Young I.M. Teoria Politica Una Vision General_538D62E5

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    PARTE VI: TEORA POLTICA

    20. Teora poltica: una visin general.

    IRIS MARION YOUNG

    En el ltimo cuarto de siglo, los politlogos han sido los principales custodios de una concepcin de la poltica entendida como actividad participativa y racional de la ciudadana. Esta idea contrasta con otra, ms habitual entre la opinin pblica, la prensa e incluso buena parte de las ciencias sociales: la poltica como competencia entre elites por los votos y la in-fluencia. En esta segunda visin, los ciudadanos son ante todo consumidores y espectadores. La obra de Hannah Arendt contina siendo un hito de la teora poltica del siglo XX precisa-mente porque ofrece una inspiradora imagen de la poltica como participacin activa en la vida pblica, algo que muchos politlogos siguen asumiendo y defendiendo.

    Segn esta imagen, la poltica es la expresin ms noble de la vida humana, por ser la ms libre y original. La poltica en cuanto vida pblica colectiva implica que la gente se dis-tancia de sus necesidades y sufrimientos particulares para crear un universo pblico en el que cada cual aparece ante los dems en su especificidad. Unidos en lo pblico, los individuos crean y recrean, mediante palabras y hechos contingentes, las leyes e instituciones que estruc-turan la vida colectiva, regulan sus conflictos y desacuerdos recurrentes, y tejen las narracio-nes de su historia. La vida social se ve sacudida por la cruel competencia por el poder, por los conflictos, las privaciones y la violencia que siempre amenazan con destruir el espacio polti-co. Pero la accin poltica revive de cuando en cuando, y gracias al recuerdo del ideal de la antigua polis, conservamos la visin de la libertad y la nobleza humanas como accin pblica participativa (Arendt, 1958).

    Arendt diferenciaba tal concepto de lo poltico del de lo social, y vea en este ltimo una estructura moderna de vida colectiva que, en su opinin, eclipsaba lo poltico cada vez ms. Las modernas fuerzas econmicas y los movimientos de masas se conjuraban para crear el reino de la necesidad, de la produccin y del consumo fuera del hogar. Las instituciones de

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    gobierno definen cada vez ms sus tareas en funcin de la gestin, la incorporacin y el servi-cio a este universo social en continua expansin mediante la educacin, la sanidad pblica, la polica, la administracin pblica y la seguridad social. Como consecuencia de ello, en el Es-tado moderno las vidas de las personas estn ms protegidas y los gobiernos son ms o menos eficientes en su administracin, pero, segn Arendt, la genuina vida pblica se hunde en una cinaga de necesidades sociales (Canovan, 1992, cap. 4).

    Aunque a menudo desean preservar la visin arendtiana de lo poltico, los tericos ac-tuales han abandonado en gran parte la separacin que ella estableca entre lo poltico y lo social, as como su nostlgico pesimismo sobre la emergencia de movimientos sociales masi-vos por parte de los oprimidos y los no emancipados. La opinin ms extendida hoy es que la justicia social constituye una condicin de la libertad y la igualdad, por lo que lo social ha de ser uno de los grandes focos de lo poltico (Pitkin, 198 1; Bernstein, 1986).

    En su teora poltica sobre el discurso del Estado del Bienestar, Nancy Fraser reformu-la el concepto arendtiano de lo social y sugiere que gran parte del actual activismo ciudadano en la vida pblica debera conceptualizarse como politizacin de lo social (Fraser, 1989). En este captulo tengo en cuenta esta propuesta para hacer un balance de la teora poltica de las dos ltimas dcadas desde esta perspectiva de la politizacin de lo social. Lo que a continua-cin presento es, claro est, una reconstruccin hecha desde mi propio punto de vista, que realza ciertos aspectos de la teorizacin poltica de los ltimos veinticinco anos y minusvalora otros.

    El tema de la politizacin de lo social me llevar, por ejemplo, a referencias muy es-cuetas a la voluminosa literatura reciente acerca del canon histrico de la teora poltica. Sin embargo, gran parte de esta produccin ha influido en, o ha sido influida por, la preocupacin contempornea hacia la justicia social y la democracia participativa. Y as, el republicanismo cvico de nuestros das es deudor de The Machiavellian Moment de J. A. Pocock; y las discu-siones sobre la democracia participativa, por poner otro ejemplo, han influido en la lectura que James Miller (1984) ha hecho de Rousseau.

    Por lo mismo, en este captulo habr pocas referencias a la teora poltica reciente que recurre a las tcnicas de la eleccin racional (en otros captulos se aborda esto), aunque buena parte de esta literatura ampla e ilumina las cuestiones sobre justicia social y bienestar que trato en el primer apartado. Tampoco comentar los interesantes trabajos sobre historia del derecho y de la poltica realizados por politlogos. He de indicar, por ltimo, que me atendr casi en exclusiva a la teora poltica en ingls, aunque mencionar algunos autores franceses y alemanes.

    El enfoque desde la politizacin de lo social organiza adecuadamente el gran corpus de la teora poltica reciente, pues permite contemplar esas teoras desde perspectivas nuevas y muy tiles. De un modo u otro, las tendencias tericas que analizo o se ocupan de las condi-ciones de la justicia social, o expresan y sistematizan la poltica de los movimientos sociales recientes, o teorizan sobre los flujos de poder en instituciones extra e intraestatales, o investi-gan las bases sociales de la unidad poltica. En mi exposicin divido la teora poltica reciente en seis subtemas, cada uno de los cuales corresponde a un modo diferente de politizar lo so-cial: teora de los derechos a la justicia social y el bienestar; teora democrtica; teora poltica feminista; posmodernidad; nuevos movimientos sociales y sociedad civil; y el debate libera-lismo-comunitarismo. Aun reconociendo que muchas obras de la reciente teora poltica cu-bren ms de uno de estos campos, procurar situarlas casi siempre en slo uno de ellos.

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    I. La justicia social y la teora de los derechos de bienestar En 1979, Brian Barry, al contemplar retrospectivamente las dos ltimas dcadas de

    teora poltica, encontr la primera casi yerma y abundantes cosechas en la segunda. Siguien-do su criterio, situar el punto de inflexin en A Theory of Justice (1971) de John Rawls. No es casual que la dcada de 1960 se interpusiera entre los campos estriles de la teora poltica y la aparicin de este libro roturador. A pesar de su retrica atemporal, debemos leerlo como un producto de la dcada que lo precedi. Ocupara hoy la desobediencia civil un captulo central en una teora bsica de la justicia?

    A Theory of Justice delimitaba el mapa del territorio terico desde los espesos mato-rrales de demandas y respuestas del movimiento de los derechos civiles y la atencin periods-tica a la pobreza: justicia social. En su libro, Rawls insiste en la prioridad de lo que considera principio mayor: el principio de igual libertad. En cambio, la mayor parte de la voluminosa literatura que se ha escrito durante los ltimos veinticinco aos en respuesta a este libro ha prestado ms atencin al que, en realidad, era el segundo de sus principios, el que prescribe la igualdad de oportunidades en el acceso a puestos y afirma que las desigualdades sociales y econmicas deberan beneficiar a los menos aventajados. Fuese o no sa la intencin de Rawls, lo cierto es que la mayora interpret que recomendaba un activo papel intervencionis-ta de los gobiernos, no slo para promover las libertades, sino tambin para conseguir una mayor igualdad social y econmica.

    Hasta ese momento, el compromiso con la igualdad social y la justicia econmica dis-tributiva se haban asociado casi siempre con la poltica socialista. En la medida en que tal compromiso se abra camino en las polticas pblicas de las sociedades liberal-democrticas, muchos interpretaron este hecho como un xito relativo de los movimientos socialista y sindi-cal que conseguan concesiones de los poderes econmicos dominantes (Piven y Cloward, 1982; Offe, 1984). A Theory of Justice presentaba ciertamente unas normas de igualdad social y econmica, pero enmarcadas en unos parmetros que procedan directamente de la tradicin liberal.

    La cuestin de si es lcito que un Estado liberal-democrtico se proponga resolver los problemas sociales y reducir las privaciones econmicas mediante las polticas pblicas, ha sido uno de los ejes del conflicto poltico tanto en las dos ltimas dcadas como en las ante-riores. Si Rawls suministr el entramado terico para el bando partidario de polticas pblicas dirigidas a mejorar la situacin de los menos favorecidos, Anarchy, State and Utopia (1974), de Robert Nozick, aport argumentos para el bando contrario. Nozick se opona a lo que lla-maba principios modelados de justicia, es decir, principios que requieren actores pblicos que procuran establecer determinados modelos de distribucin. En lugar de esto, abogaba por un principio sin moldear, que se limitase a fijar los procedimientos mediante los cuales se adquieren legtimamente las posesiones. En la teora de Nozick, cualquier modelo de distribu-cin nace de la libre transferencia de posesiones inicialmente legtimas. Nozick considera que la asuncin de principios modelados exige interferir en las interacciones econmicas consen-suadas, siempre que stas producen resultados que se desvan de los modelos deseados, y esta interferencia en el libre cambio los hace inadecuados.

    La de Nozick es una teora que da primaca a la libertad sobre cualquier intento de so-cavar la desigualdad distributiva; Rawls, en cambio, busca construir una teora que haga com-patibles los compromisos con la libertad y con la igualdad. En numerosos artculos y recopi-

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    laciones de ensayos de la dcada siguiente se debati la cuestin de si el compromiso con modelos ms igualitarios de justicia distributiva era compatible con la libertad (Arthur y Shaw, 1978; Kipnis y Meyers, 1985).

    Varios autores continuaron el proyecto rawlsiano para demostrar que la libertad no s-lo es compatible con una mayor igualdad social sino que la exige. Amy Gutmann (1980) aa-de la democracia participativa a los valores que el liberalismo igualitarista debe promover. Bruce Ackerman (1980) ofrece una concepcin liberal igualitarista de la justicia social que se basa en un mtodo de dilogo neutral ms que en un contrato social imaginado. Con tal mto-do reexamina algunas razones que cuestionan la teora utilitarista de la justicia, y refuta direc-tamente la pretensin de que el liberalismo es incompatible con la propiedad colectiva y la regulacin estatal de la distribucin. Los actuales argumentos normativos a favor de los dere-chos al bienestar, o de una concepcin de la justicia a la vez liberal y de welfare, pretenden tambin sistematizar un programa poltico socialdemcrata que sea congruente con los valores liberales y rechazan explcitamente las interpretaciones ms libertarias de esos valores (Well-man, 1982; Goodin, 1988; Sterba, 1988).

    En su idea de la justicia social como promotora de las capacidades de las personas, Amartya Sen procura demostrar la falsedad de la contraposicin entre igualdad y libertad. El respeto moral a todas las personas por igual implica, en la tica del desarrollo, la exigencia de promover sus capacidades. El sentido ms coherente de la libertad consiste en esa promocin y en el ejercicio de las capacidades. Y aunque la tica del desarrollo de Sen es igualitarista en el sentido de proponer una redistribucin de recursos a favor de quienes se ven privados de oportunidades para desarrollar y ejercer capacidades, ella se muestra tambin contraria a cual-quier nocin simplista de igualdad de derechos, libertades iguales o distribucin igualitaria de bienes, porque tales propuestas no tienen en cuenta la diversidad de necesidades y situaciones de los seres humanos (Sen, 1985, 1992).

    Kai Nielsen (1985) defiende la compatibilidad de libertad e igualdad de forma ms explcitamente socialista y marxista, y para ello dedica buena parte de su argumentacin a refutar a Nozick. Algunas interpretaciones de la justicia de inspiracin marxista, incluso, pre-tenden compaginar una teora de la antiexplotacin socioeconmica con una teora normativa de tipo rawlsiano (Peffer, 1990; Reiman, 1990). En cambio, otros insisten en que las diferen-tes posiciones de clase generan visiones tambin diferentes de la sociedad, as como concep-ciones de la justicia, no slo distintas, sino incompatibles (por ejemplo, Miller, 1976). Y as, Milton Fisk (1989) afirma que el igualitarismo liberal es una teora normativa contradictoria que responde a la formacin social, tambin contradictoria, del capitalismo del bienestar, y que ambos son el resultado de un difcil compromiso entre clases. En mi opinin, hay mucho de verdad en la idea de que tanto el Estado del Bienestar liberal-democrtico como la teora normativa que pretende reconciliar la tradicin liberal con el igualitarismo radical estn car-gados de tensiones. Quizs el prometido cuarto volumen del Treatise on Social Justice de Brian Barry nos aclare ms los requerimientos de un justo reparto econmico.

    Una larga tradicin de la teora poltica normativa sobre relaciones internacionales se ha venido centrando en las cuestiones de la guerra y la paz, as como en las responsabilidades de los conflictos entre Estados. El periodo que estamos considerando contina esta tradicin, tal vez por influencia directa de las divisiones sociales que emergen en torno a la Guerra de Vietnam. El libro Just and Unjust Wars (1977), de Michael Walzer, es notable por su referen-cia a la teora de la guerra justa y por sus anlisis, originales y creativos, de acontecimientos remotos y prximos, incluida la Guerra de Vietnam. Sin embargo, resulta ms interesante para la teora poltica contempornea plantear a las relaciones internacionales preguntas sobre la

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    justicia social, el bienestar y la distribucin. En su Political Theory and International Rela-tions (1979), Charles Beitz arguye que los principios de justicia establecidos por Rawls pue-den servir de base para evaluar y criticar la desigualdad distributiva entre las sociedades des-arrolladas del Norte y las subdesarrolladas del Sur. Aos despus, Thomas Pogge ha elabora-do una cuidadosa y persuasiva ampliacin a escala planetaria de la aproximacin rawlsiana a los problemas de la justicia (Pogge, 1989, parte III). Pese a ello, la teora poltica de la des-igualdad socioeconmica transnacional sigue estando subdesarrollada. La teorizacin social y poltica de la desigualdad social y econmica entre pases permanece subdesarrollada. No obstante, se han publicado algunos estudios importantes sobre inmigracin y justicia interna-cional (Barry y Goodin, 1992; Whalen, 1988); sobre medio ambiente y justicia internacional (Goodin, 1990); y sobre hambre y obligaciones con pueblos lejanos (Shue, 1980; ONeill, 1986).

    II. Teora democrtica La literatura sobre justicia social y bienestar politiza lo social al preguntar si los go-

    biernos tienen la obligacin de combatir la opresin social y la desigualdad. Podra aplicarse a gran parte de esta literatura la crtica de Arendt a esta excesiva atencin a lo social, que acaba reduciendo la vida pblica a una especie de gobierno del hogar a escala de toda la sociedad. Con algunas excepciones, esta literatura tiende a ver a los ciudadanos como meros portadores de derechos y receptores de la accin del Estado, ms que como participantes en la elabora-cin pblica de decisiones.

    En las dos ltimas dcadas ha florecido, impulsada por el movimiento social de los se-senta y setenta a favor de la democracia participativa, una teorizacin normativa centrada en el discurso y la participacin ciudadana. La obra de Carole Pateman, Participation and De-mocratic Theory (1970), tantas veces citada incluso hoy, estableci gran parte de la agenda de las tesis actuales sobre la democracia participativa. Muy crtica con la concepcin plebiscita-ria y pluralista intergrupal de la democracia, reformulaba un ideal de democracia basado en la discusin activa y la toma de decisiones por parte de los ciudadanos. Afirmaba que la igual-dad social es una condicin de la participacin democrtica, y que la participacin democrti-ca ayuda a desarrollar y preservar la igualdad social. Esto significa que los lugares de la parti-cipacin democrtica tienen que incluir aquellas instituciones sociales que, aparte de las esta-tales, acogen directamente las acciones de la gente, y en particular los lugares de trabajo.

    C. B. Macpherson articul un esquema tanto para la crtica de la pasividad y del utili-tarismo, propios de las concepciones dominantes de la democracia liberal, como para la for-mulacin de un concepto alternativo, y ms activo, de democracia. El hecho de que hoy las reflexiones sobre la naturaleza humana resulten una curiosidad da la medida de hasta qu pun-to ha cambiado el discurso intelectual en los ltimos veinte aos. Sin embargo, Macpherson analiza las teoras polticas en funcin de que conciban bsicamente a los seres humanos co-mo consumidores con poder adquisitivo o como personas que desarrollan y ejercen capacida-des. Y ste sigue siendo un modo til de orientar la teora poltica democrtica. La perspectiva del individualismo posesivo inevitablemente presentar el proceso poltico como una compe-tencia por recursos escasos, en la que el deseo de acumulacin de los competidores no tiene limites. Pero si definimos el bien humano como desarrollo y ejercicio de capacidades, la teo-ra democrtica cambia radicalmente de tenor. La justicia distributiva se convierte entonces en el nico medio para agrandar el bien de la libertad positiva, que pasa a ser un bien social en s mismo porque se realiza en cooperacin con otros. La libertad es la oportunidad de desarrollar

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    y ejercitar las propias capacidades, y la democracia de ciudadanos activamente comprometi-dos es condicin y expresin de tal libertad (Macpherson, 1973, 1978; vase Carens, 1993). El inters de Macpherson por las capacidades es similar al ya mencionado de Sen, y obedece a una motivacin parecida: el convencimiento de que es preciso profundizar el significado de la libertad tanto en la teora como en la prctica polticas.

    Varios tericos recientes adoptan como valor central esta idea ampliada de la libertad en cuanto ausencia de dominacin y en cuanto capacidad positiva de autorrealizacin y auto-determinacin. Cuando la libertad se entiende as, y no en el sentido ms estrecho -y casi siempre basado en la propiedad- de mera ausencia de restricciones, se comprende mejor su compatibilidad con la igualdad. De aqu esa preocupacin por crear las condiciones de una genuina ciudadana democrtica que caracteriza la teora contempornea sobre la democracia. No cabe esperar un ejercicio de las virtudes de la participacin democrtica por parte de quie-nes padecen severas privaciones y son por ello muy vulnerables a las amenazas y coerciones derivadas del proceso poltico. Con demasiada frecuencia la riqueza o la propiedad funcionan como bienes dominantes, en expresin de Michael Walzer (1982): las desigualdades en las relaciones econmicas generan desigualdad de oportunidades, de poder, de influencia y, en suma, de capacidad para tratar de conseguir los propios fines. Pero un compromiso tan serio con la democracia presupone medidas sociales que limiten el alcance de la desigualdad de clase y garanticen que todos los ciudadanos tengan cubiertas sus necesidades (Bay, 1981; Green, 1985; Cunningham, 1987; Cohen y Rogers, 1983). La mayora de quienes establecen esta relacin entre la igualdad sociopoltica y la democracia se centran en la problemtica de las clases. Sin embargo, algunos, influidos por los anlisis feministas, sealan la necesidad de tener en cuenta la divisin de gnero en el trabajo para fundamentar la igualdad y la participa-cin polticas (Green, 1985; Walzer, 1982; Mansbridge, 1991).

    Los enfoques participativos de la teora democrtica sostienen que la democracia es un conjunto hueco de instituciones si se limita a permitir que los ciudadanos voten a sus repre-sentantes en las instituciones polticas y a proteger a los ciudadanos de los abusos guberna-mentales. Una democracia plena significa, en principio, que las personas puedan actuar como ciudadanos en todas las grandes instituciones que requieren su energa y su obediencia. Como comentar en un apartado posterior, de esta idea deriva que la teora y la prctica polticas de nuestros das se interesen por las asociaciones cvicas externas al Estado y a la vida corporati-va, por considerarlas los lugares ms prometedores para la prctica de una democracia am-pliada. Con todo, y como indica Pateman, la teora actual ha mostrado tambin un renovado inters por la democracia en el lugar de trabajo. En opinin de algunos autores, la prctica de esta democracia puede permitir que los ciudadanos empiecen a hacer realidad esa igualdad social y econmica que es para ellos condicin necesaria de su participacin democrtica en la polis, al tiempo que realza el valor del autogobierno creativo en una de las dimensiones ms regulares e inmediatas de la vida moderna (Schweickart, 1980; Dahl, 1985; Gould, 1988). El hecho de que unos argumentos tan cuidadosamente articulados apenas hayan influido en la discusin de las relaciones laborales revela la relativa impotencia de la teora poltica para intervenir en la confeccin de la agenda poltica.

    Al comienzo del perodo que nos ocupa, la teora de la democracia poltica se identifi-caba en buena medida con la del pluralismo de los intereses de grupo. Con posterioridad, han aparecido crticas de peso a ese pluralismo, inspiradas en las experiencias e instituciones ac-tuales de democracia participativa, y a partir de ellas se han desarrollado conceptos alternati-vos de democracia, basados en la discusin activa. En Beyond Adversary Democracy, Jane Mansbridge (1980) considera demasiado pobre conceptualizar el proceso democrtico como simple competencia de intereses y aboga a cambio por un modelo de democracia unitaria

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    cuyos participantes procuran alcanzar un bien comn mediante la discusin. Prudentemente reconoce que tambin esta democracia tiene sus limitaciones, por lo que sugiere que tanto la democracia competitiva como la unitaria son necesarias en una estructura poltica slidamente democrtica.

    Benjamin Barber aprovecha el impulso de estas crticas y categoras, pero dice en su Strong Democracy (1984) que un ideal de democracia unitaria es demasiado conformista y colectivista. Propone en su lugar un modelo de democracia fuerte y participativa, en la que los ciudadanos asumen conjuntamente un compromiso pblico para obtener un bien comn, pero donde persiste la pluralidad social de intereses y cometidos. Personalmente no tengo muy claro que los modelos de Barber y Mansbridge sean tan diferentes.

    Sobre la base de estos importantes textos, los aos recientes son testigo de una explo-sin de teorizaciones de la democracia en cuanto forma de la razn prctica basada en la dis-cusin. Con ellas se han elaborado mucho mejor los ideales y las prcticas de la toma demo-crtica de decisiones mediante la discusin razonada (Cohen, 1989; Spragens, 1990; Sunstein, 1988; Michelman, 1986; Dryzek, 1990; Habermas, 1992; Fishkin, 1991; Bohman, 1996). Si bien es cierto que conforma una tendencia importante dentro de la actual teora poltica, con-sidero que esta idea de la democracia deliberativa, tal como se enuncia, plantea al menos dos problemas. En primer lugar, el conjunto de esos modelos asume en exceso la necesidad de unidad entre los ciudadanos, sea como punto de partida, sea como meta de la deliberacin (Young, 1996). En segundo lugar, las teoras de la democracia deliberativa pocas veces casan con los hechos de la moderna democracia de masas en los que, en cambio, se basaba la teora pluralista. En concreto, los tericos de la democracia participativa y deliberativa o ignoran la cuestin de la representacin o rechazan de plano que representacin y democracia sean com-patibles (Hirst, 1990). En cualquier caso, la representacin queda gravemente subteorizada. Recientemente algunos autores han teorizado la representacin en el contexto del modelo de democracia fuerte (Burnheim, 1985; Beitz, 1989; Bobbio, 1984; Grady, 1993), pero an que-da mucho por hacer. Los futuros trabajos que contemplen las estructuras representativas en una democracia fuerte a gran escala haran bien en tener muy en cuenta el reciente opus mag-num del mismsimo patriarca del pluralismo liberal, Robert Dahl (1989).

    III. Teora poltica feminista La teora poltica feminista aporta una de las novedades ms originales y de mayor al-

    cance del ltimo cuarto de siglo. Las tericas feministas politizan lo social cuestionando la dicotoma entre lo pblico y lo privado y, en consecuencia, consideran que son propiamente polticas las relaciones familiares, las sexuales y todas aquellas que se ven afectadas por la presencia de los dos gneros, sea en la calle, en la escuela o en los lugares de trabajo.

    Es imposible hacer justicia en tan poco espacio a la enorme variedad de las teoras po-lticas feministas. Una de las cuestiones recurrentes en casi todas ellas es la deconstruccin de la dicotoma pblico-privado, supuesto de partida del pensamiento poltico tradicional y con-temporneo. Si la esfera pblica de la poltica puede resultar tan racional, tan noble y tan uni-versal es gracias exclusivamente a que se han mantenido cuidadosamente fuera de ella las poco impolutas realidades del cuerpo, la satisfaccin de sus necesidades, la provisin necesa-ria para su produccin, los cuidados, la atencin al nacimiento y a la muerte. Los cabezas de familia basan su poder para hacer guerras, leyes y filosofas en que otros trabajan para ellos en la esfera de lo privado, y nada tiene de extrao que modelen la nobleza segn su propia expe-

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    riencia. Pero una teora poltica moderna y reflexiva debera reconocer que la gloria de lo p-blico est dialcticamente entrelazada con la explotacin y la represin de lo privado, y que muchos seres eran recluidos en este universo para cuidar de las necesidades de la gente. Como conclusin de sus anlisis, estas teoras afirman que la poltica del siglo XX reclama una re-consideracin drstica de tal distincin y de sus implicaciones para la poltica (Okin, 1979; Clark y Lange, 1979; Elshtain, 1981; Nicholson, 1986; Young, 1987; Landes, 1988; Shanley y Pateman, 1991).

    Gran parte de la teora poltica feminista analiza la masculinidad de una razn univer-sal que aborrece la encarnacin y honra el deseo de matar y de arriesgar la vida (Hartsock, 1983; Brown, 1988). Desde los antiguos, la valenta encabeza la lista de las virtudes cvicas, y por esto se ha venido promoviendo al soldado como paradigma de ciudadano. Se ensalza a Maquiavelo como padre de la Realpolitik y del republicanismo modernos porque nos pinta el hombre poltico con los trazos del riesgo, el peligro, la victoria y la competicin en el deporte y en la batalla. El brillante estudio que hizo Ana Pitkin (1984) de Maquiavelo se basa en el psicoanlisis feminista y en las criticas a la dicotoma pblico-privado, para poner de relieve que los fundamentos de este ciudadano masculinizado estn en una oposicin psquica entre el Yo y el Otro.

    Muchas crticas feministas parten de la idea del contrato social para desvelar diferentes presunciones sobre la naturaleza, la accin y la evaluacin del ser humano que derivan de experiencias masculinas y desarrollan una visin unilateral de las posibilidades de la vida y el cambio polticos. Algunas se han centrado en los supuestos del individualismo, la autonoma y la independencia atomizadas que estructuran la imagen del ciudadano racional en el pensa-miento poltico moderno. Carole Pateman (1988) dice que la idea de individuo implcita en la teora de1 contrato social es la realidad masculina, porque ese concepto de individuo exige independencia de los cuidados corporales que slo es posible si otros se encargan de ellos. Otras crticas feministas aducen que el concepto de individuo autnomo y racional, propio de la teora del contrato social, comporta una imagen de persona autogenerada y autosuficiente, sin nacimiento ni dependencias. Todo el edificio que construye las relaciones sociales como consecuencia de negociaciones voluntarias se hundira sin ms que sustituir esta hiptesis de autogeneracin por la dependencia originaria que todos los seres humanos tienen respecto de otros. Algunos autores han explorado puntos de vista alternativos sobre la sociedad y la pol-tica que parten de premisas de conectividad e interdependencia, y no de autonoma e indepen-dencia (Held, 1987).

    Las feministas han sometido muchos conceptos clave del discurso poltico a. anlisis muy incisivos: el poder (Hartsock, 1983), la autoridad (Jones, 1993), la obligacin poltica (Hirschman, 1992), la ciudadana (Dietz, 1985; Stiehm, 1984; Bock y James, 1992), la priva-cidad (Allen, 1988), la democracia (Phillips, 1991) y la justicia (Okin, 1989).

    Las cuestiones que aborda esta literatura conceptual y las conclusiones a que llega son muy diversas, pero los argumentos tienden a agruparse en tomo a dos proyectos. En primer lugar, las feministas arguyen que las teoras de la justicia, el poder, la obligacin, etc., reflejan la experiencia del gnero masculino, por lo que hay que revisarlas para que incluyan tambin la experiencia del gnero femenino. A menudo las crticas aducen que la pretensin de univer-salidad para sus conceptos y teoras por parte de los tericos de la poltica no se sostiene, puesto que tales teoras no han tenido en cuenta los hechos derivados de las diferencias de gnero, por lo que es preciso reformularlas corrigiendo esa omisin. Por ejemplo, Susan Okin alega que los argumentos de Walzer sobre la justicia se desmoronan en cuanto se tienen en cuenta los hechos de la dominacin masculina dentro de las comunidades.

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    En segundo lugar, estos anlisis conceptuales suelen aducir que la teora poltica tien-de a vaciar estos conceptos polticos centrales de toda conexin con los seres reales de carne y hueso. Y as, Nancy Hartsock afirma que las teoras dominantes sobre el poder reprimen la relacin con la experiencia infantil de vulnerabilidad y presuponen una dicotoma yo-otro que reduce el poder a competencia y control. Pensar el poder en trminos de personas dirigira la atencin del terico hacia el poder para y no simplemente hacia el poder sobre (vase War-tenberg, 1990). Joan Tronto reflexiona sobre el poder en el contexto de la prestacin de cui-dados personales y sus implicaciones para la poltica y los programas de gobierno (Tronto, 1993). Buena parte de las discusiones feministas acerca del concepto de igualdad, por poner otro ejemplo, han cuestionado que el respeto igual a las mujeres deba implicar igual trato para los hombres, dado que las mujeres experimentan embarazos y partos y son ms vulnerables a causa de la saciedad sexista (Scott, 1988; Bacchi, 1991).

    Los argumentos feministas acerca del individualismo, la dicotoma pblico-privado, la teora del contrato y el sesgo implcito en las ideas occidentales de razn y universalidad, han influido en algunas obras de tericos masculinos (por ejemplo, Green, 1985; Smith, 1989). Pero la mayor parte de la teora poltica sigue partiendo de las mismas premisas de siempre sin que, en apariencia, se considere obligada ni a revisar sus enfoques a la luz de las criticas feministas ni a presentar argumentos contra ellas.

    IV. Posmodernidad Considero que la posmodernidad est relacionada con la cuestin de la politizacin de

    lo social en al menos dos aspectos. En primer lugar, como algunas autoras feministas que he mencionado, muchos politlogos posmodernos se ocupan del movimiento y fluir del poder a travs de toda la sociedad y de cmo las instituciones y los conflictos polticos condicionan el poder social y son condicionados por 61. En segundo lugar, muchos pensadores posmodernos insisten en que debemos ver en los actores polticos productos no-necesariamente-coherentes de los procesos sociales, en lugar de concebirlos como los orgenes no analizados del conflic-to y la cooperacin.

    La obra de Michel Foucault es una monumental contribucin a la teora poltica que, al mismo tiempo, desafa muchos presupuestos tradicionales. Foucault considera que la teora y el discurso polticos siguen asumiendo un paradigma del poder que deriva de la experiencia premodema, cuando desde el siglo XVIII se ha producido una nueva estructuracin del poder. El viejo paradigma concibe el poder como soberana: la fuerza represiva del gobernante esta-blece lo que est permitido y lo que est prohibido. En cambio, el nuevo rgimen del poder acta menos mediante el mando y ms mediante normas disciplinarias. En este rgimen mo-derno, el rey y sus agentes no controlan desde el centro a sus indciles sbditos mediante el temor. En lugar de ello, instituciones de gobierno filtran sobre el terreno, en los ms remotos capilares de la sociedad, lo cual disciplina los cuerpos para que se respeten las normas de la razn, el orden y el buen gusto. El poder prolifera y se hace operativo en las instituciones dis-ciplinarias que organizan y administran al pueblo en una compleja divisin del trabajo: hospi-tales y clnicas, escuelas, prisiones, organizaciones asistenciales, departamentos de polica (Foucault, 1979, 1980; Burchell et al., 1991).

    La teora poltica todava tiene que absorber y evaluar plenamente esa imagen del po-der como proceso de produccin de mltiples instituciones disciplinarias. William Connolly (1987) interpreta las tesis de Foucault como desafo a esa confianza acrtica de la teora polti-

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    ca en las ideas de la Ilustracin. Segn l, las normas son siempre ambivalentes, de doble filo, por lo que deberamos resistir el impulso burocrtico a disciplinar la ambigedad. Algunos cientficos polticos han examinado el concepto de poder a la luz de la obra de Foucault (Smart, 1983; Wartenberg, 1990; Spivak, 1992; Honneth, 1991). Un mayor compromiso con las ideas de Foucault exigir repensar los conceptos de Estado, derecho, autoridad, obligacin, libertad, y tambin derechos.

    El vigor crtico del anlisis de Foucault es evidente. Pero esta teorizacin reclama tambin ideales normativos de libertad y justicia con los que evaluar prcticas e instituciones. Varios tericos argumentan que la teorizacin de Foucault es implcitamente contradictoria porque l se niega a articular tales ideales positivos (Taylor, 1984; Fraser, 1989, cap. 1; Habermas, 1990, caps. 9 y 10).

    Otros autores franceses asociados a la posmodernidad han hecho aportaciones impor-tantes: Lacan, Derrida, Lyotard, Baudrillard y Kriseva. Me limitar a comentar algunas otras cuestiones de teora poltica abordadas por estos autores.

    Los pensadores posmodemos han cuestionado el supuesto segn el cual los sujetos in-dividuales uniformizados son las unidades de la sociedad y la accin poltica. La subjetividad es un producto del lenguaje y la interaccin, no su origen, y los sujetos son internamente tan plurales y contradictorios como el mbito social en el que viven. Esta tesis ontolgica suscita serios interrogantes a la teora poltica acerca del significado de la accin moral y poltica. Fred Dallmayr (1981), interpretando a Merleau-Ponty y a algunos otros autores que he men-cionado, ofrece una visin del proceso poltico en la que se disipa el deseo de control.

    Otros parten de la crtica derridiana a la metafsica de la presencia (Derrida, 1974) pa-ra afirmar que el deseo de certidumbre y de claros principios reguladores en poltica da lugar a la represin y la opresin de la alteridad, tanto en otras personas como en uno mismo (Whi-te, 1991). En Identity/Difference, William Connolly (1991) da un giro a esta tesis cuando pre-tende que tal poltica unificadora produce un resentimiento que lleva enseguida a culpar a la ambigedad, en lugar de abrirse suficientemente a ella. Bonni Honig (1993) aplica este tipo de argumentos a textos de tericos como Kant, Rawls y Sandel, cuyo deseo de encontrar un centro terico unificador para la teora poltica elimina forzadamente, segn ella, a todos aquellos sujetos que se desvan de su modelo de comunidad y de ciudadano racional.

    A mi juicio, la consecuencia ms importante de la crtica posmoderna es la reinterpre-tacin del pluralismo democrtico. La poltica democrtica es un campo de grupos e identida-des cambiantes que se relacionan entre s mediante afinidades y enfrentamientos (Yeatman, 1994). El libro de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy (1985), ha sido muy influyente en esa lnea. Segn ellos, el concepto marxista de acci6n revoluciona-ria de la clase obrera es una ficcin metafsica inapropiada para los tiempos actuales, en los que proliferan movimientos sociales radicales que se definen por intereses e identidades ml-tiples. Siguiendo lneas similares al anlisis que hace Lyotard (1984) del mito del Pueblo co-mo sujeto de la narracin histrica, Claude Lefort considera que la poltica moderna, espe-cialmente en las sociedades relativamente libres y modernas, no puede basar su legitimidad en una voluntad popular unificada. Al contrario, la democracia moderna es precisamente el proceso de negacin de demandas sin fundamento de cualquier sujeto nico (Lefort, 1986). La poltica democrtica radical ha de entenderse como la coalescencia de movimientos sociales plurales en la sociedad civil para profundizar las prcticas democrticas tanto en el Estado como en la sociedad (vase Mouffe, 1993). Yo apoyo totalmente una teora poltica que valo-ra adecuadamente la heterogeneidad social y desconfa de los esfuerzos homogeneizadores (vase Young, 1990). Sin embargo, gran parte de estos escritos parecen considerar sospecho-

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    sos en s mismos los patrones normativos de la justicia y la libertad, cuando no omiten por completo cualquier referencia a la libertad y la justicia. La misin de una teora poltica sensi-ble a las implicaciones represivas de la lgica de la identificacin y la normalizacin exclu-yente es desarrollar mtodos de apelacin a la justicia menos susceptibles de provocar esas crticas.

    V. Nuevos movimientos sociales y sociedad civil En los ltimos veinte aos han proliferado movimientos cuyo estilo y cuyas demandas

    trascienden las peticiones de derechos o de bienestar: ecologismo, pacifismo, movimientos de resistencia nacional y reivindicacin cultural, feminismo, liberacin homosexual. Significati-vamente, la finalidad de muchos de estos movimientos es politizar lo social, convertir muchos hbitos de la interaccin social cotidiana y la cultura en objetos de reflexin y discusin. Al-gunas teoras polticas recientes conceptualizan los estilos y las implicaciones polticas de estos nuevos movimientos sociales (Melucci, 1989; Boggs, 1986; Mooers y Sears, 1992).

    Se los llama nuevos por dos razones al menos. Por un lado, las cuestiones que plan-tean no son, en general, incluibles en la nmina de derechos bsicos de los ciudadanos, ni en una ampliacin de los derechos econmicos. Son cuestiones ms especficamente sociales: respeto a la diferencia cultural y autodeterminacin en este mbito, responsabilidad y plura-lismo en el estilo de vida cotidiana, reflexin sobre el poder en la interaccin social, participa-cin en las decisiones dentro de instituciones sociales y econmicas, aunque tambin en las polticas. Por otro lado, la forma de organizacin de estos movimientos no es una rplica del modelo del movimiento de masas propio de los partidos polticos o los sindicatos, en el que una burocracia unificada busca el poder mediante la movilizacin de recursos. En lugar de esto, los nuevos movimientos sociales tienden a configurarse como redes de grupos ms loca-les, cada uno con su estilo y principios propios, que sin embargo actan concertadamente, en masse, en algunas acciones de protesta.

    Ciertas teoras polticas contienen anlisis sistemticos de los principios polticos nor-mativos que inspiran algunos de estos movimientos. El ecologismo, por ejemplo, ofrece mate-ria para la reflexin sobre cuestiones normativas bsicas acerca del valor, la racionalidad so-cial y la participacin democrtica (Sagoff, 1988; Goodin, 1992; Dryzek, 1987).

    A pesar de la importancia de los movimientos sociales antirracistas, que cargan el acento en la autodeterminacin, la integracin plena, el pluralismo cultural y la reparacin de injusticias pasadas, sorprendentemente los cientficos polticos han prestado muy poca aten-cin a la cuestin de la raza y el racismo. Entre los autores norteamericanos abundan los deba-tes sobre la discriminacin positiva (Goldman, 1979; Bowie, 1988; Ezorsky, 199 1). Pero este enfoque, aunque importante, es muy limitado. La explicacin de Judith Shklar (1991) sobre el significado de la ciudadana norteamericana a la sombra del legado de la esclavitud da un ma-yor peso a los temores y la ideologa racistas a la hora de entender el discurso poltico. Ber-nard Boxill (1984) ofrece una completa fundamentacin filosfica a muchas de las demandas de justicia social de los afroamericanos, incluidas la discriminacin positiva, la autoestima y las reparaciones. Bill Lawson y Howard McGary (1992) formulan una teora poltica de la libertad reflexionando sobre historias de esclavos. En lnea con las reacciones de las feminis-tas negras y de las feministas de color contra el discurso feminista dominante, Elizabeth Spelman (1988) critica el uso de una categora indiferenciada de gnero en la teora social y poltica. De forma parecida, Nancy Caraway (1 99 1) sintetiza las principales ideas de las fe-

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    ministas de color cuando dialogan con el etnocentrismo de buena parte de la teora poltica y social feminista.

    El libro de Andrew Sharp, Justice and the Maori (1990), tan cuidadosamente argu-mentado, establece un modelo terico para los movimientos indgenas en el seno de una so-ciedad industrial avanzada. Algunos cientficos polticos de Australia y Canad han empezado a afrontar el reto de la teorizacin normativa en relacin con la problemtica indgena (Ca-rens, 1993; Kymlicka, 1993; Wilson y Yeatman, 1995). Aunque los juristas norteamericanos han escrito obras importantes sobre asuntos indgenas (por ejemplo, Williams, 1990), percibo pocos signos de atencin a las cuestiones normativas que afectan a los pueblos indgenas por parte de los politlogos y filsofos de los Estados Unidos.

    Recientes teorizaciones acerca del papel del Estado y la burocracia en las sociedades industriales avanzadas ayudan a contextualizar la interpretacin de los nuevos movimientos sociales. Segn Foucault, la normalizacin producida por los servicios sociales y humanos burocratizados son resultado de la aplicacin de un poder social disciplinario que genera sus propias resistencias. En una lnea algo diferente, Claus Offe (1984) presenta el moderno Esta-do del Bienestar en clave de procesos despolitizados de control social y gasto pblico. El Es-tado se ha convertido en un ruedo en el que los funcionarios realizan sus actividades reales a puerta cerrada y los expertos administran las polticas sectoriales con una pericia tcnica en la que apenas tienen cabida fines normativos. Los movimientos sociales politizan partes de esta actividad desde fuera de las instituciones estatales.

    Con su concepto de la colonizacin del mundo vital, Jrgen Habermas (1987) apor-ta un contexto terico para conceptualizar el significado de los nuevos movimientos sociales. El Estado y las instituciones han desarrollado su propia racionalidad tcnica, la cual finalmen-te se ha desacoplado del contexto vital cotidiano de la interaccin cultural significativa. A continuacin estos imperativos estatales e institucionales reaccionan sobre el mbito de la vida cotidiana constrindolo o distorsionndolo. Cabe interpretar muchos nuevos movimien-tos sociales como una reaccin ante esta colonizacin, como un intento de abrir espacios nue-vos a las opciones colectivas sobre fines estticos y normativos, y de limitar la influencia de los imperativos sistmicos del poder y la ganancia.

    Si es cierto que la actividad estatal est muy tecnificada, las instituciones estatales no pueden funcionar como el lugar de la poltica deliberativa en las sociedades capitalistas avan-zadas. Por ello, la poltica -en el sentido de gente que se rene para discutir sus problemas colectivos, plantea demandas cruciales sobre la accin y acta en comn para cambiar sus circunstancias- se produce ms en las esferas de la crtica pblica, fuera del Estado y orienta-da a sus acciones. Por ello, los cientficos polticos interesados en la poltica participativa y el discurso normativo crtico en la sociedad de fines del siglo XX (Calhoun, 199 1) vienen pres-tando una atencin renovada a la principal obra de Habermas de los aos sesenta, The Struc-tural Transformation of the Public Sphere (1962).

    En sintona con estas tesis emerge un concepto de sociedad civil como el locus de la poltica libre y deliberativa. En los aos ochenta, los movimientos de oposicin de Europa del Este utilizaron el concepto de sociedad civil, y este uso ha influido en algunas innovaciones tericas que venimos citando. Su incidencia es tambin perceptible en los movimientos de oposicin de Sudfrica y Amrica Latina.

    Entre los principales formuladores de la teora de la sociedad civil estn John Keane (1984; 1988), Jean Cohen (1983) y Andrew Arato (Arato y Cohen, 1992). Por sociedad civil se entiende una actividad asociativa voluntaria que da lugar a un conjunto de asociaciones cvicas, organizaciones sin nimo de lucro, etc., en conexin muy laxa con el Estado y las

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    corporaciones econmicas. Las actividades de la sociedad civil requieren un Estado liberal fuerte que proteja las libertades de expresin, asociacin y reunin. Pero este tipo de activida-des implican una participacin ms directa que la relacin entre el ciudadano y el aparato de-cisorio del Estado.

    Por ello, tanto Cohen como Arato y Keane consideran la sociedad civil el espacio de profundizacin y radicalizacin de la democracia. Las esferas pblicas de sociedad civil pue-den y deben ampliarse reduciendo las funciones burocratizadas del Estado y estructurando nuevas reas de vida social en forma de organizaciones de participacin voluntaria. Estas or-ganizaciones cvicas pueden servir tambin de plataformas de lanzamiento de crticas a las polticas y la accin del Estado.

    La teora de la sociedad civil incorpora una dimensin importante a nuestra visin de la poltica como accin y participacin pblicas. Pero tambin parece tapar algunas preocupa-ciones que se ponen claramente de manifiesto cuando el foco se sita en las polticas estatales; por ejemplo, la preocupacin por la desigualdad econmica. Por otra parte, el concepto de sociedad civil es ambiguo respecto de la relacin entre esa sociedad y la economa. No todas las teorizaciones sobre sociedad civil y teora poltica distinguen entre economa y sociedad civil, como hacen Cohen y Arato. Algunos autores identifican la libertad de la sociedad civil con la libertad de mercado (vase, por ejemplo, Kukathas y Lovell, 1991). En estos casos, la teora de la sociedad civil se nos presenta como una forma nueva de liberalismo antiestatal. Y como todas las teoras de la sociedad civil concuerdan en que las modernas burocracias del Estado del Bienestar tienden a ser dominadoras y antidemocrticas, se plantea el problema de cmo compatibilizar esta visin de la poltica y la democracia con el compromiso con la pro-mocin activa de la justicia social.

    VI. Liberalismo y comunitarismo Michael Sandel, con su Liberalism and the Limits of Justice (1982), hizo nacer esa co-

    rriente de la teora poltica contempornea, conocida como comunitarismo e interpretable igualmente en trminos de una politizacin de lo social. Los comunitaristas pretenden anclar los valores polticos (justicia, derechos, libertad) en contextos socioculturales particulares. Y con ello conceptualizan lo social como previo a, y constitutivo de, lo poltico.

    Sandel argumentaba que la teora de la justicia de Rawls presupona errneamente un yo moral previo a las relaciones sociales basadas en los principios de la justicia, un yo no hipotecado por la cultura y los compromisos especficos en que l o ella est inserto. Los principios de justicia generados a partir de una nocin tan abstracta del yo slo pueden servir para regular relaciones pblicas entre extraos de un modo muy formalista. Para formular una robusta teora poltica de la unin social, sugera Sandel, la justicia debe complementarse con el reconocimiento de los peculiares vnculos y compromisos culturales que constituyen las identidades personales.

    En After Virtue, Alistair MacIntyre (1981) lanzaba un desafo, de contenidos ms his-tricos, al liberalismo. Los cambios econmicos e ideolgicos de la sociedad moderna crean un dilema relativista, propio de la modernidad. Las cuestiones morales y religiosas -sobre lo bueno, lo justo, lo virtuoso- han pasado a ser asuntos o de la conciencia privada o de la con-frontacin de opiniones polticas. El liberalismo es un sistema de arbitraje formal entre tales opiniones competidoras e inconmensurables, pero sin que haya medio de decidir cules son correctas y cules no. En esta visin moderna del mundo, los agentes morales se liberan sobre

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    el paisaje como tomos inconexos, utilizables a voluntad y a menudo cnicos. Esta tarda en-fermedad moderna puede tener un mejor tratamiento buscando comunidades vivas de virtudes y valores compartidos que sean los anlogos contemporneos -de las comunidades gremiales del Medievo o de otras comunidades tradicionales y autnomas, unidas por el compromiso comn con determinados valores.

    En respuesta a stas y otras crticas comunitaristas a la pretensin liberal de trascender y obviar los contextos culturales particulares, algunos autores responden que el comunitaris-mo implica un relativismo inaceptable. Si la cultura conforma las normas, y no hay medio de distanciarse reflexivamente para evaluar esas normas y articular los principios de la razn liberal, entonces no podemos evaluar ni moral ni polticamente los diferentes contextos socia-les. Los comunitaristas contestan a esto que los liberales persiguen un universalismo abstracto y peligroso.

    A mediados de los ochenta e1 debate liberalismo-comunitarismo inundaba las pginas de las revistas y libros especializados. Pero este debate, adems de demasiado abstracto, se basaba en una dicotoma falsa. Aunque el objetivo declarado de los comunitaristas era situar las normas morales y polticas en contextos sociales particulares de agentes de carne y hueso, rara vez analizaban comunidades singulares (vase Wallach, 1987). Por otra parte, era difcil encontrar un comunitarista que rechazase los valores liberales del respeto a todos por igual, la libertad de accin, expresin y asociacin, o la tolerancia (vase Gutmann, 1985). Y en el otro bando, pocos liberales confesos estaban dispuestos a negar el poder de culturas concretas so-bre las vidas de los individuos, aunque discrepasen de los comunitaristas en la significacin normativa de esos hechos.

    E1 debate liberalismo-comunitarismo pona de manifiesto hasta qu punto la teora li-beral contempornea haca abstraccin del compromiso y la pertenencia al grupo social para considerar los individuos slo en cuanto individuos. Y con ello planteaba claramente la cues-tin de si la teora liberal tena que asumir, y en qu grado, el reconocimiento de los contextos sociales concretos y las diferencias culturales colectivas. Liberalism, Community and Culture (1989), de Will Kymlicka, signific un autntico punto de inflexin en este debate. Al contra-rio que la mayora de las aportaciones a esta discusin, Kymlicka no desarrolla abstracciones acerca de la comunidad y la cultura, sino que analiza las situaciones culturales y polticas concretas de los pueblos indgenas en relacin con el Estado de Canad. Firme partidario de los valores del moderno liberalismo poltico, Kymlicka afirma que stos no slo son compati-bles con la constitucin de derechos culturales, que a veces implican derechos especiales para las minoras culturales oprimidas o en peligro, sino que la exigen. Segn su argumento, esos derechos culturales se deducen del liberalismo por cuanto ste establece los derechos indivi-duales, y entre ellos ha de incluirse el derecho de cada individuo a ser miembro de su propia cultura y, por tanto, a preservar esa cultura a la que pertenece.

    Charles Taylor (1992), otro canadiense que ha abordado los derechos culturales en es-ta lnea ms contextualizada, se muestra menos seguro de que el principio del reconocimiento cultural sea compatible, al menos con ciertas versiones del liberalismo. Si por liberalismo entendemos la exigencia de declarar unos derechos universales, de modo que leyes y reglas se apliquen por igual y del mismo modo a todos, el reconocimiento poltico y la preservacin de culturas concretas encaja mal con el liberalismo. El reconocimiento y la preservacin de las minoras culturales puede requerir un trato diferenciado y unos derechos especficos para los que existen buenos argumentos morales, pero unos argumentos que se sitan fuera de la tradi-cin individualista liberal (vase Young, 1989, especialmente cap. 6).

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    Recientemente, una serie de obras han intentado una reconciliacin entre las posturas del liberalismo y el comunitarismo tal como se planteaban en los primeros ochenta. En gene-ral se ha considerado que el liberalismo era neutral respecto de los valores por los que acepta-ba por igual los diferentes modos de vida, siempre que hubiese un respeto mutuo. En cambio, el comunitarismo, especialmente en la versin de MacIntyre, asume el bien -en cuanto finali-dades de la accin- y la virtud -en cuanto disposicin a alcanzar esos fines buenos- como el compromiso moral al que el liberalismo ha renunciado a favor del relativismo. Algunos auto-res han rechazado que el liberalismo sea neutral ante fines y virtudes, y afirman, por el contra-rio, que el liberalismo tambin implica en s mismo determinados valores culturales, fines normativos y virtudes de la conducta (Macedo, 1990; Galston, 1991).

    Creo adecuado terminar este repaso a dos dcadas de teora poltica volviendo al mis-mo autor con el que empec: John Rawls. Los argumentos de Political Liberalism (1993) son en gran medida un intento de dar respuesta al debate liberalismo-comunitarismo y al contexto social del multiculturalismo en la sociedad liberal. Rawls se mueve en sentido contrario al de Kymlicka y otros autores que buscan conciliar los valores del liberalismo poltico con el reco-nocimiento pblico de normas culturales y modos de vida especficos. En lugar de esto, Rawls considera que la libertad y el respeto a las peculiaridades, que llama comprehensive doctrines, exige que todos se pongan de acuerdo sobre un conjunto de principios que guen la interac-cin entre las diferentes comunidades pero las trascienda a todas. El multiculturalismo es po-sible en una sociedad liberal slo si redibujamos una frontera muy clara entre lo que es pro-piamente pblico -y por tanto objeto de las normas constitucionales y legales que gobiernan a toda la sociedad- y lo que es privado, en el sentido de asuntos de la conciencia y el compromi-so individuales y comunitarios.

    Aunque ese consenso general, que Rawls cree puede nacer de la buena voluntad de las diferentes culturas y comunidades de conciencia para establecer trminos equitativos de co-operacin, sigue prestando atencin tanto a la libertad como a la desigualdad social y econ-mica, pienso que Political Liberalism constituye un retroceso respecto de lo social. Rawls cree que el restablecimiento de un discurso poltico y legal que slo admita en su seno cues-tiones ya enmarcadas en trminos de normas generalizables es el mejor modo de abordar los conflictos y ambivalencias producidos por la convivencia de comunidades concretas en asun-tos como la sexualidad, la familia, los contenidos de los medios audiovisuales, las vestimentas religiosas en pblico y tantos otros. Al parecer, el problema del conflicto poltico en este tra-mo final del siglo XX radica en que las demandas de valores particularistas, por parte de los grupos sociales, han adquirido una presencia excesiva en el discurso pblico, por lo que haramos bien en distinguir entre aquellas reivindicaciones que pueden ser adecuadamente atendidas mediante la razn pblica y aquellas otras que son simples diferencias sociales o privadas.

    Aunque Rawls sigue diciendo que el principio de la diferencia es importante, en esta ltima obra carga el acento sobre los mecanismos procedimentales que permiten llegar a un consenso sobre los derechos y libertades civiles, y mantenerlo. Las propuestas de redistribu-cin de la riqueza y la renta para maximizar las expectativas de los ms desfavorecidos son hoy mucho ms polmicas que hace veinte anos, a pesar de que ha aumentado considerable-mente el nmero de pobres. Y, adems, existe una significativa correlacin entre pobreza y situacin social en trminos de raza, gnero, etnicidad y cultura. De ah que las reivindicacio-nes polticas acerca de los valores familiares o del reconocimiento de las minoras culturales tengan mucho que ver con las demandas de justicia social. La poltica de la identidad, me-diante la cual los grupos demandan el reconocimiento pblico de la especificidad de sus valo-res culturales, ni siquiera se debilita all donde est menos ligada a desventajas econmicas.

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    Por todas estas razones, la actual tentacin de la teora poltica de retirarse de lo social amena-za con hacer de la poltica algo todava ms irrelevante de lo que ya suele serlo. Por fortuna, hay signos de que muchos cientficos polticos continuarn bregando con estos problemas polticos, tan difciles, de finales del siglo XX.

    Agradecimientos Estoy muy agradecida a Joseph Carens, Robert Goodin, Molly Shanley, Rogers Smith

    y Andrew Valls por sus tiles comentarios a las primeras versiones de este captulo.

    Bibliografa /