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Yo voté con un zombi: el amanecer de los indignados

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Domingo. Siete y media de la mañana. La gran fiesta de la democracia está a punto de comenzar en el colegio electoral del Museo de Arte Contemporáneo de la ciudad, que se prepara para unos comicios especialmente polémicos debido a la eclosión del movimiento de los denominados “indignados”.Lo que nadie se imagina es que estos manifestantes, lejos de limitarse a agitar pancartas y corear consignas ingeniosas, se convertirán, debido a los efectos sobre su cerebro de toda la rabia que han acumulado a lo largo de la legislatura, en violentos y primarios catalizadores del cambio social. ¡¡No son zombis, son indignados!!En EPUB, PDF y MOBI

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© Cliffhanger, 2012 ISBN: 978-84-940217-0-1 [email protected] http://cliffhangerpublishing.com eBooks to the People

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CAPÍTULO 4

EL QUE SE MUERA NO SALE EN LA FOTO

Los asientos del Mercedes que el ministro Don Belarmino Pómez había

escogido para sus desplazamientos eran confortables y estaban tapizados con

material de primera calidad; pero, con el tiempo, habían comenzado a exudar

un aroma acre, como a sobaco de seminarista, que le ponía de muy mal humor

cada vez que tenía que viajar en su vehículo oficial.

Por si esto no bastara estaba también el tema de su prolapso de ano.

Nada conseguía que el dolor menguara en intensidad. A lo largo de toda la

campaña la maldita almorrana se había mostrado mucho más firme en sus

propósitos de lo que ninguno de sus discursos podría nunca soñar con

mostrarse. Irritada, impasible e inclemente había aparecido por sorpresa a una

semana del inicio de la gira electoral, tras una cena quizás demasiado picante

con la comunidad mexicana de la ciudad, y no le había dado tregua desde

entonces.

El Excelentísimo Presidente del Gobierno le había sugerido el nombre

de un proctólogo de confianza al que él mismo había acudido años atrás.

Según afirmaba, sus manos eran un primor y deshacían entuertos semejantes

como quien sirve un kebab en un restaurante turco.

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⎯Vas allí, te abres de patas y, en un corta y pega, ya puedes volver a la

poltrona y aquí no ha pasado nada ⎯habían sido sus palabras exactas⎯

¡Ojalá fuera tan sencillo librarse de esos jipiss revenidos que la han tomado

con nosotros!

Luego el Presidente había invertido alrededor de una hora evocando con

nostalgia los años en los que ambos amigos, tontorrones ellos, habían lucido al

viento melena revolucionaria. Y si no es porque su secretaria tuvo el detalle de

venir al rescate, probablemente habrían terminado empinando el codo de lo

lindo hasta altas horas de la madrugada con el whisky escocés que el Primer

Ministro británico solía regalarles cada inicio de año.

Los ciudadanos de a pie a veces olvidaban que los políticos eran como

ellos. Si cualquier trabajador ya tenía derecho a agarrarse una moña de vez en

cuando, los representantes del pueblo, que se veían obligados a olvidar a

diario bastante más cosas que sus representados, también podían hacerlo. Es

más: debían hacerlo. ¿O no era aquel un sistema democrático e igualitario?

Todo daba lo mismo ahora. Los problemas de agenda se habían

impuesto finalmente al doloroso prurito y Don Belarmino no había encontrado

el hueco necesario para someter sus hemorroides a una cirugía expeditiva; así

que no le había quedado más remedio que pasarse los más de veinte días que

había durado la campaña electoral de pie frente a un atril, sufriendo en silencio

aquel insoportable escozor entre aplausos en lo que a él se le antojaba una

cruel ironía del destino. No los culpaba, al fin y al cabo, había cosas muchísimo

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más importantes que también desconocían y, casi con total seguridad, les

repugnarían tanto como la visión de su almorrana.

⎯¡Conduce con cuidado, por el amor de Dios! ⎯le ordenó a su chófer cuando

este dio en atravesar un bache a una velocidad demasiado alta, lo cual le hizo

botar sobre el asiento y sentir una punzada en el trasero⎯ ¿O es que tienes

prisa?

Amador ni siquiera se volvió para responderle. Como todo buen chofer

era más de comunicarse mediante miradas huidizas a través del espejo del

retrovisor interior.

⎯No, señor. Usted disculpe.

⎯Pues te puedo asegurar que yo tengo incluso menos ⎯prosiguió el

Ministro⎯. Y no se lo vayas contando a todo el mundo por ahí que nos

conocemos…

⎯No, señor. Mantendré la boca cerrada.

A pesar de su tendencia a conducir de socavón en socavón, Don

Belarmino sabía que Amador era un buenazo. No tenía razones para

preocuparse por él. Aquel hombre sólo vivía para trabajar, y no a la inversa.

Los tipos de su perfil formaban parte de su electorado ideal. Sabía como

manejarlos.

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Adriana, su asesora, era otro cantar. Con ella las cosas nunca

resultaban tan fáciles. El hecho de que no tuviera ninguna familia a su cargo la

convertía en un personaje aun más peligroso, si cabe. Nunca se habría dejado

asesorar por ella de no ser por su portentosa inteligencia. Claro que esto tenía

un precio: el de someterse por completo a su voluntad. Y ni que decir tiene que

al Ministro le parecía un precio demasiado elevado…

En los últimos tiempos el partido se había llenado de gente mediocre;

arribistas sin estudios, sin escrúpulos y sin preparación. En muchos casos,

gracias al cielo, también sin experiencia política. Este último detalle era lo que

los diferenciaba de Don Belarmino. El poder del Ministro, lejos de emanar del

pueblo soberano, emanaba de la posición de privilegio que sus largos años de

carrera, junto a su amistad con el Presidente, le habían proporcionado. Parecía

que el tiempo sólo podía consolidar su posición y, de buenas a primeras, a la

gente se le había dado por protestar, por motivos que escapaban a su

comprensión, hasta el punto de que todo lo que había acumulado a lo largo de

los años descansaba ahora sobre una picota popular cada vez más iracunda.

Quizás se trataba de justicia poética. El exceso de amigotes de dudosa

catadura moral que ellos mismos habían colocado a dedo por los ministerios

había agotado la paciencia del pueblo. O eso, o se trataba de una simple moda

pasajera, como los tamagotchi. El Ministro confiaba ciegamente en lo segundo.

Cualquier cosa menos aceptar la terrible derrota que les pronosticaban todos

los sondeos…

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⎯¿De veras es necesario? ⎯preguntó a Adriana⎯ ¡Me van a comer vivo¡ ¡Esa

gente me odia!

Ella anotó algo en su cuaderno, cogió su smartphone y empezó a

deslizar los dedos sobre la pantalla táctil con fluidez. Aquellos cacharros eran

gran parte del problema. Cuando no existían las cosas solían ir mucho mejor.

⎯¡Claro que le odian! ⎯dijo ella con una extraña mezcla de insolencia y

seguridad en sí misma⎯ Es usted el Ministro más odiado de la democracia con

una diferencia de dos punto y medio sobre el siguiente. Por ello mismo su

comparecencia es tan importante. Al pueblo no le gustan los cobardes. Le

gustan los líderes que son capaces de mantener la compostura en las horas

difíciles… los valientes. Churchill es el ejemplo perfecto.

⎯¿Ese no perdió las elecciones después de haber ganado la guerra?

Adriana pareció sorprendida por el comentario. Su mirada confusa

dejaba bien claro que no lo veía capaz de documentarse acerca del líder

británico en un libro de historia. O para el caso, en ningún libro, a secas. Y

tenía razón. En realidad Don Belarmino lo había escuchado de fondo, a la hora

de la siesta, en un documental de National Geographic. Era todo un milagro

que lo recordara, de hecho.

⎯Sí. Las perdió, pero muy pocos recuerdan contra quién ⎯repuso la

muchacha⎯. Y eso es lo importante. Le seré sincera: estas elecciones están

también perdidas. No compiten ustedes por disputarle el poder al resto de los

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partidos. Compiten por la memoria histórica. ¿Quiere usted quedar ante ella

como un político que no tuvo lo que había que tener?

⎯¡Eso de que las elecciones están perdidas todavía habrá que verlo!

⎯protestó el Ministro⎯ ¡No es la primera vez que los sondeos se equivocan!

El coche llegó a los aledaños del museo de arte moderno. Allí le

correspondía al Ministro, al igual que a otros muchos ciudadanos anónimos,

depositar su voto. El lugar estaba a rebosar de indignados y de antidisturbios.

Distinguió el tumulto con inquietud desde el otro lado de sus cristales tintados.

Era la primera vez en toda su carrera política que la masa, en lugar de

estimularle, le intimidaba. Nunca antes había sufrido pánico escénico o miedo a

comparecer en público. Al contrario, aquel tipo de situaciones solían excitarle

en el más amplio sentido de la palabra… por algo había llegado tan lejos.

Todo buen político se nutría de la adoración del gentío. Él no era la

excepción. Disfrutaba contemplando desde lo alto cómo su audiencia se

agitaba y le ovacionaba; cómo rugía tal cual un ejército de fanáticos dispuestos

a morir por él, con sus banderines enhiestos, sus gritos de guerra y su entrega

absoluta. De ahí que no encontrara ningún sentido a que su antaño base de

electores se hubiera convertido, prácticamente de la noche a la mañana, en

una muchedumbre hostil deseosa de asistir al hundimiento de su carrera

política. Las desgracias, como las almorranas, nunca venían solas.

⎯¡No es una buena idea! ⎯rezongó el Ministro, azorado⎯ ¡Sigo diciendo que

esto no es buena idea!

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⎯¿Y qué pretende? ¿Abstenerse? Eso les daría la razón.

⎯¡Podría votar por correo! O por videoconferencia, si es que lo permite la

Junta Electoral.

⎯¡No sea ridículo! Simplemente comparezca, sonría; recuerde todo lo que

hemos practicado estas últimas semanas y sobreviva. Piense que, pase lo que

pase, nadie le quitara la cartera de diputado. ¿Acaso importan unos cuantos

insultos?

⎯¿Y si no se limitan a insultar? A lo mejor a algún exaltado se le cruzan los

cables y…

⎯¿Y qué?

⎯No sé, quizás puedan llegar a cometer alguna barbaridad, a lo Tachenko en

los setenta.

⎯Ceacescu ⎯le corrigió Adriana⎯. Y fue en mil novecientos ochenta y nueve.

Debería tener más cuidado con esos deslices, ya le han pasado factura con

anterioridad…

Su asesora se refería a una serie de episodios que le habían granjeado

cierta fama de poco ilustrado a lo largo de la legislatura. Una vez se le había

ocurrido decir, en rueda de prensa, que el país se encontraba “entre la espalda

y la pared”; pero que, si seguían confiando en el gobierno, con el tiempo se

darían cuenta de que aquello no era más que “tocata minuta”.

En otra ocasión había tenido la mala fortuna de recomendarle al

portavoz de la oposición ⎯quién padecía un defecto del habla⎯, que antes de

abrir la boca acudiera al “lodópata”; y lo había rematado replicando a su visión

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catastrofista del estado de las arcas nacionales que no se trataba de ninguna

situación excepcional ni de ningún “cataplismo”, sino de la “coyuntura diaria de

todos los días”.

Su tropiezo más sonado había tenido lugar tan sólo un mes antes, en un

programa televisivo donde, ante las acusaciones de corrupción de un

tertuliano, había alegado, muy digno, que él “no había cometido ningún tipo de

delito, sino que había incumplido la ley”, lo cual, apostilló, “era una cosa muy

diferente”.

Adriana al principio se volvía loca cada vez que Don Belarmino metía la

pata con alguna de esas frases desafortunadas, pero no había tardado en

terminar utilizando la proyección mediática de las perlas para su propio

beneficio. A veces introducía alguna en sus discursos a objeto de hacer reír al

personal para que así el Ministro les cayera más simpático y sembrar en ellos

la duda de si las decía a propósito o no. Eso sí, fuera como fuere, no le

gustaba que se saliera del guión. Si tenía que soltar alguna barbaridad tenía

que soltar la barbaridad que ella hubiera estipulado previamente, y no otra,

como por ejemplo, lo de “Tachenko”.

El pueblo, que en lo que a ignorancia se refería no le andaba a la zaga

al Ministro, tenía que sentirse identificado con él; verlo como uno de los suyos,

con sus defectos y sus errores; humano… Si bien no tan humano como

parecer lerdo. En política los límites eran tal vez una de las cosas más

importantes. Y había que marcarlos. Con rotulador.

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⎯Nada en exceso ⎯solía decirle Adriana citando a los griegos⎯. Nada en

exceso, señor Ministro.

Don Belarmino pensaba que si aquella chica fuera tan tiralevitas como

inteligente haría una perfecta Presidenta del Gobierno. No comprendía los

motivos que le llevaban a preferir trabajar en la sombra cuando, con sus

talentos ⎯incluidos los físicos, responsables de su contratación⎯, seduciría

masas como quien recoge berberechos de forma furtiva en una zona reservada

para mariscadores sin que nadie le vea.

El coche aminoró su marcha. En cuanto los primeros indignados

comenzaron a golpear sus cristales al grito de “¡no hay pan para tanto chorizo!”

“¡No nos representan!” y “¡la banca siempre gana, y no nos da la gana!”, el

Ministro lo entendió todo: Adriana se salvaría de la quema pasara lo que

pasara. Si perdían las elecciones, como así daba la impresión de que iba a

suceder, no tendría problema en pasarse al otro bando y asesorar a cualquier

otro pez gordo; y, si este también caía, empezaría otra vez de cero con algún

pazguato dispuesto a abonarle mensualmente sus servicios. Daba igual lo que

pasara. Caería de pie en todo caso. Que el Ministro recordase, nunca antes

había sentido envidia por nadie.

El Mercedes comenzó a balancearse a un lado y a otro zarandeado por

los manifestantes. Don Belarmino acusó un dolor muy intenso en su trasero a

causa de la zozobra. Un chico no muy limpio se adhirió al cristal ⎯los labios

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estampados sobre su superficie, como los de una babosa⎯, y farfulló algo

incomprensible. La estampa hizo que al Ministro se le pusiera la piel de gallina.

⎯En estos momentos me preocupa más esta gentuza que meter la pata o no

⎯retomó la conversación⎯. Si la cosa se les va de las manos seré yo quién lo

pague.

⎯¡No diga tonterías! ⎯rio Adriana de espaldas al alboroto, sin dejar de deslizar

los dedos sobre la pantalla del teléfono⎯ Esta gente es inofensiva. No olvide

que son demócratas…

En eso su asesora no andaba equivocada. El Ministro atesoraba

experiencia más que suficiente para dar fe de ello. En más de diez años de

gobierno, a pesar de todos los abusos que había cometido, de todas las leyes

cogidas por pinzas que había promulgado, de todas las decisiones impopulares

que había tomado y de las mil y una corruptelas en las que los miembros de su

gobierno, con él mismo a la cabeza, se habían visto involucrados, ninguna

protesta había llegado a algo más importante que una aglomeración ruidosa y

“pancartera” de escasa duración.

Al final los ánimos siempre se calmaban, la gente soltaba las cacerolas y

a otra cosa mariposa. Así había sido durante años y así continuaría hasta el

día del armagedón. Se trataba de una ley inmutable de la política. Todos

quienes participaban de ella lo sabían por mucho que no lo reconocieran en

público. Y sin embargo…

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⎯Recuerde ⎯habló Adriana en tono sereno⎯. Hombros hacia atrás, columna

recta, sonrisa, pasos seguros, saludos. Si es posible párese a hablar con

alguien, haga como que escucha y suéltele una respuesta comodín; pero no se

enrolle demasiado o se meterá en un lío… Tampoco tenga prisa. Han de verle

sosegado, ¿de acuerdo?

Un exaltado golpeó la ventana trasera del coche con la cabeza, abriendo

de esta forma una pequeña grieta en el cristal y otra en su propio cráneo. El

Ministro se sorprendió de que no dejara de proferir insultos y amenazas ni aun

así. Quizás las cosas habían cambiado de verdad y no se había dado cuenta;

quizás había nuevas reglas en el juego que Adriana desconocía; quizás, sólo

quizás, el peligro tuviera sustancia por una vez…

⎯No sé qué decir, preferiría regresar a casa… Los veo muy soliviantados.

⎯¿Qué le he dicho acerca de la historia?

⎯¿Tengo pinta de que me importa la historia? ¡Soy Ministro de economía, no

de Cultura, por el amor de Dios!

Un grupo de policías antidisturbios acudió hasta el coche y procedió a

reducir a los alborotadores a porrazo limpio. Pronto, el vehículo del Ministro

pudo continuar con su avance hasta las puertas del colegio electoral, donde

aguardaban varios reporteros y fotógrafos.

⎯¿Lo ve? ⎯dijo Adriana⎯ Lo único de lo que ha de preocuparse es de las

cámaras. Tiene escoltas, porras, un coche de gran cilindrada para huir si las

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cosas se ponen feas… ⎯el rostro del Ministro palideció⎯ ¡Era broma, hombre!

⎯esbozó la asesora una sonrisa⎯ ¡Ea! ⎯le abrió la puerta⎯ ¡Al toro!

Nada más salir al exterior los manifestantes recibieron a Don Belarmino

con un largo y sonoro abucheo. Algunos comenzaron a lanzarle huevos,

tomates, botellas vacías de agua y objetos similares. Los antidisturbios

trataban de evitar que siguieran cometiendo este tipo de tropelías, pero no

había porras para todos. La situación terminó calmándose a la altura de las

escaleras de piedra que conducían al museo. Una lluvia de flashes deslumbró

a Don Belarmino.

⎯¡Señor Ministro! ¡Señor Ministro! ⎯se interpuso en su camino una periodista

rubia, con tacones altos, minifalda, gafas y aspecto de bibliotecaria salida de

revista pornográfica⎯ ¿Qué opina de la gente que ha acudido hoy a

manifestarse?

El político se detuvo, encaró a la muchacha y pensó que sería una

buena becaria para el gabinete de prensa de su partido. Tal vez por ello

accedió a contestar a su pregunta.

⎯En un sistema democrático los ciudadanos tienen pleno derecho a hacer oír

su voz ⎯dijo⎯. Claro que, en mi opinión, la mejor forma de que el pueblo

haga oír su voz es a través de las urnas. Nos ha costado demasiado

perfeccionar este sistema como para derribarlo ahora sin motivo. Y lo que es

más importante: sin proponer una alternativa.

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De entre el bullicio de periodistas surgió una muchacha que vestía el

uniforme habitual de aquellos manifestantes: pantalones raídos de colores,

jersey de lana deshilachado, piercings por doquier y mechones apelmazados

de cabello grasiento. Su rostro, en cambio, tenía una expresión diferente a la

de sus compañeros de protesta, no sólo porque estaba desfigurado debido a

algún tipo de golpe, sino también porque en él resplandecía una indignación de

menor floritura pero mayor calado.

⎯¡¡Tenemos una alternativa!! ⎯exclamó un joven a su lado⎯ ¡¡La alternativa

es que dejéis de sangrarnos y os vayáis todos a tomar por culo!!

El Ministro recordó lo que le había aconsejado Adriana y decidió que tal

vez no sería una mala idea dialogar un poco con aquellos parásitos. Bastaría

con decirles un par de frases que sus mentes con retardo no pudieran procesar

al vuelo para salir airoso de la situación y dejar en evidencia, de paso, al

movimiento al que representaban.

La muchacha apaleada parecía el interlocutor perfecto.

Sólo hubo un pequeño problema: no estaba por la labor de establecer

ningún tipo de diálogo. Antes bien, prefirió saltar el cordón policial, abrirse paso

entre los periodistas, agarrar al Ministro por la solapa y zarandear su cuerpo

con fuerza.

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Don Belarmino quiso tragar saliva, pero las manos de la chica alrededor

de su cuello se lo impidieron. Estaba completamente fuera de sí. De no ser por

sus escoltas, que se la sacaron de encima de forma expeditiva, tal vez habría

protagonizado la anécdota electoral más granguiñolesca de la historia de la

democracia.

Varios antidisturbios acudieron hasta el lugar del incidente y tomaron el

relevo de los escoltas, inmovilizando a la chica.

⎯¿Otra vez tú? ⎯gruñó uno de ellos mientras la agarraba por el pelo⎯ ¿Es

que no aprendes nunca?

El Ministro vio en la escena la mejor oportunidad para redimirse delante

de las cámaras. En realidad, lo que le más le apetecía en aquel momento era

lanzarse sobre la mocosa y machacarle aquel cráneo lleno de ideas utópicas

inconsistentes contra el cemento de las escaleras. En el museo estarían

encantados con una performance como aquella. ¡Hasta el mismísimo Yocasto

Melívora la aprobaría! Pero un buen político se caracterizaba por saber

culebrear en las situaciones difíciles. Y a él le gustaba pensar que era un buen

político independientemente de que sabía, mejor que ninguna otra persona,

que no lo era.

⎯¡Dejadla! ⎯ordenó a los antidisturbios⎯ ¡Dejadla en paz!

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Los agentes observaron a Don Belarmino como si les hubiera hablado

en una lengua muerta a través del cuerpo de una adolescente poseída por el

diablo. Carecían de la amplitud de miras política necesaria para comprender

que él no era Jesucristo y que las razones de su indulgencia distaban bastante

de inspirarse en los diez mandamientos.

⎯¡Quitadle las esposas!

⎯Pero señor Ministro… ⎯protestó uno de ellos, con la porra en alto⎯ ¡Ha

intentado estrangularle!

⎯Lo sé ⎯repuso él en tono ceremonioso⎯. Y tiene motivos para ello. Todos

los ciudadanos tienen motivos para ello. Vivimos tiempos difíciles, convulsos.

Si no nos comprendemos y nos apoyamos los unos a los otros ahora jamás

podremos solucionar este triste panorama que nos asola. No se puede cambiar

el mundo sin comunicación, sin entendimiento. Eso es lo más importante en

estos momentos: no olvidar que todos somos humanos y que viajamos en el

mismo barco ⎯en este punto el Ministro tendió su mano a la muchacha, que la

observó con desconcierto y suspicacia⎯. ¿No es cierto, jovencita?

Todo estaba listo para la foto. Las cámaras apuntaban ávidas hacia

ellos. Los figurantes inclinaban la cabeza conmovidos. Su sonrisa se había

acomodado entre sus labios de un modo aparentemente natural y tenía los

hombros hacia atrás y la columna recta, tal y como le había sugerido Adriana.

Tan sólo faltaba que aquella muchacha le estrechara la mano para que la

escena pasará a la posteridad de las crónicas políticas. ¡Y vaya si lo hizo!,

aunque no precisamente como el Ministro se esperaba…

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En lugar de estrecharle la mano, la jipi se la mordió.

Para cuando los flashes saltaron, la sonrisa prediseñada de Don

Belarmino había desaparecido por completo.

FIN DEL CAPÍTULO DE MUESTRA Recuerda que si te ha gustado lo que acabas de leer tienes varias

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estampada en el fondo del ídem: desde participar en nuestras iniciativas de

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de la lectura.