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CAPÍTULO VI SOCIEDAD E IDEAS EN EL SIGLO XII 1 LA RECUPERACIÓN DE LA VIDA URBANA Las ciudades sufrieron a partir del siglo VI un eclipse casi total, que se prolon- gó hasta el siglo XI (aunque hay ejemplos de restablecimiento urbano ya desde siglo x). El centro de gravedad social se trasladó a la villa. Algunas ciudades subsistieron a través de aquellos siglos de desorganización social por haber sido sede episcopal y por haber sido sus obispos los primeros interesados en mantenerlas. La inseguridad de la época hizo que las ciudades se transforma- sen en fortalezas. Entre los nombres para designar estos recintos amurallados prevaleció uno de origen germánico: burgo. El renacimiento urbano está ligado a diferentes factores, cuya exposición jerarquizada es difícil. Pirenne piensa que el renacimiento urbano fue obra de los comerciantes. En los primeros siglos de la Alta Edad Media los comercian- tes no eran más que modestos buhoneros que probablemente muy pronto or- ganizaron sus desplazamientos en caravanas por razones de seguridad. Para sus mercados aprovecharon los asentamientos situados en rutas naturales. Es- tos asentamientos podían ser la sede de algún obispo o la población agrupada en torno a alguna abadia. Épocas de relativa paz favorecieron el comercio y, consiguientemente, el desarrollo de la población urbana. La vida urbana está concebida orgánicamente, como corresponde a la men- talidad medieval: la ciudad no es una asociación de individuos, sino un ser colectivo: el burgués es un ser tan comunitario como el monje. Esta concepción se concreta en la organización corporativa de la vida ciudadana: cada grupo profesional forma un cuerpo, el gremio, y cada ciudadano tiene su puesto en el organismo social a través de su encuadramiento en el gremio correspondiente. Entre estas profesiones había una que encajaba mal con la mentalidad medie- val: el comerciante, principal motor económico de la vida ciudadana. El mercator era un personaje que se enriquecía mediante la compra-venta, aparentemente sin producir. Esto resultaba sospechoso en aquella economía, llamada <<natu- ral» O de producción directa para el consumo. Entre los comerciantes se desta-

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CAPÍTULO VI

SOCIEDAD E IDEAS EN EL SIGLO XII

1 LA RECUPERACIÓN DE LA VIDA URBANA

Las ciudades sufrieron a partir del siglo VI un eclipse casi total, que se prolon­gó hasta el siglo XI (aunque hay ejemplos de restablecimiento urbano ya desde siglo x). El centro de gravedad social se trasladó a la villa. Algunas ciudades subsistieron a través de aquellos siglos de desorganización social por haber sido sede episcopal y por haber sido sus obispos los primeros interesados en mantenerlas. La inseguridad de la época hizo que las ciudades se transforma­sen en fortalezas. Entre los nombres para designar estos recintos amurallados prevaleció uno de origen germánico: burgo.

El renacimiento urbano está ligado a diferentes factores, cuya exposición jerarquizada es difícil. Pirenne piensa que el renacimiento urbano fue obra de los comerciantes. En los primeros siglos de la Alta Edad Media los comercian­tes no eran más que modestos buhoneros que probablemente muy pronto or­ganizaron sus desplazamientos en caravanas por razones de seguridad. Para sus mercados aprovecharon los asentamientos situados en rutas naturales. Es­tos asentamientos podían ser la sede de algún obispo o la población agrupada en torno a alguna abadia. Épocas de relativa paz favorecieron el comercio y, consiguientemente, el desarrollo de la población urbana.

La vida urbana está concebida orgánicamente, como corresponde a la men­talidad medieval: la ciudad no es una asociación de individuos, sino un ser colectivo: el burgués es un ser tan comunitario como el monje. Esta concepción se concreta en la organización corporativa de la vida ciudadana: cada grupo profesional forma un cuerpo, el gremio, y cada ciudadano tiene su puesto en el organismo social a través de su encuadramiento en el gremio correspondiente. Entre estas profesiones había una que encajaba mal con la mentalidad medie­val: el comerciante, principal motor económico de la vida ciudadana. El mercator era un personaje que se enriquecía mediante la compra-venta, aparentemente sin producir. Esto resultaba sospechoso en aquella economía, llamada <<natu­ral» O de producción directa para el consumo. Entre los comerciantes se desta-

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có una minoría de ricos en cada ciudad que prácticamente copó los cargos públicos y transformó definitivamente en oligarquía el gobierno de los burgos que en principio había sido democrático. Se pueden distinguir dos clases en la sociedad de las ciudades: la que podríamos llamar de los pequeños burgueses -los artesanos, los pequeños comerciantes, los letrados-- que se sienten plena­mente ligados a su gremio, y la clase alta, la burguesía de los grandes comer­ciantes, que acabaron formando sus gremios específicos y controlaron a través de ellos la vida de la ciudad.

Cuando el conocimiento del Derecho hubo alcanzado el grado suficiente, los juristas buscaron para los gremios o para otras agrupaciones una fórmula jurídica y encontraron en el Derecho romano el término «universidad» (univer­sitas) que equivale a lo que hoy llamamos corporación o persona jurídica pú­blica. En las ciudades donde las escuelas de estudios habían adquirido o la autoridad quería que adquirieran un gran desarrollo, los estudiantes y profe­sores formaron una universitas. La de Salema fue la primera (1087). En el siglo XII siguieron la de Bolonia (1119), Montpellier (1125), París (1150) y Oxford (1168). La universidad es, pues, el desarrollo de un centro anterior que fue la escuela (schola) cuyo profesor era el escolástico (scholasticus). El desarrollo or­ganizativo corresponde al desarrollo del mismo saber, del saber escolástico. Por eso al movimiento intelectual imperante en la Edad Media se le llama la Escolás­tica, cuya primera gran figura fue San Anselmo de Canterbury (1037-1109).

El renacimiento municipal tuvo mucho que ver con la recuperación del poder del rey. Económica y militarmente las ciudades proporcionaron al rey subsidios regulares y ~n cuerpo de milicia más abundante y más disciplinado que el de los señores feudales. Intelectualmente las ciudades proporcionaron al rey personal preparado en las universidades, capaz de aumentar las dimen­siones y la eficacia de la administración real y formular ideas sobre el reino; ambas actividades unificaban el cuerpo social fragmentado por el feudalismo. A este respecto, los elementos más preparados de las ciudades pensaron con una visión que superaba los específicos problemas locales y tomaron concien­cia de que había un interés general del reino.

2 LA RECUPERACIÓN DEL DERECHO

En el siglo XII asistimos a un asombroso desarrollo de los conocimientos jurídi­cos a partir del descubrimiento de un ejemplar del Digesto (sobre 1070, posible­mente en la abadía de Montecassino). El estudioso Irnerio (m 1130) empezó a explicar este texto en Bolonia y se convirtió en el creador de la escuela de Bolonia, llamada de los glosadores. Los estudios jurídicos de Bolonia alcanza­ron gran fama y empezaron a formarse técnicos del Derecho romano o Dere­cho civil, que fueron llamados los juristas o legalistas, cuya máxima ambición académica era llegar a ser doctor en Derecho civil. Estos estudios de Bolonia también sirvieron para la formación de los canonistas o decretalistas, expertos

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en la normativa eclesiástica, cuyo máximo grado académico era doctor en De­recho canónico. Muchos de los estudiosos se doctoraban en los dos campos y obtenían la muy estimada dignidad de doctor in utroque iure.

El punto de arranque del desarrollo del Derecho canónico lo marca Gracia­no, un monje camaldulense, profesor en Bolonia que escribió su famosísima Concordantia discordantium canonum (h. 1140), luego llamada más simplemente el Decreto (de Graciano). Reunió un gran material de textos normativos ecle­siásticos y trató de sistematizarlos (de ahí el título de su libro), pero lo más original es que fue el primer autor que acompañó la colección con el comenta­rio de los textos. El Decreto se convirtió en libro de explicación de todos los profesores de Derecho canónico, que por ello se llamaron decretistas.

Con relación al tema del gobierno de la cristiandad, Graciano recoge la in­terpretación de Gelasio, insistiendo sobre la dualidad. Sus continuadores ex­presaron todavía mejor la distinción. Hacia final del siglo, Huguccio, obispo de Ferrara, el más importante de los decretistas, recuerda, sobre textos de la Escritura, que en el Antiguo Testamento los dos poderes estaban confundidos, pero Cristo, rey y sacerdote, los distinguió. Afirma claramente que el empera­dor tiene el poder de la espada y la dignidad imperial por elección de los prín­cipes y no por delegación del papa. Sin embargo, admite que la autoridad del papa es la instancia suprema en la tierra; pero sólo puede ejercerla de modo excepcional.

3 LOS DEFENSORES DEL P AP ADO

El siglo xu desenvuelve el ideal gregoriano, dándole una formulación más ri­gurosa, la plenitudo potestatis, que es posible por el renacimiento del Derecho romano y el desarrollo del canónico.

Encontramos que en la primera mitad del siglo XII las tesis gregorianas se han impuesto en los escritores de entonces.

HONORIO AUGUSTODUNENSE,l un prolífico escritor de obras teológicas populares, en la Summa gloria (h. 1123), con argumentación de la Sagrada Es­critura y de la historia, quiere confirmar la tesis de la superioridad de la Iglesia sobre el Imperio, basada en la analogia entre esta relación y la del alma sobre el cuerpo. En el Antiguo Testamento el pueblo hebreo vive durante muchos años sin rey; cuando llega el rey, es porque el sacerdote (Samuel) unge al laico (Saúl), es decir, el sacerdote crea al rey. En el Nuevo Testamento Cristo es rey y sacerdote y es esta doble dignidad la que entrega a Pedro. Pero el pueblo cristiano vive durante muchos años sin rey; cuando tiene reyes porque Constan­tino se convierte, reconoce esta dignidad al papa como sucesor de Pedro y el papa lo constituye en rey del pueblo cristiano con la misión de protegerlo.

1 No sabemos si quiere decir de Augsburgo o de Autun.

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Por estas fechas, un gran teólogo, HUGO DE SAN VíCTOR (1096-1141),' repite estas ideas con un argumento teológico en un texto muy citado de su tratado De sacrammtis. La Iglesia comprende dos órdenes, laicos y clérigos, y por eso para gobernarla hacen falta dos órdenes de autoridad, temporal y espiri­tual. Pero el poder espiritual es superior al temporal como la vida espiritual y eterna es superior a la terrenal, y además el poder espiritual instituye al tem­poral, puesto que el sacerdote instituye al rey cuando lo consagra.

Un gran influjo en la mentalidad de la Edad Media tuvo SAN BERNAR­DO, abad de Claraval (1091-1153). En el tema que estudiamos, San Bernardo recurre a la tradicional imagen de las dos espadas, pero introduciendo una sustancial modificación: las dos espadas fueron entregadas por Dios a la Igle­sia, y la Iglesia entrega la espada temporal a los príncipes para que la manejen por indicación suya.3 Por tanto, el papa tiene la «plenitud de la potestad» como juez supremo en la tierra, cuyas decisiones son inapelables. Aunque la expre­sión ya se encuentra en escritos anteriores, es San Bernardo el que la acuña y pone en circulación en el sentido específico del poder papal.

El noble alemán OTÓN (h. 1114-1158), tío de Federico 1 Barbarroja, estudian­te en París, monje cisterciense y, finalmente, obispo de Freising, es autor de una crónica universal (Chronica sive Historia de duabus civitatibus, 1142-46) y una importante historia del reinado de su sobrino (Gesta Friderici, 1156-58). Identifica la Iglesia con la Ciudad de Dios en la Tierra y, en consecuencia, el Sacro Impe­rio queda absorbido por la Iglesia, es el cuerpo terrenal de la Ciudad de Dios. Su visión de la Historia le lleva a una filosofía pesimista, al constatar la cadu­cidad de los reinos temporales. Esta caducidad le lleva a resaltar el puesto de la Iglesia, que es imperecedera porque está vivificada por el amor de Dios. En este clima de decadencia, Otón concibe la esperanza de que Federico sea capaz de restaurar el Imperio y, en consecuencia, la Ciudad de Dios.

• • • Con JUAN DE SALISBURY (h.l110-h.1l85) encontramos el primer intento medieval de elaboración de una política sistemática. Inglés, formado intelec­tualmente en París y en Chartres, con un extenso conocimiento de los clásicos latinos que lo hace un humanista avant la lettre, estuvo al servicio de la corte pontifícia y del arzobispo de Canterbury, Thomas Becket, a quien defendió desde el destierro. Finalmente fue nombrado obispo de Chartres, donde mu­rió.

Es un hombre muy bien formado, que produce obras en diversos campos del saber como el Metalogicon en la teoría del conocimiento y las artes liberales o la Historia pontificalis, que recoge sus experiencias en la corte papal.

Su Policraticus (1159) no es un libro más producido al calor de la polémica, sino la obra de un gran conocedor de los autores latinos y de los Santos Pa-

2 Agustino de la abadía de San Víctor en París. 3 La expresión más clara y famosa en el Liber de consolatione: «La espada espiritual y la

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dres. En ella recoge lo mejor que estos autores habían enseñado sobre el go­bierno de la comunidad humana.

Juan parte de la concepción orgánica de la sociedad con un desarrollo de la metáfora en la que el cuerpo social actúa a través de las profesiones, que Juan asimila a los diversos órganos (por ejemplo, los agricultores son los pies .. . ), y está dirigido por el rey, que es el órgano principal o la cabeza. Un aspecto esen­cial de esta metáfora es que el cuerpo social también requiere una alma para estar vivo. Esta alma es la Iglesia, y en concreto el sacerdocio. El sacerdocio es la fuerza directiva última de toda la sociedad. Cuando Juan quiere explicar esta concepción con la vieja imagen de las dos espadas saca la conclusión de que las dos espadas pertenecen a la Iglesia y que el príncipe es un ministro del sacerdote: éste necesita al príncipe, porque el sacerdote, dado su ministerio, no maneja directamente la espada temporal; el sacerdote confía el poder coac­tivo al príncipe. Por tanto, el príncipe no es propietario sino solamente deposi­tario del poder. Tiene un ius utendi. En consecuencia, la Iglesia conserva el poder de deponerlo. Juan defiende esta tesis citando el Digesto: quien puede legiti­mamente dar, puede legitimamente quitar. Como era general en la mentalidad de su época, no cree que esta teoría vaya en detrimento de la dignidad del po­der político, antes al contrario, el poder recibe su dignidad de su unión con el alma de la sociedad.

Si el príncipe no sigue las indicaciones del alma ni actúa como cabeza en bien del cuerpo social, se transforma en tirano. En este punto, el Policraticus es muy radical: no sigue la tradición de ver al tirano como castigo que Dios en­vía, sino como «enemigo público»; en consecuencia, defiende con toda clari­dad el tiranicidio. No solamente es lícita la resistencia pasiva de los súbditos frente al tirano, también es lícita la resistencia activa que puede llegar hasta la muerte del tirano. Es curioso el modo sofisticado con que el inglés elabora todo este argumento, entrando en el análisis de los medios para ejecutar al tirano: Juan rechaza el uso del veneno.

La influencia de Juan de Salisbury en el pensamiento medieval fue muy grande en los dos temas principales que hemos reseñado: el tiranicidio (Juan Petit) y la concepción orgánica de la sociedad (Nicolás de Cusa).

4 LA IDEA IMPERIAL DE FEDERICO I BARBARROJA

La idea del Imperio se vio condicionada en su evolución por el renacimiento del Derecho romano como materia universitaria en el siglo XlI, promovido en Bolonia por la escuela de los glosadores. Las consecuencias de los nuevos es­tudios se hicieron sentir tanto en el orden institucional como en el doctrinal en

espada material pertenecen a la Iglesia, pero ésta debe empuñarse para la Iglesia y aqué­lla por la Iglesia; una está en manos del sacerdote, la otra en manos del soldado, pero a las órdenes del sacerdote y bajo mando del emperador.»

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beneficio primero del poder imperial y luego de los reyes, cuando los juristas aplicaron el concepto de princeps al rey. La enseñanza del Corpus iuris civilis dio lugar a la constitución de una clase de juristas seculares que rompió el mono­polio eclesiástico del personal asesor y administrativo de poder politico. Ade­más, el hecho de que el Corpus iuris civilis fuera visto como una legislación ra­cional y fuera estudiado con métodos racionales frente a las abigarradas costumbres locales hacía de él y de los juristas un poderoso elemento unifica­dor que favorecía la centralización del poder.

Este proceso se hace ya manifiesto bajo Federico I «Barbarroja» (1152-1190), que, consciente de la importancia del Derecho romano para consolidar su po­der, favoreció los estudios de Bolonia. Federico I se proclama continuador en la serie de los emperadores romanos, pretende que Roma es su capital y pro­clama que restablece como ley básica de todo el Imperio el Corpus de Justiniano hasta el punto de que sus decretos los introduce en el texto del Corpus. Como su poder está configurado por la lex regia de los jurisconsultos, afirma que re­cibe su autoridad imperial solamente de Dios a través de la elección de los príncipes, sin intervención del papa; el papa confirma el poder del emperador mediante la coronación. La autoridad de Federico se ejerce directamente sobre un imperio restringido que se basa en el regnum teutonicum y se extiende al regnum italicum. Pero Federico aspira a un imperio universal que corresponde al carácter romano de su imperio, confirmado con el carácter universal de la Iglesia. Efectivamente, es Federico quien añade el adjetivo Sacrum al Romanum Imperium . Federico se proclama dominus mundi. Fue, como tantas cosas en la Edad Media, una pretensión. En el regnum teutonicum tuvo que habérselas con los nobles como el máximo señor feudal. En el regnum italicum emprendió una serie de guerras contra las comunas del Norte de Italia, que al fin vieron reco­nocida su autonomía. Y al final de su vida, en la gesta de la Tercera Cruzada, murió ahogado en el río Salef. Federico se empeñó en una pretensión irrealiza­ble, pero dejó su marca en la Historia. Fue el canto de cisne del Imperio uni­versal.