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Crónicas de semana santa siglo xix

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María Belén Soria CasaverdeMaría Belén Soria CasaverdeMaría Belén Soria CasaverdeMaría Belén Soria Casaverde

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Siglo XSiglo XSiglo XSiglo XIIIIXXXX

Seminario de Historia Rural Andina Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2014-10823

Primera edición Lima-julio 2014

© Crónicas procesionales: religiosidad católica popular – Siglo XIX María Belén Soria Casaverde © 1º edición Seminario de Historia Rural Andina - UNMSM

Tiraje 50 ejemplares

QUEDA PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL SIN PERMISO DEL AUTOR

Lima – Perú

SEMINARIO DE HISTORIA RURAL ANDINA

Jr. Andahuaylas 348, Lima 1 Teléfono (51-1) 619-7000 anexo 6158

Correo electrónico: [email protected] Página web: http://seminariohistoriaruralandina.org/

Director: Emilio Rosario Pacahuala Corrección de estilo: Amparo Mercedes Alí Chávez Diagramación y diseño de interiores: Norma Gutiérrez Enriquez

ÍNDICE

Presentación 5

Fiestas Religiosas 11

La Semana Santa o “Fiesta de los Dolores” 41

La Cuaresma y la Fiesta de “La Vieja” 85

Domingo de Cuasimodo

o la “Procesión del Santísimo” 105

La Fiesta del Corpus y sus comparsas 127

Santa Rosa y el culto de la “Conciencia Nacional” 161

El Señor de los Milagros o “Rodeo de las Viejas” 201

Conclusión 225

Bibliohemerografía 239

PRESENTACIÓN

En el Perú decimonónico, las fiestas religiosas y

profanas fomentaron los vínculos sociales

establecidos en los espacios públicos urbanos y

rurales. La celebración lúdica de los santos

cristianos dio origen a numerosas procesiones,

entendidas estas como aquellos recorridos solemnes

efectuados por las calles de una población siguiendo

rutas trazadas de antemano. Las procesiones

representan además cuadros costumbristas en

donde la tradición y la modernidad entraban en

conflicto. Ciertamente, la imaginería procesional

apelaba a recursos estéticos e histriónicos propios

de la época colonial, los cuales fueron considerados

grotescos y chocantes por las elites y círculos

intelectuales partidarios de los patrones culturales

europeos burgueses.

Por su carácter público, las fiestas

republicanas permitían la participación de todas las

clases sociales, pero conservando la jerarquía

correspondiente a cada una de estas según pautas

étnicas y económicas. El patrón festivo de la

LA SEMANA SANTA

O “FIESTA DE LOS DOLORES”

La Semana Santa, llamada también “Semana Mayor”, “Semana Grande” o “Fiesta de los Dolores” durante la Colonia y principios de la República, fue la celebración religiosa más concurrida, seguida en orden de importancia por las fiestas del Corpus, Cuasimodo, la Virgen de las Mercedes, Santa Rosa de Lima, el Rosario y la del Señor de los Milagros. Esta festividad religiosa recordaba el Misterio Pascual de Cristo y el consecuente sacrificio del salvador de la humanidad. La Semana Santa y los rituales organizados para exaltarla fueron introducidos con la conquista española. Los doctrineros del nuevo credo quisieron inculcar la fe en un Dios omnipotente y encontraron resistencia por parte de los pueblos indígenas, poseedores de sus propias creencias, múltiples divinidades y elementos sagrados. Por ese motivo, el recogimiento festivo cristiano se impuso progresivamente, recurriendo incluso al sincretismo con las tradiciones andinas subsistentes.

Los gastos de la “Fiesta de los Dolores” eran asumidos por comisiones eclesiásticas formadas en diferentes iglesias. Éstas se ocupaban de colectar fondos destinados a la adquisición de los materiales necesarios para arreglar con éxito las funciones sagradas conmemorativas de la pasión y muerte de Cristo Redentor. Dichas comisiones estaban compuestas por un eclesiástico y dos ayudantes. Uno de estos protegía al religioso con un enorme parasol de seda carmesí, mientras el segundo conducía un azafate grande en el cual los fieles depositaban la limosna de Semana Santa. El acuarelista Pancho Fierro ha registrado el paso de esta comisión por las calles limeñas. A su vez, Carlos Prince relata cómo estos personajes entraban de casa en casa solicitando la colaboración:

“!Para el Santo Monumento! A cuyas palabras no había corazón, por duro ó empedernido que fuese, que dejara de depositar su óbolo en el indicado azafate”35.

Las celebraciones previas a la Semana Santa

comenzaban el Miércoles de Ceniza, que era el primer día de la Cuaresma, período de cuarenta días del tiempo litúrgico que recuerda el ayuno de Cristo en el desierto. Durante esas semanas los fieles debían ayunar, abstenerse de cometer actos impuros y cumplir penitencia para redimir sus culpas. Los

35 Prince 1890: 5.

habitantes de Lima republicana, del mismo modo que lo habían hecho sus predecesores coloniales, vestían riguroso luto, guardaban las fiestas y rituales, asistían a las misas y rezaban el rosario. En el caso de Arequipa, Flora Tristán ha descrito el boato y despliegue escénico con que era celebrada la Semana Santa. En dicha ciudad, los fieles construían dentro de los templos:

“…. un enorme montículo de tierra y piedras, sobre el cual se plantan ramas de olivo para figurar el calvario con sus rocas y árboles. Sobre este monte ficticio se da el Viernes Santo la representación del suplicio de Jesús”36.

Asimismo, Alberto de Rivero y Rivero pone énfasis en la marcha de los fieles enlutados y separados en grupos por género durante estos días sacros. Las procesiones arequipeñas de las primeras décadas del siglo XX –según De Rivero– casi no diferían de aquellas del siglo XIX en cuanto a brillantes y solemnidad, pues a dichos actos concurrían:

36 Tristán 2003: 283.

Escena de monjes, bajo quitasol, demandando limosna (detalle). Acuarela de Léonce Angrand, 1837. (Angrand: 1972)

“… millares de fieles que, silenciosos y contritos, acompañan el largo recorrido vestido de negro y portando cirios verdes encendidos, que dan un aspecto deslumbrante al conjunto. Abren el

desfile y siguen después por una acera los varones y por la otra las damas, todos en el más perfecto orden. Detrás del anda que conduce la cruz y el sudario aparece la pálida efigie de San Juan. Viene en seguida la corona de clavos y demás instrumentos del martirio, llevados en una pequeña anda por jóvenes a larga distancia, y después de los coros de voces y masas de orquestas que dejan oír los misereres y otros cánticos religiosos, la imagen yacente del Cristo, que descansa en una hermosa urna de cristales alumbrada con focos eléctricos”37.

La Semana Santa limeña comprendía un

conjunto de procesiones realizadas por las congregaciones religiosas, cofradías y hermandades. El Domingo de Ramos daba inicio a los actos festivos. Ese día la gente, vistiendo sus mejores trajes, acudía masivamente a las misas en las diversas iglesias y retornaba a sus hogares con ramos de palma y olivo bendecidos. A las cuatro de la tarde salía en procesión la imagen del Señor del Triunfo, conocida popularmente como la procesión del “Señor del borriquito”, que representaba a Jesús montando un jumento. A mediados del siglo XIX, Manuel Atanasio Fuentes señala que los encargados de sacar en andas al Señor del Triunfo eran todos miembros del gremio de botoneros. Paradójicamente esta costumbre fue iniciada por un yerbatero residente en los barrios de

37 Rivero 1944: 146.

abajo del Puente, el mismo que edificó la capilla del Baratillo y a su muerte encomendó a un botonero continuar con el culto. Esta hermandad tuvo como único propósito encargarse de la fiesta y procesión del Domingo de Ramos. Debido a su escasez de recursos, apenas llegada la Cuaresma solicitaban licencia al Arzobispo limeño para pedir limosna por las calles. Con el producto de estas limosnas, más lo recolectado a través de una mesa que se instalaba en el Puente uno de los domingos anteriores al de Ramos, se costeaba la fiesta con más o menos pompa y de acuerdo con el monto de las erogaciones38.

La famosa procesión del borriquito captó la atención de los primeros viajeros republicanos. En 1817, el viajero francés Camille de Roquefeuil presenció esta ceremonia y quedó impresionado con la participación de una cabalgata de negros y otras de gentes de color, que daban rienda suelta a sus caballos y lanzaban gritos de alegría, revelando:

“el ímpetu alegre de esta multitud, la singularidad de los vestidos y de los arneses, formaban un cuadro pintoresco, que estaba nublado por una densa cortina de polvo”39.

38 Fuente 1858: 542. 39 Roquefeuil 1971: 134.

La procesión del Señor del Triunfo, que conmemoraba la entrada triunfal de Cristo a Jerusalén en vísperas de la pasión, era acompañada por el anda de la Virgen Dolorosa y también la figura de Zaqueo, el publicano recaudador de impuestos que después de ver a Jesús se convirtió en un hombre justo y generoso. Los fieles limeños vestían cada año de manera diferente a la efigie de Zaqueo, incorporando elementos de la moda coetánea para satisfacer la curiosidad del pueblo. No obstante, esta práctica introdujo ciertos ribetes de malicia al acto sacro, pues las habladurías se referían a Zaqueo como si fuese un dandi provocando las risas y burlas de los feligreses. Estas sátiras fomentaban el morbo del populacho que iba a la procesión solo para contemplar el vestido del citado personaje, hecho que suscitaba la indignación de los devotos. A comienzos del siglo XX, Ricardo Dávalos y Lissón, en sus crónicas sobre la Lima de antaño, ofrece una jocosa descripción sobre las diversas vestimentas que se colocaban a Zaqueo, quien unas veces aparecía con el traje del líder italiano Giuseppe Garibaldi y otras como celador de policía o bombero, provocando alusiones irrespetuosas que conducían a rencillas y peleas entre la gente. Sobre esto último, Dávalos y Lissón refiere que:

“Cuando el vistoso camisón llamado Garibaldi estuvo tan en moda entre las niñas, Zaqueo salió con un rojo, bordado en blanco, que no había más

que ver. Ellas se pusieron coloraditas y sufrieron las bromas que les daban, pero las beatas pusieron el grito en el cielo y preguntaron excitadas cómo se había consentido en que Zaqueo llevara un vestido inventado por el mayor enemigo del Papa. La cosa no pasó a mayores, más no así en otras veces. Recién se estableció el sistema de policía de celadores, llevaban estos unos cuellos de hule negro tan grande, que el pueblo dio en llamarles los corbatores. El mal nombre se habría perdido si los celadores no hubieran hecho caso; pero cometieron la torpeza de incomodarse y originaron infinidad de grescas cuyo resultado fue que iba a chirona todo aquel que osaba decir corbatón. El mismo año Zaqueo salió de celador de policía pintiparado, y no hizo más que salir, cuando mil voces prorrumpieron a una “zaqueo de corbatón”. Los “corbatones” argumentaron al principio, pero conforme la hilaridad crecía, así se iban calentando ellos, y al fin hubo la madre y morena… ”40.

Ciertamente, la procesión reunía a individuos

de todos los oficios, razas y clases sociales. En 1822, el viajero Gilbert Mathison decía que los oficiantes y espectadores constituían un grupo variopinto y abigarrado, donde sobresalían clérigos, sacerdotes y frailes de variadas órdenes, como los franciscanos, benedictinos, dominicos y otros, muchos de los cuales contradecían la austeridad de sus votos

40 Dávalos y Lissón 1925: T.I, 72-73.

mostrando sus lujosos hábitos y rollizos cuerpos. Estos hombres vestidos como monjas, con velos negros y máscaras, vendían pequeñas imágenes de cera de la Virgen María. En el caso de las damas, éstas iban a las procesiones con las mejores galas nacionales, algunas con chales y sombreros y otras con la ostentosa saya y manto de seda negra. Incluso las morenas recurrían a este traje tradicional para disimular con elegancia la tez oscura. Los indígenas, a quienes se les decía “apacibles hijos del sol”, acudían con mulas y asnos cargados de productos recién descargados en el puerto chalaco. Los criollos llegaban montados a caballo o en sus carruajes, llamados balancines, fabricados y adornados al estilo español, acompañados de una corte de sirvientes negros ataviados con vistosas libreas. Los oficiales patriotas permanecían en uniforme de gala, y a pie o en sus briosos corceles atraían la atención de los limeños. Completaban este paisaje festivo los vendedores de hielo y chicha, y los mendigos que imploraban la caridad pública en nombre de la Virgen y todos los santos del calendario católico. Estas escenas y otros innumerables sucesos animados por multitud de personajes populares convertían la procesión en un bullicio interminable, que solo se atenuaba al atardecer cuando se rezaba el Ave María. A esa hora, todas las voces eran acalladas por el repique de campanas de las iglesias, entonces todos los movimientos eran momentáneamente suspendidos

hasta concluir la oración. Concluida ésta casi instantáneamente resurgía el alboroto y bullicio hasta el anochecer. Bajo la luz de luna, la aristocracia capitalina permanecía en la plaza mayor o bajo los portales: en este último lugar las damas se sentaban en filas sobre sillas y bancas provistas para su acomodo. Según Mathison, cumplidos los ritos religiosos, las damas limeñas aprovechaban estas reuniones nocturnas para cautivar con su talento y coquetería41.

Mathison advertía que la exterioridad del culto capitalino podía confundir a los extranjeros sobre la condición moral y religiosa de los habitantes de Lima, pues el número de iglesias y la multitud que las frecuentaba convencía a cualquiera de que los limeños eran los seres humanos más devotos del mundo. Sin embargo –precisaba Mathison– en el Perú, como en la mayoría de los países donde las formas y las ceremonias de la religión eran multiplicadas sin medida, los verdaderos deberes religiosos estaban realmente descuidados42.

En ese sentido, Roberto Proctor justificaba la afición de los limeños a los espectáculos fastuosos, porque “las ceremonias de la religión católica tienden mucho a fomentar ese gusto”43. Toda ocasión era propicia para ostentar la religiosidad. Por eso, constantemente las imágenes de los altares

41 Mathison 1971: 280-281. 42 Mathison 1971: 280. 43 Proctor 1971: 263.

eran bajadas de sus nichos para llevarlas en procesión a diferentes iglesias donde visitaban a otros santos vecinos. Multitudes llenaban las calles recorridas por las procesiones, mientras las ventanas y balcones de las casonas lucían abarrotadas de personas muy bien vestidas. Cuando la imagen pasaba delante de estas casonas, los dueños de casa desde sus ventanas arrojaban flores en homenaje del santo. Generalmente la turba peleaba por esas flores, pues eran guardadas como reliquias preciosas44.

Después del repique de campanas y quema de salvas, los acordes de una banda de Artillería animaban el fervoroso avance de la población, que desde tempranas horas de la mañana estaba congregada en la Plaza Mayor. Los balcones de viviendas y establecimientos del centro limeño competían en arreglos festivos dedicados a las imágenes sagradas. El Presidente de la República y sus familiares, así como las autoridades eclesiásticas y representantes del Estado se ubicaban en lugares preferenciales para participar de este acto de fe, cuya duración podía prolongarse hasta más allá de las diez de la noche.

El Jueves Santo era otro día marcado por la participación masiva de la población. Los vecinos se recogían en sus hogares para vivir intensamente la religiosidad católica. Por la tarde, tanto en las casas

44 Íd.

como las parroquias, grupos de fieles rezaban el santo rosario y reflexionaban sobre diversos episodios de la Pasión de Cristo, como la Última Cena, la Oración del Huerto, la traición de Judas o la detención, juzgamiento y crucifixión del Mesías.

Procesión de Jueves Santo (detalle). Atribuida a Pancho Fierro, Siglo XIX. The Hispanic Society of New York. (Cisneros: 1975)

Como acto de penitencia, todos debían confesarse y vestir de negro. Las mujeres incluso se cubrían la cabeza con un velo durante la procesión y las ceremonias litúrgicas en las iglesias. A partir del mediodía, los limeños emprendían el tradicional recorrido de las siete iglesias o estaciones. En la Catedral, el Arzobispo asistido por los canónigos realizaba los Santos Oficios y lavaba los pies de doce ciegos, con quienes luego almorzaba. En las afueras de este recinto sagrado, los soldados del Ejército rendían honores al Altísimo apostándose con sus cañones y ametralladoras relucientes y vistiendo uniforme de gala con pompón y luto al brazo.

Por su parte, el Presidente de la República luego de almorzar con sus ministros, edecanes y funcionarios en Palacio de Gobierno salía a recorrer las estaciones. Durante el jueves y viernes santos todos los templos oficiaban las liturgias de la Pasión. El primero de los citados días se descubrían los monumentos alegóricos a la Última Cena, congregándose gran cantidad de gente:

“… no por devoción sino para ver al apóstol Judas Izcariote con la cara más encendida que una ascua, con un ají colorado en la boca y una talega en la mano izquierda, conteniendo las treinta monedas precio por el que vendió a su Maestro”45.

45 Prince 1890: 6.

La tarde del Jueves Santo, salía de la iglesia de San Agustín una procesión que era famosa por su amplio número de andas. Cada una de éstas simbolizaba un suceso de la pasión de Jesucristo. Los judíos, representados por figurines, eran apostrofados por los fieles, cual si fuesen aquellos verdugos que atormentaron y crucificaron al Salvador. Entre 1830 y 1854, esta procesión dejó de realizarse por causa de las crisis económicas y la intranquilidad, zozobra y anarquía social vividas bajo los caudillescos gobiernos peruanos. La década de 1830, como anota Guillermo Lohmann, trajo cierto decaimiento en el esplendor y despliegue de las procesiones, a pesar de que el fervor religioso del pueblo limeño permanecía activo. Por entonces, las iglesias de La Veracruz y La Soledad no estuvieron en condiciones de efectuar las salidas de sus imágenes. De igual forma, el espectáculo de los penitentes hiriéndose las espaldas cayó en el olvido. La propia Catedral perdió el carácter de punto de encuentro obligatorio de las estaciones de las cofradías, y apenas subsistían:

“… algunas modestas expresiones de fervor popular, perdidas en tráfago de una ciudad que va olvidando sus tradiciones al ritmo de la revolución industrial”46.

46 Lohmann 1996: 40.

De acuerdo con una crónica de 1850, los limeños vivían los “magnos días de la Cristiandad, jueves y viernes santos (…) con mucha pobreza de estómago [y] mucha riqueza de vestidos y mucho paseo a los oficios y estaciones”. Por entonces, lo más criticado era el desaseo de los templos y las “figuras ridículas” con que se representaba la pasión de Jesucristo47. En 1854 el diario El Comercio anunciaba con satisfacción el regreso de las añoradas quince andas que por Semana Santa salían de la iglesia de San Agustín en las décadas precedentes. El cronista esperaba confiado que este ejemplo sería imitado en los demás templos limeños, y saludó los esfuerzos de los devotos agustinianos para restablecer una:

“… magna procesión que hace 20 años no se ha visto (…) pues el año 1831 estábamos aun niños para haber asistido y gustado de la última que se ha visto hasta la fecha. Se preparan las 15 andas y todos los útiles necesarios que representa la pasión del Señor, por el Prior de San Agustín que ha querido buscar popularidad y hacer un positivo bien al pueblo cristiano emprendiendo crecidos gastos y empeñando su influjo para restablecer una procesión relegada al olvido porque no han querido hacer gastos los antecesores del M. R.P.M. Fray J. Antonio Acevedo. La procesión se nos ha dicho que empezará a las tres y media o a las cuatro de la

47 “Semana Santa”, en El Comercio, 2 de abril de 1850.

tarde del día de Jueves Santo: y sentimos que el comendador de La Merced no haya secundado en sus esfuerzos al Prior de San Agustín para restablecer la procesión del Viernes Santo, que también se halla abolida por los mismos motivos que las del jueves. Los conventos de Santo Domingo y San Francisco, es probable que en el próximo año harán todo lo posible para solemnizar en alto grado estas fiestas religiosas”48.

El consumismo y el espíritu cosmopolita de la

naciente burguesía peruana trajeron consigo cierto relajo en la vida social. Las casas comerciales y colonias extranjeras propiciaron la secularización de las costumbres, lo cual era visto como una auténtica profanación por parte de los sectores aferrados a la religiosidad colonial. Ciertamente, los comerciantes extranjeros anteponían sus intereses al culto y no compartían la costumbre de paralizar los negocios durante los días de fiestas religiosas. Aferrados a la idiosincrasia colonial, los fieles expresaban su desazón por la creciente impiedad, que podía afectar la fortaleza de la fe católica, pues:

“Antes de ser independientes solemnizaba este día con todas las inspiraciones que inspiraba el cristianismo hacia uno de sus más grandes misterios, comulgando ante los altares de Dios, desde la primera autoridad del Estado hasta el

48 “De todo”, en El Comercio, 8 de abril de 1854.

último empleado, y se ejercitaba toda clase de beneficios a favor de los menesterosos. Hoy, triste cosa es decirlo, en cambio de estos actos (…) vemos que los comerciantes extranjeros y aun los nacionales, con excepción de muy pocos, se empeñan en reducir ese día Santo, a día de trabajo ordinario, llegando su descaro e irreligiosidad, a tener abierta sus tiendas y establecimientos hasta cerca de la noche. A fin de evitar tanto escándalo suplicamos a los señores intendentes enunciados y al honorable señor Ministro [José Gregorio] Paz Soldán particularmente que se sirva dictar las providencias necesarias para que en todo ese día entero no abra tienda, taller ni establecimiento con excepción de las boticas”49.

Por su parte, Manuel Atanasio Fuentes

advertía sobre la frivolidad que imperaba entre gran parte de los asistentes a las fiestas religiosas. No en vano, el conocido “Murciélago” empleaba el término de “Diversiones de Semana Santa” para referirse a las fiestas sacras. De acuerdo con lo que había observado, por cada individuo que asistía a las procesiones con intención de rezar, otros noventa y nueve lo hacían por recrear la vista contemplando a los judíos de madera o los católicos y católicas “que se colocan en los cementerios y en las naves de los templos a pasarse revista recíprocamente”. Con sarcasmo decía que los verdaderos penitentes de la

49 “Jueves Santo”, en El Comercio, 8 de abril de 1854.

Cuaresma eran los padres y maridos obligados a adeudarse para satisfacer los caprichos de sus hijas o cónyuges, cuyas necesidades terrenales aumentaban durante la Semana Santa debido al mayor gasto en:

“… pan dulce, lujo y paseo; [pues] nadie compra durante ellos disciplinas ni cilicios para atormentar la pecadora carne, pero las mujeres compran basquiñas y crinolinas y los hombres fraques y corbatas para hermosear sus personas y presentarse con toda la elegancia posible”50.

El Viernes Santo los aristócratas y gente de

alcurnia asistía al templo de La Merced para participar en la procesión del Santo Sepulcro51. Ese día la solemnidad era mayor y el ayuno forzoso en todos los hogares. La gente solo podía alimentarse con pescado o productos marinos, excepto los enfermos que previa licencia del sacerdote consumían carne. Después del mediodía, la gente congregada en las iglesias escuchaba el famoso Sermón de las Tres Horas, y luego seguía la procesión del Santo Sepulcro por los alrededores de la Plaza Mayor. Este día era el de mayor recogimiento y silencio de la Semana Santa, lo cual hacía más emotiva y espontánea la manifestación popular ante la Dolorosa o la evocación del sufrimiento de Jesús en la Cruz.

50 Fuentes 1866: 307-308. 51 Íd.

El Sábado Santo se oficiaba la imponente Misa de Gloria en presencia de numerosa concurrencia. Culminada la misa a las diez de la mañana, los altares eran descubiertos para exhibirlos cargados de flores. El momento de luto y dolor daba paso a exultantes manifestaciones de alegría en vísperas de la fiesta de la resurrección. El silencio de calles y plazas era roto por el repique de campanas, salva de camaretazos y quema de cohetes. Las bandas militares interpretaban piezas variadas y el ambiente general era festivo y el agua bendita se repartía a la salida de los templos. A la medianoche, la quema de Judas por los pulperos simbolizaba el fin de la Cuaresma. Por entonces, la autoridad eclesiástica estaba sumamente preocupada por las irreverentes coreografías populares exhibidas durante los actos de Semana Santa. En 1856, el Arzobispo limeño, José Manuel Pasquel, prohibió la salida de la procesión del Domingo de Ramos, porque era “triste cosa que las ceremonias del Cristianismo sirvan de pretexto para escenas mundanas y para hacer una mezcla del culto divino con un mercado de simpatías terrenales”52. La orden fue cumplida para beneplácito de los críticos de los desbordes festivos, en los cuales desfilaban “mamarrachos más propios para desempeñar un rol en las farsas de carnestolendas, que para comparecer como

52 “Gacetilla de la capital”, en El Comercio, 10 de marzo de 1856.

pecadores arrepentidos”53. En 1859, hubo desconcierto porque las tiendas permanecieron abiertas hasta las tres de la tarde del Jueves Santo, cuando las disposiciones de policía ordenaban hacerlo a las doce del día. Censuradas las diversiones populares, el pueblo encontró nuevas formas de distracción en los “gorgoritos” de quienes entonaban los “cantares místicos” en los templos. Asimismo, la gente acudía a escuchar el sermón de las tres horas del Viernes Santo, y por la noche se congregaba alrededor de la Casa de Gobierno para solazarse con las retretas. En todas estas ceremonias, las limeñas vistieron lujosamente “tanto la señora rica y encopetada como la pobre y humilde costurera de modista o chalequera”54.

Los extranjeros y círculos liberales criticaban con desprecio las escenificaciones sacras calificándolas de “ridícula pantomima”. Entre estos actos sobresalía el llamado saludo de las tres venias, que se producía el Sábado Santo entre la Virgen María y el Señor Resucitado en la plazuela de la iglesia de San Francisco. Ambas efigias salían antes de la misma iglesia, pero por puertas distintas y se encontraban en la plazuela para saludarse y regresar a sus respectivos altares. Los cronistas decían que la fe no requería de teatralidad para atraer la atención de los fieles, por lo que sugerían “menos fórmula, menos ceremonias, menos materialismo; y más

53 “Gacetilla de la capital”, en El Comercio, 17 de marzo de 1856. 54 “Semana santa”, en El Comercio, 23 de abril de 1859.

fondo, mas sentimiento, mas verdad, es lo que necesitamos”55. El Domingo de Resurrección era recibido con una misa celebrada a las cuatro de la mañana en la Iglesia de San Francisco, la cual precedía a la procesión del Señor Resucitado y San Juan Evangelista. Después de cuatro días de intensa religiosidad, la ciudad y sus habitantes volvían a las actividades cotidianas56.

Las fiestas de la Semana Santa de 1865 estuvieron muy concurridas, destacándose la ausencia en los templos de las “figuras grotescas que representaban a los judíos”, las cuales daban mal aspecto. Sin embargo, las mesas de vendimias ocuparon la plaza principal convirtiéndola en una auténtica feria57. La Semana Santa de 1866 fue celebrada “con la solemnidad de costumbre”, mientras “un inmenso gentío recorrió por la noche las iglesias para visitar los monumentos”58. En 1867 hubo gran entusiasmo durante la celebración de “los misterios del Calvario”. Estas festividades concluyeron en medio de gran bullicio y con el “interminable ruido de campanas y el infernal piú, piúúúú de los celadores”59. Aunque la Semana Santa de 1868 coincidió con la agitada campaña electoral del mismo año, las procesiones fueron “soberbias [y]

55 “Noche buena”, en El Comercio, 2 de abril de 1861. 56 Herrera , G. “La Calle de la Vera-Cruz”, en: Barrenechea Vinatea, Ramón. Crónicas Sabrosas de la Vieja Lima. Antología, 1969, Tomo I. 57 “Semana Santa”, en El Comercio, 15 de abril de 1865. 58 “Semana Santa”, en El Comercio, 31 de marzo de 1866. 59 “Semana Santa”, en El Comercio, 20 de abril de 1867.

todo Lima se fue a gozar de ellas”60. En 1869, los conservadores criticaron la presencia de las mujeres en la ceremonia de la adoración de la Cruz del Viernes Santo. Según el cronista, las genuflexiones que deben hacerse frente a la Cruz, obligaban a las damas a ponerse “en una postura poco edificante”. A su juicio, los párrocos toleraban esta práctica, porque las damas, al igual que los hombres, dejaban su “limosnilla” después de adorar el sagrado madero61.

Hacia inicios del decenio de 1870, la modernización urbanística de Lima y la influencia del secularismo europeo debilitaron la influencia de la Iglesia en la vida cotidiana de los jóvenes de las clases altas. No en vano, la crónica de la Semana Santa de 1870 censuró la conducta de éstos, que “toman el templo como lugar aparente para cuchicheos y risotadas” e incluso ingresaban a los oficios religiosos, “llevando a sus parejas del brazo”62. En 1872, hubo incluso quienes se atrevían a organizar “danzas” y “bacanales” en el Jardín de la Aurora durante el Domingo de Resurrección63. Al año siguiente, el empresario hispano Juan Castro Osete realizó sin mayores problemas dos bailes de máscaras en el Teatro Odeón los días sábado y domingo santos64. En 1874, la crónica de Semana 60 “Correo del sábado”, en El Comercio, 11 de abril de 1868. 61 “Innovaciones sospechosas”, en El Comercio, 27 de marzo de 1869. 62 “Semana Santa”, en El Comercio, 13 de abril de 1870. 63 “Más diversiones”, en El Comercio, 2 de abril de 1872. 64 “Bailes de máscaras”, en El Comercio, 12 de abril de 1873.

Santa expresó satisfacción por la conservación del “sentimiento religioso” entre los limeños, a pesar de que en la capital ganaban terreno “las nuevas ideas del moderno racionalismo”. Destacó en esta fiesta el músico Claudio Rebagliati, quien compuso piezas para acompañar el sermón de las tres horas en el templo de La Merced65. La Semana Santa de 1875 fue celebrada con varias retretas en la Plaza de Armas, a cargo de bandas militares, “que ejecutaban los más solemnes y sentimentales trozos de óperas”66. Con todo, muchos limeños preferían viajar hasta Chorrillos para participar en la procesión del Santo Sepulcro, “con su compañamiento de andas y penitentes”67. En los oficios de la Semana Santa de 1877, participaron el presidente Mariano I. Prado, sus ministros y miembros del Poder Judicial, autoridades políticas y jefes militares. El Arzobispo limeño y su cabildo eclesiástico recorrieron las iglesias acompañados del público, que luego se congregó en la Plaza de Armas para divertirse con las retretas68.

Durante esta época, la fe popular se mantuvo a pesar de la crisis económica, aunque decayó el número y fastuosidad de las procesiones. Según Ricardo Dávalos y Lissón, por estos años la gente notable veía con desagrado el predominio de las

65 “Semana Santa”, en El Comercio, 4 de abril de 1874. 66 “Crónica”, en El Comercio, 27 de marzo de 1875. 67 “Chorrillos: Procesiones”, en El Comercio, 27 de marzo de 1875. 68 “Asistencia”, en El Comercio, 31 de marzo de 1877.

clases populares en las procesiones de Semana Santa. Este hecho produjo que el tránsito de las mismas por el Palacio Arzobispal fuese muy breve. En cambio, el recorrido era más prolongado por los extramuros de la ciudad y entre los barrios del Cercado y aquellos asentados al otro lado del río Rímac, lo cual determinaba que la concurrencia estuviese compuesta mayormente por:

“… toda la chinería de la calle nueva, de punta en blanco con la cabeza llena de jazmines; la negrería de los trivolíes y las alamedas llevando terciado en blanco pantalón a vapor; la gente de medio pelo de toda la ciudad, forman la comitiva principal. Los mataperros armados en pandillas hacen torería y media procediendo a la procesión, y aún no se han divisado las numerosas palomas que en ella vienen, cuando la mataperrada anuncia su aproximación; por detrás los malambinos y demás cuerdas de abajo del puente arman una de echar a correr, y, por último, la gente brava se toma la dirección y, cuatro cuadras antes de que llegue la imagen, obliga a los transeúntes a quitarse el sombrero, empleando para ello las palabras más groseras y hasta las vías de hecho, haciendo las piedras el gasto no pocas veces. De aquí que la gente decente que no puede disponer de un balcón, se limita tan solo a ver la procesión en la plaza de armas”69.

69 Dávalos y Lissón 1925: T.I, 69-70.

En la Semana Santa de 1885, la alta sociedad limeña se reunió en el templo de San Pedro para escuchar el sermón de las tres horas del sacerdote jesuita belga Camilo de Koninck, que tuvo intervalos en los que se ofreció música sacra. Las emotivas palabras del religioso unidas a la atmósfera pesada al interior del templo causaron desmayos en varias damas70. La crónica de 1887 puso énfasis en la distinta situación de los templos limeños, pues unos mostraban “gusto y hasta lujo en el arreglo interior”, mientras en otros “la pobreza se dejaba adivinar sin gran esfuerzo”. La concurrencia a las retretas del jueves y viernes santos fue numerosa, sobre todo de “la gente elegante de la ciudad”. Por su parte, los portales de la Plaza de Armas y las heladerías fueron engalanados por hermosas damas y sus familiares71. La pobreza de los feligreses fue evidente durante la Semana Santa de 1888, pues la mayoría prefirió no exhibirse y los pocos asistentes a los templos vistieron con “modestia inusitada”. El único hecho positivo de esta fecha, según el cronista, fue la desaparición de los “increíbles muñecos” que representaban a Judas y otros personajes bíblicos72. Al año siguiente, las fiestas fueron deslucidas por falta de iluminación y la pésima calidad de las bandas musicales. Incluso el esperado sermón del

70 “El templo de San Pedro”, en El Comercio, 4 de abril de 1885. 71 “Las últimas fiestas”, en El Comercio, 9 de abril de 1887. 72 “La Semana Santa”, en El Comercio, 31 de marzo de 1888.

padre Koninck “estuvo menos inspirado que en otros años”73.

En 1890, los templos estuvieron mejor arreglados y recibieron gran cantidad de fieles, sobre todo los de San Pedro y Santo Domingo. El presidente Andrés A. Cáceres y demás autoridades de Gobierno asistieron a los actos litúrgicos acompañados del ejército74. La Semana Santa de 1891 trajo consigo la prohibición municipal de toda clase de espectáculos durante los siete días que mediaban entre los domingos de Ramos y de Resurrección. Esta medida fue muy criticada por los aficionados a las obras líricas y funciones de circo, pues alegaban que éstas “nada de pecaminoso encierran”75. Un año después, el presidente Remigio Morales Bermúdez, vistiendo uniforme militar, visitó los principales templos para “rezar estaciones”. Por la noche, numerosa gente se reunió en la Plaza de Armas a escuchar las retretas, que ese año estuvieron “desairadísimas” y terminaron “en menos de lo que canta un gallo”. Los sermones coincidieron en sus críticas a la prensa y los librepensadores76. Durante la Semana Santa de 1893 volvió a extrañarse la “ostentación y bullicio” de otros tiempos. Según la crónica festiva era notoria la mengua del lujo, incluso los funcionarios públicos se

73 “Semana Santa”, en El Comercio, 7 de abril de 1889. 74 “Semana Santa”, en El Comercio, 5 de abril de 1890. 75 “Suspensión de espectáculos”, en El Comercio, 28 de marzo de 1891. 76 “Los últimos días”, en El Comercio, 16 de abril de 1892.

presentaron en público con unos “fracs antediluvianos, ya muy maltratados”77. En 1894, la celebración de los “misterios del catolicismo” no trajo “nada de extraordinario”. Los templos recibieron gran cantidad de fieles, sobre todo por las noches. Asimismo, los salones de refresco no se dieron abasto para atender la demanda del público. Varios sermones contenían “alusiones políticas” y reprensiones contra el relajamiento de la fe78.

La Semana Santa de 1895 calmó los enconos exacerbados durante la violenta toma de Lima por parte de las montoneras pierolistas. Los templos de La Merced y San Pedro fueron los preferidos por los devotos79. Las fiestas santas de 1896 decayeron en animación y afluencia de gente. El presidente Nicolás de Piérola comunicó al Cabildo eclesiástico que no podría asistir a los oficios religiosos, debido a “la incomodidad que ofrece el templo del Sagrario, para ceremonias tan concurridas”. Por ese motivo, el Arzobispo limeño, Manuel Bandini, decidió realizar las misas en el templo de La Merced. El presidente Piérola asistió con sus ministros, corporaciones civiles y militares, un escuadrón escolta y la banda de músicos del Regimiento Carabineros de Torata80.

77 “Los días santos”, en El Comercio, 1º de abril de 1893. 78 “Semana Santa”, en El Comercio, 24 de marzo de 1894. 79 “Los días santos”, en El Comercio, 13 de abril de 1895. 80 “Semana Santa”, en El Comercio, 5 de abril de 1896.

La Semana Santa de 1897 tuvo como centro principal el templo de La Merced. Allí concurrieron autoridades del Gobierno, tribunales de Justicia y los miembros del Cabildo Metropolitano. Las calles limeñas estuvieron muy animadas “debido al gentío que en ambas direcciones las recorría penetrando en los templos”. El presidente Piérola visitó las iglesias del Sagrario, San Francisco, Concepción, San Pedro, La Merced, San Agustín y Santo Domingo81. Las fiestas sacras de 1898 contaron con la presencia de la misión militar francesa y los funcionarios de Estado. El ornato de los templos y los sermones de las tres horas, sobre todo los de los padres jesuita Pérez Barba y mercedario fray Miguel Tovar, atrajeron numerosa feligresía82. Sin embargo, las fiestas fueron ensombrecidas por la agonía del Arzobispo limeño, Manuel Bandini, quien falleció el lunes posterior al Domingo de Resurrección83. Los oficios de la última Semana Santa del Siglo XIX fueron celebrados en la Catedral limeña con asistencia del presidente Piérola, sus ministros, autoridades políticas y oficiales francos del Ejército. El Arzobispo Manuel Tovar pontificó la misa, pero la feligresía fue menor respecto del año previo. La Plaza de Armas fue engalanada con la presencia de dos baterías de Artillería, los batallones “Canta” Nº

81 “La Semana Santa”, en El Comercio, 17 de abril de 1897. 82 “Semana Santa”, en El Comercio, 9 de abril de 1898. 83 “La salud del Arzobispo”, en El Comercio, 11 de abril de 1898.

9, “17 de marzo” Nº 11 y un escuadrón del regimiento “Húsares de Junín” Nº 184.

De acuerdo con José Gálvez, las procesiones del decenio de 1890 restringían sus trayectos a los contornos de las iglesias. Existía entonces una mayor propensión de la gente a crear espacios de regocijo público al amparo de las ceremonias religiosas. No en vano, en las noches del jueves y viernes santos las bandas militares ofrecían retretas en la plaza de armas limeña. De otro lado, el relajamiento de las costumbres daba pie a una serie de situaciones enojosas en las procesiones. Por ejemplo, los muchachos traviesos apagaban los cirios o golpeaban a los desprevenidos asistentes, sobre todo a los que sufrían de calvicie, con el temible “pan de boda”, que era una bola de cera endurecida y sujeta a una cuerda, la cual se dejaba caer repentinamente sobre los fieles. Otros “granujas”, con total falta de respeto por los fieles, cosían las mantas de las mujeres para provocarles accidentes y esparcían pimienta en el interior de los templos o incluso daban gritos de “¡temblor!, “¡temblor!, con el propósito de causar espanto y caos entre la gente y así satisfacer sus deseos de insana diversión85.

En 1901, los vecinos de la aristocrática villa de Chorrillos suprimieron la famosa salida del burrito del Señor del Triunfo y la procesión de los Pasos,

84 “Jueves Santo”, en El Comercio, 30 de marzo de 1899. 85 Gálvez 1947: 156.

restándole atractivo a la Semana Santa. Además, la autoridad eclesiástica había prohibido a los pescadores realizar la fiesta en que bañaban en el mar la imagen de San Pedro. El citado año, las crónicas de El Comercio lamentaban que la Cuaresma y la Semana Santa hubiesen terminado sin mayor distinción en cuanto al arreglo de los monumentos religiosos y la cantidad de fieles que los habían visitado, si bien todavía se notaba animación en los templos. Igualmente las nuevas generaciones detestaban los bailes de gigantes y papahuevos y hasta el otrora popular Zaqueo estaba considerado como un grotesco mamarracho86.

Por estos años, las autoridades eclesiásticas exigían que fuese mantenida la orden de paralizar el tránsito durante los días del Jueves y Viernes santos, aun cuando los empresarios capitalinos se oponía a detener las actividades comerciales por los perjuicios y pérdidas que esto acarreaba. Pero en marzo de 1902, la municipalidad limeña dejó sin efecto esta medida, provocando la inmediata protesta del Arzobispo de Lima, Manuel Tovar, quien criticó a los concejales por atender “la petición de empresas y personas interesadas, sin tener en cuenta a la parte principal que es el pueblo”. Monseñor Tovar discrepaba con quienes pretendían convertir la capital en un símil de los grandes centros comerciales europeos, pues Lima no estaba inmersa

86 “Semana Santa”, en El Comercio, 7 de abril de 1901.

en la vorágine mercantil y consumista de las ciudades industrializadas. Al respecto, dicho prelado en la Pastoral suscrita en 1898, al tomar posesión de la diócesis limeña, también combatió el trabajo dominical bajo el argumento de que “el día del Señor” solo debía consagrarse a la oración y descanso87. Las autoridades políticas –decía Tovar– estaban empeñadas en debilitar el culto, pues si estuviesen realmente interesadas en emular las prácticas religiosas de las grandes urbes, entonces:

“… ¿Por qué no se imita el reposo dominical de Inglaterra y de los Estados Unidos?, ¿Por qué no se restablecen los funerales de cuerpo presente, que se celebran libremente en la ciudad de Paris y en las más cultas y populares capitales de Europa?, ¿Por qué se respeta la afición popular a las corridas de toros y no se invoca, para suprimirlas, que no se practican en la mayor parte de las naciones civilizadas? La razón es muy clara Señor Ministro. Se aduce el ejemplo de otros países para dañar la religión, pero no, para favorecerla. Ningún espíritu recto aprobará este doble criterio y esta doble medida”88.

Sin duda, existía una fuerte pugna entre las

autoridades eclesiásticas y civiles por conservar el antiguo espíritu festivo y religioso del siglo XIX. En opinión de Carlos B. Cisneros, la coyuntura del

87 Tovar 1898: 12. 88 Tovar, Manuel. “Protesta”, en El Comercio, 26 de marzo de 1902.

cambio de centuria había traído consigo la decadencia de las fiestas religiosas y el olvido de los “viejos cultos”, y lo peor era que nada nuevo reemplazaba esas festividades que ofrecían solaz a las clases populares. La causa de este problema –según Cisneros– provenía de la invasión de la política en todos los aspectos de la vida cotidiana89.

Como he señalado anteriormente, la tradición festiva religiosa tuvo mayor vitalidad entre los pueblos provincianos, que competían no solo en cuanto al esplendor con que organizaban sus procesiones y ceremonias, sino en las demostraciones de recogimiento, ayuno y penitencia. En el sur andino, la Semana Santa cuzqueña tenía como acto central la procesión del Señor de los Temblores, advocación que protegía a los fieles de los desastres producidos por los sismos. Hacia 1834, el sacerdote José María Blanco en el Diario del Viaje al Sur del Perú del presidente Luis José de Orbegoso, relata que durante los días de Semana Santa, los cuzqueños comían generalmente un guiso llamado olla-huacllesca, que era una especie de puchero compuesto por frutas, queso, pescado y toda clase de especerías90.

En el decenio de 1840, el viajero francés Paul Marcoy hizo una minuciosa descripción de esta festividad e incluyó un grabado de la misma. Esta procesión se iniciaba a las cuatro de la mañana con

89 Cisneros 1911: 286. 90 Blanco 1974, tomo I: 285.

una triple salva de camaretazos y repique alborozado de las campanas de la catedral. A esta señal, miles de indígenas ingresaban dando gritos a la plaza de armas del Cuzco, mientras los curiosos aristócratas se asomaban desde sus balcones agitando pañuelos. Seguidamente las tres puertas de la catedral eran abiertas para que salieran en procesión las imágenes de San Blas, San Benito y San Cristóbal, alineadas hacia la izquierda de la portada central; después de éstas aparecían las de San José y la Virgen de Belén, que se colocaban a la derecha de las primeras. Estas imágenes eran dispuestas en forma jerárquica siguiendo el ritual religioso. El Cristo de los Temblores siempre demoraba su salida –según el citado viajero– con el objetivo de “excitar el fervor de los fieles”, pero cuando ésta efectivamente sucedía:

“Un estremecimiento religioso corre en la multitud. Los hombres se quitan sus sombreros o monteras, y las mujeres se persignan devotamente. La Virgen, dejando ahí a San José, (…) viene a situarse delante de los santos para ser la primera en saludar, al salir de la iglesia [y] aparece el Cristo de los Temblores … ”91.

Marcoy también describe la vestimenta de los santos cuzqueños. Por ejemplo, el ropaje de San Blas se componía de una túnica extendida hasta las

91 Marcoy 2001, tomo I: 408.

rodillas y con abertura en las mangas de terciopelo negro bordado de oro. De otro lado, San Benito vestía sotana negra y San Cristóbal un traje blanco bordado con estrellas de oro y adornos de rojo vivo. Por su parte, San José estaba ataviado con ropa de peregrino color carmelita y portaba cepillo y sierra de carpintero, mientras la Virgen de Belén llevaba falda de brocado azul y blanco con bordados de oro y encajes de plata. Además exhibía brazaletes, finas sortijas y un collar de rubíes. El rasgo más distintivo del rostro de la Virgen era la extrema movilidad de sus ojos de vidrio, que la daban apariencia de deidad viva. El Cristo de los Temblores yacía sobre una cruz de madera y estaba sostenido con clavos hechos de esmeraldas de Panamá, cuya longitud era de tres pulgadas. El anda del citado Cristo, al igual que las de otros santos, era de madera repujada en plata y en su contorno había un gran número de antorchas de cera. La particularidad de dicha estatua divina consistía en un resorte invisible utilizado para producir continuos movimientos nerviosos a los miembros de la estatua. Gracias a ese mecanismo el Cristo temblaba sin descanso como si estuviese en un sismo.

Procesión del Señor de los Temblores del Cuzco. Grabado de HUVOT, Siglo XIX (Marcoy: 2001)

Asimismo, cada cinco minutos los fieles detenían el recorrido del anda de la Virgen para darle la vuelta y ponerla frente al Señor de los Temblores, en actitud de invitarlo a que la siga. Cada vez que la procesión bordeaba los muros de una casa o cerca de un balcón, el milagroso Señor era recibido con una lluvia de pétalos de flores tradicionales de las alturas de Cuzco. Estas flores de color rojizo, llamadas en quechua ñucchu, cubrían de purpura sangrante el cuerpo del Cristo. En ese instante, los huifalas y los danzantes (ciervos y corsos), que habían ido a refrescarse en las tabernas vecinas, reaparecían dando saltos en torno a las andas sagradas. Marcoy deja entrever que ciertos santos sufrían discriminación por parte de los feligreses. San Blas, por ejemplo, era saludado por la muchedumbre con exclamaciones y aplausos prolongados, a diferencia de San Benito a quien:

“… la multitud acoge bastante fríamente, so pretexto de que el reverendo abad desciende de Cham, hijo de Noé, en línea directa. La imagen, en efecto, es de un negro de jade semejante al de la tela de su sotana, y sus grandes ojos blancos y sus labios carnosos, con una mirada violácea, le dan un aspecto bastante chocante”.

El ambiente de comunidad espiritual no

impedía que se produjeran riñas y golpes entre los privilegiados cargadores de las andas, los cuales dirimían sus diferencias a punta de “puñetazos,

puntapiés y mordeduras” haciendo tambalear la imagen del Señor de los Temblores. La gente interpretaba esta señal como un llamado para la expiación de los pecados, pues “el simple contacto con esa madera sagrada redime al pecador diez años de faltas”. A su vez, las mujeres se enfrascaban en pugnas por recoger un puñado de las flores del ñucchu arrojado a Cristo porque tenían la convicción de que dichas plantas estaban:

“… santificadas por el contacto con el Hombre-Dios y guardadas en bolsas de papel, son usadas más tarde en infusión, y poseen, según dicen estas amas de casa, las propiedades sudoríficas de la borraja y del sauco”92.

En 1853 la procesión del Cristo de los

Temblores era uno de los más importantes actos públicos, pues lo acompañaban en su recorrido un regimiento de soldados, los miembros de la Corte Superior de Justicia del Cuzco, los estudiantes de colegios, sacerdotes de todas las órdenes religiosas y el Deán y el Capitulo locales. Estas exhibiciones de fe eran contempladas por los indígenas con la más grande devoción como si fuese el sustituto del antiguo culto al Sol93.

Los indígenas tenían fe absoluta en el poder y magnanimidad del Cristo de los Temblores, pero al

92 Marcoy 2001, tomo I: 407, 414-415. 93 Markham 2001: 151.

mismo tiempo desconfiaban de que el contacto de la imagen con manos extrañas, aun cuando fuese para limpiarla y/o restaurarla, causaría la pérdida de sus sagrados atributos. Cuestionar o contradecir esta costumbre suscitaba la respuesta violenta de la indiada, que habiendo encontrado un bálsamo para sus sufrimientos en la imagen del Cristo, no podía permitir que individuos de poca o ninguna fe les arrebatara la esperanza del perdón divino. En la década de 1870, el viajero francés Charles Wiener, comprobó la furia que el fanatismo indígena podía desatar. En el año citado, el Obispo del Cuzco, Julián Ochoa, quiso restaurar la venerada imagen y encargó a un pintor que, usando sus mejores pinceles, la adornara con los más bellos colores. Apenas el pintor instaló sus escalas frente al altar para devolver sus desaparecidos colores al milagroso Jesús, corrieron por la ciudad varios rumores sobre una supuesta profanación. Unos decían que el Señor de los Temblores sería vendido a los arequipeños para aplazar los sismos que allí ocurrían todas las semanas; otros afirmaban que la proyectada restauración privaría de sus poderes al Negro, sobrenombre dado a esta imagen porque estaba cubierta de envejecida pintura opaca. Los indígenas se mostraban inflexibles ante la idea de “blanquear” al Cristo todopoderoso, y agrupándose delante de la catedral cuzqueña exigieron que no fuese tocado. Las autoridades eclesiásticas trataron de calmarlos entregándoles la escalera del pintor, pero éstos no se

conformaron con romperla, sino que exigieron la captura del propio pintor. El Obispo Ochoa ordenó cerrar la puerta de la catedral para evitar un desenlace fatal. Entonces los enfurecidos indígenas lanzando violentos gritos atacaron el palacio episcopal, cuyas ventanas fueron destrozadas por cientos de pedradas. La resistencia ofrecida por las puertas catedralicias acrecentó la ira de los indígenas, quienes repitiendo al unísono el grito de guerra “Tomemos chicha esta noche en el cráneo del Obispo” se abalanzaron contra la puerta

“… que cedió bajo la presión de esa ola humana. Entre tanto el Obispo había podido huir atravesando el seminario, que se comunica por puertas secretas con el palacio episcopal. Los indios entraron, pues, a una casa vacía. Lo pusieron todo a saco. Fue uno de los raros y terribles despertares de esta raza, cuyos salvajes instintos guerreros parecen dormir durante un siglo para estallar en una hora con toda su intensidad”94.

La semana santa arequipeña revestía

características peculiares, dado su carácter mestizo muy diferente a la cuzqueña, de marcada influencia indígena, y la limeña, que estaba dominada por cierto espíritu criollo y cosmopolita. El ritual mistiano adoptó varias costumbres de origen

94 Wiener 1993: 344-345.

sevillano, como la famosa procesión de “los encapuchados”. Estos personajes, representados por cofrades descalzos, vestían túnica morada y capucha y portaban cruces de madera95. Dicho acto simbolizaba la expiación de culpas por parte de quienes, sin pregonar sus nombres o identidades, ponían de manifiesto su humildad y arrepentimiento. Los propios canónigos se presentaban en las procesiones ataviados con capuchas y enormes capas moradas de largas colas que debían arrastrarse por el alfombrado pavimento. En esta procesión, presidida por el Obispo, los encapuchados:

“… lamentaban la muerte de Cristo, abatiéndose en el suelo de la catedral mientras que el prelado, al compás de los acordes sublimes de Palestrina, batía sobre ellos la bandera de duelo con su cruz roja, a la manera de los capitanes romanos que batían el estandarte de sus lugares sobre las huestes postradas”96.

La capucha como símbolo de penitencia tuvo

su origen en la escenografía inquisitorial de la Colonia, cuando las personas castigadas por herejía debían usar obligatoriamente una prenda de tela que les cubriera pecho y espalda y un capirote cónico de cartón denominado “sambenito”. La

95 Quiroz 1988: 80 96 Belaúnde 1960 Vol. 1: 92.

identidad establecida entre el citado distintivo colonial y la condición de penitente continuó durante las procesiones republicanas. Por eso, las cofradías decimonónicas siempre exhibían “encapuchados” en las ceremonias de Semana Santa y otras del calendario litúrgico. En la tradición española cada ciudad introdujo modificaciones en los capirotes usados durante la Semana Santa. El caso más llamativo fue el de Andalucía, donde se usaban capirotes de diversa altura. En cambio, las cofradías nacionales prefirieron distinguirse por los colores de sus capirotes. La elección de las tonalidades de éstos no era dejada al azar, sino que formaba parte del culto propio de cada cofradía. No obstante, el color más recurrente era el morado, porque se asociaba a la Cuaresma y simbolizaba la penitencia, conversión y mortificación de los fieles. Es también, por tanto, un color muy habitual desde antiguo en las cofradías. Al respecto, podemos citar el caso de la cofradía arequipeña de la Esclavitud de Jesús Nazareno, que había sido fundada en 1759, cuyos hermanos vestían túnica y tercerol de color morado, similar a la que portaba la imagen del Nazareno

De otro lado, Víctor Andrés Belaúnde, durante su niñez, fue testigo privilegiado de la Semana Santa arequipeña, sobre todo porque su familia costeaba la festividad celebrada en la parroquia de Santa Marta. La tarde del Lunes Santo salía de dicha iglesia una procesión que recorría la ciudad hasta

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