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Teología Espiritual Programa y Materiales para el estudio personal Pamplona, octubre de 2002

Teología Espiritual - 1p (Javier Sesé)

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Teología Espiritual

Programa y

Materiales para el estudio personalPamplona, octubre de 2002

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Presentación de la asignatura

Por Teología espiritual se entiende aquella rama de la Teología que estudia la vida espiritual, es decir la vida cristiana en cuanto camino de encuentro, comunicación y unión de amor entre el hombre y Dios.

La vida espiritual del cristiano es, ante todo, fruto de una intervención histórica, libre y gratuita de Dios, que ama personal, individual e íntimamente a cada hombre y cada mujer, y lo invita a responder a su llamada también con un amor íntimo y personal, manifestado en obras, siguiendo los pasos de Jesucristo, que ha dado su vida por nosotros y nos ha enseñado el camino de la correspondencia al amor divino.

La vida espiritual es una vida de comunión con Dios, que está destinada a crecer y desarrollarse continuamente en esta vida, mediante la gracia divina y la correspondencia humana, tendiendo hacia la santidad: hacia una plenitud que sólo se alcanzará en sentido propio en la vida eterna del Cielo, pero que puede alcanzar ya en esta tierra altos grados de heroísmo en las virtudes, de intimidad de amor con Dios, de identificación con Jesucristo.

La vida, el ejemplo y la enseñanza de los santos son paradigma de ese itinerario espiritual. Por eso, la Teología espiritual, junto a las fuentes principales de la Revelación cristiana, se apoya mucho en la enseñanza y la experiencia de los santos. Con esta asignatura se pretende también que crezca el interés del alumno por la lectura y el estudio de los principales santos de la historia, reconocidos como grandes maestros de espiritualidad.

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TEOLOGÍA ESPIRITUAL 5

Índice

Unidad Didáctica I.

INTRODUCCIÓN......................................................................................15

Tema 1: La teología espiritual.....................................................................................17- ILLANES, J. L., apuntes sobre el tema

Tema 2: Historia de la espiritualidad..........................................................................37- SESÉ, J., síntesis de historia de la espiritualidad- SESÉ, J., lista de clásicos de la literatura espiritual cristiana

Unidad Didáctica II.

DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL...............67

Tema 3: La comunión íntima y filial con Dios uno y trino........................................69- J. SESÉ, J. La conciencia de la filiación divina, fuente de vida espiritual, en

“Scripta Theologica” 31 (1999) 471-193.

Tema 4: La santidad como identificación con Cristo................................................87- ILLANES, J.L. Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984, pp. 121-140.

Tema 5: El espíritu santo autor de nuestra santificación..........................................97- SESÉ, J. El Espíritu santificador, en “Temes d’avui. Revista de Teologia i

Pastoral” 3 (1998) 5-14.- SESÉ, J. Los dones del Espíritu Santo y el camino hacia la santidad, en

“Scripta Theologica” 130 (1998) 531-557.

Tema 6: Dimensión eclesial de la vida espiritual cristiana.....................................125- BOUYER, L. Introducción a la vida espiritual, Herder Barcelona 1964, pp.

27-35.- ILLANES, J.L. Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984, pp 235-272.

Tema 7: Dimensión secular de la vida cristiana.......................................................147- ILLANES, J.L “Cristianismo, historia y mundo” EUNSA, Pamplona, 1973,

171-200 y 233-238.

Tema 8: Dimensión mariana......................................................................................167- JUAN PABLO II, Encíclica “Redemptoris Mater”, (25/III/1987), parte III.- OCÁRIZ, F. “La mediación materna”, en Romana 5 (1987).

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Unidad Didáctica III.

DINAMISMO DE LA VIDA ESPIRITUAL

Tema 9: Naturaleza y dinamismo de la vida espiritual- SESÉ, J. Naturaleza y dinamismo de la vida espiritual, en “Scripta

Theologica” 34 (2002)

Tema 10: La vocación- ILLANES, JL. Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984, pp. 97-120- OCÁRIZ, F., El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid 1993, pp 137-162

Tema 11: La santidad- ILLANES, JL. Mundo y santidad, Rialp, Madrid 1984. 21-96

Tema 12: La oración- CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, parte IV nn: 2558-2758- CARTA Orationis formas, Sagrada Congregación para la doctrina de la fe,

15-X-89

Tema 13: Contemplación y vida mística- WEISMAYER, J., Vida cristiana en plenitud, PPC, Madrid 1990 132-145- BELDA, M, Contemplativos en medio del mundo, en: Romana 1996

Tema 14: La ascética cristiana- ANCILLI, E., Ascesis, en “Diccionario de espiritualidad”, Herder, Barcelona

1983- ILLANES, JL. Mundo y santidad , Rialp, Madrid 1984, pp. 209-234

Tema 15: La unidad de vida- CELAYA, I. de., Unidad de vida y plenitud cristiana, en: “Vivir como hijos

de Dios” EUNSA, Pamplona, 1993

Unidad Didáctica IV.

VIDA ESPIRITUAL Y DIVERSIDAD DE VOCACIONES CRISTIANAS

Tema 16: Unidad y diversidad en la espiritualidad cristiana- ILLANES, J. L., apuntes sobre el tema

Tema 17: Llamada a la santidad y vocación laical- ILLANES, J. L., apuntes sobre el tema

Tema 18: Santidad y ministerio sacerdotal- ILLANES, J. L., apuntes sobre el tema

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TEOLOGÍA ESPIRITUAL 7

Tema 19: El camino hacia Dios en la vida consagrada- CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nn. 914-944- JUAN PABLO II, Exhortación apostólica “Vida Consagrada” 25-III-1996,

nn. 1-12- ILLANES, JL. Mundo y santidad , Rialp, Madrid 1984, pp. 183-193

Tema 20: Matrimonio y celibato como vocaciones cristianas- SARMIENTO, A., El Matrimonio cristiano, EUNSA, Pamplona 1997, 141-

159- DEL PORTILLO, A., Celibato, en GER, recogido en “Rendere amabile la

verità”, Città del Vaticano 1995, 311-321- GUTIÉRREZ, JL. El laico y el celibato, en :”La misión del laico en la

Iglesia y en el mundo”, VIII simposio internacional de teología, EUNSA Pamplona 1987, pp. 991-1006

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ORIENTACIONES PARA EL ESTUDIO 9

Bibliografía

Además de la que se cita en el texto de los diversos Temas, podemos considerar Bibliografía Complementaria de especial interés:

● Parte sistemática:

C.A. BERNARD, Teología Espiritual, Ed. Atenas, Madrid 1994

J.L. ILLANES, Mundo y santidad, Ed. Rialp, Madrid 1984

S. PINCKAERS, La vida espiritual, Edicep, Valencia 1995

J. WEISMAYER, Vida cristiana en plenitud, PPC, Madrid 1990

L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Herder, Barcelona 1964.

G. THILS, Santidad cristiana, Sígueme, Salamanca 1968.

● Historia de la espiritualidad:

D. MAROTO, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid, 1990.

A. ROYO MARIN, Los grandes maestros de la vida espiritual. Historia de la espiritualidad cristiana, BAC, Madrid, 1973.

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Orientaciones para el estudio

Para cada Tema se han seleccionado uno o dos documentos, artículos o capítulos de libros que responden al contenido central del mismo. Se puede acudir a cualquiera de los libros señalados en la bibliografía complementaria cuando se desee profundizar más en alguno de los temas.

Se recomienda también vivamente la lectura de algunos libros clásicos de la espiritualidad cristiana, de entre los señalados en la relación que se incluye en el Tema 2.

Esa lista puede ser muy útil para futuras lecturas del alumno, pero durante el presente curso convendría conocer mejor, al menos, a algunos Padres como San Agustín; algunos medievales, como San Bernardo, Santa Catalina y el Kempis; los autores principales del siglo de oro, como Santa Teresa y San Juan de la Cruz; y en la época contemporánea, al menos, Santa Teresita y San Josemaría Escrivá.

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Unidad Didáctica 1

INTRODUCCIÓN 1

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Unidad Didáctica 1

Introducción.............................................................15

Tema 1 :La Teología espiritual ............................................17

Tema 2 :Historia de la espiritualidad ..................................33

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ORIENTACIONES PARA ESTA UNIDAD DIDÁCTICA 15

El objetivo de esta primera unidad es, en primer lugar, comprender la naturaleza de la Teología espiritual como parte de la ciencia teológica, conocer su objeto de estudio y su método, y situarla adecuadamente en relación a otras partes fundamentales de la teología: la dogmática y la moral.

En segundo lugar, hacerse una idea de conjunto de la Historia de la espiritualidad: conocer las principales figuras, escritos, fundaciones, movimientos y tendencias que han ido configurando la rica tradición espiritual cristiana, y que son fuente importante del estudio teológico de la vida espiritual.

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Tema 1

La Teología espiritual

Definición y naturaleza de la Teología espiritualJ. L. Illanes

La denominación "Teología Espiritual" dice, obviamente, referencia a la palabra "espíritu", que tiene, en casi todos los idiomas, muy diversos significados. Sin entrar de momento en precisiones de detalle que tendrán su lugar más adelante, podemos señalar ya desde ahora lo siguiente:

a) Etimológicamente el término latino spiritus, del que proviene el castellano "espíritu", al igual que los equivalentes griego, pneuma, y hebreo, ruah, significan aire en movimiento, viento fuerte, y, por extensión, aliento, vida1. Aplicado al hombre dice referencia a la vida propiamente humana, a la superioridad del ser humano tanto respecto a los seres puramente materiales como respecto a los animales: el hombre es un ser espiritual, porque tiene vida propia, que nace de su interior y trasciende los condicionamientos inmediatos, que va más allá de lo sensible, que se despliega en conocimiento y amor, en comunicación plena con los demás.

b) En el lenguaje bíblico y cristiano dice especial referencia a la realidad de Dios: Dios es espíritu, más aún, vida inmanente, trinidad de personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y esa vida divina se comunica al hombre, en el que se hace presente el Espíritu Santo para, identoficándolo con Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, llevarlo a la unión filial con Dios Padre.Por eso puede decir San Pablo que el hombre está compuesto de "carne", "alma" y "espíritu", con expresión en la que el término "carne" dice referencia a nuestra condición corporal y terrena, el vocablo "alma" a nuestra capacidad de sentir y conocer, y el "espíritu" al vivir del hombre en cuanto que unido a Dios y vivificado, dirigido y conducido por El2.

1 Para una primera aproximación a la etimología y significados de la palabra "espíritu" puede verse J. FERRATER MORA, Espíritu, espiritual, en Diccionario de Filosofía, Barcelona 1994, vol. 2, pp. 1099-1104, así como las voces de diccionario citadas en la nota siguiente.

2 Sobre el término "espíritu" en el lenguaje bíblico ver J. GUILLET, Espíritu, en X.LEON-DUFOUR (dir.), Vocabulario de teología bíblica, Barcelona, 1967, pp. 255-256; J. DE GOITIA, Espíritu, en Enciclopedia de la Biblia, Barcelona 1963, t. 3, cols. 184-187; P. VAN IMSCHOTT y F. PROD'HOMME, Espíritu, en Diccionario enciclopédico de la Biblia, Barcelona 1993, pp. 547-549; AA.VV., Pneuma, pneumatikós, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, t. 6, pp. 350 ss. (especialmente 357-366 y 394-339). Y respecto de la antropología paulina, F. PUZO, Significado de la palabra "pneuma" en San Pablo¿ en

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18 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

De esa "vida según el Espíritu", según expresión del propio San Pablo3, se ocupa la Teología Espiritual. Por Teología Espiritual se entiende, pues, aquella especilización teológica que estudia la existencia cristiana en cuanto proceso de encuentro y comunicación entre el hombre y Dios, en cuanto desarrollo de la vida que, incoada por el Bautismo, se despliega en el tiempo hasta alcanzar su culminación en la plenitud de los cielos. En suma, y seg;un otra expresión ampliamente difundida, la rama o disciplina teológica que considera y analiza la espiritualidad4.

¿Cómo se realiza ese encuentro entre el hombre y Dios?, ¿qué rasgos definen esa vida espiritual?, ¿qué factores condicionan o determinan su despliegue? ¿qué etapas o fases atraviesa? Esas son algunas de las preguntas que nos formularemos y a las que intentaremos responder a lo largo de este tratado. Antes, sin embargo, es necesario detenernos para precisar y detallar más la naturaleza de la Teología Espiritual.

1.- Objeto de la Teología Espiritual

La panorámica histórica esbozada en el capítulo anterior manifiesta con claridad que la Teología Espiritual aspira a considerar teológicamente la espiritualidad o vida según el Espíritu, por usar la expresión paulina. Ese es su objeto. En cierto modo, una vez hecha esa afirmación no hay nada más que añadir.

"Estudios Bíblicos" 1 (1942) 437-460; J. FICHNER y E. SCHWEITZER, Fleisch und Geist, en Die Religion in Geschichte und Gegenwart, vol. 2, Tubinga 1958, pp. 974-977; C. SPICQ, Dieu et l'homme selon le Nouveau Testament, París 1961; R.H. GUNDRY, Soma in Biblical Theology. With emphasis on Pauline Antropology, Cambridge 1976; C. BASEVI, La corporalidad y la sexualidad humana en el "corpus paulinum", en AA.VV., Masculinidad y feminidad en el mundo de la Biblia, Pamplona 1989, pp. 678-694; A. DÍEZ MACHO, La resurrección de Jesucristo y la del hombre en la Biblia, Madrid 1977, pp. 102-124.

3 Cfr. Rm 8, 9. El estudio de la vida espiritual tal y como puede darse al margen del cristianismo, y su valoración teológica, no será objeto de estudio en este tratado, ya que esa temática puede desarrollarse sólo una vez concluido el análisis de la vida espiritual cristiana y por tanto en un momento posterior al que aquí va a ocuparnos.

4 La Sagrada Escritura emplea no sólo el substantivo "espíritu", sino también el adjetivo "espiritual" para, de ordinario —concretamente en San Pablo—, hacer referencia al cristiano que se deja llevar del Espíritu hasta tener un modo de pensar y de actuar no superficial o infantil, sino maduro, coherente con la conciencia de filiación divina que de la fe deriva (cfr. por ejemplo, 1 Co 2, 15 y 3, 1 y Ga 6, 1). A partir de ese uso paulino surgió, en la antigüedad latina tardía el vocablo spiritualitas —del que procede el castellano espiritualidad—, que aparece por primera vez en un texto de principios del siglo V, en el que significa lo mismo que vida según el Espíritu, y, más concretamente, que vida cristiana intensa. En los siglos posteriores continuó empleándose, aunque sin llegar a ser nunca de uso frecuente, manteniendo ese mismo sentido.

En el siglo XVII, en el contexto de algunas disputas sobre temas espirituales que tuvieron lugar en la Francia de esa época, se acudió a él para designar no ya la vida cristiana en cuanto que consciente e intensamente vivida, sino más bien las formas de entender la vida espiritual; este uso se fue difundiendo, hasta llegar a ser, en nuestros días, muy común (es concretamente la significación que el vocablo tiene en expresiones como "espiritualidad sacerdotal", "espiritualidad laical", "espiritualidad monástica", "espiritualidad franciscana", "espiritualidad de San Francisco de Sales", etc.). En la práctica las dos significaciones mencionadas no sólo coexisten sino se pasa fácilmente de una a otra.

Más detalles sobre la historia y significación del vocablo en A. SOLIGNAC, Spiritualité, en Dictionnaire de Spiritualité, t. 15, cols. 1142-1173; de forma sintética en T. GOFFI y B. SECONDIN, Introduzione generale, en AA.VV. Corso di Spiritualitá, Brescia 1989, pp. 8-10.

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TEMA 1 ● LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL 19

Sólo que, en orden a precisar el alcance de esas afirmaciones resulta oportuno realizar algunos comentarios y precisiones.

1.1. Vida, experiencia y santidad en cuanto aspectos del objeto de la Teología Espiritual

De hecho, la literatura teológica usa respecto al objeto de la Teología Espiritual diversas expresiones. Convendrá por eso que analicemos al menos las principales: vida espiritual, experiencia espiritual, santidad.

a) Vida espiritual

Vida significa actividad, y actividad que nace de dentro del sujeto que la realiza. Vida espiritual significa algo más: la vida que es propia del espíritu5. Ahora bien, ¿en qué consiste esa vida espiritual? Precisémoslo más mediante tres pasos o aproximaciones sucesivas:

a) La palabra espíritu nos habla del ser humano considerado, como acabamos de decir, no de cualquier modo sino precisamente en cuanto ser que posee interioridad, que es sujeto de actos que expresan su riqueza interior y que, al desplegarse, le hacen crecer y desarrollarse, ya que revierten sobre su propio ser dotándolo de una mayor hondura. Vida espiritual significa, por tanto, vida humana; más exactamente, vida humana integral, vida del hombre que vive y actúa como hombre, desarrollando esa capacidad de enriquecimiento y de autodominio de la que está dotado y en la que radica su perfección.

b) Pero si la vida espiritual connota la interioridad remite también a la exterioridad. La vida del espíritu dice, ciertamente, referencia a la capacidad de crecer, pero al crecer de un ser, el hombre, que existe en el mundo, más aún, que está referido al mundo en cuanto contexto en el que vive y en cuanto realidad interhumana de la que depende el desarrollo de su propio ser. El hombre no alcanza su perfección por la vía de la pura introspección, sino por el conocimiento y, finalmente, por el amor. La vida espiritual implica así interioridad, autoposesión, pero también trascendencia, salir de sí mismo, entregarse, amar. Hay, pues, vida espiritual en sentido pleno cuando el ser humano, reconociéndose referido a los demás y, a fin de cuentas, a Dios, valora y asume desde esa perspectiva el conjunto de su existir. Vida espiritual significa, en este sentido, la vida que el hombre vive cuando advierte que su existir está dotado de sentido trascendente, la vida que alcanza como fruto del reconocimiento de Dios y de la relación que, a partir de ese reconocimiento, le es dado al hombre establecer con Dios mismo, con los demás y con el mundo.

c) Esta nueva descripción que se acaba de hacer es más rica que la anterior, y podría incluso considerarse suficiente, al menos en cierto grado, desde una perspectiva filosófica, pero no desde el punto de vista de la Teología. La fe cristiana nos dice, en efecto, que la vida que hay en el hombre no es fruto del

5 Sobre el concepto y la descripción de la vida espiritual ver S. GAMARRA, Teología espiritual, Madrid 1994, pp. 23-51; J. WEISMAYER, Vida cristiana en plenitud, Madrid 1990, pp. 15-24; L. BOUYER, Introducción a la vida espiritual, Barcelona 1964, pp. 17-35; CH. A. BERNARD, Teologia Spirituale, Roma 1983, pp. 17-51; F. RUÍZ SALVADOR, Caminos del Espíritu. Compendio de Teología Espiritual, Madrid 1988, pp. 7-25; G. MOIOLI, La vita cristiana come oggetto della Teologia Spirituale, en "La Scuola cattolica", 91 (1963) 101-116; J. DE GUIBERT, Lecciones de Teología Espiritual, Madrid 1953, pp. 17-27, y, en general, todos o casi todos los manuales de Teología Espiritual.

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20 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

espíritu humano, sino de la acción de Dios, que es espíritu y vida y, lo que es más, que ha querido comunicar esa vida a los hombres. Surge así un sentido nuevo y más profundo de la expresión vida espiritual, que significa, en este contexto cristiano, la vida que se despliega y desarrolla cuando el hombre se sabe interpelado por Dios, más aún, habitado por el Espíritu de Dios.

Como resulta obvio, esos tres sentidos de la expresión vida espiritual no son heterogéneos entre sí, sino que se articulan en orden ascendente, de modo que los posteriores asumen e incluyen dentro de sí los anteriores. Por eso si antes decíamos que vida espiritual significa lo mismo que vida humana integral, es decir, profundamente vivida, ahora, en el nivel en que nos encontramos, podemos retomar esa frase para concluir que la vida espiritual no es otra cosa que la vida cristiana íntegramente vivida, es decir, una vida en la que las virtudes cristianas por excelencia —o sea, la fe, la esperanza y la caridad— manifiestan, bajo la acción de la gracia, todas sus virtualidades, dando origen a todo un conjunto de convicciones y actitudes del corazón que, nacidas del encuentro con Cristo y suscitadas por el Espíritu, se articulan en decisiones y formas de actuar que dotan de fisonomía a la existencia que todo cristiano está llamado a vivir en cuanto de hijo de Dios Padre6.

De esas cuestiones se hablará a lo largo de todo el tratado; parece sin embargo oportuno completar esta descripción de la vida espiritual con dos observaciones:

a) Conviene, en efecto, subrayar, ante todo, que la vida espiritual no sino el despliegue de la vida infundida en el cristiano por el bautismo: no una vida especial, diversa de la vida cristiana ordinaria, sino esa vida cristiana vivida con plenitud. La Teología Espiritual estudia, en suma, la existencia cristiana informada por la acción de las tres virtudes teologales que, bajo el impulso del Espíritu Santo conducen al cristiano a la identificación con Jesucristo y, en Cristo, a la unión con Dios Padre.

b) Y recalcar, en segundo lugar, que la vida espiritual es vida en tensión, vida que implica no sólo actividad, sino desarrollo, crecimiento, aspiración a manifestar de manera cada vez más plena las virtualidades que le son propias. El Espíritu Santo es principio de vida; la gracia que nos comunica es fuerza, energía vital, "fuente de agua viva que brota para la vida eterna"7. Ese desarrollo, ese dinamismo vital que caracteriza a la vida del espíritu es precisamente lo que la Teología Espiritual estudia. En efecto, en ella se trata de las operaciones humanas no consideradas una a una, separada y aisladamente, sino —y en este punto tendremos ocasión de insistir— vistas en conjunto, en cuanto que se integran en una vida, más aun, en cuanto que expresan esa vida y se dirigen, "tienden hacia", su progresivo despliegue o perfección, es decir, hacia una comunión con Dios —y en Dios y desde Dios, con toda la realidad— cada vez más intensa y plena8.

6 La vida espiritual auténtica no es, pues, en el fondo —como afirma A. M. Besnard—, otra cosa que "la estructuración de una persona adulta en la fe, según su propia inteligencia, su vocación y sus carismas por un lado, y las leyes del universal misterio cristiano por otro" (Tendencias dominantes en la espiritualidad contemporánea, en "Concilium" 9, 1965, 27). Otras citas y reflexiones en el mismo sentido en S. GAMARRA, Teología Espiritual, cit., pp. 35-39.

7 Cfr. Jn 4, 14.8 Entre las expresiones que pueden relacionar con la de "vida espiritual", conviene que nos

detengamos, aunque sea en nota, en una ampliamente usada por la literatura ascética: "vida interio". Esta expresión tiene su orgien en el análisis de la experiencia humana en la que caba distinguir entre una experiencia volcada hacia lo esterior, es decir, hacia lo sensible y corporal y por tanto hacia realidades no sólo exteriores al hombre sino materiales, y vida interior, que

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TEMA 1 ● LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL 21

b) Experiencia espiritual

La voz "experiencia" posee una pluralidad de significados conexos entre sí, pero muy distintos. Sintéticamente, de esos diversos significados aquí interesa diferenciar dos. En un primer sentido la palabra experiencia significa lo mismo que contacto inmediato con una realidad, y así hablamos de experiencia para indicar que hemos visto o tocado realmente algo o que el contacto con algo nos ha hecho experimentar satisfacción o dolor. En otros momentos empleamos la misma palabra para indicar una realidad muy distinta: el hecho de haber vivido una determinada situación o según un determinado estilo de vida; así ocurre cuando alguien dice, por ejemplo, que conoce por experiencia la vida militar, el trabajo en un hospital u otra realidad análoga. En ambos casos la palabra connota proximidad, pero, en el primero, dice referencia a un objeto o ser concreto, en el segundo a una situación o condición multidimensional y distendida en el tiempo9.

Es precisamente esa proximidad o cercanía que implica el vocablo "experiencia", con la fuerza evocadora que de ahí deriva, lo que explica que la Teología Espiritual, y especialmente la más reciente, haya acudido a ese término para designar su objeto. Presentar la Teología Espiritual como reflexión sobre la experiencia cristiana equivale, en efecto, a presentarla como orientada no tanto a trazar un esquema ideal o teorético del itinerario espiritual, cuanto a describir —a narrar— cómo y por qué vías el creyente configura, bajo la acción del Espíritu, su vida con la de Cristo.

Es obvio, por lo demás, que de los dos sentidos del término experiencia es al segundo al que se acude cuando se afirma que la Teología Espiritual estudia la experiencia cristiana: no se quiere decir que estudie la experiencia de Dios entendida como contacto inmediato con la substancia divina (si un contacto así es o no posible, es algo que deberá ser dilucidado), sino más bien que estudia la experiencia que implica el existir creyente, la vida de quien vive de fe con todo lo que ese vivir comporta.

c) Santidad

La voz santidad pertenece al lenguaje cristiano desde sus orígenes, ya que proviene de la Sagrada Escritura, donde significa, ante todo, la trascendencia e infinita perfección de Dios: "no hay Santo como Yahvéh"10. Pero la Escritura enseña a la vez que ese Dios que es santo, se acerca y comunica al hombre. De ahí

decir referencia a las potencias espirituales y revierte hacia el interior del espíritu humano y hacia la comunicación con otros seres espirituales. En un contexto cristiano, ea vida o desarollo de las potencias espiritaules dice referencia a Dios, a cuya intimidad tenemos acceso en virtud de la gracia. Por eso, en bastantes autores la expresión "vida interior" es usada como sinónimo de vida espiritual; si bien, con alguna frecuencia, particularamente en la literatura devocional, tiene unalcance más restringido para significar la práctica de la oración y cuanto con ella se relaciona de forma inmediata, lo que, ciertamente, constituye una parte importante, más aún decisiva, de la vida espiritual, pero no la agota. Para más detalles, ver A DAGNINO, Vita interiore, en Dizionario Enciclopedico di Spiritualità, Roma 1990, t. III, pp. 2652-2654 y J. GUIBERT, Lecciones de Teología Espiritual cit, p. 19.

9 Para una mayor clarificación del concepto de experiencia ver J. FERRATER MORA, Experiencia, en Diccionario de Filosofía, Barcelona 1994, t. 2, pp. 1181-1188; J.L.ILLANES, La experiencia cristiana como vida y como fundamento, en "Scripta Theologica" 18 (1986) 609-613 y, especialmente, J. MOUROUX, L'expérience chrétienne. Introduction à une théologie, Paris 1952; en relación directa con la Teología Espiritua. G. MOIOLI, L'esperienza spirituale, Milán 1992 y A. GUERRA, Natura e luoghi dell'esperienza spirituale, en B, SECONDIN y T,. GOFFI, Corso di Spiritulità, Brescia 1989, pp. 25-55.

10 1 S 2, 2

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22 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

que hable de santidad en referencia también a la voluntad divina, al culto y, también, al hombre en cuanto que objeto del amor de Dios y receptor de sus dones. Esta evolución semántica llega a su culmen en el Nuevo Testamento, en el que, en Cristo Jesús, la comunicación de la vida divina llega a su plenitud. No es pues extraño que en los escritos apostólicos los cristianos, incorporados a Cristo, son calificados como santos11. Y lo que es más se entiende por santidad una incoación en el hombre de los bienes divinos que constituyen el Reino de Dios prometido.

Un último rasgo permite completar esta exposición bíblica. Los textos neotestamentarios, al hablar de santidad, hacen siempre referencia a la acción de Dios que salva al hombre y al efecto que esa acción produce: en ese sentido, la santidad es algo que se sitúa en los niveles mas profundos del ser, pero no se limita a ellos, sino que desde ahí afecta a toda la vida de la persona, y concretamente a su acción, como lo manifiesta el hecho de que, en la parte parenética de los escritos apostólicos, sea tomada como punto de partida para exigir una determinada conducta a los cristianos. La vida nueva recibida en el bautismo aspira a informar la totalidad de la existencia, expresándose en obras, de modo que el conjunto de la existencia cristiana se presenta como un proceso de progresiva santificación, según el dicho del Apocalipsis: "el santo santifíquese aún más"12, y la advertencia de San Pablo: "ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación"13.

De forma sintética puede, pues, concluirse que la santidad:—dice referencia, en primer lugar, a una realidad ontológica, ya que, por la

incorporación a Cristo, el hombre recibe el don de la gracia y es trasformado de pecador en justo y amigo de Dios

—implica, en segundo lugar, una realidad teologal, puesto que, al convertir al hombre en amigo de Dios e introducirlo en su intimidad, funda y reclama una relación viva y personal con El;

—connota, finalmente, una realidad ética, ya que la renovación interior y la íntima relación con Dios que de ella deriva reclaman del hombre que actúe en su existencia ordinaria y en sus acciones cotidianas en conformidad con la nueva vida recibida14.

11 Ver, por ejemplo, el encabezamiento 2 Co 1, 1; Rm 16, 2.12 Ap 22, 11.13 1 Ts 4, 3.14 Entre la amplia bibliografía sobre la santidad, remitamos sólo a algunas obras de fácil consulta

o particularmente significativas: - respecto a la doctrina bíblica: A. FIGUERAS, Santidad, en Enciclopedia de la Biblia, Barcelona

1963, t. VI, cols. 482-488; J. DE VAUX, Santo, en X. LEON-DUFOUR (ed.), Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, cols. 740-744; O. PROCKSCH y K.G. KUHN, Agios, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, t. I, Stuttgart 1957, cols. 87-116; A. J. FESTUGIÈRE, La sainteté, París 1942; P. VAN IMSCHOOT, La sainteté de Dieu dans l’Ancien Testament, en "La Vie Spirituelle", 309 (1941) pp. 30-44; L. CERFAUX, Jesucristo en San Pablo, Bilbao 1963, pp. 249-262; A. GELIN, La sainteté de l’homme dans l’Ancien Testament, en "Bible et vie chrétienne", 19 (1957), pp 35-48;

- con datos bíblicos, pero incluyendo también una exposición sistemática: J. L. ILLANES, Mundo y santidad, Madrid 1984, pp. 21-36; G. THILS, Santidad cristiana, 3. ed. Madrid 1964, pp. 19-30; H. GROSS y J. GROTZ, Santidad, en Conceptos fundamentales de Teología, Madrid 1966, t. IV, pp. 186-197; K.V. TRUHLAR, Santidad, en Sacramentum mundi, Barcelona 1978, t. VI, cols. 234-242; E. ANCILLI, Santità, en Dizionario Enciclopedico di Spiritualità, Roma 1990. t. III, pp. 2240-2249; AA. VV., La santità nella constituzione conciliare sulla Chiesa, Roma 1966.

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TEMA 1 ● LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL 23

La voz santidad resume, por tanto, en gran medida, la condición cristiana: el cristiano es alguien que ha sido santificado en Cristo y que, también en Cristo, se sabe llamado a una progresiva santidad. Esta riqueza de significado explica la importancia que el vocablo santidad ha tenido, y tiene, en la predicación y la teología cristianas, y el hecho de que se pueda acudir a él, y se acuda de hecho con gran frecuencia, para describir el objeto de la Teología Espiritual. La Teología Espiritual versa, desde esta perspectiva, sobre la santidad cristiana, sobre la vida del cristiano en cuanto santificado por el bautismo y llamado a crecer en santidad.

Si comparamos cuanto acabamos de decir con lo afirmado al analizar en apartados anteriores otras expresiones, es fácil advertir que se está, con palabras distintas, haciendo referencia a una misma realidad. Aunque, también es cierto, con una diversidad de matices. La expresión vida espiritual alude primariamente a lo que alude toda vida, es decir, a una actividad, a unas relaciones, a un modo de reaccionar y de comportarse. La expresión experiencia espiritual connota una vida que se percibe y capta en la diversidad de sus dimensiones. El vocablo santidad apunta en cambio de modo inmediato a una cualidad de un sujeto o a un ideal al que se aspira. Ese doble hecho —esa identidad substancial y esa diversidad de matices— es lo que explica que vida espiritual y santidad sean expresiones en gran parte intercambiables, pero también que, según los contextos o las intenciones, se acuda al uno o al otro15.

2.- Definición de la Teología Espiritual

La descripción del objeto de la Teología Espiritual que acabamos de realizar permite llegar a una definición de la disciplina. Todo intento definir una ciencia es fruto de una reflexión sobre sus características y sobre su naturaleza, de modo que sobre la definición que se ofrezca gravitan las opciones intelectuales y los planteamientos de fondo de los diversos autores. No es por eso extraño que la evolución de ideas a las que hemos hecho referencia en el capítulo anterior se haya reflejado no sólo en un cambio de la denominación de nuestra disciplina (pasado desde el título de Teología Ascética y Mística al de Teología Espiritual), sino también en una modificación de las definiciones.

Prescindiendo por ello de definciones acuñadas en etpas anteriores —que pueden, por lo demás encontrarse fácilemnte en los tratados aparecidos en las diversas épocas—, será útil recoger algunas de las que nos ofrecen los manuales más recientes:

—"La Teología Espiritual es la ciencia teológica que estudia el desarrollo progresivo de la vida cristiana, es decir, de la vida de gracia animada por el impulso dinámico hacia el logro de la santidad perfecta, bajo la acción vivificadora del Espíritu Santo"16;

—"La Teología Espiritual es aquella parte de la Teología que, procediendo a partir de los principios de la revelación divina y de la experiencia religiosa de individuos concretos, define la naturaleza de la vida sobrenatural, formula directrices para su crecimiento y desarrollo y explica el proceso a través del cual

15 Con el vocablo santidad en cuanto que evoca un como ideal al que se aspira, se ha relacionado frecuentemente el término "perfección" o la expresión "perfección cristiana", de los que prescindimos de momento, aunque más adelante nos ocuparemos de la problemática y las perspectivas a las que apuntan

16 BENIAMINO DELLA TRINITÀ, Teologia Spirituale, cit., p. 464.

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24 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

las almas progresan desde los comienzos de la vida espiritual hasta su plena perfección"17;

—"La Teología Espiritual es una disciplina teológica que, fundada sobre los principios de la revelación, estudia la experiencia espiritual cristiana, describe su desarrollo y da a conocer su estructura y sus leyes"18;

—"La Teología Espiritual es la parte de la Teología que estudia sistemáticamente, a base de la revelación y de la experiencia cualificada, la realización del misterio de Cristo en la vida del cristiano y de la Iglesia, que se desarrolla bajo la acción del Espíritu Santo y la colaboración humana, hasta llegar a la santidad"19.

Las definiciones mencionadas presentan diferencias, como es lógico al provenir de distintos autores, pero coinciden en los puntos o aspectos fundamentales. Podemos, pues, remitir a ellas, sin necesidad de acuñar una nueva. Sí convendrá, en cambio, que subrayemos los rasgos que consideramos decisivos:

a) La Teología Espiritual es una ciencia, un saber. Versa sobre la vida y podrá y deberá repercutir sobre la vida, pero su finalidad directa y específica no es la ordenación de la vida, sino su captación o comprensión; dicho en términos técnicos, es un saber especulativo, aunque en ella, como en toda la Teología, haya una honda continuidad entre lo especulativo y lo práctico.

b) La realidad u objeto que esa ciencia estudia es la vida espiritual cristiana, vista en toda su amplitud, es decir, teniendo en cuenta la totalidad de sus dimensiones y la totalidad de su despliegue, más aún, connotando su crecimiento y desarrollo, es decir, su apertura a una plenitud o perfección.

c) Esa vida espiritual es considerada no en general o en abstracto, es decir, en sus componentes y causas últimas, sino en concreto, tal y como efectivamente se desarrolla y despliega; es, por tanto, un saber experiencial, y ello en un doble sentido: en cuanto que aspira a dar razón de la experiencia cristiana y en cuanto que -por consiguiente- toma en consideración lo realmente experimentado y vivido.

3. Teología Espiritual, Teología Moral y Teología Dogmática

Una vez completado el análisis del proceso histórico que lleva a la aparición de la Teología Espiritual como disciplina específica, resulta oportuno considerar, dando así un paso más en orden a su caracterización, cómo nuestra materia se diferencia de otras ramas teológicas. Para ello seguiremos un esquema sistemático, aunque con trasfondo histórico, considerando primero las relaciones y diferencias entre Teología Espiritual y Teología Moral después las relaciones y diferencias entre Teología Espiritual y Teología Dogmática.

3.1. Teología Espiritual y Teología Moral

Teología Espiritual y Teología Moral son dos ramas de la Teología que tienen entre sí evidentes puntos de contacto: ambas se ocupan de la vida cristiana, del vivir y actuar del cristiano en cuanto que se reconoce llamado por Dios y aspira a responder a esa llamada divina. Ambas presuponen la comprensión cristiana del hombre y de su destino y ambas poseen una orientación vital o

17 J. AUMANN, Spiritual Theology, Londres 1980, p. 22.18 C.A. BERNARD, Teologia Spirituale, cit., p. 6819 F. RUÍZ SALVADOR, Caminos del espíritu, cit., p. 33. Otras definiciones en S. GAMARRA,

Teología Espiritual, cit., pp. 18-21.

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TEMA 1 ● LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL 25

práctica puesto que dicen referencia al actuar del hombre a fin de conocerlo o comprenderlo mejor y en consecuencia, al menos remota o derivadamente, clarificarlo y orientarlo según la verdad. No es pues extraño que el problema de la diferenciación entre Teología Espiritual y Teología Moral fuera una de las primeras cuestiones que se planteara apenas la Teología Espiritual se constituyó como disciplina académica.

La distinción entre la Teología Moral y la Teología Espiritual, de una parte, y la Teología Dogmática, de otra, parecía en efecto claro. La Dogmática estudia ciertamente al hombre, reflexionado sobre su ser y su destino a la luz de la fe, pero desde una perspectiva teorética, distinguiéndose así claramente de aquellas partes de la Teología que, como la Moral y la Espiritual, estudian la vida y el comportamiento humano desde un punto de vista práctico, es decir, referido directamente al actuar. Ahora bien en qué y cómo se distinguen entre sí Teología Espiritual y Teología Moral resultaba problemático20.

En fases sucesivas se han ido ofreciendo tres respuestas al problema: Primera respuesta: La Teología Moral versa sobre los mandamientos, la

Espiritual sobre los consejos.La primera, y más antigua, es la que sostuvieron bastantes tratadistas de

finales del siglo pasado y principios de éste. Consiste en sostener que la Teología Moral y la Teología Espiritual se distinguen por considerar la vida cristiana a dos niveles diferentes:

—la Teología Moral se ocuparía de los preceptos, es decir, de la norma o ley aplicable a la totalidad de los cristianos, de los actos que, al estar prescritos por la ley de Dios, son exigibles a todo creyente;

—la Teología Espiritual se ocuparía en cambio de los grados supremos de la vida cristiana; más concretamente, de lo aconsejado, es decir de lo que siendo bueno, e incluso mejor que su contrario, no se impone, sin embargo, como mandamiento, pues constituye una perfección en el vivir cristiano que va más allá del mínimo exigible a todos para abrirse a un ideal al que no todos están llamados21.

Esta forma de plantear el problema, basada en la distinción entre dos grados o niveles en el vivir cristiano, no tardó en ser objeto de crítica. Sin entrar ahora a analizar la distinción entre preceptos y consejos, que admite muchas variantes, digamos solamente que toda presentación según la cual existirían dos niveles en la vida cristiana entre los cuales cabe optar, de modo que unos podrían —o incluso deberían— contentarse con el primero pues sólo a otros, especialmente llamados, les es dado aspirar a la perfección, debe ser rechazada. Ciertamente ninguno de los tratadistas a los que venimos aludiendo plantea el tema de forma tan neta y sin matices, pero en esa dirección apuntan, sin duda, algunas de sus afirmaciones y, en todo caso, hacia ahí conduce su enfoque metodológico, pronto se manifestó como definitivamente caduco. 20 Sobre este tema, ver G. MOIOLI, Teología Espiritual, cit., t. I, pp. 34-36; C.A. BERNARD,

Teologia Spirituale, cit., pp. 62-65; C. GARCÍA, Corrientes nuevas de Teología Espiritual, Madrid 1971, pp. 73-99.

21 "La Moral -escribe, por ejemplo, Tanquerey- nos enseña cómo hemos de corresponder al amor de Dios, fomentando la vida divina, de la que le plugo hacernos partícipes; cómo hemos de evitar el pecado, y practicar las virtudes y deberes de nuestro estado que sean de precepto. Mas, al buscar la perfección de dicha vida, ir más allá de lo que es puro mandamiento, y adelantar metódicamente en el ejercicio de la virtud, preséntase la Ascética dándonos las reglas de la perfección" (Compendio de Teología Ascética y Mística, París-Tournai 1960, p. 5; la primera edición del original francés de este manual -uno de los más editados y traducidos durante la primera parte de nuestro siglo, y válido todavía en diversos aspectos- data de 1923).

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26 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

Segunda respuesta: La renovación de los planteamientos dogmáticos, pastorales espirituales que tuvo lugar en torno a los años treinta hizo evidente la necesidad de superar ese enfoque: la progresiva reafirmación de la llamada universal a la santidad excluía toda forma de hablar que implicara una división entre los cristianos según que estuvieran destinados a un mínimo o un máximo espiritual; todo cristiano está en efecto llamado a identificarse con Cristo y no cabe introducir a priori distinciones o diferenciaciones.

En esa crítica vino a incidir también la renovación de la Teología Moral entonces en curso, gracias a la vuelta a las fuentes (al desarrollo de los estudios exegéticos y a la investigación sobre la doctrina moral de los Padres y de los grandes maestros medievales) y al influjo de los planteamientos personalistas. Un planteamiento como el antes descrito podía tener visos de verosimilitud en un contexto histórico dominado por una moral de tipo casuístico, centrada en la resolución de casos concretos y en la determinación de lo prescrito bajo pena de pecado; pero su insuficiencia resulta manifiesta apenas se advierte que la Teología Moral no estudia solamente la ley o norma —y menos aún esa ley entendida como determinación de los mínimos de comportamiento—, sino la globalidad del actuar cristiano, es decir, un actuar cuyo centro está constituido por la caridad, o sea por una virtud que no conoce medianías o límites sino que impulsa a amar con plena y total radicalidad. No es, pues, sorprendente que quienes más fuertemente reaccionaran frente a ese modo de diferenciar entre sí Teología Moral y Teología Espiritual fueran precisamente los moralistas. La figura más representativa fue quizás la del teólogo dominico A. Vermeersch, que, en el contexto de la vuelta a los planteamientos morales de Tomás de Aquino, propugnó de forma decidida una exposición teológico-moral abierta a la consideración de la perfección cristiana22.

Este paso obligaba a buscar un nuevo camino para justificar o explicar la distinción entre Teología Moral y Teología Espiritual. Vermeersch pensó encontrar una solución acudiendo al concepto de arte. Teología Moral y Teología Espiritual se ocupan ambas de la vida cristiana vista en su globalidad y abierta por tanto a un máximo de perfección; la diferencia entre ambas no está pues en la realidad sobre la que versan, sino la perspectiva intelectual a la que una y otra responden.

De acuerdo con este planteamiento, la Teología Moral se define por adoptar una perspectiva teorética o especulativa, y aspirar por tanto a comprender la vida cristiana, a captar y expresar su estructura y naturaleza; sería, en suma, un saber en el sentido más fuertemente intelectivo de la palabra, es decir, un saber con una finalidad formal y predominantemente cognoscitiva: versa sobre la vida, y por tanto sobre la praxis, pero en orden no tanto a regularla —al menos de forma inmediata— cuanto a conocerla o comprenderla. En términos técnicos, y siempre según esta sentencia: su objeto material es práctico, pero su perspectiva u objeto formal es teorético.

La Teología Espiritual se define, en cambio —continuamos exponiendo a Vermeersch—, por adoptar una perspectiva o finalidad inmediata y formalmente práctica; a lo que aspira no es tanto a analizar el vivir cristiano, cuanto a regularlo, a promover su efectivo desarrollo; no es, pues, propiamente hablando, una ciencia, sino un arte, en el sentido clásico de la expresión: más concretamente, el arte de dirigirse uno mismo y de dirigir a los demás en el camino hacia la plena interiorización y realización del ideal cristiano. La Teología Moral y Teología Espiritual aparecen así como disciplinas distintas y a la vez íntimamente

22 A. VERMEERSCH, Sacræ Theologiæ Moralis principia-responsa-consilia, Roma 1922, p. 5

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TEMA 1 ● LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL 27

articuladas, puesto que la primera sienta los fundamentos de la segunda que, a su vez, la prolonga o aplica llevándola al terreno de la efectividad concreta23.

Tercera respuesta: El planteamiento de Vermeersch tiene, sin duda, un claro punto de apoyo no sólo en la distinción, de honda raigambre, entre ciencia y arte, entre saber teorético y saber práctico, sino también en la propia historia de la Teología Espiritual, que nació, según vimos en su momento, como fruto de preocupaciones prácticas: la dirección de almas. Todo eso es cierto, como lo es también que la orientación o dirección de almas es una necesidad pastoral perenne; pero ¿es esa perspectiva práctica la única desde la que cabe considerar la vida espiritual cristiana tomada en su dinamismo concreto?, ¿no cabe acaso intentar abordar la vida cristiana, considerándola en su despliegue existencial efectivo pero según un punto de vista teorético?

En otras palabras, la solución propuesta por Vermeersch resulta válida en el contexto de los manuales de ascética y mística aparecidos durante los siglos XVII y XVIII, todos ellos concebidos, a fin de cuentas, como directorios o prontuarios para la dirección espiritual de quienes se adentran por caminos de oración y de vivencia cristiana efectiva; pero muestra sus límites cuando nos sitúa ante la Teología Espiritual tal y como se ha venido configurando a partir de los años veinte y hasta nuestros días. La Teología Espiritual contemporánea se concibe, en efecto, a sí misma como un saber teorético, como una ciencia en sentido propio y no como un arte. Ciertamente la dirección de almas es un objetivo legítimo, más aún una necesidad, y nada prohibe que se escriban y redacten obras con ese fin; pero la Teología Espiritual que se desarrolla en las aulas académicas no aspira, de forma directa e inmediata, a esa finalidad práctica, sino a otra distinta, de carácter teorético: el análisis y comprensión de la vida espiritual.

Resurge así el problema de la distinción respecto a la Teología Moral; de ahí una tercera respuesta a esa cuestión. Esta tercera respuesta consiste en sostener que Teología Moral y Teología Espiritual son ambas Teología y Teología en sentido fuerte o especulativo, es decir, ambas son ciencias: la distinción que se da entre ellas no es la que hay entre una ciencia y el arte que la desarrolla o aplica, sino la que se da entre dos saberes. Ambas versan, de otra parte, sobre una misma realidad: la vida cristiana considerada en la totalidad de sus grados o niveles. ¿Por qué y cómo se distinguen? Porque —se responde— aun considerando la misma realidad y en ambos casos con una finalidad teorética, operan según una diversidad de perspectivas, que puede caracterizarse, aunque sea de modo aproximado, acudiendo a la distinción entre lo analítico y lo sintético.

La Teología Moral estudia el vivir y actuar del cristiano en cuanto realización del ideal del seguimiento e identificación con Cristo. Considera, por tanto, en qué consiste ese ideal, qué actitudes reclama, qué virtudes pone en ejercicio, a través de qué comportamiento y de qué actos se realiza y concreta. En todo momento tiene presente el vivir cristiano real, más aún su sentido unitario, ya que existe una conexión entre las virtudes y los actos concretos se integran en una unidad de finalidad y de sentido. Todo esto presupone que la Teología Moral es

23 El planteamiento de Vermeersch fue asumido por R. GARRIGOU-LAGRANGE, Perfection chrétienne et contemplation, Saint-Maximin 1923, y Les trois âges de la vie interieure, París 1928, así como, con matices propios, por J. MARITAIN, Saint Jean de la Croix practicien de la contemplation en "Etudes carmélitaines" 16 (1931) 62-102 (recogido en Los grados del saber, París 1932, capítulo 8). De ahí la definición que ofrece Garrigou: "La teología ascética y mística es la aplicación de las enseñanzas de la teología dogmática y moral a la dirección de las almas en busca de una unión cada día más íntima con Dios" (Las tres edades de la vida interior, Madrid 1975, p. 1229).

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28 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

algo muy distinto de un saber meramente formal o vacío, pero muestra a la vez que hay un aspecto que la Teología Moral no estudia, ya que no entra a considerar esa conexión de virtudes y actos en cuanto que se despliegan a través del desarrollo unitario de la vida.

Ese es precisamente el objeto de la Teología Espiritual: considerar la dinámica existencial y concreta del vivir cristiano. A la Teología Espiritual, por consiguiente, no le interesa directamente tanto el análisis de los actos humanos singulares en su conformidad con el ideal cristiano, sino el conjunto de la vida cristiana en cuanto proceso que, presupuesta nuestra relación personal con Dios y la rectitud de nuestros actos, nos acerca progresivamente a la unión plena con El. La Teología Espiritual estudia la vida cristiana no en cuanto vida que implica una multiplicidad de actos —aunque necesite, desde luego, conocer esos actos y, en ese sentido, presupone el estudio la Teología Moral y, a otro nivel, el de la Dogmática—, sino , más bien, en cuanto proceso, en cuanto vida en evolución y desarrollo, desde la perspectiva del encuentro con Dios y de la vivencia del acontecer en comunión con El.

En resumen, Teología Moral y Teología Espiritual son dos ramas o partes de la Teología distintas entre sí pero íntimamente relacionadas, más aún, complementarias. La vida cristiana no se reduce a la mera yuxtaposición de comportamientos aislados e inconexos, sino al fluir y desarrollarse en el tiempo de una vivencia teologal y unitaria, es decir, y en términos más concretos, el actuar de quien, en su existir diario se sabe hijo de Dios en Cristo. Por eso no hay vida moral cristiana sin espiritualidad, como -a la inversa- no hay espiritualidad sin comportamiento ético exigente y concreto, ya que las inspiraciones de fondo y el dinamismo del vivir se articulan a través de los actos con los que el hombre afronta las situaciones que jalonan todas y cada una de sus jornadas. Por eso la Teología Moral en cuanto estudio de la dimensión ética del existir cristiano, y de las virtudes y actos gracias a los que se articula, reclama, para ser completa, la consideración constante de las inspiraciones o actitudes teologales de fondo y, en consecuencia, la conexión con la Teología Espiritual que analiza precisamente el crecer del cristiano en la comunión con Dios. Y la Teología Espiritual reclama a su vez, para no gravitar sobre el vacío, la Teología Moral y su estudio directo, y en ocasiones detallado, del ideal ético y de cuanto la realización de ese ideal comporta en la práctica24.

3.2.- Teología Espiritual y Teología Dogmática

Cuando, como antes dijimos, en torno a los años veinte, se intenta precisar la posición que la Teología Espiritual ocupa en el conjunto del saber teológico, apenas se habla de su distinción y relación con la Dogmática, dando por supuesto que la distinción entre estudio del ser y estudio del vivir o del actuar clarificaba por entero el problema. Los desarrollos intelectuales a los que se acaba de hacer referencia no podían por menos que replantear esa cuestión: la consideración de la Teología Espiritual como disciplina que estudia la dinámica del vivir cristiano

24 Ambas, por lo demás, connotan, por lo que a la actuación o realización efectiva del ideal cristiano se refiere, las valoraciones y decisiones prudenciales, así como el juicio sobre las situaciones y el discernimiento de espíritus y, por tanto, al arte de la formación de las conciencias y de la dirección de almas; pero todo esto pertenece a un registro —de carácter pastoral— distinto del de la Teología en cuanto ciencia, tal y como ahora nos ocupa.

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conduce, en efecto, a abordar cuestiones centrales de la antropología cristiana, incidiendo en consecuencia en los planteamientos de la Dogmática25.

No se puede olvidar, de otra parte, que una de las características más significativas del teologizar contemporáneo es el deseo de recuperar la unidad de la Teología. El proceso histórico que, a partir de los siglos XV y XVI, condujo a la aparición y consolidación de las diversas especializaciones teológicas es fruto de un afinamiento intelectual que llevó a percibir la diversidad de métodos y perspectivas. Ha habido, pues, enriquecimientos metodológicos e intelectuales a los que no cabe renunciar. Pero, al mismo tiempo, la experiencia acumulada y los males producidos por el paso, en algunos momentos, desde la distinción hasta la separación, hace que haya en nuestros días una aguda conciencia de la unidad de la Teología y, por tanto, de la compenetración e interconexión que debe existir entre las diversas disciplinas teológicas.

En ese contexto se sitúa el esfuerzo de revitalización de la Teología Dogmática, que continúa siendo definida —no podía ser menos— como el estudio de la verdad cristiana; pero subrayando a la vez que entre verdad y vida hay mucha más conexión de la que dejan entrever los planteamientos un tanto teñidos de racionalismo que dominaron en parte a la teología escolar de hace algunas décadas. La verdad cristiana no es una verdad formal o desencarnada, sino la verdad de un Dios que es amor y manifiesta ese amor en Cristo, y la verdad de un hombre al que ese amor divino le está dirigido y puede participar de él en la medida en que se incorpora a Cristo. De ahí que la Teología Dogmática tenga, por naturaleza, resonancias vitales, ya que no es otra cosa que el esfuerzo por penetrar en la comprensión del misterio del Dios vivo y deba, en consecuencia, desembocar en el reconocimiento de su presencia en la vida de la Iglesia y del cristiano, como subraya el Vaticano II26.

Las implicaciones de este planteamiento son profundas y variadas. De una parte, implica el rechazo radical de todo modo de entender la Teología que lleve a presentarla como algo meramente académico, que interesa a unos cuantos iniciados, pero deja indiferente al resto de la humanidad: la Teología tiene que ver con la vida, habla de lo que todo cristiano es y vive, y aspira en consecuencia a entrar en diálogo con el conjunto de la comunidad cristiana y con ese mundo en el que la Iglesia se desarrolla y al que está dirigida. De otra parte, pone de manifiesto la conexión que hay entre la Teología y el concreto vivir cristiano: la Teología presupone la fe y la vida de la Iglesia, y por tanto su espiritualidad. El divorcio entre Teología y espiritualidad, que se inició en la Baja Edad Media, es perjudicial y debe ser superado, permitiendo, más aún, fomentando, su mutua complementariedad y compenetración.

La consecuencia que inmediatamente deriva de todo ello, desde una perspectiva metodológica, es, lógicamente, una invitación dirigida a la Teología Dogmática, a fin de que desarrolle sus explicaciones poniendo de manifiesto las implicaciones espirituales de la realidad que estudia: no sería coherente con la verdad de un Dios que ama una Teología que no pusiera de relieve la realidad de ese amor y la llamada a la comunicación y a la unión que dirige al hombre.

Se trata de una conclusión decisiva, cuya importancia ha sido fuertemente percibida por toda la Teología contemporánea, hasta el extremo de que, en algún momento, ha llevado incluso a pensar en que convenía que desapareciera la

25 Ver. C. GARCÍA, Corrientes nuevas de Teología Espiritual, cit., pp. 99-120.26 Ver CONCILIO VATICANO II, Decr. Optatam totius, n. 16; para un comentario, puede

consultarse J.L. ILLANES, Teología y Facultades de Teología, cit., pp. 27 ss.

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Teología Espiritual en beneficio de una orientación espiritual de toda la Teología27. Esa inferencia no es, sin embargo, necesaria, puesto que el hecho de que la Teología tenga, y deba tener, en todo momento, resonancias espirituales, no excluye la substantividad de una disciplina teológica —la Teología Espiritual— dedicada específicamente al estudio del vivir espiritual del cristiano. Al contrario, precisamente porque toda la Teología, en cualquiera de sus ramas, tiene una dimensión espiritual, es oportuno que esa dimensión sea estudiada por sí misma, contribuyendo así a hacerla patente en servicio también del conjunto de la labor teológica. La Dogmática no excluye, pues, la Espiritual, antes bien la postula necesaria e intrínsecamente28.

Hans Urs von Balthasar lo ha expresado con una frase gráfica: la Teología Espiritual es como "el reverso subjetivo de la Dogmática"29. La Teología Dogmática, al estudiar una verdad que es vida, un Dios que es amor, pone de manifiesto la libertad, la decisión y la hondura con que Dios quiere comunicarse al hombre y, en consecuencia, plantea el problema de la apropiación por parte del hombre de ese Dios que a él se abre y dirige. Se hace patente así la posibilidad, e incluso la necesidad, de un momento o parte del proceder teológico que analice específica y directamente esa apropiación, es decir, que considere no ya el misterio de Dios y el misterio del hombre, la plenitud infinita de Dios y la complejidad y riqueza del ser humano, sino la acción por la que Dios atrae el hombre hacia sí; más concretamente, el proceso por el que el hombre, movido por la gracia, se abre a ese Dios que se le entrega, más aún, se lo apropia y, por así decir, lo hace suyo hasta vivir por entero de El y para El. Este momento o parte de la reflexión teológica es precisamente la Teología Espiritual.

La Teología Dogmática analiza la verdad cristiana —la verdad de Dios y del hombre— y, al hacerlo, pone de relieve la vertiente existencial, ya que la verdad cristiana es una verdad de comunión y toda comunión acontece en la existencia, en la realidad concreta de los seres, pero no procede a su análisis detallado. La Teología Espiritual se sitúa, en cambio, ante esa vertiente existencial para captarla en su proceder y en su despliegue, en lo que pone e implica en el hombre que, habiendo recibido la fe, vive de ella. De ahí que pueda decirse que su especificidad consiste precisamente en ser "la teología de la apropiación personal del dato cristiano universal, o, si se quiere, la teología de la fe en el sujeto"30

Teología Dogmática y Teología Espiritual se nos presentan así como disciplinas distintas, tanto en cuanto al objeto —la verdad cristiana en su realidad objetiva, como desvelamiento del ser de Dios, del hombre y del mundo, en la Dogmática; la apropiación subjetiva del don de Dios por parte del hombre, en la Espiritual—, como en cuanto a su metodología y su estilo —más analítica y especulativa la primera, más sintética y experiencial la segunda—; pero a la vez como disciplinas entre las que se da una profunda continuidad, puesto que la

27 Esta sería, según algún autor, la explicación del silencio del Concilio Vaticano II respecto a la Teología Espiritual (cfr. A. QUERALT, La "spiritualità" come disciplina teologica, cit.). Sin entrar ahora en una discusión sobre el sentido de ese silencio, digamos sólo que fue subsanado por documentos posteriores a los que ya hemos hecho referencia.

28 Así lo subraya S. GAMARRA, Teología espiritual, cit. pp. 11-15. Ver también los estudios a los que se remite en la nota 30; destaquemos especialmente, en el punto que ahora tratamos, los de G. Moioli y J. Strus, que son quienes más han desarrollado esta cuestión desde una perspectiva técnica.

29 H. U. VON BALTHASAR, Spiritualität, en "Geist und Leben" 31 (1958) 340-352; recogido en Verbum caro. Ensayos teológicos I, Madrid 1964, pp. 269-284

30 G. GOZZELINO, En la presencia de Dios. Elementos de teología de la vida espiritual¿ Madrid 1994, p. 21.

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Dogmática, por su propia dinámica, reclama prolongarse en la Espiritual, y ésta hunde sus raíces en aquélla.

Reencontramos así esa compenetración entre las diversas partes de la Teología a la que nos referíamos antes al hablar de la distinción entre Teología Moral y Teología Espiritual. Podemos por eso terminar con una breve consideración sintética. En el centro de todo el saber teológico está la Teología Dogmática, que, en cuanto estudio del misterio de Dios y de su designio salvífico, ocupa necesariamente una posición fontal. Al explicar cómo, a partir de ella, se articulan las otras disciplinas teológicas, y concretamente las dos que aquí nos afectan, pueden seguirse dos caminos:

—uno, el más usual entre los tratadistas, menciona inmediatamente después a la Teología Moral en cuando estudio del comportamiento o modo de vivir que corresponde a ese ser del cristiano que se ha analizado en la Dogmática; y finalmente a la Teología Espiritual, que completa la reflexión iniciada por la Teología Moral mostrando cómo se articula la vivencia cristiana en su despliegue existencial concreto;

—otro, al que tiende la reflexión más reciente, en línea con las consideraciones anteriores, sitúa en cambio, como prolongación de la Dogmática, a la Teología Espiritual, puesto que lo que brota inmediatamente de la verdad cristiana es una realidad de trato y comunión con Dios; y finalmente, como tercer paso, a la Teología Moral, ya que la espiritualidad cristiana no lleva a huir del mundo y de la historia sino a enfrentarse con la existencia con una actitud teologal.

Según el primero de esos dos esquemas, la Teología Espiritual aparece como la coronación, desde esta perspectiva, del proceder teológico; de acuerdo con el segundo aparece más bien como el punto de conexión entre los diversos momentos de ese proceder. Ambos son, sin duda, válidos, aunque el segundo quizá sea más exacto. El cristiano no es alguien que, al acoger la fe, se advierte llamado a un comportamiento ético y, posteriormente, a una vida espiritual, sino más bien alguien que, de entrada, se sabe situado ante Dios e invitado a vivir de El y con El, lo que desemboca en un comportamiento concorde con la voluntad que Dios manifiesta y la vida que comunica. La espiritualidad está en el centro mismo de la experiencia cristiana.

4. Contenido, estructura y método de la Teología Espiritual

Habiendo definido la Teología Espiritual y habiéndola situado y diferenciado respecto a las otras ramas del saber teológico con las que más directamente se relaciona, sólo nos resta, para terminar de caracterizar, considerar su contenido y su método.

4.1.- Contenido de la Teología Espiritual

La pregunta sobre el contenido de la Teología Espiritual puede parecer, a estas alturas, superflua, pues ya se ha indicado, incluso repetidas veces, que la Teología Espiritual trata de la vida espiritual cristiana, de esa vida que, incoada con el bautismo, se despliega en una relación con Dios que, por su propia dinámica, aspira a ser cada vez más íntima y profunda. Tal es pues su contenido, descrito con la precisión necesaria para definir una disciplina; pero no con la suficiente amplitud como para estructurar un tratado. Para ello es necesario dar un paso más y preguntarse: ¿qué temas y cuestiones deben ser estudiados a fin de

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describir y analizar adecuadamente la vida espiritual?, ¿cómo deben ordenarse y estructurarse a fin de configurar una disciplina científica, es decir, una exposición orgánica y coherente de la materia objeto de estudio?

Si la Teología Espiritual se ocupa de la existencia cristiana desde la perspectiva de la comunión entre el hombre y Dios, resulta obvio que dice referencia ante todo a Dios mismo; más concretamente, a Dios en cuanto que entra en relación con el hombre, le comunica su vida y se constituye en horizonte de su existir. Y, por tanto, a Cristo, en y por quien Dios entra en relación con el hombre; al Espíritu Santo, que con su acción conduce al cristiano a la progresiva identificación con Cristo y, en Cristo, a la unión con Dios Padre; a la Iglesia, en la que pervive la memoria de Cristo y cuyos sacramentos nos incorporan a El y nos hacen participar de su vida.

La consideración de Dios que se comunica y entrega debe prolongarse con la referencia a cuanto esa comunicación implica en el hombre. La Teología Espiritual deberá pues ocuparse del hombre, de su estructura ontológica y, más concretamente, de su capacidad para recibir la comunicación de Dios, de los actos en y por los cuales la vida divina se convierte en vida humana, es decir, en vida real y verdaderamente recibida. Deberá analizar también lo que favorece esa vida y lo que por el contrario la obstaculiza o dificulta y, en consecuencia, de la oración en cuanto momento decisivo para el encuentro entre el hombre y Dios, del desarrollo de la vida teologal, de la decisión con la que el sujeto humano acoge el don divino y, en consecuencia, de la ascesis. Deberá ocuparse además del mundo, es decir, de la realidad en que el hombre vive y a partir de la cual y desde la cual va a relacionarse con Dios.

Pero hablar de vida espiritual es hablar de la historia de un encuentro entre el hombre y Dios y por tanto de una relación que, una vez iniciada, se desarrolla y prolonga. La vocación, es decir la llamada que Dios dirige al hombre invitándole a la comunión con El, se cuenta, pues, entre las cuestiones que la Teología Espiritual debe estudiar; así como, en lógica consecuencia, el estudio de las fases o etapas que esa vida de relación pueda atravesar, intentando determinar si existe un itinerario modelo o, al menos, unas normas o leyes del progreso espiritual. Desde otra perspectiva, nuestra disciplina se interrogará sobre la diversidad de caminos: en el interior de esa única realidad que es la vida espiritual cristiana, ¿hay una pluralidad de situaciones o caminos y, en su caso, cómo se definen o caracterizan?

Tales son, ciertamente en líneas generales y con formulación apretada, los temas fundamentales de todo tratado de Teología Espiritual. Como es fácil advertir, en bastantes casos se trata de temas pertenecientes a la Teología Dogmática o a la Teología Moral (y, en ocasiones, a la antropología y la psicología), que la Teología Espiritual retoma focalizándolos en orden a la comprensión de la apropiación por parte del hombre del don divino31; en otros, se trata de temas propios. En todo caso es obvio que la simple enumeración de temas o cuestiones no describe por entero la fisonomía de una disciplina: es necesario referirse además a su sistematización u ordenación; más aún, esto es en cierto modo lo decisivo, ya que refleja el enfoque o planteamiento de cada autor.

31 En este sentido se ha podido calificar a la Teología Espiritual de "ciencia panorámica", pues tiene como finalidad "sintetizar todo lo que las otras ciencias proponen como en una lente focal y recogerlo en función del punto focal del encuentro del hombre con Cristo": J. SUDBRACK, Möglichkeiten einer Theologie des Geistlichen Lebens, en "Triere Theologische Zeitschrift" 78 (1969) 51.

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De forma esquemática cabe distinguir en el decurso de la historia de la Teología Espiritual cuatro esquemas u ordenaciones fundamentales32:

—A partir de la Edad Media, aunque con raíces en los escritos de los Padres, se difundió un esquema que obedece a una perspectiva de carácter místico, ya que los autores que lo acuñan y siguen se basan en la consideración de la vida espiritual como vida mística, es decir, como vida de comunión con Dios. ¿Qué reclama esa vida de unión con Dios?, ¿qué etapas atraviesa el alma al estar cada vez más llena de Dios?, son las preguntas que se formulan, y a las que responden distinguiendo entre tres fases o etapas: una preparatoria o de purificación; otra en la que el alma comienza a experimentar la unión con Dios, y se siente como iluminada por El; una tercera o culminante en la que el alma está plenamente unida a Dios, formando como una sola cosa con El. Purificación, iluminación, unión son así los conceptos y a la vez momentos clave en torno a los que se articula el conjunto de la enseñanza espiritual.

—El segundo esquema, que aparece en torno al siglo XVII, obedece a una perspectiva diversa, que puede ser calificada como ascética. La vida espiritual es considerada desde el punto de vista de la decisión, empeño y entrega que reclama en el sujeto que recorre el itinerario espiritual. La noción de empeño implica hablar de una meta a la que el sujeto aspira y hacia la que se encamina, y, en dependencia de esa meta, de un camino y de unos medios que permiten alcanzarla o, más exactamente, que disponen a su recepción, puesto que la unión con Dios es siempre un don absolutamente gratuito. La Teología Espiritual se articula así según la distinción entre fines y medios, es decir, partiendo del análisis de la santidad como fin, para considerar después los medios (oración, mortificación, dirección espiritual, etc.) que conducen y orientan hacia ella.

—A principios del siglo XX, en el contexto de la reacción frente a un ascetismo privado de substancia mística, encontramos otro esquema, fruto de una perspectiva que se puede definir como racional-deductiva. Los autores que la adoptan aspiran a entroncar las enseñanzas espirituales con consideraciones teológicas de fondo: si deseamos comprender la vida espiritual es necesario —afirman— valorarla teológicamente, es decir, ponerla en relación con las grandes verdades de la fe cristiana. A partir de ahí, y de acuerdo con el estilo intelectual propio de la teología escolástica de esa época, adoptan un esquema en dos momentos: en el primero estudian los principios, es decir, las realidades teológicas de las que depende la vida espiritual (la ordenación del hombre a la comunión con Dios, la gracia y las virtudes...), para pasar después -segundo momento- a un análisis de la vida espiritual concreta y de las fases que puede atravesar.

—Ya en nuestros días, y de acuerdo con ese gusto por lo vital y concreto que caracteriza a la teología de nuestro tiempo, se difunde un cuarto esquema que responde a una perspectiva de carácter o signo experiencial. La vida espiritual no es otra cosa que la vida cristiana vivida en plenitud; es decir, la vida cristiana en cuanto que, al estar real y verdaderamente informada por la fe y por la caridad, trae consigo una auténtica experiencia creyente: es precisamente esa experiencia la realidad que estudia la Teología Espiritual. La disciplina, así entendida, teológica aspira, en suma, a describir, analizar y valorar teológicamente —o sea, a la luz de la fe profesada en la Iglesia— la experiencia creyente y en consecuencia se estructura partiendo de una descripción de la vida espiritual

32 Seguimos aquí, con alguna modificación, a K. WAAJMAN, Cambiamenti nell'impostazione dei trattati di spiritualità, en AA.VV. La spiritualità come teologia, Roma 1993, pp. 311-335

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cristiana, para considerar después los elementos que la integran, los actos mediante los que se expresa y las fases que atraviesa en su desarrollo.

Este cuarto enfoque y esquema es el que predomina entre los autores contemporáneos, aunque recogiendo, en ocasiones, en mayor o menor grado según los casos, elementos de los esquemas diferentes. Eso mismo hacemos en el presente tratado, que se divide en cuatro partes o apartados fundamentales:

—las coordenadas de la vida espiritual, es decir, las realidades con referencia a las cuales se define esa vida (Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Iglesia, el mundo);

—los actos que constituyen y manifiestan la vida espiritual, contribuyendo a la vez a su desarrollo;

—el dinamismo de esa vida, o sea su desarrollo progresivo y sus fases o etapas;

—la diversidad de la experiencia espiritual según las diversas vocaciones o condiciones cristianas.

4.2.- Fuentes y método

Para completar la descripción de la Teología Espiritual, una vez señalados los temas o cuestiones de los que se ocupa, es oportuno referirnos a su método o forma de proceder. Una primera pregunta surge enseguida: ¿de dónde recibe la Teología Espiritual el objeto del que se ocupa?, ¿cuáles son sus fuentes, es decir, los lugares a los que se remite para conocer la vida espiritual?

Versando sobre la experiencia espiritual cristiana, la Teología Espiritual presupone, obviamente, esa experiencia o vida. En este sentido puede decirse que la experiencia vivida y, particularmente, la experiencia de esas figuras cristianas señeras que son los santos, constituye una fuente primordial e insustituible: si se aspira a describir y analizar la apropiación por el cristiano del don de la comunicación divina, es lógico, más aún, imprescindible, atender a los testimonios históricos de apropiación efectiva. Nada más cierto, pero no se debe olvidar que la Teología Espiritual es precisamente Teología: no historia de las formas que ha revestido a lo largo de los siglos la experiencia religiosa cristiana ni tampoco análisis psicológico de esas experiencias, sino Teología, es decir, esfuerzo de comprensión de la naturaleza de esa experiencia y de esa vida a la luz de cuanto la fe nos da a conocer sobre Dios y su designio salvador. A lo que aspira la Teología Espiritual no es a reunir, describir y catalogar las experiencias espirituales -tampoco las de los grandes santos-, sino a captar y comprender su verdad, es decir, su ser profundo. Por ello su fuente primera en orden a analizar y valorar la vida espiritual es la propia Palabra de Dios: lo que sobre esa vida nos dice la Escritura recibida, vivida e interpretada en la tradición de la Iglesia.

De forma esquemática podemos, pues, decir que las fuentes de la Teología Espiritual son las siguientes:

—ante todo, la Escritura y la Tradición que, al trasmitir la revelación divina, testifican la verdad de Dios y del hombre y ofrecen en consecuencia la luz o criterio supremo para todo juicio y valoración;

—en segundo lugar, la experiencia cristiana concreta y, especialmente, la de aquellos en quienes esa experiencia ha alcanzado una particular hondura, es decir, la experiencia de los santos tal y como nos consta por sus vidas y por sus escritos;

—también, e íntimamente unido a lo anterior, lo que podríamos quizás calificar como experiencia de la Iglesia, es decir, ese sentido de la fe por el que la Iglesia, en comunión con quienes tienen función de Magisterio, ha ido, a lo largo

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de su historia, valorando experiencias y caminos, recomendando unos y desaconsejando o desaprobando otros y ofreciendo, en todo caso, un testimonio de real y verdadera vida espiritual;

—finalmente, la común experiencia humana y las ciencias (filosofía, antropología, psicología, sociología...) que la estudian y analizan, aportando así reflexiones y datos que deberán ser valorados a la luz de las fuentes anteriores (la experiencia cristiana no se reduce a la experiencia humana, puesto que procede del libre don o comunicación divina), pero que, una vez sometidos a ese proceso de valoración y reinterpretación, contribuyen poderosamente al desarrollo y configuración científica de la disciplina33.

Para manifestar cómo procede una ciencia no basta con señalar sus fuentes: es necesario mostrar cómo se articulan en la reflexión concreta; hay, en otras palabras, que indicar y definir su método. Este es, pues, el último de los puntos que debemos examinar, concluyendo así este capítulo introductorio. ¿Cuál es, en efecto, el método de la Teología Espiritual?

Gran parte de los manuales de Teología Espiritual -especialmente los publicados durante la primera parte de nuestro siglo- al llegar a este punto suelen decir que esta disciplina compagina dos métodos, el descriptivo y el deductivo, definiéndolos de la manera siguiente:

—se entiende por método descriptivo (o experimental) el esfuerzo por recoger y analizar la experiencia espiritual cristiana, y más concretamente la experiencia de los santos, con todo lo que eso implica: ordenación y sistematización de enseñanzas, comparación de unas experiencias con otras, búsqueda de constantes y de leyes generales, etc.;

—y por método deductivo (o doctrinal) el esfuerzo por explicitar, siguiendo una vía analítica y deductiva, las conclusiones que pueden establecerse respecto a la vida espiritual a partir de cuanto enseña la fe de la Iglesia.

En suma, en el método descriptivo el punto de partida está constituido por la experiencia, aunque valorada teológicamente; en cambio en el método deductivo el punto de partida es la verdad de fe, aunque, a lo largo del proceder, se integre de algún modo lo que atestigua la experiencia vivida34. Una vez descritos así esos métodos, los tratadistas de principios de siglo solían añadir que, en la práctica, ambos han de estar presentes, puesto que así lo reclama la naturaleza de la Teología Espiritual; y precisaban que, en todo caso, la orientación de fondo corresponde a la fe, bajo cuya luz debe realizarse todo el trabajo teológico-espiritual.

Esta presentación del problema del método en Teología Espiritual se mantuvo sin grandes discusiones hasta mediados de los años treinta, cuando el benedictino Anselm Stolz publicó un ensayo titulado Theologie der Mystik35. En síntesis, Stolz venía a oponerse a todo intento de otorgar carta de naturaleza en Teología Espiritual a las experiencias psicológicas, aunque provinieran de grandes santos, ya que —afirmaba— la comunión con Dios trasciende la psicología y puede por tanto configurarse de muchas maneras, sin que pueda otorgarse valor

33 Para una exposición amplia de la doctrina clásica sobre las fuentes, pueden verse A. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, cit., pp. 8-16; J. DE GUIBERT, Lecciones de Teología Espiritual, cit., pp. 35-51; J. AUMANN, Spiritual theology, cit., pp. 26-32.

34 Véase, a modo de ejemplo, A. TANQUEREY, Compendio de Teología Ascética y Mística, cit., pp. 16-22.

35 La obra fue publicada en Regensburg, en 1936 (hay traducción castellana: Teología de la mística, Madrid 1952.

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normativo a ningún itinerario psicológico concreto. El libro suscitó una amplia polémica, que, aun corrigiendo en parte algunas afirmaciones del benedictino alemán, tuvo como resultado una disminución de la temática psicológica y una acentuación del momento específicamente teológico-dogmático en el proceder de la Teología Espiritual.

En esa dirección vino a confluir, aunque desde otra perspectiva, Hans Urs von Balthasar, con el ensayo que, en 1950, dedicó a Santa Teresa de Lisieux36. Von Balthasar aspiraba en ese escrito a subrayar la importancia de los santos en cuanto fuente de conocimiento teológico, no sólo para la Teología Espiritual, sino para la Teología en su conjunto; pero insistía a la vez en que la importancia de la aportación de los santos no está en las experiencias psicológicas que puedan haber tenido y de las que puedan dejar constancia, sino en la profundidad con que cada uno de ellos ha acogido el misterio cristiano, al que permiten en consecuencia asomarse de manera viva, percibiendo los rasgos que en su existencia se han grabado con especial hondura. La metodología que de ahí deriva puede ser descrita como una "fenomenología sobrenatural", es decir, como un intento de describir o tipificar la experiencia de cada santo poniendo de relieve la íntima coherencia entre los elementos objetivos, reflejo del misterio de Dios, que la integran y configuran37.

En resumen, puede quizá decirse que todo intento de distinguir rígidamente entre métodos es, en gran parte, artificial, al menos por lo que a la Teología Espiritual se refiere. En toda obra de Teología Espiritual habrá siempre, de una forma u otra, una síntesis entre lo que la fe enseña acerca de la vida cristiana y lo que la experiencia concreta atestigua acerca de esa misma vida; y ello de forma espontánea y constante. Por eso, propiamente hablando, no hay, en Teología Espiritual, una diversidad de métodos que se compaginan y entrecruzan, sino más bien un proceso unitario que, para acercarse a la realidad estudiada —la vida espiritual—, se vale de cuanto contribuye a captarla y comprenderla cada vez con mayor exactitud y profundidad.

36 H. U. VON BALTHASAR, Therese von Lisieux, Colonia 1950 (trad. castellana: Teresa de Lisieux, Barcelona 1957).

37 Una síntesis de la polémica, tanto en la fase referente a Stolz como en la protagonizada por von Balthasar, puede encontrarse en G.MOIOLI, Teología Espiritual, cit., vol. I, pp. 36 ss., y en C. GARCÍA, Corrientes nuevas de Teología Espiritual, cit., pp. 107-117.

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Tema 2

Historia de la espiritualidad

A.- Resumen de la historia de la espiritualidad cristiana

J. Sesé

1. Introducción

La Historia de la Espiritualidad estudia las diversas manifestaciones de la única espiritualidad cristiana a lo largo de los siglos: cómo se han vivido y explicado en cada época los rasgos comunes de la vida espiritual y del itinerario hacia la santidad, y qué acentos, manifestaciones y caminos específicos de santidad se han propuesto y vivido a lo largo de la historia de la Iglesia: dentro de la libertad que da esa espiritualidad común, o también fuera de ella (es el caso de las herejías “espirituales”, con las reacciones e influjos consiguientes).

La historia de la espiritualidad incluye, por tanto el estudio histórico de:

a) Hechos y actitudes ejemplares para la vida cristiana:- Rasgos de la vida espiritual del común de los fieles cristianos en una

determinada época.- Ejemplos concretos de santidad y del camino recorrido para

alcanzarla: vidas y hechos de los santos y beatos, sobre todo cuando han sido reconocidos oficialmente como tales por la Iglesia, e incluso se les propone como modelo de determinadas virtudes o aspectos de la vida cristiana en particular.

- Instituciones de la Iglesia surgidas y propuestas como camino de santidad, medios auxiliares de santificación utilizados por un buen número de cristianos, etc.

b) Enseñanzas teóricas sobre la naturaleza de la santidad y la vida espiritual y las formas de desarrollarla:

-Doctrina del Magisterio de la Iglesia sobre estas cuestiones.- Doctrina espiritual de los santos que han sido además escritores,

predicadores, etc.; y también de otros reconocidos maestros de espiritualidad, aunque no hayan llegado a los altares de momento.

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- Escuelas de espiritualidad que surgen alrederor de algunos de esos santos y maestros, o de determinadas instituciones e iniciativas.

- Doctrina de los teólogos sobre la vida espiritual: es decir, no la simple enseñanza, sino la reflexión sistemática y razonada sobre su íntima naturaleza y estructura; dicho de otra forma, la historia de la Teología espiritual.

c) Desviaciones heréticas respecto a cuestiones espirituales, con sus respectivas condenas, reacciones e influjo.

1. Los primeros cristianos

La vida de los primeros cristianos -incluimos aquí, aproximadamente, los tres primeros siglos de nuestra era- tiene un especial interés en la historia de la espiritualidad, dada su cercanía respecto a la enseñanza evangélica y apostólica, y a la misma vida espiritual practicada por Nuestro Señor Jesucristo, la Virgen Santísima, los Apóstoles, las santas mujeres y los primeros discípulos directos del Señor. Son momentos históricos, además, en que apenas se han decantado unas pocas opciones variadas dentro de la única espiritualidad cristiana. Sin embargo, las fuentes para el estudio de la época son escasas, aunque muy valiosas; empiezan a ser más abundantes cuando ya la vida espiritual se va diversificando, en la práctica e incluso en la reflexión teórica, y se aleja por tanto -con sus pros y sus contras- de la sencillez y unidad primitiva.

1.1. Rasgos generales de la vida espiritual de los primeros cristianosAunque no existiera una reflexión teórica explícita al respecto, entre los

primeros cristianos resultaba patente una clara conciencia de la realidad y las exigencias de la santidad cristiana, como fin y meta de su vida. De hecho, la misma conversión al cristianismo significaba, en un ambiente hostil, un elevado afán de santidad y un ejercicio con frecuencia heroico ya de muchas virtudes; haciéndose así realidad práctica la identificación entre los términos "cristiano" y "santo", que encontramos ya en la Sagrada Escritura.

Hacerse cristiano suponía, en efecto, un cambio radical de vida: sobre todo, interior; pero con graves consecuencias exteriores. La confusión que se daba en el mundo pagano entre la religión, por una parte, y la vida política, social y familiar, por otra, suponía para los cristianos conversos la renuncia a muchos principios y actitudes comunes en el ambiente; renuncia que les enfrentaba necesariamente con bastantes de sus semejantes, e incluso con sus seres más queridos, aunque ellos no lo quisieran.

Al convertirse el cristiano, además, se adhería a unos dogmas considerados escandalosos o disparatados para la mentalidad de las religiones tradicionales del Imperio romano (incluida la judía); y se comprometía a un comportamiento moral mucho más exigente de lo habitual en la época; y a unas relaciones de cercanía con la divinidad difícilmente comparables con las mantenidas por la mayoría de sus contemporáneos con los caprichosos dioses paganos, o incluso con la majestuosidad y lejanía del Yahveh judío.

Sin embargo, estas mismas dificultades, superadas desde luego con la gracia divina y el esfuerzo personal, se transformaban con frecuencia en un ejemplo atractivo para muchos hombres y mujeres de toda condición, y por tanto, en fuente de nuevas conversiones.

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TEMA 2 ● HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD 39

Toda esta situación espiritual y moral viene reforzada por la impresionante y decisiva realidad del martirio.

Aunque las persecuciones no fueron ni mucho menos continuas en estos tres primeros siglos, sí suponían cuando menos una continua amenaza: ser cristiano significaba, en la práctica, estar preparado y dispuesto para el martirio. Podríamos decir que el martirio es el único proceso de canonización de la época; de tal forma que junto a los ideales de santidad presentes en la misma Sagrada Escritura (y no olvidemos que Jesucristo, los Apóstoles, y muchos otros santos del Antiguo y del Nuevo Testamento también derramaron su sangre por la fe), se presenta continuamente como modelo de santidad el heroismo de los mártires; incluidos algunos que no llegaron, por motivos ajenos a su voluntad, a consumar su martirio, pero a los que también con frecuencia se aplica ese nombre, o bien el de "confesores".

Esta realidad reforzaba, en la práctica, las exigencias y el afán de santidad de cualquier cristiano -e incluso de los catecúmenos-, pues sin una vida moral y espiritual fuerte, difícilmente podían los cristianos responder a la gracia de dar la vida por Cristo si se presentaba la ocasión.

Con todo lo anterior no pretendemos afirmar que no existieran también, en estos primeros siglos, cristianos mediocres (basta recordar el problema de los "lapsi": los que renegaban de su fe ante las preguntas o torturas de la autoridad); pero sí parece comprobado que el nivel de santidad era muy elevado, o al menos, que la conciencia de la radicalidad de la vida cristiana para cualquier bautizado estaba muy viva y arraigada en todos, y formaba parte de la predicación más básica y elemental del Evangelio.

Tampoco puede interpretarse todo esto como una permanente situación de excepcionalidad en la vida de los primeros cristianos; más bien ocurría todo lo contrario: en estos primeros tiempos se dio en la práctica una gran armonía entre vida espiritual y vida ordinaria. Cada nuevo converso seguía siendo uno más en su familia, en su trabajo, en su ambiente social, pero procurando iluminar todas las circunstancias de esa vida suya con la nueva luz de Cristo. Las posibles dificultades y paradojas con que muchos se encontraban no provenían de su fe, o de no saber compaginarla con los demás aspectos de su vida; sino de su entorno: de los que a su alrededor no entendían precisamente esa unidad de vida típicamente cristiana, tan ajena a la hipocresía y doblez, tan frecuente entonces tanto entre los paganos como entre los judíos.

En cuanto a aspectos o manifestaciones concretas de la espiritualidad cristiana en estos primeros siglos, destaca desde el principio la importancia concedida a la oración, tanto litúrgica -en torno a la Eucaristía-, como personal. Se presta especial atención al Padrenuestro, como modelo de oración y de forma de orar; pero con una clara preocupación ya por alcanzar la oración contínua, en sus distintas manifestaciones, de acuerdo con la invitación del mismo Jesucristo.

No faltan por lo demás, en la enseñanza escrita y en la vida práctica, otros temas básicos de la vida espiritual como el ejercicio de las virtudes, destacando la primacía de la caridad, la configuración con Jesucristo, el sentido apostólico de la vida cristiana, etc.

Como camino peculiar de santificación, encontramos entre los primeros cristianos fundamentalmente uno, bastante bien documentado además: los llamados "ascetas" (varones) y "vírgenes" (mujeres). Eran cristianos corrientes de las diversas comunidades que ofrecían a Dios su virginidad y una mayor disponibilidad de su vida y sus energías para tareas caritativas, de servicio a la

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40 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

comunidad o de apostolado. No se apartaban de su ambiente habitual ni hacían, en general, vida en común, aunque poco a poco la jerarquía fue organizando ese tipo de vida, con el objeto, sobre todo, de evitar abusos. Su condición solía ser conocida y valorada en la comunidad cristiana respectiva, e incluso presentada a veces ante los paganos como garantía -aunque no al nivel del martirio- de la bondad del cristianismo.

Respecto a diáconos, presbíteros y obispos, aunque está clara desde el principio su diversidad de vocación respecto a los demás cristianos, fruto de su ministerio específico, apenas aparece en la literatura de estos primeros siglos una doctrina espiritual específica para ellos.

1.2. Los primeros escritores cristianosLa doctrina sobre la vida espiritual aparece, en general, en la literatura

cristiana de los tres primeros siglos, mezclada con las demás partes de la enseñanza de la Revelación y de la incipiente teología. Sin embargo, no faltan obras que podemos considerar estrictamente espirituales: este es el caso, sobre todo, de los tratados sobre la oración, entre los que destacan los debidos a las plumas de Orígenes, Tertuliano y San Cipriano.

A su vez, todos estos escritos tienen un carácter fundamentalmente práctico, exhortativo, catequético; sólo en algunos autores del siglo II, como San Ireneo, o ya en el siglo III, en la llamada escuela de Alejandría, empieza una verdadera reflexión teórico-práctica sobre la vida espiritual.

Entre los llamados "Padres apostólicos", podemos destacar por su contenido espiritual la Epístola a los corintios del Papa San Clemente Romano (ca. 95), y las Epístolas escritas camino del martirio por San Ignacio de Antioquía (+ ca. 105). Entre las obras de tipo apologético, se debe reseñan en nuestro ámbito de estudio el llamado Discurso a Diogneto (s. II), sobre todo sus capítulos quinto y sexto, con su famosa descripción de las paradojas de la vida cristiana y su comparación con el alma humana y sus relaciones con el cuerpo.

Algunas de las reflexiones más importantes sobre la santidad cristiana estuvieron provocadas, como ha ocurrido a lo largo de la historia en tantos otros temas, por las primeras herejías; en estos primeros tiempos, en concreto, por el gnosticismo. Este complejo movimiento herético propugnaba, entre otras cosas, un dualismo exagerado entre materia y espíritu y una división del género humano en tres categorías -hílicos o carnales, psíquicos y gnósticos-, cerrando la posibilidad de la salvación a los primeros, y reservando la supuesta verdadera santidad al selecto grupo tercero, depositario de una especial revelación divina.

Al gnosticismo respondió en primer lugar el Adversus hæreses de San Ireneo de Lyon (+ 202), con una antropología rotundamente opuesta al dualismo: destaca el valor de lo material y lo carnal en el hombre, empezando por Jesucristo; acentúa la unidad de la revelación cristiana, recogida en la Tradición; y deduce de ambos principios la unidad de condición y de destino de los hombres, y por tanto la unicidad de la salvación y la santidad cristianas.

Por su parte, la escuela de Alejandría, con Clemente y Orígenes, intentó una corrección del pensamiento gnóstico: en efecto, apoyados en su distinción de los diversos sentidos de la Sagrada Escritura, mantienen la distinción entre distintos tipos de hombres, pero de tal forma que los gnósticos, situados en el nivel superior, deben procurar enseñar a los demás y conducirles hacia ese nivel, el de la verdadera y completa doctrina y vida cristiana.

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TEMA 2 ● HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD 41

Orígenes (ca. 185-253/254), por lo demás, es el autor más prolífico y más influyente de la época, también en la mayoría de las principales cuestiones sobre la vida espiritual. Así lo demuestran, por ejemplo, su doctrina sobre la oración, el martirio, la imitación de Jesucristo, la lucha ascética, el matrimonio espiritual, etc., inaugurando algunos de los conceptos y términos clásicos tanto de la ascética como de la mística cristianas.

En cuanto al ámbito literario latino debemos recordar al menos las obras de Tertuliano (160-220) y de San Cipriano (200-258): demasiado tendentes al rigorismo las del primero; más equilibradas las del segundo.

2. La época patrística y el movimiento monástico

2.1. Nuevas perspectivas de la espiritualidad cristianaA principios del siglo IV, el fin de las persecuciones y el fuerte impulso de

la vida monástica (iniciada poco antes), supusieron un importante cambio de rumbo en la espiritualidad cristiana: por una parte, el ideal de santidad martirial, aunque nunca desaparecerá, ya no está directamente presente ante la mayoría de los cristianos; por otra, la facilidad y el aumento de las conversiones, junto a la imparable cristianización de la misma sociedad, suponen un gran impulso a la espiritualidad cristiana, pero producen también, en buena parte del pueblo fiel, un cierto efecto negativo: una sensible relajación de las costumbres y un deteriodo del mismo ideal y afán de santidad, tan característico de los primeros tiempos.

Los ojos de todos se volvieron así a los recién aparecidos, pero ya numerosos, monjes, que mantenían, en general, un alto nivel moral y espiritual en sus vidas; de esta forma, la santidad monástica sustituyó pronto a la santidad martirial como modelo de vida cristiana, tanto a nivel práctico como teórico.

Esta nueva forma de vida cristiana conocida como monaquismo se basa en el "contemptus mundi": la renuncia total a la vida familiar, social, profesional, política, etc., mediante un alejamiento, incluso físico, del mundo civilizado (la vida monástica empieza, significativamente, en los desiertos y montañas). Los monjes buscan, en esa soledad y renuncia, la intimidad con Dios y los medios para luchar contra los enemigos del alma y los propios vicios y pasiones; su renuncia incluye el celibato, una pobreza material casi absoluta, una exigente vida penitente con un marcado ascetismo corporal, la dedicación preferente a la oración, etc.

Esta somera descripción basta para deducir la gran riqueza espiritual de esta nueva forma de vida cristiana suscitada por el Señor en su Iglesia en aquellos años. La vida monástica dio, en efecto, en estos siglos tardo-antiguos, como seguirá dando en épocas posteriores hasta nuestros días, numerosos modelos de santidad y de virtudes, y enriqueció considerablemente el patrimonio de la espiritualidad cristiana; es el caso, en particular, de la doctrina sobre la adquisición de las virtudes y la lucha contra los vicios o pecados capitales, o del decisivo desarrollo de la oración litúrgica y la "lectio divina".

Ahora bien, así como todo cristiano puede ser mártir y la vía conversión-martirio es un verdadero camino de santidad para todos, no todo cristiano puede ser monje; de ahí la tendencia cada vez mayor a distinguir entre salvación y santidad, entre dos niveles de vida cristiana, tal como la hemos encontrado ya en el gnosticismo, y en cierta medida en Orígenes (muy influyente, por lo demás, en

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42 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

el llamado "monacato culto": en las primeras reflexiones escritas sobre la vida monástica); tendencia que decantará enseguida -a pesar de algunos laudables intentos de corregirla- en la distinción monjes / no monjes, en perjuicio de los segundos, que poco a poco quedan casi privados de una verdadera vida espiritual, de una verdadera llamada a la santidad. En efecto, en la doctrina de bastantes autores de la época, los cristianos se pueden acercar a la santidad sólo en la medida en que son capaces de imitar la forma de vida de eremitas o cenobitas; algo prácticamente imposible en la mayoría de los casos, de acuerdo con sus circunstancias personales y sociales.

Así, aunque no hubiera una intención explícita al respecto, se produjo de hecho un apagamiento, e incluso olvido, del valor santificador de la vida ordinaria en medio del mundo, que hemos observado tan patente entre los primeros cristianos, y que en absoluto tenía por qué ser incompatible con ese nuevo e importante camino de santidad abierto por el monaquismo. Este lastre pesará fuertemente en casi toda la espiritualidad medieval y no será definitivamente superado casi hasta nuestros días, a pesar de la clarividencia de algunas almas santas, y sin desvirtuar los numerosos logros espirituales de ese largo periodo, que enseguida tendremos ocasión de reseñar y alabar.

2.2. Los inicios del monaquismo y los Padres orientalesLa vida monástica surgió en los desiertos de Egipto, a finales del siglo III;

primero de forma eremítica, solitaria, pero enseguida también con una organización cenobítica, de vida común, aunque aislada siempre del entorno civilizado por la lejanía física o la clausura.

San Antonio Abad (251-356) fue el gran impulsor y el paladín del eremitismo, con su ejemplo y sus enseñanzas, difundidas sobre todo a través de la popular Vita Antonii, de su influyente y prestigioso discípulo San Atanasio (297-373).

San Pacomio (ca. 292-346), por su parte, fue el primer organizador de la vida monástica cenobítica: suya es la primera Regla monástica, término clásico para designar el conjunto de normas y costumbres que regulan la vida personal y común de los monjes.

Tanto el eremitismo como el cenobitismo se extendieron pronto desde Egipto a Palestina, Siria, Mesopotamia y Asia Menor, sucesivamente.

Ya en Asia Menor, el influjo de los Padres Capadocios fue decisivo para el desarrollo y el futuro de la vida monástica en el Oriente cristiano, prácticamente hasta nuestros días. La Regla escrita e impulsada por San Basilio (ca. 330-379) fue pronto la más común en los monasterios del ámbito griego; por su parte, el ejemplo, la doctrina (en la línea de la escuela de Alejandría) y las obras del mismo San Basilio, de su amigo San Gregorio Nacianceno (330-390), de su hermano San Gregorio de Nisa (335-394), y de su común discípulo Evagrio Póntico (ca. 356-398), enriquecieron decisivamente el contenido de la espiritualidad monástica en particular, y de toda la vida cristiana en general, sin dejar de influir sensiblemente también en Occidente.

En el plano doctrinal, entre estos autores, destaca el Niseno, con obras decisivas en la historia de la espiritualidad como el comentario bíblico conocido como la Vita Moysis, su tratado De oratione dominica, y sus Homilías sobre el Eclesiastés y el Cantar de los Cantares. En estas obras empieza a desarrollar algunos de los importantes conceptos místicos esbozados ya por Orígenes: la doctrina de las tres vías, el conocimiento apofático de Dios, las relaciones entre

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caridad y contemplación, la purificación del alma que culmina en la apátheia (apartamiento de toda preocupación vana) y la parresía (plena confianza en Dios, sin temor alguno), la imagen de Cristo en el alma, etc.

Esta línea de pensamiento culminó, casi un siglo después, con el anónimo escritor conocido como Pseudo-Dionisio Areopagita (entre 480 y 530). Las cuatro obras que forman el "Corpus Dionysiacum" -De divinis nominibus, Theologia Mystica, De cœleste ierarchia y De ecclesiastica ierarchia -, muy leídas y comentadas a lo largo de toda la Edad Media, tanto en oriente como en occidente, popularizarán la expresión "Teología mística", así como la íntima experiencia espiritual y el conocimiento contemplativo de Dios, profundo y oscuro a la vez, que ese concepto implica, junto al camino purificación-iluminación-perfección, para expresar la evolución de la vida interior cristiana en su acercamiento a Dios.

Siempre en oriente, pero en una línea de pensamiento y en un estilo de exposición muy diversos -propios de la escuela de Antioquía-, debemos mencionar además a San Juan Crisóstomo (344/347-407). Cultivador y maestro también de la vida monástica, destaca, sin embargo, por su doctrina sacerdotal, la más completa de la antigüedad, y más todavía por su abundantísima predicación dirigida al común de los fieles cristianos. Llena de fuerza y vitalidad, clara y exigente, su enseñanza espiritual, con un tono práctico y moralizante, abarca el ejercicio de todas las virtudes cristianas, la práctica de la oración, la piedad eucarística, la vida matrimonial, social y profesional impregnadas de espíritu cristiano, etc. Al abordar estos temas, el Crisóstomo se desmarca sensiblemente de la tendencia frecuente ya en su época de reservar el verdadero afán de perfección al abandono del mundo: en efecto, a pesar de que no falten en sus obras notables apologías de la vida monástica, sus enseñanzas tienen un valor claramente universal y cobran especial actualidad en nuestros días.

Entroncando ya con el periodo estrictamente medieval, conviene destacar finalmente, entre los Padres orientales, a San Juan Clímaco (ca. 579-649) y su Scala Paradisi, una de las obras espirituales más leídas en los siglos siguientes, sobre todo en los ambientes monásticos, y que consolidó una de las imágenes más clásicas de la terminología espiritual.

2.3. La vida monástica en Occidente y los Padres latinosEl monacato latino y occidental surgió principalmente por importación

desde Oriente. Uno de sus primeros y principales promotores fue San Atanasio, con ocasión de su destierro en Roma (339-341) y la difusión de su Vita Antonii, traducida al latín hacia el 360. Un papel análogo desempeñaron, entre otros, San Jerónimo (347-420), con su vida a caballo entre Belén y Roma, y su importante producción escrita; y San Ambrosio de Milán (334-397), buen conocedor de los Padres orientales, y de gran prestigio e influjo en todo el occidente cristiano.

De San Ambrosio, aprendió el cultivo de la vida monástica el propio San Agustín de Hipona (354-430), que él aplicará sobre todo al clero de su diócesis, con una doctrina y unas costumbres que con el tiempo darán lugar a la llamada "Regla de San Agustín", muy común hasta nuestros días en diversas órdenes de canónigos regulares y de mendicantes.

Pero la enseñanza espiritual de San Agustín -sin duda el más importante e influyente representante de la espiritualidad cristiana de estos siglos- tiene, en su mayor parte, un carácter muy universal. Su obra principal, Las confesiones, inaugura un género literario clave en la historia de la espiritualidad: la autobiografía interior, que muestra la sencillez y la grandeza, a la vez, de un alma

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santa, y la intimidad de su trato directo y personal con Dios, constituyéndose así en una magnífica escuela de espiritualidad.

La experiencia personal de Las confesiones se completa con su enseñanza más teórica, abundante, aunque dispersa por toda su amplísima producción escrita y homilética; podemos, sin embargo, destacar sus otras dos grandes obras: De civitate Dei y De Trinitate ; y además, De sermone Domini in monte, los Tractatus in Iohannem, las Enarrationes in Psalmos, los Sermones -más de 300-, etc.

Su reflexión sobre la vida espiritual cristiana se apoya, sobre todo, en su conocida doctrina sobre las relaciones entre gracia y libertad y en su teología trinitaria; y está centrada en torno a la virtud de la caridad. Con esa base, San Agustín aborda una multitud de temas: naturaleza y práctica de la oración; los medios de purificación y de lucha ascética; papel de los dones del Espíritu Santo y de las bienaventuranzas; la sabiduría o contemplación de la verdad, y sus relaciones con la vida activa; etc.

El influjo de la enseñanza espiritual agustiniana, más allá del ámbito estrictamente monástico, y pasando por grandes santos y escritores como los Papas San León (440-461; con sus preciosos Sermones) y San Gregorio Magno (540-604; sobre todo, con sus Moralia in Iob, una de las obras mas leídas en toda la Edad Media), fieles discípulos suyos, alcanza con fuerza a toda la Edad Media, y se extiende por muchas escuelas espirituales de los tiempos modernos.

Volviendo al mundo monástico latino, debemos destacar a otro contemporáneo de San Agustín: Juan Casiano (360-435), formado también entre los eremitas egipcios y palestinos, fundador de monasterios, y gran maestro de la vida monástica a través, sobre todo, de dos de las obras más representativas del monacato primitivo: las Collationes Patrum y el De Institutione monachorum.

Fue, sin embargo, ya en los albores de la Edad Media, cuando la vida monástica recibió, en el ámbito latino, su impulso definitivo y sus rasgos característicos, gracias a San Benito de Nursia (ca. 480-547) y su Regla, que pronto se impondrá casi unánimente a las demás normas de vida monástica, debido al impulso de la Jerarquía de la Iglesia (el propio San Gregorio Magno, en primer lugar) y de las autoridades civiles, pero sobre todo a sus propias virtualidades.

La regla benedictina se caracteriza, en efecto, por su profundo sentido común y sobrenatural a un tiempo, que le da una peculiar armonía: exigente en el fondo y suave en la forma, lo que facilita su cumplimiento, sin caer por ello en concesiones impropias de la esencial "fuga mundi" monástica. La concepción del monasterio benedictino como una "Ciudadela de Dios", activa y autosufuciente materialmente; el logrado equilibrio espiritual y humano que expresa la popular fórmula "ora et labora"; la esmerada ordenación de la oración litúrgica: son algunos de los logros de San Benito, que vienen a culminar, desde el punto de vista de la doctrina espiritual, en la sugerente, práctica y profunda enseñanza sobre la humildad del conocido capítulo VII de su Regla.

3. La espiritualidad medieval

3.1. La Alta Edad Media

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TEMA 2 ● HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD 45

Los primeros siglos medievales -aproximadamente la llamada Alta Edad Media-, fueron escasamente originales desde el punto de vista de la espiritualidad cristiana, aunque, por lo mismo, supusieron una consolidación y conservación de las grandes enseñanzas del periodo anterior. Así, en cuanto a la producción escrita, las extensas obras de S. Isidoro de Sevilla (556-636) o de San Beda el Venerable (+735), en Occidente, o de S. Juan Damasceno (ca. 675-749) en Oriente, recogen y transmiten toda la doctrina patrística, con especial mención de San Agustín.

Desde el punto de vida práctico, estos siglos vieron la consolidación de la vida monástica cenobítica como el principal camino hacia la santidad cristiana. Incluso la evangelización de los nuevos pueblos germanos, eslavos, etc., que rodeaban el ámbito del antiguo imperio romano, fue obra principalmente de monjes, impulsados desde la misma Jerarquía a salir excepcionalmente de sus monasterios para esa importante misión; misión que, por lo demás, dió lugar a numerosas nuevas fundaciones monásticas. Es el caso, entre otros, de San Agustín de Canterbury (+ 604/605), San Columbano (543-615), San Willibrordo (658-739), San Bonifacio (+ 754), los hermanos San Cirilo (827-869) y San Metodio (+ 885), etc.

En el mundo griego apenas se produjeron cambios internos a la propia vida monástica, mientras su influjo -incluso en el ámbito político del imperio bizantino- crece hasta altas cotas. Por su parte, en el ámbito latino, cada vez más alejado de aquél, sí abundaron las nuevas iniciativas, aunque de pequeño alcance, y siempre dentro de la única orientación monástica general, que cada vez se orienta más hacia la unificación y centralización en torno a la regla benedictina.

Esta tendencia estuvo a punto de culminar en la época carolingia, bajo la iniciativa de San Benito de Aniano (+ 821), y la unificación dictada por el sínodo de Aquisgrán (816-817); pero la prematura muerte del santo Abad y la fuerte crisis sufrida por el Imperio y por la misma Iglesia en el llamado "siglo de hierro", frenaron por el momento esa deseada unidad y el espíritu de reforma de la vida monástica, que reflorecerá enseguida pero por otros conductos.

Siguiendo los antecedentes de San Agustín y algunos otros obispos de la antigüedad, en esta época cobra fuerza también la figura de los "canónigos regulares", como una forma de vida monástica adaptada a las tareas pastorales de los sacerdotes. Destaca en este sentido la Regla de San Crodegando de Metz (+ ca. 755), y la legislación del citado sínodo de Aquisgrán.

Paralelamente al monacato masculino, encontramos desde el principio una floreciente vida monástica femenina, siempre de estricta clausura, regulada también sobre todo en torno a la regla benedictina y frustradamente unificada por el mismo sínodo carolingio.

Fuera del mundo monástico y canonical, poco sabemos de la vida espiritual del clero y de los cristianos corrientes en esta época. La formación de unos y otros era escasa, también como consecuencia de las conversiones habitualmente masivas que se jalonan a lo largo de esos siglos: conversiones sinceras pero demasiado rápidas y superficiales para cuajar en una destacable e influyente vida espiritual. La piedad del común de las gentes es simple, centrada en los sacramentos y en la liturgia, en el culto a la Virgen, los ángeles y los santos, en un arraigado sentido de lo caballeresco y lo milagroso, etc., y cada vez más influenciada por los activos monasterios.

3.2. Las reformas monásticas de los siglos X al XII

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46 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

Los siglos centrales de la Edad Media siguieron estando dominados por la espiritualidad monástico-benedictina, pero con un nuevo e importante florecimiento, debido a una serie de reformas y a algunas figuras especialmente destacadas.

Todavía en pleno periodo de crisis, en el siglo X, el monasterio francés de Cluny inició ese impulso reformador. Su carácter exento, junto a la longevidad, santidad y capacidad organizativa de sus primeros abades, son algunos de los factores que explican el éxito de Cluny. Así, ya a comienzos del siglo XI, numerosos monasterios en toda Europa dependían directa o indirectamente del abad de Cluny, y su número siguió creciendo a lo largo de los siglos XI y XII, hasta superar los dos mil. Pero su influjo fue todavía más extenso en cuanto a la reforma de costumbres -entre los monjes y el clero sobre todo- y en toda la vida espiritual de la época.

La espiritualidad cluniacense, apoyada en una organización más centralizada, y siempre fiel al espíritu benedictino, supone, entre otros aspectos: un mayor acento en la liturgia, cierta mitigación de la austeridad de vida, la disminución del trabajo manual y una mayor dedicación al estudio, lo que dará lugar a una literatura teológica y espiritual más original e influyente que la del periodo anterior, aunque siempre fiel a la tradición patrística y monástica. Destacan en este sentido las obras de Juan de Fécamp (+ 1078), S. Anselmo de Canterbury (1033-1109), Ruperto de Deutz (1075-1130), Sta. Hildegarda (1098-1179) y Sta. Isabel de Schönau (1129-1167).

Una segunda línea reformista de estos siglos fue la marcada por las llamadas órdenes monástico-eremíticas: los camaldulenses, fundados por San Romualdo (+ 1027), y los cartujos de San Bruno (ca.1030-1101). Como indica su calificativo, estas órdenes buscan conjugar la vida cenobítica con la eremítica -un tanto olvidada esta última en los siglos inmediatamente anteriores, a pesar de ser el origen del monaquismo-; lo hacen reduciendo al mínimo los actos comunes en el monasterio, aislando prácticamente a cada uno de los monjes en su celda, convertida en una pequeña casita con todo lo más imprescindible. Además estas órdenes acentúan sensiblemente la austeridad de vida.

La Camáldula proporcionó algunas figuras clave en la vida eclesial de la época, como es el caso de San Pedro Damián (988-1072). Mientras la cartuja, con una especial preocupación por el "apostolado librario" (elaboración, traducción y publicación de libros) formó una importante escuela de literatura espiritual, que culminará, ya al final de la Edad Media, con Dionisio el Cartujano (1402-1471), uno de los autores más prolíficos de la historia de la teología y de la espiritualidad, quizá falto de originalidad, pero excelente compilador y comentador.

Ya en el siglo XII, cuando Cluny empieza una lenta decadencia, un nuevo monasterio se va a alzar con el liderazgo de la vida y la espiritualidad monástica: el Císter. Todavía en la línea benedictina, pero con un espíritu sensiblemente más austero, a mitad de camino de las órdenes monástico-eremíticas, los primeros pasos de este monasterio, fundado por S. Roberto de Molesmes (ca. 1028-1111) fueron difíciles, hasta la incorporación del gran San Bernardo de Claraval (1090-1153), verdadera alma de la nueva reforma, y una de las grandes figuras de la Edad Media y de toda la historia de la espiritualidad.

Además de la intensa actividad desplegada como fundador y organizador de monasterios, a partir de su sede de Claraval -monasterio filial a su vez del Císter-, San Bernardo destacó como promotor de la paz entre los reinos cristianos,

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predicador de la segunda cruzada, celoso combatidor de herejías, etc. Pero más influyente aún fue su santidad de vida, su encendida predicación, y la calidad, unción y profundidad de sus obras escritas. Destaquemos entre ellas los Sermones in Cantica Canticorum, y los tratados De gradibus humilitatis et superbiæ y De diligendo Deo.

San Bernardo no es un autor metódico, pero sí profundo, muy personal y con un estilo claro, directo y penetrante, que explica en buena parte su éxito como maestro de la vida interior. Aborda casi todos los temas de la vida cristiana, destacando en particular su doctrina sobre la caridad, sobre la humildad -en el comentario a los famosos doce grados de San Benito, por ejemplo-, sobre la Humanidad de Jesucristo, sobre la Santísima Virgen, y sobre el matrimonio espiritual místico entre el alma y Dios.

Entre los primeros discípulos de San Bernardo, destaca Guillermo de S. Thierry (1085-1148) y su Epistula ad Fratres de Monte Dei.

También la vida monástica canonical recibió un importante impulso en esta época, con diversas reformas y el surgir de nuevas e influyentes congregaciones, con frecuencias impulsadas desde la Jerarquía. Destacan la labor organizativa de Yvo de Chartres (1040-1115), en torno a la llamada "Regula canonica sancti Augustini", y los premonstratenses, muy cercanos al espíritu cisterciense, fundados por San Norberto (+ ca. 1132).

Desde el punto de vista teológico, uno de estos monasterios de canónigos de nueva fundación cobró pronto una gran importancia: San Víctor de París, verdadera y fructífera escuela teológico-espiritual. Dos teólogos de esta escuela destacan sobre los demás: Hugo (1097-1141) y Ricardo de San Víctor (+ 1173). Destaquemos dos tratados al menos de este último, decisivos en la historia de la reflexión teológica sobre la vida espiritual: De præparatione animæ ad contemplationem (conocido también como"Benjamin minor") y De gratia contemplationis ("Benjamin maior"); Ricardo desarrolla en ellos una de las primeras reflexiones de sólida base especulativa sobre la naturaleza, los grados y los modos de la contemplación, doctrina muy influyente en otros teólogos posteriores, como el mismo Santo Tomás de Aquino.

Otro fenómeno importante y original de esta época lo constituyeron las órdenes militares, surgidas en el siglo XII en Tierra Santa y la península ibérica, en la lucha contra los musulmanes. Supusieron un intento de unión entre la vida monástica y una de las profesiones más significativas y representativas de la vida civil de la época, la militar: ambos aspectos quedaban conjuntados en torno al ideal caballeresco, tan característico entonces tanto de lo religioso como de lo secular. Desaparecieron prácticamente con la desaparación del motivo que les dio origen (fin de la reconquista española y fracaso de las cruzadas); pero han quedado en la historia, con todas sus limitaciones, como uno de los pocos intentos medievales de dar un valor espiritual hondo a, por lo menos, una profesión civil.

También otras profesiones seculares recibieron en esta época cierto influjo religioso a través de la frecuente organización de cofradías, en torno a los gremios y corporaciones profesionales de las ciudades, que iban surgiendo como fruto del importante renacimiento económico y social iniciado en el siglo XII. Pero ese influjo espiritual se limitaba a algunos actos públicos de piedad, al patronazgo de la Virgen y algunos santos y a las diversas obras caritativas que promovían.

Por lo demás, la vida espiritual del común de los cristianos de la época mantiene unos rasgos similares a los de la Alta Edad Media, con un mayor influjo

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48 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

de la liturgia benedictina y de las nuevas prácticas devocionales respecto a Jesucristo y a la Virgen, suscitadas sobre todo por los cistercienses.

No faltaron tampoco en estos siglos algunos movimientos heréticos, organizados generalmente en forma de sectas: grupos que buscaban un afán desmedido de reforma de las costumbres, con tendencia a manifestaciones anti-jerárquicas, anti-monásticas y anti-sacramentales, con un subjetivismo apocalíptico exacerbado, y con exagerados acentos "pauperísticos" (pobreza absoluta, vista como imprescindible para la perfección cristiana), penitentes (flagelantes) y "humillados" (humildad aparatosa y falsa). En esta línea se encuentran las enseñanzas de Joaquín de Fiore (1130-1202), los valdenses, los cátaros y los albigenses, que extenderán su influjo directo hasta bien entrado el siglo XIII, y cuyas ideas y actitudes resurgirán con frecuencia en movimientos posteriores.

3.3. Las órdenes mendicantes y la escolásticaA principios del siglo XIII la vida espiritual religiosa adquierió un nuevo

rumbo con la aparición de las órdenes mendicantes. Dos rasgos básicos caracterizan y diferencian estas nuevas formas de vivir el ideal religioso, diferenciándolas de todas las variantes del espíritu monástico vistas hasta ahora: en primer lugar, la forma de practicar el desprendimiento, que se extiende también a los aspectos colectivos, y es de tipo mendicante, es decir, se logra el sustento personal y apostólico no como fruto del trabajo, sino de la limosna: el "Dios proveerá", tomado en su sentido más literal; y en segundo lugar, la intensa dedicación a la predicación: a una actividad pastoral y apostólica fuera del convento, y dirigida a todo tipo de personas.

De estos dos rasgos básicos, se pueden deducir los demás: vida en "conventos", en lugar de monasterios (la estabilidad es ahora secundaria: se pertenece, ante todo, a la orden, y se está en el convento que se indique, convenga, etc., para la tarea pastoral, o incluso simplemente de paso; los monjes, en cambio, pertenecen a un monasterio, y a través de él, a la orden, si es que está confederado con otros); dedicación intensa y extensa al estudio, para apoyar la predicación con buena doctrina; organización más estricta y centralizada; etc.

Como consecuencia de todo lo anterior, de la propia vitalidad de las principales órdenes mendicantes, y del prestigio y popularidad personal de algunos de sus santos, el influjo de su espiritualidad en la vida de la Iglesia va a ser considerable a partir de este momento y hasta nuestros días. En particular, el estilo espiritual mendicante informará sensiblemente la piedad popular de los últimos siglos medievales y de los inicios de la época moderna: por medio de la predicación de los mismos frailes, o a través de las "órdenes terceras", organizaciones destinadas precisamente a procurar que, en la medida de lo posible y con las necesarias acomodaciones, cristianos de toda condición puedan vivir el ideal mendicante.

Dos son las primeras y principales órdenes mendicantes, fundadas casi contemporáneamente y con similar trascendencia, aunque con algunos rasgos diferenciadores: la Orden de los Hermanos Menores, de San Francisco de Asís (1181-1226), y la Orden de Predicadores, de Santo Domingo de Guzmán (1170-1221).

Los franciscanos, muy dependientes de la carismática y popular figura de su fundador, acentúan más el sentido realista, “físico”, de la pobreza cristiana y de la humildad, además de fomentar especialmente el trato con la Santísima Humanidad

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TEMA 2 ● HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD 49

de Jesucristo, el amor a todas las criaturas, etc.; pero, a pesar de su notable desarrollo e influjo, sufrirán desde el principio serios problemas internos de organización y cohesión.

La orden dominicana, con un mayor sentido de la organización pero, por decirlo así, menos espontánea y carismática, surge de una más directa preocupación pastoral y doctrinal, acentúa más por ello el valor del estudio y de la predicación, y destaca por su notable influjo en la piedad eucarística y mariana.

Entre los primeros discípulos de San Francisco, hay que mencionar, ante todo, a Santa Clara de Asís (+1253), cofundadora con él de las "Damas pobres de S. Damián", la rama femenina franciscana, conocida después popularmente como clarisas; y a San Antonio de Padua (ca. 1190-1231), gran predicador, organizador de los primeros estudios franciscanos, y uno de los santos más populares en su época y posteriormente. Poco después la espiritualidad franciscana proporcionó maestros de la talla de Sta. Angela de Foligno (1248-1309), el Beato Ramón Llull (1235-1316), y sobre todo, San Buenaventura de Bagnoreggio (1217-1274).

San Buenaventura es el gran teólogo de la orden, además de ser considerado su segundo fundador, por la importante labor organizativa y pacificadora desempeñada durante su generalato. Desde el punto de vista literario y espiritual, destacan, entre otras obras, el Itinerarium mentis in Deum, y el De triplici via o Incendium amoris. Toda su enseñanza espiritual está perfectamente engarzada con el resto de su teología, pero sin llegar al nivel de especulación de Santo Tomás, y manteniendo un marcado acento en lo afectivo y en el carácter evolutivo o gradual del camino del alma hacia Dios.

A pesar de los logros de San Buenaventura, los problemas internos de la órden de los hermanos menores llegaron a su punto más crítico en el paso al siglo siguiente, al derivar algunos de los representantes de la rama más supuestamente austera y estricta hacia una verdadera herejía, conocida como los "fraticelli". Posteriormente, a lo largo de los siglos XIV, XV y XVI, se sucedieron dentro de la familia franciscana varios movimientos de reforma y observancia, hasta llegar a consolidarse las tres órdenes principales que tienen hoy en día por padre a San Francisco: observantes, conventuales y capuchinos.

Entre los dominicos del siglo XIII, por su parte, una figura destaca sobre todas las demás, hasta el punto de dar su nombre tanto a la teología como a la espiritualidad de la orden, sin contar su importante influjo en la Iglesia universal: Santo Tomás de Aquino (1225-1274). Sus obras y su enseñanza teológico-espiritual, sin dejar de ser dominicanas y mendicantes, tienen un especial carácter universal y objetivo, de forma que han servido de fundamento y estructura especulativa a casi toda la posterior reflexión teológica en torno a la vida espiritual.

Puntos básicos de la enseñanza tomista son su doctrina sobre la gracia y su desarrollo, la Inhabitación divina en el alma, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, la perfección cristiana y su naturaleza, la contemplación y sus relaciones con la acción, los llamados estados de perfección, etc. Todo ello engarzado en el conjunto de su monumental y unitaria visión de la teología. Podemos destacar, sin embargo, como más propias de la teología espiritual algunas cuestiones de la II-II de la Summa Theologiæ, y los opúsculos De perfectione vitæ spiritualis y De charitate.

A lo largo del siglo XIII se escalonan otras fundaciones de tipo mendicante, que cobraron mayor vigor e influjo, posteriormente, con las reformas del siglo XVI: agustinos, carmelitas, servitas, mercedarios y trinitarios.

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Fuera del ámbito mendicante, el monacato benedictino siguió dando en el siglo XIII importantes frutos de espiritualidad, como es el caso de los escritos autobiográficos de tres santas monjas del monasterio cisterciense de Helfta: Sta. Matilde de Magdeburgo (1212-1282), Sta. Matilde de Hackeborn (1242-1298) y Sta. Gertrudis la Grande (1256-1301). Entre los cartujos destaca en esta época Hugo de Balma (+ ca. 1305), autor de la Theologia mystica o De triplici via, distintos nombres con que se conoce un breve tratado sobre la vida espiritual, muy famoso y de gran influjo, atribuido en algunos momentos a S. Buenaventura, y que popularizó todavía más la conocida doctrina de las tres vías.

Otro movimiento espiritual importante, que nos conduce ya de lleno al último periodo medieval, fue el de los "Hermanos del libre espíritu": así se suelen designar distintos grupos de características similares, entre los que destacan los begardos y beguinas. De origen fundamentalmente laical, estos hombres y mujeres llevaban una cierta vida en común, siguiendo los consejos evangélicos, pero sin votos permanentes, y con una dedicación preferente a tareas manuales o a visitar y cuidar enfermos, ancianos y niños. En ocasiones, pasaban a vivir como reclusos, tras un periodo de formación. Hubo en estos grupos, con frecuencia, un marcado carácter iluminista y sectario, que llevó a algunos a la herejía, oportunamente condenada en el concilio de Vienne, en el año 1313.

3.4. La espiritualidad bajomedieval: entre la especulación y el métodoLa difícil época del destierro y del cisma de Avignon, con las calamidades

naturales, las continuas guerras de todo tipo, las crisis internas a la vida eclesial y los dañinos influjos externos, etc., supuso, en la vida espiritual de los cristianos, una especie de movimiento oscilante entre crisis y reformas, y en la reflexión y la literatura espirituales, entre tendencias especulativas y prácticas.

Así, por una parte, proliferaron los grupos de tipo iluminista, alcanzando quizá un mayor influjo en la gente sencilla, y apoyados en las confusas doctrinas de tendencia panteista del Maestro Eckhart (1260-1327), a pesar de las correcciones hacia la ortodoxia efectuadas por sus influyentes discípulos Juan Taulero (+1361) y el beato Enrique Suso (1295-1366). Esta escuela teológico-espiritual suele ser designada como mística especulativa renana, de acuerdo con su ámbito geográfico y con su marcado carácter intelectual y filosófico.

En el otro extremo, más práctico, se encontraron autores más o menos independientes como Juan Gerson (1363-1429), Canciller de la Universidad de París, con otros vinculados a las nuevas reformas monásticas; pero destacó sobre todo el movimiento de la llamada "Devotio Moderna", iniciado por Gerardo Groote (1340-1384): este grupo buscó en la metódica organización de las prácticas de piedad, y particularmente de la meditación, un camino supuestamente más llano y seguro hacia una verdadera unión con Dios, alejada de iluminaciones y fantasías peligrosas.

En esta última corriente espiritual, destaca la prolífica figura de Tomás de Kempis (1379-1471), y la popular obra -presumiblemente del mismo Kempis, al menos en su contenido esencial- De imitatione Christi. Este clásico de la espiritualidad cristiana, una de las obras más leídas y meditadas en los siglos siguientes, viene a ser una excelente síntesis y vulgarización de lo mejor de la espiritualidad medieval, presentada de una forma directa, sugerente y comprometedora para el alma cristiana, aunque manteniendo una clara insistencia en el Contemptus mundi religioso, título con el que también se la ha designado con frecuencia.

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TEMA 2 ● HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD 51

A mitad de camino entre estas tendencias se puede situar el pensamiento espiritual del Beato Juan Ruysbroeck (1283-1381) y su escuela flamenca: doctrina mística profunda, bastante especulativa, muy simbólica y de difícil intelección, pero muy influyente en importantes autores de la época y posteriores.

Pero la gran figura de este periodo es, sin duda, Santa Catalina de Siena (1347-1380), una de las dos únicas mujeres declaradas doctoras por la Iglesia (la otra es Santa Teresa de Jesús). Santa Catalina fue, en su vida, el prototipo del más sano y efectivo espíritu reformador, que alcanzaba desde la gente más sencilla hasta la sede apostólica, pasando por sus hermanos mendicantes, el clero y la nobleza laica. Espíritu y apostolado reformista apoyado en las obras de misericordia, la predicación oral y escrita, y en una intensa vida de oración: las tres grandes armas de los numerosos santos y gentes de bien de la época.

La doctrina de Santa Catalina, llegada hasta nosotros en El Diálogo, las Oraciones y su extensa y variada correspondencia, muestra una notable profundidad teológica, propia de la escuela dominicano-tomista, pero con sugerentes acentos propios: importancia dada a los misterios de la Trinidad y de la Encarnación en la vida espiritual; papel de la Providencia divina, omnipotente y misericordiosa; valor de la Redención, materializada en la devoción a la Preciosa Sangre de Jesucristo; etc. Doctrina que se plasma en una certera, exigente e imperativa orientación práctica: una intensa y genuina labor dirección de almas, en la que se aprecian algunas preocupaciones concretas que anticipan en cierta medida las tendencias del humanismo cristiano de siglos posteriores.

También en Italia cabe destacar a otra Santa Catalina, la de Bolonia, clarida, autora de una influyente obra titulada Las siete armas del combate espiritual.

Mencionemos, finalmente, un grupo de autores ingleses que forman una influyente corriente mística, bastante independiente de los movimientos continentales señalados. La obra más conocida de este grupo pertenece a un autor anónimo y lleva por título La nube de la ignorancia.

4. Del Renacimiento a la época contemporánea

4.1. La vida espiritual en la época de la "reforma" y la "contrarreforma"El siglo XVI es uno de los más importantes y más ricos de toda la historia

de la espiritualidad: a pesar de que en él, con la reforma protestante, culmina la crisis bajomedieval, la reacción de la mal llamada contrarreforma, en el campo espiritual, fue decisiva.

El protestantismo, con su pesimista visión del hombre como irremediable pecador, y su doctrina de la "sola fides", entendida como mera confianza en Dios, quitándole todo su valor a las buenas obras, supone la práctica desaparición de la ascética cristiana y la exaltación de un quietismo radical: ante la inutilidad de la lucha personal, la única solución es la pasividad más absoluta del hombre en la obra de su santificación. Toda la vida espiritual queda así prácticamente reducida a los actos de fe o "excitantes" de la fe.

Esta doctrina y esta mentalidad ahogó durante mucho tiempo la espiritualidad cristiana en todo el centro y norte de Europa; aunque Francia, en particular, no tardaría en reaccionar. Mientras, en las penínsulas italiana e ibérica, y en sus ámbitos de influencia, no hizo sino afianzar las reacciones sanamente

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reformistas dentro del catolicismo, culminando en una gran floración de santidad y un considerable bagaje de doctrina espiritual.

Pero antes de hablar de esas grandes figuras de la espiritual latina y universal, debemos mencionar otra corriente espiritual, que se puede considerar situada, en cierto sentido, a mitad de camino entre el protestantismo y la gran espiritualidad italiana y española del siglo XVI: se trata del llamado "humanismo cristiano". Este movimiento de intelectuales, típicamente renacentista y profundamente cristiano a la vez, buscó, en la piedad cristiana, una revalorización de lo humano y lo interior, junto a la vuelta a las fuentes. Pero la mayoría de sus representantes -salvo la excelsa excepción de Santo Tomás Moro (1478-1535), que supo de verdad encarnar en su vida ese ideal, aunque apenas dejara escuela-, con Erasmo de Roterdam (1464-1536) a la cabeza, mantuvieron un tono amargamente crítico frente a la jerarquía y a la vida religiosa, y una conducta poco ejemplar: factores que impidieron la consolidación de los elementos más positivos del humanismo en la tradición espiritual. Sin embargo, esos aspectos positivos fueron reapareciendo poco a poco, ya con más éxito, en algunos santos y escritores de finales del XVI y principios del XVII, como Fray Luis de León o San Francisco de Sales.

En Italia, cuna y principal baluarte del espíritu renacentista, el siglo XVI se inició también con grandes valores en la vida espiritual cristiana, heredados de los notables esfuerzos tardo-medievales. Reflejo de ese florecimiento espiritual son: el importante desarrollo del apostolado caritativo a todos los niveles, personificado sobre todo en Sta Catalina de Génova (1447-1510) y las Compañías y Oratorios del "Divino Amore"; los influyentes escritos del dominico Juan Bautista Crema (1460-1534) y del canónigo Serafín de Fermo (1496-1540); y las nuevas formas de vida religiosa, con una orientación netamente apostólica, que van surgiendo por iniciativa de grandes figuras de la iglesia italiana, y que se pueden agrupar en: las órdenes de "clérigos regulares" -los teatinos de San Cayetano de Thiene (1480-1547), los barnabitas de San Antonio María Zacaría (1502-1539), los somascos de San Jerónimo Emiliani (1481-1537)-; las que más tarde se conformarán como Sociedades de vida común sin votos o de vida apostólica -el Oratorio de San Felipe Neri (1515-1595)-; y los primeros intentos de congregaciones religiosas femeninas no contemplativas -Sta. Angela de Merici (1474-1540) y las Ursulinas-.

En España, los antecedentes del llamado "siglo de oro" de la espiritualidad, se pueden encontrar -además de en la estabilidad y el florecimiento político y económico consecuencia del fin de la reconquista, del descubrimiento de América y del eficaz gobierno, también en materia religiosa, de los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II-, en el renacimiento teológico capitaneado por las Universidades de Salamanca y Alcalá, y en las eficaces iniciativas reformistas de la vida religiosa que se suceden desde finales del siglo XV, tanto entre los mendicantes como entre los monjes.

En los ambientes monásticos, dichas reformas cuajaron en el desarrollo de la doctrina sobre la "oración metódica", heredera de la "devotio moderna", y cuyo máximo exponente es la obra del abad de Montserrat García de Cisneros (1455-1510) Exercitatorio de la vida espiritual, fechada exactamente en el año 1500.

Por su parte, en el ámbito de las nuevas observancias y eremitorios mendicantes, y particularmente entre los franciscanos, surgió otra influyente corriente espiritual, conocida comúnmente como "mística del recogimiento", representada por Francisco de Osuna (1492-1540) y su Tercer abecedario de la

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TEMA 2 ● HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD 53

vida espiritual, y Bernardino de Laredo (1482-1540) con la Subida del monte Sión. Frente a la línea metódica, esta doctrina acentúa más los aspectos interiores, afectivos y contemplativos de la oración y de la vida espiritual cristiana en general.

En este ambiente teológico y espiritual se formaron las grandes figuras y corrientes del siglo de oro de la espiritualidad española.

Citemos en primer lugar a San Ignacio de Loyola (1491-1556) y la espiritualidad jesuita. La obra ignaciana fue un auténtico puente entre España, Francia e Italia, ya que a su origen y formación española, el caballero de Loyola unió los estudios en París, donde germina la futura Compañía de Jesús entre sus compañeros, y el ambiente espiritual y apostólico italiano, donde propiamente surge la orden, en la línea de los clérigos regulares ya mencionados; para volver a ser España el lugar de máxima extensión y florecimiento de la espiritualidad y el apostolado jesuita, con figuras de la talla de San Francisco Javier (1506-1552), San Francisco de Borja (1510-1572), Alfonso Rodríguez (1538-1616) y su Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, verdadero prototipo de la espiritualidad jesuita y obra espiritual de cabecera durante siglos, Francisco Suárez (1548-1617), el gran teólogo de la orden, o Luis de la Palma (1560-1641) y su celebrada Historia de la Sagrada Pasión.

San Ignacio aporta, sobre todo, a la historia de la espiritualidad la enorme capacidad apostólica de su órden, apoyada en su profundo sentido de la obediencia y la organización; y una práctica ascética trascendental: los famosos Ejercicios espirituales, con todo su entorno: sentido ascético, recio y voluntarista de la vida cristiana; práctica de los exámenes de conciencia, de la meditación y de la dirección espiritual personal; discernimiento de la propia vocación; doctrina sobre la conversión, la penitencia, la imitación de Jesucristo; el papel de los novísimos en la vida espiritual; primacía de la gloria de Dios, etc. Culmina y afianza la corriente espiritual de corte más metódico y ascético.

Cercano a los jesuitas, pero con una fuerte e influyente personalidad y doctrina propias, destaca también la figura de S. Juan de Avila (1499-1569), con obras tan importantes como el Audi filia, el Tratado del Amor de Dios, y el Tratado sobre el sacerdocio, centro de uno de los más importantes cuerpos doctrinales sobre la espiritualidad sacerdotal de la historia de la espiritualidad. Aun destacando por su preocupación por el clero secular, su labor de dirección de almas se extendió a todos los ámbitos de la sociedad, incluyendo la vida religiosa y el mundo de la nobleza y los gobernantes.

Entre los que recibieron el influjo de San Juan de Avila, destaca el dominico Fray Luis de Granada (1504-1588), autor de algunas de las obras más leídas y de mayor calidad literaria y espiritual de todo el siglo de oro: Libro de la oración y meditación, Guía de pecadores, Memorial de la vida cristiana, Vida de Jesucristo, etc. En cuanto a los contenidos, estaca su enseñanza, profunda y práctica a la vez, sobre la oración; y también su preocupación por hacer llegar las exigencias de la vida cristiana a todo tipo de personas.

Entre muchos otros escritores y predicadores de la época, siempre en España, mencionemos también a San Juan de Dios (1495-1550) fundador de los "Hospitalarios"; a los franciscanos San Pedro de Alcantara (1499-1562) y Fray Juan de los Angeles (1539-1609); los agustinos Santo Tomás de Villanueva (1488-1555), Beato Alonso de Orozco (1500-1591) y Fray Luis de León (1528-1591); y, entrando ya en el siglo siguiente, a San José de Calasanz (1556-1648), fundador de las "Escuelas pías".

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No faltaron tampoco las sombras en esta importante época de la espiritualidad española: un movimiento herético más, de tipo iluminista, conocido como los "alumbrados", turbó la paz de muchas conciencias y provocó una fuerte reacción anti-mística entre algunos teólogos y autoridades eclesiásticas, culminando en el índice de libros prohibidos de 1559: posteriormente rectificado, incluía excelentes obras de Fray Luis de Granada, San Juan de Avila, Taulero o San Fracisco de Borja, entre otros. El fenómeno de los alumbrados rebrotará de nuevo varias veces hasta empalmar con el quietismo del siglo XVII.

Pero la cumbre del siglo de oro de la espiritualidad española, y para muchos de toda la historia de la espiritualidad, está representada por los dos grandes místicos carmelitas: Santa Teresa de Jesús (1515-1582), la gran reformadora del Carmelo descalzo, y San Juan de la Cruz (1542-1591), su primer y fiel continuador en la rama masculina.

Su trascendencia no viene, sin embargo, de esa reforma religiosa, casi una nueva fundación, a pesar de su indudable importancia en la historia de la vida religiosa y de su notable influjo hasta nuestros días, sino de la universalidad de su enseñanza escrita, reflejada sobre todo en las cuatro grandes obras de cada uno: la Vida, Las Fundaciones, El Camino de Perfección y Las Moradas, de Santa Teresa; y la Subida al Monte Carmelo, La Noche Oscura, El Cántico Espiritual y La llama de Amor viva, de San Juan. Obras y doctrina paralelas y complementarias a la vez, hasta constituir en conjunto una completa visión de toda la vida espiritual, tanto en sus aspectos más ascéticos como en los genuinamente místicos, aunque sean estos últimos los que les han dado más fama.

Santa Teresa poseía una capacidad única para analizar su propia psicología espiritual y la de los demás, y para expresarlas con claridad, naturalidad y profundidad. En su enseñanza destacan: la centralidad concedida en la vida espiritual al misterio de la Trinidad y a la Humanidad de Jesucristo, unida a las devociones a la Santísima Virgen y a San José; su concepción de la lucha ascética como esfuerzo, no tanto por poner orden en las pasiones, como por amar y tratar cada vez más a Dios, y por el papel que desempeñan en ella las virtudes, sobre todo la humildad, y la dirección espiritual. Pero, sobre todo, Santa Teresa es la gran maestra de la oración y de la contemplación, consideradas como un continuo y progresivo afianzamiento de la unión con Dios, y en las que se apoya todo el proceso de la vida espiritual. Para enseñar la vida de oración y de contemplación, no se fundamenta en métodos y sistemas, sino en su propia experiencia, presentada con gran clarividencia y capacidad de fascinación y arrastre.

San Juan de la Cruz, por su parte, junto a unas mismas preocupaciones de fondo, es, en cambio, más teológico, sistemático y ordenado que la santa de Avila, lo que da lugar -en sus obras en prosa, no en sus famosas poesías, situadas con justicia en lo más alto de la lírica castellana- a un estilo algo más académico, severo y frío, aunque sin faltarle calor, piedad y unción. Temáticamente, explica más la parte que podríamos llamar "negativa" de la vida cristiana: entiende el camino de la vida espiritual sobre todo como una progresiva purificación del alma, a través de su conocida doctrina de las noches activa y pasiva, de los sentidos y del espíritu. En las conclusiones coincide con Santa Teresa, pero quizá se detiene más en el análisis de la cumbre de la mística, del "matrimonio espiritual" entre el alma y Dios. En cambio, San Juan no se detiene tanto como la santa de Avila en describir y analizar las experiencias y fenómenos espirituales, sino que busca más la explicación filósofico-teológica de los mismos y sus principios fundamentales.

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4.2. La vida cristiana y la doctrina espiritual ante los problemas del mundo modernoA principios del siglo XVII, la iniciativa en la espiritualidad católica se

traslada de Italia y España a Francia. Allí se recogieron entonces los principales valores del siglo anterior, no sin significativos rasgos originales, pero también se acentuaron los problemas, hasta desembocar en una nueva y fuerte crisis espiritual que abarcó buena parte del mismo siglo XVII, todo el XVIII hasta entrar profundamente en el XIX.

San Francisco de Sales (1567-1622) es, sin duda, la gran figura de la espiritualidad francesa de esta época, y uno de los autores más influyentes en toda la espiritualidad moderna. Dos grandes obras reflejan las dos orientaciones más características de su pensamiento.

La Introducción a la vida devota es el primer libro espiritual expresamente dirigido a los cristianos corrientes, constituyendo así un auténtico hito en la historia de la espiritualidad. Aunque el ideal de vida devota que San Francisco propone a los laicos no se corresponda exactamente con un concepto universal y exigente de santidad, que abarque a todo tipo de cristiano, y aunque, más que proporcionar una espiritualidad de corte laical, el santo obispo de Ginebra procure amoldar los rasgos y prácticas de la vida religiosa a la vida secular, su esfuerzo por dar una sólida vida de piedad a esos cristianos, por enseñarles la práctica de las virtudes, por orientar su comportamiento en sus actividades sociales, etc., constituye un enorme paso adelante y un decisivo anticipo de las modernas enseñanzas sobre la llamada universal a la santidad y sobre la espiritualidad laical, y de su todavía reciente pero floreciente puesta en práctica.

Por su parte, el Tratado del Amor de Dios es una obra maestra sobre la caridad cristiana y su papel en la vida cristiana. De orientación algo más mística que la Introducción, y dirigido preferentemente a las religiosas, en este libro se plantean algunos de los grandes temas de la época, aunque sin el tono polémico en que pronto incurrieron otros autores: la conformidad de voluntades entre el hombre y Dios, el santo abandono, el amor puro, etc.

La figura de Santa Juana Francisca de Chantal (1572-1641) y la Orden de la Visitación, fundada por San Francisco, es fiel reflejo de las tensiones espirituales de la época: un intento similar a lo que hoy podrían ser los institutos seculares acabó siendo una de las más importantes órdenes de religiosas contemplativas. A esta orden perteneció, todavía en el siglo XVII, Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), personaje decisivo en la historia de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, clave en la espiritualidad popular de los tiempos modernos.

El influjo de San Francisco de Sales se complementa perfectamente con el de su amigo y contemporáneo, el cardenal Pierre de Bérulle (1575-1629), fundador del Oratorio de Francia y fuente de otra importante corriente de doctrina espiritual, decisiva sobre todo en la formación de muchas generaciones de sacerdotes. La categoría e importancia de este influjo se comprende más repasando la lista de santos y fundadores que tienen a Berulle por maestro indiscutible: Jean-Jacques Olier (1608-1657) y la Compañía de San Sulpicio; San Vicente de Paul (1575-1660) y las Hijas de la Caridad; San Juan Eudes (1601-1608), otro personaje clave en la difusión de la devoción al Sagrado Corazón; San Juan Bautista de la Salle (1651-1719) y los "Hermanos de las escuelas cristianas"; y San Luis María Grignon de Montfort (1673-1716), con sus enseñanzas sobre la "esclavitud mariana".

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A grandes rasgos, la espiritualidad berulliana se caracteriza por su agustinismo; por la importancia concedida a la abnegación y al abandono como formas principales de la adhesión a Cristo (de ahí su posterior manipulación en las polémicas jansenistas y quietistas); y por el papel central que juega en la vida espiritual el mismo misterio de la Encarnación de Jesucristo, junto a su Sacerdocio, buscando en ellos lo más íntimo y profundo de la unión del alma con Dios, con importantes consecuencias prácticas para la vida sacramental, de oración, etc.

También la Compañía de Jesús promovió en Francia, a principios del siglo XVII, una importante corriente espiritual, con La doctrine spirituelle de Louis Lallemant (1588-1635) a la cabeza; pero también con algunas figuras controvertidas, que anticiparon en ciertos puntos los problemas del quietismo: este es el caso, en particular, de Jean Joseph Surin (1600-1665).

Todo este florecimiento espiritual se vio pronto truncado, en efecto, por dos influyentes herejías, casi opuestas entre sí, pero que confluirán en similares efectos negativos: el jansenismo y el quietismo.

La primera -iniciada por Jansenio, de quien toma el nombre, pero que tomó cuerpo una y otra vez, de distintas formas, a lo largo de varios siglos- supone una especie de protestantismo mitigado, que, con su acento en la corrupción de la naturaleza humana y en la "sola gratia", provocará un excesivo rigorismo y pesimismo en la vida espiritual, de funestas consecuencias prácticas para muchos cristianos, que no acabaron de desaparecer hasta los inicios del siglo XX, con el pontificado de San Pío X.

El Quietismo, fenómeno más localizado en personajes aislados como Miguel de Molinos (1628-1696) y Madame Guyon (1648-1717), prolonga, sin embargo, su influjo a través de la fuerte polémica semiquietista protagonizada por los prestigiosos obispos franceses Bossuet (1627-1704) y Fenelon (1651-1715), finalizada con la condena y retractación de este último, pero que dejó un amargo sabor de boca en muchos ambientes. El quietismo es una nueva doctrina de corte iluminista, que acentúa la pasividad del alma ante la acción divina, hasta el punto de negar prácticamente toda responsabilidad de los sujeto en los actos humanos (incluidos los pecados más aberrantes) realizados en ese estado de unión íntima con Dios.

La fuerte reacción antiquietista -que se transformó con frecuencia en antimística-, y el solapado y constante influjo jansenista en buena parte de la literatura espiritual y de la piedad popular de aquellos años, confluyeron en un sensible bajón de los frutos de santidad durante un largo periodo, y en la búsqueda de un supuesto refugio en prácticas espirituales de corte excesivamente ascético y penitencial.

En el plano intelectual, los inicios del siglo XVII supusieron también la sistematización de la reflexión en torno a la vida espiritual en forma de verdaderos tratados teológicos, apoyados fundamentalmente en las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Teólogos dominicos como Juan de Santo Tomás (1589-1644), y carmelitas como Felipe de la Santísima Trinidad (1603-1671), constituyen la avanzadilla, e incluso la cima, de dicha sistematización.

Coincidiendo con la crisis jansenista y quietista, la recién nacida Teología sobre la vida espiritual sufrió una grave ruptura en dos ramas, designadas respectivamente como Teología ascética y Teología mística. Se agravaron así las tendencias prácticas ya existentes: se consolidó la división de la vida espiritual en

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TEMA 2 ● HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD 57

dos caminos paralelos, y de los cristianos en dos tipos de personas que los recorren independientemente: la "pedestre" vía ascética, propia de la gran mayoría, y la "selecta" vía mística, exclusiva de unos pocos priveligiados. Prototipo de esta concepción son los difundidos Directorios (ascético y místico) del teólogo jesuita Juan Bautista Scaramelli (1687-1752).

De esta forma, ya en pleno siglo XVIII, fueron pocas las luces que brillaron con fuerza en el panorama de la espiritualidad cristiana. Entre todos, destaca la figura y la obra de San Alfonso María de Ligorio (1696-1787). La intensa labor misionera popular de su Congregación del Santísimo Redentor se erigió pronto en el principal baluarte contra el jansenismo. Además, la extensa producción escrita alfonsiana -de la que destacan, en el terreno espiritual, la Práctica de amar a Jesucristo y Las glorias de María-, aunque no muy original, permitió, sin embargo, recoger y popularizar lo mejor de la doctrina espiritual católica más clásica y genuina, desde la tradición patrística y medieval hasta San Francisco de Sales, inclusive.

Junto a San Alfonso merece destacarse, entre otros, San Pablo de la Cruz (1694-1775) y su espiritualidad de la Pasión, materializada en la vida de la congregación de los pasionistas por él fundada.

El siglo XIX supuso, en cambio, un progresivo renacimiento de la vida espiritual en diversos ámbitos. Ante todo, el mundo anglosajón empezó a recuperarse por fin de forma decidida para la espiritualidad católica; sobre todo Inglaterra, con predicadores y escritores de la talla del cardenal John Henry Newman (1807-1890) y de William Faber (1814-1892). Mientras, en Alemania, el fuerte florecimiento teólogico decimonónico llevó consigo también una revitalización de los estudios de algunas importantes cuestiones místicas.

Francia, por su parte, llevó a lo largo de todo el siglo la iniciativa en un nuevo y realmente espectacular florecimiento de la vida religiosa: tanto en el restablecimiento y reformas de las grandes órdenes clásicas, que habían salido muy malparadas de la época revolucionaria -destacan aquí la figura del restaurador y predicador dominico Lacordaire (1802-1861), y el movimiento litúrgico de los benedictinos, con Dom Gueranger (1805-1875) como máximo exponente-; como en las numerosísimas nuevas fundaciones de Congregaciones masculinas y femeninas, fundamentalmente de tipo activo, es decir, dedicadas a tareas caritativas, de enseñanza o misioneras. Sin embargo, la congregación de esta época que más desarrollo e influjo alcanzará no se fundó en Francia sino en Italia: los salesianos de San Juan Bosco (1815-1888), con sus importantes iniciativas de apostolado juvenil y social, característica de una de las más carismáticas y populares personalidades sacerdotales de los últimos tiempos.

Precisamente la vida y la espiritualidad sacerdotales vivieron también por entonces un importante renacimiento, tanto en la práctica -sobre todo con la ejemplar figura del Santo Cura de Ars (San Juan Bautista María Vianney: 1786-1859)-, como en la literatura espiritual expresamente sacerdotal, que culminará ya en pleno siglo XX.

También la vida espiritual de los cristianos corrientes, o más exactamente su formación y su intervención apostólica en el mundo político y social, cobraron creciente interés en las orientaciones y reflexiones espirituales de la época; a través de iniciativas como la "Asociación para la propagación de la fe" y la "Unión de la oración para la reparación al Sdo. Corazón" de Pauline-Marie Jaricot (1799-1862), las "Conferencias de San Vicente de Paul", los diversos

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movimientos y asociaciones eucarísticas, "el apostolado de la oración", las pías uniones, etc.

Todo ello influyó sensiblemente en la piedad popular, centrada de forma especial en la devoción a la Eucaristía, al Sagrado Corazón y en la piedad mariana; fomentada esta última por las apariciones de la Virgen, significadamente las de Lourdes (1858) a Sta. Bernardette Soubirous (1844-1879).

4.3. Nuevas orientaciones de la vida espiritual cristiana y de la teología espiritual en nuestra épocaEl renacimiento espiritual que acabamos de observar emergiendo a lo largo

del siglo XIX culminó, en las últimas décadas del mismo y en las primeras del siglo XX, con uno de los periodos históricos de mayor florecimiento espiritual en la Iglesia; quizá todavía demasiado cercano a nosotros para poder valorarlo convenientemente. Sin embargo, algunos hechos, obras y personajes están ya suficientemente contrastados.

Es el caso, especialmente, de Santa Teresita del Niño Jesús, carmelita descalza (1873-1897) y su "caminito de infancia espiritual". La admirable combinación entre su santidad heroica y la aparente sencillez de su vida y de su enseñanza -popularizada por sus manuscritos autobiográficos, recogidos tradicionalmente bajo el nombre de Historia de un alma-, supuso y sigue suponiendo una inyección de optimismo y frescura en la vida espiritual de muchos cristianos de toda condición, que comprenden de la mano de la Santa de Lisieux la trascendencia sobrenatural que pueden tener las cosas más pequeñas e insignificantes de la vida, si están hechas por amor de Dios, y si aprenden a tratar a Dios con la sencillez de un niño pequeño con su Padre. Nada más lejano al rigorismo y al pesimismo de los siglos anteriores: con su ejemplo y su doctrina la “petite Thérèse” hizo mucho más asequible a todos el verdadero ideal de santidad cristiana, sin rebajar un ápice sus exigencias. Por eso, no resulta exagerada la calificación de "santa más grande de los tiempo modernos" que San Pío X diera, en privado, a Santa Teresita.

Pero este florecimiento espiritual tuvo otros nombres y otros apellidos ilustres: Santa Gema Galgani (1878-1903) y su espiritualidad del sufrimiento y de la penitencia; la Beata Isabel de la Trinidad, (carmelita descalza; 1880-1906) y su profunda espiritualidad trinitaria; Charles de Foucauld (1858-1916) y su "testimonio silencioso" entre los paupérrimos habitantes del desierto; el importante impulso espiritual del pontificado de San Pío X (1903-1914), con especial acento en la vida sacramental; etc.

A todo esto se añade una importante serie de libros sobre la vida espiritual, que han alcanzado ya la categoría de clásicos: La vida interior simplificada, publicada por José Tissot (+ 1894) y su Arte de aprovechar nuestras faltas; los escritos sacerdotales del Cardenal Mercier (1851-1926); los tratados espirituales sobre Cristo del benedictino Dom Columba Marmion (1858-1923); El alma de todo apostolado del cisterciense Dom Chautard (1858-1935); la extensa producción teológico-espiritual de Romano Guardini (1885-1968); etc.

Este renacimiento literario-espiritual se complementa y entremezcla con el gran impulso dado en esta época a la Teología espiritual propiamente dicha. Esta rama de la Teología adquirió, en las primeras décadas del siglo XX, un verdadero estatuto científico de primer orden, con la aparición de cátedras de la materia en los principales ateneos y universidades, la publicación de revistas científicas especializadas, de diccionarios, manuales y monografías, etc. La reflexión

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teológico-espiritual de la época prestó una atención especial a las cuestiones sobre su propia naturaleza y contenido, y a la llamada "cuestión mística": fructífera polémica científica sobre la naturaleza de la contemplación y de la vida mística y la llamada universal a ellas.

Todo ello es obra de teólogos de la reconocida talla de los dominicos Juan González Arintero (1860-1928; Evolución mística, entre otras obras) y Reginald Garrigou-Lagrange (1879-1964; Las tres edades de la vida interior); los carmelitas Crisógono de Jesús Sacramentado (1904-1945; Compendio de Teología Ascética y Mística) y Gabriel de Santa María Magdalena (1893-1953; La contemplazione acquisita) -sin olvidar a la Beata Edith Stein (1891-1942), sobre cuyo pensamiento y experiencia espirituales, inseparables de su profundo pensamiento filosófico está creciendo el interés tras su todavía reciente beatificación-; los jesuitas Auguste Poulain (+ 1918; Des grâces d'oraison) y José de Guibert (1877-1942; Lecciones de Teología espiritual); el sulpiciano A. Tanquerey (1854-1932; Compendio de teología ascética y mística); el benedictino Anselm Stolz (1900-1942; Teología de la mística); Mons. Auguste Saudreau (1859-1946; Le degrée de la vie spirituelle); etc.

Pero quizá la aportación más característicoa, original y trascendental para la historia de la vida espiritual, en nuestro siglo, haya sido la definitiva y genuina apertura de los caminos de santidad y apostolado al laicado cristiano. Las enseñanzas más o menos explícitas y claras de épocas anteriores, y las primeras iniciativas prácticas de la segunda mitad del siglo XIX siguieron extendiéndose en las primeras decadas del XX. Pronto cuajaron también otras iniciativas de corte muy diverso, pero con un común factor de preocupación cristiana y secular a la vez. Es el caso, por ejemplo, de la Acción Católica: promoción apostólica de los laicos desde la misma jerarquía de la Iglesia; o, en la línea del progresivo acercamiento de la vida religiosa al mundo, el nacimiento de los Institutos seculares con su ideal cristiano de "secularidad consagrada".

Pero la consolidación de una verdadera doctrina acerca de la llamada universal a la santidad y de una genuina espiritualidad laical se ha debido, ante todo, a la enseñanza del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975) y al desarrollo del Opus Dei, por él fundado. Entre sus obras escritas -muchas de ellas todavía inéditas-, Camino, con casi cuatro millones de ejemplares vendidos desde su aparición en 1939, es considerado ya un clásico de la espiritualidad.

El Beato Josemaría Escrivá no se limitó a una proclamación teórica de la llamada a la santidad y de la necesidad de facilitar a los laicos los medios para alcanzarla, sino que dotó a esa proclamación de una radicalidad especial y de un contenido bien precisos. Predicó, en efecto, una misma e idéntica santidad para todos, sin distinciones ni matices: la única santidad divina; y mostró cómo, en el caso particular de los cristianos corrientes, esa santidad va entretejida con su vida ordinaria apoyada en el trabajo profesional, con sus relaciones familiares y sociales, con todas las realidades humanas nobles; es decir, enseñó la necesidad y la posibilidad real de vivir una unidad de vida entre trabajo y contemplación, oración y apostolado, virtudes humanas y sobrenaturales. Todo ello fundamentado en su sugerente y profunda doctrina sobre la filiación divina; y sus enseñanzas sobre la identificación e imitación de Jesucristo, también en sus años de vida oculta, y por tanto de los que con él compartieron esa vida corriente: Santa María y San José; visto todo ello también como una vuelta a la vida de los primeros cristianos. Otras consecuencias importantes de estas ideas básicas, son el valor y el contenido de la vocación matrimonial, el sentido de la libertad y de la

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60 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

responsabilidad personales del cristiano en el mundo, la importancia de las cosas pequeñas en la vida espiritual, el alma sacerdotal que tiene todo cristiano como consecuencia del bautismo, un hondo sentido también de la espiritualidad sacerdotal, etc.

Lo más importante y básico de esta doctrina ha quedado recogido en la proclamación de la llamada universal a la santidad realizada por el Concilio Vaticano II, principalmente en el capítulo V de la Constitución Lumen gentium; y por las enseñanzas del mismo concilio en torno a la vida laical. El Vaticano II ha supuesto también una importante y valiosa reorientación de la vida sacerdotal y religiosa, aunque quizá todavía no ha dado los frutos esperados, debido a algunas malinterpretaciones teóricas y prácticas.

Por lo demás, las décadas centrales de nuestro siglo han sido especialmente fructíferas en nuevas iniciativas apostólicas y espirituales (movimientos, asociaciones, grupos, etc.), muchas de ellas predominantemente de tipo secular, y que están aportando elementos importantes a la espiritualidad cristiana contemporánea. Algunas de ellas quizá no están todavía suficientemente contrastadas: resulta, en efecto, inapropiado juzgarlas desde un punto de vista histórico, cuando todavía viven sus promotores y se hayan en su primera expansión.

Algo parecido se puede afirmar de los más recientes esfuerzos teológicos en torno a la naturaleza de la teología espiritual y sus contenidos. Lo que sí se puede afirmar es que el interés por esta parte de la teología es creciente, y que asistimos también a una floración de estudios sobre la historia de la espiritualidad y los grandes autores clásicos. Se está recuperando, además, con fuerza, la necesaria unidad entre espiritualidad y teología.

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TEMA 2 ● HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD 61

B. Clásicos de la literatura espiritual cristiana(Selección del Prof. D. Javier Sesé)

1. S. CLEMENTE ROMANO (ca. 95): Epístola a los corintios.

2. S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA (+ ca. 110): Epístolas.

3. Epístola a Diogneto (s. II).

4. ORÍGENES (ca.185-253/254): Sobre la oración, Comentario al Cantar de los cantares, Exhortación al martirio.

5. S. CIPRIANO (200-258): Sobre la oración dominical, Sobre la virginidad, Sobre los ‘lapsi’.

6. Actas de los Mártires: SS. Felicidad y Perpetua, S. Policarpo, etc.

7. S. ATANASIO (297-373): Vida de San Antonio.

8. S. BASILIO (ca.330-379): Regla, El Espíritu Santo, Reglas morales.

9. S. GREGORIO DE NISA (335-394): Sobre la vida de Moisés, Homilías sobre el Cantar.

10. S. JUAN CRISÓSTOMO (344-407): Homilías sobre el evangelio de San Mateo, Homilías sobre el evangelio de San Juan, Sobre el sacerdocio.

11. S. AGUSTÍN (354-430): Las Confesiones, Sobre la Trinidad, La Ciudad de Dios, Sobre el sermón de la montaña, Regla para los siervos de Dios.

12. JUAN CASIANO (360-435): Colaciones de los Padres, Sobre la Institución de los monjes y los remedios a los ocho vicios capitales.

13. DIONISIO AREOPAGITA (entre 480 y 530): Teología mística, De los nombres de Dios, La jerarquía celeste, La jerarquía eclesiástica, cartas.

14. S. BENITO DE NURSIA (ca. 480-547): Regla.

15. S. GREGORIO MAGNO (540-604): Comentarios morales al libro de Job, Regla Pastoral, Los diálogos, Homilías sobre los Evangelios.

16. S. JUAN CLÍMACO (ca. 579-649): La escalera del Paraíso.

17. S. ANSELMO DE CANTERBURY (1033-1109): Oraciones y meditaciones.

18. S. BERNARDO DE CLARAVAL (1090-1153): Sermones sobre el Cantar de los Cantares, Sermones litúrgicos, Sobre el amor a Dios, Sobre los grados de humildad y de soberbia, Apología al abad Guillermo.

19. S. FRANCISCO DE ASÍS (1181-1226): Reglas I y II, Testamento, Cántico de las criaturas.

20. S. ANTONIO DE PADUA (ca. 1190-1231): Sermones.

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62 U. D. 1 ● INTRODUCCIÓN

21. S. BUENAVENTURA (1217-1274): Itinerario de la mente hacia Dios, Las tres vías, Breviloquium.

22. S. TOMÁS DE AQUINO (1225-1274): Suma Teológica II-II, Sobre la perfección de la vida espiritual, Sobre la caridad.

23. BTO. JUAN RUUSBROEC (1283-1381): Bodas del alma.

24. NICOLÁS CABASILAS (1320-1363): La vida en Cristo.

25. STA. CATALINA DE SIENA (1347-1380): El Diálogo, Oraciones, Cartas.

26. La imitación de Cristo (s. XIV).

27. S. TOMÁS MORO (1478-1535): La agonía de Cristo, Cartas desde la torre.

28. BERNARDINO DE LAREDO (1482-1540): Subida del monte Sión por la vía contemplativa.

29. FRANCISCO DE OSUNA (1492-1540): Tercer abecedario de la vida espiritual.

30. S. IGNACIO DE LOYOLA (1491-1556): Ejercicios Espirituales.

31. S. JUAN DE AVILA (1499-1569): Audi filia, Tratado sobre el sacerdocio, Tratado del Amor de Dios.

32. FRAY LUIS DE GRANADA (1504-1588): Libro de la oración y meditación, Guía de pecadores, Vida de Jesucristo.

33. STA. TERESA DE JESÚS (1515-1582): Vida, Las Moradas, Camino de perfección, Las Fundaciones.

34. S. JUAN DE LA CRUZ (1542-1591): Cántico Espiritual, Subida del Monte Carmelo, Noche oscura del alma, Llama de amor viva.

35. FRAY LUIS DE LEÓN (1528-1591): De los nombres de Cristo.

36. ALONSO RODRÍGUEZ (1538-1616): Ejercicio de perfección y virtudes cristianas.

37. LUIS DE LA PALMA (1560-1641): Historia de la Sagrada Pasión.

38. S. FRANCISCO DE SALES (1567-1622): Introducción a la vida devota, Tratado del amor de Dios.

39. PIERRE DE BÉRULLE (1575-1629): Discurso del estado y las grandezas de Jesús.

40. STA. MARGARITA MARÍA DE ALACOQUE (1647-1690): Autobiografía.

41. S. LUIS MARÍA GRIGNON DE MONTFORT (1673-1716): Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.

42. S. ALFONSO MARÍA DE LIGORIO (1696-1787): Las Glorias de María, Práctica de amar a Jesucristo, Reflexiones sobre la pasión de Jesucristo.

43. S. JUAN BTA. MARÍA VIANNEY (1786-1859): Sermones.

44. S. JUAN BOSCO (1815-1888): El joven cristiano.

45. BEATO COLUMBA MARMION (1858-1923): Jesucristo, vida del alma.

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TEMA 2 ● HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD 63

46. STA. TERESA DEL NIÑO JESÚS (1873-1897): Historia de un alma (manuscritos autobiográficos), Cartas, Poesías, Oraciones, Ultimas conversaciones.

47. STA. GEMA GALGANI (1878-1903): Extasis y oraciones.

48. BTA. ISABEL DE LA TRINIDAD (1880-1906): El cielo en la tierra, Ultimos ejercicios espirituales.

49. REGINALD GARRIGOU-LAGRANGE (1879-1964): Las tres edades de la vida interior.

50. STA. EDITH STEIN (1891-1942): La ciencia de la Cruz.

51. STA. TERESA DE LOS ANDES (1900-1920): Diario y cartas.

52. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER (1902-1975): Camino, Surco, Forja, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios.

53. MADRE TERESA DE CALCUTA (1910-1997): Orar: su pensamiento espiritual.

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65

Unidad Didáctica

Historia de la espiritualidad 2

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66

Unidad Didáctica 2

Introducción..........................................................................................67

Tema 3 :La comunión íntima y filial dos Dios Uno y Trino ......69

Tema 4 :La santidad como identificación con Cristo ..............87

Tema 5 :El Espíritu Santo, autor de nuestra santificación ......97

Tema 6 :Dimensión eclesial de la vida espiritual cristiana . . .125

Tema 7 :Dimensión secular de la vida cristiana .....................147

Tema 8 :Dimensión mariana .....................................................167

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ORIENTACIONES PARA ESTA UNIDAD 67

Esta unidad se centra en las principales dimensiones teológicas que configuran la vida espiritual cristiana. Se trata de fundamentar el dinamismo característico del crecimiento espiritual en su realidad teológica más profunda: ante todo, la comunión con el mismo Dios, en Jesucristo, por el Espíritu Santo; comunión que se realiza necesariamente, según la economía de la salvación divina, en la Iglesia, en el mundo y con la imprescindible mediación materna mariana.

En el estudio de esta parte conviene tener muy en cuenta que no se trata de profundizar directamente en el misterio de Dios, de la Iglesia, etc. –objeto de la Teología dogmática-, sino de conocer mejor la naturaleza de la vida espiritual y su desarrollo a la luz de los misterios centrales de nuestra fe. De todas formas, si el alumno no recuerda algunos temas dogmáticos necesarios para esa comprensión, convendrá repasarlos en los manuales correspondientes. Dicho de otra forma, aquí no se estudia a Dios en sí mismo, ni tampoco al hombre, sino la progresiva relación de amor entre ambos, que es lo característico de la vida espiritual.

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TEMA 3 ● LA COMUNIÓN ÍNTIMA Y FILIAL CON DIOS UNO Y TRINO 69

Tema 3

La comunión íntima y filial con Dios Uno y Trino

La conciencia de la filiacion divina, fuente de vida espiritualJavier Sesé

1. Desde la experiencia de los santos

“Comunícase Dios en esta interior unión al alma con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a su hijo (…) Y así, aquí está empleado en regalar y acariciar al alma como la madre en servir y regalar a su niño, criándole a sus mismos pechos; en lo cual conoce el alma la verdad del dicho de Isaías que dice: ‘A los pechos de Dios seréis llevados y sobre sus rodillas seréis regalados’ (Is 66, 12)”38. Hasta aquí San Juan de la Cruz en su Cántico espiritual.

“Ante un lenguaje como éste, sólo cabe callar y llorar de agradecimiento y de amor”39, añade Santa Teresa del Niño Jesús, recordando la misma cita de Isaías, completada, entre otras referencias de la Escritura, con ésta del mismo profeta: “¿Acaso olvida una madre a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49, 15).

Por eso, Santa Teresa de Jesús dice de Dios “que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en El no puede haber sino todo bien cumplido”40; y el Beato Josemaría Escrivá afirma, de forma paralela, que Dios es un Padre que nos ama “más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos”41. Y añade, conmovido, en otro momento: “Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con El la piedad del hijo y, me

38 SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual 27, 1.39 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Manuscritos autobiográficos, Ms. B, 1 vº.40 SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, cap. 27, 2.41 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 267.

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atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada”42.

Estos textos, citados como arranque de nuestra reflexión, pretenden ser paradigmáticos de la misma, tanto de su contenido como de su método. En efecto, nos proponemos presentar una reflexión teológica sobre la conciencia de la filiación como fuente de vida espiritual, pero inspirada en la experiencia y la enseñanza de los santos.

No es mi intención analizar unos textos concretos de determinados maestros de espiritualidad; ni abrumar con una amplia erudición de referencias, aunque sí citaré un buen número de ejemplos como apoyo de mis reflexiones; sino exponer lo que la lectura, el estudio y, sobre todo, una “contemplación” teológica de la doctrina y la experiencia interior de diversos santos me lleva a concluir como síntesis común a todos ellos.

De esta forma, deseo presentar algunas ideas que tengan, por una parte, un carácter y una aplicación lo más universal posible, y por otra, estén apoyadas en autoridades teológicas contrastadas. Efectivamente, la filiación divina, como condición común y básica del ser cristiano, puede y debe ayudarnos a todos en el camino de nuestra vida espiritual; y la experiencia y la enseñanza de aquéllos que han recorrido con éxito ese camino es la mejor garantía tanto de la veracidad de lo que afirmemos como de su utilidad práctica.

Si toda la teología, a mi entender, debe conducir armónicamente al conocimiento de la verdad divina y al afianzamiento de la santidad personal, mucho más aquella parte de esta ciencia que estudia expresamente la santidad cristiana, y que solemos denominar teología espiritual; y si los santos proporcionan luces decisivas para toda buena reflexión teológica, en teología espiritual se hacen imprescindibles.

Pienso que así, además, mi contribución puede resultar verdaderamente complementaria de las que hemos escuchado hasta ahora en el simposio; no tanto por decir cosas distintas, pues seguiremos contemplando la figura de nuestro Padre Dios, sino por iluminar esas ideas desde otra perspectiva: una perspectiva que ojalá sea viva y vivificante para todos, como sin duda lo fue para los que han inspirado estas líneas.

Como última consideración introductoria, no debemos olvidar que estamos ante el principal misterio de nuestra fe (Dios mismo), contemplado desde unas experiencias espirituales que, a su vez, esconden otro misterio de fe: el de la vida divina en el interior del alma cristiana. Hay, por tanto, mucho más en esas realidades -infinitamente más- de lo que aquí se pueda decir, y en la misma experiencia de esos santos hay mucha más riqueza de la que la teología haya podido extraer hasta ahora. Por eso, cada afirmación que aquí se propone abre nuevos y amplios panoramas de reflexión. Pero éste es precisamente uno de los grandes alicientes de la ciencia teológica, y de la teología espiritual en particular.

42 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 185.

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TEMA 3 ● LA COMUNIÓN ÍNTIMA Y FILIAL CON DIOS UNO Y TRINO 71

2. Amor paterno de Dios e intimidad trinitaria

La contemplación reflexiva de textos y experiencias como los citados al principio me han llevado, en estos últimos meses, a un primer convencimiento que considero fundamental, y que propongo como idea clave de todo lo que seguirá: lo que hace reaccionar a los santos no es tanto la conciencia de ser él mismo o ella misma hija o hijo de Dios, sino la comprensión cada vez más profunda y viva de lo que significa “Dios es mi Padre”; es decir, el descubrimiento del infinito amor divino volcado en él o en ella: la constatación viva y práctica de “cuánto Dios me quiere”.

El santo es, sin duda, consciente de lo que causa el Amor divino en su propio ser y en su propia vida, y lo agradece de veras; pero más que fijarse en sí mismo, se fija en Dios: contempla admirado su infinita grandeza, y descubre con sorpresa que todo ese esplendor no se queda estático y como ajeno ante sus ojos, sino que se inclina hacia él, se le da, se hace suyo, sin más motivo que la pura liberalidad de su Amor divino.

Estos sentimientos se hayan presentes, en particular, en los textos citados al principio, pero recojamos otras palabras significativas, en este caso de Santa Teresa de los Andes, que nos ayuden a dar algunos pasos más: “Nuestro Señor me dijo que quería que viviera con El en una comunión perpetua, porque me amaba mucho (…) Después me dijo que la Sma. Trinidad estaba en mi alma; que la adorara (…) Mi alma estaba anonadada. Veía su Grandeza infinita y cómo bajaba para unirse a mí, nada miserable. El, la Inmensidad, con la pequeñez; la Sabiduría, con la ignorancia; el Eterno, con la criatura limitada; pero, sobre todo, la Belleza, con la fealdad; la Santidad, con el pecado. Entonces, en lo íntimo de mi alma, de una manera rápida, me hizo comprender el amor que lo hacía salir de sí mismo para buscarme (…) Vi que (…) con una criatura tan miserable se quiere unir; quiere identificarla con su propio ser sacándola de sus miserias para divinizarla de tal manera que llegue a poseer sus perfecciones infinitas”43.

Apoyados en lo que acabamos de leer, subrayemos otras dos ideas fundamentales que considero inseparables de la primera ya apuntada: es el Dios Todopoderoso, Inmenso, Eterno, Infinito, Inmutable, etc., el que es nuestro Padre y nos ama así, con toda la conmovedora ternura materna que hemos recordado al principio; y es, a la vez, el Dios Trino el que así se nos entrega, no sólo porque nos revela los secretos de su intimidad trinitaria, sino porque introduce al alma en esa misma intimidad.

No me refiero con ello a la deducción de que lo dicho debe ser así porque así es Dios; sino a que la conciencia viva que tienen los santos de ese Amor paternal divino que se vuelca en el alma, y que les conmueve hasta las entrañas, incluye inseparablemente tres aspectos, cuya combinación provoca precisamente la intensidad y hondura de su reacción interior: el amor de Dios por mí es tan cercano e íntimo como el que existe entre una madre y su hijo recién nacido (primer aspecto); no porque se digne darme unas migajas de su infinito amor, sino porque se entrega Él verdaderamente, como es, en su grandeza e infinitud (segundo aspecto); y la prueba irrebatible de que esto es así, la constituye el hecho de que Dios se me entrega como se entrega a su Hijo (tercer aspecto): es mi Padre como es Padre de Jesús; mi filiación es participación en la misma Filiación de su

43 SANTA TERESA DE LOS ANDES, Diario, n. 51.

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72 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

Hijo; y su amor por mí es como el Amor con que ama a su Hijo: me entrega su mismo Amor paterno-filial que es el Espíritu Santo.

Dicho de otra forma: la experiencia y enseñanza de los santos -eco de lo que se manifiesta en la Escritura- nos muestra, por una parte, que sólo desde el seno de la misma Trinidad, y porque Ella toma la iniciativa de abrirse y darse, puede haber verdadera intimidad con Dios, verdadero intercambio de amor, verdadero trato paterno-filial; y por otra -o mejor, como consecuencia-, que sólo así Dios es realmente mío y todo lo suyo es mío, sin dejar de ser Dios.

El santo comprende profundamente, y enseña, a través de esa muestra de asombro y osadía, de amor y humildad, maravillosamente combinados, que si Dios me amara “como desde fuera de sí mismo”, es decir, no trinitariamente, no sería realmente Padre: sería, como mucho, sólo analógica o limitadamente padre; bueno, eso sí; incluso capaz de abrumarnos con infinidad de regalos y muestras de afecto, tratando de ganar nuestro corazón; pero sin acabar de entrar de verdad en él: porque el alma intuiría, en el fondo, que se trata de un amor indirecto, incluso interesado; que no es un verdadero amor de padre.

Sin embargo, la Encarnación de Jesucristo, su muerte por nosotros, el don de su Espíritu, la vida trinitaria en el alma, nos están diciendo que Dios es Padre de verdad, que me ama Él personalmente (tri-personalmente, podríamos decir); más allá de dones y dádivas concretos por maravillosos que sean… ¡que lo son!. El alma que comprende y siente esto a fondo trasciende los dones y regalos concretos; porque, ante todo, sabe que le tiene siempre a Él, con todos los tesoros de su misma vida divino-trinitaria.

Insistamos en esta importante doctrina reproduciendo una certera síntesis teológica salida de la pluma de Santa Edith Stein: “El alma, en la que mora Dios por gracia, no es simplemente una pantalla impersonal en la que se refleje la vida divina, sino que ella misma está dentro de esa vida. La vida divina es una vida trinitaria, tripersonal: es el Amor desbordante con el que el Padre engendra al Hijo y le da su Ser, y con el que el Hijo recibe ese Ser y se lo devuelve al Padre, el Amor en que el Padre y el Hijo son una misma cosa y que lo espiran ambos como su común Espíritu. Mediante la gracia este Espíritu se derrama a su vez sobre las almas. De esta manera resulta que el alma vive su vida de gracia por el Espíritu Santo, ama en Él al Padre con el Amor del Hijo y al Hijo con el Amor del Padre”44.

3. Singularidad de la relación Padre-hijo

Desmenucemos un poco más estas ideas básicas. El alma santa es particularmente consciente no sólo de cuánto Dios ama, de cómo ama, sino de la singularidad de su Amor: de cuánto me ama y cómo me ama; de que no sólo es Padre, sino mi Padre; no sólo es Amor, sino mi Amor.

Por eso se atreve a tratar a Dios con las mismas palabras de Jesús: “Padre mío”, “Abbá”: ¡Papá!. Bien consciente, eso sí, de que lo puede decir y lo dice movido por el Espíritu del Padre y del Hijo que habita en su alma, como recuerda San Pablo (cf. Rom 8, 14-17 y Gal 4, 4-7)… ¡Pero lo dice! Y el “Padre nuestro”

44 SANTA EDITH STEIN, Ciencia de la Cruz, Burgos 1989, pp. 207-208.

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TEMA 3 ● LA COMUNIÓN ÍNTIMA Y FILIAL CON DIOS UNO Y TRINO 73

alcanza entonces su verdadero significado: mi Padre, tu Padre y su Padre …, de todos y cada uno, en Jesucristo.

Así lo propone el Beato Josemaría Escrivá: “le diremos con San Pablo, Abbá, Pater!, Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo”45.

Dios es, de esta forma, mi Padre (cercanísimo, intimísimo)…, pero no deja de ser mi Dios; y esto tiene importantes consecuencias: todo el poder, gloria y majestad, bondad, verdad y belleza divinos son para el hombre… ¡Para mí en concreto! Míos por derecho de hijo. No merecidos, ni ganados o conquistados, desde luego; pero tampoco simplemente dados graciosamente por un Señor todopoderoso que se digna acercarse desde su altura majestuosa; sino recibidos como efecto irrefutable de que me ha hecho realmente su hijo, con todas sus consecuencias… Y esto es, sin duda, mucho más grande y más conmovedor, aunque los resultados prácticos parezcan los mismos.

Digo “parezcan”, porque, de hecho, los resultados no son los mismos: muchas de las audacias -por ejemplo, apostólicas- que contemplamos en la vida de los santos pienso que sólo son explicables porque “usan” el poder de Dios -valga la expresión- como propio de un hijo, de un heredero de pleno derecho. Mejor aún, como un poder que brota del mismo Dios actuando desde lo íntimo de la propia alma; y no simplemente como un don recibido desde fuera para ser usado, por muy liberal que haya sido la dádiva y por mucha libertad de uso que haya concedido el donador. Además, sólo desde esa perspectiva se puede mantener el equilibrio -como mantienen los santos- entre audacia y humildad.

Afinando un poco más, podemos decir que la verdadera conciencia de la filiación divina es la conciencia no sólo de que es mi Padre y mi Dios, sino mi Dios-Padre, que me entrega como propios a su Hijo y, con Él, a su Espíritu; es decir, hay una captación muy profunda de la Unidad en la Trinidad y de la Trinidad en la Unidad; y en ella, del equilibrio entre trascendencia y cercanía de Dios, entre su grandeza y su sorprendente anonadamiento para ser mío, nuestro.

Es lo que expresa, entre otros posibles testimonios, uno de los más conocidos párrafos de las Moradas de Santa Teresa de Jesús: “entiende (el alma que llega a las séptimas moradas) con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios (…) Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos (cf. Jn 14, 23). ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma”46.

Y es lo que explica también San Juan de la Cruz en su Llama de amor viva, ya desde el prólogo: “Y no hay que maravillar que haga Dios tan altas y extrañas mercedes a las almas que él da en regalar; porque Si consideramos que es Dios, y que se las hace como Dios, y con infinito amor y bondad, no nos parecerá fuera de razón; pues él dijo que en el que le amase vendrían el Padre, Hijo y Espíritu

45 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 64.46 SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VII, cap. 1, 6-7.

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74 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

Santo, y harían morada en él (cf. Jn 14, 23); lo cual había de ser haciéndole a él vivir y morar en el Padre, Hijo y Espíritu Santo en vida de Dios”47.

Volveremos en seguida sobre los aspectos trinitarios de esta realidad. Ahora sigamos profundizando en los rasgos de intimidad paterno-filial que los santos descubren tras ese Amor divino.

La confianza y el abandono que brotan de la realidad de la filiación divina son habitualmente muy subrayados, pero, siguiendo la línea marcada al principio de nuestra reflexión, quiero insistir en que el santo se fija sobre todo en cómo Dios le quiere y le trata, de tal forma que no tiene más remedio, por decirlo así, que confiar y abandonarse. Es decir, esa actitud no es tanto fruto de un esfuerzo ascético personal -aunque ese esfuerzo también existe-, como, sobre todo, de un dejarse llevar por Dios: ¡por algo se habla precisamente de abandono! Aunque se trate siempre de un abandono activo, libre y consciente por parte del hijo.

Así lo expresa, por ejemplo, San Francisco de Sales: “‘Si no os hacéis sencillos como niños, no entraréis en el reino de mi Padre’ (Mt 10, 16). En tanto que el niño es pequeñito, se conserva en gran sencillez; conoce sólo a su madre; tiene un solo amor, su madre; una única aspiración, el regazo de su madre; no desea otra cosa que recostarse en tan amable descanso. El alma completamente sencilla sólo tiene un amor, Dios; y en este único amor, una sola aspiración, reposar en el pecho del Padre celestial, y aquí establecer su descanso, como hijo amoroso, dejando completamente todo cuidado a Él, no mirando a otra cosa sino a permanecer en esta santa confianza”48.

Por otra parte, es esa “combinación” divinidad-paternidad-amor, presente en la donación trinitaria al alma que comporta la realidad de la filiación divina, la que realmente provoca en los santos una honda respuesta de amor filial, un entusiasmo, una auténtica “locura” de amor. Así se expresaban, en su oración, por ejemplo, Santa Teresa del Niño Jesús y el Beato Josemaría Escrivá: “Déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame, sí, que te diga que tu amor llega hasta la locura… ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi confianza…?”49. “¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y… no me he vuelto loco?”50.

4. El Amor paterno de Dios manifestado en Jesucristo y en el Espíritu Santo

Busquemos de nuevo la perspectiva trinitaria ya apuntada. No podemos olvidar, en efecto, dos realidades teológicas que se hacen también particularmente vivas en las almas que poseen una profunda vida interior, y que les mueven aún más a corresponder.

47 SAN JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, prólogo, n. 2.48 SAN FRANCISCO DE SALES, Conversaciones espirituales, n. 16, 7. Se apunta aquí, además, el

interesante problema teológico-espiritual de las relaciones entre filiación divina e infancia espiritual, en el que no podemos detenernos en el marco de estas reflexiones; aunque sí podemos apuntar que todo lo relativo a la confianza y el abandono es, sin duda, uno de los puntos clave.

49 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Manuscritos autobiográficos, Ms. B, 5 vº.50 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 425.

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TEMA 3 ● LA COMUNIÓN ÍNTIMA Y FILIAL CON DIOS UNO Y TRINO 75

La primera, que el Hijo es la Imagen del Padre y, al encarnarse, acerca esa imagen a nosotros, también en el sentido de que podemos contemplar “encarnado” el Amor de Dios Padre: en Jesús, vemos, sentimos y experimentamos ese Amor divino “humanizado”; y esto es decisivo tanto para acercarse intelectualmente a esa realidad, como para que exista por nuestra parte una verdadera respuesta filial, que tiene que ser necesariamente humana. Es decir, en el Corazón de Jesús, en sus acciones divino-humanas, en sus manifestaciones de cariño, el alma cristiana se hace más consciente y siente más vivamente qué significa el Amor paterno-maternal de Dios: cómo me ama Dios, cómo se “traduce” humanamente (corporal y espiritualmente) ese Amor; además de descubrir los caminos del verdadero amor filial, aprendidos de quien es el Hijo por naturaleza.

Por otra parte, no sólo somos hechos hijos en el Hijo, sino que la Encarnación de Jesucristo aparece como garantía de la verdad de nuestra propia filiación divina, como explica agudamente San Juan de Avila: “Inefable merced es que adopte Dios por hijos los hijos de los hombres, gusanillos de la tierra. Mas para que no dudásemos de esta merced, pone San Juan otra mayor, diciendo: ‘La palabra de Dios es hecha carne’ (Jn 1, 14) . Como quien dice: No dejéis de creer que los hombres nacen de Dios por espiritual adopción, mas tomad, en prendas de esta maravilla, otra mayor, que es el Hijo de Dios ser hecho hombre, e hijo de una mujer”51.

Visto desde otra perspectiva, la intimidad con Jesús no sólo es intimidad con el Verbo encarnado, sino necesariamente también con el Padre de quien procede y que le ha enviado a nosotros (a mí, descubre cada uno, en la perspectiva íntima y singular que estamos subrayando). Crecen así, a la vez, la intimidad con el Padre y la intimidad con el Hijo; y crece a la vez la “distinción” en el trato con ellos, precisamente en la medida en que crece la conciencia viva de que soy hijo del Padre en el Hijo, de que soy más Cristo…

Así lo sintetiza un conocido texto del Beato Josemaría Escrivá, que guarda por lo demás gran paralelismo con el citado más arriba de Santa Teresa de Jesús, y nos conduce también a la segunda idea prometida: “Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: ‘cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él’ (Jn 14, 23). El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador”52.

En efecto, por su parte -y ésta es la segunda idea, inseparable de la anterior, como indivisible es el misterio trinitario-, el Espíritu Santo es el Amor paterno-filial del Padre y del Hijo, por el que soy hecho hijo de Dios en Jesucristo. El Paráclito no sólo me hace hijo, me enseña a ser hijo y me mueve a vivir como hijo, sino que, ante todo y como causa de esto, me hace participar en el mismo Amor paterno-filial divino en Cristo; y en esa participación, me muestra de forma viva y experimental cómo es el Amor paterno de Dios en Jesús, porque El mismo -el Espíritu del Padre y del Hijo- es ese Amor.

51 SAN JUAN DE AVILA, Audi, filia, cap. 19.52 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n. 306.

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Por ello, también la intimidad que busca y obtiene el alma con el Espíritu Santo es necesariamente intimidad con el Padre y el Hijo, en cuanto son y se aman como Padre e Hijo, y en cuanto los tres son Dios; y crece la intimidad del cristiano con el Espíritu Santo como Persona divina distinta, en la medida en que es más consciente de lo que significa ser hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo.

Oigamos, en este punto, a Santa Catalina de Siena en su oración: “¡Oh Trinidad eterna, oh Deidad! Esta, la naturaleza divina, dio valor a la sangre de tu Hijo. Tú, Trinidad eterna, eres un mar profundo, donde cuanto más me sumerjo, más encuentro, y cuanto más encuentro, más te busco. Eres insaciable, pues llenándose el alma en tu abismo, no se sacia, porque siempre queda hambre de ti, Trinidad eterna, deseando verte con luz en tu luz (…) ¡Oh Trinidad eterna, fuego y abismo de caridad! (…) Por haber experimentado y visto con la luz del entendimiento la luz de tu abismo y la belleza de la criatura. Trinidad eterna, por eso, mirándome en ti, he visto que era imagen tuya, partícipe de tu poder, Padre eterno, y de tu sabiduría en el entendimiento. Esta sabiduría se atribuye a tu Hijo unigénito. El Espíritu Santo, que procede de ti y de tu Hijo, me ha dado la voluntad, pues soy capaz de amar. Tú, Trinidad eterna, eres el que obra, y yo, tu criatura. He conocido que estás enamorado de la belleza de tu obra en la nueva creación que hiciste de mí por medio de la sangre de tu Hijo. ¡Oh abismo, oh Deidad eterna, oh Mar profundo! ¿Qué más podías darme que darte a ti mismo?”53.

5. La Bondad de nuestro Padre Dios

En todo lo dicho hasta ahora hemos podido comprobar cómo la conciencia de la filiación divina no sólo conduce a una respuesta generosa de amor a Dios, sino que va dando también al alma luces importantísimas sobre el mismo Dios; luces que provocan, desde luego, un mayor crecimiento interior, pero que también ayudan al teólogo en su estudio científico sobre los misterios divinos. Por este camino deseo proseguir mi reflexión, profundizando en ese binomio intimidad-grandeza con que se nos presenta la paternidad divina.

Conciencia de la paternidad de Dios significa, lo hemos subrayado ya, conciencia de un amor personal del Padre, en Cristo y por el Espíritu Santo hacia cada uno de sus hijos e hijas singularmente. Esto quiere decir, entre otras cosas, y así lo sienten y lo expresan con particular viveza los santos, un amor divino vivo, actual y operante, continuo e intenso, y a la vez, concreto, lleno de detalles muy personales de amor de Dios respecto a cada hijo en cuanto tal, en los que la infinita capacidad divina de amar se adapta a la condición y necesidades de cada uno. Y cuanto mayor es la correspondencia del alma santa a ese amor, más se esmera Dios, por decirlo así, en sorprenderle con finuras y delicadezas de amor, como el mejor de los padres y la mejor de las madres.

Todo esto proporciona al santo una comprensión particular de la Bondad de Dios, que lejos de ser una simple afirmación teórica, la ve manifestada día a día en su propia vida, hasta conmoverle profundamente. Entroncamos así con una de las cuestiones más delicadas que la conciencia del hombre se plantea cuando se le presenta la figura paternal de Dios: el problema del mal. No es el momento de

53 SANTA CATALINA DE SIENA, Diálogo, cap. 167.

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entrar en cuestión tan compleja y a menudo desconcertante, e incluso traumática, para el ser humano; pero sí de apuntar, al menos, la perspectiva que abre la experiencia de los santos para iluminar una reflexión sobre el mal.

Podríamos decir que los santos abordan la cuestión desde el interior de Dios mismo. Es decir, no intentan congeniar la experiencia del mal en el mundo con la certeza de fe de la infinita bondad divina, buscando ese complejo equilibrio en el que tantas veces la reflexión filosófico-teológica se embarca sin acabar de llegar a puerto. Sino que, más bien, lo ven todo desde esa intimidad alcanzada con la Trinidad, en la que la bondad divina es, ante todo, el mismo amor paterno-filial al que han sido llamados a participar; y el mundo y el hombre son vistos así desde la óptica de Dios Creador y Redentor. Y esto hasta tal punto que, más que intentar explicar el mal, da la impresión de que para ellos ha desaparecido como problema, porque en el mismo Dios no existe.

Es lo que expresan, por ejemplo, estas palabras de Santo Tomás Moro a su hija mayor, en su prisión de la Torre de Londres: “Hija mía queridísima, nunca se perturbe tu alma por cualquier cosa que pueda ocurrirme en este mundo. Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y yo estoy muy seguro de que sea lo que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo mejor”54.

Y así lo aplica también el Beato Josemaría Escrivá a situaciones más ordinarias, objetivamente menos dramáticas, pero en las que también un alma cristiana puede pasarlo mal y desconcertarse: “¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?… ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios…, y Él es bueno…, y Él te ama -¡a ti solo!- más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?”55.

En efecto, desde esa experiencia de intimidad con Dios, resulta incuestionable que lo que solemos llamar mal físico nunca es un verdadero mal; y en cuanto al único verdadero mal, el pecado, aparece enfocado siempre a la luz de la Misericordia divina y del bien que Dios mismo extrae continuamente de él.

6. Dios Padre Misericordioso

La Misericordia paterna de Dios, vista desde la entraña misma de su Amor y su Bondad, tiene particular fuerza, en efecto, en la conciencia de la filiación divina. No puedo detenerme ahora en todas sus implicaciones, pero sí subrayar, en la misma línea que viene marcando nuestra reflexión, lo que me parece más decisivo en la experiencia de los santos: no es tanto la Misericordia en cuanto perdón lo que contemplan, sino en cuanto Amor que no puede dejar de incluir el perdón; no es tanto que mi Padre me perdona, sino que mi Padre me ama, y por eso me perdona: que realmente su corazón se vuelca en mí como hijo, más allá de la realidad concreta de mis obras buenas o malas.

Me atrevería a decir que el santo apenas se fija en el pecado como tal, sino sólo como contraste que ayuda a calibrar hasta qué punto Dios le ama personalmente, sin condicionar su amor a la respuesta fiel o infiel de su hijo. La parábola del hijo pródigo, sobre la que con toda razón se está hablando y

54 SANTO TOMÁS MORO, Un hombre solo. Cartas desde la Torre, Madrid 1988, n. 7 (Carta de Margaret a Alice, agosto de 1534, relatando una larga entrevista con su padre en la prisión).

55 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 929.

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escribiendo tanto últimamente, resulta sin duda emblemática en este sentido. El hijo menor de la parábola busca, como mucho, el perdón, pero lo que encuentra es el amor: amor paterno que incluye, desde luego, el perdón, pero que va mucho más allá. El hijo no recupera a su Padre, sino que se da cuenta de que nunca lo ha perdido; que él puede ser mal hijo, pero que el Padre nunca puede dejar de ser buen Padre, porque le ama de verdad, por ser quién es, en lo más hondo y desde lo más hondo.

Se entiende así que los santos se conmuevan hasta el punto que reflejan, por ejemplo, estas palabras de Santa Teresa de Jesús: “Y ¿quién, Señor de mi alma, no se ha de espantar de Misericordia tan grande y merced tan crecida a traición tan fea y abominable?; que no sé cómo no se me parte el corazón cuando esto escribo, porque soy ruin”56; o estas otras del Beato Josemaría Escrivá, referidas precisamente a la reacción del padre de la parábola: “Éstas son las palabras del libro sagrado: ‘le dio mil besos’, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?”57.

La Misericordia suele aparecer, efectivamente, en la experiencia y enseñanza de los santos, como la gran prueba del amor paternal divino, y también del Corazón de su Hijo encarnado, que es su Imagen fiel: la manifestación más conmovedora, la más consoladora, la más tierna… Por eso, es un aspecto clave para comprender mejor todo lo dicho hasta ahora y lo que seguirá; y en el caso particular de los santos, buena parte de su comprensión del Amor divino y de su respuesta generosa a la gracia brota precisamente de sus experiencias personales sobre la Misericordia viva y operante de Dios.

Demos un paso más. Como acabamos de comprobar en la referencia a la parábola del hijo pródigo, la Misericordia divina refuerza el convencimiento de que en el Amor paternal de Dios cabemos todos: ninguno pierde cariño paterno por muy pecador que sea. Más bien al contrario: todo invita a pensar en una “predilección” divina por el pecador. Hasta el punto de que santos como San Agustín o Santa Teresa del Niño Jesús hablan de la existencia de una Misericordia “previniente” de Dios; porque intuyen que, incluso para el cristiano que en un momento determinado, sinceramente, no tenga conciencia de graves pecados, no puede dejar de ser verdad que Dios le ama mucho porque le perdona mucho (cf. Lc 7, 40-47).

Citemos las reflexiones de la santa de Lisieux: “Sé también que a mí Jesús me ha perdonado mucho más que a Santa María Magdalena, pues me ha perdonado por adelantado, impidiéndome caer. ¡Cómo me gustaría saber explicar lo que pienso…! Voy a poner un ejemplo. Supongamos que el hijo de un doctor muy competente encuentra en su camino una piedra que le hace caer, y que en la caída se rompe un miembro. Su padre acude en seguida, lo levanta con amor y cura sus heridas, valiéndose para ello de todos los recursos de su ciencia; y pronto su hijo, completamente curado, le demuestra su gratitud. ¡Qué duda cabe de que a ese hijo le sobran motivos para amar a su padre!

“Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que nadie lo vea). Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, si

56 SANTA TERESA DE JESÚS, Vida, cap. 19, n. 5.57 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 64.

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DESCONOCE la desgracia de que su padre lo ha librado, no le manifestará su gratitud y le amará menos que si lo hubiese curado… Pero si llega a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía mucho más?

“Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. El quiere que yo le ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo. No ha esperado a que yo le ame mucho, como Santa María Magdalena, sino que ha querido que YO SEPA hasta qué punto Él me ha amado a mí, con un amor de admirable prevención, para que ahora yo le ame a Él ¡con locura…!”58.

7. La Misericordia del Padre y del Hijo

Por otra parte, la comprensión de hasta qué punto es grande el Amor misericordioso de Dios Padre por cada uno de sus hijos suele alcanzar su cénit en la contemplación del misterio de la Cruz, visto no sólo desde la conmovedora entrega de Jesús por mis pecados, sino desde la generosidad del Padre que entrega a su Hijo y que recibe la entrega de Éste.

Así lo expresa, por ejemplo, San Agustín, parafraseando a San Pablo y a San Juan: “¡Oh cómo nos amaste, Padre bueno, ‘que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste por nosotros, impíos!’ (cf. Rom 8, 32) ¡Oh cómo nos amaste, haciéndose por nosotros, ‘quien no tenía por usurpación ser igual a ti, obediente hasta la muerte de cruz, siendo el único libre entre los muertos (cf. Fil 2, 6), teniendo potestad para dar su vida y para nuevamente recobrarla’ (cf. Jn 10, 18). Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima, y por eso vencedor, por ser víctima; por nosotros sacerdote y sacrificio ante ti, y por eso sacerdote, por ser sacrificio, haciéndonos para ti de esclavos hijos, y naciendo de ti para servirnos a nosotros”59.

Toda esta riqueza de pruebas de Amor y Misericordia divina no hace sino proporcionar nuevos impulsos a las manifestaciones de trato filial, osado y atrevido, del alma que se deja arrebatar y conmover por Dios. Volvamos a oír a Santa Catalina de Siena en su oración a Dios Padre:

58 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Manuscritos autobiográficos, Ms. A, 38 vº-39 rº. Los subrayados y mayúsculas son siempre originales de la santa. El texto de San Agustín, que tal vez inspiró más o menos directamente a Santa Teresita, dice así: “¿Qué daré en retorno al Señor por poder recordar mi memoria todas estas cosas sin que tiemble ya mi alma por ellas? Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefandas acciones mías. A tu gracia y Misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados realmente no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen? Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos voluntariamente como los que dejé de hacer por tu favor. ¿Quién hay de los hombres que, conociendo su flaqueza, atribuya a sus fuerzas su castidad y su inocencia, para por ello amarte menos, cual si hubiera necesitado menos de tu Misericordia, por la que perdonas los pecados a los que se convierten a ti? Que aquel, pues, que, llamado por ti, siguió tu voz y evitó todas estas cosas que lee de mí, y yo recuerdo y confieso, no se ría de mí por haber sido curado estando enfermo por el mismo médico que le preservó a él de caer enfermo; o más bien, de que no enfermara tanto. Antes, sí, debe amarte tanto y aún más que yo; porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves enfermedades, ése le libró a él de caer en ellas” (Confesiones, libro II, cap. 7).

59 SAN AGUSTÍN DE HIPONA, Confesiones, libro X, cap. 43.

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“¡Oh Misericordia, que procede de tu divinidad, Padre eterno, y que gobierna con tu poder el mundo entero! En tu Misericordia fuimos creados, en tu Misericordia fuimos creados de nuevo por la sangre de tu Hijo; tu Misericordia nos conserva; tu Misericordia hizo que tu Hijo usara sus brazos en el madero de la cruz para la lucha de la muerte con la vida y de la vida con la muerte (...) ¡Oh Misericordia! El corazón se sofoca pensando en ti, pues dondequiera que intente fijar mi pensamiento no encuentro más que Misericordia. ¡Oh Padre eterno!, perdona mi ignorancia, pero el amor a tu Misericordia me excusa ante tu benevolencia”60.

De hecho, con relativa frecuencia, en la oración de los santos, la consideración de la Misericordia del Padre y la de Jesucristo se entremezclan hasta que parecen confundirse, y es una de las ocasiones en que suelen tratar también a Jesús como Padre; así ocurre, por ejemplo, en esta oración de San Alfonso María de Ligorio: “Vos mismo, Jesús mío, que sois el ofendido por mí, os hacéis mi intercesor: ‘Y Él es propiciación por nuestros pecados’ (1 Jn 2, 2). No quiero, pues, haceros este nuevo agravio de desconfiar de vuestra Misericordia. Me arrepiento con toda el alma de haberos despreciado, ¡oh sumo Bien!; dignaos recibirme en vuestra gracia por aquella sangre derramada por mí. Padre…, no soy ya digno de llamarme hijo tuyo (Lc 15, 21). No, Redentor y Padre mío, no soy digno de ser hijo vuestro, por haber tantas veces renunciado a vuestro amor; mas vos me hacéis digno con vuestros merecimientos. Gracias. Padre mío, gracias; os amo”61.

Reencontramos así, desde una nueva perspectiva, la estrecha relación entre el Amor paterno de Dios y la donación redentora de su Hijo, que no es sino un reflejo de lo que el Hijo recibe del Padre en el seno de la Trinidad: toda su realidad divina, y por tanto todo su infinito Amor, el mismo con que Padre, Hijo y Espíritu Santo nos aman y nos perdonan.

8. La cercanía de Dios

Por un itinerario contemplativo-reflexivo parecido al que acabamos de recorrer hablando de la Bondad y la Misericordia, la intimidad divina que brota de la filiación divina vivida hasta sus últimas consecuencias nos da luz también sobre otros atributos divinos; y al profundizar en ellos, vuelve a crecer la vida espiritual, deseando corresponder más a ese Amor divino inagotable.

La inmensidad de Dios y su omnipresencia, por ejemplo, aparecen así como una presencia activa, viva y efectiva de Dios en cada hijo suyo; como una realidad concreta, amorosa e íntima para el alma; una presencia de un Padre “interesado y ocupado” en las cosas de su hijo, pequeñas y grandes, trascendentes y anecdóticas. El alma siente de verdad que su Padre Dios sólo tiene ojos para ella; y su vida en Cristo y la presencia activa del Espíritu no dejan de recordárselo y de moverle a obrar en consecuencia.

Análogamente, la Eternidad divina se experimenta como la plenitud de esa presencia y donación amorosa de Dios a cada uno en cada instante, volcando en el interior del alma toda la riqueza de su ser divino: una participación en el eterno entregarse del Padre al Hijo y al Espíritu Santo. No es una eternidad al margen de 60 SANTA CATALINA DE SIENA, El Diálogo, cap. 30.61 SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, Novenas de Navidad, primera novena, med. 7.

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mi tiempo, sino una eternidad volcada en mi tiempo, al que llega a proporcionar valor de eternidad; y en todo esto, la Encarnación del Verbo juega de nuevo un papel decisivo, pues el alma descubre ahí hasta qué punto a Dios le interesa de verdad todo lo humano y temporal.

Toda esta realidad subyace, por ejemplo, a lo expresado en este punto de Camino, del que hemos reproducido ya unas palabras al principio: “Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. -Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando (…) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos”62.

O a estas otras consideraciones y recomendaciones de Santa Teresa de Jesús: “Sin duda lo podéis creer que adonde está Su Majestad está toda la gloria. Pues mirad que dice San Agustín que le buscaba en muchas parte y que le vino a hallar dentro de sí mismo63. ¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo ni para regalarse con El, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con gran humildad hablarle como a padre, pedirle como a padre, contarle sus trabajos, pedirle remedio para ellos, entendiendo que no es digna de ser su hija”64.

Desde otra perspectiva, la eternidad de Dios como ausencia de principio y de fin, conmueve también al santo por lo que supone de prolongación infinita del amor de Dios por cada uno. Así lo expresa San Francisco de Sales: “Considera el amor eterno que Dios te ha manifestado, pues antes que la humanidad de Jesucristo padeciese por ti en la Cruz, su Divina Majestad te llevaba presente en su soberana bondad y te amaba desde el principio. Pero ¿cuándo comenzó a amarte? Cuando comenzó a ser Dios. Y ¿cuándo comenzó a ser Dios? Nunca, pues no tiene principio ni fin; y, por tanto, te amó siempre, desde toda la eternidad; y desde toda la eternidad te tenía preparados los favores y las gracias que te ha concedido”65.

En estrecha relación con lo anterior, la inmutabilidad deja de ser un atributo fundamentalmente negativo, que parece alejar a Dios de nosotros, y se desvela más bien como una vida llena de intensa actividad, rica y perfecta, que se vuelca en cada alma con verdadero amor paterno. Hasta tal punto que, en esa intimidad filial, el alma siente, por ejemplo, que Dios se “conmueve” al ritmo de sus personales experiencias, como todo buen padre reacciona con amor paterno ante los sentimientos, las necesidades y las inquietudes de su hijo.

Ciertamente, Dios no se conmueve en el sentido de sufrir un cambio, pero sí en cuanto vive con toda la intensidad de su infinito amor su relación con nosotros, como vivas e intensas son las relaciones en el seno de la Trinidad. Es decir, Dios ama de verdad y “vive” su amor por cada hijo y cada hija; y por tanto, participa

62 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 267.63 Cf. SAN AGUSTÍN DE HIPONA, Confesiones, libro X, cap. 27.64 SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, cap. 28, 2.65 SAN FRANCISCO DE SALES, Introducción a la vida devota, parte V, cap. 14.

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realmente en todas sus vicisitudes, aunque no las sufra en el sentido en que esa expresión pueda significar imperfección.

Aún así, el santo suele llegar más lejos todavía; porque, a través de la Humanidad de Jesucristo, comprende que Dios ha querido acercarse también a los aspectos pasivos de esas experiencias de sus hijos: ha querido “humanizar” su amor, sin dejar de ser divino. Y esto le conmueve profundamente por doble motivo: porque Dios se le hace así más cercano, sin duda; pero también porque no deja de ser Dios: porque -insistimos una vez más- lo grandioso y conmovedor es, sobre todo, que es mi Padre y mi Dios inseparablemente; y que Jesús es el Hombre-Dios que me abre los secretos de la intimidad divina, sin rebajar ni un ápice toda su grandeza al entregárnosla.

Contemplémoslo desde otro ángulo: la conciencia de la paternidad de Dios significa descubrir que Dios tiene verdaderos “sentimientos paternales”, en lo que tienen de perfección de amor; acciones divinas que el alma enamorada siente realmente como “nuevas”, “distintas” en cada momento de su trato íntimo con Dios, en la medida en que se sabe amado como hijo concreto, distinto de otros hijos, y al que le pasan cosas distintas cada día y cada hora, que no son indiferentes para un amor verdaderamente paternal y maternal.

Sólo desde esa perspectiva se puede atisbar la hondura teológica que existe tras consideraciones íntimas de los santos, como la que paso a reproducir, en boca de Santa Teresa del Niño Jesús, y vencer la tentación de clasificarlas superficialmente como, por ejemplo, “ingenuidades piadosas de una niña”:

“Me he formado del cielo una idea tan elevada, que a veces me pregunto cómo se las arreglará Dios, después de mi muerte, para sorprenderme (…) En fin, pienso ya desde ahora que, si no me siento suficientemente sorprendida, aparentaré estarlo por darle gusto a Dios. No habrá peligro alguno de que le haga ver mi decepción; sabré ingeniármelas para que él no se dé cuenta. Por lo demás, me las arreglaré siempre para ser feliz. Para lograrlo, tengo mis pequeños trucos, que tú ya conoces y que son infalibles… Además, con sólo ver feliz a Dios me bastará para sentirme yo plenamente feliz”66.

¿Realmente se puede pretender “engañar” así a Dios? Por lo menos, me atrevo a asegurar, dándole la vuelta al texto de la santa, que el Señor se las habrá ingeniado para que a Santa Teresita le parezca que ha conseguido engañarle; porque ante un alma tan fina, un corazón paterno como el de Dios no puede más que rendirse.

Finalmente, sin pretender agotar la lista de atributos divinos, observemos también cómo la omnipotencia de Dios toma otra perspectiva desde esta intimidad filial con él: no es un poder que me domina y sojuzga, sino que está “a mi servicio”, del que incluso llego a participar, porque soy su hijo y heredero, con todas sus consecuencias. Su providencia no es la propia de un vigía o controlador, ni -peor aún- la de un titiritero que moviera los hilos de mi vida como si fuera una marioneta; sino la que reflejan los desvelos de un Padre amoroso, continua e intensamente preocupado del bien de sus hijos; incluida, ante todo, su libertad, donada en la creación y reconquistada para nosotros por Jesucristo en la Cruz.

66 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Ultimas conversaciones, Cuaderno amarillo, 15.5.2.

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TEMA 3 ● LA COMUNIÓN ÍNTIMA Y FILIAL CON DIOS UNO Y TRINO 83

9. Trascendencia de Dios e intimidad filial

En definitiva, la trascendencia divina, para un alma plenamente consciente de lo que significa ser hijo de Dios, no es lejanía y desinterés, sino cercanía e intimidad: conciencia de que toda esa grandeza de Dios, que en sí misma parece inalcanzable e inabarcable, se pone al alcance del hijo, no porque éste la alcance, sino porque Él se la da como verdadero Padre amoroso.

Este es el convencimiento que subyace a estas frases extraídas de una carta de Santa Teresa de los Andes a una amiga suya: “Créeme. Sinceramente te lo digo; yo antes creía imposible poder llegar a enamorarme de un Dios a quien no veía; a quien no podía acariciar. Mas hoy día afirmo con el corazón en la mano que Dios resarce enteramente ese sacrificio. De tal manera siente uno ese amor, esas caricias de Nuestro Señor, que le parece tenerlo a su lado. Tan íntimamente lo siento unido a mí, que no puedo desear más, salvo la visión beatífica en el cielo. Me siento llena de Él y en este instante lo estrecho contra mi corazón pidiéndole que te dé a conocer las finezas de su amor. No hay separación entre nosotros. Donde yo vaya, El está conmigo dentro de mi pobre corazón. Es su casita donde yo habito; es mi cielo aquí en la tierra”67.

Esta última expresión (“cielo en la tierra”), referida al alma, está tomada por la santa chilena de los escritos de la Beata Isabel de la Trinidad, quien la utiliza con gran frecuencia y la explica así: “‘Padre nuestro que estás en los cielos’ (Mt 6, 9). En ese pequeño cielo que Él se ha hecho en el centro de nuestra alma es donde debemos buscarle y, sobre todo, donde debemos morar (…) ‘adorémosle en espíritu y en verdad’ (cf. Jn 4, 23). Es decir, por Jesucristo y con Jesucristo porque Él sólo es el verdadero adorador en espíritu y en verdad. Seremos entonces hijas de Dios y conoceremos por experiencia la verdad de estas palabras de Isaías: ‘Serán llevados en brazos, y acariciados sobre las rodillas’ (Is 66, 12). En efecto, la única ocupación de Dios parece consistir en colmar al alma de caricias y pruebas de amor como una madre cría a su hijo y le alimenta con su leche. ¡Oh! Permanezcamos a la escucha de la voz misteriosa de nuestro Padre. ‘Hija mía, nos dice, dame tu corazón’ (cf. Pv 23, 26)”68.

Sin embargo, la misma idea del “cielo en la tierra” puede ser vista desde otra perspectiva enriquecedora, como la que plantea el Beato Josemaría Escrivá en la homilía pronunciada en este campus universitario en 1967: “Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria”69.

La intimidad de la relación paterno-filial con Dios se proyecta así en toda la realidad que rodea la vida del cristiano: en el mundo visto desde la Bondad de su Creador, que es nuestro Padre y que nos lo ha dado por herencia. Se explica así el título que el fundador de esta universidad dio a la homilía citada: “Amar al mundo apasionadamente”, tan apasionadamente como amamos a nuestro Padre Dios70.

67 SANTA TERESA DE LOS ANDES, Cartas, n. 40.68 BEATA ISABEL DE LA TRINIDAD, El cielo en la tierra, Día noveno.69 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, n. 116.

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Me parece importante, en este momento ya avanzado de nuestra reflexión, apuntar otra realidad hondamente sentida por los santos (presente también en los textos citados), pero no siempre bien entendida en algunas reflexiones especulativas sobre nuestro tema. Trascendencia divina significa verdadera intimidad, sí, pero con “otro”; más aún: lo maravilloso para el santo es que, siendo Dios quién es, sea mi Padre, se una a mí; y que, unido a mí, siga siendo quién es. Es un amor y una unión de dos: el Padre no es el hijo y el hijo no es el Padre; y, además, yo soy el hijo porque Él ha querido libérrimamente constituirme como tal.

Es una divinización que no es confusión; más aún, el alma santa intuye que si hubiera algún tipo de mezcla o confusión, ya no sería un amor genuino, porque ya no recibiría tanto, mereciendo tan poco: ya no sería el todo que se vuelca en la nada; e intuye también que, si hubiera igualdad de “condiciones” con Dios, perdería encanto ese amor.

Personalmente, a pesar de la pobreza de toda comparación de este estilo, me ayuda a entender y explicar ese sentimiento íntimo de los santos ante el amor de Dios que supera el abismo abierto por su condición humana y su miseria personal, la imagen, repetida de formas diversas en la literatura, de la pobre doncella de la que se enamora un gran príncipe, o del pordiosero despreciado por todos que descubre un buen día, con gran asombro, que su verdadero padre es el rey71.

Aprovechemos este momento para anotar también que, en todo lo dicho hasta aquí, subyace una actitud fundamental por parte del hijo de Dios, actitud que es virtud básica en el camino de la vida interior: la humildad. La filiación me eleva a unas alturas insospechadas de intimidad con Dios y de divinización, sí; pero porque Dios se hace mío, no porque yo deje de ser criatura, ni pecador, ni miserable. Más aún, cuanto más íntima es esa unión con la Trinidad, más siente el alma santa, a la vez, el abismo que le separa de Dios, y más valora en consecuencia su Amor y su Misericordia; volviendo a iniciarse así otro ciclo de enamoramiento y respuesta de amor, en esa espiral apasionante que conduce a la santidad.

10. Conciencia de la filiación divina y camino hacia la santidad

Nos vamos acercando al final de nuestra reflexión, pero no quiero dejar de aludir brevemente a otros dos aspectos que me parecen decisivos en la comprensión de la vida espiritual a la luz de la filiación divina. El primero, que en buena medida ha estado presente a lo largo de toda la ponencia, brota de las conocidas palabras que cierran la primera parte del sermón de la montaña: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).

Al hablar de la llamada universal a la santidad es habitual el recurso a esta cita, entre otras referencias bíblicas. Sin embargo, al desarrollar lo que esa llamada implica en la vida cristiana el acento se pone a veces -con verdad, pero, a mi juicio, demasiado unilateralmente- en la imitación de Jesucristo. Por contra,

70 Una reflexión más profunda sobre las relaciones entre filiación divina y santificación del mundo se sale del objetivo de estas líneas, pero conviene destacar que es un punto clave en la enseñanza del Beato Josemaría Escrivá.

71 A esa segunda imagen alude el BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ en Forja, n. 334.

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me parece que la referencia explícita que el mismo Jesús hace al Padre en ese momento, abre otras perspectivas enriquecedoras sobre lo que significa la santidad cristiana que todos buscamos, y sobre cómo alcanzarla.

En efecto, esas palabras del Señor nos hablan de la grandeza y maravilla de la meta, sin rebajarla un ápice y, al mismo tiempo, aumentan nuestra confianza y deseo de alcanzarla: si no fuera mi Padre, su perfección sería inalcanzable; si no fuera Dios, flaquearía mi confianza y tampoco bulliría mi deseo, pues la meta no sería tan maravillosa y apetecible; la más apetecible de todas.

De hecho, algo paralelo ocurre cuando reflexionamos sobe la imitación de Jesucristo, a quién no se puede separar de su Padre: si no fuera hombre como yo, ¡qué difícil sería seguirle!; y si no fuera Dios, qué poco poder tendría para ayudarme, y qué poco aliciente encontraría en ser su discípulo. Y otra consideración similar se puede hacer al meditar en lo que significa ser templos del Espíritu Santo y ser conducidos por Él en nuestro camino de santidad.

Pero, siendo paralelas estas consideraciones, me parece que no se deben reconducir una a las otras, sin tergiversar la realidad misma del misterio trinitario y de nuestra participación en él: realmente soy hijo de Dios -del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo-, y mi santidad brota de ahí y debe crecer en esas mismas coordenadas trinitarias, hasta una meta apenas entrevista ahora, pero que seguirá siendo divino-trinitaria: “Queridísimos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2).

Así, en particular, en la medida en que crece la conciencia de esa relación paterno-filial con Dios, el alma corre: vuela hacia la santidad… Escribe la Beata Isabel de la Trinidad, después de citar el fragmento de San Juan que acabamos de reproducir: “He ahí el módulo de la santidad de los hijos de Dios: ser santo como Dios es santo; ser santo con la santidad de Dios y esto viviendo íntimamente con Él en el fondo del abismo sin fondo, dentro de nuestro ser”72.

11. Paternidad de Dios y Maternidad de María

Nuestra última consideración nos va a llevar de la paternidad divina a la maternidad mariana. Pero dejemos la palabra a San Luis María Grignion de Montfort: “Dios Padre entregó su Unigénito al mundo solamente por medio de María (…) El mundo era indigno -dice San Agustín- de recibir al Hijo de Dios inmediatamente de manos del Padre, quien lo entregó a María para que el mundo lo recibiera por medio de Ella73. Dios Hijo se hizo hombre para nuestra salvación, pero en María y por María. Dios Espíritu Santo formó a Jesucristo en María, pero después de haberle pedido su consentimiento por medio de uno de los primeros ministros de su corte”74.

Al hilo de estas consideraciones, queremos subrayar la relación entre la paternidad divina y la maternidad mariana, que, desde esa singular relación de Santa María con la Trinidad, se vierte en nosotros. En efecto, igual que hemos

72 BEATA ISABEL DE LA TRINIDAD, El cielo en la tierra, Día noveno.73 Cf. SAN AGUSTÍN DE HIPONA, Sermo CCXV, n. 4: PL 38, 1074.74 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima

Virgen, n. 16.

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insistido en contemplar la conciencia de la filiación divina como una comprensión de la paternidad de Dios, queremos apuntar la conveniencia de no mirar sólo a María como modelo de filiación, ni contemplar simplemente su maternidad espiritual desde su relación maternal con Jesucristo, sino también desde su relación singular con el Padre en cuanto Padre de Jesús, y con el Espíritu Santo en cuanto nexo de unión en el seno de la Trinidad.

Como consecuencia de esta consideración, en el amor maternal de María, sentiremos y comprenderemos mejor, de forma viva y muy “humana”, el amor paternal de Dios, del que ella participa de forma singular; y particularmente en sus manifestaciones “maternales”: las que precisamente sirvieron de arranque a nuestra ponencia y han reaparecido varias veces a lo largo de ella, en boca de los santos. Volvamos a oír a uno de ellos, a este gran maestro del amor a María que acabamos de citar:

“Esta Madre del Amor Hermoso quitará de tu corazón todo escrúpulo y temor servil desordenado y lo abrirá y ensanchará para correr por los mandamientos de su Hijo con la santa libertad de los hijos de Dios, y encender en el alma el amor puro, cuya tesorera es Ella. De modo que en tu comportamiento con el Dios-Caridad ya no te gobernarás -como hasta ahora- por temor, sino por amor puro. Lo mirarás como a tu Padre bondadoso, te afanarás por agradarle incesantemente y dialogarás con Él confidencialmente como un hijo con su cariñoso Padre. Si, por desgracia, llegaras a ofenderlo, te humillarás al punto delante de Él, le pedirás perdón humildemente, tenderás hacia Él la mano con sencillez, te levantarás de nuevo amorosamente, sin turbación ni inquietud, y seguirás caminando hacia Él, sin descorazonarte”75.

75 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 215.

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Tema 4

La santidad como identificación con CristoJosé Luis Illanes

La imitación de Jesucristo constituye uno de los temas fundamentales de la ascética y de la predicación cristianas, ya que es una de las formas más gráficas y concretas de expresar la centralidad de Cristo con respecto a la vida de los hombres. La imitación, tomada en toda su generalidad, ocupa, por lo demás, un lugar importante en la educación y desarrollo de la personalidad y en la psicología social y colectiva, lo que si bien, de una parte, subraya la importancia del concepto, de otra, obliga a precisarlo. Ya que el ideal de imitación de Jesucristo no proviene de influencias de la pedagogía o de otras experiencias humanas, sino que deriva directamente del Evangelio. Más aún, cristianamente hablando, la idea de imitación ha de ser comprendida en relación con la de seguimiento. Veámoslo partiendo de la Sagrada Escritura.

1. Seguimiento e imitación de Jesucristo en la Sagrada Escritura

a) Los discípulos de Jesús, modelo del seguimiento. Ni la realidad ni incluso el vocabulario sobre la imitación de Cristo derivan

de experiencias extrabíblicas, ni tampoco, literalmente, de las tradiciones veterotestamentarias, sino que dependen, de forma directa e inmediata, de la praxis y modo de actuar de Jesús, y más concretamente de su relación con los discípulos76. Jesús, cuando inicia su predicación, lo hace adaptándose, en parte, a un modelo muy difundido en su época: el modo de proceder de los rabinos. A partir de la época postexílica, el desarrollo de una piedad judía, absolutamente centrada en la observancia de la Ley, trajo consigo la necesidad de un estudio detenido de esa Ley y de las cuestiones que en torno a ella podían surgir. Se desarrolló así la categoría o estamento de los escribas como distinto del

76 Entre la amplia bibliografía sobre este tema, pueden verse, A. SCHULZ, Suivre et imiter le Christ, París 1966; G. BOUMAN, L'imitazione di Cristo nella Bibbia, Roma 1967; E COTHENET, E. LEDEUR, P. ADNES y A. SOLIGNAG, lmilalion du Christ, en Dictionnaire de Spiritualité, t. VII, cols. 1536-1601.

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sacerdotal, y se fue perfilando un método de enseñanza específico: el rabino se rodeaba de un grupo de discípulos a los que iba transmitiendo sus conocimientos.

Esa enseñanza no era exclusivamente teórica aunque la resolución de las cuestiones o dificultades ocupaba una parte importante-, sino que presuponía la transmisión de un estilo de vivir. Por eso el discípulo seguía al maestro o rabino, le acompañaba en su tránsito de una ciudad a otra, observaba su modo de reaccionar, y la misma enseñanza teórica partía muchas veces de las incidencias de la jornada o de detalles concretos. En otras palabras, el discípulo aprendía en la medida en que asimilaba el espíritu del rabino y le imitaba.

Una enseñanza así requiere como fundamento una comunidad de vida y el reconocimiento de la superioridad del maestro: por eso los discípulos le prestaban servicios (eran, en cierto modo, a la vez alumnos y sirvientes), y, cuando caminaban, marchaban no a su misma altura, sino un poco más atrás. Este gesto de «seguir al maestro» es tan característico que viene a ser usado como una definición del discipulado (cfr., por ejemplo, 1 Reg 19, 19-21).

Todos esos rasgos los encontramos en la vida de Cristo. Sus discípulos, y especialmente los Doce, le siguen y acompañan, y la enseñanza que reciben se ajusta a métodos propios de un rabino. Nos consta que era efectivamente designado con esa palabra: Rabbí, Maestro (cfr. lo 1, 38; Me 10, 51, etc.). Y que, cuando al comienzo de su vida pública, Jesús se dirigió a sus discípulos para llamarlos, lo hizo usando precisamente las expresiones consagradas: «Seguidme, venid detrás de mí» (cfr. Mt 4, 20; lo 1, 43, etc.).

Pero este último rasgo nos coloca ante una de las profundas modificaciones que Jesús introduce en el cuadro del discipulado rabínico. Porque de ordinario eran los discípulos los que decidían seguir a un maestro, los que escogían al rabino de quien iban a aprender. Cristo, en cambio, obra exactamente al contrario; es Él quien llama y elige: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (lo 15, 16). Al actuar así, Jesús manifiesta su dignidad mesiánica, y da a la relación maestro-discípulo una dimensión nueva.

Ello es así, en primer lugar, porque Jesús no es un maestro como los otros. Su enseñanza no es una mera explicación de la Ley y una resolución de casos particulares, sino que va mucho más allá, desentrañando el sentido definitivo de la voluntad de Dios y tratando a la Antigua Ley con una libertad soberana: «enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mt 7, 29). Por otra parte, y paralelamente, porque Jesús se revela no sólo como un maestro, sino como Aquel que anuncia la salvación definitiva, y que la anuncia realizándola con su propia vida.

Precisamente por eso las exigencias de Jesús con respecto a sus discípulos van también mucho más allá de las que un rabino pedía a sus seguidores. Esa relación no fue nunca la de una mera enseñanza, que habilitaba al discípulo para cumplir una función social ya reconocida en la comunidad israelita. Jesús pide a sus discípulos una entrega total: «Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 26).

El discípulo debe no sólo seguir a Jesús, sino tener fe en él, confiar no sólo en sus palabras, sino en su persona, ya que en Él, en Jesús, se cumplen las promesas divinas (cfr. Mt 16, 13 ss.; Mc 8, 29; lo 6, 67, etc.). Esa fe en Jesús funda y da sentido a la entrega total que Cristo pide: ante la llegada de la plenitud de los tiempos y el cumplimiento definitivo de las promesas hechas por Dios a los hombres, toda otra realidad palidece y el discípulo ha de estar dispuesto a

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 89

renunciar a cualquier cosa que le separe de Cristo o que dificulte la misión de darlo a conocer a los demás.

Desde el momento de su encuentro con Jesús los discípulos son invitados a hacer de Él el centro y el contenido de su existencia, de una manera que trasciende absolutamente la comunidad de vida y la imitación rabínica, y que desemboca en una idea de seguimiento que equivale a participar de la vida y del destino de Cristo: «El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (lo 15, 20; cfr. Lc 21, 12; Mt 23, 34). El texto más tajante en este sentido es el logion sobre el «llevar la cruz», que nos han conservado los sinópticos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Me 8, 34; cfr. Mt 10, 38; 16, 24; Lc 9, 23; 14, 27).

Es posible que Jesús se haya servido aquí de una expresión de origen rabínico, pues a veces la idea de recibir una doctrina o enseñanza se indicaba con las palabras «llevar una carga» -y, en este caso, esa expresión estaría relacionada con la de Mt 11, 30-, pero, al usarla, le da un nuevo sentido: en todos los textos la frase «llevar la cruz» está íntimamente unida a la idea de negarse a sí mismo, de renunciar a la propia vida por Cristo y su Evangelio. Cuando, con la muerte de Cristo, el plan de Dios se revela plenamente a los discípulos, el sentido de esas palabras quedará patente: es discípulo el que es asumido en el destino y en la obra de Jesucristo.

b) La interpretación del discipulado en los escritos apostólicos.Los textos a los que hasta ahora nos hemos referido recogen palabras

dirigidas por Cristo a aquellos que le siguieron de hecho en su caminar por Palestina; todos ellos suponen, por tanto, una comunidad material de vida con Jesús. La predicación apostólica al narrar las palabras y los hechos de Cristo lo hace mostrando todo su sentido; lo que, en el punto que examinamos, equivale a afirmar lo siguiente: las indicaciones dadas por Jesús a sus discípulos no estaban dirigidas exclusivamente a ese reducido grupo histórico, o, mejor dicho, estaban dirigidas a los discípulos pero en cuanto testigos y enviados; lo dicho a ellos tiene, pues, por destinatario último la comunidad cristiana toda entera.

La generación apostólica no perdió nunca el sentido de la singularidad e irrepetibilidad de la experiencia de los Apóstoles y demás discípulos que siguieron a Jesús por los senderos de Palestina.

Así lo manifiesta incluso la terminología. La palabra griega que significa «seguir» (akolouthein), con pocas excepciones (Apc 14, 4; 1 Pet 2, 2 1), aparece sólo en los Evangelios. Con las expresiones discípulos y discipulado ocurre algo parecido, ya que fuera de los Evangelios las encontramos sólo algunas veces en los Hechos (por ejemplo, 6, 1; 11, 26), y luego desaparecen por entero del vocabulario bíblico. Se dan, pues, contemporáneamente una clara conciencia de la singularidad de la situación originaria y una decidida voluntad de aplicar a todo cristiano lo que, en un primer momento, se decía del discípulo. Y este hecho, es decir, esta contemporaneidad no hace sino reforzar la importancia de la extensión o universalización del contenido del discipulado.

Observamos, en efecto, en los escritos apostólicos una profundización encaminada a poner de manifiesto en qué consiste verdaderamente ser discípulo o seguidor de Cristo. San Juan, en su Evangelio, al referirse a los discípulos, se esfuerza constantemente por mostrar que la comunidad material de vida con Jesús es sólo el presupuesto y el símbolo de una realidad más honda: lo que define en realidad al discípulo es la fe. Por eso repite constantemente la expresión «los

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90 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

discípulos creyeron en Jesucristo» (cfr. lo 2, 11; 6, 65 ss., etc.), y las frases «seguir a Cristo» y «creer en Jesucristo» son usadas como equivalentes (compárese 8, 12 con 12, 46), etc.

Especial mención merece el cap. 10 (la parábola del buen pastor), donde las ideas de fe, seguimiento y entrega se entremezclan hasta formar casi una unidad. San Juan nos hace advertir, además, que seguir al Señor y participar de su destino es algo que debe ser entendido no desde la mera perspectiva de su existencia temporal, sino a la luz de la totalidad de su ser; en otras palabras, seguir a Cristo no es sólo acompañarle y participar de la cruz, sino que esa participación es camino hacia la comunión perfecta con Cristo en los cielos: seguir a Cristo es un acontecimiento que comienza en el tiempo, pero cuya culminación se sitúa en la eternidad.

En el discurso de despedida (lo 13, 13 ss.), Jesús anuncia a sus discípulos la separación advirtiéndoles precisamente que, de momento, no pueden seguirle, ir a donde Él va (13, 33); es necesario que Él se vaya y que vuelva luego, para que entonces el discípulo pueda estar junto a Él (14, 3). Mientras tanto, en ese tiempo de espera, los cristianos tienen una garantía de que Jesús no los ha abandonado y que, por tanto, cumplirá sus promesas: el mandamiento del amor, la posibilidad de amar a los demás, tal y como Jesucristo nos ha amado (13,34-35). A1 meditar en su experiencia de discípulo, para transmitirla a cristianos de la segunda generación -que, por tanto, no han podido ver a Cristo con los ojos de la carne ni seguirle materialmente-, el apóstol Juan ha llevado a cabo una profundización en la realidad del seguimiento poniéndolo en relación con todo el misterio de Cristo.

Un itinerario muy similar encontramos en San Pablo. El punto de partida de su pensamiento lo constituye la profunda transformación que en el hombre suponen la fe, la justificación, la venida del Espíritu Santo. Esa novedad de vida cambia radicalmente la situación humana, aniquilando y anulando todo lo viejo. La importancia de esa vida nueva, de esa fuerza del Evangelio, es, para el Apóstol, lo único que cuenta, y así, en su lucha con las pretensiones erróneas de algunos judeocristianos, no vacila en proclamar que el haber conocido personalmente a Jesucristo no es un título de orgullo: «En adelante ya no conocemos a nadie según la carne: y si conocimos a Cristo según la carne, ya no lo conocemos así. Por tanto, el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» ( 2 Cor 5, 16-17). E1 verdadero conocer a Cristo es el conocer de la fe, en virtud de la cual Cristo viene a nosotros y su fuerza salvadora nos da la vida. El encuentro con Cristo es tan real ahora como cuando se le encontraba recorriendo las ciudades y lugares de Palestina.

En la fe y en los sacramentos Cristo se hace presente y nos incorpora a su destino: «Fuimos con él (Cristo) sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6, 4). Con una terminología diversa, San Pablo expresa las mismas perspectivas que San

Juan: la idea de seguimiento se amplía hasta incluir la participación en el destino total de Cristo. No es, por eso, extraño que los dos Apóstoles insistan en poner de relieve que la llamada a incorporarse a Cristo es la consecuencia de la voluntad salvadora de Dios Padre que nos atrae hacia sí (cfr. lo 6, 37.44.65; Rom 8, 29-30; 9, 16 ss).

Esta realidad profunda, teológica y sacramental, está en la raíz de las enseñanzas paulinas sobre la imitación de Cristo. Las palabras imitación o imitar no son muy frecuentes en el Apóstol (aparecen en total nueve veces en las

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 91

Epístolas ); la realidad que expresan es, sin embargo, constante, hasta el punto de que es posible afirmar que la totalidad de las enseñanzas morales de San Pablo puede resumirse en torno a la idea de imitación.

Es necesario tener presente, sin embargo, que para San Pablo la imitación no es un presupuesto de la incorporación a Cristo, sino al contrario, una consecuencia. El Apóstol nunca argumenta diciendo: «si queréis incorporaros a Cristo, imitad su vida», sino que siempre sigue el esquema inverso: «puesto que Cristo habita en vosotros, haced las obras de Cristo»; es la realidad de la presencia de Cristo en el cristiano la que engendra el deber de actuar a imitación suya ( cfr. Gal 3, 27; 1 Cor 5, 7; Eph 5, 8).

En plena coherencia con estas perspectivas, San Pablo apenas hace referencia a ejemplos concretos dados por Jesucristo durante su vida terrena; a lo que quiere invitar al cristiano no es a reproducir en su materialidad lo que fue la vida de Cristo, sino a captar «los sentimientos de Cristo» (cfr. Phil 2, 5) y el sentido último de todo su actuar, a través del cual se nos revela el misterio escondido en Dios. Por eso, para San Pablo la imitación de Cristo y la imitación de Dios forman una unidad, en la que se resume el sentido total de la vocación cristiana: «Sed imitadores de Dios, como hijos queridos y vivid el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Eph 5, 1-2).

2. Líneas centrales de una teología de la imitación y seguimiento de Cristo

El ideal del seguimiento e imitación de Cristo está presente a lo largo de toda la historia cristiana, particularmente en los momentos de desarrollo y renovación, que se caracterizan siempre por una vuelta al Evangelio con el deseo de reencontrar a Cristo y unirse a Él con radical y absoluta fidelidad.

Ya Clemente Romano, en párrafo que recuerda el himno de Filipenses 2, 5-I 1, escribe: «Mirad, carísimos, qué dechado se nos propone. Pues si hasta este extremo se humilló el Señor, ¿qué será bien que hagamos nosotros, los que por Él nos hemos puesto bajo el yugo de su gracia?»77. A ese mismo texto paulino, junto con 1 Pet 2, 21-22 y Io I.13, 14, remite San Cipriano, en el tercer libro de los Testimonios, cuando, al enumerar las máximas que permitirán a «las almas entregadas a Dios» disponer de «un provechoso y completo compendio de las enseñanzas divinas», incluye entre ellas la siguiente: «En Cristo se nos ha dado un modelo de vida».78

En Oriente, Clemente Alejandrino afirma: «Escuchemos a la Palabra, imprimamos en nosotros la vida realmente salvadora de nuestro Salvador (...), considerando el modo de vida del Señor como un ejemplo maravilloso de incorruptibilidad, y siguiendo las huellas de Dios»79. La colección ascética

77 S. CLEMENTE ROMANO, Carta a los Corintios, XVI, 17 (Funk, Patres apostolici, pp. 120-123; Sources chrétiennes, vol. 167, ed. de A. Jaubert, p. 129; trad. castellana en Padres apostólicos, ed. de Daniel Ruiz Bueno, Madrid 1967, p. 193).

78 S. CIPRIANO, Testimoniorum libri tres, 1. 3, c. 39 (PL 4, 756; Corpus christianorum, Series latina, III, pp. 131-132).

79 CLEMENTE ALEJANDRINO, El Pedagogo, 1. 1, c. 12, n. 98 (PG 8, 368 B-C; Sources chrétiennes, vol. 70, ed. de H. 1. Marrou y M. Hort, pp. 285-287).

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92 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

basiliana declara a su vez en frase neta y decidida: «Toda acción y toda palabra de nuestro Salvador Jesucristo es regla de piedad y de virtud»80.

En esa coyuntura crucial de la Edad Media que fueron los comienzos del siglo XIII, Francisco de Asís acoge la llamada a seguir e imitar a Cristo, desprendido de todo, entregado hasta el extremo: «Miremos como nuestro dechado al Buen Pastor, que sufrió la pasión de la cruz para salvar a sus ovejas. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y persecución, en las afrentas y hambre, en la enfermedad y tentación y en todos los demás padecimientos, y en pago de esto recibieron del Señor la vida eterna. Gran motivo de confusión es para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras, y nosotros, refiriéndolas y predicándolas, queremos recibir sólo por esto gloria y honor».81

En los inicios de la Edad Moderna, los mejores filones del humanismo condujeron también a un deseo de cercanía a Cristo, en una oración ceñida al texto bíblico, sencilla y confiada. En ese ambiente nace ese clásico de la literatura espiritual que lleva por título precisamente el de La imitación de Cristo: «Quien me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor. Estas palabras son de Cristo, y con ellas nos amonesta que imitemos su vida y costumbres, si queremos verdaderamente ser iluminados, y vernos libres de toda ceguera de corazón. Sea, pues, todo nuestro afán meditar la vida de Jesús»82.

«Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo», escribía al terminar el primer tercio de nuestro siglo Mons. Escrivá de Balaguer83. Y, con palabras que aluden más directamente a su mensaje de santificación en medio del mundo, en el trabajo y las ocupaciones seculares, en las normales circunstancias del vivir ordinario, añadía: «No me explico que te llames cristiano y tengas esa vida de vago inútil. -¿Olvidas la vida de trabajo de Cristo?»84.

A pesar de esa constante presencia a lo largo de toda la historia, o quizás a causa de ella, el tema de la imitación de Cristo ha sido, no obstante, objeto sea de críticas sea de incomprensiones o deformaciones. Una de las fuentes de crítica ha sido el pensamiento luterano, con su rígida contraposición entre fe y obras, que ha llevado en ocasiones a oponerse a la idea misma de la imitación de Jesús, como si implicara una traición al cristianismo, un intento de alcanzar la salvación en virtud de las obras. No imitación de Cristo sino fe en Cristo, podría ser la frase resumen de este planteamiento, frente al que no han faltado reacciones en el seno de la misma teología protestante.

80 S. BASILIO, Constituciones ascéticas, c. 1, n. 1 (PG 31, 1325 A). Sobre los problemas histórico-críticos que plantea el conjunto a los ascetica basilianos, ver J. GRIBOMONT, Histoire du texte des Ascétique de Saint Basile, Lovaina 1953

81 S. FRANCISCO DE Asís, Avisos espirituales. Palabras de exhortación, n. VI, en Escritos completos de San Francisco de Asís y biografia de su época, ed. de J. R. de Legisima y L. Gómez Cañedo, Madrid 1945, p. 42 (texto original en Opuscu la Sancti Patris Francisci Assisiensis, Quaracchi 1941).

82 La imitación de Cristo, lib. 1, c. 1

83 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, Madrid 1939, n. 2 (Consideraciones espirituales, Cuenca 1934, p. 5).

84 Camino, n. 356. Sobre la necesidad de que el cristiano corriente medite la vida de Jesús, y particularmente los años que anteceden a la vida pública, véanse también Es Cristo que pasa, Madrid 1973, nn. 14, 22 y 46, y Amigos de Dios, Madrid 1977, nn. 81 y 89.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 93

Quizá la más conocida, entre las de nuestro siglo, sea la de Dietrich Bonhöffer, que, al advertir la ruptura entre fe y existir humano secular a que conducían el primer Karl Barth y la teología dialéctica, vio la necesidad de afirmar el valor del compromiso, de una gracia que cueste, que reclame decisión y entrega, y, en esa línea, la de recuperar la llamada al seguimiento de Cristo, la atención a su figura concreta, a su amor manifestado en obras, para aprender de Él a vivir como «hombre para los otros». La toma de posición de Bonhóffer fue vigorosa, y eso explica el eco obtenido; sólo que, al no llegar a fondo en su crítica a la teología dialéctica, corría el riesgo de desconocer la profundidad del cristianismo como misterio de comunicación de Dios al hombre, y por tanto de provocar una interpretación meramente humanista del seguimiento, en la que en parte incidió el propio Bonhöffer, sobre todo en su segunda época, y, más aún, sus seguidores inmediatos85.

Esta última observación nos sitúa ante la más grave deformación a la que está expuesto el tema de la imitación de Cristo: el reduccionismo ético, la presentación de Jesús como un modelo excelso, incluso el más excelso, pero modelo, a fin de cuentas, de carácter y condición humanos, negando, o al menos olvidando y dejando en segundo plano, la dimensión teologal de Jesús, la entrega o donación de la divinidad que en Él tiene lugar, más aún, que lo constituye. Se trata de un fenómeno con abundantes precedentes históricos -baste pensar en la figura de un Pelagio o de un Socino-, que en nuestra época aflora en la Ilustración, con su acentuación, unilateral en más de un momento, de la pedagogía, para cuajar en la teología protestante liberal y su consideración de Jesús como el modelo acabado de la religiosidad y del amor entre los hombres.

Desde una perspectiva socio-cultural distinta, pero, en última instancia, con igual planteamiento doctrinal de fondo, inciden en la misma deformación la teología de la secularización, nacida de Bonhöffer, y luego la teología de la liberación de un Gustavo Gutiérrez, un Hugo Assman, un Juan Luis Segundo o un Leonardo Boff: Jesús es aquí el modelo de una entrega, cuyo valor se mide por el compromiso político, por la participación en una tarea de liberación social.

Ni que decir tiene, por lo demás, que la deficiencia de esos planteamientos no está en su crítica a un cristianismo desencarnado, ni tampoco en su insistencia en la figura histórica de Jesús, sino en su reduccionismo, que les lleva a deformar el Evangelio y a trivializar el seguimiento. Ya lo advirtió Kierkegaard, cuando en dura polémica con el protestantismo liberal de su tiempo, reclamaba una predicación decidida del entero credo cristiano y, particularmente, de su mensaje sobre el destino eterno: «Una vez eliminado el horror de la eternidad (de la eterna felicidad o de la eterna condenación), querer imitar a Jesús es en el fondo una imaginación irrealizable. Porque solamente la seriedad de la eternidad puede obligar o mover a un hombre a realizar y justificar ese paso»86. Palabras certeras, ya que nos sitúan ante la trascendencia y nos recuerdan que el imitar a Cristo exige una entrega absoluta que sólo el Absoluto puede fundamentar, pero que, al mismo tiempo, se quedan cortas, ya que la imitación nos habla no sólo de obediencia, sino de comunión, de unión en Cristo con Dios. La eternidad no sólo

85 Como es bien sabido, Bonhöffer dedicó una de sus obras al seguimiento de Cristo: Die Nachfolge, cuya primera edición data de 1937. Sobre el pensamiento de Bonhöffer y su posterior influjo, remito a los análisis y juicios ya expresados en nuestro libro Hablar de Dios, Madrid 1969.

86 S. KIERKEGAARD, Papirer, 1849, XI, A 455.

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94 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

funda la llamada al seguimiento, sino que le dota de contenido. La Teología Espiritual encuentra aquí a la Dogmática, en la que hunde sus raíces.

Seguimiento e imitación de Cristo no son conceptos simples, puesto que presuponen otras realidades de las que depende su sentido. En primer lugar y ante todo, la realidad de Cristo, a quien se invita a seguir e imitar; más concretamente, el reconocimiento de su verdad como Hijo de Dios hecho hombre y, por tanto, el misterio de entrega de Dios que en Él se realiza. En segundo lugar, la comunicación al cristiano, ya ahora y no sólo en la escatología, de la vida de Cristo, es decir, el don del Espíritu Santo y de la gracia. La imitación es una consecuencia, reflejo o prolongación del don divino: es porque Dios se hace presente en Cristo y porque, en Cristo y por Cristo, se nos confiere la salvación, por lo que podemos y debemos hablar de seguimiento e imitación. Una y otra son manifestación de la gracia o vida nueva recibida y, a la vez e inseparablemente, crecimiento y desarrollo de ese vivir.

Acudiendo a términos no ontológicos, sino personalistas, podemos expresar esta misma realidad diciendo que en Cristo se nos revela el amor propio y personal de Dios; no sólo la benevolencia del creador hacia las creaturas, la realidad de una providencia que permite confiar en la victoria sobre la destrucción y sobre la muerte, sino el hecho de que Dios mismo, en la profundidad insondable de su propia vida, es amor. Imitar a Cristo es imitar su amor hacia los hombres, cumplir su mandamiento de amarnos los unos a los otros «tal y como Él nos ha amado», tener sus mismos sentimientos de humildad, de mansedumbre, de entrega. Pero la imitación no termina en esos aspectos éticos, o para ser más exactos no se cierra en ellos, precisamente porque, en Cristo mismo, esas actitudes eran la manifestación de una realidad más honda: el misterio de su propio ser, la realidad de su origen divino. El amor de Cristo es el amor del Hijo eterno de Dios Padre. Imitar a Cristo es participar de ese amor intratrinitario, trascender la vida humana y abrirse a la vida en Dios, más aún, a la vida de Dios.

Pero es necesario añadir algo más. Ya que el amor de Dios se nos revela en Cristo de una manera, por así decir, no estática, sino dinámica. La Encarnación no acontece al margen de la historia, sino en la historia misma. El Hijo de Dios asume la condición humana, y la asume hasta llegar hasta la extrema consecuencia de la muerte. Es en ese proceso de entrega donde se nos manifiestan, a la vez, la hondura del amor de Dios hacia los hombres y la radicalidad de la respuesta con que el hombre debe acoger el amor divino manifestado. La entrega de Dios reclama la entrega del hombre. «En la vida de Cristo, el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano»87. Seguir a Cristo es incorporarse a su vida, participar de su destino, para, así, ser llevados a la vida de Dios. En Cristo, Hijo de Dios encarnado, pueden los hombres tener acceso a Dios Padre, con tal que sigan sus pisadas (1 Pet 3, 21). El seguimiento, la participación en un destino, se nos aparece así como la realidad primaria.

Pero resulta claro a la vez que es la imitación lo que da contenido y seriedad al seguimiento: es en la imitación donde se manifiesta que el seguimiento no es una palabra vana, sino realidad plena, esfuerzo diario por vivir según el espíritu de Cristo todos y cada uno de los momentos de la jornada, por reproducir a la propia existencia los sentimientos de Cristo. Es así, y no de otra manera, como en la propia y singular existencia de cada uno se hace realidad ese caminar junto a

87 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, Madrid 1973, n. 137.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 95

Cristo, detrás de Cristo, que se inició con los primeros discípulos en tierras de Palestina.

Añadamos dos observaciones. La primera entronca con consideraciones ya aparecidas en capítulos anteriores. La llamada a seguir e imitar a Cristo se dirige a todo cristiano. Los textos neotestamentarios citados en la primera parte de este capítulo no dejan lugar a dudas: imitar a Cristo no es reproducir unas condiciones materiales de existencia accesibles sólo a algunos, sino penetrarse de un espíritu y de un modo de sentir que deben informar la vida de cualquier discípulo del Señor, sean cuales sean sus cualidades, su estado de vida o su función específica. A todo cristiano se le exige la superación radical del egoísmo, una fe que transforme la vida en una obediencia íntegra al mandato de la caridad, y, de esa forma, un seguimiento acabado y pleno del Señor.

La segunda observación completa y lleva a sus últimas consecuencias esa radicación en lo teologal en la que venimos insistiendo. Imitar a Cristo no es referirse a un modelo que se supone ausente. Participar de la vida de Cristo no es reproducir un proceso del que el vivir de Jesús constituyera un paradigma del que puede seguirse hablando aun sin relación vital y existencial con Jesús mismo. El seguimiento de Cristo presupone la fe en Él, en su presencia en la Iglesia y en el cristiano. Lo que dota de sustancia al seguimiento no es sólo la admiración a Cristo, sino el amor a Cristo. La imitación de Cristo implica no sólo la meditación de la vida de Jesús para recibir de ella criterio y estímulo, sino el trato personal, la relación inmediata y vital con Él. La espiritualidad cristiana es, en suma, cristocéntrica en toda la hondura de la palabra: «En las intenciones, sea Jesús nuestro fin; en los afectos, nuestro Amor; en la palabra, nuestro asunto; en las acciones, nuestro modelo»88.

88 1' J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 271 (Consideraciones espirituales, p. 30).

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Tema 5

El Espíritu Santo, autor de nuestra santificación

A. El Espiritu SantificadorJavier Sesé

1. Un camino trinitario de santidad

“Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado”89. Así planteaba el Santo Padre uno de los objetivos principales del año 1997, primero de preparación inmediata al gran jubileo cristiano del año 2000, y dedicado particularmente a la reflexión sobre Jesucristo. Esas mismas palabras sirven de marco ideal para el inicio de 1998, pues el Espíritu Santo, a quien dedicaremos este segundo año preparatorio, ha sido enviado por el Padre y por el mismo Jesús para realizar en la Iglesia y en cada uno de sus miembros esta tarea de santificación, de conversión y renovación, de amor a Dios y amor a los demás.

La presente reflexión desea, simplemente, recordar algunos aspectos claves y tradicionales en la comprensión que la Iglesia tiene de esa tarea santificadora del Espíritu divino; ideas que puedan ayudar a la reflexión a que el Papa nos invita en este nuevo año previo al gran jubileo.

El orden seguido en esta preparación trinitaria nos proporciona una primera luz importante. Es “el itinerario evangélico, patrístico y litúrgico: al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo”90. En efecto, Jesucristo es el enviado del Padre, desde el seno de la Trinidad, para que por El nos acerquemos a Dios mismo: es Jesús el que nos ha revelado el misterio de la intimidad divina, en particular su relación con el Padre, y nos ha abierto la posibilidad de introducirnos en esa intimidad, configurándonos con El, siendo hijos en el Hijo, otros Cristos. El mismo Jesucristo, además, nos prometió un nuevo envío divino-trinitario: el del Espíritu

89 Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millenio adveniente, n. 42.90 Juan Pablo II, Encíclica Dominum et vivificantem, n. 2.

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Santo, para iluminar nuestro conocimiento de esas verdades reveladas y para completar en nuestras almas la tarea redentora obrada por Cristo; a fin de que cada uno personalmente, y la Iglesia en su conjunto, podamos alcanzar el estado definitivo de gloria y felicidad en el seno de Dios Padre.

Es lógico, pues, que, tras profundizar en el misterio del Hijo de Dios encarnado, y procurar acercarnos un poco más a El, busquemos ahora, en la meditación y el trato con la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, un paso más en nuestro acercamiento a Dios Padre; en quien nos detendremos directamente en 1999, completando así la preparación para el gran aniversario del segundo milenio de nuestra Redención, realizada según este maravilloso designio trinitario, prueba de su infinito amor por los hombres.

Hay una imagen clásica de la acción del Espíritu Santo en las almas, que tiene su origen en el mismo día de Pentecostés, y que refleja de modo particularmente gráfico y completo (con las limitaciones inherentes a cualquier imagen, aunque sea bíblica) los diversos aspectos de la santificación del cristiano por El obrada: el fuego. A ella vamos a recurrir como hilo conductor de nuestra reflexión.

2. La luz del Espíritu

En primer lugar, el fuego ilumina; más aún, es la fuente principal de la luz que llamamos natural (el sol y las demás estrellas), y durante siglos ha sido el medio más utilizado por los hombres para conseguir luz en la oscuridad. Así, el Espíritu divino puede ser visto como un fuego sobrenatural que alumbra las tinieblas de nuestra ignorancia; ignorancia debida a las limitaciones de la naturaleza humana, por una parte, y a las consecuencias del pecado original y los pecados personales, por otra. Jesucristo ha completado la revelación divina con su enseñanza, su vida y su misma Persona; pero sólo con la ayuda de esa luz sobrenatural que proyecta el fuego del Espíritu, que es “Espíritu de la verdad” (Jn 15, 26), somos capaces de comprender el sentido y el alcance últimos de la Revelación, con todos sus matices y consecuencias.

Más en concreto, centrándonos en lo específico de la santificación del alma -objeto principal de estas páginas-, la luz del Espíritu Santo nos hace comprender el sentido de nuestra vida, que ha brotado de Dios y tiende hacia El, la grandeza de la vida sobrenatural infundida en nosotros por el Bautismo, las maravillas que la gracia y las virtudes realizan en el alma, en qué consiste la santidad a que aspiramos, cómo es posible alcanzarla, cuáles son los medios apropiados y cómo se utilizan, etc.

Afinando todavía más, podemos contemplar la luz del Espíritu Santo como algo muy personal, aunque no olvidemos nunca su acción unificadora y directora de toda la Iglesia; con palabras de la flamante nueva doctora de la Iglesia: “Así como el sol ilumina a la vez los cedros y a cada florecilla, como si sólo ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa también Nuestro Señor de cada alma personalmente, como si no hubiera más que ella”91.

El Espíritu divino es así, para cada cristiano sin excepción, como una potente linterna personal, lámpara frontal, o mejor, luminaria interior, presente y

91 Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, Ms. A, 2 vº.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 99

activa en todo instante de nuestra vida; de tal forma que, si la mantenemos encendida y nos dejamos guiar por su haz luminoso -siempre somos libres de rechazar la ayuda divina o no ser dóciles a ella-, podemos descubrir en todo momento la presencia amorosa de Dios junto a nosotros; alcanzar el sentido trascendente de todos nuestros pensamientos, deseos y acciones -hasta los más pequeños-, y de todos los acontecimientos que salen a nuestro paso; podemos saber cual es el paso apropiado que debemos dar en un momento concreto para proseguir nuestro camino hacia la santidad, o corregir el rumbo cuando sea preciso; o también podemos, con esa misma luz, descubrir en nuestros semejantes a otros hijos de Dios, dignos de ser amados, con muchas formas concretas y prácticas de servirles y ayudarles en todas sus necesidades.

“Llamamos inspiraciones a todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna”92.

Es decir, la luz del fuego del Espíritu divino ilumina toda la vida espiritual, en conjunto y en particular, desde la conversión y el alejamiento del pecado hasta las alturas de la contemplación, pasando por todos los recovecos de la lucha ascética y la práctica de las virtudes. Además, según la tradicional explicación de los grandes maestros de la vida interior, y siguiendo con la misma imagen, cuánto más dócil se es a esa luz, más luminosa se vuelve; hasta alcanzar esa sabiduría de lo divino, característica de las almas santas, que, aun manteniéndose en la oscuridad de la fe, propia de esta vida, constituye una verdadera antesala de la visión beatífica, cuando veremos no sólo con la ayuda de la luz divina, sino con los mismos ojos de Dios.

Por descender a un ejemplo concreto, aunque decisivo en el camino de la santidad personal, la docilidad a esa luz del Espíritu Santo se hace particularmente importante en la oración personal. Con palabras del Catecismo de la Iglesia Católica: “El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la oración. Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes, pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos”93.

Esto nos invita, en particular, a dirigir nuestra oración al mismo Paráclito: a que haya un trato verdadero y personal con El, que será fuente además de una mayor intimidad filial con Dios Padre y de una más profunda relación de amistad con Jesucristo. “La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. ‘¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios’ (1 Cor 2, 11). Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro”94.

92 San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, parte II, cap. 18.93 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2672.94 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 136.

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100 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

3. El poder del Espíritu

El fuego ilumina, y el fuego es también fuente de energía, de fortaleza, de poder; así, buena parte de la energía del universo tiene su origen en el fuego, y la civilización humana se ha servido y se sirve de diversas utilizaciones del fuego para “motorizar” su vida (motores de vapor, centrales térmicas, etc.). De forma análoga, la acción del Espíritu Santo en el alma es un potentísimo motor de nuestra vida espiritual, un motor de santidad. Dios no se limita a enseñarnos lo que tenemos que hacer y cómo lo tenemos que hacer, sino que lo hace con nosotros y en nosotros. Más aún, El es el agente principal, aunque cuente siempre con nuestra libre y responsable correspondencia.

Ese motor divino, además, se amolda perfectamente a nuestra condición humana, utilizando todos los elementos apropiados para que su tarea sea plenamente eficaz: la gracia santificante que nos diviniza desde lo más interior de nuestra alma, la virtudes infusas que elevan nuestras potencias para ser capaces de obrar sobrenaturalmente, los dones del Espíritu Santo que nos hacen dóciles a su acción, las gracias actuales que acompañan cada uno de nuestros actos, los carismas más variados apropiados a la condición y vocación personal de cada uno, etc. Es habitual denominar a todo este conjunto de realidades sobrenaturales con la expresión “organismo sobrenatural”, utilizada para reflejar precisamente su adaptación al “organismo natural” humano, y mostrar la intrínseca unidad y armonía de la variada acción santificadora divina en nuestra alma.

De forma paralela a nuestra anterior reflexión sobre la luz, el motor divino que llevamos en nuestro interior se hace más potente cuanto más dóciles somos a su acción; hasta llegar a esas experiencias místicas habituales en los santos, cuando se sienten plenamente guiados por Dios, casi como si ellos no actuaran; aunque si eso ocurre es, precisamente, porque han actuado más que nadie disponiéndose para facilitar la acción divina, y porque siguen correspondiendo más que nadie a esa acción con plena libertad.

Es una simple cuestión de proporciones: el motor personal -humano- del santo, por decirlo así, ha ganado en potencia; pero el motor divino presente en él ha ganado proporcionalmente muchísimo más, de tal forma que parece eclipsar al motor humano; éste, sin embargo, no deja de funcionar y colaborar con aquél, y lo hace de forma más eficaz que nunca. De hecho, el Espíritu Santo es el mismo en todos, con la misma potencia divina infinita, con su misma gracia, virtudes y dones; por eso, todos podemos y debemos ser santos; depende de nuestra docilidad a esa potencia, y de la colaboración de nuestro personal “motorcito”, el que realmente lo lleguemos a ser.

Como la luz correspondiente, también la energía del fuego divino llega hasta los más pequeños rincones de nuestra vida cristiana; hasta el punto de que “nadie puede decir: ‘¡Jesús es Señor!’, sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). El ejercicio de la oración, la práctica de la mortificación, la fructuosa recepción de los sacramentos, cada obra de caridad con el prójimo, cada iniciativa apostólica, etc., son fruto de la actividad divina del Paráclito en nuestra alma; y pueden serlo con una intensidad imprensionante, en la medida de nuestra docilidad, pues la potencia del Espíritu de Dios no tiene límites.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 101

4. El Amor purificador y transformante del Espíritu

Todavía podemos sacar más partido a la simbología que venimos utilizando. El fuego proporciona luz y energía, pero quizá lo que más identifica su actividad propia -siempre desde una perspectiva de simple observación ordinaria, sin entrar en profundizaciones científicas sobre su naturaleza- es el calentar, encender y quemar: “¡Ure igne, Sancte Spiritus!”, exclama una de las oraciones jaculatorias más tradicionales al Espíritu divino. Un calentar y quemar que nos habla sobre todo del Amor divino presente en ese fuego del Espíritu Santo.

Por una parte, podemos fijarnos en el calor como opuesto al frío, y en el fuego purificador que elimina las inmundicias o acrisola el buen metal; así, en el alma cristiana, la acción del Paráclito limpia del pecado y enciende la frialdad del alejamiento de Dios. “Eres Fuego que siempre arde y no se consume: tú, el Fuego, consumes en tu calor todo el amor propio del alma; eres el fuego que quita el frío”95.

Pero, sobre todo, ese calentar, encender y quemar del fuego es una acción positiva, que puede llegar hasta la transformación de prácticamente cualquier materia en el fuego mismo. Así, lo más propio de la tarea santificadora del Espíritu Santo, la razón formal de la misma santidad según una antigua y rica tradición teológica, es su amor, el fuego de su amor, que llega a transformarnos en El, a divinizarnos. De hecho, la purificación a la que antes hacíamos referencia no es sino una consecuencia de esta divinización: donde Dios está presente no lo está el amor propio, cuando hay amor no hay pecado, cuando hay calor no hay frío.

Amor es nombre propio de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, que procede por vía de Amor del Padre y del Hijo. De ese Amor divino -del Amor esencial que es el mismo Dios, del Amor nocional del que procede el Espíritu Santo, y del Amor personal que es el mismo Espíritu- participamos por la virtud teologal de la caridad, que es así mucho más que un simple don, es el mismo Don del Espíritu, y por ello, la mayor de la virtudes.

Todo ello significa, ante todo, que el mismo Dios nos ama; y nos ama personal, individual e íntimamente. Nos ama en el sentido más propio y pleno del término, con todo lo que implica amar: es decir, Dios realmente se enamora de la criatura (“te dejaste cautivar de amor por ella”, le decía Santa Catalina en su oración96), y se entrega a ella con todo su ser divino-trinitario: se enamora de mí y se entrega a mí.

Al entregarse y enamorarse, nos da su mismo Amor, para que con El y en El cada uno pueda también amarle; pues cualquier otro amor con que quisieramos corresponder se quedaría siempre corto. Así se hace realmente posible devolver amor por Amor, que haya reciprocidad en el amor y, por tanto, verdadero amor de amistad entre Dios y la criatura; hasta tal punto, que se puede hablar con propiedad de amor paterno-filial y de amor esponsal entre el cristiano y Dios: El es mi Amigo más íntimo, El es mi Padre, El es mi Esposo, El es mi Amor.

Una conocida poesía mística teresiana, elegida entre tantas expresiones encendidas de amor de los santos, nos puede servir para comprender mejor a qué grado e intensidad puede llegar esa relación amorosa entre el alma y Dios:

95 Santa Catalina de Siena, Diálogo de la Divina Providencia, n. 167.96 Santa Catalina de Siena, Ibidem, n. 13.

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102 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

“Ya toda me entregué y di / y de tal suerte he trocado / que mi Amado para mí / y yo soy para mi Amado.

Cuando el dulce Cazador / me tiró y dejó herida / en los brazos del amor / mi alma quedó rendida, / y cobrando nueva vida / de tal manera he trocado / que mi Amado para mí / y yo soy para mi Amado.

Hirióme con una flecha / enherbolada de amor / y mi alma quedó hecha / una con su Criador; / ya yo no quiero otro amor, / pues a mi Dios me he entregado, / y mi Amado para mí / y yo soy para mi Amado”97.

Volviendo a la imagen del fuego, concretada en un caso clásico en la simbología propia de la literatura mística, el hierro encendido, al rojo vivo, sigue siendo hierro, pero pasa también a ser él mismo fuego. De la misma forma, esa transformación en Dios que obra en nosotros el fuego del Espíritu, no consume la naturaleza humana, ni la anula, ni la absorve en sí eliminando su propia identidad, ni siquiera cuando alcanza altas temperaturas de amor; más aún, el más transformado en Dios, el más santo, es también el más humano, y al mismo tiempo el más divino.

Hablamos muchas veces de hombre o mujer “espiritual” al referirnos a per-sonas con una honda vida interior; pero dicho calificativo no puede entenderse -si son verdaderamente santos- como una disminución o rarificación de su humani-dad, sino como su culminación y plenitud: a la medida del Hombre perfecto, Jesu-cristo, en el que reside precisamente la plenitud del Espíritu de Dios, que es tam-bién Espíritu de Cristo. Con audacia y atrevimiento llega a decir la Beata Isabel de la Trinidad al Espíritu Santo: “¡Oh Fuego abrasador, Espíritu de amor! Venid a mí para que se realice en mi alma como una encarnación del Verbo. Quiero ser para El una humanidad suplementaria donde renueve todo su misterio”98.

5. La difusión de la santidad del Espíritu

Siguiendo aún más adelante con el simbolismo del fuego, al ser el alma transformada en el mismo fuego divino, y en la medida en que esté encendida en él, participa de los mismos poderes del Espíritu Santo, y por tanto, ella, a su vez, ilumina, mueve, quema y enciende a los que le rodean; o mejor, el fuego que arde en su interior, el mismo Espíritu de Dios enamora a los demás en ella y a través de ella. “Como los cuerpos resplandecientes y translúcidos, cuando cae sobre ellos un rayo luminoso, ellos mismos se vuelven brillantísimos y por sí mismos lanzan otro rayo luminoso, así también las almas portadoras del Espíritu, iluminadas por el Espíritu, ellas mismas se vuelven espirituales y proyectan la gracia en otros”99.

Dicho de otra forma, el amor a Dios se despliega en amor al prójimo, la santidad en apostolado; y en amor y apostolado a la medida del Amor divino, del Corazón de Cristo, con el que late al unísono el corazón cristiano así transformado en El. Por eso no es de extrañar que el Santo Padre, en el texto citado al principio, nos hable de una santidad que se expresa a la vez “en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado”; así, en efecto, se comportó Cristo en su vida terrena.

97 Santa Teresa de Jesús, Poesías, n. 3.98 Beata Isabel de la Trinidad, Elevación a la Santísima Trinidad.99 San Basilio, El Espíritu Santo, cap. 9, n. 23.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 103

Vale la pena citar aquí, como remate de estas reflexiones, a uno de los santos que mejor ha sabido expresar por escrito los secretos de este fuego divino: “Esta llama de amor es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, al cual siente ya el alma en sí, no sólo como fuego que la tiene consumada y transformada en suave amor, sino como fuego que, demás de eso arde en ella y echa llama, como dije; y aquella llama, cada vez que llamea, baña el alma en gloria y la refresca en temple de vida divina. Y ésta es la operación del Espíritu Santo en el alma transformada en amor, que los actos que hace interiores es llamear, que son inflamaciones de amor, en que, unida la voluntad del alma ama subidísimamente, hecha un amor con aquella llama. Y así estos actos de amor del alma son preciosísimos, y merece más en uno y vale más que cuanto había hecho en toda su vida sin esta transformación, por más que ello fuese. Y la diferencia que hay entre el hábito y el acto hay entre la transformación en amor y la llama de amor, que es la que hay entre el madero inflamado y la llama dél; que la llama es efecto del fuego que allí está”100.

Aunque San Juan de la Cruz esté hablando aquí de los momentos culminantes de la vida mística, a ellos tiende la acción del Espíritu divino en cualquier alma, desde la primera transformación en Dios realizada en el Bautismo y afianzada en la Confirmación. El tronco o el hierro de nuestra alma ya están encendidos desde entonces, pero el Espíritu Santo desea y procura que lleguen a ser fuego vivo: que se alcance esa plena santificación depende de la personal docilidad al Paráclito, del grado de nuestro enamoramiento con el Amor. Al alma que realmente comprenda cuánto Dios le ama, y sepa acoger ese Amor, no le faltará impulso para enamorarse de verdad:

“¡Oh Señor mío, qué bueno sois! ¡Bendito seáis para siempre!; alaben os, Dios mío, todas las cosas, que así nos amásteis de manera que con verdad podamos hablar de esta comunicación que aún en este destierro tenéis con las almas; y aún con las que son buenas es gran largueza y magnanimidad; en fin, Señor mío, que dais como quien sois. ¡Oh largueza infinita, cuán magníficas son vuestras obras! Espanta a quien no tiene ocupado el entendimiento en cosas de la tierra, que no tenga ninguno para entender verdades. Pues que hagáis a almas que tanto os han ofendido mercedes tan soberanas, cierto, a mí me acaba el entendimiento; y cuando llego a pensar en esto, no puedo ir adelante. ¿Dónde ha de ir que no sea tornar atrás? Pues daros gracias por tan grandes mercedes no sabe cómo. Con decir disparates me remedio algunas veces”101.

“Jesús, déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame, sí, que te diga que tu amor llega hasta la locura… ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi confianza…?”102.

“¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y… no me he vuelto loco?” “Señor: que tenga peso y medida en todo… menos en el Amor”103.

100 San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, Canción 1, n. 3.101 Santa Teresa de Jesús, Vida, cap. 18, n. 3.102 Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, Ms. B, 5 vº.103 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, nn. 425 y 427.

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104 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

* * * * * * *

B. Los dones del Espíritu Santo y el camino hacia la santidad

Javier Sesé

1. Un camino de santidad conducido por el Espíritu Santo

La tradición teológica y espiritual cristiana ha resaltado desde muy antiguo el papel de los siete dones del Espíritu Santo en la santificación del alma. Como es sabido, aunque la expresión “dones del Espíritu Santo” se puede entender de forma general, es decir, referida a todo tipo de dádivas divinas, habitualmente tiene un sentido mucho más específico; recordémoslo con palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, que recogen sintéticamente la doctrina tradicional:

“La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo”104.

“Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-3). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas”105.

No es nuestra intención ahora abordar la cuestión teológica de la naturaleza de estos dones, su relación con las virtudes, su número septenario, etc.106 Este artículo quiere enmarcarse en un contexto más teológico-espiritual que dogmático,

104 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1830.105 Ibidem, n. 1831. Así desarrolla estas ideas el Papa León XIII en su encíclica Divinum illud

munus, n. 12: “por estos dones es investida el alma de un aumento de fuerza, se hace apta para obedecer con mayor facilidad y prontitud a la llamada y a los impulsos del Espíritu. Es tanta la eficacia de estos dones, que conducen al hombre a las más altas cimas de la santidad; y tanta su excelencia, que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial. Merced a ellos, el Espíritu Santo nos mueve a desear y nos empuja a conseguir las bienaventuranzas evangélicas, que son como flores abiertas en la primavera, cual indicio y presagio de la eterna bienaventuranza”.

106 Uno de los estudios más completos al respecto, ya clásico y muy dependiente de la escuela tomista, es el de M.M. PHILIPON, Les dons du saint-Esprit; versión castellana: Los dones del Espíritu Santo, Barcelona 1966. Para una visión de conjunto de esa y otras posturas teológicas, se puede consultar: J. DE BLIC, Pour l’histoire de la théologie des dons, en “Revue d’Ascétique et de Mystique” 22 (1946) 117-179.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 105

más práctico que especulativo. Teniendo en cuenta la abundante doctrina de los santos y maestros espirituales sobre el papel de los dones en la santificación del alma, queremos fijarnos sobre todo en una visión clásica de la vida espiritual cristiana: su presentación como un camino, itinerario o ascensión.

En ese camino hacia la santidad, la iniciativa y la actividad principal es divina: la acción del Espíritu Santo en el alma, contando con la libre cooperación humana. La actitud cristiana de docilidad a esa conducción interior divina resulta así decisiva en el proceso de la propia santificación. Como acabamos de leer en el Catecismo, Dios infunde en nuestras almas los siete dones precisamente con el objeto de facilitar esa docilidad a sus inspiraciones y mociones; y en este punto es justamente donde completan y perfeccionan a las virtudes. La santidad del alma crecerá así en la medida de una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo, y por tanto, en la medida de un mayor arraigo y desarrollo de esas “disposiciones permanentes” que son los dones.

Por otra parte, la enumeración clásica de los siete dones del Espíritu Santo, tomada de Isaías 11, 1-3, ha sido vista por la tradición teológica y espiritual como una cierta gradación de la actuación del “Espíritu septiforme” en el cristiano107: el espíritu de sabiduría sería la culminación de un proceso iniciado desde el temor de Dios. Es el itinerario que presenta, entre otros, San Agustín:

“Cuando el profeta Isaías recuerda aquellos siete famosos dones espirituales, comienza por la sabiduría para llegar al temor de Dios, como descendiendo desde lo más alto hasta nosotros, para enseñarnos a subir. Parte del punto adonde nosotros debemos llegar, y llega al punto donde nosotros comenzamos. Dice, en efecto: ‘descansará sobre El el Espíritu de Dios, Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, Espíritu de temor de Dios” (Is 11, 2-3). A la manera, pues, que el Verbo encarnado, no aminorándose, sino enseñándonos, desciende desde la sabiduría hasta el temor; así debemos nosotros elevarnos desde el temor a la sabiduría, no llenándonos de soberbia, sino progresando, ya que ‘el temor es el inicio de la sabiduría’ (Prov 1, 7) (…)

Por esta razón se coloca en el primer lugar la sabiduría, que es la verdadera luz del alma, y en el segundo el entendimiento. Como si a los que le preguntan: ¿de dónde hay que partir para llegar a la sabiduría?, les respondiera: del entendimiento. ¿Y para llegar al entendimiento? Del consejo. ¿Y para llegar al consejo? De la fortaleza. ¿Y para llegar a la fortaleza? De la ciencia. ¿Y para llegar a la ciencia? De la piedad. ¿Y para llegar a la piedad? Del temor. Luego desde el temor a la sabiduría, porque ‘el temor de Dios es el inicio de la sabiduría’ (Prov 1, 7)”108.

Este papel gradual de la acción divina a través de los siete dones es el que queremos presentar aquí. La frase de los Proverbios citada dos veces en ese texto de San Agustín, combinada con la enumeración “desdendente” de Isaías, es precisamente la fuente principal de casi todos los autores que defienden esta visión progresiva de la acción del Espíritu divino en el alma, por la sucesiva intervención de los siete dones.

107 Aunque los críticos modernos tienden a reducir la relación de Isaías a seis “espíritus”, identificando los dos últimos, las versiones utilizadas por los teólogos y autores clásicos, la vulgata en particular, mencionan siempre siete.

108 SAN AGUSTÍN, Sermo 347, 2. En su obra De sermone Domini in monte, el propio San Agustín relaciona los dones con las bienaventuranzas, también de forma escalonada (libro I, 4, 11). Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, entre otros, también establecerán relaciones entre virtudes, dones y bienaventuranzas.

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106 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

No obstante, conviene aclarar desde el principio que se trata de un “modelo” teológico-espiritual que no conviene extralimitar. En efecto, esta visión puede servir de orientación para comprender el proceso de santificación del alma, y también de ayuda práctica en la vida ascética; pero no pretendemos afirmar que exista una estricta periodización de la vida espiritual en siete etapas bien delimitadas, según los dones, como tampoco pretenden eso otros modelos clásicos como el de las tres vías, o el de las moradas teresianas, por poner sólo dos ejemplos bien conocidos, entre muchos otros, abundantes en la literatura espiritual.

La acción del Espíritu divino es riquísima y variadísima en la vida de millones de cristianos de todas las épocas, y no está predeterminada por esquemas y periodizaciones rígidas; aunque también es cierto que esa actividad divina sigue una lógica que nos permite, aunque sin rigideces, poder presentar unos rasgos generales y comunes de la vida cristiana lo más universales posibles.

En particular, los siete dones desempeñan un papel importante desde el principio hasta el final del camino de santidad; como lo juegan las virtudes, los sacramentos, la oración, etc. Hay algo de cada uno de ellos en cada etapa, e incluso en cada acto de la vida cristiana. Pero también nos parece que existe una mayor necesidad y predominio del temor de Dios en los primeros pasos de ese itinerario, mientras la sabiduría se suele enseñorear de la vida contemplativa y de intenso amor a Dios de las almas más santas; por hablar sólo de los dos extremos de la cadena.

Sea como sea, nos parece que una reflexión sobre cada uno de los aspectos de esta septiforme intervención divina en el cristiano, puede ser de gran utilidad para una mayor comprensión teológica de la persona y la actuación del Espíritu Santo, y para una mejora interior personal de cada uno en la docilidad a sus impulsos e inspiraciones.

2. El temor de Dios y la lucha contra el pecado

Santidad significa, entre otras cosas, pureza de alma, limpieza, ausencia de mancha. Santidad y pecado se oponen radicalmente. Con las únicas excepciones de Jesucristo y María Santísima, el pecado es una realidad presente en la vida de todo cristiano, con la que siempre hay que contar en esta tierra. Ningún santo ha alcanzado la impecabilidad ni se ha sentido impecable. Incluso los que nos hablan con más atrevimiento de una profunda, continua y transformante identificación con Dios en las cumbres de la santidad, están convencidos de poder perder en cualquier momento esa situación privilegiada -que además ven siempre como don inmerecido- y caer de nuevo en los abismos del pecado, por muy alejados que en esos momentos se vean de él109.

No obstante, resulta claro que la lucha contra el pecado, y específicamente contra el pecado mortal, aparece como secundaria en la vida de las almas santas, claramente dominadas y dirigidas por el amor de Dios. En cambio, los primeros pasos de aquellos que se proponen seguir más de cerca a Jesucristo suelen estar marcados por una gran necesidad de conversión, de purificación interior, que aleje de forma determinante el pecado de sus vidas, liberándose todo lo posible de la inclinación al mal, para poder dirigir de verdad su inteligencia, su voluntad y sus sentidos a Dios como objetivo principal, y cuanto antes fin único, incluso, de su existencia.109 Cfr., en este sentido, SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VII, 4, 3.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 107

Los libros de espiritualidad están llenos de excelentes consejos, recomendaciones, propuestas prácticas concretas, etc., en esa lucha contra el pecado y sus adláteres: concupiscencia, tentaciones, “enemigos del alma”, … Pero entre ellos hay que destacar la docilidad al Espíritu Santo, manifestada particularmente como Espíritu de temor de Dios.

Efectivamente, sólo Dios puede perdonar los pecados, y sólo El puede ayudar eficazmente al alma a alejarse del peligro del pecado. El miedo al mismo pecado y a sus consecuencias (el castigo que merece, el daño causado a la propia alma y a los demás) puede ayudar, pero tiende a quedarse muy corto; más aún, si ese miedo se entiende como temor a Dios, a su justicia vindicativa, puede ser incluso contraproducente, al falsear la auténtica imagen de un Dios que, ante todo, es Padre, Amor y Misericordia: atributos sin los que no se puede entender la verdadera Justicia divina.

El don de temor de Dios se nos presenta desde otra perspectiva, que en el fondo es precisamente la perspectiva del Amor. Como tantos escritores cristianos han subrayado desde la antigüedad, se trata, en efecto, de un temor filial, no servil: por eso subrayamos que es temor de Dios.

Sí se puede hablar de una cierta componente servil de ese temor, en cuanto refuerza precisamente el miedo al propio pecado y a los peligros de dejarse dominar por el demonio, o lo carnal. De ahí, en particular, que Santo Tomás de Aquino relacione este aspecto del don de temor con la virtud de la templanza110. Pero, sobre todo, este don divino nos hace comprender la maldad del pecado como ofensa a Dios, como pérdida del amor de Dios, como infidelidad del hijo con su Padre. Es el temor de haber ofendido a un Padre tan bueno, en el pecador que se arrepiente; o el temor de poder ofenderle y así alejarse de su maravilloso amor, o perderlo para siempre incluso, en el que desea huir lo más lejos posible del pecado.

El hijo pródigo de la parábola siente, sin duda, todo el peso del pecado y de sus consecuencias, hasta físicas, pero le mueve sobre todo en su arrepentimiento la amabilísima figura de su padre, al que ha despreciado: se deja llevar por un verdadero temor filial, con el que reencuentra el amor paterno: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, se vino a su padre. Cuando aún estaba lejos, le vio el padre y, compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos” (Lc 15, 18-20).

De forma sencilla, pero profunda y audaz, como es habitual en ella, expresa las claves del verdadero temor filial la más reciente doctora de la Iglesia, Santa Teresa del Niño Jesús, en una de sus cartas: “Quisiera tratar de hacerle compender con una comparación muy sencilla cómo ama Jesús a las almas que confían en él, aun cuando sean imperfectas. Supongamos que un padre tiene dos hijos traviesos y desobedientes, y que, al ir a castigarlos, ve que uno de ellos se echa a temblar y se aleja de él aterrorizado, llevando en el corazón el sentimiento de que merece ser castigado; y que su hermano, por el contrario, se arroja en los brazos de su padre diciendo que lamenta haberlo disgustado, que lo quiere y que, para demostrárselo, será bueno en adelante; si, además, este hijo pide a su padre que lo castigue con un beso, yo no creo que el corazón de ese padre afortunado 110 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 141, a. 1, ad 3. De todas formas,

hay una cierta evolución en la opinión del Aquinate, pues en las Sentencias relaciona todos los aspectos del don de temor con esta virtud cardinal: cfr. In III Sent., d. 34, qq. 1-2; mientras en la Suma, el don de temor corresponde sobre todo a la esperanza, como recordaremos enseguida.

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108 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón… Sobre el primer hijo, querido hermanito, no le digo nada, usted mismo comprenderá si su padre podrá amarle tanto y tratarle con la misma indulgencia que al otro…”111.

Este aspecto del temor de Dios, filial, y que brota del amor, es, a nuestro juicio, el principal y como su razón formal. De ahí su relación, volviendo a Santo Tomás, con la virtud de la esperanza112. La esperanza es deseo y confianza, y ambos se ven claramente reforzados por la imagen amorosa y misericordiosa de Dios Padre, del Corazón redentor de Cristo, de un Espíritu que es Espíritu de Amor y Compasión: en un Dios así se puede confiar plenamente y su poderoso atractivo enciende nuestro deseo.

Junto a la templanza y la esperanza, el don de temor guarda también una particular relación con la virtud de la humildad113; lo cual además resulta coherente con su especial papel en los primeros pasos de la vida cristiana. En efecto, la humildad es fundamento imprescindible en el camino de santidad; y el don de temor afianza ese fundamento en el alma. Para mostrarlo, basta recordar el conocido texto teresiano: “Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira”114. Esta doble verdad queda, en efecto, iluminada por el don de temor de Dios, que nos muestra la distancia abismal que separa a la criatura del Creador.

Así lo enseña otro de los grandes maestros de la humildad, San Benito: “El primer grado de humildad consiste en que poniendo siempre ante sus ojos el temor de Dios, huya echarlo jamás en olvido, y acordándose siempre de cuanto Dios tiene mandado, considere de continuo en su corazón, cómo el infierno abrasa por sus pecados a los que menosprecian a Dios, y cómo la vida eterna está aparejada para los que le temen. Y absteniéndose en todo tiempo de los pecados y vicios, de los pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies y de la voluntad propia, procure también atajar los deseos de la carne. Piense el hombre que Dios le está mirando a todas horas desde los cielos, y que la mirada de la

111 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Cartas, n. 258, 18.7.97, al abate Bellière. En otra carta, ahora a su hermana Leonia, utiliza expresiones parecidas, y extrae nuevas consecuencias sobre el temor y el amor: “Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que piensas. El se conforma con una mirada, con un suspiro de amor... Y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar, pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el corazón... Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre montando en cólera o desobedeciéndola: si se mete en un rincón con aire enfurruñado y grita por miedo a ser castigado, lo más seguro es que su mamá no le perdonará su falta; pero si va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: ‘Dame un beso, no lo volveré a hacer’, ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles...? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado... Ya en tiempos de la ley del temor, antes de la venida de Nuestro Señor, decía el profeta Isaías, hablando en nombre del Rey del cielo: ‘¿Podrá una madre olvidarse de su hijo...? Pues aunque ella se olvide de su hijo, yo no os olvidaré jamás’ (Is 49, 15). ¡Qué encantadora promesa! Y nosotros, que vivimos en la ley del amor, ¿no vamos a aprovecharnos de los amorosos anticipos que nos da nuestro Esposo...? ¡Cómo vamos a temer a quien se deja prender en uno de los cabellos que vuelan sobre nuestro cuello...! (Cfr. Cant 4, 9)” (Cartas, n. 191, 12 de julio de 1896, a Leonia).

112 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 19.113 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In III Sent., d. 34, q. 2, a. 1.114 SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VI, 10, 7.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 109

divinidad ve en todas partes sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante. Esto nos demuestra el Profeta cuando nos inculca que Dios siempre tiene presentes nuestros pensamientos, diciendo: ‘Dios escudriña nuestros corazones y todo nuestro interior’ (Ps 7, 10). Y también: ‘El Señor conoce los pensamientos de los hombres’ (Ps 93, 11). Y aun: ‘De lejos conociste mis pensamientos’ (Ps 138, 3), y: ‘El pensamiento del hombre te será manifiesto’ (Ps 75, 11)”115.

Al mismo tiempo, el don de temor nos ayuda a superar ese mismo abismo que nos separa de Dios, confiados sólo en el Amor divino, no en nosotros mismos. Esta es la verdadera humildad cristiana: la que, convencida de su nada se lanza audazmente en brazos del que lo es Todo. Volvamos a oír a Santa Teresa de Jesús, en una oración que parece particularmente dirigida por la humildad y el temor de Dios:

“¡Oh, Jesús mío! ¡Qué es ver un alma que ha llegado aquí caída en un pecado, cuando Vos por vuestra misericordia la tornáis a dar la mano y la levantáis! ¡Cómo conoce la multitud de vuestras grandezas y misericordias y su miseria! Aquí es el deshacerse de veras y conocer vuestras grandezas; aquí el no osar alzar los ojos; aquí es el levantarlos para conocer lo que os debe; aquí se hace devota de la Reina del Cielo para que os aplaque; aquí invoca los santos que cayeron después de haberlos Vos llamado, para que la ayuden; aquí es el parecer que todo le viene ancho lo que le dais, porque ve no merece la tierra que pisa; el acudir a los Sacramentos; la fe viva que aquí le queda de ver la virtud que Dios en ellos puso; el alabaros porque dejastes tal medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las sobresanan, sino que del todo las quitan. Espántanse de esto. Y ¿quién, Señor de mi alma, no se ha de espantar de misericordia tan grande y merced tan crecida a traición tan fea y abominable?; que no sé cómo no se me parte el corazón cuando esto escribo, porque soy ruin”116.

Por todo lo dicho, se comprende el valor particular que tiene el don de temor de Dios en determinados actos o momentos de la vida cristiana: la recepción del sacramento de la Penitencia, los actos de contrición y desagravio, la mortificación voluntaria en cuanto expiación, las purificaciones pasivas del alma, etc. En cierto sentido, las almas santas suelen necesitar de nuevo particularmente este don en esos tiempos de sequedad, aridez, abandono, con que Dios frecuentemente les fortalece en momentos determinados de su vida. Son tiempos de “esperar contra toda esperanza” (cfr. Rom 4, 18).

Así se explica también que el mismo Jesucristo, a pesar de la total ausencia de pecado en su vida, dispusiera de este don y lo utilizara; particularmente frente a las tentaciones del diablo en el desierto, y más claramente aún en la agonía del huerto y en el momento cumbre de la cruz. Su oración: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42); y el “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27, 46), unido al “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46), me parecen los mayores ejemplos de la fuerza y hondura que puede alcanzar el don de temor de Dios en un alma santa, reforzando la confianza y el abandono en Dios.

Tampoco María tuvo mancha de pecado, pero la turbación llena de sencillez y humildad que siente ante el anuncio del Angel, o la identificación con el dolor de su Hijo, no sólo físico sino también moral, al pie de la Cruz, no se explican sin una fuerte y clara intervención del don de temor de Dios.

115 SAN BENITO DE NURSIA, Regla, 7.116 SANTA TERESA DE JESÚS, Vida 19, 5.

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110 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

3. Piedad y vida de oración

Conforme el alma va alejándose del pecado y sus peligros, crece también su cercanía e intimidad con Dios; o mejor: es un progresivo enamoramiento del Señor el que la purifica y afianza en sus disposiciones. Debe empezar así una auténtica vida de oración, de trato personal con Dios.

La oración, por lo menos la oración vocal, aparece en la vida cristiana ya desde los primeros balbuceos conscientes del niño bautizado, o desde los primeros pasos del adulto hacia la conversión; pero es a raíz de una mayor determinación en el seguimiento de Jesucristo, cuando el cristiano empieza a descubrir la riqueza de la oración litúrgica, de las fórmulas devocionales clásicas, y de la oración mental o meditación. Es en este momento, a nuestro entender, cuando el don de piedad va tomando el relevo al de temor de Dios, cada vez con más fuerza.

Como virtud humana, la piedad es justamente la virtud característica del trato entre padres e hijos. Cuando hablamos de piedad en el trato con Dios queremos acentuar el espíritu de devoción, de cariño filial, en definitiva, que debe fomentarse en la oración y demás prácticas de la vida cristiana; evitando así, el mero formalismo, la rutina. Como nos propone el Beato Josemaría Escrivá: “Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre -¡tu Padre!- lleno de ternura, de infinito amor. -Llámale Padre muchas veces, y dile -a solas- que le quieres, ¡que le quieres muchìsimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo”117.

Hay una fuerte componente de lucha personal, de ejercicio de las virtudes con la ayuda de la gracia, en el afianzamiento de esas disposiciones interiores en el alma. Pero lo más profundo y valioso de la piedad cristiana no se explica sin la intervención del don de piedad; pues sólo el Espíritu de Amor, fruto en el seno de la Trinidad del mismo trato paterno-filial entre Dios Padre y Dios Hijo, puede enseñarnos los secretos de esa intimidad amorosa divina, y darnos el amor con que amar realmente a Dios como El nos ama y merece ser amado; y el don de piedad, que el mismo Espíritu divino nos da, es la disposición necesaria para que seamos capaces de comprender y valorar ese amor, aplicarlo de hecho a nuestra vida cristiana, e incluso para ser capaces de manifestar al Señor nuestro amor.

Así lo explica magistralmente San Juan Crisóstomo, glosando conocidas frases de San Pablo: “Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: ‘Señor, Jesús’, pues nadie puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (cfr. 1 Cor 12, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar, en efecto, decimos: ‘Padre nuestro que estás en los cielos’. Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: ‘Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre’ (Gal 4, 6). Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración”118.

El don de piedad se hace así especialmente valioso en la participación en los sacramentos, particularmente en la Sagrada Eucaristía; en el rezo de la Liturgia de las Horas; en el Santo Rosario y las prácticas de piedad mariana; en los tiempos dedicados a la oración mental personal; en el examen de conciencia, etc. Es decir en todas las variadísimas formas de la oración cristiana, como nos enseña el Catecismo: “El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la

117 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, 331.118 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Sermo I de Sancta Pentecoste, nn. 3-4 (PG 50, 457).

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 111

oración. Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes, pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos”119.

Más aún, este espíritu de piedad nos ayuda a armonizar oración personal y litúrgica, pública y privada: a dar a toda oración su pleno valor eclesial. Así lo explica Santa Edith Stein, con una honda comprensión de la acción del Paráclito en la Iglesia y en el cristiano: “no se trata de contraponer las formas libres de oración como expresión de la piedad ‘subjetiva’ a la liturgia como forma ‘objetiva’ de oración de la Iglesia: a través de cada oración auténtica se produce algo en la Iglesia, y es la misma Iglesia la que ora en cada alma, pues es el Espíritu Santo, que vive en ella, el que intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom 8, 26). Esa es la oración auténtica, pues ‘nadie puede decir Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo’ (1 Cor 12, 3)”120.

La piedad filial proporciona también una cierta participación en la piedad paternal. El buen hijo aprende a ser buen padre, y por tanto, buen hermano. El que se acostumbra a dejarse guiar por el Espíritu de piedad, penetra no sólo en los sentimientos filiales del Hijo, sino también en los paternales del Padre. El don de piedad traslada así los mismos rasgos que confiere a las relaciones del cristiano con Dios hacia las relaciones con los demás hijos de Dios; con sentimientos y actitudes no sólo de hermano mayor, sino de verdadero padre. Oigamos de nuevo a Santa Edith Stein:

“El primer paso es estar unidos con Dios, pero a éste le sigue inmediatamente un segundo. Si Cristo es la Cabeza y nosotros los miembros del Cuerpo Místico, entonces nuestras relaciones mutuas son de miembro a miembro, y todos los hombres somos uno en Dios, una única vida divina. Si Dios es Amor y vive en cada uno de nosotros, no puede suceder de otra manera, sino que nos amemos con amor de hermanos. Por eso precisamente es nuestro amor al prójimo la medida de nuestro amor a Dios (…) Cristo ha venido al mundo para reintegrar al Padre la humanidad perdida, y quien ama con su amor quiere también a los hombres para Dios y no para sí. Este es, sin duda alguna, el camino más seguro para poseerlos eternamente, pues si hemos acunado a un hombre en Dios, entonces llegamos a ser uno con él en Dios”121.

“Acunar” al prójimo como un padre, como una madre: expresión atrevida de esta santa, pero apropiada para entender hasta donde debe llegar la piedad cristiana, el amor cristiano, bajo la guía del Espíritu de Amor y de piedad.

En particular, la oración dominical, paradigma de la piedad cristiana, une estrechamente esos dos sentidos de la piedad, hacia Dios y hacia los demás, en una de sus manifestaciones principales, la misericordia: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

Jesús mismo nos da de nuevo ejemplo de piedad profunda, movida por el Espíritu, tanto en sus frecuentes ratos de recogimiento y soledad dedicados al diálogo íntimo con su Padre, como en su forma de vivir el sábado judío, de acudir a rezar al templo de Jerusalén, etc.; y desde luego, en los desvelos de su Sagrado Corazón, que sale siempre al encuentro del hijo, del hermano, del amigo necesitado.

119 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2672.120 SANTA EDITH STEIN, La oración de la Iglesia, en Los caminos del silencio interior, Madrid

1988, p. 82. En el momento de escribir estas líneas se ha anunciado ya oficialmente la canonización de la actual beata, por lo que preferimos utilizar ya el calificativo de santa.

121 SANTA EDITH STEIN, El misterio de la Nochebuena, en Los caminos del silencio interior, Madrid 1988, pp. 51-52.

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112 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

Ese mismo Espíritu de piedad brilla con fuerza en la imagen clásica de María recogida en oración, con frecuencia representada precisamente con la paloma que simboliza a la Tercera Persona de la Trinidad sobrevolando su cabeza, en el momento de la Anunciación y Encarnación del Verbo; y brilla con no menos vigor en su Inmaculado Corazón maternal, tan unido siempre al Corazón de Cristo. Por eso, exclama San Buenaventura: “¡Oh, qué Madre más piadosa tenemos! Conformémonos con nuestra Madre e imitemos su piedad. Tanta compasión tuvo de las almas, que reputó como nada todos los daños y padecimientos temporales. Del mismo modo séanos agradable crucificar nuestro cuerpo por la salvación de nuestra alma”122.

4. La ciencia de lo divino

Los dones de temor y piedad han introducido ya al cristiano por caminos de oración y de intimidad con Dios, de lucha interior y de ejercicio de las virtudes. Pero el cristiano es un “viador”, un ser que vive en el mundo, que recorre su camino hacia Dios en un contexto personal, familiar, social, profesional y cultural determinado; incluso en el caso de los que, siguiendo una peculiar vocación divina, renuncian a determinados aspectos de esa vida en el mundo, para testimoniar ante todos la grandeza de los dones divinos y de Dios mismo. Esa condición personal de cada uno y su posición en el mundo es asumida y querida por Dios, o incluso propuesta expresamente por El con una llamada específica, como elemento decisivo de su camino de santidad; una vez liberada, desde luego, de sus condicionamientos pecaminosos, con la ayuda del don de temor, y orientada hacia el amor divino, con la ayuda del don de piedad. Para ayudarnos a desenvolvernos cristianamente en ese entorno, nos ofrece el Espíritu Santo el don de ciencia.

En efecto, con la fe, el cristiano no sólo conoce a Dios mismo y sus misterios, sino que se adentra en todo lo relacionado con Dios, y en particular, sobre todo, en la realidad del mismo ser humano y del mundo vistos a la luz de su relación con la Trinidad. La fe es un foco poderoso que ilumina hasta los rincones más ocultos de la vida humana, desvelando sus dimensiones más profundas y, por tanto, también más humanas, pues sólo en Cristo, Dios y Hombre verdadero, se encuentra la plenitud de sentido del hombre y del mundo.

La luz de la fe es muy poderosa, pero en una paradoja misteriosa, es a la vez oscura, pues no se apoya en la visión, la evidencia o el razonamiento, sino en la aceptación libre y confiada de la Palabra de Dios, en una adhesión personal a la misma Palabra encarnada, Jesucristo. En la vida eterna sí alcanzaremos la visión del mismo Dios, y en él comprenderemos también los misterios del hombre y del mundo; pero como un anticipo de esa luz definitiva, el Espíritu Santo, Espíritu de Verdad, nos da nuevas luces que permiten, por decirlo así, ampliar la potencia luminosa de la fe. Una de ellas es el don de ciencia, que distinguimos de los de entendimiento y sabiduría, y consideramos inferior, porque su fin no es iluminarnos sobre Dios mismo, sino precisamente sobre el hombre y el mundo.

Así lo explica Santo Tomás de Aquino: “Dos cosas se requieren de nuestra parte respecto de las verdades que se nos proponen parar creer. Primera, que sean penetradas y captadas por el entendimiento, y es lo que compete al don de entendimiento. Segunda, que el hombre forme sobre ellas un juicio recto, que ordene a la adhesión a las mismas y la repulsa de los errores opuestos. Este juicio 122 SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti VI, 21.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 113

corresponde al don de sabiduría cuando se refiere a las cosas divinas; al don de ciencia, si versa sobre las cosas creadas, y al don de consejo, cuando considera su aplicación a las acciones singulares”123.

El don de ciencia es como un foco de luz divina vuelto hacia la tierra. Con su ayuda, el cristiano adquiere una mayor docilidad a la acción del Espíritu Santo en sus inspiraciones y mociones respecto a las cosas creadas. Es decir, por una parte, profundiza en el conocimiento de esas dimensiones más profundas, divinas, que la fe le ha descubierto en sí mismo y en cuanto le rodea; por otra, le permite transformar cualquier actividad humana en algo santo y santificante, en la medida, precisamente, de esa profundización y de cómo deja penetrar al Espíritu divino con docilidad en todo lo que hace, para que El grabe su impronta sobrenatural.

No se trata de una ciencia infusa, que sería más bien un don extraordinario de Dios. Es decir, el don de ciencia no nos permite saber más matemáticas, biología, historia o antropología; sino que ilumina esas y otras ciencias humanas, y cualquier arte, oficio o actividad, hasta hacernos comprender y asimilar su sentido último en Dios, y ayudarnos a unir nuestro propio ser al divino en el desempeño mismo de esas ciencias, trabajos y acciones.

Digámoslo con las palabras de uno de los más importantes difusores de este afán de divinización de las realidades terrenas, el Beato Josemaría Escrivá: “Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y oscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es El quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios”124.

El don de ciencia nos parece, pues, un don clave en la solución -práctica y teórica- al problema clásico de las relaciones entre acción y contemplación, entre Marta y María; o expresado de otra forma, en la consecución de la necesaria unidad de vida que permita al cristiano no sólo alejar el pecado de su vida, y ser piadoso con Dios en los momentos dedicados expresamente a El, sino orientar todo su quehacer a la Trinidad, hacer de todas sus acciones una profunda manifestación de amor125.

Para esto resulta necesario, sin duda, alcanzar una mínima purificación del alma y un cierto hábito de oración. De ahí que, aunque el don de ciencia actúa desde el momento mismo en que la fe y la gracia se asientan en el alma, empieza a dar sus mejores frutos cuando los dones de temor de Dios y piedad han preparado ya al cristiano para entrar en sintonía con Dios. Además, el propio don de ciencia ayuda a purificar el alma, al enseñarle a distinguir lo bueno y lo malo en su vida y en el mundo que le rodea.123 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 8, a. 6; cfr. la q. 9.124 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 130.125 No descartamos realizar un estudio más específico sobre este punto en otro momento. En

efecto, entre otras perspectivas del tema, es frecuente entre los teólogos de la vida espiritual relacionar la contemplación con los dones de sabiduría, inteligencia y ciencia; pero a la hora de profundizar en su naturaleza teológica, apenas se hace referencia al tercero; quizá por una polarización hacia unas formas de contemplación más propias de la llamada “vida contemplativa”, y escasa atención a la naturaleza teológica de la “contemplación en medio del mundo”. Esta última, a nuestro entender, siendo verdadera contemplación, y por tanto con una vinculación plena a los dones de sabiduría y entendimiento, abre nuevas perspectivas al papel del don de ciencia, casi siempre mencionado en este contexto pero poco comprendido.

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114 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

Así lo explica San Buenaventura: “Se dice la ciencia gratuita ciencia de los santos, porque no tiene mezclado nada de viciosidad, nada de carnalidad, nada de curiosidad, nada de vanidad (…) El que tiene la ciencia para discernir lo santo y lo profano, debe abstenerse de todo lo que puede embriagar, esto es, de toda delectación superflua en la criatura; ésta es el vino que embriaga. Si uno, ya por vanidad, ya por curiosidad, ya por carnalidad, se inclina a la delectación superflua, que es en la criatura, no tiene la ciencia de los santos”126.

Son abundantes las manifestaciones del don de ciencia en la vida de Jesucristo. Más aún, toda su vida, desde los nueve meses en el seno de su Madre hasta su Ascensión a los cielos, viene a constituir un completísimo “tratado” de esta ciencia de la presencia de lo divino en lo humano y de la santificación de las realidades terrenas. Destaquemos en particular los panoramas que abren el comportamiento de Cristo y el don de ciencia en los ámbitos más corrientes y comunes de la vida humana: la familia, el trabajo, el trato con los demás, el descanso y la diversión, la cultura, la vida social, económica y política, etc.

Por ese mismo camino nos conduce la “ciencia” de la vida corriente de María, como mujer, esposa, madre, ama de casa, etc. Así lo expresa la Beata Isabel de la Trinidad: “¡Con qué paz, con qué recogimiento se sometía y se entregaba María a todas las cosas! Hasta las más vulgares quedaban divinizadas en Ella, pues la Virgen permanecía siendo la adoradora del don de Dios en todos sus actos”127.

5. Fortaleza en la lucha ascética

Ya tenemos al cristiano, con la ayuda de los dones de temor, piedad y ciencia, embarcado en una lucha decidida contra el pecado, buscando la intimidad con Jesucristo y procurando orientar todo su quehacer hacia Dios. Pero ese camino de santidad así iniciado y afianzado no es un camino fácil. La santidad misma es exigente; más aún, heroica; y las acciones que la llamada de Dios nos invita y mueve a realizar suponen lucha, esfuerzo, sacrificio, entrega.

La naturaleza humana, y más si es virtuosa, tiene buenas capacidades, ampliadas y reforzadas notablemente por la gracia y las virtudes infusas, que orientan además esa lucha hacia su verdadero fin, dándole su sentido pleno en el amor a Dios y a los demás. Pero sólo Dios es el verdaderamente fuerte, como nos explica San Buenaventura: “La fortaleza dimana, como de principio sólido, sublime y fuerte, de Dios; y Dios eterno es el origen de la fortaleza de todas las cosas, porque nada es poderoso ni fuerte sino en virtud de la fortaleza del primer principio. Esta fortaleza desciende, pues, de Dios, que nos protege como de primer principio según las disposiciones jerárquicas; y esta fortaleza convierte a todo hombe en rico, y seguro, y poderoso, y confiado”128.

En consecuencia, sólo el que está fortalecido por el Espíritu divino es capaz de afrontar con garantías de éxito los momentos más duros de la lucha interior, superar los obstáculos más problemáticos en el camino de la santidad, afrontar las empresas apostólicas más audaces. Con el don de fortaleza, el alma cristiana encuentra los medios que facilitan en ella esa acción realmente poderosa del Espíritu Santo, que por sí misma es incapaz de realizar.

126 SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti IV, 21.127 BEATA ISABEL DE LA TRINIDAD, El cielo en la tierra, día décimo.128 SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti V, 5.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 115

Por ese camino busca el Beato Juan Ruusbroec relacionar el don de fortaleza con el anterior, el de ciencia: “Si el hombre quiere acercarse a Dios y elevarse en sus ejercicios y en toda su vida, debe hallar la entrada que lleva de las obras a su razón de ser y pasa de los signos a la verdad. Así vendrá a ser señor de sus obras, conocerá la verdad y entrará en la vida interior. Dios le da el cuarto don, a saber, el espíritu de fortaleza. Así podrá dominar alegrías y penas, ganancias y pérdidas, esperanzas y cuidados relativos a las cosas terrenas, toda suerte de obstáculos y toda multiplicidad. De esta suerte el hombre viene a ser libre y desprendido de todas las criaturas”129.

Resulta significativo, a nuestro entender, que este don aparezca ocupando un puesto central en la tradicional enumeración septenaria. En efecto, desde esta perspectiva gradual de la vida espiritual, son los años centrales de la vida de la mayoría de los cristianos los más necesitados de una actividad constante de ese don; pues, en esos años, la perseverancia, la paciencia, la constancia en la lucha contra los propios defectos, en subir el tono cristiano de la propia vida, en ayudar con mayor efectividad a personas con las que quizá se lleva ya mucho tiempo conviviendo, exigen un ejercicio especial de fortaleza que parece justamente el más cercano a esa labor callada, pero constante y eficaz, que es la más habitual del Paráclito.

Son momentos, además, en que se puede dar un cierto conformismo en la vida interior, que olvide las exigencias últimas de la llamada a la santidad. La docilidad al don de fortaleza ayuda a romper esa peligrosa dinámica y a llenar de ambición el corazón. Con impresionante vigor lo expresa otro conocido y muy citado texto teresiano: “No os espantéis, hijas, que es camino real para el cielo. Gánase por él gran tesoro, no es mucho que cueste mucho, a nuestro parecer. Tiempo vendrá que se entienda cuán nonada es todo para tan gran precio (…) importa mucho, y el todo (…) una grande y muy determinada determinación de no para hasta llegar a ella (el “agua de vida”), venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo”130.

De todas formas, en muchas personas también, el primer paso o pasos de conversión y de respuesta a la llamada divina pueden necesitar una sensible intervención de este don; y a su vez, los momentos cumbres y finales de la vida de muchos santos les enfrentan a situaciones realmente heroicas, que no se explican sin una gran dosis de fortaleza divina: pensemos, sin ir más lejos, en el emblemático caso del martirio, realidad siempre presente y edificante de la santidad en la Iglesia.

Así concluye, por ejemplo, el relato de una de las actas martiriales más impresionantes de la antigüedad, el martirio de las santas Perpetua y Felicidad: “¡Oh fortísimos y beatísimos mártires! ¡Oh de verdad llamados y escogidos para gloria de nuestro Señor Jesucristo! El que esta gloria engrandece y honra y adora, debe ciertamente leer también estos ejemplos, que no ceden a los antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que también las nuevas virtudes atestiguen que es uno solo y siempre el mismo Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y a Dios Padre omnipotente y a su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, a quien es claridad y potestad sin medida por los siglos de los siglos. Amén”131.

129 BEATO JUAN RUUSBROEC, Bodas del alma, II, 66.130 SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección, 35, 1-2.131 Martirio de Stas. Perpetua y Felicidad, 20-21.

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116 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

Por todo lo dicho, quizá sea el de fortaleza uno de los dones que, al menos en sus manifestaciones, se hace más omnipresente en la vida cristiana. Es difícil encontrar un aspecto o un momento de la misma que no necesite de esa fortaleza divina; o por lo menos, en que al cristiano no le convenga recurrir a ella para afianzarse y ser más eficaz.

En la vida de Nuestro Señor y de su Madre, encontramos momentos emblemáticos de fortaleza humana y fortaleza divina, con la Cruz, desde luego, en primer plano. Pero el fuerte tirón, también sentimental, que suele producir en nosotros la consideración de la Pasión y muerte del Señor, con su Madre dolorosa al lado, no nos puede hacer olvidar la constante búsqueda de esa fortaleza divina que encontramos en todo el comportamiento de Jesucristo, dejándose llevar siempre por el Espíritu, buscando con afán la intimidad de su Padre, perseverando con paciencia en una labor de almas poco agradecida: desde la insistente oposición farisaica hasta la fragilidad de la fidelidad de apóstoles y discípulos, pasando por la caprichosa versatilidad de las masas.

En cuanto a María, así ensalza San Buenaventura los frutos de su fortaleza en beneficio nuestro: “¿Y de quién es esta estima y precio? De esta mujer, Virgen bendita, es el precio, por el que podemos obtener el reino de los cielos, o también es de ella, o sea tomado de ella, pagado por ella y poseído por ella; tomado de ella en la encarnación del Verbo, pagado por ella en la redención del género humano, y poseído por ella en la consecución de la gloria del paraíso. Ella produjo, pagó y poseyó este precio; luego es suyo en cuanto ella es la que lo origina, lo paga y lo posee. Esta mujer produjo aquel precio como fuerte y santa; lo pagó como fuerte y piadosa, y lo posee como fuerte y valerosa”132.

6. Un Espíritu consejeroLa virtud de la prudencia y la luz de la fe van arraigando en el alma que se

encamina por estos senderos de santidad, y le van conduciendo por sus vericuetos con eficacia, en la medida de la propia docilidad a la gracia. Además, la rica tradición espiritual de la Iglesia acumulada en estos veinte siglos proporciona un caudal de conocimientos y consejos prácticos impresionante; entre los que resulta fácil encontrar una recomendación o ayuda oportuna para cada situación, tanto personalmente como en la dirección o acompañamiento espiritual. Se trata además de una experiencia ascética muy decantada y bien cribada; por lo menos en los puntos más frecuentes y comunes a la vida espiritual cristiana.

Sin embargo, la misma grandeza de la santidad y el progresivo adentramiento en la atractiva pero misteriosa intimidad divina, y junto a ello, con frecuencia, la complejidad de la psicología y el espíritu humano, necesitan algo más, mucho más incluso, de lo que la propia experiencia, el sentido común y sobrenatural, los buenos libros o los buenos directores nos pueden decir. Resulta ya casi tópica, pero cierta, en particular, la constatación de la dificultad de dirigir espiritualmente a un santo: la hagiografía está llena de ejemplos y anécdotas -algunas muy duras- al respecto.

Un vez más, el Espíritu Santo viene en nuestra ayuda con sus dones. El don de consejo es mucho más que una recomendable fuente de consulta y criterio en momentos de apuro; es como tener al mismo Dios como director espiritual: es una

132 SAN BUENAVENTURA, Collationes de septem donis Spiritus Sancti VI, 5.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 117

participación en el mismo Espíritu consejero; es como leer en el libro abierto de la experiencia interior del mismo Jesucristo.

No es fácil, sin embargo, leer en ese libro, aceptar los consejos divinos y seguirlos, con todas sus consecuencias. Como en el caso de los demás dones, hay intervenciones del Espíritu de consejo desde los primeros pasos de la vida cristiana. Pero, llegados ya en nuestra reflexión al quinto don, hemos subido un buen número de peldaños en este proceso gradual de docilidad a la acción santificadora divina; y para los que, en nuestra propia vida, no hemos llegado tan lejos, nos resulta muy difícil penetrar en esa psicología sobrenatural de los santos, guiados por el consejo divino; experiencia de santidad que, al hablar de los dos últimos dones, todavía nos resultará más excelsa, misteriosa e inalcanzable; pero a ella nos sigue invitando la llamada de Dios.

De todas formas, no olvidemos que la naturaleza propia de los dones es facilitar la docilidad; y el don de consejo, por tanto, es un potente receptor para oír la voz de Dios en el fondo de nuestra alma, o para descubrirla a través de acontecimientos aparentemente intrascendentes; y también un potente motor para poner esos consejos en práctica.

Insistamos, además, en que seguimos hablando de nuestra condición cristiana normal en esta tierra, del ámbito de la fe; y que, por tanto, oír la voz de Dios no significa necesariamente comprenderla: hay una fuerte componente de arriesgado salto en el vacío en el seguir las inspiraciones del Espíritu de consejo; y quizá, más ciego y más arriesgado conforme el alma es más santa y Dios le pide más. Es lo que expresan bellamente los conocidos versos de San Juan de la Cruz: “Cuanto más alto subía / deslumbróseme la vista, / y la más fuerte conquista / en oscuro se hacía; / mas, por ser de amor el lance, / di un ciego y oscuro salto, / y fui tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance”133.

El alma se arriesga, y mucho, en ese “oscuro salto”; pero, como se desprende de estos versos del místico castellano, en la medida de la generosidad personal, Dios también da más. Usando símiles toreros y montañeros, podemos asegurar que el Espíritu Santo no es un guía que mira los toros de la barrera; sino un experto cabeza de cordada, que conoce a la perfección el camino, estudia con minuciosidad el itinerario, atraviesa en primer lugar los pasos difíciles, asegura bien la cuerda antes de que nosotros pasemos, e incluso, si es necesario, nos sube a pulso con sus poderosos brazos. Ningún santo que se ha lanzado al vacío siguiendo las inspiraciones divinas se ha estrellado.

El don de consejo cobra además particular valor en el apostolado y la dirección de otras almas. A la hora de servir a los demás, es imprescindible comprender que sólo somos instrumentos en manos de Dios, y que sólo el propio Espíritu Santo puede realmente aconsejar y dirigir a otros. Es la recomendación que hace San Ignacio de Loyola al director de los ejercicios espirituales, y que resulta sin duda aplicable a toda circunstancia similar: “más conveniente y mucho mejor es, buscando la divina voluntad, que el mismo Criador y Señor se comunique a la su ánima devota abrazándola en su amor y alabanza y disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante. De manera que el que los da no se decante ni se incline a la una parte ni a la otra; mas estando en medio como un peso, deje inmediate obrar al Criador con la criatura, y a la criatura con su Criador y Señor”134.

133 SAN JUAN DE LA CRUZ, Poesías 6, 2.134 SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, Anotación 15ª.

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118 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

Y es la misma doctrina que recuerda con claridad San Juan de la Cruz: “Adviertan estos tales y consideren que el Espíritu Santo es el principal agente y promovedor de las almas; que nunca pierde el cuidado de ellas y de lo que las importa para que aprovechen y lleguen a Dios con más brevedad y mejor modo y estilo; y que ellos no son los agentes, sino instrumentos solamente para enderezar las almas por la regla de la fe y ley de Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada uno. Y así su cuidado sea no acomodar al alma a su modo y condición propia de ellos, sino mirando si saben por donde Dios las lleva; y si no lo saben, déjenlas y no las perturben”135.

Aquí, más que nunca, somos sólo un eco de la voz divina; aunque eco libre y responsable, del que el mismo Paráclito se quiere servir en esa normalidad que le gusta dar a su actuación en las almas. “Como los cuerpos resplandecientes y translúcidos, cuando cae sobre ellos un rayo luminoso, ellos mismos se vuelven brillantísimos y por sí mismos lanzan otro rayo luminoso, así también las almas portadoras del Espíritu, iluminadas por el Espíritu, ellas mismas se vuelven espirituales y proyectan la gracia en otros”136, nos enseña bellamente San Basilio.

Forma parte del gran misterio de la Encarnación del Verbo cómo Jesús, con toda su sabiduría humana y divina, se deja sin embargo continuamente guiar por el Espíritu Santo, y prácticamente no da ningún paso sin esa íntima inspiración y conducción. Así resume San Bernardo la acción de los cinco primeros dones en la obra redentora de Cristo: “sumiso al Padre por el espíritu de temor, se compadeció del hombre por el espíritu de piedad, y con el espíritu de ciencia discernió qué debía dar a cada uno de los litigantes. Por el espíritu de fortaleza triunfó del enemigo y con el espíritu de consejo escogió esta manera tan inaudita de triunfar”137.

Por su parte, tras la aparente sencillez de las palabras de María en Caná: “haced lo que El os diga” (Jn 2,5), se esconde el mejor de los consejos del Espíritu, que en ella habita de forma excelsa desde el momento de su Inmaculada Concepción.

7. La inteligencia contemplativa de los misterios de Dios

Con el don de inteligencia o entendimiento entramos ya en el mundo de la contemplación, y por tanto, de la mística: mundo apasionante para el alma que por él se encamina, y para la reflexión teológica; pero, por ello mismo, difícil y delicado. Estamos ya en los umbrales de la santidad misma, de la unión íntima con Dios. Pero no hablamos de algo raro o extraordinario: los dones de entendimiento y sabiduría son tan “normales”, tan propios de todo cristiano, como los otros cinco. Lo extraordinario en la vida espiritual son otros carismas muy particulares. Recordemos lo que dice claramente al respecto el Catecismo de la Iglesia Católica:

“El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo mediante los sacramentos -‘los santos misterios’- y, en El, en el misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con El, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean

135 SAN JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, 3, 3.136 SAN BASILIO, El Espíritu Santo, 9, 23.137 SAN BERNARDO DE CLARAVAL, In Annuntiatione Dominica, sermo III, 2.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 119

concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos”138.

El don de entendimiento hace directa referencia justamente a esos misterios divinos, abriéndonos el camino de su contemplación y de la unión de amor con Dios, que culminará el don de sabiduría. Por la fe conocemos ya esos misterios y los aceptamos plenamente; pero la potente luz intelectual de la fe queda condicionada por los límites de nuestra inteligencia humana. El Espíritu de Verdad viene entonces en nuestra ayuda, y con este don nos abre las puertas del misterio divino, para que penetremos en él.

Con Santa Catalina de Siena, podemos cantar en oración las excelencias de este don: “Eres fuego que siempre arde y no se consume; Tú, el Fuego, consumes en tu calor todo el amor propio del alma; eres el fuego que quita el frío; Tú iluminas, y con tu luz nos has dado a conocer tu Verdad; eres Luz sobre toda luz, que da luz sobrenatural a los ojos del entendimiento con tal abundancia y perfección, que clarificas la luz de la fe. En esta fe veo que mi alma tiene vida y con esta luz recibe la luz”139.

No se trata, sin embargo, de la luz de la visión beatífica; ni tampoco de la luz encendida mediante pruebas o demostraciones: seguimos en el ámbito propio de la fe. Por ello, la contemplación propia del don de entendimiento todavía tiene mucho de oscuridad: de “noche”, en el lenguaje popularizado por San Juan de la Cruz; pero una noche que, en misteriosa paradoja divina, facilita el encuentro con Dios:

“Esta noche oscura es la contemplación en que el alma desea ver estas cosas. Llámala noche, porque la contemplación es oscura; que por eso la llaman por otro nombre mística Teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo; lo cual algunos espirituales llaman entender no entendiendo, porque esto no se hace en el entendimiento que llaman los filósofos activo, cuya obra es en las formas y fantasías y aprehensiones de las potencias corporales, mas hácese en el entendimiento en cuanto posible y pasivo, el cual, sin recibir las tales formas, etc., sólo pasivamente recibe inteligencia sustancial desnuda de imagen, la cual le es dada sin ninguna obra ni oficio suyo activo”140.

Lo característico del don de entendimiento es, entonces, la intuición; conocimiento intuitivo que es, a su vez, el constitutivo formal de la contemplación: “simplex intuitu veritatis”, según la clásica fórmula de Santo Tomás141. El mismo Aquinate habla de este don como un “penetrar” en la verdad, “leer interiormente”, un “conocimiento íntimo”, etc.142.

Esta inteligencia contemplativa es, pues, una intuición de la Verdad divina, simple, pero profunda y abarcante; que ilumina, pero que sobre todo enamora. El que contempla, en efecto, no se limita a ver, ni siquiera a mirar: el que contempla admira, alaba, se goza en lo que ve… Ama lo que ve. Por eso el don de entendimiento nos sitúa en los umbrales mismos de la santidad, que es unión de amor con Dios.

138 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2014.139 SANTA CATALINA DE SIENA, El Diálogo, 167.140 SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 39, 12.141 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 180, aa. 1 y 3.142 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 8, a. 1.

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120 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

“Allí me enseñó ciencia muy sabrosa: La ciencia sabrosa que dice aquí que le enseñó, es la Teología mística, que es ciencia secreta de Dios, que llaman los espirituales contemplación; la cual es muy sabrosa, porque es ciencia por amor, el cual es el maestro della y el que todo lo hace sabroso. Y, por cuanto Dios le comunica esta ciencia e inteligencia en el amor con que se comunica al alma, esle sabrosa para el entendimiento, pues, es ciencia, que pertenece a él; y esle también sabrosa a la voluntad, pues es en amor, el cual pertenece a la voluntad”143.

Algo de contemplativa, de “ciencia sabrosa”, tiene, desde luego, la vida cristiana desde el principio; y este don ilumina siempre, discreta pero eficazmente, la búsqueda de la intimidad con Dios, presentándonos su verdadera y atractiva imagen para facilitarnos el acceso a su amor. Pero sólo cuando el alma está ya suficientemente alejada del pecado por el temor de Dios, bien fortalecida y guiada por el Espíritu divino, como acostumbrada al lenguaje de Dios y a la vida sobrenatural, la intuición propia del don de inteligencia se hace plenamente luminosa, clara, diáfana, penetrante; y la vida contemplativa empieza a enseñorearse del alma: sea en la misma vida de oración, que el don de piedad venía ya alentando, sea en medio de cualquier actividad, que el don de ciencia procuraba conducir a Dios y santificar.

Hablar del don de inteligencia en quien es el Verbo de Dios encarnado nos lleva directamente a las paradojas que provoca en nuestra razón el conocimiento del misterio de Cristo. Pero su Humanidad Santísima también fue sede de este espíritu, que quizá hacía como de puente entre su inteligencia humana y la Verdad divina que continuamente estaba contemplando y manifestando en su palabra y en su vida. De María Santísima, por su parte, recordamos siempre su actitud recogida y contemplativa, guardando y ponderando todas las maravillas divinas en su corazón (cfr. Lc 2, 19).

8. La sabiduría y la unión de amor con la TrinidadSi ya lo hemos hecho en los pasos anteriores, llegados a la cima de lo que

puede ser un camino de santidad guiado por los dones del Espíritu Santo, no tenemos más remedio que acudir a los que la han alcanzado, para poder adentrarnos con cierta seguridad en terreno tan delicado. Así se expresa Santa Teresa de Jesús en uno de los textos más importantes de la historia de la mística cristiana:

“Quiere ya nuestro buen Dios quitarla las escamas de los ojos, y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña; y metida en aquella morada, por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria.

Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el

143 SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 27, 5.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 121

Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son! Y cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente ve, de la manera que queda dicho, que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior; en una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras, siente en sí esta divina compañía”144.

No es fácil, en particular, distinguir la acción del don de sabiduría de lo propio del don de entendimiento. En este conocido texto teresiano -que no busca la precisión teológica- aparecen como mezclados; pero, en nuestra opinión, el ver y entender del primer párrafo haría más bien referencia a lo ya explicado sobre el don de inteligencia; y el “comunicar” y la “compañía”, del segundo párrafo, nos acerca más a lo propio de la sabiduría.

En efecto, si ya la inteligencia contemplativa no se entiende sin el amor, la sabiduría surge directísimamente del amor: es un verdadero conocimiento de amor y por amor. El Espíritu Santo, por medio de este don, logra, por decirlo así, una perfecta unión y sintonía entre nuestro conocer y nuestro amar a Dios; precisamente porque brota desde lo más hondo, desde algo inefable, que está más allá de nuestro mismo entendimiento y de nuestra misma voluntad. Porque realmente Dios es “intimior intimo meo”145.

Se comprende que sólo un alma ya muy dócil a la acción divina, realmente embebida de lo divino en todo su ser, desde los aledaños del castillo hasta sus moradas más secretas -glosando todavía a Santa Teresa-, sea capaz de alcanzar esa intimidad y esa riqueza que brota desde lo más hondo: un profundo enamoramiento que llena por completo el alma. Y esa intimidad, riqueza y amor tienen que ser necesariamente trinitarios: “cuando en la perfecta unión de amor el alma es introducida en la corriente de la vida divina, ya no se puede ocultar que esa vida es una vida tripersonal, y ella entrará en contacto experimental con todas las tres divinas personas”146, sentencia Santa Edith Stein, comentado precisamente a Santa Teresa y San Juan de la Cruz.

Y el Beato Josemaría Escrivá nos transmite experiencias paralelas: “El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! (…) Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios, a todas horas”147.

Esta sabiduría divina sigue además unos caminos muy diversos a la sabiduría terrenal, doctorando en la ciencia del amor -la que más importa- incluso a los que a los ojos humanos apenas merecen la categoría de alumnos primerizos: “Él, que en los días de su vida mortal exclamó en un transporte de alegría: ‘Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla’, quería hacer resplandecer en mí su

144 SANTA TERESA DE JESÚS, Moradas VII, 1, 6-7.145 SAN AGUSTÍN, Confesiones III, 6, 11.146 BEATA EDITH STEIN, Ciencia de la Cruz, Burgos 1989, p. 224.147 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 306-307.

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122 U. D. 2 ● DIMENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA VIDA ESPIRITUAL

misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor. Si los sabios que se pasan la vida estudiando hubiesen venido a preguntarme, se hubieran quedado asombrados al ver a una niña de catorce años comprender los secretos de la perfección, unos secretos que toda su ciencia no puede descubrirles a ellos porque para poseerlos es necesario ser pobres de espíritu…”148. Aquella niña tan sabia como humilde y atrevida, Teresita, es hoy ya oficialmente doctora de la Iglesia.

El don de sabiduría enriquece así al alma santa con una participación en la misma Sabiduría eterna, y con ella, en todas las perfecciones divinas. De esta forma, en el Espíritu de sabiduría, el santo reencuentra, llevado a su plenitud, todo el contenido del itinerario sobrenatural que ha recorrido hasta entonces. Así lo explica el Beato Juan Ruusbroec: “De esta consideración amorosa resulta el séptimo don, el espíritu de sabiduría sabrosa, que, con sabiduría y gusto espiritual penetra la simplicidad de nuestro espíritu. Es el fundamento y origen de todas las gracias, de todos los dones y de todas las virtudes. En este toque de Dios cada uno gusta el sabor de sus ejercicios y de toda su vida, conforme a la vehemencia del toque y medida de su amor. Esta moción divina es el medio más íntimo entre Dios y nosotros, entre el descanso y la acción, entre los modos indeterminados y la indeterminación pura, entre el tiempo y la eternidad”149.

Los titubeantes inicios de la vida cristiana han quedado ya muy lejos, con esta impresionante efusión de los dones divinos. San Bernardo se remonta a aquel principio, para cantar los frutos de la sabiduría: “Esta pobre alma se hallaba adormecida en una fatal negligencia, excitada por una pésima curiosidad, atraída por la experiencia, enredada en la concupiscencia, encadenada por la costumbre, encarcelada por el desprecio y decapitada por la malicia. Pero con el triunfo de la sabiduría, el temor la despierta, la piedad la endulza suavemente, la ciencia le añade el dolor indicándole qué ha hecho; la fortaleza hace su obra propia, levantándola; el consejo la desata, el entendimiento la saca de la cárcel; y la sabiduría le prepara la mesa, sacia su hambre y la repara con sabrosos alimentos”150.

Partícipe, por este don, de la Sabiduría y el Amor divinos, todo cobra para el alma santa una nueva dimensión: desde la conciencia de la propia miseria hasta el amor de Dios; desde las más sencillas oraciones vocales hasta la contemplación; desde la recepción de un sacramento hasta su vida de trabajo por Cristo.

Así, en una referencia muy especial a la Sagrada Eucaristía, le habla Dios Padre a Santa Catalina de Siena: “Yo soy para ellos (los que han alcanzado esa intimidad con la Trinidad) lecho y mesa. El dulce y amoroso Verbo es su manjar, tanto porque lo reciben de este glorioso Verbo como porque El es la comida que se os da. Su carne y su sangre, Dios y hombre verdadero, las recibís en el sacramento del altar, preparado y dado por mi bondad, mientras sois peregrinos y caminantes, para que no desfallezcáis por la debilidad y para que no perdáis la memoria del beneficio de la sangre derramada por vosotros con tan ardiente amor, y para que siempre os halléis fuertes y contentos durante vuestro caminar. El Espíritu Santo, esto es, el afecto de mi caridad, es el camarero que reparte los dones y las gracias. Este dulce camarero trae y lleva dulces y amorosos deseos, y lleva al alma el fruto de la caridad divina y de sus trabajos, gustando y

148 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, Manuscrito A, 49 rº.149 BEATO JUAN RUUSBROEC, Bodas del alma, libro II, cap. 71.150 SAN BERNARDO DE CLARAVAL, Sermones varios, XIV, 7.

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TEMA 4 ● LA SANTIDAD COMO IDENTIFICACIÓN CON CRISTO 123

alimentándose de la dulzura de mi caridad. Por eso, yo soy la mesa; mi Hijo, la comida, y el Espíritu Santo, que procede de mí y del Hijo, el servidor”151.

Y en cuanto a la acción de este don en el trabajo y en la vida corriente del cristiano, oigamos de nuevo al Beato Josemaría Escrivá: “se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto”152.

En definitiva, el don de sabiduría es esa “connaturalidad” con lo divino153, propia del alma enamorada, que, en la medida de ese mismo amor, no sólo penetra más y más en la intimidad divino-trinitaria, sino que se extiende también más y más por toda la vida del cristiano santo y a todo su alrededor.

Casi parece innecesario hablar del don de sabiduría presente en quien es la Sabiduría personal, en quien está siempre en perfecta sintonía con el Padre, contemplándole y amándole en íntima unidad. Y a María aplica la Iglesia también algunos de los más conocidos textos bíblicos sobre la Sabiduría divina, porque ella fue su Madre y, por tanto, su sede, su trono.

Del temor de Dios a la sabiduría hemos recorrido un camino que nos ha permitido adentrarnos en el misterio de Dios y de nuestra vida de relación con El. Así resume certeramente los hitos principales de ese itinerario Santa Edith Stein, y con sus palabras queremos cerrar nuestra reflexión:

“El don de temor ‘distingue’ en Dios la ‘divina maiestas’ y determina la distancia inconmensurable entre la santidad de Dios y la propia imperfección. El don de la piedad distingue en Dios la ‘pietas’, el amor paternal, y le contempla con amor filial y respetuoso, con un amor que sabe distinguir lo que es debido al Padre en el cielo. En la prudencia (consejo) es donde se ve con más claridad que la discreción es un don de discernimiento; ella determina qué es lo más conveniente para cada situación concreta. En la fortaleza (…) el espíritu humano obra dócilmente y sin disgusto allí donde reina el Espíritu Santo (…) La luz del Espíritu le permite, como don de ciencia, ver con absoluta claridad todo lo creado y todo lo acontecido en su ordenación a lo eterno, comprenderlo en su estructura interna y otorgarle el lugar debido y la importancia que le corresponde. Finalmente le concede, como don de entendimiento, la penetración en las profundidades de la divinidad misma y deja resplandecer ante ella con toda claridad la verdad revelada. En su punto culminante, como don de sabiduría, le une con la Trinidad y le permite penetrar de alguna manera hasta la misma fuente eterna, y hasta todo aquello que emana de ella y que le tiene como sustrato en ese movimiento vital y divino que es amor y conocimiento juntamente”154.

151 SANTA CATALINA DE SIENA, El Diálogo, 78.152 BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 296.153 Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q. 45, a. 2.154 SANTA EDITH STEIN, Sancta discretio, en Los caminos del silencio interior, Madrid 1988, pp.

96-97.

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Tema 6

La santidad como identificación con Cristo

A. Introducción a la vida espiritual en la IglesiaL. Brouyer

Lo dicho podría afirmarse de cualquier forma de vida espiritual, católica o protestante, en la que subsista alga auténticamente cristiano. Incluso es ya cierto, referida a la vida espiritual el judaísmo, porque ésta no sólo depende totalmente de la fe en el Dios que habla., sino también de la fe que se concentra en el don de Dios por excelencia, en su Mesías, su Ungido, su Cristo, aunque, en este estadio, se crea en Cristo únicamente en esperanza. Lo específico de una vida espiritual católica es la precisión suplementaria y capital de que Dios no sólo nos habla actualmente (como lo creían los judíos, desde la antigua alianza), no sólo nos ha hablado ya efectivamente, de manera definitiva, en su Cristo (como lo creen con nosotros los protestantes), sino que no cesa de hablarnos, siempre en Cristo, por y en la Iglesia.

Aquí es donde se revela que el catolicismo no es sólo una forma de cristianismo entre otras, sino la única forma del mismo, en la que subsiste lo que el antiguo judaísmo era ya, aunque imperfectamente: la religión no sólo de una palabra pasada, conservada en su tenor, pero no en su actualidad misma, sino, por el contrario, la religión de la palabra definitiva y total, pero siempre viviente, siempre presente, siempre actual.

En cierto modo, sin duda, lo mejor de la misma espiritualidad protestante afirmará también que la palabra. divina, anunciada al mundo perfectamente y, por consiguiente, definitivamente en Cristo, hace dos mil años, es capaz de permanecer para nosotros (o, mejor, de volver a ser) siempre actual. Pero esta actualidad, el protestantismo, en cuanto se opone al catolicismo, no la admite sino totalmente interiorizada, y por tanto, individualizada. Según Calvino, el protestante que lee la palabra divina inspirada en otro tiempo por el Espíritu Santo, puede encontrarla de nuevo actualmente iluminada por lo que él llama "el testimonio interior", de este mismo Espíritu Santo. Así el protestantismo tiende a realizar una espiritualidad que nace, toda ella, de la sola copresencia y mutua

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relación entre la persona de Dios revelada en el Cristo de los evangelios y la persona individual del creyente.

Mas, para el catolicismo, no hay espiritualidad cristiana plenamente auténtica. sin la realización de una copresencia de los otros creyentes con Cristo y con nosotros, en la Iglesia. Y subrayemos bien el hecho de que esto, desde el punto de vista católico, no sólo es necesario con necesidad de medio, sino que se relaciona de modo esencial con el propio fin de la vida espiritual.

Se puede decir que en el protestantismo todo sucede o parece suceder como si la encarnación hubiese concluido con la ascensión del Salvador. El recuerdo de esa encarnación pasada, conservado en los evangelios, es sólo la ocasión para crear un contacto directo de cada alma individual con la palabra que ha depositado, de una vez para siempre, su expresión humana en estos solos libros.

Desde el punto de vista católico que, según un número cada vez mayor de exegetas protestantes, continúa sencillamente la visión de la Iglesia apostólica, las cosas suceden de forma enteramente distinta. Antes de ser depositada, para su expresión definitiva, en un texto escrito, la palabra de Cristo, que no forma sino un todo con Él, con su presencia viviente, permanece siempre actual en la Iglesia, en tanto que ésta está fundada sobre los apóstoles. En efecto, lo que distingue a los apóstoles en su misión es que son, como su nombre indica, unos "enviados" en quienes, misteriosamente, aquel que les envía permanece presente. "Quien a vosotros escucha, a mí me escucha... Quien a vosotros recibe, a mí me recibe... Id, bautizad las naciones, enseñándoles todo lo que os he mandado. Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo..."

En otros términos, no es sólo el contenido de la palabra divina lo que permanece en la Iglesia por medio de los textos inspirados que ella custodia. Es esta misma palabra, como acto viviente, como presencia. En efecto, en Cristo se ha visto que aquél nunca puede ir sin ésta. Pues el contenido de la palabra definitiva del evangelio es el mismo Cristo. Pero Cristo es el misterio de una persona viva que, aun expresándose siempre con las mismas palabras, no puede ser verdaderamente comunicado sino en su presencia personal, que permanece detrás de estas palabras. Éste es exactamente el sentido del apostolado, tal como acabamos de definirlo.

Una razón capital de la asistencia especialísima de que gozaron los apóstoles fue, sin duda, la de ponerles en condiciones, inspirados por el mismo Espíritu de Cristo, de recibir, fijar, esclarecer en sus epístolas, al mismo tiempo que en los evangelios escritos, la letra de lo que Cristo había dicho y hecho. Y esto ya no es menester hacerlo nuevamente.

Pero constituía una parte igualmente importante, cuando menos, de su ministerio, el hacer entrar la Iglesia que ellos formaban en una verdadera comunidad de vida con Cristo, tan real, una vez más, que no tuviese en ella el solo recuerdo de lo que Él había dicho y hecho, sino su presencia perpetuada, manteniendo todo esto vivo en ella y para ella.

Los obispos, sucesores de los apóstoles en su apostolado, no tienen que añadir nada a lo que constituye el texto del Nuevo Testamento, sólo deben guardarlo tal como está. Por esto, no sólo para mantener su interpretación auténtica, sino además y sobre todo, para conservar al evangelio, en la Iglesia, esta perpetua y viviente actualidad que le es tan esencial, tienen la seguridad, como los apóstoles, y en cuanto sucesores suyos, de poseer aquella presencia de Cristo

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TEMA 7 ● DIMENSIÓN SECULAR DE LA VIDA CRISTIANA 127

"hasta el fin del mundo", que Él mismo prometió. La fidelidad de la interpretación que la Iglesia dará, según el Espíritu de Cristo, a la letra de lo que Él dijo y de lo que los apóstoles han dicho por virtud de Él, sólo está garantizada por esta certeza de su presencia viva, con los obispos como con los apóstoles, para todo el cuerpo de la Iglesia, hasta el fin de los tiempos.

Así pues, es siempre en la asamblea de los suyos (que sigue siendo la misma asamblea que la Iglesia apostólica, porque quienes la convocan son sucesores de los mismos apóstoles y continuadores de su apostolado), es siempre en este mismo pueblo definitivo de Dios donde Cristo, con la misma perenne actualidad, la misma realidad personal, viva, creadora de vida, anuncia el evangelio, la palabra suprema de Dios que es Él mismo.

Es, por tanto, en la. Iglesia, verdadero cuerpo de Cristo, donde es preciso insertarse para participar del Espíritu de Cristo y recibir, por consiguiente, sus palabras, no como simple letra muerta, sino como palabras que permanecen siempre vivas, siempre pronunciadas por la misma palabra de Dios.

Que la palabra divina, plenamente revelada, dada al hombre en Cristo, haya querido alcanzarnos y nos llegue por esa vía, se comprende perfectamente cuando consideramos el fin que ella perseguía. Este fin, nos dice san Pablo, en la carta a los Colosenses, era reconciliar a todos los hombres entre sí y con el Padre celestial, en el propio cuerpo de su Hijo. O, mejor todavía, como paralelamente dice la carta a los Efesios, era recapitular todas las cosas en Cristo. La encarnación no puede ser, pues, como una fase pasajera en la proclamación histórica de la única palabra de Dios al mundo, porque no sólo debe permanecer siempre, sino que, además, debe incorporar, partiendo de la humanidad de Cristo, a toda la humanidad. Esto es lo que san Pablo llama el crecimiento de Cristo en nosotros, que debe proseguirse, nos dice, "hasta que todos alcancemos la unidad de la fe, y del conocimiento del Hija de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13). Y esto es la que le hace definir la Iglesia, en este contexto, como "la plenitud (de Cristo); de aquel que se realiza, Él mismo, todo en todas" (Ef 1, 23).

En esta perspectiva, se comprende, como decíamos, que oír hoy la palabra de Dios, que es Cristo, en la Iglesia, se nos imponga con una necesidad, no sólo de medio, sino de fin. En efecto, el hecha de que, por voluntad expresa de Cristo, encontremos esa palabra siempre animada por su Espíritu solamente en su cuerpo que es la Iglesia, se explica si tenemos en cuenta que esa palabra proclama precisamente nuestra unión de todos en este mismo. cuerpo de Cristo "que se realiza Él mismo, todo en todos". Puede decirse que aquí el media y el fin no son dos casas realmente distintas: el medio no es sino el germen del fin, el fin no es sino el florecimiento del media. Fundado sobre el apostolado, este cuerpo de Cristo que es la Iglesia, por el apostolado adquiere toda su realidad al "recapitular todas las cosas en Cristo". Para expresarnos de otro modo, podemos decir también que la palabra de Dios, en Cristo, se dirige a la Iglesia, produce la Iglesia. Es, pues, natural que sea precisa insertarse en la Iglesia que se está formando para recibir en ella, con toda su actualidad viva, la palabra divina, que es Cristo.

En efecto, ¿qué nos dice esta palabra? El amor de Dios que nos urge y quiere reunirnos a todas, para que seamos uno en Él. Por lo tanto, debemos oírla, en la unidad misma que ella crea y no la oímos efectivamente si no perfeccionamos por nuestra parte la unidad que se está haciendo.

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Dios nos llama a todos juntos para amarlo. Pero no podemos amarlo como Él nos ama, con el amor con que nos ama, sin amar, inseparablemente de Él, a todos aquellos que Él ama inseparablemente de nosotros. No tenemos que amar solamente a nuestra prójimo, después de haber amado a Dios. Tenemos que amar a Dios, al amar a nuestro prójimo. La experiencia de la vida en la Iglesia es, en resumidas cuentas, la experiencia de la inseparabilidad de estos dos amores.

El cristianismo católico no es, por tanto, otra cosa que el cristianismo integral. La espiritualidad católica no es sino la espiritualidad cristiana en su plenitud: una vida espiritual en la que nuestra vida más íntima., más personal, no florece, repitámoslo, sino en el desarrollo de la relación personal que Dios quiere establecer con nosotros al hablarnos en Cristo. Pero esta palabra de Cristo, esta palabra que es Cristo, que nos revela el amor de Dios al revelarnos la vida trinitaria de las personas divinas, no nos lo revela sino extendiéndolo a todos los hombres, es decir, extendiendo, en la Iglesia, la sociedad santa de la Trinidad a la humanidad entera.

Es imposible precisar, por poco que sea lo que es esa palabra de Dios dirigida al hombre en Cristo y en la Iglesia y llamada a dominar toda espiritualidad cristiana auténtica, sin llegar a afirmar inmediatamente, como hemos hecho, que es palabra de amor. Éste será uno de los objetos principales del presente libro: definir lo que es el amor de Dios anunciado por esta palabra, este amor, que, nos dice san Pablo, "ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo" (Rom 5, 5). Pero desde el principio debemos, al menos, poner en claro ciertas características esenciales del amor de Dios revelado por la palabra de Dios, por esta palabra que, en definitiva, es Cristo.

Puede decirse, en efecto, que la fe, que constituye la base de toda espiritualidad cristiana, por la acogida que hace de la palabra divina, es esencialmente fe en el amor de Dios que esta misma palabra revela y manifiesta. Por parte de Dios que habla, la relación personal que Él quiere establecer con nosotros nace de su amor. Por nuestra parte, nace de la fe que otorgamos a la revelación de este amor.

Pero la fe cristiana no es una fe en cualquier clase de amor de Dios que se pueda concebir. Es, precisamente, fe en ese amor única que la palabra nos revela, que sólo ella nos podía revelar y que, de hecho, ella sala nos ha revelado.

Es muy importante subrayar, de una vez, este punto. La noción de "amor de Dios" es, en efecto, una noción esencialmente polimorfa. Especialmente nuestra mundo occidental tuvo, antes del cristianismo, fuera de la revelación judía posteriormente cristiana, cierta noción, a veces muy elevada, del "amor de Dios". Estamos en peligro constante de confundir esta noción con la noción, o más bien con la realidad, que la palabra divina nos revela. El riesgo está entonces en que adulteremos, sin darnos cuenta, esta palabra, y en que de hecho perdamos de vista, aun al repetir las palabras, lo esencial de lo que ella nos quiere decir, y que ella sólo, una vez más, puede decirnos.

El primer hecho por el cual se distingue este "amor de Dios" que no nos es conocido sino por su palabra, es el de que se trata del amor cuyo sujeto es el mismo Dios, antes de que pueda convertirse en el objeta. No es, si se prefiere, primeramente, el amor con que Dios es amado, sino el amor con que Él ama. Ésta es la característica fundamental del "amor de Dios" propiamente cristiano, que los textos del Nuevo Testamento designan siempre con la palabra griega agape. Por el

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TEMA 7 ● DIMENSIÓN SECULAR DE LA VIDA CRISTIANA 129

contrario, el "amor de Dios" que la espiritualidad griega, ajena al cristianismo, desde Platón hasta Platino, ha designada con la palabra eros, es sólo un amor que tiene a Dios por objeto y que no podría en forma alguna tenerlo como sujeto: es el amor con el que Dios puede ser amado, y sólo este amor.

La agape de que habla el Nuevo Testamento, siendo el amor con que Dios ama, el amor que le es propio, no está hecha de deseo, como lo están nuestros amores humanos. No descubre en sí ninguna necesidad que colmar: es al contrario, un don, el don por excelencia, un puro don creador. Dios no ama porque descubre en los seres que ama alguna cualidad preexistente a su amor, y que lo suscita. Dios, por el contrario, hace a los seres amables al amarlos: en efecto, su amor les confiere no sólo todo aquello que puede ser amable en ellos; les da. simplemente el ser.

Por esto, este amor de Dios no es sólo un "amor espiritual" que se opone a todo "amor carnal". El eros platónico lo era, pero no por ello dejaba de ser deseo. Era un deseo de los bienes "espirituales", por oposición a los bienes "sensuales", "materiales". Por esta razón, incluso a los ojos de los griegos más religiosos, los dioses no podían amar. No faltándoles nada por definición, puesto que eran los dioses, ¿qué habrían podido desear? Los griegos dirían que el "amor de Dios" mueve todas las cosas, pero en el sentido en que ellos lo emplean sólo puede tratarse del amor con que Dios es amado, como el Bien supremamente deseable. Por el contrario, cuando Dante habla "del amor que mueve el sol y las otras estrellas", aludirá a la agape, al amor con que Dios ama todo aquello que es obra suya.

Sólo Dios puede amar así, con un amor que trasciende todo deseo. Pues sólo Dios puede vivir dando, prodigándose Él mismo, É1, que es fuente de todo bien, fuente infinita. Es más, el Dios cristiano no se limita a amar con este amor que no le pertenece más que a Él: es amor, es este amor. Tal es la última expresión de la palabra divina: el sentido y la realidad profunda de la palabra de Dios hecha carne.

Por otra parte, siendo el don supremo que nos hace el amor de Dios, el don no sólo de la vida en general, sino de su propia vida, será a la vez el don de la posibilidad, de la capacidad de amar como sólo É1 ama. Tal es, en su esencia última, la, gracia, es decir, el don gratuito que la palabra nos promete y nos da. Y tal es también la exigencia que ella formula para nosotros.

Por consiguiente, la fe, reconociendo el amor de Dios en Cristo, acoge el llamamiento que Dios nos hace: el llamamiento a amar como hemos sido amados. Y esto es lo que se realiza., finalmente, en la Iglesia, en este cuerpo de Cristo hecho de todos aquellos en cuyo corazón el Espíritu de Cristo ha difundido el amor del Padre. Así, la Iglesia, en torno a Cristo, aparece como una extensión, una apertura a la humanidad entera, de la sociedad de las personas divinas: de la Trinidad de la agape,

* * * * * * * *

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B. Mundo y SantidadJ. L. Illanes

«La Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen del sacrificio y coman la cena del Señor. Por su parte, la liturgia misma impulsa a los fieles a que, alimentados con los sacramentos pascuales, sean concordes con la piedad; ruega a Dios que conserven en su vida lo que recibieron en la fe, y la renovación de la alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a los fieles a la apremiante caridad de Cristo»155.

En esta frase, una de las más densas y ricas de la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia, encontramos recogida y formulada, en sus líneas estructurales, una verdad cristiana fundamental: la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia y del cristiano, y la consiguiente mutua implicación entre Eucaristía, Iglesia y existir cristiano. Realidad que Juan Pablo II subrayaba, con particular energía, en sus alocuciones con ocasión de su presencia en Milán en los días conclusivos de un Congreso Eucarístico italiano: «La Eucaristía es realmente el corazón y el centro del mundo cristiano» 156. «En la Eucaristía está grabado lo que de más profundo tiene la vida de cada uno de los hombres: la vida del padre, de la madre, del niño, del anciano, del muchacho y de la muchacha, del profesor y del estudiante, del agricultor y del obrero, del hombre culto y del hombre sencillo, de la religiosa y del sacerdote. De cada uno sin excepción. He aquí que la vida del hombre se graba, mediante la Eucaristía, en el misterio del Dios viviente» 157.

Esa mutua implicación en el orden de la realidad trae consigo una implicación en el orden del conocer: toda visión de la Iglesia presupone una noción de la Eucaristía y de la vida cristiana, y viceversa, de modo que aflora por entero, y con todos sus elementos, desde cualquiera de esas perspectivas. Comencemos, pues, nuestra consideración por una cualquiera de ellas: la Eucaristía; más concretamente, ya que es este aspecto el que vamos especialmente a considerar, la celebración eucarística o sacrificio de la Misa.

1. El misterio eucarístico

Preguntémonos, pues: ¿qué es la Eucaristía? Ninguna respuesta más autorizada que la que nos da el propio Apóstol San Pablo en la primera de sus cartas a los cristianos de Corinto: "Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío. Asimismo, también el cáliz después de cenar

155 CONCILIO VATICANO II, Constitución Saornsanctum Concilium, n. 10; un texto paralelo en el Decreto Presbiterorum ordinis, n. 5.

156 Homilía en el seminario de Venegono, 21-V-1983. n. 4.157 Homilía en la clausura del XX Congreso Eucarístico nacional de Italia. 22-V-1983. n. 8

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TEMA 7 ● DIMENSIÓN SECULAR DE LA VIDA CRISTIANA 131

diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces lo bebiereis, hacedlo en recuerdo mío. Pues cada vez que comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga" (1 Cor 11, 23-26).

La Eucaristía, la Misa, es -diremos glosando esas palabras paulinas- un acontecimiento salvífico: un anuncio de la muerte de Cristo en espera de la consumación futura de su victoria, y un anuncio que hace presente a aquello mismo a que se refiere, de modo que quienes comen el pan y beben el cáliz comen y beben el cuerpo y la sangre de Cristo para su propia salvación o condenación, según estén o no convenientemente dispuestos.

Esas afirmaciones nos sitúan ante el núcleo del misterio, y nos permiten percibir el lugar central de la Eucaristía. Completémoslas, no obstante, con una breve referencia a los puntos básicos de la regla de fe definida por la Iglesia 158:

a) Por el misterio eucarístico se representa (no en sentido escénico, sino real-sacramental: se hace presente;) el sacrificio de la Cruz, consumado una vez para siempre en el Calvario; se mantiene su memoria hasta el fin de los tiempos, y se aplica su virtud salvadora para la remisión de los pecados que diariamente cometemos. La Santa Misa es, pues, sacrificio verdaderamente propiciatorio, y no sólo de alabanza y acción de gracias. El carácter sacrificial de la Eucaristía no deroga ni oscurece en modo alguno la singularidad del sacrificio del Calvario, único sacrificio de la Nueva Ley, sino que, al contrario, lo renueva y aplica159.

b) En la celebración eucarística, por las palabras de la consagración, Cristo se hace sacramentalmente. Cristo Nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre, está presente según la integridad de su ser, es decir en cuerpo, sangre, alma y divinidad; y lo está verdadera, real y sustancialmente; términos cuyo alcance se advierte con más claridad si recordamos que se emplean por contraposición a una presencia meramente por vía de signo, figura y virtud o acción160.

c) Esa presencia de Cristo se realiza por la conversión de toda la sustancia del pan y toda la sustancia del vino en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo, de modo que, después de la consagración, no permanecen ni la sustancia del pan ni la del vino. Esta conversión singular y admirable -ala que se designa con el nombre de transustanciación- se sitúa a nivel sustancial, permaneciendo, pues, las especies de pan y de vino, es decir, el ser accidental, empírico y fenoménico del presente, para alimento de los fieles, bajo las especies de pan y del vino.

d) Cristo es no sólo la Víctima ofrecida, sino el Oferente por el ministerio del sacerdote que celebra. Para perpetuar el Sacrificio de la Cruz, Cristo dio a los Apóstoles y sus sucesores el poder de consagrar y ofrecer su cuerpo y su sangre, instituyendo al efecto un sacramento específico: el del Orden. En la celebración de la Misa, el sacerdote actúa no como mero representante de la asamblea, sino en 158 Esa regla de la fe fue proclamada por el Concilio de Trento, recordado y

prolongado en algunos puntos por documentos posteriores (entre otros: Pío XII, Encíclica Mediator ,Dei. 20-XI-1947; PABLO VI, Encíclica Mysterium fidei, 3-IX-1965; JUAN PABLO lI, Carta apostólica Dominicae Coenae, 24-11-1980; y las Constituciones Sacrosanctum Concilium y Lumen gentium del Concilio Vaticano 11). Dado que aspiramos sólo a realizar una breve síntesis, vamos a limitarnos a remitir, en los párrafos sucesivos, al Concilio de Trento. aunque hemos tenido en cuenta los otros documentos mencionados.

159 CONCILIO DE TRENTO, Doctrina de s.s. Missae sacrificio, Caps. 1 y 2. cánones 1. 3 y 4 (DS 1739-1743, 1751, 1 75-1751;.1753-1754).

160 CONCILIO DE TRENTO, Decretum de ss. Eucharistia, caps. 1 y 2, canon 1 (DS 1636, 1640, 1651). Cap. 4 y canon 2 (DS 1642, 1652).

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nombre y persona de Cristo. Es Cristo mismo quien se hace presente en sus ministros para operar con su virtud salvadora el sacrificio de la Eucaristía'.

Los dogmas cristianos están íntimamente trabados entre sí, ya que todos ellos se refieren a aspectos y facetas del plan divino de elevación y salvación. El crecimiento en la vida de la fe consiste precisamente, en una de sus dimensiones, en la advertencia progresiva de esa profunda unidad de su contenido, de modo que las diversas afirmaciones de la fe estén en nuestra mente no como mundos aislados, sino trabadas y relacionadas entre sí, iluminándose unas a otras y engendrando un auténtico pensar en cristiano. Ello es especialmente necesario si se aspira a comprender el Sacrificio Eucarístico y su centralidad en la vida cristiana, ya que la Eucaristía es, por así decir, punto de confluencia de la entera historia de la salvación y por tanto sólo se la comprende a fondo cuando se la sitúa con respecto a toda ella. De no ser así se corre el riesgo -como ha señalado Louis Bouyer 9- de hacer una teología sobre la Eucaristía, es decir, una reflexión que se acerque a ella desde el exterior, en lugar de una teología de la Eucaristía, es decir, que proceda de ella, que nazca del interior de la realidad que la Eucaristía nos revela.

Los testimonios de la tradición cristiana sobre la fe y la piedad eucarísticas son innumerables: obras de arte, relatos de vivencias personales, estudios teológicos, costumbres populares, escritos destinados a encauzar y fomentar esa vida de piedad... Ninguno, sin embargo, más importante que la oración que ha acompañado en la Iglesia su celebración, es decir, esas grandes oraciones que en el oriente cristiano se designan con el nombre de anáforas, y que en la liturgia romana están integradas por la unión de prefacio y canon o plegaria eucarística. En ellas la Iglesia nos testimonia con qué actitud de espíritu recibe el don de la Eucaristía y cuáles son las realidades con que lo relaciona.

No olvidemos, por lo demás, que en sus orígenes, la palabra Eucaristía designaba no el puro misterio del sacrificio de Cristo perpetuado en la Iglesia, sino precisamente la celebración de ese misterio en el seno de una oración que convoca a la Iglesia a una acción de gracias por el beneficio recibido. Esa traslación semántica no deja de ser significativa a efectos de cuanto acabamos de decir. Examinemos, pues, uno de esos textos litúrgicos a fin de captar las lecciones que de ellos se desprenden.

2. La Eucaristía en las plegarias eucarísticas

Entre los múltiples textos que la rica tradición litúrgica cristiana nos ofrece, hemos escogido para hacerla objeto de nuestra consideración la anáfora de la llamada liturgia de San Basilio, actualmente en vigor en la liturgia bizantina '°. Podríamos en realidad haber acudido a cualquier otro texto, ya que, con diferencias de matiz, todos ellos nos ofrecen, no sólo en la sustancia sino incluso en los detalles, un mismo espíritu y un mismo mensaje. En un primer momento pensamos en basarnos en el Canon Romano, que, por antigüedad histórica, difusión universal y riqueza doctrinal, tiene una especial autoridad. El Canon Romano, sin embargo, tiene una estructura que podemos calificar de cíclica, es decir, está integrado por oraciones breves en las que los temas de fondo afloran repetidas veces; eso, que es reflejo de su antigüedad, lo hace especialmente apto para fomentar la piedad litúrgica -de ahí la recomendación de su uso privilegiado-, pero presenta un inconveniente para una exposición como la que aquí intentamos:

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nos hubiera obligado, en efecto, a unir entre sí frases provenientes de una u otra parte del Canon, lo que hubiera tal vez dado una impresión de artificialidad.

Han sido, pues, razones didácticas las que nos han hecho elegir la anáfora basiliana: siendo un texto de elaboración tardía, posterior a los amplios desarrollos teológicos que siguieron al Concilio de Nicea, presenta una estructura lineal, que lo hace muy a propósito para una exposición docente. Completaremos, sin embargo, la exposición citando a pie de página oraciones paralelas del Canon Romano o de algunas de las otras tres plegarias eucarísticas incluidas en el Misal Romano; así no perderemos cuanto estos textos nos enseñan, y aparecerá además claramente la sustancial identidad de toda la tradición cristiana, su hondura y su riqueza.

Tú eres dueño, Señor, Dios, Padre todopoderoso, adorable, ¡cuán digno y conveniente es a la majestad de tu santidad alabarte, cantarte con himnos, bendecirte, adorarte, darte gracias, glorificarte, a ti que eres el único realmente Dios!, y ofrecerte con corazón contrito y espíritu humillado este nuestro culto razonable, pues Tú eres quien nos dio a conocer tu verdad», comienza la anáfora de San Basilio, que enlaza esa primera invocación con la proclamación del dogma trinitario y la evocación de los coros angélicos que alaban y glorifican a Dios".

Esa teología, en el sentido patrístico de la palabra, es decir, confesión y alabanza de Dios, da entrada a la economía, es decir, a la descripción de la obra divina en beneficio de los hombres. «(Tú eres) santo en todas tus obras, porque todo lo dispusiste para nosotros en la justicia y en el juicio verdadero. En efecto, habiendo hecho al hombre tomando polvo de la tierra, y habiéndolo honrado con tu imagen, lo habías colocado en el paraíso de delicias, prometiéndole la inmortalidad de la vida y el goce de los bienes eternos en la observancia de tus preceptos. Pero cuando te hubo desobedecido a ti, Dios verdadero que lo habías creado, y hubo sido seducido por el engaño de la serpiente y murió en sus propias transgresiones, lo expulsaste en tu justicia, ¡oh Dios!, del paraíso a este mundo... No repudiaste para siempre tu obra, que tú habías hecho en tu bondad, y no olvidaste la obra de tus manos, mas la visitaste de múltiples maneras por las entrañas de tu misericordia: tú le enviaste los profetas, realizaste milagros por tus santos que te fueron agradables en todas las generaciones, nos hablaste por la boca de tus servidores, los profetas, anunciándonos anticipadamente la salud venidera, tú diste la ley para socorrernos, estableciste los ángeles para guardarnos. Pero cuando vino la plenitud de los tiempos nos hablaste por tu mismo Hijo, por quien habías también creado los siglos.»

A1 llegar a este punto, la descripción de la economía se hace más detenida: se recuerda que Cristo nació de «una Virgen santa», se glosa el paralelismo entre el primer Adán y el segundo, y finalmente se narra la culminación de la vida de Cristo: «Habiendo vivido como ciudadano de este mundo, dando las ordenanzas de la salud, desviándonos del extravío de los ídolos, nos introdujo en el conocimiento de ti, verdadero Dios y Padre, habiéndonos adquirido para sí mismo como un pueblo que fuera el suyo, un sacerdocio regio, una nación santa, habiéndonos purificado por el agua y santificado por el Espíritu Santo, él mismo se entregó en compensación a la muerte en la que estábamos retenidos, vencidos por el pecado, y descendió a los infiernos por la cruz a fin de cumplir todas las cosas por sí mismo, deshizo las ataduras de la muerte y resucitó al tercer día... y, subido a los cielos, se sentó a la diestra de tu majestad en las alturas, él que vendrá a dar a cada uno según sus obras. »12.

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Esa evocación del triunfo de Cristo y de su exaltación a los cielos lleva a dirigir la mirada hacia los cristianos, peregrinos en la tierra, para advertir que, aun subido a los cielos, Cristo no los ha abandonado. «Sin embargo -prosigue el texto de la anáfora- nos dejó como un memorial de su pasión saludable... Porque cuando se dirigía a la muerte voluntaria, encomiable y vivificante, la noche en que se entregó por la vida del mundo, tomando pan en sus manos santas y sin mancha, lo partió y lo dio a sus santos discípulos y apóstoles, diciendo...»13.

Pronunciadas las palabras de la última Cena, el texto continúa: «Haciendo, pues, Señor, nosotros también memoria de sus sufrimientos saludables, de su cruz vivificante, de su sepultura durante tres días, de su resurrección de entre los muertos, de su retorno a los cielos, de su sesión a tu diestra, oh Dios y Padre, y de su segundo advenimiento glorioso y temible, te ofrecemos lo que es tuyo de lo que es tuyo, en todo y por todo; por causa de esto, Señor totalmente santo, también nosotros pecadores, tus siervos indignos... te suplicamos y te invocamos, Santo de los santos, por la benevolencia de tu bondad, que hagas venir tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre estos dones que te presentamos (para que) los bendiga, los santifique y nos presente en este pan el cuerpo mismo precioso de nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo, y en este cáliz la sangre misma preciosa de nuestro Señor, Dios y Salvador Jesucristo, derramada por la vida del mundo. Y a nosotros todos, que participamos del único pan y del único cáliz, únenos unos con otros en la comunión del único Espíritu, y haz que ninguno de nosotros participe del cuerpo y sangre de tu Cristo para el juicio y la condenación, sino que hallemos misericordia y gracia con todos los santos que te fueron agradables a lo largo de los siglos»14.

El texto prosigue haciendo memoria de los santos y concluye con una larga plegaria de intercesión por toda la Iglesia militante 15, pero, a efectos de lo que ahora nos interesa, lo fundamental está dicho; podemos interrumpir aquí nuestra cita, por lo demás ya quizá excesivamente larga. Era oportuno, sin embargo, mostrar en toda su amplitud el desarrollo de la anáfora, para poder así captar sus enseñanzas. ¿Qué es, en efecto, lo que el texto litúrgico que acabamos de resumir nos dice?: que siempre la Iglesia -no olvidemos que los elementos que aparecen en el texto que acabamos de leer se encuentran, sustancialmente, aunque en otro orden y extensión, en los demás textos litúrgicos- ha sentido la necesidad de celebrar la Eucaristía en el interior de una oración que fuera, de una parte, una alabanza a Dios, y, de otra, una evocación de los «mirabilia Dei», es decir, de los beneficios admirables que Dios ha concedido y concede a los hombres como expresión y cumplimiento de su designio salvador.

Más concretamente, cabe señalar que la oración eucarística tiene un ritmo que puede ser calificado de ternario:

1.°, confesión de Dios, autor de todo cuanto existe; 2.°, evocación de los bienes otorgados por Dios al hombre, que culminan

precisamente en la Eucaristía en cuanto anticipo y prenda de la consumación final de los cielos;

3.°, reiteración de la alabanza, acción de gracias y petición a Dios, cuya bondad, santidad, liberalidad y amor se han hecho patentes a través de los bienes que nos otorga y promete.

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3. La Eucaristía, memoria y presencia

Las plegarias eucarísticas que acabamos de examinar ponen, en suma, de manifiesto que para comprender la verdad de la Eucaristía hemos de evocar, en primer lugar y ante todo, el misterio del amor de Dios, la realidad insondable de su benevolencia y misericordia para con los hombres. En segundo lugar, la manifestación máxima de ese amor divino: la Encarnación del Verbo, Hijo eterno de Dios Padre, asumiendo nuestra humanidad caída, para morir por nuestros pecados y resucitar para nuestra salvación (cfr. Rom 4, 24-25); es decir, el sacrificio de la Cruz, en la que nuestra Redención se consuma, y la realidad de Cristo resucitado, constituido por su obediencia en Señor del universo entero y en Sacerdote eterno que atrae la humanidad hacia sí (cfr. Phil. 2, 5-11; Heb 4, 14; 5, 6-18). En tercer lugar, y en dependencia de todo lo anterior, la Iglesia, cuerpo santificado por Cristo y signo e instrumento de su presencia entre los hombres. Finalmente, el cristiano, a quien Cristo se entrega como alimento y vida.

Tal es el contexto en el que se sitúa la Misa, que se nos aparece, por tanto, como acto culminante de la historia de la salvación: en ella Cristo se hace presente en medio de su Iglesia, del pueblo o grey por Él escogido y convocado, para santificarlo y atraerlo hacia Sí y, de esa forma, conducir todo el mundo hacia su consumación. Es esa realidad lo que otorga a la Eucaristía su centralidad en la actividad de la Iglesia y en el existir de cada cristiano.

Pero, a fin de percibir todas las implicaciones espirituales de esa enseñanza dogmática, parece necesario subrayar lo que cabe definir como realismo eucarístico. Para ello puede ser oportuno que nos detengamos un momento a fin de analizar una de las más graves incomprensiones a las que está expuesto el misterio de la Eucaristía: la que deriva del pensamiento protestante y, en especial, del calvinista.

La concepción luterana del pecado original como corrupción de la naturaleza humana, unida a la noción calvinista de la predestinación y a la oposición dialéctica que el mismo Calvino establece entre lo finito y lo infinito, conducen a concebir la justificación como una realidad exclusivamente escatológica y a reducir la economía cristiana a una economía de sola esperanza. De ahí la visión de la Eucaristía como un rito en el que «se recuerda» la obra de Cristo. Es decir, como un memorial vacío de presente, ya que en él se evocan el pasado (la Muerte y la Resurrección de Cristo) y el futuro (la consumación escatológica), pero no tiene lugar una actual comunicación de gracia.

Las implicaciones de ese planteamiento son grandes y graves. De manera inmediata, y como consecuencia del desconocimiento del realismo de la economía sacramental que trae consigo, desemboca en un debilitamiento de la piedad eucarística en todas sus dimensiones, y, con ello, en un cambio de acento en toda la piedad cristiana. Más a largo plazo, puede provocar una caída en el naturalismo. En primer lugar -como ha señalado Eric Mascall 16-, porque, al negar la comunicación de gracia, no deja lugar para más sacrificio que el de una acción de gracias hecha por el hombre por sus solas fuerzas, es decir, para un sacrificio concebido de manera pelagiana. En segundo lugar, y como consecuencia, porque presentar al hombre como un ser que, por hipótesis, puede realizar una acción con independencia de Dios, es decir, sin recibir de Dios el ser de esa misma acción que realiza, equivale a negar la creación y, por tanto, a Dios mismo.

Bastará, por eso, que algún pensador señale esa inferencia para que la tradición teológica protestante se vea situada frente a una disyuntiva crucial; ya

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que, entrada en contradicción consigo misma, no tiene otro camino de salvación que volver a sus raíces católicas, so pena de caer en un proceso de disolución. Esto último es lo que sucedió, de hecho, a partir de la aparición del racionalismo, como lo manifiestan el desarrollo de la teología protestante liberal hasta su crisis a principios del siglo XX y posteriormente la aparición de la llamada teología de la «muerte de Dios»".

Ciertamente esos desarrollos no derivan de Lutero y Calvino de una manera necesaria, y suponen toda una compleja serie de influencias e incidencias históricas; y, de otra parte, no toda crisis de la Teología sacramental tiene necesariamente un origen luteranos. Lo que nos interesaba era sólo poner de manifiesto, de una manera gráfica, la necesidad de coherencia si no queremos que la afirmación de la Eucaristía permanezca en nuestra mente , y en nuestra vida como una verdad suspendida en el vacío y expuesta a su destrucción, o, al menos, privada de todas sus consecuencias espirituales. Es lo que sucedería si no advirtiéramos en toda su hondura ese realismo eucarístico al que antes hacíamos referencia.

En resumen, la Eucaristía es ciertamente un memorial; pero no debemos olvidar que la palabra memorial (traducción del zikkaron hebreo, y del viro, cuv~ya griego), tanto en la liturgia sinagoga judía, que acuña el vocablo, como en la Patrística, que lo asume y emplea, tiene un sentido realista, totalmente distinto del que la frase «hacer memoria» recibe en la tradición luterano-calvinista'.

Por memorial se entiende, en efecto, la evocación litúrgica de los «mirabilia et magnalia Dei», pero viendo en esa evocación no un simple hacer memoria, es decir, algo que se sitúa a un nivel meramente psicológico, de modo que la única realidad actual de los hechos evocados es precisamente la que deriva de su pervivir en el recuerdo ; sino una --digamos- memoria del presente, es decir, un evocar ante Dios sus acciones salvíficas pasadas en cuanto momentos de un plan o designio divino que continúa realizándose ahora, y por tanto con la seguridad, basada en la promesa divina, de que Dios escucha la oración y se hace presente con su poder redentor para llevar a culminación su obra.

Es, pues, la acción continua y la presencia actual del Dios de las promesas lo que el memorial evoca; más aún, el memorial mismo, en lo que tiene de evocación, está lleno y es hecho posible por esa presencia: es porque Dios es fiel y no abandona a su pueblo, por lo que éste puede hacer memoria de Él. El acordarnos de Dios es consecuencia de que Dios se acuerda de nosotros; de que, viniendo a nosotros, nos atrae hacia Sí.

Estas perspectivas se agudizan si tenemos presente el dato central de la fe cristiana: Dios ha cumplido sus promesas, la Redención se ha realizado, los tiempos escatológicos han comenzado. En Cristo el fin de la historia, la consumación hacia la que Dios encamina su obra, está dada ya. La realidad de Cristo muerto y resucitado domina todo el acontecer, que se nos aparece, por tanto, como el irse desplegando de la realeza de Cristo, el proceso a través del cual Cristo va vivificando todas las cosas al unirlas a Sí. La Ascensión a los cielos no significa que Cristo se haya apartado de la historia de los hombres, dejándonos abandonados en un mundo de pecado, sino, al contrario, que, entrado en los cielos y sentado a la diestra de Dios Padre, es decir, dotado de la plenitud del poder redentor, está en condiciones de vivificar a la humanidad entera. Los sacramentos, y en especial la Eucaristía, son los actos fundamentales a través de los que Cristo interviene en la historia e incorpora los hombres a la vida de la gracia.

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En otras palabras, el presente, el hoy de la vida de la Iglesia, no es un vacío en la historia de la salvación, situado entre el pasado de la vida terrena de Cristo y el futuro de la Parusía, sino un momento lleno de valor y de sentido: el tiempo de la efusión del Espíritu Santo, de la incorporación al cuerpo de Cristo, de la colación de la gracia, arras y germen de la gloria; el tiempo, en suma, durante el que se edifica la Iglesia que ha de durar durante la eternidad.

Es Cristo glorificado, constituido en Señor y Rey de la creación y en Sacerdote eterno, quien, haciéndose presente en la palabra de fe y en los sacramentos, edifica, conserva y hace crecer a la Iglesia. «El augusto Sacrificio del altar no es una pura y simple conmemoración de la Pasión v Muerte de Jesucristo, sino un Sacrificio propio y verdadero por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la Cruz ofreciéndose enteramente al Padre como Víctima gratísima»20. De modo que, como dice una conocida oración litúrgica, «cada vez que renovamos este sacrificio se realiza la obra de nuestra salvación»2' . El sacrificio de la Misa actualiza el misterio de Cristo en su totalidad: pasado, presente y futuro; el sacrificio del Calvario, la realeza actual de Cristo, y su consumación final. En la celebración eucarística la Iglesia «se hace contemporánea de su Señor» es incorporada a su vida y edificada como Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios. Y la creación entera, que en la Iglesia, sacramento universal de salvación, tiene su valor y sentido radicales, es llevada hacia la plenitud a que Dios la destina.

La Patrística, especialmente la oriental, ha comentado este hondo realismo de lo que en la celebración eucarística acontece, glosando la relación existente entre las diversas Pascuas que se jalonan a lo largo de la historia de la salvación. La Pascua judía, en primer lugar, en la que se conmemora la salida de Egipto y se anuncia el día en el que Dios manifestará su poder, enviando al Mesías y estableciendo su Reino. La Pascua de Cristo, su tránsito hacia el Padre a través de la muerte para recibir la gloria de la resurrección. La Pascua escatológica de la Parusía, cuando la victoria de Cristo se manifieste en toda su plenitud y el cosmos entero sea transformado y pase a su estado definitivo. Y uniéndose entre sí a todas esas Pascuas, actualizándolas o anticipándolas en el presente de la Iglesia, la Pascua de la Eucaristía 23.

Cada Misa es Pascua, tránsito de la Iglesia y de la creación entera hacia su fin. En ella «Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre» 24. Y el cristiano, cada cristiano, es incorporado a ese acontecimiento y a ese proceso, en los que encuentra la raíz o fuente de su vida y de su espiritualidad.

4. Dinamismo sacramental y vida del cristiano

Al decir que la Eucaristía edifica la Iglesia no queremos atribuir ese efecto al solo sacrificio de la Misa, que, obviamente, se celebra y adviene en una Iglesia que existía anteriormente a ella. Cristo la ha edificado con anterioridad atrayendo hacia sí a los hombres mediante la gracia de la predicación, haciéndolos sus miembros con el bautismo, llevándolos a la madurez con la confirmación, regenerándose de los pecados cometidos después del bautismo mediante la penitencia; la ha provisto de un sacerdocio ministerial con el sacramento del orden, y ha proveído a su continuidad mediante el sacramento del matrimonio,

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ordenado a la santificación de las familias de las que nacerán futuras generaciones de cristianos.

Es, pues, la Iglesia fundada, convocada y sostenida por Cristo la que celebra la Santa Misa, y la que de esa forma es llevada a- su perfección. La Eucaristía es, en efecto, como gusta de repetir Santo Tomás de Aquino, citando unas palabras de Dionisio Areopagita, «el fin y la consumación de todos los sacramentos» 25. Con ella y en ella culmina la obra de la santificación iniciada por el bautismo y proseguida y continuada por los demás sacramentos; y culmina porque en ella se contiene Cristo mismo, y en Él y por Él somos llevados a Dios Padre, fin y término de toda la obra de la santificación.

Hay un dinamismo de los sacramentos en cuanto ritos que significan y causan la identificación con Cristo y la unión con Dios, y ese dinamismo encuentra su centro en la celebración eucarística en cuanto sacrificio por el que Cristo haciéndose presente en su Iglesia la incorpora más íntimamente a Sí y la hace de esa forma más Iglesia en el sentido pleno de la palabra: es decir, convocación divina, anticipo en la tierra de la unidad perfecta de los cielos 26.

Conviene anotar, además, que este dinamismo de los sacramentos en virtud del cual se ordenan unos a otros y, en último término, todos a la Eucaristía, no se cierra en sí mismo, como si los sacramentos constituyeran los únicos momentos cristianos de una existencia inmersa, por lo demás, en la pura profanidad, en la lejanía de Dios o en el pecado, sino que se prolonga con el dinamismo de la total vida cristiana que, en virtud de los sacramentos -fuentes de vida y de gracia-, adquiere valor de culto a Dios.

Dios exige, en efecto, del hombre la entrega de su propio ser en el amor y en la obediencia. No es, pues, extraño que ya desde los primeros tiempos de la tradición cristiana, prolongando textos proféticos y neotestamentarios y en el contexto de las reflexiones sobre el tránsito de la antigua a la nueva economía, de la israelítica a la cristiana, los Padres pusieran de relieve que el culto que Dios busca es ante todo el culto espiritual que puede ofrecerle el hombre mediante una obediencia manifestada en las acciones que componen la totalidad de su vida, el culto que resulta de la consagración del entero ser del hombre a Dios, de modo que el sacrificio exterior nada vale si no es expresión del interior27.

De ahí, entre otras cosas, que todo intento de oponer entre sí evangelización, sacramentalización y vida sea falaz, ya que esas tres palabras designan tres momentos del existir cristiano íntimamente trabados y solidarios entre sí: la proclamación de la palabra de Dios invita y llama 'a una conversión y a un cambio de vida, que los sacramentos hacen posible al incorporarnos a Cristo y hacernos partícipes de su gracia, y darnos así la fuerza para santificar la vida entera.

En el existir cristiano y de la Iglesia se da -como ya apuntamos anteriormente28- una circularidad entre predicación, vida y sacramento, que se prolongará hasta el momento de la consumación definitiva en los cielos. Porque la conversión inicial aspira a manifestarse en las obras, en las que el hombre experimenta su limitación y la presencia en él de las reliquias del pecado; lo que le devuelve a la palabra divina, para conocerse más profundamente según Dios y vigorizar su esperanza, y al sacramento, para injertar más hondamente su vida en la de Cristo, purificar sus acciones al unirlas al sacrificio de Cristo y vincularse más estrechamente con Dios, que en el sacramento sale a su encuentro; y todo ello a su vez le manda de nuevo a la vida, para confirmar con las obras la fe, la esperanza y la caridad que la palabra de Dios y el sacramento han renovado en él 29.

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Circularidad que encuentra su centro en la Eucaristía, ya que en la Misa la Iglesia es asumida por su Señor y el cristiano entra en íntima comunión con Él. La reiteración de la celebración eucarística a lo largo de la historia, la posibilidad de comulgar sacramentalmente o espiritualmente 30, la prolongación de la presencia de Cristo en el Sagrario, permiten al creyente una constante y progresiva incorporación a la vida de Dios, en espera de la comunión perfecta de los cielos.

5. Eucaristía e Iglesia total

« He aquí el pan de los ángeles hecho alimento de los que caminan»: esta estrofa del himno Lauda Sion 31, que reitera esa realidad del peregrinar al que acabamos de referirnos, nos introduce además a uno de los últimos puntos que queríamos tocar. Ya que todo cuanto hemos expuesto sobre la Eucaristía como momento fontal y punto crucial de la edificación de la Iglesia y, en ella, del cristiano, adquiere su pleno sentido si nos situamos ante la Iglesia percibiendo la catolicidad de su misterio; esa catolicidad o universalidad que llevaba a los Padres y a los grandes teólogos de la tradición cristiana a contemplarla a través de la entera historia del mundo, afirmando, con Hermas, que «fue creada la primera, antes que toda otra cosa» 32 o, con Hugo de San Víctor, que su periplo histórico se extiende «desde el comienzo del mundo hasta su fin»33.

Es cierto, a la vez, que la Iglesia nace de la muerte de Cristo y comienza su peregrinar en Pentecostés, pero lo que en esos momentos acontece no es algo marginal a la historia general de la creación o fruto de una -digamos- decisión tardía y sectorial de Dios. En la Iglesia se nos revela la voluntad de Dios sobre la creación entera, y el término último al que la providencia divina dirige, desde el inicio, todo el acontecer: la ciudad de los santos, la Iglesia eterna de los cielos 34. Y esa Iglesia eterna es la que la Eucaristía edifica.

No comprenderemos jamás adecuadamente el misterio de la Iglesia -y, por tanto, el de la Liturgia- mientras no superemos -y superemos radicalmente- la concepción ilustrada e idealista de la humanidad como sucesión de generaciones que perviven sólo en el recuerdo o en las obras materiales y culturales que producen; concepción que lleva a fijar la atención sólo en una generación, la presente o una utópica y futura en la que toda la humanidad se verá como concentrada y resumida. Esa concepción implica una visión puramente inmanente del hombre y encierra nuestra mirada en un horizonte extremadamente limitado, impidiéndonos reconocer que, como dijera Newman, el mundo al que nosotros llamamos visible no es sino una parte de un mundo mucho más amplio, el resto del cual nos es invisible35.

Las generaciones pasadas perviven no sólo en el recuerdo y en sus obras, sino en sí mismas, ya que la muerte no aniquila al ser humano. Con toda esa humanidad viviente, más aún, con los ángeles y arcángeles, nos unen lazos que derivan de nuestra pertenencia a un mismo universo y de la unidad del destino a que nos llama Dios. Es a toda esa familia a la que se extiende la Iglesia, que es por eso militante, purgante y triunfante. Y es con ella con quien nos pone en relación la Misa.

Lo que la Eucaristía edifica no es una comunidad humana que aspira a dar lugar a una Iglesia del futuro, entendiendo por tal la que conocerán las próximas generaciones sobre la tierra, sino una Iglesia que se sabe unida con la Iglesia del Purgatorio y la Iglesia de los Cielos, y destinada a durar, unida a Dios, toda la eternidad: «Una y la misma escribía Ruperto de Deutz- es la Iglesia que se edifica

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en el presente siglo cuando los gentiles se convierten, y la que surgirá en el futuro cuando todos resucitemos»36.

Todo sacrificio de la Misa tiene resonancias cósmicas: en él es sostenida la Iglesia peregrina, aliviada la Iglesia purgante, y se aumenta el gozo de la Iglesia triunfante al ver cómo el peregrinar de sus hermanos en la tierra se va acercando hacia la meta de los cielos. En cada celebración eucarística, en cada Misa, Cristo redentor, al hacerse presente en el seno de la Iglesia terrestre, la acerca a los cielos, a la comunión con los ángeles y los santos37, más aún, con Dios mismo. El sacrificio eucarístico perpetúa una «corriente trinitaria de amor por los hombres»38, en virtud de la cual la Iglesia es «pueblo reunido a partir de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»39.

Doctrina sobre la Eucaristía, visión del hombre como ser ordenado a Dios, dogma cristiano sobre la justificación y sobre la liberalidad de Dios que no sólo promete bienes al hombre, sino que se los comunica ya actualmente, se unen con nexo profundo. Sólo, en efecto, si vemos al hombre como ser espiritual, al que no bastan por tanto los bienes intratemporales e intramundanos, puesto que está llamado a trascender todo el orden de las criaturas para fundamentarse en Dios; es decir, sólo si vemos al hombre como ser creado a imagen de Dios y ordenado a Él , estaremos en condición de abrirnos a la comprensión del don que implica la Eucaristía. Si eso falta, e incluso si no se profundiza vital y realmente en todo lo que esa verdad supone, la fe cristiana no podrá informar nuestra inteligencia y nuestra vida, y por tanto la piedad tenderá a debilitarse y a caer en la superficialidad y la rutina, la Iglesia correrá el riesgo de ser concebida como una mera sociedad, ya que pasará inadvertido su misterio, y la celebración litúrgica, el de ser vista como un acto social, o una ocasión de hacer experiencias comunitarias o de reflexionar sobre nuestra vida, o cualquier otra finalidad que se mantenga a un nivel meramente humano.

Si, en cambio, tenemos ese sentido teologal del hombre, el anuncio de la elevación acontecida en Cristo se nos aparecerá como algo que, trascendiéndolas, colma todas nuestras aspiraciones, ya que nos introduce en una amistad gratuita e íntima con ese Dios al que estamos ordenados; concebiremos a la Iglesia como lo que realmente es: la congregación de los que participan de la vida divina en espera de la plenitud de los cielos; y la celebración eucarística se presentará ante nosotros, en toda su riqueza, como el don a través del cual Dios lleva a su grado máximo esa anticipación en el tiempo de la intimidad a que nos destina en la eternidad.

De ahí, aunque a primera vista pueda parecer paradójico, que sea más comunitaria la Misa celebrada por un sacerdote solo o acompañado de alguien que le asiste, pero que se abre con su corazón a Dios y a la humanidad por él llamada 40, que la que tiene lugar en un grupo, muy trabado tal vez entre sí, pero preocupado ante todo por hacer una «experiencia de comunidad» y, por tanto, centrado sobre sí mismo y cerrado a las perspectivas teológicas de fondo. El hombre encuentra la realización de su ser en la unión con Dios; y es ahí también donde encuentra, en su máxima profundidad, la unión y la fraternidad con los demás hombres.

No se trata, pues, de desconocer el sentido comunitario de la Misa -nada más ajeno al espíritu cristiano que el individualismo egocéntrico-, sino sencillamente de partir de una noción teológica, y no meramente sociológica, de comunidad. Y, desde ahí, abrirse a la Eucaristía, conscientes de que como dijera

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Pablo VI- en ella se da una suprema «epifanía», manifestación y despliegue o experiencia, de comunión: con Cristo, en primer lugar y ante todo, con la Iglesia y con la humanidad entera, después 41.

6. Dimensiones del realismo eucarístico

A lo largo de las páginas que preceden hemos puesto varias veces de relieve el profundo realismo del dogma eucarístico. Completando y prolongando las consideraciones anteriores, podemos decir ahora que ese realismo se mueve -y es importante notarlo- en dos direcciones: realismo sacramental-cristológico, en primer lugar, es decir, presencia real de Cristo bajo las especies consagradas; realismo sacramental-soteriológico y eclesiológico, en segundo lugar, es decir, real comunicación de la vida de Cristo a su Iglesia y al cristiano. Todo lo cual funda a su vez una actitud espiritual-contemplativa y un compromiso existencial.

Esas dimensiones del realismo eucarístico están, como es obvio, íntimamente relacionadas, de modo que sólo manteniéndolas ambas se comprende la Eucaristía en toda su profundidad. Quedarse por eso en la afirmación de la presencia real de Cristo bajo las especies, no prolongando la mirada para advertir la introducción del cristiano en la vida divina que esa presencia hace posible, conduciría a una petrificación de la piedad eucarística, a una minusvaloración del carácter sacrificial de la Misa, a una debilitación del sentido de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, a un olvido del valor de la vida como momento real y concreto en el que se manifiestan el amor y la entrega.

También, y más aún, nos alejaría de lo real el olvido del realismo sacramental-cristológico: es decir, de la presencia real de Cristo mismo bajo las especies consagradas. En ese caso, en efecto, se desconocería la realidad fontal de la Eucaristía, y por tanto toda la «veritas sacramenti» y la misma comunicación de gracia que tiene en la presencia de Cristo su raíz y fundamento. Por eso, cuando se afirma -como hace, por ejemplo, Schillebeeckx que la Teología postridentina destruyó la armonía del misterio eucarístico, ya que subrayó unilateralmente la presencia real y se dejó llevar de tendencias objetivistas con olvido de las dimensiones interpersonales, y, basándose en ese juicio, se concluye que es necesario elaborar una síntesis teológica que prescinda de la realidad de la transustanciación, se deforma la verdad histórica, y se incurre, a nivel dogmático, en un desenfoque total del problema 42.

La Teología postridentina tiene ciertamente limitaciones, pero lo que movió a los teólogos de esas épocas -y, antes que a ellos, al Magisterio eclesiástico- a poner el acento en la presencia real de Cristo bajo las especies y en la transustanciación como vía hacia esa presencia no fue un olvido de las dimensiones santificadoras de la Eucaristía, sino, al contrario, la preocupación por salvarlas defendiendo su fundamento. Si sé oscurece o se deja en segundo término -y, obviamente, mucho más si se niega- la presencia real de Cristo en la Eucaristía, y la transustanciación que la explica, no se sigue en modo alguno una mayor afirmación de la vida de gracia como vida de relaciones interpersonales entre el hombre y Dios, sino, al contrario -como ya decíamos al referirnos a las consecuencias del planteamiento luterano-calvinista-, una minusvaloración del carácter actual e interno de la justificación, una pérdida del sentido de la Iglesia y,

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en términos más amplios, una debilitación de la entera fe cristiana y de su vivencia como encuentro con el Dios vivo.

Parafraseando el dicho que repetían frecuentemente los Padres antiarrianos a propósito de la divinidad de Cristo (si Jesucristo no fuera Dios, no podría divinizarnos), podemos decir aquí: si Cristo no estuviera realmente presente en la Eucaristía, ésta no sería capaz de causar nuestra santificación. Lo que, positivamente, equivale a afirmar que es a partir de la Eucaristía como conocemos y comprendemos en toda su profundidad el amor de Dios hacia los hombres, y advertimos a la vez el hondo fundamento del optimismo y la alegría propios del cristiano.

El caminar hacia la plenitud del Reino, donde Dios será todo en todas las cosas (cfr. 1 Cor 17, 26), debe realizarse en la fe, pero no ha querido Dios que debamos vivir la fe bajo el signo de la angustia y de la lejanía, sino bajo el de la alegría y de la conciencia de la proximidad de Dios: ha multiplicado, en efecto, los signos de su presencia, para que la Iglesia peregrina pueda no sólo saberse, sino sentirse unida al Dios que la ha convocado, y participar también existencialmente de esa vida eterna de la que gozará plenamente al final del camino, pero de la que gusta ya anticipadamente ahora al conocer que su Señor está presente en medio de ella.

Mons. Escrivá de Balaguer lo ha dicho acudiendo a una comparación muy gráfica, que merece la pena citar por entero. «Considerad -escribe- la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar juntas, pero el deber -el que sea- les obliga a alejarse.

Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más, porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer. Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente»43.

Situarse adecuadamente ante la celebración eucarística es situarse ante ella en actitud de fe y admiración profundas: en oración contemplativa, es decir, sosegada, capaz de contemplar, de mirar con amor y con maravilla a lo que acontece. La acción de la Iglesia y la vida espiritual cristiana giran en torno a la Eucaristía, digámoslo resumiendo lo dicho hasta ahora:

a) Porque la Eucaristía, el sacrificio de la Misa, es la fuente de la vida de la Iglesia, ya que ahí se consuma la tarea de edificación iniciada por los otros sacramentos. La Iglesia, cuerpo de Cristo, es mantenida en su ser por la Eucaristía, a la que debe, por tanto, volver constantemente como a la raíz de donde dimana su vida.

b) Porque la Eucaristía es además el término de la vida de la Iglesia, ya que en ella se nos da Cristo, Esposo de la Iglesia, con el que ésta debe identificarse. En otras palabras, la Santa Misa, fuente del vivir cristiano, no es un punto de partida

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TEMA 7 ● DIMENSIÓN SECULAR DE LA VIDA CRISTIANA 143

del que el cristiano se aparta a medida que realiza el vivir que en ella se le comunica, sino también punto de llegada, ya que esa vida es vida de Cristo y por tanto impulsa a volver a la Eucaristía, sacramento culminante del encuentro con Cristo y con Dios durante el caminar terreno. Por eso la actividad entera de la Iglesia se ordena a la Eucaristía para, a través de ella y en ella, abrirse a la comunión perfecta de los cielos.

Se ha señalado con frecuencia que toda oración viene de Dios, que con su gracia, toca al hombre, que se advierte así creado, elevado y llamado por Dios y vuelve de nuevo hacia Dios en forma de adoración y acción de gracias. Esa dinámica de toda oración se realiza de modo especialmente fuerte en la Santa Misa, en la que el Verbo mismo, Hijo de Dios Padre, se hace presente para llevar a su cumplimiento nuestra incorporación a Él y, de esa forma, nuestra unión en el Espíritu Santo con Dios Padre; y que, por tanto, reclama de nosotros una acción de gracias cuya profundidad vital -palabra y acción- haga eco de algún modo a la magnitud del don que se nos otorga.

Por este su carácter central, en la Misa confluye toda la vida cristiana y en ella deben ser vivificadas y fortalecidas todas las actitudes propias de ese vivir: la fe en la Palabra divina, la esperanza del cielo, el amor a un Dios que nos ama hasta el extremo de ponerse en nuestras manos, la entrega a los demás a imitación de Cristo, que da su vida por nosotros... Desde la actitud contemplativa llegamos así al compromiso, a la acción, a las obras en las que la fe se manifiesta y a través de las cuales se hace carne del propio vivir.

Pero, sin olvidar jamás esas perspectivas, añadamos una observación que nos devuelva al centro. La Eucaristía impulsa y vivifica toda la existencia precisamente afectando, vivificando, su raíz o momento frontal: ese punto o lugar en el que el hombre se abre a Dios que viene y a la vida que, con su venida, Dios nos revela y comunica. En otras palabras, la Misa no es tanto el momento de reflexionar sobre sí mismo y sobre las propias responsabilidades, cuanto el de mirar a Dios y tomar conciencia de su bondad. Sólo, en suma, una Iglesia y un cristiano que rezan están en disposición de comprender el don que se les otorga en la Eucaristía. Lo demás, el hacer de la Eucaristía el centro del vivir y del obrar, el actuar en todo instante a imitación del amor de Cristo, vendrá como consecuencia.

NOTAS

1. CONCILIO VATICANO II, Constitución Saornsanctum Concilium, n. 10; un texto paralelo en el Decreto Presbiterorum ordin.s, n. 5.

2. Homilía en el seminario de Venegono, 21-V-1983. n. 4.3. Homilía en la clausura del XX Congreso Eucarístico nacional de Italia. 22-V-1983. n. 84. Esa regla de la fe fue proclamada por el Concilio de Trento, recordado y prolongado en algunos

puntos por documentos posteriores (entre otros: Pío XII, Encíclica Mediator ,Dei. 20-XI-1947; PABLO VI, Encíclica Mysterium fidei, 3-IX-1965; JUAN PABLO lI, Carta apostólica Dominicae Coenae, 24-11-1980; y las Constituciones Sacrosanctum Concilium y Lumen gentium del Concilio Vaticano 11). Dado que aspiramos sólo a realizar una breve síntesis, vamos a limitarnos a remitir, en los párrafos sucesivos, al Concilio de Trento. aunque hemos tenido en cuenta los otros documentos mencionados.

5. CONCILIO DE TRENTO, Doctrina de s.s. Mi.s.sae sacrificio, Caps. 1 y 2. cánones 1. 3 y 4 (DS 1739-1743, 1751, 1 75-1751;.1753-1754).

6. CONCILIO DE TRENTO, Decretum de ss. Eucharistia, caps. 1 y 2, canon 1 (DS 1636, 1640, 1651). Cap. 4 y canon 2 (DS 1642, 1652).

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7. CONCILIO DE TRENTO, Doctrina de ss. Missae sacrificio, caps. 1 y 2, canon 2 (DS 1740, 1743, 1752); Doctrina de sacramento ordinis, caps. 1 y 4, cánones I, 3 y 4 (DS 1764, 1767, 1771. 1773, 1774).

8 L. BOYER, Eucaristía. Teología v espiritualidad de la oración eucarística. Barcelona 1968, pp. 19-20.

10 Sobre este texto y su historia, ver F. E. BRIGHTMAN, Liturgies Eastern and Western, vol. 1, Eastern Liturgies, Oxford 1896, pp. 321 ss., y H. ENGBERDING, Das eucharistische Hochgebet der Basiliusliturgie, Münster 1931. Es reproducido y comentado por L. BOUYER, o. c., pp. 289-301 (la versión castellana que citamos es la realizada por el traductor de esta obra).

« Vere dignum et iustum est, ilequum et salutare nos tibi semper et ubique gratias agere, Pater omnipotens, aeterne

Deus», comienzan los Prefacios de la liturgia romana, que terminan igualmente con la evocación de los ángeles y arcánge les, que sin cesar cantan la gloria y la santidad de Dios, y uniendo a esa liturgia de la Iglesia celeste la liturgia de la Iglesia peregrina y militante, que agradece la venida del Mesías: «Sanctus, sanctus, sanctus Dominus Deus Sábaoth!

Pleni sunt caeli et terra gloria tua. Hosanna in excelsis. Benedictus qui venit in nomine Domini! ¡Hosanna in excelsis!»

12 La plegaria eucarística IV del Misal Romano sigue un esquema y orden expositivo muy similares. Por lo demás, en toda la liturgia romana la rememoración de las etapas y momentos fundamentales de la historia de la salvación corre a cargo de la parte central de los Prefacios, que varían en cada tiempo litúrgico, subrayando así los aspectos más inmediatamente relacionados con el misterio que en cada tiempo se conmemora.

Son especialmente ricos los de Navidad, Epifanía, Pascua, Ascensión y Pentecostés; tiempos que gozan también en la plegaria eucarística I o Canon Romano de un Communicantes propio, donde de nuevo se hace referencia a esa misma realidad.

13 Las Plegarias eucarísticas I, II y 111 del Misal Romano, después de la evocación de la obra de Cristo hecha en el Prefacio, se sitúan de lleno in medias res, es decir, en la Iglesia peregrina sobre la tierra que se dispone a celebrar la memoria de su Señor y a participar en su sacrificio.

En las Plegarias II y IlI el tránsito desde el Prefacio a la Consagración es muy breve. En el Canon Romano es más largo, ya que el ministro celebrante se dirige ante todo a Dios Padre pidiéndole que acepte y bendiga -y por tanto, santifique y transforme- los dones que le presenta: «Te igitur, clementis.sime Pater, per Jesum Chri,stum Filium tuum Dominum ne.strum, supplices rogamus, ac petimus, uti accepta habeas, et benedicas, haec dona, haec munera, haec santa sacriJïcia illibota.» Esa petición es reiterada en el Hanc igitur y en el Quam oblationem.

En el contexto de esa profunda invocación teologal, de ese recuerdo de la trascendencia y majestad divinas y a la vez de su amor. benevolencia y misericordia. se sitúa la repetición de las palabras de la última Cena por las que Cristo, Hijo de Dios enviado a los hombres, se hace presente.

14 De un modo análogo, y con expresiones similares, proceden las cuatro Plegarias eucarísticas del Misal Romano; el Canon Romano, con más amplitud; las otras tres Plegarias, de forma más resumida.

15 Así lo hacen también las Plegarias eucarísticas II, III y IV del Misal Romano. En la Plegaria eucarística I o Canon Romano esa petición se distribuye en cambio en dos partes: una, mementos de vivos, antes de la Consagración; otra, mementos de difuntos y Nobis quoque, después.

Todas culminan, por lo demás, con la gran doxología final que cierra esta parte de la Misa y da paso al rito de la Comunión: «Per Christum Dominum nostrum. Per quem haec omnia, Domine, semper bona creas, santificas, vivificas, benedicis, et praestas nobis. Per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri omnipotente, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria. Per omnia saecula saeculorum. Amen.»

16 E. MASCALL, Corpus Christi, Londres 1969, pp. 106 ss. Aunque desde otra perspectiva, hemos tenido ya ocasión de ocuparnos de este tema en nuestras

obras Hablar de Dios, Madrid 1969, y Cristianismo, historia, mundo, Pamplona 1973, a las que remitimos.

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TEMA 7 ● DIMENSIÓN SECULAR DE LA VIDA CRISTIANA 145

17 Algunas referencias a otros factores pueden encontrarse en nuestro escrito: Sacramentos y ontología de la gracia. Reflexiones al filo de la historia de la Teología, en Varios autores. Sacramentalidad de la Iglesia .sacramentos, Pamplona 1982, pp. 621-635.

18 No es por eso extraño que una serie de autores protestantes actuales que han realizado investigaciones históricas sobre el tema del memorial hayan evolucionado dirigiéndose hacia posiciones que se acercan a la ortodoxia católica: cfr. F. J.

19. LEENHARDT, Ceci est rnon Corps, Neuchatel 1955; M. THURIAN. L'Eucharistie. Neuchatel 1959; J. JEREMIAS, Die Abdenmahlsworte Je.sa. Gotinga 1960.

20. Pío XII, Ene. Mediator Dei (AAS 39, 1947, 548; DS 3847).21. Texto proveniente del antiguo Misal, promulgado por S. Pío V, donde formaba parte de

formulario para el Domingo 9 después de Pentecostés, y que, en el Misal ahora vigente, ha sido recogido en la oración super oblata del Domingo II del tiempo ordinario y de una de las Misas votivas de la Eucaristía.

22. J. MOUROUX, Le mvstère du temes, París 1962, p. 209.23. Este tema pascual, recogido ya en el Concilio de Trento, Doctrina de ss. Missae sacrificio, cap.

1 (DS 1741), es subrayado con referencias breves, aunque reiteradas, por el Concilio Vaticano 11: Constitución Sacrosanctum Concilium, n. 47; Decreto Christus Dominus, n. 15, y Decreto Presbyterorum ordinis, n. 5.

24. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER. Es Cristo que pasa, Madrid 1973, n. 94.25 Cfr., p. ej., Summa Theologiae, 3, q. 63, a. 6; q. 65, a. 3; q. 73, a. 3. La frase del Pseudodionisio

se encuentra en De ecclesiastica hierarchia, p. 1, e. 3 (PG 3, 424). De esta doctrina se hizo eco el Concilio Vaticano 11, Decreto Presbyterorum ordinis, n. 5.

26 Para una exposición de conjunto del dinamismo sacramental, puede leerse con provecho: C. DtLLENSCHrtEtDeR, El dinami.srno de nttc.stro.s sacramentos, Salamanca 1965.

27. Este tema, ya expuesto en pleno siglo II por San Justino (Diálogo con Trifón, e. 117; Primera Apología , e. 13; PG 6, 746-750 y 346-347), fue ampliamente desarrollado por San Agustín (ver especialmente De Civitate Dei, libro X).

28. A1 exponer, en el capítulo IX, el desarrollo de la piedad (pp. 231 ss.).29. Cfr. CONCILIO VATICANO 11, Constitución Lumen gentium, n. 34.30. El tema de las relaciones entre comunión sacramental y espiritual fue ampliamente tratado por

la Teología clásica: ver, por ejemplo, S. TOMÁS DE AQUINO Summa Theologiae, 3, q. 80. a. I : Catecismo del Concilio de Trento, parte 2, c. 4, n. 55.

31 Incorporado a la Liturgia como secuencia de la fiesta del Corpus Christi.

32. HERMAS, El Pastor, visión 2, c. 4, n. 1 (FUNK, Patres apostolici, pp. 430-431 ; Sources chrétiennes, n. 53 bis, ed. de R. Joly, p. 96).

33. HUGO DE SAN VECTOR, De Arca Noe mvstica, c. 3 (PL 176, 688).34. Sobre este punto, ver nuestro ensayo La Iglesia en el mundo, en «Palabra», 91 (1973), 19-23.35. J. H. NEWMAN, Parrochial and Plain Sermons, vol. 2, Westminster (USA) 1966. pp.

358-364 (se trata de un sermón sobre los ángeles).36. RUPERTO DE DEUTZ, In Zachariam, 1. 2 (PL 168, 748 C).37. De ahí la importancia que la Tradición y la Liturgia han concedido siempre a la presencia de

los ángeles en la Misa; ver los testimonios citados por E. PETERSON, El libro de los ángeles, Madrid 1957.

38. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 85. 39 S. CtPRtANO, De oratione dominica, 23 (PL 4, 553); citada en la Constitución Lumen gentium, n. 4. Ver G. PHILIPS, La Iglesia v su misterio en el Concilio Vaticano II, Barcelona 1968, t. 1, pp. 116-117.

40. Sobre el valor de toda Misa, cfr. CONCILIO DE TRENTO, Doctrina de ss. Missae sacrificio, cap. 6 (DS 1747); Pío XII, Enc. Mediator Dei (AAS 39, 1947, 552-563; DS 3849-3854); CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 27; PAULO VI, Enc. Mysterium fidei (AAS 57, 1965, 761); JUAN PABLO II, Carta apostólica Dominicae cenae (AAS 72, 1980. 113 ss.).

42. Die eucharistiche Gegenwart. Düsseldorf 1967. Para una crítica más detenida de la posición de Schillebeeckx, ver J. RATZINGER y W. BEINERT, Transustancialidad y Eucaristía, Madrid 1969: F. GABORIAU, La Eucaristía, nuestro bien común, Barcelona 1970, pp. 11-35: J. A. SAYES, La presencia real de Cristo en la Eucaristía, Madrid 1976.

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43. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 83.

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Tema 7

Dimensión secular de la vida cristiana

Hacia una comprension cristiana del mundo

José Luis Illanes

1. Diversas acepciones de la palabra mundo.La palabra mundo es uno de esos términos que, habiendo tenido una larga

historia, están cargados de múltiples significaciones. De ahí que, antes de comenzar la exposición propiamente dicha, se hace necesario clarificar la terminología.

Se habla de mundo, en ocasiones, dando a la palabra una amplitud total, con un sentido que -aunque suponga una tautología- podemos calificar de cósmico: por mundo se entiende pues el universo, el conjunto de lo existente, considerándolo como un todo unificado. Con un lenguaje más preciso, diríamos la totalidad de lo creado, unificada precisamente por el acto creador de Dios que, poniendo al universo en la existencia, lo constituye en su ser y lo llama a un destino eterno.

Por mundo se puede entender otras veces la realidad en cuanto contrapuesta al hombre, considerándola como el cuadro ambiental en el que el hombre vive y se desarrolla. Si esa realidad es vista como objeto de estudio por parte del hombre que intenta conocer, analizar y clasificar la naturaleza y propiedades de los diversos seres, entonces usamos la palabra mundo en un sentido cosmológico, y connotamos sobre todo las obras de la naturaleza, más que las de la cultura. En otras ocasiones, en cambio, la realidad analizada es el conjunto de las instituciones, valores objetivados, realizaciones culturales, actitudes colectivas, etc. que determinan la fisonomía de un cierto período histórico (como cuando decimos mundo antiguo, mundo medieval, mundo contemporáneo) o la fisonomía de un cierto ámbito cultural o de una cierta parte de la sociedad (como cuando hablamos de mundo germánico, mundo latino, mundo obrero, mundo universitario) en todos esos casos la palabra mundo es empleada con un sentido

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histórico-cultural y sociológico. Finalmente si la actitud con la que el hombre se sitúa frente a lo que le rodea no es la del estudio o análisis, sino la de la toma de conciencia de la propia situación existencial, es decir reconociendo en la realidad algo que reclama de él una respuesta y ante lo que debe reaccionar con un proyecto de acción, nos encontramos frente a lo que suele denominarse sentido antropológico de la palabra mundo, entendida aquí como el conjunto de los valores que el hombre asume y sobre los que fundamenta su actuar: hablamos así de concepción del mundo, de idea que nos formamos del mundo, de cosmovisión o, empleando directamente la palabra alemana que esas expresiones intentan traducir, de Weltanschauung.

Cuando al referirnos antes al sentido cósmico de la palabra mundo advertíamos que en un lenguaje preciso indica la totalidad de lo creado, no agotábamos evidentemente las implicaciones que la visión cristiana tiene con respecto a este tema ni tampoco las significaciones de que ha dotado a la palabra que analizamos. Es importante señalar que, en una perspectiva cristiana, la palabra mundo tiene ordinariamente una referencia vocacional, puesto que la voluntad divina y su designio de salvación constituyen la explicación última de la realidad. Más adelante profundizaremos en ese dato, de momento basta advertir que en torno a él podemos situar algunas de las significaciones más características que el vocablo mundo recibe en el hablar cristiano. Encontramos ante todo su sentido soteriológico; que es el predominante en las Sagradas Escrituras, donde se la usa especialmente para indicar la realidad como objeto de la acción salvadora de Dios: el mundo amado por Dios Padre y por el que Cristo dio su vida; o también, puesto que la llamada de Dios puede ser rechazada por el hombre, las criaturas en cuanto que se cierran al amor divino: el mundo del pecado, en el que reina el diablo. El drama de la salvación y del pecado nos indica además que durante la historia se juega una partida que se abre a la eternidad, de ahí que se hable de mundo en un sentido escatológico para referirse al momento actual, al eón presente: es decir a la actual fase histórica del designio divino, en la que se anuncia, espera y prepara la fase definitiva. Muy relacionado con los dos sentidos anteriores, pero distinto de ellos, está el sentido ascético: el mundo como ocasión de pecado, como la suma de las posibilidades de tentación que encierra la realidad presente.

En una línea distinta, y dado que la economía de la salvación supone la existencia de una Iglesia, encontramos el sentido eclesiológico de la palabra mundo es decir su empleo para designar el conjunto de realidades que están fuera de los márgenes visibles de la Iglesia o que, de algún modo, se encuentran en situación de exterioridad con respecto a ella. La palabra, según las diversas coyunturas históricas, designa preferentemente en unos casos, instituciones y organizaciones, en otros, actitudes mentales o sistemas culturales, pero el trasfondo teológico es siempre el mismo.

La pluralidad de sentidos que acabamos de recoger, puede producir una cierta sensación de desánimo, puesto que orientan la atención en direcciones muy diversas, de manera que una síntesis parece imposible. Se hace necesario optar por alguna de las significaciones y, a partir de ella, desarrollar el tema. El éxito de la operación depende evidentemente de que se haya acertado con una significación lo suficientemente básica como para conducir a una comprensión de la problemática que la palabra evoca. La tarea no es tan ímproba como pudiera parecer a primera vista, pues si nos fijamos en los diversos sentidos enumerados, advertiremos que entre la gran mayoría de ellos hay una clara relación: nos hablan

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TEMA 7 ● DIMENSIÓN SECULAR DE LA VIDA CRISTIANA 149

no tanto de diversas realidades, cuanto de diversas perspectivas desde las que se está considerando una misma realidad. En este sentido podemos afirmar que la temática fundamental se sitúa en torno al eje constituido por las significaciones que hemos calificado de cósmica, soteriológiea, escatológica y antropológica.

2. Concepción bíblica del mundo.En la lengua hebrea1 no existe una palabra equivalente a la castellana

mundo, es decir un vocablo que sirva para designar el universo con todos los seres que lo integran. Para indicar esa idea los hebreos usaban expresiones como «cielos y tierra» (Gn 1, 1; 2, 1; Ex 31, 17 ; Ier 51, 15 ; 1 Mac 2, 37) o «el todo» (Ps 8, 7; Is 44, 24; Eccli 36, 1).

La expresión «cielo y tierra», que es la más usada, presupone la cosmología comúnmente admitida por el pueblo hebreo, así como por otras muchas naciones vecinas2. Según esa cosmología, el universo se encuentra dispuesto en varios estratos: de una parte la tierra rodeada de agua, sobre la que descansa; por encima de la tierra el firmamento o cielo, considerado como una cúpula sólida sobre la cual se extienden de nuevo las aguas. Desde el punto de vista genético esta cosmología presupone un primer estado en el que las aguas lo cubrían todo, y una obra de diferenciación en tres momentos fundamentales: a) la formación del cielo que separa las aguas superiores de las inferiores y da orige al espacio aéreo que permitirá el desarrollo de la tierra, b) el emerger de la tierra al desaparecer las aguas que la cubrían, y c) la aparición de las estrellas y astros del firmamento y el surgir de la vida vegetal y animal poblando así la tierra y las aguas.

Los autores inspirados, al usar la expresión «cielo y tierra» (o, en ocasiones, «cielo, tierra y mar» : Ex 20, 11; Idt 9, 17), no pretenden, obviamente, consagrar esa cosmología sino sencillamente indicar, sirviéndose del modo normal de hablar de sus contemporáneos, la totalidad del universo visible, a fin de trasmitir el mensaje de índole religiosa y metafísica que habían recibido: la distinción entre Dios y el mundo, y la absoluta dependencia del mundo con respecto a Dios.

Señalemos, por otra parte, que según la mayor parte de los exégetas la locución «cielos y tierra», tal y como se encuentra en el capítulo primero del Génesis, y en los lugares que emparentan directamente con él, designa al universo terreno o material, mencionando sus partes principales, y no indica pues de una manera directa o inmediata la distinción entre seres espirituales y materiales. En numerosos textos, sin embargo, la palabra cielo recibe una significación espiritual, siendo considerado como el trono de Dios (3 Reg 8, 30; Is 66, 1; Ps 2, 4) ; y como la morada o lugar propio de los ángeles (Gn 21, 17; 3 Reg 22, 19; Tob 12, 15). Este es el sentido que recoge S. Pablo cuando, para afirmar la primacía de Cristo sobre todo lo creado y concretamente sobre los ángeles, habla de que le están sometidos todos los seres del cielo y de la tierra (Philp 2, 5-11; Eph 1, 9-10 ; Col 1, 15-20 ; cfr. Heb 1, 3-2, 18).

Los autores de la versión de los setenta conservaron las expresiones antes mencionadas, traduciéndolas literalmente no se sirvieron pues del sustantivo griego cosmos (xóa~oc), que, por influencia de la filosofía, se usaba desde el siglo VI a. C. en la literatura helénica para designar el universo; el mismo criterio siguieron otros traductores, de modo que sólo en una traducción tardía como la de Simaco es empleado para traducir el vocablo «tierra». Ese substantivo aparece en cambio con frecuencia en los libros del Antiguo Testamento escritos

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originalmente en griego (Sap 7, 17 ; 2 Mac 7, 9). Los autores del Nuevo Testamento mantuvieron ambas formas de hablar, empleando indistintamente unas u otras expresiones (cfr. p. e. Mt 24, 35; 10, 1, 3, 10; Act 17, 24; Apc 14, 7).

La palabra cosmos, en los escritos del Nuevo Testamento, tiene de hecho cuatro acepciones principales

1. El universo o conjunto de las criaturas visibles. Esta acepción, que es equivalente a la que el vocablo tenía en el griego ordinario, traduce la locución «cielo y tierras>, cuya significación y valor recoge: es en efecto empleada de ordinario para poner al mundo en relación con el acto creador de Dios o con su poder soberano (Mt 24, 21; Lc 11, 50; lo 1, 10; 1 Cor 3, 22 ; Eph 1, 4 ; Heb 4, 3 ; 1 Pe 1, 20). Por su especial importancia recordemos las frases en las que Dios es calificado como hacedor del mundo (ó ~ol,;~a~ zoo xó~;~_o~ : Act 17,24) o creador del mundo (ó zou xóofiou xziß-rr,;: Rom. 1, 20; cfr. 2 Mac 7, 23).

2. La tierra en la que habita el hombre y, en general, el ambiente en que se desarrolla la vida humana. Se habla así de «todos los reinos del mundo» (Mt 4, 8), de que para evitar el contacto con los pecadores sería necesario «salir del mundo» (1 Cor 5, 10), etc. Este concepto es expresado en otras ocasiones con la expresión «tierra habitada» (la %~x~wE~°~~, griega: Mt 24, 14; Le 4, 5 ; Meb 1, 6 ; Apc 3, 10).

3. El género humano que habita la tierra. Este significado está íntimamente relacionado con el anterior, hasta el punto de que ambos pueden ser en realidad considerados como dos matices de una única significación. En ocasiones resulta de hecho difícil distinguirlos; nos encontramos sin embargo claramente en presencia de este tercer significado en pasajes como aquellos en los que Dios es presentado como juez del mundo (Rom 3, 6), o en los que los apóstoles son considerados luz del mundo (Mt 5, 14; Phil 2, 15), o en los que se dice que el pecado entró o está presente en el mundo (Rom 5, 12; lo 1, 29), o finalmente en los que se afirma que el mundo ha sido reconciliado con Dios en Cristo (2 Cor 5, 19). A veces la palabra se emplea con un valor restringido para designar a los habitantes de una región determinada (lo 7, 4).

4. La humanidad caída y esclavizada por las potencias demoníacas, es decir los hombres en cuanto sometidos al pecado y al diablo, por contraposición con la humanidad y regenerada y los ángeles buenos que tienen a Cristo por Cabeza. De este significado, que es predominante en los escritos de San Juan y de San Pablo, deberemos ocuparnos a continuación; limitémonos ahora a señalar que está relacionado con el anterior, sólo que se sitúa en una perspectiva soteriológica y no meramente descriptiva, con todas las consecuencias, y la riqueza semántica, que eso trae consigo.

2.1. Visión general de la doctrina bíblica sobre el mundo.

La simple catalogación terminológica que acabamos de hacer pone de relieve algunas de las perspectivas centrales de la doctrina bíblica sobre el mundo. Intentaremos desarrollarla en sus líneas generales.

1. El punto de partida del mensaje bíblico es, como hemos dicho, la afirmación de Dios como autor y señor de todas las cosas: el mundo, en otras palabras, viene de Dios y se encamina hacia El (Rom 1, 36; 1 Cor 8,6). Estas expresiones deben ser entendidas según el estricto monoteísmo bíblico : Dios es en efecto el absolutamente encausado, no recibe su ser de otro, ni deviene, ni es el producto de una evolución, ni evoluciona con el mundo. En las Sagradas

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Escrituras la cosmogonía no es nunca presentada como la prolongación de una teogonía, sino como el fruto de la libertad de un Dios pleno en sí mismo que con su sola palabra hace surgir las cosas de la nada dando así origen al mundo y, con él, al tiempo (Ps 33, 6-9 ; 2 Mac 7, 28).

El mundo tiene pues una historia: ha tenido un principio (Lc 11, 50; Rom 1, 20) y se dirige hacia un fin (Mt 13, 40). Y esa historia transcurre bajo el cuidado y la providencia de Dios: El es en efecto el Señor del mundo (2 Mac 7, 9), que gobierna el desplegarse de las leyes de la naturaleza y el curso de los acontecimientos de la vida humana (Gn 8, 22 ; Ps 132 ; Ps 139), sin que nada pueda resistir a su poder. Todo cuanto existe ha sido dispuesto por Dios con sabiduría (Prv 8, 22-31; Sap 8, 1), y refleja su gloria y su magnanimidad (Ps 18, 1-7). El universo entero es criatura de Dios, y tiene sentido en función del designio divino que lo ordena hacia su destino final.

2. Ese destino final del mundo está vinculado al destino del hombre. Dios en efecto ha distinguido al hombre por en cima de sus otras obras, dándole el dominio sobre la tierra y el mar y cuanto habita en ellos (Gn 1, 28-30). Dios se ha fijado en el hombre, mirándole con benevolencia a pesar de su pequeñez (Ps 8, 4; Job 7, 17). El hombre puede pues a su vez mirar a cuanto le rodea con confianza, reconociendo en todo ello un signo de la bondad divina. Ciertamente la naturaleza está sujeta a leyes, y sigue ordenadamente el ritmo constante de sus ciclos y en ocasiones se presenta hostil y amenazadora, pero esa fuerza impersonal no constituye la explicación última, sino que es necesario remontarse hasta Dios que gobierna el acontecer y que se sirve de las mismas calamidades para bien del hombre, ya que a través de ellas le castiga por sus pecados a fin de excitarle a la fidelidad a las promesas de las que depende su felicidad, o le impulsa a profundizar en el sentido de esas promesas para reconocer así donde están los verdaderos bienes (Dt 28, 1-86; Ier 30, 1-33, 26; Ez 20, 1-44; Sap 10, 1-11, 14). Por eso, aunque algunos acontecimientos sean ambivalentes y ambiguos, y el hombre no esté en condiciones de captar plenamente su sentido, debe mantener su fe en Dios, sabiendo que es el Omnipotente, el que ha hecho cielo y tierra, capaz por tanto de ordenar todas las cosas hacia el bien de aquellos a quienes ama (Dt 4, 32-40; Rom 8, 28).

3. Ese bien al que Dios ordena y llama al hombre trasciende de modo absoluto las condiciones de su existencia presente y las relaciones del hombre con el cosmos material y el mundo político. A lo largo de todo el Antiguo Testamento se va produciendo una progresiva explicación y clarificación de estas perspectivas: los autores inspirados (especialmente la literatura profética y sapiencial), tomando ocasión de incidencias de la historia de Israel o de experiencias básicas de toda vida humana, recuerdan constantemente la necesidad de trascender un horizonte meramente terreno, para abrirse a una comprensión más adecuada de las promesas divinas. Sentido meta-histórico del Reino de Dios, esperanza de la consumación escatológica, inmortalidad y vida ultraterrena, culto espiritual, sentido del pecado, son algunos de los temas que se entrelazan en esa profundización a la que Dios va conduciendo al pueblo judío, y que culmina en la revelación neotestamentaria sobre la unión íntima con Dios a que está llamado el hombre.

Por eso si bien el hombre, confiando en la benevolencia divina, puede enfrentarse audazmente con el universo que le rodea, más aún si debe incluso

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hacerlo cumpliendo el mandato divino de dominar la tierra (Gn 1, 28), debe a la vez mantener viva la conciencia de la trascendencia de los bienes mesiánicos y saberse situado bajo el juicio de Dios que, con su palabra soberana, revelará el verdadero valor de los hombres, de las cosas y de la historia.

Esas perspectivas, centrales en el texto bíblico, no implican tal y como las mismas Sagradas Escrituras las enseñan, una separación del hombre con respecto al cosmos, sino más bien la revelación del auténtico sentido de esas relaciones. En efecto, aunque el hombre, por su corporalidad, hunde sus raíces en la creación material (Gn 2, 7 ; 3, 19), no está, en última instancia, sometido a los procesos cósmicos de modo que resulte asumido y dominado por ellos; sino que, al contrario, es el cosmos entero el que está vinculado al hombre y a su destino. Así el texto bíblico, al describir los inicios de la historia de la humanidad, subraya cómo la intimidad del hombre con Dios estaba acompañada de la sujeción de la naturaleza al hombre y de una plena armonía cósmica (Gn 1, 29-30; 2, 4-17); explicando a continuación que fue el pecado lo que, al desvincular al hombre de Dios, rompió esa armonía e hizo que la naturaleza se presentara como enemiga de la humanidad (Gn 3, 16-19). Y paralelamente, el juicio final, que es descrito en ocasiones como un cataclismo que destruirá la actual fisonomía del universo, la destruye en cuanto fruto del pecado, y por eso .tendrá como resultado último no la desaparición del cosmos material, sino «unos nuevos cielos y una nueva tierra» (Is 65, 17 ; 66, 22), que son descritos por la literatura profética y apocalíptica con expresiones que evocan la armonía del paraíso primitivo. La acción divina que consumará la historia, borrará y arrasará el pecado, reestableciendo definitivamente la amistad del hombre con Dios y renovando profundamente toda la realidad: puede ser por eso concebida como una nueva creación. En otras palabras, el universo material no es un puro escenario de una historia humana ajena a él, sino que está incorporado a la historia de la salvación y recibe su influjo.

4. La nueva creación, el reino escatológico, ha comenzado ya en Cristo : tal es el anuncio que cruza de un extremo a otro el Nuevo Testamento. Pero ese cumplimiento de las promesas divinas, trae consigo una profundización en las perspectivas señaladas, que es oportuno comentar. Dos temas debemos analizar : la manifestación del pecado del mundo, y la destrucción de ese pecado con la consiguiente renovación de la realidad toda entera 3.

4.A) La venida del Hijo de Dios a la tierra revela la plenitud de comunicación con El a la que Dios ha destinado al hombre, y por contraste, manifiesta con absoluta claridad el abismo que implica la lejanía de Dios causada por el pecado. Las dimensiones radicales de la historia quedan así de manifiesto. El mundo al que Cristo viene es un mundo sometido no sólo a la caducidad o precariedad, sino situado bajo el signo del pecado. Por Adán, primer hombre, entró el pecado en el mundo, y con él la muerte, que se extiende a toda la humanidad (Rom 5, 12-14). Detrás del pecado se advierte además la presencia de fuerzas que van más allá del hombre las potencias demoníacas, Satán, príncipe de este mundo (Io 12, 31) y dios de este siglo (2 Cor 4,4). Este mundo, es decir el mundo posterior a Adán, es un mundo de pecado y tinieblas (Eph 5, 2; lo 1, 5), reo ante Dios (Rom 3, 19), incapaz de dar una paz verdadera (lo 14, 27). Mundo caracterizado por una sabiduría, por unos afanes, por un espíritu que son incapaces de conocer y gustar las cosas de Dios (1 Cor 2, 12), y que, por eso, se

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opone a Dios y engaña al hombre conduciéndolo a la tristeza y a la muerte (2 Cor 7, 10).

Tal y como aparecen en los escritos de S. Juan y de S. Pablo la expresión «este mundo» (ó róo~o~ oúzoy), o, su equivalente, «este siglo» (ö atwv uúzoc) tienen no una connotación cosmológica o sociológica, sino soteriológica, teológica y moral: significan en efecto la humanidad en cuanto sometida al diablo y por tanto apartada de Dios y necesitada de salvación. Designan un período o momento de la historia de la salvación, o también una dimensión de todo hombre en cuanto que, nacido de Adán, pertenece a «este mundo» y debe ser redimido o sacado de él. Advirtamos además que esas expresiones son ajenas, más aún opuestas a todo dualismo de tipo gnóstico, con su consiguiente presentación del principio del mal como coeterno a Dios y la consideración de la materia como mala en sí misma. El universo, en cuanto creatura de Dios, jamás es considerado como malo : es la voluntad pecadora de ángeles y hombres la que introduce el mal en el universo, haciendo de él un mundo de pecado. Precisamente por eso la intervención salvadora divina, no es una pugna entre Dios y la materia, sino la redención del hombre a la que acompaña la restauración total de la creación.

4.B) La Redención ha tenido lugar : «porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El» (lo 3, 16-17). El mundo es ciertamente reo ante Dios, pero Dios no busca la aniquilación de su criatura, sino su salvación, librándola de la esclavitud del pecado. Y el pecado ha sido vencido. Jesús sobre el que el príncipe de «este mundo» no tenía poder alguno, ya que en El no había pecado (lo 8, 23; 14, 30; 2 Cor 5, 21; 1 Pe 2, 22) asumió sobre sí la condición humana a fin de traer luz y vida a los hombres (lo 6, 33; 8, 12; 9, 15). Por eso el mundo lo odió y procuró su muerte (1 Cor 2, 7-8), pero esa muerte se reveló fuente de vida : en ella pronunció Dios su juicio de condenación sobre el mundo y proclamó la victoria de Cristo sobre el pecado. Jesús ha dado su carne para «vida del mundo» (lo 6, 51), y Dios Padre, aceptando la muerte de Cristo, reconcilia al mundo consigo (1 Cor 5, 19; Col 1, 20).

Por su Muerte y Resurrección, Jesucristo ha sido establecido cabeza de la nueva creación (Eph 1, 3-23; Col 1, 15-20; Apc 22, 13). El siglo futuro, la vida eterna, ha comenzado ya, por eso «este mundo», es decir el mundo del pecado, es un mundo que pasa, un mundo condenado a la desaparición (1 Cor 7, 31; 1 lo 2, 17). Pero la victoria de Cristo sobre la muerte y el diabla aún no ha manifestado todas sus implicaciones. La historia es el despliegue de esa victoria de Cristo, hasta que llegue el día en que, sometidas todas las cosas a El, las entregue a su Padre (lo 12, 32; 1 Cor 15, 25-28), o también -lo que es lo mismo, pero desde otra perspectiva-, el crecimiento y desarrollo del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (1 Cor 6, 15 ; 12, 12-13 ; Rom 12, 4-5 ; Eph 1, 22-23 ; 4, 4-13 ; 5, 23 ; Col 1, 18-24; 3, 15).

5. El tiempo que transcurre entre la primera y la segunda venida de Cristo, es pues el tiempo de la lucha entre la Iglesia y el mundo, o más exactamente el tiempo en el que la Iglesia anuncia a Cristo a un universo que conoce aún el pecado, y con él el dolor y la muerte, para que, por la fe, la conversión, se incorpore a ella y participe de la vida que viene de Cristo. La Iglesia es, como ha escrito San Agustín resumiendo certeramente el pensamiento apostólico, «mundus quem Deus in Christo reconciliat sibi»4.

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6. ¿Cuál es pues la situación del cristiano en el mundo? Quizá no quepa mejor resumen que el que nos ofrecen dos frases del Evangelio de San luan: «Yo ya no estoy en el mundo, pero éstos están en el mundo... No son del mundo, como yo tampoco soy del mundo. No te ruego que los quites del mundo, sino que los libres del mal» (lo 17, 11.14-15).

El cristiano unido a Cristo por la fe y la caridad, ya no es del mundo, sino nueva creatura (Gal 6, 15). Vive de la vida misma de Cristo (lo 15, 1-10; Rom 5, 10; 2 Cor 4, 10-11; Gal 2, 20), que es vida eterna (lo 4, 14; 5, 25; 6, 40; Rom 6, 23; 1 Pe 3, 33). No pertenece ya a esa etapa superada de la historia de la salvación que es el mundo del pecado. Y, sin embargo, está en el mundo, y debe permanecer en él, más aún experimentar sus ataques.

Esta tensión la advierte el cristiano en primer lugar en sí mismo, ya que su vida está oculta con Cristo en Dios y aún no se manifiesta en plenitud de gloria (Col 3, 3). Debe pues reconocerse a la vez libre del pecado y amenazado por él (1 lo 1, 5-10). El «cuerpo de pecado» ha sido destruído (Rom 6, 6; cfr. 1 lo 3, 6.9), pero las reliquias del pecado permanecen y con ellas la pugna entre el espíritu y la carne (Gal 5, 16-24; Rom 7, 14-25). En esa lucha, el cristiano puede vencer, ya que también él, en Cristo, es vencedor del mundo (1 lo 5, 6), puesto que el espíritu que ha recibido es más fuerte que la carne (2 Cor 12, 7-10), pero esa victoria ha de realizarse día a día en la probación, en la fidelidad y en la perseverancia (Rom 5, 4-5; Heb 10, 32-39; 1 Pet 1, 7).

Esa tensión se manifiesta también con respecto a cuanto rodea al cristiano. Situado ante un mundo corrompido y corruptor, vencido pero aún no destruído, el cristiano debe conservarse fiel al espíritu de Cristo, y evitar la contaminación con el espíritu del mundo, porque la amistad con el mundo es enemistad con Dios (Iac 1, 27; 4, 4; Rom 12, 2; 1 lo 2, 16). Si la incredulidad, el egoísmo, la envidia, la ira son características del espíritu del mundo, el cristiano debe en cambio actuar en todo movido por el amor, en el que se resume la ley (lo 13, 34; 1 lo 2, 8-11; Rom 13, 10; 1 ~Cor 13, 1-13; Col 3, 14).

Consciente de la dignidad de la vocación recibida (1 Pe 1, 3-5; Rom 1, 7; 1 Cor 1, 2), debe vivir en libertad, sin atemorizarse ante los juicios mundanos, puesto que de nada vale el juicio de los hombres sino el de Dios, y al cristiano, amado de Dios, le pertenecen todas las cosas: «el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, todo es vuestro; y vosotros, de Cristo y Cristo, de Dios» (1 Cor 3, 22), Por eso mismo ha de buscar no los bienes perecederos, sino el reino indestructible (Heb 12, 28), el siglo futuro (Heb 2, 5-6; 6, 5), es decir las cosas de arriba, donde Cristo está junto a Dios y Padre, y no las cosas de la tierra (Col 3, 1-2), que deben ser para él como estiércol (Philp 3, 8); ya que, en efecto, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde la vida del alma? (Mt 16, 26).

Manifestando la victoria sobre el pecado mediante la fidelidad y la lucha, el cristiano es testigo de Cristo ante el mundo. Así como Jesús vino para dar testimonio de la verdad, así el cristiano es enviado para continuar ese testimonio dado por Cristo mismo (lo 17, 18; 1 lo 4, 17). El mundo, al igual que hizo con Jesús, se alza contra él, rechazando su palabra y tratando de ahogar su testimonio (lo 15, 18-16, 4), pero él debe perseverar confiando en la acción de la gracia, y seguro de la eficacia de la palabra divina. Viviendo así -considerando al mundo como crucificado por él, así como él está crucificado para el mundo (Gal 6, 14)- el cristiano revela a los hombres el amor de Dios y, al hacerles conocer la verdadera vida, les muestra el camino de la salvación. En él y a través de él la vida nueva se

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anuncia y comunica, a fin de que la Iglesia, anticipo de la nueva creación, crezca y se edifique.

7. «Resucitó en El (Cristo) el mundo, resucitó en El el cielo, resucitó en El la tierra. Habrá nuevos cielos y nueva tierra» s. La victoria de Cristo es universal y absoluta: se manifiesta ahora en la resurrección de la gracia, por la que somos librados de la esclavitud del pecado, culminará en la consumación total de la historia cuando los cuerpos sean resucitados (1 Cor 15, 12-28), y la misma creación material sea sacada de la esclavitud a la que la condenó el pecado humano para participar de la gloria de los hijos de Dios (Rom 8, 18-24).

El término de la esperanza del cristiano es un estado de unión plena con Cristo (1 Tress 4, 17; Philp 1, 23), y, en El y por El, de visión fácil y directa de Dios (1 lo 3, 2-3; 1 Cor 13, 12). Y a esa plenitud de comunión con Dios, le seguirán unos nuevos cielos y una nueva tierra en los que habite la justicia (2 Pe 3, 13 ; Apc 21, 1.27).

2.2. Hacia una definición del mundo a partir de las enseñanzas bíblicas.

Resumiendo las amplias perspectivas que hemos apuntado, limitándonos a la noción de mundo que implican, podemos establecer los siguientes puntos

a) por mundo, tomando la palabra en toda su generalidad, se entiende en la Sagrada Escritura la totalidad de los seres creados, es decir lo que no es Dios, y que por lo tanto se sitúa con respecto a El en relación de dependencia. El vocablo mundo designa por tanto, en primer lugar, al conjunto de todo lo creado por Dios, ordenado y gobernado por su providencia en orden a los fines por El mismo fijados;

b) el mundo así entendido, es decir la creación en su conjunto, forma una unidad que tiene su culmen en las criaturas espirituales. Por eso la creación material debe, en última instancia, ser vista como incorporada a una historia, la historia de la salvación del hombre, que es la que da su sentido radical a todo el acontecer.

Se puede afirmar por eso que las enseñanzas bíblicas trascienden toda cosmología, no sólo en cuanto que, obviamente, no pretenden imponer una teoría de tipo científico (ya que, como decíamos, se sirven del lenguaje ordinario en la época en que los libros fueron redactados), sino más radicalmente por denunciar todo intento de considerar la historia de la humanidad como un simple proceso en el interior de la evolución del cosmos. En otras palabras, desde una perspectiva bíblica cabe ciertamente una cosmología filosófica, pero a condición de situarse en el interior de una soteriología teológica, es decir de una explicación del designio divino sobre el hombre y su destino eterno.

Desarrollar estas ideas obligaría a entrar de lleno en la teología dogmática, ya que nos sitúan ante algunos de los ejes centrales del pensamiento cristiano: la distinción entre Creador y criatura, los conceptos de persona y libertad, la noción de historia. Es preferible por eso limitarnos a completar la exposición comentado brevemente algunos puntos que pueden ayudar a comprender mejor determinados aspectos de la terminología bíblica; concretamente: la relación entre mundo y siglo, y la distinción entre cielos y tierra.

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2.4. Mundo y siglo.

La palabra Y.dzi;tto; significaba prevalentemente en la cultura griega lo mismo que orden, organización o disciplina, o también cosa ordenada o armónica. Según la visión helénica de la belleza como armonía en el orden, pasó a significar también lo bello, y de modo particular el adorno femenino (significado que encontramos también en algunos lugares del N. T.: 1 Tim 2, 9 ; 1 Pe 3, 3). En los ambientes filosóficos e se aplicó la palabra cosmos al universo, para expresar la belleza, la armonía y el orden que reinan en él. Por cosmos se entiende pues en griego al universo concebido como un todo ordenado e interiormente trabado, dotado de leyes inmanentes a las que debe su armonía y su uniformidad.

Las diferencias de acento entre la perspectiva griega y la bíblica son, en este sentido, claras: el pensamiento griego marca preferentemente la regularidad y uniformidad del cosmos, mientras que el texto bíblico subraya ante todo el aspecto histórico, hablándonos de un mundo que ha tenido un comienzo y se encamina hacia una consumación y en el que Dios interviene con absoluta soberanía causando así lo nuevo y lo inesperado. Esas diferencias sin embargo no deben ser exageradas, -como tienden a hacer algunas escuelas exegéticas influidas en esto por la idea romántica del «espíritu de los pueblos»- ya que no sólo en el texto veterotestamentario hay múltiples referencias al tema del orden y la armonía de la naturaleza -más aún, como veremos, ese punto constituye un factor importante de la noción bíblica sobre el cielo-, sino que sería fácil mostrar la presencia en la cultura griega de filones de pensamiento que se aproximan a una idea del curso histórico relativamente cercana a la bíblica '. Pero sobre todo importa no equivocarse sobre la raíz de esas diferencias, que se encuentra no a nivel de la imagen de la historia y del mundo, sino, más profundamente, al de la percepción de la distinción radical entre Creador y criatura.

En la filosofía griega, que no llegó nunca a una afirmación absolutamente neta de la trascendencia divina, la visión de la belleza y orden del mundo no se prolonga en una comprensión del universo como hecho para la gloria de Dios (en la línea del bíblico «los cielos narran la gloria de Dios»: Ps 18, 2; 3, 5 ; Eccl 16, 24-17-8), y está por tanto expuesta a caer en una consideración del mundo como realidad cerrada y completa en sí misma, de la que forma parte la propia divinidad, que queda reducida así a una función puramente cosmológica, es decir a fuerza o logos inmanente a un cosmos que, desarrollándose según la ley de un eterno retorno, da razón en todas las cosas. En las Sagradas Escrituras, en cambio, a partir de la clara afirmación de Dios trascendente, se desarrollan las nociones de creación y de historia, expresando la primera la distinción entre Dios y el mundo y la dependencia de éste con respecto a Aquel, y la segunda, el proceder del mundo, bajo la providencia divina, hacia la consumación o plenitud escatológica a que Dios lo ha destinado.

Ni que decir tiene que al asumir los hebreos la palabra cosmos, incorporándola a su vocabulario, la situaron en un contexto creacionista, como lo manifiesta claramente el hecho -ya señalado- de que la casi totalidad de las veces que aparece el término en las Sagradas Escrituras para designar sin más al universo, es con la intención de subrayar el dominio de Dios sobre la totalidad de las cosas producidas por su palabra creadora.

Es interesante anotar, por otra parte, que la introducción de la palabra cosmos, es decir el disponer de un vocablo capaz de designar por sí solo la totalidad de lo creado, hizo factible exponer algunas de las ideas bíblicas con una

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fuerza dramática, que las expresiones «cielos y tierra» o «el todo» tal vez no hubieran permitido. Pero para mostrar esto es necesario referirse a las relaciones semánticas que se establecieron entre la palabra cosmos y el vocablo siglo, trazando brevemente su historia e.

Entre los vocablos de la lengua hebrea que, de un modo u otro, se refieren a mundo se encuentra la palabra ôlam, que proviene probablemente de una raíz que significa «estar oculto» o Restar escondido», y que servía primitivamente para expresar la idea de un pasado lejano, oculto en la noche de los tiempos, y, por extensión, una duración larga, indefinida, tanto en el pasado como en el porvenir; dada la relación que existe entre la duración y lo que dura, en el hebreo rabínico y en el arameo, esta palabra se usó también para significar el mundo en cuanto sujeto a duración. Los Setenta la tradujeron por atlúv (y posteriormente la Vulgata por saecúlum, y el castellano por siglo). La palabra atwv indicaba en el griego clásico la duración a que tiende la vida humana (que se apreciaba en setenta años) y, por extensión, cualquier duración, con tal de que fuera prolongada (de ahí las expresiones como an'aïwv7cc, Eïç ai~I,~a, que en latín se traducirían por ab aeterno o in aeternum, y en castellano por desde toda la eternidad, indefinidamente, etc.).

Al ser usada por los Setenta, la palabra griega aüi>•, asumió lógicamente la carga semántica implicada en la hebráica ólam, acercándose así a la significación del vocablo cosmos y dando lugar a un intercambio de sentido entre ambos. Por cosmos se puede así entender el mundo en la historia, es decir el universo en cuanto que incorporado y arrastrado por la historia de las relaciones entre el hombre y Dios. Mientras que por raIPot o siglo se puede significar un período de la historia de la salvación, cuya duración está determinada por Dios, señor de los tiempos (ó xóa~to;), y en el cual vige una determinada configuración de las relaciones del hombre con Dios y, por tanto, con el mundo.

Este valor ético-religioso de las palabras mundo y siglo es, como veíamos, el que se encuentra en la apocalíptica judía y posteriormente en el N. T. y sobre todo en los escritos de San Juan y San Pablo. En ambos las expresiones «este mundo» y «este siglo» (oûToC,,ó aiwv oüToç) son intercambiables, y significan -como decíamos- la condición actual del universo en cuanto sometido al pecado, es decir entregado, como consecuencia del pecado del hombre, al poder del diablo, y necesitado por tanto de redención; frente a la cual se sitúa el siglo futuro o plenitud del reino de los cielos, dado ya en Cristo y participando, aunque sólo en arras y en esperanza, en la vida cristiana y en la Iglesia.

Añadamos, para cerrar este excursus semántico y terminológico, que -y esto muestra y confirma la absoluta oposición de los escritores inspirados al dualismo y al panteismo gnósticos- la expresión creación o criatura (x~ílscc), que se refiere el universo en cuanto venido de Dios, tiene en las Sagradas Escrituras siempre sentido positivo, mientras que la palabra cosmos, que evoca en cambio el mundo en cuanto realidad vinculada a la historia humana, puede ser objeto de la valoración ética negativa ya señalada. Quizá sea también por eso mismo -es decir por esa capacidad para significar la pecaminosidad y la caducidad adquirida por la palabra cosmos-, por lo que la situación escatológica, el reino de los cielos en su etapa futura y definitiva, no es nunca llamado cosmos futuro, sino siglo futuro o nueva creación y nuevos cielos y nueva tierra, expresiones todas que, teniendo una significación igualmente cósmica y universal, son más genéricas o hacen referencia a la omnipotencia creadora de Dios y son por tanto especialmente aptas para referirse a la acción soberana por la que Dios, completando la obra de la

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Redención ya participada en la gracia, recapitulará todas las cosas en Cristo, llevándolas al cumplimiento al que las había destinado su decreto creador y salvador, consumando así el curso de la historia presente.

2.5. Cielos y tierra

Hemos advertido ya que la palabra cielo, si bien indica directamente la bóveda del firmamento, está en las Sagradas Escrituras coloreada de sentido teológico significando la morada o ámbito propio de Dios y de sus ángeles. Los textos en los que se habla en este sentido del cielo (o de Idos cielos», como se dice también tanto por razones de énfasis literario, como por influencia de las ideas antiguas sobre la existencia de diversas esferas celestes superpuestas) son muy numerosos: Dios habita en el cielo (o en los cielos) (P 2, 4; 14, 2); en los cielos está situado el trono de Dios (Ps 11, 4; Sap 18, 15; Heb 8, 1); es en ellos donde se formulan los secretos designios de la providencia divina (Iob 1, 6-12); se emplea por merominia, y en señal de respeto, la palabra cielo (o cielos) para referirse a Dios (Dn 4, 23 ; 1 Mac 3, 18 ; lo 3, 27) ; desde el cielo vienen los ángeles que bajan a la tierra (3 Reg 22, 19; Dn 9, 21; Mt 28, 2; Gal 1, 8; Apc 10, l); el Hijo del hombre vendrá sobre las nubes del cielo (Dn 7, 13), etc.

Importa comprender bien el sentido teológico de esos enunciados bíblicos sobre el cielo e, ya que sería un grave error ver en ellos un antropomorfismo ingenuo, o -peor aún- una forma infantil de expresarse o de concebir a la divinidad. Se trata en realidad de un lenguaje poético-religioso de gran hondura y riqueza, que se basa sobre un dato fundamental: el reconocimiento de la creación como reflejo o vestigio de la gloria de Dios.

El cielo se ofrece a la mirada humana como un espectáculo que provoca la admiración: su extensión y elevación, la armonía del movimiento de las estrellas que lo llenan, su inabarcabilidad, excitan en el hombre el sentimiento de lo bello y de lo profundo. La mirada de fe del israelita descubre en ese espectáculo un eco de la sabiduría y de poder de Dios (ls 40, 26; Iob 38, 31-38); y, por eso, y, manteniendo claramente la distinción entre el cielo físico y Dios (al que nada puede contener, aunque sean «los cielos y los cielos de los cielos»: 3 Reg 8, 27), la Sagrada Escritura no vacila en establecer una relación entre la actitud que el hombre adopta ante el espectáculo de los cielos y la que debe adoptar ante la majestad de Dios. El cielo puede evocar en efecto la grandeza de Dios, su trascendencia e inaccesibilidad, y, a la vez, su presencia, ya que así como el cielo envuelve a la tierra y al hombre, así Dios lo penetra todo con su mirada (Ps 11, 4; 139). Es esa realidad de cercanía y lejanía de Dios, de intimidad del hombre con ¡os en la distinción y en la trascendencia, lo que expresa la metáfora de los cielos: porque ese Dios, del que, para manifestar su majestad, decirnos que habita en los cielos, se ha acercado al hombre, haciendo la tierra el escabel de sus pies (ls 66, 1; Mt 5, 34-35 ; Act 7, 49).

El cielo es símbolo no sólo de la presencia amorosa de Dios, sino también, y por consecuencia, de la acción salvadora por la que reconcilia a los hombres con El. El israelita, fiado en la promesa, acude a Dios en espera de su cumplimiento definitivo: y esa alianza que no conocerá ya vuelta atrás, y que es en ocasiones expresada mediante la metáfora de un corazón nuevo (Ez 11, 19) o de una ley escrita en el interior del hombre (ler 31, 33), en otras es presentada en cambio mediante la imagen del abrirse y rasgarse del cielo como signo de la comunicación de Dios a los hombres (Is 64, 1).

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En Jesús esa promesa se realiza. El ha venido del cielo (lo 3, 13; 6, 33), y viviendo y muriendo en la tierra, ha reconciliado entre sí y con Dios todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra (Col 1, 20 ; Heb 9, 25). Con El se han abierto los cielos (Mt 3, 16), y el hombre tiene ya acceso a la amistad con Dios. Jesús, muerto y resucitado, goza de todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28, 18), y, subido a los cielos y sentado a la derecha de Dios Padre, envía a los suyos el Espíritu Santo.

El cristiano es hecho así ciudadano del cielo (Philp 3, 20), donde encontrará su herencia (1 Pe 1, 4), la morada que Cristo le ha preparado (lo 14, 2-3 ; 2 Cor 5, 1), y debe vivir por tanto amando las cosas de arriba, no las de la tierra (Col 3, 7-2). A lo largo de su vida terrena le sostiene la esperanza de la segunda venida de Cristo que, bajando de nuevo del cielo, atraerá a los suyos para llevarlos consigo a los cielos (1 Thess 4, 17); los justos estarán así eternamente ante el trono de Dios (Apc 7, 9), sentados con Cristo en los cielos (Eph 2, 6; Apc 3, 21).

El término «cielo» (o «los cielos») significa pues el designio divino en cuanto que ordenado a establecer la comunión con El de hombres y ángeles, y viene a ser por tanto el vocablo adecuado para indicar el sentido último de la historia de la salvación, y su incoación en la gracia y su consumación escatológica. No, ciertamente, porque esa consumación implique la desaparición de la tierra y de los cuerpos (idea absolutamente ajena al mensaje bíblico), sino porque consistirá en la plena reconciliación entre cielos y tierra, o lo que es lo mismo en la superación de la distinción entre cielos y tierra por la plena comunicación de Sí mismo que Dios concederá al pueblo de los santos, constituyendo así esa Jerusalén celeste, que el Apocalipsis describe como bajando de los cielos a la tierra para establecer en ella la morada de Dios (Apc 21, 1-22, 15). Dios será entonces «todo en todas las cosas» (1 Cor 15, 28), y los justos entrarán en la tierra prometida, es decir en «el descanso de Dios» (Heb 3, 7-4, 11).

3. La Revelación como conocimiento de Dios, del hombre y del mundo

La fe cristiana tiene como contenido la revelación de Dios tal y como se nos da a conocer en la historia de Israel y, de modo definitivo y completo, en Cristo. Dios, pues, que llama al hombre a participar de su vida, Dios que ha querido revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad, dándonos a conocer tanto la verdad profunda de su vida íntima como su designio acerca de la salvación del hombre. Ese designio salvador divino es la explicación última del sentido de la realidad. Dios ha creado el mundo y ha formado a las criaturas racionales para comunicarse a ellas y hacerlas partícipes de su bondad 1.

La fe no es un saber neutro o meramente técnico, que puede ser usado en diversos sentidos y subordinado a otras realidades, sino que es un saber existencial, de acuerdo con el cual deben ser usados los demás conocimientos, saberes o ciencias. La fe es, empleando la terminología clásica, sabiduría : conocimiento por las últimas causas, lleno de sabor y de sentido. Lo que en la fe se nos da es el fundamento del existir. Con una terminología distinta, pero substancialmente equivalente, diríamos que la fe no es conocimiento que se refiera a un sector de la vida, paralelo a otros que son con respecto a él indiferentes, autónomos o simplemente yuxtapuestos; la fe se refiere a la vida misma, considerada globalmente y por tanto afecta a todas y a cada una de sus dimensiones.

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Precisamente en la medida en que consiste en el conocimiento de Dios y de su voluntad, la fe hace pues que el hombre conozca el sentido de su situación en el mundo es decir el porqué de su propia existencia, el fin hacia el que debe orientar sus acciones, el espíritu que debe informar su vida. Para explicitar la significación y el alcance de la palabra mundo, tal y como acabamos de emplearla, pueden sentarse algunas afirmaciones

a) El primer rasgo que podemos subrayar es que, desde esa perspectiva, el mundo se nos aparece como objeto no de una consideración impersonal, sino incluido en el diálogo entre el hombre y Dios. El mundo es ámbito de ese diálogo, contenido temático de relaciones interpersonales, materia de una vida vivida en actitud de respuesta. Por mundo se entiende aquí la totalidad de la realidad creada, incluyendo en ella al hombre que se reconoce llamado por Dios; o también -aunque entre ambas formulaciones hay una clara diferencia- la realidad en cuanto marco que rodea la existencia humana y fuente de relaciones con Dios y con los demás hombres.

b) Así entendido, el mundo no es tanto objeto de un tratado especial de la teología cuanto más bien algo connotado en toda formulación teológica con respecto a la existencia humana. La revelación no se dirige al hombre colocado en el vacío, a un hombre fuera del mundo, fuera de lo creado, sino al hombre en situación, tal y como existe en concreto: miembro de la familia humana, parte del universo, rodeado de seres determinados. Más aún el hombre es inseparable del mundo. Ciertamente el hombre está destinado a trascender este mundo y a llegar, como suele decirse, a la soledad ante Dios. Pero esa soledad que se realizará plenamente en la visión beatífica, y que se anticipa ya ahora en la actitud de oración y de adoración, no es el aislamiento del solitario, sino la integridad y la simplicidad del que al contemplar y amar a Dios, de quien todo otro ser es reflejo, sale plenamente de sí abarcando en un solo acto de amor todo cuanto Dios ama. Podríamos decir que la fe cristiana llama al hombre no a salir del mundo sino a superar una cierta manera de mirar al mundo: la verdadera contraposición no es la contraposición entre mundo y no-mundo, sino entre dos mundanidades : la mundanidad del egoísmo, del hombre que se postula a sí mismo como fuente y explicación de la realidad; y la mundanidad del amor, del hombre que reconociéndose fundado en Dios juzga desde El todas las cosas 2.

c) Precisamente porque el mundo es visto desde la perspectiva del diálogo de los hombres entre sí y con Dios, el pensamiento teológico ha adoptado con frecuencia una actitud crítica ante los intentos de estudiar al mundo, en sí mismo y se ha podido hablar de una tendencia anticosmológica o antifísica de los escritores cristianos 3. No ciertamente -aparte de algunas exageraciones, y con frecuencia más retóricas que otra cosa- porque niegue la posibilidad y la necesidad de un estudio científico del cosmos, sino más bien porque afirma que ese estudio y esa ciencia no tienen en sí mismas su propia justificación. En otras palabras, todo conocimiento del mundo que lleve al hombre a cerrarse en sí mismo y a perderse en las cosas desconectando ese conocimiento de su contexto personal, vital y ético, es una actividad alienante. La persona humana se realiza en el amor, en la caridad.

d) Es importante, sin embargo, subrayar que se interpretan mal esos datos cuando se considera que al mundo mero horizonte mental humano, es decir

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cuando se reduce su realidad a su función antropológica y se niega o se pone entre paréntesis la realidad de un mundo exterior al hombre y de Dios a quien el mundo y el hombre deben su existir. La verdad es en cambio que el hombre ha de trascenderse a sí mismo en el reconocimiento de Dios y en la obediencia a su voluntad, y esa actitud está íntimamente unida a la humildad ante el ser y ante las cosas. De una manera sintética podríamos decir que el mundo como componente antropológico, como conciencia por parte del hombre del valor y del sentido de su acción, es algo fundado y no autofundante, ya que la verdadera toma de conciencia consiste en el reconocimiento de Dios y en la visión del mundo como don divino, como realidad resultante del acto del amor divino por el que los hombres son constituidos en su ser y llamados a realizarse como familia de los santos.

Las consideraciones que acabamos de hacer intentan enmarcar la que consideramos a la vez la más amplia y la más importante de las significaciones de la palabra mundo. Amplia, porque es prácticamente equivalente de expresiones tan generales como la realidad, lo existente, todo lo que es, etc.; importante, porque precisamente a causa de esa amplitud, nos habla del sentido y del fundamento último de la realidad, y, por tanto, en dependencia de ella se determina la actitud radical que el hombre adopta ante las cosas. Es esta acepción amplia y radical de la palabra la que emplea la Const. Past. Gaudium et spes, en los párrafos de la introducción encaminados a precisar la naturaleza y destinatarios del documento: «el mundo de los hombres o la familia humana toda entera con el conjunto de cosas entre las que esta vive; el mundo, teatro de la historia humana, marcado por su bajo ideal, por sus derrotas y victorias, el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, puesto, en verdad bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, que quebrantó el poder del Maligno, para que, según el propósito de Dios, el mundo sea transformado y alcance la consumación» 4.

Ese texto conciliar nos permite además proseguir la exposición, ya que recoge brevemente las verdades fundamentales de la fe cristiana de las que depende el juicio sobre nuestra propia situación existencial. Advirtamos en primer lugar que ese texto nos enfrenta con una historia. El hombre debe pronunciarse no con respecto a una actitud abstractamente definida, sino con relación a una historia: la historia de las intervenciones de Dios. La historia de la salvación, la historia salutis, es la norma de todo comportamiento cristiano, porque es la revelación acabada de la verdad de las cosas. Los tres estadios en que suele resumirse la obra de Dios, creatio, reformatio, consummatio 5 pueden pues constituir el punto de partida para una descripción del juicio cristiano sobre el mundo.

1. La idea de consumación, en primer lugar, nos dice que la realidad definitiva está aún por venir. La imagen que debemos pues hacernos del mundo no es la de un todo estático, sino la de una sucesión de economías, etapas o eones a través de las cuales se llega a la consumación de los designios de Dios. El eón presente, este mundo actual, se contrapone así al futuro como a lo imperfecto a lo perfecto, la preparación a la plenitud, la promesa o las primicias a la realidad completa. Todo lo que pertenece a este mundo presente, es decir la totalidad de lo creado, aparece así marcado de algún modo por la imperfección, la exterioridad, la deficiencia, la incomunicabilidad. La actitud que de ahí fluye lógicamente es la denuncia de todo apegamiento a lo presente, de todo intento de instalarse en la

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situación actual; pero eso no en nombre de un despego aristocrático, de una indiferencia individualista, o de una incapacidad para gustar de la vida, sino al contrario a partir del ansia de una plenitud que se anuncia y prepara durante este tiempo presente y en las cosas que lo integran, pero que sólo se manifestará en el eón futuro. El cristiano vive pues de esperanza, en la espera ansiosa del Reino, cuando Cristo venga en poner y majestad y Dios sea todo en todas las cosas6.

2. Esa contraposición entre lo imperfecto de ahora y la perfección que se espera, se marca aún más con la realidad del pecado. El hombre no sólo no conoce perfectamente ni a Dios ni a los demás hombres, sino que se ha cerrado en sí mismo. El pecado de Adán, al romper la amistad entre el hombre y Dios, introdujo el desorden y la muerte. El cuerpo humano es cuerpo de pecado. El multiplicarse de los pecados personales manifiesta y realiza el dominio del mal sobre el mundo. El eón presente es no sólo sombra con respecto a la realidad y a la luz, sino el momento del príncipe de las tinieblas. El hombre se reconoce no sólo imperfecto, sino esclavo, incapaz de conocer sin error y de amar sin quiebra. «In deterius commutatus est», como dice el Concilio de Orange 7 : el hombre, por el pecado, se encuentra en un estado peor que el original primigenio. Cristo, con su muerte y resurrección, ha vencido al pecado, pero las fuerzas de la muerte siguen aún ejerciendo su influjo, y el hombre debe esperar todavía la manifestación plena de la libertad ganada por Cristo. San Agustín ha descrito muy gráficamente ese movimiento al distinguir entre el «non posse non peccare», la imposibilidad en que se encuentra el hombre de evitar el pecado cuando está apartado de Cristo; el «posse non peccare» fruto de la regeneración por la que el hombre puede evitar el mal, pero que no es aún un triunfo pleno porque el pecado sigue siendo una realidad presente: y finalmente el «non posse peccare», el estado caracterizado por la imposibilidad de pecar, ya que la libertad se ha anclado definitivamente en el bien 8. La experiencia del pecado, a la vez que subraya la necesidad de la lucha y del esfuerzo, aumenta y acentúa las ansias del estado futuro, porque hace que sean ansias de liberación, y pone de relieve, con una gran claridad, hasta qué punto el mundo presente no es el definitivo.

3. El dogma de la creación, en fin, da a conocer la absoluta y total radicalidad de la distinción entre Dios y la criatura: Dios, Señor de la historia y de los tiempos, cuya palabra ha creado y conserva cielos y tierra, la criatura, marcada en su propia entraña por la contingencia, no tiene por sí misma su ser, si no existe en la medida en que es querida por Dios. Profundizar en la fe cristiana es, en gran parte, ir tomando conciencia de hasta qué punto que el hombre está en manos de Dios, es decir de la gratuidad de la propia existencia, de la gratuidad aún mayor de la llamada a participar de la vida divina. Esa visión absolutamente teocéntrica, que puede tal vez dar la impresión de que conduce a un desvanecimiento y a una negación del mundo, en realidad lleva a su afirmación. Podemos decir que es en el dogma de la creación donde encuentra su última fundamentación la esperanza; el mundo no ha nacido del acaso, ni ha sido impuesto a Dios por potencia o necesidad alguna, sino que es producto de la pura liberalidad de Dios; y porque ese Dios que liberalmente nos ama es omnipotente, podemos confiar en que completará su obra, dando cumplimiento a sus promesas. Pero esa confianza nos habla no sólo del futuro, sino también del ahora: de la realidad de la gracia y de la realidad del mundo o, hablando con más precisión, de que la gracia no se edifica sobre la destrucción de la naturaleza, sino que regenera el mundo. Porque la

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liberalidad divina está hecha no de palabras vacías, sino de realidades: la palabra de Dios es creadora. El amor todopoderoso de Dios pone de manifiesto la bondad del mundo. Esa relación entre omnipotencia divina y bondad de la creación fue vista enseguida por la teología cristiana: constituyó uno de los argumentos fundamentales en la polémica con el maniqueismo, y ha ocupado un papel de primer plano en los momentos cruciales de la historia de la teología cristiana. Tal vez pocas expresiones más netas y sintéticas de esa doctrina que la que nos ofrece S. Tomás cuando escribe: amor Dei est infundes et creans bonitatem in rebus, el amor de Dios es un amor que crea e infunde la bondad en las criaturas'. El mundo puede ser llamado destierro y valle de lágrimas, en cuanto que está marcado por el pecado y en cuanto que aspira a la consumación; pero debe ser calificado a la vez y al mismo tiempo de obra divina, que proclama la gloria de Dios y en la que se opera la salvación. El optimismo teologal es uno de los rasgos más característicos del espíritu cristiano.

Para resumir brevemente la actitud que de todo lo expuesto se deduce, nada mejor que las palabras de Cristo en su oración por los discípulos: «no te pido que los retires del mundo sino que los guardes del maligno. No son del mundo como yo no soy del mundo» 10. La tensión que esa frase introduce entre el estar en el mundo y el ser del mundo nos hace entender que el cristiano debe amar al mundo, al mundo presente, precisamente desde el mundo futuro. Es decir amarlo con un amor que sea consciente de que la creación aún no ha sido llevada a su cumplimiento. Para amar al mundo tal y como Dios lo ama, hay en efecto, que amarlo no sólo según lo que es ya, sino sobre todo según lo que está llamado a ser y ahora es sólo en esperanza. Con un amor, por tanto, que implica el esfuerzo positivo por asumir la realidad presente del mundo para ordenarla hacia la consumación a la que Dios lo destina.

NOTAS

1. Para una introducción al tema-. pueden consultarse algunos de los vocabularios o diccionarios bíblicos: ~COLOMBAN LESQUIVIT y PIERRE GRELOT, Mundo, en Vocabulario de Teología bíblica ,dirigido por Xabier LéonDufour, Balrcelona 1967, pp. 503-508; O. GARCÍA DE LA FUENTE, Cosmos en Enciclopedia de la Biblia, vol. 2, Barcelona 1964, col. 571-572: ALBERT AUER, Mundo, en Diccionario de Teología Bíblica, dirigido por johannes B. Bauer, Barcelona 1967, cols. 695-700; HERMANN SASSE,j{óß,o;, en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, t. III, pp. 867-898; FERDINAND PRAT, La teología de San Pablo, México 1947, vol. 2, pp. 477-479; x x, Monde, en Dictionnaire de la Bible, dirigido por F. Vigoroux, t. 4, París 1908, cols. 1233-1334.

2. Para una visión somera de la cosmología bíblica, cfr. H. DE BAAR, Cosmología bíblica, en Enciclopedia de la Biblia, o. c., vol. 2, cols. 567-571. Ver también P. F. CEUPPENS, quaestiones selectae ex historia primaeva, Roma 1953, pp. 3-85 ; A. KONRAD, Das Weltbild in der Bibel, Graz-Wien 1917: LUIS ARNALDICH, El origen del mundo y del hombre según la Biblia, Mdrid 1957, pp. 32-92 ; P. HAMARD, Cosmogonie mosaique, en Dictionnai,e de 1 a Bibie, o. c. 2, París 1899, cols. 1034-1054.

3. Para lo que sigue, además de la bibliografía ya citada, ver: R. VOEKL, Christ und Welt nach dem N. T. Würzburg 1961; H. SCHLIER, Welt und Mensch nach dem Johannes Evangelium en Besinnung auf das N. T., Freiburg in Br. 1964, pp. 242-253; F. M. BRAUN, Le "monde" bon et mauvais de l'evangile johnnique, en reVie spirituellea, 88 (1953) 580-593 y 89 (1953) 15-29; LucIEN CERFAUX, EL cristiano según S. Pablo, Madrid 1965, 48-62, 147-158 ; FERDINAND PRAT, La teología de San Pablo, México 1947, vol. 2, pp. 70-92 y 249-259; CESLAS SPICo, Théologie morale du Nouveau Testament, Paris 1965, vol. I, pp. 175-199, 211-222, y vol. 2, pp. 633-644; D. DE MONLERAS, El concepto ético de mundo según San

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Juan, en «Estudios franciscanos» 53 (1952) 161-197, 343-372; RUDOLF SCHNACKENDURG, El testimonio moral del Nuevo Testamento, Madrid 1965, pp. 226-233, 267-281, y Christliche Existenz nach dem Neuen Testament, München 1967, parte 1 °, cap. 7.

4. In loannis evangelillm tractarus, tr. 87, n. 3 (PL 35. 1853);ver también Sermo 16, 8 (PL 38, 588).

5.S. AMBROSIO, De excessu fratris Satyri, 1. 2, n. 102 (PL 16.1344).6. Los autores antiguos atribuyen la paternidad de ese uso a Pitágaras : según Plutarco (De placitis

philosophorum, 11, 1; Op. mor., p. 886 B) fue él quien primero ila empleó para designar al universo; según Favorino (citado por Diógenes Laercio, De vitis philosophorum, c. 1, sec. 25, n. 48, Lipsiae, typ. Car. Tauchnitti, 1833, t. 2, p. 111) la aplicó en cambio sólo al firmamento.Recientemente, basándose en la aparición del vocablo en unos fragmentos de Anaxfmenes (fr. 2; 1, 26, 18 ss.; Diels) y de Anaximandro (fr. 9; 1, 15, 26 ss; Diels), se tiende a anticipar el comienzo de su uso filosófico. Sobre esos fragmentos y las discusiones sobre su autenticidad y valor, cfr. H. SASSE, o. c., pp. 869-870.

7. Ver las observaciones hechas a este respecto por EDOUARD DES PLACES, La réligion grecque, Paris 1969, pp. 344-354. Para una discusión sobre los presupuestos de la escuela exegética a que nos referimos, cfr. JAMES BARR, The Semantics of Biblical Language, Londres 1961, con la literatura a que ha dado lugar.

8. Cfr. HERMANN SASSE, .,ciú,.,, en Theologisches Wörterbuch zum N. T., t. I, pp. 197-208; ERNST JENI, Das Wort ôlam im A. T., en Zeistschrift für die Alttestamentliche Wissenschaft, Berlín 64 (1952) 197-248 y 65 (1953) 1-35, R. LOEWE, Kosmos und Aion, Gütersloh 1935.

9. Sobre la concepción teológica del cielo en la Biblia, ver: J. PRADO, Cielo, en Enciclopedia de la Biblia o. c., vol. 2, ools. 313-317; 1. MICHL, Cielo, en Diccionario de Teología bíblica o. c., cols. 189-195 ; JEAN MARIE FENASSE y JACQUES GUILLET, Cielo, en Vocabulario de Teología bíblica o. C., pp. 140-143; HELMUT TRAUB y GERHARD VON RAD, oó~av~íé, en Theologisches Wörterbuch zum N. T., t. V, pp. 496-536; Th. FLUEGGE, Die Vorstellung über den Himmel im A. T., Leipzig 1937; U. SIMON, Heaven in the Christian Tradition, Londres 1958.

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1. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius, cap. 1 (DS 3002, DB 1783); Conc. Vaticano II, Const. dog. Dei Verbum, n. 2.

2. Cfr. TEODORICO MORETTI COSTANZI, La filosofía pura, BOlogna 1959, p. 35.3. Cfr. ETIENNE GILSON, El espíritu de la filosofía medieval, Buenos Aires 1952, pp. 42-43,

217.4. N. 2; en otros párrafos de la Constitución la palabra mundo tiene un sentido diferente, pues se

refiere sobre todo al mundo de la cultura: ver ANTONY NIRAPPEL, Towards the definition of the term World in Gaudium et spes, en nEphemerides theologicae lovaniensesD, 48 (1972) 89-126.No existe aún ningún estudio completo y afondo sobre el conjunto de esta Constitución; entre las introducciones y comentarios, aunque sean fragmentarios y algunas de las colaboraciones presenten serias deficiencllas, pueden citarse: N. A. NISSIOTIS, P. MAURY y P. A. LIEGE, L'Eglise dans le monde, Paris 1966: K. RAHNER, H. DE RIEDMATTEN y otros, L'Eglise dans le monde de ce temps, París 1967;varios, bajo la dirección de G. BARAUNA, A Igreja no mundo de hoje, Petropolis (Brasil) 1966.

5. Cfr. S. BERNARDO, De gratia et libero arbitrio, c. 44, n. 49 (PL 182.1028).6.Cfr. 1 Cor 15, 28.7. Canon 1 (DS 371, DB 174). Con esta expresión el Concilio de Orange marca a la vez la realidad

del pecado original y la profundidad de sus consecuencias, de una parte, y, de otra, la permanencia d la imagen de Dios en el hombre, cuya naturaleza no ha sido destruída ni absolutamente corrompida. Esa armonía de elementos, que reafirma luego el Concilio de Trento (DS 1511-1513, 1521-1522, 1525, 1551-1556; DB 788790, 793-794, 797, 811-816), está admirablemente recogida en la síntesis tomista: cfr. Summa theologiae, 1-2, qq 85 y 109.

8.Cfr. De correptione et gratia, cc. 10-11 (PL 44. 931-936).9.Summa theologiae, 1 q 20 y 2, 17, 14-15.

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TEMA 7 ● DIMENSIÓN SECULAR DE LA VIDA CRISTIANA 165

10. Io 17, 14-15.

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Tema 8

Dimensión mariana

A. Encíclica “Redemptoris Mater” de Juan Pablo II

III PARTE. LA MEDIACION MATERNA

1. María, Esclava del Señor38. La Iglesia sabe y enseña con San Pablo que uno solo es nuestro

mediador: «Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2, 5-6). «La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder» (94): es mediación en Cristo.

La Iglesia sabe y enseña que «todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres ... dimana del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta».(95) Este saludable influjo está mantenido por el Espíritu Santo, quien, igual que cubrió con su sombra a la Virgen María comenzando en ella la maternidad divina, mantiene así continuamente su solicitud hacia los hermanos de su Hijo.

Efectivamente, la mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno que la distingue del de las demás criaturas que, de un modo diverso y siempre subordinado, participan de la única mediación de Cristo, siendo también la suya una mediación participada.(96) En efecto, si «jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor», al mismo tiempo «la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente»; y así «la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas».(97)

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La enseñanza del Concilio Vaticano II presenta la verdad sobre la mediación de María como una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo. Leemos al respecto: «La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador».(98) Esta función es, al mismo tiempo, especial y extraordinaria. Brota de su maternidad divina y puede ser comprendida y vivida en la fe, solamente sobre la base de la plena verdad de esta maternidad. Siendo María, en virtud de la elección divina, la Madre del Hijo consubstancial al Padre y «compañera singularmente generosa» en la obra de la redención, es nuestra madre en el orden de la gracia».(99) Esta función constituye una dimensión real de su presencia en el misterio salvífico de Cristo y de la Iglesia.

39. Desde este punto de vista es necesario considerar una vez más el acontecimiento fundamental en la economía de la salvación, o sea la encarnación del Verbo en la anunciación. Es significativo que María, reconociendo en la palabra del mensajero divino la voluntad del Altísimo y sometiéndose a su poder, diga: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 3). El primer momento de la sumisión a la única mediación «entre Dios y los hombres» —la de Jesucristo— es la aceptación de la maternidad por parte de la Virgen de Nazaret. María da su consentimiento a la elección de Dios, para ser la Madre de su Hijo por obra del Espíritu Santo. Puede decirse que este consentimiento suyo para la maternidad es sobre todo fruto de la donación total a Dios en la virginidad. María aceptó la elección para Madre del Hijo de Dios, guiada por el amor esponsal, que «consagra» totalmente una persona humana a Dios. En virtud de este amor, María deseaba estar siempre y en todo «entregada a Dios», viviendo la virginidad. Las palabras «he aquí la esclava del Señor» expresan el hecho de que desde el principio ella acogió y entendió la propia maternidad como donación total de sí, de su persona, al servicio de los designios salvíficos del Altísimo. Y toda su participación materna en la vida de Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final de acuerdo con su vocación a la virginidad.

La maternidad de María, impregnada profundamente por la actitud esponsal de «esclava del Señor», constituye la dimensión primera y fundamental de aquella mediación que la Iglesia confiesa y proclama respecto a ella,(100) y continuamente «recomienda a la piedad de los fieles» porque confía mucho en esta mediación. En efecto, conviene reconocer que, antes que nadie, Dios mismo, el eterno Padre, se entregó a la Virgen de Nazaret, dándole su propio Hijo en el misterio de la Encarnación. Esta elección suya al sumo cometido y dignidad de Madre del Hijo de Dios, a nivel ontológico, se refiere a la realidad misma de la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo (unión hipostática). Este hecho fundamental de ser la Madre del Hijo de Dios supone, desde el principio, una apertura total a la persona de Cristo, a toda su obra y misión. Las palabras «he aquí la esclava del Señor» atestiguan esta apertura del espíritu de María, la cual, de manera perfecta, reúne en sí misma el amor propio de la virginidad y el amor característico de la maternidad, unidos y como fundidos juntamente.

Por tanto María ha llegado a ser no sólo la «madre-nodriza» del Hijo del hombre, sino también la «compañera singularmente generosa» (101) del Mesías y Redentor. Ella —como ya he dicho— avanzaba en la peregrinación de la fe y en esta peregrinación suya hasta los pies de la Cruz se ha realizado, al mismo tiempo, su cooperación materna en toda la misión del Salvador mediante sus

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acciones y sufrimientos. A través de esta colaboración en la obra del Hijo Redentor, la maternidad misma de María conocía una transformación singular, colmándose cada vez más de «ardiente caridad» hacia todos aquellos a quienes estaba dirigida la misión de Cristo. Por medio de esta «ardiente caridad», orientada a realizar en unión con Cristo la restauración de la «vida sobrenatural de las almas»,(102) María entraba de manera muy personal en la única mediación «entre Dios y los hombres», que es la mediación del hombre Cristo Jesús. Si ella fue la primera en experimentar en sí misma los efectos sobrenaturales de esta única mediación —ya en la anunciación había sido saludada como «llena de gracia»— entonces es necesario decir, que por esta plenitud de gracia y de vida sobrenatural, estaba particularmente predispuesta a la cooperación con Cristo, único mediador de la salvación humana. Y tal cooperación esprecisamente esta mediación subordinada a la mediación de Cristo.

En el caso de María se trata de una mediación especial y excepcional, basada sobre su «plenitud de gracia», que se traducirá en la plena disponibilidad de la «esclava del Señor». Jesucristo, como respuesta a esta disponibilidad interior de su Madre, la preparaba cada vez más a ser para los hombres «madre en el orden de la gracia». Esto indican, al menos de manera indirecta, algunos detalles anotados por los Sinópticos (cf. Lc 11, 28; 8, 20-21; Mc 3, 32-35; Mt 12, 47-50) y más aún por el Evangelio de Juan (cf. 2, 1-12; 19, 25-27), que ya he puesto de relieve. A este respecto, son particularmente elocuentes las palabras, pronunciadas por Jesús en la Cruz, relativas a María y a Juan.

40. Después de los acontecimientos de la resurrección y de la ascensión, María, entrando con los apóstoles en el cenáculo a la espera de Pentecostés, estaba presente como Madre del Señor glorificado. Era no sólo la que «avanzó en la peregrinación de la fe» y guardó fielmente su unión con el Hijo «hasta la Cruz», sino también la «esclava del Señor», entregada por su Hijo como madre a la Iglesia naciente: «He aquí a tu madre». Así empezó a formarse una relación especial entre esta Madre y la Iglesia. En efecto, la Iglesia naciente era fruto de la Cruz y de la resurrección de su Hijo. María, que desde el principio se había entregado sin reservas a la persona y obra de su Hijo, no podía dejar de volcar sobre la Iglesia esta entrega suya materna. Después de la ascensión del Hijo, su maternidad permanece en la Iglesia como mediación materna; intercediendo por todos sus hijos, la madre coopera en la acción salvífica del Hijo, Redentor del mundo. Al respecto enseña el Concilio: «Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar ... hasta la consumación perpetua de todos los elegidos».(103) Con la muerte redentora de su Hijo, la mediación materna de la esclava del Señor alcanzó una dimensión universal, porque la obra de la redención abarca a todos los hombres. Así se manifiesta de manera singular la eficacia de la mediación única y universal de Cristo «entre Dios y los hombres». La cooperación de María participa, por su carácter subordinado, de la universalidad de la mediación del Redentor, único mediador. Esto lo indica claramente el Concilio con las palabras citadas antes.

«Pues —leemos todavía— asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna».(104) Con este carácter de «intercesión», que se manifestó por primera vez en Caná de Galilea, la mediación de María continúa en la historia de la Iglesia y del mundo. Leemos que María «con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad

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hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada».(105) De este modo la maternidad de María perdura incesantemente en la Iglesia como mediación intercesora, y la Iglesia expresa su fe en esta verdad invocando a María «con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora».(106)

41. María, por su mediación subordinada a la del Redentor, contribuye de manera especial a la unión de la Iglesia peregrina en la tierra con la realidad escatológica y celestial de la comunión de los santos, habiendo sido ya «asunta a los cielos».(107) La verdad de la Asunción, definida por Pío XII, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II, que expresa así la fe de la Iglesia: «Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemeje de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte».(108) Con esta enseñanza Pío XII enlazaba con la Tradición, que ha encontrado múltiples expresiones en la historia de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente.

Con el misterio de la Asunción a los cielos, se han realizado definitivamente en María todos los efectos de la única mediación de Cristo Redentor del mundo y Señor resucitado: «Todos vivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo en su Venida» (1 Co 15, 22-23). En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María «está también íntimamente unida» a Cristo porque, aunque como madre-virgen estaba singularmente unida a él en su primera venida, por su cooperación constante con él lo estará también a la espera de la segunda; «redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo»,(109) ella tiene también aquella función, propia de la madre, de mediadora de clemencia en la venida definitiva, cuando todos los de Cristo revivirán, y «el último enemigo en ser destruido será la Muerte» (1 Co 15, 26).(110)

A esta exaltación de la «Hija excelsa de Sión»,(111) mediante la asunción a los cielos, está unido el misterio de su gloria eterna. En efecto, la Madre de Cristo es glorificada como «Reina universal».(112) La que en la anunciación se definió como «esclava del Señor» fue durante toda su vida terrena fiel a lo que este nombre expresa, confirmando así que era una verdadera «discípula» de Cristo, el cual subrayaba intensamente el carácter de servicio de su propia misión: el Hijo del hombre «no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28). Por esto María ha sido la primera entre aquellos que, «sirviendo a Cristo también en los demás, conducen en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar»,(113) Y ha conseguido plenamente aquel «estado de libertad real», propio de los discípulos de Cristo: ¡servir quiere decir reinar!

«Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (cf. Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A El están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15, 27-28)».(114) María, esclava del Señor, forma parte de este Reino del Hijo.(115) La gloria de servir no cesa de ser su exaltación real; asunta a los cielos, ella no termina aquel servicio suyo salvífico, en el que se manifiesta la mediación materna, «hasta la consumación perpetua de todos los elegidos».(116) Así aquella, que aquí en la tierra «guardó fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz», sigue estando unida

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a él, mientras ya «a El están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre». Así en su asunción a los cielos, María está como envuelta por toda la realidad de la comunión de los santos, y su misma unión con el Hijo en la gloria está dirigida toda ella hacia la plenitud definitiva del Reino, cuando «Dios sea todo en todas las cosas».

También en esta fase la mediación materna de María sigue estando subordinada a aquel que es el único Mediador, hasta la realización definitiva de la «plenitud de los tiempos»,es decir, hasta que «todo tenga a Cristo por Cabeza» (Ef 1, 10).

2. María en la vida de la Iglesia y de cada cristiano42. El Concilio Vaticano II, siguiendo la Tradición, ha dado nueva luz sobre

el papel de la Madre de Cristo en la vida de la Iglesia. «La Bienaventurada Virgen, por el don ... de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo».(117) Ya hemos visto anteriormente como María permanece, desde el comienzo, con los apóstoles a la espera de Pentecostés y como, siendo «feliz la que ha creído», a través de las generaciones está presente en medio de la Iglesia peregrina mediante la fe y como modelo de la esperanza que no desengaña (cf. Rom 5, 5).

María creyó que se cumpliría lo que le había dicho el Señor. Como Virgen, creyó que concebiría y daría a luz un hijo: el «Santo», al cual corresponde el nombre de «Hijo de Dios», el nombre de «Jesús» (Dios que salva). Como esclava del Señor, permaneció perfectamente fiel a la persona y a la misión de este Hijo. Como madre, «creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre,y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo».(118)

Por estos motivos María «con razón es honrada con especial culto por la Iglesia; ya desde los tiempos más antiguos ... es honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas».(119) Este culto es del todo particular: contiene en sí y expresa aquel profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo y la Iglesía.(120) Como virgen y madre, María es para la Iglesia un «modelo perenne». Se puede decir, pues, que, sobre todo según este aspecto, es decir como modelo o, más bien como «figura», María, presente en el misterio de Cristo, está también constantemente presente en el misterio de la Iglesia. En efecto, también la Iglesia «es llamada madre y virgen», y estos nombres tienen una profunda justificación bíblica y teológica.(121)

43. La Iglesia «se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad».(122) Igual que María creyó la primera, acogiendo la palabra de Dios que le fue revelada en la anunciación, y permaneciendo fiel a ella en todas sus pruebas hasta la Cruz, así la Iglesia llega a ser Madre cuando, acogiendo con fidelidad la palabra de Dios, «por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios».(123) Esta característica «materna» de la Iglesia ha sido expresada de modo particularmente vigoroso por el Apóstol de las gentes, cuando escribía: «¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros!» (Gál 4, 19). En estas palabras de san Pablo está contenido un indicio

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interesante de la conciencia materna de la Iglesia primitiva, unida al servicio apostólico entre los hombres. Esta conciencia permitía y permite constantemente a la Iglesia ver el misterio de su vida y de su misión a ejemplo de la misma Madre del Hijo, que es el «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29).

Se puede afirmar que la Iglesia aprende también de María la propia maternidad; reconoce la dimensión materna de su vocación, unida esencialmente a su naturaleza sacramental, «contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre».(124) Si la Iglesia es signo e instrumento de la unión íntima con Dios, lo es por su maternidad, porque, vivificada por el Espíritu, «engendra» hijos e hijas de la familia humana a una vida nueva en Cristo. Porque, al igual que María está al servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio de la gracia.

Al mismo tiempo, a ejemplo de María, la Iglesia es la virgen fiel al propio esposo: «también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo».(125) La Iglesia es, pues, la esposa de Cristo, como resulta de las cartas paulinas (cf. Ef 5, 21-33; 2 Co 11, 2) y de la expresión joánica «la esposa del Cordero» (Ap 21, 9). Si la Iglesia como esposa custodia «la fe prometidaa Cristo», esta fidelidad, a pesar de que en la enseñanza del Apóstol se haya convertido en imagen del matrimonio (cf. Ef 5, 23-33), posee también el valor tipo de la total donación a Dios en el celibato «por el Reino de los cielos», es decir de la virginidad consagrada a Dios (cf. Mt 19, 11-12; 2 Cor 11, 2). Precisamente esta virginidad, siguiendo el ejemplo de la Virgen de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu Santo.

Pero la Iglesia custodia también la fe recibida de Cristo; a ejemplo de María, que guardaba y meditaba en su corazón (cf. Lc 2, 19. 51) todo lo relacionado con su Hijo divino, está dedicada a custodiar la Palabra de Dios, a indagar sus riquezas con discernimiento y prudencia con el fin de dar en cada época un testimonio fiel a todos los hombres.(126)

44. Ante esta ejemplaridad, la Iglesia se encuentra con María e intenta asemejarse a ella: «Imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad».(127) Por consiguiente, María está presente en el misterio de la Iglesia como modelo. Pero el misterio de la Iglesia consiste también en el hecho de engendrar a los hombres a una vida nueva e inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y aquí María no sólo es modelo y figura de la Iglesia, sino mucho más. Pues, «con materno amor coopera a la generación y educación» de los hijos e hijas de la madre Iglesia. La maternidad de la Iglesia se lleva a cabo no sólo según el modelo y la figura de la Madre de Dios, sino también con su «cooperación». La Iglesia recibe copiosamente de esta cooperación, es decir de la mediación materna, que es característica de María, ya que en la tierra ella cooperó a la generación y educación de los hijos e hijas de la Iglesia, como Madre de aquel Hijo «a quien Dios constituyó como hermanos».(128)

En ello cooperó —como enseña el Concilio Vaticano II— con materno amor.(129) Se descubre aquí el valor real de las palabras dichas por Jesús a su madre cuando estaba en la Cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27). Son palabras que determinan el lugar de María en la vida de los discípulos de Cristo y expresan —como he dicho ya— su nueva maternidad como Madre del Redentor: la maternidad espiritual, nacida de lo

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profundo del misterio pascual del Redentor del mundo. Es una maternidad en el orden de la gracia, porque implora el don del Espíritu Santo que suscita los nuevos hijos de Dios, redimidos mediante el sacrificio de Cristo: aquel Espíritu que, junto con la Iglesia, María ha recibido también el día de Pentecostés.

Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado Banquete —celebración litúrgica del misterio de la Redención—, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente.

Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos incluso los juveniles, en la pastoral de los Santuarios marianos María guía a los fieles a la Eucaristía.

45. Es esencial a la maternidad la referencia a la persona. La maternidad determina siempre una relación única e irrepetible entre dos personas: la de la madre con el hijo y la del hijo con la Madre. Aun cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con cada uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia. En efecto, cada hijo es engendrado de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto para la madre como para el hijo. Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor materno, sobre el que se basa su formación y maduración en la humanidad.

Se puede afirmar que la maternidad «en el orden de la gracia» mantiene la analogía con cuanto a en el orden de la naturaleza» caracteriza la unión de la madre con el hijo. En esta luz se hace más comprensible el hecho de que, en el testamento de Cristo en el Gólgota, la nueva maternidad de su madre haya sido expresada en singular, refiriéndose a un hombre: «Ahí tienes a tu hijo».

Se puede decir además que en estas mismas palabras está indicado plena-mente el motivo de la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba a los pies de la Cruz en com-pañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo, de todo cris-tiano. El Redentor confía su madre al discípulo y, al mismo tiempo, se la da como madre. La maternidad de María, que se convierte en herencia del hombre, es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El Redentor confía María a Juan, en la medida en que confía Juan a María. A los pies de la Cruz comienza aquella especial entrega del hombre a la Madre de Cristo, que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y expresado posteriormente de modos diver-sos. Cuando el mismo apóstol y evangelista, después de haber recogido las pala-bras dichas por Jesús en la Cruz a su Madre y a él mismo, añade: «Y desde aque-lla hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,27). Esta afirmación quiere decir con certeza que al discípulo se atribuye el papel de hijo y que él cuidó de la Madre del Maestro amado. Y ya que María fue dada como madre personalmente a él, la afirmación indica, aunque sea indirectamente, lo que expresa la relación íntima de un hijo con la madre. Y todo esto se encierra en la palabra «entrega». La entrega es la respuesta al amor de una persona y, en concreto, al amor de la madre.

La dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de modo especial precisamente mediante esta entrega filial respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota. Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, «acoge entre sus cosas

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propias» (130) a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su «yo» humano y cristiano: «La acogió en su casa» Así el cristiano, trata de entrar en el radio de acción de aquella «caridad materna», con la que la Madre del Redentor «cuida de los hermanos de su Hijo»,(131) «a cuya generación y educación coopera» (132) según la medida del don, propia de cada uno por la virtud del Espíritu de Cristo. Así se manifiesta también aquella maternidad según el espíritu, que ha llegado a ser la función de María a los pies de la Cruz y en el cenáculo.

46. Esta relación filial, esta entrega de un hijo a la Madre no sólo tiene su comienzo en Cristo, sino que se puede decir que definitivamente se orienta hacia él. Se puede afirmar que María sigue repitiendo a todos las mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: «Haced lo que él os diga». En efecto es él, Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres; es él «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 4, 6); es él a quien el Padre ha dado al mundo, para que el hombre «no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). La Virgen de Nazaret se ha convertido en la primera «testigo» de este amor salvífico del Padre y desea permanecer también su humilde esclava siempre y por todas partes. Para todo cristiano y todo hombre, María es la primera que «ha creído», y precisamente con esta fe suya de esposa y de madre quiere actuar sobre todos los que se entregan a ella como hijos. Y es sabido que cuanto más estos hijos perseveran en esta actitud y avanzan en la misma, tanto más María les acerca a la «inescrutable riqueza de Cristo» (Ef 3, 8). E igualmente ellos reconocen cada vez mejor la dignidad del hombre en toda su plenitud, y el sentido definitivo de su vocación, porque «Cristo ... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».(133)

Esta dimensión mariana en la vida cristiana adquiere un acento peculiar res-pecto a la mujer y a su condición. En efecto, la feminidad tiene una relación sin-gular con la Madre del Redentor, tema que podrá profundizarse en otro lugar. Aquí sólo deseo poner de relieve que la figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer en cuanto tal por el mismo hecho de que Dios, en el sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a María, encuentra en ella el secreto para vivir dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera promoción. A la luz de María, la Iglesia lee en el rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es espejo de los más altos sentimientos, de que es capaz el corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza que sabe resistir a los más grandes dolores, la fidelidad sin límites, la laboriosidad infatiga-ble y la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo.

47. Durante el Concilio Pablo VI proclamó solemnemente que María es Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores».(134) Más tarde, el año 1968 en la Profesión de fe, conocida bajo el nombre de «Credo del pueblo de Dios», ratificó esta afirmación de forma aún más comprometida con las palabras «Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia continúa en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos».(135)

El magisterio del Concilio ha subrayado que la verdad sobre la Santísima Virgen, Madre de Cristo, constituye un medio eficaz para la profundización de la

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verdad sobre la Iglesia. El mismo Pablo VI, tomando la palabra en relación con la Constitución Lumen gentium, recién aprobada por el Concilio, dijo: «El conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la clave para la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia».(136)María está presente en la Iglesia como Madre de Cristo y, a la vez, como aquella Madre que Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol Juan. Por consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia. En este sentido María, Madre de la Iglesia, es también su modelo. En efecto, la Iglesia —como desea y pide Pablo VI— «encuentra en ella (María) la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo».(137)

Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de Cristo con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella «mujer» que, desde los primeros capítulos del Libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella «dura batalla contra el poder de las tinieblas» (138) que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana. Y por esta identificación suya eclesial con la «mujer vestida de sol» (Ap 12, 1), (139) se puede afirmar que «la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga»; por esto, los cristianos, alzando con fe los ojos hacia María a lo largo de su peregrinación terrena, «aún se esfuerzan en crecer en la santidad».(140) María, la excelsa hija de Sión, ayuda a todos los hijos —donde y como quiera que vivan— a encontrar en Cristo el camino hacia la casa del Padre.

Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la Madre de Dios un vínculo que comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la venera como madre espiritual de la humanidad y abogada de gracia.

NOTAS

(94) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 60.(95) Ibid., 60. (96) Cf. Ia fómula de mediadora «ad Mediatorem» de S. Bernardo, In Dominica infra oct.

Assumptionis Sermo, 2: S. Bernardi Opera, V, 1968, 263. María como puro espejo remite al Hijo toda gloria y honor que recibe: Id., In Nativitate B. Mariae Sermo-De aquaeductu, 12: ed. cit. , 283.

(97) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62. (98) Ibid., 62.(99) Ibid., 61. (100) Ibid., 62.(101) Ibid., 61(102) Ibid., 61(103) Ibid., 62. (104) Ibid., 62. (105) Ibid., 62; también en su oración la Iglesia reconoce y celebra la «función materna» de María,

función «de intercesión y perdón, de impetración y gracia, de reconciliación y paz» (cf. prefacio de la Misa de la Bienaventurada Virgen María, Madre y Mediadora de gracia, en Collectio Missarum de Beata Maria Virgine, ed. typ. 1987, I, 120.

(106) Ibid., 62. (107) Ibid., 62; S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem, I, 11; II, 2, 14: S. Ch. 80, 111 s.; 127-

131; 157-161; 181-185; S. Bernardo, In Assumptione Beatae Mariae Sermo, 1-2: S Bernardi Opera, V, 1968, 228-238.

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(108) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59; cf. Pío XII, Const. Apost. Munificentissimus Deus (1 de noviembre de 1950): AAS 42 (1950) 769-771; S. Bernardo presenta a María inmersa en el esplendor de la gloria del Hijo: In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 3: S. Bernardi Opera, V, 1968, 263 s.

(109) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 53. (110) Sobre este aspecto particular de la mediación de María como impetradora de clemencia ante

el Hijo Juez, cf. S. Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 1-2: S. Bernardi Opera, V, 1968, 262 s.; León XIII, Cart. Enc. Octobri mense (22 de septiembre de 1891): Acta Leonis, XI, 299-315.

(111) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.(112) Ibid., 59.(113) Ibid., 36.(114) Ibid., 36.(115) Acerca de María Reina, cf. S. Juan Damasceno, Hom. in Nativitatem, 6, 12; Hom. in Dor-

mitionem, I, 2, 12, 14; II, 11; III, 4: S. Ch. 80, 59 s.; 77 s.; 83 s.; 113 s.; 117; 151 s.; 189-193.(116) Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62(117) Ibid., 63. (118) Ibid., 63.(119) Ibid., 66.(120) Cf. S. Ambrosio, De Institutione Virginis, XIV, 88-89: PL 16, 341; S. Agustín, Sermo 215,

4: PL 38, 1074; De Sancta Virginitate, II, 2; V, 5; VI, 6: PL 40, 397; 398 s.; 399; Sermo 191, II, 3: PL 38, 1010 s.

(121) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 63.(122) Ibid., 64. (123) Ibid., 64. (124) Ibid., 64. (125) Ibid., 64. (126) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 8; S.

Buenaventura, Comment. in Evang. Lucae, Ad Claras Aquas, VII, 53, n. 40; 68, n. 109. (127) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 64.(128) Ibid., 63. (129) Ibid., 63. (130) Como es bien sabido, en el texto griego la expresión «eis ta ídia» supera el límite de una

acogida de María por parte del discípulo, en el sentido del mero alojamiento material y de la hospitalidad en su casa; quiere indicar más bien una comunión de vida que se establece entre los dos en base a las palabras de Cristo agonizante. Cf. S. Agustín, In Ioan. Evang. tract. 119, 3: CCL 36, 659: «La tomó consigo, no en sus heredades, porque no poseía nada propio, sino entre sus obligaciones que atendía con premura».

(131) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62.(132) Ibid., 63.(133) Conc. Ecum. Vat II, Const past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 22.(134) Cf. Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015. (135) Pablo VI, Solemne Profesión de Fe (30 de junio de 1968), 15: AAS 60 (1968) 438 s. (136) Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de 1964: AAS 56 (1964) 1015.(137) Ibid., 1016. (138) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes,

37. (139) C£. S. Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo: S. Bernardi Opera, V, 1968,

262-274.

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TEMA 8 ● DIMENSIÓN MARIANA 177

A. Reflexión teológica sobre la Encíclica Redemptoris Mater.La mediación materna

FERNANDO OCÁRIZ

Está transcurriendo el Año Mariano proclamado por el Romano Pontífice y es lógico -en cierto sentido, obligado: un deber filial muy agradable-, dedicar esta breve lección inaugural a la reflexión teológica sobre algunos aspectos de la Mariología, respondiendo así a una invitación expresa de nuestro Gran Canciller, Mons. Álvaro del Portillo 1. La presente reflexión, sin ser un comentario ni una exégesis de la Encíclica Redemptoris Mater, de ella arrancará y tomará su inspiración de fondo. Como es sabido, Juan Pablo II considera el misterio de la que es Madre de Dios, Madre de la Iglesia y Madre de cada cristiano, en una perspectiva eminentemente bíblica. En tal perspectiva se subraya de modo particular la interdependencia que, en el designio de Dios, tienen la plenitud de gracia, la maternidad divina y la maternidad espiritual de María, y también la íntima y constitutiva relación entre el misterio de la Madre y el misterio supremo de la Santísima Trinidad.

A la luz de esa interdependencia y de esta relación materna de María nos detendremos en la consideración de la mediación, que es uno de los aspectos del misterio de la Madre a los que Juan Pablo II ha dedicado una atención particular.

1. Maternidad espiritual y mediación«En la expresión "feliz la que ha creído" podemos encontrar como una clave

que nos abre a la realidad íntima de María, a la que el ángel ha saludado como "llena de gracia". Si como "llena de gracia" ha estado presente eternamente en el misterio de Cristo, por la fe se convertía en partícipe en toda la extensión de su itinerario terreno: "avanzó en la peregrinación de la fe" y al mismo tiempo, de modo discreto pero directo y eficaz, hacía presente a los hombres el misterio de Cristo. Y sigue haciéndolo todavía. Y por el misterio de Cristo está presente entre los hombres. Así, mediante el misterio del Hijo, se aclara también el misterio de la Madre» 2.

La presencia -participación- de María en el misterio de Cristo está, por tanto, íntimamente vinculada con la plenitud de gracia en la que está radicada esa fe mediante la cual fue partícipe, en toda su extensión, del itinerario terreno de su Hijo 3. La participación de María en el "itinerario terreno" de Cristo alcanza el culmen en su etapa conclusiva: es decir, en la cima del Gólgota, donde la Madre fue asociada en modo especial, mediante la fe y el amor, al sacrificio del Hijo, a través del «sacrificio de su corazón de Madre» 4. María «sigue haciendo presente a los hombres el misterio de Cristo», porque permanece asociada al Hijo en la Gloria y porque «coopera con amor materno» a la «generación y educación» de esos hermanos y hermanas de su Hijo Jesucristo 5.

Como explica Juan Pablo II, en María, «esta maternidad en el orden de la gracia ha surgido de su misma maternidad divina» 6; pero no sólo en cuanto que ella concibió la carne asumida por el Verbo en unidad de persona, sino también en

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cuanto la maternidad divina fue realizada, por designio divino, en la «llena de gracia» 7, cuyo amor materno «maduró definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo» 8. Con palabras del Card. Ratzinger, podemos decir que «bajo la cruz María se hace nuevamente madre; en el dolor de la compasión empieza la nueva maternidad, se hace verdadera la palabra: "Amplía el espacio de tu tienda ... porque te ampliarás de derecha a izquierda y tu descendencia tomará posesión de las naciones" (Is 54, 2s.). La maternidad de María dura así hasta el fin el mundo» 9.

La maternidad espiritual de María es un aspecto de su mediación de gracia: en cierto sentido el "primer aspecto" respecto a cada uno de los fieles; éstos, efectivamente, "nacen de María" porque ella es medianera de la primera gracia de la regeneración sobrenatural. Según las conocidas palabras de San Agustín, María es «verdaderamente madre de los miembros (de Cristo) ... porque... ha cooperado con su caridad al nacimiento de los fieles en la Iglesia, los cuales son los miembros de esa Cabeza» l0. Y toda sucesiva mediación suya referente a las otras gracias es una «mediación materna» 11. «Efectivamente -escribe el Romano Pontífice-, la mediación de María está íntimamente ligada a su maternidad, posee un carácter específicamente materno, que la distingue de la de otras criaturas que, de modo diverso y siempre subordinado, participan de la única mediación de Cristo, siendo también la suya una mediación participada» 12.

Para profundizar en la naturaleza y el contenido de la mediación materna de María, es oportuno reflexionar sobre su carácter participado y, después, sobre su relación con la plenitud de gracia.

2. Mediación participada "en Cristo"Efectivamente, la Encíclica Redemptoris Mater, retomando y explicando la

correspondiente doctrina del Concilio Vaticano II, insiste especialmente en el carácter "subordinado" y "participado" de la mediación de María respecto a la de Cristo 13.

Está claro que los conceptos de participación y de subordinación no son equivalentes; efectivamente, no toda subordinación implica una participación; en cambio, toda participación implica subordinación del participante respecto a la totalidad de la que participa (cuando se trata de participación trascendental y no simplemente predicamental, es decir, cuando aquello que es participado existe y permanece en su plenitud fuera de los participados). De aquí que, para profundizar en nuestro conocimiento de la mediación de María, más que analizar directamente su "subordinación" a la de Cristo, es oportuno considerarla en su carácter de "participación".

Ciertamente, existe un aspecto muy importante de la mediación de Santa María que se explica suficientemente, desde el punto de vista formal, mediante la noción de subordinación: me refiero a la intercesión de la Madre delante de su Hijo en favor de los hombres. A este aspecto de la mediación se aplica adecuadamente la famosa expresión de San Bernardo, según la cual María es medianera ad Mediatorem 14. No nos detenemos en este aspecto, que no presenta especial dificultad de comprensión 15.

Recordemos, en cambio, el hecho de que hay muchos autores (Lépicier, Hugon, Lavaud, Garrigou-Lagrange, Roschini, Sauras, etc.), que han afirmado que la medición materna de María Santísima no se limita a la intercesión, sino que se extiende también a la donación misma de la vida sobrenatural, es decir, a la

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donación de la gracia a los hombres. Esta posición teológica ha sido ilustrada principalmente mediante el concepto de causalidad eficiente instrumental: María, en la donación de la gracia, sería instrumento de Cristo, en modo análogo a como la Humanidad de Jesús es el instrumento de la divinidad 16.

Muchos otros autores han rechazado esta interpretación (Lennerz, Merkelbach, Heris, Terrien, Bittremieux, De la Taille, etc.), sobre todo porque han considerado que la causalidad instrumental de María en la donación efectiva de la gracia oscurecería -a diferencia de la causalidad instrumental de los sacramentos- el carácter inmediato y único de la mediación de Cristo entre Dios y los hombres: sería -la de Cristo- una mediación entre Dios y María y, solamente a través de Ella, entre Dios y los hombres. De hecho, hoy está muy difundida la opinión según la cual la mediación mariana se limitaría a la sola intercesión 17

No obstante, no me parece necesario adoptar la clave de la causalidad instrumental -que, ciertamente, presenta dificultades- para afirmar que la mediación de María no se limita sólo a la intercesión, sino que se refiere de alguna forma también a la efectiva donación de la gracia.

Para profundizar en este aspecto del misterio de la Madre, conviene, como he dicho antes, tener en cuenta la noción de participación. Efectivamente, además de utilizar frecuentemente este término, para expresar la relación de la mediación de María con la de Cristo, Juan Pablo II escribe que la mediación de María «es mediación en Cristo» 18.

Como es sabido, el ser en Cristo, en su riqueza y pluriformidad tanto entitativa como operativa, expresa, sobre todo en las Cartas paulinas esencia misma del cristianismo 19; e incluye, como su aspecto más radical, la participación en la Filiación del Verbo eterno; participación que es constitutiva de la filiación divina adoptiva 20, mediante la cual los hombres se convierten en hijos en el Hijo, según la expresión tradicional utilizada tantas veces por Juan Pablo II 21.

Es importante observar que nuestro ser hijos del Padre en Cristo mediante la participación de su Filiación divina, no disminuye ni multiplica la Filiación del Verbo. Efectivamente, Cristo sigue siendo el Unigénito del Padre aunque sea Primogénito entre muchos hermanos, porque, con palabras de Scheeben -de quien se cumple el centenario de la muerte dentro de unos meses-, «nosotros no somos simplemente hijos adoptivos, sino miembros del Hijo natural; por eso, como tales entramos también realmente en esa relación personal en la que está el Hijo de Dios con su Padre. Es según la verdad, y no sólo según analogía o semejanza, que nosotros llamamos Padre nuestro al Padre del Verbo; y efectivamente no es tal por una simple relación análoga, sino por aquella única y misma relación con la cual Él es el Padre de Cristo. Lo es de un modo similar a aquel por el que Él, que es el Padre del Verbo eterno, por la misma relación, es también Padre del Hombre-Dios en su humanidad (...); somos en cierta manera -concluye Scheeben- un único Hijo del Padre con Él y en Él» 22.

A todos los demás aspectos del ser en Cristo por participación se debe aplicar también la misma dialéctica entre el Uno y lo múltiple. Por eso, ello que se refiere a una mediación en Cristo por participación en la mediación única de Él, no hay duda que una tal mediación participada no disminuye ni multiplica la única mediación entre Dios y los hombres, propia de Jesucristo. Se trata, por tanto, de la participación expresada en griego, tanto clásico como neotestamentario, con el término koinonía: comunión por participación, o bien participación en cuanto comunión espiritual de muchos con algo o alguien que permanece único e indiviso 23. Esto, en realidad, es aplicable no sólo a la mediación materna de María, sino

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también a todas las otras mediaciones subordinadas, participadas, de la mediación de Cristo.

Pero afirmar que una de las mediaciones participadas -la de María- es mediación también en la donación efectiva de la gracia, significa afirmar, in radice, que María participa de alguna manera en la capitalidad de Cristo, y esto nos lleva a considerar la conexión de la "mediación materna" con la "plenitud de gracia" a la que nos referíamos al principio. Detengámonos antes, brevemente, en la plenitud de gracia de María en sí misma considerada.

3. El misterio de la "llena de gracia"María es, ya antes de la Encarnación, la kecharitoméne (Lc 1, 28): la

gratificada, según la versión latina del Codex Palatinus (y) de la tradición africana; la gratia plena de la Vulgata. No es posible, ni necesario, detenernos aquí a considerar las interpretaciones, antiguas y recientes, de la palabra kecharitoméne 24. De todos modos, aunque la sola exégesis de Lc 1, 28 no parece que conduzca a la idea de "plenitud" de gracia santificante, sino más bien a afirmar que María es llamada por el Ángel "transformada por la gracia" como preparación a la divina maternidad virginal 25, es indudable que existen seguros motivos, incluso cristológicos y eclesiológicos, para afirmar en María una peculiar "plenitud de gracia" como ha enseñado en repetidas ocasiones el Magisterio de la Iglesia 26.

Es tradicional considerar tres aspectos de la plenitud de gracia de María: en primer lugar, la total inmunidad de pecado y la perfección de las virtudes; en segundo término, aquello que Santo Tomás llama la refluentia o redundantia de la divinización del alma de María en su carne; y, finalmente, como consecuencia de esto, la plenitud de gracia conlleva que Ella sea, en cierto sentido, fuente de gracia para los hombres 27.

Es interesante notar que Santo Tomás considera la "plenitud de gracia” no sólo como moralmente conveniente a la dignidad de la que había predestinada a la maternidad divina, sino también como una especial “continuidad ontológica" con esta maternidad. En efecto, él llega a afirma aquel aspecto de la plenitud de gracia que llama redundantia de la gracia en la carne de María fue una específica predisposición, ciertamente no absolutamente necesaria pero querida por Dios, para que Ella concibiera un hombre que fuese el Hijo de Dios 28.

En realidad, de la misma manera que espíritu y materia constituye el hombre una unidad sustancial, también en nosotros -con palabras de Mons. Josemaría Escrivá- «la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa» 29. Se plantea entonces de manera inmediata la siguiente pregunta: ¿cuál puede ser la peculiaridad redundantia de la gracia en la carne, en el caso de María?; es decir, ¿permanece algún "espacio metafísico" para concebir una plena redundancia gracia en la carne, que sea consecuencia de la plenitud de gracia y se dirija, como afirma Santo Tomás, a la maternidad divina? Una plenitud de redundancia de este tipo no parece otra cosa que la total santificación o deificación de la carne en su misma materialidad, todavía más difícil de entender para nosotros que la deificación del espíritu, pero no imposible. La deificación de la carne es, en efecto, el estado escatológico definitivo de la materia humana, que ya se ha realizado en Cristo y en su Madre en la Gloria 30.

Por eso, en la perspectiva de Santo Tomás, quizá se podría pensar que la plenitud de gracia comportaría una cierta "deificación escatológica anticipada" de

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la carne de María, análoga a la del Cristo pre-pascual, cuya carne según Santo Tomás, era una carne deificada no sólo en el sentido de que pertenecía a una Persona divina, sino en cuanto en sí misma participaba de los dones de la divinidad en el modo más abundante, es decir, en plenitud 31.

En cualquier caso, la especial santificación de María, aunque hubiese tenido una "anticipada plenitud escatológica", permaneció en la tierra en un estado de «kénosis», análogo al de la Humanidad de su Hijo. En efecto «si Dios ha querido ensalzar a su Madre -son también palabras del Fundador del Opus Dei-, es igualmente cierto que durante su vida terrena no, fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe» 32. Un "claroscuro" que, especialmente al pie de la Cruz del Hijo, podemos considerar -con Juan Pablo II- como «la más profunda "kénosis" de la fe en la historia de la humanidad» 33. Una kénosis de la fe que se manifiesta especialmente -con palabras de Mons. del Portillo-, en el hecho de que, «cuando la misión de Cristo parece que concluye con el fracaso más absoluto, y los discípulos dejan solo al Maestro, la Virgen camina con paso decidido en la peregrinación de la fe y cree, contra toda esperanza, que se realizará cuanto Dios ha dicho sobre su Hijo» 34.

4. Plenitud de gracia y mediación maternaRetomemos ahora el discurso de la mediación materna de María en la

efectiva donación de la gracia, a la luz de la plenitud de gracia, ya verdaderamente consumada en la gloria: con la Asunción, en efecto, María ha sido santificada «enteramente y totalmente en el cumplimiento escatológico» 35. Antes que nada, es oportuno recordar que la gracia sobrenatural, que los hombres reciben de Cristo con la mediación de María, no "objeto" que pueda pasar de mano en mano: la gracia es un modo de ser sobrenatural, producido por Dios en lo más íntimo del espíritu creado, que diviniza o deifica la persona y es inseparable de las misiones invisibles del Hijo y del Espíritu Santo, mediante las cuales el espíritu finito, como dice Santo Tomás, «fit particeps divini Verbi et procedentis Amoris» 36.

Como es sabido, entre estas dos misiones, que son inseparables, existe un orden inverso al de las procesiones eternas. Es decir, el término de la acción divina ad extra -acción común a las tres Personas divinas- es "la introducción" de la criatura en la vida intratrinitaria que las misiones comportan: una "introducción" que "empieza" (no en sentido temporal) de la unión, por participación, con la Persona del Espíritu Santo; unión que "plasma" en el espíritu finito la participación (semejanza y unión) por la cual en el Hijo se es hijo del Padre 37. Es decir, como escribe Juan Pablo II, «Él mismo (el Espíritu Santo), como amor, es el eterno don increado. En Él se encuentra la fuente y el principio de toda dádiva a las criaturas 38.

A la luz de estas reflexiones, surge la pregunta: ¿cómo es posible una mediación humana -la de María- en la donación de la vida sobrenatural, no sólo por intercesión, sino también por efectiva donación o "distribución" de la gracia, si ésta "empieza" siempre con la misión del Espíritu Santo? Una vez más, el misterio de la Madre se ilumina mediante el misterio del Hijo. Es indudable que Jesucristo es, en su Humanidad, mediador de la vida sobrenatural para los hombres, no sólo por vía de mérito y de intercesión, sino también por vía de eficiencia, en cuanto que su Humanidad es "instrumento de la divinidad": el órganon tes theiótetos, según la famosa expresión de San Juan Damasceno 39. Por esto, Cristo puede y debe ser llamado fuente o principio de la gracia 40. Lo que significa, entre otras cosas que Dios ha querido que, en la actual economía, el

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Espíritu Santo sea “enviado” a los hombres del Padre por el Hijo a través de la Humanidad del Hijo, plenamente y definitivamente glorificada y elevada ad dexteram Patris 41, con la cual Santa María, después de la Asunción, está unida en una koinonía (comunión-participación) de la máxima intimidad e intensidad compatible con la distinción personal.

No parece por tanto infundado atribuir un significado más profundo que el de una simple "apropiación", a expresiones tradicionales como aquella de San Andrés de Creta, según la cual María, es «la Madre de la que proviene sobre todos el Espíritu» 42. Y es propiamente la noción de participación-koinonía la que permite afirmar la participación de María en la capitalidad de Cristo y, por esto, su mediación en la efectiva donación de la gracia, sin que esto comporte en absoluto una duplicidad de fuentes o de cabezas, que sin duda habría que excluir, tanto por razones dogmáticas como por la dialéctica de la participación metafísica de estructura trascendental.

En esta perspectiva, las afirmaciones que presentan a la Virgen como el "cuello" o el "acueducto" a través del cual nos llega la gracia de la Cabeza o de la Fuente, aunque conservan un cierto valor metafórico, se manifiestan en gran medida insuficientes. Más bien deberíamos decir que los hombres reciben la gracia de Dios a través de Cristo y de María porque, en un sentido mucho más real y profundo -y, por eso, mucho más misterioso- que el de las palabras de Lucas referidas a los primeros cristianos (cfr. Act 4, 32), María es cor unum et anima una con Cristo. Por esto, como decía Mons. Escrivá, el cristiano encuentra en María «todo el amor de Cristo» y, en Cristo, se ve «metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo» 43.

5. Mediación materna y "recapitulación en Cristo"Después de la Asunción, la plenitud de gracia de María ciertamente ha

alcanzado el estado escatológico; estado que, referido a la entera creación, es descrito por San Pablo como resultado de la "recapitulación" (anakefalaiosis) de todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 10). Esta realidad está rodeada de una luz para nosotros inaccesible: en efecto, «aquellas cosas que ni ojo vio, ni oído oyó, ni al corazón de hombre llegó, Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9).

No es el momento de detenernos ahora en la exégesis literal o en la interpretación teológica de la "recapitulación" escatológica de todo en Cristo 44. Sin embargo, no hay duda que ése es el verdadero y sobrenatural sentido -extraño a cualquier monismo panteísta- de aquel reto de lo múltiple al Uno, que no pocas filosofías han vislumbrado en formas necesariamente inadecuadas y, en diversos aspectos, equivocadas. Una unidad con Dios en Cristo que, conservando la insuprimible distinción entre criatura y Creador, y aquella entre las diversas criaturas, tiene como paradigma -en el caso de la persona humana- la unidad misma de la Trinidad divina. Efectivamente el Señor, ya con referencia a la vida terrena de los Apóstoles, vida en la que la gracia es incoación de la gloria, se expresó de la siguiente manera: «como Tú, Padre, en mí y Yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros (...) Yo en ellos y Tú en mí, para que sean perfectamente uno» (Jn 17, 21.23).

Este misterio de unidad -de comunión- con Dios en Cristo es el misterio de la Iglesia, Cuerpo de Cristo (cfr. Col 1, 18) y -según las famosas palabras de San Cipriano- «de unitate Patris et Filii et Spiritu Sancti plebs adunata» 45. Una Iglesia que, en su estado escatológico, será la plenitud (pléroma) de aquél (Cristo) que se realiza plenamente en todas las cosas» (Ef 1, 23), porque Cristo glorioso

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llenará (híma plerósei) todas las cosas (cfr. Ef 4, 10), y éstas participarán «en Él de su plenitud (en auto pepleroménoi)» (Col 2, 10).

En los santos, la realidad de la gloria escatológica será el cumplimiento final, en el espíritu y en la carne, del ser en Cristo específico de la vida sobrenatural. Tal cumplimiento ya se ha realizado en María en el grado correspondiente a su plenitud de gracia, que incluye en sí la plenitud de la unión (koinonía) con Cristo, a todos los niveles del ser y del operar. Esta plenitud de unión escatológica, exclusiva de la llena de gracia, es la raíz de la distinción entre la mediación materna y la mediación de los santos en la gloria y de los justos en la Iglesia terrenal, y al mismo tiempo la raíz de la distinción entre la participación de María en la capitalidad de Cristo y aquella mística relación de comunión espiritual entre todos que es la comunión de los santos.

Por la excepcional unión de la Madre con el Hijo, culminada en su glorificación definitiva después de la Asunción, «María -escribe Juan Pablo II- está como rodeada de toda la realidad de la comunión de los santos, y la misma unión suya con el Hijo en la gloria está toda ella dirigida hacia la definitiva plenitud del Reino, cuando "Dios sea todo en todas las cosas"» 46.

En consecuencia, la unión de María con Cristo es la raíz más profunda del íntimo vínculo de la Virgen Santísima con la Iglesia y de su mediación materna con la maternidad de la Iglesia. No podemos detenernos aquí sobre este importante aspecto del misterio de la Madre 47 pero, de lo que se ha recordado, emerge claramente la superación de la contraposición entre la llamada perspectiva "cristocéntrica" y "eclesiotípíca" en la consideración teológica de la cooperación de María a la salvación de los hombres; superación a la que lleva ya, de hecho, la orientación mariológica del capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen gentium 48.

6. ConclusiónLlegados a este punto, está claro que se podrían considerar otros aspectos

del misterio de la mediación materna, y profundizar todavía más en las reflexiones expuestas. En cualquier caso, quisiera terminar subrayando que ante al misterio de la Madre de Dios, como ante al misterio de Dios mismo, llega siempre necesariamente un momento donde el comportamiento teológicamente más razonable es, según las conocidas palabras del Pseudo-Dionisio, aquel de una silenciosa veneración: «indicibilia (Deitatis) casto silentio venerantes» 49, sin pretender limitar el misterio a aquello que está al alcance de nuestra comprensión. Un "casto silencio", en el que todavía resuena el eco siempre presente del saludo angélico a La que, llena de gracia, es Madre de Dios y Madre nuestra.

NOTAS

(*) Texto de la lección inaugural del año académico 1987-88 en el Centro Académico Romano de la Santa Cruz. Publicado en "Romana" 5 (1987/1) 311-319.

1. Cfr. ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta pastoral, 31-V-1987, n. 25, en "Romana" 4 1987/1) 77.2. JUAN PABLO II, Litt. enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, n. 19/b.3. Cfr. Ibid., n. 12/c.4. JUAN PABLO II, Litt. enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, n 9/b. Cfr. Litt. enc. Dominum

et vivificantem, 18-V-1986, n. 16/f; Litt. enc. Redemptoris Mater, nn. 19, 23, 24..5. Cfr. JUAN PABLO 11, Litt. ene. Redemptoris Mater, n. 6/b.6. Ibid., n. 22/b.

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7. Cfr. Ibid., n. 39/c-d.8. Ibid., n. 23/c.9. J. RATZINGER, Homilía en el Seminario Internacional de la Prelatura Dei, 14-IV-1987, en

"Romana" 4 (1987/1) 116-117.10. SAN AGUSTÍN, De sancta Virginitate, 6: PL 40, 399.11. Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const dogm. Lumen Gentium, n. 62.12. JUAN PABLO II, Litt. ene. Redemptoris Mater, nn. 38/c.13. Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const dogm. Lumen Gentium, n. 62; JUAl 11, Litt. ene.

Redemptoris Mater, nn. 38/b-c, 40/a.14. SAN BERNARDO, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 2: cit. por JUAN 'ABLO II,

Litt. ene. Redemptoris Mater, nota (96).15. Sobre la mediación como intercesión materna, cfr. especialmente JUAN PABLO II, itt. enc.

Redemptoris Mater, nn. 21/c , 40.16. Cfr., por ejemplo G.M. ROSCHINI, La Madre de Dios según la fe y la teología, Ma!-id 1962,

vol. I, pp. 647-650.17. Cfr. por ejemplo, J.-H. NICOLAS, Synthése dogmatique. De la ibourg-París 1985, pp.

553-555. Trinité a la Trinité,18. JUAN PABLO II, Litt. enc. Redemptoris Maten, n. 38/a.19. Cfr., por ejemplo, M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento Madrid, 2'e d p. 414 A.

WIKENHAUSER, Die Christusmystik des Apostels Paulus, 2a ed., Freiburg 1 20. «Deus autem ab xterno prxdestinavit quos debet adducere in gloriam. Et is omnes illi qui sunt participes filiationis Filü eius» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, In ad Hebrxos, c. Il, lee. 3); cfr. también In Epist ad Romanos, c. I, lee 3.

21. Cfr., por ejemplo JUAN PABLO II, Litt. ene. Redemptoris Maten, n. 8/d; Lit Redemptor hominis, 4-III-1979, n.18/b-c.

22. MA. SCHEEBEN, 1 misteri del cristianesimo, Brescia, 3' ed. 1960, p. 378. Sobre este tema, cfr.: F. OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo. Introducción a una teología de la participación sobrenatural, Pamplona 1972; IDEM, La Santísima Trinidad y el misterio de nuestra deificación, en "Scripta Theologica" 6 (1974) pp. 363-390; IDEM, La elevación sobretunal como re-creación en Cristo en "Atti delfVIII Congresso Tomistico Internazio Ciudad del Vaticano 1981, vol. IV, pp. 281-292; IDEM, Partecipazione delfessere e soprannaturale, en AA-VV. "Essere e libertà. Studi in onore di Cornelio Fabro", Perugia, 19f. 141-153. IDEM, Il Mistero della grazia in Scheebe en AA.W., "M.J. Scheeben, teolotolico d'ispirazione tomista", Ciudad del Vaticano 1988, pp. 227-235.

23. Cfr., por ejemplo S. MUÑOZ IGLESIAS, Concepto bíblico de Koinonía, en "XIII Se-nana Bblica Española (1952)" C.S.I.C., Madrid 1953, p. 223.

24. Sobre las diferentes interpretaciones que ofrece la patrística, cfr. las refererencias radicadas por Juan Pablo II en la nota (21) del la encíclica Redemptoris Mater. Para un esudio filológico y teológico, cfr. los recientes e importantes estudios de I. DE LA POTTERIE, ';echaritoméne en Le 1,28. Étude philologique, en "Biblica" 68 (1987) 357-382, y Kecharitoiéne en Le 1,28. Étude exégétique et théologique, en "Biblica" 68 (1987) 480-508.

25. Cfr. I. DE LA POTTERIE, cit., especialmente, pp. 382, 506-507.26. Cfr., por ejemplo, PÍO IX, Ep. apost. Ineffabilis Deus, 8-XII-1854: DS 2800-2801; LEÓN

XIII, Litt. ene. Magn.T Dei Matris, S-IX-1892: AL 12, p. 224; PÍO XI, Litt. enueritatis, 25-XII-193 en: AAS 23 (1931) 521; CONCILIO VATICANO II, Const. dogamera gentium n. 53; JUAN PABLO II, Litt. ene. Redemptoris Mater, mi. 8-11.

27. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Expositio salutationis angelicx; Summa logia, III q 27, a. 5 ad 1. Sobre este tema cfr. C. FABRO, La partecipazione di Mari grazia di Cristo secondo San Tommaso, en "Ephemerides Mariologice" 24 (1974) 38!

28. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Expositio salutationis angelicx; In E loan., c. I, lec. X.29. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, Madrid 1973, n. 103.30. Sobre la espiritualización y deificación del cuerpo en el estado escatológica JUAN PABLO II,

Discurso del 9-XII-1981, en "Insegnamenti di Juan Pablo II" IV-2 pp. 880-883. Cfr. también F. OCÁRIZ, La Resurrección de Jesucristo, en "Cristo, Hijo d( Dios y Redentor del hombre" (Actas del III Simposio Internacional de Teología de la Uni versidad de Navarra), Pamplona 1982, pp. 756-761.

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TEMA 8 ● DIMENSIÓN MARIANA 185

31. Cfr. SANTO TOMAS DE AQUINO, In 111 Sent., d. 5, q. I, a. 2 ad 6.32. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, cit., n. 172.33. JUAN PABLO II, Litt. ene. Redemptoris Mater, n. 18/c. San Basilio Magno llega. afirmar que

la fe de María sufrió en el Calvario el asalto de la duda (cfr. SAN BASILIO Epistula 260, 9: PG 32, 965): esta opinión, aunque no es muy común, tampoco ha de ex cluirse necesariamente, porque -por la misma naturaleza de la fe- la tentación de la dud, es posible sin la menor culpa y es completamente compatible con los más altos grados de ff

34. ALVARO DEL PORTILLO, Carta pastoral, 31-V-1987, n. 19, cit., p. 74.35. J. RATZINGER, La Figlia di Sion, Milano 1979, p. 71.36. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologix, I, q.. 38, a. I c. Cfr. ta m SCHEEBEN,1

misteri del cristianesimo, cit, p. 179: «La misión de una persona divi~ te en el hecho de que la criatura participa di ella» (en los Padres griegos, metoché, k

37. Cfr. M.J. SCHEEBEN, I misteri del cristianismo, cit., p. 182; E. HUGON, .Le Mystere de la Trés Sainte Trinité, Téqui, París 1921, pp. 245-246; J.-H. NICOLAS, LE deurs de la gráce, París 1968, p. 551.

38. JUAN PABLO II, Litt. ene. Dominum et vivificantem, n. 34. Sobre la gracia de la adopción filial y de la misión del Espíritu Santo, cfr. también el n. 52 de la misma encíclica.

39. SAN JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, III e. 19: PG 94, 1080.40. «Christus autem est principium gratia, secundum divinitatem quidem au ve, secundum

humanitatem Yero instrumentaliter» (SANTO TOMÁS DE AQUII~ rna Theologix III, q. 27, a. 5).

41. Cfr. F. OCARIZ, La Resurrección de Jesucristo, cit., pp. 766-770.42. SAN ANDRÉS DE CRETA, Omelie mariane, Roma 1987, homilía II, p. 57.43-IOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Madrid 1978, n. 293. 44. Sobre el significado de la anakefalaíosis en la historia de la exégesis de Ef J. M. CASCIARO,

Estudios sobre Cristología del Nuevo Testamento, Eunsa, Pamplona 1982, pp. 308-324.45. SAN CIPRIANO, De oratione Dominica, 23: PL 4, 553. Cfr. CONCILIO VA' II, Const. dogm.

Lumen gentium, nn. 2-4.46. JUAN PABLO II, Litt. enc. Redemptoris Mater, n. 41/d.47. Cfr. JUAN PABLO 11, Litt. ene. Redemptoris Mater, nn. 42-47. Cfr. también H. DE LUBAC,

Méditation sur lÉglise, Aubier, Paris 1953, cap. IX: %'Église et la Vierge Marie". Para una visión de conjunto de las relaciones entre María y la Iglesia en la patrística, cfr, Y. CONGAR, Marie et lÉglise dans la pensée patristique, en "Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques" 38 (1954) 3-38.

48. Cfr. E. LLAMAS, La cooperación de Maria a la salvación. Nueva perspectiva después del Vaticano 11, en "Scripta de Maria" 2 (1979) 423-447.

49. PSEUDO-DIONISIO, De divinis nominibus, c. I, n. 11, según la traducción latina utilizada por Santo Tomás de Aquino, "In librum Beati Dionysii De Divínís Nominibus expositio", Turin-Roma 1950, p. 13 (§ 3, 11), diferente de la traducción que ofrece la Patrologia de Migne (cfr. PG 3, 590).

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