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Sant Jordi Un digital JOSEP CAPSIR MINOS GONZÁLEZ ANA VÁZQUEZ GILBERT FADDA VIKTOR VALLÉS INÉS DÍAZ BEATRIZ MINAYA REBECA BAÑUELOS CARLOS GARVIN JOSEP CAPSIR ADRIANA GONZÁLEZ ANA VÁZQUEZ GILBERT FADDA VIKTOR VALLÉS INÉS DÍAZ BEATRIZ MINAYA REBECA BAÑUELOS CARLOS GARVIN SB e books &

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Sant Jordi Un

digital

JOSEP CAPSIR

MINOS GONZÁLEZ

ANA VÁZQUEZ

GILBERT FADDA

VIKTOR VALLÉS

INÉS DÍAZ

BEATRIZ MINAYA

REBECA BAÑUELOS

CARLOS GARVIN

JOSEP CAPSIR

ADRIANA GONZÁLEZ

ANA VÁZQUEZ

GILBERT FADDA

VIKTOR VALLÉS

INÉS DÍAZ

BEATRIZ MINAYA

REBECA BAÑUELOS

CARLOS GARVIN

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Sant Jordi Un

digital

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De  cada  relato:    

“El escritor que no sabía escribir”,  ©  Josep  Casir,  2014  

“Un @mor a contratiempo  “,  ©  Adriana  González,  2014  

“Un e-Sant Jordi”  ©  Ana  Vázquez,  2014  

“El alma de las cosas”  ©  Gilbert  Fadda  Juárez,  2014  

“Rhodéa”  ©  Víktor  Vallés,  2014  

“Titania y la rosa virtual”  ©  Inés  Díaz  Arriero,  2014  

“De libros y tiburones”  ©  Beatriz  Minaya,  2014  

“Un e-Sant Jordi”  ©  Rebeca  Bañuelos,  2014  

“Una nueva luz”  ©  Carlos  Garvín,  2014  

 

Edición  exclusiva  con  carácter  gratuito  para  Sandra  Bruna  Agencia  Literaria,  S.L.  

Todos  los  derechos  reservados  

www.sandrabruna.com  

www.sb-­‐ebooks.com  

 

Diseño  de  cubierta:  Esther  Maré    

 

Queda  prohibida,  salvo  excepción  prevista  por  la  ley,  

cualquier  forma  de  reproducción,  distribución,  

comunicación  pública  y  transformación  de  esta  obra  

sin  contar  con  autorización  de  los  titulares  de  la  propiedad  

intelectual.  

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ÍNDICE

El escritor que no sabía escribir, de Josep Casir.

Un @mor a contratiempo, de Adriana González Estopiñá.

Un e-Sant Jordi, de Ana Vázquez.

El alma de las cosas, de Gilbert Fadda Juárez.

Rhodéa, de Víktor Vallés.

Titania y la rosa virtual, de Inés Díaz Arriero.

De libros y tiburones, de Beatriz Minaya.

Un e-Sant Jordi, de Rebeca Bañuelos.

Una nueva luz, de Carlos Garvín.

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El escritor que no sabía escribir

Autor: Josep Capsir

La melodía de mi smartphone interrumpió mis placidos sueños una mañana más.

Eran las siete y mi vejiga me invitaba a levantarme sin concederme esos cinco minutos

de gracia que todo buen hijo de Dios merece cada mañana.

Aliviadas mis urgencias de primera necesidad, orinar y fumarme un cigarro

mientras preparaba café, me dispuse a seguir mi rutina. Revisé el correo, comenté

alguna cosa en Twitter y felicité el cumpleaños a un par de amigos de Facebook.

Mientras sorbía el café, aproveché para leer las noticias del día por Internet. Me

interesaba mirar la previsión meteorológica para cerciorarme de que el sol custodiaría

mi suerte en un día tan especial. Era el primer Sant Jordi tras tres años de sequía literaria

y llevaba semanas temiéndole a la lluvia.

Me entró un whatsapp de mi hija en el que me deseaba suerte en mi sesión de

firmas. Y la iba a necesitar si quería estar firmando a las cinco en Paseo de Gracia y a

las siete en las Ramblas.

Semanas antes, mi agente me había enviado un correo con la programación del

día, pero no supe encontrarlo en mi buzón de entrada; así que le envié un SMS para que

me refrescase la memoria. Me contestó a los pocos minutos. Me decía que me reenviaba

el correo, pero que no me preocupara, que me lo recordaría mientras comíamos. Arqueé

mis cejas e hice un gesto de sorpresa, porque no recordaba haber quedado para comer

con él.

Mientras me estaba afeitando, me llamó mi editora. Tuve que poner el manos

libres para no manchar mi smartphone con espuma de afeitar. La muy bruja me

preguntaba que si estaba nervioso, que si había dormido bien y que si estaba preparado.

Si no fuese porque tengo un contrato firmado con ella, le hubiese contestado que la

única persona capaz de ponerme nervioso a esa hora de la mañana era ella. Me pedía

disculpas porque las tiendas no querían demasiado material y solo se habían quedado

veinte ejemplares de mi novela. A falta de libros, me veía firmando camisetas, como los

futbolistas.

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Escogí a conciencia mi vestuario, una camiseta y unos vaqueros, e hice un

repaso de lo que debía llevar encima ese día: la cartera, mi smartphone y una batería de

recambio. La jornada prometía alargarse y no quería quedarme “colgado” a media tarde.

Ya en la calle, paré un taxi para ir al despacho de mi abogado. Tras meses de

espera, la fiscalía había escogido precisamente ese día para firmar los papeles del

divorcio. En el taxi me acorde de mi ex, de sus padres y de sus antepasados; de los que

aún estaban vivos y de los que habían recibido cristiana sepultura. Decidí concentrarme

en los acontecimientos. Me imaginaba sentado en la caseta de firmas, con una cola de

gente esperando para que les firmase un libro. Entonces me acorde de mi editora, de sus

padres y de sus antepasados.

Mi abogado, un hombre entrado en carnes, sudoroso y miope, me recibió en una

pequeña sala.

Allí estaba también mi ex con la cucaracha de su abogada, sonriendo,

degustando el placer de la victoria.

―¿Dónde tengo que firmar? ―le dije a mi abogado―. Tengo un poco de prisa.

La arpía ya había firmado y su cucaracha había marcado unas cruces en lápiz

debajo de mi nombre. Como si yo no supiese cómo me llamo…

―Tiene que escribir su número del DNI y firmar ―apostilló su abogada.

Acerqué el bolígrafo al papel para firmar y algo me detuvo. Miré a mi abogado

con cara de agobio y él me señaló la maldita crucecita. “Ya lo sé”, pensé. Había algo

que me impedía firmar, una sensación extraña. Estaba atenazado y mi mano era incapaz

de escribir. De repente, fui consciente de lo que me sucedía; hacía más de tres años que

no escribía nada a mano. Acostumbrado a escribir en el teclado del ordenador y en mi

smartphone, había perdido la facultad de hacerlo con mi propio puño. El sudor se

apoderó de mi cuerpo y noté una fuerte opresión en el pecho. La arpía y la cucaracha me

miraban con impaciencia y mi abogado señalaba la crucecita por tercera vez. El brazo se

me adormeció y mis piernas empezaban a moverse de manera descontrolada. Mi

cerebro continuaba sin enviar las órdenes necesarias a mi mano y esta empezó a

temblar.

―No firmo ―dije mientras me levantaba―. No estoy de acuerdo con las

condiciones.

―Pero... ―balbuceo la cucaracha―… pero si hacía semanas que lo habíamos

hablado...

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La dejé con la palabra en la boca y me marché. Me senté en la terraza de un bar

y empecé a hacer ejercicios de flexión con mis dedos. Luego intenté escribir en una

servilleta de papel pero me resulto imposible; era incapaz de hacer un simple garabato.

Mi smartphone me aviso de la entrada de un nuevo Whatsapp. Era de mi hermano, que

me felicitaba por lo del divorcio. Le envié un emoticono feliz y escribí un escueto

“THK”. Era terrible: podía escribir en un teclado y me veía incapaz de hacerlo a mano.

Decidí dar un paseo para olvidar el incidente y relajar mis nervios. Cruce la Gran

Vía y me fui hacia el centro para perderme entre la gente y respirar el ambiente festivo.

Estuve horas deambulando, hojeando libros y quitándome de encima a los vendedores

de rosas que me asaltaban cada dos pasos.

A mediodía, comí con mi agente y con mi editora en un céntrico restaurante de

la ciudad.

Durante la comida, apenas medié palabra, ensimismado en mis pensamientos;

obviamente, no les expliqué nada de mi pequeño contratiempo.

Había llegado la hora. Faltaban pocos minutos para las cinco cuando llegue a la

caseta de firmas. En un lateral de la mesa había un cartelito con mi nombre escrito a

mano, así que entré por la parte trasera y me puse junto a la mesa. Casi al instante, un

montón de gente empezó a arremolinarse delante de mí. Entonces empecé a

hiperventilar. “¿Toda esa gente viene para que le firme?, me atormenté. Miré el cartelito

de al lado y entonces lo entendí todo, allí se sentaba Esteban Belén, un conocido

tertuliano de un programa de televisión. Se sentó a mi lado y me estrecho la mano. El

desgraciado ni me preguntó cómo me llamaba.

Mientras él firmaba un libro tras otro y se hacía fotografías con todos sus

adoradores, yo jugueteaba con el bolígrafo, absorto. Llevaba semanas sonando una cola

de lectores frente a mi mesa y ahora le pedía a Dios que no se acercase nadie. Pero

entonces pasó lo que había sonado, pero en forma de pesadilla. Una muchacha pelirroja

se acercó a la mesa y me entregó un ejemplar de mi novela. Esbozó una tímida sonrisa y

se encogió de hombros.

―¿Cómo te llamas? ―le pregunté tras unos segundos de indecisión.

―Silvia ―contesto con voz pizpireta.

―¿Es para ti?

La chica asintió y yo me desmorone. Había llegado el momento que tanto temía.

Apoyé el bolígrafo en la segunda página del libro y presione sobre ella. La mano no

obedecía. Mi primer pensamiento fue levantarme y echar a correr, pero estaba tan

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atenazado que me quedé inmóvil, con expresión de pánico. Ella volvió a sonreír y

empezó a hablar.

―¿Sabes? Soy tu fan número uno. Tengo todas tus novelas y tenía muchas

ganas de conocerte en persona. He venido expresamente de Cádiz.

Quería morirme… Se había cruzado todo el país para que le firmase el libro.

―Toma. Te la regalo. ―La pelirroja me regaló una rosa.

Avergonzado, alargué la mano y la cogí. Instintivamente, acerque mi nariz a la

rosa y con los ojos cerrados la olí. Ese perfume me recordó a mi infancia y me

transportó a un día de Sant Jordi de 1981. Yo paseaba con mis padres por las Ramblas,

fascinado por el ambiente festivo de la ciudad, seducido por el olor libro nuevo. Evoqué

recuerdos que creía haber olvidado, frente a una caseta, asomando mi nariz en alguna

mesa repleta de libros de Enyd Blyton y Emilio Salgari. Mi madre me había comprado

un par de libros de Guillermo el Proscrito y yo quise recompensarla regalándole una

rosa. Dibuje un corazón en una tarjeta junto a un “te quiero”, escrito con letras bien

grandes…

Abrí los ojos y se desvanecieron esos recuerdos de infancia en cuanto volví a ver

la imagen de mi fan número uno ante mí. Curiosamente, ya no me sentía atenazado. Mis

recuerdos habían despertado el espíritu de Sant Jordi y, sin darme cuenta, mi mano

empezó a escribir sobre la página en blanco con una alegría inusual y con una grafía

elegante.

Para mi adorada Silvia. Con todo mi cariño.

Feliz Sant Jordi 2014

Y firmé, Josep Capsir – “Capi”

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Un @mor a contratiempo

Autora: Adriana González Estopiñá

El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para

siempre al niño que

vivía en él y que le hará mucha falta.

Pablo Neruda

Con mis ojos clavados en el resbaladizo manto primaveral que cubría las aceras

de camino a mi casa no podía dejar de pensar en que al día siguiente cumpliría

veinticuatro años. El tiempo se me había pasado tan rápido que ni siquiera llegué a

percatarme de que ya asomaban algunos signos de madurez en mi rostro. Después de

unos largos años de colegio, el paso por la universidad y un sinfín de infortunios

amorosos, no tenía nada bueno a lo que agarrarme. Junto con mis compañeros fuimos la

última promoción de los llamados “licenciados”, que vino intrínsecamente unida a las

frases “Mala suerte chicos. Saldréis de aquí en medio de una crisis económica.” Sin

duda alguna, no hay nada mejor para cumplir tus ambiciones profesionales que acabar

cuatro años de estudios con la premisa de que acabarás sirviendo copas a no ser que

tengas unos padres generosos que a regañadientes te mantengan.

Después de un largo camino llegué a mi casa. Entré por la puerta cabizbaja.

―¡Felicidades! ―gritaron al unísono.

Mi familia se me echó encima y me besuqueó toda la cara. Cuando se

dispersaron, pude ver a mi abuela al lado de la ventana inmersa en sus pensamientos.

Había pasado más de un año desde la muerte de mi abuelo. Sus ojos reflejaban un

sentimiento agridulce.

Unos días rebosaba alegría y otros estaba totalmente acongojada.

Cuando la fiesta llegó a su fin, cogí un vaso de vino y me hundí entre los

almohadones de mi cama. De repente mi abuela irrumpió en la habitación.

―Oye, niña, ¿tú no tenías una de esas cosas para mandar cartas?

―¿Te refieres a un correo electrónico? Sí, tengo uno. ¿Por? ―pregunté curiosa.

―No, por nada. Me gustaría mirar cómo es. ¿Me lo enseñarías?

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Asentí y me dispuse a dormir, pero parecía que ella no había entendido la

indirecta.

―Pero ¿ahora? ―le pregunté sorprendida.

Me pasé toda la noche tirándome de los pelos y con unas ganas irrefrenables de

lanzar el ordenador y, por qué no, a mi abuela por la ventana.

Habían pasado dos días desde mi cumpleaños. El reloj marcaba las seis de la

mañana.

Cogí mi tablet y salí corriendo hacia la estación. Me subí en el primer tren en

dirección a Barcelona. Estaba mirando el mar a través de la ventana mugrienta del

vagón cuando de repente recibí un correo.

“Mi niña,

Hoy es un día especial y no puedo dejar de recordar lo que un día leí…“¿Por

qué se me vendrá todo el amor de golpe cuando me siento triste y te siento lejana?” Sé

que después de tanto tiempo no tengo derecho a reclamar tu perdón, pero aun así lo

intentaré. Con los años todo a mi alrededor se ha desvanecido. Sé que ya no soy el

mismo ni por dentro ni por fuera; pero, después de haberlo perdido todo, lo único que

echo de menos es tu mano aferrada a la mía.

Siempre tuyo,

Neftalí Ricardo Reyes”

Me quedé atónita. Obviamente no conocía a nadie de este siglo que se llamara

Neftalí.

Apoyé la cabeza sobre el frío vidrio mirando el suave vaivén de las olas. De

golpe recordé un nombre: Jaime. Decidí romper esa relación justo el día de San Jorge, a

pesar de ser nuestro aniversario y una festividad que nos entusiasmaba debido a nuestro

afán por la lectura. Repasé el correo y de repente caí en la cuenta. Las frases que usaba

pertenecían a uno de mis escritores favoritos: Pablo Neruda. Eso fue la gota que colmó

el vaso. Rememoré nuestros encuentros en las bibliotecas y las visitas a las librerías en

busca de nuevas promesas literarias. Acaricié las esquinas de mi tablet. Él me la había

regalado en cuanto apareció el primer libro electrónico. Sonreí, inspiré, alcé la mirada y

vi cómo pasaba fugaz el rótulo Barcelona-Paseo de Gracia.

―¡Mierda! ―grité.

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Todos se giraron al oír mi sutil aspaviento. Cogí mi bolso y salí escopeteada del

vagón.

Decidí seguir mi camino cuando me di cuenta de que alguien me estaba

agarrando el bolso. Me giré y de repente el tren arrancó. Yo había conseguido salir del

vagón pero parecía que mi bolso tenía otras intenciones. El tren avanzaba por las vías y

yo empecé a correr tras él. Tropecé y me caí de bruces. Cuando levanté la mirada ya no

quedaba ni rastro de mis pertenencias. Fruncí el ceño y, agarrando firmemente lo único

que me quedaba y la causante de mi situación actual, subí por las escaleras mecánicas.

Miré la tablet. Tenía la pantalla rasgada pero seguía funcionando.

Al día siguiente, cuando seguía soñando con mi tórrido romance con Jaime, la

lengua de mi bulldog francés recorrió todo mi rostro. Desde que vio a mi perra limpiarle

los ojos a mi otro perro, decidió agarrar el relevo y usar como práctica mi cara. Revisé

mi correo electrónico. No esperaba haber recibido ninguna otra declaración de amor

puesto que aún no le había contestado a la anterior; pero parecía que eso a él le daba

igual.

Mi niña,

Puesto que no he recibido ninguna respuesta, me gustaría hacerte una

pregunta: ¿Sufre más aquél que espera siempre o aquél que nunca esperó a nadie? Yo

te puedo afirmar que es el primero. Me resultó tan corto nuestro amor y tan largo el

olvido.

¿Recuerdas eso que me dijiste esa vez: “En un beso sabrás todo lo que he

callado”? No quiero que sigamos callando. Quiero gritar y quiero hacerlo a tu lado.

Siempre tuyo,

Neftalí Ricardo Reyes

Quería contestarle, pero lo cierto era que ni siquiera sabía si quería volver. Pasé

tres días sin saber nada de él. No podía dejar de pensar en el porqué de sus palabras

después de tanto tiempo, cuando de repente otras líneas ocuparon mi pantalla.

Mi niña,

Sigues sin escribirme pero ya no aguanto más. Necesito volver a llenarme de

alegría.¿Nos merecemos esta soledad? Ahora mis ojos se llenan de lágrimas. ¿Qué te

cuesta regalarme una sonrisa, un beso, un abrazo, coger mi mano y apretarla mientras

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nos tomamos nuestro té en La Marsella? ¿Lo recuerdas? Encuéntrate ahí conmigo. Hoy

a las cuatro. Por favor, no faltes. Tenemos derecho a ser felices.

Siempre tuyo,

Neftalí Ricardo Reyes

Tecleé “La Marsella” en el buscador. Un titular decía: “El bar más antiguo de

Barcelona, a punto de cerrar.” No lo entendía. Jamás había estado allí. Jaime quería

que nos citáramos en ese bohemio rincón de La Rambla para ¿tomar un té? Nada tenía

sentido.

Me miré al espejo y pensé:“¿Por qué no?” Eché una ojeada al calendario.

Suspiré al pensar que había decidido quedar justo el día en que decidí dejarle. Salí a la

calle y con las yemas de mis dedos acaricié las rosas de los puestos. Mis sentidos se

embriagaron del mejor sahumerio floral y del relajante aroma a libro viejo. Me adentré

por las callejuelas de El Rabal hasta llegar a ese legendario lugar. El ambiente

modernista y el olor a roble me embaucó. A mi alrededor todo eran parejas, a excepción

de un hombre, un octogenario al que, a pesar la amargura que se reflejaba en sus ojos y

su tez curtida, aún le quedaban atisbos de su belleza juvenil. Mientras lo observaba, una

mujer cuyo rostro no podía ver se sentó en su mesa. Sus ojos perdidos cobraron vida,

resplandeciendo.

Fue entonces cuando, y por un instante, mi respiración se paró.

―Abuela, ¿qué haces aquí? ¿No estabas en el médico? ―le pregunté

sorprendida.

―Querida, yo…―se sonrojó―. Te presento. Este es Neftalí. ¡Ay! ―se rió―.

Digo, Ramón. ―Se sonrieron.

―¿Cómo has dicho? ¿Cómo que Neftalí?

―Sí. El nombre de nacimiento de Pablo Neruda, nuestro escritor favorito.

―Y el mío. Espera, espera…―me senté y apoyé la frente en la perfumada

madera.

―¿Qué ocurre, querida?

―Por qué se me vendrá todo el amor de golpe cuando me siento triste y te

siento lejana ―recité mirando a Neftalí, o Ramón, ya que no sabía cómo llamarle.

―¿De dónde has sacado eso? ―dijo ruborizada mi abuela.

―He estado recibiendo estos correos durante semanas ―exclamé enfadada.

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―¡Oh, Dios! Perdona, querida. Verás: le di tu dirección. No sabía cómo

hacerme una y yo… Él me dijo que quería escribirme… Yo no sé, quise probar,

supongo.

Se sentía avergonzada y yo empecé a ver lo irónico de la situación.

―¡Ja, ja, ja! ¡Seré idiota! Pensaba que él era Jaime, abuela. ¡Dios, que ridículo

más grande! ¡Espera! ―de repente caí en la cuenta.

Ramón o Neftalí fue el último novio de mi abuela justo antes de que sus padres

la obligaran a casarse con Antonio, mi difunto abuelo.

- Entonces, tú y él… ¿y el abuelo? ―estaba confundida.

- ¡Oh, no! No pienses eso, Lucía. Ramón vio la esquela en el periódico y quiso

ponerse en contacto conmigo. Le di tu dirección de correo y leía sus cartas en el

ordenador de casa. No sabía que tú también podías leerlas…―Se ruborizó― Te

prometo que quería a tu abuelo; pero Ramón… ―Lo miró a los ojos― siempre fue mi

primer y verdadero amor. Le fui totalmente fiel, pero ya ha pasado más de un año desde

que nos dejó y yo…―miró al suelo mugriento.

Sonreí a mi abuela. Después de tantos años había conseguido reencontrarse con

su amado. Me parecía fascinante que en tiempos tan distintos alguien de setenta y pico

años pudiese sacar provecho de las nuevas tecnologías. ¿Quién dijo que el papel era

nuestro único medio para expresarnos? Miré mi tablet, acaricié la pantalla. Me senté en

la barra y empecé un nuevo e-book que me había comprado. San Jorge fue el día en que

una relación se rompió, pero también en la que otra floreció.

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Un e-Sant Jordi

Autora: Ana Vázquez

Había conseguido un buen trabajo en Barcelona, así que, a pesar del miedo

inicial a abandonar mi pequeño pueblo del interior, me mudé a la Ciudad Condal a

principios de año.

Rápidamente logré habituarme a la ciudad, a su gente y a ese ritmo trepidante

con el que todo el mundo funcionaba. La ciudad era como una máquina bien engrasada,

algo a lo que no estaba acostumbrada pero que, estaba segura, luego echaría de menos.

Los primeros meses pasaron en un parpadeo. La primavera recorría las calles

engalanando los árboles con flores y alentando el trino de los pájaros. No era una región

fría, pero se notaba que la vida resurgía al sentir el roce de aquellos primeros rayos de

sol.

Las últimas semanas de abril la urbe comenzó a prepararse para la llegada de

Sant Jordi.

Había escuchado sobre la festividad; salía cada año en las noticias y en los

periódicos, pero nunca había llegado a apreciar lo realmente bonita que era.

Me impresionaron las calles llenas de casetas de las librerías y de puestos de

flores.

Parecía que la gente estaba de mejor humor y acudían con entusiasmo a los

diferentes puestos buscando aquello que les gustaría a sus seres queridos.

Ese primer año me regalé un libro y una rosa roja. No tenía a nadie que me los

regalase, así que me cumplí el capricho de comprarme ese libro, que tanto tiempo había

estado esperando, y una flor para acompañarlo.

Rompía la tradición de varias maneras, ya que el libro se le solía regalar a los

hombres y, evidentemente, no debería regalarme a mí misma la rosa. Pero, según me

explicaron mis compañeros de trabajo, las costumbres habían ido variando ligeramente

y eran muchas las mujeres que, además de su correspondiente rosa, recibían un libro.

Y no podía negarlo. Eso me gustaba más porque la lectura era y es una de mis

grandes pasiones.

Así que convertí aquel día en mi ritual particular. Cada veintitrés de abril me

compraba un libro y una rosa.

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Un par de años después la empresa me envió fuera, a Ámsterdam. Por suerte ya

no era aquella pueblerina asustada que había llegado a la costa catalana. Aunque el

holandés no fue tarea fácil, pronto me desenvolví con fluidez. Podía decir que era

políglota. Ya no solo dominaba el español, el inglés y el catalán, del que me había

empapado durante el último tiempo.

Mis compañeros me habían recibido bien y contaban conmigo cuando iban a

tomar algo después del trabajo. Por suerte no era la única española del grupo y las

primeras veces Luis me traducía aquellas partes que para mí eran imposibles de

entender con los pequeños retazos que había aprendido del idioma. Aunque pronto no

necesité ayuda, seguíamos relacionándonos más entre nosotros que con los demás.

Muchos dirían que nuestra amistad estaba construida sobre la falta de opciones y

la morriña por nuestro hogar, pero la verdad era que, aunque sí hablábamos en

castellano, nuestras raíces no se mencionaban tan a menudo.

La vida era muy distinta y constaté que era cierto aquello de que “Spain is

different”.

Tenía épocas del año en las que echaba mucho de menos mi tierra. Seguía

haciendo los platos de la abuela y hablando con frecuencia con mi familia, pero fue al

llegar el mes de abril cuando me di cuenta de que aquí era más difícil celebrar “mi día

del libro”.

No era lo mismo leer un libro en holandés o en inglés y era prácticamente

imposible conseguir un libro en castellano. Cuando fui consciente de que la fecha se

acercaba estuve rumiando alrededor de una semana.

No pude dejar de sorprenderme cuando el veintitrés llegué a la oficina y en mi

mesa me esperaba un paquete envuelto con una rosa roja cruzada sobre él y una tarjeta

que rezaba “Feliz e-Sant Jordi”.

Miré hacia los demás cubículos a ver si alguien aceptaba la autoría del regalo,

pero me senté sin la más mínima pista. Olí la rosa y sonreí como una tonta. La tarjeta no

estaba firmada, así que me aventuré a abrir el paquete. Me quedé boquiabierta al ver que

era un e-reader.

Mi mente daba vueltas rápidamente. Ahora podría comprar los libros en la

página web de las editoriales y leer en cualquier idioma. Solo había traído un par de

libros conmigo y sería genial leer algo nuevo en mi propia lengua.

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Cuando lo encendí, había varios archivos ya en el dispositivo. Un par de títulos

de los que había escuchado hablar y un archivo titulado “Leer antes de empezar”.

Coloqué tímidamente el cursor sobre el título y lo abrí.

Querida Sara,

Estar lejos de casa a veces es duro y más en fechas que significan tanto para ti

como estás. Espero que este regalo sirva para que pases un muy feliz Sant Jordi,

aunque sea lejos de España.

Luis.

Mi sonrisa se amplió y, antes de que pudiese alzar la cabeza para buscarlo, él

mismo me susurró al oído “Feliz e-Sant Jordi”. Me giré y le abracé fuertemente. Le di

las gracias una y otra vez entre susurros. No podía creer que hubiese tenido un detalle

tan bonito conmigo.

Sin duda sería un Sant Jordi que no olvidaría.

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El alma de las cosas

Autos: Gilbert Fadda Juárez

Déjame que te cuente algo. Algo sobre la esencia, algo sobre el cuerpo y el alma

de las cosas. El perfume, los aromas. Los aromas han sido siempre un gran afrodisíaco,

¿no te parece? Sí, ya sé que en realidad eso a ti te importa bien poco, tan aséptico, tan

gris, tan arrogante en tu juventud al creer que tienes la batalla ganada de antemano. Pero

de eso se trata, querido, de saber que las batallas se escriben con dedos rápidos y mentes

despiertas, aunque en muchas ocasiones cueste darle forma a historias inexistentes,

historias que no avanzan aunque el dragón siga ahí, aunque queramos que siga volando

porque en estos tiempos hace falta recuperar historias del pasado para ver el futuro con

más claridad. Recuperar leyendas polvorientas que tan de moda han vuelto a poner

algunos escritores.

Pero tú sabes tan bien como yo que la combinación de los ojos de un lector

curioso, inquieto y atento con las letras escritas por un fabulador de talento conforman

el proceso magmático de esa piedra filosofal que enciende la pólvora de la imaginación

y esculpe en el cerebro las emociones de las que se nutre su memoria, esa que al correr

del tiempo parece querer esconderse de nuestro presente, pero que casi nunca consigue

borrar las imágenes de la niñez y de la adolescencia cuando nos leían como un cuento

mágico o cuando lo hacían echados sobre la cama olvidando la hora de la merienda,

viendo pasar las tardes y los veranos recorriendo a caballo cientos de páginas con el

héroe de turno o intentado resolver los misterios de los que desaparecían. Ya, ya sé que

todo está por las nubes, que ese impuesto es como un ácido que aleja las miradas en

estos tiempos de crisis, pero la gente sigue leyendo, y quiere seguir haciéndolo.

Además, ya sabemos que no se trata de que en un día a la gente le dé por comprar dos o

tres libros porque se celebra el Día del Libro y de la Rosa, así, con mayúsculas, que lo

que es capital lo es por naturaleza y desarrollo, además de por devoción. Ese día todo el

mundo se sacude el polvo de la indolencia, de las prisas y nos busca nuevamente, en

nuestras historias, aunque sólo sea por el placer de tocar, de hojear, de adquirir, de

pasear con ellos bajo el brazo en un día de sol o de lluvia, que el sol de la literatura lo

llevamos siempre bien interiorizado. Algunos buscarán a ese autor al que pedir una

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dedicatoria, un autor que espera, paciente y expectante, detrás de una mesa, recibir con

la mano firmante lista al lector inveterado o novel.

Sí, has leído bien: hojear, hojear el papel, notar el tacto, sentir su olor. Los dedos

dejan huella, los dedos impregnan las hojas de aromas de otras pieles que se confunden

con las letras de nuestras historias.

No voy a negar tus puntos fuertes. Tu peso de sílfide, tu figura de Fred Astaire,

de bailarín que viene y va al que pueden llevar a cualquier parte con todas las historias

que puedas atesorar. Ahí sí que tengo la batalla perdida porque cuanto más prolífico es

el autor, mayor tendencia tengo a engordar, así que ahí te cedo un punto, el peso de lo

liviano se lleva la palma casi siempre y más en estos tiempos de delgadez a ultranza,

porque en eso sí que no puedo competir contigo ni bailando un charlestón. A los

gorditos no suelen sacarnos de paseo, aunque nos gusten los viajes y sus maletas como

al que más. Claro que para viajar por todas partes con dos mil historias y cien mil

personajes distintos estás tú, ¿verdad? Al fin y al cabo a todos nos envicia tomar el aire

y que nos abran sobre el fresco césped de un parque verde mientras cantan los mirlos.

No me escuchas, ¿verdad? Imagino que no te gusta mi palabrería veterana. Ya,

ya. Fíjate que ahora que te veo ahí, con tu traje de piel, tu cara de hoja líquida, única y

gris, mientras dormitas en posición de descanso, me das la misma lástima que una oca a

la que inflan el hígado para obtener un buen micuit. Porque algo así debes de sentir, si

es que eres capaz de sentir algo con ese corazón de hielo, cuando te están metiendo en la

sesera tropecientos libros de golpe. Ya. El precio de la modernidad.

Pero ¿sabes lo que creo? Que la respuesta no la tenemos ni tú ni yo. La respuesta

la tienen ellos, el futuro va a depender siempre de ellos. Yo no voy a dejar de existir, de

eso eres perfectamente consciente mal que te pese. Y lo de que la vida es eterna,

querido, ahí lo llevas crudo. Cuando te conecten, cuando despiertes, cuando ya

veas de qué está hecho este mundo de letras, te recomiendo que busques en ese

diccionario incorporado la palabra “obsolescencia”. Espero que no te cortocircuites

cuando leas su significado. Porque, querido amigo, esa sí que te concierne en exclusiva,

que yo llevo aquí ya unos cuantos siglos. El tiempo pasará para ti mucho más rápido

que para mí. A mí se me pondrá la piel amarilla, se marcarán los dedos de los lectores,

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me tatuarán algunos comentarios apresurados escritos a lápiz sobre las reflexiones al

vuelo que provocan mis historias.

Y ¿sabes lo que te digo? Que por muy fashion, por muy a la última que estés,

por muy tecnológico que seas, ellos no dejarán de ser fieles a su olfato, a su tacto.

Imagino que irán combinando, que en eso consiste la inteligencia, en sacarle partido a

todo lo que hay, a no excluir, a integrar, pero, ¡ay amor mío!, que lo de Sant Jordi lo vas

a tener muy mal, muy frío, casi tan frío como esa sonrisa gélida de circuitos integrados

que te componen, porque, siendo franco, no veo a la gente comprando un libro a

distancia para que se descargue en tu cuerpo el día de nuestra fiesta, un día de puestos

callejeros, de rosas, de paseos, de luz, de firmas y de vida. Para otros días, todavía. Pero

para San Jordi eso de regalar una descarga carece de la elegancia, de la chispa del

intercambio.

Quid pro quo, querido, quid pro quo. La rosa sólo se intercambia con un libro, te

lo repito. Una e-rosa no huele, un e-libro tampoco. Un e-Sant Jordi menos. Vamos, pura

asepsia. Un libro con sus páginas, sus tapas y su dedicatoria, que hasta ahí no llegas.

No te lo permite tu naturaleza biónica. Ahí te he pillado. ¿Cómo te has quedado?

Eso sí que no te lo esperabas ¿verdad? Pues eso. Que un e-Sant Jordi sería a un Sant

Jordi de toda la vida lo que un dragón virtual a un dragón de verdad. Y ese, el dragón de

verdad, el que se ha corporeizado alimentando la memoria colectiva durante siglos, el

que ha estado volando en las habitaciones de los niños que fueron en esas noches

infantiles de lecturas infinitas sigue ahí, despierto, esperando que cada veintitrés de abril

Sant Jordi le ensarte con su espada y de su sangre vuelva a brotar, como cada año, un

caudaloso río de rosas, y con ellas miles de historias imaginadas y escritas.

Además, a ella la llevo entre las páginas 100 y 101. Llevo su latido pausado de

pétalos secos que reconforta el alma de este libro de hojas amarillentas y olorosas. El

latido de una rosa que le regalaron un veintitrés de abril, una rosa que regresó a sus

manos para hacer de mi interior su refugio ese día, mi día, nuestro día. El Día del Libro.

Ahí reside el alma de las cosas. Porque sólo nosotros podemos conservar el

auténtico sabor de las leyendas.

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Rhodéa

Autor: Víktor Vallés

A Martina siempre le pareció curioso haber nacido el día de Sant Jordi.

Desde pequeña adoraba leer. En el regazo de su abuelo escuchó, por primera

vez, cuentos clásicos como La Caperucita Roja o Blancanieves. Más tarde, ya en su

propia butaca, habría descubierto los maravillosos mundos de Alicia en el País de las

Maravillas o El Principito. Más adelante se adentraría en las maravillosas páginas de

cientos de clásicos como Orgullo y Prejuicio o Romeo y Julieta. Le encantaba el olor a

papel, el tacto de las páginas. Siempre creyó que era una lectora romántica.

Pero, con el tiempo, las ediciones en papel habían dejado de producirse. En 2032

ya ningún sello editaba algo que no pudiera leerse en un e-reader; pero ella se resistía a

la evolución. “Siempre quedará algún libro de los que dejó el abuelo”, repetía para darse

ánimos. Sin embargo, sabía que llegaría el día en el que tendría que rendirse. Martina

cumplía dieciocho años. Revisó su correo electrónico, aunque no esperaba que nadie le

hubiese enviado una rosa digital. Se sentía poco popular entre los chicos. Y tampoco

tenía muchas amigas. Prefería pasar las horas leyendo un buen libro a vivir la noche en

una discoteca de moda, tomando copas y moviéndose como un androide hasta el

amanecer. Aquel frenesí no iba con ella. Y eso, al parecer, el mundo no lo entendía.

Sus padres habían salido de viaje y no regresarían hasta la noche. Tenía todo el

día para ella.

Aburrida de pensar en qué invertiría ese tiempo, decidió que iría a dar una vuelta

por las Ramblas de Barcelona. Se enfundó en aquel bonito vestido negro que le regaló

su madre, anudó los lazos violáceos que lo adornaban y se pintó un poco. No

acostumbraba a maquillarse, pero aquel día le apetecía sentirse distinta. No quería ser el

patito feo de la ciudad.

Tomó el metro hasta Plaza Cataluña. Una vez allí, subió las escaleras que daban

a la superficie. Comprobó que la calle estaba repleta de parejas de enamorados. Ellos las

abrazaban y ellas respondían con un tímido gesto. Ellos las besaban y ellas se dejaban

hacer. Luego estaba Martina, más sola que la luna.

Dirigió sus pasos hacia las Ramblas. Recordaba cuando era pequeña y sus padres

la traían a dar una vuelta entre los cientos de puestos repletos de libros y rosas. A ella le

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parecía triste que todo aquello hubiera sido substituido por unas cuantas pantallas

táctiles, donde ellas conectaban los e-readers de sus amantes para cargar el archivo que

contenía la última novela de moda. Ahora sabía que nunca más podría regresar a su casa

con un libro entre sus manos. Ni siquiera las rosas escapaban ya de la era digital.

Aquello le parecía una forma muy fría de celebrar Sant Jordi.

Tomó dirección al mar. La calle estaba llena de gente. El sol brillaba en lo más

alto y la temperatura era agradable. Martina, sin embargo, aún no se había dado cuenta

de que hacía un día radiante. Pensaba en el pasado, en los días en que la gente leía sobre

papel. Fijó sus ojos en el cartel del Liceo: “Esta noche, sesión especial de cine

romántico”. Extrañaba cuando aquel edificio era un teatro, antes del tercer incendio.

A la altura del Pasaje de la Banca, que lleva al antiguo Museo de Cera de la

Ciudad de Barcelona, algo llamó su atención. Un puesto de rosas había decidido

instalarse en la ciudad. Hacía muchos años que no veía aquellas flores, así que decidió

acercarse. Las observó detenidamente, como quien desea conservar un recuerdo en la

retina. Tal era su fascinación que por poco olvidó dónde estaba. “Veinte euros, un poco

caras”, pensó. Y decidió continuar su paseo dirección al Maremágnum.

Al apartar la mirada de las flores, descubrió que alguien le cortaba el paso. Era

un chico de más o menos su edad. Tenía el cabello castaño y unos ojos verdes que

parecían decir “mírame”.

Llevaba una rosa entre sus manos. Y la extendió hacia ella.

―Es para ti ―escupió finalmente el desconocido.

Martina pensó, pero su rostro no le resultaba familiar. Por otra parte, le parecía

un chico atractivo. Aceptó la rosa y entonces él se presentó. Su nombre era Jordi.

Su intención fue corresponderle. Le miró detenidamente, pero no parecía que

trajera ningún e-reader.

Le hubiese encantado poder regalarle un libro. Tal vez, con un poco de suerte,

podía haberle recomendado alguna lectura.

―¿No traes tu libro electrónico? ―se decidió a preguntar finalmente Martina.

―Hoy no. Estos últimos días he estado leyendo un libro en papel.

“¡Eureka!”, pensó la chica. Al fin había dado con alguien con quien compartir el

placer de la lectura en papel. Había soñado en tantas ocasiones con encontrarse a

alguien afín, que no había logrado leer entre líneas.

―Es muy triste en lo que se ha convertido Sant Jordi. Detesto los expendedores

de e-books... ―soltó Martina con cierto deje.

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―¿Triste? ―respondió él―. A mí no me lo parece. La verdadera esencia del día

de hoy es el sentimiento. Y el sentido de los libros se encuentra en lo que el autor

comparte. A mí no me parece triste... ¡Al contrario! Creo que ha sabido sobrevivir al

tiempo.

Martina se quedó en silencio. Jamás se había parado a pensar en ello.

Comprendió, por un instante, que las novelas no son solo el soporte. El verdadero

encanto de las escrituras se encuentra en su contenido. Sin darse cuenta, se le escapó

una sonrisa. El chico tenía razón: aunque el libro en papel se hubiera extinguido, tenía la

suerte de poder continuar leyendo historias de grandes escritores.

Finalmente, Jordi le propuso continuar caminando en dirección al brillante

océano. Ella salió de sus pensamientos y asintió. Mientras sus siluetas se difuminaban

con la multitud, pensó: “Le invitaré a que tomemos algo juntos. Ya habrá días para

compartir lecturas. Y para los mimos, los abrazos y tal vez los besos”.

Martina y Jordi no lo sabían, pero aquella tarde de e-Sant Jordi iniciaron una

preciosa historia de amor.

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Titania y la rosa virtual

Autora: Inés Díaz Arriero

Caminaba despacio, intentando disfrutar de cada uno de sus pasos y observando

alrededor, pidiendo a su memoria que evocara el aspecto que tenían las calles tan solo

un año atrás. Aquella era la primera vez que la ciudad de Barcelona no celebraba el día

de Sant Jordi como lo llevaba haciendo durante décadas. La fiesta había pasado a

denominarse e-Sant Jordi. Las firmas de los autores en las casetas que inundaban las

calles y las actividades culturales en librerías habían dejado paso a encuentros digitales

con escritores o talleres literarios online. Aquel año, las calles no mostraban ningún

signo de que se trataba de una fecha señalada; no había aglomeraciones de gente ni se

sentía el olor a libro en el aire.

Las cosas habían cambiado mucho en tan solo un año y, aunque no tenía más

remedio que acostumbrarse, estaba decidido a hacer cada veintitrés de abril su humilde

homenaje al Sant Jordi tradicional.

Se había bajado del metro en la estación de Drassenes. Había recorrido el

bulevar de las Ramblas y había dejado a Colón y el mar a su espalda. Atravesó la Plaza

de Catalunya y continuó avanzando por la Rambla hasta toparse con la Diagonal, la

enorme avenida que divide la ciudad en dos. Giró a la derecha y volvió a bajar por el

Paseo de Gracia.

El ligero viento de primavera le acariciaba la cara. A cada paso, su mente

dibujaba las imágenes de las casetas de libros y flores que habían ocupado esas calles

tantas veces.

Desde que tenía memoria, cada veintitrés de abril realizaba ese mismo recorrido,

embargado por la emoción de sentirse rodeado por tanta gente movida por la literatura.

Durante los primeros años salía de la mano de sus padres, que le permitían elegir

el libro que más le gustara para llevarse a casa. Después comenzó a salir solo o

acompañado de amigos a recorrer cada caseta para, al final de la jornada, regresar a casa

con la mochila llena de libros firmados por algunos de sus escritores favoritos.

Incluso recordaba la rosa roja que le había regalado a su primera novia cuando

solo tenía quince años… Pero ahora echaba de menos sentir todas esas sensaciones y

tenía que conformarse con los sentimientos que despertaban sus recuerdos.

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Se detuvo junto al monumento al libro, situado en la intersección del Paseo de

Gracia con la Gran Vía, y repasó los nombres de los escritores plasmados en las placas

plateadas. Después se sentó sobre la peana de la escultura y sacó su tableta de la funda

que había llevado bajo el brazo todo el tiempo. Abrió la aplicación correspondiente y

continuó leyendo por donde lo había dejado la noche anterior: se trataba de una novela

policiaca en la que además había una historia de amor llena de misterio.

Las letras le atraparon al momento. Tan abstraído estaba con la lectura que no se

percató de que una muchacha se había sentado a escasos centímetros de él. Hasta que la

escuchó sollozar. Levantó la vista disimuladamente y comprobó que se trataba de una

chica más o menos de su edad. Una larga melena castaña caía en cascada sobre sus

hombros de la misma manera que las lágrimas saladas rodaban por su rostro. Con ojos

enrojecidos escudriñaba la pantalla extragrande del teléfono móvil que sostenía entre

sus manos. Llevaba las uñas pintadas de blanco con una cruz roja dibujada en el centro.

Abusando de la poca distancia que los separaba, siguió observándola y se dio

cuenta de que estaba consultando Twitter. Agudizó un poco más la vista para averiguar

el nombre que ella utilizaba en la red social: Titania, como la reina de las hadas de

Sueño de una noche de verano. También se fijó en que releía una y otra vez los

mensajes de un chico que en su fotografía de perfil mostraba su cuello con un dragón de

colores tatuado.

Llegó incluso a leer algunos de los mensajes que estaban provocando las

lágrimas de la chica. ¡Eran tan desagradables! ¿Cómo podía un hombre tratar de ese

modo a una mujer? Ninguna joven debería derramar lágrimas por ese maleducado.

De pronto, ella guardó el móvil en el bolsillo de su pantalón vaquero y sacó del

bolso un librito viejo y desgastado. Las páginas estaban amarillentas y la cubierta

presentaba las mismas arrugas que surcan los rostros de las personas ancianas. Lo

acarició con cuidado con las yemas de sus dedos. Era Sueño de una noche de verano de

William Shakespeare y tenía un lazo rojo atado alrededor. “Probablemente lo tenía

preparado para regalárselo al chico del dragón. Pobrecilla”, pensó él. Y, entonces, se le

ocurrió una idea brillante.

Cerró la aplicación de lectura de su tableta y sacó de la funda del aparato un

lápiz digital. Tras tomarse unos segundos para pensar, comenzó a dibujar sobre la

pantalla.

Cuando dio por finalizada su obra, abrió su cuenta de Twitter y escribió un breve

mensaje. Adjuntó el dibujo que acababa de hacer y le dio a enviar.

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El teléfono de la muchacha emitió un pitido que avisaba de la recepción de una

nueva mención en la red social. Lo abrió y dibujó una mueca de contrariedad. Amplió la

fotografía del remitente y comprobó que efectivamente no le conocía. Durante unos

minutos trató de comprender quién era aquel desconocido que le había enviado un

precioso dibujo de una rosa roja. Finalmente llegó a la conclusión de que se habría

equivocado. Suspiró y guardó el libro y el teléfono en su bolso, dispuesta a marcharse.

Sin embargo, al levantar la vista, se sorprendió al darse cuenta de que su

caballero misterioso estaba sentado justo a su lado, bajo la escultura del gran libro. No

pudo evitar sonreír mientras se secaba las lágrimas y se mordía tímidamente el labio.

Después se acercó un poco más a él y le tendió Sueño de una noche de verano.

Él sonrió agradecido y emocionado.

Igual que había hecho San Jorge, acababa de salvar a la princesa del dragón…

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De libros y tiburones

Autor: Beatriz Minaya

Permítanme que me presente destrozando unos versos de Quevedo: Soy una

mujer a un e-reader pegada. No puedo separarme de este artefacto que me permite

llevar mis historias allá donde vaya. He de reconocer que al principio fui reticente. Leer

en un dispositivo electrónico me parecía poco menos que una aberración. ¿Qué hay del

olor de un libro nuevo? ¿Qué ocurrirá con los paseos por las librerías para encontrar, por

casualidad, el amor literario de tu vida? Pero, como suele decirse, a todo se acostumbra

una y, en este caso, además acabé dándome cuenta de las muchas ventajas que estos

aparatitos tienen.

Por eso, cuando me sorprendí preguntándome si será posible un e-Sant Jordi en

un futuro no muy lejano mi respuesta no contenía ni un ápice de duda. Acababa de

apagar mi e-reader y la pregunta me asaltó en medio de un suspiro. Había terminado un

libro de esos que te dejan cierta sensación de orfandad al pasar la última página. No sé

si os estaréis preguntando qué libro era o cuál fue mi respuesta a la pregunta. En

cualquier caso, os responderé solo a lo segundo. No es de muy buena educación

interesarse por lo que pasa en la cama de alguien y yo suelo leer en la cama,

especialmente si se trata de libros que me hacen suspirar.

¿Qué me respondí? Que sí. Creo que es posible un e-Sant Jordi. De hecho

probablemente ya esté aquí. Con toda seguridad el próximo 23 de abril muchas personas

se regalarán ediciones digitales de libros o cheques regalo para canjear en librerías

digitales. Si le echo un poco de imaginación, no es necesaria demasiada, puedo imaginar

casetas en las que comprar libros electrónicos, combinando los últimos avances

tecnológicos con el placer de un tradicional paseo por las Ramblas en busca y captura

de una gran historia. O de varias: a veces no puedes comprar solo un libro.

Seguramente no falte mucho para que ocurra. Los lectores electrónicos estarán

cada vez más interconectados y bastará un gesto simple (pasar el dispositivo por encima

de un lector, quizá habilitar una conexión Wi-Fi o Bluetooth) para recibir en él la obra

deseada en unos segundos. Incluso es posible que podamos pagar nuestra compra con el

mismo gesto. Rápido y cómodo, perfecto para el estilo de vida que parece imponerse.

Pero, del mismo modo que no me cabe duda de que un e-Sant Jordi es más que

posible, seguro, no tengo ningún temor en que desaparezca el tradicional Sant Jordi.

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Supongo que esos miedos eran los que me hacían renegar de la lectura digital

hace algún tiempo. Temía que mis queridos libros desapareciesen de las estanterías, de

los comercios, de los vagones de metro y de los parques. Temores infundados, ahora me

doy cuenta. Leí hace algún tiempo un discurso de Neil Gaiman, uno de mis autores

favoritos, en el que decía que los libros no desaparecerán nunca porque son los mejores

en eso de ser libros. Son duros, difíciles de destruir, resistentes a un chapuzón accidental

en la bañera, funcionan sin más energía que la luz solar y ¡es tan agradable tenerlos

entre las manos! Siempre habrá un sitio para ellos, porque son difíciles de superar. El

mismo Neil Gaiman decía que un libro de papel es como un tiburón. Había tiburones en

el océano antes de que apareciesen los dinosaurios y aún no se han extinguido. ¿Por

qué? Porque nadie puede ser un tiburón mejor que los tiburones mismos. Y nada puede

ser un libro mejor que un libro.

Creo que Neil Gaiman tiene razón. Aunque uso mi lector electrónico de manera

intensiva, sigue siendo algo maravilloso para mí leer un libro de papel. Y a pesar de la

considerable ventaja de poder almacenar una gran cantidad de historias en un espacio

minúsculo no se me han quitado las ganas de tener una casa enorme solo para poder

emplear una gran habitación como biblioteca personal.

Supongo que nos espera una larga convivencia. Sí, quizá pronto sea habitual

pasear por Las Ramblas con el e-reader en la mano en busca de una nueva adquisición

literaria.

Pero no dejaremos de cargar bolsas con libros. Un libro de papel no es algo

cerrado, sino que continúa en el momento en el que se compra. Al releerlo, no solo

relees la historia que el autor o autora concibió en su momento sino también la tuya

propia: la dedicatoria en la primera página firmada con un beso, la mancha de café que

cayó aquella mañana en la que, a pesar de las prisas para llegar al trabajo, no podías

dejar de leer, ese punto, casi imperceptible, que humedeció una lágrima mientras leías o

esas tres páginas que se doblaron cuando metiste el libro en la maleta para llevártelo a

aquel maravilloso viaje.

Me gusta pensar que tenemos ante nosotros dos posibilidades y que no son

excluyentes. Me gustaría seguir atormentándoles con mis ideas, pero ahora tengo que

marcharme. Creo que ese libro que me hizo suspirar merece un lugar en mi estantería.

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Un e-Sant Jordi

Autor: Rebeca Bañuelos

Laura y Carmen estaban dispuestas a disfrutar al máximo aquel Día del Libro.

La agencia literaria que seguían muy de cerca, ya que sus escritores favoritos

estaban entre los representados, organizaba encuentros literarios con mesas redondas y

firmas, todos los años, por esta festividad. Ese año habían decidido darle relevancia a

las nuevas tecnologías y crear un “Sant Jordi electrónico”. A Carmen le fascinó la

noticia desde un primer momento; sin embargo, Laura entró en shock cuando recibió el

e-mail informativo.

“Sin firmas, sin bookcrossing”, pensó desilusionada. ¡Cuánto se equivocaba!

Ella se había mantenido firme en su idea bohemia de que los libros de papel

estaban por encima de todo. No quería ni oír hablar del e-book. “No se siente lo mismo

al leer. Prefiero sentir la textura del papel, oler sus páginas, acariciar el lomo y las

dedicatorias…” Había pronunciado un montón de excusas para no caer en la tentación.

Cuando Laura supo que dos de sus escritores favoritos habían creado dos

novelas exclusivamente para ese día, y que únicamente se podrían adquirir en formato

electrónico, sintió que todo su mundo se desmoronaba. Esa fue la gota que colmó el

vaso de su resistencia. Al final, con un empujón en forma de regalo por parte de su

amiga, acabó pronunciando el temido “¡Si, quiero!” Ya no había marcha atrás.

—Mañana nos vamos de tiendas a por un lector de e-books —propuso por

teléfono a Carmen.

Sin embargo, a media mañana, un mensajero le trajo un paquete de parte de su

amiga.

Dentro de una caja roja había una carta, una tarjeta SD, una funda morada y una

preciosa tablet, todavía embalada. Su mejor amiga le explicaba en la carta que había

decidido regalársela, antes de que cambiase de opinión, para que comenzara a disfrutar

de las ventajas del libro electrónico. Incluso se las había enumerado como cuando

debatían si el “chico” en cuestión merecía una oportunidad o no.

Querida amiga,

Tú, la reina de las tecnologías, ¿te vas a quedar anclada en el tiempo?

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¿De verdad ibas a quedarte sin tu encuentro literario favorito por ser un Sant

Jordi electrónico? ¡Por encima de mi cadáver!

Ventajas del e-book:

-Puedes conocer autores noveles que no pueden abrirse paso en papel. Incluidas

mis obras sin tener que gastarnos, ninguna de las dos, un pastón en fotocopias.

-No tendrás que preocuparte jamás por no tener espacio suficiente en tus

estanterías para colocar tus obras más preciadas.

-Tendrás acceso inmediato a los libros y comprar lo que te apetezca sin moverte

del sofá, incluso en domingo. Hay magnificas obras a menos de cinco euros. ¿Te lo

puedes creer?

-Estarás contribuyendo a que los árboles vivan más tiempo, el planeta te lo

agradecerá.

-Puedes leer en cualquier lugar. Cabe en todos tus bolsos. Con su funda, similar

a un libro, no podrás negarte.

-Además, podrás conocer las obras de ciertos escritores a los que admiras y que

solo estarán en formato electrónico. ¿No soy genial?

Inconvenientes:

-No te olvides de cargar la batería, porque puedes quedarte a medias de una

gran escena. ¡Me ha pasado!

-No podrás oler su aroma, ni deleitarte con su textura, ni bla, bla, bla… Pero

para eso ya tienes los ejemplares en papel de tus estanterías.

-No todas las obras están en formato e-book, por lo que tendrás que seguir

leyendo en papel. ¿A que esto te gusta?

¿Qué tal si vives una nueva experiencia, enciendes la tablet y das rienda suelta

a las emociones? ¿Ves la tarjeta SD? Pues en ella te espera mi nueva obra recién

terminada. No hagas trampas y disfruta de la lectura en la tablet. ¡Te estaré vigilando!

P.D:¿Sabías que existe el Bookcrossing 2.0 mediante pendrive? Solo tendremos

que estar más atentas para encontrarlos. No hagas planes para Sant Jordi, porque nos

vamos al encuentro literario de la agencia. Ya no puedes negarte. Bienvenida al siglo

XXI. Te quiero, Carmen.”

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Indecisa pero excitada, Laura configuró su tablet y se embarcó en la aventura.

Compró esas obras que habían propiciado aquel regalo y las guardó en la memoria

interna. Se arremolinó en el sofá entre una manta gris, introdujo la tarjeta SD de Carmen

y comenzó a volar con las letras de su amiga.

Mirando de reojo la estantería con sus obras preferidas no pudo evitar sentirse

una traidora. Sin embargo, reflexionando se dio cuenta de que, negándose al e-book,

estaba traicionando a su yo devorador de libros. Se estaba perdiendo un montón de

historias interesantes que merecían ser descubiertas. Jamás pensó que sentiría un

montón de mariposas bailoteando en su estómago, mientras deslizaba las yemas de sus

dedos sobre la pantalla para pasar las páginas. Lo importante no era el formato del libro,

sino las historias que atesoraban.

El Día del Libro llegó. Retocándose el maquillaje en el espejo del ascensor,

Laura recordó el eslogan del e-mail: ¿Sería posible un e-Sant Jordi? Y suspiró: “¡Por

supuesto!”

Media hora después, las dos amigas agarradas del brazo iban de camino hacía el

encuentro literario que tendría lugar en una librería cercana a las Ramblas. Con sus

tabletas en el bolso, expectantes por saber qué les tenían preparado para esa velada, y

con un objetivo común: encontrar la recopilación de relatos escrita por varios autores de

la agencia, que habían dejado suelta en un pendrive.

Solo les quedaba un lugar donde buscar una de las tres copias, ya que en los dos

anteriores no habían tenido suerte. Agachadas en el suelo rebuscando bajo un banco

cercano al lugar del encuentro. Suspiraban por el ansiado tesoro literario.

—¡Lo tengooooo! ¡Es nuestroooooooo! —gritó Laura eufórica de emoción,

mientras le mostraba a Carmen el pendrive con las iniciales de la agencia SB.

La gente que rondaba cerca las miró como si estuviesen locas. Cualquiera diría

que hacía dos semanas una de aquellas treintañeras se negaba en rotundo a leer en

formato e-book.

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Una nueva luz

Autor: Carlos Garvín

Las calles de Barcelona permanecían vacías cuando Miquel levantó la persiana

herrumbrosa de su librería. Los primeros rayos de sol iluminaron con timidez las cajas

de libros que había dejado preparadas la noche anterior. Se dirigió hacia una de ellas, en

la que sobresalía un par de ejemplares polvorientos, para transportarla al exterior.

Después sacó una vieja mesa de madera que había utilizado durante años y una

silla de mimbre que no parecía muy cómoda. A su lado colocó un cubo con agua y un

manojo de rosas tan grandes como puños. Respiró hondamente, un poco fatigado. Ya no

era el jovencito de antaño.

Los demás libreros también trabajan con ahínco. Montaban las carpas que los

protegerían de un sol incipiente y primaveral. Abrían frenéticamente con un cúter

pequeñas cajas de las que extraían tarjetas de plástico de todo tipo. Las mesas ya listas,

formando un cuadrado perfecto, donde conviviría una pequeña selección de libros en

papel junto a cientos de tarjetas-regalo, impresas con ilustraciones o fotografías,

imitando la cubierta de un libro. Miquel observó que enfrente suyo, en la otra acera de

la calle, dos técnicos bajaban de un camión una de esas sofisticadas máquinas de las que

tanto le habían hablado. Parecía pesada y a la vez delicada, como una gran ánfora de

cerámica. Uno de ellos se dedicaba a instalarla mientras el otro comprobaba con un

metro que la distancia entre el borde de la acera y la calle fuera la correcta según la ley.

Una vez conectada, hicieron una prueba. Buscaron una novela en la pantalla,

seleccionaron la opción de enviar por correo electrónico y la compraron con una

facilidad pasmosa. Por una pequeña ranura se imprimió el comprobante. El libro ya se

había enviado a la persona a quien se quería regalar, junto a una bonita frase.

A pesar de la dura competencia, Miquel continuó ilusionado en su tarea. Vistió

la mesa con un mantel negro recién planchado y después lo cubrió parcialmente con la

bandera de las cuatro barras. Fue distribuyendo meticulosamente los libros sobre la

mesa según el género y el idioma. Las novelas más bonitas en la parte baja para atraer la

vista de los clientes y las que pensaba recomendar situadas al alcance de su mano. A la

izquierda los libros ilustrados infantiles y en el lado opuesto la novela negra clásica.

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Justo en la mitad, algún Dickens, un Faulkner y un Dostoievski. ¡Ah! No se

podía olvidar de la poesía, fiel compañera de un espléndido día como aquel. Ni de sus

amados libros de filosofía e historia. Al finalizar observó orgulloso el resultado. Incluso

su padre y su abuelo, libreros de oficio, se hubieran sentido satisfechos con aquel

trabajo bien hecho. Una preciosa exposición, como un mosaico, que parecía la vidriera

de una catedral gótica.

Los primeros curiosos ya paseaban por las Ramblas. Caminaban algo

desorientados, dirigiendo una mirada fugaz sobre las pilas de tarjetas de plástico. Los

libreros las cogían en fajos y las arrastraban ágilmente con el dedo pulgar para encontrar

el libro deseado, con la misma habilidad que muestra un niño intercambiando cromos.

La parada de Miquel estaba situada en un buen lugar, próxima a La Rambla de

Canaletes, en una calle transversal, aunque se las había ingeniado para arrastrar la mesa

unos metros más allá, más cerca de la esquina colindante con la calle principal. Miquel

recordaba los últimos años de Sant Jordi con algo de escozor. Habían sido duros y

parcos en ventas. A la gente le gustaba la tecnología, la rabiosa novedad. Era consciente

de que debía ganarse a cada lector con insistencia en aquella guerra desigual, si no

quería jubilarse con demasiada antelación, pero no poseía un espíritu comercial.

La mañana transcurrió tranquila. De vez en cuando, alguna persona se acercaba

a su parada, aunque muy pocos llegaban a comprar.

―Disculpe, ¿tiene el último libro de Juan Piña? ―le preguntaba una mujer

despistada.

―No señora ―le respondía Miquel perezosamente―. Lo puede encontrar allí,

en aquella carpa grande.

―¿Solo vende libros viejos? ―le decía otro cliente con incredulidad.

―Sí ―contestó Miquel con orgullo, como un anticuario entendido en obras

maestras―. Las tarjetas-regalo las encontrará en esas máquinas donde la gente hace

cola o en aquella librería de allí.

―¿Dónde puedo comprar un e-reader? ―le asaltó una señora con cierta

desesperación.

―Hay una librería muy grande a cinco minutos de aquí, pero no se vaya todavía

―le dijo Miquel, acercándole una rosa―. Es un regalo.

Así se pasó Miquel la mayoría del tiempo, señalando con el dedo hacia los

negocios que le hacían la competencia. Se sentía como el faro que en la noche de

tormenta, en lugar de iluminar la costa, ilumina el cielo embravecido.

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Sobre el mediodía lo visitó un antiguo cliente y hablaron sobre viejos tiempos.

Le confesó con cierto apuro que su hijo le había regalado un lector de libros

electrónicos. Cómo habían cambiado los tiempos. Aquel lector sibarita, aquel

arqueólogo de la literatura, ahora estaba leyendo en una pantalla. Entonces Miquel

recordó a sus clientes más fieles, algunos ya fallecidos. Recordó con tristeza su primer

Sant Jordi, cuando trabajaba en la librería de su padre, con la inexperiencia del joven

que no conoce la mitad de los libros. Recordó también el primer libro firmado por un

autor de prestigio, que guardaba como un tesoro en el desván de su casa. “Lo que no ha

cambiado era el amor por los libros”, pensó. La gente seguía saliendo a la calle, seguía

comprando rosas y regalando libros. Seguía leyendo. Hacían cola frente a las máquinas

dispensadoras, compraban a través de sus teléfonos, se agrupaban delante de las firmas

de libros que se habían organizado por la tarde, sacaban los e-readers para que les

firmaran las pantallas táctiles, acudían a talleres y charlas sobre literatura. Las Ramblas

se convirtieron en ríos de gente. Autores y lectores charlaban distraídamente. Se hacían

fotos, muchas fotos. Todo era fiesta. Hasta Miquel vendió algunos ejemplares.

El olor de la últimas rosas todavía impregnaba el ambiente cuando el sol se puso

tras los edificios más altos.

―¿Y a usted? ¿Nadie le regala un libro? ―le asaltó una señora por sorpresa.

Tendría aproximadamente su misma edad, vestía con elegancia y poseía una

mirada intensa, de esas miradas que intimidan. Su rostro le era familiar; la conocía de

algo, pero no logró recordarlo.

―¿Cómo? ―fue lo único que Miquel supo decir ante esa situación.

La señora abrió decidida el bolso y le entregó un paquete.

―Es un regalo ―le dijo con un sonrisa.

―No puedo aceptarlo ―contestó Miquel tras averiguar de qué se trataba.

Levantó la vista y vio a la mujer corriendo entre la multitud hasta que

desapareció. Miquel se quedó desconcertado. Aquel regalo le quemaba en las manos.

Después de unos minutos de duda, lo encendió. La pantalla se iluminó. Miquel

lo hizo funcionar con una intuición asombrosa. Tan solo tenía un texto cargado.

Comenzó a leerlo. Los libreros recogían las mesas y las sillas, subían las cajas a las

furgonetas. Desmontaban con pereza las carpas y contaban con satisfacción el dinero de

la caja registradora. Doblaban cuidadosamente los manteles negros. Los técnicos

desconectaban las máquinas y con ayuda de otros compañeros las empaquetaban en los

camiones. Los electricistas guardaron el cableado eléctrico de las paradas y, cuando se

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apagó la última bombilla, Miquel levantó la vista de la pantalla. Era de noche, todos se

habían ido. Un suave viento hacía bailar varios pétalos de rosa. Las calles volvían a

estar vacías. Miquel suspiró. En su interior brillaba una nueva luz.

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JOSEP CAPSIR

MINOS GONZÁLEZ

ANA VÁZQUEZ

GILBERT FADDA

VIKTOR VALLÉS

INÉS DÍAZ

BEATRIZ MINAYA

REBECA BAÑUELOS

CARLOS GARVIN

Alimentamos la creencia de que todo es posible en un mundo virtual. Día a día, se derriban barreras que nos decían lo contrario y aquí, en esta recopilación de relatos ganadores del certamen que propusimos en SBe&Books, podremos ver como un e-Sant Jordi es totalmente posible. Como una nueva luz, tiñe el alma de las cosas y un escritor que no sabía escribir, puede regalar una rosa virtual a Titania, en la Barcelona futura que nos plantea Rhodea. Sí, lectores de todo tipo de soporte, el mundo digital no tiene fronteras ni límites, más allá de los que queramos proponernos, pero ¡¡Cuidado!!, el mundo real y el virtual podrán convivir sin devorarse el uno al otro, y habrán sentimientos que nunca importaran como nos vengan, aunque sea un @mor a contratiempo.