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El mercenario de Leon Aaron Ben Haarke
El mercenario de León
«Su padre lo había enviado a la muerte».
Ese es el pensamiento que Alfonso de Benavides, hijo ilegítimo del rey Ramiro II de
León, no podía quitarse de la cabeza.
El mercenario había incluso barajado con sus compañeros de armas y únicos amigos,
Diego y Sancho, el hecho de que los hubiese metido en aquel choque como vanguardia en
venganza por haber protagonizado una de las razias andalusíes más salvajes de los últimos
años, llegando incluso a las cercanías de León. Ellos entendían el porqué de tal acto, ya que
había dado muerte a Fruela Diéguez de Oviedo, uno de los más allegados del rey, después de
que éste tratase de deshonrar a Elvira tras la batalla en Osma. Entendían que, como
mercenario, no estaba ligado a ningún señor salvo aquel que le lucrase.
Y quién mejor señor para huir de la cólera de su padre que el todopoderoso califa de Al-
Ándalus, Abd al-Rahman III, el único con la fuerza suficiente en toda la Península como
para ofrecerle su protección y un buen pago a sus conocimientos de la geografía y las
defensas del Reino leonés.
Allí, aun sin abandonar el ligero crucifijo de su madre que siempre tenía colgando del
cuello, comandó los ejércitos andalusíes en feroces campañas por el valle del Duero,
ahuyentando cualquier pretensión de algún monasterio o señor feudal de romper la
tradicional frontera que delimitaba el río. Además, a la par que realizaba cuantiosos saqueos
para sanear el tesoro de Córdoba, fue uno de los artífices que organizaron adecuadamente un
feroz ejército mercenario que, junto con norteafricanos, andalusíes, soldados de las Marcas y
fieles llegados desde varias regiones controladas por la fe de Mahoma, respondieron a la
yihad que Abd al-Rahman había promulgado para lo que el califa llamó La Campaña del
Supremo Poder. Gracias a esto, el califa reunió al mayor ejército que la Península recordase
haber visto alguna vez. Cien mil hombres dispuestos a marchar contra Zamora, el corazón
palpitante de León, y asestar un golpe al Reino del cual no se podría recuperar. Dispuestos a
luchar hasta la extenuación por su califa. A morir de ser necesario para que las iglesias
fuesen reconstruidas como mezquitas y la sharia sustituyese a las Leyes de Cristo.
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Gracias a toda esta labor, Alfonso obtuvo una buena casita a las afueras de Zafra, un buen
sueldo y una vida plena con su amada. Un sacerdote mozárabe los casó un par de meses
después de su llegada, viviendo pues unas condiciones de las que se sentía plenamente
orgulloso.
Sin embargo, se cernió sobre el mercenario una cruel serie de catástrofes que hizo de un
hombre que se había ganado la confianza del propio califa de Córdoba el criminal más
buscado de Al-Ándalus. La desdicha de Alfonso, sin embargo, tenía un nombre: Abu
Sahmed Ibn Qatiyya.
Sahmed era, ante todo, un militar nato. Criado en las duras arenas del Maghreb, llegó a
Al-Ándalus con tan solo quince años. A esa edad ya había aprendido a luchar como para
batirse en duelo con un guardia califal, y fue escalando puestos hasta convertirse en uno de
los mayores comandantes de Abd al-Rahman III. Como el resto de los líderes militares del
califato, envidiaba sobremanera el enaltecimiento en el que se veía el esclavo favorito del
califa, Nadja, que había sido nombrado comandante en jefe de la yihad contra León, así
como el asesor de confianza más cercano a Abd al-Rahman. Sin embargo, ambos, esclavo y
comandante, se vieron obligados a colaborar conjuntamente para frenar la excesiva
influencia que un simple mercenario cristiano leonés, como Alfonso de Benavides,
comenzaba a tener sobre los asuntos militares de la campaña final contra el reino de Ramiro
II.
El general no sólo envidiaba a Alfonso. Lo odiaba. Él, que nunca vio con buenos ojos la
permisividad con la cristianos y judíos convivían en las mismas ciudades de los fieles de
Allah, no podía creer cómo aquel califa, aquel siervo de Allah y del Profeta, podía colaborar
con un sucio seguidor de la cruz. No sólo repudiaba a judíos y cristianos; repudiaba también
a todo musulmán que conviviera pacíficamente con las religiones del libro. Él siempre se
jactaba de que, si el califa le daba un ejército y la bendición como cabeza religiosa de los
fieles andalusíes, daría a los seguidores de Yahvé y de Dios dos opciones: la conversión y la
adhesión a la umma, o la muerte, haría que aquellos fieles que compartían el pan con las
otras religiones recibiesen un castigo ejemplar. Incluso a sus espaldas, sus propios oficiales,
fervientes devotos musulmanes, lo tachaban de fanático y de sanguinario. Le revolvía el
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estómago el sólo imaginar que el califa tendría más consideración con un infiel que con un
buen siervo de Allah.
Nadja era otro caso. Era un antiguo esclavo del califa, enaltecido por su señor, que
pretendía mantener su estatus a toda costa, y los logros de aquel mercenario leonés
amenazaban la posición que tanto le había costado conseguir. Detestaba a Abu Sahmed por
su fanatismo y su falta de escrúpulos, pero se vio obligado a buscar su apoyo para sacar a
aquel individuo del tablero de juego.
El 15 de noviembre del año 938, una supuesta conjura palaciega en contra del califa
acabó con las aspiraciones del mercenario, pues Nadja usó su influencia en la corte para que
las culpas de la conspiración recayeran en el leonés, mientras que Abu Sahmed puso al
ejército y los altos mandos militares en su contra.
Sólo Mohamed Ibn al-Nasr, capitán del ejército de la cora de Sevilla, con quien Alfonso
había congeniado ya en varias ocasiones y que se había ganado la animadversión del general
Sahmed, se apresuró a marchar a Zafra y avisar a su amigo. Antes de que pusieran en aviso a
la guardia de la ciudad, tanto Mohamed como Alfonso marcharon con un pequeño grupo de
hombres que lo acompañaron hasta la frontera del Duero. Mohamed encomendó a sus veinte
soldados antes de despedirse para que luchasen a su lado en la cada vez más próxima batalla
que se cernía sobre su reino.
—Maldita sea, Alfonso. ¿Qué diablos te ocupa? —Sancho de Zamora, un antiguo monje
benedictino que entró al servicio de la soldada por dinero y el mejor amigo del benavidense,
lo sacó de sus pensamientos.
—En que esto es una locura, Sancho —susurró lo suficientemente bajo como para que los
oficiales del rey no lo oyeran—. Vamos camino a Simancas a enfrentarnos a cien mil
hombres. ¡Cien mil! Ni con todos los hombres armados de León, Castilla y Pamplona
seríamos rival para semejante hueste. Van a barrernos.
—Alfonso, Dios está de nuestro lado.
—¡Tú mismo sabes mejor que nadie que los caminos del Señor no están en el
entendimiento de los mortales! Mírame, por el amor de Dios. Tenía un puesto en Córdoba
que nunca jamás podré alcanzar con Ramiro. Era posiblemente el mercenario más rico y
enaltecido de la Península… y tuve que huir, como un criminal, porque una pareja de
envidiosos provocó que el califa ordenara mi ejecución.
—Y, sin embargo, aquí estás. De no ser por ti no sabríamos cuántos son, ni cómo están
organizados, ni mucho menos qué es lo que planean ni que Simancas es su próximo
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objetivo. Si todo esto sale bien, vive Dios que serás recordado como el hombre que salvó a
León.
—«Ramiro» será recordado como el hombre que salvó a León. No creo que el rey
permita que uno de sus bastardos acapare la gloria. Además…
—¿Qué?
—Tú mismo lo has dicho. «Si todo esto sale bien».
—El riesgo es muy grande, desde luego —una voz veterana les sorprendió a sus espaldas
—. Un solo error y perderemos Simancas. Y esa ciudad es la puerta de entrada al corazón
del reino. Si logran tomarla, será sólo cuestión de tiempo que tengamos al grueso del ejército
andalusí en Zamora.
Un veterano oficial del ejército castellano se adelantó y se puso a su altura.
—¿No deberíais estar con vuestra tropa, Diego? —Sancho arqueó una ceja— Fernán
González ya os lo ha dejado claro. Descuidad a sus hombres y os verá en un poste con la
espalda llena de azotes. Recordad lo que pasó la última vez…
—Voto a Dios, Diego. ¿Qué diablos hiciste en mi ausencia? —Alfonso no pudo reprimir
una risilla. El veterano mercenario convertido en oficial castellano se encogió de hombros.
—Podría decirse que al buen conde no le agradan los mercenarios leoneses…
—Al buen conde no le agrada nada de lo que tenga que ver con León. Punto —rió
Sancho—.
—Bueno, sea como sea, su animadversión hizo que me encargasen un trabajo bastante
dificultoso…
—Habla —Alfonso cogió una manzana de la alforja que siempre llevaba sujeta al caballo
y le propinó un soberbio mordisco. Sin embargo, tuvo que escupir para expulsar el
repugnante gusano que se había apropiado de la fruta—.
—Digamos que me mandó proteger con dos docenas de hombres escasos un extenso valle
poblado situado en una región que limita con Pamplona, Nájera y los dominios del valí de
Zaragoza. A eso sumémosle que es una tierra muy fértil que ha propiciado un repoblamiento
envidiable…
—No sigas. Os atacaron y saquearon todo lo que pudieron al no tener suficientes hombres
para defender la zona —bostezó Alfonso—. Eso sí que es tener mal agüero...
—Bandas castellanas perdidas de la mano de los condes de Castilla que venían buscando
sustento. Como podréis imaginar, muchos campesinos perdieron lo que tenían, y gran parte
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de los campos fueron quemados. Esos bandidos condenaron al hambre a esas pobres ánimas
de Dios…
—Como podrás suponer, Alfonso, a Fernán González de Lara no le gustó nada tener que
dar explicaciones a su señor —señaló Sancho—. Y el rey Ramiro no ha dudado en apuntar
una razón más por la que desconfiar de su vasallo.
—Lo extraño es que aún conserves tu puesto al cargo de la tropa castellana —sonrió
Alfonso—.
—Es una ordenanza real, después de todo. El rey me asignó al conde después de mis
logros en Osma. Se podría decir que soy el castigo permanente con el que Ramiro atormenta
a Fernán.
Los tres amigos rieron de buena gana. Y así prosiguieron todo el día, charlando de forma
jovial y despreocupada. La escolta de veinte andalusíes, que conocían a Alfonso y lo
reverenciaban como uno más de ellos; la guardia castellana de Diego, su antiguo
comandante mercenario enaltecido por el rey, y la pequeña cuadrilla de mercenarios de
Sancho guardaban de cualquier peligro o mirada indiscreta a sus señores.
* * *
Los días de camino hacia Simancas transcurrieron sin mucha dificultad. A los cuarenta mil
hombres del ejército del rey Ramiro se le sumaron varios miles de campesinos y las
guarniciones de algunas ciudades cercanas a su posición, como Palencia, Toro o la propia
Zamora. En total, cerca de cincuenta mil hombres llegaron una calurosa tarde de 19 de julio
a orillas del Pisuerga, a menos de una jornada de Simancas, donde colocaron todos los
bagajes y acamparon. Allí, Ramiro II, Fernán y Ansur González y sus oficiales discutían
acerca de la mejor estrategia a seguir para resistir a los embates de cien mil hombres sin que
estos pudiesen tomar la urbe. Los soldados daban algunas nociones básicas de formación
militar a los campesinos que se habían unido a su causa, otorgándoles algunos arcos
carcomidos y picas para que sirvieran de apoyo las diferentes secciones del ejército
cristiano. El resto que no tuvo la suerte de ser debidamente armado, debió de conformarse
con cuchillos y algunas horcas y útiles afilados para los trabajos del campo.
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Alfonso de Benavides, Sancho de Oporto y Diego de Astorga se dejaban ver sin sus
gambesones y cotas de malla, sudorosos después de una ardua jornada de entrenamiento y
deleitándose con una jarra de vino y un par de conejos asados en una pequeña fogata.
—Tú los has visto de cerca, Alfonso —apuntó Diego, comiendo a dos carrillos—. ¿Cómo
son esos cien mil? ¿Podemos sacar alguna ventaja a pesar de su superioridad numérica?
—Es un ejército de lo más dispar —respondió—. No sólo hay andalusíes comunes,
armados y entrenados para la yihad contra León. El califa ha llamado a los tres valíes de las
Marcas, las zonas más fuertemente militarizadas de todo Al-Ándalus. Además, ha
convocado incluso a soldados del Norte de África que se encuentran bajo su protección. Por
no decir que nos vamos a encontrar con miles de voluntarios que piensan morir si hace falta
bajo la promesa del califa de encontrar el Paraíso si cargan contra León. Además…
—¿Qué? —quiso saber Diego.
—Nos enfrentaremos a un buen número de mercenarios —sentenció Alfonso—. Y no
mercenarios comunes. Son auténticos perros de presa que llevan el combate en la sangre,
salidos de algunos de los mejores campos de entrenamiento del orbe. Yo mismo me ocupé
de la correcta administración de los recursos para llamarlos.
Diego resopló.
—¿Cuántos?
—Lo menos, unos diez mil —afirmó el bastardo—. Una quinta parte de nuestro
ejército…
—Que Dios nos asista… —Sancho elevó sus ojos al cielo.
—No seas tan pesimista, Sancho —replicó Diego—. Abd al-Rahman necesitará grandes
cantidades de recursos para la manutención de sus huestes. Si atacamos los bagajes y
echamos a perder su alimento antes de la batalla, nos encontraremos con un ejército
hambriento y desganado… mientras que los nuestros tendrán todo el apoyo y los recursos de
los campos de Simancas para combatir. El califa no tendrá más remedio que retirarse a
Córdoba…
—Sus bagajes están protegidos por lo mejor de sus tropas. Tendremos que hacer uso de
medio ejército si queremos desproveerlos de la comida. Además, tienen el río justo al lado,
como nosotros, así que el agua no será un problema.
—Por Dios, Alfonso…
—Nuestra mayor ventaja, Diego, Sancho —Alfonso se incorporó, cogió una rama
húmeda y dibujó un par de rectángulos, uno mucho más grande que el otro, en la arena
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embarrada de la orilla del Pisuerga— es, precisamente, el gigantesco tamaño de ese ejército
que está a menos de tres jornadas de nosotros.
Diego y Sancho se observaron mutuamente, extrañados, para devolverle a continuación
una mirada ceñuda y exigente de explicaciones a su amigo.
—Es muy sencillo —Alfonso alzó las manos pidiendo paciencia—. Abd al-Rahman debe
procurar tener a su ejército bien cohesionado si quiere que el número de sus guerreros no se
vuelva en su contra. Debe actuar rápidamente con letales cargas de sus huestes
aprovechando tan abrumador número, pero siempre y cuando estas cargas las haga unida y
sin muchos huecos por donde penetrar…
—De tenerlos, algunos sectores del ejército podrían atacar primero y adelantarse más de
lo necesario… y de ese modo, podemos contraatacar y vencerlos ya que podremos
sobrepasarlos en número —apuntó el antiguo monje—. De ese modo…
—De ese modo —interrumpió el veterano Diego—, el califa no tendrá más remedio que
buscar por todos los medios una vía para tener bien sujetas a sus tropas… o retirarse.
—Así es. Es imposible acabar con cincuenta mil hombres con una hueste que nos dobla
en número. Es preciso pues dar un toque de gracia que haga inviable la victoria a los
andalusíes…
—Sin embargo, ¿cómo podemos aprovechar eso? —dijo Sancho— Bien sabe Dios que el
rey de Pamplona y sus tropas componen la cuarta parte de nuestro ejército. Por no decir que
casi un tercio de los soldados restantes pertenecen a Fernán y Ansur González… ambos
tienen poca o nula amistad con el rey Ramiro. Uno ha manifestado en varias ocasiones sus
anhelos de convertirse en la máxima autoridad de Castilla, y el otro… desciende de Toda, la
reina que se alió con el califa y puso en evidencia la unión de los reinos cristianos hispanos.
Tendrá muy complicada la cohesión…
—Recemos entonces para que mi pad… el rey Ramiro sepa agarrar bien a sus
comandantes y no deje que ninguno estropee el devenir de la batalla. Si perdemos, Simancas
caerá, después le tocará a Zamora, y tras ella…
—Me han pagado para la que posiblemente sea la gran batalla leonesa —suspiró Sancho
—. Y yo que jamás pensé que llegaría más lejos de Osma…
—Al menos te han pagado bien, y si somos derrotados puedes huir a Francia y labrarte un
futuro estable —respondió Diego—. Pero yo… Dios, mi destino está unido a Castilla. Y el
de Castilla, al de León. Fernán González aprovechará para declararse vasallo del califa,
pero… será mi fin. La primera acción que pedirá será mi cabeza en bandeja por provocar la
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muerte de su sobrino en Osma. Y con ella… la de todos nuestros hombres, Sancho. Y tú,
Alfonso…
—Sé muy bien lo que me ocurrirá si pierdo esta batalla. Soy el mayor traidor de Al—
Ándalus. Si no fuera por mí el califa tomaría sin dificultad Simancas y abriría la puerta a
León…
—Gracias a eso, amigo mío, me has salvado —Diego le puso una mano en el hombro—.
A mí, a tus hombres, a tus antiguos compañeros de armas, a Elvira… a todos aquellos que
amas.
—Dios lo quiere, amigo mío —sonrió Alfonso—. Dios lo quiere.
Pero él sabía, mucho mejor que nadie, que Dios no provocaría el milagro de Covadonga,
ni tampoco les daría la victoria en bandeja si no peleaban con uñas y dientes defendiendo
León y el Norte, la Corona y la Gloria de la Cruz.
* * *
Allí, a una distancia prudente, Elvira de Avilés, cortesana de la reina Urraca Sánchez y
esposa de Alfonso, se abría paso en una situación intermedia entre el ejército de Abd al-
Rahman y el de Ramiro.
A la joven de veinticuatro años le acompañaba Adosinda de León, su confidente y mejor
amiga, y tres fornidos soldados encomendados por la propia reina con la labor de protegerla
de bandidos y de peligros en los caminos.
Se encontraban en el claro del bosque, alejados de las orillas del Pisuerga por miedo a
verse sorprendidos por alguna avanzadilla, tanto cristiana como mora. No habían encendido
una hoguera por miedo a ser descubiertos, de modo que estaban atentos a cualquier signo
que manifestara la llegada de la noche para buscar cuanto antes un abrigo en la roca para
prender un fuego, buscar algo de alimento y descansar después de tan ardua jornada.
Elvira no había solicitado tres buenos hombres y el permiso de la reina Urraca para
internarse en la frontera del Duero por un mero interés de aventura. Deseaba salir de los
asfixiantes muros del Palacio Real, sentir que podía ayudar a Alfonso de otra forma que no
fuese orando en la capilla. No tenía nada que ofrecer a su esposo, que se había internado en
una misión de la que tenía muy pocas probabilidades de salir vivo. Nada, salvo un mensaje.
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Que el Señor la había bendecido con un hijo. Quería que supiera, antes de marchar contra
las huestes del califa, que estaba encinta del hijo de un padre bastardo, mercenario, asesino y
traidor, pero que lo había dado todo, incluso su propia inocencia, por ella. Y deseaba con
toda su alma poder comunicárselo, hacerle saber que esa sangre impía que portaba en su
interior iba a ser motivo de orgullo para su prole… antes de que alguna lanza o espada mora
lo atravesara, o fuera capturado por las tropas del califa y crucificado en el zoco de Córdoba.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un extraño ruido proveniente de la densa
arboleda que despertó las alarmas de las mujeres y de sus escoltas, que rápidamente
desenvainaron las dagas y las hachas. Elvira sacó el cuchillo curvo andalusí oculto en su
manga, obsequio del propio califa de Córdoba, que le había regalado su esposo y enseñado a
manejar. Adosinda se limitó a ocultarse tras su amiga armada con una piedra puntiaguda.
Del claro del bosque salió un hombre joven vestido con ropas moras, con un velo que
apenas dejaba ver el rostro, pero por el que se podían distinguir unos blancos ojos,
fácilmente reconocibles, en un fondo de piel oscura. Colgaba una larga daga andalusí al
cinto y un arco y un carcaj con algunas flechas a la espalda.
—Aswad —suspiró aliviadamente Elvira, guardando la daga y ordenando a sus escoltas
que envainaran las armas—. ¿Tienes alguna noticia de mi marido?
—Enviar a un esclavo negro a vigilar a los nuestros no ha sido una idea muy prudente —
le reprendió Adosinda—.
—Nada nuevo bajo el sol —Aswad ignoró las palabras de la compañera de Elvira y se
quitó el velo—. Alfonso se encuentra en la vanguardia del ejército leonés, acompañado de
sus antiguos compañeros de armas, tal y como temíamos.
—¿Sabes algo de su estrategia?
—Los consejeros militares han recomendado hasta el hastío que preparen las defensas
pertinentes y se acuartelen en la ciudad, pero Ramiro es de dura cerviz y piensa presentar
batalla aun estando en clara desventaja.
—¿Cuántos caballeros conforman la primera línea?
—Hay menos de cuatro mil en el ejército cristiano, pero tres cuartas partes se hallan
guardando la retaguardia y los flancos. He encontrado algunos jinetes libres apostados en los
laterales de la vanguardia, pero no suponen ninguna dificultad para un buen caballero
andalusí. Atacar al califa con la caballería es una locura, así que lo más probable es que el
rey se limite a esperar un primer movimiento del enemigo antes de tomar cualquier decisión.
—Es decir, que mi esposo… —Elvira bajó la mirada, algo angustiada.
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—Vuestro esposo, mi ama, es el mejor guerrero que he conocido. Puede sobrevivir, pero
ha de cuadrarse muy bien la defensa para ello. Y más le vale al rey hacerlo, porque si no,
Simancas está perdida.
—Aswad… —la joven de veintiocho años alzó la cabeza y clavó sus penetrantes ojos
marrones en el negro— ¿Has hecho lo que te pedí?
Adosinda observó con curiosidad a ambos. Aswad, el antiguo esclavo proveniente de la
fértil cuenca de los ríos allende el desierto norteafricano, que Elvira compró en Córdoba
para salvarle de las represalias por un hurto de comida a su traficante y que pudo pagar su
libertad con el beneplácito de Alfonso y Elvira y que, sin embargo, por razones que jamás
había contado ni se atrevería a contar, no había dejado de llamar “ama” a su vieja dueña, se
sentó en un tronco caído cercano, agarró una bota que le tendió uno de los escoltas de Elvira
y bebió un largo sorbo de agua.
—Sí. Pero pude infiltrarme en el ejército cordobés a duras penas. Allah, loado sea su
Nombre, permitió que los principales oficiales andalusíes que conocen mi rostro ignorasen
la llegada de un nuevo luchador a sus filas. No me quedé mucho tiempo por temor a que me
descubrieran, pero logré el objetivo de mi misión, ama.
—Cuéntame, pues. ¿Qué estrategias piensa seguir Abd al-Rahman?
—Sus guerreros están hambrientos —respondió Aswad con frialdad—. El califa está
empezando a encontrar problemas para mantener el suministro de recursos para alimentar a
cien millares de hombres. Su única opción es lanzar un ataque feroz y contundente, vencer a
Ramiro y tomar la ciudad para abastecer a sus fuerzas antes de reanudar la marcha hacia
Zamora.
—Es decir, que la única opción es resistir a los embates andalusíes —un guardián se
encogió de hombros, atento a la conversación—, hasta que se cansen y el califa no tenga
más remedio que retirarse con el rabo entre las piernas.
—¿Tenemos alguna posibilidad de vencerlos, Aswad? —interrogó Elvira. El africano se
limitó a enseñar las palmas de sus manos.
—Eso depende de lo que esté dispuesto a dar el rey —respondió—. La mejor forma de
vencer que veo por el momento es la idea que ha dado vuestro escolta. Una buena defensa
puede resistir el mejor de los ataques. Además…
—¿Qué? —quiso saber la avilesina.
—Según me han contado, hay un gran revuelo en el ejército califal. Abd al-Rahman III ha
nombrado a su antiguo esclavo, Nadja, como comandante en jefe de las tropas durante el
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asalto a Simancas. Eso ha provocado la desaprobación de numerosos oficiales de confianza
del califa… entre los que se encuentra alguien que vos y vuestro esposo conocéis muy bien.
Elvira clavó su penetrante mirada en el liberto.
—Abu Sahmed estará presente, ¿me equivoco?
—Dirige una amplia sección del ala oeste. Y no sólo eso, sino que se le ha concedido el
mando sobre la mitad de la caballería. Y es uno de los primeros que han mostrado su
indignación al situar en la posición más elevada a alguien que comenzó en la corte lavándole
el pelo al califa.
—¿Y cuál ha sido la respuesta de Abd al-Rahman?
—Lo ha dejado muy claro: confía en Nadja como si fuera de su propia sangre y no va a
permitir que nadie ponga en peligro un proyecto que tanto le está costando. La respuesta que
dará si se pierde esta oportunidad será la muerte.
—¿Crees que cumplirá su amenaza?
—Allah, loado sea su Nombre, sabe muy bien que su siervo no habría dicho tales
improperios a la ligera. Abd al-Rahman es un hombre de acción, no de palabras. Si esa
promesa no es suficiente aliciente para que esos hombres no den su vida para destruir León,
nada lo es.
Elvira mantuvo una postura reflexiva.
—Siéntate —le dijo a Aswad—. Ordoño ha ido a buscar algún lugar donde encender un
buen fuego. Supongo que podemos hacer hueco para alguien más.
El africano se limitó a asentir y devolvió la bota a su dueño. Horas después, Ordoño, el
escolta de mayor experiencia, volvió con buenas nuevas: había encontrado una pequeña
hendidura en un pequeño altiplano donde podían encender una hoguera y cocinar los tres
conejos y el par de perdices que había traído consigo. Encontrado y encendido el fuego, los
seis comieron y se saciaron. Poco después, los cuatro hombres, salvo Ordoño, se habían
echado a dormir. Adosinda y Elvira, sin embargo, se mantenían despiertas, aunque entre las
dos amigas reinaba un silencio sepulcral. Elvira llevaba toda la tarde reflexionando, mientras
que su compañera se limitaba a respetarla.
—¿Qué es lo que os perturba, Elvira? —Adosinda quiso saber la causa del silencio de su
jovial amiga— Apenas has pronunciado palabra desde que Aswad llegó. ¿Acaso teméis por
vuestro marido?
Elvira alzó la vista y la miró fijamente.
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—Tenéis buen trato con algunos oficiales, ¿verdad?
—Claro.
—Necesito que hagáis algo por mí —dijo la avilesina—. Aswad sabe donde podéis
encontrar al ejército leonés. Está a unas pocas leguas de aquí, y él os guiará. Llevaos mi
caballo y concertad una cita con él en la cima de esta colina en cuatro días. Adosinda, es de
vital importancia que busque una excusa para separarse unas horas de la hueste de Ramiro.
Nadie puede saber que andamos cerca ni que va a verme, de lo contrario sospecharán de él.
—Elvira, por el amor de Dios —su amiga dejó ver una expresión de horror—. Me estás
pidiendo una locura. No soy una sombra, necesito moverme con gran cautela si quiero que
no nos descubran. Además…
—¿Qué?
—Elvira, son tres leguas a recorrer al lado de un esclavo, negro y moro… ¿es que acaso
no sabéis lo que puede hacerme ese infiel?
—Aswad ya no es un esclavo, para empezar —repuso—. Dejó de serlo hace ya dos años.
Y sí, es moro y no ha aceptado aún la Buena Nueva de Nuestro Señor. Pero arriesgó su vida
para protegernos de sus propios hermanos de la umma, y sin él no podría haber salido con
seguridad de León en busca de mi esposo. Le confiaría mi vida si fuera necesario, Adosinda.
Créeme.
Su amiga suspiró largamente.
—Si no vuelvo en tres días, Elvira —dijo al fin—, prometedme que marchareis a León y
os pondréis a salvo. No pienso tolerar que os pongáis en peligro, cuando sois la que más
tiene que perder.
* * *
Su corazón pareció fallarle en cuanto volvió a verla.
Alfonso corrió hacia aquella mujer vestida como una vulgar campesina, con un cabello
castaño descuidado y algo desgreñado, el rostro lleno de suciedad y de polvo a causa de tan
largo viaje, pero en el que se distinguían dos hermosos ojos verdes, y salpicado de pecas.
Ambos esposos se besaron con fruición, absorbiendo el agobio, la fatiga y las penurias
del otro. Se separaron una y otra vez para asegurarse de que el otro era realmente su amado,
y a continuación volvían a beberse mutuamente.
—Dios, Dios… —balbuceaba Alfonso—. Pensé que no… oh, gracias, Señor, gracias…
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—Calla. Sólo… calla. No hables. Siente este momento y disfrútalo como si fuera el
último…
—Créeme que lo hago —sonrió el mercenario, con una sonrisa de oreja a oreja—. De
hecho, quizás sea el último, dadas las circunstancias.
Ambos no pudieron reprimir una risa tonta.
—¿Por qué has venido? —una vez calmados los ánimos, Alfonso le reprehendió con el
ceño fruncido— Elvira, el ejército moro está a menos de cinco leguas de distancia. Un par
de días de marcha y los tendremos enfrente. ¿Eres consciente de que...?
—Soy consciente de que tenía tres buenos escoltas, a Aswad y que sé cuidar muy bien de
mí misma —su mujer se encogió de hombros—. No tengo nada de lo que preocuparme.
Alfonso suspiró largamente.
—¿Y bien?
—Y bien, ¿qué? —quiso saber Elvira.
—Vamos. No creo que hayas venido desde tan lejos sólo para darme fuerzas antes de
entrar en la batalla —el mercenario arqueó una ceja—. Dime. ¿Por qué has venido hasta
aquí con tanta urgencia?
Elvira sonrió y bajó la mirada.
—Alfonso… sea lo que sea lo que Dios tiene guardado para ti, mueras o no en el
combate… quiero que sepas que no vas a desaparecer para mí.
—Lo sé, pero…
—No, no lo sabes. No hablo de un simple recuerdo. Hablo de que pienso verte, todos los
días de mi vida, en sus ojos, en su pelo, en su forma de ser…
Alfonso sintió que le flaqueaban las piernas.
—No… no puede ser…
—Alfonso —dijo al fin—. Estoy encinta. Y el hijo es tuyo.
El rostro del bastardo dio paso a una expresión donde se pudo ver una mezcla entre
asombro, felicidad y emoción. Su mujer pudo ver cómo dos grandes lágrimas surcaban el
endurecido rostro del mercenario.
—Elvira…
—Si el ejército real sale derrotado de esta batalla, tu hijo y yo hemos recibido buenos
recursos, dados por la reina, y el permiso del rey de Pamplona para ponernos a salvo en su
reino, cruzar los Pirineos y refugiarnos en Francia.
Alfonso la miró a los ojos con seriedad.
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El mercenario de Leon Aaron Ben Haarke
—¿Y si vencemos? ¿Qué garantías tenemos de que Ramiro respetará nuestra integridad si
acabo saliendo vivo del combate?
—La reina me ha prometido que intercederá ante el rey por nosotros. Y… también que
nos premiará con una pequeña parcela de tierra a las afueras de León. Allí podremos criar a
Ordoño sin muchas preocupaciones —Elvira consiguió visualizar la intranquilidad en el
rostro de su esposo—. Alfonso, me ha dado su palabra. Confío en la reina.
—Confiemos, pues —suspiró—. Oye, es tarde, estoy bastante alejado del campamento y
si me echan en falta pueden sospechar…
—Espera —su mujer le agarró del brazo—. Creo que… deberías saber algo más
El mercenario, ceñudo, le pidió una explicación con la mirada.
—Aswad se ha infiltrado en el ejército andalusí. Según él, la situación está muy
complicada. Numerosos oficiales del califa están muy insatisfechos con su decisión de
nombrar a su esclavo el líder de sus fuerzas.
Alfonso abrió los ojos como platos.
—¿Nadja está allí?
—Y no sólo él —afirmó Elvira—. Abu Sahmed dirige una amplia sección de la hueste de
Abd al-Rahman. Y, según me tengo entendido, ha dejado a un lado el acuerdo que los unió
una vez te eliminaron de su camino. Ahora Sahmed dirige a un grupo de generales
descontentos con el hecho de que alguien de inferior categoría los dirija en la mayor
campaña militar que se ha hecho desde la conquista.
Alfonso se quedó pensativo.
—Elvira… —su mujer puso su dedo índice sobre la boca del mercenario para que
guardase silencio.
—Escúchame —clavó sus penetrantes ojos marrones en los suyos—. No pienso permitir
que esto te afecte lo más mínimo. Si Dios lo quiere, sus acciones caerán por su propio peso y
se hará justicia divina. Ahora… sólo quiero que te centres en el combate. Estáis más cerca
de Simancas de lo que están ellos. Además… podéis establecer una buena posición para
defenderos.
Alfonso sonrió dulcemente.
—Elvira… no sabes lo orgulloso que me siento de ser tu esposo.
* * *
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El mercenario de Leon Aaron Ben Haarke
El ejército de Ramiro II se encontraba en la orilla izquierda del río Pisuerga. Siguiendo las
indicaciones de sus comandantes, el rey impedía así que la caballería andalusí pudiese
rápidamente flanquear el ala occidental y desmenuzar, en cuestión de horas, la mitad de la
hueste cristiana. El monarca había fortalecido sobremanera el sector oriental, ya que aquel
era el único en el que las huestes de Abd al-Rahman podían concentrarse.
La disposición de la hueste leonesa se había hecho de acuerdo con las exigencias reales;
los principales nobles, el propio rey y Fernán y Ansur González, junto con sus principales
caballeros e infantes, estaban situados muy próximos a la orilla, posicionados como una
hueste auxiliar por si la situación lo requería. Varias hileras de caballeros los protegían tanto
de ataques provenientes del ala derecha como de los que podrían tener a su frente, y un buen
número de jinetes libres, apoyados por un nutrido grupo de arqueros, cubrían la retaguardia
para cualquier sorpresivo ataque y cuidar, en caso necesario, la huida del monarca y de sus
allegados si las cosas se ponían realmente feas. Rodeando a las filas de caballeros realizando
un semicírculo, el resto de peones y los jinetes y caballeros restantes estaban cara a cara
contra el enemigo. La mayor parte de las fuerzas se encontraban en el ala izquierda, la que
no estaba protegida por el río. El rey de Pamplona, García Sánchez, junto con García
Diéguez de Oviedo, comandaban estas tropas.
Y allí, en ese rincón, con los rayos del anaranjado sol del alba acariciandole el yelmo,
Alfonso de Benavides, su veintena de guardias andalusíes y las tropas mercenarias de
Sancho componían la vanguardia del ala.
Y, a unas quince leguas de ellos, una interminable fila de caballeros andalusíes, que
cubrían toda la línea del horizonte que los ojos norteños alcanzaban a ver, marchaban a
pasos agigantados hacia el ejército de Ramiro. Tras ellos, decenas de miles de infantes
ligeros se dirigían a apoyar el ataque.
Estaban completamente rodeados. Confinados a defenderse o ponerse a salvo como
pudiesen tras las murallas de Simancas. El doble de soldados, el doble de esfuerzos para
vencer y el doble de peligro para los hombres del rey. García preparó a sus jinetes detrás de
las dos primeras líneas de infantes, que pusieron sus lanzas al ristre y esperaron el embate de
la caballería enemiga. Sin embargo, tuvo cuidado de proteger las esquinas del flanco con
nutridos grupos de jinetes libres y mercenarios, entre los que se encontraban Alfonso y sus
hombres. El antiguo mercenario se posicionó adecuadamente el yelmo, se ajustó su cota de
malla y desenfundó la espada de su abuelo. A continuación, vio cómo sus enemigos estaban
a menos de un cuarto de legua de él. Se imaginó por un momento a él sólo conteniendo a las
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El mercenario de Leon Aaron Ben Haarke
huestes andalusíes. Contuvo la respiración y dejó que los gritos de sus enemigos, cada vez
más cercanos, inundaran su cabeza. Con una rápida oración seguida de un santiguamiento,
pidió a su madre que le acompañase allí donde estuviese. Y, con un grito, avanzó.
El choque de las primeras líneas del ala derecha fue brutal. Los lanceros mantuvieron
como pudieron la situación contra los ligeros, pero letales, jinetes andalusíes, pero no fue
hasta la llegada de los caballeros pamploneses cuando lograron estabilizar más o menos la
situación. Rápidamente los mercenarios montados de Sancho trataron de flanquear la carga
de los caballeros califales, pero algunos jinetes, encabezados por el que parecía ser el valí de
Zaragoza, salieron a su encuentro y los interceptaron.
Alfonso trató de apoyar a la caballería pamplonesa. Con rápidos y certeros movimientos
de su espada eliminaba a varios de los enemigos que se le cruzaban, e intentó buscar un
hueco para romper el cuerpo de caballeros que se les habían echado encima.
El rey pamplonés, que pareció tener el mismo pensamiento que Alfonso, cogió a los
miembros más destacados de su guardia personal y se abrió paso entre la amalgama de
caballeros y lanceros que trataban de contener y replegar a los guerreros montados
enemigos. Viendo sus intenciones, el bastardo ordenó a sus soldados apoyar el avance de
García I y abriendo algunos huecos dentro de la formación enemiga. Tras una larga lucha
para romper el centro de la línea de jinetes andalusíes, a los que se habían sumado varios
infantes ligeros que tuvieron que ser frenados por guerreros del ala izquierda, lograron
dividirlo en dos partes con difícil comunicación entre ellas, lo que fue aprovechado por
García Diéguez y por Sancho para atacar con sus tropas ambos flancos. Los cordobeses no
pudieron organizarse a tiempo, y en menos de media hora cientos de cadáveres sureños
dificultaban el paso de los soldados del Norte.
A pesar de haber contenido con éxito esta primera oleada, no dio tiempo para el júbilo, ya
que sobre la colina de Simancas aparecía una inmensa hueste de guerreros califales que se a
abalanzaban sobre ellos. El rey Ramiro dio orden a sus arqueros de disparar a discreción, lo
que causó numerosas bajas para el ejército andalusí y el encabritamiento de numerosos
caballos, que se volvían hostiles ante sus caballeros. Aprovechando este momento de
confusión, gran parte de los jinetes libres del ala derecha, la menos afectada por el choque, y
de los caballeros leoneses y castellanos salieron al encuentro de sus enemigos, que tras unos
momentos de lucha desfavorable pudieron reagruparse y cargar con la enorme ventaja
numérica sobre los guerreros montados, que viéndose sorprendidos tuvieron que replegarse,
dejando paso libre para que los cordobeses avanzaran sin ningún tipo de miramiento.
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El mercenario de Leon Aaron Ben Haarke
Rápidamente, Ramiro II ordenó una nueva respuesta de los arqueros, que enviaron una
lluvia de flechas hacia sus enemigos, lo que causó que muchos de ellos dieran marcha atrás
y se refugiasen en una nueva oleada de infantes ligeros, mucho más numerosa y preparada
que la anterior. Para horror de los norteños, los jinetes venían tras ellos.
—¡Es inútil! —decía Ansur González— ¡Son superiores a nosotros a todos los efectos!
¡Debemos buscar asilo tras las murallas de Simancas y resistir lo que podam...!
—¡No! —rugió Ramiro— Si nos replegamos ahora, corremos el riesgo de perder a la
mitad de nuestro ejército, y seremos una presa fácil. ¡Debemos resistir!
—¡Esa descomunal carga barrerá a un tercio de nuestros hombres, al menos! ¡No
podemos…!
—¡Majestad! —un veterano oficial castellano, antiguo mercenario, pidió permiso para
hablar— Los colores que llevan esos jinetes indican que son los del valí de Zaragoza. Yo
combatí junto a él hace ya muchos años. Estoy seguro de que encontraré al propio Abu
Yahya entre ellos. Si me dais un buen número de caballeros y de infantes, quizá pueda
capturarle y traerle hasta aquí. Podríamos conseguir que su ejército se replegase, y con ellos,
el resto de la hueste andalusí…
—¿Estamos en clara desventaja… y vos proponéis debilitar nuestras fuerzas para una
acción que puede suponer la pérdida de una parte de nuestro ejército? —Ansur González
arqueó una ceja— Por favor…
—Sé que es un movimiento riesgoso, mi señor. Pero es lo único que tenemos… nuestros
hombres no aguantarán mucho el embate andalusí.
El rey Ramiro, ceñudo, lo observó con interés.
—Cuento con vos, Diego de Tuy. Pero que quede en acta que, si fracasáis, seréis la causa
por la que perdimos un quinto de nuestros hombres y estuvimos más lejos de ganar la
batalla.
—¡Majestad, no podéis…!
—Puedo y quiero —el monarca clavó sus penetrantes ojos negros en sus vasallos directos
—. A menos de una legua hay un ejército zaragozano que puede aniquilar fácilmente a la
mitad de nuestros hombres si no actuamos deprisa. ¡Id, Diego! Tomad las huestes de los
señores gallegos y marchaos, si tan seguro estáis de esto…
A pesar de algunas incipientes protestas rápidamente acalladas por el rey, el desasosiego
ante la cercanía de las tropas zaragozanas, que muy pronto vendrían acompañadas por el
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El mercenario de Leon Aaron Ben Haarke
resto del ejército califal, tres cuartas partes de los nobles de Galicia acompañaron con sus
hombres al antiguo mercenario, que consiguió salir por una abertura en el flanco derecho.
—¡Alfonso! —exclamó, cuando pasó cerca de él— Ven conmigo. Deja a tus hombres
con Sancho, los necesitará más que nosotros.
—Diego, esto es una locura. El valí de Zaragoza tiene cuatro veces más caballeros que
nosotros. ¿Qué…?
—Confía en mí —le guiñó un ojo—. Sé lo que hay que hacer.
Con un resoplido, el bastardo espoleó su caballo y se puso a la altura de su antiguo
comandante. Hecho esto, marcharon los caballeros por la vanguardia y la retaguardia de un
buen contingente de guerreros de a pie y se dirigieron al ala derecha del cuerpo de jinetes de
la Marca Superior, a menos de un cuarto de legua del ejército cristiano.
—Sólo tenemos una oportunidad, Alfonso —le había informado Diego—. Un sector de
su ejército se volverá hacia nosotros, lo cual podrá descargar parte de la presión zaragozana
sobre el grueso de nuestros hombres antes de que el resto de los andalusíes ataquen. Y ahí se
dará una lucha encarnizada por sobrevivir y encontrar al valí antes de que sus guerreros se
ceben con los nuestros.
—Son miles de jinetes, Diego. ¿Cómo vamos a…?
—Tengo mis trucos —sonrió—. Sé que el valí se presentará a la vanguardia de sus
hombres. Esa es su forma de mostrar que es el fiel vasallo de un califa que lo culpó de su
derrota en Osma. Su equipamiento será algo más completo que el resto de caballeros, así que
no nos será muy difícil encontrarlo…
Y así fue. Una vez llegaron a la altura del contingente zaragozano, un tercio de los
atacantes se separaron de sus compañeros y fueron a por ellos.
Diego ordenó a sus jinetes y a los infantes fingir un replegamiento. Una vez los jinetes
andalusíes se adelantaron lo suficiente, los infantes y varios caballeros se lanzaron
sorpresivamente a por ellos, tal y como ordenó el mercenario, mientras que el resto caía
sobre los extremos del cuerpo de caballeros y los asesinaba uno por uno, amparados en la
sorpresa y en la falta de maniobrabilidad en ese terreno de los veloces caballos sureños.
Una vez el cuerpo de jinetes comenzó a caer y a retirarse, Diego cogió un nutrido grupo
de caballeros y encargó a un noble gallego dirigir al resto y captar la atención de las tropas
del valí. Cuando ya apenas quedaban caballeros califales, los hombres cargaron contra el
extremo occidental de una hueste que había comenzado a entablar combate contra las
primeras líneas del ejército norteño. Y ante esta sorpresiva oleada, el cuerpo dirigido por
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Diego comenzó a abrirse paso, a golpe de espada, entre la marabunta de caballos, lanzas,
espadas, hombres, sangre y sudor. El abrumador número de enemigos hizo mella en el grupo
de caballeros, que comenzaron a caer uno tras otro, pero esto no impidió para que Diego y
Alfonso dirigieran todos sus esfuerzos en encontrar a Abu Yahya y capturarlo.
Por fin, tras media hora de intensa búsqueda y de decenas de guerreros montados muertos
a sus espaldas, Diego vio que su búsqueda había dado frutos.
Abu Yahya, el valí de Zaragoza y señor de la Marca Superior, se encontraba junto con su
guardia personal atacando a un grupo de jinetes libres apostados en la esquina del ejército
leonés. De su selección de ciento veinte caballeros apenas quedaban unos cincuenta.
“Servirán”, dijo Alfonso para sus adentros. Por fin, llegaron a la altura del valí, que se vio
desconcertado ante el ataque de un grupo de caballeros que, junto con los jinetes libres,
refrescados ante la llegada de Diego y Alfonso, dividía ahora sus esfuerzos. Ambos cuerpos
de caballería se abalanzaron sobre la maltrecha guardia del valí, que inútilmente trató de
huir, hasta que un golpe de la espada de un caballero acabó con su montura y lo desplomó en
el suelo.
Alfonso, tras un corto pero intenso duelo, desarmó al valí, lo noqueó y lo llevó en su
yegua a salvo tras las líneas cristianas, protegido de cualquier ataque por el resto de la
cabalgada dirigida por su otrora comandante.
La noticia de la captura de Abu Yahya corrió como la llama en un bosque entre el ejército
zaragozano, que tras un par de intentos por romper la vanguardia norteña tuvieron que
retirarse, seguidos de una lluvia de flechas ordenada por los oficiales del rey que acabó con
la vida de muchos que huían del lugar. Cuando por fin no hubo atisbos de la hueste andalusí,
sólo entonces el rey elevó los brazos al cielo, dio gracias a Dios y permitió que el júbilo y el
gozo llenase los corazones de sus guerreros. El día estaba finalizando, y habían conseguido
vencer a los andalusíes.
* * *
Ambos contendientes habían pactado una pequeña tregua al finalizar la batalla para enterrar
a sus muertos. Así, con las últimas luces del alba, Alfonso ayudaba a dar cristiana sepultura
a los caídos por León y el Norte. El obispo de Tuy y el de Santiago de Compostela oficiaron
una breve misa para rezar por sus almas. Una vez finalizado el velatorio, encendieron una
hoguera y celebraron con gozo la victoria.
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—¡Por Diego de Tuy, el héroe del día! —exclamó Fernán González, alzando su copa.
Una honda ovación acompañó la felicitación del castellano. Durante unos momentos,
todo el ejército vitoreó el nombre de Diego, e incluso sus antiguos compañeros de armas,
Alfonso incluido, le brindaron multitud de estrechamientos de manos y golpes en el pecho.
No obstante, la alegría no duró mucho, pues una voz, ronca y muy imponente, hizo callar
el vocerío.
—Sois sin duda alguna el orgullo del Reino esta noche, Diego de Tuy —dijo Ramiro—.
Muchos de los que ahora brindan con nosotros habrían caído de no ser por vuestra valentía.
Pero no por ello podemos comportarnos con despreocupación e ignorancia de lo que sucede.
Más de cuatro mil hombres han muerto, y otro millar está de camino a las puertas del Cielo.
¿Sabéis lo que nos ha costado vuestra vuestra acción? Que más de la mitad de los caballeros
de los señores de Galicia han caído, y ahora la región va a estar desguarnecida ante una
aceifa mora hasta que nos repongamos de la batalla.
—Sea como sea, gran señor —el rey García tomó la palabra—, es innegable la labor que
este hombre ha realizado para con nosotros. Gracias a su temeridad, los hombres del califa
se han retirado y nos han dejado respirar por hoy. Eso, mi señor, es una gran victoria para un
ejército que está en clara desventaja numérica.
—Abd al-Rahman no se dará por vencido —repuso el monarca leonés—. Puede que hoy
hayamos ganado, pero aún queda mucho combate. Y hemos perdido a más de seis mil
hombres. León no podrá recuperarse tan fácilmente de ello…
—Os recuerdo, gran rey, que mil hombres de Pamplona conforman ese balance. ¿Creéis
que no soy consciente de la importancia de todas esas pérdidas? Sin embargo, también he de
darme cuenta de que hubieran sido muchos más de no ser por un acto desesperado que nos
ha dado la victoria. Y que cada uno de ellos han sido necesarios para salvaguardar mi Reino.
¿Acaso no consideráis útil toda la sangre hoy derramada, rey Ramiro?
Un murmullo de aprobación recorrió el campamento cristiano. Ramiro II suspiró
largamente.
—Podéis mirar con optimismo la situación, rey García, y negar que tenemos un problema
si debemos depender de costosos movimientos como el de hoy. Porque, muy a nuestro pesar,
hemos de buscar una estrategia eficiente —respondió con dureza el leonés—. Porque, de lo
contrario, con un par de ataques más, el Norte estará perdido.
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El mercenario de Leon Aaron Ben Haarke
* * *
—Casi parece que Ramiro haya aceptado ya la derrota —Elvira se encogió de hombros—.
¿Cómo es posible que descuide tanto de sus aliados?
—Sabe que su superioridad numérica es abrumadora, y que no nos enfrentamos a
campesinos armados, sino a guerreros entrenados y mercenarios formados para matar —
Alfonso echó un leño más a la pequeña hoguera situada muy lejos de ambos campamentos
—. Y a mi padre no le falta razón, en parte. Somos muy vulnerables.
—¿Qué estás tratando de decir?
—Digo, Elvira, que hagamos lo que hagamos, su coordinación y su ventaja van a hacer
mucha mella en nuestro ejército. Que el Señor no va a hacer el milagro de Covadonga, que
los andalusíes niegan haya sucedido alguna vez. Que esta batalla… —se calló, cabizbajo.
—¿Está perdida? —terminó la muchacha de Avilés.
—Quiero pensar que no —Alfonso hundió su rostro entre sus manos—. Que hay alguna
posibilidad contra Abd al-Rahman. Que podemos vencer, por ardua que resulte la lucha o
por descorazonador que sea el desenlace. Pero tengo la mente bloqueada, Elvira.
—¿El archiconocido Alfonso de Benavides no sabe qué hacer ante una situación
dificultosa?
—¿Acaso tú lo sabes?
—A mí no me criaron desde la infancia para el combate o la estrategia —Elvira obligó a
su marido a mirarle a los ojos—. Pero sí sé que el hombre de guerra no se limita sólo a su
destreza o el número de sus compañeros.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando vivíamos en Al-Ándalus, leí que Tariq se enfrentó al rey Rodrigo de Toledo
con siete mil hombres. ¡Siete mil, contra el ejército de toda Hispania! Y, sin embargo,
Rodrigo y casi todos sus señores y bucelarios perecieron, su reino fue destruido y los moros
tomaron la Península...
—Sé muy bien esa historia…
—...y perdieron, Alfonso, no porque tuvieran más o menos hombres, sino porque los
hijos de un enemigo del rey habían pactado previamente con Tariq y traicionaron a Rodrigo
en plena batalla, uniéndose al ejército enemigo.
—Sea como sea, Elvira, la situación es distinta. Abd al-Rahman no es Rodrigo.
—No. Pero ha cometido el mismo error.
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—¿Ah, sí?
—Sí —sonrió la joven—. Ha traído ante su enemigo un ejército descontento.
A Alfonso se le iluminó el gesto, como si se diese cuenta de algo.
—¿Lo ves, esposo? —dijo Elvira— Por muy dura que sea la situación, siempre se puede
sacar algo de ventaja.
* * *
Había cuidado muy bien sus huellas y su rastro en en campamento cristiano. Ni siquiera se
lo contó a Diego o a Sancho. Poco después de despachar a su esposa y asegurarse de que
Aswad cuidaba de ella, Alfonso cogió una daga y un cuchillo más o menos tan largo como
su antebrazo, espoleó su caballo y se infiltró en el campamento andalusí.
No le fue difícil sortear a los guardias. Había combatido a su lado y sabía cómo se
movían. Tras interrogar a un joven escudero acerca del paradero de la tienda de su objetivo y
degollarlo, escondió el cuerpo entre unos matorrales y se dirigió hacia allá.
Cuando por fin entró sigilosamente por una pequeña abertura lateral de la tienda que
amplió con su daga, se encontró a su víctima con la frente en el suelo, orando ruidosamente
orientado a La Meca. Con un sorpresivo y rápido movimiento, lo levantó, le tapó la boca y
le puso su daga en el cuello.
—Haz un solo sonido, felón, y te juro por Dios Nuestro Señor que te abro la garganta —
susurró Alfonso en lengua árabe—. He venido a hablar. ¿Vas a colaborar, o el califa va a
tener que prescindir de uno de sus mejores comandantes?
El mercenario sintió cómo las venas del cuello de Abu Sahmed, el hombre que le había
arruinado un brillante futuro en Córdoba, y notó una expresión furibunda en el rostro de su
enemigo. Lentamente, el magrebí asintió con resignación.
Alfonso le quitó la mano de sus labios, pero siguió amenazando su garganta.
—Quítate tu daga —dijo el leonés—. Y también la de tu bota.
Con suaves movimientos, Sahmed se despojó de toda arma letal con el que poder hacer
frente a su rival.
—Siéntate —ordenó Alfonso—. Tengo que hablar contigo.
No dejó de amenazarle, pues en cuanto se sentó sacó rápidamente su largo cuchillo y
clavó su punta en su vientre.
—Ahora, Sahmed…
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—Eres un sucio traidor —escupió el comandante—. Podíamos acabar con Ramiro.
Podíamos poner fin la actitud desafiante de León y del Norte y restablecer el control de la
Península. Sabes que no nos interesa esta zona, que os permitimos quedaros con estos
terruños pedregosos y difíciles de cultivar, pero vuestras recientes expansiones son muy
peligrosas para Al-Ándalus. Y podríamos haberlo hecho fácilmente de no ser porque les has
dado la oportunidad para organizarse.
—Era la única forma que tenía de sobrevivir, maldito —respondió Ramiro con dureza—,
porque tú y ese esclavo que resulta ser tu amo me destrozasteis la vida en Al-Ándalus. Por
vuestra culpa mi mujer y yo tuvimos que huir.
—Cuida de esa lengua bífida, Alfonso —el general entornó los ojos—. Nadja no es mi
amo. Sólo era un instrumento para lograr mi objetivo.
—¿Seguro que fue así, Sahmed? —dijo el leonés, con sorna— Porque yo creo que fue al
revés. Nadja te utilizó, jugó con tu afán de destruirme porque era una potencial amenaza
para la consolidación de su poder en la corte… y míralo. Comandante en jefe de los ejércitos
andalusíes, sólo debiendo rendir cuentas al propio califa… y tú… quedando supeditado a él,
como un simple siervo.
—Si consiento eso es porque el califa así lo ha dispuesto —el norteafricano alzó la
cabeza, orgulloso—. Ni tú ni yo somos nadie para discutir las ordenanzas de…
—Oh, vamos. ¿Acaso me vas a decir que un simple esclavo palaciego sabe más de
estrategia militar que un respetado soldado como tú?
—¡No! ¡Claro que no! Es sólo que…
—Nadja cree que te tiene bien cogido, como un cazador dispone, cuando y como le
apetece, de sus perros de caza.
—¡Malnacido...!
—Puedes insultarme, humillarme como te a apetezca, pero no puedes negar la realidad.
Mientras ese hombre siga existiendo, tus oportunidades de escalar en la corte son casi
inexistentes… y ahora, no eres más que un juguete que utiliza para demostrarle a Abd al-
Rahman que es un digno siervo…
Sahmed calló, consumido por la rabia. Tras una pausa que pareció interminable, abrió la
boca y suspiró.
—¿Qué demonios haces aquí?
—Esperaba convencerte para que abandonases a Abd al-Rahman. El rey Ramiro te
promete su total apoyo si vuelves al Magreb, te haces fuerte allí y comienzas a gobernar sin
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que el califa se entrometa en los asuntos de tus hermanos bereberes. No tendrías que rendir
pleitesía a Abd al-Rahman, ni mucho menos a Nadja. Piénsalo.
—Sabes que nunca traicionaré al califa. Ni mucho menos aceptaré la ayuda de unos
perros cristianos para unos fines que nunca estuvieron en mi mente.
—Es la única forma que tienes de hacerte valer frente a ese esclavo, Sahmed…
—¡No es la única, Alfonso de Benavides! ¡No!
—Entonces —el mercenario acercó su inexpresivo rostro hacia el suyo—, demuestralo.
Demuestra que eres algo más que un juguete de Nadja.
Alfonso retiró su cuchillo del tembloroso cuerpo de su enemigo. Lentamente, sin perderlo
de vista, fue dirigiéndose hacia la abertura que había realizado en la tienda.
—Voy a demostrarte que no lo soy, Alfonso —amenazó Abu Sahmed—. Pienso
demostrarte que conmigo no juega nadie.
Una vez salió de la tienda, esquivó a los centinelas y se dirigió al claro del bosque donde
tenía amarrada su yegua. La montó y se dirigió hacia el campamento norteño, con una
sonrisa de satisfacción en los labios. «Ha caído», pensó.
* * *
Sobre ellos se vislumbraba un panorama avasallante.
Decenas de miles de jinetes andalusíes, acompañados de un sinfín de infantes, se situaban
visibles a unas leguas del ejército cristiano.
Frente a ellos, se abrió paso un hombre, ricamente ataviado con ropajes militares.
«Nadja», se dijo para sus adentros Alfonso en cuanto vio ese rechoncho cuerpo. Tras
dirigirse con unas cuidadas palabras en árabe a sus oficiales, el comandante en jefe lo
dispuso todo para cargar con todo lo que tenían hacia el menguado ejército de Ramiro II.
«Por favor, Señor, que funcione», oró el mercenario.
Y entonces, justo cuando Nadja estaba a punto de ordenar la carga de sus jinetes, el ala
oriental se despegó del tacto ejército andalusí y comenzó a cabalgar, por su cuenta, hacia el
ejército cristiano.
—¿Qué…? —quiso saber Sancho. Alfonso sonrió.
—¡Sancho! —exclamó— ¡Coge a tus mercenarios y sígueme!
—¿Qué es lo que pasa?
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—¡Es Sahmed, Sancho! ¡Va a atacarnos por su propia cuenta! ¡Es nuestra oportunidad de
acabar con el flanco derecho de su ejército!
—¡Informa al rey de esto! ¡Que desplace hombres para cubrir el vacío del flanco!
—¡Majestad! —Alfonso se colocó al lado del rey García— Necesitamos a vuestros
arqueros. Y a la mitad de vuestros caballos, también.
—Mi ejército se volverá mucho más vulnerable si os doy lo que os pido. ¿Estáis seguro
de esto, Alfonso de Benavides?
—Podemos acabar de un rápido movimiento con su ala oriental, para luego replegarnos
antes de que el combate con el resto de la hueste califal se vuelva más duro. ¡Confiad en mí!
El monarca pamplonés mantuvo una expresión dubitativa. Por fin, accedió.
—Los tienes. Pero los comandaré yo mismo en el ataque. Iré contigo.
—Como ordenéis, Majestad. Delegad el mando en un hombre de confianza y seguidme.
Al poco tiempo, unos tres mil hombres salieron ordenadamente hacia el sector dirigido
por Abu Sahmed. En una proporción de tres a uno, Alfonso veía una suculenta oportunidad
para culminar su venganza.
En una ágil y rápida maniobra, los arqueros, protegidos de cualquier carga por los
mercenarios más experimentados que los acompañaban, cubrían con centenares de saetas la
maniobra de los caballeros norteños. A pesar de la idea inicial de García I de Pamplona,
Alfonso y Sancho sólo utilizaron a los jinetes para desorganizar al enemigo, con rápidos y
cortos lances que excluían la idea de un combate largo. Mientras los andalusíes se mostraban
incordiados por la acción de pequeños y móviles grupos de caballeros con los que era muy
difícil acabar, los tiradores no cesaban en su afán de llenar el cielo de saetas una vez los
grupos se replegaban. Mientras, Abu Sahmed trataba de buscar entre los caballeros a
Alfonso mientras daba órdenes imposibles de realizar debido a la acción de los cristianos.
Por fin, una columna de caballeros, comandados por el rey pamplonés, penetró en la
quebrada formación andalusí, que, ahora visiblemente desconcertados, eran incapaces de
hacer frente a los espadazos y las lanzadas de los pamploneses.
Abu Sahmed consiguió reorganizar a varios hombres para lanzar un contraataque, pero
justo por la retaguardia un grupo de mercenarios protagonizó un eficaz ataque sorpresa
contra ellos, mientras pequeños grupos de dos o tres jinetes acababan con un guerrero
andalusí, uno detrás de otro, en ligeras maniobras.
Del ala oriental ahora sólo quedaba la mitad, conmocionada y altamente descuidada por
su comandante, que trataba a duras penas de resistir el empuje de grupúsculos montados. El
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general, visiblemente irritado, pero conociendo su impotencia ante una situación que no
había controlado, ordenó la retirada de sus tropas. Sin embargo, vio cómo, horrorizado,
Nadja se mantenía impasible sin ordenar apoyo a su maltrecho cuerpo. «Estúpido», pensó
Sahmed. «¿Acaso tu orgullo vale más que la victoria?». El magrebí dio media vuelta,
escoltado por algunos hombres, dejando el grueso de su hueste a merced de embates
cristianos. Estos, cuando quisieron darse cuenta de que estaban descabezados, emprendieron
la huida despavorida, perseguidos por numerosos caballeros pamploneses.
Allá, a lo lejos, Alfonso preparó a sus hombres para un eventual ataque del resto del resto
del ejército andalusí. Una vez se retiraron los que pudieron escapar, el comandante en jefe
ordenó a los jinetes de su retaguardia que cargaran contra la sección pamplonesa, pero
apenas un tercio siguió sus órdenes, yendo de cabeza a una muerte segura. Airado, el
mercenario oyó cómo amenazaba a sus oficiales ya que no le obedecían, pero tan sólo
algunos cargaron contra los mercenarios y los pamploneses, que buscaron refugio en el
grueso del ejército norteño.
Una vez pudieron aguantar sin muchos problemas los pocos batallones que fueron hacia
ellos, Nadja ordenó la retirada. Aquel día habían minimizado muchos daños, ya que de los
seis mil caídos con los que habían empezado, aquel día apenas llegaron a los dos mil. Era un
hecho. El ejército andalusí, aun siendo muy superior en número, estaba quedando en
evidencia por la acción ridícula de un fanático y las riñas entre los oficiales y el delegado
califal.
* * *
Los días pasaron sin numerosos reveses. En los dos días siguientes, apenas algunas cargas
repelidas y los vanos intentos de ataques de batallones desorganizados y poco coordinados
evidenciaban el descontento de los oficiales con un esclavo que había dejado a merced de
los infieles a uno de los generales más respetados y veteranos del ejército del califa. Muchas
muestras de rebeldía se dejaron ver: la mitad de las unidades de arqueros no dispararon ni
una sola flecha, el ala oriental apenas tenía fuerza sin la dirección de Abu Sahmed y la
occidental estaba comandada por varios comandantes hostiles a Nadja que no le perdonaron
su afrenta. Alfonso supo, gracias a Aswad, que había elevado sus peticiones al propio Abd
al-Rahman III, pero que este, en vez de ayudarle, le echó en cara su falta de consideración, y
le dijo: «Haz lo que creas conveniente. Confié en ti para que me dieras el Norte, demuestra
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El mercenario de Leon Aaron Ben Haarke
ahora que eres capaz de cumplir lo que prometiste». El cuarto día de lucha, Nadja cargó con
sus propias fuerzas, esperando que al menos con su arrojo otros siguieran su ejemplo, pero
tan sólo un tercio del ejército restante lo acompañó a tiempo, pues el resto de la hueste
andalusí tardó mucho más en reaccionar, lo suficiente como para que su ayuda resultase casi
inútil, ya que los cristianos habían deshecho su formación gracias a los caballeros leoneses y
castellanos que habían cargado con todo lo que tenían hacia las huestes de Nadja,
acompañados de una carga por parte del ala occidental que atacó el flanco izquierdo de las
columnas andalusíes, para rápidamente posicionarse y hacer frente al resto de enemigos que
lanzaban sus fuerzas hacia esta zona. Sin embargo, fue un ataque muy efímero, pues en
cuanto el comandante vio que no tenía posibilidad, ordenó la retirada general. Más tarde,
cuando el campo de batalla estaba repleto de cadáveres de ambos bandos, los exploradores
de Ramiro volvieron con buenas nuevas: Abd al-Rahman había ordenado el cese del ataque
a Simancas y emprendido la marcha hacia el valle del Riaza, en un intento por penetrar por
otra zona hacia el corazón del Reino.
Los reyes Ramiro y García, los condes Ansur y Fernán González, el resto de sus vasallos
y todos y cada uno de los guerreros celebraron, con gritos jubilosos al cielo, la exitosa
defensa de la ciudad de Simancas, una gran victoria que había salvado la independencia
política del Norte con respecto la autoridad del califa andalusí. Por la noche, se refugiaron
tras las murallas de la urbe, donde fueron recibidos como héroes y como paladines de la
Cruz y del Norte. Allí, bebieron y se saciaron como muchos de ellos jamás lo habían hecho,
libres de preocupaciones y de sobresaltos. El balance había sido duro: antes de que acabase
la noche, elevaron una oración al Cielo y oficiaron una misa por las almas de los difuntos
que se habían ido luchando por la gloria de Dios y del rey. Después de la misa, muchos de
ellos volvieron a beber, disfrutar, bailar y cantar completamente ebrios, felices y
despreocupados.
—Hemos ganado, por el amor de Dios —Sancho dio un soberbio manotazo en la mesa—.
Simancas está salvada, y con ella todo el Reino. ¿Por qué…?
—Sabéis perfectamente cómo es Ramiro —respondió Alfonso, serio—. No descansa
hasta ver a sus enemigos completamente fuera del mapa. Para él no habrá victoria hasta que
el califa suplique clemencia y abandone toda idea de marcharse de León.
—Esperaba que Ramiro llegase a un acuerdo con el califa. Realmente lo esperaba —
suspiró Diego—. Pero piensa aprovechar su marcha por el Riaza para dejarle claro quién es
el dueño del Norte derramando más sangre. Eso es lo que me han contado.
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—Sólo un necio esperaría algo honorable de nuestro rey —el mercenario bebió un largo
sorbo de vino dulce—.
—Por suerte, el califa no sabe nada de estas tierras. Para penetrar por el Riaza hace falta
moverse por valles escarpados y rocosos…
—¿Y?
—Que no tendrá más remedio que penetrar por un pequeño hueco en una zona muy
escarpada, de difícil defensa. Supongo que espera que Ramiro sea…
—¿Justo? —dijo Sancho con sorna— La guerra no es justa, amigo mío. Mucho menos
cuando amenazas al rey Ramiro.
—Mañana —Diego apuró su vaso de barro—, nos posicionaremos encima de esas colinas
y cargaremos con todo lo que tenemos, sin dar posibilidad a nuestros enemigos a
contraatacar u organizarse, pues no podrán. Será una masacre, amigos míos. Así que
procurad dormir bien esta noche.
* * *
Tal y como dijo Diego, fue una masacre.
Más de veinte mil cadáveres andalusíes llenaban el estrecho valle con su sangre y su
hedor a muerte.
Los cristianos encontraron al ejército califal formando en una sola columna por un largo
pasillo, en un estrecho hueco entre dos paredes de roca. El ejército del califa fue primero
recibido con varias descargas de saetas que duraron un par de horas, tiempo en el que
cayeron miles de ismaelitas. Cuando las flechas se acabaron, los hombres y caballeros, ahora
desmontados, bajaron rápidamente de la roca y aprovecharon la altura para asesinar
impunemente a aquellos que tenían más cerca sin posibilidad de maniobrar y defenderse de
aquel ataque. Por si no fuera poco, muchos de los miembros más prominentes del ejército,
entre los que se encontraban algunos caudillos fronterizos, huyeron despavoridos y dejaron
al califa Abd al-Rahman a merced de los cristianos, que tuvo que ser escoltado por algunos
oficiales, y perdió su pabellón y sus objetos más personales. El resto de los soldados del
ejército escaparon como pudieron de aquella carnicería.
* * *
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Diego se dirigió, junto con Alfonso, hacia la posición del califa, pues tenían órdenes de
Fernán González de capturarlo. Por suerte, muchos de los escoltas carecían de monturas, lo
que retrasó sobremanera la huida del soberano, y fueron rápidamente alcanzados por los
castellanos.
—Daos preso en nombre del Rey Nuestro Señor, don Ramiro de León —exclamó Diego,
desafiante—.
Abd al-Rahman desenfundó su arma, y su docena de escoltas hicieron lo mismo. Alfonso,
sin embargo, vio con emoción quién era el que dirigía la huida del califa.
—Abu Sahmed Ibn Qatiyya —dijo Alfonso, con los ojos encendidos y una sonrisa torva
—. ¿Estáis intentando limpiar vuestra falta protegiendo cual perro a su amo?
—Malnacido… —la mirada de Sahmed soltaba chispas— ¡Fuiste tú! ¡Me engañaste para
debilitar la moral de las tropas!
—Y tú fuiste un necio y confiaste en él… —rió Diego— En alguien a quien por poco le
destruyes la vida. ¿Creías que el bastardo de Ramiro de León, al que traicionaste y con el
que jugaste sucio, no iba a hacer lo mismo contigo? Eres en verdad más idiota de lo que
esperaba…
Ibn Qatiyya rasgó el aire con un grito de ira y se lanzó hacia Diego. Primero lanzó unos
cuantos tajos que paró fácilmente con su espada, para después empezar a estocar buscando
el tronco del veterano. Con esfuerzo, el castellano logró tumbarlo y desarmarlo.
—Por suerte para ti —sonrió—, yo no soy él. Ahora, date preso y seremos piadosos
contigo.
Mientras, la escolta de Abd al-Rahman III estaba metida en una cruenta lucha contra los
mercenarios. Entretanto, el califa y un guardia se encontraban rodeados por Alfonso y por
otros dos hombres. Sin embargo, un feroz ataque por parte del califa clavó su daga en la
clavícula de uno de sus hombres. Diego elevó la vista ante el desgarrador y agudo grito que
éste dio. Sólo fue un par de segundos, pero los suficientes como para que Abu Sahmed
sacase un cuchillo de su bota y, de un salto, se lo clavase en el pecho al veterano.
—¡No! —aulló Alfonso cuando vio lo sucedido. Sahmed dejó caer con desprecio un
veterano yaciente— ¡Diego, no!
Llevado por el impulso, la ira y la impotencia, el mercenario olvidó al califa y dejó que
acabase con el mercenario que restaba, que cogiese un par de caballos y escapase con el rabo
entre las piernas de allí.
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Alfonso propinó un soberbio espadazo sobre su enemigo, que respondió bloqueando con
el arma de Diego el golpe. Alfonso no calculaba bien los movimientos y se dejaba llevar por
la furia y la brutalidad, imaginando mil formas horribles de acabar con ese hombre que, sin
conformarse con robarle el futuro y su vida en Córdoba, ahora le había arrebatado a su mejor
amigo. Al que había sido un mentor, un padre para él. Sahmed, fatigado por el continuo
combate, fue sorprendido por el violento embate de su enemigo y dio un traspiés. Sin
embargo, antes de que cayera al suelo, Alfonso ya lo había atravesado, rugiendo al cielo y
enseñando los dientes cual bestia cuando ha cazado a su presa.
Alfonso dejó caer el cuerpo inerte del magrebí. Con lágrimas en los ojos, elevó un grito
hondo y cargado de sentimiento al cielo, y pisoteó, sin ninguna clase de respeto, el cadáver
de Sahmed.
* * *
Muy lejos de allí, Nadja cojeaba con el tobillo torcido, sin más protección que sus ligeras
ropas de batalla, pues había dejado su gambesón, su peto y sus enseres por el camino. Había
abandonado al califa a merced de Ramiro. Había traicionado a su señor y a Allah.
Cuando llevaba un tiempo huyendo sin rumbo fijo, un golpe repentino en la espalda le
tumbó.
Cuando alzó la vista, le costó creer que sus ojos no le engañaban, pues Elvira de Avilés y
el liberto que le acompañaba, Aswad, se encontraban de pie frente a él.
—Es patético, Nadja —siseó Aswad—. Muy patético.
—Por poco nos matas para asegurar tu posición en la corte del califa y seguir disfrutando
de tus privilegios —Elvira dejó ver una mueca de desaprobación—. El propio Abd al-
Rahman te encargó acabar con la amenaza leonesa y subyugar el Norte… y mírate. Has
fallado, porque tu orgullo y tus ansias de poder han hecho que la mitad del ejército te
deteste. Y ahora, no puedes volver a Córdoba ni a Al-Ándalus, porque el califa te clavará en
una cruz. Querías llegar a lo más alto, y mírate. Arrastrándote, humillado por tus propios
vecinos y considerado un paria…
—¡D… dejadme en… paz!
—Ah, claro —sonrió Elvira—. Claro que te dejaremos en paz. Más bien, tú dejarás en
paz a todo el mundo. Créeme que lo harás…
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Aswad comenzó a golpear sin ningún tipo de piedad a Nadja, con tanta fuerza que se
oyeron varias costillas rotas. Cuando la brutal paliza terminó, el antiguo esclavo califal elevó
los ojos, implorando misericordia.
—Ahora, sí —asintió Elvira, al tiempo en que, de un rápido movimiento, seccionó la
garganta de Nadja con el cuchillo que tenía escondido en su manga.
Por fin, tras muchos reveses sufridos, ambos esposos habían culminado su venganza.
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