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Vacaciones en el Cáucaso

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VACACIONES EN EL CÁUCASOMARÍA IORDANIDU

TRADUCCIÓN DEL GRIEGO

DE SELMA ANCIRA

ACANTILADO

BARCELONA 2020

Page 3: Vacaciones en el Cáucaso

TÍTULO ORIGINALΔιακοπές στον Καύκασο

Publicado por

ACANTILADOQuaderns Crema, S.A.

Muntaner, 462 − 08006 Barcelona

Tel. 934 144 906 - Fax. 934 636 [email protected]

www.acantilado.es

© by María Iordanidu© de la traducción, 2020 by Selma Ancira Berny© de esta edición, 2020 by Quaderns Crema, S.A.

Derechos exclusivos de edición:

Quaderns Crema, S.A.

ISBN: 978-84-17902-80-3

PRIMERA EDICIÓN DIGITALjulio de 2020

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la

autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obrapor cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro— incluyendo lasfotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición

mediante alquiler o préstamo públicos

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Este libro cuenta la historia de un viaje al Cáucaso que hizo Ana, la nieta de Loxandra,en un momento muy poco oportuno.

De un viajecito de placer se convirtió en una odisea que duró cinco años.Los personajes son, casi todos, inventados.

MARÍA IORDANIDU

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1En julio de 1914, cuando Ana partió de Constantinopla con destino a Rusia, dejó atrás la dignaConstantinopla del siglo pasado. La Constantinopla de su abuela y de su madre. La Constantinoplade los movimientos lentos de los cocheros y de los estibadores, y también del barrio europeodonde la sombra de las abuelas aún planeaba por encima de las cocinas con los braseros y lashachuelas de destazar. Aquélla era la época en que la Virgen extendía su mano y paraba la lluviacuando Loxandra hacía la colada. «Virgen Santa, no me vayas a hacer una mala pasada y vaya allover hoy», decía Loxandra, y en Constantinopla ese día no caía ni una gota de lluvia.

En agosto de 1920, cuando Ana volvió de Rusia, pasó del medievo al siglo XX de un solosalto.

La plaza de Karaköy estaba abarrotada de militares ingleses y franceses, de soldados griegos,

de refugiados rusos, de judíos, levantinos[1] y griegos que habían amasado su fortunarecientemente.

Los estibadores y los arabadzides habían desaparecido…Ahora circulaban… ¡automóviles!En las angostas callejuelas de Gálata, los camiones del ejército francés bocineaban hasta

dejarte sordo y eran capaces de matar a la gente con tal de rebasar a los vehículos ingleses quecorrían como omnipotentes ángeles del cielo… ¡Ay de los derrotados!

Nous avons gagné la guerre…, cantaba la Madelon de la victoire[2] invitando a cervezas enlos bares y en los grill rooms que habían proliferado por todos lados como champiñones. Ya ni enla confitería de Retzepis se podía entrar porque frente a su puerta había apilados un montón debarriles de cerveza vacíos.

Uno que se parecía al gobernador general de la provincia de Astracán deambulaba por elpuente de Gálata con una bandeja en las manos vendiendo pirozhkí.

Tres Johnnies ebrios, frente a la panadería de Karaköy, querían golpear al bugatsero porqueno vendía whisky.

Los organillos, con banderitas griegas clavadas entre las flores de papel que enmarcaban elretrato de Pulú, tocaban melodías patrióticas como «Los muchachos de la Defensa han echadofuera al Rey, y Dagklis y Kunduriotis, la igualdad traen a nosotros…».[3]

¡Fotografías de Elefterios Venizelos en los cafés![4] Y por doquier, la gente entonaba alunísono el largo camino a Tipperary…[5]

En Pera,[6] ahí donde está el hotel Londres, era imposible pasar, porque una decena de

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soldaditos jóvenes se había puesto a media calle a bailar un kalamatianós. Y en la avenidaprincipal el tránsito estaba detenido porque los escoceses, ataviados con pieles de leopardo,desfilaban tocando sus gaitas y golpeando sus tambores.

El hotel Tokatlian daba la impresión de un cadáver hinchado que acabó por reventar. Frente asus puertas pululaba un hervidero de gusanos: empresarios, agentes extranjeros, traficantes dedroga, proxenetas y prostitutas de todos tipos. Un lujo desvergonzado, una juerga enloquecida, ¡uncarnaval! La gran ramera de Babilonia, vestida de púrpura y escarlata y adornada de oro, sepaseaba por las calles de Pera y de Gálata.

Ochi chiorniye…[7] sonaba una y otra vez en los café-chantant. «¡Quiero vivir! ¡Traedchampaña!», cantaban las aristócratas rusas vendiendo sus últimos diamantes para pagar elespumoso vino.

Levantinas y judías de Avanos y Tahtakale llevaban velo y se hacían pasar por turcas, porquehabía demanda de colorido local y las turcas de verdad se habían escondido.

Un negro senegalés del regimiento de Mac Mahon se comió la teta de una gran duquesa rusa. Ydos bailarinas del Bolshói, de puro miedo, sufrieron convulsiones frente al Galatasaray.[8]

A Ana le daba vueltas la cabeza. Arrastrando los pies, intentaba subir la cuesta de Akartsapreguntándose: «¿Y Tatavla?[9] ¿Seguirá donde la dejé?».

En lo que llegaba a Tatavla, cayó la noche. Las ventanas de las casas comenzaron a encendersepaulatinamente. Había muchas puertas abiertas y gente sentada afuera, tomando el fresco. Algunoseran conocidos, pero nadie la reconoció. Como una sombra venida de otro mundo, Ana fuepasando frente a ellos, hasta que llegó a la iglesia de San Demetrio y dio vuelta a la izquierda. Alcabo de muy poco fue a dar frente a la casa de la tía Agathó, donde estaba segura de encontrar a sumamá. Miró hacia arriba, todo estaba oscuro. Se detuvo un momento, los dientes apretados, lafrente perlada de sudor, «¡Ay, Dios mío!, ¿y si se han muerto?».

«Miau…». Un gato se frotó contra su pierna. Un gato gris. Un gato peludo como el Aslán quetenían. Como el As… ¡Aslán!

—¡Aslán! ¡Aslán!—exclamó Ana llorando—. Aslán querido, ¿dónde está Dick? ¿Dónde estánuestro perrito? ¿Se murió?

Una ventana del primer piso se abrió y se oyó un «¡No lo puedo creer!».Cuántos años hacía que Ana no había oído ese «¡No lo puedo creer!» de la tía Agathó.Y segundos más tarde la voz histérica de su mamá:—¡Me voy a volver loca! ¡Sostenedme! ¡La niña!Dos ventanas se iluminaron. Una puerta rechinó. La escalera de arriba crujió. Porque así era

esa escalera, crujía.«Ya están bajando», pensó Ana, y sabía que en cuanto alcanzaran el pie de la escalera,

tropezarían con la mesita en la que está el jarrón chino y comenzarían a discutir.Lo dicho, ya empezaron.—Pero mujer, ¡qué manía la tuya de poner esta mesita aquí! ¡Un día nos vamos a matar!Y la tía Agathó:—Pero si su lugar es éste, ¿dónde quieres que la ponga, Klío?El lugar de la mesita era ése, cerca de la escalera. El lugar del taburete pequeño, frente al

sillón de terciopelo. Y cuando te sentabas en el canapé, no tenías taburetito para los pies. Y es queen las casas, cada objeto tiene su lugar, porque cuando Dios hizo las mesitas y los taburetes y todo

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lo habido y por haber, lo colocó, en su inmensa sabiduría, tal y como luego lo encontraron lasamas de casa en sus hogares. Y las amas de casa, todas, son iguales. Los zares pueden serderrocados en Rusia, la faz de la tierra puede cambiar, pero a Varvara Vasílievna le siguemortificando que caiga agua en su sillón de raso—ese sillón que unos días después sería lanzadopor la ventana junto con sus otros muebles y acabaría, cojo, en la acera—. Y PraskoviaAfanásievna, con tal de no perder ninguno de sus enseres domésticos, decidió quedarse en su casa,que estaba en la zona del fuego, y acabó quemándose viva. Lo mismo podría haberle ocurrido a latía Agathó, y a su mamá… Pero no, ahí estaban, tal como las dejó.

—¡Que no te me adelantes, te digo!Detrás de la puerta discutían por quién cogería primero la llave, quién levantaría primero la

tranca. «¡Amorcito!…».«¡Amorcito!». Algunas palabras resuenan como un semantron en el oído,[10] como una voz

venida de otro mundo. De un mundo que ya no existe, y runrunean nostálgicas en el mundo queempieza.

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2El primer mundo de Ana había sido el entorno festivo y hogareño de su casa constantinopolitana.Personas ahítas, de buen corazón, sencillas. Una fiesta ininterrumpida había sido aquella primeravida suya, siempre pegada al delantal de su abuela Loxandra, y dentro de su cocina. ¿Quénecesidad tenía de los juguetes de pacotilla del Bon Marché si todo lo habido y por haber en sucasa estaba a su disposición?

«¿Qué haremos hoy, abue?». ¡Qué no harían! ¿Abrir los atadijos de las telas y encontrar untrapito para coger las ollas calientes, o limpiar las rosas para hacer mermelada, o teñir los huevosy amasar la harina para los tsurekis de Pascua, o ir a Therapia[11] a felicitar al tío Kotsos que hoycelebra su santo?

Cada año en verano iban al campo, a Halki. Más tarde, cuando la familia se instaló por untiempo en el Pireo, ya no tenían necesidad de ir al campo porque su casa estaba sobre el mar, enKastella. ¡Ah, qué bonitos años aquellos que Ana vivió en el Pireo!

Aunque… ¿y qué me dices de los años del colegio, cuando regresaron a vivir aConstantinopla? ¿Eh? Esos años fueron felices entre los más felices. Tan felices que uno lamentaque hayan pasado.

Otros tres años así de dichosos le quedaban a Ana por delante hasta terminar el colegio. Yluego se habría ido a estudiar a la universidad si no hubiera llegado aquella fatídica carta desdeBatumi. La carta que partió su vida en dos.

Por lo general, en su casa, una carta de Batumi era sinónimo de pelea, porque Ana estabaobligada a contestar. Y es que en Batumi vivía el hermano de su madre, el que las mantenía.

—Que escribas, te digo—ordenaba Klío.Ana se sentaba con la pluma en la mano y dibujaba un gallito en el papel secante.—Ana, he dicho que escribas.—¿Y qué le digo?—Dile que le pides a Dios que nos reste días de vida a nosotras para dárselos a él.—¡Y un cuerno!Y acto seguido comenzaba la pelea.Ana no era desagradecida y sabía muy bien que el tío Alekos, el que vivía en la Santa Rusia,

era quien pagaba un montón de liras para que ella pudiera estudiar en el colegio; era quien antaño—es decir, antes de que se casara con la tía Claude, que lo manejaba a su antojo—mandaba caviary también iconos recubiertos de oro, y aquellas cucharitas y vasitos rusos bañados en oro y con eláguila bicéfala del zar estampada.

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«¡Los bienes de Abraham y los de Isaac tiene la Santa Rusia!», aprendió a decir Ana de suabuela, y al Paraíso se lo imaginaba ahí, en Rusia, donde todo era grande y abundante, donde todoera interminable, todo, incluso las horas. «Te has dilatado horas rusas en traérmelo», le decíaLoxandra al verdulero cuando éste se demoraba.

Ana veía al tío Alekos en aquel Paraíso ruso como a un dios. El dios terrible de Abraham y deIsaac, al que había que cantar himnos con panderos y danzas, con laúdes y flautas para ganárselo,porque aunque por un lado ofrecía la Tierra Prometida, por el otro no se lo pensaba mucho parapedir un sacrificio de sangre. Cada año, cuando se acercaba septiembre, Ana lo pasaba fatal hastaque llegaba la noticia de que la matrícula del colegio había sido cubierta. En cuanto a launiversidad, que le habían prometido para después, Ana estaba dispuesta a hacer por ella todoslos sacrificios del mundo. Si hubiera tenido el arpa de David o los címbalos de Jerusalén, quizáhabría podido producir el ruido necesario para expresar su agradecimiento, pero teniendoúnicamente la pluma le era imposible. Y, por eso, siempre había pleito. ¿Qué le podías escribir oqué le podías decir a una persona a la que no habías visto más de tres veces en tu vida y de la quecorrías a esconderte debajo de alguna mesa o detrás de algún ropero cada vez que aparecía?

La última vez que ese tío había ido a su casa había traído con él a su mujer para que besara lamano de la abuela, es decir, de su madre, Loxandra.

La mujer que el tío Alekos había tomado por esposa se llamaba Claude y era francesa, unafrancesa muy delgada que entró en la casa como un huracán y la recorrió completita, por dentro ypor fuera. Quería verlo todo, quería saberlo todo. Cuánto aceite se usaba para la comida, cuántodinero se le pagaba a la sirvienta, por qué vivían en esa casa situada en la calle principal de Peray no se iban a vivir a una casa más económica. Por qué tenían animales. Los animales sonportadores de microbios. Había que deshacerse de ellos.

A Aslán, el gato, que por aquel entonces tendría un año, no le vieron el pelo durante todos losdías que duró la visita de la tía Claude. Se iba muy temprano por la mañana y volvía muy tardepor la noche para guardarse bien guardadito en la cocina. A Dick, el perro de Ana, hubo queamarrarlo porque cada vez que veía a la tía Claude gruñía.

La abuela, que ya no salía de su recámara y que apenas oía, no se percató de nada de todoaquello. A sus noventa años, ¿qué sentido tenía decírselo y mortificarla?

En cuanto aquellos huéspedes se fueron de la casa, el mundo entero respiró aliviado.«Malasombra de mujer», dijo la madre de Ana apenas cerrar la puerta detrás de ellos. Y desdeentonces el nombre de la nuera fue «aquélla». El tío Alekos era «aquel pobre ángel» y la culpa detodo la tenía «aquélla».

—Éstas son maquinaciones de aquélla—volvió a decir Klío en cuanto terminó de leer lafatídica carta, y estaba a punto de romperla cuando Ana se la arrebató de las manos.

Da vértigo pensar de qué cosas tan pequeñas depende la vida del hombre. Si Klío hubiese rotola carta aquel día, ¡qué distinta habría sido la vida de Ana! Pero ¿quién iba a saber? «Tú hazmeprofeta que yo te haré rico», dicen. Y así es.

La carta era una invitación a Ana para que hiciera un viajecito de placer a Rusia, un viajecitode un mes. Es decir, hasta que la escuela abriera sus puertas a principios de septiembre. Anapodría tomar rápidamente el Sicilia de la Lloyd Triestino, cuyo capitán era amigo de su tíoAlekos. Su madre la embarcaría en Constantinopla y el capitán, personalmente, se la entregaría ala tía Claude en Batumi. La tía Claude, decía la carta, la estaba esperando para recorrer juntas elCáucaso y visitar a una pariente que vivía en el norte, en una ciudad llamada Stávropol.

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Ana se puso, inmediatamente, en pie de guerra.—¡Rápido! ¡Me voy!—¿Te has vuelto loca? Son tiempos de guerra, ¿entiendes lo que te estoy diciendo? Los

serbios han matado al archiduque Fernando de Austria en Sarajevo, y los austríacos estánbuscando pleito. Alemania los apoya. El mundo entero está patas arriba. ¿Ahora, justamente ahora,se le ocurre invitarte a la canija esa?

—Y en tiempos de guerra, nosotras, ¿qué pitos tocamos?—preguntó Ana.Lo mismo opinó la tía Agathó cuando fueron a Tatavla para pedirle consejo.—Las guerras pasan en las montañas y en las praderías—afirmó.—¡Pero te estoy diciendo que el mundo está patas arriba!—gritó la pobre de Klío.—El mundo está patas arriba para los varones—dijo la tía Agathó con lágrimas en los ojos—.

¿No podía yo haber parido hembras?Se acordó de sus dos hijos, varones ambos, a los que, visto el peligro, expatrió a escondidas a

Grecia porque los turcos habían sacado los tambores y movilizaban a los cristianos.—¿Y si Rusia entra en la guerra y la niña no puede volver a casa?—insistía Klío.—¿Por qué no iba a poder volver? ¡Cuántas guerras no habremos visto en nuestra vida! ¿Te

acuerdas de la de los Balcanes? ¿Acaso los barcos no iban y venían de Constantinopla? Y de laguerra del 97, ¿te acuerdas?, cuando Epaminondas se fue muy decidido a combatir, pero, en lo quellegó a Atenas, la guerra ya se había acabado. ¡Ah, Klío, Klío! ¿Y no te acuerdas de cómo nosreímos cuando en plena guerra ruso-turca llegaron los rusos a Santo Stéfano y viste a un soldadoruso en cuclillas que estaba…?

—¡Shhh! No me hagas reír ahora que ya bastante tengo con mi pena.Aquella noche Ana se metió en la cama con un mapa de Rusia y un tomo de la enciclopedia

Larousse. Abrió su Larousse y leyó: Stávropol, capital de la gobernación de Stávropol. 42.000 habitantes. Una ciudad sin

movimiento. La gobernación de Stávropol produce, a pesar de la primitiva explotación agraria,grandes cantidades de cereales. Ganadería. Está poblada en parte por kalmukos y en parte porturcomanos nómadas. Al norte colinda con la gobernación de Astracán y la región de los cosacos.Al oeste con la provincia de Kubán. Al este con la gobernación del Térek. Superficie: 60.957kilómetros cuadrados.

De tanta alegría, Ana no durmió en toda la noche, y al día siguiente, tempranito, fue con su

mamá al Consulado de Grecia. Ese mismo día ya estaba todo listo. Se aseguró de tener un lugar enprimera clase en el Sicilia que pasaría por Constantinopla el viernes. Haría escala en Inépoli,Kerasunta, Sampsunta[12] y llegaría a Batumi el miércoles.

Ana no se despidió de nadie cuando se fue de Constantinopla. Un viajecito tan corto no

ameritaba que corriera de un lado al otro para despedirse. Lo que sí hizo fue preparar la caja paraPardalí, que estaba a punto de parir, y le pidió a su madre que no se deshiciera de los gatitos hastaque ella volviera y pudiera decidir qué hacer con ellos. Y pidió encarecidamente que la caja lapusieran en la recámara de su abuela, para que la gata estuviera tranquila.

¡Ay, pero si no se había despedido de su abuela!

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—No, no—le dijo su mamá—, deja a la abuela en paz, no la mortifiques. Le diré una mentira,le diré que te he mandado a casa de la tía Agathó.

Pero Ana no aguantó. Abrió con mucho cuidado la puerta de Loxandra y entró de puntitas en suhabitación. Loxandra, sentada en su sillón al lado de la ventana, dormía como una bendita con lacabeza apoyada en la palma de una mano. La otra, en la que llevaba el anillo con la hermosaamatista que en una ocasión le regaló Yorgakis, el padre de Ana, descansaba sobre elreposabrazos. Ana no tuvo corazón para despertarla. Sólo se arrodilló con mucho cuidado y besósuavemente su mano. Esa mano nacarada de Pandora.

Durante todos los años que Ana pasó en Rusia, no pudo olvidar la belleza, la confianza, laserenidad de esa mano reposando sobre el terciopelo violeta del sillón.

Tampoco pudo olvidar los ojos de Dick, su perro, que se detuvo desconcertado frente a lapuerta de la casa en el momento en que Ana se iba, sin intentar siquiera acompañarla un poco másallá. ¿Sería una protesta muda? ¿Sería perplejidad? O quizá un presentimiento aciago. Dick sequedó inmóvil y, como no podía hablar, toda su alma estaba en aquella última mirada que habíaclavado en su ama.

Así fue como Ana partió de Constantinopla a finales de julio de 1914. Se fue por un mes y seborró de la faz de la tierra por cinco años. Era como si el mar Negro se la hubiera tragado. Lasrocas Simplégades se cerraron tras su paso.

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3—Ten cuidado, no te vayas a ir al agua. ¡No te inclines mucho por la borda! Y en cuanto llegues,me escribes, ¿me oyes?

Lenta, ceremoniosa, majestuosamente, el Sicilia había comenzado ya a alejarse del muelle deGálata, y su mamá seguía gritándole instrucciones y consejos desde abajo. La verdad es que nodebía preocuparse, porque se la había entregado en mano al capitán, pero Klío tenía una malacorazonada. Presentía algo extraño, algo desagradable. ¿¡Cómo así, sin qué ni para qué, de prontoy en vísperas de guerra, incitaban a la niña, a un mes escaso de que empezaran las clases en laescuela, a que fuera a Rusia para llevarla de viaje!?

Acodada en la borda, Ana recibía en la frente los últimos rayos del sol que ya se estabaocultando, y lo único que veía era el encaje de espuma que iba tejiendo la estela del barco. Loúnico que oía eran los latidos de las máquinas, y el latido de su propio corazón.

Y de pronto, la voz del almuecín desde la orilla asiática: «Allahu ekber…».[13]Beylerbey, Kandilli, y justo enfrente, en la orilla europea, Arnavutköy, donde estaba su

colegio. ¡Ah, sí, sí, ahí está! ¡Ahí está! Ana sacó su pañuelo y lo agitó. Ahí estaba, sí, en lo másalto de la colina. Los nuevos edificios del colegio se alzaban entre los árboles. Abajo, en elmuelle, estaba la escuela preparatoria. También se veían los castaños milenarios que marcaban laserpentina del sendero, y a lo lejos se vislumbraba el laberinto que oculta en su centro la canchade basketball.

Y en cuanto el barco llegó a la altura del Rumeli Hisarı,[14] Ana ya no se conformó sólo conel pañuelo, se quitó su gorrito y lo agitó con frenesí, porque en la cumbre de la colina está elRobert College.

—Señorita…¡Ay, qué susto se llevó Ana!Volvió la cara y vio a un señor muy distinguido, entrado en años, que hacía frente a ella una

amable reverencia y le ofrecía su brazo.—¿Me permite?—le dijo en francés—. El barco va dando tumbos, apóyese.El barco no iba dando tumbos, por no decir que aunque los diera, aquello no sería un incordio

para Ana, pero le dio vergüenza, no supo cómo reaccionar y tomó el brazo que se le ofrecía. Porotro lado, en el rostro de aquel hombre había dibujada una tristeza tan grande, y el pobre tenía unaspecto tan pusilánime, que Ana sacó la conclusión de que seguramente era él quien se mareaba yestaba buscando dónde apoyarse. Apretó, pues, el brazo del viejo por debajo de su axila y lesonrió protectora.

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Ana era miembro de la Sociedad Protectora de Animales, cuyo lema rezaba: «Procuraré sercompasivo con todos los seres vivos y los protegeré de cualquier tipo de maltrato». Animales,ancianos, niños pequeños, aun a los pajaritos los procuraba Ana. En invierno se encaramaba enlos árboles más altos del parque del colegio y colgaba trocitos de sebo o pedacitos de pulpa decoco para que los pájaros pudieran comer durante todo el tiempo que la nieve se enseñoreaba dela tierra.

Entonces el viejo se apoyó en ella y le propuso que dieran una vuelta por la cubierta. «¡Québien! ¿Por qué no?». Había comenzado a oscurecer, y cuanto más se acercaba el barco a lasKavakia,[15] más se alebrestaba el mar. Parecía que estuviera a punto de soltarse una borrasca.Al cabo de poco, sonó la campanita que anunciaba la cena, y Ana, del brazo del viejo, entró en elcomedor.

Los platos eran de una hermosura insuperable. Por supuesto que para el alma embelesada deAna, en aquel entonces todo era positivo en grado sumo y en superlativo. Excepcional el capitánitaliano que la sentó a su lado en la mesa. Guapísimo el jefe de los camareros. Altísimo el oficialturco que estaba sentado frente a ella. Exquisita la mayonesa…

Cuando se levantaron de la mesa, volvió a aparecer el viejecillo y le ofreció su brazo:«Permítame…». Ana tomó el brazo del viejo y se encaminó con él para dar una vuelta por lacubierta del barco. El viejo se apretó contra Ana, Ana apretó el brazo del viejo, y así, en ese quete aprieto yo-que me aprietas tú, dieron tres vueltas completas hasta que Ana se aburrió y con lamayor delicadeza que pudo le dijo que ya tenía sueño.

—¿A la meme?—preguntó el viejo.—A la meme—respondió Ana con una risa jovial.No hizo falta más. ¿De dónde habrá sacado tanta fuerza aquel vejete? Se le echó encima a Ana

queriendo abrazarla y buscando besarla a las malas, ¡y que no hubiera ni un alma en la cubierta! Yque ella le diera un empujón y que él se pusiera todavía más frenético, como si se le hubierametido un tábano en la oreja… Alzó entonces Ana la rodilla y le soltó un rodillazo en la barriga.El viejo fue a dar al suelo. Y así, cuan largo era, se quedó tendido en medio de la cubierta,inmóvil.

—¡Auxilio!—gritó Ana—. ¡Socorro! ¡Lo maté! ¡Lo maté al infeliz!Llegaron corriendo camaroteros, camareras, pasajeros… Llegó corriendo también un

sacerdote católico para atender a Ana, que estaba temblando de pies a cabeza.—Hija mía—le dijo—, eres ingenua y eso te acarreará no pocas amarguras en la vida. Si

alguna vez te encuentras en la calle, llama a mi puerta. Soy el padre Pedro, de la Casa de losJesuitas en Samsun.

Y extendió los brazos el padre Pedro para darle un abrazo paternal y acompañarla a entrar.—¡Ahhh!—vociferó Ana y se lanzó a la escalera del capitán.El capitán era de veras excepcional. Le recordaba a su padre. Fumaba pipa y el mismo tabaco,

jugaba solo al ajedrez. Y le dijo que podía quedarse con él en el puente de mando todo el tiempoque quisiera. Aquellos cuatro días que duró la travesía resultaron inolvidables para Ana y pasaronrápido, como rápido pasan las cosas bellas de la vida.

El cuarto día, poco antes del amanecer, el Sicilia entró en el puerto de Batumi. Su tío la estabaesperando en el muelle, acompañado de la tía Claude.

Y fue entonces cuando Ana se llevó la sorpresa más grande de su vida.

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—¡Mi chiquita! ¿¡Sí llegaste!?—le dijo el tío Alekos y le dio un beso.¡El tío Alekos cariñoso! ¡Señor, ten piedad! Ana se estremeció.Si la máscara mortuoria de Agamenón hubiese abierto la boca para decirle «mi chiquita», a

Ana no le habría extrañado tanto. Ésa fue la primera sorpresa. La segunda fue el mentón de la tíaClaude. Qué cosa más rara, antes la tía Claude no tenía ese mentón. ¿Cómo pudo cambiar así?Parecía del paleolítico. Era como si aquel mentón cuadrado hubiese estado esperando cuarentamil años en el muelle de Batumi para recibir a Ana. Si Sansón hubiera tenido una barbilla así enlas manos, habría matado a otros mil filisteos.

Ana se sintió desfallecer y se arrepintió de no haberle hecho caso a su mamá y de no habersequedado en Constantinopla. Volvió discretamente la cabeza para ver si el Sicilia todavía estabaahí. Para ver si podía colarse como un ratoncito en el barco, caer a los pies del capitán y decirle:«Por el amor de Dios, sálvame, llévame de regreso a Constantinopla».

—Ven, mi chiquita, ven—volvió a decirle el tío Alekos, la tomó de la mano y la condujo hastael coche, que estaba un poco más lejos.

Al día siguiente, al alba, se pusieron en camino hacia la estación del ferrocarril.—A ver, ¿me habéis entendido bien?—preguntó el tío Alekos—. Tenéis que cambiar de tren

una vez en Baladzhary, acordaos del nombre. No en Bakú, sino en la estación anterior a Bakú, enBaladzhary. Dilo, Ana: Ba-lad-zha-ry. ¡Bravo! Baladzhary. Y luego volvéis a cambiar de tren enKavkáskaia. Aquí tenéis el mapa del Cáucaso. Tómalo tú, Ana, y mete estos centavos también entu bolso, porque uno nunca sabe lo que puede pasar. Aquí tienes tu billete. El zar ha decretado lamovilización general, y puede que en los trenes haya algo de aglomeración. Y tú, Claude, ¿lotienes todo? Muy bien, pues entonces vamos.

Luego volvió a darle un beso y le preguntó si recordaba bien dónde tenían que cambiar detren. En Baladzhary harían el cambio y tomarían el tren que pasa por Vladikavkaz, y enKavkáskaia se bajarían de ese tren, para tomar el que las llevaría a Stávropol.

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4Intentando contener las lágrimas, Ana caminaba entre su tío y su tía, y todos juntos se adentraronen los empujones y el gentío de la estación.

—¡Quiero regresarme a mi casa!—gritó de pronto Ana y se soltó a llorar como una niña.Pero ¿quién la iba a oír? Habían caído en el remolino de aquella marea humana que arrastraba

a uno para acá y al otro para allá.—Agárrate de mi chaqueta—le gritó su tío—, no te vayas a alejar.Lo decía, y era él quien se alejaba.¿Cómo podía agarrarlo de la chaqueta si ni la mano podía mover? La tenía apachurrada en

medio de una compacta masa humana que se movía toda junta como la masa casera cuando sevierte de una artesa a otra. Sus pies no rozaban el suelo. Tras muchos intentos logró aferrarse a lamanga de su tío, pero al llegar a la escalerilla del vagón se dio cuenta de que la manga no era lade su tío sino la de un tártaro que se parecía enormemente al marchante que le llevaba los huevosa Loxandra. Su tío se había quedado rezagado. Tenía la espalda pegada a la pared de la estación yle hacía señas. Intentaba decirle algo, pero Ana no sabía si se estaba despidiendo de ella, si leestaba dando su bendición o si lo que le decía era que regresara. La tía Claude habíadesaparecido. En eso estaba cuando sintió un crujido en las costillas y salió disparada al interiordel vagón.

Aterrizó con el cuello de la blusa desgarrado, en un compartimento en el que cayó sentada enlas rodillas de un circasiano y con la espalda apoyada contra su pecho cruzado de carrilleras. Sumaletita la tenía bien abrazada sobre las rodillas. De lo que pudo haber pasado con su maletagrande no tenía ni idea. Intentó levantarse de las rodillas del circasiano, pero en vez de levantarse,tiró de otro circasiano, que acabó sentado encima de ella. Los pies de los viajeros de la litera deencima colgaban sobre su cabeza. Unos pies que apestaban. El circasiano que estaba sentado justoencima de ella hedía a sudor caballuno. Otros, más allá, apestaban a ajo, otros a pedos, otros amantequilla rancia, cada uno según el lugar del que procedía y la vida que llevaba.

Calmucos, karachais, lezguinos, abjasios, chechenos, mingreles, gente salvaje salida de lasestepas de Kirguizia, de los nidos de águilas del Kazbek… Todo el capítulo sobre el Cáucaso queantes de partir había leído en el atlas estaba ahí.

El tren se puso en marcha y, con el movimiento acompasado del vagón, aquella masa humanacomenzó a desbaratarse y a recuperar poco a poco brazos y piernas. El circasiano que estabasentado en las rodillas de Ana se levantó, pero en cada apeadero Ana tenía que protegerse de losnuevos embates. Entonces, por fin, captó aquello de la teoría de la selección natural de AlfredWallace que les explicaban en clase de biología: «En la lucha incesante por eliminarse

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mutuamente…, los organismos deben desarrollar la capacidad de enraizarse, de aferrarse aalgo…, de hacerse con una piel exterior o un caparazón para protegerse de la eliminacióninstantánea… Sin huesos u otras partes rígidas, sin caparazón, sin peso suficiente, ninguna criaturapuede sobrevivir…».

Sumida en sus reflexiones sobre los orígenes de la vida, Ana dejaba que el tiempo fluyera.Comenzaba a anochecer. A empujones y codazos consiguió introducirse en el compartimento unhombre canoso que llevaba unos fósforos en la mano y trataba de encender el farolito que estabacolgado encima de la puerta.

Cuando el tren llegó a Tiflis, Ana logró comprar, por la ventana, una botella de limonada, ypudo también ir al baño, pero luego no consiguió volver a su compartimento y tuvo que quedarseen el pasillo. En un momento dado, los farolitos de ojos legañosos que el hombre de pelo canohabía encendido se apagaron y al cabo de nada amaneció. Ana se preguntó dónde estarían…¿Cómo averiguarlo? Le dio un codazo a un tipo narigón, moreno, de ojos aceitosos que estaba a sulado y le preguntó muy amable:

—¿Baladzhary?—Ji, ji, ji—dijo el narigón arreglándose la gorra de piel, luego se retorció el bigote y la miró

acaramelado.Pasaba el tiempo, el ferrocarril seguía su camino.Desesperada, Ana tiró de la manga de otro bigotudo y le preguntó:—¿Baladzhary?—¡Jo!—mugió aquél, alterado. Como si le hubiera dicho burro. Se lo tomó a mal.Un gordo de cachetes hinchados y ojitos rasgados miraba a Ana con una sonrisa bonachona.

Ana sacó el mapa de su bolsa y le señaló Baladzhary. Intentaba hacerle entender que era ahí dondequería bajar. La cara del mongol, cual mantequilla, se derritió. Sonrió. Tomó el mapa de manos deAna y lo examinó. Lo volteó, lo miró de un lado, lo miró del otro, lo dobló e hizo ademán demetérselo en el bolsillo. Ana se lo arrebató y lo guardó en su bolso.

Las horas pasaban. Ana perdió toda noción del tiempo y del espacio. Se le habían acabado lospocos sándwiches que su tío le había dado en Batumi. Tenía sed, y se apoderaron de ella unadesesperación tan grande y un pánico tan fuerte que se puso a gritar a voz en cuello «¡Baladzhary!¡Baladzhary!» y a darle codazos a la gente para intentar salir. Pisoteó a unos lazes turcos quellevaban unas capuchas negras adornadas con galones dorados. «Pardon, pardon», gritó, y uno deellos le dijo en turco «güzelim», es decir, «mi bonita».

—Aman, türkçe biliyorsun?[16] —preguntó Ana.—Sí—respondió el laz.Poco faltó para que Ana lo besara. Enseguida se entendieron. No, no habían llegado a

Baladzhary todavía, pero él le dijo que no debía bajarse ahí, sino en Bakú, si lo que quería eratomar el tren a Vladikavkaz. Que si se bajaba en Baladzhary, le advirtió, se perdería.

¿Y ahora? Ya se estaba aproximando el momento. Tenía que tomar una decisión. ¿Qué hacer?«De todas formas más perdida no puedo estar—se dijo—. Haré lo que me aconsejó el tío y

que él cargue con la culpa».Y se bajó en Baladzhary.Pisoteando gente y asestando un golpe por aquí y otro por allá, logró salir del tren y apenas

estuvo fuera se puso a gritar: «Tante Claude! Tante Claude!». Parecía un ciego intentando

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encontrar una aguja en un pajar. De la tía Claude, ni trazas. De pronto, sin embargo, vio una manoque se agitaba en lo alto del andén de más allá y oyó la voz de la tía Claude diciéndole: «Ici, ici».Ana cruzó los rieles a zancadas, pasó por entre los vagones y vio a la tía indicándole con señas:«¡Aquí!». En ese momento, se oyó un silbato, el tren a Vladikavkaz estaba por ponerse en marcha.Ana dio un salto y se aferró a la ventana del vagón que tenía enfrente y, en cuanto estuvo dentro,empezó a hacer lo que todo el mundo hacía: dar pisotones y codazos. La lucha por lasupervivencia había empezado. Adelante, pues, cueste lo que cueste. Pero en esa estación se habíaperdido también su maletita pequeña. Ya sólo le quedaba el bolso, que llevaba colgado delhombro con una correa.

Cuando por fin encontró un lugarcito en el pasillo, se sentó en el suelo, se abrazó las rodillas,apoyó la cabeza sobre su bolso y se quedó dormida.

Despertó cuando el tren llegó a Bakú. Y ahí donde estaba sentada, toda apretujada, Ana sacódel bolso el mapa y se puso a contemplar el mar Caspio. En el mapa, el Caspio era lila y elCáucaso intensamente verde. ¿Acercarse a la ventana? Imposible. No estaba escrito, pues, queviera de cerca el mar. Era mortalmente peligroso que te movieras de donde estabas. Ymortalmente peligroso que te quedaras en la ventana.

En Rusia, la gente abordaba los trenes con una almohada de plumas muy grande y rectangularen una mano, y en la otra una tetera. Cada vez que el tren se detenía en un apeadero, aquellasteteras iban pasando de mano en mano hasta que salían por las ventanas. Al cabo de un momentovolvían, llenas de agua muy caliente, y quien se encontraba cerca de la ventana corría el riesgo dequemarse. Cuando las teteras regresaban llenas, los pasajeros se hacían su té, abrían sus cestas yse ponían a comer. Al verlos comer y beber a Ana se le escurrían las babas.

El ferrocarril seguía su camino al ritmo de la primera locomotora de Stephenson. «Cheerup!», se dijo Ana a sí misma y comenzó a silbar los aires optimistas del doctor Murray. Ungeneral le echó una mirada de pocos amigos, sólo que el pobre no era un general, según supo mástarde, sino un funcionario público que iba a enrolarse en el ejército. Con todo lo que estabapasando, cómo iba uno a saber. En esa época, en Rusia, todo el mundo usaba uniforme. El de loscolegiales era gris con botones plateados, marcados con la corona imperial, y los hacía parecergendarmes. Las colegialas llevaban largos vestidos marrones con volantes como crinolinas. Losfuncionarios públicos y los maestros usaban redingotes con unos botones muy grandes como los dePedro el Grande.

Mientras más avanzaba el tren hacia el norte, más caras rusas se veían. Un oficial rubio, conun uniforme nuevísimo y un equipamiento recién estrenado, abrió su zurrón con provisiones, cortóel muslo del pollo que llevaba y se lo dio a Ana. Sin mucho hacerse de rogar Ana lo aceptó y lodevoró. Algo le dijo el oficial, algo mugió Ana, y luego el oficial se despidió de ella y se apeódel tren en la siguiente estación.

—¿Kavkáskaia?—alcanzó a gritarle Ana.—Niet, niet[17]—respondió el oficial, y a señas le dio a entender que todavía faltaba mucho

para Kavkáskaia.Ana se tranquilizó, se acomodó lo mejor que pudo y se puso a estudiar el mapa. Según sus

cálculos, debía haber recorrido ya unos novecientos kilómetros desde Batumi. De Bakú aVladikavkaz el mapa daba alrededor de seiscientos kilómetros. A partir de ahí, le quedaba unacantidad parecida hasta llegar a Kavkáskaia, donde debía cambiar de tren para ir a Stávropol.Sintió que la cabeza le daba vueltas. ¡Uf, qué mareo! Volvió a sentarse en el suelo, se abrazó las

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rodillas y cerró los ojos.Las horas pasaban. Anochecía. Amanecía. La sed acabó por ser insoportable. Intentó

levantarse, pero una de las piernas se le había dormido y no consiguía apoyarla. Sintió escalofríosen la espalda. ¡Qué diantres!, ¿pleno agosto y hay ola de frío? Por cierto, ¿cuántos días llevaríaviajando?

Y de pronto se levantó de un salto. ¿Dónde estarían? ¿Habrían pasado ya Vladikavkaz?¿Habrían atravesado el Cáucaso entero y estarían yendo al noreste rumbo a Siberia? ¿Se habríaequivocado de tren? Le llegó de pronto a la cabeza la casa rodante del César Cascabel de JulioVerne: tundras, renos y, finalmente, Kamchatka. Se levantó y, a empujones y codazos, intentóabrirse paso hasta la puerta. Tenía que bajarse, costara lo que costara, porque debía encontrar a sutía.

—Pardon, pardon!—gritó, y apenas se detuvo el tren en la siguiente estación, dio un salto porencima de las cabezas de los que intentaban entrar en el vagón y salió disparada gritando—: TanteClaude!

Gritó, chilló con voz estridente como un gatito recién nacido al que han dejado a merced delviento.

El remolino de la marea humana la volvió a arrollar y la arrastró rumbo a la estación. Yconforme se iba alejando, oyó de pronto la campanita que anunciaba la partida del tren. Volvió asonar la campanita, se oyó el silbato del jefe de la estación. Respondió el silbato de lalocomotora. Ana se lanzó a contracorriente para regresar al tren y en eso recibió un golparrón enla cara. La nariz le comenzó a sangrar, el tren se fue.

Mareada y a punto de perder el conocimiento, apretándose el pañuelo contra la nariz, logróllegar hasta el bufet y pedir agua. La sangre no tardó en parar, pero la nariz comenzó a inflamarsey la hinchazón se fue extendiendo poco a poco hasta los ojos.

En el bufet, el mostrador del tabernero estaba lleno de cosas apetitosas y en el centro había unsamovar tan grande como la caldera de un barco. Detrás del samovar, el retrato del zar colgaba enla pared.

De la parte trasera de la estación llegaba una marcha militar y el paso acompasado de lossoldados. Muy pronto la estación se llenó de militares cargados de sacos, fiambreras,cantimploras. Los soldados se amontonaban en los trenes y encima de éstos, y los que no lograbansubir acababan colgados afuera como racimos humanos. Era tal la aglomeración que una unidadcompleta de artillería que había estado esperando en la estación desde el mediodía sólo logrósubir al tren a eso de las dos de la mañana. Parecía que en Rusia hubiera estallado la guerra.

Esa noche Ana la pasó en compañía del tabernero, tomando un té tras otro y comiendoempanadas de carne. El tabernero también tenía un lechón, echado de panza en su bandeja, y conuna zanahoria en el hocico. Hasta que amaneció, a Ana le dio tiempo de aprender que en ruso el tése llama chai, y las empanadas de carne pirozhkí. También aprendió a decir nu y nichego, sinsaber lo que esas palabras significaban. Cuando ya clareó y el turno del tabernero tocó a su fin,Ana pensó que debía tomar una decisión. Intentar subirse de nuevo en un tren quedaba descartado.En ese momento, en la vía frente al andén, estaban cargando el tren con piezas de artillería pesada.En la segunda, había estacionado un convoy sanitario y en la tercera estaban cargando el tren demuniciones. Entretanto, la nariz se le había hinchado más todavía, parecía una berenjena, y Anasentía las mandíbulas a punto de zafársele de tanto bostezar.

«Acuérdate de mí, Señor», dijo persignándose, porque se acordó de que era viajera y había

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ido a Rusia para conocer las bellezas del Cáucaso y visitar una ciudad que se llamaba Stávropol.Pero… ¿por qué tenía que haber viajado alrededor de dos mil kilómetros poniendo su vida enpeligro en medio de un jaleo como aquél para llegar, costara lo que costase, cuanto antes a la talStávropol? Sabrá Dios…

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5Una de las tantas y tantas ciudades atrasadas de la provincia rusa era, en aquellos años, Stávropol.Calles amplias, mansiones espaciosas de una sola planta, a veces dos, con grandes patios yespacios auxiliares. Tenía colegios, tribunales y muchos abogados.

Sin embargo, Stávropol no tenía cafés, ni restaurantes, ni centros de esparcimiento, salvo dosasadores georgianos a los que de vez en cuando iban, a escondidas de sus mujeres, los espososparranderos. Aunque lo cierto es que había dos cines, el Cinema y el Bioscope, y un teatrito quesólo abría cuando por casualidad pasaba por ahí alguna compañía de comediantes en bancarrota.

Las calles eran tranquilas porque no había tranvía, no había automóviles, no había muchagente. En verano se circulaba en carretelas tiradas por un caballo y en invierno en trineos, lo quehacía la felicidad de todos los enamorados porque los trineos eran unos cajones pequeñitos comonidos. Uno se montaba y se escondía dentro, debajo de un pellejo de lobo, bien abrazadito al de allado para poder caber. Y las riendas del caballo estaban adornadas con cascabeles.

Todos los habitantes se conocían entre ellos porque en Stávropol no había ni gente de paso niviajeros. Era la última estación de la línea del ferrocarril. Un trenecito la unía con Kavkáskaia yde ahí con el resto de Rusia. Gracias a los jóvenes que estudiaban, y que estaban obligados a ir aotras ciudades para continuar con sus estudios, Stávropol mantenía cierta relación con el sigloXX. Tenía una buena biblioteca de préstamo, porque sus habitantes leían mucho. Losstavropolitanos leían, filosofaban y comían, porque no tenían nada más que hacer.

Allí la gente vivía embotellada, en conserva, al abrigo del paso del tiempo. Las nostálgicasheroínas de Turguéniev y de Goncharov se mantenían espléndidamente. En Stávropol, confrecuencia te topabas con Iván Ivánovich y lo oías discutir con Iván Nikíforovich (no el IvánNikíforovich de Gógol, sino su nieto). Oblómov iba día tras día a la sucursal del Banco delEstado, donde le pagaban por permanecer sentado hasta las tres y echarse su siestecita matutina.Serguéi Vasílievich Nikitin, maestro de literatura en el Primer Colegio Masculino, cuyaresponsabilidad era que los muchachos cabecearan desde temprano por la mañana y hasta las dosy media de la tarde, cuando salía del colegio se dedicaba a ilustrar a cuantos lo rodeaban, y aUstina, su cocinera, le enseñaba a leer y a escribir. Anna Karénina lloraba la separación de su hijoy Varvara Vasílievna no sabía si debía o no invitar a la señora Búbnova a la recepción que iba aofrecer. ¡Dios mío! ¡Vaya complicación! Se levanta y va al pasillo para llamar por teléfono,porque Stávropol hasta teléfonos tenía.

Los teléfonos de Stávropol son unos cajones grandes atornillados a la pared que funcionan conuna manivela. Gur, gur, gur, le das la vuelta a la manivela para despertar a la telefonista. Gur, gur,gur, sigues haciéndola girar. Si tienes suerte y despierta pronto, te responde: «¿Diga?». En ese

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momento la saludas, le preguntas cómo está su papá, cómo está su abuelita, y envías recuerdospara todos. Luego le dices que quieres comunicarte, digamos, con la señora Búbnova. «Ahhh…,sí, sí, la señora Búbnova, Elizabeta Andréievna. ¿Cómo dice? No se oye. Hace mucho viento hoy.¿No está en casa la señora Búbnova? Ahhh, tiene razón, me había olvidado de que hoy es elcumpleaños de Shúrochka y deben haber ido todos a la casa de su suegro. De cualquier forma, leagradezco. Nu, nichego. Adiós, adiós». Y luego ring, ring, ring, tres veces con la manivela paraindicar que la conversación ha terminado. Y Varvara Vasílievna vuelve lentamente al comedor.

En Stávropol el ritmo era pausado. ¿Qué persona sensata se apresura? Nu, nichego…, queespere…, mañana. Las prisas sólo son necesarias cuando se trata de atrapar pulgas.

Aquella ciudad era un paraíso para todos los ancianos por encima de los setenta. Y para losenfermos del corazón. También era un lugar ideal de exilio, y no descartaría que los dioseshubieran encadenado a Prometeo por ahí en los alrededores. Un jardín celestial, un lugar dereposo eterno. Cuantos ponían el pie ahí, olvidaban y eran olvidados. Un lugar ideal para llevar yavecindar a los parientes de tu marido, sobre todo si entre ellos hay una sobrina engorrosaencaprichada con ir a costosos colegios y universidades. Déjala abandonada en Stávropol yquédate tranquilo. Si sabe alguna lengua extranjera, podrá ganarse el pan sin mayor dificultad,porque la gente de la provincia está ávida de aprender idiomas y no hay una sola escuelaextranjera. Con el tiempo ella también se petrificará, olvidará y será olvidada, como ocurría contodas las maestras fuereñas.

En ese entonces, las maestras extranjeras llegaban de fuera en tropel para comer y beber bienen la provincia rusa, y para juntar algunos ahorritos de los que disponer en la vejez. Cuando enFrancia una cantante perdía la voz o una bailarina se lastimaba un tobillo, lo primero que hacíanera tomar el tren rumbo a la provincia rusa y convertirse en maestras de francés. En la época dePushkin, la provincia rusa tenía también su Monsieur. Los hacendados de entonces encargaban aFrancia, junto con sus vinos, un Monsieur, de preferencia barbero, y le encomendaban laeducación de sus hijos varones y el cuidado de su barba.

Además de las francesas, en la provincia rusa había muchas alemanas que procedían de lasminorías germánicas del Volga o de los países bálticos. Pero a éstas, en cambio, las ninguneabanporque las consideraban locales y no las apreciaban.

Pero una inglesa no era algo común en la provincia en general, y en Stávropol en particularjamás en la vida se había visto ni se había oído hablar a una inglesa.

En 1914, cuando estalló la guerra y el zar prohibió el vodka en Rusia, los stavropolitanosdespertaron de su letargo. Se levantaron sedientos de acción. Descolgaron el letrero de lapanadería LA ALEMANA y lo reemplazaron por otro que decía LA BELGA. Las confiteríaspusieron en sus vitrinas cajitas con las banderas de los aliados y el retrato del heroico rey deBélgica. Todos los que se llamaban Schultz y Schwartz se cambiaron de apellido y se volvieronShultsov y Shvartsov, y todos comenzaron a preguntarse si la capital de la Santa Rusia deberíaseguir llamándose San Petersburgo. Más tarde, cuando la capital pasó a llamarse Petrogrado, sualegría no pudo ser mayor. El patriotismo se enardecía. Se organizó una Asociación de Mujerespara el Sayo del Soldado. Señoritas de buena familia se vistieron de enfermeras y, con suspelerinas, sus velos y demás, salieron a pasear al bulevar. A las alemanas las echaron. Losprecios de las clases de francés subieron. Honor y gloria a Francia, Bélgica e Inglaterra. Todosunidos para luchar por la fe y por la patria. ¡Hurra! ¡Qué lástima que en Stávropol no hubiera niuna sola inglesa, porque todo el mundo quería aprender inglés!

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Estando así las cosas, madame Fourreau, una francesa sesentona que había trabajado enStávropol durante treinta años, anunció que una joven estudiante de Oxford llegaría a Stávropol.La traería mamsel Claude, que durante una temporada había trabajado para los Búbnov, y queluego se había ido a Batumi y se había casado con un griego rico.

—¿Y quién es esa inglesa?—preguntó mamsel Célestine, una colega de madame Fourreau.—¡Uf!, déjalo, no le rasques. Me va a meter en tremendos líos mi sobrina. Quiere traer aquí a

una pariente de su marido para sacársela de encima. Es una muchachita griega que en su vida hapuesto un pie en Inglaterra. No se lo vayas a decir a nadie.

—¿Por lo menos sabe inglés?—preguntó mamsel Célestine con su temblorosa voz de vieja.—Parece que sí, que lo sabe bastante bien.—Ah, entonces no te preocupes, si es inteligente, se las arreglará, sabrá salir del paso.Mamsel Célestine era oriunda de la Provenza, lo que se percibía incluso en su acento. Pero de

dónde venía madame Fourreau, era algo que nadie sabía, porque sus orígenes dependían delhumor del momento. Si se sentía romántica, entonces era de Toulouse y había nacido en el castillode sus ancestros, donde había amado con locura a su primo Marcel, muerto de tisis… «Y hasta latuuumba te seré fiel», cantaba madame Fourreau. Si, por el contrario, se sentía heroica, entoncessus orígenes se iban al norte de Francia, donde había prestado servicio como enfermera durante laguerra franco-prusiana. Lo decía y luego guardaba silencio, echándote una miradita de reojo.Esperaba que la alentaras. Casi te lo suplicaba con la mirada. «Pero ¡qué dice, madameFourreau!», decías entonces tú. Y no hacía falta nada más. ¡Imposible describir su alegría! «Ah,pero ¿cómo? ¿No lo sabía usted?», te preguntaba. Y, bajando la cabeza con modestia: «Cuando elgeneral Mac Mahon fue herido en la batalla de Sedan… ¡Ah!…», madame Fourreau lo habíalevantado en brazos y lo había llevado a una cabaña para acostarlo en un camastro. Y cuandoirrumpieron los prusianos, ella se había apoderado del revólver del general y había gritado:«Canaille!». Si estabas de buen humor y le dabas cuerda, entonces tenías la función asegurada.Madame Fourreau corría y se escondía detrás del sillón, de pronto aparecía de un salto y cogíauna silla para estrellártela en la cabeza. Pero al final todo acababa bien y siempre triunfaban losfranceses. También cantaba La Marsellesa. Una marsellesa muy peculiar, y mientras cantabamarcaba el ritmo con el pie:

¡Ciudadanos, a luchar! (Parampam pam, granuja).¡Formad un batallón! (Parampam pam, cochino).

La historia ésta de la inglesa a punto de llegar puso a madame Fourreau en una situacióncomplicada. Los stavropolitanos se peleaban entre ellos por quién sería el primero en contratarla,y madame Fourreau se vio obligada a subir el precio de las clases. Los intelectuales comenzaron aencargar libros en inglés a Moscú y a Petrogrado. Las amas de casa encargaron a Rostov téLipton, arenques ahumados y whisky. Todos a una leían en la Enciclopedia los artículos sobreInglaterra y cualquier libro traducido del inglés que encontraran en la biblioteca de préstamo.Madame Fourreau se alarmó al ver lo que estaba pasando y se arrepintió de no haberle mandadoun telegrama urgente a Claude diciéndole que se quedara donde estaba. Ahora ya era tarde, yadebían estar en camino. ¿Qué hacer?

A los pocos días el problema se resolvió solo. Llegó Claude sin su acompañante y anuncióque la inglesa se había perdido.

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—¿Se perdió?—Se perdió.—¿Cómo se perdió?—Así, perdiéndose. Con el jaleo de la guerra los trenes están patas arriba. A Ana la vi por

última vez cerca de Bakú, cuando nos bajamos para cambiar de tren. Me hizo señas desde lejos,pero en medio de aquella barahúnda no logró llegar hasta donde yo estaba. Ella saltó a un vagón yyo a otro. Y a partir de ahí no la volví a ver.

—¿Tiene dinero?—preguntó asustada madame Fourreau.—Sí. No descarto que se haya fugado con alguien…—Oh là là!—exclamó madame Fourreau.Y decidieron que aún no debían escribirle nada al tío de la niña y que lo mejor sería que

Claude se quedara algún tiempo en Stávropol y esperara. El telegrama que Claude envió a sumarido decía: «Besos desde Stávropol», nada más.

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6Entretanto, la desesperación de Ana en aquella estación no podía ser mayor. Si supiera cómo sellamaba aquel villorrio, enviaría un telegrama, pero ese nombre era imposible de leer, depronunciar o de deletrear cuando se oía porque estaba formado sólo y nada más que porconsonantes. Lo que uno oía era una detonación, o algo como una botella de agua con gas en elmomento de ser destapada. Una vez que se aseguró de que hacía ya mucho que Vladikavkaz habíaquedado atrás y de que aún no había llegado a Kavkáskaia, pensó que no tenía más remedio queseguir el camino a pie.

Se animó. Le compró al tabernero pirozhkí, unos cuantos pepinillos en salmuera, pan y dosbotellas de cerveza. El tabernero se lo envolvió todo en una servilleta, Ana se colgó su bolso alhombro y… ¡a andar se ha dicho!

Cuando salió de la estación, a la derecha tenía las vías del ferrocarril y a la izquierda unascasitas cuadradas de ladrillo rojo. Cuanto más caminaba, más se espaciaban las casitas, hasta quefinalmente desaparecieron. Pasó frente a una pequeña fábrica. Un poco más allá había una herreríay dentro estaban herrando a un caballo. De ahí en adelante lo que había era un cementerio y luegoya empezaban los campos de col, las chozas campesinas, los sembradíos y después, lainmensidad. La estepa. La hierba seca. De cuando en cuando algún matorral. A la izquierda, no sesabía dónde terminaba la tierra y dónde empezaba el cielo. Y el sendero, al final, se perdía entresombras lilas y violetas. ¡Qué alto era el cielo allí! Y qué azul tan claro tenía. De pronto oyódetrás de ella las pisadas de un caballo. Y vio en el camino de tierra una telega campesina que seacercaba. Se puso en mitad del camino y la detuvo.

—¡Trrr!—soltó el campesino tirando de las riendas del caballo, y la miró raro con esos ojitosgrises que tenía.

Era un viejo de nariz chata y Ana le sonrió. Le puso en la palma de la mano una monedita deplata, como una piastra turca, y le dijo:

—Nichego?—Nichego—respondió el campesino.—Nu—dijo Ana, porque no sabía decir nada más.Y el campesino entendió qué le decía, porque nichego y nu significan lo que tú quieras

dependiendo del gesto con que las acompañes y del tono con que las pronuncies.—Nu—dijo de nuevo Ana, y de un salto se metió en la telega.El campesino se rascó la nuca. Se quitó la gorra y la sobó unos minutos con sus manos ateridas

de frío. Luego metió la moneda en el forro y se la caló de nuevo sobre los mugrosos cabellos.Cogió las riendas del caballo y se pusieron en marcha.

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Anduvieron y anduvieron y anduvieron y anduvieron y nada cambió. Cuanto más avanzabanhacia las sombras violetas, más lejos se veían éstas. En un momento dado, el camino torció a laizquierda. Comenzaron a distanciarse de las vías del ferrocarril y de los postes del telégrafo. Seestaban adentrando en el corazón de la estepa. Ana dio un respingo, meneó al campesino y lepreguntó:

—Nu?—Nu—respondió el campesino.—¡Kavkáskaia!—le gritó—. ¡Stávropol!—¡Ajá!—dijo el campesino, y continuó impertérrito.El tiempo pasaba. El sol estaba en su apogeo. No había trazas de vida por ningún lado. De

cuando en cuando aparecían por ahí grandes túmulos, y gracias a eso Ana colegía que la carretaavanzaba. Comenzó a tener miedo. Volvió a menear al campesino y le dijo «Nu».

—Nu vot!—respondió el campesino y señaló a lo lejos.Ana miró, pero no vio nada. Poco después comenzó a vislumbrar una pequeña mancha, y la

mancha tenía pinta de ser un bosquecito. Luego el bosquecito ya se distinguía con claridad y, a sulado, un campanario blanco. ¡Ahí está la aldeíta! Chozas con techo de paja, humo. ¡Ah, humo,humo! ¡Bendito sea Dios!

Justo en el momento de la puesta de sol llegaron a un aljibe. El campesino se bajó para dar debeber al caballo. A lo lejos un perro había comenzado a ladrar.

Cuando llegaron frente a la primera choza, un perro ovejero saltó por encima de la valla paradarles la bienvenida. Una mujer joven salió secándose las manos en el delantal y detrás de ellauna caterva de galopines a cuál más mugroso. Sin calzones, sin zapatos, el más chiquito llevabapuesta una camisetita que apenas le cubría el ombligo.

El campesino se apeó y Ana entendió que ya habían llegado. Entendió que ésa era su choza, yésos sus nietos.

Aquella noche Ana durmió encima del almiar y, antes de que hubiera amanecido del todo, oyópor fin el trino de la alondra rusa que tantas ganas tenía de oír. Luego conoció de cerca a Palasha,la nuera del campesino. Luego comió pan de pueblo y roscones blandos, espolvoreados consemillas de amapola. Aprendió que pan se dice jlieb y agua vodá. También se enteró de que elcampesino se llamaba Panteléi, y de que Panteléi no tenía ninguna intención de ir más lejos. ¿Yahora?

A ver Panteléi, a ver pichoncito, a ver nu, a ver nichego. Panteléi nada: se rascaba la nuca yseguía absorto en sus pensamientos. Tú esperabas pacientemente creyendo que estaba tratando detomar una decisión. Veías que suspiraba. Fruncía la frente y seguía cavilando.

Palasha estaba en mitad de la choza, pensando ella también. Se quedaba inmóvil como unaestatua de madera, con la mano sobre la mejilla, como si le doliera una muela.

«Panteléi, mira», le decías tú enseñándole una monedita, y salías corriendo adonde estaba latelega. «Nu?», le preguntabas, «¿me entiendes?».

Panteléi, contento, enganchaba el caballo. Bendito sea Dios, lo había entendido. Adio, adio. Yal cabo de nada, ya estaban otra vez frente a la choza. Panteléi le había dado una vuelta alrededorde la aldea y la había traído de regreso.

Ana se desesperaba. Dibujaba un ferrocarril, hacía las muecas y los gestos más expresivos,acababa corriendo en círculo por el cuarto, haciendo de ferrocarril. Panteléi sonreía, Palasha

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soltaba su mejilla derecha y ponía la mano sobre la izquierda. Los niños se asustaban y corrían arefugiarse encima de la estufa. ¿Y ahora qué hacemos?

«Enróscate en el suelo y no hagas nada», fue lo que le dijo el conejo blanco a Alicia en el Paísde las Maravillas. Y sí, no había nada más que hacer.

Todo el tiempo que duró el verano, Ana durmió sobre el almiar. Pero cuando empezó a soplar

aquel aire envenenado de la estepa, se metió en la choza y durmió sobre la estufa, bien pegadita alos niños. De cuando en cuando le daba a Panteléi algunos kopeks para su comida y esperaba elmomento en que saliera algún carro para la ciudad. Entretanto aprendió a ayudar a Palasha en losquehaceres de la choza. Aprendió a almohazar al caballo y a despiojar a los chiquillos. Aprendióa comer kasha, es decir, gachas de cereales, con cuchara de madera y del cuenco común que seponía sobre la mesa. Aprendió a no usar ni peine ni jabón, y empezó a aprender ruso sin hacerningún esfuerzo. Es decir, cuando Panteléi perseguía al cerdo gritándole «Anafema idologo!», Anano necesitaba diccionario para saber que lo estaba maldiciendo. Palasha le enseñó a cantar unascanciones muy tranquilas y nostálgicas, a mezclar el salvado con el centeno y a freír unas tortitaspequeñitas y redondas que se llaman lepioshki.

Cuando entró septiembre y el viento empezó a rugir y el techo de la choza crujía, Ana comenzóa amedrentarse. Le daba miedo la estepa, ese inmenso vacío oscuro de donde el único sonido quellegaba era el ulular del viento.

La temperatura bajaba cada vez más y Ana tenía frío. Envidiaba la zamarra de Palasha ytambién su chal de lana. Quería comprar ropa de invierno, pero ningún campesino aceptabavender. Se le habían acabado todas las monedas de plata y los aldeanos no querían billetes. ¿Dequé les servía el papel? Desconfiaban y no vendían nada. Incluso habían escondido el trigo porquesu padrecito el zar estaba en guerra con el zar vecino y hacía acopio de hombres y caballos.¿Quién iba a arar los campos? La guerra la pagaban las mujeres y los viejos. ¿A los hombresjóvenes qué más les daba? Decían que el hijo de Panteléi se había marchado al frente cantandoporque su padrecito el zar le había dado zapatos, ropa, cigarrillos, tabaco y azúcar. Y, además,comería carne dos veces a la semana. En cuanto a la muerte, qué más da. «Eeej! Gorie ne bedá!»,es decir, el infortunio no es una calamidad. En la aldea te mataba el hambre, en la guerra las balas.Puesto que nacimos pecadores, hemos de sufrir por nuestros pecados, y quien más nos hace sufrires quien más desea nuestro bien.

Dios, guarda al zar, fuerte y poderoso,que reine glorioso, y por la gloria nuestra…[18]

Quince millones de hombres habían sido movilizados en Rusia. Los barracones y los campos ylas estaciones del ferrocarril estaban a reventar. Las aldeas se habían vaciado. El terreno quecultivaba Panteléi era bueno y fértil, de tierra muy negra. Uno escupía en él y brotaba trigo, perojusto ese año no habría cosecha. Se llevaron su buey y le dejaron a ese haragán. Se llevaron a suhijo y le dejaron a esta nuera suya que era una buena para nada.

—¡Vete a la porra!—gritó un día Panteléi, y rompió la pala contra el trasero de Palasha.Esa noche volvió a la choza borracho perdido y al día siguiente despertó de malas pulgas.—Nu!—le dijo a Ana—. ¡Marchando!Y se enfiló a enganchar el caballo.

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De pura felicidad, Ana corría como loca de aquí para allá y ayudó a meter en la telega alcerdito, a las ocas, a las gallinas y la pala rota que había que llevar a reparar. Atolondrada comoestaba, se olvidó de despedirse de Palasha y de los niños, se olvidó de que hacía frío, un fríoatroz, y de que todavía iba vestida de verano. Se metió de un salto en la telega repitiendo para susadentros: «¡Virgen Santa, que no se vaya a arrepentir! ¡Virgen Santa, que no se vaya a arrepentir!».

Resollando y maldiciendo, Panteléi se subió en el pescante de la telega, se persignó y se hizocon las riendas del caballo.

Se adentraron en la estepa. Ana se agazapó debajo de la lona, entre las ocas y las gallinas, enbusca de calor. Cogió al cochinito en brazos. Al pobre cochinito que llevaban a vender almercado. Había sido tan repentina la salida esa mañana que a Ana le tomó mucho tiempo darsecuenta de lo importante que era. No se atrevía a creer en la suerte que había tenido: estaban porterminar sus tormentos. Iría de regreso a la estación; la marea humana ya debía de habersedisuelto. Tomaría el tren a Kavkáskaia y, de ahí, el tren a Stávropol. Ahora ya se daba muy bien aentender en ruso, no tenía nada que temer. Al llegar a Stávropol caería en brazos de la tía Claude yle pediría perdón por la locura aquella de salirse del vagón, independientemente de que la culpafuera de la tía Claude por haber insistido en marcharse de Batumi en medio de aquel gentío.

En momentos de una felicidad tan grande, el hombre perdona y es perdonado.

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7Cuando Claude vio que había pasado un mes y que Ana no daba señales de vida, tomó la decisiónde ir a reunirse con su marido en Tiflis, en donde se quedarían hasta que terminara la guerra.Batumi estaba en la frontera ruso-turca y era peligroso vivir ahí.

Para asegurarse un viaje cómodo, se hizo amiga de la condesa Lysina, la esposa del decano delos nobles, que tenía muchos conocidos y que no únicamente le dio cartas de recomendación paratodos los jefes de estación, sino que le cedió también a Akím, su mozo, para que la acompañarahasta Kavkáskaia y la ayudara a subirse al tren que la llevaría a Tiflis.

El día que Claude fue a despedirse de la princesa, se birló del tocador de madame Fourreauuna polverita de cristal, la envolvió en papel de fumar blanco, la ató con una cintita roja y se lallevó de regalo a la princesa. «Un recuerdito», le dijo, y aquélla se emocionó. Dejó la polverasobre una de las mesitas de la sala y ordenó que les sirvieran el té. Después del té, Claude le diolas gracias a la princesa, le pidió que transmitiera sus respetos a Su Excelencia, el señor decano,y mientras hablaba, con la destreza de un prestidigitador, cogió la polvera y la dejó caer en subolso. Volvió a casa y la colocó en su lugar, sin que madame Fourreau se hubiese percatado denada. Al día siguiente, la camarera de la princesa pasó tremendo mal trago por la desaparición dela tal polvera.

Antes de irse de Stávropol, Claude debía cumplir con otro compromiso: invitar a madameFourreau a comer. Con la conciencia tranquila de haber hecho cuanto había podido por Ana, lavíspera de su partida tomó a madame Fourreau del brazo y fueron juntas al asador georgiano.Llena de buen humor pidió caviar negro, salmón ahumado y vodka. Con sus brochetas,seguramente iría bien el vino tinto de Kajetia.

Claude formaba parte de esos bienaventurados seres que jamás dudan porque creen a piejuntillas en aquello que les conviene creer. En relación con Ana, creía verdaderamente que traerlaa Stávropol era asegurar su futuro. Luego decidió que Ana, durante el trayecto, se habríaenamoriscado de algún oficial, y que era muy probable que se hubiese fugado con él. Al principiolo dijo como una posibilidad, luego la posibilidad fue convicción, y al final sabía, a cienciacierta, que el oficial de Ana era un mocetón fornido, rubio y encantador, del regimiento de laGuardia Imperial. Ni modo. La chiquilla había querido hacer su vida. «La vie est un sommeil,l’amour en est le rêêêve».[19] Tras el segundo vasito de vodka le preguntó a madame Fourreaupor qué estaba tan pensativa.

—¿Y si la niña ha caído en manos de tratantes de blancas?—dijo madame Fourreau.—¡Oh, zut!—gritó Claude—. ¿Por qué siempre tienes que pensar lo peor? ¿Yo cuántos años

tenía cuando hui de París y me fui a Budapest? Llegué perfecto y no me pasó nada.

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—¿Pero cómo podía haberte pasado algo si viajabas en el Orient Express, en primera clase yacompañada de un caballero? ¿Acaso es lo mismo?

La atmósfera se había electrizado. El pleito estaba servido, suerte que en ese momentollegaron las brochetas y el vino de Kajetia.

Chinchín, los vasos. «¡Oh, zut!».«Zut, merde, pas de raison, saint Nicolas est un cochon», o sea: «Al diablo, no hay razón,

san Nicolás es un cabrón».Esta traducción es libre, porque las chansonnettes francesas son imposibles de traducir. Sólo

se cantan, y se cantan en francés. Las cantan las francesas cuando están achispadas y todo es buenhumor y picardía.

—Eso es la vida—dijo madame Fourreau—, grandes y pequeñas inquietudes. Son pequeñasen tiempo de paz, y grandes en tiempo de guerra.

En Stávropol ya habían comenzado las privaciones. Madame Fourreau ya no encontrabafácilmente leña para la estufa. No era que los bosques en Rusia hubieran mermado, era que elejército se había hecho con dos millones de caballos campesinos.

«Ej, hmm, da!», refunfuñaba el campesino que salía del bosque muy temprano por la mañanapara ir a la ciudad y le cogía la noche en la estepa con ese rocín decrépito que no podía nicaminar.

—Allons, allons, no hemos venido aquí a llorar—dijo Claude—. Hemos venido a festejar, y lafelicidad sólo llama a la puerta que sonríe. Ya verás que Ana aparecerá y que todo irá bien.Garçon, el licor y el café.

Al terminar el café, Claude pagó la cuenta, y en las narices del georgiano, entre risas ycoqueteos, se birló los cuchillitos de plata de la fruta, dejándolos caer en su bolso.

¡Qué éxito aquella comida de despedida con madame Fourreau!

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8Todo iba sobre ruedas aquella mañana cuando Panteléi se puso en camino con Ana, pero hacia elmediodía se soltó un ventarrón desaforado. Una cosa inenarrable. Un remolino de polvo. Y alfondo del horizonte, el cielo se oscureció y comenzó a relampaguear. Se avecinaba una tormenta.

—¡Reina del cielo!—susurró Panteléi quitándose la gorra y persignándose—. Va a caer unaguacero.

No alcanzó a decirlo cuando una gruesa gota golpeó la lona de la telega. Luego otra, y luego seennegreció bien ennegrecido el cielo y comenzó a llover a cántaros. ¡Un chaparrón!

—Ejmá! ¡Tprrr!El caballo se detuvo. Panteléi corrió a refugiarse en el interior de la carreta, debajo del toldo.Quien no haya sentido el hedor campesino, el hedor ruso, no sabe lo que es bueno. En cuanto

Panteléi se metió en la telega, Ana se tapó la nariz. Las ocas se pusieron a graznar desesperadas ysacaron la cabeza fuera de la lona para poder respirar. El cochinito se desmayó.

El hedor ruso es famoso. Tanto que cuando el ogro del cuento popular entra en su casa, en vezde decir «Aquí huele a carne humana», dice «Aquí huele a ruso».

Ana se tapó la nariz y se alejó todo lo que pudo de Panteléi, en espera de que escampara elaguacero. Debía ser ya de tarde cuando salieron de la telega y se pusieron a desatascar las ruedasque se habían quedado enfangadas. Ana se implicó todo lo que pudo, pero fue la fuerza de Panteléila que obró el milagro. Quizá también sus insultos, porque nada se resiste a las palabrotas rusas.Cuando insultas en ruso, tu alma se alivia. El insulto ruso es una catarsis y una terapia para losacomplejados. Dos palabras bastan para insultar a ancestros y descendientes hasta la séptimageneración. Con cuatro ya se puede amenazar al prójimo de hacerlo un nudo y limpiarle el traserocon su propia nariz. Y todo esto sucede sin gritos ni ademanes. Serena, cordial, amistosamente.Sin odios ni pasiones.

Cuando con mil y una dificultades lograron por fin desatascar las ruedas de la carreta que sehabían empantanado en el fango, surgió otro problema: el caballo no quería andar. Tenía las patashundidas en el lodo y se negaba a dar un paso. Agarró Panteléi el zurriago y se disponía a azotaral caballo cuando se armó la de no te cuento, porque Ana se lanzó a protegerlo. Le arrebató aPanteléi el zurriago de las manos y se puso a correr alrededor de la telega. Ana delante, Panteléidetrás soltando improperios. Y ahora Ana ya no se atrevía a detenerse porque sabía que si caía ensus manos, Panteléi la azotaría como el pescador al pulpo. En medio de su desesperación, Anadobló hacia la carretera y corrió y corrió en dirección a la vía del tren. El cielo se habíadespejado y de nuevo se distinguían los postes del telégrafo, sembrados a lo largo de los rieles.Se veían chiquititos y muy delgaditos, como cerillos clavados en la arena. Ana corría cual

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relámpago, apenas rozaba el suelo con los pies. No volvía la vista atrás. Sólo que le parecía quelas vías del ferrocarril ya no estaban en su lugar. El sol, que comenzaba a ponerse, parecía estarseponiendo como más a la izquierda. Y ahí donde deberían estar las sombras violetas que habíavisto de camino, lo que apareció fueron unas colinas.

El reloj marcaba la medianoche cuando Ana entró en la estación, con el látigo todavía en lamano. Había un gentío tan aglomerado que, al entrar, Ana pisoteó a una mujer y la debió delastimar porque un oficial que estaba a su lado, quizá fuera su marido, gritó:

—Gorodovói![20]Se armó la de Dios es Cristo. «¡Cogedla, cogedla!». «¿A quién?». «¡A ésa! ¡Atrapadla!».Ana logró esconderse en el baño de la estación.«¿Qué pasa? ¿Qué pasa?», se preguntaba la estación al completo, y de inmediato corrió la

noticia de que habían pillado a un espía austríaco con los bolsillos a reventar de cámarasfotográficas y mapas de Rusia.

«¿Os habéis enterado? Grandes victorias en el frente austríaco. Los trenes pasan llenos deprisioneros. Los checos deponen las armas y se rinden, porque prefieren al zar ortodoxo de Rusiaque al suyo propio».

—Nuuuuu!Hasta la puerta de la estación llegó, desde la calle, el un, dos, un, dos, Právoi! Právoi![21] de

un joven subteniente que se hacía el desalmado frente a los nuevos reclutas. Campesinoscorpulentos y barbados, padres y abuelos, temblaban frente a él como hojas al viento, mientraschapoteaban en el barro intentando distinguir la pierna derecha de la izquierda.

En la acera de enfrente dos aldeanas de mediana edad agitaban en el aire sus pañuelos,llorando, y luego comenzaron con el treno estridente y ancestral: «Jugad solas, jovencitas, ya noestáis en nuestra mente. A la guerra nos arrastran…».

—Señor comandante, no hay furgones—gritó uno afuera en el andén.—Pues arréglatelas y encuéntralos.Un caballo relinchó lúgubremente. Un tren silbó. Sonó la campanita de la estación.De lejos se oyó de nuevo un paso acompasado y un canto. ¡Ah, qué canción era ésa! Era como

si las entrañas de la tierra se hubieran abierto y el lamento de los condenados se elevara como elhumo.

¡Un, dos! ¡Un, dos!El infortunio no es una calamidad,gorjea el canario con solemnidad.

Dos pelotones de infantería se dirigían a la estación.En cuanto Ana consiguió llegar hasta el bufet, se metió detrás del mostrador, se sentó en el

suelo y, en un muy buen ruso con acento de pueblo, le dijo al tabernero:—Alma mía, un té.El tabernero, que enseguida la reconoció, la saludó y le dio un vaso lleno de té caliente con

mucha azúcar y coñac, porque vio que tenía los labios morados y que le castañeteaban los dientes.Dos días estuvo Ana en aquella estación y quedó aturdida de tanto ver y oír. Pasaban trenes

militares, trenes sanitarios llenos de heridos. No se detenían. Otros iban cargados de prisioneros

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austríacos.Ana estaba sentada en el suelo en un rincón de la estación, junto a una gorda que había logrado

llegar hasta ahí con todo y su almohada de plumas, su tetera y su cesta. Del otro lado tenía a unhombre demacrado, de edad mediana, con un aire a Abraham Lincoln.

—Reventad, cómplices del diablo, pimenteros del demonio—maldecía la gorda mientrasmasticaba sus albóndigas.

La maldición iba dirigida a las locomotoras y a toda la red de ferrocarriles de Rusia.—A ver, palomita mía, cómete una albondiguita…Pero Ana no podía ni comer ni beber. Le dolía la garganta, ni siquiera saliva podía tragar. Le

dolía la cabeza, ya no podía abrir los ojos. Quería sacar su dinero para contar cuánto le quedaba,pero no se atrevía. Sentía las manos paralizadas y no sabía si estaba dormida o despierta.

Volvió a la realidad con una fuerte sacudida.—Levántate, levántate rápido, ¡ahí está el tren que va a Kavkáskaia!—gritó Abraham Lincoln

zarandeándola.—¿Qué tren?—susurró Ana—. Déjeme.A unos cincuenta metros de la estación había un tren detenido. Alrededor de la locomotora de

vapor, pululaba un mogollón de gente. Y el mecánico, con medio cuerpo fuera y medio cuerpodentro de la locomotora, gesticulaba lanzando improperios. «¿Qué pasa?». «Pues que parece quela máquina ha sufrido una avería. ¡Aprovechad y meteos en el tren ahora que está detenido!».Algunos pasajeros entraban, otros salían de los vagones y una mujer gritó:

—¿Adónde va este tren?—¡Que vaya adonde el diablo lo lleve!—gritó otro más allá—. Aprovechad para meteros y no

hagáis más preguntas. A ver si de una vez por todas llegamos a Kavkáskaia y allá vemos.En qué momento se puso en marcha el tren y en qué momento llegó a Kavkáskaia es algo que

Ana ya no estaba en condiciones de saber. Sólo recordaba que de pronto Abraham Lincoln la tomóen brazos, la bajó del vagón y a zancadas atravesó los raíles.

—Aguanta un poquito más—le dijo al oído—. Ya llegamos a Kavkáskaia y en nada saldrá untren sanitario rumbo a Stávropol. Aguanta un poquito más y no tengas miedo, te depositaré dentro.

Cuando estuvieron frente al tren sanitario que aún tenía sus amplias puertas abiertas de par enpar, oyeron un gemido que venía del interior y sintieron un fuerte hedor a sangre podrida, formol yéter. Tan pronto como Ana percibió esos olores, supo que se iba a desmayar.

—¡Socorro!—alcanzó a gritar, y perdió el conocimiento en brazos de Abraham Lincoln.

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9Los heridos provenientes de los Cárpatos, Tannenberg y Agenburg en la Prusia Oriental seamontonaban. Día y noche pasaban rodando por las vías públicas en incontables carretas de dos ode cuatro ruedas, en telegas y en carretillas bajo una lluvia pertinaz. Las destartaladaslocomotoras de las líneas ferroviarias nacionales soltaban cada dos por tres un «¡fs!» y fenecíanen plena estepa.

«Venid a gobernarnos, porque nuestro país es grande y abunda en riquezas, pero carece deorden». Eso fue lo que antiguamente le dijeron los eslavos a los invasores varegos que habíanbajado del norte para conquistarlos. ¿No sería algo semejante lo que hubiera querido decir ahorael general Samsónov a los alemanes y prefirió suicidarse? Después de la batalla de Tannenberglos rusos perdieron a mucha gente, alrededor de ciento cincuenta mil murieron y cerca de noventay tres mil fueron hechos prisioneros. Divisiones completas. Y la guerra no había hecho más queempezar.

Los generales rusos intentaban cubrir sus carencias con una cantidad ingente de carne decañón. El mundo chorreaba sangre. Los heridos eran descargados en las estaciones de ferrocarrily amontonados de cualquier manera hasta volver a ser cargados y transportados más lejos paraque la provincia los engullera. Una tras otra, las ciudades de provincia se iban llenando deheridos. Llegaban de Galitzia a Rostov, a Novorosíisk, a Ekaterinodar. Llegaban incluso aStávropol. La provincia rusa comenzó a despertar de su letargo. Comenzó a cambiar de aspecto, acambiar de ritmo de vida, a volverse una con el resto del mundo.

También Iván Nikíforovich, como muchas personas al principio de la guerra, colgó el mapa deRusia en la pared del comedor y con aire triunfal clavaba pequeñas banderitas rusas en el corazónde la Prusia Oriental. «¡Tfu! ¡Sólo el diablo sabe qué demonios es todo esto!». No entendía quépodía haber pasado para que los alemanes se hubieran metido en Rusia. Nu, que Dios los proteja.Pero a él, que lo dejen tomarse su té. Aunque el té no está listo todavía. El samovar está encima dela mesa, pero hierve en vano. ¿Dónde estará su mujer? «¡Dunia, eh, Dunia!».

Su mujer se había ido al Primer Hospital Militar, llevándose unas sábanas de su casa parahacerlas tiras y que sirvieran como vendas. Se había ido y no había vuelto todavía. «Ridículo.¡Menuda insurrección! ¿Dónde se ha visto una cosa así? Que hierva el samovar encima de la mesay que no esté el ama de casa. ¡Dónde iremos a parar!».

—¡Liza! ¡Liza!—se desgañitaba Iván Nikíforovich para encontrar a su hija y que fuera a servirel té.

Pero Liza no oía: estaba en la sala estudiando la Séptima sinfonía de Beethoven. Por la nochetocaría el piano en la velada de aficionados que había organizado el Comité de Damas para una

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colecta destinada al sayo del soldado.Liza tocaría el piano, Nina cantaría, Kostia leería a Chéjov y las hijas del procurador se

vestirían de criadas y, con faldas muy cortitas y delantales con olanes, servirían el té. Y en vez depellizcarse las mejillas y morderse los labios para hacer que se pusieran encarnados, por primeravez se pondrían colorete y usarían pintalabios, porque en aras de la fe y de la patria todo estápermitido.

Comenzaron a aparecer nuevos talentos, comenzaron a asomar nuevas preciosidades enStávropol. «Pero mira nada más a Tania, la hija de Starkov, ¡qué hermosa se ha puesto! Le quedanmuy bien los ojos pintados. Y Rina qué linda está con esa faldita tan cortita, y es que tiene muybonitas piernas». Era la primera vez que se daba cuenta de eso Borís, un subteniente reciénuniformado.

«¡Pero que guapo se ha puesto Borís!», pensaba Rina, que hasta ese momento no le habíaprestado la menor atención porque no le sentaba nada bien el redingote de funcionario.

Lo mismo pensaba Duniasha, la cocinera, de Fadéi, el que les corta la leña en el patio: ahoraque se había hecho soldado, lo habían llevado al hamam, lo habían metido al vapor, le habíandado una buena tunda con ramitas de abedul,[22] y su cara resplandecía. ¡Qué lástima que fuera airse tan pronto al frente! Se asomaba Duniasha lo más que podía por la ventana de la cocina y susopulentos pechos se desbordaban del corpiño.

Un pan duro y quedo satisfecha,agua turbia y no sé qué es la sed,todo con tal de mirarte…,

se soltaba a cantar Duniasha en la ventana, y Fadéi desde abajo le hacía señas: «A las diez dela noche, junto a la valla…».

Desde la cocina de Nikolsksi, el médico, se oía el contralto de su camarera:

La noche está oscura y tengo miedo.Ven conmigo, Marusia, a la estación…

De la calle principal de Stávropol llegaba la marcha fúnebre de Chopin, porque estabapasando el cortejo de un oficial. Y frente a la casa de Iván Nikíforovich desfilaban de nuevoaquellas interminables falanges que partían al frente cantando:

¡Un, dos! ¡Un, dos!El infortunio no es una calamidad…

Por un lado, cupido con sus flechas; por el otro, la muerte con su guadaña.—¡Esto es la locura colectiva!—gritaba Anatol Kuzmich—. ¡Vaya mazazo! ¡La flor de nuestra

juventud se está suicidando!Dos más de sus alumnos, de octava clase de colegio, se habían fugado para ir a alistarse como

voluntarios.Iván Nikíforovich se tapaba los oídos con algodón. Corría al teléfono para pedirle al

farmacéutico que le mandara aspirinas, pero… ¡quia! Los médicos y los hospitales teníanprioridad. Y en lo tocante a la tal por cual jovencita esa de la telefonista, ya verás lo que le hará.

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Un día de estos agarrará a su papá y se lo contará todo. ¿Sabes lo que le dijo hace poco la burra?Antes siquiera de que hubiese tenido tiempo de darle los buenos días y pedirle que lo comunicaracon Iván Ivánovich, su vecino, le dijo: «Rapidito, por favor», eso le dijo y colgó. «Ridículo.¡Menuda insurrección! Ojalá no hubiera vivido para ver una cosa así…».

Y como si todo esto fuera poco, sobre Stávropol se abatió una epidemia de escarlatina, gripe ytifo. Iván Nikíforovich no sacaba ni la nariz de su casa, le daba miedo contagiarse.

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10En plena estepa, a una versta y media de Stávropol y a una versta de la carretera, estaban lasbarracas para enfermos infecciosos, unas chozas dispersas por un terreno inmenso, rodeado de unmuro alto que hacía pensar en las tapias de los monasterios. Una sola puerta tenía aquel muro, y lallave—que medía once centímetros de largo por dos centímetros y medio de grosor—la llevabacolgada del cinto Agafón, un aldeano sexagenario, calzado con lapti y que tenía una nariz rojaroja, producto del alcohol que hurtaba y se bebía dentro de la bodega.

Condiciones primitivas, sí, pero en las barracas había teléfono.Gur, gur, gur, la enfermera principal trataba de llamar a Matvéiev, el médico. Gur, gur, gur.—Disculpe que lo moleste a esta hora, doctor, pero no sé qué hacer. Nos han enviado del

Segundo Hospital Militar a cuatro prisioneros austríacos con escarlatina… Sí, sí, ya sé, pero esque uno de ellos es una mujer, bueno, más bien una jovencita… ¿Y yo qué sé?… No, no está encondiciones de hablar. En todo caso, viene con escarlatina y he autorizado que se quede. ¿Lapongo en el mismo cuarto con los otros prisioneros?… De acuerdo… ¿Papeles? No, no hemosencontrado nada en sus bolsillos, nada aparte de cuatro rublos.

Y así, cuando Ana abrió los ojos, se encontró con que estaba en un cuarto con tres prisionerosde guerra austríacos: Frantz, Vánek y el buen soldado Švejk, que por ese entonces eradesconocido en la mayor parte del mundo porque todavía no había tenido tiempo de inmortalizarlosu compatriota Jaroslav Hašek.[23]

La barraca de la escarlatina se componía de dos cuartos, un pasillo y una cocina grande queservía simultáneamente de horno, comedor y dormitorio para el personal. El personal de aquellacabaña estaba compuesto por Eufrasia, la cocinera, Niusia, la enfermera, y Nikífor, un zagalote dealrededor de diecinueve años, pelirrojo a más no poder y con una nariz que más que nariz parecíaun recogedor puesto de pie. Nikífor barría los suelos de cemento, rapaba a los enfermos cuandollegaban y los llevaba en brazos hasta el baño. Además, encendía las pechkas, es decir, lasestufas.

Las pechkas rusas suelen estar empotradas en la pared e irradian un calor muy agradable,como las estufas de barro de Constantinopla. Ana había crecido con estufas de barro. La de larecámara de su mamá era blanca, la de su abuelita verde, y la del comedor era color café. Lasmujeres constantinopolitanas desde la víspera ponían la leche de los niños sobre la estufa paraque se mantuviera tibia. Eufrásiushka no, ella metía la leche de los enfermos dentro de la pechka.

La primera persona que vio Ana cuando abrió los ojos fue precisamente Eufrasia.—Nu, palomita mía—le dijo—, ¿ya has abierto tus ojitos? El doctor ha recetado para ti kisel.Ahí estaba, de pie frente a la puerta, y le sonreía. Alta, gorda, barrigona, con una pañoleta de

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muchos colores, amarrada sobre la papada. Y ceceaba, como Loxandra.—Hm…—dijo Ana y, dichosa, volvió a cerrar los ojos.Y se quedó dormida nuevamente.—Shhh—pidió Eufrasia a los austríacos que miraban a Ana con curiosidad—. Shhh. Dios ha

sido misericordioso y la chiquilla vivirá.Y los austríacos entendieron que les estaba pidiendo que se callaran.Los austríacos ya habían aprendido el nu y el nichego y al cabo de una semana habían

empezado a no sentirse tan extranjeros.Así es Rusia. Un país oriental, hospitalario. Rusia sabe cómo atraerte hasta su seno y

engullirte. Te baña en júmeli, te embriagas y olvidas el lugar donde naciste. Empiezas a querercomer borsch todos los días, y a no poder vivir sin té. Involuntariamente empiezas a pronunciar lao como «a» y la e como «ie». Al gato dejas de llamarlo con un «psi, psi, psi» y lo llamas con un«ksi, ksi, ksi», porque cuando los gatos rusos oyen «psi, psi, psi», salen despavoridos. Jamás en lavida se te ocurre ponerle al gato Tom o al osito Teddy, porque los gatos en Rusia son Vasilis y losositos Mijaíles, y de cariño, Mishka. Y tú mismo, de Yannakis pasas a ser Iván, y de Simeónides,Simeónov. Y esas cosas no tienen porqué. Son así y ya. Y si las maestras llegadas de fuera logran,por motivos profesionales, no aprender ruso para conservar así su estatus de extranjeras, cuandovuelven a sus terruños se arrepienten y desfallecen de nostalgia por Rusia.

—¿Tú de dónde nos has llegado?—le preguntó un día Eufrasia a Ana.«De Constantinopla» iba a decir Ana, pero Švejk, que estaba enfrente, le hizo señas para que

se callara.—No digas nada—le aconsejó después Vánek, levantando la cabeza de la almohada.Los austríacos opinaban que Ana no debía revelar que no era una enfermera austríaca como

todos pensaban.—¿Estás loca?—le dijeron en el mejor alemán que podían, porque los tres eran checos—.

¿Acaso estás mal aquí? Nosotros para lograr que nos hicieran prisioneros de guerra hemosarriesgado la vida. Quédate aquí a comer tranquila y a beber tranquila hasta que acabe la guerra.La vamos a pasar muy bien.

—El mejor escondrijo son los hospitales—sentenció Frantz.—Sí, sí—corroboró Vánek—, yo poco antes de que termine mi cuarentena intentaré ir a la

barraca de al lado a ver si me contagio de difteria.—Lo mejor es contagiarse de viruela—opinó Švejk—. Con la viruela, no se atreven a

acercársete en mucho tiempo.—¡Bah! Seamos sinceros. Si se les mete en la cabeza cogerte y mandarte otra vez a la guerra,

aun contagiado de peste, acabarás en la guerra. Yo conocí a un soldado que para evitar que loenviaran al frente se tragó un candado. Lo llevaron al hospital, lo atiborraron de patatas y luego lohicieron beber aceite de ricino y no paraban de examinarlo para ver por dónde iba el candado.Cuando el candado llegó al intestino grueso y ya esperaban que saliera, de pronto una mañana losdoctores descubrieron que otra vez estaba en el estómago. ¿Cómo podía ser que el candado jugaraal subibaja en la barriga? «Ven aquí, tarugo, ¿te lo has vuelto a tragar?». Lo agarraron y sinpensarlo dos veces lo enviaron al frente con el candado en la tripa.

—Eso no es nada—dijo entonces el buen soldado Švejk—. En Praga yo conocí a un soldadoque alquiló un ataúd en una agencia funeraria con la intención de instalarse ahí hasta que terminara

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la guerra, pero el empleado de la funeraria un día se equivocó y le vendió a una viuda justo eseataúd. La viuda metió el ataúd en un taxi para llevárselo a su casa, pero el tarambana ese seincorporó y se armó tal jaleo que llegó la policía. Los agarraron a todos juntos y tuvieron quepasar por el tribunal militar.

—Nosotros en Constantinopla—comentó Ana con su alemán chapurreado—a los cristianosdesertores los escondíamos en los altillos y en los sótanos. Quiero decir, a los que no podíamosayudar a huir al extranjero.

—¡Vaya!—dijo Frantz—. Pero de entre todo todo, lo mejor es que te finjas loca. Mira, lasalmohadas que tenemos están llenas de paja. Rasga tantito la almohada y clávate unas briznas en elpelo. Y, si quieres, ladra de vez en cuando.

—Yo sé hacer la rana—reveló Ana.—¡Ah, perfecto!En ese momento irrumpió corriendo Nikífor para decirles que la lavandera había encontrado

en la ropa de Ana unos papeles y que se los había entregado a la jefe de enfermeras y que éstahabía telefoneado inmediatamente al Hospital Militar, y que ahora enviarían de ahí a unos médicosjunto con el coronel de la gendarmería para que examinaran a Ana, así que, rápido, acurrucaos envuestros camastros.

—¡Oh, estoy perdida!—exclamó Ana—, ha de ser mi pasaporte. Lo tenía cosido en eldobladillo de mi falda. Adentro estaba también la dirección de la tía Claude en Stávropol. ¡Oh,estoy perdida!

—Oye, si tienes una tía aquí, ¿por qué no quieres salir?—le preguntó Vánek—. Pero… ¿cómofue que acabaste entre nosotros?

—Soy viajera. Me puse en camino para recorrer el Cáucaso—dijo Ana, pero inmediatamentese dio cuenta de que los austríacos no la creían y cambió el tema de la conversación. Se puso acontarles de la tía Claude—: Esa tía mía, la tía que les acabo de decir, me invitó a venir y vineporque ni se me ocurrió ni me imaginé que tuviera un mentón como el que tiene, y ella nunca noslo dijo. Y a mí me da miedo el mentón de la tía Claude y por eso no quiero irme de aquí.

—Si lo que te da miedo sólo es el mentón—dijo Švejk—, ni te preocupes. Yo tengo en Pragauna tía de mi padre que, además del mentón, está llena de pelos, y encima de vez en cuandolevanta la pierna para rascarse la oreja. Nuestro bebé por poco se atraganta la primera vez que lavio.

Niusa la enfermera, que estaba pasando por el pasillo, se detuvo y los reprendió:—Hablad más bajo, insensibles—les dijo—. Se acaba de morir un niñito aquí al lado.Aquella noche nevó, y después de eso la cuestión del pasaporte de Ana pareció quedar

olvidada. No se sabe cómo se solucionó. El frío decoró las ventanas con dibujos fantasmagóricosy la nieve cubrió los rábanos, las coles y los betabeles del jardín. Cubrió también el tejadillo delcobertizo. El agua de los barriles del huerto donde estaban las coles se congeló. La nieblaempañaba al sol cada mañana. Y más allá de la pared, la blanca estepa parecía ahora infinita.

—¡Stiopa!—gritó Nikífor—. Te mataré y el zar me va a castigar.Stiopa, de la barraca de los enfermos de sarampión, había llegado hasta sus ventanas

pisoteando los rábanos. Estaba juntando nieve para hacer un muñeco.—Ay, Nikífor, pichoncito mío—gritó Ana desde dentro—, solecito mío, deja que Stiopa haga

el muñeco.

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—¡Ja, ja, ja!—desternillándose de risa salió Eufrasia de la cocina con una zanahoria en lamano—. Aquí tenéis esto para la nariz.

—Eeeeiejjj!—gritó Stiopa, y en cuanto el muñeco de nieve estuvo terminado, salió corriendoy volvió con su acordeón.

El acordeón se estiró, su cintura de serpiente se encogió y soltó de una sola tirada unalezguinka:

Corre, corre el riachuelito,lo atraviesa un puentecito.En el puente puentecitouna oveja una ovejita,con su rizada colita…

El personal en pleno formó un círculo a su alrededor y empezó a dar palmadas. En el centro,Nikífor y Niusia bailaban. Daba palmadas Pelaguíushka, la lavandera, con sus adoloridas manos,y también Pofiris, el del barracón de la difteria, y Avdotia la cojita. Detrás de la ventana, loschecos y Ana daban palmadas también.

Aquella tarde, por primera vez, los prisioneros y Ana fueron a la cocina a tomar el té. Al cabode nada llegaron Avdotia y Agafón, y también Praskovia, del barracón de la viruela. Les contó quehabía muerto una niñita y que acababa de cerrarle los ojos colocándoles encima una moneda decinco kopeks. Sus ojitos habían permanecido abiertos y estaban ya casi yertos.

Shhh. Proveniente del bosque vecino se oyó el aullido de un lobo. Había luna, y con el reflejode la luna sobre la tierra nevada, los lobos enfurecen.

Todos se sentaron alrededor del samovar. Cuando el agua hirvió y la cocina se llenó de vapor,y volvió a oírse el bramido del viento y el aullido de los lobos, y el tejado de paja crujió, Ana depronto se sintió peor y bendijo su destino por haberla depositado en la cocina de Eufrasia, junto alsamovar y debajo del icono de Nuestra Señora de Kazán que estaba colgado en la pared. Seolvidó de la teoría de Darwin y se persignó.

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11Tremendo susto se llevó madame Fourreau el día que el teniente coronel de la gendarmería lallamó para que diera explicaciones de cómo y por qué se había encontrado su dirección dentro delpasaporte de Ana y también de cómo y por qué se había encontrado Ana en Stávropol de unamanera tan insólita. Por fortuna madame Fourreau era conocida de muchos años y así el asunto conlas autoridades acabó por archivarse sin que hubiese mayor problema. Volvió a su casa satisfecha,pero a Claude no podía perdonarle ni la monserga en que la había enredado a ella ni el mal que lehabía infligido a aquella pobre niña.

Las barracas para enfermos infecciosos eran para los stavropolitanos algo así como el HoyoNegro de Calcuta. ¿A quién se le podía ocurrir mandar a un ser querido ahí? Ana tenía un ángel dela guarda y se había salvado, pero, ahora, ¿qué seguía? ¿Cómo podía presentarla como inglesa,estudiante de Oxford, en medio de ese desastre? Envuelta en la cobija vieja del hospital queAgafón le había llevado una mañana al alba, y rapada a cráneo pelado, Ana parecía escapada delmanicomio.

Tal como se habían presentado las cosas, a Ana no le quedaba más remedio que permanecerescondida unos días hasta que le creciera un poco el pelo y pudiera conseguir algo de ropa. Demodo que madame Fourreau se sentó y le escribió la siguiente carta a su sobrina Claude. Laescribió con el mayor tacto imaginable y de la manera más ambivalente posible, no fuera aenseñársela a su marido, a quien le habían ocultado todas las peripecias de Ana.

Mi muy querida sobrina. Me apresuro a darte una alegría. Ya ha aparecido el perrito quecompraste poco antes de tu partida. Ha aparecido en la barraca para enfermos infecciosos hechouna calamidad y he tenido problemas con las autoridades. Envíame con carácter de urgentequinientos rublos para que pueda yo adecentarlo y dejarlo presentable, de otra manera se lollevará el perrero. Manda el dinero por vía telegráfica y sabe que, si no lo mandas, te lo sacaré delas narices sí o sí, o no me llamo

MARIETTE Afortunadamente la casita de madame Fourreau parecía haber sido hecha para esconderse.

Oculta como estaba en el fondo del patio que tenía detrás la biblioteca de préstamo, paradescubrirla había que pasar por un porche, la entrada de servicio de la biblioteca, y empujar unatosca puerta de madera. Era una casita pequeñísima y muy bien arreglada. Tenía dos habitacionesminúsculas cuyas ventanas daban al patio, un comedor microscópico al fondo y, al lado delcomedor, una cocina muy coqueta con cortinitas en las ventanas y geranios en el alféizar. Estaba

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bien situada, en el centro, enfrente del hotel Lux, a dos pasos del parque. Tenía una pechkaemplazada entre las tres habitaciones, del modo que una tercera parte de su calor fuera para cadacuarto, calentándolos a todos por igual. La puerta de entrada estaba pintada de color verde y teníauna plaquita de bronce muy brillante en la que se podía leer: MADAME MARIETTEFOURREAU. MAESTRA DE FRANCÉS. Todo lo tenía madame Fourreau y sin embargo algo lefaltaba. Ese algo, al parecer, era Ana.

¡Qué lindos fueron aquellos días en la casita de madame Fourreau! Paquete tras paquete ibanllegando las telas a la casa. Las medias, los zapatos, las pantuflitas, los encajes, las cintitas, losbolsos. Y cuando la cabeza de Ana empezó a cubrirse de pequeños bucles castañorojizos, llegóGalia, la modista, y se entregó en cuerpo y alma a la costura. Veinticuatro horas más tarde, todaStávropol estaba enterada de que la inglesa había llegado, pero que, como sus baúles se habíanextraviado en medio del gentío de la estación, se hospedaría en casa de madame Fourreau hastaque no le hubiesen confeccionado nueva ropa.

—¿Y por qué tiene el cabello tan corto la inglesa?—Porque la última moda en Londres dicta cabello corto.Decirlo madame Fourreau y volverse realidad. Una realidad tan fehaciente que ella misma se

asustó al ver que las estudiantes de Petrogrado comenzaban a llegar con el pelo corto.—¿Os habéis enterado? Todas las mujeres se han cortado el pelo. Hasta la hija del zar, Tatiana

Nikoláievna, se ha rapado.—¡Como si fuera noticia! Nosotras nos enteramos antes que vosotras porque una inglesa de

Londres llegó hace poco a instalarse en nuestra ciudad.Azul el abrigo de Ana con el cuello y los puños de astracán gris. Un gorrito cosaco de la

misma piel. Un segundo abrigo gris de piel de ardilla, con una toca y un manguito a juego…—Madame Fourreau, se nos está acabando el dinero.Y madame Fourreau se desternillaba de risa.—¿Y eso es lo que te preocupa? Llamaré por teléfono para que nos manden más.Madame Fourreau encontró diversión y, simultáneamente, la manera de vengarse de su sobrina

Claude.Y todo habría ido a pedir de boca si Ana no hubiese sido tan terca. No quería aceptar de

ninguna manera que ahora era inglesa.—Pero si te esperan como agua de mayo, pagarán tu peso en oro porque no hay otra inglesa en

la ciudad.—Es que ya se lo he dicho, madame Fourreau, yo no soy inglesa.—Lo sé, lo sé, pero en Stávropol no hay otra inglesa. La ciudad entera te está esperando a ti.

Y si ya te están esperando, ¿qué quieres que haga yo?—¿Y si se trata de un malentendido y es otra persona la que debe venir?—En absoluto, te están esperando a ti, a miss Enny Drapers.—Pero yo no soy miss Enny… A ver, madame Fourreau, escúcheme…Y Ana intentaba demostrarle que no era inglesa y que el inglés que hablaba lo hablaba con

acento americano. Y de Inglaterra, ¿qué conocía? A ver, pues conocía la bandera inglesa, elConsulado de Inglaterra y la tienda Baker en Stavrodromi.[24] Conocía también a CharlesDickens. A Shakespeare no quería conocerlo porque le daba pesadillas. Todo eran espectros,panteones y esqueletos. Puras cosas siniestras.

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Y eso duró hasta que un día madame Fourreau acabó por alzarle la voz.—¡Ven acá! ¡Ya basta! Si fueras económicamente independiente, entonces podrías ser china si

quisieras. Pero ahora que necesitas ganarte el pan, tienes que volverte inglesa. Inglesa, te guste ono, de otro modo no habrá ruso que te pague sólo por tus dulces ojos. Zut!

Ana tuvo miedo. Además, tampoco quería seguir aceptando el dinero de su tía. Sí, ¿pero seríacapaz? ¿Y si se ponían a preguntarle cosas de la vida en Inglaterra?

—¡Ah, pero qué cabeza de chorlito la de esta criatura! Si por eso le dijimos a Galia que nohablabas ruso. Y jamás aprenderás ruso. Entonces, ¿cómo quieres que te pregunten?

—Y cuando yo les haya enseñado inglés, entonces ¿qué voy a hacer?—Les dirás que durante la clase no se permite hacer preguntas ajenas al curso. ¡Vaya cerebro

de apipizca el tuyo! Anda, vístete y salgamos a dar una vuelta y luego te invitaré a comer en elasador georgiano.

Y helas allí. Abrigo negro de nutria madame Fourreau con una rosa roja clavada en el cuello,muy cerca de la mejilla. Alta, robusta, de mejillas sonrosadas y piel lozana, caminaba con pasoligero y cada dos por tres saludaba a derecha e izquierda a todos sus conocidos. «La inglesa, lainglesa», decían las miradas de todo el mundo, y madame Fourreau levantaba alto los hombros,rebosante de ufanía.

—Tú mira hacia delante. Finge que no los ves…Una rubia gordita pasó a su lado y las dejó atrás.—¿La ves? Es la señora Alióshina, la mujer del abogado más importante de Stávropol. Te está

esperando para que les des clase a sus hijos.Al cabo de poco pasó cerca de ellas un estudiante.—Y ése es el hijo del fiscal. También él tomará clases contigo en el verano, durante las

vacaciones escolares.En la entrada del parque se toparon con mamsel Célestine.—¡Oh, mamsel Célestine, quiero presentarle a la inglesa, miss Drapers!Ana miró a madame Fourreau para saber si iba bien que hablara francés. Madame Fourreau le

indicaba con señas «¡No!». Miss Enny únicamente habla inglés.Dieciocho grados bajo cero, todo estaba cubierto de nieve, pero el cielo tenía un intenso color

azul y había un sol radiante. Caminabas sobre el hielo cómodamente, sin resbalar, porque llevabaspuestas las botas de fieltro especiales para la nieve.

¡Ah, ahí vienen dos trineos!—¡Mira, mira! El gordo que acaba de pasar en el segundo trineo es tu patrón, el señor Ochkov.

Es en su casa donde vas a trabajar. Es una casa tranquila. Son él, su mujer y dos niños. Comenbien y pagan bien.

Frente a la otra puerta del parque, la calle bajaba abruptamente y terminaba en un llanonevado. Pero si uno tomaba a la izquierda y subía la cuesta, llegaba al lugar más alto deStávropol, ahí donde se encontraban el Segundo Colegio Femenino y la catedral. Estaban en unaexplanada que parecía una pequeña meseta, rodeada de una blanca inmensidad. El cielo quieto,como de esmalte. Al fondo del horizonte, pintada de blanco sobre blanco, la cumbre nevada delElbruz. Beatitud. Un jarrón chino de porcelana.

—Allons, allons, vamos.Madame Fourreau tenía prisa por enseñarle Stávropol a Ana. El palacio del gobernador

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general, algo así como si dijéramos un prefecto, pero que en Rusia tiene derechos sobre la vida yla muerte en el territorio que gobierna, estaba sobre la avenida Nikoláievski. El palacio deldecano de los nobles estaba en la plaza de San Andrés, donde todos los lunes se ponía elmercado. En verano los campesinos llegaban de las aldeas de los alrededores, con sus carromatosy sus telegas, en invierno con sus tablas para deslizarse y sus trineos, trayendo verduras, pollos ygallinas, cerditos, mantequilla y lo que habían cazado también.

Aun si las calles estaban cubiertas de hielo, las aceras estaban limpias de nieve porque losdvórniki la removían continuamente.

Todas las casas tenían un dvor, es decir, un patio, y cada patio, un dvórnik, es decir, unaldeano que se ocupaba del cochinito, de las ocas, de las gallinas y del caballo. El dvórnikquitaba la nieve de la acera de la casa, cortaba la leña para la pechka, encendía el samovar.Echaba los carbones en el conducto que tiene el samovar en el centro y, cuando el fuego se poníacaprichoso y no quería encenderse, se quitaba la bota, le daba la vuelta, la colocaba encima delconducto y la movía. Fus, fus; fus, fus; subía y bajaba la bota como un acordeón echando aire paraque se encendieran los carbones y se calentara el agua. Y en cuanto el agua hervía, llevaba elsamovar a la cocina para que la sirvienta lo trasladase al comedor y sin más dilación se daba a latarea de encender el siguiente samovar porque, así como en aquella época en el Imperio britániconunca se ponía el sol, en la Santa Rusia nunca se enfriaba el samovar.

Se dice que el primer samovar, cada mañana, es para el propio dvórnik y la cocina. El

segundo, para los niños y para los hombres que se van temprano de casa. El tercero, para el restode la familia. Ese samovar es grande, redondo, y uno tiene la impresión de que se le ha idoamontonando alrededor la gordura.

El té de la tarde no es para satisfacer el hambre, es para calmar la sed. Es, por decirlo dealgún modo, el té por el té. Es aquí donde las Loxandras rusas demuestran sus habilidades para lamermelada: de fresa (que es particularmente aromática), de cornejo (que además es astringente),de zarzamora (buena para la transpiración), de grosella silvestre (refrescante), de mora de lospantanos, de mora común… Pero los verdaderos conocedores el té lo toman vprikusku, es decir,se colocan un azucarillo en la boca, dan un sonoro sorbo al té «¡Fffup!», chupan el azúcar «¡Dz!»,tragan, y luego abren la boca para que salga el vapor, «¡Haaa!».

«Fffup! ¡Dz! ¡Haaa! ¡Fffup! ¡Dz! ¡Haaa!…». Los ojos se entornan, las narices se ensanchan yenrojecen, la habitación se llena de vapor y de felicidad. Aquí cada uno escoge la taza que quiere.No hay juego de té que valga. Cada quien con su apetencia. Uno quiere que su taza sea gruesa, elotro delgada. Uno la quiere honda, el otro poco profunda. Los hombres se toman su té como lospersas, en vasos, pero en vasos grandes dentro de sus podstakánniki de plata.

Simultáneamente, en la cocina, tiene lugar la misma escena, pero con la cocinera sentada en ellugar de honor delante del samovar. La cocinera siempre es gorda. Y como ella es gorda, ama lastazas gordas y grandes. Una vez, dicen, madame Fourreau vio a una cocinera rusa que estabatomando el té de la tarde y se puso a gritar desesperada pidiendo auxilio porque confundió la tazacon un balde y pensó que la cocinera intentaba suicidarse.

En cada patio, el dvórnik tiene un perro que se llama Druzhok, es decir, Amiguete, y elDruzhok del dvórnik es siempre un perro ovejero grande y sucio que se lleva bien con todo elmundo y sólo ladra cuando no debiera.

Dentro de la cocina, la cocinera siempre tiene una perrilla bastarda, chiquita, que se llama

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Zhuchka, alguna vez se puede llamar Shárik, es decir, Pelotita, porque es gorda y no está en loshuesos como la lulú mimada de la señora.

Druzhok suele estar enamorado de la perrita de la cocinera, el dvórnik de la cocinera, y lacocinera de su compadre el bombero.

Y si dentro de la cocina la cocinera es la reina absoluta, la camarera con su vestido negro y sudelantal de organdí se da en la casa aires de importancia, porque ella sí tiene contacto con lospatrones, mientras que la cocinera jamás pone un pie más allá del pasillo que une la cocina conlos aposentos del patrón. Ese pasillo en las casas señoriales es, se dice, una especie de zonafronteriza de nadie, y como la institutriz no es ni señora ni sirvienta, su habitación está siempre enel pasillo, junto a los retretes y la sala de baño, y al lado de los baúles con la naftalina.

La institutriz o enseñanta es o mademoiselle o Fräulein.Pero cuando la institutriz se llama miss Enny Drapers, entonces su habitación está dentro,

contigua a la de los señores, ¡por eso había que decir que Ana era inglesa!—… color de hormiga las cosas, así que cuídate de echármelo todo a perder cuando estés en

casa de los Ochkov, porque te subo al tren y te mando con tu tía a Tiflis.Aterrorizada, Ana no respondió, sólo preguntó, tímidamente, cómo iba la guerra y cuánto

tiempo más duraría.—… fatal, un desastre. Los rusos ya no tienen botas, ya no tienen municiones. Cinco soldados

son enviados a combatir con un solo fusil. El frente es la locura. Así que quédate quietecita aquídonde estás y da gracias de que un ángel ha cuidado de ti. Los Ochkov son buenas personas, tetratarán como a una hija.

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12—¡Ya viene!—gritó Vadim, el hijo de los Ochkov, que estaba sentado sobre el alféizar de laventana cerrada esperando a la nueva institutriz.

Al cabo de nada sonó el timbre.Natasha, la hermana de Vadim, una pequeñuela de diez años, cogió a las volandas un libro y,

con el libro de cabeza, fingió estar leyendo.—¡Ya ha llegado!—dijeron todos en el comedor cuando se oyó el timbre.La señora Ochkova se arregló a toda prisa el cuello de encaje que llevaba prendido con

alfileres sobre el pecho. Anastasía Mijáilovna dejó su taza sobre la mesa. Anatol Kuzmich selevantó de un salto y empezó a caminar de aquí para allá, frotándose las manos. «¡Ah, por fin!Vivita y coleando, una descendiente de Dickens y de Thackeray, de Shakespeare, de Bacon, deMilton… “Salve luz sagrada, hija primogénita del cielo…”».[25]

Se oyeron los pasos de la sirvienta que se dirigía a abrir la puerta.—¡Sonia!—gritó la señora Ochkova—, las maletas de miss Drapers directamente a su

recámara.En ese momento, afuera, de pie frente a la puerta, Ana se apretaba las mandíbulas porque los

dientes le castañeteaban como crótalos de Andalucía. «En Ti deposito toda mi esperanza…», dijoelevando la mirada al cielo, pero… ¡quia! Del cielo ni trazas. Sólo unos copos de nieve blancos ygrandes como trapos. Se acordó de la cancioncita aquella de Tanto era el frío que a loscorderitos congelaba y le entró tremendo pesar. Tenía ganas de llorar. Tenía ganas de salircorriendo, pero no le dio tiempo. Se abrió la puerta.

Algo muy bueno tenían las casas señoriales de Stávropol. Te recibían con tiento, por etapas.No entrabas bruscamente del frío de la calle al calor de la casa. Primero te daban la bienvenidacon algún elogio e interés por tu salud. Las cosas iban poco a poco. La primera estancia de la casano tenía calefacción. Nada. La segunda estaba tibia. Ahí te quitabas el abrigo de piel y las botasde nieve y el gorro. Te arreglabas el cabello, te recuperabas del frío. Dejabas hacer al cuerpo,como suele decirse, dejabas que se orientara en el qué y en el cómo de la casa, que se fuerafamiliarizando con sus olores.

La casa de los Ochkov tenía un ligero olor a almizcle y también un poco a pachulí, como losbaúles de Loxandra. Olía incluso al aceite aromático de Simbirsk.

En la tercera estancia, es decir, en el vestíbulo central, estaba la señora de la casa de pie,esperando a Ana.

—¡Bienvenida!—le dijo en francés—. Pase, tenga la bondad, vamos a tomar el té—añadió en

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ruso.La señora Ochkova era gorda, de aquellas gordas a las que les gusta su gordura y la llevan

bien. Hacen caso omiso de la moda para no mortificar a su pancita e instituyen su propio estilo:faldas largas y plisadas y un bolerito. En el pecho, siempre prendido el mismo alfiler deesmeralda, y un cuello de fino encaje. La cara bien lavada, los cabellos rubios bien cepillados,bien estirados y entretejidos en una gruesa trenza que, enrollada, ocupaba toda la parte posteriorde la cabeza, desde la punta hasta la nuca. Bondadosa, sencilla y sana como la masa de pan que hasubido bien.

—Pase, tenga la bondad—dijo de nuevo en francés, y condujo a Ana del salón, que estaba unpoco más templado, al comedor.

El comedor es el lugar más caliente de la casa.El comedor de los Ochkov era grande, pero muy sencillo. Un aparador de nogal, dos vitrinas

acristaladas, también de nogal, que guardaban los servicios de plata. Un icono de la Virgen conuna cubierta de oro puro en el rincón derecho de la habitación, colgado en lo alto, cerca del techo.

Y a la mesa estaba sentada… (¡Señor, ten piedad!) ¡la tía Elenkaki! Clavada a la tía Elenkaki,con su raya en el pelo, sus peinetitas, una por aquí, la otra por allá. La misma papada, sólo queesta tía Elenkaki era más joven. Y enfrente de ella (una vez más, ¡Señor, ten piedad!) estabaDekosios, su médico constantinopolitano, con su barbita en punta y, temblando sobre la nariz, supince-nez atado a un cordoncito que pasaba por detrás de la oreja derecha e iba a dar a la solapade su chaqueta.

—Voy a hacer las presentaciones—dijo en ruso la señora Ochkova—. Ésta es nuestrainglesita, miss Enny Drapers. Y de este lado están Anastasía Mijáilovna Bobrova, matemática, yAnatol Kuzmich Nikolski, filólogo. Y éstos son los niños, Natasha y Vadim.

Una primera capa de hielo se rompió con el ritual que acompaña el momento de servir el té.La señora Ochkova se sentó en el lugar que le correspondía, frente al samovar. Tomó una tazaentre las manos, la enjuagó con agua hirviendo, la limpió con la toallita de lino que estaba colgadaen el respaldo de su silla, luego vertió un poco del concentrado de té de la tetera colocada encimadel conducto central del samovar y terminó de llenar la taza con agua caliente. Con el rabillo delojo observaba a Ana para adivinar, por su expresión, si el té le gustaba bien cargado o más flojito.Hasta ese momento todo iba bien. Al cabo de unos instantes se oyeron pasos y la señora Ochkovagritó:

—Iván Ignátievich, ¿es usted?—Soy yo, Kátienka, ¿qué necesitas?—le respondió Iván Ignátievich a su mujer desde la

habitación contigua.De tú él, de usted ella. Y al cabo de nada, ¡helo aquí en el comedor!—Nuuuu!—exclamó contento en cuanto vio a Ana sentada a la mesa.Su cara grande y redonda, como un pan de kilo, resplandeció. Se alegró, porque esperaba a

una inglesa arrugadita como pasita, dientona y con el pelo recogido en un moño detrás de lacabeza.

—Nuuuu!—repitió, y se volvió hacia su hija—. ¿Ves, Natáshenka, qué recta se mantiene missDrapers? Parece que se hubiera tragado una estaca.

Hablaban con toda libertad de Ana frente a ella, creyendo que no entendía ruso. Comentabansu edad: «¿No os parece pequeña para ser estudiante?», Anatol Kuzmich dijo que los pueblos de

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la Europa noroccidental tardaban en madurar y conservaban su juventud hasta la vejez. Dijo quecomenzaría inmediatamente sus clases de inglés con ella porque estaba impaciente por leer aShakespeare en el original. Lo oyó Ana y le agarró una tiritona. Sintió que se ruborizaba. Vio elvapor que subía del samovar y envidió que pudiera evaporarse. ¡Ah, Virgen Santa, si también ellapudiera evaporarse! Los demás se dieron cuenta de que algo le ocurría e intentaron comunicarsecon ella a base de sonrisas. Iván Ignátievich le soltó todo el inglés que sabía: Manchester,Liverpool, rostbeef. Ana respondió con sonrisas, y de cuando en cuando soltaba también un«Ou!».

Aquella noche, cuando Ana se fue a dormir, entendió que la felicidad no está en pasarlo bien,sino en tener el alma en paz, porque con gusto habría cambiado esa cama de colchón de plumaspor el jergón que tenía en el hospital. Desde una de las paredes de la habitación la miraban ahoralos ojos luminosos de Tolstói; desde otra, la faz borrascosa de Gorki. Justo frente a su camaestaba colgado un paisaje de Levitán: verano, el mar violeta, la tierra dorada, el cielo azul y sol,sol, sol. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Se acordó de los bellos años de su primera vida. Seacordó de su abuelita y de su mamá, y de la última mirada que le lanzó Dick en el momento en quepartía de Constantinopla. «Pero ¿qué hago yo aquí?», pensó, y ya estaba no sólo a punto desoltarse a llorar, sino de idear la forma de suicidarse. Ya no quería seguir viviendo, pero ¿acasopuede uno suicidarse en una ciudad sin mar? ¿Cómo? ¿Echarse a las vías del ferrocarril?Apapapapá![26] No quería ni oír hablar del ferrocarril. ¿Veneno? Qué cosa más espeluznante, y,además, ¿de dónde iba a sacarlo? ¿Triturar vidrio, tragar alfileres y candados? Era una muerte demártir. Y, sin embargo, tenía que morir. Y tenía que morir porque más tarde o más tempranoacabaría quedando en ridículo. Ya mañana empezaban las clases. ¿Cómo iba a enseñar? ¿Cómo seenseñaba inglés? Intentó acordarse de cómo le enseñaron a ella los idiomas que sabía, pero norecordaba que nadie nunca se los hubiera enseñado. Los aprendió oyendo hablar a la gentealrededor.

¡Uf! Daba vueltas y vueltas en la cama como un condenado y no lograba conciliar el sueño.Sacó un pie fuera de las cobijas y de pronto, en ese momento, oyó pasos. Alguien acababa dedetenerse frente a su recámara y llamaba discretamente a su puerta.

—Miss Drapers…La señora Ochkova entró en la habitación con una manta azul bajo el brazo. Había visto luz y

había pensado que Ana no dormía todavía. Temió que pudiera tener frío y que fuera a necesitarotra manta. Aquí está, se la había traído.

—Odeialo[27]—le dijo en ruso, y repitió: Eto odeialo.[28]—Odeialo?—preguntó Ana con el mayor acento inglés del que era capaz.—Da, eto odeialo[29]—volvió a decir la señora Ochkova complacida.—Merci—dijo Ana.—Spasibo[30]—la corrigió la señora Ochkova en ruso, y luego le dio las buenas noches—:

Spokoinoi nochi.—Spokoinoi nochi—respondió Ana y, plenamente complacida, la señora Ochkova se marchó.Un suspiro profundo se escapó del pecho de Ana. «¡Oh, bendito sea Dios! ¡Ya está! Así se

enseñan las lenguas». Iría mostrándoles uno a uno los objetos, diciéndoles cómo se llamaban eninglés, los alumnos repetirían las palabras y, en lo que se las enseñaba todas, la guerra terminaríay ella volvería a Constantinopla.

No acababa de apagar la luz, cuando ya se había quedado dormida. Así, tal como estaba, con

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un pie destapado y una mano colgando por fuera de la cama, se durmió como un bebé.Al día siguiente, cuando entró en la habitación de los niños para darles la clase, se sentó frente

a sus dos alumnos, cogió un libro rojo que estaba ahí, sobre la mesa, y dijo muy segura:—The book, el libro.—Ze book—dijeron los niños.—The book—volvió a decir Ana—. The.—Ze book—volvieron a decir los niños—. Ze.—The, the, the—dijo Ana.—Ze, ze, ze—dijeron los niños.Y así, entre el the y el ze, transcurrió espléndidamente la hora entera.A partir de ese momento, Stávropol en pleno se puso en pie para tomar clases de inglés con

Ana. Comenzaron los telefonazos. «¿Quién es?». «La mujer del gobernador general solicita a missDrapers para sus hijos». Y al cabo de nada, el director de la sucursal del Banco del Estado, quequería clases de inglés él, personalmente. Y también la señora Alióshina, y el fiscal, y ElenaBorísovna, y Varvara Vasílievna.

Desde muy temprano y hasta las tres de la tarde que salían los niños de la escuela, Ana corríaapretando bajo el brazo el Berlitz de inglés que había encontrado en casa de los Ochkov, ydispensando sus luces de una punta a otra de Stávropol. Su bolso se llenaba de dinero, no sabíaqué hacer con él. Compró una balalaika y la colgó en la pared, al lado del retrato de Tolstói.

Quería ir a casa de madame Fourreau para darle el dinero que se iba acumulando, y no loconseguía, porque todos los días eran iguales. Empezaba desde muy temprano por la mañana conlas clases a domicilio, una detrás de la otra; y por la tarde tenía a los niños Ochkov. Los domingosse encargaba de ellos el día entero. Y todos los días, a las tres en punto, era menester estar en elcomedor para la comida.

Esa comida era para Ana una revelación cotidiana. Nunca sabía qué estaría esperándola.«¿Qué tendremos hoy?», pensaba en el momento de entrar en el comedor, «¿conejo u oca rellenosde cereal? ¿O pato al vino de Madeira? ¿O pavo con manzanas agrias? ¿O será que hoy habráaquellas croquetas de carne de pollo servidas con salsa de setas? ¿Y cuál de las mil y una sopasrusas?». Los domingos siempre había una empanada grande de carne—pirog—y la sopa que seservía con el pirog llevaba un puñadito de fideo casero. Luego del caldo y del pirog venía lacarne con su guarnición, el postre y la fruta.

Un festín. Un jolgorio cotidiano era la mesa de los Ochkov, y los días en que había blinis yaeran días mistagógicos.

Los blinis eran una especie de pitas redondas, ligeros como esponjas, que llegaban a la mesacalientes, bien arropaditos en unos lienzos inmaculados. Había tantos blinis como personassentadas a la mesa. Y frente al plato de cada comensal, un tazoncito de mantequilla frescaderretida y un tazoncito de crema agria. El protocolo dicta que apenas esté el blin en tu plato,tienes que dejar de hablar y de entretener a la persona que está a tu lado; tienes que verterrápidamente la mantequilla, salpicarlo con una cantidad generosa de caviar negro, o ponerleencima un pescado ahumado, o cualquier otra cosa salada que haya sobre la mesa; añadir la cremaagria, enrollarlo como se enrolla la pita de los suvlakis, y comenzar a comer. Si se chorrea lamantequilla, sacas la lengua y la recoges. Cuando acabas tu primer blin, esperas a que todos losdemás terminen para que llegue la fuente con la segunda tanda. Entretanto, si quieres, puedes

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tomar vodka. Y si ya no quieres otro blin, te quedas observando como uno tras otro loscomensales acaban knock out. Mientras haya un solo comensal que quiera seguir comiendo, lafuente va y viene a la mesa, cargada de blinis.

Como los blinis son el aperitivo, inmediatamente después se sirve el caldo, y sólo despuésempieza la comida en forma, es decir, la carne y demás. Y luego todos se levantan, agradecen a ladueña de casa y se retiran a descansar hasta la hora del samovar vespertino, aquel para calmar lased.

Es entonces, alrededor de ese samovar, cuando tienen lugar las mil y una reflexiones apropósito de la existencia. Es entonces cuando se desatan las discusiones sobre los grandesproblemas de la vida y de la muerte. Es entonces cuando comienza el análisis del alma humana yuno no se atreve a decir ni «col encurtida» porque de inmediato se ponen a analizarlo. ¿Por quéhas dicho col? Pero, sobre todo, ¿por qué encurtida? ¿No será eso que has dicho unamanifestación de tu mundo interior? ¿Y cuál es tu mundo interior, tu verdadero yo? ¿Lo hasbuscado? ¿Lo has encontrado? ¿Eres verdaderamente una persona? ¿Soy verdaderamente unapersona? ¿Somos verdaderamente personas?

Al cabo de unas cuantas semanas, no bien se había acostumbrado Ana a la vida en casa de los

Ochkov, se apoderó de ella la melancolía. Pesantez en el alma, spleen, pesimismo… ¿Para quéhabría nacido en aquel mundo y para qué habría sido creado el universo? Sentada en silencio juntoal samovar vespertino, caía, ella también, en hondas reflexiones. Bebía interminables tazas de tépara calmar la sed. Meditaba sobre la magnitud de su inconsistencia y su incultura. La magnitud desu imperfección. Que estuviera viviendo en casa de unas personas que la habían acogido y que lasestuviera engañando… Que estuviera viviendo en la mentira… Que no tuviera cara para mirardirectamente a los ojos a Tolstói… Que tuviera que taparlo todas las noches con su toalla porquetemía su mirada, y que a Gorki tuviera que cubrirlo con su blusa…

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13Para la melancolía, madame Fourreau le aconsejó a Ana que cada sábado por la noche se tomaraun vaso de sal de Karlsbad, y que dejara de beber tanto té, que hace al hombre estreñido. TambiénAlfred de Musset, dicen, todos los sábados por la noche se tomaba un purgante, porque sufría demelancolía. Lo mismo Baudelaire. Y los intelectuales rusos eran pesimistas porque comíanalimentos grasos, bebían mucho té y naturalmente vivían estreñidos.

¡Ay, los rusos, los rusos! Son de desternillarse. Pero son adorables. Son chic. MadameFourreau los quiere porque son gente bien. Sólo que comen mucho y envejecen prematuramente. Ybueno… A Ana le había advertido que no se dejara llevar y empezara a comer mucho, pero Anahacía lo que le daba la gana y ahí estaba el resultado, ahora se le había descompuesto el estómagoy la melancolía se había apoderado de ella.

Madame Fourreau estaba arrepentida de haberle hecho caso a Claude y haber puesto a Ana deinterna en casa de los Ochkov. ¿Qué necesidad había de hacerla institutriz si podía vivir con ella yque la llamaran como profesora externa? Hasta más dinero podría ganar dando clasesparticulares… «Zut! Claude le tiene ojeriza a la niña y quiere arruinarle la vida. Eso es lo quepasa». Pero madame Fourreau no va a permitir una cosa semejante. «¡No, jamás!». Hará que Anaregrese a su casa, sobre todo porque a esta edad los jóvenes necesitan cariño materno yvigilancia. «Todos los jóvenes atraviesan una crisis de melancolía, aun si defecan regularmente.Les agarra así—¡puf!—comme ça. Se enamoran de Sarah Bernhardt o de Oscar Wilde y sesuicidan, o deciden practicar el ascetismo y se meten en un convento, o se vuelven anarquistas ytiran bombas por aquí y por allá. Ahora, con la guerra, todos los muchachos quieren sacrificarsepara librarse de los estudios y además ser héroes. Eso tiene la juventud, hasta que el hombresienta cabeza y se empareja con la persona adecuada para calmarlo».

Aparte de todo eso, madame Fourreau estaba preocupada porque a Ana la amenazaba otrogran peligro. Rusia estaba empezando a engullirla. Madame Fourreau sabía de buena fuente que envez de que los alumnos aprendieran inglés con ella, Ana aprendía ruso con ellos.

—¿No me prometiste que no dirías que sabes ruso?—Y he cumplido mi palabra, madame Fourreau. No he dicho que sé ruso, lo estoy

aprendiendo ahora.—Pero ¿no dijimos que por muchas razones las maestras extranjeras no deben saber ruso?—Lo dijimos, madame Fourreau, pero ellos insisten.Ana no mentía. Stávropol en pleno parecía empeñada en enseñarle ruso, lo quisiera ella o no.

Hasta la sirvienta de Varvara Vasílievna que cada mañana le abría la puerta se abocó a la tarea deenseñarle.

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—Está helando, miss Drapers, oi, oi, oi. Déjeme desatarle las botas. ¿Qué son? Botas denieve, válenki, les decimos nosotros. ¡Ja, ja, ja, qué chistoso habla ruso miss Drapers!

En la casa del fiscal, Marusia, su hija, que ese año terminaba el colegio y se suponía que elaño siguiente iría a la Universidad de Rostov a estudiar derecho, esperaba a Ana con impacienciapara enseñarle su nuevo abrigo y decirle que en ruso nutria se dice kótik.[31] Y al cabo de unosinstantes, entraba la abuela trayendo en un plato un pastel de manzana caliente e insistía enexplicarle a Ana cómo se hornea un pastel de manzana.

En la clase de inglés, Anatol Kuzmich le enseñaba a Ana versos de Pushkin y de Lérmontov.Los niños de los Ochkov le enseñaron canciones infantiles. La hija de la señora Trífonova insistíaen enseñarle romanzas gitanas. Iván Ignátievich le enseñó algunas palabrotas de las ingenuas y separtía de risa cuando la oía decirlas. Movía las manos, se golpeaba el pecho, se secaba laslágrimas con el puño de la camisa. Cuando estaban a la mesa, la broma del día eran las nuevaspalabras en ruso que había aprendido miss Drapers, que al cabo de poco tiempo fue miss Enny, ydespués simplemente Ánushka.

Y un día, sin qué ni para qué, Anastasía Mijáilovna le acarició la cabeza y le dijo:—Ánushka, palomita mía, no dejes que nadie asfixie tu alma. La guerra no va a terminar

pronto. No pierdas en vano estos bellos años. Déjanos prepararte para que en septiembre puedasdar los exámenes de cuarto de colegio. Yo me encargo de tus matemáticas, Anatol Kuzmich de turuso. El año próximo, en Navidad, podrás dar los exámenes para quinto, y, al final del año, parasexto. Puede ser que antes de que termine la guerra, mientras todavía estás aquí, te dé tiempo decompletar tu educación media. Y eso te abrirá el camino a la universidad. A cualquier universidadque quieras.

¿Era maga Anastasía Mijáilovna?—¿Cómo lo ha sabido? ¿Cómo lo ha sabido?—alcanzó a decir Ana antes de echarse a llorar

de emoción.Ese mismo día fueron las dos juntas a comprar los libros. Aquella noche, cuando Ana se

acostó a dormir, puso los libros al lado de su almohada. Un poquito antes de apagar la luz, tuvo laimpresión de que los ojos de Tolstói refulgían de alegría, y sin duda alguna, desde la pared deenfrente, Gorki le hizo un guiño.

Y como por arte de magia, la melancolía se disipó sin necesidad de purgante. Ahora su vidatenía un objetivo. Si la guerra terminaba pronto, entonces Ana volvería a su colegio. Si durabamucho, entonces acabaría su educación media en ruso y luego ya se vería.

¿Cuánto tiempo iría a durar la guerra? Ésa era la pregunta que todos se hacían en aquelmomento. Al principio dijeron que sólo duraría unos meses, pero, entonces, ¿qué ocurría? ¿Porqué no terminaba? Los aliados se habían apalancado dentro de sus fortalezas, bien alimentados,bien vestidos, a ellos qué más les daba. El diciembre pasado Rusia les había pedido ayuda y se lanegaron. ¿Qué iba a pasar? Los ferrocarriles estaban hechos unos cachivaches, el abastecimientoen el frente era pésimo. Las tropas habían comenzado a batirse en retirada a todo lo largo de lalínea del frente. Y, para la primavera de 1915, el número de víctimas, entre muertos, heridos yprisioneros, ya alcanzaba los cinco millones y medio.

Los campesinos, que al principio partían al frente cantando porque el padrecito zar les habíadado ropa y carne y cigarrillos, ahora comenzaban a desertar y a ocultarse en los bosques. Habíauna movilización tras otra. En el frente a los soldados se les azotaba por la menor falta.

¿Quién tenía la culpa? Los judíos. Los judíos y los espías alemanes. Aquí y allá pretendían

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encontrar espías alemanes. Se murmuraba que la corte del zar era germanófila, sobre todo lazarina, y Rasputín, que era agente de los alemanes. También los aliados que no ayudaban a Rusiaeran culpables, y el chiste de moda era: Inglaterra está decidida a combatir hasta la última gota desangre… de los soldados rusos.

¡Ja, ja, ja! Qué buen chiste. Todos reían. Ana también, porque ya se le había olvidado que erainglesa. Así, de forma tácita, la cuestión de la nacionalidad de Ana cayó en el olvido, y ahora losingleses eran «aquéllos», los rusos «nosotros», y miss Drapers era, en todos lados, Ánushka.Graciosa, sencilla, espontánea, una niña grande. «Una motita luminosa» la llamaban AnatolKuzmich y Anastasía Mijáilovna.

Amén de la gramática rusa y de la sintaxis, con Anatol Kuzmich y Anastasía Mijáilovna, Anadescubrió nuevos mundos. Le hablaban de la «Inglaterra jocosa» de Chaucer. Se familiarizó enruso con el humor inglés. Le explicaron las extravagancias de mister Pickwick, las fanfarroneríasde Falstaff. Le hablaron de Shaw con sus encantadores cockneys. Leyó a Milton en francés en unaedición lujosísima, ilustrada por Gustave Doré. Ana reía con Dogberry y Bottom y reconsideró suopinión respecto a Shakespeare. La encandilaban los dislates de Oscar Wilde. Leyó con avidez alos escritores rusos y, sin darse cuenta, aprendió de memoria a Pushkin, porque así eran susversos. Entraban solos en tu cerebro, en tu corazón, en tu piel, como el canto de un pájaro.

No se había cumplido un año todavía de que Ana había pisado por primera vez aquellastierras, cuando se produjo lo inevitable: Rusia se la tragó, sin que Ana se diera cuenta. Seguíaconsiderándose extranjera y visitante temporal, seguía pensando que su viaje a Rusia no era sinoun incidente menor y que, en cuanto terminase la guerra, su vida continuaría normalmente enConstantinopla. Pero había comenzado a llamar al gato con un «ksi, ksi, ksi» en vez de un «psi,psi, psi». Había comenzado a pronunciar la o como «a» y la e como «ie». El té lo tomabachupando el terrón de azúcar que se ponía entre los dientes. Y el dos de marzo, para celebrar laprimavera, comió tsurekis en forma de pájaro, de esos que se llaman alondras. En Pascua dio tresbesos a todo el mundo para cumplir aquello de «Besémonos los unos a los otros». Ahora, cuandooía a Druzhok ladrar tres veces sucesivas en el patio, esperaba enterarse de que en algún lugarhabía un incendio. Sabía que cuando tenía comezón en un costado era porque iba a recibir unanoticia. Que cuando tenía comezón en las orejas, iba a llover. En las cejas, iba a llorar. Y quecuando una vela se apagaba de repente, era porque iba a llegar un huésped al que nadie habíainvitado.

Una noche la vela se apagó de repente y al otro día los Ochkov recibieron una carta de unospetulantes parientes de Petrogrado diciendo que habían decidido enviarles a Stávropol a su muyamada y única hija, Lízochka, para alejarla de ciertas indeseables pandillas de estudiantes. Ellibertinaje de la juventud en la capital, decían, era indescriptible, y su niña acabaría perdiéndosesi no se encontraba una casa rica de provincia que la acogiera. Los Ochkov se sintieron muyhalagados con aquella carta.

—Nuuuu!—dijo el señor Ochkov en cuanto leyó la carta, y se rascó la nuca.—Nu, ¿y por qué no?—preguntó la señora Ochkova—. Que venga la chiquilla a ver si nos

animamos un poco nosotros también. Abriré los salones, haré que lo pase bien… Iván Ignátievich,¿qué tal el doctor Krásikov, eh? ¿Qué dice? De edad un poco avanzada, ¡pero qué buen hombre!Además, ha sido dispensado del servicio militar.

Existía también esa dificultad añadida, la guerra se había llevado a todos los novios.—Nu, de acuerdo—dijo Iván Ignátievich, y en la casa comenzaron los preparativos para

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recibir a Lízochka.Lo primero fue la mudanza de Ana al cuartito del pasillo. A la que hasta entonces había sido su

alcoba llegó el tapicero para cambiar la tapicería de las paredes. Luego vino Galia, la costurera,para confeccionar nuevas cortinas en su máquina de coser. La señora Ochkova salió de tiendaspara comprarles a sus hijos zapatitos de noche y abriguitos de verano. Iván Ignátievich decidióviajar a Rostov para hacerse un nuevo frac, porque el que tenía le apretaba. Y finalmente llegó eltelegrama anunciando que Lízochka se ponía en camino rumbo a Stávropol.

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14Lízochka llegó en una calesa atiborrada de maletas, cajas, arcones, sombrereras… Llevaba puestoun vestido corto de falda plisada y en la cabeza un sombrerito que más bien parecía una tetera. Suslabios daban la impresión de recién pintados con minio, como tubos de hierro. En cuanto entró,declaró que en Petrogrado la moda eran los suicidios, y que la gente tenía razón, porque con esasvías de ferrocarril cómo se podía vivir. Espeluznante, su viaje había sido espeluznante.

Con la llegada de Liza, la casa se llenó de bártulos, faldas ondulantes y perfumes. Coty. Humode cigarrillo. No, humo no, ¡humareda! Ceniceros con colillas por aquí, ceniceros con colillas porallá. Pañuelitos, espejitos, peines, polveras regadas por los lugares más inverosímiles. Un libroabierto abandonado en el suelo dentro del despacho de Iván Ignátievich, y sobre su escritorio, unlápiz de labios.

—¡Katia! ¡Eh, Katia!—gritaba Iván Ignátievich y exigía que se pusiera orden en su despacho.Cerraba las puertas y prohibía la entrada. Comenzaba a impacientarse.—¡Ay, ay, ay, Virgen del amor hermoso, qué calamidad!La señora Ochkova iba y venía e intentaba conciliar lo inconciliable.Comenzaban las invitaciones. El martes un tecito, nada oficial, para cinco personas solamente.

El viernes siete, más Iván Ignátievich, ocho, dos grupos de cuatro jugadores para un whist o unpréférence, lo que les apeteciera en ese momento. Estarían invitados el vicegobernador y laprincesa Anísina, que vendrían con su hijo, un muchacho que estaba a punto de terminar la Escuelade Caballería en Petrogrado. El decano de los nobles y la condesa Lysina. Y también VarvaraVasílievna y Krásikov, el doctor.

Y la semana siguiente, una gran recepción para los jóvenes.En el patio de los Ochkov se armó la de Dios es Cristo. El dvórnik alborotaba los gallineros

en busca de las gallinas y de las ocas más gordas. Pavos y cochinillos eran sacrificados en elpatio y Ana, echada de bruces sobre su cama, lloraba a lágrima viva por la carnicería que teníalugar frente a sus ojos. Las ventanas del cuartito al que la habían cambiado daban al patio yademás, colindaban con la cocina. No tenía paz.

A Nástienka espera Ivánque llegue a tomar el té,que venga con su fustán.Del pueblo colindanté…,

se desgañitaba en la cocina Eufemia, la cocinera, mientras metía y sacaba del horno cerros

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interminables de pirozhkí. En el patio iban y venían toda clase de aldeanos, niños campesinos,tenderos con paneras y cajones de madera repletos de alimentos. En medio de tanto ajetreo,Druzhok no paraba de ladrar. Ladraba Druzhok en el patio y ladraba también Zhuchka, la deEufemia, en la cocina.

La señora Ochkova, con una mitad dentro y la otra mitad fuera de la despensa, susurraba:—Cuatro latas de caviar en grano, cuatro latas de caviar en pasta. Salmón ahumado, balik, dos

latas de piña en rodajas para el cuenco. Agua mineral, soda, chocolatitos Pok y chocolatitosborrachos de Gourmet… ¿Qué más? ¿Qué más?… Ay, Dios mío, ¿qué más?

Iván Ignátievich que, con su abrigo de piel y su gorra con orejeras, estaba abajo, en la bodega,murmuraba con devoción:

—Sec, demi-sec, Veuve Clicquot, Bordeaux, Chablis… ¡Ah, Dios mío! ¿Qué más? Podemossacar unas botellas de vino de Crimea, y otras de vino del Cáucaso, y no hacer como IvánNikíforovich, que no pone en la mesa sino una clase de vino. En una mesa ha de haber todos lostipos de vino imaginables, porque uno le gusta al pope y otro a la popesa, para gustos los colores.¿No?—Y luego llamaba—: ¡Demián! ¡Eh, Demián!—Demián era el dvórnik—. Nu, a ver, Demián,llévate estas botellas para arriba pero, cuidadito, no me vayas a hacer un estropicio. No lasmenees, no las agites, o te…—Y etcétera.

Sonia estaba trasladando las camas de los niños al cuarto de su mamá, porque la habitacióninfantil se había transformado en un saloncito oscuro con las lámparas cubiertas y distintosrincones para dos.

Los niños habían enloquecido y habían dejado de estudiar. Anatol Kuzmich y AnastasíaMijáilovna ya no venían…

Lízochka, sentada con las piernas cruzadas sobre la cama, hacía solitarios y decía que estabacompungida. Exigía que Ana se sentase frente a ella para hacerle compañía.

—¿Tú no te aburres? ¿Qué interés tiene la vida en medio de esta rutina?Ana, que no entendía bien bien qué quería decir rutina, respondía que no se aburría, se

levantaba y se iba. No, no, es que no podía quedarse porque tenía clase a las once menos cuarto yya eran las once menos veinte.

Lízochka cada dos por tres repetía que ella no podía sólo existir, como las ocas, que ellaquería vivir. Vivir intensamente mientras aún era joven.

—¡Quiero viviiiiiir!—aullaba en el salón cuando el hijo de la señora Gládkaia la acompañabaal piano.

Quiero vivir aunque mañanala última cuerda estalleen mi debilitado pecho.Traed champaña…

Aquella noche Nínochka, la hija de la condesa Lysina, que estaba estudiando en la Escuela deBellas Artes de Petrogrado, llegó a la recepción con la cara empolvada: la mitad verde pistache yla otra mitad azul pastel. Sobre la mejilla derecha llevaba dibujado un pececito rojo. Hacía esascosas porque era futurista.

Tania, su hermana, que no era futurista, llevaba el rostro polveado color ocre y sobre lacabeza una corona de flores artificiales que le daba un aire a Ofelia en el momento en que la sacan

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ahogada del lago.Su amiga Olga, que estudiaba medicina en Moscú, apenas entrar en la sala declaró que el

anillo que llevaba puesto era un anillo hueco y que adentro había un grano de cianuro de potasio,pero nadie le prestó la menor atención porque en ese momento Borís Kuznetsov, junker de laEscuela de Caballería, estaba comenzando a bailar un zapateado al ritmo de la Cocodrila[32] quehacía furor en ambas capitales:[33]

Por la calle paseabauna gran cocodrila,aquí, allá, una lágrima caerá. A un francés que pasabale dio una tarascada,aquí, allá, la cola moverá…

La señora Ochkova tiró de Iván Ignátievich y lo hizo entrar en su dormitorio.—Pichonchito mío, padrecito mío Iván Ignátievich, se lo ruego, hágalo por mí…Cerró las puertas de la habitación para que no se oyeran sus gritos.—¡Es vergonzoso! ¡Es indecente! ¡Fu! ¡Sólo el diablo sabe qué es todo esto!—gritaba como

poseído Iván Ignátievich, y amenazaba con encerrar a Lízochka al día siguiente en su cuarto ycortarle el pelo al rape.

Habían llegado hasta sus oídos ciertos rumores sobre las célebres bacanales de Petrogrado, ellibertinaje en la corte del zar, las orgías de Rasputín, las estafas y las ganancias ilícitas de lasgrandes industrias, sobre el desenfreno de la aristocracia al completo, pero nunca se habíaimaginado que la juventud…

—No, Katia, déjame. Quiero volver a la sala…Entretanto, en los salones las cosas estaban que ardían, porque la juventud se había dividido

en dos bandos: los estudiantes de Petrogrado querían declamar a Ígor Severianin.[34]

Piña en champaña,piña en champaña,de Moscú a Nagasaki,y de Nueva York a Marte…

Y los estudiantes de Moscú los habían interrumpido con la Cocainetka de Vertinski.[35]Un hombretón se aprovechó de la marejada y empujó a Ana al saloncito oscuro para

besuquearla.A Ana la habían involucrado en eso para que atendiera a los invitados, pero la pobre iba de un

lado al otro como alma en pena, enredándose en los pies de todo el mundo porque le habían dadoa beber champaña y estaba mareada. Tenía la cara roja como una granada, el pelo empapado ensudor.

—¡Aire!—gritó dándole un codazo al hombretón, y corrió a abrir la ventana.Pero no lo consiguió. Se recargó en la pared y sintió que le daban arcadas. Que le daban…

¡Virgen santa, iba a vomitar!

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Salió como un bólido al vestíbulo, abrió la puerta, llegó hasta el portón de la casa, y tal comoestaba, con el vestido de noche y los zapatos de baile, se echó a correr. En la esquina de la calleapoyó la cabeza contra la pared y vomitó que daba gusto.

Las calles estaban desiertas y en el cielo la luna parecía un platón recién recubierto de estaño.¡Brrr!, los escalofríos de después del vómito y, luego, de lo que se acordaba era de estar ya en elpatio de la casa y de la lengüita tibia de Druzhok sobre su mejilla.

Al día siguiente despertó vestida sobre su cama, con dolor de cabeza y la lengua pastosa.Debía ser tarde, porque cuando fue al comedor todos estaban ya a la mesa y parecían prófugos deSodoma y Gomorra.

Todos menos Lízochka. Fresca como una crisálida recién salida de su capullo, Lízochka, conaires de querer revolotear por aquí y por allá, preguntó qué iban a hacer esa noche. ¿No podrían irtodos juntos al asador georgiano a beberse un vinito de Kajetia? ¿No? ¿No se podía? ¿Por qué no?Pero si lo que estaba de moda en Petrogrado eran las tabernas. La gente de la alta sociedad de lacapital donde se divertía y bebía era en las tabernas.

Iván Ignátievich se exasperó de nuevo y la señora Ochkova rompió una taza por puradiversión. En ese momento Ana entendió que si quería vivir con tranquilidad y terminar elcolegio, tenía que empacar sus cosas e irse de casa de los Ochkov.

Ese mismo día fue a ver a madame Fourreau y le dijo que quería regresar a vivir con ellaporque en casa de los Ochkov no podía estudiar. Sólo que tenía miedo de la tía Claude. ¿Le daríapermiso?

—¿Que si te va a dar permiso?—gritó madame Fourreau—. ¿Y ella qué pitos toca? Tú teganas el pan, y yo me gano el pan. Somos ciudadanas libres y podemos decirle merde alpresidente de la República si nos da la gana. Pronto, es más, ahora mismo iré a casa de losOchkov para arreglar el asunto y traerme de una vez tus cosas. Y en lo que se refiere a las clasesde los niños, puedes ir tres veces a la semana a enseñarles inglés.

Ese día fue cuando Ana aprendió su primer gran axioma: si quieres ser libre, tienes que sereconómicamente independiente.

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15Ana se mudó de regreso a casa de madame Fourreau y se tranquilizó. Pero tardó mucho tiempo enentender qué falta había cometido para que la tía Claude la odiara de ese modo y le deseara tantomal. Siempre que llegaba alguna de aquellas cartas viperinas desde Tiflis, se ponía muy triste, yacabó sacando la conclusión de que su tía la odiaba única y exclusivamente por el hecho deexistir.

—Así es—dijo madame Fourreau—, Claude está loca. A los dieciocho años se fugó con uninglés y abandonó París. Huyeron a Inglaterra. Pero Londres no le gustó, había humedad. Luego leperdí la pista. Al cabo de dos años recibí una carta suya desde Montecarlo. Una suntuosa villaemplazada en un jardín. Mejor imposible. Lacayos, sirvientas, un cocinero armenio. Y luego volvía perderle la pista. Pasaron años, sí, años, y de pronto, ¡zas!, así, sin qué ni para qué, apareció enBatumi, casada con un millonario griego. ¡Loca, te digo! Y por supuesto le estorba tu existencia:tiene miedo de que tu tío te nombre como heredera. Muy sencillo, ¿no? Así es la vida. Claude tetrajo y te abandonó en el bosque para que te devoraran los osos, pero los osos no te devoraron yahora eres, solecito mío, la Belle au bois dormant, en otras palabras, Blancanieves, porque tesalvaron los enanitos del bosque.

—No, madame Fourreau, en Rusia a Blancanieves no la salvaron los enanitos, la salvaronsiete gigantes. Escuche lo que dice Pushkin…

De los ratos más bellos del día en casa de madame Fourreau eran las tardes, cuando ésta cogíasu tejido y Ana su libro y le traducía del ruso:

Pasan volando los días,mas la joven princesitano se aburre en la casonadonde los gigantes moran.[…]En un rincón la pusierony un panecito le dieron,más una copa bien llenaencima de una bandeja.[36]

—¡Ay, ay, ay! ¡Ay, los rusos, los rusos son increíbles!—Gigantes, madame Fourreau, todos los héroes rusos son gigantes, y en cuanto nacen

empiezan a crecer no por días, sino por horas. Eso dice Pushkin. Y si tiene dos dedos de frente la

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reina, que ni se le ocurra no parir a un gigante para el zar. Porque la mete en un barril y la lanzajunto con el niño al mar. Oiga qué dice:

Si se me diera ser reina—dice una de las doncellas—,para nuestro zar reinanteyo daría a luz un gigante.

»Lo oye el zar que estaba espiando detrás de la valla, y entra al solanar de las muchachas.

Buen día, hermosa doncella—dice el zar—, sé tú la reina.

»La hace reina y le ordena que le dé un hijo héroe, un bogatyr, un gigante, para finales deseptiembre.

—Oh là là!Madame Fourreau estaba fascinada. Jamás se le había ocurrido que Pushkin hubiera escrito

cosas tan bellas.Y Ana le explicaba que todo era grande e inconmensurable en Rusia, y que no podría ser

distinto en un país con tantos reinos y tantos estados: Nóvgorod, Kíev, Vladímir, Riazán, Tver yencima también Moscú.

Hace mucho, mucho tiempo,al fin del mundo, en un reinomuy, muy lejano, vivióel famoso zar Dodón,

que tenía un gallo de oro en lo alto de su chimenea para que le informara por dónde llegaba elenemigo. Así comenzaba Pushkin el cuento del gallo de oro, tal como se lo contaba su nana, lasierva Arina Rodiónovna.

—Pero mire, mire qué más dice, madame Fourreau. Los osos no se comieron a Blancanieves,porque los osos rusos son amigos de las personas. Dicen que los osos tienen tres patas buenas yuna pata de palo, y por eso bajan por las noches a los pueblos a ver si de casualidad en algunacabaña encuentran la pata que les falta. Y de vez en cuando incluso ayudan a los campesinos atrabajar sus cultivos. Soñar con un oso es algo muy bueno y todos los niños pequeños duermen porlas noches abrazados a su osito de peluche, Misha se llama, o sea Miguelito.

Era la primera vez que madame Fourreau escuchaba todo aquello. Tantos años en Rusia ynunca había imaginado que sería Ana quien le enseñaría tantas cosas bellas.

—¿Y a los gatos por qué los llaman Vasili?—Pues no sé, pero sí sé que los quieren porque hay unos cuentos muy bonitos para niños:

Hay en una ensenada un verde robley en torno suyo una cadena de oro.Un gato muy sabihondo día y noche

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recorre la cadena andando en torno.Si va a la izquierda, una canción entona;si a la derecha, cuenta alguna historia.

Así comienza Pushkin el cuento de Ruslán y Liudmila, tal como a él se lo contó el gato sabio.¡Qué bien se la pasó Ana aquel verano con madame Fourreau!Madame Fourreau se despertaba al alba para organizar la comida, preparar el café, planchar

sus blancos cuellos de encaje. Dos veces por semana venía Feklusha a limpiar la casa y a lavar.Desde temprano y hasta las tres de la tarde las dos corrían de un lado al otro dando sus clases, ylo que ganaban lo metían en una alcancía común que madame Fourreau custodiaba como si fueraun dragón. Un lápiz y un papel y no se le escapaba nada. Después de la comida, madame Fourreause dedicaba a coser y a zurcir, Ana se dedicaba a estudiar, o iba a su clase con Anatol Kuzmich yAnastasía Mijáilovna.

La aritmética y algunas materias secundarias no representaban para ella ningún problema. Aúnlas tenía frescas en la memoria. Lo que le daba auténtico miedo y pavor era la gramática rusa y lasasignaturas de religión, aprenderse la liturgia con todas las misas en eslavo antiguo.

«Bendito seas, Señooooor», murmuraba Ana corriendo de una punta de Stávropol a la otra,con el Berlitz de inglés bajo el brazo. Y con la voz temblorosa del viejo sacerdote, le respondía aldiácono: «Bendito sea el Reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…». Y luego salmodiabade la manera más litúrgica que podía: «¡A-a-mén!».

—Reine la paz por los siglos de los siglos… ¡Ay, perdón!—¡A ver si te fijas por dónde caminas, hija mía!Era la institutriz de los Lysin. Amiga de la tía Claude. Ave María Purísima, ojalá que no se

hubiera dado cuenta de que Ana estaba estudiando ruso y se le ocurriera escribírselo a la tíaClaude. No era que le tuviese miedo, no. ¡Para nada! Le daba igual, pero una nunca sabe. Unamala persona puede hacerte mucho daño.

La primera clase que Ana impartía cada mañana era la de Zina, la hija de los Pokrovski. Zinano estudiaba, no hacía nada. Nichego, nada. Bueno, no importa, haremos conversation, es decir,platicaremos. Sí, pero la conversation siempre acababa siendo en ruso, porque Zina se aburría enesa ciénaga llamada Stávropol, y lo que necesitaba era un alma gemela para poder hablar ydesfogarse… Nunca había ido a Moscú. Se marchitaría en la provincia y su vida habríatranscurrido en vano. Ana suspiraba, fruncía los labios, cerraba los ojos y lloraba para susadentros el tiempo que estaba perdiendo.

Luego de Zina, Ana cruzaba a la acera de enfrente y se dirigía a la calle Voroviov, donde vivíaMaria Nikoláievna, una solterona que nunca se había casado para poder cuidar de su padre, enotro tiempo farmacéutico de Stávropol, en la vejez. Maria Nikoláievna, que parecía salida de laspáginas de Tolstói aunque afincada en Stávropol, siempre recibía a Ana muy sonriente. La llevabaa su habitación, que olía a plantas aromáticas. Después la convidaba a un té con vatrushki y otraspastas que ella misma horneaba. En ocasiones le enseñaba los brotes más recientes de losclaveles, o los pollitos que acababan de salir de los huevos que había puesto su gallina clueca.

Ana iba de casa en casa toda la mañana y, mientras caminaba, no paraba de repasar. Susbolsillos estaban llenos de notas. Luego de la religión se ponía con la gramática: tenía una listacon todas las palabras que se escriben con yat, y otra con todas las excepciones. Para facilitarsela tarea, a veces le ponía música a la lista y la cantaba caminando al ritmo de ¡Un, dos! El

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infortunio no es una calamidad. Los soldados que se marchaban al frente en medio de la calle, yAna, a la par con ellos desde la acera:

Hilo, hacha, halcón, son con muda,halo, hado, hachón, también lo son.Halcón, hachón,hachón, herrón,herrón, herrero, herrete…

¡Cómo iba a saber que su destino era dejarse la piel estudiando para terminar el último liceodel viejo mundo, y que apenas lo terminara no sólo la yat sería suprimida, sino las materiasreligiosas y la mitad de la gramática también!

—¡Hola, Ana!Desde la acera de enfrente la saludó Ruslán. Ahí estaba, en el bordillo, mirándola con ojos

tiernos. Ruslán era osetino.[37] Alto, delgado, cintura de avispa, ojos negros como carbones. Eraun buen muchacho, sólo un defecto tenía: ser gemelo. Y el hermano gemelo de Ruslán era igualitoa él, y también cortejaba a Ana y también quería pasear con ella por el parque. Ana no teníaningún inconveniente, pero no podía platicar con Ruslán y que de pronto resultara que ése no eraRuslán. ¿¡Dónde se había visto una cosa así!? Y lo peor era que no se conformaban con conversar,ambos querían otras cosas, y ese verano a Ana no le apetecía la cháchara amorosa. Tenía la mentepuesta en los estudios. Se estaba acercando la época de los exámenes, y ella debía presentar nosólo los de tres cursos, ¡sino los de cuatro! Sí, así. Porque eso era lo que quería AnastasíaMijáilovna. «No te inquietes», le decía, «los aprobarás». ¡Bendita sea madame Fourreau, quehabía liberado a Ana de los quehaceres domésticos! Como cancerbero, iba y venía por la casa yno permitía que nadie molestase a Ana mientras estaba estudiando.

—¡Shhh! Silence! ¡Silencio! Ana tiene que estudiar. Feklushá, silence!Feklusha, la sirvienta, hablaba mucho y muy recio. Entró una mañana en la casa gritando que

tenían que dejar de lavar y de limpiar y de estudiar porque había llegado el fin del mundo. Dijoque un monje suplicante, un buen hombre de Dios, había venido a pie hasta Stávropol yprofetizaba la llegada del Juicio Final, de modo que la gente tenía que correr a esconderse en lasgrutas y en los roquedales de las montañas. El hermano mataba al hermano. En Ivánovo-Voznesensk, el mes anterior los soldados habían tirado a matar y habían exterminado a lostejedores que estaban en huelga. Dijo también que el padrecito zar había caído en las garras delmonstruo de las siete cabezas, y que las siete cabezas eran siete montañas sobre las cuales estabasentada la mujer. Y eran siete reyes, de los cuales cinco habían caído, y ahora el turno de caer lehabía llegado al zar, porque el monstruo iba a ser vencido por el cordero…

—¿Qué dice?—preguntó madame Fourreau asustada.Pero ni forma de contestarle porque la lengua de Feklusha iba como ametralladora.Y en Kostromá también habían matado a obreros y en el frente estaban matando a los niñitos

del pueblo. Pero el profeta Elías, el Gromonósets,[38] había lanzado tales lluvias y talesrelámpagos sobre la tierra que se inundaron los campos y el pez que sostiene el mundo sobre sushombros se había puesto a temblar…

—Qu’est-ce qu’elle dit, qu’est-ce qu’elle dit?[39]—gritaba madame Fourreau, exasperadaporque Ana no le explicaba.

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Oyó pez y se interesó porque hacía meses que no habían visto un pescado.—No, no es ese pescado—le dijo Ana—, se refiere al pez que sostiene el mundo sobre sus

hombros, es lo que creen los aldeanos.—Oh, Feklushá, voyons, voyons! —consoló madame Fourreau a Feklusha—. Nichego.Ahora, con Ana, madame Fourreau se había armado de valor y había comenzado a chapurrear

el ruso, una vez convencida de que aquello no tendría ninguna consecuencia en su trabajo.También había dejado de hacer pantomima con los verduleros y con los tenderos, y a trompicones,pero se entendía con ellos en su lengua. Sólo que se había visto obligada a realizar ciertassimplificaciones a la gramática rusa. Abolió, por ejemplo, las conjugaciones… «Yo querer librajabón… Poco cebolla y dos libras patatas…». A todos les caía simpática y la atendían mejor ycon gusto. Y puesto que su nivel intelectual había aumentado, madame Fourreau comenzó ainteresarse por las bellas artes. Un día se coló en el sótano de la biblioteca de préstamo y se llevóa su casa un retrato de Nicolás I, un poco estropeado, es cierto, pero con un fondo por lo menosimponente, lleno de bosques y nubes y cosas así. Se llevó también dos viejos bancos, porque notenían sillas suficientes. Con la carestía de la vida la gente había empezado a portarse avara ymadame Fourreau se había visto en la necesidad de organizar grupos de cinco, seis y hasta ochoalumnos.

La carestía era grande y los alimentos habían empezado a escasear.

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16Más vale prevenir que lamentar.

Desde finales de agosto comenzó madame Fourreau a prepararse para el invierno. Hizoprovisión de leña, sacó la ropa de los baúles con naftalina, puso a Feklusha a limpiar a fondo lacasa y mandó decirle al albañil que a principios de septiembre viniera a estucar las ventanas.[40]Cuando ya había hecho todo eso, le envió un recado a Galia para que fuera a la casa a coser laropa de invierno.

Aquel año Galia llegó un jueves por la mañana para arreglar un viejo abrigo de madameFourreau, y trajo consigo los últimos figurines. Faldas plisadas y muy cortas. Tan cortas quemadame Fourreau dijo: «No, a mi edad no voy volverme bailarina». Tampoco quiso echar aperder la tela. «Telas así ya no se encuentran».

—No, ya no se encuentran—confirmó Galia—. Este año todo el mundo está arreglando lasprendas que ya tiene. Y la gente ha dejado de vestirse de luto. Porque, ¿quién va a estrenar ropanegra en Rusia si el país entero está de luto? Las cosas van de mal en peor.

La semana anterior había estado cosiendo para la cuñada del gobernador, recién llegada dePetrogrado, ¡y mejor no repetir lo que llegaron a escuchar sus oídos! ¡En las capitales estabanpasando hambre! La gente se reunía en plazas y mercados y armaba alboroto.

—Dicen que los refugiados de Petrogrado no tardarán en llegar hasta aquí.Mientras Galia terminaba el abrigo para la primera prueba, madame Fourreau fue a la cocina a

preparar café, porque Ana, que estaba despierta estudiando desde las cinco de la mañana, nohabía probado bocado todavía. Estaba metida de cabeza en los estudios porque había llegado lahora de los exámenes.

Lo que Ana estaba estudiando en la pieza de al lado era la historia y la geografía de Rusia.Nada difícil, no le daba miedo. «Los albores de la historia rusa se sitúan en el siglo IX después deCristo, Estado eslavo-normando, Riúrik», anotaba en su cuaderno y lo releía tratando de retenerlo.«Esto ya está, ya me lo sé. Lo que sigue… ¡Ah!, pero ¿qué estará pasando allá adentro?».

En la cocina, Feklusha acababa de romper una botella de aceite de semillas y gritaba a todopulmón.

—Bedá, bárina, bedá![41] Se ha derramado el aceite en el suelo y eso trae mala suerte. ¡Quécalamidad! Bedá! Nos hemos olvidado de Dios y Dios se ha olvidado de nosotros.

—Silence! —gritó madame Fourreau con un vozarrón todavía más alto que el de Feklusha—.Ana tiene exámenes, está estudiando.

El ruido de la máquina de coser que llegaba desde la habitación de al lado amortiguaba el

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jaleo de la cocina. El runruneo rítmico de la máquina no molestaba en absoluto a Ana.«Guerras intestinas», apuntó Ana. «Vladímir II Monómaco, 1113-1125».En cuanto limpiaron la cocina del aceite que se había regado, madame Fourreau volvió a la

habitación para la prueba del abrigo.—Ahora sí que tiene una buena caída, ¡bravo, Galia! ¿Y qué dice la cuñada del gobernador

sobre la moda de este año? ¿Así de cortos los va a usar la gente?—Cortos, muy cortos. Y para los abrigos de día lo que se lleva es la mofeta y el topo. En

cuanto a las joyas, la moda son los diamantes. Por boca de la Výrubova, que es la dama de honorde la zarina, se ha sabido que este año los cortesanos no encargaron más que diamantes a Fabergé,el joyero de la corte. El marido de la cuñada del gobernador es médico y entra y sale del palaciodel gran duque Nikolái Nikoláievich, y por eso se entera de todo. Y al parecer no para elchismorreo sobre los cortesanos, porque Rasputín, dicen, monta orgías en palacio. Rasputín y lazarina, los dos juntos, emborrachan al zar con vodka. Además, han reunido a su alrededor a todotipo de adivinos: gente que echa las cartas, otros que leen el café, videntes, médiums y entre todosle tienen sorbido el seso. Sólo que, ¡por Dios santo!, ni media palabra a nadie, porque sería elacabose para nosotras y encima también para la camarera, que es la que me cotillea.

—¡Jamás! ¡Jamás! ¿¡Cómo se te ocurre!? Dime una cosa, ¿podrás venir el sábado para lo deAna? Tengo un traje sastre viejo y quiero que se lo vuelvas un vestidito.

Ana, en la habitación vecina, ya había llegado hasta Iván III. «Iván III. 1462-1505. Abolió elsistema feudal, reunió el conjunto de sus posesiones bajo una soberanía única y recibió el título deGran Príncipe de Moscovia y Soberano de toda Rusia». Se levantó y fue hacia la ventana.

Algo debía de estar pasando en el patio. Druzhok se iba a quedar afónico de tanto ladrar.Un monje desharrapado, descalzo, con la barba y el pelo de san Juan Bautista, sosteniendo en

la mano derecha un bastón alto y en la izquierda una escudilla, estaba entrando en el patio.—¡El Santo Padre!—gritó Feklusha desde la cocina, y salió corriendo a besarle la mano.Quería meterlo en la casa, lavarle los pies, y ponerle comida en la escudilla.—Es el suplicante—le susurró Galia a madame Fourreau al oído—, un buen hombre de Dios.—Daos prisa y rezad—gritaba el suplicante de pie en medio del patio—, porque el reino de

los cielos ha llegado. Cayó, la gran Babilonia cayó, y quedó convertida en morada de demonios yguarida de todo espíritu inmundo…

Con sus ladridos, Druzhok alborotó a los perros del barrio. Un supervisor y tres empleadosemergieron del sótano de la biblioteca. El director observaba desde las ventanas.

—¡Ana! ¡Ana!—gritó madame Fourreau desde la habitación contigua—. Corre, ven a ver. Havenido un monje y está dando una prédica. ¡Ah, Feklusha quiere meterlo en la casa!

—¡Deténganla!—gritó Ana—. ¡Por Dios Santo, nos va a pegar sus piojos! Se va a llenar lacasa de cucarachas y ratones.

—Y llegará un ángel—comenzó de nuevo el monje con una voz atronadora que resonaba en elpatio cual trompeta—, y los mercaderes de la tierra llorarán y se lamentarán porque no hay quiencompre sus mercancías, y se detendrán a lo lejos por el temor de su tormento, diciendo: «Ay, ay,ay, de la ciudad grande, porque en una hora ha venido su juicio». Del torno salió una voz quedecía: «Alabad a nuestro Dios todos sus siervos y cuantos le teméis», y el sol se volvió negrocomo un saco de pelo de cabra, y la luna se tornó toda como sangre y los reyes de la tierra y losmagnates, y los tribunos, y los ricos, y los poderosos, y todo siervo y todo libre se ocultaron en las

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cuevas y en las peñas de los montes.De la cocina llegaba un olor a… ¡algo se estaba quemando! ¡Ya está! Ya se le había quemado

la comida a Feklusha. Corrió madame Fourreau a pasar el guiso a otra cacerola, corrió Feklusha aechar llave a la puerta de la cocina, cerró las ventanas:

—¡Escondeos, gorodovói![42]—Feklusha, te has vuelto insoportable.—Gorodovói!Trak-truk, trak-truk, entró el gendarme en el patio, y todos, con excepción del monje y de

Druzhok, desaparecieron. El gendarme se detuvo con las piernas separadas en mitad del patiodando resoplidos. Era muy alto y corpulento y resoplaba a todo pulmón. Sus bigotes subían ybajaban como la tapa de la olla que estaba hirviendo. El patio se llenó con sus botas, pero elsuplicante, imperturbable, levantó la mano y lo bendijo. «La paz sea con vosotros», pronunció, ypoco a poco, a su ritmo, pasó frente al gendarme y salió.

Druzhok lanzó un par de «¡guau, guau!» complementarios para no perder su dignidad, elgorodovói tosió más que nada para llamar la atención y se persignó a hurtadillas. Se calmaron lascosas. Ana abrió uno de sus cajones y sacó un paquetito de algodón para taparse los oídos yponerse de nuevo a estudiar.

Hacia las tres, cuando se sentaron a comer, Ana había terminado con la historia, y antes de iral comedor, escribió triunfalmente: «Nikolái Alexándrovich II, zar de todas las Rusias. Nacido en1868…».

Durante la comida, Galia les informó que la línea que iba de Kovno a Brest-Litovsk habíaquedado interrumpida. Que los austríacos habían perseguido a los rusos hasta Galitzia. Que Rusiahabía perdido Polonia, Lituania, Curlandia, y que ahora los alemanes estaban empezando laofensiva general. Eso se decía en días pasados en casa de los Búbnov. Y luego, Galia preguntó sipor la noche acudirían al parque para escuchar a la orquesta sinfónica. Tocaba el violín un jovenjudío ruso que estaba causando revuelo.

Ana hubiera dado lo que fuera por abandonar la geografía e ir. Pero no, ni hablar. Lasmuchachas de su edad iban todas las tardes al parque. Tenían sus admiradores y disfrutaban de lavida. Pero Ana debía ganarse el pan. Debía terminar lo más rápidamente posible el colegio, antesde que acabara la guerra y ella volviera a Constantinopla, porque de otra forma se quedaría, otravez, sin el certificado de haber terminado sus estudios. No, Ana tenía que estar hasta lamedianoche repasando geografía, la geografía de Rusia que para ese momento ya había cambiado.

En cuanto a la instrucción religiosa, Ana había tomado la decisión de no volver a tocarla. Acambio iría a encenderle una vela al icono del Manantial de la Vida. Y es que en instrucciónreligiosa, sólo un milagro la podría salvar.

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17Cuando se encienden las estufas y los samovares, cuando tienes los pies enfundados en unasbuenas botas de fieltro y el estómago lleno, el invierno ruso es precioso. Pero si no tienes todoeso, mejor que no hubiera invierno. Y peor aún cuando trabajas como un burro y no ganas nadaporque los precios suben día con día, el rublo se deprecia, los víveres escasean. Hoy noencuentras té, mañana falta azúcar y luego leña para la pechka. ¿Cómo va a traer el campesinoleña a Stávropol? Y encima, ¿para qué se va a cansar a cambio de un fajo de billetes que no sirvenpara nada? Prefiere esconder el trigo, apretarse el cinturón y enroscarse encima de la estufa,calentito, a aplastar pulgas. Prefiere incluso morir tranquilo, puesto que ya ha llegado el fin delmundo. Así estaban las cosas, negras. Pierde a sus hijos en la guerra o vuelven lisiados y tiene quealimentarlos. Y si intentan desertar, entonces los desuellan a latigazos.

En los bosques y en las barrancas habían comenzado a juntarse pandillas de desertores, y lagente ahora se cuidaba, tomaba sus precauciones cuando viajaba en coche de aldea en aldea.Hacía unos días, un stavropolitano, un rico comerciante de trigo, Piotr Ilich Medvédev, queviajaba en coche rumbo a una aldehuela vecina, había vuelto asustadísimo a su casa. Desde elinterior del pinar, el que está un poquito más allá de la comarcal, cuando empezaba a anochecer,se oyeron una especie de rugidos. O ahí había una pandilla escondida, o el lugar estaba hechizado.Seguramente se trataba de un hechizo, porque de pronto el aire se detuvo y los caballos sepusieron a temblar. Los caballos, dicen, son muy sensibles y tiemblan cuando pasan por lugaresencantados.

¿Cómo no iba a creer la gente en cosas así, si el zar y la zarina, y toda la aristocracia dePetrogrado, habían comenzado a creer en ellas? Pero si hasta la prensa oficial ¿acaso nopublicaba de cuando en cuando las profecías de madame de Thèbes, la renombrada médium que secomunicaba con el más allá? Estaba escrito que en nuestros días llegaría el fin del mundo.

Pero mientras llegaba el fin del mundo, quienes pagaban los platos rotos eran las pobres amasde casa, que corrían abrumadas de aquí para allá en barrios periféricos y callejuelas perdidasllevando siempre bolsas y redecillas y bidones a la caza de algo de comer, o de un poco de jabónen alguna tiendecita o de un trozo de cuero para las suelas de los zapatos o de un carrete de hilo.

Antes de que la primavera de 1916 llegara, los baúles de las abuelas se abrieron y salieronviejas cortinas para convertirse en vestidos, colchas para volverse abrigos y sábanas de lino paratransformarse en ropa interior. Comenzaron a descoserse los encajes hechos a mano de la dote dela abuela, porque no había hilos. Viejos bolsos femeninos pasaron a ser zapatos. Y es que unosprisioneros austríacos confeccionaban unos zapatos muy bonitos con suelas de madera. Un trabajolindo, sólo que la madera resbalaba en la nieve, y resbalaba también en los adoquines. Además,

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lastimaba los pies. Cuando empezó el verano, una vez aprobados todos sus exámenes y admitida en sexto curso,

Ana estaba tan delgada que todos la llamaban Santa Incorpórea.—Ana, ¿por qué estás en ese estado?La que preguntaba era Zina, la hija de los Pokrovski, que se había ido a Rostov a estudiar

derecho, acababa de volver a casa a pasar las vacaciones y quería reanudar sus clases de inglés.—Estás irreconocible. ¿Te has enterado de lo de Rímochka?—le preguntó a Ana.¿Qué si se había enterado? ¿Acaso se hablaba de algo más desde hacía días?Rima era una antigua alumna de Ana. Un día dejó el inglés y se metió de enfermera en la Cruz

Roja. Pidió ser enviada al frente. Y ahora, de buenas a primeras, se enteraban por los periódicosde que durante la ofensiva Brusílov, cerca de Przemyśl, en el momento más álgido de la batalla,Rima le había arrebatado de las manos el fusil a un soldado herido y se había lanzado al ataquegritando «¡Sobre ellos, muchachos!». Los soldados la siguieron y se hicieron con una trinchera.Rima perdió la vida en pleno combate. ¡Quién se habría podido imaginar una cosa así de Rima!Ahora estaban reuniendo dinero en Stávropol para hacerle un monumento.

—¿Nosotras daremos algo para la colecta?—le preguntó Ana a madame Fourreau.—Daríamos si tuviéramos—fue la respuesta de madame Fourreau.¡Ay, cuántas estrecheces! Algo van a tener que hacer. Cuanto más ganan, más tienen que gastar,

¡y encima pasan hambre!—Podríamos alquilar el comedor—dijo un buen día madame Fourreau.Magnífica idea. Lo de tener un comedor era un verdadero lujo. La cocina estaba perfecta.

¿Qué les impedía comer en la cocina?Necesitaban encontrar a una mujer sola con quien compartir los gastos. Así, seguro que

podrían ahorrar. Una mujer prudente y discreta.

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18Aquel año el otoño llegó antes de tiempo y el invierno resultó más duro que el anterior, porqueesta vez no tenían leña. Y es que las cosas son así.

Volvió a soplar el aire gélido de la estepa y segó las hojas de los árboles. Un cielo bajo yplomizo envolvió la tierra. La estepa dejó de distinguirse al fondo del camino ancho porque laniebla bajó y se instaló. El parque se llenó de cuervos. La carne de res, de veintidós kopeks pasóa costar más de un rublo. El jabón, de cuatro con cincuenta que costaba el pud alcanzó los treintarublos, y encima, ¡ni sus luces! La gente empezó a pasar hambre. Las calles estaban repletas delisiados, y la ciudad rebosaba de huérfanos y viudas.

Ana corría de un lado a otro en busca de trabajo. Lo que fuera. Por un plato de comida cuidababebés. Por un plato de lardo traía a casa ropa para planchar. Anatol Kuzmich y AnastasíaMijáilovna ya no aceptaban que les pagara las clases que ellos le daban y, además, compartíancon ella la poca comida que tenían. La alimentaban.

Ana ha dejado de saltar los cursos de dos en dos. Entró en séptimo y le tomará el año entero

terminarlo. Pero de que lo va a terminar, lo va a terminar, cueste lo que cueste. El colegio lo va aterminar. Ahora toda Stávropol está al tanto de que Ana terminará el colegio. Y lo que opine la tíaClaude la tiene sin cuidado. Aparte de que, como era previsible, de la tía Claude no se sabe nada.Madame Fourreau le escribió una vez, hará ahora ya unos ocho meses, luego le volvió a escribir, ytodavía no han recibido respuesta. Mejor.

Ana se ha estirado mucho y toda la ropa le queda chica. Pero no le preocupa. Lo único que lepreocupa son los zapatos. De la comida no tiene queja. A veces come algo en clase de MariaNikoláievna, a veces en casa de los Ochkov. Las champañas y los manjares exquisitos de losOchkov se han terminado, y ahora en vez de té, hacen infusión de cáscaras de manzana o dehuesecitos de cerezas, pero, haya lo que haya, a Ana siempre la invitan a sentarse con ellos a lamesa. Y Ana no da crédito a sus oídos cuando oye a los hijos de los Ochkov platicar con ella eninglés. Lo logró. ¡Logró convertirse en maestra de inglés!

Llena de satisfacción regresa por la noche a casa, pero, en cuanto entra, siente el tufo de Zuzúcomo un trancazo en la nariz. Zuzú es la perrita de mamsel Célestine, que ahora vive con ellas.Zuzú tiene frío y no sale a la calle a hacer pipí. ¡Uf, qué momentos tan difíciles han pasado conmamsel Célestine! Pero… bueno, ya ni hablar. La verdad es que fueron por lana y salierontrasquiladas. Y ahora cargan con mamsel Célestine y, encima, con Zuzú.

—¿Dónde se ha vuelto a ensuciar? ¿Aquí?—No, allá. Allá. Debajo de la cama. Huele y verás.

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—No, no puede ser. El olor viene de detrás del ropero.Van de un lado al otro, olisqueando para descubrir donde ha hecho caca Zuzú. Para no ofender

a mamsel Célestine y evitar que le dé dolor de cabeza, Ana se atribuye la falta. Dice que no esculpa de Zuzú, que la culpa es suya porque tardó en sacarla a dar su paseo. Come a toda prisa y lepone a Zuzú la correa para llevarla a pasear. Ahora esto se ha convertido en una obligación másque Ana se ha echado encima. Dos veces al día tiene que sacar a Zuzú a dar la vuelta al parque.Detenerse cuando Zuzú se detiene, ahuyentar a los caraduras que la molestan, «¡Quita, chucho,quita de aquí!». Y en cuanto vuelven a casa, Zuzú corre y se mete debajo de las camas para hacerahí sus necesidades. Y mamsel Célestine insiste en que no son las necesidades de Zuzú las queapestan, que lo que apesta es el abrigo de piel que Ana deja colgado en el corredor cuando estáhúmedo o mojado. Y puede que mamsel Célestine tenga algo de razón, porque el año pasado Anacometió una gran tontería: para comprar una bicicleta, vendió el bello abrigo de piel de ardillaque tenía. En otoño vendió la bicicleta para comprarse de nuevo un abrigo de invierno, pero pasóalgo muy raro. Si bien la bicicleta la vendió diez veces más cara de lo que la había comprado, conel dinero que recibió, Ana no se pudo comprar un abrigo de piel, sólo le alcanzó para un pellejoque apestaba a macho cabrío.

Comoquiera que sea, en medio de la exquisita atmósfera que se respiraba en la casa, de prontoun día madame Fourreau se percató de que mamsel Célestine no había pagado ni el alquiler ni lacomida desde que se había instalado con ellas. ¿Decírselo? No se atrevía. Para paliar su desazón,comenzó a ir y venir de un lado al otro silbando La muerte del cisne, cosa que exasperaba amamsel Célestine y la hacía afilar las uñas para la pelea.

—La vida se ha vuelto insoportable en esta casa. ¡Ahí lo tenéis! Alguien ha vuelto a coger mipalangana, la pequeña.

Mamsel Célestine tenía su propia palanganita y se le había metido en la cabeza que todo elmundo tenía los ojos puestos en ella. Unas veces la escondía detrás del armario de la cocina, otrasdebajo de su cama. ¡La palanganita de mamsel Célestine acabó por volverse una verdaderamonserga!

Al final, aquella palangana fue la causa por la que un día estuvo a punto de incendiarse lacasa.

A mamsel Célestine se le figuró que alguien se había lavado a escondidas en su palangana.Con los dientes apretados y la nariz goteando veneno, cogió su palanganita y se puso a fregarlaostentosamente y, como nadie le hacía ningún caso, la lanzó al fregadero, la roció con alcohol yencendió un cerillo para desinfectarla. La cortinita de la ventana que estaba sobre el fregadero seprendió. Mamsel Célestine comenzó a gritar:

—¡Fuego! ¡Fuego!—¿Pero qué pasa?Madame Fourreau fue corriendo a la cocina.—¡Fuego!—gritaba mamsel Célestine saltando como una loca.Madame Fourreau abrió el grifo del fregadero, y luego se puso a desenroscar la manguera.

Ambas gritaban tanto que el dvórnik llegó corriendo a apagar el fuego. Druzhok aprovechó elmomento para colarse en la casa y satisfacer el antiguo anhelo que sentía por Zuzú. Ésta,enloquecida, corría de un lado al otro, entrando y saliendo de las habitaciones y, de miedo,mientras corría perfumaba los suelos de toda la casa, de punta a punta. Sólo se salvó el dormitoriode Ana porque la puerta estaba cerrada y Ana, que no se había enterado de nada de lo que ocurría

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porque se había puesto algodón en las orejas, iba y venía repitiendo en voz alta: «1801, AlejandroII. Esplendor de la literatura rusa. Romanticismo: Karamzín, Zhukovski, Griboyédov, losDecembristas…».[43] Tenía prisa por terminar porque se acercaba la hora del paseo de Zuzú.

Muy al principio el paseo de Zuzú había sido un engorro, pero últimamente se estabavolviendo una alegría porque en el parque siempre estaba Volodia, que la miraba embelesado.

Volodia era hijo del general Timoféiev y, como su padre se había marchado al frente, sumadre, Evdokía Ivánovna, se dedicaba a su único hijo con tal devoción que le hacía la vidainvivible. Que no fuera a pasarle nada a Volodia. Que no fuera a cansarse, que no fuera aresfriarse. Mandarlo a la Universidad de Rostov, conseguir que se librara del servicio militar.Encontrarle una novia rica y capitalina.

—Vóvochka,[44] ven, ven a ver cuánto ha crecido Vérochka. Mira, ¿te acuerdas de cuando erapequeña y jugabais juntos el verano que pasamos en Yalta?

No, Volodia ni la recordaba ni tenía ningunas ganas de acordarse de ella. Día tras día iba alparque nevado y se sentaba en un banco a esperar que apareciera Ana con Zuzú.

Por lo regular, Ana entraba al parque por la puerta de arriba y fingía que no lo veía, peroluego, de pronto, se hacía la encontradiza. «Ah, pardon, buenos días». Zuzú no se hacía laencontradiza, al contrario, estaba pendiente de escapársele a Ana y correr hacia él. Ana tiraba dela correa, pero dejaba que Zuzú la fuese llevando hasta Volodia, que siempre traía en sus bolsillosalguna galletita.

Volodia se ponía a dibujar en sus libros corazones atravesados por flechas; Ana deshojaba lasmargaritas artificiales de un sombrero de verano de mamsel Célestine: me quiere, no me quiere,me quiere, no me quiere, me ignora, me enamora, un día me besará y en su corazón me llevará.

Entretanto, la historia seguía implacable su curso. Stávropol se iba llenando de refugiados

hambrientos que llegaban a la provincia procedentes de las dos capitales para comer o paraabastecerse de alimentos. Los precios nuevamente dieron un salto y comenzaron a formarse colasinterminables frente a las panaderías y las tiendas de abarrotes.

De Petrogrado, a la par que otros refugiados, llegaron los parientes de la señora Ochkova,Liza y sus muchas sombrereras incluidas. A casa de Petrovski, el doctor, llegaron su madre y suhermana. Enfrente de madame Fourreau, unas personas muy distinguidas alquilaron una casa.Traían con ellos hasta un mono. El señor usaba monóculo, la señora impertinentes, y el mono, unmacaco pequeño, pasaba su tiempo sentado detrás de la ventana haciendo gestos obscenos a losviandantes para llamar su atención.

Stávropol había mudado de aspecto. El asador georgiano se había convertido en un centro demodas. En las calles se oía inglés, francés, alemán. Mucha gente iba y venía aun por la noche. Alos habitantes de Petrogrado les gustaba la vida nocturna y no acababan nunca de recogerse en suscasas. E Iván Ivánovich, claro, no paraba de refunfuñar. No lo dejaban dormir. El mundo se llenóde Cocodrilas y Cocainetas y Piñas en champañay… «¡Pero qué demonios es todo esto!»,exclamaba Iván Ivánovich escupiendo por encima de su hombro izquierdo para conjurar los tantosmales. La madre de Volodia empezó a sentirse preocupada por su hijo. Y un buen día lo pillódesprevenido y lo mandó a Sarátov, donde vivían sus abuelos.

Ésa fue la primera flecha que hirió el corazón de Ana. Pero en ese momento hizo su apariciónel conde de París y así el amor de Volodia cayó rápidamente en el olvido.

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19Un día mamsel Célestine trajo a la casa al conde de París.

Como mamsel Célestine jamás daba un centavo para la casa, madame Fourreau la enviaba decuando en cuando a comprar alguna cosa sin darle suficiente dinero, para ver si tenía lagenerosidad de poner algo de su bolsillo. Y así, un día la mandó a comprar jabón. MamselCélestine volvió y aporreó el jabón en la mesa de la cocina.

—Voilà—dijo con cara de pocos amigos—. El dinero no alcanzaba. Por suerte me encontrécon el conde de París en la tienda, y él se ofreció amablemente a pagar la diferencia, si no, noshabríamos quedado sin jabón. Le debemos dos rublos y veinte kopeks. Me he comprometido adevolvérselos de inmediato.

Madame Fourreau estaba sentada frente a la mesa de la cocina pelando remolachas. Ocultó elcuchillo bajo las remolachas por cualquier eventualidad, y se la quedó mirando. Sólo eso lesfaltaba, que también mamsel Célestine se volviera loca: en Stávropol no había manicomio.

—¿Usted sabe quién es el conde de París?—le preguntó con la mayor serenidad de la que eracapaz.

—Es el pretendiente al trono de Francia—respondió al vuelo mamsel Célestine—. El últimode los Borbones.

—Hmmm—dijo madame Fourreau para no exaltarse, y lo que hizo fue llamar a Ana a gritospara que acudiera en su ayuda.

Pero cuando Ana oyó la historia, no mostró ninguna inquietud. ¿Por qué no podía haber ido aStávropol el conde de París? ¿Qué tenía de raro? Se encontraba en Rusia cuando estalló la guerray se quedó atrapado, y ahora que todo el mundo iba a refugiarse a Stávropol, había ido él también.¿Por qué no?

Ana sacó los dos rublos con veinte kopeks y se los tendió a mamsel Célestine. Ésta se losarrebató, los guardó en su bolso y se puso en camino. No habían pasado ni cinco minutos cuandoya estaba de regreso en el patio, contoneándose y haciendo alarde de coquetería, colgada delbrazo del conde de París.

—Blagueur!—le dijo juguetona mientras sacaba de su bolso la llave para abrir la puerta deentrada.

¡Virgen Santa, aquello era el acabose!El conde entró en la casa. Era un sesentón muy bien vestido, con un gorro y un cuello de piel

de auténtica marta cibelina. Se detuvo frente a madame Fourreau y entrechocó los talones. Hizouna reverencia y dijo:

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—Evgueni Alexándrovich Malinski. Escritor y adorador del bello sexo.—¿No era usted el conde de París?—le preguntó Ana, y madame Fourreau le hizo señas de

que se callara, porque pensó que quizá se tratase del conde de París, pero de incógnito. Una nuncasabe…—. Estaba bromeando—le dijo entonces Ana al conde, y unos momentos más tarde ya loestaban invitando a tomar el té con ellas.

Madame Fourreau corrió a su recámara a sacar de su pequeño baúl una botella de coñac quehabía escondido para cuando se necesitara.

En el comedor, el conde coqueteaba con mamsel Célestine. Hablaba el francés más exquisitoque nadie hubiera escuchado jamás. Noblesse oblige. Para muestra bastaba un botón. Cada dospor tres el conde sacaba un pañuelo de lino blanco como la nieve y se secaba la nariz. Se secabatambién los ojos, que constantemente le lagrimeaban. También las comisuras de los labios lastenía mojadas, y en conjunto hacía pensar en una vieja y húmeda casa solariega en la que nofuncionan las cañerías y el agua se filtra por todos lados.

Así fue como el conde de París hizo su aparición en la casa y, pues como ya había entrado, sequedó. Le improvisaron una cama sobre unos caballetes en la cocina. Y ahí donde antes eran tresahora eran cuatro las almas; cuatro almas con cuatro bocas y cuatro estómagos. Pero el conde deParís se ganaba el pan que comía.

Lo más importante era que ayudaba a Ana a hacer sus deberes. Pero también que iba y hacía lacola para los alimentos. Sacaba a Zuzú a dar su paseo. Por las tardes las entretenía con infinitoschistes de armenios y de judíos. Y además de todo, el conde sabía arreglar las cerraduras que seechaban a perder, y quitaba la nieve que se acumulaba frente a la puerta, porque ya no teníandvórnik, las había dejado. El conde también ayudaba a madame Fourreau en la cocina, porquetambién sabía desatascar fregaderos.

—Ah, no, así no, suba un poco más el cubo, señor conde, un poco más arriba para que nosalpiquemos el suelo.

El conde, a cuatro patas debajo del fregadero, sostenía el balde y madame Fourreau echabaagua bien caliente desde arriba. Y ya que tenían agua caliente, ¿no sería bueno darle un baño aZuzú?

—Mamsel Célestine, mamsel Célestine, traiga a Zuzú con todo y su bañera. Tenemos aguacaliente.

—Señor conde, páseme la toalla de Zuzú, que está colgada detrás de la puerta del baño. No,no, ésa no, la amarilla. ¿Todavía no se ha enterado usted de cuál es la toalla de Zuzú?

Y cuando mamsel Célestine sacaba a Zuzú de la bañera, reluciente y humeante todavía, elconde estaba ahí al lado, muy peripuesto, a guisa de padrino, inmóvil, esperando para recibirla.

—Et voilà—decía mamsel Célestine, entregándosela.Le empapaba la chaqueta, le empapaba la camisa… Zuzú le estornudaba en la cara.—Muy bien, muy bien, ahora déjela en el suelo para que se sacuda.Y Zuzú se sacudía lo más cerca del conde que podía. A partir del momento en que el conde se instaló en la casa, hasta de comprar el periódico

dejaron. Él iba de un lado al otro enterándose de las últimas novedades directamente por boca delos testigos presenciales. Cada vez que madame Fourreau tomaba la decisión de echarlo porque lavida se había vuelto en extremo complicada, el conde entraba en la casa con alguna noticia tan

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estremecedora que madame Fourreau se desinflaba.—Madame Fourreau, ábrame. Están pasando cosas terribles. ¡Han matado a Rasputín!—

Llamaba a la puerta asustado—. ¡Ábrame rápido!—gritaba mirando hacia atrás, como si loestuvieran persiguiendo por el asesinato de Rasputín—. ¡Shhh! ¡Más bajo! Siéntese y le cuento…

Rasputín, aquella temible bestia, había dejado de existir. Rusia estaba salvada. Lo habíamatado el príncipe Félix Yusúpov, conde de Sumarókov-Elston, junto con el gran duque DimitriPávlovich. Primero lo emborracharon y luego le pusieron cianuro de potasio en el vino. Rasputínse lo bebió y se relamió, y quiso más. Sacaron sus pistolas y le dieron varios tiros en la cabeza.Nada. Rasputín como si se hubiera tragado una estaca. Le descargaron varios balazos en el pechoy en la espalda. Nada. Lo enfundaron en un saco, se subieron y bailaron el kazachok[45] encimade él. Para mayor seguridad, se llevaron arrastrando el saco y lo lanzaron al río Nevá.

—¿Y qué creen?—¿Qué? ¿Qué?—preguntaron las tres al mismo tiempo.El conde sacó su pañuelo, se secó la frente y le preguntó a madame Fourreau si de pura

casualidad no le había quedado un poco de aquel coñaquito… «Por supuesto, por supuesto», ymadame Fourreau corrió a su habitación y trajo de regreso la botella de coñac. «¿Y entonces?».

—Entonces, ¿qué creen que pasó después? Cuando se descubrió el cuerpo en uno de loscanales del Nevá y lo sacaron para darle sepultura, en el momento preciso en que la zarina con lasprincesas y todo su séquito lloraban desconsoladamente junto al féretro, Rasputín levantó elpárpado derecho y le guiñó el ojo a la Výrubova.

—¡No! ¿De veras? En cuanto la euforia por el asesinato de Rasputín amainó, madame Fourreau volvió a las

andanzas de querer echar al conde. «Esto ya no se aguanta. ¿Qué va a pasar? ¿Acabaremosmuriéndonos de hambre todos? ¡Ni hablar!».

—Señor conde, lo queremos mucho, pero, como usted comprenderá…—Etcétera.El conde se levantó de un salto sin proferir palabra y salió azotando la puerta.Cuando volvió, al cabo de una hora, llegó trayendo una gallina blanca bajo el brazo.

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20Al día siguiente la gallina fue guisada y naturalmente el conde siguió quedándose en la casa. Peroel problema no se había resuelto.

Un buen día, madame Fourreau, desesperada, cogió su silla y la puso al lado de la ventana.Ana había ido a clase a casa de Anatol Kuzmich, y mamsel Célestine se había recostado despuésde la comida y estaba descansando. El conde había salido. Después de lavar los platos y jugar unpar de solitarios, madame Fourreau se sentó al lado de la ventana y se quedó observando a losgorriones en el patio. También esos pobres buscaban comida. ¡Ay, qué situación! ¡Qué tiemposaquellos! Y encima, finales de febrero, la médula misma del invierno. La época más dura. ¿Seríacorrecto echar a la calle al conde y a mamsel Célestine? ¡No, de ninguna manera! Alguna solucióntenía que haber.

En eso estaba cuando vio aparecer por la puerta del patio a una señora alta y de buen porte.Bien vestida. El abrigo entero era de piel de topo. Botines hasta los bajos del abrigo. Guantes deglasé, blancos como la nata. Extranjera y aristócrata. Madame Fourreau no se equivocaba con esetipo de cosas. Esa dama lo tenía todo…

—¿Se le ofrece algo?La señora se acercó y se detuvo del otro lado de la ventana y algo le dijo a madame Fourreau.

Quería saber dónde se alojaba mamsel Fifí, la que había llegado de Petrogrado, aquella queechaba las cartas. Madame Fourreau corrió a abrirle la puerta.

—¿Es usted mamsel Fifí?—preguntó la señora—. Madame Riabushínskaia me escribiócontándome de usted y he venido a que me eche las cartas.

—Yo me llamo Fourreau, madame Fourreau. —Estuvo a punto de añadir que ella no tiraba lascartas, pero de pronto le brillaron los ojos y, haciéndose a un lado para que entrara la señora, ledijo—: Pase por favor, estoy a sus órdenes.

La condujo a su habitación, la ayudó a quitarse el abrigo, la invitó a que se sentara frente aella en la mesa pequeña y tomó el mazo de la baraja con la que había estado jugando sussolitarios.

—Corte y concéntrese.Al cabo de una media hora madame Fourreau ya conocía todos los asuntos familiares de la

señora, cuyo nombre era Tatiana Andréievna Shúrina, y cuyo marido, una especie de catrín, era unoficial superior del regimiento Preobrazhenski, que se había sublevado al mismo tiempo que losregimientos Volynski y Litovski. Aquellos regimientos habían bajado a las calles de Petrogrado yhabían hecho su desfile, huelga decirlo, sin oficiales, únicamente con música. Ahora, dijo, losrevolucionarios andaban sueltos por las calles y les arrancaban los galones a los oficiales, y

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Tatiana Andréievna estaba muy preocupada por su marido.—El rey de picas—dijo madame Fourreau—. Un hombre ya no demasiado joven que no desea

el bien de usted, ¿quién es?—¡Ah, madame! Es el granuja de su hermano. Un maleante que aprendió de mi marido los

juegos de azar. Un botarate. Ha despilfarrado ya dos fortunas enteras el infeliz.—No se preocupe, madame, no parece que vaya a quedarse mucho tiempo. Mire, el seis de

picas está encima. Eso es que se va.—Sí, hace tiempo que no sabemos nada de él.Al salir, Tatiana Andréievna le dio las gracias a madame Fourreau y dejó encima de la mesita

un sobre lleno de rublos.—Mañana le traeré a mi cuñada—le dijo cuando llegaron a la puerta de la calle.A partir de ese día, el problema estaba resuelto. ¡Adiós a las privaciones!Mientras tanto, en Petrogrado la situación era cada vez más grave. La huelga se había

generalizado, los huelguistas se peleaban con los policías y con los jinetes cosacos. Las callesestaban tomadas por miles de personas que pedían pan.

Un día, Tatiana Andréievna llegó corriendo a casa de madame Fourreau para que le echara lascartas. Las cosas iban de mal en peor, le dijo, y no tenía noticias de su marido. El Arsenal habíasido saqueado, los marineros del Kronstadt se habían amotinado, el populacho había liberado alos reclusos de la fortaleza de San Pedro y San Pablo, los policías habían desaparecido y lassirvientas, engalanadas con las pieles de sus señoras, llevaban escarapelas rojas y daban vueltasen coche cantando La Marsellesa. ¡Aquello era la revolución!

—Corte y concéntrese.¿Y ahora qué le iba a decir madame Fourreau?—Sangre—aventuró.—¿Y mi marido?—No, el camino de su marido está abierto. Y él está mirando el camino de usted. No tardará

en aparecer.Ahí fue donde madame Fourreau metió la pata, pues en ese momento ningún camino estaba

abierto. Todos aquellos millones de soldados rusos enfurecidos y extenuados que se encontrabanen el frente deponían sus armas y desertaban. Ya no tenían ganas de seguir combatiendo. Lamayoría, al irse, se llevaba sus fusiles. ¡Había llegado el momento de castigar a quienes se habíanburlado de ellos durante tantos años! Tanto los trenes como las estaciones ferroviarias sedesbordaron.

La casa de madame Fourreau parecía una agencia Reuters. Montones de refugiados dePetrogrado acudían en tropel a que les echara las cartas para enterarse así de las últimas noticias.Se llenó la alacena, se llenaron los anaqueles de la cocina de madame Fourreau. Hasta chocolateshabía, y café, y té. En esos días Tatiana Andréievna les envió una oca.

—¡Chinchín!El conde chocó su vasito para brindar con madame Fourreau.—Dites donc. —Mamsel Célestine dejó el huesecito de la oca en su plato y se chupó los

dedos—. Dites donc, parece que en Petrogrado hay revolución.—Sí, hay revolución—confirmó el conde—. Chinchín, mamsel Célestine, feliz año nuevo. No

pudimos celebrar la llegada del año el día que tocaba porque no teníamos qué comer.

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Celebrémoslo ahora, un mes después. Chinchín. ¡Feliz 1917!

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21Aquella oca no fue la oca de la suerte. La noche del día en que llegó, mamsel Célestine sufrió unataque tremebundo, y el médico les dijo que deberían tener cuidado, porque, si el ataque serepetía, podría quedarse paralítica o incluso morir. A partir de ahí, las contrariedades se fueronsucediendo una tras otra.

El conde rompió el vidrio de la ventana de la cocina y se vieron obligados a taponarlo concartón, porque no encontraron ni un vidrio nuevo ni a un vidriero que se ocupara del asunto.

Al día siguiente, Feklusha llegó a lavar, y cuando se fue se llevó el abrigo de Ana y lasgalochas de madame Fourreau. Ésa fue la primera manifestación revolucionaria en Stávropol,porque lo mismo ocurrió en casa de los Ochkov, en casa de los Búbnov y en otras casas. Lassirvientas arramblaban con cuanto encontraban a su paso y desaparecían.

Desesperada, Ana se puso el abrigo de mamsel Célestine, que le llegaba por encima de larodilla, y fue a casa de los Ochkov a pedir ayuda. La señora Ochkova abrió sus baúles y en uno deellos encontró una capa de su papá, que había sido senador.

—No importa—le dijo—, te queda un poquito ancha, pero mandaré llamar a Galia para que tela arregle.

En ese momento se oyó gritar a Iván Ivánovich desde el comedor:—¡Katia! ¡Eh, Katia! ¡El zar ha firmado el ukás para la disolución de la Duma!—Nuuuu—comentó la señora Ochkova—. Vamos al comedor, Ánushka, ven, vamos a tomar el

té.Se sentaron a la mesa y al cabo de un ratito sonó el timbre. Era Anatol Kuzmich. Entró

corriendo para darles la noticia del ukás del zar.—Nu, Iván Ignátievich, ¿cómo va el ánimo hoy?—dijo sonriente.—¿De qué ánimo hablas, padrecito? ¿Ánimo es lo que tenemos? El ánimo, el verdadero ánimo

está en Petrogrado. ¿Ya te has enterado?Anatol Kuzmich ya se había enterado.—Estamos viviendo días de grandeza, Iván Ignátievich. El destino nos ha honrado trayéndonos

al mundo en una época como ésta.La señora Ochkova llenó una taza de agua hirviendo, le añadió tres gotitas del té concentrado

de la tetera y se la ofreció.—¡Pero qué miserias son éstas! ¿De casualidad no sabrá dónde puede uno encontrar un poco

de té?—Dígame, ¿usted cree que la Duma acabará por disolverse?

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—Nuuuu—soltó Iván Ignátievich, y se rascó la nuca.Y se enfrascaron en la conversación. Mientras Iván Ignátievich conversaba con Anatol Kuzmich, e Iván Nikíforovich con Kuzmá

Ilich, en Petrogrado dimitía el primer ministro Golytsin y las multitudes se lanzaban al palacioTáuride reclamando a la Duma que tomara el poder. Mientras la Duma se decidía, ahí mismo, enel palacio Táuride se formó, a la chita callando, un nuevo órgano de poder: el Comité EjecutivoProvisional del Sóviet de los diputados y de los trabajadores y soldados.

Al cabo de unos cuantos días, los periódicos dieron a conocer la composición del nuevogobierno que tenía como primer ministro al príncipe Lvov, como ministro de relaciones exterioresa Miliukov, y en Justicia estaba Kérenski. En cuanto a la abdicación del zar, mamsel Célestine seconmovió tremendamente cuando Ana le leyó sus últimas palabras: «No importa, me retiraré aLivadia[46] a cultivar mis flores». Eh, digan lo que digan, lo que había caído era un zar, no untaburete de cocina. Difíciles las cosas. Lo abandonaron sus ministros, lo abandonó el EstadoMayor, hasta sus cosacos, a los que conocía uno a uno por sus nombres, en el último momento lonegaron. Ahora a ver quién lo sucederá. El zariévich o Mijaíl.[47] Bien pronto se supo que algoturbio le había ocurrido al zar.

El zar, decían, había salido sin contratiempos del Estado Mayor General, que se encontraba enMoguiliov, rumbo a Petrogrado. Los jefes de la policía y los comandantes bajaban en las distintasestaciones para saludarlo. Pero tras la llegada del zar a la estación ferroviaria de Visera, lascosas se enturbiaron, y la impresión general era que el tren imperial daba vueltas de aquí para alláporque no hallaba forma de pasar. Se habían averiado, decían, las vías férreas, los puentes sehabían desplomado. Sea como sea, el zar llegó a Petrogrado, pero llegó escoltado. Y una vez ahí,lo encerraron en el Palacio de Invierno, a él y a su familia. De cómo y cuándo tuvo lugar elarresto, nadie se percató y nadie se interesó tampoco por saber, porque, mientras tanto, enStávropol, había ocurrido un milagro. Había muerto Tamárochka y su cuerpo no se habíadescompuesto. Había muerto cuando asesinaron a Rasputín, es decir, hacía ya dos meses, y seguíaintacta, su cuerpo se conservaba fresquísimo. La acostaron en el féretro y la pusieron en la capilladel cementerio de San Andrés. Todo el mundo corría a verla. Unos decían que no se habíadescompuesto por santa; otros, que por vampiro, y todos tenían miedo de pasar por la plaza delpanteón de San Andrés. Pelaguía Anánievna, la suegra de Bronski, contaba que una noche, al pasarpor ahí, había visto a una muchacha vestida toda de blanco que, detenida frente a la puerta de latapia, se había puesto el dedo sobre los labios, haciéndole «Shhh». Al cabo de una semana,Medvédev vio a la misma muchacha salir del recinto del cementerio y dirigirse a la plaza. Esanoche, cuando Medvédev llegó a su casa, no podía ni hablar ni orinar. Después de eso,Tamárochka se le apareció al conde frente a la casa, cuando éste estaba sacando la llave paraabrir la puerta. Parece ser que estaba apoyada en la pared de la cocina y su rostro se parecía al deTatiana Andréievna Shúrina.

—¿Qué tonterías son ésas?—exclamó madame Fourreau.—Madame Fourreau, la vi con mis propios ojos, no pretenderá que estoy loco…Madame Fourreau no insistió. Últimamente había empezado a preocuparse por el conde. De

golpe y porrazo se apoderaban de él los nervios, la agitación, el recelo. Así, ¡puf!, de pronto, sinqué ni para qué, caía presa del desasosiego y ya no sabía qué hacer para esconderse. En unaocasión, en el momento en que Tatiana Andréievna salía de la casa, regresó espantada gritando:

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—¡Un hombre! ¡Un hombre!—¿Dónde está el hombre?—le preguntó madame Fourreau.Y al cabo de nada descubrió al conde encaramado en un bajante de la pared de enfrente

intentando colarse en la biblioteca por la ventana. Se ve que el conde había visto a TatianaAndréievna en el momento en que ésta salía y se asustó. Trastorno delirante. Manía persecutoria.Oh là là! Por las noches había dejado de salir porque se encontraba, decía, con Tamárochka o conpersonas que la habían visto y corrían como poseídas.

A principios de marzo, el gobierno provisional decretó la abolición de la pena de muerte paralos soldados desertores. Y a partir de ese momento el mundo se inundó de soldados que, ya sinmiedo, abandonaban el frente. Millones de desertores salieron en tropel dispersándose por todaRusia. En pocas semanas, Stávropol se llenó. La mayoría acampó en la plaza de San Andrés.Vendían sus uniformes, sus fusiles, sus granadas…, hasta alguna pequeña ametralladora, siquerías, podías comprar a cambio de dos pastillas de jabón, un poquito de azúcar o algún carretede hilo. Un día madame Fourreau compró dos charreteras de general y las escondió comorecuerdo. Galia adquirió, junto con un carrete de hilo y cinco agujas, un capote militar, y con él seconfeccionó un espléndido abrigo. Iván Nikíforovich fue a la plaza y compró una bella cajaforrada de terciopelo rojo con dos pistolas de duelo en su interior. Antigüedades. En nuestraépoca ya no se fabrican pistolas así.

Su vecino, Iván Ivánovich, se las envidió.—¿No me vendes tus pistolas?—le dijo un día—. ¿Tú para qué las quieres?—¿¡Perdón!?—exclamó Iván Nikíforovich—. ¿Por qué tendría que venderte las pistolas que

he comprado?—¿Quién se bate en duelo a estas alturas?—¡Pero qué ocurrencias son ésas! ¡Que si le vendo, dice, las pistolas que he comprado! ¡Puf!

¿Y si un día quiero organizar un tiro al blanco en mi jardín? ¿Acaso no soy dueño y señor de micasa para hacer lo que me dé la gana?

—Por Dios Santo, Iván Nikíforovich, a tu edad, con las canas que ya peinas, ¿te vas a dedicaral tiro al blanco?

—Las necesito—respondió con sequedad Iván Nikíforovich para dar por terminada laconversación.

—Pero ¿para qué?—¿Y si se meten en mi casa unos malhechores?—¿Cómo van a entrar así, sin qué ni para qué, los malhechores?—¡Sin qué ni para qué, dice!—estalló Iván Nikíforovich—. ¡Esto es el acabose! Echaron al

gobernador general y pusieron en su lugar a ese bribón de la administración regional de loszemstvos. Todos los deportados están volviendo y deambulan libremente por las calles. Los judíoshan levantado la cabeza. Los soldados se han rebelado. El respeto por nuestro zar ortodoxo se haperdido. Destruyen nuestra vieja fe y no crean una nueva…

La verdad es que hasta Tamárochka dejó de aparecerse. Desde el día en que los soldados sinregimiento tomaron la plaza de San Andrés, ya nadie volvió a verla.

Con el decreto de amnistía que firmó Kérenski el 8 de marzo, comenzaron a volver losdeportados políticos. A principios de abril, Lenin regresó del extranjero a Rusia y a principios demayo volvió Trotski.

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—Ya ve, ahí lo tiene. ¿No se lo había dicho yo? Los judíos se están dando cita en nuestrastierras para mancillar la ortodoxia.

—Pero si Lenin no es judío. Es el hijo de Uliánov, el médico de Simbirsk.—¡Ay, pápenka!—Maria Nikoláievna se acordaba de él—. Pápenka, ¿se acuerda de Uliánov,

el médico que iba a su farmacia en Simbirsk? ¿Se acuerda de Volodia, su hijo? ¡Ni hablar!Imposible que Lenin sea judío. Maria Nikoláievna lo conoce. Trotski sí que lo es. Pero Lenin…,¿Lenin qué es?

¿Qué era Lenin?¡Un provocador!Un agente de los alemanes.¡Un demente!¿Qué era Lenin?Lenin había caído sobre Rusia como un rayo, provocando el estupor general. Incluso el de sus

camaradas.Los quevedos de Anatol Kuzmich temblequeaban sobre su nariz.—Lenin está soñando. Vive ajeno a la realidad rusa. ¿Acaso Rusia está lista en este momento

para una revolución socialista?—Venid al comedor—dijo la señora Ochkova, llevando ella misma el samovar porque ya no

había sirvientas.Desde el momento en que los desertores comenzaron a volver cargados con rollos de tela,

objetos de plata y todo lo que pueda ocurrírsele a uno, producto del saqueo, las sirvientas ya notenían necesidad de trabajar.

—Nuuuu—comentó Anastasía Mijáilovna dándole un trago a la infusión de zanahorias que,haciendo las veces de té, le había servido la señora Ochkova—. Nu, ni siquiera el Pravda avalalas posiciones de Lenin…

—Pero por supuesto que no las avala—la interrumpió Anatol Kuzmich—. ¿Cómo las va aavalar? Aquí tenéis. Escuchad esto: «Y en lo relativo al esquema general del camarada Lenin, nosparece inaceptable en la medida en que presenta la revolución democrático-burguesa comofinalizada y confía en que se transforme directamente en una revolución socialista».

Ana estaba sentada en medio de todo aquello con la boca abierta tratando de entender quéocurría. Hasta entonces, en Rusia los temas políticos eran temas tabú. Ahora oía que decíanbolcheviques, mencheviques, socialdemócratas, socialrevolucionarios, socialtraidores,socialconciliadores, socialpatriotas… ¿Quién llamaba cómo a quien, y quién perseguía a quién?Ayer Anatol Kuzmich era revolucionario y hoy era socialtraidor. ¿Qué estaba pasando?

Con la revolución de febrero, Kérenski se volvió el héroe del día. «Dadle tiempo para queordene el caos». Los intelectuales le aplaudían, las muchachas le lanzaban flores y colgaban sufotografía en sus dormitorios. Entretanto, los Sóviets iban apareciendo como champiñones.Aparecían y embarnecían como los gigantes de los cuentos rusos, no por días, sino por horas. Loscomisarios de provincia del gobierno y los comités de acción social se encogían y se arrugaban.De órganos de control, los Sóviets habían pasado a ser órganos administrativos, y el gobierno ibade crisis en crisis.

A mediados de mayo, Kérenski daba una orden diaria al ejército: «Iréis adonde vuestros jefesos conduzcan. Llevaréis la paz en la punta de vuestras bayonetas», y en junio, bajo la presión de

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los aliados, comenzaron de nuevo los ataques del ejército en el frente, pero, antes de queterminara junio, el regimiento de artillería de Petrogrado, reunido en asamblea general, hizo lasiguiente declaración: «A partir de hoy, no enviaremos unidades al frente, salvo que la guerraadquiera un carácter revolucionario».

En las grandes ciudades comenzaron las manifestaciones: «¡Abajo los diez ministroscapitalistas! ¡Todo el poder a los Sóviets!».

Los anarquistas abrieron las puertas de las cárceles de Vyborg y salieron a la calle losdelincuentes comunes.

Volvió a haber enfrentamientos en las calles de Petrogrado. Los cosacos y los junkers abrieronfuego contra los manifestantes: cuatrocientos muertos, además de los heridos.

El gobierno ordenó el cierre de los periódicos bolcheviques, retiró las armas a los obreros,detuvo a cuantos líderes bolcheviques no alcanzaron a ocultarse.

El general Kornílov se levantó en armas contra la revolución e intentó un golpe de Estado parafrenarla, pero no lo consiguió.

Los monarquistas, que desde principios de la primavera habían ido llegando de Petrogrado aStávropol, desaparecieron. Tatiana Andréievna, cuando se iba, fue a despedirse de madameFourreau y le dejó toda la comida que le quedaba. Dejó también unos tsurekis de Pascua.«Escóndalos, escóndalos, alguien viene».

En los tiempos que corrían, uno se avergonzaba de decir que todavía comía alguna golosinacomo aquélla. Y, de entre todos, quien más se avergonzaba era madame Fourreau, porque habíadeclarado ser partidaria de Lenin. «Por lo demás—así empezaba madame Fourreau todas susfrases—, yo soy partidaria de Lenin. Sólo en una cosa no estoy de acuerdo con él. En la cuestiónde la propiedad privada».

Y en medio de todo aquello, como si nada pasara, llegó la primavera de 1917, puntual comollegaba cada año. La nieve se derritió, los trineos desaparecieron y, en su lugar, las calesascomenzaron a dejarse ver por las calles. Los tilos aromatizaban el aire y las hojas argentadas delos abedules resplandecían al sol. En el parque, bajo los chopos negros, verdeaba la hierba reciénbrotada. Tímidamente alzaban sus cabecitas en el momento de surgir de la tierra las primerasflorecillas blancas, y los pajaritos se sentaban de nuevo en sus ramas y, piu piu, comenzaban agorjear.

Junto con los trineos y los monarquistas, un día desapareció, de golpe y porrazo, el conde.«Así, ¡puf!», como decía madame Fourreau. Salió una mañana de casa y ya no volvió.

—Tanto mejor—dijo madame Fourreau—. Por fin podremos sacar de la cocina los caballetesy poner en su lugar el baúl que está en la habitación de Ana. ¿Qué os parece?

—Hmmm—dijo Ana distraída, porque le daba igual.Tenía la cabeza en otro lado. Ana estaba enamorada.

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22Por primera vez en su vida, Ana sintió cuán bellos eran la primavera y el verano.

Tras las prematuras lluvias primaverales, los campos que se extendían desde las faldas de lacolina hasta el Segundo Colegio Femenino se cubrieron de verde. Hasta donde alcanzaba la vista,la tierra negra y fértil de las praderas reverdeció, y ahora, en medio de la vegetación, sevislumbraban apenas, como si de hormigueros se tratara, los desperdigados caseríos.

Cuando Ana fue al colegio para presentar su examen de historia, el día era tan claro que desdela ventana del segundo piso se podía distinguir el movimiento de las aldeas más cercanas. DesdeTatárskoie llegaban incluso los ladridos de los perros. Se podía oír a los becerritos mugir en lospastizales y a las vacas responderles desde los establos. En el pozo de la aldea, un pleito demujeres. Las cubetas repiqueteaban, las muchachas reían, los bebés lloraban, las gallinascacareaban, y arriba, en el azul del cielo, como un punto negro, un halcón planeaba en el aire.¡Krrr! Todos los cuervos de la aldea graznaron dando la alarma: «¡a esconderse!».

Incluso la huraña estepa se revistió de verde dorado, y sus túmulos se cubrieron de delicadasflorecitas color violeta. Ahí, donde la estepa comenzaba, la casa de Kiril Petróvich y PraskoviaAfanásievna desaparecía entre los ciruelos en flor, los cerezos, los guindos que estaban detrás dela madreselva y de las zarzamoras de la cerca.

—Adelante, pase usted, Ánushka, pase a cortar florecitas.Dadas las dificultades de la vida que se estaba viviendo, al llegar el verano, Praskovia

Afanásievna decidió poner a la venta una parte de la producción de su jardín, pero no teníabalanza.

—Corte toda la fruta que quiera, llene su cestita, ¿qué voy a hacer si no tengo azúcar? Nopuedo preparar mis mermeladas.

Todos los años, en esa época, Praskovia Afanásievna colocaba debajo del gran nogal deljardín un brasero y hacía sus mermeladas. Pero ese año no habría dulces. ¿Qué podía uno decir?Por nuestros pecados nos castiga el Señor. ¡Válgame Dios! Pero ¿dónde tenía la cabeza? Si se lehabía ido el santo al cielo. Tenía que volver rápidamente a casa y preparar el almuerzo para KirilPetróvich. Porque Kiril Petróvich, ya saben ustedes, almorzaba todos los días a las diez de lamañana.

Praskovia Afanásievna andaba ya al ras con los setenta años, y como no había tenido hijos,adoraba a Kiril Petróvich, que ahora ya estaba en los ochenta. Kiril Petróvich se chiqueaba comosi fuera un niño pequeño.

—Mmm… Mmm…—¿Qué le pasa, Kiril Petróvich? Lo veo un poco achicopalado, padrecito. ¿No se habrá

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resfriado ayer que estuvo sentado en plena corriente de aire?—Mmmju…Kiril Petróvich no se había resfriado, pero tenía cierta molestia en el estómago. Un antojito es

lo que le hacía falta. ¿No le podría traer algo para picar? ¿Un pepinillo en salmuera y un pirozhok,por ejemplo?

—Praskovia Afanásievna, ¿sabe qué? Unos champiñoncitos en salmuera con un vasito devodka. ¡Eso es lo que me hace falta!

—Ánushka, quédese a comer con nosotros.Ana se pasaba el día en el jardín de Praskovia Afanásievna. Unas veces iba por huevos, otras

por cerezas…Ígor, el sobrino de Praskovia Afanásievna, que había perdido la pierna derecha en la guerra y

ahora caminaba con ayuda de muletas, era el maestro de dibujo en el colegio de Ana, y además erapintor. Todos los días se sentaba debajo del gran nogal, frente a su caballete, y pintaba.

—Ven, ven—la llamó un día cuando Ana, cestita en mano, abría la puerta de la cerca—. Ven,bienvenida—le dijo—. Quédate quietecita ahí, debajo del ciruelo. Así, muy bien, un poco más ala izquierda. Ahora cuélgate la cesta del brazo, y dobla el brazo, y apoya tu mano en el estómago.Bien. Ahora mira la cochinita y sonríe. ¿No está divertida la cochinita?—dijo con los dientesapretados mientras pintaba—. ¡Ah, qué divertida es esta cochinita!

Ana se dio cuenta de que su pensamiento no estaba ni en la cochinita ni en ella. Tenía lacabeza puesta en lo que estaba pintando. Llevaba las mangas de la camisa blanca arremangadas, elcuello desabotonado, y se podía ver la línea que separaba su cuello bronceado por el sol de sublanquísimo pecho. Un mechón de pelo rubio se había soltado y se había adherido a su frentesudorosa, y era tanta la fuerza, era tanta la vitalidad que irradiaba su cuerpo, que no sólo Ana,también la cochinita y las gallinas y las hojas del ciruelo pararon de moverse para que él laspintase.

Cuando Ígor dejó su paleta y miró a Ana directamente a los ojos, ella se olvidó de los huevosy de su canastita también…

Al mediodía, cuando volvió a su casa con las manos vacías, madame Fourreau estalló en ungrito:

—¡¿Dónde están los huevos?!¿Pero qué importaban los gritos de madame Fourreau si tú estabas enamorada? Enamorada de

Ígor, del jardín de Praskovia Afanásievna, del vientecito primaveral que te acariciaba loscabellos, de Pushkin, de Kérenski, de la Patética de Chaikovski e incluso del judío bajito quetocaba el primer violín en la orquesta sinfónica.

Todas las tardes Ígor llegaba al parque cojeando, apoyándose en sus muletas, para oír a lasinfónica.

—Nu, Ánushka, hace tiempo que no te vemos. ¿No te apetece ver el cuadro que estoypintando?

Desde el momento en que el corazón de Ana comenzó a latir por Ígor, dejó de ir a casa dePraskovia Afanásievna. Sólo llegaba hasta la cerca y se ponía a dar vueltas afuera, sin entrar.Muchas veces se escondía detrás de las zarzamoras y acechaba, esperando ver a Ígor. Hacíaapuestas consigo misma: si Ígor la amaba, escucharía los latidos de su corazón y saldría, y si nosalía era porque no la amaba. Un día oyó dentro del jardín sus pasos y vio que se abría la puerta

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de la cerca. Ana se agachó de inmediato y fingió estar atándose el zapato.—¡Oh, Ánushka, justamente iba yo a buscarte!—¿A buscarme a mí, Ígor Konstantínovich?Ese día Ígor tenía los ojos de color violeta. Es curioso que los ojos del ser humano puedan

cambiar de color.—Iba a pedirte que posaras para mi nuevo cuadro. ¿Te gustaría?—¿Cómo que posara?—Ah, muy fácil. Quiero que te quedes quietecita delante de esta cerca mientras yo te dibujo.

¿Has leído el libro que te di? Quédatelo, te lo regalo. Ven, entremos. Pasa.—No, usted primero, Ígor Konstantínovich.—¡Pero no soy tan viejo! ¿No quieres dejar de lado el usted y llamarme simplemente Ígor?Y, en el momento de entrar, la mano de él rozó accidentalmente el brazo desnudo de ella.

Apenas lo tocó. Pero… ¡qué fue eso! ¡Un incendio! El brazo entero se le entumeció, desde la puntade los dedos hasta el hombro. Sintió un hormigueo por todo el lado derecho. Tenía las orejas enllamas.

Ay, Dios mío, qué primavera mágica y qué estío arrobador fueron aquellos que vivió Ana eseaño. Mientras las ciruelas de Praskovia Afanásievna maduraban, a Ígor le dio tiempo de pintarlade pie frente a la cerca, sentada en el umbral de la casa, y en el momento culminante del verano, lapintó con una pañoleta campesina en la cabeza en medio de un mar de espigas doradas…

Con el paso de los días, madame Fourreau comenzó a ponerse celosa. Ninguna muchachitadecente, decía, acepta posar para que la pinten los artistas… Que ya era tiempo, decía, de quesentara cabeza… Pero por fortuna un día llegó Ígor a invitar a madame Fourreau y a mamselCélestine a tomar el té que para ellas había preparado Praskovia Afanásievna, y con eso madameFourreau se sosegó. Mamsel Célestine no podía aceptar la invitación porque estaba muydesmejorada, en cama. Con los primeros fríos del otoño, se había resfriado y desde entoncesestaba mal y las piernas no la sostenían. La arroparon, pues, bien arropadita, le pusieron a Zuzú allado, y emprendieron el camino a casa de Praskovia Afanásievna. ¡Pero qué mal tiempo hacía!

Durante la noche se había levantado un ventarrón tremendo. El cielo había bajado tanto quelos pájaros ya no tenían espacio para volar. Las ramas de los árboles de la calle Vorontsov,raquíticas, habían perdido todas y cada una de sus hojas, no había sino algunos nidos de cornejasvacíos colgando de las ramas.

Ana temblaba de frío, pero también temblaba al pensar que madame Fourreau vería porprimera vez los cuadros de Ígor. Porque… ¿qué era eso que había pintado Ígor? Bajo el cerezo, lehabía puesto una cara tan encendida que parecía que tuviera erisipela o que la hubieran picoteadolas avispas. Frente a la cerca… Ana se espantó al verse en ese cuadro. Poco le faltó para gritar.La había pintado que parecía una cigala de pie o una oruga o un tren cremallera. En vez de lasmatas de zarzamora había pintado acelgas mezcladas con pulpos color lila y erizos colorados. Ytodo el suelo alrededor lo había salpicado como de vómitos amarillos de gato. Eso, dijo, sellamaba expresionismo, a lo que Ana le respondió que ya podían llamarlo como quisieran, peroque no entendía por qué había tenido que posar ella si lo que él quería pintar era una oruga.También Cézanne, le dijo Ígor, y Gauguin y Van Gogh pintaban de esa manera. Tenían todo elderecho. Pero bueno, ahora lo importante era ver cómo reaccionaba madame Fourreau.

La sala de Praskovia Afanásievna era de techo bajo y daba la impresión de ser más pequeña

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de lo que era porque estaba atiborrada de las cosas más insólitas. Aparte de los roperos y lasvitrinas y los baúles en los que guardaba sus hatillos, en las paredes había retratos, fotografías dela familia, bolsitas con sus bordados, estanterías… Y en ellas, cajitas llenas de hierbasaromáticas. Los muebles estaban todos cubiertos de tapetitos y carpetitas y enfrente de cada sillónhabía un reposapiés con un pequeño cojín bordado encima. En una esquina, detrás de la luz de uncandil, se alcanzaba a ver el icono de la Santísima Virgen, y también el péndulo de un gran relojde pared que, encerrado en una caja que evocaba un ataúd de pie, iba y venía rítmicamente debajodel icono. Una especie de modorra se extendía a la largo y a lo ancho de la sala, y al cabo depoco, madame Fourreau comenzó a bostezar.

Fueron al comedor donde Kiril Petróvich los estaba esperando. Marfusa, la sirvientasexagenaria que había nacido y crecido en casa de los padres de Praskovia Afanásievna, ya habíatraído el samovar.

En el comedor, templado, el tiempo transcurrió muy agradablemente. De los cuadros de Ígorno hubo oportunidad de hablar porque ya era hora de levantarse e irse para que no les cogiera lanoche. La estepa y el bosque se habían llenado de pandillas. Hasta en las calles de Stávropol lossoldados sin regimiento que volvían del frente habían empezado a atemorizar a los viandantes. Lagente se recogía temprano en sus casas.

De regreso, Ígor las acompañó un trecho, hasta que encontraron un coche. En cuanto el cochellegó a la calle Vorontsov, pagaron y se bajaron porque todavía tenían que pasar por la botica acomprarle sus remedios a mamsel Célestine.

Justo enfrente, del otro lado de la farmacia, había un soldado pegando unos papeles en lapared. Los pocos transeúntes que se encontraban por ahí se detenían a leerlos.

—Hoy, en la Casa del Sóviet, habrá un fiestón—dijo madame Fourreau cuando llegaron a laesquina de su casa.

La Casa del Sóviet estaba toda engalanada con banderolas rojas que colgaban de las ventanas,del balcón y encima de la puerta de entrada. Un soldado muy alto, vestido con un capote hechotrizas, sostenía un papel entre ambas manos y lo leía en voz alta. Una decena de stavropolitanos sehabía reunido a su alrededor y lo escuchaba. Ana y madame Fourreau también se quedaron a oírlo.Leía el mismo papel que habían pegado en su puerta:

¡CIUDADANOS DE RUSIA! EL GOBIERNO PROVISIONAL HA SIDO DESTITUIDO. EL PODER DEL ESTADO

HA PASADO A MANOS DEL COMITÉ MILITAR REVOLUCIONARIO, UN ÓRGANODEL SÓVIET DE LOS DIPUTADOS DE LOS TRABAJADORES Y LOS SOLDADOS DEPETROGRADO QUE ESTÁ A LA CABEZA DEL PROLETARIADO Y DE LA GUARDIADE PETROGRADO. LAS CAUSAS POR LAS QUE EL PUEBLO HA LUCHADO: UNAPROPUESTA DE PAZ DEMOCRÁTICA INMEDIATA, LA ABOLICIÓN DE LA GRANPROPIEDAD DE LA TIERRA, EL CONTROL DE LA PRODUCCIÓN PARA LOSOBREROS Y LA CREACIÓN DE UN GOBIERNO SOVIÉTICO, SON CAUSASSEGURAS.

¡VIVA LA REVOLUCIÓN DE LOS OBREROS, LOS SOLDADOS Y LOS CAMPESINOS!

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El Comité Militar Revolucionario del Sóviet de losrepresentantes de los trabajadores y los soldados de Petrogrado

25 de octubre de 1917,a las 10 de la mañana

—¡Yupi!—gritó Ana—. «¡Una propuesta de paz democrática!». ¡Se acabó la guerra! ¡Yupi,madame Fourreau! ¡Se acabó la guerra y yo me vuelvo a Constantinopla!

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23Silencioso como el aceite se extendió el poder soviético a lo largo y a lo ancho de Rusia. Minsk,Vladímir, Ivánovo-Voznesensk, Pskov… Más rápido que el correo y que los ferrocarriles llegóhasta los Urales, Tashkent… y ya para el 18 de noviembre había alcanzado Vladivostok y seextendía por todo el territorio siberiano.

«¿Qué es lo que está pasando?». «Por ahí se dice que acabarán entregando Rusia a losalemanes». «No les crean. ¡Niéguense a reconocer su poder!».

Circulaban todo tipo de rumores; se pegaban panfletos en las paredes o se repartían envolantes. Habían vuelto a aparecer los monjes que anunciaban el fin del mundo. Decían que elángel separaba a los corderos de las cabras y les ponía una marca en la frente.

¿Qué decían? ¿Sería verdad? Desmentidos, llamamientos, decretos y más decretos. «Losmunicipios autónomos tienen el derecho de requisar todas las viviendas desocupadas o que noestén habitadas…». Y lo firmaba el presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, VladímirUliánov (Lenin).

Iván Nikíforovich, arrebujado hasta la cabeza en su abrigo de piel de zorro, no quería sabernada. Duniasha estaba de pie, descalza frente a él, con una hoja en la mano.

—Patrón, un papel para que lo firme.—¡Largo de aquí!Duniasha no se movió, absorta en sus pensamientos.—¡Largo! ¡Fuera de aquí!Duniasha no sabía qué hacer con el papel, porque cuando se lo entregaron le dijeron que Iván

Nikíforovich tenía que firmarlo.—¡Fuera de aquí he dicho, maldita, a ver si de una vez te vas a la tiznada!—¿Qué hago con el papel?—Te lo metes por el culo.Y mientras tanto, afuera de la casa de Iván Ivánovich, un señorcito de baja estatura, con un

cubo de engrudo y una brocha en la mano, estaba pegando en la barda otro papel.

… TODAS LAS CLASES Y LAS DIVISIONES DE CLASE, TODOS LOSPRIVILEGIOS, TODAS LAS ORGANIZACIONES E INSTITUCIONES DE CLASE YTODOS LOS TÍTULOS POLÍTICOS QUEDAN ANULADOS… LAS FORTUNAS Y LASFUNDACIONES DE LA NOBLEZA PASARÁN A MANOS DE LOS ZEMSTVOSAUTÓNOMOS. LAS FORTUNAS DE LOS COMERCIANTES Y DE LA CLASE

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BURGUESA PASARÁN A MANOS DE LOS MUNICIPIOS AUTÓNOMOS…

YÁKOV SVERDLOV, VLADÍMIR ULIÁNOV (LENIN),presidente del VTsIK[48], presidente del Consejo

de Comisarios del Pueblo

Por la noche las calles estaban oscurísimas. Robos, atracos, lo mejor era que uno se guardaratemprano a cal y canto en su casa. Como lava incandescente, volvían del frente en tropel loscondenados de la Tierra, con las marcas del látigo aún frescas en la espalda. Aquéllos ya no eranlos soldaditos rusos de buen corazón que habían partido a la guerra cantando. Eran hombres llenosde rabia que llevaban un arma en la mano y que habían aprendido a matar.

En la Casa del Sóviet, alguien estaba en el balcón y peroraba. «¡Shhh! Vamos a oír que dice».«… Todos los grados del ejército quedan anulados… La mención de dichos títulos en elintercambio de frases orales queda cancelada… Todas las condecoraciones, medallas o elementosdistintivos quedan suprimidos…».

—¿Es decir?—¿Es decir qué?—¿Es decir que de ahora en adelante estarás de piquete de ombligo con los generales?—¿De qué generales hablas? ¿No ves que ya no hay generales?La cuestión agraria la solucionaban a su manera los soldados al volver del frente. Se repartían

los latifundios, confiscaban las cosechas y los animales, se vengaban de los terratenientes. ¡Undesbarajuste era lo que se estaba viviendo en el campo!

Y en medio de ese temporal, las personas continuaban casándose y teniendo hijos, lossamovares seguían colocándose en la mesa, en Petrogrado Karsávina seguía bailando, Shaliapincantando y Meyerhold dirigiendo.[49] En Stávropol, Varvara Vasílievna tuvo un disgusto tremendoporque le cayó un poco de agua al sillón de terciopelo verde almendra y lo manchó. ElizabetaAlexándrovna estaba muy mortificada porque no había podido terminar su tejido. Le faltaba unamadeja de color verde Veronese y no la había podido encontrar. ¡Uf, qué barbaridad! Con todasestas contrariedades, las tiendas habían cerrado, daba asco. Lízochka convenció a Lídochka paraque fuesen a rondar la Casa del Sóviet, de donde entraban y salían unos mocetones barbados quehabían llegado dos días atrás.

—Hmmm… ¡No sabes qué locura! Anda, mujer, anímate. Vamos a dar una vuelta por ahídelante, esto es la revolución.

Maria Nikoláievna estaba preparando un nido para que empollase su sedosa gallina, y pensabaen que el próximo año, por esa misma época, tendría que construir otro gallinero.

Y Ana, a su aire. Corría de puerta en puerta para tratar de enterarse de qué había pasado conla guerra ahora que Trotski había enviado un telegrama a las potencias beligerantes para la firmadel armisticio. ¿Estarían próximas a abrirse en el Bósforo las Simplégades?

En otros términos, el ser humano no se había vuelto más juicioso desde la época en que elpanadero de Pompeya optó por seguir horneando su pan en el momento en que los torrentes delava habían llegado incluso a las faldas del Vesubio.

Madame Fourreau no le permitió a Ana que le dijera ni una sola palabra a mamsel Célestinede la nacionalización de los bancos, para no mortificarla. Y la siguió reprendiendo porque cada

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vez que entraba en la casa se olvidaba de cerrar la puerta del patio. Y ahí está el resultado: havuelto a entrar un suplicante y ya está otra vez anunciando el fin del mundo.

—Allez, sortez, ¡fuera!, ¡fuera!—gritó golpeando la ventana madame Fourreau.Pero el suplicante la miró y continuó:—… porque días de venganza serán ésos para que se cumpla todo lo que está escrito. Ay,

entonces de las encinta y de las que estén criando en aquellos días…—Oh, merde! ¡Qué fastidio con estos muertos de hambre! Y en éstas y las otras llegó diciembre. El diciembre de 1917. Los días eran cada vez más

cortos, todo se cubrió de nieve. Los grajos saltaban de rama en rama salpicándote de polvo denieve. El hielo crujía al contacto con los tacones de los zapatos, el aliento se congelaba en elcuello del abrigo. No había un alma en las calles. Por la noche oías pasos y no sabías quiénes eranlos que caminaban. ¿Guardias rojos o soldados sin regimiento o atracadores y bandidos salidos delas tabernas de Petrogrado o presos por delitos graves evadidos de las cárceles de Vyborg?…

Nadie sabía lo que le esperaba. De pronto, sin qué ni para qué, en plena noche, gritos ydisparos. ¿Qué pasaba?

—Silence! ¡Silencio!Madame Fourreau se puso la bata al revés y corrió en medio de la oscuridad para ver si la

puerta estaba bien cerrada.—Vístanse—dijo—y esperen vestidas en sus camas porque afuera están poniendo una

guillotina.Madame Fourreau no concebía que pudiese haber una revolución sin guillotina.—¡El 9 de Termidor!—gritó mamsel Célestine desde su habitación, y Zuzú, al oír los ladridos

de Druzhok en el patio, también se puso a ladrar. ¡Silencio, inconsciente!—Ha de ser por las elecciones—dijo Ana, que se acordó de que en noviembre había habido

elecciones para la Asamblea Constituyente—. Habrán salido los resultados y por eso el alboroto.Yo me acuerdo de cuando vivíamos en el Pireo, cada vez que se daban a conocer los resultados delas elecciones había jaleo. Una vez se pelearon afuera de nuestra casa los de Creta con los deMani, y uno de Mani acuchilló a uno de Creta y mi abuelita gritaba: «¡Una matanza! ¡Una matanza!¡Cerrad todas las ventanas!» y…

—¡Calla, Ana, para ya de hablar!Cuando una persona está nerviosa no soporta oír el parloteo de otro. Quiere parlotear él

mismo.Aquel revuelo duró hasta la mañana. Al alba se oyeron fuertes descargas de ametralladora

seguidas por una nueva oleada de gritos.Dos días y dos noches permanecieron encerradas en su casa, dándole gracias a Dios de que

ésta estuviera tan a buen resguardo en aquel patio. Al tercer día las cosas más o menos secalmaron y fue cuando llegó el pobre de Ígor. Transido y morado de frío. Se acercaba la Navidady el termómetro había alcanzado los dieciséis grados bajo cero. Llegó trayéndoles algo de trigo yun trocito de carne salada. Que se quedaran en casa, les dijo, y que nadie fuera a salir, porque alos borrachos no se les había pasado todavía la borrachera. La destilería de vodka había sidosaqueada. Los soldados callejeros la habían asaltado y se habían abalanzado sobre los peroles devodka. Muchos habían caído dentro y habían muerto ahogados, otros se habían dispersado por la

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ciudad y estaban dedicados a asaltar casas. La destilería había sido completamente desmantelada.—Y yo que pensaba que era por los resultados de la Constitutiva…—dijo Ana.—¿Ahora los resultados, Ánushka? ¡Pero si los supimos hace un mes!—¿Y no están poniendo una guillotina?—preguntó madame Fourreau desilusionada.Ígor se rio. Y la risa de Ígor empezaba en los ojos y poco a poco se iba expandiendo por toda

su cara. ¡Un rayo de sol era Ígor! ¡Ay, si esa noche pudiera quedarse con ellas!—Quédate con nosotras, Ígor.—Imposible. ¿Y quién va a atender a mis viejos, que están en cama los dos? No es momento

de visitas. Y tú, Ánushka, deja de andar de aquí para allá. Están arrestando a la gente. Todos esosincidentes los están provocando, dicen, los socialrevolucionarios y los mencheviques que seoponen. Ni se te ocurra ir a casa de Anatol Kuzmich y Anastasía Mijáilovna.

—¿Y mis clases?—¿Pero estás en tus cabales? Aquí la Tierra entera está cambiando de aspecto, ¿y tú me sales

con tus clases? Además, los maestros también han empezado con las huelgas. Todos losintelectuales hoy se consideran sospechosos. Así que recógete en tu casa y quédate quietecita.

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24Si le hubieran preguntado a madame Fourreau su opinión, habría dicho que, de todo lo que estabaocurriendo, la culpa la tenían los alemanes. Les Boches. Ese flagelo de la humanidad.Monstruosos. Ésos que en todos lados se colaban. Sí, en todos lados. Rusia se desbordaba deagentes alemanes, pero los bolcheviques no tardarían en cargárselos. Paciencia. «Ya verás, ahoraque se han metido en el asunto los pelotones revolucionarios, ya verás como se los cargan».

En Petrogrado, a partir de finales de noviembre, habían comenzado a formarse pelotonesrevolucionarios que, poco a poco, se iban expandiendo por toda Rusia. Estaban compuestos pormarineros, trabajadores y soldados sin regimiento que habían vuelto del frente. Personasindisciplinadas y violentas, que cada dos por tres amenazaban con matar a sus instructores queintentaban poner orden en el caos imperante. Antes que nada debían reprimir a loscontrarrevolucionarios que estaban levantando la cabeza. Y es que aquí y allá estallabanmovimientos antirrevolucionarios.

Cuando estallaba un movimiento de esta naturaleza en Stávropol, nadie se daba cuenta porque,por lo general, alcanzaban a sofocarlo antes de que fuese evidente.

Una mañana Ana se estremeció cuando, al ir a formarse en la cola del pan, vio a un hombrecaído boca abajo frente a la farmacia, nadando en un mar de sangre. No había un alma en la calle.Dio un rodeo para evitar pisar la sangre y vio en el fondo de una zanja a otro hombre, esta vezboca arriba, con una espada clavada en la laringe. Oyó pasos detrás de ella. Volteó: tres soldadosarmados hasta los dientes venían directamente hacia ella. «¡Ay, Señor!», alcanzó a decir, ydesapareció volando.

A partir de ese día las cosas cambiaron. Uno veía calma. No ocurría nada, no se movía nada,todo estaba en paz, pero de pronto te enterabas de que habían aprehendido a Anatol Kuzmich. Aldía siguiente, sin qué ni para qué, descubrías que los muebles de Varvara Vasílievna habían sidoarrojados por la ventana y estaban desperdigados en la acera, incluido el sillón de terciopeloverde almendra, que había caído mal y ahora tenía una pata rota. Frente a la casa de los Ochkovveías una carreta. La puerta de la casa estaba abierta de par en par y del interior sacaban sacos depatatas que vaciaban en la carreta. La señora Ochkova, blanca como la cera, estaba detrás de laventana de la sala y observaba cómo ésta iba llenándose. Después de las patatas vinieron lassábanas, las mantas, los abrigos… Pasabas por la acera de enfrente, pegadita a la pared, y fingíasque no conocías a los Ochkov. Más adelante, la casa de Elizabeta Nikoláievna estaba desocupada,la puerta de la calle abierta y en el umbral había un espejo roto y una pantuflita de mujer, de colorazul cielo.

En casa de madame Fourreau, de pronto, sin previo aviso, un registro. Entró un hombretón

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cejudo y con el cuerpo cubierto de vello, y tras él, un desharrapado al que le faltaba un ojo. Eltercero era bajo y tenía cara de oso, y el último en entrar, el cuarto de la banda, era el Apolo deBelvedere, disfrazado de soldado, con una bayoneta y dos granadas que colgaban de su cinturón.Estaba de pie en mitad de la habitación como un sicomoro con las hojas iluminadas por el sol.

—Passez, passez, messieurs. —A madame Fourreau en ocasiones semejantes se le olvidabael poco ruso que sabía y hablaba en francés—. Adelante. Sólo que por aquí, por favor, porque alláestá durmiendo el perrito y está enfermo.

—El ciudadano Shurin, Piotr Gueórguievich vivía aquí. ¿Dónde lo tenéis escondido?Madame Fourreau no conocía a nadie que se llamase Shurin, Piotr Gueórguievich, y lo dijo

con una cara pura y angelical que corroboraba sus palabras.—Nosotras no conocemos a ningún Shurin—repitió, y en el momento de pronunciar Shurin se

acordó de Tatiana Andréievna.Así se apellidaba. Su mente se puso a girar como un rehilete. Tatiana Andréievna tenía una

calamidad de cuñado al que detestaba, y el conde se ponía nerviosísimo y hacía todo loimaginable, todo lo habido y por haber, para que Tatiana Andréievna no se topase con él en casade madame Fourreau. «¡Ahora caigo! A quien están buscando es al conde. ¡Estamos perdidas!».

—Nu!—gritó el cejudo levantando la culata de su fusil por encima de la cabeza de madameFourreau.

—Messieurs—entró al quite mamsel Célestine—, nosotras no conocemos a ningún Shurin.Nosotras aquí tuvimos el honor de hospedar al conde de todos los Parises, de incógnito porsupuesto.

—¿Qué dice la vieja?—le preguntó Apolo a Ana.—Está diciendo que no conocemos a ningún Shurin y pregunta cuándo van a repartir el cereal.Se sorbió la nariz Apolo y lanzó un escupitajo sobre el zapato de madame Fourreau.—Pero, por favor, pichoncito—le dijo Ana apoyando su mano con confianza en el brazo del

velludo—, ¿cómo se le ocurre que nosotras, mujeres pobres, podríamos tener algo que ver con unconde? ¿No me cree? Pase, por favor, haga usted el registro. En nuestra casa no encontrará másque alacenas vacías. Si un ratón llegara a colarse en la despensa, ¡vaya chasco se llevaría!

—Uf… Nu! ¡Carroñas del demonio, secuaces de la plutocracia!—soltó Apolo, y de un sologesto, las borró a las tres de la faz de la tierra—. ¡Vamos!—les dijo a sus camaradas.

Se salvaron por los pelos, pero de ahora en adelante tendrían que tener mucho cuidado.—Y usted, mamsel Célestine, por poco acaba con nosotras. Nos trajo aquí a un aventurero, y

como si eso fuera poco, se pone a decir que habíamos hospedado al conde de todos los Parises.¿Sabe quién es el tal conde? Es el cuñado de Tatiana Andréievna. Pero, aunque hubiera sido elconde de todos los Parises, ¿qué necesidad tenía de decirlo? Los condes ahora, ci-devant, sonhistoria pasada, ¿entiende lo que eso quiere decir? Estamos en plena revolución.

Mamsel Célestine se sintió profundamente afectada.—Bueno, bueno—dijo Ana—. Un poco de paciencia. Lo más difícil ha pasado ya, lo que

queda es lo de menos. La paz con los alemanes ya se ha firmado. Dentro de poco se abrirán loscaminos y todas podremos volver a nuestras casas.

Pero los caminos, en vez de abrirse, habían comenzado a cerrarse. Los que llevaban al Kubány al Don habían sido cortados por el Ejército Rojo. Dentro de Rostov, los generales Kornílov,Alexéiev y Denikin estaban organizando un ejército de voluntarios compuesto por oficiales y

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cadetes y se preparaban para adentrarse en la estepa. Estaba empezando la guerra civil.

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25—Katia, eh, Katia, todo el mundo se va, ¿nosotros qué vamos a hacer?

Iván Ignátievich estaba desorientadísimo.Desde principios de 1917, Stávropol se había ido despoblando. Los primeros en desaparecer

fueron los partidarios del zarismo y cuanta gente tenía que ver con ellos. Luego, poco a poco, sevació el centro de la ciudad. La mayoría de los comerciantes, médicos e intelectuales se esfumó.

Los maestros extranjeros desaparecieron de golpe, como las cucarachas en la cocina cuandose enciende la luz. Para la primavera de 1918 ya no quedaban sino madame Fourreau, que sedeclaraba partidaria de Lenin, mamsel Célestine, que estaba ya muy vieja y no podía viajar, yAna, que estaba esperando que abrieran los estrechos y los barcos pudieran llegar al mar Negro.

—Katia, eh, Katia—repitió Iván Ignátievich—, tenemos que irnos.—¿Y adónde vamos a ir, alma mía?—Al fin del mundo si es necesario. Al extranjero.—¿En barcas y botes? Usted haga lo que el corazón le dicte, padrecito, pero yo de mi casa no

me muevo. Lo que Rusia tenga que sufrir, que lo sufra yo también—dijo la señora Ochkova, y searrellanó en su sillón.

Por otra parte, la tormenta parecía haber amainado. En Stávropol se respiraba una calmarelativa. Los soldados sin regimiento estaban más moderados, más presentables. La plaza de SanAndrés se había vaciado y ya no se vendían objetos militares.

A principios de abril, se instituyó el servicio militar obligatorio para los obreros y los

campesinos que carecían de tierras. Ningún burgués en el Ejército Rojo. Para formar los cuadros,Trotski eligió a una cincuentena de oficiales del ejército del zar, advirtiéndoles que sus familiasquedarían como rehenes en caso de traición. Y en cada una de las unidades del ejército, habíadesignado a un comisario político.

Stávropol se había vuelto una ciudad sin vida. Sólo la Casa del Sóviet hervía como unacolmena. Pasaban poquísimos transeúntes, pero los que pasaban por delante observaban elcurioso fenómeno. Muchas veces se quedaban a escuchar al orador de turno en el balcón:

—¡Camaradas! Es natural que los terratenientes, los capitalistas, los funcionarios y sus mozosse opongan. Los socialrevolucionarios y los mencheviques organizan el saqueo de las destilerías,las cavas y las bodegas porque intentan pervertir con alcohol la moral del ejército revolucionario.¡Camaradas! La Revolución de Octubre ha vencido, pero debemos consolidarla. Los guardiasblancos reciben armamento del capitalismo internacional. Quieren separar al Cáucaso del resto de

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Rusia. Quieren nuestro petróleo… La Guardia Roja está alerta. ¡Y tenemos a los trabajadores delmundo con nosotros! ¡Viva la revolución proletaria mundial! ¡Viva el Ejército Rojo!

Un poco más abajo, en la sala del Bioscope, una reunión. «¿Vamos a ver qué dicen? De todasformas hoy está lloviendo. De todas formas los otros cines están cerrados».

Reuniones, discursos, propaganda, y un día, a la salida del Bioscope, un gallardo joven, conun abrigo corto de piel de zorro, armado hasta los dientes, le dio una palmadita a Ana en elhombro.

—¡Ánushka!¡Vaya! Era Nikífor. El Nikífor de la barraca para enfermos infecciosos. ¡Pero cómo había

cambiado este Nikífor! Parecía haberse estirado, sus hombros parecían más anchos, su frente yatenía arrugas… Pero sus ojos azules conservaban la misma expresión de asombro infantil.

—Nu, Ánushka, ¿me reconoces? ¿Cómo estás? ¿Encontraste a tu tía?—Nuuu, Nikífor, ¿tú cómo estás? ¿Cómo está Eufrasia? Me encantaría volverla a ver, pero no

me dejan entrar.—Yo tampoco la he vuelto a ver desde entonces. Estuve tres años en el frente. En cuanto te

fuiste me llamaron. Y ahora, ve—se frotó las manos—, ahora estamos haciendo la revolución.Volvió a darle una palmadita a Ana en la espalda y la contempló complacido:—Nuuu, Ánushka, mira nada más. ¿Quién se lo iba a imaginar? ¿Te acuerdas de cuando te

rapé?—¡Que si me acuerdo! ¡No veas lo que llegué a maldecirte hasta que me creció de nuevo el

pelo!—Ay, ay, ay, Ánushka, ¿no te da vergüenza decirme una cosa así?Se tomaron de las manos y caminando despacito llegaron al parque. Había comenzado a

anochecer.—Siéntate—le dijo Nikífor limpiando con su pañuelo el banco, que estaba húmedo.Se sentaron sin decir palabra. Un mirlo llegó volando hasta una rama que colgaba frente a

ellos y los miró. Nikífor tosió. Reanudó la conversación sobre la vida en la barraca. Ana seacordó del muñeco de nieve que habían hecho, se acordó del último té que se habían tomado en lacocina de Eufrasia. Se acordó de los prisioneros austríacos.

—¡Ah, ésos!—dijo enojado Nikífor—. Canallas. Contrarrevolucionarios. Secuaces de laplutocracia.

—¡No me salgas con eso!—dijo Ana—. Imposible. Si los pobres ya no sabían ni dóndemeterse con tal de no combatir.

—Y, con todo… Nos están haciendo mucho daño. Están luchando del lado de Denikin. Se hanexpandido desde Penza hasta el Volga. Tres divisiones. ¿No lo sabías? No, claro, ¿cómo vas aenterarte tú de estas cosas?

La Legión checa, dijo, se había formado desde hacía ya mucho tiempo, y ahora, con larevolución, se había puesto en camino para ir, a través de Vladivostok, a Francia a luchar por laindependencia de su país, que era parte del Imperio austrohúngaro. Partieron de Ucrania endirección a Siberia, pero por el camino se toparon con los alemanes y los húngaros y tuvieron unaagarrada. Cerca de Cheliabinsk, las autoridades soviéticas intentaron desarmarlos. Los checos selo tomaron mal, se les subió la sangre a la cabeza, y Denikin aprovechó para llevárselos de sulado.

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—¡Pero qué cosas pasan!—dijo Ana—. Ay, los pobres, ¡qué barbaridad! Que ni el desdichadoŠvejk se salvara… Que también él acabara en la trifulca… Será porque ése era su destino.

Al fondo del parque se oyeron pasos. Ya se había hecho de noche.—Vámonos—dijo Ana, y se levantó.—¿Y ahora? ¿Qué te ha pasado?—Ya está oscuro y hay alguien caminando por allá al fondo.Nikífor echó la cabeza para atrás, se partía de risa.—¿Te ha dado miedo? No sabía que fueras tan miedosa.—¿Miedosa yo? No me conoces.—¿Cómo que no te conozco? ¿No fui yo quien te desnudó y te puso en la bañera y te lavó con

jabón desinfectante de fenol? Conozco hasta la cicatriz que tienes en la rodilla izquierda. Y ellunar que tienes en la barriga.

La conversación entraba en un terreno resbaloso.—Vámonos—repitió Ana.—Nu, vámonos, si eso es lo que quieres—dijo Nikífor mirando su reloj—. Además, tengo

trabajo en la Comandancia. Me voy mañana.La acompañó hasta la puerta de su casa y se despidió.—Adiós, Ánushka, que te vaya muy bien. Intenta encontrar trabajo de empleada o de obrera,

no vayas a morirte de hambre… A ver, espérame. Déjame darte una nota.Sacó de su bolsillo un bloc y un lápiz y se puso a explicarle que, como ahora el comercio

privado estaba prohibido, los trabajadores tenían cartillas para los alimentos, cartillas para laropa, cartillas para la vivienda, cartillas para todo. De esa forma, poco a poco, el dinero acabaríapor ser abolido y el oro perdería su valor comercial.

—Paciencia, Ánushka, estamos construyendo una vida nueva. Dentro de un tiempo, con el oroharemos barreños para los retretes, porque el oro no se mancha. Y cuando vuelva a Stávropol, nosvemos otra vez y conversamos.

Y luego pasó algo muy curioso. En el momento de la despedida, las palmas de sus manos sepegaron y no parecían querer despegarse.

—Hasta pronto—dijo Nikífor, apretando bien la mano de Ana—. Hasta pronto, que vaya todomuy bien.

—Hasta pronto—dijo Ana. Y luego repitió—: Hasta pronto, que vaya todo muy bien.Y no se movió. Su mano no se separaba de la palma de la mano de Nikífor, hasta que el color

le subió a las mejillas y, para esconder su confusión, dijo en voz muy alta:—Adiós, Nikífor, hasta pronto.Y le sacudía el brazo de arriba abajo.Ana pasó la noche entera obsesionada con san Jorge, el mártir, que tenía los ojos azules como

Nikífor, y por la mañana, al despertar, no lograba entender cómo era posible que, amando a Ígorcon toda su alma, tuviera ahora a Nikífor en la cabeza.

Dos días después, con ayuda de la nota de Nikífor, Ana encontró trabajo en el Servicio deDistribución de Alimentos, y al cabo de una semana llevó triunfalmente a su casa un buen trozo degrasa de cerdo salada.

—Y para final de mes, madame Fourreau, voy a traer un montón de cereal—dijo dando saltos—. ¿Sabe quién está en mi sección? Zina, la hija de los Pokrovski.

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Zina, la hija de los Pokrovski, trabajaba ahí, y Maria Nikoláievna en el hospital. Por otrolado, la hija de Matvéiev se había casado, sin corona y sin pope, con un comisario. La gentecomenzaba poco a poco a adaptarse. Unos con el entusiasmo del neófito, otros por interés: «Conprudencia y en tartana, voy del lado del que gana», como dijo Várnalis.[50]

De acuerdo, todo perfecto, pero ¿qué pasaba con la vuelta de Ana a Constantinopla?No pasaba nada. ¿Cómo puede uno salir de Stávropol si alrededor todo son combates?Con la llegada de junio, Denikin comenzó su gran ofensiva apoderándose de Torgóvaia. Luego

enfiló rumbo al este y se hizo con Velikokniázkaia, donde lo detuvo Budionni en el río Mánych.Regresó, pues, sobre sus pasos Denikin para atacar Tijorétskaia—un punto estratégico muyimportante, porque ahí se une el Kubán con el Don, el mar Caspio con el mar Negro—, y tuvieronlugar aquellas cruentas batallas de Peschanokopsk y Bélaya Glina, donde un buey nadaba ensangre.

A Stávropol llegaron refugiados que describían con lujo de detalles todas las atrocidades delos Blancos, el sadismo del general Drozdovski, con quien el propio Denikin se exasperaba. Nadase comunicaba oficialmente, pero para mediados de junio todo el mundo sabía que los Blancosestaban triunfando y que las divisiones de Kalinin, de Sorokin y de los Cosacos Rojos de lapenínsula de Tamán habían sido derrotadas y se habían dispersado. Cayó Tijorétskaia, el EjércitoBlanco avanzaba en tres direcciones a la vez, se aproximaba a Stávropol.

El Cáucaso del Norte se incendió como un tupido bosque de pinos, y pisaras donde pisaras tequemabas; corrieras adonde corrieras para salvarte, nunca sabías si aquellos con los que tetopabas eran Rojos o Blancos, o tal vez desertores presa del pánico (que ora peleaban del lado delos Rojos, ora de los Blancos), o si era la tripulación crispada de la flota del mar Negro que habíahundido los barcos a propósito para que no cayeran en manos de los alemanes.

Las cadenas de hierro que Hefesto forjó para Prometeo encadenado eran un juego de niñosfrente al aro de fierro que acogotaba a Ana y la mantenía prisionera en el corazón del Cáucaso delNorte. Tanto era así que Ana comenzó a sospechar que todo lo que estaba ocurriendo era culpasuya. Tenía la impresión de que el destino no quería contrariar a la tía Claude. Ana no podía nivolver a su casa ni terminar el colegio ruso… Pero ¿acaso se podía hablar de colegios y diplomasen los tiempos que corrían?

En la calle sonaba la marcha fúnebre: Hermanos, habéis caído víctimas, y antes de quehubiera terminado julio, ya había caído Stávropol. Luego cayó Ekaterinodar.[51] Denikin llegóhasta Novorosíisk y al mar de Azov. Los Blancos degollaron, ahorcaron, torturaron. En un solodía, decían, los cadáveres de tres mil bolcheviques fueron lanzados al puerto de Novorosíisk, yotros muchos cuerpos colgaban de los árboles, de los postes del telégrafo.

Denikin triunfó, el aprovisionamiento del Ejército Blanco por parte de los aliados quedógarantizado.

En el seno de las regiones controladas por los Sóviets, los Blancos organizaron revueltas.El 30 de agosto, en la fábrica Míjelson de Moscú, Fanny Kaplan, miembro del partido

socialrevolucionario, disparó e hirió gravemente a Lenin. El mismo día, otro social-revolucionario asesinó a Moiséi Uritski, jefe de la Cheká de Petrogrado.

La Cheká se volvió todopoderosa: «… que todos los miembros del partidosocialrevolucionario sean arrestados y mantenidos en cautiverio. Al primer intento de subversión,serán ejecutados masivamente…», escribieron los periódicos soviéticos el 5 de septiembre.

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El terror rojo estalló avivándose por segundos. Así, de golpe. Y quien mandaba en el ejércitoera el Consejo Militar Revolucionario. La revolución no se iba a hacer con buenos modales.

A bordo de trenes blindados, Trotski se movía entre los distintos frentes de los catorceejércitos. Lenin enviaba comisarios bolcheviques acerados a las diferentes unidades del ejército,y entre ellos mandó a Stalin a Tsaritsyn, el «Verdún Rojo», que más tarde llevaría el nombre deStalingrado. El Ejército Rojo se recompuso y pasó a la contraofensiva.

Para finales de 1918 el cuchillo había llegado al hueso. ¡Adiós a las mentiras! Dos ejércitoscomunes y corrientes se enfrentaban en un combate a vida o muerte.

Y los neutrales no tenían derecho a existir. O con nosotros, o contra nosotros.

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26Cuando el ejército de voluntarios de Denikin entró en Stávropol y todas las casas señorialesfueron incautadas, en casa de la señora Ochkova alojaron a cuatro oficiales, dos de los cualesestaban acompañados por sus esposas. Bueno, lo de esposas es un decir, pero es que así laspresentaron. ¡Madre del amor hermoso, qué desgracia! Iván Ignátievich encerró bajo llave a suhija Natasha y no le permitió sentarse con los demás a la mesa. «¿Pero es que no te das cuenta?Son de las de la vida alegre…».

«¡Corre, Ánushka, ve a echarles una mano! Hay mucho trabajo. Ya no hay sirvientas y lasesposas de los oficiales no hacen ni su cama».

La mesa de los Ochkov estaba puesta a todo lo largo del comedor porque los oficialesrecibían, además, a sus huéspedes. El príncipe Dolgoruki, un hombre cortés y de ojos castaños,que más parecía griego que ruso. El conde Rosenschild-Paulin, rubio, parlanchín, que sabíafrancés mejor que su lengua materna. Un hombre de mediana edad, con una cara gorda y cuadraday una barba roja, que hacía pensar en Enrique VIII de Inglaterra. Todos hablaban en voz muy alta,contaban chistes, narraban los incidentes y las hazañas de los últimos combates que habían tenidolugar en Výselki, donde a los Rojos, decían, los habían hecho definitivamente añicos. Describíancon lujo de detalles el ardid de los oficiales de la caballería, es decir, la práctica «del escalpo»,que consistía en mochar de un tajo la parte superior del cráneo humano. Y en cuanto a lasenfermeras bolcheviques, a las que caían en manos del joven que estaba sentado al lado de Ana,las desnudaba y las golpeaba a muerte con la baqueta de su fusil. «Y lo disfrutan, os lo aseguro.Un poquito antes de que una la palmara…».

Ana sintió que se iba a desmayar. Hacía calor en el comedor, y las moscas entraban por lasventanas abiertas. Desde afuera llegaba el hedor de los cadáveres que estaban siendo trasladadospara poder darles sepultura. A los Rojos los enterraban en fosas comunes. En los funerales de losBlancos sonaba la marcha fúnebre del sepelio de Kornílov. Todo se había llenado de tábanos.

El Ejército de Voluntarios se había duplicado. Los voluntarios llegaban en tropel de todos losconfines de Rusia, y los aliados estaban del lado de Denikin. Ni hablar, los bolcheviques habíanperdido la partida. Y es que ni siquiera tenían oficiales. «¿Sabéis quién es Sorokin, que está almando de toda una división? Un suboficial iletrado de los cosacos. Indisciplinado, holgazán, hacelo que le viene en gana. Aun los Rojos le tienen miedo y ahora lo rechazan».

Al cabo de poco tiempo, todo el mundo en Stávropol daba la guerra civil por terminada.Afuera de la Casa del Sóviet se colgó un nuevo anuncio diciendo que a partir de ese momento lacasa albergaría la Comandancia de la Región del Cáucaso Norte. Se abrieron las iglesias ycomenzaron nuevamente las bodas. Los oficiales, solteros y casados, se unían en matrimonio con

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las stavropolitanas. No quedó una sola solterona en la ciudad. Novias con velos, besamanos,entrechoques de tacones y reverencias. Ustedeo y tratos protocolarios: Vuestra Excelencia, SuIlustrísimo, Vuestra Alteza. El viejo calendario iba y venía, igual que iban y venían la viejaortografía y la letra yat que Lunacharski había suprimido.

Y mientras la gente se habituaba de nuevo al antiguo régimen, del lado de Tuapsé y por encimade las cumbres más intransitables, se precipitó Kózhuj[52] como un vampiro, escoltado por losCosacos Rojos de la península de Tamán, y se apoderó de Armavir,[53] a dos pasos de Stávropol.Se apoderó de la ciudad y se atrincheró detrás de la línea Armavir-Nevinomyssk-Stávropol.¿Cómo podían pasar cosas así? A Kózhuj lo habían dado por muerto.

Combates alrededor de Stávropol. Los hospitales y las casas se llenaron de heridos. Lasrecién casadas se vistieron de luto; temblaba el corazoncito de los padres cuyos yernos eranoficiales. Los cañonazos se oían ya dentro de la ciudad. El pueblo estaba perturbado, y en mitadde todo ese caos, una noche llegó Pável, un muchachito de doce años, que alguna vez habíatomado clases de inglés con Ana, a proponerle que se introdujesen en el sótano del Banco delEstado, se hicieran con el oro y huyeran a América a través de Siberia. Tenía contactos, dijo, lomandaba el oficial que vivía en su casa. En río revuelto, ganancia de pescadores…

Con el frío y la humedad de octubre, el hambre y la indigencia alcanzaron lo indecible. Laúnica cosa que quedaba en casa de madame Fourreau era un poco de manzanilla, pero para poderhervir agua y hacer la infusión se necesitaba leña: había que romper una estantería. Como a unángel bajado del cielo vieron llegar a Ígor ese día. Hacía un frío atroz, porque ya era finales deoctubre.

—¡Oh, pobrecito mío, estás aterido! ¿Qué es todo ese cargamento que traes encima?Ígor les llevaba ortigas, un poco de harina, un trocito de grasa de cerdo y una receta para

hacer pirozhkí, escrita con la delicada caligrafía de Praskovia Afanásievna: «Escalfen las ortigaspara el relleno, extiendan el hojaldre, unten la sartén con el trozo de grasa y frían los pirozhkí afuego lento».

Ígor estaba alterado.—He venido sobre todo para decirles que ya no vayan a nuestra casa, porque los cosacos

están bajando de la estepa y nadie sabe lo que puede pasar de un momento a otro—dijo.—¿Y vosotros?—preguntó Ana.—Nosotros, ¿qué? Nosotros nos encerraremos a piedra y lodo dentro de nuestra casa.—¿Y los cañonazos? ¿Y los proyectiles?—Venid, aquí en casa podemos quedarnos todos—dijo madame Fourreau.Ígor se rio.—¡Ay, madame Fourreau, si conociera usted a mi tía, no diría eso! ¿Usted ve a mi tía

abandonando su casa?—Eso se llama egoísmo—dijo Ana—. Entonces ven tú.—Nuuu, Ánushka, ¿tú crees que puedo dejar solos a mis viejos?En ese momento se oyó un sonoro cañonazo y al cabo de unos instantes, el eco de otro.—¡Se están acercando!—exclamó Ígor—, ojalá entraran cuanto antes para quitarnos de encima

tanta inquietud. Me tengo que ir. Adiós.Se fue corriendo. No tuvieron tiempo ni de darle las gracias, pero en cuanto llegó a la puerta

del patio se detuvo, se volvió hacia ellas y les dijo adiós con la mano.

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Ana se ocultó detrás de la puerta y se echó a llorar.—¿Y a ti qué te pasa que estás llorando?—preguntó madame Fourreau.—No sé, así.

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27Las tres mujeres se fueron a la cocina para hacer los pirozhkí de Praskovia Afanásievna. No tantopara comerlos, cuanto para estar ocupadas.

Hay momentos en los que ni aun el hambriento tiene ganas de comer.Se les hizo de noche con los pirozhkí porque, como no tenían leña, tuvieron que romper el

banquito de la cocina. Y cuando ya los estaban friendo, a madame Fourreau se le ocurrió haceruna soupe à la crème. Echó en la sartén toda la harina que había quedado en el papel, la doró enla grasa y la diluyó cuidadosamente en el agua en la que habían escalfado las ortigas.

Una soupe à la crème es justo lo que se necesita en ocasiones como aquélla. Cuando todo soncombates, cuando la gente alrededor se mata y a nadie se le permite comer antojitos, una sopa eslo que hace falta, se puede comer hasta en los entierros.

—Dis donc, Ana—preguntó de pronto madame Fourreau—, cuando hay revolución, ¿cuántotiempo dura la dictadura del proletariado?

—Y yo qué sé—dijo Ana—. ¿Dos años? ¿Tres? Eso dicen, y dicen que luego empieza lareconstrucción.

—Y para que podamos hacer pipí en excusados de oro, ¿cuántos años tienen que pasar?Un cañonazo hizo temblar la casa entera. Las tres se levantaron de un brinco. Oh là là! Las

cosas se estaban poniendo color de hormiga.—¿No será mejor que comamos rapidito y lavemos los platos ahora que todavía podemos?—

sugirió mamsel Célestine.Mamsel Celéstine parecía muy repuesta. Era como si el olor a pólvora le hubiera sentado a las

mil maravillas.Un segundo cañonazo, muy fuerte también, abrió la ventana de la cocina y después de eso los

cañonazos se fueron sucediendo uno detrás del otro. ¿Cómo iban a poder comerse aquellospirozhkí? Se les quedaban atorados en la garganta. Hasta Zuzú se sentó sobre las patitas traseras,alzó la cabeza y aulló.

Alrededor de la medianoche se pusieron los abrigos y salieron a ver qué estaba pasando.Afuera había un alboroto tremendo. Abrieron la puerta de la calle y vieron que, en la esquina, laComandancia estaba muy iluminada, mientras las calles estaban sumidas en una oscuridad total.Las puertas de la Comandancia estaban abiertas de par en par y los oficiales entraban y salían.Salían apresuradamente, desataban su caballo, de un salto se montaban en él y, frenéticos,galopaban en dirección a la Vorobiovka, que lleva a la estepa. Los caballos, nerviosos, selevantaban sobre las patas traseras y relinchaban.

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—¿Por qué no vamos y nos arrebujamos en nuestras cobijas y ya no nos movemos de la cama?—propuso madame Fourreau, cuyas mandíbulas estaban temblando.

La lluvia había cesado y se había levantado un ligero viento del norte. Hacía un frío glacial.La tierra del patio estaba dura como el hielo.

Se metieron en la cama y se arrebujaron en sus cobijas, pero de conciliar el sueño, ni hablar.Quizá se lo impedía el ruido de la calle, o los cañonazos, o el miedo, o la curiosidad…, pero elamanecer ya estaba próximo, el cañón había dejado de rugir, y ellas, ¡qué diantres!, no conseguíanserenarse. Cuanto más tiempo pasaba, más nerviosas se ponían. Gritos, insultos, vocerío, elcrujido de las ruedas sobre los adoquines y un galopar enloquecido.

Exhausta, Ana, acabó por quedarse dormida. De pronto se levantó como catapultada y se sentóen la cama. La había despertado el silencio. Un silencio atroz. ¿Por qué de pronto? Se levantó, sevistió y salió despacito al patio. Entreabrió ligeramente la puerta que daba a la calle, y miró quépasaba afuera: nada. Calma absoluta.

¡Ah, qué belleza! Estaba amaneciendo y en medio del turbio amanecer, más allá de los álamosde la calle Vorontsov, todavía brillaba una luna grande y roja. De pronto se oyó un galope y,procedente de la Vorobiovka, llegó un caballo blanco, nervioso, con una silla sin jinete. Pasófrente a ella como un relámpago. Sus arneses se arrastraban por el suelo. Y al cabo de muy poco,desde el fondo de la calle, Ana oyó un trote rítmico, no de caballos asustados, sino ágil y triunfal,que cada vez estaba más cerca. Era el trote de los caballos de fuego del Don. Los primerosdestacamentos de la división de Tamán estaban entrando en la ciudad.

Ana se quedó petrificada donde estaba y perdió el habla. Frente a ella desfilaban los jinetescosacos, apoyados apenas en sus altas sillas, con una cinta roja cosida en diagonal en sus papajasnegras. Apacibles, imponentes, como si estuvieran volviendo trasnochados a su casa después deuna boda.

Ana permaneció inmóvil, pero, cuando entendió lo que había ocurrido, dio un salto, comenzó amover los brazos y a gritar con todas sus fuerzas: «¡Vivaaaa!».

Nadie le hizo ningún caso. Sólo un muchacho, imberbe todavía, cuyas mejillas esbozaban unaincipiente pelusa, se volvió hacia ella y la miró con ojos dulces.

¡Cómo iba a saber Ana que en ese momento Ígor, asfixiado por el humo, estaba tirado bocaabajo en el suelo del comedor de su casa, y que la casita de Praskovia-Afanásievna, con todo loque había en ella, ardía como un cirio!

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28Cuando Stávropol cayó y el cañón guardó silencio, todo el mundo pensó que las penurias habíanterminado. Los primeros días la gente se recogió en sus casas a esperar que las cosas senormalizaran. Calles y plazas se llenaron de caballos, paja y orines equinos, y los que teníanyernos Blancos lo pasaban muy bien. «¡Shhh!, encerraos en vuestras casas hasta ver qué va aocurrir». «Ahora que, bendito sea Dios, han terminado los combates, podremos dormirtranquilas».

«¿Y eres tú quien lo dice?».Cómo podían dormir tranquilas en ese momento, cuando Denikin había congregado alrededor

de Stávropol a la «Centuria de los Lobos» de los partisanos de la región del Cáucaso del Norte, alas brigadas de Pokrovski, a las de Drozdovski, a las falanges de Kazanóvich que habían llegadodesde el Kubán, a la caballería de Ulagai, y a la nueva división de caballería del nuevo ejércitodel barón Wrangel.[54]

Veintiocho días duró el asedio de Stávropol. Separados de su base y cercados, los cosacos deTamán, en vez de lanzar balas, lanzaban su propio cuerpo a la batalla. Hacía mucho tiempo que lasmuniciones se habían agotado, antes incluso de la toma de la ciudad. En Tatárskoie, una aldehuelaa unas quince verstas de Stávropol, al ver que ya no les quedaba ni una bala, preguntaron a susjefes qué hacer, y éstos les ordenaron tomar Stávropol a bayoneta calada. Hicieron sonar lostambores y las trompetas y, vociferando, se lanzaron a las trincheras enemigas. «TomaremosStávropol con música», dijeron cuando entraron. La tomaron, sí, y sin embargo, ahora que losmejores de sus jefes habían perdido la vida en los combates, y el propio Kózhuj había caídoenfermo de tifus exantemático, ¿qué sería de ellos? No les quedaba ni una bala, y no esperabanayuda de ningún lado.

Durante esos veintiocho días, los stavropolitanos vivieron el infierno de Dante en su propiapiel. Terror, hambre, enfermedades. Todos los males habidos y por haber se abatieron sobre elmundo. La lámpara que mantenía cautivo al genio del cuento se había roto.

Para cuando noviembre terminó, de aquellos apuestos muchachos que Ana había visto pasar noquedaba más que un puñado de espantajos descalzos y desharrapados que, con el heroísmo deldesespero, habían logrado romper el cerco y adentrarse en la estepa. Nadie los perseguía, nadielos seguía.

Los aguaceros interrumpieron las operaciones militares, y luego cayó la nieve para amortajara los muertos. Para ocultar las huellas de la crueldad humana. Para emblanquecerlo todo.

Blanca e inmaculada la ciudad, blancos los suburbios, blanco y llano el sitio donde alguna vezestuvo la casa de Praskovia Afanásievna.

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Blanca e impoluta la estepa. En el cielo, una nubecilla oscura y cenicienta, el humo de unavela de azufre. Aliento de otro mundo. Del mundo del gigante que está enterrado con su mujer y suamado caballo bajo aquel kurgán. ¿Es eslavo el gigante o es escita? ¿Es varego? Y encima de él,otros, y otros, y otros. Los de antaño enterrados y los de ahora insepultos. Suerte que cayó la nievey los cubrió, y los petrificó a unos boca arriba y a otros boca abajo al lado de sus caballos. Elmundo se llenó de muertos y, con la caída de la noche, sus sombras se multiplican. En la estepagalopa ahora el osado héroe, galopa el osado Ilyá Múromets.[55]

«Vete, Ana, vete, pajarito mío». La sombra de Loxandra, cucharón en mano, se yergue frente aAna para protegerla. «Vete, te estoy diciendo, no sea que te alcance el troglodita ese. A ti, mi niña,¿qué se te ha perdido en estas tierras? ¿Qué tienes tú que hacer entre estepas y kurganes y losgigantones de los cuentos rusos?».

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29«Al mar, al mar. Que pueda yo llegar al mar y luego ya se verá».

Nueva ola de refugiados. Carros, carretas, carromatos, carritos de bebés, vagones mutiladosque se han separado del tren y se han quedado en las estepas, locomotoras lisiadas que recorrenuna milla por hora.

Y gente asustada.Ahora que se ha abierto el camino al mar, la sensación general es que Denikin ha triunfado.

Para ese momento, quince mil soldados ingleses y americanos se encuentran en Rusia. Losjaponeses han intervenido la Siberia Oriental. Los franceses y los griegos han desembarcado enOdesa.

Madame Fourreau se ha quedado en Stávropol y espera a los franceses. Entretanto, se ocupade los preparativos para el viaje de Ana, que se va de Rusia. Sumerge un trapito tras otro enalquitrán y se los enrolla alrededor del cuello, de las muñecas y de los tobillos para protegerla delos piojos portadores del tifus exantemático. Mamsel Célestine cose a todo lo largo del dobladillode Ana saquitos llenos de la naftalina que ha recogido del fondo de su baúl. Y madame Fourreaucose liras de oro en las ligas de Ana.

—Une vieille habitude de famille.[56]En su patria, la gente previsora mete los billetes en el banco, pero esconde el oro en los

calcetines.—Escucha bien lo que te voy a decir. Hasta que no hayas llegado al puerto, no gastes ni una

sola lira. Ahora ya estás acostumbrada a pasar hambre. Las liras son para el barco que te llevará aConstantinopla.

—¿Pero acaso salen barcos de Novorosíisk a Constantinopla?—Pues si no es a Constantinopla, será a algún otro puerto. No te preocupes.Si el viaje de Batumi a Stávropol duró dos meses y medio, el de Stávropol a Batumi, al cabo

de cinco años, batió récord, porque duró ocho largos meses. ¡Caray con el viajecito de placer quele habían propuesto! ¡Vaya invitación! Algunas veces hasta la tragedia tiene su lado cómico.

Más tarde, de esa travesía, en la cabeza de Ana no quedó sino una especie de bruma donde eltiempo ya sólo se medía por acontecimientos, sucesos, imágenes en desorden que de cuando encuando se encendían como bengalas para apagarse después en las oscuras profundidades de lamemoria. Se medía también por los altibajos del dolor.

Un dolor insoportable. Familias empujando cochecitos de bebé cargados de lo poco que leshabía quedado. Niñitos agarrados a las faldas de sus mamás, criaturas de pecho en los brazos de

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sus padres.La tierra devastada, los campos asolados. Los terraplenes y una nube negra de cuervos que

aleteaban y picoteaban. Aldeas en ruinas y, entre los escombros, fusiles rotos, carretas volcadas,un caballo muerto, un cañón abandonado y, a un paso, la bacinica de un niño pequeño.Campanarios derribados, la mitad de una cocina que había quedado en pie, sólo eso, la mitad, y ensu única pared, colgada una cacerola.

Ekaterinodar, Novorosíisk. Y luego la odisea de Ana en barcas y falucas, de puerto en puertohasta llegar a Batumi.

En Ekaterinodar la gripe estaba haciendo estragos. A los muertos los trasladaban encarretillas, amontonados unos sobre otros. Esa gripe era como el tifus, porque la temperatura ibasubiendo paulatinamente. Cuando Ana comenzó a arder en fiebre, a su lado se encontraba unachica de nombre Shura. ¿Quién era esa Shura? ¿Dónde estaban? Ni idea. Sólo una cosa sabía, quesu cuerpo se había hecho grande y que ahora sus pies no cabían en ningún lado. Y luegoempezaron las pesadillas. Despertaba empapada en sudor. Abría los ojos y veía que su mejillaestaba apoyada en un montón de periódicos embarrados de lodo. Trataba de humedecerse loslabios con la lengua, pero no lo conseguía.

Fue Shura, esa Shura quien le salvó la vida en Ekaterinodar. En Novorosíisk fue Vera. Peroeso ocurrió después.

Cuando Ana llegó a Novorosíisk, hacía un frío tremendo porque soplaba el nord-ost, eseviento tan fuerte que llega del noreste. Un frío tremebundo. La terminal marítima estaba a reventar,y a reventar estaban también todos los lugares al abrigo del viento, aun en los porches de las casashabía gente. ¿Dónde se podía una refugiar?

En el puerto de Novorosíisk el mar estaba espeso y de color lila. Seguramente se estaríamejor, más calentito, dentro del agua que en el malecón.

—¿Qué haces ahí?—le preguntó esa Vera—. Métete en la terminal.—No hay dónde.—Ven conmigo—le dijo—, te haré entrar en la casa por la puerta de servicio, a escondidas,

sin que nos vean, y tú te quedas a dormir en el sótano sin hacer ruido hasta que amanezca. Y antesde que acabe bien bien de amanecer, abres despacito la puerta y te esfumas. Que mamá no se décuenta.

—¿Tan mala es tu mamá?—preguntó Ana.—No es mala, pero vela por sus intereses.Refundida en el sótano, durante la noche Ana se percató de que estaba en un burdel. No se

necesitaban muchas luces para darse cuenta. Durmió encima de un saco, y con los primeros rayosde sol salió sin hacer ruido y se encaminó al puerto.

No había ningún barco. En el malecón, cual gorriones, una parvada de golfillos se habíalanzado sobre los montones de basura. Kolia, un muchachito que no tendría más de catorce años,era su líder. Kolia era también el director del coro. Picaban los granujillas en medio de la basuray cantaban La manzanita, que estaba entonces de moda.

Ay, manzanita,¿adónde vas?Si a mi boca tú caes

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no regresarás más.[57]

Esa noche Ana durmió en el cementerio de Novorosíisk junto con los niños callejeros, que laaceptaron como parte de su pandilla y la incluyeron en su coro. Se quedó con ellos.

El tiempo transcurría y los refugiados, en vez de disminuir, aumentaban. Era imposibleacercarse a las pocas embarcaciones que zarpaban de Novorosíisk. Pasó un mes, pasaron dos: «Sime muero aquí, ni mi familia se enterará», pensó Ana, y los muchachitos, con su sexto sentido,pillaron volando sus temores y los volvieron canción.

Aquí, aquí me moriréy aquí, aquí me enterrarán,y nadie nunca no sabrámi sepultura dónde está.

La criatura más pequeña del grupo, una chiquilla que no tendría más de seis años, por lasnoches dormía en brazos de Ana. Lamentos y lágrimas cuando tenía hambre, y carcajadas unosminutos después.

Kolia se hizo con un jamón ahumado. Había entrado por la ventana de la cocina del café-chantant y ahora volvía cantando El Pollito.

Pollito asadomuy bien guisado,¿por qué te asarony te guisaron?

En el estrellado cielo de las noches primaverales y por encima de las tumbas su sonora voz seextendía como el aleteo de un pájaro y daba vida al cementerio. Kolia cantaba haciendo graciosasmuecas y llevaba el ritmo moviendo los hombros.

—Eeeej!Al verlo, Musia se entusiasmó. De un brinco se puso sobre la lápida de mármol de algún

notable de Novorosíisk, y empezó a bailar.—¡A ver, muchachos, unas palmadas!

María Magdalenaestá ya sin problema.Allá en el alto cielofue y encontró consuelo.Una taberna abrióa las putas reunió,y cada una le daun rublo, tralalá.

Montado en una cruz de mármol como si fuera un caballo, Mitia, con la boca abierta, secomplacía mirando a Musia.

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Desde la rama de un árbol, una lechuza los observaba abriendo mucho los ojos. Tenía erizadaslas plumas del lomo. Los seres humanos se habían vuelto locos.

Los muertos estaban ovillados en sus tumbas y ni sus sombras se atrevían a moverse. ¿Quésombra iba a asomar la nariz sabiendo que aquellos bribonzuelos la abuchearían?

Las únicas sombras que hay son las de los vivos que caminan en las comarcales y deambulanpor los puertos.

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30Una mañana de verano entró en el puerto de Batumi una faluca con refugiados que venían deSujumi. En esa faluca, junto con otros refugiados, viajaba Ana. «Batumi», dijo el viejo concabellera de león que estaba sentado a su lado, y lanzó un suspiro.

Ana comenzó a prepararse. Se arregló la pañoleta que llevaba en la cabeza y se inclinó paraatar el cordel que mantenía en su lugar la suela de su zapato derecho. En el momento de inclinarse,se mareó y cerró los ojos. Hacía dos días que no se llevaba nada a la boca, ni pan ni agua.

La faluca escoró mucho hacia un lado, y comenzó a hacer las maniobras necesarias paraatracar en el muelle. Se deslizaba en silencio, como un espectro envuelto en la tenue luz matutinade julio, y todo era impreciso, misterioso. Impreciso como en los sueños. Como entonces.

¿Entonces cuándo?¿Habían pasado cinco años, o cinco siglos, o cinco veces cinco milenios desde que Ana atracó

aquella primera vez en este mismo puerto?Las mismas montañas con sombra de color jacinto al fondo, y abajo, en el muelle, la misma

niebla que se arrastraba. Una brisa ligera llegaba del mar. Se oyó el silbido de un tren a lo lejos.Los olores del puerto, la polea de un barco, las voces de los obreros que estaban descargando elnavío, y un marinero, apoyado en la borda, cantaba Santa Lucía.

Bremen, Trieste…, y junto a ellos el Franz Josef de las líneas Cunard. Blanco, con unachimenea amarilla. Y de la chimenea salía humo.

En el muelle, las tiendas estaban abriendo sus persianas, los vendedores de periódicos suspuestos, la gente iba con prisa a su trabajo y la vida seguía tal y como Ana la había dejado. Sólofaltaba una cosa: la tía Claude con su dulce sonrisa y su mentón cuadrado, y el tío Alekos que lahabía invitado al Cáucaso para que se distrajera.

La faluca amarró como si del arca de Noé se tratase: el primero que saltó a tierra firme fue elestudioso de cabellera leonina, luego desembarcó un tiburón llevando bien afianzado bajo elbrazo su portafolios. La tercera en salir fue una mona con un flequillo y un turbante azul marinoenrollado en la cabeza, y luego dos enloquecidos cervatillos. Un hombre de mediana edad ymediana estatura, con cara de papagayo, le preguntó a Ana si quería que la ayudara a cruzar a laacera de enfrente. Sí, Ana le pidió que la ayudara a ir al Consulado de Grecia. «No es nada», ledijo, «me he mareado y las piernas se me han dormido en la faluca. Pero ya se me pasará».

Lo que necesitaba era algo de comer, pero no. Primero al consulado y luego a la agencia deviajes. De la chimenea del barco ya salía humo. Vamos, tenía que darle tiempo. Vamos.

En el consulado le dieron leche con un biscote, pero en cambio, en la agencia de viajes, elempleado se negó a darle el billete sin antes haberse asegurado de que Ana tenía dinero para

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pagarlo. «¿Dinero? Ah, claro, dinero».Se inclinó, se levantó la falda y, frente a los ojos del sorprendido empleado, descosió de sus

ligas las últimas liras de madame Fourreau.Cuando finalmente se encontró en la cubierta del Franz Josef, Ana se echó en el suelo y se

quedó inmóvil como aquella primerísima criatura que el Señor creó en medio de la humedad y ala que las olas lanzaron a tierra firme. Sentía el cuerpo vacío y congelado.

«Así me llegará la muerte», pensó. «Ojalá alguien pudiera arrastrarme un poquito más allápara que me dé el sol…».

Y sus ojos se cerraron.Cuando el barco viró a la izquierda para adentrarse en el mar y puso la proa en dirección a

Constantinopla, el sol llegó solo a su encuentro. La acarició, la calentó y le dijo: «¡Vive, Ana!».Y Ana vivió.

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GLOSARIOarabadzide ‘Cochero’, en turco.

balik Esturión ahumado.blini Pequeña pita redonda.bogatyr Gigante, héroe de la epopeya rusa.borsch Sopa de verdura, cuyo ingrediente principal es la remolacha.bugatsero La bugatsa es un plato originario de Oriente Medio, compuesto por hojaldre

relleno de crema pastelera, queso o carne picada. dvor Patio.dvórnik Persona que se ocupaba del cuidado del patio y las aceras, así como de los animales,

si los había.júmeli Agua muy dulce que se obtenía de hervir un panal de miel.kalamatianós Tradicional danza griega.kasha Gachas de cereales.kisel Jugo azucarado de diversas bayas, espesado con almidón, muy popular en Rusia como

postre y también como bebida.lapti Una especie de zapatos tejidos con corteza de árbol que, durante mucho tiempo, a partir

del siglo XVI, fue el calzado principal de la población rural rusa.lepioshki Pan plano que se caracteriza por no estar elaborado con masa madre y no llevar

levadura.lezguinka Danza popular de los pueblos lezguinos, del norte del Cáucaso.papaja Nombre que se da al sombrero de lana, también llamado sombrero de astracán, que

forma parte del vestuario masculino en el Cáucaso.pechka Estufa rusa.pirog Empanada grande rellena de carne o de setas.pirozhkí Pastelitos rellenos de carne, de col, de setas… Uno de los platos favoritos de los

rusos.podstakánnik Soporte de metal con asa que sirve para sostener el vaso en el que se sirve el

té.pud Antigua medida rusa de peso equivalente a 16,38 kilogramos.suvlaki Plato popular de la cocina griega que consiste en pequeños trozos de carne con

verduras y aderezos, y suele acompañarse de pan de pita.telega Carro de carga de cuatro ruedas, típico de Rusia, tirado normalmente por caballo.

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tsureki Pan dulce que se hace sobre todo para la Pascua.válenki Botas de fieltro.vatrushki Pastas dulces rellenas de requesón.yat Letra muda del alfabeto ruso que ya sólo se utiliza en eslavo eclesiástico.zemstvo Forma de gobierno local instituida durante las grandes reformas liberales

inmediatamente previas a la revolución.

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NOTAS[1] Se refiere a las personas de origen europeo que entonces vivían en Turquía.[2] Canción escrita en 1919 en plena euforia por el fin de la Primera Guerra Mundial.[3] Canción griega escrita durante la Primera Guerra Mundial y dedicada al triunvirato

formado por Venizelos, Kunduriotis y Dagklis.[4] Político griego que fue primer ministro de Grecia en siete ocasiones.[5] It’s a long way to Tipperary, canción compuesta en 1912, adoptada en 1914 por un

batallón del ejército británico.[6] Pera (Beyoğlu, en turco). Barrio situado, al igual que Gálata, en una colina al norte del

Cuerno de Oro.[7] Ojos negros, romanza rusa.[8] Famoso liceo que data de finales del siglo XV.[9] Kurtuluş, en turco.[10] También conocido como toaca, instrumento de percusión idiófono que consiste en una

viga larga y plana que se toca con unos mazos. En los monasterios ortodoxos es usado paraconvocar a los monjes a orar.

[11] Tarabiye, en turco.[12] Hoy Inebolu, Giresum y Samsun respectivamente.[13] ‘Grande es Alá’.[14] El castillo de Rumelia es una fortaleza situada sobre una colina del lado europeo del

Bósforo.[15] Las fortalezas que se encuentran donde el Bósforo se une con el mar Negro.[16] ‘¡Oh!, ¿sabes turco?’.[17] En ruso en el original: ‘No, no’.[18] Estrofas del poema «La oración de los rusos» de Vasili Zhukovski (1783-1852), que, con

música de Alexéi Lvov, fue el himno nacional del Imperio ruso desde 1833 hasta 1917.[19] ‘La vida es un dormir, el amor es su sueño’.[20] En ruso en el original: ‘¡Gendarme!’.[21] En ruso en el original: ‘¡Derecha! ¡Derecha!’.[22] En los baños de vapor rusos, es costumbre golpearse con las hojas de las ramas de

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abedul para eliminar toxinas y purificar la piel.[23] Alusión a la novela de Jaroslav Hašek Los destinos del buen soldado Švejk durante la

guerra mundial, trad. Fernando Valenzuela, Barcelona, Acantilado, 2016.[24] O Pera (Beyoğlu, en turco). Barrio situado, al igual que Gálata, en una colina al norte del

Cuerno de Oro.[25] Primer verso del libro III del Paraíso Perdido de John Milton.[26] Interjección muy usada en Grecia para expresar, generalmente, un sentimiento de

desaprobación.[27] ‘Manta’.[28] ‘Esto es una manta’.[29] ‘Sí, esto es una manta’.[30] ‘Gracias’.[31] Así en el original. Kótik es ‘gato’ en diminutivo. Nutria en ruso es vydra.[32] Canción del folklore urbano, muy popular en Rusia a principios del siglo XX.[33] Moscú y Petersburgo.[34] Igor Severianin (1887-1921), poeta egofuturista ruso.[35] Alexandr Vertinski (1889-1957), artista ruso, cantante, compositor, actor de cine… La

Cocainetka es una romanza escrita a raíz de la muerte de su muy querida hermana por unasobredosis de cocaína.

[36] Las traducciones de los versos de Pushkin son de la traductora con Francisco Segovia.[37] Es decir, de Osetia, región etnolingüística situada a ambos lados de la cordillera Gran

Cáucaso.[38] ‘El portador de rayos’.[39] ‘¿Qué dice? ¿Qué es lo que está diciendo?’.[40] En Rusia, en invierno, se sellan las ventanas para evitar que se cuele el viento.

Únicamente puede abrirse la fórtochka, es decir, un fragmento de la ventana generalmente situadoen la parte superior y destinado a la ventilación.

[41] En ruso en el original: ‘¡Una desgracia, señora, una desgracia!’.[42] En ruso en el original: ‘¡Un gendarme!’.[43] Nikolái Karamzín (1766-1826), escritor, historiador y traductor ruso; Vasili Zhukovski

(1783-1857), poeta ruso que introdujo el Romanticismo en la literatura rusa; AlexandrGriboyédov (1795-1829), dramaturgo, músico, diplomático y poeta ruso; los Decembristas,pléyade de poetas, entre los cuales estaba Alexandr Pushkin (1799-1837).

[44] Diminutivo de Volodia.[45] Danza cosaca.[46] El palacio de verano en Crimea.[47] Mijaíl Alexándrovich Románov, hermano del zar Nicolás II.[48] Comité central ejecutivo panruso.[49] Tamara Karsávina (1885-1978), primera bailarina del ballet imperial del teatro

Mariinski. Fiódor Shaliapin (1873-1938), el cantante de ópera ruso más famoso de la primeramitad del siglo XX. Vsévolod Meyerhold (1874-1940), director teatral, actor y teórico ruso,impulsor de la biomecánica teatral.

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[50] Kostas Várnalis (1884-1974), poeta griego.[51] Actualmente Krasnodar.[52] Nombre con el que Epifán Iovich Koftiuj, comandante del Ejército Rojo, aparece en el

relato «El torrente de hierro» de Alexander Serafimóvich.[53] Ciudad del Cáucaso, perteneciente al krai de Krasnodar y situada a orillas del río Kubán.[54] Víktor Pokrovski (1889-1922), teniente general del ejército ruso, comandante del ejército

del Cáucaso. Mijaíl Drozdosvki (1881-1919), oficial del ejército ruso y uno de los líderesmilitares del movimiento Blanco durante la guerra civil. Serguéi Ulagai (1875-1944), cosaco delKubán, veterano de las guerras ruso-japonesas y la guerra civil rusa. Piotr Wrangel (1878-1928),noble y militar ruso, comandante del ejército del Cáucaso en 1919, jefe del movimiento Blanco enUcrania durante el final de la guerra civil rusa.

[55] Ilyá Múromets o Ilyá de Múrom es uno de los protagonistas más famosos y más queridosde las bylinas, es decir, los poemas épicos y heroicos tradicionales rusos.

[56] ‘Una antigua costumbre familiar’.[57] Ay, manzanita, canción rusa, muy popular entre los soldados revolucionarios, que cuenta

la operación de los bolcheviques en Siberia durante la guerra civil rusa.