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PENSAMIENTOS…17 EUCARISTÍA Y VIDA INTRODUCCION Hablar de la Eucaristía, es hablar de un misterio insondable. En estas páginas trataremos de profundizar este gran misterio del amor y del poder divino. Pero desde ya podemos afirmar que, justamente porque se trata de un misterio, no alcanzaremos nunca a comprender la Eucaristía en su totalidad. Eso no significa que no es verdad, sino que es una realidad que nos sobrepasa, especialmente si consideramos que se origina de Dios, que es misterio absoluto, porque es infinito. Seguramente no podemos mirar al sol de frente y menos todavía entrar en su fuego, pero sí podemos gozar de su luz y de su calor, que nos llegan desde una distancia de 150 millones de km. Igualmente no podemos entrar en el misterio de la Eucaristía, porque se hunde en lo infinito de Dios, pero podemos gozar del amor y de la luz maravillosa que emana de él y nos vivifica. No vamos a escribir un tratado perfecto y exhaustivo sobre el tema, sino simplemente trataremos de acercarnos lo más posible con el alma y el corazón sedientos de absoluto, a Cristo Eucaristía, preguntándonos por qué tanto amor. Tal vez la dificultad más grande frente al misterio eucarístico no está en entender el milagro de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, sino el amor infinito del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo para con nosotros, pobres creaturas indigentes, limitados y pecadores. Las Tres Personas, la Trinidad toda participa de esta historia de amor que culmina en la locura de reducirse a una pequeña hostia e introducirse en nuestras entrañas. Y más todavía cuando este itinerario divino pasa por la cruz. Sólo podemos comprender que se trata de un amor de pura donación, de entrega, de querernos hacer partícipes de su dicha infinita. Dios no gana nada con nosotros, porque lo tiene todo: ser y poder infinito (Padre), sabiduría e inteligencia infinita (Hijo), amor y vida infinita (Espíritu Santo). Entonces nos queda solo adorar y agradecer a Dios por este don incomparable que nos viene de lo alto. Pero también tenemos la posibilidad, en la Eucaristía, de ofrecer a Dios Padre un don incomparable del mismo valor: podemos ofrecerle desde el altar a su “Hijo amado”, animados por el amor del Espíritu Santo. De esta manera entramos en el círculo de la vida divina, perfecta y eterna; y no como extraños, sino unidos a Cristo, en comunión con Cristo, como “hijos en el Hijo, gracia a la Eucaristía, Sacramento y Sacrificio. +Fr. Roberto Bordi ofm

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PENSAMIENTOS…17EUCARISTÍA Y VIDA

INTRODUCCIONHablar de la Eucaristía, es hablar de un misterio insondable. En estas páginas trataremos de profundizar este gran misterio del amor y del poder divino. Pero desde ya podemos afirmar que, justamente porque se trata de un misterio, no alcanzaremos nunca a comprender la Eucaristía en su totalidad. Eso no significa que no es verdad, sino que es una realidad que nos sobrepasa, especialmente si consideramos que se origina de Dios, que es misterio absoluto, porque es infinito. Seguramente no podemos mirar al sol de frente y menos todavía entrar en su fuego, pero sí podemos gozar de su luz y de su calor, que nos llegan desde una distancia de 150 millones de km. Igualmente no podemos entrar en el misterio de la Eucaristía, porque se hunde en lo infinito de Dios, pero podemos gozar del amor y de la luz maravillosa que emana de él y nos vivifica. No vamos a escribir un tratado perfecto y exhaustivo sobre el tema, sino simplemente trataremos de acercarnos lo más posible con el alma y el corazón sedientos de absoluto, a Cristo Eucaristía, preguntándonos por qué tanto amor. Tal vez la dificultad más grande frente al misterio eucarístico no está en entender el milagro de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, sino el amor infinito del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo para con nosotros, pobres creaturas indigentes, limitados y pecadores. Las Tres Personas, la Trinidad toda participa de esta historia de amor que culmina en la locura de reducirse a una pequeña hostia e introducirse en nuestras entrañas. Y más todavía cuando este itinerario divino pasa por la cruz. Sólo podemos comprender que se trata de un amor de pura donación, de entrega, de querernos hacer partícipes de su dicha infinita. Dios no gana nada con nosotros, porque lo tiene todo: ser y poder infinito (Padre), sabiduría e inteligencia infinita (Hijo), amor y vida infinita (Espíritu Santo). Entonces nos queda solo adorar y agradecer a Dios por este don incomparable que nos viene de lo alto. Pero también tenemos la posibilidad, en la Eucaristía, de ofrecer a Dios Padre un don incomparable del mismo valor: podemos ofrecerle desde el altar a su “Hijo amado”, animados por el amor del Espíritu Santo. De esta manera entramos en el círculo de la vida divina, perfecta y eterna; y no como extraños, sino unidos a Cristo, en comunión con Cristo, como “hijos en el Hijo, gracia a la Eucaristía, Sacramento y Sacrificio. +Fr. Roberto Bordi ofm

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INDICE númerosEucaristía, misterio de fe ………………………………………….. 1-8Eucaristía, don y sacrificio ………………………………………….10-20Cristo, Sacerdote y Víctima ………………………………………. 21-30Eucaristía, misterio de amor……………………………………. 31-45Eucaristía, participación de la vida divina………………… 46-54Eucaristía, vida en Cristo…………………………………………… 55-75Eucaristía, presencia real de Cristo……………………………. 76-85Milagros Eucarísticos………………………………………………… 86-98Dimensión eucarística de la vida cristiana ………………… 99-109Dimensión Trinitaria de la Eucaristía………………………… 110-119Dimensión eclesial de la Eucaristía ………………………….. 120-133Dimensión escatológica de la Eucaristía ……………………. 134-143Dimensión mariana de la eucaristía ………………………….. 144-151Eucaristía, tesoro escondido……………………………………… 152-159 Conclusión ………………………………………………………………..

EUCARISTIA: MISTERIO DE FE

1. La Eucaristía es un misterio de fe. Los misterios no se comprenden, se aceptan por revelación del Señor. No todas las verdades o realidades se conocen por evidencia y experiencia directa, sino por razonamiento, o por testimonio de otros, o por documentos y monumentos. En el caso de la Eucaristía, sabemos que Cristo está presente en la Hostia consagrada, porque El lo dijo, según testimonio de los apóstoles. Aún así seguimos sin entenderlo, pero podemos creerlo en la medida en que llegamos a la certeza de la historicidad y divinidad de Jesús de Nazaret. Entonces nuestra aceptación del misterio de la Eucaristía y de toda la doctrina cristiana, depende de nuestra fe en Cristo. Y nadie puede negar que si Cristo es Dios, todo lo que dijo, enseñó y prometió, es verdad. En conclusión la verdad de la Eucaristía se basa en la divinidad de Cristo.

2. ¿Qué es lo que creemos de la Eucaristía? Creemos en las palabras y las promesas de Cristo: que el pan y vino se convierten realmente en su Cuerpo y en su Sangre; que la Eucaristía es prenda y garantía de resurrección y vida eterna; que produce una intima y profunda unión con Cristo, y por su medio con el Padre en el amor del Espíritu Santo; que la unión con Cristo hace la unión con todos los cristianos, al comer el único pan del cielo; creemos que el Señor instituyó el sacerdocio para perpetuar la Eucaristía hasta el fin del mundo, y para ofrecerse como don a todos los hombres. Creemos que en la Santa Misa se renueva el sacrificio redentor de Cristo en la cruz, aunque de manera incruenta, para la remisión de los pecados. Creemos y adoramos a

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Cristo vivo y presente en el Tabernáculo. Creemos que el Señor desde la Eucaristía nos ama “hasta el extremo” (Jn 13,1). ¿Por qué creemos todo esto? Porque confiamos en Cristo, pues es Dios, y en su Iglesia porque el Señor le prometió que el Espíritu Santo la guiaría hasta la verdad plena (cfr Jn 16,13).

3. Después de pronunciar las palabras de la consagración, el sacerdote dice: “Este es el misterio de nuestra fe”. Esta expresión se relaciona con los “cultos mistéricos” que tuvieron vida en Egipto, Grecia, Mesopotamia y luego en el Imperio Romano durante los siglos VI° antes de Cristo hasta el siglo IV° después de Cristo. Algunos quieren hacer derivar el culto cristiano de los cultos mistéricos, porque estos hablaban de muerte y resurrección, de unión con algunas divinidades por medio de ritos cruentos o incruentos. En realidad los “cultos mistéricos” no tienen nada que ver con el cristianismo, porque eran pura mitología, mientras que Cristo es un personaje histórico bien documentado. Además el “misterio” o culto cristiano, deriva de los “sacrificios de comunión”, de “acción de gracias” y de “expiación” del A.T. y especialmente de la pascua judía, que Jesús de Nazaret transformó en “Sacrificio” de acción de gracias, ofrenda y de expiación (Eucaristía), con nuevos contenidos teológicos, propios y originales, cualitativamente diversos de los sacrificios judíos y paganos.

4. Para los que creemos en Cristo, la Eucaristía, la Misa, es cuestión de vida o muerte. El mismo lo dijo: “Si no comen la carne del Hijo del Hombre y no beben su Sangre, no tienen vida en ustedes… Mi carne es verdadera comida, mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6,53-56). Cuando los envió a bautizar, dijo: “Quien cree y se bautiza se salvará; quien no cree no se salvará” (Mc 16,16)

5. Cuando nos acercamos a comulgar podemos dialogar con el Señor, como hacía la gente de su tiempo en Galilea, Judea, Samaria y en todas partes. Aunque no lo vemos en forma humana, sabemos por la fe que El está oyéndonos, como lo hizo con Tomás, a quien se le presentó pidiéndole que ponga los dedos en sus llagas, y exhortándolo a no ser incrédulo, sino creyente.

6. Quien está acostumbrado a desconfiar de los demás, no le creerá ni a Dios. Pero eso no es lo normal; es índice de enfermedad mental, de paranoia. Los niños creen a sus padres, porque saben que los quieren y que los adultos tienen sus razones poderosas. A medidas que crecen se dan cuentan de que los adultos muchas veces mienten, entonces se vuelven más desconfiados. Pero aquellos que crecen en la fe, en el conocimiento de Dios, saben que Dios es la Verdad, y no miente, ni tiene necesidad de mentir, por lo tanto podemos confiar plenamente en El.

7. Dios no miente, pero ¿los Apóstoles nos habrán dicho la verdad? ¿Nos habrán mentido, se habrán equivocado? Ni lo uno ni lo otro, porque deberían ser todos malas personas, o fáciles de engañarse. Si leemos atentamente los documentos que nos han llegado y los testimonios de la generación sucesiva a los Apóstoles – los Padres de la Iglesia – encontramos una firme profesión de fe en la Eucaristía, que empezó a celebrarse en seguida después de la resurrección y ascensión al cielo del Señor.

8. Con el conocimiento de la fe, podemos advertir la presencia del Señor en la Eucaristía. Eso significa que podemos encontrarnos realmente con El, conversarle, disfrutar de su amistad, sentir la grandeza de su poder y gozar de su amparo. Toda nuestra vida es una lucha contra los

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poderes del mal, y necesitamos fortaleza para sobrevivir y alcanzar los bienes de la vida presente y futura. San Pablo dice: “Todo lo puedo en Aquel que me da fuerzas” (Fil. 4,13). Es Cristo quien nos sostiene en el furor de la batalla: “No tengan miedo, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Expulsando a los demonios, Jesús demostró ser el más fuerte (cfr. Mt 12,28-29). Mantengámonos unidos a El, con la fe, la comunión, la oración y triunfaremos.

9. “¿Cómo preparó Jesús a los discípulos para que comprendan la Eucaristía, misterio de fe? Primero en Cafarnaúm les hizo la promesa. Después en Jerusalén, en el Cenáculo, la institución. Mientras tanto les iba mostrando con su vida lo que sería la Eucaristía. Lo veían día a día entregado a los demás. Se hacía pan tierno para los niños, consuelo para los tristes, consejo para los suyos, médico para los enfermos. Jesús vivía a diario las exigencias de la Eucaristía, que es donación y banquete que alimenta, sacrificio que se ofrece, presencia que consuela. La Eucaristía es un Pan que se ofrece, una Sangre que se derrama y limpia, una Presencia que conforta y consuela. Y esto fue Cristo durante toda su vida aquí en la tierra, y hoy en la Eucaristía, en cada Sagrario; y mañana en el Cielo. ¿Cuál fue la respuesta de sus oyentes en Cafarnaúm? La incredulidad, el rechazo, el desconcierto, el abandono. Les parecía un escándalo, una irracionalidad, un canibalismo” (P.Antonio Rivero LC). Pero los apóstoles, que lo conocían y sabían que era “el Santo de Dios” (Jn 6,67-69) y que hablaba “palabras de vida eterna”, continuaron con Jesús, aún sin comprender. Luego comprenderán, a la luz de la resurrección y con la iluminación del Espíritu de Pentecostés.

EUCARISTIA: DON Y SACRIFICIO

10. Según el Vaticano II, la Eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11), «centro y cima» (AG 9), «raíz y quicio» de la comunidad cristiana (PO 6). Eso porque ser cristiano consiste en estar unidos a Cristo, creer y confiar en El, identificarnos con El, trabajar por su Reino. La Eucaristía nos permite hacernos uno con Cristo y vivir en El: “Quien me come, vive por mí” (Jn 6,57). Su carne se hace una con la nuestra; su sangre se mezcla con la nuestra. Su contacto nos diviniza y dinamiza; nos hace su “Cuerpo Místico”; nos purifica y santifica para ser “limpios de corazón” (Mt 5,8) y contemplar a Dios. La Eucaristía en este sentido es el don más grande que podemos recibir de Dios Padre.

11. En el n° 274 del Catecismo de la Iglesia Católica se lee: "La Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana. En ella alcanzan su cumbre la acción santificante de Dios sobre nosotros y nuestro culto a Él. La Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: el mismo Cristo, nuestra Pascua. Expresa y produce la comunión en la vida divina y la unidad del Pueblo de Dios. Mediante la celebración eucarística nos unimos a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna".

12. Los nombres con que la Sagrada Escritura y la teología se refiere a la Eucaristía, expresan con profundidad y variedad la riqueza de este Sacramento-Sacrificio, manantial y cumbre de la vida cristiana. Se le dice “Eucaristía” (Lc 22,19) que significa acción de gracias por la creación, la redención y la santificación; - “Asamblea Eucarística” (cfr 1Cor 11,17-34) - “Banquete del Señor” (cfr 1Cor 11,24); “Banquete de boda del Cordero” (cfr Ap 19,19); - “Fracción del Pan” (cfr Hech 2,42.46; 20.7.11); - “Cena del Señor” (cfr Mt 26,26; 1Cor 11,24)- “Memorial” de la pasión y resurrección del Señor; - Santo Sacrificio, “Sacrificio de alabanza” (Hch 13,15), “Sacrificio

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espiritual” (1Pd 2,5), “Santa y divina liturgia”, “Santa Misa” (del latín “missio” que significa envío, o del saludo de despedida “ite missa est”). La Eucaristía como sacramento se le llama “Comunión”, porque hace nuestra unión con Cristo (cfr 1Cor 10,16-17); - “Santísimo Sacramento”, porque es el sacramento de los sacramentos; - “cosas santas” (cfr Didaké); “pan de los ángeles”, “pan del cielo”, “medicina de inmortalidad” (San Ignacio de Antioquía; (Ef 20,22); “Viático”, como alimento para el viaje a la eternidad.

13. La Eucaristía es “Sacrificio”, en el sentido literal de la palabra latina “sacrum-facere” (hacer cosa sagrada), y en el sentido de oblación, inmolación, entrega. Como liturgia eucarística es el acto de culto, sacrificio de acción de gracias, de alabanza, de bendición, adoración; eso significa propiamente la palabra “eucaristía” (eu = bueno; charis = gracia). Como sacrificio de inmolación, es expiación de los pecados, y está ligado a la cruz; es la “memoria”, representación o actualización de la muerte salvadora de Cristo, que derrama su sangre para la “remisión de los pecados”. También se le llama sacrificio de comunión, porque al comer el cuerpo de Cristo y al beber su Sangre, se produce nuestra unión (común-unión) con el Señor. La Eucaristía entonces es el Sacrificio de acción de gracias, de propiciación y de comunión.

14. Jesús instituyó la Eucaristía en el contexto de la Cena Pascual de los judíos, la cual era fundamentalmente un rito de acción de gracias y bendición (eulogia) por la liberación de Egipto, el paso (pascua) de la esclavitud a la libertad. Se celebraba sacrificando un cordero y comiendo pan sin levadura y hierbas amargas. Con eso se quería recordar como la sangre del cordero con que mancharon las puertas de sus casas, los salvó del castigo mortal del ángel exterminador; y los panes ázimos significaban el apuro con que debían marcharse, pues no había tiempo para hacerlo fermentar con la levadura. Las hierbas recordaban la amargura de la esclavitud. Una vez establecidos en la tierra prometida, la ofrenda del pan y vino significaron también la acción de gracias por las cosechas. Jesús asume y re-significa esos elementos pascuales, convirtiéndolos en medios para instituir una nueva Pascua, un nuevo rito de Acción de gracias, una nueva Alianza sellada con su Sangre, un nuevo Banquete con el “pan bajado del cielo”. Los tres elementos fundamentales de la nueva Cena Pascual son entonces: - la Acción de Gracias (Eucaristía), el Sacrificio de expiación (Cordero pascual), la Nueva Alianza sellada con su Sangre (Comunión).

15. “Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, los fieles ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del Pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento”. (LG 11)

16. El valor redentor de la Eucaristía-Sacrificio como actualización o prolongación del sacrificio cruento de la cruz, no está en el sufrimiento de Cristo en sí mismo, sino en la sangre derramada por amor, en la entrega hasta la muerte como signo y muestra de amor sin límites. Amor al Padre aceptando la encarnación y la misión salvadora, aunque lo llevara a ser víctima de la maldad humana. Amor a los hombres, donándose sin reservas, ofreciendo su cuerpo martirizado, como signo y medio de reconciliación y unión con Dios.

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17. En el número 13 de la encíclica “Ecclesia de Eucharistía” Juan Pablo II° afirmó: «El don de su amor y de su obediencia hasta el extremo de dar la vida (cf. Jn 10, 17-18), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es un don en favor nuestro, más aún, de toda la humanidad (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don ante todo al Padre: sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo a esta donación total de su Hijo que se hizo ‘obediente hasta la muerte’ (Fl 2, 8) con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección».

18. Siempre estamos buscando lo que nos pueda hacer felices. Pero topamos con los límites naturales de todas las cosas, que nos dejan insatisfechos, pues la felicidad está precisamente en los bienes sin límites. Dios sería nuestra verdadera felicidad, pero no siempre logramos el contacto profundo con Dios, entonces volvemos a las “cosas” y a las “personas”. Y no nos damos cuenta de que Dios se manifiesta precisamente a través de las “cosas y personas”. El amor, la belleza, la bondad, y todas las perfecciones que nos alegran y que encontramos en el mundo, nos vienen de Dios y son expresiones de la riqueza de su Ser. Entonces debemos aprender a descubrir la presencia de Dios alrededor nuestro. Hay una realidad sublime en que Dios se manifiesta en toda su grandeza y esplendor, y es Jesucristo, pues es la “impronta de su Ser”, en “donde reside la plenitud de la Divinidad” (Col 2,9). El N.T. especialmente el Evangelio nos relata la vida de Cristo con todos sus rasgos humanos y divinos. En la Eucaristía lo encontramos realmente, aunque oculto bajo la humildad de las especies sagradas, donde lo podemos contemplar y adorar y unirnos a El para nuestro “gozo perfecto” (Juan 15,11)..

19. Con la Eucaristía Dios Padre nos ofrece, en la Comunión, a su propio “Hijo amado” (Mt 17,5); y no puede darnos más porque en Cristo se halla la plenitud de todos los bienes: “Unidos a Cristo ustedes se han llenado de toda riqueza” (1Cor 1,5); de las “incalculables riquezas de Cristo” (Ef 3,8). San Pablo continúa diciendo a los Efesios: “Podréis comprender… cuál es la longitud, la anchura, la altura y la profundidad del amor de Cristo, un amor que supera todo conocimiento y que os llena de la plenitud misma de Dios” (Ef 3, 18-19). Por otra parte nosotros también podemos ofrecer al Padre, desde el altar, un don de valor insuperable, que es el mismo “Hijo amado”, quien le agrada infinitamente. En la Sta. Misa el sacerdote en nombre de todo el pueblo dice: “Al celebrar el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo, te ofrecemos, Padre, el Pan de vida y el Cáliz de salvación…”. Y al terminar la plegaria eucarística, levantando las ofrendas dice: “Por Cristo, con Cristo y en Cristo, a Ti Dios Padre Omnipotente, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amen”. Con este intercambio de dones, donde Cristo es el objeto de ambos oferentes, se establece una Alianza de amor eterno entre Dios y la humanidad.

20. En la liturgia hispánica leemos: "Verdaderamente santo, verdaderamente bendito es nuestro Señor Jesucristo tu Hijo: El es la fe de los patriarcas, la plenitud de la ley, el esplendor de la verdad, la predicación de los profetas. Es él el maestro de los apóstoles, el padre de todos los creyentes; es él el sostén de los débiles y la fuerza de los enfermos, la redención de los prisioneros, la herencia de los redimidos, la salud de los vivos y la vida de los moribundos. El es el verdadero sacerdote de Dios, el que instituyó la nueva ley del sacrificio, él mismo se ha ofrecido como víctima agradable y nos ha ordenado que lo ofrezcamos, Cristo nuestro Señor y Redentor".

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CRISTO SACERDOTE Y VÍCTIMA

21. La Eucaristía es presencia, sacrificio, comunión por, en, con Cristo. El es el donante y el don, el sacerdote y la víctima, «el oferente y la ofrenda, el que la acepta y el que la distribuye», como dice la liturgia de San Juan Crisóstomo (cfr J.Castellanos)-

22. “A quien mucho se le perdona, mucho ama” (Lc 7,47), dijo Jesús. Ama con un amor de arrepentimiento y de gratitud. Podríamos darle vuelta a la frase y decir también: “Quien ama mucho, perdona mucho”. El Señor nos perdona porque nos ama con amor de misericordia. Con su amor infinito, absoluto, divino, nos consigue el perdón de Dios Padre. Como sacerdote y víctima en el Calvario, en la Eucaristía y frente al Padre en el cielo, él es nuestro mediador, abogado y defensor (cfr. Rom 8,34; 1Tim 2,5; Heb 7,25; Heb 9,15.24; Hebr 10,10.15). San Pedro dice: “La caridad cubre la multitud de los pecados” (1Pdr 4,8). La caridad de Cristo cubre los pecados de toda la humanidad; en reparación de las culpas y de la falta de amor de los hombres, Cristo le ofrece al Padre su amor infinito, hecho realidad con la entrega de su vida. Solo el amor de Cristo podía satisfacer plenamente al Padre, porque es un amor absoluto, divino, infinito, como el suyo.

23. San Pablo en la carta a los Hebreos dice que “Cristo es el Sumo Sacerdote que nos convenía; santo, sin maldad, sin mancha, excluido del número de los pecadores y exaltado más alto que los cielos” (Hb 7,26-27; cf 6,20). En el A.T. el sumo sacerdote era la máxima autoridad religiosa, y entraba una vez al año, el día de la Expiación, en el santo de los santos – el lugar más sagrado del templo donde estaba guardada el arca de la alianza con las tablas de los diez mandamientos, tapada por una cubierta con dos ángeles de oro, y era considerado el trono de Dios, quien se hacía presente en medio del pueblo. El sumo sacerdote ofrecía la sangre de animales para la remisión de los pecados del pueblo de Israel. Cristo, “Gran Sumo Sacerdote” (Heb 4,14; Heb 5,1) de la Nueva Alianza, ofrece su propia sangre (Hb 9,25) en el altar de la cruz, para la redención del mundo, y sigue presente frente al Padre en los cielos (Heb 8,1) con sus llagas, testimoniando el “amor más grande” e intercediendo por los pecados de la humanidad y la reconciliación con Dios. « Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros [...] penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna » (Hb 9, 11-12).

24. Aunque las celebraciones eucarísticas se multipliquen a lo largo de la historia, el Sacrificio de Cristo es uno y único (Hb 7,27). Sus efectos y sus frutos de amor y entrega, son eficaces para siempre y para todos (cfr. CCE 1364) pues los actos de Cristo tienen un valor infinito y eterno, por ser Dios. Los sacerdotes que ofrecen y celebran la Eucaristía, lo hacen “in persona Christi”, actualizando y haciendo efectivo el don de su Cuerpo y Sangre de la Última Cena, y el Sacrificio de expiación y amor del Calvario, hasta el fin de los tiempos, “hasta cuando El vuelva” (1Cor 11,26). “Haced esto en memoria mía” dijo Jesús a los Apóstoles. La “memoria” significa representación, hacer presente, perpetuar en el tiempo la acción salvadora de Cristo (cf CCE 1104).

25. Todo el valor salvífico de la Eucaristía está en la presencia y la acción de Cristo. El es al mismo tiempo el sacerdote y la víctima, el oferente y la ofrenda, pues se entrega a sí mismo para

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reparar las ofensas hechas a Dios y propiciar su perdón a favor de los hombres. El Catecismo de la Iglesia Católica en el número 1410 afirma: “Es Cristo mismo, sumo y eterno sacerdote de la nueva Alianza, quien, por el ministerio de los sacerdotes, ofrece el sacrificio eucarístico. Y es también el mismo Cristo, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, la ofrenda del sacrificio eucarístico”. No había nada en el mundo que podía satisfacer plenamente al Padre sino su propio Hijo, pues en El “reside la plenitud de la Divinidad”; por lo tanto solo El puede dar y recibir un amor infinito, que llena totalmente el corazón de Dios. Y ese amor total expresado en el sacrificio de la cruz, hace nuestra reconciliación con Dios y con el prójimo: “Cristo es nuestra paz” (Ef 2,14-16).

26. En la Cruz y en la Eucaristía Cristo se ofrece como Víctima: “Tomad y bebed, esta es mi Sangre que será derramada para la remisión de los pecados”. El es el “Siervo de Yahvé” que se sacrificará por su pueblo, según la profecía de Isaías (cf Is 50,4-9; 52,13-53,12) reconocido por Juan Bautista como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29; 1,36; cf 1Pd 1,18-21). A muchos nos les gusta oír hablar de sacrificio de expiación, porque dicen que Dios es amor y no quiere sangre ni sacrificios, sino amor. Por medio del profeta Oseas, Dios dijo: “Yo quiero amor, no sacrificios” (Os 6,6). Jesús también dijo: “Misericordia quiero, y no sacrificios” (Mt 9,13). Es cierto que Dios nos pide amor, pero el verdadero amor se prueba justamente cuando hay que sufrir o sacrificar algo por hacer el bien, por ser perfecto y así agradar a Dios. Jesús dijo también que “no hay amor más grande que dar la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Seguramente a Dios Padre no le agradó que los hombres crucificaran a su Hijo; pero sí aceptó el amor de Cristo expresado a través de la entrega de su vida, que luego le devolverá en la resurrección, como expresión de su amor por El. Lo que nos salva es el amor, no la sangre. Cristo fue víctima del odio, que convirtió en amor redentor. Jesús nos enseña a amar de manera perfecta, total, hasta dar la vida.

27. Los mártires y los santos aprendieron de Jesús a dar la vida por amor. Jesús prometió: “quien pierde la vida por mí y por el evangelio, la encontrará” (Mt 16,25). En el discurso de las bienaventuranzas dijo: “Felices los perseguidos por hacer lo justo, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,10). San Pablo se alegra por unirse a los padecimientos de Cristo (cf Col 1,24; Gal 6,17). La vida cristiana en todas sus manifestaciones requiere esfuerzo y sacrificio, para cumplir con las obligaciones y deberes religiosos, familiares, laborales, civiles; para vencer el mal y ejercer las virtudes que agradan a Dios y al prójimo. Para amar es necesario luchar contra el egoísmo, la indiferencia, el orgullo, el odio, y disponerse a servir, perdonar, aceptar, comprometerse… Y eso supone ser con Cristo y como Cristo, víctima y sacerdote, sacrificio y ofrenda.

28. Para salvarnos Jesús ofreció al Padre su inmenso amor y su inmenso dolor. La crucifixión fue un evento terrible, atroz y doloroso, que el Señor estuvo dispuesto a sufrir sin drogas, plenamente consciente (cf Mt 27,32-35). Fue una muerte vergonzosa, humillante, entre dos ladrones, injuriado y denigrado (Mt 27,36-44). A pesar de su agonía física y espiritual (Mt 27,45-50), no quería que lloraran por El, sino por ellos mismos (Lc 23,26-31); aun en la cruz, su preocupación para los demás fue prioritaria (las mujeres piadosas, los pecadores, el buen ladrón, su madre, su discípulo predilecto… Lc 23,34). La muerte en cruz le horrorizaba, hasta hacerlo transpirar sangre, pero la aceptó por amor al Padre y a los hombres. Jesús fue un héroe, el más grande de todos, porque su sufrimiento, no solo físico sino sobre todo moral, fue abismal, por tener que

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cargar con todos los pecados de la humanidad; de la humanidad de todos los tiempos. Fue literalmente aplastado. Pero su amor fue más grande, por eso pudo soportarlo y vencerlo. Cristo es la “victima” por excelencia, y el valor de su sacrificio redentor es infinito.

29. Los protestantes en general no ponen la cruz en sus templos, en sus casas y en sus pechos, porque lo consideran como un instrumento de tortura que le disgusta al Señor por recordarle su pasión, y le disgusta a los creyentes por recordarles sus pecados que causaron la muerte del Señor. Nosotros los católicos lo vemos desde el aspecto positivo, como signo del amor de un Dios, un amor total y absoluto, que nos entristece y nos alegra a la vez. La cruz es el monumento más grande al amor del Señor por nosotros: “No hay amor más grande que dar la vida”. Es por eso que a los pies de la cruz, a pesar de nuestras miserias y de nuestra indignidad, sabemos que el Señor, si confiamos en su amor, nos dirá como al ladrón arrepentido: “Te aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43). Podemos tener plena certeza de eso, porque Cristo murió precisamente para abrirnos las puertas del Cielo. Su muerte fue por puro amor. Lo mismo su entrega misteriosa en la Eucaristía.

30. Cristo Sumo y eterno Sacerdote nos asocia a su persona para ofrecer al Padre un culto de acción de gracias, de alabanza, de súplica y expiación. Por eso el Concilio habla de sacerdocio común de los fieles, aunque distinto del sacerdocio ministerial o jerárquico (LG 10). “ Insertos en Cristo por el bautismo, los cristianos están llamados a ofrecer la propia existencia como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como el auténtico culto personal (cf Rom 12,1-2). San Pedro dice que hemos sido constituidos como pueblo sacerdotal: “sacerdocio santo”, “sacerdocio real” (cfr 1Pd2, 4-10).

EUCARISTÍA: MISTERIO DE AMOR

31. La presencia de Cristo en la Eucaristía, es una presencia dinámica, que comunica vida, gracia, energía, amor, santidad. Al encontrarnos con el Señor nos sentimos amados, acogidos, amparados. Sabemos que podemos confiar en El: “Yo sé bien en quien he puesto mi confianza”, dice San Pablo (2Tim 1,12). Jesús es el Buen Pastor, el Maestro, el Rey de reyes. Nos brinda su inmenso amor, y al mismo tiempo nos solicita entrega total y perfección absoluta. Por eso nos hace crecer, mientras nos tiene reservado el cien por uno y la vida eterna.

32. La Eucaristía es causa eficiente y causa ejemplar del amor de Cristo a Dios y a los hombres. Cristo al entregarse como sacrificio de expiación en la cruz y como pan de vida eterna en el sacramento de la comunión, estaba motivado únicamente por el amor al Padre, queriendo reparar las ofensas hechas a Él por la humanidad; y por el amor a los hombres, queriendo ofrecerles el perdón de los pecados y vida plena en la comunión con Dios. Toda la vida de Cristo fue un don de amor, hasta la máxima expresión de su entrega en la cruz y en la eucaristía. Al mismo tiempo nos enseña a amar hasta dar la vida por la gloria de Dios y la salvación de los demás.

33. El Señor nos tiene un amor de benevolencia y un amor de complacencia. El primero es ilimitado, pues Dios es infinitamente bondadoso y quiere nuestro bien total; y ama a todos: “Hace caer la lluvia y hace salir el sol sobre buenos y malos” (Mt 5,45). El segundo es limitado, debido a nuestra falta de perfección; a medida que crecemos en la santidad y la bondad, el Señor se

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complacerá más en nosotros: “Dios se complace en los justos” (Prv 12,2; 12,22; 11,1). Hay relaciones amorosas de novios, de esposos, de amigos, que se deterioran y se pierden, porque los defectos y maldades hacen extinguir el aprecio el cariño; y muchas veces se convierten en resentimiento y aversión. Los hombres acostumbran distanciarse y rechazar a los que no les agradan; Dios en cambio siempre espera, ama siempre, perdona y hace del todo para recuperar al pecador (cfr. las parábolas de la oveja perdida: Mt 18,10-14 y del hijo pródigo: Lc 15,11-32).

34. En la Eucaristía Jesús, por una parte se ofrece al Padre en sacrificio de bendición, alabanza y acción de gracias (eucaristía), y en sacrificio de expiación (pasión, cruz, muerte); por otra parte se ofrece a nosotros como sacramento, como pan de vida eterna (comunión). Uno se pregunta ¿por qué el Señor nos ama tanto? El Padre nos entrega a su Hijo; Jesús muere por nosotros para salvarnos; Padre e Hijo nos donan el Espíritu. ¿Por qué tanto amor, si somos pobres y pecadores; la gran mayoría no tenemos belleza física ni moral, ni méritos, ni derechos, estamos llenos de defectos… somos mezquinos, indiferentes, ingratos, egoístas, materialistas, rebeldes… La razón es muy obvia: porque somos sus criaturas, sus hijos, y nunca nos abandonará (Jos 1,5; Sal 27,10; Hbr 13,5). Nos tiene compasión y misericordia (amor de benevolencia); y nos ama más a medida que crecemos en amor y perfección (amor de complacencia).

35. ¿Qué espera de nosotros el Señor? Amor de sentimiento, “con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerza” (Mt 22,37; Lc 10,27) y amor de obras, de obediencia, de comportamiento. Los dos aspectos son igualmente importantes. Dios se quejaba con Israel: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de m í” (Is 29,13). Jesús recuerda que el amor a Dios debe ser efectivo: “No quien dice Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino quien cumple la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7,21). Amar es tener cariño y afecto hacia una persona; pero también es admirar, gustar de las virtudes y cualidades del otro. Y la respuesta de amor va en el mismo sentido: amo porque me ama; amo porque me agrada. En la Eucaristía nos encontramos con Aquel que es insuperable en amarnos y agradarnos, en amor y perfección.

36. ¿Qué podemos hacer para amar y sentirnos amados por el Señor, y comulgar con alegría? Simplemente entrar en el corazón de Cristo, recordar las muchas escenas del Evangelio donde Jesús manifiesta su cariño a su Madre, a los Apóstoles, a los niños y jóvenes, a los pobres y sufridos, a la gente humilde y sencilla del pueblo; su compasión y misericordia con los enfermos, los despreciados y los pecadores. Miremos la cruz y recordemos que el único motivo de su entrega fue el amor por nosotros; el mismo lo dijo: “No hay amor más grande que dar la vida por un amigo” (Jn 15,13); “Yo doy mi vida por las ovejas” (Jn 10,11). Pensemos además en la belleza y la grandeza de la persona de Cristo, que sobrepasa toda medida por ser Dios junto al Padre y al Espíritu Santo.

37. En la Eucaristía podemos encontrarnos con el mismo Jesús que era la delicia de María y José en el hogar de Nazaret. El mismo Jesús que se manifestó a los pastores, los reyes magos, al sacerdote Simeón, a los doctores del tempo de Jerusalén en sus doce años, a Juan Bautista, a los apóstoles y discípulos, a las multitudes. Es el mismo Jesús que se acercaba con bondad y misericordia a los pobres, enfermos, pecadores, endemoniados. El mismo que padeció, murió y

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resucitó para nuestra salvación. Podemos confiar en él y corresponder a su bondad con amor de gratitud.

38. “El hombre mira las apariencias; Dios mira al corazón” (1Sam 16,7). El Señor es el más exigente porque es el más generoso y perfecto. Cuando vamos a comulgar, debemos tenerlo presente: Cristo nos mira al corazón y a la conciencia; sabe de nuestra bondad y maldad, de nuestros defectos y virtudes. Si queremos que sea un encuentro feliz, debemos crecer en amor y en virtud hasta la perfección, para agradarle y complacerle. Los novios cuando van a una cita, tratan de presentarse en las mejores condiciones para impresionar a la pareja y ganar su amor. Lo mismo tenemos que hacer con el Señor, cuidando nuestro aspecto interior, porque el Señor nos mira por dentro, no por fuera.

39. ¿Qué nos ofrece el mundo para nuestra felicidad? Solamente unos bienes limitados y precarios, que muchas veces son ilegítimos y malos. Nos hace un amplio surtido de ofertas de sentido que alejan a las personas de un vivir auténtico: trepar como sea y a costa de lo que sea, ansia de tener, de prestigio, de poder, huída de lo que supone esfuerzo, riesgo, dolor, búsqueda individualista de la felicidad... Cristo nos ofrece algo mejor: su Evangelio y la vida divina, su Palabra y su Cuerpo Sacramentado, su amor sin límites.

40. Hay gente que tiene un gusto particular por las ceremonias, cuidando todos los particulares, para que salga una hermosa celebración. Pero todo el esplendor de los ritos, del templo, las vestimentas, los cantos, las flores y las luminarias, no tendrán ningún valor si en la Eucaristía no se produce el encuentro gozoso y salvífico con el Señor. A eso se le llama ritualismo. Sería como dos novios que fueran a celebrar su matrimonio espléndidamente trajeados, en una iglesia magníficamente adornada, pero sin amor en el corazón. ¿Cómo nos va a acoger el Señor si nos acercamos a comulgar fríos, distraídos, sin fe, sin amor? ¿Cómo volveremos a nuestro lugar y a nuestra vida? Igual que antes, vacíos, sin alegría, sin nada, más pobres, más débiles.

41. Después de recibir la Comunión hay que detenerse a rezar. Hay que tener la certeza de que el Señor nos escucha: “Dios que ha creado el oído ¿acaso no va a escuchar?” (Sal 94,9). Entonces podemos confiarle nuestras alegrías y nuestras penas, pedirle ayuda, expresarle nuestro agradecimiento, alabarle y adorarle. Podemos estar seguros de que nos atiende con agrado y con cariño: “Todo cuanto pidan en mi nombre, se lo concederé” (Jn 14,14). Claro que el Señor no nos va a contestar con palabras, sino con hechos: si realmente son bienes necesarios y legítimos, él cumplirá con su promesa, simplemente porque nos ama y lo puede todo.

42. Hay momentos difíciles en la vida en que sufrimos angustias y desesperación, soledad y debilidad. El Señor nos invita a recurrir a El: “Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Al Señor lo podemos encontrar en la Eucaristía, vivo y verdadero, así como cuando estaba en el hogar de Nazaret con María y José; o entre las multitudes en tierra de Israel; o en el Cenáculo de Jerusalén con sus apóstoles. Vayamos a la iglesia, arrodillémonos frente al Sagrario, o acerquémonos a comulgar, pidiendo al Señor que nos socorra. El no falta a sus promesas, porque es el Buen Pastor que “da la vida por sus ovejas” (Jn 10,11). El se comprometió: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; golpead y se os abrirá” (Mt 7,7-8).

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43. Algunos pueden pensar que al comulgar estamos haciendo un favor al Señor, un acto meritorio, un homenaje a Dios. De ahí que pretenden una recompensa de parte de Dios; exigen favores, gracias y milagros. Pero si lo reflexionamos bien, debemos reconocer que es todo lo contrario: es Dios quien nos favorece con un don inestimable, de valor infinito, ofreciéndonos a su propio Hijo para nuestra salvación. Somos nosotros los que tenemos que agradecerle por su bondad, su amor y su gracia, que nos dispensa por medio de su Hijo Jesucristo.

44. Se nos ha enseñado que podemos acercarnos a comulgar cuando estamos en gracia de Dios, es decir si no tenemos pecados graves, aunque tengamos pecados leves. Eso es cierto, porque los pecados veniales no cortan nuestra amistad con el Señor. Pero lo óptimo sería acercarnos con la conciencia totalmente limpia, con el alma llena de gracia, belleza y bondad, porque es la perfección la que agrada al Señor y hace más grande su amor por nosotros, y nuestro amor hacia El.

45. Para algunos fieles la Primera Comunión es la única y última, pues no vuelven más a comulgar. No han entendido o no se les ha explicado que no es como el Bautismo, que se recibe una sola vez, porque nos marca y consagra para siempre, nos hace hijos de Dios para toda la vida. La Comunión es el “pan del cielo” para fortalecernos en nuestro caminar cristiano; debemos recibirla todas las veces que podamos (se nos permite hasta dos veces por día), porque la presencia del Señor en la Hostia consagrada dura sólo unos minutos, hasta que se disuelva en nuestro interior; y es importante que venga a nosotros y nos acompañe con su gracia y su amor, porque somos débiles y desamparado, amenazados y tentados continuamente por el Maligno y el pecado.

EUCARISTÍA: PARTICIPACIÓN DE LA VIDA DIVINA

46. Los hombres de todos los tiempos siempre han soñado y sueñan alcanzar un estado de vida divino. Ya Adán y Eva, tentados por el demonio, quisieron “ser como Dios” (Gen 3,5). En la Torre de Babel los pueblos del oriente querían llegar hasta el cielo. En la mitología clásica se habla de Icaro que intentó volar hacia el sol. El deseo de poder absoluto, de perfección y de infinito que alberga en el corazón humano, son un índice de su vocación divina. Cristo vino al mundo precisamente para hacernos “partícipes de la vida divina” (2Pdr 1,4), a través de los sacramentos, especialmente el bautismo y la eucaristía.

47. Seguramente no podemos convertirnos en dioses, pero sí podemos entrar en comunión con Dios a través de la fe, el conocimiento, el amor, los sacramentos, la santidad de vida. En los más altos grados de la vida mística se llega a ser uno con Dios, sin perder la identidad propia, como un hierro dentro del fuego, que se vuelve rojo e incandescente como el mismo fuego. En la Comunión eucarística, nos volvemos uno con Cristo, pues su cuerpo y su sangre se mezclan con el nuestro; pero sobre todo su Espíritu sintoniza plenamente con nuestro espíritu. Así como la unión de dos enamorados, quienes vibran al unísono desde sus corazones: el uno quiere lo que quiere el otro; siente lo que siente el otro; goza en el gozo del otro…

48. Si bien no lo vemos a Dios “cara a cara” (1Cor 13,12; 1Jn 3,2) en todo su esplendor, pero se nos concede contemplar muchos resplandores que lo reflejan. En toda la creación hay huellas y

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vestigios de Dios: en el ser, en la belleza, en el amor, en la bondad, en la grandeza y la armonía de los cielos, y en mil perfecciones. Pero el resplandor más vivo de Dios está en el rostro de Cristo, porque es el hombre-Dios, imagen perfecta del Padre ( cfr Jn 14,9; Col 1,15). Contemplando tan solo su humanidad ya podemos vislumbrar un misterio y una grandeza que sobrepasa toda medida. Pero de vez en cuando su divinidad se filtra a través de la opacidad humana y resplandece con fuerza, como en el bautismo del Jordán, o en la transfiguración del monte Tabor, o en la resurrección y ascensión, u obrando milagros. Pero pensándolo bien, a una mayor profundidad descubrimos la divinidad de Cristo en la absoluta perfección de su vida y de su amor. La perfección solo es de Dios: “Sólo Dios es bueno” dijo Jesús (cfr Mt 10,17-18). Y El es Bueno, es Dios.

49. En el matrimonio y en toda relación de amor, llega pronto el desencanto, por los defectos de uno y otro lado. Pero aunque los dos fueran perfectos, se advertirán los límites propios del ser humano, que no puede dar más de lo que es. Parece que hay una desproporción insalvable en las pretensiones de todos los amantes, entre la capacidad de amar y la posibilidad de alcanzar lo absoluto del amor. Solo Dios, que es infinito, perfecto y absoluto, puede satisfacer el alma humana. Es por eso que en general los amores humanos suelen decaer y despojarse de toda ilusión, mientras el amor divino puede ir creciendo sin detenerse hasta lo absoluto. Y es Cristo de la Eucaristía quien nos hace tomar contacto con lo Divino.

50. Para percibir el amor divino no tenemos experiencias que puedan igualarlo y darnos una idea de lo que es y lo que se siente. Todas las experiencias de nuestra vida son limitadas porque mediadas por lo sensible, que de por sí es finito; o son vivencias de relaciones humanas, que también son limitadas en su valor y en su intensidad. Sólo podemos orientarnos desde los deseos y desde la ideación, que rebasan todo límite. El anhelo de plenitud y la idea de absoluto o de totalidad, nos ayudan a medir lo que todavía no es plenitud ni totalidad, y nos impulsa a seguir buscando, hasta el fin de nuestros días, cuando tendremos la posibilidad, pasando a la eternidad, de verlo a Dios “cara a cara”. Mientras tanto debemos contentarnos con saber que Dios ya está presente frente a nosotros, y dentro de nosotros, especialmente en la comunión eucarística, pero no lo podemos ver ni gozar en todo su esplendor. A pocas almas privilegiadas se les ha dado gozar anticipadamente de la “visión beatífica de Dios” en esta vida.

51. A veces la constatación de nuestra indignidad frente a la santidad y la majestad del Señor, por ser pobres y pecadores, nos abruma y nos puede desanimar y apartar del sacramento de la Comunión. Aún cuando estamos en gracia de Dios y más todavía cuando nuestra conciencia se hace más sensible, advertimos la enorme distancia y la mezquindad de nuestra persona. ¿Qué podemos ofrecerle a Dios que El no tenga? ¿Qué valor puede tener nuestra pequeñez y nuestra miseria frente al Dios Altísimo? Dios no nos necesita; somos nosotros que lo necesitamos. La grandeza del amor de Dios consiste en rebajarse hasta nuestra nada, para levantarnos a su altura y hacernos partícipes de su vida. En la Encarnación y en la Eucaristía Cristo asume nuestra carne y nuestro espíritu, haciéndonos uno con El. Por una parte nos asombra el anonadamiento del Señor, por otra parte nos conmueve el incomprensible amor de Dios hasta introducirnos en su vida Trinitaria. No nos hace grandes, sino que asume nuestra pequeñez con una benevolencia infinita y totalmente gratuita. La Eucaristía es el gran misterio de la humildad y del amor de Dios para con nosotros.

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52. Cuando dos personas se han distanciado con actos de odio y maldad grave, si quieren reanudar sus relaciones de amistad, primero deberán reconciliarse. El pecado grave destruye la gracia de Dios en nosotros; corta el vínculo de amor y amistad con el Señor; nos da muerte espiritual. Si queremos volver a comulgar, es decir a la “común-unión” con el Señor, debemos reconciliarnos por medio del sacramento de la confesión. Ya sabemos que siempre somos nosotros los que ofendemos y disgustamos al Señor; entonces es nuestro deber pedir perdón, sabiendo que el Señor nunca se lo niega al que está realmente arrepentido. Acercarnos a comulgar sin confesar las culpas graves y sin arrepentimiento, es agraviar más al Señor. Eso es lo que entiende decir San Pablo: “Cuídense de no comer indignamente el Cuerpo de Cristo, porque si no comen su propia condena” (1Cor 11,29).

53. La primera parte de la Santa Misa, incluye la celebración penitencial, para disponernos a vivir santamente el encuentro eucarístico con el Señor. Y antes de acercarnos a comulgar sería bien recordar lo que dice San Pablo: “ ¿No saben que los malvados no heredarán el reino de Dios? ¡No se dejen engañar! Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los sodomitas, ni los pervertidos sexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los calumniadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios” (1Cor 6,9-10).

54. Para comulgar santamente y participar de la vida divina, debemos cuidarnos de todo pecado grave. Escuchemos una vez más al apóstol San Pablo: “Manifiestas son las obras de la carne que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (Gálatas 5:19-21). Mientras nos esforzamos por evitar el mal, debemos cultivar esas virtudes que nos hacen agradables al Señor; virtudes que son “fruto del Espíritu: amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gal 5,22-23). “Sed perfectos – nos dice Jesús – como vuestro Padre Celestial es perfecto” (Mt 5,48).

EUCARISTIA: VIDA EN CRISTO

55. La Eucaristía es la auto-donación de Cristo a los hombres, para que “tengan vida en abundancia” (Jn 10,10). Nadie se animaría a ofrecerse a los demás como “vida eterna” (Jn 6,54), porque todos se saben limitados, carentes de esa vida plena que los hombres necesitan, sin mencionar los defectos y pecados que empobrecen nuestro ser. Todo el mundo está en busca de algo o alguien que pueda perfeccionar su vida. Sólo Cristo, en quien reside “la plenitud de la divinidad” (2Cor 5,19), puede decir “Venid a mí todos”, “Quien me come vivirá por mí” (Jn 6,57), porque El viene cargado de vida divina y eterna.

56. En la Eucaristía nos encontramos con Cristo, Señor de la vida. Hay gente que rebosa de salud, pero por dentro, en su alma, están enfermos, destrozados, deprimidos, o simplemente aburridos y cansados. Los reveces o fracasos de la vida los entristecen; la soledad, el sinsentido, la perspectiva de un futuro de rutinas, la caída de los ídolos, la dificultad de encontrar alegrías intensas y duraderas… lo sienten como una capa de plomo sobre su vida. Pero el Señor puede hacernos resucitar y devolvernos la esperanza y la alegría de vivir. En primer lugar

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asegurándonos su amor y su acompañamiento; luego enseñándonos a amar a Dios y al prójimo, que dan sentido y valor a nuestra existencia. Y por fin introduciéndonos en el océano infinito de la vida divina, donde todo es belleza, amor y esplendor absolutos. Si queremos vivir en la luz, debemos acercarnos a la “Luz del mundo” (Jn 8,12). Si queremos sentir la alegría del amor, debemos hacernos uno con Cristo, quien recibe y corresponde el amor infinito del Padre. Es cuestión de meditar, contemplar y adorar, para revivir: “Contempladlo y quedaréis radiantes” (Sal 34,6).

57. La Eucaristía tiene que ver con nuestra vida. El amor de una madre, de un esposo, de un hijo, no es algo externo que podemos quitar sin que nada cambie en nuestra existencia. Es algo que toca nuestra interior, que afecta nuestros sentimientos profundos. Si muere un hijo, algo muere en el corazón de la madre y un dolor lacerante se apodera de su alma. Cuando el Señor se convierte en una persona viva y esplendorosa en nuestro corazón, entonces su presencia hace nuestro gozo vivificante, y su ausencia nuestra tristeza mortal. No son muchos los que, puestos en la cola para ir a comulgar, vuelven con el rostro radiante de alegría, porque no sienten al Señor de la gloria en su corazón. Moisés bajó del Sinaí con la cara llena de luz. En el monte Tabor Pedro se conmocionó al verlo a Jesús transfigurado, y exclamó: “Señor, qué hermoso es estar aquí contigo…” (Mt 17,1-6).

58. Jesús en sus parábolas compara el Reino de los Cielos a un Banquete (Mt 22,1-4; Lc 14,15-24). La Eucaristía es un Banquete donde nos alimentamos con el “pan bajado del Cielo” (Jn 6,51), con el “pan de vida eterna” (Jn 6,54), que es Cristo mismo: “La vida eterna, el Verbo, existía en el principio en Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1,1; 1Jn 1). San Pablo dice a los Corintios que en la “Cena del Señor” deben “discernir el cuerpo de Cristo” (1Cor 11,29). En los “sacrificios de comunión” del A.T. comerse las víctimas era participar del altar, y participar del altar era entrar en comunión con Dios. En el banquete eucarístico comemos el Cuerpo de Cristo y participamos de su vida divina.

59. Jesús nos dice que todos estamos invitado al banquete del Reino, pero debemos llevar el “ traje de fiesta”, si no seremos echados afuera, donde “habrá llanto y rechinar de dientes” (Mateo 8,12). San Juan en el Apocalipsis afirma que “quedarán afuera los perros, los hechiceros, los impuros, los asesinos, los idólatras y todos los que aman y practican la mentira” (Apc 22,…). La gracia de Dios es la única condición pará participar del banquete eucarístico; no se pide otra cosa. Jesús envió a los Apóstoles a anunciar la Buena Noticia y a bautizar a todos los pueblos, para que participen de la vida divina en el banquete eterno.

60. Para los Israelitas el “sacrificio” tenía un carácter festivo. Expresaban su alegría delante de Yahvéh. El altar era la mesa de Yahvéh. Las ofrendas rituales eran el alimento de Yahvéh . Se depositaba ante él los panes de la proposición, el aceite y vino, y también la sal, y significaban la profunda comunión entre el pueblo y Dios, a quien ofrecían esos dones en agradecimiento por los bienes recibidos. Nuestras celebraciones eucarísticas también deben ser festivas y gozosas, porque en ellas presentamos a Cristo, que es el don más grande para Dios y para nosotros, pues Cristo se ofrece al Padre y a nosotros con la plenitud de su Divinidad.

61. ¿Cómo podemos gozar de todo lo que Cristo nos ofrece en la eucaristía, si no lo vemos, ni experimentamos los bienes de que es portador? A nivel humano muchas veces, logramos sentir

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alegría pensando en las personas amadas y todo lo que significan para nosotros, aunque no estén físicamente presentes a nuestro lado. Igualmente en nuestra relación con el Señor, aunque no vemos su rostro en la eucaristía, sabemos por la fe que está realmente presente en la Hostia consagrada, con su “cuerpo, alma y divinidad”, con su poder y su amor infinito. Sabemos que está obrando en nosotros con su gracia, escuchando nuestro corazón, divinizando nuestro ser.

62. Antes de la comunión rezamos: “Señor no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” (cfr Mt 8,5-11). ¿Qué ser humano puede ser digno de recibir al Altísimo, al “tres veces Santo”, al “Rey de reyes y Señor de los señores?” (Apoc 19,16). Nadie está a la altura de la perfección de Dios. Pero no somos nosotros quienes recibimos al Señor, sino El quien nos recibe a nosotros, y con su gracia nos va purificando, santificando, vivificando.

63. Cuanto más grande será nuestra comprensión del misterio de perfección y amor de Cristo, tanto mayor será nuestro esfuerzo por ser perfectos y “limpios de corazón” (Mt 5,8), para ser más dignos de comulgar. Este proceso de santificación en el encuentro eucarístico con el Señor, será posible sólo si estamos vivos espiritualmente, es decir “en gracia de Dios”. A un muerto sólo se lo puede enterrar, en cambio al enfermo (el que está en gracia de Dios), se lo puede llevar a la salud perfecta. Para recuperar la vida de gracia el Señor instituyó dos sacramentos, llamados “sacramentos de los muertos” (muertos espiritualmente): ellos son el bautismo (Mc 16,15; Mt 28,19-20) y la confesión (Jn 20,23), que nos devuelven la vida y la gracia. Para agradar Cristo Eucaristía, debemos estar vivos, en gracia de Dios.

64. El contacto con Cristo y con su Evangelio nos ayuda a discernir serenamente lo que es bueno, justo y honrado; a tener cuidado en el trato con los otros y con la creación; a vivir con alegre austeridad en el uso de los bienes; a cultivar la gratuidad y el don, la cercanía solidaria al dolor ajeno; a colaborar en la construcción de un mundo más fraterno; a confiar en el proyecto de Dios para nuestra felicidad. Si nos unimos a Cristo con frecuencia, en la amistad y en la Eucaristía, acabaremos por ser y actuar como Él, es decir en santidad y amor: “Dime con quien andas y te diré quien eres”.

65. Para participar de la Eucaristía debemos prepararnos, concentrarnos, entrar en clima de oración. No podemos ir a la Santa Misa pensando en mil cosas, menos en el Señor. No podemos entrar en la Iglesia saliendo de una cantina o de una comilona. No podemos ir con el alma cargada de odio, vicios y maldades. No podemos entrar en la casa del Padre y rechazar a su familia, que son nuestros hermanos en la fe. No podemos participar del banquete eucarístico sin el “traje de fiesta”, es decir sin la gracia de Dios. El encuentro con el Señor merece la debida preparación interior, por respeto al mismo Dios, para complacerle y para gozar de su amor y sus favores.

66. Recibir al Señor en la Eucaristía nos obliga a mejorar nuestra conducta, porque sabemos que nos acercamos al “Santo de Dios” (Mc 1,24), al “Cordero inmaculado” (Hbr 9,14; cfr Apc 5,1-10). Debemos ir a su encuentro con las “lámparas encendidas” (Cfr Mt 25,1-13), con la “vestidura blanca”, con el “corazón limpio”, con el “traje de fiesta” (Mt 22,12). De lo contrario tendremos vergüenza, huiremos, nos esconderemos, como Adán y Eva después del pecado (Gen 3,8-9).

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67. El Papa Francisco dijo recientemente que Cristo es la respuesta a nuestro deseo interior de amor, belleza y vida. Estando a lo que nos relatan los Apóstoles en el N.T. constatamos que Jesús de Nazaret, a quien nos unimos en la Eucaristía, reúne todas las condiciones para satisfacer en plenitud nuestros anhelos de felicidad, porque El es el portador de la vida divina, perfecta y eterna.

68. Hay fieles que participan de la Santa Misa pero no se acercan a comulgar, porque no están en gracia de Dios, o porque no le dan importancia, o por ignorancia y dejadez. Pero si se encuentran en esas condiciones, significa que no han entendido que la Eucaristía es principalmente un encuentro con el Señor. Su participación es una presencia lejana, sin unión verdadera con Cristo y sin resonancia en su vida. Entonces se vanifica la finalidad propia de la Eucaristía, por lo menos en parte como banquete, porque el Señor nos ofrece el “pan del cielo” para danos “vida en abundancia”, pero no se lo recibe.

69. La gran mayoría de los cristianos en nuestro país, no participan de la Misa dominical. No por falta de fe, sino por falta de voluntad y de compromiso, por no valorar la Eucaristía, por insensibilidad de conciencia, por no tener verdadero amor al Señor, por falta de formación doctrinal y moral. Aún profesándose católicos, andan alejados, vencidos por la pereza o por el mal, o distraídos y olvidados de Dios. Algunos no se hacen presentes porque rechazan a la Iglesia, se vuelven hostiles y agresivos, se niegan a aceptar la moral cristiana y sus preceptos. Son cristianos sin mandamientos, sin dogmas y sin sacramentos. ¿Qué les queda? Poco o nada.

70. ¿De qué vida habla Jesús en el capítulo sexto de San Juan? La vida tiene muchas dimensiones: biológica, psicológica, moral, espiritual, individual, social, temporal, eterna… Cristo toca todos estos aspectos, porque todos ellos están relacionados. La gracia que el Señor nos comunica con la Eucaristía, influye profundamente en la salud física y mental, porque la alegría, la paz y el amor que aporta al alma, se convierte en factor de tranquilidad, dinamismo y gana de vivir. La presencia eucarística del Señor dentro de nosotros, nos mueve a poner en orden la conciencia, y ésta a actuar correctamente; de ahí la mejoría en la conducta y la moral. El amor de Cristo eucarístico nos impulsa a tratar al prójimo con los mismos sentimientos de bondad y caridad. Las promesas de salvación eterna por la recepción de la Eucaristía, nos da entusiasmo y fortaleza para luchar siempre en función del bien, la verdad y los valores espirituales. A contacto con Cristo en la santa Comunión, nos sentimos dignificados y comprometidos a vivir en santidad. Todo cambia cuando el Señor mora dentro de nosotros y nos mira a los ojos, a la conciencia y al corazón. Nos sentimos impulsados a ser buenos, a ser mejores, a ser perfectos.

71. “Yo soy la Vida” dijo Jesús (Jn 14,6). Vivir no es sólo existir y vegetar. No basta asegurar la comida y la salud. La vida del hombre está abierta a un abanico de potencialidades y necesidades en dirección al ser, conocer y amar. La experiencia interior nos dice que para realizarnos en plenitud debemos ubicarnos en un horizonte de infinito, porque todo límite impuesto a nuestros deseos, reduce nuestra satisfacción y nuestra felicidad. Cristo nos ofrece la “vida en abundancia”, la “vida eterna”: “Quien come del pan que yo le daré, nunca más tendrá hambre”.

72. La aspiración más grande de todo hombre es llegar a lo absoluto y la plenitud de vida en todas sus dimensiones. Solo ahí se aquieta su ser. Nadie se conforma con una felicidad parcial o unos

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bienes limitados. Todo el mundo siente la necesidad de realizarse totalmente, plenamente. En la Eucaristía está presente Cristo con su Divinidad, que es riqueza infinita, por lo tanto puede colmar todos los anhelos del corazón humano. Esto se lo entiende desde la fe: al comulgar con Cristo, que es Dios, nuestra alma se expande hasta lo infinito, se sumerge en el océano inmenso del amor de Dios, participa del ser y de la vida divina en toda su riqueza, goza de su belleza y perfecciones absolutas. La Eucaristía es el puerto definitivo donde el hombre termina su viaje y alcanza el país de la” vida eterna”, donde “el gozo será perfecto”.

73. Los teólogos se preguntan de qué manera el único Sacrificio redentor de Cristo nos alcanza a la humanidad de todos los tiempos. La respuesta la hallan en la nueva dimensión de Cristo resucitado y glorioso, quien sigue vivo y presente para siempre, perpetuando en la Eucaristía el don de sí mismo a todos los hombres como “pan de vida eterna”; y continuando su intercesión mediadora delante del Padre, como “Cordero degollado” (Apoc 5,7-14; Jn 1,29), como “Sacerdote eterno” (Hbr 5,5-6; Hbr 9,11). La obra redentora de Cristo no terminó en el Calvario, sino que continúa hasta el fin de los tiempos, porque sigue llevando las marcas de la cruz en su cuerpo glorioso, como signo de amor universal e inagotable. Su amor al Padre y a los hombres no se termina con la muerte; al contrario, a partir de la cruz se vuelve eterno y absoluto. El don eucarístico «no queda relegado al pasado, pues todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos» (EdE 11).

74. La Eucaristía es fuente y garantía de vida eterna: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, tendrá vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54). Una de las cosas a lo que más le teme el ser humano, es la muerte, porque anula todos sus deseos, anhelos y expectativas. Y no hay ningún poder que pueda remediarlo. Entonces Cristo es nuestra única esperanza. Cada vez que nos acercamos a comulgar, vamos reforzando nuestra unión con Cristo, quien nos llevará a gozar de Dios por toda la eternidad. Dichoso el que confía en el Señor; más dichoso todavía quien se mantiene unido a El en la gracia y las buenas obras, pues dice Jesús: “no perecerán jamás, y nadie los arrebatará de mi mano” (Jn 10,28)… “y su gozo será perfecto ”(Jn 15,11).

75. Cuando los Apóstoles vieron a Jesús resucitado, se llenaron de gozo. A partir de ese momento todo fue alegría, aún en medio de persecuciones y muerte. Jesús les había dicho antes de morir: “Vuestra tristeza se convertirá en gozo… Me voy, pero volveré a verlos y se alegrará vuestro corazón; y nadie podrá quitarles su alegría” (cfr. Jn 16,16-22). La presencia de Cristo en la Eucaristía puede proporcionarnos esa alegría permanente que nos permite vivir con sentido y esperanza.

EUCARISTÍA: PRESENCIA REAL DE CRISTO

76. La presencia real de Cristo en la Eucaristía está confirmada por lo que dijo Jesús. No se trata de una presencia simbólica o figurada, como cuando afirmó: “Yo soy la luz del mundo… Yo soy el camino, la verdad y la vida… Yo soy la puerta… yo soy el Buen Pastor… etc”. En este caso el Señor insiste, aclara, repite los términos hasta dar a entender que lo decía en sentido real, provocando el abandono de muchos discípulos: “¿Cómo éste puede darnos a comer su carne? Este lenguaje es inadmisible… Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y

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no andaban con él." (cfr. Jn 6:60-66). Jesús nos los retiene, ni aclara sus palabras, sino que refuerza lo dicho, preguntando a los apóstoles si ellos también querían irse. El Señor dijo de distintas maneras que se haría presente realmente en la Eucaristía: “Esto es mi cuerpo… esta es mi sangre”; “Yo soy el pan vivo bajado del cielo”; “mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6,55). Y afirma que su cuerpo, su carne y su sangre, son pan de vida eterna; quien lo come no morirá jamás: “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51). San Pablo advierte a los primeros cristianos: “…El que come del pan o bebe del cáliz del Señor indignamente peca contra el cuerpo y de la sangre del Señor… El que come y bebe sin considerar que se trata del cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación." (cfr. 1Cor 11:27-29). El Apóstol vuelva a aclarar: “¿La copa de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1Cor 10,16) ¿Quién puede poner en duda la palabra de Dios? La Iglesia Apostólica y los Santos Padres, es decir la generación contemporánea a los apóstoles y la siguiente generación de obispos y sacerdotes, demuestran que así lo entendieron y enseñaron los Apóstoles. Por eso hablan en sus escritos de la presencia de Cristo en la Eucaristía, en sentido real.

77. Hay quien afirma que lo único real de la Eucaristía es el pan y el vino que se ve y se come; y que la presencia de Cristo es irreal, etérea, inconsistente, como toda realidad espiritual. Sin embargo la ciencia sostiene lo contrario, afirmando que la materia es muy poco consistente, pues su última unidad es pura energía, ondas magnéticas, “cuantos”. El cuerpo humano se volvería invisible, microscópico, si se compactaran todos sus átomos y electrones. El universo entero volvería a ser una pequeña bola si se contrajera al momento del “big-bang”. En cambio el espíritu humano, si bien no ocupa espacio, se manifiesta como una realidad pensante y consciente, que permanece idéntico e inmutable en su ser, mientras el cuerpo sufre cambios somáticos y biológicos y hasta la desintegración final con la muerte. Con respecto al Cristo de la Eucaristía, se trata del mismo Hijo de Dios que “es antes de todas las cosas, y por él todas las cosas subsisten” (1Col 1,17); “Todo fue creado por él y para él” (Jn 1,3; cfr. Heb 11,3; Rom 11,36). Cristo entonces es el verdadero consistente; por eso pudo decir: “Yo soy la Vida…Quien me come, vive por mí… Quien come del pan que yo le daré, no morirá jamás”.

78. Nos preguntamos cómo puede el Señor convertir el pan y el vino en su cuerpo y sangre. No lo sabemos, pero podemos entender que utilizará el mismo poder con que transformó el agua en vino en Caná de Galilea; o multiplicó los panes para cinco mil personas, o dominó la tempestad en el lago de Galilea, o devolvió la vida a los muertos, etc. “para Dios nada es imposible” (Lc 1,37; Mc 10,27) dijo el mismo Jesús. Y El es Dios, “una sola cosa con el Padre” (Jn 10,30).

79. El pan y el vino están compuestos por los elementos de la naturaleza, y nosotros los asimilamos y los procesamos hasta convertirlos en parte sustancial de nuestro propio cuerpo. Eso porque igual que toda materia, se pueden descomponer y recomponer, formando otros cuerpos o integrándose a otras materias y organismos. Dios es el Creador de todos los elementos de la naturaleza y los maneja de manera admirable, dando lugar a una magnifica, enorme y variada realidad física, química y orgánica dentro del cosmos. De la misma manera Cristo tiene poder para asumir y convertir el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, y hacerse uno con nosotros.

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80. Dicen los físicos que la materia del cosmos responde a unas leyes y fuerzas de “campo” que los filósofos y teólogos llaman “Causa Primera”, es decir Dios. El “diseño inteligente” y el “fino ajuste” de toda la realidad hacen pensar en el “fin antrópico” del universo, es decir la disposición de todos los elementos y fuerzas, para hacer posible la existencia del hombre. De la misma manera, Dios, autor del universo, puede armonizar los elementos de la naturaleza para hacer posible la realidad eucarística.

81. Algunos objetan que es imposible que Cristo esté presente en un espacio tan pequeño como la hostia. Recurriendo nuevamente a la física, debemos recordar que el ser humano está compuesto de átomos, que si los apretáramos hasta unir los electrones con sus núcleos, una persona se reduciría a un ser invisible a ojos vistas; necesitaríamos un potente microscopio para detectar su existencia. Hechas las debidas proporciones, si el núcleo de un átomo midiera un centímetro, sus electrones estarían a cinco km de distancia. Así dicen los científicos. Una hostia entonces tendría una enorme capacidad de albergar la sustancia comprimida de muchas personas. Y el alma humana no ocupa espacio, igual que las actividades mentales o psíquicas, luego puede ubicarse en el ser humano de cualquier dimensión (normal o comprimida). Pero sin necesidad de buscar explicaciones científicas, nosotros sabemos que podemos confiar en la palabra de Cristo, porque demostró ser el “Dios verdadero” (1Jn 5,20).

82. Otra objeción: ¿Cómo puede el Señor estar presente a la vez en tantas hostias separadas? ¿Y cómo podría estar presente en el cielo y en la tierra, sobre nuestros altares o en los sagrarios de nuestros templos? Sabemos que Dios está en todas partes: “en el cielo, en la tierra y en todo lugar”, decía el antiguo catecismo. Se trata de la “ubicuidad de Dios”, dijo también Lutero. Y Jesús es Dios. También la ciencia la ciencia nos puede ayudar a comprender algo de este misterio. Pensemos en las pantallas de televisión, donde aparece la misma imagen en todas ellas, transmitida desde la única estación emisora. Igualmente para la radio, donde la señal de una emisora única es captada por miles de radios receptoras. Fijémonos también en el sol, que siendo uno, alcanza con su energía a todos los organismos vegetales, animales de nuestro planeta, dándoles vida. Pensemos en la fuerza de gravitación, que desde el centro de la tierra atrae a todos los elementos de que está constituido, incluso su satélite la luna. Son analogías que nos ayudan pero no explican del todo la realidad eucarística. Tengamos en cuenta también que nuestra razón es limitada, y el misterio muchas veces no va contra la razón, sino que la supera. Fue Cristo quien partió y repartió el pan a los apóstoles en la última Cena. En Cafarnaúm había dicho: “Quien me come, vivirá por mí, como yo vivo por el Padre”. Poco tiempo antes había multiplicado los panes para cinco mil personas, para hacer comprensible la multiplicación de los panes celestiales.

83. Si en la Eucaristía no estuviera presente Cristo, no sería sacramento de salvación, pues un simple pedazo de pan no tiene poderes divinos, y sería ineficaz para comunicarnos la vida eterna que el Señor nos promete: “Quien come de este pan vivirá eternamente; el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51). Los evangélicos niegan la presencia de Cristo en la Hostia consagrada. Lutero habla de consustanciación; es decir que Cristo se une a la sustancia del pan. En la teología católica se habla de transubstanciación, es decir que Cristo convierte el pan en sustancia de su propio cuerpo: “Esto es mi cuerpo”, dijo Jesús en la última cena. No dijo “esto significa mi cuerpo” como traducen los evangélicos; tampoco dijo “en este

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pan estoy yo”, como afirma Lutero. En Cafarnaúm Jesús habla de “mi carne y mi sangre para la vida del mundo”.

84. La presencia de Cristo en la Eucaristía es real y significativa a la vez. Los teólogos de los últimos tiempos han tratado de profundizar este gran misterio en un contexto interpretativo existencial y personalista. Hablan de transubstanciación (según la doctrina tradicional) y de transignificación y transfinalización del pan y vino consagrados. Afirman que la presencia del Señor, además de “ontológica” (en cuanto se trata de su ser verdadero: “esto es mi cuerpo… esta es mi sangre”), es también significativa, como don de vida y amor (“por vosotros”) y como entrega sacrificial (“para la remisión de los pecados”). Las palabras carne y sangre en el lenguaje bíblico y en la mentalidad semítica, significan la persona. Por lo tanto el Señor en la Eucaristía nos ofrece su persona, no una cosa, sino su Yo humano y divino, para la vida del mundo.

85. La Eucaristía es como una nueva “Encarnación”, real y personal de Cristo, su Cuerpo y Sangre sigue siendo el mismo que nació de la Virgen María, pero transformado y glorificado por la resurrección. Cristo se nos da en el altar “como persona, consagrada y ungida por el Espíritu, en el símbolo real del Pan, porque Cristo se define, antes de hacerse sacramento en el pan: Yo soy el Pan de la vida. Y será la carne resucitada, llena de vida, la vida del Espíritu la que nos ofrecerá en su Iglesia después de su pasión y resurrección” (J.Castellanos). El Concilio Vaticano II nos habla de la Eucaristía como Pan vivo que es la carne de Cristo "vivificada y vivificante por medio del Espíritu" (P.O.n.5).

MILAGROS EUCARISTICOS

86. Los protestantes, evangélicos, herejes y ateos, en general niegan la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El mismo Señor quiso demostrar, en distintas épocas históricas, que el pan y vino consagrados son realmente su “cuerpo” y su “sangre” “para la vida del mundo”. Veamos algunos ejemplos de milagros eucarísticos.

87. Lanciano (Italia), año 750. Durante la Santa Misa celebrada por un monje de poca fe, la Hostia se convirtió en carne y el vino en sangre; todos los fieles presentes pudieron ver el milagro. Doce siglos después, en 1971 el Dr. E. Linoli, prof. de anatomía, histología, química y microscopía clínica, examinó la carne y la sangre de Lanciano. En 1973 un equipo de científicos de la OMS (Organización Mundial de la Salud de la ONU), revisó la investigación de Linoli e hicieron 500 análisis durante un año y medio, llegando a la conclusión de que no se trataba de tejidos momificados, sino de tejidos vivos, porque responden a todas las reacciones clínicas propios de los seres vivos; que son tejidos del corazón; que la carne y la sangre tienen el mismo grupo sanguíneo. A todo esto declararon que no hubo ninguna falsificación del pasado, y que la ciencia no puede explicar cómo eso sea posible, pero que sí es una realidad comprobada. Prácticamente se trata del Cristo vivo, pues la carne y la sangre de Lanciano se encuentran actualmente tal cual como si hubiesen sido extraídas en el momento (¡después de 1200 años!)

88. Rimini – Italia, 1237. Un hereje cátaro, llamado Bonillo, desafió a San Antonio de Padua, diciéndole: “Si mi mula, después de tres días en ayunas, rechaza la cebada para adorar tu Hostia, yo creeré en el Cuerpo de Cristo y me haré católico. San Antonio aceptó el desafío.

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Durante una semana hizo rezar a sus frailes, luego salió en procesión al encuentro de la mula llevando el Santísimo Sacramento. El animal rechazó el forraje y se arrodilló delante de la Hostia, a la presencia de una gran muchedumbre de curiosos. El Sr. Bonillo se convirtió y fue uno de los mayores colaboradores de San Antonio.

89. Milagro de Bolsena. Un sacerdote de Praga, celebrando Misa en el pueblo de Bolsena – Italia - en la iglesia de Santa Cristina, dudó de la presencia real de Cristo. En el momento de la consagración la Hostia se transformo en carne, de la cual salió sangre manchando el corporal, el mantel y el mármol del altar. El corporal se encuentra actualmente en la catedral de Orvieto (centro Italia). El Papa Urbano, comprobada la autenticidad del milagro, extendió la fiesta del Corpus Christi a toda la Iglesia, hasta entonces limitada a la diócesis de Liegí. El milagro ocurrió en verano de 1264.

90. Santarem – Portugal. El 16 de febrero de 1266 una joven mujer, llena de celos hacia su marido, aconsejada por una hechicera, robó una Hostia consagrada para hacer con ella un filtro de amor. La Hostia, que la mujer llevaba en un pañuelo de lino, empezó a manar sangre. Asustada y confundida, la puso dentro de un cajón de su dormitorio. Durante la noche empezó a irradiar una intensa luz, iluminando el cuarto como si fuese de día. Al otro día fueron a avisar al párroco, quien acudió con muchos fieles, recuperó la Hostia y la llevó en procesión a la iglesia de San Esteban. La Hostia sangró por tres días consecutivos; y siguió destilando sangre a los largo de los siglos. Todos los años se realiza una procesión desde la casa de los esposos (convertida en capilla) hasta la iglesia de San Esteban, llamado Santuario del Santo Milagro.

91. Poznan – Polonia – 1399. Uno grupo de amigos incrédulos convencieron a una doméstica a robar tres Hostias consagradas de la iglesia de Santo Domingo. Se las llevaron en un subterráneo de una casa y empezaron a golpearla con un punzón. De pronto las Hostias empezaron a salpicar sangre. Aterrorizados trataron de destruirlas, y no pudiendo la tiraron en un pantano en las afueras de la ciudad, cerca del río Warta. Un joven pastor vio las tres Hostias brillar y elevarse en el aire. Fue a avisar a su padre y a las autoridades. El alcalde lo tomó por impostor y lo hizo encarcelar. Pero el joven se liberó misteriosamente y volvió a hablar al alcalde. Entonces fue con toda la gente al lugar del prodigio. El obispo también acudió al lugar, y después de fervientes oraciones consiguió que las Hostias bajaran dentro del copón. Luego con una solemne procesión las llevaron a la iglesia Santa Ma. Magdalena. Tiempo después el rey Wladyslaw visitó personalmente el lugar e hizo construir una iglesia dedicada al Corpus Domini. En el siglo XIX en el lugar donde fueron profanadas las Hostias, se edificó un santuario, donde se conserva la mesa manchada con la sangre destilada de las Hostias.

92. Turín – Italia – 1453. Después de una batalla los soldados de Renato D’Angió, saquearon el pueblo de Exilles; uno de ellos entró en la iglesia, robó cuanto encontró, sacando también la custodia con la Hostia del sagrario, y se dirigió a Turín. En la plaza mayor, se le cayó la bolsa de la mula, abriéndose y dejando caer el botín. Ante el estupor de la gente, la custodia con la Hostia consagrada se elevó hasta la altura de las casas quedándose suspendida en el aire. Avisaron al obispo Ludovico, y éste vino presuroso, acompañado por un gran corteo de fieles y sacerdotes. Se arrodilló delante del Santísimo orando con las palabras de Emaús: “Señor, quédate con nosotros”. Entonces se verificó un nuevo prodigio: la custodia cayó al suelo, dejando libre y esplendente la Hostia consagrada. El obispo alzó un cáliz que tenía entre sus manos, y la Hostia

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empezó a descender lentamente, posándose dentro del cáliz. Para recordar el milagro construyeron una basílica en ese lugar, dedicada al Corpus Domini (Cuerpo del Señor).

93. Reliquia del Escorial - España. El milagro ocurrió en 1572 en Holanda, en la ciudad de Gorkum, donde entraron unos mercenarios protestantes que saquearon la catedral, rompieron el sagrario y sacaron la Custodia con el Santísimo Sacramento. Un soldado pisoteó la Hostia grande, haciéndole tres agujeros, porque la suela de sus zapatos estaba provista de clavos. La Hostia empezó a manar sangre. Uno de los profanadores, arrepentido, avisó al canónigo Jean van der Delft, quien la recogió y la puso a salvo. La Hostia milagrosa luego fue donada al rey Felipe II de España, que la entregó al monasterio de San Lorenzo, en el Escorial, donde se guarda hasta hoy.

94. Faverney - Francia. En Pentecostés de 1608 los monjes de Faverney hicieron la adoración al Santísimo. Entrada la noche dejaron la custodia sobre el altar, cerraron la iglesia y se fueron a dormir. En la mañana siguiente el sacristán encontró la iglesia en cenizas, pues se había incendiado, pero milagrosamente la Hostia no se quemó, sino que se quedó suspendida en el aire dentro de la custodia. Los monjes y la gente corrieron a contemplar el prodigio. Se celebró un Misa y durante la consagración, en el momento de la elevación, la custodia con la Hostia descendió lentamente sobre el altar. Hechas las debidas investigaciones, el obispo de Bezansón y el papa Pablo V° reconocieron el milagro.

95. Bordeaux – Francia – 1822. Durante la adoración al Santísimo Sacramento expuesto en el altar, por más de veinte minutos apareció Jesús en la Hostia, bendiciendo a los presentes. Alguno escuchó que el Señor decía: “Yo soy el que Soy”. Las autoridades eclesiásticas aprobaron el hecho; Mons. D’Aviau interrogó personalmente a los testigos. LA custodia de la aparición se puede visitar en la Capilla del Milagro.

96. Milagro de Tumaco, Colombia. Sucedió el 31 de diciembre de 1906. Al verificarse un tremendo terremoto durante diez minutos, los habitantes de la isla corrieron aterrorizados a la iglesia. El P.Gerardo Larrondo al ver que el mar había retrocedido más de un km y medio, formando una ola inmensa que se aprestaba a volver a la playa para arrasar con el pueblo, corrió al sagrario, sacó el Santísimo Sacramento e invitó a toda la gente a ir hacia el mar. Cuando la montaña de agua estaba casi encima de la playa, el sacerdote levantó la Hostia haciendo con ella la señal de la cruz. Al instante el tzunami se paró y volvió atrás perdiéndose lejos en el mar. Enorme fue la alegría del pueblo que gritó al milagro, y llevó el Santísimo en procesión por todo el pueblo y alrededores. El milagro tuvo una resonancia mundial.

97. Buenos Aires – Argentina- El 15 de agosto de 1996, en la parroquia de Santa María, el 15 de agosto del 1996 una persona se acerca a comulgar, pero la hostia se le cae de la mano; como considera que está sucia no la quiere levantar, entonces otra persona más piadosa la pone a un lado y le avisa al párroco, el P. Alejandro Pese. El sacerdote la pone – como prescrito en estos casos – en un vaso de agua para que en unos días se disuelva y se eche a una planta de flores. Pero pasó el tiempo y la hostia no se disolvió, sino que se volvió roja. El cardenal Bergoglio en 1999, habló al Dr. Ricardo Castañón Gomez – científico, ateo convertido – para que investigue el caso. Después de seis años de estudio, exámenes y análisis, consultados a especialistas de Italia, Australia y Estados Unidos, llegó a la siguiente conclusión: “Se trata de tejido de corazón,

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tiene cambios degenerativos del miocardio y estos cambios degenerativos se deben a que las células están inflamadas y se trata del ventrículo izquierdo del corazón. Las muestras que poseo son de músculo del corazón; quiero decir que el resultado de esta muestra es carne y sangre, el músculo es del miocardio, el centro que hace latir el corazón del ventrículo izquierdo donde está la sangre purificada y limpia”. La Hostia que ha sido estudiada es venerada todos los días jueves en la parroquia de Santa María en Buenos Aires.

98. Chirattakonam – India. El 5 de mayo de 2001 el párroco R.P.johnson Karoor, de la iglesia St. Mary abrió el tabernáculo para averiguar cómo había quedado la Hostia que dejó adentro unos días atrás. Quedó sorprendido y conmovido al ver en la Hostia la imagen de Cristo. También el monaguillo veía lo mismo; y notó que la gente miraban intensamente la Hostia guardada en la custodia. Durante la Misa tocó el evangelio que hablaba de la aparición de Cristo a Santo Tomás mostrándole sus heridas de manos, pies y costado. Terminada la celebración el párroco hizo sacar fotos a la Hostia con el rostro de Cristo. La custodia con la Hostia milagrosa se conserva hasta hoy. Lo mismo había ocurrido en la Isla de Reunión (colonia francesa) el 26 de enero de 1902, durante la adoración eucarística.

DIMENSIÓN EUCARÍSTICA DE LA VIDA CRISTIANA

99. La Eucaristía responde a una exigencia fundamental del ser humano: deseo de unión y comunión con Dios y con los demás. Cada hombre, aislado, sufre soledad e indigencia, porque no se basta a sí mismo. Para nacer necesita de los padres. Para desarrollar todas sus potencialidades y satisfacer sus necesidades biológicas, mentales, psicológicas y económicas, necesita estar insertado en la comunidad familiar y civil. Para alcanzar la vida divina necesita la mediación de Cristo y su Iglesia. En el culto y los sacramentos de la Iglesia actúa Cristo, quien nos hace uno con El y nos introduce en la vida infinita de la Trinidad, donde el “gozo será perfecto” (Jn 15,11). Ahí está la meta última de nuestro caminar en este mundo hacia la eternidad. “Yo soy el camino, la verdad y la vida” , dijo Jesús (Jn 14,6).

100. La Eucaristía es el lugar privilegiado de nuestro encuentro con Cristo: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6,55-56). Si tenemos fe, sabemos que El está presente en el SSmo. Sacramento del altar. El mismo lo dijo: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo… ésta es mi sangre”; “Yo soy el pan vivo bajado del cielo… Mi carne es verdadera comida, mi sangre es verdadera bebida”. En el A.T. los fieles que participaban del “sacrificio de comunión” (cfr Lev 3,1-17) en el templo de Sión, comiendo la carne de las víctimas inmoladas, creían participar de la vida divina. San Pablo dice: “El pan que partimos, ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo? La copa de bendición que tomamos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo?” (1Cor 10,16). El documento de Aparecida en el número 251 dice: “Con este Sacramento (de la Eucaristía) Jesús nos atrae hacia sí y nos hace entrar en su dinamismo hacia Dios y hacia el prójimo. Hay un estrecho vínculo entre las tres dimensiones de la vocación cristiana: creer, celebrar y vivir el misterio de Jesucristo, de tal modo, que la existencia cristiana adquiera verdaderamente una forma eucarística”.

101. “Así como el Padre viviente me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí”. Estas palabras hay que entenderla en sentido espiritual-ontológico, moral y psicológico. La unión con Cristo nos hace posible el contacto con la Divinidad, en quien se asienta y plenifica

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nuestro ser profundo. Nos señalan “el camino, la verdad y la vida” para un itinerario salvífico de santidad y perfección. Nos ubica frente a Dios que es Amor y Perfección, suscitando en nosotros amor y gozo. Cristo es fuente y manantial de todos los bienes divinos, porque es uno con el Padre Dios, por eso puede transmitirnos la verdadera vida, es decir puede hacernos vivir con gozo y plenitud.

102. La Comunión “sacramental” y la Comunión “espiritual”, nos lleva a la comunión del corazón y a la comunión de vida con el Señor. La alegría de los enamorados es estar juntos. Si el cristiano no llega a sentir alegría en la Comunión, es porque todavía no ama al Señor; y no lo ama porque no lo conoce y no sabe de su perfección y de su amor por nosotros. Los novios se ponen contentos al encontrarse porque se aman; los niños gozan en ser abrazados por sus padres y por las personas que los quieren. El santo, el místico, que ha llegado a conocer y amar y sentirse amado por el Señor, experimenta un gozo profundo, muchas veces hasta el éxtasis.

103. Todo Hombre siente la necesidad de encontrarse con los demás, para salir de su soledad y para realizarse en lo que son las exigencias más profundas de su ser. Para eso se dan una multiplicidad de relaciones: familiares, sociales, culturales, políticas, profesionales, sindicales, religiosas.. El amor y la amistad son las relaciones más valoradas. A pesar de tantas vinculaciones, de tanto diálogo e interacción con los demás, no logramos esa comunión plena que colma todas nuestras expectativas. Más bien muchas veces salimos defraudados, heridos, resentidos, y tal vez sufriendo soledad. No es solo cuestión de las deficiencias y fallas humanas que malogran la comunión, sino la finitud propia de todo ser humano. Muchas veces en lugar de ofrecernos vida y riqueza, los demás nos despojan y vacían de lo poco que tenemos. Nos piden lo que no podemos dar: perfección, seguridad, amparo total, acogida incondicional, amor perfecto, entrega absoluta… Y nosotros pedimos lo mismo a los demás. Quieren que seamos Dios, mientras nos sentimos pobres, impotentes, débiles, imperfectos… No somos capaces de soportar tanta exigencia. No somos capaces de ofrecer tanto pedir. Sería mejor dirigirnos juntos a Aquel que sí puede darnos todo lo que necesitamos: Dios. Y Dios se hace presente en Cristo Jesús, el Señor de la Eucaristía.

104. La Santa Misa, la Santa comunión, la Adoración al Santísimo Sacramento, son encuentros con el Señor de la Eucaristía, con el Cristo vivo, crucificado y resucitado. Aquel por quien los apóstoles y millones de mártires dieron la vida. Es el mismo Señor que vive en la Iglesia y la conduce a los pastos de vida eterna. El Señor de la gloria, que está sobre nuestros altares como Sacerdote eterno ofreciéndose a sí mismo como Víctima de propiciación para nuestra salvación. Es el mismo Jesús de la Ultima Cena, que abre su corazón a los discípulos y le ofrece su amistad, su cuerpo y su sangre. Es el Siervo de Yahveh que muere en la cruz para darnos vida eterna. Está ahí a nuestro alcance y a nuestra disposición: podemos verlo con los ojos de la fe y del corazón, y gozar de su presencia.

105. Muchos fieles no asisten a la Santa Misa porque la encuentran aburrida. Otros no resisten cinco minutos en adoración al Santísimo, por la misma razón. Eso se debe a que van con la mente en blanco y el corazón vacío. Toda oración tiene dos momentos: uno activo, tratando de hacer presente al Señor en la mente y en el corazón, recordando lo que es en su infinita perfección y amor, y todo lo que significa para nuestra alegría y plenitud; hay que ayudarse con la meditación y la reflexión, hasta que la figura del Señor se hace viva y luminosa. El segundo

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momento es más bien pasivo, en cuanto que al resplandecer el Señor en todo su grandeza, amor y belleza, nos sentimos inundados y animados por su presencia inefable, experimentando gozo y paz. A los místicos y contemplativos, que tienen habitualmente presente al Señor, les basta ponerse en oración para entrar en seguida en su gozo. Así como cuando alguien piensa en su novio/a, en su hijo, o en su amigo, se alegra de inmediato, porque recuerda todo lo bueno que significa para su corazón.

106. Solo el Señor Jesucristo puede ofrecernos seguridad, amparo, vida en plenitud. Solo El puede decirnos: “No tengan miedo, soy Yo” (Mt 14,22-36); “No tengan miedo, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). “Yo doy mi vida por las ovejas” (Jn 10,11) y nadie podrá arrebatarlas de mis manos” (Jn 10,28). “Quien escucha mis palabras y las pone en práctica, es como aquel que construye su casa sobre roca” (Jn 6,47-49). Cristo es el más fuerte, que ata a nuestro enemigo y defiende nuestros bienes (Mc 3,27). Solo El puede echar a los demonios y rescatarnos para la vida eterna. “Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). ¿Quién podría decir semejantes cosas si no fuera Dios? ¿Quién podría liberarnos de tantos males si no fuera Dios? Y más todavía, Jesús promete saciar nuestra hambre y nuestra sed de vida eterna: “Quien come el pan que yo le daré, nunca más tendrá hambre… Quien bebe del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed” (Jn 6,35); “Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54). “Yo he venido para que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10,10).

107. Cuanto más tomamos conciencia de la grandeza de Dios y de la insignificancia de nuestro ser, tanto más sabremos apreciar la condescendencia del Señor en el sacramento de la Eucaristía. Es Cristo quien nos invita a unirnos a El, a comer su carne, a permanecer en su amor. El viejo catecismo decía que Dios nos ha creado para El. Y el nuevo catecismo de la Iglesia Católica dice que el hombre es “capaz de Dios”. A pesar de nuestra pequeñez e indignidad, parece que nuestro corazón sólo puede aquietarse en Dios. Es por eso que el Señor en su bondad nos llama a compartir su vida divina. Si el Señor nos cierra las puertas de su corazón, después de habernos creado por El, estaríamos tristes como el enamorado que ha sido rechazado por su enamorada; pero infinitamente más. En cambio al ser aceptados, nuestro “gozo será perfecto”.

108. Hay fieles que durante la Santa Misa se quedan lejos del altar, mudos, sin cantar ni rezar, con la mente en blanco, mirando por acá y por allá… Es como si uno entrara en la casa de una familia y no hablara con nadie, ni responde a las preguntas, sólo mira a las paredes y los objetos de la casa… La Eucaristía debe ser un encuentro con Cristo vivo, porque el Señor está presente y nos interpela, nos invita, nos llama, nos ofrece su amistad y su gracia; y nos pide atención y una respuesta de diálogo y amistad. La Misa debe ser como la Ultima Cena, donde Jesús y los Apóstoles vivieron un encuentro de profunda comunión, y donde el Señor “ los amó hasta el extremo” (cfr Jn 13,1-15), haciéndolos partícipes de su vida, dándole su cuerpo y su sangre.

109. La liturgia eucarística se complementa con la liturgia de la Palabra. Para hacer verdadera comunión con el Señor hay que escuchar y practicar su palabra y sus preceptos: “Quienes escuchan mis palabras y las ponen en práctica, ese es mi hermano, mi hermana y mi Madre ” (Lc 8,21). «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y

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haremos morada en él” (Jn 14,23). “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).

DIMENSIÓN TRINITARIA DE LA EUCARISTÍA

110. La Eucaristía nace del corazón de la Santísima Trinidad, porque es un misterio de amor. Dios es Amor (cf 1Jn 4,7-8). El Padre (amante) ama al Hijo (amado) en el Espíritu Santo (amor). La Eucaristía es un don compartido del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Jesús dijo a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él » (Jn 3,16-17). En la sinagoga de Cafarnaúm Jesús dijo a los judíos: “Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn 6,32-33); y llega a identificarse él mismo, la propia carne y la propia sangre, con ese pan: « Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo » (Jn 6,51). Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre eterno da a los hombres. Y es el Espíritu Santo que hace real, sacramental la presencia de Cristo en el pan y vino consagrados; así como hizo efectiva la Encarnación en el seno de la Virgen, pues Jesús nació por obra del Espíritu Santo (cfr Lc 1,35).

111. La Eucaristía es fruto del amor trinitario. La Historia de Salvación ha sido pensada por el Padre, y culmina con el don del Hijo, “pan de vida eterna”. Dice San Pablo que “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo” (2Cor 5,19). El Hijo nos incorpora a sí mismo por el bautismo y la comunión, para bendecir, alabar y agradecer al Padre (Eucaristía) y reconciliarnos con El (sacrificio de expiación). Es el Espíritu quien hace efectiva la presencia de Cristo en la Eucaristía como don del Padre. Según San Pablo, fue el Espíritu quien "resucitó a Jesús de entre los muertos" (Gal 1,1; Hbr 13,20) dando vida a su carne mortal y haciéndola así también "vivificadora" (Rom 8, 11). Por eso en la oración de consagración el celebrante invoca al Padre diciendo: “Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo nuestro Señor” (plegaria eucarística). Padre e Hijo enviaron su Espíritu en los corazones de los fieles para que digan “Abba, Padre”, los introduzca en el conocimiento pleno, y los enriquezca con sus dones, carismas y ministerios, virtudes y frutos de vida divina. Las tres Personas unidas en un solo amor, en una sola acción salvadora, hacen de la Eucaristía “la fuente y cumbre de la vida cristiana” (LG 11).

112. La historia de la salvación que parte del Padre, se concentra y resume en Cristo, en su misterio pascual, llega a su plenitud por el don del Espíritu en Pentecostés. Podemos ver también en la parábola de la vid y los sarmientos (Jn 15,1-8), un símbolo eucarístico, trinitario y eclesial, en el dinamismo de la historia de la Salvación: el Padre es el viñador, Cristo la vid, el Espíritu la savia vital que circula por los sarmientos que producen a su vez racimos pletóricos del futuro vino de la copa santa.

113. La Eucaristía es comunión no sólo con el Hijo a quien recibimos en la Eucaristía, sino también con el Padre y el Espíritu Santo, con quienes el Hijo hace una sola cosa, una sola Divinidad. La vida divina nace del Padre, que se dona al Hijo como participación de la “plenitud de la divinidad” (Col

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2,9), y Cristo nos la comunica a nosotros en el amor y el poder del Espíritu: (Rom 8,2; Jn 6,63); “Yo venido para tengan vida y vida en abundancia”(Jn 10,10). En retorno, cerrando el círculo, nosotros por medio de Cristo nos entregamos al Padre en el amor del Espíritu.

114. Para que la SSma. Trinidad entre en nuestro corazón, debemos tener amor: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y haremos morada en él” (Jn14,23). Entonces les comunicarán gracia, amor y comunión: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2 Co 13, 13; cf Hec 2,32-33). En la carta a los Efesios el apóstol dice: “Por medio de Cristo podemos acercarnos al Padre por un mismo Espíritu” (Ef 2,18; cf 2Tes 2,13-14). El Espíritu es aquel que hace la comunión en el amor. Por eso Jesús envió a los apóstoles a todas las gentes para que los bautice “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19), porque en su amor Dios quiere que sean “santificados por medio del Espíritu y purificados con la sangre de Jesucristo” (1Pd 1,2).

115. En la liturgia eucarística están presentes y actúan las tres Personas de la SSma. Trinidad. La Eucaristía comienza con la señal de la cruz, invocando las tres Personas de la Santísima Trinidad y termina con la bendición en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En la liturgia de la Palabra escuchamos a Dios que nos habla en su Hijo, Verbo eterno, por la inspiración del Espíritu Santo. En la anámnesis la Iglesia presenta al Padre la ofrenda de acción de gracias y alabanza y el sacrificio de expiación de los pecados por medio del Hijo. En la epíclesis invoca al Espíritu Santo para que convierta el pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo, y para que una a los fieles vivos y difuntos en la comunión de los santos. Con la doxología, al cerrar la plegaria eucarística, la Iglesia glorifica y honra al Padre “por Cristo, con Cristo y en Cristo, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria por los siglos de los siglos”. El Padre Nuestro es la oración salida del corazón del Hijo, dirigida al Padre, en el amor del Espíritu Santo. En la liturgia de la Comunión el sacerdote reza: “Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, por medio de tu muerte diste tu vida al mundo, concédenos…”.

116. La liturgia eucarística es una oración ascendente, del pueblo de Dios hacia el Padre por Cristo en el Espíritu; y un don descendente del Padre por Cristo en el Espíritu hacia el pueblo de Dios. Es también don del Espíritu de parte del Padre y del Hijo; un himno de San Efren reza así: «En tu pan está escondido el Espíritu que no puede ser comido, en tu vino hay un fuego que no se puede beber. El Espíritu en tu pan. El fuego en tu vino; maravilla sublime que nuestros labios han recibido".

117. “Toda plegaria eucarística es trinitaria en su estructura, en su inspiración, en su acción: en su referencia a la obra del Padre, por Cristo y en el Espíritu; y en su referencia a la oración de la Iglesia hacia al Padre, fuente y meta de nuestra acción de gracias, por Cristo en el Espíritu Santo” (J.Castellanos). En el Catecismo de la Iglesia Católica al n°1083 leemos: <<La liturgia cristiana tiene una doble dimensión. Por una parte, la Iglesia, unida a su Señor y "bajo la acción el Espíritu Santo" (Lc 10,21), bendice al Padre "por su don inefable" (2 Co 9,15) mediante la adoración, la alabanza y la acción de gracias. Por otra parte… la Iglesia no cesa de presentar al Padre "la ofrenda de sus propios dones" y de implorar que el Espíritu Santo venga sobre esta ofrenda, sobre ella misma, sobre los fieles y sobre el mundo entero, a fin de que por la comunión

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en la muerte y en la resurrección de Cristo-Sacerdote y por el poder del Espíritu estas bendiciones divinas den frutos de vida "para alabanza de la gloria de su gracia" (Ef 1,6).>>

118. En la celebración eucarística nos dirigimos al Padre con expresiones llenas de adoración y confianza: Padre Santo, Padre misericordioso, Padre clementísimo... Es la actitud filial de la Iglesia, llena de ternura y de confianza, hasta de audacia, expresada en comunión con Cristo y en el Espíritu. El Padre aparece como fuente inagotable de todos los dones, el don de Cristo y del Espíritu, y la meta de toda acción de gracias, alabanza, súplica, ofrenda e intercesión. En la Eucaristía se rehace el camino de salvación, desde el Padre hacia el Padre, por Cristo en el Espíritu.

119. Resumiendo, “es trinitaria la asamblea, reunida como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu. Tiene dimensión trinitaria la liturgia de la palabra, porque es palabra de Dios en Cristo, encomendada a la acción actualizadora del Espíritu. Es sobre todo trinitaria la Plegaria y la acción eucarística… El Padre es la fuente y la meta, el Hijo es el mediador y la víctima sagrada. El Espíritu Santo es el que actúa en la transformación de los dones y el que se nos da como don supremo de Cristo Resucitado para que haga de la iglesia un sólo cuerpo y un sólo Espíritu ” (J.Castellanos).

DIMENSIÓN ECLESIAL DE LA EUCARISTÍA

120. “La Iglesia vive de la Eucaristía”, dice Juan Pablo II° en su encíclica “Ecclesia de Eucharistia 1”. Es cierto, pues la vida espiritual, moral y misionera de la Iglesia se alimenta y dinamiza especialmente por la eucaristía, donde Cristo está presente motivándonos y alimentándonos con su gracia y su amor. Los sacramentos, los mandamientos, los ministerios, los dones y los carismas están en función de la Eucaristía, es decir del encuentro vital con Cristo. Toda la vida cristiana consiste en vivir de Cristo, con Cristo y por Cristo.

121. «Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» (Vat.II°, S.C. 47).

122. Una comunidad cristiana, una parroquia, una diócesis que hace de su centro la Eucaristía, pronto crecerá y se convertirá en un lugar de expansión misionera, a ejemplo de la primera comunidad cristiana en Jerusalén: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la convivencia, a la fracción del pan (eucaristía) y a las oraciones…Todos los días se reunían en el templo, y en la casas partían el pan y comían juntos con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y eran estimados por todos; y cada día el Señor hacía crecer la comunidad con el número de los que El iba llamando a la salvación” (Hech 2,42-47).

123. En psicología se utiliza con frecuencia el concepto de “campo”, prestado de la física, para explicar la influencia del ambiente familiar y social, con sus tensiones, fuerzas y metas, sobre la

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conducta del individuo. Efectivamente podemos notar como la mentalidad, las costumbres, la religión, los criterios de valoración, la idiosincrasia de un grupo social o de todo un pueblo, determinan positivamente o negativamente el pensar y el hacer de una persona. E inversamente, hay individuos que influyen sobre el ambiente social, por lo menos en ciertos aspectos. Nuestro Señor Jesucristo con su poderosa personalidad y con su mensaje de salvación, cambió la historia humana. Su obra no se limitó a lo espiritual y sobrenatural, sino que creó una nueva civilización con pautas de conducta y criterios de valoración originales y absolutamente positivos. Su propósito era convertir la humanidad en una gran familia, en Reino de Dios, en Iglesia, con relaciones de amor y santidad. Esta meta se hará realidad en la medida en que los hombres se vayan incorporando a su Persona a través del Bautismo, la Eucaristía y la verdad del Evangelio. El Espíritu Santo, desde Pentecostés, es el que pone en ejecución el plan salvador de Cristo, decidido por el Padre.

124. A Pesar de la globalización de la cultura, de la economía, de los medios de comunicación, y de tantos procesos de integración, las relaciones humanas entre individuos y pueblos, están siempre amenazadas por la divisiones y enfrentamientos, debido a los egoísmos, orgullos, intereses económicos, radicalismos ideológicos, voluntad de poder, diferencias religiosas… sin contar la maldad de aquellos que actúan sin escrúpulos, sin moral, sin Dios, dedicándose a robar, matar, destruir; sembrando odio, malicia y perversión… Frente a este triste panorama real y permanente, la Eucaristía, que es amor y unión en Cristo, puede contrarrestar este proceso de destrucción de la familia humana, con las virtudes y exigencias que nacen del encuentro con Cristo. La Iglesia, haciendo la Eucaristía, hace la unión, la paz, la justicia, la fraternidad, la solidaridad entre los hombres, porque los hace hermanos en Cristo. De esta manera “a los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo” (Ecclesia de Eucharistia, 24).

125. Cuando comulgamos nos unimos a Cristo, y también a su Cuerpo Místico, en el cual se encuentran todos los bautizados. Por lo tanto debemos cuidarnos de estar bien ya sea con el Señor como con el prójimo. De lo contrario no haríamos “comunión”, sino confrontación; sería como poner juntos a los enemigos en un mismo lugar. No podemos amar a Dios y odiar al prójimo, dice San Juan (cfr 1Jn 4,20). Jesús dice en su Evangelio: “Cuando vas al templo para hacer tu ofrenda, si te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja la ofrenda, ve a reconciliarte con tu hermano, luego vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5,23-24). Quien no ama al prójimo, no puede amar al Señor, porque amar significa hacer el bien, agradar, complacer, obedecer…; cosa que no se cumple si odiamos al prójimo, pues el Señor ama a todos.

126. La Eucaristía es también el Sacrificio de la Iglesia, porque como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, como “hijos en el Hijo”, participamos, es decir tomamos parte del ofrecimiento de Cristo al Padre desde el altar del templo y desde el altar de la vida. En la Santa Misa debemos llevar toda nuestra existencia, nuestro ser y ofrecernos al Padre, como “sacrificio espiritual” (1Pdr 2,5). Debemos tomar ejemplo del mismo Jesús; “ toda su vida fue sacrificio ofrecido al Padre por la humanidad. La cruz fue el momento más intenso y expresivo, la culminación de un sacrificio vital, existencial, que ya existía antes, en toda su vida de entrega y servicio” (José Aldazabal, La Eucaristía, pag. 346). Eso significa que “por Cristo, con Cristo y en Cristo” podemos hacer de toda nuestra vida una Eucaristía, una liturgia, un acto de culto a Dios.

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127. “La Iglesia crece por la incorporación de los hombres a Cristo, que acontece por medio del Bautismo. Esta incorporación se renueva y se consolida con la participación en el Sacrificio eucarístico. Al comulgar no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros” (Ecclesia de Eucharistia, 22). Podemos afirmar entonces que la iglesia hace la Eucaristía; y también la Eucaristía hace a la Iglesia. Desde antes del Concilio Vat II° se ha ido desarrollando una eclesiología eucarística que pone el acento en la reciprocidad entre Eucaristía e Iglesia. El Catecismo de la Iglesia Católica, fruto del Concilio, afirma: “Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, “hasta que él venga” (1Co 11, 26)… La razón de este vínculo profundo entre Eucaristía e Iglesia radica en la eficacia unificadora de la Eucaristía; eficacia que se debe a la acción conjunta de Cristo y del Espíritu Santo. Como ha enseñado el Concilio Vaticano II, la “Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano” (LG 1).

128. En los documentos del Vat II° hay una serie de afirmaciones clave que enriquece mucho la teología eucarística en relación a la Iglesia. Se usa la categoría de “memorial” para significar la perpetuación de la Eucaristía (cf SC 47,102,106…) y su actualización hasta que El vuelva (cf LG 28); palabra y sacramento están inextrincablemente unidos (SC 7), pues el hombre vive del “pan del cielo” y “de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Es el Espíritu Santo quien congrega al pueblo en torno a la Eucaristía (CD 11), haciendo viva y vivificadora la carne del Señor (PO 5; SC 5-6). El Concilio desarrolla fuertemente el sentido de la Iglesia local o particular en tomo a la eucaristía (LG 26; CD 11); la liturgia no es una acción del sacerdote solo, sino de toda la asamblea (SC 26). La eucaristía celebrada por el obispo es una manifestación privilegiada de la Iglesia (SC 41); «el sacrificio eucarístico es fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11; cf PO 2); «en la santísima eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia» (PO 5); no obstante, la liturgia, que anuncia la transfiguración de todas las cosas (GS 38), no agota la actividad de la Iglesia (SC 9); por eso la Eucaristía deberá alcanzar toda la humanidad, porque “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1Tim 2,4), y “nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6) dice Jesús. La Iglesia entonces debe ser misionera y ensanchar continuamente sus fronteras: “Vayan por todo el mundo…”; “Esta es mi Sangre que será derramada por ustedes y por muchos” (Mt 26,28).

129. En el día de la Ascensión, al despedirse de sus apóstoles, Jesús les dijo: “Yo estaré siempre con Ustedes, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). El Señor cumplió con su promesa haciéndose presente en la Iglesia por medio de la Eucaristía. “Tomad y comed, esto es mi cuerpo… Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19); y deberá hacerse “hasta que El vuelva” (1Cor 11,26). Cuando participamos de la Santa Misa y cuando comulgamos, el Señor está con nosotros, nos acompaña y nos llena de su divina presencia, uniéndonos en una gran realidad mística: su Cuerpo místico.

130. Hay teólogos que sugieren desarrollar la enseñanza del Vaticano II° sobre el sacerdocio común y ministerial, junto con la trilogía sacerdote-profeta-rey, incorporando la eclesiología eucarística, para una visión más rica e integradora, ya sea de la Iglesia como de la Eucaristía. Jesús consagró sacerdotes a los apóstoles para que hagan la Eucaristía: “hagan esto en memoria mía”. Los apóstoles con las primeras comunidades cristianas hacían la “fracción del

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pan” (Hech 20,7) en el día del Señor (día siguiente al sábado). La Eucaristía es acción litúrgica de la Iglesia, ministros y fieles. Es el pueblo que ofrece a Dios el culto de acción de gracias y de propiciación, por medio del sacerdote, en Cristo, con Cristo, y por Cristo.

131. Ante la prioridad de la fe y la vida en Cristo pregonada por el Documento de Aparecida, Benedicto XVI se pregunta : “¿No sería acaso una fuga hacia el intimismo, hacia el individualismo religioso, un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América Latina y del mundo, y una fuga de la realidad hacia un mundo espiritual?” A esta pregunta el Papa emérito respondió que la realidad no son sólo los problemas materiales y sociales, y aquellos que amputan la realidad fundante, que es Dios, van a “terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas” (discurso inaugural en Aparecida).

132. El Pontífice emérito sigue diciendo: “Dios es la realidad fundante; no un Dios solo pensado e hipotético, sino el Dios de rostro humano; es el Dios-con nosotros (Emanuel), el Dios del amor hasta la cruz… hasta el extremo”. Este amor extremo consiste en darse a nosotros como “pan de vida eterna” en la Eucaristía, y como “sangre para la remisión de los pecados”, para alcanzarnos la plenitud de vida y la reconciliación con Dios Padre. En Cristo Eucaristía “Dios está todo en todos” (1Cor 15,28); San Pablo dice que al comer un solo pan formamos un solo cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo (cfr 1Cor 10,16-17). De esta unión con Cristo en Dios derivan consecuencias eclesiales y sociales que benefician a la humanidad, haciéndonos hermanos y mejorando la ética para una convivencia más fraterna y solidaria.

133. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que los primeros cristianos en Jerusalén se reunían para la “fracción del pan” y ponían en común sus bienes.: “vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón,  alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hch 2,45-47); “La congregación de los que creyeron era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo lo que poseía, sino que todas las cosas eran de propiedad común” (Hch 4,32). Alguien podrá decir que eso era verdadero comunismo; pero hay una diferencia esencial entre cristianismo y comunismo, porque la motivación para los cristianos era el amor fraterno originado por el amor de Cristo; el comunismo en cambio niega la religión y propicia la lucha de clases y la dictadura del proletariado.

La DIMENSIÓN ESCATOLOGIA DE LA EUCARISTÍA

134. El “esjaton” (postrimerías) es el tiempo mesiánico en que se cumplen las promesas de salvación. Es el tiempo de Cristo, quien desde la Pascua hasta la parusía (su segunda venida) va incorporando a todos los que creen y se unen a El para que tengan “vida eterna”. El Concilio Vaticano II° afirma: “Cristo, sentado a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la iglesia y por medio de ella unirlos a sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa, alimentándolos con su cuerpo y sangre. Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del Espíritu Santo y por él continúa en la iglesia..." (LG 48).

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135. En la liturgia, especialmente en la Eucaristía, vivimos una escatología anticipada, pues en Cristo, a quien nos unimos, se hallan “los bienes de arriba” (cfr Col 3,1-4), “los tesoros para el cielo” (cfr Mt 6,19-21) “el alimento que perdura hasta la vida eterna” (Jn 6,27). La meta última de nuestra vida – el ésjaton - es alcanzar la plenitud en Dios. En el cielo viviremos una Eucaristía eterna, una eterna comunión con Dios en Cristo Jesús. “El banquete eucarístico es para nosotros anticipación real del banquete final, anunciado por los profetas (cf. Is 25,6-9) y descrito en el Nuevo Testamento como « las bodas del cordero » (Ap 19,7-9), que se ha de celebrar en la alegría de la comunión de los santos. (Sacramentum Caritatis 31).

136. El teólogo José J.Castellanos en un artículo titulado “Escatología” afirma: “es evidente el sentido escatológico de la Cena, así como el de cada eucaristía: la eucaristía remite al banquete escatológico, lo anticipa en la fe y lo hace deseable en la esperanza. Las comidas con el Resucitado no amortiguaron tal sentido de espera; dieron, sí, un ambiente de gozo pascual a la fracción del pan (Hech 2,46), pero acuciando al mismo tiempo el deseo del retorno del Señor”.

137. La Nueva Alianza, última y definitiva, establecida por Cristo por medio de su Sangre en la Cruz y la Eucaristía, hace que el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, viva en una proyección escatológica, es decir caminando desde una historia impregnada por lo divino y lo eterno, hacia la Casa del Padre. El Concilio afirma que la Iglesia “es humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina, y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscarnos" (SC 2). Y la Eucaristía es al mismo tiempo el viático, el alimento celestial, para fortalecernos en el camino hacia las moradas eternas, y el alcance anticipado de la vida divina, o “prenda de la vida eterna”.

138. Precisando todavía más los conceptos, el Concilio insiste sobre esta perspectiva escatológica de la iglesia, que se hace concreta en la liturgia, como presencia de lo divino en lo humano, de lo invisible en lo visible, de lo eterno en lo temporal, en tensión hacia el futuro definitivo, para alcanzara “la medida de la edad de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13) en la ciudad celeste hacia la que nos encaminamos (Hech 13,14).

139. Toda la predicación de Jesús se refiere al “Reino de Dios” y al “Reino de los Cielos”. Son dos denominaciones distintas que significan lo mismo, pero con una doble referencia: a la vida presente en tensión hacia la eternidad, y a la vida futura en la participación plena y definitiva a la vida de Dios. La salvación que el Señor nos ofrece por medio de su obra redentora, con el Evangelio y la Cruz, se hace efectiva desde ya en la vida presente, a través de la Palabra y los Sacramentos, especialmente la Eucaristía, porque nos reconcilia y nos une a Dios, que será luego nuestra plenitud en el cielo. Desde ya estamos a salvo si vivimos unidos a Cristo; pero debemos perseverar hasta el último día de nuestra vida para la salvación definitiva: “Quien persevere hasta el fin se salvará” dice Jesús (Mt 10,22). Y en particular debemos recibir con frecuencia la Eucaristía: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6,54)

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140. Jesús hablaba con frecuencia de la vida eterna, de la salvación, del Reino de los Cielos. El vino a enseñarnos el camino del Cielo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Insiste en la conversión y en las obras de “justicia” (santidad), en las obras de caridad, en el cumplimiento de los mandamientos… para que alcancemos la salvación. La fe y el bautismo son esenciales: “Quien cree y se bautiza se salvará”. Igualmente la Eucaristía: “Quien come de este pan vivirá para siempre”. El Señor exhortaba sus oyentes a “buscar primero el Reino de Dios y su justicia…” (Mt 6,33), porque “¿de qué sirve ganar el mundo entero si pierdes tu alma?” (Mt 16,26). En este mundo estamos como “peregrinos y extranjeros” (1Ped 2,11). Todo el ministerio de Cristo, como Profeta, Sacerdote y Rey, está en función de encauzar la humanidad hacia la Casa del Padre (cf Jn 14,2). Prometió volver al fin de los tiempos como Juez universal, para llevarse los buenos a la gloria del cielo, a la Eucaristía eterna (cf Mt 25,31-46).

141. Si examinamos la liturgia eucarística en su contenido teológico, encontraremos una rica doctrina soteriológica de orientación escatológica. Toda la Santa Misa es en sí misma una acción salvífica, participación en Cristo de la vida divina; de la misma vida que gozan los santos y los ángeles en el cielo. Durante la Santa Misa el cielo baja a la tierra, Dios viene a estar con nosotros, y nosotros con Dios. En el desarrollo de la celebración hay muchas expresiones que manifiestan la tensión escatológica en el sentido de orientación hacia lo alto y hacia la eterna salvación. Ya en la liturgia penitencial se reza: “Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna”. En las lecturas bíblicas escuchamos la Palabra de Dios, que son “palabras de vida eterna” (Jn 6,68; Jn 1,1). En el último artículo del Credo profesamos nuestra fe “en la resurrección de la carne y la vida eterna”. En la oración del ofertorio el sacerdote presenta el pan y el vino que en la consagración se convertirán en “pan de vida” y en “cáliz de salvación”. Después de la epíclesis sigue la suplica por los difuntos para que los “admita a contemplar la luz de su rostro”. En lo más nuclear de la ,plegaria eucarística pedimos: "admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires", "cuéntanos entre tus elegidos", "merezcamos compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas". Con el rezo del Padre Nuestro pedimos que se haga realidad el Reino de Dios, “en la tierra como en el cielo”. Antes de la Comunión el sacerdote reza: “El Cuerpo y la Sangre de Cristo nos guarde para la vida eterna”. En las oraciones de colecta, ofertorio y comunión se piden siempre gracias y favores espirituales para la salvación eterna. En la bendición final el sacerdote invoca al Señor para que acompañe a su pueblo por el camino de la salvación. La celebración de la Eucaristía nos orienta hacia el cielo y hacia la eternidad: ahí está su sentido escatológico.

142. José J. Castellanos afirma: “Como conjunto, la eucaristía es prenda de la gloria (SC 47; UR 15): presencia del Resucitado y de su misterio pascual; espera de su retorno, constitutivo de la comunidad escatológica; germen de resurrección; preludio de la renovación de la creación mediante la transformación del pan y del vino. La confesión de la fe a lo largo de toda la celebración eucarística mantiene viva tal dimensión escatológica. La evoca la aclamación que sigue a la consagración: .. hasta que vuelvas", y la recuerda igualmente el memorial de la III y IV plegarias eucarísticas: "... y, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, Padre...'

143. Según las estadísticas de 2012, mueren en el mundo aproximadamente 150.000 personas cada día, y 54.750.000 cada año. Eso nos hace pensar que la muerte es real y que la dimensión escatológica es parte constitutiva de nuestra vida. A las puertas del cielo hay una cola inmensa de almas esperando su destino definitivo, que será de salvación para los buenos, y de

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condenación para los malos, según nos enseña Jesús (Mt 25,46). Si tendremos en la mano el ticket eucarístico, entraremos en la gloria: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54). Nuestra gran esperanza entonces es la Eucaristía.

DIMENSIÓN MARIANA DE LA EUCARISTÍA

144. María es la mujer eucarística por excelencia por ser Madre de Cristo Eucaristía, por haberle dado la carne y la sangre; esa carne y esa sangre que en la Cruz se ofrecieron en sacrificio y que se hacen presentes en la Eucaristía (cfr. Ecclesia de Eucharistia n. 55). Este es el aspecto más inmediatamente perceptible de aquella "relación profunda" de la Virgen con el misterio eucarístico. En el Cuerpo y Sangre de Cristo que recibimos en la Comunión, hay mucho de María su Madre, no solo de carne y sangre, sino sobre todo de su amor y su corazón.

145. María recibió con fe y con gozo al Hijo de Dios en su vientre y en su corazón; y durante largos años lo tuvo en su regazo, en sus rodillas, lo amamantó, lo abrazó y lo amó como nadie en el mundo. Lo vio crecer en el hogar de Nazaret, niño, adolescente y joven. Sabía del gran misterio de su Hijo desde la anunciación del ángel; a los doce años Jesús le recuerda que era el Hijo del Padre Celestial; el milagro en la bodas de Caná nos hace entender que María ya conocía su poder divino; presenció los muchos milagros de Jesús en su vida pública; lo vió resucitado y glorificado. María “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19); contemplaba gozosa la belleza perfecta de su alma, corazón y divinidad. Su prima Isabel la felicitó por su fe: “Dichosa de ti porque has creído” (Lc 1,45). El ángel Gabriel le comunicó que Dios la eligió porque era llena de gracia (Lc 1,28). Y ella cantó agradecida a Dios porque hizo en ella grandes cosas; acogió con inmenso gozo el gran don de Dios. Pero también sufrió terriblemente al pie de la cruz, en el Calvario, donde destrozaron su corazón, compartiendo el inmenso dolor de su Hijo amado. El sacerdote Simeón le había dicho: “A ti una espada te atravesará el corazón a causa de este Hijo” (Lc 2,35).

146. María vivió en perfecta “comunión” con Jesús. Nadie lo amó tanto como ella, no solo por ser su madre, sino también por ser perfecta; por sintonizar plenamente con su evangelio y su amor a Dios. Jesús había dicho: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (cf Lc 8,19-21). María amaba a Jesús como hijo de sus entrañas, con cariño humano, cuidándolo, educándolo, brindándole todo su corazón; y lo amaba y adoraba como Hijo del Altísimo, como Cristo, Mesías y Salvador; lo escuchaba como a su Maestro; lo servía como a su Rey y Señor. Igual que María, nosotros también en la Eucaristía, podemos y debemos recibir el don del Hijo con fe, gracia y gozo; y compartir su sacrificio la cruz; escucharlo y poner en práctica su Evangelio: “Quien cumple mis mandamientos, ese me ama” (Jn 14,21). María nos da ejemplo con su sí incondicional al Señor: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mi según su palabra” (Lc 1,38). Jesús dirá lo mismo aún transpirando sangre: “Padre no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).

147. Jesús amó a su Madre como Hijo del Hombre y como Hijo de Dios. La amó con un amor de total complacencia por ser perfecta, llena de gracia, santa e inmaculada. Gozaba de su presencia y de su amor pleno, por eso se la llevó al cielo en cuerpo y alma (Asunción). Nosotros también podemos gozar del amor de Cristo, pero más de misericordia que de complacencia, porque no

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somos perfectos y necesitamos de su perdón y compasión. En la medida en que crecemos en las virtudes, en el amor y la perfección, el Señor nos amará más, como a María. En la Eucaristía se nos da totalmente con sus gracias y riquezas espirituales, y espera de nosotros igual entrega y santidad, para lograr, como María una plena comunión con el Señor.

148. María fue “concebida sin pecado original”, pre-redimida por Aquel que será su Hijo del alma. El Angel Gabriel la encontró “llena de gracia”. El Demonio no pudo con ella, la “mujer vestida de sol” (Apoc 12,1) más bien ella le pisó la cabeza infernal (Gn 3,5) porque es “ fuerte como un ejército preparado a batalla” (Apoc 13,7). Por eso Cristo se encarnó en su seno. Nosotros fuimos purificados y santificados con el bautismo; pero no hemos podido con el Demonio, pues con el pecado nos arrebató la gracia de Dios. Pero contamos con la misericordia del Señor: con el sacramento de la Confesión podemos recuperar la gracia de Dios, y merecer que se hospede en nuestra alma, para darnos vida eterna. Somos como el publicano de la parábola (Lc 18,9-14): no podemos levantar los ojos y mirar directamente al Señor como María: nos avergüenzan nuestros pecados e infidelidades. Pero el Señor nos levanta, como al hijo pródigo (Lc 15,11-32), y nos introduce en su casa, nos reviste de su gracia y nos hace fiesta. Solo debemos acudir a él con corazón arrepentido. María nos anima a reconciliarnos con el Señor, porque conoce su bondad, pues tiene el mismo corazón de su Hijo.

149. María vivió totalmente unida y entregada a su Hijo divino. Desde la concepción en su seno purísimo hasta el Calvario y la Ascensión, siempre estuvo a su lado, y luego lo acompañó en las moradas celestiales para toda la eternidad. Donde está Jesús, ahí está María, unidos para siempre en un solo destino, un solo amor, un solo gozo. María vivió y vive la comunión perfecta con su Hijo amado, y es prototipo de nuestra unión con El. Nosotros también estamos invitados a la unión y comunión con el Señor. El mismo nos llama: “Permanezcan unidos en mi amor” (Jn 15,4.10); “Cuando seré levantado en alto, los atraeré a todos hacia mí” (Jn 8,27).

150. La Eucaristía es sacrificio de acción de gracias (eucaristía) y sacrificio de expiación (inmolación). María en su amor total a su Hijo, siempre se adhirió a su sentir y su obrar; no podía querer otra cosa. Ella sabía que todo lo que hacía Jesús era perfecto y conforme a la voluntad del Padre. María se unió a su Hijo en la aceptación del “cáliz amargo” de la pasión (Mt 26,39); sufrió profundamente con El junto a la cruz (Jn 19,25-27). El sacerdote Simeón le había avisado que debía padecer a causa de su Hijo. Seguramente sabía de la profecía de Isaías que hablaba del Mesías, que como Siervo de Yahvéh (Is 53) sería sacrificado para expiar los pecados del pueblo. También recordaría las tres veces que Jesús había anunciado su muerte y resurrección (Mt 16,20-28; Lc 18,31-34; Mc 8,31-38). Habrá escuchado con aprensión las amenazas y presenció los intentos de los judíos de asesinar a Jesús. Cuando lo recibió muerto en su seno, María estaba muerta de dolor en su corazón, pues quien ama se hace uno con el amado, goza y sufre con él.

151. María se unió al sacrificio redentor de Cristo; y todas las veces que se hace el “memorial” de la Eucarística, se hace presente también a María, con su amor y con su dolor, porque no se la puede separar del Hijo de sus entrañas. Por otra parte el dolor inmenso de María entra en el corazón de Cristo, lo siente como suyo y aumenta su tormento; con este dolor por su madre, el sacrificio de Jesús se hace más meritorio todavía para nuestra salvación. María está siempre con su Hijo, en la tierra, en el cielo, en la Eucaristía. Las menciones más antiguas de la Virgen

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en la liturgia de la iglesia se remontan a las plegarias eucarísticas primitivas, empezando por la de la Tradición Apostólica y siguiendo por la solemne fórmula de conmemoración del canon romano (s. IV-V).

EUCARISTIA: EL TESORO ESCONDIDO

152. Deberíamos apreciar la Eucaristía como los santos. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes filósofos y teólogos de la Iglesia, afirmó que “la celebración de la Santa Misa tiene tanto valor como la muerte de Jesús en la cruz”. San Alfonso Ma. Ligorio dijo que “el mismo Dios no podría hacer una acción más sagrada y más grande que una celebración de la Santa Misa ”. San Pio de Pietrelcina afirmó: “Sería más fácil que la humanidad sobreviviera sin el sol, que sin la Santa Misa… La Misa tiene un valor infinito, como Jesús”. San Andrés Avellino escribió: “No podemos separar la Sagrada Eucaristía de la Pasión de Jesús”. Santa Margarita M.Alacoque mirando al altar se fijaba siempre en dos cosas: en la cruz, porque le recordaba lo que Jesús hizo por ella; y en las velas, porque le recordaba lo que ella debía hacer por el Señor, es decir consumirse por El y por las almas. San Francisco J. Bianchi dijo: “Cuando oigan que yo no puedo ya celebrar la Misa, cuéntenme como muerto”. San Pedro J.Eymard afirmó: “Sepan oh cristianos… no pueden hacer otra cosa más grande para glorificar a Dios, ni para mayor provecho de su alma, que asistir a Misa devotamente, y tan a menudo como sea posible”.

153. Benedicto XVI escribió: “La Eucaristía es el origen de toda forma de santidad, y todos nosotros estamos llamados a la plenitud de vida en el Espíritu Santo. ¡Cuántos santos han hecho auténtica su propia vida gracias a su piedad eucarística! De San Ignacio de Antioquía a San Agustín, de San Antonio abad a San Benito, de San Francisco de Asís a santo Tomás de Aquino, de Santa Clara de Asís a Santa Catalina de Siena, de San Pascual Bailón a San Pedro Julián Eymard, de San Alfonso María de Ligorio al beato Carlos de Foucauld, de San Juan María Vianney a Santa Teresa de Lisieux, de San Pío de Pietrelcina a la beata Teresa de Calcuta, del beato Piergiorgio Frassati al beato Iván Merz, sólo por citar algunos de los numerosos nombres, la santidad ha tenido siempre su centro en el sacramento de la Eucaristía” (Sacramentum Caritatis 94)

154. El concilio Vaticano II° nos enseña que todos los sacramentos «están unidos con la eucaristía y a ella se ordenan, pues en la sagrada eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo, que por su carne vivificada y vivificante en el Espíritu Santo, da vida a los hombres» (PO 5b). “Sacramento” significa acto sagrado instituido por Cristo para santificarnos y comunicarnos su gracia y su amor. En la Eucaristía se nos da todo entero El mismo, su persona, con su “cuerpo, sangre, alma y divinidad”.

155. En la Eucaristía tenemos el manantial de todos los bienes, la fuente de todas las riquezas espirituales. ¿No dijo acaso Jesús: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él da mucho fruto; separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). San Juan Ma. Vianney, nombrado párroco del pueblo de Ars, escuchó decir con amargura: “Aquí no hay nada que hacer”; y él contestó: “Pues entonces aquí hay mucho que hacer”. Y empezó a actuar inmediatamente, haciendo oración delante del Santísimo Sacramento y se hizo santo. Su santidad forjada durante largas horas de adoración ante la Eucaristía, atrajo a tantos hombres y

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mujeres, que se vio obligado a escuchar confesiones por 10, 15 y hasta 18 horas por día; venían de toda Francia para escucharlo y confesarse con él.

156. Si el Señor está en la Eucaristía, ¿por qué tantos temores? Por qué andamos como si estuviéramos solos y desamparados en este mundo? ¿Acaso el Señor no dijo: “Soy yo, no tengan miedo…” (cfr Mt 14,22-33); “Yo estaré siempre con Ustedes”? (Mt 28,20). Si vivimos a la presencia del Señor, si lo buscamos en la Eucaristía, lo encontraremos dispuesto a recibirnos con toda su bondad y con todo su poder, para darnos seguridad, paz y alegría. El problema es que no somos capaces de sentirlo presente, y lo consideramos más como un fantasma que como una persona viva y real, así como le sucedió a los apóstoles cuando lo vieron caminar sobre las aguas del lago, o cuando lo vieron aparecer resucitado.

157. Al celebrar la Eucaristía entramos a vivir en el ámbito de lo divino, en intimidad con Dios. Cristo, nuestra cabeza, nos introduce en la comunión trinitaria y junto a EL alabamos, bendecimos, adoramos y suplicamos al Padre en el amor del Espíritu. Por otra parte sentimos la presencia y el amor de Dios que nos inunda y nos vivifica. Son momentos en que se juntan lo humano y lo divino, es decir el tiempo y la eternidad, lo relativo con lo absoluto, lo finito con lo infinito. Esa es la “vida eterna” y la “vida en abundancia” que nos promete Jesús. Por eso muchos santos acudían con mucha alegría a la Eucaristía, ya sea como Sacrificio (Santa Misa) que como Sacramento (Santa Comunión).

158. Con las celebraciones eucarísticas, la historia y la geografía de la humanidad, está salpicada por la presencia divina. El Señor se abre espacio entre nosotros, se hace “Emanuel”, que significa “Dios con nosotros”. La Eucaristía es la prolongación de la Encarnación, pues Cristo sigue haciéndose hombre en los corazones de quienes lo aman, comunicándoles su vida divina. En la Comunión no somos nosotros quienes lo recibimos, sino Cristo quien nos recibe a nosotros y nos hace miembros de su “Cuerpo Místico” y de la Familia Trinitaria, en quien se halla la riqueza infinita de vida y felicidad. Por eso no hay mayor tesoro en la tierra que la Eucaristía, porque enriquece nuestra existencia de manera absoluta.

159. San Leonardo de Porto Maurizio (1676-1751), en su libro “El tesoro escondido de la Santa Misa”, escribe: “ ¿Sabes, querido lector, lo que es en realidad la Santa Misa? Es el sol del mundo cristiano, el alma de la fe, el centro de la religión católica, hacia el cual convergen todos los ritos, todas las ceremonias y todos los Sacramentos; en una palabra, es el compendio de todo lo bueno, de todo lo bello que hay en la Iglesia de Dios”.

CONCLUSIÓNHemos visto como la Eucaristía es esencialmente un “Sacrificio”, es decir un acto sagrado, del latín “sacrum facere” (hacer cosas sagradas). Y como tal tiene varias expresiones: sacrificio de alabanza y acción de gracias, sacrificio de expiación, sacrificio de comunión. Ya en el A.T. los israelitas ofrecían a Yahveh sus actos de culto como sacrificio. Jesús en la Última Cena utiliza el mismo rito pascual pero le da unos contenidos nuevos: una nueva ofrenda, un nuevo sacerdocio, una nueva alianza, una nueva significación, un nuevo valor. El mismo es la ofrenda y el oferente, la víctima y el sacerdote. Y nosotros, la Iglesia, somos con Cristo los actores y los

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destinatarios del “santo sacrificio”. La Eucaristía, como acto de culto (Misa) y como sacramento (comunión), no tiene otra finalidad que la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Es historia de salvación en acto, un encuentro salvífico con Dios, nuestra felicidad. En la Eucaristía se concentra todo el amor y todo el poder salvífico de Cristo, que nos une a Dios para que tengamos vida plena. La Eucaristía es también la motivación más profunda y eficaz para una moral de perfección y de solidaridad para con el prójimo. El amor a Dios va siempre unido al amor al prójimo. Por eso hemos subrayado la dimensión eclesial y moral de la eucaristía, como también su dimensión trinitaria y escatológica, que nos une en la “comunión de los santos” y nos proyecta hacia la comunión eterna con Dios. No podía faltar además la dimensión mariana, pues la Virgen es la mujer inmaculada y eucarística, Madre del Señor, modelo de santidad y del amor perfecto, que nos une a Cristo y a la familia eclesial. Vivir la Eucaristía es entrar por Cristo en el océano infinito del amor divino y en la plenitud gozosa de Dios. Con razón el Concilio Vat II define la Eucaristía como “la fuente y cumbre de la vida cristiana”.

+ Fr. Roberto Bordi ofm