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Treinta Dablones de Oro

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    Jess Snchez Adalid

    Barcelona Madrid Bogot Buenos Aires Caracas Mxico D.F. Miami Montevideo Santiago de Chile

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    1. edicin: diciembre 2013

    Jess Snchez Adalid, 2013 Mapa: Antonio Plata, 2013 Ilustraciones: Joan Mundet, 2013 Ediciones B, S. A., 2013

    Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (Espaa) www.edicionesb.com

    Printed in SpainISBN: 978-84-666-5404-3Depsito legal: B. 23.123-2013

    Impreso por LIBERDPLEX, S.L.U.Ctra. BV 2249 Km 7,4 Polgono Torrentfondo08791 - Sant Lloren dHortons (Barcelona)

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurdico, queda rigurosamente prohibida,sin autorizacin escrita de los titulares del copyright, la reproduccintotal o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografa y el tratamiento informtico, as como

    la distribucin de ejemplares mediante alquiler o prstamo pblicos.

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    LIBRO I

    Donde se cuenta cmo entr a servira don Manuel de Paredes y Mexa

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    1. UNA AMARGA E INESPERADA NOTICIA

    Nunca podr olvidar aquel da nuboso, espeso, que pa-reca haber amanecido presagiando el desastre. La nochehaba sido sofocante e insomne para m, y a media maa-na me hallaba en el despacho copiando una larga lista deprecios. En una estancia lejana un reloj dio la hora. Luegosopl un viento recio y tuve que cerrar la ventana porque

    la lluvia golpeaba contra el alfizar y salpicaba mojandolos papeles. Soador como soy, abandon la pluma y loscuadernos y sal al patio interior para gozar escuchando elgolpeteo del agua que goteaba de todas partes. En mediode mis preocupaciones, un sentimiento de equilibrio em-belesado me posey, quizs al percibir el fresco aroma delas macetas hmedas.

    Pero, en ese instante, se oy un espantoso grito de mu-jer en el piso alto de la casa. Luego hubo un silencio, al quesigui un llanto agudo y el sucederse de frases entrecorta-das, incomprensibles, hechas de balbucientes palabras.Doa Matilda acababa de recibir una fatal noticia, y yo, es-tremecido por el grito y el crujir de la lluvia, me qued allinmvil sin saber todava lo que le haba sido comunicado.

    Un momento despus, una de las mulatas atraves el

    patio, compungida, sin mirar a derecha ni izquierda, y su-

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    bi apresuradamente por la escalera. Tras ella apareci don

    Raimundo, el administrador, empapado y sombro; memir y mene la cabeza con gesto angustiado, antes dedecir con la voz quebrada:

    ElJess Nazarenose ha ido a pique... La ruina!No puede ser! repliqu sin dar crdito a lo que

    acababa de or. El navo zarp ayer!Don Raimundo se hundi en la confusin y trag sa-

    liva, diciendo en voz baja:

    Los marineros que pudieron salvarse llegaron a lacosta al amanecer, despus de remar durante toda la nocheen los botes... Pero la carga... Volvi a tragar saliva.Toda la carga est en el fondo del mar...

    El administrador no era de suyo un hombre alegre;seco, avinagrado y cetrino, pareca haber nacido para darmalas noticias. Sac un pauelo del bolsillo, se enjug lafrente y el rostro empapado, suspir profundamente como

    infundindose nimo y, mientras empezaba a secarse lacalva, rez acongojado:

    Apidate de nosotros, Seor! Santa Mara, soc-rrenos!

    Acababa de musitar estas imprecaciones cuando doaMatilda se precipit hacia la balaustrada del piso alto, des-peinada, agarrndose los cabellos como si quisiera arran-crselos y exclamando con desesperacin:

    Qu desgracia tan grande! No quiero vivir!Era una mujerona grande de cuerpo, imponente, que

    alzaba la pierna gruesa por encima de la baranda haciendoun histrinico aspaviento, como si pretendiera arrojarseal vaco. Sus esclavas mulatas, Petrina y Jacoba, salierontras ella y la asieron firmemente para conducirla de nuevoal interior. Forcejearon; con sus manos oscuras la sujeta-

    ban por los brazos rollizos y blancos y le tapaban los mus-

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    los con las enaguas, evitando pudorosamente que ensea-

    ra demasiado. Aunque en los ademanes de doa Matilda,evidentemente, no haba nimo alguno de suicidio, porms que siguiera gritando:

    Dejadme que me mate! No quiero vivir!En esto sali don Manuel al patio, plido y lloroso; cla-

    v en nosotros una mirada llena de ansiedad y luego alzla cabeza para encontrarse con la escena que se desenvol-va en el piso alto. Al ver lo que suceda, gimi y despus

    subi a saltos la escalera, con una mano en la barandilla yla otra en su bastn. Cuando lleg arriba, se detuvo jadean-do en espera de recobrar el aliento, para a continuacinirse hacia su esposa suplicando:

    Por Dios, Matilda, no hagas una locura! No te de-jes llevar por el demonio, que no hay salvacin para quie-nes se quitan la vida!

    La lluvia arreciaba, incesante, insistiendo en salpicar

    desde los tejados, desde los chorros impetuosos de los ca-nalones, desde los aliviaderos... Y en el mundo todo pare-ca desconsuelo, como si cuanto haba quisiera tambinhundirse en la nada del ocano, como la fabulosa carga del

    Jess Nazareno, y las aguas ahogasen las ltimas esperan-zas de don Manuel de Paredes y de doa Matilda, que erantambin nuestras nicas esperanzas.

    2. UNA PROSAPIA TRONADA

    Para que pueda comprenderse el alcance de la tragedia

    que supuso la noticia del hundimiento del navo llamado

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    Jess Nazareno, referir primeramente la situacin en que

    me encontraba yo por entonces y lo que suceda en aque-lla casa.Por razones que ahora no vienen al caso explicar con

    detenimiento, tuve que emplearme al servicio de don Ma-nuel de Paredes y Mexa, que era corredor de lonja; aunquepudiera decirse que esa no era su nica profesin, ya queatesoraba toda una retahla de ttulos que, no obstante surimbombancia, no aliviaban su inopia. Porque don Manuel

    de Paredes y Mexa era, fundamentalmente, un hombrearruinado. Entr en su oficina como contable y enseguidame cercior de esa penosa circunstancia, por mucho que eladministrador, don Raimundo, tratase por todos los me-dios de ocultrmela o al menos de disimularla. Pues no bienhaban pasado los dos primeros das de mi trabajo, cuandome abord en plena calle un hombre sombro que, sin re-cato alguno, se present como el anterior contable, es de-

    cir, mi predecesor en el oficio; y me previno de que no meilusionase pensando percibir salario alguno de aquel amo,puesto que a l le adeudaba los dineros correspondientes acuatro aos, como igualmente suceda con otros muchoscriados y empleados de la casa que, hartos de trabajar debalde, se haban despedido.

    El aviso me dej perplejo. Mas, considerando que poraquel entonces no poda fiarse uno de lo primero que ledijera cualquiera en la calle, hice mis averiguaciones. Y gra-cias a las conversaciones que escuch y a los papeles y no-tas que escudri en los registros, pude conocer en pro-fundidad cul era el estado de cuentas de mi nuevo amo:en efecto, haba entrado yo al servicio de una haciendacompletamente venida a menos. Nada tena en propiedaddon Manuel de Paredes, excepto su nombre, sus apellidos,

    su hidalgua y sus pomposos ttulos que nicamente le ser-

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    van para engaarse tratando de guardar las apariencias.

    Ni siquiera era suyo aquel precioso casern situado en elbarrio de la Carretera de Sevilla, a la entrada de la calle delPescado, donde viva con su esposa y servidumbre; pues-to que lo haba vendido y cobrado anticipadamente su pre-cio para jugrselo todo a la ltima carta, cual era elJess

    Nazareno, en cuya bodega iban mercancas de la metr-poli por valor de quince mil pesos, de las que esperaba al-canzar cuatro veces ms y adems incrementar el benefi-

    cio con las correspondientes ganancias de lo que pudieratraerse en el viaje de vuelta. Por eso anunci al inicio delpresente captulo de mi relato que en aquel navo nave-gan todas nuestras esperanzas.

    Y al decir nuestras esperanzas digo bien, pues esas es-peranzas eran las de don Manuel, las de su esposa, las de donRaimundo, las de los pocos criados de la casa y tambinlas mas propias, por lo que paso a referir a continuacin.

    3. UN CONTABLE DONDE NADA HAY QUECONTAR; ES DECIR, UN OFICIO SIN BENEFICIO

    Cuando tuve la certeza absoluta de que don Manuelno posea otra cosa que funciones sin ganancia y muchasdeudas, tuve la valenta de encararme directamente condon Raimundo, el administrador, para, sin que mediaranpalabras previas, decirle con soltura y concisin:

    Ya s que en esta casa no hay fortuna alguna, sinopenuria y pagos pendientes. Mi antecesor en el oficio me

    advirti de ello y he hecho mis propias averiguaciones.

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    Nos hallbamos solos en el despacho de la corredura,

    el uno frente al otro, sentados junto a una mesa con cua-tro papeles en blanco y un buen fajo de cartas con recla-maciones. El administrador se levant y fue a cerrar lapuerta que daba al patio. Luego regres, volvi a sentarsey se qued mirndome, avinagrado y cetrino, completa-mente hundido en la confusin. Al verle en tal estado, meenvalenton todava ms y, puesto en pie, aad:

    Para qu sirve un contable en un negocio donde

    nada hay que contar? Para qu se me necesita? Poco ten-go aqu que hacer y menos que ganar.

    Rein el ms incmodo silencio durante un largo rato.l baj la cabeza y trag saliva. Vi su pelo ajado, de inde-finido color semejante al del estropajo usado, que dejabatransparentar la piel de la calva blancuzca. Era el vivo es-pritu de la decadencia; todo en l estaba gastado: la ropa,el cuello amarillento de la camisa, el chaleco descolorido,

    el triste fajn de lana pobre... Tambin sus anteojos esta-ban viejos, rayados, por ms que l los cuidara como a supropia vida, pues no vea nada sin ellos. A pesar de tan pe-nosa imagen, no se me despert la caridad sino que mi des-pecho me llev a reprocharle:

    Seguro que vuestra merced tampoco cobra desdehace aos. Por qu sirve pues a don Manuel tan fielmen-te? Ser porque no tiene donde caerse muerto...

    Estas palabras mas debieron de dolerle mucho. Sacu-di la cabeza gacha y murmur con voz ahogada:

    Seor y Dios mo, dadme humildad, humildad y pa-ciencia...

    Haba algo frailuno en aquel extrao hombre, en sumirada, en su manera de hablar, en sus manos pequeas yblancas, en toda su persona cavilosa y reservada. Eso me

    pareca a m entonces, cuando no bien haca una semana

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    que le conoca y las pocas palabras que haba cruzado con

    l se referan solamente al escaso trabajo de la corredura,cual era apenas hacer un inventario, copiar alguna lista deprecios y revisar lo que se peda en las nicas cartas que sereciban, que eran todas de reclamacin de pagos pendien-tes. Tal vez porque le vea as, inofensivo y timorato, o porno tener nada que perder, insist con insolencia:

    Dgame de una vez vuestra merced qu puedo yo ga-nar al servicio de don Manuel de Paredes. Dgamelo! Que

    no es de cristianos engaar o hacer simulacin alguna encosas que son tan de justicia. Dgame pues vuestra mercedpor qu se me ha ajustado en veinte reales diarios si biensabe que no me sern satisfechos a la vista de las cuentasde esta casa.

    Don Raimundo alz al fin la cabeza, me mir sombra-mente y me pidi en un susurro:

    Sintese vuestra merced, por Dios. Yo le explicar...

    Clav en l una mirada llena de desconfianza y duda,pero acab hacindole caso para ver qu tena que decir.

    El administrador sac entonces del bolsillo el paueloy se estuvo secando el sudor de la frente. Luego se queden silencio pensativo.

    Hable vuestra merced le inst.Baje vuaced la voz, por Dios contest preocupa-

    do, mirando hacia la puerta. Seamos discretos.Discretos? Es de comprender que me impaciente.

    Necesito saber si voy o no voy a cobrar.l suspir profundamente, infundindose nimo, me

    mir al fin a los ojos y me habl con serenidad:Lo que tengo que decirle a vuestra merced le tran-

    quilizar mucho. Hablar con verdad, como en presenciade Dios estamos y sabemos que l lo ve todo y lo oye

    todo. Por lo tanto, puede confiar en que todo lo que dir

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    es tan verdad como que Dios es Cristo y Madre suya San-

    ta Mara.Dicho esto, se santigu y esper para ver qu efectoproducan en m tales palabras. Yo respond:

    Si lo que me va a proponer es que he de trabajar acuenta y fiados los sueldos, no siga vuestra merced por esecamino; porque ha dado con alguien que no admite tratarde fiar ni ser fiado, que mi padre se perdi por ah y medio buen consejo acerca de ese mal negocio.

    Buen consejo es, en efecto dijo l con calma.Aunque tambin es muy santa razn la del que anda poreste mundo haciendo el bien a los semejantes fiado en queDios le ha de dar la gloria entera al final, sin anticipo algu-no en este mundo.

    No me eche vuaced sermones repliqu. Vamosal grano: qu es lo que quiere decirme?

    l suspir, se ech hacia atrs y me habl con su tono

    frailuno, como un maestro habla a su alumno.Don Manuel de Paredes, nuestro amo dijo con ve-

    neracin, es un varn honesto, bueno, a quien el demo-nio ha hecho pasar muchas cuitas a lo largo de su vida.Siendo hidalgo, hijo y nieto de cristianos viejos, pudierahaber ganado ana fortuna y gloria en sus aos mozos; masquiso Dios que, no ahorrndole trabajos ni sacrificios, noencontrase nada ms que espinas en su camino. Ahora esya un hombre cansado y viejo, sin hacienda, sin hijos ninietos que le sostengan en la vejez. Solo tiene esta corre-dura de Sevilla, que se vino abajo ha dos aos, cuando elmonopolio de los negocios de las Indias pas a Cdiz y losnegocios se fueron a aquel puerto. Los jvenes pueden ha-cerse componendas nuevas. Pero qu porvenir le aguar-da ya a quien cuenta ms de setenta aos? No es esa edad

    para empezar nada...

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    Bien dice vuestra merced afirm tantos aos no

    dan para mucho, pero yo tengo poco ms de veinte y,como es natural, estoy en el momento oportuno para asen-tar la cabeza, ganarme la vida, casarme y fundar una fami-lia, o sea, que tengo que trabajar y cobrar un sueldo y nohacer caridad a los viejos que ya cobraron lo suyo y loecharon a perder, sea por las cuitas del demonio, por lasespinas del camino o por lo que quiera que sea.

    4. MI HUMILDE PERSONA

    Llegados a este momento, paso a referir quin es el queesta historia escribe; a dar breve relacin de mi vida, aun-

    que consciente de que mis trabajos y adversidades poco im-portan y en nada afectan a la sustancia de los hechos tan ex-traordinarios que me propongo narrar, con el auxilio de ladivina Majestad, para rendirle gracias y alabarlo por lasgrandes mercedes que se dign hacer en favor nuestro aquelpeligroso y felicsimo a la vez ao del Seor de 1682,cuando sucedi lo que nos ocupa en el presente relato.

    Mi nombre es Cayetano, aunque todos me llamanTano. Soy hijo de Pablo Almendro y Mara Calleja. Nadade inters puedo contar de mi infancia, salvo que nac enOsuna, villa de la que cuanto se diga o escriba siempre serpoco, por la hermosura y fertilidad de sus campos, la gran-deza de sus plazas, calles y palacios y la nobleza de sus li-najes. Aunque de todas esas sobradas bendiciones pocome correspondi a m, por haber nacido en casa ajena y

    pobre, al ser mis padres criados de los criados del regidor

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    Crdenas y solo guardo de la infancia memoria de infor-

    tunios y hambres. Muri joven mi padre, de fiebres, y sien-do yo de edad de diez aos, cerca de once, y el menor decuatro hermanos, hlleme con una madre viuda muy hon-rada, mujer bella y buena cristiana, que hubo de casar desegundas con un hombre viejo, asimismo viudo, que leofreci casa y sustento. Y mi padrastro, que ya tena sufi-ciente a su cargo con los hijos y nietos de su primer matri-monio, me dio al convento de los recoletos del Monte Cal-

    vario. All los frailes me ensearon las cuatro letras yapreciaron mi habilidad para hacer cuentas; pero, vindo-me crecido, aunque no de edad para casar, y que no me lla-maba la vida del convento, me devolvieron al mundo. Pocopoda yo hacer en Osuna que no fuera ser criado de cria-dos; as que, acongojado de la pobreza y deseoso de for-tuna, acord venirme a Sevilla a buscar mis aventuras. Ysal descalzo, a pie y con solo lo puesto, que era una rada

    camisa y unos zaragelles viejos que me apa mi madre.En esta ciudad de las maravillas no le falta acomodo aquien sabe leer y escribir, pero ms difcil resulta hallar te-cho fijo; de manera que anduve dos aos aqu y all, cobi-

    jndome donde buenamente poda; y no viene a cuentoreferir ahora todas las cosas que vi y o, y los trances quepas, provechosos unos, mas poco ejemplares otros. Y contodo ello me vi con veinte aos, sin adquirir fama ni rique-za alguna, por lo que me pareci oportuno ofrecerme enel puerto para lo que se pudiera necesitar de mi persona,hacer cuentas, escribir cartas o redactar memoriales.

    De esta manera, pas al servicio de un sargento mayordel Tercio Viejo de la Mar llamado don Pedro de Castro,el cual, poniendo los ojos en m, me llam y me preguntsi tena amo o lo buscaba. Le respond que estaba por li-

    bre y que precisaba dueo que me proporcionara salario

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    y casa. Tuvo a bien ajustarme por cien reales y fue esta la

    primera vez en mi vida que, aunque fuera de lejos, perci-b el olor de la fortuna; y no por lo que me pagaba pun-tualmente, sino porque aquel militar gozaba de buena re-sidencia familiar en Sevilla, con servidumbre, carroza,caballos de pura sangre y el goce de unos lujos y placeresque intua yo antes que deban de existir, pero que nuncahaba visto hasta entonces. A los cuarteles no iba mi amo,sino a solo hacer acto de presencia cuando lo mandaba la

    ordenanza; y mientras s y mientras no, mataba las horasen convites y fiestas en las haciendas ms ricas, cuando noen tabernas y burdeles. Como yo le segua a todas partes,recoga las migajas de aquel regalado vivir, encantado,como si estuviera en el mejor de los sueos. Mas el desper-tar haba de llegar, y lleg, cuando las autoridades dierona la flota la orden de zarpar. Entonces don Pedro, con ladiligencia del ms abnegado de los soldados, abandon las

    mujeres, su casa y el vino, recogi sus cosas y me dijo unamaana: Hasta aqu el holgar, ahora toca navegar. Cre-y l que yo estara presto a servirle en la mar lo mismoque en tierra y se puso a disponerlo todo para que me die-ran las licencias oportunas que requera el paso a las In-dias. Pero, igual que siendo mozo no me llam el conven-to, mi voz interior me dijo que tampoco era yo hombre denavo ni de allende los mares. As que me plant y le dijeque mejor me quedaba en Sevilla esperndole hasta suvuelta. Le caus gran disgusto esta renuencia, y me con-test que en el Ro de la Plata tena sobrada hacienda ygente a su servicio que necesitaba poner en orden; ofre-cindome ir all y, con el tiempo, si haca bien mi oficio,llegar a plenipotenciario en los negocios de su casa. A loque yo respond que deba pensrmelo, porque nunca ha-

    ba estado en mi juicio pasarme a las Indias. Esto le con-

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    trari an ms, hasta el punto del enojo, y se puso a dar

    voces llamndome pusilnime, cobardn, alma decntaro y no s cuntas cosas ms; dicindome que a nadallegara en el mundo, estndome como quien dice a verlasvenir, sin arrojo ni decisin. Y como era hombre furibun-do y nada acostumbrado a ser estorbado en sus caprichos,me liquid la cuenta pendiente y me ech a la calle, mani-festando con altanera y regodeo que alguien sin arrestoscomo yo no era digno de tener un amo tan corajoso como

    l. Ganas me dieron de replicarle enmendndole, porquems que corajoso era corajudo, es decir, colrico y enoja-dizo, y mala vida le espera a quien sirve a un hombre as,ya sea en la Vieja Espaa o en la Nueva.

    Con este desengao a cuestas, volv al puesto de Sevi-lla, a ofrecerme a los sobrecargos y a los corredores paralas cuentas, las listas y las relaciones, que era lo que mejorsaba hacer.

    Y he aqu que el administrador de don Manuel de Pa-redes andaba dando vueltas por los mentideros en buscade algn contable ocioso e ingenuo que estuviera dispues-to a ser esclavo en su arruinada corredura.

    5. LA CASA

    Como ya dijera ms atrs, el negocio de don Manuelde Paredes y Mexa estaba en el barrio de la Carretera, an-tes de la calle del Pescado, en la planta baja del caserndonde tena su vivienda. El edificio era seorial, tanto por

    fuera como por dentro. La primera vez que lo vi me pare-

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    ci un verdadero palacio. Cmo iba a suponer que all

    moraba gente arruinada? La fachada era esplndida, conventanales a la calle y un gran balcn en el centro, sobre lapuerta principal. Al entrar estaba la casapuerta, amplia yfresca, a la que se abra la oficina de la corredura a manoizquierda y al frente el primer patio. A la derecha un por-tn daba a las bodegas y a las caballerizas, que a su vez secomunicaban con las cocinas y con los corrales de la par-te trasera. En el patio haba rosales, un cidro, naranjos, li-

    moneros y multitud de macetas; y de un extremo parta laancha escalera para el piso superior. Toda la distribucinde la casa giraba en torno a aquel patio grande y cuadra-do, abierto a los cielos. En la segunda planta estaban losaposentos y un saln alargado donde don Manuel y doaMatilda hacan la vida, pendientes siempre del balcn ce-rrado con celosas que permita ver una plazuela con sumercado y una iglesia pequea. Abajo, dando directamen-

    te a la calle, haba un comedor y dos habitaciones peque-as, una era la del administrador y la otra la ocup yo. Loscriados vivan en el entresuelo, sobre la bodega y las coci-nas, en unos aposentos minsculos y calurosos.

    6. DOA MATILDA

    Hasta el ltimo rincn de la casa de don Manuel de Pa-redes estaba impregnado por el aroma dulzn, penetran-te, del perfume de lilas que usaba su esposa, doa Matilda.Era esta una mujerona de gran estatura, cuerpo abultado

    y ojos negros chisposos, que empezaba ya a ser madura,

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    aun conservando su abundante cabello y la energa propia

    de una joven. El busto grueso por encima del talle y la an-chura de sus caderas le proporcionaban un aspecto volu-minoso que acompaaba su presencia impetuosa y el po-dero de sus ademanes. No obstante, era bondadosa ypoda ser delicada, cuando su nimo no pasaba del entu-siasmo al mal humor. Es de comprender que una mujeras, a pesar de ser veinte aos ms joven que su marido, lle-vara la voz cantante en todos los asuntos de aquella casa;

    y esa voz era potente y omnipresente hasta el punto de pe-netrar hasta el ltimo rincn, lo mismo que el perfume delilas.

    Doa Matilda estaba permanentemente en movimien-to, metindose en todo; lo cual no quera decir que hicie-se algn tipo de labor o trabajo propio de una dama de sucategora, como coser, bordar o hacer encajes; tampoco seocupaba de las plantas. Le encantaba, eso s, ir a los mer-

    cados y organizar las despensas y las cocinas; aunque, dadala ruina imperante, poco poda entretenerse en tales me-nesteres. Tambin debo decir que tocaba admirablementela guitarra y que, acompandose con ella, cantaba coplasmaravillosas. Para su asistencia personal la mujer de donManuel de Paredes contaba con dos esclavas mulatas, Pe-trina y Jacoba, mujeres tambin maduras, aunque todavavigorosas, que servan en la casa desde antiguo, desde lostiempos en que viva la anciana madre de don Manuel.Pero doa Matilda lo supervisaba todo y no consenta quese tomasen decisiones a sus espaldas, pues tena el conven-cimiento de que era absolutamente indispensable.

    Antes de la ruina hubo ms criados: muleros, un co-chero, mozas para ir a por agua, cocineras, pajes... DonRaimundo me dijo una vez que lleg a haber hasta cin-

    cuenta personas viviendo en la casa. Ahora l mismo y las

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    esclavas mulatas se encargaban de todo. Las cuadras esta-

    ban cerradas y vacas y no haba ni una sola bestia en lascaballerizas; porque no podan mantenerlas. No obstan-te, en su empeo de disimular la penuria, el administradorsola decir que no tenan animales porque a don Manuelno le gustaba meter porquera en su casa.

    Doa Matilda no haba dado a luz ningn hijo. Posi-blemente, en el caso de haberlos tenido no hubiera sobre-venido la decadencia en aquella familia. La sangre renova-

    da y el deseo de luchar de los jvenes es la nica salvacinde los viejos linajes, ya se sabe. Pero parece ser que Dioshaba resuelto que se extinguiese el de los Paredes y Mexa.

    Con todo, viva adems en la casa una muchacha sin-gular que, siendo criada, pudiera decirse que en ciertomodo haca las veces de hija: Fernanda. Un poco ms ade-lante me referir a ella, pues toda su persona es merecedo-ra de una mencin aparte.

    7. UN AMO TRISTE Y DISTRADO

    Seguramente don Manuel de Paredes y Mexa fue ensu juventud un hombre intrpido, emprendedor, que al-canz fortuna en los Tercios, viajando por el mundo y ha-ciendo buenos negocios a cuenta de tratar con la flota deIndias. Pero todo eso fue tiempo atrs. Cuando yo entr asu servicio, era un anciano melanclico y ausente que vivadespreocupado de los asuntos y ajeno de lo que se perge-aba en la corredura que llevaba su nombre. Todo estaba

    en manos de su administrador y sometido a la permanen-

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    te supervisin de doa Matilda. Poda decirse pues que mi

    nuevo amo all no pinchaba ni cortaba, aunque se sintieravisiblemente apenado por la miseria que se cerna sobre sucasa y de la cual se consideraba el nico responsable.

    Ya refer cmo don Raimundo se empeaba en con-vencerme de que haba entrado al servicio de un amo ho-nesto y bueno, por ms que ahora se viera cado en des-gracia. Sola insistir machaconamente relatando que donManuel de Paredes y Mexa era de linaje de cristianos vie-

    jos y hombre de inmejorable fama, a quien Dios no habaahorrado trabajos ni sacrificios a lo largo de su vida; quefue en su juventud un militar de arrestos, que supo cum-plir fielmente en el Tercio de Armas de la isla de la Palmaa las rdenes del maestre de campo general y gobernadordon Ventura de Salazar y Fras; que combati valiente-mente defendiendo Santa Cruz de Tenerife de los ataquesdel prfido pirata Robert Blake, y que luego, siempre de

    manera sacrificada, estuvo en el tercio que form el reypara Extremadura, con el que luch en el penoso sitio devora y en la feroz batalla de Estremoz, siguiendo esta veza don Cristbal de Salazar y Fras, hijo del antedichomaestre de campo y sucesor suyo. Estos ilustres benefac-tores le proporcionaron a don Manuel una mocedad aven-turera, primero en las Islas Canarias, y despus una ma-durez regalada en Sevilla, merced a algunas prebendas quele permitieron concertar beneficiosos negocios duranteaos. Pero ltimamente la cosa cambi de manera inespe-rada. Los asuntos de las flotas de Indias pasaron a Cdiz,y el puerto de Sevilla se qued como suele decirse ados velas. Cuando la contratacin, las correduras y el al-macenaje se fueron yendo poco a poco para asentarse enel nuevo emporio, un aire de soledad y decadencia empe-

    z a ceirse sobre la otrora esplendorosa Sevilla; el mis-

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    mo aire que colm de abatimiento la casa de don Manuel

    de Paredes, donde se fueron agotando sucesivamente lastransacciones, las visitas, los ahorros y las esperanzas. Se-ra por entonces cuando dejaron de pagarse los sueldos dela gente que estaba a su servicio, y se despidieron, al verque no cobraban, los mozos de cuadra, el cochero, los pa-

    jes, el administrador... El amo se abandon a su vejez y ala melancola, y don Raimundo empez a hacerse cargo detodo.

    El administrador fue quien me emple a m. l ajustel salario, que bien saba que no se poda pagar, y trat dedisimular la ruina, hacindome ver que don Manuel era unhombre muy ocupado, que andaba enfrascado en sus tra-tos y que por eso iba poco a la corredura.

    La primera vez que vi al viejo llevaba yo ms de un mesa su servicio. Aunque la impresin que me caus fue la deun seor de respeto, su presencia me dej un estado de ni-

    mo raro. Don Manuel de Paredes era un anciano grandeque debi de ser fornido en su juventud; llevaba una largay pesada pelliza negra que acentuaba la curvatura de su es-palda; el pelo blanco y lacio le brotaba bajo el sombrero.No obstante su edad, tena atusado el bigote y recortadaslas cejas. Su atuendo ajustado a la cintura, la manera de lle-var la espada ropera y el alio de su indumentaria bajo lapelliza delataban un alma presumida. Pero nada arrogan-te haba en su cara triste y su expresin pensativa, con eseaire de resignacin que suelen tener los rostros de las per-sonas mayores y piadosas.

    Entr en la corredura y me mir con frialdad. DonRaimundo no estaba, as que no me qued ms remedioque presentarme yo.

    Soy el nuevo administrador le dije, inclinndome

    respetuosamente. Servidor de vuestra merced.

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    Me mir con frialdad y respondi con un hilo de voz:

    Demasiado joven. Cuntos aos tienes?Veinticinco.Eso, demasiado joven.Dicho esto, se dirigi a su despacho sin quitarse el pe-

    llizn, deslizando los pies por el suelo. Se desabroch elcinturn y lo colg con la espada en una percha. Dej lapuerta abierta y vi que se sentaba en el silln, delante delescritorio. Yo me qued mirndole a la espalda, el cabello

    lacio le caa sobre la chepa. Cuando al fin se quit el som-brero, apareci una calva grande; solo le brotaba el peloen la nuca y las sienes. Cogi la pluma y estuvo como me-ditando, protegindose los ojos con la mano, como si lemolestara la luz y deseara pensar a oscuras; pero no escri-bi nada durante el largo rato que permaneci sentado.Carraspeaba de vez en cuando y todo l rezumaba aflic-cin y pesadumbre.

    Esa misma maana termin de persuadirme de que allno haba negocio ni posibilidad alguna de cobrar un sala-rio digno. Y ms tarde, cuando el amo se fue y regres donRaimundo, es cuando me puse a porfiar con l y a echarleen cara que me hubiera empleado a sabiendas de ello.

    Despus de discutir con el administrador, recog miscosas y me dirig hacia la puerta para irme cuanto antes,muy enojado al ver que ni siquiera me pagaran las cuatrosemanas que haba estado ordenando papeles, copiando in-servibles inventarios y haciendo relaciones de deudas. Pero,una vez en el patio, me sali al paso repentinamente doaMatilda y se me plant delante, puesta en jarras, esbozan-do una sonrisa extraa. Y pens que, como nada de lo quesuceda en la casa se escapaba a su control, seguramente ha-ba bajado de sus aposentos en cuanto oy mis voces aira-

    das y vena con nimo de intervenir en el altercado.

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    Me detuve y me qued mirndola, dndome cuenta de

    que, para poder seguir mi camino, tendra que rodearla.Ella entones me dijo con tranquilidad:Yo le pagar a vuestra merced todo lo que se le debe.Sorprendido por aquella inesperada intervencin del

    ama, permanec en silencio, como pasmado. Y ella, dulci-ficando todava ms la sonrisa, aadi maternalmente:

    Es de comprender ese enojo tuyo, muchacho. De-beramos haberte explicado todo con franqueza. Pero de-

    bes saber que nadie aqu ha tratado de aprovecharse de ti.Don Raimundo, que haba salido en pos de m, dijo a

    mi espalda:Seora, he querido darle explicaciones pero...Bien, bien le interrumpi ella. Dejmoslo es-

    tar. l quiere marcharse y no se le puede obligar a que-darse.

    Seora dije, disimulando lo mejor que poda mi

    arrebato de ira y mi desconcierto, llevo en esta casa msde un mes haciendo todo lo que se me ha mandado. Se meajust en cien reales la semana; se me deben pues cuatrosueldos.

    Muy bien contest ella. Yo me har cargo de esadeuda. Acompame al piso de arriba y te pagar hasta elltimo real.

    Dicho esto, se dirigi hacia la escalera, se recogi con-venientemente las faldas y empez a subir los peldaos.Muy extraado, mir al administrador y l me dirigi unexpresivo gesto que interpret como que deba hacer loque haba propuesto el ama. As que, con la esperanza decobrar, me fui tras ella.

    El lugar donde al parecer iba a ser el pago era la sala delprimer piso, aquella que tena el principal balcn con vis-

    tas a la plazuela, al mercado y a la iglesia. El suelo estaba

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    cubierto por una alfombra de colores, y junto a las pare-

    des se hallaban los divanes con cojines y almohadones. Erauna estancia alegre y confortable. Del techo colgaba ungran farol con cristales de colores, bajo el cual un braserodorado, con sus ascuas recubiertas de ceniza, distribua suagradable calor desde el centro. A la derecha, sobre unapreciosa mesita labrada, se vea una bandeja de plata, conuna frasca llena de vino clarete y varias copas de vidriofino.

    Pero enseguida mi vista se fue directamente hacia elfondo de la sala, donde, sentada en una silla junto a la ven-tana, se hallaba Fernanda. Como no esperaba encontrarlaall, su presencia disip mi mal humor, y tal vez me pre-dispuso con mayor benevolencia a escuchar todo lo quedoa Matilda tena que decirme.

    8. FERNANDA

    Recuerdo haber visto a Fernanda por primera vez enla armona del patio, dentro de un fortuito retazo de sol,tal vez al cumplirse el tercer da de mi llegada al viejo ca-sern sevillano. Estaba ella embelesada, regando las ma-cetas de espaldas a m, con el cuerpo erguido. De repentese volvi y sus ojos plidos se me quedaron mirando ce-nicientos, heridos por el sol que envolva su pelo y lo ha-ca desvanecerse en finsimos y resplandecientes mechonesrubios como la misma luz. Recuerdo muy bien sus manos,manos plidas, alargadas y con venillas azules, que sujeta-

    ban la regadera flojamente, mientras el agua se derramaba

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    sobre el suelo y corra por las losas de mrmol antiguo.

    Aquel da feliz, en que inesperadamente la encontr all,algo nebuloso revolote dentro de m y me qued comopasmado, mirndola nicamente, sin poder decir o hacernada, sino solo estar presintiendo desde ese primer instan-te que me iba a enamorar.

    Ella sonri con una sonrisa leve y dijo:Qu mira vuestra merced? No ha visto nunca re-

    gar macetas?

    Me azor. No esperaba que me hablara y mucho me-nos que me lanzara una pregunta. Creo que sonre tonta-mente, mientras segua mirando embobado su bonito cue-llo, la barbilla redonda, la boca pequea, la armona de susrasgos y aquellos ojos tan claros, transparentes casi, quetena frente a m a cuatro pasos, interpelantes, esperandouna respuesta.

    Entonces, desde un rincn del patio, uno de los mu-

    chos pjaros que tena doa Matilda en jaulas colgadas enlas paredes lanz un trino estridente, largo, ensordecedor,que yo aprovech para mirar en la direccin de donde ve-na y, de esta manera, librarme del hechizo que me produ-ca tanta hermosura.

    Es un canario explic ella. A esos pjaros losllaman as porque se cran en las islas. Don Manuel de Pa-redes los trajo de all hace aos. El canto es muy bonito,verdad?

    Asent con un movimiento de cabeza, mientras trata-ba de disimular mi embelesamiento enmascarndolo en laobservacin de aquel pjaro amarillo, que hinchaba su plu-mn al lanzar su gorjeo chilln, sus repetidos trinos y sussilbidos.

    S, muy bonito balbuc.

    Me volv hacia ella y nuevamente ca preso de su pre-

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    cioso semblante, pero esta vez, al ver que el agua segua

    derramndosele a los pies, le dije:Se te vaca la regadera...Uy! contest. Qu tonta!Solt la regadera a un lado y cogi un pao para fregar

    el suelo. Cuando la vi arrodillndose, me dobl yo tambiny me puse a recoger el agua con ella, sujetando la bayetapor el extremo, torpemente, de manera que hubo un for-cejeo tonto. Ella me mir y se ech a rer, mientras deca:

    Deje vuestra merced, que esto es cosa de mujeres.No, si no me importa contest. Estoy acostum-

    brado a hacer de todo.Deje de una vez! No se da cuenta vuaced que est

    entorpeciendo?Me estremec como en un escalofro y me apart, que-

    dndome de rodillas frente a ella. La vea mover las manosblancas con garbo, haciendo que se deslizara el pao, el

    cual retorca luego con destreza y escurra el agua en el su-midero. Hasta que se detuvo repentinamente, me mirmuy seria y me orden:

    Ande, vaya vuaced a sus cosas, que no me gusta serobservada cuando trabajo.

    Obediente, sumiso, me retir atravesando el patio em-brumado por la luz del sol que se filtraba atravesando loslimoneros, pero todava hube de volverme una vez ms,para ver su espalda delicada, la nuca, la seda de la blusa, lasformas redondeadas bajo la falda... Y desde aquel da meaficion a observarla a hurtadillas, a espiar sus manejos, elencanto de su pausado caminar, y a sentirme arrobadocuando hablaba en alguna parte de la casa, o cantaba, puessu voz era para m el ms delicado de los sonidos que pu-dieran orse en este mundo.

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    9. DE LA MANERA EN QUE ME DEJ

    CONVENCER

    Poco ducho estaba yo en el trato con mujeres y muchomenos con damas. Es de comprender pues que, cuandodoa Matilda me subi a los aposentos de la primera plan-ta, me sintiera un poco confuso y a la vez desarmado enmis decisiones. As ocurri. El saln era clido, hospitala-

    rio, y la luz que entraba por la celosa del balcn principalmatizaba dulcemente la alfombra del centro, los mueblesantiguos, la tapicera de los divanes y, sobre todo, la deli-cada figura de Fernanda. Tal era la impresin que me cau-saba aquella preciosa estancia, que me qued como ato-londrado en la puerta. Entonces la seora se acerc a mafectuosa, me tom de la mano y me condujo al interior,dicindome con cario:

    Vamos, muchacho, pasa y sintate. O acaso tienesprisa? Si nos vas a dejar hoy mismo, qu mejor cosa ten-drs que hacer por ah a esta hora del da que darnos unpoco de compaa?

    Dicho esto, se dirigi a Fernanda y le dijo:Fjate qu lstima, Nanda, Cayetano se despide.Qu bien son a mis odos ese nombre Nanda! Para

    todos en la casa aquella guapa y encantadora joven era Fer-nanda; cuando resultaba que, en la intimidad del saln dearriba, entre jarrones con rosas y el perfume de lilas delama, envuelta en la maravillosa luz de celosa, era llamadacariosamente as: Nanda.

    Ella hizo una mueca de disgusto, vino hacia m y, mi-rndome directamente a los ojos, me pregunt:

    Es cierto eso? Se marcha vuaced de esta casa? Por

    qu? Apenas llevis aqu un mes...

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    Otra vez preguntas. Ya de por s me azoraba bastante

    la proximidad de la joven y, encima, me vea obligado avencer mi timidez y contestar.No se me puede pagar el salario acordado respon-

    d con un hilo de voz, bajando avergonzado la cabeza.Vaya dijo solamente ella.Entonces doa Matilda avanz impetuosa hasta la mesa

    donde estaba la botella y propuso:Tomemos un vinito. No hay que ponerse tristes.

    Llen los vasos y los reparti. Bebimos los tres, mirn-donos de soslayo, y luego permanecimos en silencio,mientras esas palabras revoloteaban en el aire: No hayque ponerse tristes.

    Un momento despus, el ama se ech a un lado y, ex-tendiendo la mano gordezuela hacia la botella, la cogipara rellenar los vasos de nuevo mientras deca:

    Vamos, apurad, que la segunda copa es la buena.

    En efecto, al entrar el siguiente vino en mi estmago,aparecieron los signos del olvido y la alegra. Qu extra-o me result verme all, tan de repente, a dos pasos deFernanda, en el prohibido saln de la primera planta. Pa-reca obrarse una suerte de prodigio que me hubiera trans-portado al lugar de mis fantasas.

    Y ahora sentmonos para hablar tranquilamentepropuso el ama.

    Nos acercamos hasta los divanes con los vasos en lamano, tomamos asiento y prosigui el encantamiento.Fernanda puso en m sus ojos transparentes y dijo con sin-ceridad:

    Nadie en esta casa cobra salario alguno...Un hondo suspiro sali del pecho grande de doa Ma-

    tilda, que luego aadi con resignacin:

    La vida se ha puesto muy difcil... Ya no es como

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    antes. Solo hay que asomarse al balcn para ver el mer-

    cado de la plaza. Antes ah haba de todo: plata fina, seda,marromaque, ncar, azabache... Y hasta perlas! Quhay ahora? Cuatro baratijas... Si es que no hay dinero...!Quin puede pagar un salario?

    Como me vea obligado a decir algo, reun mis tumul-tuosas fuerzas y contest:

    Ya lo s. Pero yo soy joven y necesito tener algo pro-pio en esta vida.

    Naturalmente dijo el ama sin abandonar el airematernal que haba adoptado desde el principio. Todoel mundo quisiera tener su casa, su mujer y sus hijos... Na-turalmente!

    Casa, mujer, hijos; eran palabras que sonabanall extraas y que me provocaban cierta desazn. Me ru-boric y asent, disimulando mi azoramiento:

    Naturalmente, seora.

    Ella entonces alz la cabeza como mirando al cielo yaadi suspirando:

    Ay, Seor bendito, qu vida esta! Se han puesto lascosas de tal manera que habremos de irnos acostumbran-do a pasar calamidades y necesidad. Sevilla ya no es lo queera. Ya ves, con lo que hubo en esta casa y ahora nos ve-mos as, sin criados ni personal que nos asista cuando nosvamos haciendo mayores...

    No diga eso vuestra merced, seora! se apresura consolarla Fernanda, ponindole suavemente la mano enel hombro. Que yo no la dejar!

    Doa Matilda la mir con ternura y agradecimiento yluego se tap el rostro con las manos, sollozando.

    Me dio lstima. Me senta culpable, aun sin serlo, deaquella situacin. Apur el vino con nerviosismo y, a pe-

    sar de que me apeteca seguir all, dije:

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    En fin, debo irme.

    Doa Matilde entonces alarg la mano y me agarr elantebrazo, apretndomelo, a la vez que deca con voz tem-blorosa:

    Espera un momento, Cayetano, muchacho... Anno hemos hablado...

    Senta aquella mano que se aferraba a m como la de unnufrago a su tabla de salvacin. Me dio ms lstima y pre-gunt:

    Qu quiere vuestra merced de m?Que no nos dejes respondi suplicante, entre so-

    llozos. Porque te necesitamos en esta casa.Para qu? repliqu confundido. No hay tra-

    bajo para un contable en la arruinada corredura.No lo hay, pero lo habr pronto contest el ama,

    con la respiracin agitada, aunque con gran resolucin.Por eso te necesitamos! Si no fuera como te digo, no te ha-

    bramos ajustado en cien reales. Aqu va a hacer falta unapersona que sepa manejarse; una persona joven que tengafuerzas para acometer un gran negocio, una empresa quenos proporcionar un buen beneficio. Por eso te ajusta-mos en cien reales!

    Mir a Fernanda, completamente desconcertado, y ella,resplandeciente de entusiasmo y sinceridad, exclam:

    Dice la verdad! Crala vuaced, por Dios!Reflexion un poco. Nada tena que perder escuchn-

    dola y, adems, era un ruego de Fernanda. Qu magia notendr el enamoramiento!

    Doa Matilda empez diciendo:Aqu no todo est perdido. Esta casa, con lo que hay

    en ella, mis esclavas, mis muebles, mis alhajas... todo! Estacasa vale ms de quinientos mil maravedes... Esto es un

    verdadero palacio!

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    Lo creo, seora le dije. Pero bien sabe vuestra

    merced que hoy no se vende nada en Sevilla...Ella se enjug los ojos, me mir muy fijamente y con-test con aplomo:

    Pues esta casa est vendida. Un holands la compry pag los quinientos mil maravedes en oro...

    Qu buen negocio! exclam incrdulo. Ydnde est todo ese dinero?

    Eso es precisamente lo que quera explicarte, mu-

    chacho. Y djame que te llame as, muchacho, porque yopodra ser tu madre... contest ella con la mirada bri-llante, tiernamente.

    Despus de decir aquello, se qued observando la re-accin que producan en m sus palabras. Yo sonre de ma-nera halagea y, tras meditar un momento sobre lo queacababa de revelarme, dije circunspecto:

    Habra que administrar convenientemente todo ese

    dinero...He ah la cuestin afirm el ama. Y nuestro ad-

    ministrador no est ya para esos trotes.Dnde est el dinero? volv a preguntar, con pre-

    ocupacin.Ella respondi con calma:No es un pago en metlico, sino en mercaderas de

    la mejor calidad. El holands nos entregar paos finos,herramientas, mantas y otras manufacturas que sern em-barcadas en Cdiz para las Indias cuando salga la flota ensu prximo viaje. He ah el negocio: todo eso ser vendi-do en Portobelo y en El Callao y despus se cargar el na-vo con plata y otras cosas valiosas de all que pueden ob-tener aqu muy buenas ganancias.

    Comprendo dije. La casa no ha sido vendida,

    sino hipotecada.

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    Eso es asinti. Si todo sale como esperamos, y

    no tiene por qu salir de otra manera, conservaremos lacasa con todo lo que en ella hay y tendremos una nuevaoportunidad para empezar de nuevo, aunque esta vez enCdiz, donde estn ya todos los negocios. Pero para esosmenesteres mi esposo es ya un hombre demasiado ancia-no y nuestro administrador est asimismo viejo y mediociego. Necesitamos una persona joven, una persona comot... Sabemos que te criaste entre gente honrada y que te

    educaron los frailes; nos fiamos de ti, muchacho. Esta pue-de ser tu oportunidad de la misma manera que es la nues-tra... Porque estoy segura de que sers un buen contable.Y quin sabe si tu futuro est en esta casa, entre nosotros?

    No me resist porque, en primer lugar, el plan sonabacomo msica celestial para alguien como yo que carecade todo y, en segundo lugar, porque me pareci que erala propia Fernanda quien me peda que me quedara, con

    aquellos preciosos ojos de brillo cndido, y yo solo espe-raba a que llegase el momento en que tambin pudiera di-rigirme a ella llamndola Nanda.

    10. UNA CUARESMA IMPACIENTE

    De manera que, ganado por las splicas de doa Matil-da y por la hermosura de Fernanda, resolv quedarme en lacasa de don Manuel de Paredes, aunque ms resignado quemovido a razones. Y ahora que, pasados los aos, echo lavista atrs, he de reconocer que aprend ms en los dos me-

    ses que siguieron a mi asentimiento que en toda mi vida.

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    Transcurri lo que quedaba del invierno en una espe-

    ra anhelosa. Aparentemente todo segua igual en el viejocasern; repitindose idntica rutina que el mes anterior.Se madrugaba diariamente; demasiado para lo poco quehaba que hacer. Con la primera luz del da, despus de undesayuno fugaz, don Raimundo y yo bamos puntualmen-te a la oficina de la corredura y nos sentbamos cada unoen su escritorio dispuestos a perder el tiempo. Esas horaseran las peores de la jornada. Taciturnos ambos, en silen-

    cio, revisando ajados papeles, apenas hablbamos. Nadase comentaba de los dichosos quinientos mil maravedesdel empeo, ni del holands, ni de la flota, ni de las mer-cancas... Pero yo intua que, seguramente, dentro de la ca-beza pequea y redonda del administrador aleteaban lascifras al mismo tiempo que las esperanzas de salir de todaaquella miseria. Sin embargo, no me atreva a preguntarlepor el asunto y ni siquiera se me ocurri decirle que yo es-

    taba en ello, porque la seora me haba revelado los por-menores del negocio. Era de suponer que l lo supiera.Bastaba pues con esperar y aguantar la incertidumbre.

    Cuando cada da a media maana entraba el amo en sudespacho, nada de particular suceda. El administrador seencerraba con l durante un largo rato y yo imaginaba quetrataban acerca de aquello que tan preocupados nos tenaa todos en la casa. Sin poder resistirme al impulso de la cu-riosidad, pegaba la oreja a la puerta con el deseo de ente-rarme de algo; pero la espesura de la madera solo dejabapasar el rumor vago de palabras incomprensibles, por msque las voces se alzaban de vez en cuando, como discu-tiendo, haciendo que se encendieran todava ms mis ilu-siones o, por el contrario, mis temores, al parecerme queno iban bien las cosas.

    La primavera despunta pronto en Sevilla y es como una

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    suerte de milagro que, de la noche a la maana, hace olvi-

    dar los fros penumbrosos ante la excelencia de los nuevosbrotes en las arboledas y el repentino encanto de una luzdiferente, deslumbrante a medio da. Con la llegada de laCuaresma todo cambia: las gentes abandonan su letargosilente, se sacuden la modorra del invierno y salen de lascasas para entregarse apasionadamente a los menesteres dela religin. Porque, si bien es cierto que el Creador est entodas partes y debe ocupar todas las horas de los hombres,

    pareciera que durante ese tiempo se echara particularmen-te a las calles y a las plazas, a los talleres, a los mercados, alas tascas e incluso a las alcobas de los palacios. Toda Sevi-lla se hace Cuaresma y nadie puede escapar del fervor delos cuarenta das que convierten la ciudad entera en un al-tar. Porque no hay rincn donde no ardan velas, ni resqui-cio donde no alcance el humo del incienso, la meloda delos rganos, el rumor de las plegarias y el encendido amo-

    nestar de los sermones. As las cosas, todo permanece comodetenido, respirando nicamente actos y pensamientospiadosos. Prohibido el juego en las tabernas, las franca-chelas y los malos ejemplos, entretinese la gente yendode iglesia en iglesia y de convento en convento, entregn-dose a la escucha de la oratoria sagrada, a las penitencias,a poner las rodillas en el duro suelo y a socorrer a los me-nesterosos.

    Tambin dentro de la casa doa Matilda coloc altares,como era su costumbre. Pero, como no dispona de auto-rizacin para tener oratorio, se conformaba con descubrirun bonito retablo que estaba en un lado del patio, bajo lagalera, y que ordinariamente permaneca cerrado con unaspuertas de madera fina. Un Cristo de marfil ocupaba elcentro, flanqueado por sendas imgenes de San Francisco

    y santa Catalina. Delante se ponan macetas y un lampa-

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    dario que permaneca con sus llamas iluminndolo da y

    noche.Y como en tiempo de apuros y vigilias se disimula me-jor la escasez, las consabidas sardinas fritas o secas pare-cieron ms ser devocin que pura necesidad, pues, con al-gunas habas, pur de castaas y berzas por la noche, pocoms se coma ya en aquella casa.

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