VALDÉS; BORGES; EMAR. El Indio; Fundación Mítida; Miltín 1934

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    FERNAN SILVA VALDÉS Uruguay, 1887 - 1975

    EL INDIO

    Venía

    no se sabe de dónde.

    Usaba vincha como el benteveo,

    y penacho como el cardenal.

    Si no sabía de patrias sabía de querencias.

    Lo encontró el español establecido:

    pescador en los ríos, cazador en los bosques,

    bravío en todas partes y cerrándole el paso

    con arreos de guerra, vivo o muerto;

    siempre como un estorbo, siempre como una cuña

    entre él y el horizonte.

    Modelado en barro de rebeldías,

    pasa como una sombra, desnudo y ágil,

    por los senderos ásperos de la Leyenda.

    Esbelto, musculoso, retobado en hastío,

    entre el cobre y el rojo estaba su color;

    una señal de guerra le hacía punta a su instinto

    y entonces, por sus venas

    en vez de correr sangre, corría sol.

    Estético instintivo

    se ponía en el rostro los más vivos colores,

    y en la cabeza plumas, como las aves bellas;

    si el exceso de adornos no lo hacía más indio

    cuanto más se adornaba se sentía más hombre.

    Señor de la comarca,

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    por un pleito de caza con la tribu vecina

    blandía su coraje afilado en el viento;

    como los troncos de la flora indígena

    era dulce por fuera y era duro por dentro;su única dulzura temblaba en su lenguaje,

    como en las ramas de la flora india

    tiemblan las pitangas.

    Vadeaba los arroyos en canoas;

    entraba a las querencias de las fieras

    o ambulaba durante varias lunas

    en una aspiración horizontal

    -curtido de intemperie,

    rojo de sol o húmedo de tormentas-

    en los días rayados de chicharras

    o en las noches tubianas de relámpagos.

    La conquista española enderezó sus rumbos:

    y las tribus que erraban por rutas diferentes

    se ataron en un haz, alrededor de un jefe,

    para rodar a un tiempo como las boleadoras.

    No sabía reír ni sabía llorar;

    bramaba en la pelea como los pumas

    y moría sin ruido, cuando mucho

    con un temblor de plumas, como mueren los pájaros.

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    Jorge Luis Borges

    Fundación mítica de Buenos Aires (Cuaderno San Martín , 1929)

    ¿Y fue por este río de sueñera y de barro

    que las proas vinieron a fundarme la patria?

    Irían a los tumbos los barquitos pintados

    entre los camalotes de la corriente zaina.

    Pensando bien la cosa, supondremos que el río

    era azulejo entonces como oriundo del cielo

    con su estrellita roja para marcar el sitio

    en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

    Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron

    por un mar que tenía cinco lunas de anchura

    y aún estaba poblado de sirenas y endriagosy de piedras imanes que enloquecen la brújula.

    Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,

    durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,

    pero son embelecos fraguados en la Boca.

    Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

    Una manzana entera pero en mitá del campo

    presenciada de auroras y lluvias y sudestadas.

    La manzana pareja que persiste en mi barrio:

    Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

    Un almacén rosado como revés de naipe

    brilló y en la trastienda conversaron un truco;

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    el almacén rosado floreció en un compadre,

    ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

    El primer organito salvaba el horizontecon su achacoso porte, su habanera y su gringo.

    El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,

    algún piano mandaba tangos de Saborido.

    Una cigarrería sahumó como una rosa

    el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,

    los hombres compartieron un pasado ilusorio.

    Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

    A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:

    La juzgo tan eterna como el agua y el aire.

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    Juan Emar Chile, 1893-1964

    Miltín 1934 (1935)

    Quienes hayan viajado por la región del estero de Puangue habrán observado un cerro enforma de cono trunco que se corta contra el cielo –sobre todo al anochecer – en graciosísimaforma. Si se pregunta a cualquier campesino de allí por el nombre de dicho cerro, responderá:“Miltín”. Así es. Ese cerro se llama Miltín.

    Este nombre le viene de un antiguo cacique araucano que allí, en su punta, vivió sus últimashoras y murió. Vamos a su historia:

    Como se sabe, el 12 de febrero de 1541 don Pedro de Valdivia fundaba esta, la ciudad deSantiago. El 13 del mismo mes, partía en dirección del mar, más o menos por donde hoy correel ferrocarril a Cartagena. Marchaba adelante un escuadrón de Caballería del RegimientoGeneral Baquedano Nº 7; seguía después un batallón de Infantería del Pudeto Nº 12, y traseste venía Valdivia con su Estado Mayor, con los servicios sanitarios, con varios frailes delconvento de los Dominicanos de Talca y con cuatro compañías de ametralladoras Vickers.Cerraban la marcha dos baterías de artillería del Regimiento Coronel Ibañez Nº 1 quedado enla capital. Un avión trimotor piloteado por el mayor Angol –tatarachozno del actual capitánAngol, mi amigo – sobrevolaba la expedición alerta ante los posibles peligros.

    El 14 acampaban en el sitio en que hoy se encuentra el pueblo de Chiñihue y el 15 por lamañana, junto con apercibir los primeros jinetes las aguas del Puangue, el mayor Angol, desdesu avión, gritaba por radiotelefonía: “¡Peligro!”

    En efecto, media hora más tarde la caballería española se veía obligada a replegarse ante unprimer contingente de tres mil indios –otros historiadores hacen subir su número a seis mil – que en líneas cerradas atacaban lanzando bombas de gases asfixiantes.

    Acto continuo Valdivia ordenó formación de combate y a las 12 en punto, junto con sonar elcañonazo de mediodía en el Huelén –hoy Santa Lucía – , empezó la histórica batalla del esterode Puangue.

    Durante seis horas rugieron cañones, ametralladoras, fusiles, carabinas, morteros, bombas demano y pistolas automáticas. Durante seis horas los grandes tanques, como hipopótamos, sesumergían en las aguas del Puangue para salir ya de un lado ya del otro –según a quienesfavoreciera la suerte –, amenazadores más que hipopótamos mismos; y durante igual tiempolos tanques ligeros brincaban como gacelas y caían sobre compañías enteras ya de españoles

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    ya de indios según de qué punto se hubiese iniciado el brinco. Durante seis horas los gaseslacrimógenos, los gases bailarines, los gases hilarantes, los gases todos, cubrían al enemigoimpulsados, del lado español, con grandes abanicos de manolas, por el lado indio, por elsoplido de cientos de viejas machis. Y durante seis horas, desde arriba, desde su avión, elmayor Angol orinó profusamente sobre las filas araucanas.

    Los araucanos fueron derrotados. A las 6 de la tarde, en todo el Chile de entonces, fue una solamúsica de gloria para los vencedores, de dolor para los vencidos. A las 6 de la tarde el carillónde la Basílica de la Merced tocó el “Ave María” de Gounod, mi entras Valdivia y sus gentes,frenéticas de entusiasmo, cantaban

    Juventud, juventud, torbellino,

    Soplo eterno de eterna ilusión.

    Y los indios prisioneros, curvados de pesar, modulaban entre dientes los “Barqueros delVolga”.

    A las 6:45 cesaron todos los cantos y empezó a hacerse el balance de la victoria. Los españoleshabían hecho 14.177 prisioneros. Todos, unos tras otros, fueron interrogados. Se obtuvo así

    una serie de datos estratégicos interesantísimos; mas, a la pregunta, miles de veces repetida:

    –Y Miltín, vuestro cacique, ¿dónde está?

    Los indios respondían:

    –Ji naraja dasa, que en araucano quiere decir: “Lo ignoramos.”

    A las 9 de la noche, balance e interrogatorio estaban terminados sin que nada se hubieseavanzado sobre el paradero del gran jefe. A las 10, Valdivia apagó las luces.

    Silencio. Vencedores y vencidos se entregaron en brazos de Morfeo.

    Pero hete ahí que a las 10:23 turbó la paz del campamento un sollozo profundo, prolongado,desgarrador que, empezado en acordes de barítono, fue amplificándose en volumen y agudeza

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    hasta cubrir las carpas todas con un plañidero lamento de soprano. Y luego, por toda lacomarca, se desgranó como cascabeles un angustioso llanto sin esperanzas.

    Movidos como por un resorte todos los españoles se dejaron caer de sus marquesas y, pálidosde estupor, se miraron sin saber a qué atenerse. Mas pronto, recobrada la serenidad, todos,igualmente movidos por el resorte, se lanzaban hacia el sitio de donde tan amargas quejasparecían venir, mientras los infelices prisioneros daban con sus frentes contra el techo.

    Todos se lanzaban empujándose, atropellándose, pisoteándose, hacia un cerro vecino querecortaba frente a la Luna su graciosa forma de cono trunco.

    Trepaban como alacranes, trepaban como tarántulas. Al fin alcanzaron la cumbre trunca.

    Allí, solo, envuelto en su chamanto, gachas las plumas de su cabeza, Miltín, el gran jefe, el grancacique, lloraba atronando las nubes, de pie junto a la Luna.

    El primer español que le vio cogió su bocina y, volviéndose hacia sus compañeros, gritó:

    –¡Es Miltín!

    Como una tempestad subterránea, mil voces ulularon:

    –¡A muerte! ¡A muerte!

    Mas, en el momento en que dicho español desenvainaba su espada para dar fin a los días delcacique, un segundo español, heridos los tímpanos con el llanto, se avanzó y preguntó:

    –¿Por qué llora usted, hombre de Dios?

    El cacique pareció no percatarse de la pregunta. El otro, entonces, coreado por los demás quellegaban, volvió a preguntar:

    –Decimos que ¿por qué llora usted...?

    Miltín les miró y calló bruscamente. Cuantos le rodeaban hicieron “schcht”, y este “schcht”rodó cerro abajo produciendo un silencio de tumba. Iba a saberse por qué lloraba aquelhombre...

    Pero Miltín, defraudando las esperanzas, hizo un puchero y volvió a prorrumpir en el másdesgarrador de los llantos.

    Entonces se oyeron cientos de voces de cientos de gargantas diferentes:

    –¡Hombre!, no llore usted...; ¡Vamos! Diga qué le ocurre...; ¡Calma, amigo, calma!...;¡Tranquilícese usted!...; Amigo, Miltín, sea usted razonable...; Veamos, ¿por qué tanta

    congoja?...; ¡Hombre bendito! Va usted a despertar a los frailes Dominicanos...; Tome este

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    pañuelo y enjúguese las lagrimas...; ¡Exagera usted sin duda, cacique!...; No es manera delamentarse...; ¡Hable usted, hable!...

    Y así cien frases más.

    Pero, ¡nada! Miltín lloraba y lloraba y hasta la Luna en lo alto desprendía blancas lágrimas deleche.

    Viendo vanos sus esfuerzos, los españoles empezaron a dejarle de lado y a hablar entre ellos:

    –Si consultásemos a don Pedro...; O pedir consejo a los frailes...; Darle acaso una pocióncalmante...; Sin aviso del médico, no es posible...; Entonces llevarle a los servicios sanitarios...;O será mejor esperar a que se calme...; Un hombre no puede llorar eternamente...; ¡Eeeh!Recuerden ustedes que Anatole France, después de escribir La Rôtisserie de la reine Pédauque,lloró nueve días y nueve noches de contento...; ¡Lo has dicho! De contento; pero este no es elcaso...; Razón de más para que los nueve puedan ser dieciocho...; ¿Qué hacer, qué hacer?...;¿Qué hacer...?

    Y así cien frases más.

    Y Miltín no callaba. Su llanto ya iba llegando a los muros de la recién fundada ciudad deSantiago del Nuevo Extremo. En verdad, ¿qué hacer?

    Al fin, pasando por alto a las autoridades militar y eclesiástica, se convino consultar al jefe delos servicios sanitarios, el médico-cirujano especialista en nerviosas profesor Hualañé,bistatarachozno del actual doctor Hualañé que figura en las primeras páginas de este libro. Pordeferencia al vencido, fue el profesor el que subió al cerro y no el cacique el que bajó a laenfermería. Le examinó Hualañé largamente: presión arterial, temperatura axilar, análisis del jugo gástrico, reacción de Wassermann, caries de los dientes, rayos X, nada fue olvidado.Terminado lo cual, en medio del general silencio y alejándose un tanto del paciente para poderhacerse oír a pesar de su llanto, el profesor Hualañé dijo:

    –Este hombre está llorando.

    Muchas voces preguntaron:

    –¿Qué debe hacérsele?

    El profesor Hualañé meditó una hora y luego recetó lo siguiente:

    –Lavados intestinales de dipropanoloifosfito de cal, por las mañanas; inyecciones hipodérmicasde tetrametalmetilo de magnesia a mediodía; intervención quirúrgica en el hipocondrio por la

    tarde; compresas calientes de benzabenzonolaidol de hierro sobre el esófago,permanentemente; dos cucharadas de oxihemoglobina oxiseptónica oxisulfurosa de oxalina,

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    después de las comidas; y una cápsula antes de dormir de hidroseleniato hidroselénicohidrosórbico de hidrosteatita ferruginosa.

    –¿Y como régimen, profesor?

    –14 gramos de carne asada de huemul, 33 gramos de verduras frescas pasadas por agua, 2yemas de huevos maduros, bananas cocidas al sol cuantas quiera y nada de cereales, nimariscos, ni alcohol. Es recomendable un ejercicio moderado de las extremidades delanteras,mas un reposo total de las mismas traseras. Abstinencia sexual absoluta y evitar en lo posibletoda emoción jocosa.

    Dicho lo cual el profesor Hualañé se retiró a sus aposentos y las enfermeras empezaron eltratamiento. Lloró el cacique toda aquella noche y todo el día siguiente, sin que se notasemejoría alguna. Mas, por la mañana del día 17, su llanto empezó a disminuir de intensidad. Sevio, entonces, una franca expresión de alegría en todos los rostros.

    Al mediodía se reunieron los grandes de la expedición y el Superior de los Dominicanos deTalca habló de este modo:

    –Hermanos: gracias a la ciencia de nuestro gran profesor Hualañé, gracias a los esfuerzos desus enfermeras y gracias también, no lo olvidemos, a la misericordia celestial, podemos darcomo un hecho que esta tarde, antes que el Sol se oculte tras el ocaso, el cacique Miltín habrácesado de llorar. Es, pues, necesario que, apenas se pierda en el horizonte el último sollozo, sele interrogue sobre las causas de su llanto y una vez que las haya confesado y haya sido suconfesión debidamente estenografiada, se le aplique la pena máxima: la silla eléctrica.

    Nutridos aplausos saludaron al orador.

    A las 7 de la tarde la silla eléctrica fue subida al cerro. A las 8 menos cuarto cesó el llano delcacique. Tres capitanes se dispusieron a interrogarle.

    A la primera pregunta, Miltín se estiró y bostezó e iba, sin duda, a ponerse a narrar las causasde su llanto, cuando sus ojos cayeron sobre la macabra silla. El buen cacique comprendió degolpe su destino y entonces, antes de ser muerto por sus enemigos, prefirió morir por símismo. Hizo un violento esfuerzo de voluntad y paralizó su corazón. Los españoles no tuvieronmás que darle sepultura y escogieron para ello la cumbre de ese mismo cerro donde tantas

    lágrimas había derramado el difunto.Todo el mundo tuvo entonces que recurrir a las conjeturas. La opinión más generalizada fueque aquel jefe había llorado por la derrota infringida a sus huestes. Pero algunos espíritussutiles no se conformaron con explicación tan sencilla. Se dijeron que acaso Miltín tuviese eldon de la clarividencia y había visto en el futuro horrendas calamidades para los españoles, y,poseedor de un corazón noble y caballeresco, había llorado la próxima desgracia de susvencedores. Una ola supersticiosa pasó por todos esos valientes. Mas un capitán minuciosoformuló otra hipótesis: el cacique no tenía justamente la visión del futuro sino la visión a largadistancia y su llanto provenía de haber mirado hacia Santiago: algo horrible sucedía en lacapital...

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    Sin más, se procedió a instalar sobre el cerro un telescopio que se apuntó sobre la ciudad y allí, junto a él, don Pedro de Valdivia con su Estado Mayor esperó las primeras luces del día 18.

    Aclaró. Valdivia miró. ¡Oh, dicha! Nada ocurría en la capital. Valdivia vio las plácidas formas delHuelén cubiertas de árboles y de paz, las torres de la catedral, de Santo Domingo y de laMerced, la torre de los bomberos con su campana en silencio, todo ello bajo una nube dequietud. Y luego, con júbilo estridente, vio cómo lenta pero seguramente se alzaban sobre lostejados, estirándose, los altos edificios de Ariztía, de Díaz, del Ministerio de Hacienda, de laCaja de Seguro Obligatorio y tantos más.

    Se procedió entonces a juzgar al aventurado capitán. Por haber imaginado tan garrafal errorfue condenado a perder la pierna derecha, cosa que se le hizo sin tardanza.

    Las otras dos hipótesis siguieron su curso: Valdivia y sus oficiales opinaban a la unanimidadque la derrota araucana había sido la única causa de tanto lamento; el Superior Dominicano y

    su frailes, que tanto lamento era augurio de calamidades y más calamidades para todos losmortales. Y los soldados, que en un comienzo se inclinaban hacia sus jefes, poco a poco fueroncreyendo como los religiosos y a cada momento caían de hinojos pidiendo al cielo clemencia.

    Desde aquel momento, se comprenderá, no hubo en Chile calamidad, accidente o desastreque todo buen católico no creyera ser lo antevisto por Miltín. En vano laicos y militarestrataban de probar lo absurdo de tal creencia. La Iglesia entera pensaba como los frailesDominicanos.

    Esta creencia pasó de generación en generación y cada día fue encontrando más adeptos, demodo que hoy puede asegurarse, sin caer en demasiada exageración, que es ella una creencia

    nacional. Recuerdo perfectamente que mientras miraba el incendio de la Compañía, oí a unanciano decirle a otro:

    –Esto es lo que el visionario Miltín vio: lloró el visionario ante la horrorosa muerte de tantosfieles.

    Igualmente recuerdo a una mujer enloquecida durante el terremoto de 1906 que gritaba a loscuatro vientos:

    –¡Esto lo vio Miltín! ¡Esto lo vio! ¡Lo vio!

    Y también recuerdo a un serio señor de negra barba que, al informarse de las elecciones del 30

    de octubre de 1932, dijo pesaroso:

    –Con razón lloró Miltín. ~