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36 36 36 36 36 Revista Casa de las Américas No. 258 enero-marzo/2010 pp. 36-46 SEMANA DE WILLIAM OSPINA D esde los tiempos en que Bolívar escribió su «Carta de Ja- maica», una tarea fundamental de este Continente ha sido el diálogo entre la unidad y la diversidad. Mentiríamos si dijéra- mos que nuestra América es una: por todas partes surge la evidencia de su pluralidad: desde los desiertos de coyotes de Sonora hasta los «vértigos horizontales» de la Patagonia, desde los incontables azules del Caribe hasta ese «verde que es de todos los colores» de la cordi- llera y la selva, desde el aire de fuego de las costas caribeñas hasta la noche blanca de los páramos, desde la fecundidad de valles y de pampas hasta lo que llamaba Neruda «el estelar caballo desbocado del hielo». Y no hablo solo de la extraordinaria diversidad geográfica y bio- lógica sino, en ella y sobre ella, de la diversidad de los pueblos y de sus culturas, o de algo más sugestivo aún, los muchos matices irre- nunciables de una vasta cultura continental. En esa misma «Carta de Jamaica» Bolívar afirmaba que «somos un pequeño género humano». Dos siglos después, es necesario quitar el adjetivo «pequeño» a esa frase, y afirmar que somos una muestra muy amplia de lo que es el género humano, porque tal vez en ningún otro lugar del planeta está más presente la diversidad de la especie. Alguna vez el doctor Samuel Johnson le dijo a James Boswell: «Amigo mío, si alguien está cansado de Londres, está can- WILLIAM OSPINA El dibujo secreto de la América Latina* * Palabras leídas en la inauguración de la Semana de Autor dedicada a William Ospina, que tuvo lugar en la Casa de las Américas del 24 al 27 de noviembre de 2009, sobre la cual incluimos una nota en «Recientes y próximas de la actual entrega de la revista. De esas jornadas provienen los textos aquí re- unidos (N. de la R.). p36-72.pmd 29/06/2010, 13:04 36

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SEMANA DE WILLIAM OSPINA

Desde los tiempos en que Bolívar escribió su «Carta de Ja-maica», una tarea fundamental de este Continente ha sido eldiálogo entre la unidad y la diversidad. Mentiríamos si dijéra-

mos que nuestra América es una: por todas partes surge la evidenciade su pluralidad: desde los desiertos de coyotes de Sonora hasta los«vértigos horizontales» de la Patagonia, desde los incontables azulesdel Caribe hasta ese «verde que es de todos los colores» de la cordi-llera y la selva, desde el aire de fuego de las costas caribeñas hasta lanoche blanca de los páramos, desde la fecundidad de valles y depampas hasta lo que llamaba Neruda «el estelar caballo desbocadodel hielo».

Y no hablo solo de la extraordinaria diversidad geográfica y bio-lógica sino, en ella y sobre ella, de la diversidad de los pueblos y desus culturas, o de algo más sugestivo aún, los muchos matices irre-nunciables de una vasta cultura continental.

En esa misma «Carta de Jamaica» Bolívar afirmaba que «somosun pequeño género humano». Dos siglos después, es necesarioquitar el adjetivo «pequeño» a esa frase, y afirmar que somos unamuestra muy amplia de lo que es el género humano, porque tal vezen ningún otro lugar del planeta está más presente la diversidad dela especie. Alguna vez el doctor Samuel Johnson le dijo a JamesBoswell: «Amigo mío, si alguien está cansado de Londres, está can-

WILLIAM OSPINA

El dibujo secretode la América Latina*

* Palabras leídas en la inauguración dela Semana de Autor dedicada a WilliamOspina, que tuvo lugar en la Casa delas Américas del 24 al 27 de noviembrede 2009, sobre la cual incluimos unanota en «Recientes y próximas de laactual entrega de la revista. De esasjornadas provienen los textos aquí re-unidos (N. de la R.).

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sado de la vida, porque Londres tiene todo lo quela vida puede ofrecer». Pero ¿qué es hoy la diversi-dad de Londres, de París o de Nueva York com-parada con la diversidad de São Paulo, de Méxi-co, de Buenos Aires o de las Antillas? Las viejasmetrópolis se apresuran a imitarnos y se llenan ver-tiginosamente de inmigrantes, Londres se llena decaribeños pero sin el mar Caribe a la vista, París sellena de muecines y de senegaleses pero no tiene eldesierto ni las praderas fluviales de África, Madridve llegar a los suramericanos pero aún están lejoslos Andes y la selva amazónica.

Europa sigue siendo un continente de tamañohumano, como diría George Steiner: el continentede los cafés, el continente que fue medido por laspisadas de los caminantes, el continente que ha con-vertido sus calles y sus plazas en una memoria degrandes hombres y de hechos históricos, el conti-nente que descubrió que Dios tiene rostro humano.Nuestra América es definitivamente otra cosa, aquíla naturaleza no ha sido borrada, aquí sí hay verda-deras selvas y verdaderos desiertos. Allá todos loscaminos llevan a Roma, aquí todas las aguas bus-can el río, nada tiene unas dimensiones humanas,todo nos excede, y Dios mismo necesita de otrosrostros y de otras metáforas para ser concebido,para ser celebrado.

Fue Paul Verlaine, maestro sensorial y musicalde los poetas hispanoamericanos, quien escribió ensu arte poética que lo importante no es el color sinoel matiz, y creo que si a algo nos hemos aplicadolos pueblos de este Continente es a desplegar yahondar en los matices locales y particulares de unacultura cuyos trazos generales son cercanos.

Quiero decir con ello que una característica co-mún de la cultura latinoamericana es que nada en ellapuede reclamarse hoy como absolutamente nativo,salvo quizá esos pueblos mágicos del Amazonas que

nunca han entrado en contacto con algo distinto. Enotras regiones del mundo, hasta hace poco tiempo,podía hablarse de pureza, de razas puras, de lenguasincontaminadas. Aquí las mezclas comenzaron muytemprano, no para llegar a lo indiferenciado sino paraproducir en todos los casos cosas verdaderamentenuevas. Digamos que en nuestra cultura continentalcasi nada es nativo pero todo es original.

John Keats decía que explicar un poema puedeequivaler a «destejer el arco iris»; lo mismo podría-mos decir del proceso de revelar todas las tradi-ciones, todas las fusiones, que llevaron al nacimien-to de la cumbia o del tango, de Pedro Páramo o deMacondo, de la obra de Niemeyer o la de Borges.

Caminaba yo una vez por un museo de Méxicocuando pasaron a mi lado dos personas y alcancé aoír que una decía a la otra: «Hay tres culturas en elmundo: la asiática del arroz, la europea del trigo yla americana del maíz». La frase, recibida así «porlos caminos del viento», como dice la canción, nome pareció tan importante por su contenido cuantopor su enfoque. Dejaba al África por fuera, y esoya era grave, pero atribuir la raíz última de la culturaa la alimentación y a los bienes básicos de la natu-raleza me pareció original en el sentido profundode que habla de orígenes. En esa medida podría-mos decir que aunque los pueblos nativos de Amé-rica eran muy distintos unos de otros, aztecas, in-cas, muiscas, sioux, arhuacos, taínos, los centenaresde pueblos que habitaban el Continente compar-tían la cultura del maíz, y no hablo solo de los hábi-tos alimenticios sino de los dioses, los ritos y laspautas de civilización que nacen de él.

Hoy se habla mucho de globalización, pero eseproceso comenzó hace siglos. Ya el cristianismo, quefundió en su trinidad mitos hebreos, ideas griegas yambiciones romanas, era un fenómeno de globaliza-ción. Y lo que suele llamarse el descubrimiento y la

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conquista de América fue una de las grandes avan-zadas de ese viento global. Hoy, si en algo estamosglobalizados, es en el modo en que los distintos pue-blos del mundo compartimos los productos de lanaturaleza: yo he visto maizales en Illinois, en el nortede Italia y en las praderas de Katmandú; he vistotrigales en Rosario y en las llanuras de Francia, sé delos arrozales de Birmania y de los del Tolima.

Ello parece decirnos que no reinan ya los diosesdel lugar, que muchas cosas que antes eran localesson planetarias, que las divinidades del opio, delvino, de la amonita muscárida o del cornezuelo decenteno hace rato reinan sobre el planeta entero yya no instauran religiones, en el sentido profundode ritos que religuen a los seres humanos.

En el humano luchan y dialogan dos tendenciasdistintas: el interminable deseo de arraigar y la insa-ciable necesidad de otros mundos y otros cielos. Sihasta el árbol, que parece tan condenado a no mo-verse, arroja al viento sus nubes de semillas y hacecrecer sus hijos muy lejos, qué decir de esta espe-cie nuestra siempre insatisfecha, que arraigada enla patria sueña mundos desconocidos, y extraviadaen el exilio añora sin fin el paraíso perdido. Haceunas semanas pude ver cómo los noruegos, gran-des caminantes y grandes navegantes, que viven hoyen un país próspero y confortable, sienten su costacomo un hermoso barco encallado en la vecindadde los hielos, y viven un anhelo profundo de tierrasremotas y de mares tórridos. Esto es tan intensoque incluso beben un Aquavit que tiene que haberido hacia el Sur hasta cruzar la línea ecuatorial yhaber vuelto, para tener el gusto adecuado.

La humana es una historia de diásporas. Segúndicen las noticias recientes, esos dos mil seres a losque alguna vez se redujo la humanidad, en el mo-mento más vulnerable de su existencia, se disper-saron en pequeñas hordas por el mapa de África

hace cientos de miles de años, y cuando volvierona verse eran ya tan distintos, que parecían a puntode configurar varias especies. Nosotros mismostenemos que admitir que los nativos de América,los primitivos habitantes del territorio, llegaron al-gún día por caminos de hielo desde las estepas deAsia, o navegando desde la Polinesia hasta las cos-tas de Chile. Así que todo arraigo es hijo de unadiáspora previa, y tal vez todo amor por el suelonativo oculta la honda nostalgia de una tierra perdi-da en los meandros del pasado.

Lo nuestro es la edad de las naciones, y entrenosotros esos Estados nacionales son un fenómenotan reciente que casi puede observarse a simple vis-ta. Venimos de formar parte subalterna del primergran imperio planetario, y hace apenas dos sigloslos distintos países emergimos a un intento de vidaindependiente. Pero ya las sociedades anteriores ala llegada de los europeos habían alcanzado ciertosrasgos distintivos que después la historia no ha po-dido borrar: el culto al padre mítico y el diálogo conla muerte propio de la cultura mexicana, la frag-mentación mítica del territorio propia de la culturacolombiana, la insularidad de la cultura cubana, lanoción del triple mundo propia de la cultura incai-ca, los mundos del cóndor, del puma y de la ser-piente, que eran desde temprano la percepción deuna realidad en la que tienen que dialogar y enten-derse de un modo complejo las montañas nevadas,las fértiles tierras medias y la selva fluvial.

La violenta conquista y la edad colonial rompie-ron muchas cosas y añadieron muchas otras al mo-saico: pienso en la reviviscencia del culto de la dio-sa madre indígena de las lagunas bajo la forma delas vírgenes mestizas de Guadalupe, o de Chiquin-quirá. Hay en el altar mayor de la iglesia de SanFrancisco en Quito la imagen de una virgen alada ygrávida que no es posible encontrar en la iconogra-

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fía católica europea. Muchos la asocian con la vir-gen alada que Juan de Patmos describe en el Apo-calipsis, pero los estudiosos del arte religioso colo-nial ven en ella una representación de la Pachamamaincaica, y dicen que el artista tallador, Bernardo deLegarda, un indígena quiteño, solo se animó a ha-cer sus vírgenes aladas, muchas de ellas con ros-tros indios, cuando vio llegar en barcos a las costasdel Pacífico unas muñecas birmanas de madera.

Así son los caminos de nuestra cultura: a vecesutilizamos los aportes del mundo entero para ex-presar lo más profundo y original de nuestro ser. Elvistoso politeísmo del santoral católico latinoameri-cano logra mediante complejas astucias rituales queel culto de un dios único no sea incompatible con elculto de infinitas divinidades menores, identificablesy especializadas. Y Derek Walcott argumentó congran belleza y sabiduría en su discurso para recibirel Premio Nobel de Literatura, en 1992, que la mi-rada colonial, el discurso superficial de las metró-polis, no advierte que en nuestras aparentes imita-ciones hay una originalidad nueva, la expresión dealgo que no es derivación sino plenitud presente;que la representación del Ramayana que hacen enverano en Trinidad incontables muchachos de ori-gen hindú no es una obra de teatro sino una obra defe, no es imitación sino originalidad.

En nada se advierte tan nítidamente el modo comolo ajeno se volvió carne y sangre propia como en elvasto tejido de las lenguas europeas llegadas a Amé-rica, en las que empezaron a circular desde muy tem-prano las savias del mundo americano, y en cuyasliteraturas fue emergiendo la exuberancia de las dis-tintas regiones del Continente. Las literaturas ameri-canas son fruto del encuentro de unas lenguas ya for-madas con un mundo desconocido. La tensión entrelenguas establecidas y mundo sorprendente repre-sentó para nosotros, desde el comienzo, la tensión

entre lo real y lo mágico, ya que la magia no es másque lo que obedece a otras leyes.

Es conveniente recordar que, aunque las civili-zaciones del planeta registran una historia variasveces milenaria, hace apenas cinco siglos dos mita-des del mundo estaban completamente incomuni-cadas. La Tierra, como la Luna, tenía una cara ocul-ta, y el encuentro entre esas dos maneras de lohumano desarrolladas a lo largo de los milenios deun modo independiente planteaba los más apasio-nantes desafíos para la vida y para la imaginación.Fue algo más extraño aún que si el latín hubiera arrai-gado en África; fue como si, a consecuencia de lasaventuras en el espacio exterior, el inglés arraigaraen algún planeta con vida inteligente.

Ahora bien, es muy distinto lo que ocurrió enlas dos mitades del Continente americano. En elnorte la lengua inglesa solo tuvo que hacer un es-fuerzo por reconocer el mundo físico y por permi-tir que las culturas llegadas de lejos arraigaran enél, en tanto que en la América Latina, donde flore-cían diversas y complejas civilizaciones, y dondeno fueron exterminados completamente los pue-blos indígenas, las lenguas latinas tuvieron que dia-logar con las lenguas nativas, aunque ese no fuerasu propósito inicial, y todavía hoy siguen hacién-dolo. Lo que en los últimos siglos, de un modocreciente, ha mostrado nuestra literatura es elmodo gradual como asciende a través de una len-gua ajena la savia de un mundo nativo, con suscolores y sus metáforas, con sus sueños más inex-plicables y sus recuerdos más profundos, con laradical extrañeza de sus modos de representación.Se siente en ella la profusión, la exuberancia, elcolorido y la fragancia de una tierra nueva, de unasselvas que no habían sido taladas jamás, de unafecundidad de los suelos, de una abundancia demamíferos y de insectos, de reptiles y de aves en

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la que nuestra época de postrimerías bien puedeencontrar las virtudes del paraíso.

La literatura de la América Latina comenzó conlas crónicas de Indias. Detrás de las campañas casisiempre brutales de los conquistadores avanzó unaasombrada legión de cronistas que descubrieron lanaturaleza, interrogaron las selvas, los suelos, losclimas, la fauna, las culturas nativas, sus costum-bres y sus mitologías. Dado que los grandes letra-dos permanecieron en el mundo europeo, la histo-ria tuvo que improvisar sus historiadores, susnarradores y sus poetas, con soldados más llenosde curiosidad que de información, hombres apenasformados en la tradición cultural de sus tierras deorigen, pero dueños de un singular espíritu de ob-servación y de esa extraordinaria audacia mentalque caracterizaba a los hombres del Renacimiento.

Y allí ocurrió un fenómeno muy significativo: mu-chos querían solamente cantar las hazañas de losgrandes capitanes de conquista, querían pintar susretratos con el paisaje de fondo del mundo ameri-cano, pero ese escenario era tan vigoroso que mu-chas veces el retrato se perdió detrás de las selvasy las anacondas, de los caimanes y los ríos, de lastempestades y los pájaros. El mundo americanoavanzó como una enredadera sobre las páginas delos cronistas, y las invadió por completo, y les de-mostró que aquí el hombre no puede llenar todo elcuadro. Los cronistas de Indias no podían bastarsecon repetir lo aprendido en su mundo de origen, ydado que «en los comienzos de una literatura nom-brar equivale a crear», aquellos aventureros tuvie-ron que inventar un lenguaje y prepararon el terre-no para una extraordinaria literatura.

Desde temprano se empezó a hablar en el arte yen la literatura del barroco latinoamericano. Pero siel barroco, como ha dicho Borges, es la manifesta-ción final de todo arte, ese momento en que un len-

guaje extrema sus posibilidades y «linda con su pro-pia caricatura», el arte de nuestros orígenes no po-día corresponder a esa definición crepuscular. A loseuropeos les parecieron barrocas esas fachadas delos templos católicos donde se combinaban de unmodo imaginativo y caprichoso los decorados delRenacimiento con los dibujos de las tradiciones in-dígenas, pero esas cosas no obedecían a razonesornamentales, ostentosas o retóricas, sino a nece-sidades concretas, una de las cuales era hacer con-vivir las culturas y fusionar sus símbolos en una es-tética que difícilmente podía caracterizarse por suausteridad.

Hace poco, en una visita a la ciudad del Cuzcome contaron que en los primeros tiempos, despuésde construida la catedral sobre las ruinas del Tem-plo del Sol, los sacerdotes católicos preguntaron alos jefes incas por qué los nativos no entraban altemplo si había sido construido para ellos. Los je-fes contestaron que no podían ver como un sitio deculto un lugar donde no entrara el sol. Los sacer-dotes tuvieron entonces la idea de abrir unas venta-nas hacia el oeste que recibieran la luz de la maña-na, y disponer grandes espejos en el interior paraque la luz se multiplicara por todas partes. Solodespués de esto los indios entraron finalmente en eltemplo, pero quizá no del todo a adorar al dios cris-tiano sino porque el dios solar había hecho suyo elrecinto. Y ya en la propia España se habían dadopor siglos fusiones entre el mundo cristiano y el moro;la realidad estaba ajedrezada y también la imagina-ción. Eso ayuda a entender la aparición de un poe-ta tan extraño y fascinante como Luis de Góngora yArgote, nacido en lo que fueron los viejos reinosmoros, y cuyo amor por la sonoridad de las pala-bras parece pertenecer al orden de la poesía ára-be, más interesada por la musicalidad que por elsentido.

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Una vez más, allí encontramos la leyenda de unainfluencia. Se atribuye a una imitación del cultera-nismo de Góngora la obra del magnífico poeta deTunja, en el siglo XVII, Hernando Domínguez Ca-margo. Pero hay que añadir que su profusión demetáforas nacía de una zona fronteriza entre len-guas distintas, entre universos mentales distintos, yrevela también un esfuerzo extremo por pertenecera Europa, pero a una Europa inaccesible para unpobre clérigo de las colonias, una Europa magnifi-cada y desdibujada por la distancia. Esos énfasisson más bien la extrema tensión de un creador queno está en el centro de una cultura sino en sus ori-llas, la lengua de los que sueñan con otros mundos,una aventura de metáforas comparable a la tradi-ción de los skaldos septentrionales.

Parece barroca la ornamentación de los retablosde los templos y de la pintura colonial, llena de fru-tos, hojas y flores nuevas, de un bestiario a menudofabuloso. Pero ¿cómo llamar barroca a la repre-sentación de las pinas y de los armadillos, si no sonexageraciones ni inventos sino la fidelidad clásica aunas formas naturales? Sería tan necio como hablardel barroquismo del pico enorme del tucán, de loscolores del papagayo, o de la exuberancia de lasselvas equinocciales. Allí donde la naturaleza esexuberante no estamos en presencia de un énfasisestético sino de otro canon de lo natural, de un cla-sicismo sujeto a otras leyes.

El arte europeo buscó, desde los griegos, la justamedida y el equilibrio. Buscó también sujetarse siem-pre a un patrón humano, pues Europa no solo pensóque el hombre es la medida de todas las cosas sinoque llegó a la conclusión de que lo humano es lamedida misma de lo divino. Ese es, me parece a mí,el sentido del cristianismo. Y solo por esas nocionesel arte europeo evolucionó hacia la búsqueda de laperspectiva, del naturalismo, del arte del retrato, del

realismo, de la minuciosidad del dibujo, y de la fide-lidad a las formas, de un modo que ya en el Renaci-miento estaba alcanzando su plenitud.

Pero el descubrimiento de América fue tambiénuna metáfora de la necesidad que sentía Europa desalir de sí misma, la sed de descubrir los mundos noeuropeos que había en este mundo. A partir del si-glo XVI, de un modo creciente, comenzaba en Eu-ropa en todos los reinos del espíritu, en la filosofía,en la política, en el arte, en la poesía, la crisis delcentro, la crisis de la forma y la crisis de la propor-ción. Empezaron los sueños de la Utopía y del buensalvaje, de las Nuevas Atlántidas y de los El Dora-dos, creció el gusto por las especias exóticas, ycomenzaron las fugas míticas en busca de lo nuevo.No deja de ser significativo que hayan sido los fina-les descubridores de otras tradiciones estéticas,impresionistas y expresionistas, quienes emprendie-ron una lucha contra la nitidez del dibujo, un proce-so de experimentación y de abandono de cánonesestrechos y de normas rígidas.

El arte americano nace de una tensión entre lasformas del lenguaje europeo y las convulsiones deun mundo que no logra agotarse en lo humano. Comolo dijo, antes de Steiner, el inglés Auden, hay enAmérica verdaderas selvas y verdaderas tierras vír-genes, ríos desmesurados y civilizaciones incompren-didas. «En Europa», dijo Auden, «un viajero, porperdido que se encuentre, está a media hora de unsitio habitado, en tanto que no hay americano que nohaya visto con sus ojos comarcas prácticamente in-tocadas por la historia».

Aquí el patrón humano no logra aprisionar todoel sentido, y los artistas sintieron la necesidad detransgredir la norma áurea, la escala europea de lasproporciones. Eso ahora es menos difícil, porquetambién el arte europeo se ha lanzado a la búsque-da de un nuevo sentido de la belleza, y ya en el siglo

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XIX el hombre que sintetizó esas búsquedas de lamodernidad, Charles Baudelaire, había escrito enuno de sus poemas: «Plonger au fond du gouffre,Enfer ou Ciel, qu’importe? / Au fond de l’inconnupour trouver du nouveau». (Hundirse hasta el fon-do del abismo, Infierno o Cielo, ¿qué importa? / Alfondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo).

Todo habitante de América, a pesar de sus es-fuerzos por habitar en la polis en el sentido urbanodel término, vive en la vecindad de una naturalezano conquistada del todo, a medias innominada, engran medida desconocida. Cuando pensamos quecasi toda la farmacia europea nace del conocimien-to de las seis mil especies vegetales que pueblan elContinente, y que la América equinoccial tiene cin-cuenta mil especies de plantas, de cuyas propieda-des solo tienen un conocimiento profundo los cha-manes amazónicos, entenderemos mejor cuál es elsentido abrumador de la presencia de la naturalezaen el imaginario del hombre americano. La natura-leza no es aquí algo conocido (la verdad es que enninguna parte lo es), pero en América es más difícilcaer en la ilusión de que tenemos al mundo domi-nado y sometido, de que lo tenemos domesticado.Y ello, que podría parecer un fenómeno exterior, eltipo de relación que establecemos con los bosquesy los ríos, con los animales y los climas, es algo queincluye también la relación con nuestro propio sen-tido de humanidad y con nuestro propio cuerpo.

Nuestra América es todavía el reino de la perple-jidad, y a ello contribuyen por igual las tensiones ylos desajustes entre la realidad y el lenguaje, los mes-tizajes y los sincretismos. No deja de ser asombrosoque estas tierras ya suficientemente complejas porsu composición geográfica y biológica, se hayan en-riquecido más aún con el aporte de razas, lenguas,tradiciones, religiones, filosofías, modelos económi-cos e ideales políticos llegados de otras partes.

Pienso en mi país, Colombia, por ejemplo, dondeno somos mayoritariamente blancos europeos, ni in-dios americanos ni negros africanos sino uno de lospaíses más mestizos del Continente, en una regiónque es a la vez caribeña, de la Cuenca del Pacífico,andina y amazónica, que habla una lengua que es hijailustre del latín y del griego, que profesa una religiónde orígenes hebreo, griego y romano, que ha adop-tado unas instituciones nacidas de la Ilustración y dela Revolución Francesa, que fue incorporada al or-den de la sociedad mercantil y a la dinámica de laglobalización hace ya cinco siglos, y siento que esta-mos amasados verdaderamente de la arcilla planeta-ria; pienso en esta América Latina, que produjo bue-na parte de las riquezas con las que se construyó lamoderna civilización europea, y me digo que es ape-nas comprensible que el arte y la literatura que sur-gen de esa colorida complejidad estén más llenos defusiones de lo que uno pueda imaginar, y que esasfusiones pueden alcanzar por momentos apasionan-tes síntesis de la cultura planetaria.

Uno de los fenómenos más interesantes de nues-tro mundo americano y en especial de la regiónequinoccial es el modo como participamos de lafranja ecuatorial, del paralelo cuatro que produceno solo la mayor diversidad biológica sino buenaparte del oxígeno que respira el planeta. Es la re-gión donde no hay estaciones, es decir, donde lanaturaleza no descansa, donde el suelo no duerme,donde el sol y el agua se mantienen, por decirlo deese modo, en un insomnio permanente. Se diría quees la región perfecta para que los sueños broten dela vigilia. La luz produce otro colorido, el cielo estáaborrascado de nubes gigantescas, la lluvia a vecesproduce diluvios interminables, es región de fantás-ticas tormentas eléctricas, de truenos ensordece-dores, de inundaciones y avalanchas. Los ríos cam-bian de cauce y la superficie de la tierra se estremece

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a veces, acomodándose a la actividad de las pro-fundidades.

No somos plenamente indígenas, ni europeos, niafricanos, pero nos nutrimos sin cesar de esos oríge-nes para al mismo tiempo diferenciarnos de ellos. Nohace mucho, un escritor amigo mío, de una pobla-ción que se afirma cada vez más como afrocolom-biana, tuvo la oportunidad de encontrarse con unescritor de África, y le expresó su alegría de estarhablando con alguien con quien podía identificarseplenamente. El otro, con gran cortesía y sabiduría ala vez, le dijo que ellos dos no eran muy semejan-tes. Y claro que se lo decía sobre todo para formu-lar un desafío tácito. «En realidad somos distintos»,le dijo, «nosotros somos africanos, ustedes son ne-gros». Mi amigo lo escuchó con extrañeza. Y elhombre de África añadió: «Ustedes descienden deesclavos. Nosotros nunca hemos sido esclavos».

Es evidente que los negros americanos tienen queafirmarse en algo más que en su común origen afri-cano; sin negarlo, tienen que sentirse más decidida-mente parte mitológica del mundo americano, y lu-char por su originalidad aquí, en diálogo con estemundo en el que viven hace ya cinco siglos. Tam-bién para ellos son esos versos de Leopoldo Lugo-nes: «Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvi-do, / Por estos cuatro siglos que en ella hemosservido». Y al mismo tiempo, hay que saber que sinesa savia vital que llegó de África, nadie en la Amé-rica Latina sería lo que es. Todos tenemos derechoa reclamar «la parte de África» en nuestro ritmo, ennuestra carne y en nuestra imaginación. Todo escuestión de ver bien los matices. Y lo mismo puededecirse de «la parte de Europa» y de «la parte deAmérica». Los hispanoamericanos podemos sen-tirnos españoles solo hasta el día en que vamos aEspaña; ese día comprendemos para siempre quesomos otra cosa, y ese descubrimiento puede ayu-

darnos incluso a amar a España, a admirar a Espa-ña, a descubrir España.

Ahora bien, el modo como está lo indígena ennuestra cultura mestiza me resulta más fácil pensar-lo si recurro a la literatura. Siento que hay, por ejem-plo, en la obra de Gabriel García Márquez, unamanera de discurrir que no es en rigor occidental,que se resuelve en imágenes y en variaciones, comoaureola o resplandor de los hechos centrales. Sediría que hay algo de estirpe indígena en cierto modode presentar los hechos y de no resolverlos me-diante argumentaciones, digresiones y teorías, sinomediante trazos y figuras que satisfacen a un tiem-po al sentimiento y a la imaginación.

García Márquez pertenece a un mundo profun-damente influenciado por ese pensamiento mágico,pero suele repetir que a pesar de saber muy biencómo era la historia, o el río de historias, que pen-saba narrar, encontró con claridad su tono y la cer-tidumbre de sus recursos cuando leyó la novelaPedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo. Tal vezlo afectó la libertad con que Rulfo se deja influir porel viento de las voces indígenas, por el modo deestos sueños americanos, por la persistencia en lavida cotidiana de los mitos profundos de su pueblo.

Así, en la novela Cien años de soledad nadasabemos de la singular relación que hay entre lamadre, Úrsula Iguarán, y su hijo mayor, José Arca-dio, hasta el día en que este decide abandonar elpueblo, enrolado en la tropa de los gitanos. En cuan-to se da cuenta de su ausencia, Úrsula sale en subúsqueda abandonando todo lo demás, su marido,su casa, sus otros hijos, dejando de ser el centro degravedad de su mundo. José Arcadio es el primernativo que abandona el pueblo y se aleja por elmundo distante con el que su padre siempre ha so-ñado. Yendo tras él, Úrsula llega a sentirse tan lejosque ya ni piensa en regresar, y encuentra al fin el

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camino hacia el mundo que todos los hombres delpueblo habían buscado en vano.

Años después el hijo regresa, transformado porla ausencia, cruza el pueblo y la casa y avanza sindetenerse por los pasillos y los cuartos saludandocon un gesto a quienes ve, pero solo llega al final desu viaje cuando encuentra a Úrsula. Está desan-dando el camino de su fuga, el camino por el cualsu madre lo había seguido, y solo se detiene al lle-gar nuevamente junto a ella. Ese doble movimientoque primero nos revela la importancia que tiene paraella el hijo, y después la importancia que la madretiene para él, muestra el lazo invisible que los une yque nunca delataron sus diálogos.

Y es por este dibujo secreto, intensamente tra-zado en nosotros por el relato, es por ese surcoentre ambos que, sin saberlo, estamos dispuestos acreer uno de los episodios fantásticos más podero-sos de la novela, aquel en que un hilo de sangre saledel hijo muerto, va recorriendo pasillos y calles yandenes, y no se detiene hasta encontrar a Úrsula yllevarle el mensaje de la muerte. De nuevo vemos elmovimiento contrario, y es ella ahora quien siguien-do el hilo encuentra al final el cadáver de su hijo.Este dibujo ancestral del hilo de sangre que buscasu fuente es una de las imágenes más bellas y me-morables de la novela, y sospecho que nuestramente la hospeda con tanta facilidad y gratitud por-que no es un trazo arbitrario sino una necesidad dela historia; nos muestra poderosamente, con el po-der de la poesía y del mito, la inexpresada relacióndel hijo con la madre, el lazo de la sangre maternaconvertida en camino del hijo, sendero de sus fugasy de sus retornos, de su soledad y de su muerte.

Algo en la moderna novela occidental ha tendi-do a abandonar los juegos libres de la imaginación,a subordinar las historias a las ideas y a abundar entesis y en teorías. Desde las minuciosas reflexiones

de Dostoievsky sobre los motivos de la conductahumana, pasando por la sobreabundancia de pro-pósitos intelectuales del infinito Ulises, de JamesJoyce, hasta el tono ensayístico de muchas novelasde Thomas Mann, la narrativa procuró a menudoabandonar el viejo hábito de soñar libremente, dedar vuelo a la imaginación y de permitir que lo fan-tástico y lo real se combinaran a su antojo. Ese ha-bía sido el espíritu de las epopeyas clásicas, de lashistorias del ciclo de Bretaña, del Nibelungenlied,de la comedia Dantesca y del Orlando furioso. Y,por supuesto, ese es el espíritu de las dos obrasorientales que más han influido en nuestra civiliza-ción: la Biblia y Las mil y una noches.

Lo que más asombró al barón Alexander vonHumboldt en su viaje por la América equinoccialfue la imposibilidad de encontrar, como en Europa,bosques de una sola especie, porque en cada pe-queño espacio proliferaban decenas de especiesdistintas. Lo que mejor ilustra la correspondenciade nuestra literatura con este mundo es la abundan-cia febril de las formas de su imaginación; no solo lavivacidad de los elementos y la intensidad del co-lor, eso que Chesterton llamaría, hablando del po-sible origen criollo de Robert Browning, «una teo-ría de orquídeas y de cacatúas», sino incluso latendencia continua a contrastar distintas etapas dela metamorfosis de los hechos y de las cosas.

En nuestro Continente el tiempo fluye de unmodo vertiginoso. Hemos tenido que pasar en cin-co siglos de los altos imperios comunitarios a lasdisgregaciones de la posmodernidad, de la vastae indemne selva continental a las paredes apoca-lípticas de los incendios que cercan y carcomen laselva amazónica para sembrar soya, de las pra-deras del bisonte y del indio a los aviones estre-llándose contra los acantilados de cristal de lasTorres Gemelas.

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Durante mucho tiempo, la América Latina se gas-tó en el esfuerzo de alcanzar una lengua propia, deconvertir las arrogantes y rígidas lenguas que llega-ron de Europa en lenguas nutridas por la savia delmundo nuevo. Solo a fines del siglo XIX, con la la-bor de los extraordinarios poetas y narradores alos que llamamos modernistas, simbolizados por elmás melodioso de ellos, el nicaragüense RubénDarío, conquistamos por fin unos recursos litera-rios capaces de enfrentar el desafío de nombrar ple-namente nuestro mundo, y de dialogar con las otrasliteraturas del planeta.

El siglo XX nos ha visto emprender esa tarea: lasobras de los modernistas, de Rubén Darío, delmexicano Alfonso Reyes, de tantos autores en todoel Continente, han madurado esos recursos. Y des-pués, entre los numerosos autores del medio siglo ydel llamado «realismo mágico», surgieron muchasvoces que de algún modo resumen la pluralidad deese clamor continental. Entre ellas es necesariomencionar a Juan Rulfo, cuya obra breve e inago-table muestra los viajes de la lengua española en laprofundidad de la memoria mexicana; a Pablo Neru-da, cuyo canto de piedra y de selvas explora y ce-lebra por igual la naturaleza y la historia; a GabrielGarcía Márquez, cuya biblia pagana del Caribecondensa la elocuencia de la lengua de Cervantes,el pensamiento mágico de los pueblos indígenas yla alegría, el colorido y la sensualidad de los hijosde África; y a Jorge Luis Borges, quien, interesadopor la poesía gauchesca y por la cábala judía, porel islam y por el budismo, por las mitologías delIndostán y por las sagas nórdicas, en el mayor paísde inmigrantes, supo recoger la memoria de todaslas bibliotecas y sentir el rumor del planeta enteromezclado en nuestras venas y en nuestras almas.

Todavía estamos en el deber de interrogar cómopuede ser ese diálogo nuestro de lo uno con lo di-

verso, pero yo diría que no lograremos integrar a laAmérica Latina mientras nos neguemos a ver la in-finidad de sus matices, la riqueza sutil de sus dife-rencias. Es urgente abandonar los nefastos concep-tos de subdesarrollo y de Tercer Mundo, quepretendían hacer del desarrollo un camino prefija-do y exterior. Hijos de la edad de los descubri-mientos, engendrados en las primeras avanzadas delmercantilismo, herederos de las lenguas, las religio-nes y las instituciones de Europa, nosotros somosel primer gran fruto de la globalización.

Pero ahora se hace evidente que el énfasis en louniversal despierta enseguida la necesidad y la de-fensa de lo local. Desde que comenzó la prédica im-perativa de la globalización, ya no nos bastan las na-ciones: cada región del globo, cada aldea, cadatradición pugna por hablar, por diferenciarse, porexistir. Hay un verso del poeta León de Greiff, al queél traviesamente llamó: «la fórmula definitiva y para-dojal». Esa fórmula dice: «Todo no vale nada si elresto vale menos». Es paradójico que alguien habledel todo y del resto, pero en términos lógicos es com-prensible. El todo no solo es la suma de las partes, estambién diferente de las partes. Y no se puede hablardel todo, del amor por la totalidad, para predicar eldescuido de lo particular y de lo fragmentario.

Creo que esa fórmula significa: el bosque no valenada si el árbol vale menos, la especie no vale nadasi el individuo vale menos, el universo no vale nadasi cada lugar en él es deleznable. Las naciones sonimportantes, pero necesitamos con urgencia un diá-logo nuevo, de cada lugar con todos los otros y delo local con el universo. Se diría que necesitamosun diálogo de los dioses del lugar con el omnipre-sente y disperso dios de Spinoza, y ello supone nosolo el respeto por el universo como un todo, por elplaneta como un todo, sino la recuperación del sen-tido sagrado de cada arroyo y de cada peñasco, de

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cada árbol y de cada criatura. Y creo que no es lapolítica sino el arte quien sabe ver a la vez el con-junto y el detalle.

Es verdad que los seres humanos no podemossobrevivir sin perturbar, pero ya empezamos a com-prender que tampoco sobreviviremos si perturba-mos demasiado. Hoy el mundo siente el peso one-roso de la especie humana, advierte demasiado supresencia, siente la rudeza y la torpeza de nuestrarelación con las cosas, y es evidente que se hacenecesario el aprendizaje de la levedad, de no pesarmucho, el aprendizaje de cierta invisibilidad, tancontraria a esta manía moderna de lo que es exce-sivamente visible y estridente, el aprendizaje de ladelicadeza, y el aprendizaje de la sutileza. Lo queadivinaron los primeros críticos de la modernidad:que Dios está en los detalles, que lo importante esel matiz, más que el color, que frente a la excesivapretensión de conocimiento no necesitamos enten-der todo sino comprenderlo, y que no necesitamossaber todo para disfrutarlo y agradecerlo.

De la América Latina podemos decir que es unode los pocos sitios del planeta donde todavía quedala naturaleza, muy vulnerada pero todavía cargadade sus atributos originales. Nosotros somos, ade-más, la Europa que se fue y que se mezcló con lodistinto, y mucho tenemos que enseñarle a esa Euro-pa que solo ahora está sintiendo la vecindad físicadel resto del mundo. Nuestra rica cultura continental

ha experimentado las fusiones y ha alcanzado pode-rosas síntesis. Los males del mundo se ven mejordesde las orillas que desde el centro, porque los vie-jos centros estuvieron siempre demasiado engreídosde su importancia y no veían más allá de su horizon-te, y en cambio los nuevos centros de la esfera par-ticipan de los atributos del centro y de la orilla. Enesa medida es verdad que en los sótanos de nuestrasciudades está el Aleph, está el universo.

Tenemos un mundo a medias conquistado, y amedias demorado, por fortuna, en sus atributos ori-ginales. La modernidad, la era tecnológica, el prodi-gio científico han hechizado nuestra realidad de unmodo fascinante y peligroso. Estamos, como dice elpoeta Aurelio Arturo, «con un pie en una cámarahechizada y el otro a la orilla del valle, donde hiervela noche estrellada». Y ya nada es tan importante comoencontrar un equilibrio entre nuestra capacidad demodificar el mundo y nuestra necesidad de conser-varlo, entre la tarea de construir una morada humanay el deber profundo de respetar el universo natural.

Si nuestras naciones fueron los primeros frutosmodernos de la globalización, son escenarios pro-picios para que encontremos también sus límites.Porque la especie humana, envanecida de sus de-rechos, ha olvidado la pregunta por sus límites ynecesita con urgencia un sentido responsable y níti-do de esos límites. De esa delicada tarea, bien po-dría depender el destino del mundo. c

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De paso por Madrid en la primavera de 2001, visité a mi ami-go colombiano Dasso Saldívar. Nos encontramos despuésde varios años de habernos conocido en La Habana mien-

tras Dasso investigaba de manera incansable para dar fin a Viaje ala semilla, su excelente biografía sobre García Márquez. Fue unaconversación flemática pero sin pausa: intercambio de noticias so-bre amigos comunes, lecturas recientes, proyectos personales, lasituación de nuestros países, la actualidad mundial, hasta llegar a lapregunta que fuera la revelación de esa tarde: ¿había leído yo a sucompatriota William Ospina?

Entre ufano y tímido respondí que conocía su libro de ensayossobre la realidad colombiana ¿Dónde está la franja amarilla? Yesa fue la chispa necesaria para que mi amigo comenzara una entu-siasta disertación que me haría regresar a Cuba con un ejemplar deEs tarde para el hombre, y la anécdota de que Gabo antes de salirde viaje se comunicara con Ospina para preguntarle si había escritoalgún nuevo «ensayito» y pedirle que se lo enviara para aliviar eltedio del avión.

Con estas palabras di comienzo a un texto mío sobre Ospina,publicado en el número 173 de La Jiribilla, del verano de 2004. Sime permito leerlo hoy no es por falta de originalidad. En aquellosdías recibí, con sorpresa, una carta de William, en la cual comenta-ba mi texto y, en el ambiente fraternal que propicia esta Semana de

ERNESTO SIERRA

Una conversación interminablecon un lector impenitente

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Autor, aprovecho para saludarlo con la evocaciónde aquella correspondencia.

Existe otro motivo para esta introducción: desdeaquel diálogo con Dasso Saldívar, mi lectura de laobra de William Ospina ha transcurrido bajo el in-flujo de lo que Dasso llama siempre, con un cam-pechano sintagma colombiano, «nuestra conversa-dera». Así entiendo el conjunto de la obra deOspina, como una conversación interminable en laque un texto, un nuevo libro, remite a los anterioresescritos para conformar un universo de ideas e imá-genes inquietantes que el autor comparte con suslectores, sin narcisismo ni altivez intelectual.

Su conferencia de ayer en la tarde fue un exce-lente ejemplo de ello, como lo es la manera en queva tejiendo el diálogo entre sus libros. Ya en algúnmomento señalé que Los nuevos centros de la es-fera comenzaba precisamente donde terminaba suanterior libro de ensayos, Es tarde para el hom-bre, como muestra de un coherente ejercicio decontinuidad temática en tanto desarrollan con ma-yor profundidad, entre otras, varias de las ideaspresentes en «Los deberes de América latina», tex-to que cierra el libro de 1994.

El marcado interés en comunicar es otro rasgodistintivo de la obra literaria de Ospina y de su la-bor intelectual. Además de ser leído con profusión,es un escritor y un conferencista de multitudes. Laprensa no deja de destacar la cantidad de públi-co que mueve hacia sus presentaciones y la influenciaque ejerce en los ámbitos universitarios. En este sen-tido, disfraza bien su sólida formación intelectual,su erudición, con el uso de un español conciso, cla-ro, de una sintaxis nada enrevesada, con lo cual sereafirma en la voluntad de compartir sus ideas y suimaginario, su imago mundi.

En los dos primeros ensayos de Los nuevos cen-tros de la esfera, Ospina abunda en la idea de que

la historia se hace mundial con la aparición de Amé-rica en la historia, en las consecuencias del llamado«encuentro de culturas», tanto para el Viejo Mundocomo para el Nuevo, así como en América, fraguade la obra de los cronistas de Indias, del pensa-miento de fray Bartolomé de las Casas, de las re-flexiones de Montaigne, de la Utopía de TomásMoro; América como inspiración de la magna obranaturalista de Humboldt, de la concepción rousso-niana del mito del buen salvaje y de la visión idílicay reverente del romanticismo ante la naturaleza, cunade la antropología y la etnología.

Con esa amalgama de ideas, autores célebres yteorías, bien podría conformar un incuestionablebodrio; sin embargo, escoge siempre el camino decomunicar con un lenguaje accesible y dice:

Fue así como nacieron las repúblicas bananeras,las repúblicas cafetaleras, las repúblicas petrole-ras, las repúblicas ganaderas, en un tipo de or-denamiento económico que más de una vez secaracterizó por la irracionalidad, y que no siem-pre satisfizo como era debido las necesidadesde consumo, y de dignidad, de nuestros pueblos.

Más adelante, en una invitación a pensar en laresponsabilidad que significa la convivencia de hom-bres, animales y plantas en el mundo globalizadode hoy, al que se le ha impuesto un modelo de de-sarrollo hostil a dicha convivencia, señala, con laconcisión del ensayista y la sutileza del poeta:

Y no solo la humanidad: también los animales,las plantas y los minerales van embarcados connosotros en la misma travesía extraordinariamentesignificativa que nos exige encontrar un ordenpropicio al experimento de la vida y al experi-mento, más frágil aún, de la civilización.

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Como buen hijo de su tiempo es, tanto en el en-sayo como en la poesía, un excelente comunicador,hecho que se ve reforzado por la recurrencia a temasde actualidad, los cuales transitan desde su constantepreocupación por la violencia en su país, la educa-ción, el periodismo, sus idas y venidas por la historiay la fisonomía del continente americano, hasta las re-flexiones acerca del futuro del hombre y la humanidad.

En la poesía también muestra un amplio registrotemático y estético, en el que se mezclan escuelas yestilos asentados en sus abundantes lecturas. A ve-ces bajo un aliento romántico, como en «El amorde los hijos del águila»:

En la punta de la flecha ya está, invisible, el/ corazón del pájaro.

En la hoja del remo ya está, invisible, el agua.En torno del hocico del venado ya tiemblan,invisibles, las ondas del estanque.En mis labios ya están, invisibles, tus labios.

Otras con tono trascendentalista, como en «Elgeólogo», en la que resulta cercana la influencia deOctavio Paz:

Aquí hubo un mar hace un millón de años.El hombre no lo sabe, mas la piedra se acuerda.Pártela: hay un cangrejo en sus entrañas,Todo de piedra ya, forma magníficaQue se negó a ser polvo.Ante el peñasco y el guijarro, piensaQue acaso fueron seres dolorosos,Sangre y pulmones palpitantes.

Entre la ciega rocaY el trémolo extasiado de la salamandraTan sólo hay tiempo.

Jorge Fornet decía ayer que William Ospina esun escritor extraño. Creo que puede ser visto así, y,por supuesto, la poco ortodoxa clasificación estaríadada por el contexto. En un mundo en el que resultacada vez más difícil exhibir la condición de revolu-cionario o heterosexual –las dos juntas ya ni pen-sarlo–, en el que el arte y el artista son rehenes delmercado, en el que las ideas también son concebi-das como bienes o males de consumo, resulta ex-traño mostrar una obra de cerca de veinte títulos,de una indiscutible calidad literaria, con un afán co-municativo, una amplitud de temas y un cuidado enel lenguaje que no coquetean con el mercado. Re-sulta todavía más extraño que en ese contexto elartista sea reconocido por multitudes.

William Ospina tiene la extraña virtud en estostiempos de ser un intelectual orgánico, y no lo digoen el sentido gramsciano, aunque tampoco lo niego.Es orgánico por coherente. Un descendiente directode Martí, Darío, Sanín Cano, Martínez Estrada,Neruda, Paz, amante de la obra de Borges, de Rul-fo, de García Márquez. Es, por tanto, un escritor queha abrazado su tradición literaria con respeto, que amaprofundamente su país y la unificadora diversidaddel Continente que habitamos.

Así de extraño, de sencillo, es William Ospina,este escritor central y periférico, que ya con su pre-sencia nos está haciendo felices las tardes de estaSemana de Autor. c

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Muchos años después, frente a los capítulos que se abrían alas tierras que llenaron de relatos la cabeza del «contadorde historias» –tal como le llamara el también ilustre varón

de Indias Juan de Castellanos, según aquel rememora–, el lector quepergeña estas líneas había de recordar aquella tarde remota, en que lavoz del testigo y sobreviviente Francisco Vázquez, con su Cróni-ca, lo llevó a conocer todo lo sucedido al gobernador Pedro deUrsúa en la expedición por el Amazonas. Los términos del NuevoReino de Granada y del Perú, y más allá los ríos y las selvas queestablecían su nombradía al oriente de las alturas quiteñas, en lomás íntimo de tal testimonio, así como las cosas allí originadas, eranen esta oportunidad no el motivo para la revisión de documentos yejercicios de imaginación legitimados por aquellos, sino el espaciomás que providencial para las potestades de la ficción. En manosesta de alguien que las llevaba adelante con vocación entrecruzada:asistir a los caudales de la novela de caballería y la carta de relación–sin olvido del soplo de la tradición oral trasvasada–, y la confesiónapócrifa y la novela de aprendizaje. Todo ello confirmaba que lostrayectos allí dados eran la evidencia de un poeta que apostaba susbazas al oficio de novelista: William Ospina.

Fue tras la lectura de su poesía que surgió en mí la sospecha deque un día podría existir novela en esa parcela; para ser más preci-

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Maneras de navegarcon William Ospina

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so, un texto de su libro El país del viento –título enque la savia de la mayoría de los poemas se con-creta con hálito narrativo– traslada a uno de losapartados más tentadores en el mosaico de crea-ciones verbales que se refiere a la conquista espa-ñola y sus hechos: Lope de Aguirre, con un primerverso que haría las delicias en ese cometido de lainformación inaugural que incita, al decir de AmozOz, «un horizonte de expectativas»1 en el lector deuna novela: «Yo vine a la conquista de la selva, y laselva me ha conquistado».2 A partir de ese verso, elpoema traza un retrato del célebre conquistador enla propia voz suya, casi un rapto que vislumbra lasposesiones del rebelde contra su rey. Leer aquellosversos invitaba a repasar algunas visiones frecuen-tadas por viejos novelistas de Latinoamérica y Es-paña, e, igualmente, el presentimiento advertido; asíllegaba la pregunta: ¿No será acaso que viene encamino una novela?

Volviendo a aquellas visiones frecuentadas, queanteceden al nombre que hoy nos reúne en esta Casade las Américas, la saga de El Dorado y sus entresi-jos más sangrientos ha tenido casi exclusivo énfasisen la figura tan controvertida como ensalzada del lla-mado «Tirano» o «Caudillo de los Marañones» –enalusión al río original por donde navegaron los con-quistadores sediciosos–, para establecerlo como guíaque conduce lo contado. Comenzando con El ca-mino de El Dorado, de Arturo Uslar Pietri (1947),y luego La aventura equinoccial de Lope de Agui-rre, de Ramón J. Sender (1962), hasta Lope deAguirre, príncipe de la libertad, de Miguel OteroSilva (1979) –por citar lo que puede llamarse trini-dad por excelencia en torno al caudillo conjurado–,

la figura de Lope de Aguirre no pocas veces llega anublar la presencia de otros personajes y en especialla de Ursúa –quizá fue Sender el único de los tresque vislumbró las grandes posibilidades protagóni-cas de aquel: «Era pues uno de esos hombres depresencia provocadora que suscitan antagonismos[...]. Había Ursúa fundado ciudades, conquistadonaciones indias y últimamente sometido a los negroscimarrones»,3 ya que Uslar Pietri apenas lo distin-gue ante la voracidad de la naturaleza que avasallaa Lope de Aguirre, mientras que Otero Silva lo pun-tea con «su perfil arrogante de arcángel celestial, supaso decidido de soldado seguro de sus agallas»–.4Los tres novelistas citados parten casi exclusiva-mente, para concretar las ficciones respectivas, deltentador libro de Francisco Vázquez El Dorado:Crónica de la expedición de Pedro de Ursúa yLope de Aguirre –que bien puede ser tenido comouna absorbente y cruenta novela de aventuras, sino que lo diga este pasaje:

Estando una noche cenando con sus amigos ensu posada, llegó el maese de campo Martín Pé-rez con ciertos arcabuceros, y levantándose elJuriaga de la mesa a recebirlos le dieron ciertosarcabuzazos de que murió, y así lo dejaron aque-lla noche, y otro día de mañana le enterraron congran pompa y banderas, arrastrando y tocandoa tambores roncos.5

1 Amoz Oz: La historia comienza, Madrid, Ediciones Si-ruela, 2007, p. 11.

2 William Ospina: Poesía, Bogotá, Norma, 2008, p. 191.

3 Ramón J. Sender: La aventura equinoccial de Lope deAguirre, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1977,p. 17.

4 Miguel Otero Silva: Lope de Aguirre, príncipe de la li-bertad, La Habana, Casa de las Américas, 1982, p. 110.

5 Francisco Vázquez: El Dorado. Crónica de la expedi-ción de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre, Madrid,Alianza Editorial, 1989, p. 118.

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Texto canónico de tales episodios, leído con cui-dado por Uslar Pietri, pero mucho más –tal comoadvierten el calado de sus novelas– por Sender yOtero Silva. Era como si desde las narraciones deVázquez y, sobre todo, desde muchísimas otras,los fantasmas de Ursúa y varios coetáneos suyosvinieran pidiendo a gritos la intervención de un no-velista, lo viable de un itinerario más demorado porlas zonas más propiciatorias de sus leyendas, unamanera de trasponer cotos y cláusulas.

Lo primero que distingue a William Ospina comoel más atento escuchador de aquellas voces es-pectrales, es una insólita capacidad de los sentidospara transmutarse en un Dante redivivo, dispuestoa entregar con su trilogía de novelas –Ursúa, Elpaís de la canela y La serpiente sin ojos, estaúltima en proceso de escritura, según él mismo hadeclarado– una omnipotente ficción sobre las vici-situdes de la Conquista –entre las luces más inquie-tantes y las sombras más oficiosas–, para adentrar-se en demarcaciones que acercan su designio a lofactible de una lectura dantesca. Como Dante en susenda, el narrador de las novelas de Ospina estásujeto continuamente a los panoramas, los sonidos,los olores, los sabores y los tactos de lo más ines-perado que se revela en su peregrinaje. Y en eserumbo, llaman la atención las proporciones que seestablecen entre la construcción del mundo versifi-cado en el florentino y la arquitectura del orbe na-rrativo en el colombiano: «Infierno», «Purgatorio»y «Paraíso», como se recordará, están repartidosinexcusablemente alrededor del número tres –la tri-nidad como divisa– para treinta y tres cantos porvolumen, mientras que las dos novelas hasta ahoraaparecidas de la trilogía, cuentan cada una con trein-ta y tres capítulos. Si en Dante la exoneración delpoeta se alcanza a través del recorrido por las tresregiones de ultratumba, en Ospina la relevación del

narrador se corrobora a lo largo de los tres lapsosde las recordaciones; si en Dante el viaje conducea Dios, en Ospina lleva a la memoria.

Ya desde el mismo comienzo de Ursúa, el na-rrador –de quien tan solo al final en El país de lacanela, por intermedio de un «supuesto editor» desus papeles, se sabrá que «aunque el contador dehistorias no nos cuenta nunca su nombre, hay ra-zones para pensar que se trata de Cristóbal de Agui-lar y Medina, hijo de Marcos de Aguilar, quien in-trodujo los primeros libros en las Antillas»–,6

establecido en algún lugar del istmo de Panamá, trascincuenta años en las tierras del Nuevo Mundo,certifica la autoridad de sus palabras: «Muchos sa-ben relatos fingidos y aventuras soñadas, pero lasque yo sé son historias reales».7 A partir de ese ins-tante, la narración se despliega por variados derro-teros en la vida de Pedro de Ursúa, desde su Na-varra natal, la posterior marcha a los dominios dePerú y el Nuevo Reino de Granada, siendo apenasmuy joven, y lo que allí ocurrió en torno a su prota-gonismo, centrado en las guerras de exterminio yrapacidad contra las etnias de tantas inmensidades.

El catálogo de sucesos que se desarrollan enUrsúa y en El país de la canela constituye un re-pertorio de violencia y extrañeza que ilustra comopocos, a la hora de la ficción, lo habitual de aque-llos tiempos, muy particularmente la crueldad sinlímites como santo y seña, no solo de los europeoscontra los nativos, sino también la que se llevabaadelante en persecución de vértigo entre los pro-pios conquistadores, lo cual hace exclamar al na-rrador en algún momento de Ursúa: «[...] de un día

6 William Ospina: El país de la canela, Bogotá, Norma,2008, p. 365.

7 William Ospina: Ursúa, Bogotá, Alfaguara, 2006, p. 13.

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al siguiente el perseguidor es perseguido, el pode-roso jefe de tropas que sujetó pueblos enteros seve inmovilizado en el cepo y humillado por sus pro-pios paisanos».8 También la naturaleza se explayaen su grandeza avasalladora, dando paso continua-mente al asombro del narrador –este le cuenta aUrsúa o cuenta sobre él: «Él tenía una historia quecontar que yo quería oír siempre, yo escondía unahistoria que él siempre quería oír»–,9 quien no solorecuerda sucedidos y protagonistas, sino igualmentelos ámbitos de la desmesura: alturas de nieve y sel-vas de fiebre donde reinan aves y fieras fauna des-medida que desata el deslumbramiento entre loposible real y lo real imposible. Es así como lo cuen-ta el narrador en El país de la canela:

Uno tendría que inventar muchas palabras paradescribir lo que ve, porque entre formas incon-tables, nadie, ni siquiera los indios, sabrá jamáslos nombres de todos esos seres que beben yaletean, que se hinchan y palpitan, que se abreny se cierran como párpados y que tienen unamanera silenciosa de vivir y morir. Todo es lomismo siempre y nada se repite jamás.10

Es oportuno distinguir que en Ursúa y en El paísde la canela Ospina convierte el proverbial recursode la enumeración en compendio de paciente ras-treo, continuamente ordenado para despuntar, des-de la vista del «contador de historias», segmentos ypormenores de incidentes y lugares. Deslindar confluidez es una prueba de verosimilitud concluyentepara el narrador, clave en su recordatorio. No son

escasas las pautas de ese despliegue enumerativo,realizado con fruición a la sombra del encantamientoverbal, siempre que el narrador dilata sus bríos en laexposición de sus remembranzas. Así ocurre en am-bas novelas, cual sello distintivo de las argumenta-ciones que el «contador de historias» entrega paraevidenciar la propiedad de su discurso. Por otra parte,tal como anota el presunto editor de su memorial enEl país de la canela, hay en el personaje un afánpor «hacernos creer que lo que está escribiendo lonarró en un solo día a Pedro de Ursúa en las maris-mas de Panamá».11

Enumerar se convierte en expansión de sutilezasa favor de un inventario donde la precisión no ex-cluye la distendida hermosura. Ejemplo entre mu-chos es la estancia del narrador en Sevilla, casi alfinal de El país de la canela, al viajar a Europa trasel regreso de la accidentada expedición de Orella-na por el Amazonas:

Me alarmó (a ti, que eres mi amigo, te lo puedoconfesar) el deleite que me causaban las trazasde los moros: los arcos de los edificios, el dibujode las fachadas, los frescos zaguanes de azule-jos; hasta la frescura de la palabra azul parecíatener un sentido peligroso y fascinante en esemundo cristiano tosco e implacable.12

La suma de personajes y acontecimientos realesque se encuentran en ambas novelas –independien-temente de la recuperación cumplida para una lec-tura otra de la Historia, desde el costado de laficción y sus arbitrios–, las convierte en uno de losespacios narrativos más incuestionables a la horade asomarse a la urdimbre de aquellos tiempos. Por

08 William Ospina: Ob. cit. (en n. 7), p. 191.09 Ibíd., p. 470.10 William Ospina: Ob. cit. (en n. 6), p. 225.

11 Ibíd., p. 366.12 Ibíd., p. 300.

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las páginas de Ursúa y de El país de la canela semueven los seres más diversos de la Conquista, parauna galería inolvidable donde comparten destellosy oscuridades: Pedro de Ursúa, quien –como sedice en memorable apertura, justo al partir de sustierras navarras hacia el Nuevo Mundo– «no habíacumplido diecisiete años, y era fuerte y hermoso,cuando se lo llevaron los barcos»;13 el comedidojuez de residencia Miguel Díaz de Armendáriz; losimplacables y afanosos hermanos Francisco, Her-nando, Juan y Gonzalo Pizarro, devastadores delimperio inca; el mariscal Jorge Robledo, veteranoguerrero en las campañas imperiales de Carlos Vpor toda Europa; el severo y sobrio obispo LaGasca, representante del emperador en el NuevoMundo; el incansable y tenaz viajero Gonzalo deOrellana; el fraile y cronista Gaspar de Carvajal,expedicionario por el Amazonas; el eminente eru-dito Gonzalo Fernández de Oviedo, «el más pa-ciente testigo español de lo que nos han deparadolas Indias»;14 el inagotable humanista veneciano Pie-tro Bembo, poeta, amante de Lucrecia Borgia ycardenal... Todos ellos y muchos más, destacadosen el núcleo de una saga poderosa, escrita con sa-biduría expresiva y documentado donaire, posee-dora de un poderío verbal extremadamente mi-nucioso, con nervio incapaz de languidecer. «Laprofunda satisfacción que nos dan los mundoscerrados, autónomos y perfectos, de las grandesficciones»,15 como ha dicho recientemente JuanGabriel Vásquez en su libro El arte de la distor-sión, se reafirma con las dos novelas de WilliamOspina.

Si en ocasiones anteriores otros novelistas acu-dieron a muy heterodoxos modos de la narrativahistórica para adentrarse en episodios del Descu-brimiento y la Conquista –notables muestras son laarriesgada y desigual tríada de Abel Posse confor-mada por Daimón, Los perros del paraíso y Ellargo atardecer del caminante, sobre Lope deAguirre, Colón y Cabeza de Vaca, respectivamen-te, o la aglutinadora y voraz Terra Nostra, de Car-los Fuentes–, esta vez se trata de una suerte de novelatotal en tres partes, construida con enjundia, en laque tienen su definición mejor no solo los atribu-tos de un vigoroso encuentro entre lo imaginario ylo verosímil, sino igualmente el señorío y la eficaciade la lengua española, en manos de un poeta queahora se afirma como novelista sin olvido del otro–vale recordar que las cualidades advertidas porLuis Jorge Boone sobre la poesía de Ospina, bienpueden servir para sus novelas: «rendido orfebredel lenguaje… curador de pequeños y grandes des-tinos ajenos»–.16 Ursúa y El país de la canela –entanto se aguarda La serpiente sin ojos– participande una doble fascinación con mayúsculas: la Fic-ción se realiza como Historia y la Historia se leecomo Ficción; la primera hace que lo imaginariose verifique en lo verdadero, y la segunda concibeque lo verdadero se lea como lo imaginario. De ciertamanera, también William Ospina apuesta por lanovela como carta de relación y como poema defundación: lo primero en el texto mismo y lo segun-do en el aliento que rige su escritura.

Para quien, como indica Juan Gabriel Vásquezen el ensayo antes aludido, «la lectura de ficción esuna droga; el lector de ficciones, un adicto»,17 no

13 William Ospina: Ob. cit. (en n. 7), p. 19.14 William Ospina: Ob. cit. (en n. 6) p. 293.15 Juan Gabriel Vásquez: El arte de la distorsión, Bogo-

tá, Alfaguara, 2009, p. 16.

16 Luis Jorge Bonne: «Poesía, William Ospina», revistaLetras Libres, México, febrero de 2009.

17 Juan Gabriel Vásquez: Ob. cit. (en n. 15), p. 19.

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son pocas las sorpresas que deparan las novelasque encomiamos: hay en ellas más de una incitaciónal aroma de otras lecturas cumplidas y, sea o noimpensado por su autor, bien admite con creces elresultado que desata la adicción. Una novela, porlos caminos más inesperados, recuerda a otra no-vela y esa otra novela, para el lector, se bifurca enun sendero nada borgiano. Vayan tres botones demuestra: ¿Qué tal si «el contador de historias» es latransfiguración de Marlowe, el de Conrad? ¿Quétal si «aquella aparición que parecía un sueño»18 dela gran canoa con los niños en el Amazonas, fuerael recuerdo de aquel viaje de otros chiquillos en Lacruzada de los niños, de Marcel Schwob y luegoen Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejews-ki? ¿Qué tal si la entrada furtiva de la muerte porlos salones vaticanos en busca del magnífico PietroBembo –un momento hechizante entre muchísimosy uno de los personajes memorables en El país dela canela– fuera una variación del ingreso del papaPío IX por los mismos lugares en El arpa y la som-bra, de Alejo Carpentier? Son propuestas –muchomás que interrogaciones indubitables– para subra-yar el gozo más amplio que la lectura de Ursúa yde El país de la canela puede provocar.

Por lo demás, no estaría mal –luego que viera laluz La serpiente sin ojos– soñar con una ediciónconjunta de los tres libros, algo así como la pro-

posición que hiciera Cortázar a Mujica Lainez –Marcos-Ricardo Barnatán dixit– para publicar con-juntamente Rayuela y Bomarzo bajo un título úni-co: Ramarzo o Boyuela. En este caso, imaginar unestuche contentivo del tríptico, tal vez bajo el títulounitario de Ursúa, el país, la serpiente... que in-cluyera índices de nombres, reproducciones de losaterradores grabados que Theodore de Bry hicierasobre planchas en Fráncfort en 1602 –como el dePizarro suelta a los perros, en la portada de la edi-ción príncipe de Ursúa, que es, además, uno de lostantos momentos de barbarie a la sombra de arma-duras, espadas y arcabuces, que el autor ha entre-gado al correr la cortina fabulosa.

Con su estreno como novelista, el poeta que lle-vó a conocer El país del viento y el ensayista quetrajo Los nuevos centros de la esfera, ha venido aresaltar que no asistiremos a la decadencia de losdragones, pues existe, como él mismo ha escrito,«la región donde se gesta la salud emocional delfuturo»,19 y ella tiene su origen en las auroras desangre, allí donde abrevaron sus novelas. Por lopronto, para abrir las puertas al disfrute de aquellaregión, son también estas maneras de navegar conWilliam Ospina.

Holguín, noviembre de 2009

18 William Ospina: Ob. cit. (en n. 6), p. 206.19 William Ospina: La decadencia de los dragones, Bo-

gotá, Editorial Alfaguara, 2002, p. 222.

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El peso de la heredad

La cultura de Occidente, del racionalismo clásico para acá, nosdeterminó a relacionarnos con el saber y con la realidad entérminos de oposiciones. Con sus matices propios, este para-

digma ha sido acogido por diversos sistemas de pensamiento que,aunque se digan divergentes, coinciden en la premisa aristotélica debase: una cosa, para serlo, tiene que ser lo que las demás no son.

Aristóteles también nos legó un modelo dramatúrgico y, másampliamente, de textualidad, que sigue vigente: el de la estructurade la narración en tres actos. Su comprensión de las estructurasmíticas le permitió llegar a la sustancia narrativa del más perfecto delos relatos, que es el mito. De ahí su permanencia en el tiempo. Noes de extrañar que quienes prosiguieron los estudios sobre los prin-cipios de la narración regresaran al mito como la forma más eficazde avanzar en el conocimiento de las claves narracionales, pasandopor Vladimir Propp: Morfología del cuento, Joseph Campbell: Lasmil caras del héroe o Claude Lévi-Strauss: La estructura y laforma.

Pero, además, Aristóteles nos heredó un sistema clasificatoriotextual basado en los géneros, muy conocidos, de lírica, didáctica ydramática. Eso sí que nos ha creado un desconcierto del que nodebemos culparlo. La noción clásica de géneros en tanto camposcon caracteres comunes y estrategias propias para desarrollar elobjeto a conocer, es confundida con la de forma como medio de

HUGO NIÑO

La fórmula elemental de contar:atrapar, retener y cautivar

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expresión. Por eso, en lo particular, aparecen ydesaparecen géneros con una prodigalidad que soloestá limitada al estado de ánimo del crítico o deleditor. El resultado ha sido el levantamiento de fron-teras arbitrarias y movedizas entre ficción y reali-dad, entre historia y cuento.

Escribir para perseguir, leer para huir

La arbitrariedad de este modelo de fronteras, quese extiende, más allá de la literatura, al arte en ge-neral y llega, desde luego, a la ciencia, conduce arebeliones inevitables en el seno de la narración ensu conjunto. Esto hace que quien escribe bajo elsupuesto de la ficción se quiera mostrar como rea-lista y que quien escribe bajo el signo del realismo ode la «objetividad», a menudo, traspase la frontera.Es el caso de Freud cuando desarrolla su tesis so-bre los mandatos profundos que operan los meca-nismos de la mente en Tótem y tabú, o de Euclidesda Cunha al estudiar la sociología de los pueblosde frontera en Brasil a través de la novela Los ser-tones. Es, para la colaboración que me solicitó laCasa de las Américas desarrollar aquí, el caso deWilliam Ospina. En efecto, libros suyos como Ur-súa (Bogotá, Alfaguara, 2005) y Los nuevos cen-tros de la esfera (La Habana, Casa de las Américas,2003), que aparentemente proceden de fronterasopuestas, terminan desarrollando discursos trans-fronterizos y, más aún, no solo son textos altamenteintertextualizantes en su interior, sino que ellos dia-logan entre sí, en la más genuina expresión bajtinia-na. Ursúa es una novela con marcado acentorealista, incluso verista, cosa que el propio autorenfatiza desde el pórtico y ratifica en la nota de cie-rre. Por otro lado, Los nuevos centros de la esfe-ra es un conjunto de ocho ensayos a las clarasanticanónicos en su contenido y en su forma, en los

que la presencia de las «fuentes» es básicamentede autores literarios: Borges, García Márquez, Dan-te, Poe, Flaubert, Shakespeare, Wilde, Baudelaire,Valéry, Bernard Shaw, Nietzsche, Eliot, Chester-ton, Quevedo, Rossetti, Browning, Unamuno, Höl-derlin. En cambio, los autores que podemosconsiderar teóricos ocupan un lugar modesto: el his-toriador británico Edward Gibbon y su paisano, elcrítico Samuel Johnson. Al lado de ellos hay tam-bién autores hispanohablantes: el español ÁlvaroFernández Suárez y los ensayistas latinoamerica-nos, que, a decir verdad, son los más extensamentecitados: Alfonso Reyes y Simón Bolívar. Ospina solohace una concesión a su desconfianza por las citasbibliográficas manifestada en el ensayo «La revolu-ción de la alegría» (Ospina, 2003: 65), en el casode Bolívar, pese a que es probablemente el ensayolatinoamericano más conocido y querido. Se tratade la «Carta de Jamaica». Es la única cita referen-ciada y se encuentra en su texto «La nueva cara delplaneta latino» (Ospina, 2003: 49).

A diferencia del ensayo convencional en el que lascitas literarias son puestas en la escena discursiva parailustrar conceptos del autor, aquí las citas son fuentesconceptuales. Digamos que hay una inversión de lafunción de los discursos y, por ende, una inversiónde paradigmas. Más tarde, en la medida en que elespacio lo permita, volveré sobre este punto.

Ahora bien, ¿por qué un texto como Ursúa tras-ciende sus fronteras ficcionales y aborda el ámbitohistórico instalándose en él? ¿Por qué el conjuntode textos reunidos en Los nuevos centros de laesfera abandona deliberadamente las normativas,aun las del ensayo libre, y se instala en el discursopoético haciéndolo portador de conceptos que ex-trae no de fuentes «objetivas» sino de la poética?

Encuentro una respuesta que, a mi vez, extraigodel mito en tanto constitución narrativa y la única

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estructura capaz de integrar en su desarrollo dis-cursos fácticos y ficcionales, narraciones de hechos,de sueños y anhelos, todo en una relación integrativa.Eso lo sabe bien Ospina, quien en el ensayo «Larevolución de la alegría», después de citar a Poerecuerda a otros como Heráclito, Parménides yAnaxágoras, que ya habían expuesto filosofía y cien-cia a través del discurso poético (Ospina, 2003: 66).¿Qué unía a estos autores? Que todos alcanzaronsu desarrollo en sociedades ampliamente regidas porrelaciones míticas. De hecho, el mito se muestra comola única narración capaz de comprender en el senti-do cognitivo y también en el estructural a la realidad.Al referirse a Hölderlin en el texto «La revolución dela alegría», Ospina destaca que la parte más intensay poderosa de su obra fue «mitologizar su época,incorporar y sublimar en su lenguaje los temas de sutiempo» (Ospina, 2003: 64).

Para malestar del canon y de sus sacerdotes, loscríticos, la necesidad de transgredir las fronteras en-tre historia y ficción, entre metáfora y teoría radicaen una cuestión de base: nuestro concepto de reali-dad es irreal y tiene un gran vicio de origen: larealidad, lo que es real, está definido por el canon,por la academia, con desdén hacia la cultura mis-ma. En otras palabras, la norma ha pretendido su-bordinar al sistema, cosa que es a la inversa, comolo demostró en el siglo pasado Eugenio Coseriu:que el sistema es anterior y superior a la norma. Enefecto, la realidad no es solo el hecho que se ve,sino lo que pensamos de él, es decir, la ficción, ylos hechos son aspectos de un concepto, más am-plio, de realidad. En un memorable ensayo, «Algu-nos aspectos del cuento», Julio Cortázar afirmó quela ficción servía para hacer más real la realidad. Loshechos carecen, entonces, de trascendencia sepa-rados de lo que pensamos, suponemos y soñamosrespecto de ellos.

En dependencia de la mirada, una misma circuns-tancia puede ser un hecho para unos y una ficciónpara otros. Es decir: realidad para unos e imagina-ción para otros. En Colombia hay un presidentemegalómano convertido en sátrapa, que desde 2002insiste en que en el país no hay guerra, pese a quesus generales se refieren a ella todo el tiempo y laniegan a la vez. Cada emperador tiene su traje nue-vo y solo los niños, los locos y los poetas puedenverlo en su desnudez.

La idea de una realidad irrefutable está empa-rentada con la de una literatura universal canoniza-da: ambas nacen de modelos excluyentes y hege-mónicos. Con un modelo de realidad y de literaturaasí, es fácil decidir desde el canon y de forma másamplia desde el poder, a cuyo servicio suele estarel canon, qué entra o no en el inventario de lo admi-sible. Son muy conocidos los rechazos que pade-cieron García Márquez o Machado de Assis en susépocas por parte de críticos que los juzgaron comoescritores menores. Por eso no sigo aquí.

Más bien, regreso al punto de la necesidad de latransgresión de las fronteras. Ella se debe, ni más nimenos, al juego doble que impone todo acto decontar y de recibir lo que es contado. En efecto, setrata de una celebración ritual en la que quien cuentase constituye en perseguidor y quien escucha o lee seconstituye en fugitivo. En ese instante, cada uno des-pliega sus recursos y sus potestades. Si el receptorpuede abandonar el rito de la escucha o de la lecturaen cualquier momento, quien narra no puede con-tentarse con atraparlo a través de un buen comienzo:debe retenerlo por medio de una trama suficiente-mente intrigante como para que decida quedarse allícon la promesa de un final sorprendente. En esemomento, el prisionero se convierte en residentevoluntario del texto, cautivado por su captor. Esaes la fórmula elemental de contar. En «La revo-

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lución de la alegría», Ospina admite que se le cae delas manos todo libro que no le parezca ser fruto dela pasión de quien cuenta (Ospina, 2003: 62). En elmismo ensayo afirma que «Solo asimilamos las hon-das certezas si se nos dan bajo una forma sensible»(Ospina, 2003: 68). He ahí las condiciones nece-sarias de un buen cazador de palabras.

Una cuestión de parentescose identidades múltiples

Dentro del espectro temático desarrollado en Losnuevos centros de la esfera se encuentran la glo-balidad, la subalternación lingüística, política y cul-tural, las relaciones coloniales y poscoloniales entrela América Latina y las metrópolis, sin dejar demencionar la educación como aparato ordenadorde los Estados y su impacto en los modos de pen-sar. Sin embargo, hay preocupaciones dominantescomo la ficcionalidad de las naciones, la ilusión y labúsqueda de una identidad incluyente dentro de unmapa que, realmente, lo que muestra es un conjun-to inarticulado de lo que José María Arguedas lla-mó estatuto múltiple. Siempre está la ética en elhacer, en el pensar, en el escribir, constantementeen la búsqueda del ennoblecimiento del saber. Sonclaves maestras para recuperar una perspectiva defuturo con certidumbre.

El rechazo al dogma en la política, al canon en lacultura, al pensum, al curriculum, es decir, a la es-colástica en la educación, da lugar mediante estaoposición a las oposiciones aparentemente claras, auna relación de parentescos en las cuales, a menudo,las diferencias pueden resultar en semejanzas queforman una red compleja y rica de estos, de modosimilar a lo que Fernando Ortiz definió como proce-sos de transculturación. Con esta manera de ver, re-sulta posible comprender entonces las relaciones de

correspondencia entre textos en apariencia opues-tos, como los que convencionalmente se reconocencomo teoría y arte.

En este caso, quiero estudiar esas relaciones en-tre dos textos de Ospina: Los nuevos centros de laesfera y Ursúa. El primero inscrito como ensayo, esdecir, como discurso de la razón, y el segundo comonovela, o sea, como discurso de la suposición y de lasubjetividad, según la normativa. Así, lo que uno en-cuentra es que cada texto está en el otro, va y vieneen una relación integrativa. Ambos operan como có-digos recíprocos. Como propedéuticas para lalectura integral del otro. Es cierto que hay un ordencronológico: Los nuevos centros de la esfera esde 2003 y Ursúa de 2005. Probablemente escri-tos de manera alternativa y, lo que resulta obvio,elaborados en un proceso de años. Dentro de estavisión, veo en Los nuevos centros de la esfera unapreparación para lo que serían Ursúa y, posterior-mente, El país de la canela, libro al cual no mereferiré. Baso esta afirmación en mi creencia de queel texto que definimos en términos generales comovinculado a la teoría es un borrador preparatorio paralo que también definimos como ficción. Al fin y alcabo, la crítica, por ejemplo, es una práctica textualparásita de la literatura. En consecuencia, la teoría yla crítica son textos menores de la ficción. Veamosahora la génesis de algunos de estos conceptos segúnaparecen en Los nuevos centros de la esfera y sutransformación en discurso ficcional, según se mues-tran en Ursúa. No haré citas en el caso de la novela,porque sus episodios los presento en resumen.

Globalización e historia del mundo

En «El surgimiento del globo», Ospina afirma quela historia mundial comenzó con el descubrimientode América. La idea del globo se apoderó entonces

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de todos. Su impacto alcanzó al joven WilliamShakespeare, con veintiocho años a la fecha deldescubrimiento, quien le puso el nombre de El glo-bo a su teatro de Londres (Ospina, 2003: 17).

En Ursúa, y estando en Navarra, esta misma cir-cunstancia impactó al joven Pedro de Ursúa, enton-ces de diecisiete años, quien se lanzó a la aventuradel Nuevo Mundo, fascinado por las historias de sutío, Miguel Díaz de Aux, un aventurero menor enPuerto Rico, quien llevó hasta el castillo de los Ur-súa la visión del Nuevo Mundo (Ospina, 2005: 23).En esta visita y, sobre todo, en la conversación consu tío, el Nuevo Mundo le entregó a Ursúa la mitadque le hacía falta para completar el globo, que em-pezó desde esa tarde a inflarse en su imaginación. Esnotable que los dos libros comiencen con la mismaimagen, desde discursos diferenciados.

El choque de las culturas: mestizajey subalternización

En el «El surgimiento del globo», Ospina se refiereal choque de las culturas y a cómo Europa comen-zó buscándose a sí misma en América, un mundodemasiado semejante y demasiado diferente comopara dialogar con él. De inmediato comenzó un pro-ceso de mestizaje que fue probablemente lo quemás tiempo y esfuerzo les costó asimilar a los eu-ropeos y a los propios habitantes del Nuevo Mun-do en su conjunto, no sin contradicciones y dudas.Para Ospina, la fortuna fue que los mayores nues-tros «no renunciaron a la pluralidad de las lenguasnativas, pero aceptaron el legado de la antigüedady de las lenguas hijas del latín y del griego» (Ospi-na, 2003: 22-23). Lo cierto es que este proceso nofue solo de reflexión, sino que estuvo mediado pormandatos subalternizantes expresados en leyes yotros procedimientos violentos de exclusión.

En Ursúa, el casi adolescente Pedro experimentaeste choque tan pronto llega al Nuevo Mundo,en 1544. Allí ya no hay lugar para el romanticismo.El tiempo es ahora de los conquistadores. El con-flicto cultural se ha extendido a todos los terrenosde la experiencia. Tras varios episodios que lo ale-jan definitivamente del joven romántico que dejóNavarra con la ilusión del Nuevo Mundo, Pedrode Ursúa inicia su propio tránsito de mestizaje ytodas sus seguridades comienzan a vacilar. Un díapaseaba por los maizales de la Sabana de Bogotá,cuando escuchó unos lamentos. Era un indio queyacía en el fondo de un barranco, con la pierna rota.Ursúa lo rescató de una muerte segura. El indio eraOramín, quien sería guía del joven teniente de go-bernador por los caminos del Nuevo Reino de Gra-nada y por los senderos de las mentes de aquellastierras vecinas del cielo. Oramín sería su aval en tie-rra ajena, como después también lo sería el escri-bano del marqués de Cañete, convertido en narra-dor de la vida de Ursúa. Un indio y un mestizo. Engratitud, Oramín le contó del tesoro de Tisquesusa.Aquel encuentro casual determinó una vocación delealtad y gratitud por parte del salvado hacia Ur-súa, que comenzó a hilar otro nudo en la tragediaque, desde ese momento, cerraba el entramadoprincipal de la historia: tan solo al llegar a la Sabanade Bogotá, Ursúa decidió que su misión principalen aquellas tierras sería encontrar El Dorado paraequiparar a Cortés y a Pizarro en fortuna, tal comohabía soñado al llegar allí, costara la sangre quecostara.

Su inmersión en el mestizaje continúa con las queserían las mujeres de su vida: Inés de Atienza, Z’baliy Teresa de Peñalver. Es significativo que las tresmujeres de Ursúa encarnen, a la vez, las identida-des étnicas que se tejieron a partir de la Conquista.Su relación con Inés de Atienza es más de inicia-

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ción a la lujuria que al amor, cosa que, por lo de-más, nunca fue un estado dominante en la vida delpersonaje. Inés de Atienza es princesa india y damaespañola, lo que la hace culturalmente anfibia, sien-do española entre indios e india entre españoles.Ella es representación del mestizaje. Vendrá luegoZ’bali, india venezolana a quien conoce en Santa-fé y por quien experimenta una emoción parecidaal amor. Z’bali es el primer refugio sentimental deUrsúa, aunque él la dejará por Teresa de Peñal-ver, a quien conoce en Mompox, cuando ya sudestino está sellado por la caída. Z’bali represen-ta a la corriente india en la formación de lo quesería la nueva identidad etnocultural en procesode constitución. Teresa de Peñalver es sobrina deMaría de Carvajal, viuda del mariscal Jorge Ro-bledo. Teresa es la corriente europea. Estas dosmujeres lo protegerán y esconderán durante suúltima estadía en Santafé, de donde lo sacaránclandestinamente con la ayuda de Juan de Caste-llanos, su mentor en los caminos de la narración.Castellanos es la cara euroamericana del arte derelatar. La otra cara es Oramín, portador de lasnarraciones indoamericanas. Juntos se constituyenen la nueva unidad a través de la cual mira Ursúaese Nuevo Mundo que lo deslumbra y lo va car-gando paulatinamente de tormentos. Teresa dePeñalver será la madre de la única descendientede Ursúa. Ahora habla Ospina desde «El surgi-miento del globo»: «la ventaja suprema de perte-necer a tantas tradiciones es la imposibilidad dealentar el orgullo de razas puras, su soberbia y suintolerancia» (Ospina, 2003: 24). Eso es cierto: lahumildad de Ospina es bien conocida. Si algúnerror se ha cometido en nuestra historia ha sido«limitarnos a una sola tradición cuando las mere-cemos todas» (Ospina, 2003: 24).

La identidad sellada con sangrey traición

El choque de los mundos creó lo que Ospina llamaen ese mismo ensayo una «herida original»: «La con-dición de ser hijos a la vez de las víctimas y de losverdugos, de los invasores y de los invadidos» (Os-pina, 2003: 24). Siempre hemos visto a esa primeraoleada de europeos del siglo XVI como conquistado-res. Realmente, muchos de ellos, la mayoría, llegarona América como desplazados y aquí tomaron la más-cara de los vencedores. Esta fue la primera oleadade refugiados europeos en América. Cuatrocientosaños después vendría la segunda y, cosa curiosa, losrecibiríamos tan bien, que llegaron a creerse nueva-mente con derechos de conquista.

Aquella primera oleada de europeos en el Nue-vo Mundo –de la cual Ursúa fue un miembrorelativamente tardío, pues llegó cuando las nuevasfronteras ya estaban trazadas, en 1544– implantóun modelo axiológico perverso que pronto se arraigóen la clase criolla a la que dio lugar. ¿Qué hacer,entonces, con esos criollos «que habían aprendidolos mil matices de la trampa en la burocracia, con laya floreciente tradición de legalismo sinuoso, eseimperio de leguleyos que apretaban y volvían a apre-tar las tuercas de la Ley para medrar de sus vacíosy parasitar de sus ambigüedades?», se pregunta elautor en «La nueva cara del planeta latino» (Ospi-na, 2003: 48). La pregunta del ensayista, queadquiere el valor de una premisa por la magnitudde su impacto, es respondida por el novelista a lolargo de las cuatrocientas sesenta y dos páginas dela narración. Es así:

Otro tío de Pedro de Ursúa, Miguel Díaz de Ar-mendáriz, hermano de su madre, fue nombrado

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juez de residencia, encargado de juzgar a cuatrogobernadores: Pedro de Heredia, de Cartage-na; Sebastián de Belalcázar, de Popayán; Pas-cual de Andagoya, de San Juan, y el aún mássiniestro Alonso Luis de Lugo, de Nueva Grana-da. El nuevo y poderoso juez mandó llamar aUrsúa, y él dejó el Perú para acudir donde su tíoen Cartagena. Entonces Armendáriz decidió de-legar el gobierno de Nueva Granada en su so-brino. Al llegar a Santafé, no bien entró a la plazaprincipal, Pedro humilló públicamente al capitánLuis Lanchero al despojarlo de su vara de mandode alcalde de Santafé. Fue el 2 de mayo de 1545.Tenía dieciocho años y ese día Ursúa creó a quiensería su más implacable perseguidor una décadadespués. Desde el punto de vista narrativo, Lan-chero será la sombra de Ursúa.

A los diecinueve años, Ursúa ya tenía miles deindios trabajando a su servicio, tropas atentas a susórdenes, había repartido encomiendas sin repararen otra cosa que no fuera su conveniencia. Mien-tras tanto, el obispo La Gasca había llegado al Nue-vo Mundo con el objetivo principal de someter aGonzalo Pizarro, alzado contra el emperador y conpretensiones de erigirse en rey de Perú. En el cursode su alzamiento, Gonzalo Pizarro mató al virrey dePerú, Núñez de Vela, tras derrotarlo en la batallade Añaquito. También había logrado tomar a Pana-má durante cuatro meses por medio de su lugarte-niente, Pedro de Bichaco. Con semejante situación,La Gasca no dudó en hacer las componendas quefueran del caso con tal de reponer la autoridad im-perial. Por eso indultó a Sebastián de Belalcázar,quien antes ya había traicionado a Francisco Piza-rro abandonando la Gobernación de Quito para irseen busca de la canela, además de asesinar al maris-cal Jorge Robledo. Todo se lo indultó La Gasca a

Belalcázar, para ponerlo a su favor en la campañacontra el demente Pizarro.

Más adelante, de vuelta en Santafé, el juez seinstaló en la casona que Ursúa había dispuesto paraél. Le pareció que lo primero que tenía que hacerera afirmar de un modo enfático su autoridad. Aun-que a él lo habían nombrado para juzgar a AlonsoLuis de Lugo en el caso de la Nueva Granada, echómano de un incidente ocurrido recién llegado el jo-ven Ursúa a Santafé, como teniente de goberna-dor, tiempo atrás. Se trataba de un incendio en lacasa de Ursúa. Tras apresuradas indagaciones, or-denó capturar a Martín de Vergara, a Juan de Coca,a Luis Lanchero y a Juan Sánchez Palomo. Ense-guida dispuso aplicar la metodología más populardesde entonces en la América Latina para obtenerla confesión: torturarlos. Así lograron que SánchezPalomo confesara el crimen y mucho más: acusó aLanchero y a Francisco Manrique de Velandia comosus cómplices. Sin mediar más, el juez ordenó ahor-car a Sánchez Palomo. Aquí el juez proveyó a susenemigos del primero de numerosos argumentos queelevarían contra él cuando el viento se pusiera en sucontra. Luis Lanchero tuvo un motivo más que es-grimiría cuando llegara el momento de ir contraUrsúa, pues estaba claro que sobrino y tío com-partían la misma identidad en materia de abusos ydesmanes en nombre de la Ley.

Con todas estas maneras de constituir la tradi-ción que hoy nos ofende, resulta claro que Ospinaconvoque en tanto ensayista a Bolívar y a su sueñopara sacarnos de este fangal, y a Alfonso Reyespara recordar lo que el pensador mexicano identifi-ca como las fatalidades de ser latinoamericano, queresumo. La primera, ser humanos; la segunda, ha-ber llegado tarde a la esfera de un mundo ya viejo;la tercera, ser americanos; la cuarta, pertenecer alorbe hispánico. A estas fatalidades se agregan el

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ser hispanoamericanos y haber nacido en una zonacargada de indios. Para empeorar las cosas, está elhecho de encontrarse en la vecindad de los EstadosUnidos. No en balde Luis Cardoza y Aragón, cuan-do enarbolaba las banderas de la lucha guatemaltecacontra la dictadura, les decía a los mexicanos quea ese país le convenía ayudar a los guatemaltecos aliberarse porque así México ya no limitaría al surcon los Estados Unidos. La novela muestra lo queel ensayo afirma: que el nepotismo, el golpe de Es-tado, el soborno, el clientelismo, el paramilitarismo,no son desviaciones posrepublicanas, sino conti-nuaciones de un modelo sistemáticamente implan-tado desde octubre de 1492. El absolutismo no esun engendro latinoamericano, según lo pretendióRamón del Valle-Inclán con Tirano Banderas. Esconveniente recordar que, siendo primos, Isabel deCastilla y Fernando de Aragón consiguieron ser dis-pensados del incesto para casarse y alcanzar la he-gemonía sobre la naciente España. Como el espa-cio apremia, voy a referirme solo a un punto másde los que preocupan a Ospina como ensayista y loocupan como novelista:

Asegurar al lector la fórmulapara contar

García Márquez ha dicho que en su experienciacomo lector, a menudo leía no para enterarse delo que se contaba, sino para ver cómo estaba es-crito. Es un hecho que cada escritor busca su pro-pia propedéutica, así ella se transforme continua-mente. Algunos la hacen manifiesta, como Quiroga,Cortázar o Guimarães. Otros la desarrollan de ma-nera transversal, que es una forma de hablar de símismos como si fuera de otro. Y es el caso de Os-pina, en el que uno puede encontrar esas clavesescriturales, aunque codificadas, en sus textos en-

sayísticos. Si bien hasta ahora hemos reconocidolos componentes argumentales que se desarrolla-rían en Ursúa, hace falta convertir el argumento ennarración, para poder pasar de la historia al discur-so. Veamos:

Así como Pedro de Ursúa tuvo en Oramín a sumentor para la visión indoamericana y en Juan deCastellanos a su mentor para la visión europea enese Nuevo Mundo, además de ser su ayudante ma-yor, no en términos jerárquicos sino dramatúrgicos,el narrador de la novela tuvo a Gonzalo Fernándezde Oviedo, amigo también de Juan de Castellanos.Castellanos fue quien le narró a Ursúa el prodigiosoviaje de Francisco de Orellana por el río de las Ama-zonas, concluido en 1542. De ahí nació la obsesiónde Ursúa por ir al país de la canela y la de Ospinapor narrarlo. El antecedente está encriptado en «Lanueva cara del planeta latino» (Ospina, 2003: 45).

Siguiendo esta línea uno se pregunta: ¿Y quiénfue el mentor de Ospina en el camino de la narra-ción? Eso lo responde él mismo: fue Dante Alighie-ri. Ospina considera la Divina Comedia el para-digma mayor de la literatura y en su ensayo«Reflexiones sobre periodismo y estética» recono-ce que frecuenta esa obra, entre otras razones, «porla riqueza y la nitidez de las circunstancias con queestá tejida» (Ospina, 2003: 72). Riqueza y nitidezson términos que aluden al estilo. La expresión «cir-cunstancias con que está tejida», se refiere a la dra-maturgia, es decir, a las estrategias narrativas. Estepárrafo, que va hasta la página siguiente, es muyrevelador. «El mundo que Dante se proponía des-cribir era completamente vago y nebuloso», diceOspina enseguida. Así era también el mundo deUrsúa, que el discípulo se proponía describir. ¿Cómoverosimilizar, entonces, al mundo de Ursúa, a suvez un personaje completamente desconocido hastaentonces?

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La clave está en cuatro líneas adelante, en la pá-gina 73: Tal como vio en Dante, recurre a «laobservación y la exactitud». De esta suerte lograríatejer también en Ursúa «reinos subterráneos conrecuerdos minuciosos». De ahí resulta que la cues-tión de escribir bien es una necesidad para describirbien un mundo fantástico como el de América, don-de la magia es cotidiana y la exuberancia aplastante.Aquí la prolijidad verbal que caracteriza a Ursúano es una cuestión ornamental sino una demandaestilística para darle forma y verosimilitud a esemundo y a ese personaje, en un sentido como elque sustentó Carpentier a propósito del barrocoamericano, o el que ha desarrollado el formalismolibre en la arquitectura de Oscar Niemeyer, en lacual la forma llega a su plenitud prescindiendo deladorno. «No solo son significativos los detalles»,dice Ospina. «También son bellos de un modo pre-ciso y casi cinematográfico». Ocho líneas después,en ese mismo párrafo, agrega: «También son estascosas las que hacen inolvidable ese libro» (Ospi-na, 2003: 73). Son exactamente las cosas quebuscará aplicar en la novela. A veces, es cierto, laaplicación en hacer verosímil con el detalle cedeante la necesidad de hacer verosímil con la infor-mación, dado que es una narración que buscaocupar el lugar que los historiadores convenciona-les no han logrado para aquel período. La cadenade episodios se torna en ocasiones agobiante. Escuando a uno le parece que de esa novela podrían

salir varias más. Quiero finalizar con la cuestión delpersonaje y su elección.

Si me tocara suponer por qué el ficcionador es-cogió a Ursúa como personaje de su novela, diríaque fue, precisamente, por ser un personaje sindueño biográfico anterior y porque con él se puedehacer de todo novelísticamente hablando, como lologra hacer Ospina. Él tiene su propia explicaciónen «La nueva cara del planeta latino»:

Muchos historiadores se han preguntado por quéfueron tan pocos los grandes sabios y los gran-des escritores de Europa que vinieron a vivir laexperiencia directa del mundo americano, y porqué tuvieron que ser casi siempre unos guerre-ros de mediana cultura y unos cronistas de for-mación nada exquisita a quienes les fue dado re-conocer este mundo. [Y concluye]: [...] meatrevo a pensar que no estuvo tan mal que hu-bieran sido esos personajes modestos en su for-mación quienes tejieron el vasto cosmos de lascrónicas de Indias y pintaron el sangriento tapizde la época [...] [Ospina, 2003: 43].

De tales convicciones salió Ursúa como personaje.De esta suerte, Los nuevos centros de la esfe-

ra y Ursúa, ensayo y novela, teoría y ficción, ope-ran como intercódigos: cada uno se termina de leera través del otro. Ahí está, al alcance de cualquiera.Basta con leer. Con eso paro por aquí. c

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Fue en una tarde de Bogotá, mientras miraba desde un cafélas calles lluviosas. Me pareció sentir una voz muy antigua,en la que estaba de algún modo contenido un mundo. Pen-

sé, caprichos de la lluvia, en ese imaginario, irrecuperable mon-gol, que extraviado por las estepas rusas, por largas llanuras dehielo, no supo en qué momento pasó de un continente a otro ypisó por primera vez el suelo de América.

Con estas palabras introducía William Ospina El país del viento,Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura, 1992,año del V Centenario del llamado eufemísticamente «encuentro deCulturas», y rememoraba un asunto apenas tenido en cuenta para losfestejos por el aniversario del encontronazo entre el Viejo y el NuevoMundo: el poblamiento de América. Se iniciaba entonces una depu-ración del discurso poético que potenció el definitivo estilo del escri-tor, centrado, o muy cercano a la Historia. Hasta ese momento habíapublicado Hilo de arena, en 1986, y La luna del dragón, en elmismo año en que se celebraba el quinto centenario de la llegada deColón a las tierras americanas. Para esa fecha ya Ospina había vividoen Francia y recorrido Alemania, Italia, Grecia y España; había re-gresado a Bogotá y ganado el Premio Nacional de Ensayo de laUniversidad de Nariño con un estudio sobre el poeta Aurelio Arturo,publicado en 1991. Como redactor en La Prensa, se había destaca-do con ensayos sobre Byron, Poe, Tolstoy, Dickens, Dickinson y

JUAN NICOLÁS PADRÓN

William Ospina y la poesíade la otra historia

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otros temas de la literatura y el pensamiento, inclui-da la exégesis de una de las voces colombianasmenos promocionadas a pesar de –o tal vez por–su curiosa brillantez: Estanislao Zuleta.

¿Qué Historia le interesa rescatar del olvido aeste periodista culto de refinado pensamiento quecree en «el poder de las palabras» y en la capaci-dad de los libros para cambiar a los seres huma-nos?; ¿cuáles historias cotidianas deseaba enfa-tizar, bien desde un monólogo dramatizado omediante la ficción narrativa, el afinado poeta con-vencido de la capacidad de la literatura para cam-biar la sociedad?; ¿qué verdades ocultas de perde-dores e invisibles pretendía desentrañar?; ¿cuálgénero asumir para desarrollar un discurso que eraa la vez, narrativo y poético, y además lograr ex-presiones que condujeran a una intensa fuerza dra-mática? Ante esta alternativa, no reparó en conti-nuar con lo que ya había hecho: investigaba sobrela Historia, la ficcionalizaba cuando lo creía conve-niente, dejándose llevar por su propio ritmo poéti-co. Como trabajador de la palabra, no se subordi-nó a los moldes aristotélicos, persistió en laboraren varias direcciones a la vez y lo mismo se obse-sionaba con poéticas y personalidades literariasparadigmáticas como las de Borges o García Már-quez, que se adentraba en temas de la historia y lapolítica de su país, sin la actitud vergonzante tantasveces asumida por los huéspedes del parnaso. Poetay periodista, historiador y ensayista, si bien el poetalograba altos rendimientos en sus ensayos –puespartía de dispersas informaciones para «producir»una cultura nueva–, al asumir la poesía utilizaba loshechos enmascarados de la manipulada Historiapara transformarlos en verdades artísticas.

Ospina hurga en la Historia con el propósito deque esta le sirva para comprender el presente. Suobra se resiste a la tradicional clasificación por gé-

neros, incluso resulta imposible circunscribir al au-tor a la ya en desuso expresión de «literato» o autorliterario, pues se trata de un mensajero del tiempo,un severo crítico de la modernidad americana, quedebía partir de otra Historia para comenzar de nuevosu reconstrucción verdadera; y en tanto la historiaamericana se inició como canto y mito, ha sido lapoesía su lenguaje.

Habría que identificar al primer poeta, quien fueademás soldado, comerciante y sacerdote, un hom-bre del Renacimiento, quien en el siglo XVI sedesenvolvió en un vasto territorio y así buscó perlasen la isla de Cubagua, combatió en tierra firme des-de Maracaibo al Pacífico, se ordenó como sacerdoteen Cartagena de Indias y terminó tranquilamente susdías en Tunja. Juan de Castellanos fue capaz de ele-var en sus Elegías de varones ilustres de Indias loque no era más que la ambición y la crueldad de laempresa de la Conquista, sin renunciar a una admi-ración apasionada por la naturaleza americana y aun sentido de pertenencia que hacía suyos los luga-res invadidos ya convertidos en «patrias». La obrade Castellanos, una crónica poetizada sobre la Con-quista, cuyos valores literarios fueron olvidados onegados por los eruditos españoles, ejerció sobreOspina la fascinación y el deslumbramiento de unafantasía real, y desencadenó en él una búsqueda eindagación que trascendió la curiosidad meramentehistórica o literaria.1

1 En la «Elegía VII» Castellanos describía a Diego Veláz-quez, por lo que resulta esencial este poema en lareconstrucción de la imagen física y espiritual del primergobernador de Cuba: «Fue persona de cuerpo bien dis-puesto, / robusto de sus miembros y velloso, / algo moreno,pero de buen gesto, / suelto, valiente, fuerte y animoso; /gastó sus bienes, mas con todo esto / fue menos liberalque codicioso; / tuvo gran copia de oro, plata, cobre / y alfin de su jornada murió pobre».

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En pueblos nuevos y jóvenes, híbridos y recons-truidos por invasiones sucesivas y diferentes, cincosiglos después de que los vencedores superpusieronsus paradigmas a riquísimas tradiciones, enfrentaroncañones a flechas, usaron mallas de acero frente alas macanas, impusieron una cruz a serpientes em-plumadas y jaguares antropomorfos, la Historia ten-dría que contarse de otra manera; hay informacionesnegadas, culturas profanadas, mundos olvidados, unalengua transformada por la mixtura con muchas otrasy enseñanzas postergadas tras siglos de saqueo yexterminio, de dominación y estrategias para conti-nuar la explotación. Cuando se escribe poesía basa-da en hechos históricos que alguna vez se estable-cieron, la narración poética, consciente de transformarla historiografía tradicional en verdades artísticas delo acontecido desde otra perspectiva y bajo un pro-cedimiento quizá más difícil, debe producir un am-biente que resulte verdadero, porque ello tambiénpuede contribuir a un pensamiento similar al de laépoca en que mitos y mitologías sobre la naturalezaeran más frecuentes y dominaban el ideario. De estamanera, se acerca al lector contemporáneo a unasituación más fiel a la verdad histórica de aquelloshombres de aventura y pasión enfrentados a un mun-do desconocido. En ese sentido, Ospina mantieneuna coincidencia con el pensamiento orientalista, quelo hace alejarse de estereotipos al intervenir en unarealidad histórica cuya direccionalidad ha sido siem-pre hegemónica occidentalista y, por tanto, no inclu-siva y sin armonía con la naturaleza, siguiendo la ra-cionalidad europea, más mística que mítica. El poetapone énfasis en la vertiente de su hibridez menos pro-movida, al acercarse más a la otra orilla de una Amé-rica en la que los pueblos del desierto o de las pra-deras del Norte no tenían fronteras con los quehabitaban el mar de los caribes, ni con los que vivíanen el río grande llamado hoy Amazonas, o con quie-

nes vivían silenciosamente las mesetas del altiplanode los actuales Andes.

Al profundizar en la ficcionalización de una dra-mática historia de colonización en América, intentarrecomponer una cartografía más erudita y real de lainvasión y el genocidio americanos, Ospina parte delideario y de la cosmogonía, del pensamiento teogó-nico de los tradicionales ancestros de civilizacionesamericanas antes de la invasión del «hombre blan-co». Este factor lo hace ser un radical, porque va alas raíces, completa el valor del mito y las leyendas,les ofrece un lugar más preciso que el asignado porel pensamiento europeo, que nunca ha comprendidola proyección de americanidad presente en las ac-tuales sociedades de este hemisferio. En sus textosno hay separación entre naturaleza y cultura porqueambos conceptos no resultan excluyentes, sino secomplementan mediante huellas de una historia y enuna presencia cotidiana. El lenguaje simbólico recu-rre a procedimientos similares a los empleados porlos «pueblos testimonios», que enarbolan esa mismarelación cultural con su entorno; y todo ello lo realizael poeta sin olvidar el legado europeo, la importantí-sima contribución de los pueblos de las Españas yde otras etnias ya crecidas, antiguamente llamadasbárbaras por los romanos. Con esas cartas encimade la mesa, no hay escamoteo ni renuncia a lo evi-dente: el mito, que es sobre todo una fuerza culturalcon finalidad ética y estética, y por tanto ideológica,constituye uno de los pilares en la reconstrucción delpensamiento americano, a pesar de las inexactitudesarrastradas hasta hoy por la tergiversación de siglosde colonización, las dificultades para desentrañar lalengua de los aborígenes y por tanto su real pensa-miento, y la traslación de ella al lenguaje escrito desdeuna tradición generalmente oral y ágrafa.

Ospina cree en las «fusiones complejas, en textosmezclados, hibridaciones y flores nuevas», tal como

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expresara Derek Walcott al recibir el Premio Nobel,en mitos que se esconden en una infancia de sueñosy se traslucen al contemplar «la luna del dragón»,esa curiosa solidaridad poética con la naturaleza an-cestral o arqueológica que se contemporiza porqueel poeta no se distancia de la Madre Tierra y se sabeparte integral de ella. Su cultura siempre está pre-sente en la elaboración del discurso poético, forman-do parte consustancial de este y de cada tema implí-cito como resultado de una experiencia asimilada porsu verso espontáneo y fluido de historias, que, loca-les o personales, pueden desbordarse al Continentey a la humanidad. Ahí está el relato contado en pri-mera persona del hombre del campo que empezócomo soldado y terminó como hombre de ciudad enel poema «Un viejo historiador cuenta su historia»:¿en qué sitio del planeta no ha sucedido algo seme-jante? No hay divisiones tajantes entre la prehistoriay la historia de América, como no existen límites pre-cisos entre los personajes que habitan su literatura ylas personalidades de la historia americana, las gran-des escenas de ficción y los trascendentales aconte-cimientos de la realidad, los escenarios escogidospor los escritores y los espacios en que ocurren loshechos. En batalla con las palabras para expresareste total mestizaje con verbo nuevo, también se des-lumbró el fundador Juan de Castellanos, empeñadoen describir lo que nunca había visto, obligado a«nombrar las cosas». No es casualidad que para darcontinuación a estos pasos y enrumbar un definitivocamino en su poética, Ospina publicara un volumende ensayos sobre Aurelio Arturo, el poeta colom-biano de un solo libro, Morada al sur, más que su-ficiente para consagrarlo en la lírica de todos los tiem-pos de su país y de América, en una época en queya se había cumplido el proceso civilizatorio, al po-ner fin a un galopante proyecto de modernidad queentró definitivamente en crisis.

Periodista polémico sobre temas políticos, cul-turales, sociales, económicos, jurídicos, militares,antropológicos, filosóficos..., mezcla curiosidadesde la Historia con argumentaciones del mundo delDerecho o cuestiones que tratan sobre técnicas li-terarias con artículos de opinión sobre elecciones ycumbres de jefes de Estado, en una interacción pro-vocadora que desentraña realidades incómodas eintegra una historia segmentada que cuestiona o di-siente de los últimos estigmas del colonialismo cul-tural europeo y de los desmanes de la estrategia dedominación del actual imperio. Cuando se acerca ala Historia prefiere las personales, las de los comu-nes, o en el caso de las grandes personalidades his-tóricas o literarias, aquellas marginadas por las co-rrientes al uso, como ha sido Pedro de Ursúa.

En la escritura poética, necesita imaginar monólo-gos como el de Virginia Woolf en su tránsito hacia elsuicidio, o la conversación sorda de Franz Kafka consu padre, o familiares y novia, para intentar salvarsedel hastío de los vivos. Se dirige a Nietzsche parahablarle de las muertes de Occidente como preludioa otras muertes personales, las que anuncia Einsteinsin desearlo. En estas relaciones de literatura y otrasvías de conocimiento se le ha comparado con Bor-ges, pues ambos han tenido como obsesiones co-munes sintetizar saberes dispares desde su conden-sación; esto los hace sentirse mejor preparados paraprofundizar en los detalles. Ambos mezclan géneroscomo propuesta para entender mejor una cultura demestizaje e hibridación común al americano; uno yotro, como casi todos los escritores de acá, han sidoperiodistas, poetas, narradores, ensayistas, historia-dores… En última instancia, los temas puntuales desu poesía son los de siempre: el transcurrir del tiem-po, el misterio de la muerte, la inevitable memoria...

La obra poética de William Ospina, comprome-tida con el discurso de la Historia, tiene en cuenta a

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una América con todas sus culturas, como una solatierra y miles de pueblos que siguen prometiendo laconvivencia pacífica basada en el paradigma delrespeto a cada diferencia. El poeta profundiza enlos relatos contados, en informaciones publicadasa medias o segmentadas y escamoteadas en su fan-tasía por un exótico racionalismo que nunca vio«perros de pelaje dorado» o «verdes tigres delmar». Su poética es la poesía americana sin fronte-ras, una tienda dakota o la historia de quien ha lle-gado de la Isla de Pascua, los ojos vigilantes deWalt Whitman por el Norte y la protección amoro-sa de Gabriela Mistral desde el Sur. Y su «Yo» sue-le tener muchas mudas que se acomodan a cadapoema, ventrílocuo al modificar su voz desde aden-tro o adoptar la tradicional narración de hechos,que se relatan en versos y no pocas veces incursio-nan en propuestas de temas para ensayos. O seimpone la crónica, el informe de viaje, la carta derelación, el cuaderno de bitácora o el diario de na-vegación. Casi siempre vive otro personaje, ade-más del autor, que cuenta esas historias, pero porlo general convive a un lado, sin entrometerse mu-cho, más bien lejano aunque vigilante, atento y alescuchar, presto a intervenir en el instante en que serequiere mayor lucidez. Conquistadores y derrota-dos, colonizadores y marginados ofrecen sus ver-siones respectivas; nada está de un solo lado ni todocomenzó cuando llegaron los invasores.

La integración temática y la síntesis expresiva,en la singular batalla con las palabras, constituyenlas direcciones principales del interés del poeta.Amplios recursos literarios, como la yuxtaposicióno expresión paralela y el disfracismo de palabras,la primera como recurso mnemotécnico, propio dela poesía oral, y la segunda como conjunción dedos palabras para expresar en su conjunto una idea

diferente a la que aludirían por separado, rescatantécnicas presentes en las expresiones literarias dela América prehispánica. Cada obra relacionadacon esta historia despierta el amor a una identidadtodavía por descubrir en su comunicación ances-tral, en la que se integran y sintetizan geografía ehistoria, ética y política, literatura y mito, biología ylenguaje, religión y religiosidades, naturaleza y so-ciedad, cosmogonía y filosofía, ciencia y experien-cia, alma y sueños, conocimiento y saberes, vida ymuerte… Costaría trabajo y sería poco útil delimi-tar cada disciplina en este «país de los vientos»,Continente hecho de voces, es decir, de aire. Laeficacia de su denuncia frente a las sucesivas inter-venciones colonialistas, está cada día más vigenteen este conteo regresivo que ya está exigiendo laMadre Tierra. La zona, hoy departamento de ElVaupés, conocido desde el siglo XVI por innumera-bles misioneros dominicos y jesuitas, ha sido siste-máticamente saqueada desde entonces y extermi-nados los numerosos pueblos indígenas que lohabitaban en plena armonía con la naturaleza. Hoyquedan solo unas decenas de etnias, que continúandesapareciendo gracias a la «civilización»; allí hayagua y árboles todavía; en esas mesetas aún podríacantarse:

Qué son las canoas sino los árboles cansados/ de estar quietos.

Qué son los postes de colores sino los árboles/ hundiendo sus raíces en el cielo.

Qué son los puentes colgantes sino los árboles/ jugando con el viento.

Qué son las alegres fogatas sino los árboles/ contando su último secreto.

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El mérito mayor de un ensayista no es tener siempre razón (laverdad es escurridiza, relativa), sino obligarnos a mover elpensamiento, perturbarnos con la audacia o la sutileza de sus

provocaciones y seducirnos con la elegancia y el vigor de su prosa.En un ensayista de estirpe, una prosa elegante y feraz proviene deun pensamiento lúcido, coherente y original. Es el caso de WilliamOspina.

Sobre ese pensamiento me gustaría conversar aquí. Por supues-to, resulta difícil desmontar solo el filón ensayístico de una obraorgánica que incluye poesía y novela. Prefiero ver estos orbes comolo que son: vasos comunicantes, aristas diferentes y complementa-rias del acercamiento de Ospina al hombre y al universo, al hombreen el universo. No es noticia que los buenos poetas suelen ser agu-dos ensayistas (Dante, Du Bellay, Donne, Quevedo, Baudelaire,Martí, Valéry, Eliot, Pound, Borges, Paz), como también lo sonalgunos novelistas de alto rango (Forster, Nabokov, Camus, Sar-tre, Calvino, Kundera, Sábato, Carpentier, Vargas Llosa). En Os-pina se cumple esa doble regularidad: su ensayo parece servir deamplificación, de elucidación mediante la polémica al concepto poé-tico, y de antesala a la novela.

Al igual que el resto de su obra, la ensayística de Ospina es unasuma homogénea donde las coordenadas se cruzan, se completan.No obstante, me gustaría trazar una división, digamos, metodológi-ca, para explicarme mejor, en dos grandes líneas: el ensayo literario

JESÚS DAVID CURBELO

Leer con William Ospina

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y el ensayo de carácter social. En ambos casos, in-sisto, la contaminación es alta: para entender el he-cho literario se apoya con frecuencia en la historia, laideología, lo filosófico, lo político, lo social. Para pen-sar lo social, lo vemos de continuo ejemplificandocon relecturas de la herencia literaria, artística y cul-tural en su sentido más amplio.

La relectura también es una peculiaridad de susensayos literarios. Lo obsesiona el desafío de bus-car nuevas aproximaciones a autores harto mano-seados por la tradición. Esta es una virtud de losbuenos ensayistas, pues cada generación tiene elderecho –y el deber– de releer los clásicos, expo-ner a la controversia una versión de sus textos yhacer valer las preguntas y asertos que en su hoylos vuelven imprescindibles para intentar explicarseel mundo. En Esos extraños prófugos de Occi-dente, Ospina conversa con Byron, Poe, Tolstoy,Dickens, Dickinson; los trae y atrae al debate críti-co de la posmodernidad. En La decadencia de losdragones, lo hace con Homero, Shakespeare, Cris-to, el Quijote, Borges y Neruda, y nos ofrece agu-das reinterpretaciones de su obra y su presenciaque le sirven, y nos sirven, para juzgarlos bajo unanueva óptica, y que ellos –personajes y textos– nosenseñen (a él y a nosotros) a juzgarnos. Como po-demos apreciar en la diversidad temporal y geo-gráfica, cultural, Ospina aparenta trabajar con unadivisa: su tradición son todas las tradiciones en ac-tivo, el toma y daca nutricio de la integración.

En alguna entrevista el autor ha afirmado que lomás importante para él es la literatura. Pero un es-critor responsable es casi iempre un sujetopreocupado por el espíritu de su época, por bus-car en el pasado y en el presente las claves de unfuturo posible. Por eso Ospina ha ensayado inten-samente con la Colombia literaria. Primero, en Lasauroras de sangre: Juan de Castellanos y el des-

cubrimiento poético de América, indagación quesin duda le condujo al encuentro con Pedro deUrsúa, Lope de Aguirre y los mitos de El Dorado,las amazonas y El país de la canela. De tal modo, elensayo lo lleva a la búsqueda ficcional, y ya tene-mos dos entregas de una trilogía sobre el fundadorde Pamplona (Ursúa y El país de la canela) quese añaden –y se contraponen– a la saga de Aguirrealimentada por Torrente Ballester, Otero Silva y Sen-der en la novela, y por Herzog y Saura en la pantalla.Después, Ospina escribe Aurelio Arturo, la pa-labra del hombre, para adentrarse en quienconsidera el mayor poeta colombiano de iniciosdel siglo XX. Más tarde lo encontramos inmersoen la difusión de las reflexiones y la personalidadde esa suerte de Macedonio Fernández colom-biano que fue Estanislao Zuleta, maestro al cualdedica un sentido ensayo en ¿Dónde está la fran-ja amarilla? y que cita con asiduidad en otraszonas de su ensayística.

Precisamente el texto antes mencionado, dentrode su prosa de corte social, plantea una pesquisaen el ser colombiano, en su identidad, en su histo-ria, en busca no de respuestas definitivas al dramade corrupción y violencia que aqueja a la nación,sino de preguntas que ayuden a pensar mejor a to-dos (el Estado, los gobiernos, las oligarquías, laintelectualidad, el pueblo en general) una maneraarmónica y solidaria de revertir la crisis, alzarse so-bre la simulación, la pobreza, el narcotráfico, laguerrilla, los paramilitares, las injerencias foráneas,y aspirar a (re)construir un país que interactúe conel resto del Continente y del mundo. Mención es-pecial dentro de este libro merece la idea de que elproyecto político del asesinado líder Jorge EliécerGaitán era, por su comprensión de la problemáticanacional y por las estrategias de su discurso políti-co, una solución que trataron de impedir los sectores

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Page 37: WILLIAM OSPINA El dibujo secreto de la América Latina*casadelasamericas.org/publicaciones/revistacasa/258/semanautor.pdf · Ospina, que tuvo lugar en la Casa de las Américas del

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más reaccionarios y desataron la violencia fratrici-da no resuelta todavía.

La preocupación nacional se vuelve continental,universal, a medida que madura el intelecto del au-tor. En textos como Los nuevos centros de laesfera y América mestiza, el país del futuro, ex-pone sus consideraciones peculiares acerca de losantiquísimos orígenes de la globalización (el momen-to de los llamados Descubrimiento y Conquista, oel instante de concurrencia, de fusión de la Europarenacentista con América, África y Asia). Esta zonadel pensamiento de Ospina propone una supera-ción concluyente del complejo de inferioridadlatinoamericano con respecto a las tradiciones cul-turales y políticas de Europa, e insta a releer elmismo proceso de Conquista y Colonización, y lasformaciones culturales americanas, a partir de sumestizaje inaugural y de las improntas que estos mes-tizajes han dejado en la cultura universal, desde lasruinas y los documentos aztecas, mayas e incas hastala novela y la poesía de los siglos XX y XXI, pasandopor el barroco de Indias, el modernismo o las van-guardias en la América Latina, con los sellos deoriginalidad y dignidad artística, cultural, identitariaque estos fenómenos tuvieron, y su legado a la len-gua española y a la cultura mundial.

La idea de la América Latina no como un conti-nente, sino como un país íntegro y solidario dondecada uno aporte su cuota de compromiso, de ho-nestidad, de respeto a la diferencia y a la diversidad,se afinca en el más progresista ideario latinoameri-cano (Bello, Bolívar, Martí, Hostos), y es lapropuesta de Ospina ante la creciente banalización y

la disolución de la responsabilidad ciudadana que laahora conceptualizada, tecnológica y tecnocráticaglobalización pretende imponer al planeta al amparode un dios llamado mercado y de una religión nom-brada consumo. Esta opción, según Ospina, debeerigirse sobre (y desde) la interpretación culturológi-ca y no sobre (ni desde) los caudillismos políticos,militares e ideológicos que tanto han lastrado al Con-tinente a partir de los días ya lejanos de laindependencia de España.

Antes de concluir, quisiera recalcar las calidadesde la prosa de Ospina, su uso del español de Co-lombia, de América, en el que hace gala de un equi-librio que ni se regodea servil en lo castizo ni seextravía, pueril, en lo vernáculo, y mantiene todo eltiempo una extraña tensión lírica y una proyecciónnarrativa que hacen amena y dinámica la lectura.Agradezco, además, la ausencia –que no el desco-nocimiento como instrumentos de aproximación yanálisis– de los galimatías propios de algunas es-cuelas de la teoría, la crítica literaria y la sociologíacontemporáneas, cuya presencia en el texto hacepoco menos que ininteligibles las ideas, y sospe-choso el manejo del idioma.

Por último, me gustaría dar las gracias a Ospina,a la Casa de las Américas por la posibilidad de dia-logar con este lector empedernido y de releer através suyo páginas importantes de la cultura uni-versal, en esa avalancha productiva cuya diversidady excelencia lo ratifican como una de las voces másinquietantes de la actual literatura americana.

La Habana, noviembre y 2009 c

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