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Bajo los libros El siguiente aspirante a escritor se presentó en el despacho de Arturo Vidal con una carta de presentación no muy esperanzadora para lo que ambicionaba: unas caladas zapatillas blancas, que hacían ese ruido tan peculiar que hacen las chanclas embebidas de agua cuando sale uno de la ducha; tejanos que parecían venir rajados de fábrica y una camiseta oscura en la que se podía leer: “FUCK GOVERNMENT”. Ante este panorama, a Arturo, hombre de canas metódicas y engominadas hasta decir basta, gafas con pajizos cristales, que apenas dejaban ver el azul grisáceo de sus ojos y que sostenían unas espesas cejas donde se podía leer perfectamente su impasibilidad, no le quedó otra que preguntar: - ¿Y estos son los nuevos escritores? – preguntó a Jorge, su secretario, aunque él prefería que lo llamaran ayudante, visiblemente más joven que Arturo, con jersey negro de cuello alto, gafas de pasta al más puro estilo bohemio y una perilla que se habían quedado en conato de refinadas, señalando con arrojo al primer candidato de la mañana -, - ¿Cómo es que tiene la desfachatez de presentarse aquí con semejante frontispicio? - Disculpe Don Arturo - espetó el demandante -, sé de la mala fama que le caracteriza, no como editor, pero…- y hasta ahí le otorgó el derecho de palabra Don Arturo, ya que empezó con otro de sus numerosos discursos de versada autoridad -. - ¡Lo que tiene uno que soportar! No solo me empapa medio despacho sino que tiene la insolencia de poner en duda mi prestigio. ¡Salga inmediatamente de mis aposentos! 1

Bajo los libros

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Bajo los libros

El siguiente aspirante a escritor se presentó en el despacho de Arturo Vidal con una

carta de presentación no muy esperanzadora para lo que ambicionaba: unas caladas

zapatillas blancas, que hacían ese ruido tan peculiar que hacen las chanclas embebidas

de agua cuando sale uno de la ducha; tejanos que parecían venir rajados de fábrica y una

camiseta oscura en la que se podía leer: “FUCK GOVERNMENT”. Ante este

panorama, a Arturo, hombre de canas metódicas y engominadas hasta decir basta, gafas

con pajizos cristales, que apenas dejaban ver el azul grisáceo de sus ojos y que sostenían

unas espesas cejas donde se podía leer perfectamente su impasibilidad, no le quedó otra

que preguntar:

- ¿Y estos son los nuevos escritores? – preguntó a Jorge, su secretario, aunque él

prefería que lo llamaran ayudante, visiblemente más joven que Arturo, con

jersey negro de cuello alto, gafas de pasta al más puro estilo bohemio y una

perilla que se habían quedado en conato de refinadas, señalando con arrojo al

primer candidato de la mañana -, - ¿Cómo es que tiene la desfachatez de

presentarse aquí con semejante frontispicio?

- Disculpe Don Arturo - espetó el demandante -, sé de la mala fama que le

caracteriza, no como editor, pero…- y hasta ahí le otorgó el derecho de palabra

Don Arturo, ya que empezó con otro de sus numerosos discursos de versada

autoridad -.

- ¡Lo que tiene uno que soportar! No solo me empapa medio despacho sino que

tiene la insolencia de poner en duda mi prestigio. ¡Salga inmediatamente de mis

aposentos!

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En ese preciso instante Arturo abandonó su particular trono, apagó con saña el

cigarrillo que sostenía con ansia entre sus dedos y empezó a deambular por la

habitación.

- Pero Don Arturo, me ha sorprendido una tromba de agua cuando estaba…

- ¿Pero aun sigue aquí?

Al aspirante a escritor no le quedó más remedio que salir galopando de las

dependencias del señor Vidal, abandonando ese edificio de plomiza fachada, situado en

la calle Reñidero, donde Arturo había decidido, años atrás, establecer su despacho desde

donde, día tras día, repartía injusticia.

Jorge, símbolo de la eterna fidelidad de camarada, no se pudo reprimir más y cuestionó

a Arturo el porqué de esa actitud, por qué seguía poniéndose tan nervioso y por qué ni

tan siquiera se detenía a leer los proyectos que se personaban en la mesa de su

despacho, aunque a decir verdad, al pobre no le había dado tiempo ni a dejar sus folios

sobre la mesa del señor Vidal.

- Jorgito, Jorgito…- dijo Arturo en ese tono jactancioso que le singularizaba - qué

poco has aprendido durante todos estos años por lo que veo. ¿Acaso no sabes

que la Literatura ha llegado a su fin?

El paso de Arturo había dejado de ser errante para adquirir repentinamente un

cariz que rozaba lo soberbio.

- Y dale con la cantinela…

- Mira Jorge, te vas a librar porque encontrar un amigo tan leal como tú hoy en día

es tan difícil como que brotara un nuevo Borges que nos iluminara el camino.

- Llevo años escuchando esa lata de Borges, Onetti, Lorca, incluso Quevedo;

estoy algo saturado de que día tras día acudan posibles artistas a tus aposentos,

como tú llamas a este cochambroso despacho, y que no te molestes en leer ni tan

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siquiera una maldita página de lo que te presentan. A este último no lo has

dejado ni explicarse.

- ¿Tú también quieres que te eche a patadas?

En el despacho de Arturo, justo encima de donde se sentaba, había un reloj, el típico

reloj de pared. Era redondo, con un fondo blanco. Simple, como todo lo que rodeaba a

Arturo. Este reloj tenía algo que llamaba la atención de Arturo, una característica que

solía encabezar últimamente los monólogos de Arturo Vidal.

- Mira Jorgito, observa – dijo Arturo como el profesor que se dirige a sus

discípulos -, la metáfora manifestándose en los objetos cotidianos, la magia de lo

subliminal, la aguja del reloj que no hace ese tic tac característico de los relojes

comunes, sino que sigue su curso continuado, como si todo fluyera. ¿Es que no

te das cuenta? Me recuerda a Góngora, cuando hablaba de los ánsares de menga

o las mantequillas y el pan tierno. Tanto tiempo sentándome aquí, debajo del

objeto que lo simboliza todo, sin darme cuenta de que la literatura está presente

en todos los aspectos de la vida, y todo porque un puñado de sabios escribieron

sobre todo. Góngora escribía a la morcilla, Quevedo se mofaba de su nariz. Ya

se ha escrito sobre todo. Te lo vuelvo a repetir, ¿qué sentido tiene intentar

seguir, como decía Onetti, mintiendo bien la verdad?

Resulta chocante, pero Arturo Vidal sostenía la teoría de que no tenía sentido hablar

de nueva Literatura. Según Vidal, y como defendieran los clérigos del medievo, todo el

saber ya había sido redactado, el mundo literario no daba cabida a más grandes de la

Literatura; no habría nunca más Borges.

Arturo comparaba la Literatura con el petróleo, con lo no renovable, algo que se

agota, efímero, no creía en el arte nuevo. Pasaba las tardes leyendo a los clásicos, no

veía la televisión, había perdido el interés por el Premio Planeta desde hace años.

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Paseaba por el Paseo de los Tristes y a cada persona que veía sujetando un libro, no

podía evitar acercarse e intentar divisar su autoría. Cuentan que, una tarde, después de

observar cómo desentonaba totalmente con el paisaje aquel buzón amarillo de Correos

en mitad del paseo, empezó a correr como un poseso detrás de un pobre muchacho que

portaba uno de estos superventas del siglo XXI. Algunos lo tenían como un loco,

incluso el inseparable Jorge ya no parecía tan ligado al perturbado editor.

Entre relojes y charcos apareció un nuevo aspirante. Decía llamarse Alejandro

Cortázar. Al escuchar el nombre del susodicho, Arturo no pudo contener la carcajada.

- ¿Podrías repetir tu nombre? – preguntó Arturo con el color de rostro que se le

queda al que ha empezado a reír descaradamente.

- Alejandro Cortázar – contestó tímidamente el joven -.

- ¿Crees que porque te apropies de ese ilustre apellido te voy a hacer más caso que

los demás?¿Qué será lo próximo? ¿Esteban García Márquez? ¿Faustino Vargas

Llosa? – Arturo seguía mofándose -.

- Si quiere le muestro el DNI – sentenció el aspirante visiblemente molesto,

aunque con un ápice de ilusión -.

- Lo que tiene que mostrarme es su trasero saliendo por esa puerta en menos que

canta un gallo.

Jorge esta vez se puso de parte del muchacho, y le pidió que le entregara el proyecto

a él. Prometió que iba a leerlo y que pronto tendría noticias suyas, pero cuando el

posible nuevo Bestseller se aproximaba a las manos de Jorge, Arturo hizo gala de la

agilidad que aun conservaba, agarró los papeles y no vaciló en tirarlos por la ventana.

Los papeles planeaban uno a uno metros abajo, unos cuantos aterrizaban en la copa de

un árbol, otros tantos en el techo de un Rover que pasaba por allí, aunque la mayoría

acabaron en el suelo, manando de ellos palabras mojadas que encontraban finiquito en

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la alcantarilla. El muchacho, aturdido ante tan atroz escena, dejó el despacho sin mediar

palabra.

Jorge rescató la discusión con más viveza si cabe. Pero esta vez era diferente,

Jorge se disponía a plantar cara a su particular némesis. Empezó con un halago, y es que

en sus mejores años descubrió a grandes autores españoles. Una época en la que las

ideas descendían como gotas de agua. Pero algo ocurrió, Arturo no era así años atrás. Si

Arturo Vidal llegó a convertirse en editor fue precisamente por su pasión, auténtica

vehemencia por la literatura. Arturo siempre hizo caso a sus sueños. Contaba que un día

se le apareció en sueños la figura de un escritor del que nunca dijo el nombre, y le dijo

que leyera, que lo hiciera hasta que sus ojos dejaran de respirar, hasta que dejara de

sentir, hasta que alrededor de su cuerpo revolotearan palabras, que leyera en hojas

oscuras, con tinta clara, en la oscuridad, en la luna…, que no importara donde, solo que

leyera. Arturo describía al contar su sueño que el escritor puso su mano derecha sobre

su hombro izquierdo y que, en una especie de ritual, lo bendijo para que rescatara a

todos los escritores que vagaban errantes y los hiciera grandes. Desde entonces se erigió

como uno de los profetas de la Literatura.

El antiguo Arturo, ese mesías literario, no se sabe con certeza lo que le pasó, pero

desde entonces no ha vuelto a ser el mismo. No es comprensible como se puede pasar

de adorado a detestable sin que uno se dé cuenta.

Jorge sostenía una teoría desde hace tiempo, y cada vez más obvia. Mencionaba

continuamente a una chica llamada Laura, una escritora ubetense afincada en Granada.

La describía como lo peor que le ha pasado a Arturo pero lo mejor que le ha pasado a la

literatura en los últimos años, por mucho que le pesara el señor Vidal, incluso al mismo

Jorge, quien aun guardaba en la memoria el momento en el que, en uno de sus rutinarios

paseos con Arturo, la vieron por primera vez. Jorge pudo contemplar en primera

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instancia como ese contoneo de caderas se clavaba en los ojos de Arturo Vidal, esa

sombra siempre por delante, ese instante en el que se aparta el pelo de la cara, cómo

camina sin prisa, con calma y serenidad. Y es que Laura es así, siempre con una sonrisa,

sus pómulos ascienden cada vez que imita a la luna. Incluso, si te fijabas bien, podías

apreciar un brillo procedente de sus grandes ojos claros, que reflejaban las escasas aguas

del río Genil.

Lo peor que le puso pasar a Arturo, además de conocerla, fue esa maldita tarde en el

café, ese eterno café atrás café, un tren con rumbo improvisado cuyo desenlace fue la

confesión de Arturo como escritor fracasado, un secreto que por aquel entonces no

había compartido ni con el propio Jorge. Lo que menos importaba era cómo acabaron

allí, conversando en aquel bar de la calle San Jerónimo, disparatadamente frente a una

librería. Fue curioso pero una vez que Arturo abrió su corazón el sino de aquella extraña

cita cambió repentinamente, el atractivo cultural que Arturo podía suponer para Laura

se inclinó hacia otra dirección, Laura parecía, por un momento, tomar apuntes mentales

de aquella espontánea conferencia de Arturo.

Antes de que a Arturo le diera tiempo a invitar a la penúltima, Laura marchó. Al sonido

de la puerta le siguió el de unas risas, una moneda que golpeaba la mesa, sillas que

acariciaban el suelo, sonidos de ideas que volaban alrededor de la barra, y allí estaba

Arturo, sentado, sin pensar, como a quien le plantan instantes antes del sí quiero. Creyó

ver en Laura lo mismo que vio en otros tantos escritores que, años atrás, se reunían con

Arturo ya fuese por motivos profesionales o, simplemente, para hablar de libros y más

libros.

Arturo, persona escéptica donde las haya, en ese momento tuvo eso que llaman

presentimiento, veía el humo salir de su taza en forma de garra, notaba que algo no iba

bien, y no le faltaba razón. Arturo estaba en lo cierto, había estado frente a una gran

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artista, lo que no sabía es que Laura ya había encontrado lo que estaba buscando, de ahí

esa repentina marcha, ese incómodo momento en el que, sin más, quieres irte y no

quieres herir sensibilidades.

Transcurridos unos meses, se empezó a hablar del éxito de un libro del que

Arturo no sabía nada, le parecía extraño que una escritora tuviera tanto éxito si no había

pasado antes por su selecto despacho, aquella mina dorada que era por aquel entonces.

“Memorias de un escritor fracasado” era el título de la obra escrita por la prometedora

escritora Laura García, cuyo protagonista se llamaba Arturo.

Después de esta especie de ensoñación insomne, Jorge decidió acabar el halago

y por fin se atrevió a decir lo que llevaba tiempo entrelazando en su cabeza, a pesar de

saber las consecuencias que esto tendría en su relación con Arturo, empezó sin dar

muchos rodeos.

- ¿Todo esto es por aquel libro? ¿Aquella chica? – dijo Jorge en un tono de

serenidad nunca visto en él -.

- Sé de lo que hablas pero no sé a qué te refieres – contestó Arturo como si le

hubiera prestado por un momento el cariz serio a Jorge, para volver a

recuperarlo inmediatamente-, ¿un libro más entre tantos? No me falta razón,

¿qué sentido tiene seguir confiando en la literatura? Quizás tengas razón, hubo

un tiempo en el que me apasionaba promocionar a todos los escritores posibles,

en un intento de engrandecer a la literatura, pero a veces ocurre que te das cuenta

de que seguías la senda equivocada, la literatura ya es grande, o, mejor dicho, ya

ha sido grande, no me necesita, ¿para qué? No necesitamos más literatura visto

lo visto.

- ¿Entonces me puedes decir que haces aquí? – preguntó Jorge frunciendo

ligeramente el ceño - ¿Por qué sigues en tus aposentos? ¿Esperas a alguien? ¿Por

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qué ese empeño en decir que la literatura ha llegado a su fin? Por no hablar del

tema económico, si sigues así el resto de tu vida…

Por el lenguaje de su cara, Arturo parecía no dar crédito a lo que estaba escuchando.

- Es mucho más sencillo que eso Jorge. Sigo aquí porque sigo amando la buena

literatura, pero a cada energúmeno que pasa por aquí más decae mi ánimo. El

dinero es algo que hace tiempo que olvidé, no hay una razón clara, no es Laura,

solo esperaba a un nuevo maestro que me rescatara de este infierno y me hiciera

creer que la literatura ha vuelto a renacer, pero está claro que es imposible, la

literatura ha muerto – Arturo se tomó un respiro y se preparó para sentenciar -.

Por cierto Jorge, tienes razón en algo más, no te necesito, ni tú a mí, ¿Qué

sentido tiene seguir con esta farsa a la que llamamos amistad?

La frialdad de Arturo dejó sin posibilidad de respuesta a Jorge, aunque el despido no

le pilló de sorpresa, en cierto modo era algo que se esperaba, solo que no de una

forma tan fría. Jorge no quiso insistir más, aunque aun le quedaban fuerzas para

despedirse como merecía la ocasión:

- Ojalá algún día la literatura pudiera vengarse de ti, no eres consciente del daño

que le estás haciendo. Actualmente estás considerado injustamente como el

mejor editor del país, y que te niegues a que la literatura siga creciendo es el

peor favor que puedes hacerle a aquello que tanto amas. Te recordaba una

persona más inteligente, incluso me alegra esta despedida, porque yo sí que amo

a los libros, y no hay un momento más feliz que el que vivo cuando paseo por

mi biblioteca, eso es algo que tú nunca volverás a vivir en este pozo de

amargura en el que te empeñas en vivir – ninguno de los dos dijo nada más, todo

había dicho este tiempo sin que se dieran cuenta -.

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Siendo esta despedida algo más calurosa, Jorge abandonó el despacho para no volver.

Arturo se sentó con uno de esos gestos en su cara como cuando a uno le dicen algo que

sabe que es verdad pero no le gusta escuchar, una mezcla entre enfado y aprehensión.

Se encendió un cigarrillo y comenzó uno de esos monólogos mentales en los que

acababa hablando solo. Refunfuñaba entre chirridos de dientes y maldecía a todo lo que

le rodeaba: a la nueva literatura, a Jorge, a los superventas modernos, a la modernidad,

también a Laura; al whisky barato, a los ceniceros llenos de colillas, a los juegos de

palabras…, murmurando entró en un profundo y reflexivo sueño.

Aquí empezaba su delirio como frustrado amante de los libros. He aquí como el

sueño inducía a la pesadilla. Lo primero que recordaba Arturo de su sueño fue la figura

de ese venerado escritor, el mismo que recordaba de aquel sueño que le marcaría

eternamente. Arturo se sentía como Dante guiado por Virgilio en el infierno, solo que su

particular averno esta vez era una biblioteca. En esta laberíntica biblioteca todas las

estanterías estaban vacías, en alguna de ellas se podía apreciar incluso cómo las groseras

arañas empezaban a tejer sus primeras y particulares trampas. Tan desierta se

encontraba esta biblioteca que incluso el sonido de sus pasos producía un apenas

perceptible pero demoledor eco. Arturo no entendía nada, su inesperado guía no

articulaba palabra, parecía como si esperara que Arturo tomara la iniciativa.

- Así que esta es tu idea de biblioteca – arrancó el escritor con afán de ruptura de

hielo -, una biblioteca llena de los libros que deberían haber sido escritos,

pensaba que no existiría una escena más sádica para ti.

- No lo veo exactamente así – replicó Arturo ligeramente indignado -, en ese

estante de allí pondría a los clásicos de Grecia y Roma, en esa otra a los clérigos

que se empeñaban en inducirnos a amar a Dios sobre todas las cosas, esa otra la

dedicaría en exclusiva a los vanguardistas, incluso dejaría espacio para la

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Generación del 27, me sobraría espacio todavía. Y yo que pensaba que me ibas a

enseñar un Aleph o algo así…

Se hizo un desagradable silencio, tan molesto como el eco que llegaba a producir. El

guía empezó a insistir en preguntar a Arturo para saber en qué momento dejó de amar a

la literatura. Arturo parecía no cansarse de su discurso de siempre, no paraba de repetir

aquello de que hace años que no se hace buena literatura, que es imposible, que ha

muerto, que no es un escritor frustrado, y que de serlo no sería tan egoísta como para

permitir que la literatura no siguiera su curso, que esa sequía de conocimiento no se

debe a él, que solo imparte justicia, que Laura quedó atrás, aunque no hubiera sido

preguntado al respecto. A ese afamado escritor que acompañaba a Arturo parecía no

importarle mucho ese discutible monólogo.

- Siempre has hecho caso a tus sueños, ¿verdad?

- Perseguí mi sueño como escritor, desde hace años soy una de las personalidades

que más ha hecho por los libros – sentenciaba orgulloso Arturo, o eso parecía -.

- Ya no eres nada Arturo, aunque pensaba que nada ni nadie iba a estropear ese

noble y generoso corazón del que te creía portador. No eres nadie para juzgar a

los escritores, tu trabajo hace tiempo que acabó, no tiene sentido seguir con esto,

eres todo lo que no quise que fueras. Laura tenía mucha razón.

Arturo sintió un crujir de maderas detrás de él, una de esas enormes estanterías se le

venía encima. Antes de que le diera tiempo a emitir el grito, despertó, pero no por sí

solo y de una manera natural, su teléfono ya marcaba el tercer intento de llamada. Jorge

no articulaba, balbuceaba palabras, parecía que venía de correr la media maratón antes

de llamar a Arturo. El típico gesto de extrañeza de Arturo no tardó en aparecer, Arturo

Vidal solo alcanzaba a entender algo así como que unos libros, aparecían, biblioteca,

inaccesible, asombroso, increíble, imposible, libros y más libros, el mismo, siempre el

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mismo libro. La única frase inteligible que consiguió escuchar fue la que le imploraba

que por favor acudiera a su casa de inmediato.

Cuando Arturo llegó a casa de Jorge no daba crédito a lo que veía, un cóctel de

incredulidad y pesadilla. A paso cada vez más lento Arturo intentaba entrar a la

biblioteca, ahora sí que parecía poder hilvanar toda esa retahíla de palabras que había

escuchado por teléfono. La biblioteca de Jorge estaba llena de libros, más que libros, el

mismo libro, por todas partes, el libro maldito de Arturo. Jorge juró por su biblioteca

que no se trataba de ninguna broma, que no concebía esto tampoco como un acto

vandálico, que no creía en Dios ni en la magia, pero no había palabras para expresar lo

que estaba viendo en ese momento. La reacción de Arturo no fue la normal en un caso

así, al menos para Jorge, quien comprendió que, efectivamente, Arturo estaba loco.

Arturo huyó despavorido hacia su despacho. No se sabe aun debido a qué, por el camino

a toda persona que veía con un libro le gritaba lo mismo: “dejad de leer ahora mismo,

esto es el fin, es la venganza de los libros”. Algunos se asustaban, otros no podían evitar

reír, algunos señalaban “mirad el loco ese”, algunos ya lo conocían de su experiencia en

el despacho, y comentaban entre ellos “míralo, está desquiciado el pobre, pobre Arturo,

si hasta me da pena y todo”, hasta ese par de palmeras que observaban orgullosas la

escena desde la falda de la colina de la Sabika parecían reírse. Los niños se abrazaban a

sus madres, los perros ladraban, incluso algunos ya marcaban el número de la policía

Arturo metió la llave en la cerradura de su despacho pero por más que empujaba

resultaba imposible acceder a él. Cuando consiguió mover al menos un palmo de puerta,

vio como empezaban a salir por el pequeño hueco libros y más libros, y, como era de

esperar, el libro maldito por todas partes.

Arturo se dirigió de inmediato a uno de sus lugares favoritos de la ciudad: la biblioteca

del Hospital Real. Cuando divisó a lo lejos como de la puerta no paraban de emerger

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libros, libros y más libros. Tampoco se sabe por qué, pero parecía decidido a personarse

allí con una caja de fósforos y algo que fuese lo más inflamable posible. Era como si

pensara que aquello le ayudaría o incluso sería algún tipo de solución mágica.

Arturo consiguió adentrarse en la biblioteca, empezó a vociferar.

- ¡Fuera todo el mundo! ¡Voy a acabar con esto caiga quien caiga así que será

mejor que abandonéis de inmediato el edificio! ¡Vamos!

Pero algo detuvo Arturo, de repente su reloj interno, su percepción del tiempo se detuvo

por un instante. Aquel libro era el libro maldito, uno entre tantos, pero tenía un aura

especial, parecía brillar, es como si se acabara de dar cuenta de que entre tantos siempre

está el original y lo tuviera ante sus narices. Miraba con una mezcla de fascinación y la

ilusión de un niño, no se sabe aun por qué. Pero, cuando se encontraba completamente

solo, impar, inmóvil en medio de la habitación, empezó a notar sacudidas bajo sus pies,

el suelo parecía moverse. La violencia del vaivén comenzó a aumentar progresivamente,

los libros parecían cobrar vida.

Arturo miraba para todos lados para intentar salir de allí lo antes posible, pero antes de

que le diera tiempo a encontrar la salida, un puñado abundante de libros que se le vino

encima le hizo caer. Los picos casi afilados de las tapas de algunos libros se le clavaban

en los antebrazos, las letras de otros se le amontonaban en los ojos, notó incluso como

algunas páginas pasaban involuntariamente por encima de su pecho; los cortantes

bordes de otras páginas le llegaron a hacer pequeños cortes en los labios, parecía un

libro más entre tantos, completamente bajo los libros, sepultado en libros. Apenas podía

divisar algo de luz por un pequeño hueco que le quedaba sobre su ojo derecho.

Completamente inerte, petrificado, todo esfuerzo parecía inútil, y como le pasara a su

tocayo en la selva de Rivera, lo devoró la biblioteca.

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Y antes de que su corazón dejara de latir, en el preciso instante en el que sus ojos se

cerraban, antes de sumergirse en un sueño incansable, justo ahí, cuando sentía el roce de

unos labios ya dormidos, sus ojos desorientados despertaron. Inconscientemente,

mezclaba la realidad y el sueño, la realidad y el deseo.

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