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Páginas 7-29 7 DIÁLOGO ANDINO Nº 31, 2008 Departamento de Ciencias Históricas y Geográficas Facultad de Educación y Humanidades Universidad de Tarapacá, Arica-Chile. ISSN 0716-2278 Y le tuviesen por santo. Caminos de la devoción indígena colonial (Audiencia de Charcas, 1708)* Nelson Castro Flores** RESUMEN Este artículo analiza las apropiaciones indígenas de los procesos de cristianización, señalando que aquéllas derivaron en formas de devoción autónomas que fueron concebidas, por el poder pastoral, como prácticas supersticiosas. Por su parte, los caminos de la devoción indígena fueron dibujados por individuos que se presentaban como santos y de los que se esperaba que permitiesen un acceso a la gloria y a la abundancia. Palabras clave Devoción Indígena, San Santiago, Superstición, Charcas. ABSTRACT This article examines the indigenous owners of the processes of Christianization, noting that they resulted in autonomous forms of devotion that were conceived by the power ministry, as superstitious practices. For his part, the paths of devotion were drawn by indigenous individuals who were presented as saints and those who were expected to allow access to the wealth and glory. Key words Indigenous Devotion, St. James, superstition, Charcas. * Este artículo forma parte del proyecto FONDECYT Nº 1071132 Historia de los pueblos andinos de Arica, Tarapacá y Atacama: Hegemonías, grupos subalternos e interacciones regionales, siglos XVI-XVIII”, cuyo investigador es el Dr. Jorge Hidalgo Lehuedé. ** Profesor Instituto de Historia y Ciencias Sociales, Universidad de Valparaíso, Viña del Mar. Becario Conicyt Doctorado en Historia, Mención Etnohistoria, Universidad de Chile. Correo electrónico: [email protected] Recibido: marzo de 2008 Aceptado: agosto 2008

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Y le tuviesen por santo. Caminos de la devoción indígena colonial

(Audiencia de Charcas, 1708)*

Nelson Castro Flores**

RESUMEN

Este artículo analiza las apropiaciones indígenas de los procesos de cristianización, señalando que aquéllas derivaron en formas de devoción autónomas que fueron concebidas, por el poder pastoral, como prácticas supersticiosas. Por su parte, los caminos de la devoción indígena fueron dibujados por individuos que se presentaban como santos y de los que se esperaba que permitiesen un acceso a la gloria y a la abundancia.

Palabras claveDevoción Indígena, San Santiago, Superstición, Charcas.

ABSTRACT

This article examines the indigenous owners of the processes of Christianization, noting that they resulted in autonomous forms of devotion that were conceived by the power ministry, as superstitious practices. For his part, the paths of devotion were drawn by indigenous individuals who were presented as saints and those who were expected to allow access to the wealth and glory.

Key wordsIndigenous Devotion, St. James, superstition, Charcas.

* Este artículo forma parte del proyecto FONDECYT Nº 1071132 “Historia de los pueblos andinos de Arica, Tarapacá y Atacama: Hegemonías, grupos subalternos e interacciones regionales, siglos XVI-XVIII”, cuyo investigador es el Dr. Jorge Hidalgo Lehuedé.** Profesor Instituto de Historia y Ciencias Sociales, Universidad de Valparaíso, Viña del Mar. Becario Conicyt Doctorado en Historia, Mención Etnohistoria, Universidad de Chile. Correo electrónico: [email protected]

Recibido: marzo de 2008Aceptado: agosto 2008

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Introducción

Las prácticas comúnmente asociadas con la “religiosidad popular” se han prestado para una singular pesquisa sobre la “inercia de las estructuras mentales”. Vovelle (1985) ha sostenido que, en esta búsqueda, se han mantenido los prejuicios y la caricatura de una cultura de élite, para la cual la religiosi-dad popular está nucleada por expresiones anacrónicas, residuales y carentes de toda organicidad. Este acento en la cultura oficial ha impedido comprender las lógicas propias de la “religión popular” y las ha reducido a una modalidad degradada de la religión de élite: las supersticiones (Schmitt 1992). Y éstas forman parte de la barbarie, la ig-norancia y la bajeza que caracterizarían, a ojos de la cultura letrada, al mundo de los rústicos (Fontana 2002). A ellos se les excluye de los espacios del saber de los sabios y de la devoción debida; la vana observancia y la superstición caracterizarán, desde entonces, las prácticas medicinales y devocionales de los grupos populares (Agrimi y Crisciani 1993; Freedman 1992). Para espantar los fantasmas y los miedos que surgen de ese mundo, las élites político-religiosas de la Europa moderna impondrán una nueva “voluntad aculturado-ra”, marcadamente militante en lo religioso y fuertemente homogeneizadora en lo político (Delumeau 2002).

La experiencia colonizadora hispana recogió fuertemente ese espíritu. En el Virreinato peruano los primeros tres concilios pusieron una fuerte atención respecto de introducir policía cristiana y civil a los rustici. Todo parecía confabular para la conversión y, más aún, para mantener la evangelización: el demonio, la idolatría y las supersticiones. La permanencia, de un indio rústico y supersticioso, legitimará la idea de poblaciones necesitadas de control político y pastoral (Abercrombie 2006).

A partir de un juicio eclesiástico contra un indio acusado de predicar y corromper las costumbres cristianas, el objetivo de este trabajo es explorar los caminos que siguió la devoción subalterna colonial, observando que ésta se fue redefiniendo a través de las

representaciones catequéticas y pastorales. Pero aquí no debe descuidarse el lugar que tuvieron los imaginarios indígenas en la rein-terpretación de los procesos de cristianización. Esos imaginarios indígenas reinterpretaron los modelos de representación ofrecidos por el cristianismo, puesto que el imaginario “tiene una potencia superior a toda representación” (Poulat 1987: 59). De ahí que, como sostiene el mismo Poulat, las representaciones pueden ser recibidas o ser dominantes, pero nunca pueden ser impuestas u obligadas.

Precisamente, los procesos de cristianización coloniales se caracterizaron por la yuxtapo-sición inicial de sistemas de representación o “creencias”, debido a que éstos no fueron visualizados como excluyentes por los indí-genas. De ahí que dichas representaciones tendieran no sólo a recubrirse parcialmente sino que a confundirse de un modo parado-jal (Wachtel 1989: 845). Este es uno de los aspectos desencadenados por los procesos de cristianización, pero también se debe considerar que éstos pueden abrir procesos que no correspondían a los diseños iniciales (Gruzinski 1989). Particularmente, si se consi-dera que, en algunas ocasiones, los indígenas produjeron una lectura propia del cristianismo, que se ha dado en denominar “catolicismo popular”, pero que no supone un “sistema religioso”, como afirma Marzal (2002), por cuanto esa definición de tipo estático no permite dar cuenta de lo “residual” y de lo emergente” (Williams 1997), es decir, de aquellos procesos de creación individual y colectivos que dinamizaron las apropiaciones y reinterpretaciones de la cristianización.

Las “supersticiones” practicadas por el indio se inscribirían en una comprensión de la realidad cargada de referencias sobrenatura-les, alentada por la propia prédica misional, apropiándose de algunos institutos católicos (como sería el caso de la misa, la veneración de imágenes, la comprensión del santo como modelo de virtud, ofrendas, etc.) y de algunos contenidos doctrinarios (el destino de las almas difuntas, la relación de Dios con los hombres, la promesa de la gloria, el paraíso, etc.), para elaborar una “simbólica expresiva”

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que le permitiese asegurar a sus feligreses el “pasto espiritual” y, a través de él, el acceso a la Gloria y a la bienaventuranza. En esta relación dichas prácticas devocionales per-derían ese supuesto anacronismo, que vería en ellas el residuo de prácticas prehispánicas, adquiriendo organicidad dentro de una lógica propia y autónoma, observándose, además, la fuerza creadora de los individuos y de los colectivos indígenas coloniales y la disputa por los significados de la realidad.

Por otra parte, estos intentos evidenciarían para el poder pastoral una forma de devoción indebida (supersticiosa) que se contraponía a la “recta devoción”, en la medida que en aquélla se visualizaría el predominio de una imaginación cuyo descontrol podría ser apro-vechado por el “enemigo del género humano”. Aquí se ingresa también en el terreno de la historia de esas representaciones imaginarias que han moldeado en diferentes coyunturas y períodos la relación de Occidente con los otros.

El rayo en la Apacheta: La numinosidad de un encuentro

Ese año de 1708 no podía ser del todo afor-tunado. Detenido en alguna dependencia de la Hacienda de Guadalupe, jurisdicción de la Doctrina de Poopo, el indio Juan Ventura no podía dar con las razones de su inespe-rado encarcelamiento. De poco le servían sus afamadas virtudes para comprender el motivo de ese súbito trance. ¿Serían acaso esas mismas virtudes las causantes de su encarcelamiento? Parecía poco probable que así fuese, pues tenía la convicción que con sus virtudes había ayudado a muchas personas en sus necesidades, fuesen éstas enfermedades, maleficios, pérdidas de objetos o el reencuentro con las almas de difuntos. ¿Habrá sido entonces porque recibía dinero toda vez que respondía los requerimientos de sus afligidos clientes? Esto no parecía ser suficiente motivo, porque ese dinero le era necesario para mantenerse, aunque en sus requerimientos mínimos, él y la mujer que decía ser su esposa y, particularmente, para realizar las ofrendas debidas a Dios, los santos

y la muerte, y también para costear las misas que le ayudasen en la salvación de su alma. ¿Serían acaso esos diálogos que, según la confesión de su mujer, a solas mantenía con Dios bajo la figura de una paloma blanca? Pero la desazón de aquel año no podía com-pararse con el vuelco que había dado su vida hacía ya treinta años, cuando:

siendo moso de edad de quinse años en la Jurisdision de Aymaya en una apacheta yendo Para Oruro le dio un rayo y lo ato-londro y que boluiendo en si bio junto a si un caballo castano y ensima del un espanol que le paresio bajaua del sielo a faboreserle y que seria El glorioso Santiago y que yendo a besarle se le desaparesio y que desde ese tiempo le quedo la Virtud de sanar con la saliba todo Genero de Acsidentes y enfermedades y de Adiuinar todo lo que se pierde y Curar malefisios1.

Apacheta, rayo, San Santiago y virtudes cu-rativas. En el testimonio de Juan Ventura se superponen estratos, huellas y silencios que permiten seguir los trayectos de los imagi-narios subalternos, de su fuerza creativa y de su capacidad de apropiación. Se impone pues la tarea de explorar los estratos que configuraron el imaginario de Juan Ventura. El proceso ha reducido toda su riqueza a la superstición, es decir, a una devoción inde-bida. Quizás no era la primera vez que Juan Ventura se había visto obligado a relatar el origen de sus virtudes.

La incredulidad pudo haber asediado también a sus clientes, ¿cómo podrían ellos diferenciar a un embaucador de un hombre santo? Una primera vía podía ofrecerla el propio relato que él había construido sobre los orígenes de sus virtudes. En gran medida el testimonio de Juan Ventura remitía a un conjunto de significados que no carecía de arbitrariedad para los medios en los que se desenvolvía. No era casual que haya situado como lugar una apacheta camino a Oruro, y que no mencionase un proceso más complejo de

1 ABAS, “Proceso contra el indio Juan Ventura por supers-tición, 1708”, Archivo Arzobispal, Tribunal Eclesiástico, 1708, nº 2, foja.

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iniciación que le hubiese hecho sospechoso de idolatría.

La fuerte campaña de extirpación que había asolado al Virreinato en el siglo XVII había golpeado fuertemente los lugares en los que se había inscrito la “idolatría”, recogiendo las observaciones que respecto de ésta se habían dado durante el último tercio del siglo XVI y las primeras décadas del XVII2. Entre otras, las cumbres de los cerros, llamadas apachitas o apachetas, eran tenidas “por cosa de gran devoción”3. El II Concilio Limense (1567) las describía del siguiente modo:

En las bifurcaciones [biviis] y encrucijadas [triviis] de los caminos, como en las coli-nas, hay numerosos adoratorios que son venerados [coluntur] por los caminantes [...] A estos dioses [diis] los caminantes, tanto infieles como algunos de los ya cristianos, llevados por la antigua costumbre, ofrecen coca, maíz, las plumas de algunas aves; también calzados viejos y desgastados, que llaman oxata, o alguna otra semejante que llevan para el camino, pero si sucediera que no hubieran llevado nada, al menos, lanzando una piedra rinden homenaje [offerunt], considerando haber dejado allí mismo el cansancio del camino, liberán-dose y aliviándose para hacer el camino de manera más expedita y vigorosa4.

El trivius latino se impuso en la interpretación de las apachetas, pues ellas fueron descritas de acuerdo al modelo de las capillas que las divinidades tenían en las encrucijadas de la Roma pagana. Interpretados como adoratorios, se les concibió como el lugar de dioses, y los actos realizados ante ellos fueron concebidos al modo de actos religiosos (veneración y ofrecimientos) de los que se esperaba alguna

2 El II Concilio Limense (1567-1568) entrega una descripción de las idolatrías y supersticiones a las que deberían enfrentarse los ministros eclesiásticos. Estas incluso se encontraban mezcladas en fiestas cristianas como el Corpus Christi (II Concilio Limense, 1567-1568, Constituciones para Indios, Constituciones 95-110. En Vargas Ugarte 1951: 203-213). 3 Para un análisis de la apacheta, consúltese Galdames (1992).4 II Concilio Limense, 1567-1568, Constitutio 99, en Vargas Ugarte (1951: 206).

eficacia. Sin embargo, como estos lugares, y las prácticas que les rodeaban, fueron interpretados de acuerdo a la concepción cristiana de religio, no resultaba dificultoso concebirlas como idolatrías y como “artificios diabólicos” (diaboli machinamentis) y “estorbos y escándalos de los fieles”. De este modo, el Sermonario del III Concilio Limense incluyó a las apachetas dentro de las supersticiones y ritos vanos que observaban los indios, des-cribiéndolas como “rimeros de piedras” que se localizaban en los caminos, a los que éstos se dirigían “pidiendo que los dexen passar en salvo, y les quiten el cansancio” (Sermonario 1585: 111).

El jesuita Joseph de Acosta las definió también como “grandes rimeros” que se observaban en los caminos, encrucijadas, cerros y cum-bres, en los cuales echaban “calzados viejos y plumas, coca mascada, [...], y cuando no pueden, mas siquiera una piedra, y todo esto es como ofrenda para que les dejen pasar y les den fuerza, y dicen que las cobran con esto” (Acosta 1987:321). Estas prácticas no debían ser des-preciadas como niñerías de los indios, “pues son tales que bastan a enlazarlos en su eterna perdición”, por cuanto acusaban la presencia de la idolatría (Acosta 1987:322). De acuerdo al testimonio de Guamán Poma en el “uicio de apachita” los indios adoraban al pacha kamaq (Creador del Universo), y por señal debían amontonar piedras, “cada qual lleuase una piedra y lo echasen en ella y por señal dexasen flores o paxa torcido a lo esquierdo” (Guamán Poma [1615] 1987: 255). De este modo, al igual que el conjunto de las prácticas pre-hispánicas, que fueron descontextualizadas e interpretadas a la luz de los planteamientos de la teología cristiana sobre la religión, las apachetas fueron incluidas dentro de la red de la idolatría y de la superstición5.

5 Sobre este punto, compartimos las reflexiones de Bernand y Gruzinski (1992) respecto que la llamada antropología religiosa se ha fundamentado en un corte tomista de la realidad que se generalizó a situaciones y prácticas que, histórica y culturalmente, escapaban a dicha construcción ontológica. Para un desarrollo de la relación entre religio y superstitio, consúltese Benveniste (1969 tomo II: 265 y ss.).

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La relación de los indios con el rayo también sufrió dicha descontextualización. Los cronistas describieron, de acuerdo al mismo modelo, la perspectiva indígena del rayo como una rela-ción sacralizada. Desde el Cuzco hasta Potosí, Illapa tenía “imágenes y guacas y adoratorios”, que se derivaban, como solía suceder entre quienes eran víctimas de los artificios diabóli-cos, del temor y espanto reverencial. Para Cobo, los indígenas mantenían una supersticiosa relación con el trueno, y se esforzaban en descifrar sus apariciones (Cobo 1890: 333), retomando literalmente las observaciones de Polo de Ondegardo (1916:33). De este modo, la perspectiva indígena del rayo-trueno fue interpretada por los misioneros bajo dos modalidades diferentes: como interpretación indígena de la realidad fue localizado en el ámbito de la imaginación, concibiéndose como una de las tantas fábulas de los indios y, en tanto acto de veneración, que derivaba de aquel error cognitivo, fue descrito de acuerdo a los parámetros de la idolatría6.

Ahora bien, la clave interpretativa introduci-da por la cronística y los textos eclesiásticos bien pudo haber alimentado, entre algunos individuos indígenas, una reinterpretación de sus costumbres antiguas7.

Aunque estas fueron situadas en las sombras de la gentilidad, bien podían ser consideradas por ellos como una modalidad de acercamiento a lo sobrenatural cristiano. Esta fue, por lo demás, la posición de Las Casas (1958) quien consideró que la existencia de la idolatría entre los indios evidenciaba por parte de éstos un deseo de conocer a Dios. Por otra parte, el autor de la titulada Relación Anónima (1590?), probablemente debida al jesuita mestizo Blas Valera, en su afán de discutir las posiciones de Polo de Ondegardo, y defendiendo la tesis de un monoteísmo indígena primitivo, sitúa las cumbres apachitas, las cuevas huaca, los

6 Para un análisis de la idolatría como error cognitivo, consúltese Halbertal y Margalit (2003).7 Obviamente, que no estamos suponiendo que los indígenas hayan leído dichos textos, sino que en la recepción que ellos hicieron de los sermones y prédicas de curas y seglares.

montes orcos, las fuentes pucyu, los cielos huahua pacha, como templos naturales en los que los indios reverenciaban no a “alguna divinidad o virtud del cielo”, “sino porque creían que el gran Dios Illa Tecce había criado y puesto aquella tal cosa y senalándola con cosa particular y singular [...] para que sirviese de lugar sagrado y como santuario donde él y los otros dioses fuesen adorados” (Relación 1992: 56-57). Para él los indios se dirigían al gran Illa Tecce Viracocha. Pero también observa que fue una introducción de los “moder-nos” la idea que los “dioses menores, cuando enviados por el del gran Dios venían a la tierra, reposaban en tales lugares, y los dejaban como consagrados”. No sin dejar de advertir que, en dichas circunstancias, pudo haber actuado el mismísimo Demonio quien, apareciendo en la figura de algún dios, los alentaba a que “le reverenciasen en los tales lugares, cuando por allí pasasen, que él los favorecería y oiría, aunque no estuviese presente” (Relación 1992: 57).

De ahí entonces que el relato de Juan Ventura describiese, sin ver en ello contradicción alguna, como soporte de su iniciación, la apacheta y el rayo, e incorporase la figura de San Santiago. El propio San Santiago había sido asociado con Illapa, en un esfuerzo por reinventar las tradiciones andinas de manera de superponer a éstas significados que permitiesen una mayor adhesión a la ortodoxia colonial. En la tradición europea, los atributos iconográficos de San Santiago fueron los propios del peregrino (sombrero, conchas, bordón, escarcela y hábito) y las del guerrero, particularmente en la representación de Santiago Matamoros: “jinete en un caballo blanco y blandiendo la espada, combatiendo junto a los cristianos en sus batallas contra los infieles” (Montreal 2000:397). Gisbert ha señalado, por su parte, que la iconografía de San Santiago sugería una asociación con Illapa en la medida que “el ruido de los cascos sugiere el trueno, y el fulgor de la espada, el rayo” (Gisbert 2001: 77). Aunque reconoce que no hay ningún elemento visible que relacione a Santiago-Illapa con la representación prehispánica del culto al rayo. No obstante, sostiene que dicho culto siguió desarrollándose a través de la figura de Santiago, como es el caso de

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un proceso por superstición e idolatrías que se desarrolló en el pueblo de Capi, cercano al Cuzco, en el año de 1707.

De acuerdo a Esquivel y Navia, un grupo de indios, mestizos y esclavos había sido proce-sado acusado de practicar un culto “a una alta y hermosa peña en forma de pirámide”. Uno de los acusados reconoció que había aprendido las “hechicerías” que practicaba de un indio que “era el maestro de todos ellos”. Los oficiantes se reunían, “en cada conjunción de luna”, en una capilla con la imagen de la Ascensión del Señor, invocando “al demonio con el nombre de Santiago” y utilizando, para este fin, coca y chicha. El efecto simbólico que provocaba era la aparición de “una fantasma, como una vara de estatura, con un caballo blanco, descendiendo por el techo de la capilla”. No sin antes colocar en el suelo “dos cantaritos de chicha, coca y cierto género de piedras que dicen mullu”. Tras ser invocado, Santiago descendía “con gran resplandor y a veces con relámpagos”. El mencionado Santiago ofrecía a cambio del culto y del rechazo de la doctrina y de la liturgia católica amparar y socorrer a los oferentes (Esquivel y Navia citado en Gisbert 2001: 78).

La figura de San Santiago permitió una redefinición de las devociones subalternas que, como se analiza más adelante, fueron consideradas como supersticiosas e idolá-tricas. De ahí entonces que, considerando las microsecuencias que los documentos coloniales obliteran, se puedan pesquisar las huellas de historicidades distintas de las secuencias históricas dominantes, y que revelan iniciativas autónomas como aquellas que permiten esbozar los caminos que siguió la devoción indígena colonial.

El encuentro numinoso de Juan Ventura con San Santiago evidencia parte de esos trayectos que van desde una aspiración a lo absoluto, contenida en aquello que confiesa haber vivido; la elaboración de aquella vivencia a través de una “simbólica expresiva” o de una “mítica”, y determinadas condiciones que permiten dicha experiencia y hacen que

aquella mítica pudiese ser comunicada8. La aspiración a lo absoluto es uno de los efec-tos que tuvo la prédica misional; la mítica fue producida por la mixtura de registros alentada por las tempranas estrategias de evangelización, que resignificaron gran parte de las prácticas culturales indígenas, y por las elaboraciones individuales o colectivas y, por último, se debiera entender que la búsqueda de “pasto espiritual”, por parte de los grupos subalternos, permitió la escucha de individuos como Juan Ventura. De este modo, las devo-ciones indígenas dibujaron una redefinición de lo “sobrenatural cristiano”.

Pero esta relación de los indios con Dios, santos, ángeles y almas de difuntos no era del todo novedosa. Algunos misioneros habían denunciado los abusos en que los indios incurrían al pretender un acceso directo a lo sobrenatural9. Pero no hay que ver en esto sólo una responsabilidad de los indios. Aunque desde el I Concilio Limense (1551) se había puesto especial cuidado en la nece-sidad de uniformar la prédica, sobre todo en lo concerniente a la doctrina y la plática que se dirigía a los indios, para evitar que éstos pensasen “que en las cosas de nuestra fé hay mudanza, o que se les ensenaban novedades” (I Concilio Limense, Constitución 1ª, foja 26v. en Vargas Ugarte 1951: 7). No obstante, nada impide suponer que, a pesar del control gradual que el poder diocesano tendrá en lo concerniente a la estandarización de la prédica, sobre todo a partir del III Concilio Limense (1583), la devoción siguiera otros trayectos, alentada, paradójicamente, por el propio celo de la enseñanza pastoral. Precisamente, el Sermonario del III Concilio (1585) insistía

8 Aquí se han retomado, aunque libremente, las conside-raciones de Duméry sobre la relación entre fenomenología y religión (Duméry 1962: 72).9 Así lo reconocía, por ejemplo, el Padre Alonso de Bar-zana, en carta fechada en 8 de septiembre de 1594, en la que denunciaba que “algunos indios y indias u otro que se habia fingido un alma que venía del otro mundo a decir cosas a los indios, y otro que se había fingido un ángel que venía a revelar misterios; otra india que había muerto dos veces y resucitado otras dos, a la cual venían diversos santos del cielo a hablarla”. Jiménez de la Espada (1965 tomo II: 79-80).

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en la idea de que los contenidos del sermón debían ser platicados por los indios:

Rogad a Dios, hijos mios, que ponga en vuestros coracones desseo de oyr la palabra de Dios que os he de dezir, y que a mi me de gracia por enseñaros bien, que os va la saluacio en ello, y venid para el sermon siguiente muy atentos, y agora platicad entre vosotros estas cosas que os he contado de Iesu Christo nuestro Senor10.

En la línea rigorista que el III Concilio recogía de las directrices de Trento, esta afirmación no admitía más que una sola interpretación: los indios debían platicar lo dicho en el sermón y de modo alguno los contenidos debían ser objeto de interpretación o de disputa. Se trataba de una pedagogía que apuntaba tanto al reforzamiento de los contenidos doctrinarios como al control comunitario sobre los mismos. Se esperaba también que la plática, en este caso de la vida de Jesucristo, alentara una forma de devoción específica, barroca como se convendrá en llamarla más tarde, pero cuyos desbordes no era seguro que pudiesen evitarse:

Y mirad en la Yglesia la ymagen del crucifixo, y hincadas las rodillas adoralda, y hablando con Iesu Christo vuestro Dios y Redemptor, q estuuo en la cruz, como aquella ymagen os representa, herid vuestro pecho, y con mucho dolor y lagrimas dezid. Senor mio Iesu Christo hijo de Dios vino, que hiziste hobre, y moriste en la cruz por mi peccador; perdona por tu sangre todos mis peccados, y hazme buen christiano, y que sea yo hijo obediente, y oyga a tu palabra, y la entienda y guarde11.

Así como la plática de los indios podía con-ducir hacia otros canales, esta insistencia que los indios hablasen con Jesucristo, hiriéndose en el pecho, y el lugar que en ella ocupa su imagen (y las imágenes en general), también podía desembocar en la comprensión de una naturalización de lo sobrenatural, de su presencia cotidiana y, por tanto, podía abrir, contra toda presuposición, un nuevo horizonte.

10 Thercero Cathecismo (1585: 22).11 Thercero Cathecismo (1585: 23).

Probablemente, estas prácticas abrieron, en distintas coyunturas y bajo diferentes mo-dalidades, aquello que la ortodoxia católica denominó como idolatrías y supersticiones. Y, muy posiblemente, fueron las mismas pláticas el origen de las prácticas poco ortodoxa de los indios, arriesgándose por otros caminos de devoción.

Unos veinte años antes del proceso contra Juan Ventura, en 1680, en la villa de Oruro se había realizado un juicio contra los indios Martín Nina y Domingo Ramos que habían sido acusados de ser “hilsa conbocandolos a haser y executar diferentes enbustes y supersticiones con pretexto de actos de debocion y con este tan exemplar pernisioso en otros parajes otros yndios se van”12. De este modo, los “actos de devoción”, alentados por los indios “hilsa”, eran presen-tados como pretextos para introducir “embustes y supersticiones”, obliterándose las relaciones que éstos guardaban con una modalidad in-dígena de relación con lo sagrado cristiano. Aunque se redujeron las penas dadas a los indios, de doscientos a cien azotes y de seis a dos años de trabajo en la casa de Moneda de Potosí, se justificaban las fuertes medidas represivas tomadas contra estos indios “ya que en otros parajes se an ydo introduciendo yndios en este genero de delito tan escandaloso y que para ataxarlo es presisso remedio eficas”13. Estos acontecimientos estaban próximos a los años en que Juan Ventura afirmaba haberse encontrado con el apóstol Santiago, y de haber recibido de él las virtudes curativas. Si él era uno de los tantos indios que, en otros parajes, según se denunciaba, se había introducido en ese “genero de delito tan escandaloso”, no es algo de lo que se pueda estar cierto.

Pero este dato permite intuir que el caso de Juan Ventura no es raro, y se inscribe en una cierta modalidad indígena de devoción y de relación con lo sobrenatural cristiano. Y no resultaría pertinente la afirmación de Gisbert quien, después de analizar este mismo caso,

12 ABNB, “Juicio Criminal contra Domingo, indio, por haberse dado a conocer como Hilza entre los suyos”, EC 1680 Nº 41, foja 2r.13 ABNB, EC 1680 Nº 41, foja 4r.

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aunque lo fechó en 1780, concluye que se tra-taba de un caso abortado de “devoción popular por obra de un indio reputado como hechicero y falso profeta capaz de convocar a muchos indios desde diferentes parajes”. Y agregaba que estos sucesos mezclaban credulidad, fraude y beneficios económicos y “un sustrato de la antigua idolatría que había condicionado a los indígenas a suponer posibles aparicio-nes por intermedio de un ‘profeta’” (Gisbert 2003: 231)14.

La lejanía de los parajes dificultaba la regu-laridad de la actividad pastoral e impedía el acceso de los indios al pasto espiritual. En personajes como Juan Ventura, los indíge-nas vieron una posibilidad de acceso a ese mundo sobrenatural largamente descrito en los sermones de los curas, en las pinturas y en las imágenes que poblaban cada una de las iglesias. Las propagadas virtudes del indio Juan Ventura contribuían a esa poco ortodoxa pretensión suya de presentarse como “hijo de Santiago” y de que los indios “le tubiesen por santo, por padre”, según lo declaraba en su confesión15.

Dios, los santos y la muerte

Juan Ventura había llegado el trece de agosto de 1708 al paraje de Chalcha; lo hacía tras

14 El proceso mencionado por Gisbert se encuentra en el Archivo Histórico Judicial de Oruro y, de acuerdo a nuestra lectura de los procesos judiciales, la fecha con-signada por la autora es incorrecta. Además, se trata del mismo juicio de 1680 realizado contra los indios Martín Nina y Domingo Ramírez. El análisis de estos procesos forma parte de una tesis doctoral en curso. 15 El Primer Sínodo Platense advertía a los curas de indios que tuviesen sumo cuidado de “que en la dicha Provincia de los Carangas no sean admitidos forasteros o advenedizos y particularmente Collas viejos e indios de Condesuyo, porque fingen ser médicos y que saben curar y estos son los que siembran entre los dias muchas hechicerias y los que consultan al demonio” (Méndez de Tiedra [1619-1620] 2002: 14). A pesar de las simpatías de Guamán Poma por los discursos de extirpación de idolatrías, considera que no todos los indios e indias que sostienen curar y sanar sean supersticiosos sino que hombres de una profunda y sincera devoción cristiana, observando, además, que son los curas, corregidores e incluso los propios indios quienes les ponen pleito y “les llaman hechiseros” (Guamán Poma 1987: 884-886).

haberse celebrado, con una semana de dife-rencia, y en todas las iglesias del Virreinato, las fiestas de Santiago el Mayor (25 de julio) y la de San Pedro (1 de agosto); y unos días antes de celebrarse la Ascensión de la Virgen a los Cielos (15 de agosto). La fiesta de San Santiago daba inicio a la siembra del maíz. Y el mes de agosto, que inauguraba la festividad del Portero Celestial, patrono de la capilla de Chalcha, era considerado por Guamán Poma como un mes en que “no anda enfermedades ni pestilencia y la comida uarato” (Guamán Poma 1987: 1227).

Un hombre de las cualidades de Juan Ventura no debió haber sido un desconocido para quienes habitaban y asistían al mencionado paraje, porque no dudaron, en ningún mo-mento, de su extraña presentación, más aún consintieron a sus requerimientos:

Llego al paraje de chalcha a donde hasiste este Declarante con otros yndios y yndias A quienes les Dijo el dicho Juan Bentura que le linpiasen y desocupasen una Casa Porque benia con Dios y que se juntasen todos que Dios les hablaria a la medianoche y que con efecto los Dichos yndios e yndias hasi lo hicieron16.

Un “enviado de Dios”, o Dios mismo, según el testimonio de la alférez Micaela Colque, era la forma en que se presentaba Juan Ventura. Ninguno de los tres testigos, citados a declarar por el juez eclesiástico, pareció cuestionar las pretensiones de Juan Ventura; más aún, no hubo ni la más mínima resistencia a su pedi-mento. La casa fue desocupada y limpiada para que la ocupase Juan Ventura, con el secreto convencimiento de que a medianoche “Dios les hablaria”. Durante tres noches, los indios concurrieron y comprobaron por sí mismos que Dios no resultaba ser tan ajeno. Pero la concurrencia no se restringió a los habitantes del paraje. La noticia de la presencia del “en-viado de Dios” llegó rápidamente al cercano pueblo de Milloma, por lo que “concurrieron mucho mas yndios e yndias del Pueblo”.

16 ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, foja 2r.

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Cerca de la medianoche del día miércoles, un grupo de ocho o nueve personas se reunía en la casa en que se hospedaba Juan Ventura. En la oscuridad de la habitación, los indios le oyeron decir al enviado:

señor ya benir a ver a tu hijo y crigatura y Al mismo tiempo oyeron Ruido como que bajaua del techo Alguna Persona sonando como cascabel o una campanilla pequeña y que les saludo y hablo a todos Por sus mismos nonbres Condiferente eco y bos17.

La diferencia en el eco y la voz probaba que alguien distinto de Juan Ventura hablaba. ¿Sospecharían los indios algún modo de engaño o fingimiento? ¿O habrán visto en el ventrilocuismo un don más? La india Juana Micaela que, de acuerdo a su testimonio, había ido a visitar a unos parientes que vivían en el paraje, se encontraba durmiendo la noche del viernes, y fue despertada por el ruido que hacían los indios. Los siguió hasta la casa de Juan Ventura e ingresó cuando todos estaban reunidos y a oscuras. Ella se sorprendió que la voz le nombrase “por su nombre sin conocerla, pues habia llegado cuando estaba oscuro”18.

Los indios tuvieron la sensación de que el bulto había descendido, al mismo tiempo que la voz les preguntaba “con que lo espera-ban y que le presentauan”. Los concurrentes le presentaron “unas flores”, y aquella voz les pidió medio real que le fue entregado; y estando arrodillados “sintieron que les echauan como cuando hasen el aspergez de Agua”19. Juan Ventura permanecía sentado, mientras oían el mismo ruido de campanilla “como que bolaua un alcon por ensima de sus cabezas lo qual les dijo el dho Juan Bentura que era que Dios les echaua la Bendision, mas que aquella bos que oyan les dijo le llamasen San Phelipe y Santiago”20.

Otro ruido les indicaba que alguna otra perso-na descendía del techo. A los santos Felipe y Santiago se unía la mismísima muerte, a quien

17 ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, 1708, Nº 2, foja 2 r.18 ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, 1708, Nº 2, foja 4v.19 ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, Nº 2, foja 2r.20 ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, Nº 2, foja 2v.

los indios podían dirigirse como Sebastián y preguntarle “por el alma de qualquiera de sus difuntos y que haria que luego al punto apareciese la dicha Alma”. No dudó mucho uno de los asistentes, quien le solicitó trajese el alma de su padre ya difunto:

y que sintieron Ruido como que entraua otra Persona y que le dijo que ay hijo Andres como te ba as llorado mucho por mi, A lo qual le respondio el dicho yndio que si que Para que lo auia engendrado Para que Padesiese en este mundo tantos trabajos que le dijo la misma Alma ya es Presiso que los padescas Para que soltaste a Vuestra Madre que a Poco que murio21.

Por su parte, la nuera de Micaela Colque pidió al compadre Sebastián que le trajese las almas de su padre y madre:

Y que dijo ya estaban alli y empezaron a llorar y le dijeron a la dicha su nuera llamada Juanita que ai hija pasais muchos trauajos con que me esperai a lo qual le dijo la dha su nueras con este medio Real no mas y que el dicho medio Real lo reziuio el Yndio Juan Bentura y despues oio que le dijeron Dios te lo pague a Dios estense uien no mas, [...] y que la dicha su nuera les puso a las almas de sus Padres en un plato para que comiesen un poco de arina que llaman piri y unos guebos duros para que comiesen22.

¿Qué o quién es esta muerte? La doctrina tridentina había insistido que de todas las cosas humanas ninguna había de temer tanto como la muerte, pero debía ser tomada con serenidad (Catecismo 1860: 306-307). El “golpe de la muerte”, esa “sentencia dada contra todo el género humano”, según la expresión de Fray Luis de Granada, llevaba al cuerpo “a ser manjar de gusanos” y al alma, “que entonces esta dentro del cuerpo, y de ahí a dos horas no sabes donde estaré” (De Granada 1948:17). Pero mientras aún permanecía dentro del cuerpo, era preciso que se hiciera un esfuerzo por salvarla porque en la hora de la muerte el demonio “echa todo su esfuerzo con mas furia

21 ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, 1708, Nº 2, foja 2v.22 ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, 1708, Nº 2, foja 4r.

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por perdernos del todo, y arrancarnos, si le fuera posible, la esperanza en la misericordia de Dios” (Catecismo 1860:307).

Pero la muerte estaba en referencia a un estado fundamental en el proceso de salva-ción del alma, y de modo alguno remitía a una entidad. Aunque, para efecto didáctico, se representaba de modo alegórico23. Tal vez, la representación de ella, en algunos murales de iglesias coloniales, pudo haber desembo-cado en una concepción no alegórica de la muerte que se alejó de las consideraciones teológicas. En la descripción de los testigos, la muerte mantiene un parentesco espiritual con Juan Ventura, y tiene una denominación masculina, pues éste la presenta como su compadre Sebastián. Pero la elaboración da un paso más al incluirla dentro de una geografía sobrenatural: la muerte desciende de lo alto, lo mismo que Dios y los Santos.

Ahora bien, ¿cómo explicar este alejamiento del discurso teológico que había insistido en la separación de cuerpo y alma, en la sobre-valoración del alma y en la devaluación de cualquier otra consideración? Delumeau ha afirmado, respecto de los aparecidos, que si bien habían sido rechazados como un error por el discurso teológico, no obstante, para efecto de la pedagogía pastoral se les consi-deraba a la hora de articular un discurso sobre la salvación: “Los aparecidos vienen a instruir a la Iglesia militante, a pedir plegarias que los liberen del purgatorio o a amonestar a los vivientes para que vivan mejor” (Delumeau 2002: 125). Había pues una concepción ampliamente difundida respecto de almas que seguían vinculadas con el mundo de los vivos. Y esto no es una particularidad del mundo europeo. Mutatis mutandi, las tradiciones andinas se

23 La iconografía que representa a la muerte se define y difunde en Europa desde el siglo XIV y adquiere mayor intensidad en el siglo XVIII, aunque desde el siglo XIII se encuentran las primeras personificaciones. En las primeras representaciones se encontraba privada del sentido de lo macabro, “entonces era una realidad que acompañaba la conciencia de la muerte unida a la creen-cia de la inmortalidad”. No se trataba entonces de una presencia negativa o aterradora “sino como lo ineluctable del tiempo y del final” (Giorgi 2004: 172).

habían articulado bajo la consideración de un mundo de los antepasados que no se diso-ciaba del mundo de los vivos. Por otra parte, los sermones pastorales habían insistido en la noción de que se podía ayudar en la salva-ción de las almas del purgatorio. Y circulaban también aquellas consideraciones sobre almas que volvían del más allá para responder los cuestionamientos cotidianos24.

En el testimonio se describe una escena de ofrecimiento de harina y huevos duros, que podría corresponder a la antigua costumbre de alimentar a las huacas de los antepasados. Duviols señaló que los indígenas suplicaban a sus parientes que no dejasen sus cuer-pos “aplastados, pudriéndose, bajo el pavimento de las iglesias o la tierra de los camposantos”, sosteniendo que la conservación íntegra del cadáver “era un elemento importante de las creencias escatológicas autóctonas y del culto de los muertos” (Duviols 2003:52). De acuerdo a Duviols, la destrucción del cadáver rompía el equilibrio necesario para mantener el ciclo de las estaciones, las tierras y los animales. De ahí entonces que se pueda comprender la indicación del Segundo Concilio respecto de que algunos indios principales, “escasos en la fe, y erróneamente influenciados”, pres-cribiesen, en sus testamentos, que no fuesen sepultados en las iglesias sino que fueran llevados “a los sepulcros de sus parientes y de sus antepasados”.

El celoso extirpador de idolatrías, Pablo de Arriaga, observaba que este era uno de los mayores abusos que cometían los indios, quienes argüían que lo hacían por “Cuyaspa, por el amor que les tienen, porque dizen, que

24 Fernández (2004) señala que, entre los aymara del altiplano boliviano, el término castellano “alma” se aplica sólo a los espíritus difuntos. Las entidades anímicas de los seres humanos (ajayu, animu y kuraji) reciben la denominación genérica de ch’wi (sombra). Por su parte, en un testimonio recolectado por Monast se afirma que los hombres tienen tres almas, aunque no se dan sus nombres, pero se indica que cuando “morimos, una se va al cielo, otra queda en el cementerio donde el cuerpo está enterrado, y castigará a los parientes si actúan con negligencia hacia ella. La última se encarna en un animal […] ” (Monast 1972: 45).

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los muertos están en la iglesia con mucha pena apretados con tierras, y que en el campo estan al ayre, y no enterrados estan con mas descanso” (Arriaga [1621]1920: 23).

Las disposiciones conciliares habían insistido sobre este punto prohibiendo que los indios enterrasen, de acuerdo a la antigua costum-bre, el cuerpo de los difuntos con “alimentos, bebidas y vestimentas, y otras cosas similares, considerando que las van a usar después de la muerte”25. De Acosta observaba que los indios seguían aún practicando ciertas supersticiones con los muertos, como era el desenterrar a los difuntos de las iglesias y cementerios, para llevarlos a cerros, quebradas o a sus propias casas, para darles de comer y beber.

En los aniversarios de los difuntos les llevaban comida, bebidas y ropas, bajo la creencia que les era menester a unas ánimas que “andan vagando, y que sienten frio y sed, y hambre y trabajo” (Acosta [1596] 1987: 325-326). Una cuestión también observada por Arriaga ([1621] 1920: 25). Por su parte, Calancha señalaba que los indios seguían ofreciendo, incluso a sus di-funtos bautizados, “cantaros de chicha i comida, cantandoles tonadas lamentosas”, sugiriendo que su puntualidad en la conmemoración del día de los santos difuntos guardaba relación con supersticiones de la gentilidad. Agregando que “muchos creían que los difuntos andavan solitarios i vagos por este mundo, padeciendo ambre, sed, frío, calor i cansacios, i que esas son las fantasmas que andan pidiendo socorro a sus parientes o familias”; citando a San Agustín, reprobaba como un “Error bárbaro, i perniciosa locura” el que “las ánimas fuera de sus cuerpos, puedan apetecer materiales comidas” (Calancha [1638] 1976 tomo III: 855).

25 II Concilium, 1567-1568, Constitutio 102, en Vargas Ugarte (1951: 208). Se ha señalado el lugar que ocupaban los tejidos (vestimenta) en la muerte. Murra llamaba la atención, por su parte, sobre la función de la identificación simbólica entre persona y prenda, indicando que, en el área del Cuzco, los amigos y parientes del difunto cele-braban el p’accha-t’aqsay (lavado ceremonial de la ropa del difunto), “para salvar el peligro de que el muerto regrese si alguna se queda sin lavar” (Murra 2002: 158).

Sin embargo, y a pesar que la ortodoxia colo-nial no compartía el hecho de que las almas requiriesen de sustentos materiales, no debe desconocerse el impacto que pudo haber tenido, en su redefinición, la propia práctica pastoral a través de ciertos rituales como la misa de ánimas o la celebración del día de los Santos Difuntos y, sobre todo, con las ofrendas que se colocaban en las sepulturas. El propio de Acosta señalaba, haciéndose eco de las disposiciones conciliares, que debía conven-cerse a los indios que aquellas ofrendas “no son comida ni bebida de las ánimas, sino de los pobres o de los ministros, y solo Dios es el que en la otra vida sustenta a las animas, pues no comen ni beben cosa corporal”; censurando, además, que ese “uso santo” se convirtiese “en supersticion gentílica, como muchos lo hacen” (Acosta [1596] 1987: 326).

No obstante, lo que Acosta consideró como una distorsión de un “uso santo”, que ocul-taba una “superstición gentílica”, estaba en el centro de las modalidades de apropiación que ciertos individuos o colectivos indígenas hicieron de la prédica colonial.

El interés de Acosta estaba dirigido, pre-cisamente, a extremar el control sobre la feligresía indígena, y a impedir cualquier tipo de desviación doctrinaria, particularmente en lo referido a la muerte dada la relación de ésta con prácticas prehispánicas. Si bien el sacerdote, y con él la iglesia, mantuvo el papel de intermediario exclusivo con las almas de los difuntos, esto no fue obstáculo para que las poblaciones indígenas reelaboraron los contenidos de la prédica misional sobre la muerte.

Un estudio contemporáneo pone en escena esas apropiaciones coloniales. Robin Azevedo (2004) ha demostrado, a través del análisis de relatos escatológicos individuales provenien-tes de dos comunidades campesinas quechua hablantes del Departamento del Cuzco, que el imaginario sobre el más allá contenido en dichos relatos no puede desvincularse de las políticas evangelizadoras coloniales. En su análisis de las representaciones actuales del viaje póstumo del alma, concluye que

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éstos no están impregnados de conceptos prehispánicos, sino que de la idea católica del purgatorio expandida durante el período colonial.

La representación del purgatorio pudo haber permitido invertir el propio culto a los ances-tros de raíz prehispánica. Los muertos que se celebran en la fiesta de Todos los Santos participan de los bienes del paraíso, por lo que su regreso, en dicha fiesta, permite “proveer a los vivos una parte de los bienes que rebosan en el paraíso del que vienen” (Robin Azevedo 2004: 170)26.

Estas particulares modificaciones indígenas aprovecharon el hecho de que durante gran parte del año la feligresía no contaba con la presencia de sus curas doctrineros, dada la lejanía de los asentamientos y la dispersión de la población. En esos lugares debieron haber jugado un rol destacado sacristanes, cantores, alférez y otros indios devotos que reprodujeron, no sin riesgos, la fe y la devo-ción. Precisamente, uno de los entusiastas participantes en las “misas” de Juan Ventura fue la alférez María Colque acompañada por su nuera, quien escuchó atentamente la indicación de sacar el “pendón de plata” el día de la fiesta que le correspondía, para luego seguir escuchando, en la improvisada capilla, las voces de Dios y el Compadre Sebastián. Y no tuvo inconveniente alguno, la dicha india y los demás participantes, en ir a limpiar la iglesia ante la solicitud del patrono San Pedro.

26 De acuerdo a Robin Azevedo, en la celebración de la fiesta de Todos los Santos el sacerdote se veía obligado a orar por todos aquellos difuntos cuyos nombres ha-bían sido anotados previamente. Pero los participantes, cuyos difuntos no habían sido nombrados, le exigieron que fuesen también pronunciados los nombres de sus difuntos. La autora ve en esto la “eficacia simbólica” que le es acordada a la palabra del sacerdote, y el carácter performativo de la misma, en la medida que la mención del nombre del difunto permite un lazo más profundo con su alma, asegurando, de este modo, la venida de los muertos a la tierra. Esto es más perceptible en las oraciones que se realizan en el cementerio. Allí las oraciones y las ofrendas realizadas, entregadas en cada sepultura, podían durar varias horas (Robin Azevedo 2004: 168-169).

Esos diálogos de Juan Ventura con Dios, los santos y la muerte, que la improvisada feligresía escuchaba, y en los que tenía la oportunidad de intervenir, confirmaban la fama de hombre santo o virtuoso que rodeaba al indio forastero.

Virtudes, gloria, imágenes y prédica

La fama de Juan Ventura se había extendido por Oruro, Moromarca, Guacoimas, Colpa y Guanuma, y, según su propia declara-ción, “todos los Yndios de estos parajes lo tenian por su Dios”27.

Su prestigio descansaba no sólo en ese vínculo secreto que mantenía con Dios, los santos y la muerte, sino que en las otras virtudes que emanaban de ese espacio sobrenatural. Con la saliva sanaba accidentes y enfermedades, además tenía la virtud de adivinar lo que se perdía y de curar maleficios.

No se debe desconocer el hecho que la prédica misionera vinculó estrechamente enfermedad y pecado, retomando la noción agustiniana del pecado como enfermedad, alentando, de este modo, una redefinición de las prácticas medicinales indígenas. Incluso el propio sa-cerdote era presentado en el Sermonario de 1585 como un juez y médico espiritual.

La relación que se pudo haber establecido entre las prácticas de devoción y de curación, o de sanación en el más amplio sentido, debió haber retomado la asociación del cura como médico y la enfermedad como pecado. Por lo que no era de extrañar que, entre los indios curanderos (o yatiri), la curación fuese concebida como un acto eminentemente devocional.

El juez eclesiástico no se equivocó en acusar a Juan Ventura de pretender decir misa y predicar a los indios, pues los ritos que rea-lizaba habían retomado ciertos aspectos de la liturgia cristiana. Observemos detenidamente las acciones descritas por los testigos:

27 ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, 1708, Nº 2, foja 8r.

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Agustin Yugura Micaela Colque Juana Micaela

1) Invocación a Dios: “Senor ya benir a ver a tu hijo y criagtura”.

2) Descenso desde el techo, acom-pañado del ruido de campanilla o cascabel.

3) Saludos y denominación de cada uno de los participantes.

4) Ofrendas: “Con que le espe ra-ban”.

5) Entrega de ofrendas: “unas flores (medio real) que le dieron”.

6) Los indios permanecían arrodi-llados: “sintieron que les echauan como quando hasen el asperges de Agua”.

7) Ruido de campanilla o cascabel.8) Un “alcon” volaba por sobre las

cabezas: “que era que Dios les echaua la bendision”.

9) Descenso de San Felipe y San Santiago.

10) Descenso de la muerte llamado Compadre Sebastián.

11) El compadre Sebastián traía las almas de los difuntos ante la solicitud de los participantes.

12) Despedida y ascenso.

1) Descenso de un ruido desde lo alto del techo.

2) Una “voz muy sutil y delicada”, los nombro y saludo: “ay hijos como bes Yo sois buestro Padre”.

3) Se dirigió a la alferez: “el dia de tu fiesta sacaris Pendon de Plata”.

4) Descenso del Compadre Sebas-tián.

5) Ofrendas: “con me esperais o presentais” (Las voces de Dios y la muerte).

6) Entrega de ofrendas:”con estas flores”.

7) Su nuera solicita a Sebastián le traiga el alma de su padre. El alma: “ay hija pasais muchos trauajos con que me esperais ... con este medio real”... “Dios te lo pague a Dios estense uien no mas”.

8) El indio Andres pide le trajese el alma de su padre. El alma: “ai hijo como estas con que me es-peras, y que tambien le dio medio Real”.

9) La nuera coloca harina y huevos duros para que lo comiesen las almas.

10) San Pedro se queja que la iglesia está sucia.

11) Estando de rodillas, pasó por encima de el los la voz de Dios, sonando la campanilla y aspergándolos.

12) La muerte se fue haciendo ruido.

13) Ventura colocó en un plato lumbre y echó una resina olorosa, ahumándose el q’ipi que tenía envuelto con un arco de flores.

1) Oyo un ruido que venía por el aire y fuera de la casa una campanilla, que bajó del techo “y se puso sobre un Altar” que tenía “un emboltorio o quipe”.

2) La mujer de Ventura saludó a l “ r u i d o ” e n l a l e n g u a aymara: “Señor bienbenido que bagais de Vuestra gloria a ver estos tus hijos”. Lo mismo hizo Ventura.

3) Saludos y Ofrendas.4) Descenso del Compadre, di-

ciendo “que el era la Justicia del sielo que tenia bara de oro y la justicia de la tierra que tenia bara de plata”.

5) Preguntó por su hijo muerto, y le fue dicho “questaba en el sielo echo ortelano”.

6) La muerte les pidió “enmendarse y aboreser [sic] la culpa y la escupiesen”.

7) Bendición.8) Se les ordenó “pusiesen en un jaro

nuevo sin estrenar agua y por la mañana biuiesen de ella”.

9) [Día sábado] Descenso de la Virgen María y San Pedro “Portero del sielo”. Dios les “mando que en qualquiera parte o serro que estubiesen lo llamasen y le pidie-sen lo que ubiesen menester y lo llamasen San fhelipe y Santiago”. Se despidieron, y San Pedro les mando que barriesen la capilla y el patio.

Fuente: ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, 1708, Nº 42, fojas 1v-5v.

Aunque se trataba de una reelaboración bas-tante peculiar, el rito no carece de arbitrariedad, más bien se ha retomado una cuestión central para los indios: asegurar el acceso al “pasto espiritual” y, a través de él, a la gloria.

Los encuentros transcurrieron, durante todos los días, en la medianoche. La noche no tenía nada de aterradora o diabólica, en ella hacían su aparición Dios, los Santos y las almas difuntas, es decir, de quienes dependía el amparo y la protección de los vivos. En un sentido general, “la noche presenta un doble

aspecto, el de las tinieblas donde fermenta el devenir y el de la preparación activa del nuevo día, donde brotará la luz de la vida” (Chevalier 1991:754). El que la noche fuese revestida del significado de “fertilidad, vir-tualidad y simiente” (Cirlot 2003:332) permite comprender el hecho de que los cultos de la tierra y de los muertos se realizasen durante su transcurso. En el propio cristianismo, la fiesta de la noche pascual “es el punto cru-cial del año eclesiástico con la bendición del fuego, de los cirios y del agua del bautismo [...] aquí se encuentra en primer término la

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alegría que precede al amanecer del día de la Resurrección” (Biedermann 1993:322).

El conocimiento de Juan Ventura provenía de ese espacio de la noche. Y el acceso a este es-pacio le era permitido por la muerte simbólica, provocada por el rayo, y su renacimiento como hijo de Santiago28. El parentesco con Santiago el Mayor le aseguraba el vínculo con una “hie-rofanía cosmográfica”, que el documento no permite establecer de manera categórica, pero que se esboza en su relación con el “portero del cielo”, el apóstol San Pedro, y con la capacidad que tenía para invocar a las potencias que des-cienden de él. Pero también las invocaciones y los movimientos de los seres celestiales son siempre acompañados por el ruido de una campanilla. En una primera aproximación, el uso de esta campanilla se emparenta con el simbolismo de la campana, y, por tanto, con el poder creador que le era asociado a ésta, del mismo modo que su forma la relacionaba con la bóveda celeste (Cirlot 2003:124).

De ahí que las campanas, y sus formas de-rivadas, permitiesen convocar “a los seres sobrenaturales como también a los humanos”, y, además, dada esta conexión, fuesen uti-lizadas para expulsar a los malos espíritus (Biedermann 1993: 85-86).

Pero también la luminosidad del rayo puede ser asociada con el sentido luminoso de la Gloria, que está ampliamente divulgada en la tradición vetero y novotestamentaria. De ahí que, en una de las invocaciones, Dios descienda de su Gloria y pueda ser invocado desde allí por los oficiantes. Además, habría

28 En la tradición veterotestamentaria, el rayo-relámpa-go “simboliza la chispa de la vida y el poder fertilizante. Es el fuego celeste de inmensa fuerza y temible rapidez: puede ser benéfico o nefasto. El término hebreo se traduce indiferentemente por relámpago o por luz en el relato de la creación. El relámpago se compara a la emisión del esperma, simboliza el acto viril de Dios en la creación. En un sentido idéntico una Voz anuncia (Sal 29,7) que ‘el Senor lanza relámpago’. Cuando Dios habla está rodeado por el ruido del trueno y la luz de los relámpagos (Éx 19,16-18). El Dios bíblico es un Dios de los relámpagos y también del fuego. Según Job, el relámpago es la herramienta empleada por Dios (37,3-4. 11-13)” (Chevalier 1991: 870).

que agregar que la “enfermedad de gloria”, que es producida por el rayo, es parte de la iniciación de los yatiri actuales, y se encuentra consignado en los textos coloniales29.

Pero la gloria tenía un significado específico para la doctrina cristiana:

Los que son hijos de Dios y estan señalados con su señal, que es el agua del bautismo, y guardan todo lo que el manda, cuando mueren, sus animas van al cielo con el, donde estaran para siempre en muy gran gloria y alegria, sin jamas tener hambre ni sed, ni frio, ni cansancio, ni calor, ni envejeceran ni enfermaran ni moriran ni les faltara alli nada de todo lo que quisieren, y esto llamamos gloria y bienaventuranza30

Este significado, atribuido a la gloria, permite comprender las asociaciones que se derivan de la “hierofanía cosmográfica” en la que se inscribía Juan Ventura; y permite explicar, por otra parte, tanto las virtudes que se le atribuían, particularmente respecto de la cura de enfermedades, como la de asegurar el acceso a un espacio de la abundancia y la bienaventuranza. En ese proceso él no estaba solo, mantenía una estrecha relación con otros Santos.

Tal era el caso de San Felipe y San Santiago y San Antonio. Sobre este último no se especi-fica si es San Antonio Abad o San Antonio de Padua, ambos santos están asociados a la cura de enfermedades, y el primero tiene, entre sus atributos, “una campanilla para ahuyentar los demonios” (Montreal 2000: 192), lo que permite

29 Véase Arriaga (1968). Los yatiri quechua, entrevista-dos por Lazo, sostienen que la “enfermedad de gloria” es provocada por el rayo, es decir, “el Señor Santiago hondea para hacer su ministro”. Aunque los entrevis-tados señalan que el “Tata gloria castiga, algunos los mata, otros sobreviven” (Lazo 1999:44). Como bien lo ha señalado Taylor, relatos como el último citado evidencian la influencia de los exempla coloniales en la tradición oral andina. Un exempla de Pedro Pablo, redactado para alentar la devoción a la misa, describe el diálogo de los rayos y de la muerte que dan a un joven poco piadoso, y de la salvación que hacen del buen cristiano (Taylor 2002: 22). 30 Primer Concilio Limense, Constitución 38ª, en Vargas (1951: 29). Las cursivas nuestras.

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ampliar el significado que anteriormente se le ha atribuido. Sin desconocer el hecho que se trata de un instrumento utilizado en la liturgia, habría que sostener que el uso que hace Ventura, si el San Antonio aludido fuese Antonio Abad, permite visualizar el recurso a otros modelos de virtud. En el caso de los mencionados San Felipe y Santiago, habrá que señalar que este último corresponde a Santiago el Menor, y probablemente no fue suficientemente diferenciado por Ventura.

¿Por qué fueron incorporados esos Santos? En primer lugar, porque su culto se encuentra asociado en retablos comunes y, además, porque su fiesta se realiza el mismo día (3 de mayo. 1 de mayo [Guamán Poma]). Pero esto no es todo. La conexión de Ventura con los mencionados santos debe buscarse en San Felipe, por cuanto la tradición lo había vinculado con la resurrección de muertos31.

La presencia de la Virgen, cuya imagen portaba Ventura, refuerza el vínculo de Ventura con las potencias celestes y permite comprender más adecuadamente la realización nocturna del ritual. En las noches de conjunción y de luna nueva se realizaba un culto a la luna, que se registra en el período colonial. La imagen de la Virgen se impuso en lugares asociados a dichos cultos, como el que se señala más abajo, retomando la asociación cristiana entre la Virgen y la Luna. Se concibe que esta última da luz a la noche, recibiéndola del Sol, del mismo modo que la “Virgen santísima recibió lunbre de la gracia, que el mundo no la podía recebir por su indignidad, i nos la comunica a nosotros para darnos la luz quando el Sol diuino nos la niega, porque ponemos entre él i nosotros cosas de tierra, culpas i pecados” (Calancha 1978 Tomo V: 1983)32. Se señalaba también

31 “De su leyenda, los artistas han recogido especial-mente la aparición de un dragón que mata a tres de los que obligaban a Felipe a hacer sacrificio al dios Marte, episodio al que sigue la resurrección de estos muertos por intercesión del apóstol, la fuga del dragón y la des-trucción del ídolo” (Montreal 2000:266).32 Guamán Poma recoge la tradición según la cual la luna “es muger y señora del sol”, agregando que, en los eclipses lunares, las indias gritaban: “Madre luna (Killa mama), no te enfermes, no te mueras; nuestros esposos, nuestros

que el día de la Asunción, cuya festividad se celebraba en los días que Ventura predicaba a los indios, la Virgen:

cogió las llaves de la omnipotencia de Dios para obrar a su gusto en la naturaleza, en los elementos, en los cuerpos i en las ánimas, encerrando con tres llaves la justicia, i de-jando abiertas las puertas, i las cajas de la misericordia, dando diluvios de luz en rayos espirituales i milagros continuos33.

La presencia de la Virgen sacralizaba la noche, y era el momento propicio para acceder, por su intervención, a la luz divina. Pero las ceremonias nocturnas de los indios habían sido lo suficientemente denostadas –por las disposiciones conciliares y sinodales– como juntas de idólatras y adoradores del demonio, siguiendo las ya asentadas representaciones demonológicas europeas, por lo que resultaba difícil, para un observador como el cura, com-prender el significado que tuvo la noche para las manifestaciones indígenas coloniales.

Dios, los Santos y la muerte descendían hasta un altar en el que estaba situado un q’ipi que contenía coca y sahumerio y que se hallaba rodeado por una corona de flores. De acuerdo al testimonio de Ventura, estos “arcos de flores” los colocaba por las “reliquias que ai dentro del dicho quipu [sic]”. Las flores no son un mero adorno, sino que un ornamentum, es decir, aquello que realza las cualidades del lugar, del objeto o de la persona. Las cualidades que se realzaban eran precisamente las de las reliquias que estaban dentro del q’ipi34: la coca y el sahumerio, el alimento que Ventura entregaba a los seres celestiales. Por lo que las flores connotaban la naturaleza celestial del altar o, más adecuadamente, éste era

varones, los que nos pegan, los que nos riñen” (Guamán Poma 1987: 968). Una descripción similar, pero del siglo IX, es descrita por el arzobispo de Maguncia, quien sostiene que en una noche de eclipse de luna fue despertado por un griterío con el cual pretendían “auxiliar a la Luna que sufría, y que ellos se esforzaban por ayudarla en su eclipse” (Schmitt 1992: 72). 33 Calancha (1978: Tomo V: 1968).34 El q’ipi puede también ser asociado a la bolsa que es uno de los atributos que distinguen a San Santiago Mayor como peregrino.

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una extensión de la Gloria o del Paraíso. Precisamente, Gisbert ha demostrado que los andinos incorporaron, a partir de la prédica misional, la noción del paraíso como huerto florido. Las iglesias, conventos y santuarios eran considerados como “jardín de Dios” y, como flores del campo, debían esparcir su olor. En el mundo de arriba, citando un relato recogido por Escalante y Valderrama, “hay flores, pero allá no hay flores de este mundo. Dice que son unas hermosas flores, pero son flores de otra clase” (Gisbert 2001:152). De ahí que, ante la pregunta por el destino del hijo difunto, el Compadre Sebastián haya respondido a su afligida madre: “questaba en el sielo echo ortelano”.

La casa en que se hospeda Juan Ventura se convertía, por la asociación de símbolos, en una extensión del mundo de arriba. El vuelo de un pájaro, que los testigos identificaron con un halcón, y los diálogos de Juan Ventura con Dios bajo la figura de una paloma (repre-sentación del Espíritu Santo en la tradición novotestamentaria) reafirman la extensión del paraíso andino: ora como un mensajero que porta la voz de Dios, ora como Dios mismo, ora como la huella de su presencia35. Esta sacralización de la realidad no debe atribuirse a los desvaríos individuales o colectivos de los indios, en ésta es posible seguir los efectos de una devoción alentada por los propios doc-trineros y en una comprensión de la realidad cargada de referencias sobrenaturales.

El uso que hacía Juan Ventura de una imagen de San Antonio y Nuestra Señora, “para librarse de los raios y emfermedades”, no debe verse como un mero amuleto. Ese uso se inscribía precisamente en la convicción de que la divinidad actuaba frecuentemente en el mundo, a pesar que éste se hallaba librado a las asechanzas del demonio. Pero sobre todo

35 Sarmiento de Gamboa describía “como un halcón” al pájaro Indi que portaba Manco Inka, y al que le eran asociados poderes oraculares (Gisbert 2001: 153). De acuerdo a la autora, la tradición andina vinculó tanto el concepto cristiano de aves que son mensajeros de Dios y similares a los ángeles como el concepto prehispánico de pájaros que transmiten la voz de la divinidad (Gisbert 2001: 154).

en las funciones que se habían asignado a las imágenes, particularmente para fines pastora-les. A través de aquellas no sólo se exponía la doctrina cristiana sino que también se mostraba a los indios, y a todos los rústicos, modelos que debían excitar la devoción en el fiel y la subyugación al ejemplo moral propuesto por las imágenes. A las imágenes sagradas se les asignó también un lugar central en la lucha contra el Demonio; contraponiéndolas a la nadidad de los wak’a, ex profeso se divulgaron milagros y portentos maravillosos:

Entro la Virgen santísima en el valle de Pascamayo, y huyeron las catervas a la entrada desta Enperatriz, bolaron legiones destas infernales langostas quando entre este Sol [...] huyeron Demonios, i se ani-quilaron ídolos; los poderes de su original trujo este soberano retrato36.

A diferencia de los wak’a, que eran conside-rados como engaños y artificios del demonio, las imágenes sagradas eran concebidas como “representación de su original”, por lo que se le atribuían los poderes de éste; y a esos originales se les rendía honor y veneración –dulía para distinguirla de la latría debida sólo a Dios, de acuerdo a Santo Tomás– y no a las representaciones (Catecismo 1860:365)37.

Las imágenes sagradas permitían interceder también ante Dios, para detener el enojo que le provocaban los vicios y las costumbres escandalosas. El año de 1626, la laguna de Caricari, una de las tantas situadas sobre la Villa de Potosí, se reventó, a causa de la “codicia humana”, arrastrando a su paso con todo lo que encontraba. Ante tan inminente peligro, los frailes del convento de San Francisco estimaron “valerse del fauor, y patrocinio de la Santa, y milagrosa Imagen del Crucifixo de la Santa Vera Cruz, y sacandole en procesion al cimenterio,

36 Calancha 1977 Tomo IV: 1261.37 La guerra contra las imágenes prehispánicas y la subsecuente sustitución o cristianización de los espacios indígenas no estuvo exenta de ambigüedades (Gruzin-ski 2003). Siracusano (2005) ha señalado que el poder taumatúrgico de las imágenes sagradas debe vincularse con el poder que las tradiciones andinas habían asociado a los colores que componían las imágenes.

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por donde venia caudalosamente el agua, fue tan premiada su Fe, que luego cessaron las corrientes” (Mendoza 1664:129). En la misma Crónica, se señala que el mayordomo de la Santa Vera Cruz, que se encontraba enfermo, “se le aparecio el Santo Crucifixo, diziendole, que a toda priessa saliesse fuera, y saluasse la vida”.

Las órdenes religiosas divulgaron los milagros de las imágenes sagradas y para extender su devoción entre los indios tuvieron especial cuidado en dimensionar los efectos que tenía su devoción. Los originales de las imágenes obraban milagros siempre a fuerza de devo-ción y de entrega. En Pucarani, la Virgen de la Candelaria había curado a un indio “tullido i contrecho”. Las hierbas de los indios, “que suelen ser efectivos sinples, no le mejoraron, antes lo destruyeron”. Al verse desahuciado y sin esperanza en las artes humanas, aumentó su devoción a la imagen sagrada. Solicitó que se le permitiese quedarse toda una noche en la iglesia del pueblo. Permaneció arrojado ante la imagen, llorando y orando las plega-rias aprendidas, y “se le apareció ermosísima entre soberanos resplandores [...] gosó tanbién el verla llegar adonde él estava, i cogiéndole las manos con sus manos sacrosantas, lo puso en pie parado” (Calancha 1978: 1975). Los milagros contribuían, pues, a avivar la devoción. Como lo sostenía Vásquez de Espinoza, a propósito del milagro de la Virgen de Copacabana, los indios acudían a las imágenes “en todas sus necesidades”, “obrando maravillas en beneficio de los indios, dándoles salud en sus enfermedades, sanando cojos y mancos, dando vista a ciegos, y resucitando muertos” (Vásquez de Espinoza 1992:808).

Estas experiencias, como otras tantas que abundan en los textos coloniales, expresan la extensión de una “cultura de la imagen”, que había permitido, desde la Edad Media, la construcción de la sociedad cristiana y “la construcción del sujeto cristiano, en la expe-riencia subjetiva de su relación singular, onírica y mística, con lo invisible” (Schmitt 1996:25). En el caso de las poblaciones indígenas, la expansión del “imaginario del santo” permitió también que los contenidos doctrinarios to-masen un sentido y adquiriesen verosimilitud y credibilidad (Gruzinski 2003:190).

Los ejemplos sobre imágenes milagrosas se multiplican en los escritos coloniales, al igual que las disputas que hubo para lograr su control tanto entre las órdenes como entre las comunidades indígenas. Pero también no fueron menores los esfuerzos por controlar la fabricación de imágenes, la circulación de reliquias y los usos legítimos que se hacía de las primeras. Sobre esto último, el Catecismo de Trento advertía a los párrocos que el “ene-migo del género humano” podía corromper, con sus fraudes y engaños, el uso legítimo de las imágenes, por lo que se debía estar atento a los errores que surgiesen de ese uso, parti-cularmente entre los rudos y entre quienes ignorasen la razón de este instituto santo (Catecismo 1860:365). El propio Calancha, tan interesado en divulgar los milagros de las imágenes sagradas, reconociendo la autoridad de éstas en “el resfrío de los honbres”, advertía de las consecuencias que podía tener el “verlas a cada rato, porque es tal la locura humana, que aquello que manosea, no estima” (Calancha 1978 Tomo V: 1974). Si bien las imágenes ayudaban a impedir la pérdida del fervor, no obstante, no bastaba su mera contemplación, ni menos aun el uso inapropiado de ellas.

Por último, es necesario precisar el tipo de prédica que habría realizado Ventura a los indios. Ésta debe rastrearse a través de los diálogos que mantenían, los santos y la muerte, con los participantes. Sin dificultad se encontrará en esos diálogos una prédica de la resignación y la ascesis. El diálogo del indio Andrés con el alma de su padre ofrece un ejemplo de la reproducción de ese discurso pastoral: él debe aceptar que la vida terrenal es un valle de lágrimas, de trabajos, de pade-cimientos necesarios para acceder a la Gloria del Padre. Pero el diablo, la carne y el mundo podían hacer perder los bienes prometidos y llevar a los hombres al pecado: “Sabed que dice Dios que el pecado es sierpe, y culebra que echa ponzona, y mata, y que es una pestilencia que corrompe, y hiere de muerte el alma”38. El pecado es una “enfermedad del alma”, que hace al pecador “esclavo del Diablo” y provoca

38 Tercero Catecismo 1867 [1585]: 14.

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el enojo de Dios39. Aparta al pecador de la gracia de Dios.

El propio Juan Ventura, ante la insistente pregunta de su mujer de por qué ella no podía hablar con Dios, le respondió que “como se le a de aparezer a ella que es pecadora y que a el se le aparece en forma de paloma blanca”40.

Esta noción de una mujer pecadora puede ser solidaria de esa misoginia eclesiástica, largamente elaborada en sermones, tratados y disputas teológicas, y que terminaron por situar a la mujer dentro de los agentes de Satán (Delumeau 2002). Juan Ventura reproducía, en un cierto nivel, una pretendida superio-ridad del hombre respecto de la mujer. Pero también la oposición del hombre virtuoso o santo frente al pecador. De ahí que el com-padre Sebastián les mandara a “enmendarse y aboreser [sic] la culpa y la escupiesen”.

De este modo, cada uno de los elementos que componían la “simbólica expresiva” –puesta en escena por el ritual de Juan Ventura– se realizaba a través de las formas y contenidos de la doctrina y la liturgia católica. Aunque brindaba otros trayectos a la devoción de los indios, Ventura confirmaba el valor de la eficacia simbólica que le era acordada a aquéllas. Pero esos trayectos se desviaban peligrosamente de la recta comprensión de la doctrina y, además, pretendían disputar el lugar privilegiado que en el acceso a lo sagrado tenían los curas. Ciertamente que para éstos aquello evidenciaría prácticas supersticiosas y el engaño del Diablo.

Devociones contrapuestas: el estigma de la superstición. Comentarios

El juez eclesiástico no podía dar crédito a aquello que le relataban los indios: un en-viado de Dios recorría los parajes bajo su jurisdicción. El sabía muy bien que el ánimo de sus feligreses los hacía presa fácil del engaño y de las supersticiones. Para el cura,

39 Tercero Catecismo 1867 [1585]: 16.40 ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, 1708, Nº 2, foja 6r.

las acciones de Juan Ventura evidenciaban el hecho gravísimo de estar “engañado de enemigo comun”. Y esa presencia demoníaca era causa suficiente y necesaria para que las buenas costumbres de la fe católica fuesen interrumpidas entre los indios, sobre todo si pretendía decirles “Missa y predicandoles cosas de supersticion”; pero también para acusarle de ser “echisero”41.

La superstición era considerada como un pecado de comisión, junto con el sacrilegio, la simonía y el perjurio. Los tratadistas conside-raban que ella se distinguía de dos maneras: ex parte rei cultus (en parte por asunto del culto) y ex parte modi indebite collendi (en parte por el modo indebido de adorar).

La primera se visibilizaba en el culto que se hacía a una creatura, y que sólo le era debido a Dios, y que estaba contenido en la idola-tría, la adivinación, la vana observancia, la magia mala y el maleficio. En general, éstas tenían en común el suponer alguna eficacia a determinados medios, sin que éstos tuvie-sen conexión con el fin esperado. La cura de enfermedades o de maleficios, el uso de imágenes para protegerse de los rayos y de las enfermedades o el hallazgo de cosas perdidas, bien podían asignarse a la vana observancia de Juan Ventura. La segunda manera de superstición se producía cuando la veneración de Dios se realizaba de forma indebida, distinguiéndose dos modalidades de aquélla: el culto falso y el culto superfluo. Ventura practicaba ese culto falso al pretender decir misa, provocando una grave irreverencia a Dios, aunque podía ser disculpado por su simplicidad e ignorancia.

No obstante, la credulidad que se les suponía a los rústicos bien podía dejarlos a merced de los engaños del Diablo. Su representación había sido expandida tanto como las de sus agentes, los hechiceros42. Las Ordenanzas

41 ABAS, AA, Tribunal Eclesiástico, 1708, Nº 2, foja 1r y 1v.42 No obstante, los límites entre un “curandero” y un “brujo” no siempre son precisos, debido a que la teoría del daño indígena fue interpretada a partir de las

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del virrey Toledo (1574) y las disposiciones del III Concilio Limense (1583) los habían localizado como causa de todo mal y como un estorbo para la implementación de un orden colonial divinamente inspirado. De ahí que la hechicería tuviese esa doble connotación de delito eclesiástico y político: al corromper las costumbres cristianas, corrompían también los fundamentos del orden civil (Flores 1991).

Pero nada indica que los indígenas hubiesen percibido a Juan Ventura como un hechicero del cual debieran protegerse. Por lo menos ya había un precedente, ocurrido hacía ya catorce años en el pueblo de Poopo, que difícilmente los años pudieron haber borrado. En 1694, los indios de aquel pueblo, horrorizados y espantados por muertes provocadas “con arte y superticion”, se sintieron aliviados cuando la hechicera Juana Coyo fue desterrada porque “de bolver esta yndia Echisera al dicho pueblo a todos los a de consumir”43.

Junto a la hechicera, fue remitido Francisco Aycuri, para que diese declaración “sobre el arte que ussa en curar a los enfermos dolientes disiendo sacaba astillas de palos de las postemas [abseso supurado] que causaba la dicha Juana Coyo con sus hechissos” (Ibídem, foja 1v). Probablemente, al cura debió haberle sido sospechosa la presencia de un indio que podía curar hechizos. ¿Conocería él también la forma de provocarlos?

Al contrario del horror y espanto que pro-vocaba un hechicero, los indios mostraron

representaciones demonológicas europeas (Hidalgo y Castro 2004: 315 y ss.). Esto último puede ser ilustrado por la referencia que se ha hecho en la nota 13. El propio Guamán Poma (1987: 266-279) distinguió a los hechi-ceros (laiqha) siguiendo a la tradición europea que los vinculaba con el pacto con el demonio. Para esto último, consúltese Castañega (1997 [1529]) y Flores (1985). A pesar que los tratadistas distinguieron, a través de sus denominaciones vernaculares a los adivinos, curanderos o brujos, no obstante, tendieron a englobarlos bajo el calificativo de hechiceros (Bernand y Gruzinski 1992: 167). Los mismos autores señalan que esto no se debió a un error sino que a la necesidad de justificar la extirpación de idolatrías como una lucha contra el demonio. 43 ABAS, “Criminales contra Juana Coya por Bruja”, AA, Tribunal Eclesiástico, 1694, foja 1r.

cierta veneración hacia Juan Ventura. Aunque había reconocido ante el juez eclesiástico que él fingía las voces, insistía en que lo hacía para que los indios “le tuviesen por santo, por padre”. ¿De dónde surgía ese anhelo de ser considerado como un santo? Para el cura esa pretensión estaba motivada por el afán de obtener alguna ganancia. Pero para el indio resultaba de circunstancias más com-plejas. Su encuentro fortuito con el apóstol lo había convertido en un “hijo de Santiago” y en un “enviado de Dios”. La prédica había insistido en que los santos fuesen tenidos como modelos subyugantes, siguiendo en esto las disposiciones del Concilio de Trento. Bajo esa perspectiva, Ludovico Bertonio había traducido al aymara una parte de la obra de Alonso de Villegas, para expandir una Vita Christi adecuada a la capacidad de los indios (Bertonio 1612). Alonso de Andrade sostenía que la veneración de los Santos y la concurrencia a sus altares permitía que éstos intercedieran en las peticiones, pero que era aconsejable que se tuviese a uno por propio “para que como tales hagan sus causas con mayor afecto, conforme al mayor afecto, y deuocion con que le siruen”, y “que sean nuesttros Maestros, y Consejeros, y como los amigos del coraçon, con quien descansemos, y quien fiemos nuestros negocios, y causas en el acatamiento de Dios” (De Andrade 1666: 113)44.

Al considerarse como hijo de Santiago, y relacionarse con otros santos, Juan Ventura pudo haber considerado que, al imitar la fe de los santos, también podía acceder a esos poderes que se les atribuía: “con esta fe obraron los Santos grandes maravillas, dando vista a los ciegos, y sanando a los enfermos, y resucitando a los muertos, y mandando al mar, y al sol, y a todas

44 Puede resultar bastante ilustrativo de la importancia de los santos, así como de sus ejercicios de devoción y las meditaciones que originaban, el texto de Chroiset (1791). Esta extensa obra, que dedicaba doce tomos a la consideración de los santos correspondientes a los días de cada mes, insistía en que los santos habían sido “lo que somos nosotros, y nosotros solo estamos aquí para ser lo que son ellos”. El modelo propuesto por el Santo, que era una imitación de Cristo, estaba por sobre cual-quier “systemas de conciencia, y de moral, como se nos antojare” (Chroiset 1791 tomo IV: 74).

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las criaturas, porque estan sujetas a esta palabra de Dios”45. Pero también se debe observar que este acento en las virtudes del santo, o el énfasis en la devoción, podía provocar un despliegue descontrolado de formas de de-voción. La búsqueda de una forma adecuada de ejercicios espirituales y de devoción había sido considerada seriamente.

Las indicaciones de Francisco de Sales pueden ser señal del control pastoral de las devociones individuales. Su Introduction se inicia con una descripción de la verdadera devoción, que juzga necesaria para distinguirla de las falsas y vanas que podrían engañar y distraer “a seguir alguna devoción impertinente y supers-ticiosa” (Sales [1612] s/d: 13). Una devoción sin guía podía desembocar en una “devoción según su pasión y fantasía”, y también podía poner el acento en “ciertas acciones exteriores pertenecientes a la santa devoción”. Oponerse a esas “estatuas y fantasmas de devoción” era una forma de reafirmar la unicidad del camino de la devoción, pero también era una manera de controlar la propia imaginación. Una cuestión que se encuentra en Ignacio de Loyola y Teresa de Jesús. Esta última desliga de su “espiriencia” todo contenido imaginativo que perturbe la verdadera contemplación de la divinidad46. Hacia 1650, el autor de Silex de Buen Amor puso especial cuidado en descartar

45 Tercero Catecismo (1867 [1585]:34).46 Entre otros, el esfuerzo de Santa Teresa de Jesús por dar cuenta de su “espiriencia”, desligándola de la ima-ginación, es representativo de la descalificación que ésta ha sufrido en esa modernidad cristiana que desde el siglo XVI se opuso a la cultura fantástica del Renacimiento y también al lugar de lo maravilloso. Para un análisis de la mística cristiana de los siglos XVI-XVII, y sus distancias de las certidumbres medievales, consúltese de Certeau (1993). Culianu afirma, por su parte, que la reforma protestante y la contrarreforma católica construyeron un edificio común, la cultura occidental moderna, en la medida que arremetieron contra el privilegio que la cul-tura renacentista había atribuido a lo fantástico. Aquella había privilegiado las producciones del sentido interno (los fantasmas) y creía que este era el lugar de manifes-tación de las fuerzas transnaturales (los demonios y los dioses). Agrega, además, que en el caso del catolicismo, los Ejercicios espirituales de Loyola hicieron un amplio uso de la cultura fantástica, pero se trata de un uso al servicio de la fe y contra la herencia del Renacimiento (Culianu 1999, especialmente el capítulo IX).

el recurso a la memoria y a la imaginación para la práctica contemplativa, en la medida que estas facultades, dada su naturaleza sensible, obstaculizaban, por su apego a lo terrenal y temporal –en el caso de la memoria– o a los desvíos de la fantasía –en el caso de la ima-ginación–, el ascenso contemplativo.

Pero esa devoción controlada, pensada bajo el rigor, que la ceñía a estrictos requerimientos de perfección espiritual, no se correspondía con las apropiaciones de sujetos como Juan Ventura. En su perspectiva, el acceso a lo sobrenatural se lograba también bajo otras modalidades y lugares, y sin que ello significara el desconocimiento de la iglesia como lugar privilegiado de residencia y mediación con lo sagrado. Pero que al alejarse de la devoción recta lo colocaba, al mismo tiempo, como agente pasivo de su ánimo y extravagancia y como agente activo del engaño y la supersti-ción. Ambas consideraciones se desprenden de los discursos eclesiales. ¿Se puede ir más lejos? El proceso no admite otras lecturas, está construido, como se ha señalado, a partir de un enrejillado teológico que excluye cualquier otra modalidad de relación con lo sagrado que no sean las estrictamente sancionadas, y que las incluye bajo la noción de superstición. Ciertamente que se trata, desde una óptica pastoral, de una devoción indebida, que se articuló en los márgenes, desde la exclusión, pero no parece apropiado seguir los ecos de los discursos coloniales para volver nuevamente a desautorizar el imaginario de Juan Ventura. No lo hicieron sus propios auditores, pero sí el juez eclesiástico.

Juan Ventura disputaba precisamente un universo en el que todo dimanaba de Dios, el poder político y el poder pastoral. Este podría ser un gesto subversivo, o criminal, si se sigue la lógica del poder colonial. Pero, ¿lo era para él? La respuesta es negativa, por cuanto las prácticas de Juan Ventura tendieron a reproducir, dentro de los límites propios de quien se mueve por las “exterioridades” de la fe, tanto la eficacia asignada a la liturgia como la extensión de modelos de devoción alentados por la iglesia colonial.

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Pero para el juez eclesiástico todo aquello se reducía a “cosas de superstición”, a una devoción indebida y a una vana observancia. Ante la imposibilidad de concluir el juicio, por no haber en la doctrina personas capaces para actuar como fiscal eclesiástico y como defensor del reo, así como un lugar seguro donde detenerlo, el juez eclesiástico remi-tió a Juan Ventura y a su mujer al deán del Arzobispado de La Plata. En la ciudad, el indio fue puesto en la cárcel pública, y su mujer fue recluida en la casa de un vecino, hasta que se iniciase el juicio. El Fiscal eclesiástico del Arzobispado le puso “acusación en forma de Agorero supersticiosso Contraventor a los vssos de nuestra santa Madre Iglesia”47, y pedía un fuerte castigo.

La pérdida de la última parte del documento –correspondiente a la defensa y sentencia de la causa– impide saber sobre el destino de Juan Ventura y de su mujer Juana Flora. Pero habrá que advertir que la relación que Juan Ventura mantuvo con lo invisible, su particular percepción de lo vivido, es el efecto y la apropiación de la ideología religiosa co-lonial: sacraliza su vivencia, porque la propia realidad había sido sacralizada, situada en una dimensión trascendente cuyos ecos cristianos son indiscutibles. Esta sacraliza-ción de la realidad no debe atribuirse a los desvaríos individuales o colectivos de los indios; en ésta es posible seguir los efectos de una devoción, alentada por los propios doctrineros, y en una comprensión de la rea-lidad cargada de referencias sobrenaturales. Hay una dotación de sentido, un esfuerzo por acentuar y apropiarse de un espacio de significados: acceder al mundo sobrenatural por caminos heterodoxos, o “supersticio-sos”, acercándolo a un espacio cotidiano, sacralizando dicha cotidianidad. Al pretender disputar ese terreno a los curas doctrineros, las actuaciones de Juan Ventura no podían sino ser consideradas, por aquéllos, bajo la asentada lógica de la superstición.

47 ABAS., AA, Tribunal Eclesiástico, 1708, Nº 2, foja 11v.

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