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SOBRE LOS REALISMOS QUINTO AÑO A LITERATURA JUAN RULFO JUAN JOSÉ MILLÁS ABELARDO CASTILLO GUILLERMO MARTÍNEZ GUSTAVO FERREYRA RAYMOND CARVER AUGUSTO ROA BASTOS LILIANA HEKER

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SOBRE LOS REALISMOSQUINTO AÑO A LITERATURA

JUAN RULFOJUAN JOSÉ MILLÁS

ABELARDO CASTILLOGUILLERMO MARTÍNEZGUSTAVO FERREYRARAYMOND CARVER

AUGUSTO ROA BASTOSLILIANA HEKER

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EL RECUPERATORIO

GUILLERMO MARTÍNEZ

En 1984 yo tenía veintitrés años y estaba preparando mi tesis de Magister en Matemática, que se titulaba “Sobre las lógicas tetraedrales y pseudocomplementadas de Lukasiewicz”, título éste que por alguna razón causaba mucha gracia a mis amigos. Alquilaba un departamento pequeño en Congreso y aunque frecuentemente omitía la cena, con el dinero que recibía como becario a duras penas llegaba a fin de mes. Por ese motivo había aceptado una ayudantía en la Facultad de Ciencias, en una materia de Lógica. Este sueldo adicional me alcanzaba para pagar el abono al Mozarteum, comprar algún libro e ir al cine dos veces por mes. Daba clases en el horario nocturno y mis alumnos tenían la misma edad que yo, si no eran, en muchos casos, mayores.

Enseñar me entusiasmaba. Más aún, me proporcionaba una satisfacción secreta, hasta entonces desconocida para mí; yo era –soy– algo tímido, pero había descubierto que subido a la tarima, con la tiza en la mano, me transformaba en otra persona. Adquiría una elocuencia imprevista y podía explicar las fórmulas más arduas con un fervor ligero y sonriente, que se contagiaba a mis alumnos. Con asombro y algo de orgullo advertía que era capaz de maravillarlos con las paradojas de Cantor y Russell, o mantenerlos en vilo en medio de una demostración, en el instante de incertidumbre que media entre la hipótesis y la tesis, y hasta hacerlos reír a veces, con uno de esos chistes abstrusos que sólo entienden los matemáticos. Me sentía, por primera vez, cautivador.

Había sin embargo entre mis alumnos una chica que no se dejaba seducir. Esta chica, que tenía un apellido impronunciable, no faltaba nunca y se sentaba invariablemente en la última fila, en uno de los rincones. Era muy hermosa, aunque daba la impresión de no consentir su belleza: raramente se pintaba e iba siempre vestida con una sencillez que parecía deliberada, como si quisiera evitar que la mirasen.

Tomaba sus notas con aplicación, pero pronto sospeché que no entendía demasiado. Era evidente, sobre todo, que no le interesaba una palabra de cuando se decía en el curso. Se limitaba a copiar lo que estaba escrito en el pizarrón y cada vez que yo intentaba un comentario fuera de programa, alguna observación que se me ocurría interesante, sentía desde aquel rincón un silencio resignado, desatento, que a veces lograba descorazonarme. Apenas sonreía con mis bromas y consultaba su reloj con frecuencia, como si permanecer en clase fuese para ella una obligación penosa, que de todos modos no podía eludir.

Sin embargo, lejos de irritarme, esta chica me conmovía. Había algo patético, desigual, en esa resistencia callada, y cada vez que yo daba una nueva definición, cada vez que repetía una explicación y los demás asentían con la cabeza, tenía la sensación de que la íbamos dejando más y más sola.

Tomaba el mismo colectivo que yo para regresar de la Facultad. Viajábamos sin hablarnos, prudentemente distanciados; yo descendía primero, en Rodríguez Peña y Rivadavia, y recuerdo que nunca podía resolver el problema, seguramente trivial, de si debía saludarla al bajar o no.

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Cuando llegó el primer parcial pude darme cuenta de que era muy orgullosa. El examen era algo difícil y los demás alumnos me llamaban continuamente para tratar de sonsacarme algún indicio, una pista que los ayudara a resolver uno u otro ejercicio. Ella no. Los nervios la iban consumiendo a medida que pasaba el tiempo, pero durante las cuatro horas no levantó la vista de sus hojas. Finalmente, cuando entregó su examen, vi que sólo había empezado el primer ejercicio.

El tiempo fue pasando pronto para mí. Estaba adelantando bastante con la tesis y entre los papeles revueltos, inmerso en los borradores, empezaba a invadirme esa euforia solitaria, incomunicable, de los matemáticos: aquello que escribía, que era casi incomprensible, era a la vez absolutamente cierto. Fue en aquel cuatrimestre también que ahorrando el cine de dos meses logré comprar una biblioteca de caña, en la que convivieron estrechamente Gramsci con los Piskunov, el Rey Pastor con Gombrowicz y el Principia Mathematica con las ofertas polvorientas de la calle Corrientes. No recuerdo ningún otro suceso particular. Era feliz: la felicidad no precisa demasiados motivos.

El curso proseguía sin sobresaltos. Cuando hablé de los teoremas de incompletitud pude ver cómo iba asomando el desconcierto en todas las caras y luego el asombro, temeroso, casi reverencial. Miré de soslayo a mi alumna: ni siquiera aquello, ni siquiera Gödel, había logrado sacarla de su mutismo. Me sorprendía un poco que siguiera asistiendo a clase; ahora estaba convencido de que debía sufrir durante esas dos horas. Llegó el segundo parcial y aunque fue más fácil que el anterior, ella no entregó su examen. Desde la tarima la vi borronear papeles, morder nerviosamente la punta del lápiz, debatirse inútilmente; ni una sola vez pidió auxilio. Cuando expiraba el plazo y el aula estaba casi vacía, guardó lentamente las cosas en su mochila y se fue. Yo recogí los últimos exámenes y salí un instante después. La encontré en la parada del colectivo.

Hacía frío, era de noche, y éramos las únicas dos personas esperando el 37, de modo que debía hablarle. Pero ya no estábamos en clase y yo me sentía de nuevo tímido, torpe. Ella tiritaba y era una chica hermosa y triste.

–No entregaste –le dije con una severidad fingida, apuntándola con el índice.

Sonrió levemente, sin decir nada, y se subió el cuello del abrigo. En ese momento apareció el colectivo, que venía casi vacío. Ella subió primero y mientras yo pagaba mi boleto pude ver que dudaba entre las dos filas de asientos. Finalmente eligió uno doble. Me fui a sentar a su lado. Hubo un silencio indeciso, que amenazaba prolongarse.

–Esta vez –dije– no fue tan difícil el examen.

–Sí –respondió ella con amargura–. Eso comentaban los demás.

–Y a vos –le pregunté con suavidad–. ¿Qué es lo que te pasa?

Clavó los ojos en los dibujitos de su mochila.

–No me gusta –dijo en voz baja.

No te gusta... ¿qué? ¿La Lógica, la carrera, la Facultad?

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Yo sonreía para animarla. Ella alzó lentamente los ojos; había en su cara una expresión grave.

–No me gusta nada –dijo.

Había hablado con un tono absolutamente firme. Me quedé desconcertado, mirándola con incredulidad.

–Pero nada... no puede ser, algo tiene que haber –me encontré diciendo–. ¿No pensaste por ejemplo en cambiar de carrera? Una carrera humanística tal vez, Letras, Psicología, algo así.

–No; no me gusta nada –volvió a decir con el mismo tono.

Me esforcé en pensar, pero era curioso: no había demasiado para sugerirle.

–¿Y alguna actividad artística? –intenté–. Pintura, o teatro.

Negó maquinalmente con la cabeza, como si hubiera hecho muchas veces esa misma lista.

–O un deporte si no; ¿no te gustan los deportes?

–No, no me gusta nada –repitió por tercera vez.

–Bueno –le dije, sin poder evitarlo–, entonces sólo te va quedando el matrimonio.

Vi pasar por sus ojos una sombra dolorida, como si hubiese recibido un golpe desde un lugar inesperado. Apartó la cara y miró por la ventanilla.

Tuve entonces una especie de vértigo: el colectivo bordeaba los lagos, no habíamos llegado todavía a Plaza Italia, y sin embargo yo había alzado ya delante de esa chica los pocos andamiajes con que se puede apuntalar una vida y ella, con esas cuatro palabras, con esa pequeña frase tercamente repetida, los había derribado uno tras otro. Se me revelaba bruscamente la secreta fragilidad de todas las cosas, como si conformaran una escenografía que yo había mirado siempre a la distancia y de pronto alguien me mostrara de cerca el cartón pintado, las torpes siluetas sin espesor.

Vi que el colectivo doblaba en la avenida y me levanté. Sólo sabía que quería bajarme. A mí me gustaban los libros y la música; me gustaba el cine, la matemática.

–Me tengo que bajar aquí –le dije.

Ella me miró con un poco de sorpresa y otra vez creí ver la sombra de un dolor: tal vez supiera que esa no era mi parada. Pero yo ya estaba de pie.

–El recuperatorio no va a ser difícil –le dije–. Estudiás bien el teorema de Rice y te presentás al primer turno, ¿sí?

Asintió con un gesto y pude ver, antes de bajar, que volvía a mirar de esa forma ausente por la ventanilla.

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Fue en esos días que me ofrecieron un cargo de profesor en La Plata, con casi el doble de sueldo. Acepté de inmediato, por supuesto. De esa chica no supe más nada.

El marica

Abelardo Castillo

Escuchame, César, yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto, porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro y las lleva toda la vida, hasta que una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien, porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Escuchame.Vos eras raro, uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la Laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa. Y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Cuando entraste a primer año venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles ni romper faroles a cascotazos ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue, cuando uno es chico encuentra cualquier motivo para querer a la gente, sólo recuerdo que un día éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Un domingo hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta adiós, los novios, a vos se te puso la cara como fuego y yo me di vuelta puteándolo y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano.Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.–Te lastimaste por mí, Abelardo.Cuando dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.–Soltame –dije.O a lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo, tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que en el fondo a ninguno de nosotros le importaba mucho, y alguna vez lo dije, dije que esas cosas no significan nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían, y uno también, César, acaba riéndose, acaba por reírse de macho que es y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.Yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente, como quieren los que todavía están limpios. Eras un poco menor que nosotros y me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te explicaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil escuchar, contarte todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, una mirada rara, la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:–Sabes, te admiro.No pude aguantar tus ojos. Mirabas de frente, como los chicos, y decías las cosas del mismo modo. Eso era.–Es un marica.

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–Qué va a ser un marica.–Por algo lo cuidas tanto.Supongo que alguna vez tuve ganas de decir que todos nosotros juntos no valíamos ni la mitad de lo que él, de lo que vos valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil y la risa fácil, y uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche cuando vino el negro y habló de verle la cara a Dios y dijo me pasaron un dato.–Me pasaron un dato –dijo–, por las Quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso el César le ve la cara a Dios.Y yo dije macanudo.–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.–¿Con los muchachos?–Sí, qué tiene.Porque no sólo dije macanudo sino que te llevé engañado. Vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo. Alta entre los árboles.–Abelardo, vos lo sabías.–Callate y entra.–¡Lo sabías!–Entra, te digo.El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba como si nos midiera. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes. Siete por cinco, treinticinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca, nunca en mi vida me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.El negro hizo punta. Yo sentía una pelota en el estómago, no me animaba a mirarte. Los demás hacían chistes brutales, anormalmente brutales, en voz de secreto; todos estábamos asustados como locos. A Aníbal le temblaba el fósforo cuando me dio fuego.–Debe estar sucia.Cuando el negro salió de la pieza venía sonriendo, triunfador, abrochándose la bragueta. Nos guiñó un ojo.–Pasa vos.–No, yo no. Yo después.Entró el colorado; después entró Aníbal. Y cuando salían, salían distintos. Salían hombres. Sí, ésa era exactamente la impresión que yo tenía.Entré yo. Cuando salí vos no estabas.–Dónde está César.–Disparó.Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio porque de pronto yo estaba fuera del rancho.–Vos también te asustaste, pibe.Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.–Agarró pa aya –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. Y el chico también dijo pa aya.Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas.

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Siempre me mirabas.–Lo sabías.–Volvé.–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.–Volvé, animal.–Por Dios que no puedo.–Volvé o te llevo a patadas en el culo.La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar; ensuciarte para olvidarse de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:–Maricón. Maricón de mierda.Y después lo grité. Escúchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero, de golpe, un día necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escúchame.Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo vaya a contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.

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La madre de Ernesto

Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.      Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.      –¡No!      –Sí. Una mujer.      –¿De dónde la trajo?      Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:      –¿Por dónde anda Ernesto?      En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:      –¿Qué tiene que ver Ernesto?      Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.     –¿Saben quién es la mujer que trajo el turco? Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.      –Atorranta, ¿no?      Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.      –Si no fuera la madre...      No dijo más que eso.      Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una

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o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.      –Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.      Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.      –Pero es la madre.      –La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.      –Y se los come.      –Claro que se los come. ¿Y entonces?      –Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.      Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:      –Se acuerdan cómo era.      Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.      –Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.      Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.      –No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.      Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.      –No se lo deben de haber prestado.      –A lo mejor se echó atrás.      Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:      –No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.      –¿Cómo será ahora?      –Quién... ¿la tipa?      Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.      –Esto es una asquerosidad, che.      –Tenés miedo – dije yo.      –Miedo no; otra cosa.      Me encogí de hombros:      –Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.

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      –No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.      Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.      Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos: Preguntó:      –¿Y si nos echa?      Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.      –Es Julio –dijimos a dúo.      El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.      –Se la robé a mi viejo.      Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.      –Fumaba, ¿te acordás?      Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.      –¿Cuánto falta?      –Diez minutos.      Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.      Julio apretó el acelerador.      –Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.      –¡Qué castigo ni castigo!      Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.      –¿Y si nos hace echar?      –¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!      A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:      –Llevalos arriba.      La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:

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      –A ver si nos sacan una muela.      Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.      –Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:      –¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!      Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.      Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:      –¿Quién pasa?      Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.      –Qué sé yo. Cualquiera.      Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.      –¿Bueno?      Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.      –Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.      Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.      Cerrándose el deshabillé lo dijo.

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EL PARAÍSO ERA UN AUTOBÚS Juan José Millás

Él trabajó durante toda su vida en una ferretería del centro. A las ocho y media de la mañana llegaba a la parada del autobús y tomaba el primero, que no tardaba más de diez minutos. Ella trabajó también durante toda su vida en una mercería. Solía coger el autobús tres paradas después de la de él y se bajaba una antes. Debían salir a horas diferentes, pues por las tardes nunca coincidían.      Jamás se hablaron. Si había asientos libres, se sentaban de manera que cada uno pudiera ver al otro. Cuando el autobús iba lleno, se ponían en la parte de atrás, contemplando la calle y sintiendo cada uno de ellos la cercana presencia del otro.      Cogían las vacaciones el mismo mes, agosto, de manera que los primeros días de septiembre se miraban con más intensidad que el resto del año. Él solía regresar más moreno que ella, que tenía la piel muy blanca y seguramente algo delicada. Ninguno de ellos llegó a saber jamás cómo era la vida del otro: si estaba casado, si tenía hijos, si era feliz.      A lo largo de todos aquellos años se fueron lanzando mensajes no verbales sobre los que se podía especular ampliamente. Ella, por ejemplo, cogió la costumbre de llevar en el bolso una novela que a veces leía o fingía leer. A él le pareció eso un síntoma de sensibilidad al que respondió comprándose todos los días el periódico. Lo llevaba abierto por las páginas de internacional, como para sugerir que era un hombre informado y preocupado por los problemas del mundo. Si alguna vez, por la razón que fuera, ella faltaba a esa cita no acordada, él perdía el interés por todo y abandonaba el periódico en un asiento del autobús sin haberlo leído.      Así, durante una temporada en que ella estuvo enferma, él adelgazó varios kilos y descuidó su aseo personal hasta que le llamaron la atención en la ferretería: alguien que trabajaba con el público tenía la obligación de afeitar-se a diario.      Cuando al fin regresó, los dos parecían unos resucitados: ella, porque había sido operada a vida o muerte de una perforación intestinal de la que no se había quejado para no faltar a la cita; él, porque había enfermado de amor y melancolía. Pero, a los pocos días de volver a verse, ambos ganaron peso y comenzaron a asearse para el otro con el cuidado de antes.      Por aquellas fechas, él ascendió a encargado de la ferretería y se compró una agenda. Entonces, se sentaba tan cerca como podía de ella, la abría, y con un bolígrafo hacía complicadas anotaciones que sugerían muchos compromisos. Además, comenzó a llevar corbata, lo que obligó a ella, que siempre había ido muy arreglada, a cuidar más los complementos de sus vestidos. En aquella época ya no eran jóvenes, pero ella comenzó a ponerse unos pendientes muy grandes y algo llamativos que a él le volvían loco de deseo. La pasión, en lugar de disminuir con los años, crecía alimentada por el silencio y la falta de datos que cada uno tenía sobre el otro.      Pasaron otoños, primaveras, inviernos. A veces llovía y el viento aplastaba las gotas

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de lluvia contra los cristales del autobús, difuminando el paisaje urbano. Entonces, él imaginaba que el autobús era la casa de los dos. Había hecho unas divisiones imaginarias para colocar la cocina, el dormitorio de ellos, el cuarto de baño. E imaginaba una vida feliz: ellos vivían en el autobús, que no paraba de dar vueltas alrededor de la ciudad, y la lluvia o la niebla los protegía de las miradas de los de afuera. No había navidades, ni veranos, ni semanas santas. Todo el tiempo llovía y ellos viajaban solos, eternamente, sin hablarse, sin saber nada de si mismos. Abrazados.      Así fueron haciéndose mayores, envejeciendo sin dejar de mirarse. Y cuanto más mayores eran, más se amaban; y cuanto más se amaban más dificultades tenían para acercarse el uno al otro.      Y un día a él le dijeron que tenía que jubilarse y no lo entendió, pero de todas formas le hicieron los papeles y le rogaron que no volviera por la ferretería. Durante algún tiempo, siguió tomando el autobús a la hora de siempre, hasta que llegó al punto de no poder justificar frente a su mujer esas raras salidas.      De todos modos, a los pocos meses también ella se jubiló y el autobús dejó de ser su casa.      Ambos fueron languideciéndose por separado. El murió a los tres años de jubilarse y ella murió unos meses después. Casualmente fueron enterrados en dos nichos contiguos, donde seguramente cada uno siente la cercanía del otro y sueñan que el paraíso es un autobús sin paradas.

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Talpa

Juan Rulfo

Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo. 

Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos -dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte-, entonces no lloró. Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima. Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados. Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos. La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él. 

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Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza. Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo. Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás. “Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.” Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días. Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era lo que queríamos me acuerdo muy bien. Me acuerdo de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un gran alivio. Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara. 

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Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados. Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le molestaba ningún dolor. Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar contigo”, dizque eso le dijo. Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo. Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse.   Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra. Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino.Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato. Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvareda; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la

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cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del sol repartido entre todos. Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos. En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros. Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero, así y todo, ya no quería seguir: “Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla.” Eso nos dijo. Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia.Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche. Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa. Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa. Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera. 

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  Entramos a Talpa cantando el Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde, en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de animal muerto. Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco más. Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza. Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se había caído en medio de ellos. A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba. Pero no le valió. Se murió de todos modos. “… Desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de sacrificios…” 

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Eso decía el señor cura desde allá arriba del púlpito. Y después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas avispas espantadas por el humo. Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se levantara ya estaba muerto. Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza. Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.   Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni que hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó. Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo. Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía en la sangre de uno a cada bocanada de aire.Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro.

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El baño

Raymond Carver

 EL SÁBADO POR la tarde la madre fue en coche a la pastelería del centro comercial. Después de mirar un álbum con fotografías de pasteles pegadas en las hojas, encargó uno de chocolate, el preferido de su hijo. Era una tarta adornada con una nave espacial y una plataforma de lanzamiento bajo una cascada de blancas estrellas. El nombre, SCOTTY, iría escarchado en verde como si fuera el nombre de la nave.        El pastelero le escuchó con circunspección cuando ella le contó que Scotty iba a cumplir ocho años. Era un hombre mayor, y llevaba un delantal harto curioso: una pesada prenda cuyas cintas le pasaban bajo los brazos y le rodeaban la espalda y volvían de nuevo al frente, donde acababan en un enorme nudo. Seguía secándose las manos en la parte delantera del delantal mientras escuchaba a la mujer, y sus ojos húmedos le observaban con atención los labios mientras ella estudiaba las tartas y hablaba.        Le permitió tomarse el tiempo necesario. No tenía prisa.        La madre eligió la tarta de la nave, y a continuación dio su nombre y su teléfono. Lo único que el pastelero se dignó contestar fue que la tarta estaría lista el lunes por la mañana, con tiempo suficiente para la fiesta, que era por la tarde. Ninguna broma, sólo ese mínimo intercambio, la información más escueta, nada que no fuera necesario.

       El lunes por la mañana, el niño se dirigía a pie hacia el colegio. Andaba junto a otro chico, y se iban pasando una bolsa de patatas fritas. El chico del cumpleaños intentaba sonsacar a su amigo acerca del regalo que le haría por la tarde.        En un cruce, y sin mirar, el chico del cumpleaños se bajó del bordillo de la acera, y en un abrir y cerrar de ojos fue arrollado por un coche. Cayó de costado, con la cabeza sobre la cuneta; sus piernas, sobre la calzada, se movían como si estuvieran subiendo por un muro.        Su compañero se quedó allí quieto, sosteniendo la bolsa de patatas fritas, preguntándose qué hacer, si acabarse las patatas o seguir andando hacia el colegio.        El chico del cumpleaños no lloraba. Pero tampoco tenía ganas de decir nada. Ni siquiera contestó cuando su compañero le preguntó qué se sentía cuando a uno le atropellaba un coche. El chico del cumpleaños se levantó y echó a andar en dirección a su casa, y su amigo le hizo adiós con la mano y siguió camino del colegio.        El chico le contó a su madre lo que le había pasado. Se sentaron los dos en el sofá. Ella le cogió las manos y se las puso en el regazo. Y así estaban cuando el chico apartó las manos del regazo de su madre y se

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tendió de espaldas en el sofá.

       Naturalmente no hubo fiesta de cumpleaños. El chico del cumpleaños estaba en el hospital y su madre permanecía a la cabecera de su cama. Esperaba a que su hijo despertara. El padre llegó a toda prisa de la oficina. Se sentó al lado de la madre. Ahora ambos aguardaban a que su hijo recuperara la conciencia. Transcurrieron varias horas, y luego el padre se fue a casa a tomar un baño.        El hombre iba en su coche en dirección a casa. Conducía más rápido que de costumbre. Hasta entonces su vida había sido bastante amable. Trabajo, paternidad, familia. El hombre había tenido suerte y era feliz. Pero el miedo le hizo desear tomar un baño.        Tomó la vereda de entrada. Se quedó sentado dentro del coche tratando de que le respondieran las piernas. Su hijo había sido atropellado por un coche y ahora estaba en el hospital, pero se iba a poner bien. El hombre se bajó del coche y fue hasta la puerta principal. El perro ladraba y el teléfono estaba sonando. Y siguió sonando mientras el hombre abría la puerta y palpaba la pared en busca del interruptor.        Levantó el auricular. Exclamó:        —¡Acabo de llegar!        —Aquí hay una tarta que no han recogido.        Esto fue lo que repuso la voz al otro lado de la línea.        —¿De qué me habla? —preguntó el padre.        —La tarta —insistió la voz—. Dieciséis dólares.        El hombre mantenía el auricular pegado al oído y trataba de entender. Contestó:        —No sé de qué me habla.        —No me venga con ésas —dijo la voz.        El hombre colgó el teléfono. Fue a la cocina y se sirvió un trago de whisky. Luego llamó al hospital.        El estado de su hijo seguía siendo el mismo.        Mientras el agua llenaba la bañera, el hombre se enjabonó la cara y se afeitó. Estaba en la bañera cuando volvió a oír el teléfono. Salió de un salto y corrió por la casa diciéndose: «Estúpido, estúpido», porque si se hubiera quedado en el hospital no se encontraría ahora en esta situación. Levantó el auricular y gritó: «¡Diga!»        La voz dijo:        —La tengo preparada.

       El padre llegó al hospital después de media noche. Su mujer seguía sentada en la silla, junto a la cabecera. Alzó la vista hacia su marido y volvió a mirar a su hijo. De un aparato situado sobre la cama colgaba una botella con un tubo que descendía hasta el niño.        —¿Qué es eso? —preguntó el padre.        —Glucosa —respondió la madre.        El hombre apoyó la mano en la nuca de su mujer.        —Va a volver en sí —la animó.        —Lo sé —asintió la mujer.        Al poco, el hombre sugirió:        —Vete a casa. Me quedaré yo.

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       Ella movió la cabeza.        —No.        —Vamos —insistió él—. Ve a casa un rato. No te preocupes. Está dormido, eso es todo.        Entró una enfermera. Les saludó con un movimiento de cabeza mientras se dirigía hacia la cama. Sacó el brazo izquierdo del niño de debajo de las mantas y le puso los dedos en la muñeca. Luego volvió a meterlo bajo las mantas y escribió algo en la tablilla adosada a la cama.        —¿Cómo está? —quiso saber la madre.        —Estacionario —contestó la enfermera. Y añadió—: El doctor volverá a pasar pronto.        —Le estaba diciendo que podría ir a casa a descansar un poco —le explicó el hombre—. Cuando el doctor haya pasado.        —Sí, claro —dijo la enfermera.        La mujer objetó:       —Veremos lo que dice el doctor.        Se llevó la mano a los ojos e inclinó la cabeza hacia adelante.        La enfermera concedió:        —Claro.

       El padre miró a su hijo: Bajo las mantas, el menudo pecho subía y bajaba. Sintió un miedo aún mayor. Empezó a sacudir la cabeza. Mientras lo hacía se habló a sí mismo. Se dijo: el niño está bien. En lugar de dormir en casa, duerme aquí. El sueño es igual en un sitio que en otro.

       El médico entró en el cuarto. Estrechó la mano del hombre. La mujer se levantó de la silla.        —Ann —dijo el médico, y la saludó con un movimiento de cabeza. Luego añadió—: Veamos cómo está.        Se acercó a la cama y tocó la muñeca del niño. Le alzó un párpado y luego el otro. Apartó hacia abajo las mantas y le auscultó el corazón. Presionó el cuerpo del niño con los dedos. Aquí y allá. Fue hasta el pie de la cama y estudió el cuadro. Anotó la hora, escribió algo y luego observó al padre y a la madre.        El médico era un hombre físicamente atractivo. Tenía la piel fresca y tostada. Vestía traje con chaleco, corbata de color vivo, camisa con gemelos.        La madre se dijo a sí misma: viene de algún acto en el que había público. Le han impuesto alguna medalla.        El médico explicó:        —No es para dar saltos de júbilo, pero tampoco hay que preocuparse. Despertará muy pronto. —Volvió a mirar al niño—. Sabremos más cuando recibamos los análisis.        —Oh, no —se lamentó la madre. El médico dijo:        —Suelen darse casos semejantes.        El padre preguntó:        —¿No lo llamaría coma, entonces?        El padre miró al médico y aguardó.        —No, no quiero llamarlo así —dijo el médico—. Está durmiendo. Es un sueño reparador. El cuerpo hace lo que tiene que hacer.

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       —Está en coma —aseguró la madre—. En una especie de coma.        El médico insistió:        —Yo no lo llamaría así.        Tomó las manos de la mujer y les dio unas palmaditas. Luego estrechó la mano del marido.

       La mujer puso los dedos sobre la frente del niño y los mantuvo en ella unos minutos.        —No tiene fiebre, al menos —afirmó. Luego añadió—: No sé. Tócale la cabeza.        El hombre puso los dedos sobre la frente del niño. Y comentó:        —Seguramente es normal que esté así.        La mujer siguió de pie unos instantes más, mordisqueándose el labio. Luego fue hasta su silla y se sentó.        El marido se sentó a su lado en otra silla. Quería añadir algo, pero no encontró palabras adecuadas a la situación. Cogió la mano de su mujer y se la puso sobre las rodillas. Cuando lo hizo, se sintió mejor. Le hizo sentir que expresaba algo. Siguieron así un breve lapso, mirando al niño, en silencio. De cuando en cuando el hombre apretaba la mano de su esposa, que al cabo la retiró de la suya.        —He rezado —dijo ella.        —Yo también —coincidió él—. Yo también he rezado.

       Volvió a entrar una enfermera; comprobó el goteo de la botella.        Entró un médico y pronunció su nombre. Llevaba mocasines.        —Vamos a bajarlo para hacerle más radiografías —aclaró—. Y queremos examinarle con el scanner.        —¿El scanner? —preguntó la madre. Estaba de pie, entre el médico y la cama.        —No es nada —minimizó él.        —Dios mío —exclamó ella.        Entraron dos enfermeros. Traían una especie de camilla con ruedas. Desconectaron el tubo y, con suavidad, pasaron al niño a la camilla.

       No trajeron al niño a su cuarto hasta después del amanecer. El padre y la madre entraron en el ascensor tras los enfermeros. Subieron y llegaron a la habitación. Una vez más, ambos tomaron asiento junto a la cama.        Esperaron todo el día. El niño no despertaba. El médico vino de nuevo y examinó otra vez al chico y salió del cuarto después de repetir las mismas cosas de la víspera. Entraron enfermeras. Entraron médicos. Entró un ayudante del laboratorio y le extrajo muestras de sangre.        —No lo entiendo —le dijo la madre al asistente.        —Son órdenes del doctor —explicó el asistente.        La madre fue hasta la ventana y miró el aparcamiento. Coches con los faros encendidos llegaban y partían. Se quedó allí, con las manos sobre el alféizar. Y se decía a sí misma: nos está pasando algo, algo muy grave.        Tenía miedo.        Vio como un coche se paraba y subía en él una mujer con un largo abrigo. Imaginó que era aquella mujer. Imaginó que se alejaba de allí en aquel coche rumbo a cualquier otro lugar.

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       El médico entró en el cuarto. Parecía más bronceado y saludable que nunca. Fue hasta la cama y examinó al chico. Concluyó:        —Sus constantes son buenas. Todo está bien.        La madre se lamentó:        —Pero sigue dormido.        —Sí —asintió el médico.        El marido señaló:        —Está agotada. Está muerta de hambre.        El médico aconsejó:        —Debería descansar. Debería comer algo. Ann...       —Gracias —dijo el marido.        Se dieron la mano, y el médico les dio unas palmaditas en el hombro. Luego salió.

       —Creo que uno de los dos debería ir a casa a ver cómo están las cosas —sugirió el hombre— Hay que dar de comer al perro.        —Llama a algún vecino —propuso la esposa—. Alguien lo hará si se lo pides.        La mujer trató de pensar en quién. Cerró los ojos y trató simplemente de pensar. Al poco decidió:        —A lo mejor lo hago yo misma. A lo mejor, si no estoy aquí mirándole, vuelve en sí. A lo mejor no despierta porque estoy aquí mirándole.        —Puede que sea eso —concedió el marido.        —Me iré a casa y tomaré un baño y me cambiaré de ropa.        —Creo que es precisamente eso lo que debes hacer —la animó el hombre.        La mujer cogió su bolso. Su marido la ayudó a ponerse el abrigo. Se dirigió hacia la puerta, y se volvió. Miró al niño, y luego al padre. El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza y sonrió.        Pasó el cuarto de enfermeras y llegó al final del pasillo, donde al doblar la esquina vio una pequeña sala de espera. Había en ella una familia, estaba sentada en sillas de mimbre. Un hombre en camisa caqui, con una gorra de béisbol echada hacia la coronilla; una mujer corpulenta en bata y zapatillas; una chica en vaqueros, con docenas de ensortijadas trenzas. La mesa estaba atestada de envoltorios de papel encerado y de espuma de estireno y de cucharillas de café y de bolsitas de sal y pimienta.        —Nelson —la abordó la mujer—. ¿Se trata de Nelson? Sus ojos se agrandaron.        —Dígame, señora —insistió—. ¿Se trata de Nelson?        Intentaba levantarse de la silla. Pero el hombre la sujetaba por el brazo.        —Vamos, vamos —la tranquilizó el hombre.        —Lo siento —se disculpó la madre de Scotty—. Estoy buscando el ascensor. Tengo a mi hijo en el hospital. No encuentro el ascensor.        —Está por allí —indicó el hombre, y señaló con el dedo la dirección correcta.        —A mi hijo lo ha atropellado un coche —explicó la madre de Scotty—. Pero se pondrá bien. Está conmocionado, aunque puede que también esté en una especie de coma. Eso es lo que nos preocupa, lo del coma. Voy a salir un rato. Quizá tome un baño. Pero mi marido se ha quedado con él.

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Cuidándole. Es posible que cuando me vaya haya algún cambio. Mi nombre es Ann Weiss.        El hombre se movió en su silla. Sacudió la cabeza.        —Nuestro Nelson... —empezó.

       Tomó la vereda de entrada. El perro salió corriendo de la parte de atrás de la casa. Corría en círculos sobre la hierba. La mujer cerró los ojos y dejó que su cabeza descansara sobre el volante. Escuchó el ralentí del motor.        Se apeó y fue hasta la puerta. Entró y encendió las luces y puso agua para hacer té. Abrió una lata y dio de comer al perro. Se sentó en el sofá con una taza de té.        Sonó el teléfono.        —¡Sí! —exclamó—. ¡Diga!        —¿La señora Weiss? —preguntó una voz de hombre.        —Sí —contestó ella—. Soy la señora Weiss. ¿Se trata de Scotty?        —Scotty —dijo la voz—. Se trata de Scotty —siguió la voz—. Tiene que ver con Scotty, sí.

El hedor

Gustavo Ferreyra

Carlos, sentado frente al escritorio –el que ocupaba un ángulo en su dormitorio–, escribía tan rápidamente que se hubiera podido pensar que estaba urgido por algo, pese a su soledad, pese a que era la tarde de un domingo. Con el cuerpo inclinado hacia adelante, la cabeza ligeramente apoyada en los dedos de una mano, parecía casi un febril taquígrafo en lo más arduo de su trabajo. Su cuerpo apenas si vibraba por el andar

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vertiginoso del brazo; daba toda la impresión de ser un escriba consumado. No lo era sin embargo, y su apuro se fundaba, más que en otra cosa, en el deseo de no perder un ápice de una parrafada que guardaba en la cabeza y que –tenía al respecto una firme presunción– no podría escribir de otra manera, no podría escribir sino sin meditarlo. Suponía, en verdad sin pensarlo concretamente, que de detenerse, dudaría, atemperaría sus razones, perdería vigor su escrito, se arrepentiría de la mayoría de las cosas que argüía, se dejaría invadir por pruritos que no le convenían.

Escribía una carta para su hermana, quien desde hacía años residía en el extranjero. Después de más de una semana de hesitaciones, se había decidido a escribirla por completo esa misma tarde y a mandarla a primera hora del día siguiente. Camino a su trabajo, a dos cuadras del edificio de oficinas en donde se desempeñaba, se hallaba una sucursal del correo, y allí la despacharía. El pensaba que habría de realizar el sencillo trámite con la misma seguridad con la que escribía; no se permitía imaginar que su decisión flaquease. Y escribía con la espalda muy derecha y las piernas cruzadas por debajo de la silla, a la altura de los talones. Había prendido una pequeña lámpara que se encontraba en la parte superior del escritorio, en razón de que la tarde era oscura; la luz, amarillenta, dando una imprecisa sensación de decrepitud, de ancianidad, iluminaba suavemente las hojas. La tinta, de un azul profundo, se veía casi negra; las letras se estiraban hacia adelante como si un abismo las atrajera en el margen derecho de la hoja. Carlos escribía con una lapicera a fuente, que tenía por elegante; la había buscado especialmente para escribir aquella carta, ya que habitualmente utilizaba un simple bolígrafo.

Cuando terminaba la carta y, algo menos tenso tras haber atravesado el Rubicón, enfrentaba la dificultad de los artificios del final –al que, pese a todo, no deseaba que le faltaran unas pinceladas de optimismo y de cariño–, empezó a percibir, débil aún, un olor desagradable. Se detuvo por un instante y olisqueó un poco en un par de direcciones, pero con esto más bien dejó de sentir aquel olorcillo, y volvió a la escritura hasta terminar, en unas cuantas oraciones que fueron de su agrado, una idea que abrigaba. Enseguida, no obstante, advirtió de nuevo el hedor, y aún más penetrante que antes. Olió nuevamente, esta vez en dirección de la cocina, y, creyendo percibir que se confirmaba su sospecha, se levantó y dio unos pasos hacia la puerta del dormitorio. Sin embargo no quiso pasar de allí, apremiado por el final de la carta; se asomó un poco, olfateando en dirección de la cocina, mas como no sintió nada en particular regresó a su silla frente al escritorio. No le faltaban –calculaba– más que dos frases, vale decir, una y el último saludo, el que empezaba a cobrar forma en su mente al sugerirse –aún no lo pensaba con todas sus facultades– uno o dos de los que usualmente se utilizan. Se inclinó hacia adelante con la espalda bien derecha, en una posición que –lo había

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descubierto en este día– favorecía la resolución en el hacer y lo alejaba de las disquisiciones inútiles. A poco de hacerlo, el mal olor retornó. Intentó no darle ninguna importancia, enfrentado a esa anteúltima frase que se le dificultaba armar. Empero el enojo y la curiosidad por un tufo tan molesto terminaron por ganarlo e, imposibilitado de seguir adelante, marchó hacia la cocina con paso enérgico. Revisó dos ollas que estaban sobre el artefacto de cocina, la alacena, incluso abrió la heladera. Fue hasta el baño y levantó la tapa del inodoro, también con resultado negativo. Estuvo a punto de volver sin más al dormitorio, pero tuvo una idea; atravesó la cocina y llegó al lavaderito, cuya ventana, entreabierta, daba al hueco que separaba los dos departamentos del piso. Abrió más la ventana y sacó la cabeza, con lo que confirmó, aunque en realidad no percibió nada, que el olor provenía de la casa de su vecino de piso. Por unos segundos discurrió en torno de qué podía estar haciendo el vecino –al que no le tenía ninguna simpatía– para producir ese aroma fétido. Pensó que quizás alguna comida, se acordó de Landrú; no se le ocurrió otra cosa. Malhumorado, regresó a su pieza; sin embargo no se sentó en la silla sino que, parado, releyó las últimas líneas de la carta. Le pareció que la transición entre la dureza de sus argumentos y las últimas y afectuosas frases era demasiado abrupta. Esto aumentó su fastidio. ¿Para hacer una transición más extensa y pausada debía tachar las líneas finales de tal manera que no se leyeran y continuar, o desechar esa hoja y pasarla hasta donde le pareciera conveniente?, incluso ¿no era mejor dejar todo como estaba? La idea de tachar o de pasar la hoja lo enojaba, borrar le parecía aún peor, tal vez porque dejaría huellas visibles del arrepentimiento y además, frente a la franqueza de las tachaduras, aparecería ante los ojos de su hermana como algo solapado, como si hubiera querido hacer invisible la reescritura. Por otro lado, dejarla como estaba no le agradaba en lo más mínimo, ya que no aceptaba dejar mal hechas las cosas que podía remediar. Arrancó la hoja del cuadernillo y a punto estuvo de hacerla un bollo para tirarla a la basura, cuando recordó que tenía que pasarla; es más, enfrentado a la creencia –que lo asaltó de repente y que era casi una seguridad– de que esa carilla, al pasarla, perdería en su nueva y más atildada letra parte de su autenticidad y fuerza, dudó, y volvió a dejarla prolijamente sobre el tapete del escritorio. Quería pensar tranquilamente un problema que le parecía nimio y que resolvería en breve lapso –en el fondo de sí se establecía esta suposición– a poco que se dejase llevar por su inclinación más profunda, a la que no le faltarían razones, pero el nauseabundo olor retornó a hacerse sentir marcadamente en sus narices, o por lo menos volvió a ser consciente de él. Comprobó que cada vez era más fuerte. Una sorda ira le trepó por el cuerpo; se dirigió a paso vivo al lavadero y asomó la cabeza. Estuvo inclinado por unos instantes a gritarle algo al vecino, pero el temor a que el otro lo increpase brutalmente sin ningún miramiento, teniendo a los otros vecinos por testigos, lo contuvo. Todavía indignado, consideró que lo mejor era ir a tocarle el timbre.

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Su vecino no era de físico grande, hasta era probable que fuera un poco más bajo que él, pero daba la impresión de ser fornido y, mucho más importante aún, tenía unas facciones duras, angulosas, resaltadas por un bigote negro bien tupido, que se complementaban sin contradicción alguna con una voz grave y un hablar abrupto, de una seguridad inapelable. Hablaba como si nunca dudase, como si siempre supiera qué hacer, como si jamás se equivocase. Carlos lo aborrecía; adivinaba en él –aunque no se había detenido mucho a pensarlo– al hombre de no demasiadas luces pero que con su estilo prepotente era capaz de humillarlo, de ponerlo en un brete mayúsculo, aun de hacerlo llorar de rabia y de impotencia.

Apretó el botón del timbre apenas un brevísimo instante y lo soltó. No tenía en la cabeza ni siquiera una frase con la que empezar, y este desamparo, que cuando la puerta se abriese se haría vertiginoso, lo arredraba. Se le ocurrió, a fuerza de que su mente se consagró a salvarlo sin que él casi la instase a ello, que podría decirle que sentía un mal olor, sin mencionar que creía firmemente que él era el culpable, sino que por el contrario sugeriría que le tocó el timbre para saber qué vecino, otro cualquiera, podía estar produciendo un hedor semejante. Parado frente a la puerta, intentando una digna postura de su cuerpo, esperó cerca de un minuto. Luego tocó de nuevo el timbre; esta vez lo mantuvo oprimido una pizca más de tiempo. No podía creer que su vecino no estuviese. Sospechó que el otro no abría justamente porque estaba produciendo ese maldito olor que ahora, otra vez, empezaba a llegar nítidamente a sus narices. Imprevistamente tuvo miedo... Miró la puerta y se fue alejando, sigiloso, sin dejar casi de observarla. Surgió en su ánimo empero la idea de que el otro lo estaba mirando a través de la mirilla y se sintió avergonzado; recompuso el andar y entró en su departamento. En parte, hubiera querido volver sobre sus pasos e insistir, pero no se animó porque si el otro lo estaba observando habría quedado como un irresoluto, como un timorato que iba y venía según los arrebatos más contradictorios; por otra parte, encontraba alivio alejándose de esa puerta y del vecino, y esto sin haber renunciado a tocarle el timbre, incluso con alguna insistencia, por lo que, ya a salvo en la sala, no dejó de sentirse ligeramente satisfecho consigo mismo.

Caminaba rumbo al dormitorio cuando discurrió que verdaderamente era posible que no fuera del departamento de su vecino de piso de donde provenía el olor; tal vez se esparciera por el hueco del edificio y por las escaleras desde cualquier otro. Por unas fracciones de segundo imaginó a su vecino insultándolo, señalándole con un gesto despreciativo el resto del edificio. Se detuvo apenas entró en su pieza. El olor era muy fuerte, asqueroso; tuvo una pequeña arcada, mas la contuvo a tiempo. Se dirigió al escritorio invadido por una profunda sensación de desagrado; intentó concentrarse en el dilema que le deparaba la carta, y se quedó mirándola, apenas viéndola. Tenía la

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impresión de que el hedor era cada vez más intenso, ya no sabía si no tenía que salir a tocar cualquier timbre o a gritar en las escaleras. Con dificultad leyó un parrafito que no le dijo nada, que ni siquiera llegó a relacionar con el problema que se le había planteado hacía minutos, el cual se había hundido en ese olvido débil, aún vacilante, que nos deja lo que queremos rescatar de sus manos a las puertas, en el umbral de nuestra posibilidad, por lo que nuestra impotencia es más patética y la frustración menos vulnerable, menos susceptible de horadarse con nuestras razones o con nuestra resignación. Recordaba que enfrentaba una disyuntiva con la carta, pero no podía establecer claramente cuál, en buena medida porque no podía hacer el esfuerzo de traerla a luz, ya que en este caso se atosigaría con las decisiones a tomar: ¿qué hacer frente al olor?, ¿qué hacer frente a la carta?, y ambos asuntos eran demasiado para él, quien con uno solo probablemente se desbarrancaría casi en la exasperación. El quería recordar, con una voluntad harto débil, lo que le era mejor olvidar, y contra su deseo olvidaba.

El olor le resultaba ya intolerable. Se apartó bruscamente del escritorio y a paso vivísimo fue hasta el lavadero; abrió violentamente la ventana y asomó de nuevo la cabeza, dispuesto a gritar. ¡Hijos de puta!; ésta era la expresión que se repetía para sí y quizá, si se animaba, la que espetaría en el hueco. Miró para abajo y para arriba; no vio nada que lo guiase en lo más mínimo, aunque tampoco esperaba ver nada en especial. ¡Puta madre! –se repitió en varias oportunidades, y miró por un rato las ventanas de los lavaderos que se sucedían piso tras piso. De repente cayó en la cuenta de que no se sentía allí el terrible olor que lo angustiaba. Aspiró cuatro o cinco veces con énfasis y nada percibió. Dudoso de a qué atribuir este hecho, si a que se acostumbraba al olor o a que antes se había equivocado, se apartó de la ventana. Fue hasta las escaleras, nervioso y preocupado. El hedor apenas si se notó cuando se quedó parado unos momentos, oliendo. Regresó a su departamento. ¡¿Qué podía hacer?! No podía entender ese olor. Se puso a caminar de uno a otro lado de la sala con vehemencia, la que sólo hubiera sido apropiada en la calle, ante la tardanza que sufriera a una cita importante, pero que entre los muebles resultaba inusitada. Más bien no pensaba en nada, sino que su mente se ocupaba en atestiguar cómo crecía en él la desesperación. Casi no quería respirar. Tampoco quería detenerse. La familiaridad del ambiente, de los muebles, que lo habían cobijado por años, no lo consolaba en absoluto; por el contrario, la situación, ahí en donde la cotidianidad de su vida hallaba refugio, se le hacía más exasperante. Se aferraba, poco menos sin que él mismo lo supiese, a una última esperanza, que no llegaba a precisarse pero que latía en su ánimo: volver a la carta, solucionar lo que tenía pendiente en ella, y a través de esto olvidar el olor. Sin embargo, seguía caminando ida y vuelta, esquivando las puntas y las patas de los muebles, sin que se planteara nada en

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concreto. Había dejado de respirar por la nariz y, cada tanto, cuando el vacío en los pulmones lo apuraba, aspiraba por la boca. De cualquier manera las náuseas lo ganaban.

Retornó al dormitorio y se tiró en la cama. Encogido, permaneció sobre la colcha totalmente inmóvil. Intentaba tranquilizarse diciéndose que muy probablemente el olor había desaparecido, en virtud de que, desde que dio a respirar por la boca, ya no lo percibía más, y sólo lo intuía en la pastosidad de la boca abierta, en el asco que le bajaba hasta el estómago, pero estos indicios –de esto trataba de convencerse– bien podían basarse exclusivamente en su creencia de que el hedor persistía y éste haber desaparecido. No obstante, no se animaba a respirar por la nariz. Por un momento pensó que podía, siempre que se mantuviera respirando por la boca, volver a la carta que escribía para su hermana y terminarla de una buena vez, y se levantó, sin embargo le sobrevino una arcada, con lo que no le quedó más remedio que sentarse en el borde de la cama; los ojos –más por el esfuerzo de contener la arcada que por la emoción que le producía su desgracia– se le llenaron de lágrimas. El sabía que así, quieto, encorvado, y con la cabeza inclinada hacia el torso, el olor debía ser horripilante. Se resistía a comprobarlo pese a que respirar por la boca se le hacía insoportable. Una idea en alguna medida satisfactoria fue sin embargo gestándose en su mente: a la larga se iba a acostumbrar al mal olor y habría de dejar de advertirlo. Es más, el alivio que le trajo la idea fue acompañando de extrañeza y de cierta ofuscación por no haberse acostumbrado antes al olor, cuando lo respiró por un rato. Ahora debía empezar de cero y todo se le haría más dificultoso.

Volvió a respirar por la nariz, de modo tan precipitado que aspiró profundamente y el olor, fétido, lo penetró, asqueándolo al punto de que la arcada que tuvo –así lo percibió él– le subió bruscamente al estómago, como si quisiera salírsele por la boca, y si no vomitó fue porque hacía muchas horas que no comía nada. Siguió respirando, trémulo, mientras de sus ojos, impulsadas por la violencia de su asco, caían lágrimas. El olor a putrefacto era ácido, penetrante. Carlos pretendía respirarlo poco a poco, intercalando algunas aspiraciones con la boca, no obstante, tal si el aire, cargado de esa hediondez, fuera pobre en oxígeno, de vez en cuando se veía obligado a inspirar con mayor vigor, y entonces la repulsión lo embargaba con una crudeza angustiosa. Unas pizcas de saliva le asomaban a las comisuras de los labios. Se negaba, sin saber por qué, a levantarse, a caminar, y con ello disipar, al menos en parte, el aire rancio que subía a su nariz. Se empecinaba en estarse sentado en la cama, volcado hacia adelante, con las piernas abiertas y los codos apoyados en las rodillas. Carlos, ahora que las arcadas eran cada vez más espaciadas y más débiles, quería vomitar, o por lo menos en el vacío de pensamientos en que lo sumía su estado, esto creía querer, bien que, de seguro, si un

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vómito hubiera asomado realmente a su garganta habría hecho todo lo posible para retenerlo.

Permaneció aún un buen rato poco menos que inmóvil, sólo respirando, y pese a que las arcadas casi habían desaparecido, no se acostumbraba al hedor y continuaba percibiéndolo nítida, abrumadoramente. “Por qué no me acostumbro al olor?”, se preguntaba cada tanto, harto de oler, y oler, y oler, esa porquería. “¡¿Nunca me voy a acostumbrar?!”, se rebelaba, con una violencia callada y reconcentrada. “¡Todos se acostumbran a todo!”, se decía a punto de caer en un íntimo furor, incluso dudando de su normalidad. El respirar por la boca era una tentación que de cuando en cuando lo abordaba, pero se resistía a entregarse, argumentándose que debía ser paciente, que si alguna obligación tenía era para con la constancia. Y por momentos consideraba que era imposible que finalmente no se acostumbrara al hedor, con lo que su tenacidad tendría su premio, como por momentos se convencía de que jamás dejaría de olerlo, de que estaba condenado a percibirlo.

La excavación

Augusto Roa Bastos

El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre podía avanzar

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o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el plato de hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río. Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de “bodega” para el contrabando de la tierra excavada. La guerra. civil había concluido seis meses atrás. La perforación del túnel duraba cuatro. Entre tanto, habían fallecido, por diversas causas, no del todo apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos que se hallaban amontonados en esa inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente, donde en tiempos de calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes. De los diecisiete presos que habían tenido la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve se habían llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la prisión; a cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas; a dos, la rauda ventosa de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose las venas, uno con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo borde afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del túnel. Esta estadística era la que regía la vida de esos desgraciados. Sus esperanzas y desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, como esas mariposas de aceite que a pocos metros de allí -tal vez solamente un centenar- brillaban en la Catedral delante de las imágenes. La única respiración venía por el agujero aún ciego, aún nonato, que iba creciendo como un hijo en el vientre de esos hombres ansiosos. Por allí venía el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante entre los excrementos. Y allí se tocaba, en una especie de inminencia trabajada por el vértigo, todo lo que estaba más allá de ese boquete negro.Eso era lo que sentían los presos cuando escarbaban la tosca con el plato de hojalata, en la noche angosta del túnel. 

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Un nuevo desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en la carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple veta reblandecida. Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que llegaba hasta la superficie. Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo en la falla provocado por el desprendimiento. No le quedaba otro recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los que faltaban, quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al vacío. Era él quien se estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable delicia. Empezó a recordar.  Recordó aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. Un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo, claramente, con todos los detalles. En el frente de Gondra, la guerra se había estancado. Hacia seis meses que paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones, cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros entre unos y otros. En las pausas de ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus respectivas tierras. El altiplano entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de las cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba hasta el polvo voraz de las

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trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose, hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así sucedía porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose, para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos, en boletines de la rapiña internacional.  Fue en una de esas pausas en que en unión de otros catorce voluntarios, Perucho Rodi, estudiante de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno de ojos verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las posiciones bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción como el cráter de un volcán. En dieciocho días los ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas. Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno. Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo. Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso

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panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre. Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él personalmente había empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había servido de trampa mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero negro y recto que a pesar de su rectitud le había rodeado desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemorial.Aquella noche azul del Chaco, poblada de estruendos y cadáveres había mentido una salida. Pero sólo había sido un sueño; menos que un sueño: la decoración fantástica de un sueño futuro en medio del humo de la batalla Con el último aliento, Perucho Rodi la volvía a soñar; es decir, a vivir. Sólo ahora aquel sueño lejano era real. Y ahora sí que avistaba el boquete enceguecedor, el perfecto redondel de la salida. Soñó (recordó) que volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en sus manos. Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras ráfaga y que volvía a arrojar granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada una de sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear el límite secreto, las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas ochenta y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo en un fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre esos muertos. Soñó que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba, que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente el soldado enemigo a quien había abatido con su ametralladora, mientras se retorcía en una pesadilla. Soñó que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo que se hubiera dicho que era su hermano mellizo. El sueño de Perucho Rodi quedó sepultado en esa grieta como un diamante negro que iba a alumbrar aún otra noche. La frustrada evasión fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró a los guardianes.  Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a 1a noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido

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el cerrojo. Sondearon con sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía desierto. La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba inexplicablemente entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los abatió en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos. Al día siguiente, la ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido liquidados en el momento en que pretendían evadirse por un túnel. El comunicado pudo mentir con la verdad. Existía un testimonio irrefutable: el túnel. Los periodistas fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada. Poco después el agujero fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-í) volvió a quedar abarrotada.

FIN

VÍCTOR SAN LA MUERTE

JUAN DIEGO INCARDONA

Caminaba por el barrio

hacia ningún lugar

en especial. Era la

primavera del año 1993.

En la entrada de Puente 7 lo encontré a Pocho, un empleado de la Municipalidad que había

conocido años atrás en San Justo. Me contó que ahora tenía no sé qué cargo en la parte de Barrido y

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Limpieza. Yo, que andaba desocupado, le mangueé laburo casi por inercia, sin mucha expectativa, pero

él, sorpresivamente, me dijo que justo necesitaban a alguien.

Me explicó de qué se trataba y acepté sin dudarlo. Empecé temprano a la mañana siguiente, en el

mismo lugar en donde nos habíamos cruzado, a la vera de la autopista. A las seis en punto, me reuní con

la cuadrilla y debuté limpiando las lomas parquizadas junto a las banquinas, armado con un par de

guantes de cuero y una vara de hierro larga y fina como un florete. Me había convertido en pinchapapeles.

Realmente fue un trabajo agradable. Yo lo tomaba como un paseo. Hablaba con uno, hablaba con otro, y

mientras tanto levantaba papelitos sin tener ni siquiera que agacharme, gracias al pinchador, que imponía

respeto como si fuera un arma. Hasta en la villa me saludaban. Era el rey de la autopista Richieri.

Estaba contento, y además tenía plata en los bolsillos, porque pagaban bastante bien. Pese a todo, duré

pocos meses, porque nunca me gustó madrugar. El tiempo que estuve me alcanzó para aprender los gajes

del oficio y conocer, probablemente, a los personajes más extraños de los que tenga memoria.

Estaban Martín, Sergio y el Chueco, pinchapapeles de toda la vida; el Tata y el Tito, serrucheros de

árboles caídos; los hermanos Fititos –les decían así porque andaban en un Fitito cada uno–, destapadores

de desagües; la pandilla Moreno, barrenderos de escobillón ancho; la pandilla Cortez, barrenderos de

escoba; los pibes de Chicago –eran tan fanáticos que se les permitía trabajar con la camiseta verdinegra–,

asistentes de bolsas de residuos que iban y venían a toda velocidad, llevándose la basura al camión y

reponiendo nuevas a quien las necesitara; la Mirtha –única mujer del grupo–, limpiadora de manchas de

aceite, famosa, entre otras cosas, por tener auspiciante: una fábrica de detergente de La Tablada, que le

proveía remeras y delantales con el logo de la empresa; y por último, el flaco Víctor, apodado “El Mudo”,

“La Momia” o “San La Muerte”, según la ocasión, un tipo de más o menos cuarenta años de quien no se

sabía casi nada, salvo que vivía en Aldo Bonzi. El suyo era el trabajo más triste de los trabajos tristes:

recolectaba de la calle animales muertos por atropellamiento o cualquier otra causa.

Quiero creer que, de alguna manera, fuimos amigos. Nuestras charlas eran más un monólogo de mi parte

que otra cosa. Yo le hablaba de distintos temas y él se quedaba callado. Ni siquiera podía estar seguro de

que me estuviese escuchando. Siempre miraba el piso. Quizá, por costumbre, buscaba restos orgánicos.

Su cabeza estaba llena de visiones. Por momentos lo veía haciendo muecas, y diciendo cosas en voz baja,

palabras que no se entendían, secas y cortadas, como la tos.

Los otros muchachos lo trataban muy poco, en parte por la propia actitud de Víctor, que se aislaba, tanto

en los viajes como en los almuerzos, pero principalmente porque le tenían miedo. Es que igual que la

mayoría de los habitantes del sudoeste, también los trabajadores municipales eran gente supersticiosa.

Cuando llegábamos al punto de reunión y todos nos saludábamos, varios se limpiaban la mano en el

pantalón después de estrechársela a él. Lo hacían como quien no quiere la cosa, pero yo me daba cuenta.

Una vez lo encaré al mayor de los hermanos Fititos, a Fitito rojo (el otro era azul) y le pregunté por qué

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hacía eso. El me contestó que era por el olor. Su excusa tenía algo de verdad. Yo lo había notado desde el

principio, pero hacía como que no lo sentía, para no incomodar a Víctor. Evidentemente, los guantes que

usaba no eran suficientes y el olor a perro muerto, a gato muerto, se le había pegado a las manos.

–Ni con lavandina se limpia la muerte –dijo Fitito rojo, lapidario.

Pero el colmo de todos era el Chueco, que cuando estaba cerca de Víctor se persignaba a cada rato. El

disimulaba y hacía primero como que se rascaba la frente, después se tocaba en el medio del pecho y

finalmente pasaba por un hombro y después por el otro, masajeándose a sí mismo y actuando gestos de

dolor, como si estuviera contracturado. Yo lo miraba y me reía por adentro, esperando la cereza del

postre, el momento en que se llevaba la mano a la boca y se la besaba a toda velocidad.

Es difícil decir si Víctor se daba cuenta o no de las reacciones que provocaba, de tan ensimismado que

estaba todo el día. Si lo sabía, la verdad que lo soportaba con una entereza increíble. Yo no podría haberlo

tolerado. El, en cambio, convivía con la superstición de los demás, que lo consideraban no sólo un

malasuerte, sino también alguien malvado, y seguía con su rutina como si no pasara nada, elevado por

encima de las opiniones y creencias, más preocupado por el perfeccionamiento de su oficio que por las

habladurías del mundo.

Tenía una gran disciplina y mucha paciencia. Cuando alguien de la cuadrilla daba el alerta de ¡Animal

muerto!, enseguida aparecía Víctor en el lugar de los hechos y sacaba de su mochila las espátulas y

extrañas herramientas que él mismo fabricaba. Como si fuera un arqueólogo, despegaba lentamente el

cadáver que ya empezaba a fosilizarse en el asfalto, por acción del sol y de las ruedas impiadosas de los

autos que siguieron aplastándolo una y otra vez.

Al finalizar la operación, guardaba los restos en una bolsa negra. Lo hacía con mucho cuidado y

solemnidad. Hay que reconocer que semejante respeto era digno de admiración, aunque bastante inútil

por cierto, porque en pocas horas el desafortunado iría a parar, como toda bolsa de residuo, al basural de

turno.

Una vez que la bolsa era atada y anudada, alguno de los pibes de Chicago se convertía en cadete de la

Parca y, en menos de un suspiro, llevaba el bulto hasta la caja del camión.

El flaco Víctor se quedaba un rato mirando la mancha final, que él no permitía que limpiasen, ni siquiera

la Mirtha, que a veces se ofrecía a ayudarlo, detergente en mano. Era como una cosa mística que le

agarraba. No podría decir cuál era el verdadero motivo, pero así pasaba siempre. Ya fuera a la mañana o a

la tarde, San La Muerte, erguido como un soldado, se tomaba el tiempo que fuera necesario hasta

asegurarse que las últimas gotas de vida del pobre diablo se evaporaran allí mismo.

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Verlo era un espectáculo. Por eso, los compañeros que andábamos cerca, dejábamos un rato lo que

estábamos haciendo y nos quedábamos mirándolo, hipnotizados casi como él, que finalmente cerraba la

escena balbuceando algo, quién sabe qué.

La mayoría de las víctimas eran perros y gatos callejeros, pero a veces se trataba de otros animales. Víctor

no hacía diferencias y a todos les prestaba su servicio: desde palomas y sapos hasta ratas.

Muy de vez en cuando, levantaba liebres o culebras del campito que se aventuraban a cruzar la avenida

Olavarría. El hecho más raro fue el de un tatú carreta, un tipo de armadillo que, según contaron el Tata y

el Tito, suele verse por el norte. Ellos lo sabían bien porque eran chaqueños; lo que no sabían, y tampoco

los demás, es cómo había llegado ese bicho hasta Celina. Era un misterio. El Tata propuso que lo

comiéramos asado, porque decía que su carne era riquísima, propiamente un bocado de los reyes, pero por

más que insistió durante media hora, apoyado por todos, el flaco Víctor no quiso saber nada y

encaprichado le dio el mismo destino que a los demás.

–No hay manera con este cabeza dura –se lamentó el Tata–, ni que encuentre un dinosaurio va a dejar que

lo toquen.

La única excepción eran los animales domésticos. Si alguien reclamaba el cuerpo, Víctor,

automáticamente, se lo entregaba al dueño y seguía con otra tarea.

Cuando esto pasaba, todos salían disparados y lo dejaban solo al pobre Víctor, para enfrentar la situación.

Es que nadie quería estar presente en un momento así, porque te partía el alma ver a un chico que perdió

la mascota, a una señora que se quedó sin compañía, a cualquier persona, en definitiva, llorando sobre los

restos del ser querido.

Uno de los casos más famosos, y también más extraños, fue el de Lola, la vieja tortuga de Doña Lupe.

Los vecinos estaban conmocionados. Me acuerdo como si fuera hoy.

Resulta que Aldo, el hijo de Lupe, “vago de porquería”, según lo nombraba la gente esa tarde para

desquitarse, había dejado la puerta mal cerrada. Vaya uno a saber qué le pasó por la cabeza al bicho para

dejar el jardín, pero movido por Dios o por el Diablo, salió a la vereda y allí empezó una lenta carrera,

una carrera fatal. Lo que más sorprendió de este accidente, fue el lugar adonde sucedió: a más de dos

cuadras de la casa de Lupe.

Era increíble que nadie la haya visto caminar tanta distancia e impedido su loca aventura, pero así fue

nomás, porque a esa hora de la siesta hasta los perros duermen y ni el loro anda por la calle. Paso tras

paso, avanzó, subiendo y bajando escaloncitos por Giribone, cruzando la zanja y la misma calle Ugarte

para seguir, contra viento y marea, hasta San Pedrito.

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La naturaleza es sabia, se dijo en el tumulto, porque del otro lado de San Pedrito empezaban los potreros.

En esa dirección caminaba Lola, que anhelaba, tal vez, perderse dentro de tanto yuyo, un deseo digno,

hay que decirlo, de sus parientes las tortugas marinas, que, al nacer, sólo buscan el mar.

Rodeado por vecinos y empleados, Víctor cumplió, una vez más, su trabajo. Cuidadosamente, despegó a

Lola del asfalto, y después de envolverla en un nylon, se la entregó a Lupe, que volvió a su casa escoltada

por un montón de vecinos. Todos trataban de consolarla, pero era en vano.

Mientras Víctor cumplía el último rito, hablando solo frente a la mancha de sangre, los curiosos que

todavía quedaban seguían reconstruyendo la historia. Algunas mujeres, lideradas por la Porota, de pronto

culpaban a Teresa, otra vecina que para mí no tenía nada que ver, pero que ellas señalaban por ser

enemiga histórica de Doña Lupe. Comentaban que seguro la vio salir a Lola y que a propósito no le avisó

a nadie. La versión más fantasiosa decía que Teresa había sembrado el camino con zanahoria rallada, para

tenderle una trampa a la tortuga. Esto me sonaba a delirio mayor, pero muchos realmente lo creían y

empezaban a repetirlo, porque el odio en un barrio, como en un pueblo, puede ser infinito.

En las dos semanas siguientes, Víctor casi no tuvo trabajo, porque llamativamente no se produjo ninguna

fatalidad. La gente cuidaba a sus mascotas como nunca y hasta sacaban a los perros con correa, una

conducta insólita en el barrio, donde todo el mundo simplemente dejaba que los animales pasearan

sueltos, por su cuenta. La paranoia llegó a tal punto que ahora Porota decía que una secta había venido a

Villa Celina para sacrificar animales, en honor de no sé qué dios de los negros de Brasil.

Hasta la propia naturaleza parecía advertida, porque, tal como lo demostraba el ocio obligado del flaco

Víctor, ni las palomas se equivocaban cuando picaban migas de la calle, ni las ratas se arriesgaban a salir

de los agujeros de los cordones, ni los sapos abandonaban los charcos.

Fue la época dorada de los animales de mi barrio. Eran tan mimados que en la Veterinaria San Roque se

agotaron las golosinas, juguetes y huesitos. Hasta comida balanceada compraban los vecinos, que ya no

consideraban suficientes los restos de guiso, de sopa, de arroz, que antes les daban a sus mascotas.

Esta racha puso a Víctor bajo una nueva luz. Mientras los demás seguíamos con nuestras tareas

habituales, barriendo, pinchando y destapando, él ahora iba despacio por la vereda sin preocuparse por

nada, con la cabeza en alto, tomando el sol de su veranito de San Juan.

Se lo veía tan relajado, que cuando viajábamos en el camión, por momentos cerraba los ojos y hasta

parecía dormirse, algo que le sucedía a la mayoría pero jamás a él, siempre obsesivo y enfocado en su

trabajo. Pero ahora debería estar reconciliándose con el sueño. Quién sabe si habrá podido pegar un ojo en

esos últimos años, de tantas pesadillas que lo deben haber torturado en forma de perros, gatos y pajaritos

recién muertos.

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Durante exactamente dieciséis días, la fauna del sudoeste se mantuvo saludable y no hubo nada que

interrumpiera su vitalidad, ni camiones, ni zanjas contaminadas, ni honderas o rifles de aire comprimido,

pero la mañana del día diecisiete, una mañana de cielo encapotado que no se decidía si llover o no llover,

una voz gritó algo que nadie hubiera querido escuchar. Era la voz de Fitito rojo, que, con un tono cargado

de dramatismo, anunció:

–¡Perro atropellado en Giribone y Unanué!

Nos quedamos duros como una piedra, inclusive Víctor, que en ese instante caminaba justo al lado mío.

Alrededor, el ritmo de la calle también se detuvo, como si no corriera más el tiempo. A lo lejos, la boca

abierta de Fitito intentaba repetir el alerta, pero, al menos yo, no podía escucharlo.

De pronto, el mundo empezó a girar de nuevo. Víctor se enderezó hasta ponerse firme, dio una media

vuelta y se dirigió, acelerando, hacia la esquina en cuestión.

Toda la cuadrilla municipal lo persiguió. En la cuadra, algunas ventanas se abrieron violentamente, y los

vecinos que habían escuchado, se asomaron para ver.

Enseguida, varios salieron a la calle a correr la bola. La Porota, enloquecida, le avisaba a todo el que se

cruzaba en su camino, y cada vez que lo hacía, agregaba un nuevo detalle.

–¡Mataron a un perro!

–¡Volvieron a matar a un perro!

–¡Los de la secta volvieron a matar a un perro!

Al llegar a la esquina de Giribone y Unanué, ya se había formado una ronda alrededor del cuerpo. Nadie

se atrevía a tocarlo. Apenas apareció Víctor, la gente abrió paso. Cuando vi al animal, se me paró el

corazón. La víctima era nada más y nada menos que “El Viejo”, un perro blanco callejero que paraba con

mis amigos en la esquina de casa. Desde hacía dos años, mi hermana María Laura le tiraba una mantita en

el porche y le daba de comer.

Supuestamente, por lo que nos contó Tuta, iba ciego atrás de una perra y por eso se distrajo. Un auto le

pegó con todo y el perro rebotó como tres metros y ahí se quedó, duro.

Víctor sacó sus herramientas de la mochila y desplegó la bolsa negra.

Todos guardaban silencio, hasta que la Porota estalló de bronca:

–¡Me indigna! ¡Me indigna!

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Entonces, las voces se multiplicaron y el barullo creció tanto que te dejaba sordo. Pero entre todas las

cosas que se decían, una frase, tibiamente, ganó la escena. Era como un grito que silenciaba todo lo

demás, un grito pegado en voz baja. La boca de San La Muerte pronunció lo inesperado:

–Está vivo.

–¿Qué decís? –le preguntamos todos.

Víctor no contestó. Levantó al perro con cuidado y usando la bolsa negra como si fuera una camilla, lo

llevó hasta el camión.

–¡Está vivo! ¡El Viejo está vivo! –repetía la gente.

Sin perder tiempo, el camión arrancó y salió por Giribone hacia la colectora de la Richieri. En caravana,

fuimos hasta el M.A.P.A. de Boedo, allá en Capital.

En la guardia, el veterinario nos dijo que el perro estaba en shock y que tenía fracturadas dos patas, pero

que se iba a recuperar. El grupo de Celina estalló de júbilo. El propio Víctor sonrió, una sonrisa ancha

como la risa, que jamás le había visto antes.

Pronto, para su pesar, la vida y la muerte volverían a la normalidad. Sus manos se calzarían nuevamente

los guantes, empuñarían las extrañas herramientas y atarían cientos de veces las bolsas negras, pero no

ese día. Pronto, su boca recitaría oscuras oraciones frente a las manchas de sangre, el resto de la cuadrilla

municipal observaría a distancia sus rituales, los pibes de Chicago llevarían los bultos a la caja del

camión, pero no ese día.

Elementos de Narratología

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Estructuras: Lineal— Circular— Caja China— Quebrada— Espiralada.

Oden: Trama y Argumento. Analepsis— Prolepsis. Tiempo Base.

Frecuencia: Iterativa— Singulativa— Repetitiva.

Duración: Síntesis—Elipsis— Mímesis— Ampliación Descriptiva.

Saberes: Mayor: Omnisiciente — Menor: Testigo en primera persona— Igual: Testigo en primera o tercera persona.

Focalización: Externa— Interna— Intermedia— Estereoscópica.

Funciones: Ordinales.

Cardinales: Indicios— informantes.

Lexias: onomástica— objetival— narrativa— topográfica— cronológica— simbólica—lingüística—psíquica—cultural—económica.

Esquema actancial de Greimas.

Estructura Profunda y Superficial: Querer—Deber—Poder—Saber SER.

Esquema de oposiciones binarias.

Funciones de Propp

Destinadores y Destinatarios:

Extradiegéticos: Escritor Alocutor (Lector)

Intradiegético: Narrador Narratario.

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