1
LA MÚSICA DEL FUEGO
ETUDE
(Guitarra de Lee Ritenour)
Dejo en el cristal el cerco de la taza de té...
¿acaso me lo limpiaría el duende de los cuentos
con su hojita de lechuga y el bastoncillo para
despertar a las hormigas?
Soy de la dilación de las acacias
que toman el té desaseadas y rezagándose
con el último cerco del invierno en el cristal
de la mesa:
se esperan a que pase el desconcierto,
a que los pájaros enronquezcan tan excitados
que si me quedo quieta me tapizan
la hierba, los vestidos animales.
Me tomaré despacio la taza de té besando
el musgo que termina su día de vida como
una vieja carta de amor.
Ya no es flexible, anfibia
mi corteza, y el duende reconoce que estos rayos
de sol son traicioneros y no sabe impedir
que las hormigas conduzcan un coche más valioso
que una novia de espuma enjoyada con dos gotas
de la esencia que aclararía el río.
Y cuando beba el té quizá me peine, quizá bailen
los brotes de mis hojas con el viento del oeste
y un pájaro atrasado, excitado,
una antigua amistad, alguien que templa los sonidos
de nuevo...
2
En la Almunia Real, la Princesa Adivina
Ella conoce jazmineros
en la Huerta del Rey,
el kamanjeh de agosto, el pájaro
que bebe de la alberca.
Es un amor sin primer día
como un baño de sombra.
Ella conoce jazmineros
melodiosos
con sus túnicas al poniente,
con los jilgueros de morado
pico por un festín de fresas,
y acaba su poema;
¿quién rema hacia la orilla
del río y apresa un perfume?
Ella lo ve,
se siente bien entre fantasmas,
recompone el ritmo, el paso
de la tarde
y las mujeres que azulean
a su lado
oyen.
Quisiera que su amado...
y según las estrellas trazan
signos, venablos hasta el agua,
leerle su futuro,
repetirle.
Las estrellas de olor, del río,
taqsim de soledad.
3
Es un amor sin primer día
como un baño de sombra.
4
Instinto en la serenidad
He conducido el elefante a la caza del tigre,
hasta su guarecido bebedero, hasta las crías
que jugueteaban con un ratón. Entre dos luces,
cuando los pájaros de nerviosos nombres alertan
a los monos que pestañean como adolescentes
insensatos.
He conducido el elefante a la caza del tigre
por un territorio intratable que siempre me niega
abanicos, plumas de marabú, de señoritas
que capturan el tesoro de un hombre delicado,
maduro, fiel, un rasurado gentleman discreto.
¿Por qué no puedo resistirme a salir, distanciarme
de la casa que guarda un jardín donde los amantes
no piensan en las pupilas amarillas del horror?
Tú te quedas relatando las historias de Krishna,
el seductor de piel azul, el Adorado, y Ella
se adormila en tu voz, intima en tu voz, se abandona
y en secreto te confunde con una melodía
que baja
lastimándola desde la noche de la evasión
imposible.
¿Por qué no desisto de las huellas del tigre y vuelvo
mientras el animal no me lame con sus colmillos
y descincho al elefante para que ramonee
tallos de primavera, y dejo las armas y vuelvo
a tu lado, a la conversación femenina que Ella
acompasa bajo tu voz de cazador nocturno?
5
Piromancia I
Viene una mujer que conoce el curso del río habitado bajo tu casa.
Viene recortando fechas del calendario para hacerse un collar de olvido.
Y se aparta una nube por mirarla, se gira un girasol cuando la escucha,
se entusiasman los abejorros, se alzan las algas del estanque, se enemistan
tus puertas
abriéndose de pronto.
Ella se diferencia de la seca textura que ha cubierto tu cabeza
con ceniza.
Es roja
entrando con paso apasionado, despreciando las ramas que no sirven
ni de bengalas a tu corazón.
Verde,
apenas un destello porque el jade lo guarda para herirte sin costillas
tu sexo.
Amarilla
si refleja el espejo mediodía cómo excita a la tierra sólo hablándole
de la isla donde fuman los chamanes
del sueño.
Y azul
si hay instantes en que prefiere el polvo que acoge la memoria de un cometa,
o en tu pestaña el lado submarino, o el dardo que precisa de tus ojos.
Hoy viene blanca,
tan blanca que ha asustado a las ermitas, llena de niños, blanca, de la escarcha,
blanca, desnuda, blanca como el agua.
Se adivina a sí misma, viene hablando de un beso todavía infranqueable,
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del puente que no cruza todavía tu perfil receloso, tu distancia.
La predicción del aire entre sus labios, la piedrecilla fácil de su sexo,
la espina que penetra floreciendo,
el momento de ansiar
morir
son los naipes volando todavía, los planetas que ruedan a tu sombra.
Viene pintando en fechas otros peces, murmurando a la tierra, se aproxima.
7
Raga del deseo
Ese macho de la abeja euglosina
que busca los aceites de la orquídea coriantes para impregnar su abdomen
amado por las hembras, hechizando a las hembras,
cae a la trampa espesa de fluido,
restos de insectos flotan con sus brazos perdiéndose,
y casi extenuado por salvarse,
esmeralda rendida, desvalida -es el fondo el flujo de los pétalos-
escala la garganta que permite
que la abeja la invada, y apenas ha temblado la flor cuando la cruza
la intrusa enamorándose, porque al seguir lo angosto, húmedo, codicioso,
se abrazan a su lomo dos extraños de estambre, -intención de la flor
el navegar a un vientre vacío todavía pero expectante, hambriento.
Ese macho euglosina, una vez fuera,
si respira, si vive, empapado del líquido se limpia tanta baba
que lo envolvió en la trampa; se enjuga y aletea, se repone deprisa,
y el peso de los granos se imponen como tabas parásitas y bellas,
hasta que vuela a otra cubo coriantes,
ahora femenina, y se repite el óleo del peligro, repite caer, la casi muerte,
y sale penetrando, y se quedan los huéspedes que ceñían su lomo,
y empapado respira
el ansia;
esmeralda que vuelve sin memoria
a buscar un perfume
y vuelta
y vuelta.
8
Alfar
Ha habido remolinos de polvo que aparentan dibujos espirales alrededor del ansia:
simulan dos serpientes que repiten relatos de muerte, después caen.
Después ha habido lluvia, no bocanadas roncas de fósforo en la noche
sino obstinada lluvia que lima los bancales.
Y en esa arcilla fina que resulta de nubes,
en la tierra lavada que, enmascarada, brilla sin rastros de un guijarro
de temor como vértebra,
alguien hunde sus dedos,
alguien que vio la lluvia me aúpa, me desprende,
que vio la lluvia y vino despacio, muy despacio, sabe de cada alvéolo
mío, de las burbujas no mayores que polen.
Sabe darme, tocarme:
me levanta del grumo, me grama como a un pan, me sujeta en sus palmas
de instrumento lacustre, me ondula hasta ser pelvis de acompasado tono,
y su alaria me pule dos adivinaciones del vaso y de la sed,
dos serpientes en celo que danzan sin tocarse.
Y luego me he ahuecado
y me voy vaciando, y me colmo de un eco, y me horneo dorada,
y me endurezco dulce.
Y espero a que me lleve a su boca y me lleve
al ansia
y me lleve llenada del ansia y que me lleve.
9
HARVEST
(Neil Young)
Huelo a mojado lejos,
como olor a cigarro
que alguien que ya no fuma localiza y aspira
y se resiente
recordando
la estación peligrosa, la calada querida
antes de todo el irse
de su mundo.
Bebo el corazón
de la nube amarilla,
paja de la memoria del trigo cosechado;
lejos, una tormenta,
pero no al otro extremo
de Alabama,
una cortina hilosa.
¿Quién te contó que el ansia
huele a ceniza?
Lejos, donde la nube por fin arrasa perros
de calor y humeante sube un vaho de tierra.
Nunca
refresca esta cortina sino que se impacienta,
enfebrece,
se me hace escasa el agua.
Tengo un olfato fino,
huelo a mojado lejos,
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algo que se completa desprende los aromas
del despojo.
Nada es igual después de haber llovido, creo
que han muerto esos dos cuerpos que no deben vivir.
Huelo su muerte,
el veneno
que se bebe de un trago.
La sed respira, vela, es un perro salvaje.
¿Quién te contó que el ansia
mide su quemadura?
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Pebetero art nouveau
Levanto mis brazos ante el espejo,
virgen osezna
que no resguarda su candela sino
que me sitúo,
me estiro en una vertical de altura,
tenso mis brazos,
mi ombligo hasta el recto desprendimiento
de un atlante que yergue su castigo,
y el espejo se abre, es una ventana,
mirada que entra,
saluda, recoge, roba quizá,
y se dilata,
inspira la impureza porque sólo
los muertos son
perfectos.
Mi columna levemente arqueada
no resume la soledad, el tránsito
a la destreza
de soledad,
sino que me sitúo y una intensa
corriente
sube desde la punta de mis pies
dando la vida al río de mi médula,
dando la vida
sube, me electriza,
y en la bandeja blanda de mis manos,
igual que el pebetero de un estadio
olímpico,
se enarbola la llama, soy gigante,
voltearé
este planeta
de reptadores.
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Dos palabras que irrumpen, mis dos palmas
desean.
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María Callas canta Dolce e Calmo de la ópera TRISTÁN E ISOLDA de Wagner
Esa rosa que bordé en la batista porque la niña aún ha obedecido
el trazo de su madre en el dibujo...
Ni el reflejo de la madera ardiendo
la roza con el tiempo que se escapa.
Puede volver la niña a apoderarse
de los relatos de la ciudad que ama, puede rasgar la tela con la furia
de ver a un hombre tonto abandonándose
a la huida
pero la rosa sigue insolentando con su belleza el día de la muerte
de la inocencia.
La miro y es un resto de la arcilla de los once años, de la quebradiza
rama de un árbol muerto, al fin talado, al fin leña que ahora se convierte
en el color
del bebedizo.
Soñé, cuando bordaba, con tu brazo dirigiéndose a mí, rompiendo el hilo,
rompiendo el humo calmo de la infancia,
y al fin he muerto, al fin, y resucito adiestrada en el arte de este fuego
que devora
a la rosa.
La miro y no recuerdo los veranos del tedio obedeciendo a la cordura.
Tengo una nueva flor que me ha crecido, una rosa de muerte que dibuja
muerte a mi alrededor, muerte en mi vientre, muerte por fuego, fértiles vegeta-
les de muerte,
porque querer vivir después de hallarte, querer domar la rosa en la batista,
es bordar una rosa acobardada, muerte por no volar, la muerte muerte.
14
El astrónomo
Ella
danza tan rápida.
Y él no puede seguirla.
Tal vez la llame Sirio, Aldebarán
o Mil Novecientos Ochenta y Cinco
seguida de iniciales misteriosas.
Danza tan rápida
en la balada de los reptiles vo-
ladores.
Suaves labios cerrados tararean
una antiquísima canción de cuna.
Danza cegada, danza sin moverse
de la estación del sílex,
del zigurat brillando momentáneo
y sin embargo calla
qué fecha se cerraron
los silos de la lava y se detuvo
el viento.
Él no puede seguirla y la ama tanto.
Abre la cúpula en la cima, dista
con un desprecio hostil
de cálidas barbillas o ese curvo
nacimiento del pelo;
la busca más allá de las Hermanas
Kurialya o del Centauro,
la busca aunque no existe.
Danza pero no existe.
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Y al mirarla anota en sus cuadernos
que ella es verdad. Le vuelve a dar un nombre,
la acaricia en la noche como al gozo
y le inventa una historia,
la saca desde el giro
del baile,
la desea,
le inventa un territorio donde sepa
tocarla.
Danza tan rápida
que no puede seguirla.
Y anota en sus cuadernos: la he creado.
Alguien le llama loco o es inútil
contemplarla, perderla cuando el alba.
Y le inventa el idioma con que escriben
los amantes que se aman mientras se aman.
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Composición de la melancolía
Hubiera terminado
aplastando ramitos de romero en el libro de las resignaciones.
El sentido común me mostraría los planos de un castillo de iceberg
y su temperatura, disciplina del cristal sin violencia, del letargo,
remataría torres defensivas y cerraría alcobas que conservan
el licor que despierta al paladar.
Hubiera terminado
comprobando el piano cuando la fiesta de final de curso, distribuyendo
antifaces de una velada al año donde pueden rozarse las caderas
y los padres saludan desde el Ártico, donde conviene hacer proposiciones,
donde los concejales han cedido limonada, cortinas de lunares
para jaulas.
Hubiera terminado
llamándome rapsoda en los bautizos, dejando de fumar, pensando básculas,
moviendo el abanico, seduciendo.
Pero un licor desde la niña rubia,
un veneno que fosforece incluso si las tardes afinan los laúdes
en las ciudades
de la melancolía...
y me arrepiento de beber de golpe, y me arde la encía con la mostaza
oscura,
y me quejo
de la soledad que hierve en el líquido, me quejo, me arrepiento de no haber
sido
cauta,
complicada...
Un licor, un veneno que desgarra
en lo que vierte,
que horada congeladas superficies, caldea el comedero de las focas,
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llama en Islandia al barro al rojo vivo,
se mete entre mis dientes, desocupa
muertos,
vuelve vapor verdades razonables
y luego,
en el vapor,
va trazando mi nombre y se desliza
su dedo en mi garganta,
va arañando,
va posándome un nombre en la garganta, y llega a mis pulmones y allí expele
la peligrosa miel,
la muerte dulce,
y no alcanzo a morir sino que rasgo
respetuosas sedas
y te doy a beber...
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Piromancia II
En las naturalezas muertas
distingo
el cabello que fue olvidado:
desvía el equilibrio y surge
un tarareo, un golpecillo
que corrompe la perfección,
y el ave cazada, la fruta
arrancada de su declive
abren sus ojos al asombro
pues queda un hilo sin arder,
algo que simulaba frío.
Percibo
que no todo el atrevimiento
de la abeja se domestica
sobre la flor que aparenta si-
lencio;
un encarnado punto mínimo
repite su canción salvaje
mientras liba
y en la flor, una oculta luna
crepita, espera a que el desorden
asole la serenidad
como un volcán que parecía
extinguido.
Veo
la mañana dominical
plegarse sin incertidumbres:
se está moldeando a tu patio,
lame las ociosas y suaves
macetas, el rumor cercano
del café... suenas la satara
para encantar a las tres cobras
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que reptaron
a tu cama
cuando la noche fue la arena
que se adhiere al cuerpo... sudaste
y la sed se tendía junto
a ti,
te acariciaba, tu sabías
quién era.
Crees que la mañana lava
esas señales en tu piel,
que las tres cobras se asustaron,
que la luz irá revelando
la verdad
igual que una niña despreo-
cupada.
La claridad es una mecha
invisible, llama que baila
porque te miente ahora, miente
iluminando tus rosales,
azucarando tu café,
apaciguándote los muslos,
oliendo a calma, a la certeza
de una mañana sin peligro,
sin el rostro detrás que intenta
apoderarse de tu sueño.
En cualquier instante querría
dejar de bailar y acercarse
a ti con el fuego en las manos.
Hay una música que vibra
bajo las vestiduras plácidas,
bajo la familiaridad
de lo tranquilo.
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Detrás de la mañana, bajo
la luz,
ardiendo.
21
Deseo
Te sostengo con la demora de una cálida energía.
Soy un aire que duerme en el futuro, que no se envejece con la impaciencia de una
muchacha violeta, acalorada, aguardando una llama que no volverá jamás a convertirla en
fuego.
Te sostengo con la precisión del leve niño sujeto a la cintura de su madre. Puede la arena
que requema dañarla en la planta de los pies o el escorpión rastrearla en sus sandalias.
Ella sólo se tiende cuando el infortunio se separa de un abrazo al pecho diminuto que la
erige como una fortaleza inexpugnable, como un templo de guerreros.
Yo soy una columna vertebral, un titán obstinado que mantiene el esmalte en tu boca para
decir que el mundo continúa asustándote y luego llamándote, invitándote desde su frágil y
misteriosa piedraimán o jilguero o palabra que juega.
Soy un tallo que empuja tu brazo, soy una margarita que camina sobre la ceniza de
cuerpos anteriores, abrasados pero consintiendo todavía más furia enamorada.
Yo soy tu puerta abierta,
todo el agua del mar en la gavota de Juan Sebastián Bach.
Mientras yo te sostenga
soy la singladura que no cesa, la voz que te dirige, la sed que te equivoca y la mano
murmurando los cambios en tu rostro.
22
Danza
He visto caer la nieve en el agua
y convertirse en mujeres que mueven
sus pies entre los huesos de los héroes.
En el fondo del lago hay una orquesta
de pianos fabricados con la tris-
teza del día,
con los dioses
olvidados,
con los sacrificios
perdidos.
Yo no me hundo, voy al centro del lago,
toda la luz es blanca, blanca, blanca
y levanto mi falda de vapor
y mis brazos oscilan como ramas
del árbol
del ansia,
plateado,
hermoso.
Mírame
bailar
sobre el agua.
Tú no sabes hablar; como la nieve
callas en las orillas, tienes frío
del miedo que amordaza, que aprisiona
la palabra sin leyes, sin virtudes,
la única palabra que quemaría
la huella
de los lobos,
el vuelo
de los grajos
del invierno.
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Mírame
girar
en el agua.
Te cubrirá la nieve cuando baile.
Después te llevaré donde patinan
los niños que no quieren escuchar
otra música.
¿Y si te invitara al centro del lago
y asido a mis caderas no te hundieras...?
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VRINDAVAN
(Subramaniam)
El tegumento se abre.
Y en ese bucle la primera nota
como el tambura
lejos
o manantial que comienza a fluir.
El silencio es una semilla joven,
una máscara
que inicia la danza del día de Año
Nuevo
en el palacio
de Mathura,
una pastora a la que Krishna besa
y no se atreve
a paladear
su saliva.
La risa del amanecer sin niebla,
la pupila
que apaga la vela de los caminos
dejado atrás.
He volado con el viento de mayo,
escapando del pico de los pájaros
cuando el silencio
se desperezaba
entre las ramas de los avellanos,
y he caído
en el brezo esponjado
de tu pecho.
Yo soy la hija del silencio, la música
mejor que no se pulsa,
la criatura
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que guarda las medusas del deseo
en su pequeño pubis
y poseo la sílaba
de los jardines donde se abrazaron
Krishna y Radha.
No escuchas aún
cómo me abro,
no oyes la delicada percusión
de mis talones dentro de tu pecho.
Yo soy la hija del silencio, la nota
primera del tambura,
su hilo lejos,
hilo del manantial que no revela
su océano arbolado
de medusas.
26
Leonor de Aquitania escucha Can vei la lauzeta mover de Bernart de Ventadorn
La alondra elige el fruto de la zarza para afirmar que nada era regalo salvo su pecho
abierto a las espinas. No oyó las prohibiciones de los álamos, avisos de resina hacia su
olfato, sangre inminente oculta por las moras como una antigua miel que aguarda un
cuerpo.
Dile a mi amado
lo que le cuenta el aire
entre su pelo,
lo que le cuenta el aire
cuando se agita
en las cortinas
que hay en su alcoba,
lo que cuenta el aire
aunque hablen zorros,
lo que le cuenta el aire
que yo respiro.
La alondra elige el fruto de la zarza no sólo apeteciendo, enajenándose, pues estaba
despierta al vuelo firme de quien escoge herirse mientras deja frutos de tallo terso pero
muertos. Y cuanto más se embriaga del morado zumo que se destila en su garganta, más
se adentra la alondra, más empuja la rama que le clava su arma dentro.
Dile a mi amado
lo que le cuenta el aire
que se ata al árbol
que hay en su patio,
lo que le cuenta el aire
que está a su espalda,
lo que le cuenta el aire
aunque haya un pozo
sobre su cama,
lo que le cuenta el aire
que yo respiro.
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La alondra elige el fruto de la zarza porque ya fue elegida por el fuego. Desvela que su
vida no es la vida sino el ir desangrándose si vive y, elegida sin celo y capturada, su
voluntad decide que se entrega al fuego que la busca y que la abraza a la vez que ella
come y que se abraza al fuego que la hiere y la consuma.
Dile a mi amado
lo que le cuenta el aire
de las semillas,
lo que le cuenta el aire
aunque hoy le llueva
bajo los ojos,
lo que le cuenta el aire
que besa el beso
que hay en su boca,
lo que le cuenta el aire
que yo respiro.
28
ANTONIA
(Pat Metheny)
Sobre el amanecer camboyano, una lamparilla,
dindones religiosos de metales.
El arroz,
el arroz mítico tiene la consistencia verde
de una estrella bañada con la lentitud del júbilo
porque las palabras que Ella atesora se recogen
en una afirmación de sí, en una lamparilla
ladinamente diminuta, aunque tenaz, jugando.
Por otro nombre, caballo que galopa.
Apodada:
“mañana de crin rizándose alrededor del día,
alegre reloj que besa tus párpados”.
Sostiene
el secreto de una soledad que baila, no cesa
de moverse en torno a tu tristeza y sería bueno
que supieras leer los signos que hace con sus manos
para saber dónde está contado el deseo, dónde
se guarda la escritura poderosa del deseo.
El mediodía existe en el oeste cuando Ella oye
un aleteo que se camufla como espejismo.
Despliega sus alas, es enorme, rodea nidos,
habla con las cigüeñas de París y con las tímidas
gárgolas que sólo beben si el incienso les sube
el caramelo blanco de las promesas.
Se posa
en el alféizar de tu ventana y observa inmóvil
tu gesto al hojear el aburridísimo tomo
de la erre de renuncia, de rutina, de residuos
que el miedo amontona en lo negro que debes firmar.
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De pronto, golpe de viento o Ella, que se impacienta,
te desordena, te interrumpe.
¿Acaso no recuerdas
que Ella te dijo que vendría y nada de ti, nada
doloroso, oscuro de ti sería su enemigo?
Pero prefiere el pentagrama de la tarde, el tramo
que separa de la melancolía a los maestros;
saben que hay una cierta muerte en cada tarde, un vaso
de vino de cansancio.
Es ese el sonido que busca,
una luz pajiza, luz de la lección de guitarra
en el jardín.
Lo mejor de noviembre.
Ella regresa
a la lentitud del júbilo, a la música que abre
tus manos porque son iguales que su soledad
y estar conmigo, amor, se vuelve compañía de astros,
amistad de planetas que si anochece relatan
la historia de cuando Ella te miró y tú la miraste
porque ya estaba escrito desde antiguo.
El caballo de la noche pasta añil de deseo.
El arrozal la viste con su piel.
Ella se llama lamparilla de un dios que no duerme,
alevilla de corazón que insiste con la llama.
Sueña que tu hombro acoge sus pequeñas alas blancas.
Sueña que tú la sueñas quemándose.
Y Ella se ríe.
30
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