LA CULTURA DE CONSUMO COMO CONTRACULTURA
(PUBLICIDAD, DISEÑO Y REFERENCIAS MEDIÁTICAS EN LA
CONSTRUCCIÓN DE MENSAJES CONTRACULTURALES)
MAURICIO MONTENEGRO RIVEROS
CÓDIGO 04-489513
Trabajo de Grado para optar al Título de la Maestría en Estudios Culturales
DIRIGIDO POR:
JESÚS MARTÍN-BARBERO
SUSANA FRIEDMANN
UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA
FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS
MAESTRÍA EN ESTUDIOS CULTURALES
Bogotá 2008
Índice a. Presentación (3) b. Introducción (4) 1. Escribir, pintar y diseñar (en) la calle como práctica contracultural (12) 2. Una definición de contracultura (45) 3. La circulación y apropiación de referentes en la cultura de consumo (73) 4. Una definición de cultura de consumo (100) 5. La cultura de consumo como contracultura (117) c. Fuentes bibliográficas (134) d. Fuentes hemerográficas (140) e. Fuentes etnográficas (141) f. Fuentes electrónicas (142) g. Anexo: imágenes registradas (143) 2
3
a. Presentación
Este trabajo pretende examinar las prácticas contraculturales en donde la publicidad, los
medios masivos y el mercado sirven como referencia intertextual, recurso retórico o
plataforma discursiva.
Para introducir el contexto en que se desarrollan los procesos y los objetos examinados en
esta investigación es necesaria una revisión del concepto mismo de “contracultura”, pero
no respecto de su sentido original, si no siempre desde la perspectiva de su relación con
el mercado y la cultura de consumo. A partir de estos presupuestos es posible, en una
primera etapa de la investigación, identificar algunas prácticas contraculturales concretas,
específicamente a través de los mensajes que aparecen en el espacio público urbano, y
presentar, finalmente, una serie de hipótesis sobre sus relaciones con la publicidad, el
diseño y las referencias mediáticas.
Lo que se estudia entonces, en rigor, son los modos de visibilidad (que no de expresión,
término despolitizado y ambiguo) de algunos grupos sociales que reproducen discursos
contraculturales, particularmente en el espacio público (la calle), mediante graffiti,
esténcil, murales, carteles, intervenciones en avisos publicitarios, y los ejercicios
intertextuales entre estas prácticas y las producciones de la cultura de consumo: imágenes
y frases publicitarias, logotipos, logosímbolos, productos, personajes.
De allí que los intereses principales de esta investigación estén articulados a dos
cuestiones esenciales: la producción de los discursos y los modos de visibilidad de
algunas corrientes culturales denominadas “contracultura”; y el proceso de apropiación
en que éstas hacen frente a los referentes y referencias de la cultura de consumo.
4
b. Introducción
En el marco de la discusión sobre los múltiples niveles y modos de influencia de los
medios y el consumo masivos en las prácticas culturales, una perspectiva ha sido
sistemáticamente aislada del análisis académico: las relaciones complejas entre
contracultura y consumo. De hecho, los términos han sido planteados como antitéticos,
incompatibles. La clasificación problemática contracultura-subcultura-resistencia pasa
especialmente por sus posiciones relativas (pero siempre negativas) frente al mercado.
La pregunta por el modo en que los discursos contraculturales se han instalado en la
cultura de consumo parece absurda en donde el consenso exige denunciar la apropiación
de la contracultura por parte del mercado. Sin embargo, esta investigación intenta hacer
visible una de las dimensiones en que esta relación no evidencia una contraposición
idealizada.
En cierto sentido, este trabajo pretende fortalecer la discusión sobre la legitimidad de la
noción “cultura de consumo” en el campo de los estudios culturales. Esta discusión es
importante y pertinente en el contexto de la reconstitución de la teoría cultural y la teoría
sociológica frente a la crisis disciplinar e institucional que supone el avance de la
internacionalización de los mercados y la “mundialización de la cultura” (Ortiz: 2004).
Específicamente, esta investigación examina algunas relaciones significativas entre los
referentes de la cultura de consumo y ciertos grupos sociales indeterminadamente
llamados “contraculturales”, “subculturales” o “de resistencia”. El interés que revisten
estas relaciones particulares es que nos pueden ayudar a pensar categorías y prácticas
usualmente contrapuestas en la teoría social y cultural, pero paradójica y elocuentemente
5
conectadas. De allí que no sólo se pretenda, como he dicho, vigorizar la discusión sobre
la “cultura de consumo”, sino también reabrir el debate sobre algunas clasificaciones
culturales que han sido sistemáticamente descontextualizadas (la contracultura),
naturalizadas (la subcultura) o idealizadas (la resistencia), y cuyos límites de uso y
comprensión (desde, digamos, la acción política de las minorías étnicas, hasta la
estilística de las llamadas “tribus urbanas”) no resultan claros.
En este sentido, la investigación intenta cubrir dos frentes: la definición de las nociones
señaladas arriba, específicamente en lo que toca a sus relaciones y a su funcionamiento
en los grupos sociales estudiados, por un lado, y la construcción de algunas hipótesis
sobre los efectos de la intermediación de la cultura de consumo en las prácticas y lógicas
culturales y de socialización.
El principal objetivo de este trabajo es examinar los procesos de producción y circulación
de un cuerpo de mensajes contraculturales que parten de la apropiación de referentes de
la cultura de consumo. Para ello, ha sido necesario identificar, registrar
(fotográficamente) y clasificar los mensajes de algunos grupos contraculturales en Bogotá
que han usado referentes de la cultura de consumo, específicamente en el espacio público
(graffiti, esténcil, cartel, intervención), para luego reconstruir las lógicas de producción
de estos mensajes a partir de (i) un análisis desde las teorías de la transtextualidad, la
recepción y la apropiación, y (ii) el enfrentamiento de las conclusiones de estos análisis
con la impresión que los propios actores contraculturales tienen de sus mensajes, respecto
de sus lógicas de producción y de circulación.
6
O bien, en otras palabras, el principal objetivo de este trabajo es dar respuesta a la
siguiente pregunta: ¿cómo aparecen, se re-contextualizan y re-significan las referencias a
la cultura de consumo en los mensajes de algunos grupos contraculturales en Bogotá?
Las categorías de análisis propuestas a lo largo de este proyecto pretenden señalar los
límites de un campo y un objeto de estudio singulares, pero no son ni mucho menos
exhaustivas. Por supuesto, los ejes temáticos (contracultura y cultura de consumo) son
prioritarios: el principal interés de esta investigación es precisamente examinar sus
confluencias, transiciones, usos mutuos e interdeterminaciones. Algunos núcleos
problémicos, sin embargo, debieron aislarse o abstraerse mientras se hacía énfasis en
otros. El problema de la recepción de mensajes contraculturales, por ejemplo, no aparece
entre las preocupaciones centrales de este estudio, en tanto introduce prácticas, actores y
espacios externos respecto de las relaciones directas entre los ejes temáticos; es decir, que
no es atinente al problema de la apropiación de referentes de la cultura de consumo ni a la
producción respectiva de mensajes contraculturales. Este estudio no se interesa por
evaluar o validar el impacto o siquiera los juicios construidos alrededor de la circulación
de estos mensajes: se concreta a examinar sus modos de producción, para intentar
determinar cómo se relacionan en este sentido con otras esferas culturales,
específicamente las de los medios masivos y el consumo. Es importante entender esta
decisión como un énfasis más que como una limitación. Otros estudios (espero) se
encargarán de pensar las relaciones entre contracultura y socialización política o
construcción ideológica o imaginarios sociales, por ejemplo, en donde el problema de la
recepción es claramente relevante.
7
Luego, respecto a la circulación de referentes de la cultura de consumo, esta
investigación hace abstracción del problema de los medios para concentrarse en los
mensajes. El motivo de esta decisión es simplemente evitar discusiones impertinentes
respecto de la naturaleza o el carácter de las producciones mediáticas, otro tema que no
está entre las preocupaciones esenciales de este trabajo. Los referentes de la cultura de
consumo aparecen en este estudio únicamente en tanto hacen parte del proceso de
producción de mensajes contraculturales; es decir, desde su circulación, y más
exactamente desde su apropiación por parte de los grupos sociales que producen estos
mensajes.
Es claro que los intereses principales de esta investigación están articulados a dos
cuestiones esenciales: la producción de los discursos y los modos de visibilidad de
algunas corrientes culturales denominadas “contracultura”; y el proceso de apropiación
en que éstas hacen frente a los referentes y referencias de la cultura de consumo. En este
sentido, los métodos de recolección, selección y clasificación de la información que
constituye el objeto de estudio del proyecto estuvieron orientados a estos asuntos
particulares.
En primer lugar, fue necesario acceder a una base de mensajes contraculturales en su
principal escenario de aparición (el espacio público urbano). Sólo a partir de este archivo
es posible pensar ciertas clasificaciones, incluso tipificaciones, que den cuenta de las
relaciones textuales (citas, alusiones) con la cultura de consumo, y el análisis de estas
relaciones funciona como la articulación entre apropiación, resignificación,
recontextualización y uso. En este caso, el método de investigación ha sido la etnografía
visual, y la técnica de recolección, principalmente, el registro fotográfico.
8
Me parece importante subrayar que el registro visual, en esta investigación, no tiene el
carácter de un anexo o un simple apoyo ilustrativo. Las imágenes registradas en el trabajo
de campo constituyen en este caso el propio objeto de estudio, en el sentido en que la
reconstrucción y el examen de los procesos de producción y circulación de los mensajes
contraculturales (el principal objetivo del proyecto) sólo es posible a partir de estas
imágenes, teniendo en cuenta que estos mensajes son efímeros, de rápida circulación y
transformación.
El trabajo de campo consistió esencialmente en un proceso constante de búsqueda y
registro de esténcil, graffiti o cualquier tipo de intervención similar en el espacio público
en Bogotá. Estuve (y continúo) permanentemente examinando la ciudad, siguiendo los
recorridos determinados por las rutinas asociadas a mi estudio, trabajo, familia y
relaciones sociales y, en ocasiones, rutas sistemáticas definidas por las zonas de
concentración de los mensajes e incluso por la aparición de mensajes aislados que hallo al
azar o gracias a la referencia de alguna persona que conoce mi trabajo. Así, las
principales zonas de trabajo en esta recolección fueron el centro y oriente de la ciudad,
especialmente en las zonas cercanas a universidades o focos de alta actividad de grupos
generacionales de jóvenes y jóvenes adultos.
A partir de esta base de datos he decidido proponer cierta clasificación de las imágenes
registradas. Esta clasificación o tipificación opera, según mi propuesta, sobre dos ejes: el
grado de explicitud de los mensajes en su uso de los referentes de la cultura de consumo,
por un lado, y el tipo de interés particular que tenga el mensaje en este uso, es decir, el
tipo de uso que haga de estos referentes. Estos intereses pueden ser, esquemáticamente,
(i) difundir una posición ideológica, generalmente de corte político, aprovechando el
9
poder de reconocimiento de los referentes mediáticos o comerciales, (ii) defender o
reivindicar grupos sociales marginales o minoritarios, generalmente contrastando su
naturaleza a la de los referentes de la cultura de consumo, que son caracterizados como
impositivos, autoritarios o perversos, (iii) hacer visibles a los propios grupos que hacen
los mensajes, usando las referencias a marcas comerciales, por ejemplo, como firmas o
signos distintivos, (iv) publicitar un evento o acción contracultural específica, (v) criticar
un producto mediático o comercial específico, o intentar boicotear una marca o un
producto o una empresa, generalmente usando su propia imagen corporativa
irónicamente, (vi) crear referentes de identificación grupal, generalmente generacional, a
través de alusiones a datos de la cultura de consumo que han sido neutralizados por el
paso del tiempo y, finalmente, (vii) hacer simplemente alarde de ingenio modificando o
interviniendo imágenes reconocidas de la cultura de consumo.
Un tipo de información relevante para apoyar y contrastar el análisis practicado sobre las
intervenciones en el espacio urbano es el constituido por los textos que estos mismos
grupos publican en internet. Estos textos tienen generalmente el carácter de
reivindicación de su trabajo en la calle o de manifiesto de su condición ideológica. Por
supuesto, no todos los mensajes que circulan en el espacio público tienen un correlato en
el espacio virtual de internet, pero es posible leer estas manifestaciones (en internet)
como significativas de un proceso de visibilización que puede extenderse a gran parte del
discurso contracultural.
Otra dimensión del problema fue abordada desde el encuentro directo con los sujetos
sociales que participan en la producción de los mensajes estudiados. Esta es
necesariamente la última etapa de la investigación, puesto que pretendía
10
fundamentalmente confrontar el análisis de los mensajes (imágenes, textos) que
constituyen un discurso contracultural con los grupos sociales que lo producen. Se trata
de estudiar estos grupos intentando comprender su propia percepción del tipo de trabajo
que están haciendo y el modo en que éste se sitúa en un espacio cultural particular. Este
momento de la investigación, sin duda, fue el más esclarecedor frente a la cuestión de la
apropiación de referentes.
Hay que señalar que el tipo de grupos que se organizan alrededor de estas prácticas está
caracterizado por un número reducido de integrantes, y en cualquier caso no es muy
arriesgado suponer que la cantidad de grupos o personas vinculadas a la producción
contracultural asociada a la cultura de consumo es y está muy limitada
(generacionalmente, localmente, económicamente). Esto hace que el universo de la
muestra, para decirlo de alguna manera, haya resultado fácilmente accesible y la
información que puedan revelar algunas entrevistas en profundidad pueda entenderse
como representativa de lógicas y dinámicas de gran parte de los grupos.
Finalmente, el trabajo se divide en cinco capítulos, cuya sinopsis se presenta a
continuación:
1. Escribir, pintar y diseñar (en) la calle como práctica contracultural: Se trata de
caracterizar a los actores y los grupos relacionados con la esfera contracultural en Bogotá
a partir, básicamente, de la confrontación del trabajo de campo con las variables teóricas
sobre contracultura, prácticas contraculturales y nociones asociadas. Es el capítulo más
explícitamente etnográfico. El objetivo es demostrar cómo (en qué sentido) las prácticas
de intervención gráfica en el espacio público pueden considerarse prácticas
contraculturales.
11
2. Una definición de contracultura: Con base en las conclusiones del primer capítulo,
intento extrapolar las definiciones de contracultura implícitas en las prácticas y en las
auto-representaciones de estos grupos y personas, para proponer una definición
particular, considerando también, por supuesto, las necesidades teóricas para el uso de la
categoría en debates más amplios, particularmente su relación con otras esferas culturales
y con la cultura de consumo.
3. La circulación y apropiación de referentes en la cultura de consumo: En este
capítulo intento una caracterización de la cultura de consumo a partir de la descripción de
diferentes prácticas de apropiación, uso y resignificación de objetos de consumo y de
mensajes comerciales. En este punto aparecen nuevos espacios culturales, especialmente
las artes plásticas, prácticas contraculturales distintas a la intervención del espacio
urbano, y la categoría “cultura popular”.
4. Una definición de cultura de consumo: Siguiendo la estructura planteada en los
dos primeros capítulos, en el capítulo cuatro intento desarrollar una propuesta teórica
sobre la definición de cultura de consumo usando las premisas del capítulo tres. Me
interesa subrayar el interés que reviste esta categoría particular sobre otras similares
como “sociedad de consumo”, “consumismo”, etcétera.
5. La cultura de consumo como contracultura: El capítulo final propone algunas
conclusiones sobre las transiciones, paradójicas o no, entre la cultura de consumo y la
contracultura, con arreglo a las definiciones previamente propuestas. Sus relaciones,
influencias, determinaciones. Afirma también la utilidad del paradigma de análisis
intertextual en el estudio del objeto particular de la investigación.
12
1. Escribir, pintar y diseñar (en) la calle como práctica contracultural
Mi interés en las prácticas concretamente relacionadas con la intervención gráfica1 del
espacio público2 es relativamente arbitrario, en el sentido en que admito que se trata de
una práctica contracultural entre muchas otras. Las hipótesis que intento establecer y
defender en este trabajo pretenden aplicar a la categoría contracultura (en tanto noción
genérica y abstracta) a partir de estas prácticas específicas. Esto por razones
metodológicamente evidentes (la imposibilidad de cubrir de manera suficiente un campo
mayor de espacios y agentes contraculturales), y teóricamente importantes, también: el
equilibrio entre la consistencia del objeto o campo de estudio y la coherencia de las
hipótesis aplicadas a éste. En definitiva, la intervención gráfica en exteriores es un índice
que me permite pensar la contracultura y su relación con la cultura de consumo a partir de
una serie de extrapolaciones que espero razonables.
En el mismo argumento, el énfasis en las imágenes como objeto de análisis debe
entenderse como un modo de acercarse a las prácticas complejas relacionadas con ellas
(con las imágenes): su producción, circulación, apropiación. En este sentido las imágenes
son, de nuevo, índices de las prácticas, grupos, espacios y relaciones en que aparecen.
Este acento icónico no puede considerarse directamente un acento semiótico; en
principio, resulta insuficiente la identificación del análisis de imágenes con el método
semiótico; de otro lado, debo insistir, el análisis no se aplica, en rigor, a la imagen (como
1 Uso la expresión “intervención gráfica” con la pretensión de abarcar técnicas y formatos diversos, como el esténcil, el mural, el cartel, la intervención con rotuladores o marcadores, las calcomanías, las distintas modalidades del graffiti (tag, pinta, pieza, producción, etcétera), y las posibilidades compuestas. Sobra decir que las intervenciones “textuales” están supuestas también en esta expresión. 2 Con la expresión “espacio público” intento referirme a todas las superficies expuestas a este tipo de intervenciones; esto incluye, por supuesto, exteriores de espacios “privados”, o espacios ambiguos, como algunos formatos publicitarios.
13
objeto autodeterminado o aislado), tanto como al conjunto de movimientos culturales que
confluyen en ella: circulación de referentes, estrategias discursivas, relaciones de poder,
etcétera.
En este capítulo pretendo demostrar que las prácticas de intervención gráfica urbana
pueden denominarse contraculturales sin grave perjuicio de la categoría y de la teoría
asociada a ésta. Este ejercicio es imprescindible a la línea argumental que intento
desarrollar: la definición de contracultura propuesta en este trabajo parte necesariamente
de la identificación de estas prácticas como contraculturales, y no a la inversa. No me
interesa proponer una definición genérica (e ideal) en dónde luego entran, como una
mano en un guante, ciertas prácticas. Intentar el procedimiento contrario significa, creo,
buscar equilibrio entre las dimensiones teórica y metodológica de la investigación: se
trata de construir una categoría teórica a partir de ciertos elementos insinuados por el
trabajo de campo, confrontados simultáneamente con las versiones ofrecidas por la
bibliografía interesada en el tema.
La noción de contracultura remite, casi automáticamente, a dos inconvenientes clásicos
respecto de su definición: (i) se trata de una definición negativa (contra-cultura) que
supone la definición de su opuesto, y (ii) aparece en un campo semántico aparentemente
superpoblado: subcultura, resistencia, contrahegemonía y otras categorías acechan la
singularidad del término. Pero no es suficiente: tal vez el principal problema en el uso de
la categoría contracultura no tiene tanto que ver con su definición como con su historia.
El término aparece en todos los registros imaginables a partir, al menos, de la década de
los sesenta; ha sido usado y se ha abusado de él en la literatura psicodélica, de autoayuda,
orientalista, underground, panfletaria, reaccionaria, filosófica, sociológica, artística y un
14
largo etcétera, siempre con un sentido diferente. Como intentaré demostrar luego, para
definir y usar esta categoría es preciso distinguir una “primera contracultura” de una
contemporánea. Por supuesto, cierto imaginario generacional tiende a identificar
contracultura con cultura hippie y no acepta la supervivencia de la noción. Otros quieren
proyectar en la categoría un ideal de oposición radical que, naturalmente, la anula como
práctica (entraría siempre e irremediablemente en contradicción).
Omar, de Excusado, uno de los grupos más activos e influyentes en la intervención
gráfica urbana en Bogotá, admite que el uso que el grupo hace del término contracultura
no es reflexivo: la usamos como usaríamos otra palabra, dice, no hay un complejo
discurso teórico detrás de esta decisión. Excusado se presenta, en algunos textos en
Internet (www.excusa2.tk) y en algunas intervenciones exteriores, como “gráfica
contracultural”. Omar ratifica esta retórica: lo que hacemos es contracultural (puede
llamarse así) porque va contra lo “establecido”, transgrede la norma. Por supuesto, esto
nos lleva a la pregunta por la definición de lo “establecido” (el problema de la definición
negativa), pero es una pregunta que no le formulo a Omar, y entramos en una tautología.
Cuando le pregunto a Oscar, de Mefisto, un grupo relativamente nuevo que, sin embargo,
ha adquirido rápidamente protagonismo en la “escena”, me remite a la editorial del
segundo número de su revista-fanzine (Revista Mefistófeles No. 2, septiembre de 2006).
La leo, la releo, y no encuentro nada: nada que pueda señalarse como una definición
(explícita) de contracultura. De hecho, se asume que Mefisto es “un proyecto
comunicativo, juvenil y contracultural”, y luego puede leerse lo siguiente: “los jóvenes,
en sus procesos sociales de creación de una identidad, asumen muchas veces posturas que
van en contra de la cultura establecida, a través de la transgresión de ciertas normas y
15
parámetros socialmente aceptados” (2006: 6-7). Déjà vu. De nuevo el fantasma de la
tautología: “la transgresión de ciertas normas y parámetros socialmente aceptados”. Pero
pueden deducirse algunos presupuestos de la definición de Mefisto: la categoría juventud
como relación necesaria de contracultura, por un lado, y cierta preocupación política que
cuesta encontrar en el uso que Excusado hace del término, por ejemplo. O Zokos, uno de
los grupos que más pinta en la calle últimamente: Ricardo, de Zokos, me dice: no
utilizamos el término concretamente (es cierto), pero yo diría que nuestro trabajo puede
llamarse así, con muchas reservas, no pretendemos ser activistas de nada, dice. Para
Ricardo no se trata de un asunto programático, pero no cree que eso lo aleje
necesariamente de la clasificación contracultural. En algunas intervenciones, Mefisto usa
explícitamente la expresión “resistencia cultural”, no únicamente “resistencia”, que es la
consigna clásica. ¿Qué significa este énfasis en lo cultural?
En el fondo, la palabra es un comodín, al menos para muchos de estos grupos.
Conscientemente o no, saben que llamarse a sí mismos contracultura los legitima para
(frente a) ciertos discursos oficiales, y es allí en donde sus relaciones con el Distrito, por
16
ejemplo, resultan convenientes, como veremos. Lo mismo puede decirse de su relación
con las esferas académicas, un contexto en el que otras denominaciones resultan ingenuas
(revolución) o inocuas (subcultura). El uso de contracultura tiene que ver, por supuesto,
con una estrategia de reconocimiento, pero esto no implica que deje de tener sentido. Es
posible deconstruir las concepciones de la categoría y, a partir de allí, pensar su
coherencia y su pertinencia.
El segundo número de la Revista Mefistófeles, precisamente, se titula “Jóvenes,
comunicación y contracultura”: en las páginas centrales de la edición impresa (porque
hay una edición multimedia) leemos3: “[…] con la idea de contracultura asociamos ideas
y ubicamos a todos los que operan a favor de esta, en un solo campo y normalmente es el
de la politica; y sí, su principal labor opera en un campo politico, en un fin social, tal vez,
pero en realidad la intencion contracultural posee otros aspectos, su misión es clara esta
puesta de hecho en la misma palabra contra la cultura. Así, sea lo que sea, la
contracultura no se define, mas bien se ve y se encuentra. Por eso si llega alguien
diciendo que es contracultura no le crea porque es asi como empieza y nadie le para bolas
hoy […] usted es el que decide que es lo contracultural […] de hecho, lo mejor de
percibir este sintoma cultural, es que nunca se esta al tanto, opera inexistente porque si no
se vuelve moda y ahí es cuando se ridiculiza. Sino, vean como superbarrio, v for vendetta
[usa una serie de ejemplos] y de hecho cualquier intento reaccionario muy publicitado,
pierde efecto [sic]” (2006: 24-25).
De nuevo la ambigüedad (“otros aspectos”), el voluntarismo (“usted decide”), pero
especialmente el ideal de radicalidad (“se vuelve moda, se ridiculiza, pierde efecto”) que
termina por neutralizarlo todo. En las auto-representaciones de muchos de estos grupos y 3 Reproduzco el texto literalmente, sin señalar o editar los errores idiomáticos, para no entorpecer la lectura.
17
personas, la radicalidad de lo contra es una paradoja difícil de llevar: estamos contra pero
en, o estamos contra pero no sabemos bien de qué, o sabemos de antemano que estamos
vendidos (se victimizan), o es imposible “salir del sistema” (cierta teoría de la
conspiración). Insisto en preguntarles: el graffiti, el esténcil, ¿son ahora una moda?
Ricardo lo acepta, con reservas, conjetura que aparecerán formas más transgresivas, más
difíciles de cooptar, pero no puede imaginar cuáles, cómo; me dice que la publicidad ha
tomado el “estilo” de estas intervenciones como un lugar común de acceso al público
juvenil: ahí está de nuevo la categoría de juventud (yo no la había usado, la idea fue de
Ricardo). Frente a la misma pregunta Omar parece más tranquilo, se nota que lo ha
meditado, lo ha preparado, se lo han preguntado muchas veces, me dice: no, desde los
años setenta, por lo menos, se está diciendo lo mismo (es cierto), pero el carácter
transgresivo de estas prácticas, para Omar, sigue allí, y usa como ejemplo ciertas
“patrullas anti-graffiti” que habría en Barcelona, insiste en que sigue siendo una práctica
ilegal (le pregunto por su conocimiento de la normas que aplican aquí, en Bogotá, al
respecto, y admite que no lo sabe bien, pero sí sabe que la policía puede inventarlas sobre
la marcha); usa otro argumento: estas intervenciones han evolucionado, técnica, estética y
conceptualmente, y seguirán haciéndolo y, por tanto, fortaleciéndose. Es decir, le digo,
que de algún modo se han institucionalizado; sonríe, no sé si con ironía, y no me
contesta. Excusado tiene casi cinco años de intervenir la calle, y ya se sabe, la condición
de la permanencia es la institucionalización.
Heidi, de las Mayoristas, un colectivo que se formó originalmente en el contexto de las
artes plásticas y ha hecho cierta transición a espacios normalmente considerados
“contraculturales” (es el caso de muchos colectivos y prácticas artísticas, como intentaré
18
demostrar en el capítulo 3); Heidi, decía, es, entre las personas que he entrevistado, la
menos preocupada por la paradoja de la institucionalización. Para ella es un proceso
natural y, se diría incluso, deseable. A ella le interesa mucho que se abran nuevos
espacios alrededor de este tipo de prácticas: es su trabajo. Pienso que Heidi está más
preocupada por la paradoja de la independencia económica: ¿se puede vivir de esto? Ella
lo intenta, pero por supuesto acepta (y busca) espacios alternos: diseño de modas, de
accesorios, este tipo de cosas, siempre en la línea estilística, característicamente ecléctica,
de lo “contracultural”.
El fantasma de la contradicción atormenta a estos grupos; la reciente polémica alrededor
de un artículo publicado en la Revista Mefisto lo prueba: “El graffiti como moda”,
firmado por Don Nadie, no fue exactamente bien recibido entre algunos de estos grupos.
Básicamente se dice allí que el graffiti, que Don Nadie supone de carácter ideológico y
“militante” en los años setenta y ochenta (y cita, por supuesto, o dice citar, a Armando
Silva) ha sido “despojado” de sus características y “asumido como moda con todas las
implicaciones que la misma supone”, y luego: “la actual profusión del graffiti y la técnica
del esténcil en manos de estos grupos de jóvenes que manifiestan con su trabajo no tener
compromisos ideológicos, ni intereses reflexivos, ni voluntad comunicativa, ha dado
como resultado una producción caprichosa e injustificada de imágenes vaciadas de
sentido, inocuas, banales, de estética adolescente, de chistes flojos, de moda. También ha
abierto el graffiti a una estetización que lo ha llevado a otros contextos además de la
calle, actualmente es utilizado para decorar bares, adornar camisetas y hacer campañas
publicitarias. Hoy los graffiteros llegan a pintar muros que publicitan políticas estatales y
son pagados por el gobierno [se refiere a los trabajos que Excusado ha hecho para el
19
programa Política Pública de Juventud]; en estos trabajos la potencia de la expresión
independiente, contracultural y anárquica del graffiti se pierde” (2006: 35-36).
Omar, directamente atacado en el artículo, me dice que no le interesa esa discusión; para
él está fuera de contexto (quizá quiere decir también que la considera anacrónica);
Excusado, dice, no pretende salvar al mundo, no hace proselitismo, no intenta adoctrinar
a nadie; si lo que hacen tuviera un mensaje, sería el siguiente: el espacio público es de
todos, no sólo de la publicidad. Intervenirlo, para él, es una forma de expresión como
otras, que no supone, por sí misma, reivindicaciones o compromisos políticos. Le
pregunto por sus trabajos con el Distrito; dice: hemos hecho trabajos institucionales y
comerciales (son sus términos) y seguiremos haciéndolos, siempre que tengamos
autonomía en la ejecución, que se respete nuestro estilo (de nuevo el “estilo”) y que
aseguremos nuestra independencia; cuando hacemos alguno de estos trabajos,
conseguimos material (“tarros”, dice) y dinero para financiar nuestros otros trabajos; para
seguir haciendo lo nuestro necesitamos ese apoyo. De otro lado, devuelve el ataque a
Mefisto: ellos venden su revista, dice (es cierto, vale cinco mil pesos) y han trabajado
también con el Distrito (es cierto, en el proyecto Muros Libres y en otros), por lo tanto
sus críticas se invalidan. Ricardo usa el mismo argumento4: no son consecuentes, dice; le
pregunto: si fueran consecuentes, si no vendieran la revista, por ejemplo, ¿el argumento
sería válido? Responde que sí. Esto, por supuesto, es absurdo, y se lo hago notar, pero no
me dice nada más. El fantasma de la contradicción; el ideal radical.
Joseph Heath y Andrew Potter tienen algo que decir al respecto; en su libro “Rebelarse
vende. La contracultura como negocio” sostienen que esta paradoja es en realidad una
4 Es necesario anotar que me refiero, en todos los casos, a entrevistas hechas aparte: las personas con quienes hablé no conocían, al menos de mi parte, las discusiones y los argumentos sostenidos en otras entrevistas. Para las referencias específicas sobre las entrevistas, ver Fuentes Etnográficas.
20
estrategia retórica: siempre es posible afirmar la inconsecuencia de una práctica
contracultural, en tanto se ve necesariamente ligada a espacios y actores institucionales,
por su visibilidad (paradoja de la masificación), su permanencia (de nuevo: la condición
de la permanencia es la institucionalización), su popularización (paradoja de la
marginalidad), y un largo etcétera. Esto supone, según Heath y Potter, que la
contracultura avanza en una constante huída hacia adelante que funciona como campo de
experimentación de la moda y el mercado: “la teoría contracultural, lejos de ser
revolucionaria, ha sido uno de los motores del capitalismo consumista durante los últimos
cuarenta años” (2005: 12). Negar la contraculturalidad de un grupo o práctica, muchas
veces afirmando la propia, significa poner a girar la rueda de la distinción bourdieuana y
entrar en la lógica competitiva propia del mercado. La obsesión por la radicalidad sólo
abriría nuevos espacios para la cooptación.
En una nota aparecida en el diario El Espectador del sábado 3 de marzo, titulada “Un
proyecto de la Alcaldía Mayor. Graffitis legales” (un título ambiguo que en realidad hace
referencia a la legalidad circunstancial, durante los eventos promovidos por el Distrito),
el periodista Johann Potdevin escribe: “Ante la duda de si el graffiti no pierde parte de su
esencia al salir de la clandestinidad, siendo aceptado y promovido por instituciones que
antes lo prohibían, Andrés Montoya, 'escritor urbano' del colectivo Toxicómano Callejero
que trabajó en el proyecto [se refiere al evento “El colegio, un escenario libre de
expresión”, realizado durante el mes febrero], asegura que "por el contrario es un
reconocimiento, ya que deja de verse el graffiti como un acto de vandalismo sin sentido,
para convertirse en arte al alcance de todos". Cuando hablo directamente con Andrés
ratifica esta opinión: pintar para ser incomprendido o rechazado de antemano no tiene
21
sentido; debemos hacer cosas que sean vistas, que sean objeto de debate, necesitamos
esta visibilidad.
Andrés me dice, sobre el caso del artículo de Mefisto: no se trata de lo que diga o no diga
el artículo en general, el asunto es que usa ejemplos explícitos, ataca directamente,
nombrándolos, por ejemplo, a Excusado. No debiera nombrarlos: eso significa pasar a un
plano personal. Ahora hay una especie de guerra fría entre Mefisto y Excusado (por
ejemplo: Mefisto no fue invitado al segundo Desfase, una importante reunión de la
escena de la gráfica urbana, gestionado por Excusado) y no es lo que buscamos, por
supuesto, no es lo ideal; lo ideal es que nos ayudemos, nos apoyemos, para que “el
movimiento” crezca y se fortalezca. Andrés insiste en este punto: el movimiento debe
crecer, y si esto supone cierta institucionalización, hay que hacerlo (constantemente pone
un “límite” que sin embargo se mueve a lo largo de la entrevista). Dice que es importante,
por ejemplo, publicar: no sólo fanzines, me dice (él publica uno: El Visajoso), sino
revistas, de calidad, con textos interesantes, que circulen más allá del círculo de nuestros
amigos y conocidos. Incluso habla de publicar un libro, una especie de catálogo sobre el
trabajo de algunos grupos (trae ejemplos de trabajos editoriales semejantes en México, en
España). Le digo que creo que el Distrito apoyaría ese proyecto: pone el “límite”: no
puede ser editado por el Distrito, tiene que ser independiente, otros usarían eso como un
argumento contra los grupos que aparezcan allí, luego dirían: “nosotros sí somos
realmente independientes (marginales) porque no estamos ahí”.
Le digo a Vladimir5, otro integrante de Mefisto, cuál es el argumento de Andrés sobre el
famoso artículo: está de acuerdo, fue un error estratégico, me dice, un problema de
5 Mis encuentros esporádicos con Vladimir y con otras personas que señalaré en su momento no se incluyen en las referencias a las entrevistas: se trata de conversaciones informales y circunstanciales.
22
corrección política, en el fondo. No deja de ser interesante que estas relaciones se estén
pensando en estos términos, casi burocráticos. Por otro lado, Vladimir habla también del
“movimiento” refiriéndose a las relaciones entre los grupos. Yo creo, y se lo digo a
Vladimir, que este asunto puede entenderse desde cierta hipótesis de Bourdieu, que cito:
“En estratos como el de los intelectuales hay una lucha entre los establecidos y los
marginales o recién llegados. Los recién llegados adoptan estrategias subversivas, buscan
la diferencia, la discontinuidad y la revolución o un regreso a los orígenes para hallar el
verdadero significado de una tradición: estrategias para crear un espacio para sí mismos y
desplazar a los establecidos” (Featherstone, 2000: 157). Vladimir está de acuerdo, o al
menos dice: puede que sí, puede que sea eso.
Heidi piensa que se ha creado y consolidado una red de comunicación, gestiones
conjuntas, apoyo, influencias, etcétera que precisamente ha hecho a estas prácticas más
visibles que en otros momentos: si hay una pintada, me dice, alguien te llama, siempre,
alguien que no conoces pero que conoce a alguien que sí, o alguien que vio tu página o tu
trabajo o le hablaron de ti. Esto explica que Heidi haya sido, para mí, el directorio
telefónico de estos grupos en Bogotá.
Entonces, le pregunto a Oscar, ¿es una moda el graffiti, el esténcil? Dice que sí, pero no.
Que lo es por ahora, pero que ya se pasara; para él, se trata de una ola esnobista, una
especie de contagio, pero insiste en el carácter contestatario (contracultural) de la
práctica. En el caso de Mefisto, argumenta, las intervenciones gráficas pretenden
funcionar como entradas (ganchos, formas de llamar la atención, “herramientas para
seducir”, dice) para ideas o contenidos textuales. Ah, publicidad, le digo, pero parece que
no me escucha (el volumen de la música, supongo: estamos hablando en un bar). Quizá
23
intenta decir que lo realmente importante está en los textos, y reitera, siempre que puede,
que Mefisto es un “proyecto de comunicación”, habla de integralidad, de
interdisciplinariedad (son sus palabras), en el fondo quiere decir que la intervención
gráfica en el espacio urbano es sólo un frente de trabajo más, y no el más importante.
Antes, cuando le digo qué es lo que me interesa, cita vagamente a Armando Silva; le
respondo: eso fue hace veinte años, y parece confundirse un poco.
Por supuesto, después de la cuarta o quinta mención a Silva, debo entender que se trata de
un referente importante para la representación que mis entrevistados y entrevistadas
tienen sobre sus prácticas (lo hayan leído en realidad o no). Decido entonces usar la
propuesta teórica de Silva para confrontarla con este trabajo de campo.
Silva caracteriza al graffiti, básicamente, a partir de las siguientes condiciones:
marginalidad, anonimato, espontaneidad, escenicidad, velocidad, precariedad, fugacidad.
Vale la pena examinarlas detenidamente.
(i) “Marginalidad: se expresan, a través del graffiti, aquellos mensajes que no es posible
someterlos [sic] al circuito oficial, por razones ideológicas, de costo, o simplemente por
su manifiesta privacidad” (1988: 27). Luego no es claro qué se entiende por “circuito
oficial”, y en todo caso es evidente que esta condición no se cumple ya, al menos en los
casos que estudio. Ricardo me dice, por ejemplo, que Zokos fue llamado por un programa
de televisión (Banderas en Marte) para pintar esténciles alusivos en la ciudad: aceptaron,
lo hicieron y, según él, no les gusto; ¿por qué?: no se respetó su estilo gráfico, se les
impuso un logosímbolo; bueno, siempre que se respete su autonomía en este punto lo
harían de nuevo (y lo han hecho). Excusado, que yo sepa, ha trabajado en la campaña del
grupo de música electrónica Ladytron, en distintos proyectos del Distrito, ha expuesto en
24
el Museo de Bogotá (Ciudad In-visible, 2005), en el Museo de Arte Contemporáneo,
junto con otros grupos (Desfase I, 2004), ha gestionado recursos distritales para organizar
encuentros internacionales de grupos similares (Desfase II, 2006), expuesto en la galería
de la Alianza Francesa (2007), etcétera. El grupo de “arte urbano” (así se denominan)
Puntoexe, que hace graffiti, esténcil y mural, trabajó en la campaña de Toyota Prado
(Leo-Burnett) que aparece en los muros de la ciudad. La campaña de relanzamiento de
los cigarrillos Pielroja, manejada por la agencia de publicidad Leo-Burnett, ha usado
esténcil también. Mefistófeles protagoniza un artículo, con todo y entrevista, en la
Revista PyM, Publicidad y Mercadeo (No. 312, febrero de 2007), de circulación masiva.
Etcétera. Claro que ya podían aducirse ejemplos similares hace veinte o treinta años;
Lelia Gándara escribe: “Hacia 1971 los graffiti ya eran una moda. La primera exposición
de graffiti fue organizada por la UGA (United Graffiti Artists) que luego pasó a llamarse
UUA (United Urban Artists) [muy significativo este cambio de nombre], en el City
College Eisner Hall en diciembre de 1972. Un año después la Razor Gallery expuso
veinte obras gigantescas realizada por artistas de la UGA/ UUA. En 1975, el Artist Space
Gallery en el Soho realizó una exposición espectacular de graffiti, en la que algunas obras
se cotizaron entre 3.000 y 5.000 dólares” (2002: 26).
(ii) Anonimato: ni hablar; la mayoría de las intervenciones están firmadas; gracias a eso
he logrado ubicar a sus autores o autoras. A muchos les he preguntado si les interesa el
reconocimiento. Omar dice: nos escriben bastante, nos interesa eso, algunos nos piden
apoyo técnico, cosas así, nos piden ideas, nos gusta ese intercambio, es bueno para el
“movimiento”, lo propiciamos, queremos ser reconocidos para servir de soporte o de
impulso a otros grupos y otras personas. Buena respuesta, me parece. Ricardo firma
25
siempre también; le pregunto por qué; no lo aclara, pero lo defiende (en realidad, se
confunde). Heidi dice: firmamos como si fuéramos una marca comercial, es una especie
de ironía, y de todos modos es una firma genérica, en el fondo sigue siendo anónimo,
como son anónimas las marcas. Excelente respuesta; la anoto. Sin embargo los blogs, los
correos electrónicos, toda esta información es fácilmente accesible. No, esta condición
tampoco se cumple ya.
(iii) Espontaneidad. Imposible. Precisamente en este punto está, creo yo, el quiebre
decisivo. Hacer un esténcil significa diseñarlo, diseñar la plantilla. Silva se refiere
constantemente a estas prácticas como escrituras urbanas, habla de escribir en la calle, en
ocasiones (las menos) habla de pintar. Pero Ricardo, de Zokos, (que también, claro,
cuando le digo en qué estoy interesado recuerda vagamente a Silva) habla de diseñar.
Diseñamos (en) la calle, dice. Estas intervenciones han ganado, para él, cada vez mayor
complejidad técnica y estética, y lo celebra. Incluso me dice: ya no hacemos esténcil, no
tanto, ahora nos interesan trabajos más complejos, murales, “producciones” (un término
de la jerga graffitera para referirse a pintadas de gran formato y complejidad). El esténcil
es demasiado simple, afirma, consigue la plantilla, la imprime, la pinta y ya. Otros me
han dicho cosas similares, cuando les muestro las imágenes que estoy estudiando (la
mayoría son esténciles) insisten en que ya están en otra cosa, casi como si dijeran: “esto
es para principiantes”. La cuestión técnica, como se ve, tiene cada vez mayor importancia
entre estos grupos. Entre los graffitis textuales estudiados por Silva y los
predominantemente icónicos que aparecen ahora en la ciudad media precisamente eso: el
diseño. En un momento intentaré demostrar que las transformaciones de estas prácticas,
26
respecto de quiénes intervienen en su producción y circulación, pasan especialmente por
este giro disciplinar.
(iv) “Escenicidad: el lugar elegido, diseño empleado, materiales, colores y formas
generales de sus imágenes o leyendas, son concebidas como estrategias para causar
impacto […]” (Silva, 1988: 27). Aplica. Adhiero. Y anoto: cualquier parecido con las
estrategias publicitarias no es coincidencia.
(v) Velocidad: Silva señala que “las inscripciones se consignan en el menor tiempo
posible por razones de seguridad [y otras]”. De acuerdo, en ciertos casos. Si pensamos en
la condición de espontaneidad, que se ha transformado notoriamente, es razonable
deducir que la de velocidad ha hecho lo propio. Cuando busco a Omar por primera vez lo
encuentro pintando tranquilamente en un muro de la plaza de la Concordia, nada de
velocidad, hay otros graffiteros y graffiteras cerca. ¿Acuerdos con la Alcaldía, con la
Localidad? Nada de eso. Digamos, una práctica naturalizada en el sector. Le pregunto: ¿y
la policía? Si vienen, dice, hablamos, lo peor que puede pasar es que nos hagan borrar,
pintar encima. Es cierto, pero en discusiones similares con otras personas que pintan me
dicen: es ilegal, lo llevan a uno a la UPJ (Unidad Permanente de Justicia), al menos una
noche. Renato, de Pavimento, un grupo pequeño y más bien intermitente, me cuenta que,
en algún encuentro con la policía (él estaba pintando), ellos, los policías, lo pintaron de
pies a cabeza con su propio aerosol: un buen ejemplo de lo que Omar llamaba “inventar
las normas (los correctivos) sobre la marcha”. Reviso el Código de Policía de Bogotá
(Acuerdo 79 de 2003) y no dice nada al respecto; nada; ni explícita ni implícitamente.
Pienso que tendré que consultar un abogado.
27
(vi) Precariedad. Gándara cuenta, respecto del graffiti hip-hop, que uno de sus criterios
originales era que la pintura debía ser robada o “conseguida de alguna manera, pero no
comprada” (2002: 26). Recuerdo que algunos me han dicho: cuando trabajamos para
otros (trabajos comerciales o institucionales) nos sobra siempre mucha pintura: la usamos
para nosotros. Pero allí se termina la “precariedad”. Un ejemplo: todas las personas que
he entrevistado o con quienes he hablado (casi sin excepción) están apertrechadas con
cámaras fotográficas digitales, para registrar sus trabajos, y, generalmente, computadores
con conexión a Internet; muchos diseñan y administran sitios en Internet para mostrar su
trabajo. En realidad, esto pone de presente la dimensión de clase sobre estos grupos y
prácticas. En los graffitis analizados por Silva, la precariedad no era sólo técnica, y por
supuesto estaba ligada a las condiciones socio-económicas de los lugares privilegiados de
su registro. Volveré sobre este punto más adelante.
(vii) Fugacidad. Es decir, de efímera duración. Es extraño, pero ésta es generalmente la
primera razón que las personas que he entrevistado aducen cuando les pregunto por sus
cámaras fotográficas (a veces pienso que en realidad leyeron a Silva). Sin embargo,
muchas intervenciones permanecen incólumes. Las que desaparecen más rápidamente:
las que se hacen directamente sobre avisos publicitarios (en los paraderos de buses, por
ejemplo). Las siguientes: las que se hacen sobre establecimientos comerciales. Luego, en
general, las que están en propiedad privada. Finalmente, las que se hacen sobre
parqueaderos, lotes, parques, plazas, zonas en construcción, etcétera. Andrés me dice: a
veces buscamos las paredes de mármol; como no se puede pintar encima, las pintadas
quedan ahí por mucho tiempo, pero si llega la policía hay que traer una pulidora.
28
Esta rápida confrontación con la teoría propuesta por Silva nos acerca de nuevo a ciertos
tópicos contraculturales. De hecho, puede jugarse a la siguiente paráfrasis: criterios o
condiciones de lo contracultural: marginalidad, anonimato, espontaneidad, escenicidad,
velocidad, precariedad, fugacidad.
Debo insistir en algunos puntos que distancian este estudio del propuesto por Silva,
especialmente respecto del tipo de intervenciones que analizan: mientras que Silva se
centra en graffitis e inscripciones textuales, analizados desde paradigmas lingüísticos,
esta investigación hace énfasis en los mensajes que usan técnicas gráficas de intervención
(esténcil, plantillas). Esto se explica, de un lado, por la progresiva disminución de los
primeros e incremento de los segundos; de otro lado, es evidente que el universo de
referencias del graffiti tradicional es más limitado que el de las intervenciones gráficas
contemporáneas, lo que hace a las segundas más interesantes respecto de las relaciones
con la cultura de consumo, que es la principal preocupación de esta investigación.
Más: el análisis de las imágenes que he registrado no supone un interés formal que exija
cierta clasificación semiológica, en el sentido en que Silva, por ejemplo, estudió la forma-
graffiti. De hecho, pienso que las discusiones posibles alrededor de la transición del
graffiti (textual) al esténcil (icónico), deben llevarse con cuidado, en el sentido en que
pueden derivar hacia problemas formales que finalmente no logran explicar las matrices
sociales de producción de los mensajes (sus referentes). Me interesan más las hipótesis
sobre el recurso a la intertextualidad literaria y de la cultura oral para el caso del graffiti,
y a la intertextualidad audiovisual y multimedial en el esténcil. Mientras que Silva
registra juegos de palabras, giros idiomáticos y alusiones literarias, hoy vemos juegos
visuales, recursos retóricos publicitarios, alusiones a personajes y temas mediáticos.
29
Sobre los míticos graffitis de mayo de 1968, en París (tópico contracultural inevitable),
Gándara cita a Mario Pellegrini: “En las inscripciones se mezclan indicaciones prácticas
para los compañeros, normas de conducta, reflexiones a veces notables de lucidez, con
citas de pensadores y poetas, en las que predominan las de estos últimos, revelando el
valor potencial insurreccional que comporta la autentica poesía. Entre los nombres
citados, figuran en primer término los poetas surrealistas (Bretón, Artaud, Peret, Tzara),
junto con Marx y Bakunin, como puede comprobarse [en cierta antología que cita]”
(2002: 23). De allí puede deducirse la fuerte influencia de la cultura textual (de la alta
cultura textual, de hecho) en estas prácticas contraculturales, que parece relevada hoy por
la influencia de la cultura masiva y la cultura de consumo (cambiar “poesía” por
“publicidad”, en la anterior cita, y comprobar que funciona perfectamente).
Esta transición puede pensarse, por ejemplo, desde una perspectiva generacional, que
revela maneras distintas de pensar la cultura y, por tanto, la contracultura. O desde una
perspectiva de clase, en donde las prácticas contemporáneas de intervención gráfica del
espacio público estarían relacionadas en todos sus procesos (producción, circulación,
recepción) con las clases medias urbanas, naturalmente más expuestas a los referentes de
la publicidad, los medios masivos, canales culturales especializados (cine, artes
plásticas). El evidente ascenso social de estas prácticas, asociadas en los años setenta y
ochenta a las clases bajas y populares, los estudiantes y los grupos marginales, hoy a
grupos constituidos, con circunstancial apoyo institucional, relaciones académicas y
profesionales con las clases medias, etcétera, es significativo en varios sentidos. Jorge
Restrepo, al intentar su definición de contracultura, propone la siguiente distinción:
“Están insinuadas apenas diferencias y semejanzas entre revolución y contracultura,
30
suponiendo, sólo didácticamente, que una perteneció más al desarrollo y la otra a los
segundos, terceros y cuartos mundos” (2002: 17). Podemos extrapolar esta afirmación a
la perspectiva de clase. Es interesante, por ejemplo, que la legitimación cómo “práctica
artística” del graffiti y las pintas se fortalezca cuando son las clases medias quienes lo
hacen visible. En los casos en que se relaciona aún con las clases bajas, las connotaciones
de vandalismo siguen siendo importantes.
Andrés subraya: no vamos a hacer esto: “el vecino pintó la pared, vamos a tirárnosla”;
buscamos casas abandonadas, los muros de los lotes, parqueaderos, los muros que dejan
las construcciones; hay una especie de código implícito. Es decir que no quieren pasar
por vándalos, precisamente.
Y esta distinción me lleva a pensar que es necesaria, en esta presentación del contexto
contracultural que estudio, una clasificación, aunque esquemática, de las intervenciones
gráficas y textuales en el espacio público. Mi propuesta es simple: (i) Graffitis textuales,
especialmente de carácter político, generalmente coyunturales, no sólo por sus temas sino
porque son pintados en momentos relevantes de una situación crítica; normalmente se
trata de mensajes directos y prescriptivos. (ii) Graffitis textuales no políticos (al menos
explícitamente), que incluyen manifestaciones religiosas (“Cristo viene”), declaraciones
amorosas y otros temas que, para esta clasificación, hacen parte de la “miscelánea”. (iii)
Graffitis, pintadas y murales asociados a la subcultura hip-hop6. En este punto el grado de
especialización y especificidad es abrumador: quiénes hacen estas intervenciones usan un
repertorio de códigos, tecnicismos y contraseñas que pretende (y logra) ser hermético a
otras esferas culturales. Los tipos de intervención se dividen, según su complejidad, en
6 Por supuesto, no voy a intentar aquí una caracterización o definición de estos grupos, ni discutiré su sanción como “subcultura”. Me concreto a señalar sus intervenciones como parte de la clasificación que propongo.
31
tags (firmas personales para “marcar” lugares o territorios), piezas (firmas o frases más
elaboradas), producciones (pintadas de gran formato) y un largo etcétera.
(iv) Esténciles, plantillas, murales y carteles publicitarios de pequeños anunciantes. Se
trata de anuncios no avalados por agencias publicitarias o medios oficiales, normalmente
cursos preuniversitarios (“ingrese a la Universidad Nacional”), cursos preparatorios para
los exámenes de Estado (“pre-icfes”), de cursos técnicos, o anuncios de pequeños locales
comerciales. Estos anuncios muchas veces se disputan los espacios ganados por otras
intervenciones, y esto ha significado un verdadero problema para algunos de los grupos
que estudio; Andrés, por ejemplo, me dice que piensa reunir un grupo de personas
interesadas en “recuperar” el espacio público para sus intervenciones, y hacer una
cruzada tapando o interviniendo los anuncios. Su argumento es simple: la publicidad
tiene su espacio, no puede invadir el nuestro (el “nuestro”, dice). Recuerdo la frase de
Omar: el espacio público es público, no de la publicidad. Sin duda, este nuevo capítulo de
la batalla por la calle, en donde ciertas variantes de la publicidad, legal e ilegal,
institucionalizada o popular, entra en juego, será muy interesante.
(v) Esténciles, plantillas, murales y carteles de grandes anunciantes. Una de las
consecuencias insospechadas (para algunos) de las prácticas contemporáneas de
32
intervención en el espacio público, es el creciente interés de grandes marcas y agencias
publicitarias en este nuevo medio. En este caso, la relación con otras intervenciones
parece mucho más limitada. Pocos grupos han intentado, con éxito, pintar directamente
sobre los anuncios publicitarios, o intervenirlos de algún modo.
Y en realidad son más los grupos que han aceptado hacer los anuncios.
33
Aquí, sin duda, hay toda una veta para investigaciones similares a esta. Volveré sobre
esto en el tercer capítulo.
(vi) Finalmente, esta clasificación contempla los graffitis, esténciles, plantillas, murales y
carteles que algunos grupos más o menos homogéneos de jóvenes diseñadores gráficos,
artistas visuales, publicistas y otros, han diseñado y pintado en la ciudad a partir de una
década aproximadamente. En esta última serie, específicamente, he concentrado mi
trabajo de campo, y a partir del trabajo de estos grupos he construido las hipótesis que
presento en este trabajo.
Expuesta esta esquemática clasificación que, insisto, tan sólo busca una descripción
básica del contexto de las prácticas que estudio, podemos volver sobre algunos problemas
importantes que he señalado arriba. Hay que hacer nuevamente algunas preguntas: ¿hay
un conflicto entre la dimensión estética y la ideológica (tema y estilo) de estas prácticas;
una estetización del graffiti? Omar me dice: el graffiti es sólo un formato, lo qué se diga
con él es otra cosa, pero es un formato y está cada vez más relacionado con otros; ahora
hablamos de “arte urbano” (insiste en esto), y eso incluye pintadas, eventos, acciones
plásticas. Por supuesto, tiende a ser una práctica multimedial y más intertextual; esta es,
de hecho, mi hipótesis. Ricardo celebra que la “calidad” técnica y estética de las pintadas
haya pasado a ser un tema importante. Andrés también: dice que no se puede esperar que
las personas atiendan un mensaje sin elaboración estética o estilística o que, al menos,
intente un efecto ingenioso. Él mismo, me dice, escribió las frases de turno en las
paredes, “policías asesinos”, cosas así (el ejemplo es de él), nadie lo ve, nadie lo lee, dice,
estamos saturados; se queja de la “falta de inteligencia”, de ingenio, de quienes insisten
en los mensajes prescriptivos, altisonantes y redundantes. Se burla: “apoyemos la
34
revolución en Nepal”, cuando nadie es capaz de situar a Nepal en un mapa; no tiene
sentido, dice.
Este debate, desde donde lo ve Don Nadie en la revista Mefistófeles, por ejemplo, supone
un pasado ejemplar, ideal, en donde el graffiti tiene intenciones y efectos ideológicos
deseables. Sin embargo, para Andrés, Omar o Ricardo, esto no es tan claro. Los
argumentos usados por unos y otros hacen evidente cierto giro disciplinar en estas
prácticas: el énfasis en la imagen, en la técnica, en la necesidad de interesar (por encima
del texto, el tema, la consigna de convencer) no es gratuito: la mayoría de ellos son
estudiantes o egresados de diseño gráfico, publicidad, artes plásticas, y muchos ejercen su
profesión en otros espacios (universidades, agencias publicitarias o de diseño). Para no ir
más lejos, Oscar, de Mefisto, es diseñador gráfico de la Jorge Tadeo Lozano; Ricardo, de
Zokos, es diseñador de la CUN (Corporación Unificada Nacional); Andrés, de
Toxicómano, es publicista de Unitec (estudió en la Tadeo, también); Heidi, de las
Mayoristas, es artista plástica de la Academia Guerrero; Omar, de Excusado, es diseñador
gráfico de la Universidad Nacional. Renato, de Pavimento, es diseñador gráfico de la
CUN.
Varios de ellos insisten, cuando hablamos, en que trabajan con otras personas, de otras
formaciones (comunicadores sociales, sociólogos) o sin formación universitaria. Oscar
habla de un grupo “interdisciplinario”. Andrés dice que, aunque sean ellos los más
visibles, por razones que llama “de farándula”, hay muchas otras personas, de distintas
formaciones y clases sociales, trabajando en esto. Es cierto; pero esta visibilidad significa
también legitimidad, y son ellos los primeros en ser llamados a los eventos gestionados
por el Distrito, a los medios, a entrevistas como estas que yo hago, los primeros en recibir
35
propuestas para trabajos comerciales de todo tipo (desde la decoración de un bar hasta
una campaña publicitaria masiva, pasando por el diseño editorial).
Precisamente, en una entrevista que Humberto Junca, Elkin Rubiano y Fabiana Gordillo
hicieron a los integrantes de Excusado, ante la pregunta por sus trabajos comerciales y
publicitarios respondieron: “La publicidad no recayó sobre nosotros por ser nosotros, es
una tendencia internacional, todas las grandes marcas, sea Nike, Adidas o cualquier otra
venían haciendo eso en muchas partes. Nos tocó a nosotros por estar acá y ser visibles en
ese momento, no creo que haya que darnos crédito por eso, era algo lógico. Lo que en
algún momento comienza desde abajo, subversivo, independiente, se consume, se vuelve
a reinterpretar y otra vez salé y da cabida a otras cosas. Obviamente, las críticas caen por
todos lados, hay unos que lo apoyan y otros que no. Que las cosas se absorban desde lo
comercial da cabida a que salgan otras cosas, a que salgan críticas, a que se reinterprete,
que cambie lo que está pasando. Lo importante es entender desde dónde se está
trabajando. Si nuestro objetivo desde el principio hubiera sido trabajar independiente para
después poder trabajar en lo comercial creo que sólo estaríamos haciendo cosas
comerciales (…)” (Fresneda y Fajardo, 2007: 19).
En dónde, además, interesa la insistencia en el argumento según el cual el paso a “lo
comercial” es “lógico” y no comporta una contradicción irresoluble. El caso de
Excusado, que es, en principio, un colectivo de diseñadores gráficos, nos trae de nuevo a
la pregunta por la escalada del “diseño contracultural”.
La irrupción del diseño gráfico y las artes visuales en la producción de mensajes
contraculturales puede ubicarse, en Bogotá, hacia el final de la década de 1990, y puede
explicarse, por un lado, por la creciente oferta y demanda de carreras universitarias,
36
técnicas y tecnológicas relacionadas con estas materias y la subsecuente ampliación de
grupos juveniles competentes en la manipulación de imágenes; luego, los movimientos
juveniles contraculturales o de resistencia política, tradicionalmente formados en la
cultura textual (asociados a las ciencias humanas o sociales, alrededor de las cuales
muchos construían o fortalecían su discurso), habrían saturado (según la interpretación
de los nuevos grupos) la capacidad significativa de estos mensajes. El desplazamiento
estilístico supone, por supuesto, un desplazamiento retórico: mayor connotación, menor
denotación; confianza en la ambigüedad, desconfianza de la prescripción; la
interpretación como un problema más allá de la simple recepción. Y un desplazamiento
intertextual, también: los referentes de la cultura popular y mediática se convirtieron
rápidamente en el caballito de batalla del “diseño contracultural”, lo que supuso la
apelación a ciertas competencias interpretativas relacionadas con nuevos estratos
generacionales y de clase.
En un esténcil registrado aparece el logotipo de Bogotá sin Indiferencia modificado a
Bogotá sin Diseño: algo muy significativo en el contexto descrito arriba, que nos lleva a
preguntarnos en qué momento (y cómo) el diseño gráfico se transformó en un tópico
contracultural. Por supuesto, intentar una
respuesta suficiente significaría ubicar estas
prácticas en un contexto de referencias
mundializadas que excede los límites de este
trabajo; sin embargo, intentaré una rápida
vista panorámica7.
7 Los casos que cito me fueron sugeridos por cierta insistencia de quienes he entrevistado en mencionarlos. Es interesante que varias de las personas con quienes hablé se mostraran impacientes por usar referencias a
37
Primero, el trabajo del diseñador canadiense Shepard Fairy, quien, a partir de 1989,
impulsó la utilización de esténcil y carteles fuera de los circuitos comerciales e
institucionales; su trabajo con Obey the Giant (www.obeygiant.com), toda una marca
contracultural hoy día, es tal vez la muestra definitiva de la influencia del diseño gráfico
en las intervenciones urbanas. Fairy usa una imagen aparentemente libre de
connotaciones comerciales, institucionales o ideológicas y la reproduce masivamente en
ciudades canadienses y estadounidenses hasta convertirla en una especie de icono
ambiguo. Omar me dice, sobre las imágenes de Excusado, constantemente criticadas por
“no significar nada”, que no se trata de eso (comunicar algo más o menos concreto) tanto
como de “compartir una imagen”; usa esa expresión: “compartir una imagen”, eso es
todo. Luego, hablando con Andrés, él insiste en la importancia del trabajo de Obey, que
entiende como una demostración de la fuerza de las imágenes y del juego de las
interpretaciones.
El movimiento anti-publicitario Adbusters (www.adbusters.org), que aparece en Canadá
al final de la década de los ochenta, no sólo es un buen ejemplo de las complejas
grupos o trabajos o personas reconocidos internacionalmente, o por exhibir su conocimiento de la historia del graffiti, su manejo de las teorías de la comunicación, casi en todos los casos sin que yo lo preguntara o lo sugiriera. Cierto afán por demostrar legitimidad.
38
relaciones contemporáneas del discurso publicitario y los discursos contraculturales
(Adbusters usa formatos publicitarios, estrategias comerciales, medios masivos, pauta en
espacios publicitarios), sino que se ha convertido en el centro de la controversia sobre la
idea misma de contracultura: Naomi Klein (2002) lo idealiza y propone como modelo,
Heath y Potter (2005) lo atacan y proponen como muestra definitiva del fracaso (o la
imposibilidad) de la contracultura. En todo caso, la reelaboración de piezas publicitarias
propuesta por Adbusters (según Kalle Lasn8, su fundador, una idea basada en el concepto
de detournement de Guy Debord) es un referente imprescindible de todos los
movimientos contemporáneos de intervención gráfica. La idea de Debord, tesis del
llamado “situacionismo” (una de las bases teóricas de la primera contracultura) puede
ilustrarse con el siguiente fragmento: “La subversión estilística es lo contrario de la cita,
de la autoridad, siempre falsificada por el mero hecho de haberse convertido en cita,
fragmento arrancado de su contexto, aislado de la precisa función que cumplía en el
interior de esa referencia, errónea o exactamente reconocida. El estilo subversivo es el
lenguaje fluido de la antiideología. Aparece en aquella comunicación que sabe que no
puede ostentar en cuanto tal ninguna garantía definitiva […] El estilo subversivo no
apoya su causa en nada exterior a la propia verdad de su crítica actual”. (1999: 168).
Heidi me habla de libros y catálogos, compilaciones de carteles, graffitis, “arte urbano”,
cada vez más habituales, especialmente de editoriales norteamericanas (Adbusters ha
publicado un par). Oscar me remite a ciertos sitios en Internet, Omar a otros, Andrés
alaba el trabajo de Los Reyes del Mambo (www.reyesdelmambo.com), un colectivo
8 Esta idea de Lasn aparece en su sitio en Internet, junto con otra, que me parece interesante señalar: la influencia de ciertas técnicas de artes marciales que consisten en usar la fuerza del oponente en su contra; para él, en eso consiste la contracultura.
39
español, Ricardo habla de Banksy (www.banksy.co.uk), un artista urbano británico,
actualmente una alusión obligatoria.
En algún enlace de alguno de estos sitios encuentro a Spy, la anti-marca propuesta por un
artista español que ha plagado las calles de carteles que anuncian los no-atributos de Spy:
“Spy no dura más”, “Spy no te da alas”, “Spy no es light”.
40
No dejo de pensar en una propuesta similar hecha por Jean Baudrillard 40 años antes
(1979: 205): “Garap”, el significante publicitario puro, para señalar el carácter arbitrario
de la marca publicitaria y subrayar la hipótesis según la cual el valor-signo habría
irrumpido en la clásica dicotomía valor de uso / valor de cambio para instalar un nuevo
orden significativo, un orden de sentido en donde todo aparece como un signo
autodeterminado. La insistencia de Baudrillard en esta hipótesis lo ha llevado a afirmar
que todo, hoy, es una construcción simbólica (una construcción “cultural” ha dicho
también), en el sentido en que es una construcción significante que está más allá de sus
condiciones reales (de producción, circulación, etcétera). Siguiendo este argumento, la
tarea del trabajo contracultural consistiría en re-significar estos signos, poniendo en
evidencia sus condiciones estructurales, o sus estrategias retóricas, o sus presupuestos
41
discursivos o ideológicos. Es allí en donde la relación con la cultura de consumo adquiere
mayor sentido.
Es posible que la contracultura contemporánea esté más cerca de estas hipótesis que de
aquellas que afirmaban la radical separación entre la cultura hegemónica y las formas
culturales de resistencia. Esta distinción supone una interesante serie de contrastes entre
los presupuestos de la primera contracultura9, asociada particularmente a las décadas de
1960 y 1970, y la contracultura contemporánea, que puede situarse a partir del final de la
década de 1980. En el primer caso, cierta idealización de las formas de resistencia,
inevitablemente romántica, llevó a afirmar y defender nociones abstractas como la
espiritualidad, en contraposición a la materialidad; la conciencia, en oposición a la razón;
lo natural, contra lo tecnológico (Heath y Potter, 2005: 297). En el segundo caso, el
énfasis se desplaza a las formas de relación, por encima de las oposiciones: ya no la
esencia tanto como la forma; ya no el mensaje tanto como el código. Así, el carácter
sígnico y simbólico de los objetos culturales no es ya poético tanto como lingüístico
(incluso metalingüístico). La contracultura contemporánea le teme profundamente a la
ingenuidad y busca la ironía, el juego retórico, la perífrasis, incluso el cinismo. La
pregunta por el tipo de cultura o dimensión cultural a la que la contracultura se opone no
se resuelve hoy tan fácilmente: cuando la lógica de muchas prácticas contraculturales es
precisamente la ambigüedad, el juego de transiciones entre lo popular, lo masivo, lo
institucional, ya no se puede hablar tajantemente de oposiciones tanto como de
posiciones, de relaciones, de estrategias. Y no se trata únicamente de la contracultura o
9 O, más exactamente, “primera contracultura contemporánea”, atendiendo al uso extendido del término en historiadores como Peter Burke o investigadores como Mijail Bajtin.
42
las formas de resistencia simbólica; otras matrices culturales (la identidad, la
representación) exigen paradigmas similares para su interpretación contemporánea.
En el caso de las prácticas que estudio, por ejemplo, Gándara antepone el “discurso
graffitero” al discurso publicitario (curioso: yo intento mostrar sus confluencias): “El
graffiti, por su esencia no comercial irrumpe como un contradiscurso [¡?] de espacios
tomados con una intención social comunicativa radicalmente distinta: mientras que la
publicidad interpela a un consumidor, el discurso graffitero interpela a otro tipo de
destinatario, instituyendo otras prácticas de lectura y escritura” (2002: 117).
Pero las prácticas contraculturales no se definen sólo por oposición, por supuesto; ya
decía que el juego de identificaciones no es menos complejo: la historia de las relaciones
entre categorías como “cultura popular” y contracultura es por lo menos desconcertante:
algunas veces la primera es una forma de la segunda, luego es al contrario, en ciertos
momentos se anteponen. Andrés, por ejemplo, critica el trabajo del colectivo Popular de
Lujo (www.populardelujo.com), que ha gestionado varios eventos, exposiciones y
acciones de la escena de la gráfica contracultural bogotana, porque, desde donde él lo ve,
están debilitando o tergiversando la idea de “cultura popular”: cómo [los de popular de
lujo] viven en la 170, todo les perece exótico, dice, todo les parece pintoresco, pero para
las personas que viven con eso seguramente no hay ningún problema estético ni nada por
el estilo. La pregunta de Andrés es muy interesante: ¿quién sanciona lo popular?, y luego
¿cómo se usa, y para qué?
Se me ocurre una hipótesis al respecto: las generaciones de jóvenes, especialmente las
clases medias y altas, ven la cultura “popular” como una especie de plataforma retórica,
especialmente irónica, que les permite ciertas experimentaciones estéticas y discursivas
43
(entre ellas algunas prácticas contraculturales) sin el riesgo del patetismo. Lo ridículo o lo
feo o lo vulgar, resulta entonces kitsch o camp o folk, y esto supone un grado de
reflexividad, de alejamiento respecto del objeto cultural. Las generaciones de adultos, en
cambio, especialmente en las clases bajas y medias, experimentan lo “popular” de un
modo no reflexivo. Andrés está de acuerdo, con reservas; no acepta del todo la
inadecuación entre lo contracultural y lo popular que parece implícita en este argumento.
Para la contracultura, o al menos para estos grupos y prácticas que estudio, le digo, lo que
habría, en realidad, sería una meta-cultura popular.
Como siempre, Pierre Bourdieu aparece, providencialmente, para confundir un poco más
las cosas: “Cuando la búsqueda dominada de la distinción lleva a los dominados a afirmar
lo que los distingue, es decir eso mismo en nombre de lo cual ellos son dominados y
constituidos como vulgares, ¿hay que hablar de resistencia? Dicho de otro modo, si, para
resistir, no tengo otro recurso que reivindicar eso en nombre de lo cual soy dominado, ¿se
trata de resistencia? Segunda pregunta: cuando, a la inversa, los dominados trabajan para
perder lo que los señala como vulgares y para apropiarse de eso con relación a lo cual
aparecen como vulgares, ¿es sumisión? Pienso que es una contradicción insoluble: esta
contradicción, que está inscrita en la lógica misma de la dominación simbólica, no
quieren admitirla las personas que hablan de cultura popular. La resistencia puede ser
alienante y la sumisión puede ser liberadora. Tal es la paradoja de los dominados, y no se
sale de ella. En realidad, sería más complicado todavía, pero creo que es bastante para
confundir las categorías simples, especialmente la oposición de resistencia y sumisión,
con las cuales se piensa generalmente esta cuestión. La resistencia se sitúa en terrenos
muy distintos del de la cultura en sentido estricto, donde ella no es nunca la verdad de los
44
más desposeídos, como lo testimonian todas las formas de contracultura que, podría
mostrarlo, suponen siempre un cierto capital cultural”. (1988: 156-157)
Este juego de contraposiciones e identificaciones nos trae de vuelta a los problemas
anunciados al inicio de este capítulo respecto de la definición de lo contracultural. Sin
embargo, creo haber expuesto, clasificado y dispersado ya suficientes argumentos,
opiniones y percepciones que pueden deducirse de mis conversaciones con algunos
integrantes de los grupos más visibles hoy en la escena de la intervención gráfica urbana;
suficientes argumentos, digo, para intentar, a continuación, una elaboración consistente
de la definición de contracultura.
45
2. Una definición de contracultura
(i) ¿Contra qué cultura?
Pregunta clave: ¿a qué cultura o noción de cultura o dimensión cultural se oponen (o
contraponen o resisten o enfrentan) las prácticas contraculturales que estudio? Respuestas
clásicas de la literatura contracultural: a la cultura hegemónica, o totalitaria, o autoritaria.
Pero es casi una tautología. La pregunta inmediata es: ¿qué se entiende por cultura
cuando se supone que hay una cultura hegemónica y, por definición, otras culturas no
hegemónicas? La respuesta es necesariamente relativa. O, más exactamente, la definición
de cultura que soporta esta hipótesis es necesariamente relativa: implica, en primer lugar,
la pluralidad del término, las culturas, y, por supuesto, el uso de la acepción
antropológica del concepto, como se ha llamado en oposición a la acepción corriente que
privilegia las producciones artísticas, literarias y, en general, asociadas a la “alta cultura”.
Esta primera evidencia es importante: pensar la contracultura en oposición a la cultura
artística, a la alta cultura, significaría ubicarse en el espacio de las producciones
artísticas populares o marginales o periféricas; es decir, prácticas que reproducen, al
imitarlas, las lógicas del campo artístico construido desde la alta cultura. En este caso, las
posibilidades de crear nuevas lógicas culturales se reducen notoriamente; antes bien, estas
prácticas aparecen normalmente como más conservadoras y rígidas: es el caso de las
danzas folclóricas, la pintura al caballete, las coplas (en oposición a la danza
contemporánea o el performance, las artes visuales que experimentan con los formatos,
los versos libres). Las apelaciones a la “tradición” o la “conservación” parecen más
46
evidentes en el arte popular. Aquí las posibilidades contraculturales parecen limitarse
muy rápidamente.
En otra acepción de cultura, que amplía la definición para incluir todas las producciones
simbólicas de los grupos sociales, más allá de aquellas sancionadas como artísticas, la
noción de contracultura se amplía en el mismo sentido: si una práctica culinaria es un
dato cultural, otra puede ser contracultural. Lo mismo puede decirse del vestido, el
transporte, las relaciones sexuales, los intercambios económicos. Lo cultural, en este
sentido, aparece en un nivel significativo, más allá del orden significante.
De hecho, el plano del significado adquiere aquí cierta autonomía, cierto nivel de auto-
referencia: sancionar lo cultural como un conjunto de construcciones simbólicas significa
también lo contrario (el problema se desplaza hacia la definición de lo simbólico).
Baudrillard (1978) hace notar la paradoja de esta definición: nada escapa a la definición
de lo cultural (ni siquiera lo contracultural) en tanto pueda leerse (la cultura como un
texto) o, en todo caso, interpretarse.
En uno de muchos intentos por distinguir la sanción subcultural de la contracultural el
argumento central es precisamente el “énfasis en la producción de símbolos”: “La
subcultura presenta rasgos contraculturales en el momento en que el grupo excluido libra
una batalla por establecer su identidad y crear vínculos simbólicos connotadores de la
misma. Ello explica el énfasis en la producción de símbolos que caracteriza a las
contraculturas. Explica también que el sistema pueda neutralizarlas apoderándose de
ellos, universalizándolos e invirtiendo su significado” (Britto, 1991: 55).
Luego, está también la condición de función social en los objetos y procesos culturales:
estos cohesionan, identifican, sirven de referente, convocan, confrontan o asocian a los
47
grupos sociales. En la definición del historiador Peter Burke, por ejemplo, leemos:
“Cultura es el sistema de significados, actitudes y valores compartidos, así como de
formas simbólicas a través de las cuales se expresa o se encarna” (Zubieta, 2000: 34).
Una definición que intenta reunir la acepción antropológica-semiótica (sistema de
significados, actitudes) y la acepción artística (formas simbólicas que los expresan), con
la condición explícita del consenso (valores compartidos). Lo más interesante de la
definición de Burke es que hace parte de una propuesta de clasificación que incluye
conceptos como cultura popular y contracultura: “cultura popular es la cultura no oficial,
la cultura de los grupos que no forman parte de la elite, las clases subordinadas, tal como
las definió Gramsci […] contracultura es la cultura que se diferencia de y rechaza a la
cultura dominante” (Zubieta, 2000: 34). De nuevo el supuesto de una jerarquía cultural
articulada alrededor de cierta cultura dominante: el rechazo o marginación o adaptación
respecto de esta cultura dominante parece ser el principal marcador de la clasificación
cultural.
Esto nos lleva al problema de la definición, precisamente, de las culturas dominantes: ¿se
trata únicamente de la adscripción de clase?, en este caso ¿es una simple extrapolación de
una jerarquía social? La tautología amenaza nuevamente. Pero las dimensiones culturales
que constituyen el punto de referencia de movimientos marginales (populares) o de
resistencia (contraculturales) han sido históricamente muy distintas. En un momento,
ciertas maneras aristocráticas, o el sistema de producción, luego, la racionalidad
moderna, o la moral burguesa, o la tecnocracia, o la masificación, en otro momento es la
individualización, la explosión identitaria, el consumo. Las constantes luchas por el poder
en el campo cultural suponen ciertas transformaciones de las prácticas y lógicas que
48
pueden considerarse, en un momento, dominantes, y, por lo tanto también, de aquellas
que se consideran marginadas o subordinadas o resistentes o simplemente aisladas.
Puede afirmarse que una buena razón para distinguir los dos momentos contraculturales
que propuse en el primer capítulo es precisamente su relación con distintas concepciones
de la cultura dominante.
Mientras la primera contracultura contemporánea se oponía a una cultura dominante
caracterizada como “tecnocrática”, y construía esta caracterización a partir de categorías
como “hegemonía” o, precisamente “dominación”, la segunda contracultura se opone a
una cultura determinada por la simulación y la ambigüedad, y se enfrenta, también, a su
propia situación paradójica.
Para ilustrar esta hipótesis, cito algunos argumentos que se repiten constantemente, con
pocas variables, en la literatura sobre la primera contracultura: “El mensaje contracultural
es adversario directo de la lógica unilateral, la estratificación social, el autoritarismo, la
restricción sexual, la despersonalización y la agresividad presentadas como paradigmas
por el discurso de la modernidad” (Britto, 1991: 46). En donde la contracultura se opone
nada menos que a la modernidad misma, o a cierta caricatura de la modernidad. Pero
Britto va aún más lejos: “En este sentido, las contraculturas fueron la verdadera
postmodernidad. Si se acepta la más valida definición de esta última, que la considera
como una crítica de la modernidad, se aprecia de inmediato que las contraculturas
justamente negaron en todos los campos –filosófico, político, social y vivencial– los
postulados de la modernidad” (1991: 46). Una idea arriesgada, sin duda. En todo caso,
reproduce una concepción de la cultura como dimensión transversal de lo social.
49
Precisamente, la figura de una cultura hegemónica o dominante proviene de esta
extrapolación.
Roszak (1973) define la tecnocracia como cierta disposición de las prácticas sociales y
culturales hacia la estandarización, el juicio técnico o utilitarista, la cuantificación. En
contraposición a esta “lógica tecnocrática”, la primera contracultura contemporánea
defendió todas aquellas prácticas culturales que parecieran escapar al juicio técnico,
inmediatamente identificado con el juicio práctico o, incluso, con el juicio racional, así
como aquellas que parecieran refractarias a la cuantificación, identificada rápidamente
con la mensurabilidad. De allí que en ciertas esferas culturales se haya iniciado una suerte
de huida hacia delante en dónde estas oposiciones se extrapolaron, en una dialéctica
excesiva, hacia categorías históricas amplías del tipo civilización/barbarie. En este
sentido, es casi comprensible la confusión de tecnocracia con modernidad (como sucede
en el argumento de Britto), o con mundialización capitalista, o con liberalismo
económico, o con otras categorías sociales o históricas que se cruzan necesariamente con
concepciones asociadas al “progreso”, por ejemplo.
En esta concepción de lo cultural hegemónico como “tecnocrático” tienen una importante
influencia las discusiones alrededor de los medios masivos de producción, de
comunicación, de entretenimiento, de mercadeo. La idea de contraponer a estos procesos
cierta defensa de lo anacrónico, manifestada en el elogio de lo local, del corto plazo, de
las asociaciones o grupos sociales reducidos, de las economías de pequeña escala (incluso
de subsistencia), etcétera; todo ello estuvo siempre en el límite más ambiguo de la
defensa de valores conservadores que revelan la concepción de la cultura como un
problema moral, antes que otra cosa. Este moralismo de la primera contracultura
50
contemporánea presume, digo, una concepción trascendental de la cultura que no se
distancia mucho de la concepción alentada desde la alta cultura por las elites. En este
mismo argumento, las variantes religiosas de esta primera contracultura son
evidentemente más importantes que en la segunda. Desde el orientalismo hasta la
teología de la liberación.
Precisamente la categoría de “dominación” tiene correspondencias con este aspecto moral
de las visiones de lo cultural y lo social. Trasciende la esfera de la producción económica
y se extiende (también a través de amplias categorías históricas) hacia ciertas metáforas
de las jerarquías (pastor y rebaño, amo y esclavo), que denuncian de nuevo una afición,
no propiamente estructuralista, a las dicotomías.
La categoría de “dominación”, sin embargo, fue objeto de fuertes discusiones en el centro
y la periferia de la primera contracultura: unos la consideraron insuficiente para explicar
los mecanismos sutiles que la hacían posible, otros arguyeron que naturalizaba las
relaciones nombradas por ella, otros, que no se comprendía como un proceso. La
solución vino precisamente de una categoría desarrollada para pensar la dimensión
cultural de la dominación: la hegemonía. En líneas gruesas, la hegemonía es el proceso en
el que una clase consigue que sus intereses sean reconocidos como suyos por las clases
subalternas. Esta es una de las primeras definiciones de Antonio Gramsci (1985), de
donde parte la discusión contemporánea sobre la categoría. Este proceso de “alienación”
de los intereses de las clases subalternas es primordialmente un proceso cultural: no opera
explícitamente en el nivel de lo político (entendido como “estatal” en Gramsci), en el
sentido en que no se manifiesta a través de prescripciones institucionalizadas, leyes u
otras formas explícitas de control social, tanto como de la construcción de consensos
51
estéticos, éticos, estilísticos, simbólicos. Para Gramsci, uno de los paradigmas de la
hegemonía es la noción de “sentido común”, en tanto permite naturalizar más
efectivamente las sanciones hechas desde las clases dominantes. Al respecto, anota
Zubieta:
“Aquel que tiene como misión abolir el orden que el sentido común –en tanto herramienta
de la clase (y para la clase) dominante y construida por ella– pretende hacer pasar por
natural y necesario, debe dar una batalla en el campo cultural10 a fin de hacer caer la
hegemonía de las clases dominantes. Así, la lucha política no se circunscribe únicamente
a la conquista del Estado, sino que se extiende a toda la sociedad civil” (Zubieta, 2000:
39)
Esta noción de la cultura como campo de batalla, en dónde se lucha por el control
hegemónico de consensos como el “sentido común”, hace posible la idea de una
contracultura que pueda sostener cierta contrahegemonía: “La hegemonía está siempre en
un equilibrio muy frágil y precario, y tiene que mantenerlo a expensas de cambiar,
incorporar, neutralizar y excluir aquellas prácticas que pueden ponerla en cuestión […]
De allí que pueda pensarse la contrahegemonía o hegemonía alternativa. La hegemonía
es dominante pero jamás lo es de un modo total o exclusivo. Formas alternativas u
opuestas siempre existen en el seno de las prácticas culturales” (Zubieta, 2000: 40).
Potenciar o fortalecer tales prácticas es precisamente el sentido de los proyectos
contraculturales. Luego, si se insiste un momento en la idea según la cual toda práctica
cultural posibilita e incluso supone sus propias oposiciones y alternativas, no está lejos la
afirmación de la contracultura como un elemento dinamizador de las prácticas culturales.
Esta hipótesis puede solucionar algunos de los problemas clásicos de la definición de 10 El subrayado es mío
52
contracultura, al entenderla como un modo de producción cultural transversal a todos los
grupos sociales, incluso los más conservadores o aquellos que defienden intereses
“hegemónicos”, en tanto se benefician de la movilidad transitoria (o ilusoria) de ciertas
prácticas contraculturales controladas, incluso institucionalizadas.
Esta idea puede sostenerse según los mismos argumentos usados por Antonio Méndez
respecto de la cultura popular. Los debates sobre la categoría de “cultura popular”, como
intento demostrar, tienen importantes correspondencias con el problema contracultural:
“Con todo, una acepción de lo popular en tanto modo de producción cultural, y no sólo
como producto de unas clases o grupos subalternos, permitiría, a través de la noción de
dialogismo [en el sentido que le da Bajtin], no sólo propiciar vías de entrada semiótica a
sus dinámicas históricas, sino también eludir la tentación de considerar intrínsecamente
crítica, justa o liberadora, toda acción de estas clases o grupos […] Así pues, lo popular
no constituye ni un sujeto ni un objeto, digamos, intrínsecamente bueno (tradicional,
natural, espontáneo…), sino un modo de interrelación, de producción y de uso que se da
en condiciones históricas variables pero concretas, que puede desplazarlas, removerlas o
subvertirlas peligrosamente, pero difícilmente dejarlas intactas o fijas” (Méndez, 1997:
133)
Lo mismo, insisto, puede afirmarse de la contracultura, añadiendo la idea de su función
dinamizadora de prácticas culturales asociadas. En todo caso, el uso de esta definición no
corresponde a las autorepresentaciones de las primeras contraculturas contemporáneas,
que se entendieron a sí mismas principalmente como grupos concretos y más o menos
homogéneos, y a la cultura hegemónica como un ente cerrado, autodeterminado y
ahistórico. Precisamente la imagen de un sistema cultural dominante significó (y significa
53
hoy todavía en considerables dimensiones) el punto más crítico de la ingenuidad política
que hoy tanto teme la segunda contracultura. A este respecto, Heath y Potter son
particularmente inflexibles:
“En este libro mantenemos que varias décadas de rebeldía antisistema no han cambiado
nada, porque la teoría social en que se basa la contracultura es falsa […] no hay ningún
sistema único, integral, que lo abarque todo. No se puede bloquear la cultura porque la
cultura y el sistema no existen como hechos aislados. Lo que hay es un popurrí de
instituciones sociales, la mayoría agrupadas provisionalmente, que distribuyen las
ventajas y desventajas de la cooperación social de un modo a veces justo, pero
normalmente muy injusto. En un mundo así, la rebeldía contracultural no sólo es poco
útil, sino claramente contraproducente. Además de malgastar energía en iniciativas que
no mejoran la vida de las personas, sólo fomenta el desprecio popular hacia los falsos
cambios cualitativos” (2005: 19)
Para Heath y Potter, la distinción entre dominación y hegemonía fue mal comprendida,
incluso tergiversada, y alimentó la incomprensión de los actores contraculturales sobre el
entramado de relaciones entre política y cultura. La cultura fue aislada de las relaciones
de poder e inmediatamente después reintegrada con una especie de confianza
desmesurada en su capacidad transformadora. Esta confianza, caracterizada como un
lastre romántico por las nuevas generaciones contraculturales, significa tal vez el
principal punto de inflexión en la transformación de las concepciones de cultura y
contracultura.
Al voluntarismo criticado por Heath y Potter se contrapone hoy una suerte de
escepticismo político radical que, en todo caso, no añade nada a la comprensión de las
54
relaciones entre política y cultura. Esto ha sido evidente a lo largo de todo el trabajo de
campo en esta investigación: el escepticismo, los constantes matices impuestos a la
confianza en los efectos de las prácticas contraculturales, revelan un profundo temor a la
ingenuidad y una clara necesidad de distinción frente a la imagen de la primera
contracultura. Este juego de oposiciones, no sólo entre nociones de cultura, o cultura
hegemónica, sino entre las propias imágenes de contracultura, me permiten examinar otra
explicación-definición de la contracultura: un conjunto de prácticas culturales
caracterizadas por la lógica competitiva de la distinción.
Esta es precisamente una de las tesis centrales de Heath y Potter: muchas prácticas
contraculturales debieran entenderse como respuestas a la necesidad de distinción de
grupos sociales que usan esta distinción estratégicamente para mejorar su posición en un
campo. Así, por ejemplo, los recién llegados a un campo y que disponen de un capital
menor se inclinan a utilizar estrategias de subversión, herejía o heterodoxia. También
Bourdieu advierte esta característica de los juegos posicionales y, de algún modo, llega a
la misma conclusión que Heath y Potter, respecto de la inanidad política de estas
prácticas. Sin embargo, mientras ellos resienten la falta de trabajo institucional, Bourdieu
lamenta que estas prácticas no signifiquen transformaciones ideológicas:
“Ellos [los actores contraculturales] están condenados a utilizar estrategias de subversión,
pero estas deben permanecer dentro de ciertos límites, so pena de exclusión. En realidad,
las revoluciones parciales que se efectúan continuamente dentro de los campos no ponen
en tela de juicio los fundamentos mismos del juego, su axiomática fundamental, el zócalo
de creencias últimas sobre las cuales reposa todo el juego” (1990: 137-138)
55
Estas visiones de la contracultura, aparentemente cercanas, revelan en realidad posiciones
antagónicas respecto de la finalidad de las prácticas contraculturales. Heath y Potter
insistirían en que cambiar la “axiomática fundamental” del campo cultural sería
contraproducente para la contracultura, en tanto su posición en el campo está garantizada
precisamente por la permanencia de tal axiomática, que presume la necesidad de
alternativas u oposiciones de forma, que impulsen la aparición de nuevos espacios
hegemónicos, nuevos medios, nuevos mercados, nuevos agentes, mayor movilidad entre
las esferas culturales, generacionales, etcétera.
No hay que llevar estos argumentos muy lejos para deducir que los actores culturales
“condenados”, exigidos, a usar estas estrategias no son precisamente parte de grupos
marginados o subordinados; en principio, porque el capital cultural de estos grupos sólo
les permite aproximarse a las estrategias contraculturales desde la “cultura popular” o
desde modelos culturales elementales normalmente tomados de las clases medias y
tergiversados con arreglo al contexto. Pero especialmente porque las características del
campo cultural contemporáneo y sus juegos posicionales han sido construidos desde las
clases medias emergentes, especialmente aquella que Mike Featherstone llama “los
nuevos intermediarios culturales”. Y son estas clases las que asumen estas estrategias
precisamente porque las encuentran rentables socialmente. Las clases bajas y populares
no. Para estos grupos simplemente no son socialmente rentables las estrategias
contraculturales contemporáneas, caracterizadas por su compleja reflexividad, ironía y
lógica paradójica.
Luego, estos “nuevos intermediarios culturales”, según Featherstone, “se hallan
dedicados a la provisión de bienes y servicios simbólicos: comercialización, publicidad,
56
relaciones públicas, producción de radio y televisión, locución y animación, periodismo
de revistas, periodismo de modas”. No es, pues, ninguna casualidad que las personas con
quienes trabajé para caracterizar la contracultura de las intervenciones en el espacio
público hagan parte precisamente de este grupo, como se ve en el anterior capítulo.
Featherstone agrega: “Los fascinan la identidad, la presentación, la apariencia, el estilo de
vida y la búsqueda sin término de nuevas experiencias” (Featherstone, 2000: 87).
A partir de allí, la identificación generacional no parece arriesgada: hablamos de jóvenes
y jóvenes-adultos. La nueva clase media de jóvenes caracterizados como intermediarios
culturales, provistos de competencias culturales y tecnológicas que los hacen
indispensables en muchos procesos de la producción cultural contemporánea. Para
Featherstone, estos nuevos intermediarios, que “también incluye a quienes proceden de la
contracultura o han recogido elementos de su imaginería en contextos diferentes” tienen
el poder de “ampliar y poner en tela de juicio las nociones de consumo dominantes”
(Featherstone: 51), en tanto se han especializado en la manipulación del código y los
medios de circulación de este discurso.
Respecto de esta identificación entre las prácticas contraculturales (o las competencias
necesarias para producirlas) y la “juventud” todavía queda mucho por decir. Roszak,
Restrepo y Britto, entre otros, no ocultan su pesimismo: en tanto los jóvenes dejan de
serlo, su posición contracultural se hace insostenible. Britto:
“A la lógica de la importancia demográfica de los sectores excluidos, se superpone otra
de la categoría de marginación impuesta al grupo que adopta la contracultura. La
oposición es más duradera cuando el status de marginación es menos modificable, y más
acérrima y radical a medida que dicha marginación es más dura. Así, la rebelión juvenil,
57
que constituye el núcleo de la contracultura, se suaviza y se disipa desde que sus
adherentes se hacen adultos y se reintegran a su clase originaria” (Britto: 53)
Roszak, además, resiente que la contracultura esté en manos de sujetos tan dispuestos a la
cooptación por el esnobismo, y su regaño no deja de ser, a su pesar, divertido:
“Una crítica más justa de los jóvenes podría ser el llamar su atención sobre la pésima y
miserable actitud con que han aceptado la fraudulenta publicidad de los medios de
comunicación sobre sus primeros y balbucientes experimentos. Demasiado a menudo esa
parte de la juventud cae en la trampa de reaccionar de una manera narcisista o defensiva
frente a su propia imagen reflejada en el frívolo espejo de los medios de comunicación.
[…] La prensa ha establecido de manera concluyente que el disentimiento es puro
esnobismo. Pero, en todo caso, lo que consiguen esos medios es aislar las aberraciones
espiritualistas más descabelladas y, por consiguiente, atraer al movimiento muchos
farsantes extrovertidos” (1973: 51-52).
Cabe señalar que estas críticas, referidas a la primera contracultura contemporánea, en
ocasiones son difíciles de aplicar a la segunda contracultura. Por un lado, la “restitución
de clase” de que habla Britto parece improbable en una contracultura que proviene de la
clase media y se dirige allí mismo; si se refiere a la inserción institucional y en el sistema
productivo y de mercado, esto resulta hoy, más que una contradicción, una ventaja.
Respecto de la cooptación, la asunción de valores como la reflexividad, el escepticismo,
incluso el cinismo, tanto desde la producción contracultural como desde ciertas
producciones culturales hegemónicas hace más difícil la evaluación de estos procesos. En
el ejemplo paradigmático de la colaboración de Excusado con la campaña publicitaria de
cigarrillos Pielroja, es notoria la compleja negociación sobre el diseño y el contenido de
58
las piezas: parece claro que no se trata de simple “cooptación” por parte de la agencia o la
marca publicitaria, que se evidencian dispuestas a ceder en puntos relevantes de la
campaña (por ejemplo, la frase “Ya que la frente has levantado, jamás la vuelvas a
agachar”.
Las relaciones entre los circuitos culturales dominantes, en este caso el publicitario, y la
producción contracultural se han hecho más complejas precisamente por el poder que la
intermediación cultural especializada les da a estos jóvenes de clase media.
Parece ser, entonces, que es importante hacer la pregunta opuesta: ¿con qué cultura
hablamos de contracultura?, o ¿con qué cultura se relacionan las prácticas
contraculturales que estudio?
(ii) ¿Con qué cultura?
59
De las dimensiones culturales generalmente asociadas a las prácticas contraculturales una
me interesa especialmente: la de las llamadas “culturas juveniles”. Esta relación aparece
constantemente, como se vio en el primer capítulo, en las auto-representaciones de los
actores contraculturales, y es también una constante en la bibliografía interesada en el
tema. Sin embargo, normalmente no es una categoría reflexiva, ni siquiera explícita;
simplemente aparece allí como algo natural, como una obviedad.
Es posible establecer un conjunto de hipótesis sobre la influencia recíproca de los
conceptos “contracultura” y “cultura juvenil”, respecto de la construcción de sus
definiciones en el debate de las ciencias sociales. Aunque debo subrayar que no se trata
de pensar tales conceptos como prácticas culturales tanto como clasificaciones o
categorías construidas en la teoría social. En este sentido, no intento establecer relaciones
entre los grupos o prácticas comprendidos en estas categorías tanto como entre las
categorías mismas. Lo intentaré a partir de la definición y el uso de estos conceptos en
algunos textos que considero importantes marcos de referencia en la definición de alguno
de los dos.
La hipótesis es que la construcción de las definiciones de “contracultura” y “cultura
juvenil” ha seguido lógicas semejantes y ha obedecido a coyunturas análogas. Sin
embargo, la perspectiva reflexiva sobre las construcciones conceptuales, es decir, la
preocupación meta-teórica, aparece muy difícilmente en la literatura sobre culturas
juveniles y contraculturas. De allí que haya decidido usar una estructura de referencias
para la construcción de cada uno de estos conceptos en la teoría social contemporánea
para, a continuación, adelantar algunas hipótesis sobre la articulación de estas estructuras
a partir de imaginarios, juicios y razonamientos coincidentes.
60
La construcción de las definiciones de “juventud” y “cultura juvenil” normalmente
vuelve sobre una serie de tópicos que he decidido caracterizar como dicotomías, aunque
no necesariamente como contraposiciones. El interés en estructurar de este modo las
referencias que utilizo es principalmente didáctico: busca cierta claridad expositiva y la
posibilidad de plantear relaciones con la genealogía de la categoría “contracultura” de un
modo más sencillo.
Por un lado, es posible constatar, en las definiciones de juventud, una continua tensión
entre la metáfora que califica a la juventud como la vanguardia (histórica) y la que la
sitúa en el espectro contrario: la juventud como una etapa de preparación, como una
carencia respecto de un proyecto lineal, en suma, como la retaguardia. Una segunda
dicotomía estaría constituida por la tensión entre las definiciones que privilegian la
dimensión pasiva de la juventud (pasividad económica y productiva), y aquellas que
privilegian su dimensión activa (actividad política y cultural). En este punto la hipótesis
de las definiciones convergentes se fortalece: también la contracultura ha sido definida
constantemente como una actividad política y cultural que precisamente se resiste a ser
productiva económicamente. La operación efectiva y capitalizable cancela por definición
una práctica contracultural, y del mismo modo no se es joven en la inserción plena en las
estructuras productivas (como en el argumento de Britto, arriba). Finalmente, la tercera
dicotomía aparece en el marco de la paradoja que surge entre el proyecto moderno y el
imaginario romántico que le sobrevive: la juventud se define al mismo tiempo como
paradigma de creatividad y libertad (románticas) y como el producto moderno de la
clasificación social o la autonomización de los grupos. También desde esta disyunción
puede leerse la construcción de las definiciones de contracultura: unas veces, resistencia
61
(romántica) al proyecto moderno (en la hipótesis de Britto o en la propuesta de Roszak de
identificar, en el límite, modernidad y tecnocracia); otras veces estrategia cínica (o
“desencantada” según Reguillo) de oposición al romanticismo. De nuevo la distinción
entre la primera y la segunda contraculturas contemporáneas. Esta dicotomía se cruza
particularmente con la primera desde la perspectiva según la cual la Historia puede leerse
en clave cronológica con arreglo al ciclo de la vida humana: allí, la adolescencia y la
juventud aparecen como paradigma del progreso industrial (moderno).
A partir de la estructura dicotómica propuesta arriba, es posible enfrentar, a continuación,
los procesos de definición de las categorías que me interesan.
Como he afirmado ya, una revisión incluso superficial de la literatura sobre contracultura
nos lleva a deducir fácilmente las restricciones del concepto y el debate asociado a éste.
En primer lugar, el marco temporal de la mayor parte de esta producción teórica, décadas
de los sesenta y setenta, permite inferir (retrospectivamente) intereses políticos,
académicos, editoriales, que en muchos casos significan la deformación y el uso dúctil de
la categoría. En una de las genealogías posibles, el término “contracultura” fue usado
enfáticamente en el discurso de la segunda generación de la escuela de Frankfurt,
particularmente por Marcuse (1972), para expresar la dimensión ideológica de la
dominación y su oposición o resistencia. Allí resulta clara la influencia de las nociones de
“hegemonía” y “contrahegemonía”, desarrolladas por Gramsci (1985), el debate sobre la
“industria cultural” abierto por la primera generación de Frankfurt y, por supuesto, los
principales presupuestos marxistas. Por otro lado, los llamados “situacionistas” franceses,
especialmente Debord (1999), utilizaron también el término, entendiéndolo como un
trabajo de intervención transgresiva en las prácticas culturales, más que como un
62
movimiento de creación. Estas dos referencias fueron de gran importancia en los
conflictos políticos que han sido reducidos históricamente a las protestas estudiantiles de
mayo de 1968 en París, tópico inapelable, también, de la categoría “cultura juvenil”.
Sobre este punto parece interesante detenerse en la siguiente estrategia argumentativa,
que pretende situar históricamente la génesis de la cultura juvenil precisamente en el
espacio de la contracultura: “Aunque podamos encontrar vinculaciones entre
movimientos sociales y movimientos juveniles a lo largo de la historia, no es sino hasta la
década de los años sesenta del siglo veinte cuando el joven irrumpe de manera
contundente en el escenario político, ya no como sujeto pasivo, sino como protagonista
activo. Berkeley 1964, París, Roma, Praga y México 1968 convirtieron a esta década en
un referente mítico de los movimientos juveniles. Por primera vez podemos hablar de una
vinculación estrecha entre movimiento social y movimiento juvenil” (Feixa, Saura y
Costa 2002: 11).
Nótese, además, en esta cita, la alusión a cierta transición de la pasividad a la actividad
política, que sin embargo no tiene un correlato en la esfera económica; por el contrario, el
texto citado continúa precisamente subrayando el carácter económicamente dependiente
de los grupos sociales juveniles: “Esta situación no fue gratuita: políticamente las
democracias occidentales están consolidadas; económicamente el capitalismo manifiesta
un crecimiento continuo que, por un lado parece garantizar el empleo a casi toda la
población activa y, por otro, permite un mayor consumo a las distintas capas sociales,
incluyendo a los jóvenes; la emergencia del estado de bienestar crea las condiciones para
un crecimiento socialmente sostenido y para la protección de los grupos dependientes. En
un contexto de plena ocupación y creciente capacidad adquisitiva, los jóvenes se
63
convierten en uno de los sectores más beneficiados por las políticas de bienestar” (Feixa,
Saura y Costa 2002: 11)
Por supuesto, la garantía de esta cesantía económica (que puede asociarse directamente a
las ideas de moratoria social y capital temporal) no corresponde al contexto social y
económico de regiones en desarrollo. En este sentido la precisión de Restrepo (2002: 17),
que ya he citado antes, respecto del uso de términos similares a contracultura resulta
pertinente.
Por otro lado, hay que señalar que la popularización del término “contracultura” y de la
discusión alrededor suyo, si atendemos al volumen editorial, llegó de la mano del
movimiento hippie norteamericano y los fenómenos asociados a éste, que no dejan de ser
heterogéneos: el movimiento beatnik (casi exclusivamente literario), la música folk, rock
y pop, el orientalismo (con variantes religiosas, estéticas y etcétera), el conflicto
generacional de la segunda posguerra, la re-estructuración del medio productivo
norteamericano (frente a la crisis del modelo industrialista), la aceleración informática y
comunicacional, los conflictos bélicos postcoloniales, y un largo etcétera. La explosión
de la categoría “contracultura” parecía inevitable: a mediados de los setenta todo lo
exótico, nuevo o singular (sanciones generalmente hechas desde la oposición
generacional) fue llamado contracultural, de manera que el concepto dejó de ser
operativo y desapareció violentamente del léxico de la teoría social.
En la década de los noventa, algunos de los espacios y conflictos sociales que habían sido
abarcados en la categoría “contracultura” fueron trasladados a la “subcultura”, noción que
claramente hace énfasis en la determinación de estos grupos y hechos desde otros
dominantes o hegemónicos que los contienen. Así, por ejemplo, la “cultura parental”
64
contendría (y en ese sentido, limitaría y definiría por oposición) a la “cultura juvenil”. Al
mismo tiempo, coincidencialmente, la juventud dejaba de ser “contracultural”: en un
informe de la UNESCO titulado La juventud en la década de los ochenta puede leerse:
“En el 68 se hablaba de confrontación, protesta, marginalidad, contracultura; en
definitiva, era un lenguaje que denotaba una confianza posible en un cambio hacia un
mundo mejor. Tal vez en el próximo decenio las palabras claves que experimentarán los
jóvenes serán: paro, angustia, actitud defensiva, pragmatismo, incluso supervivencia”
(Feixa 2005: 11). Esta identificación de lo que puede denominarse contracultural con
cierta generación de jóvenes (de la segunda postguerra) está evidentemente relacionada
con la generación de intelectuales que interpretaron estas categorías en las décadas de los
ochenta y los noventa, pero también es significativa del juego de roles que en ese
momento significó la legitimación política de la cultura juvenil: “La juventud
reemplazaba al proletariado como sujeto primario de la historia y la sucesión
generacional substituía la lucha de clases como herramienta principal de cambio” (Feixa
2005: 5).
Resulta claro que la distinción entre “contracultura” y categorías similares como
“subcultura” exige su ubicación respecto de conceptos o prácticas cuyo énfasis es
político, o estético, o económico. En la bibliografía más contemporánea (Heath, Potter
2005), se entiende por “contracultura”, o por grupo contracultural, cierto tipo de
agrupación social que tiene como centro de gravedad un modelo de resistencia o
confrontación con ideologías e imaginarios considerados dominantes o hegemónicos, y
desarrolla estos procesos fuera, o a pesar de, las instituciones que administran la cultura
hegemónica. Contracultura haría énfasis, entonces, en la producción cultural, es decir,
65
para abreviar, simbólica. Y este énfasis en la producción simbólica es también una
constante en las definiciones de la cultura juvenil, especialmente cuando se insiste en la
reivindicación de modos de expresión o comunicación propios de los jóvenes: “Los
jóvenes –que en su mayoría hablan muy poco con sus padres– les están diciendo muchas
cosas a los adultos a través de otros idiomas: los de los rituales del vestirse, del tatuarse y
adornarse, o del enflaquecerse conforme a los modelos de cuerpo que les propone la
sociedad” (Martín-Barbero 2004: 40). Esta apelación a los “otros idiomas” es también
moneda corriente en la retórica contracultural.
Vale la pena cuestionar nuevamente este afán por descubrir prácticas significativas en
cualquier variable estética, estilística o discursiva de un grupo cultural o subcultural, por
superficial que ésta parezca (o sea). Baudrillard advertía ya sobre la “pulsión de
significado” de la teoría social contemporánea. Siempre es posible que, digamos, el uso
de cierto accesorio de moda, no signifique nada, no sea indicativo de nada más que una
tendencia estilística autocontenida. En todo caso es una hipótesis que hay que mantener
abierta, para no caer en la ingenuidad de hacer significar prácticas probablemente
inofensivas.
Estas aproximaciones a una definición conducen inevitablemente a una pregunta esencial:
¿es operativa la noción de contracultura como categoría de análisis para el estudio de
ciertos grupos sociales? Por supuesto que si se toma como un concepto-marco del
contexto europeo y norteamericano de los años setenta resulta impertinente metodológica
e incluso políticamente. Ciertamente parece una noción anacrónica y en muchos ámbitos
es impopular. Pero es importante estudiar las causas de su virtual desaparición en el
trabajo académico contemporáneo. Es posible que otras nociones, como subcultura, no
66
sean suficientes para dar cuenta de las relaciones de poder, resistencia y agenciamiento en
los grupos sociales; en este caso, el estudio de la juventud como grupo social y cultural
particular. Una subcultura se entiende como una cultura micro que se inscribe
(forzosamente quizá) en una macro, pero que en todo caso no se opone activamente a
ésta: políticamente, la naturalización de esta clasificación parece infortunada.
Britto propone la siguiente dimensión del problema: “Así como toda cultura es parcial, a
toda parcialidad dentro de ella corresponde una subcultura. Cuando una subcultura llega a
un grado de conflicto irreconciliable con la cultura dominante, se produce una
contracultura: una batalla entre modelos, una guerra entre concepciones del mundo, que
no es más que la expresión de la discordia entre grupos que ya no se encuentran
integrados ni protegidos dentro del conjunto del grupo social” (1991: 18).
Precisamente en este sentido, la aparición simultanea del debate sobre cultura juvenil y
subculturas juveniles (discusiones distintas que fueron identificadas) resulta
problemática. En la introducción a Youth cultures, a cross-cultural perspective, leemos:
“The emphasis on deviancy and distinctiveness of subcultures to acknowledgements of
cultural heterogeneity, similarities and connections between different cultural forms that
may not necessarily be in opposition to a dominant culture” (Wulff 1995: 27).
Tal vez es posible pensar la categoría o noción “contracultura” como un proceso,
momento o tipo de acción social, o un conjunto de características, más que como una
clasificación de grupos sociales. Así, los grupos subculturales (pensando particularmente
en la inscripción de grupos juveniles en esta categoría), tendrían algunas características
contraculturales, al igual que los grupos organizados de resistencia política o de otro tipo:
algunas de sus prácticas y lógicas serían contraculturales, otras no podrían denominarse
67
así. Habría entonces intertextos o rasgos o prácticas contraculturales en muchos grupos
sociales, y estas relaciones pueden funcionar como catalizador, filtro o contrapeso a la
cultura institucional, hegemónica o impuesta o transmitida por medios dominantes. Los
grupos sociales usarían ciertas prácticas contraculturales como resistencias localizadas,
efímeras e indeterminadas que dinamizarían sus procesos culturales. Sin embargo,
algunos grupos sociales se caracterizarían por asumir una tendencia más global y,
digamos, radical (o consistente o coherente), hacia los presupuestos contraculturales.
Este o un uso similar (y dinámico) de la categoría contracultura nos evitaría definiciones
como la siguiente, que, en un triple salto mortal argumentativo, nos lleva de la
identificación con la cultura juvenil a la redefinición de esta segunda categoría en un
arrebato retórico final: “Lo que estamos constatando es que la contracultura, más allá de
un movimiento juvenil de cierto éxito, es ante todo una visión del mundo, una manera de
entender y ver la vida y los hombres. Y si, siendo así, vemos que quienes más participan
de tal visión son los jóvenes mismos (mis locos aliados jóvenes, como decía Paul
Goodman) y ello se debe a que es, sin duda, la juventud y la adolescencia, la edad por
excelencia abierta en el hombre, la edad disponible, en la que se está dispuesto a
entender y querer la novedad y a amar intensa y desapasionadamente la vida […] Pero
tampoco es la contracultura un reino absoluto de juventud, al menos, en sentido
cronológico. Quien está disponible a la vida es, por naturaleza, joven” (De Villena 1982:
157). [¡?]
Por otro lado, esta discusión toma nuevos rumbos con la explosión, en los años noventa,
de subculturas estilísticas juveniles, entonces denominadas animadamente “tribus
urbanas” (Maffesoli 1990; Reguillo 2000). El debate dio un salto cuántico hacia la
68
etnografía descriptiva y abandonó el análisis político global. El tono, algunas veces
pintoresco y otras paternalista, de las descripciones de estos grupos sociales y sus modos
de visibilidad, impidió en casi todos los casos pensar la subcultura o la contracultura
como agente operativo y quizá determinante de ciertos procesos en la cultura
hegemónica, masiva o de consumo.
En las definiciones que estudio, las relaciones entre la cultura juvenil y la cultura
hegemónica normalmente se han limitado a la denuncia de la cooptación de la primera
por la segunda. Cuando Roszak hace explícita la relación entre juventud y contracultura
comprende inmediatamente las contradicciones que supone la acción política de un grupo
alienado por el mercado, precisamente como consecuencia de su situación privilegiada en
la estructura económica y productiva: “Desde todos los puntos de vista, esta nueva
generación [de jóvenes] resulta estar singularmente bien situada y dotada para la acción
[…] En gran medida, sin duda, esto se debe a que el aparato comercial de nuestra
sociedad de consumo ha dedicado buena parte de su lucidez a cultivar la consciencia de
la propia edad, tanto entre los viejos como entre los jóvenes. Los adolescentes controlan
una formidable cantidad de dinero y tienen mucho tiempo libre, de suerte que,
inevitablemente, se han dado cuenta del importante mercado que forman. Se les ha
mimado, glorificado, idolizado hasta un extremos casi nauseabundo, con el resultado de
que todo lo que los jóvenes han modelado para sí (incluyendo su nuevo ethos de
disconformidad) ha servido enseguida de agua para abastecer el molino comercial de
innovación, comercializado por sinvergüenzas a sueldo, hecho este que crea una terrible
desorientación entre los jóvenes disconformes” (1973: 42). Aunque hay algo
inevitablemente gracioso en la indignación de las últimas líneas, el argumento de Roszak
69
parece bastante convincente. De hecho, aparece nuevamente en la literatura
contemporánea sobre culturas juveniles; por ejemplo, en la denuncia de la juvenilización:
“Conviene tener en cuenta que ser joven se ha vuelto prestigioso. En el mercado de los
signos, aquellos que expresan juventud tienen alta cotización. El intento de parecer joven
recurriendo a incorporar la apariencia de signos que caracterizan a los modelos de
juventud que corresponden a las clases acomodadas, popularizados por los medios […]
da lugar a una modalidad de lo joven, la juventud-signo, independiente de la edad y que
llamamos juvenilización” (Margulis, Urresti 1998: 5).
Siguiendo literalmente el razonamiento anterior es posible concluir también la
contraculturización de lo juvenil. De cualquier modo, basta revisar someramente la
discusión sobre las definiciones de contracultura para hallar al joven-tipo contracultural:
es estudiante, pretendidamente intelectual, de clase media, asociado a los referentes
culturales del primer mundo. Incluso los jóvenes de las subculturas estilísticas siguen este
modelo. En este sentido puede afirmarse la tensión de una nueva dicotomía: la de la
pertenencia institucional. Es claro que ciertas instituciones, la educación superior entre
ellas, garantizan (y legitiman quizá) el signo contracultural; sin embargo, se insiste, por
otro lado, en cierta marginalidad abstracta: “[lo propio del joven es] estar fuera de sí,
estar fuera del yo que les asigna la sociedad y que los jóvenes se niegan a asumir. No
porque sean unos desviados sociales sino porque sienten que la sociedad no tiene derecho
a pedirles una estabilidad que hoy no confiere ninguna de las grandes instituciones
modernas” (Martín-Barbero 2004: 40).
70
Por supuesto, entre estas “instituciones modernas” cobra especial importancia la familia
(el modelo de familia nuclear patriarcal) y la cultura parental que la enmarca. Ya Roszak
afirmaba la oposición generacional que está en la base de la contracultura: “Los
estudiantes pueden hacer tambalear sus sociedades, pero sin el apoyo de fuerzas sociales
adultas no pueden derrocar el orden establecido. Y ese apoyo no se percibe por parte
alguna. Por el contrario, las fuerzas sociales adultas –incluidas las de la izquierda
tradicional– son en realidad el lastre de peso muerto del status quo” (Roszak 1973: 18).
Creo que puede afirmarse que en la definición de “cultura juvenil” se repiten varios de
los tópicos contraculturales, desde los hitos históricos usados como referencia hasta los
presupuestos hermenéuticos. La construcción del joven y de lo joven aparece
normalmente como una especie de proyección social, en donde ciertos ideales
(románticos) son endosados a estos grupos sociales en virtud de su relativa distancia
respecto de las instituciones más rígidas; o ciertas virtudes (modernas) son señaladas de
modo prospectivo en el “proceso” social. Exactamente lo mismo puede decirse sobre la
contracultura. Estas instituciones estarían representadas especialmente por las estructuras
de producción económica: la juventud se ha definido en estos términos como un grupo (o
momento) de “moratoria social”, ajeno a la producción (obviando, por ejemplo, la
importancia del consumo como reproductor económico), (Margulis y Urresti: 1998). Esta
oposición natural a las instituciones parece reproducir un principio contracultural (el del
buen salvaje) que por otra parte se debe a la fácil analogía entre la Historia (vista como
una sucesión de progresos) y la cronología individual. Precisamente en esta misma línea
la juventud ha sido caracterizada como la retaguardia de la Historia, en el sentido en que
no tiene lugar en los campos sociales más complejos, y luego, a la inversa, idealizada
71
como la vanguardia (Reguillo 2000), bajo la creencia en su carácter revolucionario o en
su función de signo o síntoma de transformaciones sociales a las que otros grupos no son
tan sensibles (Martín-Barbero 2004). En el fondo, estas definiciones, algunas
aparentemente contradictorias, comparten un presupuesto: la fuerza (consciente o no,
organizada o no) de un grupo social que debe ser controlado. De hecho, la preocupación
por su definición supone ya una necesidad de control, que de nuevo ubica a la cultura
juvenil como un agente contracultural, aún a su pesar.
Evidentemente la “definición” (la delimitación) de la categoría contracultura es elusiva y
sabe hallar siempre nuevos problemas o proponer nuevos temas. En este capítulo he
defendido la necesidad de usar el término en un sentido dinámico, como una
característica de prácticas culturales asociadas a diferentes contextos, que no define
necesariamente tal práctica o neutraliza otras funciones de la misma. Así, hablar de
“grupos contraculturales” es definitivamente problemático; sin embargo, si se insiste en
su carácter provisional y estratégico, es posible caracterizarlos al menos en contextos
limitados, especialmente aquellos en que se autorepresentan y se presentan de este modo.
Por otro lado, la dispersión de nuevos problemas en esta discusión resulta útil para
proponer relaciones con problemas similares en la definición de “cultura de consumo”, la
siguiente categoría central en esta investigación.
73
3. La circulación y apropiación de referentes en la cultura de consumo.
Para aproximarme a la cultura de consumo he decidido situarme en los límites de sus
relaciones con otras esferas culturales, en particular aquellas que han usado
sistemáticamente referentes publicitarios, mediáticos o asociados al consumo para
potenciar sus propias producciones. Entre estas esferas, el discurso contracultural sirve
muchas veces como pretexto o argumento en el uso de los mensajes, los temas, los
medios o las estrategias retóricas de la cultura de consumo.
Por otro lado, esta relación de “circulación y apropiación” integra la identificación de
tendencias estilísticas, estratégicas, creativas y discursivas calificadas como
“contraculturales” en las dinámicas y lógicas publicitarias contemporáneas. Se trata de
pensar los puntos de contacto entre las prácticas sociales y las producciones
contraculturales con los procesos publicitarios; intersección en la que precisamente puede
hablarse de la esfera cultural del consumo. De allí que me interesen las transformaciones,
negociaciones (sociales y de sentido), y transiciones en general entre las tendencias
contraculturales y las tendencias publicitarias.
A partir de la identificación de una serie de prácticas contraculturales (o que he decidido
calificar así) asociadas significativamente a referentes publicitarios (marcas comerciales,
logosímbolos, eslóganes, retórica publicitaria), intento deconstruir (y reconstruir) el
proceso de producción, circulación, recepción y apropiación de estos mensajes. Esto,
mediante el análisis intertextual y contextual de los mensajes, por un lado, pero también,
para el caso de las prácticas que constituyen el cuerpo de mi trabajo de campo, en la
confrontación con las auto-representaciones de los grupos productores, a partir de un
74
trabajo etnográfico que ha significado una larga serie de entrevistas y jornadas de
observación participante.
La hipótesis que está detrás del interés en la producción de mensajes contraculturales es
que su relación intertextual (o transtextual, en términos más genéricos) con la producción
oficial de mensajes en la cultura de consumo (publicidad, diseño y medios masivos) es
importante cuantitativa y cualitativamente, y tiende a crecer y fortalecerse hasta un punto
en que las funciones de resignificación y apropiación estarán interdeterminadas entre la
cultura de consumo y las prácticas contraculturales. Así, puede plantearse la doble
pregunta sobre cómo determinan las prácticas de consumo y los modos de uso de la
publicidad y los referentes mediáticos las lógicas de actuación de ciertas prácticas
contraculturales y, por otro lado, cómo estas prácticas determinan las tendencias de la
cultura de consumo y la publicidad.
La posición paradójica de la contracultura frente al consumo puede ubicarse, a grandes
rasgos, en el conjunto de fenómenos que Daniel Bell llamó “contradicciones culturales
del capitalismo” y, entre estas, especialmente la transición hacia el hedonismo: “El
capitalismo [...] ha perdido su legitimidad tradicional, que se basaba en un sistema moral
de recompensas enraizado en la santificación protestante del trabajo. Este ha sido
sustituido por un hedonismo que promete el bienestar material y el lujo [...]” (Bell 1987:
89). Precisamente la propuesta de la primera contracultura pretendía, en cierto sentido,
acelerar el abandono de la “moral protestante”, símbolo de la cultura hegemónica, pero
sobre todo, reivindicar el placer como un acto transgresor, la diversión como un acto
transgresor; el hedonismo se transforma así en una actitud revolucionaria (Heath y Potter
2005: 19). Sólo esta transición al hedonismo hace posible la licencia para usar la
75
producción cultural hegemónica e intervenirla, generalmente de un modo irónico o
ridículo, que en todo caso contraviene el tono serio y afectado de la contracultura más
autorepresentada como “fuerza política”. El conflicto entre esta actitud hedonista
asociada a la diversión y por tanto, en algún sentido, a la broma, a la frivolidad si se
quiere, y la pretendida seriedad de muchos actores contraculturales, continúa vigente,
como lo demuestran las posiciones enfrentadas relacionadas en el primer capítulo. Aquí,
el consumo y su esfera cultural aparecen como un factor crucial de la articulación
contemporánea de las prácticas contraculturales.
En muchas ocasiones, el discurso contracultural ha definido al consumo como una
trampa, pretendida transgresión de lógicas represivas que, en el fondo, naturaliza una
especie de mecanismo represivo interno. Nunca es claro el modo en que estos
dispositivos de control pueden dar libertad y ciertos beneficios al individuo cuando, en
realidad, lo están sometiendo. La respuesta más común es que el consumo, la publicidad,
no tienen tanto que ver con el intercambio de mercancías, con la venta de cosas, como
con la difusión de un modelo de socialidad singular. Y ese modelo de socialidad es, en
principio, discursivo. El discurso publicitario y mediático nos vende su propia estructura,
su modelo de lectura de la sociedad y la cultura; no objetos (Baudrillard 1974: 178). Esta
idea servirá de base a muchas teorías contemporáneas sobre el consumo, que reconocen
siempre este nivel de la “sociedad de consumo” como un modo de organización que
trasciende sus espacios más evidentes.
Nestor García Canclíni piensa el discurso del consumo no como una imposición
subliminal, sino como una estrategia realmente efectiva para leernos: “Comprar objetos,
colgárselos o distribuirlos por la casa, asignarles un lugar en un orden, atribuirles
76
funciones en la interacción con los otros, son los recursos para pensar el propio cuerpo, el
inestable orden social y las interacciones inciertas con los demás. Consumir es hacer más
inteligible un mundo donde lo sólido se evapora. Por eso, además de ser útiles para
expandir el mercado y reproducir la fuerza de trabajo, para distinguirnos de los demás y
comunicarnos con ellos, las mercancías sirven para pensar” (García 1995: 35).
El consumo como modelo de lectura, sea para aprender un lenguaje fatal, como propone
Baudrillard, o para leer entre líneas, como propone García, es el punto de giro y el centro
de gravedad de mi propuesta respecto de la relación contracultura-consumo. Mi hipótesis
es que algunas prácticas contraculturales en Bogotá, hoy, utilizan los referentes del
consumo, la publicidad y los medios, como un modelo de escritura, y en este sentido se
apropian de ellos, revirtiendo el esquema clásico de la contraposición contracultura-
consumo y proponiendo una simbiosis irónica y ambigua que hace un trabajo de zapa en
el código de las relaciones entre cultura hegemónica, de consumo, popular y mediática.
Quiero sugerir que, si la cultura de consumo aparece como lectora de los códigos de la
publicidad, el diseño y los medios, la contracultura responde, hoy, con la propuesta de
una escritura o re-escritura de los mismos para soportar sus propios discursos. Creo que
esta hipótesis permite una serie de extrapolaciones interesantes respecto del papel y la
posición de la publicidad, el mercado y los medios masivos en la cultura contemporánea.
En este mismo sentido, sostengo que la transformación del discurso contracultural a partir
de su simbiosis con la cultura popular y la cultura de consumo ha permitido la superación
de muchas ideas recibidas y lugares comunes de la primera contracultura.
Específicamente, desde la incursión del diseño y las referencias mediáticas, muchos de
estos tópicos han sido cuestionados; algunos, incluso, han sido ironizados o ridiculizados.
77
Es posible que la incursión de la llamada cultura pop en la contracultura traiga consigo el
miedo a la ingenuidad característico de la sensibilidad contemporánea, y, como he
insistido, una actitud tremendamente crítica frente a todas las variantes del romanticismo.
Dos valores aparecen de un modo importante en la revisión transversal de los referentes y
los recursos contraculturales: el cinismo y la ironía.
Para ilustrar este complejo proceso de relaciones paradójicas entre la producción cultural
asociada al consumo y otras producciones (que podemos asociar a la contracultura),
resulta particularmente revelador el examen de algunas prácticas artísticas
contemporáneas. La esfera cultural de las artes plásticas está, como he insistido,
fuertemente relacionada con la “escena” contracultural contemporánea en Bogotá. Por
una parte, algunas de las personas con quienes trabajé en esta investigación tienen
relaciones académicas con las artes plásticas o, en todo caso, relaciones culturales y
sociales en esta esfera (galerías, artistas, eventos, convocatorias). Además, los procesos
de autorepresentación de los actores contraculturales están constantemente asociados a la
idea de su trabajo como un tipo particular de “arte”; concepción que ha sido fortalecida
de un modo importante por el discurso facilista de algunos medios de comunicación que
han intentado cubrir (no sin oportunismo) el creciente fenómeno de la intervención
gráfica en el espacio público. Las alusiones al lugar común del graffiti como “arte” no
sólo no resuelven nada sobre la comprensión de estas prácticas culturales, sino que
además complican su posición relativa frente a las prácticas artísticas institucionalizadas:
lo que parece un elogio fácil es en realidad una neutralización de la naturaleza cultural de
estas prácticas y una negación de su autonomía o su búsqueda de autonomía.
78
Algunas de estas autorepresentaciones, sin embargo, están asociadas a la idea de una
identidad estratégica, como en la siguiente declaración de un integrante de Excusado:
“Estratégicamente, como posicionamiento, estar en la galería permite que las personas
que creen que el graffiti no es arte lo vean como arte. Ya no se habla de graffiti, sino de
street art, y como ahora es street art, usted entra a la galería y le dice a la gente que va a
las galerías hijueputa, esto es arte. Eso estratégicamente para nosotros ha sido importante
porque la gente va a la galería y ve la obra, sale a la calle y ve la obra en la calle, y dice,
claro, esto es arte con toda la gana, la gente cree que para que sea arte tiene que estar en
la galería. Eso es pan pa´l pueblo, si usted cree que es arte, entonces vaya y véalo en la
galería” (Fresneda y Fajardo, 2007: 23).
Lo paradójico es que el libro en que se publicó esta entrevista es una especie de
“catálogo” del trabajo de Excusado en donde todas las imágenes, sin excepción, fueron
intervenidas digitalmente para borrar la calle, para eliminar el fondo urbano, y son
presentadas sobre un pulcro y neutro fondo blanco que evidentemente tiene la intención
de “artistizarlas”, de re-contextualizarlas como imágenes bellas o interesantes o
importantes por sí mismas, y no por su relación con el espacio, con la calle; en este caso
el formato (graffiti o óleo) es indiferente, y la decisión editorial seguramente no lo
ignoraba.
Sin embargo, la relación entre prácticas artísticas y contraculturales contemporáneas es
innegable, no porque las primeras sancionen a las segundas (lo que es o no es “arte”)
tanto como por el uso de estrategias retóricas similares, recursos transtextuales similares.
79
En su número de marzo de 2007, la revista PyM, especializada en temas de publicidad y
mercadeo, decidió incluir un artículo sobre el XIII Salón Nacional de Artistas Jóvenes.
La razón: muchas de las obras presentadas trabajaban explícitamente sobre las relaciones
entre “arte y mercado” (algunas de ellas con estrategias muy similares a las pintadas
callejeras).
Por
supuesto, esta tendencia del campo artístico no es nueva. Lo que resulta interesante es la
necesidad de construir un discurso alrededor de ella desde un medio interesado por
registrar las tendencias del mercado. De hecho, la revista cita curadores, jurados y artistas
participantes en el Salón, e intenta (sin mucho éxito) una síntesis de sus opiniones en una
panorámica confusa de nociones como “reciclaje cultural” o “neo-pop”. Con todo, hay
momentos de lucidez: “Es indudable que las imágenes publicitarias y el marketing que
las produce configuran una fuerza enorme en los procesos de comunicación actual. Sobre
ese origen, una buena cantidad de proyectos estéticos recurren al arsenal de imágenes
disponible en la sociedad y en su memoria. Procuran modelar los íconos predominantes
en los medios de comunicación y en la cultura (marcas, personajes y diseños
publicitarios) para transformar su significado y al mismo tiempo plantear preguntas sobre
su alcance” (p. 20). O bien: “En este sentido la publicidad se vuelve una fuente de
80
investigación y creación del arte contemporáneo, porque sus imágenes y campañas están
ahí para que la gente las use de nuevo” (p. 21).
Por supuesto, son las conclusiones del artículo las que revelan el interés de la revista por
el Salón y por el arte contemporáneo: “Estos diálogos entre arte contemporáneo y
publicidad nos están proponiendo una transformación de la publicidad desde las artes
plásticas, y una mirada creativa que se alimenta de la capacidad de la publicidad para
hablarles a los consumidores, cada vez menos pasivos, cada vez más resistentes” (p. 22).
Es decir: la publicidad debe adelantarse a su apropiación por parte de estas prácticas
artísticas y apropiarse, a su vez, de estas estrategias, para enfrentarse a un público más
difícil (los propios artistas, por ejemplo).
Estas complejas relaciones de circulación y apropiación siguen teniendo como ejemplo
paradigmático el movimiento artístico estadounidense conocido como pop art. También
la reacción de la contracultura seria es paradigmática: “El pop no fue otra cosa que la
masiva apropiación de una simbología de desviantes por una cultura de aparato: la
conversión de una contracultura en subcultura de consumo. Esta operación refleja la
política de apropiación de trabajo y de materia prima que el sistema de la modernidad
realiza en el plano económico con respecto a los sectores marginados y las zonas
dependientes.” (Britto: 36).
En todo caso, también puede hablarse de la apropiación de la cultura de aparato por una
simbología de desviantes. En realidad, no se trata de insistir en la falsa pregunta sobre el
huevo y la gallina. Creo que la posición de Jean Baudrillard, expuesta particularmente en
su conferencia “Ilusión y desilusión estéticas”, resulta más esclarecedora. Refiriéndose
precisamente al “reciclaje cultural” del artículo citado arriba, Baudrillard apunta: “al arte
81
actual le ha dado por retomar, de una manera más o menos lúdica, más o menos kitsch,
todas las formas, todas las obras del pasado, próximo o lejano, y hasta las formas
contemporáneas […] por supuesto, este remake, este reciclaje, pretende ser irónico, pero
esa ironía es como la urdimbre gastada de una tela: no es más que el resultado de la
desilusión de las cosas, una desilusión de cierta manera. El guiño cómplice que consiste
en yuxtaponer el desnudo de el desayuno sobre la hierba, de Manet, con los jugadores de
cartas, de Cézanne, no es más que un chiste publicitario: el humor, la ironía, la crítica, el
trompe-l'oeil (efecto engañoso) que hoy caracterizan a la publicidad y que inundan
también toda la esfera artística. Es la ironía del arrepentimiento y del resentimiento
respecto a su propia cultura. Quizá el arrepentimiento y el resentimiento constituyen
ambos la forma última, el estadio supremo de la historia del arte moderno, así como
constituyen, según Nietzsche, el estadio último de la genealogía de la moral. Es una
parodia y a un tiempo una palinodia del arte y de la historia del arte; una parodia de la
cultura por sí misma, con forma de venganza, característica de una desilusión radical”
(1997: 4).
Esta desilusión estética es también, y sobre todo, una desilusión ética; la pérdida
definitiva de fe en el proyecto moderno, en el proyecto estético que buscaba la
trascendencia, en el proyecto ético que no temía a la ingenuidad. La tendencia
autoreferencial, o metareferencial, del arte, a partir de las segundas vanguardias, aparece
cada vez con mayor claridad en las producciones mediáticas (el detrás de cámaras, el
reality show, el making-of), literarias (la meta-novela), en el cine (el falso documental, las
películas sobre cine) y, por supuesto, en la publicidad (anuncios que se citan
irónicamente a sí mismos o a otros anuncios reconocidos). La obsesión por citar y por
82
citarse ha llevado a gran parte de la producción cultural (y contracultural) contemporánea
a enfrentar el desdibujamiento de sus límites. El pop significó tal vez la primera
oportunidad para experimentar con esta esquizofrenia referencial: el abanico de
posibilidades que va de la parodia explícita o la crítica literal a la ironía ambigua o la
simple superposición neutral.
Un ejemplo doble de “reciclaje” nos lleva de vuelta al XIII Salón Nacional de Artistas
Jóvenes: el remake (¿irónico?) de la obra “Colombia Coca-Cola” que Antonio Caro había
presentado en 1977.
Esta apropiación de una obra que aparecía, de hecho, como una apropiación más de
treinta años atrás parece un intento de ironizar la ironía y, por tanto, ¿neutralizarla,
potenciarla? El propio Warhol pintó de nuevo las sopas Campbell en 1986, veinticinco
años después de la obra “original”; Baudrillard apunta: “En el primer momento, Warhol
atacaba el concepto de originalidad de una manera original, pero en 1986 por el contrario
reproduce lo no original de una manera también no original”. Y luego: “Creo en el genio
maligno de la simulación, pero no creo en su fantasma” (1997: 8). Por supuesto, las
83
alusiones a Warhol y las sopas Campbell aparecen también entre los referentes de
prácticas contraculturales del espacio público en Bogotá.
Las variaciones sobre “Colombia Coca-Cola” tampoco se limitan al campo artístico;
durante mi trabajo de campo, he registrado varios esténciles en Bogotá que, conociendo
la referencia original de Caro o no, insisten en el juego de palabras y en el uso de la
tipografía de Coca-Cola, incluso con las alusiones a la paradoja de la “identidad”
colombiana.
84
Parece evidente que el juego retórico resulta sencillo y el referente es paradigmático de la
cultura de consumo. Es muy significativo que la obra de Caro tuviera, en su momento,
una carga crítica tan imponente, mientras que hoy es poco más que una buena broma.
Por supuesto, no quiero decir con esto que su sentido crítico haya desaparecido: se ha
transformado, tomando un matiz cínico, un tono “desilusionado”, para usar el término de
Baudrillard. Aquello que en la primera contracultura era celebrado por explícito y radical
debe ser visto hoy como irónico y contenido. Lo que la obra de Caro y sus variaciones
ponen en juego es la resistencia a la contradicción en estas estrategias, la posibilidad de
un cinismo crítico (o bien, de una crítica cínica). En estos procesos de resignificación de
referentes traídos de la cultura de consumo parece siempre que se repite la operación de
poner bigotes a la Gioconda; lo que ya no resulta tan claro es cuál es la Gioconda y cuáles
los bigotes: cuál es el referente hegemónico y cuál el trasgresor. (Y Duchamp también,
como Warhol, repitió su obra veinte o treinta años después, pero esta vez presentando una
Gioconda ¡afeitada!).
Una referencia que parece imprescindible en este panorama del “apropiacionismo”
contemporáneo (es el término usado en las artes plásticas): las “inserciones en circuitos
ideológicos” propuestas por el artista brasilero Cildo Meireles. Éstas consisten,
básicamente, en aprovechar la amplia circulación de marcas y mercancías para difundir
mensajes ajenos al “circuito” hegemónico. Meireles, por ejemplo, usó las botellas
retornables de Coca-Cola (otra vez Coca-Cola) para pegar la frase “Yankees Go Home”
bajo la etiqueta; o bien, en los billetes del Banco de Brasil imprimió la pregunta ¿Quién
mató a Herzog? (un periodista asesinado por la dictadura en la década de 1970).
85
Para Humberto Junca la herencia del proyecto de Meireles es evidente en algunas
prácticas artísticas contemporáneas, particularmente en dos proyectos presentados en
2006; el primero de ellos en la exposición “Procesos Urbanos”, en la Fundación Gilberto
Alzate, y el segundo en la VII Muestra Universitaria de Artes Plásticas. En un artículo
aparecido en la revista Arcadia (Marzo de 2006) Junca reseña el trabajo del colectivo
artístico “Gratis es Mejor”, que introduce productos gratuitos en grandes almacenes. En
este caso, discos compactos con una selección de música en formato MP3 que no ha sido
producida o distribuida por grandes empresas y no se escucha en la radio: los discos son
camuflados como éxitos comerciales y el “comprador” encuentra en el interior de la caja
una nota que le pide, como única contraprestación, que ayude a reproducir y hacer
circular la música. Junca afirma: “Muchos presupuestos sobre lo que debe hacer un artista
se derrumban en semejante dinámica. Trabajar en grupo y de manera anónima va en
contra del culto al nombre propio, a la firma, al ego del artista. Utilizan objetos (CD),
información mediatizada (música popular) y un lugar que poco o nada tiene que ver con
el mundo del Arte (con A mayúscula): no esperan que el espectador vaya a buscar la obra
en galerías o museos: hacen que el trabajo viva gracias a su cruce con el consumidor en
su verdadero medio ambiente: almacenes y centros comerciales. Y quizás lo más
impactante: ¡regalan el trabajo! De tal manera que el resultado final es un tejido de
acciones e intercambios de información que no sólo cuestiona lo que hace un artista como
agente de la cultura, sino que retan la dura coreografía de compra-venta impuesta por la
sociedad de consumo al señalar otras dinámicas de circulación de información no
hegemónicas” (p. 24-25).
86
El proyecto de “Gratis es Mejor” no puede calificarse únicamente como un proyecto
artístico; en realidad, se trata de una propuesta radical que trasciende la relación
arte/mercancía (o, más ampliamente, cultura/mercado) y en dónde lo más probable es que
el problema artístico no sea tan importante; aquí, la “apropiación” no tiene solamente una
dimensión significativa, tiene además una dimensión significante, concreta, que pretende
materializar algunos aspectos de las tensiones entre dimensiones sociales y culturales
aparentemente opuestas de un modo paradójico. En muchos sentidos, este proyecto y su
contexto pueden interpretarse como reelaboraciones de las principales discusiones
modernas (o modernistas) sobre las relaciones entre el mercado (o el consumo) y las
esferas culturales que pretendidamente debían aislarse de su influencia, entre ellas
particularmente el arte (con mayúsculas o minúsculas).
Sin pretender una reconstrucción siquiera parcial de lo que estas discusiones significaron
y significan, o de sus infinitas variantes (alta y baja cultura, cultura de masas, etcétera),
considero interesante la revisión de una singular idea de Baudelaire que, según creo, sólo
ahora empieza a tomar un sentido concreto, precisamente ligado a algunas de las
prácticas contraculturales que constituyen el objeto de estudio de esta investigación. Esta
idea es descrita concisamente por Baudrillard: “[para Baudelaire] la única solución
radical y moderna sería potenciar lo nuevo, lo genial de la mercancía; es decir, la
indiferencia entre utilidad y valor, y la preeminencia dada a una circulación sin reservas”
(1997: 28).
La conexión con la definición que Meireles hacía de sus inserciones es evidente: un
proyecto que consiste precisamente en aprovechar la “preeminencia de una circulación
sin reservas” dada a la mercancía. En el fondo, es la lógica de prácticamente todos los
87
usos contraculturales contemporáneos de las referencias mediáticas o comerciales: la
conveniencia de un reconocimiento masivo asegurado por una circulación ilimitada. La
obsesión de las marcas comerciales por imponer la circulación de sus logotipos,
logosímbolos, frases, colores corporativos, etcétera, multiplica exponencialmente las
posibilidades de usar ese mismo reconocimiento en su contra, o bien con intereses
distintos. Entre los referentes culturales contemporáneos, estos son seguramente los más
adecuados a la “apropiación” al menos por tres razones: (i) su circulación irrestricta, (ii)
su fácil decodificación, (iii) su ambigua carga simbólica (¿ideológica?), fácilmente
reconvertida hacia la crítica o la ironía.
Precisamente el segundo trabajo reseñado por Junca señala algunos aspectos de estas
relaciones que no son tan explícitos en el proyecto de “Gratis es Mejor”. En este caso, un
colectivo de artistas interviene los artículos de reconocidos almacenes de ropa y
reemplaza sistemáticamente las marquillas originales por marquillas aparentemente
“piratas” o “chiviadas”, dejando, por supuesto, la ropa en el almacén, con el objetivo de
denunciar o bien cuestionar el extraño estatuto de la marca original y la relación que el
comprador establece con este valor-signo. Así, marcas como “Benelton”, “Disel” o
“Hike” reemplazan a las originales, y sin embargo el producto es el mismo. Allí está de
nuevo la “solución radical” de la propuesta de Baudelaire: aprovechar la indiferencia
entre valor y utilidad, atributo singular de la mercancía.
En otro lugar de su bibliografía, Baudrillard insiste en señalar el carácter contemporáneo
de esta idea: “Baudelaire ha entendido que para asegurar la supervivencia del arte en la
civilización industrial, el artista debía intentar reproducir en su obra esta destrucción del
valor de uso y de la inteligibilidad tradicional. La autonegación del arte se convertía de
88
ese modo en su única posibilidad de supervivencia […] Una mercancía en la que el valor
de uso y el valor de cambio se abolieron mutuamente, cuyo valor consiste, por tanto, en
su inutilidad y cuyo uso en su intangibilidad, ya no es una mercancía: la transformación
de la obra de arte en mercancía absoluta también es la abolición más radical de la
mercancía” (2000: 127).
De algún modo, el ejercicio de “falsa piratería” propuesto en el trabajo citado arriba
pretende poner de manifiesto esta abolición o neutralización mutua del valor de uso y el
valor de cambio que impone el valor-signo de las marcas comerciales
Ahora, cabe preguntarse por las prácticas de “verdadera piratería” y su lugar en esta
discusión: ¿es la piratería una práctica contracultural?, y si lo es ¿en qué sentido lo es:
como una estrategia de resistencia ante el mercado corporativo, como una alternativa a
cierto oligopolio, como un simple ejercicio de resignificación o apropiación? Por
supuesto, esta discusión sobrepasa los límites de este trabajo, y sin embargo supone una
serie de nuevos temas y problemas que se conectan de manera significativa con la
contracultura del espacio público. Uno de ellos es el amplio registro de la llamada
“publicidad popular”.
Si hay una práctica cultural situada precisamente en el nudo formado entre la cultura de
consumo oficial, la “piratería” y las apropiaciones contraculturales, es la publicidad
popular. Los ejemplos de apropiación en este caso son bastante extensos, y, en muchos
casos, realmente imponentes: la carnicería “Carnefour” (con el mismo logotipo y
logosímbolo de la cadena de hipermercados), la panadería “PanPaYo” (sosias de
PanPaYa), la tienda de barrio “Éxito’s” (ídem) y cientos de ejemplos similares aparecen
tras un corto paseo por algunas de las principales zonas comerciales populares de Bogotá.
89
No se trata de insistir en las tópicas alusiones a la “recursividad” y el “humor”, para
finalmente limitar los alcances del fenómeno a los de una simple estrategia comercial.
Creo que se trata de un escenario de apropiación simbólica importante, en el mismo
sentido en que lo es la intervención gráfica del espacio público o el “apropiacionismo”
artístico. De hecho, esta es sólo una de las dimensiones de los referentes publicitarios
producidos fuera de (e incluso, a pesar de) las instituciones que controlan la cultura de
consumo oficial, con lo que tenemos, en la expresión “cultura de consumo”, un espacio
mucho más complejo, heterogéneo e interesante del que muchos investigadores culturales
han querido ver.
Reseño una dimensión más de las fronteras entre contracultura y cultura de consumo: la
apropiación de la piratería como signo por parte de marcas comerciales legítimas. En este
caso encontramos, por ejemplo, grandes almacenes de reconocidas marcas de ropa,
especialmente dirigidas al público juvenil, que venden camisetas estampadas con
logotipos intervenidos de un modo trasgresor: “Mula” por Puma; “Noentiendo” por
Nintendo; “Pirobo” por Pirrelli; “Malpolvo” por Marlboro, o bien “Marihuana”;
“Pigboy” por Playboy, y un largo etcétera fácilmente verificable en las camisetas al uso.
Los evidentes fines comerciales de los impulsores de esta tendencia parecen no entrar en
contradicción con su estrategia resemantizadora; después de todo, muchos de estos
logosímbolos intervenidos no abandonan el terreno del chiste fácil, la broma amable, el
inofensivo guiño cómplice. Exactamente lo mismo sucede, es cierto, en muchas de las
pintadas que aparecen en las calles bogotanas, debatiéndose entre la tendencia gráfica y la
acción contracultural.
90
Regreso entonces al pequeño terreno de esta investigación, después de ponerlo en
contexto o quizá, más exactamente, de enmarcarlo, o dimensionarlo desde otras prácticas
de circulación y apropiación de referentes en la cultura de consumo. Estas relaciones,
estas negociaciones, pueden estudiarse, por supuesto, desde distintos paradigmas. Yo he
decidido privilegiar el paradigma intertextual o transtextual por razones que he querido
hacer evidentes desde el primer capítulo: el énfasis semiológico responde a la necesidad
de pensar estas prácticas culturales (contraculturales) como textos, especialmente cuando
se trata de la esfera de la cultura de consumo, caracterizada de un modo importante en las
últimas décadas como un campo de producción textual (en tanto significativa o
simbólica) privilegiado. La genealogía que intento introducir a continuación será
sometida al análisis transtextual en el quinto y último capítulo.
Las prácticas intertextuales entre la contracultura de la intervención del espacio público y
la publicidad aparecen (registradas) en Bogotá a mediados de la década de los ochenta.
En 1986, Armando Silva escribía: “Últimamente ha aparecido una nueva modalidad [de
graffitti] en donde no se elabora un nuevo objeto, sino que se aprovechan los ya
existentes, como es el caso de los aparecidos en vallas públicas. Sobre estas viene una
especie de operación metralla, ya que se trata de voltear el sentido del mensaje original
para revelar los profundos intereses económicos que se adjudican a la fuente del anuncio”
(Silva 1988: 72). En su tipología lo denomina “contracartel graffiti” y le dedica poco
menos de una página; de hecho, cita sólo un caso: Pepsi tiene un anuncio en un muro, en
la Carrera 26 con Avenida el Dorado: está el logotipo y una frase: “vamos junto a Pepsi
ya”. El grupo Sin Permiso interviene el anuncio: utilizando los mismos colores, la misma
91
tipografía, con una factura impecable escribe: “vamos junto al Pueblo ya”, y sobre el
logotipo de Pepsi otro, casi idéntico, de Sin Permiso. Lo más interesante es narrado por
Silva a continuación: “Esta guerra fría por mantener la supremacía del muro, la
sostuvieron Pepsi y Sin Permiso por dos pasadas, en las que la fábrica de gaseosas
insistía en colocar su lema y Sin Permiso lo volvía a alterar con su obstinada consigna. Al
final, tarros de pintura blanca, regados por la firma anunciadora sobre la pared
dictaminaron el final del conflicto [...]” (Silva 1988: 72).
Hasta donde sé, este interesante “contracartel graffiti” no ha tenido sucesores en Bogotá.
En Cali, en cambio, se registran actualmente casos de intervención directa sobre vallas
publicitarias, usando también la misma tipografía y diseños similares al anuncio original.
El grupo Boikot intervino sistemáticamente una campaña de Coca-Cola en publicidad
exterior; en su página de internet reivindican la acción y publican un texto explicando sus
razones; firman como parte del Colectivo El Paskin, pero las intervenciones están
firmadas por Musa Enferma (el nombre ya delata su romanticismo, quizá falso), un
famoso fanzine “anti-publicitario” recientemente desaparecido.
92
Lo interesante del texto publicado en internet es su marcado interés por la justificación
estética, por encima de la ética: el problema es que la ciudad “no se ve bien”, que los
excesivos anuncios “fastidian”: no se trata de Coca-Cola como producto tanto como de
Coca-Cola como imagen. No sorprende saber, al seguir un poco más el asunto, que
Boikot o El Paskin usan sus sitios internet para ofrecernos servicios de diseño gráfico.
Ahora, la explosión de nuevas modalidades de publicidad exterior, particularmente los
llamados “eucoles” (avisos que hacen parte de paraderos de buses: o bien, paraderos de
buses que hacen parte de avisos) ha potenciado también las posibilidades de intervención,
incluso por parte de transeúntes que “espontáneamente” deciden rayar, ensuciar de algún
modo o incluso romper los avisos.
Zokos, por ejemplo, ha intervenido con cierta regularidad una serie de eucoles, aunque
sin ninguna estrategia particular; de hecho, de un modo (quizá deliberadamente) infantil:
pintar bigotes a los modelos y cosas por el estilo. Sin embargo, aprovechan la plataforma
publicitaria: reemplazan las direcciones de Internet de los productos por la dirección de
su propio sitio, por ejemplo.
93
La proliferación de eucoles en Bogotá ha significado la introducción de un nuevo espacio
de intervención para la contracultura gráfica urbana, que tal vez no había estado nunca
tan cerca de las producciones oficiales de la cultura de consumo, nunca tan cerca de la
publicidad. Por otro lado, la publicidad misma no había estado nunca en Bogotá tan cerca
de la calle: lo que los publicistas solían llamar “publicidad exterior” se reducía
prácticamente a las vallas vehiculares y algunas tímidas intervenciones en muros. Hoy,
las tendencias publicitarias apuntan hacía los famosos BTL, sigla característica de los
peores vicios de la retórica publicitaria: términos ingleses (Beyond The Line), y
metáforas vagamente militares. Los BTL pretenden intervenir los espacios urbanos
interiores o exteriores (indoor y outdoor, dirían los publicistas) más insospechados: los
eucoles son solo el resultado más evidente de la invasión de muros, techos, suelos,
andenes, vehículos, puertas, ventanas y personas. Al mismo tiempo, intervenir una pieza
publicitaria se hace progresivamente más sencillo.
La explosión paralela de intervenciones publicitarias e intervenciones en la publicidad ha
dado paso a géneros anfibios que se sitúan nuevamente en los límites de la contracultura.
Tal vez el caso más citado es el de la firma canadiense Adbusters, a la que ya me he
referido antes. Adbusters ha intentado aprovechar este tipo de situaciones para hacer
pasar sus propios avisos “anti-publicitarios” por avisos publicitarios. Lo ha logrado, en no
pocos casos. Una de las dimensiones más interesantes de este caso (y otros similares) es
la inevitable aparición de debates sobre la “responsabilidad social” de la publicidad (y de
la anti-publicidad). Los nuevos formatos publicitarios, al relativizar los límites genéricos,
y sus alcances, alertan no por sus mensajes (siempre iguales, en el fondo) sino por su
medio, o más exactamente su código, siempre tan amablemente aislado, fácil de
94
identificar y de interpretar. Un caso paradigmático de la exploración de estas fronteras es
la celebre campaña de Benetton, en la década de los noventa, creada por el fotógrafo
Oliviero Toscani. El uso de imágenes documentales, architextualmente asociadas al
discurso informativo o dramático (en ningún caso al publicitario), ancladas
sugestivamente por el logotipo de la marca, desató una encendida polémica sobre los
límites de los géneros que, en el fondo, significaba siempre una exigencia de aislar el
género publicitario en tanto representante de prácticas y valores reprobables: el consumo
(el “consumismo”), el posicionamiento de una marca comercial, la simple oferta
capitalista (inaceptable vender camisetas, por ejemplo). Y aislarlo, especialmente, de
aquellas referencias genéricas que parecen aludir a ideas más nobles: la solidaridad, el
reconocimiento del otro, el sufrimiento. En definitiva, la confusión genérica significa una
ambigüedad en los objetivos (¿vender, informar, concienciar?) que resultó inaceptable
para muchos. Sin embargo, el propio Toscani ha defendido en muchos escenarios,
incluyendo un libro publicado al respecto (Toscani 1996), una tesis que me parece
importante presentar aquí. Para Toscani, Benetton podía ya venderse sola, es decir, sin
necesidad de una millonaria campaña publicitaria. Para ese momento (1994, para ser
exactos), los productos Benetton tenían una alta demanda, y su estrategia publicitaria se
enfocaba en el fortalecimiento del reconocimiento de la marca. Así, lo que ve Toscani allí
es una oportunidad para pasar “de contrabando” (nunca mejor usada la expresión),
imágenes que, según él cree, son de necesaria difusión, usando los medios publicitarios.
Es un poco, de nuevo, la vieja idea de Baudelaire, de Duchamp, de Meireles: aprovechar
la alta circulación, la aparente indiferencia, la neutralidad si se quiere, la carta blanca de
la publicidad, de los referentes del consumo, en general, para decir lo que, por otros
95
medios, tendría una circulación restringida y probablemente inocua. Toscani va más allá:
no pretende en absoluto boicotear a la marca (porque sabe, quizá, que eso es imposible,
gracias a la gran capacidad de reapropiación y neutralización de las marcas comerciales),
sino precisamente lo contrario: Benetton es quizá la marca que inaugura la maratón
contemporánea de grandes corporaciones preocupadas por asuntos sociales, ecológicos,
raciales, económicos, y, sobre todo, preocupadas por hacer ver su preocupación. Nada ha
dado más réditos al posicionamiento de largo plazo en el mercado que estas estrategias.
La campaña publicitaria de Benetton persigue entonces, siguiendo a Toscani, objetivos
aparentemente opuestos (o su objetivo principal es demostrar que no son realmente
opuestos): por un lado, usar el medio publicitario para denunciar prejuicios raciales o de
género, llamar al debate sobre la sexualidad y las enfermedades de transmisión sexual,
enfrentar al espectador con imágenes de violencia, hambruna, miseria; por otro lado,
asociar la imagen de una marca (Benetton) a esta particular “función social”, para
fortalecerla (a la marca) y, al final, claro, vender sus productos.
Desde esta perspectiva, la interesante tesis de Toscani plantea algunos retos a la
producción “anti-publicitaria”. Primero, evitar que el uso del medio se asocie a sus
mensajes convencionales, o bien abrir el espectro de estos mensajes. Luego, evitar que la
resistencia al canon o a los discursos hegemónicos se transforme en una simple estrategia
de diferenciación (como advierten insistentemente Heath y Potter). También, evitar que
el signo (de la denuncia por ejemplo) reemplace a la denuncia misma, o bien que la
espectacularidad y el corto plazo (por su fácil conversión en signo) reemplacen a las
soluciones de fondo (el caso del asistencialismo característico de las “campañas sociales”
96
de muchas marcas comerciales). En general, como se ve, se trata siempre de evitar: la
eterna paradoja contracultural.
Una de las soluciones que muchos movimientos “antipublicitarios” y “anticonsumo” han
encontrado a esta encrucijada es la especialización en asuntos muy concretos: exigir
mejores condiciones laborales en la producción de cierto producto (inevitable
redundancia), denunciar el uso de materiales defectuosos, la explotación laboral, en
suma, el papel que, todavía en los límites de la institucionalidad, cumplen los sindicatos o
las asociaciones de consumidores; la diferencia estriba, según Klein (2002), en “la
radicalidad de las propuestas [¿?] y la creatividad en las maneras de difundirlas”.
Otra práctica, más pertinente para mi argumentación, es el sabotaje sistemático de la
llamada “reputación de marca” de algunas grandes corporaciones (Nestlé, Adidas,
Danone, Nike o, por supuesto, McDonalds). A estas prácticas se las ha llamado
“brandalismo”, y van de la difusión masiva de rumores sobre, digamos, los ingredientes
de un producto, hasta reportes (en ocasiones falsos) de explotación laboral, acoso,
muertes de empleados, desastres ambientales; pasando, por supuesto, por la suplantación
de cuentas y páginas en Internet, la alteración de logotipos y logosímbolos, la alteración
de empaques y productos y un largo etcétera (Werner y Weiss 2003).
Una variante simple de estas prácticas es, de nuevo, la alusión y modificación
“ingeniosa” de frases publicitarias. Haciendo una lista superficial de las referencias a
marcas comerciales que aparecieron en los muros de la Universidad Nacional en el
último año, utilizando el recurso a la modificación del eslogan, encontramos a Master
Card (…para todo lo demás existe la revolución), Blancox (si no es blanco, es la nacho),
97
y el caso interesante de Coca-Cola, que mantiene el eslogan sin ninguna modificación
(ahora tú), pero sobre la figura de un encapuchado lanzando una botella-bomba.
La creatividad en los juegos de palabras y modificaciones sobre anuncios publicitarios
llegó a límites insospechados con el esténcil (escandalosamente sin registrar) “el efecto
oxy”, que parodia la campaña del desodorante Axe y representa un grupo de indígenas
que corren aterrorizados, haciendo alusión a los desalojos promovidos por la petrolera.
Otros esténciles como “just do it” y “eat this” juegan inteligentemente con el logotipo de
algunas marcas comerciales característicamente estadounidenses para relacionarlas con la
imagen del ataque a las torres gemelas (todo un icono de la contracultura
contemporánea).
Un graffiti como “el tiempo pasa” logra la inversión de sentido deseada gracias a que
utiliza el logotipo del diario El Tiempo. Otro esténcil modifica el logotipo de
Transmilenio para atacarlo directamente en un juego de palabras (trans-trash). Entre
paréntesis: es significativo cómo Transmilenio se ha convertido en un objeto de ataque
contracultural privilegiado, por razones bastante extrañas, entre ellas de nuevo el
problema estético (la defensa del kitsch del transporte público tradicional, por ejemplo).
98
Hay incluso una página de internet: www.transmileniosucks.net, que está enlazada en la
página de Excusado.
La publicidad, como principal escenario de producción y circulación de la cultura de
consumo, representa en sus transformaciones contemporáneas, de algún modo, las lógicas
de circulación y apropiación de referentes en la misma. Otros escenarios (las artes
plásticas, por ejemplo) han sido útiles para presentar un panorama de estas transiciones,
pero es la publicidad la que nos permite adelantar conclusiones más pertinentes respecto
del objetivo del siguiente capítulo: la definición de “cultura de consumo”.
La explosión de nociones como medios masivos, audiencia, grupo objetivo, y de
relaciones de determinación (entre el medio y el mensaje, por ejemplo: que supone que el
mensaje publicitario está restringido a los medios masivos) ha llevado a la publicidad a
pensarse en relación con estas transformaciones como un campo transversal al mercado,
la cultura y la comunicación. Esta transversalidad implica un juego de
interdeterminaciones que une prácticas aparentemente lejanas a los circuitos del mercado,
a través de las referencias más genéricas o más explicitas a la publicidad, el diseño, los
modelos mediáticos, sus discursos, sus retóricas, etcétera, que se transforman en datos de
cultura.
99
La noción de “cultura de consumo” es al mismo tiempo evidencia de la dimensión
cultural de las prácticas y los productos de consumo y una exigencia que, de algún modo,
el contexto social contemporáneo hace al mercado de consumo respecto de su
responsabilidad cultural. El asumirse como dimensión constitutiva de la cultura y por
tanto de la producción de lo social, ha significado para el campo publicitario una decisiva
postura de importantes consecuencias epistemológicas, disciplinares y políticas. Esto ha
significado transformaciones en los imaginarios y prácticas profesionales, en los objetos
de estudio e investigación, en las prácticas pedagógicas, en los espacios interdisciplinares
de la publicidad y en las relaciones de ésta con las esferas de la política, la economía, la
cultura, la sociedad y la tecnología. La inserción disciplinar en el campo de la
comunicación y el reconocimiento de su impacto en las prácticas culturales
(particularmente en la producción y circulación de referentes) y la configuración de lo
social, son dos hechos que configuran un contexto inevitable para la publicidad. Y así
mismo ese contexto marca el fin de la aproximación utilitaria de la publicidad y el
mercadeo a las disciplinas que les son relativas: existe una unidad orgánica entre el
reconocimiento de la publicidad como dimensión constitutiva de la cultura y las dos
acciones que posibilitan ese reconocimiento: el pensamiento crítico y la postura política
de transformación. La publicidad, creo, ya no podrá escoger lo primero y desechar lo
segundo.
100
4. Una definición de cultura de consumo
La asunción de la categoría “cultura de consumo” en la teoría social contemporánea es el
producto de una ardua discusión (que aún no termina, ni mucho menos) alrededor del
consumo como institución, fuerza, espacio y práctica social; discusión que incluye la
pregunta por la legitimidad del consumo como objeto de estudio (como si las ciencias
sociales debieran aceptar o rechazar objetos de estudio de acuerdo con su corrección). Es
necesario subrayar que la necesidad de asumir un objeto de estudio pasa lógicamente por
la posición relativa de tal objeto en un campo o en unos campos de interés: cuando esta
posición es inocua o accesoria, el objeto de estudio lo es. Nada de esto puede decirse
sobre el consumo, que aparece como uno de los fenómenos contemporáneos comunes a
dimensiones muy distintas de las ciencias sociales: economía, antropología, sociología,
ciencia política, psicología. Pero que, sobre todo, no es precisamente un objeto exclusivo
de las ciencias sociales.
Es previsible que un debate que no supera la definición misma de su objeto tome matices
barrocos. Uno de ellos es la inevitable asignación del “ismo” al consumo. Para entender
la importancia de este matiz puede intentarse una analogía con casos similares de
términos acosados por su “ismo”, un poco como sucedió y sucede con las categorías
modernidad y modernismo, la segunda usada normalmente para calificar a la primera en
alguno de los siguientes sentidos: (i) como un movimiento pasajero o, incluso, una moda
(aquí, el “ismo” denota arbitrariedad o accidente); (ii) como una categoría tan débil que
resulta fácil de simular (con un “ismo”); (iii) como si la segunda fuese una especie de
abuso de la primera, una forma exacerbada de la primera. En cada caso, el uso del “ismo”
101
no parece particularmente útil para comprender mejor el fenómeno que califica, como
sucede normalmente cuando un juicio de valor acecha una definición.
Zygmunt Bauman (2007), intenta una distinción que, de algún modo, se ajusta al tercer
tipo de uso enumerado arriba, pero que tiene la virtud de suponer una clasificación más
general, o de ajustarse a una clasificación más general: “El consumismo llega cuando el
consumo desplaza al trabajo de ese rol axial que cumplía en la sociedad de productores”
(p. 47). De esta distinción y definición quisiera inferir algunas ideas centrales para el
desarrollo de mi argumento a lo largo de este capítulo. En primer lugar, la idea de una
llegada del consumismo, de una aparición que supone su determinación histórica y lo
aleja ya, en ese sentido, del consumo, que puede pretenderse ahistórico en tanto función
biológica. Esto conlleva casi inevitablemente una cronología, en donde el consumismo
concluye una serie de cambios en el papel social del consumo, marcados por su creciente
importancia en la construcción de instituciones, de identidades, de movilizaciones. En
general, como el propio Bauman señala, se trata de una cronología que nos lleva de la
práctica individual a la práctica social: “A diferencia del consumo, que es
fundamentalmente un rasgo y una ocupación del individuo humano, el consumismo es un
atributo de la sociedad. Para que una sociedad sea merecedora de ese atributo, la
capacidad esencialmente individual de querer, desear y anhelar debe ser separada
(alienada) de los individuos (como lo fue la capacidad de trabajo en la sociedad de
productores) y debe ser reciclada y deificada como fuerza externa capaz de poner en
movimiento a la sociedad de consumidores” (p. 47).
Aquí se repite otro de los elementos de la distinción de Bauman que me interesa señalar:
el consumo como categoría útil en una “sociedad de productores”, y el consumismo en
102
una “sociedad de consumidores”. A grandes rasgos, esta distinción, más general, nos
conecta con una serie de teorías que considero de mayor interés que la definición-
calificación del consumo por sí misma. La idea de la asunción de una estructura social,
económica y cultural particularmente distinta a la propuesta en las sucesivas revoluciones
industriales es una constante en la teoría social contemporánea y ha dado lugar a nociones
como “capital simbólico” (Bourdieu), “valor signo” (Baudrillard), “economía de signos y
espacios” (Lash y Urry), o “economía cultural” (Fiske), de las que me ocuparé en su
momento. En todos estos casos, y también en Bauman, parecen compartirse algunas
hipótesis que apuntan a la necesidad de nuevos paradigmas interpretativos para el
consumo, más complejos, más heterogéneos, más versátiles.
El segundo problema recurrente es la designación de un sustantivo (consumismo y sus
variantes se han entendido como adjetivos) a la expresión que nombre el consumo:
sociedad de consumo, sistema de consumo, cultura de consumo, etcétera. De nuevo, esta
decisión ha sido tomada, en muchos casos, en consideración a juicios de valor que no
siempre tienen un especial valor explicativo.
Que yo use y defienda el uso de la expresión “cultura de consumo” en este trabajo no es
arbitrario, por supuesto. Creo que la utilidad del concepto estriba precisamente en que se
aparta del carácter adjetivo o calificativo de algunas de las nociones anotadas arriba, e
intenta acercarse a un análisis más pausado y contextualizado de las prácticas, sujetos y
objetos sociales que aparecen en la esfera del consumo. Específicamente, la cultura de
consumo hace énfasis en el carácter significativo de los objetos de consumo material y
simbólico, incluyendo los productos publicitarios y mediáticos. Con “significativo” me
103
refiero a que aparecen como signo de un proceso complejo más que como simple objeto
que materializa un valor de uso o de cambio. La reflexión sobre el valor-signo de los
objetos y prácticas de consumo hace posible pensar sus relaciones con los grupos sociales
más allá de la esfera económica, como en este trabajo, que se interesa por la forma en que
los referentes construidos alrededor de la cultura de consumo transitan hacía otras esferas
culturales.
Para Mike Featherstone la expresión “cultura de consumo” revela la necesidad, por una
parte, de asumir ambos objetos de estudio (la cultura y el consumo), y por otra de
pensarlos en conjunto para comprenderlos mejor. Featherstone se pregunta
(retóricamente): “Si el estudio del consumo y conceptos tales como cultura de consumo
logran abrirse camino dentro de la orientación dominante en el aparato conceptual de la
ciencia social y de los estudios culturales, ¿qué indica ello? ¿Cómo ha llegado a
concederse al estudio del consumo y de la cultura –dos cosas, dicho sea de paso,
consideradas hasta hace poco como derivadas, periféricas y femeninas, en contraposición
con el carácter central que se acordaba a la esfera más masculina de la producción y la
economía– un lugar más importante en el análisis de las relaciones sociales y las
representaciones culturales? ¿Acaso hemos entrado en una etapa nueva de organización
intra o intersocietal, en la que tanto la cultura como el consumo desempeñan un papel
más decisivo?” (2000: 12).
Para Bauman, sin embargo, habría una marcada diferencia entre cultura de consumo y
sociedad de consumo (aunque Bauman habla en realidad de “cultura consumista”):
mientras que la primera expresa una dimensión “irreflexiva” de las acciones sociales
alrededor del consumo, la segunda se refiere a un conjunto específico de condiciones de
104
existencia bajo las cuales se adopta la “cultura consumista” (2007: 77). Otros autores han
entendido este carácter “irreflexivo” como asistemático, connotativo o simplemente
abstracto (en oposición al carácter concreto de lo que expresaría el sustantivo
“sociedad”). Estas dicotomías nos pueden remitir, incluso, a los clásicos conceptos
marxianos “superestructura” e “infraestructura”, en donde el papel determinante de la
cultura como fenómeno superestructural, en tanto más abstracto resulta precisamente más
estratégico, como señalan insistentemente Gramsci y la escuela de Frankfurt: la
administración de la superestructura como una forma de asegurar a largo plazo el control
de la infraestructura. No sobra anotar que este es también uno de los principios rectores
de la teoría contracultural; como anunciaba en el segundo capítulo, las teorías del
consumo y las de la cultura y la contracultura son más cercanas de lo que parecen.
El determinismo subyacente a estas consideraciones ha sido visto contemporáneamente
como uno de los principales obstáculos para una comprensión más amplia de los
fenómenos culturales y, en este caso específico, de las prácticas de consumo. De allí que
algunos de los principales desplazamientos de la teoría social a partir de la segunda mitad
del siglo veinte hayan estado orientados a la búsqueda de sistemas de intermediación
entre las clásicas estructuras sociales marxianas.
Una de las soluciones más eficaces ha sido la introducción de un código común capaz de
abstraer unidades básicas y crear convenciones y modelos útiles a la reconfiguración
teórica de las prácticas concretas. Por supuesto, el código privilegiado ha sido el código
lingüístico y, por tanto, el paradigma privilegiado de interpretación ha sido el
semiológico. Tal vez, progresivamente, el interés por la forma en que el código permitía
105
comprender un fenómeno ha sido desplazado por cierto interés por la comprensión misma
del código; y esto supone, para el caso que nos interesa, una simple sustitución de
términos que, de cualquier forma, nos instala de nuevo en una dicotomía: la sociedad
como significante, la cultura como significado. Sin embargo, esta aparente tautología
encierra algunos avances importantes: en primer lugar, las oposiciones semiológicas han
alcanzado un notable grado de sofisticación, caracterizado por su resistencia a aparecer
como cualidades intrínsecas de un elemento; vale decir, que significante y significado no
son partes inalienables de una unidad, tanto como funciones posibles de las distintas
formas de dividir tal unidad. Esto supone, en la analogía que intento seguir, que un
fenómeno social o cultural puede cumplir una función super o infraestructural,
independientemente de su naturaleza, con arreglo a un contexto y una coyuntura
particulares. Así, la función de significado, o significativa, es en realidad una potencia o,
si se quiere, una dimensión de todo objeto social en la que puede decidirse hacer énfasis o
no. Luego, las numerosas dicotomías en que se abre la dicotomía básica de significación
admiten siempre nuevas divisiones en el interior de las unidades de análisis. En este caso,
el consumo, por ejemplo, en su función significativa en el plano de la cultura, puede
fraccionarse a su vez, según el valor explicativo de la nueva división, como en el
siguiente argumento de Alonso:
“En las sociedades occidentales contemporáneas, las prácticas de consumo ocupan el eje
fundamental de proceso de articulación entre la producción [significante] y la
reproducción [significado] social. Sin embargo, el consumo ha tenido, paradójicamente,
un lugar relativamente periférico (por pasivo y sobredeterminado) en la discusión política
contemporánea. Por ello, es necesario apostar por una visión teórica que se proyecte
106
sobre el campo concreto (y complejo) de las prácticas adquisitivas reales [significante]
como en la lucha por el reconocimiento cultural en sus contextos institucionales de
referencia [significado]” (2005: 29).
De esta manera, las dicotomías semiológicas responden a la doble necesidad de clasificar
y matizar la clasificación, de jerarquizar y relativizar. Así, la cultura de consumo asume
también la dimensión social de la producción en los mercados de bienes, pero no
únicamente como un aspecto concreto de la infraestructura, sino más bien como la
concreción de ciertos aspectos de la superestructura.
Por supuesto, la utilidad del paradigma semiológico no se limita a un trabajo de re-
clasificación. Al reconocimiento de la dualidad de un fenómeno sigue, como afirma
Baudrillard, el reconocimiento de su reversibilidad. La comprensión de unidades teóricas
como funciones y no como características de los objetos sociales es primordial en este
sentido. La reversibilidad básica de las funciones semiológicas supone que no sólo los
significantes producen significados, sino también, y esto es precisamente lo que me
interesa señalar respecto de la lectura de la cultura de consumo, los significados producen
significantes.
El reconocimiento de este simple axioma es tal vez uno de los giros fundamentales de las
ciencias sociales en la segunda mitad del siglo veinte. Al aceptar la capacidad que tienen
los cuerpos de significados de producir nuevos significantes se rompe al fin el círculo
vicioso de la materialidad, en donde sólo lo concreto puede afectar a lo concreto en
términos “objetivos”. Este círculo es evidente en la economía política marxiana y sus
derivadas que, como se ha insistido, suponían a la producción como la única fuerza
objetiva de la economía, y al consumo como un simple reflejo condicionado. Tal énfasis
107
en la producción de bienes materiales intentó ser matizado (o bien, extrapolado y
radicalizado) por la Escuela de Frankfurt a través de la noción de “industria cultural” (no
“consumo cultural”, categoría que solo aparecería posteriormente), y digo que se trata de
un matiz dado el interés que supone por bienes simbólicos o, en general, inmateriales. Sin
embargo, esta inmaterialidad de los bienes económicos no fue tomada suficientemente en
serio hasta la consolidación de categorías como “capital simbólico”, que acepta su
acumulación, administración y, precisamente, capitalización. En todo caso, el círculo de
la producción estaba apuntalado firmemente en las bases de la economía política, y se
necesitaría incluso de una revisión profunda de la teoría del valor para romperlo.
Jean Baudrillard (1974b) fue uno de los principales defensores de una reconfiguración de
la teoría clásica del valor económico. Para él, la tradicional oposición entre valor de uso y
valor de cambio resultaba a todas luces inútil en el panorama contemporáneo,
especialmente por la imposibilidad de hallar un sistema de equivalencias (el valor de uso
había dejado de dictar el de cambio) relativamente objetivo. De allí la propuesta de
pensar un tercer tipo de valor económico, el valor signo, y una variante que interviene en
la producción de valor pero no es valor en sí mismo: el intercambio simbólico. Mientras
el valor de uso se rige por la lógica de la práctica y la funcionalidad, y el de cambio por la
lógica de la equivalencia, el valor signo se caracterizaría por seguir una lógica de la
diferencia: es decir, que un objeto económico adquiere valor signo en razón de su
diferencia (significativa) con otros objetos económicos, y lo pierde en razón de su
indistinción; en el mismo sentido en que las palabras adquieren valor cuando nombran
algo que otras palabras no, y lo pierden cuando sucede lo contrario. Luego, el
intercambio simbólico introduciría una lógica de la ambivalencia, al resistirse a la
108
cuantificación del valor de cambio; la oposición equivalencia/ambivalencia se resolvería
(arbitrariamente) en la construcción estratégica de la diferencia señalada en el valor
signo. La propuesta general indica que todo objeto económico puede ubicarse en los
cruces de estos cuatro factores (1974b: 56). Esta exposición sucinta de la propuesta
baudrillardiana es sin duda insuficiente como presentación de la teoría del valor signo,
pero suficiente para señalar, en este contexto, la crítica del énfasis en la producción y la
introducción de variables semiológicas en el análisis económico. Esto significa un avance
considerable en la consolidación de la cultura de consumo como categoría; como
Baudrillard afirma, es precisamente el papel del consumo lo que está en juego en este
debate:
“Es, pues, vano confrontar, como se hace en todas partes, consumo y producción para
subordinar el uno a la otra o recíprocamente, en términos de causalidad o de influencia.
Porque se comparan de hecho dos sectores heterogéneos: una productividad, es decir, un
sistema abstracto y generalizado del valor de cambio, y una lógica, un sector, el del
consumo, concebido por entero aun como el de motivaciones y satisfacciones concretas,
contingentes, individuales […] Por el contrario, si se concibe el consumo como
producción de signos, está también en vías de sistematización sobre la base de una
generalización del valor de cambio (de los signos), entonces las dos esferas son
homogéneas, pero, a causa de esto, no comparables en términos de prioridad causal, sino
homólogas en términos de modalidades estructurales. La estructura es la del modo de
producción” (1974b: 81).
En definitiva, y como ya había señalado en La sociedad de consumo (1974a), que el
consumo es precisamente el modo de producción privilegiado de la economía
109
contemporánea, el lugar en que se administra y se invierte la principal fuerza de trabajo,
y, por lo tanto, estructuralmente similar a la producción en las teorías económicas
modernas. Así, para Baudrillard, la economía política de la producción debe dar paso a la
del consumo, dado que éste es la principal función económica de las personas, es el
trabajo que se les exige, su capacidad de producción se está centrando en su capacidad
consumidora, y en este sentido también están siendo alienadas. Es claro, por ejemplo, que
los centros comerciales impulsan, actualmente, una circulación de capital (financiero y
simbólico) mucho más importante que cualquier fábrica. O bien, hablando precisamente
de la capitalización del valor signo, es claro que el precio del buen nombre de una marca
comercial (los derechos sobre su propiedad intelectual) puede ser mayor que el de toda la
reserva física de sus mercancías.
Esta crítica del círculo material de la producción anuncia debates en otros órdenes: la
denuncia de lo que Baudrillard llama “el mito del valor de uso” impulsa una fuerte
discusión sobre la teoría de las necesidades, hasta entonces radicalmente biologista e
ingenuamente conductista desde la psicología. La paradigmática “pirámide las
necesidades” popularizada por Abraham Maslow (y sus múltiples variantes) no hacían
más que redundar en el esquema simplista de la economía clásica según el cual el valor
de uso se instaura naturalmente y precede siempre al valor de cambio, y en donde,
además, los factores antropológicos y psicológicos se reducen a una búsqueda de estatus
lineal y estandarizada que es casi una caricatura de la sociedad industrial. La propuesta de
Baudrillard, leer la famosa pirámide de forma invertida, resulta pertinente a los
argumentos que, en su desarrollo, definen y justifican la idea de la cultura de consumo.
110
La inversión de la pirámide de las necesidades es, al tiempo, inversión de la relación
tradicional significante/significado o, más exactamente, de la relación entre materialidad
e inmaterialidad. Si la lectura tradicional insistía en la exigencia de cubrir ciertas
necesidades “primarias” (también llamadas, más radicalmente, “reales”) como condición
de posibilidad de acceder a las “superiores” (o, en otros lugares, “sociales”, e incluso “del
espíritu”); la lectura invertida hace notar que el acceso a las segundas hace posible,
precisamente, el aseguramiento de las primeras. En otras palabras, que el acceso a ciertas
esferas culturales, por ejemplo, hace posible el de las esferas económicas; que es el
capital simbólico, en muchos casos, el que hace posible la producción de capital
financiero; que, digamos, un nivel educativo superior (en una institución de
reconocimiento simbólico) hace posible un empleo análogo y, luego, el cubrimiento
sostenido de las necesidades “primarias”, y no a la inversa. Empezando desde el fondo de
la pirámide es simplemente imposible el ascenso. Lo material no produce ya a lo
inmaterial, sino que sucede precisamente lo contrario, de modo que las llamadas
necesidades “sociales” (la de distinción, por ejemplo) son, en realidad, básicas.
Entre paréntesis: Baudrillard insiste en que todas estas tesis se deben a la lectura atenta
del economista y sociólogo estadounidense Thorstein Veblen (1857-1929), quien es,
precisamente, para Featherstone y otros defensores de la noción de cultura de consumo,
el primer teórico en avanzar en la crítica del carácter asociológico de la economía
moderna. Tal vez, uno de los aportes más interesantes de esta discusión es la
recuperación de las teorías de Veblen, especialmente las contenidas en su Teoría de la
clase ociosa (1899). Respecto del tema que nos ocupa, Veblen propone allí la distinción
entre ciertas prácticas de consumo, como el llamado “consumo vicario” (que da estatus
111
no al consumidor sino a un tercero, que tiene poder sobre el consumidor) o el “consumo
conspicuo” (que da estatus no por su valor de uso sino precisamente por su inutilidad),
entre otros. Esta clasificación de prácticas de consumo asociadas al lujo o, más
estrictamente, al ocio (el revés de la producción, precisamente, y por tanto la base del
consumo), está cruzada transversalmente por una serie de tesis que se anticipan a muchas
de las teorías contemporáneas sobre el consumo, especialmente aquellas que afirman la
capacidad del capital simbólico para producir capital económico.
La afirmación de esta idea ha llevado, consecuentemente, a confirmar la importancia de
conseguir y acumular capital simbólico, y tal importancia comporta, casi inevitablemente,
dificultad. Lo que ha demostrado insistentemente Bourdieu es precisamente que
conseguir capital simbólico es difícil porque está limitado, monopolizado, protegido,
etcétera, y por eso el consumo “cultural” o de signos puede ser más importante que el
“general” o de bienes. O, en realidad, ambos tipos de capital, ambos tipos de producción
y ambos tipos de consumo están profundamente imbricados, son casi indistinguibles, y
cada vez más:
Featherstone afirma que el llamado “consumo general” (término que intenta distinguirse
del llamado “consumo cultural”; distinción que precisamente busca separar el consumo
de significados del de significantes) “no puede separarse de los signos y la imaginería
culturales”, en tanto funciona sobre el supuesto reconocimiento de marcas comerciales,
logotipos, frases publicitarias, personajes mediáticos que aparecen como patrocinadores,
pero también de imágenes de la cultura popular, alusiones a la “vida cotidiana” (2000:
167). Lo mismo puede decirse del llamado consumo cultural, que no puede separarse de
la materialidad y la reducción al valor de cambio. La producción cultural entra en el
112
ámbito de la mercancía a la misma velocidad que la mercancía se transforma en dato de
cultura.
En el sentido en que Bourdieu habla de “capital simbólico”, Baudrillard de “valor signo”,
o Lash y Urry de “economías de signos y espacios”, Fiske habla de una economía
financiera (que hace circular la riqueza) y una economía cultural (que distribuye
significados y placeres). De esta distinción, y de las posibles transiciones entre sus partes,
Fiske saca algunas conclusiones que resultan útiles aquí, particularmente la siguiente:
“En el trasvase de la esfera de la economía financiera a la economía de la cultura el
consumidor se convierte en productor de significados. La mercancía original (un anuncio
vendido por una agencia a un anunciante, por ejemplo) es en la economía cultural un
texto y en esta economía no hay consumidores, sino solamente expendedores de
significados” (citado por Rodríguez y Mora, 2002: 222).
Esta idea (que no hay ya consumidores sino productores de significado, es decir, en
último término, productores) puede extrapolarse a tipos y prácticas de consumo
aparentemente alejados de la producción cultural (o, al menos, de la producción de la
cultura hegemónica). Esto, por un lado, contradice la idea (ya bastante débil, por cierto)
del consumidor pasivo (análogamente a la del espectador o receptor pasivo), pero
especialmente abre la pregunta por el tipo de funcionamiento de estas “producciones de
significados” que, si bien pueden entenderse como prácticas de resistencia del
consumidor frente a los significados pretendidamente hegemónicos del mercado, también
aparecen, en no pocas ocasiones, como construcciones subordinadas que fortalecen,
incluso sin quererlo, estrategias mercantiles. Fiske, sin embargo, se interesa únicamente
por la primera posibilidad, la producción de significados desde el consumidor como
113
práctica de resistencia o, más específicamente, según la propia terminología de Fiske, de
“excorporación”:
“La excorporación es el proceso por el cual los subordinados hacen su propia cultura a
partir de los recursos y mercancías que provee el sistema dominante, y esto es central
para la cultura popular, porque en una sociedad industrial los únicos recursos a través de
los cuales los subordinados pueden construir sus propias subculturas son los
suministrados por el sistema que los subordina” (Fiske: 15)
Featherstone, abusando nuevamente de las preguntas retóricas, plantea, con todo, algunas
dimensiones del problema de la construcción cultural a partir de referentes de consumo
que trascienden la idea de la excorporación, en tanto advierten sobre algunos riesgos que,
desde el examen de la contracultura, ya he tratado ampliamente en el segundo capítulo:
“¿Usan los individuos los bienes de consumo como signos culturales a la manera de una
asociación libre, para producir un efecto expresivo en un campo social en el que las viejas
coordenadas están desapareciendo con rapidez? ¿O puede el gusto seguir siendo leído de
manera adecuada, ser socialmente reconocido o relevado dentro de la estructura de clase?
¿El gusto todavía clasifica al clasificador? ¿La afirmación de un movimiento superador
de la moda representa meramente una movida dentro del juego y nunca fuera de él, una
posición dentro del campo social de los estilos de vida y las prácticas de consumo que
puede correlacionarse con la estructura de clases?” (Featherstone: 143).
Muchos teóricos sociales ven en la “cultura de consumo” nada más que una versión
edulcorada y complaciente de la “sociedad de consumo”, pero la verdad es que la primera
es una herramienta crítica para estudiar el consumo mucho más eficaz, en tanto admite la
condición superestructural del consumo y lo ubica, por tanto en un plano más complejo
114
que allí dónde la sociedad de consumo, todavía sostenida por el mito moderno de la
producción como eje de la economía política, lo ponía.
La idea de la cultura de consumo admite, por ejemplo, que las prácticas de consumo no se
limitan a la esfera del consumo de bienes y servicios, al consumo de productos: se
extiende, de una manera cada vez más importante, hacia el consumo de mensajes. La
publicidad no es solo un medio para anunciar un producto: es ella misma un producto. No
sólo por ser el objeto de intercambio económico entre agencias de publicidad,
anunciantes y medios de comunicación (para nombrar únicamente a los tres actores más
visibles de la transacción) y por tanto la mercancía de una gran industria relativamente
autónoma, sino porque su propia consecución, el acceso a ella, debe ser considerado
también una suerte de intercambio económico. De algún modo, el consumidor siempre
paga por la publicidad que ve, que consume, precisamente. Incluso, la especialización
mediática y la de los grupos objetivo de mercado ha llevado al negocio publicitario a usar
formatos del tipo “pague por ver”: pague por ver mejor publicidad, o publicidad de su
interés específico, etcétera. Y estas no son, aún, todas las razones por las que los
mensajes de la cultura de consumo deben ser considerados mercancía: Rodríguez y Mora
ofrecen una, a mi parecer, más poderosa que las anteriores:
“Del mismo modo que el objeto incluye fatalmente entre sus funciones la de funcionar
como signo (de un uso, de una forma, de un ser, de un estatus), la publicidad, que es
signo, no puede dejar por ello de ser a la vez objeto. Es decir, la publicidad también se
consume como objeto cultural y estético, la publicidad tiene una materialidad fruitiva, no
sólo es intermediario entre el objeto (producto o servicio) y su consumidor (que lo
adquiere o contrata)” (2002: 216).
115
Así, a la noción de cultura de consumo se suma el “consumo de mensajes” como
mercancías, en un sentido distinto del que acepta la noción de consumo cultural, en dónde
mensaje y mercancía mantienen una prudente distancia. De hecho, el “consumo de
mensajes” es, en realidad, el campo específico de la cultura de consumo que me interesa,
puesto que allí se centra la movilización de referentes y su apropiación y transformación
(un proceso que no se desarrolla ni se deconstruye tan fácilmente en el consumo de
bienes y servicios). Este tipo de consumo es la base del mercado de referentes culturales,
mediado por la publicidad y todas las variantes mediáticas asociadas a la farándula y el
espectáculo, pero especialmente movido por el uso que los propios consumidores hacen
de tales referentes, transformándolos en mitos, o en ejes de sus propias experiencias, o en
marcas generacionales o de clase, etcétera. Ese mercado de referentes culturales es el
espacio de la cultura de consumo que se cruza contemporáneamente de una manera más
evidente con muchas prácticas contraculturales.
¿Qué es pues, en definitiva, la idea de la cultura de consumo? Básicamente, el
reconocimiento de la dimensión cultural del consumo (es decir, su dimensión
significativa, y la afirmación de la capacidad de los significados para producir
significantes); el reconocimiento de la circulación y la capitalización de los bienes
simbólicos; el reconocimiento de la inmaterialidad como dimensión constitutiva del
intercambio económico; el reconocimiento de la función comunicativa de las mercancías,
y de la función mercantil de los mensajes (no como un proceso de mercantilización,
como se ha visto desde las nociones de consumo cultural o industria cultural). El
tratamiento, quizá, de un objeto (el consumo), desde una perspectiva (la cultural) que
116
permite cierta reversibilidad (la cultura como objeto, el consumo como perspectiva) y,
por qué no decirlo, cierta ambigüedad, bastante útiles para examinar fenómenos como el
que ocupa este trabajo.
117
5. La cultura de consumo como contracultura
Vuelvo, entonces, al principio. Cuando, en el primer capítulo, describía las prácticas de
intervención gráfica del espacio público, y las caracterizaba como contraculturales,
apuntaba ya el argumento que más tarde aparecería bajo el término “excorporación”, en
el cuarto capítulo, y que seguramente aparece de otras diez maneras a lo largo del trabajo:
la capacidad de apropiarse las estrategias de construcción y circulación de los mensajes
de la cultura hegemónica, y explícitamente de la cultura de consumo hegemónica, para
construir mensajes nuevos, que pueden calificarse, con arreglo al contexto, como
“contraculturales”.
Para ilustrar, de nuevo, las posibilidades de la excorporación, y articularlas al paradigma
intertextual de análisis, voy a centrarme en el ejemplo de la serie de graffitis que
replicaban (¿ironizaban?) la campaña publicitaria de Movistar, la compañía de teléfonos
celulares, y que aparecieron en la Universidad Nacional a finales del año 2005. En ellos
se leía: “espéraMe…”, con la letra “M” resaltada en color rojo. Movistar utilizó el mismo
término (espérame) en su campaña de expectativa, poniendo el acento sobre la M, en
color verde, que a su vez es el logotipo de la marca.
La verdad, nunca supe qué anunciaban estos graffitis (que también, como en Movistar,
pretendían atrapar al espectador en esa elipsis). Pero lo que me interesa en este asunto es
la apelación a un mensaje publicitario, que aparece en medios masivos, para la creación
de un mensaje, en principio, “no-publicitario”. Esta construcción intertextual supone la
exigencia que se hace al lector de reconocer la cita o la alusión (a la campaña de
Movistar, en este caso), de diferenciar los géneros textuales en juego (architextualidad),
118
de ubicar el texto en un contexto específico –y diferenciar los contextos–
(paratextualidad) y de comprender la intención de quién emite el mensaje (Genette 1989;
Rodríguez y Mora 2002).
Cabe preguntarse ¿por qué usar ese intertexto y no otro?, ¿en qué sentido la alusión a
Movistar podía aportar algo a lo anunciado por el graffiti? En este caso la respuesta
parece clara: la importancia del intertexto es su capacidad para facilitar el
reconocimiento. De este modo, quienes planearon la estrategia de comunicación de la M
roja en la Universidad Nacional comprendieron la eficacia de la campaña de Movistar
(basada especialmente en la redundancia y la tautología) y decidieron utilizar la
referencia y transformar algunos elementos esenciales: el color de la M, la tipografía y
sobre todo, por supuesto, el medio y el formato. En el fondo, lo que este caso pone de
manifiesto es una dinámica de apropiación de los mensajes publicitarios en esferas
culturales aparentemente alejadas del consumo y de los medios masivos. No se trata
únicamente de la referencia formal; la propia estructura de los mensajes está determinada
por lógicas publicitarias: la elipsis en la frase (¿esperar a quién, a qué?), el uso de los
puntos suspensivos, denotan claramente una estrategia retórica de expectación, que
además se repite sistemáticamente, en distintos lugares, constituyendo una “campaña de
expectativa”. De modo que uno puede preguntar, incluso, ¿hasta qué punto determina el
discurso publicitario la capacidad de producción intertextual de la cultura (contracultura)
en que participa?
Algunas teorías de la intertextualidad insisten en el carácter de reciprocidad que está en la
base de todo ejercicio transtextual: la “cita” transforma el “original” tanto como el
original a la cita; o bien, la referencia transforma al texto que la trae tanto como sucede a
119
la inversa. Sin embargo, es evidente la necesidad de examinar cada caso de
intertextualidad particularmente para comprender su funcionamiento singular, medir la
intensidad de cada transición y contrastar los objetivos con los resultados.
En cualquier caso, vale la pena reseñar algunas generalidades de las teorías de la
intertextualidad, recordando especialmente que éstas han sido consecutivamente
extendidas a campos de la cultura distintos del literario (al que se debe), hasta el punto en
que la confusión sobre sus límites y posibilidades exigió una sistematización más
compleja que la que podían ofrecer las dicotomías estructuralistas, y menos radical que la
hermenéutica post-estructural. En este punto la discusión es amplia y no parece sensato
tratarla extensamente en este momento. Me concretaré a reseñar un episodio importante
de este proceso de sistematización de la intertextualidad: la clasificación de Gerard
Genette.
Según Genette (1989), hablar de inter-textualidad no resulta suficiente para explicar las
complejas redes referenciales que componen un texto: un inter-texto sólo puede
entenderse como una cita o alusión, aunque bien puede ser directa (material), o indirecta
(estructural); sin embargo, esta categoría no da cuenta de las referencias construidas
recíprocamente con otros textos, o de los textos potencialmente incluidos en otros (como
sugería la teoría de la diseminación de Derrida, 1975), o de las referencias que el texto
hace a sí mismo, a su propia construcción. Así, Genette decide retomar la noción de
transtextualidad, utilizada antes por Kristeva (1978), y ampliar su acepción como “el
conjunto de categorías generales o trascendentes –tipos de discurso, modos de
enunciación, géneros literarios, etc.- del que depende cada texto singular” (Genette: 1989:
9). De este modo, la intertextualidad, como intercambio material o estructural de
120
elementos textuales, es sólo una posibilidad entre otras para la transtextualidad. Para
hacer posible esta tipificación, Genette decide utilizar la noción de género, que le permite
diferenciar los textos o los conjuntos de textos que entran en una relación transtextual: en
el género literario es clara la delimitación entre la narrativa, la poesía o el drama; pero las
referencias literarias son cada vez más extragenéricas: al género cinematográfico,
periodístico, etcétera. En el primer caso, es decir, para las referencias intragenéricas,
hablamos de metatextualidad; en el segundo de intertextualidad. Luego, para el caso en
que un texto defina cierto género textual, señalando sus márgenes, sus características,
hablamos de paratextualidad. El ejercicio de diferenciación y reconocimiento entre
géneros (en dónde se acaba la publicidad y empieza la contracultura) es denominado
architextualidad. Y, finalmente, para el caso en que un texto remita a otro, como una
conexión transitoria pero necesaria, y en donde la conexión es recíproca y virtualmente
ilimitada, Genette habla de hipertextualidad.
Evidentemente, esta breve relación de los tipos transtextuales no pretende ser una
definición, únicamente quiere denotar las posibilidades de transformación y negociación
de los textos y los géneros, para subrayar, nuevamente, la legitimidad de la inclusión del
discurso publicitario (como género) en esta perspectiva de estudio, y, por lo tanto, de la
cultura de consumo (como campo).
Luego, el ejercicio intertextual que examino aquí es un conjunto de prácticas de
intervención en los espacios públicos urbanos (graffiti, esténcil, mural, cartel, etcétera)
que aparece como un reto para ciertos paradigmas de lectura y escritura, en tanto textos
que son, casi inevitablemente, intertextos:
121
“En tanto escritura esencialmente fragmentaria, el graffiti forma parte de los complejos
entramados culturales que se construyen en el medio urbano, en un ir y venir entre los
textos escritos en la pared y otros textos que circulan en el espacio social. Fragmentos de
discursos que provienen del ámbito de la política, la coyuntura económica, el mundo del
espectáculo, la literatura, el fútbol, los medios de comunicación, la escuela, etc.,
constituyen el material que se presenta reelaborado en los graffitis de la ciudad” (Gándara
2002: 111)
La hipótesis de fondo según la cual estas intervenciones pueden entenderse como textos
(unidades de sentido) supone también la posibilidad de leer tales prácticas y objetos
culturales, y esta lectura supone, a su vez, una cierta sistematización, una clasificación de
unidades discretas (signos), métodos particulares de interpretación. Más allá de la
constatación de su naturaleza textual (o de su perspectiva textual posible), estas
intervenciones sugieren una serie de preguntas sobre la ampliación de las nociones de
lectura y escritura y de su utilidad para las ciencias sociales.
La ampliación de la noción de texto trae consigo paradojas inevitables. Cuando se decreta
la textualidad de toda producción de sentido la tautología acecha. ¿Qué definición de
texto supone esta operación?, ¿y qué definición de sentido? El riesgo de definir uno por el
otro no es sólo un problema lógico. La elección de la categoría texto para interpretar
fenómenos heterogéneos no puede ser gratuita: hay un evidente sesgo disciplinar y
cultural que subyace a la hipótesis semiológica que, como sabemos, es en principio una
hipótesis lingüística. La inclusión de imágenes, espacios, gestos, objetos y acciones en
estas teorías, es el producto de complejas y a menudo forzosas extrapolaciones. El
paradigma del texto que subyace a la semiología, por ejemplo, está ligado a la llamada
122
“alta cultura” de la Europa decimonónica. De allí que el texto por antonomasia, en la
lógica misma de estas teorías y sus métodos, sea el texto literario.
Sobre el modelo del texto literario parecen recortarse los principales presupuestos
hermenéuticos de estas lecturas ampliadas. Como si la producción textual fuera siempre
un epígono de la producción literaria, y la producción de sentido un epígono, a su vez, de
la producción textual. De modo que, insisto, la paradoja es inevitable. ¿La literatura,
como género, ha subsumido al texto? Deleuze ha dicho que la filosofía no es más que un
género literario, Lyotard afirma lo propio sobre el discurso científico. Cuando Roland
Barthes pretende usar radicalmente la hipótesis semiológica en toda estructura de sentido
(la moda, la comida, la ciudad), regresa insistentemente a la analogía con los
procedimientos textuales literarios: las estrategias retóricas, la narratividad, los roles, la
temporalidad. Claro que el propio Barthes es consciente de esto: en un texto al que
volvere luego, en donde piensa la ciudad como objeto semiológico, advierte que el
verdadero reto es hablar, sin metáfora, del lenguaje de la ciudad, o del lenguaje del cine
(2003: 16). Y dejar la metáfora significa, en un primer momento, insistir en el orden del
significante, de la materialidad.
Esta coyuntura es un problema clave para quienes queremos pensar otros objetos desde
las nociones ampliadas de texto o de lectura. La sociología de la literatura, al intentar
invertir estas relaciones (la literatura debe ser su objeto y no su método), nos ayuda a ver
el asunto desde una nueva perspectiva:
“Para algunos, el vínculo de algo tan elevado como la literatura con algo tan prosaico
como la sociología es espurio. Para otros, la ofensa es inversa: ¿cómo aplicar la categoría
científica de sociología a algo tan inefable como la literatura? Una de las ideologías más
123
arraigadas en sociedades como la nuestra sostiene que la cultura y, desde luego, la
literatura son independientes de las formas sociales, ya que se sitúan en un plano único,
más allá de la historia, de la política y de la sociedad. Pero, fuera de esos extremos, el
hecho es que la literatura, como estructuración formal de los significados y de los valores
de una sociedad que usa como medio de expresión una práctica social, la lengua, no
puede quedar muy distante de una sociología cuyo objetivo es una comprensión
interpretativa de la acción social” (Cevasco 2002: 161).
Hay que subrayar la definición de literatura anotada arriba, porque, a mi parecer,
precisamente logra determinarla como texto, y no a la inversa. Ahora, abandonar el texto
como metáfora, como propone Barthes, supone también repensar lo que entendemos por
lectura. Hoy es casi un lugar común hablar de leer (como metáfora): leer los labios, los
ojos, leer el tarot, las estrellas, leer entre líneas. Pero en esta imagen del mundo como
texto, en esta metáfora, habría que dar lugar también a la escritura, pensar en la escritura
como un problema análogo al de la lectura: ¿quién escribe, cómo, con qué?, ¿es un
escritor o escritora quien hace gestos?, ¿el o la que se viste?, ¿el o la que cocina?, ¿quién
escribe el tarot?
O más genéricamente, ¿cómo se escriben aquellos textos no textuales, no literarios, que
decimos leer, que pretendemos leer? Por supuesto, a esta pregunta por la escritura se le
opondrán inmediatamente las teorías de la intertextualidad, la producción social, la
“muerte del autor”. Y no es gratuito que estas teorías hayan sido desarrolladas
simultáneamente a la ascensión del omni-lector: el lector o lectora que no sólo lo lee
todo, sino que además lo produce al reinterpretarlo, resignificarlo, apropiarlo. Sin
embargo, la pregunta sigue siendo legítima: ¿cómo entender entonces la escritura? Si
124
todas estas lecturas son también, por definición, escrituras, tendríamos que pensar en
cómo distinguirlas, clasificarlas, pensarlas.
Por el momento, propongo distinguir las escrituras a partir de una dicotomía básica, que
puede resultar útil para empezar a ordenar estas cuestiones. Esta dicotomía parte de la
relación necesaria entre una escritura y un soporte, un soporte significante, material.
Mientras algunos soportes pueden llamarse “neutros”, por su ductilidad ante la voluntad
del escritor o escritora, porque no oponen resistencia ante la escritura, otros pueden
llamarse “dinámicos”, por su carácter transitivo, ocasional, porque pueden resistirse a la
escritura, porque son más intertextuales o susceptibles al palimpsesto. Entre los primeros
el ejemplo antonomástico es la hoja en blanco; entre los segundos, la ciudad.
Escribir (en) la ciudad significa enfrentarse a un soporte dinámico y, por lo tanto, se trata
de una negociación constante entre el soporte y la escritura. La ciudad ha sido leída al
menos desde Baudelaire, pasando por Benjamín, por el propio Barthes, por De Certeau.
Leer la ciudad puede entenderse como leer sus espacios, sus recorridos, leer los avisos
publicitarios, las señales de tráfico, los carteles, los tableros del transporte público, leer a
los otros transeúntes. Pero muchas de estas lecturas no han sido pensadas como escrituras
también
La ciudad como soporte de escrituras múltiples pone en juego también una serie de
relaciones de poder, de legitimidad, de visibilidad. De la valla publicitaria, para la que el
soporte está reglamentado e institucionalizado (agencias, anunciantes, tiempos,
presupuestos, ubicaciones estratégicas, estudios de mercados), al graffiti político,
aparentemente al otro lado de este espectro, para el que la calle es un soporte que opone
resistencia, es un soporte ilegal, ajeno, que se supone violentado por la escritura. Las
125
intervenciones de sentido en el espacio público reproducen estas posiciones en un
constante juego intertextual, metatextual, se disputan la atención del lector o lectora. En
estas escrituras se trata siempre de escribir sobre un soporte ya escrito; y esta reescritura
de los soportes dinámicos es también doble: no sólo es un juego de referencias sino,
además, una negociación de prácticas, espacios, lecturas, lectores, lectoras.
En el texto que citaba arriba, Barthes escribe: “El mejor modelo para el estudio semántico
de la ciudad será provisto, creo, por lo menos al principio, por la frase del discurso. Y
encontramos acá la vieja intuición de Victor Hugo, la ciudad es un escrito; el que se
desplaza por la ciudad, es decir, el usuario de la ciudad, es una especie de lector, que
según sus obligaciones y desplazamientos toma fragmentos del enunciado para
actualizarlo en secreto. Cuando nos desplazamos en una ciudad estamos en la situación
del lector de los cien mil millones de poemas de Queneau, donde se puede encontrar un
poema diferente cambiando un solo verso” (2003: 19).
Esta reconfiguración constante del sentido tiene sin embargo huellas significantes, como
marcas en el texto, anotaciones de los lectores y las lectoras en los márgenes de la página.
Las intervenciones gráficas y textuales en la ciudad pueden leerse en ese sentido, como
transgresiones retóricas, juegos de sentido, reelaboraciones de un texto escrito por
millares de escritores. A propósito de esto, Michel de Certeau ha señalado que “los
caminos de los paseantes presentan una serie de vueltas y rodeos susceptibles de
asimilarse a los giros y figuras de estilo. Hay una retórica del andar. El arte de
transformar las frases tiene como equivalente un arte de transformar los recorridos. Como
lenguaje ordinario, este arte implica y combina estilos y usos” (1996: 112). Y a la
desviación retórica, por supuesto, corresponde un conjunto de normas lingüísticas y
126
discursivas: “El espacio geométrico de los urbanistas y los arquitectos parecería
funcionar como el sentido propio construido por los gramáticos y los lingüistas a fin de
disponer de un nivel normal y normativo al cual referir la desviaciones del sentido
figurado” (De Certeau 1996: 113).
Aquí, la distinción entre el sentido propio y el figurado pasa por las prácticas del espacio,
sus lecturas y escrituras, los códigos y las cánones que las limitan y los modos de
transgredirlos, de evadirlos, de transformarlos, de escribir en sus límites. De Certeau
distingue las nociones de espacio y lugar, en donde nosotros podemos pensar de nuevo el
paradigma textual: “Un lugar es el orden (cualquiera que sea) según el cual los elementos
se distribuyen en relaciones de coexistencia. Ahí, pues, se excluye la posibilidad para que
dos cosas se encuentren en el mismo sitio […] El espacio es un cruzamiento de
movilidades; el espacio es al lugar lo que se vuelve la palabra al ser articulada, es decir,
cuando queda atrapada en la ambigüedad de una realización […] A diferencia del lugar,
carece de la estabilidad de un sitio propio. En suma, el espacio es un lugar practicado”
(De Certeau 1996: 129). Esta distinción, decía, puede aplicarse a la ciudad como texto: la
lectura tiene la lógica del lugar, aunque sea siempre un lugar provisional; la escritura, en
cambio, tiene la lógica del espacio: es una lectura practicada, una lectura significante, la
huella material de una cierta lectura de la ciudad.
Finalmente, otra propuesta de De Certeau puede sernos útil para cerrar, por ahora, estas
preguntas por la escritura de y en la ciudad: mientras algunas escrituras tienen un lugar
propio (la publicidad, la señalización oficial), otras deben buscar su lugar, crear su lugar,
o, más exactamente, su espacio. Es la distinción entre las estrategias y las tácticas: “La
estrategia postula un lugar susceptible de circunscribirse como un lugar propio y luego
127
servir de base a un manejo de sus relaciones con una exterioridad distinta. La
racionalidad política, económica o científica se construye de acuerdo con este modelo
estratégico. Por el contrario, la táctica es un cálculo que no puede contar con un lugar
propio, ni por tanto con una frontera que distinga al otro como una totalidad visible. La
táctica no tiene más lugar que el otro […] Debido a su no lugar, la táctica depende del
tiempo, atenta a aprovechar las posibilidades. Lo que gana no lo conserva. Necesita
constantemente jugar con los acontecimientos para hacer de ellos ocasiones. Sin cesar, el
débil debe sacar provecho de fuerzas que resultan ajenas” (De Certeau 2004: 251)
En suma, la utilidad del paradigma intertextual en el estudio de estas prácticas de
intervención en la ciudad estriba principalmente en que, al reconocer el carácter textual,
significativo, de tales prácticas, las ubica automáticamente en un plano cultural, según lo
expuesto en el capítulo cuatro. Así, el ejercicio intertextual de los graffitis Movistar como
un gesto de escritura táctica, que diría De Certeau, es un índice de las relaciones
complejas entre las esferas de producción de los textos mutuamente transformados: la
cultura de consumo y la contracultura.
La descripción de otros casos, análogos o paralelos al de la M roja, revela cierta
sintomatología, y deja entrever la posibilidad de estudiar la intertextualidad publicitaria
en el contexto cultural de la contracultura, como una tendencia o un proceso que de
ninguna manera aparece arbitrariamente, aunque sí de manera todavía difusa y ambigua.
Valgan dos nuevos ejemplos, extraídos de graffitis hechos en el mismo periodo de
aparición de la M roja (el primer semestre de 2005): en el primer caso, la famosa frase
publicitaria, el eslogan, de Master Card, “Hay cosas que el dinero no puede comprar.
128
Para todo lo demás existe Master Card”, es replicada, en un extraño bucle genérico, en la
frase “Hay cosas que la peluquería puede arreglar. Para todo lo demás existe la
revolución”, pintada en un muro. Un intertexto estructural que hace una exigencia
architextual algo compleja, al incluir alusiones genéricas a la superficialidad, la farándula
o el star-system (las interpretaciones verosímiles son extensas), en el término
“peluquería”, y que utiliza también una especie de aliteración retórica, al poner
“revolución” en el mismo lugar de “Master Card”. En el segundo caso, es la campaña
publicitaria de Coca-Cola –otra vez- la que es utilizada como cita (esta vez material) de
un “anuncio” hecho artesanalmente, pintado sobre un muro, en donde la tipografía de
Coca-Cola se reproduce imitativamente y su eslogan aparece también literalmente:
“Ahora tú”. La irrupción es más sutil en este caso: en la gráfica que acompaña al texto,
un hombre encapuchado lanza una botella de Coca-Cola que es usada como artefacto
explosivo. Es muy significativo que en este caso se reproduzcan incluso los colores
corporativos (rojo, blanco y negro), y varios índices gráficos (las burbujas, las ondas). El
grado de complejidad alcanzado por la relación transtextual entre la publicidad y estos
graffitis nos hace pensar que el estudio simple de las referencias formales no es
suficiente. Hay allí un intertexto ideológico (un hipertexto, más exactamente), difícil de
deconstruir, que precisamente sugiere un nuevo espacio problemático.
No hay que insistir demasiado en las posibilidades de estudio en estos casos para notar la
necesidad de extrapolarlos a otros procesos de apropiación (irónica, paródica, ingenua,
imitativa) de elementos publicitarios, en donde las referencias locales, circunstanciales,
los usos de los mensajes y, en general, los procesos de recepción, apropiación y
transformación en contextos específicos, se ponen de manifiesto. Por supuesto, también
129
es posible hacer el análisis inverso: el uso y la transformación de referencias culturales en
el discurso publicitario.
Puede afirmarse entonces que la transtextualidad aparece como una perspectiva teórica
importante en el estudio de la cultura de consumo. Más allá del texto publicitario (la
dimensión simple del mensaje), hay que asumir el problema de lo que la publicidad
significa como campo de transición, como dinámica transdisciplinaria (no únicamente
interdisciplinaria) que cuestiona la autonomía misma de sus campos convergentes. Esta
caracterización es posible desde la noción de transtextualidad, y en ese sentido, su
comprensión es esencial en el análisis del discurso publicitario. Es posible extrapolar
estas lógicas textuales o discursivas a una descripción general. La publicidad, como
campo, está reconfigurando constantemente elementos de los campos disciplinares o
sociales con los que se toca, replicando de algún modo las lógicas de construcción de los
mensajes publicitarios. Es en este espacio en donde aparecen fenómenos como la
transculturalidad, como un proceso que normalmente tiene su origen en intercambios
significantes:
“El graffiti revela la influencia de la publicidad y en particular de la técnica del cartel,
influencia que no deja de ser lógica si pensamos en la contiguidad de uno y otro de estos
dos tipos de mensajes. Recurre, por ejemplo, al efectismo presente en la técnica visual de
los carteles publicitarios. Pero también es observable la influencia inversa: muchos
publicistas, seducidos por la creatividad del graffiti han copiado su estilo, así como han
adoptado algunas tipografías originariamente graffiteras” (Gándara 2002: 107).
Y se desarrolla hacía los intercambios significativos:
130
“El graffiti por su esencia no comercial irrumpe como un contradiscurso de espacios
tomados con una intención social comunicativa radicalmente distinta: mientras que la
publicidad interpela a un consumidor, el discurso graffitero interpela a otro tipo de
destinatario, instituyendo otras prácticas de lectura y escritura. La diversidad esencial
entre graffiti y publicidad no impide que la intertextualidad se manifieste, por ejemplo
cuando la publicidad copia el estilo del graffiti para lograr sus fines, o cuando el graffiti
reelabora un slogan publicitario con fines de burla o ironía, o genera sus propios slogans
copiando el estilo de los publicistas” (Gándara 2002: 116).
A partir de este ejemplo, que no es, por supuesto, el único o siquiera el más importante o
significativo que pueda usarse para pensar el carácter transtextual de la cultura de
consumo, se pueden sin embargo intentar algunas afirmaciones generales, respecto de las
relaciones entre transtextualidad y transculturalidad.
De hecho, es posible afirmar que la cultura de consumo aparece como un espacio de
transición entre las dinámicas culturales, los procesos sociales y la estructura económica
de una sociedad. En este caso, es la creación de redes y estructuras entre campos sociales
lo que realmente interesa; no es posible reducir la comprensión de la cultura de consumo
a una sola dimensión (económica, política, cultural). Limitar esta relación a la acusación
simplista que supone, por ejemplo, a la publicidad un instrumento de ciertos mecanismos
de poder vagamente señalados no es más que una caricatura. Al entenderse como simple
“instrumento” o “herramienta” de un sistema mayor, la publicidad reduciría su función y
sus posibilidades a un epifenómeno o un efecto mecánico. Aceptar sencillamente esta
afirmación equivale a negar el valor de los procesos de recepción, interpretación y uso de
los mensajes publicitarios, y, por lo tanto, a neutralizar las dinámicas sociales en la esfera
131
del consumo o frente a los medios masivos. Pero es precisamente en la redefinición de
estos espacios (el consumo y la comunicación masiva) en donde la publicidad trasciende
su utilidad en los procesos de mercadeo y aparece claramente como un fenómeno social,
creador de imaginarios colectivos, de referentes culturales, de lógicas de socialización.
Más: desde un punto de vista más amplio, que intenta ubicar el campo publicitario en una
esfera de lógicas de producción, valores de consumo y referencias culturales
globalizadas, éste aparece en una posición destacada; en cierto sentido, se transforma en
uno de los principales espacios de definición de legitimidad de los comportamientos y los
valores. Al menos, esta es la posición de Renato Ortiz, que ve la publicidad como
determinante de la cultura de consumo, y a esta como articuladora de espacios sociales
heterogéneos, valores locales, etcétera. (Ortiz 2004). Por otro lado, en esta
reconfiguración del campo social y de la legitimidad institucional aparecen otros espacios
problemáticos, como la convergencia de las estructuras productivas, la
desterritorialización de los mercados, etcétera, que cuestionan las estructuras políticas
(Estado) e ideológicas (Nación) de la modernidad. Este proceso de traslación y
redefinición de funciones (de la escala pública a la privada, principalmente) exige la
movilización de los campos sociales (Sklair 2001). En este sentido, un campo de
transición como la publicidad parece llamado a señalar nuevos modelos operativos. Un
ejemplo preciso es la hipótesis de una “cultura internacional-popular” (Ortiz 1998a,
1998b, 2004); ésta funcionaría como un sistema de comunicación que actúa por medio de
referencias culturales comunes: “Afirmar la existencia de una memoria internacional-
popular es reconocer que en el interior de las sociedades de consumo se forjan referencias
132
culturales mundializadas. Los personajes, situaciones, imágenes vehiculizadas por la
publicidad, las historietas, la televisión, el cine, se constituyen en sustratos de esta
memoria” (2004: 132).
En este punto parece claro que entender la globalización desde una perspectiva
puramente económica equivale a forzar la definición de sus dinámicas y sus efectos en
otros campos; de allí la excesiva simplificación del análisis en torno a la publicidad y la
cultura de consumo, que redunda en la gastada noción de cierta hegemonía económica y
cultural, en donde los procesos de transculturación parecen desarrollarse en una sola vía.
Aquí la hipótesis del “imperialismo cultural” se olvida de los complejos procesos
sincréticos de recepción y, sobre todo, de la oposición dinámica entre los campos
sociales. Una cultura mundializada no implica el aniquilamiento de las otras
manifestaciones culturales; por el contrario, cohabita y se alimenta de ellas, al punto en
que se transforma ella misma.
La lengua es un claro ejemplo: lejos de establecerse impositivamente una lengua
mundial, aparecen variables importantes de su estructura y terminan por legitimarse en
los usos sociales, las referencias transculturales y la superposición de dimensiones
globales (el consumo, para lo que nos interesa) y locales (la tradición). Es el caso del
spanglish, que determina un tipo específico de dinámicas de socialización en la
comunidad latina en Estados Unidos. En este sentido, la transformación opera en ambos
extremos. Las referencias al contexto latinoamericano influyen claramente en muchas
tendencias culturales norteamericanas. La transculturación no es un fenómeno
subordinado a los canales económicos de producción, sino al despliegue, mucho más
sutil, de sus estructuras de apoyo (Sklair: 2001). Es precisamente en este punto en donde
133
aparece la cultura de consumo, no como un simple reflejo de dinámicas que la superan,
sino como un sistema complejo de negociación cultural, construcción de capital
simbólico y operador sincrético y ecléctico. Desde esta perspectiva, la publicidad
dinamiza y fortalece la industria cultural. Y parece claro que la cultura contemporánea
debe ser capaz de identificar, interpretar y construir referentes en continua
transformación; se trata de potenciar el intercambio cultural, para fortalecer al tiempo las
estructuras de oposición dinámica entre los campos sociales, y no de encerrarse en un
ciclo folclorista y anacrónico de proteccionismo cultural, que pretende asumir “modelos
propios” que, bien vistos, pueden ser otra ficción ideológica de la modernidad.
Por supuesto, la caracterización de la publicidad como un agente hegemónico tiene bases
reales, pero especialmente en el sentido en que tal hegemonía depende plenamente de la
negociación con sus formas de oposición: “La función hegemónica es controlar,
neutralizar, transformar e, incluso, incorporar las formas de oposición. La hegemonía es
vista así como un proceso activo, no como una dominación inmodificable” (Zubieta,
2000: 40). La contracultura contemporánea, según mi hipótesis, busca precisamente
apropiarse esta estrategia (esta táctica): escribir allí dónde ha sido tantas veces leída,
reinterpretada, neutralizada. Hacer de la cultura de consumo una contracultura.
134
c. Fuentes Bibliográficas
- Alonso, Luis Enrique. La era del consumo. Siglo XXI, Madrid, 2005.
- Appadurai, Arjun. La vida social de las cosas. Perspectiva cultural de las
mercancías. Grijalbo, México D.F., 1991. [1985]
- Asqueta, Maria Cristina; Muñoz, Clarena. La fábula del buhonero: semiótica de
la estética mercantil. Universidad Jorge Tadeo Lozano, Universidad Minuto de
Dios, Bogotá, 2001.
- Auge, Marc. Los no lugares. Espacios del anonimato. Gedisa, Barcelona, 1992.
[1990]
- Barthes, Roland. “La muerte del autor” [1968] y “De la obra al texto” [1971], en
El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura. Paidós,
Barcelona, 1988.
- Baudrillard, Jean. El sistema de los objetos. Siglo XXI, México D.F., 1979.
[1968]
- Baudrillard, Jean. La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras. Plaza y
Janés, Barcelona, 1974a. [1970]
- Baudrillard, Jean. Crítica de la economía política del signo. Siglo XXI, México
D.F., 1974b. [1972]
- Baudrillard, Jean. Cultura y simulacro. Kairos, Barcelona, 1978.
- Baudrillard, Jean. Ilusión y desilusión estéticas. Monte Ávila, Caracas, 1997.
- Bauman, Zygmunt. Vida de consumo. Fondo de Cultura Económica, Buenos
Aires, 2007.
135
- Bell, Daniel. Las contradicciones culturales del capitalismo. Alianza, Buenos
Aires, 1987. [1976]
- Bosch, Jorge. Cultura y contracultura. Emecé, Buenos Aires, 1992.
- Bourdieu, Pierre. Cosas dichas. Gedisa, Buenos Aires, 1988.
- Bourdieu, Pierre. Sociología y cultura. Grijalbo, México D.F., 1990. [1984]
- Britto García, Luis. El imperio contracultural: del rock a la postmodernidad.
Editorial Nueva Sociedad, Caracas, 1991.
- Carroll, Noel. Una filosofía del arte de masas. Machado Libros, Madrid, 2002.
[1998]
- Cevasco, María Elisa. Sociología de la literatura; en Términos críticos de
sociología de la cultura. Carlos Altamirano (director). Paidós, Buenos Aires,
2002.
- Colón Sayas, Eliseo. Publicidad y hegemonía (matrices discursivas). Norma,
Bogotá, 2001.
- Debord, Guy. La sociedad del espectáculo. Pre-textos, Valencia, 1999. [1967]
- De Certeau, Michel. Andares de la ciudad; en La invención de lo cotidiano. 1.
Artes de hacer. Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, 1996. [1988]
- De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano; en La irrupción de lo
impensado. Cátedra de estudios culturales Michel de Certeau. Francisco Ortega
(editor académico). Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2004. [1988]
- Derrida, Jacques. La diseminación. Fundamentos, 1975.
- Derrida, Jacques. De la gramatología. Siglo XXI, México D.F. 1984.
136
- Douglas, Mary; Isherwood, Baron. El mundo de los bienes: hacia una
antropología del consumo. Grijalbo, México D.F., 1990. [1984]
- Eco, Umberto. Los límites de la interpretación. Lumen, Barcelona, 1998.
- Ewen, Stuart. Todas las imágenes del consumismo. La política del estilo en la
cultura contemporánea. Grijalbo, México D.F., 1991. [1988]
- Featherstone, Mike. Cultura de consumo y posmodernismo. Amorrortú, Buenos
Aires, 2000. [1991]
- Feixa, Carles; Saura, Joan; Costa, Carmen (eds.) Movimientos juveniles: de la
globalización a la antiglobalización. Ariel, Barcelona, 2002.
- Feixa, Carles. “Generación XX: teoría sobre la juventud en la era
contemporánea”, en Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales, Niñez y
Juventud. Manizales, No. 2, 2005
- Fiske, John. Understanding popular culture. Routledge, Londres, 1989.
- Frank, Thomas. The conquest of cool: business culture, counterculture, and the
rise of hip consumerism. University of Chicago Press, Chicago, 1997.
- Fresneda, Andrés; Fajardo, Juan Pablo (Editores). Decoración de exteriores.
Excusado. Stencil-graffiti: gráfica de intervención. La Silueta, Bogotá, 2007.
- Gándara, Lelia. Graffiti. Eudeba, Buenos Aires, 2002.
- García Canclíni, Néstor. Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales
de la globalización. Grijalbo, México D.F., 1995.
- García Canclini, Nestor. Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la
modernidad. Grijalbo, México D.F. 1989.
137
- Genette, Gerard. Palimpsestos. La literatura en segundo grado. Taurus, Madrid,
1989.
- Gramsci, Antonio. Cuadernos de la cárcel. Era, México D. F., 1985.
- Heath, Joseph; Potter, Andrew. Rebelarse vende. El negocio de la contracultura.
Taurus, Bogotá, 2005. [2004]
- Howes, David (ed.) Cross-cultural consumption: global markets, local realities.
Routledge, Londres, 1996.
- Huber, Ludwig. Consumo, cultura e identidad en el mundo globalizado. Instituto
de Estudios Peruanos, Lima, 2002.
- Klein, Naomi. No logo. El poder de las marcas. Paidós, Barcelona, 2002. [2000]
- Kristeva, Julia. Semiótica 1 y 2. Fundamentos, 1978.
- Lash, Scott; Urry, John. Economías de signos y espacios. Amorrortu, Buenos
Aires, 1998. [1994]
- Lipovetsky, Gilles. Metamorfosis de la cultura liberal (ética, medios de
comunicación, empresa). Anagrama, Barcelona, 2003.
- Marcuse, Herbert. El hombre unidimensional. Seix Barral, Barcelona, 1972.
- Margulis, Mario; Urresti, Marcelo. “La construcción social de la condición de
juventud”, en Cubides, Humberto (ed.) Viviendo a toda. Jóvenes, territorios
culturales y nuevas sensibilidades. Universidad Central-Siglo del Hombre,
Bogotá, 1998.
- Marinas, José Miguel. La fábula del bazar: orígenes de la cultura de consumo.
Machado Libros, Madrid, 2001.
138
- Martín-Barbero, Jesús. “Crisis identitarias y transformaciones de la subjetividad”,
en Laverde, María Cristina (ed.) Debates sobre el sujeto. Perspectivas
contemporáneas. Universidad Central-Siglo del Hombre, Bogotá, 2004.
- Martín-Barbero, Jesús. De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y
hegemonía. Gustavo Gili, Barcelona, 1987.
- Medina Cano, Federico. Comunicación, consumo y ciudad. Pontificia Universidad
Bolivariana, Medellín, 2003.
- Méndez Rubio, Antonio. Encrucijadas. Elementos de crítica de la cultura.
Cátedra, Madrid, 1997.
- Mons, Alain. La metáfora social (imagen, territorio, comunicación). Ediciones
Nueva Visión, Buenos Aires, 1994.
- Morace, Francesco. Contratendencias: una nueva cultura del consumo. Celeste,
Madrid, 1993.
- Muñoz, Germán; Marín, Martha. Secretos de mutantes: música y creación en las
culturas juveniles. Departamento de Investigaciones de la Universidad Central,
Bogotá, 2002.
- Ortiz, Renato. Otro territorio: ensayos sobre el mundo contemporáneo. Convenio
Andrés Bello, Bogotá, 1998a.
- Ortiz, Renato. Los artífices de una cultura mundializada. Siglo del Hombre,
Bogotá, 1998b.
- Ortiz, Renato. Mundialización y cultura. Convenio Andrés Bello, Bogotá, 2004.
- Reguillo, Rossana. Emergencia de culturas juveniles, estrategias del desencanto.
Norma, Bogotá, 2000.
139
- Restrepo, Jorge. La generación rota. Contracultura y revolución de posguerra.
Espasa, Bogotá, 2002.
- Rodríguez Leuro, Jairo. Jóvenes, cultura y ciudad. Observatorio de Cultura
Urbana, Bogotá, 1998.
- Rodríguez, Raúl; Mora, Kilo. Frankenstein y el cirujano plástico. Una guía
multimedia de semiótica de la publicidad. Universidad de Alicante, Salamanca,
2002.
- Rosas Mantecón, Ana; Piccini, Mabel; Schmilchuk, Graciela (coordinadoras)
Recepción artística y consumo cultural. Ediciones Casa Juan Pablos, México
D.F., 2000.
- Roszak, Theodore. El nacimiento de una contracultura: reflexiones sobre la
sociedad tecnocrática y su oposición juvenil. Kairos, Barcelona, 1973. [1969]
- Satué, Enric. El paisaje comercial de la ciudad. Paidós, Barcelona, 2001.
- Silva Téllez, Armando. Graffiti: una ciudad imaginada. Tercer Mundo Editores,
Bogotá, 1988.
- Silva Téllez, Armando. Imaginarios urbanos: cultura y comunicación urbana.
Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1997.
- Sklair, Leslie. Sociología del sistema global. Gedisa, Barcelona, 2001.
- Vallejo, Mariluz (ed.) Directo Bogotá: cultura popular bogotana. Universidad
Javeriana, Bogotá, 2002.
- Toscani, Oliviero. Adiós a la publicidad. Omega, Barcelona, 1996.
- Veblen, Thorstein. Teoría de la clase ociosa. Alianza, Madrid, 2004. [1944
(primera traducción al castellano)]
140
- Villena (de), Luis Antonio; Savater, Fernando. Heterodoxias y contracultura.
Montesinos, Barcelona, 1982.
- Werner, Klaus; Weiss, Hans. El libro negro de las marcas. El lado oscuro de las
empresas globales. Sudamericana, Buenos Aires, 2003.
- Wulff, Helena (ed.) Youth cultures, a cross-cultural perspective. Routledge,
London, 1995.
- Xibille Muntaner, Jaime. La situación postmoderna del arte urbano. Universidad
Nacional de Colombia, sede Medellín; Pontificia Universidad Bolivariana,
Medellín, 1995.
- Zubieta, Ana María, y otros. Cultura popular y cultura de masas, Conceptos
recorridos y polémicas. Paidós, Buenos Aires, 2000.
d. Fuentes Hemerográficas
- Barthes, Roland. Semiología y urbanismo; en Revista Pre-til, número 1. Universidad
Piloto de Colombia, Bogotá, abril de 2003. [1970]
- Junca, Humberto. Provocaciones clandestinas. Artistas que se rebelan contra las leyes
del mercado. Revista Arcadia, Número 6, Marzo de 2006 (pág. 24-25)
- Museo de Bogotá. Ciudad In-visible. Gráfica e iconografía popular urbana (Catálogo).
Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Noviembre de 2004.
- Muñoz, Germán; Marín, Martha; Serrano Fernando. “Las tribus juveniles urbanas:
primeras exploraciones en código cross-over”, en Revista Nómadas. Departamento de
Investigaciones de la Universidad Central, Bogotá, Marzo de 1995
141
- Potdevin Franco, Johann. Un proyecto de la Alcaldía Mayor. Graffitis legales. Diario
El Espectador, Sábado 3 de marzo de 2007.
- Revista Mefistófeles. El otro lado del periodismo. Número 1, Mayo de 2005.
- Revista Mefistófeles. Jóvenes, comunicación y contracultura. Número 2, Septiembre
de 2006.
- Revista PyM. Revistas independientes: La ciudad como un espejo roto. Número 312,
Febrero de 2007 (pág. 70-79)
- Revista PyM. Marcas en el lienzo. Número 313, Marzo de 2007 (pág. 20-22)
e. Fuentes Etnográficas
- Entrevista con Omar (stink fish) de Excusado, el sábado10 de febrero de 2007 entre las
2 y las 3 de la tarde, en el café Valdéz de La Candelaria.
- Entrevista con Ricardo, de Zokos, el jueves 15 de febrero de 2007, a las 2 de la tarde,
en la Universidad el Bosque.
- Entrevista con Oscar, de Mefistófeles, el viernes 23 de febrero de 2007 a las cinco y
treinta de la tarde en el bar Changó, cerca de la Universidad Nacional.
- Entrevista con Heidi, de Las Mayoristas, el viernes 9 de marzo de 2007, a las 3 pm, en
la Universidad Central.
- Entrevista con Andrés, de Toxicómano Callejero, el viernes 16 de marzo de 2007 a las
3 pm en la cafetería Nicopan de la calle 74 con 15 y en un bar frente a la Universidad
Pedagógica.
142
f. Fuentes Electrónicas
- www.populardelujo.com
- www.excusa2.tk
- www.banksy.co.uk
- www.mefisto.org
- www.myspace.com/pav1m3nto
- www.zokos.tk
- www.zokoslab.com
- www.chirrete.blogspot.com
- www.lesivo.blogspot.com
- www.obeygiant.com
- www.adbusters.org
- www.kontra.ws