René Descartes Discurso del método
Si este discurso parece demasiado largo para ser leído de una vez, se
le podrá dividir en seis partes: en la primera se encontrarán diversas
consideraciones sobre las ciencias; en la segunda, las principales reglas del
método que el autor ha investigado; en la tercera, algunas referentes a la
moral, que ha sacado siguiendo este método; en la cuarta, las razones por
las que prueba la existencia de Dios y del alma humana, que son el
fundamento de su metafísica; en la quinta, el orden de las cuestiones de
física que ha investigado, y particularmente la explicación del movimiento
del corazón y de algunas otras dificultades que pertenecen a la medicina,
además de la diferencia que existe entre nuestra alma y la de los animales;
y en la última, algunas cosas que estima que se requieren para avanzar más
de lo que él ha conseguido en la investigación de la naturaleza, así como las
razones que le determinan a escribir1.
SEGUNDA PARTE
1 Este texto inicial no se incluye entre los propuestos por la Universidad para las pruebas de Acceso. Se incluye aquí a modo de orientación sobre el contenido de las distintas partes del “Discurso”
Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
Estaba entonces en Alemania, adonde me había llamado la ocasión
de las guerras que allí no han terminado todavía; y cuando volvía de la
coronación del emperador para incorporarme al ejército, el comienzo del
invierno me detuvo en un lugar en donde, no encontrando conversación
alguna que me distrajera y no teniendo, de otra parte, por dicha, ni
cuidados ni pasiones que me turbasen, permanecía todo el día en una
habitación con una gran estufa, en la que disponía de tranquilidad para
entregarme a mis pensamientos. Entre los cuales, uno de los primeros fue el
ocurrírseme considerar que frecuentemente no hay tanta perfección en las
obras compuestas de varias piezas y hechas por manos de diversos
maestros como en aquellas que ha trabajado uno solo. Así se ve que los
edificios que un solo arquitecto ha empezado y acabado son habitualmente
más bellos y están mejor ordenados que los que varios han tratado de
recomponer, sirviéndose de viejos muros, que habían sido levantados para
otros fines. Así, esas antiguas ciudades que, no habiendo sido al comienzo
más que aldeas, han llegado a ser al cabo del tiempo grandes ciudades,
están ordinariamente tan mal dispuestas, si se las compara a esas plazas
regulares que un ingeniero traza según su fantasía en una llanura, que,
aunque considerando cada uno de sus edificios separadamente, se
encuentra en ellos frecuentemente tanto o más arte que en los otros, sin
embargo, al ver cómo están alineados, aquí uno grande, allí otro pequeño, y
cómo hacen las calles curvas y desiguales, se diría que es el azar, más bien
que la voluntad de algunos hombres provistos de razón, quien los ha
dispuesto de esta manera. Y si se considera, no obstante, que ha habido
siempre algunos funcionarios que han tenido el cargo de cuidar los edificios
de los particulares para hacerles servir al ornato público, se comprende bien
que es difícil hacer cosas perfectamente acabadas trabajando sobre las
obras de otro. Así me imaginaba que los pueblos que fueron antes
semisalvajes y que no se han civilizado sino poco a poco, no han hecho sus
leyes sino a medida que la incomodidad de los crímenes y las querellas les
ha forzado a ello, no pueden estar tan bien gobernados como aquellos que
desde el punto en que se reunieron han observado las constituciones de
algún legislador prudente. Como es muy cierto que el estado de la
verdadera religión, cuyas ordenanzas sólo Dios ha hecho, debe estar
incomparablemente mejor regulado que todos los demás. Y, para hablar de
cosas humanas, creo que si Esparta estuvo antiguamente tan floreciente no
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
fue a causa de la bondad de cada una de sus leyes en particular, visto que
varias de ellas eran muy extrañas e incluso contrarias a las buenas
costumbres, sino a causa de que habiendo sido inventadas por uno solo,
tendían todas al mismo fin. Y así, pensaba que las ciencias de los libros, al
menos las de aquellos cuyas razones no son más que probables y no tienen
demostraciones, habiéndose compuesto y engrosado poco a poco con
opiniones de diversas personas, no se aproximan tanto a la verdad como los
simples razonamientos que puede hacer naturalmente un hombre de buen
sentido sobre las cosas que se le presentan. Y así, aún pensaba que porque
hemos sido todos niños antes de ser hombres y hemos sido largamente
gobernados por nuestros apetitos y nuestros preceptores --que eran
frecuentemente contrarios los unos a los otros-- y que ni los unos ni los
otros nos aconsejaban acaso siempre lo mejor, es casi imposible que
nuestros juicios sean tan puros y sólidos como lo serían si hubiéramos
tenido el completo uso de razón desde el momento de nuestro nacimiento y
nunca hubiésemos sido conducidos sino por ella.
Es verdad que no vemos que se derriben todas las casas de una
ciudad con el solo objeto de rehacerlas de otra manera y de hacer más
bellas las calles; pero se ve que algunos hacen derribar las suyas para
reedificarlas y que incluso, en ocasiones, son obligados a ello, cuando
amenazan ruina y los cimientos no se conservan bien firmes. A cuyo
ejemplo me persuadía de que no sería sensato que un particular se
propusiese reformar un Estado cambiando todos sus fundamentos y
derribándolo para enderezarlo; ni aun siquiera reformar el cuerpo de las
ciencias o el orden establecido en las escuelas para enseñarlas, pero que
sobre todas las opiniones que yo había recibido hasta entonces como
acreditadas, nada mejor podía hacer que emprender de una vez la tarea de
eliminarlas, a fin de poner en su lugar después otras mejores, o bien las
mismas, cuando las hubiera ajustado al nivel de la razón. Y creo firmemente
que por este medio lograré conducir mi vida mucho mejor que si me
limitase a edificar sobre viejos fundamentos y no me apoyase más que
sobre los principios que de joven había aprendido sin haber examinado
jamás si eran verdaderos. Puesto que, aunque encontrase en esto diversas
dificultades, no me parecían sin remedio, ni comparables a aquellas con las
que se choca en la reforma de las menores cosas que tocan lo público. Esos
grandes cuerpos son demasiado difíciles de levantar cuando han sido
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
abatidos o incluso de sostenerlos cuando crujen, y sus caídas tienen que ser
forzosamente muy duras. Además, por lo que respecta a sus
imperfecciones, si las tienen, como basta para mostrarlo la misma
diversidad que hay entre ellos, la costumbre las ha suavizado mucho sin
duda, e incluso ha evitado o corregido insensiblemente muchas de ellas
mejor que se podría hacerlo eficazmente por la prudencia. Y en fin, esas
imperfecciones son casi siempre más soportables de lo que sería su cambio,
del mismo modo que los grandes caminos que serpean entre montañas se
hacen poco a poco tan llanos y tan cómodos, a fuerza de ser frecuentados,
que es mucho mejor seguirlos que intentar ir más rectamente trepando
sobre las rocas y descendiendo hasta los precipicios.
Por esto no puedo aprobar de ningún modo a esos hombres
enredadores e inquietos que, no habiendo sido llamados por su nacimiento
ni su fortuna al manejo de los negocios públicos, no dejan de hacer en ellos
siempre, en idea, alguna nueva reforma; y si pensase que hay en este
escrito la menor cosa por la que se me pudiera sospechar partícipe de esta
locura, soportaría con pesar que fuese publicado. Mi designio se limita a
tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno
enteramente mío, y si os presento aquí el modelo, habiéndome complacido
bastante mi obra, a nadie aconsejo por ello que la imite. Aquellos a los que
Dios haya otorgado mejor sus gracias tendrán acaso designios más
elevados; pero temo que este mío sea ya demasiado atrevido para muchos.
La misma resolución de deshacerse de todas las opiniones que antes se han
recibido no es un ejemplo que deba seguir cada uno. Y el mundo no está
compuesto apenas más que de dos clases de ingenios a los cuales de
ninguna manera conviene: a saber, de aquellos que, creyéndose más
hábiles de lo que son, no pueden impedir la precipitación de sus juicios ni
tener bastante paciencia para conducir en orden todos sus pensamientos;
de donde viene que, si se tomasen una vez la libertad de dudar de los
principios que han recibido y de apartarse del camino común, nunca
encontrarían el sendero que es preciso seguir para ir más derecho y
quedarían extraviados para toda la vida; por otro lado, están aquellos que
teniendo bastante razón o modestia para juzgar que son menos capaces de
distinguir lo verdadero de lo falso que otros, por los que pueden ser
instruidos, más bien deben contentarse con seguir las opiniones de esos
otros que no buscar otras mejores por sí mismos.
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
En cuanto a mí, me encontraría sin duda en el número de estos
últimos si no hubiera tenido más que un solo maestro o no hubiese sabido
las diferencias que han existido siempre entre las opiniones de los más
doctos. Pero habiendo aprendido desde el colegio que no podría uno
imaginar nada tan extraño o tan increíble que no hubiera sido dicho por
alguno de los filósofos, y además, habiendo reconocido en mis viajes que los
que tienen sentimientos opuestos a los nuestros no son por eso bárbaros ni
salvajes, sino que algunos usan de la razón tanto o más que nosotros, y
habiendo considerado cómo un mismo hombre, con su mismo espíritu,
según se ha educado desde su infancia entre franceses o alemanes, se hace
diferente de lo que sería si hubiese vivido siempre entre chinos o caníbales,
y cómo hasta en las modas de nuestros vestidos la misma cosa que nos ha
gustado hace diez años, y que acaso nos gustará otra vez dentro de otros
diez, nos parece ahora extravagante y ridícula, de suerte que más bien es la
costumbre y el ejemplo quienes nos persuaden que algún conocimiento
cierto, y que, no obstante, la pluralidad de los votos no es una prueba que
valga para las verdades un poco difíciles de descubrir, porque es más
verosímil que las encuentre un hombre solo que no todo un pueblo, yo no
podía escoger a nadie cuyas opiniones me pareciese que debían ser
preferidas a las de otro y, por tanto, me encontraba como obligado a
emprender por mí mismo la tarea de conducirme.
Pero, como un hombre que marcha solo y en tinieblas, resolví ir tan
lentamente y usar de tanta circunspección en todo que, aunque no
avanzase sino muy poco, al menos me guardara de caer. Incluso no quise
comenzar a desechar enteramente algunas de las opiniones que se habían
podido deslizar en mí anteriormente sin haber sido llevado a ellas por la
razón, antes que no emplease bastante tiempo en proyectar la obra que
emprendía y en buscar el verdadero método para alcanzar el conocimiento
de todas las cosas de que mi espíritu fuera capaz.
De joven, había estudiado un poco, de las partes de la filosofía, la
lógica, y de las matemáticas el análisis de los geómetras y el álgebra, tres
artes o ciencias que parece que debían contribuir en algo a mi propósito.
Pero, examinándolas, me di cuenta de que, por lo que respecta a la lógica,
sus silogismos y la mayor parte de sus restantes instrucciones nos sirven
más bien para explicar a otro lo que ya se sabe o, incluso, como el arte de
Lulio, para hablar sin juicio de lo que se ignora, que para aprender algo
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
nuevo; y aunque contiene, en efecto, muchos preceptos muy buenos y
verdaderos, hay, sin embargo, tantos otros mezclados con ellos que
resultan perjudiciales o superfluos, que es casi tan imposible separar unos
de otros como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol aún
no desbastado. Por lo que hace, luego, al análisis de los antiguos y al
álgebra de los modernos, aparte de que no se refieren sino a materias muy
abstractas y que no parecen de ninguna utilidad, la primera está siempre
tan sujeta a la consideración de las figuras que no puede ejercitarse el
entendimiento sin cansar mucho la imaginación; y en la última, está uno de
tal manera sujeto a ciertas reglas y cifras que se ha hecho de ella un arte
confuso y oscuro que embaraza el espíritu, en lugar de una ciencia que lo
cultiva, lo que hizo que yo pensara que era preciso buscar otro método que,
encerrando las ventajas de estos tres, estuviese exento de sus defectos. Y
como la multitud de leyes proporciona frecuentemente excusas a los vicios,
de modo que un Estado está tanto mejor ordenado cuanto, no habiendo
más que muy pocas leyes, son estrictamente observadas, así, en lugar del
gran número de preceptos que componen la lógica, creí que tendría
bastante con los cuatro siguientes, con tal que tomase la firme y constante
resolución de no dejar de observarlos una sola vez.
El primero era no recibir jamás por verdadera cosa alguna que no la
reconociese evidentemente como tal; es decir, evitar cuidadosamente la
precipitación y la prevención y no abarcar en mis juicios nada más que
aquello que se presentara a mi espíritu tan clara y distintamente que no
tuviese ocasión de ponerlo en duda.
El segundo, dividir cada una de las dificultades que examinara, en
tantas parcelas como fuere posible y fuere requerido para resolverlas mejor.
La tercera, conducir por orden mis pensamientos, Comenzando por
los objetos más simples y más fáciles de conocer para subir poco a poco,
como por grados, hasta el conocimiento de los más complejos, incluso
suponiendo un orden entre aquellos que no se preceden naturalmente los
unos a los otros.
Y el último, hacer en todo enumeraciones tan completas y revisiones
tan generales que quedase seguro de no omitir nada.
Esas largas cadenas de razones, enteramente simples y fáciles, de
que los geómetras suelen servirse para llegar a sus más difíciles
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
demostraciones, me habían permitido imaginar que todas las cosas que
pueden caer bajo el conocimiento humano están enlazadas de esta misma
manera y que, únicamente con tal que nos abstengamos de recibir por
verdadera la que no lo sea y que guardemos siempre el orden preciso para
deducir unas de otras, no puede haber ninguna tan alejada que al fin no
lleguemos a ellas, ni tan ocultas que no las podamos descubrir. Y no me
costó mucho trabajo buscar por cuáles debería comenzar, pues ya sabía que
era por las más simples y más fáciles de conocer; y considerando que entre
todos los que han buscado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos
han podido encontrar algunas demostraciones, esto es, algunas razones
ciertas y evidentes, no dudaba que había que empezar por las mismas que
ellos han examinado, aunque no esperaba ninguna otra utilidad sino que
habituaran mi espíritu a nutrirse de verdades y a no contentarse con finas
razones. Pero no por eso concebí el propósito de intentar el aprendizaje de
todas esas ciencias particulares que se llaman comúnmente matemáticas, y
viendo que, aunque sus objetos sean diferentes, están todas de acuerdo en
no considerar en ellos más que las diversas relaciones o proporciones que
allí aparecen, pensaba que más valía que examinase solamente estas
proporciones en general, sin suponerlas más que en los objetos que
sirvieran para hacer su conocimiento más fácil, incluso sin sujetarlas a ellos
de ningún modo, para poder aplicarlas después mejor a todos los demás a
los que conviniera. Luego, habiéndome dado cuenta de que para conocerlas
tendría en algunas ocasiones necesidad de considerarlas cada una en
particular y otras veces de retenerlas o comprenderlas en conjunto,
pensaba que para considerarlas mejor en particular las debería suponer en
líneas, porque no encontraba nada más simple ni que pudiera
representarme más distintamente en mi imaginación y en mis sentidos; mas
que para retenerlas o comprenderlas era preciso que las designara por
algunas cifras, lo más cortas que fuera posible, y que, por este medio,
tomaría lo mejor del análisis geométrico y del álgebra y corregiría todos los
defectos de uno y otra.
Y efectivamente, me atrevo a decir que la exacta observancia de
estos pocos preceptos, que yo había escogido, me dio tal facilidad para
desentrañar todas las cuestiones a que se refieren estas dos ciencias que en
dos o tres meses que empleé en examinarlas, habiendo comenzado por las
más simples y las más generales, y siendo cada verdad que encontraba una
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
regla que luego me servía para encontrar otras, no solamente alcancé
muchas que antes había juzgado muy difíciles, sino que me parece también
que al fin podía determinar en las que ignoraba por qué medios y hasta
dónde era posible resolverlas. En lo que no os pareceré acaso demasiado
vanidoso si consideráis que no habiendo más que una verdad sobre cada
cosa, cualquiera que la encuentra sabe sobre ella tanto como se puede
saber, y que, por ejemplo, un niño instruido en aritmética, si hace una suma
siguiendo sus reglas, se puede asegurar, por lo que se refiere a esta suma,
que ha encontrado todo lo que la mente humana puede encontrar; pues, en
fin, el método que enseña a seguir el orden verdadero y a enumerar
exactamente todas las circunstancias de lo que se busca, contiene todo lo
que da certidumbre a las reglas de la aritmética.
Pero lo que más me contentaba de este método era que por medio de
él estaba seguro de usar en todo mi razón, si no perfectamente, al menos lo
mejor que me fuese posible, aparte de que sentía, practicándola, que mi
mente se acostumbraba poco a poco a concebir más neta y distintamente
sus objetos y que no habiéndola sujetado a ninguna materia particular, me
prometía aplicarla tan útilmente a las dificultades de las otras ciencias como
lo había hecho a las del álgebra. No que me atreviese por ello a emprender
el examen de todas las que se presentaran, puesto que eso mismo hubiera
sido contrario al orden que el método prescribe, sino que, habiéndome dado
cuenta de que sus principios debían ser todos tomados de la filosofía, en la
cual yo no encontraba todavía nada cierto, pensé que sería preciso ante
todo tratar de establecerlos en ella, y que siendo ésta la cosa más
importante del mundo y en donde eran más de temer la precipitación y la
prevención, no debía intentar llevarlo a cabo hasta que no hubiese
alcanzado una edad mucho mas madura que la de veintitrés años que
entonces tenía, y no antes de haber empleado mucho tiempo en
prepararme a ello, tanto desarraigando de mi espíritu todas las malas
opiniones que en él había recibido anteriormente, como acopiando muchas
experiencias que suministrasen después materia a mis razonamientos, y
ejercitándome siempre en el método que me había prescrito con el fin de
afianzarme en él cada vez más.
CUARTA PARTE
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
No sé si debo entreteneros con las primeras meditaciones que hice,
pues son tan metafísicas y poco comunes que acaso no le agradarán a todo
el mundo; y, sin embargo, para que se pueda juzgar si he partido de
fundamentos bastante firmes, me encuentro en cierto modo obligado a
hablar de ello. Había notado hacía mucho tiempo que, por lo que respecta a
las costumbres, es necesario a veces seguir opiniones que se sabe que son
sumamente inciertas como si fuesen indudables, según se ha dicho; pero en
cuanto ahora deseaba solamente entregarme a la investigación de la
verdad, pensaba que era preciso hacer todo lo contrario y desechar como
absolutamente falso todo aquello que me ofreciese la menor duda, para ver
si después de esto no quedaba algo en mi creencia que fuera por completo
indubitable. Así, puesto que nuestros sentidos alguna vez nos engañan,
quise suponer que no había nada que fuese tal y como ellos nos la hacen
imaginar; y puesto que hay hombres que se equivocan al razonar, incluso
sobre las más simples cuestiones de geometría, y hacen paralogismos,
juzgando que yo estaba sujeto a equivocarme tanto como cualquier otro,
deseché como falsas todas las razones que antes había tomado por
demostraciones; y en fin, considerando que los mismos pensamientos que
tenemos despiertos nos pueden venir también mientras dormimos, sin que
haya en ellos entonces ninguno que sea verdadero, me resolví a fingir que
las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más
verdaderas que las ilusiones de mis sueños.
Pero, en el punto mismo, me di cuenta de que mientras quería pensar
de esta suerte que todo era falso, era preciso necesariamente que yo que lo
pensaba fuese alguna cosa; y notando que esta verdad: pienso, luego
existo, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de
los escépticos no eran capaces de quebrantarla, juzgaba que podía recibirla
sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que buscaba.
Después, examinando con atención lo que yo era, y viendo que podía
imaginarme sin cuerpo y sin mundo --ni lugar en que estuviese, pero que no
podía imaginar sin embargo que yo no existía, sino que, al contrario, por el
hecho mismo de que pensaba dudar de la verdad de las otras cosas se
seguía muy evidente y ciertamente que yo existía, hasta el punto de que si
hubiese solamente cesado de pensar, aunque todo el resto de lo que yo
había imaginado hubiese sido verdadero, no tendría razón alguna para creer
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
que yo existiese, conocí de aquí que yo era una sustancia cuya esencia o
naturaleza es pensar, y que, para existir, no tiene necesidad de lugar alguno
ni depende de ninguna cosa material, de suerte que este yo, es decir, el
alma por la que soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, e
incluso que es más fácil de conocer que él y que, aunque no existiese, el
alma no dejaría de ser como es.
Después de esto, consideré en general lo que se requiere en una
proposición para ser verdadera y cierta, pues ya que acababa de encontrar
una que sabía que lo era, pensaba que debía también saber en qué consiste
esta certeza. Y habiendo notado que no hay nada en la proposición «pienso,
luego existo» que me asegure que digo la verdad sino que veo muy
claramente que para pensar es preciso existir, juzgaba que debía tomar
como regla general que las cosas que concebimos bien clara y
distintamente son todas verdaderas pero que hay, no obstante, alguna
dificultad en notar bien cuáles son las que concebimos distintamente.
Después de lo cual, reflexionando sobre lo que dudaba y pensando, en
consecuencia, que mi ser no era enteramente perfecto, pues yo veía
claramente que era mucho más perfecto conocer que dudar, me propuse
buscar en dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto de lo que
yo era, y reconocí evidentemente que debí de ser sobre alguna naturaleza
que fuese efectivamente más perfecta. Por lo que se refiere a los
pensamientos que tenía sobre todas las cosas exteriores, como el cielo, la
tierra, la luz, el color y otras mil, no me preocupaba tanto saber de dónde
venían, porque no notando nada en ellas que me pareciera hacerlas
superiores a mí, podía creer que, si eran verdaderas, dependían de mi
naturaleza, en cuanto esta naturaleza tenía alguna perfección, y si no lo
eran, que las sacaba de la nada, es decir, que estaban en mí por lo que yo
tenía de defectuoso. Pero no podía ocurrir lo mismo con la idea de un ser
más perfecto que el mío, puesto que sacarla de la nada era cosa
manifiestamente imposible. Y en cuanto que repugna no menos que lo más
perfecto sea una consecuencia y dependencia de lo menos perfecto que el
hecho de que algo proceda de la nada, tampoco la podía sacar de mí
mismo: de modo que quedaba que ella hubiera sido puesta en mí por una
naturaleza que fuese mucho más perfecta que la mía e incluso que tuviera
en sí todas las perfecciones de que yo pudiera tener alguna idea, es decir
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
para decirlo en una palabra, que fuese Dios. A lo que yo añadía que, puesto
que conocía algunas perfecciones que no tenía, no era yo el solo ser que
existía (yo usaré aquí, si lo permitís libremente, los términos de la escuela),
sino que se seguía necesariamente que había algún otro ser más perfecto,
del que yo dependía y del que había adquirido todo lo que tenía; pues si
hubiese sido solo e independiente de cualquier otro, de modo que hubiese
tenido por mí mismo todo lo poco que participaba del Ser perfecto, hubiese
podido tener de mí, por la misma razón todo el exceso que sabía que me
faltaba, y así, ser yo mismo infinito, eterno, inmutable, omnisciente,
omnipotente y, en fin, tener todas las perfecciones que podía atribuir a Dios.
Pues, siguiendo los razonamientos que acabo de hacer, para conocer la
naturaleza de Dios todo lo que la mía fuera capaz de ello, no tenía más que
considerar acerca de todas las cosas, cuya idea encontraba en mí, si
poseerlas era o no perfección, y estaba seguro de que ninguna en las que
notase alguna imperfección le pertenecían, pero todas las demás se daban
en Él; como veía que la duda, la inconstancia, la tristeza y otras cosas
parecidas no podían darse en Él, ya que a mí me hubiera gustado estar
exento de ellas. Después, y aparte de esto, yo tenía idea de muchas cosas
sensibles y corpóreas, pues, aunque supusiese que soñaba y que todo lo
que veía o imaginaba era falso, no podía negar, sin embargo, que no
estuviesen verdaderamente sus ideas en mi pensamiento. Pero, referente a
que yo había conocido en mí ya claramente que la naturaleza inteligente es
distinta de la corpórea, considerando que toda composición es signo de
dependencia, y que la dependencia es manifiestamente un defecto, juzgaba
de aquí que no podía ser en Dios una perfección el estar compuesto de dos
naturalezas, y que, en consecuencia, no lo estaba; pero que si había
algunos cuerpos en el mundo o algunas inteligencias u otras naturalezas
que no fuesen enteramente perfectas, su ser debía depender de su
potencia, de suerte que no podían subsistir sin Él un solo momento.
Después de esto quise averiguar otras verdades, y habiéndome
propuesto el objeto de los geómetras, que yo concebía como un cuerpo
continuo o un espacio infinitamente extenso en longitud, anchura y altura o
profundidad, divisible en partes diversas, que podían tener diversas figuras
y tamaños y ser movidas o cambiadas de todas formas, pues los geómetras
suponen todo eso en su objeto, recorrí algunas de sus más simples
demostraciones, y habiéndome dado cuenta de que esta gran certidumbre
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
que todo el mundo les atribuye sólo se funda en que se conciben
evidentemente, siguiendo la regla que hace poco enuncié, me di cuenta
también de que no había nada en ellas que me asegurase la existencia de
su objeto; pues, por ejemplo, veía perfectamente que, suponiendo un
triángulo, se seguía necesariamente que sus tres ángulos eran iguales a dos
rectos, pero no veía nada en ello que me asegurase que en el mundo había
triángulos; en cambio, volviendo a examinar la idea que tenía de un Ser
perfecto, encontraba que su existencia estaba comprendida en ella, del
mismo modo que está comprendido en la idea de triángulo que la suma de
sus tres ángulos es igual a dos rectos, o en la de una esfera, que todas sus
partes están igualmente distantes de su centro, e incluso aún más
evidentemente; y que, en consecuencia, que Dios, que es este ser perfecto,
existe es por lo menos tan cierto como puede serlo cualquier demostración
de geometría.
Pero lo que hace que haya muchos persuadidos de que hay dificultad
para conocerlo, como también para conocer lo que es su alma, es que no
levantan jamás su espíritu por encima de las cosas sensibles y que están de
tal manera acostumbrados a no considerar nada más que imaginándolo,
siendo imaginar una manera de pensar particular sobre cosas materiales,
que todo lo que no es imaginable les parece no ser inteligible. Lo que queda
bastante manifiesto por el hecho de que incluso los filósofos tienen por
máxima en las escuelas que no hay nada en el entendimiento que
primeramente no haya estado en el sentido, donde sin embargo es cierto
que las ideas de Dios y del alma no han estado nunca; y me parece que los
que quieren usar de su imaginación para comprenderlas hacen lo mismo
que si para oír los sonidos u oler los olores, quisieran servirse de los ojos;
sino que hay además esta diferencia: que el sentido de la vista no nos
asegura menos la verdad de sus objetos que el olfato o el oído de los suyos,
mientras que ni nuestra imaginación ni nuestros sentidos nos asegurarían
jamás de cosa alguna si nuestro entendimiento no interviniese en ello.
En fin, si hay todavía hombres que no estén bastante persuadidos de
la existencia de Dios y de su alma por las razones que he alegado, deseo
que sepan que todas las demás cosas, de las que creen estar más seguros,
como por ejemplo, tener un cuerpo, o que hay astros y una Tierra y otras
parecidas, son menos ciertas; pues, aunque hay una seguridad moral sobre
estas cosas, que es tal que, a menos de ser extravagante, no parece que se
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
pueda dudar de ellas, así también, a menos de ser irrazonable, cuando se
trata de una certidumbre metafísica, no se puede negar que no es bastante
motivo para no estar enteramente seguro haberse dado cuenta de que uno
puede, de la misma manera, imaginarse, estando dormido, que se tiene otro
cuerpo o que ve otros astros y otra Tierra sin que haya nada de esto. ¿Pues
cómo se sabe que los pensamientos que vienen durante el sueño son más
falsos que los otros, visto que frecuentemente no son menos vivos y
expresos? Y que estudien sobre ello los más inteligentes cuanto quieran,
que yo no creo que puedan dar razón alguna que baste para quitar esta
duda, si no presuponen la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, eso que
hace poco he tomado por una regla, es decir, que las cosas que concebimos
muy clara y distintamente son todas verdaderas, no es seguro sino a causa
de que Dios es o existe, y que es un ser perfecto, y que todo lo que es en
nosotros viene de Él; de donde se sigue que siendo nuestras ideas o
nociones de cosas reales, y que vienen de Dios en todo lo que tienen de
claras y distintas, no pueden ser en ello mas que verdaderas. De suerte que
si nosotros tenemos frecuentemente algunas que contienen falsedad, no
puede ser sino porque tienen algo de confuso y oscuro, porque en eso
participan de la nada, es decir, que ellas no están en nosotros de esta
manera confusa sino porque somos imperfectos. Y es evidente que no hay
menos repugnancia en que la falsedad o la imperfección provengan de Dios
en cuanto tales, como la hay en que la verdad o la perfección provengan de
la nada. Pero si nosotros no supiéramos que todo lo que hay en nosotros de
real y verdadero viene de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas
que fuesen nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos asegurase
que poseían la perfección de ser verdaderas.
Ahora bien, una vez que el conocimiento de Dios y del alma nos ha
hecho, así, ciertos de esta regla, es fácil de conocer que los sueños que
imaginamos mientras dormimos no deben hacernos dudar en modo alguno
de los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos. Pues si
acaece, aun durmiendo, que tuviésemos alguna idea bien distinta, como por
ejemplo, que un geómetra inventase alguna nueva demostración, su sueño
no impediría que ella fuese verdadera; y por lo que se refiere al error más
frecuente de nuestros sueños, que consiste en representarnos diversos
objetos del mismo modo que nuestros sentidos externos, no importa que
nos dé ocasión para desconfiar de la verdad de tales ideas, porque pueden
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
también equivocarnos muy frecuentemente sin que estemos dormidos,
como los que tienen ictericia ven todo de color amarillo; o bien, como los
astros y otros cuerpos muy lejanos nos parecen mucho más pequeños de lo
que son. Pues, en fin, velemos o durmamos no nos debemos dejar persuadir
nunca más que por la evidencia de nuestra razón. Y nótese que digo de
nuestra razón y no de nuestra imaginación ni de nuestros sentidos: así,
aunque vemos el sol muy claramente, no debemos juzgar por eso que tenga
el tamaño con que lo vemos; y nosotros podemos imaginar distintamente
una cabeza de león injerta en un cuerpo de cabra, sin que se siga de aquí
que haya en el mundo una quimera; pues la razón no nos dicta que lo que
vemos o imaginamos sea verdadero, pero en cambio nos dice muy claro
que todas nuestras ideas o nociones deben fundarse en la verdad, pues no
sería posible que Dios, que es absolutamente perfecto y verdadero, las
hubiese puesto en nosotros sin fundamento; y porque nuestros
razonamientos no son nunca durante el sueño tan evidentes y tan
completos como en la vigilia, bien que a veces nuestras imaginaciones sean
entonces tanto o más vivas y expresas, la razón nos dicta también que
nuestros pensamientos, no pudiendo ser todos verdaderos --por nuestra
imperfección--, lo que tengan de verdad debe infaliblemente encontrarse
más bien en los que tenemos estando despiertos que en los de nuestros
sueños.
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Descartes: Discurso del Método 2ª y 4ª Parte
GUÍA DE LECTURADISCURSO DEL MÉTODO. PARTES 2ª Y 4ª
1. LA OBRA
El texto propuesto para comentario contiene dos partes, la segunda y
la cuarta, de las seis que componen el Discurso del Método. La primera
parte contiene diversas consideraciones referentes a las ciencias; la
segunda expone las reglas del método; en la tercera lagunas reglas de
moral que ha obtenido según el método; en la cuarta parte, según
Descartes “las razones que permiten establecer la existencia de Dios
y el alma humana que constituyen los fundamentos de su
metafísica”; la quinta trata sobre aspectos generales de la física
cartesiana; finalmente, la última parte realiza consideraciones generales
sobre el método y los resultados de sus investigaciones tanto físicas como
metafísicas.
Este Discurso fue escrito por Descartes como Prologo a sus “Ensayos
filosóficos”. En estos Ensayos pretende hacer una exposición de sus teorías
físicas en las que defendía, entre otras cosas el modelo copernicano.
Deliberadamente los presenta como ensayos ya que tienen muy presente la
condena que tres años antes había llevado a Galileo a la inquisición por
defender posiciones semejantes. El prólogo a estos ensayos fue escrito a
modo de justificación de una obra que Descartes sabía que podía traerle
problemas.
Descartes es consciente que las ideas expuestas en su obra suponen
una ruptura con la filosofía anterior. Esto explicaría que presente la obra
como un ensayo, es decir, como una reflexión personal al modo en como lo
hiciera Montaigne en sus famosos Essais, una obra de enorme éxito en la
época. Al ser una reflexión de un individuo privado, la escribe en francés sin
las pretensiones académicas de los tratados en latín de las universidades.
Pero, especialmente, en el prólogo de la obra quiere dejar muy claro que
todos los resultados a que llega son el resultado de un recorrido intelectual
personal y, por tanto, nada que lleve a pensar que el autor se enfrenta a los
dogmas establecidos.
Esta cautela con la que Descartes presenta su obra resultaba
obligada por cuanto que los estados absolutistas siguen manteniendo las
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viejas ideas medievales: supeditación de la razón a la fe y la fe como
justificación del poder. Cualquier cuestionamiento de la tradición era
entendida como un ataque contra el poder establecido. Sin embargo, esta
utilización del la inteligencia y la creatividad contrasta con la demanda de
libertad de pensamiento que recorre toda Europa en forma de obras
publicadas al margen de la tradición escolástica, las universidades o la
adulación cortesana.
Por tanto, se puede decir que el Discurso del Método representa el
conflicto intelectual que caracteriza al siglo XVII. Los cambios políticos,
sociales y económicos (absolutismo, creación de estados nacionales, auge
del comercio, capitalismo) son impulsados por la nueva ciencia que Galileo y
Descartes están generando. Pero, a su vez, la misma sociedad que se está
beneficiando de este cambio cultural basado en el libre pensamiento se
resiste a aceptar los cambios estableciendo una férrea censura eclesiástica
y académica.
El conflicto intelectual no es más que un campo de batalla más entre
la decadencia de la Edad Media y la emergencia de una nueva época: la
Edad Moderna. Las nuevas formas de concebir el mundo y organizar la
sociedad se encontraban, con la natural intransigencia de las viejas
formas medievales que se resisten a desaparecer. La tensión es continua
y en todos los ámbitos generando conflictos y tensiones en todos los
ámbitos de la vida.
El Barroco, es la época que inaugura la modernidad. El
Renacimiento, no es todavía una época totalmente moderna puesto que
aquí solamente empiezan a aparecer, a modo de prueba, las nuevas formas
de vida que luego triunfarían. Pero durante la época posterior los
experimentos se han acabado: realmente había una necesidad de vivir
de forma diferente y esto, necesariamente choca con las formas
tradicionales de entender la vida que se habían mantenido en Europa
durante siglos.
En política, a paulatina centralización del poder en el Estado
originará la aparición de las monarquías absolutas que se enfrentan al
poder de la nobleza eclesiástica y terrateniente que pretenden
mantener sus tradicionales privilegios territoriales y administrativos
(exención de impuestos, capacidad de decisión sobre asuntos públicos,
servidumbre…). Esto llevará a la búsqueda por parte de los monarcas de
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afianzar su poder mediante la ampliación de territorios nacionales y
coloniales que, a su vez, promoverá continuas guerras en toda Europa. La
guerra de los treinta años es demostrativa de este hecho, pues lo que
comenzó como una tradicional guerra de religión derivó paulatinamente
hacia una guerra entre naciones por el control de la política europea.
Económicamente, las nuevas formas de producción capitalista y el
aumento del comercio se encontrarán con la imposición por parte de las
naciones del proteccionismo económico que impide la libertad de
comercio. Esto generará la ruina económica de ciertas naciones (como
España) en detrimento de otras mucho más dinámicas y emprendedoras
(como Francia u Holanda).
Culturalmente, los estados absolutistas siguen manteniendo la vieja
idea medieval de utilizar el arte y el conocimiento como medio de
propaganda (entonces era la propaganda religiosa, ahora la propaganda
política) que se expresa en la exaltación del monarca. Esta utilización del la
inteligencia y la creatividad contrasta con la demanda de libertad de
pensamiento que se expresa en la aparición de las sociedades científicas o
del arte que se hace al margen de la adulación cortesana.
En definitiva, los nuevos tipos de seres humanos, el político, el
capitalista, el intelectual hacen frente a las formas tradicionales de vivir
y concebir la realidad representadas en el señor feudal, el gremio de
profesionales o el escolástico. Este enfrentamiento ha sido expresado en la
fórmula época Barroca.
Este choque, esta tensión, esta ruptura, en definitiva, es sentida por
el ser humano de la época en la forma de ruptura emocional, de
desgarro y tensión que caracteriza al barroco. Barocco es el nombre
de una de las más complicadas formas de argumentación que se utilizaban
en la escolástica. La complicación el retorcimiento, la sinuosidad, lo
laberíntico, definirán una época que va desde el siglo XVII hasta mediados
del XVIII que transforma las formas serenas del renacimiento exaltando la
movilidad y el sentimiento.
Esta “ruptura emocional” se refleja en la creatividad artística de la
época. En las grandes obras de la época, se adivinan las tragedias y
amenazas del momento: un mundo en el que se ha perdido el centro y todo
es movedizo, fugaz e inestable. Todo parece ser contingente y azaroso,
no hay en el mundo humano orden ni necesidad, de ahí que los ideólogos
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del absolutismo, como Thomas Hobbes en “Leviathan”, vean como solución
de orden en le Estado la de un gobernante poderoso que estuviera por
encima de cualquier otro poder humano.
Sometidos a los caprichos de la fortuna, los hombres convierten el
tiempo en una obsesión permanente: es el siglo de los relojes y el
movimiento en la música, la pintura y la arquitectura. De esta manera el
Barroco no podía ser sino pesimista: es frecuente oír hablar de “la locura
del mundo” o “el mundo al revés” expresado, entre otros, en las obras de
Gracián.
Por fin, todo es apariencia y la esencia de las cosas se oculta.
Cuando calderón habla de la vida como un sueño, del mundo como un “gran
teatro” o titula una de sus obras “En esta vida todo es verdad y es mentira”,
no hace sino utilizar los tópicos de la época. La búsqueda de Descartes
de la certeza en medio de las dudas y los engaños del mundo y el
sueño, no es, pues, una búsqueda retórica sino una consecuencia de los
temores de su tiempo.
El racionalismo.
El viejo orden se revelaba incapaz de resolver los problemas de la
época y los nuevos tiempos se anunciaban confusos y turbulentos. Sólo las
matemáticas se presentan como un refugio de claridad y exactitud
que permitía recuperar la confianza en la solución de problemas. Pero la
matemática no era sólo un mero pasatiempo intelectual como en la Edad
Media, sino una enorme cantera de posibilidades prácticas: el
crecimiento de las ciudades exigía la racionalidad de unos principios de
urbanización y el orden que da la geometría descriptiva, la mayor
complejidad de la vida comercial exige el perfeccionamiento de los libros de
cuentas que proporciona el álgebra, la medición de distancias necesarias
para la realización de largos viajes comerciales, el desarrollo de la
astronomía, el cálculo del movimiento de proyectiles… Todos los órdenes de
la vida se hayan relacionados con las matemáticas y esta aplicación de las
matemáticas genera una nueva forma de conocimiento que será el germen
de la nueva ciencia que caracterizará al mundo moderno.
Las matemáticas, las nuevas ciencias son la consecuencia de la razón
humana. Surge entonces una progresiva confianza en la razón que derivará
en el caso de Descartes (1596 – 1650) y otros autores como Spinoza (1632-
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1677). Leibniz (1646 – 1716) Malebranche (1638 – 1715) o Wolf (1679 –
1754) en una nueva filosofía conocida como racionalismo.
El racionalismo sostiene que el único principio y fundamento de
los conocimientos verdaderos es la razón porque sólo mediante el
razonamiento se puede llegar a ideas claras y exactas de la realidad. La otra
fuente del conocimiento, la experiencia sólo nos proporciona ideas confusas,
discutibles, engañosas. Efectivamente, para los racionalistas, la
experiencia es algo subjetivo, es decir, una experiencia personal y por
tanto sometida a los deseos intereses y pasiones personales mientras que
las demostraciones racionales (y especialmente las demostraciones
matemáticas) proporcionan un conocimiento objetivo, es decir,
universal (válido para todo el mundo) y necesario (no puede dejar de
admitirse su verdad si el razonamiento está bien realizado.
Este racionalismo tiene tres importantes implicaciones sobre
nuestra manera de entender la mente humana.
En primer lugar la existencia de ideas innatas. El razonamiento
procede mediante deducciones que se establecen a partir de principios
evidentes. Estos principios no pueden proceder de la experiencia puesto
que la experiencia es cualquier cosa menos evidente, es decir, indiscutible.
Sólo pueden proceder de nuestra mente misma. En definitiva, existen
principios, ideas que forman parte de nuestra mente y que
garantizan la universalidad de nuestras deducciones racionales.
En segundo lugar, se va a entender que la verdad sólo se pude
conseguir por la aplicación de un método adecuado de
pensamiento. Efectivamente, racionalizar consiste en pensar de manera
ordenada y el pensamiento ordenado sólo se consigue mediante el
seguimiento de procedimientos correctos, es decir, metódicos. La
búsqueda de un método, es decir, las reglas adecuadas para pensar
correctamente será uno de los elementos característicos de la filosofía
racionalista.
Se impone el dualismo. Apostar por la razón humana como vía eficaz
para el conocimiento supone rechazar todo lo que no sea racional y esto
incluye el conocimiento de la experiencia. Ahora bien, la experiencia el
conocimiento por los sentidos es nuestro contacto con el mundo físico. Esto
llevará a dividir la realidad (como ocurría de forma similar en Platón)
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entre cuerpo y mente, es decir, en el mundo sensorial, confuso y
discutible y el mundo mental, racional y ordenado.
2. EL TEXTO.
2.1. Segunda parte
1. Descartes comienza explicando y justificando con cierta amplitud su
proyecto intelectual que no es otro que “suprimir” todas sus
creencias a fin de construir enteramente el nuevo edificio de
las verdades, un edificio que no sea caótico o mal cimentado sino
fundamentado y ordenado.
a. Tal tarea se justifica en el hecho de que las creencias adquiridas
desde la infancia por distintos caminos y fuentes carecen de
coherencia y sistematicidad. Descartes pone el ejemplo de
los edificios y las ciudades que han sido construidos según una
sola mente siguiendo un único plan.
b. Descartes insiste en ser cauteloso: este ejercicio que pone en
cuestión las creencias no es recomendable para todo el
mundo. Quiere evitar así que se le acuse de ser un impío que
trata de expandir la falta de incredulidad entre los creyentes (no
hay que olvidar que en esta época la Santa Inquisición todavía
seguía muy activa en la búsqueda y condena de los pecadores
contra la fe).
2. A continuación Descartes se plantea la cuestión del método más
adecuado para llevar a cabo tal tarea.
a. Ha de ser un método simple que la lógica tradicional, más puro
intelectualmente (sin mezclar imágenes y sensaciones) que el
análisis que hace la geometría y más claro que los cálculos que
encontramos en el álgebra.
b. Seguidamente expone las cuatro reglas del método.
c. Explica cuales son las ventajas del método anteriormente
expuesto: es universalmente aplicable; nos permite poner orden
en nuestros pensamientos; y nos permite llegar a aumentar
nuestro conocimiento hasta la totalidad el conocimiento posible.
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d. Concluye la segunda parte del Discurso señalando la necesidad
de aplicar el método a la filosofía, de cuyos principios depende
todo el edificio de nuestros conocimientos.
2.2. Cuarta parte.
El contenido de esta parte consiste en la aplicación del método en
busca de un principio absolutamente cierto que concluirá con el
descubrimiento del “pienso luego existo”. En su exposición sigue el
siguiente orden:
1. Introducción de la duda metódica: decisión de rechazar “como
absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor
duda”.
2. Aplicación de la duda a los sentidos (pueden engañarme), la realidad
(distinción entre vigilia y sueño) y los razonamientos (la posible
existencia de un “genio maligno”).
3. Descubrimiento de la primera verdad el “pienso luego soy” como
a. Primer principio de la filosofía.
b. Ejemplo de todas las demás verdades.
c. Base para afirmar la existencia sustancial del alma como una
realidad distinta del cuerpo.
4. Conciencia de la propia imperfección, aparición de la idea de
lo perfecto. Esta idea de lo perfecto es la idea de algo que excede
mi pensamiento, que es infinito, idea que no sólo existe en mi mente
sino también fuera de ella. Esta idea solo puede ser Dios. Aporta dos
pruebas de su existencia: Dios es causa de una idea de lo infinito en
mi mente; y lo perfecto que existe en la realidad es más perfecto que
lo que solo existe en el pensamiento, por parte la idea de lo perfecto
existe además de en mi pensamiento también en la realidad.
5. Dios es la garantía de que no me equivoco en mis razonamientos y
que, por tanto, son verdaderos, es decir, son reales.
6. Garantizada la verdad de los razonamientos concluye señalando que
hemos de atender solamente la evidencia de la razón.
INFLUENCIA DEL PENSAMIENTO DE DESCARTES
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Cuando Descartes irrumpió en el ámbito de la filosofía, ésta sufría el
impacto producido por la transformación de una vieja visión científica
del mundo, visión que la antigua filosofía fundamentaba. Descartes fue el
valiente innovador que, partiendo de las nuevas conquistas científicas,
restableció la confianza en las capacidades humanas de conocimiento y
que, por otro lado, construyó un sistema filosófico con fundamentación
metafísica que ejerció una gran influencia histórica.
El restablecimiento de la confianza en las capacidades
intelectuales, especialmente en la razón, será una convicción de toda la
Modernidad y llegará hasta nuestros días. Ciertamente, los pensadores
empiristas remarcarán el peso de la experiencia en el proceso de
conocimiento; pero, a finales del siglo XVIII, Kant creará la gran síntesis que
establecerá tanto el peso de la razón como el peso de la experiencia. En
nuestros días, la racionalidad es una exigencia en muchos ámbitos, no sólo
en el campo de la filosofía, sino también en el de las ciencias naturales y
sociales: se exige, por ejemplo, racionalidad en los planteamientos
económicos y políticos. También ha llegado hasta hoy la necesidad de un
método para que nuestra razón avance en sus búsquedas o actividades. La
conveniencia de un método, de una programación previa, forma parte viva
del legado intelectual de Descartes.
El sistema filosófico cartesiano deduce racionalmente la realidad del
mundo e implica un dualismo entre pensamiento y materia extensa.
Este dualismo perdurará hasta Newton, pero su aplicación al hombre, el
dualismo entre alma y cuerpo, entre conciencia y cerebro, perdurará y, siglo
tras siglo, se buscarán posibles respuestas para explicar la interacción entre
ambos.
Hemos visto cómo ha perdurado el mecanicismo que Descartes
desprende de este dualismo: Leibniz veía el mundo como un reloj creado
por un relojero perfecto; un mecanicismo que, a lo largo de los siglos, ha
tenido implicaciones positivas, pero también otras negativas. El culto a la
máquina, propio de la Revolución Industrial, tiene como trasfondo este
mecanicismo.
El individualismo que se afirmó durante el Renacimiento tuvo su
continuidad en el yo pensante del sistema de Descartes. El yo pensante y
sus ideas, la subjetividad, son la base, del edificio cartesiano. Esta
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afirmación de la subjetividad o yo perdura a lo largo del mundo moderno; en
el Romanticismo, el yo es el genio creador e intérprete de la realidad. Hoy,
el yo, el individuo, ha de intentar conquistar su identidad en un mundo
donde predomina lo que es impersonal: vestidos hechos en serie, motos
muy tipificadas, una publicidad que quiere hacer que me guste lo que gusta
a todos...
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