Relatos a destiempo
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Indice
La importancia de llamarse Ifigenio.......................................3
Carta a una flor......................................................................... 7
Cuento de Navidad............................................................... 10
El juramento........................................................................... 18
A doscientos pasos ................................................................ 30
Frank el fenicio....................................................................... 40
El hombre que solo hablaba por carta................................. 48
La señora Macías.................................................................... 50
Madame Couturrie............................................................... 54
Madrid-Cork, tres días
y dos noches......................................................................... 64
El Mardoff de Canarias......................................................... 67
Mates a palos......................................................................... 81
Me acuerdo............................................................................. 87
Paseando por Shannon River ............................................. 94
Mi burro Margarito ............................................................. 97
Sin frenos, ni volante.......................................................... 103
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Relatos a destiempo
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Relatos a destiemposon cuentos y otras historias inventadas,
y no tan inventadas. Palabras recogidas del fondo del armario de los recuerdos y las fantasías.
Cositas breves, sin pretensiones y sin horario.
Hilos con puntos y comas, escritos porque sí o porque ya les tocaba salir.
La importancia de llamarse Ifigenio
He de observar que aunque nací fuera de España
y me crié en una gran ciudad europea, abierta y
cosmopolita, mis raíces son los de un pueblo con sabor a
queso de cabra y olor a boñiga de vaca. Tengo un nombre
que me lo recuerda a cada momento, pues me llamo Ifige-
nio de la Cruz Segura. No es un chiste, es la pura verdad
que relato una y otra vez en todas las reuniones de amigos.
Mejor dicho en las reuniones de nuevos amigos, porque los
primeros ya se lo saben de tanto repetirlo, y los segundos,
por cortesía o porque es su primera vez, me lo aguantan
entre risas cortadas y rictus de circunstancia.
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La anécdota de cómo mi madre me puso de nombre
Ifigenio tiene guasa, porque no hay cruz más pesada,
ni más segura, que la de llamarse Ifigenio de la Cruz Segura
para toda la vida. ¿Se lo imaginan? Alguien te presenta a
un desconocido y este te pregunta: -¿Y tú cómo te llamas?
-Ifigenio, contesto yo-. ¿Ifi qué?... ¡coño! ¿ quién tuvo
la ocurrencia de llamarte así? -Mi madre, las
circunstancias y la época-. El caso es que a la
hora de parir, mi madre no se encontraba
sola, sino muy bien atendida en el hospital
central de Zurich y en las salas francófonas
para extranjeros y emigrantes con segu-
ridad social; pero mi padre no estaba con
ella, se hallaba trabajando a cientos de kiló-
metros de distancia. Por lo que yo recuerdo y por
lo que me dijeron, mi padre llamó al hospital desde
París y por primera vez en mi vida se escuchó la misma y
sempiterna pregunta: -¿Cómo se llama el niño? -Ifigenio
-contestó mi madre-. -¿Y por qué le has puesto Ifigenio? -
preguntó mi padre-, porque el hospital necesitaba rellenar
...mis raíces son los de
un pueblo con sabor a queso de cabra y olor a boñiga de vaca. Ten-go un nombre que me lo recuerda a cada mo-mento, pues me llamo
Ifigenio de la Cruz Segura...
el certificado de nacimiento del niño, al momento, aquí
lo hacen así, es la costumbre; y como tú no estabas, no se
me ocurrió mejor nombre-. Mi padre estaba muy orgu-
lloso de su nuevo vástago. Tenía pelotas, pito y se llamaba
igual. Efectivamente, me pusieron el mismo nombre que
mi padre, el mismo que el de mi abuelo, y el mismo que
el de mi otro abuelo. Redundancias de la vida que
mi madre cumplió y repitió a rajatabla. Así que
toma carambola, mi padre ya no era el único
Ifigenio de la familia. Desde el momento en
que se juntó con mi madre, y yo nací, nos
multiplicamos por cuatro. Mi consuelo es
saber que en mi carnet de identidad dice
que hay otros seis valientes que también se
llaman igual. Seis Ifigenios de la Cruz Segura.
No todas las ocurrencias de la vida iban a tocar-
me a mí solo.
Muchas otras anécdotas y peculiaridades me ha
regalado el hecho de llamarme Ifigenio. Con ese
nombre nunca pude permanecer en el anonimato, ni en
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el colegio, ni en la universidad, ni en el trabajo... y mucho
menos en la mili o en el listín telefónico. Quiero decir, mi
nombre nunca me permitió la protección que da el anoni-
mato. Muy pronto descubrí que tampoco podía presentar-
me a las chicas directamente y de sopetón con un nombre
tan singular y anacrónico, las consecuencias psicológicas
eran devastadoras, por tanto me vi obligado a dar un peque-
ño rodeo didáctico para prepararlas a tal efecto.
Ifigenio soy, y no pienso cambiarme el nombre. Habrá
quien piense que lo de llamarme Ifigenio es cosa de
pueblerinos. Yo creo que más bien fue cosa de cariño; de-
mostrado está, sin lugar a dudas, que mi madre amaba con
locura a su marido. La prueba era yo, un bebé sietemesino,
de apenas kilo y medio, más arrugado que una pasa y tan
menudo que cabía en una sola mano, pero con un nombre
tan original y exclusivo que sonaba rotundo y determi-
nante. Sobretodo determinante para los acontecimientos
que el azar y el futuro habían previsto que fuera mi vida:
nadie podría confundirme con nadie más en este mundo.
De ahora en adelante, mi nombre me bautizaría como un
tatuaje imborrable y distintivo. Ifigenio, genio y figura de la
cuna a la sepultura.
Postdata: Ifigenio tiene etimología como todo buen nombre
latino. Significa bien nacido, nacido de noble cuna. Lo digo
por si todavía hay alguien que se atreva a reírse gratuita-
mente de mi nombre.
12 de noviembre de 2009
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Carta a una flor
Todos los dulces se saborean porque en algún mo-
mento conocimos también el sabor de la amargu-
ra. El blanco es porque existe el negro. Creo que la única
forma de valorar la vida es haber estado muy cerca de
la muerte. Y no me refiero al rotundo hecho de dejar de
respirar, de pensar, o de sentir, sino a los miles de momen-
tos en los que algo o alguien te arrebata el aire provocando
minúsculas muertes, que todas juntas, como picaduras de
abeja, bien podrían llevarte hasta el final.
Por esa misma dicotomía que da sentido al aire que respi-
ramos, el sí y el no, el yo y el otro; el querer hacer y el no
poder hacer; el ser y el no ser...huimos de la tristeza y la
soledad, buscando alegría y compañía.
Y es que yo bien creo que no nos han fabricado para vivir
solos. Somos lo que somos porque existe otra persona a
nuestro lado que nos deja ser, y en ese espejo nos contem-
plamos y sonreímos, dichosos de tener a alguien con quien
estar. Pero más importante todavía, a alguien con quien
ser, porque estar con esa persona es ser uno mismo. Por
eso cuándo tú me preguntas si te quiero, es como si me
preguntarás si yo me quiero a mí mismo. La respuesta es
simple: sí.
Un día, vaciados y entristecidos por los golpes del
destino, y por las miles de micro muertes que nos
tocó vivir a cada uno, nos encontramos, tú y yo; y permi-
timos que volviera a correr la brisa en nuestros apagados
espíritus. Sin saber muy bien qué buscábamos, pero tenien-
do muy claro lo que no queríamos. Y es así como encontré
tu sonrisa, y tus caricias. Esa flor que se ilumina con el sol
es todo el mundo que yo quiero tener. Porque teniéndote,
me tengo. Y porque queriéndote, me construyo.
Sigue sonriendo como tú sabes, con esos ojos que
parecen atrapar la ilusión a centelladas. Sigue siendo
tan atípica cómo quieras ser, porque cada sonrisa, cada
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caricia y todas tus rarezas son para mí aire de vida.
Esa es la flor que quiero, y por la que miro.
Un beso para esa flor que sigue creciendo. Te quiero.
27 de Diciembre de todos los años que estemos juntos.
Cuento de Navidad
Aparición del manualUsos del manual
Ejemplos y modos de usoCasos con las des-tijera-
Historias cíclicas que enlazan un personaje con la historia siguiente en circulo
Recortes de periódico, noticias internacionalesAcontecimientos históricos en Navidad
Guerras, tratados y conflictos
Manual de la Des-tijera1
A Enrique le gustaba ir a casa de la abuela Margarita
para esconderse en el desván. Allí se pasaba las
horas viviendo las aventuras que su mente infantil cons-
truía. En el desván, más que jugar, soñaba que estaba en
una isla solitaria donde él era el único rey, dueño y señor
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de todo lo que allí se pudiera encontrar.
Quique, ¿dónde te metes? -Baja ya, es hora de co-
mer-. Al oír la voz de su abuela, Enrique sostuvo
la respiración hasta casi ahogarse en el silencio. Callado y
agazapado, ahogó su propia risa con la mano, y se man-
tuvo inmóvil, escuchando el tambor de su corazón
galopando por la selva de los viejos trastos,
enseres y telarañas que invadían el desván.
Mira lo que me he encontrado.
-Déjame ver -contestó la abue-
la-. Y sus dedos repasaron al tacto una
vieja caja de cartón marcada con millares
de puntos en hilera. -¿Qué es? -Si supieras
leer el lenguaje de los ciegos descubrirías muchas
cosas que ahora no ves. Estos son puntos braille-. La
abuela sostuvo los pequeños dedos de su nieto entre los su-
yos y suavemente le hizo acariciar la superficie de la tapa
con las yemas de los dedos . -¿Ves? Aquí dice “Manual de
las des-tijeras”, utilícese para remendar rotos o descosidos-.
Sorprendido, y con los ojos tan redondos como lunas
nuevas, Enrique volvió a mirar aquellos extraños
puntos con significado. -¿De verdad que aquí dice todo
eso? ¡Des-tijeras! ¿Qué son unas des-tijeras? -Es un secreto
que nuestra familia ha guardado durante muchas genera-
ciones, y que tú podrás usar desde el momento que apren-
das a leer en braille-.
-Yo, ya sé leer, y escribir. -Sí, pero
tienes que aprender a leer más
allá de lo que tus ojos pueden ver. Tienes
que saber leer con el sentimiento, en el
alma de los hombres.
-Sólo son puntos. Aquí no dice nada.
-Dice mucho. Este manual te explica
para qué sirven las des-tijeras, cuándo y cómo uti-
lizarlas; y sobre todas las cosas, te enseñará a elegir a las
personas con quien podrás compartir este secreto.
-Hijo mío, ahora vives en la luz de tu inocencia,
donde todo es bondad y alegría. Te protege
...en el desván, más que jugar, soña-ba que estaba en una
isla solitaria donde él era el único rey, dueño y se-ñor de todo lo que allí se pudiera encontrar
...
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tu sonrisa y tu pequeña estatura, sin embargo, llegará el
día en el que te harás mayor y tendrás que convivir con la
oscuridad, el odio y la avaricia. En ese preciso momento
te acordarás de esta conversación y querrás abrir la caja de
las des-tijeras-.
Manual de la Des-tijera2
Advertencia general para el propietario: Estimado
señor o señora, en sus manos tiene uno de los
objetos más preciados de la humanidad, y también el más
olvidado. Como podrá observar, la des-tijera tiene forma
de tijera: dos óvalos a un extremo que se prolongan termi-
nando en cortantes hojas de cuchillo, y que se cruzan por
su mitad, sujetos a un punto fijo. Por favor, no se asuste,
ni se deje impresionar por el aspecto de sus afiladas termi-
naciones finales. Tampoco se deje engañar por la aparente
suavidad de sus orificios de inicio. El correcto manejo
de este instrumento único, sólo depende de usted mis-
mo. Aplíquelo a voluntad. Cómo, cuándo y dónde hacer
uso de la des-tijera es siempre responsabilidad exclusiva
del propietario. La compañía declina cualquier acción o
consideración, positiva o negativa, que pudiera ejercerse o
emitirse por la aplicación o des-aplicación práctica de este
instrumento.
Manual de la Des-tijera3
Utilícese para remendar rotos o descosidos.
Uso de la des-tijera
Todo lo que se une se puede desunir. Todo lo que
se hace se puede deshacer. Todo lo que se rom-
pe se puede des-romper. Todo lo que se pierde se puede
des-perder. Todo lo que se corta se puede des-cortar. En
resumen, con las des-tijeras todo lo negativo se puede des-
negativizar.
Por tanto, las des-tijeras tienen capacidad para sepa-
rar, rasgar, alejar, despojar, retirar, quitar o cortar
cualquier objeto, idea, sentimiento, o acontecimiento
producido o provocado por el sujeto poseedor de este
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instrumento mágico. Pero también se pueden usar para
unir, pegar, juntar, añadir, regalar, sumar o coser cualquier
objeto, idea, sentimiento, o acontecimiento producido o
provocado por el sujeto poseedor de la des-tijera.
Ejercicio práctico con la des-tijera.
Coja un hilo de cualquier color. Con decisión y de
un solo movimiento, corte el hilo por la mitad.
Acaba de realizar una acción que se repite millones de
veces al día en el mundo.
Ahora dispóngase a descubrir el auténtico poder de
las des-tijeras.
Acerque los extremos de ambos hilos. Cierre la
des-tijera y colóquela en el medio de los dos hilos
que acaba de producir. Los cortes de ambos hilos deben
tocar la des-tijera. En esa posición, abra la des-tijera con
decisión y de un solo movimiento. Si su des-acción ha sido
realizada con la misma determinación con la que actuó
en primer lugar, los dos extremos volverán a unirse de
nuevo. Habrá conseguido realizar el primer des-tijetazo de
su vida. Una des-acción que sólo usted, propietario de la
des-tijera, será capaz de realizar en el mundo entero.
Tres Observaciones sin ecuanum
Para que las propiedades mágicas de la des-tijera
surtan efecto se han de cumplir al menos una de
las siguientes condiciones, en caso contrario la des-tijera
únicamente podrá actuar como tijera, y nunca como lo que
es en realidad.
Primera: El sujeto de la des- acción ha de ser el mis-
mo que el de la acción.
Segunda: Los extremos divididos, antagonistas o con-
trarios que hubiera que des-tijeretar han de tener
un mismo origen o nexo común, y reconocerse mutua-
mente el origen o hilo de su conflicto.
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Tercera: La des-tijera podrá des-actuar sobre cual-
quier objeto, idea, sentimiento o acontecimiento
que cumpla con algunas de las dos condiciones anteriores.
Aplicaciones prácticas (sin orden, ni des-con-cierto)
Estas son algunas de las muchas posibilidades
operativas de la Des-tijera. No hemos querido aquí
recopilar la extensa lista de des-acciones que usted, como
propietario de la Des-tijera, será capaz de llevar a cabo
de ahora en adelante. Sirvan estos ejemplos como juego
ilustrativo.
Los amigos podrán des-enemistarse. Las parejas po-
drán des-separarse. Los países podrán des-dividir-
se. Las guerras podrán des-iniciarse. Los enfermos podrán
des-enfermarse. Los trabajadores podrán des-explotarse.
Los pobres podrán des-empobrecerse. Los líos podrán
des-liarse. Los sucesos podrán des-sucederse. Los extremos
podrán des-extremarse.
El juramento
Armando Guerra Segura siempre hizo honor a su
nombre. Desde el orfanato hasta hoy, su vida ha
estado marcada por una interminable lista de delitos: in-
timidaciones, extorsiones, trata de blancas, varios robos a
mano armada y el asesinato del mudo Juan.
...
A la vista de las pruebas presentadas por el fiscal y
tras la pobre defensa del abogado de oficio, nadie
daba un duro por su salvación. Sin embargo Armando no
sólo se libró de la pena capital, sino que ni tan siquiera
llegó a pisar la cárcel.
De cómo consiguió Armando Guerra Segura escapar a su
fatal destino y empezar una nueva vida, es lo que vamos a
relatar a continuación. Fue un hecho totalmente fortuito
que a D. Eladio Santana Balbuena, juez de instrucción del
juzgado de lo Penal número 9 de Madrid, le tocara el caso
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2455/30, el Estado contra D. Armando Santana Caridad,
alias Guerra Segura.
...
El secreto de los hermanos Santana se lo llevó a la
tumba el mudo Juan, que aunque mudo era, y poco
podía decir, sí que mucho habría podido escribir de
los tejemanejes y fechorías de Armando. Razón
por la cual Armando tuvo a bien asegurarse
el silencio eterno del finado. ¡Descanse en
paz!
...
D. Eladio Santana Balbuena, no
siempre se llamó así, y Armando
Guerra Segura, tampoco. A Eladio, el apellido
se lo pusieron los señores Balbuena, que lo quisieron
como a un hijo, y lo educaron hasta darle una carrera. Por
el contrario, Armando se bautizó a sí mismo, cambiándose
el apellido Santana por el de Guerra Segura, al salir del úl-
timo correccional, con apenas veinte años y sin otra profe-
sión que la calle y lo que surgiera. Mientras Eladio se gasta-
ba los ojos y las pestañas estudiando como un descosido
para llegar a ser un abogado de pro, Armando se ganaba
la vida haciendo de chulo y protector de varias chicas de la
calle Montera. Eladio, no sólo fue el mejor alumno de su
promoción, sino que también consiguió ser el juez de paz
más joven de España. Su entusiasmo por el estudio
y su amor por la justicia le hicieron subir pelda-
ño a peldaño todos y cada uno de los eslabo-
nes de la carrera judicial. A Armando, su
espíritu pendenciero y su enorme apego al
dinero fácil le sirvieron para transformar-
se en un hombre de hielo, temido por sus
colegas y odiado por sus enemigos.
...
Tiradas al aire, las vidas de Eladio y Armando
eran como las caras de una misma moneda. El
primero se pasaba de bueno, el segundo estaba abonado al
vicio y la mala suerte.
...Armando Guerra Segura siem-
pre hizo honor a su nombre. Desde el orfanato hasta hoy, su
vida ha estado marcada por una interminable lista de delitos: inti-midaciones, extorsiones, trata de
blancas, varios robos a mano armada y el asesinato del
mudo Juan...
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De niños, Eladio y Armando eran uña y carne. Allí dónde
uno iba, le seguía el otro. Si Armando era castigado por
el maestro con cien divisiones, Eladio las hacía por él. Si
Eladio era maltratado por sus compañeros, Armando les
devolvía el golpe multiplicado por mil. Inseparables hasta
que los señores Balbuena aparecieron por el orfanato para
llevarse consigo a uno de los hermanos. ¿Se imaginan a
quién le tocó esa suerte? El elegido por la fortuna fue Ar-
mando, mucho más fuerte de ánimo y extrovertido que su
hermano Eladio. Las hermanas de la Caridad habían pre-
parado la maleta de Armando, pero la moneda del destino
seguía dando vueltas, y a la hora designada para la recogi-
da, Armando nunca apareció, y los Balbuena, decidieron
no irse de balde. Mientras Armando era retenido contra
su voluntad por la policía de barrio, por no sé qué pillería
contra un tendero de la zona que juraba y perjuraba que
aquellos mocosos le habían robado mil duros de la caja, a
Eladio le sacaban del orfanato, entre sollozos y pataletas,
con apenas ocho años.
...
Para Eladio, la salida del orfanato fue como una
bocanada de aire fresco. Una gran habitación para
él solo, una ventana sin barrotes por la que entraba el sol a
raudales, un armario lleno de ropa nueva, y un nuevo cole-
gio con nuevos amigos. La vida que siempre quiso tener y
de la que nunca haría nada que le obligara a salir de ella.
A Armando, la vuelta al orfanato le supuso un fuerte
dolor de orejas y una semana de encierro en su
cuarto, castigado sin poder salir de su habitación y sin
comunicación con nadie. La vida que no quiso vivir, y de la
que anhelaba salir.
La última noche que Eladio y Armando pasaron
juntos en el orfanato, y antes que los Balbuena se
llevaran consigo a Eladio, los dos hermanos se hicieron
un juramento sagrado. El destino podía separarlos, pero
ellos nunca dejarían de ayudarse. De comportarse como lo
que eran en realidad: Una moneda con dos caras. Si algún
día volvieran a verse las caras, si la vida les volviera a unir,
juraron que jamás nadie les volvería a separar. Sin embar-
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go la naturaleza tímida y pulcra del primero, contraria a
la díscola y rebelde del segundo, les proporcionó destinos
bien distintos. Uno se hizo juez y el otro se hizo ladrón.
La moneda del destino nunca más les volvió a unir
hasta el día del juicio por la muerte del mudo Juan.
Durante años, cada uno de ellos vivió su propia vida, sin
saber nada el uno del otro. Eladio se convirtió en uno de
los jueces más respetados por el estamento judicial, y más
temidos por los desafortunados de la calle. Las hazañas de
Armando, alias Guerra Segura figuraban como ejemplo
de estudio y libro de cabecera de los manuales de crimi-
nología de las academias de policía. Que la policía lograra
pillarle fue también otro hecho fortuito, ya que aunque Ar-
mando fuera muy popular en el mundo del hampa, nunca
nadie pudo cogerle con las manos en la masa. Y de él tan
solo se conocía su nombre y alias.
...
El portavoz del jurado popular sostuvo su hoja de
papel con firmeza, y con voz clara y contundente
comenzó a leer. Por el robo a mano armada cometido el día
23 de Julio de 2009 en la gasolinera de la calle Montalbán
24, esquina Cebrián, culpable. Por el hurto del vehículo
marca Renault 25, cometido en la gasolinera, anteriormen-
te mencionada, y utilizado, con posterioridad para aco-
meter el robo de la joyería de D. Ramón Salazar Huertas,
culpable. Por el atraco a la joyería de la calle Serrano, 23
propiedad de D. Ramón Salazar Huertas, culpable. Por
la retención contra su voluntad de Doña María Castaño
Rodríguez y doce mujeres de nacionalidad rusa, y cinco de
nacionalidad dominicana, en los sótanos del todo a cien
propiedad de D. Juan Carlos García Castillo, alias el mudo,
culpable. Por el supuesto asesinato del mencionado, Juan
el mudo, inocente. A la luz de las pruebas presentadas por
los médicos forenses, y las declaraciones de Doña María
Castaño Salazar, existen indicios suficientes para sospe-
char asesinato con arma blanca. Sin embargo, dado que en
el forcejeo policial acontecido la noche del 24 de Julio de
2009, el cuerpo de D. Juan Carlos García Castillo se en-
contró no sólo con una herida mortal provocada por arma
blanca, sino que también recibió la herida mortal de una
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bala, calibre 9 milímetros parabellum, proveniente de uno
de los policías personados para sofocar el hurto que allí
estaba sucediendo, en la joyería de la calle Serrano, número
23, este jurado estima no suficientes las pruebas presen-
tadas. Por lo que lamentablemente, y haciendo uso de la
presunción de inocencia que asiste a D. Armando Santana
Caridad, le declaramos libre del cargo de asesinato. No así
de los demás cargos.
...
Las últimas palabras del portavoz del jurado, resona-
ron en la cabeza de D. Eladio Santana Balbuena: “No
así de los demás cargos...” y la mirada de ambos hermanos
se cruzaron de soslayo, recordando tiempos pasados.
Exactamente ¿qué cargos se le imputaban a su hermano
secreto? La mala suerte de haber nacido sin padres, haber-
se criado en un frío orfanato de mala muerte, olvidado por
todos y hasta por él mismo, juez y señor del juzgado?
El mismo día en que ambos se juraron cuidar uno del otro,
en la mente de D. Eladio nació el remordimiento. Les sepa-
raron, y nunca más les dejaron volver a encontrarse. Eladio
partió con los Balbuena hacia su nueva casa, en Ávila. Y
aunque, años más tarde, aprovechando su estancia en la
facultad de derecho del campus de Alcalá de Henares, pre-
guntó por su hermano a las Hermanas de la Caridad, estas
no supieron informarle de su paradero. Armando Santana
Caridad, desapareció de sus vidas, con 18 años recién cum-
plidos. El agudo chirrido de la verja de entrada del orfa-
nato anunció su partida, para nunca más volver a sonar en
la memoria de las hermanitas. Aquel chico les había dado
muchos problemas. En su expediente figuraban más de
veinte escapadas, intercaladas con otras tantas fechorías de
ratero precoz y otras visitas a correccionales que lo devol-
vían aún peor de cómo había entrado. Para ellas dejar de
ser las responsables de Armando, fue una felicidad. Y para
Armando, también.
Las hermanas tenían terminantemente prohibido
comunicarle a Armando nada sobre el paradero,
nombre o dirección de los padres adoptivos de Eladio. Y
por supuesto, jamás le entregaron ninguna de las cientos
de cartas que Eladio le escribía. Cartas donde Eladio le
hablaba de su nueva familia, de lo mucho y muy bien que
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lo cuidaban, de sus progresos en el colegio, y de sus nuevas
aspiraciones. Cartas que constantemente le repetían el ju-
ramento que se habían profesado. Porque algún día yo, Ela-
dio Santana Balbuena, te devolveré todo el bien que tú me
has dado. Hermano, tú te sacrificaste por mí, cambiaste tu
suerte y me regalaste una nueva vida. Me diste unos padres
nuevos y un futuro, que pienso aprovechar al máximo. No
te preocupes, aguanta. Pronto volveremos a estar juntos y
podré devolverte el gran favor que tú me has hecho.
...
Sí, las miradas de Eladio y de Armando se cruzaron,
de nuevo, en la sala del juzgado, después de veinte
años de dichas para Eladio junto con otros tantos años de
desdichas para Armando.
El martillo del juez D. Eladio Santana Balbuena, marco el
punto y final del juramento. Había llegado la hora de cum-
plirlo a rajatabla.
...
Armando Guerra Segura, sonrío para sus adentros.
Sabía que no tendría que cumplir ninguno de los
cincuenta años y un día que su hermano, el juez, le impu-
so.
La sala se retira. Declaro el juicio visto para sentencia
...
Eladio pego la fotografía de Armando a uno de los
bordes del armario del baño. Se miró al espejo, y
cuidadosamente comparó cada una de sus facciones con
las de su hermano: La raya del pelo, una pequeña calva en
la ceja izquierda y un pendiente de acero en la oreja opues-
ta. Por lo demás, si se quitaba las gafas, los dos hermanos
eran exactamente iguales. Bastaría un poco más de color
en la cara para imitar el curtido semblante de su hermano
Armando, y dejarse la barba a medio crecer.
Cruzó el largo pasillo que separaba el pabellón tres
del juzgado, hasta el ascensor. Saludo a los conser-
jes, entró en el ascensor y pulsó planta sótano. Firmó en el
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libro de entrada y ordenó que no se le molestara. –Quiero
hablar con el procesado antes de dictaminar sentencia.
-¿Necesita que uno de nosotros le acompañe? -preguntó
el cabo. -No, me bastan cinco minutos para hablar con él,
guárdeme la cartera y la toga.
...
Media hora después de la entrevista, Armando dic-
tó sentencia contra su hermano Eladio, repitien-
do con extremada pulcritud cada una de las palabras que
este le había mandado memorizar.
En el fondo de su celda Eladio se sintió en paz consigo
mismo. Y una moneda se alzó por el aire para caer en las
manos de Armando. Por fin el destino había hecho justicia.
Lunes, 1 de febrero de 2010
A doscientos pasos
Nada es para siempre salvo lo que no se usa. Segu-
ramente te habrás dado cuenta de ello, al visitar
la casa de una tía cercana, entrando en el piso de la vecina
de enfrente, o la útlima vez que fuiste a ver a tu madre por
su cumpleaños. El salón de las visitas estaba intacto, era
un salón eterno. Curiosa manera de entender la eternidad
de lo perdurable. La eternidad de lo intocable. Alargamos
la vida de los objetos hasta el infinito, usándolos lo menos
posible, para que permanezcan a nuestro lado el máximo
tiempo.
...
Yo conozco a un hombre que hizo del no uso su
máxima de vida. Por no tener, no tenía ni nombre,
para no gastarlo. Jamás daba la mano, por la misma ra-
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zón y si casualmente te lo encontrabas en el rellano de la
escalera, su saludo era una fugaz y escueta mirada, acom-
pañada de un conato de sonrisa a lo Mona Lisa. Nadie del
vecindario sabía con exactitud cuál era su profesión, ni si
la tenía; tampoco se le conocía familia, amigos o relacio-
nes, ni directas, ni indirectas; ni si escondía algún perro o
gato que le hiciera compañía, si formaba parte de una secta
secreta, si jugaba en bolsa, si era heredero de una fortuna
incalculable, ó si poseía algún negocio inconfesable. En
definitiva, nadie sabía quién era, y a nadie parecía impor-
tarle... salvo a mí.
Sin embargo, nuestro hombre, no era un hombre
cualquiera, había conseguido hacer lo que muchos
anhelan hacer en la vida: nada de nada.
...
Ramón, el portero de mí casa, me confesó que una
vez por semana le traían la compra desde el super-
mercado de la esquina; que, cada quincena, una chica le
limpiaba el piso; y que, una vez, hace años, le había visto
asistir a una reunión de vecinos. Aquel día, tampoco habló
mucho, pero firmó el acta de la comunidad con una uve
alargada, y debajo, el número de su piso y la letra I. Hu-
biera sido el momento propicio para descubrir, al menos,
cómo demonios se llamaba. Pero, como digo, en el acta
de la comunidad, nuestro hombre, tan sólo figuraba como
uve, tercero izquierda.
Hablando con el cartero de la finca, tampoco tuve
mejor suerte. Todas las cartas dirigidas a su piso
iban sin nombre. Por eso, cuando alguna carta llegaba a
nuestra finca, con nombre y apellidos, pero sin piso cono-
cido, el cartero se las dejaba a Ramón, y Ramón las aban-
donaba en el buzón del tercero izquierda. Una revista de
caza y pesca para un desconocido Don Ernesto Orive; una
felicitación de Navidad de El Corte Inglés para un tal Don
Carlos Gutiérrez; el callejero de páginas blancas de Telefó-
nica para alguien llamado Don Manuel Ramos.
Nuestro hombre devolvía todas las misivas, con un
lacónico: Esto, no es para mí. Por lo menos, ya sa-
bíamos que no era ni Don Ernesto, ni Don Carlos, ni Don
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Manuel. Habría que seguir descartando.
...
Mi curiosidad por él se hizo admiración, y mi
admiración, obsesión, por alguien que había
logrado desaparecer en vida de este mundo. Investigué con
los pocos datos que de él tenía a mano. Navegué por Inter-
net, pagué por una nota simple en el Registro de La Propie-
dad, busqué por el listín telefónico... ¿qué más?, le di una
propina al chico del supermercado, escudriñé a escondidas
la ranura de su buzón, y hasta hice guardia, varios días
seguidos, detrás de la mirilla de casa, por si veía alguna
luz encenderse o sentía el pestillo de su puerta al abrirse.
De puertas para fuera, nuestro hombre seguía siendo tan
invisible como de puertas para dentro: nada de nada.
Como no lograba averiguar su nombre, comencé a
pensar, si quizás no estaría buscando a un fantasma
con apariencia de hombre. Ya se sabe que los fantasmas
con aspecto de hombre son mucho más difíciles de encon-
trar que los hombres con aspecto de fantasma. En este caso
concreto, mi fantasma, se podría describir como de no
más de cincuenta años, altura media, complexión atlética,
tirando a delgada; manos limpias y uñas recortadas. Sin
reloj, sin anillo, sin brazalete o insignia, ni ningún otro
complemento que lo destacara ostensiblemente de cual-
quier otro ser humano, sino fuera por el hecho, consabido,
que este hombre quería, a toda costa, pasar desapercibido.
Sigo describiéndolo: vaqueros sin marca, camisa lisa, sin
firma; mocasines marrones usados pero sin señales de mal-
trato; chaqueta de lana y colores tierra, sin abrir. Presencia
muda e inmutable, sin otra conexión con el exterior que su
respiración sin ruido. Sin nombre, sin apellido, sin cartas.
Sin nada apreciable, ni sobresaliente, salvo la nada que le
rodeaba a cada paso.
¿Qué derecho tenía yo para meter las narices en
vida ajena? Antes de que mis cuitas y elucubra-
ciones sobre nuestro fantasma hecho hombre llegaran al
límite del absurdo, se me ocurrió forzar un encuentro con
la chica de la limpieza. ¡Cómo podía haber sido tan ton-
to! Ella era el único nexo, conocido, de unión, el eslabón
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perdido, entre la realidad y las imaginadas conclusiones,
que de él empezaba a hacerme. Abordé a la limpiadora
sin preámbulos, como cuando te llaman por teléfono sin
un hola, soy fulanito de tal. -¿Cómo se llama el señor que
vive en este piso?-. La chica me miró igual que yo la ha-
bía mirado minutos antes: de arriba a abajo y sin ningún
aprecio. -Ni idea, contestó. A nosotras nos mandan limpiar,
y nada más. -¿Ha dicho usted, no-so-tras? -Articulé la
palabra nosotras a monosílabos-. ¿Entonces, son varias, las
chicas que limpian la casa? -No, señor-, remarcó con una
voz de pito flauta, descubriendo, sin rubor, sus maneras de
barrio, (cosa que de ninguna manera escondía su enorme
perspicacia). -Una servidora se basta sola, pero si lo que
usted quiere saber es, quién es el señor del piso... (un ligero
bombardeo de entusiasmo empezaba a subir por el cuello
de mí camisa, que pronto se convirtió en abatimiento) ni
lo sé, ni me importa. A nosotras nos paga la empresa, y al
señor que dice usted que vive aquí, nunca lo he visto. Yo
siempre que vengo, la casa está vacía-.
No me atreví a pedirle que me dejara entrar al piso
de su señor. Pensé que había perdido mi oportu-
nidad por haberla atropellado sin presentarme, y además,
no deseaba que mis investigaciones alertaran cualquier
sospecha. Me despedí con la primera excusa que me vino a
la cabeza. -Es que...el cartero me dejó un paquete para este
señor, pero, no se preocupe, prefiero esperar a que el señor
se encuentre en casa. Buenas tardes. -A mandar -respon-
dió ella-, y acto seguido, abrió la puerta tan rápidamente
como la cerró.
Suspendí mi respiración y me quedé detrás de la
puerta intentando escuchar algún ruido signifi-
cativo. Sólo me oí a mí mismo pensar: qué te importa a ti
la vida de este hombre eterno. Será que en realidad no se
gasta. Será que en realidad no vive.
...
Muchos años más tarde, con mis setenta años, re-
cién cumplidos, harto de vivir en la misma finca
y en el mismo piso, fugazmente, volví a encontrarme en la
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escalera con nuestro hombre. Sin prisas, y con la misma
ropa y la misma apariencia, de años atrás. Lo calcule men-
talmente, yo tenía setenta y aparentaba cien. El tenía cien y
parecía seguir teniendo cincuenta. Esta vez la conversación
se alargó más que de costumbre, y a tras una amplia son-
risa, añadió toda una frase, a sabiendas de que yo llevaba
años persiguiendo el enigma de su inmortalidad. Me miró
y dijo: -el secreto de mí aplicada longevidad es la inacti-
vidad física. Todo lo que no puedo hacer en doscientos
pasos, simplemente, no lo hago. Es el equilibrio de la vida.
Hay quienes prefieren vivir intensamente a cambio de mo-
rir pronto. Y a eso lo llaman vida. Yo prefiero la ecuación
contraria. Tranquilidad y reposo a cambio de tiempo-.
...
Los llaman hombres tortuga. Si acaso, alguno de
ustedes, tiene la suerte de toparse con un hombre
tortuga, síganlo de cerca, apreciarán la parsimonia de sus
movimientos y la disciplina de su modo de vida sosegada.
Ahora, yo también me he convertido en un hombre
tortuga. Sigo las enseñanzas de mi vecino del terce-
ro izquierda, llevando la regla de los doscientos pasos hasta
sus últimas consecuencias. Deseo con todas las fuerzas que
me quedan, llegar a los cien o ciento veinte. Y aunque no
llevo tanto tiempo, como mi vecino, practicando el noble
arte de la vida lenta, cada día voy mejorando. Ni grito, ni
alzo la voz, prefiero esperar que los demás se callen. Lo
poco que como, lo divido en mil migajas para que dure
más. Lo que leo, lo vuelvo a releer para revivirlo de nuevo.
Y lo que tengo, lo conservo sin usar. Prácticamente he de-
jado de dormir para que las noches se conviertan en un día
sin final. Me siento en mi sillón, donde apenas me muevo.
La cuestión es no desperdiciar ni un ápice de mí energía en
esfuerzos inútiles.
Ahora sé que si permanezco quieto el tiempo sufi-
ciente, todo lo que me apetezca, más tarde o más
temprano, el mundo pasará frente a mí puerta. A menos
de doscientos pasos de mí alcance.
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He aprendido a vivir como el salón de mi madre.
Ahora tengo todo el tiempo del mundo a mí dis-
posición, y pienso disfrutarlo una eternidad.
Jueves, 7 de enero de 2010
Frank el fenicio
Con la vida de algunos personajes que han mero-
deado por este mundo podríamos hacer una gran
novela. Esto es lo que le pasa a Frank Feeney. Cuando escu-
chaba sus aventuras envueltas en humo de tabaco y oía su
voz teatral, intentaba escudriñar la verdad en el fondo de
sus ojos. Sólo pensaba en una cosa: su vida fue increíble.
With the lives of some characters who have wan-
dered through this world you could write a
great novel. This is what happens to Frank Feeney. When I
was listening his adventures, wrapped in smoke, snuff, and
heard his voice , also I tried to examine the truth of his
tale in the depths of his eyes, just thinking about one thing:
his life was amazing.
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Frank, el fenicio forma parte de esa generación que
vivió la segunda guerra mundial en plena juventud y
que siendo irlandés se hizo pasar por el más educado gen-
telman inglés de su época. Como químico experto trabajó
para una fábrica de explosivos, ayudando a Churchill y sus
muchachos a ganar la guerra. Creía en la libertad y en el li-
bre albedrío, y por esa misma razón no sólo colabo-
ró activamente a favor de los ingleses sino que
una vez terminada la contienda, también fue
miembro destacado del IRA.
Sin carnet, sin publicidad y sin que
nadie tuviera jamás la más mínima
sospecha de sus acciones, convirtió su vida
anónima en una gran aventura.
Frank, the Phoenician is part of that gene-
ration that had lived through World War II in
his youth and although being Irish he passed by as the
more educated English Gentelman of his day. As a chemist
expert he worked for a factory of explosives, helping Chur-
chill and his boys to win the war. He believed in freedom
and free will, and therefore he not only worked actively for
the English but once the war was over, he also was a pro-
minent member of the IRA. No passport, no advertising
and no one ever had the slightest suspicion of his actions,
he turned his anonymous life into a great adventure.
El 3 de septiembre de 1951, The Times
destacaba en portada y con inmensos
titulares negros: Nelson ha caído. Efectivamen-
te, la estatua de Nelson, símbolo y orgullo
de la nación inglesa había besado el suelo
de Trafalgar Square sin producir ninguna
víctima mortal, o acaso tan sólo hiriendo
el corazón y la flema inglesa. Las cuatro
toneladas de piedra del tuerto más venerado
de Inglaterra yacían con un brazo roto, la ca-
beza desmembrada y los pies desgarrados. La acción
fue reivindicada por el IRA, pero nunca por su auténtico
hacedor: Frank, el fenicio. Siglos antes el Almirante Nelson
sufrió otra tropelía semejante, un arcabuzazo español le
haría perder un ojo, y ahora, un poco de goma dos irlande-
Cuando escu-chaba sus aventuras
envueltas en humo de tabaco y oía su voz teatral,
intentaba escudriñar la verdad en el fondo
de sus ojos...
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sa le hacía perder la base de sus pies.
On September 3rd, 1951, The Times highlighted on
the cover and with huge black headlines: Nelson
has fallen. Indeed, Nelson’s statue, the symbol and pride of
the English nation had hit the ground in Trafalgar Square
without causing any deaths, or perhaps only hurting the
British heart phlegm. The four-ton stone of England’s
most revered one-eyed was lying down the ground with
its broken arm, head and feet torn dismembered. The ac-
tion was claimed by the IRA, but never by his real-maker:
Frank, the Phoenician. Centuries before the Admiral Nel-
son suffered another outrage made by a Spanish harquebus
it would lose an hand, and now, some irish rubber made
him to lose the bottoms of his feet.
Otra noche de historias, Frank me contaba cómo
había conseguido suministrar al ejército británi-
co varias toneladas de jabón de afeitar. Un bien escaso y
muy apreciado entre la tropa, y otro signo indiscutible de
civilización y humanidad británica. Sin jabón y sin afeitar
no eras un buen soldado, y mucho menos un buen dandy
inglés. Así que Frank puso remedio a la logística del ejército
aplicando su propia lógica celta. Lo primero que hizo fue
comprar pastillas de jabón de lavar a la propia intendencia
británica, cientos de barras de jabón blanco. Lo segundo, se
inventó un artilugio para transformar las barras de jabón
de lavar en perfumanda pastillas de afeitar redondas. Bá-
sicamente era un tubo con el diámetro exacto sujeto a una
palanca que se accionaba a mano.
Another night of stories, Frank told me how he had
succeeded in supplying the British Army several
tons of shaving soap. A rare and very popular item among
the troops, but certainly a signs of civilization and huma-
nity between British. Without soap or been unshaven you
were not a good soldier, much less a good English dan-
dy. So Frank remedied this for the logistics of the army
implementing his own Celtic logic. The first thing he did
was to buy washing soap from the British quartermaster,
hundreds of bars of white soap. Secondly, he invented a
device to transform the bars of soap in round tablets. It was
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basically a tube with an exact diameter glued to a hand
lever and it operated by hand
Y así fue cómo organizó en el garaje de su casa, y a
escondidas de todos, una pequeña manufactura.
De día compraba el jabón en barra y de noche lo cortaba
y perfumaba para transformarlo en jabón de afeitar. Jabón
que volvía a ser comprado por el ejército inglés a un precio
mucho mayor, aunque esta vez con el papel de plata y el
característico olor a Varón Dandy que todos conocemos.
In this way he organized, inside the garage of his
house, hidden from everyone eyes, a small manufac-
turing factory. By day he bought the bar soap and at night
he cutted it turning it into shaving scented soap. Soap
was again purchased by the English army at a price much
higher, but this time with the aluminum foil and the cha-
racteristic odor of male perfume we all know.
Estás pequeñas ayudas al ejército inglés, y otras
menudencias por el estilo, convertían a Frank en
un gran amigo de Inglaterra. Hay que añadir, además, su
cuidado acento “posh” Oxford “you know”, y el hecho de que
su mujer pertenecía a una muy respetable familia inglesa,
con prestigio y arraigo militar.
These small grants to the british army, and other
trifles like that, made Frank became a great friend
of England. We must also add his wonderful Oxford posh
accent “you know”, and the fact that his wife belonged to
a very respectable English family, with great prestige and
military roots.
Pocos hombres en este mundo han tenido el honor
de haber estrechado su mano con la del Almirante
Nelson. Frank, el fenicio, fue uno de ellos. En el número 18
de Side Terrace, en Cork, aún hay un trozo de piedra que
sirve de pisapapeles y me recuerda que todo lo que sube un
día, puede bajar al otro.
Few men in this world have had the honor of
having shaken his hand with Admiral Nelson.
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Frank, the Phoenician, was one of them. At 18, South
Terrace in Cork, there is still a piece of stone that serves as
a paperweight and reminds me that aything that goes up
one day, can falldown the following.
27 de noviembre de 2011
El hombre que solo hablaba por
carta
Ese día las volutas del humo de su cigarro se elevaban
como caracolas hasta agarrarse a las paredes del
estudio. Ernesto escribía con estilográfica, como le habían
enseñado. Caligrafía esmerada, trazos enérgicos y precisos,
sin tachaduras, directo al concepto. Si aquellas paredes
amarillas de pensamientos pudieran hablar, nos revelarían
los secretos de su azarosa vida y la razón intima de su de-
terminante decisión.
A Ernesto se le murió Margarita en sus brazos y
desde ese instante la boca se le cerró de amargu-
ra para nunca jamás volver a pronunciar palabra. Por lo
que su único medio de comunicación con el mundo era la
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escritura.
Para Ernesto las situaciones más comunes y cotidia-
nas de la vida se convertían en literatura.- ¿Que le
pongo, hoy, Don Ernesto, filetes de pechuga o estos osobu-
cos? Y él respondía escribiendo: médico, pescado.
Todas sus palabras salían de su pluma. Su boca era
una pizarra negra, y su lengua una tiza blanca.
(Relato sin acabar...)
La señora Macías
La señora Macías ordenaba la cocina con esmero y
lentitud. Aquellos veinte metros cuadrados eran su
reino particular. En ella había cocinado, hasta altas horas
de la madrugada, convirtiendo su pequeño negocio de
catering doméstico en el mejor recurso económico de la
familia. Gracias a los sabrosos guisos, salsas y croquetas de
la señora Macías, sus hijos habían hecho carrera.
Juan Macías, el mayor de los hermanos, se pidió un
café en el bar de la facultad, y mientras removía el
azúcar haciendo tintinear la cucharilla contra las paredes
de la taza, pensó en su madre, y una desconocida punzada
de dolor le apareció en la articulación del codo derecho. En
ese mismo instante la señora Macías secaba la cubertería. Y
Marta, la menor de los Macías, se caía cuan larga era en la
pista de hielo, sometiendo su cuerpo a terribles tensiones y
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torsiones. Un picor agudo subió desde su antebrazo hasta
la nuca, tan intenso y violento, que cubrió todo su cuerpo
con el negro manto de la noche eterna. Y en su cerebro se
hizo el silencio.
Premonición o telepatía. El mismo mensaje de dolor,
punzante y eléctrico, sacudió el codo derecho de
la señora Macías. Los médicos, después de mil pruebas,
calificaron la dolencia como epicondiolitis crónica. Pro-
bablemente debido al trabajo manual que ejercía: cientos
de pucheros rebosantes hasta el borde, el peso de años
cargando con las bolsas de la compra e interminables horas
fregando y retorciendo paños de cocina, le habían pasado
factura... Y algo más, la costumbre, casi religiosa, que tenía
de secar las cucharas, repasándolas, una y otra vez, a fuerza
de paño y musculatura digital.
Sin embargo, esa tarde, el mensaje de dolor venía
cargado de nuevos dolores. La señora Macías soltó la
cuchara de golpe, y ésta repiqueteo contra el suelo.
A Juan Macías, el café le supo amargo y metálico.
Y los dos, madre e hijo, al unísono, sintieron que
alguien se despedía de ellos para siempre. En ese fatídico
instante una corriente de aire helado recorrió la sala del
bar de la facultad y las cortinas de la cocina de la señora
Macías se inflaron.
Maldita epicondiolitis, y maldito este mundo, que
permite que sean las cucharas las mensajeras de
la muerte.
Lunes, 7 de diciembre de 2009
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Madame Couturrie
La infancia es como un paréntesis. Vives en la nube
de la realidad que te marcan tus progenitores. El
primer paréntesis es tu madre; el segundo, tu padre, y en
el medio te encuentra tú. Te montas en un coche y nunca
preguntas de quién es, ni cómo funciona, ni cuánto cuesta,
ni tan siguiera porqué te subieron al coche. Cuándo come-
remos, a dónde vamos o cuándo llegaremos, son tan solo
hechos circunstanciales, a lo sumo, estímulos básicos que
llegan cuando tienen que llegar, por naturaleza. Hago pis
porque me lo pide el cuerpo, pido de comer porque tengo
hambre y grito – hemos llegado ya- porque se me acaba-
ron los alicientes y la aventura del coche ya no resulta tan
novedosa.
Es la infancia, el lugar donde el futuro no existe, sólo
el momento inmediato, el presente continuo. Un
maravilloso presente construido a tu alrededor para ser
disfrutado segundo a segundo. El carpe diem de todos los
días.
Y Madame Couturrie era eso, un enorme y azucarado
pastel de sorpresas. Para mis ojos inocentes, una
vieja, afable con las visitas y cascarrabias con los cono-
cidos, exigente con el servicio y déspota con el resto del
mundo. No vivía en una simple habitación con cocina y
cuarto de baño exterior, como yo. Ella era dueña de una
mansión vacía de gente pero llena de objetos, cuadros y
ceniceros de plata; y muchas habitaciones, enormes baños,
cocinas gigantes y un sin fin de escaleras, puertas y rinco-
nes donde esconderme. Aquella casa era un palacio inaca-
bable con estancias que se abrían a otras estancias y estas a
otras tantas habitaciones más. Recovecos donde reinventar
el mundo y hacer crecer el pequeño paréntesis de mi exis-
tencia. Cada puerta cerrada era una descarada invitación
para ser abierta. Cada pasillo y cada curva, un acicate para
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avanzar hacia lo desconocido. Cuanto más me adentraba
en aquel palacio, más me alejaba de mi pequeño mundo, y
más feliz me sentía. Años más tarde, leyendo Las Mil y una
noches, y el cuento de Ali Baba y la cueva de los 40 ladro-
nes, reviví el palacio de Madame Couturrie y comprendí el
poder de atracción que ejerce la curiosidad. Yo era Simbad
en el palacio de Madame, amo y señor de aquel
tesoro sin dueño. Había descubierto que existía
otro mundo, como en los ojos de un ciego
la luz entraba por primera vez, en la cueva
de Platón, y todo lo que mi imaginación
quisiera construir sería, desde ese día,
más importante y más real que la realidad
misma. Entrar en el palacio de Madame
Couturrie fue el mejor de los hallazgos. Vital
para mis pulmones asfixiados de crudezas y le-
targos infantiles. Descubrí que podía escaparme, cual
mago, de mi propio cuerpo, de mi habitación, de mi cole-
gio, de mis padres y trasladarme a cualquier territorio, ser
quien me diera la gana, tener la edad que quisiera, vivir en
cualquier parte y hacer que ocurriera lo que fuera. Podía
inventarme los personajes, las tramas, los nudos, el princi-
pio y el final de cualquier película. Y sobre todas las cosas,
podía ser el protagonista de cualquier historia y volver a
escribir la vida en cada línea. Sin embargo, era muy peque-
ño o inocente para darme cuenta de la transformación que
en mí se estaba gestando. Ser el dios de mis narraciones,
presentes posibles, o futuras e inacabadas. Ahora
me explico la euforia y la alegría que sentía a
cada paso y lo mucho que le debo a Madame
Couturrie y su palacio de los enigmas.
Así que aquel palacio era la residen-
cia de Madame. Su chofer me ad-
virtió que nunca debía tocar nada, porque
ella siempre se daba cuenta si algo había sido
mínimamente movido, o recolocado. A pesar
de que nunca vi a Madame Couturrie pasear por el
palacio, se respiraba su presencia en cada detalle. Un piano
de cola cubierto de fotografías y marcos de metal bruñido,
destacaba en la sala principal. Eran fotografías en blanco y
negro, mates y con grano, donde señores con sombrero y
...era dueña de una mansión vacía de gente
pero llena de objetos, cuadros y ceniceros de plata; y muchas habitaciones, enormes baños,
cocinas gigantes; y un sin fin de escaleras, puertas y rincones
donde esconderme....
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pañuelo en la chaqueta, y mujeres con pamela y largas pi-
pas de fumar sonrían sin dejar de mirarte. Poco importaba
hacia qué lugar del palacio te dirigieras, aquellas personas
de la foto siempre sonreían persiguiéndote con la mirada.
El retratista que los congeló usó el efecto Mona Lisa con-
virtiéndoles en los guardianes del palacio. Aquí y allá, el
suelo estaba sembrado de jarrones chinos con floreados
paisajes y pájaros de cuello largo. Junto a los jarrones, a
modo de protectores espaciales había siempre algún sillón
o por lo menos una silla de estilo rococó, y cercano a ellos
una pedalina de madera. Me imaginaba a Madame Cou-
turrie sentada, con la espalda recostada, contemplando el
paisaje multicolor de sus jarrones, un pie sobre la pedalina
y apoyada en alguno de sus múltiples bastones de empuña-
dura de marfil, cabeza de perro ó de caballo. Efectivamen-
te, ella tenía dos entretenimientos públicos confesables: la
pintura y las carreras de caballos. Para los cuales requería
de los servicios y atenciones de cuatro sirvientes, además
del conserje del palacio, el ama de llaves, la cocinera, el
jardinero y, por supuesto, los de su fiel e inseparable chofer.
Si, cientos de estatuillas, que reproducían caballos pura
sangre en diferentes posturas, saltando, a galope o al paso,
invadían las estanterías, las mesillas auxiliares y chimeneas
del palacio. Pura sangres de todos los colores y posturas,
levantados de bruces, tiernamente tumbados en la hierba
o en posición mayestática, rodeados de más fotografías y
marcos de plata, reproduciendo jinetes de menuda estatura
y arrugas en la cara, sosteniendo trofeos, copas y orlas de
todos los tamaños. Y en todo aquel campo sembrado de
fotografías no había una mota de polvo. Todo el palacio
resplandecía como nuevo, perfectamente milimetrado y
ordenado al gusto de su propietaria. Un mundo inmóvil
y reglado, en el que cada persona, incluido los sirvientes,
y cada objeto tenía su lugar, su función y su porqué; salvo
Madame Couturrie, claro está, que no obedecía a ningún
horario, ni estaba obligada a ninguna otra función que no
fuera su propio capricho y libre albedrío. Madame Coutu-
rrie era la gran relojera del palacio y de su vida; el ojo que
todo lo ve. A una sola orden suya, el palacio, y sus habitan-
tes, se ponía en movimiento; y a otra orden suya, se parali-
zaba al instante.
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Todo lo que Madame Couturrie pronosticaba se
cumplía. Siempre se cumplía. Cómo era posible que
una mujer tan avejentada, maniática y malhumorada hicie-
ra del mundo su capricho, nadie lo sabía. El hecho es que
Madame nunca había perdido una sola carrera de caballos
en su vida. Su fortuna estaba unida a la de sus caballos, y
sus caballos, que inmortalizaba como ídolos hogareños y a
los que daba tantos caprichos como ella misma se regalaba
a diario, le otorgaban el poder económico y la independen-
cia de su existencia.
Un día, yo, el pequeño Simbad, y por más señas, el
hijo del chofer de Madame Couturrie, entré en el
laberinto de su palacio, destapé la lámpara mágica, tanto
tiempo guardada en telarañas, y descubrí, por casualidad,
el secreto de su fortuna. Y es que, en la torre sur del palacio
se encontraba el estudio de pintura de Madame Couturrie.
No más de treinta metros cuadrados a los que se accedía
por una angosta y oscura escalera de caracol, que peldaño
a peldaño cobraba matices de color, y progresivamente, se
iluminaba con el resplandor prestado del techo del estudio.
Un techo que daba la sensación de no ser techo porque
estaba construido por un damero de ventanales de cris-
tal. Aquella transición, de la escalera oscura a la luz del
estudio, no dejaba de ser sino la premonición de un viaje
iniciático. El alumbramiento de la creación. Atrás queda-
ban las tinieblas y por delante el paisaje milagroso de la
pintura. Pigmentos con significado: el mundo recreado de
Madame Couturrie. Una sala atiborrada de cuadros amon-
tonados, caballetes y paletas salpicadas con mil pegotes
de color. Y cientos de tarros con racimos de pinceles, tan
llamativos y expuestos que parecían flores alimentándose
al sol.
Mire el cuadro y mi cabeza explotó. Inmediata-
mente me di cuenta de que todo lo que Madame
Couturrie pintaba se convertía en realidad. Pasteles, óleos
o tintas chinas. Sería un mecanismo pactado con el diablo,
una premonición angelical, o la proyección aurea de su
personalidad. Mi asombro fue mayúsculo cuando obser-
vé que todas las fotografías que había visto sobre el piano
tenían réplica exacta en los lienzos, cartulinas y papeles
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que ella guardaba celosamente en la torre del último piso
de palacio. Los cuadros tenían fecha y firma anteriores a
los hechos que las fotografías narraban. No me pregunten
cómo un niño de apenas nueve años pudo darse cuenta.
Intuición o miedo, percepción o sensación. El 4 de sep-
tiembre de 1968 ví por televisión cómo Corky, el caballo
preferido de Mademe Couturrie ganaba el Grand Derby, y
delante de mí tenía la misma imagen pintada con fecha, 4
de septiembre de 1965.
Jamás he revelado el gran secreto de Madame Cou-
turrie, hasta hoy. Como tampoco nunca permití que
Madame Couturrie se hiciera ninguna fotografía conmigo
o con mis padres. Y tengo la certeza de que los sirvientes
no eran motivo de su pintura. No en vano, estos cumplían
sus órdenes a rajatabla.
Como muchos de ustedes sabrán los pioneros de la
fotografía americana tuvieron grandes dificulta-
des para retratar a los indios. En ellos está muy arraigada
la creencia de que un retrato no es tan solo una imagen
sino un alma robaba. Basta con pintar a tu enemigo en la
arena para que la fuerza del signo gráfico se transporte a
la realidad. Los chamanes indios curan enfermedades que
ningún médico de hoy podría explicar. Madame Coutu-
rrie, americana, hija de embajadores, sobreviviente de dos
guerras mundiales, bisnieta del Chaman Ojo de Águila, y
descendiente en sangre de la gran tribu india de los Paiute,
tampoco, nunca jamás, reveló el secreto.
Por mí, no se preocupen. Ni tengo dotes para la pin-
tura, ni por mis venas corre sangre de las praderas.
Martes, 24 de noviembre de 2009
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Madrid-Cork, tres días y dos noches
¿Cuánto se tarda en llegar a Cork, desde Madrid?
Lo normal es coger un avión, salir del aeropuer-
to de Barajas y llegar en poco más de 2 horas al aeropuerto
de Cork-Airport. Oirás la orden de la azafata diciendo
“Fasten your belt”; te asomarás, con mucha curiosidad
por el ojo de buey del avión (tengo que averiguar por qué
lo llaman así, ó será que los bueyes lo ven todo desde las
alturas); y te sorprenderá ver un aeropuerto en miniatura,
de color verde con vacas pastando a su alrededor. Simple-
mente una preciosidad. Y es que en Irlanda, todo es verde.
La tierra, el agua, y hasta el cielo tienen el mismo pigmento
esmeralda. Incluido unos curiosos personajes, que como
no podía ser de otra manera, también se visten de verde,
que aparecen y desaparecen sin pedir permiso, se dedican
a hacer mil trastadas y a reírse de ti al menor descuido.
Los llaman Leprecons. La misma palabra lo dice: son unos
cabras locas, saltimbanquis escurridizos que se divierten
a costa de uno, y de los turistas despistado. Lo trastocan
todo, extravián maletas, mueven los indicadores y señales
de información, y cambian las cosas de sitio.
Al final, como no te enteras de nada, estás en un país
extranjero, el idioma inglés apenas lo dominas, y
mucho menos la versión irlandesa del honorable Shakes-
peare, unido a la estimable ayuda desorientadora de los
endemoniados Leprecons, te ves obligado a preguntar en
tu “broken english” versión CCC, my tailor is rich. Pero
bueno, esa es otra historia que añádiré más adelante.
Íbamos diciendo que Madrid–Cork es un agradable
viaje en avión de poco más de 2 horas. Pues apriétense
el cinturón porque yo conozco a un personaje que se hizo
el mismo viaje en tren y barco. Tardó tres días y dos no-
ches en blanco para recorrer la misma distancia, dos horas
de avión que se convirtieron en tres días y dos noches a
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base de trenes de la hora y ferrys nocturnos. Dos simples
horas que se convirtieron en una eternidad. Repito, tres
días a base de bocatas y dos noches sin pegar ojo. Por lo
que el sufrido viajero me explicó, cada vez que miraba por
encima de la ventanilla del tren y observaba algún avión
por encima de su cabeza en dirección norte, lloraba lagri-
mones de disgusto. El mapa del recorrido pudo ser más
corto, pero el dinero no le alcanzaba tanto como su deseo
de llegar a la tierra de la lira y los Leprecons, a costa de lo
que fuera, siempre y cuando su exigua economía le alcan-
zara para ello. Su carné de estudiante del SEU le marcaba
tajante como un logotipo de marca. Joven, universitario y
pobre son sinónimos.
....continuará...
Lunes, 30 de noviembre de 2009
El Mardoff de Canarias
Personajes:Mario Contreras, escritor feelance de contenidos digitales
Silvia, mujer de Mario, creativa de agencia
Sindo, instructor jefe y dueño del bar La Esquina
Gabriel Alcalá, policía de delitos patrimoniales
La juez de instrucción
El jefe de Seccion
J.J.M., el muerto .
1
Mario aporreaba nervioso el teclado de su Pentium
IV, como un autómata, sin ningún sentido ni
dirección. Escribía rígido, atento a la pantalla de su orde-
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nador y al reloj digital de la esquina inferior derecha. Se
mantenía erguido, ausente de todo lo que rodeaba, mien-
tras el corazón le machacaba el cráneo, su única válvula
de escape era seguir escribiendo a toda velocidad, a ritmo
de taquicardia. Sencillamente no quería pensar y mucho
menos sentirse culpable. Por cada diástole de corazón, por
cada golpe de tecla, una voz interior le repetía constante-
mente las mismas palabras: Tienes que deshacerte de él
sin que nadie lo note. Los ojos de aquel hombre los tenía
clavados como agujas en la retina, imborrables. Mientras
las tildes, las comas, las sílabas se escapaban de entre sus
dedos y aparecían mágicamente impresos por la página
Word como si tuvieran vida propia.
...
¿Qué podía hacer sino aparentar total normali-
dad? Escribir como todas las mañanas desde
hacía no se sabía cuánto. La misma rutina de cada día,
desde que se impuso a sí mismo el objetivo de ser escritor
freelance de contenidos digitales. Tan solo unos minutos
antes su mujer le había dejado el café encima de su mesa de
trabajo, despidiéndose con un beso y una frase. -Recuerda
que a la una tienes que ir a recoger a los niños. Hoy tengo
presentación de campaña, vienen los jefes de Madrid y no
podré salir al mediodía. ¿Te acordarás? No te preocupes,-
contestó- he puesto la alarma a las cuatro y media. Me los
llevaré conmigo al parque después de darles la merienda o
les pondré una película de dibujos animados. Todo contro-
lado, prácticamente estoy acabando el cuento. Esta vez no
habrá despistes. ¡ Te lo aseguro!
Vagamente oyó la voz de Silvia por encima de su
hombro.- Te noto tenso, ¿te pasa algo? -Nada,
prácticamente estoy acabando, eso es todo.
Su pequeño piso de apenas setenta metros cuadrados
se convirtió, para él, en un infierno. Único testigo
de lo que estaba a punto de acometer. Eran las ocho y
media de la mañana. Silvia conducía por la avenida hasta
su trabajo en la agencia y los niños bajaban del autobús
escolar para entrar en clase. Desde ese momento y hasta
la hora de ir a recoger a los gemelos, Mario disponía de tres
o cuatro horas para deshacerse del cadáver. Para volver a
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ser ese marido y padre de familia ejemplar. El buen vecino
que siempre saludaba y con amabilidad daba los buenos
días a doña Úrsula o al portero de la finca. El honorable
don Mario.
La puerta de su casa se cerró de golpe y de su boca ex-
haló el último reducto de culpa. Apenas 10 minutos
después sonó el timbre del telefonillo. Dejó de golpear las
teclas de su ordenador y el mundo se paralizó a sus pies.
...
Costillas de cerdo congeladas para hacer un buen
potaje de jaramagos, solomillo de Argentina a
menos de doce euros el kilo, unas cuantas bolsas de vege-
tales, y un montón de helados del “Mercadona”. Ese era el
arsenal de alimentos que guardaba el arcón del congelador
del su cuarto tratero. Y debajo de todas aquellas bolsas
llenas de escarcha el cuerpo inmóvil de un desconocido sin
nombre.
2
La portada del Canarias 7 era el fiel reflejo de la
crisis del 2009. El presidente Zapatero anunciaba la
inminente subida de impuestos, la bolsa repuntaba hasta
el nivel de los años 90 después de cinco mínimos conse-
cutivos, y la fotografía de un convoy de soldados españoles
en Afganistán... esas eran las noticias más destacadas de
primera página, junto con un módulo 2x2 en la base del
periódico anunciando una promoción de juegos de café.
...
Gabriel Alcalá, el inspector de la unidad de delitos
patrimoniales de Las Palmas de Gran Canaria, se
tomaba el primer café de la mañana en el bar La Esqui-
na. - Le hemos perdido, hace tres días que no se presenta
a fichar por la comisaría, no está en su casa, no está en su
oficina, su móvil no contesta y me da la nariz que jamás
volveremos a verle por aquí nunca más. Se ha volatilizado
y con él, tres millones de euros. Tengo al inspector jefe en-
cima de mi chepa, y a cincuenta pardillos cabreados como
monas, echándome la culpa. La juez de instrucción quiere
verme dentro de media hora y no tengo ni una sola pista
que me indique donde puede estar ahora. Es como si le hu-
bieran abandonado en una recóndita cueva de La Fortaleza
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o escondido en las remotas profundidades del barranco de
Guiguí. -No te preocupes, aparecerá. Siempre aparecen.
Tú sigue el procedimiento. La auténtica responsable es la
juez. Ella es la que debería estar comiéndose las uñas y no
tú.- Es una pardilla y ha cometido un grave error de princi-
piante. Rodarán cabezas y créeme, Gabriel, no será la tuya.
¿Qué otra cosa podría contestarle? Sindo había
sido el instructor de Gabriel en la academia
de policía de Sevilla. Desde que aprobó las oposiciones le
incorporó al departamento por su honestidad probada y
quizás también por qué era el mejor contando chistes.
Sólo dos hombres en el mundo entero conocían el ver-
dadero paradero de J.J.M. , Sindo y Mario. El cuerpo
incorrupto del Madoff de Canarias se encontraba por
pura casualidad a más de 20 grados bajo cero en el fondo
de un arcón congelador. Concretamente en el trastero nu-
mero 24 de Edificio Granca. A menos de un kilómetro de
la super comisaría y el bar La Esquina.
Bueno, tomate el café tranquilo, que pago yo. Ten-
go la sensación de que la juez está mucho más
nerviosa que tú. Al fin y al cabo ha sido ella quien le dejó
en libertad sin fianza. ¡Menudo pájaro el J.J.M.! Se estará
partiendo de la risa en estos momentos, habrá cogido el
Armas a Madeira y el ferry hacia Portugal, preparado para
saltar desde Lisboa hacia alguna playa brasileña. A ese no
le pillan más, en la vida.
3
Mario no estaba acostumbrado a beber más allá
de una copa de vino entre amigos, y siempre
que el caldo fuera de calidad y acompañado de una buena
cena. Incluso cuando pudiera decirse que había superado
el límite de su aguante etílico, nunca llegaba a más de tres
cubatas. Y aun así sus amigos le decían que los efectos del
alcohol le otorgaban la extraña virtud de conducir mucho
más relajado y suave que de costumbre. Mario era uno de
esos conductores que no podían hacer dos cosas a la vez, o
conducía o hablaba. Ciertamente la bebida le daba la posi-
bilidad de ampliar sus dotes motrices, o eso creía él.
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Se echó un cigarrillo a la boca, lo sujetó con la mano
derecha y mientras miraba la punta del cigarrillo
encenderse como un tizón incandescente y las volutas
del humo ascendían por el retrovisor del coche, un fuerte
golpe le sorprendió de improviso, seguido de otro, pare-
cido al crujir de una rama seca. Nunca se hubiera podido
imaginar lo que le estaba sucediendo, ni mucho menos
podía creerse lo que allí vio, segundos más tarde, al bajar-
se de su destartalado Opel Corsa blanco de tercera mano.
Era un cuerpo. Un hombre de unos cuarenta y tantos, bien
afeitado, pantalones de tergal con raya en medio, chaqueta
bloise cruzada y una camisa con las letras J.J.M. bordadas
a la altura del pecho de la camisa. Su primer impulso fue
gritar, pero el estrés le ahogaba el pensamiento y la respi-
ración. Inmediatamente una enorme losa de culpabilidad
le hundió el pecho, tan fuerte y mortal como el que aquel
anónimo sujeto había sufrido minutos antes. Bloqueado,
con la mente en blanco y sin saber qué hacer, el instinto le
decía, súbelo al maletero, mételo dentro y sal corriendo.
Así lo hizo, rezando para que nadie se hubiera percatado
de lo sucedido.
Diez minutos más tarde, Mario se encontraba re-
gurgitando todo lo que aquella noche había comi-
do y bebido. Lavándose la cara bajo el grifo del garaje de la
comunidad, recostado en la cochambrosa pared del retrete,
y preguntándose mientras se miraba en el espejo de aquel
cuchitril, qué carajo había pasado y qué más podía hacer.
J.J.M. descansaba bajo cero entre las bolsas de verdu-
ras congeladas. Mario revisó su móvil en busca de
un nombre. No se acordaba muy bien cómo se llamaba el
colega de su infancia, pero si conseguía encontrarlo en la
agenda, sabía que esa era su salvación.
De la A a la Z y vuelta para atrás, pulso los más de
200 ficheros que tenía guardados en la memoria
del móvil, repasando mentalmente los recuerdos fugaces
de aquellos doscientas encuentros, en busca de uno que
pudiera servirle de salvavidas. Hasta que por fin encontró
a Sindo.
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4
¡Sindo!, ¿eres Sindo verdad? - ¿Y usted, quién es?
No te acuerdas de mí, soy Mario. - ¿Mario? ¿Mario
qué? Mario Contreras, el sargento de la IMEC de la pri-
mera compañía del Canarias 50. -¿Sabes ahora quién soy?
Bueno, mira que ha llovido desde entonces. Y cómo me
llamas ahora, que es de tu vida, dónde estás, cuéntame. -
¿Tú eras policía, verdad? Uno siempre es policía, lo quiera
o no…pero me retiré hace un par de años. Lo dejé. Ahora
tengo un bar en propiedad, verás, me cansé de tanto mal-
nacido como hay por el mundo, y adelanté el retiro. - Es
que necesito hablar contigo, ahora mismo. Me ha pasado
algo que no te lo vas a creer. - Mario, que tú eres buena
gente, no me digas que estás en un lío. Yo creo que sí y de
los gordos. ¨Contreras, es que no te enteras.
Por enésima vez en su vida Mario tuvo que oír de
nuevo el juego de palabras que tantas veces había
aborrecido. El chiste fácil y eternamente repetido por el
que se había peleado y pegado en su infancia y en su juven-
tud.
Sindo, no te rías, lo que te voy a decir es terrible y es
verdad. Tengo un cadáver en el congelador de mi
casa. Y el muerto no es otro que el sinvergüenza de J.J.M.,
el Madoff de Canarias. -Qué me estas contando, que te
los has cargado tú solo. -Sí y no, la dos cosas. -Me estas
tomando el pelo, no puede ser sí y no, a la vez. O es sí, o es
no. -Pues que le he atropellado, me lo han metido debajo
de las ruedas del coche, cuando iba para casa. -Has cho-
cado con él y te lo has cargado. Pues por lo menos hay
cincuenta personas que te lo van a agradecer. -No exac-
tamente, ya estaba muerto cuando le atropelle. Tiene un
balazo en la sien, y no he sido yo. Yo no uso armas, ni nada
parecido. -Ya entiendo, basta con que llames a la policía,
y no te pasará nada. -Imposible, no puedo hacer eso. -¿Por
qué? -Es secreto. -El qué es secreto, explícate que ahora el
que no se entera soy yo. - Muy sencillo, mi mujer no sabe
nada y la policía sí. Pero la policía no puede enterarse y mi
mujer tampoco. -Te explicas fatal, chico. -Quiero decir que
tenía sesenta mil euros invertidos con ese hijo de Satanás y
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mi mujer no sabe nada . Y ahora que está muerto, la policía
se va a creer que he sido yo el que le ha dado el matarile.¿
entiendes ahora? - Ayúdame, que hago. -Si lo entendido
bien, tú tenías sesenta mil euros y ahora no los tienes. -Sí.
Y acudiste a la policía a declarar la estafa. Te engañó como
a otros muchos. -Sí. -Y ahora tienes a ese malnacido de
cuerpo presente en el congelador de tu casa. -Sí. -Y claro,
si se lo dices a la policía, lo más normal es que te echen el
muerto a ti, porque razones para cargártelo no te faltan.
- ¡Sí, coño, sí! Efectivamente, Mario, estás metido en un
buen lío.
Lío, la palabra lío, sinónimo de marrón y mierda,
rebotaba en la cabeza de Mario de lado a lado, como
una pelota de pin pon.
Ya te digo, yo estoy retirado, pero por un amigo hago
lo que sea. No te muevas de tu casa que esto lo
soluciono yo. Dime dónde vives. -En el Granca. Vale, dame
quince minutos que voy para allá.
Mates a palos
Corría el año 1966. Los chavales de la España de en-
tonces no conocíamos Internet, ni la Play Station,
ni los ordenadores; y los únicos discos duros que estaban
de moda eran los de vinilo. Nuestra red social se limita-
ba al colegio, el barrio y la familia; y para hacer amigos,
salías a la calle. Si queríamos llamar por teléfono teníamos
que encontrar una cabina telefónica o entrar en un bar
con teléfono público. Tu mejor móvil eran los pies; y el
e-mail más rápido, el cartero de correos. En el colegio nos
obligaban a hacer interminables ejercicios y deberes que
continuaban en casa; la televisión era un aburrimiento en
blanco y negro; y las buenas películas tenían doble rombo.
Asi que lo mejor que podiamos hacer para entretenernos
era salir a la calle. ¿Cómo podíamos vivir así? No tengo ni
idea, pero he de confesar que en muchos aspectos los baby
boom de la España de los 60, sin internet, sin móvil y prác-
ticamente sin televisión, éramos muy felices.
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Los chicos de mi generación se acordarán que jugá-
bamos a churro, media manga - manga entera; a la
peonza; a la lima; a las carreras de chapas, y por supuesto
a policías y ladrones. Subastábamos quién debía ser poli-
cía y quién ladrón a pares y nones. Si nos tocaba hacer de
ladrones nos escondíamos en nuestra propia casa, para que
ningún policía diera con nosotros. Matábamos el tiempo
merendando, unos días, un enorme tazón de Cola-Cao con
pan y mantequilla; y otros días nos daban pan con azúcar,
o pan con vino y azúcar. Y si queríamos repetir rotábamos
de casa en casa, con el amigo de turno, a por más me-
rienda. Bastaba con estar al lado del anfitrión y esperar a
que su madre le sirviera la merienda, siempre había otra
rebanada, de pan con mantequilla o pan con vino y azúcar,
para los acompañantes. Los barrios, en pleno crecimiento,
estaban salpicados de descampados y terrenos yermos, es-
perando nuevas construcciones. La calle era nuestros terre-
no de juego preferido. En lsa calle encontrábamos todo los
juguetes que necesitábamos para la tarde: restos de madera,
palos, clavos y hierros abandonados. Recuperábamos los
palos, los clavos y las pinzas de la ropa. Y los transformá-
bamos en ballestas, pistolas y lanzas. También hacíamos
grandes hogueras para quemar los restos de los cables de
la luz , y con el hilo de cobre construíamos arcos y decora-
bamos las lanzas; lanzas que previamente habíamos afilado
al rojo vivo, a base de martillear su punta con dos piedras,
y a las que atábamos en el otro extremo plásticos, a modo
de cola de caballo, para que volaran por el aire con mayor
fuerza. Después buscábamos algún portón de madera y
con piedras de cal le dibujábamos una diana. El resto se lo
pueden imaginar. Incluido los gritos del dueño del solar
que, gruñendo y vociferando palabrotas, nos amenazaba
con chivarse a nuestros padres. No le hacía falta llamar a la
policía. La autoridad estaba en casa.
Todavía guardo en mi memoria el sabor de las tardes
de cine en sesión continua. Pagabas la entrada del
cine una vez y te quedabas toda la tarde, hasta bien entrada
la noche. Sasón y Dalila llegué a verla cuatro veces segui-
das en una sesión interminable. Otro entretenimiento eran
las bodas y bautizos, que estaban íntimamente unidas a
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las sesiones de cine, ya que bodas y bautizos eran nuestro
recurso para conseguir las monedas con las que pagar las
entradas del cine y las palomitas de maíz. Teníamos por
costumbre esperar a los novios y a los padrinos del bautizo
a la salida de la puerta de la iglesia. Esta vez no íbamos car-
gados de lanzas, sino de esperanza e ilusión, y los que gri-
tábamos a todo pulmón, éramos nosotros. En cuanto veía-
mos salir a los padrinos, vociferábamos ¡Padrino, padrino!
¡Viva el padrino!... La buena costumbre era que el padrino,
a modo de contestación y ostentación dominical, lanzaba
al aire puñados de perras gordas y alguna moneda de dos
reales. La iglesia manda que el rico sostenga al pobre, y
¡oiga, que cuatro reales es una peseta! Y por dos pesetas
entrábamos al cine. Había que estar listo, tener buen ojo y
ser muy rápido en recogerlas, porque en cuanto las mone-
das llegaban al suelo, el dinero era para quien primero las
agarrara. Para lograrlo valían todo tipo de artimañas: las
principales, patadas y pisotones. Pero ver a Sansón y Dalila,
bien valía un poco de sangre. Cuando el acero de la espada
del centurión se acercaba, roja y encendida, hacia los ojos
de Sansón, sentía mis manos todavía ardientes y escocidas
por los pisotones sufridos en la recogida de monedas. Mis
manos por un cine, ése era el pago.
También recuerdo el picor de manos que, de cuando
en cuando, me infringía el maestro de mi escuela
de barrio. Esta vez no jugábamos a policías y ladrones,
estudiábamos la tabla de multiplicar. No había por qué en-
tender el mecanismo de los múltiplos, ni la razón íntima de
los sumandos, únicamente había que saberse la letra de la
tabla a pié juntillas. Kant escribió La razón pura mientras
los maestros nos enseñaban de pura memoria. El méto-
do didáctico elegido era que nos entrara la letra a base de
repetir la tabla en voz alta. Lo que pasaba es que todos los
alumnos nos sabíamos la música de las tabla de multiplicar,
una letanía que se repetía una y otra vez, como una can-
ción, pero éramos muy pocos lo que dominábamos la letra.
Así que el maestro ejercía de policía, acercando su oído a
nuestras gargantas y agudizando el sentido, hasta que man-
daba callar a la clase, y repetir a solas, a algún listillo de los
que la tarareaban sin multiplicar. En fin, que me pilló el
truco y me tocó el castigo, por ladrón de letras.
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Ciertamente aprendí las mates a base de palos.
Aunque debería decir mejor, que aprendí las tablas
de multiplicar para que no me matarán a palos. Quizás sea
por eso que hoy consideró más importante los contenidos
que los continentes. Y valoro más la letra que la música; la
esencia antes que la presencia.
domingo 29 de noviembre de 2009
Me acuerdo
Qué tienen los recuerdos que dibujan sonrisas en
los rincones del alma y te hinchan el cuerpo con
afectos y rellenos de caramelo.
1Tan profundos que permanecen
Me acuerdo del día en que tú naciste. La primera
vez que te vi detrás del cristal. Desapareció el
cristal, y el hospital se hizo silencio. Sólo quedamos tus
ojos y yo. Desde entonces tus ojos me persiguen y son todo
mi mundo. Es una imagen, que nunca se borra, ni quiero,
y que copio en la pizarra de mi memoria miles de veces a
reglón seguido. Tu nariz roja de payaso sorprendido y esos
ojos abiertos como dos soles negros.
¡Buenos días, mundo! Soy yo quien os está observando. 22
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de diciembre de 1986. A esos ojos le pusimos por nombre,
Laura.
Me acuerdo de los pestiños de la abuela Margarita.
Y aún los persigo recordando los vaivenes de su
falda al ritmo bailarín del toc toc y el sonido de la cuchara
contra las paredes del bol para hacer la masa.
La abuela Margarita es para mí esencia de limón y piñones
tostados.
Me acuerdo que su fragancia inundaba toda la
casa, y no había pared o muro capaz de anular
ese aroma. El limón viajaba por los pasillos y los piñones se
daban una vuelta por la vecindad. No me hacía falta saber
leer, ni contar los peldaños de la escalera. Para encontrar-
la, me bastaba con cerrar los ojos y dejarme guiar por su
colonia de pestiños.
Me acuerdo de la mañana del Día de Reyes. Mejor
dicho, me acuerdo de el despertar de la mañana
de Reyes. El momento antes al despertar en la mañana del
Día de Reyes. Ese pequeño espacio de tiempo, sin tiempo,
que transcurría, todavía tumbado en la cama. Esa milésima
de instante que era abrir los ojos y despertar en la mañana
del Día de Reyes. Sabía que me iba a encontrar con un re-
galo. Un regalo que estaba debajo de la cama en la mañana
del Día de Reyes. Debajo de la cama estaba la ilusión de la
mañana del Día de Reyes. La ilusión que me inundaba al
despertar, segundos antes de abrir los ojos, en la mañana
del Día de Reyes.
Era tanta la ilusión que me provocaba despertad en la
mañana del Día de Reyes, que abría los ojos mil veces, para
mil veces volver a sentir la magia al despertar en la maña-
na del Día de Reyes. Y ese es el gran regalo que los Reyes
Magos me han dejado para siempre. Cada día abro los ojos
y me despierto con la sensación de que la vida es un regalo
a los pies de la cama. Como en la mañana del Día de Reyes.
Me acuerdo del primer suspenso de mi vida. El
más amargo porque fue mi primera derrota
pública. La primera, de tantas otras que vendrían después.
Nadie me había advertido, ni enseñado a convivir con el
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rancio sabor de la derrota. Fue un cero en latín el que mar-
có mis mejillas a fuego con el surco de una lágrima y me
dolió como agujas punzantes en la garganta. Cesar, los que
van a morir te saludan. Gladiadores con bolígrafo y escu-
dos de papel, casco de diccionario y sandalias de goma de
borrar. Estamos a tus órdenes, centurión, preparados para
soportar el látigo de tu verbo y los horrores de la guerra de
las declinaciones.
Así es la vida, llena de ceros cuando el mundo se coloca a
tu izquierda. Siniestra.
Me acuerdo de tu cara. Eras el logotipo del papel
higiénico que vivía escondido en el cuarto de
baño de nuestra casa de Paris. Un arlequín, rojo y negro,
de siniestra mirada y peor humor. El guardián del wáter
húmedo.
Me aterrorizaba sentarme en tu trono y encontrar-
me de nuevo contigo. Imaginaba que tus manos
eran garras, que tus ojos echaban fuego y que de tu cabeza
salían cuernos de demonio. Tocarte me provocaba den-
tera y mirarte, escalofrío. Como los vampiros nocturnos,
contra ti, mi única arma era encender la luz, dejar la puerta
abierta y silbar fallidos soplidos de miedo. Hasta que un
día, sostuve tu mirada y descubrí que también sonreías. Lo
que me parecían garras, ahora eran lazos; lo que semejaban
fuegos, ahora eran lágrimas, y lo que creí eran cuernos, se
convirtieron en cascabeles.
Ahora sé que todo puede tener dos caras y que todo de-
pende de cómo lo miremos. Blanco o negro, positivo o
negativo, buenos o malo, todo está dentro de uno mismo.
2Tan cortos que se quieren escapar
Me acuerdo del desván de la abuela Pilar, donde
jugaba a ser quien me daba la gana ser. El rin-
cón de mis fantasías donde construía aventuras y mundos
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mágicos de los que no quería salir.
Me acuerdo del burro Margarito que antes de
comer calabazas sonreía y enseñaba los dientes,
adelantándose a la satisfacción del festín.
Me acuerdo del brazo de Wendolin, paseando a
orillas del Shanon River. Apenas un roce, mi
mano en la suya, la ciudad amanecida y nosotros deseando
que en la siguiente curva la carretera no tuviera fin.
Me acuerdo de los adoquines de la Rué de Siam, en
el barrio francés de Paris. Y no sé por qué rara
coincidencia, siempre que mi madre y yo íbamos al colegio
había un guardia con silbato en la boca. Pensaba que sería
para proteger los adoquines. No imaginaba ninguna otra
razón mejor.
Paseando por Shannon River
Me acuerdo del brazo de Wendolin, paseando a
orillas del Shannon River. Apenas un roce, mi
mano en la suya, la ciudad amanecida y nosotros deseando
que en la siguiente curva la carretera no tuviera fin.
Wendolin, Paloma, Silvia, Andrea, Margarita,
Milagros, Rebeca... cómo me hubiera gustado
que la lista de mis amantes nunca terminara, hasta volver
a encontrarme con ella. El calor de mí mano junto a todas
ellas, era el calor de una sola mano la que lo sostenía. ¿Por
qué alguien ha de ponerles fin? Por qué tú y yo se convierte
en un nosotros para siempre. Mi hombre, mi mujer, mi,
mi, mi... ¿No hay otras notas que tocar en la partitura de la
vida?
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Dicen que la fidelidad es el máximo exponente del
amor y de la pareja. Ser esclavos de un abrazo. Por
un beso, toda una vida, sin más vida. Una unión eterna
que vamos salpicando de pequeños momentos felices para
rellenarla sin otro impulso que la inercia. Fotos fijas que se
amontonan en una caja de zapatos o se guardan en el disco
duro de la memoria. Y a tu lado, la misma persona. Año
tras año, verruga a verruga.
Es lo que tiene La Navidad, todos te felicitan y tú
haces examen de conciencia. Por eso la imagen de
Wendolin volvió a mí memoria, y quizás también, empu-
jada por el recuerdo de una vieja canción, el quejido de
una hoja recién pisada y el calor de un guante en mi mano
amoratada. Me pregunto ¿qué fue de ella? En realidad, lo
que me preguntaba es qué hubiera sido de mí con ella. De
qué color serían los ojos de mí hija con ella, cuántas pe-
cas le quedarán en la mejilla, y por qué tuve que coger un
avión para jamás volver a verla. Con cuántas Wendolin he
querido volver a encontrarme para perseguir a la misma
persona.
¿De verdad el fin de una relación es el principio
de otra, o la continuación de la misma carrete-
ra? Tan seguro estoy de eso, que firmemente creo que todas
las relaciones son trocitos de una misma persona.
Me doy una vuelta por el espejo, y no me veo
¿Acaso soy yo, siempre la misma persona?
Cómo me gustaría tener varias vidas, darle la vuelta al reloj
y cambiarle la fecha al calendario. Me gustaría estar en el
Shannon River. Me gustaría completar contigo, Wendolin,
mi álbum de fotografías.
-Sergio, ¿estás ahí?
-Sí, Emily. Estoy aquí.
-Wendy ha pedido una casita de muñecas para Reyes, y le
he encargado a la abuela Susan que nos envíe su colección
de muebles desde Athlone.
-A nuestra hija le encantará.
Martes, 22 de diciembre de 2009
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Mi burro Margarito
Le cogíamos los pelos del trasero, cerca de la cola y
tirábamos con fuerza. Bastaba un pellizco de cuatro
pelos y mi burro Margarito corría camino abajo como un
caballo desbocado, pero seguía siendo tan borrico como el
primer día en que nació.
Margarito era nuestro juguete preferido. Le dábamos de
comer calabazas pochas con pienso y le dejábamos beber
en el pilón hasta que hartara. Todos los chicos del pueblo
querían subirse a Margarito, así que hicimos de él un pe-
queño negocio: a dos reales la montada y dos reales más, la
corrida. Corrida, sí...porque aquello era mejor que subirse
a un fórmula uno.
Margarito tenía dos secretos que combinados le
convertían en el mejor bólido de Marracastañas
de Gredos, y como verán, en un “business” la mar de ren-
table. Primer secreto: nunca se tropezaba; incluso con los
ojos tapados y corriendo por la trocha más angosta y pe-
dregosa que te puedas imaginar; antes que él, el que se caía
eras tú. Y segundo secreto: con solo pellizcarle el trasero se
ponía de cero a cien en dos zancadas. Lo curioso es que a
pesar de la cantidad de veces que le aplicábamos la técnica,
no tenía el burro ni señal, ni calva.
Margarito era mucho burro, un burro con pelo en
el culo, de esos que ya no quedan hoy en día. Te-
nía coraje y pundonor, por lo que a fuerza de ensayar con
él distintos métodos de monta y doma, descubrimos que
ni palos, ni mordiscos, ni patadas. Lo dicho, a Margarito
lo único que le hacía correr era el pellizco. Así que un día
aposté con el rico del pueblo a que yo le ganaba la carrera.
Del pilón a la eras, y vuelta. Las monturas, el Margarito
contra una yegua de dos años, más nerviosa que un gato
revuelto. Los jinetes, el hijo del secretario del pueblo contra
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un servidor.
Era domingo y el bar de ca´ Genara con su mostrador
cochambroso, los jamones colgando y el olor a vino de
garrafa y corteza de cerdo, reventaba hasta la puerta mien-
tras los hombres jugaban al tute y bebían medio y medio,
medio de anís con medio de coñác. Y las mujeres escucha-
ban misa.
El domingo, a hora de misa, fue el día elegido para la
carrera. En domingo no había madres con alparga-
ta dispuestas a corregirte, ni abuelas malhumoradas para
molerte a bastonazos.
El hijo del secretario, se había bañado, como era costum-
bre hacerlo los domingos y fiestas de guardar, Vestía muy
arreglado con camisa blanca, pantalón estrecho y botas de
montar. A mí también me tocó, lavarme en una palangana
y vestirme de limpio. Pero yo sabía muy bien a lo que iba,
así que me cambié de nuevo cuando mi madre no me veía,
y volví a ponerme la ropa de todos los días, un jersey de
mangas larga para no rozarme la piel contra las paredes
del camino a las eras y una chiducas cagadas de moñiga
reciente para que no se me acercara la preciosa montura
del hijo del secretario. La cosa empezó que ni pintado. La
yegua arranco a trote y mi Margarito al paso. El iba de-
lante y yo detrás, como había planeado; lo bastante lejos
como para que su amo cogiera confianza y no jaleara a la
yegua en demasía, pero nunca tan largo como para que mi
Margarito no pudiera enseñarle los dientes, de cuando en
cuando. Y tan buena estrategia hicimos que a cada vuelta
de cabeza del hijo del secretario, mi borrico parecía que iba
a morderle los traseros. Hasta que llegamos a la espatará.
La espatará son unas losas de piedra tan grandes y tan puli-
das que para pisarlas tienes que andar con mucho tiento. Y
tiento es lo que aquel chaval no tenía, porque de tanto me-
dir la distancia y de tanto mirar para atrás, llegó a la espa-
tará sin darse cuenta de por donde pisaba. Y claro, la yegua
patinó espatarándose, como estaba mandado. Momentos
después, el que iba delante era yo y mi Margarito, mientras
el hijo del secretario dolorido del golpe besaba el duro sue-
lo de piedra y se frotaba los codos intentando comprender
qué le había tirado al suelo. A mi paso por su vera le rocé
con la moñíga de mis chiducas, añadiendo un poco más de
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faena y malhumor a su desconcierto. Y en cuanto salvé la
pista de patinaje, a paso corto y controlado, saqué mi arma
secreta. Margarito, ahora con cuatro pelos menos volaba
callejuela adelante, camino de la primera parva de las eras,
lugar establecido para girar en redondo de vuelta hacia el
pilón. Así que volvimos a vernos las caras, mi contrincante
y yo; y los hocicos, su yegua y mi borrico. Él de ida, y yo de
vuelta. Él como loco que lleva los diablos, y yo como triun-
fante jinete del mejor pura sangre del pueblo.
Alguna inteligencia, sin embargo, tenía el hijo del
secretario, que al vernos pasar de vuelta hacia las
espantas y a tal velocidad, que muerto de curiosidad se
quedó clavado observando cómo diantres, Margarito y yo,
íbamos a traspasar las losas de la muerte. Ya te lo he conta-
do, Margarito nunca tropieza, y por supuesto, nunca se cae.
Y ese día descubrí que además nunca aminora la velocidad.
Yo tiraba de las riendas, y me parecía que el brocal de hie-
rro le llegaba hasta las orejas, pero Margarito hacía honor
a su tozudez de animal adiestrado a las penurias de su
especie y a los retos de su amo. Tire una vez, y otra, y otra
más hasta que clavó sus cuatro patas como cuatro patas de
mesa, rígidas y tiesas como palos. Si el terreno que pisaba
hubiera sido de tierra o grava, me hubría dado de bruces
contra el suelo, o volado por los aires, pero como era pie-
dra lisa, tan lisa como una pista de patinaje, eso hicimos.
Pasamos patinando, y con tiempo suficiente para llegar
hasta el pilón los primeros.
Ganamos porque mi burro Margarito es mucho
burro y todo un artista.
Miércoles, 11 de noviembre de 2009
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Sin frenos, ni volante
Auto retrato
Hablar de uno mismo es como mirarse al espejo.
Hay quien se maquilla y hay quien se saca sangre
estrujándose las espinillas. Probablemente yo sea de los del
segundo grupo. ¿Ustedes dirán?
Podría empezar contando cómo me llamo, lo cual ya
es una historia en sí misma, pero no es el momen-
to de aburriros con batallas familiares. Quedaros tan sólo
con mi nombre: Fulgencio. Un apelativo como el mío es
imposible que se quede en el anonimato. Más de uno, si es
de la generación de los 60, como lo soy yo, se acordará de
aquel anuncio de la televisión que promocionaba las bue-
nas maneras en el fútbol y el deporte limpio, y que decía:
“Don Fulgencio se enfadaba cuando España no ganaba”.
A ese creativo de pacotilla, me lo hubiera comido yo a
mordiscos, crudo y sin sal. Sé que no lo hizo pensando en
mí, pero yo sí que he pensado en él, toda mi vida. El pobre
creativo quiso acertar con un nombre que no tuviera nadie,
por aquello de que nadie se sintiera aludido. Y mira si
acertó, que me tocó a mí: Un sin nadie. Yo que ni juego al
fútbol, ni nunca me dio por ir detrás de ninguna pelota.
Aún recuerdo mí primer día de colegio: Doscientos
niños desbocados y locos de ira, dándose patatas y
empujones detrás de un pedazo de cuero. A eso lo llama-
ban “recreo”. Simplemente increíble, y tan incomprensible
cómo el método didáctico que los curas del Calasancio
de Madrid dispusieron para mi el primer día de colegio
en España. Exacto, yo nací en el extranjero. Nací en París,
como todos los niños, así que los curas entendiendo que
necesitaba ponerme al día, y suponiendo que mi español
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no estaba al nivel requerido, me metieron con tan solo
ocho años en la clase de los niños de seis. Puro aburri-
miento, porque mientras ellos todavía no eran capaces de
contar más allá del uno al diez, yo les daba mil vueltas.
Contaba de 100 en 100, de 2 en 2 y para atrás. Mil vueltas
en todo, menos en noble deporte del balón pié.
Hoy, cincuenta años más tarde, tampoco sé mucho de
fútbol, aunque me haya tocado rodar y rodar como una pe-
lota, de aquí para allá. He vivido, pues en Paris, en Madrid,
en Málaga y actualmente resido en Las Palmas de Gran
Canaria. Estudié, (es un decir) Publicidad y Relaciones
Públicas en el bunker de la Complutense de Madrid. Salí
de najas por la ventana de la facultad el día del 23 F. Como
dice la canción: la música militar nunca me supo levantar.
Y hasta aquí llegaré con cualquier referencia o comentario
políticamente incorrecto.
Medio siglo después, sostengo mi nombre con
orgullo aunque siga aguantando las risas repri-
midas de mis interlocutores, al oírlo. Un ejemplo: Cuan-
do la que fue mí primera mujer oyó por primera vez mi
nombre, tuvo que aguantarse la risa. Menos mal que soy
de esa generación de bachilleres, de mucho antes de la
LOGSE, en la que los listados de clase se construían con el
apellido. En mi caso: Cerrajero. Pueden reírse. Lo que digo
yo siempre, con ese nombre que me impusieron y con el
apellido que me tocó en suerte, sólo puedo hacer una cosa:
portarme bien y ser buen chico. Otro ejemplo: El año en
que con toda la ilusión del mundo, y apenas quince años
recién cumplidos, realizamos el viaje de fin de curso, los de
la agencia de viajes me pusieron en camarote aparte. Pen-
saron que con un nombre como el mío, ese señor llamado
D. Fulgencio Cerrajero, debía de ser el profesor. Así que,
ni cortos, ni perezosos, me regalaron camarote con ducha,
mientras mis compañeros tuvieron que hacer la travesía a
Mallorca en litera y al pairo.
Lo dicho, no se preocupen por lo que mi nombre
sin cara pueda sugerirles. Estoy dispuesto a aceptar
cualquier crítica, anónima o firmada, constructiva o des-
alentadora, estudiada o bocetada. Se admiten los comenta-
rios, los cambios y las tachaduras. Estrújenme, sean uste-
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des mí propio espejo y me dejaré sacar las espinillas hasta
que sangren. Gracias por adelantado.
Firmado de puño y letra, consciente de mi suerte: el autor.
Martes, 8 de diciembre de 2009
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