohadas…

—¿Quiere que haga un envoltoriocon todo?

—Sí, amigo. Por favor, unenvoltorio… ¿Quién sabe lo que nospuede pasar? Ahora, muchacho, anda ybúscame un coche…

—¿Un coche?—Sí, muchacho, un coche. Grande y

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para alquilar por horas. Y no vayas tú acreer…

—¿Piensa usted ir lejos?—No sé, amigo. Eso es algo que no

sé. Me parece que el edredón tambiéndebe ir. ¿Tú qué crees, muchacho?Quiero tu opinión…

—¿De veras que quiere irse enseguida?

—Sí, amigo, sí. Así han salido lascosas. Conque ya ves…

—Lo sé, señor. Lo mismito que lepasó a un teniente de nuestro regimiento.Raptó a la hija de un propietario deallí…

—¿Que la raptó? ¿Qué quieres

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decir, amigo?—Sí señor. La raptó y se casaron en

otro sitio. Todo había sido preparado deantemano. Fueron tras ellos. Perointervino el difunto príncipe y la cosa searregló…

—¿Conque se casaron? ¿Perocómo…, cómo sabes tú eso, muchacho?

—Porque es cosa sabida. El mundoestá lleno de rumores, señor. Losabemos todo… Por supuesto, podríapasarle a cualquiera. Permítame decirlesólo, señor, con franqueza, como cumplea un criado, que si las cosas han llegadoa ese punto, tiene usted un rival, señor, yde muchas agallas.

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—Lo sé, amigo, lo sé. Tú también losabes… Por eso cuento contigo. ¿Quédebemos hacer ahora, muchacho? ¿Quéme aconsejas?

—Pues bien, señor, si por acaso vausted ahora por ese camino, necesitacomprar algunas cosas: sábanas,almohadas, otro edredón (doble estavez), una buena manta. Una vecina quevive aquí abajo (una mujer del pueblo)tiene una hermosa capa de piel de zorro.Puede usted verla y comprarla. Puedeincluso ir ahora mismo a verla. Es loque necesita usted, señor: una buenacapa de piel de zorro con forro desatén…

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—Bueno, muchacho, de acuerdo.Confío en ti plenamente. ¡Anda por lacapa! ¡Pero de prisa, por Dios santo!Compro la capa, ¡pero de prisa, porfavor! Van a dar pronto las ocho. ¡PorDios santo, de prisa! ¡Date prisa, amigo!…

Petrushka abandonó el envoltorio deropa blanca, almohadas, mantas, sábanasy otros artículos que había recogido yestaba a punto de anudar y salió delcuarto como una exhalación. El señorGoliadkin, mientras tanto, sacó una vezmás la carta, pero no pudo leerla.Agarrándose la mísera cabeza en lasmanos, se apoyó en la pared. No podía

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pensar ni hacer nada. Ni él mismo sabíalo que le pasaba. Finalmente, viendo quepasaba el tiempo y Petrushka noasomaba con la capa, el señor Goliadkinresolvió ir allá él mismo. Abrió lapuerta que daba al descansillo y oyóabajo runrún de voces, parloteo yquerella… Unas vecinas estabancotorreando, chillando, deliberando,disputando sobre algo. El señorGoliadkin sabía precisamente de qué. Asus oídos llegó la voz de Petrushka.Luego se oyeron pasos.

«¡Dios mío! ¡Están juntando a todoel mundo!», gimió, desesperado,retorciéndose las manos. Volvió

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apresuradamente a su cuarto y sederrumbó casi inconsciente en el sofá,con la cabeza hundida en un cojín. ALcabo de un minuto se alzó de un salto y,sin esperar a Petrushka, se puso elsombrero, el gabán y los chanclos, cogióla cartera y se lanzó veloz escalerasabajo.

—No te molestes. No importa. Yome encargo de todo. De momento notengo necesidad de ti y, además, todoquedará probablemente arreglado al fin—murmuró el señor Goliadkin altropezar con Petrushka en la escalera.Atravesó a todo correr el patio y salió ala calle. Se sentía abrumado, incapaz de

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decidir qué hacer, cómo obrar, en estasituación crítica.

«¿Pero qué hacer, Dios mío? —gritódesalentado, dando bandazos sin rumbopor la calle—. ¿Qué necesidad había deesto? De no haber sido por esto, todohabría resultado bien. Con un golpe, conun solo golpe oportuno, enérgico, audaz,todo habría salido bien. ¡Me hubieradejado cortar un dedo por que salierabien! Incluso sé cómo habría salidobien. Del modo siguiente: Habría dicho:"pues tal y cual, señor mío; diré, con suvenia, que eso no viene al caso. Así nose hacen las cosas, señor mío. No,señor, no se hacen así. Con la impostura

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no se va a ninguna parte. El impostor,señor mío, es un hombre inútil a lapatria. ¿Entiende usted? ¿Entiende ustedeso, señor mío?". Eso es lo que habríadicho… Pero no… No es así. De ningúnmodo. En absoluto. No digo sinotonterías, ¡tonto que soy! ¡Me estoydestruyendo a mí mismo! ¡Eres tu propioverdugo, Goliadkin! Ya ves lo que ahorate pasa, ¡hombre perverso!… ¿Peroadónde voy ahora? ¿Qué voy a hacer demí? ¿Para qué sirvo? ¿Para qué vas aservir ahora, vamos a ver, miserableGoliadkin?

»Bueno, y ahora ¿qué? Necesitotomar un coche. "Toma un coche —dice

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ella— y ven acá porque sin coche nosmojaremos los piececitos…" ¡Quién lohubiera pensado! ¡Vaya, vaya,respetable señorita! ¡Mocita deintachable conducta, tan alabada de todoel mundo! ¡Esta vez se ha sobrepasadousted, que digamos!… Todo ello esconsecuencia de una educación inmoral.Ahora, cuando vuelvo a revisarlo todo ymeditar sobre ello, veo que la causa noes otra que una educación inmoral.

Si cuando era más pequeña lehubieran sentado la mano de vez encuando, en vez de darle confites,golosinas, y si el viejo no la hubieseechado a perder con aquello de que "¡tú

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eres mi prenda, mi tesoro, hermosa mía,y te voy a casar con un conde!…". Yahora ya se ve cómo ha salido y cómoles ha puesto las cartas sobre la mesa."Este es el juego ahora", dice ella. Envez de tenerla en casa cuando era menor,la mandaron al internado de una francesaemigrada, una tal Madame Falbala, oalgo así. ¡Y habrá que ver lo que allíaprendió! ¡Así ha salido! Me dice: "Veny sé feliz. Trae el coche a tal hora, pontejunto a las ventanas y canta una romanzaespañola sentimental. Te espero y sé queme amas. Nos fugaremos juntos yviviremos en una cabaña". Pero, claro,eso es imposible, señorita. Eso será

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imposible, si hasta ahí llega la cosa. Lasleyes prohiben sacar a una muchachahonrada e inocente de la casa paterna sinconsentimiento de sus progenitores.Pero, en fin de cuentas, ¿qué necesidadhay de ello? Debe casarse con quienDios manda, con quien el destinoescogió para ella, y basta. Yo soy unempleado del Estado y podría perder midestino por una cosa así. ¡Puede queincluso me procesen, señorita mía! Asíes la cosa, si no lo sabe usted. Aquímangonea esa alemana. Esto es cosa deella, la muy bruja. Ella es la que haarmado este h'o. Para calumniar a unhombre, para inventar chismes en su

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perjuicio, patrañas absurdas, ainstancias de Andrei Filippovich. Si no¿por qué iba a andar Petrushka metidoen el ajo? ¿A él, qué le va ni le viene?¿Y a esa bruja qué le importa? No,señorita, no puedo. De ninguna manerapuedo… Por esta vez tendrá queperdonarme. Usted es la causa de todoello, señorita, y no la alemana, la muybruja. Usted sola, porque la bruja es unamujer buena y no tiene culpa de nada.Usted, señorita, es quien la tiene. Así,clarito. Me acusa usted de algo de queno soy culpable… Pierde uno eldominio de sí mismo, se despista, está apunto de esfumarse ¡y habla usted de

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boda! ¿Y cómo terminará esto? ¿Cornose arreglará el asunto? ¡Daría cualquiercosa por saberlo!..»

Así cavilaba exasperado nuestrohéroe. Volviendo de nuevo en suacuerdo, advirtió que se hallaba en lacalle Liteinaya. El tiempo era horroroso.La nieve había empezado a derretirse.Nevaba y llovía a la vez, igual queaquella medianoche, inolvidable por suterror, en que habían comenzado todassus desdichas.

«¡Qué viaje éste! —pensabaobservando el tiempo—. ¡Es una muertecierta!… ¡Dios mío! ¿Dónde voy aencontrar un coche por aquí? Allí, en

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aquel rincón, parece haber una cosaoscura. Vamos allá y veamos… ¡Diosmío! —prosiguió, encaminándose débily claudicante hacia donde creía ver algosemejante a un coche—. No. Lo que voya hacer es lo siguiente. Iré y me echaré asus pies y se lo pediré humildemente. Lediré: "Pues tal y cual. Pongo mi suerteen sus manos, en manos de lasuperioridad". Añadiré: "Protéjame yapóyeme, Excelencia…. tal y cual…,esto y lo otro…, es una conducta ilegal.No me destruya. Veo en usted a unpadre. No me abandone. Salve midignidad, mi honor, mi nombre…Sálveme de un malvado, de un

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perverso… Él es una persona y yo otra,Excelencia. El va por su camino y yopor el mío. Sí, Excelencia, por el mío.Esa es la verdad. No puedo parecerme aél. Sustitúyalo, se lo ruego. Mandesustituirlo, Excelencia, y ponga fin a unaimpostura impía y arbitraria… para queno sirva de ejemplo a otros. Veo enusted a un padre. Una autoridadbienhechora que protege los intereses desus subordinados debe apoyar talacción… En ello hay incluso algocaballeresco. Veo en usted, autoridadbienhechora, a un padre. Le confío misuerte. No pondré objeciones. Confío enusted y yo me aparto del asunto". Así se

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lo diré.»—¿Eres cochero, muchacho?—Lo soy.—Quiero un coche para esta

noche…—¿Va a ir lejos, señor?—Lo quiero para esta noche y para

ir adonde sea preciso.—¿Será acaso fuera de la ciudad?—Sí, hombre. Quizá fuera de la

ciudad. No lo sé todavía de seguro y nopuedo decírtelo. Porque aún puedenarreglarse las cosas. No sería la primeravez…

—Sí, claro, señor. Dios dé a cadauno lo suyo.

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—Sí, amigo, sí. Gracias. Dime,¿cuánto me vas a cobrar?

—¿Quiere usted ir ahora mismo?—Sí, ahora mismo. Mejor dicho, no.

Tendré que esperar en cierto sitio… unratito nada más, muy poco…

—Pues si lo alquila usted por todala noche, no puedo cobrarle menos deseis rublos… Con este tiempo quehace…

—Bueno, hombre. No saldrásperdiendo. Entonces, ¿qué? ¿Me llevasahora?

—Suba usted. Perdón. Arreglo estoen un tris. Súbase ya. ¿Adonde vamos?

—Al puente Izmailovski, muchacho.

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El cochero se encaramó en elpescante. Con esfuerzo apartó de laartesa del heno a sus dos jacosesqueléticos y los arreó con dirección alpuente Izmailovski. Pero de repente elseñor Goliadkin tiró de la cuerda, hizoparar el coche y con voz suplicantepidió al cochero que no fuese al puenteIzmailovski, sino a otra calle. Elcochero así lo hizo, y al cabo de diezminutos el señor Goliadkin y su reciénalquilado vehículo hicieron alto ante lacasa en que vivía Su Excelencia. Seapeó del carruaje, pidióencarecidamente al cochero queesperase, y con el corazón en la boca

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subió corriendo al segundo piso, tiró delcordón de la campanilla, se abrió lapuerta y nuestro héroe se encontró en elvestíbulo de Su Excelencia.

—¿Está Su Excelencia en casa? —inquirió del criado que salió a abrirle.

—¿Qué desea usted? —preguntóéste a su vez, mirándole de pies acabeza.

—Yo, amigo, s-s-soy… Goliadkin,el funcionario Goliadkin. He venido…,pues…, pues a explicarme.

—Espere. No es posible…—No puedo esperar, amigo. Mi

asunto es importante y no puedeaplazarse…

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—¿De parte de quién viene usted?¿Trae papeles?

—No. Vengo por mi propia cuenta.Anúnciame, muchacho. Di que he venidoa explicarme. Te lo agradeceré mucho…

—Imposible, señor. Hay orden de noadmitir a nadie. El señor tiene invitados.Vuelva usted mañana a las diez…

—Anúnciame, amigo. Me es de todopunto imposible esperar… De locontrario, responderás de ello…

—¡Anda y anúnciale! ¿Qué es lo quete pasa? ¿Es que quieres ahorrar suelade zapato? —dijo otro criado,repantigado hasta entonces en un asientosin decir palabra.

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—¡Qué suela de zapato ni qué niñomuerto! ¿No sabes que hay orden de noadmitir a nadie? Las visitas como éstason por la mañana.

—Anúnciale. ¿O es que temes que sete caiga la lengua?

—Bueno, lo haré. Y no hay miedo deque se me caiga la lengua. Pero ésa fuela orden. Tal como lo digo. Pase ustedaquí.

El señor Goliadkin pasó a laprimera sala. En la mesa había un reloj.Miró y vio que eran las ocho y media.La congoja le ahogaba. Tentado estabade volverse atrás, pero en ese instanteun lacayo larguirucho apareció en la

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puerta de la sala contigua y anunció envoz recia el nombre del señorGoliadkin.

«¡Vaya vozarrón tiene este tipo! —pensó nuestro héroe en indecible agonía.Y siguió pensando—: Debieras haberdicho: "Tal y cual, ha venido respetuosay humildemente, a explicarse…, eeh…¿Tendrá el señor la bondad derecibirle?". Ahora lo has echado todo aperder y has dado al traste con todo loque has hecho. Pero, en fin…, noimporta.»

Sin embargo, no había tiempo parareflexionar. Volvió el criado, dijo «porfavor» y condujo al señor Goliadkin al

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despacho.Al entrar, nuestro héroe pensó que se

había quedado repentinamente ciegoporque no pudo ver nada. Ante sus ojoscruzaron vagamente dos o tres figuras.

«Deben de ser los invitados»,dedujo.

Por fin pudo distinguir la estrella enel frac negro de Su Excelencia; luego,poco a poco, divisó el frac mismo y, porúltimo, recobró la facultad de ver conclaridad…

—¿De qué se trata? —dijo porencima de él una voz conocida.

—El consejero titular Goliadkin,Excelencia.

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—Bien, ¿y qué?—He venido a explicarme…—¿Cómo? ¿Qué?…—Pues eso. He dicho que he venido

a explicarme, Excelencia…—¿Pero quién es usted?—El señor Goliadkin, Excelencia,

consejero titular.—Bueno. ¿Y qué quiere?Nuestro héroe pensó: «Le diré:

"Pues esto y lo otro. Veo en usted a unpadre. Yo me aparto del asunto y ustedme protege de mis enemigos". Eso lediré».

—¿Qué es esto?—Por supuesto…

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—Por supuesto, ¿qué?…El señor Goliadkin guardó silencio.

La barbilla empezó a temblarleligeramente.

—Bueno, ¿qué?—Pensé que era caballeresco,

Excelencia… Lo que digo es que en ellohay algo caballeresco. Y que consideroa mi jefe superior como un padre…Protéjame, s-s-se lo p-pido con l-lágrimas en los ojos… Una ac-accióncomo é-ésa debe s-ser ap-poyada.

Su Excelencia le volvió la espalda.Durante unos momentos los ojos delseñor Goliadkin no pudieron distinguirnada. Sentía que un peso enorme le

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oprimía el pecho y respiraba conesfuerzo. No sabía dónde estaba… Sesentía abochornado y triste. Dios sabe loque vendría después… Recuperándoseal fin, nuestro héroe reparó en que SuExcelencia hablaba con sus invitados ydiscutía algo con ellos de manera untanto brusca y enérgica. El señorGoliadkin reconoció en seguida a uno delos invitados: era Andrei Filippovich. Aotro no lo reconoció, aunque su cara leparecía algo familiar. Era un hombrealto y robusto, entrado en años, concejas y patillas muy pobladas y miradapenetrante y expresiva. El desconocidollevaba una condecoración al cuello y un

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cigarro en la boca. Fumabacontinuamente, sin quitarse el cigarro delos labios, mirando de vez en cuando alseñor Goliadkin y moviendo la cabezasignificativamente. El señor Goliadkinempezó a sentirse incómodo. Desvió losojos y descubrió a otro invitadosumamente raro. En una puerta, quenuestro héroe había tomado hastaentonces por un espejo, como le habíaocurrido una vez antes, apareció él, biense sabe quién, el íntimo amigo yconocido del señor Goliadkin.Efectivamente, el señor Goliadkin IIhabía estado hasta entonces en otrasalita, escribiendo algo con gran

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premura. Ahora, al parecer porque eranecesario, se presentó con unos papelesbajo el brazo, se acercó a Su Excelenciay, aguardando la exclusiva atención deéste, logró entrometerse bonitamente enla conversación y consulta, colocándoseun poco a la espalda de AndreiFilippovich y ocultándose a medias trasel caballero del cigarro. Todo daba aentender que el señor Goliadkin IItomaba parte activa en la conversación,a la que atendía con obsequioso interés,sacudiendo la cabeza, apoyándose oraen un pie, ora en el otro, sonriendo,mirando a cada instante a Su Excelencia,como implorándole con los ojos que le

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permitiera también a él meter baza en elcoloquio.

«¡Canalla!», pensó el señorGoliadkin, dando un paso involuntarioadelante. En ese punto se volvió SuExcelencia y se acercó, no sin algúntitubeo, al señor Goliadkin.

—Bueno. Muy bien. Vaya usted conDios. Estudiaré su asunto y mandaré quealguien le acompañe a la puerta… —elgeneral miró de soslayo al desconocidode las patillas espesas y éste inclinó lacabeza en señal de asentimiento.

El señor Goliadkin entendió que letomaban por algo que no era y no por loque era efectivamente.

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«Debo explicarme de alguna manera—pensaba—. "Pues tal y cual,Excelencia." Eso es lo que debo decir.»

En su confusión bajó los ojos y vioestupefacto que en las botas de SuExcelencia había grandes manchasblancas.

«¿Se le habrán reventado?», sepreguntó. Pronto, sin embargo,descubrió que no era así, sino quereflejaban fuertemente la luz, fenómenofácilmente explicable, puesto que eranbotas de charol y brillaban a más ymejor.

«Eso es lo que llaman toque de luz—pensó—, expresión que se emplea

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sobre todo en los talleres de lospintores. En otros lugares lo llaman luzblanca.»

Entonces el señor Goliadkin alzó losojos y vio que había llegado el momentode hablar, porque el asunto podía tomarun cariz desagradable… Nuestro héroedio un paso adelante.

—Pues, Excelencia, yo le dije a él:«Tal y cual, con la impostura no se vahoy a ninguna parte».

El general no respondió, pero tirócon fuerza del cordón de la campanilla.Nuestro héroe dio un paso más.

—Es un villano y un pervertido,Excelencia —dijo tan enardecido como

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muerto de espanto, apuntando con audazresolución a su infame mellizo, quecaracoleaba en torno a Su Excelencia—.Eso digo. Y aludo a alguien a quientodos conocemos.

A las palabras del señor Goliadkinsucedió una conmoción general. AndreiFilippovich y el desconocido meneabanla cabeza. Su Excelencia tirabaimpaciente y con todas sus fuerzas delcordón de la campanilla para llamar alos criados. En ese punto el señorGoliadkin II se adelantó.

—Excelencia —dijo—, le ruegohumildemente que me permita hablar. —La voz del señor Goliadkin II tenía un

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timbre decisivo. Todo en él revelabaque se sabía, en su pleno derecho.

»¿Puedo preguntarle —comenzó,anticipando en su celo la respuesta deSu Excelencia y dirigiéndose al señorGoliadkin—, puedo preguntarle si sabeen presencia de quién está hablando así,ante quién está y en qué lugar seencuentra? —el señor Goliadkin II semostraba insólitamente agitado. Tenía lacara congestionada de furia eindignación y hasta lágrimas en los ojos.

—¡Los señores Bassavryukov! —rugió el criado, apareciendo en la puertadel despacho.

«Hermoso y noble apellido de

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Ucrania», pensó el señor Goliadkin, einmediatamente sintió que una manoamistosa se le posaba en la espalda.Luego sintió otra. El infame mellizo delseñor Goliadkin iba delante mostrandoel camino, y nuestro héroe se dio cuentade que lo guiaban hacia la puertaprincipal del despacho.

«Exactamente igual a lo que pasó encasa de Olsufi Ivanovich», se decía, y seencontró en el vestíbulo. Mirando a sualrededor, vio a su lado a dos de loslacayos de Su Excelencia y a su propiomellizo.

—¡El gabán! ¡El gabán! ¡El gabán demi amigo! ¡El gabán de mi mejor amigo!

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—cotorreaba aquel hombre perverso,arrancando el gabán de manos de uno delos criados y echándoselo por la cabezaal señor Goliadkin para ridiculizarle delmodo más ruin y bochornoso. Mientrasse debatía para quitarse de encima elgabán, el señor Goliadkin I oíaclaramente las risotadas de los doslacayos. Pero sin hacer el menor caso delo que sucedía en torno suyo, salió delvestíbulo y se encontró en la escalera.El señor Goliadkin II iba tras él.

—¡Adiós, Excelencia! —le gritó asus espaldas.

—¡Canalla! —dijo nuestro héroefuera de sí.

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—Bueno, ¿y qué?…—¡Pervertido!—Bueno, también pervertido… —

respondió el indigno Goliadkin al dignoGoliadkin desde lo alto de la escalera,mirándolo fijamente, con esa singulardesfachatez suya, como incitándolo aque prosiguiera. Nuestro héroe hizo ungesto de indignación y salió corriendo ala calle. Tan desesperado estaba que notenía conciencia de quiénes o de cómole habían subido al coche. Cuando seserenó, vio que lo llevaban por laFontanka.

«Sin duda vamos al puenteIzmailovski», concluyó para sí. Había

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algo más en que quería pensar pero nopudo. Era algo tan horrible que no cabíaexplicación alguna… «En fin, noimporta», se dijo, y siguió su caminohacia el puente Izmailovski.

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Capítulo 13

Se hubiera dicho que el tiempo seproponía mejorar. En efecto, la nievemedio derretida que hasta entoncesvenía cayendo en cantidad descomunalempezó a ceder gradualmente y acabópor cesar casi por completo. El cieloquedó en parte visible y, diseminadaspor él, aparecieron algunas estrellas.Pero el suelo seguía mojado y fangoso yel aire pegajoso y sofocante, enparticular para el señor Goliadkin,quien, aun sin ello, respiraba condificultad. Su gabán empapado le

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impregnaba los miembros de unahumedad desagradable por lo cálida ysus ya fatigadas piernas se ledoblegaban bajo ese peso adicional. Untemblor febril le recorría el cuerpo,acompañado de vivos y punzantesescalofríos. El agotamiento le habíaempapado de un sudor frío y enfermizo,por lo que, pese a lo oportuno de laocasión, se olvidó de repetir con sufirmeza y resolución habituales aquellasu frase favorita de que quizá, de algunamanera, probablemente, con todaseguridad, todo aquello sería al cabopara bien.

«En fin de cuentas, nada de esto

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importa de momento», dijo nuestroesforzado héroe sin claudicar todavía,enjugando de su rostro las gotas de aguafría que le caían profusamente delempapado sombrero. Añadiendo quetampoco eso importaba de momento,nuestro héroe fue a sentarse en un troncobastante grueso junto a un montón deleña en el patio de Olsufi Ivanovich. Porsupuesto, no cabía ya pensar enserenatas españolas ni en escalas deseda, pero sí en un rinconcito tranquilo,si no caliente, al menos acogedor yoculto. Muy en particular, dicho sea depaso, le seducía aquel rincón en eldescansillo de la casa de Olsufi

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Ivanovich, donde una vez antes casi alprincipio de esta verídica historia, habíapasado dos horas entre un aparador yunos biombos viejos y en medio de unmontón de trastos, materiales de desechoy toda especie de basura. Ahora, porotra parte, el señor Goliadkin llevaba yados horas esperando en el patio deOlsufi Ivanovich. Pero en loconcerniente al rinconcito anterior, tanacogedor y recóndito, había ahorainconvenientes que antes no habíanexistido. El primero era que, con todaprobabilidad, ese sitio había sido yalocalizado desde el día del incidente enel baile de Olsufi Ivanovich y habían

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sido tomadas las oportunas medidas deseguridad. El segundo era que tenía queesperar la señal convenida con KlaraOlsufievna, pues no podía faltar unaseñal de esa índole. Así había ocurridosiempre, pues, como él decía, «nosomos los primeros ni seremos losúltimos». Al momento el señorGoliadkin recordó muy a propósito unanovela que había leído tiempo atrás, enque la heroína daba la señal convenida aAlfredo en circunstancias muysemejantes a las actuales, anudando alaventana una cinta color rosa. Pero denoche y en el clima de San Petersburgo,notorio por su humedad e inconstancia,

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una cinta color rosa carecería desentido. En una palabra, sería imposible.

«No. Ahora no es cuestión deescalas de seda. Lo mejor será que mequede aquí escondido y en silencio. Esoserá lo mejor.»

Y escogió un sitio en el patio, frentea las ventanas y junto a un montón deleña. Cierto era que por el patio pasabamucha gente, entre ella postillones ycocheros, sin contar el fragor de ruedas,el piafar de caballos y demás. Pero, noobstante, el lugar era conveniente, tantosi lo descubrían como si no, porqueofrecía la ventaja de ser en su mayorparte oscuro, con lo que nadie podría

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ver al señor Goliadkin, mientras que élpodría verlo todo. Las ventanas estabanbrillantemente iluminadas. Se celebrabauna reunión de gala en casa de OlsufiIvanovich, pero aún no se oía música.

«Así, pues, no es un baile. Se habránreunido por otro motivo —concluyónuestro héroe con desaliento—. ¿Peroera hoy? —le cruzó por la mente—. ¿Nome habré equivocado de día? Todopuede ser. ¿O quizá…, quizá la carta fueescrita ayer y no llegó a mis manosporque el truhán de Petrushka seentrometió en el asunto? ¿O quizá lacarta decía que sería mañana?… Quizásea mañana cuando tengo que hacer esto

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y esperar con el coche.»Nuestro héroe buscó en el bolsillo la

carta para esclarecer ese punto y quedóespantado al comprobar que no estabaallí.

«¿Qué es esto? —murmuró másmuerto que vivo—. ¿Dónde la habrédejado? ¿La habré perdido? ¿Sólo mefaltaba eso! —concluyó con un gemido—. ¿Y si cae en manos inicuas? ¡Quizáhaya caído ya! ¡Ay, Dios! ¿A qué llevarátodo esto? ¿Qué pasará si?… ¡Ay! ¡Quépésima suerte la mía!»

Nuestro héroe tembló de pensar queacaso su canallesco mellizo le habíatapado la cabeza con el gabán para

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sustraerle la carta, de la que habríatenido noticia por uno de los enemigosdel señor Goliadkin.

«¡Y peor todavía, se habráapoderado de ella como prueba! —pensó—. ¿Pero por qué?»

Tras el primer acceso deestupefacción y horror, le volvió lasangre a la cabeza. Gimiendo,rechinando los dientes y apretándose lassienes, se dejó caer en el tronco yempezó a pensar… Pero sus ideas senegaban a concentrarse en nada. Por sumente desfilaban raudos algunossemblantes, surgían vaga o nítidamentesucesos largo tiempo olvidados, trozos

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de estúpidas canciones… Jamás habíasentido angustia tal.

«¡Dios mío! ¡Dios mío! —pensabarepuesto un poco y ahogando un sollozo—. ¡Dame fortaleza de espíritu en elabismo insondable de mi infortunio! Nocabe ya duda alguna de que estoyperdido, de que he cesado de existir.Ello está en la índole misma del asunto,porque no podría ser de otro modo. Enprimer lugar, he perdido mi cargo, lo heperdido irremisiblemente, no podíamenos de perderlo…

»Pero supongamos que todo searregla de algún modo. Supongamos queel dinerillo que tengo me basta para

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empezar. Necesitaré otra vivienda,algunos muebles por malos que sean…También para empezar, no podré contarcon Petrushka. Me las arreglaré bien sinese truhán…, me ayudará la gente de lacasa… Pongamos que todo eso estábien. ¿Pero por qué no pienso nunca enlo que debo pensar, sino en otra cosa?»

Una vez más se acordó de sulamentable situación presente y miró asu alrededor.

«¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío! ¿En quéestaba pensando?», se preguntabaperplejo, apretándose la cabezaenfebrecida…

—¿Va a tardar mucho, señor? —dijo

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una voz por encima de su cabeza. Elseñor Goliadkin se estremeció. Ante élestaba su cochero, también calado yhelado hasta los huesos, que, impacientepor su holganza, había venido a ver loque hacía el señor Goliadkin tras sumontón de leña.

—Estoy bien, amigo… No tardarémucho… Tú espera…

El cochero se retiró, refunfuñandoentre dientes.

«¿Por qué refunfuña? —se preguntóel señor Goliadkin entre lágrimas—.¿No lo alquilé por toda la noche? ¡Estoyen mi derecho, vamos! Lo alquilé portoda la n oche, y asunto concluido. ¡Que

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se quede ahí, da lo mismo! ¡Será lo quea mí me dé la gana! ¡Si quiero, voy, y sino quiero, no voy! ¡El que yo esté aquídetrás de la leña no le va ni le viene! ¡Yque no se atreva a decir nada! ¡Si a unseñor se le ocurre ponerse detrás de laleña, pues se pone! ¡No deshonraanadie, ea!

»¡Conque así es la cosa, señorita!¡Para que se entere usted! Eso de viviren una cabana, señorita, nadie lo hacehoy día.

¡Para que usted lo sepa! Y sinmoralidad, señorita, no se va a ningunaparte en nuestra época industrial. ¡Ustedes un lamentable ejemplo de ello!…

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Dice usted: "Trabaja como oficialmayor y vive en una cabaña a la orilladel mar". En primer lugar, señorita, nohay oficiales mayores a la orilla delmar, y, en segundo, el cargo de oficialmayor es algo que ni usted ni yopodemos conseguir. Porque,supongamos, por vía de ejemplo, que yomando una solicitud, me presento y digo:"Háganme oficial mayor y protéjanme demis enemigos". Me contestarán que "yahay bastantes oficiales mayores".

»Dirán: "Aquí no está ahora en elinternado de Madame Falbala, dondeaprendió la buena conducta de que esusted tan lamentable ejemplo". Buena

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conducta significa, señorita, quedarse encasa, honrar a su padre y no pensar ennovios prematuramente. Los novios,señorita, llegarán en su tiempo y sazón.Debe usted, por supuesto, dar prueba dediversas aptitudes, por ejemplo, tocar elpiano de vez en cuando, hablar francés,saber algo de historia, geografía,Sagrada Escritura y aritmética, ¡sí,señorita, pero nada más! También decocina. En el ámbito de losconocimientos de toda mocita de buenaconducta debe figurar infaliblemente lacocina.

»Pues bien, ¿dónde estábamos? Enprimer lugar, mi bella señorita, no la

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dejarán fugarse. Saldrán en persecuciónde usted y, para colmo, irá ustedderechita a un convento. Y entonces,¿qué, señorita? ¿Qué quiere usted que yohaga entonces? ¿Quiere que suba a unacolina cercana como cuentan en algunasnovelas tontas y allí me deshaga enllanto, contemplando los fríos muros desu prisión? ¿Que acabe por morirme,como suelen pintarlo algunos miserablespoetas y novelistas alemanes?Permítame decirle, como amigo, que, enprimer lugar, las cosas no se hacen así,y, en segundo, que debieran haberpropinado una azotaina a usted por leerlibros franceses y a sus padres por

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habérselo permitido. Porque los librosfranceses no enseñan el bien. Lo quecontienen es veneno, ¡un venenopernicioso, señorita! ¿O es que cree quepodemos fugarnos impunemente a unacabaña a la orilla del mar? ¿Y estar enella arrullándonos y hablando denuestros sentimientos y pasar allí,contentos y felices, lo que nos queda devida? ¿Y luego, cuando llegue el rorro,presentarnos ante el papá de usted,Olsufi Ivanovich, y decirle: "Mire,Olsufi Ivanovich, aquí está la criaturita.Ésta es la ocasión de levantar lamaldición que nos echó y debendecirnos"? No, señorita, las cosas no

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se hacen así. Y lo principal es que nohabrá arrullos de ninguna especie, conque no se haga ilusiones. Hoy día,señorita, el marido es amo y señor, yuna esposa buena y bien educada debedarle gusto en todo. Hoy día, señorita,en nuestra época industrial, losarrumacos están de retirada. Ya hanpasado los tiempos de Juan JacoboRousseau. Hoy día el marido vuelve conhambre de la oficina y dice: "Cariño,¿no hay alguna cosilla para picar antesde la comida, una raspa de arenque, unagotita de vodka?". Y tendrá usted quetener eso listo, señorita. Y él lo tomarácon apetito, sin mirarla a usted siquiera.

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"Anda, ve a la cocina, gatita mía, yatiende a la comida", le dirá. Y quizá,quizá, le dé un besito una vez a lasemana, ¡y eso de refilón! Sí, señorita,¡sólo de refilón!… Si bien se mira, asíserá la cosa. Y bueno, ¿qué? ¿Por quétengo yo que meterme en los caprichosde usted? "Al bienhechor que sufre pormí, al querido de mi corazón, etc., etc."Eso dijo usted. Pero, en primer lugar,yo, señorita, no sirvo para usted, comobien lo sabe. No sé mucho decumplidos, ni soy amigo de decirsandeces almibaradas a las señoras. Nome gustan los donjuanes, y sé que, encuanto a tipo, no soy nada del otro

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jueves. En mí no verá usted jactancia nifalsa vergüenza. Se lo digo ahora contoda sinceridad. Por otro lado, lo que síverá es rectitud, franqueza de carácter ysentido común. No me gustan lasintrigas. No soy intrigante y estoyorgulloso de no serlo. Ante la gentebuena me presento sin disfraz, y paradecirlo todo…»

El señor Goliadkin se estremeció depronto. La barba roja y goteante delcochero apareció de nuevo por encimade la leña…

—En seguida, amigo. Voy enseguida, ¿sabes?… En seguida —dijocon voz débil y trémula.

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El cochero se rascó la nuca, luego sealisó la barba, dio un paso adelante, sedetuvo y miró desconfiado al señorGoliadkin.

—Voy en seguida, amigo. Comoves… Un momento más, sólo unsegundo… Debo esperar…

—¿Pero no va usted a ningún sitio?—preguntó el cochero, acercándose yaresueltamente al señor Goliadkin.

—Sí, en seguida, amigo. Ya ves…Estoy esperando…

—Sí. Ya veo.—Ya ves. Yo… ¿De qué aldea eres,

amigo?—Soy siervo.

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—¿Tu amo es bueno?—No es malo.—Sí, amigo. Quédate aquí un poco

más. ¿Llevas mucho tiempo enPetersburgo?

—Ya llevo un año…—¿Y te va bien?—No me va mal.—Pues mira, amigo. Deberías dar

gracias a la Providencia. Busca a unhombre bueno. No hay muchos estosdías. Un hombre que te vista y te dé decomer y beber. Pero a veces, amigo, yaves que hasta los ricos lloran… Aquítienes un mísero ejemplo. Así son lascosas, amigo…

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El cochero pareció apiadarse delseñor Goliadkin.

—Seguiré esperando, señor.¿Tardará mucho?

—No, amigo… Yo, ¿sabes?, no voya esperar más. ¿Tú qué crees? Dependode ti. No voy a esperar más.

—¿No quiere usted ir en el coche?—No, amigo, no. Pero te pagaré

bien. ¿Cuánto te debo, muchacho?—Lo que ajustamos, señor, si le

parece bien. Llevo esperando muchotiempo y usted no querrá perjudicarme.

—Aquí tienes, amigo. Toma —dioal cochero los seis rublos prometidos y,habiendo decidido, en efecto, no perder

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más tiempo, o sea, largarse antes de serdescubierto (dado que el asunto estabaya resuelto y, despedido el cochero, nohabía por qué esperar más), salió delpatio, torció a la izquierda y, sin mirar asu alrededor, echó a correr jadeante,pero alegre.

«Quizá al cabo todo sea para bien—pensó—. Y de este modo, ¡de buename he librado!»

En efecto, de pronto einusitadamente se sintió mucho másanimado.

«¡Ay, si todo fuera para bien! —sedecía, sin creérselo él mismo—. Bueno,he aquí lo que… No. Mejor será

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abordarlo de otro modo… ¿O no valdríamás?…»

Y titubeando de esta suerte,buscando la clave para resolver susdudas, nuestro héroe fue corriendo alpuente Semionovski y, al llegar allí,decidió prudentemente volverse pordonde había venido.

«Es lo mejor —cavilaba—. Valemás abordar la cosa desde otro ángulo.Lo que haré será convertirme enobservador desinteresado, y sanseacabó.Decir: "Soy un observador, un extraño, ynada más. No soy responsable de nadade lo que pase". ¡Eso es! Así será deahora en adelante.»

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Habiéndolo decidido, nuestro héroevolvió, en efecto, por donde habíavenido de tanto mejor grado cuanto que,gracias a esa feliz idea, se habíaconvertido en un perfecto extraño.

«Es lo mejor. Tú no respondes denada y verás lo que te conviene.»

Su cálculo era correcto, y puntofinal. Más sereno, volvió a deslizarsebajo la sombra protectora ytranquilizante del montón de leña yclavó la mirada en las ventanas. Estavez su vigilancia y espera no fueronlargas. De improviso se echó de ver alláarriba una extraña conmoción. Iban yvenían siluetas, se descorrieron las

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cortinas, y a las ventanas de OlsufiIvanovich se agolparon numerosaspersonas, que miraban y trataban deavizorar algo en el patio. Parapetadotras su montón de leña, nuestro héroeseguía, a su vez, con curiosidad laconmoción general, asomando la cabezaa derecha e izquierda cuanto le permitíala exigua sombra del montón que loencubría. De pronto enrojeció, se echó atemblar y a punto estuvo de desplomarsede espanto. Le pareció o, por mejordecir, adivinó sin más que esas gentesno buscaban una cosa o una personacualquiera, sino que lo buscaban a él, alseñor Goliadkin. Todos miraban y

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señalaban hacia donde estaba. Imposibleescaparse. ¡Lo verían! Sobrecogido deterror, se estrujó cuanto pudo contra elmontón de leña y fue entonces cuandoadvirtió que la sombra le habíatraicionado al no encubrirle porcompleto. De haber sido posible,nuestro héroe se hubiera metido debuenísima gana en cualquier orificioentre la leña y allí se hubiera quedadotan tranquilo. Pero no era posible. En sucongoja, decidió mirar todas lasventanas a la vez, directamente y sinempacho. Era lo mejor… De súbito,enrojeció de vergüenza. Todos lo habíanvisto al mismo tiempo, todos le hacían

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señas, con las manos, con la cabeza,todos lo llamaban. Algunas de lasventanas se abrieron chirriando. Variasvoces empezaron simultáneamente agritarle algo.

«Me choca que no castiguen a estasmuchachas cuando son pequeñas»,murmuró para su capote, visiblementedesconcertado.

De improviso, haciendo piruetas ycabriolas, danzarín y retozón, jadeante,sin sombrero y a cuerpo, bajó losescalones de entrada él (ya sabemosquién), con aire que quería sugerirfalsamente lo mucho que se alegraba dever por fin al señor Goliadkin.

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—¿Está usted aquí, YakovPetrovich? —dijo con voz cantarinaquel hombre ignominioso—. Va a cogerun catarro. Aquí hace frío. Vamosadentro.

—¡Yakov Petrovich! No hace falta.Estoy bien —musitó nuestro héroe convoz tímida.

—No, Yakov Petrovich. Tiene ustedque venir. Se lo ruegan humildemente.Le esperan a usted. «Háganos el favorde traer a Yakov Petrovich.» Eso handicho.

—No, Yakov Petrovich. Veausted…, lo mejor será…, lo mejor seráque me vaya a casa —dijo nuestro

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héroe, ardiendo a fuego lento a la vezque helándose de turbación y terror.

—¡De ninguna manera! No, señor.¡De ninguna manera! ¡Hala, andando! —dijo con firmeza, arrastrando al señorGoliadkin I hacia los escalones. Éste noquería acompañarle, pero acabó por ir,ya que hubiera sido estúpido resistirse yforcejear a la vista de toda aquellagente. Por otra parte, no cabe decir quefuera, porque ni él mismo sabía lo que lepasaba.

Antes de que tuviera tiempo dereponerse y asearse un poco se encontróen el salón. Estaba pálido, con el peloen desorden y el traje arrugado. Miró a

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su alrededor y vio con ojos turbios atoda una muchedumbre. ¡Qué horror! Elsalón y todas las otras habitacionesestaban de bote en bote. Era unainfinidad de gente la que allí había,constelaciones enteras de bellas damas.Y toda esa gente se apiñaba y afanaba entorno a él y le llevaba en una direcciónprecisa, como pudo fácilmentecomprobar.

«Por supuesto, no es a la puerta», lecruzó por la mente.

En efecto, no lo guiaban hacia lapuerta, sino hacia el cómodo sillón deOlsufi Ivanovich. Al lado del sillónestaba de pie Klara Olsufievna, pálida,

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lánguida y triste, pero soberbiamenteataviada. Lo que en particular llamó laatención del señor Goliadkin fueron lasflorecillas blancas que adornaban supelo, negro como el azabache, las cualesproducían un efecto encantador. Al ladoopuesto del sillón se hallaba VladimirSemionovich, de levita negra, con sunueva condecoración en el ojal de lasolapa. Al señor Goliadkin lo llevabancogido del brazo y, como ya quedaapuntado, directamente a OlsufiIvanovich; a un lado iba el señorGoliadkin II, que había adoptado un airesumamente decoroso y benigno (del quenuestro héroe quedó muy satisfecho). Al

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otro lado iba Andrei Filippovich, consemblante solemne.

«¿Qué será esto?», se preguntó elseñor Goliadkin.

Cuando vio que lo conducían anteOlsufi Ivanovich lo comprendió todocon la rapidez del rayo. Pensó en lacarta sustraída… Con aguda zozobra sepresentó ante el sillón de OlsufiIvanovich.

«¿Qué haré ahora? —pensaba—.Desde luego, no achicarme, hablar confranqueza aunque con dignidad. Decir taly cual y todo lo demás.»

Pero no sucedió lo que nuestro héroetemía. Olsufi Ivanovich pareció

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recibirle muy bien y, aunque no le alargóla mano, le miró cuando menos ysacudió, con solemne pesadumbre al parque con afabilidad, la encanecidacabeza que tanto respeto inspiraba. Entodo caso, así le pareció al señorGoliadkin. Más aún, se le antojó que enlos ojos opacos brilló una lágrima.Levantó la vista y creyó ver que de laspestañas de Klara Olsufievna brotabaasimismo una como lágrima minúscula yque incluso en los ojos de VladimirSemionovich parecía percibirse algosemejante. La dignidad serena einvulnerable de Andrei Filippovichequivalía también a una participación en

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la general lacrimogenia. Por último, eljoven que en cierta ocasión se habíaparecido a un consejero importantelloraba ahora amargamente. O quizátodo ello lo creyese así el señorGoliadkin, quien por su parte llorabacopiosamente y sentía cómo corrían porsus frías mejillas las ardienteslágrimas… Reconciliado con loshombres y el destino, rebosante deafecto en ese instante, no sólo por OlsufiIvanovich y el conjunto de sus invitados,sino incluso por su malévolo mellizo,quien ahora, por lo visto, no sólo no eramalévolo, sino ni siquiera mellizo suyo,antes bien un extraño y un hombre de

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índole muy amable, nuestro héroe seaprestó a verter ante Olsufi Ivanovichtodo el contenido de su alma con vozentrecortada por los sollozos. Pero talera su emoción que de sus labios nopudo brotar manifestación alguna de loque su interior encerraba. Así, pues, selimitó a apuntar a su corazón con gestoelocuente… Al cabo, AndreiFilippovich, deseoso acaso de ponercoto a la sensibilidad del encanecidoanciano, se llevó al señor Goliadkin y lodejó, por lo visto, en plena libertad.Sonriente, musitando algo entre dientes,un sí es no es perplejo, pero en todocaso reconciliado con los hombres y el

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destino, nuestro héroe comenzó adeambular entre la masa de losinvitados. Todos le dejaban el pasofranco, todos le escrutaban con extrañacuriosidad y simpatía inexplicable ymisteriosa. Nuestro héroe pasó a otrasala, y fue objeto de pareja atención. Sedio vagamente cuenta de que toda laconcurrencia iba tras él observandocada uno de sus pasos, de que todoshablaban en voz queda de algo de sumointerés, de que sacudían la cabeza,argüían, deliberaban y cuchicheaban.Bien hubiera querido saber el señorGoliadkin por qué argüían, deliberabany cuchicheaban tanto. Mirando en torno,

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vio a su lado al señor Goliadkin II.Juzgó necesario coger a éste del brazo yllevárselo aparte para pedirleencarecidamente que colaborase con élen todas sus empresas futuras y no loabandonase en circunstancias críticas.El señor Goliadkin II asintió gravementey le apretó calurosamente la mano. Talfue la emoción de nuestro héroe quesintió palpitarle con fuerza el corazón.Pero notó que le fallaba el aliento.Sentía una gran opresión en el pecho y,por añadidura, todas aquellas miradasfijas en él lo abrumaban y sofocaban…El señor Goliadkin vio de reojo alconsejero que gastaba peluca, quien le

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miraba severa e inquisitivamente, comorefractario a la simpatía general…Nuestro héroe estuvo a punto deacercarse a él para dirigirle una sonrisay darle explicaciones, pero por algunarazón no lo hizo. Por un momento elseñor Goliadkin se olvidó de sí mismo,perdió la memoria y casi elconocimiento… Al recobrarlos, notóque los invitados habían formado unancho círculo a su alrededor. Deimproviso, alguien gritó su nombre en lasala contigua, y el grito fue secundadopor toda la concurrencia. El alboroto yla agitación se hicieron generales. Todoel mundo se abalanzó a la puerta de la

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sala vecina, casi arrastrando consigo alseñor Goliadkin, que se encontró juntoal inmisericorde consejero de la peluca.Al cabo, éste lo cogió de la mano y losentó junto a sí, enfrente, aunque aalguna distancia, de Olsufi Ivanovich.Todos los que estaban en las salastomaron asiento en filas de sillas,dispuestas en círculo alrededor delseñor Goliadkin y Olsufi Ivanovich.Todos callaron y quedaron inmóviles,manteniendo un silencio solemne, conlos ojos fijos en Olsufi Ivanovich yaguardando por lo visto algoextraordinario. El señor Goliadkinobservó que junto al sillón de Olsufi

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Ivanovich y directamente enfrente delconsejero, se instalaron el señorGoliadkin II y Andrei Filippovich. Elsilencio duró bastante tiempo.Efectivamente, todos estaban a la esperade algo.

«Igual que cuando alguien en unafamilia va a emprender un largo viaje.Lo único que falta es que alguien selevante y ofrezca una oración», pensónuestro héroe, pero sus reflexionesquedaron interrumpidas por una insólitaconmoción. Sucedió por fin lo que tantose venía esperando.

—Ya viene. Ya viene —cundióentre la concurrencia.

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«¿Quién viene?», se interrogaba a símismo el señor Goliadkin. Unasensación extraña le hizo estremecerse.

—Ha llegado el momento —dijo elconsejero, mirando con intención aAndrei Filippovich. Éste, por su parte,miró a Olsufi Ivanovich, quien asintiócon una grave y solemne inclinación decabeza.

»¡Hala! ¡De pie! —dijo elconsejero, levantando al señorGoliadkin. Todos se pusieron de pie.Entonces el consejero tomó de la manoal señor Goliadkin I y AndreiFilippovich hizo lo propio con el señorGoliadkin II y, en medio de la multitud

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que ansiosamente aguardaba, juntaronsolemnemente a estos dos seresidénticos. Nuestro héroe miróestupefacto a su alrededor, pero al puntointerrumpieron su inspección y leseñalaron al señor Goliadkin II, quien lealargaba la mano.

«Quieren reconciliarnos», concluyópara sí nuestro héroe y, conmovido,alargó su propia mano al señorGoliadkin II. Luego…, luego le ofrecióla mejilla. El otro señor Goliadkin hizolo propio. En ese punto, le pareció alseñor Goliadkin I que su traidor amigole sonreía y dirigía un guiño fugaz ymalicioso a la muchedumbre

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circundante; que algo siniestro sepintaba en su semblante, y que hizoincluso una mueca en el instante mismoen que daba su beso de Judas… Algoretumbó en la cabeza del señorGoliadkin. Sus ojos se empañaron.Tenía la impresión de que toda unacomitiva de Goliadkins absolutamenteiguales irrumpía alborotadamente portodas las puertas del salón. Pero ya erademasiado tarde… Se oyó el sonido deun beso estridente y…

En este instante se produjo unincidente inesperado. Se abrió conestrépito la puerta del salón y en elumbral se presentó un individuo cuya

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sola aparición heló al señor Goliadkinla sangre en las venas. Éste quedóclavado en el sitio, y el grito que estuvoa punto de lanzar quedó ahogado en supecho. Pero hacía largo tiempo que elseñor Goliadkin había previsto ypresentido algo semejante. Conreposada solemnidad el desconocido seacercó al señor Goliadkin, quienconocía bien a aquella figura. La habíavisto, y muy a menudo; de hecho, esemismo día… El desconocido era alto,robusto, vestido de levita negra. Llevabaal cuello la cruz de una conocidacondecoración, ostentaba patillasespesas y muy negras, y lo único que le

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faltaba era el cigarro. Su mirada, comoqueda dicho, heló de espanto al señorGoliadkin. Con semblante severo ysolemne, ese hombre terrible seaproximó al lamentable héroe de nuestrorelato… Éste le alargó la mano y eldesconocido, tirando de ella, lo arrastrótras sí… Nuestro héroe miró en torno así confuso y abatido.

—Es Krestyan Ivanovich Rutenspitz,doctor en medicina y cirugía, a quiendesde hace tiempo conoce usted, YakovPetrovich —canturreó una voz repulsivaal oído mismo del señor Goliadkin. Éstese volvió y advirtió que se trataba de suabominable y canallesco mellizo. El

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rostro de éste brillaba de pérfida ymalévola alegría. Se frotaba las manosembelesado, giraba la cabeza conentusiasmo, hacía arrebatadas cabriolasalrededor de todo el mundo. Se diríaque iba a danzar de éxtasis allí mismo.De un salto tomó una bujía de mano deuno de los criados y, colocándose a lacabeza de todos, fue alumbrando elcamino al señor Goliadkin y KrestyanIvanovich. El señor Goliadkin advirtióque les seguían cuantos estaban en elsalón, agolpándose y apretujándose unoscontra otros, y repitiendo al unísono:«No se preocupe, Yakov Petrovich. Notema nada. Es un antiguo amigo y

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conocido suyo: Krestyan IvanovichRutenspitz».

Al cabo llegaron a la escaleraprincipal, brillantemente iluminada, yasimismo abarrotada de gente. Se abriócon estrépito la puerta de la calle y elseñor Goliadkin se halló en losescalones de entrada junto con KrestyanIvanovich. Al pie había un carruajetirado por cuatro caballos que piafabande impaciencia. Con diabólico deleite,el señor Goliadkin II bajó de tres saltosla escalera y abrió la portezuela delcoche. Krestyan Ivanovich indicó con ungesto al señor Goliadkin que subiera,gesto, sin embargo, innecesario, ya que

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había bastante gente para ayudarle…Muerto de miedo, nuestro héroe mirótras sí. Toda la iluminada escaleraestaba atestada de gente. Ojos atentos leobservaban desde todas partes. En eldescanso superior de la escalera, desdesu cómodo sillón, presidía el propioOlsufi Ivanovich, observando convivísimo interés el espectáculo. Todo elmundo aguardaba. Un susurro deimpaciencia cundió entre la multitudcuando el señor Goliadkin se volviópara mirar atrás.

—Espero que no haya nadareprobable…, o que pueda provocarmedidas severas…, o causar atención

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desmedida…, en lo tocante a misfunciones oficiales —dijo aturdidonuestro héroe.

Hubo una algazara general. Todosmovieron la cabeza negativamente. Alseñor Goliadkin se le saltaron laslágrimas.

—En tal caso, estoy listo… Tengoabsoluta fe en Krestyan Ivanovich… ypongo mi suerte en sus manos.

No bien hubo dicho que ponía susuerte en manos de Krestyan Ivanovichcuando de los circunstantes máscercanos brotó un grito de alegría,terrible y atronador, secundado con ecosiniestro por todos los que esperaban.

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Entonces Krestyan Ivanovich y AndreiFilippovich cogieron cada uno de unbrazo al señor Goliadkin y sedispusieron a subirle al coche, en tantoque su doble, según su villanacostumbre, les ayudaba por detrás. Elinfortunado señor Goliadkin I lanzó atodo y a todos una última mirada y,trémulo como gatito rociado de agua fría—si se permite la comparación—,montó en el carruaje. Inmediatamentetras él subió Krestyan Ivanovich. Laportezuela se cerró de un golpe, crujióel látigo y los caballos pusieron elvehículo en marcha… Todo el mundocorrió en pos del señor Goliadkin. Los

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gritos agudos y frenéticos del conjuntode sus enemigos le siguieron como otrostantos adioses. Durante un rato entrevioa algunas personas alrededor del coche,pero poco a poco quedaron rezagadas yacabaron por desaparecer. El que máspersistió en correr tras el vehículo fue elinfame mellizo del señor Goliadkin. Conlas manos en los bolsillos del verdepantalón de su uniforme, siguiócorriendo con aire satisfecho, saltandode un lado al otro del carruaje. A veces,asido al borde de la ventanilla, metíapor ella la cabeza y lanzaba besos alseñor Goliadkin en señal de despedida.Pero también se cansó al cabo. Sus

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apariciones fueron escaseando y acabópor desaparecer del todo. Lapesadumbre atenazaba el corazón delseñor Goliadkin. Una oleada de sangreardiente le inundó la cabeza. Se sintiósofocado. Quería desabrocharse,descubrir el pecho y rociarlo de nieve yagua fría. Al cabo, perdió elconocimiento…

Cuando volvió en sí vio que loscaballos le llevaban por un caminodesconocido. Bosques tenebrosos seextendían a derecha e izquierda. Todoera silencio y desolación. De prontoquedó petrificado de horror. En laoscuridad dos ojos flameantes le

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escrutaban con malevolencia e infernalregocijo. ¡Éste no era KrestyanIvanovich! ¿Quién sería? ¿Y si deverdad era él? ¡Sí, lo era! ¡No elKrestyan Ivanovich de antes, sino otro!¡Un Krestyan Ivanovich terrible!

—Krestyan Ivanovich, yo… creoque estoy bien —dijo nuestro héroe,tímido y tembloroso, con deseo depropiciar al terrible Krestyan Ivanovicha fuerza de humildad y sumisión.

—Ustet tentrá hapitasión, con fuego,lus y servitumbre, lo gual es más de loque ustet se merece —repuso KrestyanIvanovich, como pronunciando unasevera y terrible sentencia.

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Nuestro héroe lanzó un alarido y seoprimió la cabeza entre las manos. ¡Ay!Venía presintiendo aquello desde hacíalargo tiempo.

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FIÓDOR MIJÁILOVICHDOSTOYEVSKI, (ruso: ФёдорМихайлович Достоевский) (Moscú,11 de noviembre 1821 - SanPetersburgo, 9 de febrero 1881) es unode los principales escritores de su épocaen la Rusia Zarista, cuya literaturaexplora la psicología humana en el

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complejo contexto político, social yespiritual de la sociedad rusa del sigloXIX. Estudió en la Academia deIngeniería Militar de San Petersburgo,en donde se licenció como subteniente,pasando a trabajar en la DirecciónGeneral de Ingenieros, también en SanPetersburgo, y que tras el fallecimientode su padre, lo que le permisión unasrentas, abandonó para dedicarse a laescritura. Militó en un grupo queconspiró contra el Zar Nicolás I, lo quele valió una condena a muerte, que fueconmutada por cinco años de trabajos enLiberia, y otros tantos como soldadoraso en el ejército. Amnistiado por

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Nicolás II, abandonó el ejército y fundola revista Vremya, y colaboró con ElMundo Ruso. Viajó por varios paíseseuropeos y dos años después de suregreso, volvió a Europa, esta vezhuyendo de sus acreedores, por dudascontraídas en el juego. El éxito de unade sus novelas publicadas conanterioridad, le permitió volver a Rusiay comprar una casa en Staraya Russa, endonde viviría el resto de su vidacontinuando con su labor creativa.Murió como consecuencia de laepilepsia, que se le había manifestado alos nueve años, y que le acompañaríatoda su vida.