Los Cuadernos del Pensamiento
La nueva opacidad
LA CRISIS DEL
ESTADO-PROVIDENCIA
Y EL AGOTAMIENTO
DE LAS ENERGIAS
UTOPICAS
Jürgen Habermas
I
En la cultura occidental, desde finales del siglo XVIII se viene fraguando una nueva conciencia de la época, entendiendo la historia como un proceso uni
versal, generador de problemas. En este proceso, se entiende al tiempo como recurso insuficiente para el dominio, con vistas al futuro, de problemas que el pasado nos lega. Declinan pasados ejemplares que podrían haber orientado con seguridad el presente. La Modernidad ya no puede recurrir a modelos de otras épocas en busca de balizas de orientación. La Modernidad está situada exclusivamente ante sí misma y es de sí de donde tiene que extraer su normatividad. El presente auténtico es, de ahora en adelante, el lugar donde se entrecruzan tradición e innovación.
Esta nueva estructura, transformada, del «espíritu de la época» viene explicada por la minusvalorización de los pasados ejemplares y el esfuerzo por buscar principios normativos sustanciales a las experiencias y formas de vida modernas. El «espíritu de la época» se convierte en el medium por el que, en lo sucesivo, se moverán el pensar y el debate políticos. Este espíritu de la época recibe estímulos de dos movimientos contrarios de pensamiento que, mientras tanto, se remiten uno a otro y se interpenetran: el espíritu de la época brota del choque entre el pensar histórico y el utópico.
A primera vista, estas dos formas de pensar dan la impresión de excluirse. El pensar histórico saturado de experiencias parece llamado a criticar los esbozos históricos. El pensar utópico parece tener por función descubrir alternativas de acción y juegos de posibilidades que remiten más allá de las continuidades históricas. Verdaderamente, la moderna conciencia de la época abre un horizonte en el que el pensar utópico se funde con el pensar histórico (1). Esta incursión de energías utópicas por la conciencia de la historia marca el espíritu de la época que distingue la esfera política de los pueblos modernos desde la Revolución Francesa.
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Por lo menos, así era cómo las cosas ocurrían... hasta ahora. Hoy se nos figura que las energías utópicas ya están gastadas, como si se hubieran retirado del pensar histórico. El horizonte del futuro encogió y transformó profundamente tanto al espíritu de la época cuanto la política. El futuro está ocupado negativamente. A las puertas del siglo XXI, se delinea un panorama de terror, con los intereses vitales, universales, amenazados a escala planetaria: la espiral de la carrera de armamentos; la expansión incontrolada de las armas nucleares; el empobrecimiento estructural de los países en vías de desarrollo y el desequilibrio social creciente de los países desarrollados; los problemas de polución del medio ambiente; las grandes tecnologías que operan a orillas de la catástrofe, dictan las consignas que llegan a través de los medios de comunicación. Las respuestas de los intelectuales reflejan la misma perplejidad que las respuestas de los políticos. No se trata, en forma alguna, de realismo, cuando una perplejidad decididamente aceptada se vuelve, cada vez más, el lugar de ensayos de orientación cara al futuro. La situación puede ser objetivamente opaca. Sin embargo, la opacidad también es una función de la disposición para la acción de que una sociedad se piensa capaz. Está en juego la confianza de la cultura occidental en sí misma.
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Existen, realmente, buenas razones que expliquen el agotamiento de las energías utópicas. Las utopías clásicas habían trazado las condiciones de una vida humana, de una felicidad socialmente organizada; las utopías sociales fundidas con el pensar histórico que desde el siglo XIX intervienen en las discusiones políticas despiertan expectativas más realistas. Presentan a la ciencia, la técnica y la planificación como instrumentos llenos de promesas así como infalibles en cuanto al control racional de la naturaleza y la sociedad.
Evidencias masivas, precisamente, avalaron esta expectativa. La energía nuclear, la tecnología armamentística y el avance en cuestiones espaciales, la investigación genética y la intervención biotécnica en el comportamiento humano, el tratamiento de la información, el procesamiento de datos y los nuevos medios de comunicación son, por su naturaleza, técnicas de consecuencias contradictorias; y cuanto más complejos se vuelven los sistemas necesitados de regulación, tanto mayor es la probabilidad de efectos secundarios disfuncionales. Diariamente experimentamos que las fuerzas productivas se transforman en destructivas, que las capacidades de planificación se vuelven potenciales de perturbación. Por eso no es extraño que hoy en día ganen influencia en particular aquellas teorías a las que les gustaría demostrar cómo las mismas fuerzas de aumento de poder, de las que la Mo-
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dernidad extrajo su autoconciencia y sus energías utópicas, en realidad hacen que la autonomía degenere en dependencia, la emancipación en opresión, la racionalidad en lo irracional. Jacques Derrida, de la crítica a la subjetividad moderna de Heidegger, saca la conclusión de que sólo podemos escapar a la repetitividad del logocentrismo occidental gracias a provocaciones sin cuento. En vez de pretender dominar las contingencias aparentes en el mundo, deberíamos antes dedicarnos a las contingencias misteriosamente cifradas en el desvelamiento del mundo. Foucault radicaliza la Crítica de la Razón Instrumental de Horkheimer y Adorno con una Teoría del Eterno Retorno del Poder. También su mensaje del siempre-idéntico ciclo de poder de las siemprenuevas formaciones del discurso sofocará el último rescoldo de utopía y confianza de la cultura occidental en sí misma.
Por la escena intelectual corre la sospecha de que el agotamiento de las energías utópicas no corresponde a un estado de espíritu transitorio, culturalmente pesimista, sino que cala más hondo. Podría apuntar a una alteración de la moderna conciencia de la época. Quizá se disuelva de nuevo esa amalgama de pensar histórico y utópico; quizá se transformen la estructura del espíritu de la época y el estado no estructurado de la política. Quizá la conciencia histórica se vea aliviada de sus energías utópicas. Quizá lo mismo que a finales del siglo XVIII las esperanzas en el Paraíso emigraron para el lado de acá con la secularización de las utopías, hoy, doscientos años después, las expectativas utópicas pierdan su carácter secular y vuelvan a adquirir forma religiosa. Considero sin fundamento esta tesis del inicio de lo posmoderno. La estructura del espíritu de la época, el modus de discusión sobre las futuras posibilidades de vida, no se altera; las energías utópicas en forma alguna se retiran de la conciencia de la historia. Por el contrario, finalmente acaba por llegar una determinada utopía que, en el pasado, cristalizó en torno al potencial de la sociedad del trabajo.
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Los clásicos de la teoría social, de Marx a Max Weber, están de acuerdo en que la estructura de la sociedad burguesa está marcada por el trabajo en abstracto, por un tipo de trabajo a cuenta de otro, dirigido por el mercado, explotado capitalísticamente y organizado empresarialmente. En cuanto que la forma de este trabajo abstracto desarrolló una fuerza tan señalada, capaz de invadir todos los campos, las expectativas utópicas podrían orientarse hacia la esfera de la producción, hacia un trabajo emancipado de la alienación. Las utopías de los primeros socialistas se condensaron en la imagen del Falansterio, una organización social del trabajo de productores libres e igualitarios.
De la producción correctamente dirigida debería resultar una forma comunal de vida de trabajadores libremente asociados. Todavía la idea de la autogestión de los trabajadores inspiró el movimiento de protesta de finales de los sesenta (2). A pesar de toda su crítica al socialismo de los primeros tiempos, también Marx persiguió esa misma utopía social del trabajo en la Ideología alemana: «Las cosas, por tanto, han ido tan lejos, que los individuos necesitan apropiarse la totalidad de las fuerzas productivas existentes [ ... ], a fin de alcanzar su actividad autónoma. La propiación de estas fuerzas no es, de suyo, otra cosa que el desarrollo de las capacidades individuales correspondientes a los instrumentos materiales de producción [ ... ] Solamente al llegar a esta fase coincide la propia actividad con la vida material, lo que corresponde al desarrollo de los individuos totales y a la superación de cuanto hay en ellos de natural» (Naturwuchsigkeit) (*).
La utopía social del trabajo perdió su fuerza de convicción, y no sólo porque las fuerzas productivas perdieran su inocencia o porque la extinción de la propiedad privada de los medios de producción obviamente no desembocara per se en la autogestión de los trabajadores. Lo que sobre todo perdió la utopía fue su punto de referencia con relación a la realidad: la fuerza estructurante y formadora de la sociedad del trabajo abstracto. Claus Offe reunió «señales» convincentes «de una fuerza de determinación objetivamente decreciente de los hechos de trabajo, producción y adquisición para la composición y desarrollo de las sociedades en su totalidad» (3).
Pero, lpor qué habría la fuerza persuasiva decreciente de la utopía social del trabajo de ser significativa para la esfera pública, ayudando a esclarecer un agotamiento universal de las pulsiones utópicas? Esta utopía apenas atrajo a los intelectuales. Inspiró el movimiento europeo de los trabajadores y, en nuestro siglo, dejó huellas en tres programáticas muy diferentes e históricamente eficaces. Como reacción a las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y a la crisis de la economía mundial, se habían impuesto las correspondientes corrientes políticas: el comunismo soviético en Rusia; el corporati-
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vismo autoritario en la Italia fascista, la Alemania nazi y la España falangista; y el reformismo socialdemócrata en las democracias de Occidente. Pero este proyecto del Estado social se apropió de la herencia de los movimientos burgueses de emancipación: el Estado constitucional democrático. Aunque nacido de la tradición socialdemocrática, en forma alguna los gobiernos de orientación socialdemocrática lo prosiguieron. Después de la Segunda Guerra Mundial, en los países occidentales, todos los partidos gubernamentales lograron sus mayorías, de forma más o menos acentuada, bajo el signo de las metas del Estado social. Sin embargo, desde mediados de los años setenta, los límites del proyecto del Estado social acceden a la conciencia, y sin que hasta ahora haya sido perceptible una alternativa clara. Por eso, me gustaría precisar mi tesis de que la Nueva Opacidad forma parte de una situación en la que una programática del Estado social que se alimenta de la utopía social del trabajo pierde la capacidad de esbozar posibilidades futuras de una vida colectivamente mejor y menos amenazada.
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El quicio utópico, la liberación del trabajo heterónomo, puede asumir realmente otra forma en el proyecto del Estado social. Relaciones de vida humana emancipadas ya no deben resultar directamente de una revolución de las relaciones de trabajo, y en consecuencia de la transformación del trabajo heterónomo en actividades autónomas. Sin embargo, las relaciones profesionales reformadas conservan un valor de soporte en este proyecto ( 4). Subsiste como punto de referencia no sólo para las medidas de humanización de un trabajo que sigue marcado por la alienación, sino sobre todo para las medidas compensatorias que deben atenuar los riesgos del trabajo asalariado (accidente, enfermedad, pérdida del puesto de trabajo, vejez desasistida). De aquí se sigue que todas las personas válidas para el trabajo hayan de estar integradas en el sistema de ocupación así perfeccionado y preferido: el pleno empleo. El equilibrio sólo funciona si el papel del asalariado a tiempo completo se transforma en regla. Por cargas que siguen asociadas a un status cómodo de trabajo por cuenta de otro, al ciudadano se le compensa, en su calidad de cliente de las burocracias del Estado de bienestar, con la adquisición de derechos y, en su papel de consumidor de bienes de consumo, con poder de compra. La palanca, pues, para el apaciguamiento del antagonismo entre las clases sigue siendo la neutralización de la materia conflictiva inherente al estado de asalariado.
Este objetivo ha de ser alcanzado por la vía que pasa por la legislación del Estado social y las convenciones colectivas de las partes contratantes independientes. Las políticas del Estado so-
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cial van a buscar su legitimación a las elecciones generales y hallan su base social tanto en los sindicatos autónomos como en los partidos de trabajadores.
El éxito del proyecto depende, en efecto, antes que nada, de la capacidad negociadora de un aparato de Estado intervencionista. Este debe intervenir en el sistema económico con el objetivo de proteger el crecimiento capitalista, disminuir las crisis y asegurar simultáneamente la capacidad de concurrencia de las empresas a nivel internacional y los puestos de trabajo, para que de ahí resulten crecimientos que permitan la repartición de riqueza sin que se desanimen los invertidores privados. Esto aclara el aspecto metodológico: el compromiso del Estado social y la disminución del antagonismo entre las clases han de ser alcanzados de modo y manera que el poder del Estado democráticamente legitimado se use para proteger y controlar el proceso de crecimiento capitalista. El lado más importante del proyecto se nutre, pues, de restos de la utopía social del trabajo: al estar normalizado el «status» de los empleados, en el Estado burgués, por los derechos sociales de participación y propiedad conjunta, la masa de la población logra la posibilidad de vivir en libertad, justicia social y bienestar creciente. Así, se presupone que es posible asegurar una coexistencia pacífica entre democracia y capitalismo a través de intervenciones estatales.
En las sociedades industriales desarrolladas de Occidente, esta precaria condición puede ser plenamente satisfecha, al menos durante las coyunturas favorables del período de posguerra y de la reconstrucción. Pero no ocurre así en la diferente coyuntura que empezó en los años setenta, ni en las respectivas circunstancias de las que deseo ocuparme, pero sin las dificultades internas que le sucedieron al Estado social provenientes de sus propios éxitos.
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Desde esta perspectiva, siempre se plantearon dos cuestiones: lDispone el Estado intervencionista de suficiente poder y eficacia de acción como para dominar el sistema de economía capitalista en el sentido de su programática? Y lserá la intervención del poder político el método adecuado para alcanzar el objetivo esencial, la formación y salvaguarda de formas de vida desalienadas, dignas del ser humano? Se trata, pues, en primer lugar, de saber cuáles son los límites de la posibilidad de conciliar capitalismo y democracia y, en segundo lugar, de las posibilidades de producir nuevas formas de vida por medios jurídico-burocráticos.
Primero: Desde el principio se sintió el Estado nacional como un molde demasiado estrecho como para permitir la expansión de las doctrinas económicas keynesianas ante los imperativos del mercado mundial y la política de inversiones de empresas que operan a escala mundial. Mas, sin embargo, los límites del poder de intervención del Estado internamente son visibles. Aquí el Estado social tropieza con la oposición de los inversores privados, oposición tanto mayor cuanto que consigue imponer sus programas.
Existen, naturalmente, muchas causas que explican la degradación de la rentabilidad de las empresas, la disminución de intención inversora y el estancamiento de las tasas de crecimiento. Pero las aplicaciones del capital tampoco quedan sin ser afectadas por los resultados de las políticas del Estado social, ya sea defacto, ya sea ( e incluso en mayor grado) en la percepción subjetiva de las empresas. Además, el aumento de las cargas salariales y otros costes asociados estimulan la racionalización de las inversiones que, en nombre de una segunda revolución industrial, reducen de tan dramática manera la duración del trabajo socialmente necesario que, a pesar de la tendencia de siglos hacia una reducción del horario de trabajo, cada vez es mayor el número de trabajadores en apariencia considerados como excedentes.
En una situación en la que, hasta para la opinión pública, hay una relación impresionante entre, por un lado, la falta de voluntad inversora y el debilitamiento económico, el aumento del desempleo y la crisis de los gastos públicos y, por otro lado, los costes del Estado de bienestar, se sienten las limitaciones estructurales bajo las que ha de estar fundamentado y mantenido el compromiso del Estado social. En cuanto que el Estado social ha de dejar intacto el modo de funcionamiento del sistema económico, no tiene posibilidades de ejercer influencia en la actividad privada de inversiones a no ser a través de intervenciones conformes al sistema. Ni tampoco dispondrá de fuerza para eso, en cuanto que la repartición de riqueza se limita, en lo esencial, a un reajuste dentro del grupo de los trabajadores por cuenta ajena y casi no alcanza a la estructura clasista de la riqueza, especialmente en lo que toca a la distribución de los medios de
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producción. Es así como el Estado social se desliza hacia una situación en que ha de tomar conciencia de que en sí mismo no es, como demuestra Claus Off e en Arbeitsgesellschaft (Sociedad de Trabajo), «fuente de bienestar» autónoma y de que no puede garantizar la seguridad de los puestos de trabajo sino en cuanto que derecho burgués.
En una situación como ésta, el Estado social corre a la vez el peligro de ver cómo se le escapa su base social. Los estratos electorales móviles en sentido ascendente, que habían sido los más beneficiados con el desarrollo del Estado social, pueden, en épocas de crisis, generar una mentalidad de defensa de los derechos adquiridos y asociarse a la vieja clase media, en general a las capas sociales de mentalidad «productivista», en un bloqueo defensivo contra los grupos poco privilegiados o marginados. Este reajuste de la base electoral amenaza, en primer lugar, a los partidos que, tal como los Demócratas en los Estados Unidos, el Labour Party (Partido del Trabajo) inglés o la Socialdemocracia alemana, a lo largo de decenas de años habían podido contar con una firme clientela del Estado social. Al mismo tiempo, las organizaciones sindicales sufren la presión resultante de la mutación del mercado de trabajo: su potencial de presión disminuye, pierden miembros y cotizaciones y se ven impelidos a una política de alianzas que viene concebida conforme a los intereses a corto plazo de los aún con empleo.
Segundo: Aunque el Estado social pudiese, en condiciones más felices, retardar o hasta suprimir los efectos secundarios de su éxito que ponen en peligro sus propias condiciones de funcionamiento, subsistiría un problema más amplio por resolver. Los defensores del proyecto del Estado social siempre mirarán en una dirección. En un primer plano estaba la misión de disciplinar al poder económico espontáneo y desviar del mundo de los trabajadores por cuenta ajena los efectos destructivos de un crecimiento económico de crisis. El poder del gobierno alcanzado por vía parlamentaria parecía un recurso tan inocente como esencial; de él debía el Estado intervencionista sacar fuerza y capacidad de maniobra frente a la obstinación sistemática de la economía. Los reformistas habían considerado como absolutamente indiscutible que el Estado activo interviniera no sólo en el circuito económico, sino también en el circuito vital de sus ciudadanos: la reforma de las condiciones de vida de los empledados era, de suyo, el objetivo de los programas socioestatales. En realidad, por esta vía se alcanzaba un más alto grado de justicia social.
Pero precisamente los que reconocen esta conquista histórica del Estado social y que no dejan de criticar sus flaquezas también reconocen, mientras tanto, que el fracaso no puede atribuirse a este o aquel obstáculo o a una débil realización del proyecto, sino a una estrechez de
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perspectiva específica del propio proyecto. Cualquier escepticismo quedaba oculto ante el medium, quizás indispensable, del poder. Los programas sociales de Estado hacen amplio uso de ese medium a fin de alcanzar fuerza de ley y poder ser financiados por el ordenamiento del Estado e implementados en el mundo vital de sus beneficiarios. De esta forma, una red cada vez más espesa de normas jurídicas, de burocracias estatales y paraestatales recubre la vida cotidiana de los clientes potenciales y de facto.
Largas discusiones sobre legislación y burocratización en general, sobre los efectos contraproducentes de la política social del Estado, particularmente sobre profesionalización y cientización de los servicios sociales, atrajeron la atención sobre hechos que hacían resaltar esta idea: los medios jurídico-administrativos de conversión de los programas sociales del Estado no representan un medium pasivo, por así decir, no característico. Por el contrario, con ellos va articulada una praxis de la singularización de los hechos, de la normalización y el control cuya violencia reificadora y de sumisión Foucault investigó hasta las más sutiles ramificaciones de la comunicación cotidiana. Las deformaciones de un modo de vida reglamentado, desmembrado, controlado y protegido son ciertamente más sublimes que las formas evidentes de explotación material y empobrecimiento, pero los conflictos sociales interiorizados y repercutidos sobre el espíritu y el cuerpo no son por eso menos destructivos. En resumen, al proyecto social del Estado como tal le es inherente la oposición entre meta y método. Su meta es el establecimiento de formas de vida igualitariamente estructuradas que a la vez debieran liberar espacios para la espontaneidad y la autorrealización individual. Pero, obviamente, esta meta sólo se puede alcanzar por la vía directa de una reconversión jurídico-administrativa de los programas políticos; sobrecargarlo con la producción de formas de vida sería pedirle demasiado al medium poder.
IV
Tomando como base dos problemas, acabo de tratar de obstáculos que el Estado Social pone en su propio camino. Con esto no quiero decir que el desarrollo del Estado social haya sido una especialización equivocada. Por el contrario, las instituciones sociales del Estado marcan, y no en pequeño grado, como instituciones del Estado constitucional democrático, una tendencia de desarrollo del sistema político para la que no existe alternativa a la vista en las sociedades de nuestro tipo, ni en cuanto a las funciones que el Estado social pretende ni en cuanto a las reivindicaciones normativamente justificadas que satisface. Por encima de todo, los países todavía atrasados en el desarrollo del Estado social no tienen razón plausible para evitar este camino. Es precisamente la falta de alternativas, puede
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incluso que la irreversibilidad de estas estructuras de compromiso por las que se sigue luchando, lo que nos coloca hoy ante el dilema de que el capitalismo evolucionado no pueda vivir sin el Estado social como tampoco con la ampliación de su compromiso. Las reacciones de mayor o menor perplejidad ante este dilema demuestran que está agotado el potencial político de sugestión de la utopía social del trabajo.
De forma muy simplificada, se distinguen tres modelos de reacción en países como la República Federal Alemana y los Estados Unidos. El /e
gitimismo socioestatal de sociedad industrial característico de la socialdemocracia de derecha está a la defensiva. Entiendo esta característica
en sentido amplio, del modo que puede hallar aplicación, por ejemplo, en el ala Mondale de los Demócratas en los Estados Unidos o en el segundo gobierno de Miterrand. Los legitimistas precisamente suprimen del proyecto socioestatal la componente que éste había ido a buscar a la utopía social del trabajo. Renuncian a la meta que pretende llevar tan lejos el trabajo heterónomo que el «status» del ciudadano libre e igual en derechos que alcanza la esfera de producción pueda transformarse en el quicio de cristalización de formas de vida autónomas. Los legitimistas son hoy los propios conservadores a los que les gustaría estabilizar lo ya alcanzado. Tienen esperanzas de reencontrar el equilibrio entre el desarrollo del Estado social y la modernización de la economía de mercado. La balanza desequilibrada entre las orientaciones democráticas intervencionistas y la propia dinámica capitalista atenuada debe nuevamente estabilizarse. Este programa se detiene en la preservación de los privilegios adquiridos del Estado Social. Sin
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embargo, se engaña por lo que se refiere a los potenciales de resistencia que se acumulan en la vorágine de una erosión burocrática progresiva de los modos de vida estructurados comunicativamente y liberados de las constricciones naturales; y tampoco ese programa toma en serio desajustes de base social y sindical en que las políticas sociales del Estado podían hasta ahora apoyarse. Teniendo a la vista la reorganización de estructuras del voto y el debilitamiento de la posición sindical, esa política se ve amenazada por una desesperada carrera contra el tiempo.
Sube enteros el neoconservadurismo, que también se orienta en el sentido de la sociedad industrial, pero que se afirma decididamente crítico hacia el Estado social. La administración Reagan y el gobierno de Margaret Thatcher se presentan en nombre suyo; el gobierno conservador de la República Federal Alemana adoptó una idéntica línea. El neoconservadurismo está esencialmente marcado por tres componentes:
En primer lugar, una política económica orientada hacia la oferta debe mejorar las condiciones de aplicación del capital y reponer el proceso de acumulación de riqueza. Tal política se resigna -transitoriamente, según dice- a una tasa de desempleo relativamente elevada. El reajuste de los rendimientos va a sobrecargar a las capas más pobres de la población, según demuestran las estadísticas de los Estados Unidos, mientras que por lo que se refiere a los grandes detentadores del capital, éstos consiguen claras mejorías de rendimiento. De lo dicho se colige una cierta limitación en los servicios sociales del Estado.
En segundo lugar, se profundizan los costes de legitimación del sistema político. «Inflación reivindicativa» e «ingobernabilidad» son palabras-clave en una política que pretende una mayor desatirculación de la administración y de la formación de la voluntad política. Dentro de esta conformación, se estimulan los movimientos neocorporativistas, y en consecuencia una activación del potencial de regulación no estatal, los primeros de todos las organizaciones de empresarios y sindicatos. La transferencia de competencias parlamentarias, normativamente reguladas, hacia sistemas de negociación que se limitan a funcionar, hace del Estado una parte más entre otras de la negociación. La transferencia de competencias hacia nebulosas zonas neocorporativas le quita cada vez más materias sociales a un «modus» de decisión que, por fuerza de normas constitucionales, está obligado a cuidar, de igual modo, por todos los intereses en cuestión (5).
En tercer lugar, la política cultural se encuentra con la misión de operar en dos frentes. Por un lado, debe desacreditar a los intelectuales como un estrato de la Modernidad a la vez ávido de poder e improductivo, pues los valores posmateriales, sobre todo las necesidades expresivas de autorrealización y los juicios críticos de
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una moral ilustrada universal, representan una amenaza para las motivaciones de una sociedad de trabajo funcional y de esfera pública despolitizada. Por otro lado, ha de velar por la cultura tradicional, por los poderes vigentes de la moral convencional, del patriotismo, de la religión burguesa y de la cultura popular. Esta cultura existe a fin de compensar el modo de vida privado, por sobrecargas personales y para protegerlo de la presión de la sociedad de competencia y de modernización acelerada.
La política neoconservadora tiene una cierta posibilidad de imponerse, si encuentra una base de apoyo en aquella sociedad bipartida y segmentada que a la vez fomenta. Los grupos segregados o marginales no disponen de derecho de veto, puesto que representan a una minoría tolerada, excluida del proceso de producción. El patrón que, en el cuadro internacional, cada vez se interpone más entre las metrópolis y la periferia subdesarrollada parece repetirse en el interior de las sociedades capitalistas más desarrolladas: los poderes establecidos, para su propia reproducción, cada vez dependen menos del trabajo y la voluntad de cooperación de los empobrecidos y privados de derechos. Una política no tiene sólo que imponerse, también necesita funcionar. Una resuelta denuncia del compromiso socioestatal debería, no obstante, dejar lagunas funcionales que sólo la represión o el abandono las colmarían.
Un tercer modelo de reacción se delinea en la disidencia de críticos del crecimiento, que sustentan una posición ambivalente frente al Estado social. Así, por ejemplo, en los Nuevos Movimientos Sociales de la República Federal de Alemania se reúnen minorías de la más variada procedencia, las cuales forman una «alianza antiproductivista»: viejos y jóvenes, mujeres y desempleados, homosexuales y minusválidos, creyentes y ateos. Lo que los une es el rechazo de cualquier visión productivista del progreso que los legitimistas comparten con los neoconservadores. Para estos dos partidos, la clave de la modernización social, tan libre de crisis cuanto sea posible, radica en dosificar correctamente la repartición de la carga de los problemas entre los subsistemas Estado y economía. Unos ven las causas de la crisis en la propia dinámica desenfrenada de la economía; para otros, esas causas son imputables a las barreras burocráticas impuestas a la economía. El control social del capitalismo o la transferencia de los problemas del campo de la administración planificadora al mercado son las respectivas terapias. Uno de los lados ve el origen de las perturbaciones en la mano de obra monetarizada, el otro la encuentra en la restricción burocrática a la iniciativa privada. Pero ambos lados están de acuerdo en que los campos de interacción que carecen de protección del modo de vida sólo pueden asumir un papel pasivo ante los motores propios de la modernización social: Estado y economía. Ambos
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están convencidos de que el modo de vida puede ser suficientemente desconexionado de estos subsistemas y protegido contra violaciones sistémicas si Estado y economía se completaran en una relación correcta y se estabilizaran recíprocamente.
Pero los disidentes de la sociedad industrial parten de la idea de que el modo de vida está, en igual medida, amenazado por la acomodación y la burocratización; ninguno de ambos media -ni el poder ni el dinero- es, por principio, más inocente que el otro. Pero los disidentes consideran necesario que se refuerce la autonomía de un modo de vida amenazado en sus fundamentos vitales y en su pertrechamiento comunicativo interior. Exigen que la dinámica propia de los subsistemas gobernados por poder y dinero se quiebre, o por lo menos se contenga, por formas de organización básicas y autogestionarias. En este contexto surgen conceptos económicos duales y propuestas de desconexión de la seguridad social y del empleo (6). Verdaderamente, la indiferenciación se debe afirmar no sólo en el papel de trabajadores por cuenta ajena, sino también en el del consumidor, el ciudadano y el cliente de las burocracias del Estado del bienestar. Por consiguiente, los disidentes de la sociedad industrial heredan el programa del Estado social en su vertiente radicaldemocrática abandonada por los legitimistas. Pero, en la medida en que no van más allá de la mera disidencia, en la medida en que permanecen atrapados en el fundamentalismo del Gran Rechazo y no proponen más que programas negativos de bloqueo del crecimiento y de indiferenciación, quedan más acá de una comprensión global y del proyecto del Estado social.
En la fórmula del control social del capitalismo no se encontraba la resignación ante el hecho consumado de que el conjunto de una compleja economía de mercado ya no explota por sí ni se transforma democráticamente con las recetas simplistas de la autogestión de los trabajadores. Aquella fórmula también contenía el punto de vista de que una acción indirecta, venida del exterior, sobre los mecanismos de autorregulación exige algo nuevo. Más específicamente una combinación muy innovadora del poder y autolimitación inteligente. Verdaderamente, en ese elemento nuevo subyacía, desde el principio, la idea de que la sociedad podía, sin peligro, obrar sobre sí misma por medio de la neutralidad del poder político-administrativo. Si ahora resulta que ya no sólo es el capitalismo, sino también el Estado intervencionista el que debe ser «socialmente» refrenado, la tarea se complica de forma considerable. Pues aquella combinación de poder y autolimitación inteligente no se le puede confiar a la capacidad planificadora estatal.
Si ahora la contención y la regulación indirecta se deben dirigir también contra la dinámica propia de la administración pública, el potencial de reflexión y regulación ha de procurarse en
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otro sitio, con una selección completamente diferente entre esferas públicas autónomas, autoorganizadas, por un lado, y por otro, en dominios de acción regulados por el dinero y el poder administrativo. De aquí se sigue la difícil misión de posibilitar la generalización democrática de intereses y una justificación universal de normas bajo el umbral de los aparatos de partido autonomizados en grandes organizaciones y, por así decir, transferidas al sistema político. Debería desarrollarse, paralelamente a las normas de igualdad cívica, un pluralismo espontáneo de subculturas refractarias que oficiará de rechazo natural. Sólo entonces surgiría una esfera que se comportase como un viraje reflectado de las nebulosas zonas neocorporativistas.
V
El desarrollo del Estado social llegó a un callejón sin salida. Con él se agotan las energías de la utopía social del trabajo. Las respuestas de los legitimistas y los neoconservadores se mueven en el medium del espíritu de la época que es aún y sólo defensivo: expresan una conciencia histórica que está privada de su dimensión utópica. También los disidentes de la sociedad de crecimiento se mantienen a la defensiva. Su respuesta hubiera podido ser utilizada de forma ofensiva si el proyecto del Estado social no estuviera sencillamente estabilizado o abandonado, sino alentado a un mayor grado de reflexión. En el proyecto del Estado social vuelto reflexivo y dirigido no sólo para refrendar la economía capitalista sino para controlar el propio Estado, el trabajo realmente deja de ser su punto de referencia central. Ya no se trata de defender el trabajo a tiempo entero como norma. Un proyecto así ni siquiera se podría agotar en la idea de, con la introducción del rendimiento mínimo garantizado, romper la maldición que el mercado del trabajo suspende sobre la historia vital de todos los trabajadores útiles (y también sobre el potencial creciente, y cada vez más amplio, de los que permanecen en la reserva). Este paso sería revolucionario, pero no lo suficiente, sobre todo si el modo de vida no pudiera ser protegido no sólo contra los imperativos inhumanos del sistema de trabajo, sino también contra los efectos secundarios contraproducentes de una prevención administrativa de existencia en general.
Estas ondas de choque sólo podrían funcionar en la permuta entre sistema y modo de vida si a la vez ocurriese una nueva repartición de los poderes. Las modernas sociedades disponen de tres recursos con los que poder satisfacer sus necesidades de regulación: dinero, poder y solidaridad. Se debería volver a equilibrar las respectivas esferas de influencia. Lo que con esto quiero decir es lo siguiente: la fuerza sociointegradora de la solidaridad debería poder afirmarse contra las «fuerzas» de los otros dos recursos de regulación (dinero y poder administrativo).
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Ahora bien, los campos vitales que se habían especializado en la expansión de los valores tradicionales y de saber cultural, en la integración de grupos y la socialización de los que tienen carencias, siempre fueron atribuidos a la solidaridad. De la misma fuente debería brotar ahora la formación de una voluntad política capaz de ejercer influencia sobre la delimitación de fronteras y el intercambio entre, por un lado, estos campos vitales estructurados comunicativamente y, por otro, Estado y economía.
De lo que se trata es de la integralidad y autonomía de estilos de vida, de la defensa de subculturas tradicionalmente conocidas o de transformación de la gramática de formas de vida superadas. Para una, ofrecen ejemplos los movimientos regionalistas; para la otra, los movimientos feministas o ecologistas. Estas luchas permanecen, en su mayoría, latentes; se mueven en el microdominio de las comunicaciones cotidianas, y sólo de vez en cuando se convierten en discursos públicos e intersubjetividades de grado superior. En estos escenarios se pueden formar esferas públicas autónomas que establezcan comunicación unas con otras, una vez que se utilice el potencial para la autoorganización o para el uso autoorganizado de medfo de comunicación. Formas de autaorganización refuerzan la capacidad colectiva de maniobra bajo un umbral en el que las metas de organización se liberan de las orientaciones y posiciones de los miembros de organización y donde las metas se vuelven dependientes de los intereses de
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conservación de la existencia de organizaciones autonomizadas.
La capacidad de maniobra de las organizaciones de base permanecerá siempre más acá de su capacidad de reflexión. Esto no debe ser óbice para el cumplimiento de su tarea, que viene a primer plano con su continuación del proyecto de Estado social. Las esferas públicas autónomas deberían alcanzar una combinación de poder y autolimitación inteligente que pudiese volver suficientemente sensibles los mecanismos de autorregulación de Estado y economía frente a los resultados orientados hacia una finalidad de formación de voluntad democrática radical. Con toda probabilidad, eso sólo sucedería si los partidos políticos abandonaran una de sus funciones sin sustituirla, esto es, sin dar lugar del todo a un equivalente funcional: el de la generación de lealtad en las masas.
Estas reflexiones son tanto más provisionales, incluso más confusas, cuanto más avanzan por la tierra de nadie de lo normativo, donde ya son más fáciles las delimitaciones negativas. El proyecto del Estado social vuelto reflexivo se despide de la utopía social del trabajo. Esta se orientará hacia el contraste entre trabajo vivo y trabajo muerto, hacia la idea de autoactividad. Al mismo tiempo, en verdad, tiene que presuponer las formas subculturales de vida de los trabajadores industriales como fuente de solidaridad. Ha de presuponer que las relaciones de cooperación en la fábrica reforzarían también la solidaridad espontánea de las subculturas de los trabajadores. Estas, sin embargo, entre tanto, decaerían considerablemente. Y es en cierto modo dudoso que su fuerza estimulante de solidaridad en el sitio de trabajo se pueda regenerar. Sea como fuere, la temática de hoy es aquello que se presupuso o se consideró marginal de la utopía social del trabajo. Y en esta temática los acentos utópicos del concepto de trabajo se transfieren al de la comunicación. Hablo de «acentos» porque, con el cambio de paradigmas de la sociedad del trabajo a la sociedad de la co-
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municación, también cambia el modo de articulación con la tradición utópica.
Ciertamente, con el abandono de contenidos utópicos de la sociedad de trabajo, en modo alguno se cierra la dimensión utópica de conciencia histórica y de la discusión política. Los oasis utópicos se secan y se expande un desierto de banalidades y perplejidad. Y o sigo manteniendo mi tesis de que el proceso de autocertificación de la modernidad (Selbstivergewisserung), ahora como antes, viene estimulado por una conciencia de la actualidad en la que se funden el pensar histórico y el utópico. Pero con los contenidos utópicos de la sociedad de trabajo desaparecen dos ilusiones que alentaron la autocomprensión de la Modernidad. La primera ilusión resulta de una diferenciación insuficiente.
En las utopías de orden, las dimensiones de felicidad y emancipación habían concurrido con las de refuerzo del poder y producción de riqueza social. Los diseños de formas de vida racionales realizaron una simbiosis ilusoria entre el dominio racional de la naturaleza y la movilización de energías sociales. La razón instrumental liberada en fuerzas productivas, la razón funcional al abrirse en capacidades de organización y planificación, deberían abrir el camino a una vida digna del hombre igualitaria y, al mismo tiempo, libertaria. El potencial de las relaciones de entendimiento debería al final seguirse naturalmente de la productividad de las relaciones laborales. La persistencia de esta confusión todavía se refleja en la inversión crítica, cuando, por ejemplo, los esfuerzos de normalización de las grandes organizaciones centralistas se meten en el mismo saco que los esfuerzos de generalización del universalismo moral (7).
Todavía más agudo es el abandono de la ilusión metódica que iba asociada a los diseños de una totalidad concreta de posibilidades futuras
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de vida. El contenido utópico de la sociedad de comunicación se reduce a los aspectos formales de una intersubjetividad integral: hasta la expresión «situación ideal del diálogo», en la medida en que sugiere una forma concreta de vida, induce a error. Lo que normativamente se puede distinguir son condiciones necesarias, pero generales, para una praxis comunicativa de lo cotidiano y para un proceso de formación discursiva de la voluntad en la que participarían los propios interesados en la situación, a fin de realizar por iniciativa propia posibilidades concretas de una vida mejor y menos amenazada conforme a las propias necesidades e ideas (8). La crítica de la utopía que de Hegel a nuestros días, pasando por Carl Schmitt, proclama el anuncio fatídico del jacobinismo, denuncia injustamente la unión, aparentemente inevitable, de la utopía con el terror. Sin embargo, es más utópica la confusión de una infraestructura comunicativa, altamente desarrollada, de posibles formas de vida con una determinada totalidad, que _....... emerge en lo singular, de vida conseguida. �Esta totalidad no se puede anticipar. �
(Traducción: José Doval)
NOTAS
(1) Jorn Rüsen, Utopie und Geschichte [Utopía e Historia]. En Wilhelm Vosskamp (ed.), Utopieforschung [Búsqueda de la Utopía], vol. 1, Stuttgart, Netzler, 1982.
(2) Oskar Negt produjo un notable trabajo sobre esto:Lebendige Arbeit enteignete Zeit [El trabajo vivo expropió el tiempo], Frankfurt, Campus, 1984.
(3) Claus Offe, Arbeitsgesel/schaft, Strukturprobleme undZukunftsperspektiven [Sociedad de Trabajo, Problemas de Estructura y Perspectivas de futuro], Frankfurt, Campus, 1984.
(4) Sobre esto, recientemente, Horst Kern y MichaelSchumann, Das Ende der Arbeitsteilung? [lEI fin de la división del trabajo?], Munchen, C. H. Beck, 1984.
(5) Claus Offe, [El corporativismo como sistema de presión no estatal]. En Geschichte und Gesellschaft [Historia y Sociedad], v. 2, 1984. Para la defensa teórica del neocorporativismo, cf. Hellmut Willke, Entzauberung des Staates [Alienación del Estado], Konigstein, «Athenaum» 1983.
(6) Thomas Schmid ( ed.), Befreiung von falscher Arbeit.Thesen zum garantierten Mindesteinkommen [Emancipación del trabajo adulterado. Tesis para los que tengan garantizados unos ingresos mínimos], Berlín, Wagenbach, 1984.
(7) Cf. la crítica de Axe! Honneth a Lyotard en Merkur,n.º 430, diciembre de 1984.
(8) Karl Otto Apel, Ist die Ethik der•idealen Kommunikationsgemeinschaft eine Utopie? [lEs una utopía la ética de la comunidad comunicativa ideal?], en Vosskasmp, Utopieforschung, ya cit., vol. l.
(*) Utilizo la traducción de Wenceslao Roces, en la ed. de Grijalbo, 1970 (3), pp. 79-80. Naturwuchsigkeit también puede traducirse por «espontaneidad natural». (N. del T.).
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