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Responda brevemente a las siguientes cuestiones y envíelo al tutor para su corrección.
¿Por qué la Parusía es la pascua de la creación?
El término parusía procede del griego “parousía”, y significa venida, llegada. En el lenguaje
cristiano y teológico se ha aplicado de modo técnico a la venida gloriosa y final de Jesucristo.
Con este sentido se encuentra en el símbolo de la fe, como conclusión de la segunda parte
referida a Jesucristo: del que ha muerto y resucitado se proclama que “de nuevo vendrá con
gloria a juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin”. La celebración eucarística tiene lugar
también con la mirada puesta en el retorno del Señor, se acoge al Resucitado presente en su
comunidad bajo las especies de pan y vino, “hasta que vuelva en gloria y majestad”.
Durante siglos el retorno final de Jesús ha ocupado un importante papel en la espiritualidad
cristiana y en las devociones del pueblo cristiano, como lo muestra su presencia en la
iconografía y en el imaginario colectivo. Progresivamente fue cambiando su papel y su función.
La Parusía fue uniéndose a otros intereses y preocupaciones. Especialmente el hecho de que
fuera unido al juicio final, y por ello a la alternativa entre cielo e infierno, agudizaba la atención de
quienes estaban preocupados fundamentalmente por la salvación eterna; la focalización en el
destino individual del creyente deja en segundo lugar al que vendrá al final de la historia para
restaurar la Creación entera.
Como ha sucedido en otros puntos o elementos de la fe, su éxito fue el presupuesto y el preludio
de su difuminación cuando cambiaron las circunstancias y la sensibilidad cultural. En el caso de
la Parusía este proceso se ha producido desde un triple ángulo:
. El interés de las personas concretas por su destino individual facilitó la concentración en “los
novísimos” (cielo, infierno, purgatorio); con ellos ya quedaba decidida la suerte definitiva de la
persona concreta, respecto a lo cual quedaba relegada la venida gloriosa de Jesús, pues ya
nada novedoso parecía aportar; se imponía de este modo la concepción individualista de la
salvación: el encuentro de la propia alma con Cristo. El cuerpo, la humanidad, el cosmos,
resultaban irrelevantes cuando ya se había alcanzado la salvación definitiva.
. Desde otro punto de vista la Parusía fue objeto de crítica radical y de una marginación clara.
Las representaciones tradicionales sobre el final de la historia eran acusadas de mitologías por
la mentalidad racionalista y moderna; la esperanza quedaba depositada en la iniciativa y en las
capacidades humanas, el objetivo de la humanidad no se centraba en una intervención última y
definitiva de Dios sino en el progreso y en el desarrollo de las potencialidades humanas; la
felicidad debía ser disfrutada en este mundo y en este mundo y en esta tierra y no en un mundo
ultraterreno. Esta mentalidad ha tenido repercusiones en el ámbito cristiano y teológico; se ha
producido en la revalorización teológica de las realidades terrestres, de la historia, de las
iniciativas humanas; por eso el final (o la consumación) debía estar en continuidad con la
actividad humana, con lo que corría el riesgo de desdibujar la novedad que aportaba la Parusía.
. El desdibujamiento de la Parusía en la vida de la iglesia suele ir unido al estrechamiento de la
esperanza y a la acomodación al mundo y a sus estructuras; parecía que la esperanza queda
colmada por lo que el mundo puede aportar; la solidaridad con los dolores de la humanidad no
provoca el anhelo y la urgencia de la Parusía.
Existen dos elementos fundamentales que obligan a colocar la Parusía en el centro de la fe y de
la sensibilidad cristiana:
. El sentido más profundo de la Parusía surge de la lógica interna del relato bíblico y de proyecto
salvífico de Dios: es su punto de llegada y su consumación. Sin la Parusía perdería su
fundamento la fe en Dios que es creíble porque cumple su promesa Jesucristo; asimismo una fe
en Cristo que no coloque en el centro de su visión de la historia esta perspectiva no sería digna
de tal nombre, ya que acabaría haciéndolo irrelevante, pues no aportaría nada sustancialmente
distinto de lo que el mundo puede ofrecer; igualmente podríamos decir que sin la Parusía el ser
humano no sería consciente de su carácter precario e inconsumado o renunciaría a una plenitud
acorde con sus aspiraciones.
. Ante la acomodación a la realidad existente, algunas corrientes teológicas han introducido una
inflexión. El sufrimiento de los inocentes, la explotación de los pobres, el clamor de las víctimas a
lo largo de los siglos, la experiencia de catástrofes de diverso tipo,… han hecho presente la
experiencia de los dolores de la humanidad que abren a la espera de Alguien que restaure la
dignidad de los humillados, haga reinar la justicia y haga aflorar la nueva creación, los nuevos
cielos y la nueva tierra.
La Pascua es la consumación de la historia, el acontecimiento máximo de la Revelación y
Salvación del Dios Trinidad. Pero es consumación anticipada, lo definitivo que se hace presente
en esperanza. La oración cristiana primitiva se dirige ciertamente al Resucitado y Glorificado,
pero con la invocación “Ven, Señor Jesús” (Maranatha). Los primeros cristianos vivieron
intensamente esta tensión, hasta el punto de que durante cierto tiempo pensaron algunos que el
retorno de Jesús se produciría de modo inminente. San Pablo tiene que ofrecer respuesta a la
inquietud de quienes constatan que muchos van muriendo y sin embargo Jesús no retorna; la
primera carta a los tesalonicenses pretende acallar su incertidumbre: esos muertos resucitarán
en Cristo y saldrán al encuentro del Jesús que viene del cielo, siendo ello ocasión de una fiesta
gozosa.
El aspecto más decisivo del Nuevo Testamento radica en la centralidad de Jesucristo, en su
protagonismo en el acontecimiento final: el día de Yahvé es ahora designado el día de Cristo
Jesús, el día del Señor: “Tengo la confianza de que el que comenzó en vosotros la buena obra la
llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús”. Es uno de los caminos a través de los cuales se
insinúa el carácter divino de Jesús, ya que se le atribuye a él lo que antes era exclusivo de
Yahvé. Por ello se le reconoce a Jesús su función de juez del mundo.
A la luz del Nuevo Testamento la Parusía es un acontecimiento concreto que clausura el devenir
de la historia. Es algo más que la retribución de cada individuo en su muerte. La Parusía es el
momento de la comunión de todos en su plena realización existencial y en su completa
maduración humana, en una apertura y generosidad hechas posibles por el encuentro con el
Señor. Dios ha hecho por nosotros algo que nosotros no podríamos hacer: es la meta a la que
conducía el largo camino del Dios que ha salido al encuentro de sus hijos los hombres.
La fe en la Parusía está confesando que la comunidad cristiana espera su consumación (y la del
cosmos) en la plenitud de Cristo, que la historia y el cosmos llegan a su plenitud en virtud de un
regalo recibido del Dios que se ha manifestado en el Hijo y en el Espíritu. Las posibilidades y los
esfuerzos humanos ni pueden aportar ni la plenitud ni la purificación definitiva. Es una acción de
Dios que no puede ser prevista o planificada de antemano. Aunque no sepamos cómo, “la figura
de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una
nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y
superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres”.
La Parusía no debe ser vista, en consecuencia, con la actitud ansiosa de quien espera la
retribución ni con el miedo de quien imagina a un Dios airado, sino como la celebración de la
victoria definitiva sobre el pecado y la muerte, sobre la enemistad y el odio, sobre la violencia y
el reproche. Ha de suscitar ante todo actitudes de alabanza y de gratitud, que alimentan la
esperanza y la vigilancia en el tiempo de la espera. No se puede pensar que Jesús, el Hijo del
amor, actúe en el juicio final de modo contrario a como actuó en el anuncio del Evangelio, pues
en tal caso se destruiría la consistencia y la coherencia del mensaje cristiano.
Jesús es la parusía de Dios en cuanto en ese momento consumará su misión de contarnos
quién y cómo es el Padre para invitar al júbilo de la comunión trinitaria.
La Teología o la devoción no deben estar movidas por la curiosidad periodística o morbosa
sobre el futuro, sino por el paso de lo definitivo a lo eterno, por la victoria del bien, por la victoria
del proyecto de Dios. La Parusía habla de ese triunfo, y por tanto no debe ser vista
principalmente como un final sino como un comienzo, como la entrada en el Reino de paz y de la
justicia que han dejado atrás toda enemistad. Entonces se podrá experimentar que la Trinidad es
realmente la vida en el amor y que amar es la plenificación del ser humano.
La esperanza se habrá transformado en alegría. Porque las preguntas con que se abría el relato
bíblico (sobre el origen del mal y del sufrimiento humano) encuentran el horizonte de la
respuesta cuando el llanto, el dolor y las lágrimas desaparecen porque todo ha sido hecho
nuevo.
Resumiendo, la Parusía es la venida gloriosa y final de Jesucristo. Se ha producido por:
- El interés de las personas concretas por su destino individual facilitó la concentración en “los
novísimos” (cielo, infierno, purgatorio).
- Las representaciones tradicionales sobre el final de la historia eran acusadas de mitologías por
la mentalidad racionalista y moderna.
- El desdibujamiento de la Parusía en la vida de la Iglesia suele ir unido al estrechamiento de la
esperanza y a la acomodación al mundo y a sus estructuras.
Elementos fundamentales: punto de llegada y su consumación y los dolores de la humanidad
que abren a la espera de Alguien que restaure la dignidad de los humillados.
¿Se puede afirmar que resucitaremos en cuerpo y alma?
La resurrección que proclamamos en el Credo: “Creo en la resurrección de los muertos y la vida
del mundo futuro”.
Cuando hablamos de la resurrección de los muertos deberíamos pensar en Cristo después de su
muerte que se aparece a sus amigos en forma de peregrino en el camino de Emaús, a María
Magdalena, cuando come con ellos un pedazo de pez asado.
El cuerpo de Cristo resucitado no vuelve a la vida terrenal como el de Lázaro, pues ya no está
sujeto a las leyes de la naturaleza: puede presentarse en un lugar u otro sin necesidad de
caminar, puede traspasar las paredes, puede aparecer y desaparecer a la vista de sus amigos.
Hablamos entonces de un cuerpo glorioso, de un cuerpo resucitado a otra vida, a la vida eterna.
Para apreciar en su justa medida la importancia que reviste la resurrección de los muertos en el
horizonte de la fe cristiana, bastará seguramente con recordar algo que, de puro sabido, corre el
riesgo de ser olvidado: la partida de nacimiento de esa fe está fechada en el día de la
Resurrección de Jesucristo, y el Evangelio –la Buena Noticia- no anunció a fin de cuentas otra
cosa sino ésta: que “Dios ha resucitado a Jesús”.
Perspectiva antropológica
Una antropología unitaria, que ve en la corporeidad un momento constitutivo del auténtico ser-
hombre, tiene que pensar el futuro humano definitivo en términos de encarnación. La Biblia y,
por tanto, la fe cristiana patrocinan esta antropología. Así pues, si el hombre tiene realmente un
porvenir más allá de la muerte, éste no puede ser el de una subjetividad espiritual y acósmica
(tesis de la exclusiva inmortalidad del alma), sino el de un espíritu encarnado, para el que cuerpo
y mundo son otros factores constitutivos de su ser, y no simples complementos circunstanciales
de su estar.
La categoría resurrección opera como abreviatura de la salvación consumada.
La perspectiva cristológica
La acción resucitadora es la respuesta divina al interrogante de la muerte humana, decíamos
antes; así la ve la Escritura, tanto en sus primeras manifestaciones como en el caso arquetípico
de Cristo. La muerte es la crisis suprema de la existencia del hombre. Pero esa crisis alcanza
también a Dios, en cuanto que pone a prueba su fidelidad y su amor y sugiere de si una y otro
son o no más fuertes que la muerte. Se ha visto que tal es el planteamiento que recogían los
salmos místicos y que, a la postre (teniendo como factor catalizador el hecho del martirio), hizo
precipitar la fe en la resurrección. Ya que el amor auténtico es siempre incondicionado y por
tanto ilimitado; un amor así está postulando un horizonte igualmente incondicionado; su
dinamismo propende a la ilimitación y la definitividad; entraña una promesa de perennidad. La
resurrección cumple esa función; en cuanto tal cumplimiento, resurrección es el amor que es
más fuerte que la muerte. La resurrección, en suma, confirma la identidad del hombre, pero
también la de Dios, que se nos revela a su luz como siendo lo que decía ser: amor fiel y veraz,
más fuerte que la muerte.
Lo que la fe promete y espera es la resurrección gloriosa, no la inmortalidad.
La fe en la resurrección no niega ni reprime la muerte; tampoco pugna por neutralizarla desde la
crispada instintividad del apetito biológico. Pero osa esperar que ella no sea la última palabra, no
prevalezca frente al poder y el amor infinito de Dios.
Desde este ángulo teológico, es el modo en que podemos abarcar adecuadamente la
perspectiva cristológica de la resurrección; primero desde Dios, luego desde Cristo.
• Desde Dios: Dios nos resucita porque ha resucitado a Cristo, el amor manifestado en este caso
no se agota en la individualidad singular, puesto que Cristo es la cabeza del cuerpo y resucita
como primicias; ha de extenderse al cuerpo de Cristo, del que los cristianos somos miembros; es
eso lo que permite afirmar que “nos volvió a la vida junto con Cristo -¡Por pura gracia habéis sido
salvados!-, nos resucitó y nos sentó con él en el cielo”
• Desde Cristo: Si es el amor lo que demanda y fundamente la resurrección, aquel que ha
muerto por amor a todos, ha demandado y fundado para todos los que aceptan su amor, la
resurrección.
Esto acontece, por consiguiente, en base a una iniciativa personal de Cristo; su acción salvífica
tiene una incidencia directa de orden causal en la resurrección de los cristianos, al ejercerse
desde los principios de solidaridad de él con nosotros que se transmuta, correlativamente, en
una solidaridad de nosotros con él.
Puede decirse incluso que Cristo resucitado no está completo hasta que los suyos no resucitan,
de modo análogo a como el yo amante no está completo fuera de la relación actual e inmediata
con el tú amado en el nosotros de la comunión interpersonal.
Desde el bautismo hasta la muerte, la eucaristía (el pan de vida) va construyendo en nosotros el
hombre nuevo llamado a manifestarse plenamente en la resurrección como cuerpo espiritual.
¿Cómo será la nueva creación, al fin de los tiempos?
La doctrina de la resurrección de los muertos plantea la problemática de una estructura cósmica
ajustada a la nueva corporeidad de los resucitados. El hombre, en efecto, no puede ser
concebido, sea cual sea su forma de existencia, fuera del marco de lo mundano; el ser en el
mundo es uno de los momentos constitutivos de toda genuina humanidad. Si el hombre no
puede ser sin el mundo, y si el mundo se polariza dinámicamente hacia el hombre, es claro que
la consumación del uno ha de repercutir en el otro; el cosmos alcanza su destino al ser
alcanzado por el destino de la humanidad.
Tan impensable resulta una consumación autónoma de lo mundano como una consumación
acósmica de lo humano; la doctrina de una nueva humanidad entraña la de una nueva creación.
Cuando la fe nos habla de los cielos nuevos y de la tierra nueva (la nueva creación), no está
haciendo otra cosa que formular hasta sus últimas consecuencias la verdad y realidad de la
esperanza en la resurrección.
Por ello no es de extrañar que, en otro tiempo, existía una cuestión previa al mundo de la nueva
creación: ¿será este mismo transformado, o bien se tratará de otro mundo que reemplace a
éste?
A nadie se le ocultan hoy las raíces dualistas de la tesis del cataclismo, que se imagina el fin de
la historia como destrucción del mundo presente y creación de la nada del mundo futuro. Este
esquema sustitutivo propio de la apocalíptica extracanónica, en que el que desaparece cualquier
rastro de continuidad en favor de una total ruptura, es desconocido tanto para el Antiguo
Testamento como para el Nuevo; con razón, puesto que carece en absoluto de viabilidad
teológica.
La teología nos recuerda que el designio creador divino se confunde con su destino salvador, de
donde se colige que todo lo creado va a ser salvado. Si la nueva creación no es este mundo,
sino otro, éste no tiene salvación; ¿cómo entonces, o para qué, ha podido ser creado? El
hombre, en efecto, es solidario de este mundo, no de otro; Cristo es creador, salvador y cabeza
de este mundo, no de otro. Su humanidad gloriosa, principio renovador de toda materia, está
(incluso biológicamente) emparentada con este mundo, no con otro.
La fe nos habla de los cielos nuevos y de la tierra nueva (nueva creación). La misma dialéctica
continuidad diversidad que adjudicábamos a la relación entre el hombre de la existencia temporal
y el de la existencia resucitada debe ser aplicada a la relación mundo presente, en mundo futuro;
éste habrá de ser el mismo y el único mundo querido, creado, y, a la postre, salvado por Dios; el
mismo (no lo mismo), si bien transformado.
Supone una continuidad de base entre el mundo presente y el mundo futuro, la cuestión a
solventar es la que versa sobre el alcance escatológico de la actividad humana.
El problema viene circunscrito por la reprobación conciliar de dos posturas extremas, pero muy
presentes en nuestra sociedad:
Por una parte, se descarta el escatologismo radical, favorecedor de una fuga que rehúsa toda
participación en el esfuerzo común por edificar la ciudad terrena; en el fondo se trata de una
variante de la teoría del cataclismo, con una fuerte tentación de evasionismo.
De otro lado se advierte, frente a un encarnacionismo igualmente radical, que es menester
distinguir entre progreso temporal y crecimiento del reino; no se puede sostener una relación
causa-efecto entre aquél y éste; ello equivaldría a reverdecer el mito de la torre de Babel y
liquidaría la índole gratuita y transcendente de la consumación escatológica.
Descartados ambos extremismos, quedan en pie dos posibilidades. Puede afirmarse que la
actividad humana ejerce tan sólo un influjo indirecto sobre la nueva creación. Lo que en ésta (es
decir, lo que volveremos a encontrar) de aquélla no son sus productos tangibles y concretos, las
realizaciones mismas del trabajo y la inteligencia, sino los valores morales (sobrenaturales)
desplegados por cumplir ese deber cristiano de luchar por hacer la vida más humana. La fe, la
esperanza y la caridad que se ponen en la empresa, es verdaderamente lo que cuenta delante
de Dios. Esta respuesta, que tiene sus antecedentes en la corriente teológica que podríamos
designar como “escatologismo moderado”, localiza el momento de continuidad en un destilado
espiritual-sobrenatural de la actividad humana. Esta, en sí misma (considerada objetivamente),
es irrelevante de cara al mundo futuro. Su papel estriba en ofrecer la ocasión de adquirir méritos
de orden sobrenatural.
Esto no debe llevar a pensar que el cristianismo no valora suficientemente las tareas temporales.
Si no se admite una incidencia efectiva de nuestro trabajo presente en el mundo futuro, y si los
resultados de este trabajo no merecen, en sí mismos, ninguna consideración, difícilmente podrá
alcanzar alguna credibilidad ante los no cristianos el compromiso de los creyentes para la
construcción del mundo. La pasión por la obra bien hecha, la dolorosa tensión que entraña la
creatividad, son apenas concebibles cuando no están alimentadas por el amor a la obra misma.
La sola respuesta convincente a la objeción de alienación no parece que pueda prescindir del
franco reconocimiento de su valor propio, junto con la esperanza o el anhelo de permanencia.
Por otro lado, Gaudium et spes sienta dos principios en los que se implica el reconocimiento del
valor propio de los frutos del trabajo humano. Ese trabajo es, en primer término, cooperación en
la creación de Dios; en cuanto tal, “responde al propósito divino”. Nótese que es de este principio
de donde el concilio Vaticano II deduce el deber de contribuir a la edificación del mundo. El
hombre, con su actividad, es cocreador de la tierra. Dios, con su acto creador, no ha hecho una
obra acaba y perfecta. La actividad humana acaba y perfecciona la creación.
El Espíritu de Cristo resucitado está ya a la obra en los corazones humanos, no sólo suscitando
el anhelo el futuro, sino alentando y sosteniendo las actitudes que humanizan la vida.
¿Cómo hemos de entender la vida eterna?
La Parusía impone un término a la historia, llevándola a su plenitud; la Nueva Creación es el
marco de una nueva humanidad, surgida de la resurrección de los muertos. Resucitaremos para
esa vida; en ella cobra su configuración definitiva e insuperable la promesa de salvación.
La vida eterna es visión de Dios, y la visión de Dios es la divinización del hombre. La categoría
“visión de Dios” apunta más a la realidad de una vida compartida que a una actividad de índole
intelectiva-cognitiva.
En la vida eterna cada instante será un instante de plenitud y cada plenitud será un nuevo
comienzo. Se desactiva así la banal objeción del hastío, fundada en el malentendido de
confundir la vida eterna como el inmovilismo de estar siempre contemplando lo mismo. De forma
simbólica podríamos decir que sería el admirar el rostro del ser querido, sabiendo descubrir
siempre nuevas maravillas. La visión de Dios se puede imaginar como una empresa inagotable,
sin limitación, en la cual se puede avanzar siempre.
¿Se puede decir que existe el riesgo de que Dios nos castigue con la muerte eterna?
Conviene partir de esta elemental constatación porque, después de haber desarrollado la
doctrina de la vida eterna, un capítulo dedicado a la muerte eterna puede dar la impresión de
que ambos enunciados se sitúan, dentro del Mensaje cristiano, al mismo nivel, como si el
cristianismo fuese una suerte de doctrina de dos caminos. Según la fe cristiana, la historia no
tiene dos fines, sino uno: La Salvación. Esta es, por consiguiente el objeto propio de la
esperanza escatológica. Mientras el triunfo de Cristo y de los suyos es una certeza absoluta,
predicable en cuanto tal y, en general, de la historia y de la comunidad humana, la condenación
es una posibilidad, factible sólo en casos particulares.
“Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,
3). Del hecho de que Dios quiere la salvación de “todos” se sigue que no quiere la perdición de
“nadie”; no quiere la muerte eterna.
Por otra parte, las dificultades que asedian a nuestro tema no proceden, exclusiva o
primariamente, de formulaciones poco felices o de esquemas representativos rebasados por una
mentalidad postmitológica. Es indiscutible que la Teología y la predicación tienen que abandonar
un modo de abordar la cuestión que la priva de toda atendibilidad: el gusto por las descripciones
morbosas de los tormentos físicos, la insistencia sobre el carácter real del fuego, etc., a más de
distraer la atención de lo esencial, ignoran la espectacular evolución que ha experimentado la
sensibilidad humana en torno a la justicia punitiva; castigos que en otra época pudieron parecer
apropiados y útiles, hoy son vistos, con razón, como auténticas aberraciones. Con todo, el
problema de fondo es otro: lo que se cuestiona en la idea del infierno es la posibilidad de
conciliar la realidad de una situación de perdición total e irrevocable con la revelación de un Dios
que viene definido como amor y que se nos descubre en Cristo como Padre. El problema atañe
a la médula misma de la fe cristiana: es la idea de Dios la que entra en crisis junto con la del
infierno. Y para salvar aquélla, no han faltado nunca en la historia de la doctrina quienes
opinaron que debía sacrificarse ésta.
Dos tentaciones: la de considerar la muerte eterna como una verdad de rango idéntico a la de la
vida eterna; y la de amortizar toda posibilidad real de condenación a favor de una salvación sin
excepciones.
La concepción teológica de la muerte eterna ha de ser su no procedencia de la voluntad de Dios;
desde ahí habrá de verificarse la posibilidad de comprender el infierno como la sanción
inmanente a la culpa (no como castigo divino). De esta manera se hace justicia a las
enseñanzas de la revelación y se alcanza, a la vez, una mayor credibilidad en la presentación de
la doctrina. La Teología hablando de la bondad de Dios y su Creación, así como su voluntad
salvífica, prohíbe atribuirle responsabilidad directa en la existencia de un estado de perdición. “El
infierno no es creación de Dios”. La voluntad divina respecto a él es idéntica a su voluntad
respecto al pecado, supuesto que la muerte eterna no es sino el fruto del pecado. Ahora bien, es
evidente que Dios no puede crear ni querer el pecado.
Luego tampoco puede crear o querer el infierno. El cielo sólo puede existir como don de Dios; el
infierno sólo puede existir como fabricación del hombre. El problema teológico de la muerte
eterna es, en suma, el problema teológico de las reales dimensiones de la libertad humana.
La fe cristiana cree en la libertad y responsabilidad del hombre, porque cree en su condición de
persona. Cree por ende en la posibilidad del mal uso de la libertad, lo que llamamos culpa o
pecado. Con todo, aun supuesta como posible responsabilidad culpable, cabe preguntarse
todavía si tal capacidad de culpa incluye el caso límite denominado “pecado mortal”, acción
conducente a la muerte, en sentido teológico del término; si el hombre es libre hasta el punto de
poder autodeterminarse responsablemente en la dirección de un no irrevocable a Dios.
La doctrina de la muerte eterna responde afirmativamente: el no a Dios es posible; la libertad
humana es capaz de ese no; la muerte eterna es, pues, una posibilidad no meramente
especulativa, sino real. Para pensar así, la fe cristiana tiene, al menos, dos razones: la seriedad
de la actual economía de la Gracia y la experiencia.
. La gracia, la amistad con Dios, no se impone por decreto; se ofrece libremente, corriendo el
riesgo de ser libremente rehusada. Pues bien, en la posibilidad real – que ningún creyente
negará- de un sí libre a Dios, se contiene la posibilidad real del no; sin ésta, aquélla sería
insostenible. La fe tiene, pues, que hablar de la muerte eterna cual posibilidad real. Silenciar el
infierno, oponerle una censura o un veto sistemáticos, lleva aparejado el desfigurar
irreparablemente el cielo, sustituyendo el diálogo Dios-hombre, la concurrencia de dos libertades
protagonistas, por el monólogo de Dios. Es decir: la escatología cristiana tiene que vérselas con
la posibilidad-infierno (aunque no sea éste el tema del mensaje) porque en ella no se revela una
teoría, sino que se nos convoca a un decisión.
. La experiencia. Esta registra la existencia actual del no a Dios en la forma del no a la imagen
de Dios. Los condenados de Mt 25, 31ss se sorprenden al verse acusados de no haber
socorrido al Señor (“Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento…?”); la respuesta es que lo
que dejaron de hacer con los pequeños dejaron de hacerlo con él. Desde esta óptica, la cuestión
planteada (si se dan o no acciones y actitudes que conducen a la muerte) debe responderse
afirmativamente. No se puede negar la existencia de situaciones objetivas de pecado (social e
individual). Pues bien, tales situaciones demandan una responsabilidad subjetiva, localizable en
el ser humano que está afirmando su yo frente a (y contra) Dios; que está optando por una
existencia sin Dios. Una ojeada a la historia –incluida la de nuestros días- mostrará que hay
hombres animados por una voluntad de negación del prójimo, que no dudan en construir su vida
sobre la violencia inferida, en sus más diversas manifestaciones, al que debería ser tratado
como hermano. En el laberinto de las responsabilidades interdependientes, los tribunales de la
historia no siempre podrán individuar su rastro. Más tales responsabilidades existen, o, lo que es
lo mismo, el pecado (la negación culpable de Dios) existe. En resumen: existe el pecado; luego
puede existir el infierno. De la facticidad de aquél se sigue la real posibilidad de éste.
Por eso, a los que dicen no poder creer en el infierno habría que preguntarles si tampoco creen
en los infiernos actualmente vigentes. Quienes reconozcan que se dan en la historia, con una
constancia de pesadilla, situaciones auténticamente infernales, deberán admitir la aptitud del
hombre para instaurar y consolidar lo que la fe llama infierno: una situación de malversación de
lo humano, de perdición. Si existen los infiernos intrahistóricos, puede existir el infierno
metahistórico; en aquéllos está hecho el ensayo general de éste, están ya dados sus
ingredientes básicos.
Se habla de posibilidad, no de que sea un hecho. El paso de una a otra no le es lícito darlo al
teólogo, ni siquiera a la Iglesia. Los cristianos no pueden excluir categóricamente que la Gracia
va a triunfar de hecho (por supuesto, respetando la libertad humana) en todos y cada uno de los
casos, que el mortalmente pecador va a dejarse tocar por la misericordia perdonadora de Dios
para convertirse y vivir. No tenemos derecho a excluirlo; pero tampoco tenemos derecho a
exigirlo. Lo único que podemos –y debemos- hacer es esperar y rogar a Dios para que así sea.
No es lícito nutrir, no ya la certeza, pero sí la esperanza de la salvación de todos.
El pecado es, ante todo, el no a Dios. Luego el infierno será la existencia sin Dios. Esta es su
esencia, como la comunión con Dios era la esencia de la vida eterna. Procede advertir que
todavía no tenemos experiencia de lo que esto significa. Durante nuestra existencia terrena, Dios
no está nunca tan lejos que no podamos darle alcance; incluso para el pecador, él es aquel que
no quiere su muerte, sino que se convierta y viva. Esta permanente disponibilidad divina para la
oferta de salvación hace que la experiencia de su lejanía en el tiempo sea inconmensurable con
la que se dará en la eternidad; el infierno inaugura una vivencia rigurosamente inédita. En
realidad, todavía no sabemos lo que es vivir sin Dios; ser hechos para él y no poder llegar a él.
Además de un no a Dios, todo pecado es siempre un no a la imagen de Dios, ruptura de la
comunión interhumana por la vía de la afirmación egocéntrica del propio yo. El infierno será,
pues, la no-ciudad, el no-pueblo: soledad, y no comunidad. El que había optado por sí mismo, y
por nadie más, se tiene finalmente a sí mismo y a nadie más. El pecado es un no a la armonía
de la realidad, introduce un germen de caos en el cosmos.
La muerte eterna es la sanción inmanente de la culpa.