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¿QUIÉN DIJO MIEDO?

Jorge Urreta 

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Locura. Esa era su última gamberrada. O tal vez era la primera, la de toda la

vida. Probablemente no había nadie en el colegio Azorín de Bilbao que no considerase

que Aitor Garmendia estaba bastante loco, y él nunca había hecho nada para

cambiarlo. Sus excentricidades y varios episodios a lo largo de los últimos años,

habían contribuido a incrementar su fama como “el pirado ese”, y ya ni los que aún

consideraba sus amigos creían conocerle realmente. Muchos de ellos seguían con él

por curiosidad o como otro divertimento más, pero no faltaba quienes pensaban que

no era sino una bomba de relojería a punto de estallar y preferían estar de su parte

cuando eso ocurriese. 

Lo que pocos sabían — probablemente sólo tres o cuatro de sus escasos

verdaderos amigos — era que la “locura” era una tapadera para conseguir que la

mayor parte de la gente que lo rodeaba, y que él consideraba unos “pijos asquerosos”,

le dejase en paz. Aitor y algunos de sus amigos eran las “ovejas negras” del instituto,

no por sus notas, que a pesar de poder considerarse mediocres, estaban por encima

de la media, sino por su actitud, que siempre resultaba desafiante a los defensores de

las buenas maneras. El colegio Azorín era una institución privada donde las

excentricidades no estaban muy bien vistas, pero Aitor era suficientemente estudioso

como para no tener problemas. 

Su especialidad eran las fiestas. Todos los años, el colegio celebraba una

semana de fiestas coincidiendo con el nacimiento del escritor que le daba nombre, y él

siempre organizaba algo por lo menos curioso. Cada año, el colegio dividía a los

alumnos en una serie de “talleres” en los cuales debían apuntarse. Los había de todos

los tipos: literatura, deportes, radio, televisión, teatro, y toda actividad creativa en la

que la comisión de fiestas de turno pudiese pensar. Los talleres eran la oportunidad

perfecta para que Aitor engrandeciese su imagen de tarado, así que cada año se

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apuntaba a unos cuantos y preparaba algo espectacular para cada uno. Un año,

después de haber visto en televisión la película “Good morning, Vietnam”, decidió que

lo mejor sería preparar para el taller de radio un programa llamado “Good morning,

Bilbao”. Hasta ahí, la cosa no habría pasado de un simple divertimento inof ensivo,

pero él nunca había sido de los que se conformaban con poco. Aprovechando los

conocimientos que había adquirido unos meses antes en un cursillo de electrónica al

que le habían apuntado sus padres, modificó la pequeña emisora de radio del colegio

y aumentó enormemente su potencia de emisión. Después, escribió el guión de un

programa de radio divertido, sarcástico y sobre todo, totalmente irreverente. 

El programa debía durar una hora, pero apenas llegó a los treinta minutos. Ese

fue el tiempo que tar daron los profesores en descubrir que se estaba emitiendo no

sólo para el colegio y tal vez un par de manzanas a la redonda, sino para toda la

ciudad. El contenido les había parecido poco adecuado desde los primeros minutos,

pero se habían consolado pensando que los oyentes eran sólo los que habitualmente

oían las tonterías de Aitor en el colegio. Pero cuando, cerca de veinte minutos

después, habían empezado a recibir insistentemente llamadas de padres preocupados

e incluso de indignados vecinos de toda la ciudad, no perdieron el tiempo y cortaron de

golpe la emisión. A Aitor, la broma le supuso una suspensión de tres días, que se vio

aumentada a una semana completa cuando se descubrió su segunda broma de ese

año. Por lo visto, se había apuntado al taller de informática, que era una de sus

grandes aficiones, y había metido en todos los ordenadores un programa hecho por él

que simulaba ser un virus. El supuesto “virus” tuvo en jaque a los expertos en

informática del colegio, que al final tuvieron que llamar a la empresa que les había

vendido los ordenadores. La factura por el trabajo de quitar el falso virus fue lo

suficientemente elevada como para que el director se molestase en intentar buscar al

culpable de semejante gamberrada, aunque todos tenían una liger a idea de quién lo

había hecho. Probablemente, Aitor podría haberse librado de todo, de no ser porque

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en un tremendo despiste, había dejado olvidado en el suelo de la sala de ordenadores

un disquete con su nombre y que contenía precisamente una copia del famoso “virus”. 

Pero la mayor y más explotada habilidad de Aitor Garmendia era la de contar

cuentos de todo tipo. Si hubiera preguntando a algún orientador profesional,

probablemente le habría recomendado hacerse escritor, y acertaría. Tenía una

imaginación descomunal y era capaz de hacer creer cualquier cosa a cualquier

persona. Como su padre solía decir de vez en cuando para referirse a él, era una de

esas personas “capaces de vender neveras a los esquimales”. Tenía la habilidad no

sólo de contar buenas historias, sino que además su forma de contarlas y de introducir

en ellas a quienes las escuchaban le hacían ser enormemente persuasivo. Si a eso

unía su fingida cara de no haber roto un plato, no había quien se le resistiera. Su

madre, pasase lo que pasase e independientemente de la grandeza de la gamberrada,

siempre se derretía ante su mirada, y más de una chica del colegio estaba loca por

sus huesos, a pesar de que sus adinerados e influyentes padres jamás darían su

aprobación a semejante novio. 

El caso es que la vida de Aitor “el loco” Garmendia, salvo por algún que otro

problema derivado de sus excentricididades, transcurría tranquila y sin problemas,

hasta que decidió llevar a cabo el reto de su vida. Siempre había sido ante todo un

fanfarrón, por lo que de vez en cuando, gustaba de organizar alguna apuesta. Cuando

alguien le proponía alguno de aquellos retos, él siempre respondía de la misma

manera: “¿Quién dijo miedo?”. Era una frase que había repetido montones de veces

desde su más tierna infancia, y siempre se le llenaba la boca con ella y el cuerpo con

adrenalina pura. Era como si la frase pasase directamente a sus labios sin visitar el

cerebro. Le había acompañado siempre, desde que a los ocho años había apostado

que sería capaz de saltar el seto de detrás de su casa, con unas simples tablas y su

bicicleta. Esa aventurilla le costó un brazo roto y lo que más adelante él mismo pasaría

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a denominar como “la habitual bronca de mamá”, aunque siempre se libraba de lo más

gordo con su carita de niño bueno. Con los años, las apuestas habían dejado atrás la

inocencia de la infancia y habían pasado a convertirse en gamberradas que habrían

interesado, y de hecho lo habían hecho, a las autoridades locales. Por fortuna para él,

nunca le habían pillado en ninguna de ellas, y los testigos, que generalmente solían

ser los mismos que habían propuesto el reto, nunca hablaron sobre ninguno, excepto

entre ellos. 

El nuevo reto era simple, pero encerraba a su vez algo más complejo. Sólo debía

ingeniárselas para quedarse en el interior de un famoso centro comercial tras la hora

de cierre, y pasar allí toda la noche. Como eso parecía poco, sus amigos idearon un

elemento que diese algo de interés a la nueva apuesta. Tras una breve deliberación,

dieron con el elemento que convertiría un simple reto sin complicación en una apuesta

en toda regla: cuando Aitor saliese del centro comercial, debería hacerlo llevando en

su mano la porra del vigilante nocturno. Eso le excitó, ya que era el mejor elemento

posible. Tendría que pasar toda la noche evitando el contacto con el vigilante, pero en

algún momento, tendría que acercarse a él si quería hacerse con su porra, objeto que

el vigilante no dejaría a su alcance tan fácilmente. No hizo caso de las advertencias de

sus amigos más sensatos, los cuales, además de advertirle de la posibilidad de tener

serios problemas con la policía si le encontraban, le aconsejaron sobre la apuesta en

sí, la cual parecía poco menos que imposible. Robar la porra a un guardia de

seguridad parecía tan arriesgado como meter la cabeza en la boca de un león y

pretender que no te muerda. A pesar de todo, Aitor no hizo caso de las advertencias ni

de los consejos y se limitó a responder como siempre: “¿Quién dijo miedo?”. 

Una apuesta como esa requería un lugar a la altura de las circunstancias, así

que buscaron en toda la ciudad y los alrededores, hasta que dieron con un centro

comercial suficientemente grande e importante. Además, necesitaban un lugar lo

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suficientemente relevante como para contar con una vigilancia nocturna que

consistiera en algo más que tres o cuatro cámaras de todo a cien. Descartaron

también los centros comerciales muy grandes, los cuales seguramente contarían para

su vigilancia con más de una persona, lo que haría que la apuesta dejase de ser

excitante para pasar a ser demasiado peligrosa. 

La fecha quedó fijada para el miércoles de la semana siguiente. Aitor dijo a sus

padres que iba a pasar la noche en casa de un compañero de clase estudiando para

un examen importante, con lo que ya cubría la noche. Para evitar problemas, dijo a

sus padres que era un compañero al que no conocían y, cuando le pidieron que les

diera un número de teléfono en el que poder ponerse en contacto con sus padres, él

les dio el número del móvil de un amigo, que estaba al tanto de todo y se jactaba de

ser un magnífico actor. 

Como buen conocedor y aficionado a las películas de espías, Aitor preparó una

indumentaria que sirviese a sus propósitos. Se vistió desde la mañana con camiseta y

pantalón negros, como los de James Bond cuando entra con sigilo en algún sitio. A

nadie le extrañó el cambio de “look”, ni la imagen siniestra que llevaba. Parecían estar

ya más que acostumbrados a sus excentricidades, y eso no era algo que se saliese, o

al menos no mucho, de la normal habitual. Guardó en la mochila un pasamontañas,

también de color negro, para que cuando estuviese en el centro comercial con poca

luz, pudiera pasar lo más desapercibido posible. Se había probado el conjunto

completo la noche anterior, frente al espejo del armario de su habitación, y la imagen

la había gustado tanto, que se sentía cada vez más excitado con la apuesta. 

Ese día, las clases transcurrieron sin pena ni gloria, como cualquier otro día.

 Aparte de eso, Aitor tenía su mente en otro lugar, por lo que no prestó demasiada

atención. Todavía hubo quien se acercó a él e intentó nuevamente disuadirle de seguir

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adelante con la apuesta, pero él estaba decidido a continuar y nada ni nadie se lo iba a

impedir ya. Incluso el que propuso la apuesta inicialmente llegó a insinuar que podían

olvidarla sin más y sin ningún compromiso, pero Aitor no era de las personas que

dejan las cosas a medias o se echan atrás. Además, aún no había ni siquiera entrado

en el centro comercial, por lo que no tenía todavía una verdadera razón para

abandonar, si es que en algún momento se presentaba alguna. Podía estar un poco

loco, o al menos parecerlo, pero sí había una cosa que no era: tonto. Si en algún

momento durante su estancia en el centro comercial, se veía en peligro, saldría de allí

como fuera o, en última instancia, se dejaría atrapar. Tal vez se ganase una buena

bronca o sus padres tuvieran que pagar una multa, que descontarían de su paga, pero

al menos él estaría sano y salvo y fuera de peligro. 

Llegó por fin la hora de salir, y Aitor se reunió con sus amigos por última vez

antes de dar por comenzada la apuesta. Después de negarse nuevamente a

retractarse, decidió hacer una pequeña escala en una bocatería cercana, para poder

hacer acopio de provisiones para la noche. No en vano, iba a pasar unas doce horas

aislado y necesitaría algo que llevarse a la boca. El centro comercial contaba con

supermercado, pero él ya había decidido que no iba a tocar nada del establecimiento.

No era tan tonto como para dejar sus huellas en un sitio que tal vez registrase la

policía al día siguiente si alguien sospechaba que se había producido el más mínimo

hecho extraño durante la noche. De hecho, se había preparado un “equipo de

supervivencia” en una pequeña mochila. Además de dos bocadillos de jamón y queso

— su favorito — que había comprado en la bocatería, llevaba también el libro que

estaba leyendo en esos momentos y una pequeña linterna para iluminarlo, ya que no

confiaba en tener mucha luz durante la noche. Tampoco confiaba mucho en la linterna,

que llevaba con él desde sus tiempos de boy scout, cuando apenas contaba con ocho

años, pero, para evitar problemas no había olvidado incluir en su equipaje unas

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cuantas pilas. Tal vez no tuviese calidad en lo referente a luz, pero al menos tendría

cantidad. 

Una vez dentro del centro comercial, el plan era fácil. Aitor era un asiduo visitante

y conocía bastante bien las instalaciones, razón por la cual no le resultó muy

complicado encontrar el sitio perfecto para esconderse hasta que las puertas del

centro comercial quedaran cerradas al público. Pasó varios días contrastando la

información que había obtenido observando las instalaciones y su configuración con

los hábitos y manías del servicio de seguridad y, tras observar con gran detenimiento,

llegó a la conclusión de que el mejor lugar sería la zona de aseos de la planta baja.

Por sus observaciones, había deducido que ese era un “punto negro” en la labor de los

vigilantes, que rara vez revisaban esa zona antes de dar el visto bueno al cierre de

puertas. Aitor había observado también que al ser los de la planta baja parecían ser

también los más usados, por lo que al final de la tarde presentaban un aspecto

bastante lamentable que seguramente no invitaba a una inspección. Supuso que los

vigilantes probablemente pensarían que ese no era un sitio que alguien podría elegir

de buena gana para esconderse y que, debido a eso, no se molestaban en revisarlos.

Por otro lado, y debido principalmente al aspecto que los aseos presentaban al

atardecer, Aitor supuso que los limpiarían inmediatamente después del cierre del

centro, lo cual no hacía sino más interesante la apuesta. Dedujo que tendría que pasar

al menos una hora, aunque seguramente sería más, esquivando a los empleados del

servicio de limpieza, los cuales, a pesar de que probablemente serían menos

beligerantes que el vigilante nocturno, seguramente no dudarían en dar la voz de

alarma si le encontraban. 

Cuando quedaba aproximadamente media hora para el cierre, Aitor entró en el

centro comercial. Se dirigió a una zona poblada por las últimas novedades musicales y

se puso a rebuscar con fingido interés como si realmente fuera a comprar algo.

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Después de un cuarto de hora, se dirigió a los aseos y echó un nuevo vistazo por si

algo había cambiado desde su última visita. Todo parecía estar en orden y como

siempre. Los retretes olían tan mal como siempre, lo cual sería posiblemente la causa

de la poca afluencia de gente en esos momentos. Aitor entró en uno de los retretes,

cerró la puerta, y se sentó, no sin antes limpiar a su alrededor con una buena cantidad

de papel higiénico. Una vez acomodado sacó el libro para hacer más llevadera la

espera. Aún quedaban más de diez minutos para las nueve de la noche, que era la

hora de cierre del centro comercial, y el libro le mantendr ía entretenido. Suponía

además que el cierre llevaría unos cuantos minutos entre clientes rezagados y cierres

de puertas, por lo que calculó unos veinte o treinta minutos en total. De todos modos,

no era algo que le preocupase demasiado, teniendo en cuenta que iba a pasar unas

cuantas horas encerrado en el edificio. 

 A los veinticinco minutos se apagaron la mayoría de las luces y las que quedaron

lucían más o menos a la mitad de su intensidad máxima. En ese momento, Aitor

guardó el libro en la mochila, se la colocó a la espalda y se sentó sobre el depósito del

retrete para evitar que sus pies pudieran verse por debajo de la puerta. Sabía

perfectamente que si el vigilante aparecía y no se limitaba simplemente a mirar por

debajo de la puerta, estaría perdido, pero confiaba en su buena suerte, que rara vez le

había fallado. 

No tardó en acordarse de su buena suerte y de toda la familia de quien inventase

la buena suerte cuando, unos pocos minutos después oyó unos pasos que se

acercaban. Temía que el vigilante hubiera decidido incluir los aseos en su ronda por

primera vez en mucho tiempo, pero lo que más le fastidiaba era que hubiera tenido

que decidirlo justo ese día. Los pasos sonaban cada vez más cerca, así que Aitor se

esforzó en procurar no hacer el más mínimo ruido mientras intentaba también pensar

en cualquier cosa que pudiera servirle para alejar su mente de allí y calmar su

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desbocado corazón, que parecía ya un pura sangre a punto de ganar el Grand

National. 

El ritmo de su corazón se disparó cuando oyó que se abría la puerta exterior de

la zona de aseos y los pasos se hacían cada vez más cercanos. Justo en ese

momento, escuchó una conversación que salvó su pellejo y su cordura. 

— Eh, Marcos, ¿dónde vas? — dijo una voz lejana, que según Aitor dedujo, no

podía ser la de quien había abierto la puerta de los aseos. 

— Pues a revisar los baños, ¿dónde sino? — dijo una segunda voz más cercana

—. Habrá que revisar los baños, ¿no? 

— Déjalo tío, ni te molestes — respondió la primera voz —. Ya sé que a los

nuevos os dicen que reviséis todas las esquinas, pero puedes confiar en mí cuando te

digo que ahí no vas a encontrar a nadie. Huele tan mal, que dudo que ni siquiera las

ratas se planteasen quedarse ahí. 

— Hombre, ya he notando que huele muy mal, pero bueno, yo sólo pensé que

había que revisar todas las esquinas. 

— Bueno, si te quedas más tranquilo, entra y mira, pero no me eches la culpa a

mí luego cuando salgas asqueado y con ganas de echar la papilla — respondió de

nuevo la primera voz mientras empezaba a reír . 

— Bien, supongo que nadie sería tan tonto como para querer esconderse en

semejante pocilga — respondió la segunda voz —. Se lo dejaré a los de la limpieza.

Por cierto Manu, ¿te vas ya? 

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— Sí, yo ya me voy — contestó la primera voz —. Te he dejado encima de tu

mesa la nueva porra y la llave general del edificio. No creo que vayas a necesitar

ninguna de las dos cosas en toda la noche, pero por si acaso tenlas a mano. Hasta

mañana. 

— Hasta mañana. 

 Aitor se tranquilizó por fin. Por un lado, quedaba claro que por la noche sólo iba a

haber una persona para vigilar todo el edificio, y por otro, sabía que dicha persona no

tenía en esos momentos la porra en sus manos y con un poco de suerte, no la tendría

en toda la noche. Le fastidiaba mucho haber escogido para la apuesta justo el día en

que entraba a trabajar un vigilante nocturno nuevo, pero eso era algo que él no podía

saber de antemano. Además, confiaba en que ese detalle jugase a su favor y el novato

cometiera algún error que facilitase su labor. 

 Aitor oyó como se cerraba la puerta y miró su reloj. Decidió dejar pasar 5 minutos

para que el vigilante se alejase lo suficiente y entonces saldría a buscar un nuevo

escondite donde pudiera mantenerse lo más oculto posible mientras procedían a

limpiar el edificio. No había estudiado el edificio lo suficiente como para conocer todos

y cada uno de los rincones, pero tenía ya escogidos en su cabeza varios sitios que

podrían serle útiles. Era posible también que tuviera que cambiar de escondite en

alguna que otra ocasión, por lo que tenía localizados por lo menos dos o tres rincones

por planta. Y de todos modos, siempre tendría la posibilidad de limitarse a cambiar de

planta si las cosas se ponían feas. El centro comercial contaba con cinco plantas, lo

cual daba muchas posibilidades a la hora de cambiar de escondite. Aitor confiaba en

que limpiasen a razón de una planta cada vez, lo que le daría la posibilidad de estar

siempre más o menos al tanto de qué plantas eran seguras. 

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Una vez transcurridos los cinco minutos, Aitor salió de la zona de aseos con todo

el sigilo que sus nervios le permitían. Durante sus días de vigilancia del centro

comercial, había observado que el despachito donde el vigilante descansaba y pasaba

las horas muertas mientras no hacía su ronda por el edificio estaba en la planta baja,

así que nada más salir de los baños y comprobar que no había moros en la costa,

 Aitor se dirigió a las escaleras para ir a la planta uno. Tenía claro que debería subir

andando por alguna de las múltiples escaleras mecánicas repartidas por toda la

planta, ya que no se fiaba de que no pudieran descubrirle si usaba las escaleras de

emergencia y estaba seguro de que lo harían si se le ocurría poner en marcha uno de

los ascensores. Además, tampoco contaba con que los ascensores funcionasen, por lo

que ni se molestó en ir a comprobarlo. Las escaleras mecánicas tampoco

funcionarían, pero al menos seguían conservando su funcionalidad como escaleras

normales. Además, y para su fortuna, ni siquiera las habían bloqueado de alguna

manera poniendo cadenas delante o cualquier otra forma de impedir el acceso. Aitor

se congratuló por su buena suerte y comenzó a andar por la escalera despacio y con

cuidado mientras miraba en todas direcciones. 

Llegó por fin a la planta uno y se dirigió sin demora al primer escondite

planificado. Llevaba una lista en la que había anotado la situación de cada uno de los

escondites y unos pocos detalles de las cosas que había junto a cada uno para facilitar

su localización, por lo que no le costó mucho llegar al más cercano de los situados en

esa planta. El lugar se encontraba en una esquina de la sección de colchones y ropa

de cama del centro comercial, y consistía simplemente en un hueco que quedaba

oculto detrás de varias camas y unos cuantos colchones en exposición. No era el lugar

más seguro del mundo, pero sí era al menos uno en el que resultaba difícil ver más

allá de cinco metros, tanto para alguien que estuviese en ese rincón, como para

alguien que mirase hacia allí. Y Aitor suponía que incluso para una cámara de

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seguridad resultaría difícil ofrecer una imagen de la zona, por muy amplio que fuera su

radio de acción. De hecho, ese era uno de los detalles a los que Aitor había dado más

importancia a la hora de descartar unos escondites en favor de otros. 

Se acomodó en el rincón como buenamente pudo y sacó el libro de la mochila.

Para estar lo más cómodo posible, había escogido un libro de bolsillo de reducidas

dimensiones que, si era necesario, pudiera esconder rápidamente si se veía en peligro

o con posibilidades de ser atrapado. De todos modos, teniendo en cuenta que debería

estar casi todo el tiempo con un ojo puesto en el libro y otro en los alrededores,

tampoco creía que fuese a leer mucho, razón esta que le había llevado también a

escoger un libro sencillo que no le molestase demasiado no poder leer con comodidad

o no poder siquiera terminarlo. De todos modos, era un libro insignificante, una

colección humorística de noticias curiosas de los principales diarios del país que le

había regalado su madre en su último cumpleaños. Nunca lo había leído entero y

tampoco le preocupaba en exceso, pero por lo menos era lectura ligera, justo lo que

necesitaba en esos momentos. 

Pasó cerca de treinta y cinco minutos sin ningún sobresalto, leyendo

tranquilamente y ahogando alguna que otra risa esporádica provocada por las

estrambóticas noticias sobre las que estaba leyendo. Al cabo de ese tiempo, oyó su

primer ruido. Alguien estaba subiendo por las escaleras y, a juzgar por la lentitud con

la que lo hacía y el ruido que producía, daba la impresión de que lo hacía llevando

algo bastante pesado. Aitor supuso entonces que quien subía sería algún empleado

de la empresa de la limpieza, así que guardó el libro en la mochila y se dirigió a paso

ligero, aunque con sigilo, a las escaleras del otro lado de la planta. Una vez allí, echó

un vistazo en dirección a la planta baja, con la esperanza de que quien estaba en esos

momentos a punto de acceder a la planta uno, lo hubiera hecho desde la planta baja,

lo cual le daría quizá la opción de refugiarse en esa planta y rezar para que el servicio

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de limpieza fuera planta por planta desde la planta baja hasta la planta cuatro. Miró

hacia abajo por espacio de unos dos minutos aproximadamente, pero el ángulo de

visión que tenía desde su localización no le permitía afirmar que no había nadie

limpiando la planta baja. Además, recordó también que la planta baja era, por así

decirlo, el cuartel general del vigilante, por lo que al final decidió que sería mejor subir

en vez de bajar. Confiando en su intuición, decidió también que sería mejor refugiarse

en la planta cuatro, que seguramente sería la última en recibir la visita del equipo de

limpieza. 

 Aitor pasó como una exhalación por las plantas dos y tres, pero al final debió

quedarse en esta última. No sabía ni cómo ni por qué, pero la planta cuatro no era

accesible, al menos en esos momentos. Era la planta en la que se encontraban la

cafetería y un restaurante de lujo, lo que hizo pensar a Aitor que seguramente esa

sería su forma de protegerla: aislarla del resto del centro comercial. Supuso que un

restaurante de lujo sería un lugar con cosas demasiado caras como para jugársela

dejando que las limpiase cualquiera, aunque tampoco acababa de entenderlo, sobre

todo pensando en que si era un sitio de lujo, sería más importante mantenerlo limpio.

No dio más importancia a esos pensamientos y echó un vistazo a la parte de su lista

en que se describía la planta tres, ya que lo más importante en esos momentos era

esconderse y, más que nada, esconderse bien. La planta tres era la dedicada a

electrónica, instrumentos musicales e informática, lo cual no dejaba muchos espacios

en los que alguien pudiera acurrucarse para esconderse. Para esa planta, Aitor había

marcado como muy interesante un gran mostrador en el que se vendían suscripciones

a la televisión digital. Además de amplio, contaba con un interior completamente hueco

que quedaba tapado por arriba y por delante, lo cual lo hacía ideal para ocultarse. Aitor

no había tenido oportunidad de comprobar la amplitud del lugar, pero desde fuera

parecía bastante grande. No había tenido mucho tiempo de examinarlo, ya que la

única opción que tuvo para ello fue hacerse pasar por un cliente interesado en la

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televisión digital y observar mientras hacía un sinfín de preguntas al vendedor. Tardó

cerca de diez minutos en que se le acabasen las ideas para nuevas preguntas, así que

tuvo que dar la observación por buena y concluida. 

El sitio resultó ser menos espacioso de lo que Aitor había pensado, pero aún así

era suficiente para una persona de su constitución, aunque no para una persona de su

constitución con un libro, así que Aitor tuvo que conformarse con entretenerse con sus

propios pensamientos. Iba a pasar bastantes horas a solas con sus pensamientos, por

lo que sería mejor que se llevase bien consigo mismo si no quería llegar a aburrirse

soberanamente. Pero eso no era lo peor. Lo peor era que las dimensiones del lugar le

obligarían a pasar la mayor parte del tiempo tumbado, lo cual podía resultar bastante

peligroso atendiendo a la hora que era y a que él no había dormido nada durante el

día. De hecho, había intentado echar una pequeña siesta después de comer, como

hacía muchas otras tardes antes de volver al colegio, pero los nervios se lo habían

impedido. De todas for mas, incluso habiendo podido echar esa siesta, sólo habría

podido ser de una escasa media hora, lo cual tampoco hubiese marcado una gran

diferencia si iba a pasar una noche entera sin dormir. 

Cuando llevaba ya cerca de diez minutos a solas con sus pensamientos, los

cuales no había logrado apartar de la apuesta y el centro comercial, volvió

nuevamente a oír pasos. Aitor se dispuso entonces a salir otra vez en busca de un

nuevo escondite, pero le fue imposible. Cuando estaba ya a punto de salir de su

escondite, notó que los pasos sonaban más cerca, tanto que llegó a ver unas piernas

muy cercanas a su cabeza. Se giró todo lo rápido que pudo confiando en no ser visto y

se colocó en la misma postura en que se encontraba antes de oír los pasos, pero lo

más pegado posible a la parte frontal del mostrador. Se esforzó en no hacer el más

mínimo ruido, y casi ni respiraba. 

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Unos instantes después, vio por fin a quien producía los pasos que oía. O más

bien vio sus piernas. A juzgar por su forma, eran las piernas de una mujer, que vestía

una minifalda que Aitor no veía pero sí intuía, y unas sencillas playeras blancas. Aitor

vio también que portaba una escoba en una de sus manos y eso fue lo que más miedo

le dio. Sabía que, tarde o temprano, esa mujer empezaría a limpiar con la escoba

debajo del mostrador en que se encontraba y que, aunque probablemente no se

agacharía para hacerlo y no podría verle, iba a recibir más de un golpe con la escoba,

golpes que tendría que encajar de la mejor manera posible si no quería ser

descubierto. Estaba seguro de que no sería nada fácil, pero al menos debería

intentarlo. Con un poco de suerte, tal vez pudiera esquivar la escoba sin más, pero

tampoco creía que fuera fácil o tan siquiera posible. 

 Aitor pudo esquivar sin problemas la primera acometida de la escoba con sólo

reptar un poco hacia atrás. Pero la segunda fue harina de otro costal. En ese caso.

 Aitor intentó reptar hacia delante lo más rápido posible, pero sus cálculos no fueron

muy exactos y recibió un fuerte golpe de escoba en su entrepierna, lo cual provocó un

sonoro quejido por su parte. Como era de esperar, la escoba se apartó de inmediato y

las piernas que Aitor había visto frente a él empezaron a doblarse. 

— ¿Quién coño eres tú? — dijo la mujer de la limpieza, una mujer joven de unos

veinte años mientras se agachaba — ¿Y qué cojones haces aquí? Tú no deberías

estar aquí. 

— Espera, no avises a nadie, por favor — dijo Aitor mientras extendía su mano

hacia delante y agarraba la de la mujer —. No he venido a robar nada ni voy a hacerte

daño. Por favor, no digas nada a nadie. 

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— Claro, seguro que no — respondió la mujer sonriendo —, no has venido a

robar nada. Y si no has venido a robar, ¿se puede saber a qué has venido? 

 Aitor salió de su escondite, se sentó en una silla que había cerca del mostrador

(cosa que agradeció) y empezó a contar su historia a la mujer de la limpieza. Le contó

la historia de la apuesta y de cómo habían decidido en qué iba a consistir. Aprovechó

su gran habilidad para contar cuentos y adornó la historia tanto como su imaginación

le permitió. No olvidó ningún detalle, e incluso habló de cómo había estado

observando el centro comercial y había establecido el plan a seguir. Cuando terminó

de contar la historia, la mujer tenía un marcado gesto de sorpresa en su cara. 

— Ostia tío, ¿en serio estas aquí por una apuesta? — dijo la mujer al tiempo que

cambiaba el gesto de sorpresa por una sonora risa —. Ya sabía yo que los tíos sois

tontos, pero nunca hubiera imaginado que podíais ser capaces de algo tan exagerado.

Pero me gusta, tío. ¡Qué guay! 

— Me alegro de que te guste — respondió Aitor usando su cara de no haber roto

un plato —. Sólo te pido que no le digas nada a nadie. 

— Vale, de acuerdo, pero con una condición — respondió la mujer con una

mirada de complicidad —. Yo te ayudo si tú me dejas hacerte compañía durante la

noche cuando termine mi trabajo. Veo que no eres muy hábil escondiéndote, pero yo

puedo ayudarte. Cerca de aquí hay un armario donde dejo el uniforme de faena y mis

utensilios. Puedes esconder te ahí sin miedo a que nadie que no sea yo entre y te

descubra. Qué, ¿hay trato? 

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— De acuerdo, dejaré que me acompañes, pero como me des problemas, te dejo

tirada sin pensarlo — respondió Aitor mientras extendía su mano en dirección a la

mujer —. Por cier to, yo me llamo Aitor. 

— Encantada, yo soy Yolanda — dijo ella mientras estrechaba la mano de Aitor. 

Yolanda dirigió a Aitor hacia el armario del que le había hablado. No era

excesivamente grande, pero al menos era un sitio donde esconderse. Apartando las

escobas, fregonas y trapos, aún quedaba suficiente espacio como para que un hombre

no muy gordo pudiera caber sentado. El sitio carecía completamente de luz, pero Aitor

todavía contaba con su linterna. Esperaba no tener que quedarse mucho tiempo en el

ar mario con la linterna, de la cual no se fiaba demasiado. Nunca no se lo había

contado a nadie, pero aún conservaba gran parte de ese miedo infantil a la oscuridad

y, aunque casi lo había superado, aún se sentía intranquilo en lugares sin luz. De

hecho, no había cosa que odiase más que el insomnio, que le obligaba a estar

despierto y consciente en un lugar sin luz. Cada vez que sufría un mínimo de

insomnio, era ya incapaz de dormir, debido a que cuanto menos dormía, más nervioso

se ponía, y cuanto más nervioso se ponía, menos dormía. 

Yolanda cerró la puerta justo en el momento en que Aitor encendió la linterna y

siguió con su trabajo mientras él se daba a la lectura. Pasó leyendo con calma durante

cerca de una hora y media, durante la cual pudo oír a varias personas además de

Yolanda. No oía bien lo que decían, pero por sus voces estaba seguro de que ninguna

de ellas era el vigilante nocturno. Esa idea no le gustaba nada en absoluto, ya que

echaba por tierra su teoría de que cuando el equipo de limpieza finalizase su labor,

sólo quedarían en el edificio él y el vigilante. Oía gente que pasaba y se alejaba, pero

la necesidad de mantener seguro su escondite le impedía comprobar dónde iban. No

podía ni siquiera abrir la puerta un simple centímetro, lo cual le desesperaba. A pesar

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de que no era necesario para la buena finalización de la apuesta, quería saber quiénes

eran esas personas, que eran demasiadas para formar parte del equipo de limpieza, y

sobre todo, qué hacían en el centro comercial y dónde iban. 

 Al fin, Yolanda abrió el armario y en una rápida mirada, Aitor vio que la escalera

mecánica que daba acceso a la planta cuatro ya no estaba bloqueada. Eso parecía

responder a la pregunta de dónde iban todas las personas que pasaban mientras él

estaba leyendo en el armario, pero aún seguía sin estar del todo seguro. 

— Bueno, tío, ¿cuál es el plan ahora? — dijo Yolanda mientras Aitor se

enderezaba y salía del armario —. Creo que eso no me lo has contado antes. 

— Bueno, si te soy sincero, en realidad nunca he tenido un plan muy definido — 

respondió Aitor con cara de inocencia —. Mi idea siempre fue esperar a que el equipo

de limpieza terminase y a partir de ese momento, ir de acá para allá curioseando un

poco y manteniéndome alejado del vigilante. Bueno, al menos hasta que faltase poco

para la hora de abrir. Vamos, que en algún momento tendría que ir a por la porra del

vigilante. 

— Joder, tío, realmente un plan cojonudo — respondió Yolanda al tiempo que

empezaba a reír —. ¿Eso es realmente todo lo que se te ocurre hacer? Hay que ver,

ciertamente lo tenías todo muy bien preparado. 

—Vale, de acuerdo, reconozco que no soy un gran estratega, pero creo que aún

puedo sorprenderte si me dejas. 

— Venga, sorpréndeme. 

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— De acuerdo, esta es la idea. Supongo que como tú has estado aquí fuera, ya

lo habrás visto, pero yo no. El caso es que mientras estaba en el armario, he notado

como pasaban varias personas. Al principio no tenía manera de saber dónde iban,

pero ahora que veo que la escalera vuelve a estar accesible, y supongo que habrán

ido a la planta de arriba. Dime, ¿no te interesaría saber qué hace tanta gente ahí

arriba? 

— Si te digo la verdad, ver pasar a toda esa gente no es algo que me haya

sorprendido en absoluto, lo veo todos los días — contestó Yolanda —. Siempre he

sentido curiosidad por saberlo, pero nunca me he atrevido, mayormente porque mi jefa

me advirtió sobre ello hace tiempo y me prohibió terminantemente subir. 

— ¿Y no quieres saber qué pasa ahí arriba? — dijo Aitor mirando a Yolanda con

gesto de complicidad —. Seguramente no será más que una timba de poker

organizada por algún empleado del centro comercial, pero no puedo dejar de sentir

mucha curiosidad. Además, me apuesto lo que quieras a que ni el guarda de

seguridad tiene permiso para subir allí. Probablemente y aunque parezca mentira, será

la zona más segura de todo el edificio. 

— Bueno, no sé, me atrae la idea, pero no debería — Yolanda se quedó en

silencio durante unos instantes, como si estuviera pensando —. Mira, te voy a decir

una cosa, me da igual. Quiero hacerlo y quiero hacerlo ahora. 

— ¡Así se habla! — respondió Aitor exaltado — Vamos allá. 

— Bueno, tío rápido, frena un poco, se te olvida una cosa —contestó Yolanda

entre risas —. Por lo menos me darás unos minutos para que me quite este asqueroso

uniforme, ¿no? 

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— Vale, vale, lo siento. Tú cámbiate, que yo te espero aquí. 

— Bueno, pues en ese caso tendrás que darte la vuelta. Como puedes imaginar,

no tengo intención de cambiarme en esa mierda de armario, y generalmente, a estas

horas no suele haber nadie aquí aparte de mí. 

 Aitor se dio la vuelta mientras Yolanda comenzaba a desvestirse e

inmediatamente, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa. Yolanda no parecía

haberse dado cuenta de que la puerta del armario se había quedado abierta, y 

también debía de haber olvidado que dicha puerta contaba con un espejo interior que

en esos momentos estaba mostrando su imagen. Aitor, que ya se había fijado en

Yolanda, morena y con unos bonitos ojos azules, pudo ver que el cuerpo no

desmerecía en absoluto del rostro. No era una de esas top models de curvas

perfectas, pero era una mujer verdaderamente hermosa y que, como el mismo solía

decir, “tenía donde agarrar”. Verdaderamente, tenía claro que era del tipo de mujer

que a él le gustaba. 

 Antes de que la propia Yolanda se diera cuenta del detalle del espejo, Aitor había

sido lo suficientemente rápido e inteligente como para girar la cabeza un poco más y

dejarla en una posición en la que no veía ni el espejo ni a Yolanda. 

— Eh, ¿no habrás estado mirado a ese espejo? — dijo Yolanda con voz airada. 

— Bueno, estoy mirando hacia otro lado, ¿no? — respondió Aitor sin volver la

cabeza —. Si estuviera mirando hacia el espejo, tendrías algo que decirme, pero no

creo que haya razón para dudar, ¿no? 

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— Vale, vale, dejémoslo estar — respondió Yolanda en tono conciliador —. Si

vamos a pasar unas cuantas horas juntos aquí, será mejor que nos llevemos bien. 

Yolanda había terminado ya de cambiarse de ropa, así que Aitor recogió y

organizó su mochila mientras ella guardaba las escobas y fregonas en el armario. Una

vez que terminó, Aitor le indicó con la cabeza que le siguiera y ambos empezaron a

caminar despacio y sigilosamente en dirección a la escalera mecánica. Aitor fue el

primero en empezar a subir y Yolanda le siguió a la prudencial de distancia de medio

metro. Aitor no podía evitar sonreír cada vez que echaba la vista atrás y veía ese

detalle. 

— ¿Qué pasa? ¿Tanto miedo tienes? — dijo Aitor mirando a Yolanda pero sin

dejar de subir por la escalera —. Si quieres te cojo de la manita para que no tengas

miedo. 

— Anda a tomar por culo, mamón — dijo Susana sonriendo —. Te apuesto lo

que quieras a que te meas en los pantalones antes que yo. 

— Eh, no es mala idea — dijo Aitor uniéndose a la risa de Yolanda —. ¿Qué te

par ece si apostamos una cena? 

— Mira tú, una cosa tengo que reconocerte — dijo Yolanda sin dejar de reír —.

Por lo menos eres más original que otros a la hora de pedir una cita a una chica. Que

sea una cena entonces. 

— Amén. 

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Cuando llegaron arriba, todo parecía estar completamente normal, salvo por el

detalle de que la luz en esa planta era ligeramente más tenue que en el resto del

centro comercial. Había subido por una escalera que quedaba muy cerca de una de

las esquinas de la planta, y eso les daba una vista panorámica casi perfecta. 

La zona más cercana a la escalera era la de la cafetería, la cual consistía

simplemente en una larga barra frente a la cual se hallaba una hilera perfecta de

taburetes altos. Había unas diez mesas con sus correspondientes sillas y tras las

mesas, una pared que separaba la cafetería del restaurante y en cuya mitad se

hallaba una elegante puerta de madera que por su aspecto, tenía que ser bastante

cara, acorde con el resto del establecimiento. La barra de la cafetería era también de

madera bastante elegante y relucía casi como si fuera nueva, dando la impresión de

que había sido limpiada antes que el resto del edificio. De hecho, todos los elementos

de la cafetería, desde las sillas hasta la más pequeña de las lámparas, pasando por

las barras metálicas de los taburetes, presentaban el mismo impoluto aspecto. 

— Eh, ¿no decías que no os dejaban subir aquí? — dijo Aitor dirigiendo su

mirada a Yolanda —. Pues no lo parece, este sitio tiene pinta de haber recibido la

mejor limpieza de su vida. 

— No sé, tío, esto es muy raro — respondió Yolanda —. No tengo ni idea de

quién ha podido limpiar este sitio, pero puedo asegurarte que no he sido yo ni ninguna

de las que trabajan conmigo. Es más, ese es un detalle que siempre comentamos

entre nosotras y que nunca hemos llegado a entender. Puedo asegurarte también que

ninguna de mis compañeras ha subido jamás ahí arriba. Esto cada vez me gusta

menos, tío. 

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— ¿Tan pronto y ya te estás acobardando? — dijo Aitor mientras intentaba

disimular sus propios temores poniendo una expresión fría en su rostro —. Por mí

está bien, así me gano la apuesta. Aunque supongo que siempre saldría ganando de

todos modos, ¿no? 

— Tú calla, capullo, y sigue andando, que aún nos queda mucho por ver — dijo

Yolanda lanzando una mirada asesina a Aitor. 

Siguieron andando, y a medida que se acercaban a la puerta del comedor,

empezaron a oír voces, aunque no eran capaces de identificar a quién o quiénes

pertenecían o qué estaban diciendo. Parecía como si varias personas estuvieran

manteniendo una acalorada discusión, lo cual parecía confirmar la teoría de Aitor

sobre la partida clandestina de poker. 

 Aitor llegó a la puerta del comedor y se dispuso a intentar abrirla con mucho

cuidado. No confiaba realmente en poder abrirla, ya que esperaba encontrarla cerrada

con llave a cal y canto. Para su sorpresa, no era así y la puerta comenzó a ceder

lentamente. Era una puerta de madera maciza muy gruesa y pesaba muchísimo, lo

cual dificultaba en gran medida la tarea de abrirla con cuidado y lentitud. Tras cerca de

un minuto, Aitor logró abrir la puerta lo suficiente como para poder ver qué había tras

ella, pero se llevó una tremenda decepción. Seguía oyendo las voces, cada vez más

cercanas y fuertes, pero todavía no veía nada, aparte de un montón de sillas

colocadas en círculo y un par de mesas en el centro del círculo. 

Eso fue lo primero que llamó la atención de Aitor y además le sirvió para disipar

por completo la desilusión inicial. A juzgar por lo que estaba viendo, algo raro estaba 

ocurriendo ahí, y ya no le parecía que tuviera nada que ver con partidas de cartas.

Estaba claro que esa no era la disposición normal del mobiliario de un restaurante de

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lujo y si alguien se había tomado la molestia de mover las sillas y las mesas de esa

manera, tenía que ser por algo, fuera lo que fuera. 

— ¿Te has fijado en las sillas? — dijo Yolanda al tiempo que apoyaba su cabeza

en el hombro derecho de Aitor —. Qué cosa más rara, ¿no? 

— Sí, realmente es raro, de eso no hay duda. Pero, ¿para qué cojones querría

alguien poner así las sillas? ¿Es que van a jugar al corro de la patata o al juego de las

sillas? 

— Sí, hombre, claro. Luego cuelgan una piñata y acaban con los Reyes Magos

repartiendo caramelos, no te jode. 

— Vale, vale, que sólo era un chiste tonto para calmar los nervios. Bueno, ¿te

atreves a seguir adelante? 

— Yo por supuesto que me atrevo, tío. A ver si tú te atreves también, tío gallito. 

 Aitor se dirigió a abrir la puerta de par en par, pero se detuvo de repente. Había

visto que la puer ta del fondo del restaurante, que daba a la cocina, estaba empezando

a abrirse. Parecía que alguien se dirigía también al restaurante en ese momento, y no

era muy buena idea que les pillasen con las manos en la masa. Aitor echó la mano

atrás para detener a Yolanda, que parecía tener mucha prisa por entrar en el

restaurante, y le señaló la puerta de la cocina, que ya estaba abierta, aunque todavía

no se veía quién estaba al otro lado. Yolanda asintió con la cabeza, se tranquilizó, y

volvió a su posición anterior. 

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— No tengo ni idea, pero estoy empezando a temer lo peor — respondió Aitor

con un tono de voz similar —. Y no me gusta nada. 

El hombre, al que Aitor, basándose en los conocimientos adquiridos tras años de

ver diversas películas, había ya identificado como una especie de sumo sacerdote,

depositó al niño en la mesa del centro del comedor mientras los otros seis individuos

se sentaban en las sillas. No ocuparon todas las sillas, sólo tres en cada lado. En

ambos lados quedaron ocupadas la primera silla, la última y la central, como formando

algún tipo de dibujo que Aitor no acertaba a comprender. Aparte de eso, su cabeza y

su atención estaban centradas en el personaje central y el niño al que estaba

sujetando sobre la mesa, y que se mostraba sereno y sin llorar. 

En ese momento, el sumo sacerdote comenzó a hablar. 

— Aquí estamos, oh dioses de la muerte de nuestros antepasados. Te invoco a

ti, oh Baldoroth, dios de la noche y a ti, Armengoth, dios de la ira, para que me

acompañéis en esta noche en la que os presento este sacrificio, sangre de mi sangre,

para confirmaros mi absoluta lealtad —. En ese momento, el hombre levantó al niño

ante sí como un jugador de fútbol levanta un trofeo y alzó la mirada hacia el techo —.

He aquí mi sacrificio, que os presento junto a mis hermanos, formando la sagrada

figura que mi abuelo formó hace cincuenta años y como ya habían hecho su abuelo y

el abuelo de su abuelo, desde los albores de la humanidad. Os imploro que unjáis de

nuevo a mi familia con vuestra bendición por cincuenta años más, mientras yo, vuestro

humilde servidor, perpetúo vuestras enseñanzas en mi familia. 

En ese momento, el hombre depositó nuevamente al niño sobre la mesa y, tras

echar una mano a su espalda, sacó un cuchillo de grandes dimensiones que

inmediatamente colocó con el filo hacia abajo a medio metro del niño. 

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— Joder, tío, ¡lo va a hacer! ¡Va a matar al pobre niño! — dijo Yolanda entre

sollozos —. Tío, tenemos que hacer algo, tenemos que impedirlo. 

— Ya, ¿y qué coño quieres que hagamos? — dijo Aitor visiblemente afectado,

pero intentando mantener la calma en la medida de lo posible y no levantar la voz para

que sólo Yolanda le oyese —. ¿Acaso crees que podemos entrar ahí dentro corriendo,

llevarnos al niño y salir de aquí antes de que nos maten? Debemos asumir que no

podemos hacer nada ahí dentro, pero aún podemos llamar a la policía y hacer que

vengan aquí. No es mucho, pero al menos conseguiremos que no vuelva a ocurrir.

¿Tienes un móvil? 

— No uso móvil — respondió Yolanda, que no se había calmado, pero al menos

había bajado el tono de voz —. Nunca lo he necesitado 

— Mierda, debemos de ser las dos únicas personas del mundo sin móvil — dijo

 Aitor en tono triste —. Te juro que si salgo de esta, mañana mismo me compro uno.

Bien, tendremos que confiar en que por la noche no desconecten los teléfonos

públicos del edificio. No me apetece seguir aquí, al menos en esta planta. Vayamos a

otra planta y llamaremos desde allí. 

— Vale, detrás de ti — respondió Yolanda. 

Los dos se dieron la vuelta lentamente y empezaron a andar con el mismo

cuidado en dirección a las escaleras mecánicas. Justo en ese instante, Aitor recordó

que no había cerrado de nuevo la puerta y supuso que si alguien la encontraba abierta

no tardarían en descubrirles. Tocó un hombro de Yolanda y cuando ésta se paró, le

hizo entender por medio de gestos que debía volver hacia la puerta. Yolanda pareció

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querer decir algo, pero al final se limitó a bajar la mirada al suelo y empezó a jugar de

forma nerviosa con su pelo. 

 Aitor se acercó de nuevo a la puerta y empezó a moverla con muchísima calma,

más lentamente incluso que cuando la abrió. Hubiera logrado cerrarla de no ser

porque, mientras el sumo sacerdote todavía sostenía el cuchillo en alto sobre el niño,

uno de sus compañeros sentados alrededor giró la cabeza justo a tiempo para ver a

 Aitor en acción. En ese momento, empezó a gritar, pero de una manera que casi no

parecía ni humana. En lugar de un grito al uso era un sonido agudo y estridente que se

metió hasta el fondo de la mente de Aitor, que inmediatamente se quedó en blanco y

sin el más mínimo poder de reacción. Yolanda intentó también reaccionar, pero el

esfuerzo para intentar sacar de su cabeza ese horrible sonido era demasiado, más de

lo que podía aguantar. Antes de que ninguno de los dos pudiera reaccionar, estaban

rodeados por los seis individuos de las túnicas blancas, y el sumo sacerdote o lo que

fuera había desaparecido dejando atrás el cuchillo. Lo último que notaron ambos fue

un golpe seco en la cabeza y oscuridad. 

 Aitor fue el primero en recuperar la consciencia y pudo evaluar la situación antes

de que Yolanda despertara.. Estaban tirados en uno de los pasillos del supermercado

y, por lo que pudo ver, las escaleras mecánicas estaban o bien bloqueadas o bien muy

vigiladas, demasiado como para un enfrentamiento directo. No tenía demasiadas

opciones, salvo quizá echar un vistazo en la estantería de los objetos de cocina y

hacerse con algún cuchillo de carnicero de buen tamaño, aunque no parecía una

alternativa demasiado viable. En ningún momento había visto que esos hombres

estuvieran armados, pero tampoco pondría la mano en el fuego porque no lo

estuvieran, así que decidió abandonar la idea del cuchillo. 

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El supermercado contaba con varios ordenadores, seguramente utilizados para

tareas de gestión como realizar pedidos y alguna que otra venta, lo que llevó a Aitor a

pensar que probablemente estarían conectados a Internet. Recordó que una vez,

tiempo atrás, había leído en algún sitio que en Internet había varias páginas en las que

explicaban cómo fabricar bombas caseras, así que decidió investigar un poco. Yolanda

estaba ya despierta, aunque todavía un poco aturdida, pero entendió rápidamente la

idea de Aitor. 

Tras unos pocos minutos de investigación, Aitor descubrió en Internet una página

en la cual explicaban cómo fabricar una bomba casera con una pila alcalina, agua

oxigenada y una botella de agua. Según la información obtenida, la mezcla

conseguida con el óxido de magnesio de la pila y el agua oxigenada ejercería una

enorme presión en la botella, que explotaría al poco tiempo de cerrarla. Necesitaría

seguramente la ayuda de Yolanda para preparar al menos tres o cuatro bombas de

esas entre los dos y poder así sembrar la confusión entre sus captores. No sería la

solución definitiva, pero con algo de suerte tal vez fuera una distracción suficiente

como para lograr huir, aunque tuviera que ser sin la porra del vigilante. 

 Aitor fue a buscar pilas alcalinas mientras Yolanda hacía lo propio con botellas

de agua de dos litros. Una vez conseguido el material, fueron a por el agua oxigenada

y Aitor se acercó al ordenador para poder leer las instrucciones, ya que no podía

 jugársela imprimiéndolas. El proceso parecía simple, aunque en la página advertían

que había que ser muy cuidadoso, ya que algunos de los materiales por separado y

todos ellos juntos luego podían resultar bastante dañinos para la piel si se

manipulaban de forma inadecuada. Lo primero fue buscar una esquina apartada

donde no pudieran verles y donde ellos pudieran vacar las botellas de agua. De eso se

encargó Yolanda, que una vez hubo vaciado las botellas, las llenó de nuevo, esta vez

con agua oxigenada. 

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— Mierda — dijo Aitor mientras Yolanda estaba vaciando la tercera botella de

agua —. No te molestes en terminar de vaciar esa botella. Y de la que queda te

puedes olvidar también. 

— ¿Qué pasa? — preguntó Yolanda, que no había dejado de vaciar la botella —. 

¿No hay suficientes pilas? No creo que eso importe mucho, estamos en su

supermercado. Dime dónde están las pilas y ya voy yo a por ellas. A menos que estés

haciendo bombas pijas que necesiten pilitas de marca. — Yolanda empezó a reír. 

— No tiene que ver con eso, y no es ningún chiste — respondió Aitor lanzando

una profunda mirada de reproche a Yolanda —. Lo que pasa es que según esto, hay

que lanzarlas nada más enroscar el tapón. Hay que ser rápidos y nosotros sólo somos

dos. Tendremos que conformarnos con hacer sólo dos bombas, y tú tendrás que hacer

y lanzar una. 

— Yo no pienso hacer eso — respondió Yolanda indignada —. No pienso andar

manipulando esas cosas. ¿No podrías buscar una página en la que cuenten cómo

hacer una bomba menos peligrosa? 

— Mira, Yolanda, te lo voy a explicar de una forma muy sencilla, a ver si lo

entiendes. Punto número uno: ya hemos perdido bastante tiempo buscando el material

para estas bombas. Punto número dos: no sé cuánto tiempo más estarán los tíos

estos de las capuchas esperando sin hacernos nada, pero no creo que sea

demasiado. Y punto número tres: si las bombas no fueran peligrosas, no se usarían en

la guerra, ¿no crees? Mira, si quieres puedes ir a buscar unos guantes de esos de

cocina, pero nada más. No tenemos tiempo que perder y te necesito, no puedo

arriesgarme a hacer las dos bombas yo sólo y que me explote una en la cara.

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Teniendo en cuenta que el principal ingrediente es el agua oxigenada, tal vez su único

efecto sea teñirme de rubio, pero no seré yo quien lo compruebe, ¿entendido? 

— Vale, entendido, lo siento — respondió Yolanda mientras dejaba en el suelo la

botella que estaba vaciando —, pero es que todo esto me pone muy nerviosa. ¿Los

guantes son realmente necesarios? 

— No realmente, pero si te sientes más tranquila, ve a por ellos. De todos

modos, con guantes o sin ellos, tenemos que trazar un plan. Cuando las botellas estén

cerradas, no habrá tiempo para decidir qué hacer con ellas, así que lo mejor es decidir

cuanto antes. Veamos, tenemos dos escaleras en esta planta, y ambas son accesibles

desde aquí. En cada una de ellas tenemos dos encapuchados, así que con dos

bombas nos libraremos de cuatro, o al menos los atontaremos durante un rato. Eso

nos deja con tres tipos más, aparte del vigilante. Son más que nosotros, pero al menos

tendremos más oportunidades que contra ocho. ¿Estás conmigo? 

— Estoy contigo, tío. 

— Perfecto, la cosa será sencilla. Yo me ocuparé de los de la izquierda y tú

lanzarás tu bomba a la derecha. ¿De acuerdo? 

— De acuerdo, tío. Y ahora explícame cómo se hace la puñetera bomba esa. 

 Aitor explicó el proceso a Yolanda sin omitir ningún detalle y haciendo especial

hincapié en los consejos que daban en Internet para evitar heridas en las manos por el

contacto con los materiales. Una vez que Yolanda hubo escuchado el proceso y era

capaz de repetirlo de memoria, comenzaron a montar sus dos bombas. El proceso,

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que en realidad era bastante sencillo, les llevó unos diez minutos. Cuando terminaron,

se miraron y miraron a sus objetivos. 

— ¡Ahora! — gritó Aitor — ¡Hazlo ahora! 

El grito alertó a los encapuchados, que sólo tuvieron tiempo de girar la cabeza

antes de que las botellas lanzadas por Aitor y Yolanda llegasen donde ellos. La

presión de la mezcla contenida en ambas botellas las hizo reventar justo en las caras

de los cuatro hombres. Las sustancias de las bombas impregnaron sus caras y el

óxido de magnesio, que según la página de la que Aitor había sacado la información

solía venir mezclado con pequeñas cantidades de ácido sulfúrico, comenzó a irritarles

el rostro y sobre todo, los ojos. La confusión fue suficiente para que Aitor y Yolanda

pudieran abrirse paso entre ellos con relativa facilidad y tuvieran acceso a la escalera

que llevaba a la planta tres. Aún les quedaba mucho para llegar a la salida, pero al

menos habían conseguido evitar uno de los obstáculos. Además, si los heridos

lograban avisar a sus compañeros, Aitor confiaba en que se mostrasen tan

confundidos como ellos y tardasen en reaccionar el tiempo suficiente como para darles

a Yolanda y a él el tiempo que necesitaban para huir. 

La planta tres no supuso ningún problema, ya que estaba tan vacía como cuando

habían subido antes y además, Aitor ya tenía previsto que en el caso de ocurrir algo,

siempre podrían usar el armario de los cacharros de Yolanda. Dos personas estarían

bastante justas en el armario, pero viendo quien sería la compañía, a Aitor no le

importaba mucho compartir su espacio vital con ella si era necesario. Al final no lo fue

e inmediatamente se dirigieron a la zona en la que se encontraban los teléfonos. 

— Yolanda, ¿tienes alguna moneda? — preguntó Aitor en tono jocoso —. Yo no

tengo ni un duro. 

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— Venga, tío, no me jodas — dijo Yolanda entre risas —. No me digas que no

tienes nada de dinero. 

— Como te puedes imaginar, no iba a comprar nada mientras estuviese aquí — 

contestó Aitor intentando mantener una cara y un tono de voz serios —. De hecho, en

caso de querer algo de lo que hay aquí, sólo tendría que cogerlo sin más, ¿no crees? 

— Vale, vale, de acuerdo — dijo Yolanda mientras sacaba un monedero, lo abría

y empezaba a buscar dentro de él. Aquí tienes, es todo lo que tengo suelto — Yolanda

dio a Aitor dos monedas de veinte céntimos y cerró el monedero. 

— Uy, pues me parece que te vas a reír — dijo Aitor muy sonriente —, pero es

que acabo de recordar que las llamadas al 112 son gratuitas. 

— Serás mamón — dijo Yolanda, que también mantenía la sonrisa —. Anda,

llama de una puñetera vez y no me toques más las narices. 

 Aitor se acercó a uno de los teléfonos, descolgó el auricular y se lo acercó a la

oreja. Tras unos segundos, varios golpes al teléfono y un par de cuelgues y

descuelgues del auricular, llegó a la conclusión de que los teléfonos no funcionaban. 

— Esto no funciona, tía. — dijo Aitor mientras dejaba el teléfono —. Mejor será

que bajemos. Tal vez en otra planta funcionen los teléfonos. Sé que es una tontería,

pero por probar tampoco se pierde nada. 

La novedad la tuvieron en esa planta. Poco después de llegar al final de la

escalera, oyeron pasos y Aitor se llevó a Yolanda a uno de los escondites que tenía

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apuntados para esa planta. De la misma forma que el armario, no era el lugar ideal

para esconder a dos personas, pero tendría que servir, fuera como fuera. Se

escondieron lo más rápido posible y vieron quién se acercaba. Era otro de los

encapuchados de la túnica blanca, que paseaba sin rumbo fijo con un walkie-talkie en

las manos. En ese momento, se oyó el característico chisporroteo del walkie-talkie y

 Aitor vio como el hombre se lo acercaba a la oreja. Después, puso cara de susto, dijo

algo y empezó a correr en dirección a la escalera de subida. Cuando estaba ya en

mitad de la escalera, Aitor y Yolanda salieron de su escondite corriendo y sin mirar

atrás. Pasaron a la misma velocidad por la planta uno, tan descuidadamente que

dejaron hacer a su paso una gran parte de los objetos que encontraron a su paso.

Casi sin tiempo para darse cuenta, llegaron a la planta baja. 

— Bien, ¿y ahora qué? — preguntó Yolanda en cuanto pusieron un pie en la

planta baja. 

— Tenemos que salir de aquí, eso es evidente — respondió Aitor bastante

nervioso —. Pero lo que más me jode es que la única manera de salir seguramente

implicará tener que robarle las llaves al vigilante. 

— ¿Y qué? ¿Tu estúpida apuesta no incluía quitarle la porra? No creo que haya

tanta diferencia entre una cosa y la otra, ¿no? 

— Mira, da igual — dijo Aitor con determinación —. Vamos a buscarle, cuanto

antes lo hagamos antes podremos salir de aquí y avisar a la policía. 

— ¿Pero no ibas a llamar por teléfono? — preguntó Yolanda cuando empezaron

a andar —. Has dicho que ibas a intentarlo otra vez en una planta distinta. 

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— Pues tienes razón. Me había olvidado. 

Se acercaron otra vez a un teléfono, aunque esa vez Aitor sólo necesitó un

intento para llegar a la conclusión de que los teléfonos de esa planta tampoco

funcionaban, como probablemente no funcionaría ninguno en ninguna otra planta. 

— ¡Me cago en la puta de oros! — gritó Aitor con grandes aspavientos — ¿Pero

que cojones hacen en este sitio cuando necesitan un teléfono por la noche? 

— Usamos un móvil — dijo inesperadamente una voz a la espalda de Aitor. 

 Aitor y Yolanda se dieron la vuelta al mismo tiempo y se encontraron cara a cara

con el vigilante nocturno, que no llevaba en su mano una porra, sino una pistola de

gran tamaño, que a Aitor le recordaba a las que usaba Clint Eastwood en las películas

de “Harry el sucio”. Junto al vigilante estaba el hombre que ejercía de sumo sacerdote

en el extraño ritual del restaurante. Se había retirado la capucha de la cabeza. 

— Quiero veros las manos en alto — dijo el vigilante mientras levantaba la pistola

en dirección a Aitor y Yolanda —. Y más vale que no hagáis ninguna tontería si no

queréis acabar con un agujero del tamaño de un puño en alguna parte de vuestros

cuerpos. 

— Vaya, no creo que esa pistola pueda calificarse de reglamentaria, ¿no? — dijo

 Aitor mientras levantaba las manos. 

— Digamos que me traigo mis propias herramientas para hacer mi trabajo — dijo

el vigilante riendo —. Además, mi jefe me deja tenerlo. ¿Verdad, jefe? 

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— Verdad, chaval, verdad — dijo el encapuchado. 

— ¿Jefe? — preguntó Yolanda. 

— Sí, jefe — dijo el encapuchado —. Como no vais a salir vivos de aquí, no creo

que haya problema en que lo sepáis. Me llamo Martín Irureta y soy el dueño de todo

esto. Y vosotros no sois más que dos malditos infieles que han profanado mi más

sagrado ritual. Voy a encargarme de que vuestra muerte sea lenta y dolorosa. 

— Pues yo casi preferiría que fuese rápida aquí mismo — dijo el vigilante con

voz triste —. No me gusta esto de tenerlos por aquí. Han visto demasiado y no me

haría ninguna gracia si intentaran escapar. 

— Mira, Antonio, déjalo ya — dijo el encapuchado con un tono de voz que hacía

ver que había repetido esa frase muchas veces en el pasado —. Bastante tienes con

que te deje usar esa pipa que parece la de Clint Eastwood, y eso ya me parece

demasiado. No quiero que hagas el Rambo, ya tengo todo pensado y controlado — el

vigilante bajó la cabeza y guardó el arma. 

Mientras los dos hombres discutían, Aitor y Yolanda se lanzaron una mirada de

complicidad y echaron a correr, cada uno en una dirección. Tal vez no pudieran huir,

pero había que intentarlo al menos. 

En el momento en que Aitor y Yolanda empezaron a correr, el vigilante sacó de

nuevo la pistola a gran velocidad y efectuó dos disparos, uno en dirección a Yolanda y

el otro hacia Aitor. El que se dirigía a Aitor pasó muy cerca de su cabeza y fue a

impactar en una pared. La otra pasó también muy cerca de su objetivo, aunque su

destino final fue muy distinto. Pasó casi rozando el brazo derecho de Yolanda y fue a

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dar con una estantería llena de latas de líquido refrigerador de coches, que resultó ser

muy inflamable. La primera lata, aquella en la que penetró la bala, empezó a arder casi

de inmediato, y no tardó mucho en explotar seguida de las que se encontraban a su

lado, al tiempo que el contenido de las demás empezaba a desparramarse. 

Una de esas explosiones hizo caer a Yolanda al suelo. Aitor vio lo ocurrido y se

dio la vuelta rápidamente para intentar ayudarle, pero no se dio cuenta de que, por

efecto de las explosiones, las estanterías habían empezado a caerse. Para cuando se

dio cuenta, le fue imposible reaccionar, ya que tenía una dirigiéndose a su cabeza y a

muy pocos centímetros como para poder esquivarla. El golpe fue bastante violento y

 Aitor quedó tendido a unos pocos metros de Yolanda. 

Mientras tanto, el vigilante y el dueño del centro comercial estaban totalmente

descolocados sin saber qué hacer, corriendo como pollos sin cabeza. 

— ¡Mierda! — gritó el dueño — ¿Dónde cojones está el sistema antiincendios? 

— Apagado, gilipollas — respondió el vigilante, que había tirado la pistola nada

ver las primeras explosiones —. Tú y tu puñetera manía de desconectar hasta los

teléfonos por la noche para ahorrar. ¿Y ahora qué? 

— ¡Pues coge el puto móvil, que para algo te lo pago, y llama a los bomberos! 

No hubo tiempo para más, ni llamadas a los bomberos ni huidas desesperadas.

Mientras unos descansaban inconscientes y otros discutían a grito pelado, el fuego se

había extendido hasta el techo y las lámparas, que, con sus cables quemados, habían

empezado a caer. Las lámparas caídas no tardaron en impactar en el vigilante y el

dueño que también quedaron tendidos sin sentido. Los otros encapuchados, tanto los

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que Aitor y Yolanda habían noqueado como los que estaban esperando en otras

plantas, no supieron nada de lo que estaba ocurriendo en la planta baja hasta que

intentaron llegar a ella y se encontraron con el fuego en alguna de las intermedias.

Para cuando se movieron de sus puestos, extrañados por la falta de noticias de sus

compañeros, el fuego ya se estaba extendiendo a todo el edificio. 

 Al cabo de cerca de dos horas de descontrolado incendio, un vecino, alertado por

el humo que salía por alguna ventana que había quedado abierta, llamó a los

bomberos, que pudieron rescatar varios cuerpos, casi todos sin vida. Aitor resultó ser

el único superviviente, aunque jamás pudo explicarse que así fuera. Casi todos los

fallecidos habían muerto por inhalación de humo, mientras que Yolanda y el vigilante

nocturno murieron por fuertes traumatismos craneales. Aitor recuperó la consciencia

en unas pocas horas, pero nunca recuperó la cordura. Desde el momento en que

despertó, no volvió a decir nada coherente y no hablaba más que de encapuchados,

niños asesinados y nombres extraños que nadie entendía. Tras un exhaustivo examen

psiquiátrico, fue internado en un sanatorio mental en el que recibía la visita de sus

padres cada dos semanas. La familia del dueño del centro comercial, bastante

adinerada, movió diversos hilos y maletines llenos de dinero para conseguir enterrar el

suceso y que nadie investigase quiénes eran esos extraños encapuchados que los

bomberos habían encontrado. Con eso, la única consecuencia del incendio, aparte de

las muertes de “algunos empleados de seguridad” del centro comercial, era la

presencia de un pobre muchacho que seguramente “habría entrado al edificio a robar”

y que, por alguna extraña causa, había perdido la razón. 

Hoy, después de tres meses desde el incendio, Aitor Garmendia ha muerto. Ha

saltado desde la ventana de su habitación del hospital. Su médico le había restado

importancia, pero en los últimos días, Aitor no paraba de repetir que “el sumo

sacerdote le estaba visitando en sueños por la noche y le había propuesto una

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apuesta”. Aitor se negaba a concretar en qué consistía esa “apuesta” de la que

hablaba, y su médico no creyó que fuera nada grave. Sólo ha habido un testigo de la

muerte de Aitor, un celador que se encontraba en el exterior del edificio fumando un

cigarrillo. Lo único que recuerda es que Aitor, antes de lanzarse al vacío, ha gritado

“¿Quién dijo miedo?” 

FIN