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Estación de Abercrombie Jack Vance ESTACIÓN DE ABERCROMBIE Jack Vance Título original: THE BEST OF JACK VANCE Traducción: José Manuel Pomares 1ª edición: diciembre, 1977 La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S.A. Mora la Nueva, 2. Barcelona (España) © Jack Vance – 1977 Printed in Spain ISBN 84-02-05387-4 Depósito legal: B. 41.082 - 1977 Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. Carretera Nacional 152, Km 21,650 Parets del Valles (Barcelona) - 1OT7 1

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

ESTACIÓN DE ABERCROMBIEJack Vance

Títu lo or ig inal : THE BEST OF JACK VANCE

Traducción: José Manuel Pomares

1ª edic ión: d ic iembre, 1977

La presente edic ión es propiedad de Edi tor ia l Bruguera, S .A.

Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

© Jack Vance – 1977

Pr inted in Spain

ISBN 84-02-05387-4

Depósi to legal : B . 41.082 - 1977

Impreso en los Ta l leres Gráf icos de Edi tor ia l Bruguera, S . A.

Carretera Nacional 152, Km 21,650

Parets del Val les (Barcelona) - 1OT7

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

PRESENTACIÓN

Vance, el al ienígena

Jack Vance es e l maestro de la c iencia f icc ión «exót ica». Nadie como él ha sabido transmit i r esa sensación de a jenidad que, lógicamente, deber ía caracter izar las obras que descr iben otros mundos y épocas futuras, y que s in embargo tan pocos autores logran infundir a sus re latos.

Esta habi l idad suya para evocar lo i r reduct ib lemente extraño le ha convert ido en uno de los autores más populares del género, pese a (o prec isamente por) la aparente i r re levancia del argumento de muchos de sus re latos. Como en la narrat iva de un Kafka, lo importante no es lo que pasa s ino cómo pasa, e inc luso ese cómo adquiere todo su s igni f icado a n ive l de mat iz . No se puede reducir un re lato de Vance a su esquema argumental (como se puede hacer con muchas otras narrac iones de c iencia f icc ión, que inc luso mejoran en vers ión s inópt ica) , pues equivaldr ía a pelar un p látano para t i rar lo de dentro y comerse la p ie l . En Vance, la forma es e l contenido.

Dicho de otro modo, la pecul iar fasc inación de Vance res ide en que más que escr ib i r sobre a l ienígenas, lo hace como un a l ienígena.

Hace poco se p id ió a l autor que se lecc ionara lo que é l mismo consideraba sus mejores narrac iones. En Lo mejor de Jack Vance (L ibro Amigo, 516) publ icamos tres de e l las ( Velero 25 , El ú l t imo cast i l lo y La mar iposa lunar ) , y ahora les ofrecemos las t res restantes. En esta ocas ión e l lector hal lará a un Vance más i rónico, menos f r ío , más terrenal , como s i e l evas ivo extraterrestre que probablemente es se hubiera ido impregnando con e l t iempo de los problemas y af l icc iones de la humanidad. A lgo de la desazonada y fasc inante « le janía» de El ú l t imo cast i l lo o las novelas del c ic lo de Durdane ( El hombre s in rostro , C iencia F icc ión 21, Los valerosos hombres l ibres , C iencia F icc ión 29) ha cedido terreno a una i ronía y una tens ión narrat iva más v iscera les.

Tal vez e l lector avezado se sorprenda a l comprobar que e l pr imer re lato, del que Vance asegura que es uno de sus favor i tos , es e l menos caracter íst ico de Vance que haya le ído jamás. No lo duden: es una de tantas t retas del ta imado escr i tor a l ienígena para desor ientarnos.

CARLO FRABETTI

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CONTENIDO

EL RETIRO DE ULLWARD

ESTACI0N DE ABERCROMBIE

RUMFUDDLE

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I

Este re lato es uno de mis favor i tos . Habiendo d icho tanto, supongo que me veo obl igado a contestar la pregunta: ¿por qué?

Alabar la propia obra de uno es una s imple imprudencia; por otra parte, la candidez desenfadada es refrescante, y quizá sea una v i r tud; por e l lo , me arr iesgaré a ofrecer uno o dos comentar ios sobre E l ret i ro de Ul lward.

Considero que e l re lato está b ien constru ido desde e l punto de v ista técnico, y creo que, a pesar de su f ranca f r ivo l idad, en é l se hacen una ser ie de profundas af i rmaciones sobre la condic ión humana. En esta obra no hay v i l lanos, n i héroes; en e l la , só lo nos encontramos con la capcios idad y la vanidad humanas.

EL RETIRO DE ULLWARD

B ruham Ul lward había inv i tado a t res amigos a comer en su rancho: Ted y Ravel in Seehoe, y su h i ja adolescente Iugenae. Después de un fest ín como para hacer sa l tar los o jos , U l lward ofrec ió un p lato de las past i l las d igest ivas que le habían conservado la sa lud.

—Una comida maravi l losa —observó Ted Seehoe con reverencia—. En real idad, demasiado. Neces i taré una de éstas. Las a lgas estaban absolutamente del ic iosas.

—Son a l imentos genuinos —di jo Ul lward, sonr iendo y haciendo un gesto natura l con la mano.

Ravel in Seehoe, una joven de rostro f resco y act i tud pos i t iva, de ochenta o noventa años, extendió la mano para coger una past i l la .

—Es una vergüenza que ya no queden. Las s intét icas que conseguimos apenas s i se pueden reconocer como algas.

—Es un problema —admit ió Ul lward—. Me uní con unos amigos y compramos una pequeña parcela en e l Mar de Rosas. Las cul t ivamos nosotros mismos.

—¡Fí jate en eso! —exclamó Ravel in—. ¿No es a lgo terr ib lemente caro?

—En la v ida, las cosas buenas cuestan caras —di jo Ul lward f runciendo los labios capr ichosamente—. Afortunadamente, me puedo permit i r unos pocos gastos extras.

—Lo que yo s iempre le d igo a Ted. . . —empezó a deci r Ravel in , pero se detuvo cuando Ted le lanzó una penetrante mirada de advertencia.

—El d inero no lo es todo —di jo Ul lward, con la intención de superar la desavenencia—. Yo tengo una parcela de a lgas y mi rancho. Ustedes t ienen a su h i ja y estoy seguro de que no la cambiar ían.

—No estoy tan segura —comentó Ravel in , d i r ig iendo una mirada cr í t ica a Iugenae.

—¿Cuándo tendrá usted su propio h i jo , lamster 1 U l lward? —preguntó Ted, dando una palmada en la mano de Iugenae.

—Aún me fa l ta t iempo. Ocupo e l lugar t re inta y s iete mi l mi l lones en la l i s ta .

—Una lást ima —comentó Ravel in Seehoe—. Cuando usted podr ía proporc ionar tantas venta jas a un n iño.

—Algún día , a lgún d ía , antes de que sea demasiado v ie jo .

—Es una vergüenza —di jo Ravel in—, pero t iene que ser as í . Otros c incuenta mi l mi l lones de personas y no podremos d is f rutar de n ingún t ipo de int imidad.

Se quedó mirando admirat ivamente la habi tac ión, que únicamente se ut i l i zaba para preparar la comida y comer.

Ul lward colocó las manos en los brazos de su s i l la , inc l inándose un poco hacia adelante.

—¿Le gustar ía quizá echar un v istazo a l rancho?

Hizo la pregunta con un tono de voz casual , mirando a uno y a otro. Iugenae d io palmadas de a legr ía . Ravel in sonr ió con una expres ión de agradecimiento.

—Si no es mucha molest ia para usted.

—¡Oh, nos gustar ía mucho, lamster U l lward! —gr i tó Iugenae.

—Siempre he deseado ver su rancho —di jo Ted—. He o ído hablar mucho de é l .

1 Lamster , contracc ión de landmaster , es una forma cortés de d i r ig i rse a un propietar io de t ierras.

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—Es una oportunidad para Iugenae que no quis iera que perdiera —di jo Ravel in , y señalando con un dedo hacia Iugenae, le advir t ió—: Recuerda, míra lo todo muy cuidadosamente. . . y no toques nada.

—¿Puedo sacar fotograf ías , mamá?

—Eso se lo tendrás que preguntar a lamster U l lward.

—Desde luego, desde luego —di jo Ul lward—. ¿Por qué no lo va a poder hacer?

Se levantó. Era un hombre que superaba l igeramente la estatura media, a lgo gordinf lón, con un pelo ro j izo, unos o jos azules redondos y una nar iz prominente. Tenía cas i t resc ientos años de edad y conservaba su sa lud con gran celo, pues apenas parec ía tener más de dosc ientos.

Se d i r ig ió hacia la puerta, comprobó la hora y marcó un d isco s i tuado en la pared.

—¿Están d ispuestos?

—Sí , lo estamos —contestó Ravel in .

Ul lward separó la pared hacia atrás, descubr iendo una v ista sobre un terreno agreste. Un hermoso roble extendía su sombra sobre un estanque en e l que crec ían los juncos. Un sendero cruzaba un campo, d i r ig iéndose hacia un val le f rondoso s i tuado a un k i lómetro y medio de d istancia .

—¡Magní f ico! —exclamó Ted—. ¡Senci l lamente magní f ico!

Sal ieron a l exter ior , a la luz del so l . Iugenae extendió los brazos, sa l tó y bai ló en c í rculo.

—¡Mira! ¡Estoy so la! ¡Estoy yo so la aquí fuera!

—¡Iugenae! —l lamó Ravel in ásperamente—. ¡Ten cuidado! ¡No te sa lgas del sendero! Eso es h ierba verdadera y no debes estropear la .

Iugenae echó a correr hac ia e l estanque.

—¡Mamá! —l lamó volv iéndose hacia e l los—. ¡Mira estas cosas tan pequeñas y asustadizas! ¡Y mira las f lores!

—Esos animales son ranas —di jo Ul lward—. La h istor ia de su evoluc ión v i ta l es muy interesante. ¿Ven esas cosas pequeñas en e l agua que parecen peces?

—¡Qué divert ido! ¡Mamá, ven aquí!

—Se les l lama renacuajos y con e l t iempo se t ransformarán en ranas, imposib les de d ist inguir de las que estamos v iendo.

Ravel in y Ted se asomaron a l estanque con mayor d ignidad, pero se sent ían tan interesados por las ranas como Iugenae.

—Huele este a i re f resco —le d i jo Ted a Ravel in—. Parece como s i hubiéramos vuel to a los t iempos ant iguos.

—Es a lgo absolutamente exquis i to —di jo Ravel in , mirando a su a l rededor—. T iene una la impres ión de poder echar a andar y andar y andar .

—Vengan por aquí —les d i jo Ul lward desde detrás del estanque—. Esto es e l jard ín de p iedra.

Con un temor reverencia l , los inv i tados observaron f i jamente e l sa l iente de roca, co loreado con l íquenes de color ro jo y amar i l lo , y recubierto de musgo verde, Los helechos crec ían en una hendidura; también había a lgunos grupos f rági les de f lores b lancas.

—Huele las f lores, s i quieres —le d i jo Ul lward a Iugenae—. Pero, por favor , no las toques; se rompen con mucha fac i l idad.

—¡Mmmmmm! —exclamó Iugenae a l o ler las . —¿Son reales? —preguntó Ted.

—El musgo, s í . Los helechos y estos pequeños cactus también son reales. Las f lores me las d iseñó un hort icu l tor y son reproducciones exactas de especies ant iguas. Hemos conseguido mejorar e l o lor .

—Maravi l loso, maravi l loso —di jo Ted.

—Vengan ahora por este camino. . . No, por favor , no miren hacia atrás; quiero que capten todo e l efecto. . . —en aquel momento, una expres ión i r r i tante cruzó por su rostro.

—¿Qué sucede? —preguntó Ted.

—Es esa condenada molest ia —contestó Ul lward—. ¿Oye ese ru ido?

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Ted se d io cuenta entonces de un débi l retumbar, profundo y cas i inaudib le .

—Sí , parece como s i fuera a lguna factor ía .

—Lo es. Debajo del suelo. Una fábr ica de a l fombras. Uno de los te lares es e l que produce todo ese terr ib le escándalo. Me he quejado, pero no se preocupan. . . Más aún, lo ignoran. Vengan ahora aquí . . . ¡y miren a su a l rededor!

Sus amigos contuvieron la respirac ión, admirados. Desde aquel ángulo se veía un bungalow rúst ico en un val le a lp ino, y la puerta era la abertura que daba entrada a l comedor de Ul lward.

—¡Qué i lus ión de d istancia! —exclamó Ravel in—. Una persona cas i se podr ía creer que estaba sola .

—Es una obra maestra —admit ió Ted—. Jurar ía que estoy mirando a quince k i lómetros de d istancia . . . o por lo menos a ocho k i lómetros.

—Dispongo de mucho espacio aquí —di jo Ul lward con orgul lo—. Cas i una tercera parte de una hectárea. ¿Les gustar ía ver lo a la luz de la luna?

—|Oh! ¿Podr íamos?

U l lward se d i r ig ió hacia un panel de conmutadores ocul tos; e l so l parec ió apresurar su marcha por e l c ie lo . E l va l le se v io i luminado por una br i l lante puesta de so l ; e l c ie lo adquir ió un tono rosado y azulado, después dorado, más tarde verde y f ina lmente comenzaron a aparecer las sombras… y la luna l lena empezó a e levarse por detrás de la co l ina.

—Esto es a lgo absolutamente maravi l loso —di jo Ravel in con suavidad—. ¿Cómo puede usted marcharse a lguna vez de aquí?

—Es duro —admit ió Ul lward—. Pero también tengo que cuidar de los negocios. Más d inero s igni f ica más espacio.

H izo g i rar un botón; la luna f lotó a t ravés del c ie lo , terminando por desaparecer . Surgieron entonces las estre l las , formando los d ibujos conocidos desde muy ant iguo. Ul lward señaló las conste lac iones y las estre l las de pr imera magnitud, c i tándolas por su nombre y ut i l i zando una l interna- lápiz como puntero. Después, e l c ie lo adquir ió un tono lavanda y amar i l lo l imón y e l so l vo lv ió a surgi r . Unos conductos inv is ib les enviaron una corr iente de a i re f r ío a t ravés del c laro.

—En estos momentos estoy negociando la compra de una zona s i tuada detrás de esta pared —di jo , dando un l igero golpe en la ladera de la montaña representada, una i lus ión que adquir ía real idad y t r id imensional idad mediante laminaciones s i tuadas dentro del cr is ta l—. Es una zona bastante grande. . . más de d iez metros cuadrados. E l propietar io quiere una fortuna, natura lmente.

—Me sorprende mucho que quiera vender —observó Ted—. Diez metros cuadrados s igni f ican una verdadera int imidad.

—Se ha producido una muerte en la fami l ia —expl icó Ul lward—. E l abuelo en cuarto grado del propietar io ha desaparec ido y e l espacio sobra temporalmente.

—Espero que pueda conseguir lo —di jo Ted, as int iendo.

—Yo también lo espero. Tengo ambic iones bastante extravagantes. . . Con e l t iempo, espero l legar a ser propietar io de todo e l b loque, pero eso requiere t iempo. A la gente no le gusta vender su espacio y todo e l mundo está ans ioso por comprar .

—Nosotros no —di jo Ravel in a legremente—. Tenemos nuestra pequeña casa. V iv imos en un ambiente cómodo y acogedor y estamos ahorrando d inero para invert i r lo .

—Eso está b ien —admit ió Ul lward—. Hay mucha gente que sufre escasez de espacio. Después, cuando se presenta una buena oportunidad para hacer d inero, se encuentran con que no d isponen de capi ta l . Hasta que pude ganar a lgo con las past i l las d igest ivas, v iv í en un cubículo indiv idual a lqui lado. V iv ía encogido. . . pero hoy en d ía no lo s iento.

Regresaron, a t ravés del c laro, hac ia la casa de Ul lward, deteniéndose un momento ante e l roble.

—Me s iento especia lmente orgul loso de este árbol —comentó Ul lward—. ¡Un verdadero roble!

—¿Verdadero? —preguntó Ted, asombrado—. Supuse que era art i f ic ia l .

—Lo mismo piensa mucha gente —di jo Ul lward—. Pero, no, es verdadero.

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—Iugenae, por favor , toma una fotograf ía del árbol . Pero no lo toques. Puedes dañar su corteza.

—Puede tocar la corteza con toda tranqui l idad. —aseguró Ul lward; miró hacia las ramas y después examinó e l suelo, se agachó y cogió una hoja ca ída—. Esta hoja ha crec ido en e l árbol . Y ahora, Iugenae, quiero que vengas conmigo —se di r ig ió hacia e l jard ín de roca y apartó a un lado una roca s imulada, dando paso a un pequeño gabinete con una palangana—. Observa cuidadosamente —di jo , mostrándole la hoja—. ¿La ves? Está seca, br i l lante y marrón.

—Sí , lamster U l lward —asint ió Iugenae con un movimiento de cabeza.

—Pr imero la sumer jo en esta so luc ión —cogió una probeta l lena de un l íquido oscuro, ret i rándola de un estante—. As í . Eso restaura e l co lor verde. Lavamos e l exceso de l íquido y ahora la secamos. Ahora, f rotamos la superf ic ie con este otro l íquido, con mucho cuidado. Mira, ahora es f lex ib le y fuerte. Una soluc ión más —esto es un revest imiento p lást ico— y aquí la tenemos, una verdadera hoja de roble, perfectamente genuina. Toma, es tuya.

—¡Oh, lamster U l lward! ¡Muchas grac ias! —y echó a correr hac ia e l exter ior , mostrándosela a sus padres, que estaban junto a l estanque, d is f rutando de la sensación de espacio y observando a las ranas—. ¡Mirad lo que me ha dado lamster U l lward!

—Ten mucho cuidado con e l la —di jo Ravel in—. Cuando volvamos a casa le encontraremos un pequeño y boni to marco y la podrás tener co lgada en tu cubículo.

E1 so l s imulado se encontraba en e l c ie lo occ identa l . U l lward d i r ig ió a l grupo hacia e l re lo j de so l .

—Es a lgo ant iguo. T iene muchís imos años. Mármol puro esculp ido a mano. También funciona. . . y es muy práct ico. Miren, las cuatro menos d iez por la sombra en e l d ia l . . . —echó un v istazo a su re lo j de c inturón y observó e l so l—. Perdónenme un instante.

Se d i r ig ió hacia e l panel de contro l y l levó a cabo un a juste. E l so l d io un sa l to hacia atrás de unos d iez grados. U l lward regresó y comprobó e l re lo j de so l .

—Eso está mejor —di jo—.Miren ahora. Las cuatro menos d iez en e l re lo j de so l . Y las cuatro menos d iez en mi re lo j . ¿No es a lgo estupendo?

—Es maravi l loso —asint ió Ravel in ser iamente.

—Es la cosa más maravi l losa que jamás haya v isto —di jo Iugenae a legremente.

Ravel in miró a su a l rededor y suspiró con melancol ía .

—No nos gusta marcharnos, pero creo que ya tendr íamos que estar regresando a casa.

—Ha s ido un d ía maravi l loso, lamster U l lward —di jo Ted—. Una comida exquis i ta y hemos d is f rutado mucho v iendo su rancho.

—Tienen que volver otra vez —invi tó Ul lward—. S iempre me gusta estar acompañado.

Les l levó hacia e l comedor y después atravesaron e l sa lón-dormitor io hasta la puerta. La fami l ia Seehoe d io un ú l t imo v istazo por e l espacioso inter ior , se pus ieron sus capas, subieron a su ca lzado móvi l y se despid ieron. Ul lward cerró la puerta. Los Seehoe miraron, y esperaron hasta que aparec ió un hueco en e l t ráf ico. Di jeron adiós con la mano, se co locaron las capuchas sobre las cabezas y subieron a l corredor móvi l .

E l ca lzado móvi l les aceleró hacia su hogar , se lecc ionando e l camino apropiado, des l izándose automát icamente en las p istas correctas de sa l ida de la ca lzada. Los campos de def lecc ión les permit ían sortear a las mult i tudes. A l igual que los Seehoe, todo e l mundo l levaba la capa y la capucha de mater ia l de pel ícu la ref lect iva para sa lvaguardar la int imidad. E l cr is ta l de i lus ión que se extendía por e l techo del corredor presentaba una v ista de torres que iban d isminuyendo en un c ie lo a legremente azul , como s i los peatones se estuvieran moviendo solos a lo largo de los pasajes super iores, expuestos a l v iento.

Los Seehoe se aproximaron a su casa. A unos dosc ientos metros de d istancia se desviaron hacia la pared. Pero como la f lu idez del t ráf ico les h izo pasar de largo tuvieron que dar la vuel ta a todo e l b loque y l levar a cabo otro intento de entrar en casa. Su puerta se abr ió cuando estuvieron a su lado; se agacharon para penetrar por la abertura, balanceándose sobre una barra de metal a modo de pasamanos.

Se qui taron las capas y e l ca lzado móvi l , des l izándose hábi lmente unos entre otros. Iugenae se las arregló para l legar a l cuarto de baño y quedó s i t io l ibre para que Ted y Ravel in se sentaran. La casa resul taba bastante pequeña para los t res , podr ían haber pagado otros d iez metros cuadrados de espacio, pero, en lugar de pagar un a lqui ler exorbi tante, prefer ían ahorrar e l d inero con un o jo puesto en e l futuro de Iugenae.

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Ted suspiró l leno de sat is facc ión, est i rando lu jur iosamente las p iernas por debajo del as iento de Ravel in .

—A pesar del rancho de Ul lward es boni to estar en casa.

Iugenae sa l ió del cuarto de baño. Ravel in la miró.

—Es hora de que tomes la past i l la , quer ida.

E l rostro de Iugenae se contra jo .

—¡Oh, mamá! ¿Por qué tengo que tomar las past i l las? Me encuentro perfectamente b ien.

—Te hacen b ien, quer ida.

Con un gesto de mal humor, Iugenae tomó una past i l la del bot iquín.

—Runy dice que me haces tomar past i l las para retrasar mi crec imiento.

Ted y Ravel in se miraron.

—Limítate a tomar la past i l la —di jo Ravel in—, y no te preocupes por lo que d ice Runy.

—¿Pero cómo es que yo tengo tre inta y ocho años y Ermara Burk t iene tre inta y dos, y ya t iene una bonita f igura, mientras que yo estoy l isa como una tabla?

—No empieces a d iscut i r y tómate la past i l la . —Vamos, pequeña, s iéntate aquí —di jo Ted, levantándose.

Iugenae protestó, pero Ted levantó su mano y d i jo :

—Me sentaré en e l n icho. Tengo que hacer unas cuantas l lamadas.

Se des l izó junto a Ravel in y tomó as iento en e l n icho, f rente a la panta l la de comunicac ión. E l cr is ta l de i lus ión s i tuado detrás de é l estaba constru ido del modo usual , aunque, en real idad, lo había d iseñado la propia Ravel in . S imulaba una a legre y pequeña madr iguera, con las paredes forradas de seda ro ja y amar i l la , con un cuenco l leno de f ruta sobre una mesa rúst ica, una gui tarra en e l banco y una tetera de cobre h i rv iendo sobre la estufa. La p lancha había resul tado bastante cara, pero cuando a lguien se comunicaba con los Seehoe era lo pr imero que veía, y en eso Ravel in , que se sent ía muy orgul losa de su casa, se había negado a escat imar gastos.

Antes de que Ted pudiera hacer su l lamada, se encendió la luz señal izadora. Contestó. La panta l la se abr ió mostrando a su amigo Loren Aig le , sentado aparentemente en una rotonda arqueada a l a i re l ibre, contra un fondo de nubes a lgodonosas; una i lus ión que Ravel in reconoció instantáneamente como un efecto de los más normales y poco caro.

Loren y E l roe, su esposa, estaban ans iosos por saber a lgo sobre la v is i ta de los Seehoe a l rancho de Ul lward. Ted les descr ib ió con todo deta l le cómo habían pasado la tarde.

—¡Espacio, espacio y más espacio! ¡A is lac ión pura y s imple! ¡ Int imidad absoluta! ¡Apenas s i os lo podéis imaginar! ¡Una verdadera fortuna en cr ista les de i lus ión!

—Bonito —di jo Loren Aig le—. Te voy a deci r a lgo que te resul tará d i f íc i l de creer . Hoy he registrado todo un p laneta a nombre de un so lo hombre.

Loren trabajaba en la Of ic ina de Cert i f icac ión de la Agencia de Propiedades Extraterrestres. Ted quedó extrañado y no comprendió.

—¿Todo un p laneta? ¿Cómo es eso? —Es un astronauta que trabaja por cuenta propia —expl icó Loren—. Aún quedan unos pocos s in registrar .

—¿Pero qué p lanea hacer con todo un p laneta?

—Dice que se va a v iv i r a l l í .

—¿Solo?

—Sí —asint ió Loren—. He mantenido una buena char la con é l . Dice que la T ierra está muy bien, pero que pref iere la int imidad de su propio p laneta. ¿Te lo imaginas?

—¡Francamente, no! ¡Tampoco me puedo imaginar la cuarta d imensión. Y , s in embargo, ¡qué maravi l la! Terminó la conversac ión y la imagen se desvaneció de la panta l la . Ted se volv ió hacia su esposa.

—¿Oíste eso?

Ravel in as int ió ; había escuchado, aunque s in prestar gran atención. Estaba leyendo e l menú suministrado por la empresa de abastec imientos a la que estaban suscr i tos .

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—No vamos a tomar nada pesado después de esa comida. Vuelven a tener a lgas s intét icas s imuladas.

—Nunca son tan buenas como las verdaderas s intét icas —observó Ted, gruñendo.

—Pero es barato y todos nosotros hemos comido muy bien.

—¡No te preocupes por mí , mamá! —di jo Iugenae—. Voy a sa l i r con Runy.

—¡Oh! ¿Te vas? ¿De verdad? ¿Me permites preguntarte adonde vas a i r?

—A dar una vuel ta por e l mundo. Cogeremos e l lanzador de las s iete, as í es que tengo que darme pr isa.

—Después ven inmediatamente a casa —di jo Ravel in con sever idad—. No te vayas a n inguna otra parte.

—Por e l amor del c ie lo , mamá, ¿crees que iba a fugarme o a lgo as í?

—Haz lo que te he d icho. Yo también fu i joven una vez. ¿Te has tomado la medic ina?

—Sí , ya me he tomado la medic ina.

Iugenae se marchó. Ted regresó a l n icho.

—¿A quién vas a l lamar ahora? —preguntó Ravel in .

—A lamster U l lward. Quiero agradecer le todas las molest ias que se ha tomado por nosotros.

Ravel in estuvo de acuerdo en que ya no val ía la pena hacer una l lamada para pedir a lgas y margar ina.

Ted h izo la l lamada, expresó su agradecimiento y después, cas i en e l ú l t imo momento, se le ocurr ió hablar del hombre que poseía un p laneta para é l so lo .

—¿Todo un p laneta? —preguntó Ul lward—. T iene que estar habi tado.

—No, creo que no, lamster U l lward. ¡P iénselo! ¡P iense en la int imidad!

—¡ Int imidad! —exclamó Ul lward bruscamente—. Mi quer ido amigo, ¿a qué se ref iere con eso?

—¡Oh! Natura lmente, lamster U l lward. . . , usted posee un lugar realmente atract ivo.

—El p laneta t iene que ser muy pr imit ivo —ref lex ionó Ul lward—. Una idea muy atrayente, desde luego. . . , s i a uno le gustan esa c lase de cosas. ¿Quién es e l hombre?

—No lo sé, lamster U l lward. Podr ía enterarme, s i usted lo desea.

—No, no, no se preocupe. No estoy especia lmente interesado. Sólo ha s ido un pensamiento tonto —Ul lward se echó a re í r con f ranqueza—. Pobre hombre. Probablemente v ive en una bóveda.

—Eso es pos ib le , desde luego, lamster U l lward. Bueno, muchas grac ias de nuevo y buenas noches.

E l nombre del astronauta era Kennes Mai l . Era un hombre delgado y de corta estatura, duro como un arenque s intét ico, moreno como la levadura tostada. Tenía una mata corta de pelo gr is y una mirada azul , penetrante e ingeniosa. Mostró un amable interés por e l rancho de Ul lward, pero éste pensó que la ins istente ut i l i zac ión de la palabra « inte l igente» no tenía n ingún tacto.

Cuando regresaban a casa, U l lward se detuvo para admirar su roble.

—Es absolutamente genuino, lamster Mai l . Un árbol v ivo, superv iv iente de pasadas épocas. ¿T iene usted árboles tan buenos como éste en su p laneta?

—Lamster U l lward —di jo Kennes Mai l , sonr iendo—, esto es só lo un arbusto. Sentémonos en a lguna parte y le enseñaré a lgunas fotograf ías .

U l lward ya había mencionado su interés por adquir i r una propiedad extraterrestre. Mai l , admit iendo que neces i taba d inero, le había dado a entender que podr ían l legar a a lguna

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c lase de acuerdo. Se sentaron ante una mesa. Mai l abr ió su malet ín . U l lward enchufó la panta l la de la pared.

—Pr imero le mostraré un mapa —di jo Mai l .

Se lecc ionó una barra y la introdujo en la ranura de la mesa. Sobre la pared aparec ió la proyección de un mundo: océanos, una enorme masa terrestre ecuator ia l l lamada Gaea, y los pequeños subcont inentes l lamados Ata lanta, Perséfone y Alc ión. A l mismo t iempo, una caja de información descr ipt iva leyó:

PLANETA DE MAIL

Registrado y adjudicado en la Agencia de Propiedades Extraterrestres

Superf ic ie : 0 '87 de la T ierra

Gravedad: 0 '93 de la T ierra

Rotac ión d iurna: 22'15 horas terrestres

Rotac ión anual : 2 '97 años terrestres

Atmósfera: V igor izante

Cl ima: Sa lubre

Condic iones e inf luencias nocivas: N inguna

Poblac ión: 1

Mai l indicó un punto s i tuado en la r ibera or ienta l de Gaea y d i jo :

—Yo v ivo a l l í . Por e l momento só lo es un campamento tosco. Neces i to d inero para mejorar lo un poco para mí . Estoy d ispuesto a desprenderme de uno de los cont inentes pequeños, o s i as í lo pref iere, de una de las secc iones de Gaea, d igamos, por e jemplo, desde las montañas Murky hacia e l oeste, hasta e l océano.

—Yo no quiero secc iones, lamster Mai l —di jo Ul lward con una agradable sonr isa, sacudiendo la cabeza—. Quiero comprar ese mundo ahora mismo. Usted pone e l prec io: s i es razonable le extenderé e l cheque inmediatamente.

—Ni s iquiera ha v isto las fotograf ías —observó Mai l , mirándole de sos layo.

—Es c ierto —admit ió Ul lward con un tono de hombre de negocios—. Sobre todo, las fotograf ías .

Mai l opr imió e l botón de proyección. Sobre la panta l la aparec ieron paisa jes de una bel leza sa lvaje poco común. Había peñascos montañosos y r íos estruendosos, bosques espolvoreados de n ieve, amaneceres junto a l océano, puestas de so l en la pradera, co l inas verdes, prados sa lp icados de f lores, p layas de arenas tan b lancas como la leche.

—Muy agradable —di jo Ul lward—. Bastante boni to —se sacó la l ibreta de cheques y preguntó—: ¿Cuál es su prec io?

—No vendo —contestó Mai l , moviendo negat ivamente la cabeza—. Estoy d ispuesto a desprenderme de una secc ión. . . ba jo e l supuesto de que se esté de acuerdo con mi prec io y con mis reglas.

U l lward estaba sentado, con los labios apretados. Dio a su cabeza una l igera inc l inac ión. Mai l comenzó a levantarse.

—No, no —se apresuró a deci r le Ul lward—. Sólo estaba pensando. . . Veamos otra vez ese mapa.

Mai l vo lv ió a proyectar e l mapa sobre la panta l la . U l lward inspeccionó cuidadosamente los d iversos cont inentes, e h izo preguntas sobre f is iograf ía , c l ima, f lora y fauna. F inalmente tomó su decis ión.

—Alqui laré Gaea.

—¡No, lamster U l lward! —declaró Mai l—. Me reservo toda esa zona. . . desde las montañas Murky y la r ibera or ienta l del r ío Cal íope. Esta secc ión occ identa l está abierta. Quizá sea a lgo más pequeña que Ata lanta o Perséfone, pero e l c l ima es más cál ido.

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—En esa secc ión occ identa l no hay montañas —protestó Ul lward—. Sólo esos ins igni f icantes r iscos del Cast i l lo Rocoso.

—No son tan ins igni f icantes —objetó Mai l—. También t iene a l l í las co l inas del Pá jaro Púrpura, y aquí , en e l sur , está la montaña Cairasco. . . , un volcán act ivo. ¿Qué más neces i ta?

—Tengo la costumbre de pensar en grande —di jo Ul lward, echando un v istazo a su rancho.

—Gaea occ identa l es una propiedad grande.

—Está b ien —di jo U l lward—. ¿Cuáles son sus condic iones?

—En cuanto se ref iere a l d inero, no soy ávido —di jo Mai l—. Por un a lqui ler de veinte años, dosc ientos mi l anuales, adelantando los c inco pr imeros años.

U l lward h izo un gesto de a larma con la mano.

—¡Eso es mucho, lamster Mai l ! ¡Representa cas i la mitad de mis ingresos!

—No estoy tratando de hacerme r ico —observó Mai l , encogiéndose de hombros—. Quiero constru i rme una buena casa. Eso cuesta d inero. S i usted no se lo puede permit i r , tendré que hablar con a lguien que lo pueda afrontar .

—Me lo puedo permit i r , desde luego —di jo Ul lward con voz amable—, pero todo e l rancho que poseo aquí cuesta menos de un mi l lón.

—Bueno, o lo quiere, o no lo quiere. Le d i ré cuáles son mis reglas y después podrá tomar usted una decis ión.

—¿Qué reglas? —preguntó Ul lward, poniéndose ro jo .

—Son muy s imples y su único propósi to cons iste en mantener la int imidad de cada uno de los dos. En pr imer lugar , debe permanecer usted en su propiedad; nada de excurs iones por un lado u otro de mi propiedad. En segundo lugar , nada de subarr iendos. Tercero: n ingún res idente, excepto usted mismo, c laro, as í como su fami l ia y serv idores. No quiero que vaya a l l í n inguna colonia de art is tas, n i que exista n inguna atmósfera ru idosa y sa lva je . Natura lmente, t iene usted derecho a l levar a sus huéspedes, pero deben mantenerse dentro de su propiedad, como usted mismo.

Miró de sos layo e l rostro encendido de Ul lward y añadió:

—No estoy tratando de ser rudo, lamster U l lward. Las buenas cercas hacen buenos vecinos y es mucho mejor entenderse ahora para evi tar que sur jan más tarde palabras duras y desahucios.

—Déjeme ver de nuevo las fotograf ías —pidió Ul lward—. Muéstreme Gaea occ identa l .

Miró las fotograf ías y , dando un profundo suspiro, d i jo :

—Muy bien, estoy de acuerdo.

E l personal de construcc ión se había marchado. Ul lward se encontraba solo en Gaea occ identa l . Echó a andar, rodeando la nueva casa, aspirando profundamente e l a i re l impio y t ranqui lo , estremeciéndose ante la absoluta so ledad e int imidad. La casa le había costado una fortuna, ¿pero cuántas otras personas poseían —o más b ien tenían a lqui lada— una casa como ésta en la T ierra?

Sa l ió a la terraza f ronta l y lanzó orgul losamente la mirada a t ravés de k i lómetros de espacio y de paisa je , k i lómetros verdaderos y no s imulados. Para s i tuar la casa, había e legido una repisa s i tuada a l p ie de las co l inas de la cadena Ul lward (como había baut izado de nuevo las co l inas del Pá jaro Púrpura) . Frente a é l se extendía una gran sabana dorada, sa lp icada de árboles verde-azulados; por detrás, se e levaba un a l to r isco gr is .

Una corr iente de agua sa l taba por e l r isco sobre la roca, sa lp icando, enfr iando e l a i re , para f lu i r f ina lmente a un hermoso y c laro estanque, junto a l que Ul lward había hecho constru i r una cabaña de p lást ico ro jo , verde y marrón. En la base del r isco y en las gr ietas de la roca crec ían grupos de cactus azules, matorra les de un verde br i l lante, cubiertos por f lores ro jas , y una gran p lanta b lanca, poblada de muchas hojas, con un ta l lo en e l que se apelotonaban las f lores b lancas.

¡Soledad! ¡Aquel lo s í que val ía la pena! Ningún retumbar de factor ías; n ingún ru ido de tráf ico a dos metros de la cama. Con un brazo extendido y e l otro apretado contra su pecho,

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Ul lward real izó unos majestuosos pasos de danza tr iunfa l por la terraza. De haber podido, habr ía dado un sa l to morta l de a legr ía . ¡Cuando una persona ha a lcanzado la más completa int imidad, nada le está prohib ido!

U l lward d io un ú l t imo paseo arr iba y abajo de la terraza, observando aprec iat ivamente e l hor izonte. E l so l se estaba poniendo por detrás de bancos de nubes encendidas. E l co lor tenía una profundidad maravi l losa, una tonal idad br i l lante que sólo se podía comparar con los mejores cr ista les de i lus ión.

Entró en la casa e h izo una se lecc ión de a l imentos del armar io de abastec imientos. Después de una comida tomada con toda calma, se d i r ig ió a l sa lón. Se quedó a l l í pensat ivo durante un momento, y después volv ió a sa l i r a la terraza, paseando arr iba y abajo. ¡Maravi l loso! La noche estaba l lena de estre l las , que colgaban del c ie lo como borrosas lampar i tas b lancas, cas i como s iempre las había imaginado.

A l cabo de d iez minutos de admirar las estre l las , regresó a l sa lón. ¿Y ahora qué? La panta l la de la pared, con su ampl io surt ido de programas grabados. S int iéndose muy tranqui lo y cómodo, Ul lward contempló una rec iente comedia musica l .

Esto s í que era un verdadero lu jo , se d i jo a s í mismo. Era una lást ima no poder inv i tar a sus amigos a pasar con é l la noche. Era a lgo afortunadamente imposib le , teniendo en cuenta la durac ión del v ia je entre la T ierra y e l p laneta de Mai l . S in embargo. . . , só lo fa l taban tres d ías para la l legada de su pr imer huésped. Se trataba de E l f Intry , una mujer joven que se había comportado más que amistosamente con Ul lward en la T ierra. Cuando E l f l legara, U l lward abordar ía un tema que había estado dándole vuel tas en la cabeza desde hacía var ios meses; de hecho, desde que se enteró por pr imera vez de la ex istencia del p laneta de Mai l .

E l f Intry l legó a pr imeras horas de la tardé, bajando a l p laneta de Mai l en una cápsula lanzada desde e l expreso de c i rcunvalac ión exter ior , que pasaba cada semana. A pesar de que era una mujer de d ispos ic ión normalmente buena, sa ludó a Ul lward con una fur iosa explos ión de indignación.

—¿Quién es ese bruto que está a l otro lado del p laneta? ¡Cre í que d is f rutabas aquí de una int imidad absoluta!

—Ese es e l v ie jo Mai l —di jo Ul lward evas ivamente—. ¿Qué ha pasado?

—El tonto del p i loto me dio unas coordenadas erróneas y la cápsula descendió en una p laya. V i una casa y un hombre desnudo, v ist iéndose apresuradamente detrás de unos arbustos. Natura lmente, pensé que eras tú. Me acerqué y le sa ludé. ¡Tendr ías que haber escuchado las palabras que d i jo! —sacudió la cabeza y añadió—: No sé cómo permites que un patán as í v iva en tu p laneta.

En aquel momento sonó e l zumbador de la panta l la de comunicac ión. .

—Ese es Mai l —di jo Ul lward—. Espera aquí . ¡Ya le d i ré yo cómo t iene que hablar a mis inv i tados!

A l cabo de un rato regresó a la terraza. E l f se le acercó y le besó la nar iz .

—Ul ly , estás pál ido de rabia. Espero que no hayas perdido tu buen ta lante.

—No —contestó Ul lward—. Sólo tuv imos. . . Bueno, nos entendimos. Vamos, mira la propiedad.

L levó a E l f hac ia la parte poster ior de la casa, señalando e l estanque, la cascada de agua, la masa de rocas que se extendía sobre e l la .

—¡No verás este mismo efecto en n ingún cr ista l de i lus ión! ¡Esto es roca verdadera!

—Es maravi l loso, U l ly . Muy bonito. S in embargo, puede que e l co lor sea un poco oscuro. Las rocas no t ienen este aspecto.

—¿No? —Ul lward inspeccionó e l r isco con una mirada más cr í t ica—. Bueno, no puedo hacer nada para arreglar lo . ¿Qué te parece la int imidad de que se d is f ruta aquí?

—¡Maravi l losa! Se está tan tranqui lo . Es cas i mister ioso.

—¿Mister ioso? —Ul lward miró e l pa isa je que les rodeaba—. Nunca se me había ocurr ido.

—Tú no eres sens ib le para esas cosas, U l ly . S in embargo, es muy bonito, s iempre y cuando puedas to lerar e l tener tan cerca a esa desagradable cr iatura de Mai l .

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—¿Tan cerca? —protestó Ul lward—. ¡S i está a l otro lado del cont inente!

—Es c ierto —admit ió E l f—, pero supongo que todo es re lat ivo. ¿Cuánto t iempo piensas estar por aquí?

—Eso depende. Ven dentro. Quiero hablar cont igo.

La sentó en un cómodo s i l lón y le s i rv ió una esfera de néctar Gluco-Fructo id. É l se preparó una mezcla de a lcohol et í l ico, agua y unas pocas gotas de ant iguo éster de Haig.

—El f , ¿qué lugar ocupas en la l i s ta de reproducción?

E l la levantó sus f inas ce jas y sacudió la cabeza.

—Estoy tan abajo, que he perdido la cuenta. C incuenta o sesenta mi l mi l lones.

—Yo estoy en e l t re inta y s iete mi l mi l lones. Es una de las razones por las que he comprado este lugar . ¡Esperar la l i s ta! ¡Qué tonter ía! ¡Nadie puede impedir le a Bruham Ul lward procrear en su propio p laneta!

E l f apretó los labios y sacudió la cabeza tr is temente.

—No dar ía resul tado, Ul ly .

—¿Por qué no?

—Porque no puedes l levarte los n iños a la T ierra. La l is ta los e l iminar ía .

—Cierto, pero p iensa en lo que s igni f icar ía v iv i r aquí , rodeado de n iños. ¡Todos los n iños que quieras! ¡Y con la máxima int imidad para todos! ¿Qué más puedes pedir?

—Estás fabr icando un hermoso cr ista l de i lus ión, U l ly —di jo E l f suspirando—. Pero creo que no. Me gusta la int imidad y la so ledad. . . , pero pensé que habr ía más gente con la que estar en pr ivado.

E l expreso de c i rcunvalac ión exter ior pasó cuatro d ías después. E l f besó a Ul lward, despid iéndose.

—Se está muy bien aquí , U l ly . ¡Es tan magní f ica la so ledad! Me pone la carne de gal l ina. He pasado unos d ías maravi l losos —subió a la cápsula y d i jo—: Te veré en la T ierra.

—Espera un momento —di jo Ul lward de pronto—. Quiero que me envíes una o dos cartas.

—Date pr isa. Sólo d ispongo de veinte minutos.

U l lward regresó a l cabo de d iez minutos.

—Toma, son inv i tac iones —le d i jo , conteniendo la respirac ión—. Amigos.

—Está b ien —le besó en la nar iz—. Adiós, U l ly .

Cerró la portezuela y la cápsula levantó e l vuelo, d i r ig iéndose a l encuentro del expreso.

Los nuevos inv i tados l legaron tres semanas más tarde. Eran Frobisher Worbeck, L iornetta Stobart , Harr is y Hyla Cabe, Ted y Ravel in , con su h i ja Iugenae Seehoe, Juvenal Aquister y su h i jo Runy.

U l lward, muy moreno por haber tomado e l so l tantos d ías , les sa ludó a todos con gran entus iasmo.

—¡Bien venidos a mi pequeño ret i ro! ¡Es maravi l loso veros a todos! Frobisher , ¡menudo pi l lo estás hecho! ¡ Iugenae! ¡Más boni ta que nunca! Ten cuidado, Ravel in . . . , le he puesto e l o jo a su h i ja . ¡Pero aquí está Runy! Supongo que ya estoy vencido. L iornetta, me a legro mucho de que hayas podido venir . ¡Y Ted! ¡Qué agradable volver a verte! Todo esto es vuestro, ¡ya lo sabéis , Harr is , Hyla, Juvenal . . . ! , ¡vamos! ¡Tomaremos una copa!

Corr iendo de uno a otro, dando palmadas a los hombros, d i r ig iendo a Frobisher Worbeck que se movía lentamente, condujo a sus inv i tados hasta la terraza. Una vez a l l í , todos se volv ieron para observar e l panorama. Ul lward escuchó sus observaciones con la boca apretada en un gesto de sat is facc ión.

—¡Magní f ico!

—¡Esto es grande!

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—¡Absolutamente verdadero!

—El c ie lo está tan le jos que me da miedo.

—¡Es tan pura la luz del so l !

—Las cosas natura les son s iempre las mejores, ¿verdad?

—Creía que v iv ía usted junto a una p laya, lamster U l lward —di jo Runy con una l igera melancol ía .

—¿Una playa? Estamos en una zona montañosa, Runy. ¡La t ierra de los espacios abiertos! ¡Mira esa p lanic ie!

—No todos los p lanetas t ienen p layas, Runy —di jo L iornetta Stobart tocando a Runy en un hombro—. E l secreto de la fe l ic idad consiste en estar contento con lo que uno t iene.

—¡Oh! —exclamó Ul lward, echándose a re í r a legremente—. Dispongo de p layas, ¡no os preocupéis por eso! Hay una p laya estupenda a. . . a unos ochocientos k i lómetros hacia e l oeste. ¡Todo es dominio de Ul lward!

—¿Podemos i r a l l í ? —preguntó Iugenae con gran exc i tac ión—. ¿Podemos i r , lamster Ul lward?

—¡Claro que podemos! Esa nave que hay a l l í abajo es e l cuarte l general de las l íneas aéreas Ul lward. Volaremos hasta la p laya, ¡y nadaremos en e l océano Ul lward! Pero ahora vamos a refrescarnos. Después de haber v ia jado en ese expreso at iborrado de gente, debéis tener las gargantas como el papel .

—No estaba tan l leno de gente —comentó Ravel in Seehoe—. Sólo éramos nueve —se quedó mirando e l r isco, con una act i tud cr í t ica—. S i eso fuera un cr ista l de i lus ión, lo cons iderar ía grotesco.

—¡Mi quer ida Ravel in! —exclamó Ul lward—. ¡Es impres ionante! ¡Magní f ico!

—Sí , es todo eso —admit ió Frobisher Worbeck, un hombre a l to y robusto, de pelo b lanco, mej i l las enrojec idas y una mirada azul y benevolente—. Y ahora, Bruham, ¿qué hay de esas bebidas?

—Claro. Ted, te conozco desde hace t iempo. ¿Quieres hacerte cargo del bar? Aquí está e l a lcohol , aquí e l agua y aquí los esteres. Y ahora, para vosotros dos —Ul lward l lamó a Runy y a Iugenae—. ¿Qué os parece una bebida f r ía de soda?

—¿De qué c lase hay? —preguntó Runy.

—De todas las c lases y gustos. ¡Este es e l ret i ro de Ul lward! Tenemos met i lami l g lutamina, fosfato de c ic loprodactero l , g l icoc i t rona de metat iobromina cuatro. . .

Runy y Iugenae señalaban sus preferencias; U l lward tra jo los g lobos y después se apresuró a preparar las mesas y s i l las para los adul tos. A l f in , todo e l mundo estuvo cómodamente sentado y re la jado.

Iugenae susurró a lgo a l o ído de Ravel in , quien sonr ió y as int ió condescendiente.

—Lamster U l lward, ¿recuerda usted la maravi l losa hoja de roble que le regaló a Iugenae?

—Claro que lo recuerdo.

—Sigue tan f resca y tan verde como s iempre. Me pregunto s i Iugenae podr ía l levarse una hoja o dos de a lguno de estos otros árboles.

—¡Mi quer ida Ravel in! —bramó Ul lward, sonr iendo—. ¡Se puede l levar un árbol entero, s i quiere!

—¡Oh, mamá! ¿Puedo. . .?

—Iugenae, ¡no seas r id ícula! —espetó Ted—. ¿Como podr íamos l levar lo a casa? ¿Y dónde lo p lantar íamos? ¿En e l cuarto de baño?

—Tú y Runy podéis buscar a lgunas hojas boni tas —di jo Ravel in—, pero no os a le jé is mucho.

—No, mamá —y volv iéndose a Runy, añadió—: Vamos, imbéci l , t rae una canasta.

Los demás se quedaron mirando hacia la pradera.

—Un panorama muy hermoso, Ul lward —di jo Frobisher Worbeck—. ¿Hasta dónde se ext iende tu propiedad?

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—Ochocientos k i lómetros hacia e l oeste, hasta e l océano, y mi l quin ientos k i lómetros hacia e l este, hasta las montañas, mi l setec ientos k i lómetros hacia e l norte y t resc ientos k i lómetros hacia e l sur .

—Bonito —di jo Worbeck, sacudiendo la cabeza con so lemnidad—. Es una lást ima que no pudieras conseguir todo e l p laneta. ¡Entonces s í que d is f rutar ías de una verdadera int imidad!

—Traté de conseguir lo , desde luego —di jo Ul lward—, pero e l propietar io se negó a cons iderar s iquiera la idea.

—Una verdadera lást ima.

—Sin embargo —di jo Ul lward, sacando un mapa—, como ves tengo un verdadero volcán, un buen número de excelentes r íos , una cadena montañosa, y aquí debajo, en e l de l ta del r ío C innamon, hay pantanos absolutamente miásmicos.

—¿Cómo es que se le l lama Océano Sol i tar io? —preguntó Ravel in , señalando e l océano en e l mapa—. Cre í que e l nombre era océano Ul lward.

—Sólo es una cuest ión de números, por deci r lo as í —comentó Ul lward, echándose a re í r con c ierta incomodidad—. Mis derechos só lo se ext ienden por d iec isé is k i lómetros. Es más que suf ic iente para poder nadar .

—Aquí no hay l ibertad para la ut i l i zac ión de los mares, ¿eh, lamster U l lward? —comentó Harr is Cabe, echándose a re í r .

—No exactamente —confesó Ul lward.

—Es una lást ima —di jo Frobisher Worbeck.

—¡Mirad esta maravi l losa cadena de montañas! —di jo Hyla Cabe, señalando e l mapa—. ¡Las Montañas Mágicas! Y aquí . . . ¡Los Campos E l íseos! Me gustar ía ver los , lamster U l lward.

—Me temo que eso será imposib le —contestó Ul lward, moviendo la cabeza con desconcierto—. No están en mi propiedad. Ni s iquiera yo los he v isto.

Sus inv i tados se le quedaron mirando, asombrados.

—Pero seguramente. . . —empezó a deci r a lguien.

—Se trata de un contrato establec ido con lamster Mai l —expl icó Ul lward—. É l permanece en su propiedad y yo en la mía. De ese modo aseguramos nuestra propia int imidad.

—Mira —di jo Hyla Cabe d i r ig iéndose a Ravel in—. ¡Las Cavernas In imaginables! ¿No te enoja mucho e l no poder ver las?

—Es un p lacer estar sentado aquí y poder respirar este maravi l loso a i re f resco —se apresuró a deci r Aquister—. Ningún ru ido, n inguna mult i tud, nada de bul l ic io n i de pr isas.

Los a l l í reunidos bebieron, char laron y se tostaron a l so l hasta b ien entrada la tarde. Con la ayuda de Ravel in Seehoe y de Hyla Cabe, Ul lward preparó una comida s imple compuesta por bol i tas de levadura, prote ína procesada, y gruesas p iezas de a lgas cru j ientes.

—¿No hay carne animal , n i vegeta les herv idos? —preguntó Worbeck con cur ios idad.

—Lo intenté e l pr imer d ía —di jo Ul lward—. Pero resul tó repugnante. Estuve enfermo durante una semana.

Después de la cena los inv i tados v ieron un melodrama cómico en la panta l la de la pared. Más tarde, Ul lward les mostró sus d iversos cubículos y a l cabo de unos minutos de bromas y l lamadas de un lado a otro, toda la casa quedó tranqui la .

A l d ía s iguiente, U l lward d i jo a sus inv i tados que se pus ieran sus t ra jes de baño.

—Nos vamos a la p laya; retozaremos en la arena y nos d ivert i remos en e l o lea je del Océano Sol i tar io Ul lward.

Los inv i tados subieron fe l ices a l coche aéreo. Ul lward los contó.

—¡Todos a bordo! ¡Nos vamos!

Se e levaron y volaron hacia e l oeste, pr imero a baja a l tura sobre la pradera y después más a l tos para conseguir una v ista panorámica de los r iscos del Cast i l lo Rocoso.

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—El p ico más a l to , a l l í , hac ia e l norte, t iene cas i t res mi l quin ientos metros de a l tura. F i jaos cómo se e leva. ¡Os podéis imaginar la masa! ¡Todo es roca só l ida! Qué ta l s i todo eso te cayera encima, ¿eh, Runy? No ser ía agradable, ¿verdad? Dentro de un momento veremos un prec ip ic io de más de tresc ientos metros que cae a p ico. A l l í . . . ¡ahora! ¿No es extraordinar io?

—Desde luego, es impres ionante —admit ió Ted.

—¡Cómo deben ser esas Montañas Magní f icas! —exclamó Harr is Cabe con una r isa l lena de i ronía.

—¿Qué a l tura t ienen, lamster U l lward? —preguntó L iornetta.

—¿Qué?

—Las Montañas Magní f icas.

—No lo sé con segur idad. Creo que d iez mi l o doce mi l metros; supongo.

—¡Deben ofrecer una v ista maravi l losa. . . ! —di jo Frobisher Worbeck—. Probablemente, harán que estas montañas parezcan col inas.

—Estas también son muy bonitas —comentó Hyla Cabe apresuradamente.

—¡Oh, c laro! —admit ió Frobisher Worbeck—. ¡Una v ista estupenda! ¡Eres un hombre afortunado, Bruham!

U l lward sonr ió por un instante, después h izo g i rar e l coche aéreo hacia e l oeste. Volaron sobre una l lanura cubierta por bosques y después e l Océano Sol i tar io br i l ló en la d istancia . U l lward p laneó, aterr izó sobre la p laya y e l grupo bajó del vehículo.

E l d ía era cá l ido y e l so l ca lentaba. Un a i re f resco soplaba desde e l océano. Las o las rompían sobre la arena produciendo un rugido masivo.

E l grupo se quedó observando admirat ivamente la escena. Ul lward extendió los brazos y preguntó:

—Bueno, ¿quién se atreve? ¡No esperéis a que os inv i te! ¡Tenemos todo e l océano a nuestra d ispos ic ión!

—¡Está muy encrespado! —di jo Ravelh j—. ¡Mira cómo rompen esas o las!

—El o leaje de los cr is ta les de i lus ión es s iempre tan suave —observó L iornetta Stobart , vo lv iéndose y sacudiendo la cabeza en un gesto negat ivo—. Estas o las te pueden levantar y dejarte caer de golpe. ¡Se dar ía una un buen porrazo!

—No esperaba a lgo tan fuerte —admit ió Harr is Cabe.

—Mantente a le jada del agua —advir t ió Ravel in a Iugenae—. No quiero que te arrastre. ¡Encontrar ías realmente un Océano Sol i tar io!

Runy se aproximó a l agua y caminó caute losamente por una extens ión de p laya cubierta por la espuma que se ret i raba. Una o la se le echó encima y se apresuró a ret i rarse hacia la parte seca.

—El agua está f r ía —informó.

—Bueno, ¡a l lá voy! —exclamó Ul lward, tomando conf ianza en s í mismo—. ¡Os demostraré cómo se hace!

Echó a correr hac ia adelante, se detuvo y se lanzó de cabeza sobre una espumeante o la b lanca.

Todos los que quedaron en la p laya le observaron.

—¿Dónde está? —preguntó Hyla Cabe.

—Le he v isto una parte por a l l í —contestó Iugenae, señalando con e l dedo—. No sé s i era una p ierna o un brazo.

—¡Al l í está! —gr i tó Ted—. ¡Vaya! Le ha cogido otra o la . Supongo que a lgunas personas pueden considerar lo un deporte. . .

U l lward se e levó sobre sus p ies y luchó contra e l agua que se ret i raba, avanzando hacia la p laya seca.

—¡Ah! ¡Maravi l loso! ¡Esto s í que es v igor izador! ¡Ted! ¡Harr is! ¡ Juvenal! ¡Vamos, adentro!

—Creo que no lo voy a intentar hoy, Bruham —di jo Harr is negando con la cabeza.

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

—Yo también pref iero esperar a una próxima ocas ión —af i rmó Juvenal Aquister—. Quizá entonces e l agua no esté tan encrespada.

—¡Pero no te detengas por nosotros! —le urgió Ted—. Nada todo lo que quieras. Te esperaremos aquí .

—¡Oh! Ya tengo bastante por ahora —di jo Ul lward—. Perdonadme un momento, mientras me cambio.

Cuando regresó encontró a sus inv i tados sentados en e l coche aéreo.

—¡Hola! ¿Está todo e l mundo preparado para marchar?

—Hace calor a l so l —expl icó L iornetta—, y pensamos que d is f rutar íamos mejor de la v ista desde aquí dentro.

—Cuando se mira a t ravés del cr is ta l de la ventani l la es como s i se t ratara de un cr ista l de i lus ión —comentó Iugenae.

—¡Oh! Ya comprendo. Bueno, ¿está is preparados quizá para v is i tar otras partes de los dominios de Ul lward?

La proposic ión fue aprobada por todos. U l lward e levó e l coche aéreo.

—Podemos volar hac ia e l norte sobre los bosques de p inos, o hacia e l sur sobre e l Monte Cairasco, que desgrac iadamente no está en erupción en estos momentos.

—A cualquier parte adonde quieras l levarnos, lamster U l lward —di jo Frobisher Worberck—. S in duda a lguna, cualquier parte será maravi l losa.

U l lward consideró por un instante las var iadas atracc iones que podía ofrecer e l terreno arrendado.

—Bueno, i remos pr imero a l pantano de Cinnamon.

Estuvieron volando durante dos horas sobre e l pantano, y más tarde sobre e l humeante cráter del Monte Cairasco para seguir hac ia e l este, por e l borde de las Montañas Murky, s iguiendo e l curso del r ío Cal íope hasta su nacimiento, en e l lago Hoja Dorada. Ul lward iba señalando las panorámicas extraordinar ias , los aspectos interesantes del paisa je . Detrás de é l se fueron apagando los murmul los de admirac ión, hasta que f ina lmente mur ieron.

—¿Tenéis bastante? —preguntó Ul lward con a legr ía , vo lv iéndose hacia atrás—. No se puede ver medio cont inente en un so lo d ía . ¿Queréis que guardemos a lgo para mañana?

Hubo un momento de s i lenc io. Entonces, L iornetta Stobart d i jo :

—Lamster U l lward, nos estamos mur iendo de ganas de echar un v istazo a las Montañas Magní f icas. Me pregunto s i . . . ¿crees que podr íamos acercarnos hasta a l l í para echar un v istazo rápido? Estoy segura de que no le importar ía a lamster Mai l .

U l lward sacudió la cabeza con una sonr isa a lgo r íg ida.

—Me obl igó a estar de acuerdo con una ser ie de reglas def in i t ivas. Ya he tenido una d iscus ión con é l sobre, eso.

—¿Cómo podr ía l legar a saber lo? —preguntó Juvenal Aquister .

—Probablemente, no se enterar ía , pero. . .

—Es una verdadera vergüenza por su parte e l encerrarte en esta pequeña península —di jo Frobisher Worbeck con indignación.

—Por favor , lamster U l lward —rogó Iugenae.

—Está b ien —admit ió Ul lward imprudentemente.

H izo g i rar e l coche aéreo hacia e l este, vo lando sobre las Montañas Murky. E l grupo miraba por las ventani l las , lanzando exclamaciones de asombro ante las maravi l las del paisa je prohib ido.

—¿A qué d istancia están las Montañas Magní f icas? —preguntó Ted.

—No muy le jos . Otros mi l setec ientos k i lómetros aproximadamente

—¿Por qué vuelas tan bajo? —preguntó Frobisher Worbeck—. ¡Vamos, hombre, e lévate! ¡Déjanos admirar este paisa je!

U l lward dudó un momento. Probablemente, Mai l estaba durmiendo. Y en ú l t imo término, no tenía derecho a prohib i r un pequeño e inocente. . .

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

—Lamster U l lward —advir t ió Runy—, hay un coche aéreo justo detrás de nosotros.

E l otro coche aéreo se puso a su a l tura. A t ravés de la corta d istancia los o jos azules de Kennes Mai l se encontraron con los de Ul lward. Le h izo indicac iones de que descendiera.

U l lward apretó la boca e h izo descender e l aparato. Desde atrás le l legaron murmul los de s impat ía y ánimo.

Debajo de e l los se extendía un oscuro bosque de p inos; U l lward se posó sobre un pequeño y agradable c laro. Mai l aterr izó cerca, sa l tó a l suelo e h izo señas a Ul lward para que se acercara. Los dos hombres se apartaron a un lado, mientras los inv i tados murmuraban entre s í y movían las cabezas.

A l cabo de un rato, U l lward regresó a l coche aéreo.

—Por favor , que todo e l mundo suba a bordo —di jo , con un tono de voz cr ispado.

Se e levaron en e l a i re y volaron hacia e l oeste.

—¿Qué te ha d icho ese t ipo? —preguntó Worbeck.

—No mucho —contestó Ul lward, pasándose la lengua por los labios—. Quer ía saber s i me había equivocado de ruta. Le he d icho un par de cosas. Hemos l legado a un acuerdo. . . —su voz bajó de tono por un instante, y después se volv ió a e levar con a legr ía—: Organizaremos una f iesta cuando volvamos a la casa. ¡Qué nos importan Mai l y sus maldi tas montañas!

—¡Eso s í que es tener buen espír i tu , Bruham! —exclamó Frobisher Worbeck.

Tanto Ted como Ul lward atendieron e l serv ic io del bar durante la noche. A lguno de los inv i tados fue mezclando cada vez más a lcohol con menos éster , sobrepasando la medida considerada como usual . Como consecuencia, e l grupo empezó a mostrarse mucho más a legre y ru idoso. Ul lward condenó la costumbre de Mai l de inter fer i r en sus asuntos; Worbeck repasó se is mi l años de Derecho c iv i l , en un esfuerzo por demostrar que Mai l no era más que un t i rano dominante; las mujeres se re ían sofocadamente; Iugenae y Runy lo observaban todo c ín icamente y terminaron por marcharse para enfrascarse en sus propios asuntos.

A la mañana s iguiente, e l grupo durmió hasta bastante tarde. F inalmente, U l lward sa l ió a la terraza, donde poco a poco se le fueron uniendo los demás. Runy e Iugenae no aparec ían por n ingún lado.

—Esos jóvenes br ibones —gruñó Worbeck—. S i se han perdido, tendrán que encontrar e l los so los e l camino de vuel ta . A l menos yo no part ic iparé en n ingún grupo de búsqueda.

A l mediodía, Runy e Iugenae regresaron en e l coche aéreo de Ul lward.

—¡Menos mal! —gr i tó Ravel in—. ¡ Iugenae, ven aquí inmediatamente! ¿Dónde habéis estado?

Juvenal Aquister se enfrentó r íg idamente con Runy.

—¿Es que te has vuel to loco, tomando e l coche aéreo de lamster U l lward s in su permiso?

—Le pedí permiso anoche —contestó Runy con indignación—. Me di jo que s í , que me lo podía l levar todo excepto e l vo lcán, porque a l l í era donde dormía cuando tenía f r ío en los p ies , y excepto e l pantano porque a l l í era donde arro ja los desperdic ios .

—A pesar de todo —di jo Juvenal con d isgusto—, tendr ías que haber demostrado mayor sent ido común. ¿Dónde habéis estado?

Runy se agi tó con nerv ios ismo. Iugenae contestó por é l .

—Al pr inc ip io fu imos hacia e l sur durante un rato; después g i ramos hacia e l este. . . , creo que fue hacia e l este. Pensamos que s i vo lábamos a baja a l tura lamster Mai l no nos ver ía . As í es que volamos bajo sobre las montañas y no tardamos en l legar a l océano. Seguimos volando a lo largo de la p laya y l legamos hasta donde había una casa. Aterr izamos para ver quién v iv ía a l l í , pero no había nadie en la casa.

U l lward lanzó un gruñido.

—¿Qué querrá hacer a lguien con una jaula de pájaros? —preguntó Runy.

—¿Pájaros? ¿Qué pájaros? ¿Dónde?

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—En la casa. Había una jaula con muchos pájaros grandes, pero todos echaron a volar mientras les estábamos mirando.

—De todos modos —siguió d ic iendo Iugenae rápidamente—, decid imos que se t rataba de la casa de lamster Mai l , as í es que le escr ib imos una nota, d ic iéndole lo que todo e l mundo piensa de é l , y su jetándola a su puerta.

—¿Eso es todo? —preguntó Ul lward pasándose la mano por la f rente.

—Bueno, práct icamente todo —contestó Iugenae, que parec ió mostrar una c ierta fa l ta de conf ianza en s í misma. Miró a Runy y se echaron a re í r los dos con nerv ios ismo.

—¿Hay más? —gr i tó Ul lward—. ¿Qué ha pasado, por e l amor del c ie lo?

—No mucho más —contestó Iugenae, dando un puntapié sobre la terraza con su zapato—. Colocamos una trampa para bobos sobre la puerta. . . un s imple cubo de agua. Después, regresamos a casa.

Desde e l inter ior del sa lón les l legó e l zumbido avisador de la panta l la . Todo e l mundo se quedó mirando a Ul lward, que lanzó un profundo suspiro, se levantó y se introdujo en la v iv ienda.

Aquel la misma tarde e l expreso de c i rcunvalac ión exter ior pasó por e l punto de espera. Frobisher Worbeck s int ió repent inos y agudos remordimientos de conciencia por e l abandono en que tenía sus negocios mientras estaba pasando tontamente las horas, d iv i r t iéndose.

—¡Pero mi quer ido amigo! —exclamó Ul lward—. ¡La re la jac ión te hace b ien!

S í , era c ierto, admit ió Frobisher Worbeck, s i es que podía uno permanecer tota lmente a jeno a la pos ib i l idad de un f iasco causado por la negl igencia de los subordinados. Aunque deploraba mucho la neces idad y a pesar de su intención de permanecer a l l í durante semanas, sent ía la neces idad de marcharse. . . y no después de aquel la misma tarde.

Del mismo modo, otros miembros del grupo recordaron repent inamente que tenían importantes negocios que atender, y los pocos que quedaban di jeron que ser ía una vergüenza y una imposic ión enviar la cápsula medio vac ía , y también decid ieron regresar .

Los argumentos de Ul lward se estre l laron contra impenetrables muros de obst inac ión. Con un estado de ánimo bastante tac i turno, bajó hasta la cápsula para despedir a sus inv i tados. Cuando subieron a l vehículo, todos e l los le expresaron sus más efus ivas grac ias .

—Bruham, ¡ha s ido todo absolutamente maravi l loso!

—Nunca sabrás lo mucho que nos hemos d ivert ido, lamster U l lward.

—El a i re , e l espacio, la int imidad. . . ¡nunca lo o lv idaré!

—Expresando lo mínimo, debo deci r te que ha s ido lo máximo.

La portezuela quedó f ina lmente cerrada. Ul lward se apartó, moviendo la mano en señal de despedida, con c ierta insegur idad.

Ted Seehoe se acercó para apretar e l botón de act ivo. De pronto, U l lward sa l tó hacia adelante y golpeó la portezuela.

—¿Esperad! —gr i tó—. ¡Acabo de recordar que yo también tengo a lgunas cosas que atender! ¡Esperad! ¡Voy con vosotros!

—Entrad, entrad. . . —di jo Ul lward car iñosamente, abr iendo la puerta a t res de sus amigos.

Se t rataba de Coble, su esposa Heul ia Samson y la boni ta pr ima de Coble, Landine.

—¡Me a legro de veros!

—¡Y nosotros nos a legramos de haber venido! Hemos o ído hablar mucho de su maravi l loso rancho. Hemos estado impacientes durante todo e l d ía .

—¡Oh, vamos! Después de todo, no es tan maravi l loso.

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—Quizá no lo sea para usted. . . ¡V ive aquí!

—Bueno —di jo Ul lward sonr iendo—, debo admit i r que v ivo aquí y que, s in embargo, me s igue gustando. ¿Quieren comer ya, o quizá prefer i r ían dar una vuel ta durante unos minutos? Acabo de terminar de introducir unos pocos cambios, pero me a legra poder les deci r que todo está en orden.

—¿Podemos echar un v istazo?

—Desde luego. Vengan por aquí . Quédense as í . Y ahora. . . ¿están preparados?

—Preparados.

U l lward ret i ró la pared hacia atrás.

—¡Oooooh! —exclamó Landine—. ¿No es maravi l loso?

—¡El espacio, la sensación de espacio!

—¡Mirad, un árbol ! ¡Qué maravi l losamente s imulado está!

—No es n inguna s imulac ión —di jo Ul lward—. ¡Es un verdadero árbol !

—Lamster U l lward, ¿nos está d ic iendo la verdad?

—Claro que s í . Nunca cuento ment i ras a jóvenes tan maravi l losas como usted. Vamos, s igan por este sendero.

—Lamster U l lward, ese r isco es tan convincente, que me da miedo.

—Es un buen trabajo —di jo Ul lward, hac iendo una mueca; indicó entonces que se detuvieran y d i jo—: Y ahora. . . pueden gi rarse.

E l grupo se volv ió . Miraron a t ravés de una gran sabana dorada, moteada de bosqueci l los de árboles verde-azulados. Una casa rúst ica dominaba la v ista, y la puerta era la abertura que daba a l sa lón de Ul lward. E l grupo permaneció en s i lenc io, admirándolo todo. Entonces, Heul ia suspiró y d i jo :

—Espacio. Esto es espacio puro.

—Jurar ía que se puede ver a var ios k i lómetros de d istancia —di jo Coble.

U l lward sonr ió con un deje de i ronía.

—Me alegro de que les guste mi pequeño ret i ro . ¿Qué me dicen ahora de la comida? ¡Algas verdaderas!

I I

La idea que hay detrás de este re lato es muy ingeniosa y nueva; en real idad, cas i podr ía deci r que es « inspirada». Sólo que hubiera deseado formular la yo mismo. De hecho, e l concepto fue producido en la parte más recóndita e h iperdimensional del inte lecto de Damon Knight .

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As í fue como l legué a escr ib i r la narrac ión. Durante la época en que Damon edi taba la rev ista World 's Beyond , le vendí dos re latos: El nuevo pr imo y El secreto . Un d ía , durante e l t ranscurso de una conversac ión casual , bosquejó la idea sobre la que está constru ida Estac ión de Abercrombie y , de hecho, me encargó que la redactara.

Produje entonces toda la palabrer ía necesar ia , pero prec isamente cuando estaba redactando la ú l t ima parte, la World 's Beyond quebró y yo vendí e l re lato en otra parte. Un año o dos más tarde, vo lv í a ver a Damon, quien, por entonces, ya había o lv idado toda la t ransacción acordada entre nosotros. Me h izo un cumpl ido generoso, aunque bastante t r is te , sobre e l tema del re lato.

—Es extraño —me di jo Damon—, pero yo tuve una vez una idea muy parec ida, aunque nunca l legué a escr ib i r e l re lato.

—Damon —le pregunté f ina lmente—, ¿no recuerdas que fu iste tú quien me dio la idea y me pediste que la escr ib iera para World 's Beyond?

Damon fue y es demasiado amable para contradecirme, y aprovecho esta ocas ión para reconocer su contr ibución a l re lato que s igue.

Una nota interesante en cuanto a mi re lac ión con World 's Beyond se ref iere a El secreto , la segunda narrac ión que le vendí a Damon. Cuando World 's Beyond quebró se l levó consigo a l l imbo aquel re lato no publ icado, que desaparec ió mister iosamente y a l que ya no se volv ió a ver más. Unos c inco años más tarde, vo lv í a escr ib i r lo , ut i l i zando e l mismo t í tu lo . El secreto volv ió a desaparecer en a lguna parte, t ras abandonar e l despacho de Scott Meredi th, pero antes de encontrar un mercado. He buscado por todas partes copias de estos re latos, s in éx i to a lguno; las dos vers iones desaparec ieron s in dejar e l menor rastro. Sólo me cabe suponer que descubr í a lguna verdad e lemental , más b ien a lgún verdadero secreto, y que una u otra de las Fuerzas Super iores creyó adecuado e l iminar aquel pel igroso conocimiento antes de que todo e l mundo se enterara. Pero no intentaré escr ib i r una tercera vers ión; va loro mi v ida y mi sa lud y sé muy bien hacer caso de una indi recta.

ESTACI0N DE ABERCROMBIE

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E l portero era un hombre a l to , de mirada dura, con un rostro indeseable de cabal lo y una p ie l parec ida a l z inc ox idado. Dos chicas hablaban con é l , hac iéndole preguntas astutas.

Jean le v io gruñir de un modo evas ivo.

—Quédense por aquí ; yo no les puedo dar n inguna información.

É l se d i r ig ió hacia la chica que estaba sentada junto a Jean, una muchacha rubia, arreglada muy inte l igentemente. E l la se levantó. E l portero abr ió la puerta. La muchacha rubia echó a andar suavemente hacia la habi tac ión inter ior y la puerta se cerró t ras e l la .

Avanzó s in mucha conf ianza y se detuvo de pronto.

Un hombre estaba tranqui lamente sentado en un sofá de cuero de modelo ant iguo, observándolo todo a t ravés de sus o jos semicerrados.

La pr imera impres ión de la chica fue que a l l í no había nada amenazador. É l era joven. . . , unos veint icuatro o veint ic inco años. Mediocre, pensó, n i a l to n i ba jo, n i robusto n i encogido. Su pelo era anodino, sus rasgos no ofrec ían n inguna dist inc ión, y sus ropas parec ían d iscretas y neutra les .

E l hombre cambió de pos ic ión y abr ió un poco más los o jos . La muchacha rubia s int ió una súbi ta punzada. Quizá se había equivocado.

—¿Cuántos años t ienes?

—Yo. . . ve inte.

—Quítate la ropa.

E l la se le quedó mirando f i jamente, con las manos fuertemente entre lazadas y los nudi l los b lancos a l rededor de su bolso. S int ió de repente una intu ic ión; t ragó sa l iva con rapidez. Obedécele inmediatamente, t rans ige inmediatamente, é l será tu jefe durante e l resto de tu v ida.

—No. . . , no, yo no. . . No lo haré. . .

Se volv ió rápidamente, extendiendo la mano hacia e l pomo de la puerta. E l , s in n inguna emoción, d i jo :

—De todos modos, eres demasiado v ie ja .

Se abr ió la puerta y e l la sa l ió , andando muy de pr isa, y atravesó la habi tac ión exter ior s in mirar n i a derecha n i a izquierda.

Una mano tocó su brazo. Se detuvo y miró un rostro rosa pál ido, de marf i l . Un rostro joven con una expres ión de v i ta l idad e inte l igencia: o jos negros, pelo corto y negro, una p ie l hermosamente c lara y una boca s in maqui l la je .

—¿Qué sucede? —preguntó Jean—. ¿De qué c lase de trabajo se t rata?

—No lo sé —contestó la muchacha rubia con voz tensa—. No me he quedado para aver iguar lo . No es nada agradable.

Se volv ió y atravesó la puerta que daba a l exter ior .

Jean se volv ió a sentar en la s i l la , apretando los labios especulat ivamente. Transcurr ió un minuto. Otra muchacha, con las ventanas de las nar ices abr iéndose mucho y con rapidez, sa l ió de la habi tac ión inter ior y cruzó la estancia, d i r ig iéndose hacia la puerta, s in mirar n i a derecha n i a izquierda.

Jean sonr ió l igeramente. Poseía una boca ampl ia , expansiva y f lex ib le . Sus d ientes eran pequeños, b lancos, muy agudos.

E l portero se d i r ig ió hacia e l la . Jean se levantó y penetró en la habi tac ión inter ior .

E l hombre tranqui lo estaba fumando. Un h i l i l lo p lateado se e levaba, pasando ante su rostro y mezclándose con e l a i re , por encima de su cabeza. Jean pensó: Hay a lgo extraño en su completa inmovi l idad. Está demasiado tenso, demasiado comprimido.

Se colocó las manos detrás de la espalda y esperó, observando cuidadosamente a l hombre.

—¿Cuántos años t ienes?

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Se t rataba de una pregunta que e l la s iempre trataba de no contestar . Ladeó l igeramente la cabeza, sonr iendo; era una act i tud que le daba una apar iencia temerar ia y agreste.

—¿Cuántos años cree usted que tengo?

—Diec isé is o d iec is iete.

—Eso se acerca bastante.

—Sí , bastante —di jo é l , as int iendo—. ¿Cómo te l lamas?

—Jean Par l ier .

—¿Con quién v ives?

—Con nadie. V ivo so la .

—¿Padre? ¿Madre?

—Muertos.

—¿Abuelos? ¿Algún tutor?

—Estoy so la .

E l hombre as int ió y preguntó:

—¿Algún problema con la ley por eso?

—No —contestó e l la , mirándole caute losamente.

E l hombre movió la cabeza lo suf ic iente para evi tar una bocanada de humo, que ascendió hacia e l techo.

—Quítate la ropa.

—¿Por qué?

—Es una manera rápida de comprobar tus cual idades.

—Bien. . . , s í . En c ierto sent ido supongo que es. . . ¿ f ís ica o moralmente?

E l hombre no contestó. Permaneció sentado, mirándola con semblante impasib le , mientras e l h i l i l lo gr is del humo pasaba ante su rostro.

E l la se encogió de hombros, se l levó las manos a los costados, a la nuca, a los senos, a la espalda, a las p iernas y se quedó f ina lmente desnuda.

E l hombre dejó e l c igarr i l lo en su boca, resopló, se incorporó en e l as iento, apagó e l c igarr i l lo , se levantó y se acercó lentamente hacia e l la .

Está t ratando de asustarme , pensó Jane y se sonr ió t ranqui lamente para sus adentros. Que lo intentara.

E l hombre se detuvo a poco más de medio metro de d istancia , mientras seguía mirándola a los o jos .

—¿Quieres realmente un mi l lón de dólares?

—Por eso estoy aquí .

—¿Te tomaste e l anuncio en e l sent ido l i tera l de las palabras?

—¿Había a lguna otra forma de entender lo?

—Podr ías haber cre ído que e l lenguaje era. . . metáfora, h ipérbole.

E l la sonr ió con una mueca, mostrando sus agudos d ientes b lancos.

—No sé lo que s igni f ican esas palabras. En cualquier caso, aquí estoy. S i con e l anuncio só lo pretendía verme aquí , desnuda, me marcharé ahora mismo.

La expres ión del hombre no cambió. Era muy pecul iar , pensó Jean, cómo movía su cuerpo, cómo volv ía , la cabeza, pero sus o jos s iempre parec ían f i jos . Como s i no la hubiera escuchado, é l d i jo :

—No han venido muchas chicas.

—Eso a mí no me importa. Yo quiero un mi l lón de dólares. ¿Qué hay que hacer? ¿Chantaje? ¿Suplantac ión de personal idad?

É l tampoco h izo caso de sus preguntas.

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—¿Qué har ías con un mi l lón s i lo tuv ieras?

—No lo sé. . . Me preocuparé por eso cuando lo tenga. ¿Ha comprobado ya mis cual idades? Tengo f r ío .

É l se volv ió con rapidez, se d i r ig ió hacia e l sofá y se sentó. E l la se puso la ropa y se acercó después a l sofá, tomando as iento en un extremo, f rente a é l .

—¡Cumples con esas cual idades cas i demasiado b ien! —di jo é l con sequedad.

—¿Cómo es eso?

—No t iene la menor importancia.

Jean ladeó la cabeza y se echó a re í r . Parec ía una chica de escuela super ior , muy bonita , completamente sa ludable, lo más adecuado para hacer br i l lar más e l so l .

—Dígame lo que tengo que hacer para ganar un mi l lón de dólares.

—Tienes que casarte con un joven r ico, que sufre de. . . d igamos una enfermedad incurable. Cuando é l muera, su propiedad pasará a tu poder . Y tú me venderás esa propiedad a mí por un mi l lón de dólares. —Evidentemente vale mucho más que un mi l lón de dólares.

É l se d io cuenta de las preguntas que e l la no había hecho.

—En todo este asunto hay impl icados a lgo as í como mi l mi l lones.

—¿Qué c lase de enfermedad t iene? Quizá la pueda coger yo.

—Yo me encargaré de que la enfermedad termine. No la cogerás s i mant ienes las nar ices l impias.

—¡Oh, oh! Ya comprendo. . . Dígame más sobre é l . ¿Es e legante? ¿Grande? ¿Fuerte? Puedo sent i r pena s i muere.

—Tiene d iec iocho años. Su pr inc ipal interés es co lecc ionar —y, sardónicamente, añadió—: También le gusta la zoología. Es un eminente zoólogo. Se l lama Ear l Abercrombie. Es e l propietar io de. . . —hizo un gesto vago— la estac ión de Abercrombie.

Jean se le quedó mirando con f i jeza y después se echó a re í r débi lmente.

—Es una forma di f íc i l de ganarse un mi l lón de dólares. Ear l Abercrombie. . .

—¿Aprensiva?

—No cuando estoy despierta. Pero a veces tengo pesadi l las .

—Piénsalo.

E l la miró modestamente hacia su regazo, donde había dejado las manos, entre lazadas.

—Un mi l lón de dólares no es una parte muy grande de mi l mi l lones.

—No, no lo es —admit ió é l , observándola con un gesto a lgo parec ido a l de aprobación.

Jean se levantó, tan l igera como una bai lar ina.

—Todo lo que usted t iene que hacer es f i rmar un cheque. Pero yo me tengo que casar y acostarme con é l .

—En la estac ión Abercrombie no hay camas.

—Si é l v ive en Abercrombie puede que no esté interesado por mí .

—Ear l es d i ferente —di jo é l hombre—. A Ear l le gustan las chicas con gravedad .

—Tiene usted que darse cuenta de que, una vez haya muerto é l , tendrá que aceptar lo que yo quiera dar le . O quizá la propiedad sea puesta a cargo de un administrador .

—No necesar iamente. Las d ispos ic iones c iv i les de Abercrombie permiten que la propiedad sea contro lada por cualquiera que tenga d iec isé is o más años. Ear l t iene d iec iocho y e jerce un contro l completo sobre la estac ión, excepto por unas pocas restr icc iones s in importancia. Yo me encargaré de que ése sea e l f ina l —se levantó d i r ig iéndose hacia la puerta, la abr ió y l lamó—: Hammond.

E l hombre con la cara larga se acercó s in deci r una palabra.

—Ya la tengo. Despide a las demás.

Cerró la puerta y se volv ió hacia Jean.

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—Quiero que cenes conmigo.

—No estoy arreglada para una cena.

—Enviaré a buscar a l modista. Trata de estar preparada dentro de una hora.

Abandonó la habi tac ión. Se cerró la puerta. A l quedarse so la , Jean echó la cabeza hacia atrás y abr ió la boca lanzando una r isa exul tante pero s i lenc iosa. E levó los brazos sobre la cabeza, d io un paso hacia adelante, d io una pequeña carrer i l la por la a l fombra y pegando un bote sobre sus p ies se lanzó de un sa l to junto a la ventana.

Se arrodi l ló , descansando la cabeza sobre las manos, mirando hacia Metrópol is . Había oscurec ido. E l gran rascacie los gr is -dorado l lenaba las t res cuartas partes de su v is ión. Tresc ientos metros más abajo, e l amasi jo de edi f ic ios pál idos, lavanda y negros, las oscuras ca lzadas l lenas de una corr iente de pequeñas motas doradas. A la derecha, los vehículos aéreos se des l izaban s i lenc iosamente a lo largo de las guías, d i r ig iéndose hacia los suburbios de la montaña. . . , gente normal y cansada que regresaba a sus casas agradables y normales. ¿Qué pensar ían s i supieran que e l la , Jean Par l ier , les estaba observando? Por e jemplo e l hombre que conducía aquel br i l lante «Sky- farer», con aquel las l íneas de un verde pál ido. . . Se h izo una imagen de é l : gordo, con la f rente l lena de arrugas de preocupación. Se d i r ig ía a toda pr isa hacia su casa para reunirse con su mujer , que le escuchar ía con to lerancia, mientras é l bostezaba o gruñía. Mujeres-ganado, mujeres-vaca, pensó Jean s in rencor . ¿Qué hombre podr ía dominar la a e l la? ¿Dónde estaba e l hombre lo bastante duro, sa lva je e inte l igente. . .? A l recordar su nuevo trabajo, sonr ió con una mueca. La señora de Ear l Abercrombie. Miró hacia e l c ie lo . Aún no habían sa l ido las estre l las y no se podían ver las luces de la estac ión Abercrombie.

¡Un mi l lón de dólares! ¡Era in imaginable! «¿Qué har ías con un mi l lón de dólares?», le había preguntado su nuevo patrón, y ahora que volv ía a pensar en e l lo la idea le resul taba incómoda, como s i un terrón de azúcar se le hubiera atravesado en la garganta.

¿Qué sent i r ía? ¿Cómo podr ía e l la . . .? Su mente se apartó del tema, retrocediendo con una l igera sensación de i ra , como s i se t ratara de un tema intocable.

—Ratas —di jo Jean—. Ya me ocuparé de eso después de conseguir lo . . . Un mi l lón de dólares. No es una parte muy grande de mi l mi l lones. Dos mi l lones estar ía mejor .

Sus o jos s iguieron un delgado vehículo aéreo ro jo que real izó una curva cerrada en la zona de aparcamiento; era un «Marshal l Mon-Chaser» completamente nuevo. A l l í había a lgo que e l la quer ía . Ser ía una de sus pr imeras compras.

La puerta se abr ió y Hammond, e l portero, se asomó un instante. Después entró e l modista, empujando ante é l su ca ja de herramientas con ruedas. Era un hombre pequeño y delgado, rubio, con o jos de color topacio. La puerta volv ió a cerrarse.

Jean se apartó de la ventana. E l modista —André, según decía e l nombre inscr i to en e l esmalte de la ca ja— di jo a lgo sobre la neces idad de más luz , y se puso a dar vuel tas a su a l rededor, lanzando miradas arr iba y abajo de su cuerpo.

—Sí —murmuró, apretando y af lo jando los labios—. ¡Ah, s í . . . ! Y ahora, ¿qué t iene usted en mente?

—Un vest ido de noche para la cena, supongo.

—El señor Fother ingay mencionó una c lase de ropa para una noche normal —di jo e l hombre, as int iendo.

As í que era aquél su nombre. . . Fother ingay. I

André sacó una panta l la con un ru ido seco.

—Observe, s i quiere, a lgunos de mis efectos; quizá esto le agrade.

Sobre la panta l la aparec ieron modelos que avanzaban sonr iendo y se volv ían, a le jándose.

—Algo as í —di jo Jean.

André h izo un gesto de aprobación, retorc iéndose los dedos.

—La señor i ta t iene buen gusto. Y ahora veremos. . . s i me permite ayudar la . . .

Le qui tó d iestramente la ropa, dejándola sobre e l sofá.

—Pr imero. . . nos refrescaremos.

Se lecc ionó una herramienta de su ca ja y sosteniendo a Jean por la muñeca, roc ió sus brazos con un aerosol que pr imero fue f r ío , y después ca l iente, y que estaba perfumado. Jean s int ió cómo su p ie l se estremecía, f resca, v igor izada.

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—Y ahora, los fundamentos —di jo André, tocándose la barbi l la .

E l la permaneció de p ie , con los o jos medio cerrados, mientras é l iba y venía de un lado a otro, a su a l rededor, a grandes zancadas, murmurando comentar ios , hac iendo rápidos gestos que sólo tenían s igni f icado para é l .

La roc ió con un te j ido gr is -verdoso, que tocó y arregló a medida que los f i lamentos se a justaban. Añadió unos botones nudosos en los extremos de un tubo f lex ib le , lo apretó a l rededor de su pecho, lo apartó y del tubo comenzó a sa l i r un t razo de br i l lante seda negro-verdosa. Hizo g i rar y desenrol lar e l tubo con habi l idad. Después volv ió a co locar la estructura en la ca ja , est i rándola, retorc iéndola y pel l izcándola, mientras la seda se iba asentando.

Después, la roc ió con un b lanco pál ido y , adelantándose rápidamente, lo dobló, le d io forma, lo pel l izcó, lo est i ró , lo juntó, y e l te j ido terminó por caer a p l iegues por los hombros de Jean, formando una fa lda completamente l igera.

—Ahora. . . guantes.

Le cubr ió los brazos y manos con una cál ida pulpa negro-verdosa, que se convir t ió en terc iopelo adornado con lente juelas, hábi lmente cortado con t i jeras para dejar l ibre e l dorso de la mano.

—El ca lzado.

Satén negro, te j ido con fosforescencia verde esmeralda.

—Y ahora. . . los adornos.

Le co lgó una chucher ía ro ja de la ore ja derecha, y des l izó un rubí en su mano derecha.

—Un poco de esencia. «Levai l leur», desde luego —la perfumó con e l sugest ivo o lor de una f lor del As ia Centra l— y la señor i ta está vest ida. Y , s i me permite deci r lo , está exquis i tamente hermosa —añadió, con una tr iunfa l inc l inac ión.

André manipuló en su ca ja de herramientas y una de sus partes se abr ió , e levándose un espejo.

Jean se observó a s í misma. Una náyade v iv iente. Cuando consiguiera aquel mi l lón de dólares —dos mi l lones ser ía mejor— contratar ía permanentemente los serv ic ios de André, quien todavía seguía murmurando cumpl idos.

—Realmente suprema. Es mágica. Muy atract iva. Todos los o jos se volverán. . .

La puerta se abr ió en aquel momento. Fother ingay entró en la habi tac ión. André se inc l inó, juntando las manos. Fother ingay se la quedó mirando.

—¿Estás preparada? Bien. Vamos.

«Esto lo podemos arreglar ahora mismo», pensó Jean.

—¿Adonde?

É l f runció l igeramente e l ceño y se h izo a un lado, mientras André se marchaba, empujando su ca ja de herramientas con ruedas.

—He venido aquí por mi propia voluntad —di jo Jean—. He entrado en esta habi tac ión por decis ión propia. En ambas ocas iones, sabía adonde iba. Ahora, me dice «vamos», y lo pr imero que quiero saber es adonde. Entonces decid i ré s i quiero i r o no.

—Me parece que no deseas mucho ese mi l lón de dólares.

—Dos mi l lones. Los quiero lo suf ic iente como para pasarme toda una tarde invest igando. Pero, s i no los cons igo hoy, los conseguiré mañana. O a la semana que v iene. Los obtendré de a lgún modo; hace ya mucho t iempo que me hice ese propósi to . ¿Qué me dice? —preguntó haciendo una l igera reverencia.

Las pupi las del hombre se contra jeron y f ina lmente, con un tono de voz indi ferente, d i jo :

—Muy bien, dos mi l lones. Ahora te l levo a cenar en la terraza, donde te daré tus instrucc iones.

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2

Se colocaron bajo la bóveda, en una ampol la de p lást ico verdoso. Debajo de e l los se extendía la fantas ía comerc ia l de un paisa je perteneciente a un mundo extraño: césped gr is , árboles nudosos de color ro jo y verde que arro jaban dramát icas sombras negras; un estanque de un l íquido verde y f luorescente; paneles de f lores exót icas; macizos de hongos.

La ampol la se des l izó con suavidad, de una forma aparentemente casual , bastante e levada ahora bajo la cas i inv is ib le bóveda, para encontrarse después s i tuada bajo e l fo l la je . Suces ivamente fueron aparec iendo p latos desde e l centro de la mesa, junto con v ino f r ío y ponche helado.

Todo era maravi l loso y abundante, pensó Jean. ¿Pero por qué Fother ingay se gastaba todo ese d inero con e l la? Quizá tenía a lguna idea románt ica. . . Estuvo dándole vuel tas a este pensamiento, mientras le observaba d is imuladamente. A aquel la idea le fa l taba convicc ión. No parec ía estar empleando n inguna de las jugadas usuales. Ni t rataba de fasc inar la con sus encantos, n i la rodeaba de una s intét ica mascul in idad. Por mucho que a Jean le i r r i tara e l comprobar lo , é l parec ía . . . indi ferente.

Jean apretó los labios. La idea le resul taba desconcertante. Ensayó una l igera sonr isa, lanzándole una mirada de sos layo.

—Ahórrate todo eso —di jo Fother ingay—. Lo neces i tarás todo cuando te encuentres con Abercrombie.

Jean volv ió su atención a la cena. A l cabo de un minuto d i jo con tranqui l idad:

—Sent ía cur ios idad.

—Ahora ya lo sabes.

Jean pensó en la pos ib i l idad de enfadarse, de sacar le de sus cas i l las .

—Saber, ¿e l qué?

—Aquel lo por lo que sent iste cur ios idad.

—¡Bah! Cas i todos los hombres son iguales. Todos e l los t ienen e l mismo botón. Sólo hay que apretar lo , y todos sa l tarán en la misma di recc ión.

Fother ingay f runció e l ceño, y la miró por debajo de sus párpados estrechados.

—Puede que, después de todo, no seas tan prec iosa.

Jean se puso tensa. De una forma cur iosamente indef in ib le e l tema era muy importante, como s i la superv ivencia dependiera de la conf ianza en su propia sof is t icac ión y f lex ib i l idad.

—¿Qué quiere deci r?

—Has hecho la suposic ión que suelen nacer todas las chicas boni tas —di jo con un c ierto sarcasmo—. Cre í que eras más inte l igente.

Jean f runció e l ceño. En su pasado había tenido pocas oportunidades de pensar de forma abstracta.

—Bueno, nunca lo había pensado de una manera d i ferente, aunque estoy d ispuesta a admit i r que hay excepciones. Es como una especie de juego. Nunca he perdido. S i me estoy engañando a mí misma, puede que, después de todo, no suponga mucha di ferencia.

—Has tenido suerte —di jo Fother ingay, re la jándose.

—Llámelo suerte s i quiere —di jo Jean extendiendo sus brazos, arqueando su cuerpo y sonr iendo como s i poseyera a lgún secreto.

—Pero la suerte no te serv i rá de nada con Ear l Abercrombie.

—Es usted e l único que ha ut i l i zado la palabra suerte. Yo creo que es, bueno. . . , habi l idad.

—También tendrás que ut i l i zar tu cerebro —dudó un momento y añadió—: En real idad, a Ear l le gustan las cosas. . . extrañas.

Jean se quedó sentada, mirándole con e l ceño f runcido y é l d i jo con f r ia ldad:

—Estás p lanteándote cuál será la mejor forma de hacer la pregunta: «¿Qué tengo yo de extraño?»

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—No neces i to que me diga lo que tengo de extraño —espetó Jean—. Me conozco muy bien a mí misma.

Fother ingay no h izo n ingún comentar io .

—Vivo por completo mi propia v ida —di jo Jean—. No existe en todo e l universo una sola persona que me importe un rábano. Hago exactamente lo que me gusta hacer .

Le observó cuidadosamente. É l h izo un gesto indi ferente de asent imiento. Jean repr imió su exasperac ión, se rec l inó en la s i l la y le estudió como s i estuviera detrás de una v idr iera. Un hombre joven muy extraño. ¿Sonrei r ía a lguna vez? Pensó en los Capel lán F ibrates, que, según la superst ic ión popular eran capaces de insta larse en la co lumna vertebra l de un hombre y l legar a contro lar su inte l igencia. Fother ingay desplegaba una f r ia ldad lo bastante extraña como para suger i r una poses ión de aquel t ipo. S in embargo, un Capel lán no podía manejar las dos manos a l mismo t iempo. Fother ingay tenía un cuchi l lo en una mano, y un tenedor en la otra, y movía las dos a l mismo t iempo. As í es que aquel lo no era pos ib le .

—Yo también observé tus manos —le d i jo é l , t ranqui lamente

Jean se echó la cabeza hacia atrás y r ió . Una r isa sa ludable de adolescente. Fother ingay la observó s in n inguna expres ión d iscernib le en su rostro.

—En real idad —di jo , empezando a tutear le—, te gustar ía saber cosas de mí , pero eres demasiado terco para preguntar .

—Naciste en Angel C i ty , en Codiron —di jo Fother ingay—. Tu madre te abandonó en una taberna, y un jugador l lamado Joe Par l ier se h izo cargo de t i hasta que tuviste d iez años, momento en que le mataste, junto con otros t res hombres. V ia jaste después de pol izón en la l ínea gr is del paquebote Bucyrus . Fu iste l levada a la casa de n iños abandonados de Paie. Te escapaste y poco después se encontró a l super intendente ases inado. ¿Quieres que s iga? Aún me quedan otros c inco años.

Jean sorbió e l v ino, s in sent i rse avergonzada.

—Has trabajado con rapidez. Pero te has equivocado. Has d icho: «¿Quieres que s iga? Aún me quedan otros c inco años», como s i fueras capaz de seguir . No sabes nada más sobre esos c inco años.

La expres ión del rostro de Fother ingay no cambió en lo más mínimo. Como s i e l la no hubiera hablado, d i jo :

—Escúchame ahora con atención. Te vas a tener que preocupar por esto a part i r de ahora.

—Adelante, soy toda o ídos.

Jean se rec l inó en la s i l la . Era una técnica inte l igente aquel la de ignorar una s i tuac ión desagradable como s i nunca exist iera. Desde luego, para l levar la adelante con éxi to se neces i taba un c ierto temperamento Un pez f r ío como Fother ingay se las podía arreglar muy bien.

—Esta noche, un hombre l lamado Webbard se encontrará con nosotros aquí . Es e l mayordomo jefe de la estac ión Abercrombie. Estoy en s i tuac ión de poder inf lu i r sobre a lguna de sus acc iones. Te l levará cons igo a la estac ión Abercrombie y te dará empleo como camarera en las cámaras pr ivadas de Abercrombie.

—¿Camarera? —preguntó Jean con un mohín de su nar iz—. ¿Por qué no puedo i r a Abercrombie como c l iente de pago?

—Porque no ser ía natura l . Una muchacha como tú se i r ía a Capr icornio o a Verge . Ear l Abercrombie es extremadamente suspicaz. Seguramente te ev i tar ía . Su madre, la v ie ja señora Clara, le v ig i la muy de cerca y le inculca cont inuamente en la cabeza que todas las chicas que acuden a Abercrombie no van más que detrás de su d inero. Como camarera, tendrás oportunidad de encontrarte con é l en c i rcunstancias ínt imas. Raramente abandona su estudio; está absorto en su af ic ión a l co lecc ionismo.

—Vaya —murmuró Jean—. ¿Y qué colecc iona?

—Casi cualquier cosa con la que puedas pensar —di jo Fother ingay, moviendo sus labios hacia arr iba en una mueca rápida que fue cas i una sonr isa—. S in embargo, tengo entendido por Webbard que es bastante románt ico y que ha tenido una ser ie de f l i r ts con chicas que han estado en la estac ión.

Jean retorc ió la boca en un gesto de fast id ioso sarcasmo. Fother ingay la observó impasib lemente.

—¿Cuándo tengo que. . . empezar?

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—Webbard se marcha en la nave de suministros de mañana. Te i rás con é l .

E l intercomunicador sonó débi lmente. Fother ingay apretó e l botón.

—¿Sí?

—El señor Webbard desea ver le .

Fother ingay d i r ig ió la ampol la hacia abajo, posándola en la zona de estac ionamiento. Webbard le estaba esperando. Era e l hombre más obeso que jamás había v isto Jean.

La p laca sobre la puerta decía Richard Mycroft , abogado . En a lgún momento de su pasado, a lguien le había d icho a Jean que Richard Mycroft era un buen abogado.

La recepcionista era una mujer negra de unos t re inta y c inco años, con una mirada d i recta y penetrante.

—¿Tiene usted c i ta previa?

—No —contestó Jean—. Pero es que tengo c ierta urgencia.

La recepcionista dudó un momento; después se inc l inó sobre e l intercomunicador .

—Una joven quiere ver le . La señor i ta Jean Par l ier . C l ienta nueva.

—Muy bien.

La recepcionista le indicó una puerta con un gesto de cabeza.

—Puede entrar —di jo con sequedad. «No le gusto —pensó Jean—, porque soy lo que e l la fue y lo que desea volver a ser .»

Mycroft era un hombre cuadrado, con un rostro agradable. Jean se construyó una caute losa defensa contra é l . S i a una le gustaba a lguien y ese a lguien lo sabía, se sent i r ía obl igado a dar consejos y a entrometerse. E l la no deseaba n ingún consejo, n inguna inter ferencia. Sólo deseaba dos mi l lones de dólares.

—Bien, joven —di jo Mycroft—. ¿En qué puedo serv i r la?

«Me está t ratando como a una n iña —pensó Jean—. Quizá a é l le parezca una n iña.»

—Se trata de una cuest ión de asesoramiento profes ional —di jo e l la—. No estoy muy enterada de las tar i fas . Puedo pagar le hasta un máximo de c ien dólares. Cuando me haya asesorado por va lor de c ien dólares, hágamelo saber y me marcharé.

—Con c ien dólares se pueden comprar muchos consejos —di jo Mycroft—. E l asesoramiento es a lgo fác i l .

—No para un abogado.

—¿Cuáles son sus problemas? —preguntó Mycroft con sent ido práct ico.

—Se sobreent iende que todo es conf idencia l , ¿verdad?

—Desde luego —la sonr isa de Mycroft se heló, convir t iéndose en una mueca amable.

—No se t rata de nada i legal , a l menos en lo que a mí respecta. Pero no quiero que pase n inguna información a personas. . . que podr ían estar interesadas.

Mycroft se puso muy t ieso detrás de su mesa de despacho.

—De un abogado se espera s iempre que respete las conf idencias de su c l iente.

—De acuerdo. . . B ien, se t rata de lo s iguiente. . .

Jean le contó lo de Fother ingay, y habló de la estac ión Abercrombie y de Ear l Abercrombie. Di jo que Ear l Abercrombie estaba enfermo de un mal incurable. No mencionó las ideas de Fother ingay a l respecto. Era ésta una cuest ión que e l la misma trataba de mantener apartada de su mente. Fother ingay la había contratado. Le había d icho lo que tenía que hacer y que Ear l Abercrombie estaba enfermo. Eso era suf ic iente para e l la . De haber hecho más preguntas, quizá hubiera encontrado las cosas demasiado nauseabundas para su estómago. En ta l caso, Fother ingay habr ía encontrado a otra joven menos inquis i t iva. Ev i tó t ratar sobre la natura leza exacta de la enfermedad de Ear l . N i s iquiera e l la misma la conocía. Y tampoco quer ía conocer la .

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Mycroft escuchó muy atentamente, s in deci r nada.

—Lo que quiero saber es lo s iguiente —cont inuó Jean—: ¿Está la mujer segura de heredar a Abercrombie? No quiero pasar por toda una ser ie de problemas para nada. Y , después de todo, Ear l t iene menos de veint iún años. Pensé que, ante la eventual idad de su muerte, era mejor . . . , bueno, asegurarse pr imero.

Durante un momento, Mycroft no h izo n ingún movimiento, s ino que permaneció sentado, mirándola. Después se l lenó la p ipa de tabaco.

—Jean —di jo a l f in—, te daré a lgunos consejos. Son l ibres. S in n inguna condic ión.

—No se preocupe —di jo Jean—. No quiero la c lase de consejos que se dan s in pagar . Quiero la c lase de asesoramiento por la que tengo que pagar.

—Eres una chica muy inte l igente,—di jo Mycroft , con una mueca.

—Tengo que ser lo . . . y l lámeme chica, s i as í lo pref iere.

—¿Qué har ías con un mi l lón de dólares? O con dos mi l lones, según ent iendo.

Jean se le quedó mirando f i jamente. La contestac ión era evidente, ¿o no lo era? Cuando trató de encontrar una respuesta, no se le ocurr ió nada.

—Bueno —di jo vagamente—, me gustar ía comprarme un vehículo aéreo, a lgunas ropas boni tas y quizá. . . —mentalmente, se v io rodeada de amigos. Personas amables, como el señor Mycroft .

—Si yo fuera un ps icó logo y no un abogado —di jo Mycroft—, d i r ía que quer ías más a tu padre y a tu madre que un mi l lón de dólares.

—¡No, no! —exclamó Jean, poniéndose ro ja—. No los quiero en absoluto. Están muertos.

Por lo que a e l la concernía, estaban muertos. Habían muerto para e l la cuando la abandonaron sobre la mesa de juego de Joe Par l ier , en la Taberna Azteca.

—Señor Mycroft —di jo Jean con indignación—, sé que trata usted de actuar bondadosamente, pero só lo neces i to que me diga lo que quiero saber .

—Te lo d i ré —conf i rmó Mycroft—, porque s i no lo h ic iera yo, a lgún otro lo har ía . La propiedad Abercrombie, s i no estoy equivocado, está regulada por su propio código c iv i l . Veamos —se gi ró en la s i l la y apretó unos botones que había en su mesa.

Sobre la panta l la aparec ió e l índice de la B ib l ioteca Centra l de Derecho. Mycroft fue haciendo más se lecc iones, acercándose a l tema poco a poco. Pocos segundos después d isponía de la información.

—El contro l de la propiedad —di jo— comienza a los d iec isé is años. La v iuda hereda por lo menos e l c incuenta por c iento y toda la propiedad a menos que se indique de otro modo en e l testamento.

—Bien —di jo Jean, levantándose—. Eso era lo único de lo que quer ía estar segura.

—¿Cuándo marchas? —preguntó Mycroft . —Esta misma tarde.

—Supongo que no neces i to deci r te que la idea que hay detrás de todo ese esquema no es. . . moral .

—Señor Mycroft , es usted un encanto. Pero yo no tengo n inguna c lase de moral .

—¿Estás segura? —preguntó é l , moviendo la cabeza. Después se encogió de hombros y encendió la p ipa.

—Sí . . . c laro —contestó Jean tras cons iderar lo un instante—. Supongo que as í es . ¿Quiere que le dé deta l les?

—No. Creo que deseaba preguntar más b ien s i estás segura de lo que quieres conseguir en la v ida.

—Desde luego. Cuanto más d inero, mejor .

—Esa no es, en real idad, una buena contestac ión —observó Mycroft , sonr iendo bur lonamente—. ¿Qué comprarás con tu d inero?

—¡Oh! —exclamó Jean, s int iendo que una i ra i r rac ional le subía por la garganta—. Muchas cosas. ¿Cuánto le debo, señor Mycroft?

—¡Oh! Sólo d iez dólares. Dáselos a Ruth.

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—Gracias, señor Mycroft —se despid ió , sa l iendo del despacho.

Mientras bajaba por e l pas i l lo , se d io cuenta con sorpresa de que estaba enojada consigo misma, as í como i r r i tada con e l señor Mycroft . É l no tenía n ingún derecho a hacer que la gente se asombrara a s í misma. Pero eso no ser ía tan malo s i e l la no estuviera ya un poco asombrada.

De todos modos, aquel lo no eran más que insensateces. Dos mi l lones de dólares eran dos mi l lones de dólares. Cuando fuera r ica, l lamar ía a l señor Mycroft y le preguntar ía s i , honradamente, no cre ía que aquel lo había val ido la pena, inc luso teniendo en cuenta unos pocos lapsus.

Y aquel mismo día. . . subir ía a la estac ión Abercrombie. De repente, se s int ió exc i tada.

3

E l p i loto de la nave de suministros de la estac ión Abercrombie era decid ido.

—No, señor , creo que está comet iendo una equivocación a l l levar una chica tan boni ta y pequeña.

Era un hombre corpulento, de cerca de tre inta años, de act i tudes duras y pos i t ivas. Su cuero cabel ludo estaba tachonado de pelo rubio y unas profundas arrugas daban a su boca una expres ión c ín ica. Webbard, e l mayordomo jefe de Abercrombie, fue insta lado a popa, en la cámara especia l . Las correas normales de segur idad eran inadecuadas para proteger su corpulencia; por eso f lotaba con la mandíbula hundida en un tanque de emuls ión que tenía la misma gravedad especí f ica que su cuerpo.

No había cabina para pasajeros, as í es que Jean se des l izó en e l as iento s i tuado junto a l de l p i loto. L levaba puesto un modesto vest ido b lanco, una toca también b lanca y una chaqueta a rayas gr ises y negras. E l p i loto empleó pocas palabras buenas a l refer i rse a la estac ión Abercrombie.

—Es una verdadera vergüenza l levar a una muchacha como tú a serv i r a gentes como las que hay a l l í . ¿Por qué no consiguen una de su propia c lase? Seguramente, ambas cosas ser ían lo más adecuado.

—Yo sólo voy a l lá arr iba por una pequeña temporada —di jo Jean, inocentemente.

—Eso es lo que te crees. Aquel lo es arro l lador . Dentro de un año serás como todos e l los . Sólo e l a i re es suf ic iente para poner enferma a una persona, r ico y dulce como el acei te de o l iva. Yo nunca sa lgo de la nave a menos que no pueda evi tar lo .

—¿Crees que estaré. . . segura? —preguntó e l la , e levando las pestañas y d i r ig iéndole una imprudente mirada de sos layo.

E l p i loto se humedeció los labios, moviéndose en su as iento.

—¡Oh! Claro que estarás segura —murmuró—. Al menos con respecto a los que ya están a l l í un t iempo. Puede que tengas que esquivar a a lgunos de los que acaban de l legar de la T ierra. Pero después de haber v iv ido en la estac ión durante a lgún t iempo, las ideas cambian y no sabr ían qué hacer n i con las mejores partes de una muchacha de la T ierra.

—¡Vaya! —exclamó Jean, apretando después los labios, a l pensar que Ear l Abercrombie había nacido en la estac ión.

—Pero no estaba pensando en todo eso —di jo e l p i loto, pensando en lo d i f íc i l que le resul taba hablar con f ranqueza con una muchacha tan joven e inexperta—. Más b ien quer ía deci r que en aquel la atmósfera te puedes dejar l levar un poco. No tardarás en ser como todos e l los . . . y no querrás marcharte. A lgunos no son capaces de marcharse. . . y tampoco podr ían res ist i r lo en la T ierra aunque quis ieran.

—¡Oh! No creo que eso me suceda a mí . No en mi caso.

—Es a lgo contagioso —di jo e l p i loto con vehemencia—. Mira, yo he conducido naves a todas las estac iones; he v isto a la gente i r y venir . Cada estac ión t iene su propia c lase de mister io , y no puedes mantenerte a l margen —parecía muy seguro de lo que estaba d ic iendo—. Quizá sea eso por lo que yo mismo estoy tan loco. F í jate por e jemplo en la estac ión Madeira. A legre. Frufrú —e hizo un movimiento remi lgado con los dedos—. Eso es Madeira. Es cas i imposib le de saber . Pero f í jate en Balchester Aer ie , o en Mer l in Del l , o en Starhome. . .

—Seguramente, a lgunas son s imples lugares de p lacer , ¿verdad?

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E l p i loto estuvo de acuerdo a regañadientes en que de los veint idós saté l i tes de esparc imiento, más de la mitad eran tan vulgares como Miami Beach.

—Pero los otros. . . ¡Oh, Dios! —e hizo g i rar los o jos—. Y Abercrombie es la peor de todas las estac iones.

Se produjo un s i lenc io en la cabina; la T ierra era un monstruoso g lobo verde, azul , b lanco y negro s i tuado sobre e l hombro de Jean. Debajo, e l so l formaba un fur ioso agujero en e l c ie lo . Delante de e l los estaban las estre l las . . . y una ser ie de parpadeantes luces ro jas y azules.

—¿Es eso Abercrombie?

—No, eso es e l Templo Masónico. Aún fa l ta un poco para l legar a Abercrombie —la miró t ímidamente de sos layo—. Mira una cosa. No quiero que p ienses que soy un f resco. O quizá lo sea. Pero s i eres lo bastante dura para real izar ese trabajo, ¿por qué no te vuelves a la T ierra conmigo? Tengo una bonita choza en Long Beach, nada del otro mundo, pero está junto a la p laya y será mucho mejor que trabajar para un puñado de subnormales de fer ia .

—No, grac ias —contestó Jean con a i re ausente.

E l p i loto encogió la barbi l la , apretó los codos contra su cuerpo y enrojec ió .

Transcurr ió una hora. Se escuchó un traqueteo procedente de atrás y un pequeño panel se desplomó. E l rostro abotargado de Webbard aparec ió por e l hueco. La nave estaba funcionando en ca ída l ibre, lo que hacía desaparecer la gravedad.

—¿Cuánto fa l ta para l legar a la estac ión?

—Está justo delante de nosotros. Una media hora más o menos y seremos pescados correctamente.

Webbard gruñó y se ret i ró . Delante de e l los , parpadeaban unas luces amar i l las y verdes.

—Eso es Abercrombie —di jo e l p i loto, cogiéndose a un as idero—. Agárrate.

Unos chorros de desacelerac ión, de color azul pál ido, surgieron delante de e l los . Desde atrás les l legó e l sonido de un golpazo y una rabiosa imprecación. E l p i loto sonr ió bur lonamente.

—Le ha cogido b ien —di jo; los chorros rugieron durante un minuto y después desaparec ieron—. En cada v ia je sucede lo mismo. Dentro de un momento sacará la cabeza por e l panel y me echará un buen rapapolvo.

E l panel se des l izó hacia atrás. Webbard mostró su rabioso rostro.

—¿Por qué d iablos no me avisa antes de desacelerar? ¡Me acabo de pegar un porrazo que me podr ía haber hecho daño! ¡No es usted un buen pi loto, s i va produciendo daños de esa c lase!

—Lo s iento, señor —di jo e l p i loto con un grac ioso tono de voz—. De veras que lo s iento. No volverá a suceder.

—¡Será mejor que no! S i vuelve a ocurr i r , me ocuparé personalmente de que le despidan. E l panel se cerró con un fuerte golpe.

—A veces cons igo dar le mejor que otras —di jo e l p i loto—. Este ha s ido un buen golpe; lo puedo suponer por e l porrazo que hemos escuchado.

Se levantó del as iento, pasó e l brazo sobre los hombros de Jean y la atra jo hacia s í .

—Déjame que te dé un pequeño beso, antes de que seamos pescados en casa.

Jean se inc l inó hacia adelante, extendiendo su brazo. É l v io cómo su cara se adelantaba hacia la suya, una cara inte l igente, maravi l losa, de ónice, de un rosa pál ido, de marf i l , sonr iente, cá l ida y l lena de v ida. E l la extendió la mano junto a l cuerpo de é l y apretó la vá lvula de desacelerac ión. Cuatro motores a reacc ión se encendieron delante de e l los . La nave retembló. E l p i loto cayó sobre e l panel de instrumentos, con una cómica expres ión de sorpresa en su rostro.

Desde atrás les l legó e l sonido de un pesado y resonante porrazo.

E l p i loto se volv ió a co locar en su as iento y t i ró hacia atrás de la vá lvula de desacelerac ión. Le sa l ía sangre de la barbi l la , formando un pequeño hi l i l lo ro jo . Detrás de e l los , e l panel se abr ió de golpe. E l rostro de Webbard, negro de rabia, surgió por la abertura.

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Cuando hubo terminado y cerrado e l panel t ras de s í , e l p i loto miró a Jean, que estaba tranqui lamente sentada en su as iento, con las comisuras de los labios l igeramente separadas, como s i estuviera en un ensueño. Desde lo más profundo de su garganta, e l p i loto d i jo :

—Si estuviéramos solos te dar ía ta l pa l iza que te dejar ía medio muerta.

Jean se l levó las rodi l las hacia la barbi l la , entre lazó los brazos a l rededor de e l las y se quedó mirando en s i lenc io hacia adelante.

La estac ión Abercrombie había s ido constru ida según e l d iseño de c i l indro F i tch: un núcleo energét ico y de serv ic io , una ser ie de muel les c i rculares y una funda transparente. A la construcc ión or ig inal se habían añadido una ser ie de modi f icac iones y anexos. Un muel le exter ior c i rcundaba e l c i l indro, con hojas de acero para sostener los agarraderos magnét icos de las naves pequeñas, con trabadores especia les para las de transporte, y zapatos magnét icos para todo lo que tuviera que ser f i jado en un lugar durante un espacio de t iempo más o menos pro longado. En cada uno de los extremos del c i l indro había tubos conectados con construcc iones dependientes. La pr imera de e l las , una esfera, era la res idencia pr ivada de los Abercrombie. La segunda, otro c i l indro, g i raba a veloc idad suf ic iente para comprimir e l agua que contenía inc luso fuera de su superf ic ie inter ior , hasta una profundidad de poco más de tres metros; era la p isc ina de la estac ión, una insta lac ión que sólo se encontraba en tres de los saté l i tes de reunión.

La nave de suministros se acercó mucho a l muel le , topando contra é l y sacudiéndose. Cuatro hombres agarraron los cabos de sujec ión, los co locaron en ani l los s i tuados en e l casco y t i raron de la nave para l levar la hacia la entrada de suministros. La nave se insta ló en su atracadero y las agarraderas la su jetaron con f i rmeza; poco después se abr ieron las port i l las .

E l mayordomo jefe Webbard seguía muy enojado, pero ahora hubiera estado por debajo de su d ignidad a l demostrar su i ra . Desprec iando los zapatos magnét icos, se empujó a s í mismo hacia la entrada, y d i r ig iéndose a Jean, d i jo :

—Traiga su equipaje.

Jean se d i r ig ió hacia donde estaba su l impio y pequeño baúl , lo e levó en e l a i re y se encontró t ropezando impotentemente en e l centro de la nave. Con impaciencia , Webbard regresó con c l ips magnét icos para los zapatos de la joven, y la ayudó a hacer f lotar e l baúl hac ia e l inter ior de la estac ión.

E l la se encontró respirando un a i re d i ferente, más r ico. En la nave o l ía a ozono, grasa y cáñamo, pero en la estac ión. . . Trató inconsc ientemente de ident i f icar e l o lor , y Jean pensó en buñuelos de mantequi l la y en jarabe mezclado con polvos de ta lco.

Webbard, f lotando f rente a e l la , era un espectáculo imponente. Su grasa ya no le co lgaba en p l iegues; se h inchaba, extendiéndose hacia afuera en un per ímetro aún mayor. Su rostro era tan l iso como la corteza de una sandía, y parec ía como s i sus rasgos hubieran s ido esculp idos, en vez de moldeados. É l d i r ig ió la mirada hacia un punto s i tuado sobre la oscura cabeza de e l la .

—Será mejor que l leguemos a un entendimiento, jovenci ta .

—Desde luego, señor Webbard.

—La he tra ído a t rabajar aquí como un favor especia l a mi amigo e l señor Fother ingay. Aparte de este acto s ingular y or ig inal , no soy responsable de nada. No soy su tutor . E l señor Fother ingay la recomendó muy bien, as í es que procure sat is facer esa recomendación. Su super iora inmediata será la señora Bla iskel l , y debe usted obedecer la en todo. Aquí , en Abercrombie, tenemos reglas muy estr ictas, un tratamiento excelente y una buena paga, pero se la t iene usted que ganar. Su trabajo debe hablar por s í mismo y no puede esperar n ingún favor especia l de nadie —carraspeó y añadió—: En real idad, s i me permite expresar lo as í , puede considerarse afortunada de haber encontrado trabajo aquí , normalmente, contratamos a personas de nuestra propia c lase; eso favorece e l mantenimiento de unas condic iones armoniosas.

Jean esperó con la cabeza so lemnemente inc l inada. Webbard s iguió hablando, hac iéndole advertencias especí f icas, dándole consejos y órdenes.

Jean asent ía sumisamente. No le serv i r ía de nada ponerse a malas con e l pomposo y v ie jo Webbard. Y Webbard tuvo la impres ión de encontrarse ante una joven respetuosa, delgada y

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muy joven, y con un br i l lo pecul iarmente f renét ico en sus o jos , pero suf ic ientemente impres ionada por su importancia. También tenía buen color , y unas facc iones agradables. S i pudiera introducir unos c ien k i los más de carne entre sus huesos, podr ía haber atra ído inc luso a su enorme natura leza.

—Muy bien, venga por aquí —di jo Webbard. É l f lotó delante y , grac ias a a lgún poder innato y magní f ico, s iguió dando la impres ión de una d ignidad inexorable, inc luso cuando se lanzó por e l pas i l lo con la cabeza muy baja.

Jean avanzó más sosegadamente sobre sus c l ips magnét icos, empujando por delante e l baúl con tanta fac i l idad como s i se t ratara de una s imple bolsa de papel .

L legaron a l núcleo centra l y Webbard, t ras mirar hac ia atrás por encima de sus abul tados hombros, se lanzó hacia arr iba cogiéndose a l c i l indro centra l .

Unas hojas de v idr io s i tuadas en las paredes del núcleo permit ían ver los d iversos sa lones, sa las , comedores y vest íbulos. Jean se detuvo ante una habi tac ión decorada con cort inas de fe lpa ro ja y estatuas de mármol . Se quedó mirando con f i jeza, s int iendo pr imero admirac ión y después d ivers ión, Webbard la l lamó impacientemente

—Vamos, señor i ta , vamos.

Jean se apartó de la hoja de cr ista l .

—Estaba observando a los c l ientes. Parecen como. . . —y rompió a re í r sofocadamente.

Webbard f runció e l ceño y apretó los labios. Jean pensó que le iba a preguntar cuál era la causa de su r isa, pero evidentemente no lo cons ideraba d igno.

—Vamos —di jo—, no le puedo dedicar más que un momento.

E l la echó un ú l t imo v istazo hacia e l sa lón y entonces se echó a re í r con fuerza.

Había mujeres gruesas, como peces h inchados en un gran acuar io . Mujeres gruesas, ro l l i zas y del icadas como melocotones amar i l los . Mujeres gruesas, mi lagrosamente ági les y de movimientos fác i les ante la ausencia de gravedad. Parec ía que estaban as ist iendo a una velada musica l . E l sa lón estaba abarrotado de enormes bolas de carne, rosada, envueltas en b lusas y panta lones b lancos, azul pál ido y amar i l los .

La actual moda Abercrombie parec ía d iseñada para acentuar los cuerpos redondos. Bandas p lanas a modo de c inturones moldeaban los pechos, extendiéndose hacia abajo y hacia afuera, bajo los brazos. E l pe lo estaba part ido por una raya en e l centro, y l levado suavemente hacia atrás para formar un pequeño ovi l lo en la nuca. Carne, ampol las de carne t ierna, suaves y br i l lantes balones h inchados. Rasgos l igeramente cr ispados, dedos de manos y p ies cont inuamente en movimiento, o jos y labios p intados con mal ic ia . En la T ierra, cualquiera de1 aquel las mujeres habr ía permanecido sentada inmóvi l , convert ida en un montón de f lo jo y sudoroso te j ido. En la estac ión Abercrombie —el l lamado «paseo adiposo»—, se movían con la fac i l idad de un soplo, y sus rostros y cuerpos eran tan tersos y suaves como ro l los de mantequi l la .

—¡Vamos, vamos, vamos! —ladró Webbard—. ¡En Abercrombie no se p ierde e l t iempo!

Jean res ist ió e l impulso de lanzar e l baúl hac ia arr iba, contra las rotundas nalgas de Webbard, un b lanco muy atract ivo. É l la esperó en e l extremo del pas i l lo .

—Señor Webbard —le preguntó so l íc i tamente—, ¿cuánto pesa Ear l Abercrombie?

Webbard echó la cabeza hacia atrás, mirando reprobadoramente hacia abajo de su nar iz .

—Esa c lase de int imidades, señor i ta , no son consideradas aquí como una conversac ión educada.

—Sólo me estaba preguntando s i era como. . . bueno, tan imponente como usted.

—No le puedo contestar —di jo Webbard aspirando con fuerza e l a i re por la nar iz—. E l señor Abercrombie es una persona muy competente. Su. . . presencia, es una cuest ión que t iene usted que aprender a no d iscut i r . No es apropiado n i e legante.

—Gracias, señor Webbard —di jo Jean dóci lmente.

—Se hará usted muy popular —di jo Webbard—. Será una buena chica. Ahora, pasemos por e l tubo y la l levaré a presencia de la señora Bla iskel l .

La señora Bla iskel l era pequeña y rechoncha. Su cabeza era de un gr is acerado y l levaba e l pelo peinado hacia atrás, a la moda, formando un ovi l lo detrás de la nuca. L levaba una especie de mono negro a justado, e l uni forme de los s i rv ientes de Abercrombie, como más tarde se enterar ía Jean.

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Jean sospechó que había causado una pobre impres ión a la señora Bla iskel l . S int ió cómo aquel los v igorosos o jos gr ises la estudiaban desde la cabeza a los p ies , y e l la mantuvo los suyos modestamente bajos.

Webbard expl icó que Jean tenía que ser entrenada como camarera y sugir ió que la señora Bla iskel l ut i l i zara sus serv ic ios en e l P leasaunce y en los dormitor ios . La señora Bla iskel l as int ió .

—Buena idea. E l joven jefe es muy pecul iar , como sabe todo e l mundo, pero ú l t imamente ha estado importunando a las chicas, interrumpiéndolas en su t rabajo; es acertado tener a l l í una como el la . . . , no se ofenda, señor i ta . Sólo quiero deci r que es la gravedad la que lo hace. . . , ¡ la única que no será apta para captar su atención!

Webbard suspiró y los dos f lotaron, apartándose un poco para conversar en voz baja.

La boca de Jean se contra jo en sus comisuras. ¡V ie jos tontos!

Transcurr ieron c inco minutos. Jean empezó a sent i rse inquieta. ¿Por qué no hacían a lgo? ¿Por qué no la l levaban a a lguna parte? Se sorprendió a l sent i r aquel desasos iego. ¡La v ida! ¡Qué maravi l losa! ¡Qué entus iasta! Se preguntó a s í misma: «¿Sent i ré esta misma a legr ía cuando tenga veinte años? ¿Cuando tenga tre inta o cuarenta?» Volv ió a contraer las comisuras de su boca. «¡Claro que s í ! Nunca me permit i ré cambiar . Pero la v ida debe ser ut i l i zada para extraer de e l la lo mejor . Cada estremecimiento de pas ión y exc i tac ión debe ser probado y expr imido l ibremente.» Sonr ió con una expres ión de bur la . A l l í estaba, f lotando, respirando e l a i re demasiado pasado de la estac ión Abercrombie. En c ierto sent ido era una aventura. Podía sa l i r b ien parada. Dos mi l lones de dólares, y só lo por seducir a un joven de d iec iocho años. Seducir le , casarse con é l , ¿qué importaba? Claro que é l era Ear l Abercrombie y s i resul taba ser tan imponente como el señor Webbard. . . Consideró e l enorme cuerpo de Webbard con una i rónica especulac ión. ¡Oh, bueno! Dos mi l lones eran dos mi l lones. S i las cosas se ponían demasiado mal , aumentar ía e l prec io. Quizá d iez mi l lones. Tampoco era demasiado de un tota l de mi l mi l lones.

Webbard se marchó s in d i r ig i r le una so la palabra, lanzándose con toda fac i l idad hacia e l núcleo, s i tuado abajo.

—Vamos —le d i jo la señora Bla iskel l—. Le enseñaré su habi tac ión. Hoy puede descansar y mañana la l levaré a dar una vuel ta .

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La señora Bla iskel l estaba a su lado, con una expres ión f rancamente cr í t ica, mientras Jean se colocaba e l mono negro.

—¡Que Dios tenga p iedad de usted! Pero no debe apretarse as í e l pecho. Está usted raquí t ica y delgada, y cas i parece que se está mur iendo de hambre. ¡Pobre chica! ¡No debe e levárselo as í ! Quizá podamos encontrar unos cuantos f lotadores de a i re para l lenar la un poco. No es que eso sea a lgo esencia l , Dios lo sabe, pues só lo es usted una camarera para l impiar e l polvo. S in embargo, s iempre se mejora e l aspecto de la casa cuando se t iene un equipo de mujeres boni tas, y a l joven Ear l , y eso lo d i r ía por é l y por todas sus rarezas, le gustan las mujeres e legantes. Y ahora su seno; tenemos que hacer a lgo con é l . ¡Pero cómo, s i está cas i l i sa! ¿No lo ve? S i apenas queda s i t io para introducir un p l iegue por debajo de los brazos, ¿no lo ve? —y señaló sus propios y voluminosos ro l los de grasa—. Suponga que enrol lamos un poco de coj ín y . . .

—No —di jo Jean temblando; ¿cómo era pos ib le que la encontrara tan fea?—. No l levaré n inguna a lmohadi l la .

—Pero s i es por su propio b ien, quer ida —di jo la señora Bla iskel l , respirando con fuerza—. Estoy segura de que no soy yo la que está delgada.

—No, t iene usted muy buen aspecto —di jo Jean, mirándose las zapat i l las negras.

—Me mantengo todo lo b ien que puedo —asint ió la señora Bla iskel l con orgul lo—, y tanto mejor as í , aunque no era lo mismo cuando tenía su edad. Se lo aseguro, yo estaba entonces en la T ierra y . . .

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—¡Oh! ¿No ha nacido usted aquí?

—No, señor i ta . Yo fu i uno de los pocos seres pres ionados y l ibrados de la gravedad, y consumí mi cuerpo durante e l esfuerzo del t ransporte hasta aquí . No, yo nací en Sydney, Austra l ia , de una fami l ia decente y amable, pero eran demasiado pobres para comprarme un lugar en Abercrombie. Tuve la suerte suf ic iente para conseguir un puesto igual a l que usted ocupa ahora, y eso fue en la época en que aún estaban con nosotros e l señor Justus y la anciana señora Eva, su madre, o sea la abuela de Ear l . Desde entonces, nunca he regresado a la T ierra. Creo que nunca volveré a poner los p ies en su superf ic ie .

—¿No echa de menos los fest iva les y los grandes edi f ic ios y todo e l maravi l loso paisa je del campo?

—¡Bah! —exclamó la señora Bla iskel l con un gesto de indi ferencia—. ¿Y sent i rse una apr is ionada por odiosas arrugas y p l iegues? ¿Y subir en un vehículo y que todo e l mundo se me quede mirando y bur lándose? Todos e l los están delgados como palos a causa de su constante preocupación y de la lucha contra la atracc ión del suelo. No, señor i ta , nosotros tenemos nuestros propios paisa jes y f iestas; mañana noche se ce lebrará una pavana, y durante e l mes que v iene tenemos prevista una gran pantomima de máscaras y un desf i le de mujeres hermosas. Y lo mejor de todo es que estoy entre mi gente, los gordos, y nunca tengo una sola arruga en la cara. Me encuentro perfectamente, hecha y derecha, y no intentar ía nunca v iv i r entre los de a l lá abajo.

—Si es usted fe l iz —di jo Jean, encogiéndose de hombros—, eso es lo que importa.

Se miró con sat is facc ión en e l espejo. Aunque la gorda señora Bla iskel l pensara de otro modo, e l mono negro le sentaba b ien, ahora que lo tenía b ien ceñido a sus caderas y a su c intura. Sus p iernas —esbeltas, redondas y con un br i l lo de marf i l— eran boni tas, y eso lo sabía e l la . Aun cuando e l extraño señor Webbard y la s ingular señora Bla iskel l pensaran de otra manera. Que esperaran hasta que intentara a lgo con e l joven Ear l . É l prefer ía a las chicas con gravedad; Fother ingay se lo había d icho as í . Y , s in embargo, Webbard y la señora Bla iskel l habían dado a entender otra cosa. Quizá le gustaban de las dos c lases. Jean sonr ió t ímidamente. S i a Ear l le gustaban de las dos c lases, entonces le gustar ía todo lo que fuera cá l ido, se moviera y respirara. Y en ese caso, desde luego, se encontraba e l la .

S i le preguntara, d i rectamente a la señora Bla iskel l , se quedar ía asombrada y conmocionada. La buena señora Bla iskel l . Un a lma maternal , no como las matronas a las que había sufr ido en los d iversos as i los y casas para n iños abandonados en los que había estado. Aquél las s í que eran mujeres forn idas, práct icas y rápidas con las manos. Pero la señora Bla iskel l era amable; nunca habr ía abandonado a su h i jo sobre una mesa de juego. La señora Bla iskel l habr ía luchado, hasta mor i r de hambre s i era prec iso, para conservar a su h i jo y educar le b ien. Jean especuló tontamente durante un instante sobre cómo le habr ía ido a e l la teniendo a una señora Bla iskel l como madre. Y a un señor Mycroft como padre. E l pensamiento le produjo una extraña y punzante sensación, y desde a lguna parte profunda de su inter ior surgió un oscuro y sordo resent imiento, mezclado con i ra .

Jean se movió con insegur idad e inquietud. «¡No debo pensar en estas insensateces! Estás jugando un papel so l i tar io . ¿Qué ibas a hacer con unos par ientes? ¡Qué molest ia tan atroz!» De haber los tenido, nunca le habr ían permit ido v iv i r esta aventura en la estac ión Abercrombie. Por otra parte, teniendo par ientes habr ía muchos menos problemas sobre cómo gastar dos mi l lones de dólares.

Jean suspiró. Su madre no fue amable y car iñosa como la señora Bla iskel l . No pudo haber lo s ido y toda la cuest ión p lanteada se convert ía en a lgo s in sent ido. «Olv ídalo, apárta lo de tu mente.»

La señora Bla iskel l le t ra jo unos zapatos de serv ic io , que cas i todo e l mundo l levaba puestos en la estac ión: eran zapat i l las des l izantes con pequeñas ruedas magnét icas en las suelas. Unos h i los conducían hacia e l cuadro energét ico, s i tuado en e l c inturón. A justando un reóstato, se podía conseguir cualquier grado de magnet ismo.

—Cuando una persona está t rabajando —le expl icó la señora Bla iskel l—, neces i ta apoyarse b ien sobre los p ies . Desde luego, no hay mucho que hacer , una vez que una se ha acostumbrado a todo esto. La l impieza es fác i l de hacer con nuestros f i l t ros; s in embargo, a veces hay una pequeña capa de polvo y s iempre una pequeña pel ícu la de acei te que se desprende del a i re .

—Muy bien, señora Bla iskel l —di jo Jean, levantándose—. Estoy l is ta . ¿Por dónde empezamos?

La señora Bla iskel l e levó las ce jas , asombrada ante aquel la fami l iar idad, pero no quedó disgustada gravemente. Lo pr inc ipal era que la chica parec ía respetuosa, vo luntar iosa e inte l igente, y . . . lo que era más importante, no era de la c lase de chicas que creaban a lguna molest ia con e l señor Ear l .

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Haciendo osc i lar e l dedo de un p ie contra la pared se impulsó pas i l lo abajo, se detuvo ante una puerta b lanca y echó una de sus hojas hacia atrás.

Penetraron en aquel la habi tac ión como s i procedieran del techo. Jean s int ió un instante de vért igo, d i r ig iendo a l pr inc ip io la cabeza hacia lo que parec ía ser e l suelo.

La señora Bla iskel l se cogió hábi lmente a l respaldo de una s i l la , h izo g i rar su cuerpo y f ina lmente puso los p ies sobre e l verdadero suelo. Jean se unió a e l la . Se encontraban en una gran sa la c i rcular , que formaba, a l parecer , una secc ión a t ravés del edi f ic io . Había ventanas que daban a l espacio, y las estre l las br i l laban desde todas partes; se podía ver todo e l Zodíaco con un s imple movimiento de los o jos .

La luz del so l les l legaba desde abajo, br i l lando en e l techo, y de uno de los lados colgaba la luna, dura y n í t ida como s i se t ratara de una moneda rec ién acuñada. La sa la era demasiado opulenta para e l gusto de Jean. Observó la arro l ladora abundancia de a l fombras de color mostaza azafranado, paneles b lancos con arabescos dorados, una mesa redonda f i jada a l suelo y rodeada por s i l las que estaban sujetas con c l ips , magnét icos. Una araña de cr ista l ca ía r íg idamente hacia abajo; desde e l ángulo entre la pared y e l techo, se extendían, a intervalos, querubines redondos.

—Eso es e l P leasaunce —di jo la señora Bla iskel l—. Esto será lo pr imero que l impie cada mañana —y después descr ib ió a Jean sus obl igac iones con todo deta l le .

—Ahora i remos a. . . —y dio un l igero codazo a Jean—. Aquí está la anciana señora Clara, la madre de Ear l . Inc l ine la cabeza como hago yo.

Una mujer vest ida de rosa y púrpura f lotaba en la sa la . Su rostro ref le jaba una expres ión de d istra ída arrogancia, como s i en todo e l universo no exist iera la menor duda, incert idumbre o equivocación. Era un ser cas i perfectamente g lobular , tan ancha como al ta . Su pelo era de un color p lateado, su rostro una ampol la de carne tersa, l igeramente p intada. L levaba p iedras prec iosas extendidas sobre su abultado pecho y espaldas. La señora Bla iskel l inc l inó afectadamente la cabeza.

—Señora Clara, quer ida, permítame presentar le a la nueva s i rv ienta. Acaba de l legar de la T ierra y es muy hábi l .

La señora Abercrombie lanzó una rápida mirada hacia Jean.

—Una cr iatura bastante demacrada.

—¡Oh! Mejorará —di jo la señora Bla iskel l con suavidad—. La buena y abundante comida y e l t rabajo duro harán mucho por e l la ; después de todo, só lo es una n iña.

—¡Mmmm! Lo veo d i f íc i l . Eso se l leva en la sangre, B la iskel l , y usted lo sabe muy bien.

—Sí , c laro, señora Clara.

—O se t iene buena sangre, o se t iene v inagre —siguió d ic iendo la señora Clara con voz metál ica, lanzando rápidas miradas por la sa la—. Esta muchacha nunca se sent i rá realmente cómoda aquí . Lo puedo ver . No lo l leva en la sangre.

—No, señora, t iene usted razón en lo que d ice.

—Tampoco está en la l ínea de Ear l . É l es e l único que me preocupa. Hugo era e l verdadero r ico, pero su hermano L ionel después de é l pobre y quer ido L ionel , y . . .

—¿Qué pasa con L ionel? —preguntó una voz ronca, que h izo a Jean g i rarse; era Ear l—. ¿Quién sabe a lgo de L ionel?

—Nadie, quer ido. Se ha marchado y no volverá nunca. Sólo estaba comentando que n inguno de los dos l legaste is a crecer nunca, que os quedaste is en los huesos.

Ear l f runció e l ceño, miró a su madre, después a la señora Bla iskel l y f ina lmente a Jean.

—¿Qué es esto? ¿Otra s i rv ienta? No la neces i tamos. Que se marche. S iempre hay nuevas ideas para gastar más.

—Está dest inada a cuidar tus habi tac iones, quer ido Ear l —di jo su madre.

—¿Dónde está Jessy? ¿Qué hay de malo con Jessy?

La señora Clara y la señora Bla iskel l intercambiaron miradas indulgentes. Jean d i r ig ió hacia Ear l una lenta mirada latera l . É l parpadeó y después f runció e l ceño. Jean bajó los o jos y después real izó un lento movimiento con los dedos de los p ies sobre la a l fombra, sabiendo que eso ponía en movimiento su p ierna de un modo interesante. E l ganarse aquel los dos mi l lones de dólares no ser ía tan molesto como había temido. Porque Ear l no estaba gordo en modo a lguno. Era robusto, só l ido, con grandes hombros y nuca de toro. Tenía una buena mata

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de pelo rubio, r izado, una tez ro j iza, una gran nar iz de color de cera, una barbi l la sa l iente. Su boca estaba b ien conf igurada, con un gesto de mal humor en aquel los momentos.

Era a lgo menos que atract ivo, pensó Jean. En la T ierra, le habr ía ignorado o, s i é l hubiera ins ist ido, le habr ía puesto fuera de s í con toda una ser ie de insul tos . Pero se había esperado a lgo mucho peor; una cr iatura rechoncha como Webbard, un g lobo humano. Desde luego, no exist ía n inguna razón real para que Ear l estuviera gordo; los h i jos de personas gruesas tenían las mismas pos ib i l idades que los demás de poseer un tamaño normal .

La señora Clara estaba dándole instrucc iones a la señora Bla iskel l sobre las tareas del d ía , y ésta asent ía con la cabeza a cada media docena de palabras que pronunciaba aquél la , pe l l izcándose pequeños puntos en sus gruesos y pequeños dedos.

La señora Clara terminó y la señora Bla iskel l indicó a Jean:

—Vamos, señor i ta , hay mucho trabajo que hacer .

—Téngalo en cuenta —di jo Ear l t ras e l las—. ¡Que nadie entre en mi estudio!

—¿Por qué no quiere que nadie entre en su estudio? —preguntó Jean con cur ios idad.

—Al l í es donde guarda sus colecc iones. No quiere que nadie toque nada. E l señor es muy extraño a veces. Tendrá usted que ser indulgente y comportarse b ien. En c ierto modo, es más d i f íc i l serv i r le a é l que a la señora Clara.

—¿Ear l nac ió aquí?

—Nunca ha estado en la T ierra —di jo la señora Bla iskel l , as int iendo—. Dice que es un lugar para gente loca, y Dios sabe que t iene bastante razón.

—¿Quiénes son Hugo y L ionel?

—Son los dos hermanos mayores. Hugo está muerto, que descanse en paz, y L ionel está fuera, en sus v ia jes . Después de Ear l están Harper , Dauphin, Mi l l icent y Clar ice. Esos son todos los h i jos de la señora Clara. "Todos e l los son orgul losos y gruesos. Ear l es e l más delgado de todos, y también t iene mucha suerte, porque cuando mur ió Hugo, L ionel estaba s iempre de v ia je , as í es que fue é l quien heredó. B ien, aquí está su habi tac ión, ¡y qué desorden!

A medida que trabajaban, la señora Bla iskel l estuvo comentando a lgunos aspectos de la habi tac ión.

—¡Ahora esa cama! Ear l no se s int ió sat is fecho con dormir bajo una banda anatómica, como el resto de nosotros, ¡no! L leva p i jamas de ropa magnet izada, y eso le apr ieta contra e l co lchón cas i como s i v iv iera sobre la T ierra. Y todas esas lecturas y estudios, le doy mi palabra de que no hay nada en lo que no p iense. ¡Y su te lescopio! Se pasa las horas sentado en la cúpula, enfocando e l te lescopio hacia la T ierra.

—Quizá le gustar ía mucho v is i tar la T ierra, ¿no?

—No me sorprender ía mucho que fuera as í —di jo la señora Bla iskel l , as int iendo—.. Ese lugar e jerce una terr ib le fasc inación sobre é l . Pero ya sabe que no puede abandonar Abercrombie.

—Eso es extraño. ¿Por qué no?

La señora Bla iskel l le d i r ig ió una mirada de inte l igencia.

—Porque entonces perder ía su herencia. En la carta or ig inal está escr i to que e l propietar io t iene que observar las reglas —indicó hacia una puerta y añadió—: Ese es su estudio. Y ahora, le voy a permit i r dar un v istazo, para que no se s ienta atormentada por la cur ios idad y se meta en problemas cuando yo no esté por aquí para v ig i lar la . No se exc i te con lo que vea; no hay nada que le pueda hacer e l menor daño.

Con e l a i re de una sacerdot isa a punto de revelar un profundo mister io , la señora Bla iskel l manoseó un momento e l pomo de la puerta, de un modo que Jean no pudo observar .

La puerta se abr ió y la señora Bla iskel l sonr ió sat is fecha cuando Jean sa l tó hac ia atrás, l lena de a larma.

—¡Vamos, vamos! No se a larme. Ya le he d icho que no hay nada que le pueda hacer e l menor daño. Ese es uno de los e jemplares zoológicos del patrón Ear l . Es un e jemplar muy raro y muy caro.

Jean suspiró profundamente y observó con mayor atención aquel la cr iatura negra, con un cuerno, que estaba erecta, sobre dos patas, justo debajo de la puerta, equi l ibrada e inc l inada

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hacia adelante, como s i estuviera preparada para abrazar a la intrusa entre sus brazos negros, que parec ían de cuero.

—Esto es só lo la parte que más asusta —di jo la señora Bla iskel l con una tranqui la sat is facc ión—. T iene sus insectos y sus b ichos a l l í —di jo , señalando hacia una parte del estudio—, sus gemas a l lá , sus v ie jos d iscos de música en ese otro lado, los se l los aquí , los l ibros a lo largo de la pared del estudio. Son todo cosas bastante suc ias. Me avergüenzo de é l . Que no la vea nunca hojear esos l ibros puercos que s iempre está mirando e l señor Ear l .

—No, señora Bla iskel l —di jo Jean dóci lmente—, no estoy interesada en esa c lase de cosas. S i se t rata de lo que creo que es. . .

—Es lo que usted se p iensa y mucho peor —di jo la señora Bla iskel l con énfas is .

No h izo n inguna otra observación sobre lo que sabía acerca del contenido de la b ib l ioteca, con la que parec ía estar muy fami l iar izada, y Jean creyó que no era adecuado hacer más preguntas.

—¿Y b ien? —sonó la voz de Ear l detrás de e l las , con un tono bastante sarcást ico—. ¿Echando un v istazo?

Entró rápidamente en la habi tac ión y cerró la puerta.

—Señor Ear l —di jo la señora Bla iskel l con un tono de voz conci l iador—, só lo le estaba enseñando a la nueva chica lo que tenía que evi tar , lo que no t iene que mirar . No quer ía que se le parara e l corazón s i a una muchacha tan inocente como el la se le ocurr ía echar un v istazo a l inter ior .

—Si e l la echa un v istazo mientras yo estoy aquí —gruñó Ear l—, le sucederá a lgo más que parársele e l corazón.

—Yo también sé lo que se guisa —di jo Jean, vo lv iéndose—. Vamos, señora B la iskel l , abandonemos esta habi tac ión hasta que e l señor Ear l haya recuperado su buen humor. No quiero que h iera sus sent imientos.

—¡Cómo! —tartamudeó la señora Bla iskel l—. Seguramente no se hace n ingún daño. . . —se detuvo.

Ear l había penetrado en su estudio, cerrando la puerta de un golpe.

Los o jos de la señora Bla iskel l estaban l lenos de lágr imas.

—¡Ah, quer ida! ¡Me disgustan tanto las palabras duras!

Trabajaron en s i lenc io y terminaron de l impiar y arreglar e l dormitor io . Después, junto a la puerta, la señora Bla iskel l se acercó a Jean y le d i jo conf idencia lmente junto a l o ído:

—¿Por qué cree que Ear l es tan brusco y gruñón?

—No tengo la menor idea —contestó Jean—. Ninguna.

—Bien —di jo la señora Bla iskel l caute losamente—. Todo se reduce a esto: su aspecto. Es muy consc iente de su delgadez, sabe que está todo recomido por dentro. No puede soportar que nadie le vea; cree que todo e l mundo se bur la de é l . Se lo he o ído deci r as í a la señora Clara. Desde luego, nadie se bur la; todo, e l mundo lo s iente. É l come como un cabal lo , toma pí ldoras g landulares, pero s igue igual de delgado; todo en é l son músculos duros y en tens ión —inspeccionó atentamente e l rostro de Jean y añadió—: Creo que le pondremos a usted la misma c lase de régimen, a ver s i as í podemos convert i r la en una mujer más boni ta —después movió la cabeza en un gesto de duda e h izo chasquear la lengua—. Puede que no lo l leve en la sangre, como dice la señora Clara. Di f íc i lmente puedo creer que lo l leve en la sangre.

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Había unas d iminutas c intas ro jas en las zapat i l las de Jean, otra c inta ro ja en su pelo y un coquetón lunar negro en su mej i l la . Había cambiado su atuendo, de modo que se a justara d iscretamente a sus caderas y a su pecho.

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Antes de abandonar la habi tac ión, se miró en e l espejo. «¡Quizá soy yo la que está fuera de lugar! ¿Qué ta l aspecto tendr ía con unos c ien k i los más? No. Supongo que no. Tengo un t ipo de gol f i l lo . Quizá tenga un t ipo a lgo más grueso a los sesenta años, pero durante los próximos cuarenta. . . hay que v ig i lar .»

Avanzó a lo largo del pas i l lo y pasó junto a l P leasaunce, las sa las de música, la sa la de estar y e l comedor, y se d i r ig ió hacia las habi tac iones. Se detuvo ante la puerta de Ear l , la abr ió y entró, empujando delante de e l la la aspiradora e lectrónica.

La habi tac ión estaba a oscuras; las paredes transparentes eran opacas a causa de la acc ión del campo obturador .

Jean encontró e l interruptor y lo h izo g i rar , encendiendo la luz .

Ear l estaba despierto. Se hal laba echado sobre un costado, con su p i jama magnét ico de color amar i l lo apretándole contra e l co lchón. Una colcha de color azul pál ido le cubr ía hasta los hombros y tenía e l brazo cruzado sobre la cara. Bajo la sombra de su brazo, sus o jos escudr iñaron a Jean.

Se quedó quieto, s int iéndose demasiado v io lento para deci r nada. Jean se l levó las manos a los labios y d i jo , con su c lara voz juveni l :

—¡Arr iba, haragán! Se va a engordar tanto como los demás s i se pasa tantas horas en la cama. . .

E l s i lenc io era impres ionante y s in iestro. Jean se inc l inó para mirar por debajo del brazo a Ear l .

—¿Está v ivo?

S in moverse, y con una voz dura y baja, Ear l d i jo :

—¿Qué cree estar hac iendo exactamente?

—Trato de cumpl i r con mis obl igac iones normales. He terminado e l P leasaunce. Y ahora tengo que hacer su habi tac ión.

—¿A las s iete de la mañana? —preguntó, d i r ig iendo su mirada hacia e l re lo j .

—¿Y por qué no? Cuanto antes termine, antes podré dedicarme a mis propios asuntos.

—Que se vayan a l d iablo sus propios asuntos. Salga de aquí antes de que sufra daño a lguno.

—No, señor . Soy una persona muy decid ida. Una vez hecho mi t rabajo, no hay nada más importante que mi propia expres ión.

—¡Salga!

—Soy una art is ta , una p intora. O quizá este año me haga poet isa; o bai lar ina. Yo podr ía ser una maravi l losa bai lar ina. Mire.

Ensayó una p i rueta, pero e l impulso la e levó hasta e l techo, aunque no dejó de hacer lo s in grac ia; se preocupó de e l lo . Después, tomando un nuevo impulso, descendió.

—Si tuv iera zapat i l las magnét icas, podr ía estar g i rando durante hora y media. Eso es muy fác i l de hacer .

Ear l se apoyó sobre un codo, e levándose, parpadeando y mirando con unos o jos br i l lantes, como s i estuviera a punto de lanzarse sobre e l la .

—O está usted loca. . . o es tan enormemente impert inente que lo parece.

—No del todo —di jo Jean—. Soy muy amable. Puede haber una d i ferencia de opin iones, pero eso no s igni f ica que usted tenga automát icamente razón.

Ear l se levantó un poco más, sentándose en la cama.

—Váyase a d iscut i r con e l v ie jo Webbard —di jo pesadamente—. Y ahora, por ú l t ima vez, márchese de aquí .

—Me i ré —di jo Jean—, pero lo sent i rá usted.

—¿Lo sent i ré? —su voz se había e levado cas i un octavo—. ¿Y por qué voy a sent i r lo?

—Suponga que me tomo su rudeza como una ofensa y le d igo a l señor Webbard que me quiero marchar .

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—Soy yo quien va a hablar con e l señor Webbard —di jo Ear l , hablando entre d ientes—. Lo haré hoy mismo y quizá le p ida que se marche. ¡Esto es mi lagroso! —se d i jo a s í mismo amargamente—. Una s i rv iente espantapájaros i r rumpiendo a l amanecer .

—¡Espantapájaros! —exclamó Jean, interrumpiéndole—. ¿Yo? En la T ierra soy considerada como una joven muy guapa. Puedo arreglármelas en s i tuac iones como ésta, entre gente tan molesta, porque soy guapa.

—Esto es la estac ión Abercrombie —di jo Ear l con voz seca—. ¡Grac ias a Dios!

—Usted mismo es bastante e legante —di jo Jean, tanteando.

E l rostro de Ear l enro jec ió l leno de i ra .

—¡Salga de aquí inmediatamente! —gr i tó—. ¡Está despedida!

—¡Bah! —exclamó Jean—. No se atreverá usted a despedirme.

—¿Que no me atreveré? —preguntó Ear l con un tono de voz pel igroso—. ¿Y por qué no me voy a atrever?

—Porque yo soy mucho más astuta que usted.

Ear l emit ió un sonido ronco que le sa l ió de la garganta.

—¿Qué le hace pensar as í?

—Ser ía usted muy bueno, Ear l —di jo Jean, echándose a re í r—, s i no fuera tan suscept ib le .

—Está b ien, veremos eso pr imero. ¿Por qué soy tan suscept ib le?

—Le d i je que tenía buen aspecto —di jo Jean, encogiéndose de hombros—, y se me pone hecho una f iera —y a l mismo t iempo que decía esto h izo un gesto indef in ib le con la mano—. A eso le l lamo yo suscept ib i l idad.

Ear l mostró una ceñuda sonr isa que a Jean le h izo pensar en Fother ingay. Ear l podía ser muy di f íc i l s i se le pres ionaba demasiado. Pero, de todos modos, no ser ía tan d i f íc i l como. . . , bueno, como por e jemplo Ansel C le l lan, o F iorenzo, o Party MacClure, o Fother ingay e inc luso como el la misma.

É l la estaba mirando f i jamente, como s i la estuviera v iendo por pr imera vez. Y eso era lo que e l la pretendía.

—Bueno, ¿por qué cree ser más astuta que yo?

—¡Oh! No sé. . . ¿Es usted astuto?

La mirada de é l se d i r ig ió hacia la puerta que daba a su estudio; su rostro se v io cruzado por una momentánea expres ión de sat is facc ión.

—Sí , soy astuto.

—¿Sabe jugar a l a jedrez?

—Claro que sé —contestó é l con un tono bel igerante—. Soy uno de los mejores jugadores v ivos de a jedrez.

—Le podr ía vencer con una sola mano —di jo Jean, a pesar de que sólo había jugado en cuatro ocas iones en toda su v ida.

—Quis iera que tuviera usted a lgo que yo deseara para apostar —di jo é l con lent i tud—. Se lo qui tar ía con gran fac i l idad.

—Juguemos a las prendas —di jo lean, lanzándole una mirada de sos layo.

—¡No!

—¡Vaya! —exclamó Jean, echándose a re í r , mientras le bai loteaban los o jos .

—Está b ien —accedió é l a l f ina l .

Jean recogió entonces su aspirador . Había conseguido mucho más de lo que esperaba. Miró por encima de su hombro, hac ia la puerta y d i jo :

—Pero no ahora. Tengo que trabajar . S i la señora Bla iskel l me encuentra aquí ahora, me acusará de estar perdiendo e l t iempo.

É l refunfuñó a lgo por entre los labios apretados. Parec ía un jabal í rubio enojado, pensó Jean. Pero dos mi l lones de dólares eran dos mi l lones de dólares. Y la cosa no se presentaba tan mal como s i é l hubiera s ido gordo. La idea se le había ocurr ido.

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—Usted s iga pensando en la prenda —di jo Jean—. Yo tengo que trabajar .

Abandonó la habi tac ión, lanzándole una ú l t ima mirada por encima del hombro, a la que intentó dar un a i re de mister io .

Los a lo jamientos de los s i rv ientes se encontraban en e l c i l indro pr inc ipal que formaba la verdadera estac ión Abercrombie. Jean estaba tranqui lamente sentada en una esquina del comedor, observando y escuchando, mientras los otros s i rv ientes tomaban su comida: pesadas bolas de chocolate con crema bat ida, pastas y helado. La conversac ión era animada e inquieta. Jean pensó en e l mito de que las personas gruesas son lánguidas e indolentes.

Desde un ángulo del o jo v io a l señor Webbard entrar f lotando en la habi tac ión, con e l rostro tenso y gr is , l leno de i ra .

Bajó la cabeza hacia e l p lato de bolas de chocolate, observándole desde a l l í .

Webbard la miró d i rectamente a e l la ; tenía los labios apretados, y sus gruesas mej i l las se estremecían. Por un momento, parec ió como s i se fuera a abalanzar sobre Jean, impulsado únicamente por la fuerza de su i ra . Pero, de a lgún modo, cons iguió contenerse. Miró por la habi tac ión, hasta que descubr ió a la señora Bla iskel l . Con e l s imple impulso de uno de sus dedos, se d i r ig ió hacia donde e l la estaba sentada, sostenida por c l ips magnét icos adosados a su vest ido.

Se inc l inó sobre e l la y le murmuró a lgo a l o ído. Jean no pudo escuchar sus palabras, pero v io cómo cambiaba la expres ión del rostro de la señora Bla iskel l y cómo sus o jos iban de un lado a otro, buscando a lgo por la habi tac ión.

E l señor Webbard, una vez f ina l izada su actuación dramát ica, parec ió sent i rse mejor . Se pegó con las palmas de las manos a lo largo de la ampl ia zona de sus panta lones de pana azul oscuro, se g i ró con un rápido movimiento de hombros y se d i r ig ió hacia la puerta impulsándose l igeramente con un dedo del p ie .

Era maravi l losa, pensó Jean, la majestuos idad, la masiv idad orbi ta l de l cuerpo de Webbard cruzando e l a i re . E l rostro de luna l lena, con sus pesados párpados, p lác ido; las mej i l las sonrosadas, con los pómulos y la barbi l la redondeados y tumescentes, br i l lantes y acei tosas, s in n inguna mancha, desf igurac ión o arruga; e l hemisfer io de su pecho, y después la b i furcac ión infer ior , con los r icos panta lones de pana azul oscuro y toda aquel la maravi l la f lotando rápidamente con la inexorable majestuos idad de un transporte de minera l . . .

Jean se d io cuenta de que la señora Bla iskel l se estaba d i r ig iendo hacia e l la , hac iendo mister iosas señales con sus gruesos dedos, desde la puerta.

La señora Bla iskel l la esperaba en e l pequeño vest íbulo que e l la l lamaba su despacho. Su rostro aparec ía encendido por las emociones.

—El señor Webbard me ha dado una información muy grave —di jo , con un tono de voz que intentaba ser r íg ido.

—¿Sobre mí? —preguntó Jean, con expres ión a larmada.

La señora Bla iskel l h izo un gesto decid ido de af i rmación.

—El señor Ear l se ha quejado de un comportamiento bastante extraño por su parte, durante esta mañana. A las s iete de la mañana, o más pronto. . .

—Es pos ib le que Ear l haya tenido la audacia de. . . —murmuró Jean, lo bastante a l to como para que se oyeran sus palabras.

—El señor Ear l —corr ig ió remi lgadamente la señora Bla iskel l .

—¿Pero por qué, señora Bla iskel l? ¡S i cas i me costó la v ida apartarme de é l !

—No es prec isamente eso lo que me ha d icho e l señor Webbard —di jo la señora Bla iskel l , parpadeando—. Di jo que usted. . .

—¿Pero cree usted que eso parece razonable? ¿Le parece a usted a lgo pos ib le , señora Bla iskel l?

—Bueno. . . , no —admit ió la señora Bla iskel l , l levándose una mano a la mej i l la y golpeando sus d ientes con una uña—. Desde luego, me parece a lgo extraño s i se lo cons idera con mayor atención. ¿Pero cómo puede ser que. . .?

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—Él me l lamó a su habi tac ión, y entonces. . . —Jean nunca había s ido capaz de gr i tar , pero en esta ocas ión se las arregló l levándose las manos a l rostro.

—Vamos —di jo la señora Bla iskel l—. De todos modos, no cre í lo que me di jo e l señor Webbard. ¿Hizo é l . . . , h izo é l . . .? —se s int ió incapaz de expresar la pregunta que quer ía hacer .

—No fue por no haber lo intentado —di jo Jean, sacudiendo la cabeza.

—Eso es un escándalo —murmuró la señora Bla iskel l—, y cre ía que é l ya había madurado lo bastante para no cometer esas insensateces.

—¿Insensateces?

La pregunta fue hecha en un tono a lgo e levado que la convert ía en a lgo fuera de lugar . La señora Bla iskel l se sent ía v io lenta y bajó los o jos .

—Ear l ha pasado por var ias fases, y no estoy segura de saber cuál ha s ido la más problemát ica. Hace un año o dos. . . , dos años porque sucedió cuando Hugo estaba v ivo aún y la fami l ia estaba unida, bueno, v io tantas pel ícu las terrestres que empezó a admirar a las mujeres de la T ierra, y eso nos preocupó mucho a todos. Grac ias a l c ie lo , abandonó por completo esas tonter ías , y a part i r de entonces se h izo más t ímido y consc iente —suspiró y s iguió d ic iendo—: S i a lguna de las boni tas muchachas de la estac ión pudiera l legar a querer le por é l mismo, por su mente br i l lante. . . Pero no, todas son muy románt icas y se s ienten más atra ídas por un abundante cuerpo redondo y por la carne exquis i ta , y e l pobre y delgado Ear l está seguro de que cuando a lguna de e l las le sonr íe , lo hace por su d inero, y yo también creo que es as í —observó a Jean especulat ivamente—. Se me acaba de ocurr i r que Ear l puede haber vuel to a su ant igua. . . , bueno, extraña forma de comportarse. No quiero deci r con eso que no sea usted una cr iatura amable y b ienintencionada, porque lo es .

«Bien, b ien», pensó Jean, s int iéndose a lgo desalentada. Ev identemente, aquel la mañana no había conseguido tanto como había cre ído. Pero en toda campaña s iempre hay pequeños f racasos.

—En cualquier caso, e l señor Webbard me ha pedido que le encargue otras tareas, con objeto de mantener la a le jada de la v ista de Ear l , porque evidentemente está empezando a sent i r una gran ant ipat ía hacia usted. Y después de lo ocurr ido esta mañana, estoy segura de que usted no se opondrá.

—Desde luego que no —contestó Jean con un a i re ausente.

Ear l , ¡ese chico into lerable, pervert ido y p ícaro!

—Por hoy, se l imitará a observar e l P leasaunce, serv i r las publ icac iones per iódicas y regar las p lantas del atr io . Mañana. . . , bueno, mañana ya veremos.

Jean as int ió y se volv ió d ispuesta a marcharse.

—Una cosa más —di jo la señora Bla iskel l , con un tono de indecis ión.

Jean se volv ió hacia e l la . La señora Bla iskel l parec ía no poder encontrar las palabras adecuadas. F inalmente le sa l ieron de un t i rón, agolpadamente.

—Tenga un poco de cuidado consigo misma, sobre todo cuando se encuentre so la cerca del señor Ear l . Ya sabe que está en la estac ión Abercrombie y que é l es Ear l Abercrombie, y la A l ta Just ic ia , y además, a lgunas cosas muy extrañas que ocurren. . .

—¿Se ref iere a la v io lencia f ís ica, señora Bla iskel l? —preguntó Jean en un murmul lo inquieto.

La señora Bla iskel l se estremeció y se sonrojó.

—Sí , supongo que se le podr ía l lamar as í . Han sa l ido a la luz a lgunos hechos muy desgrac iados. Cosas desagradables, aunque no le tendr ía que estar d ic iendo nada de eso a usted, que só lo l leva un d ía con nosotros. Pero tenga cuidado. No quis iera tener su a lma sobre mi conciencia .

—Tendré mucho cuidado —di jo Jean con un tono de voz adecuadamente bajo.

La señora Bla iskel l as int ió con la cabeza, indicando as í que la entrevista había terminado.

Jean regresó a l comedor. Realmente, era muy amable por parte de la señora Bla iskel l que se preocupara por e l la . Era cas i como s i se s int iera orgul losa de e l la . Jean expresó cas i

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automát icamente una sonr isa de desprec io. Sabía que nunca agradaba a las mujeres porque sus mar idos nunca estaban seguros cuando Jean se encontraba cerca. No es que Jean f l i r teara consc ientemente con e l los —al menos no s iempre—, pero había a lgo en e l la que interesaba a los hombres, inc luso a los más v ie jos . A todos e l los les gustaba pensar en la idea de que Jean era apenas una n iña, pero sus o jos recorr ían su cuerpo del mismo modo en que lo podía hacer un joven.

S in embargo, aquí , en la estac ión Abercrombie, era d i ferente. De mala gana, Jean admit ió que nadie sent ía ce los por su causa; nadie en toda la estac ión. En todo caso, sucedía a l revés: era cons iderada como un objeto d igno de conmiserac ión. Pero seguía s iendo agradable que la señora Bla iskel l la amparara bajo sus a las; eso proporc ionaba a Jean una agradable sensación de ca lor . Quizá cuando consiguiera aquel los dos mi l lones de dólares. . . y sus pensamientos se d i r ig ieron hacia Ear l . Aquel la sensación cá l ida desaparec ió entonces de su mente.

Ear l , e l presumido Ear l , se sent ía agi tado porque e l la había perturbado su descanso. ¡E l er izado Ear l cre ía que e l la era compl icada y achaparrada! Jean tomó impulso hacia la s i l la . Se sentó de un golpe, e levó su cuenco de bolas de chocolate y bebió e l l íqu ido por e l canalón.

¡Ear l ! Se lo imaginó: e l rostro malhumorado, e l r izado pelo rubio, la boca demasiado madura, aquel cuerpo robusto que é l t rataba de engordar tan desesperadamente. Sobre la T ierra, o en cualquier otro p laneta del universo humano, habr ía s ido un juego de n iños.

¡Pero aquel lo era la estac ión Abercrombie!

Bebió e l chocolate, cons iderando e l problema. Parec ían muy escasas las perspect ivas de que Ear l se enamorara de e l la y pasara por una proposic ión legí t ima de matr imonio. ¿Podr ía atraer le a una pos ic ión en la que, para sa lvar la cara o su reputac ión, se v iera obl igado a casarse con e l la? Probablemente no. En la estac ión Abercrombie, se d i jo a s í misma, a l casarse con e l la representar ía cas i la ú l t ima pérdida de d ignidad. S in embargo, aún quedaban caminos que tenían que ser explorados. Supuso, por e jemplo, que pudiera derrotar a Ear l en e l a jedrez, ¿podr ía entonces p lantear le e l matr imonio como condic ión? Di f íc i lmente. Ear l adoptar ía una act i tud demasiado astuta para no caer en la t rampa. Era necesar io hacer le sent i r e l deseo de casarse con e l la , y eso representaba que tenía que aparecer deseable ante sus o jos , lo que, a su vez, ex ig ía l levar a cabo toda una revis ión de puntos de v ista generales de Ear l . Para empezar , tenía que l legar a sent i r que su propia persona no era completamente repugnante (aunque lo fuera) . La moral de Ear l tenía que ser estructurada de nuevo, hasta e l punto de que se s int iera super ior a todas las demás personas que poblaban la estac ión Abercrombie, y de que se s int iera orgul loso de casarse con una mujer de su misma c lase f ís ica.

En e l otro extremo quedaba aún una pos ib i l idad: s i e l respeto de s í mismo de Ear l se veía muy maltrecho y reducido; s i é l l legara a sent i rse tan desprec iable e impotente como para sent i r vergüenza por e l s imple hecho de mostrar la cara fuera de su habi tac ión, podr ía l legar a casarse con e l la , a l ver la como el mejor part ido a la v ista. Y aún había otra pos ib i l idad: la venganza. S i Ear l se daba cuenta de que las chicas gruesas que le adulaban le estaban r id icul izando en real idad a espaldas suyas, podr ía casarse con e l la por despecho y venganza hacia e l las .

Una ú l t ima pos ib i l idad. Compuls ión. Matr imonio o muerte. Jean consideró por un momento los d iversos métodos: venenos y ant ídotos, enfermedades y curas, un arma di r ig ida d i rectamente contra sus cost i l las .

Jean arro jó enojadamente e l cuenco vacío de chocolate a l cubo de basura. Truco, atracc ión sexual , adulac ión, int imidación, venganza, temor. . . , ¿cuál era e l método más adecuado? Todos e l los le parec ían r id ículos .

Decid ió que neces i taba más t iempo, más información. Quizá Ear l poseyera un punto débi l sobré e l que e l la pudiera t rabajar . S i tuv ieran intereses comunes, e l la podr ía avanzar muchís imo más. E l examinar más atentamente su estudio podr ía proporc ionar le unas cuantas p istas.

Sonó un t imbre, aparec ió un número en un tablero de l lamadas y una voz d i jo :

—Pleasaunce.

—Es para usted, señor i ta —di jo la señora Bla iskel l aparec iendo en aquel instante—. Vamos y pórtese con amabi l idad. Pregúntele a la señora Clara qué es lo que quiere. Después puede dejar de trabajar hasta las t res .

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S in embargo, a l l í no estaba la señora Clara Abercrombie. E l P leasaunce estaba ocupado por veinte o t re inta jóvenes, que hablaban y d iscut ían con entus iasmo bastante mareante. Las chicas l levaban tra jes de satén, terc iopelo o gasa, muy apretados a l rededor de sus redondos cuerpos sonrosados, con pequeños y espumosos p l isados y brazaletes a l rededor de los tobi l los , mientras que los jóvenes l levaban unas afectadas ropas de color gr is y azul oscuro, y beige suaves, con rayas a modo de adorno mi l i tar , de colores b lanco y escar lata.

A l ineados a lo largo de la pared había como una docena de composic iones en miniatura. Encima, una c inta de papel mostraba las s iguientes palabras: Pandora en e l E l íseo. L ibreto por A. Percy Stevanic , música por Cal len O'Casey.

Jean miró por la sa la para ver quién la había l lamado. Ear l e levó un dedo en un ademán perentor io . Jean caminó sobre sus c l ips magnét icos hacia donde é l se encontraba, f lotando junto a una de las miniaturas. É l se volv ió hacia una mancha de chocolate y crema bat ida, que colgaba como un tumor de uno de los lados de la p ieza. . . , ev identemente, era un cuenco roto.

—Limpie esto —di jo Ear l con voz cortante.

Jean pensó: «Por un lado desear ía f rotar lo y por e l otro quiero actuar como s i no me reconociera.» De todos modos, as int ió dóci lmente.

—Traeré un rec ip iente y una esponja.

Cuando regresó, Ear l se encontraba a l otro lado de la sa la , hablando muy ser iamente con una joven cuyo cuerpo g lobular estaba embut ido en un vest ido de br i l lante terc iopelo rosado. L levaba capul los de rosa sobre cada ore ja y jugaba con un pequeño y r id ículo perro, mientras escuchaba a Ear l con una act i tud de semiafectado interés.

Jean trabajó con toda la t ranqui l idad que pudo, observándole con miradas de sos layo. Hasta e l la l legaron a lgunos retazos de la conversac ión.

—Los Lapwi l l han real izado un trabajo maravi l loso con la edic ión, pero no creo que esté dando las mismas oportunidades a Myra.

—Si e l espectáculo produce d iez mi l dólares, la señora Clara d ice que pondrá otros d iez mi l para la formación de un fondo. ¡P iénsalo! ¡Un pequeño teatro todo nuestro! —unos murmul los exc i tados, como s i se t ratara de una conspirac ión, recorr ieron toda la sa la—. Y en cuanto a la escena del agua, ¿por qué no hacer que e l coro f lote por e l c ie lo , como s i se t ratara de lunas?

Jean observó a Ear l . Estaba pendiente ahora de las palabras de la joven gruesa, y habló con un patét ico intento de establecer una camarader ía y una a legr ía ínt imas. La muchacha as int ió amablemente, y contra jo sus rasgos en una sonr isa. Jean se d io cuenta cómo sus o jos seguían a un joven cuyo f ís ico se desbordaba fuera de sus panta lones color p lomo. Ear l también se d io cuenta de la fa l ta de atención de la joven. Jean le v io t i tubear momentáneamente, esforzándose después mucho más con sus bromas. La muchacha gruesa apretó los labios, dejó caer a l r id ícu lo perro sobre sus patas y miró r iendo hacia donde se encontraba e l joven del panta lón p lomizo.

Una idea repent ina h izo que Jean acelerara su t rabajo. S in duda a lguna, Ear l estar ía ocupado a l l í hasta la hora de comer. . . , fa l taban un par de horas. Y la señora Bla iskel l le había re levado del t rabajo hasta las t res .

Abandonó la sa la , guardó los instrumentos de l impieza, y avanzó por e l pas i l lo , d i r ig iéndose hacia las habi tac iones pr ivadas de Ear l . Se detuvo un instante ante la sui te de la señora Clara y se puso a escuchar junto a la puerta. ¡Ronquidos!

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Otros veinte metros hasta las habi tac iones de Ear l . Miró rápidamente arr iba y abajo del pas i l lo , abr ió la puerta y se des l izó caute losamente en e l inter ior .

La habi tac ión estaba en s i lenc io y Jean echó un rápido v istazo. E l lavabo, la sa la de estar a un lado, e l cuarto de baño, bañado por la luz del so l , a l otro lado. Atravesando la habi tac ión, se l legaba a la e levada puerta gr is que daba paso a l estudio. Sobre la puerta había un carte l , co locado a l parecer hacía poco t iempo:

PRIVADO PELIGRO NO ENTRAR

Jean se detuvo un instante a cons iderar lo que debía hacer . ¿De qué c lase de pel igro se t ratar ía? Ear l podr ía haber co locado instrumentos guardianes sobre su cámara pr ivada.

Examinó e l botón con e l que se abr ía la puerta. Estaba cubierto por una protecc ión que podía o no contro lar un c i rcui to de a larma. Apretó la hebi l la de su c inturón contra e l obturador , de modo que apartó la protecc ión a un lado y apretó e l botón con la uña, con caute la . Conocía la ex istencia de botones que d isparaban agujas h ipodérmicas cuando se les apretaba.

Pero no se produjo n ingún ru ido de maquinar ia . La puerta cont inuó en su s i t io .

Jean resopló con impaciencia entre los d ientes. No había agujero para n inguna l lave, n i botones con los que se pudiera hacer a lguna c lase de combinación. La señora Bla iskel l no había tenido n ingún problema. Jean trató de reconstru i r sus movimientos. Se movió hacia un lado y co locó la cabeza desde donde pudiera ver e l ref le jo de la luz procedente de la pared. Perc ib ió entonces una mancha en e l br i l lo . Miró más de cerca y un indicador señaló la presencia de una célu la fotoeléctr ica.

E l la puso e l dedo sobre la cé lu la y apretó e l botón latera l . La puerta se abr ió . A pesar de que ya había s ido advert ida, Jean retrocedió ante la horr ib le f igura negra que se adelantó hacia e l la como s i t ratara de agarrar la .

Esperó. A l cabo de un instante, la puerta volv ió a s i tuarse en su lugar .

Jean regresó a l pas i l lo exter ior y se co locó en un lugar desde donde podía observar las habi tac iones de la señora Clara y ver s i a lguna sombra sospechosa se acercaba por e l pas i l lo . Ear l podr ía no haberse contentado con la protecc ión de una cerradura e léctr ica secreta.

Transcurr ieron c inco minutos. La s i rv ienta personal de la señora Clara pasó por a l l í ; era una china pequeña y redonda, con dos o jos como dos brasas d iminutas y negras. Pero no v ino nadie más.

Jean tomó impulso, d i r ig iéndose de nuevo hacia las habi tac iones de Ear l y cruzó e l dormitor io hacia e l estudio. Volv ió a leer e l carte l :

PRIVADO PELIGRO NO ENTRAR

Dudó un momento.

—Tengo diec isé is años —se di jo—. y ya voy para d iec is iete. Soy demasiado joven para mor i r . Y esa extraña cr iatura ha amueblado su estudio con malos t rucos —se encogió de hombros ante la idea—. ¿Qué persona no lo har ía por d inero?

Abr ió la puerta y se des l izó hacia e l inter ior .

La puerta se cerró detrás de e l la . Se apartó rápidamente, sa l iendo de debajo de la f igura en forma de demonio, y se volv ió para examinar e l estudio reservado a Ear l . Miró a derecha, a izquierda, arr iba y abajo.

—Aquí hay muchas cosas que ver —murmuró—. Espero que Ear l no aparte sus o jos aborregados de esa chica gruesa, o decida de pronto que quiere recoger determinado recorte de per iódico. . .

D io potencia a sus c l ips magnét icos y se preguntó por dónde podía empezar . La habi tac ión se parec ía más a un a lmacén o a un museo que a un estudio, y daba la impres ión de estar arreglada con mucha confus ión, con todo c las i f icado y co locado en su lugar por una mente extraordinar iamente del icada.

En c ierto sent ido, era una habitac ión boni ta , l lena de una atmósfera de erudic ión, con sus tonal idades de madera oscura. La pared más a le jada br i l laba con un color r ico, un rosetón de

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la ant igua catedra l de Chartres, refu lgente bajo e l resplandor de la luz del so l que l legaba en e l espacio l ibre.

—Es demasiado malo que Ear l esté rodeado de paredes exter iores —se di jo Jean—. Una colecc ión de ventanas de cr ista l pol icromado ocupar ía una buena parte del espacio dest inado a las paredes, pero una sola d i f íc i lmente puede ser cons iderada como una colecc ión. Quizá haya otra habi tac ión. . . —pues e l estudio, aunque era grande, só lo ocupaba, a l parecer , la mitad del espacio que permit ían las d imensiones de la sui te de Ear l—. Pero, por e l momento, tengo aquí bastantes cosas que mirar .

Las paredes estaban recubiertas de estanter ías , v i t r inas, archivos y armar ios de nogal , cuero y cr is ta l . En e l suelo había representac iones de cr ista l . A su izquierda se encontraba una bater ía de peceras. En la pr imera de e l las había angui las , c ientos de angui las: angui las terrestres y angui las de otros mundos. Abr ió un ca jón. Monedas chinas colgadas de ganchos, cada una de e l las documentada con una escr i tura apretada e infant i l .

D io una vuel ta por la habi tac ión, maravi l lándose ante la profus ión de tantas cosas.

Había cr is ta les de roca procedente de cuarenta y dos p lanetas d i ferentes, aunque a los o jos inexpertos de Jean todos le parec ieron iguales.

Había ro l los de papiro, códices mayas, pergaminos medievales i luminados con dorados y púrpura t i r iana, runas de Ogham sobre p ie l de oveja, c i l indros de arc i l la con inscr ipc iones cunei formes.

Intr incadas ta l las de madera, con boni tas cadenas entre lazadas, rectángulos dentro de rectángulos, d ivert idas esferas que se entrecruzaban y s iete templos brahmánicos ta l lados.

Cent ímetros cúbicos conteniendo e jemplares de todos los e lementos conocidos. Mi les de se l los de correos, montados sobre hojas, co lgados de un gabinete c i rcular .

Había volúmenes autobiográf icos de cr iminales famosos, junto con sus fotograf ías y las medidas Bert i l lon y Pevetsky. Desde una esquina le l legaron los r icos aromas de perfumes. Mi les de pequeños f rascos, minuciosamente descr i tos y codi f icados, junto con e l índice y la correspondiente expl icac ión del código, y todos e l los también procedían de una mult i tud de mundos d i ferentes. Había e jemplares de hongos or ig inar ios de todo e l universo, y estanter ías que contenían d iscos en miniatura, de poco más de dos cent ímetros de d iámetro, microformados a part i r de los e jemplares or ig inales.

Encontró fotograf ías de Ear l pertenecientes a su v ida de todos los d ías , junto con datos sobre su peso, a l tura y c i rcunferencia, todo e l lo escr i to con una apretada escr i tura, y cada fotograf ía tenía una estre l la de color , un cuadrado también de color y un d isco ro jo o azul . Para entonces, Jean ya conocía los gustos de la personal idad de Ear l . Tendr ía que haber, además, a lgún índice y expl icac ión a l respecto. Lo encontró, cerca de la máquina con la que tomaba las fotograf ías . Los d iscos se refer ían a las funciones f ís icas, las estre l las , grac ias a un compl icado s istema que no pudo comprender del todo, ref le jaban los estados morales de Ear l , su estructura mental . Los cuadrados de color ref le jaban datos sobre su v ida amorosa. La boca de Jean se contra jo en una mueca i rónica. Fue de un lado a otro, s in objet ivo a lguno, hac iendo g i rar los g lobos f is iográf icos de c ien p lanetas y examinando cartas y mapas.

Los aspectos más vulgares de la personal idad de Ear l estaban representados en una colecc ión de fotograf ías pornográf icas, y cerca había un cabal lete y un l ienzo donde Ear l estaba componiendo una imagen impúdica de s í mismo. Jean h izo un gesto remi lgado con la boca. La perspect iva de casarse con Ear l se estaba haciendo cada vez mucho menos encantadora.

Encontró una a lcoba l lena de pequeños tableros de a jedrez, cada uno de e l los con un juego en pos ic ión. Cada tablero tenía una tar jeta numerada y una indicac ión de los movimientos. Jean cogió e l inevi table l ibro de índices y echó un v istazo. Ear l jugaba part idas por correo con contr incantes s i tuados en cas i todas las partes del universo. Encontró también su archivo de part idas perdidas y ganadas. Era un jugador que ganaba, pero no de una forma especia lmente marcada. Un hombre, un ta l Wi l l iam Angelo, de Toronto, le ganaba cont inuamente. Jean se aprendió la d i recc ión de memoria , pensando que s i Ear l dec id ió aceptar su desaf ío de jugar a l a jedrez, ahora sabr ía cómo ganar le . Enredar ía a Angelo en un juego y le enviar ía los movimientos de Ear l , como s i se t ratara de su propio juego, real izando después los movimientos de Angelo. Ser ía a lgo lento y tedioso, pero cas i a prueba de errores.

Cont inuó rondando por e l estudio. Conchas mar inas, mar iposas, l ibé lu las , t r i lob i tes fós i les , ópalos, instrumentos de tortura, cabezas humanas encogidas. S i la co lecc ión representaba realmente conocimientos, pensó Jean, se habr ía neces i tado e l t iempo y la habi l idad de cuatro genios terrestres. Pero toda aquel la acumulac ión de cosas era esencia lmente estúpida y mecánica, s in mayor s igni f icado que la co lecc ión de bander ines de colegios, ins ignias o ca jas de cer i l las de un muchacho, só lo que a gran escala.

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Una de las paredes se abr ía hacia una especie de n icho desde e l que se podía mantener comunicac ión con e l espacio exter ior por medio de una escot i l la intermedia. La habi tac ión estaba repleta de ca jas, bul tos , paquetes s in abr i r ; se t rataba, a l parecer , de mater ia l que aún tenía que ser c las i f icado por Ear l . En la esquina se encontraba otra cr iatura grotesca y monumental , co lgada, como s i estuviera d ispuesta a abalanzarse sobre e l la , y Jean s int ió una extraña duda sobre s i proseguir o no su búsqueda. Aquel la f igura tenía cas i dos metros y medio de a l tura. L levaba la p ie l ve l luda de un oso y se parec ía vagamente a un gor i la , aunque e l rostro era a largado y punt iagudo, sa l iéndole desde debajo del pelo, como un perro de lanas f rancés.

Jean pensó en la observación de Fother ingay, quien había d icho, que Ear l era un «zoólogo eminente». Echó un v istazo por la habi tac ión. Los animales a l l í a lmacenados, los tanques de angui las , los peces terrestres t ropica les y los culebreantes maniacanos, eran los únicos e jemplares zoológicos que había a la v ista. No era suf ic iente como para cons iderar a Ear l como un zoólogo. Desde luego había un anexo a la habi tac ión. . . Escuchó entonces un sonido. Un c l ick que se produjo en la puerta exter ior .

Jean se met ió prec ip i tadamente detrás del animal d isecado, s int iendo cómo el corazón se le subía a la garganta. L lena de exasperac ión, se d i jo a s í misma: «Es só lo un chico de d iec iocho años. S i no me puedo enfrentar con é l , contradecir le , superar le en e l pensamiento y en la lucha y, en general , s i tuarme por encima de é l , entonces será e l momento de ponerme a hacer labor de ganchi l lo durante e l resto de mi v ida.» A pesar de todo, permaneció escondida.

Ear l aparec ió t ranqui lamente en la puerta. Poco después, la puerta se cerró detrás de é l . Tenía e l rostro encendido y húmedo, como s i acabara de recuperarse de un ataque de i ra , o de una s i tuac ión v io lenta. Sus o jos , de un azul porcelana, se d i r ig ieron hacia e l techo, s in ver , y poco a poco fueron enfocando la imagen.

Frunció e l ceño, miró sospechosamente a derecha e izquierda, resopló. Jean se encogió aún más detrás de la peluda p ie l . ¿Acaso podr ía o ler la?

É l levantó las p iernas, pegó con e l las contra la pared, tomando impulso, y se d i r ig ió d i rectamente hacia e l la . Escondida tras aquel la cr iatura le v io acercarse, grande, más grande, cada vez más grande con los brazos en los costados y la cabeza levantada como un at leta. Chocó contra e l pecho peludo, puso los p ies en e l suelo y se quedó a l l í , apenas a un par de metros de d istancia .

Estaba murmurando a lgo por lo bajo. Le escuchó deci r :

—¡Condenable insul to! ¡S i e l la supiera! ¡ Ja! —y lanzó una carcajada l lena de sarcasmo—. ¡ Ja!

Jean se re la jó con un suspiro cas i audib le . Ear l no la había v isto y no sospechaba su presencia a l l í .

É l se puso a s i lbar s in propósi to a lguno, con indecis ión. F inalmente, se d i r ig ió hacia la pared y met ió la mano por detrás de un ca lado ornamental . Un panel se h izo a un lado y, a t ravés de la abertura, una br i l lante r iada de luz so lar penetró en e l estudio.

Ear l estaba s i lbando una cadencia s in tonada. Entró después en la habi tac ión, pero no cerró la puerta. Jean se asomó caute losamente desde su escondite, miró y recorr ió la habi tac ión con los o jos . Lanzó un débi l gr i to sofocado.

Ear l se encontraba a dos metros de d istancia , leyendo a lgo en una l is ta . Levantó la mirada de repente, y Jean s int ió e l encuentro de sus o jos .

É l no se movió. ¿La había v isto?

Por un momento, Ear l no h izo n ingún ru ido, n ingún movimiento. Después se d i r ig ió a la puerta, se quedó mirando e l estudio y permaneció as í durante d iez o quince minutos. Desde detrás de aquel la cosa que parec ía un gor i la , Jean le v io mover los labios, como s i estuviera ca lculando a lgo en s i lenc io.

E l la apretó los labios pensando en la habi tac ión inter ior .

É l se d i r ig ió hacia la a lcoba donde se encontraban las ca jas y paquetes s in abr i r . Cogió var ios y los h izo f lotar hac ia la puerta abierta, aparec iendo bajo la luz del so l . Apartó a un lado a lgunos otros paquetes, encontró lo que andaba buscando y envió otro paquete en pos del resto.

Después se impulsó de nuevo hacia la puerta, donde se quedó, repent inamente tenso, con la nar iz d i latada, los o jos penetrantes, agudos. Ol ió e l a i re . Sus o jos se d i r ig ieron hacia e l monstruo d isecado. Se aproximó a é l con lent i tud, con los brazos colgándole f lácc idamente de los hombros.

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Miró detrás, expel ió e l a i re de sus pulmones con un largo ru ido s ib i lante y gruñó. Desde la p ieza cont igua, Jean pensó: «Me puede o ler o es te lepat ía .»

Mientras Ear l estaba buscando entre las ca jas y paquetes, e l la se había escondido en la habi tac ión, debajo de un ampl io d iván. Pegada a l suelo, sobre su estómago, observó cómo Ear l inspeccionaba a l animal d isecado y se le puso la carne de gal l ina. «Me huele, me nota, me s iente.»

Ear l se quedó en la puerta, mirando e l estudio arr iba y abajo. Después, muy cuidadosa y lentamente, cerró la puerta y echó un cerro jo , vo lv iéndose a cont inuación hacia la habi tac ión inter ior .

Durante c inco minutos, estuvo ocupado con sus paquetes, abr iéndolos, ordenando su contenido, que parec ía estar compuesto por bote l las y polvos b lancos que fue dejando en estanter ías .

Jean se e levó un poco del suelo, pegándose contra la parte infer ior del d iván, y se movió hasta colocarse en una pos ic ión desde la que podía ver s in ser v ista. Ahora comprendió por qué Fother ingay había d icho que Ear l era un «zoólogo eminente».

Pero había otra palabra que se adaptar ía mucho mejor a é l , una palabra poco fami l iar , que Jean no pudo extraer inmediatamente de su memoria . Su vocabular io no era más ampl io que e l de cualquier muchacha de su edad, pero aquel la palabra le había causado impres ión a lguna vez.

Terato logía. Esa era la palabra. Ear l era un terató logo.

A l igual que los objetos de sus otras co lecc iones, los monstruos só lo eran cr iaturas cas i inevi tablemente dest inadas a formar parte de una colecc ión fortu i ta . Eran colocadas en v i t r inas de cr ista l . Los paneles del fondo ref le jaban la luz del so l y , en un cero absoluto, las cosas podr ían ser conservadas indef in idamente con tax idermia o embalsamamiento.

Formaban un grupo abigarrado, aunque monstruoso. Había verdaderos monstruos humanos, macro y microcefá l icos, hermafrodi tas , cr iaturas con múlt ip les extremidades y otras s in n inguna; cr iaturas a las que les brotaban te j idos como capul los en una celd i l la de levadura, hombres-argol la retorc idos, cosas s in rostro, cosas verdes, azules y gr ises.

Y , además, había otros e jemplares igualmente horr ib les , pero pos ib lemente normales en su propio ambiente: la miscelánea de p lanetas en los que exist ían c ientos de formas de v ida.

Para los o jos de Jean, lo más grotesco era un hombre grueso, s i tuado en un lugar preeminente. Pos ib lemente, se había ganado aquel la conspicua pos ic ión por mér i tos propios. Era corpulento, hasta un grado que Jean nunca había cons iderado pos ib le . A su lado, Webbard podía ser cons iderado como alguien act ivo y at lét ico. S i aquel la cr iatura fuera l levada a la T ierra, se hundir ía como una medusa. Pero aquí , en Abercrombie, f lotaba l ibremente, lat iendo todo é l como el cuel lo de una rana que estuviera cantando. Jean miró su rostro. . . ¡y volv ió a mirar! Tenía apretados r izos rubios en la cabeza.

Ear l bostezó y se desperezó. Empezó entonces a qui tarse la ropa. No tardó en estar completamente desnudo en e l centro de la habi tac ión. Miró lentamente, soñol iento, a lo largo de las h i leras de su colecc ión.

Tomó una decis ión y se movió lánguidamente hacia uno de los cubículos. Apretó un botón.

Jean escuchó un débi l zumbido musica l , un s i lb ido, y s int ió un pesado o lor a ozono. Transcurr ió un momento. Escuchó un susurro de a i re . Se abr ió la puerta inter ior de un cubículo de cr ista l . La cr iatura que estaba en su inter ior se movió febr i lmente y penetró en la habi tac ión. . .

Jean apretó los labios todo lo que pudo; a l cabo de un instante, apartó la mirada.

¿Casarse con Ear l? Hizo una mueca. «No, señor Fother ingay. Cásate tú con é l s i quieres; eres tan capaz de hacer lo como yo. ¿Dos mi l lones de dólares?» Su cuerpo tembló. C inco mi l lones ser ía mejor .

Por c inco mi l lones quizá se casara con é l . Pero só lo l legar ía hasta ahí . E l la misma se pondr ía e l ani l lo y no habr ía n ingún beso a la novia. E l la era Jean Par l ier y n ingún santo de yeso. Pero lo que estaba b ien, estaba b ien, y aquel lo ya era demasiado.

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Ear l terminó por abandonar la habi tac ión. Jean se quedó quieta, escuchando. No perc ib ió n ingún ru ido procedente del exter ior . Tenía que tener mucho cuidado. Seguramente, Ear l la matar ía s i la encontraba a l l í . Esperó c inco minutos. S iguió s in escuchar n ingún ru ido, s in perc ib i r n ingún movimiento. Muy caute losamente, fue sa l iendo desde debajo del d iván.

La luz del so l d io en su p ie l , produciéndole un ca lor agradable que e l la apenas s int ió . Su p ie l parec ía petr i f icada; e l a i re parec ía infectado y ensuciaba su garganta, sus pulmones. Deseaba tomar un baño cuanto antes. Con c inco mi l lones de dólares podr ía tomar muchos baños. ¿Dónde estaba e l índice? En a lguna parte tendr ía que haber un índice. Tenía que haber un índice. S í . Lo encontró y consul tó con rapidez la entrada adecuada. Lo que leyó le d io mucha más mater ia en que pensar .

As í pues, había un índice en e l que se descr ib ía e l mecanismo revi ta l izador . Le echó un rápido v istazo, comprendiendo poco. Sabía que aquel las cosas exist ían. Tremendos campos magnét icos corr ían por e l protoplasma, uniendo y atando con fuerza cada átomo indiv idual , y cuando e l objeto se mantenía en e l cero absoluto, e l gasto de energía era práct icamente nulo. Se ponía en marcha e l campo magnét ico, las part ícu las volv ían a ponerse rápidamente en movimiento con una v ibrac ión penetrante, y la cr iatura recuperaba la v ida.

Volv ió a co locar e l índice en su lugar y tomando impulso se d i r ig ió hacia la puerta.

No escuchó n ingún ru ido procedente del exter ior . Ear l podr ía estar escr ib iendo o codi f icando los acontec imientos del d ía en su fonograma. Y s i era as í , ¿qué? E l la no estaba tota lmente desamparada. Abr ió la puerta y la cruzó atrevidamente.

¡E l estudio estaba vacío!

Se d i r ig ió hacia la puerta exter ior y escuchó. A sus o ídos l legó un débi l sonido de agua corr iendo. Ear l estaba en la ducha. Este ser ía un buen momento para marcharse de a l l í .

Apretó e l des l izador de la puerta y ésta se abr ió . E l la entró en e l dormitor io de Ear l y lo atravesó, d i r ig iéndose hacia la puerta que daba a l exter ior .

En aquel instante, Ear l sa l ió del cuarto de baño, con e l robusto torso l impio y húmedo de agua.

Se quedó quieto como una estatua y después, con rapidez, se pasó una toal la por la parte centra l de su cuerpo. Su rostro adquir ió de pronto una tonal idad ro ja .

—¿Qué está haciendo aquí?

—He venido a comprobar su ropa b lanca —di jo Jean con suavidad—, para ver s i neces i taba toal las .

É l no d i jo nada, pero se quedó a l l í , observándola.

—¿Dónde ha estado durante esta ú l t ima hora? —preguntó entonces con dureza.

—Por ahí . ¿Me estaba buscando? —preguntó Jean.

—Estoy mentalmente preparado para. . . —di jo é l , dando un paso hacia adelante.

—¿Para qué? —preguntó Jean mientras, a su espalda, manoseaba e l des l izador de la puerta.

—Para. . .

La puerta se abr ió .

—Espere —di jo Ear l , d i r ig iéndose hacia e l la .

Jean se des l izó hacia e l pas i l lo , escapando por poco de las manos de Ear l , que trataron de a lcanzar la .

—Vuelva —di jo Ear l , s iguiéndola.

En aquel instante, desde detrás de e l los , la señora Bla iskel l d i jo con un horror izado tono de voz:

—¡Nunca lo habr ía imaginado! ¡Señor Ear l !

Había aparec ido sa l iendo de la habi tac ión de la señora Clara. Ear l regresó a su habi tac ión, lanzando imprecaciones por lo bajo. Jean se volv ió a mirar le .

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—La próxima vez que me vea —le d i jo— deseará haber jugado a l a jedrez conmigo.

—¡ Jean! —casi ladró la señora Bla iskel l .

—¿Qué quiere deci r? —preguntó Ear l con voz dura.

Jean no tenía n i la menor idea de lo que había quer ido deci r . Su mente actuó con rapidez. Era mejor mantener sus ideas para e l la misma.

—Se lo d i ré mañana por la mañana —y r iendo mal ic iosamente, añadió—: A las se is o se is y media.

—¡Señor i ta Jean! —gr i tó la señora Bla iskel l con un enojado tono de voz—. ¡Apártese de esa puerta inmediatamente!

Jean se t ranqui l izó un poco en e l comedor de los s i rv ientes, mientras tomaba una taza de té ca l iente.

Webbard aparec ió, grueso, pomposo y nerv ioso como un er izo. Miró a Jean y su voz sonó como un agudo tono de oboe.

—¡Señor i ta! ¡Señor i ta!

Jean conocía un truco que sabía era muy efect ivo; adelantando su f i rme y joven barbi l la y mirándole de sos layo d i jo , con un tono de voz metál ico:

—¿Me está buscando a mí?

—Sí , c laro que s í —contestó Webbard—. ¿Dónde diablos. . .?

—Bueno, le he estado buscando. ¿Quiere escuchar lo que le tengo que deci r en pr ivado o no?

—Su tono de voz es insolente, señor i ta —di jo Webbard, parpadeando—. Por favor . . .

—Está b ien —di jo Jean—. Será aquí , entonces. Lo pr imero de todo es que me despido. Regreso a la T ierra. Voy a ver . . .

Webbard levantó la mano l leno de a larma y mirando todo e l comedor. En las mesas, las conversac iones se habían detenido. Una docena de o jos cur iosos les estaban observando.

—Me entrevistaré con usted en mi despacho —di jo Webbard.

La puerta se cerró detrás de e l la . Webbard s i tuó su rotundidad sobre una s i l la ; unas t i ras magnét icas acopladas a sus panta lones le mantuvieron en su s i t io .

—Y ahora, ¿qué es todo eso? Quis iera hacer le saber que se me han presentado graves quejas contra usted.

—Olv ídese de todo eso, Webbard, y hable con buen sent ido —di jo Jean con d isgusto.

Webbard quedó anonadado por un instante.

—¡Es usted una descarada insolente!

—Mire, ¿quiere que le d iga a Ear l cómo conseguí este t rabajo?

E l rostro de Webbard se estremeció. Su boca se abr ió , y sus o jos parpadearon cuatro o c inco veces, con rapidez.

—No se atrever ía usted a. . .

—Olv ídese de la rut ina del je fe y e l esc lavo —di jo Jean, ya más pacientemente—. Considere esto como una conversac ión de hombre a hombre.

—¿Qué es lo que quiere?

—Quiero hacer le unas cuantas preguntas.

—¿Y b ien?

—Cuénteme algo del v ie jo señor Abercrombie, e l esposo de la señora Clara.

—No hay nada que contar . E l señor Justus fue un cabal lero muy dist inguido.

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—¿Cuántos h i jos tuv ieron é l y la señora Clara?

—Siete.

—¿Y es e l mayor e l que hereda la estac ión?

—El mayor, s iempre e l mayor. E l señor Justus cre ía en las venta jas de mantener una organizac ión f i rme. Desde luego, a los otros h i jos se les garant izaba una pensión aquí , en la estac ión, s iempre que desearan quedarse.

—Y Hugo era e l mayor. ¿Cuánto t iempo pasó entre su muerte y la del señor Justus?

—Todo esto no es más que una insensatez s in sent ido —di jo Webbard con voz profunda, encontrando muy desagradable aquel la conversac ión.

—¿Cuánto t iempo?

—Dos años.

—¿Y qué le ocurr ió?

—Tuvo un ataque —contestó Webbard con brusquedad—. Un ataque de corazón. Y ahora, ¿qué es lo que me ha d icho antes sobre su despedida del t rabajo?

—¿Cuánto t iempo hace de eso?

—¡Ah! Dos años.

—¿Y después lo heredó todo Ear l?

—Desgrac iadamente —contestó Webbard, f runciendo los labios—. E l señor L ionel se encontraba fuera de la estac ión, y e l señor Ear l se convir t ió en e l patrón legal .

—Un momento bastante adecuado, desde e l punto de v ista de Ear l .

Webbard lanzó un buf ido, abombando sus mej i l las .

—Y ahora, joven, ya está b ien con esto. S i . . .

—Señor Webbard, vamos a ver s i l legamos a un entendimiento de una vez y para s iempre. O contesta todas mis preguntas y termina de una vez con tanta fanfarronada, o i ré a preguntar le a a lguna otra persona. Y cuando haya terminado, seguramente a lguien le vendrá a hacer muchas preguntas a usted.

—¡ Insolente y pequeña tonta! —gruñó Webbard.

Jean se volv ió hacia la puerta. Webbard gruñó de nuevo y se abalanzó hacia adelante. Jean h izo g i rar su brazo; procedente de a lguna parte, aparec ió en la mano de Jean una hoja de tembloroso cr ista l .

Webbard se estremeció l leno de a larma, t ratando de detener su impulso en e l a i re . Jean levantó un p ie y dándole en p leno v ientre lo arro jó de vuel ta hacia la s i l la .

—Quiero ver una fotograf ía de toda la fami l ia . . . —di jo después.

—No tengo n inguna fotograf ía as í .

—Puedo i r a cualquier b ib l ioteca públ ica y marcar e l serv ic io de quién es quién —di jo Jean, encogiéndose de hombros.

Le miró con f r ia ldad, guardándose la hoja. Webbard estaba hundido en la s i l la . Quizá se pensaba que era una maníaca homic ida. Bueno, e l la n i era maníaca, n i homic ida, a menos que se v iera obl igada a e l lo . Con gran senci l lez , preguntó:

—¿Es c ierto que Ear l t iene mi l mi l lones de dólares?

—¿Mi l mi l lones de dólares? —bufó Webbard—. ¡Eso es r id ícu lo! Las únicas propiedades de la fami l ia son éstas, la estac ión, y só lo v iven de los ingresos que obt ienen con e l la . Con c ien mi l lones de dólares se podr ía constru i r otra estac ión e l doble de grande y con mucho más lu jo .

—Entonces —preguntó, asombrada—, ¿de dónde sacó esa c i f ra Fother ingay?

—No lo sé —respondió Webbard.

—¿Dónde está L ionel ahora? —Webbard apretó los labios desesperadamente.

—Está. . . descansando en a lguna parte de la R iv iera.

—Vaya, ¿y d ice que no t iene n inguna fotograf ía?

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—Creo que hay una pequeña foto de L ionel —di jo Webbard, pasándose una mano por la barbi l la—. Veamos. . . S í , un momento —revolv ió a lgunas cosas en los ca jones de su mesa de despacho, y f ina lmente encontró lo que buscaba—. Este es e l señor L ionel .

Jean examinó la fotograf ía con interés.

—Bien, b ien —el rostro de la fotograf ía y e l de l hombre grueso que se encontraba entre la co lecc ión zoológica de Ear l eran e l mismo—. Bien, b ien —levantó la mirada penetrante y preguntó—: ¿Y cuál es su d i recc ión?

—Estoy seguro de no conocer la —contestó Webbard, recuperando a lgo su u l t ra jada d ignidad.

—Deje de arrastrar los p ies , Webbard y d ígame la verdad.

—¡Oh! Bueno. . . en la v i l la Passe-temps, en Juan- les-P ins.

—Me lo creeré cuando vea su archivo de d i recc iones. ¿Dónde está?

Webbard empezó entonces a respirar con rapidez.

—Mire, joven, en todo esto hay involucradas muchas cosas.

—¿Como cuáles?

—Bueno —el tono de voz de Webbard descendió, mirando sospechosamente hacia las paredes de la estac ión—. Todo e l mundo, aquí en la estac ión, sabe que e l señor Ear l y e l señor L ionel no. . . , bueno, no se l levan muy bien. Y corre e l rumor, aunque sólo se t rata de un rumor, c laro, de que e l señor Ear l ha contratado a un famoso cr iminal para ases inar a l señor L ionel .

«Ese podr ía ser Fother ingay», conjeturó Jean.

—Así es que, como ve —siguió d ic iendo Webbard—, es necesar io que yo actúe con la máxima discrec ión. . .

—Veamos ese f ichero —di jo Jean, r iéndose.

F ina lmente, Webbard indicó un f ichero de tar jetas.

— Usted sabe dónde está. Sáquela —di jo Jean.

Con un gesto sombrío, Webbard estuvo buscando entre las tar jetas hasta que sacó una.

— Aquí está.

La d i recc ión era: Hote l At lant ide, apartamento 3001, Colonia Francesa, Metrópol is , T ierra.

Jean memorizó la d i recc ión y después quedó un momento indecisa, t ratando de pensar en más preguntas. Webbard sonr ió lentamente. Jean le ignoró y se quedó tambor i leando con sus dedos sobre la mesa. En momentos como aquél sent ía la inconveniencia de su juventud. Cuando l legaba e l momento de entrar en acc ión, de luchar , re í r , espiar , jugar , hacer e l amor, se sent ía completamente segura. Pero la e lecc ión de pos ib i l idades y e l dec id i r cuáles eran probables y cuáles i r rac ionales era a lgo que le hacía sent i rse menos segura de s í misma. Como en aquel los momentos. E l v ie jo Webbard, aquel la gruesa bola, se había ca lmado y estaba recreándose contemplándola. Bueno, que d is f rutara por e l momento. Tenía que i r a la T ierra. Tenía que ver a L ionel Abercrombie. Probablemente, Fother ingay había s ido contratado para matar le , aunque también podía ser que no fuera as í . Es pos ib le que Fother ingay supiera dónde encontrar le , aunque quizá no lo sabía, tampoco. Webbard conocía a Fother ingay; probablemente había serv ido como intermediar io de Ear l . También podía ser que Webbard estuviera real izando a lgunos intr incados movimientos propios. Estaba c laro que, ahora, los intereses de Jean se hal laban unidos a los de L ionel , antes que a los de Fother ingay, puesto que casarse con Ear l era a lgo c laramente imposib le . L ionel debía permanecer con v ida. S i eso s igni f icaba engañar a Fother ingay, lo sent ía por é l . Le podr ía haber dado mucha más información sobre la «colecc ión zoológica» de Ear l , antes de enviar la a casarse con é l . Desde luego, se d i jo a s í misma, Fother ingay no tenía medio a lguno de conocer e l uso pecul iar que Ear l hac ía de sus e jemplares zoológicos.

— ¿Y b ien? — preguntó Webbard con una mueca desagradable.

— ¿Cuándo parte la próxima nave con d i recc ión a la T ierra?

—La de suministros parte esta misma noche.

—Estupendo. S i puedo convencer a l p i loto, me marcharé. Me puede pagar ahora mismo.

—¿Pagar le? Pero s i só lo ha trabajado un d ía . Debe usted d inero a la estac ión por e l t ransporte, e l uni forme, las comidas. . .

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—¡Oh! No se preocupe por eso.

Jean se volv ió , tomó impulso hacia e l pas i l lo , se d i r ig ió a su habi tac ión y empaquetó sus pertenencias. En aquel momento, la señora Bla iskel l asomó la cabeza por la puerta.

—¡Oh! Está aquí . . . —resopló—. E l señor Ear l ha estado preguntando por usted. Quiere ver la inmediatamente —era evidente que e l la desaprobaba aquel lo .

—Claro —di jo Jean—. Voy en seguida.

La señora Bla iskel l se marchó. Después, Jean se d i r ig ió por e l pas i l lo hac ia e l muel le de carga. E l p i loto de la nave estaba superv isando la carga de a lgunos rec ip ientes vac íos de metal . Cuando v io a Jean la expres ión de su rostro cambió.

—¿Usted otra vez?

—Me voy a la T ierra con usted. Tenía razón. No me gusta estar aquí .

—En esta ocas ión i rás con la carga —di jo e l p i loto as int iendo—. De ese modo, n inguno de los dos sufr i rá n ingún daño. No podr ía prometer nada s i estuvieras delante, conmigo.

—De acuerdo —di jo Jean—. Voy a subir a bordo.

Cuando Jean l legó a l Hote l At lant ide de Metrópol is , l levaba puesto un vest ido negro y unas zapat i l las igualmente negras. Pensaba que, vest ida as í , parec ía más v ie ja y sof is t icada. Cruzando e l vest íbulo, d i r ig ió una caute losa mirada hacia e l detect ive del hote l . A veces, se mostraban desagradablemente sospechosos cuando veían a muchachas jóvenes no acompañadas. Era mucho mejor ev i tar a la pol ic ía , mantener la a d istancia . S i descubr ían que e l la no tenía n i padre n i madre, n i tutor a lguno, sus mentes so l ían d i r ig i rse hacia a lguna inst i tuc ión gubernamental , dedicada a l cu idado de menores. En a lgunas ocas iones se había v isto obl igada a tomar medidas bastante drást icas para asegurar su independencia.

Pero e l detect ive del Hote l At lant ide no prestó la menor atención a aquel la joven vest ida de negro que atravesó tranqui lamente e l vest íbulo, s i es que la v io . E l ascensor ista observó que e l la parec ía sent i rse a lgo inquieta, como s i s int iera un gran entus iasmo o estuviera nerv iosa. E l portero del t r igés imo piso notó que estaba buscando e l número de un apartamento y la ca l i f icó mentalmente como una persona que no estaba fami l iar izada con e l hote l . Una camarera la observó apretar e l t imbre del apartamento 3001, v io cómo se abr ía la puerta, cómo la joven retrocedía un poco, en una act i tud que parec ía de sorpresa, y cómo f ina lmente entraba lentamente en e l apartamento. A la camarera le parec ió extraña aquel la act i tud y especuló t ranqui lamente durante un instante. Se d i r ig ió a cambiar y rev isar las reservas de espuma de los lavabos y se o lv idó del inc idente.

E l apartamento era espacioso, e legante y caro. Las ventanas daban a los Jard ines Centra les y a la Sala Mor ison de Equidad, s i tuada detrás. Los muebles eran obra de un decorador profes ional , armoniosos y estér i les ; s in embargo, a lgunos objetos inc identa les s i tuados en la habi tac ión, indicaban la presencia de una mujer . No obstante, Jean no v io a n inguna mujer . Sólo estaban e l la y Fother ingay.

Fother ingay l levaba puestos unos a justados panta lones de f ranela gr is y una corbata negra. Vest ido as í , ser ía capaz de pasar desaperc ib ido entre un grupo de veinte personas.

A l cabo de un instante de sorpresa, t ras abr i r la puerta, se h izo a un lado y d i jo :

—Entra.

Jean d i r ig ió su mirada hacia todos los ángulos de la habi tac ión, esperando hal lar un cuerpo grueso y encogido. Pero pos ib lemente, L ionel no estaba en casa, y Fother ingay le estaba esperando.

—Bien —preguntó é l—, ¿qué te t rae por aquí? —la estaba observando dis imuladamente—. S iéntate.

Jean se dejó caer en una s i l la , mordiéndose un labio. Fother ingay la observó como s i fuera un gato. Se d i r ig ió caute losamente hacia e l la . Jean aguzó su mente. ¿Qué excusa legí t ima tenía para expl icar su v is i ta a L ionel? Quizá Fother ingay esperaba un engaño por su parte. ¿Dónde estaba Hammond? S int ió un temblor en la nuca. S int ió unos o jos puestos en su nuca. Giró la cabeza con rapidez.

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A lguien, en e l vest íbulo de la sui te , t rató de ponerse fuera de su v ista. Aunque no actuó con la suf ic iente rapidez. En e l cerebro de Jean se rompió una capa de ignorancia, para dar paso a una suave y cá l ida r iada de conocimiento.

Sonr ió , mostrando sus b lancos y punt iagudos d ientes por entre sus labios. Había v isto a una mujer gruesa en e l vest íbulo de la sui te , una mujer muy gruesa, sonrosada, sofocada y temblorosa.

—¿De qué te r íes? —preguntó Fother ingay.

—¿Te estás preguntando quién me dio tu d i recc ión? —preguntó e l la , pref i r iendo ut i l i zar su propia técnica.

—Webbard, ev identemente.

—¿Es tu esposa esa señora? —preguntó Jean, as int iendo.

La barbi l la de Fother ingay se e levó l igeramente.

—Vayamos a l grano.

—Muy bien —admit ió , inc l inándose hacia adelante.

Aún quedaba una pos ib i l idad de estar comet iendo una terr ib le equivocación, pero tenía que correr ese r iesgo. S i hac ía preguntas, pondr ía a l descubierto su incert idumbre, reduciendo as í su venta josa pos ic ión.

—¿Cuánto d inero puedes conseguir ahora mismo, en efect ivo? —preguntó.

—Diez o veinte mi l .

E l rostro de Jean debió mostrar des i lus ión, porque é l preguntó:

—¿No es suf ic iente?

—No. Me has enviado a encontrarme con un novi l lo holgazán.

Fother ingay tomó as iento, en s i lenc io.

—Ear l —siguió d ic iendo Jean— no dará un paso hacia mí . Antes ser ía capaz de morderse la lengua. Su gusto por las mujeres es. . . como el tuyo.

—Pero hace dos años. . . —comenzó a deci r Fother ingay, s in mostrarse i r r i tado.

—Hay razones que lo expl ican —elevó sus ce jas en un gesto de tr is teza y añadió—: Y no son razones boni tas.

—Bueno, adelante, expl íca las .

—Le gustaban las chicas de la T ierra porque para é l eran anormales, en su opin ión, c laro está. A Ear l le gustan las anormal idades.

Fother ingay se f rotó la barbi l la , observándola con los o jos muy abiertos.

—Nunca pensé en eso.

—Tu esquema podr ía haber funcionado s i Ear l hubiera s ido medianamente normal . Pero yo no poseo lo que a é l le gusta.

—¿No habrás venido aquí para deci rme eso? —preguntó Fother ingay, sonr iendo f r íamente.

—No. Sé cómo L ionel Abercrombie puede conseguir la estac ión para s í mismo. Pero, c laro, tú te l lamas Fother ingay.

—Si mi nombre es Fother ingay, ¿por qué has venido aquí a buscarme?

Jean se echó a re í r , con una r isa a legre.

—¿Por qué crees que te estaba buscando? Estoy buscando a L ionel Abercrombie. Fother ingay no t iene n ingún valor para mí , .a menos que me pueda casar con Ear l . Y no puedo. No poseo suf ic ientes anormal idades para é l . Por eso, ahora estoy buscando a L ionel Abercrombie.

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Fother ingay h izo tambor i lear unos dedos muy bien cuidados sobre su rodi l la , y d i jo t ranqui lamente:

—Yo soy L ionel Abercrombie.

—¿Cómo puedo estar segura de eso?

É l le a lcanzó e l pasaporte. E l la lo miró un instante y se lo devolv ió .

—Está b ien. Ahora só lo t ienes veinte mi l . Pero eso no es suf ic iente. Quiero dos mi l lones. S i no los t ienes, no tendrás nada. No me muestro i r razonable. Pero quiero estar segura de conseguir los cuando tú tengas lo que buscas. . . As í es que. . . me escr ib i rás un acta, una factura de venta, a lgo legal que me convert i rá en poseedora de tus intereses en la estac ión Abercrombie. Yo estaré de acuerdo en venderte ta les intereses por dos mi l lones de dólares.

—Esa c lase de acuerdo me obl iga a mí , pero no a t i —di jo Fother ingay, sacudiendo la cabeza—. Eres una menor.

—Cuanto antes ac lare e l asunto Abercrombie, tanto mejor —di jo Jean—. No soy codic iosa. Puedes tener tus mi l mi l lones de dólares. S implemente quiero dos mi l lones. Y a propósi to , ¿cómo habías ca lculado mi l mi l lones de dólares? Webbard d ice que todas las insta lac iones só lo valen unos c ien mi l lones de dólares.

La boca de L ionel se contra jo en una sonr isa g lac ia l .

—Webbard no inc lu ía en eso las propiedades de los c l ientes de Abercrombie. A lgunas personas muy r icas son demasiado gruesas. Cuanto más gruesas se ponen, tanto menos les gusta v iv i r en la T ierra.

—Siempre pueden di r ig i rse a otra estac ión de descanso.

—No ser ía la misma atmósfera —di jo L ionel , moviendo la cabeza negat ivamente—. Abercrombie es e l mundo de los obesos. E l único lugar de todo e l universo en e l que una persona obesa puede sent i rse orgul losa de ser lo —había un tono de tr is teza en su voz.

—Y tú mismo estás ans ioso por recuperar Abercrombie, ¿no es c ierto? —preguntó Jean con suavidad.

—¿Acaso es a lgo tan extraño? —preguntó L ionel , sonr iendo c ín icamente.

—Bueno —di jo Jean, moviéndose en su s i l la—, i remos ahora a un abogado. Conozco a uno muy bueno. R ichard Mycroft . Quiero que me ext iendas ese documento s in que exista e l menor hueco. Quizá voy a tener que encontrar un guardián, un f ide icomisar io .

—No neces i tas n ingún guardián.

—Para la mayor parte de las cosas, no, desde luego —contestó Jean, sonr iendo complac ientemente.

—Aún no me has d icho en qué consiste ese proyecto tuyo.

—Te lo d i ré cuando tenga e l documentó en mi poder . No p ierdes nada, concediendo una propiedad que no posees aún. Y cuando me entregues e l documento, mi mayor interés cons ist i rá en ayudarte a conseguir esa propiedad.

—Espero que esa idea sea buena —di jo L ionel , levantándose.

—Lo será.

En aquel instante, la mujer obesa entró en la habi tac ión. Ev identemente era una mujer de la T ierra, desconcertada y encantada por las atenciones de L ionel . A l mirar a Jean su rostro expresó unos ce los ocul tos . Ya en e l pas i l lo , Jean d i jo :

—Si te la l levas a Abercrombie, seguro que te cambiará por a lguno de aquel los obesos br ibones.

—¡Cál late! —espetó L ionel , con una voz tan cortante como el f i lo de una guadaña.

E l p i loto de la nave de suministros d i jo de mal humor:

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—Yo no sé nada de todo esto.

—¿Le gusta su t rabajo? —preguntó L ionel con tranqui l idad.

E l p i loto refunfuñó a lgo, pero no h izo n inguna otra protesta. L ionel se insta ló en e l as iento s i tuado junto a é l . Jean, e l hombre con cara de cabal lo l lamado Hammond y otros dos hombres más maduros, con un aspecto profes ional y act i tudes hoscas, se insta laron en e l compart imento de carga.

La nave se e levó sobre e l muel le y atravesando la atmósfera se d i r ig ió hacia la órb i ta de Abercrombie.

La estac ión f lotaba delante de e l los , br i l lando a la luz del so l . La nave se posó sobre e l muel le de carga y los ayudantes de la estac ión la f i jaron en su lugar . Inmediatamente después se abr ió la port i l la .

—Vamos —di jo L ionel—. Hazlo rápido. Terminemos cuanto antes —y tocando e l hombro de Jean añadió—: Tú pr imero.

E l la indicó e l camino hacia e l núcleo centra l . Los c l ientes obesos f lotaban por debajo de e l los , l igeros y gruesos como pompas de jabón, con sus rostros ref le jando la sorpresa a l ver a tantas personas delgadas.

Subieron por e l núc leo, avanzando por e l pas i l lo que conducía hacia la esfera pr ivada de Abercrombie. Pasaron junto a l P leasaunce, y Jean pudo ver a la señora Clara, gruesa como una morc i l la , acompañada por e l obsequioso Webbard. Pasaron también junto a la señora Bla iskel l .

—¡Cómo! ¡Señor L ionel! —murmuró—. ¡Nunca. . . ! ¡Yo nunca. . . !

L ionel pasó junto a e l la s in hacer le e l menor caso. Jean le miró por encima del hombro y s int ió náuseas. Había a lgo negro y provocat ivo que ardía lentamente en los o jos de L ionel . Tr iunfo, maldad, venganza, crueldad. A lgo que no era del todo humano. Aunque no fuera por otra cosa, Jean era extremadamente humana, y tendr ía que sent i rse incómoda en presencia de v ida procedente de otros mundos. Ya se sent ía incómoda ahora.

—Dense pr isa —di jo L ionel—. Dense pr isa.

Pasaron junto a las habi tac iones de la señora Clara y l legaron ante la puerta del dormitor io de Ear l . Jean apretó e l botón y la puerta se abr ió .

Ear l se encontraba ante un espejo, atándose una corbata de seda ro ja y azul a l rededor de su enorme cuel lo . L levaba puesto un tra je gr is per la cortado de modo que le h ic iera aparecer más grueso y redondo de lo que en real idad era. V io a Jean en e l espejo, y t ras e l la e l rostro endurecido de su hermano L ionel . Se g i ró bruscamente y perdió e l equi l ibr io , v iéndose lanzado a l a i re . L ionel se echó a re í r .

—Cogedle, Hammond. Y t ráelo aquí .

Ear l se res ist ió , lanzando insul tos . É l era a l l í e l dueño. Todo e l mundo debía marcharse inmediatamente. Har ía que los met ieran a todos en pr is ión; les matar ía a todos. Y después é l mismo se suic idar ía .

Hammond le registró, buscando armas, y los dos hombres con aspecto profes ional se quedaron incómodamente a l fondo, hablando e l uno con e l otro, en voz baja.

—Mire, señor Abercrombie —di jo uno de e l los f ina lmente—. No podemos ser un grupo que actúe con v io lencia .

—Cál lese —espetó L ionel—. Están ustedes aquí como test igos, como médicos profes ionales. Se les paga para que observen. Eso es todo. S i no les gusta lo que ven, ése es problema suyo —después, d i r ig iéndose hacia Jean indicó—: Adelante.

Jean tomó impulso hacia la puerta del estudio. Ear l lanzó un agudo gr i to:

—¡Apartaos de ahí ! ¡Fuera de ahí ! ¡Eso es pr ivado! ¡Es mi estudio pr ivado!

Jean apretó los labios. Le resul taba imposib le sent i r lást ima por e l pobre Ear l . Pero. . . pensó en su «colecc ión zoológica». Con f i rmeza, cubr ió la cé lu la fotoeléctr ica y apretó e l botón. La puerta se abr ió , poniendo a l descubierto, a l fondo, la g lor ia de la v idr iera pol icromada br i l lando ante e l fuego procedente del c ie lo .

Jean se d i r ig ió hacia la cr iatura de pelo con dos patas. Se detuvo a l l í y esperó.

Ear l opuso a lgunas d i f icu l tades antes de ser obl igado a t raspasar la puerta que daba acceso a l estudio. Hammond manipuló sus codos y Ear l lanzó un gr i to de dolor y voló hacia adelante como un pol lo s in a las .

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—No hagas tonter ías con Hammond —le d i jo L ionel—. Le gusta hacer daño a la gente.

Los dos test igos hablaron a i radamente entre s í . Pero L ionel les obl igó a ca l larse con una sola mirada.

Hammond cogió a Ear l por la parte poster ior de los panta lones, lo e levó sobre su cabeza y anduvo con los c l ips magnét icos pegados, atravesando as í e l desordenado estudio, con Ear l revolv iéndose y manoteando inút i lmente en e l a i re .

Jean estuvo trasteando un instante en e l ca lado que había sobre e l panel que daba a la habi tac ión anexa. Ear l gr i tó:

—¡Aparta las manos de ahí ! ¡Oh! (Cómo pagaréis esto! ¡Cómo lo va is a pagar!

Su voz lanzó un aul l ido y terminó por romper en so l lozos. Hammond le zarandeó, como un fox-terr ier podr ía haber lo hecho con una rata. Los so l lozos de Ear l se h ic ieron más fuertes. Su sonido resul tó grato a los o ídos de Jean. Frunció e l ceño, encontró e l botón y lo apretó. E l panel se abr ió .

Todos penetraron en e l ampl io anexo. Ear l estaba completamente destrozado, so l lozando y rogando.

—Al l í está —di jo Jean.

L ionel lanzó su mirada a lo largo de la co lecc ión de monstruos idades. Aquel las cosas de otros mundos, los dragones, bas i l i scos, gr i fos , los insectos b l indados, las serpientes de grandes o jos , los nudos de músculo, las cr iaturas de colmi l los enrol lados, cerebro y cart í lagos; y después, las cr iaturas humanas, no menos grotescas. Los o jos de L ionel se detuvieron a l ver a l hombre obeso.

Miró después a Ear l , que se había quedado completamente en s i lenc io.

—Pobre v ie jo Hugo —di jo L ionel—. Tendr ías que estar avergonzado de t i mismo, Ear l .

Ear l emit ió un sonido suspirante.

—Pero Hugo está muerto. . . —di jo L ionel—. Está tan muerto como cualquiera de esas otras cosas. ¿Verdad, Ear l . . .? —y, mirando a Jean, preguntó—: ¿Verdad?

—Supongo que es as í —contestó Jean, s int iéndose incómoda.

No sent ía n ingún placer en atormentar a Ear l .

—Claro que está muerto —jadeó Ear l .

Jean se d i r ig ió entonces hacia la pequeña l lave contro ladora del campo magnét ico.

—¡Bruja! ¡Eres una bruja! —gr i tó Ear l .

Jean h izo g i rar la l lave. Se produjo un zumbido musica l , un susurro, y se s int ió un o lor a ozono. Transcurr ió un momento. Se escuchó un s i lb ido de a i re . E l cubículo se abr ió , produciendo un ru ido de aspirac ión. Hugo penetró en la habi tac ión.

Extendió los brazos, como desperezándose, abr ió la boca y vomitó, produciendo un débi l gr i to que surgió por su garganta.

—¿Está v ivo este hombre? —preguntó L ionel , d i r ig iéndose a los dos test igos.

—¡Sí ! ¡S í ! —contestaron exc i tadamente.

—Di les tu nombre —pidió L ionel , d i r ig iéndose a Hugo.

Hugo susurró a lgo febr i lmente, se apretó los codos contra su cuerpo, encogió sus atrof iadas y pequeñas p iernas y t rató de adoptar la pos ic ión feta l .

—¿Está sano este hombre? —preguntó L ionel , d i r ig iéndose de nuevo a los dos hombres.

—Eso, desde luego —di jeron, t ras dudar un momento—, es a lgo que no podemos determinar inmediatamente.

D i jeron a lgo más sobre pruebas, encefa logramas, ref le jos . L ionel esperó un momento. Hugo estaba gor jeando, l lorando como un n iño.

—Bien, ¿está sano?

—Está sufr iendo una grave conmoción —contestaron los médicos—. La h ibernación t iene por lo general e l efecto de perturbar las s inapsis . . .

—¿Está su mente en perfectas condic iones? —preguntó L ionel sarcást icamente.

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—Bueno. . . , no.

—En ta l caso —di jo L ionel , as int iendo—, se encuentran ustedes ante e l nuevo dueño de la estac ión Abercrombie.

—No puedes l levar esto adelante, L ionel —protestó Ear l—. Ha estado loco durante mucho t iempo y tú has estado fuera de la estac ión.

—¿Quieres que l levemos la cuest ión ante la corte suprema de Metrópol is? —preguntó L ionel con una mueca de lobo.

Ear l se quedó en s i lenc io. L ionel miró a los médicos, que estaban hablando animadamente entre s í .

—Hablen con é l —di jo L ionel—. Queden sat is fechos sobre s i está en su sano ju ic io o no.

Los médicos se d i r ig ieron a Hugo, quien emit ió unos sonidos s imi lares a maul l idos. L legaron poco después a una incómoda pero def in i t iva decis ión.

—Está c laro que este hombre es incapaz de cuidarse de sus propios asuntos.

Penosamente, Ear l d io un t i rón, t ratando de zafarse de las manos de Hammond.

—Es mejor que tengas cuidado —le d i jo L ionel—. No creo que le gustes mucho a Hammond.

—A mí s í que no me gusta Hammond —di jo Ear l con rencor—. No me gusta nadie —después, su voz descendió un poco y añadió—: Ni s iquiera me gusto a mí mismo.

Se quedó mirando f i jamente e l cubículo que Hugo había dejado vacío. Jean s int ió cómo en é l se veía crecer una sensación de temer idad. Abr ió la boca para deci r a lgo.

Pero Ear l ya había comenzado a moverse.

E l t iempo parec ió detenerse. Ear l parec ía moverse con una asombrosa lent i tud, pero los demás estaban como s i se hubieran quedado congelados en gelat ina. Jean aún tenía t iempo.

—¡Me marcho de aquí! —murmuró apenas, sabiendo lo que e l medio loco de Ear l estaba a punto de hacer .

Ear l recorr ió la h i lera de sus monstruos, hac iendo sonar sus c l ips magnét icos sobre e l suelo. A medida que corr ía , iba e levando los interruptores. Cuando terminó, se encontraba en e l extremo opuesto de la habi tac ión. Detrás de é l , aquel las cosas empezaron a recuperar la v ida.

Hammond se recuperó de su asombro, s i tuándose detrás de Jean. Un brazo negro, que a l parecer surgió como por casual idad, le cogió por una p ierna. Se escuchó entonces e l seco sonido de un cru j ido. Hammond lanzó un gr i to , l leno de terror .

Jean empezó a d i r ig i rse hacia la puerta. Pero retrocedió, gr i tando. Frente a e l la se encontraba e l gor i la de dos metros y medio de a l tura, con cara de perro de lanas f rancés. Desde a lguna parte, Ear l había e levado e l conmutador que le l iberó de la cata leps ia magnét ica. Los o jos negros refu lg ían, la sa l iva le goteaba por la boca, las manos se abr ían y cerraban. Jean retrocedió, asustada.

Escuchó terr ib les ru idos procedentes de atrás. Escuchó a Ear l gr i tando, con un repent ino temor. Pero no pudo volver sus o jos y apartar los de aquel animal parec ido a un gor i la . Estaba entrando en la habi tac ión. Los o jos negros de perro miraron penetrantemente los o jos de Jean. Y , de repente, e l la se d io cuenta de que no se podía mover. Un gran brazo negro, moviéndose estúpidamente, pasó sobre e l hombro de Jean, tocando a l gor i la .

La confus ión de gr i tos era tota l . Jean se apretó contra la pared. Una cr iatura verde, que se movía a sacudidas, enroscándose y desenroscándose, penetró, tambaleante, en e l estudio, destrozando estanter ías , v i t r inas, estatuas, lanzando a l a i re y rompiendo l ibros, minera les, documentos, mecanismos, ca jas y ca jones. E l animal parec ido a un gor i la l legó detrás, con uno de sus brazos retorc ido y suel to. Le seguían una ráfaga rodante de p ies membranosos y un cuerpo humano. . . Hammond y un gr i fo procedente de un mundo adecuadamente l lamado Agujero Pest i lente.

Jean se escabul ló por la puerta, pensando ocul tarse en la a lcoba. Fuera, en e l muel le , estaba la nave espacia l de Ear l . Se introdujo por la port i l la , penetrando en e l la .

Detrás, revolv iéndose f renét icamente, l legó uno de los médicos que L ionel había t ra ído como test igos.

—¡Aquí! ¡Aquí! —le gr i tó Jean.

E l médico se lanzó de cabeza hacia e l inter ior de la nave espacia l .

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Jean se acurrucó junto a la puerta, d ispuesta a cerrar la inmediatamente ante la menor señal de pel igro. Suspiró. Todas sus esperanzas y p lanes para e l futuro parec ían haber explotado de repente. Su lugar había s ido ocupado por la muerte, la debacle, la catástrofe. Se volv ió hacia e l médico, preguntándole:

—¿ Dónde está su compañero?

—¡Muerto! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué podemos hacer?

Jean volv ió la cabeza para mirar le , con los labios contra ídos en una mueca de d isgusto. Entonces, le observó desde una nueva y favorecedora perspect iva. No era más que un test igo des interesado. Podía proporc ionar le d inero. Podr ía test i f icar que, a l menos durante t re inta segundos, L ionel había s ido e l dueño de la estac ión Abercrombie. Y t re inta segundos eran más que suf ic ientes para t ransfer i r le e l t í tu lo a e l la . S i Hugo estaba cuerdo o no era a lgo que no importaba, porque había muerto t re inta segundos antes de que la rana metál ica le hubiera c lavado en e l cuel lo su extremidad t i jereteada y punt iaguda como un cuchi l lo . Pero era mejor estar segura.

—Escuche —di jo Jean—. Esto puede ser importante. Suponga que t iene que declarar ante un tr ibunal . ¿Quién mur ió pr imero, Hugo o L ionel?

E l médico guardó s i lenc io durante un instante.

—¿Por qué? ¡Hugo! —contestó a l f in—. Le v i con e l cuel lo roto cuando L ionel aún permanecía con v ida.

—¿Está usted seguro?

—¡Oh, s í ! —contestó, t ratando de recuperarse—. Tenemos que hacer a lgo.

—Está b ien —admit ió Jean—. ¿Qué debemos hacer?

—No lo sé.

Desde é l estudio les l legó un sonido gor jeante y un instante después escucharon e l gr i to de una mujer .

—¡Dios mío! —exclamó Jean—. Esas cosas han sa l ido a las habi tac iones exter iores. ¿Qué no podrán hacer en la estac ión Abercrombie?

Por un momento perdió e l contro l sobre s í misma y se acurrucó contra la pared de la nave. Entonces, un rostro moreno, como el de un perro de lanas, l leno de sangre, dobló la esquina, d i r ig iéndose hacia e l los , y acercándose pesadamente.

H ipnot izada, Jean v io entonces que su brazo se había desgajado por completo. Se balanceaba hacia adelante. Jean se echó hacia atrás y cerró de un golpe la port i l la . Un pesado cuerpo chocó poco después contra e l metal .

Se encontraban encerrados en la nave espacia l de Ear l . E l hombre se había desvanecido.

—No te me mueras ahora, compañero. Vales mucho dinero. . .

A t ravés del metal l legaron hasta e l la débi les sonidos de cru j idos y porrazos. Después se escucharon los apagados ru idos de las armas portát i les de protones. Los d isparos se escucharon con una regular idad monótona. Spattt . . . , spattt t . . . , spattt . . . , spattt . . .

Después se produjo un profundo s i lenc io.

Jean abr ió poco a poco la puerta. La a lcoba estaba vacía . Consiguió ver e l cuerpo destrozado del animal parec ido a un gor i la .

Jean sa l ió de la nave, y se atrevió a d i r ig i rse hacia e l estudio. A d iez metros de d istancia estaba Webbard, p lantado como un capi tán p i rata sobre e l puente de su barco. Tenía e l rostro b lanco, del co lor de la cera; unas l íneas ro j izas le corr ían por la cara, sa l iéndole de la nar iz y rodeando su cas i inv is ib le boca. L levaba dos grandes armas de protones, cuyos or i f ic ios estaban blancos por e l ca lor .

V io a Jean y sus o jos refu lg ieron.

—¡Usted! ¡Usted es la causante de todo esto, embrol ladora y espía!

E levó entonces sus armas de protones, d i r ig iéndolas hacia e l la .

—]No! —gr i tó Jean—. ¡Yo no tengo la culpa!

Se escuchó entonces la débi l voz de L ionel :

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—Baja esas armas, Webbard —agarrándose e l cuel lo , se d i r ig ió hacia e l estudio, tomando un pequeño impulso—. Esta es la nueva propietar ia —di jo con sarcasmo—. No querrás matar a tu nueva jefa, ¿verdad?

Webbard parpadeó, l leno de asombro.

—¡Señor L ionel!

—Sí —conf i rmó L ionel—. De nuevo en casa. . . —Y hay muchas cosas que l impiar aquí , Webbard. . .

Jean miró la l ibreta de cheques bancar ios . Las c i f ras parec ían quemar en e l p lást ico, sa l tándose cas i por encima de la cubierta.

—Dos mi l lones de dólares.

Mycroft l lenó la p ipa y miró por la ventana.

—Hay una cuest ión que deber ías cons iderar —di jo—. Y es la invers ión de tu d inero. No podrás hacer lo por t i misma; otras partes ins ist i rán en tratar con una ent idad responsable. . . y eso es como decir un tutor o un guardián.

—No sé mucho sobre esas cosas —di jo Jean—. Yo. . . había supuesto que tú te encargar ías de eso.

Mycroft se inc l inó hacia adelante, apretando e l tabaco de su p ipa.

—¿No quieres hacer lo? —preguntó Jean.

—Sí , quiero hacer lo —contestó Mycroft con una apretada y d istante sonr isa—. Me agradará mucho administrar dos mi l lones de dólares. De hecho, me convert i ré en tu guardián legal hasta que hayas cumpl ido la mayor ía de edad. Tendremos que conseguir una orden de nombramiento por parte de los t r ibunales. E l efecto de esa orden será e l de qui tarte e l contro l de ese d inero; s in embargo, podemos inc lu i r en los art ícu los una c láusula por la que se te garant icen unos ingresos, as í como la percepción tota l de l d inero, que supongo es lo que deseas. Después de pagar los impuestos eso debe suponerte. . . , d igamos que unos c incuenta mi l a l año.

—Eso me parece b ien —di jo Jean con indi ferencia—. En estos momentos, no me s iento muy interesada por nada en especia l . Me parece que estoy s int iendo una especie de decepción.

—Comprendo que te suceda eso —di jo Mycroft , as int iendo.

—Tengo e l d inero —di jo Jean—. S iempre lo he quer ido, y ahora lo tengo. Pero. . . —extendió las manos y e levó las ce jas—, só lo es un número en una l ibreta de cheques. Mañana por la mañana me levantaré y me di ré a mí misma: «¿Qué debo hacer hoy? ¿Debo comprar una casa? ¿Debo pedir un ropero por va lor de var ios mi les de dólares? ¿Debo emprender un v ia je de un par de años de durac ión en la Argo Navis?» Y la contestac ión se me ocurr i rá inmediatamente: «No, a l d iablo con todo eso.»

—Lo que neces i tas —di jo Mycroft— son a lgunos amigos, muchachas jóvenes de tu misma edad.

—Me temo que no tendr íamos mucho en común —di jo Jean, moviendo la boca con una sonr isa forzada—. Probablemente es una buena idea, pero. . . no resul tar ía .

Permaneció pas ivamente sentada en la s i l la , con la boca inc l inada y abierta.

Mycroft se d io cuenta de que, cuando estaba quieta, aquel la boca era generosamente dulce.

—No puedo apartar de mi cabeza —di jo e l la a l cabo de un instante—, la idea de que, en a lguna parte del universo, tengo que tener un padre y una madre.

—Las personas que abandonan a una n iña en una sa la de juego no son d ignas de que se p iense en e l las , Jean —observó Mycroft , pasándose una mano por la barbi l la .

—Lo sé —admit ió e l la con una voz débi l—. ¡Oh, Mycroft ! ¡Me s iento tan terr ib lemente so la!

Jean estaba l lorando, con la cabeza hundida entre sus brazos. Con c ierta indecis ión, Mycroft le puso una mano en e l hombro, dándole una car iñosa palmada. A l cabo de un momento, e l la d i jo :

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—Pensarás de mí que soy una terr ib le tonta.

—No —di jo Mycroft con un gesto de mal humor—, no p ienso nada de eso. Quis iera que yo. . . —pero no pudo expresar con palabras lo que pretendía deci r .

Jean se recuperó con esfuerzo y se levantó.

—Ya está b ien de todo esto —elevó la cabeza hacia é l y le besó en la mej i l la—. Realmente, eres muy amable, Mycroft . Pero no quiero que se me tenga lást ima. Lo odio. Estoy acostumbrada a arreglármelas yo so la .

Mycroft regresó a su as iento y estuvo trasteando con la p ipa para mantener ocupados sus dedos. Jean recogió su pequeño bolso.

—Ahora mismo —di jo— tengo una c i ta con e l modista l lamado André. Va a vest i rme durante e l resto de mi v ida. Y después voy a. . . —se detuvo—. Será mejor que no te lo d iga. Quedar ías a larmado y conmocionado.

—Supongo que s í —di jo é l , ac larándose la garganta.

—Hasta luego —se despid ió e l la con una sonr isa, y abandonó e l despacho.

Mycroft se ac laró de nuevo la garganta, se a justó los panta lones, se puso la chaqueta y regresó a su t rabajo. De a lgún modo, todo parec ía sombrío, monótono y gr is . Le dol ía la cabeza.

—Me parece que me voy a marchar y voy a coger una buena borrachera —se di jo a s í mismo.

Transcurr ieron d iez minutos y la puerta se abr ió de pronto. Jean asomó la cabeza.

—¡Hola, Mycroft !

—Hola, Jean.

—He cambiado de idea. He pensado que ser ía mucho mejor inv i tarte a cenar , y quizá después podr íamos i r juntos a a lgún espectáculo. ¿Te gustar ía eso?

—Claro que s í , mucho —contestó Mycroft .

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I I I

Rumfuddle fue encargado or ig inalmente por Robert S i lverberg para una colecc ión de tres re latos, sobre e l mismo tema pero escr i tos por autores d i ferentes. Hay d ivers idad de opin iones en cuanto a las pos ib i l idades de este p lanteamiento. A lgunos p iensan que la idea es provocat iva y atrayente, y permite explorar e l tema desde d iversos ángulos. Otros opinan que los re latos t ienden a qui tarse valor entre s í .

¿Qué es, entonces, Robert S i lverberg? ¿Un teór ico con ideas impract icables? ¿Un soñador encerrado en una torre de marf i l? A l contrar io , es un notable pragmát ico; ha real izado un acto de a l t ru ismo a l pos ib i l i tar un d ivert ido exper imento que, de otro modo, podr ía haberse d isuel to en unas cuantas d ivagaciones retór icas. Los escr i tores son complac ientes; por lo que sé, todos fueron pagados y n inguno fue atormentado por e l recelo.

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RUMFUDDLE

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De Memorias y ref lex iones , de Alan Robertson:

«A menudo me escucho a mí mismo declarándome benefactor preeminente de la humanidad, aunque la f rase hace surgi r ocas ionalmente una rec lamación en favor de la Serpiente or ig inal . Con toda prudencia, no puedo discut i r este ju ic io . Mi lugar en la h istor ia está asegurado; mi nombre perdurará como s i estuviera indeleblemente escr i to en e l c ie lo . Todo lo cual es a lgo que encuentro absurdo, pero comprensib le . Pues he proporc ionado r iqueza más a l lá de todo cálculo. He borrado las pr ivac iones, e l hambre, la superpoblac ión, e l problema terr i tor ia l ; todas las pr imit ivas causas de repres ión se han desvanecido. Mi ta lento

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se expande l ibremente, t rayendo consigo mi a legr ía personal , pero, como hombre razonable (y ante la ausencia de cualquier otra instancia restr ict iva) , creo que no puedo renunciar a todo e l contro l , pues, ¿cuándo se ha ensalzado a l animal humano por su abnegación y su autodisc ip l ina?

«Entramos ahora en una era de abundancia y en una época de nuevas preocupaciones. Los v ie jos demonios se han marchado; debemos prohib i r resuel tamente la insta lac ión de unos extravagantes y quizá ant inatura les v ic ios .»

Las t res muchachas engul leron e l desayuno, recogieron sus deberes escolares y part ieron ru idosamente camino de la escuela.

E l izabeth s i rv ió café para e l la y para Gi lbert . É l pensó que e l la parec ía encontrarse pensat iva y de mal humor.

—Se está tan maravi l losamente b ien aquí . . . —di jo e l la—. Somos muy afortunados, Gi lbert .

—Nunca lo o lv ido.

E l izabeth bebió su café y rumió a lgo durante un instante, s iguiendo a lgún curso vago de sus pensamientos.

—Nunca me gustó crecer —di jo—. S iempre me sent ía extraña, d i ferente de las otras chicas. Realmente, no sé por qué.

—No hay n ingún mister io en eso. De hecho, todo e l mundo es d i ferente.

—Quizá. Pero e l t ío Peter y la t ía Emma s iempre actuaron como s i yo fuera más d i ferente de lo normal . Recuerdo c ien y un pequeños deta l les . Y , s in embargo, era una n iña tan vulgar . ¿Te acuerdas tú de cuando eras pequeño?

—No muy bien.

Duray miró por la ventana, a la que é l mismo había co locado los v idr ios , observando los prados verdes que descendían hacia las p lác idas aguas que sus h i jas habían baut izado con e l nombre de r ío P lata. E l mar Sonador se encontraba a cuarenta y c inco k i lómetros hacia e l sur ; d i rectamente detrás de la casa se hal laban los pr imeros árboles de los bosques Robber.

Duray consideró su pasado.

—Bob fue propietar io de un rancho en At izona durante los años de 1870; una de sus manías. Los apaches mataron a mi padre y a mi madre. Bob me l levó a l rancho, y después, cuando tuve tres años, me l levó a la casa de Alan, en San Francisco, y a l l í fue donde me cr ié .

—Alan debió haber s ido maravi l loso —di jo E l izabeth, suspirando—. T ío Peter era tan severo. T ía Emma nunca me di jo nada. ¡L i tera lmente nada! De un modo u otro nunca s int ieron la menor preocupación por mí . Me pregunto por qué Bob sacar ía e l tema de los indios y tus padres perdiendo e l cuero cabel ludo. Es un hombre tan extraño.

—¿Estuvo Bob aquí?

—Pasó ayer durante unos minutos para recordarnos su Rumfuddle. Le d i je que no deseaba dejar a las chicas. Pero é l me contestó que las l leváramos.

—¡Ah!

—Le d i je que no deseaba i r a su maldi to Rumfuddle, con las chicas o s in las chicas. En pr imer lugar , no quiero ver a t ío Peter , que seguramente estará a l l í . . .

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De Memorias y ref lex iones :

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« Ins ist í entonces e ins isto ahora en que nuestra v ie ja y quer ida madre T ierra, tan só l ida y t rabajada, nunca debe ser o lv idada n i descuidada. Desde que cargué con los gastos (es una manera de hablar) tengo derecho a escoger y , para secreta d ivers ión propia, se me presta la mayor y más rápida atención por todo e l mundo, en la forma de botones que sa l tan ante la orden de un v ie jo e i rasc ib le cabal lero, de quien se sabe que da buenas propinas. Nadie se atreve a desaf iarme. Mis capr ichos se convierten en hechos c iertos; mis p lanes progresan.

«Par ís , V iena, San Francisco, San Petersburgo, Venecia, Londres, Dubl ín , seguramente pers ist i rán en convert i rse en esencias ideal izadas de su propia y ant igua imagen, del mismo modo que e l v ino, con e l t iempo, se convierte en e l a lma de la v iña. ¿Y qué hay de la ant igua v i ta l idad? Los gr i tos y mald ic iones, las peleas de vecindar io , la música estr idente, la vulgar idad. ¡Desaparec ido! ¡Todo desaparec ido! (Pero fác i l de refer i rse a cualquiera de los af ines. ) La v ie ja T ierra ha de convert i rse en un mundo gent i l , amable, r ico en tesoros y artefactos, un mundo de v ie jos lugares: v ie jas posadas, v ie jos caminos, v ie jos bosques, v ie jos palac ios , adonde la gente acuda a pasear y a soñar , a exper imentar lo mejor del pasado, s in tener que sufr i r lo peor .

»La abundancia de mater ia l puede ser cons iderada ahora como algo garant izado: nuestros recursos son inf in i tos . Metal , madera, suelo, roca, agua, a i re: todo l ibre para que cualquiera lo co ja . Una sola mercancía s igue s iendo f in i ta: la herramienta humana.»

G i lbert Duray, e l n ieto informalmente adoptado de Alan Robertson, t rabajaba en e l Programa de Mudanza Urbana. Seis horas a l d ía , durante cuatro d ías a la semana, conducía una máquina-basurero a t ravés de la des ierta Cupert ino, destruyendo zonas constru idas, gasol ineras y supermercados. Los botones y los instrumentos del aparejo contro laban un mart i l lo de t i jera s i tuado a l extremo de un bota lón de cas i t re inta y c inco metros de a l tura; con un s imple g i ro del dedo, Duray derr ibaba postes de energía, hac ía explotar panta l las de imágenes, destrozaba equipos y estuco, pulver izaba e l hormigón, pr imero hacia la izquierda, después hacia la derecha. Un aparejo convenientemente d ispuesto t raqueteaba detrás, a ve inte metros de d istancia , Los escombros eran agarrados por p inzas, l levados a una c inta t ransportadora y enviados hacia un or i f ic io de s iete metros, desde donde eran lanzados con gran estruendo hacia e l Océano Apát ico. Adornos de a luminio, gui jarros de asfa l to , f ibra de v idr io arrugada, te lev is iones y aparatos, modernos muebles de est i lo sueco, se lecc iones de l ibros del mes, recubr imientos de pat ios hechos de hormigón, y f ina lmente las propias aceras y ca lzadas: todo a l fondo del Océano Apát ico. Únicamente permanecían los árboles: un extraño bosque ec léct ico extendiéndose hasta e l hor izonte, con l iquidam-bares y p inos escoceses; p istachos chinos, cedros del At las y g inkgos; abedules b lancos y arces noruegos.

A la una, Howard Wirtz sa l ió del furgón, como l lamaban a la pequeña estancia cerrada con l lave s i tuada en la parte poster ior de la máquina. Wirtz había prefer ido insta larse en un mundo miocénico; Duray, con esposa y t res n iñas pref i r ió e l ambiente a lgo más suave de un semiaf ín contemporáneo: e l popular t ipo de mundo A, en e l que e l hombre nunca había evoluc ionado.

Duray entregó a Wirtz e l esquema de trabajo.

—Más o menos como ayer; d i recto desde las afueras de Pers immon hasta Walden, después un b loque a la derecha y hacia atrás.

Wirtz , un hombre austero y lacónico, as int ió ante la información con una osc i lac ión de su cabeza. V iv ía so lo en un mundo miocénico, en un bote f lotante s i tuado sobre un lago de montaña. Recogía arroz s i lvestre, setas y bayas; cazaba gansos, aves, c iervos, jóvenes b isontes y en una ocas ión le había d icho a Duray que, después de sus c inco años de trabajo obl igator io , se ret i rar ía a su lago, y nunca volver ía a aparecer por la T ierra, excepto quizá para comprar ropas y munic iones.

—Aquí no hay nada que yo desee, nada en absoluto.

—¿Y qué harás con todo tu t iempo? —preguntó Duray con un buf ido bur lón.

—Cazar , pescar , comer y dormir , y quizá sentarme de vez en cuando en la proa de mi bote y mirar a t ravés del lago.

—¿Y nada más?

—Quizá aprenda a tocar e l v io l ín . E l vec ino más cercano está a quince mi l lones de años de d istancia .

—Supongo que nunca podrás tener suf ic iente cuidado.

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Duray descendió a l suelo y observó e l resul tado del t rabajo del d ía: una h i lera de unos cuatroc ientos metros de desolac ión. Duray, que permit ía pocas extravagancias a su subconsciente, no por e l lo dejaba de sent i r una punzada de dolor por los ant iguos t iempos que, a pesar de todas sus desventajas, habían s ido por lo menos muy animados. Voces, t imbres de b ic ic letas, e l ladr ido de los perros, los portazos de las puertas aún parec ían seguir sonando en la avenida Pers immon. Probablemente, sus ant iguos habi tantes prefer ían sus nuevas casas. E l que era autosuf ic iente había tomado un mundo pr ivado, y los más gregar ios v iv ían en comunidades, en mundos de cualquier descr ipc ión pos ib le: tan ant iguos como el carboní fero; tan corr ientes como el t ipo A. A lgunos inc luso habían regresado a las ahora despobladas c iudades. Era una época exc i tante para v iv i r ; una época de cambio. Duray, de t re inta y cuatro años de edad, no recordaba n inguna otra forma de v ida; la ant igua existencia , ta l y como estaba e jempl i f icada por la avenida Pers immon, parec ía ant icuada, restr ingida, constreñida. .

Intercambió unas palabras con e l operador de la máquina-basurero; regresó a l furgón y se detuvo para mirar a t ravés del or i f ic io del Océano Apát ico. Una negra tempestad pendía sobre e l hor izonte sur , y hac ia e l la era impulsada una este la de trastos v ie jos y rotos para ser deposi tados def in i t ivamente en a lguna desconocida or i l la precámbrica. A l l í nunca habr ía n ingún inspector d ispuesto a protestar , aquel mundo no conocía otro t ipo de v ida que los moluscos y las a lgas, y todas las basuras de la T ierra nunca l legar ían a l lenar sus barrancos submarinos. Duray arro jó una roca por e l or i f ic io y observó cómo la extraña agua sa lp icaba y se iba ca lmando después. F inalmente, se volv ió y entró en e l furgón.

A lo largo de la pared poster ior había cuatro puertas. La segunda por la izquierda estaba marcada con su nombre G. Duray . Abr ió la puerta con l lave y de pronto se detuvo, contemplando con asombro la desnuda pared del fondo. E levó la so lapa transparente de p lást ico, que funcionaba como un obturador de a i re , y sacó e l hundido ani l lo de metal que había formado e l reborde que rodeara su camino de paso. La superf ic ie inter ior era de metal desnudo; mirando a t ravés de é l só lo v io e l inter ior del furgón.

Transcurr ió un largo minuto. Duray estaba en p ie , mirando f i jamente la inút i l c inta, como s i estuviera h ipnot izado, t ratando de comprender las consecuencias de la s i tuac ión. Por lo que sabía, nunca había fa l lado n ingún camino de paso, a menos que hubiera s ido cerrado a propósi to . ¿Pero quién le gastar ía a é l una broma tan malévola e id iota? Desde luego, no ser ía su esposa E l izabeth. E l la detestaba las bromas práct icas y , en cualquier caso, y a l igual que e l propio Duray, era quizá un poco demasiado intensa y de mental idad l i tera l . Volv ió a bajar del furgón y atravesó e l bosque Cupert ino. Era un hombre corpulento, de hombros pesados y una estatura media. Los rasgos de su rostro eran rudos y no parec ían comprometer a nada; su pelo moreno era muy corto; sus o jos br i l laban con una mirada dorada y marrón que e jerc ía una fuerza impres ionante. Las ce jas, pobladas y rectas, pasaban por encima de su larga y delgada nar iz como formando una barra en T; su boca, apretada ahora a causa de a lguna urgencia inter ior , formaba una barra hor izonta l por la parte infer ior . Con todo, no era un hombre con e l que poder jugar , o a l menos as í lo parec ía .

Anduvo por e l bosque Cupert ino, preocupado por e l extraño e inconveniente acontec imiento que le había sucedido. ¿Qué le había ocurr ido a l camino de paso?

A menos que E l izabeth hubiera inv i tado a casa a a lgunos amigos, e l la debía estar so la , con las t res n iñas en la escuela. Duray l legó a la carretera de Stevens Creek. E l t ractor de un granjero se detuvo ante su señal y le l levó hasta San José, que ahora no era más que una c iudad rura l .

Una vez en e l centro de tráns i to introdujo una moneda en e l torn iquete y penetró en e l vest íbulo. En las paredes se abr ían cuatro porta les , cada uno de los cuales tenía un letrero: Local , Cal i forn ia , Amér ica del Norte, Mundo . Los porta les estaban abiertos en las paredes, y conducían a un centro de Ut i l i s (1) . Duray se introdujo en e l centro Cal i forn ia , encontró e l porta l de Oakland, regresó a l centro de tráns i to de Oakland, en la T ierra, vo lv ió a pasar por e l porta l

(1) Ut i l i s : un mundo af ín a l pa leoceno terrestre, donde, por decreto de A lan Robertson, estaban s i tuadas ahora todas las industr ias , inst i tuc iones, a lmacenes, tanques, depósi tos y of ic inas comerc ia les de la ant igua T ierra. Se había d icho que e l nombre de Ut i l i s concordaba con la esencia de la personal idad pedante, rebuscada e ideal is ta de A lan Robertson.

local del centro Oakland de Ut i l i s , regresó a la T ierra a t ravés del porta l Montc la i r Oeste, hasta l legar a una estac ión s i tuada sólo a medio k i lómetro de la Escuela Thornhi l l (2) , hac ia la que Duray se d i r ig ió andando.

E l empleado envió a un mensajero que, a l cabo de un momento, regresó so lo.

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

—Dol ly Duray no está en la escuela.

Duray quedó sorprendido; Dol ly se encontraba b ien de sa lud y había s ido enviada a la escuela como de costumbre.

—Entonces que se presenten Joan o E l len.

E l mensajero se volv ió a marchar y no tardó en volver .

—Ninguna de las dos está en sus c lases, señor Duray. Sus t res h i jas están ausentes.

—No lo ent iendo —di jo Duray, quien empezaba a sent i rse inquieto—. Las t res han s ido enviadas a la escuela esta mañana.

—Permítame preguntar le a la señor i ta Haig. Yo acabo de l legar a l t rabajo —el empleado habló por un te léfono y después se volv ió hacia Duray—. Las n iñas se marcharon a su casa a las d iez . La señora Duray las v ino a buscar y se las l levó por e l camino de paso.

—¿Dio a lguna razón para l levárselas?

—La señor i ta Haig d ice que no. La señora Duray le d i jo s implemente que neces i taba a las n iñas en casa.

Duray lanzó un suspiro de i r r i tac ión contenida.

—¿Me puede l levar a sus armar ios? Ut i l i zaré su camino de paso para regresar a casa.

—Eso es contrar io a los reglamentos de la escuela, señor Duray. Usted lo comprenderá, estoy seguro.

—Me puedo ident i f icar con toda c lar idad —di jo Duray—. E l señor Carr me conoce muy bien. En real idad, mi camino de paso ha fa l lado y he venido aquí para poder regresar a casa.

—¿Por qué no habla usted con e l señor Carr?

—Desde luego, me gustar ía hacer lo .

Duray fue conducido a l despacho del d i rector , donde expl icó lo que le sucedía. E l señor Carr expresó s impat ía por su s i tuac ión, y no opuso n inguna di f icu l tad a l levar a Duray a l camino de paso de las n iñas.

Se d i r ig ieron hacia una sa la s i tuada en la parte poster ior de la escuela y encontraron e l armar io 382.

—Ya hemos l legado —di jo Carr—. Me temo que lo encontrará un poco estrecho.

Abr ió la puerta de metal con su l lave maestra y la abr ió de par en par . Duray miró a l inter ior y só lo v io e l metal negro a l fondo del armar io . E l camino de paso, a l igual que e l suyo propio, había s ido cerrado.

Duray se apartó y durante un momento no pudo encontrar palabras con que expresarse. Carr habló entonces con una voz de amable sorpresa.

—¡Qué extraño!¡No creo haber v isto una cosa igual antes! Las n iñas no habrán

(2) A lan Robertson había propuesto otro mundo especia l izado, que deber ía ser conocido con e l nombre de Tute lar , donde los h i jos de todos los mundos colonizados rec ib i r ían su educación en una vasta insta lac ión de serv ic ios pedagógicos. Sorprendentemente, se encontró con una tormenta de v io lenta opos ic ión por parte de los padres, lo que no dejó de her i r le . Su esquema fue considerado entonces mecánico, vasto, deshumanizador y repuls ivo. ¿Qué mejor lugar para la enseñanza que la propia y v ie ja T ierra? A l l í se encontraba la fuente de todas las t radic iones. ¡Que la T ierra se convir t iera en Tute lar! En esto ins ist ieron los padres, y A lan Robertson no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo.

gastado una broma tan tonta, ¿verdad?

—Saben perfectamente b ien que no deben tocar los caminos de paso —gruñó Duray—. ¿Está seguro de que éste es e l armar io correcto?

Carr indicó la tar jeta s i tuada en la parte exter ior del armar io , donde se habían mecanograf iado tres nombres: Dorothy Duray, Joan Duray y El len Duray .

—No cabe la menor duda —di jo Carr—, y me temo que no puedo ser le de más ayuda. ¿Vive usted en una res idencia común?

—No, se t rata de nuestro propio hogar .

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

Carr as int ió , apretando los labios, sugir iendo que aquel la ins istencia en la int imidad parec ía excéntr ica. Emit ió una l igera sonr isa bur lona y desaprobator ia .

—Supongo que s i se a ís lan hasta ese punto, deben esperar más o menos una ser ie de emergencias.

—Al contrar io —di jo Duray cr ispadamente—, nuestra v ida transcurre t ranqui lamente, porque no hay nadie más que nos pueda molestar . Amamos a los animales sa lva jes, y e l a i re f resco y t ranqui lo . No lo habr íamos aceptado de otro modo.

Carr sonr ió con sequedad.

—Desde luego, e l señor Robertson ha a l terado la v ida de todos nosotros. Creo que es su abuelo, ¿no es c ierto?

—Fui cr iado en su casa. Soy e l sobr ino de su h i jo adopt ivo. La re lac ión sanguínea no es tan estrecha.

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De Memorias y ref lex iones :

«Me sent í muy pronto interesado por las corr ientes magnét icas y por su contro l . Después de pasar mis estudios, t rabajé exc lus ivamente en este campo, estudiando todas las var iedades de los desarro l los magnét icos y creando contro les sobre su formación. Durante muchos años, mis hor izontes quedaron as í l imitados y yo v iv í una p lác ida existencia .

»Dos acontec imientos contemporáneos me obl igaron a bajar de mi torre de marf i l . Pr imero: la terr ib le superpoblac ión del p laneta y la perspect iva de que la s i tuac ión empeorara. E l cáncer ya era una enfermedad del pasado; las enfermedades del corazón estaban perfectamente contro ladas; temía que a l cabo de otros d iez años la inmorta l idad pudiera convert i rse en una real idad práct ica para muchos de nosotros, con e l cons iguiente aumento de la expansión demográf ica.

«Segundo: e l t rabajo teór ico real izado con los 'agujeros negros ' y con los 'agujeros b lancos ' suger ía que la mater ia pres ionada en un 'agujero negro' rompía una barrera, para d i r ig i rse a un 'agujero b lanco' y penetrar en otro universo. Calculé las pres iones y cons ideré las cubiertas magnét icas de autoenfoque, los conos y espira les con los que estaba exper imentando. Grac ias a sus propiedades innatas, estas ent idades se estrechaban a s í mismas hasta a lcanzar ápices de una secc ión transversal práct icamente indist inguib le de un punto geométr ico. ¿Qué suceder ía , me pregunté a mí mismo, s i se pudiera s i tuar dos o más conos en contraposic ión para producir as í un equi l ibr io? En ta les condic iones, las part ícu las cargadas deber ían ser aceleradas hasta a lcanzar cas i la ve loc idad de la luz , v iéndose empujadas y constreñidas hacia e l foco mutuo. Las pres iones creadas de este modo, aunque estar ían en pequeña escala, exceder ían con mucho las caracter íst icas de los 'agujeros negros" , produciendo efectos desconocidos.

«Ahora puedo informar que las matemát icas del foco múlt ip le forman una comple j idad cas i improbable, y e l út i l serv ic io que impuse sobre lo que puedo considerar como una ser ie de absurdas contradicc iones es uno de mis secretos. Sé que mi les de c ient í f icos, tanto de aquí como de fuera, están intentando dupl icar mi t rabajo; b ien venidos sean a l esfuerzo. Pero n inguno de e l los tendrá éxi to . ¿Por qué hablo con tanta segur idad? Ese es mi otro secreto.»

Duray regresó andando a la estac ión de Montc la i r Oeste, en un estado de enojada extrañeza. Ex ist ían cuatro caminos de paso a casa, de los que dos estaban cerrados. E l tercero se encontraba en su armar io de San Francisco: la «puerta de enfrente» por as í

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decir lo . E l ú l t imo y or ig inal or i f ic io fue enmarcado, anotado y registrado en e l sótano de Alan Robertson.

Duray trató de enfrentarse con e l problema en términos rac ionales. Las n iñas nunca estropear ían los caminos de paso. En cuanto a E l izabeth, tampoco e l la pensar ía en real izar un acto as í . A l menos, Duray no podía imaginar n inguna razón que la urg iera o la impulsara a hacer lo . E l izabeth, que como él era h i ja adopt iva, era una hermosa y apasionada mujer , a l ta , de pelo negro, con unos br i l lantes o jos negros y una boca ancha que sol ía curvarse en una mueca atract iva. También era responsable, lea l , cu idadosa, t rabajadora; amaba a su fami l ia , as í como Riverv iew Manor, donde tenían su hogar . La teor ía de una intr iga erót ica le parec ía a Duray tan incre íb le como el hecho de que los caminos de paso estuvieran cerrados. S in embargo, y en real idad, E l izabeth mostraba tendencia a verse sumergida en estados de ánimo capr ichosos e incomprensib les . Supongamos que E l izabeth había rec ib ido una v is i ta que, por a lguna razón, cuerda o loca, la había obl igado a cerrar e l camino de paso. Duray sacudió la cabeza l leno de f rustrac ión, como un toro perseguido. S in duda a lguna, toda aquel la cuest ión tenía a lguna causa muy s imple. O, por otra parte, ref lex ionó Duray, la causa podr ía ser muy compl icada e intr incada. Por medio de a lguna c lase de conexión muy oscura, e l pensamiento le t ra jo a la mente la imagen de su padre adopt ivo nominal , e l sobr ino de Alan Robertson, Bob Robertson. Duray impr imió a su cabeza un asent imiento de sombría aseverac ión como para conf i rmar un hecho que tenía que haber sospechado desde hacía t iempo. Se d i r ig ió a la cabina te lefónica y l lamó a l apartamento de Bob Robertson en San Francisco. La panta l la br i l ló con un color b lanco y un instante después aparec ió en e l la e l rostro a lerta, l impio y e legante de Bob Robertson.

—Buenas tardes, Gi l . Me a legro que hayas l lamado. Estaba ans ioso por ponerme en contacto cont igo.

—¿Cómo es eso? —preguntó Duray, más caute loso que nunca.

—Nada ser io , o a l menos eso espero. Me pasé por tu armar io para dejar a lgunos l ibros que le había promet ido a E l izabeth, y a t ravés del cr is ta l , me di cuenta de que tu camino de paso estaba cerrado. Colapsado. Inút i l .

—Es extraño —di jo Duray—. Muy extraño. No puedo comprender lo . ¿Y tú?

—No. . . , rea lmente, tampoco.

Duray creyó detectar una sut i l idad en la entonación de la voz. Sus o jos se estrecharon, concentrándose aún más.

—El camino de paso en mi t rabajo también estaba cerrado. E l camino de paso de la escuela de las n iñas lo mismo. Y ahora me dices que e l camino de paso de la c iudad también está cerrado.

Bob Robertson h izo una mueca.

—Se trata de un impedimento bastante ampl io , d i r ía yo. ¿Es que tú y E l izabeth habéis tenido a lguna d iscus ión?

—No.

Bob Robertson se f rotó su larga y ar istocrát ica mej i l la .

—Es un mister io . Probablemente ex iste a lguna expl icac ión bastante senci l la .

—O alguna expl icac ión muy extraordinar ia .

—Cierto. De todos modos, una persona no puede di r ig i r nada. A propósi to , mañana por la noche se ce lebra e l Rumfuddle y espero que tanto tú como El izabeth vengáis .

—Según recuerdo —di jo Duray—, ya he decl inado esa inv i tac ión.

Los Rumfuddlers eran un grupo de compinches de Bob, y Duray sospechaba que sus act iv idades no eran del todo sa ludables.

—Perdóname, pero tengo que encontrar un camino de paso abierto, o E l izabeth y las n iñas quedarán abandonadas en un lugar des ierto.

—Habla con Alan —di jo Bob—. É l tendrá e l or ig inal en su sótano.

Duray as int ió brevemente con la cabeza.

—No me gusta molestar le , pero es mi ú l t ima esperanza.

—Hazme saber lo que ocurra —di jo Bob Robertson—. Y s i te encuentras perdido, no te o lv ides de todos modos del Rumfuddle de mañana por la noche. Le mencioné la cuest ión a E l izabeth y me di jo que seguramente i r ía .

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

—¿De veras? ¿Y cuándo se lo preguntaste?

—Hace un d ía o dos. No adoptes esa expres ión tan condenablemente gót ica, muchacho.

—Me pregunto s i ex iste a lguna re lac ión entre tu inv i tac ión y los caminos de paso cerrados. Resul ta que sé que a E l izabeth no le interesan tus reuniones.

Bob Robertson se echó a re í r con fac i l idad y grac ia .

—Ref lex iona un momento. Suceden dos cosas. Os inv i to a t i y a tu esposa E l izabeth a l Rumfuddle. Ese es e l pr imer acontec imiento. Tus caminos de paso se c ierran de pronto, lo que es e l segundo acontec imiento. Mediante una proeza de verdadera absurdidad estructurada, re lac ionas los dos acontec imientos y me echas la culpa a mí . ¿Crees tú que eso está b ien?

—Tú le l lamas «absurdidad estructurada» —di jo Duray—. Yo le l lamo inst into.

—Tendrás que hacer a lgo mejor que eso —repl icó Bob Robertson, echándose a re í r—. Consul ta con Alan y, s i por a lguna razón, é l no te puede ayudar, ven a l Rumfuddle. Nos estru jaremos los cerebros y resolveremos tu problema, o encontraremos nuevas y mejores so luc iones.

H izo un gesto de car iñosa despedida y antes de que Duray pudiera lanzar una enojada respuesta, la f igura de la panta l la se desvaneció.

Duray permaneció con aspecto ceñudo ante la panta l la , convencido de que Bob Robertson sabía mucho más de lo que admit ía sobre los caminos de paso cerrados. Duray se fue a sentar en un banco. S i E l izabeth le había encerrado, dejándole fuera de casa, tendr ía que haber tenido razones de fuerza mayor. Pero, a menos que intentara a is larse permanentemente de la T ierra, habr ía dejado a l menos abierto un camino de paso, y ése debía ser e l or i f ic io maestro que se encontraba en e l sótano de Alan Robertson.

Duray se levantó, a lgo pesadamente, y permaneció de p ie durante un momento, con la cabeza inc l inada y los hombros encogidos. Lanzó un gruñido sordo y regresó a la cabina te lefónica, desde donde l lamó a un número conocido únicamente por no más de una docena de personas.

La panta l la volv ió a ponerse b lanca, mientras la persona s i tuada a l otro lado de la l ínea escudr iñaba su rostro. La panta l la se ac laró, revelando un rostro redondo y pál ido, con unos o jos azules c laros que le miraron f i jamente, con una intens idad desapasionada.

—Hola, Ernest —di jo Duray—. ¿Está ocupado Alan en estos momentos?

—No creo que esté haciendo nada de part icu lar . . . , excepto descansar .

Ernest d io un énfas is s igni f icat ivo a las dos ú l t imas palabras.

—Tengo a lgunos problemas —di jo Duray—. ¿Cuál es la mejor forma de ponerse en contacto con é l?

—Será mejor que vengas aquí . E l código ha cambiado. Ahora es MHF.

—Estaré ahí dentro de unos pocos minutos.

De regreso en e l centro Cal i forn ia de Ut i l i s , Duray se d i r ig ió a una cámara latera l que daba a unos armar ios pr ivados, numerados y marcados con d iversos s ímbolos. Duray se d i r ig ió a l armar io 122, e ignorando la cerradura colocó la l lave de código en las letras MHF. La puerta se abr ió . Duray penetró en e l armar io y , a t ravés del camino de paso, l legó a la S ierra Al ta , cuarte l general de Alan Robertson.

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De Memorias y ref lex iones :

«S i ex iste a lgún axioma bás ico que contro le e l cosmos, debe ser éste:

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

»En una s i tuac ión de inf in i tud, toda condic ión pos ib le , sucede, no una vez, s ino un número inf in i to de veces .

»No existe n ingún l ímite matemát ico n i lóg ico a l número de d imensiones. Nuestras percepciones só lo nos aseguran la ex istencia de tres, pero numerosas indicac iones nos sugieren otra cosa: sucesos parapsico lógicos de c ien y una var iedades, los 'agujeros b lancos ' , e l estado aparentemente f in i to de nuestro propio universo, que, como consecuencia natura l , asegura la ex istencia de otros.

»Por lo tanto, cuando penetré detrás de la p lancha de p lomo y toqué e l botón por pr imera vez, me sent í seguro del éx i to; ¡e l f racaso me habr ía sorprendido!

»Pero (y aquí radican mis dudas) ¿qué c lase de éxi to conseguir ía?

«¿Supongamos que abr ía un agujero en e l vac ío interplanetar io?

«Las pos ib i l idades de que esto sucediera eran muy grandes. Rodeé la máquina con una fuerte membrana, para evi tar que e l a i re de la T ierra penetrara en e l vac ío.

«¿Supongamos que descubr ía una condic ión s i tuada por completo más a l lá de la imaginación?

»Mi imaginación no conocía f ronteras.

»Por lo tanto, apreté e l botón.»

Duray sa l ió a una gruta s i tuada bajo húmedas paredes de grani to. La luz del so l , procedente de un c ie lo azul oscuro, penetraba por una abertura. Este era e l v ínculo de unión de Alan Robertson con e l mundo exter ior ; a l igual que a otras muchas personas, le d isgustaba que hubiera un camino de paso d i rectamente abierto hasta su casa. Un camino se extendía durante unos c incuenta metros a t ravés del grani to desnudo, hasta l legar a los a lo jamientos. Hacia e l oeste se extendía un gran panorama de d iminutos r iscos, va l les y un perezoso a i re azulado; hac ia e l este se e levaban un par de escarpaduras de grani to con n ieve atrapada entre los r iscos. E l a lbergue de Alan Robertson estaba constru ido justo debajo del l ímite donde comenzaba e l bosque, junto a un pequeño lago bordeado por a l tos abetos negros. Estaba constru ido con redondeadas p iedras de grani to y tenía un porche de madera que se extendía delante de la casa; en cada uno de los extremos se e levaba una enorme chimenea.

Duray había v is i tado e l a lbergue en numerosas ocas iones; s iendo un muchacho había escalado las escarpaduras s i tuadas detrás de la casa, para observar con asombro la quietud, que en la v ie ja T ierra tenía una intensa ca l idad a l respirar , d i ferentes de las inhabitables so ledades de mundos como aquél donde é l v iv ía .

Ernest acudió a la puerta. Era un hombre de mediana edad, con un rostro ingenioso, manos pequeñas, b lancas y suaves, y un pelo oscuro de ratón. A Ernest no le gustaban e l a lbergue, n i e l pa isa je sa lva je y la so ledad en general ; s in embargo, habr ía estado d ispuesto a sufr i r verdaderas torturas antes que abandonar su puesto como subalterno de Alan Robertson. Ernest y Duray eran cas i ant ípodas en su aspecto. Ernest pensaba que Duray era una persona brusca, pero del icada, un poco basta y probablemente a lgo inc l inada a ut i l i zar la v io lencia como accesor io argumental . Duray consideraba a Ernest , cuando pensaba en é l , como la c lase de hombre que se muerde los labios dos veces antes de expresar una sonr isa a legre. Ernest nunca se había casado; no mostraba n ingún interés por las mujeres, y Duray, s iendo n iño, se había i r r i tado a menudo por las superprecavidas restr icc iones de Ernest .

Una de las cosas que más molestaban a Ernest era la l ibertad y fac i l idad con que Duray tenía acceso a Alan Robertson. Entre las obl igac iones de Ernest , una de las que más aprec iaba consist ía en e l poder rechazar o admit i r a aquel las innumerables personas que sol ic i taban la atención de Alan Robertson, responsabi l idad que Duray le negaba ignorando s implemente a Ernest y a todos sus reglamentos. Ernest nunca se había quejado a Alan Robertson, ante e l temor de descubr i r que la inf luencia de Duray era super ior a la suya. Ex ist ía entre los dos una especie de tregua, mediante la cual cada uno concedía a l otro sus pr iv i legios.

Ernest le sa ludó agradablemente y admit ió a Duray en e l a lbergue. Duray echó un v istazo a l inter ior , que no había cambiado en nada desde que é l lo recordaba: suelos de tablas cubiertas con a l fombras de los navajos de color ro jo , negro y b lanco; enormes muebles de p ino con remaches de cuero; unos pocos estantes con l ibros y media docena de jarras de pel t re sobre la repisa de la gran chimenea: una habitac ión cas i ostentosamente l impia de recuerdos y souvenirs . Duray se volv ió hacia Ernest .

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

—¿Dónde está Alan?

—En su bote.

—¿Con inv i tados?

—No —contestó Ernest con un l igero resopl ido de desaprobación—. Está so lo, completamente so lo.

—¿Cuánto t iempo hace que se marchó?

—Aproximadamente una hora. No creo que haya abandonado aún e l embarcadero. ¿Cuál es tu problema, s i me permites preguntar lo?

—Los caminos de acceso a mi mundo están cerrados. Los t res . Sólo queda uno, aquí , en e l sótano.

—¿Quién los cerró? —preguntó Ernest arqueando sus f lex ib les ce jas .

—No lo sé. Todo lo que sé es que E l izabeth y las n iñas están so las .

—Es extraordinar io —di jo Ernest , con una voz metál ica—. Bien, pasa entonces.

Indicó e l camino por un sa lón hasta l legar a una habitac ión trasera. Cuando ya tenía la mano puesta en e l pomo de la puerta, Ernest se detuvo y, mirando por encima de su hombro, preguntó:

—¿Le mencionaste e l asunto a a lguien? ¿A Robert por e jemplo?

—Sí —contestó Duray—. Lo h ice. ¿Por qué lo preguntas?

Ernest dudó una f racc ión de segundo antes de contestar .

—Por n inguna razón en part icu lar . A veces, Robert t iene un sent ido del humor a lgo desplazado, tanto é l como sus Rumfuddlers —pronunció la palabra con un acento de d isgusto.

Duray no d i jo nada respecto a sus propias sospechas. Ernest abr ió la puerta; penetraron en una gran sa la , i luminada por una luz ce lest ia l . Lo único que a l l í había era una a l fombra sobre e l suelo barnizado. En cada una de las paredes se abr ían cuatro puertas. Ernest se d i r ig ió hacia una de e l las , la abr ió e h izo un gesto res ignado.

—Probablemente encontrarás a Alan en e l embarcadero.

Duray miró a l inter ior de una tosca cabaña, con paredes de hojas de palmera, que descansaba sobre una p lataforma de estacas. A t ravés de la puerta v io un camino que conducía, bajo e l fo l la je verde i luminado por e l so l , hac ia un lugar en e l que había una p laya b lanca. Las o las rompían suavemente bajo una capa de océano azul oscuro y se veía también un trozo de c ie lo . Duray dudó un momento, s int iéndose cansado por los acontec imientos de la mañana. Todo e l mundo y cada uno era sospechoso, inc luso Ernest , quien ahora d io un tranqui lo resopl ido de r isa contenida. A t ravés del fo l la je , Duray pudo ver un trozo de vela extendida; penetró entonces en e l camino de paso.

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De Memorias y ref lex iones :

«E l hombre es una cr iatura cuyo medio ambiente evolut ivo ha s ido e l a i re l ibre. Sus nerv ios , sus músculos y sent idos se han desarro l lado a t ravés de tres mi l lones de años de ínt imo contacto con la t ierra natura l , la p iedra bruta, e l bosque v ivo, e l v iento y la l luv ia . Ahora, esta cr iatura se ve repent inamente empujada —en una escala geológica, de forma instantánea— hacia un medio ambiente ant inatura l de metal y v idr io , p lást ico y madera contrachapada, para lo cual le fa l ta toda c lase de compat ib i l idad en sus sustratos ps íquicos. La maravi l la no es que padezcamos tanta inestabi l idad mental , s ino tan poca. S i a eso se añaden los ru idos estruendosos, los p laceres e léctr icos, los co lores l lamat ivos, los a l imentos

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

s intét icos y los entretenimientos abstractos, deber íamos fe l ic i tarnos a nosotros mismos por nuestra res istencia .

«P lanteo esta cuest ión porque, con mi pequeño invento, tan s imple, tan senci l lo , tan f lex ib le , he aumentado enormemente la carga que pesa sobre nuestros pobres y pr imit ivos cerebros y , de hecho, muchas personas encuentran trastornadora e inc luso realmente desagradable, la t rans ic ión instantánea desde un ambiente a otro.»

Duray se encontraba en e l porche de la cabaña, bajo un v ív ido to ldo de fo l la je verde i luminado por e l so l . E l a i re era suave y cá l ido y o l ía a vegetac ión húmeda. Permaneció quieto, escuchando. L legaron a sus o ídos e l murmul lo de las o las , y , desde a lgún lugar le jano, e l canto de un so lo pájaro.

Duray bajó hasta e l suelo y s iguió e l camino bajo las a l tas palmeras hasta l legar a una curva del r ío . Unos metros más a l lá , corr iente abajo, junto a un tosco malecón de estacas y p lanchas, f lotaba un queche b lanco y azul , con las velas izadas y abiertas a una l igera br isa. Sobre e l embarcadero se encontraba Alan Robertson, a punto de so l tar amarras. Duray le l lamó; A lan Robertson se volv ió , sorprendido y molesto, aunque estas expres iones desaparec ieron de su rostro en cuanto reconoció a Duray.

—Hola, Gi l ; ¡me a legro de que estés aquí! Pensé por un momento que era a lguien que venía a molestarme. Sube a bordo. Has l legado en e l momento justo para dar una vuel ta .

Sombríamente, Duray se reunió con Alan Robertson en e l bote.

—Me temo que he venido para molestarte.

—¿Eh?

A lan Robertson e levó sus ce jas en un gesto de instantánea preocupación. No era demasiado a l to , más b ien delgado y nerv iosamente act ivo. Unas hebras de pelo b lanco le ca ían sobre la f rente; unos o jos de un azul suave inspeccionaron a Duray con preocupación, o lv idándose del paseo a vela .

—¿Qué ha sucedido?

—Quis iera saber lo . S i fuera a lgo que pudiera arreglar yo mismo, no te habr ía molestado.

—No te preocupes por mí ; d ispongo de todo e l t iempo del mundo para pasear a vela . Y ahora, d ime lo que ha sucedido.

—No puedo l legar hasta casa. Todos los caminos de paso están cerrados. ¿E l porqué y e l cómo? No tengo n i la menor idea. E l izabeth y las n iñas están a l l í , so las . A l menos eso creo.

A lan Robertson se pasó la mano por la mej i l la .

—¡Qué asunto tan terr ib le! Comprendo muy bien tu agi tac ión. ¿Crees que ha s ido E l izabeth la que ha cerrado los caminos de paso?

—Es absurdo, pero no se me ocurre otra expl icac ión.

A lan Robertson d i r ig ió a Duray una mirada sagaz y amable.

—¿No hay n inguna pequeña disputa fami l iar? ¿Nada que la haga sent i rse desesperada y angust iada?

—Absolutamente nada. He tratado de pensar en todo, pero no consigo nada. P ienso que quizá a lguien, un hombre, haya ido a v is i tar la , dec id iendo hacerse cargo de todo, pero s i se t ratara de eso, ¿por qué acudió a la escuela para buscar a las n iñas? Esa pos ib i l idad queda descartada. ¿Un asunto secreto de amor? Es pos ib le , pero muy poco probable. Como el la desea mantenerme a le jado del p laneta, su único mot ivo só lo puede ser protegerme, o protegerse a e l la misma y a las n iñas de a lguna c lase de pel igro. Esto s igni f icar ía a su vez que hay a lguna persona involucrada en toda esta cuest ión. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Por qué? Hablé con Bob. É l af i rma que no sabe nada sobre la s i tuac ión, pero quiere que acuda a su condenado Rumfuddle y af i rma con decis ión que E l izabeth también acudirá. No puedo demostrar nada contra Bob, pero sospecho de é l . S iempre ha tenido muy mal gusto para las bromas pesadas.

A lan Robertson h izo un lúgubre asent imiento con la cabeza.

—No negaré eso —estaba sentado en la car l inga y miraba f i jamente hacia e l agua—. Bob posee un compl icado sent ido del humor, pero creo que d i f íc i lmente te mantendr ía apartado de tu mundo. Tampoco creo que tu fami l ia corra un pel igro real , pero, desde luego, no

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podemos correr r iesgos. Ex iste la pos ib i l idad de que Bob no sea e l responsable, de que esté sucediendo a lgo terr ib le —se levantó y s iguió d ic iendo—: Evidentemente, lo pr imero que tenemos que hacer es ut i l i zar e l or i f ic io maestro que está en e l sótano —observó con pesar una sombra, hac ia e l océano—. Mi pequeño paseo en vela puede esperar . Este es un mundo maravi l loso; no es tota lmente af ín con la T ierra. . . , una especie de pr imo, por as í dec i r lo . La fauna y la f lora son toscamente contemporáneos, excepto por e l hombre. Los homínidos nunca se han desarro l lado aquí .

Los dos hombres regresaron por e l camino, mientras Alan Robertson hablaba a legremente:

—. . .He v is i tado mi les y mi les de mundos, y he observado muchos más, pero, ¿puedes creer que nunca he l legado a poder establecer un buen s istema de c las i f icac ión? Hay mundos af ines exactos, aunque, desde luego, nunca estamos tota lmente seguros de lo exactos que puedan ser . Esos casos son re lat ivamente s imples, pero entonces comienza e l problema. ¡Bah! Ya no p ienso más en esas cosas. Sé que cuando mantengo todas las propuestas a cero, aparecen las af in idades. La ru ina de todo esto, como en cualquier otro aspecto es super inte lectual izar lo todo. Muéstrame a un hombre que sólo t rate con abstracc iones y te mostraré e l f in inút i l de la evoluc ión —Alan Robertson lanzó una r is i ta contenida—. S i pudiera contro lar la máquina con la exact i tud suf ic iente para producir verdaderas af in idades, nuestros problemas habr ían terminado. A l menos, una gran parte de la confus ión. Podr ía penetrar hac ia e l mundo af ín inmediatamente como un verdadero Alan Robertson af ín penetrar ía en nuestro mundo, con e l s imple efecto del cero. Un asunto muy divert ido; nunca me canso de pensar en é l .

Regresaron a la sa la de espera del a lbergue de montaña. Ernest aparec ió cas i instantáneamente. Duray sospechó que les había estado observando a t ravés del camino de paso.

—Estaremos ocupados durante una hora o dos, Ernest —le d i jo A lan Robertson enérgicamente—. Gi lbert t iene d i f icu l tades y tenemos que soluc ionar las de inmediato.

Ernest as int ió un poco de mala gana, o as í se lo parec ió a Duray.

—Ha l legado e l informe sobre los progresos real izados en e l p lan de Ohio. No hay nada part icu larmente urgente.

—Gracias, Ernest . Ya lo veré más tarde. Vamos, Gi lbert , veamos lo que hay en e l fondo de todo este asunto.

Se d i r ig ieron a la puerta número 1 y pasaron hacia e l centro de Ut i l i s . A lan Robertson indicó e l camino hacia una pequeña puerta verde, con una cerradura de tres s ímbolos, que é l abr ió con un s imple ademán.

—Muy bien, entremos —cerró cuidadosamente la puerta t ras e l los y echaron a andar hacia un pequeño vest íbulo—. Es una vergüenza que tenga que observar tantas precauciones —di jo A lan Robertson—. Quedar ías sorprendido de las terr ib les pet ic iones que me har ía la gente s i no lo h ic iera as í . A veces me exaspero. Bueno, supongo que es a lgo comprensib le .

A l f ina l del vest íbulo, A lan Robertson manipuló los d ia les de la cerradura de una puerta ro ja .

—Por aquí , Gi lbert . Ya has pasado antes.

A t ravés de un camino de paso penetraron en una sa la que se abr ía a una cámara c i rcular de hormigón de unos d iec is iete metros de d iámetro, s i tuada, según sabía Duray, en las profundidades de las Montañas Mad Dog, en e l des ierto de Mojave. Por entre la roca se extendían ocho grandes sa las; cada una de e l las se comunicaba con doce naves latera les . E l centro de la cámara estaba ocupado por una gran mesa c i rcular de s iete metros de d iámetro. A l l í , se is empleados, vest idos con batas b lancas, t rabajaban en computadoras y máquinas procesadoras de datos. De acuerdo con sus instrucc iones, n i h ic ieron señales de reconocer les , n i sa ludaron a Alan Robertson.

A lan Robertson se d i r ig ió hacia la mesa y, ante su señal , e l empleado jefe, un hombre joven y so lemne, ca lvo como un huevo, se le acercó.

—Buenas tardes, señor .

—Buenas tardes, Harry. Encuéntrame el índice de Gi lbert Duray en mi l i s ta personal .

E l empleado se inc l inó rápidamente. Se d i r ig ió después hacia una máquina e h izo correr sus dedos por todo un panel de mandos; en seguida sa l ió una tar jeta que Harry entregó a Alan Robertson.

—Aquí t iene, señor .

A lan Robertson mostró la tar jeta a Duray, que v io en e l la e l código: 4:8:10/6:13:29.

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

—Este es tu mundo —di jo A lan Robertson—. Pronto sabremos cómo están las cosas por a l l í . Ven por aquí , hac ia Radiant Cuatro.

Indicó e l camino que bajaba hacia la sa la y a l l legar a e l la dobló por la nave latera l marcada con e l número 8, d i r ig iéndose después hacia e l pabel lón 10.

—Estante se is —di jo A lan Robertson, y t ras comprobar la tar jeta, añadió—: Cajón trece. Aquí estamos.

Abr ió e l ca jón e h izo correr los dedos por las et iquetas.

—Número veint inueve. Esto debe ser tu casa.

Sacó una estructura de metal de unos d iez cent ímetros cuadrados y la mantuvo e levada ante sus o jos . Frunció e l ceño, como s i no d iera crédi to a lo que veía.

—Tampoco tenemos nada aquí —y di r ig ió a Duray una mirada de consternación—. ¡Es una s i tuac ión muy ser ia!

—Es más o menos lo que me había esperado. . . —contestó Duray con una voz s in entonación.

—Todo esto ex ige pensárselo muy cuidadosamente —di jo A lan Robertson, chasqueando la lengua con i r r i tac ión.

Examinó después la p laca de ident i f icac ión s i tuada sobre la parte super ior de la estructura metál ica.

—Cuatro; ocho; d iez; se is ; t rece; ve int inueve —leyó en voz a l ta—. No parece haber n ingún error por este lado.

Miró f i jamente los números, dudó un instante y después volv ió a co locar la p laca en su lugar . Pero pensó a lgo y la volv ió a sacar .

—Vamos, Gi lbert —di jo A lan Robertson—. Tomaremos una taza de café y pensaremos en todo esto.

Los dos regresaron a la cámara centra l , donde Alan Robertson entregó la p laca vacía para que la guardara Harry, e l empleado.

—Compruebe los datos, por favor —di jo A lan Robertson—. Quiero saber cuántos caminos de paso han s ido borrados de la p laca maestra.

Harry manipuló los botones de su computadora.

—Sólo t res , señor Robertson.

—Tres caminos de paso y e l maestro, ¿cuatro en tota l?

—Así es , señor .

—Gracias, Harry.

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De Memorias y ref lex iones :

«Reconozco la pos ib i l idad de que se produzcan numerosos y crueles abusos, pero lo bueno supera tanto lo malo, que aparto todo pensamiento de secreto y exc lus iv idad. No me

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considero a mí mismo como Alan Robertson, s ino como Prometeo, un arquet ipo de hombre, y mi descubr imiento debe serv i r a todos los hombres.

»¡Pero precaución, precaución, precaución!

«Clas i f iqué mis ideas. Yo mismo codic iaba la ampl i tud de un mundo pr ivado y personal . Decid í que un deseo ta l no era nada innoble. ¿Por qué no podía tener lo todo e l mundo, s i as í lo deseaba, puesto que las ex istencias eran i l imitadas? ¡P iénsalo! La r iqueza y la bel leza de todo un mundo: montañas y prados, bosques y f lores, acant i lados y rompientes, v ientos y nubes. . . , todo con un valor incalculable y , s in embargo, no tenía más valor que unos pocos segundos de esfuerzo y unos pocos vat ios de energía.

»Me sent í preocupado por una nueva idea. ¿Abandonar ía todo e l mundo la T ierra, convir t iéndola en un montón de desperdic ios? Sent í que este pensamiento me resul taba into lerable. Decid í intercambiar e l acceso a un mundo por t res a se is años de trabajo terapéut ico, dependiendo de la ocupación.»

Desde un sa lón se veía toda la cámara centra l . A lan Robertson indicó a Duray que tomara as iento en una s i l la y sacó dos tazas de café de un armar io . Se sentó también y d i r ig ió los o jos hacia e l techo.

—Tenemos que agrupar nuestros pensamientos. Las c i rcunstancias son muy poco usuales. S in embargo, he v iv ido en c i rcunstancias poco usuales durante cas i c incuenta años.

—Bueno, ésta es la s i tuac ión. Hemos ver i f icado que sólo hay cuatro caminos de paso a casa. Estos cuatro caminos de paso están cerrados, aunque debemos aceptar la palabra de Bob en e l sent ido de que tu armar io de la c iudad también está cerrado. S i es as í , en real idad, s i E l izabeth y las n iñas todavía están en casa, no las volveremos a ver nunca más.

—Bob está mezclado en todo este asunto. No puedo jurar nada, pero. . .

A lan Robertson levantó la mano y d i jo :

—Hablaré con Bob. Ese es, ev identemente, e l pr imer paso a dar .

Se levantó d i r ig iéndose hacia e l te léfono que estaba en una esquina de la sa la .

Duray se le unió. A lan Robertson habló hacia la panta l la .

—Póngame con e l apartamento de Robert Robertson, en San Francisco.

La panta l la br i l ló con un color b lanco. Por e l a l tavoz se escuchó la voz de Robert .

—Lo s iento. No estoy en casa. Me he marchado a mi mundo Fancy y no se me puede encontrar . L lamen dentro de una semana, a menos que su asunto sea urgente, en cuyo caso l lamen dentro de un mes.

—¡Vaya! —exclamó Alan Robertson, regresando a su as iento—. Bob es a veces demasiado l igero. Un hombre con un inte lecto subextendido. . . —hizo tambor i lear los dedos sobre e l brazo de su s i l la—. ¿Es mañana por la noche cuando se ce lebra su reunión? ¿Cómo le l lama? ¿Rumfuddle?

—Sí , a lgo as í . ¿Por qué quiere que vaya? Soy una persona gr is . Me gustar ía mucho más quedarme en casa, construyendo una cerca.

—Quizá sea mejor que acudas a esa reunión.

—Eso s igni f ica someterme a su chantaje .

—¿Quieres volver a ver a tu esposa y a tu fami l ia?

—Natura lmente. Pero sea lo que sea lo que t iene pensado, no será n i en benef ic io mío, n i en e l de E l izabeth.

—Probablemente, t ienes razón. He o ído una o dos h istor ias desagradables sobre los Rumfuddlers . . . Pero lo c ierto es que los caminos de paso están cerrados. Los cuatro.

—¿No puedes abr i r un nuevo or i f ic io para nosotros? —preguntó Duray con voz dura.

A lan Robertson d io una fuerte sacudida con la cabeza.

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—Puedo manejar la máquina con bastante exact i tud. Puedo codi f icar la con prec is ión para encontrar los mundos de la c lase del tuyo y aproximarme a un mundo part icu lar tanto como sea necesar io . Pero en cada intento, independientemente de lo exactamente que se actúa, nos encontramos con un número inf in i to de mundos. En la práct ica, las inexact i tudes en la máquina, las reacc iones, e l mayor tamaño de los e lectrones, hacen d i f íc i l conectar con absoluta prec is ión. De modo que aun cuando conectáramos exactamente con tu c lase de mundo, la probabi l idad de abr i rnos a tu mundo part icu lar es de una entre un número inf in i to; en resumen, desprec iable.

Duray se quedó mirando f i jamente hacia e l otro lado de la cámara.

—¿Es pos ib le que en un espacio en e l que ya se ha entrado se pueda abr i r más fác i lmente una segunda vez?

—En cuanto a eso —di jo A lan Robertson, sonr iendo—, no te lo puedo asegurar . Sospecho que no, pero en real idad sé muy poco a l respecto. No veo n inguna razón por la que tenga que ser as í .

—Si podemos abr i r un paso hacia un mundo exactamente af ín , podr ía saber a l menos por qué se han cerrado los caminos.

A lan Robertson se incorporó un poco de la s i l la .

—Ese s í que es un punto vál ido. Quizá podamos conseguir a lgo en ese sent ido —miró humoríst icamente a Duray, de sos layo—. Por otra parte, cons idera la s i tuac ión. Creamos acceso a un mundo cas i exactamente af ín a l tuyo propio, tan idént ico que la d i ferencia no se pone de mani f iesto. Encuentras a l l í a una E l izabeth, una Dol ly , una Joan y una E l len indist inguib les de tu propia fami l ia , y un Gi lbert amarrado a la T ierra. Hasta puedes l legar a convencerte a t i mismo de que ése es tu propio mundo y de que a l l í está tu verdadera casa.

—Me dar ía cuenta de la d i ferencia —di jo Duray rápidamente, aunque Alan Robertson parec ió no escuchar le .

—¡Piénsalo! Un número inf in i to de mundos-casa, a is lados de la T ierra, un número inf in i to de E l izabeths, Dol lys , Joans y E l lens abandonadas; un número inf in i to de Gi lbert Duray tratando de conseguir acceso. . . E l efecto tota l podr ía ser una reconstrucc ión tota l de fami l ias con todo e l mundo más o menos b ien adaptado a la s i tuac ión. Me pregunto s i no será ésta la idea de Bob, para compart i r la broma con sus Rumfuddlers .

Duray miró atentamente a Alan Robertson, preguntándose s i e l hombre estaba hablando en ser io .

—Eso no suena agradablemente, y yo, desde luego, no me adaptar ía muy bien.

—Desde luego que no —se apresuró a deci r A lan Robertson—. Es un pensamiento tonto, y me temo que demuestra muy poco gusto.

—En cualquier caso, Bob d i jo que E l izabeth estar ía en su maldi ta Rumfuddle. S i es as í , e l la t iene que haber cerrado los caminos de paso desde este lado.

—Es una pos ib i l idad —admit ió A lan Robertson—, pero me parece absurdo. ¿Por qué querr ía mantenerte a le jado de tu casa?

—No lo sé, pero me gustar ía descubr i r lo .

A lan Robertson dejó caer las manos sobre sus delgadas p iernas y se levantó, para detenerse un instante más.

—¿Estás seguro de que quieres mirar en e l inter ior de esos mundos af ines? Puede que veas cosas que no te gusten.

—Mientras pueda saber la verdad, no me preocupa s i me gustará o no.

—Como quieras.

La máquina ocupaba una sa la s i tuada tras e l mirador . A lan Robertson observó su invento con orgul lo y afecto.

—Este es e l cuarto modelo, y probablemente su funcionamiento es ópt imo; a l menos, no veo por ahora lugar para introducir nuevas mejoras s igni f icat ivas. Ut i l i zo c iento sesenta y s iete barras que convergen hacia e l centro de la esfera del reactor . Cada barra produce una cant idad de energía y es suscept ib le de ser somet ida a var ios t ipos de a juste para cubr i r as í

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el gran número de pos ib les estados. E l número de part ícu las para captar e l universo entero es del orden de ; las pos ib les permutaciones de estas part ícu las ser ían de un tota l de . E l universo, desde luego, está constru ido de part ícu las muy di ferentes, lo que hace que e l número f ina l de estados pos ib les , o a l menos pensables, sea del orden de , en e l que «x» es e l número de part ícu las en considerac ión. Es un número enorme, in imaginable, que no neces i tamos considerar , porque las condic iones con las que nos enfrentamos —las pos ib les var iac iones del p laneta T ierra—, son muchís imo menores.

—Lo que s igue dando un gran número —observó Duray.

—Sí , c laro. Pero, a su vez, esa cant idad bastante manejable es cortada por una propiedad autonormal izadora de la máquina. En e l estado que yo l lamo «neutra l f lotante», la máquina a lcanza los c ic los más cercanos, que es como decir que hay inf in i tas c lases de af ines perfectos. En la práct ica, y como consecuencia de las exact i tudes inf in i tes imales, e l «neutra l f lotante» a lcanza af ines más o menos imperfectos, quizá con una d i ferencia tan minúscula como la forma de un so lo grano de arena. S in embargo, «neutra l f lotante» proporc iona una base natura l , y a justando los contro les a lcanzamos c ic los que se encuentran a una mayor d istancia de la base. En la práct ica, busco un buen c ic lo y abro un buen número de caminos de paso, tantos como c ien mi l . Y ahora a nuestro t rabajo —se di r ig ió hacia una consola que había a un lado y preguntó—: ¿Cuál era ahora tu número de código?

Duray sacó la tar jeta y leyó los números:

—Cuatro; ocho; d iez; se is ; t rece; ve int inueve

—Muy bien. Paso e l código a la computadora, que busca en los datos y a justa automát icamente la máquina. Y ahora, ven aquí . E l proceso emite una pel igrosa reacc ión.

Los dos se colocaron detrás de las p lanchas de p lomo. A lan Robertson apretó un botón; observando a t ravés de un per iscopio, Duray v io un chispazo de luz purpúrea y escuchó un pequeño gemido, un sonido áspero que parec ía proceder del mismo a i re .

A lan Robertson se adelantó, d i r ig iéndose hacia la máquina. En la bandeja receptáculo había un aro extens ib le . Lo recogió y miró a t ravés del agujero.

—Este parece ser correcto —di jo , tendiendo e l aro a Duray—. ¿Ves a lgo que puedas reconocer?

Duray se l levó e l aro a los o jos y d i jo :

—Esto es mi casa.

—Muy bien. ¿Quieres que vaya cont igo?

—¿Lo vamos a hacer ahora? —preguntó Duray tras pensar lo un momento.

—Sí . Disponemos de t iempo neutra l .

—Creo que i ré yo so lo.

—Como quieras —asint ió A lan Robertson—. Vuelve en cuanto puedas, as í sabré que estás a sa lvo.

Duray f runció e l ceño, mirándole de sos layo.

—¿Y por qué no iba a estar seguro? Ahí no hay nadie, excepto mi fami l ia .

—No es tu fami l ia , s ino la fami l ia de un Gi lbert Duray af ín . La fami l ia puede no ser absolutamente autént ica. E l Duray af ín puede no ser idént ico. No puedes estar completamente seguro de lo que encontrarás, de modo que ten cuidado.

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De Memorias y ref lex iones :

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«Cuando pienso en mi máquina y en mis pequeñas incurs iones hacia y desde e l inf in i to , p ienso cont inuamente en una idea tan terr ib le que la aparto de mi mente, y que n i s iquiera quiero mencionar aquí .»

Duray penetró en e l suelo de su mundo y se quedó de p ie , aprec iando e l pa isa je fami l iar . Un ampl io prado, bañado por la luz del so l , se extendía junto a l r ío P lata. Sobre la or i l la de enfrente se e levaba una l ínea de r iscos bajos, con árboles crec iendo en los huecos. A la izquierda, e l pa isa je parec ía extenderse indef in idamente, s in que se le pudiera d ist inguir de la l ínea azul del hor izonte. A la derecha, los bosques Robber terminaban a unos cuatroc ientos metros de donde se encontraba Duray. En un c laro s i tuado junto a l bosque, a l lado de una pequeña corr iente, se encontraba la casa de p iedra y madera: un panorama que a Duray le parec ió e l más hermoso jamás v isto. Las l impias ventanas de cr ista l br i l laban bajo la luz del so l . Unos macizos de geranios crec ían con colores verdes y ro jos . De la chimenea surgía un h i l i l lo de humo.

E l a i re tenía un o lor f r ío y dulce, pero, según le parec ió a Duray, encerraba un mat iz extraño, d i ferente, o as í se lo imaginó, a l o lor húmedo de su propia casa. Duray empezó a caminar hacia adelante, y entonces se detuvo. Aquel mundo era e l suyo, y s in embargo, no era e l suyo. De no haber s ido consc iente del hecho, ¿se habr ía dado cuenta de los mat ices extraños? Cerca de a l l í se e levaba una roca gr is y hueca; un lugar húmedo y redondeado en e l que había estado sentado hacía só lo dos d ías , contemplando la construcc ión de un embarcadero. Se d i r ig ió hacia a l l í y contempló la p iedra. Estuvo sentado a l l í y a l l í estaban aún las impres iones de sus tacones sobre la t ierra; a l l í estaba también e l brote de musgo, del que había arrancado un trozo con a i re ausente. Duray se inc l inó, acercándose más. E l musgo estaba entero. E l hombre que había estado sentado a l l í , e l Duray af ín , no lo había arrancado. As í pues, aquel mundo era percept ib lemente d i ferente a l suyo propio.

Duray se s int ió a l iv iado y, s in embargo, l igeramente molesto. S i e l mundo hubiera s ido un s imulacro exacto a l suyo, podr ía haberse v isto sujeto a emociones d i f íc i les de manejar , lo que aún le podr ía suceder. Echó a andar hacia la casa s iguiendo e l camino que l levaba a l r ío . Subió a l porche. Sobre una mecedora había un l ibro: Aquí abajo, un estudio sobre e l satanismo , por J . K . Huysmans. Los gustos de E l izabeth eran ec léct icos. Duray no había v isto antes aquel l ibro; ¿era quizá uno de los que Bob Robertson había inc lu ido en e l paquete de l ibros que le dejó?

Duray penetró en la casa. E l izabeth estaba a l otro lado de la habi tac ión.

Ev identemente, le había v isto venir por e l camino. No d i jo nada y su rostro no mostró n inguna expres ión.

Duray se detuvo, s int iéndose a lgo perdido a l no saber cómo di r ig i rse a aquel la mujer .

—Buenas tardes —di jo a l f in .

E l izabeth se permit ió mostrar un s imulacro de sonr isa.

A l menos, pensó Duray, en los mundos af ines se hablaba e l mismo t ipo de lenguaje. Estudió a E l izabeth. De fa l tar le otros conocimientos, ¿se habr ía dado cuenta de que era a lgo d i ferente a su propia E l izabeth? Las dos eran hermosas: a l tas y delgadas, con un pelo negro y r izado que les ca ía sobre los hombros, l levado s in n inguna c lase de art i f ic ios . Sus p ie les eran pál idas, con un l igero mat iz moreno; las bocas grandes, apas ionadas, con una expres ión de tenacidad. Duray sabía que su E l izabeth era una mujer con estados de ánimo inexpl icables, y esta E l izabeth no era d i ferente, s in lugar a dudas. Y , s in embargo, a lguna d i ferencia ex ist ía . Una d i ferencia que Duray no podía def in i r , procedente quizá de la rareza de sus átomos, de la mater ia de un universo d i ferente. Se preguntó s i e l la notar ía la misma di ferencia en é l .

—¿Has cerrado los caminos de paso? —preguntó.

E l izabeth as int ió , s in cambiar la expres ión.

—¿Por qué?

—Creí que era lo mejor que podía hacer —contestó E l izabeth con una voz suave.

—Eso no es una contestac ión.

—Supongo que no. ¿Cómo conseguiste l legar aquí?

—Alan me abr ió un paso.

E l izabeth e levó las ce jas .

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—Creí que eso era imposib le .

—Cierto. Este es un mundo di ferente a l mío. Otro Gi lbert Duray construyó esta casa. Yo no soy tu esposo.

La boca de E l izabeth se abr ió , l lena de asombro. Dio un paso hacia atrás y se l levó la mano a l cuel lo . Una act i tud que Duray no podía recordar que nunca real izara su E l izabeth. La sensación de extrañeza se extendió con mucha mayor fuerza sobre é l . Se sent ía un intruso. E l izabeth le estaba observando con unos o jos muy abiertos y fasc inados. En un murmul lo apresurado, d i jo :

—Quis iera que te marcharas. Regresa a tu propio mundo. ¡Hazlo!

—Si has cerrado todos los caminos de paso, estarás a is lada —gruñó Duray—. Abandonada, probablemente para s iempre.

—Lo que yo haga —di jo E l izabeth—, no es asunto tuyo.

—Claro que lo es , aunque sólo sea por e l b ien de las n iñas. No permit i ré que v ivan y mueran solas aquí .

—Las n iñas no están aquí —di jo E l izabeth con una voz indi ferente—. Están donde ni tú n i cualquier Gi lbert Duray las encontrará. As í que ahora regresa a tu propio mundo y déjame en la paz que mi a lma me permita tener .

Duray permaneció de p ie , mirando con los o jos muy abiertos a aquel la hermosa y f iera mujer . Nunca había escuchado a su propia E l izabeth hablando de un modo tan decid ido. Se preguntó s i , en su propio mundo, habr ía otro Gi lbert Duray enfrentado de un modo s imi lar a su propia E l izabeth, y a medida que anal izaba sus sent imientos con respecto a aquel la mujer , perc ib ía una sensación de enojo. Era una s i tuac ión muy cur iosa. Con una voz t ranqui la , d i jo :

—Muy bien. Tú y mi propia E l izabeth habéis decid ido a is laros. No puedo imaginar vuestras razones.

—Puede que sean reales ahora, pero dentro de d iez años, o de cuarenta, pueden parecer i r reales. No te puedo dar acceso a tu propia T ierra, pero s i quieres puedes ut i l i zar e l camino de paso hacia la T ierra de la que acabo de venir , y no tendrás n inguna neces idad de volverme a ver .

E l izabeth se volv ió y se dedicó a mirar hac ia e l va l le . Duray le habló mientras estaba de espaldas:

—Nunca hemos tenido secretos entre los dos. Tú y yo, quiero deci r E l izabeth y yo. ¿Por qué ahora? ¿Estás enamorada de a lgún otro hombre?

E l izabeth emit ió una r is i ta de d ivert ido sarcasmo.

—Desde luego que no. Estoy d isgustada con toda la raza humana.

—Lo que, a l parecer , también me inc luye a mí .

—Desde luego, y a mí misma también.

—¿Y no me querrás deci r e l porqué?

E l izabeth, que aún seguía mirando por la ventana, sacudió la cabeza negat ivamente, s in deci r una so la palabra.

—Muy bien —di jo Duray, con un tono de voz f r ío—. ¿Me di rás entonces adonde has enviado a las n iñas? Recuerda que son tan mías cómo tuyas.

—Estas n iñas en part icu lar no son tuyas en modo a lguno.

—Puede que sea as í , pero e l efecto es e l mismo.

—Si quieres encontrar a tus propias h i jas —di jo E l izabeth s in expres iv idad en la voz—, será mejor que encuentres a tu propia E l izabeth y se lo preguntes. Yo só lo puedo hablar por mí misma. Para, dec i r te la verdad, no me gusta ser parte de una persona compuesta, y no intento actuar como una de e l las . Yo, só lo soy yo. Tú eres tú; un extraño a quien no había v isto antes en toda mi v ida. As í que deseo que te marches.

Duray sa l ió de la casa, hac ia la luz del so l . Miró e l pa isa je de un lado a otro, después d io un brusco g i ro a su cabeza y comenzó a caminar a lo largo del camino.

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

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De Memorias y ref lex iones :

«E l pasado está expuesto a nuestro escrut in io; podemos i r por las épocas como señores por nuestro jard ín, sereno en nuestro ambiente. Discut imos con los nobles sabios, rechazando sus labor iosos conceptos, aunque parezcamos poco amables. Recuerda (por lo menos) dos cosas: pr imera, cuanto más d istancia del Ahora, tanto menos prec isas son nuestras coyunturas, tanto menor será nuestra capacidad para acertar un instante dado. Podemos penetrar hasta e l ayer en un segundo est ipulado; e l l ímite de nuestra exact i tud a lcanza hasta e l océano, más o menos en d iez años; en cuanto a l cretáceo o cualquier época anter ior , se cons idera sat is factor io un acercamiento de hasta t resc ientos años, dentro de una fecha determinada. Segunda: e l pasado que abordamos nunca es nuestro propio pasado, pero, en e l mejor de los casos, es e l pasado de un mundo af ín , de modo que cualquier descubr imiento sobre la comprensión de los problemas h istór icos es a lgo cuest ionable y quizá engañoso. No podemos sondear e l futuro; e l proceso impl ica una corr iente negat iva de energía, lo que es impract icable en s í mismo. Se ha recomendado ins istentemente la ut i l i zac ión de un instrumento hecho de ant imater ia , pero eso no ser ía de n ingún benef ic io para nosotros. E l futuro, menos mal , permanece ocul to para s iempre.»

—¡Vaya! ¡Estás de vuel ta! —exclamó Alan Robertson—. ¿De qué te has enterado?

Duray descr ib ió su encuentro con E l izabeth.

—No da n inguna expl icac ión sobre lo que está haciendo; muestra una host i l idad que no parece real ; sobre todo porque no puedo imaginarme ninguna razón que la expl ique.

A lan Robertson no h izo n ingún comentar io .

—La mujer no es mi esposa, pero sus mot ivac iones t ienen que ser las mismas.

No puedo pensar en n inguna expl icac ión razonable que just i f ique una conducta tan extraña y mucho menos entre dos personas so las .

—¿Parec ía normal E l izabeth esta mañana? —preguntó Alan Robertson.

—No perc ib í nada anormal en e l la .

A lan Robertson se d i r ig ió hacia e l panel de contro l de su máquina y miró por encima del hombro hacia Duray.

—¿A qué hora te marchaste a t rabajar?

—Alrededor de las nueve.

A lan Robertson marcó un d isco, después h izo g i rar otros dos hasta que un c í rculo de luz verde quedó equi l ibrado, osc i lando prec isamente a mitad de camino a lo largo de un tubo de v idr io . H izo señales a Duray para que se colocara detrás de la p lancha de p lomo y apretó e l botón. Desde e l centro de la máquina l legó e l impacto de c iento sesenta y s iete nódulos de fuerza que chocaban entre s í , y e l gemido de un desgarro d imensional .

A lan Robertson abr ió e l nuevo camino de paso.

—El t iempo es esta mañana. Tendrás que decid i r por t i mismo cómo manejar la s i tuac ión. Puedes intentar lo observando s in ser v isto; puedes deci r que t ienes t rabajo que hacer en casa, que E l izabeth no se ocupe de t i y real ice su rut ina normal , mientras tú ves lo que está ocurr iendo s in ser molestado.

—Es probable —di jo Duray, f runciendo e l ceño— que en cada uno de ésos mundos haya un Gi lbert Duray que se encuentra en mi misma s i tuac ión. Supón que cada uno de e l los intenta des l izarse s in que nadie se dé cuenta en e l mundo de a lgún otro para saber lo que está sucediendo. Suponte que cada E l izabeth lo descubre en ese acto y acusa fur iosamente a l hombre que cree ser su esposo de estar espiándola. Eso, en e l fondo, puede ser la fuente del enojo de E l izabeth.

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—Bueno, sé tan d iscreto como puedas. Probablemente estarás ahí var ias horas, as í que regresaré a l bote y a t ravés de mi armar io c inco me s i tuaré en mi centro pr ivado. Dejaré la puerta abierta.

Una vez más, Duray se encontró en la ladera de la co l ina s i tuada junto a l r ío , con la casa de p iedra constru ida por otro Gi lbert Duray, a unos dosc ientos metros de la pendiente. Por la a l tura del so l , Duray ca lculó que la hora local ser ía a l rededor de las nueve, a lgo más pronto de lo necesar io . De la chimenea de la casa surgía un h i l i l lo de humo; E l izabeth había encendido e l fuego en la chimenea de la coc ina. Duray permaneció de p ie , ref lex ionando. Esta mañana, en su propia casa, E l izabeth no había encendido e l fuego. Había l legado a encender una cer i l la , pero después decid ió que la mañana era cá l ida. Duray esperó d iez minutos para estar seguro de que e l Gi lbert Duray local se había marchado; después, se d i r ig ió hacia la casa. Se detuvo ante la gran p iedra para inspeccionar e l estado del musgo. E l hueco parec ía más estrecho de lo que é l recordaba, y e l musgo estaba seco y descolor ido. Duray suspiró profundamente. E l a i re , enr iquecido por e l o lor a h ierba, parec ía tener de nuevo un mat iz extraño, poco fami l iar . Duray se encaminó lentamente hacia la casa, s in saber s i , después de todo, no estar ía involucrado en a lgún curso sens ib le de acc ión.

Se aproximó a la casa. La puerta de enfrente estaba abierta. E l izabeth sa l ió , para mirar le con sorpresa.

—¡Este s í que ha s ido un d ía rápido de trabajo!

—Se ha sacado e l ani l lo para hacer reparac iones —di jo Duray sombríamente—. Pensé aprovechar lo para terminar a lgún papeleo que tengo que hacer en casa. Tú s igue lo que estabas haciendo.

—No estaba haciendo nada en part icu lar —di jo E l izabeth, mirándole con sorpresa.

S iguió a E l izabeth, penetrando en e l inter ior de la casa. E l la l levaba unos suaves panta lones negros y una v ie ja chaqueta gr is . Duray trató de recordar lo que aquel la mañana había l levado su propia E l izabeth, pero las ropas le fueron tan fami l iares que no pudo recordar lo por completo.

E l izabeth s i rv ió café en un par de tazas de cerámica y Duray se sentó junto a la mesa de coc ina, t ratando de decid i r cuáles eran los mat ices en que esta E l izabeth d i fer ía de la suya. . . , s i es que era d i ferente. Esta E l izabeth parec ía más sumisa y meditat iva; su boca podr ía haber s ido un poco más suave.

—¿Por qué me estás mirando con tanta atención? —preguntó e l la de pronto.

—Sólo estaba pensando en lo boni ta que eres —di jo Duray echándose a re í r .

E l izabeth se sentó sobre sus rodi l las y le besó, y la sangre de Duray empezó a ca lentarse. Se contuvo a s í mismo; ésta no era su esposa; no deseaba compl icac iones. Y s i é l se dejaba l levar por las tentac iones del momento, ¿acaso no podía ocurr i r que otro Gi lbert Duray que hubiera v is i tado a su propia E l izabeth hubiera hecho lo mismo? S int ió un escalofr ío .

E l izabeth, a l no encontrar respuesta a. su ardor , se sentó en la s i l la s i tuada enfrente. Bebió su café durante un instante, en s i lenc io, y después d i jo :

—En cuanto te marchaste, v ino Bob.

—¡Oh! —exclamó Duray, prestando mucha atención—. ¿Qué quer ía?

—Esa tonta reunión suya. Los Rubblemenders o a lgo as í . Quiere que vayamos.

—Ya le he d icho que no en tres ocas iones.

—Yo le volv í a deci r que no. Sus reuniones son s iempre tan pecul iares. Di jo que quer ía que fuésemos por una razón muy especia l , pero no estuvo d ispuesto a decí rmela. Se lo agradecí , pero le d i je que no.

Duray echó un v istazo por la habi tac ión.

—¿Ha dejado a lgún l ibro?

—No. ¿Por qué iba a dejar a lgún l ibro?

—Sólo quer ía saber lo .

—Gi lbert —di jo E l izabeth—, estás actuando de un modo bastante extraño.

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—Sí , supongo que s í .

La mente de Duray estaba dando vuel tas. Supongamos que ahora se d i r ig ía a l camino de paso hacia la escuela y t ra ía a las n iñas a casa y que después cerraba todos los caminos de paso, de modo que, más o menos, vo lver ía a tener a su E l izabeth y a sus t res h i jas; entonces, quedar ían real izadas las condic iones con las que é l se había encontrado. Y otro Gi lbert Duray, que ahora se encontrar ía fe l izmente destruyendo las casas de otro Cupert ino, se encontrar ía con que le habían robado. Duray recordó la conducta host i l de la E l izabeth anter ior . Los caminos de paso de aquel mundo en part icu lar no habían s ido cerrados, ev identemente, por n ingún Duray intruso. Se le ocurr ió entonces una sorprendente pos ib i l idad Supongamos que un Duray había l legado a casa y, sucumbiendo a la tentac ión, había cerrado los caminos de paso, excepto e l que comunicara con su propio mundo; supongamos entonces que E l izabeth, a l descubr i r a l impostor , le había matado. La teor ía tenía una s in iestra veros imi l i tud y ext inguía por completo cualquier deseo que Duray pudiera sent i r por convert i r este mundo en su propio hogar .

—Gi lbert —preguntó E l izabeth—, ¿por qué me estás mirando con esa expres ión tan extraña?

Duray se las arregló para esbozar una mueca.

—Supongo que estoy de mal humor esta mañana. No te preocupes por mí . I ré a redactar mi informe.

Se d i r ig ió a la ampl ia y f r ía sa la de estar , fami l iar y extraña a la vez, y sacó los informes de trabajo del otro Gi lbert Duray. Estudió la letra: era como la suya, f i rme y decid ida, pero d i ferente de un modo indef in ib le . . . , quizá a lgún rasgo a lgo más duro y angular . Las t res E l izabeths no eran idént icas y tampoco lo eran los Gi lbert Duray.

Transcurr ió una hora. E l izabeth estuvo ocupada en la coc ina. Duray h izo como s i estuviera escr ib iendo e l informe.

Entonces sonó un t imbre.

—Hay a lguien en e l camino de paso —di jo E l izabeth.

—Ya me haré cargo yo —di jo Duray.

Se d i r ig ió hacia la habi tac ión del pasaje, atravesó e l camino de paso y miró a t ravés de la mir i l la , para contemplar a l otro lado e l rostro grande, suave, curt ido por e l so l , de Bob Robertson.

Duray abr ió la puerta. Por un instante, é l y Bob Robertson se miraron f rente a f rente. Los o jos de Bob Robertson se estrecharon.

—¡Cómo! ¡Hola, Gi lbert! ¿Qué estás haciendo en casa?

Duray, s in contestar , señaló e l paquete que l levaba Bob Robertson y preguntó:

—¿Qué traes ahí?

—¡Oh! ¿Esto? —di jo Bob Robertson mirando e l paquete, como s i se hubiera o lv idado de é l—. Sólo son unos l ibros para E l izabeth.

A Duray le resul tó d i f íc i l contro lar su voz.

—Está is met idos en a lguna travesura tú y tus Rumfuddlers . Escucha, Bob; apártate de mí y de E l izabeth. No vengas por aquí y no tra igas n inguna c lase de l ibros. ¿Te parece lo bastante def in i t ivo?

Bob e levó las ce jas , rubias por e l so l .

—Muy def in i t ivo y muy expl íc i to . ¿Pero por qué ese repent ino arrebato de fur ia? Sólo soy e l v ie jo y amistoso t ío Bob.

—No me importa cómo te l lames. Apártate de nosotros.

—Como quieras, c laro está. Pero ¿te importar ía expl icarme este repent ino decreto de dest ierro?

—La razón es bastante s imple. Queremos que se nos deje so los .

Bob h izo un gesto de f ingida desesperac ión.

—Y todo esto por una s imple inv i tac ión a una senci l la reunión, a la que de todos modos me gustar ía que v in iera is .

—No nos esperes. No estaremos a l l í .

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De repente, e l rostro, de Bob enrojec ió .

—Me estás echando demasiadas cosas encima, amigo, y eso no es una buena pol í t ica. Puedes ser levantado de aquí con una sacudida. Las cosas no son ta l y como tú p iensas.

—No me importa que sean de una forma u otra —di jo Duray—. Adiós.

Cerró la puerta del armar io y regresó por e l camino de paso, vo lv iendo a la sa la de estar . E l izabeth le l lamó desde la coc ina.

—¿Quién era, quer ido?

—Bob Robertson, con a lgunos l ibros.

—¿Libros? ¿Y para qué tra ía l ibros?

—No me he preocupado de aver iguar lo . Le d i je que se marchara. Después de esto, s i v iene por e l camino de paso, no le abras.

E l izabeth le miró intensamente.

—Gi l . . . ¡estás tan extraño hoy! Hay a lgo en t i que cas i me asusta. . .

—Tu imaginación está t rabajando demasiado.

—¿Por qué iba Bob a preocuparse por t raerme l ibros? ¿Qué c lase de l ibros son? ¿Los has v isto?

—Demonología. Magia negra. Esa c lase de cosas.

—Vaya. . . Interesante, pero no tan interesante. . . Me pregunto s i un mundo como el nuestro, donde no ha v iv ido nadie nunca, tendrá también duendes y espír i tus .

—Sospecho que no —di jo Duray.

Miró hacia la puerta. A l l í ya no tenía nada más que hacer , y era hora de regresar a su propia T ierra. Se preguntó cómo despedirse s in que e l la sospechara nada. ¿Y qué suceder ía cuando e l Gi lbert Duray que ahora estaba trabajando regresara a su casa?

—El izabeth —di jo Duray—, s iéntate en esta s i l la .

E l izabeth se des l izó lentamente en la s i l la , junto a la mesa de la coc ina, y observó a Duray con una mirada intr igada.

—Esto te puede producir una conmoción —di jo é l—. Yo soy Gi lbert Duray, pero no tu Gi lbert Duray personal . Yo soy su af ín .

Los o jos de E l izabeth se abr ieron enormemente, muy br i l lantes.

—En mi propio mundo —di jo Duray—, Bob Robertson me causó problemas a mí y a mi E l izabeth. V ine aquí para descubr i r lo que había hecho y por qué, y para impedir le que lo h ic iera de nuevo.

—¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó E l izabeth.

—Aún no lo sé. Probablemente, no te volverá a molestar . Le puedes deci r a tu Gi lbert Duray personal lo que creas mejor , e inc luso quejarte a Alan.

—¡Estoy desconcertada por todo esto!

—No lo estarás más que yo —di jo é l , d i r ig iéndose hacia la puerta—. Ahora tengo que marcharme. Adiós.

E l izabeth se levantó y avanzó impuls ivamente hacia é l .

—No me digas adiós. T iene un sonido tan remoto v in iendo de t i . . . Es como s i mi propio Gi lbert Duray me di jera adiós.

—No puedo hacer otra cosa. Desde luego, podr ía seguir mis inc l inac iones y venir a v iv i r cont igo. ¿Pero qué b ien har ían dos Gi lbert Duray? ¿Quién de los dos se sentar ía a la cabecera de la mesa?

—Podr íamos poner una mesa redonda —di jo E l izabeth—. Hay espacio para se is o s iete. A mí me gustan mis Gi lberts .

—Y a tus Gi lberts les gustan sus E l izabeths —di jo Duray suspirando—. Será mejor que marche ahora mismo.

E l izabeth le extendió la mano y se despid ió: —Adiós, af ín Gi lbert .

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De Memorias y ref lex iones :

«E l concepto or ienta l del mundo di f iere del nuestro, especia lmente del mío, en muchos aspectos, y no tardé en verme enfrentado a una ser ie de d i lemas. Ref lex ioné sobre la apat ía as iát ica y su anverso, e l despot ismo; los je fes mi l i tares y los lavados de cerebro; la indi ferencia ante la enfermedad, la suc iedad y e l sufr imiento; los monos sagrados y la fecundidad i r responsable.

«También tomé buena nota de mi decis ión de ut i l i zar la máquina para poner la a l serv ic io de los hombres.

»A1 f ina l dec id í cometer la 'equivocación' que otros muchos habían comet ido antes que yo. Procedí a imponer mis propios puntos de v ista ét icos sobre e l est i lo de v ida or ienta l .

«Como esto era prec isamente lo que se esperaba de mí , pues s i lo hubiera hecho de otro modo habr ía s ido cons iderado como un tonto y un lunát ico; como los premios por la cooperac ión excedían con mucho las grat i f icac iones de la obst inac ión y del sarcasmo, mis programas son un éxi to maravi l loso, a l menos hasta e l momento en que escr ibo esto.»

Duray echó a andar junto a la or i l la del r ío , d i r ig iéndose hacia e l bote de Alan Robertson. Una l igera br isa hacía ondular e l agua, h inchando las velas que Alan Robertson había e levado a l a i re; e l bote daba est i rones en e l amarradero.

A lan Robertson, que l levaba panta lones cortos y b lancos, y un sombrero b lanco con un reborde suel to, levantó la mirada del nudo que había estado intentando hacer a l extremo de la dr iza.

—¡Hola, Gi l ! ¿Ya has vuel to? Sube a bordo y tómate una bote l la de cerveza.

Duray se sentó a la sombra de la ve la y se bebió media bote l la de un largo trago.

—Aún no sé lo que está sucediendo, excepto por e l hecho de que de uno u otro modo Bob es responsable de todo. V ino a casa mientras yo estaba a l l í . Le d i je que se marchara, y eso no le gustó.

—Me doy cuenta de que Bob t iene capacidad para hacer daño —di jo A lan Robertson, lanzando un suspiro de melancol ía .

—Aún no puedo comprender cómo consiguió convencer a E l izabeth para que cerrara los caminos de paso. Tra ía a lgunos l ibros, ¿pero qué efectos podían tener?

—¿Qué c lase de l ibros eran? —preguntó Alan Robertson, s int iéndose inmediatamente interesado.

—Algo sobre satanismo, magia negra. No te podr ía deci r mucho más.

—¿De veras? ¿De veras? —murmuró Alan Robertson—. ¿Está E l izabeth interesada en ese tema?

—No lo creo. Más b ien creo que teme esas cosas.

—Correcto. B ien, b ien, eso es perturbador —Alan Robertson se ac laró la garganta e h izo un gesto del icado, como supl icando a Duray a lguna genia l idad o to lerancia—. S in embargo, no debes mostrarte muy i r r i tado con Bob. É l va demasiado le jos con sus pequeñas travesuras, pero. . .

—¡Pequeñas travesuras! —bramó Duray—. ¿Como cerrarme los pasos a mi casa y dejar abandonadas a mi esposa y a mis h i jas? ¡Eso es mucho más que una travesura!

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—Ven —di jo A lan Robertson, sonr iendo—, toma otra cerveza b ien f r ía . En todo eso hay mucho de ref le jo . Pr imero hay que tener en cuenta las probabi l idades. Dudo que Bob haya abandonado realmente a E l izabeth y a las n iñas, o haya hecho que E l izabeth las abandonara.

—Entonces, ¿por qué están cerrados todos los caminos de paso?

—Eso puede tener su expl icac ión. É l t iene acceso a los sótanos; puede haber cambiado tu or i f ic io maestro, sust i tuyéndolo por una p ieza en b lanco. Eso es, a l menos, una pos ib i l idad.

Duray apenas s i pudo hablar , de tanta rabia como sent ía . F inalmente gr i tó:

—¡No t iene n ingún derecho a hacer eso!

—Tienes razón, en un sent ido ampl io . Sospecho que sólo quiere inducir te a que acudas a su Rumfuddle.

—Y yo no quiero i r , sobre todo porque está intentando pres ionarme.

—Eres un hombre obst inado, Gi l . E l camino más fác i l , desde luego, ser ía re la jarse y echar un v istazo a la reunión. Hasta es pos ib le que te d iv iertas.

—¿Me estás sugir iendo que acuda a la f iesta. . .? —preguntó Duray mirando a Alan Robertson con los o jos muy br i l lantes.

—Bueno. . . , no. Únicamente estaba proponiendo una pos ib le forma de actuar .

Duray bebió más cerveza y observó los v ivos co lores a l otro lado del r ío .

—Dentro de un d ía o dos —di jo A lan Robertson—, cuando todo este asunto se haya ac larado, creo que debemos, todos nosotros, emprender un crucero de descanso por entre las is las , s in nada que nos preocupe, nos moleste y nos enoje. A las n iñas les gustará hacer un crucero as í .

—Me gustar ía ver las antes de p lanear cualquier crucero —di jo Duray—. ¿Qué sucede en esas f iestas de los Rumfuddlers?

—Nunca he as ist ido a n inguna. Los inv i tados r íen y gastan bromas, beben y comen, y char lan sobre los mundos que han v is i tado y se muestran pel ícu las , ya sabes, toda esa c lase de cosas. ¿Por qué no le echamos un v istazo a la reunión del año pasado? Yo mismo estoy ahora un poco interesado.

—¿Qué t ienes en mente? —preguntó Duray, dudando.

—Colocaremos los d iscos en un mundo Fancy, af ín a l de Bob, pero de hace un año, y veremos con exact i tud qué es lo que sucede. ¿Qué me dices?

—Supongo que eso no puede hacernos n ingún daño —di jo Duray de mala gana.

—Ayúdame entonces a recoger estas velas —di jo A lan Robertson, levantándose.

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De Memorias y ref lex iones :

«Los problemas que han atormentado a los h istor iadores desde hace t iempo han s ido resuel tos ahora. ¿Quiénes fueron los hombres de Cro-Magnon? ¿Dónde evoluc ionaron? ¿Quiénes fueron los etruscos? ¿Dónde se encontraban las c iudades legendar ias de los protosumerios antes de que emigraran a Mesopotamia? ¿Por qué esa ident idad entre los ideografos de la is la de Pascua y los de Mohenjo-Daro? Todas estas fasc inantes cuest iones han s ido so luc ionadas, poniendo de mani f iesto todo e l a lcance de nuestra h istor ia ant igua. Hemos preservado la b ib l ioteca de la ant igua Ale jandr ía de los mahometanos, y los códices incas de los cr is t ianos. Los guanches de las Canar ias , los a inu de Hokkaido, los mandans de Missour i , los kaf f i rs rubios de Bhutan: todos nos son conocidos ahora. Podemos explorar e l desarro l lo de cada id ioma, s í laba por s í laba, desde su pr imera formulac ión hasta e l presente. Hemos ident i f icado a los héroes helénicos y yo mismo he recorr ido los ant iguos bosques del

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Norte y me he encontrado cara a cara en sus propios lugares con aquel los poderosos hombres que generaron los mitos nórdicos.»

S i tuado delante de su máquina, A lan Robertson habló con una voz de humoríst ica autodesaprobación.

—No soy tan honrado y f ranco como tendr ía que ser . De hecho, a veces s iento vergüenza por mis pequeñas tretas; y ahora estoy hablando de Bob. Todos nosotros tenemos nuestros pequeños pecados, y a Bob, desde luego, no le fa l tan. Su imaginación es quizá su mayor ca lamidad: se aburre fác i lmente, y a veces t iende a i r más a l lá de donde puede. De modo que, aun cuando no le n iego nada, también me aseguro de estar s iempre en una pos ic ión que me permita aconsejar le e inc luso reconvenir le s i es necesar io . Cada vez que abro un camino de paso hacia a lguna de sus fórmulas, me hago un dupl icado, s in que é l se dé cuenta, y lo guardo en mi f ichero pr ivado. No encontraremos n inguna di f icu l tad para v is i tar un Fancy af ín .

Duray y Alan Robertson se encontraban en un lugar oscuro, a l f ina l de una pál ida p laya b lanca. Detrás de e l los se e levaba un pequeño acant i lado de basal to. A su derecha, e l océano ref le jaba e l resplandor crepuscular y e l br i l lo de la luna menguante; a la izquierda, las palmeras se e levaban, recortándose negras contra e l c ie lo . En una extens ión de c ien metros a lo largo de la p laya se habían colocado docenas de a legres lámparas para i luminar una larga mesa l lena de f rutas, paste les y ponche en cuencos de cr ista l . A l rededor de la mesa había var ias docenas de hombres y mujeres que mantenían una animada conversac ión; hasta Duray y Alan Robertson l legaban, procedentes de la p laya, los sonidos de la música y de las r isas.

—Hemos l legado en un buen momento —di jo A lan Robertson y, t ras ref lex ionar un instante, añadió—: No cabe la menor duda de que ser íamos b ien rec ib idos; s in embargo, creo que es mucho mejor permanecer ocul tos . Caminaremos junto a la p laya, ocul tos entre los árboles. Ten cuidado de no tropezar o caerte y , s in importarte lo que o igas y veas, no hagas nada. La d iscrec ión es esencia l . No queremos producir ahora desagradables enfrentamientos.

Manteniéndose entre las sombras de la espesura, los dos se aproximaron a l fe l iz grupo. A unos c incuenta metros de d istancia , A lan Robertson levantó la mano, indicando a Duray que se detuviera.

—Sólo neces i tamos acercarnos hasta aquí ; conoces a la mayor parte de la gente, o más b ien a sus af ines. Por e jemplo, está Royal Hart , y también James Parham y la t ía de E l izabeth, Emma Bathurst , y su t ío Peter , y Maude Granger y otros muchos.

—Parecen estar todos muy a legres.

—Sí , ésta es una ocas ión importante para e l los . Tú y yo somos como malhumorados extraños que no podemos comprender e l porqué de tanta a legr ía .

—¿Es esto todo lo que hacen? ¿Comer, beber y hablar?

—Creo que no —contestó Alan Robertson—. Mira a l l í . Bob parece estar preparando una panta l la para proyectar a lgo. Lást ima que no nos podamos acercar un poco más —Alan Robertson aguzó la v ista a t ravés de las sombras—. Pero será mejor no correr r iesgos. S i nos descubr ieran, todo e l mundo se sent i r ía muy molesto.

Observaron en s i lenc io. Bob Robertson se acercó entonces a l equipo de proyección y apretó un botón. La panta l la adquir ió v ida con v ibrantes ani l los ro jos y azules. Las conversac iones se apagaron. E l grupo se volv ió hacia la panta l la . Bob Robertson d i jo a lgo, pero sus palabras fueron inaudib les para los dos que les observaban desde la oscur idad. Bob Robertson h izo un gesto hacia la panta l la , donde ahora aparec ió la v ista de una pequeña c iudad rura l , con un paisa je de ampl ios hor izontes; Duray supuso que aquel lugar se encontrar ía en a lguna parte del Medio Oeste. La imagen cambió para mostrar la escuela super ior local , con estudiantes sentados en las escaleras. La escena volv ió a cambiar t ras ladándose a l campo de fútbol , e l d ía de un encuentro: un encuentro muy importante, a juzgar por la conducta de los espectadores. E l equipo local fue presentado; uno a uno, los chicos corr ieron, sa l iendo a l campo para permanecer a l l í cegados por la luz del so l otoñal ;

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después, echaron a correr todos juntos, preparándose para e l pe loteo anter ior a l comienzo del part ido.

Comenzó e l part ido, Bob Robertson se encontraba junto a la panta l la , como un comentar ista experto, señalando a uno y otro de los jugadores, anal izando e l desarro l lo del part ido. E l juego cont inuó, ante e l mani f iesto p lacer de los Rumfuddlers . Durante e l descanso del medio t iempo, las bandas de música marcharon por e l campo, y después se reanudó e l juego. Duray empezó a aburr i rse e h izo impacientes comentar ios a A lan Robertson, quien só lo decía:

—Sí , s í , probablemente es as í .

—¡Vaya! F í jate en la agi l idad del medio t rasero —di jo en otra ocas ión.

—¿Te has dado cuenta de la prec is ión de la l ínea de juego? —preguntó—. ¡Es muy buena!

F ina lmente, terminó e l part ido. E l equipo v ictor ioso se s i tuó bajo un carte l que decía:

LOS TORNADOS DE SHOWALTER

CAMPEONES DE TEXAS

1951

Los jugadores se adelantaron para recoger los t rofeos. Se pudo ver aún una ú l t ima imagen del equipo completo, mostrándose orgul loso y v ictor ioso. Después, la panta l la produjo una ser ie de estre l l i tas ro jas y doradas y quedó negra. Los Rumfuddlers sé levantaron y fe l ic i taron a Bob Robertson, quien se echó a re í r modestamente y se d i r ig ió a la mesa para tomar un vaso de ponche.

—¿Es ésta una de las famosas reuniones de Bob? —preguntó Duray, s int iéndose d isgustado—. ¿Por qué convierte a lgo tan tr iv ia l en una ocas ión tan tremenda? Esperaba ver a lguna c lase de v ic io corrompido.

—Sí —admit ió A lan Robertson—, desde nuestro propio punto de v ista, los procedimientos parecen tener muy poco interés. Bueno, s i tu cur ios idad ha quedado sat is fecha, ¿podemos regresar?

—Cuando quieras.

Una vez en e l a lo jamiento s i tuado bajo las montañas Mad Dog, A lan Robertson d i jo :

—Bueno, ahora hemos podido as ist i r por f in a uno de los famosos Rumfuddlers de Bob. ¿S igues decid ido a no as ist i r a la reunión de mañana por la noche?

—Si tengo que i r para rec lamar a mi fami l ia , lo haré —contestó Duray, f runciendo e l ceño—. Pero puede que p ierda mis estr ibos antes de que haya pasado la noche.

—Bob ha ido demasiado le jos —declaró Alan Robertson—. Estoy de acuerdo cont igo en eso. En cuanto a lo que hemos v isto esta noche, admito que estoy un poco extrañado.

—¿Sólo un poco? ¿Lo has comprendido acaso?

A lan Robertson sacudió la cabeza esbozando una sonr isa l igeramente extraña.

—No vale la pena hacer especulac iones. Supongo que pasarás la noche conmigo, ¿verdad?

—Creo que es lo mejor —murmuró Duray—. No tengo n ingún otro lugar a l que i r .

—¡Buen muchacho! —exclamó Alan Robertson dándole una car iñosa palmada en la espalda—. Asaremos a lgunos f i letes de carne y dejaremos nuestros problemas por esta noche.

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De Memorias y ref lex iones :

«Cuando puse por pr imera vez en marcha la máquina Mark I , sufr í grandes temores. ¿Qué sabía sobre las fuerzas que iba a poner en l ibertad? Manteniendo todos los a justes en un punto muerto, abr í un camino de paso hacia una T ierra af ín . Esto fue senci l lo ; de hecho, resul tó ser cas i ant ic l imát ico. Poco a. poco, aprendí a contro lar mi maravi l loso juguete; nuestro propio mundo, as í como todas sus fases pasadas, se convir t ieron en a lgo fami l iar para mí . ¿Qué suceder ía con otros mundos? Estoy seguro de que, dentro de poco t iempo, nos moveremos instantáneamente de un mundo a otro, de una galax ia a otra, ut i l i zando un centro de v ia jes espacia les en Ut i l i s . De momento, temo ingenuamente abr i r caminos de paso a c iegas. ¿Qué suceder ía s i abr iera uno hacia e l inter ior de un so l? ¿O en e l centro de un agujero negro? ¿O en un universo de ant imater ia? Seguramente me destru i r ía a mí mismo y a la máquina, y probablemente a la propia T ierra.

«Sin embargo, las potencia l idades son demasiado atrayentes para ser ignoradas. Actuando con la más cuidadosa de las precauciones y d isponiendo de una docena de instrumentos protectores, intentaré encontrar mi camino hacia nuevos mundos, y por pr imera vez será pos ib le e l v ia je intereste lar»

A lan Robertson y Duray estaban sentados a la br i l lante luz matut ina del so l , junto a l br i l lante lago azul . Se habían tra ído e l desayuno a la mesa y ahora estaban cómodamente sentados bebiendo café. A lan Robertson mantuvo una conversac ión agradable para los dos.

—Estos ú l t imos años han s ido muy fác i les para mí . He re legado una buena parte de mis responsabi l idades. Ernest y Henry conocen mi pol í t ica tan b ien como yo mismo, s i no mejor ; y nunca son f r ívo los n i inconsistentes —Alan Robertson lanzó una r is i l la bur lona—. He conseguido dos verdaderos mi lagros. Pr imero mi máquina, y segundo mantener la s i tuac ión con toda la s impl ic idad que t iene. Me niego a t rabajar a horas regulares; no estoy de acuerdo en establecer c i tas; no mantengo archivos; no pago impuestos; e jerzo una gran inf luencia soc ia l y pol í t ica, pero só lo de un modo informal ; s implemente me niego a ser molestado con deta l les administrat ivos y , en consecuencia, me encuentro en s i tuac ión de d is f rutar de la v ida.

—Es un verdadero mi lagro que a lgún fanát ico re l ig ioso no te haya ases inado —comentó Duray.

—No es nada extraño. Les he proporc ionado sus mundos pr ivados, con mis mejores recuerdos, y ya no les queda energía para e jercer la v io lencia . Y , como sabes, ando con un aspecto muy extraño. Mis amigos apenas s i me reconocen en la ca l le —Alan Robertson h izo un movimiento con la mano—. No cabe la menor duda de que estás más preocupado por tu problema más inmediato. ¿Has tomado a lguna decis ión en lo que respecta a l Rumfuddle?

—No tengo otra a l ternat iva —murmuró Duray—. Prefer i r ía retorcer le e l cuel lo a Bob. S i pudiera conocer con exact i tud la conducta de E l izabeth, me sent i r ía mucho mejor . E l la no está interesada por la magia negra, n i s iquiera remotamente. ¿Por qué le l levó Bob aquel los l ibros sobre satanismo?

—Bueno, e l tema es verdaderamente fasc inante —sugir ió A lan Robertson s in estar muy convencido—. E l nombre «Satán» procede de la palabra hebrea ut i l i zada para des ignar a un «adversar io», nunca se apl icó a un indiv iduo real . Zeus, desde luego, fue un jefe ar io que v iv ió hacia e l año 3500 a. C. , mientras que Woden v iv ió a lgo más tarde. En real idad, se l lamaba «Othinn» y fue un chamán de enorme fuerza personal , que h izo con su mente cosas que n i s iquiera yo puedo hacer con mi máquina. . . Pero estoy d ivagando de nuevo.

Duray h izo un s i lenc ioso gesto de asent imiento.

—Bien, entonces i rás a l Rumfuddle —di jo A lan Robertson—. Es, con mucho, lo mejor que puedes hacer , sean cuales sean las consecuencias.

—Me parece que sabes mucho más de lo que me estás d ic iendo.

A lan Robertson sonr ió y sacudió la cabeza.

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—He v iv ido con muchas incert idumbres entre mis mundos af ines y cas i -af ines. Nada es seguro; las sorpresas surgen en todas partes. Creo que e l mejor p lan consiste en acceder a las ex igencias de Bob. Después, s i E l izabeth se encuentra realmente a l l í , puedes d iscut i r la cuest ión con e l la .

—¿Qué harás tú? ¿Vendrás conmigo?

—Tengo dos opin iones. ¿Prefer i r ías tú que fuera?

—Sí —contestó Duray—. T ienes mucho más contro l que yo sobre Bob.

—¡No exageres mi inf luencia! É l es un hombre fuerte, a pesar de todas sus tonter ías . Conf idencia lmente, debo deci r te que me encanta que se ocupe de juegos inocentes antes que de. . . —Alan Robertson dudó un momento.

—¿Antes que. . . de qué?

—Antes de que su imaginación le impulse hacia juegos mucho menos inocentes. Quizá haya s ido demasiado ingenuo en todo esto. É l só lo t iene que esperar y l imitarse a ver lo que ocurre.

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De Memorias y ref lex iones :

«S i e l Pasado es una casa de muchas habi tac iones, entonces e l Presente es la más rec iente capa de p intura.»

A las cuatro de la tarde, Duray y Alan Robertson abandonaron e l a lbergue y, a t ravés de Ut i l i s , pasaron a la estac ión de San Francisco. Duray se había puesto un sombrío t ra je oscuro. A lan Robertson l levaba un tra je a lgo más informal : chaqueta azul y panta lones gr is pál ido. Se d i r ig ieron hacia e l armar io de Bob Robertson, para encontrarse con un carte l que decía: «¡No estoy en casa! Para e l Rumfuddle d i r ig i rse a l armar io de Roger Wai l le , RC3-96 y pasar a t ravés de é l hac ia Ekshayan.»

Los dos se d i r ig ieron a l armar io RC3-96, donde un nuevo carte l dec ía: «Rumfuddlers , ¡pasad! Todos los demás: ¡ fuera!»

Duray se encogió de hombros con desprec io y apartando la cort ina miró a t ravés del camino de paso para ver un sa lón rúst ico, de madera natura l , p intada de negro, ro jo , amar i l lo y con d ibujos f lora les azules y b lancos. Una puerta abierta ponía a l descubierto una gran extens ión de terreno abierto y de agua que br i l laba a la luz del so l de l atardecer . Duray y Alan Robertson pasaron, cruzaron e l vest íbulo y miraron hacia e l exter ior , donde v ieron un r ío que corr ía lentamente de norte a sur . Una l lanura se extendía hacia e l este, l legando hasta e l hor izonte. La or i l la occ identa l del r ío se mostraba confusa ante e l atardecer . Un camino corr ía hacia e l norte, conduciendo hacia una casa a l ta de arqui tectura excéntr ica. Una docena de bóvedas y cúpulas se recortaban contra e l c ie lo; los agui lones y las crestas creaban una gran cant idad de ángulos inesperados. Las paredes mostraban una textura s imi lar a la de escamas de pescado, con gui jos cortados a mano; unas columnas en espira l soportaban las estructuras del segundo y tercer p isos, donde lobos y osos, ta l lados con curvas y t razos v igorosos, aparec ían gruñendo, luchando, aul lando y bai lando. En la parte desde la que se dominaba e l r ío , una pérgola cubierta de parras lanzaba unas sombras moteadas; a l l í estaban sentados los Rumfuddlers .

A lan Robertson echó un v istazo a la casa, a un lado y a otro del r ío y a t ravés del prado.

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—Por la arqui tectura, la vegetac ión, la a l tura del so l y la nebl ina caracter íst ica, supongo que e l r ío es e l Don o e l Volga, y que más a l lá se ext iende la estepa. Por la ausencia de edi f ic ios , naves y artefactos supongo que e l t iempo en que nos encontramos es bastante pr imit ivo, quizá e l año 2000 ó 3000 a. C. , una época muy l lena de color . Los habi tantes de las estepas son nómadas; los esc i tas a l este; los ce l tas a l oeste, y a l norte se encuentra e l hogar de las t r ibus germánicas y escandinavas; y a l l í la mansión de Roger Wai l le , constru ida de un modo muy interesante, según la moda extravagante del barroco ruso. ¡Y , vaya! Creo que veo un buey en e l asador . Después de todo, hasta puede que d is f rutemos con nuestra v is i ta .

—Haz lo que quieras —murmuró Duray—. Yo prefer i r ía comer en casa lo antes pos ib le .

—Comprendo tu punto de v ista, desde luego —di jo A lan Robertson, apretando los labios—, pero quizá debamos re la jarnos un poco. La escena es majestuosa; la casa es del ic iosamente p intoresca; s in duda a lguna, ese buey será del ic ioso; quizá debamos adaptarnos a la s i tuac ión de acuerdo con sus propios términos.

Duray no pudo encontrar una respuesta adecuada, y se guardó sus opin iones para s í mismo.

—Bien —di jo A lan Robertson—, se t rata de mantener la t ranqui l idad. Veamos ahora lo que Bob y Roger mant ienen con tanto secreto.

Echó a andar por e l camino, d i r ig iéndose hacia la casa, con Duray s iguiéndole lentamente a uno o dos pasos de d istancia .

Debajo de la pérgola, un hombre se levantó e h izo osc i lar la mano, sa ludándoles; Duray reconoció la a l ta f igura de Bob Robertson.

—Acabáis de l legar en e l momento justo —di jo Bob, d i r ig iéndose a legremente a e l los—. Ni demasiado tarde, n i demasiado pronto. ¡Nos a legramos mucho de que hayáis venido!

—Sí , después de todo nos d imos cuenta de que podíamos aceptar tu inv i tac ión —di jo A lan Robertson—. Veamos, ¿conozco a a lguien? ¡Hola, Roger. . . ! Y Wi l l iam. ¡Ah! La del ic iosa Dora Gorsk i ; C ipr iano. . .

Miró a l rededor del c í rculo de rostros, sa ludando a los conocidos. Bob le d io a Duray una car iñosa palmada en e l hombro.

—¡Me a legro mucho de que hayas venido! ¿Qué quieres beber? Los habi tantes locales dest i lan un l icor a part i r de la leche fermentada de yegua, pero no te lo recomiendo.

—No he venido aquí para beber —di jo Duray—. ¿Dónde está E l izabeth?

—Vamos, v ie jo amigo —di jo Bob, mientras las comisuras de su ampl ia boca se contra ían—. No pongamos caras ser ias . ¡Esto es e l Rumfuddle! ¡Un momento para a legrarse y renovarse a s í mismo!. ¡Vete a bai lar un poco! ¡Div iértete! ¡Échate una bote l la de champaña sobre la cabeza! ¡ Juega con las chicas!

Duray miró los o jos azules durante un largo segundo. Se esforzó después por contener e l tono de su voz.

—¿Dónde está E l izabeth?

—Por ahí , en a lguna parte. Una mujer encantadora, tu E l izabeth. ¡Estamos encantados de que los dos esté is con nosotros!

Duray se apartó y se d i r ig ió hacia e l moreno y e legante Roger Wai l le .

—¿Quieres ser tan amable de l levarme adonde está mi esposa?

Wai l le e levó las ce jas , como s i se s int iera sorprendido por e l tono de voz de Duray.

—Estará char lando por ahí . S i es necesar io , supongo que la puedo traer en un momento.

Duray empezó a sent i rse r id ículo, como s i no hubiera s ido apartado de su mundo, como s i no estuviera sujeto a tormentos y dudas, y sospechó que en todo aquel lo había a lguna broma muy oscura.

—Es necesar io —di jo—. Nos marchamos.

—¡Pero s i acabas de l legar!

—Ya lo sé.

Wai l le se encogió de hombros, con una expres ión de d ivert ida perple j idad, y se volv ió para d i r ig i rse hacia la casa. Duray le s iguió. Pasaron por una puerta a l ta y estrecha y penetraron en un sa lón adornado con maravi l losos paneles de madera dorada y marrón, que Duray ident i f icó automát icamente como madera de castaño. Cuatro a l tas lámparas de cr ista l

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leonado encaradas hacia e l oeste l lenaban la sa la con una humeante luz semimelancól ica. Los sofás de roble, forrados de cuero, estaban s i tuados unos f rente a otros, sobre una a l fombra negra, marrón y gr is . Había adornos a ambos lados de los sofás, y cada uno de e l los soportaba un ornamentado candelabro dorado en forma de cabeza de c iervo. Wai l le indicó estos ú l t imos.

—Son impres ionantes, ¿verdad? Los esc i tas los h ic ieron para mí . Yo les pagué con cuchi l los de acero. Creen que soy un gran mago, y , de hecho, lo soy —elevó la mano en e l a i re y sacó una naranja que colocó después sobre uno de los sofás—. Aquí están E l izabeth y las otras mujeres.

En aquel instante E l izabeth penetró en e l sa lón acompañada por otras t res mujeres a las que Duray recordaba vagamente por habérselas encontrado en otra ocas ión. A l ver a Duray, E l izabeth se detuvo. Ensayó una sonr isa, y con un tono de voz l igero y extraño, d i jo :

—Hola, Gi l . Después de todo, has venido —se echó a re í r nerv iosamente y Duray se s int ió muy poco natura l—. S í , c laro, estás aquí . No cre ía que v in ieras.

Duray observó a las otras mujeres, que estaban junto a Wai l le mirándoles l lenas de expectac ión.

—Me gustar ía hablar cont igo a so las —di jo Duray.

—Perdónanos —di jo Wai l le—. Estaremos afuera.

Se marcharon y E l izabeth les observó anhelante, mientras jugueteaba con los botones de su chaqueta.

—¿Dónde están las n iñas? —preguntó Duray con sequedad.

—Arr iba, se están v ist iendo.

E l la se miró su propio vest ido, que representaba e l vest ido de f iesta de una campesina de Trans i lvania: una fa lda verde bordada con f lores ro jas y azules; una b lusa b lanca, una especie de chaleco de terc iopelo negro y unas br i l lantes botas negras.

Duray s int ió d isminuir su enojo, aunque su voz sonaba tensa e impaciente.

—No comprendo nada de todo esto. ¿Por qué cerraste los caminos de paso?

—Estaba aburr ida de la rut ina —contestó E l izabeth, ensayando una l igera sonr isa.

—¡Oh! ¿Y por qué no me lo d i j i s te ayer por la mañana? No tenías n inguna neces idad de cerrar los caminos de paso.

—Gi lbert , por favor , no d iscutamos eso.

Duray se echó hacia atrás, l leno de asombro.

—Muy bien —di jo f ina lmente—. No lo d iscut i remos. Ve arr iba y t rae a las n iñas. Nos marchamos a casa.

E l izabeth sacudió la cabeza y con un tono de voz neutra l d i jo :

—Es imposib le . Sólo hay abierto un camino de paso, y yo no lo tengo.

—¿Quién lo t iene? ¿Bob?

—Supongo que s í . En real idad, no estoy segura.

—¿Como lo cons iguió? Sólo había cuatro caminos de paso, y los cuatro estaban cerrados.

—Es bastante s imple. Quitó e l camino de paso de la c iudad de nuestro armar io y lo pasó a otro, dejando uno en b lanco en su lugar .

—¿Y quién cerró los otros t res?

—Yo lo h ice.

—¿Por qué?.

—Porque Bob me di jo que lo h ic iera. No quiero hablar ahora de eso. Estoy enferma de todo este asunto —y después, cas i musi tó—: No sé n i lo que voy a hacer conmigo misma.

—Yo s í sé muy bien lo que voy a hacer —di jo Duray, y se volv ió hacia la puerta.

E l izabeth e levó las manos y se apretó los puños contra e l pecho.

—No causes problemas, por favor . ¡É l nos cerrará nuestro ú l t imo camino de paso!

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—¿Es por eso por lo que le t ienes miedo? S i es as í , no lo tengas. A lan no lo permit i r ía .

E l rostro de E l izabeth empezó a contraerse. Echó a andar, pasando junto a Duray y d i r ig iéndose rápidamente hacia la terraza. Duray la s iguió, confundido y fur ioso. Miró a un lado y a otro de la terraza. Bob no estaba por a l l í . E l izabeth se había d i r ig ido hacia donde estaba Alan Robertson; habló con un tono de voz urgente y prec ip i tado. Duray acudió a reunirse con e l los . Entonces, E l izabeth se mantuvo en s i lenc io y se volv ió , ev i tando la mirada de Duray.

—¿No es éste un lugar maravi l loso? —preguntó Alan Robertson con una voz que intentaba ser a legre—. ¡Mirad cómo br i l la e l so l poniente sobre e l r ío!

Roger Wai l le l legó en aquel momento, empujando un carro de mano con h ie lo , vasos y una docena de bote l las .

—De todos los lugares que hay en todas las T ierras, éste es mi favor i to —di jo—. Le l lamo Ekshayan, que es e l nombre esc i ta con que se des igna este d istr i to .

—¿No es muy f r ío y crudo en e l inv ierno? —preguntó una mujer .

—¡Es terr ib le! —admit ió Wai l le—. Las vent iscas bajan desde e l norte; pero después se det ienen y todo e l pa isa je permanece en s i lenc io. Los d ías son muy cortos y e l so l se pone tan ro jo como una amapola. Los lobos sa len de los bosques y a l anochecer rondan la casa. Cuando br i l la la luna l lena aúl lan como esas brujas i r landesas que anuncian la muerte, o quizá sean las propias brujas las que están aul lando. Yo permanezco sentado junto a l fuego de la chimenea, encantado.

—Se me ha ocurr ido pensar muchas veces —di jo Manfred Funk—, que cada persona, a l se lecc ionar un determinado lugar para insta lar su casa, revela mucho sobre su propia personal idad. Inc luso en la v ie ja T ierra, e l hogar de un hombre era normalmente un s imulacro s imból ico del propio hombre. Ahora, con todas las opciones de que d isponemos, e l hogar de una persona ref le ja a la propia persona.

—Eso es muy c ierto —observó Alan Robertson— y, desde luego, Roger no neces i ta temer e l haber revelado cualquier aspecto desacredi table de s í mismo por habernos enseñado su hogar bastante grotesco en las estepas so l i tar ias de la Rus ia prehistór ica.

—Esta casa grotesca no soy yo —di jo Roger Wai l le echándose a re í r—. S implemente pensé que era muy adecuado insta lar la . Vamos, Duray, no bebes nada. Esto es vodka f r ío ; lo puedes mezclar o bebérte lo d i rectamente para probar lo .

—No, grac ias , eso no es para mí .

—Como quieras. Perdonadme un momento. Me l laman en a lguna otra parte.

Wai l le se marchó, empujando ante é l e l carr i to . E l izabeth se inc l inó, como s i deseara seguir le , pero f ina lmente permaneció junto a Alan Robertson, mirando pensat ivamente hacia e l r ío .

Duray habló con Alan Robertson como s i e l la no estuviera a l l í .

—El izabeth se n iega a marcharse. Bob la ha h ipnot izado.

—Eso no es c ierto —di jo E l izabeth con suavidad.

—De a lgún modo, de una forma u otra, la está obl igando a quedarse. Y e l la no me di rá por qué.

—Quiero volver a recuperar los caminos de paso —di jo E l izabeth, pero su voz sonó débi l e inc ierta.

A lan Robertson se ac laró la garganta.

—Apenas sé qué deci r . Se t rata de una s i tuac ión muy penosa. Ninguno de nosotros quiere crear n inguna molest ia . . .

—En eso andas equivocado —di jo Duray.

—Mantendré una conversac ión con Bob después de la reunión —di jo A lan Robertson, ignorando la observación de Duray—. Mientras tanto, no veo por qué no vamos a poder d is f rutar de la compañía de nuestros amigos, ¡y de ese maravi l loso buey asado! ¿Quién lo está cuidando? Le conozco de haber lo v isto en a lguna parte.

—¿Después de todo lo que nos ha hecho? —preguntó Duray, que apenas s i podía expresarse del cora je que sent ía .

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—Ha ido muy le jos , demasiado le jos —admit ió A lan Robertson—. S in embargo, es un extravagante i r ref lex ivo y creo que no ha l legado a comprender todos los inconvenientes que te ha causado.

—Lo sabe muy bien. Lo que sucede es que no le preocupa en absoluto.

—Quizá sea as í —admit ió A lan Robertson de mal humor—. S iempre había conf iado, pero eso no v iene a l caso. Aún s igo pensando que debemos actuar con moderación. Es mucho más fác i l no hacer nada, que hacer a lgo mal .

De repente, E l izabeth cruzó la terraza y se d i r ig ió hacia la puerta que daba a la casa a l ta , donde acababan de aparecer sus t res h i jas: Dol ly , de doce años; Joan, de d iez, y E l len, de ocho. Todas e l las iban vest idas con tra jes t íp icos de campesina, en verde, b lanco y negro, y l levaban puestas lustrosas botas negras. Duray pensó que tenían un aspecto magní f ico. S iguió a E l izabeth, cruzando la terraza.

—¡Es papá! —exclamó El len, que se arro jó en sus brazos.

Las otras dos n iñas, por no ser menos h ic ieron lo mismo.

—Creíamos que no vendr ías a la f iesta —gr i tó Dol ly—. Me gusta que hayas venido.

—Y a mí también.

—Y a mí igual .

—Yo también me a legro de haber venido, aunque sólo sea para veros con esos boni tos vest idos. Vayamos a ver a l abuelo Alan.

Las l levó a t ravés de la terraza y, t ras un momento de duda, E l izabeth les s iguió. Duray se d io cuenta de que todo e l mundo había dejado de hablar para mirar les a é l y a su fami l ia , con una cur ios idad que parec ía extraordinar ia , e inc luso ávida, como s i se esperara a lgún t ipo de conducta extravagante por su parte. Duray empezó a arder por dentro, l leno de encontradas emociones. Una vez, hac ía ya mucho t iempo, mientras cruzaba una ca l le de San Francisco, había s ido atropel lado por un vehículo, rompiéndose una p ierna y f racturándose una c lav ícula , Cas i en e l mismo instante en que fue atropel lado, los peatones acudieron empujándose para ver le , y Duray, levantando la mirada, y s int iendo e l dolor y la conmoción, só lo v io un c í rculo de caras b lancas y o jos intensos, arremol inados como moscas a l rededor de un charco de sangre. L leno de una fur ia h istér ica, se puso en p ie sobre una p ierna, golpeando todas las caras que se encontraban a su a lcance, s in d ist inguir entre hombres y mujeres. Les odiaba mucho más que a l hombre que le había atropel lado. Eran como demonios que habían acudido para d is f rutar de su dolor . De haber poseído un poder mi lagroso, les habr ía aplastado, convir t iéndoles a todos en un montón de carne detestable, para lanzar los después a t re inta k i lómetros de d istancia , hac ia e l océano Pací f ico. Ahora, una débi l sombra de aquel la misma emoción le afectaba, pero hoy no les podía ofrecer n ingún placer ant inatura l . Lanzó una sola mirada de f r ío desprec io hacia e l grupo, y después, cogiendo a sus t res h i jas con rostro impaciente, las l levó hacia un banco s i tuado en la parte poster ior de la terraza. E l izabeth le s iguió, moviéndose como un autómata. Se sentó en un extremo del banco y miró hacia e l r ío . Duray se quedó mirando f i jamente a los Rumfuddlers , obl igándoles a apartar sus miradas hac ia donde se estaba asando e l buey. Un hombre joven, con una chaqueta b lanca, le daba vuel tas a l asador; otro pr ingaba la carne con una escobi l la de mango largo. Un par de or ienta les sacaron una mesa de tr inchar , y otro t ra jo e l t r inchante; un cuarto empujó un carr i l lo l leno de ensaladas, hogazas de pan redondo y cru j iente, t rozos de queso y arenques. Un quinto hombre, vest ido como un g i tano de Trans i lvania, sa l ió de la casa con un v io l ín . Se d i r ig ió hacia una esquina de la terraza y comenzó a tocar una música melancól ica de las estepas.

Bob Robertson y Roger Wai l le inspeccionaron e l buey, que ofrec ía un aspecto realmente maravi l loso. Duray intentó mantener una pétrea imparc ia l idad, pero su nar iz no podía ser repr imida fác i lmente. E l o lor de la carne asada, del a jo y las h ierbas, le tentó s in p iedad. Bob Robertson regresó a la terraza y e levó las manos p id iendo la atención de todos; e l v io l in ista dejó de tocar su instrumento.

—Contro lad vuestro apet i to; aún fa l tan unos pocos minutos, durante los que podemos d iscut i r sobre nuestro próximo Rumfuddle. Nuestro inte l igente colega Bernard Ul lman nos recomienda un mesón en los Adirondacks: e l mesón del lago Zaf i ro . E l hote l fue constru ido en 1902, de acuerdo con los más a l tos n ive les de la comodidad edwardiana. La c l iente la procede de los c í rculos comerc ia les de Nueva York. La coc ina está autor izada por la ley judía; la d i recc ión mant iene una atmósfera de contagiante amabi l idad; la fecha ser ía la de 1930. Bernard ha obtenido fotograf ías . Roger, por favor . . .

Wai l le separó una cort ina, dejando a l descubierto una panta l la . Manipuló e l proyector y e l hote l aparec ió en la pantal la : se t rataba de una compl icada estructura, en buena parte de madera, desde la que se dominaban var ias áreas de parque y un suave val le .

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—Gracias, Roger. Creo que también tenemos a lgunas fotograf ías del personal . . .

En la panta l la aparec ió un grupo que posaba con bastante r ig idez, compuesto por unos t re inta hombres y mujeres, todos e l los sonr iendo, con d iversos grados de afabi l idad. Los Rumfuddlers se s int ieron muy divert idos, y a lgunos de e l los Se r ieron d is imuladamente.

—Bernard informa muy favorablemente sobre la coc ina, las d ivers iones y e l encanto de la zona en general . ¿Estoy en lo c ierto, Bernard?

—En todo —declaró Bernard Ul lman—. La d i recc ión es atenta y ef ic iente. La c l iente la está b ien establec ida.

—Muy bien —di jo Bob Robertson—, a menos que a lguien tenga a lguna idea más atract iva, ce lebraremos nuestro próximo Rumfuddle en e l mesón del lago Zaf i ro . Y ahora creo que ya debe estar l i s to e l buey asado; ya se le ha dado la ú l t ima vuel ta .

—Cierto —di jo Roger Wai l le—, y Tom, como s iempre, ha real izado un trabajo excelente con e l asador .

E l buey fue l levado hasta la mesa. E l t r inchador comenzó a t rabajar con gran voluntad. Duray se d i r ig ió a hablar con Alan Robertson, quien parpadeó con inquietud a l ver le aproximarse.

—¿Ent iendes la razón de estas reuniones? —le preguntó— ¿Estás ya en e l juego?

—Desde luego, no «estoy» en e l juego —contestó Alan Robertson, hablando de un modo prec iso, y después, dudando, añadió—: Los Rumfuddlers no volverán a inmiscuirse n i cont igo, n i con tu fami l ia . Estoy seguro de eso. Bob se ha extra l imitado; ha demostrado tener poco ju ic io , y tengo la intención de mantener una tranqui la conversac ión con é l . De hecho, ya hemos intercambiado unas cuantas opin iones. Por ahora, lo mejor que puedes hacer es actuar con imparc ia l idad y s in preocupaciones.

—¿Crees entonces que yo y mi fami l ia debemos soportar e l ataque de las bromas de Bob? —preguntó Duray con una s in iestra amabi l idad.

—Eso es ver la s i tuac ión de una forma muy dura, pero, en cualquier caso, mi contestac ión no puede ser más que af i rmat iva.

—Yo no estoy tan seguro. Mis re lac iones con E l izabeth ya no son las mismas. Y de eso t iene la culpa Bob.

—Para c i tar un v ie jo proverbio, te d i r ía : «Cuanto menos se d iga, menos se tendrá que rect i f icar .»

—Cuando Wai l le mostró la fotograf ía del personal del hote l —comentó Duray, cambiando de tema—, tuve la impres ión de que a lgunos de los rostros me eran fami l iares. Pero antes de poder estar seguro la imagen desaparec ió de la panta l la .

—Será mejor que no s igamos hablando del tema, Gi lbert —di jo A lan Robertson, as int iendo de mala gana—. En lugar de eso. . .

—Yo ya he l legado demasiado le jos con esta s i tuac ión —observó Duray—, y ahora quiero saber la verdad.

—Muy bien —di jo A lan Robertson con i ronía—. Tus inst intos son muy agudos. La d i recc ión del mesón del lago Zaf i ro , en c i rcunstancias af ines, ha a lcanzado una reputac ión bastante mala. Ta l y como has supuesto, comprende a la más a l ta d i recc ión del Part ido Nacional Soc ia l is ta A lemán durante e l año 1938, o aproximadamente por esa época. E l d i rector , desde luego, es Hi t ler ; e l recepcionista es Goebbels ; e l maitre es Goer ing; los botones son Himmler y Hess, y as í cont inúa la l i s ta de nombres. Natura lmente, no conocen las act iv idades de sus af ines en otros mundos. La mayor parte de la c l iente la está formada por judíos, lo que proporc iona un humor macabro a la s i tuac ión.

—¡ Incre íb le! —exclamó Duray—. ¿Qué me dices de la reunión de Rumfuddlers a la que as ist imos de incógnito?

—¿Te ref ieres a l equipo de fútbol de la escuela super ior? Los campeones de Texas de 1951, según recuerdo —Alan Robertson sonr ió bur lonamente—. Bien que se lo merecían. Bob ident i f icó a los jugadores en nuestra conversac ión. ¿Estás interesado en conocer la a l ineación?

—Mucho.

A lan Robertson se sacó una hoja de papel del bols i l lo .

—Creo que. . . s í , es ésta —y tendió la hoja de papel a Duray, quien v io en e l la una a l ineación esquemát ica:

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

PUERTA

Aqui les

DEF. DER. DEF. CEN. DEF. IZQ.

Ricardo B i l ly «El Niño» Car lomagno

Corazón de León

MEDIO DER. MEDIO IZQ.

Sansón Hércules

EXT. DER. DEL. CENTRO EXTR. IZQ.

Jerónimo Gol iat S i r Galahad

INT. DER. INT. IZQ.

Cuchula in Maquiavelo

—¿Y tú estás de acuerdo con todo esto? —preguntó Duray, devolv iéndole e l papel .

—En real idad, fu i yo mismo quien lo impulsé —di jo A lan Robertson, s int iéndose un poco molesto—. Un d ía , char lando con Bob, observé que a la raza humana se le podía ahorrar mucho trabajo s i los más notor ios causantes del mal hubieran s ido d i r ig idos durante los pr imeros años de su v ida hacia ambientes que les permit ieran a lcanzar objet ivos construct ivos para sus energías. Especulé con la idea de que quizá nuestra tarea consist ía en tener la competencia necesar ia para hacer lo as í y real izar ta les cambios. Bob se interesó mucho por la idea y formó entonces su grupo, los Rumfuddlers , para real izar la tarea que yo había suger ido. Con toda ingenuidad, cre í que Bob y sus amigos se sent ían mucho más atra ídos por la pos ib i l idad de entretenerse que por e l a l t ru ismo, pero que, en def in i t iva, e l efecto era e l mismo.

—Los jugadores de fútbol no fueron todos personajes mal ignos —di jo Duray— Sir Galahad, Car lomagno, Sansón, R icardo Corazón de León. . .

—Eso es muy c ierto —admit ió A lan Robertson—, y as í se lo indiqué a Bob. É l me aseguró que todos fueron pendencieros y obst inados, con la pos ib le excepción de S i r Galahad; que Car lomagno, por e jemplo, había conquistado muchos terr i tor ios s in n ingún propósi to en part icu lar ; que Aqui les , un héroe nacional para los gr iegos, fue un enemigo cruel de los t royanos, y lo mismo todos los demás. Sus just i f icac iones son quizá un poco tendenciosas. S in embargo, todos estos hombres jóvenes están mucho mejor ocupados en hacer correcc iones, que en cortar cabezas.

—¿Cómo se han arreglado todas esas cuest iones? —preguntó Duray a l cabo de un instante.

—No estoy completamente seguro. Creo que por un medio u otro, los n iños deseados son intercambiados por otros con apar iencia s imi lar . E l n iño as í obtenido es cr iado en c i rcunstancias apropiadas.

—Esa broma parece muy e laborada y bastante aburr ida.

—¡Prec isamente! —declaró Alan Robertson—. ¿Puedes imaginar un método mejor para mantener a una persona como Bob a le jada de todo t ipo de travesuras?

—Desde luego —contestó Duray—. Hay que temer las consecuencias que de todo esto se puedan der ivar .

Frunció e l ceño a l mirar por la terraza. Bob se había detenido para hablar con E l izabeth. Tanto e l la como las t res n iñas se levantaron a l l legar é l . Duray se d i r ig ió hacia e l los .

—¿Qué es lo que sucede?

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—Nada de importancia —contestó Bob—. E l izabeth y las n iñas van a ayudar a serv i r a los inv i tados —miró hacia la mesa de serv ic io , y después, vo lv iéndose hacia Duray, preguntó—: ¿Quieres tú ayudar a t r inchar?

E l brazo de Duray se movió de un modo incontenib le . Su puño pegó contra la mandíbula de Bob, enviándole, retrocediendo y dando traspiés, contra uno de los or ienta les vest idos de b lanco, que l levaba una bandeja con comida. Los dos cayeron a l suelo, en un amasi jo . Los Rumfuddlers se s int ieron conmocionados y d ivert idos a l mismo t iempo, y observaron la escena con mayor atención.

Bob se levantó e legantemente y ayudó a levantarse a l or ienta l . Después, mirando hacia Duray, sacudió la cabeza con tr is teza. A l encontrarse con su mirada, Duray perc ib ió un br i l lo azul pál ido; pero inmediatamente, Bob adoptó una act i tud tranqui la y suave. E l izabeth habló con un tono de voz desesperado, pero en voz baja:

—¿Por qué no podías haber hecho lo que te ha pedido? Habr ía s ido todo tan senci l lo .

—El izabeth puede tener razón —di jo A lan Robertson.

—¿Y por qué ha de tener razón? —preguntó Duray—. ¡Somos sus v íct imas! Tú le has permit ido que l levara adelante esta broma, y ahora no le puedes contro lar .

—¡No es c ierto! —declaró Alan—. He intentado imponer f renos muy r igurosos a los Rumfuddlers , y seré obedecido.

—El daño ya está hecho, a l menos en lo que a mí respecta —di jo Duray amargamente—. Vamos, E l izabeth, nos marchamos a casa.

—No podemos volver a casa. Bob t iene e l camino de paso.

A lan Robertson lanzó un profundo suspiro y tomó una decis ión. Se d i r ig ió hacia donde se encontraba Bob, con una copa de v ino en la mano, f rotándose la mandíbula con la otra. A lan Robertson habló a Bob con amabi l idad, pero con autor idad. Bob contestó con lent i tud. A lan Robertson volv ió a hablar , con mayor decis ión en sus palabras. Bob se l imitó a encogerse de hombros. A lan Robertson esperó un momento; después regresó hacia donde se encontraban Duray, E l izabeth y las t res n iñas.

—El camino de paso se encuentra en su apartamento de San Francisco —di jo A lan Robertson con voz t ranqui la—. Os lo devolverá una vez haya acabado la reunión. No quiere marcharse ahora para hacer lo .

Una vez más, Bob sol ic i tó la atención de los Rumfuddlers .

—Por pet ic ión popular , vamos a volver a pasar e l in forme de nuestra ú l t ima reunión, que será l levado a cabo por uno de nuestros más d ist inguidos, d i l igentes e ingeniosos Rumfuddlers , Manfred Funk. E l local es e l Establo Rojo, un local de carretera s i tuado a unos d iec iocho k i lómetros de Urabana, I l l ino is ; la época es a f ina les del verano de 1926; la ocas ión es un concurso de char lestón. La música está tocada por los legendar ios Wolver ines, y podréis escuchar la fabulosa corneta de León Bismarck Beiderbecke —Bob sonr ió con c ierto mal humor, como s i la música no fuera de su gusto—. Fue ésta una de nuestras mejores ocas iones, y aquí la volvemos a reproducir .

La panta l la mostró e l inter ior de una sala de bai le , abarrotada de jóvenes exc i tados de ambos sexos. A l fondo, sobre una tar ima, se encontraban las Wolver ines, l levando smoking; f rente a e l las se encontraban los concursantes: ocho apuestos jóvenes y ocho boni tas mujeres con fa ldas cortas. Un locutor se adelantó hacia e l estrado, d i r ig iéndose a l públ ico a t ravés de un megáfono:

—¡Los concursantes están numerados del uno a l ocho! Por favor , se ruega a la concurrencia que les anime. E l premio es e l magní f ico t rofeo y c incuenta dólares en efect ivo; la presentac ión correrá a cargo del ganador del año pasado, Boozy Horman. Recuerden: en e l pr imer bai le e l iminaremos a cuatro concursantes; en e l segundo a dos, y después del tercer bai le e legiremos a nuestros ganadores. As í pues: ¡B ix y las Wolver ines y «Función Sensacional»!

La banda empezó a tocar y los concursantes empezaron a moverse.

—¿Quiénes son esa gente? —preguntó Duray.

A lan Robertson le contestó con un tono indi ferente de voz:

—Los jóvenes proceden de la local idad y no t ienen n inguna importancia. Pero f í jate en las mujeres; no cabe la menor duda de que las encontrarás atract ivas. Y no serás e l único. Son Helena de Troya, Deirdre, Mar ía Antonieta, C leopatra, Salomé, lady Godiva, Nefert i t i y Mata Har i .

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Duray emit ió un seco gruñido. La música se detuvo; hubo aplausos por parte del públ ico, y e l locutor e l iminó a Mar ía Antonieta, C leopatra, Deirdre y Mata Har i , as í como a sus respect ivos compañeros. Las Wolver ines tocaron entonces la p ieza Pies nerv iosos , y los cuatro concursantes que quedaban bai laron con gran energía y dedicac ión, pero Helena de Troya y Nefert i t i fueron e l iminadas. Las Wolver ines tocaron después Función T igre . Sa lomé, lady Godiva y sus respect ivos compañeros bai laron con un d ivert ido entus iasmo. Después de ca lcular cuidadosamente e l vo lumen de los aplausos, e l locutor concedió e l premio a lady Godiva y a su compañero. En la panta l la aparec ió un pr imer p lano de los dos rostros fe l ices; en un exceso de a legr ía por e l t r iunfo, los dos se abrazaron y se besaron. La panta l la quedó después a oscuras. Después de la v ivac idad del Establo Rojo, la terraza s i tuada sobre e l Don parec ió monótona e ins íp ida.

Los Rumfuddlers se acomodaron en sus as ientos. A lgunos lanzaron exc lamaciones para demostrar su a legr ía; otros se quedaron mirando f i jamente hacia la vasta y vac ía superf ic ie del r ío .

Duray miró, t ratando de encontrar a E l izabeth; se había marchado. Después, la v io entre inv i tados, acompañada por otras t res mujeres jóvenes, s i rv iendo v ino con unas jarras esc i tas .

—Forman una bonita imagen, ¿verdad? —di jo una voz t ranqui la .

Duray se volv ió para ver a Bob, que estaba justo detrás de é l ; su boca se contra jo en una sonr isa, pero sus o jos br i l laban con un color azul pál ido.

Duray se volv ió , dándole la espalda y Alan Robertson, que estaba cerca, d i jo :

—Esta no es una s i tuac ión del todo agradable, Bob, y de hecho le fa l ta toda c lase de encanto.

—Quizá en otros Rumfuddlers futuros, cuando mi rostro se s ienta mejor , surgi rá e l encanto. Perdóname. Creo que tengo que animar la reunión —avanzó y añadió entonces—: Tenemos una función f ina l : rarezas e improvisac iones, v iñetas e imágenes, cada una en su est i lo , entretenidas e instruct ivas. Roger, pon en marcha e l mecanismo, por favor .

Roger Wai l le dudó un momento y miró de sos layo a Alan Robertson.

—El número es e l sesenta y dos, Roger —di jo Bob.

Roger Wai l le aún dudó un instante, pero f ina lmente se encogió de hombros y se d i r ig ió hacia e l proyector .

—El mater ia l es nuevo —di jo Bob—, por lo que agradecer ía un comentar io . Pr imero, veremos un episodio de la v ida de Richard Wagner, ese composi tor dogmát ico y a veces i rasc ib le . Es e l año 1843, y todo se desarro l la en Dresden. Wagner se d ispone a as ist i r , en una noche de verano, a una nueva ópera, El guerrero cantor , obra de un composi tor desconocido. Baja de su carruaje delante del edi f ic io de la ópera; entra en e l inter ior y se s ienta en su palco. F í jate en la d ignidad de su postura, en la autor idad de sus gestos. Empieza la música. ¡Escucha! —desde e l proyector se escuchó e l sonido de la música—. Es la obertura —informó Bob—. Pero f í jate en Wagner, ¿por qué parece estar tan asombrado? ¿Por qué se ha quedado tan estupefacto? Escucha la música como s i no la hubiera escuchado nunca. Y , de hecho, no la ha escuchado; só lo ayer escr ib ió unas pocas notas pre l iminares sobre este opus en part icu lar , a l que é l p laneaba denominar TannHauser ; hoy, como por arte de magia, la puede escuchar ya acabada. Esta noche, Wagner regresará a casa lentamente, y quizá en su d istracc ión pegará a l perro «Schmutz i» . Y ahora, pasemos a una escena d i ferente: estamos en San Petersburgo, en e l año 1880 y en los establos s i tuados a l fondo del Pa lac io de Inv ierno. E l carruaje de dorado marf i l empieza a marchar para recoger a l zar y a la zar ina, y l levar les a una recepción que se ce lebra en la embajada br i tánica. F í jate en los conductores: r íg idos, b ien vest idos, muy atentos a su t rabajo. La barba de Marx está muy bien arreglada; la barba de chivo de Lenin no es tan pronunciada. Un mozo se acerca para ver cómo se marcha e l carruaje. T iene un l igero parpadeo en los o jos , como Sta l in .

La panta l la se oscurec ió una vez más, y después se i luminó para mostrar la ca l le de una c iudad l lena de escaparates de automóvi les y lotes de coches usados.

—Esta es una de las proyecciones de Shawn Henderson. Los cuatro coches de segunda mano son conducidos por hombres que, en otras c i rcunstancias, fueron notables re l ig iosos: profetas y cosas as í . Ese hombre de rasgos y mirada a lerta a l f rente de su «Qual i ty Motors», por e jemplo, es Mahoma. Shawn está l levando a cabo una cuidadosa invest igac ión y en nuestro próximo Rumfuddle nos informará sobre sus contactos con estas cuatro famosas f iguras.

A lan Robertson se adelantó con act i tud a lgo t ímida. Se ac laró la garganta y d i jo :

—No me gusta jugar e l papel de aguaf iestas, pero me temo que no me queda otra e lecc ión. No habrá más Rumfuddlers . Nuestros objet ivos or ig inales han s ido descuidados y perc ibo en

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todo esto demasiados episodios de f r ivo l idad s in propósi to a lguno, e inc luso de crueldad. Pueden extrañarse ustedes de lo que parece una decis ión repent ina, pero he estado considerando la cuest ión desde hace var ios d ías . Los Rumfuddlers se han encaminado en una d i recc ión indeseable y puede ser que l leguen a convert i rse en un nuevo y grotesco v ic io que, desde luego, está muy le jos de nuestra idea or ig inal . Estoy convencido de que toda persona sensib le , después de unos instantes de ref lex ión, estará de acuerdo conmigo en que ahora es e l momento de detener todo esto. La semana que v iene me pueden devolver todos los caminos de paso hacia aquel los mundos en los que mant ienen res idencia.

Los Rumfuddlers se quedaron sentados, murmurando entre s í . A lgunos volv ieron unas miradas l lenas de resent imiento hacia Alan Robertson; otros, se l imitaron a serv i rse más pan y carne. Bob se acercó a Alan y a Duray. Habló con una act i tud tranqui la :

—Debo deci r que tus amonestac iones l legan con toda la del icadeza de un rayo i luminador. Podr ía representar a Jehová arro jando a los ángeles ca ídos, en un est i lo muy s imi lar .

—Ahora, Bob, estás d ic iendo insensateces —di jo A lan Robertson, sonr iendo—. Las s i tuac iones no son en modo a lguno s imi lares. Jehová estaba l leno de fur ia . Yo impongo mis restr icc iones l leno de la mejor buena voluntad, de modo que podamos d i r ig i r nuestras energías hacia propósi tos construct ivos.

Bob echó la cabeza hacia atrás y comenzó a re í r .

—Pero los Rumfuddlers han perdido la costumbre del t rabajo. Lo único que deseamos es d ivert i rnos, y , después de todo, ¿qué hay de nocivo en nuestras act iv idades?

—La tendencia es amenazadora, Bob —observó Alan Robertson con un razonable tono de voz—. En vuestras d ivers iones surgen e lementos desagradables, de un modo tan s ig i loso que n i s iquiera tú te das cuenta de e l los . Por e jemplo, ¿por qué atormentar a l pobre Wagner? Desde luego, en esa acc ión ha habido una crueldad gratui ta , só lo para conseguir un rato de d ivers ión para todos vosotros. Y , como la cuest ión está en e l a i re , deploro s inceramente la forma en que has t ratado a Gi lbert y a E l izabeth. Les has causado inconvenientes extraordinar ios y , en e l caso de E l izabeth, un verdadero sufr imiento. Gi lbert ha conseguido recuperarse un poco, y e l equi l ibr io parece muy inestable.

—Gi lbert es demasiado impuls ivo —comentó Bob—. Demasiado voluntar ioso y egocéntr ico, como ha s ido s iempre.

—No hay neces idad de i r más le jos —di jo A lan Robertson levantando la mano—. Sugiero que no d igas nada más a l respecto.

—Como quieras, aunque la cuest ión, cons iderada desde e l punto de v ista de la rehabi l i tac ión, no t iene la menor importancia. Podemos just i f icar ampl iamente e l t rabajo desarro l lado por los Rumfuddlers .

—¿Qué quieres deci r , Bob? —preguntó Duray con tranqui l idad.

A lan Robertson emit ió un sonido perentor io , pero Duray añadió:

—Déja le deci r lo que quiera y acaba con todo esto. De todos modos, é l p lanea deci r lo .

Se produjo un momento de s i lenc io. Bob miró a t ravés de la terraza, hac ia donde los t res or ienta les estaban pasando los restos de la comida hacia un carro de serv ic io .

—¿Y b ien? —preguntó Alan Robertson con suavidad—. ¿Has tomado tu decis ión?

Bob extendió su mano, con una perple j idad ostens ib le .

—¡No te ent iendo! Únicamente pretendo rehabi l i tarme a mí mismo, y a los Rumfuddlers . Creo que hemos desarro l lado una tarea espléndida. Hoy hemos permit ido que Torquemada asara un buey muerto, en lugar de un here je v ivo; e l marqués de Sade ha real izado sus oscuras neces idades ocupándose de untar la carne con una brocha y, ¿te has f i jado en e l ce lo con que Iván e l Terr ib le ha transportado e l buey? Nerón, que tenía un verdadero ta lento, ha tocado su v io l ín . At i la , Genghis Khan y Mao Tsé Tung han serv ido ef ic ientemente a los inv i tados. E l v ino ha s ido serv ido por Mesal ina, Lucrec ia Borgia, Dal i la y E l izabeth, la encantadora esposa de Gi lbert . Sólo Gi lbert ha fa l lado a l no demostrar su rehabi l i tac ión, pero a l menos nos ha proporc ionado una imagen encantadora y memorable: Gi l les de Rais , E l izabeth y sus t res h i jas v í rgenes. Ha s ido suf ic iente. En cualquier caso, hemos demostrado que la rehabi l i tac ión no es una palabra s in sent ido.

—No en todos los casos —di jo A lan Robertson—, y especí f icamente en e l tuyo.

—No te comprendo —admit ió Bob, mirándole con recelo.

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—Al igual que Gi lbert , no ignoras tu pasado. Voy a revelar ahora las c i rcunstancias, para que comprendas a lgo de t i mismo y t rates de dar le un g i ro a las tendencias que han convert ido a tu af ín en un e jemplar de crueldad, caute la y t ra ic ión.

Bob se echó a re í r , con un sonido f rági l como el del h ie lo a l romperse.

—Admito sent i r un terr ib le interés.

—Te recogí en un bosque s i tuado a unos mi l quin ientos k i lómetros de este mismo lugar , mientras seguía la p ista del or igen de los d ioses nórdicos. Tu nombre era Loki . Por razones que ahora no v ienen a l caso, te l levé a San Francisco y a l l í crec iste hasta a lcanzar la madurez.

—Así es que yo soy Loki .

—No. Eres Bob Robertson, del mismo modo que éste es Gi lbert Duray, y aquí está su esposa E l izabeth. Loki , Gi l les de Rais , E l izabeth Báthory, son nombres apl icados a mater ia les humanos que no han funcionado b ien del todo. Gi l les de Rais , de acuerdo con las pruebas que se poseen, sufr ió un tumor cerebral ; cayó en sus v ic ios tan pecul iares después de una larga y honorable carrera. E l caso de la pr incesa E l izabeth Báthory es mucho menos c laro, pero puede uno sospechar la acc ión de la s í f i l i s y las cons iguientes les iones cerebrales.

—¿Y qué hay del pobre Loki? —preguntó Bob con un dramat ismo exagerado.

—Loki no parec ía sufr i r de nada, excepto de una v i leza a l est i lo de la ant igua usanza.

—¿Así que esas cual idades son las que se me apl ican a mí? —preguntó Bob, que parec ía preocupado.

—Tú no eres necesar iamente idént ico a tu af ín . S in embargo, te advierto que debes tener mucho cuidado con lo que haces, y en lo que a mí respecta, puedes considerarte como en per íodo de prueba.

—Como digas —di jo Bob, mirando por encima del hombro a Alan Robertson—. Permíteme un momento; has destrozado la reunión y todo e l mundo se está marchando. Quiero hablar con Roger.

Duray se movió para interponerse en su camino, pero Bob le apartó, empujándole suavemente en e l hombro, y atravesó la terraza, mientras a Duray le br i l laba la mirada.

—Conf ío en que hayamos l legado a l f ina l de todo esto —comentó E l izabeth en un tono de voz t r is te .

—Nunca tendr ías que haber le escuchado —gruñó Duray.

—No le escuché. Lo le í todo en uno de los l ibros de Bob. V i tu fotograf ía . No podía. . .

—No atormentes a la pobre E l izabeth —interv ino Alan Robertson—. La cons idero una mujer sens ib le y va l iente. Hizo lo mejor que pudo.

—Ya nos hemos ocupado de todo —di jo Bob, regresando y hablando car iñosamente—. Todo excepto uno o dos deta l les .

—El pr imero de esos deta l les es la devoluc ión del camino de paso a Gi lbert . Tanto é l como El izabeth, por no hablar de Dol ly , Joan y E l len, están ans iosos por regresar a casa.

—Podéis quedaros aquí , con nosotros —di jo Bob—. Esa es probablemente la mejor so luc ión.

—No tengo la menor intención de quedarme aquí —di jo A lan Robertson, s int iéndose l igeramente sorprendido. Nos marchamos inmediatamente.

—Tienes que cambiar de p lanes —di jo Bob—. Ya me he cansado de tus reproches. A Roger no le importa abandonar la casa, pero está de acuerdo en que éste es e l momento más adecuado para tomar unas decis iones f ina les sobre la cuest ión.

A lan Robertson f runció e l ceño desagradablemente.

—Esa broma es de muy mal gusto, Bob.

Roger Wai l le se les acercó, procedente de la casa; su rostro aparec ía a lgo sombrío.

—Todos están encerrados. Sólo queda abierta la puerta pr inc ipal .

—Creo que dejaremos a Bob y a Roger con sus fantas ías sobre e l Rumfuddle —di jo A lan Robertson, d i r ig iéndose a Gi lbert—. Cuando vuelva a su sano ju ic io , te conseguiremos tu camino de paso. Vámonos, pues. ¡E l izabeth! ¡Niñas!

—Alan —di jo Bob con suavidad—. Tú te quedas aquí . Para s iempre. Yo me haré cargo de la máquina.

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—¿Cómo te propones obl igarme? —preguntó. A lan Robertson con tranqui l idad—. ¿Por la fuerza?

—Puedes quedarte aquí v ivo o muerto. E l ige tú mismo.

—¿Quiere esto deci r que d ispones de armas?

—Desde luego —di jo Bob, sacando una p isto la—. También están los cr iados. Ninguno de e l los padece n ingún tumor, n i s í f i l i s . Todos e l los son s implemente malos.

—Vamos, acabemos de una vez con este asunto —di jo Roger con un terr ib le tono de voz.

La voz de Alan Robertson adquir ió entonces un tono muy duro.

—¿Pretendes ser iamente abandonarnos aquí , s in comida?

—Considérate ya abandonado.

—Me temo que voy a tener que cast igarte, Bob. Y también a Roger.

Bob se echó a re í r a legremente.

—Tú mismo estás sufr iendo una enfermedad mental : megalomanía. No t ienes poder para cast igar a nadie.

—Aún s igo contro lando la máquina, Bob.

—La máquina no está aquí . As í que ahora. . .

A lan Robertson se volv ió y miró a l pa isa je , con un ceño f runcido l leno de exc i tac ión.

—Veamos. Yo v ine probablemente por la puerta pr inc ipal . Gi lbert y otro grupo por detrás de la casa. S í . . . , aquí estamos.

Por e l camino que conducía hacia la puerta pr inc ipal , andando con desenvol tura, l legaban dos Alan Robertson, junto con se is hombres armados con r i f les y granadas de gas. A l mismo t iempo, desde detrás de la casa aparec ieron dos Gi lbert Duray y otros se is hombres, igualmente armados.

Bob se los quedó mirando f i jamente, l leno de admirac ión.

—¿Quiénes son estos hombres?

—Af ines —contestó Alan, sonr iendo—. Te d i je que contro laba la máquina, y lo mismo sucede con todos nuestros af ines. En cuanto Gi lbert y yo regresemos a la T ierra, debemos actuar de un modo s imi lar y real izar por nuestra parte lo mismo en otros mundos s imi lares a éste. . . Roger , por favor , sé lo bastante amable para reunir a tus cr iados. Nos los l levaremos todos a la T ierra. Tú y Bob tendréis que quedaros aquí .

—¿Para s iempre? —preguntó Wai l le , boqueando con angust ia .

—No os merecéis nada mejor —contestó Alan Robertson—. Bob quizá se merece a lgo peor —se volv ió hacia los A lan Robertson af ines y preguntó—: ¿Qué hay del camino de paso de Gi lbert?

—Está en e l apartamento de Bob en San Francisco —repl icaron los dos a l unísono—, en una caja s i tuada sobre la repisa de la chimenea.

—Muy bien —di jo A lan Robertson—. Ahora nos marchamos. Adiós, Bob. Adiós, Roger. S iento mucho que nuestra asociac ión haya terminado en esta s i tuac ión tan desagradable.

—¡Espera! —gr i tó Roger—. ¡L lévame de vuel ta cont igo!

—Adiós —di jo A lan Robertson—. Vamos, E l izabeth. ¡Niñas! Id delante.

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E l i zabeth y las n iñas habían regresado a casa. A lan Robertson y Duray se encontraban en e l a lbergue, sobre la máquina.

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Es t ac i ón de Abe rc rombieJack Vance

—Nuestro pr imer paso —di jo A lan Robertson—, es cumpl i r con nuestra obl igac ión. Hay, desde luego, un número inf in i to de Rumfuddlers , en un número inf in i to de Ekshayans, as í como un número inf in i to de Alans y de Gi lberts . S i v is i tamos un so lo Rumfuddle y , de acuerdo con las leyes de la probabi l idad, nos perderemos un c ierto número de las s i tuac iones de emergencia. E l número tota l de permutaciones, suponiendo que un número inf in i to de Alans y de Gi lberts hacen una e lecc ión s imi lar entre un número inf in i to de Ekshayans, se ve e levado inf in i tamente a una potencia inf in i ta . No he ca lculado qué porcenta je de ese número permanece en b lanco para cualquier Ekshayan concreto. S i v is i tamos Ekshayans hasta que, con nuestros propios esfuerzos hayamos rescatado a l menos a un Gi lbert y a un Alan, nos veremos obl igados a registrar c incuenta o c ien mundos, o quizá más. O quizá cons igamos l levar a cabo e l rescate ya en la pr imera v is i ta . Creo que lo mejor que podemos hacer es v is i tar entre los dos unos veinte Ekshayans. S i cada uno de los grupos formados por A lan y Gi lbert hacen lo mismo, entonces las pos ib i l idades de que cada Alan y Gi lbert sean abandonados son de una entre veinte veces, d iec inueve veces, d iec iocho veces, d iec is iete veces, etc . Aun en ta l caso, creo que será mejor que un operador compruebe e l estado de otros c inco o d iez mi l mundos para e l iminar hasta esa ú l t ima pos ib i l idad. . .

FIN

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