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Tantos días felicesLaurie ColwinTantos días felicesTraducción de Marta Alcaraz

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Título original: Happy All The Time

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorizaciónescrita de los titulares del copyright, bajolas sanciones establecidas en las leyes, la reproduccióntotal o parcial de esta obra por cualquier medioo procedimiento, incluidos la reprografía yel tratamiento informático, y la distribución deejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Happy All The Time © 1978 by Laurie Colwin

© de la traducción, Marta Alcaraz Burgueño, 2015© de esta edición: Libros del Asteroide S.L.U.

Fotografía de la autora: © Nancy CramptonIlustración de la cubierta: © Nataliya Velykanova

Avió Plus Ultra, 2308017 BarcelonaEspañawww.librosdelasteroide.com

ISBN: 978-84-16213-33-7Depósito legal: B. 13.415-2015Diseño de colección y cubierta: Enric Jardí

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Para Ann Arensberg

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PRIMERA PARTE

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1

Guido Morris y Vincent Cardworthy eran primosterceros. Nadie recordaba ya qué Morris se habíacasado con qué Cardworthy y a nadie le importabasalvo en las grandes reuniones familiares, cuandode vez en cuando alguien sacaba el tema y losometía a benévola consideración. Vincent yGuido eran amigos desde su más tierna infancia.Los habían llevado de paseo juntos en el mismocochecito y, ya de niños, solían reunirse en la casaque los Cardworthy tenían en Petrie, Connecticut,o en casa de los Morris, en Boston, para jugar alas canicas, trepar a los árboles y poner petardosen buzones y en cubos de la basura. Deadolescentes habían bebido cerveza a escondidasy habían probado a fumar los puros del padre deGuido, que en vez de marearlos solían dejarlosmuy contentos. Ya de mayores, ambos disfrutabanmuchísimo con un buen puro.

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En la universidad, los dos habían hecho el tonto,habían gastado dinero y se habían preguntado quésería de ellos cuando fueran mayores. Guidoquería escribir poesía en dísticos heroicos yVincent pensaba que acabaría ganando el Nobel deFísica.

A los veintimuchos volvieron a encontrarse enCambridge. Guido había estudiado Derecho, ycomo varios años en un bufete de abogados deWall Street le habían descubierto que su trabajo nolo entusiasmaba, había vuelto a la universidadpara hacer un posgrado en lenguas románicas yliteratura. Era bastante mayor para los estudios deposgrado, pero había decidido concederse unosaños de placer improductivo antes de que lasauténticas responsabilidades de la vida adulta sele echaran encima. Al final, Guido terminórecalando en Nueva York para administrar lafundación de la familia Morris, la Fundación CartaMagna, dedicada a la financiación de proyectos dearte público, de artistas de todo tipo y deasociaciones dedicadas a la conservación demonumentos y al embellecimiento de las ciudades.

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La fundación editaba una revista de arte bimensualque se llamaba Runnymeade. El dinero que locosteaba todo salía de la pequeña fortuna que unantiguo capitán de barco llamado Robert Morrishabía amasado a principios del siglo XIX en elsector textil. En uno de sus viajes, Morris se habíacasado con una italiana, y a partir de entoncestodos los Morris habían llevado nombres italianos.El abuelo de Guido se llamaba Almanso, y supadre, Sandro. En esos momentos, eladministrador de la fundación era su tío Giancarlo,pero se estaba haciendo ya muy mayor y Guidohabía sido elegido para, a su debido tiempo,sucederlo.

Vincent había estudiado en la Universidad deLondres y había vuelto al Massachusetts Instituteof Technology. Su primera incursión la había hechoen el urbanismo, pero lo que de verdad leinteresaba era lo que se conocía como gestión deresiduos, a los que Vincent, sin embargo, siemprellamaba «basura». Lo fascinaban su producción, sueliminación y sus posibles usos. Gracias a susmonografías sobre el reciclaje, publicadas todas

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ellas en la revista City Limits, empezaba a hacerseun nombre en su campo. También había patentadoun aparatito doméstico que transformaba lasmondas de las verduras, los periódicos y otrosdesechos de la cocina en valiosísimo mantillo,pero la cosa no había llegado muy lejos y Vincenthabía acabado trasladándose a Nueva York paradedicar su talento y su energía al Consejo dePlanificación Urbana.

Con el futuro más o menos asegurado, seinstalaron tranquilamente en Cambridge a pensarcon quiénes iban a casarse.

Una tarde de domingo de enero, Vincent y Guidocontemplaban muy detenidamente una exposiciónde vasos griegos en el Museo de Arte Fogg.Afuera, el aire estaba cargado y había demasiadahumedad. Adentro, la calefacción estabademasiado alta. Era uno de esos días que teobligaban a salir de casa y luego no te daban nadaa cambio. Como en casa estaban inquietos y en lacalle, nerviosos, habían decidido ir al museopensando que la contemplación de vasos griegoslos calmaría. Dieron varias vueltas. Guido

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impartió toda una conferencia sobre la forma y lafigura. Vincent dio una breve charla sobre elurbanismo de la ciudad-estado griega. Nada de esologró apaciguarlos; los dos tenían ganas de acción,sin saber de qué tipo y sin ganas de ir a buscarla.Vincent estaba convencido de que el deseo infantilde pegar patadas a neumáticos y estrellar botellascontra las paredes nunca se perdía; de adultos, loque hacíamos era relegarlo al subconsciente,donde ese deseo iba dando brincos y creando latensión que él sentía en ese momento. Un sudorosopartido de frontón y un par de petardos bientirados les habrían hecho a los dos muchísimobien, pero para jugar hacía demasiado frío yambos eran demasiado distinguidos para lo otro.Así que se quedaron solos con sus nervios.

Cuando se dirigían a la salida, Guido vio a unachica sentada en un banco. Era esbelta y de huesosfinos, y tenía el pelo más negro, más lacio y másbrillante que Guido había visto jamás. Lo llevabacomo lo llevan los niños japoneses, solo que máslargo. Y la cara de aquella chica pareció quedarimpresa en su corazón de forma indeleble.

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Se paró a mirarla, y cuando ella por fin ledevolvió la mirada, estaba cargada de odio. Guidole pegó un codazo a Vincent y los dos se acercaronal banco en el que estaba sentada.

—La perspectiva es perfecta —dijo Guido—.La inconfundible sutileza de la línea y de laintensidad del color.

—Muy pictórica —dijo Vincent—. ¿Qué es?—Voy a tener que consultarlo. Parece una

mezcla de escuelas. Esa inconfundible inclinaciónde la nariz: una ligerísima deformación que da laimpresión de absoluta limpidez. —Señaló elcuello del vestido de la chica—. Los exquisitospliegues alrededor del cuello y el ropaje del restode la figura, inconfundibles.

Durante aquel recitado la chica habíapermanecido completamente inmóvil. Luego, conmucha parsimonia, encendió un cigarrillo.

—El inconfundible arco que describe el brazo—continuó Guido. La chica abrió su boca perfecta.

—La debilidad mental que entre los estudiantesmayores pasa por ingenio. ¡Inconfundible! —dijoella. Entonces se levantó y se fue.

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Cuando Guido volvió a verla, ella acababa desubir al autobús. Hacía un frío atroz y, muyapurada, trataba de sacar cambio del monedero,pero los guantes le molestaban. Por fin se quitóuno con los dientes. Guido la miraba embelesado.Iba abrigada con un gorro de piel y dos bufandas, ymientras avanzaba entre los asientos, Guido seescondió detrás de su libro y se quedó mirándolahasta que llegaron a Harvard Square, destino queresultó que compartían. En el quiosco se vieron lascaras. Ella lo repasó de arriba abajo y se marchó.

Al cabo de dos semanas, volvió a aparecer anteGuido en circunstancias más felices. Entró en unsalón de té con una chica que se llamaba PaulaPierce-Williams, a la que Guido conocía de todala vida. Paula lo saludó con la mano y él se acercótranquilamente a su mesa.

—Guido, Holly Sturgis —dijo Paula—. YHolly, él es Guido Morris.

—Ya nos conocemos —dijo Holly Sturgis.—No te veo nunca, Guido —dijo Paula—.

¿Sigues trabajando en la tesis?—Ya casi he terminado —respondió Guido.

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—No hay manera de que me acuerde de quétrata —dijo Paula.

—Del derecho patrimonial medieval y surelación con el amor cortés —dijo Guido. HollySturgis disimuló una risita.

Guido no tenía por costumbre enamorarse de laschicas a las que veía en el autobús o en un museo.Había tenido dos relaciones serias y contadosencuentros superficiales. De esos, que lo habíandejado perplejo y herido, trataba de no acordarse.En los tiempos modernos que corrían, él era unhombre a la antigua, se decía Guido, esclavo de laidea de que todas las relaciones auténticasconducían al matrimonio. De no hacerlo eran, porfuerza, falsas, basadas en la mala fe o en la faltade verdadero sentimiento. Y, por tanto, en cuantoterminaban eran malas, sin importar loardientemente que uno las hubiera empezado. Losencuentros superficiales Guido los atribuía almero impulso: algo que no dura más que un día nopuede llamarse relación. Vincent trataba deexplicarle que esas cosas formaban parte de unproceso, del proceso de madurar, pero eso a

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Guido no le servía de consuelo. En el caso de susdos relaciones serias, la despedida había sidoserena pero difícil de entender: las dos chicas sehabían casado y le habían enviado felicitacionesde Navidad. ¿Dónde habían quedado lossentimientos?, se preguntaba él.

A punto de entrar en la treintena, Guido creíaque en el amor uno iba cometiendo errores hastadar con la certeza absoluta. Y esa certeza halló suobjeto en Holly Sturgis. Él era muy serio para losasuntos del corazón y muy serio para los asuntosde estética y algo en Holly lo había tocadoprofundamente: una mirada había anunciado suelegancia y su precisión. Todo en ella —localculado de sus movimientos, la elegancia con laque caminaba, que se hubiera quitado los guantescon los dientes— lo conmovía. Según Guido, eldeseo no era más que otra manera de referirse a laestética y la intuición. Deseaba a Holly Sturgis,lisa y llanamente. Deseaba poder tocarle ese pelojaponés tan brillante y lleno de vida. La deseabadesnuda entre sus brazos desnudos. Imaginaba elfresco olor a jazmín de sus hombros.

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Como la gente que fantasea en vez de analizar,Guido sabía que Holly sería una personacomplicada, seguramente, extravagante y deconvivencia difícil. Era meticulosa, eso eraevidente, meticulosa hasta en el pelo. Todo esoGuido lo sabía porque sus fantasías solían ser muyprecisas; era un pensador visual, como le decíaVincent. Y, así, se imaginaba tumbado con Hollysobre las almidonadas sábanas blancas del HotelRitz-Carlton. No se molestaba en imaginar cómopodrían haber llegado hasta allí o qué habría dadopie a aquella situación. Habría anémonas en lamesilla de noche. Sobre la almohada, el pelo deHolly parecería un pincel de marta cibelina, y enla fantasía de Guido ella fumaba sosteniendo elcenicero en equilibrio sobre el estómago. El humoempañaría la luz de las últimas horas de la tarde.Holly guardaría un silencio absoluto. A él, porsupuesto, el momento lo habría dejado consumido—sería la primera vez que estaban juntos—, y seveía mirando cautelosamente a Holly, incapaz desaber lo que ese rostro inteligente y encantadorexpresaba u ocultaba.

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Paula Pierce-Williams sirvió el té y luego semarchó a hacer una llamada telefónica.

—¿Esto lo has planeado tú? —preguntó Holly.—Por supuesto que no —dijo Guido—. No

puedo evitar que me sigas por todos lados.—No me hace gracia. ¿Qué quieres?—Quiero que seas más gentil con aquellos que

se postran a tus pies.—No veo que te hayas postrado a mis pies.—Puede que no sepas mirar bien —dijo Guido.

Vio que Paula se les acercaba y al instante lepreguntó a Holly si querría cenar con él. Para susorpresa, le dijo que sí.Su primer encuentro no tuvo lugar en el Ritz-Carlton, sino en casa de Holly. En vez de lasanémonas con las que Guido había fantaseado,había unos helechos que colgaban sobre la cama yque, cuando te incorporabas, se te metían en losojos. Las sábanas estaban almidonadas, pero noeran blancas, sino con un estampado de violetas.Las fundas de las almohadas tenían unas rosasazules. Holly fumaba, y el cenicero que sostenía en

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equilibrio sobre el estómago era un platito deWedgewood decorado con enredaderas negras.

El apartamento de Holly era blanco y espaciosoy tan meticuloso como Guido había imaginado.Holly hacía unas composiciones pequeñas yperfectas. Sobre una mesa reposaban un nido depájaro, una figurita egipcia de piedra azul, unacaja de cerillas rusa y un tintero de plata. En lacama, antes de deshacerla, podrían haber hechorodar una moneda de diez centavos. Las sábanas ylas almohadas olían a lavanda.

Aquello era mejor que cualquier fantasía, mejorque esos sueños adornadísimos que, por lamañana, dejan tras de sí un dulce sabor defelicidad inexplicable. Guido se volvió haciaHolly y le tocó el pelo negro y brillante. Llevabaunos pendientes de coral del tamaño de unosgemelos y nada más. Era una tarde de sábado definales de marzo, fría y lluviosa, y las sensacionesabrumaban a Guido. Todo le parecíaextraordinariamente intenso: el estampado de lassábanas, los motivos de la colcha hecha de retales,el pelo y los pendientes de Holly, todos tan

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relucientes. Los hombros le olían a jazmín, sí.Cuando Guido se volvió a mirarla, vio en su caraesa mirada que sabía que iba a encontrar: unamirada con la que, de tan reservada e impenetrabley ambigua, todo lo que él pudiera decir estaría unpoco fuera de lugar.

Holly era la nieta de Walker Sturgis, el profesorde clásicas. Su padre era ejecutivo de una empresaque se dedicaba a la extracción de cobre y sumadre escribía novelas históricas para niños. Erahija única y nieta única y era casi perfecta. Teníasus cosas, Holly. Todo lo metía dentro de cristal, ylos largos estantes de la cocina eran fila tras filade tarros llenos de jabón, lápices, galletas, sal, té,clips sujetapapeles y alubias. Era capaz deadvertir si alguna de sus composiciones se habíamovido un cuarto de milímetro, y siempre volvía aponerlas en su sitio. En casa ajena, parecía enlucha permanente contra la necesidad imperiosa deenderezar los cuadros. En su apartamento, lacolección de acuarelas botánicas se veíaabsolutamente recta. Los zapatos de su armarioestaban rellenos de papel de seda de color rosa, y

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tenía los cajones llenos de saquitos de lavanda. Delos rincones de su armario colgaban bolas de olor.

Tomaba el té en una bandeja y le gustaban laspiezas de porcelana desparejadas. La bandeja quele llevó a Guido contenía unas tazas connomeolvides, una azucarera con muguete, unajarrita para la crema con amapolas rojas, y unatetera cubierta de acianos y rosas rojas. Esabandeja, dispuesta sobre la cama, intensificó lasobrecarga sensorial de Guido. Pensar que Hollyse había esforzado tanto solo por él lo conmovió,pero al conocerla mejor descubrió que ellatambién se preparaba bandejas idénticas cuandoestudiaba.

Guido se había preguntado si Holly cocinaríabien. Su aire ligeramente místico no lo presagiaba,pero su meticulosidad indicaba que sí, que sabríacocinar; cocinaría como los japoneses. Guidoesperaba que sus cenas parecieran cuadros. Yresultó que Holly era un portento. Guido quedósorprendido por lo absolutamente delicioso queestaba todo: una comida tan buena, se dijo, debíanacer de un espíritu realmente bondadoso y

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caritativo, sin duda. Pero la caridad no parecíaformar parte del vocabulario emocional másinmediato de Holly. Tras una espectacular tarde enla cama, habían pasado el resto del día en unsilencio educado, y la cena casi lo liquida: no solotenía un sabor maravilloso, sino que su aspectotambién era maravilloso. Guido catalogó a Hollycomo una firme defensora del sensualismodoméstico. Tenía un auténtico don para la buenavida, pero él no era más que una visita: esa buenavida la había construido desde mucho antes de quese conocieran.Pasó la noche en vela al lado de Holly, muyconsciente, incluso cuando dormitaba, de estardurmiendo en la cama de una desconocida. Trasunos sueños breves e inconexos, se despertó derepente sin saber dónde estaba. La visión de Hollyno lo ayudó a situarse de inmediato: parecíatremendamente irreal e inaccesible. Estuvomirándola un buen rato y se dio cuenta de que noquería dormir. No quería perdérsela ni un minuto.

Pero sí que se durmió, y al despertar la encontró

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acurrucada a su lado. ¿Se acurrucaría tandulcemente cuando ya no durmiera? Holly sedespertó con un leve encogimiento de hombros yse apartó. Guido se incorporó y el pelo se leenredó en el helecho que colgaba. Estabasoñoliento y acosado por los impulsos: se sentíadesbordado. Quería convertir a Holly en agua ybebérsela. Quería postrarse ante sus pies. Queríapostrarse ante ella, toda. Holly se dio la vuelta ylo miró.

—Vaya —le dijo—, ¿te importaría ir a comprarlos periódicos?Y así, el domingo por la mañana, día de su primerdesayuno juntos, Guido acabó andando bajo lallovizna para ir a comprar los periódicos. En elcamino de vuelta tuvo una tímida premonición:¿había sido la petición de Holly el requerimientoíntimo de una amante o solo había querido sacarlode casa? ¿Les pediría a todos sus amantes quefueran a comprar el periódico? ¿Y si se olvidabade él mientras estaba fuera y no lo dejaba entrar?

Guido había tardado dos arduos meses en

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meterse entre los brazos de Holly, dos meses decenas, de paseos, de conversación, de tardes demuseo y de largos paseos nocturnos. Él nuncahabía ocultado sus intenciones. Aunque nuncahabía dicho que estuviera enamorado, sí que lehabía anunciado que andaba en busca del amor, yHolly le había dicho que tendría en cuenta subúsqueda. Fuera de eso, ella se mostrabainflexible, imperturbable, inconmovible ycompletamente distante. Había seguido saliendocon él, y a él solo le quedaba preguntarse a quépruebas lo estaría sometiendo y si podríasuperarlas.

Una noche, cuando el deseo ya lo teníaabsolutamente confundido, Holly se acercó alescritorio y, con un bolígrafo dorado, escribió unalista que luego le entregó. Era, le dijo, una lista delas cosas que le gustaban de él. Decía así: ojos,manos, hombros, ropa y altura. Guido insistió paraque le diera más información.

—Odio las manos suaves —le dijo Holly—.Las tuyas son fuertes y bonitas. ¿Cómo te hashecho esos callos?

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—Construyendo estanterías y pescando.Continúa.

—Bueno, admiro tu altura y me gusta cómo tecomportas. Siempre he sentido debilidad por losojos color avellana, y quien sea que te corte elpelo ha dado con el equilibrio perfecto entredejado y arreglado. Me gustan los hombres de pelooscuro. Y me gusta cómo llevas la ropa.

Aquella relación había puesto a Guido tannervioso que tuvo que resistir el impulso de correral espejo para ver si era él ese hombre al que ellaestaba describiendo. ¿Tenía los ojos coloravellana? ¿Era alto? El pelo, ¿lo tenía negro, nidejado ni arreglado?

En aquel momento, al doblar la esquina rumboal apartamento de Holly con los periódicos bajo elbrazo, se preguntaba cuándo se habría decididoHolly a su favor. Estuvo dispuesta a pasar la tardede sábado con él, y el modo en el que iban apasarla estaba clarísimo. ¿Pero qué significabaeso? Lo trataba exactamente igual que antes, soloque ahora eran amantes y él parecía uno de esosmaridos adormilados que, envueltos en su abrigo,

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volvían a casa con los periódicos del domingo. Alverlos, le entró envidia. Los imaginaba de vuelta amatrimonios seguros, a esposas adoradas que losrecibirían con cálidos besos y un plato de huevoso que seguirían durmiendo —a gusto, calentitas ycómodas—, con sus batallas románticas ya muylejos. A Guido no se le había ocurrido que algunosde esos hombres pudieran ser solteros odivorciados ni que estuvieran sometidos a unatortura amorosa igual que la suya. Aquellaseguridad imaginada le dolía: no iba a un refugiosino al encuentro de una desconocida en casa deesa desconocida.Holly se despertaba siempre a las ocho de lamañana, y ese día no había hecho una excepción.Guido apareció con los periódicos a las ocho ymedia, consiguió llevar a Holly de vuelta a lacama y durante un rato se sintió el rey deluniverso. Tres horas después, terminaban dedesayunar mientras leían el periódico, pero aGuido las noticias no le decían gran cosa. Lo que aél le parecía un acontecimiento de enorme

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importancia no había alterado la rutina de Holly enabsoluto, quien todos los domingos leía elperiódico siguiendo un orden determinado. Y esedomingo no hizo ninguna excepción. Primero leyólas páginas de sociedad para ver quién se habíaprometido o se había casado. Luego leyó lasnecrológicas para ver quién se había muerto. Leyóla sección de cultura y ocio prestando especialatención a la página de jardinería a pesar de notener jardín. Leyó al menos dos artículos de larevista, estudió la receta de la semana con ceñocrítico y luego hojeó las páginas de moda para versi había algo que mereciera su aprobación.Mientras Guido sufría un ataque de deseo, ellaleyó un largo artículo sobre la ética y la genética yluego se concentró, totalmente abstraída, en unensayo que resumía las bondades y los peligros deenseñarles a los bebés a nadar. Estaba claro, Hollyno quería que le hablaran. Estaba sentada muyderecha en su silla de respaldo recto, hecha unpincel con un camisón de lino. Mirándola, Guidoempezó a entender por qué la mayoría de losdelitos de sangre se cometían en el hogar: quería

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estrangularla, quería tomarla con las manos yhacerla suya. Por fin acabó de leer el periódico.Los platos ya estaban fregados y Holly se disponíaa empezar el crucigrama cuando Guido la agarró.

—Maldita sea, Holly. ¿Es que nada de estosignifica nada para ti?

—¿Nada de qué?—Acabamos de pasar nuestra primera noche

juntos y aquí estás tú, con tu maldito crucigrama.—Lo hago todos los domingos —dijo Holly—.

Y pensaba que esta era la primera de muchasnoches. Todo esto me agobia bastante, además; poreso me gusta normalizar las cosas. No quiero unade esas aventuras que te dejan de los nervios, conunos kilos de menos y una sensación de desdichapermanente.

Guido no supo qué responder. La primera demuchas noches, había dicho ella. Esa frase, con lavoz serena y mesurada de Holly, lo desarmó. Yella hacía bien en querer que todo mantuviera lanormalidad. Aquella decisión, como todo lo demásen Holly, le conmovió profundamente. Porque él síque estaba metido en una de esas aventuras que te

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dejan de los nervios, con unos kilos de menos yuna sensación de desdicha permanente.

Pero Holly dejó el crucigrama y rodeó el cuellode Guido con sus brazos. Holly sabía bien lofrágiles y sensibles que son los hombres para esascosas, sin duda.

a

Cuando volvieron a salir de la cama ya era mediatarde. Guido tenía la sensación de que el tiempo sehabía congelado en un bloque sólido y él estabaperdiendo el rumbo. Se sentía abrumado por losdetalles: la mirada de Holly, su pelo, su cuerpo,esas sábanas, esa tostada francesa, el recuerdo deesa bandeja del té tan formal y de una Hollydesnuda que le llenaba la taza decorada con flores.Necesitaba urgentemente un cambio de contexto.Tenía que sacar a Holly de su territorio, ni quefuera solo un rato. Quería llevar a Holly a suapartamento para que se sintiera incómoda, paraequilibrar la balanza. La imagen de Holly sentadaen su butaca pondría límite a su realidad de unavez por todas.

Holly lo cogió del brazo mientras caminaban, y

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cuando empezó a lloviznar se acurrucó contra élbajo el paraguas. Hablaba de los apartamentos quetienen los hombres.

—He visto unos cuantos —le dijo—. Lleváis lacamisa bien planchada y los zapatos relucientes ya la mesa os comportáis como auténticoscaballeros, pero tenéis el jabón lleno de pelos ytodos los platos mal fregados. O, al contrario, vaishechos un desastre y vuestro apartamento parece lacelda de un monje o una foto salida de la revistade los boy scouts, con la manta del campamento enla cama y las cañas de pescar bien ordenadas enun rincón. Enormes cuadros de alces muertos ybutacas y esos taburetes con los pies hechos decolmillo de elefante. Horroroso. Nunca he estadoen un apartamento en cuya chimenea no hubiera,sobre la repisa, una invitación de boda con unemblema ducal.

El apartamento de Guido estaba limpio yordenado. No había grabados de cacerías nicolmillos de elefante ni invitaciones de boda conemblema ducal. Holly admiró sus dos dibujosenmarcados y la pantera de bronce, un pisapapeles

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que había pertenecido al abuelo de Guido. Pasólos dedos por su caja de puros de nogal. Se quitóel abrigo y luego hizo algo que logró que a Guidole diera un vuelco el corazón: se puso ainspeccionar los armarios de la cocina y la nevera,cogió copas de las estanterías y las acercó a la luzpara examinarlas, levantó la cortina de la ducha,ya en el baño, para mirar bien el borde, y le echóun vistazo al jabón para ver si tenía pelos.

—¿Te importa? —le preguntó a Guido.Guido se había quedado estupefacto. Aquel era

el gesto más ambiguo que había visto en la vida.No tenía ni idea de lo que significaba. ¿Estaríaexaminándolo? ¿Lo que sentía por la disposiciónde su apartamento era curiosidad, mala fe ointerés? ¿Querría asegurarse de que estabanhechos el uno para el otro? ¿Aquello era unabroma o trataba de acostumbrarse a suapartamento?

De repente la emprendió contra él.—O tienes novia o señora de la limpieza o eres

un maniático perdido —le dijo.—Soy muy ordenado —contestó Guido—. De

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vez en cuando un chico de la agencia deestudiantes viene a hacer una limpieza a fondo. Tesorprendería lo eficientes que pueden llegar a serlos futuros sociólogos e historiadores.

Holly se sentó como si estuviera en su casa.¿Pero cómo iba a sentirse feliz en un lugar sinbandejas?, se preguntó Guido.

Salieron a cenar fuera y Holly se quedó adormir en su casa. Dejó la ropa muy bien colgadadel respaldo de la butaca de Guido. Él se habríametido en la cama con la ropa de Holly de milamores: quería hacerse con tanto de ella comofuera posible. Nunca había deseado nada tanardientemente en su vida. En mitad de la noche sedespertó a reflexionar sobre esa carencia quesentía, aunque le bastaba con estirar el brazo paraalcanzar el objeto de sus deseos. Ahora lepertenecía, ¿o no? Holly dormía sin esfuerzoalguno. Ella ya había tomado una decisión sobreGuido, en un sentido o en el otro; pero se lareservaba. En la satisfacción que ella habíademostrado mientras desayunaban, en suinspección del apartamento o en la parsimonia con

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la que le había abierto los brazos, cualquier idiotahabría visto señales de que lo había escogido,pero Guido no era cualquier idiota. Ya habíatenido tiempo de estudiar a su fría e imperturbableamada. Se retraía como si retraerse fuera tannatural como beber café, y no hacía declaracionesde afecto. ¿Se retraía o se escondía, o acaso loencontraba todo a su entera satisfacción? Aquellaactitud lo tenía sumido en la confusión, aunque élsabía que al principio de una relación todo elmundo se sentía raro.

Guido no era partidario de precipitarse. Habíamostrado lo que sentía, sin más, sin decir nada.Sabía de siempre que en cuanto sus afectosquedaban firmemente depositados, los excesos notardaban en llegar. Lo que ahora sentía era elequivalente emocional de una sed tremenda: queríapasar la noche despierto mirando a Holly, que sehabía quedado dormida y lo había abandonado.Vincent Cardworthy era la persona más abierta,tolerante, inteligente y alegre que Guido habíaconocido. Aunque cuando se trataba de su propiocorazón solía hacerse un auténtico lío, en materia

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de relaciones ajenas Vincent era un hacha. YGuido, por tanto, se hacía aconsejar por un hombreque siempre acababa prendido —que no prendado— de misteriosas rubias que estaban a punto deprometerse o acababan de dejar a su marido oestaban recuperándose de una gran pasión oestaban a punto de salir de viaje a recorrer Europao eran europeas y estaban a punto de regresar a supaís de origen. Guido pensaba que aquellas chicasno lo merecían, pero a Vincent eso no parecíaimportarle, o al menos no parecía importarlecuando terminaban. Las aventuras las empezabacon mucho ánimo y luego se aburría enseguida,pero él nunca rompía: era demasiado amable odemasiado distante para una cosa así. Él preferíadejar que la vida misma se hiciera cargo de lasituación, y como ninguna de aquellas relacionesestaba destinada al éxito simplemente seevaporaban. Vincent nunca era ni cruel nidesagradable. Y aunque sus elecciones eranterribles, a las elegidas siempre las trataba muybien. Su mujer ideal era huesuda y sanota. Legustaban las chicas que parecían recién salidas de

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una pista de tenis o recién llegadas de una largacaminata por el campo. Le gustaban las chicas deVermont que después de haber dejado atrás suafición a los caballos tenían telares o moldes parahacer velas. Le gustaban las chicas de Filadelfiasoñolientas y dientudas que criaban spaniels ycolaboraban con los republicanos de la zona. Legustaban las chicas de los montes Berkshire quejugaban al fútbol americano. Guido se refería a esapropensión como «el síndrome de la hija delentrenador», aunque Vincent no había conocidonunca a hija de entrenador alguno. No iba en buscade esas chicas sino que, en el curso de su vida, sehabía ido tropezando con ellas. Que todas esaschicas parecieran ser la misma era algo que a ojosde Guido no presagiaba nada bueno, pero Vincentsostenía que estaba echando los dientes a nivelafectivo y que si esas chicas parecían tan pocoadecuadas para él era porque estaba tan ocupadoque no tenía tiempo para salir en busca de alguienapropiado, búsqueda que, en su opinión, era comola del Santo Grial. Él no tenía nada en contra delos pesos pluma, afirmaba Vincent. Guido decía

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que si alguna de sus chicas hubiera sido todavíamás liviana, habría salido volando por el airecomo un diente de león a finales de julio, peroVincent, como Guido, estaba convencido de quesiempre hacemos el tonto hasta que acertamos. Enla época en la que Guido conoció a Holly, Vincentandaba algo descontento con su vida amorosa,pero el asunto no parecía preocuparlo demasiado.

Sencillamente, no estaba angustiado. Suconcepción de la actividad mental era exterior;estaba relacionada con el urbanismo, con laestadística, con los ordenadores y con losestudios. Guido, por su parte, era esclavo delinterior, y la visión de las cosas que tenía Vincentle parecía muy reconfortante.

Una tarde, mientras Holly estaba de conciertocon su abuela, Vincent se dedicó a escuchar aGuido.

—Quiero casarme con Holly —dijo Guido.—La semana pasada decías que te costaba

comunicarte con ella.—No me importa. Todos tenemos problemas.—A los dos juntos se os ve de maravilla, desde

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luego, pero tú dices que es innecesariamentecomplicada.

—Y así es, pero no me importa.—Estás diciendo «no me importa» con

muchísima frecuencia.—No me importa —dijo Guido—. Nunca había

estado tan seguro de algo en toda mi vida. Me daigual como sea ella.

—Según Freud, cuando se trata de asuntosserios como con quién casarse, lo único queimporta es qué siente uno.

—¿Y eso Freud dónde lo dice?—No lo sé —contestó Vincent—. Me lo dijo

Daphne Meranty.—¿Daphne cuál es?—La de Bangor. Su padre es pastor y está muy

interesado en Freud. Ha obligado a todos sus hijosa que lo lean, y también se lo ha dado a leer a susfeligreses.

—¿Es la de los Airedale terriers?—Esa era Ellie Withers, y eran terriers de pelo

blanco.—No vas a casarte con Daphne Meranty,

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¿verdad? —preguntó Guido.—¡No! Está prometida. Yo fui su última

aventura. El tema salió precisamente por eso.Bueno, pues buena suerte. Con Holly, digo.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir?—Bueno, si dices que nunca habías estado tan

seguro de nada en toda tu vida, ¿qué más voy adecir?

Guido se quedó mirando a su mejor amigo yprimo tercero. Guardaban un ligerísimo parecidoen la caída de su cabello espeso y también un pocoen los pómulos. Vincent era pecoso y rubicundo.Cuando le daba el sol, el pelo se le veía rojizo.Sus ojos claros estaban salpicados de verde.Nunca conseguía que la ropa le quedara en susitio. Como odiaba los puños, siempre seremangaba las mangas. Con ese torso tan largo quetenía, la camisa siempre acababa saliéndosele delos pantalones. Cuando un botón de la camisa se leabría, solían seguir dos más. Mientras que Guidoera elegante, ágil y sensual, Vincent era relajado,ligero y entusiasta.

A Guido le parecía curioso que Vincent —que,

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como científico, se dedicaba a analizar— selimitara a vivir, mientras que él, que no hacía másque vivir, se pasara la vida analizando. Vincentestaba sentado delante de su falsa chimenea,atando moscas bajo una luz muy potente.

—Bueno, di algo —dijo Guido.—Por todos los santos, si tú crees que casarte

con Holly puede ser divertido, cásate con ella. Séque todo esto es muy serio, pero antes o despuésuno de los dos tenía que ponerse serio. Supongoque seré el padrino y que tendré que organizarteuna fiesta o algo así, ¿no? Lo que te pasa es que lopiensas todo demasiado. Le das vueltas a todo. Yonunca pienso en mí, es claramente el mejorsistema. Y ahora tú tienes un asunto entre manosque no puede pensarse en absoluto. Cásate con ellay ya está. ¿Se lo has pedido?

—No.—Pues ya puedes ir poniéndote manos a la

obra, por el amor de Dios. ¿Cómo voy a ser tupadrino si no te has declarado? Tu problema,Guido, es que eres un hombre de reflexión y no deacción. Pídeselo. Seguro que te dice que sí. ¿Por

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qué no se lo has pedido? Por el amor de Dios.—Me da pánico —dijo Guido.

Al cabo de una semana, Guido estaba sentado en elsalón de Holly mirándola mientras ella, depuntillas, regaba las plantas. Las regaba dos vecesa la semana, siempre los mismos días.Desapareció en el dormitorio con la regadera.Guido conservó su imagen: su cuello de cisne, esemechón de pelo, el arco que dibujaban sus pies almantener el equilibrio de puntillas.

—Guido —lo llamó—. Ven.Él se quedó en la puerta del dormitorio.—Hay una cajita azul en el helecho. ¿La has

dejado tú ahí?—Sí —dijo Guido.—¿Por qué lo has hecho?—Ha sido un impulso romántico.—¿Es un anillo?—Sí —contestó Guido.—Entiendo. En ese caso, creo que tendríamos

que hablar.A Guido el corazón le dio un brinco. Y a ese

brinco le siguió un dolor agudo. Solo había una

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cosa de la que hablar: iba a rechazarlo. Que Hollytuviera la cajita firmemente sujeta no lo consoló.

—Voy a pasar una semana fuera —le dijo Holly—. Necesito estar despejada durante un tiempopara poder pensar. Suelo ser muy introspectiva,pero ahora tengo la sensación de estar dejándomellevar. Y así no puedo pensar. Me refiero a que nopuedo pensar en nosotros cuando estamos los dosjuntos, ¿sabes a lo que me refiero?

—No —contestó Guido.—Lo que quiero decir es que esto es muy serio.

Lo que quiero decir es que, si voy a casarmecontigo, creo que debería darle algunas vueltas alasunto, y si estamos juntos me confundo.

—No te he pedido que te cases conmigo —dijoGuido.

—¿Entonces por qué has dejado una cajita conun anillo en mi helecho?

—Lo he hecho por un impulso romántico. —Guido se sentó a su lado, en la cama—. Ábrelo.

Dentro de la cajita azul había una montañita deterciopelo azul noche sobre la cual reposaba unanillo de oro amarillo muy pesado con una

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turquesa mate en el centro.—Sé que odias las piedras preciosas —dijo

Guido—. Y sé que odias el oro que no seaamarillo. Y sé que te gusta el peso.

Guido sabía más cosas: que Holly odiaba lassábanas sin planchar; que el bronceado, a menosque se debiera al trabajo, le parecía algo muyostentoso; que creía que las cartas debíanescribirse con pluma; que estaba en contra delhielo en las bebidas; que también estaba en contra,y con igual vehemencia, de todos los coloreschillones menos del rojo, y que aunque naranjas síque comía, nunca comía nada que tuviera sabor anaranja. Guido estaba profundamente enamoradode esas manías, bajo las que, decía él, identificabaun todo. Guido creía en el significado y laintegridad de los gestos. Las costumbres de Holly,sus rituales y sus opiniones representaban sumanera de ver el mundo: expresaban una ideageneral de la vida y del lugar que las cosasocupaban en ella. La perfección y la meticulosidadde Holly eran una noble resistencia contra ladejadez. Sin embargo, eso era todo lo que él sabía.

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Ella no le había contado nunca nada. Lo que Guidoentendía en ese momento era que ella teníaintención de casarse con él, pero Holly estabasentada en la cama con el anillo en la palma de lamano y sin decir palabra.

—¿Te gusta? —preguntó Guido.—Es perfecto —dijo Holly—. Me encanta.No se le veía la cara. Tenía la cabeza inclinada,

y lo único que quedaba a la vista de Guido era sureluciente pelo de marta cibelina.El anillo se ajustaba a la perfección, por supuesto.

—Quiero casarme contigo —dijo Guido—.Quiero que te cases conmigo, quiero decir.

Holly levantó la cabeza y lo miró sorprendida.¿No estaba ya decidido?, parecía querer decir.

—Ya solo es cuestión de fechas —dijo Holly—,pero primero quiero irme. Quiero saber qué sesiente al estar sin ti para poder saber qué se sienteal estar contigo. ¿Te parece lógico?

—No —contestó Guido.—Bueno, lo que quiero decir es que estoy

acostumbrada a la conexión que tenemos y me

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gustaría poder desconectar para sentir la fuerza deesa conexión. Y eso es imposible a menos quevuelva a conectar, y para conectar hará falta quedesconecte. Deja de mirarme así, Guido.

—Acabo de darme cuenta de que estoy a puntode casarme con alguien sin una pizca de sensatez.

—Claro que soy sensata —dijo Holly—. Lo quepasa es que no soy capaz de ver las cosas decerca. Y la idea de la distancia me intriga.

Guido sintió un brevísimo escalofrío. En esaspalabras creyó oír una frase que un día recordaría.

—¿Holly?—¿Sí?—No tengo ni idea de lo que sientes por mí.—No seas tonto. Claro que lo sabes. Voy a

casarme contigo, ¿no? Solo vamos a estar unasemana separados.

Durante esa semana, Guido trató de fingir que nola había conocido nunca. Fue a la biblioteca.Escribió el último capítulo de su tesis. Fue a verun partido de baloncesto con Vincent y luego salióy bebió demasiada cerveza. Como Vincent se

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negaba a hablar de Holly, hablaron de la máquinade mantillo de Vincent, de la Bolsa y de dóndeiban a vivir en Nueva York.

Cuando Guido llegó a casa, el apartamento lepareció oscuro y sofocante. Encendió las luces,abrió la ventana y dejó que el frío y la brisaentraran flotando. Lo que sentía no era tristeza,sino desánimo y decaimiento. No se sentía ni soloni desdichado, sino carente de propósito alguno.Se sirvió una copa de brandy y se sentó al lado dela ventana. No estaba muriendo de amor, advirtió.Lo que pasaba, sencillamente, era que sin suobjeto Guido se sentía apagado. Holly no loobsesionaba, sino que lo enriquecía; sin Holly lavida seguía teniendo valor, sí, pero tampocodemasiado; Holly marcaba el inicio de su edadadulta; era esa persona con la que se habíacomprometido para siempre. Antes de acostarse,Guido cogió un ejemplar del Lai de la sombra,pero descubrir que en el siglo XIII Jean Renarthabía tenido su mismo problema no lo consoló.Leyó:

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Amor le lanzó una flechaque le penetró en el cuerpo hasta las plumas,introduciéndole en el corazónla gran belleza y el dulce nombre de una dama

Transcurrida la semana, Holly lo llamó y le pidióque fuera a verla. Cuando Guido llegó a suapartamento, la vio con el brazo enyesado.Llevaba un fular de seda de cabestrillo.

—Me he roto la muñeca —le dijo—. ¿Mesueltas el nudo, por favor? He tardado cuarentaminutos en hacerlo.

Valiéndose del brazo libre, Holly se apartó elpelo del cuello y Guido le desató el nudo del fular.Con el olor del hombro de Holly y la proximidadde su cuello, Guido casi se marea. Esperaba que elyeso tuviera flores, como la porcelana y lassábanas, pero solo era blanco.

—¿Cuándo te pasó? —preguntó Guido.—Hace tres días. Me caí por las escaleras.—¿Qué escaleras?—Ya sabes qué escaleras.—No me dijiste adónde ibas, Holly.

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—¿No? Estaba convencida de que te lo habíadicho. Bueno, puede que no me lo preguntaras.Paula Pierce-Williams y yo fuimos a casa de miabuela, en Moss Hill. Me caí por las escaleras.Me tropecé con la alfombra de la escalera, vaya.Paula me llevó al hospital. No es más que unapequeña fractura, pero te lo prometo, Guido, oí elchasquido. No puede haber un sonido igual: oírque algo se te rompe dentro del brazo. Cada vezque me acuerdo siento una especie de calambre.

—¿Por qué no me llamaste?—Te dije una semana y la semana todavía no

había pasado.—Pero, Holly, te rompiste el brazo. Tu brazo

significa mucho para mí.—Y para mí. No tienes ni idea de lo que es

dormir con medio kilo de yeso en la muñeca.—Espero poder descubrirlo —contestó él.Guido apoyó las manos en el frío yeso y pasó

los dedos por su rugosa superficie.—Esto lo noto —dijo Holly, y luego rompió a

llorar—. Es muy desesperante. No puedo atarme elcabestrillo ni lavarme el pelo ni nada. —Y luego,

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con un hilillo de voz tan lloroso que a Guido lecostó creer que fuera suyo, le preguntó si lelavaría el pelo.

—Sí, claro que te lavaré el pelo —contestóGuido—. Al fin y al cabo, vamos a casarnos, peroantes, antes de lavarte el pelo y de casarnos,quiero saber si voy a lavar el pelo de alguien queme quiere.

Holly le apoyó la mejilla en el hombro y sudesdicha era tan evidente que él no quiso insistir.Guido nunca le había lavado el pelo a nadie y laactividad le pareció muy agradable. Fue formandoespirales con el champú por el cuero cabelludo yluego se lo aclaró bajo el grifo; el pelo brillante lecaía por la muñeca como denso alquitrán. CuandoHolly se incorporó tenía los ojos empañados. Sepeinó con aire distraído y luego dejó el peine conun ruidito seco.

—Pues claro que te quiero —dijo Holly—.¿Cómo no te iba a querer? Nunca me comportaríaasí delante de alguien a quien no quisiera. Enrealidad, nunca me había comportado así antes.

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—¿Comportado cómo? —preguntó Guido.—Como alguien que va a casarse.—¿Y estás segura de que me quieres lo bastante

como para casarte conmigo?—No seas tonto —respondió Holly—. Claro

que estoy segura.—¿Y qué te hace pensarlo?—No puedes acribillarme a preguntas sobre el

tema, Guido. Ya te di una lista de las cosas que megustan de ti. Te dije por qué te quería. A ver, ¿porqué no puedo quererte y ya está, sin estar hablandosiempre del asunto?

—¿Estás segura de que basta con que mis ojos ymis manos te gusten? ¿Y mi carácter?

—Estoy enamorada de ti y basta —dijo Holly—. No puedo hablar de estas cosas. Tu carácter estu pelo. Está todo integrado. No veo el asunto igualque tú. Yo siento las cosas, nada más.

Guido le cogió con delicadeza la muñeca rota yle besó todos los nudillos de esa mano. Tenía losdedos fríos y desvalidos.

—Te quiero porque haces cosas geniales comoesta —le dijo Holly—. ¿Me atas el cabestrillo?

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Guido le hizo un nudito de seda en la nuca y ellamantuvo la cabeza bien quieta, igual que un niñopaciente.

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SEGUNDA PARTE

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2

Una mañana, Vincent Cardworthy se levantó en undormitorio de Sewickley, Pensilvania, al lado deuna mujer que no acababa de identificar del todo.Sabía que estaba en Sewickley: la víspera la habíapasado allí, y estaba segurísimo de no habersesubido a ningún avión desde entonces. La mujeracostada a su lado tenía el pelo rubio claro ymejillas sonrosadas. Llevaba una camisa dedormir de algodón.

Vincent se incorporó. El recuerdo le cayóencima como si de una soga se tratara: aquellamujer era Rachel Montgomery, una amiga de losamigos que lo alojaban ese fin de semana. Vincenthabía ido a Pittsburgh para dar una conferenciasobre residuos y aguas residuales en eldepartamento de urbanismo y habían invitado aRachel a cenar el sábado. Los recuerdos de lacena eran borrosos; todos habían bebido mucho. ARachel, recordó Vincent, la habían llevado encoche a la cena, y él, muy galante, se había

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ofrecido a acompañarla a su casa por estar mássobrio que el anfitrión.

Rachel estaba divorciada o a punto dedivorciarse, y era muy locuaz. Él la habíaacompañado hasta la puerta de su casa y luego ellalo había invitado a tomarse la última copa. Paraentonces, Vincent ya estaba agotado y borrachocomo una cuba. No tener ni idea de cómo volver ala casa de su anfitrión no le había importado.

Rachel lo había sentado en el sofá y habíaempezado a disparar: el que pronto sería suexmarido era banquero y estaba en las Bermudasjugando al golf con su hermano y su cuñada. Entretanto, Rachel había quedado a cargo del hogar, yde la pista de tenis correspondiente, con elpequeño Hugh, de tres años, y con Sophie, decinco. En sus ratos libres, andaba enamorada delabogado que le llevaba el divorcio y él andabaenamorado de ella. Pensaban casarse cuando eldivorcio de él estuviera resuelto. Rachel ya habíaenviado por correo los últimos papeles; esa mismasemana sería una mujer libre.

—Qué detalle que Annie y Richard me invitaran

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para completar la mesa, ¿verdad? —dijo Rachel.Se acercó a Vincent.

—Es tardísimo. Creo que tendría que volver ya.—Tómate una copita nada más —dijo Rachel.

Se levantó del sofá de un brinco y dejó a Vincentsolo, contemplando el entorno. El sofá sobre elque estaba sentado era de cuadros escoceses, igualque las pantallas de unas inmensas lámparas demesa que tenían una garrafa de cristal por base, yque la alfombra del suelo. Las butacas eran de lasque hay en los clubes privados masculinos. Cadauna tenía una mantita de cuadros escoceses en elrespaldo. Vincent examinó la estancia en busca dealgún maletín en el que pudiera guardarse un arma,pero no vio ninguno. Lo que sí había eranfotografías enmarcadas en las que se veía a dosniños, a Rachel y al futuro exmarido de Rachel,tenía que ser él, todos vestidos con ropa demontar. Había fotografías de los niños montadosen ponis y de adultos montados en caballos. En lasmesitas auxiliares había jarrones con flores depapel y vasitos de plata de bebé llenos decigarrillos viejos y rancios.

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Rachel volvió con dos copas en vasos largos.—Es demasiado tarde para volver a casa ahora

—dijo.—Creo que lo mejor será que me enseñes el

camino —dijo Vincent. Ni la idea de acabarsecuestrado por una mujer que no estaba sobria nila de ser un mal invitado le hacían ninguna gracia.

—Uy, no —dijo Rachel—. Esa es unaresponsabilidad que no puedo asumir. Esdemasiado tarde y está demasiado oscuro y hasbebido demasiado. Te perderías. Tendrás quequedarte aquí. Si te salieras de la carretera y temataras o algo, la culpa no me dejaría vivir.

—Y yo creo que es importante que me loenseñes ahora —le dijo Vincent.

—Bueno, la verdad es que no estoy muy segura,porque a la cena me llevó la canguro, y ahora yano está. El familiar tiene los frenos hechos polvo yel coche pequeño se lo ha llevado Aurélee.

—¿Aurélee?—Es la chica francesa —respondió Rachel—.

Vive en casa y cuida al pequeño Hugh y a Sophiepara que Artie y yo podamos salir de fin de

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semana.—¿Artie?—Mi abogado. Voy a vengarme de él contigo.

Le dije que tenía una semana para ponerse laspilas y para ir despachando papeles. Le dije que sino se movía, me buscaría a otro, y ese eres tú.

—No les has dado a Artie ni una semana —dijoVincent. Rachel se le iba acercando—. ¿Y nopodría acompañarme a casa Aurélee con el cochepequeño?

—Aurélee ha cogido el coche para ir a no sédónde a ver cómo migran los halcones. Esta es lasemana durante la que migran y ha ido a verlo. Osea que no está aquí. Además, una pequeñavenganza me sentará bien.

Rachel se sentó bien derecha y Vincent se fijóen que era una buena pieza. Tenía las mejillasrojas, el cuero cabelludo rosado le brillaba justodonde la raya separaba su brillante pelo rubio, yse la veía acaloradísima de lo sanota que estaba.Llevaba una falda escocesa que a él le costabadistinguir del sofá. Vincent se bebió la copa de untrago y no volvió a acordarse de nada más hasta la

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mañana siguiente, cuando ya recordó demasiado ycayó en la cuenta de que tenía una resacaimpresionante.

Al mirar por la ventana sopesando la enormecarga de su remordimiento, se encontró de repentecon que Rachel estaba sentada a su lado.

—O eres un auténtico caballero o un inútil osolo de oler el alcohol ya quedas fuera de juego —le dijo ella.

Vincent ladeó un poco la cabeza; la teníaderecha, era como si alguien lo estuvieraapuñalando.

—¿Y eso qué significa? —susurró.—Significa que no cumpliste —dijo Rachel—.

Ni te imaginas lo disgustada que estoy.El dato dejó a Vincent aliviadísimo. Él creía

que el sexo tenía que ver con el destino. En casode que entre los dos hubiera pasado algo, él habríaacabado subiéndose a un avión todos los fines desemana para ir a verla hasta que ella se cansara deél.

—Una verdadera lástima, odio lasoportunidades perdidas —dijo Rachel. Miró el

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reloj de la mesilla—. Si Aurélee estuviera encasa, habría tiempo para un poco de acción, peroAurélee no está. Ya es demasiado tarde. Es horade desayunar. Puedes usar mi cepillo de dientes amenos que tengas la fiebre aftosa. En el cuarto deinvitados tengo uno para los invitados, pero noquiero que andes rondando por toda la casa. Lamáquina de afeitar eléctrica de Artie estáescondida detrás del talco. Las toallas están en elarmario de debajo del lavabo. Cuando bajes adesayunar, te ruego que al pequeño Hugh y aSophie no les digas nada comprometedor. Tienenuna idea de la autoridad masculina muy confusa.El pequeño Hugh y Sophie eran delicadas criaturasde ojos saltones y pelo suave y rizado. Se parecíanal padre, eso estaba claro. Vincent encontró aRachel y a los niños en el rinconcito del desayuno,una habitación amarilla con cristaleras que dabana la pista de tenis. El pequeño Hugh estabapegándole con el puño a un bollito de pan ycantando solo. Sophie comía cereales de avena,pero la llegada de Vincent acaparó toda su

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atención: la niña siguió comiendo, pero la cucharafue a parar cerca de su mejilla.

—Buenos días —dijo Vincent mientras sesentaba. Sophie se quedó mirándolo y lo saludócon la cuchara. Sobre el regazo de Vincent cayeronpegajosas gotas de gachas. El pequeño Hughsiguió cantando y aplanando su bollito con elpuño.

—Dadle los buenos días al señor Cardworthy,niños —dijo Rachel.

—Tú no eres Artie —dijo Sophie.—Es verdad. Soy Vincent.—¿Qué es un Vincent? —preguntó Sophie.—Vincent es un nombre de hombre —le explicó

Vincent.—¿Eres un hombre? —preguntó Sophie.—Sí.—¡Pues demuéstralo! —gritó Sophie. Se echó a

reír violentamente. La cuchara se le cayó al sueloy aterrizó en el zapato de Vincent.

—Ya basta —dijo Rachel—. Ve a la cocina abuscar unas tostadas.

Sophie salió brincando hacia la cocina, pero el

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pequeño Hugh se acercó a inspeccionar. Se quedóal lado de Vincent y le apoyó la cabeza en larodilla. Babeaba. Miró fijamente a los ojos deVincent y luego se marchó dejándole en lospantalones dos manchurrones mantecosos.

Rachel le tendió a Vincent un bollito y una tazade café

—Últimamente es dificilísimo saber si están enfase oral o anal —dijo. Soltó un suspiro y bebiócafé. Mientras Vincent se terminaba el desayuno,Rachel llamó a los anfitriones de Vincent parapedirles indicaciones y luego lo despachó.

—Artie ha llamado mientras estabas en la ducha—le dijo Rachel—, así que más vale que telargues de aquí bien rápido. Espero que no hayasdejado ningún rastro. Niños, venid a despedirosdel señor Cardworthy, tan amable.Vincent vivía en Nueva York desde hacía casi tresaños. Durante dos y medio había trabajado en elConsejo de Planificación Urbana solucionandotodo tipo de problemas. El Consejo, que nodependía de ningún ayuntamiento, era un

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laboratorio de ideas de urbanismo. Vincent era elexperto en basura: en su producción, en sueliminación, en sus riesgos y sus usos potenciales,en su conservación y en sus políticas. La basura,en el Consejo de Planificación Urbana, no sellamaba basura. Recibía el nombre de «materialespost-consumo no productivos». Comoapagafuegos, Vincent viajaba muy a menudo paradar charlas sobre gestión de residuos enayuntamientos, agencias gubernamentales ycongresos. Su apartamento de Nueva York, portanto, era bastante monástico, igual que el resto desu vida extralaboral. Buena parte de su escasísimotiempo libre lo pasaba con Guido y con Holly, decuya boda, hacía ya tres años, había sido padrino.

A raíz de la publicación de los dos últimosartículos de Vincent, el Consejo había decido queera demasiado valioso como para andarrecorriendo el país, así que las tareas deapagafuegos recayeron en uno de sussubordinados. Vincent se quedaría en Nueva Yorky, cuando se diera la ocasión, trabajaría para elgobierno.

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Ahora que ya estaba más asentado, Vincent sehabía buscado un amorío, una aventura que no ledaba nada, una aventura que no le procurabaninguna felicidad y que tampoco tenía futuro. Sellamaba Winnie Minor y estaba casada con uncorredor de bolsa llamado Henry al que ella serefería como «Sapo» o «el Sapo». Todos losamigos de Henry también lo llamaban así, le habíadicho ella. Un buen día, Winnie había entrado tantranquila al Consejo para asistir a un seminariosobre educación urbana. Winnie se dedicaba aevaluar el nivel de lectura de los alumnos delinstituto Tift Memorial, famoso por su equipo debaloncesto y por su bajo nivel de lectura. Como lacompilación de datos era algo que a Winnie se leresistía, Vincent, que tenía tiempo de sobra, sehabía ofrecido a ayudarla para diseñar unprograma informático. Su encuentro había tenidolugar al amparo de la curva normal, decía Vincent.

Guido y Holly habían visto a Winnie una vez ylos dos se habían quedado muy preocupados.Holly creía que, de todas las «aleladas ausentes deVincent», como las llamaba ella, Winnie era la

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peor y Guido creyó ver en Winnie la viva imagende algo terrible en la vida de su amigo. Winnie eramiope, pero incluso con gafas, que se ponía muy aregañadientes, su cara estaba tan desprovista deexpresión alguna que hasta la miopía parecía unaafección más animada e interesante. La ropa quellevaba era como la que la Reina Madre sepondría para ir a pescar truchas: tweed y perlas.

Vincent no estaba enamorado de Winnie ytampoco la encontraba atractiva. Ella no estabaenamorada de Vincent y nunca parecía alegrarse deverlo. Con todo, los dos se embarcaban en lo queWinnie llamaba «sus momentos furtivos». Estostenían lugar cuando el Sapo estaba de viaje denegocios o dedicaba la tarde a jugar al squash. Laúnica señal positiva que Guido le veía al asuntoera que a Vincent se lo veía infeliz, y en eloptimista Vincent, la infelicidad era buena señal,pensaba Guido.

Y Vincent sí que era infeliz. El incidente conRachel Montgomery lo había dejadoauténticamente horrorizado: lo que él habíatomado por una vida social absurda y

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despreocupada empezaba a convertirse en indiciode una cosa, y esa cosa lo tenía muy deprimido.¿Estaría condenado a hacer el tonto toda la vida?¿Sería su destino el de acabar eternamente liadocon rubias casadas? ¿Tenía él algún trágicodefecto? ¿Era su suerte producto de sus propiosdesignios? Vincent empezó a rumiar sobre sucomportamiento en materia amorosa; no estabaacostumbrado a esa forma de pensamiento, que levolvía su concepción del mundo patas arriba.Seguía viéndose con Winnie cuando la agenda delSapo lo permitía, pero lo hacía con desazón.Cuando marcaba el número de Winnie, apretabalos dientes, como si ella fuera una especie depenitencia. Luego celebró su cumpleaños conHolly y Guido. Tras esa noche cálida y feliz, alverse solo en su casa se sintió muy desgraciado.Holly y Guido tenían el apartamento que Vincenthabía imaginado para ellos: estaba en la décimaplanta de un edificio viejo y parecía una pequeñacasa de campo francesa en el cielo. Holly le habíapreparado su plato favorito y Guido le habíaservido su vino favorito. Después de cenar, se

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habían sentado delante del primer fuego del otoñoa comer manzanas y a beber brandy. Vincent queríaquedarse allí para siempre. Cuando se marchó, lohizo con la sensación de que la felicidaddoméstica empujaba al hombre que estaba de máspor la puerta y lo sacaba a las calles solitarias.Un descubrimiento en el Consejo de PlanificaciónUrbana lo había dejado todavía másapesadumbrado. Ahora que Vincent ya no viajaba,tenía tiempo de estudiar a sus colegas, y unamañana Vincent reparó en una chica que sellamaba Misty Berkowitz. La vio sentada en sudespacho, encorvada sobre su anticuadacalculadora y removiendo el café con unaestilográfica. El pelo color ámbar le caía sobre losojos y unas gafitas de montura dorada leresbalaban por la nariz. Desprendía aburrimiento ymisantropía. Al verla, el corazón de Vincent pegóun brinco inesperado. Asomó la cabeza por elumbral de su puerta y le dio los buenos días muyalegremente. Misty Berkowitz levantó la cabeza.

—Lárgate y déjame en paz —gruñó.

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Al cabo de un rato fue al despacho de Vincent adisculparse.

—Las mañanas son un infierno —le dijo.Cuando Vincent iba a ponerse a charlar con ella,Misty Berkowitz ya se había desvanecido.

Después de aquel intercambio, Vincent sedescubrió buscándola, y solía encontrarla. Laexpresión habitual de Misty, observó él, era entredesdeñosa y malévola, aunque en una ocasiónVincent la pilló desprevenida: estaba mirando porla ventana de su despacho y no sabía que laobservaban. En reposo, Vincent advirtió que eramuy guapa. Nunca sonreía, eso Vincent ya lo habíavisto. De hecho, Misty daba la impresión de pasarla vida al borde del desgarro. Por la mañanaentraba en su despacho como un vendaval, vestidacon un abrigo de ante verde que arrojaba sobre lasilla. Mientras trabajaba hablaba entre dientes,rompía lápices y los tiraba al suelo. Solía soltarunos tacos horribles. Cuando se dignaba a darlelos buenos días a Vincent, lo hacía con un susurrohostil.

Husmeando por la oficina de personal, Vincent

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descubrió que Misty era de Chicago, que habíaestudiado en Chicago y que había hecho losestudios de posgrado en la Escuela de AltosEstudios de París. Su especialidad era lalingüística y el Consejo la había contratado paracoordinar el Centro de Información sobre elLenguaje Urbano, que estaba llevando a cabo unestudio sobre los efectos de la vida urbana en elespañol que hablaban los hispanos de Nueva York.Su fecha de nacimiento no salía en la ficha depersonal sino en otra en la que él no podía fisgar.Vincent calculó que tendría veintimuchos. ComoMisty lo intimidaba demasiado como para hablarcon ella, él se guardó la información, que llevabaconsigo como si de un arma secreta se tratara.

Entre tanto, sus momentos furtivos con Winniecontinuaban, aunque eran menos frecuentes.Cuando tenían lugar, no se veían en el desnudoapartamento de Vincent, sino en el cine o enpartidos de baloncesto. Él empezó a hacer lasveces de canguro de Winnie, y si ella echaba enfalta el aspecto más físico de esos momentosfurtivos, se lo calló.

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A pesar de su optimismo, Vincent no era un tipodesenvuelto. Con las mujeres mostraba una timidezalgo campechana, y solía planear susacercamientos muy a conciencia, pero un día sesorprendió a sí mismo cuando, al pasar al lado deldespacho de Misty Berkowitz, entró y le preguntósi quería comer con él. Ella le dijo que sí, y comoVincent no había tenido intención de proponerlenada, cuando ella aceptó él se vio sin un plan delque echar mano. Durante el almuerzo, lodisparatado de su acción se hizo patente.

—¿Por qué querías comer conmigo? —le dijoMisty.

—¿Necesito un motivo?—Sí.—Me pareces muy atractiva. ¿Ese motivo

basta?—No —respondió Misty.—Bueno, siento curiosidad por ti. ¿Mejor así?—No.—Oye —dijo Vincent—, ¿no conoces ninguna

palabra de más de una sílaba?—Sí.

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—Entiendo. ¿Por qué no puedo llevarte a comery ya está?

—Las acciones nunca son casuales —dijo Misty—. Las personas tienen motivos para hacer lo quehacen. Además, si lo que querías era una chicaatractiva, ¿por qué no bajabas al departamento derelaciones públicas? Eso está lleno deespecímenes atractivos.

—No quiero a ninguno de esos especímenesatractivos. —Vincent hizo una pausa—. Te quieroa ti.

—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer cuando meconsigas?

—Llevarte a comer —dijo Vincent.—¿De verdad? Bueno, pues que me lleven a

comer es algo que yo no me permito.—¿Es un gesto militante?—No —respondió Misty—. Yo no soy una

chica de esas. No soporto eso tan maravilloso dehacer vida social. Me parece estúpido yrepugnante.

—Entiendo. No eres muy simpática, ¿no?—No.

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Al día siguiente, Vincent decidió intentarlo denuevo.

—¿Sopesarías la posibilidad de volver a comerconmigo? —le preguntó—. Vamos a medias, porsupuesto.

—Muy bien.—¿Estás segura?—Si digo que estoy segura, estoy segura —

respondió Misty.Esa otra ocasión fue bastante más cordial. Duranteel almuerzo, Vincent se enteró de que Misty sabíahablar francés, ruso y alemán, y leía arameo.También había estudiado portugués y xhosa.

—¿Eso qué es? —le preguntó Vincent.—Lo aprendí en una asignatura de lingüística.

Cuando tenga bastante dinero para salir de esteagujero, voy a ir donde se habla, a hablarlo.

—¿Dónde se habla?—En África —dijo Misty.—Y dime, ¿Misty es tu nombre, el de verdad, o

el diminutivo de algo? —En su ficha de personalsolo había consignado sus iniciales: A. E.

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Berkowitz.—Es el auténtico —dijo Misty.—¿Cómo te pusieron un nombre así?—Porque mi madre es imbécil —contestó Misty

con un gruñido.—¿Y por qué te dan tanto asco tus compañeros

de trabajo?—Míralos. Es que son repugnantes. Limpísimos.

Educadísimos. Tan a gusto consigo mismos. Tanbien alimentados. Los ricos me dan asco.Al final del día, Vincent coincidió a solas conMisty en el ascensor. A esas alturas estaba algoaterrado: ¿sería él repugnante, limpio y educado?¿Estaría a gusto consigo mismo y bien alimentado?¿También él le daba asco?

Salieron del edificio juntos, y como hacía un díade otoño fresco y soleado, siguieron caminando.Vincent se preguntó si a ella le importaría que él laacompañara, pero pensó que si se lo preguntabaella le pediría que se largara. Pero no se lo pidió.Lo cierto es que Misty estaba casi agradable, o loque es lo mismo, no lo había atacado desde el

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primer instante, y a Vincent se le pasó por lacabeza que tal vez pudieran ser amigos. Él nuncahabía tenido una amiga. El trato entre los dos nohabía sido precisamente amistoso, era evidente,pero Vincent nunca había salido a almorzar conalguien como Misty o con nadie que se lepareciera.

Misty vivía en una calle flanqueada de árbolescerca del Museo de Historia Natural. Estaba claroque no iba a invitarlo a que pasara. Lo quehicieron fue quedarse al lado de las escaleras deentrada al edificio para proseguir su conversaciónsobre las realidades de la estadística. Laacompañó a la puerta. Ella lo miró a los ojos ysonrió. Aquello era más mueca que sonrisa, perole iluminó la cara.

—Eres un poco merluzo, ¿sabes? —le dijoMisty—. Pero eres listísimo.

Vincent notó que un impulso incontenible leserpenteaba columna arriba. Cogió a MistyBerkowitz de los hombros y la besó en la boca.Luego, horrorizado por lo que había hecho,masculló una excusa y echó a correr por la calle.

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Esa noche era una de las que el Sapo pasaba fuera,y Vincent se había comprometido a hacerlecompañía a Winnie. Para no tener que hablar conella, la llevó a un partido de baloncesto, pero ellase empeñaba en que se lo explicara todo. Vincentse perdió unos minutos de una defensabrillantísima explicándole a Winnie qué era lafalta sin balón, la regla de los veinticuatrosegundos, el bloqueo ilegal y la presión en todo elcampo. Aquello lo ayudó a dejar de pensar en eltacto de los labios de Misty Berkowitz y en el olorlimpio y dulce de su pelo. Durante el crucialúltimo minuto del partido, Winnie le dio ungolpecito en el hombro.

—¿Cuál equipo es cuál? —le preguntó al oído.Vincent se lo explicó.

—¿Y entonces cómo es que cada uno persigue aun tipo distinto. El cuatro perseguía al diecinueve,pero ahora va detrás del veintiuno, y al diecinuevelo persigue ese del siete.

—Eso es un cambio —dijo Vincent—. Y ahoracállate, por favor. Quedan seis segundos departido.

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Sonó el bocinazo. El partido había terminado.Vincent cogió a Winnie del brazo y, por la tribunadescubierta, la llevó hasta las escalerasmecánicas. Allí, ante sus ojos, apareció MistyBerkowitz del brazo de un hombre alto y flaco. Sereía. Estaba muy guapa, él nunca la había visto tanguapa. Entonces ella lo sorprendió. Durante unosinstantes sus miradas se cruzaron. La de ella erauna mezcla de burla y desdén. Luego Misty y suacompañante desaparecieron entre la multitud porlas escaleras mecánicas.Al día siguiente, viernes, Vincent estaba fuera desí. Se quedó agazapado en su despacho, temerosode recibir esa mirada de puro odio. Habíatriunfado en su objetivo de esconderse, pero a lahora de comer la cabeza le hervía y se escabullóhasta el vestíbulo para ir en busca del consuelo deGuido. Cuando pasó por el despacho de Misty, lovio vacío.

Guido no estaba de humor para consolarlo. Éltenía sus propios problemas, todos tenían que vercon la Fundación Carta Magna.

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Durante su primer año en la fundación, Guidohabía estado a las órdenes de su tío Giancarlo,quien lo había puesto al tanto de cómo iba todo. Yallevaba dos años trabajando solo y la fundacióndaba muestras de vitalidad y energías renovadas:los proyectos que financiaban eran cada vez másnobles y encomiables. Al decir de las revistas dearte, la Fundación Carta Magna estabatransformando el paisaje cultural. Guido habíacreído que aquello era una referencia a su interéspor el embellecimiento del espacio público,aunque en la fundación seguían manteniendo lacostumbre de financiar al típico artista solitario,como los llamaba el tío Giancarlo. La fundaciónconcedía ayudas y subvenciones a muralistas, paraque pintaran sus obras en edificios y escuelas de laciudad, a iglesias interesadas en la restauración desus gárgolas, a canteros que querían decorar lasfachadas de edificios antiguos, a arquitectos querestauraban los antiguos locales de reunión de laOrden de los Protectores de la Agricultura, aasociaciones para la conservación de losmonumentos históricos, a escultores que querían

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levantar cajas cromadas ante las sedes de grandesempresas, y a otros artistas más tradicionales queinmortalizaban al héroe local en monumentalesestatuas de bronce. Además, también destinabanfondos para novelistas, poetas, pintores, tejedoresde tapices y alfareros. Guido estaba al cuidado detodo menos de los asuntos de dinero, controladospor un consejo de administración cuya presidenciasimbólica recaía en Guido. El resto de la junta lointegraban banqueros e inversores que sí sabían desumas y restas. Runnymeade, la revista de lafundación, había nacido como un folletito en papelcuché dirigido a los patronos de la fundación. Eltío Giancarlo quería transformarla en unapublicación que generara ingresos, pero no lohabía conseguido. Con Guido al frente, la revistafloreció. La vendían a estudiantes, librerías,bibliotecas y museos. También podía encontrarseen los vestíbulos de los hoteles más elegantes, y,según descubrió Guido, era una de las preferidasen los despachos de los rectores de universidad,los dentistas caros y los cardiólogos.

Guido no solo se había hecho cargo de la

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administración de Runnymeade y de la fundación,sino que también había heredado a una joveninglesa, una belleza de porcelana que había sido lasecretaria del tío Giancarlo. Se llamaba JaneMotherwell. Cómo había sido el tío Giancarlocapaz de soportarla era algo que Guido noalcanzaba a imaginar. Jane le derramaba el café enlas cartas, tenía una capacidad de concentraciónque no superaba los diez minutos, y cuando estabasola en el despacho, buena parte del tiempo lodedicaba a limarse las uñas o a salir a cortarse elpelo. Si no había salido, se quedaba haciendo unsinfín de llamadas telefónicas personales durantelas cuales se negaba a responder elintercomunicador. Además, era muy arisca. Guidole transmitió el problema a Giancarlo, quien leexplicó que había contratado a Jane Motherwellpara reemplazar a la vieja señora Trout, su manoderecha durante muchos años. La señora Trout sehabía jubilado a los sesenta y cinco y el tíoGiancarlo, que había decidido retirarse a lossetenta, había contratado a Jane. «A mi edad —lehabía dicho el tío Giancarlo—, la belleza importa

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mucho más que la eficacia.»El día en que Vincent se presentó en la

fundación con el ánimo por los suelos, Janeacababa de dejar el trabajo y de endosarle a Guidoun teléfono que sonaba sin que nadie lo contestase,un montón de cartas sin abrir y un cuaderno llenode la correspondencia que llevaba dictándole aJane desde hacía semanas. Estaba escrito entaquigrafía. Guido era incapaz de descifrarlo.Guido estaba reventado. Se daba cuenta de que sehabía acostumbrado a Jane como uno seacostumbra a las punzadas de un dolor constante, yel alivio que sentía en ese momento lo tenía muyconfundido.

—Estoy en un buen lío —dijo Vincent.—Oye, ¿crees que podrías descifrar cómo

funciona el contestador? —le preguntó Guido—.¿Qué ha pasado? ¿El Sapo se ha enterado de lotuyo con Winnie y quiere liquidarte con la raquetade squash?

—No es Winnie —dijo Vincent enredando conla máquina—. No voy a quedar más con ella. Se lodije anoche. A ella le dio igual. Oye, Guido, esta

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máquina parece medio al revés. Tienes que apretarel botón que dice REPLAY, luego el START y luego elRECORD. No, no es así. Ahora he borrado toda lacinta. Lo siento. Pero si aprietas el botón de START

primero, rebobina hasta el principio. ¿De dónde lahas sacado?

—Tírala. El tío Giancarlo la compró de saldohace un millón de años. Y si tu problema no esWinnie, ¿qué pasa entonces?

—Estoy teniendo un comportamiento extraño —dijo Vincent—. Ayer besé a una chica.

—Eso lo haces siempre —dijo Guido—. Notiene nada de extraño. ¡Por el amor de Dios! Hazel favor de mirar este cuaderno de Jane. Tressemanas de cartas sin pasar a máquina. Tú nosabes taquigrafía, ¿verdad?

—No me había propuesto darle un beso a esachica en particular. Era lo último que se me habríapasado por la cabeza. Y ahora me siento fatal.Anoche llevé a Winnie al partido de baloncesto yla chica a la que había besado estaba en el estadiocon un tipo y me miró como si me odiara. Claroque ella suele mirar así.

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—¿Quién es la chica? —preguntó Guido.—Trabaja en el Consejo. Es lingüista y me trata

fatal.—Ya es todo un avance. La mayor parte de las

otras parecían incapaces de acción humana alguna.—Las acciones de esta chica son humanísimas

—dijo Vincent—. Se llama Misty Berkowitz y loodia todo.

—¿Misty?—¿Te parece mala señal? Dice que es su

auténtico nombre y que se lo pusieron porque sumadre es imbécil, pero no se llama así de verdad.Sus iniciales son A. E.

—Todavía no veo cuál es tu problema —dijoGuido.

—La acompañé a casa andando —respondióVincent—. Y luego la besé. Y luego va y me laencuentro cuando voy con Winnie del brazo. Ellaestaba con alguien. Se reían. Estarían riéndose demí.

Guido estaba a punto de acusar a Vincent deinmaduro, pero se contuvo. Nunca lo había vistotan afectado. Las mujeres lo molestaban o lo

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enfurecían o le provocaban remordimientos, peronunca había visto a Vincent nervioso por unachica. El faldón de la camisa le asomaba bajo lachaqueta; la corbata, con el nudo flojo, le colgabatorcida; tenía el pelo como si llevara toda lamañana peinándoselo con los dedos. Ante aquellasituación, Guido se sintió viejo y sabio. Tenía laimpresión de que a Vincent iban a romperle, porfin, el corazón, y que impedirlo sería de malamigo. Vincent necesitaba que alguien le rompierael corazón: una experiencia con una mala chica leenseñaría un par de cosas que sus incursiones en lavacuidad nunca le habían dado. Un corazón roto,pensaba Guido, no era lo peor que podía pasarle aun hombre inteligente que en materia de amorsiempre tomaba decisiones estúpidas. Y, además,Guido creía que Vincent nunca había estadoenamorado. Ahora presentaba todos los síntomas:nerviosísimo, comportamiento extraño, besosinesperados y melancolía.

—¿Por qué no lo averiguas? —le dijo a Guidocon delicadeza.

—¿Averiguar qué?

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—Si se reía de ti.—¿Crees que debería hacerlo? —preguntó

Vincent—. Quizá sí. Qué buena idea. Eso es lo quevoy a hacer. Muy bien. Me largo. —Y salió deldespacho. Guido se sentía como el padre que dejaque su hijo se aventure solo en el mundo porprimera vez.Vincent estaba sentado en su despacho, cada vezmás descorazonado. Había visto a Misty con elrabillo del ojo y lo que le había parecido unabuena idea pintaba ahora difícil y arriesgado. Laidea de ser un hombre dado a la reflexión le atraía.En su lugar, Guido se habría quedado dándolevueltas al asunto todo el día, pero ese no era elestilo de Vincent, ¿acaso no era él un hombre deacción? Cogió el auricular y luego volvió a colgarel teléfono. ¿Qué iba a decir?

—Misty, quiero que vengas a tomarte una copaconmigo —dijo en voz alta. Carraspeó y luegorepitió la frase mirando tímidamente a sualrededor por si alguien, pasando cerca de sudespacho, lo había oído.

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Descolgó el teléfono y marcó el número deldespacho de Misty.

—Misty. Soy Vincent. Vincent Cardworthy.Quiero que vengas a tomarte una copa conmigo. Ala salida del trabajo, quiero decir. Si no tienes otrocompromiso, claro.

—No bebo —dijo Misty.—Bueno, sal a tomarte un vaso de leche.—No bebo leche.—Entiendo —dijo Vincent—. En fin, ¿tienes

otros planes?—No.—¿Significa eso que saldrás a tomar algo

conmigo?—No.La cabeza de Vincent reposaba en su mano,

pesada. No se había sentido tan desgraciado en suvida.

—¿Y qué me dices de una cena? —preguntóVincent.

—Que sí —respondió Misty.—No lo entiendo —dijo Vincent. El alivio

inundó sus músculos como si fuera morfina—.

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¿Cómo es que quieres cenar conmigo si no saldríasa tomar una copa?

—No bebo —dijo Misty—. Y odio los bares.Estaban sentados a la mesa de un restaurante quequedaba a la vuelta de la esquina del apartamentode Misty. Ella examinaba el mantel y Vincentmiraba fijamente su whisky. Las únicas palabrasque habían pronunciado tanto el uno como el otrolas habían dirigido a la camarera que les habíatomado nota. Vincent creía que aquel silencio erabuena señal, no sabía muy bien de qué. Una de lascosas que Misty le había dicho era que odiaba lasconversaciones triviales. Eso le ponía las cosas unpoco difíciles a Vincent, acostumbrado a manteneresa clase de charlas con las mujeres. Decidió darel primer paso diciendo lo primero que le pasarapor la cabeza.

—Siento haberte molestado —dijo.—¿Molestado? ¿A mí? —dijo Misty.—Por haberte llamado por el intercomunicador

y todo.—¿Qué todo? ¿De qué molestias estás

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hablando?Vincent inspiró profundamente.—Era una frase hecha —dijo.—Odio las frases hechas —repuso Misty muy

tranquila.Vincent volvió a inspirar profundamente y

continuó.—Lo que quería decir es que siento cómo te

besé ayer, así, de esa manera.Misty levantó la mirada del mantel. Por sus

labios cruzó la sombra levísima de una sonrisa.—¿De verdad que era eso lo que querías decir?—Eso pensaba yo.—Vuelve a pensarlo —le dijo Misty. La sombra

se había convertido en una auténtica sonrisa, unasonrisa que incluso parecía cálida. Era, porsupuesto, una señal excelente—. ¿Te empeñaste enque fuera a cenar contigo para decirme que noquerías besarme, es eso? —Sonreía.

—Lo siento. Lo dije por decir algo.—¿Decir algo sobre besar? —preguntó Misty

—. Muy interesante.—Lo que quiero decir es que quería besarte

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pero no tenía intención de hacerlo.—Bueno, eso lo aclara todo, sin duda. Tú y yo

tenemos ideas muy distintas sobre las intenciones ysobre los besos.

—Que no puedes ir por el mundo besando a lagente, quiero decir —explicó Vincent.

—Tú sí que pudiste —dijo Misty. Lo miró conaire pensativo—. ¿Sabes qué?

—Y, además —interrumpió Vincent—, quierosaber si el tipo con el que te vi anoche... Bueno,me preguntaba quién sería.

—¿Te lo preguntabas? —dijo Misty—. ¿Sabescuál es tu problema? Que eres inteligente, pero lainteligencia la aplicas mal. Primero me besas.Luego me dices que no querías besarme. Luego meves mientras llevas a una miope colgada del brazoy luego quieres saber quién es el tipo con el queme viste. ¡No me digas!

El alivio abandonó a Vincent de repente. Quéerror tan mayúsculo había sido su vida. Mistyparecía muy serena y tranquila, en su cara no seapreciaba ninguna expresión en particular. ¿Seríabuena señal que hubiera advertido la miopía de

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Winnie o aquello no sería más que otro detalle queestaría usando de munición? Su serenidad no podíaser más intimidante. Como no se le ocurría otracosa, Vincent decidió seguir haciendo el tonto,como de costumbre.

—La chica con la que me viste es una amiga sinla mayor importancia —dijo Vincent—. O lo era,mejor dicho.

—¿Lo de «amiga sin la mayor importancia»también es una frase hecha?

—Me acostaba con ella —dijo Vincent—. Sinmotivo alguno.

—Tus repugnantes costumbres sociales no meinteresan —dijo Misty.

—Está casada con un tipo que se llama Sapo.Una inmensa sonrisa iluminó la cara de Misty.—Sapo —dijo—. Qué adorable. ¿A qué se debe

esa manía que tenéis los de clase alta de ponerosnombres de reptil?

—De anfibio —dijo Vincent—. A ver, ¿quiénera ese tipo?

—No tengo ninguna obligación de contarte nada.—Yo te lo he dicho. No es justo.

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—¿No? —dijo Misty—. Bueno, pues ahí va unarevelación: en este mundo no hay que ser justo.

—Te pago para que me lo digas —dijo Vincent.Cogió la billetera de la chaqueta.

—Dios. Estás fatal. Bueno, muy bien. El tipoera mi primo Stanley, que tiene diecinueve años.

Se quedaron callados. Una camarera le trajounos espaguetis a cada uno. Vincent no teníaapetito, pero Misty atacó su plato.

—Tendrías que comerte la cena antes de que seenfríe —le dijo Misty.

—Ya voy —dijo Vincent, pero no cogió eltenedor. Tenía la sensación de que los tópicossobre la confusión se los habían inventado todospara él. Navegaba en un mar de dudas. Iba a laderiva, había perdido el norte.

Misty comía con mucha delicadeza, enrollandohábilmente los espaguetis en el tenedor. Cuandolevantó la copa, Vincent advirtió que el colorambarino de su pelo era el mismo que el del vino.Tenía los ojos de color castaño claro. A la luz delas velas, reparó él, su piel se veía coloralbaricoque. Tenía las manos pequeñas y

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delicadas, y uñas pálidas y ovaladas. Su únicajoya era un reloj de oro muy sencillo.

—Tu problema —dijo Misty— es que teempeñas muchísimo en ser educado y hacersiempre lo correcto.

Vincent se quedó mirando sus espaguetis fríossin decir nada.

—Si no fueras tan educado, no tendrías quehaber llegado al extremo de invitarme a cenar paradisculparte por tu errático comportamiento.

Vincent levantó los ojos. Misty sonreía.—Tendrías que ser más como yo —dijo ella.—¿Ah, sí? ¿En qué sentido?—Yo soy el azote de Dios.Vincent permanecía inmóvil escuchando los

latidos de su corazón. Misty volvía a sonreír, yaquella sonrisa le descubrió a Vincent que sucomportamiento no era ni de lejos errático: estabaenamorado.

—Estaba preocupado por lo de ayer —le dijo aMisty.

—Para preocuparte tendrías que habermebesado mucho más.

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3

El nombre de pila de Misty Berkowitz era AmeliaElizabeth, se lo habían puesto por su abuela y subisabuela, pero el nombre por el que de pequeñola llamaba su primo, con su pronunciaciónincorrecta, era el que había acabado pegando.Misty se tomaba el asunto de sus nombres muyestoicamente. Ni Misty ni Amelia hacían ya que semuriera de vergüenza. Pensaba que todas laschicas deberían llamarse Mary, pero como ese noera su nombre tendría que aguantase, aunque elhecho de que su carácter no tuviera nada denebuloso le procuraba un placer macabro eirónico.

Tras dos años en la Escuela de Altos Estudios,había regresado con un buen dominio del francés,un baúl repleto de libros, un abrigo de ante verde yel corazón roto. Ese corazón roto se lo debía a unniñato de la embajada que atendía al nombre deJohn Bride y organizaba sesiones de cineamericano en la orilla izquierda, donde pasaba

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películas de segunda, todas policíacas y devaqueros. Durante uno de sus ataques de añoranza,Misty rompió su promesa de no ver películas eninglés mientras estuviera en Francia: un gélido díade invierno entró en Le Cinéma Américain paraver Rush Street Episode, una película ambientadaen Chicago. No había nadie en la sala. Misty pasótoda la película llorando y al final se dio cuenta deque tenía a alguien sentado a su lado. Ese alguienera John Bride.

Misty había tenido dos relaciones. Ningunahabía resultado satisfactoria, y las dos la habíandejado con la idea de que, en términos generales,no era demasiado atractiva; que solo los hombresraros e intensos podrían llegar a enamorarse deella. Jon Bride era de los que nunca llegaron aenamorarse. Él no era ni raro ni intenso. Era eltípico hombre al que verías paseando por la callecon una modelo colgada del brazo. Era alto ydistante y tenía una de esas bocas en las que lasmujeres con más experiencia reconocen a unhedonista que no acostumbra a besar demasiado.Era muy hábil. Le dio a Misty un pañuelo y le dijo:

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—Apuesto a que eres americana, de Chicago.Nadie más saldría un día como este a ver unapelícula tan mala y terminaría llorando.

Misty era lo bastante joven como para quedardeslumbrada. Se sintió comprendida de inmediato.Le cogió el pañuelo y se secó los ojos.

—¿Qué me dices de una taza de auténtico caféamericano? —le dijo John Bride.

Bajo un viento helador, la llevó a tomar un caféy comer una hamburguesa a un bar restauranteamericano, donde esbozó una sonrisa fría mientrasella se desnudaba ante él. Sabía qué preguntashacerle, y es probable que también supiera quérespuestas iba a recibir. De haber sido mayor,Misty habría reconocido los mecanismos de esaforma de ataque despiadado, pero no supo verlos.Nunca había conocido a un donjuán. Al díasiguiente, él pasó a recogerla por su casa y lallevó al museo de Cluny y a cenar. Siguieronvarias cenas. Una noche la llevó a tomar una copa,y mientras se la tomaban se dio cuenta de que aMisty le temblaban las rodillas.

—Te noto tiritar debajo de la mesa. ¿Crees que

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deberías acompañarme a mi casa?A Misty se le ocurrió que una aventura era

exactamente lo que necesitaba. Su vida social enParís consistía en larguísimas conversaciones muyserias con jóvenes economistas y estudiantes delingüística, y en cenas caras con jóvenesamericanos que pasaban seis meses trabajando enla Société Générale. Era como si John Bridehubiera radiografiado sus deseos. Lo acompañó asu casa. Por aquel entonces Misty no sabíadistinguir muy bien entre el amor, el deseo, laconfusión y la nostalgia, y en la mezcla de todoaquello creyó ver amor del verdadero. Así lascosas, aunque aquella unión entre los dos no fuepara tanto, a ella la transformó. Le permitióconocer algo para lo que, ahora lo sabía, ya erademasiado mayor: esa privación emocional tancaracterística de un amor imposible.

Las mujeres nunca dejaban a John Bride; él lasdejaba a ellas. Y al dejarlas estaban mejor quecuando las había encontrado; a fin de cuentas,habían podido disfrutar de la experiencia de sucompañía. Él no era alguien a quien se pudiera

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poseer, les explicaba. Las relaciones no leinteresaban. Lo que él buscaba eran experiencias.

Misty siempre había sabido que no atraía a todoel mundo. El hombre del montón no quería aalguien extravagante como ella. Sus amigos habíansido siempre muy precoces; las tardes de suinfancia las había pasado en el Museo de laCiencia y la Industria, y las de su adolescencia,donde la orquesta sinfónica. Con los chicos que sehabían enamorado de ella en la universidad habíamantenido largas conversaciones sobre elmarxismo, sobre el sistema de notación de Freud ysobre los «nuevos filósofos». John Brideencarnaba al hombre normal, lo que significabaque era guapo y se sentía cómodo en compañía delas mujeres. Con Misty no mantenía largasconversaciones sobre nada: la besaba en loscallejones, la llevaba a bailar, le decía que leparecía preciosa... y hasta la persona másinteligente del mundo se vuelve loca al oír algoasí. John Bride representaba a todos aquelloshombres que quedaban fuera del alcance de Misty.Y aunque de pronto se había visto con uno a su

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lado, la cosa no había durado mucho.Esa relación le había provocado a Misty un

dolor breve e intenso. Y cuando el dolor pasó,Misty tuvo una revelación. Con John Bride habíaaprendido que los anhelos constituían unpasatiempo que exigía mucho tiempo y que no eranparticularmente útiles. Había aprendido queincluso un hombre que no fuera ni intenso nimiope, un hombre que no tuviera miedo de bailar oque no quisiera besarla en público, podríaencontrarla atractiva. Había aprendido que, siquería, podía coquetear. Y el beneficio másduradero de aquella relación había sido una visitaa una peluquería de la orilla derecha donde lehicieron un corte perfecto. Se lo había hecho porJohn Bride.

Pero su convicción de ser un caso aparte habíaquedado confirmada: solo otro caso aparte podríaamarla de verdad, y como los casos aparte noabundaban y Misty no era de las que hacíanconcesiones, vio claro que lo más probable eraque acabara flotando por la vida sola. Los JohnBrides de este mundo no eran para ella.

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La personalidad de Misty era una creación hechamuy a conciencia. Ella no se veía muy distinta auna de esas conchas tan elaboradas que no sonsino la caja que protege a un animal muy tierno.Cuando de la propia personalidad se trataba,Misty no le veía el sentido —ni la gracia— a caeren la falacia imitativa, sobre todo cuando esapersonalidad que alojabas se conmovía antecualquier escena de bondad humana. Y como dejarque el mundo entero supiera con cuánta facilidadse conmovía no le parecía muy prudente, se guardóel secreto. Ni siquiera John Bride, que secomportaba como un ser de otro planeta quehubiera bajado a la Tierra para divertirse con suscriaturas, llegó a intuir lo profundos que eran lossentimientos de Misty.

En París sintió que su niñez había llegado a sufin. Regresaba a Estados Unidos más segura de símisma. Un golpe dado por un hombre indigno perobellísimo no era lo peor que podía pasarle a unamujer de principios: propiciaba el descubrimientode las propias debilidades, enseñaba qué era elestilo, limaba aristas.

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De regreso a Nueva York, Misty no tenía intenciónde enamorarse de nadie. A ella nunca le habíainteresado lo que se entiende por vida social. Noquería ni invitaciones a cenar ni pretendientes.Ella buscaba absolutos como la pasión o el honor,todo lo demás le parecía tibio e intrascendente.

Vincent Cardworthy, sin embargo, era otro casoaparte: torpón, inofensivo, de esos hombres quesobre las emociones saben tanto como un bebésobre la física del plasma. Su simpleza despertabaternura, y parecía de los que quieren que lasmujeres jueguen con ellos. Debía de tenerlo todomuy fácil, pensó Misty. Y no veía razón algunapara ponérselo fácil ella también. Que Mistypensara en él a menudo y que las pecas de susmejillas, su cara rubicunda y sus ardientes ojosazules le parecieran cautivadores era asunto suyo yde nadie más.

El Consejo de Planificación Urbana lo habíafundado Hubert McKay, el célebre urbanista ypionero de la planificación urbana, como centropara la reflexión, el trabajo y la intervención sobre

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la ciudad y sus problemas. Cada año, susmiembros publicaban libros, estudios ymonografías, y los empleados podían sertransferidos temporalmente al gobierno federal, agobiernos estatales y locales, y a países en vías dedesarrollo.

El director del Consejo era Denton, el hijo deHubert McKay, un elegante ejemplar de cuarenta ycuatro años que llevaba chaquetas inglesas ybotas. Tenía el pelo castaño y encrespado, unosojos azules, grandes como platos y de miradaausente, muy admirados por el personal femeninode la institución, y un despacho lleno de cañas depescar, bonsáis y fotografías de sus hijos. Además,tenía un revés magnífico, utilísimo para engatusara funcionarios del gobierno y a filántropos convocación de servicio público y sacarles un buenfajo de billetes para el Consejo. Denton habíacontratado a Misty para que se uniera a losempleados más jóvenes y la había puesto atrabajar en una de las plantas de abajo. Ahora,como miembro más joven de los empleados decategoría superior, la habían trasladado a la

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undécima planta, donde había llamado la atenciónde Denton McKay. Cuando Misty no llevaba ni unasemana allí arriba, un buen día, Denton McKayentró en su despacho como si tal cosa, se sentó enla esquina de su escritorio y le cogió un cigarrillo.Lo encendió y echó una voluta de humo azul.

—¿Y tú quién eres? —le preguntó.—Me llamo...—Tu nombre ya lo sé. Creo. ¿Quién te ha

contratado?—Usted —respondió Misty.—¿Ah, sí? Vaya por Dios, no me acordaba. ¿Y

para qué te he contratado?—Empecé en el estudio sobre el lenguaje de la

política y ahora estoy en el proyecto sobre loscambios que está sufriendo el habla de loshispanos... —respondió Misty.

—Muy bien, muy bien. ¿Ese qué proyecto es?—Es el del efecto de los patrones lingüísticos

presentes en los...—Sí, sí —dijo McKay—. Bueno, ¿y esto te

gusta? Eres nueva, ¿no?—Llegué hace casi un año.

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—Eso. Bueno, pues cuando te hayas hecho aesto ven a decirme qué te parece. Me gusta que elpersonal me tenga al día.

Al cabo de cuatro semanas, McKay volvió.Cogió un cigarrillo y dijo:

—Bueno, veamos. Estás trabajando en elproyecto sobre el transporte, ¿me equivoco?

—Se equivoca —dijo Misty.—Bien, veamos. En el de optimización del

puerto.—Vuelve a equivocarse.—Otro intento. En el microestudio sobre la

clase media alta y su postura sobre el transportecolectivo.

—No —respondió Misty.—¿No? ¿En qué estás, entonces?—En el proyecto sobre el habla de los hispanos.—Eso. Eso. ¿Y esto te gusta? Llevas aquí un par

de semanas, ¿no?—No.—Sí —dijo McKay. Esbozó una sonrisa

distraída y se marchó.Misty no tardó en deducir que Denton McKay

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jugaba a la ruleta con los despachos. Nunca sabíasdónde iba a aterrizar. Deambulaba por los pasillosy entraba en el primer despacho que le llamara laatención, aunque nunca sabía muy bien quién loocupaba. Y siempre tenía un montón de planes enla cabeza. Un día se sentó en la mesa de Misty, lamiró dando ligeras muestras de haberlareconocido, y le dijo:

—Acabo de volver de Washington, de unaconferencia muy importante sobre la rotación en eltrabajo. Una idea magnífica. ¿Qué te parece? Creoque convendría que los de publicidad seimplicaran más en la actividad del Consejo. Queasistan a las reuniones de planificación.Enseñarles a programar y cosas así. Que losinvestigadores bajen a la planta de los derelaciones públicas para que todo el personalpueda entender qué nos traemos entre manos. Creoque los de mensajería también tendrían que subir.Creo que tendrían que saber qué están enviando.¿Qué te parece?

Misty se quedó callada.—Soy un gran defensor de la rotación laboral.

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Que también suban los de recepción. ¿No te pareceuna idea genial?

—Me parece la peor idea que he oído jamás. Ocasi.

—Vaya por Dios —dijo McKay.Parecía alicaído. Cogió otro cigarrillo, que se

guardó detrás de la oreja, y salió del despacho.Misty estaba convencida de que todavía no eracapaz de ponerle nombre. Cuando la veía por lospasillos, la llamaba, con aire distraído, «joven»,la expresión cariñosa con la que también se dirigíaa sus niños y a los colegas a quienes no lograbaidentificar.

A Denton McKay le gustaban los planes y legustaba cambiarlos. Convocaba reuniones depersonal que luego cancelaba. Había hecho llegarun memorándum a cada uno de sus empleados parapedirles que detallaran el proyecto en el queestaban trabajando, pero aquella iniciativa para lamejora del funcionamiento de la empresa no habíadespegado. Buena parte de su tiempo parecíadedicarlo a gorronearles cigarrillos a personascuyos ingresos anuales apenas alcanzaban una

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quinta parte de los suyos, lo que le procuraba unmínimo contacto con sus empleados.

El segundo de Denton McKay era Roy Borden,un hombre pálido que llevaba gafas de monturarosada y que tenía en el despacho fotografías delos golden retriever que criaba su mujer. Buenaparte de las sonoras risas que se echaban RoyBorden y Denton McKay ocultaban un odioesencial, y el personal se resentía mucho deaquella animadversión. Cuando Roy Borden dabauna orden, Denton McKay la revocaba, y losproyectos que Borden aprobaba debían esperar lafirma de McKay. Los empleados solo le prestabanatención al asunto cuando entorpecía su trabajo,entonces no les quedaba más remedio que acudir aMcKay, reacción que a Roy Borden no le pasabadesapercibida y le sentaba muy mal. Losempleados que tomaban partido se dividían entreel Bando de Borden y el Bando de MacKay. Misty,que se quedaba trabajando en su despacho, nopertenecía ni a un bando ni al otro. En realidad, nosupo de su existencia hasta la semana a la que losempleados del Consejo acabaron refiriéndose

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como «el sitio».Portazos, reuniones convocadas a toda prisa,

jefes de departamento sentados en salas bebiendocafé frío y esperando a que Denton McKay o RoyBorden hicieran acto de presencia: andar por losdespachos era como entrar en un campo minado,pero nadie sabía a qué obedecía esa tensión.

Una mañana, Misty se aventuró a salir al pasillopara averiguar qué pasaba. La única persona a laque se le ocurría preguntarle era Maria TeresaWarner, cuyo cargo era el de «coordinadora».Todos los proyectos del Consejo pasaban por susmanos. Misty nunca había mantenido una auténticaconversación con ella, pero sí habían charlado unpoco en el pasillo. Cada una le había tomado lasmedidas a la otra, y aunque ninguna había dado unsolo paso hacia la amistad, se habían aprobadotácitamente.

Misty se plantó delante de la puerta de MariaTeresa. Maria Teresa estaba al teléfono. Tenía elpelo corto como un casquete y de color castañooscuro, unos grandes ojos castaños, y cuandosonreía dejaba a la vista un hueco entre los dos

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incisivos que a Misty le daba mucha envidia. Teníauna voz grave y modulada. Cuando hablaba porteléfono, tratar de escucharla a escondidas eraimposible: la modulación se convertía enmurmullo. Levantó la cabeza y le indicó por señasa Misty que entrara. Luego colgó.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Misty.—No grites —dijo Maria Teresa—. Siéntate y

habla en voz baja.—Muy bien. ¿Qué está pasando aquí?—La típica lucha de poder. Roy está

presionando a Denton y Denton está fuera de sí,aunque tampoco es que suela estar muy centrado,claro. Es todo tan estúpido y complicado que ya nime acuerdo de cuál es el problema. ¿Y qué másda? Este Consejo se mueve a golpe de capricho.

—¿Qué quiere Roy?—Roy quiere el puesto de Denton, según

parece.—¿Para tener el puesto de Denton no hay que

ser hijo del padre de Denton?—Roy no lo ve así —dijo Maria Teresa.—¿Y cómo es que Denton no despide a Roy?

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—Denton lo contrató. Nadie lo quería, pero élse empeñó.

—No lo entiendo —dijo Misty—. Pensaba quelos jefes de departamento eran asesores.

—¿En qué planeta vives? Aquí la sartén por elmango la tiene Denton, y bien que se asegura deque todo el mundo lo sepa. No le gusta que nossintamos seguros aquí, puede que tú ni te hayasdado cuenta. Tiene a todos temblando de miedo.Una vez me dijo que la seguridad entorpecía eltrabajo creativo. Luego se fue a un seminario enWisconsin y volvió diciendo que los entornosestables hacían que el trabajo creativo sedesarrollara al máximo. ¿Te lo imaginas? Ygorroneando cigarrillos a diestro y siniestro.Como yo no fumo, me roba el Times y se me bebeel café. Y Roy, Roy es un monstruo.

—¿Ah, sí?—Claro que sí. Lleva dos años aquí y lo único

que ha hecho es fusilar ideas. Como con BettyMiller, tú todavía no habías llegado; ella llevabatodo el trabajo del proyecto piloto sobre laconversión de las escuelas en empresas privadas y

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él se atribuyó todo el mérito.—¿Y a ti te asquea todo esto? —preguntó Misty.—¿Soy rentista? ¿Mi abuelo inventó algo tan

útil como el aire o las chinchetas? ¿Me gusta lacomida y un techo bajo el que vivir? ¿Captas laidea?

—La capto —dijo Misty.—En fin. Ya sabes lo que decía Eugene V. Debs:

«Guerra de clases, sí; guerra imperialista, no». Yome limito a estar aquí, aburriéndome por dentro.

Vincent era totalmente ajeno a los equilibrios depoder del Consejo. No tenía ningún motivo paraprestar atención: al ser uno de esos pocos tiposauténticamente creativos a los que Denton tantoadmiraba y temía, él trabajaba en un ambienteexclusivo. La publicación de un artículo sobre elahorro que ahora era un clásico en su campo,además, había convertido a Vincent en una especiede estrella; así, a él lo dejaban en paz y lo peorque tenía que soportar era el peloteo de RoyBorden y las excesivas atenciones de DentonMcKay.

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Los chismes de oficina solía olvidarlosenseguida, pero ahora veía claramente que seestaba cociendo algo malo. Lo convocaban areuniones que se cancelaban precipitadamente ocuya finalidad, de llegar a celebrarse, no lesquedaba nada clara a los asistentes. Recibíamemorándums contradictorios. Oía conversacionesentre dientes en el aseo de hombres. Por primeravez desde que ocupaba su cargo en el Consejo,proliferaban las puertas cerradas.

Misty no era una excepción. Se quedaba en eldespacho tratando de trabajar, pero el malestar delConsejo la afectaba. Un mediodía, mientrasapretaba con desaliento los botones de lacalculadora, apareció Maria Teresa Warner.

—Más vale que no te muevas mucho —le dijo—. Estás en la línea de fuego.

—¿Yo? ¿Qué he hecho?—Nada. Tú solo eres un peón en esta partida,

como quien dice. Hace tres semanas Denton lepidió a Roy que despidiera a tres empleados queno resultaran imprescindibles. Roy le dijo que élno iba a hacerlo. Entonces Denton decidió que no

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podía prescindir de nadie pero Roy quiere actuar ytú estás en la lista.

—¿Pero por qué yo? —preguntó Misty—. ¿Quéhe hecho?

—No lo entiendes. Esto no tiene nada que vercontigo. Denton te contrató. Roy quiere echar atres personas a las que haya contratado Denton y túeres una de ellas.

—Pero yo no he hecho nada.—Eso da igual. Roy está decidido a tomárselo

muy en serio y Denton se ha empeñado en echarlea la arena un par de cristianos, por así decirlo.¿Qué suponen un par de cristianos para un león?

—No lo entiendo —dijo Misty.—Y yo no entiendo que tú no lo entiendas. Esto

es el internado de los adultos. Están en plenotiroteo. Denton tiene más dinero que Roy y essocio de clubes más exclusivos, y eso a Roy losaca de quicio. Creo que Roy es uno de esos tiposa los que los chicos como Denton pegaban en elcolegio, y ahora Roy quiere vengarse. ¿Lo captas?

—¿Voy a tener que preocuparme por cómo pagoel alquiler mientras esos dos tarados resuelven sus

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traumas adolescentes? ¿Pero por qué me hanescogido a mí?

—Recuerda lo que Samuel Johnson decía de losmaestros —le dijo Maria Teresa—: «Hombresentre los niños y niños entre los hombres».

—Los ricos me ponen enferma.

Misty pasó el resto de la tarde en su despacho conla puerta entornada. Estudió su talonario decheques y la cartilla de la cuenta de ahorro ycalculó en la máquina a cuánto ascendía su costede la vida mensual. Unos ruidos en el pasillo lasobresaltaron. Cuando paseó la vista por eldespacho, los ojos se le llenaron de lágrimas. Leencantaba su trabajo, ¿y dónde iba a trabajar unalingüista con títulos de la Universidad de Chicagoy de la Escuela de Altos Estudios si esa lingüistano quería dedicarse a la enseñanza? El trabajo leestaba yendo muy bien, y ahora todo iba terminar.Volvió la silla giratoria hacia la ventana y sequedó mirando muy triste a una chica que, en eledificio de enfrente, regaba las plantas de sudespacho. Estaba a punto de llorar, pero Vincent la

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interrumpió. Se lo veía alegre y tranquilo. Le bastócon echarle un vistazo a Misty para darse cuentade que la cosa no pintaba bien.

—¿Quieres cenar conmigo? —le preguntó.—Vete al infierno. Están a punto de despedirme.—Ah, eso —dijo Vincent—. ¿Te lo has tomado

en serio? Acabo de enterarme. Denton viene ahablar contigo, ya está de camino. No van adespedir a nadie. Eso no era más que otro choqueentre los ineptos ejércitos de Denton y Roy. Ahoraresulta que lo que Roy quería era reír el último.Acaba de dimitir. Por lo visto, tenía un puestazoesperándole en Washington y quería amargarle unpoco la vida a Denton antes de irse.

Misty se puso pálida. Sobre sus ojos cayó untelón rojo de furia. Cogió lo primero que encontróy lo arrojó contra la pared. Era un pesado cenicerode cristal, y antes de hacerse añicos en el suelo,abrió un agujero en el tabique de yeso. LuegoMisty se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde vas? —le preguntó Vincent.—A decirle a Denton que se meta el puesto

donde le quepa.

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Antes de que él pudiera detenerla, Misty ya habíasalido por la puerta. Vincent se sentó a su mesa yse preguntó si de verdad habría tratado deretenerla. Creía que no. Misty iba a enfrentarse aDenton, y él estaba preocupado y orgulloso a lavez, sentimientos a los que se unían la admiracióny la ternura. Lo embargaba el amor. Sentado en lasilla de Misty, en el despacho de Misty, Vincent sesentía muy unido a ella, pero cuando miró a sualrededor reparó en que no había mucho a lo quesentirse unido. El abrigo de ante colgaba de unasilla y en el suelo estaba el cenicero de vidriohecho añicos; en la mesa reposaban un plato decerámica lleno de clips, la calculadora y unmontón de papeles sobre los que una bujía hacíalas veces de pisapapeles. No había ni plantas nipósters ni fotografías. Vincent encendió un puro. Ala preocupación, el orgullo, la admiración, laternura y el amor se les sumó el sentimiento deculpa: estaba tan acostumbrado a la displicenciade las personas como Denton que ya casi nireparaba en ella. Eso no era algo de lo queenorgullecerse, pensó. Quería echar a correr por el

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pasillo y, de un puñetazo, hundirle a Denton losdientes en la garganta y salvar a Misty, pero alpensar en ella, a Vincent se le ocurrió que tal vezalguien tendría que acudir al rescate de Denton.

Al cabo de una hora, Misty regresó.—¿Por qué sigues aquí? —le dijo mientras

cogía el abrigo. Se la veía pálida y malhumorada.—Te esperaba.—Entonces sácame de aquí y llévame a algún

sitio.Misty no habló en el ascensor ni en el taxi ni yasentada en el banco del restaurante caro al queVincent la llevó. Cuando apareció el camarero,Misty no fue capaz de decir palabra. Vincent pidióun whisky con soda.

—¿Tú qué tomas? —le preguntó a Misty.—Una de esas cosas que beben en las películas

antiguas —murmuró ella.Vincent le pidió un gin fizz. El silencio volvió a

imponerse hasta que el camarero les trajo lasbebidas, intervalo que Vincent aprovechó paracontemplar varias posibilidades. Si Denton había

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echado a Misty y él no iba a poder verla cada día,tendría que postrarse a sus pies antes de loprevisto. Si no la había echado, todavía lequedaban unos meses. La miró fugazmente con elrabillo del ojo. Estaba acurrucada con el abrigoverde puesto y expresión malvada.

—Muy bien —dijo Vincent—. Ya están aquí lasbebidas. Dale un buen trago, por favor, y cuéntamequé ha pasado.

Misty dio un trago.—Uy, esto está asqueroso. Bueno, ahí va. Vi a

Denton bajar por el pasillo buscándome y le dijeque yo estaba buscándolo a él. Entramos en eldespacho de Roy porque era el que teníamos máscerca. Debió de darse prisa en marcharse, porqueallí ya no quedaba nada. Entonces le dije a Dentonque era un hijo de puta y que puede que hastaentonces se hubiera salido con la suya jodiendolos empleos ajenos, pero que no iba a joderme elmío y que lo dejaba. Le dije que lo dejaba porqueesa actitud de propietario displicente, esoscaprichos suyos, estaban a punto de amenazar misustento y era evidente que o él no veía relación

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entre las dos cosas o no le importaba. Le dije queno quería trabajar para un niñato de colegioprivado.

—¿Eso le dijiste? ¿Y qué dijo él?—Puso cara de angustia. Dijo que confiaba en

que me quedara, que el asunto se había salido demadre y que nadie iba a irse a la calle. Le dije quedebería buscarse un trabajo para averiguar qué sesentía siendo un empleado.

—¿Y qué dijo?—Se disculpó.—¿Se disculpó? ¿Denton? —preguntó Vincent.—Sí. Y dijo que lo sentía y me pidió que me

quedara.—¿Y tú le dijiste...?—Le dije que me quedaría y que si volvía a

usarme de peón, lo mataría o lo demandaría. Vengode una familia de rojeras y de abogados. No nosandamos con tonterías.

—Vaya. Increíble.—No, no es increíble. Es repugnante. Lo

terrible de la gente como Denton es que consiguenque personas como yo acaben haciendo estas

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cosas. ¿Crees que a mí me gusta actuar así? Pues teequivocas, amigo. Esa es mi peor cara. No puedeusarme como usa al resto, no señor. Si los demásquieren hacerle la pelota, es cosa suya. Yo no voya dejar que me trate así.

—Creo que eres maravillosa —dijo Vincent.—¿Ah, sí? Pues haces bien. No soy maravillosa.

Soy el azote de Dios. A ver, ¿de verdad tengo quebeberme esto?

—Sí —respondió Vincent—. Hasta la últimagota. Te vendrá bien.

Lo que hizo fue subírsele derecho a la cabeza.Las copas de la larga barra de caoba empezaron aguiñarle el ojo. El jarrón de flores de la mesa quehabía contra la pared adquirió un intenso brillorosado. Apoyó la cabeza contra el tapizado.

—Tal vez debería tomarme otra —dijo Misty.—Sabia decisión.—¿Vincent?—¿Sí?—¿No podríamos quedarnos aquí un rato

emborrachándonos? —preguntó Misty.—Excelente idea. Me encantaría verte borracha.

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¿Te pones violenta cuando te emborrachas?—No lo sé. De repente, todo me parece muy

blando.—Buena señal —dijo Vincent. Se levantó de la

silla y, deslizándose por el banco, se sentó al ladode Misty.

—No me beses ni nada por el estilo.—No te prometo nada —dijo Vincent.El camarero dejó ante ella un gin fizz. Misty lo

bebió despacio con ojos un poco vidriosos.—No tontees conmigo estando como estoy —

dijo Misty—. Voy a decirte algo que no sabes.Estoy contentísima de estar aquí contigo. Si esto lousas en mi contra, me encargaré yo misma dematarte.

La sede de la Fundación Carta Magna era una Llarga y elegante. Los grabados de las paredes erancasi todos Dureros con castos marcos de finamadera dorada. En la antesala había portadas deRunnymeade enmarcadas. Las ventanas daban alas azoteas del centro de Manhattan y al CentralPark. Guido tenía su despacho en una pequeña

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estancia con las paredes revestidas de estanteríasllenas de números antiguos de Runnymeadeencuadernados en verde, de libros de autoressubvencionados por la fundación y de informesencuadernados en espiral sobre los proyectos y lasobras en marcha. En una larga mesa que había allado de la ventana reposaban los tres grandescuencos chinos tallados en cristal de Pekín quepertenecían al tío Giancarlo y que ya formabanparte del despacho. Había una regadera de latónllena de agua y cáscaras de huevo, mezcla queHolly le había sugerido para que las plantas deldespacho vivieran mejor. El tío Giancarlo nuncahabía sido amigo de las plantas de interior, peroHolly había llevado al despacho una gardenia, unnaranjo y ese helecho que había tenido colgadosobre la cama. Cuando veía el helecho, a Guidosolía asaltarlo la nostalgia. En el pasillo había unaneverita de imitación de raíz de nogal que, abierta,dejaba a la vista una botellita con forma de limaverde llena de zumo, botellas de agua con gas ytres latas de crema de gambas. Al fondo había unapequeña sala de reuniones con un sofá, una mesa

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larga y dos butacas bien tapizadas.Guido tenía en su mesa un marco con una

fotografía de Holly sentada junto a un murocubierto de rosales. Estaba tranquila, impecable yabsolutamente preciosa. La frecuencia con la quese quedaba mirando esa fotografía tenía a Guidopreocupado. Al otro lado de la mesa había otrafotografía, también en un marco. Era de Vincent yGuido, y se los veía estupendos a los dos. Holly sela había hecho una tarde en la que se sentían muysatisfechos de sí mismos. Tenían las manos bienmetidas en los bolsillos, hasta el fondo, y lacabeza ligeramente inclinada hacia atrás. Parecíanhombres bien avenidos con el aire libre:despeinados, guapos y con un aire deportivo. Lafotografía la había propiciado su buen humor: sesentían invadidos de un bienestar casi anacrónico.«Con lo a gusto que estamos, deberíamos tener unrecuerdo del momento», había dicho Guido.

Entre los dos, pero prácticamente oculta por loshombros bien cortados de sus americanas, había unmanchurrón en la fotografía que era JaneMotherwell. Ahora ya no trabajaba allí, y todavía

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no le habían encontrado sustituta. Guido estabasentado a su mesa. Había llamado a una agencia detrabajo temporal para que le enviaran unamecanógrafa y a una agencia de colocación paraconseguir secretaria. Con el trabajo hecho y ganasde estar ya en casa, pensaba en Holly.

Guido echaba de menos su casa. Echaba demenos las cenas de Holly. Echaba de menos aHolly. El ascensorista le había dicho que era elúnico hombre que por la tarde parecía contento, yaquel hombre acertaba de pleno. Los tres años decasado se le habían pasado en un suspiro, aunquelos pequeños detalles, como los de los mejorescuadros, saltaban a la vista de inmediato. Lo queHolly pensaba, sin embargo, seguía siendo unmisterio para él. Aunque a juzgar por sus accioneslo amaba ardientemente, Holly no parecía vivir enel reino de las emociones: ella sentía,exteriorizaba sus sentimientos y ya no volvía adarle vueltas al asunto. Las complejidades delamor y del matrimonio eran cosas que aceptaba yvivía, sin más. Guido, para quien pensar y sentireran una única cosa, estaba aprendiendo que era

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posible vivir con alguien cuyo sentido de la vidano era el mismo que el tuyo. Holly se llevaba demaravilla con el mundo, que nunca la cogía porsorpresa ni le reservaba chascos, preocupacioneso garrotes con los que pegarle en la cabeza a quienpasara por ahí. Ella no tenía grandes planes niambiciones secretas. Sus ideas sobre las cosaseran tan íntimas que apenas si hablaba de ellas,pero, a pesar de eso, era la mejor compañera queGuido había tenido.

Holly no tenía ninguna meta digna de menciónexcepto la de ir pasando los días de formaagradable. Como disponía de dinero para llevar acabo esa única ambición, consagraba su vida algenio doméstico. Iba al jardín botánico del Bronxa dar clases de arreglo floral japonés y bonsáis.Asistía a unas clases de cocina china de cuyosresultados Guido disfrutaba. Había descubiertoque, sin bien no tenía ningún talento para el dibujo,sí sentía una gran atracción por la cerámica.Después de unos tímidos intentos en el torno,Holly había hecho un inmenso tibor negro yplateado, pero se aburrió y se embarcó en un

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estudio sobre el arte chino. Leía docenas denovelas de suspense, y también novelasvictorianas, belles lettres francesas y voluminososlibros de historia del arte. Lo mucho que sabía y lopoco que hacía con ello tenía a Guido asombrado.Cuando se conocieron, ella estaba escribiendo sutesis sobre la porcelana china de exportación. Lahabían animado a que la publicara, pero cuandosalía el tema, ella bostezaba y decía que ya loharía algún día. La educación, decía, era algo queenriquecía tu vida, no algo con lo que hacer cosas.Holly le recordaba a Guido a una ciudad-estado:fuerte, bien defendida y totalmente autosuficiente.Holly sabía cocinar, sabía hacer labores, jugar altenis y pescar. Había estudiado caligrafía, lacursiva y la minúscula carolingia, y tambiénrestauración de cuadros y porcelana. Podía hacercuadrar el talonario al céntimo, preparar una masaquebrada perfecta, identificar casi todas las floresdel noreste de Estados Unidos y vendar heridasleves. Sabía hacer el pino y el salto del ángel yreparar lámparas y se conocía las colecciones decasi todos los grandes museos. Guido le recitó a

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Vincent la lista en una ocasión, sin olvidarse deque Holly sabía francés e italiano.

—¿Holly vuela en líneas regulares? —le habíapreguntado Vincent.

—Pues claro que sí. ¿Por qué?—Porque no hay avión capaz de soportar el

peso de tamañas dotes —respondió Vincent.Guido vivía muy contento con los frutos de esasdotes. Holly le equilibraba la vida y se la hacíamás agradable; pero despertaba en él una añoranzaferoz, hasta cuando estaban en la mismahabitación, como si él nunca pudiera saciarse. Aveces le parecía un cristal de cuarzo grisáceo.Podías ver a través de él y también en su interior, ysu perfección te dejaba boquiabierto. Buscabasinformación sobre él para saber cómo se habíaformado. Te lo llevabas a casa y lo guardabascomo si fuera un tesoro. Se quedaba en el estantepara que lo admiraran en todo su esplendor sinnunca, jamás, revelar el menor dato sobre símismo.

Cuando Vincent se presentó en el despacho para lo

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que se había convertido en el almuerzo de todoslos miércoles, Guido ya había contratado a unasecretaria. Las dos eventuales habían concertadouna cita y luego lo habían dejado plantado. Habíanllamado cinco candidatos: una actriz que loadvirtió de que viajaría a menudo, un joven que lecomentó que estaba escribiendo una novela con laayuda de un ordenador, uno más que no sabíaescribir a máquina, otro que sí que sabíamecanografía pero no quería atender el teléfono, yel último, que no hablaba bien inglés. Una personallamada Betty Helen Carnhoops se impuso sindespeinarse. Era una chica cuadrada de piernasgordas, pelo corto y práctico de ningún color enparticular y gafas de montura color verde jaspeadoadornadas en cada esquina con una rosa dorada encuyo centro había un brillantito de bisutería.Escribía noventa y cinco palabras por minuto,sabía taquigrafía y atendía las llamadas de manerarápida, enérgica y profesional. Cuando el tíoGiancarlo la conoció por fin, dijo con un suspiro:

—¿Cómo has podido reemplazar a mi preciosotigre de la ira por semejante caballo del saber?

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Aquí damos subvenciones para embellecer lascosas, y ahora esta caja de cartón va a convertir eldespacho en un lugar eficiente.Vincent creía que algunos de sus mejores trabajoslos había redactado en el despacho de Guido, encuya mesa del fondo había escrito varios artículos.Su despacho, como la mayoría de los del Consejo,era horroroso. El Consejo tenía su sede en unantiguo edificio cuyo recargado vestíbulo demármol no dejaba entrever la sordidez del resto deplantas, y como allí no creían en los lujos,llevaban años sin pintar los despachos. El deVincent tenía las paredes de un amarillo grisáceoque los desconchones y las marcas de clavos,testigos de las tentativas de adorno de sus antiguosocupantes, empeoraban todavía más. Aquel era unentorno profesional, pero cuando lo que buscabaera la pura inspiración, Vincent se acercabaandando hasta las dependencias de Guido, máslimpias y elegantes.

Vincent entró muy contento y animoso. Guidoestaba sentado en la antesala con aire satisfecho,

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bebiendo un vaso de agua con gas y zumo de lima.—Por fin he contratado a una secretaria —dijo

Guido—. ¿A qué viene tanta energía?—Misty —dijo Vincent—. Anoche me dio una

manifestación expresa de afecto.—Oh. ¿Has traído los sándwiches? Vas a tener

que comer deprisa y luego largarte. Tengo quedejarlo todo listo para Betty Helen.

—¿Has contratado a alguien que se llama BettyHelen?

—Y al parecer tú estás enamorado de una chicallamada Misty Berkowitz —dijo Guido—, así quecierra el pico.Vincent odió a Betty Helen nada más verla.

—¿Cómo has podido contratarla después deJane? —preguntó Vincent.

—Porque, a diferencia de ti, yo tenía quetrabajar con Jane; tú solo tenías que coquetear conella.

—Esta es horrible.—Esta es agradable —dijo Guido sin levantar

los ojos de las pruebas que estaba corrigiendo—.

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Conoce el valor del auténtico trabajo. No hacefalta que te acostumbres a ella. No tiene manías.Es una chica agradable y eficaz, y como ya estácasada, no tengo que sufrir las secuelas de unavida emocional ajetreadísima.

—¿Casada? —preguntó Vincent—. ¿En serioque está casada? Dios, ¿y quién estaría dispuesto acasarse con ella?

—En cuestiones de físico, eres un esnob.Puedes refunfuñar cuanto quieras, pero yo tengo untrabajo que sacar adelante. Me ha costado dosaños que esto empezara a marchar. No tienes niidea de lo chalado que el tío Giancarlo estaba alfinal. Se aburría y empezó a dar dinero a tipos quequerían forrar el Empire State Building demacramé. Quiso subvencionar a un escultor quecreía que la poligamia era una estructura y que unapequeña comunidad polígama en el sureste vendríaa ser un terraplén. Empezó a publicar poemas enturco en la revista. Yo, en cambio, he publicadounos números de Runnymeade no solo excelentessino también rentables, y lo he hecho sin la ayudade Jane. Ahora tengo ayuda. ¿Por qué no calculas

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la cantidad de basura que generan Betty Helen y sumarido y me dejas en paz?

—¿Te casarías con ella? —gimió Vincent.—Está casada con un ingeniero químico. Lo

llama una vez al día. Es una llamada breve.Cuando Jane estaba aquí, cada mes me encontrabacon llamadas sin justificar a Río y a París en lafactura del teléfono.

—La cantidad que produce un solo individuo alcuadrado —dijo Vincent.

—¿No tendría que ser multiplicada por dos?—Al cuadrado. Esa chica es una taza de caldo

rancio.—Es muy agradable. Y estoy muy satisfecho

conmigo mismo.—¿Cómo puedes ser tan inocente, Guido? Esta

chica es como el moho. Se quedará aquí, debajode los fluorescentes, y las rarezas empezarán acrecer como setas. Está al acecho, créeme.

—Pues es mi secretaria —dijo Guido—. Y a míme parece agradable.

El asunto quedó zanjado. Betty Helen hizo unapausa para el almuerzo de una hora exacta. Pasaba

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casi todo el día sentada detrás de la máquina deescribir, tecleando a toda velocidad mientrasmiraba por la ventana. Se sentaba muy derecha ensu silla. No hablaba con Vincent y él tampocohablaba con ella. Para mantener a Vincent alejadode su vista, Guido decidió que sus almuerzos losharían en la habitación trasera.

—Podrías decirle hola —le dijo Guido.—Ya he saludado con la cabeza. Y, además, sus

gafas me deslumbran.Caminaba nervioso de arriba abajo comiendo

crema de gambas de una lata. Se había olvidado deBetty Helen Carnhoops. Estaba pensando en Misty.

—Tenemos la vida a las puertas —dijo muydesanimado mientras hacía rebotar la lata vacía enla pared para que cayera en la papelera.

—¿Y eso qué vendría a significar? —preguntóGuido.

—Que estamos en lo mejor; estamos en la florde la vida. ¿Te sientes todavía como un niño? Yosí. ¿Por qué llevo una vida tan inútil? ¿Por quésufro por una chica complicada a quien solo legusto cuando está agobiada? Debería dedicarme a

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cosas concretas y duraderas. Dios, si Betty Helenpuede casarse y ser normal, ¿por qué yo no?

—Ve a hablar con el rector —dijo Guido.—¡A eso me refería! Sigo esperando a que

alguien me haga entrar en vereda, pero nadie lohace. Y continúo creyendo que cuando sea mayorlo tendré todo bajo control. Un buen día medespertaré y seré adulto.

—No, eso no va a pasar. Te despertarás y tesentirás más cansado que de costumbre ydescubrirás que has perdido la paciencia con unmontón de cosas que te parecían normales. Opuede que tengas suerte.

—Como tú —dijo Vincent—. Tú tienes suerte.Mira lo afortunado que eres. ¿En qué me heequivocado yo?

—Creo que tendrías que traer a esa MistyBerkowitz por aquí —dijo Guido—. Meencantaría ver qué es lo que te está convirtiendo ensemejante pelmazo.

Llevar a Misty al despacho de Guido no fue tansencillo como parecía. Era demasiado lista como

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para no darse cuenta de que iba a exhibirla. Y,además, con el odio que les tenía a los ricos, lavisión de una fundación privada iba a provocarleun arrebato de fervor revolucionario. Después deque Misty se emborrachara en el bar, Vincent lahabía sacado de allí a rastras y se la había llevadoa cenar, momento en el que ella se habíarecuperado. La había acompañado hasta la puertade su casa, donde ella le había dado un beso en lamejilla. La situación, sin embargo, había vuelto ala normalidad, y esa normalidad significaba quecuando Vincent irrumpía en el despacho de Mistycon una enorme sonrisa en la cara, se encontrabacon una Misty inexpresiva que lo miraba de arribaabajo.

—Dios, vaya imbécil estás hecho —le decía.Aquello no disuadía a Vincent en absoluto: el

tono de ella le parecía menos mordaz y máscariñoso.

Un día, Vincent entró muy contento en eldespacho de Misty y le preguntó si quería ir alcine con él; le explicó que de camino tendría queparar en el despacho de Guido. A esas alturas,

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Misty ya había oído hablar mucho de Guido yesperaba la convocatoria. Sabía que Vincent notenía ninguna intención de ir al cine. Enternecidapor la falta de sentido de la estrategia de Vincent,aceptó.

Aquellas quijotescas concesiones de Mistydejaban a Vincent un poco mareado. No sabíacómo tomárselas ni cómo tomársela a ella. Lasotras chicas te tanteaban rápidamente y luego seacostaban contigo, y el resto del tiempo quepasabas en su compañía se iba en decidir el lugardel encuentro y en pensar en maneras de matar elrato. Luego lo matabas yendo a cenar, pero llevabaa algo. Y después cada uno se cansaba del otro, y aotra cosa. Con Misty, sin embargo, nada parecíallevar a ningún lado. No lo rechazaba, perotampoco lo invitaba a que se le acercara más. Senegaba a salir con él los fines de semana. Esotampoco era fácil de entender. No parecía de lasque tienen un amante de fin de semana y luegopasan el resto del tiempo con otro hombre, ¿peroqué otra cosa podría ser, si no? Vincent pensó queen su caso meter la pata hasta el fondo no sería lo

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peor del mundo, así que se lo preguntó. Se pusohecha una furia.

—¿Quién te crees que soy? ¿Así es como creesque son las mujeres? Bueno, pues entonces yo nosoy una mujer. No tengo amantes de fin de semana.No tengo eso a lo que tú seguro que te refierescomo citas. Visto que hablas su mismo idioma,¿por qué no te buscas a alguna de esas chicas derelaciones públicas que juegan al squash y van alteatro? Menudo insulto.

—¿Qué le ves de ofensivo a lo de tener unamante? —le había preguntado Vincent.

—Debes de haber conocido a chicas conpoquísimas luces, Vincent. Debes de haberfrecuentado a auténticas taradas. ¿Te parece ese uncomportamiento normal? ¿Crees que todas lasmujeres salen a cenar con alguien y luego, además,tienen amantes? ¿Qué os pasa a los hombres?

A Vincent, claro está, salir a cenar con él ytener, además, marido o amante le parecía uncomportamiento de lo más normal, pero esaconversación lo había dejado muy esperanzado: sia Misty le parecía que cenar con él y tener un

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amante entrañaba un conflicto de intereses, nohabía duda de que iba por buen camino.

Betty Helen Carnhoops los recibió en la puerta.Llamó a Guido por el intercomunicador.

—Sus amigos están aquí —anunció.Vincent entró con Misty cogida del codo y se la

presentó a Guido. En los ojos de Misty había unbrillo extraño y malvado. La cara de Vincentresplandecía.

—Es un despacho precioso, ¿verdad? —dijoVincent.

Misty masculló algo en voz baja. Luego sevolvió hacia Guido.

—Vincent me ha dicho que no solo contribuís ala distribución de la riqueza, sino que tambiénpublicáis una revista —le dijo. Guido le entregó elúltimo número de Runnymeade.

—Ya lo he visto —dijo Misty. Fue pasando laspáginas como si fueran una baraja de cartas.

—¿Ah, sí? No sabía que la leías.—La tiene mi dentista —respondió Misty—.

¿Puedo apoyar los pies o mancharía esas

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superficies tan relucientes?Vincent vio un taburete de mimbre sobre el que

Misty puso los pies. Llevaba unos zapatitos verdesque parecían caros.

—¿Queréis agua con gas? —preguntó Guido.—Me apetecería mucho un café —respondió

Misty—. Si tienes.—Le pediré a Betty Helen que haga uno.—¡No! Por favor. Si no hay café, beberé un

vaso de agua. No quiero a ninguna secretariapreparándome nada.

—Voy a buscarte uno. Hay un delicatessen a lavuelta de la esquina —dijo Vincent. Y salió deldespacho a toda prisa.

Misty y Guido se miraban en silencio. Habíamuchísimas cosas que Guido quería decir, perodecirlas le parecía un atentado contra las leyes dela amistad y la intimidad.

—Encantado de conocerte —le dijo a Misty—.Me han hablado mucho de ti últimamente.

No hubo respuesta. Guido la miró. Impávida, nodespegaba los ojos de su zapato.

—Vincent habla de ti a menudo —dijo Guido.

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—Eso ya lo has dicho.—Supongo que sí. Me temo que me cuesta

hablar contigo.—Dios —dijo Misty—. Tu colega se molesta en

traerme a rastras hasta aquí y me exhibe como sifuera un huevo de Fabergé y resulta que te cuestahablar conmigo. ¡Qué te parece!

—Es que hablar contigo cuesta mucho —le dijoGuido.

—Solo durante los diez primeros segundos. Y,además, esto es una encerrona para que puedasexaminarme. Bueno, ¿quieres que tengamos unacharla cortés o prefieres ir al grano?

—Soy demasiado educado para eso —respondió Guido.

—Pues yo no. Pareces alguien con cosas quedecir.

—Muy bien. Vincent es mi amigo más antiguo.Te aprecia mucho. No quiero que una adolescenteagresiva le rompa el corazón.

—¡No me digas! —dijo Misty—. ¿Eso es lo quedice que soy?

—No, pero eso es lo que pareces cuando

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Vincent describe tus desplantes.—Chicos... —dijo Misty. Luego sonrió.Aquella sonrisa tranquilizó a Guido, que

aprovechó para examinar a Misty. A diferencia deotros líos de Vincent, todas chicas de campo altas,protestantes y aleladas, ella era menuda, urbana yjudía; y parecía inteligente.

Misty se arrellanó en el asiento, se encendió uncigarrillo y se puso a hacer girar el zapato sobre lapunta del dedo gordo del pie.

—No soy agresiva ni soy ninguna adolescente—le dijo a Vincent—. Y no me han traído almundo para romper corazones. No frecuento a laspersonas que no me gustan, créeme. De hecho, soyuna joven muy franca, pero eso es algo que elciudadano medio tarda siglos en comprender.

—Vincent no es el ciudadano medio.—Eso te lo reconozco —dijo Misty—. Bueno,

¿he suspendido?—No —respondió Guido—. Has aprobado.—¿Sí? ¿En qué he sacado mejor nota?—La puntuación más alta es por tu

conversación, más amena de lo que esperaba.

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En ese momento Vincent apareció con el café,que goteaba por la bolsa de papel. Se lo tendió aMisty. Se lo veía rendido de amor.

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4

Betty Helen Carnhoops era una isla de calma en latempestad. Desempeñaba sus funciones sininterrupción, como la cocina de un hospital, y teníala presencia callada y militante de una monja. Suscartas eran un milagro de perfección: era como unade esas máquinas de escribir Vari-Typer, con suslíneas ajustadas al milímetro. Al teléfonocontestaba con una voz enérgica y carente de tono.Casi nunca hablaba con Guido si no era portrabajo, y sus únicos temas de conversación eranel tiempo, el personal de limpieza del despacho yla agenda de compromisos de Guido. Nunca seequivocaba con los nombres. Al cabo de dossemanas de trabajar allí, ya sabía dónde estabatodo. Aunque en materia de arte y de literatura notenía opinión alguna, corrigiendo galeradas era unhacha. Guido creía que un Creador bondadoso sela había enviado, aunque a veces tenía laimpresión de que, tanto con él como con lafundación, Betty Helen se sentía al cargo de

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mentes enfermas que tuviera que cuidar. Era unamontaña de estabilidad, y eso Guido lo agradecíaprofundamente. Estaba convencido de que alcontratar a Betty Helen había enterrado parasiempre las cosas de niños. Otro Guido —unGuido más joven— tal vez le hubiera dado eltrabajo a Jane Motherwell.

Como Vincent había predicho, bajo losfluorescentes asomó una rareza. Betty Helenanunciaba a todas las visitas del mismo modo.Llamaba a Guido por el intercomunicador y decía:«Sus amigos han llegado». Así se refería amiembros del consejo de administración, arepartidores del delicatessen, a especialistas enderecho tributario, a compositores de músicadodecafónica y a operarios de la compañíatelefónica. Guido ni se había fijado, pero Vincent,en cambio, lo advirtió enseguida.

—¿No ves que Betty Helen no tiene ni idea delo que pasa aquí? —le dijo a Guido—. Eso esmaldad o lobotomía. ¿Por qué acaba de decirteque el mensajero de la Western Union es tu amigo?

—En estos tiempos una persona normal tampoco

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lo tendría tan fácil para saber quién es un artista yquién no —dijo Guido—. Es la nuevainformalidad. Holly dice que nos está volviendo atodos unos patanes. Pero la actitud de Betty Helenes la adecuada. El otro día, por ejemplo, un tipoque vendía material de oficina llegó vestido comoel presidente de un banco. Luego el del bancollegó vestido como un profesor de universidad.Luego llegó Cyril Serber, que es poeta y profesorde clásicas, pero hace pesas; como veníadirectamente del gimnasio, Betty Helen debió detomarlo por el tipo del delicatessen. Ya ves,confundirse es muy fácil. Betty Helen es unapersona agradable y normal y corriente.

—Normal y corriente... —dijo Vincent—. Esamujer es un mutante.Por primera vez desde que Guido ocupaba elpuesto del tío Giancarlo, el despacho iba viento enpopa. No había sorpresas desagradables nipataletas ni ausencias injustificadas ni mensajesperdidos ni se respiraba hostilidad alguna. En eseambiente, Guido descubrió cuantísimo le gustaba

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su trabajo. Con alguien cuerdo ayudándote podíasplanificar inteligentemente. Podías crecer. La vidafuncionaba.

Guido cada vez miraba menos por la ventana, ycuando lo hacía, los árboles de Central Park leparecían los de un cuadro puntillista. Ahora sededicaba a esas cosas concretas y perdurables quetanto obsesionaban a Vincent.

La vida con Holly había adoptado esa mismaforma encantadora. Daba clases de pintura floral, ycuando Guido llegaba a casa por la noche, en lamesa del recibidor se encontraba con unosenormes arreglos florales que recordaban a los delos cuadros holandeses del siglo XVIII. Hollytambién asistía a un curso de cocina japonesa, ylas cenas que le preparaba a Guido las disponíacomo paisajes. Después de cenar, se retirabancada uno a un extremo del sofá, donde, con laspiernas entrelazadas bajo una mantita de cuadros,leían delante de la chimenea. La vida era dulce ygenerosa como una botella de Tokai Imperial.

Los miércoles, Vincent se presentaba a almorzarsu lata de crema de gambas.

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—Conque Betty Helen sigue aquí —dijo—. Enserio, Guido, me pone los pelos de punta. ¿Nopodrías buscarte a alguien un poco menoseficiente?

—Por el amor de Dios. Déjame tranquilo conmi Betty Helen. La vida por fin marcha bien y túquieres estropearlo todo.

—No es verdad —dijo Vincent—. Yosimplemente opino, como el tío Giancarlo, que enun lugar como este, dedicado como está al arte,debería trabajar alguien un poco más pictórico.

—No quiero rondando por aquí a ninguna deesas bellezas chillonas, analfabetas yemocionalmente inestables dedicadas a arruinarmela vida —dijo Guido—. Si tanto te interesan esascosas, vete a jugar con tu amiga Misty.

—Misty no es analfabeta. Y tampoco es unabelleza.

—Tiene pinta interesante. Eso siempre es malaseñal.

—Además —añadió Vincent—, a ti no te estáarruinando la vida. Me la está arruinando a mí.

—No seas tan melodramático.

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—No tienes ni idea de lo que se siente al verteen las balanzas celestiales y comprobar que no dasel peso, Guido —dijo Vincent—. A veces piensoque todo lo que hago la ofende. Y no solo lo quehago, también lo que soy o lo que ella cree quesoy. Dice que si hubiera una revolución, yo noserviría para nada. Dice que me dedico a ponertiritas a las heridas incurables.

—Si hubiera una revolución, esa chica tendríaque olvidarse de sus carísimos zapatos verdes. TuMisty no es del populacho precisamente, créeme.

—Ojalá encontraras a alguien que se lepareciera un poco para trabajar aquí —dijoVincent—. Que hiciera la vida un poco másinteresante.

—Mi vida ya es suficientemente interesante,gracias. Alguien como Misty convertiría mi vidaen un infierno perpetuo.

—Pues prepárate. Hoy anda suelta y le hepedido que venga.Guido estaba deseando encontrarse de nuevo conMisty. No sabía muy bien qué pensar de ella. A él

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le parecía extraordinaria, pero se preguntó quéefectos podría tener en Vincent una chica así.

Misty llegó temprano con su abrigo verde y suszapatitos verdes. Puso los pies encima del taburetede mimbre y se bebió una botella de agua con gas.

—Bueno, ¿cómo van las cosas entre Vincent y laadolescente agresiva? —preguntó. Parecíacontentísima.

—Pues ya que lo preguntas, parece ser que laadolescente agresiva se lo está haciendo pasarmuy mal a Vincent.

—Pobrecito Vincent —dijo Misty.—No se está portando muy bien con él.—Venga ya, Guido. ¿Por qué tendría que

portarme bien con él? Tiene una vida muy cómoda.Según parece, las chicas caen de los árbolesderechas a su regazo. Parte de mi cometido eshacérselo pasar mal. Así se siente vivo.

—Una afirmación muy grave—Lo superará —dijo Misty—. Vincent cree que

el amor consiste en acostarse con una criadora deperros. Cree que solo existe una forma decomportarse y que si la sigue todo saldrá bien. Si

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yo fuera una persona que se comportara como sesupone que debemos comportarnos, ahora tú y yoestaríamos hablando del tiempo, ¿no es cierto? Loque le pasa a Vincent es que no sabe muy biencómo intimar. Puede que todas sus novias fueran lamisma chica. Pero yo no lo soy.

—Eres muy difícil —dijo Guido.—Sí, lo soy —respondió Misty con una sonrisa

—, pero valgo la pena.—¿Y crees que Vincent vale la pena? —

preguntó Guido.—Volvamos a las cortesías —dijo Misty—.

Vincent me ha hablado mucho de ti.—No quiero ser educado. ¿Vincent vale la pena

o estás jugando con él?—Qué idea tan repulsiva. Por supuesto que no

estoy jugando con él. ¿Qué sabrás tú? A lo mejorlo quiero.

—¿Lo quieres?—No seas tonto —respondió Misty.

Cuando Vincent apareció con aire tímido, infantil yalterado, se tropezó con el saliente de la puerta.

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Guido era muy hogareño. Igual que las francesas,que saben si en la habitación contigua alguien haabierto una botella de coñac, Guido sabía quésucedía en su casa en cuanto metía la llave en lacerradura. Parado en el recibidor de entrada, supoque algo iba mal.

En el dormitorio se encontró con que Hollyestaba haciendo una maleta grande. Tenía la ropacuidadosamente apilada en montones sobre lacama. Cuando Guido entró, levantó la vista.

—¿Nos vamos a algún sitio? —preguntó Guido.—No. Me voy yo. —Holly frunció el ceño y

empezó a contar una pila de camisas. Teníacamisas en todos los tonos pastel y de rayas detodos los colores, se las hacía un sastre chino quese las dejaba a buen precio.

—¿He olvidado algo? —dijo Guido.—Ha sido una idea de última hora. Me voy a

Francia.—Entiendo —dijo Guido. Estaba frío de la ira.—No lo entiendes. Las decisiones como esta

son inesperadas, y cuando las tomo sé que no meequivoco.

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—¿No has pensado, dado que estás casadaconmigo, en hablar primero y actuar después?

—Sí, sí que lo he pensado. Últimamentellevamos una vida muy perfecta, tan perfecta queme da un poco de miedo. Me cuesta muchísimoverla. Creo que necesitamos un descanso, quetenemos que pasar una temporadita separados.Temo que si uno de los dos no hace esto, un díanos despertaremos llenos de telarañasemocionales, incapaces de apreciar al otro.

El rostro de Guido se ensombreció. Sutemperamento italiano era algo que no solíaexhibir muy a menudo. A él le parecía un leóndomado que de vez en cuando se le iba de lasmanos. Y ahora empezaba a caminar, majestuoso, ya rugir.

—Podría divorciarme de ti por esto —dijoGuido.

Holly se sentó al borde de la cama. Laslámparas de la mesilla de noche estabanencendidas y el dormitorio parecía el de unreconfortante cuento infantil: suntuoso, cálido yresplandeciente.

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—Lo que quieres decir —continuó Guido— esque estás empezando a no apreciarme.

—Esta mañana no me diste un beso dedespedida.

—Estabas dormida.—Estaba lo bastante despierta como para saber

que no me has dado un beso.—¿Y vas a castigarme por no haberte besado?—Guido —dijo Holly—, nuestro matrimonio es

mucho mejor que la mayoría. Nos gustamos másque la mayoría de matrimonios. Somos nuestrosmejores amigos. Nos divertimos más. Cenamosmejor. Pero creo que nos estamos acostumbrando.La vida va pasando, sin más. Yo quiero hacer algovaliente por los dos. Y también necesito un pocode espacio para mí. Creo que un poco de privaciónnos hará muchísimo bien.

—Nada va a detenerte, ¿verdad? —preguntóGuido.

—No. Escucha, cariño, sé que piensas que estoysiendo testaruda. Crees que tomo las decisiones derepente y luego te las suelto de buenas a primeras.Pues bien, sí, lo hago, pero no muy a menudo.

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Antes de que nos casáramos me fui de viaje por unbuen motivo. Casi siempre encajamos a laperfección. Eso me parece tan peligroso como novariar nunca el menú, y sé que tengo razón.

—Me gustaría estrangularte —dijo Guido.—No estás siendo nada sensato.—¡Nada sensato! —gritó Guido—. Si la que me

está dejando eres tú.—No te estoy dejando —dijo Holly—. Me voy

a Francia una temporadita. Estamos demasiadopagados de nosotros mismos y demasiadoacostumbrados el uno al otro, y no voy a permitirque acabemos por no apreciarnos como debemos.Mi instinto me dice que esto nos irá bien. No lohago solo por mí. Lo hago por los dos.

—Lo haces por ti —dijo Guido.—No quieres entenderlo —dijo Holly—.

Quieres sentirte maltratado, pero no es así. Creoque nuestro amor es muy sólido, en lo fundamental,quiero decir. Y creo en la solidez, pero no para eldía a día del amor. Yo quiero echarte de menos yque tú me eches de menos. Si crees en mí, déjamemarchar. Solo será una temporadita.

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Guido se sentó en la chaise longue.Deslizándose por el borde de la cama, Holly fue asentarse en el regazo de Guido, que a pesar de suenfado seguía encontrándola irresistible. Hollyolía a jazmín, y sus negras y espesas pestañasrozaron las mejillas de él.

—Confía en mí —dijo Holly—. Esto nos vendrábien.A la tarde siguiente Holly ya se había marchado.

Guido pasó el primer día de ausencia de Holly enel despacho, mirando por la ventana. Según ibanpasando los días, miraba por la ventana cada vezmás. El cansancio de las tardes iba en aumento.Solía recostar la cabeza sobre el cartapacio yechar una mísera cabezadita. Se descubrióhablándole al espejo.

—No voy a dejar que me anules, ni tú ni nadiecomo tú —dijo. El espejo le devolvió la imagende Holly.

En los días buenos hacía planes de futuro. Enlos malos, se aislaba de todo contacto humano.

Entre tanto, tenía que soportar a Vincent que, a

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la caza del amor, estaba cada vez más alterado.—La cosa está en su apogeo —dijo Vincent—.

Misty me ha invitado a cenar. Nunca he entrado ensu apartamento, ¿sabías?

—Me alegro por ti —respondió Guidoamargamente. Estaba un poco harto de las fasesinfantiles del amor.

—Por lo que veo, Betty Helen te está ayudandoun montón —dijo Vincent alegremente, confiandoen que con un cambio de tema Guido trabaraconversación. No lo logró—. Me refiero a que,con lo de la marcha de Holly, Betty Helen es unauténtico símbolo de dependencia. Según Misty,haberla contratado dice mucho de ti.

—No voy a dejar que convirtáis a Betty Helenen un símbolo de mi estado mental —replicóGuido—. Y no tengo ningún interés en oír losdesvaríos de tu novia psicoanalítica sobre elasunto.

—Lo siento, Guido. Trataba de animarte. PeroMisty tiene opiniones muy interesantes sobre lascosas.

—No quiero oír una sola opinión interesante de

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ninguna mujer —respondió Guido—. Me resultantodas demasiado interesantes.

—Betty Helen debe de parecerte fantástica.—Vincent —dijo Guido con una tranquilidad

siniestra en la voz—. Largo de aquí. Te hasconvertido en un chimpancé. Deja de decirsandeces y vuelve al trabajo, si es que eres capazde trabajar.

—Lo siento, Guido. Nunca sé muy bien cómoreaccionar. Siento mucho lo de Holly, pero es queno sé qué hacer. A lo mejor tendría que sacarte deaquí, salir a emborracharnos los dos, quién sabe.

—Eso suena bien —dijo Guido—. Siempre queno digas nada.Cuando Vincent se marchó, Guido canceló todaslas citas de la tarde y le dio a Betty Helen el restodel día libre. Ella se quedó mirándolo perpleja.

—No lo entiendo —le dijo.—Estoy decretando unas vacaciones —dijo

Guido— y dándonos a los dos la tarde libre.Betty Helen se quedó mirándolo otra vez.—Es probable que usted estuviera

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acostumbrada a despachos de ambiente menosrelajado —dijo Guido—. Vaya de compras. Vayaal zoo. Vaya al cine. Diviértase. Mañana todovolverá a la normalidad.

Betty Helen se quedó plantada delante de Guidocon las manos en la cadera. Sus gafas le enviabandestellos. Era imposible imaginar esa carasonriendo.

—Mañana no volverá a la normalidad nada —dijo Betty Helen—. Este lugar no tiene nada denormal. No me quejo, todo esto me parece muyinteresante, pero no es normal. Espero que no leimporte que se lo diga. Me gusta trabajar enambientes poco comunes, me resulta muyestimulante, pero soy una persona muy organizada.No he pasado a máquina todas las cartas, y si hoysaliera antes, no tengo nada planeado. Me gustaseguir mis planes. Así que si no le importa, mequedaré aquí y acabaré esas cartas. Y ahoraquerría decirle algo que confío en que no lemolestará. Yo soy abstemia, pero si estuviera en sulugar me iría a casa y me prepararía una copa.Tiene un aspecto horrible.

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Guido nunca había oído a Betty Helenpronunciar más de una frase o dos. Ahora le habíasoltado prácticamente un sermón. ¿Y tan malestaba que hasta Betty Helen había reparado enello? Quien se quedó mirando en ese momento fueél: detrás de esas gafas había una persona, otramás, a la que no entendía.Guido no se divirtió. No le interesaban ni los zoosni las compras ni los museos. La idea de volver acasa lo deprimía, así que echó a andar con elcuello del abrigo levantado. Compró un paquete decigarrillos y se puso a fumar mientras andaba.Luego se sentó en un banco a orillas del río y dejóque el viento frío lo hiciera llorar.

Holly lo tenía bien agarrado. Capaz de advertirque los cuadros de la pared estabanligerísimamente torcidos, cuando se trataba deemociones, Holly era Gengis Kan. ¿Sería ella unade esas personas tan ordenadas que de vez encuando necesitaban algún tipo de desorden? Fueralo que fuera, Holly sabía lo que hacía, de eso nohabía ninguna duda. Por mucho que Guido se

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sentara cada día en su despacho y la echara demenos, nunca lo había hecho con la ferocidad deaquellos momentos. A fin de cuentas, quizá nohubiera sabido apreciar su matrimonio. Eso lopuso furioso. ¿Cómo iba a enfadarse con Holly pormarcharse si ella había hecho bien? La lisasuperficie de la vida de Guido ahora parecía másarriesgada, más accidentada. La serenidad no erauna condición inherente a la vida: ese había sidoel mensaje de Holly. Guido arrojó el paquete decigarrillos al río y se sacó un puro del bolsillo. Laecuanimidad no propiciaba los arrebatos,precisamente: de haber sido capaz de ponersehecho una auténtica furia, podría haber salido enbusca de una de esas aventuras fugaces yrelativamente agradables. Podría haber merodeadopor la colección Frick en busca de una chicaintrépida. Sin esa capacidad, Guido estabacondenado a vivir en un apartamento deshollyzado,obligado a enfrentarse al ligero y dulce aroma dela parte del armario que ocupaba ella, a soportarcon los dientes apretados una cena solitaria y aescribir el informe de la fundación en la mesa

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vacía del comedor. Vería algunas películas que notenía ganas de ver. Se emborracharía con Vincent ylo escucharía farfullar sobre su antipática novia.No había nadie con quien quisiera liarse exceptoHolly. Cada nuevo día le traía una postal suya, unapostal preciosa de algún lugar precioso. La postalde aquel día era de un castillo en Normandía.Decía: «Me paso el rato pensando. No te escribouna carta porque prefiero hablar. Echarte de menoses instructivo».

Misty le había dicho a Vincent que llegara a lasocho para la cena. Eso lo dejaba con tres horaspara estar nervioso y librarse de los últimos restosde la resaca que arrastraba por culpa de Guido. Ledejó a su primo una nota garabateada en papel dela oficina. «Siento haberte destrozado el hígado»,rezaba. Volvió a su casa, se cambió de camisa, violas noticias de la noche, leyó el periódico y sepuso a caminar por el apartamento arriba y abajo.A dos manzanas del apartamento de Misty, se diocuenta de que todavía le sobraban quince minutos,conque dobló la esquina y justo allí encontró una

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floristería abierta.—Deme algo que recuerde a las mantas esas

que les cuelgan a los caballos en Kentucky —dijo.El florista, un griego viejo y encorvado, le

dirigió una mirada inexpresiva.—¿Muerte, nacimiento o chica? —le preguntó.—Chica —respondió Vincent.—Ajá. ¿Cuánto se quiere gastar?—Muchísimo.El florista se perdió en una trastienda después

de dirigirle a Vincent una mirada que decía, muy alas claras, que solía tratar a menudo con hombresemocionalmente turbulentos y completamenteignorantes en materia floral. Vincent no teníamucha idea sobre el asunto: él solo sabía que sutía Lila había creado una nueva variedad de rosahíbrida y le había puesto el nombre de su mujer dela limpieza, la señora Iris Domato. El floristaregresó con un inmenso ramos de rosas rojas,dragones y alhelíes.

—Normalmente, cuando te gastas tanto es quehay pelea con la mujer —dijo el florista—. ¿Haypelea con la mujer?

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—Con la novia —dijo Vincent.—Las flores a veces ayudan —dijo el florista

—. Y a veces no.Vincent estaba prácticamente seguro de que a

Misty no le gustaban las flores, pero queríallevarle algo enorme y ostentoso. Un gesto decariño y hostilidad semejante podría ser de esascosas que tal vez Misty apreciara.

Era viernes por la noche. Bajando por la callede Misty, a Vincent le pareció oír un violín; losiguió un oboe y una flauta travesera. Durante unosinstantes, Vincent creyó alucinar. Mientrascaminaba, la música se acercaba cada vez más.Pasó al lado de un edificio de piedra rojiza quetenía las ventanas del salón abiertas. Una chicacon un violín en la mano se asomó a mirar la calle.Detrás de ella Vincent vio a un grupo de músicosque estaban afinando. En la pared de la casa, unaplaca rezaba: «The New York Little SymphonySociety». La chica de la ventana le sonrió aVincent, señaló el ramo y volvió a sonreír. Luegocogió el violín y se puso a tocar los primeroscompases de la Sonata a Kreutzer.

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Vincent esbozó una sonrisa y la saludó con lamano. Se sentía emocionado y ridículo. ¿Cuántosotros hombres andarían por las calles con unacamisa limpia y bien planchada y un inmenso ramode flores? Suspiró. El amor te condenaba a unyugo, el mismo yugo bajo el cual todos los amantescaminan como bueyes. El amor, pensó Vincent, notenía nada que ver con la ciencia. Le parecíainjusto que, para investigar, uno solamente pudierarecurrir al objeto mismo. Esas reflexiones lollevaron ante la puerta de Misty. Llamó al timbre yesperó a que ella le abriera y lo dejara entrar.

El apartamento de Misty recordaba un poco a sudespacho, aunque lo cierto era que sí había algomás que ver. No era ni ordenada ni desordenada,sino simplemente relajada. Ella decía que no eranada sentimental con sus posesiones, y Vincentpudo comprobar que eso era cierto. Tenía un viejosofá azul, una silla azul y un taburete de tres patas.En el dormitorio había una cama muy sencilla conuna colcha blanca y azul, y un escritorio de roble.Casi todas las paredes estaban ocupadas por

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estantes llenos de libros. Los únicos objetosdecorativos eran una placa fotográfica de dospersonas de aspecto agarrotado, una fuentedecorada con una mazorca de maíz en relieve y unjarroncito de cristal.

—Son para ti —le dijo Vincent tendiéndole lasflores. Ella las miró sin decir palabra—. ¿Tienesdonde ponerlas?

—Probablemente no —respondió ella.Entraron en la cocina, donde, sobre una

estantería que Misty era demasiado baja parapoder alcanzar sin ayuda de una silla, reposaba,lleno de polvo, el hermano mayor del jarroncito decristal.

—Vaya montón de flores —dijo Misty—. ¿Yahora qué tengo que hacer con ellas?

—Se suelen poner en agua para despuésdisponerlas con gracia sobre alguna superficieplana —respondió Vincent.

El jarrón quedó limpio y lleno de agua. Lasflores, bien colocadas. Misty las miró condesconfianza.

—¿Y en qué superficie tendrá gracia? —Miró la

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mesa del rincón de la sala, puesta para dos—. Estoes demasiado grande para la mesa.

Vincent le cogió el jarrón de la mano, lo llevó aldormitorio y lo dejó en un estante bajo quequedaba delante de la cama.

—Cuando te despiertes por la mañana puedespensar en mí —dijo Vincent.

—¡Ni lo sueñes!Para cenar, Misty le sirvió a Vincent estofado ytortitas de patata.

—Es una cena judía de viernes por la noche —le dijo.

Vincent dio muestras de un gran apetito, perodespués de cenar cualquier asomo de naturalidadque pudiera haberse manifestado entre los dos sedesvaneció. En el apartamento de Misty —en suterreno—, Vincent estaba callado. Que ella lehubiera permitido acceder a ese nivel de intimidadlo tenía un poco asombrado. Nunca se le habíaocurrido que el apartamento de una chica pudieraser escenario de intimidad alguna. El apartamentode una chica era un lugar en el que quedarse a

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dormir poco después de la primera cita. Y si lachica tenía compañeros de piso o una camadiminuta, después te largabas a tu apartamento.Ahora Vincent tenía la impresión de haber entradoen un claustro. Esperaba que, en su territorio,Misty fuera enérgica e imperiosa, pero no lo era.Estaba callada, retraída y tensa. Misty se levantó arecoger la mesa, tumbó una copa de vino vacía yse sentó otra vez.

—Esto es horrible —dijo—. No sé por qué memolesto. ¿Ves lo que has sacado? Has sacado unacena, y está asquerosa.

—¿Te refieres al estofado y las patatas? Estabatodo buenísimo.

Misty lo miró con cara triste.—Eres tan bobo que ni siquiera sabes cómo

estaba —le dijo—. Por fin aquí. Era eso lo quequerías, ¿verdad? Estás aquí y ninguno de los dostiene nada que decir. Ahora ya lo sabes.

—¿Ya sé qué? —preguntó Vincent.—Ahora ya sabes donde no encajas. O pueda

que eso ya lo sepa yo. Piensa en lo mucho mejorque habrías estado si una de esa chicas de

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Relaciones Públicas de jersey color verde chillóny camisa rosa que viajan a las Bermudas enprimavera te hubiera invitado a cenar. Habríahabido mousse de salmón y un soufflé y habríaistenido una larga charla sobre la gente de la oficinay tal vez habrías descubierto que tu primo y elsuyo habían ido al mismo colegio.

Vincent tardó varios segundos en darse cuentade que Misty no estaba siendo brusca. Se sentíaclaramente desdichada. Se quitó las gafas y serascó el puente de la nariz. Ese gesto le llegó aVincent derecho al corazón. Nunca la había vistoasí antes, y no sabía qué hacer. Así que, a su lado,apoyó una rodilla en el suelo y le cogió las manos.

—Ya he ido a cenas de esas —dijo Vincent—,pero yo quería cenar aquí.

—Esto no va a funcionar —dijo Misty.—¿Qué no va a funcionar?—Las ideas que hayas podido hacerte sobre ti y

sobre mí.—¿Qué ideas? —preguntó Vincent.—No sabes cómo soy.—Me he hecho una idea bastante aproximada.

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Eres el azote de Dios.—Bueno, pues ahí lo tienes —dijo Misty con

desgana—. No funcionará.—Te quiero —dijo Vincent.—No te creo. A mí me parece que te resulto

sociológicamente interesante. Te gusta la novedad,pero acabará pasando y entonces te aburrirás.

—Oye, ¿tan terrible es tener a alguien que tequiera?

—Sí —respondió Misty.—¿Te refieres a que alguien como yo te quiera?—Sí. No lo entiendo. Estoy convencida de que

crees que si sales con alguien completamentedistinto a todas las chicas con las que has salido,te sentirás muy mayor.

—Entiendo —dijo Vincent—. No te fías, ¿no eseso? ¿Y lo piensas por ti o por mí?

—Muy interesante —respondió Misty—. No losé.

—Mira —dijo Vincent—, nunca me habíaenamorado antes de conocerte. Nunca le habíadicho te quiero a nadie. Todo esto es nuevo paramí y tú te comportas como una prima donna. ¿Y si

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tú te aburres de mí? Puede que te guste porque elsociológicamente interesante para ti soy yo.

—Nunca he dicho que me gustes —dijo Misty.—Eso ya está mejor —dijo Vincent—. Pero te

gusto, ¿verdad?—Puede. Si me gustas es muy a mi pesar. —

Misty se levantó y recogió la mesa.Vincent se puso en pie de un brinco para

ayudarla. Misty fregó los platos en silencio y luegolos secó en silencio, buscando en los armarios elsitio que les correspondía para guardarlos.Estaban los dos en el fregadero, codo con codo, yla situación llenaba a Vincent de contento. La vidaadulta y hogareña era eso, pensó. Se lo dijo aMisty.

—Qué tonto eres —le contestó ella.Los platos habían quedado limpios, secos y

guardados. Misty y Vincent estaban de pie en elsalón. El ambiente volvía a estar tenso: la tensiónde lo ineludible.

—Cuánto me gustaría que no estuviéramos tandistantes —dijo Vincent.

—¿Esa es tu manera educada de decir que

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tendríamos que acostarnos?—Sí.—Muy bien —dijo Misty—. En marcha.

A la mañana siguiente, cuando Misty se despertóvio ante sí las flores de Vincent y al propioVincent tumbado a su lado sonriéndole.

—«Noche de paz, noche de amor» —cantóVincent—. Esta es mi voz navideña —añadió.

Misty lo contempló como si, al despertar, sehubiera encontrado con un pez en su cama yanduviera rumiando sobre cómo había llegadohasta allí y qué iba a hacer con él.

—¿Qué hora es? —gruñó Misty.—Son las siete y media —dijo Vincent—. Y

ahora voy a hacerte una taza de café y te la voy atraer a la cama. Eso no te hará ninguna gracia,¿verdad?

—No mucha.—Mientes. Apuesto lo que quieras a que ningún

hombre te ha traído el café a la cama, ¿verdad?Todos creen que no lo necesitas, ¿me equivoco?

—No —respondió Misty.

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—¿No te parece que la vida es deliciosa? —dijo Vincent. Se levantó de la cama de un saltodesplegando ante Misty su larga espalda. Tenía loshombros llenos de pecas y el pelo alborotado.

—No vas a encontrar nada —dijo Misty—. Nosabrás hacer café en una cafetera de filtro.

—Soy científico. No solo voy a encontrarlotodo sino que, además, voy a hacerte una taza decafé tan deliciosa que el amor que sentirás por míte hará echar espumarajos de rabia.

Vincent se sentó en el borde de la cama.Resultaba que Misty era toda ella coloralbaricoque. Le apartó el pelo de los ojos condelicadeza y le besó la frente.

—Para teneros contentos no hace falta gran cosa—dijo Misty.

—Au contraire —replicó Vincent—. Resultaque para hacerme feliz a mí hace falta mucho. Aver, escúchame, tú puedes estar tan de malas comoquieras. Yo voy a estar contento por los dos, peroquiero que me mires a los ojos y me digas que metienes un poquito de cariño.

Misty lo miró a los ojos.

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—Muy bien —le dijo—. Te tengo un poquito decariño. Y ahora, si me haces el favor de desplazaresta mole tuya, me gustaría lavarme los dientes.Una cucharadita rasa de azúcar en el café, porfavor.Vincent preparó una taza de café buenísima. Erauna de las pocas habilidades culinarias que tenía.Esa taza de café sorprendió a Misty, que se recostócontra las almohadas y se la bebió muy despacio.Eran esas pequeñas cosas las que te fulminaban,pensó Misty. No tenía intención de echarse haciadelante para darle a Vincent un beso en el hombro,pero lo hizo. Aquello la enfureció, así que sebebió el café de un trago, le echó a Vincent lassábanas por encima y se dirigió a la ducha muyofendida.

Bajo el agua, reflexionó acerca de su situación.El sexo, eso lo sabía, era algo que no admitía lasmentiras. De haber seguido sus verdaderosinstintos, no estaría en la ducha, sino de vuelta enla cama con Vincent. Y como el auténtico deseo nohay manera de ocultarlo, era probable que él ya lo

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supiera. Aquello, sin embargo, no significaba queél tuviera que saber nada más. ¿Por qué le dabatanto valor a la reserva? ¿Por qué se protegía a símisma tan a conciencia?

El agua le bajaba por la espalda de manera muyplacentera. Sí que había algo maravilloso en quealguien te quisiera. El éxtasis no aparece de lanada. El tiempo apremiaba, calculó Misty: un parde semanas más y sería una réplica de Vincent,anunciando su enamoramiento ante unosdesconocidos del metro. Cerró el agua y seenvolvió en una toalla. Se miró en el espejoempañado. El amor nos vuelve idiotas a todos.Hete ahí el destino del hombre.Guido estaba solo en el parque. Era la hora delalmuerzo. El fresco de esos días estaba a punto deconvertirse en algo más serio. Mientras él seguíasentado, las últimas hojas caían flotandolentamente al sendero. Sus compañeros de parqueno eran vivaces colegiales ni corredores nipaseadores de perros con sus perros. Y erademasiado temprano para esos jóvenes ejecutivosque se reúnen en el banco a comerse un perrito

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caliente y charlar. En el banco de enfrente habíauna persona de aire abatido y género pordeterminar, con traje y sombrero de montar y unbigotito fino. En otro banco, un chico de aspectohuraño —y que estaba haciendo novillos, eso eraevidente— les daba palomitas de maíz a lospájaros y leía una revista de hockey. Y ahí estabaGuido, contemplando las hojas que caían enremolinos melancólicos.

En el bolsillo tenía una carta de Hollyanunciándole su regreso. La carta evitaba precisarla fecha y tampoco dejaba demasiado claro elresto. Le decía que volvía y que se moría de ganasde que hablaran. La embargaba la novedad de lascosas, le decía. Aquello había dejado a Guido muysorprendido. No esperaba que su meticulosaesposa usara semejante lenguaje, pero lo hacía; ensituaciones emotivas, al menos. ¿Qué era lanovedad de las cosas? ¿Significaba eso que volvíaa quererlo o que quería a un hombre nuevo y queiba a pedirle el divorcio?

El anuncio de la llegada de Holly había seguidoa otro, el de la marcha de Betty Helen. Su madre,

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que vivía en Skokie, estaba enferma, le habíaexplicado, y tendría que irse a vivir con ella hastaque se recuperara. Entonces volvería al trabajo,claro, le había dicho Betty Helen, pero no podíadecirle cuándo. Guido tenía la sensación de quetodo el mundo lo abandonaba o lo habíaabandonado sin darle mayores explicaciones. Todoel mundo menos Vincent, por supuesto.

Vincent se había dejado caer por el despacho decamino a una comida de trabajo. Por lo radiante desu cara era del todo evidente que su gran amor sehabía consumado.

—¿Has pasado un buen fin de semana? —lepreguntó Guido. Vincent se puso colorado.

—He pasado el fin de semana con Misty —dijoVincent. Guido no reaccionó—. Solo pasaba asaludar. A ver cómo estabas.

Con la marcha de Holly, Vincent tenía lasensación de que Guido había quedado inválido, ylo llamaba todos los días para comprobar si seguíavivo. Entresemana se pasaba por allí algún díapara asegurarse de que a la voz del teléfono lecorrespondía un cuerpo.

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—Betty Helen se va —dijo Guido.—Buenas noticias.—Para mí no. Será algo temporal. Su madre

está enferma.—Eso es absurdo. No tiene madre. La clonaron

a partir de la bota de agua de nosequién —dijoVincent.

—La vida es un poco espeluznante. ¿Por quéson las mujeres tan imprecisas sobre sus planes?Holly se larga y no dice cuándo va a volver, yahora Betty Helen hace lo mismo.

—Es una moda, ya pasará —dijo Vincent.—Ahora voy a tener que buscar a alguien

eventual —dijo Guido—. Lo que supone másentrevistas con actrices que no saben escribir amáquina y con hegelianos que no saben archivar.

—No tienes muy buen aspecto —dijo Vincent—, puede que una cena con Misty y conmigo tesentara bien.

La idea de cenar con Vincent y Misty era justolo que a Guido le apetecía, pero él sabía que a unamor recién consumado, cuanta menos compañía,mejor. Rechazó la propuesta. Cada uno le dirigió

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al otro una sonrisa tímida.—Holly va a volver —dijo Guido.—Pensaba que seguía sin cogerte el teléfono.—Y sigue igual, pero dice que vuelve a casa.—Bueno, son buenas noticias, ¿no? —dijo

Vincent.—No se ha molestado en decirme cuándo.—No entiendo a las mujeres. Incluso cuando

hacen lo que quieres que hagan, no hay manera deentenderlas. Después de pasar un fin de semanacon una chica, cualquiera contaría con poderhacerse una idea de lo que piensa y lo que siente,pero con Misty no.

Cruzaron miradas de resignada perplejidad.Estaban los dos exhaustos, mareados ydescolocados, como bailarines que acabaran determinar de representar un largo ballet.

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5

La que antaño fuera Holly Sturgis llevaba seissemanas de viaje, durante las cuales habíarecorrido Francia con su madre, se habíacomprado cuatro pares de zapatos y había leídolas obras completas de Proust. Un día llamó aGuido desde el aeropuerto y le dijo que iba a casaa deshacer la maleta y que se reuniría con él paracenar.

—Primero quiero verte en público —le dijo—.Vernos en la intimidad es algo demasiado conyugaly obvio.

Quedaron en el Lalique, un pequeño restaurantemuy recargado al que solían ir de recién casados.Fue una cena frugal, ninguno de los dos teníademasiado apetito. La comida casi ni la probaron,pero se terminaron una botella de vino blanco.

—Esto está plagado de recuerdos —dijo Holly.Se marcharon a toda prisa y dejaron más

propina de la cuenta. Ya en el apartamento, lamorada de la reciente soledad de Guido, él se

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sintió impelido a soltar un discurso sobre lasseparaciones en general y la suya en particular,pero Holly, amorosa y tierna, lo sedujo y eso lomantuvo callado un buen rato. Después ella lellevó un té en una bandeja. Estaba tumbado en lacama, con todas las almohadas para él solo,contemplando con sensación de alivio el armariolleno de Holly mientras ella iba a buscar uncamisón. Cohabitar con solamente parte de suguardarropa le había provocado una tensión mayorde la que él mismo era consciente.

—Creo que sería bueno que nos mudáramos —dijo Holly—. Creo que este paréntesis nos hahecho un bien inmenso y que ahora necesitamosotro telón de fondo.

—No sé si te sigo —dijo Guido.—Me refiero a que hemos roto con cierto tipo

de seguridad. Ahora volvemos a estar juntos y nosvendría muy bien que nosotros tambiéncambiáramos por completo. Nuevas habitaciones,nueva decoración. Me gustaría volver aacostumbrarme a algo. Y, además, esta cocinanunca me ha gustado.

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—¿Qué nueva decoración? ¿Qué cocina? Paraempezar, todavía no sé del todo por qué medejaste. Y no me habías dicho que la cocina no tegustara. Tú decías que sí que te gustaba.

—Vayamos por partes —dijo Holly—. A lacocina le falta espacio. He ido apañándome, perococinar como es debido es muy difícil. En segundolugar, yo no te dejé. Me fui. Yo sé que sí loentiendes, Guido, pero tengo la impresión de queno quieres entenderlo. No quiero acostumbrarme aque todo marche bien. No quiero acostumbrarme almatrimonio, se trata de un asunto demasiado serio.El día a día me gusta como al que más, y el día adía contigo me encanta. Podríamos seguir así muycontentos, pero creo que de vez en cuandoconviene interrumpir las cosas para verlas conperspectiva.

—¿Significa eso que vas a torturarme así de vezen cuando?

—No seas tonto. Cierra los ojos y dimeexactamente qué hay en la habitación.

Guido cerró los ojos y le describió conprofusión de detalles todos los objetos de la

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habitación.—¿Y esto a qué viene? —le preguntó a Holly.—Viene a que la gente se acostumbra

demasiado a las cosas. Siempre me olvido de quetú no eres así, pero no puedo dejar de pensar queacabarás cayendo, así que trato de ir siempre unpaso por delante para que no puedas hacerlo. Siacabaras por acostumbrarte a mí, creo que meconsumiría.

Estaban tumbados, uno al lado del otro. Hollytenía la cabeza apoyada sobre uno de los cojinesde adorno que había sacado del armario, dondeGuido, incapaz de soportar su visión durante laausencia de ella, los había guardado. Holly iba unpoco despeinada. Llevaba un camisón muyrecatado, pendientes de turquesa y el anillo de oroy turquesa que Guido le había regalado comoanillo de compromiso y había acabado siendo sualianza. Tal vez fuera su cabello oriental lo que leconfería a Holly aquel aire impenetrable. ¿Peroqué más daba? Había vuelto.

De ahí su reconciliación. Pero incluso conHolly durmiendo a su lado, Guido no paró de dar

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vueltas en toda la noche para asegurarse de que latenía allí de verdad. Y allí seguía ella, con el pelosobre los cojines y un elegante pie encima de lamanta: dormía el sueño de los justos y losinocentes. Su ropa estaba pulcramente dobladasobre la butaca que durante seis semanas no habíaalojado nada más estimulante que unos ejemplaresde The New York Times.

A la mañana siguiente, Holly se levantó antesque Guido, que se la encontró bebiendo un cafécon la vieja bata de pelo de camello que le habíacogido. Los ojos le brillaban, alerta peroperdidos. Estaba leyendo las páginas de sociedad.En el puesto que Guido ocupaba en la mesa habíauna fuente cubierta con magdalenas y mermelada.Holly le leyó el periódico como si nunca sehubieran separado.

—En la crónica cuentan que un coleccionista desellos de veinte años ha estado carteándose conuna coleccionista de sellos de ochenta años y quepiensan casarse. ¿No te parece extraordinario?

—Acabarán acostumbrándose —respondióGuido.

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—No me chinches, cariño —le dijo ellasirviéndole una taza de café—. Es probable queacaben acostumbrándose, y lo lamentarán. Aquíestá la primera plana.

Guido se parapetó tras la sección de deportes yvolvió a asomar cuando Holly le llevó un platocon unos huevos revueltos con cebollinoabsolutamente perfectos.

—Se me ha ocurrido que hoy podría echarle unvistazo a la sección inmobiliaria de losclasificados —dijo Holly—. Por si hubiera unapartamento que llevara nuestro nombre escrito.No estaría mal mirar un poco para ver lo bien queestamos, a menos que aparezca algo mejor. —Selevantó de la mesa y le echó los brazos al cuello—. Tengo un millón de recados por hacer. Voy avestirme. Tienes un poco de café en la cafetera yleche caliente al fuego. Te llamaré a la hora decomer.

Y con eso desapareció por el dormitorio; Guidose quedó pensando que cuando de asuntos delcorazón se trataba, su mujer era muy práctica.

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La mañana era fría y clara. El sol brillaba entreunas gruesas nubes grises, un viento fresco hacíavolar las hojas en remolinos, y cuando las nubes seapartaban el cielo se veía de un azul alegre eintenso. En aquel tiempo no había sitio para laperplejidad.

Sin embargo, Guido sí estaba perplejo. Holly leparecía más desconcertante que nunca. Necesitabatiempo para meditar sobre su regreso, pero no lequedaba un minuto: Betty Helen se había ido consu madre enferma y él se veía ante la perspectivade entrevistar a docenas de chicos y chicas pocoindicados para el puesto. La vida moderna no dabamuchas Betty Helens, pensó Guido con tristeza.Cuánto iba a echar de menos a esa presenciaregular, fiable y átona. Betty Helen era sosa comoel arroz con leche.

A la puerta de su despacho, lo saludó un jovenque llevaba el pelo como el John Donne de losprimeros tiempos, traje con chaleco y botas decowboy.

—¿Puedo ayudarte en algo? —dijo Guido.—Sí, estoy buscando a Guido Morris.

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—Yo soy Guido Morris.—¿Ah, sí? Genial. Bueno, soy Stanley

Berkowitz, el primo de Misty Berkowitz, y soy tunuevo secretario. Soy un regalo de Misty y de tucolega Vincent.

—Qué detalle —dijo Guido—. Nunca habíatenido secretario.

—No soy secretario, tío, pero tecleosuperrápido. Estaba en Princeton, pero me hetomado un año libre y necesito un trabajo. Mistydecía que tendría que haberme colgado una cinta alcuello con una tarjetita. Soy la solución a todos tusproblemas.

—Entiendo —dijo Guido.—No pareces muy contento, pero lo estarás,

porque sobre todo soy formal. Como soy un tiponervioso, puedo escribir como un millón depalabras por minuto. Y también sé griego y latín.Es que estudio clásicas.

—Aquí no hay mucha demanda de griego ni delatín —dijo Guido—. Puede que trabajar aquí teparezca muy aburrido.

—Necesito un sitio aburrido, tío. Tengo que

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tomármelo con calma. El semestre pasado se mefundieron los plomos y ahora tengo quedesconectar.

—¿Sabes escribir al dictado? —le preguntóVincent.

—No, tío, pero escribo superrápido.Stanley escribía deprisa y con letra clara. Hacía uncafé excelente. Le encantaba contestar el teléfono,poner esas voces tan chulas, y lo cierto era quetecleando era una fiera. Antes de la hora de comer,le entregó a Guido un montón de cartas escritas amáquina. Faltaban todas las uves dobles, queestaban escritas a mano, en caligrafía.

—¿La tecla de la uve doble está rota? —preguntó Guido.

—No, tío. Es un truquito que me inventé para novolverme loco pasando a máquina los trabajos deltrimestre. Mira, escoges una letra que no vas ateclear y luego la escribes a mano. Es un pequeñoreto. Me lo inventé cuando iba enchufado.

—¿Enchufado? —preguntó Guido.—Speed —explicó Stanley—. Anfetaminas y

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todo el rollo y tal. Todos los jóvenes íbamos deeso. Como se me estaba quedando la cabeza hechapuré, lo dejé, pero se descubren unas cosasrarísimas, como lo que yo bauticé como «elsíndrome de la letra perdida».

—Queda muy bonito.—Ya, bueno, parece que la tecla se haya roto,

pero le da un toque personal.

Vincent ya conocía a Stanley. Misty los habíapresentado formalmente, y él se había tomado lapresentación como otra buena señal: conocer a unmiembro de la familia de tu amada. A su primeranoche con Misty le siguieron muchas otras. Vincenttenía la impresión de que aquello era lo que Mistyconsideraba vida normal. A él no se lo parecía,desde luego. Se había propuesto ir apareciendo enel despacho de Misty hacia las cinco para ver siestaba libre. Las primeras veces se lo veía formaly avergonzado.

—¿Podríamos...? ¿Podrías, quiero decir...? Merefiero a si vamos a quedar esta noche —le habíadicho.

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A Misty aquello no le había sentado bien.—Corta ya. Deja de tratarme como si no fuera

más que otra de tus relaciones sociales.Esas afirmaciones habían tranquilizado a

Vincent. No tratarla como a otra de sus relacionessociales suponía tratarla como una parte yaasentada en su vida.

—Bueno, pensé que convendría preguntar —respondió Vincent.

—Ahórrame tus modales. ¿Crees que no iba aquedar contigo? ¿Crees que iba a acostarme con unfulano cualquiera para después no verlo? A ver,¿de qué crees que va todo esto?

—Me pareció bien preguntar primero.—Ahórrame tus frases hechas —dijo Misty.

Y así se abandonaron a una vida familiar algoimprovisada. Vincent no preguntaba nada; dehacerlo, todo podría evaporarse, pensaba.Normalmente se retiraban al apartamento de Misty,que era más pequeño que el de Vincent pero teníacazos y sartenes y platos. Vincent mostraba unacierta indiferencia hacia su entorno. Había

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alquilado un apartamento bastante lujoso quedurante sus días de apagafuegos apenas habíausado. Antes de conocer a Misty, Vincent habíadecidido que la soltería era una forma depenitencia, casi siempre espantosa, y como habíacogido la costumbre de cenar fuera, el apartamentotenía pocas comodidades que ofrecer. Misty y élsolo aparecían por su apartamento a buscar algunacamisa limpia o a recoger el correo.

En casa de Misty, por la noche, veían lasnoticias en el minúsculo televisor. Vincent leía elperiódico y siempre se bebía su whisky de rigor.

El whisky, pensaba él, era una señal definitiva.Había sido, de hecho, un punto de inflexión. ComoMisty nunca tenía invitados y casi nunca bebía, ensu apartamento no había alcohol. Unas semanasdespués de su primera noche juntos, Vincent sequedó maravillado al descubrir que no solo lehabía comprado una botella de whisky, sino que,además, era irlandés. Misty no había dicho nada alrespecto, Vincent tampoco; que hubiera salido acomprarle lo que más le gustaba lo había dejadoabsolutamente conmovido.

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Después de las noticias, salían a cenar ocenaban en casa. Misty sabía hacer estofados,guisos y tortillas, Vincent había aprendido deHolly a hacer la ensalada perfecta, y juntos habíancolaborado en la preparación de algún soufflé.

—Me gusta cocinar solo cuando hay peligro depor medio —decía Vincent.

Más tarde, Vincent se fumaba su puro y leía enuna punta del sofá. Misty se bebía su café asorbitos y leía en la otra punta. Aquello no era loque Vincent conocía por vida romántica. De hecho,y si tuviéramos que guiarnos por la opinión másextendida, su primera noche había tenido muy pocode romántica. Vincent no había dejado a Mistyabsolutamente prendada y ella no se habíaarrojado a sus brazos diciendo: «Tómame, soytuya». No habían acabado borrachos perdidos nise habían ido a la cama entre una maraña desábanas. Lo que habían hecho había sido acostarsecomo si llevaran una vida entera acostándosejuntos. Se habían desvestido y habían doblado laropa. Ninguno había hecho comentario alguno alver las manos trémulas del otro. Misty había

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abierto las sábanas con mucha naturalidad, aunquelas rodillas le temblaban. Ya en la cama, no sehabían abalanzado el uno sobre el otro con gritosincoherentes, no habían cerrado los ojos ni sehabían desvanecido en un éxtasis, sino que sehabían quedado un rato juntos, uno al lado delotro, hasta descubrir que estaban cogidos de lamano.

—Bueno. Ya estás aquí —había dicho Misty.Hablaba con voz entrecortada.

Vincent no se tomó aquellas palabras como unaseñal para que la levantara entre sus brazos. Sepuso de lado. Ella se volvió para mirarlo. Nosonreían. Tenían el corazón desbocado. Dice elpoeta: «Nos respiramos el uno al otro, de ascua enascua». Y respiraron.

Misty ya le había presentado formalmente a unmiembro de su familia. Habían invitado a cenar aStanley y a Vincent le había parecido muydivertido. Tratando de matar tantos pájaros de untiro como pudiera, le había dicho a Stanley:

—Si vas a tomarte el semestre libre, ¿por qué

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no trabajas con mi amigo Guido Morris? Anda unpoco liado y podrías ayudarlo. Merece la pena.

Cuando al entrar en el despacho de Guido,Vincent se encontró a Stanley trabajando muyconcentrado, se llevó una alegría.

—¿Qué se cuentan por el vertedero? —dijoStanley, para quien la especialidad de Vincentconstituía una fuente de diversión inagotable.

—¿Qué tal la vida de secretario? —preguntóVincent.

—Una pasada. Claro que solo llevo unos días.El señor Morris lo atenderá enseguida. ¿Qué teparece? Agradable y profesional, ¿no?

Guido estaba sentado a su mesa leyendopropuestas y bebiendo un vaso de agua con gas conzumo de lima.

—¿Qué se cuentan por el vertedero? —dijo.—¿Ahora el guion te lo escribe Stanley? —

respondió Vincent—. ¿Qué tal está Holly?Guido sintió renacer su desesperación.—Está estupendamente. Y yo estoy fatal. Me

siento como si un camión me hubiera pasado porencima, pero ella es adaptable como un termostato.

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Dice que quiere mudarse a otro piso. Anoche dijonosequé sobre los artefactos de la estasis.

—¿Y eso qué significa?—No tengo ni idea. Cuando se pone así nunca

sé de qué habla. Y eso que en cualquier otroaspecto es clara como el cristal. No soy capaz dehablar del asunto. Lo único que sé es que Holly havuelto.

—¿Te acuerdas de cuando éramos jóvenes ytodo el mundo pensaba que las mujeres eransentimentales? —preguntó Vincent—. Me preguntoquién sería el afortunado que tuvo esa ocurrencia.Descubrir que antes las cosas eran aburridas peroahora son absolutamente extrañas es algohorroroso. Las chicas a las que conocía las veoahora como superfluas, pero empiezo a pensar queuna mujer que se derrita por ti puede resultar muyatractiva.

—Eso lo interpreto como que tu amiga Misty telo está haciendo pasar muy mal —dijo Guido.

—Si lo que quieres decir es que me ataca, no,no me ataca, pero no me da ni un respiro. Sé queno le parezco ni simiesco ni desagradable, pero

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tampoco sé qué otras cosas puedo parecerle. Esuna tumba. Qué narices, voy a pedirle que se caseconmigo.

—¿Por qué no metes la cabeza en un horno decarbón? —le dijo Guido—. Así ahorras tiempo.

—La quiero —dijo Vincent—. Y estoy segurode que ella me quiere. No me lo dice porque,según ella, no merezco saberlo; pero estoyabsolutamente seguro de que me quiere.

—La vida es sencillísima, ¿no te parece? —repuso Guido amargamente.

—En los viejos tiempos yo le soltaría lapregunta y ella aceptaría y nos casaríamos yliquidaríamos el asunto. Después echaríamosraíces y viviríamos la vida como la vive la gentenormal y corriente.

—¿Y qué te hace pensar que sois normales ycorrientes? —dijo Guido—. Además, en los viejostiempos no había ni Hollys ni Mistys. Nuestroproblema es que ya no sabemos cómo deben serlas cosas.

—Me da igual. Voy a actuar partiendo delsupuesto de que las cosas son como deberían ser y

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voy a preguntarle a Misty si quiere casarseconmigo.

—Casi no la conoces.—¿Y qué más da? ¡Quién fue a hablar! —dijo

Vincent—. Tu noviazgo no fue largo, precisamente.Además, tú eres el que decías que cuando aciertas,aciertas. Pues ahora voy a acertar yo.

—De regalo de bodas voy a pasarte el nombrede un buen abogado. Pero antes de pedirle a Mistyque se case contigo, dale las gracias por habermeenviado a Stanley.

—Se las daré. ¿Pero por qué antes?—Puede que no quieras hablar con ella después

de que te haya rechazado.

Misty estaba en su despacho mirando la pera quese había llevado para almorzar. Era una perapequeña de la variedad Seckel, tan dura y verdeque la idea de comérsela le desagradaba. La ideade hacer cualquier cosa le desagradaba. Se quedópensando en la guerra civil que libraban sucarácter y su personalidad. El uno tenía atrapada ala otra. Su carácter, pensaba ella, era como la

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blanda barriga de un erizo, y su personalidad,como un montón de púas. Cuando el erizo se sienteamenazado, sabía ella, se hace una bola paraproteger su vulnerable barriga. El enemigo no sabelo blando que es el animalito por dentro, eso sololo sabe el erizo.

Cómo se habría alegrado Vincent de sabercuánto pensaba Misty en él, cuánto lo adoraba.Cuando Misty se acordaba de la pasión con la quea veces él la miraba, sentía una cálida oleada deamor cerca de lo que Vincent llamaba su «corazónvestigial».

Misty no entendía cómo podía soportarla, peroél la soportaba. Quizá, en aquel optimismomilitante suyo, él mirara entre las púas y fueracapaz de ver lo que, con esfuerzos desesperados einsuficientes, ella trataba de proteger. Quizá élacabara cansándose y marchándose. Quizá ellatendría que rendirse y exponerse.

En plena reflexión, Misty levantó la vista y seencontró a Maria Teresa Warner mirándolafijamente.

—Caramba, qué mala cara tienes —dijo Maria

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Teresa—. Venía a preguntarte si te apetecería unalmuerzo barato.

—No podría probar bocado.—Qué frase tan desafortunada. Bocados es lo

que parece que quieras darle al mundo entero.Creo que voy a tener que sacarte de aquí a rastras.Estás que pareces tu mortaja.Misty se dejó arrastrar hasta una cafetería quehabía a la vuelta de la esquina. Maria Teresa y ellaya almorzaban juntas a menudo. Dejarse manejarle parecía a Misty todo un alivio. Maria Teresa laobligó a pedir un sándwich y una taza de café.

—¿Ves? —le dijo Maria Teresa—. Te morías dehambre. A ver, ¿qué pasa contigo? ¿Tiene esto algoque ver con Vincent Cardworthy?

—¿A qué te refieres? —preguntó Misty.—¿A qué te refieres con lo de que a qué me

refiero? Está clarísimo. No pongas esa cara deangustia. Para estas cosas tengo un ojo clínico.Nadie más se habrá dado cuenta, los dos soisdemasiado discretos y reservados, pero a unapersona discreta y reservada como yo no la

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engañáis, desde luego. ¿Qué pasa?—Nada.—Menuda mentirosa estás hecha —dijo Maria

Teresa—. Está enamorado de ti, ¿verdad?—Sí. ¿Tenemos que hablar del tema? —

preguntó Misty.—Sí, tenemos que hablar del tema. ¿Y por qué

no? Eres la única persona de por aquí con quiensoporto hablar. Muy bien. Él te quiere, pero tú nolo quieres a él, ¿no es eso?

—No quiero hablar de eso —dijo Mistyempujando las migas por el plato.

—Muy bonito —dijo Maria Teresa—. ¿Tumadre no te enseñó que no se hacen dibujosabstractos con la comida? Así que él te quiere y túno lo soportas.

—No puedo hablar del tema —dijo Misty.—¡Dios mío! Si estás a punto de llorar —dijo

Maria Teresa—. Toma, coge esta servilleta, perono la dejes hecha trizas. Lo siento muchísimo.Pensé que hablar te haría bien.

—Y me hará bien. No lo odio. No lo desprecio.Pero no quiero que sepa lo que siento.

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—¿No? ¿Por qué?—Lo que quiero decir es que no quiero poner

las cartas sobre la mesa hasta que no esté segurade lo que hago. No quiero que me quiera. Noquiero quererlo. Lo que quiero es que me dejen enpaz.

—Caramba, caramba. Admiro tu frialdad. Sialguien me quisiera a mí, es probable que hasta lepagara y todo. ¿Sabes qué decía santa Teresa deÁvila? Decía que a ella, con una sardina que ledieran, la sobornaban. Eres firme como una roca.

—No te lo estás tomando en serio —dijo Misty—. Bueno, pues yo sí. No lo entiendo, eso es todo.¿Por qué yo? No soy su tipo.

—Puede que él alcance a ver la belleza de tualma inmortal.

—No tengo ninguna alma inmortal. No entiendoqué le hace estar tan seguro de que me quiere.

—Santa Teresa decía que cuando deseaba unacosa, de natural la deseaba con ímpetu. Puede queVincent sienta lo mismo.

—Puede que sí. ¿Pero por qué yo?—Bueno, no sé si estaré rebasando los límites

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de nuestra amistad, pero lo que yo creo es esto:creo que estás enamorada de él y que estásasustada.

—¿Es una revelación de santa Teresa de Ávila?—respondió Misty.

—La revelación es de mi abuela.Misty arrugó la servilleta hasta formar una

pelotita.—No hagas eso, por favor —dijo Maria Teresa

quitándole a Misty la servilleta arrugada de lamano—. Y no empieces a dibujar en la mesa conel azúcar. Tengo razón, ¿verdad?

—Puede.—¿Y cuál es el problema? Tendrías que estar

feliz como un pajarillo. Cardworthy me cae bien.A mí no me importaría que me diera un par desardinas. ¿Por qué no te alegras, sin más?

—No soporto hacer nada sin pelear —dijoMisty.

aEsa tarde, al salir del trabajo, Misty se reunió conStanley en el parque. Estaba agotada. Éldesbordaba energía.

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—Trabajar te pone a cien pero sin acabarhistérico —dijo él—. Este Guido es un buen tipo.

La diferencia de edad entre Misty y Stanley eraconsiderable, pero encajaban como un par dezapatos viejos. No eran íntimos, precisamente,pero estaban muy acostumbrados el uno al otro.Así, Misty tenía alguien más joven a quienmangonear y Stanley, una mujer mayor con la quehablar. Stanley tenía problemas amorosos. Habíapasado el verano tratando de engatusar a una chicallamada Sybel Klinger para que se mudara al pisorealquilado en el que él vivía. Ella no habíaaccedido a la idea, pero Stanley seguíaintentándolo.

Sybel era bailarina de danza moderna y tambiénestudiaba mimo. Era vegetariana, y las vitaminasque tomaba eran de una marca que solo seconseguía en Nueva Jersey. Cuando no estabadedicada al mimo o a la danza o a discutir conStanley sobre si podía dejar o no sus maillotscolgados en su armario, Sybel se centraba en subienestar mental y espiritual. Una vez a la semana,iba a un psiquiatra que creía que todos los

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trastornos mentales tenían su origen en la postura yle había recomendado que recurriera a las artesmarciales como sistema para aceptarse a sí misma.Dos noches a la semana, Sybel iba a clase dekendo, y una tarde a la semana la reservaba altaichí. Sybel meditaba antes de todas las comidasy también antes de acostarse. Los sábados por latarde, pasaba tres horas sentada con su grupo demeditación. Debido a lo apretado de su agenda,Sybel solo podía dedicarle a Stanley un tiempomuy limitado. Ese era el argumento de más pesopara que se mudara con él, aunque Misty nocomprendía cómo podía su primo estar con unapersona así y sobrevivir. Lo cierto era que elapartamento de Stanley estaba atestado de laspertenencias de Sybel: sus calentadores raídos, susvarios frascos de vitaminas, sus tarros llenos dealgas, pasta de soja y arroz integral. Las pesas demil trescientos gramos con las que Sybel andabapara fortalecer las pantorrillas estaban colgadasdel pomo de la puerta del dormitorio.

Buena parte del tiempo que pasaban juntos seles iba en buscar un restaurante en el que Sybel

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pudiera comer. Para Sybel, entrar en un restaurantecomún y corriente era peor que beber de un frascode veneno, y su programa de actividades no ledejaba tiempo para comprar esa verdura cargadade fibra que tanto le apetecía.

Pero Misty no estaba allí para hablar de Sybel.Misty estaba harta de Sybel. Si ya había quedadoharta de oír hablar de ella, después de conocerlase había hartado de ella del todo. Sybel llevaba sugrueso pelo castaño peinado en una trenza que lebajaba por la espalda. Se la veía húmeda, comomojada, y siempre llevaba vestidos anchos. Su voztenía un deje de suficiencia y tozudez que hacíaque a Misty le entraran ganas de darle una patada.

Era de Vincent de quien Misty quería hablar. Unpoco a regañadientes. Interesarse por la impresiónque tu amado le ha causado a tu primo pequeño damucha rabia, sobre todo cuando la novia de tuprimo pequeño es una pánfila.

—Qué ganas de comprarme un perrito caliente,colega. Sybel me mataría. Dice que si alguien haestado comiendo carne se nota. Dice que en lospaquetes de perritos calientes tendrían que poner

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una calavera con dos tibias. Eso le quitaría lagracia.

—Stanley —dijo Misty—. Siéntate en estebanco y dime qué opinas de Vincent.

Se sentaron en el banco que había debajo de lafarola.

—¿Por qué tenemos que sentarnos aquí con estefrío? ¿Por qué no vamos a algún sitio calentito yagradable a comer carne y hablar del tema?

—Siéntate y calla —dijo Misty—. Esto es muyserio.

—Bueno. A mí me cae muy bien. Visceralmente,quiero decir. Es superlisto. Le gustas muchísimo,claro, así que puede que tan listo no sea.

—¿Crees que debería casarme con él?—¿Te lo ha pedido? ¿O se lo has pedido tú?—El tema aún no ha salido —respondió Misty.—Entonces, ¿a qué viene tanta historia?—El tema saldrá.—Ya, bueno, pues cuando salga me llamas —

dijo Stanley—Stanley, eres un cerdo egocéntrico.—No, no es verdad. Soy tu primo. Y no lo sé.

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¿Lo quieres y todo ese rollo?—Eso no es asunto tuyo —le dijo Misty.—¡Dios, Misto! Eres superrara. Me pides un

consejo y luego ni siquiera me dices si lo quieres.Si es lo suficientemente tonto como paraaguantarte, tendrías que casarte con él. Los tiposcomo él no crecen en los árboles. En este parqueno, por lo menos. ¿Y, por cierto, por qué mepreguntas a mí?

—Porque somos familia.—¿Ah, sí? —dijo Stanley—. Pensaba que mi

opinión te interesaba porque soy un genio.Misty no decía nada. Se quedó en el banco,

encorvada y con la mirada perdida. Stanley lepasó un brazo paternal por los hombros.

—Va, Misto. Todo saldrá bien —le dijo—. Va.Vamos a alguno de esos restaurantes mugrientos acomer hamburguesas.

Durante las semanas que llevaban juntos, Hollyhabía mencionado en varias ocasiones a alguienllamado Arnold Milgrim. Ni le había explicado aGuido quién era ni se lo había descrito, lo que lo

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había llevado a sospechar que sería un elementopermanente en la vida de Holly, un amantepresente o pasado, tal vez, pero cuando Hollyempezó a referirse a él con un dejo de reverencia,Guido supuso que Arnold Milgrim sería unapersona universalmente conocida y respetada, noun amante de Holly.

Una mañana ya no pudo soportarlo más. Dirigióuna mirada amenazadora a Holly y otra miradaamenazadora a la cafetera.

—Sírveme un poco de Arnold Milgrim —ledijo.

Entonces Holly le explicó que Arnold Milgrimhabía sido alumno de su padre y que habíacoincidido con él en su reciente viaje a Francia.Era profesor en Yale, pero ahora daba clases defilosofía en Oxford, y era el autor de Ladecadencia del lenguaje como sentido, Lamemoria automática y Pescar en las aguas deltiempo, un libro sobre literatura marxista.

Con el pasar del día, Guido tenía la impresiónde ser el único ciudadano de Nueva York quenunca había oído hablar de Arnold Milgrim.

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Vincent lo había visto por televisión en Inglaterra.Stanley había leído La memoria automática. Alfinal, Guido ya no pudo más y llamó a Misty, quienle dijo que había leído La decadencia dellenguaje como sentido y que le había parecidosugestivo pero en el fondo tonto.

Y luego Guido pasó a otra cosa. Convenció aHolly de que, en vez de mudarse, podíanredecorar. Esos artefactos producto de la estasislos eliminarían los pintores, yeseros yempapeladores con los que tenían concertada unainvasión del apartamento. Por la noche, Holly lehizo entrega a Guido de infinidad de muestras depinturas, telas y papeles pintados. Holly y él sepusieron a bosquejar planos y a combinar coloressentados a la mesa del comedor o trasladándose ala habitación que estuvieran tratando en esosmomentos para ir moviendo los muebles de sitio.

Tras ese esfuerzo en común, los dos pasaronvarias semanas viviendo bajo sábanas queprotegían el suelo y los muebles. Holly centró suatención en los trabajadores, a los que acosaba,engatusaba, adulaba y seducía. Les hacía café y

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sándwiches italianos, y, así, ni una sola gota depintura estropeó el suelo. La visión de Holly sumíaa los empapeladores en un estado de asombro ypavor. Al final de la jornada, el yesero pasaba elaspirador. Guido se dio cuenta de que su mujerhabría sido una dictadora extraordinariamenteeficiente.

Salvo en la pared del comedor, que a propuestade Guido era verde manzana con moldurasblancas, en todas las demás se aplicó un númeroexagerado de tersas capas de pintura blanca.Aparecieron cuatro peruanos a raspar, teñir yencerar el suelo. De la tintorería llegaron lasalfombras persas. Dos chicos que recordaban unpoco a Stanley se presentaron en el apartamentopara montar una encimera muy ingeniosa y colgarunos estantes muy prácticos y elegantes en lacocina.

Por fin desapareció la última sábana deprotección. Las habitaciones ya no olían a pinturay las cortinas ondeaban inmaculadas en la gélidabrisa.

Un sábado por la mañana, el correo trajo un

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pesado sobre de color crema dirigido a Holly.Parecía una invitación de boda, pero era una cartaen la que Arnold Milgrim anunciaba su llegada aNueva York en compañía de una alumna. Hollyrespondió al instante invitando a Arnold y a laestudiante a cenar.

Guido examinó el sobre. Tenía el membrete dela facultad de Arnold Milgrim.

—Un papel magnífico —dijo—. Tendríamosque haberlo escogido para el recibidor. Pínchameotra Arnold Milgrim de esas.

Con aire distraído, Holly dejó caer en el platoque sujetaba Guido una salchicha irlandesa.Arnold Milgrim apareció el martes por la nochecon su alumna, una chica que llevaba el cabellocolor tostada recogido en un moño tan precarioque a Guido le dio miedo estrecharle la mano. Sellamaba Doria Mathers.

Arnold Milgrim era un hombre bajo ymusculoso. Parecía que el traje se lo hubieranencogido a escala hasta dejarlo de la medidaperfecta para una tortuga de tierra. Llevaba unos

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pequeños mocasines muy brillantes y calcetinesdel rojo intenso de la sangre arterial. Era calvo ysu rostro tenía esa sensualidad descarnada ypolítica que se ve en los bustos de los generalesromanos.

Doria Mathers le sacaba una cabeza y parecíaprofundamente aletargada. Llevaba un vestidolargo color ciruela y medias a conjunto con loscalcetines de Arnold. Tanto él como ella llevabangafas redondas de montura color rosa.

Cuando se disponían a cenar después de haberbebido algo, Arnold ya le había ofrecido a Guidoun capítulo de su nuevo libro para Runnymeade.Doria, por su parte, apenas si había hablado. Nohabía apartado los ojos de sus rodillas, pero supresencia no pasaba desapercibida.

—Lleno mi propio espacio con una especie deestruendo silencioso —les dijo más tarde.

Guido estaba sentado delante de la chimenea, allado de Doria. Iba llenándole la copa de vez encuando y preguntándose si se habría inventado unanueva forma de comunicación sin que él se hubieraenterado. En el otro extremo de la sala, Arnold

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charlaba con Holly muy animado.—Doria es mi alumna más extraordinaria. Es

americana, ¿sabes? Las universidades americanasno parecían capaces de retenerla. La mera fuerzade su mente la tiene agobiada. En otros tiemposhabría sido una mística, pero en esta era mercantilnuestra no pasa de genio. Nunca he visto a nadietan absolutamente abrumado por su inteligenciainterior.

Holly miró a Doria, que se comunicaba conGuido en silencio. Sí que se la veía abrumada poralgo: apenas podía levantar la cabeza. Durante lacena, Doria pronunció una frase completa: «Creoque el jet lag es el mal de la segunda mitad delsiglo XX». Dicho eso, agachó la cabeza y fuecomiendo pequeños bocados de su quicheLorraine, plato que a Holly le había parecidoacertadísimo para ofrecerles a unos invitadosrecién llegados de un vuelo transatlántico.

Según transcurría la velada, Doria fuemostrándose cada vez más desenvuelta. Se quitólos zapatos, que dejó debajo de la mesa de centro,uno encima del otro. Su endeble moño había

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empezado a deshacerse y le colgaba por la nuca,torcido pero con mucho estilo. Su vestido, que másbien era una especie de suéter muy largo, le tirabade un lado y dejaba a la vista su hombro blanco.Holly, cuya pulcritud era como el brillo de unaperla oriental, reparó en que el desaliño tambiéntenía su encanto.

Doria se acurrucó en la esquina del sofá y de sumorral sacó un ovillo color ratón y un par deagujas de hacer punto. Mientras la conversaciónseguía a su alrededor, clavó la vista en un puntointermedio entre Holly y Arnold y se puso a tejermecánicamente.

En el sofá, Arnold ilustraba a Holly sobreDoria.

—Es absolutamente interior. Siempre lo ha sido,por lo visto. Hasta los cuatro años no habló.Resulta que en realidad sí que hablaba, pero solocuando estaba sola. Se había inventado su propioidioma, en el que se dirigía a sus juguetes. Todavíalo recuerda, lo ha recogido en un diccionario.Escribía un diario en código. La clave la tiene enuna caja de seguridad. Hablando con propiedad,

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no es tímida, ¿sabes? Lo que pasa es que esensimismada y tranquila. La sobrestimulación latiene siempre muy preocupada. Digerir esta cenale costará una semana como mínimo. Cuando llegóa Oxford, se pasó un mes en su habitación para irasimilando el entorno más inmediato.

Luego Arnold le preguntó a Holly si querríaenseñarle la ciudad a Doria mientras él iba a ver asu editor.

—¿Será capaz de soportarlo? —preguntó Holly.—Ha desarrollado una habilidad de reacción

diferida consciente —dijo Arnold—. Cuandovolvamos a Oxford tendrá que encerrarse unatemporada.

Cuando se despedían, Holly le preguntó a Doriaqué le gustaría ver.

—Me gustaría ir a todas las tiendas de lanas —dijo Doria—. Quiero ver hilos rústicos y hechos amano. También me gustaría ver algunas telas de laépoca colonial, y si fuera posible me gustaríaentrar en contacto con un telar.

La vida había vuelto a la normalidad, más o

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menos.—¿Por qué siempre que lo invito a cenar,

Vincent dice que no le va bien? —preguntó Holly—. Solo lo he visto una vez desde que he vuelto, yeso no basta. Quiero ver qué tal es esa chica suyade la que tanto he oído hablar. ¿De verdad pasacada minuto del día con ella?

—Nuestro Vincent es, por fin, parte de unapareja —respondió Guido.

—¿Y eso es una buena noticia?—Eso parece.—¿Tiene miedo de someterla a mi escrutinio o

es que se avergüenza de mí? —preguntó Holly.—Creo que no es cosa de él sino de ella, que es

lo que tú llamarías un caso difícil, aunque no en elsentido de las chicas que solía frecuentar.

—Suena muy alentador —dijo Holly—. Quevengan a casa. Los invitarás tú. Si lo hago yo,Vincent pensará que estoy fisgando.

—Es que estás fisgando. Pobre Vincent —repuso Guido.

—Pobre yo. Ya no le gusto; creo que no meperdonará nunca que haya pasado esas semanas

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fuera. Y creo que tú tampoco me lo perdonarás,pero fue la mejor decisión. Tengo la impresión deque muchas telarañas emocionales handesaparecido.

Guido apartó la mirada de su preciosa mujer yla dirigió a su precioso apartamento. No recordabahaber visto jamás una sola mota de polvo, muchomenos telarañas, pero de alguna manera Hollyhabía estado en lo cierto. Su rutina diaria, quesiempre había sido extraordinariamente agradable,ahora le parecía magnífica. El desayuno auténticoen el que Holly creía era más regalo que comida.Y como siempre, ella le leía los artículos delperiódico que más la divertían, normalmente citasestúpidas de funcionarios públicos o comentariosigualmente estúpidos de señoronas de la altasociedad. Aquellas recitaciones, que a Guidosiempre le habían parecido simpáticas, ahora leresultaban entrañables. Las llamadas diarias deHolly al despacho ahora lo alegraban más quenunca. Los paseos que daban, las noches quesalían a cenar fuera y los almuerzos que hacían encasa ya no eran momentos agradables del día, sino

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acontecimientos que los unían cada vez más. Laausencia de Holly le había dado lustre a suregreso. Sus pasatiempos normales ya no eran tannormales. El viaje a Francia había enriquecido susvidas, eso era innegable. Sus noches eranarrebatadas y llenas de pasión. Sus mañanas,dulces y llenas de ternura. Y entretanto, Holly secomportaba como un ave del paraíso que hubieraentrado por la ventana en una casa de Des Moinesy allí se hubiera quedado; no explicaba gran cosa,dejaba que todos disfrutaran de su presencia. Lainmensa felicidad de Guido en su compañíaborraba el desconcierto que sentía cuando estabasolo.

Dejaron de comentar su separación, si es que deuna separación se había tratado. ¿De qué servíahablar? Holly había tomado su camino,sencillamente, y si ese camino no era el de Guido,él se recordaba que no estaba casado con supropio doble; ahora que la tenía de vuelta, élestaba contento. Solo cuando Holly salía reparabaGuido en el dolor que su marcha le había causado:él sabía que el dolor pasaría, pero cuando Holly

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regresaba de algo tan trivial como una expedicióna la vuelta de la esquina para ir a comprar unmanojo de perejil, Guido tenía le impresión de queacababan de salvarle la vida.La idea de cenar con Guido y Holly horrorizaba aMisty.

—No voy a sentarme a charlar nerviosísimadelante de un costillar de cordero birrioso —ledijo a Vincent.

—No darán costillar de cordero. Lo másprobable es que sirvan pollo asado. Y no habrácharla tensa, sino una conversación distendida ygenerosa. Holly se muere de ganas de conocerte.

—No voy a dejar que me observen —dijo Misty—. No voy a permitir que me examinen para ver sipaso la prueba o si les parezco lo bastante buenapara ti.

—¡Misty! Les parecerás demasiado buena paramí. A Guido le caes bien. Yo te quiero. ¿Cómo novas a pasar la prueba?

—Este es el razonamiento más egocéntrico quehe oído en mi vida. No voy a ir.

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—No te pido mucho —dijo Vincent,cariacontecido y angustiado—. Solo es una cena,por Dios. Guido es mi amigo más antiguo.

Este intercambio tenía lugar en la cocina deMisty, donde Vincent había estado secando losplatos con la sensación de ser un verdadero adulto.Vincent dejó el trapo en la encimera y descubrióque Misty se había marchado al salón dandopisotones y ahora estaba al lado de la ventana.Había empezado a nevar. Vincent se quedó a sulado y la volvió hacia él muy lentamente. Para suasombro, vio que Misty tenía los ojos llenos delágrimas. Se le paró el corazón.

—Misty, ¿qué pasa? Solo es una cena.Su asombro fue en aumento cuando ella le apoyó

la cabeza en el pecho y se echó a llorar sobre sucamisa.

Era la primera vez que Vincent la veía llorar.Ella nunca lloraba, ni en el cine. Vincentsospechaba que a solas sí que lloraba, pero ahoratenía público. Si Misty ni siquiera gimoteaba.Vincent estaba sobrecogido y aterrorizado.

—¿Sabes cuánto te quiero? —le susurró él al

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pelo.—Si tanto me quieres, dame un pañuelo.La miró fijamente. Sus mejillas estaban

mojadas, pero tenía los ojos despejados.—¿Cómo puedes ser así, Misty? ¿Cómo puedes

ser tan frívola cuando hablo en serio?—Solo te pones sentimental cuando lloro —le

dijo Misty.—Yo siempre me pongo sentimental. Y nunca te

había visto llorar. —Le dio su pañuelo—. ¿Mequieres, Misty?

—Bastante. Más de lo que te mereces. —Entonces Misty apoyó la cabeza en la ventana y seechó a llorar otra vez. Él la cogió entre sus brazosy le suplicó que se explicara—. ¿Qué narices voya ponerme? —sollozó ella—. ¡Dios! Esto eshorroroso.

Vincent le cogió el pañuelo de la mano, le secólas lágrimas delicadamente y le pidió que secasara con él. Ella le dijo que se lo pedía porquese había echado a llorar y luego le propuso unapartida de gin rummy.

—Si gano, ¿te casarás conmigo? —preguntó

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Vincent. Barajó las cartas con el aplomo de unprofesional.

—¿Cómo puedes ser tan frívolo cuando habloen serio? —dijo Misty y, después de haber cogidosolamente cuatro cartas, se descartó.Al día siguiente, Misty daba vueltas por sudespacho como un gato enjaulado. A la hora delalmuerzo salió y se compró una blusa de seda queno se podía permitir y una caja de marrons glacésque tampoco se podía permitir. Iba a dárselos aGuido y Holly, aunque en el fondo eran paraVincent, a quien le encantaban. Entró muyavergonzada en un par de tiendas, se quedómirando escaparates y pensó en llamar a MariaTeresa para ver si quería ir a comerse un sándwichcon ella. Hablar con alguien la tranquilizaría,¿pero qué faltaba por decir? Así que se puso ahablar sola.

Todo había terminado, se dijo. Lo que habíaterminado era la persona que, hasta la víspera,había sido toda su vida: una persona a las puertasde algo. Y llevaba tanto tiempo siendo esa persona

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que dejar de serlo la asustaba. Esa persona habíaestado esperando Eso. Y Eso, por supuesto, era elamor. El amor consistía en poner tu personalidaden el escaparate para ver qué acababa atrayendo.Lo que atraía era un ser resplandeciente que caíadel cielo y que, al instante, se enamoraba de ti portu carácter. Que ese ser resplandeciente fueraVincent Cardworthy era algo que a Misty lecostaba bastante de creer, pero ahí lo tenía. Habíacaído del cielo y la quería por su carácter.

Ya no podía disuadirlo más. Había queridodisuadirlo para poder darse el lujo de tomar unadecisión sobre él. Aquel era el indicador con elque la mujer inteligente medía el amor. Pero Mistysabía perfectamente que a Vincent no lo habíadisuadido en absoluto. La disuadida era ella.Vincent la acusaba de maldad, pero ella sabía quesi manifestaba una décima parte de la ternura quesentía, se pasaría buena parte del tiempo llorando.

Ahora, mientras caminaba lentamente de vueltaal despacho, el mundo le parecía torcido. Nadaencajaba. Ahí la inteligencia no pintaba nada. Eljuego había terminado. Estaba enamorada.

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Vincent fue a recogerla a las cinco.—¿Tenemos tiempo de pasar por mi

apartamento antes de ir a casa de Guido y Holly?Vincent asintió con la cabeza.Misty se sentó en el taxi como una niña a la que

tienen que llevar a rastras al dentista. Cuandollegaron a su apartamento, se echó una cabezaditaen el sofá. Vincent se quedó mirándola desdedetrás del periódico. Incluso dormida parecíainteligente. Vincent retomó la lectura delperiódico. Ver a Misty dormida siempre loafectaba, despertaba en él una sensación deperplejidad y ternura.

Misty se levantó de repente con muy malcuerpo. Buscó a tientas las gafas sin encontrarlas yse sentó muy quieta con expresión desolada yperdida, como si acabara de despertar de un sueñoamable y descubriera que la cruda realidad estabaesperándola. Vincent creía poder reconocer lainfelicidad, pero no estaba seguro de que aquellolo fuera. Se sentó al lado de Misty y le cogió lamano.

—¿Vas a contarme qué te pasa? —le dijo—. No

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soporto verte así.Ella se encogió de hombros.—¿Si te digo que te quiero te pongo las cosas

más fáciles o más difíciles?Misty se echó a llorar. Era la segunda vez en

dos días que lo hacía, pero la repetición no mitigóel efecto que le causó a Vincent.

—Muy bien —dijo ella—. Allá voy.Vincent sintió que se le paraba el corazón. Hasta

ahí habían llegado, ¿pero adónde habían llegado?—No es lo que piensas —le dijo Misty mirando

su cara compungida—. Es peor. No podrás librartede mí. Esta es tu última oportunidad para saltar deltren, Vincent. No creo que estemos hechos el unopara el otro. Puede que tú estés hecho para mí,pero yo estoy hecha para Atila, el rey de los hunos.

—¿Me estás diciendo que la vida a tu lado seráun infierno?

—Te estoy dando una última oportunidad paraque te busques una chica mejor —dijo Misty—.Alguien que sepa manejarse en un velero.

—Qué cosa tan fea. La semana pasada meofrecías un análisis muy convincente sobre los

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mecanismos de mi asombroso intelecto, y ahoraqué tengo que hacer, ¿desprenderme de miintelecto y salir a navegar?

—Y está la cuestión judía, además —dijo Misty.—Ah, eso —repuso Vincent—. No me ha

parecido que ninguno de los dos sea religioso. Y,además, mi tía Marcia es judía. Se casó con tíoWalter. Es nuestra pariente favorita, la favorita detodos. ¿A qué viene tanta historia?

—Tenemos orígenes muy distintos —dijo Misty.—No vale la pena ni discutirlo. Hasta ahora nos

ha ido muy bien y nos seguirá yendo bien.—No soy como el resto de tus conquistas. No sé

nada sobre la cría de perros.—Sí que sabes —repuso Vincent—. La noche

que comparábamos parientes excéntricos medijiste que tu tía Harriet quería cruzar corgisgaleses con dóbermans, quería una raza perroguardián muy fiera que no ladrara, para los ataquessorpresa. Con eso bastará. Y si a eso le sumamoslo de mi tía Marcia, verás que estamos hechos eluno para el otro.

Las lágrimas le resbalaban a Misty por el

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rabillo del ojo. Echó los brazos al cuello deVincent.

—Tengo miedo —dijo—. Eso es todo.—Eso no es todo. ¿De qué tienes miedo?—No lo sé.—¿Y qué otras cosas no sabes?—Eso es todo —respondió Misty.—Supongo que eso significa que has analizado

extensamente lo que sientes por mí.—Lo que yo siento por ti trasciende el análisis,

por lo visto.—Maravilloso. ¿Y qué sientes?—Que te quiero.—Grita un poco más, por favor.—He dicho que te quiero. ¿No te parece banal?—Qué alivio —respondió Vincent con una

sonrisa.Con la caja de marrons glacés bajo el brazo deMisty y un ramo de rosas en el puño de Vincent,avanzaron por el vestíbulo hacia el apartamento deHolly y Guido. Antes de tocar el timbre, Vincent lapuso de espaldas a la pared y la besó.

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—Estás aplastando los marrons glacés —ledijo ella.

—Da igual. Hace solo media hora me dijisteque te casarías conmigo.

—Pero porque hincaste una rodilla en el sueloen mitad de la calle y tenía miedo de que teatropellara un taxi.

—¿Podemos anunciarlo? —preguntó Vincent.—¿Que han estado a punto de atropellarte?—Que nos casamos. Responde sí o no, te lo

ruego. Ya no puedo mantener más esta defensaelegante.

—Sí —respondió Misty.—Será fantástico: todos juntos.—Menudo boy scout feliz estás hecho.

La mesa estaba puesta para cuatro. El café estabapreparado para seis.

—Arnold Milgrim y su alumna vendrán a tomarcafé —dijo Guido.

—Puede que solo venga Arnold —dijo Holly—.Parece que Doria ha desaparecido con el primo deMisty.

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—¿Con Stanley? —preguntó Misty.—Con Stanley —contestó Guido—. Arnold y

Doria pasaron por la fundación esta tarde. Yo meencerré con él en mi despacho para repasar elartículo que publicará en Runnymead, y cuandosalimos, los otros dos habían desaparecido.

—Asombroso —dijo Misty—. ¿Quién iba aquerer escaparse con Stanley?La velada fue más relajada de lo que Misty habíaimaginado. Ya al entrar había habido muchocariño. Palmadas en la espalda entre Vincent yGuido; besos de Vincent a Holly y de Guido aMisty; un apretón de manos entre Holly y Misty,cada una echándole una mirada a la otra yvolviéndosela a echar y repitiendo otra vez. Hollyiba a tener que caerle bien a Misty, le gustara o no,porque estaba a punto de convertirse en unarealidad de su vida. Holly trató a Misty como si laconociera desde hacía muchos años y luego lallevó a la cocina.

—Solo quería verte con luz —dijo Holly.Misty se quedó quieta, muy amable, posando de

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frente, de tres cuartos y de perfil.—Excelente —dijo Holly—. Mucho mejor de lo

que pensaba. No habría dicho nunca que Vincentpudiera ser tan sensato. Tengo la teoría de queacaba de despertar de un estado alterado deconciencia y te ha encontrado. ¿Puedes sacar elchampán de la nevera?Cuando iban a sentarse a cenar, Vincent hizo elanuncio.

—Misty y yo vamos a casarnos —dijo. Suspalabras desencadenaron otro alud de besos yapretones de manos.

Durante la cena bebieron mucho vino. Al pasearla mirada por la mesa, Misty notó la luz de lasvelas reflejada en sus ojos. Todos le parecíanamables y encantadores. Holly se comportabacomo si ya tuviera a Misty completamenteintegrada, pero a Guido se lo veía muy conmovido.Habría miles de cenas como esa, pensó Misty: estees mi sitio en la mesa; este es el mejor amigo demi futuro marido y esta, la mujer del mejor amigode mi futuro marido, tengo el resto de mi vida para

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ir conociéndola. Vincent, al otro lado de la mesa,parecía seráficamente feliz. Qué delicioso estabatodo, pensó Misty. Todo brillaba. ¿Sería aquellocosa del amor o tan solo del vino? Del amor,decidió Misty.

Era justo eso lo que había sospechado: el amorte convierte en una auténtica sensiblona.Después de la cena, aparecieron Arnold Milgrim yDoria Mathers. A Doria se la veía más despeinadaque nunca.

—Esto es una visita relámpago —dijo Arnold—. Nos tomamos un café y salimos pitando.

Holly hizo las presentaciones.—Stanley tiene el mismo apellido que tú —le

dijo Doria a Misty—. ¿Esto es algo habitual enNueva York o sois familia?

—Primos hermanos —respondió Misty.—Relación de consanguinidad —dijo Doria—.

Qué intensa. El concepto de primo ha perdido susignificado en el mundo moderno. A mí se meantoja como algo completamente volitivo. Yo, porejemplo, tengo varios primos. A algunos no los he

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visto nunca, a otros los odiaba y hay dos o trescuyo nombre ni recuerdo. En materia de distancia,el agua es más fuerte que la sangre. Tu primo leegriego de maravilla. Esta tarde me ha leído Platón.

Nadie supo qué responder a semejanteafirmación. Holly sirvió el café y se sentó al ladode Arnold. En el otro extremo de la sala, Vincent,Misty y Guido se agruparon alrededor de Doria.Misty había advertido que Doria, aun sin serprecisamente menuda, tenía la virtud de hacer queen sus manos todos los objetos parecierandiminutos. Estaba encorvada sobre su taza de café,que sujetaba con las dos manos como si fuera elnido de un pájaro. Aunque conversar en supresencia era imposible, en un grupo silenciosocuyo centro lo ocupara Doria, uno tenía laimpresión de que en algún lugar, no se sabía biencuál, pasaban muchas cosas.

—Doria provoca el pensamiento —le confióArnold a Holly—. La mecánica de la políticaemocional, por ejemplo. Doria es capaz de causardolor, que ella define como poder. Yo estoyconvencido de que Stanley y ella se retiraron a

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algún lugar tranquilo a leer Platón inocentemente,pero Doria sabe que ese gesto engendra la idea deposibilidad.

Aquello le pareció a Holly una declaración decelos.

—La comunión entre los sexos entraña el riesgode caer en el estereotipo —continuó Arnold—.Con esto me estoy refiriendo a seudovalores comola posesividad. O al concepto de amor comocapitalismo: el beneficio de una inversión. La ideamisma de Doria dinamita esos conceptos. Unamente como la suya debe compartirse como si deun descubrimiento científico se tratara.

Durante su discurso, Arnold no había despegadolos ojos del sofá en el que Doria estaba sentadacon la cabeza ladeada como si hubiera cedido anteel peso de su pelo. Parecía dormida, aunque ellasiempre daba la impresión de estar dormida.

—Tengo que llevarla a casa. Está a punto dederrumbarse —dijo Arnold, cuyo derrumbe eramás que notable.

Arnold se levantó y se quedó de pie al lado deDoria. Ella le dirigió una mirada vidriosa antes de

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beberse el café como el niño que se bebe la lechede un trago, y luego él se la llevó a casa.

—Por fin solos —dijo Guido—. Gracias a Diosque la reunión cuáquera ha terminado. Bebamosotra botella de champán.

Regresaron en tropel al salón.—Por Misty y Vincent —brindó Guido.—Por una boda espléndida —añadió Holly.—Nada de bodas espléndidas —dijo Misty—.

Ya sabéis lo que dicen: la aparatosidad de la bodaguarda una relación inversamente proporcional ala duración del matrimonio.

—¿Y eso quién lo dice? —preguntó Vincent.—Lo digo yo —respondió Misty.—¿Significa eso que quieres pasar toda la vida

casada conmigo? —preguntó Vincent.—Voy a casarme contigo, ¿no?Guido sirvió más champán.—Misty cree que esta institucionalización del

amor te sitúa fuera del universo moral —dijoVincent.

—A la salud del universo moral —dijo Guido.

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Entrechocaron las copas y, a la titilante luz delas velas de cera de abeja de Holly, bebieron muycontentos a la salud del universo moral.

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Misty y Vincent regresaron a su casa y a su camadando tumbos. Los efectos del champánempezaban a desvanecerse.

—Bueno, ahora es oficial —dijo Vincent—.¿Tienes dudas?

—Yo nunca tengo dudas. Tener dudas o entrar enla ciudad de La Meca atenta contra mi religión.¿Tú tienes dudas?

—Te manifestaría mi intensa felicidad —respondió Vincent—, pero, desafortunadamente,soy incapaz de lograr que ninguna de misextremidades responda.

A la hora del desayuno, a Vincent le costabamover la cabeza.

—Si no tuviera un dolor de cabeza tantremendo, sería el hombre más feliz de EstadosUnidos.

Misty, sin embargo, ya había vuelto a lanormalidad. Después de andar cargando con suamor al hombro como si de un albatros se tratara,

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su situación le parecía ahora inmejorable y estabafresca como una rosa.

—Tendrías que estar echando la primera papilla—le dijo Vincent—. No lo entiendo: tú nuncabebes y yo soy un hombre de mundo, la resacadeberías tenerla tú y no yo. ¿Estoy gritando?

Misty le puso delante un zumo de naranja.—El zumo este tiene un color muy chillón —

dijo él—. ¿Podría tomarme un café primero?Misty le llevó su taza, que él usó para hacerle la

venia.—Por nuestro futuro feliz —brindó Vincent.—Tu optimismo es de récord.—¿Qué tienen de malo los futuros felices?—Estamos en el siglo XX, esta no es la edad

dorada de los futuros felices, precisamente.—A algunos sí que les espera un futuro feliz —

respondió él.—Tú y tus fantasías de debutante.

Holly había quedado con Doria en un salón de té.Había pasado la mañana peinando el directoriotelefónico en busca de un telar con el que Doria

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pudiera entrar en contacto, y gracias a su búsquedahabía descubierto que las labores de punto eranuna actividad muy popular y que había un telarexpuesto en el Instituto de la Lana, donde tambiéntenían algunas muestras de telas de la épocacolonial.

Holly encaraba ese almuerzo sin muchas ganas:los genios que a ella le gustaban eran los locuaces,y Doria, esa hechicera interior, era muy capaz depasar una comida en silencio. Holly detestaba lascomidas en silencio: creía en la conversación en lamesa, y una de las cosas que más apreciaba deGuido era que constituía un excelente compañerode mesa.

Doria, sin embargo, estaba muy habladora. Alparecer, el reverso de su silencio interior era lacharlatanería exterior. Doria iba dando bocaditos asu sándwich y, entre uno y otro, se explayaba sobreArnold Milgrim. Decía que era el hombre másmaravilloso que había conocido, el másmaravilloso que hubiera existido nunca, tal vez.Resultó que Arnold y ella iban a casarse, aunqueél, que ya había estado casado, no creía que el

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amor sublime necesitara del boato social.—He conocido a personas... —dijo Doria

bajando la voz hasta dejarla en un susurro— a lasque hace unos siglos habrían canonizado. ¿No teparece interesantísimo que solo la Iglesia tengasantos? En el mundo tenemos el mérito, sí, peroeso no basta. Esas personas son santas de lamente: su sacrificio consiste en sacrificarse alintelecto. Necesitamos una nueva definición desantidad para unos tiempos en los que la religiónha perdido su relevancia. Arnold está en esecamino de santidad, creo yo. Es puro hombre, puramente. Yo, en cambio, soy puro temperamento.Siento, por ejemplo, que tengo que comercincuenta gramos de chocolate al día. Arnold notiene esas manías. No tiene necesidades concretasde ningún tipo. Él está por encima deltemperamento y la personalidad. Él es espíritu, sinmás, lo mueven las ideas. Yo soy un caso depersonalidad atrincherada pero anulada. Arnolddice que tan pronto puedo exhibir una irritaciónprofunda y repentina como puedo trascenderla.

Doria llevaba un vestido de angora que en

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algunas partes parecía haber dado de sí y, en otras,haber encogido, tenía un tacón a punto derompérsele y se protegía del frío con una capa queparecía un conjunto de mantas de caballo con lascosturas vistas. En las tiendas de lanas fue algrano; por lo demás, era un modelo manifiesto decaos.

Holly iba impecable. La pulcritud no era algoque ella hubiera elegido: la naturaleza se la habíaimpuesto. Siempre llevaba su poblada melena conun corte perfecto y sus rasgos libres de adornos leconferían un aire tranquilo. En ella la ropa se veíamás cuidada, limpia y almidonada que en losdemás. Las horas que había pasado al acecho delas lanas no la habían descompuesto; a Doria, encambio, se la veía casi frenética. Holly laobservaba mientras su montículo de pelo ibadesplazándose lentamente cuello abajo. En elInstituto de la Lana, la capa había empezado aresbalarle. Holly se había quedado paralizada:nunca se le había ocurrido que la dejadez pudieraser un efecto calculado. Doria sabía lo que se traíaentre manos, desde luego. Encantadoramente

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desaliñada, se paró delante del telar del instituto.—Creo que el tejido constituye una metáfora

perfecta de la construcción de la vida —dijo—.Con esto me refiero a su construcción individual.Cualquier hilo puede entretejerse siguiendo losdictados de la imaginación. La filosofía de lahistoria la veo como una especie de telar. Y lo es,¿no te parece?

—Absolutamente —dijo Holly.Holly la dejó en su hotel. Doria había comprado

lana hilada a mano de Vermont, lana cruda dePakistán, hilos de bordar, hilo torcido delHimalaya para hacer calcetines y una madeja dealpaca. Se despidió de Holly con un apretón demanos.

—Ahora estoy muy cansada —le dijo—. Arnoldy yo vamos a coger el avión de vuelta a Inglaterra.Gracias por todas tus aportaciones.Esa noche, mientras cenaban, Holly le preguntó aGuido si la veía capaz de exhibir una irritaciónprofunda y repentina y de trascenderla.

—No —respondió Guido—, creo que tu

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irritación es completamente calculada.—Arnold teoriza sobre Doria —dijo Holly—.

¿Tú teorizas sobre mí alguna vez?—Trato de no hacerlo. Y, en cuanto a Doria,

creo que está borracha o va drogada o es muyboba.

—A mí me parecen muy románticos.Cuando ya habían pasado a la mousse de

melocotón, Holly declaró:—A menudo pienso que tenemos temperamentos

contrapuestos.—Maldita sea, Holly. Te largas y me dejas y no

hay manera de sacarte una frase coherente acercade tus motivos. Vuelves y no te explicas. Y luegoquieres que teorice sobre ti. Y crees que Milgrim yla dejada de su novia son románticos. Lo únicoprofundo en ti es tu constante cabezonería.

Y con eso Guido salió hecho una furia hacia elsalón, donde se quedó dándole vueltas al asunto.Casi nunca perdía los estribos, eso para él eracomo perder las llaves, pero sentado en su sillónse dio cuenta de lo agradable que era la rabiajustificada.

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Cuando levantó la vista, se encontró a Hollyparada en la puerta del salón con expresión dócil yuna bandeja con tazas de café.

—Lo siento —dijo ella—. A veces todo es tanplácido e invisible que soy incapaz de verlo sinmostrar cierta disconformidad.

Guido no decía palabra.—Eres la única persona a la que he querido —

continuó Holly.—Muy bien —dijo Guido—. Me alegro de

oírlo. Ya que tanto me quieres, ¿has teorizado túsobre mí?

—Pues claro que no. Yo no soy de pensar. Tú sí.Yo simplemente te quiero.

—Lo que tú digas —contestó Guido después dedirigirle a Holly una mirada de amor y tristeza—.Vivir contigo es, muy a menudo, un infierno.Misty pasó despacio ante el Museo de HistoriaNatural. En esos momentos su corazón tenía cuatrocavidades llenas de amor, miedo, confusión ycerteza.

Iba a casarse. Solo de pensarlo se quedaba

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atónita. Ese inmenso salto adelante la hacíasentirse como su propia sombra. Cuando las otraschicas se casaban se abandonaban a la alegría y noa la reflexión. En el camino al matrimonio, todos ycada uno de los pasos debían darse con una alegríasin mácula, ¿no era eso?

Lo cierto es que Misty nunca se había parado apensar en el concepto de matrimonio y ahoraestaba imbuyéndolo de todo tipo de sensiblerías.Aquel era el precio que había que pagar, pensabaella, por no haber soñado nunca con que tu padrete llevaría al altar ni con una casita junto al mar nicon pasar la luna de miel por los castillos delLoira ni con pasear en bicicleta por las Bermudas.

Misty nunca había reparado en los aspectosprácticos del matrimonio, ella solo se había fijadoen el amor, pero esos aspectos prácticos no podíapasarlos por alto. Y aunque a ella la traían decabeza y la preocupaban, acrecentaban eloptimismo sin límites de Vincent: la vida era unaaventura. Cualquier acontecimiento contribuía, consu granito de arena, a la felicidad de este mundo;todas las personas eran flores en ese fértil prado

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que era la vida.Misty estaba pensando en la familia. Tanto

Vincent como ella les habían dado la noticia a susrespectivos parientes, y pronto sus familiasestarían unidas. A Vincent la perspectiva leencantaba, y no solía pararse a pensar en ella.Misty la veía con espanto y no dejaba de darlevueltas.

Los padres de Vincent vivían en Petrie, unpueblecito de Connecticut. Al parecer, su familiallevaba siglos en el condado de Midland y susinmediaciones. Para los Cardworthy, la vidaseguía un modelo preciso. La familia habíacontribuido a la fundación de la escuela delcondado de Petrie, y era allí donde todos susmiembros habían estudiado. Las Cardworthy eranpilares de su comunidad: pertenecían a las juntasde la biblioteca, del club de jardinería, del club delectura de Petrie, de la sociedad para laconservación y la mejora del condado de Midlandy del festival que el hospital celebraba una vez alaño. De vez en cuando, un Cardworthy sepresentaba a algún cargo público y salía elegido.

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Uno había sido senador del estado y habíaacabado en Washington. Casi todos eran abogadoso médicos rurales. El padre de Vincent eraabogado; su madre, una fanática de Edith Whartony de la jardinería. La única excéntrica de lafamilia era tía Lila, la que había bautizado lavariedad de rosa que había creado con el nombrede su señora de la limpieza. Ahora andaba conotra variedad entre manos, a la que quería darle elnombre del mecánico que se ocupaba de su coche.

La familia de Vincent era tranquila. La de Misty,en cambio, era demasiado apasionante. Incluía acomunistas, trotskistas, socialistas de todo tipo,sindicalistas, profesores de ciencias políticas,neurofisiólogos y psicoanalistas profanos.

El bisabuelo de Misty había emigrado desdeRusia en compañía de su hermano, que erabuhonero. En vez de instalarse en algún grancentro urbano de Estados Unidos, siguieron haciael oeste trabajando de buhoneros y herreros. EnChicago consiguieron reunir un pequeño capitalcon el que se instalaron en Medicine Stone,Wisconsin. Allí, el bisabuelo de Misty compró una

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granja lechera y su hermano abrió una tienda deconfecciones. El padre de Misty y el tío Bernieeran nietos de esos pioneros. El tío Bernie decíaque cuando escribiera su autobiografía la titularíaEl niño judío de la pradera. Los primosBerkowitz todavía llevaban la granja lechera y latienda de confecciones. Al padre de Misty lohabían enviado a estudiar a Chicago y se habíaquedado en la ciudad. Era abogado laboralista. Eltío Bernie también había ido a Chicago, pero eraun sinvergüenza.

Cada vez que alguien mencionaba el nombre detío Bernie, la familia se llevaba su comunal manoal comunal corazón. Nadie sabía a ciencia ciertaqué delito había cometido ni si había habido delitoalguno, pero cuando ya llevaba un buen tiempotrabajando de promotor de canciones, el tío Berniehizo algo raro en el negocio de las partituras y sefugó a las Bahamas con un montón de dinero. Solovolvía a Estados Unidos para reunirse con susabogados. El tío Bernie también había compuestouna canción que había disfrutado de un breve éxitoen los años cuarenta, cuando la banda de Dan

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Staniel la grabó. Se llamaba El gallito bailón ycelebraba el cortejo del gallo de las praderas deProut, un pariente cercano del gran gallo de laspraderas de Attwater, cuyo ritual de apareamientohabía observado el tío Bernie de pequeño. Eso eralo que le esperaba a la familia de Vincent.

—No puedo casarme contigo —le dijo Misty aVincent—. Mi familia es demasiado rara.

—Tu padre es abogado, y el padre de Stanley,profesor de universidad —replicó Vincent—.Bastante aburrido, me parece a mí.

—Solo son dos de entre muchos.—No hay de qué preocuparse. Espera a conocer

a mi prima Hester.Misty no quería conocer a la prima Hester ni a

ningún otro miembro de la familia de Vincent. Solode pensar en reuniones familiares, en bodas y enapartamentos que ir a ver se desanimaba. A fin decuentas, ¿qué tenía que ver eso con el amor?El tema de la familia salía constantemente. Comoesa noche en la que habían cenado con Stanley ySybel Klinger. Estaban todos sentados en el suelo

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de un restaurante llamado La Taberna de la BuenaVida, uno de los pocos sitios de Nueva York queservían algo que Sybel podía considerar comida.

Vincent hundió los palillos en un inmensocuenco de verduras y sacó una cosa llena deagujeros.

—¿Esto se come? —preguntó—. ¿O se le hacaído a alguien del zapato?

—Es raíz de loto —dijo Sybel.—¿Y qué es eso que parece pelo verde?—Algas —respondió Sybel muy remilgada—.

Purifican el cuerpo y le aportan minerales.Algunas tribus indias se alimentan de algas y nuncacontraen enfermedades de la sangre.

—No preguntes qué es —dijo Stanley—. Túengúllelo y basta. Te hará mucho bien, tío. Así queos casáis. Genial. ¿Se lo habéis dicho a alguien?De la familia, quiero decir.

—Ahora ya es completamente oficial —dijoVincent.

—Qué pasada —dijo Stanley—. Espera aconocernos a todos. Espera a conocer a mihermano Michael. Claro que no lo llamamos

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Michael, lo llamamos Muggs. Está casado con unachica que se llama Nancy, y todos la llamamosNinny. Muggs y Ninny.

—¿Y a qué se dedican Muggs y Ninny? —preguntó Vincent.

—Bueno, Ninny les enseña a los niños a tenermás sensibilidad artística —dijo Stanley—. YMuggs mantiene viva la gran tradición de losBerkowitz en el mundo de la composición. ¿Le hashablado a Vincent de la ópera de Muggs?

—No —respondió Misty.—¿Qué ópera? —preguntó Vincent.—Muggs ha escrito una ópera —explico Stanley

—. Se llama Trece en Miami. Va del apocalipsis,llega justo cuando se está celebrando un barmitzvá a todo lujo en el Hotel Fontainebleau, peronadie quiere producírsela, le dicen que esdemasiado rara. Así que Muggs escribe bandassonoras para películas y se forra.

Misty suspiró. Casarse lo cambiaba todo. Allíestaba ella, sentada en el suelo y comiendo de uncuenco compartido en compañía de su futuroesposo, de su primo y de la novia de su primo.

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Aquella era una de esas veladas que quedanatrapadas en el ámbar contra tu voluntad y queaños más tarde vuelves a encontrar convertidas enrecuerdo prenupcial. Tal vez recordara esa veladacon cariño. Tal vez la Sybel de sus recuerdos lepareciera adorable. Tal vez ella misma se vieraadorable. Cuánto odiaba todo aquello. Lo que ellaquería era ir al ayuntamiento y liquidar el asunto.Se quedó mirando el plato con aire sombrío. Sybelles estaba dando una clase de nutrición.

—Con la mala comida puedes matar tus células—decía—. La gente no quiere enfrentarse al hechode que comer así es como suicidarse, solo que másdespacio. Además, la columna vertebral es elcentro de la energía y lo que comes va derecho ala columna. Si a la columna le pasa algo, se acabó.El masajista al que voy es capaz de saber qué tepasa con solo vértela. Me dijo que me faltabapotasio y acertó. Lo supo por la columna. Unbailarín al que conozco tenía problemas deestómago, pero no lo sabía y el masajista se losdiagnosticó. Lo que quiero decir es que si comesmal, la columna empieza a atrofiarse. La gente

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cree que la neurosis es cosa de la cabeza, pero esde la columna.

Misty rezó una oración en silencio para queStanley no se casara nunca con Sybel ni con nadieque se le pareciera. Finalmente se acabaron el téde menta, Sybel dio su clase por terminada y llegóel momento de irse a casa.

Sybel y Stanley caminaban delante de ellos.Misty y Vincent paseaban guardando ciertadistancia.

—¿Sybel es una esclava fugitiva o le pasa algoen los pies? —preguntó Vincent—. Me parecióverle una especie de grilletes en los tobillos.

—Son las pesas de las piernas —dijo Misty—.Dice que le mantienen los músculos de laspantorrillas despejados y llenos de inteligenciafísica.

—Tendría que probar a atarse una alrededor dela cabeza.

—Vincent, ¿podemos ir al ayuntamiento acasarnos? ¿Los dos solos? ¿No podemos fugarnos?

—¿Te avergüenzas de casarte conmigo enpúblico?

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—Podemos celebrar un banquete después. Porfavor, Vincent, si vamos a hacerlo, hagámoslo ybasta.

—Muy bien. Me alegro de saber que quieresliquidar el asunto. Pero eso dejará a nuestrasmadres con el corazón destrozado. Mi padre mellamó hoy y me dijo que no están perdiendo eltiempo. Tu madre le había escrito a la mía y la míaa la tuya y sus cartas se cruzaron. Han estadohaciéndose la corte por teléfono. Ya tienen a unequipo ecuménico, un pastor y un rabino listospara salir a escena.

—No puedo soportarlo —dijo Misty—. No voya dejar que parientes ñoños me suelten charlassobre matrimonios mixtos. Quiero hacerme elanálisis de sangre, sacarme la licencia matrimonialy casarme.

—Piensa en los regalos que nos perderemos —dijo Vincent.

—No te preocupes —dijo Misty convehemencia—, que nos los darán.Esa noche tomaron algunas decisiones. Misty tenía

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un apartamento pequeño pero bien equipado;Vincent, uno grande pero vacío. Vincent tambiéntenía en un almacén unos muebles que le habíadejado una tía abuela que había muerto sin hijos.Decidieron, por tanto, que pintarían el apartamentode Vincent y luego se mudarían allí. A Mistyestaba a punto de vencerle el alquiler, hecho que aVincent le pareció providencial.

Al día siguiente, Misty empezó a guardar loslibros en cajas, a ordenar la ropa y a pedirpresupuestos a empresas de mudanzas.

Por la noche, después de cenar, fueron alapartamento de Vincent para examinar el terreno.La cocina, que hasta entonces solo había servidopara hervir agua, era más grande que la de Misty.Desde el salón se veían las copas de los plátanosde la calle. Había un dormitorio grande y uncuartito pequeño que parecía perfecto para unestudio doble. Vincent tenía dos armarios grandes:uno estaba lleno de ropa y el otro, de trastos.

De ese armario Vincent sacó un inmenso baúl detapa plana y se dispuso a vaciarlo. Dentro había undisfraz de Santa Claus, un trofeo de fútbol,

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diplomas arrugados de la escuela del condado dePetrie y de su parvulario, un banderín de boy scouty un diploma de buen ciudadano hecho un rollo,una funda de raqueta de tenis de punto de cruz conun retrato de Alex, el terrier de los Cardworthy quehabía muerto cuando Vincent tenía quince años, unejemplar de un libro titulado Tus peces tropicales—obra de alguien llamado Eugene Cardworthy yque no tenía relación alguna con su familia— y unpaquete sin abrir de cigarrillos hawaianos. Vincentmiró los cigarrillos con aire perplejo.

—Nunca he estado en Hawái. No sabía que allítenían sus propios cigarrillos. ¿De dónde los habrésacado? No pongas esa sonrisita con el disfraz.Hice de Santa Claus en una campaña benéfica dela universidad —dijo Vincent. Rebuscó muycontento entre las cosas del baúl—. ¡Mira! —Sujetaba una camiseta azul que en la partedelantera, escritas con una plantilla, tenía laspalabras HÉROE DEL VERTEDERO—. En un estudio demétodos tuve que trabajar con una brigada debasureros —continuó Vincent—. Me la hicieronlos compañeros. Uno me dijo: «Para vosotros,

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somos recogedores de basura, pero para nosotrosvosotros sois los productores».

—Es como un museo viviente de laadolescencia —dijo Misty.

Misty apenas si tenía recuerdos. Tardó tres díasen recogerlo y guardarlo todo. Lo único que sellevó consigo a mano fue su placa fotográfica y unalámpara de bronce con dos tulipas de cristal quehabía comprado en París. Las personas que seveían en la placa eran sus antepasados: lospioneros judíos de Medicine Stone, Wisconsin.

Al cabo de un mes, el apartamento de Vincent yase parecía menos a una sala de espera y más a unhogar. Había vaciado el guardamuebles y ahoratenían una mesa de comedor de roble con cuatrosillas, un sofá, una mesa para el estudio y uncuadro muy grande de una grulla canadiense paraponer sobre la chimenea.

Vincent colgó la placa fotográfica en eldormitorio.

—Medicine Stone —dijo Vincent con airepensativo—. Qué nombre tan maravilloso.

—Mi tío Bernie lo inmortalizó en una canción.

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Compuso el tema sobre el gallo de las praderas deProut del que Stanley te habló

—Cántalo.—Muy bien —dijo Misty—. Es el himno de los

Berkowitz, que, como bien sabes, se llama Elgallito bailón.

He ido a Londres, a Berlín y a Budapest,y a París, gran capital europea,Ahora quiero regresar,a Medicine Stone, mi hogar,donde el gallo de Prout siempre se menea.Quiero ver a esos gallitos bailando,se pasean muy ufanos pero se están

cortejando.Pico, pluma, debajo, encima,cada vez que el gallo de Prout se arrima.—Cántala otra vez —dijo Vincent—. Tengo que

aprendérmela de memoria. ¿Es la única cancióndel tío Bernie?

—Quería escribir la continuación con el gallode las praderas de Attwater, pero nunca logróterminarla.

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Al cabo de unos días, Vincent y Misty se hicieronlos análisis de sangre y, mucho antes de lo queMisty había previsto, les dieron su licencia dematrimonio. Al final decidieron que sí queríantestigos. Los de Vincent serían Guido y Holly; losde Misty, Maria Teresa Warner y Stanley. Lapresencia de Sybel estaba vetada. La víspera de suexpedición al ayuntamiento los atacó el insomnio.

—Tengo las manos frías y los pies ardiendo —dijo Vincent apartando las sábanas.

—Yo me estoy muriendo de hambre.—No lo entiendo. Hemos cenado muchísimo.—No hemos cenado —dijo Misty.—¿No hemos cenado? No recuerdo no haber

cenado —respondió Vincent.—No me encuentro muy bien.—He perdido la memoria —dijo Vincent—.

Levantémonos y pongámonos nerviosos.Se quedaron parados delante de la nevera.—Puedes comer yogur, plátano o yogur con

plátano —dijo Misty—. O puedes comermantequilla de cacahuete con mermelada o puedescomerte unos berros mustios.

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—Quiero espaguetis —dijo Vincent.—Son las dos y media. No puedes comer

espaguetis —dijo Misty.—Claro que puedo. Es la víspera de mi boda.

Voy a comer espaguetis con ajo y mantequilla.Casarse con indigestión da buena suerte.

—Si vas a hacer espaguetis, haz para dos. Ypodrías tener la amabilidad de ponerte una bata.Estar plantado desnudo delante de un cazo de aguahirviendo la víspera de tu boda da mala suerte.La novia llevaba un traje de lana blanca y unablusa de seda verde. El traje era una reliquia deParís, comprado un día en el que a Misty le habíanasaltado unas ganas tremendas de parecer una deesas parisinas tan chic. Todo sin estrenar: Mistytenía demasiado miedo de mancharlo.

El novio llevaba lo que él describió como trajede banquero, con un ramito de fresias en el ojal.En la solapa de la novia había prendido un ramitoidéntico.

Por puro sentimentalismo, Vincent había corridoal florista griego a comprarle un ramo a Misty.

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—¿Algo para un caballo? —dijo el florista.—¿Cómo se acuerda después de tanto tiempo?

—preguntó Vincent.—Yo me acuerdo de todos los chiflados

enamorados —respondió el florista con expresióncansada.

—Bueno, pues hoy me caso. En el ayuntamiento.Necesito un ramo bonito de algo.

—¿La chica de la manta de flores?—Sí.—Claro, claro —dijo el florista encogiéndose

de hombros—. Voy a darle un ramo de muguete yle añadiré unas fresias de regalo. La próxima vezque venga por aquí, será después de una pelea. Asívan las cosas.Los integrantes del grupo nupcial estaban sentadosen unas sillas duras del ayuntamiento esperando aque los llamaran: Stanley, Guido, Vincent, Misty yMaria Teresa Warner. Holly, en la punta,escuchaba las conversaciones de las otras parejas.

Apareció un secretario.—El grupo de los Morosco —anunció, tras lo

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que un grupo de diez personas se levantó y entróen el despacho del juez. Al cabo de unos minutos,reapareció el secretario.

—Gerkus y Bethnelson —anunció y, actoseguido, se levantó un hombre con botas devaquero, pañuelo rojo y camisa de cuadros, que ledaba la mano a una chica rubia con pantalonescolor naranja. Los dos llevaban grandes clavelesrojos.

—Cógeme la mano —le susurró Misty a MariaTeresa.

—Es Vincent quien tiene que cogértela, boba.—Él me está cogiendo la otra. Necesito estar

bien sujeta. Si no, echaré a correr. Esto es peorque esperar tu ejecución.

Maria Teresa le dio la mano.—Se supone que tienes que estar nerviosa —le

dijo—. Vas a casarte.Stanley tenía la vista al frente. Le susurró a

Guido que la desvencijada antesala en la queestaban sentados recordaba al cuarto de castigo deun instituto. Con todo, la solemnidad de lasituación lo sobrecogía. Holly estaba

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impecablemente sentada en su silla.—Gerkus y Bethnelson están tardando más que

el grupo de los Morosco —le dijo Vincent a Guidomuy nervioso.

Holly se inclinó hacia delante.—Gerkus y Bethnelson han redactado ellos

mismos la ceremonia —dijo—. Los he oídodiscutir sobre quién iba a decir qué. Bethnelson esla chica. Se llama Alice. Él se llama Fred. Ya haestado casado. Ella quería casarse el Primero deMayo. Leerán un texto de John Stuart Mill y unacarta de Rosa Luxemburgo. Y en los votos van asaltarse lo de obedecer.

—No es obligatorio —dijo Vincent—. Es unaceremonia civil. Dura como unos cinco segundos.

El secretario apareció.—El juez se está tomando un café —dijo—.

Tanto hablar le ha dejado la garganta seca. Ahoramismo está con ustedes. Cardworthy, ¿no es eso?

—Sí —respondió VincentLa mano de Misty, que tenía en la suya,

temblaba, pero Vincent parecía tranquilo. Estabapensando en la boda que Holly y Guido habían

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celebrado en el jardín de la casa que la abuela deHolly tenía en Moss Hill. Una niña habíaesparcido pétalos de rosas; un niño había llevadoel anillo al altar en un cojincito de satén azul. Conla mano metida en el bolsillo, Vincent tocaba suanillo. Iba a ser una sorpresa, porque Misty nohabía dicho una sola palabra sobre las alianzas.Siguiendo el consejo de Holly, Vincent le habíamedido el dedo a Misty mientras dormía y, con lamedida, le había comprado lo que, según eljoyero, era un anillo de la amistad victoriano: unaro de oro cuyos gruesos cabos formaban un nudode amor.

La de Guido y Holly era la única boda queVincent recordaba. Sentado en su incómoda silla,se alegraba de que Misty no tuviera que soportarpétalos ni cojincitos de satén azul. La saladestartalada, el secretario desastrado, los grupitosde aspecto nervioso, todos vestidos con ropa decalle, le parecían bien. Según los planes que Mistyy él habían hecho con sus respectivos padres,cogerían un vuelo a Chicago, donde celebraríanuna fiesta, y luego viajarían a Petrie, donde

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celebrarían otra. Con eso irían bien servidos decelebraciones, pensaba Vincent. Su amor era lobastante rico, pensaba él, como para poderprescindir de adornos. Eso se lo había comentadoa Misty durante el desayuno, cuando tomaban café.Tras su declaración, advirtió que a Misty se lehabían llenado los ojos de lágrimas.

—Devuélveme la mano —dijo Maria Teresa—.Tengo algo para ti. Iba a dártelo luego, pero te lodaré ahora. Y, además, tienes la mano húmeda.

Del bolso sacó un paquete plano envuelto enpapel rosa y atado con un lazo blanco. Misty loabrió. Dentro había una lata de sardinas con unatarjeta que rezaba: «Con una sardina que me den,me sobornarán».

—A medianoche, Vincent y tú os coméis unsándwich de sardinas.

—El grupo de los Cardworthy —avisó elsecretario.

Todos se pusieron en pie y entraron en la sala.Guido llevaba un sobrio traje con una ramita demuguete en el ojal. Estaba meditando sobre la

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generosidad de la amistad y sobre lo que se sentíaal estar loco de felicidad por un amigo. De piefrente al juez, Guido vio los diamantes centellearen las orejas de Holly. Vincent estaba tímido yserio. Misty, casi inexpresiva, aunque sus ojosparecían llenos de tristeza o de lágrimas. Guidonotó que alguien le agarraba la mano. Era Stanley,que había ido a cortarse el pelo para la ocasión yvestía un terno. Todos parecían estar unidos aalguna otra persona. Maria Teresa, inmóvil, leestrujaba el codo a Holly. Misty y Vincent leyeronlos votos cogidos de la mano.

Cuando la ceremonia empezó, llovía. Por losventanales, Guido veía unas enormes nubes grisesde principios de primavera. Un débil rayo de luzlos iluminó a todos. En el momento en el queVincent deslizó el anillo por el dedo de Misty,Guido creyó que se pondría a llorar. Estabacontentísimo.Vincent y Misty estaban en la escalinata delayuntamiento. El estado los había declaradomarido y mujer, tras lo cual los dos habían echado

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a correr pasillo abajo adelantándose a losinvitados.

—¿Cómo supiste de qué medida tenías quecomprar el anillo? —preguntó Misty.

—Holly me dijo que te midiera el dedo mientrasdormías —respondió él.

El viento de abril soplaba a su alrededor.Oyeron a los invitados bajar los peldaños conmucho estrépito.

—¡A ver! —gritó Stanley—. ¡Atención!Se volvieron y Stanley les arrojó un puñado de

arroz.—Hay una ordenanza que prohíbe tirar arroz —

dijo Vincent—. ¿No has visto el letrero? Alguienresbalará por las escaleras y demandará a laciudad por millones de dólares.

—Bah, en una boda tiene que haber arroz —replicó Stanley—. Y arroz blanco, además. Dios,Sybel me mataría. La cosa esta no tiene ningúnvalor nutricional, dice. Dice que es como comerveneno puro. Tuve que entrar a escondidas en unatienda para comprarlo.

—Vamos a comer —dijo Vincent—. A fin de

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cuentas, es el día de nuestra boda.—No tenéis que preocuparos de nada —dijo

Holly—. Venid con nosotros.Holly no creía que una boda pudiera ser válida sinla tarta, y tampoco creía que los votos fuerandefinitivos sin desayuno. Con Vincent y Mistyhabía tirado la casa por la ventana. Los novios ylos invitados se sentaron a la mesa del comedormientras Guido servía el champán. En el centro dela mesa había un plato de orquídeas y rosasblancas. El mantel era adamascado, igual que lasenormes servilletas. Mientras bebían champán,Holly les sirvió huevos revueltos, arenquesahumados, salchichas y beicon.

—Es la hora del postre —dijo Holly—. Penséque Misty odiaría una de esas tartas blancas conesas figuritas tan horrorosas del novio y la noviaencima.

—Vaya por Dios —dijo Vincent—. A mí mehabría encantado una de esas tartas blancas con lanovia y el novio encima. Un novio con los zapatospintados. No voy a sentirme casado hasta que

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consiga uno. —Vincent ya estaba algo achispado.Holly sacó una fuente sobre la que se alzaba una

pirámide de profiteroles de nata sujetos entre sícon caramelo y salpicados de peladillas.

—Un croquembouche —dijo Misty—. Nuncapensé que fuera a tener uno para mí.

—Es una tarta de bodas francesa —explicóHolly.

—No tiene zapatitos negros pintados —dijoVincent—. Córtala tú, Misty, yo estoy demasiadoborracho.

—Me pregunto si alguien se habrá molestado enllamar a la oficina —dijo Maria Teresa Warner—.Yo he dicho que estaba enferma en casa.

—Yo he dicho que me casaba —dijo Vincent—.Pero a la única que parecía importarle era aShelly, la de la centralita.

—Yo me he olvidado —dijo Misty.—Yo también —añadió Stanley—. Eh, Guido,

hoy no iré a trabajar.Las últimas migas ya habían desaparecido. Laúltima copa de champán y la última taza de café ya

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estaban vacías. Todos se habían repantingado en elsalón para reponerse.

—Voy a tardar una semana en eliminar todasestas toxinas —dijo Stanley—. Dios, vaya atracónde azúcar. Sybel dice que cuando comes muchoazúcar se te nota en los ojos.

—Ya toca volver a casa —dijo Vincent—. Esosi me funcionan las piernas. ¿Qué hora es?

—Las siete y media —respondió Guido.—¿De verdad? ¿Cómo se ha hecho tan tarde?

Vamos, Misty, démosles un beso a todos ylarguémonos de aquí.

Se quedaron en la puerta dando besos. El salónestaba a oscuras. Todos estaban reventados.

—Igual que en una boda de verdad —dijoGuido—. Estamos todos agotados y nos espera unabuena resaca.

Intercambiaron más besos sinceros; Misty yHolly se abrazaron.

En la calle, Stanley y Maria Teresa echaron aandar juntos.

—Me parece que me estoy enamorando de ti —dijo Stanley—. Me pareces maravillosa.

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—Qué bien —dijo Maria Teresa—. Con lomayor que soy podría haber sido tu profesora deinstituto. Y, además, me alimento de azúcar y dearroz blanco.

—¿Puedo ir a verte de vez en cuando? —preguntó Stanley.

—No. Ve a casa a dormirla. Te irá bien paraeliminar toxinas.

—Ay, Dios. Una boda no es una boda si no teenamoras.

La novia y el novio se habían quedado por finsolos. Estaban en el salón de su apartamento.

—Esto es peor que una primera cita —dijoVincent—. ¿Qué se supone que tiene que hacer unapareja de recién casados que llevan mesesviviendo juntos?

—No lo sé —respondió Misty—. Creo que lanovia tendría que llorar, y el novio, leer elperiódico. O al revés, quién sabe. ¿Por qué noabrimos los regalos?

—¿Qué regalos?—Los que has traído a casa en las bolsas —dijo

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Misty.—¿Yo he traído unas bolsas a casa? Unas horas

de casado y adiós memoria.De Holly y Guido habían recibido unas tazas de

café francesas y una cafetera del mismo juego. DeMaria Teresa, además de la lata de sardinas, unmantel de lino irlandés. De Sybel, por medio deStanley, un libro titulado La buena nutrición en elmatrimonio, y de Stanley, un libro de Ovidio enlatín.

—Esto nos vendrá muy bien —dijo Vincent.—Me muero de hambre. Vamos a comer las

sardinas de Maria Teresa.—Yo me muero de amor. Si te doy una de estas

sardinas, ¿ya no va a haber nada que no puedaobtener de ti?

—Sí —respondió Misty—. Se supone que cadauno tiene que darle de comer sardinas al otro.

Comieron sardinas con tostadas y bebieron caféen sus tazas nuevas. Misty hojeó el libro de Sybel.

—Aquí dice que casi todos los problemas decomunicación del matrimonio vienen de unasobrecarga proteica —dijo Misty.

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—Quiero pronunciar un discurso. No tiembles.Como bien sabes, doy unos discursosmaravillosos. Ahí va. Soy completamente feliz.Soy un príncipe. Acabo de casarme y estoyenamorado. La vida es un banquete. ¿Tienes algoque decir al respecto?

—Sí —respondió Misty—. Me he casado conun merluzo.

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7

Vincent y Misty estaban sentados en el suelo delsalón, rodeados de cajas y papel de envolver. Elapartamento había quedado sepultado bajo losregalos de boda.

—Es como si todos los días fueran Navidad —dijo Vincent—. Y mira cuántas oportunidades dehacer ejercicio le estamos dando al cartero.

Llevaban un mes y medio casados. En esetiempo ya habían cogido un avión a Chicago conlos padres de Vincent y luego habían volado deregreso a Nueva York con los padres de Misty ylos de Vincent, que los habían llevado a todos encoche a Petrie.

La reunión de las familias había sido un éxito.—Mujer de poca fe —le dijo Vincent a Misty

—. Míralos, hazme el favor. Sentados todos juntos,diciéndose cosas bonitas sin prestarnos másatención que cuando nos disparan un flash a lacara.

—No quiero volver a ver un solo flash, una sola

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botella de champán ni un solo pariente en lospróximos cinco años —dijo Misty.

En Chicago, Adalaide Berkowitz llevó aDorothy Cardworthy al Instituto de Arte y FritzBerkowitz llevó a Walter Cardworthy a su club. EnPetrie, Walter Cardworthy llevó a Fritz Berkowitza su almuerzo semanal en la Posada del Cernícalo,donde se les unió el socio de su bufete, el médicodel pueblo y un senador del estado retirado queahora escribía novelas del misterio. DorothyCardworthy llevó a Adalaide Berkowitz aalmorzar a la sociedad de horticultura y a la feriade antigüedades de Petrie. Entretanto, Vincent yMisty se revolvían del aburrimiento y se morían deganas de estar solos en casa.

Nadie se lo tomó mal cuando la tía BoboBerkowitz, mujer del tío Sim, antiguo trotskista,les regaló a Misty y a Vincent un ídolo de maderamuy basta que, según les dijo, era un dios de lafertilidad. Lo había comprado en África.

—Visitar el Tercer Mundo es muy inspirador —dijo tía Bobo.

La tía Lila Willet se presentó en Petrie con una

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brazada de rosas «Señora Iris Domato». La tíaMarcia, de la familia de Vincent, les regaló unahagadá de Pascua ricamente ilustrada con unatarjeta que rezaba: «Qué ilusión tener a otra judíaen la familia».Y, por fin, Misty y Vincent habían podido volver acasa mientras sus padres planeaban cómo iban adisponer de ellos durante las fiestas.

—Podemos alternar las Navidades y el día deAcción de Gracias —había dicho AdalaideBerkowitz.

—O podemos celebrar las fiestas todos juntos—había dicho Dorothy Cardworthy.

Al oír aquello, Vincent y Misty habíanemprendido la huida. Y ahora estaban rodeados delos frutos de aquellos viajes.

—¿Quién es Connie Georgianos? —preguntóVincent leyendo una tarjeta.

—Del sindicato de fontaneros —respondióMisty—. Papá es su abogado. ¿Qué nos mandan?

—Parece una calabaza de cristal. ¿Enviarle unregalo de bodas a la hija de tu abogado puede

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considerarse soborno?—En el caso de un tarro de galletas de cristal,

no. A menos que esté lleno de un montón debilletes de los grandes. ¿Quiénes son los Spaack?

—Esa gentecilla horrible que bebió de más enla recepción que dieron mis padres —respondióVincent—. Apuesto a que han enviado algohorroroso.

—Pues sí. Una bandeja de plata para lastostadas.

—Plateada —añadió Vincent—. Vaya par deelementos. Esta tarjeta solo dice cuatro treinta yuno. ¿Quién es cuatro treinta y uno?

—Los electricistas —dijo Misty—. ¿Qué hanenviado?

—Una tostadora, naturalmente.—Qué bien quedará al lado de nuestras otras

dos tostadoras, todas en fila.A medida que pasaba la tarde, los rincones del

salón iban llenándose de papel de regalo, virutasde embalaje y papel de seda.

—Muy bien —dijo Vincent—. Esto es lo quetengo en mi lado. Una ensaladera de madera. Una

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ensaladera de cristal. Una ensaladera de cerámica.Una coctelera. Un juego de tacitas de café, no, dos,uno rojo y blanco y otro con florecitas. Un iconoruso falso de uno de tus tíos comunistas, uncenicero de cristal tallado y dos cucharones deplata. ¿Tú qué tienes?

—Tres manteles, una fuente para la verdura contapa, un juego de moldes para charlota —dijoMisty—, una cafetera exprés, una cesta con tapa,una de esas llaves de plata para exprimir el tubode la pasta de dientes, un trinchante, tresbomboneras de plata, una acuarela de un cañaveralcubano, regalo de mi otro tío comunista, y unobjeto imposible de identificar de unos que sellaman tía Betsy y tío Herbert. ¿Quiénes son?

—No vinieron. Son muy viejos y menudos yviven en Maine. Dámelo. Vamos a ver.

El objeto en cuestión era un cilindro de maderalabrada con tapa de plata.

—No es una petaca —dijo Vincent—. Ytampoco parece hecho para contener nada. ¿Es unbibelot?

—Pongámoslo en el estante y olvidémoslo ahí.

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Estoy un poco cansada de tanta cosa, ¿tú no?—No. Soy materialista y creo que la naturaleza

espiritual de nuestro gran amor nos hacemerecedores de absolutamente todo esto. Ytodavía habrá más. Tengo una lista de todos losque todavía no han aflojado.

En la lista de ausentes de Vincent, los másdestacados eran Bernie, el tío de Misty, y HesterGallinulle, la prima de Vincent, antigua actriz detelenovela convertida en productora teatral enBroadway. Aparecieron los dos, uno detrás delotro.

Una tarde Misty llegó a casa y se encontró conque Vincent estaba enfrascado en una conversacióncon una persona incrustada en el sillón de orejas.Lo único que se le veía era la punta del puro. Erael tío Bernie, sin duda. No había nadie cuyos purosolieran tan bien.

El tío Bernie se levantó del sillón y envolvió asu sobrina en un inmenso abrazo. Era un hombretónvestido con traje de tres piezas, camisa de seda ycorbata pintada a mano. Vincent y él estabanmasticando muy contentos sus habanos y bebiendo

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whisky en unos vasos de cristal tallado regalo deun pariente lejano de Vincent.

El tío Bernie era enorme. Tenía unos grandesojos castaños, cejas que parecían de paja y unacalva reluciente rodeada por exuberante cabellogris. Los hombres jóvenes, advirtió Misty, nuncaolían como el tío Bernie. Él olía a puros, a esaslociones antiguas para el afeitado y a algo difícilde identificar, a cuero tal vez, algo que tal vez lesaplicaran a las personas como el tío Bernie en losbarberos caros. La tía Flo, la difunta tía de Misty,decía que a lo único a lo que el tío Bernie olía eraa dinero mal ganado.

De niña, cuando el tío Bernie iba de visita aChicago, solía sacarla a pasar el día con él. Suprimera parada era la barbería de Palmer House,donde el tío Bernie iba a que lo afeitaran. Mistymiraba embelesada mientras al tío Bernie loenvolvían con unas toallas calientes. Cuando elbarbero llegaba con la taza para el jabón y labrocha de pelo de tejón y le pintaba la cara, Mistyse quedaba extasiada. Después del afeitado, al tíoBernie le cortaban el pelo muy cuidadosamente

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mientras una manicura silenciosa le sacaba brillode las uñas con un pulidor de gamuza. Cuando altío Bernie ya le habían pasado el cepillo y lehabían entregado su chaqueta, daba una propinaespléndida y se llevaba a Misty a almorzar alBlackhawk. Después, los dos se iban al estadio deSoldier’s Field, donde el tío Bernie miraba lospartidos de fútbol americano de la liga católica yella se escondía en el abrigo de tío Bernie paraestar calentita. A Misty le asaltaron de repenterecuerdos de su infancia y le pareció raro ver a sutío Bernie hablando con el que ahora era sumarido.

—Un gran tipo, tu marido, Misto —dijo el tíoBernie—. Vincent me ha hablado mucho de ti. Oíra alguien decir esas cosas de su mujer es algo quea un viejo como yo le arranca una lágrima. Yo yallevo varios matrimonios, Vincent. Coge otro puro.Tengo una caja entera, la verdad. Os he traídopasta, muchachos, pero está en el hotel. ¡Casados!Mira tú... Parece que fue ayer cuando tú y yo nossentábamos en Soldier’s Field, Misto.

—Antes íbamos a Palmer House —dijo Misty.

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—Ah, la barbería. A tu padre nunca le parecióbien. Él se afeitaba en Hyde Park. Me decía:«Bernie, ¿puedes explicarme por qué expones a mihijita, tu sobrina, a una manera tan nefasta degastar el dinero?». A lo que yo respondía: «Laniña tiene que aprender a reconocer la auténticaperfección, Fritz». Bueno, muchachos, ¿vais adarme de comer o la comida voy a tener quedárosla yo?

—¿Has salido de tu escondite, tío Bernie? —preguntó Misty.

—Ah, eso —respondió él—. Tu piadosa familialo ha sacado todo de madre. Yo nunca he sido muymalo, Misto, un poquito nada más, y solo fue cosade impuestos. Hace mucho tiempo mis abogadosme dijeron que me convendría perderme unatemporada y me perdí en las Bahamas. El sitio estan agradable que decidí quedarme allí. Además,así me ahorro problemas. No, he venido a verprimero a mi pelotón de abogados y mi escuadrónde contables, luego tengo intención de acercarmecon tus padres a Medicine Stone, a ver el pueblo ya los primos. Y, por supuesto, he venido a verte a

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ti y al tipo con el que te has casado. Estáspreciosa, pequeña. No te veía desde tu último añoen la universidad. Fue en el funeral de alguien. ¿Enel funeral de quién?

—De tía Flo —dijo Misty.—Tía Flo —dijo el tío Bernie—. Qué

insoportable era. Pongamos que os llevo a cenar.¿Qué queréis? ¿Un sitio pequeño, íntimo y caro oun sitio pequeño y lleno de gánsters?

—Pequeño y lleno de gánsters —dijo Vincent.—¡Ahí le has dado, muchacho! —dijo el tío

Bernie.El tío Bernie los llevó a un local que solíafrecuentar en sus días de promotor musical, unantiguo bar clandestino conocido como el Firenze.Las paredes estaban decoradas con murales ajadoscuyos chillones colores se veían ya muy apagados.El lugar, sin embargo, no lo llenaban gánstersnotorios, sino vigilantes nocturnos, estudiantes,parejas muy bien vestidas, gentes de la zona,familias con niños soñolientos a los que les dabanzuppa inglese y jóvenes amantes que bebían vino

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en jarras de cerveza. Justo cuando el local estababastante tranquilo entró un campeón de boxeo conun séquito muy numeroso y le dieron mesa deinmediato.

Vincent cenó hasta quedar en la gloria. Ya encasa, se quitó la ropa y se desplomó sobre lacama. Le dio un beso a Misty.

—El tío Bernie es un fenómeno —dijo, y sequedó dormido.

Misty se puso a pensar en su esposo dormido.Vivir con Vincent, se dijo, era a menudo comovivir en una casita en la que todas las muñecas ytodos los juguetes se llevaban de maravilla. Mistysabía que en el mundo real, la gente como WalterCardworthy y Fritz Berkowitz andaban enzarzadosen una guerra social. En el mundo real, cuando lagente como Misty y Vincent se casaba, sus padresquedaban horrorizados y trataban de impedir laboda. Y si eso no pasaba, los padres se mostrabanfríamente educados, pero la pareja de reciéncasados no encontraba un apartamento decente ouno de los dos se ponía enfermo o los análisis desangre se traspapelaban. Viviendo con Vincent,

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Misty se dio cuenta de que había pasado buenaparte de su vida preparada para rechazar algúnterrible golpe bajo. Ella no creía que la mayoríade las personas fueran amables ni decentes. Nuncahabía creído que en la vida todo pudiera ir sobreruedas. No creía que la vida fuera a dejarte en pazpara poder ser feliz en este mundo.

Vincent sí creía en todas esas cosas. Él pensabaque su perspectiva optimista y la deprimentevisión del mundo de Misty se fundían en una solaimagen del mundo muy equilibrada.

Lo cierto era que Misty era moral y Vincent erabueno. Viéndolo dormir, Misty tuvo unarevelación: los buenos no tienen por quésalvaguardar la moral, porque son así denacimiento, mientras que para las personas comoMisty, que no eran buenas, la bondad suponía unesfuerzo extraordinario. En eso consistía unsistema moral: te ayudaba a ser bueno cuando túno lo eras demasiado. De Vincent, Misty habíaaprendido que la bondad y la estupidez no estabannecesariamente vinculadas. Uno podía ser bueno ytambién inteligente.

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Vincent no juzgaba: Vincent disfrutaba.Disfrutaba del tío Bernie porque el tío Bernierebosaba energía, porque la razón de ser del tíoBernie era que los demás disfrutaran con él. Lavida no era tan complicada como Misty habíapensado. Con Vincent a su lado, las cosas solíanser tan sencillas como a Vincent le parecían.

Misty apagó la luz de la mesilla de noche. Conun débil suspiro, se volvió de lado, se acurrucócontra su marido y se quedó dormida.

Al día siguiente, Misty estaba sentada a su mesadándole vueltas al asunto de la vida conyugal.Resultaba que el matrimonio era una serie depequeños acontecimientos. Esa mañana, porejemplo, Vincent se había puesto su mejor camisay había ido a dar una conferencia en la AsociaciónNacional de Conservación y Tecnología. Iba apresentar los planos, mejorados y más eficientes,de una máquina compacta que convertía todos losresiduos domésticos en mantillo, en lodosresiduales o en gas metano en cantidadessuficientes como para alimentar máquinas

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pequeñas como cortacéspedes. Ese modestosistema, pensaba Vincent, podría extenderse al usourbano: un sistema multifunción que convirtiera losresiduos en una fuente de energía y de ingresospara la ciudad.

Cuando esa noche llegara a casa, lo haríaanimado y triunfal, como siempre que presentabaun trabajo.

Esa noche también sería la del primer encuentrode Misty y Hester Gallinule, la prima de Vincentactriz de telenovelas convertida en productora deBroadway. El tío Bernie iba a verse con susabogados y había prometido que pasaría por elapartamento después de cenar para darles suregalo de bodas.

—¿Por qué tenemos que tener a tanto parienteencima?

—El tío Bernie no es un pariente —respondióVincent—. El tío Bernie es un efluvio divino. Yprometí que la prima Hester vendría a cenar.

—¿Se llevarán bien la prima Hester y el tíoBernie?

—¡De maravilla! —dijo Vincent—. Tú espera y

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verás. Hester está loca. Cree que cinco aventurasde nada equivalen a un gran amor. Es muycharlatana. Te encantará.

A Misty le pareció inmediatamente odiosa, peroera prima de Vincent. La vida de casada era eso:los platos se fregaban y la colada se tendía, televantabas por la mañana para ir al trabajo.

En el trabajo, terminabas el proyecto sobre elhabla de los hispanos, presentabas tusinvestigaciones y escribías un artículo que ya teníafecha de aparición en American Speech. Luego tetransferían a una cosa que se llamaba Estudiosobre la Iglesia y la Vida en la que tenías queevaluar cómo incidían en la vida de sus feligreseslas iglesias que desarrollaban su actividad enotros idiomas.

La vida de casada consistía, en parte, enacostumbrarse a estar casada. Vincent le habíadado un consejo: «Tú estate casada y ya está. Asíes como se acostumbra uno. Y, por cierto, ¿dedónde demonios has sacado ese sentimiento deprofundo pesimismo?».

—La vida nunca le sonríe a la bisnieta de unos

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buhoneros expulsados de Rusia —le habíarespondido Misty—. Que en mi familia todos sedediquen a profesiones en las que abundan losproblemas no es algo casual. Estamos esperando alos cosacos, nada más; cuando los cosacos lleguena Connecticut, lo entenderás.Entre tanto, a Misty sentirse pesimista no leresultaba nada fácil, aunque para mantener elequilibrio se aferraba al pesimismo siempre quese lo encontraba. Los cosacos llegaron a sudespacho en la persona de Denton McKay, al quenunca había perdonado y al que miraba con unaprevención a la que, creía ella, tenía todo elderecho del mundo.

Denton McKay entró en el despacho de Mistycon ganas de charlar, se sentó en la esquina de sumesa, le echó una mirada llena de curiosidad a lalista de la compra que tenía en el papel secante yse puso a ordenarle los papeles y los clips.

—Dicen por ahí que te has casado —dijoDenton—. Llegas aquí y te casas.

—¿Quién ha dicho que me he casado? —

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preguntó Misty.—Aquí no se habla de otra cosa. Una de las

chicas me lo ha contado. Por aquí corren unmontón de chicas, ¿te habías dado cuenta? Unmontón. ¿Qué crees que harán?

—Las contrató usted para que hicieran desaboteadoras a sueldo.

—¿Ah, sí? No, qué va. Pero no es mala idea. Elcargo de saboteador. Tú las contratas y ellas temantienen alerta. En fin. ¿Con quién te has casado?

—No se crea todo lo que oye —respondióMisty.

—¡Vamos! Te has casado con VincentCardworthy, ¿no es eso? Ni siquiera sabía que loconocías. ¿Tanto te interesa la basura? Si te hascasado con él, debe de interesarte. Un tipobrillante. ¿Crees que habrá alguna norma queprohíba los matrimonios entre empleados? Tendréque comprobarlo. Bueno, a mí me parecefantástico. Me gustan el orden y la disciplina.Supongo que tendríamos que regalaros algo. ¿Quéquerrías?

—Un aumento de sueldo.

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—No, no. Algo para los dos, algo como unajarra de martini.

—Ya tenemos una jarra de martini. En realidad,tenemos varias.

—Bueno, pues entonces algo como unatostadora —dijo Denton.

—Tenemos tres tostadoras —dijo Misty—. ¿Yuna obra de arte de precio incalculable o algo porel estilo?

—Pongámonos serios. ¿Y una bombonera deplata? Algo voy a tener que daros.

—Voy a decirle qué puede darme.—¿Qué?—Puede darme la satisfacción de ver como

recoge todos esos clips con los que ha formado susiniciales y se larga de aquí ahora mismo.

—Muy bien, muy bien —dijo Denton—. Pero yocreo que una jarra de martini es el regalo perfecto.

Esa noche, antes de que llegara su prima Hester,Vincent, en la cocina, hablaba de su genialidad.

—Estuve brillante —decía—. Les encanté.Soltaron tres carcajadas, pero los tuve en vilo casi

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todo el rato.—Eres un cuentista horroroso —le dijo Misty.—Eso es porque mi fervor es auténtico. Soy un

apóstol del ahorro. ¡Una máquina de mantillo encada casa! ¡Haga funcionar el cortacésped con susaguas residuales! ¡Caliente su hogar con suspropios lodos! —Agarró a Misty—. Un día nosharemos muy ricos.

—Échale al pato un poco de zumo por encima.—¿Pato? ¿Qué pato? —preguntó Vincent.—Mientras tú estabas por ahí haciendo de

genio, yo he comprado un pato para cenar—Y tengo otra idea. Cuando hayas terminado el

estudio sobre la iglesia y la vida, nosembarcaremos en un estudio sobre la basura. Unestudio etnográfico. Viajaremos. Iremos a la Indiay a África. Descubriremos cómo gestionan losresiduos otras culturas. Analizaremos lasrepercusiones del lenguaje empleado paradescribir el problema. —Se encorvó y regó el patocon zumo de naranja—. ¿Qué te parece?

—Me parece que estás soltando tu discurso —respondió Misty.

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—Soy un genio. Y ahora sal de aquí mientraspreparo una de mis magníficas ensaladas, porfavor. Y como verás, no solo soy un genio.También soy bueno y considerado. Ahí tienes unacaja de pastelería que contiene el postre perfectoque tu increíble marido ha traído a casa.

Hester Gallinule era una mujer alta y pecosa decuarenta años con pelo crespo y gafas oscuras. Sequitó el abrigo como si estuviera exponiendo a lavista un monumento. Llevaba un jersey rosa, unafalda rosa y unas botas tan apretadas que casi se leveían las venas. Aceptó una copa de vino y sedesplomó sobre los cojines del sofá.

—¡Vaya día! Un auténtico infierno, menos lanoche, por supuesto. Qué delicia conocer a lamujer de Vincent. —Hester tenía una voz ronca ymaravillosa—. Las plumas de mi voz se las debo amis vegetaciones, y al alquitrán, a los cigarrillos.—Fumaba con una boquilla negra—. No os hetraído regalo, queridos —continuó—. Cuandoanunciasteis la boda estaba fuera del país y meestoy matando para montar un espectáculo nuevo.

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En fin, que no llego a todo.Misty, cautivada, se reclinó en el sofá. Aunque

ella no tenía hermana mayor, Hester era esahermana mayor de todas las amigas que habíanpasado por su vida. Hermanas mayores que salíana clubes nocturnos, lucían faldas plisadas yvestidos de noche palabra de honor y olían aShalimar; en el bolso guardaban estuchitos decuero con el rizador de pestañas, el pintalabios decolor rosa subido y frasquitos de algo querecordaba a la vaselina para aplicarse en lascejas. Llevaban una ropa interior minúscula ypantalón pirata y se ponían bailarinas para estarpor casa. Les habían pagado a Misty y a susamigas para que no les contaran a sus madres quefumaban a escondidas en el baño. Misty se locomentó a Hester.

—Yo solo sigo anclada a mi generación, cariño—dijo Hester—. Las jovencitas me dais lástima.Piensa en lo que os habéis perdido: ramilletes deflores prendidos en la muñeca. Sujetadores sintirantes. Ligueros. Cada vez que me acuerdo de miadolescencia, me viene el olor a quitaesmalte.

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Solíamos pasar horas haciéndonos las uñas.Todavía tengo un álbum de recortes. Guardo todosmis brazaletes de flores, que a estas alturas ya sonantigüedades, claro. Incluso conservo uno de misantiguos vestidos palabra de honor. He cargadocon él todos estos años. Para llevarlo tenías queponerte unas diez enaguas. Las enaguas se handeshecho, naturalmente, pero el vestido todavíaaguanta. Solía ponérmelo para los bailes dedisfraces. Jacques, mi exmarido, pensaba que yoestaba loca, pero él ya nació mayor, sabes. Estardivorciada es el paraíso, eso según con quiénestuvieras casada, claro. Como Vincent te contará,mi exmarido era un auténtico hijo de puta.

—A mí me caía bien —dijo Vincent.—Por aquel entonces tú no eras más que un

niño. Un adolescente desgarbado. A Jacquesdebías de verlo como un adulto. Eraextremadamente aburrido y estúpido y testarudo.Un francés de los peores —dijo Hester—. De losque admiran a los ingleses. La cicatería francesa yel estiramiento inglés. Demasiado horroroso.Cuando yo salía en Peligro a medianoche, mi

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telenovela, ¿Vincent no te lo ha contado?, Jacquesno la veía nunca. La odiaba. Lo avergonzabadelante de sus estirados amigos. A mí meencantaba, claro. Estuvieron dándola muchísimosaños, hasta que me aburrí y me mataron. Yo hacíade Emma Jacklin, la mujer de Steve Jacklin, eljoven abogado. Cuando me mataron, ya era unabogado de mediana edad. Bueno, pues resulta queSteve me engañaba con una mujer que se llamabaMelba Patterson y que tenía un hijo ilegítimo cuyopadre era todo un misterio. Cuando quise dejar latelenovela, añadieron al argumento que ese niñoera hijo del padre de Steve Jacklin, y del sustotuve un accidente de tráfico mortal. Retrógrado ydivino, ¿no te parece? Para entonces ya hacíatiempo que Jacques había desaparecido del mapa,y salí de gira con una obra titulada ¡Vaya lujo!Pésima, un bodrio. Así que pensé que ya estababien y decidí que en vez de actuar iba aarriesgarme, y entonces invertí en un musical sobrefenómenos paranormales titulado Hocus Pocus queestuvo siete años en cartelera en el off-Broadwayy que nos hizo inmensamente ricos. Ahora soy un

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pilar del mundillo del teatro y Jacques puede irseal infierno.

—¿A qué se dedica Jacques? —preguntó Misty.—Al dinero, cariño —respondió Hester—.

Ellos dicen que trabajan en banca de inversión,que son analistas de valores, pero a lo que sededican es a ganar dinero. Me acuerdo de cuandoJacques quiso comprar una empresa. Fabricaba nosé qué pieza de helicóptero. Le dije: «Jacques, a tilos helicópteros no te interesan. Ni siquiera tegusta volar». Y él me respondió: «Lo de volar meda igual. Lo que a mí me interesa es el dinero». Aeso se dedica. A ganar dinero. Hará unos años quese casó con la chica más aburrida del mundo, ycuya inmensa fortuna compensaba lo horrible queera. Aunque no creo que Jacques se diera cuentade nada. A saber de dónde la habría sacado. A lomejor la importó. Le hizo un pequeño bambino, deél y de nadie más, y la niñera lo lleva al parque enun cochecito inglés. Todo muy formal. Estoysegura de que sus ideas sobre la educación de losniños serán muy tradicionales.

—Ya nadie habla de la educación de los niños

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—dijo Vincent—. Ahora eso se llama crianza.—En el caso de Jacques, eso se llama traerse a

una niñera de Francia —respondió Hester—. Acomer.

Durante la cena, Hester les habló de susamantes.

—No me malinterpretes —le dijo a Misty—,pero creo en los amantes. Yo tenía dos y ahoratengo tres. Uno es un jovencito divino. Acaba degraduarse de la escuela de cine. Es tanmaravilloso sentirse adorada. Es muy dulce y muymelancólico. Me pide que me case con él unas tresveces a la semana, y cuando le digo que no porquesoy tan mayor que podría ser su madre, él se lotoma como una tragedia. Muy conmovedor. Delsiguiente no puedo contaros nada porque esdemasiado famoso y está muy casado, y luegotengo a Franz. Tú ya conoces a Franz, Vincent. Yolo conozco de toda la vida. Es el dueño de laGalería Liebenthal, viajamos a Europa juntos.Todo encaja. Estoy loca por el jovencito que meadora, con mi amigo casado siento la emoción delsecreto y el peligro, y Franz es mi estabilidad.

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Júntalo todo y ya tienes el matrimonio ideal.Mientras servían el café apareció el tío Bernie. AVincent le dio un abrazo, a Misty, un beso, y aHester Gallinule le besó la mano. Hester seenderezó en la silla.

El tío Bernie había llegado con una caja enormeque dejó en el suelo.

—Es el erre de be. El regalo de bodas —leexplicó a Hester—. Abridlo, muchachos.

Vincent y Misty se agacharon para desenvolverel regalo. Bajo el reluciente papel blanco y loslazos había una caja de color azul marino. Dentro,lo que parecía un abrigo de piel.

—¿Qué es? —preguntó Vincent. Tiró parasacarlo de la caja—. No tiene mangas.

—¿A ti qué te parece? —dijo el tío Bernie.—Parece una manta de pieles —respondió

Vincent.—¡La has clavado! —exclamó Bernie—. Eso es

exactamente lo que es. A Fritz y a Adalaide no lesparecería bien, y apuesto a que a Misto tampoco,pero si el tío Bernie no os malcría, ¿quién va a

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hacerlo?—Es la cosa más maravillosa que he visto en

toda mi vida —dijo Vincent.—Y ahorra energía —añadió el tío Bernie—.

Eso es cosa de tu gremio, ¿verdad, chico? Túmétete debajo, que no volverás a necesitar unradiador nunca más. ¿A que es preciosa,muchachos?

—Vayamos a ver cómo queda —dijo Misty.Se dirigieron al dormitorio en tropel y todos

coincidieron en que la manta de pieles era unaauténtica preciosidad.

—Ahora, el café —dijo el tío Bernie—. Conquete dedicas al teatro, Hester. Yo también era delramo, aunque un poco de refilón. Hacía depromotor musical. Tú serás demasiado joven parasaber a qué me refiero.

—Cántale tu canción a Hester —dijo Vincent.—En los cuarenta compuse una cancioncilla —

explicó el tío Bernie—. Lo que en esa época seconocía como piezas de actualidad. Yo confiaba enque se pusiera de moda, pero no llegó a pasar decapricho pasajero. ¿De verdad crees que Hester va

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a querer oír una canción que se llama El gallitobailón, Vincent?

—Hester quiere oírla —dijo Hester.El tío Bernie se levantó. Sujetándose las

solapas de la chaqueta con las manos, cantó Elgallito bailón, se marcó un breve pasodoble ysacudió la chaqueta.

—Es el baile que me inventé para la canción —dijo mientras se sentaba.

La espalda de Hester ya no tocaba el respaldo.Parecía una niña recién salida de un colegio demonjas. La expresión de su cara no traslucía losefectos que la visión del calvo, corpulento yelegantísimo tío de Misty le había causado. Mistycreía que estaba horrorizada. Y se equivocaba depleno.

—Dame tu chaqueta, Vincent —dijo Hester—.Muy bien, tío Bernie. Enséñame cómo va.

Hester y el tío Bernie eran aproximadamente dela misma altura, pero con sus botas Hester ganabavarios centímetros. El tío Bernie la hizo girar porel salón. Fueron agitando la chaqueta al unísono yluego enfilaron hacia la cocina marcándose un

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tango.—¡Dios mío! —exclamó Misty. Estaba

rascándose el puente de la nariz, señalinconfundible de angustia.

—¿Qué pasa? —preguntó Vincent—. Hemosllenado de luz y risas el corazón de nuestrosparientes.

El tío Bernie y Hester bailaron otro tango devuelta a la mesa, donde bebieron café y brandy yHester le dio una calada al puro del tío Bernie.

—Hora de irme, muchachos —dijo el tío Bernie—. Os dejo a lo vuestro y a vuestra manta vulgar.Ahora voy a acompañar a tu deliciosa prima a sucasa.

—Qué pesadilla —dijo Misty mientras Vincenty ella recogían la mesa.

—¿Pesadilla? Dios, si ha sido un sueño hechorealidad. Qué pareja tan perfecta. ¿Por qué no senos había ocurrido?

—Me parece una idea malísima. El tío Berniees un sinvergüenza.

—Hester adora a los sinvergüenzas. Y, además,

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el tío Bernie solo es un poquito sinvergüenza. Élmismo lo ha dicho. A Hester le encantan los tiposrumbosos. Te lo juro, Misty, a veces pienso que ati te pasa algo.

—Sí.—¿Y qué te pasa?—Tú crees en los finales felices. Yo no. Tú

crees que todo va a salir bien. Yo no. Tú crees quetodo es fabuloso. Yo no.

—¿Y por qué no?—A veces pienso que tienes menos sentido

común que una gallina, Vincent. Tu familia duermeplácidamente en Petrie desde el origen de lostiempos. Yo vengo de una familia que ha huido delejército del zar, que se ha roto la crisma en lospiquetes y que nunca ha podido dormirplácidamente en ningún sitio.

—Puede que eso sea cierto —dijo Vincent—,pero tú has dormido plácidamente en Chicago. Tupapá creció en una granja, y, por lo que yo sé, a tumadre la criaron en el Instituto de Arte. Tú nuncahas huido del ejército de nadie. Conque explícate.

—Es cultural —dijo Misty.

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—Y a mí me parece muy bien —respondióVincent—. Nos necesitamos el uno al otro.Ninguno de los dos estará a salvo solo.

—A veces tengo la impresión de que noentiendes lo distintos que somos.

—Me doy cuenta de ello todos los días —dijoVincent—, pero creo que el amor lo cura todo.

—Típico de ti.

Pasaron varios días sin noticias del tío Bernie nide Hester hasta que un fin de semana llegó unanota formal de agradecimiento de Hester. En letragrande y de trazo ondulado, alababa el pato y elencanto del apartamento, les decía cuánto sealegraba del matrimonio de Misty y Vincent, ycomentaba que el tío Bernie y ella habían salido abailar en varias ocasiones. Una llamada telefónicadel tío Bernie así lo confirmó. Estaba a punto demarcharse a Chicago y a Medicine Stone, yllamaba para despedirse. Hester y él, les dijo,habían descubierto un montón de lugaresmaravillosos para bailar: azoteas de hoteles,clubes nocturnos puertorriqueños y desvencijados

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salones de baile.—Nos lo hemos pasado de miedo —les dijo.

Era la media mañana del sábado y Vincent habíaido a una reunión del Círculo Ecológico. Mistyestaba acurrucada en el sofá mirando la lluvia yleyendo el periódico. Iba a echar una cabezaditacuando el timbre de la puerta la despertó. Pensóque sería Vincent, que volvía antes de hora, perono. Era Guido.

Misty y Guido no habían vuelto a hablar enprivado desde sus primeros encuentros en la sedede la Fundación Carta Magna. Con esas dosconversaciones, y de un modo tácito, habíancerrado un trato: los dos se profesaban un afectocallado. La declaración había sido agradable,cálida y libre. A Misty le bastó con mirar a Guidopara saber que tenía problemas de algún tipo, loque la puso ligeramente nerviosa: lo más probablees que Guido quisiera ver a Vincent, pero allí nohabía Vincent alguno al que ver.

—Vincent ha salido —dijo—. Pasa a tomarte uncafé.

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—Sé que ha salido —respondió Guido—. Estáen el Círculo Ecológico. No venía a verlo a él.Vengo a verte a ti.

Misty le cogió a Guido el impermeable y elparaguas mojados y lo sentó a la mesa para que setomara un café.

—Vaya —dijo ella.—Holly está embarazada —dijo Guido con aire

cansado.—Vaya. Vincent no lo sabe.—No —dijo Guido—. Y no quiero que lo sepa.

Temo no ser capaz de soportar su sonrisaencantada ante la estupenda noticia.

—Comprendo —dijo Misty.—Sin duda. Supongo que pensé que podría

contar con que tú no te pondrías a soltar gorgoritosde felicidad. Necesito hablar con alguien y esealguien eres tú.

—Es Holly, ¿verdad?Guido se levantó y se puso a dar vueltas. Estaba

ojeroso.—Yo quiero tener un hijo —dijo—. Quiero un

hijo, de la clase que sea. Quiero un hijo para

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enseñarle a nadar y para llevarlo al parque y parapoder inventarme cuentos que contarle. Lossábados, quiero llevar a mi hijo a restaurantesfranceses y echarle vino en el agua y ponerle en elplato cosas para que las pruebe. Cuando se pongaenfermo, quiero quedarme toda la noche despiertoy también quiero ir a sus recitales de piano. Nosabía hasta ahora las ganas que tenía de ser padre.

—¿Qué quiere Holly? —preguntó Misty.—No tengo ni idea —contestó Guido—. La

noticia me la soltó hace unos días. Yo no sabía queella quisiera tener un hijo. Ni siquiera lo sé ahora.Nunca había dicho nada al respecto. Ahora meplantea el asunto como un hecho consumado y sevuelca en los detalles. Le ha escrito a uncarpintero de Maine para que le haga una cuna, porejemplo. Yo he visto la carta. Ha estado haciendoplanos del dormitorio trasero para convertirlo enel cuarto del bebé.

—Me temo que no veo dónde está el problema.—No sé qué siente. Tú no la conoces. Es como

un hombre de negocios. Me dijo: «Guido, vamos atener un hijo», y se acabó. Yo quería salir a

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contárselo a todo el mundo, comprar una caja depuros, llenar la casa de rosas. Y eso no puedeshacerlo sin saber si tu mujer está contenta o estátriste. Ella se limita a dibujar planos. No ha vueltoa decir una palabra al respecto. Deja caer esemeteorito a mis pies, el meteorito abre un agujeroenorme, y lo único que ella hace es barrer, nivelarel terreno y seguir a lo suyo.

Guido se sentó y se derrumbó en la sillaapoyando la taza de café en el platito condemasiada violencia. Del bolsillo se sacó un purocon los dos extremos cortados y lo encendió. Teníalos ojos castaños llorosos y preocupados.

—Puede que necesites demasiada información,Guido —dijo Misty.

—El que tiene demasiada información esVincent —dijo Guido—. No cuesta demasiadosaber cómo te sientes tú. Yo vivo con una fortalezaamurallada.

—Vincent vive con una fortaleza amuralladamedio en ruinas en busca de fondos para sureparación.

—Creo que va a dejarme otra vez.

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—¿Por qué lo dices? —preguntó Misty.—La conozco. Le ha llegado la hora de

retirarse.—Pues deja que se retire —dijo Misty—. Por

lo que tengo entendido, la primera vez no te dejó,solo se marchó unas semanas.

—Eso es dejarme.—Por Dios, Guido. Pensaba que había

emparentado con una familia inteligente. No estáscasado con La Mujer. Estás casado con una mujeren particular, y esa mujer en particular secomporta de una manera en particular. Necesita serella misma de vez en cuando. ¿Cambia eso lascosas? A menos que no confíes en ella.

—No es que no confíe en ella. Es solo que yono la entiendo y ella no sabe explicarse.

—No la entiendes porque tú no eres Holly —dijo Misty—. Si el que se marchara fueras tú, seríapor un motivo concreto y relacionado con Holly ycontigo. Eres incapaz de creer que ella puedamarcharse sin tener tus motivos. Pues bien, no soisla misma persona. Ella tiene sus propias razones.Mientras te quiera y no pase demasiado tiempo

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fuera, ¿por qué no la dejas tranquila? Tener un hijoes un asunto muy serio. Puede que necesite un pocode tiempo para ir haciéndose a la idea.

—Esta es una conversación muy desconcertante—dijo Guido.

—Tú la has querido —contestó Misty.—No le digas nada a Vincent durante un tiempo,

¿me harás el favor? Se lo contaré yo, peroesperaré a tenerlo todo resuelto.

—Tú y tu amigo Vincent sois un caso perdido—dijo Misty—. No hay nada que hacer. Pregúntalesi está contenta de tener un hijo y luego déjalamarchar.

—¿Y yo qué? —preguntó Guido—. ¿Y miderecho a la dicha paterna? ¿Y mis sentimientos?

—Ya te llegará el gran momento —dijo Misty—. Tú espera a tener al bebé en brazos y a que tellene el traje de babas.

Holly sí que iba a marcharse, y se marchaba paraacostumbrarse a la idea de tener un hijo. Mistyhabía dado en el clavo, igual que Guido al elegirla palabra «retiro». Holly se iba a un monasterio.

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Había encontrado una orden de monjas anglicanasy se iba de retiro espiritual.

—Tú no tienes medio gramo de sentimientoreligioso —dijo Guido.

—Puede que no tenga sentimientos religiosos,pero me gustan los ambientes religiosos —dijoHolly—. Además, la idea de estar embarazadahace que me sienta medieval. Es una ordencontemplativa y necesito silencio. Y, además,siento el impulso de rodearme de mujeres.

—¿En serio? —preguntó Guido con vehemencia—. ¿Y cómo has dado con esas santas?

—Es un sitio famoso. Siempre he querido ir.Tienen una directora de retiros y también habráotras mujeres de retiro espiritual.

Holly estaba tumbada en el sofá, envuelta en unamanta de cuadros escoceses. A su lado, en elsuelo, una bandeja de té con su taza y su platito deflores, la tetera y una jarrita de leche. Un platito decristal contenía los restos de unas tostadas conmantequilla y miel.

Holly te hacía pensar en cuadros, encomposiciones, pensó Guido. Mirarla sin pensar

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en los elementos individuales resultaba imposible:el rubor de sus mejillas, su melena espesa ybrillante, el contraste entre las muñecas y lospuños de la camisa. Se la veía calentita, que noperezosa. A Holly se le daba bien preparar elterreno para la acción: encontraría ropa deembarazada igual que la que siempre llevaba,encontraría ropa perfecta para el bebé, inventaríauna dieta para la futura mamá, y cuando el bebéllegara, también inventaría una dieta para él. AGuido, las mujeres guapas con gafas o con un bebésiempre le habían resultado muy conmovedoras.Pronto llegaría a casa para encontrarse con laestampa de su preciosa mujer y su hijo. Si elsentimiento hubiera sido mutuo, Guido habríaestado exultante de felicidad.

Al lado del sofá había una pila de libros: unejemplar de La regla de san Benito, Dietas paramadres y un libro con la sobrecubierta blancatitulado Serenidad prenatal. Holly no perdía eltiempo, pero mantenía la felicidad de Guido araya. A Guido le entraron ganas de hincarse derodillas y ponerse a cantar de alegría, pero Holly

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estaba hablando de su retiro espiritual.—No se me ocurre un lugar más sano al que ir

—decía—. Como tienen muchísimo terreno, el aireestá muy limpio. Crían y cultivan sus propiosalimentos. Tienen una granja, un huerto y vacas. Lamantequilla y el queso se los hacen ellos. Tienenuna casa de invitados para gente como yo. Y albebé también le irá bien. En su libro sobre laserenidad prenatal, la doctora Margot Justis-Vorander dice que es fundamental que los bebéspasen las primeras semanas de su incipiente vidaen un entorno de absoluta tranquilidad. Eso es algoque muy poca gente tiene en cuenta. La madredebería mantenerse tan serena como sea posible.

—¿Y el padre? —preguntó Guido.—Tengo que moverme por impulsos —dijo

Holly—. Por lo visto, el embarazo tiene los suyospropios. Tengo que disfrutar de auténtico silencio.Le hará bien al bebé. Y, además, no eres tú quientiene que andar con el bebé a cuestas, soy yo.Tengo que acostumbrarme y reflexionar alrespecto. Serán pocas semanas.

—¿Cuántas semanas son pocas? —preguntó

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Guido.—El retiro es de diez días, pero puede

alargarse.—Puedes alargarlo tú, querrás decir.—No te pongas agresivo, cariño. A fin de

cuentas, tener un hijo es un asunto muy serio.Un asunto muy serio significaba que Holly no

iba a volver al cabo de diez días. Significaba quevolvería cuando le apeteciera. Más queenfurruñarse, Guido era de los que se quedabanamargados dándole vueltas a las cosas, pero enese momento tenía la sensación de que lo habíandejado sin opciones. Se sentó a darle vueltas alasunto muy amargado. La vida era injusta contodos los justos, pensó. Por desquiciante que fueraella, el carácter de Guido lo obligaba a ver lascosas desde el punto de vista de Holly, o desde loque él imaginaba que sería su punto de vista si ellase hubiera molestado en explicarse. Así estabanlas cosas: el bebé lo tendría ella y Guido no eramás que un testigo. ¿Sería el deseo de tenerla conél, a su lado, el terrible anhelo del mirón? Tal vezestuviera celoso. Tal vez todos los hombres

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sintieran esos mismos celos. Tal vez la rabia quesentía hacia Holly era rabia por la situación en laque se veía: él solo había estado presente en elmomento de la concepción. El misterio empezabaahora y le pertenecía a Holly y a nadie más.

Tal vez él necesitara demasiada información.Tal vez necesitara una explicación para todo,escrita bien grande en letra de palo. Holly no eradada a explicaciones, ella asumía y actuaba.¿Cómo podía la vida ser tan grácil y tan confusa almismo tiempo?

—No pongas esa cara de pena —dijo Holly—.Ven a acurrucarte conmigo. Es muy probable queun poquito de amor por la tarde le haga muchobien a nuestro maravilloso futuro niño.

—Pensaba que lo que le convenía era absolutaserenidad.

—Eso significa no estar tenso, nada más —respondió Holly—. No dejarse atrapar en lastensiones innecesarias de la vida moderna.

Guido se levantó. Durante unos instantes, seacordó de la suficiencia con la que había tratado aVincent cuando él empezaba a cortejar a Misty.

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Desesperado, Vincent le había dicho: «A vecescreo que estoy enamorado, y otras, que estoyenfermo».

El quid de la cuestión era ese, pensó Guido.Holly lo abrazó, y durante aquellos instantes él nofue capaz de distinguir entre una cosa y la otra.

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8

Holly emprendió su retiro una mañana temprano,cargada con una bolsa de viaje muy sencilla decolor negro y vestida con lo que le pareció laindumentaria apropiada para una seglar en unmonasterio: una falda negra, un jersey gris ymedias grises. Se había quitado los brillantes delas orejas para ponerse unas perlitas. En el bolsollevaba un ejemplar de La regla de san Benito, unfrasco de vitaminas y el libro de la doctora Justis-Vorander sobre la serenidad prenatal. Por cómo sehabía vestido, Guido sabía que ella iba a ganar enelegancia a todas sus compañeras de retiro.En cuanto se hubo marchado, Guido corrió a sudespacho, allá donde la vida no le deparabasorpresas. Betty Helen había vuelto y Stanleyhabía decidido quedarse para ayudarlos. Parasorpresa de Guido, Stanley y Betty Helen sellevaron de maravilla. Stanley hacía de chico delos recados, de segundo mecanógrafo y de lectorde propuestas y manuscritos. Si alguna tarde el

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despacho estaba tranquilo, solía leerle laspropuestas a Guido, cuyo nombre había acortado a«Guid».

—Vale —le dijo una vez Stanley—. Atiende.Esta dice: «El espacio y el tiempo sonmodalidades configurativas unidas por susesencias infinitas. La forma alude a la casualidaden un contexto de inmensidad esencial, de ahí lanoción de accidente. El artista trabaja sujeto alimitaciones invisibles que inciden en lapercepción, en la energía y en la suma de las dos,el trabajo, que no debe confundirse con “laobra”». Adivina qué es esto, Guid.

—Eso —respondió Guido— es la propuesta deun escultor que quiere poner unos adoquines en unjardín.

—Casi, pero no te llevas el premio. Es de unalfarero que quiere duplicar las «formasaccidentales en la naturaleza».

—¿Y, según él, qué es una forma accidental enla naturaleza?

—Bueno, el tipo dice cosas como «sucesosaleatorios unidos mediante vínculos amorfos que

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configuran estructuras singulares».—Se refiere a una especie de charco —explicó

Guido.—¿Ah, sí? —dijo Stanley—. Eso es superraro.

Un idioma completamente distinto.—Cuando yo tenía tu edad solía leerle esas

cosas a mi tío Giancarlo —le contó Guido—, poreso las tengo tan por la mano. No había muchagente que escribiera así, claro está, las propuestasque solíamos recibir eran novelas de sagasfamiliares, ciclos poéticos sobre Cincinnati ymurales para colegios. Escultores que trabajabancon el cincel y poetas que trabajaban con laspalabras, ya sabes. Cuando el tío Giancarlorecibía alguna propuesta como la de la formaaccidental en la naturaleza, cogía un lápiz graso decolor rojo y escribía en diagonal: SI NO PUEDEREDACTAR UNA PROPUESTA COHERENTE, TAMPOCO PUEDERECIBIR UNA BECA.

—¿Y entonces qué pasaba?—Pues que o el tipo nunca volvía a dar señales

de vida o volvía a redactar la propuestaenfrentándose al hecho de que lo que quería hacer

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era construir una uña gigante de corcho blanco, yel tío Giancarlo escribía NO NO NO NO con un lápizgraso de color rojo y le devolvía la carta. Luego eltipo conseguía la beca en algún otro lado. El tíoGiancarlo no quería que la fundación perdiera sucariz conservador. Su lema era que ante una obrade Rafael o de Matisse, nadie ha dicho jamás: «Miniño de cinco años lo haría mejor».

—Esa podría ser la base para un nuevo juego demesa —dijo Stanley—. Yo me invento una de estasdefiniciones y tú tienes que adivinar de qué setrata. Vale. Dime qué significa: «La imbricadacombinación entre el estrés sociorromántico y lacotidianidad de la experiencia humana permiteescapar a las estructuras represivas en un intentode redefinir parámetros».

—Eso significa: «Tienes problemas con tunovia y quieres cogerte la tarde libre».

Stanley se quedó de piedra.—Alucinante —dijo.—Es mi trabajo, nada más.—No es trabajo —dijo Stanley—. Es una

variante fuerza-finalización estructuralmente

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expresada en función de una acción repetida.—Piérdete —le dijo Guido.

Lo que Stanley entendió por tomarse la tarde libreconsistió en un prolongado almuerzo con Vincent,al que ya quería como a un auténtico primo.Stanley necesitaba consejo y nunca se lo habíanofrecido. Lo único que su hermano Muggs le habíadicho era: «Nunca mezcles drogas». Y comoMuggs vivía en California y Stanley lo había dadopor inútil, Vincent le pareció un excelente sustitutode hermano mayor.

—Tengo un problema —le dijo a Vincent.—Eres demasiado joven para tener problemas.—Pues tengo uno. Que sea joven no es razón

para no tomarme en serio. Estoy sufriendo lo quepodría definirse como una crisis de engaño.Engaño a Sybel porque ella cree que la quierotodo el rato, pero en realidad cuando estoy conella la mitad del tiempo lo paso pensando enMaria Teresa, la amiga de Misty.

—A Maria Teresa le pareces un bicho. Esdemasiado mayor para ti —dijo Vincent.

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—No se trata de ella, tío. De ella en sí misma,vaya. Es la idea de Maria Teresa, ¿entiendes? A míSybel me hace bien, vaya. La comida que cometiene mucha energía, es muy saludable. Por lamañana me manda hacer unos ejercicios de yoga ydespués meditamos. Medita ella, vaya. Yo solo lemiro los pies, y sin prestar mucha atención. Meconcentro en Maria T., básicamente. Me inventocartas de amor en latín y todo el rollo. No sé. Aveces pienso que es porque de vez en cuando megusta tomarme un helado sin sentirme culpable, opuede que a Sybel no la quiera como se debequerer. Me refiero a que tengo la sensación de quedebería ser sincero con ella.

—Ser sincero nunca es lo más acertado —dijoVincent.

—¿Ah, no? Qué sofisticado. Yo que te creía untipo de una pieza. Pero esto me está afectando, tío.Esta mañana Betty Helen me ha dicho que tenía elaura gris y suelo tenerla amarilla.

—¿Betty Helen? ¿Hablas de estas cosas conBetty Helen?

—No, tío, lo único que te estoy diciendo es lo

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que Betty Helen me ha dicho del aura.—¿Qué significa todo eso? —preguntó Vincent

muy serio.—Dios, Vincent. ¿Es que no hablas nunca con

ella? Es superrara. Cree en la espiritualidad. Ellave el aura y, con el aura, puede saber cuál es tuestado mental. Por ejemplo, me ha dicho que la deGuido es azul cielo, pero que ahora la tiene de unaespecie de morado oscuro y sucio. Tiene lógica,con lo de Holly metiéndose en un convento.

Vincent se quedó mirando a Stanley.—¿En un qué?—En un convento. Holly se ha metido en un

convento.—¿En un qué?—Para ya de repetir —dijo Stanley—. Esta

mañana oí a Guido al teléfono con la madre deHolly. Holly se ha metido en un convento.

—Quédate ahí —dijo Vincent—. Tú quédate ahísentado y no te muevas. Vuelvo enseguida.

Se fue muy enfadado a la barra y preguntó dóndetenían el teléfono público. Lo dirigieron a unacabina de madera ocupada por una jovencita

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nerviosa que sujetaba una agenda y hablaba a todavelocidad. Como estaba de cara a la pared, noadvertía los impacientes pasos de Vincent. Al cabode dos minutos, Vincent dio unos golpecitos en elcristal.

—¿Cuánto va a tardar? —gritó.—Estoy con una conversación muy seria —dijo

la chica—. Voy a tardar un poco.—¡Esto es un teléfono público! —gritó Vincent

—. Aquí nadie hace llamadas serias.—Es muy importante —saltó la chica.—Si no sale de ahí dentro voy a llamar a la

policía —dijo Vincent—. Es un asunto de vida omuerte.

—Bueno, un minuto —respondió la chica.Murmuró algo al teléfono y luego colgó.

—Todo suyo. Podría haberme arruinado la vida.La cabina olía a perfume francés. Vincent,

furioso, marcó el número de Guido.—Dice Stanley que Holly se ha metido en un

convento —dijo—. ¿De qué va todo esto?—No tengo intimidad.—A la mierda tu intimidad —dijo Vincent—.

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Soy tu amigo más antiguo.—Holly está de retiro espiritual. Descubrió un

monasterio puesto con muy buen gusto y se fuepara allá de cabeza. Cree que al bebé le irá bienestar en un ambiente sereno.

—¿Qué bebé? —gritó Vincent.—Por el amor de Dios, deja de gritar. Holly

está embarazada. ¿No te lo ha contado Misty?—¿Y cómo lo sabe Misty?—Se lo dije yo —respondió Guido—. Es

posible que le pidiera que no te lo contara. No meacuerdo. Estaba muy alterado.

—Me parece que lo mejor será que vengas acenar a casa esta noche —dijo Vincent—. No loentiendo.

—Pasa lo de siempre. Todo va de fábula. Hollyse queda embarazada y se larga a una comuna conunas monjas anglicanas. No entiendo nada y voy aser padre.

—Enhorabuena —dijo Vincent—. Qué cosa tanmaravillosa. Lástima que esté demasiado furiosocomo para apreciarla. Nos vemos esta noche.Dios, qué ganas tengo de retorcerte el pescuezo.

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—Voy a ser tío —dijo Vincent sentándose—.Holly está esperando un hijo.

—Pensaba que iba a meterse a monja —dijoStanley—. Y, de todos modos, eso no te convierteen tío, sino en algo así como primo cuarto.

—Me convierte en tío porque voy a sentirmetío. Y Holly se ha ido a un convento de retiroespiritual.

—¿Ah, sí? Qué pasada. Cuando estudiaba latíneclesiástico nos daban a leer rollo monástico deese. Los judíos no se complican tanto. Oye, túestás furioso. ¿Le has dado un buen repaso aGuido?

—No. Estaba enfadado, pero ya no. Come.—No te pongas a hacer prácticas de tío conmigo

—dijo Stanley—. Se nota que estás enfadado, tío.Y yo también lo estaría si mi mejor amigo meocultara las cosas. Bueno, basta de hablar de ti. ¿Yyo qué?

—Tus problemas son una estupidez —dijoGuido—. Tú espera a hacerte mayor y a tenerauténticos problemas. Entretanto, te aconsejo quepidas alguno de esos pastelitos de postre. Un

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éclair o dos fomentan la claridad de juicio.—¿Ah, sí? En ese caso, voy a pedir un éclair y

un milhojas.

Vincent salió temprano del despacho y volvió acasa andando. Quería estar un tiempo solo parareflexionar. Guido no le había dicho nada. Mistyno le había dicho nada. ¿A qué se debía eso? En supaseo lo acompañaba un profundo sentimiento depersecución. ¿Habrían descubierto Guido y Mistyalguna insuficiencia en él? ¿Sería incapaz de hacerfrente a una información vital? ¿Estaba tanensimismado en sí mismo que ya nadie le contabanada?

O tal vez aquello fuera una moda. A fin decuentas, Stanley tenía la impresión de estarocultándole la verdad a Sybel. ¿Quién más estaríaocultando información? ¿Y a quién? Pasó al ladode una fila de casas de piedra rojiza cuyasventanas iluminadas siempre le habían hechopensar que detrás de ellas discurrían vidas cálidasy estables. Ahora Vincent se preguntaba cuántossecretos permanecerían guardados en esas casas y

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cuánta gente los guardaría. ¿Qué maridosengañaban a su mujer? ¿Qué mujeres engañaban asu marido?

En casa, Vincent se apoltronó con un vaso dewhisky. Los mejores amigos deberían contarse lascosas importantes. Tener un hijo era una cosaimportante y más cuando eso implicaba ser tío. Elwhisky le calentó el pecho y le hizo pensar que talvez estuviera haciendo una montaña de un grano dearena. Cogió una revista del cesto que había allado de la butaca y se puso a hojearla. Vincentestaba en la lista de direcciones de todas lasinstituciones benéficas del país y recibía todas suspublicaciones. La revista que había cogido lapublicaba la Fundación para la FraternidadHumana. En la portada había un detalle de uncuadro del Bosco y las palabras: «¿Está el mundoyéndose al infierno?». Vincent estaba convencidode que sí: el calor del whisky ya se habíadisipado. Fraternidad Humana, que así sellamaba la revista, tenía una columna mensual conuna cita y comentarios de tinte humanista alrespecto. La cita de ese mes era de Georg Simmel

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y decía así: «Cuanto más alejadas del centro denuestra personalidad se hallan las terceraspersonas, tanto más fácilmente podemosreconciliarnos con su insinceridad, tanto desde unpunto de vista práctico como interior: si laspersonas que más cercanas nos resultan mienten, lavida se vuelve insoportable».

Vincent arrojó la revista al suelo. Era su mujerla que no creía en las casualidades. Esa cita no erauna casualidad. Las personas que más cercanassentía le habían mentido. La vida era insoportable.Se terminó el whisky hecho una furia.

Cuando oyó el clic de la llave de Misty en lacerradura, se levantó de la butaca de un brinco yse quedó en el pasillo con el ceño fruncido. Nosaludó a Misty ni tampoco le dio un beso. Laobservó mientras colgaba el abrigo en el armario.

—¿Por qué estás parado en el pasillocerrándome el paso con cara de mal genio? —preguntó Misty.

—¡Estoy cansado de que me mientan! —gritóVincent—. Estoy cansado de que se aprovechen demi buena fe. Estoy cansado de que se rían de mí

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como si fuera el tonto feliz mientras los adultosandáis por ahí con gesto serio.

—A Guido se le ha escapado, ¿no?—A Guido se le ha escapado —respondió

Vincent con tono amenazador—. Qué evasiva. Sí, aGuido se le ha escapado porque tu primo Stanleyes un entrometido. Y ahora descubro que mi mejoramigo y mi esposa comparten una información quea mí me está vedada. ¿Es que no soy lo bastanteprofundo para entenderlo? ¿Soy de temperamentodemasiado alegre para enfrentarme a estasdeprimentes realidades? Si la mujer de mi mejoramigo está embarazada y yo estoy a punto deconvertirme en tío, ¿no tendrían que contármelo?

—En primo cuarto —dijo Misty.—Y si la mujer de mi mejor amigo, embarazada

de mi sobrina o de mi sobrino, se va a unmonasterio, ¿tampoco tendrían que contármelo?

—¿Un monasterio? —dijo Misty—. ¿Holly?—¡Ja! Ya veo que no lo sabes todo. Holly está

de retiro espiritual.—Qué chic.—¿Eso es chic? —preguntó Vincent.

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—Ahora sí —dijo Misty—. Creo que tienesverdadero talento dramático, Vincent. Creo quetendrías que preguntarle a Hester si podría dartetrabajo de actor. No tenía ni idea de loshakesperiano que eres.

—Estoy furioso contigo y con Guido.—Ya lo veo. Ahora, si me dejas salir del

recibidor, te lo explicaré.—Suéltalo —le dijo Vincent.—No voy a subir al estrado para hablar —dijo

Misty—. Hablaré en tu regazo.—No, de ninguna manera. Mantén bien lejos de

mí tus malas artes femeninas.—No. —Misty se sentó en su regazo y lo abrazó

—. ¿Sabes qué, Vincent? Eres más bueno que elresto de gente. Te tomas en serio las cosas quedeben tomarse en serio. A mí solo me interesan laspequeñeces. Guido vino el sábado, creo quenecesitaba hablar con una mujer. Estaba muyafectado porque no logra desentrañar lossentimientos de Holly y Holly no habla. Ella selimita a actuar. Se quedó embarazada y se lo soltó,y él se derrumbó. Me pidió que no te lo contara

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porque se sentía fatal.—Y daba por sentado que yo me pondría a

saltar de felicidad y él no iba a poder soportarlo,¿no es eso?

—Exactamente. La situación es la siguiente:Guido estaba esperando a estar de humor paracontártelo y tú te habrías alegrado. Todo porque tequiere.

—¿Y tú dónde encajas en esa ecuaciónperfecta?

—¿Yo? A mí las naderías se me dan de fábula.Guido me pidió que no te lo contara, y cuandoalguien te pide que no cuentes algo, eso essagrado. Cualquier chica de trece años lo sabe;honor adolescente, nunca he podido superarlo.

—¿Te das cuenta de que este incidente haderribado las barreras de la confianza? ¿Sabes quecuando las personas que más cercanas nos resultanmienten, la vida se vuelve insoportable?

—Claro que lo sé —respondió Misty—.Leemos las mismas revistas. Cuando de secretosse trata, soy como el perrito de la campana. Esodemuestra lo inmadura que soy. Si se hubiera

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tratado de algo importantísimo, te lo habríacontado, pero tu reacción habría sido la misma,¿no es cierto?

—Por supuesto —dijo Vincent—. Me habríaenfadado con Guido y me habría alegrado por lodel bebé.

—Bueno, pues ese es el problema de las buenaspersonas. Nunca puedes contarles nada.

—En ese caso —dijo Vincent—, ser bueno notiene gracia.Guido llegó a la cena con expresión triste. Vincentseguía furioso y Misty tenía los nervios de punta.Les había entrado a todos un ataque de cortesía.Terminaron de cenar entre charlas forzadas, ycuando llegó el momento de pasar al café, Mistyconsideró que debía retirarse a la salita a fumarseun cigarro para dejar a los chicos solos.

—No, no —dijo Vincent.—No te vayas —dijo Guido.—¿Vamos a sentarnos y hablar de nuestro

conflicto? —preguntó Misty.—Sí —respondió Vincent—. Vamos a sentarnos

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a esta mesa y a hablar precisamente de eso.Empiezo yo. Tú, Guido, me has ocultadoinformación vital. Tú, Misty, has sido su cómplice.Guido no ha sabido distinguir su malhumor denuestra amistad y tú has sido incapaz de dejar a unlado tus ideas de adolescente sobre lasconfidencias.

Vincent se reclinó en su sillón y encendió unpuro. Guido y Misty cruzaron miradas de alivio.En cuanto Vincent ventilaba su ira, no tardaba enolvidarla. Ya no estaba enfadado, y los dos losabían.

Ahora le tocaba a Guido.—Si tú te sientes mal, imagina cómo me siento

yo. Holly se queda embarazada sin haber habladojamás del tema. Yo no sabía que quería un hijo,nunca me había dicho nada. Por cómo se comporta,cualquiera diría que la cigüeña entró volando porla ventana y le dejó la idea de tener un hijo debajode uno de sus arreglos florales. ¡Ni una palabra!No puedo creer que me lo haya soltado así. No esque no quiera tener un hijo, porque sí que quierotenerlo, pero estamos en el siglo veinte. Somos un

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matrimonio. ¿No se supone que los matrimonioshablan de estas cosas?

—¿Y eso dónde lo pone? —preguntó Misty.—¿Tú me sorprenderías a mí con un bebé? —

respondió Vincent.—Con lo merluzo que eres, sorprenderte a ti

con lo que sea siempre es un placer —dijo Misty.—Holly me lo soltó sin avisar —dijo Guido.—Pero tú querías un hijo —dijo Vincent

alegremente—. Y ahora vas a tener uno. ¿Por quéno te relajas y disfrutas?

—No es por el bebé —repuso Guido—. Es porla idea del bebé. Es porque Holly albergaba esedeseo y ni se molestó en decírmelo. Se suponíaque íbamos a hablar del tema juntos.

—Qué repugnante —dijo Misty—. Ahora, miturno. Esperas que Holly actúe como actuarías tú.Ni lo hace ahora ni lo hará nunca. ¿No te hasparado a pensar ni siquiera durante un instante quetal vez Holly ya supiera que tú querías un hijo perono estuviera dispuesta a mantener interminablesconversaciones al respecto? Puede que no leapeteciera tener una de esas charlas modernas

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sobre el esperma. Tal vez fue un accidente y a ellale pareció afortunado. Entiendo tus razones, ytienes todo el derecho del mundo a tenerlas, perotienes que ver las de Holly, y tú no eres ella.Además, Holly encaja con todo aquello que túcrees sobre el mundo, y también te quiere. De unou otro modo, siempre salís ganando. Puedessentarte a darle vueltas a un asunto que no lomerece. Puedes pensar que el universo es un lugaroscuro y lleno de sorpresas, y te equivocarás yacertarás al mismo tiempo. Holly es la mujer idealpara ti. Si estuvieras casado con alguien igual quetú, los dos os dedicaríais a comentarabsolutamente todos los detalles de vuestropasado, presente y futuro, y nunca os divertiríais.

—Si tan perfecta es Holly —dijo Guido—, ¿porqué me siento tan desgraciado?

—Porque lo que tú querías que pasara hapasado, pero no como tú querías —respondióMisty—. No lo organizaste tú. En pocas palabras,eres un niño mimado.

—Eso no es muy amable —dijo Vincent.—No, no lo es —respondió Guido—, pero es

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cierto. Bebamos algo.Pasaron al salón. Vincent sacó brandy y copas.Bebieron sentados los tres juntos en el sofá.Cuando llegaron a la segunda ronda ya estabantodos un poquito achispados.

—Misty puede decir todo lo que quiera —dijoGuido—. Es de la familia.

—Todos somos familia —dijo Vincent, paraquien el brandy y el sentimentalismo iban siemprede la mano.

—Me siento mucho mejor —dijo Guidoestirando las piernas—. Es la amistad entreadultos.

—Es el brandy —dijo Misty.—Qué materialista eres —dijo Guido—. Estoy

en compañía de mi familia y hacía semanas que noestaba tan contento.

—No durará —dijo Misty.—¿Y qué más da? —dijo Vincent—. Estamos

todos juntos. Somos familia y somos amigos. A míesto me parece lo mejor del mundo, y a Guidotambién.

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—Estos chicos... —dijo Misty.

Holly volvió de su retiro espiritual antes de que secumplieran tres semanas. Guido llegó a casa unatarde y se la encontró en la cocina haciendo lacena. Rebosaba salud.

—Pensaba que tenía que ir a recogerte.—Quería volver discretamente —le dijo Holly.

Le dio a Guido un beso sereno y volvió a ocuparsede la cena como si nunca se hubiera marchado. Ibaa ser su comida preferida, le advirtió a Guido, ydebía salir de la cocina de inmediato—. No estoyacostumbrada a hablar —continuó—. Tengo querecuperar la costumbre poco a poco.

Cuando se marchó, Holly dejó un apartamentoimpoluto, y así lo había mantenido Guido. Apenassi había rastros de su regreso. Toda su ropa yaestaba doblada o colgada y guardada. CuandoHolly no andaba por casa, sin embargo, la vidaabandonaba aquellas estancias y a Guido leparecía estar viviendo en medio de un paisajemuerto. Con Holly lejos, Guido encendía todas lasluces y aun así todo le parecía oscuro. Con Holly

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de vuelta en casa, bastaba la lámpara de la mesillade noche para hacer del dormitorio un lugarconfortable y cálido.

Durante la cena, Guido tuvo la sensación deestar comiendo auténtica comida por primera vezdesde la marcha de Holly. La comida de losrestaurantes, la de casas ajenas o la que sepreparaba él mismo tenían para Guido un saborpoco auténtico. Holly era una cocinera muy pura, ypara Guido ninguna otra cosa tenía buen sabor.

Mientras tomaban el café, Holly le habló de suexperiencia con la tranquilidad.

—Llevo tres semanas sin beber café. Ya ni meacordaba de lo que era un estimulante. Y elsilencio, los efectos de estar sin hablar sonincreíbles. Comes en silencio, pero alguien te leeen voz alta. Pasas el día entero sin hablar, con unabreve pausa por la tarde. He asistido a algunasconferencias sobre espiritualidad, pero lo másasombroso es el ambiente: vas empapándote de ély al final te das cuenta de que, aunque no suelasestar en tensión, vivir en sociedad terminatensándote. Empiezo a pensar que el espacio

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absorbe el ruido o el silencio. De vuelta a casa,por ejemplo, me monté en un tren vacío que sequedó unos quince minutos en la estación. No seoía ningún ruido, salvo el de los pájaros o el dealgún perro, pero allí no había sensación detranquilidad, mientras que el monasterio, aun llenode gente, es absolutamente silencioso. Ni teimaginas lo relajante que es eso. Todo eso me hallevado a pensar en cómo incorporar más silencioa la vida normal.

Tras aquellas palabras, el tenedor de Guidochocó estrepitosamente contra el plato. Las últimastres semanas le habían pasado factura. Estabainquieto y nervioso, a punto de sucumbir a unresfriado: tenía los huesos calientes y la carne fría,y las mantas no le hacían nada. Él no quería mássilencio en la vida normal. Él no quería que Hollyse entregara a una vida de silencio y lo dejarasolo. Tenía la impresión de que un poco más desilencio podría matarlo.

Esa noche cayó en un sueño febril. Soñó queHolly se había marchado y ese sueño lo despertó.Se sentó en la cama temblando. En la oscuridad,

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veía las sombras fantasmales de los muebles. Eldormitorio le recordaba a una marina. Volvió ahundirse en la almohada y se quedó dormido, esavez soñó que Holly decidía no regresar jamás. Serevolvió en la cama, muy triste, hasta que notó lapierna de Holly al lado de la suya. Eso hizo que sesintiera mejor. Se durmió y soñó que Holly sehabía metido en un convento y que no volvería averla nunca más. La sensación de pérdida y dedesesperación era tan aguda que lo sacó de susueño. Buscó a tientas la pierna de Holly, pero nola encontró en la cama.

Estaba sentada en una butaca, leyendo a la luzde la lámpara de lectura. Guido estaba mediodespierto, preso todavía de su pesadilla. A Hollyla veía muy lejos, borrada por la luz. Guido tratóde enfocar la vista, pero no lo consiguió.

Eran las cuatro de la madrugada. Guido sesentía muy afiebrado y habló sin querer.

—Holly —dijo—, vuelve, por favor.Se apagó la luz. Oyó que Holly dejaba el libro

en su mesita de noche y luego notó su mano fría enla frente.

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—Pobrecito mío —dijo Holly—. Tienes fiebre.—Vuelve, por favor.—Ya he vuelto.—Tú vuelve —dijo Guido—. Vuelve y no me

dejes.—Ya he vuelto, cariño. No me he ido. Estoy

aquí. Ahora duérmete.

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TERCERA PARTE

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9

Holly tenía una prima que se llamaba Gem, GemJaspar. Holly le llevaba cinco años y nunca lehabía prestado demasiada atención. Cuando iba ala universidad, Gem todavía jugaba a hockeysobre hierba, y la imagen que a Holly se le habíaquedado grabada era la de una niña vestida deuniforme.

Gem vivía de cara a la galería. Cuando lasrevistas de moda dedicaban páginas a la ropaideal para salir a navegar, nunca podía faltar unafotografía de Gem. Cuando los periódicosinformaban de suntuosas fiestas, no fallaba elnombre de Gem. En la perfecta agenda dedirecciones de Holly, Gem ocupaba una página ymedia: Holly odiaba las direcciones tachadasporque echaban a perder la pulcritud de su letra, yla existencia peripatética de Gem le había causadoinfinidad de pequeños disgustos. Como Hollycreía que la gente debía sentar la cabeza, a todoslos anotaba con tinta. Con Gem había acabado

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pasándose al lápiz.Gem era una de esas chicas altas, vigorosas y

atléticas que de lejos parecen un poco bizcas perode cerca ya no dan esa impresión. Había ido alcolegio en Francia y había hecho algún amago deestudiar una carrera, pero se había limitado aflotar entre las instituciones de enseñanza superiora las que la enviaban. En un momento dado, Gemse casó con un hombre llamado Clifford van Allen.Celebraron la boda en Suiza y luego sedispusieron a viajar. Clifford se dedicaba a lascarreras de coches y de caballos, aquellos eran susúnicos intereses. En otro momento dado, Gem sedivorció y se embarcó en una aventura desuperación: se matriculó en una academia dediseño de moda, dio clases de dibujoarquitectónico y pasó cuatro meses en una escuelade intérpretes tratando de descubrir si su francésera lo bastante bueno como para ser intérprete enNaciones Unidas. No lo era. Esas actividades leocupaban el otoño y la primavera. El resto deltiempo, Gem lo dedicaba a las vacaciones deverano y de invierno. Navegaba en verano y

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esquiaba en invierno, casi siempre en elextranjero.

Cuando Gem hacía alguna visita, sus botas demontar llenas de barro esperaban a la puerta de lacasa de sus huéspedes, y cuando hacía buen tiemposiempre dejaba sus pantalones de montar colgadosen la verja. Gem nunca viajaba ligera. En la maletallevaba botas y un sacabotas de hierro, y solíacargar siempre con la silla de montar y con unportasilla plegable de acero. No había ocasiónpara la que Gem no dispusiera de la indumentariay los accesorios adecuados. Gem debía hacerfrente a ciertas exigencias de su vida: necesitabaespacio para los esquís alpinos y para los defondo, para las botas de esquiar y para los patines,para sus botas de montar, para el equipo dealpinismo, para sus náuticos y su equipo de caza.

Holly y Guido no la veían desde el día de suboda, pero su paradero había quedadodocumentado en varias postales y mensajesgarabateados que parecían cartas pero eran, másbien, arrebatos en los que Gem se desahogaba.Holly no sabía por qué Gem la había escogido

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como destinataria de sus pensamientos másíntimos; aquella elección quizá se debiera,pensaba Holly, al hecho de ser la única prima deGem. Guido, por su parte, la atribuía al hecho deque Gem no tendría a nadie más a quien enviarleesos mensajes.

Al llegar una noche a casa, Guido se tropezócon un par de botas de montar. En el salón seencontró con Gem bebiendo té y mirando fijamentela cuna hecha a mano que alojaba a Juliana SturgisMorris, de seis meses de edad.Últimamente, cuando Guido metía la llave en lacerradura sabía con qué iba a encontrarse. Con laescena tan anhelada: su preciosa mujer y suprecioso bebé en íntima comunión en el sofá.Tener un hijo hacía la vida más segura.

Además, el embarazo de Holly había cambiadolas cosas. Si ella se comportaba de maneramisteriosa, lo hacía por alguna razón. Si rompía allorar o dejaba de hablar, había un motivo. Enrealidad, el bebé los había unido. Guido habíasupuesto que Holly iba a odiar estar embarazada,

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pero no fue así. Cuando notaba que el bebé le dabauna patadita, lo llamaba a su lado para qué élpudiera sentirla. Y si lo que Guido había queridoera que hablara, Holly rebasó sus sueños. Sesentía inmersa en un proceso milagroso del quedescribía hasta el menor detalle: hablaba delmisterio de la vida, le soltaba sermones a Guidosobre la pureza de los alimentos, y si estaban losdos en la misma habitación, no le dejaba fumarpuros.

—No podrás fumar delante de Juliana hasta quehaya cumplido los tres años —le había dichoHolly después de dar a luz.

Durante los primeros días de la vida de Juliana,Guido no quiso ir a trabajar. Se quedaba en elhospital con la nariz pegada a la ventana de lanursery, mirando fijamente a su hija. El resto deltiempo lo pasaba en la habitación de Holly,cogiéndole la mano, viéndola dormir o leyéndoleen voz alta algún libro del montón de obras sobrelos recién nacidos que tenía en la mesilla de nochede la habitación del hospital.

Una tarde, Holly se echó a llorar.

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—¡Tengo muchísimo miedo de llevarla a casa!—dijo—. Voy a equivocarme. Se pondrá enferma.Se convertirá en una adolescente resentida.Después se fugará a una comuna del Suroeste acultivar patatas y todo por mi culpa.

Llegados a ese punto, decidieron que lapresencia de una enfermera que se ocupara delbebé era un asunto prioritario. A la mañanasiguiente, Guido tenía delante a una mujer demediana edad, alta, canosa y de pelo corto. Estabasentada al lado de la cama de Holly, conversandomuy seria. Se llamaba Ruth Binnenstock y erapsicóloga infantil y también enfermera pediátrica.

—Pero los bebés solo comen y duermen. ¿Noson demasiado pequeños para tener psicólogo? —preguntó Guido.

—Me explico —dijo Ruth Binnenstock—.Trabajo con bebés enfermos, bebés raros, bebéshiperactivos, bebés a punto de someterse a unaintervención quirúrgica. Como mis hijos ya sonadolescentes, una vez al año cambio de pacientespara pasar algún tiempo con un bebé normal. Si nolo hago, pierdo facultades. Bueno, veamos el suyo.

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Trajeron a Juliana de la nursery; para la ocasiónle habían puesto un vestidito de nido de abeja contulipanes pintados. Ruth Binnenstock la cogió. Conlos ojos a la altura de los de la enfermera, Julianale dirigió una mirada clara y luego le sacó lalengua. Ruth Binnenstock le sacó la lengua aJuliana. Juliana cerró los ojos con fuerza y se pusoa hacer gorgoritos. Ruth Binnenstock le contestócon otros gorgoritos. Juliana sonrió.

—En uno de esos libros dice que cuando debebés sonríen es por los gases —dijo Guido.

—Qué estupidez —replicó Ruth Binnenstock—.La gente no les tiene respeto a los bebés. Losbebés son genios. Lo saben todo. Quieren saberlotodo. Este es perfecto. Deje que le diga una cosa:la ciencia no sabe un comino de bebés.

El bebé de Holly tenía muchísimo estilo, desdeluego. La niña había venido al mundo por cesárea,era el bebé más guapo de todos los expuestos en lanursery.

Vincent y Misty habían ido a ver a la niña. ParaMisty, sin embargo, hasta que los vestían con ropaque identificara su sexo, los recién nacidos eran

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todos, fueran niña o fueran niño, «criaturas». Noera una entusiasta de los bebés, aunque entendíaque cuando la criatura resultaba ser la tuya, susarruguitas y su cara colorada te parecieranabsolutamente fascinantes. Vincent y ella se habíanquedado ante la inmensa ventana de la planta dematernidad, vigilando a varios bebés arrugados.

—¿Ve a ese? —dijo un hombre que estaba allado de Vincent. Señaló un bebé enorme que nosolo estaba colorado, sino negro y azul también—.Es el mío. Mire a esa bestia, haga el favor.Fórceps alto. Los dejan que parece que hayanaguantado quince rounds.

Uno de esos bebés no estaba colorado ytampoco aullaba, sino que, desde la cuna, lomiraba todo con aire inteligente y una sonrisadulce en su dulce carita. Tenía una mata de pelonegro y rizado, y parecía una muñeca.

—Es esa —dijo Misty.—¿Cómo lo sabes? —preguntó Vincent.—Las demás criaturas están arrugadas. La de

Holly está planchada. Además, las que nacen porcesárea son inconfundibles porque no quedan

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magulladas en el canal del parto. Cuando estamañana hablábamos por teléfono, Holly me dijoque ella había querido que el parto fuera natural,pero que se alegraba de que hubiera sido porcesárea porque así el bebé se ahorraba el traumadel parto y su entrada a la vida sería más serena.Finalmente, llegó el momento de llevar a Juliana acasa. El carpintero de Maine ya había entregado lacuna y el cuarto trasero se había convertido en unahabitación de bebé de color melocotón pálido. Enaras de la serenidad, todos los abuelos estabantemporalmente proscritos, pero habían hechollegar sus bendiciones en forma de móviles paracolgar sobre la cuna, de lucecitas de noche, de ungato metálico dentro de un fanal que brillaba en laoscuridad y de un pequeño dibujo de Degas.

A regañadientes, Guido volvió al despachomientras Holly se quedaba en casa para que RuthBinnenstock la instruyera en las artes de lamaternidad.

—Soy un fracaso —dijo Holly una tarde. Ruth yella se tomaban un té mientras Juliana echaba una

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cabezadita—. Yo pensaba que cuando tenías unhijo sabías qué había que hacer.

—Tonterías —dijo Ruth Binnenstock—. Lasabiduría materna llega con el paso de los años, nocon el bebé. En mi opinión, basta con seguir lospropios impulsos. Trate de pensar qué querríausted si fuera bebé. Y nunca olvide que ustedtambién fue bebé. Y, ahora, dígame, ¿por quédecidió irse de retiro espiritual?

—Quería tranquilidad. Quería algún lugarsencillo y sin lujos en el que hubiera muchasmujeres, y el monasterio fue el único lugar delmundo que se me ocurrió para dar con esesilencio.

—A eso me refería yo exactamente —dijo RuthBinnenstock—. Siguió sus impulsos y acertó. Sihubiera más retiros espirituales y másembarazadas en ellos, yo podría llevar a cabo unestudio bastante elegante. Estoy convencida de quelo hará muy bien. Sus impulsos la llevaron hastaMargot Justis-Vorander. Me gusta ver a una madreleyendo Serenidad prenatal. Un libro excelente.Una mujer excelente. Yo estudié con ella.

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Brillantísima, muy humana. Aquí todo se reduce aesto: cuando de bebés se trata, nunca hay que tenermiedo de hacer el ridículo. En ese sentido, elseñor Morris no tendrá ningún problema. No habíavisto nunca a un padre tan entregado y, la verdad,con los padres que he visto, tengo ya para variasvidas. Cuando Juliana hace gorgoritos, él hacegorgoritos; cuando gatee, gateará él también. Esoes todo lo que un padre necesita saber. A los niñosesta etapa se les pasa enseguida. Laspreocupaciones llegan mucho más tarde. Demomento, aproveche. Siéntese en el suelo a jugarcon ella. Usted es muy afortunada: Juliana es unbebé bueno y maravilloso. He trabajado con bebésque vomitan y pegan patadas y escupen por puramaldad. Tienen genio incluso a esta edad. Noquiero perder el contacto con este, cuento conrecibir una invitación para cenar una vez al año.Además, este bebé va a disfrutar de la mejorcomida del mundo. Veo que ha estado practicandopara hacer biscotes. Esta mañana cogí uno para eldesayuno. Delicioso.

Cuando a Juliana la dejaban encima de una

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manta en el suelo para que moviera los brazos ylas piernas, Ruth Binnenstock la imitaba. Cuandohacía gorgoritos, Ruth hacía gorgoritos. CuandoJuliana cantaba, cantaba con ella. El canto deJuliana provocaba en Guido un arrebato de amor.Tenía una voz aguda que Ruth Binnenstock casipodía imitar.Al cabo de un mes y medio, Ruth Binnenstockdecidió que Holly y Guido ya sabían todo lo quetenían que saber y se dispuso a hacer las maletas.

—¡No puede marcharse! —dijo Holly—. Estoyasustadísima.

—Tonterías. Si se asusta, me llama. Perocréame, este bebé suyo es un sueño. Está demaravilla. Si alguien tiene problemas, será usted,no ella.A Juliana no pareció importarle que Ruth semarchara, pero Guido y Holly se quedarondestrozados.

—No es que Ruth entienda a los bebés —dijoHolly—. Es que ella es un bebé.

—Por fin solos —respondió Guido—. No

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pongas esa cara de pena. ¿Dónde está mi hija?—Estaba haciendo la siesta, pero me parece que

acabo de oírla.—Voy a buscarla.—Ve con cuidado —dijo Holly.—Contrólate, mujer. Ruth nos dijo que no nos

preocupáramos. Nos dijo que cada vez que hicieragorgoritos nosotros teníamos que imitarla, así quevoy a traerla aquí y le haremos gorgoritos juntos.

Juliana dormía vestida con un jersey de fútbolque Vincent y Misty le habían regalado y con elque su encanto resultaba casi insoportable.

—Mira a esta preciosidad —dijo Guido.Llevaba a Juliana en brazos. Estaba aterrorizado—. ¿Y ahora qué hago?

—Déjala en el sofá, a mi lado, y luego siéntatejunto a ella. Luego nosotros hacemos gorgoritos ynos quedamos admirándola.

Holly y Guido sentían un respeto reverencialpor la criatura. Fuera el uno o fuera la otra,siempre había alguien encorvado sobre la cuna,contemplándola fijamente.

—Estamos tratando a la niña como al Niño

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Jesús de Praga —dijo Guido.—Ruth dice que el sobrecogimiento es una

reacción adecuada. Y, además, tenemos un bebémuy tranquilo. Ruth dice que algunos bebés sepasan todo el día y toda la noche llorando. Nuestraniña solo llora cuando es necesario. Hay madresque siempre están cansadas. Yo solo estoy cansadade vez en cuando. Mira qué pies tan divinos.

—Tiene unos piececitos renacentistasmaravillosos —dijo Guido. Ninguno le habíaquitado los ojos de encima a Juliana, que estabaacostada y prácticamente inmóvil, tomándose loshalagos con mucha calma.En cuanto Juliana fue regulando sus horarios yHolly y Guido empezaron a estar menos cansados,Holly decidió organizar una cena para acercar aJuliana a la vida de Vincent y Misty. Aunquehabían hecho algunas visitas breves a la familia,había llegado el momento de poder disfrutar detoda una velada.

Antes de cenar se reunieron todos en el salón. AJuliana la dejaron sobre una manta, donde iba

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moviendo las piernas y los brazos muy contenta.Holly y Guido hicieron una demostración de lasenseñanzas de Ruth, y cuando Vincent quiso probara imitarla, descubrió que la cosa no se le dabanada mal. Como Misty veía que lo de retorcerse noera lo suyo, llevó a Juliana a dar vueltas por lahabitación a ritmo de vals, actividad que a Julianale pareció muy divertida. Todos se pusieron acantarle a la niña. Guido, una canción de suinfancia; Holly, Cole Porter. Vincent se la puso enel regazo y le cantó Lazybones. Siguió Misty, queempezó a cantar El gallito bailón y a mover losbrazos del bebé.

—Toda conversación adulta queda suspendida—dijo Holly.

—No había visto a ningún bebé al que pudierajuzgarse según los parámetros de la belleza adulta—dijo Guido.

—La paternidad nos despoja de toda modestia ydecoro —dijo Holly—. Ahora Vincent y tú podéisfumaros vuestro puro. Después de tanta excitación,Juliana necesita unos minutos de tranquilidad, mástarde os daré de comer.

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Durante la cena, buena parte de la conversacióngiró en torno a Juliana.

—Betty Helen ha enviado un regalo —le dijoGuido a Vincent—. Le ha tejido un abriguitoamarillo y me ha dicho que los bebés son laencarnación del amor.

—¿Y cómo va a saberlo —preguntó Vincent—,si ella nunca ha sido bebé?

—Vamos, Vincent, Betty Helen es amabilísima—dijo Holly—. Me llamó y me dijo que si queríavendría a leerle el aura a Juliana. Dijo que el díaen que volvió al despacho después de que nacieraJuliana, Guido tenía el aura dorada.

—Ya te advertí de lo rara que era —dijoVincent.

—Stanley dice que cuando llegue el momentoestará encantado de darle clases de latín a Juliana—dijo Misty.

—Tener un hijo es maravilloso —comentóHolly con aire soñador—. Es bastante increíble, laverdad. Creo que deberían darme el premioNobel. Me muero de ganas de que vosotrostambién tengáis uno.

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—Si llegamos a tener una criatura —dijo Misty—, sacará mi mal genio y nadie querrá ir a verla.Cuando crezca, tendrá las tendencias criminalesdel tío Bernie e irá de escándalo en escándalo.

—A mí me parece una idea excelente —dijoVincent—. Además, me prometiste que un díatendríamos a nuestro pequeño comunista.

Para cuando Gem apareció por allí, Juliana habíapasado de bebé precioso a bebé deslumbrante. AGem no le interesaban los bebés, eran algo sobrelo que no tenía ni idea, dijo, y para demostrarloabrió su regalo, un cerdito de porcelana deltamaño perfecto para que un bebé se lo tragara.

Cuando Guido entró en el salón, Holly y Julianaestaban medio dormidas. Gem llevaba toda latarde hablando, y tanto nombre y tanto lugar habíandejado a Holly confundida. ¿Era Chile donde Gemhabía ido a esquiar y donde había descubierto esosparajes perdidos de su conciencia? ¿O alpsicólogo utópico que le había hablado de losparajes perdidos de la conciencia lo habíaconocido en Gstaad? ¿La aventura con el

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periodista la había tenido en París? ¿O era unperiodista francés al que había conocido enSudamérica?

Gem tenía su propia configuración temporal. Sidecía que iba a quedarse dos semanas, esosignificaba que durante dos semanas la gente iba allamarla al número de teléfono de tu casa, peroella casi ni aparecería por allí. En Nueva York,por ejemplo, Gem tenía las puertas abiertas de unmontón de casas de campo de gente a la que ella serefería por el apellido. Se tomaba la molestia deanotar el número de teléfono de sus amigos decampo en un cuaderno por si sus amigos de ciudadquerían ponerse en contacto con ella. Y vaya siquerían. A montones.

Después de su llegada, Gem pasó tres díasfuera, volvió a casa y al día siguiente se marchó defin de semana para regresar de noche. Esa noche,Holly invitó a Misty y a Vincent a cenar.

Juliana ya estaba acostada y los cinco sesentaron a cenar. Misty tenía esa cara que Vincenthabía bautizado como la de «la única judía de lamesa». Apenas si habló. Vincent supuso que a

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Misty no le gustaría Gem y que la cara la poníapor eso, pero se equivocaba. Por primera vez ensu vida, a Misty la habían paralizado los celos.Gem era todas y cada una de las criadoras deperros de las que Vincent se había enamorado.

—Tengo que situarme —decía Gem—. Tantosviajes, tantas maletas. En Portugal, después devolver de la Bretaña, me di cuenta de que tenía elequipaje desperdigado por toda Europa, y cuandoconocí a Pablo Ruba, el psicoanalista, vi que, enrealidad, la vida es como un cuadro. Lo que quierodecir es que si está repartida por aquí y por allá,no puede ofrecer un discurso coherente. Lo quetengo que hacer es situarme, y creo que deberíatener una base. Y será Nueva York, creo. ¿Oshabía contado lo de esa casita que vi? Es unacochera y creo que voy a alquilarla. Le harán faltamuchas reparaciones, pero hay opción de compra.Y es un lugar perfecto para trabajar.

—¿Trabajar? —preguntó Guido.—No os había contado nada de mi maravilloso

plan —contestó Gem—. Bueno, resulta que el mespasado, en Londres, conocí a un poeta que hizo

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que me entraran ganas de empezar a escribir undiario. Me encantaría enseñártelo, Holly. Creo quetú lo entenderías de verdad. Bueno, pues él meenvió a un amigo suyo. Tú lo conoces, Guido.Charles Redevere.

Guido asintió con la cabeza. La única que nohabía oído hablar de Charles Redevere eraJuliana.

—Pues bien —continuó Gem—, Charles dirigeun seminario en la Sociedad Poética de NuevaYork y yo voy a ser alumna suya. No creo que lanaturaleza poética sea algo común, pero sí quecreo que lo que hay que hacer es ver si la tienes ono. Cuando estaba en Moss Hill, en casa de laabuela, solía salir a caballo hasta la capillita y mequedaba allí con mi cuaderno. Y me dije quepodría comprarla y restaurarla, pero despuéspensé que el campo es para darse el lujo derelajarse de algo. Y ese algo es la ciudad. Conqueaquí me tenéis. Dime, Vincent, ¿tú a qué tededicas?

Si dice «Me dedico a la basura», se acaba todo,pensó Misty.

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—Misty y yo trabajamos en el Consejo dePlanificación Urbana —respondió Vincent—. Mededico a la estadística, fundamentalmente.Investigo los problemas de la gestión de residuosurbanos. Misty hace estudios sobre el lenguaje.

—Fascinante —dijo Gem—. El año pasado,cuando estaba en Grecia, vi que la gente tiraba detodo al Mediterráneo. Y allí no tienen marea, ¿noes cierto? ¿Te imaginas a todos esos isleñostirando cosas a una masa de agua sin marea?Tendrías que verlo, Vincent. Ahora, antes de quese haga demasiado tarde, tengo que hacer unasllamadas; pero antes quería preguntaros si osgustaría ir a pescar este fin de semana. Un amigomío tiene un barco y se muere de ganas de salir apescar lubinas rayadas. ¿Qué os parece?

—Tenemos una invasión de suegras —dijoGuido—. Vienen a babear sobre nuestra hija.

—¡Pues perfecto! —respondió Gem—. Julianapuede quedarse aquí y vosotros podréis escaparosel fin de semana.

—A pescar —dijo Vincent—. Hace años que nopesco. Vayamos. Misty dice que lo único que ha

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pescado son eperlanos.—Una escapada de fin de semana estaría muy

bien —dijo Guido.Al oír aquello, Misty se puso a bostezar. Gem se

retiró para hacer sus llamadas. Quedaron en quesaldrían de pesca. Y dicho eso, recogieron la mesay Vincent se llevó a Misty a casa.

—No quiero ir a pescar —dijo Misty a la nochesiguiente—. No tengo nada que ponerme. Ve tú.

—Me alegro de que no tengas nada que ponerte.Te he comprado un par de botas de agua. Mira, sonamarillas. Las vi hoy y pensé que llevaban tunombre escrito.

—¿Pensaste que mi nombre estaba escrito en unpar de botas de agua amarillas?

—Sí. Póntelas —dijo Vincent.—No quiero ponérmelas. No quiero llevar

botas de agua. No quiero ir a pescar. Lo quequiero es que me dejen en paz.

—Póntelas un segundo nada más —dijo Vincent—. Acostúmbrate a ellas. Pescar es maravilloso.Te encantará.

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—Lo odio —dijo Misty—. Lo odiaba cuandomi padre me llevaba a pescar eperlanos. Todosesos hombres de negocios horripilantes con lacaña y el traje de oficina, parados sobre las rocasque había al otro lado de la fuente de Buckinghamcon sus horripilantes aparejos de pesca, pescandoesos pececitos asquerosos.

—¿Pescaste alguno?—Papá pescó uno. Lo metió en un tarro y lo

llevó a casa y dejó que nadara en el lavabo.Después lo frio.

—¿Qué tal estaba?—Asqueroso, igual que estas botas. No voy a ir.—No tienes que ir a pescar —le dijo Vincent—,

pero este fin de semana tienes que venir. Nuncahas ido a Salt Harbor y allí es adonde vamos. Nosquedaremos en La Posada del Pescador Escocés.Las reservas ya están hechas. Tú puedes caminarpor la playa y refunfuñar.

A Misty la semana se le hizo larguísima. Sealegraba de que Vincent tuviera la agenda tanapretada, así no podría ver el estado calamitoso en

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el que se hallaba. Por la noche tenía unaspesadillas horribles en las que, encogida hasta eltamaño de una botella de kétchup, se escondía porlos rincones mirando a Gem, grande como unaestatua ecuestre. Soñaba que Vincent pasaba por sulado y no la veía. Soñaba que Vincent estabacasado con Gem.

Teorizar era una cosa, sabía bien Misty, y vivir,otra muy distinta. Sus teorías menospreciaban lasemociones de segunda como los celos: como nuncaantes había tenido celos, los había despachadocomo algo indigno de sentirse. Y ahora estabadevorada por ellos. Los miró de frente y vio que laenfermedad que los celos enmascaraban no erasino envidia mezclada con miedo.

Gem representaba algo, algo natural yespontáneo; algo que no tenía ninguna necesidadde inventarse una personalidad para ir tirando.Gem desprendía un aire de seguridad relajada;sabía que el mundo trabajaría para ella; un millónde gusanos de seda entregarían sus vidas para queGem pudiera tener una camisa; los mozos decuadra regresarían a sus pequeños hogares

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hipotecados para que Gem pudiera tener a sucaballo en un establo, y a los caballos losdomarían para que Gem pudiera montarlos. Unsinfín de trabajadores se deslomabananónimamente para que Gem pudiera andarcorrectamente equipada. A Gem le bastaba conexistir para que todas las puertas se le abrieran.

Misty, por su parte, creía que la vida era unabatalla. Había que luchar y que pensar. Había queabrirse camino en la vida con la inteligencia pormachete, cortando tantos obstáculos como fueraposible. Al nacer nadie sabía nada: lo que sabíastenías que lucharlo.

Incluso Vincent, cuyo optimismo en aparienciacarente de esfuerzo era fruto de mucho trabajo,luchaba. Luchaba en el Consejo. Peleaba con losorganismos gubernamentales y con losayuntamientos. Sus artículos los sudaba. InclusoHolly trabajaba: trabajaba para hacer la vida másagradable. Cualquier reserva que Misty hubierapodido sentir hacia Holly se había disipado en subanquete de bodas. Al ver tanto trabajo y tantocuidado, Misty había reparado en la lucha de

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Holly: ella luchaba para mantener a raya al mundofeo y caótico, para hacerse un rinconcito bonito yagradable en el que vivir.

Pero Gem ni trabajaba ni hilaba. Con Gem,Misty tenía la sensación de que, ante tamaña faltade esfuerzo, cualquier logro era fácil. Y Gem ladesconcertaba. Había aparecido en el peormomento: Misty empezaba a descubrir lo muchoque Vincent significaba para ella; ya no pensabasolamente en ella; ahora pensaba en ella y tambiénen Vincent. Hacer la compra para dos le resultabaahora tan natural como antaño hacerla para uno.De vez en cuando se despertaba de un sueñoprofundo pensando en lo horrible que sería la vidasin él. Gem encarnaba una parte de Vincent que aMisty le quedaba muy lejos: esa parte deportista yguasona que tan bien se llevaba con el mundo, laparte que se había criado navegando y cazando. ¿Ysi Vincent se cansaba de estar lejos de sí mismo?Misty rondaba por el despacho con aire furtivorompiendo lápices, tirando el abrigo por el suelo ysoltando tacos encorvada sobre la calculadora. No

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soportaba trabajar mal. No soportaba la confusiónmental. El temor a romper a llorar no laabandonaba.

—Solo de mirarte me entran escalofríos —ledijo Maria Teresa Warner el viernes por la mañana—. ¿Qué te cuentas?

—Voy a ir a pescar.—¿Y qué tiene que ver eso con que estés tan

insoportable? —preguntó Maria Teresa—. A míme encantaría.

—Entonces ve tú —le soltó Misty con ungruñido.

—Vamos, vamos. ¿Es esa manera de tratar a unrayito de sol como yo?

—¿Por qué no te largas de aquí? O te sientas.—Odio a los pesimistas agresivos —dijo Maria

Teresa—. ¿Con quién vas a pescar?—Con Vincent, Guido, Holly y la prima de

Holly, Gem.—Ah. Gem. Ese nombre no lo había oído nunca.

¿Es Gem la que te está poniendo de tan malhumor? Ya lo entiendo. ¿Y ella qué?

—Gem encarna, en una sola persona, a todas y

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cada una de las chicas de las que Vincent ha estadoenamorado.

—Y tú las ves como un cuadro muy bonito en elque tú no cabes, ¿no es cierto? —dijo MariaTeresa.

—¿Cómo lo sabes?—Vincent me habló una vez de una expresión

tuya, la de «la única judía de la mesa». Si quieressentirte marginada, prueba a ser católica irlandesa;la otra noche fui a una cena y todos se pusieron apelear conmigo por lo de la transustanciación.

—No es lo mismo —dijo Misty.—Sí que lo es. Y eso da absolutamente igual.

No todo el mundo tiene por qué encajar. Decíasanta Teresa que Dios se preocupaba de que a ellasiempre la trataran bien aun cuando el únicoservicio que ella le hacía era ser quien era.

—¿Y?—Pues que Dios te ama más de lo que tú te

amas a ti misma —respondió Maria Teresa—. Esome lo dijo una monja en el colegio y tenía razón.

—Y Dios ama a los pobres porque creó amuchísimos —contestó Misty—. ¿No?

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—No, eres una ingrata. Tienes dudas y eso esmalísimo. Vincent te quiere. Tú le quieres. Hollytiene una prima y os vais todos a pescar.

—No lo entiendes —dijo Misty.—No. ¿De verdad tienes celos?—Sí.—¡Vaya por Dios! Tienes celos. Es probable

que te sienten bien. ¿Has hablado del asunto conHolly? Ella conoce a su prima y conoce a Vincent.

—Entre dos mujeres, una de las cuales siempreva muy bien vestida, la amistad es imposible —dijo Misty.

—Muy cierto —repuso Maria Teresa—. Ahoracambiemos de tema. Todas las semanas recibo unacarta en latín de tu primo Stanley. ¿Serías tanamable de decirle que el único latín que recuerdoes del padrenuestro?

—Díselo tú. Me alegro mucho de que te escriba.Lo mantiene alejado de Sybel, esa niñata horrible.

—Muchas gracias. Me largo de aquí. Túquédate sola con tu tristeza. Recuerda lo que decíasanta Teresa, que a las personas nunca hay quecompararlas. Las comparaciones son odiosas. Eso

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va por ti y por Gem. Pero piensa que si Gem esodiosa y tú vas a pescar, siempre puedes ahogarla.

Salieron hacia Salt Harbor a primera hora delviernes. Gem y su acompañante iban a reunirse conellos en La Posada del Pescador Escocés paracenar. En el coche trataron de averiguar cómo sellamaba el acompañante de Gem. Según Hollycreía recordar, Raymond. Guido pensaba queDeering, aunque también se acordaba de que Gemse había dirigido a él como Perkins.

Exceptuando a Misty, todos estaban de buenhumor. Vincent había tenido una semana difícil y sealegraba de que hubiera terminado, Guido habíaresuelto dos problemas urgentes de la fundación yHolly decía que sentía una sensación de mareoextrañísima.

—Esta es la primera vez que me separo deJuliana desde que nació —dijo—. Me siento muyjoven y muy rara. Voy a acabar llamando a casacada cinco minutos.

—Las suegras ya han aterrizado, supongo —dijoVincent.

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—A lo grande. Con gran cantidad de paquetes.Miles de millones de juguetes —respondió Guido—. Cuando volvamos a casa, Juliana será unamimada. Tendrías que haberla visto. Hollypensaba que Juliana se echaría a llorar cuando nosmarcháramos, pero la única que lloró fue ella.Juliana parecía una pequeña Buda, pero endelgado. Nuestras madres estaban prácticamentepostradas a sus pies.

El coche aceleraba por la autopista. Misty sequedó dormida apoyada en el hombro de Vincent.Cuando se despertó, vio estrellas en el cielonegro.

—Llegaremos dentro de media hora —dijoVincent—. Baja la ventanilla, Guido. Quiero unpoco de aire salado.Durante la cena no se desveló el nombre delacompañante de Gem, que tan pronto lo llamabaRaymond como Deering o Perkins, nombres todospor los que él atendía. Era un hombretón decomplexión robusta, piernas larguiruchas y el pelode un rubio prácticamente verdoso.

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Estuvieron comiendo sopa de almejas y platijafrita en el restaurante de La Posada del PescadorEscocés mientras Gem y su acompañanteconversaban.

—Me he mudado a esa casa —decía ella—, aesa cochera pequeña. Es perfecta, ¿verdad,Raymond?

—¡Avante toda!—Y me haré traer a Bucky a las caballerizas de

Central Park, ¿verdad, Deering?—Totalmente.—¿Quién es Bucky? —preguntó Vincent.—Mi yegua —respondió Gem—. La nueva. La

antigua se murió. Gretchen, mi pequeña yegua decaza. Fue la yegua de mi adolescencia. Mi másvieja amiga. Para celebrar mi divorcio salí acabalgar con ella y cuando esa noche fui aacostarla, me la encontré muerta. Matrimoniomuerto, yegua muerta. Lloré y lloré y, cuando elservicio de recogida de reses muertas de LouPetroldi vino a llevársela y vi cómo la levantabanpara meterla en el camión, me dije: «Aquí terminami infancia».

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—Eso tendrías que escribirlo, Gem —dijo elacompañante de Gem.

—Ya lo anoté en mi diario —respondió Gem.Al final de la cena hicieron planes. A la mañana

siguiente, a las diez, se reunirían en el muelle ysubirían al barco con el que saldrían a pescar en lacorriente de marea.

—¡Avante toda! —dijo el amigo de Gem—.Cuatro campanadas, ¿entendido? Tengo que ir apegarles un meneo a las matas para buscar máscebo. —Cogió a Gem del brazo y salió con ella ala calle.Vincent se desplomó sobre la cama de matrimonioy suspiró.

—Por fin horizontal —dijo—. ¿Qué querrádecir eso de «pegarles un meneo a las matas»? ¿Yqué significa «brutal»? Él dijo que las lubinasrayadas eran brutales.

—Querrá decir que son grandes, evidentemente—dijo Misty.

—Me siento como un pez. Me siento como unpez grande, brutal, que de tan agotado no puede

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mover la aleta. Ahora voy a pegarle un meneo aesta almohada y a acostarme. —Vincent sedesvistió y se metió en la cama tapándose con lamanta hasta debajo de la barbilla—. Aquí hacefrío. ¿Quieres hacer el favor de meterte en la camainmediatamente? Uno podría congelarse mientrasespera a que su mujer le dé calor.A la mañana siguiente, Misty se levantó de la camaen cuanto la luz la despertó. Eran las siete. Elcielo estaba de un color gris luminoso, y el agua,azul oscuro. Debajo de las sábanas, Vincent,dormido, sonreía. Él siempre decía que tenía unsueño recurrente sobre un ordenador, un sueño muycomplicado y lleno de chistes. Por eso le divertíatanto dormir. Por las mañanas Misty solía oírloreír, pero cuando Vincent se levantaba nunca seacordaba de ningún detalle.

Misty se envolvió en el abrigo y bajó hasta elmar. La playa, como una taza, describía una curva.La marea estaba baja. Caminaba con las manos enlos bolsillos pensando en Vincent.

La gran sorpresa que su matrimonio con Vincent

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le había deparado era la satisfacción. Misty teníasus momentos de desolación y sus momentos deinmensa felicidad, pero bajo todos ellos subyacíaun sentimiento continuo. La propensión de Misty alpesimismo y la de Vincent al optimismo secomplementaban: Vincent no parecía haberperdido su alegría, y a Misty solo se la veía unpoquito menos crítica, pero se diría que habíanformado una tercera persona que limaba asperezasy hacía que la vida juntos fuera posible yprovechosa. Misty excluía a Vincent del resto de lahumanidad. Él tenía sus defectos, pero eraauténticamente bueno y sincero. Jugaba limpio yera generoso. Lo que los distinguía era que Vincentcreía, de verdad, que todo era siempre para bien, yMisty no; en el mundo de Misty, a la esposaacomodada, inteligente y feliz la abandona un tontobueno y bienintencionado que se larga con unamujer cuya infancia había terminado por obra deun caballo muerto.Por la otra punta de la playa apareció un puntitorojo. Iba acercándose. Era el acompañante de Gem

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con un impermeable rojo chillón.—¡Pues vaya! —gritó él.Misty, que no estaba muy segura de cuál era la

respuesta adecuada a semejante saludo, le dio losbuenos días. Se pusieron a caminar los dos juntos.

—¿Y tú cómo te llamas? —le preguntó alacompañante de Gem.

—John.—Gem nunca te llama así —dijo Misty.—A Gem le gusta llamar a la gente por su

nombre completo. Me llamo John RaymondDeering Perkins.

—Eso lo explica todo, claro —dijo Misty.—Gem nunca presenta —dijo John Perkins—.

Qué escándalo de día, ¿sí o no?—¿Sí o no?—Un día de muerte, ¿a que sí?—Sí —respondió Misty.—¿Qué? —dijo John Perkins—. ¿Tú estás

casada con ese o con el otro?—Con el otro.—Tenía la cosa muy difícil; Gem nunca

presenta.

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—¿A Gem la conoces de hace mucho?—No, la verdad es que no. Yo conocía a su

marido, Clifford van Allen. Un tipo ingenioso.Corría, carreras de coches y de caballos. Ahora sededica a las finanzas internacionales, aunque asaber qué querrá decir eso ahora.

Misty notó que arrastraba ligeramente la erre.—¿De dónde eres? —le preguntó.—De la Costa Este. Maryland. ¿Has

desayunado? Pues nada, oye, marchando al hostala agenciarnos un buen café.

La cogió del brazo y juntos subieron lasescaleras para entrar al hostal. Misty maldecía eldía en el que había dejado de llevar lápiz y papelencima. Quería hacerlo hablar, pero no sabía muybien cómo conseguirlo. Al final resultó que nonecesitaba que lo animaran.

—La carretera a Harbor es un horror —dijoJohn Perkins—. Se pegan unas piñasmorrocotudas. Hielo en invierno y niebla enverano. Pero en la corriente de marea se pesca demaravilla. Unas lubinas brutales. Ven, siéntate.

Ocuparon una mesita y Misty pidió café.

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—Pero qué me dices, ¿no vas a desayunar? —dijo John Perkins—. ¡No me digas! Tienes queremojar el gaznate.

—Yo nunca desayuno.—Y seguramente haces de maravilla. Desayunar

es una costumbre nefasta. Con el estómago vacíoyo no pito.

Mientras John Perkins esperaba a que le trajeransus huevos, se puso a hablar del exmarido de Gem,Clifford van Allen.

—Después de lo del ahí te quedas, el pobreClifford pasó un buen tiempo sin asomar la pata —dijo. Misty permanencia completamente inmóvil.Le costaba no mover los labios para irmemorizando mientras John Perkins hablaba.Hasta al más metafísico de los lingüistas le animaser testigo de la invención de un nuevo idioma.

—Ni media patita —continuó John Perkins—.Cosa bárbara, ver a un hombre tan fastidiado.Chupaba a base de bien, ¿sabes?, pero eso ya eshistoria. Entonces se puso a picotear aquí y alláhasta que al final levantó cabeza. —John Perkinsse inclinó sobre la mesa como si estuviera

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cerrando un trato algo turbio—. Mujeres. Soismucho más fuertes que nosotros. Más resistentes.Soportáis mejor el frío y vivís más años. Sabéisaguantar mejor el estrés.

John Perkins se comió los huevos en tresgrandes bocados.

—La comida no conviene engullirla —dijoMisty.

—Yo engullo. Siempre lo he hecho. Esmalísimo, pero qué le vamos a hacer. ¡Avante toda!Salgo pitando. Tengo que despertar a Gem yacabar de montar todo el tinglado. Nos vemos enel muelle. ¡Sayonara, MacNamara!Misty echó a correr por la playa. Por mucho queeso la repateara, aquel encuentro le habíalevantado la moral. Volvió al hostal, dondeencontró a Vincent medio despierto y envuelto enuna manta.

—¿Dónde estabas? —le preguntó—. Medespierto en esta habitación extraña y no teencuentro. Pensé que toda mi vida era un sueño yque no te había conocido. Ven para acá.

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La tapó con las matas y le dio un beso.—Has estado bebiendo café —le dijo—. ¿De

dónde lo has sacado? ¿Dónde está el mío?—Me he tomado un café con el amigo de Gem.—¿Ah, sí? ¿Mientras yo dormía?—Habla un idioma distinto, Vincent.—Parece demasiado tonto como para hablar

nada.—Te equivocas. Dice «piñas morrocotudas»,

«sayonara, MacNamara», «ahí te quedas» y «quéescándalo de día». Tengo que apuntarlo todo.

—¿Significa eso que voy a tener que pasar latarde escuchando ese galimatías?

—Eso espero. Tienes que escuchar con muchaatención, así esta noche comparamos apuntes.

—Bueno, pues sayonara, MacNamara. Voy adarme una ducha —dijo Vincent. Se envolvió unatoalla en la cintura y se dirigió al baño.En el barco cabían cinco y el capitán. Alguien ibaa tener que quedarse en tierra.

—Me quedo yo —dijo Misty. Notaba que detrásde sus ojos se agolpaban las lágrimas, lágrimas de

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pura autocompasión. ¿No sería lo más justo queella se quedara y dejara que la alegre y homogéneacompañía se alejara flotando sin ella?

—Yo me quedo con Misty —dijo Vincent.—Me quedo yo —dijo Guido—. La pesca

vertical no me gusta, yo soy más de mosca.—No —dijo Holly—. Me quedo yo. Odio

pescar. Si Misty también lo odia, nos quedaremoslas dos juntas.

Se quedaron las dos juntas en el muelle viendocómo el barco se alejaba.

—Vamos a desayunar —dijo Holly—. Luegotendremos que bajar al pueblo. En nuestrahabitación hay una cocina y había pensado que silos chicos están de suerte podríamos darnos unfestín.

Caminaron por la playa hasta el hostal.—¿Os pasa algo a Vincent y a ti? —preguntó

Holly.Misty siempre había mantenido una defensa

elegante cuando Holly andaba cerca. Aunquetenían que llevarse bien, no tenían que ser amigas;si se tenían cariño era porque se aceptaban. Era la

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primera vez que Holly le preguntaba algosemejante.

—Sé que nunca hemos tenido una conversacióníntima —continuó Holly—, pero la otra noche,cenando, te vi muy abatida, y en el coche y en lacena de ayer estabas muy callada. No es propio deti.

Misty se envolvió con más fuerza en su abrigo.Tenía un nudo en la garganta. Holly pasó un brazopor debajo del de Misty, a quien aquel gesto ladesarmó por completo. Misty se detuvo y se echó allorar.

—¡Vaya por Dios! —dijo Holly—. Sí que estástriste. Siéntate.

Se sentaron sobre la fría arena. Holly le pasó aMisty un brazo por los hombros. Ella seguíallorando, pero paró de repente.

—Ya estoy bien —dijo.—No estás bien, de ninguna manera —

respondió Holly—. ¿Qué narices está pasandoaquí?

—Nada. Me tengo lástima, nada más. Unpequeño arrebato.

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Se quedaron calladas, sentadas en la arena ymirando a las gaviotas. Hasta que Holly habló.

—Sé que pasa algo y siento mucho que noquieras hablar conmigo —dijo—. A menudo hetenido ganas de que lo hicieras. Siempre me haparecido que si te caigo bien es por compromiso,por la amistad que tienes con Guido y Vincent,pero que, si pudieras elegir, yo no te haría ni pizcade gracia.

—Eso no es verdad —dijo Misty.—Yo creo que sí. En la cena de la otra noche,

por ejemplo, me moría de miedo. La idiota de miprima, venga a hablar, me estaba haciendo pasarmuchísima vergüenza. Y pensé: «Qué afortunadaes Misty. Tiene a Stanley, ese primo tan inteligentey adorable. Yo tengo una prima que me hacequedar mal». Y me dije: «Bueno, si Misty hallegado a pensar alguna vez que soy una inútil,ahora ya no tendrá ninguna duda, vistos misparientes».

Misty se había llevado un susto. Nunca habíaoído a Holly hablar así y estaba bastantepreocupada. Ella estaba acostumbrada a la Holly

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relajada, fría e imperturbable.—Y ahora —prosiguió Holly— es evidente que

aquí pasa algo y que no hay nada que yo puedahacer para ayudar.

—Si te digo lo que pasa, te reirás de mí —dijoMisty.

—Ponme a prueba —dijo Holly.—Tenía celos de Gem —declaró Misty—. Unos

celos violentos. En cuanto la vi, supe que era uncompendio de todas las chicas de las que Vincenthabía estado enamorado. A veces pienso queVincent se casó conmigo porque pensaba que leiría bien, que yo era la persona con quien iba acasarse para madurar, mientras que si se hubieradejado llevar por sus gustos, su elección naturalhabría sido alguien como Gem.

—¡Qué extraordinario lo que llegamos adescubrir de la gente que creemos conocer!¡Celosa de Gem! Dios mío, Gem es un manchurrónenmarcado. Gem es un fastidio público. Mira a lagente con la que anda, ese John Perkins que hablacomo un soldado de la marina británica de lasegunda guerra mundial. Gem no vale ni el cuero

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de sus botas. ¡Gem! Gem no es digna ni de besarteel dobladillo de los tejanos.

—No importa... —dijo Misty—. Y ya ves. Túcrees que no me caes bien y yo estoy celosa deesta prima tuya que, en tu opinión, no es digna debesarme el dobladillo.

—¿Y tú crees que Gem está coqueteando conVincent? —preguntó Holly.

—Sí.—¿Y tú crees que Vincent coqueteará con ella?—Vincent siempre coquetea. Coquetea hasta con

Juliana.—Ya que hablamos del asunto —dijo Holly—,

voy a decirte lo que pensé la noche en la que teconocí. Venías a cenar, ¿te acuerdas? Me teníasmuerta de miedo. He aquí una chica capaz de darlea Vincent un buen dolor de cabeza, me dije. Lasuerte y la inteligencia que había tenido alenamorarse de ti me maravillaban. Al cabo deunos días, comimos los dos juntos. Quizá Vincentnunca te lo haya contado, los hombres tienen unamemoria emocional malísima para estas cosas.Recuerdo que él quería saber qué opinaba yo de ti,

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pero le daba vergüenza preguntármelo. Así que selo dije yo.

—¿Qué le dijiste?—Le dije que si no se casaba contigo enseguida

estaría cometiendo el error de su vida. Le dije quetenía que pescarte deprisa antes de que teescaparas. Le dije: «¿Crees que llegará a darme elvisto bueno?».

—¿El visto bueno?—No trabajo —dijo Holly—. Soy perezosa. No

hago nada muy importante. Ni siquiera sé lointeligente que soy. Me limito a vivir al día y adivertirme.

—Me siento fatal. Con tu desayuno de bodasestaba tan agradecida que no sabía que decir. Soytan sensiblera que, para poder contenerme, nuncadigo nada. Soy terca. Nunca le doy unaoportunidad a nadie.

—Vamos, vamos —dijo Holly—, basta de tantaautocrítica. Después de todo, yo soy bastanteinescrutable. Al menos eso es lo que me diceGuido. Estoy segura de que es bastante lógico quese hayan casado con nosotras. Les gusta la frialdad

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aparente. Siempre he pensado que no hay nadamejor que las convenciones para que la gente sigaencantada de conocerse. Me alegro muchísimo deque no vayamos en ese barco. ¿Estás mejor?

—Mucho mejor, muchísimo mejor. Gracias.—Haré una llamada a casa para ver cómo está

Juliana y después iremos al pueblo a desayunar y acomprar —dijo Holly—. Y pasamos unas horascotilleando, ¿o es que no me vas a dar el vistobueno?

—No son cotilleos —repuso Misty—. Yoprefiero llamarlos «conjeturas emocionales».

Se cogieron del brazo y echaron a andar por laplaya hasta la posada.

El barco regresó a media tarde. Vincent volvíacolorado y despeinado por el viento, John Perkinsy Gem estaban un poco verdes, y Guido cargabacon una lubina rayada muy grande.

—La hemos pescado Vincent y yo —dijo Guido—. Qué lucha. La cosa esta debe de pesar cincokilos y medio.

—Nosotros tenemos que marcharnos —dijo

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Gem—. Llévame contigo, Deering. Esta nochevamos a una cena que los Maynard dan en su casa.

—¡Avante toda! —dijo John Perkins y, conGem, se montó en su pequeño deportivo rojo y sealejaron.

—¡Menos mal! No solo son aburridos sino que,además, para ser dos marinos curtidos estaban muymareados y no han parado de quejarse. Deering ocomo se llame dice que cuando pesca al curricánsiempre acaba mareado. —Vincent se sacó uncuaderno del bolsillo—. ¿Ves cómo hagoexactamente lo que me ordenan? Ha dicho «Así sehace, chico, qué carajo» tres veces. Ha dicho «Alpairo, amiguito». Ha dicho «Endereza el timón,mujer». A ver, esto no lo leo. ¿Así ya está bien?

—Qué mal lo habréis pasado los dos —dijoHolly—. Ahora id a limpiar el pescado y nosvemos en nuestra habitación para la cena.

Vincent y Misty tuvieron una conversación en laducha.

—Estaba celosa de Gem —le dijo Misty aVincent mientras le enjabonaba la espalda.

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—Ya lo sé. Me alegro.—¿Te alegras?—Yo siempre estoy celoso —dijo Vincent—.

Siempre tengo miedo de que el erudito talmúdicode tus sueños venga a buscarte con sus quincetítulos de universidades francesas.

—No te creo —dijo Misty.—Pues es verdad. Conque ahora la celosa eres

tú, aunque podrías haber tenido la amabilidad deescoger a alguien un poco más digno de tus celos.

—Holly dijo que te alegrarías.—¿Has pasado el día hablando de nosotros con

Holly? —preguntó Vincent.—Sí. Ha sido genial.—Esto tiene una pinta muy peligrosa, pero,

volviendo a tus celos, ¿cuántos tenías?—Muchos —respondió Misty.—Excelente —dijo Vincent—. Bueno, te

perdono. Ahora puedes darme un beso y decirmelo maravilloso que soy y lo espantosamente malque te sentirías sin mí.

Se besaron bajo el agua que caía entrelazandolos brazos llenos de jabón. Misty le dijo a Vincent

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que era maravilloso.Holly había llevado a Salt Harbor una cesta demimbre con cuatro platos, cuatro vasos de vino,cuatro juegos de cubiertos de plata y servilletas delino. La Posada del Pescador Escocés alquilabahabitaciones con cocina para los que quisierancomerse su captura. En el pueblo, Holly y Mistyhabían comprado lechuga, patatas y una tarta LadyBaltimore. Holly no se había olvidado de su aliñopara ensalada casero. También había cargado uncandelabro de madera y cuatro velas de cera deabeja y una botella de champán.

—Perfecto —dijo Holly.El aire de mar les había dado un hambre

tremenda. Liquidaron toda la cena, pero cuando elchampán se terminó, los invadió una tristezarepentina.

—No os preocupéis —dijo Vincent—. Hay otrabotella. Está en nuestra habitación. Voy a buscarla.—Salió disparado y regresó con la botella bajo elbrazo.

—No me acuerdo de por qué la compré —dijo

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Vincent—. ¿Me pediste tú que la comprara, Misty?¿No? ¿Holly? Da igual. Abre el trasto este, Guido.Siempre que las abro yo se oye una explosiónbrutal.

—Bueno, pues aquí estamos todos —dijo Guidomientras hacía saltar el corcho—. Todos menosJuliana. Siempre acabamos alrededor de una mesabebiendo champán.

—Me parece muy apropiado —dijo Vincent.—¿Por qué vamos a brindar? —preguntó Holly

—. También acabamos brindando siempre.—Por la amistad —dijo Vincent.Todos bebieron.—¿Y ahora qué? —preguntó Guido—. Tenemos

que brindar por otra cosa.—Muy bien —dijo Misty—. Brindemos por una

vida verdaderamente maravillosa.Levantaron las copas y, a la luz de las velas,brindaron por una vida verdaderamentemaravillosa.

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Colofón«... I didn’t fall in love of course

it’s never up to youbut she was walking back and forth

and I was passing through.»LEONARD COHEN

Desde LIBROS DEL ASTEROIDE queremos agradecerle eltiempo que ha dedicado a la lectura de Tantos días

felices.

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Le esperamos.

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Nota biográfica

Laurie Colwin (1944-1992) fue una escritoranorteamericana. Nació en Manhattan y estudió enel Bard College y la Universidad de Columbia. Esautora de cinco novelas: Shine on, Bright andDangerous Object (1975), Tantos días felices(1978), Family Happiness (1982), Goodbyewithout Leaving (1990) y A Big Storm Knocked ItOver (1993); tres libros de cuentos: Passion andAffect (1974), The Lone Pilgrim (1981), AnotherMarvelous Thing (1988); y de dos colecciones deensayos sobre cocina –Home Cooking (1988) yMore Home Cooking (1993)–, materia sobre laque escribiría en distintos medios decomunicación.

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Recomendaciones Asteroide

Si ha disfrutado con la lectura de Tantos díasfelices, le recomendamos los siguientes títulos denuestra colección (enwww.librosdelasteroide.com encontrará másinformación):Postales de invierno, Ann BeattieUn matrimonio feliz, Rafael YglesiasEn lugar seguro, Wallace Stegner

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Table of ContentTantos días felices

Primera parte11Segunda parte

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45678Tercera parte

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ColofónNota biográficaRecomendaciones Asteroide

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Table of ContentsTantos días felices

Primera parte1

Segunda parte2345678

Tercera parte9

ColofónNota biográficaRecomendaciones Asteroide