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El tren de media noche Alfred Noyes (3 páginas) Era un libro antiguo, empastado en tela roja, lo había encontrado, a los doce años, en la biblioteca de su padre, en uno de los estantes superiores, y contra todas las reglas, lo había llevado a su habitación para leerlo a la luz de una vela, mientras el resto de la vieja casa isabelina, llena de crujidos, se hundía en la oscuridad. Así había sido siempre la escena para Mortimer. Era su habitación una pequeña alcoba aislada, en la que la luz de dos cabos de vela robados ahuyentaba las tinieblas que habían invadido el sueño de los otros. Entonces, a diferencia de ellos, sus mayores, sentía vivir cada fibra y cada nervio de su joven cerebro con una intensidad especial. El tic-tac del reloj de la planta baja, el latido de su propio corazón, todo eso lo llenaba de un sentimiento de profundo misterio. El antiguo libro ejercía sobre él una rara fascinación, si bien nunca logró captar con exactitud el sentido de la historia. El tren de medianoche era el título del libro, y había en la página quince un grabado insoportable para el niño. Lo horrorizaba. El pequeño Mortimer no había entendido nunca por qué la imagen le producía esa impresión. Ciertamente era un niño imaginativo, pero de ningún modo enfermo. Y pasaba la página quince como había pasado antes los rincones de la escalera, cuando aún no tenía seis años, o como el personaje del Viejo marinero , que, tras de haber mirado una sola vez en torno suyo el camino desierto, sigue su marcha sin volver jamás la cabeza. Aparentemente no había en la imagen nada que pudiera justificar ese pavor obsesivo. La penumbra que bañaba la imagen: eso era lo más impresionante. Mostraba el andén de una estación ferroviaria desierta, iluminado por la luz de una bombilla; un andén desierto que sugería un empalme perdido en una región aislada. No había sino una silueta en el andén: la silueta oscurísima de un hombre a pie a unos cuantos pasos de la bombilla, con el rostro invisible, vuelto hacia la negra boca de un túnel que, por alguna secreta razón, sumergía al niño en un abismo de terror. El hombre parecía escuchar. Tenía la actitud de un hombre en tensión, a la espera de algo, quizá de un drama espantoso. En lo que el niño había podido leer o entender del texto, nada había que justificara la impresión de pesadilla que evocaba la imagen. De cualquier manera, no podía resistir a la fascinación del libro, ni enfrentarse a la imagen en el silencio y la soledad de la noche. Y para no verla más, la sujetó a la página anterior con ayuda de dos alfileres largos. Después decidió leer la historia hasta el final. Pero siempre se dormía antes de llegar a la página 50; los contornos de lo que había leído la víspera se desvanecían; y a la noche siguiente comenzaba de nuevo y, una vez más, se dormía antes de llegar a la página 50. Pasaron los años; Mortimer creció, lo olvidó todo: libro e imagen.

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El tren de media nocheAlfred Noyes (3 páginas)

Era un libro antiguo, empastado en tela roja, lo había encontrado, a los doce años, en la biblioteca de su padre, en uno de los estantes superiores, y contra todas las reglas, lo había llevado a su habitación para leerlo a la luz de una vela, mientras el resto de la vieja casa isabelina, llena de crujidos, se hundía en la oscuridad. Así había sido siempre la escena para Mortimer. Era su habitación una pequeña alcoba aislada, en la que la luz de dos cabos de vela robados ahuyentaba las tinieblas que habían invadido el sueño de los otros. Entonces, a diferencia de ellos, sus mayores, sentía vivir cada fibra y cada nervio de su joven cerebro con una intensidad especial. El tic-tac del reloj de la planta baja, el latido de su propio corazón, todo eso lo llenaba de un sentimiento de profundo misterio.

El antiguo libro ejercía sobre él una rara fascinación, si bien nunca logró captar con exactitud el sentido de la historia. El tren de medianoche era el título del libro, y había en la página quince un grabado insoportable para el niño. Lo horrorizaba. El pequeño Mortimer no había entendido nunca por qué la imagen le producía esa impresión. Ciertamente era un niño imaginativo, pero de ningún modo enfermo. Y pasaba la página quince como había pasado antes los rincones de la escalera, cuando aún no tenía seis años, o como el personaje del Viejo marinero, que, tras de haber mirado una sola vez en torno suyo el camino desierto, sigue su marcha sin volver jamás la cabeza. Aparentemente no había en la imagen nada que pudiera justificar ese pavor obsesivo. La penumbra que bañaba la imagen: eso era lo más impresionante. Mostraba el andén de una estación ferroviaria desierta, iluminado por la luz de una bombilla; un andén desierto que sugería un empalme perdido en una región aislada. No había sino una silueta en el andén: la silueta oscurísima de un hombre a pie a unos cuantos pasos de la bombilla, con el rostro invisible, vuelto hacia la negra boca de un túnel que, por alguna secreta razón, sumergía al niño en un abismo de terror. El hombre parecía escuchar. Tenía la actitud de un hombre en tensión, a la espera de algo, quizá de un drama espantoso. En lo que el niño había podido leer o entender del texto, nada había que justificara la impresión de pesadilla que evocaba la imagen. De cualquier manera, no podía resistir a la fascinación del libro, ni enfrentarse a la imagen en el silencio y la soledad de la noche. Y para no verla más, la sujetó a la página anterior con ayuda de dos alfileres largos. Después decidió leer la historia hasta el final. Pero siempre se dormía antes de llegar a la página 50; los contornos de lo que había leído la víspera se desvanecían; y a la noche siguiente comenzaba de nuevo y, una vez más, se dormía antes de llegar a la página 50.

Pasaron los años; Mortimer creció, lo olvidó todo: libro e imagen.

Sin embargo, un día llegó a encontrarse, poco antes de la medianoche, en el andén de una estación de trenes, en un empalme aislado. Y cuando el reloj de la estación dio las doce, recordó…

Recordó como un hombre que saliera de un sueño prolongado… Allí, bajo la única, siniestra luz, en el largo andén, se hallaba la silueta oscura y solitaria que ya conocía. Un hombre cuyo rostro invisible estaba vuelto hacia la negra boca del túnel. Parecía escuchar, tenso, al acecho, exactamente igual que treinta y ocho años atrás.Pero Mortimer no sentía ya el pavor de aquel entonces. Iría hacia la silueta solitaria para desenmascararla, para ver al fin ese rostro que se le había ocultado por tanto tiempo. Caminaría con calma, hallaría un pretexto para abordar al desconocido: le preguntaría, por ejemplo, si el tren venía retrasado. Sería algo simple para un adulto actuar así. Pero sus manos estaban crispadas cuando dio el primer paso, como si también él estuviera tenso, al acecho de algo. Lentamente, preso una vez más de la obsesión de sus

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recuerdos, se dirigió hacia la silueta, la pasó y se volvió de súbito para abordarla. Y entonces vio… sin hablar, sin poder hablar: la silueta… era él mismo… sus ojos se toparon con… sus ojos, como un eco de burla, su propia mirada viviendo en su propio rostro pálido lo miraba… Todos los músculos de su corazón se estremecieron, como si la misma descarga los fuera a paralizar. Lo invadió una ola de pánico. Se volvió, jadeante, y luego se precipitó en una huida ciega, atravesó la sala de espera de la estación, corrió hacia el largo camino iluminado por la luna. Los alrededores parecían totalmente desiertos. La luna reflejaba sobre toda el área su propia desolación.

Se detuvo un instante y entonces oyó, como el eco de los suyos, los pasos entrecortados de un ser que lo seguía y atravesaba en ese momento la sala de espera. Después, sin sentir vergüenza, se abandonó a su angustia: empapado en sudor como una bestia acosada, echó a correr a lo largo del camino, lívido, entre dos hileras interminables de álamos fantasmas que se respondían una a la otra a través de una distancia aparentemente infinita. A un costado del camino, las aguas de un canal recto y largo reflejaban inexorablemente cada uno de los álamos. Oía resonar los pasos a su espalda. Parecían lentos, pero implacables. Más allá, cerca del camino, vio una casa blanca de ventanas oscuras y una puerta que imitaba la expresión de un rostro humano. Pensó que si llegaba a tiempo a la casa, podría encontrar abrigo, una oportunidad de escapar.

Los pasos que respondían a los suyos resonaban todavía lejanos cuando se arrojó, sofocado, contra la puerta: sacudió el picaporte, quiso abrir, pero fue en vano. No había timbre ni aldaba. Con los puños golpeó la madera hasta que le sangraron los nudillos. Al fin, oyó pisadas en el interior de la casa. Esas pisadas bajaron lentamente la escalera. Despacio, una mano tiró del cerrojo de la puerta. Una silueta alta apareció en la sombra. Tenía una vela en la mano, pero de tal manera que le resultaba difícil a Mortimer distinguir el rostro de esa silueta. Después, horrorizado, comprendió que el rostro estaba cubierto por una capucha.

No cambiaron ni una sola palabra. Mediante un gesto, la silueta lo invitó a pasar. Cuando Mortimer lo hizo, la silueta volvió a colocar el cerrojo tras de sí. Luego, invitándole de nuevo con un gesto, la silueta cruzó delante de él para subir la escalera carcomida.

Entraron en una pieza donde ardía el fuego en la chimenea. En cada lado del vestíbulo había un sillón. Y cerca de uno de ellos, una pequeña mesa de roble sobre la cual descansaba un libro antiguo, empastado en tela roja. Era como si el huésped hubiese sido esperado por mucho tiempo y todo estuviera listo para él.

La silueta señaló uno de los sillones, colocó la vela junto al libro y se retiró sin una palabra, echando el cerrojo de la puerta.

Mortimer miró la vela, que le pareció familiar. El olor de la cera derretida lo llevó de nuevo a la pequeña habitación de la casa isabelina de su infancia. Tomó el libro, temblando. Lo reconoció de inmediato, si bien hacía mucho tiempo que había olvidado la historia.Recordó de pronto la mancha de tinta sobre la página del título. Más tarde, sintió un estremecimiento al llegar a la página quince, que había prendido con alfileres, para ocultarla cuando aún era niño. Los alfileres seguían ahí. Tocó nuevamente los alfileres que sus dedos de niño asustado habían puesto en ese lugar.

Volvió a comenzar el libro. Estaba resulto a leerlo ahora hasta el final y a descubrir el significado de todo aquello. Sentía que todo estaba en esas páginas, negro sobre blanco.

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El tren de medianoche era el título del libro. Y mientras leía, las cosas se aclaraban lenta, inexorablemente.

Era la historia de un hombre que en su infancia había encontrado un libro, una de cuyas imágenes lo aterrorizaba. Había crecido, perdiendo ese recuerdo. Pero una noche, sobre el andén de una estación desierta, se hallaba en la misma escena representada en la imagen; veía la silueta solitaria bajo la bombilla, y luego de reconocerla, emprendía la fuga, horrorizado. Se refugiaba en una casa al borde de la carretera; era conducido a una pieza donde lo esperaba el libro. Finalmente, se ponía a leer desde la primera hasta la última línea… Y ese libro llevaba también por título El tren de medianoche. Y era la historia de un hombre que en su infancia… Así, para siempre, al infinito. No había salida posible.

Sin embargo, cuando Mortimer encontró por tercera vez la historia de la casa junto a la carretera, una sospecha más aguda lo invadió lenta, inexorablemente. Aunque no hubiera salida, al menos podía tratar de comprender mejor los detalles del extraño círculo en el que estaba atrapado. Pero los detalles no tenían nada de particular. Existían desde siempre. Simplemente, Mortimer nunca había captado su sentido profundo. Ero era todo.

El ser misterioso e inquietante que lo había conducido por la vieja escalera… ¿quién era?

En cuanto a esto, la historia mencionaba algo que se le había escapado a Mortimer. Este bizarro anfitrión que le había dado asilo era más o menos de su misma talla. ¿Acaso también él…? ¿Era por eso que llevaba el rostro oculto?

En el momento mismo en que se planteaba esta pregunta, oyó el ruido de la llave en la puerta cerrada. El misterioso anfitrión se le acercó por las espaldas.

Ahora estaba allí, sentado frente a Mortimer, al otro lado del fuego. Con una horrible indolencia, como una mujer que se dispone a arrancarse un velo, levantó la mano para quitarse la capucha. Mortimer sabía qué rostro era ése. Pero ¿estaría muerto o vivo?No había sino una salida, una sola. Cuando Mortimer se precipitó hacia adelante y se aferró a su atormentador, fue atrapado a su vez por la garganta con la misma fuerza brutal. Los ecos de sus gritos estrangulados se confundieron indistintamente. Y cuando se apagaron se hizo en el cuarto un silencio tal, que habrían podido oírse… el tic-tac del reloj de la planta baja, el latido de su propio corazón, la queja larga y cadenciosa del mar sobre la costa lejana, igual que treinta y ocho años atrás.

Pero Mortimer pudo escapar al fin. Después de todo, quizá logró tomar el tren de medianoche.

Conejos blancos Leonora Carrington (3 páginas)

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido

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misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada con sudor.La luz nunca era muy fuerte en Pest Pret. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.−¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? −me gritó.−¿Un poco de qué? −grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.−De carne en mal estado. Carne en descomposición.−En este momento, no −contesté, preguntándome si no estaría bromeando.−¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de ésas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida.

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El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.−¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? −murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.−Es usted muy amable −prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente−. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.El último tramo de escalones daba a un “boudoir” decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.−Tenemos visita muy pocas veces −sonrió la mujer−. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautelosamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.−¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! −canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.−Una acaba encariñándose con ellos −prosiguió la mujer−. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.−Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.−Ése es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.−¿Ethel? −preguntó con voz bastante débil−. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.−Vamos, Laz; no empecemos −su voz era quejumbrosa−. No me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.−Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? −de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.−Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.−¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar

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por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.

La noche de los feosMario Benedetti (3 páginas)

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

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La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma."Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado.""Prometo.""La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?""No."

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"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina.

Tiempo libre Guillermo Samperio (1 página)

Todas las mañanas compro el periódico y todas las mañanas, al leerlo, me mancho los dedos con tinta. Nunca me ha importado ensuciármelos con tal de estar al día en las noticias. Pero esta mañana sentí un gran malestar apenas toqué el periódico. Creí que solamente se trataba de uno de mis acostumbrados mareos. Pagué el importe del diario y regresé a mi casa.Mi esposa había salido de compras. Me acomodé en mi sillón favorito, encendí un cigarro y me puse a leer la primera página. Luego de enterarme de que el jet se había desplomado, volví a sentirme mal; vi mis dedos y los encontré más tiznados que de

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costumbre. Con un dolor de cabeza terrible, fui al baño, me lavé las manos con toda la calma y, ya tranquilo, regresé al sillón. Cuando iba a tomar mi cigarro, descubrí que una mancha negra cubría mis dedos. De inmediato retorné al baño, me tallé con zacate, piedra pómez y, finalmente, me lavé con blanqueador; pero el intento fue inútil, porque la mancha creció y me invadió hasta los codos.Ahora, más preocupado que molesto, llamé al doctor y me recomendó que lo mejor era que tomara unas vacaciones, o que durmiera. Después, llamé a las oficinas del periódico para elevar mi más rotunda protesta; me contestó una voz de mujer, que solamente me insultó y me trató de loco. En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que, en realidad, no se trataba de una mancha, sino de un número infinito de letras pequeñísimas, amontonadas, como una inquieta multitud de hormigas negras. Cuando colgué, las letritas habían avanzado ya hasta mi cintura. Asustado, corrí hacia la puerta de entrada; pero, antes de poder abrirla, me flaquearon las piernas y caí estrepitosamente.Tirado bocarriba descubrí que, además de la gran cantidad de letras hormiga que ahora ocupaban todo mi cuerpo, había una que otra fotografía. Así estuve durante varias horas hasta que escuché que abrían la puerta. Me costó trabajo hilar la idea, pero al fin pensé que había llegado mi salvación. Entró mi esposa, me levantó del suelo, me cargó bajo el brazo, se acomodó en mi sillón favorito, me hojeó despreocupadamente y se puso a leer.

El BuscadorJorge Bucay (2 páginas)

Ésta es la historia de un hombre al que yo definiría como un buscador…Un buscador es alguien que busca; no necesariamente alguien que encuentra.Tampoco es alguien que, necesariamente, sabe qué es lo que está buscando. Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Había aprendido a hacer caso riguroso de estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo. Así que lo dejó todo y partió.Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó, a lo lejos, Kammir, Un poco antes de llegar al pueblo, le llamó mucho la atención una colina a la derecha del sendero. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadores. La rodeaba por completo una especie de pequeña valla de madera lustrada.Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar.De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en aquél lugar.El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles.Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de aquel paraíso multicolor.Sus ojos eran los de un buscador, y quizá por eso descubrió aquella inscripción sobre una de las piedras:Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días

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Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que aquella piedra no era simplemente una piedra: era una lápida.Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en aquel lugar.Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Se acercó a leerla. Decía:Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanasEl buscador se sintió terriblemente conmocionado.Aquel hermoso lugar era un cementerio, y cada piedra era una tumba.Una por una, empezó a leer las lápidas.Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto.Pero lo que lo conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los once años…Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar.El cuidador del cementerio pasaba por allí y se acercó.Lo miró llorar durante un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.-No, por ningún familiar —dijo el buscador—. ¿Qué pasa en este pueblo? ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que les ha obligado a construir un cementerio de niños?El anciano sonrió y dijo:- Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré…:“Cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta como esta que tengo aquí, para que se la cuelgue al cuello. Es tradición entre nosotros que, a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella:A la izquierda, qué fue lo disfrutado.A la derecha, cuánto tiempo duró el gozo.Conoció a su novia y se enamoró de ella. ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres semanas y media…?Y después, la emoción del primer beso, el placer maravilloso del primer beso…¿Cuánto duró? ¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana?¿Y el embarazo y el nacimiento del primer hijo…?¿Y la boda de los amigos?¿Y el viaje más deseado?¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano?¿Cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones?¿Horas? ¿Días?Así, vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos… Cada momento.Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba. Porque ese es para nosotros el único y verdadero tiempo vivido”.

El cerditoJuan Carlos Onetti (1 página)

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de

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madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.

Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.

Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.

Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, porque había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepado los escalones.

Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.

Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.

Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:

-Dale otro golpe. Por si las dudas.

Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.

Carpintería el SieteJorge Bucay (1 página)

«Joaquín era un hombre que vivía en una pequeña casita a las afueras del pueblo. Aun siendo un hogar modesto aún disponía de dos habitaciones libres, aparte de lo indispensable y, además, disponía de un modesto pero próspero taller de carpintería “El Siete” (conocido en todo el pueblo) donde nunca le faltaba trabajo No necesitaba más.

Un buen día, cuando paseaba de camino al lago para ver amanecer, como cada mañana, casi tropezó con el cuerpo herido y maltrecho de un joven en el que todavía habitaba un tenue aliento vital (que descubrió acercando su oído al pecho). Joaquín fue en busca de

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una carretilla y, colocándolo sobre ella, lo llevó hasta su casa y lo puso sobre su cama. Cortó sus raídas ropas, lo lavó cuidadosamente y pudo comprobar que, además de haber bebido más de la cuenta (por el olor y manchas en las ropas), había sido golpeado ferozmente (esto lo probaban diversas heridas, cortes y una fractura en la pierna derecha). Joaquín curó sus heridas, entablilló su pierna y se dedicó a cuidarlo hasta que estuvo completamente restablecido.

Joaquín propuso al joven que le ayudara en la carpintería, de tal manera que, si se esforzaba y realizaba las tareas que le encomendara le daría una parte en el negocio, además de cederle un dormitorio en la casa. El joven trataba de hacer lo que le pedía Joaquín, pero era demasiado perezoso y no estaba acostumbrado a trabajar, así que, a veces se quedaba dormido, otras se olvidaba... Un día, después de llevar varias semanas sin tomar alcohol, se fue a tomarse una cerveza a uno de los bares del pueblo diciéndose: “por tomar una cerveza no va a pasar nada”. Dejó una vela encendida en su cuarto (para que pareciera que seguía allí) y salió por la ventana. Estuvo tomando y tomando sin descanso. Más tarde, vio pasar por delante del mar un camión de bomberos, pero no le dio importancia. Cuando regresaba a la carpintería vio una multitud de personas delante de donde estaba el edificio: en su lugar sólo quedaba una pared aún en pie, algunas herramientas de la carpintería y... poco más. Había ardido la casa sin remedio.

El joven quedó impactado, tanto que hizo poner una inscripción en la lápida a nombre de Joaquín: “LO HARÉ, LO HARÉ”. No en vano, aquel joven se puso manos a la obra y, a pesar de su falta de costumbre, gracias a su habilidad y a lo que había aprendido de Joaquín, fue capaz no sólo de reconstruir la carpintería, sino también de hacer que prosperara el negocio nuevamente.

En algún lugar, a cuatrocientos kilómetros de allí, Joaquín se preguntaba todavía si habría hecho bien incendiando su propia carpintería, si merecía la pena aquella pérdida para salvar la vida de un joven. Se respondió: “Sí, por supuesto que sí”. Luego rió con ganas pensando en los pobres policías que habían confundido unos huesos de cerdo con los suyos. En aquel lugar pronto fue conocida su nueva carpintería, se llamaba “CARPINTERÍA EL OCHO”.»

La mano Guy de Mauppasant (4 páginas)

Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre.Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio:-Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.El magistrado se dio la vuelta hacia ella:

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-Sí, señora, es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarlo de las circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso en que verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una:-¡Oh! Cuéntenoslo.El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió:-Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano en esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre todo las circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin, éstos son los hechos:«Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se extiende al borde de un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañas.«Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares, apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas historias.«Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios años un pequeño chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había contratado al pasar por Marsella.«Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la carabina.«Se crearon leyendas en torno a él. Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias particularmente horribles.«Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.«Me contenté, pues, con vigilarlo de cerca; pero, en realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a él.«Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.«Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la que disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro muerto.«Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica, y me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos charlado unas cinco o seis veces.

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«Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, lo vi en el jardín, fumando su pipa a horcajadas sobre una silla. Lo saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.«Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Córcega, y declaró que le gustaba mucho este país, y esta costa.«Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que había viajado mucho por África, las Indias y América. Añadió riéndose:«-Tuve mochas avanturas, ¡oh! yes.«Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso la del gorila. Dije:«-Todos esos animales son temibles.«Sonrió:«-¡Oh, no! El más malo es el hombre.«Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento:«-He cazado mocho al hombre también.«Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñarme escopetas con diferentes sistemas.«Su salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo:«-Eso ser un tela japonesa.«Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre los huesos cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo.«Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un elefante. Pregunté:«-¿Qué es esto?«El inglés contestó tranquilamente:«-Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta.«Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje. Dije:«-Ese hombre debía de ser muy fuerte.«El inglés dijo con dulzura:«-Aoh yes; pero fui más fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.«Creí que bromeaba. Dije:«-Ahora esta cadena es completamente inútil, la mano no se va a escapar.«Sir John Rowell prosiguió con tono grave:«-Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesario.«Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome: "¿Estará loco o será un bromista pesado?"«Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas.«Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima de unos muebles, como si aquel hombre viviera con el temor constante de un ataque.

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«Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarlo. La gente se había acostumbrado a su presencia; ya no interesaba a nadie.«Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche.«Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente.«Nunca pudimos encontrar al culpable.«Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadáver extendido boca arriba, en el centro del cuarto.«El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha terrible.«¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.

«Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y dijo estas extrañas palabras:«-Parece que lo ha estrangulado un esqueleto.«Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena, quebrada, colgaba.«Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo en la segunda falange.«Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada, ninguna ventana, ningún mueble. Los dos perros de guardia no se habían despertado.«Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado:«Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había quemado a medida que iban llegando.«A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe cómo, en la misma hora del crimen.«Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.«Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba de nadie.«Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pública, y se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No se descubrió nada.«Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpión o como una araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los dedos como si fueran patas.«Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell; lo habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su familia. Faltaba el índice.

«Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.»

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La praderaRay Bradbury (7 páginas)

─George, me gustaría que mirases el cuarto de los niños.─¿Qué pasa?─No sé.─¿Entonces?─Sólo quiero que mires, nada más, o que llames a un psiquiatra.La mujer se detuvo en medio de la cocina y observó la estufa, que se cantaba a sí misma, preparando una cena para cuatro.─Algo ha cambiado en el cuarto de los niños─dijo.─Bueno, vamos a ver.Descendieron al vestíbulo de la casa de la Vida Feliz, la casa que los vestía, los alimentaba, los acunaba de noche, y jugaba y cantaba, y era buena con ellos. El ruido de los pasos hizo funcionar un oculto dispositivo y la luz se encendió en el cuarto de los juegos, aun antes que llegaran a él.─¿Y bien?─dijo George Hadley.La pareja se detuvo en el piso cubierto de hierbas.El cuarto de los niños medía doce metros de ancho, por doce de largo, por diez de alto. El cuarto, de muros desnudos y de dos dimensiones, estaba en silencio, desierto como el claro de una selva bajo la alta luz del sol. Alrededor de las figuras erguidas de George y Lydia Hadley, las paredes ronronearon, dulcemente, y dejaron ver unas claras lejanías, y apareció una pradera africana en tres dimensiones, una pradera completa con sus guijarros diminutos y sus briznas de paja. Y sobre George y Lydia, el techo se convirtió en un cielo muy azul, con un sol amarillo y ardiente.George Hadley sintió que unas gotas de sudor le corrían por la cara.─Alejémonos de este sol─dijo─. Es demasiado real, quizá. Pero no veo nada malo.De los odorófonos ocultos salió un viento oloroso que bañó a George y Lydia, de pie entre las hierbas tostadas por el sol. El olor de las plantas selváticas, el olor verde y fresco de los charcos ocultos, el olor intenso y acre de los animales, el olor del polvo como un rojo pimentón en el aire cálido…Y luego los sonidos: el golpear de los cascos de lejanos antílopes en el suelo de hierbas; las alas de los buitres, como papeles crujientes…Una sombra atravesó la luz del cielo. La sombra tembló sobre la cabeza erguida y sudorosa de George Hadley.─¡Qué animales desagradables!─oyó que decía su mujer.─Buitres.─Mira, allá lejos están los leones. Van en busca de agua. Acaban de comer─dijo Lydia─. No sé qué.─Algún animal. Una cebra, o quizá la cría de una jirafa.─¿Estás seguro?─Dijo su mujer nerviosamente.

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George parecía divertido.─No. Es un poco tarde para saberlo. Sólo quedan unos huesos, y los buitres alrededor.─¿Oíste ese grito?─preguntó la mujer.─No.─Hace un instante.─No, lo siento.Los leones se acercaban. Y Geroge Hadley volvió a admirar el genio mecánico que había concebido este cuarto. Un milagro de eficiencia. En todas las casas tendría que haber un cuarto semejante.Pues bien, ahí estaba África.Y ahí estaban los leones ahora, a una media docena de pasos, tan reales, que la mano casi sentía la aspereza de la piel, y la boca se llenaba del olor a cortinas polvorientas de las tibias melenas. En el mediodía silencioso se oía el sonido de los pulmones de fieltro de los leones, y de las fauces anhelantes y húmedas salía un olor de carne fresca.Los leones miraron a George y a Lydia con ojos terribles, verdes y amarillos.─¡Cuidado! ─gritó Lydia.Los leones corrieron hacia ellos.Lydia dio un salto y corrió. George la siguió instintivamente. Afuera, en el vestíbulo, después de haber cerrado ruidosamente la puerta, George se rió y Lydia se echó a llorar, y los dos se miraron asombrados.─¡George! ¡Casi nos alcanzan!─Paredes, Lydia; recuérdalo. Paredes de cristal. Eso son los leones. Parecen reales, lo admito. África en casa. Pero es sólo una película suprasensible en tres dimensiones, y otra película detrás de los muros de cristal que registra las ondas mentales. Sólo odorófonos y altavoces, Lydia. Toma, aquí tienes mi pañuelo.─Estoy asustada.─Lydia se acercó a su marido, se apretó contra él y exclamó─:¿Has visto? ¿Has sentido? ¡Es demasiado real!─Escucha, Lydia…─Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean más sobre África.─Por supuesto, por supuesto─le dijo George, y la acarició suavemente.─¿Me lo prometes?─Te lo prometo.─Y cierra el cuarto unos días. Hasta que me tranquilice.─Será difícil, a causa de Peter. Ya sabes. Cuando lo castigué hace un mes y cerré el cuarto unas horas, tuvo una pataleta. Y lo mismo Wendy, viven para ese cuarto.─Hay que cerrarlo. No hay otro remedio.─Muy bien.─ George cerró con llave, desanimadamente.─Has trabajado mucho. Necesitas un descanso.─No sé…no sé─dijo Lydia, sonándose la nariz. Se sentó en una silla que enseguida empezó a hamacarse, consolándola.─No tengo, quizá, bastante trabajo. Me sobra tiempo y me pongo a pensar. ¿Por qué no cerramos la casa, sólo unos días, y nos vamos de vacaciones?─Pero qué te ocurre, ¿quieres freírme tú misma unos huevos?Lydia asintió con un movimiento de cabeza.─¿Y barrer la casa?─Sí, sí.─Pero yo creí que habíamos comprado esta casa para no hacer nada.─Eso es, exactamente. Nada es mío aquí. Esta casa es una esposa una madre y una niñera. ¿Puedo competir con unos leones? ¿Puedo bañar a los niños con la misma rapidez y eficacia que la bañera automática? No puedo. Y no se trata sólo de mí. También de ti. Comienzas, tú también a sentirte inútil.─¿Te parece?George pensó un momento, tratando de ver dentro de sí mismo.

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─¡Oh, George!─Lydia miró por encima del hombro de su marido, la puerta del cuarto─Esos leones no pueden salir de ahí, ¿no es cierto?George miró y vio que la puerta se estremecía, como si algo la hubiese golpeado desde dentro.─Claro que no ─dijo George.

Comieron solos. Wendy y Peter estaban en un parque de diversiones en el otro extremo de la ciudad. George Hadley contemplaba, pensativo, la mesa de donde surgían mecánicamente los platos de comida. Podríamos cerrar el cuarto unos pocos días, pensaba George. Y parecía evidente que los niños habían abusado un poco de África. Ese sol. Aún lo sentía en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor de la sangre. Era notable, de veras. Las paredes recogían las emanaciones telepáticas de los niños y creaban lo necesario para satisfacer todos los deseos. Los niños pensaban en leones y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. En el sol, y había sol. En jirafas, y había jirafas. En la muerte, y había muerte.Esto último. Pensaban en la muerte. Wendy y Peter eran muy jóvenes para pensar en la muerte.Esta pradera africana, interminable y tórrida…y esa muerte espantosa entre las fauces de un león. Una vez, y otra vez…─¿Adónde vas?─preguntó Lydia.George no contestó. Dejó, preocupado, que las luces se encendieran ante él, que se apagaran detrás, y se dirigió lentamente hacia el cuarto de los niños. Escuchó con el oído pegado a la puerta. A lo lejos rugió un león. Hizo girar la llave y abrió la puerta. No había entrado aún cuando escuchó un grito lejano. Los leones rugieron otra vez.George entró en África. Cuantas veces en este último año se había encontrado, al abrir la puerta, en el país de las Maravillas con Alicia, o con Aladino y su lámpara maravillosa. Pero ahora…esta África amarilla y calurosa, este horno alimentado con crímenes. La figura solitaria de George Hadley se abrió paso entre los pastos salvajes. Los leones, inclinados sobre sus presas, alzaron la cabeza y miraron a George.─Váyanse─les dijo a los leones.Los leones no se fueron.George conocía muy bien el mecanismo del cuarto. Uno pensaba cualquier cosa, y los pensamientos aparecían en los muros.─¡Vamos! ¡Aladino y su lámpara!─gritó.La pradera siguió allí; los leones siguieron allí.─¡Vamos, cuarto! ¡He pedido a Aladino!Nada cambió. Los leones de piel tostada gruñeron.George volvió a su cena.─Ese cuarto idiota está estropeado─le dijo a su mujer─.No responde.─O…─¿O qué?─O no puede responder─dijo Lydia.─ Los niños han pensado tantos días en África y los leones y las muertes que el cuarto se ha habituado.─Podría ser.

─Hola, mamá. Hola, papá.Los Hadley volvieron la cabeza. Wendy y Peter entraban en ese momento por la puerta principal.─Llegan justo a tiempo para cenar.─Comimos muchas salchichas y helados de fresa─dijeron los niños tomándose de la mano─. Pero miraremos cómo comen.─Sí. Háblennos del cuarto de juegos.─dijo George.Los niños lo observaron, parpadeando, y luego se miraron.

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─¿El cuarto de juegos?─África y todas esas cosas─dijo el padre fingiendo cierta jovialidad.─No entiendo─dijo Peter.─Tu madre y yo acabamos de hacer un viaje por África.─No hay África en el cuarto─dijo Peter simplemente.--Oh, vamos Peter. Yo sé por qué te lo digo.--No me acuerdo de ninguna Áfrical─le dijo Peter a Wendy─ ¿Te acuerdas tú?--No.─Ve a ver y vuelve a contarnos.La niña obedeció.--¡Wendy, ven aquí!─gritó George Hadley; pero Wendy ya se había ido.Las luces de la casa siguieron a la niña como una nube de luciérnagas. George recordó, un poco tarde, que después de su última inspección no había cerrado la puerta con llave.─Wendy mirará y vendrá a contarnos.─A mí no tiene nada que contarme. Yo lo he visto.─Estoy seguro de que te engañas, papá.--No, Peter. Ven conmigo.Pero Wendy ya estaba de vuelta.--No es África─dijo sin aliento.─Iremos a verlo─dijo George Hadley, y todos atravesaron el vestíbulo y entraron en el cuarto.Había allí un hermoso bosque verde, un hermoso río, una montaña de color violeta, y unas voces agudas que cantaban. El hada Rima, envuelta en el misterio de su belleza, se escondía entre los árboles, con los largos cabellos cubiertos de mariposas, como ramilletes animados. La selva africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido.George Hadley miró la nueva escena.─Vamos, a la cama─les dijo a los niños.Los niños abrieron la boca.─Ya me escucharon─ dijo George.Los niños se metieron en el tubo neumático, y un viento se los llevó como hojas amarillas a los dormitorios. George Hadley atravesó el melodioso cañaveral. Se inclinó en el lugar donde habían estado los leones y alzó algo del suelo. Luego se volvió lentamente hacia su mujer.─¿Qué es eso?─le preguntó Lydia.─Una vieja maleta mía─dijo George.Se la mostró. La maleta tenía aún el olor de los pastos calientes, y el olor de los leones. Sobre ella se veían algunas gotas de saliva, y a los lados, unas manchas de sangre.George Hadley cerró con dos vueltas de llave la puerta del cuarto.

Había pasado la mitad de la noche y todavía estaba despierto, y sabía que su mujer también estaba despierta.─¿Crees que Wendy habrá cambiado el cuarto? ─preguntó Lydia al fin.─Por supuesto.─¿Convirtió la pradera en un bosque y reemplazó a los leones por Rima?─Sí.─¿Por qué?─No lo sé. Pero ese cuarto seguirá cerrado hasta que lo descubra.─¿Cómo fue a parar allí tu maleta?─No sé nada─dijo George─sólo sé que estoy arrepentido de haberles comprado el cuarto. Me parece que voy a pedirle a David McClean que venga mañana por la mañana para que vea esa África.─Pero el cuarto ya no es África. Es el país de los árboles y Rima.

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─ Presiento que mañana será África de nuevo.Un momento después se oyeron dos gritos. Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego el rugido de los leones.─Wendy y Peter no están en sus dormitorios─dijo Lydia.George escuchó los latidos de su propio corazón.─No─dijo─Han entrado en el cuarto de juegos.─Esos gritos…Me parecieron familiares.─¿Sí?─Horríblemente familiares.Y aunque las camas trataron de acunarlos, George y Lydia no pudieron dormirse hasta después de una hora. Un olor a gatos llenaba el aire de la noche.

─¿Papá?─dijo Peter.─Sí.Peter se miró los zapatos. Ya nunca miraba a su padre, ni a su madre.─¿Vas a cerrar para siempre el cuarto de juegos?No quiero que cierres el cuarto─dijo Peter fríamente─.Nunca.─A propósito. Hemos pensado en cerrar la casa por un mes, más o menos. Llevar durante un tiempo una vida más libre y responsable.─¡Eso sería horrible!¡Será mejor que no lo pienses más, papá!─¡No permitiré que ningún hijo mío me amenace!Y Peter se fue al cuarto de los niños.

─¿Llego a tiempo?─dijo David McClean.─¿Qué pasa aquí?─David, tú eres psiquiatra. Quiero que examines el cuarto de los niños.George y David McClean atravesaron el vestíbulo.─Cerré con llave el cuarto─explicó George─y los niños se metieron en él durante la noche. Dejé que se quedaran y formaran las figuras. Para que tú pudieras verlas.Un grito terrible salió del cuarto.─Ahí lo tienes─dijo George Hadley─. A ver qué te parece.Los hombres entraron sin llamar.Los gritos habían cesado. Los leones comían.─Salid un momento, niños─dijo George─. No alteren la combinación mental. Dejen las paredes así.Los niños se fueron y los dos hombres observaron a los leones, que agrupados a lo lejos devoraban sus presas con gran satisfacción.─Me gustaría saber qué comen─dijo George Hadley.─Te daré un buen consejo─dijo McClean─líbrate de este cuarto maldito y lleva a los niños a mi consultorio durante un año. Todos los días.─¿Es tan grave?─Temo que sí. Permitiste que esta casa los reemplazara a ti y a tu mujer en el cuidado y cariño de tus hijos. Y ahora pretendes prohibirles la entrada. No es raro que haya odio aquí.Los leones habían terminado su rojo festín y miraban a los hombres desde las orillas del claro.─Los leones parecen reales, ¿no es cierto?─dijo Geroge─Me imagino que es imposible que…─¿Qué?─Que se conviertan en verdaderos leones.─No sé.─Al cuarto no le va a gustar que lo desconecten.─A nadie le gusta morir. Ni siquiera a un cuarto.─Me pregunto si me odiará porque quiero apagarlo..

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─Se siente la paranoia en el aire─dijo McClean. Se inclinó y alzó del suelo una bufanda manchada de sangre.─¿Es tuya?─No─dijo George con el rostro tenso─Es de Lydia.Entraron juntos al cuarto de los fusibles y movieron el interruptor que mataba el cuarto.

Los dos niños tuvieron un ataque de nervios. Gritaron, patalearon y rompieron algunas cosas.─¡No puedes hacerle eso a nuestro cuarto!─Vamos , niños.Los niños se dejaron caer en un sofá, llorando.─Geroge─dijo Lydia─por favor, enciéndeles el cuarto, aunque sólo sea un momento. No puedes ser tan rudo.─No.─No puedes ser tan cruel.─Lydia, está parado y así seguirá. Hoy mismo terminamos con esta casa maldita.Y George recorrió la casa apagando todos los aparatos que encontró en su camino. La casa se llenó de cadáveres.─¡No lo dejes!─gemía Peter mirando el techo, como si estuviese hablándole a la casa.─¡No dejes que lo mate todo!─Sólo un rato, un ratito lloraban los niños.─George,─dijo Lydia ─un rato no puede hacerles daño.─Bueno…bueno. Aunque sólo sea para que se callen. Un minuto, nada más. Y luego lo apagaremos para siempre. En seguida saldremos de vacaciones. McClean llegará en media hora, para ayudarnos con la mudanza y acompañarnos al aeropuerto. Bueno, voy a vestirme. Enciéndeles el cuarto un minuto, Lydia. Pero sólo un minuto, no lo olvides.Y la madre y los niños se fueron charlando animadamente, mientras George se dejaba llevar por el tubo neumático hasta el primer piso.Lydia volvió un minuto más tarde.─Me sentiré feliz cunado nos vayamos─suspiró la mujer.─¿Los has dejado en el cuarto?─Quería vestirme. ¡Oh, esa África horrorosa! ¿Por qué les gustará tanto?─Será mejor que bajemos antes que los niños vuelvan a entusiasmarse con sus condenados leones.En ese mismo instante se oyeron las voces infantiles.─¡Papá, mamá!, ¡Vengan pronto! ¡Rápido!George y Lydia bajaron por el tubo neumático y corrieron hacia el vestíbulo. Los niños no estaban allí.─¡Wendy! ¡Peter!Entraron en el cuarto de juegos. En la selva sólo se veía a los leones expectantes, con los ojos fijos en George y Lydia.─¿Peter, Wendy?La puerta se cerró de golpe.─¡Wendy, Peter!George Hadley y su mujer se volvieron y corrieron hacia la puerta.─¡ Abran la puerta!─gritó George Hadley moviendo el pestillo. ─¡Pero han cerrado del otro lado! ¡Peter!George golpeó la puerta─¡Abran!Se oyó la voz de Peter, afuera, junto a la puerta.─No permitan que paren el cuarto de juegos y la casa.El señor George Hadley y su señora golpearon otra vez la puerta.─Vamos, no sean ridículos, niños. Es hora de irse. El señor McClean llegará en seguida y…Y se oyeron entonces los ruidos.Los leones avanzaban por la hierba amarilla, entre las briznas secas, lanzando unos

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rugidos cavernosos.Los leones.El señor Hadley y su mujer se miraron. Luego se volvieron y observaron a los animales que se deslizaban lentamente hacia ellos, con las cabezas bajas y las colas tiesas.El señor y la señora Hadley gritaron. Y comprendieron entonces por qué aquellos otros gritos les habían parecido familiares.

─Bueno, aquí estoy ─dijo McClean desde el umbral del cuarto de los niños.─Oh, hola─ añadió, y miró fijamente a las dos criaturas. Wendy y Peter estaban sentados en el claro de la selva, comiendo una comida fría. Detrás de ellos se veían unos pozos de agua y los pastos amarillos. Arriba brillaba el sol. McClean empezó a transpirar.─¿Dónde están sus padres?Los niños alzaron la cabeza y sonrieron.─Oh, no van a tardar mucho.─Muy bien, ya es hora de irse.El señor McClean miró a lo lejos y vio que los leones jugaban lanzándose zarpazos, y que luego volvían a comer, en silencio, bajo los árboles sombríos.Se puso la mano sobre los ojos y observó atentamente a los leones. Los leones terminaron de comer. Se acercaron al agua. Una sombra pasó sobre el rostro sudoroso del señor McClean. Muchas sombras pasaron. Los buitres descendían desde el cielo luminoso.─¿Una taza de té?─preguntó Wendy en medio del silencio.

El CírculoÓscar Cerruto (4 páginas)

La calle estaba oscura y fría. Un aire viejo, difícil de respirar y como endurecido en su quietud, lo golpeó en la cara. Sus pasos resonaron en la noche estancada del pasaje. Vicente se levantó el cuello del abrigo, tiritó involuntariamente. Parecía que todo el frío de la ciudad se hubiese concentrado en esa cortada angosta, de piso desigual, un frío de tumba, compacto. - "Claro - se dijo y sus dientes castañeteaban --, vengo de otros climas. Esto ya no es para mí." Se detuvo ante una puerta. Sí, ésa era la casa. Miró la ventana, antes de llamar, la única ventana por la que se filtraban débiles hilos de luz. Lo demás era un bloque informe de sombra. 

En el pequeño espacio de tiempo que medió entre el ademán de alzar la mano y tocar la puerta, cruzó por su cerebro el recuerdo entero de la mujer a quien venía a buscar, su vida con ella, su felicidad, truncada brutalmente por la partida sin anuncio. Se había conducido como un miserable, lo reconocía. Su partida fue casi una fuga. ¿Pero pudo proceder de otro modo? Un huésped desconocido batía ya entonces entre los dos su ala sombría, y ese huésped era la demencia amorosa. 

Muchas veces él vio brillar determinaciones terribles en sus ojos, y los labios, dulces para el beso, despedían llamas y pronunciaban palabras de muerte, detrás de las cuales percibíase la resolución que no engaña.  Cualquier demora suya, cualquier breve ausencia sin aviso, obligado por sus deberes, por el reclamo inexcusable de sus amigos, provocaba explosiones de celos. La encontraba desgarrada, temblando en su nerviosidad, pálida. Ni sus preguntas obtenían respuesta ni sus explicaciones lograban romper el mutismo duro, impregnado de rencor, en que Elvira mordía su violencia. Y de pronto estallaba en injurias y gritos, la cabellera al aire, loca de cólera y amargos

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resentimientos. 

Llegó a pesarle ese amor como una esclavitud. Pero eran cadenas que su voluntad no iba a romper. La turbulencia es un opio, a veces, que paraliza el ánimo y lo encoge. Vivía Vicente refugiado en su temor, sabiendo, al propio tiempo, lo mismo que el guardián de laboratorio, que sólo de él dependía despertar el nudo de serpientes confiado a su custodia. Y la amaba, además. ¿Cómo soportar, si no como una enfermedad del ser querido, ese flagelo que corroía su dicha, ese concubinato con la desventura? La vida se encargaría de curarla, el tiempo que trae todas las soluciones.

Fue la vida la que cortó de un tajo imprevisto los lazos aflictivos. Un día recibió orden de partir. Pensó en la explicación y la despedida, y su valor flaqueó. Engañándose a sí mismo, se prometió un retorno próximo, se prometió escribirle. Y habían transcurrido dos años. Casi consiguió olvidarla, ¿pero la había olvidado? Regresó a la ciudad con el espíritu ligero, conoció otras mujeres en su ausencia, se creía liberado. Y, apenas había dejado su valija, estaba aquí, llamando a la puerta de Elvira, como antes.

La puerta se abrió sin ruido, empujada por una mano cautelosa, y una voz - la voz de Elvira - preguntó: -- ¿Eres tú, Vicente? -- ¡Elvira! -- susurró él, apenas, ahogada el habla por la emoción y la sorpresa. -- ¿Cómo sabías que era yo? ¿Pudiste verme, acaso, en la oscuridad, a través de las cortinas? --Te esperaba. Lo atrajo hacia adentro y cerró. --¡Es que no puede ser! Tuve el tiempo escaso para dejar mi equipaje y venir volando hasta acá. ¿Cómo podías saberlo? No lo sabía nadie. Ella callaba, grave, parsimoniosa. Estaba pálida, más pálida que nunca, pensó Vicente. Lumbres de fiebre encendían sus ojos arrasados por el desconsuelo. Como él había imaginado, con lacerante lástima, cada vez que pensaba en ella. --La soledad enseña tantas cosas - dijo--. Siéntate. Él ya se había sentado, con el abrigo puesto. --Hace tanto frío aquí como afuera. ¿Por qué no enciendes la estufa? --¿Para qué? Aquí siempre hace frío. Ya no lo siento. No había cambiado. Era así, indócil, cuando la roía alguna desazón. ¿Iba a discutir con ella esa primera noche? Le tomó la mano helada y permanecieron en silencio. La habitación estaba casi en penumbra, otra de sus costumbres irritantes. Pero, en fin, no le había hecho una escena. Él esperaba una crisis, recriminaciones, lágrimas. Nada de eso hubo. Sin embargo, no estaba tranquilo: la tormenta podía estar incubándose. Debajo de esa máscara podía hallarse, acechante, el furor, más aciago y enconado por el largo abandono. Tardaba, no obstante, en estallar. De la figura sentada a su lado sólo le llegaba un gran silencio apacible, una serena transigencia.

Comenzó a removerse, inquieto, y de pronto se encontró haciendo lo que menos había querido, lo que se había prometido no hacer: enzarzado en una explicación minuciosa de su conducta, de las razones de su marcha subrepticia, disculpándose como un niño. A medida que hablaba, comprendía la inutilidad de ese mea culpa y el humillante renuncio. Mas no interrumpía su discurso, y sólo cuando advirtió que sus palabras sonaban a hueco, calló en medio de una frase, y su voz se ahogó en un tartamudeo.

Con la cabeza baja, sentía pasar el tiempo como una agua turbia. --De modo -dijo ella, al cabo- que estuviste de viaje. 

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La miró Vicente, absorto, no sabiendo si se burlaba de él. ¡Cómo! ¿Iba a decirle ahora que lo ignoraba; que en dos años no se había enterado siquiera del curso de su existencia? ¿Qué juego era ése?Buscaba herirlo, probablemente, simulando un desinterés absoluto en lo que a él concernía, aun a costa de desmentirse. ¿No acababa de afirmar que ella lo sabía todo? ¡Bah! Se cuidó, no obstante, de decírselo; no quería dar pretexto para que se desatara la tormenta que su tacto había domesticado esta noche. Decidió responder, como al descuido: --Sí, estuve ausente algún tiempo. Sólo después de una pausa Elvira comentó enigmática: --Qué importa. Para mí ya no existe el tiempo. --Precisamente -dijo él extrayendo de su bolsillo un menudo reloj con incrustaciones de brillantes-, te he traído esto. Nos recuerda que el tiempo es una realidad. Consideró Elvira la joya unos instantes. Sin ajustar el broche, puso el reloj en su muñeca. --Muy bonito -elogió. -No sé si podré usarlo. --¿Por qué no? --Déjalo ahí, en la mesita. "Parece enferma", pensó Vicente, mientras depositaba el reloj sobre el estuche abierto. Estaba en efecto, delgada, delgada y exangüe. Pero no se atrevió a interrogarla.

Estalló un trueno, lejos en las profundidades de la noche. La lluvia gemía en los vidrios de la ventana. Un viento desasosegado arrastraba su caudal de rencor por las calles, sobre los techos. --Bésame -le pidió ella. La besó largamente, estrechándola en sus brazos. El viejo amor renacía en un nuevo imperio, y era como tocar la raíz del recuerdo, como recuperar el racimo de días ya caídos. Refugiada en su abrazo, parecía la hija del metálico invierno, un trozo desprendido de la noche. --Tienes que irte, Vicente. -Se puso de pie. --Volveré mañana. --Sí. --Vendré temprano. No nos separaremos más. Te prometo. . . --No prometas nada. Estoy segura. El pacto está sellado, vete.

La lluvia azotaba la calle con salvajes ramalazos de furia. "¡Maldito tiempo!", rezongó Vicente, calado antes de haber dado diez pasos. "A ver si ahora no encuentro un taxi." 

Vicente atraviesa calles y plazas. Vicente se deja llevar. Al día siguiente discurre los antiguos lugares, los saluda, ahora, a la luz del sol; entra en la calleja familiar, luego de haber dejado atrás, a medio cumplir, sus afanes.

Llama a la puerta. Un perro que pasa se detiene a mirarlo un instante, después sigue trotando, sin prisa, calle abajo. Vuelve a llamar y espera el eco del campanillazo. Nada oye; el timbre, sin duda, no funciona. Toca entonces con los nudillos, en seguida más fuerte. Ninguna respuesta. Elvira ha debido salir. ¿Pero no queda nadie en la casa? Retrocede hasta el centro de la calzada para mirar el frente del edificio. Observa que las celosías están corridas, los vidrios sin limpieza. Se diría una casa abandonada. ¡Qué raro era todo esto! 

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Una vecina se había asomado. Lo examinaba desde la puerta de su casa, la escoba en la mano. Vicente soportó el escrutinio sin darse por enterado. "Bruja curiosa", gruñó. La vieja avanzó por la acera. --¿Busca a alguien, señor? -preguntó. --Sí, señora -respondió de mala gana. -Busco a la señorita Elvira Evangelio. La mujer tornó a examinarlo, acuciosa. -- ¿No sabe usted que ha muerto hace tres meses, señor? La casa está vacía. Vicente se encaró con la entremetida. Esbozó una sonrisa. --Por supuesto -dijo--, la persona a quien busco vive, y vive aquí. --¿No pregunta usted, acaso, por la señorita Evangelio? --Así es, señora. --Pues la señorita Evangelio ha muerto y fue enterrada cristianamente. La casa ha sido cerrada por el juez, ya que la difunta no parecía tener parientes. ¿Estaría en sus cabales esa anciana? Vicente la midió con desconfianza. En cualquier caso, era una chiflada inofensiva; seguiría probando. --Soy el novio de Elvira, señora. Estuve ausente y he vuelto ayer, para casarme con ella. La visité anoche, conversamos un buen rato. ¿Cómo puede decir que ha muerto? La mujer lo contemplaba ahora con espanto, dando pequeños grititos de desconcierto. Llamó en su auxilio a un señor de aspecto fúnebre, con trazas de funcionario jubilado, que había salido a regar sus plantas en la casa de enfrente, y a quien Vicente recordaba haber visto en la misma faena alguna vez. El hombre se acercó sin dar muestras de apresuramiento. --¿Oye usted lo que dice este señor, don Cesáreo? Que anoche estuvo en esta casa. . . con la señorita Elvira. . . visitándola. ¡Hablando con ella! Los ojos del jubilado se clavaron hoscos, en Vicente, unos segundos: no lo encontró digno de dirigirle siquiera la palabra. Dio a comprender, con su actitud, que juzgaba con severidad a los jóvenes inclinados a la bebida y, volviéndole la espalda, se retiró farfullando entre dientes. Vicente decidió marcharse. O toda esa gente estaba loca o padecía una confusión grotesca. ¡Par de zopencos! Después de todo, tenía un viso cómico el asunto. Se reiría Elvira al saberlo.

Por la noche la casa estaba toda oscura. Llamó en vano. Sus golpes resonaban profundamente en la calma nocturna. Sus propios golpes lo pusieron nervioso.

Comenzó a traspirar, advirtió que tenía la frente humedecida. Un tanto alarmado ya, corriendo sin reparo por las calles silenciosas, hasta encontrar un vehículo, acudió a interrogar a algunos amigos. Todos le confirmaron que Elvira había muerto. No se aventuró a referirles su extraña experiencia; temía que lo tomaran a risa. Peor aún: temía que le creyeran.

Hay una zona de la conciencia que se toca con el sueño, o con mundos parecidos al sueño. Creía estar pisando esa zona, esa linde a la que los vapores azules del alcohol nos aproximan. Y con la misma dificultad del ebrio o del delirante, su espíritu luchaba por discernir la realidad.

Cuando el juez, accediendo a su demanda, abrió la casa de la muerta, Vicente descubrió, sobre la mesita de la sala, el pequeño reloj con incrustaciones de brillantes, en el estuche abierto.

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La noche boca arribaJulio Cortázar (5 páginas)

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

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Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez.

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Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

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Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas.

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En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

Diles que no me matenJuan Rulfo (4 páginas)

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:-No.Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se

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tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.Y él contestó:-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.“Y me mató un novillo.“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:“-Por ahí andan unos fuereños, Juvencio.“Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el

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corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.Sus ojos, que se habían apeñuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.-Mi coronel, aquí está el hombre.Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:-¿Cuál hombre? -preguntaron.-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

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-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca”.Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates…!-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.-…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.En seguida la voz de allá adentro dijo:-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

El retrato ovalEdgar Allan Poe (3 páginas)

EL CASTILLO AL  cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche al aire libre, era una de esas construcciones en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación de Mrs. Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién

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abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento —pues era ya de noche—, que encendiera las bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de aquéllas.       Mucho, mucho leí… e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.       El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura.       Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.       Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette, y que se parece mucho al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, quédeme tal vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:       «Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la

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hora en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida en el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo esa luz que entraba lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo, sin exhalar queja alguna, pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar a aquella que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquella a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: “¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!”, y volviose de improviso para mirar a su amada… ¡Estaba muerta!

El solitarioHoracio Quiroga (4 páginas)

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil artista aún, carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada,

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para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya -¡y con cuánta pasión deseaba ella!- trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluida -debía partir, no era para ella- caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.-Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti -decía él al fin, tristemente.Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco.Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿de qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.-¡Y eres un hombre, tú! -murmuraba.Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.-No eres feliz conmigo, María -expresaba al rato.-¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo? ¡Ni la última de las mujeres!… ¡Pobre diablo! -concluía con risa nerviosa, yéndose.Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.-Sí… ¡no es una diadema sorprendente!… ¿cuándo la hiciste?-Desde el martes -mirábala él con descolorida ternura- dormías de noche…-¡Oh, podías haberte acostado!… ¡Inmensos, los brillantes!Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos.-¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú… y tú… ni un miserable vestido que ponerme tengo!Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles.La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor -cinco mil pesos en dos solitarios-. Buscó en sus cajones de nuevo.-¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.

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-Sí, lo he visto.-¿Dónde está? -se volvió extrañado.-¡Aquí!Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto.-Te queda muy bien -dijo Kassim al rato-. Guardémoslo.María se rió.-¡Oh, no! es mío.-¿Broma?…-¡Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría ser mío…! Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.Kassim se demudó.-Haces mal… podrían verte. Perderían toda confianza en mí.-¡Oh! -cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó y la guardó en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estaba sentada en la cama.-¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!-No mires así… Has sido imprudente, nada más.-¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago, y quiere… me llamas ladrona a mí! ¡Infame!Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que hubiera pasado por sus manos.-Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.-Una agua admirable… -prosiguió él- costará nueve o diez mil pesos.-¡Un anillo! -murmuró María al fin.-No, es de hombre… Un alfiler.A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.-Si quieres hacerlo después… -se atrevió Kassim-. Es un trabajo urgente.Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.-María, te pueden ver!-¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!

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El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelo la mirada a su mujer.-Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?-No -repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manos le temblaban hasta dar lástima.Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salían de las órbitas.-¡Dame el brillante! -clamó-. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo!-María… -tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.-¡Ah! -rugió su mujer enloquecida-. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! Y creías que no me iba a desquitar… cornudo! ¡Ajá! Mírame… no se te había ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! -y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo de un botín.-¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!Kassim la ayudó a levantarse, lívido.-Estás enferma, María. Después hablaremos… acuéstate.-¡Mi brillante!-Bueno, veremos si es posible… acuéstate.-Dámelo!La bola montó de nuevo a la garganta.Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad matemática, faltaban pocas horas ya.María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.-Es mentira, Kassim -le dijo.-¡Oh! -repuso Kassim sonriendo- no es nada.-¡Te juro que es mentira! -insistió ella.Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.-¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre las manos, lo siguió con la vista.-Y no me dice más que eso… -murmuró. Y con una honda náusea por aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después, este oyó un alarido.-¡Dámelo!

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-Sí, es para ti; falta poco, María -repuso presuroso, levantándose. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dos de la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillante resplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su camisón y de la sábana.Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.Su mujer no lo sintió.No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dura inmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los dedos se arquearon, y nada más.La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entonces retirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.

Parábola del trueque Juan José Arreola (3 páginas)

Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los

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pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.-¡No me tengas lástima!Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la

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característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

Billetes de cielo Anónimo (2 páginas)

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Había una vez un niño enfermo llamado Juan. Tenía una grave y rara enfermedad, y todos los médicos aseguraban que no viviría mucho, aunque tampoco sabían decir cuánto. Pasaba largos días en el hospital, entristecido por no saber qué iba a pasar, hasta que un payaso que pasaba por allí y comprobó su tristeza se acercó a decirle:- ¿Cómo se te ocurre estar así parado? ¿No te hablaron del Cielo de los niños enfermos?Juan negó con la cabeza, pero siguió escuchando atento.- Pues es el mejor lugar que se pueda imaginar, mucho mejor que el cielo de los papás o cualquier otra persona. Dicen que es así para compensar a los niños por haber estado enfermos. Pero para poder entrar tiene una condición.- ¿Cuál? - preguntó interesado el niño.- No puedes morirte sin haber llenado el saco.- ¿El saco?- Sí, sí. El saco. Un saco grande y gris como este – dijo el payaso mientras sacaba uno bajo su chaqueta y se lo daba. - Has tenido suerte de que tuviera uno por aquí. Tienes que llenarlo de billetes para comprar tu entrada.- ¿Billetes? Pues vaya. Yo no tengo dinero.- No son billetes normales, chico. Son billetes especiales: billetes de buenas acciones; un papelito en el que debes escribir cada cosa buena que hagas. Por la noche un ángel revisa todos los papelitos, y cambia los que sean buenos por auténticos billetes de cielo.- ¿De verdad?- ¡Pues claro! Pero date prisa en llenar el saco. Llevas mucho tiempo enfermo y no sabemos si te dará tiempo. Esta es una oportunidad única ¡Y no puedes morirte antes de llenarlo, sería una pena terrible!El payaso tenía bastante prisa, y cuando salió de la habitación Juan quedó pensativo, mirando el saco. Lo que le había contado su nuevo amigo parecía maravilloso, y no perdía nada por probar. Ese mismo día, cuando llegó su mamá a verle, él mostró la mejor de sus sonrisas, e hizo un esfuerzo por estar más alegre que de costumbre, pues sabía que aquello la hacía feliz. Después, cuando estuvo solo, escribió en un papel: “hoy sonreí para mamá”. Y lo echó al saco.A la mañana siguiente, nada más despertar, corrió a ver el saco ¡Allí estaba! ¡Un auténtico billete de cielo! Tenía un aspecto tan mágico y maravilloso, que el niño se llenó de ilusión, y el resto del día no dejó de hacer todo aquello que sabía que alegraba a los doctores y enfermeras, y se preocupó por acompañar a otros niños que se sentían más solos. Incluso contó chistes a su hermanito y tomó unos libros para estudiar un poquito. Y por cada una de aquellas cosas, echó su papelito al saco.Y así, cada día, el niño despertaba con la ilusión de contar sus nuevos billetes de cielo, y conseguir muchos más. Se esforzaba cuanto podía, porque se había dado cuenta de que no servía el truco de juntar los billetes en el saco de cualquier manera: cada noche el ángel los colocaba de la forma en que menos ocupaban. Y Juan se veía obligado a seguir haciendo buenas obras a toda velocidad, con la esperanza de conseguir llenar el saco antes de ponerse demasiado enfermo...Y aunque aún tuvo muchos días, nunca llegó a llenar el saco. Juan, que se había convertido en el niño más querido de todo el hospital, en el más alegre y servicial, terminó curando del todo. Nadie sabía cómo: unos decían que su alegría y su actitud tenían que haberle curado a la fuerza; otros estaban convencidos de que el personal del hospital le quería tanto, que dedicaban horas extra a tratar de encontrar alguna cura y darle los mejores cuidados; y algunos contaban que un par de ancianos millonarios a los que había animado mucho durante su enfermedad, habían pagado un costosísimo tratamiento experimental para él.

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El caso es que todos decían la verdad, porque tal y como el payaso había visto ya muchas veces, sólo había que poner un poquito de cielo cada noche en su saco gris para que lo que parecía una vida que se apaga, fueran los mejores días de toda una vida, durase lo que durase.