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Novela de humor
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GUÍA RÁPIDA SOBRE SUCESOS IMPROBABLES
Libro I
Si eso de ahí es un Dragón, ¿Dónde diablos está la Mazmorra?
Oscar Fernández Salazar
Diseño de cubierta: Andrea Valentina Troconis Abreu.
Correción: Àngela Puig i Pozo, Alvaro Molina y Patrica Salmerón Navarro.
© 2014 Oscar Fernández Salazar
Dedicado a mis amigos y compañeros queaguantaron hasta que ésto fue posible.Pero sobretodo para ti, John Gluckman.
Siempre en mis pensamientos.
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01
Un humeante fuego teñido de verde ardía sin consumir lo que envolvía.
Aquella habitación con dos entradas opuestas entre sí era excesivamente grande
para cualquier propósito, menos tal vez evitar que la experimentación con las
caóticas y distantes fuerzas mágicas se llevasen por delante más de lo debido, sólo
lo justo. Esa era precisamente una de tantas situaciones que podían darse, pero no
la única. No hacía demasiado tiempo, un número nada desdeñable de estudiantes
arcanos poco aventajados buscaron más allá de lo que podían abarcar con sus
varitas y cetros. Tal vez era el sino a sufrir por ajenos y conocidos con las reglas, en
ocasiones demasiado laxas, de la universidad de magos más prestigiosa de aquel
lado de las montañas de Kylaverne.
En el suelo había tendidas tres personas demasiado ennegrecidas por el
hollín como para distinguirlas entre sí. Iban ataviadas con túnicas que no hacía
demasiado tiempo habían mostrado elocuentes y vivaces colores que eran capaces
de dañar la vista de los más sensibles. Era una de las maneras en la que los magos
hacían gala para hacerse notar. Como si lo necesitaran. Pero sin duda el método
más eficaz, aunque parecía que para algunos era hasta un insulto el tener que
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recurrir a ello, era la simple convocación de magia. Un mago debía hacerse
notar a primera vista, sin necesidad de que éste elaborase truco alguno. La magia
casi parecía secundaria.
Fue el más centrado el que se elevó primero, levantando el cuerpo sin mover
las piernas, pareciéndose a las horribles representaciones de vampiros chupasangre
de las que hacían gala en teatros y libros de poco rigor paranormalista. Sólo le
hubiese faltado el tener también las manos cruzadas sobre el pecho. Su túnica de
mago había sido reducida a nada más que jirones chamuscados, al igual que lo que
seguro había sido, antes de la más que evidente explosión, una barba enmarañada y
densa de la que sólo quedaban unos pocos pelos aquí y allá entre unos clareados
como lagunas. Pero no lo único ausente, incluso la cejas le habían desaparecido.
—Diablos —comentó para sí mismo.
No demasiado lejos de él, a sólo media docena de pasos en realidad, un par
de humeantes zapatillas casi del todo reducidas a carbón, yacían sin dueño cerca de
lo que había sido un enorme círculo de magia con innumerables fórmulas
encantadas repartidas por todo su alrededor e interior. Runas, triángulos y otras
formas geométricas completaban el dibujo de una forma extremadamente
perfeccionista. Era seguro que el hechizo que se había desatado de él tenía una
buena magnitud, pero el mago era incapaz de recordar algo sobre nada. Aquello no
era bueno en absoluto.
Seguramente heredado de la manía de clasificar y ordenar todo lo existente,
así como de tratar de aprender siempre más de lo recomendable para así
superponerse a los que debían ser sus compañeros, los magos tenían un sistema de
jerarquías tan rimbombante como efectivo. El nombre de cada cual iba acompañado
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de un rango y un grupo bastante concreto. Cuanto más largo, enrevesado o, por qué
no decirlo, poderoso era y sonaba el nombre, rango y logia del mago, mayor respeto
se le procesaba. Los menos próximos a las artes arcanas alcanzaban a decir que de
la magia nunca surgía nada bueno, pero aquellos que se dedicaban a su estudio
indicaban que la magia no era en absoluto mala o peligrosa per se... sólo
"complicada". Los magos sí que eran objetivamente peligrosos y no eran pocas las
desventuras poco deseadas las que desencadenaban. Tal vez por eso las
universidades más grandes estaban deliberadamente alejadas de las poblaciones.
La figura de más a la derecha tensó los músculos y gimió como lo hacían
algunos a la mañana siguiente de haber utilizado las marmitas para elaborar
pociones para crear bebidas espirituosas en su lugar. Se trataba de una mujer cuyo
cabello había quedado tan empañado de negro, que no se podía apreciar en
absoluto su color rojo intenso cambiado mágicamente. Una práctica que ganaba
adeptas con cada generación de alumnas, y también de algunos alumnos. Entre los
hombres era habitual el dejar crecer largas y pobladas barbas que en ocasiones
llegaban a importar más que los conocimientos y la sabiduría a la hora de imponer
respeto y presencia. Pobre de aquel que no fuese suficientemente barbudo, aunque
por suerte siempre se podía hacer crecer una barba mágicamente, que para algo
eran arcanistas. Si se trataba de mujeres, la cosa cambiaba un poco. Ellas preferían
engalanar sus túnicas y ropajes con la mayor cantidad de abalorios, brillantes y
decoraciones en la medida de que pudiesen enardecer la belleza y la ostentosidad.
El traje igual de chamuscado de aquella mujer presentaba vestigios de
algunas decoraciones que no habían sido pasto de las llamas, pero incluso así
habían quedado en un aspecto deleznable que afeaba más que ayudaba. La mujer
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presentaba una buena figura, conservada seguramente por una corta edad. No
tardó en mirar a su alrededor para observar el caos que la rodeaba. La habitación
seguramente había estado más recargada de lo que se dejaba ver entonces, los
magos tendían a usar cualquier cosa que valiese para amueblar y decorar paredes.
Todo menos un hueco de pared desnuda.
—¿Y tú quién eres? —preguntó el hombre mientras trataba de estirar los
músculos de forma poco rigurosa.
—¿Yo? —dijo vacilante, ya que ella tampoco recordaba nada de quién era o
de cómo habían acabado en esa peliaguda situación. Más le valía pensar deprisa—.
Mi nombre es Deborah Velstriken. Guardiana de los Siete Velos Arcanos —añadió—.
¿Y tú quién eres?
—Ni más ni menos que Edward Leibern, Comandante de las Líneas de Sangre
Ígneas.
La mujer sonrió.
—Para mencionar el fuego en tu título, se ve que el fuego no te ha tratado
demasiado bien —dijo mirando de arriba a bajo sus pintas más que chamuscadas.
—Si te fijas bien, a no ser que no seas capaz de entender un simple color —
comenzó a decir el hombre con un ego rodado—, el fuego que nos rodea no es un
fuego normal si no que se trata más bien de una especie de fuego fatuo que no se
rige por las normas de la naturaleza si no de la magia.
—No creo en esa excusa. No sabes lo que es y se acabó —dijo ella torciendo
los labios hacia un lado.
Antes de que el que se hacía llamar Edward pudiese replicar, la tercera
persona soltó un gruñido que captó la atención de ellos dos. Sin duda alguna se
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trataba de una situación idónea para ambos. Si ninguno de ellos recordaba quién
era, pero aun así conseguían hacer valer sus inventados títulos sobre el otro, podían
erigirse como la persona más importante de esa sala.
—¿Y eso? —dijo el hombre sin nombre, aún desde el suelo y señalando a uno
de los ojos de buey que abrían una vista al cielo azul. Edward y Deborah dirigieron
la mirada hacia allí instintivamente.
A través de esa y otras muchas ventanas circulares entraba toda la luz que
iluminaba la estancia, pero aguzando la mirada, ambos magos se percataron de
cómo cascotes de hormigón, madera pulida y escombros varios flotaban en el aire
formando una elipse, como si se tratasen de meteoritos dando vueltas a un planeta.
Estando aún Deborah y Edward distraídos en calcular cuánto tiempo tardaba un
cascote en particular en volver a aparecer por un ojo del buey, el mago sin nombre
se levantó y se dirigió a la puerta del extremo izquierdo. Conforme se acercaba, era
cada vez más consciente de un traqueteo metálico con su origen más allá de la
puerta.
—¡Eh, tú! —gritó, desde el otro lado, Edward, tratando de atusarse lo poco
que quedaba de su chamuscada barba. El mago sin nombre se detuvo en seco, ya
delante de la puerta, sin dejar de escuchar con atención el ajetreo de más allá.
—¿Sí? —preguntó con voz entrecortada, típica en quienes son cazados en
medio de una actividad poco profesional, como copiar del libro de hechizos de otro
mago sin su permiso.
—Preséntate al menos.
—Mis disculpas —dijo esbozando una sonrisa—. Mi nombre es Ilmel Gebrant.
Entronador de la Orden Empírea.
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Ilmel se quedó parado unos segundos, esperando una nueva llamada de
atención por parte de los otros dos que no llegó, después empujó la puerta para
abrirla.
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02
Un ejército de armaduras desprovistas de dueño deambulaban con histriónicos
y forzados movimientos de brazos y piernas, como si estuviesen formando en un caro
desfile militar para algún señor de la guerra del norte. Iban armadas con alabardas y
espadas en su mayoría, pero algunos también portaban mayales y alguna que otra
hacha. Era el paso de las armaduras lo provocaba un estruendo difícil de soportar con
cada roce del metal con el metal. La visión de las armas y armaduras despertó un
breve destello en la borrosa memoria de Ilmel el Entronador, el cual tampoco
recordaba nada sobre él mismo, sólo un poco de lo más básico.
El mago se había mantenido en el suelo después de advertir que no estaba solo
en la sala anterior, pensando un buen nombre con el que sorprender a sus otros dos
homólogos, y al parecer lo había conseguido, pero en realidad tanto el nombre como
el cargo habían llegado a su mente de forma muy poco forzada, como si estuviese
habituado a decirlo. Eso le hacía inclinarse por pensar que se trataba de la pura
verdad y no una invención. Y lo mismo le ocurría a Edward y Deborah.
Ilmel buscó a través de la raída manga de su túnica, donde no tardó en palpar
el rígido y alargado cilindro de madera que se estrechaba conforme llegaba a una de
sus puntas. Los magos que utilizaban las varitas como su foco de poder buscaban las
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maderas más nobles y recias de cuantas habían, y después le aplicaban diversos
aceites que infusionaban durante días con un gasto de materiales que podían hacer
temblar a los mercaderes menos avezados en la materia mágica, como aquellos
procedentes de más allá del Mar Apagado, conocido así por sus oscuras y mansas
aguas en las que moran peligros ciegos e incontestables.
Ilmel se subió las anchas mangas con un gesto teatralmente medido,
sosteniendo su varita con el pulgar e índice de su mano derecha, de manera tan suave
y precaria que hubiese sido muy fácil quitársela de las manos.
—¡Atraer! —gritó a la vez que señalaba la espada de una de las animadas
armaduras con su varita. El hechizo invocado por Ilmel hizo levitar la espada hacia él
con aún el guantelete agarrado a ella, el cual no dejaba de moverse con los mismos
bruscos movimientos como si aún siguiera desfilando junto al resto de su cuerpo. Con
cuidado, como si estuviese tratando con un frágil jarrón traído desde las tierras de
Xao en el lejano este, fue separando uno a uno los dedos del guantelete hasta que cayó
al suelo, desde donde siguió azotándose al mismo ritmo con el que las armaduras
caminaban.
—¿Puede saberse, por los siete velos, qué es lo que estás haciendo? —preguntó
Deborah desde la espalda de Ilmel.
—Conseguir un arma. Se ve que algo ha salido bastante mal —dijo Ilmel con voz
firme y convencida. Primero miraba el círculo de magia y el humeante fuego verde a
la vez que señalaba a sus espaldas a las danzantes armaduras.
—¿Y sabes usar eso? —preguntó Edward refiriéndose a la espada.
—Creo que sí —contestó Ilmel rascándose la barbilla con la punta del arma.
Deborah y Edward torcieron el gesto pero se abstuvieron de realizar
comentario alguno al respecto. En cambio, dieron media vuelta y se dirigieron hacia
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la otra puerta. Ilmel se encogió de hombros y los siguió cerrando la entrada a las
armaduras tras de sí. Estaba claro que pasar a través de aquel amasijo de metal
contundente y peligrosamente filoso era precisamente eso, peligroso.
Los dos magos desarmados llevaban consigo también sus propios focos de
poder. No todos los magos decidían usar varitas para ello, pero sí que era uno de los
medios más socorridos junto a los cetros y a los orbes, los cuales llevaban Edward y
Deborah respectivamente. La realidad es que podía haber tantos tipos de focos como
magos en el mundo, pero la mayoría de ellos pensaban que lo mejor era ceñirse a una
imagen general a proyectar. Lo que sí resultaba curioso era que las mujeres tendían
más al uso de orbes, aunque no había una razón para ello. Lo único que se necesitaba
para crear un foco era el tratar el objeto para que fuese capaz de canalizar las
energías mágicas que invocaba el mago dueño, sin que estallase en pedazos más o
menos pequeños. El proceso de impregnación arcana era lento, progresivo y del que
se encargaban de tratar ya muchos volúmenes de la biblioteca.
La segunda puerta emitía un incómodo silencio si se la comparaba con el
chirrío procedente de la anterior. Los tres magos se quedaron paralizados por un
segundo sin saber exactamente qué hacer hasta que al unísono todos ellos dieron el
último paso. El pomo giró con facilidad pero la madera crujió, acentuando, si se podía
más, el silencio que manaba del otro lado.
Se trataba de un largo pasillo cuyas paredes estaban pintadas de la mitad hacia
arriba de un rosa oscuro y de la mitad hacia abajo de un azul celeste y, ocupando el
centro de ambos colores, una larga e ininterrumpida fila de cuadros de marcos de
madera recargados de tallas. Eran casi todos de color dorado, pero tampoco faltaban
otros de los demás metales preciosos como el cobre, la plata o el nervalsco.
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Deborah se adelantó y observó el primero de los cuadros que ocupaban la
pared izquierda. Una placa de metal tenía inscrito el nombre del retratado, Keliah
Grant, Gran Archirector. Sin embargo, el cuadro se encontraba totalmente
desprovisto de persona a pesar de que sí disponía del atroz fondo con el que los magos
más poderosos suelen representarse a sí mismos. En este caso se trataba de una torre
engalanada de tallados de piedra sobre un estrellado cielo en el que se entremezclaba
el púrpura y el azul oscuro.
—Esto es raro —dijo ella inclinándose hacia adelante a la par que se rascaba la
sien con energía.
—No tiene nada de raro, jovencita —una voz cansada y rasgada atrajo la
atención de los tres magos al mismo tiempo, pero a pesar de que miraron y giraron
sobre sí mismos, fueron incapaces de ver a nadie más que a ellos mismos, ahí parados
al comienzo del pasillo.
—Es aquí —dijo la voz entrecortada una vez más—. En el cuadro.
Edward se adelantó y siguió el eco de las palabras que se prolongaban hacia
ellos y en dirección contraria hasta uno de los cuadros más cercanos. Dentro de él se
podía ver un raquítico anciano de aspecto frágil y temblequeante que estaba sentado
en una silla de ruedas demasiado grande para su tamaño. El dibujo de fondo era una
habitación en penumbra e iluminada sólo por pequeñas velas de sebo que
descansaban sobre una mesa grande de madera cubierta en casi toda su totalidad por
pergaminos de magia y diversos libros.
—Vaya, al menos sí sabéis seguir una simple voz —dijo el anciano del cuadro.
—¿Y qué ha pasado aquí? ¿por qué no están los demás en sus cuadros? —
preguntó Edward al mismo tiempo que miraba hacia la inscripción del marco—. Gran
Archirector Weist.
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—Yo no soy el Gran Archirector, alcornoque —dijo el anciano frunciendo el
ceño. Los tres magos se miraron curiosos y algo contrariados—. ¡Yo sólo soy un óleo!
—Ya, bueno —comenzó Ilmel—, sólo dinos que ha pasado.
—Pues verás, jovencito —atajó, algo indignado por tener él, un cuadro, que dar
explicaciones de por qué sucedían las cosas—. Al parecer hay alguna clase de
disrupción mágica que ha alterado todo el ambiente de la universidad. Seguro que se
podrán ver muchas cosas interesantes por ahí. Y los demás cuadros han salido.
—¿Y por qué te quedas tú aquí? —intervino Deborah.
—¡Porque esta maldita silla es demasiado grande y no me deja salir!
—Siento oír eso.
—Más lo siento yo. Pero vamos a ver, ¿vosotros quién diantres sois?
Resultaba raro ver cómo un óleo podía resultar tan impertinente. Deborah se
giró para observar a los otros dos, que estaban un paso por detrás.
—Magos, ¿acaso no se ve? —dijo Ilmel.
—¿Vosotros? —dijo sorprendido. Y no podían culparle, sus aspectos distaban
mucho de lo que se podía esperar de un mago—. ¿Pero vosotros acaso sois conscientes
de los cinco principios de la magia?
Todo mago conocía los principios básicos de la magia arcana, sin ellos, tratar
de conjurar cualquier hechizo no es que fuese imposible, pero sería como arrancarse
la piel en tiras muy finas por mero gusto. Tal vez había a quien le gustase la sensación,
pero sólo a la clase de personas a las que la cordura era algo que no les sobraba.
El principio número uno de la magia arcana indicaba que no se podían curar,
resucitar o purificar personas o cosas... Eso es de sacerdotes. Después se encontraba el
principio de la Inercia Mágica que indicaba que no podía utilizarse un mismo hechizo
más de una vez para resolver un mismo problema. El tercero era el principio de la
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Elasticidad Taumatúrgica que indicaba que las cosas intrínsecamente mágicas sólo
podían ser alteradas de forma temporal, no eran pocos los magos que habían tratado
de mejorar permanentemente su aspecto físico, y los más vanidosos, sus barbas,
mediante la magia. El cuarto principio era la Ley de Conservación de Energía Mágica.
Ella explicaba que la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Había
muchos investigadores que incluso decían que si un mago en una parte del mundo
lanzaba una bola de fuego, en otro punto del planeta, otro mago lanzaba una bola de
hielo de igual potencia, pero no muchos se adherían a tal creencia. Y por último, el
quinto principio era sobre la Espontaneidad de la Magia Arcana. Cada palabra dicha
con la finalidad de ser un hechizo se transformará en uno, los magos son libres de
unirse para potenciar sus hechizos añadiendo múltiples palabras, pero en tal caso, los
hechizos no deben de ser planeados con antelación, o si no se puede llegar a sufrir la
terrible disrupción mágica, pero dentro de la cabeza del mago o los magos en cuestión,
y nunca se sabía cómo de fuerte podía ser.
—Bueno, veo que efectivamente estáis versados en conocimientos. ¿Qué
pensáis hacer?
—Supongo que ver cómo podemos arreglar este embrollo —dijo Ilmel.
—Eso estaría bien —empezó a decir el pintado Weist, pero antes de que pudiera
seguir, los tres magos ya se marchaban por el corredor hasta perderse en la oscuridad.
—¡Pero no os vayáis aún! —gritó él. Su voz resonó en el silencio sin que llegase a
ningún oído—. Me aburro mucho...
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03
El largo corredor con los cuadros vacíos desembocaba abruptamente en un grueso
portalón de madera reforzada con tachones y planchas de metal verde sobre el que crecía
un abundante musgo, que potenciaba aún más el color. Sobre la madera aparecían
también unos diminutos y flexibles tallos que terminaban en unas hojitas que casi se
podían comparar a las ramas que surgen del tronco principal. Sobre el marco principal
de la puerta, escrito en el idioma arcanista, se indicaba que aquella era la entrada al
herbolario. Tenía la letra E escrita al revés, como si de esa manera pudiesen hacer que un
lugar a rebosar de plantas pudiese ser más atractivo. En lo que Deborah y Edward se
planteaban lo que hacer mientras miraban de un lado a otro de la puerta, Ilmel se
adelantó con paso firme hacia el largo pomo.
—¡Eh, espera! —dijo Deborah cuando Ilmel ya estaba alargando la mano—. ¿Es que
vas a abrirla sin más?
Ilmel afirmó con un gesto pesado de la cabeza al mismo tiempo que imitaba ese
movimiento para hacer girar el pomo. Tras empujarla, la puerta se abrió con facilidad, y
el sonido de la selva se filtró hacia el pasillo. Olía a romero, laurel y hierbabuena y a otras
especias en general, revueltas, no mezcladas. El paisaje selvático era capaz de imprimir el
verde en las retinas de cualquiera y no volver a permitir el acceso a otro color en la vida.
El techo tenía un acabado de doble altura, en la parte más baja había un gran tragaluz
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abierto y separado por paneles rectangulares. Los cristales estaban tratados mágicamente
para que potenciasen la luz del sol necesaria para sostener aquella exuberante vegetación,
y un sistema de riego que simulaba la lluvia se activaba cada pocas horas para aportar el
agua necesaria. No había nada como trabajar en un ecosistema artificial para sentirse
orgulloso.
La principal vegetación era el césped que había crecido hasta superar en altura a
una persona normal, pero también había una gran cantidad de especies exóticas, como
unas espectaculares palmeras de las que pendían unas largas ristras de plátanos aún
inmaduros. Sin embargo, más adentrado en la selva, se alzaba el que sin duda alguna era
el rey de ese ecosistema, el Girasolsaurus Rex (de jardín). La enorme planta se encaraba
hacia el tragaluz para sentir los cálidos rayos del sol, casi parecía que miraba el cielo a
pesar de carecer de ojos. En un momento, un canario voló sobre los dominios de la planta
con su pegadizo canto. Con un feroz movimiento de su tronco, la planta atrapó al
indefenso pajarito entre unas fauces que más de uno no esperaba que estuviesen ahí.
Edward tragó saliva y dio un inteligente paso hacia atrás, pero que poco hubiese
solucionado si la planta hubiese podido llegar hasta allí. Sin duda alguna se trataba de
una de las plantas (de jardín) más peligrosas, pero a la vez resultaba del todo fascinante
para los expertos. Muchos consideraban que se trataba de un privilegio el tenerla ahí,
pero la mayoría sólo pensaban que era una manera cara de acotar un terreno. Podía
resultar un ser feroz si se invadía su terreno sin las correspondientes protecciones y
sabiendo que había que aproximarse justo desde su parte trasera, donde dejaba un
pequeño punto ciego a sus afilados sentidos de vegetal.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando hacia la monstruosa planta, Edward.
—Un Girasolsaurus Rex... De jardín, claro —contestó Deborah con absoluta firmeza
de palabra.
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Los dos magos se giraron al unísono, sorprendidos por la rápida contestación de su
compañera.
—¿Qué? —se sorprendió ella en respuesta a sus atónitas caras—. Entiendo de
plantas.
Edward estaba a punto de dar rienda suelta a un jocoso comentario, ayudado por
un dedo índice en alto para imprimir un inciso mayor, cuando la visión y el sonido de
unos árboles caídos entre la espesura le interrumpieron y llamó la atención de los tres.
Podía escucharse cómo algo arrastraba la tierra y la levantaba por los aires, como si
alguien estuviese excavando con las manos desnudas y lanzándola por debajo de sus
piernas. Pero no era un alguien, aquel era territorio de plantas, y no solamente el
Girasolsaurus llegaba a ser territorial. El suelo se hundía bajo el movimiento de una gran
planta rodadora, más común en desierto que en selva, la cual acudía con celeridad a
tratar poco amistosamente con los invasores.
—No me gusta cómo suena eso —advirtió Ilmel—. Parece que se acerca.
Y no se equivocaba. Saliendo de entre la espesura hasta una zona llana desde
donde se dejaba ver a plena vista, y a poco más de cincuenta metros de donde estaban
ellos, la planta rodadora de metro y medio de altura rodó con fuerza hasta detenerse en
seco con lo que debía ser una mala frenada. Carecía de ojos, pero todo indicaba que las
primeras andaduras en dirección a los magos las hacía sin quitar vista de ellos. Precavida,
sin duda.
—Vale, señorita, ¿y eso qué es? —preguntó, entre risas, Edward.
—Parece una planta rodadora —dijo ella, resuelta—. Así que es una planta
rodadora. Sólo que más grande.
—¿Y las plantas rodadoras hacen eso? —preguntó Ilmel cuando veía que la planta
avanzaba unos pocos metros con lentitud para después retroceder la mitad del camino
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hecho. Parecía insegura, pero la verdad es que estaba preparando el terreno para algo
peor.
—Si te digo la verdad, no...
De improviso, la planta rodadora comenzó a tomar una velocidad endiablada, casi
asemejándose a una fuerza imparable de la naturaleza más propia de animales con la
mala costumbre de embestir. Aunque por suerte para los tres magos, a pesar de su
incesante giro, no lo era. Si las plantas pudiesen gesticular, podría haberse dicho que
estaba furiosa. Como acto reflejo y medio desesperada, Deborah sostuvo su orbe con las
manos extendidas y preparó energías para lanzar un hechizo.
—¡Detener! —conjuro la maga, señalando hacia la planta rodadora, la cual estaba
ya peligrosamente sobre ellos. El avance de aquella circunferencia de ramas medio secas
se comenzó a ralentizar hasta que, finalmente, se detuvo a unos pocos pasos de ellos.
Pero no del todo, aún se podía percibir cómo la planta intentaba imprimir más fuerza a su
giro. Si hubiese podido sudar, las gotas habrían saltado como pulgas de sus ramas.
Pero había algo que ningún mago debía olvidar jamás. El lanzador de un conjuro
no tiene dominio sobre la duración que va a tener. Ha habido muchas investigaciones y
pruebas para intentar sacar un tiempo aproximado, pero lo único que pudieron
determinar es que dependía. Depende del número de palabras usadas en el conjuro, que
es lo que determina lo poderoso que es, depende del objetivo del mismo, ya que no es lo
mismo hechizar un conejito de pelo algodón que a un puma terrible de las montañas de
Mugutu. Aunque sí que había cierto consenso en que a la magia le gustaba ser puñetera.
Un hechizo de una sola palabra difícilmente podría retener más de unos pocos segundos
algo que se desplazaba a tanta velocidad, y que a priori estaba enfadada. Ahora más, si
cabía.
Una vez se encontró libre del hechizo, la planta rodadora retomó su giro
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lentamente hacia atrás para coger carrerilla, evitando que los distraídos magos se
percatasen de su poco veloz retroceso. Con el rabillo del ojo, que había despegado de la
poco determinante discusión, Ilmel se percató de lo que la planta pretendía.
—Ehm, chicos —comenzó a decir a la vez que agregaba unas palmadas en los
hombros de sus compañeros.
Pero ya era tarde, la planta ya estaba sobre ellos con su mortal giro. Ilmel fue lo
suficientemente rápido como para apartarse, pero ésta pudo propinar a Deborah un
empujón que la lanzó por los aires. Por suerte para ella pudo caer sobre un mullido
mando de césped. Tras ese golpe inicial, la planta tomó velocidad hacia atrás y atrapó a
Edward, que quedó encerrado dentro de sus enmarañadas ramas como si de una celda o
una burbuja de jabón se tratara. El peso adicional de un mago no pareció que importase a
la planta, que siguió rodando en busca de un nuevo preso de sus ramas.
No era un momento muy agradable para Edward que, con los incontables giros, se
veía del todo retorcido en el interior de la planta. Chocaba y se pinchaba con las ramas
duras y puntiagudas pero también con el suelo lleno de pequeñas piedras, hierba,
insectos... Deborah levantó la vista para observar a un oscilante Edward, atrapado, y a un
Ilmel muy dispuesto de hacer frente a la planta con su espada. No parecía darse cuenta de
que con ella se llevaría más por delante que a ésta.
—¡Levitar! —conjuró Edward en un momento de claridad que tuvo entre tanto giro.
Tanto él como la planta acabaron suspendidos en el aire a un par de centímetros de suelo.
La rodadora intentaba seguir avanzando rodando, a pesar de que resultaba del todo
imposible crear frincción, lógicamente—. ¡Apresuraos!
Deborah rodó sobre su hombro como si fuese una ladrona de ciudad antes de
ponerse en pie con un saltito algo ridículo.
—Invocar... —comenzó la maga. Ella e Ilmel compartieron un fugaz intercambio de
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miradas. La presión de éste último se dejó ver en forma de gota de sudor.
—¡Herbicida! —gritó él apenas un segundo más tarde.
Una nube de, podríamos llamarlo, polvo entre gris y amarillo, envolvió a la planta
rodadora que se estremeció como si una serpiente constrictora la hubiese atrapado. Sus
ramas se astillaron y se desmoronaron hacia el suelo, liberando al hasta entonces
atrapado mago.
—¡Achís! —estornudó Edward tras respirar un poco del herbicida invocado.
—Has estado rápido ahí —dijo Deborah—. En fin, será mejor que salgamos de aquí,
a la vista está que no es seguro.
—Pero ese Girasolsaurus Rex parece peligroso... Y territorial —dijo Ilmel.
—De jardín —intervino ella.
—¿Eh?
—Girasolsaurus Rex, de Jardín —apuntilló.
Un tic apareció de la nada en ambos ojos de Ilmel, quién pareció crucificarla con la
mirada. Edward volvió a estornudar.
—¡No es importante! —dijo él tras sorber con la nariz—. A fin de cuentas es un
girasol, y como su nombre indica, sin sol, se duerme, así que lo que hay que hacer es
bastante simple. Yo empezaré. Ejem. Oscurecer...
—...el... —continuó Ilmel.
—...Tragaluz.
La luz del sol se fue difuminando lentamente hasta desaparecer por completo,
dejando el jardín en absoluta oscuridad. Segundos después de que todo se oscureciese,
unos pilotos rojos se encendieron en varios puntos distintos para dar una tenue
luminosidad que se veía un poco macabra. El Girasolsaurus Rex (de jardín), se inclinó
sobre su tronco, agachó la cabeza y se durmió totalmente relajado.
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El frondoso herbolario escondía un camino que tuvo que ser seguro antes de que la
magia se hubiese vuelto loca en la universidad, y que llevaba directamente al aulario
donde se impartían las clases de la materia. Se trataba de una de las pocas asignaturas
que tenía su clase lejos de las demás, ya que sería un buen incordio tener que atravesar
un jardín de ese tamaño para asistir a otras clases que nada tenían que ver con el mundo
vegetal. Había otras materias que se mantenían lejos de los aularios generales gracias a
lecciones del pasado, aquellas inherentemente peligrosas como Alquimia o Aplicación de
Teoremas.
La clase no era muy grande en comparación a otras, apenas había sitio para medio
centenar de estudiantes. A lo largo de los siglos la Herbología no había sido una de las
asignaturas más populares entre los estudiantes, seguro que era porque eran pocos los
que sabían los estragos que se podían hacer mezclando aceite de Vautherin y hojas
frescas de roble. Estaba diseñada como si se tratara de un aula magna, con asientos a
diferente altura donde había un par de pasillos que confluían en la otra entrada, ellos
habían entrado por la que quedaba detrás del frondoso escritorio del profesorado. Ilmel y
Deborah se dirigieron rápidamente hacia las escaleras y las subieron a paso rápido, pero
Edward no les siguió, en cambio tomó asiento en una de las sillas de la primera fila. El
asiento estaba mullido de césped y parecía que éste se movía bajo sus nalgas para confort
del mago.
—¿Pero qué haces? —preguntó, algo desquiciado, Ilmel—. Vamos, sigamos.
—¿Hacia...? —preguntó Edward con un tono vacío de interés—. Creo que he tenido
suficiente con una posibilidad de muerte.
—Mmm, según mi experiencia —intervino Deborah, o al menos creía que era su
experiencia—. Cuando se produce una disrupción mágica de este calibre, tiende a ir a más
si no se soluciona. Bueno, llevamos deambulando por los pasillos de la universidad un
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buen rato ya y no hemos visto a nadie. Así que si no quieres que este caos que se ha
generado te aplaste por desgana, yo trataría de solucionarlo antes de que ocurra.
Edward se quedó absorto y boquiabierto ante la explicación de la maga, no sabía
qué decir exactamente así que buscó con la mirada a Ilmel esperando una poco probable
ayuda de su parte.
—A mi me parece una propuesta más que convincente, Edward —contestó Ilmel a
su llamada de ayuda.
—Está bien —dijo él—. Aunque la próxima vez prefiero que algo me estampe
contra la pared antes de que me coma de alguna manera.
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04
Al otro lado del herbolario, y tras un largo pasillo de taquillas abiertas pero
desoladas de contenido, aguardaba el gimnasio. Incluso los magos caían en el mundano
entretenimiento de los deportes, algunos hasta se ejercitaban, aunque era raro que lo
hicieran físicamente. El gimnasio era más un gran estadio rectangular de más trecientos
metros de largo y casi doscientos de ancho con grandes y elevadas gradas que de seguro
hubiesen ocupado demasiadas habitaciones y pisos de la universidad si no se hubiesen
empeñado en aplicarle un hechizo continuado de reducción dimensional. Gran parte de
los magos y también la junta del profesorado opinaban que se trataba de un gasto
inadecuado y excesivo de magia y que lo hacían más por tradición que por verdadera
utilidad. No se daban cuenta de que gran parte de lo que hacían era más debido a la
costumbre que a la mera funcionalidad, no sólo el gimnasio. El techado estaba hecho de
un cristal translúcido que aparentaba formar gotas en él, y el campo estaba dividido en
diferentes zonas dedicadas a los deportes más variados.
Una de las competiciones deportivas que más proliferaban entre los magos era la
subida de cuerda. Había pocas cosas que podían medir mejor el poder y la fuerza de un
mago que ver la altura que los competidores podían alcanzar. A pesar de que la cuerda no
era para ser escalada como harían en unos gimnasios tradicionales. Los magos se
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lanzaban un simple hechizo de levitar a sí mismos y observaban cuanta distancia se
elevaban por el aire, el que más ascendiera, era el que poseía las mejores capacidades
mágicas. Claro que para competir de esa manera no hacían falta ninguna clase de cuerdas.
Si permanecían allí era porque aparecieron con el gimnasio y a nadie se le había ocurrido
quitarlas y, total, algún uso había que sacarles.
Pero si existía un deporte rey entre la sociedad mágica, uno que atraía
incondicionales jóvenes, menos jóvenes y en el que había innumerables niveles y
categorías, era el Rankedball. Al igual que las cuerdas, las porterías fueron algo que se
encontraron ya instaladas en el recinto. En realidad pocos entienden la instalación de un
gimnasio, y menos uno tan inmenso en un lugar de magos, normalmente demasiado
apegados a sus libros, aunque no necesariamente tenía que versar sobre teoría mágica o
relacionados, claro. Se ve que en algún momento se opinó que algo menos apegado a los
arquetipos que ya habían sentado cátedra en todo el mundo no estaría de más por una
vez. Pero bueno, el Rankedball consistía en un deporte en el que dos magos controlaban
con telequinesis, en el nivel más básico, sendos balones de juego. Cada mago defendía su
portería y evitaba que alguno de los balones entrase en su arco. Dentro de lo que cabía,
no era un juego para nada descabellado. Pero, como todo en lo que los lanzaconjuros
ponen sus focos mágicos al final acaba pervertido de una manera u otra, la normalidad
del Rankedball es que acabe mucho más enrevesado de lo que debería. Hay versiones en
las que muchos más balones inundan el campo de juego o incluyen ciertos hándicaps para
aumentar la diversión. Monstruos rondadores, rocas flotantes o lava son algunas ideas.
Aunque no todo es dificultad, también hay competiciones por equipos, aunque éstas son
las que más complicaciones llevaban consigo... Y esos magos son los mismos que predican
el saber y la inteligencia como fuerza elemental.
Ilmel entró primero y, muy conscientemente, buscó rápidamente con la mirada
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cualquier ser animado o no que pudiese amenazar su vida, no era para menos. Sin
embargo, sólo podía oírse un hilo musical de cuerda bastante atenuado, que contrastaba
enormemente con la música que uno esperaba escuchar en un recinto deportivo, donde
la competitividad alcanzaba su segundo máximo exponente. Deborah se adelantó en
busca del origen de aquel triste y melódico sonido. Seguramente debía de tratarse del
violín más pequeño del mundo, a cargo de unas diminutas manos flotantes y tocando la
canción más triste del mundo. Casi podía percibirse el sufrimiento y la angustia del autor,
aunque fuesen manos.
—Esto me entristece —dijo Deborah en cuclillas observando aquel concierto
minimalista.
—Eso tiene arreglo —dijo Edward desde la espalda de la maga, que se giró con una
ceja levantada—. ¡Alegrar!
El violín, de repente, cambió su repertorio a una canción más animada y vivaz,
capaz de llenar los corazones de los que la escuchara, al menos durante un rato, después
seguro que acabarían con dolor de cabeza.
—Bueno, sigamos —aventuró Edward—. Aquí no encontraremos nada.
—Casi mejor así —aventuró Deborah recuperando la total verticalidad.
Ilmel no pudo reprimir una negativa con la cabeza, indignado por la actitud de
sus compañeros.
—Hay que aprovechar que el problema que enfrentamos nos ofrece una tregua,
¿no creéis? —dijo Ilmel con una sonrisa de oreja a oreja que Edward y Deborah creyeron
que fue involuntaria—. Miremos si encontramos algo que nos sirva. Omitid balones y
material deportivo.
No tardaron en desperdigarse a lo largo y ancho del gran gimnasio. Una falsa y
fresca brisa pareció azotar la estancia, meciendo las cuerdas en ella, falsamente, claro. No
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fue difícil que encontraran cualquier cosa que pudiera servirles de ayuda, y cómo no, fue
aún menos difícil que abarcaran con todas ellas. No podía compararse con las rapiñas que
se realizaban en plenas aventuras, ya que era pura necesidad, pero la sensación seguía
ahí. Sin embargo no hallaron nada de lo que más necesitaban: respuestas. Pudieron
cambiarse de ropa, si eso que habían llevado puesto desde que despertaron podía
llamarse ropa, más bien harapos chamuscados cubiertos de carbonilla. Ahora vestían con
túnicas deportivas que estaban preparadas para ser más resistentes, cosa que sin duda les
vendría en falta. Pero, sin duda, lo más útil fueron los focos mágicos en más o menos
buen estado, que les permitirían conjurar con mayor precisión y ahorrar energías.
—¿Algo más? —preguntó Deborah. Sus voces se transportaban con un gran eco de
un lado del gimnasio a otro.
—No, nada más —comentó Edward—. Hasta donde yo sé, debemos ser los únicos
magos que quedan en toda la universidad.
Parecía mentira que una fuerza de la naturaleza como la magia tuviese que ser
estudiada, pero era precisamente por su manera de ser, caprichosa e inestable a partes
iguales, lo que hacía que tuviera que ser estudiada. Aunque eran precisamente las ganas
de querer controlarla lo que había desencadenado, no pocos desastres, pero también
aplicaciones de todo tipo. Pero bueno, la universidad en cuestión era una de las más
frondosas que se podían encontrar a lo largo del continente de Lektras. Y era frondosa
por estar construida en medio del bosque más verde del valle más inmenso de la
cordillera más marrón. Aunque eso último poco tenía que ver con nada.
—¡Excelente! —gritó, a más de un centenar de metros, Ilmel, pero el eco dio la
sensación a Edward y Deborah de que le gritaban a medio centímetro del oído—. Venid a
ver esto.
Ilmel estaba rebuscando en una taquilla con la puerta extrañamente doblada y
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agujereada a pesar de que las bisagras se mantenían intactas. El mago sostenía, con
apenas dos dedos, un tubo de ensayo de una mano de largo con un líquido amarillento
burbujeante muy particular.
—¿Eso es cerveza? —preguntó Deborah.
—Qué va a ser cerveza —replicó Edward—. Es poción de barba —indicó el mago a la
vez que intentaba atusarse sus prácticamente inexistentes y carbonizados bigotes.
Hubiese sido mucho pedir que el hecho de ser mago y varón otorgase de base un
buen, largo y fuerte vello facial, pero la realidad siempre suele ser ciertamente cruel, casi
parece divertirse con ello, eligiendo a sus víctimas con caprichosos enlaces del destino y
finalmente ejecutando su ironía sobre ellas. Pero si la naturaleza no te otorga algo, dátelo
tú mismo con magia, por qué no. El tema de las barbas era un tema complicado por su
significado metafórico, figurado y completamente desviado que había adquirido a lo largo
de los años. Las pócimas de barba se crearon para proveer de ella a los magos imberbes o
para mejorar aún más las ya existentes. De nada sirve una barba rala y poco poblada, ya
que inducía más a la risa que al respeto. Lo recomendado era tomar sólo una al día, pero
podía extenderse a dos. Algunos efectos secundarios podían hacer realidad algunos de lo
dichos populares como el de no tener pelos en la lengua. Aunque tampoco hacían
milagros, una sola redoma de poción era suficiente cómo para poner una barba de unas
pocas semanas de largo, mientras que dos podían poner en la cara de cualquiera una
barba más propia de meses, pero donde de verdad podían hacerse valer éstas pociones
era mejorando unas barbas espesas ya de por sí.
—Una para ti y otra para mi —anunció Ilmel, extendiendo una redoma hacia el
otro mago. Los ojos de Edward se iluminaron al escuchar aquellas palabras y más se
iluminaron sus rostros en cuanto pudieron observar cómo surgían y se entrelazaban los
pelos en sus caras. Deborah encontró en su interior que estaba acostumbrada a ese tipo
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de comportamiento infantil por parte de los hombres y su vello facial. Le resultaba
fascinante a la par que ciertamente triste.
Ya no encontraron nada más que les mereciese la pena apropiarse, así que
terminaron de cruzar el gimnasio después de que, con la emoción, Ilmel casi olvidase su
espada apoyada contra la taquilla.
La salida lateral daba a un largo pasillo que se curvaba hacia la izquierda y, como
toda ala o sala de la universidad, estaba poblada de muebles robustos y recargados tanto
de tallas en la misma madera como de diversas decoraciones en forma de candelabros,
armas romas y distintas formas de orfebrería. También había paisajes que rememoraban
multitud de lugares icónicos del mundo: Las minas de Reverant, las Llanuras Humeantes
o la siempre impresionante Montaña Invertida.
Al final del pasillo, las paredes se abrían formando un semicírculo y en la que
había una gran vitrina adosada a la pared con media docena de estanterías en las que
reposaban, no se sabía si cientos o miles, de trofeos. Premio a la Bola de Fuego más
Ardiente, Premio a la Poción más Sabrosa, Premio al Estudiante con más Suspensos... Otra
cosa que les encantaba a los magos era otorgarse galardones por cualquier cosa
medianamente destacable, aunque fuese eminentemente malo. Pronto necesitarían una
sala más grande para ellos. Era fácil darse cuenta de que faltaban una buena cantidad de
ellos, y hacía poco que habían desaparecido ya que se podían observar los huecos libres
de polvo en el cristal.
La pared dejaba un hueco entre las vitrinas donde estaba encajado un portalón
doble. Los tres se dirigieron hacia ella sin precaución, acostumbrados ya a que todo
fluyese con relativa tranquilidad.
Al otro lado, y tumbado mansamente, podía divisarse la esbelta figura de lo que
parecía un león, sólo ligeramente más afilado de lo normal. En lugar de piel y pelo, su
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cuerpo estaba formado de metal dorado, plateado, cobrizo y nervalskino, procedente de
los trofeos que faltaban en la vitrina. La criatura se giró nada más oír el sonido de la
puerta abriéndose, y sus ojos como platos, platos metálicos, miraron con fiereza a los
magos.
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05
La puerta cedía con cada embestida del león del otro lado a pesar de los esfuerzos
de los magos en mantenerla bien cerrada. Ya habían creado frente a ella un armario junto
a otros tipos de muebles, un muro que ya se había desvanecido e incluso otra puerta más.
Pero aquel león artificial parecía estar empeñado en llegar hasta ellos. No podían huir por
donde habían venido ya que la puerta acabaría por ceder y estaban bastante acertados en
pensar que ese bicho era bastante más rápido que ellos. Lo único que les quedaba era, o
evitar que entrara a toda costa, o enfrentarse a él. Ésta última era la idea menos favorita
de los tres, pero también la que ganaba más peso con el paso del tiempo.
—¿Alguna otra brillante idea? —preguntó Ilmel cuando Deborah, en un acto de
puro terror y también de incompetencia, terminó un hechizo combinado entre los tres
con la palabra peluches. Ahora había un millar de inanimados peluches vestidos de
soldaditos, entre los que extrañamente había un exceso de pandas, frente a la segunda
puerta.
—¡Ha sido el miedo del momento! —bramó ella.
—¿Por qué no lo dejamos pasar y lo freímos a hechizos hasta que se deshaga? —
propuso Edward.
—Las cosas inherentemente mágicas no pueden ser alteradas mediante magia a su
vez —dijo, elevando considerablemente la voz, Ilmel—. Y ese león de ahí no me parece
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muy natural, la verdad.
—Pues si no podemos matarlo de la manera que sabemos, entonces hagamos que
se esté quieto sin más —dijo Deborah.
Los dos magos asintieron. Al mismo tiempo, se apartaron de la puerta y dejaron de
intentar frenarla. Bastaron sólo un par de embestidas más para hacer ceder tanto la
puerta real como la creada por ellos. Una vez dentro, el león de trofeos se mostró
rampante durante unos instantes antes de abalanzarse sobre los magos, que ya
acumulaban magia para hacerle frente.
—¡Crear... —comenzó Ilmel.
—...Jaula... —continuó Deborah.
—....Irrompible! —finalizó Edward señalando hacia la bestia.
Casi podía observarse cómo la magia se entrecruzaba y formaba una jaula de una
formidable aleación de metales que la hacía, efectivamente, irrompible. Pero ya se ha
hablado mucho sobre lo caprichosa y molesta que la magia podía llegar a ser, aunque los
magos tampoco estaban libres de culpa. La jaula disponía de cuatro sólidos lados y una
puerta. Pedir que la puerta hubiese estado cerrada habría sido pedir demasiado. El león
de trofeos primero observó el interior de la jaula con un rápido vistazo, para después
salir a toda velocidad por la puerta entreabierta. Los tres magos se quedaron atónitos y
boquiabiertos ante lo sucedido. En sus mentes sólo aparecía una idea, correr incluso más
rápido de lo que sus piernas podían dar.
—¡Crear... —gritó Ilmel de improviso, esperando que sus compañeros sacasen una
buena conclusión.
—...Puente... —dijo Edward. Eso no podía acabar bien.
—...Majestuoso!
En aquel momento, hasta la misma naturaleza de la magia tembló, pero de la risa,
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pues de la nada absoluta se creó un magnífico puente colgante en medio del pasillo.
Hubiese resultado una visión apabullante, un monumento digno de visitar y contemplar.
Estaba recargado con innumerables detalles y mezcla de diseños de diferentes religiones
y culturas. Las cuerdas tensoras eran de acero frío templado y estaban ensambladas con
complejos engranajes bañados en un elegante tono que aparentaba óxido. En definitiva,
una magnífica obra de arquitectura, si no hubiese sido por que medía poco más de metro
y medio de alto por diez de largo. Casi podía interpretarse la sorpresa en el metálico
rostro del león, qué dirigió una leve pero interesada mirada a la construcción, pero sin
detenerse.
—¡Aquí hay algo que no está funcionando en absoluto! —gritó Ilmel cuando la fiera
ya estaba prácticamente sobre ellos.
—¡Volar! —conjuró Edward en el momento en el que una zarpa de afilado metal
dorado se dirigía con precisión hacia su costado.
El mago se elevó por el aire a una velocidad sin igual, esquivando sin problemas un
zarpazo que hubiese sido inapelable, sin embargo, no podía controlarse. Volar no era
precisamente fácil para los que no estaban acostumbrados a ello, y un hechizo nunca
venía con manual de instrucciones. Edward salió disparado contra un ventanal de
grandes paneles que, como no podía ser de otra manera, estaba cerrado. Los cristales
estallaron fácilmente con la embestida y él se vio suspendido en el aire, a más de un
centenar de metros de altura. Seguramente la fachada de la universidad nunca había
estado en peor estado.
En el mundo había muchos precedentes de edificios suspendidos en el aire, e
incluso existían poblaciones enteras construidas sobre zonas de tierra que no se veían
afectadas por la gravedad debido a una elevada pero estable carga mágica que anulaba el
efecto de verse sometido al suelo. Sin embargo, la universidad no era una de esas
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excepciones. Además de que podía verse desde ahí arriba el hueco en la tierra que habían
ocupado los cimientos. Pero, lejos de ser lo más llamativo, parecía que alguien había
querido dotar de una nueva estética a la fachada pues, en aquel momento, en lugar de ser
el fastuoso edificio de líneas rectas y visión rectangular, ahora se trataba de una esfera
perfecta, por suerte para ellos, esa característica no se había transmitido al interior, que
seguía tan inmutable como siempre. Todo lo demás parecía no haber sufrido cambios.
Desde arriba, Edward pudo observar las pequeñas y bien cuidadas arboledas que se
integraban con las fuentes de mármol y los caminos adosados y el perfectamente
aparejado césped. Tanto se entretuvo el mago en tratar de ver todos los cambios, que el
hechizo que le mantenía suspendido en el aire llegó a su fin.
—¡Entrar! —conjuró Edward al verse de nuevo sometido bajo el poder de las leyes
de la física. Cuando uno está cayendo no tiene precisamente facilidades, pero consiguió
señalar una nueva ventana, que daba a un aula un par de pisos por debajo del pasillo de
donde venía, por la que regresar al edificio de la misma manera en la que había salido,
rompiendo cristales.
Ilmel y Deborah se escurrieron de nuevo hacia adelante aprovechando la
estupefacción del león, que observaba tanto su zarpa vacía como al suelo y la ventana,
incapaz de comprender cómo se le podía haber escapado una presa que ya estaba más que
atrapada. Sin embargo, no duró mucho esa nueva carrera por el pasillo. Ilmel se detuvo
en seco y se giró para encarar a la bestia, la cual los ignoraba deliberadamente, ya que
sabía que no existía peligro de que pudiesen huir.
—Ya me he cansado —dijo Ilmel, tratando de contener un par de jadeos, tanto para
sí mismo cómo para su compañera—. Eh, tú.
—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó Deborah con los ojos casi saliéndose de
sus órbitas y tratando de tirar de él por una de sus mangas.
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El león giró la cabeza casi con vagancia y después andó con parsimonia hasta
situarse frente al mago. Él también sabía lo que era una puesta en escena.
—Te reto —dijo, como si hubiese tenido tiempo como para meditarlo
adecuadamente, Ilmel. Era imposible, pero el león pareció esbozar una sonrisa—. Apuesto
a que puedo recorrer este pasillo y volver a este mismo punto antes que tu.
Un caracoleo de magia hizo brillar uno de los metálicos ojos del león con un color
blanco intenso. No podía decir que no a una oportunidad de divertirse de esa manera. La
bestia se movió grácilmente para colocarse a la misma altura que su competidor,
formando una improvisada línea de salida y meta. Tras eso, le dirigió una mirada y un
gruñido a Deborah en una improvisada meta junto a su retador.
—Creo que quiere que des la salida —indicó Ilmel.
Incapaz de creérselo y sin quitar ojo a la bestia, ya que creía que podía abalanzarse
sobre ellos en cualquier instante, Deborah se hizo a un lado, elevó su brazo derecho e
indicó el comienzo de la carrera con un gesto rápido del brazo, aún incrédula. Ilmel salió
primero con un par de veloces zancadas para, instantes después, ser perseguido por el
león, que no tardó en adelantarle y perderse en la siguiente esquina. Ilmel se mantuvo a
un trote ligero unos segundos más y después se detuvo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Deborah perpleja por lo que acababa de suceder.
—Si no me equivoco, este pasillo es condenadamente largo. Nos dará tiempo para
pensar.
Hubiese sido así si la bestia no hubiese caído en la cuenta de que le estaban
tomando el pelo. No tardó en asomar de nuevo su falsa melena por la esquina. No podía
decir nada con expresiones, pero la postura sin duda indicaba que estaba furiosa por el
engaño. Enseñaba los dientes y aunque era evidente que en algún momento se iba a
abalanzar sobre ellos, resultaba difícil averiguar cuándo. La espera y la incertidumbre
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eran hasta peor que los hechos en sí demasiadas veces. Los dos magos tragaron saliva y
una gruesa gota de sudor comenzó a deslizarse por sus nucas. Por último, un pequeño
grito ahogado recorrió sus gargantas cuando el león inició la esperada carga contra ellos.
—¡Agujero... —gritó sin pensar, Deborah.
—...Negro... —siguió Ilmel con la voz rota y desesperada junto a unos ojos bien
apretados.
—...Grande! —el eco de la palabra pronunciada por Edward al otro lado del pasillo,
resonó como una bendición en los oídos de los dos magos.
Una enorme masa de vacío oscuro apareció para interponerse entre la bestia y los
magos. No debía ser algo que debiese conjurarse dentro de un edificio. Es más, no debería
conjurarse en absoluto, pero en aquel momento la magia pareció compadecerse de esos
tres magos. El león se veía atraído por la oscuridad, como si se tratara de un potente imán.
Intentaba librarse clavando las garras en el suelo, pero aquella gran fuerza acabó por
arrastrarle hasta el interior junto a otras partes del decorado y mobiliario, donde
desapareció. Instantes después, el vacío desapareció. Por suerte, los magos estaban a
salvo de ese devastador poder, sin duda una de las grandes ventajas de ser el invocador
de un efecto inherentemente mágico.
—Este hechizo ha sido genial —dijo Edward poniéndose a la altura de sus
compañeros—. Pero mejor no lo repetimos.
Deborah e Ilmel se giraron hacia él liberados de la tensión a la que habían estado
sometidos.
—Nunca me perdonaré a mi misma decir esto pero, gracias, Edward Leibern,
Comandante de las Líneas de Sangre Ígneas.
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06
Los problemas no parecían tener fin en aquel condenado lugar. Una universidad
de magia ya de por si era sinónimo de caos, pero a lo que ellos tres se enfrentaban estaba
un peldaño por encima de la normalidad. Tras deshacerse del orgullosamente brillante
león de trofeos, continuaron por el camino que ya parecían tener grabado a fuego. Poco a
poco iban reconociendo los pasillos, cruces y habitaciones que iban visitando. Todas
tenían la insignia común de estar del todo despobladas. Los tres ponían en tela de duda
que al resto de magos les hubiese ocurrido algo, tan sólo habían encontrado una manera
de jugar al escondite a un nivel superior y, francamente les había venido muy bien. Un
mapa no habría estado de más, lástima que un mago nunca fuese a admitir que lo
necesitaba.
La pared de la izquierda comenzó a llenarse de puertas de exacta manufactura
justo cuando el pasillo comenzó a estrecharse. Caminar por aquella inquietante
tranquilidad les hacía pensar en todo tipo de horrores que podían surgir allí donde no
miraban. Podría decirse que todo era culpa de una imaginación demasiado vivida,
alimentada eso sí, por relatos de miedo que tan de moda se habían puesto. Pero es cierto
que toda persona que estuviese algo versada en mitología y demonología, conocía el
retorcido gusto de muchos dioses poco benévolos por los tentáculos. El tema de los
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tentáculos era ya una broma muy arraigada en esos mismos dioses, que los usaban para
horrorizar aún más a sus desgraciadas víctimas. Aun así el tema seguía siendo todo un
misterio para los mortales, ya que había serias dudas de que a alguien se le pudiese
ocurrir el preguntar por ello. E incluso si se diera el caso, era más dudoso aún que esa
persona hubiese podido vivir lo suficiente cómo para plasmar la respuesta en un libro.
Desatando sus mayores temores, un inesperado temblor sacudió el pasillo junto a
otras zonas de la universidad. Los problemas no iban a estar siempre concentrados en
ellos, claro. Los cristales vibraron provocando un sonido agudo. Resultó sorprendente
que no llegasen a estallar. Lo más lógico hubiese sido pensar que se trataba de un
terremoto, pero resultaba del todo improbable ya que la universidad entera se
encontraba flotando a bastante distancia del suelo más cercano. Al instante, los tres
magos ya tenían en mano sus focos mágicos bien dispuestos a darles uso. Aunque iban a
necesitar mucha imaginación, o algo más grande.
La enorme figura de un dragón pasó volando a varias decenas de metros de la
fachada del edificio. Pero a pesar de la distancia, ya se veía lo suficientemente grande. Si
su cuerpo no hubiese estado hecho de mampostería, cristalería, césped y algún que otro
árbol que se veía diminuto en comparación, hubiese sido una visión para revolucionar el
mundo. Los verdaderos dragones se habían extinguido hacía más de doscientos años, sólo
quedaban algunos primos suyos bastante descafeinados, pero también los brutalmente
peligrosos Linnorm. Por suerte o por desgracia, lo que se dejaba ver por la ventana no era
más que otra muestra de que la magia puede ser muy puñetera cuando le apetece.
—Estupendo —dijo Ilmel—. ¿Alguien sabe cómo se mata eso, eh?
No tuvo ninguna respuesta. El falso dragón hizo una nueva pasada, ésta vez a
menor velocidad y peligrosamente cerca de los ventanales, casi pareció dirigirle una
mirada al mago. Ilmel, incómodo por el silencio que seguía extendiéndose en el tiempo,
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se giró en busca de sus compañeros Sin embargo no los halló tras él, si no a medio
centenar de metros, corriendo como almas que llevaba el diablo.
—¡Avisadme cuándo vayáis a huir!
Más adelante el camino se dividía abruptamente en dos partes. A la izquierda,
donde habían ido apareciendo las habitaciones, la pared ganaba terreno y en ella aparecía
un gran portalón doble de metal del cual no llegaron a percibir que estaba pintado de
verde. Y, siguiendo a las grandes vistas que presentaban los ventanales, el pasillo
continuaba hasta un abrupto giro a la derecha donde se perdía de vista. Un rugido de
fondo hueco, surgido del falso ser mitológico hizo retumbar una vez más los cristales y
suelos. Aquello no hizo más que apremiar el ya de por sí acelerado paso de los tres magos,
los cuales, a pocos metros de la puerta, decidieron dejar de correr y prefirieron volar en
su lugar, lanzándose con un valiente salto hacia el portalón doble, con la gran esperanza
de que estuviese abierto. Tuvieron suerte en eso.
Cuando se levantaron, casi de manera coreografiada, no supieron determinar si
estaban en un aula de alquimia o en una de las salas maestras de la materia. La habitación
se extendía decenas de metros, pero era imposible ver el final de ella a excepción del
pasillo central, el cual era hasta estrecho para una sola persona. Las enormes estanterías
de un lado y otro estaban completas de tubos de ensayo y vidrios de todo tipo, dentro de
los cuales descansaban unos líquidos más o menos espesos, pero todos de un color bien
brillante.
Ilmel no tardó en acercarse a la estantería más cercana, pero no por esa simple
razón, él sabía bien lo que quería. Poniéndose de puntillas y estirando la mano todo lo
que pudo, consiguió atrapar un polvoriento frasco acorchado que contenía un líquido de
color rojo aguado.
—Toma —dijo tendiendo el frasco hacia Edward—. Te ayudará con esas
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magulladuras tan feas que no dejas de hacerte.
Edward parpadeó varias veces, intrigado. Descorchó el frasco y de él emanó un
sorprendente olor dulzón que se asemejaba al regaliz. El sabor en cambio, fue inexistente.
Era evidente que se trataba de una poción de bajo nivel. Para los alquimistas, saber el
resultado final de un trabajo alquímico, si se había seguido bien la receta, era bastante
simple, tan solo había que fijarse en unas características bien apreciables. Tanto el color,
sabor, olor y, por supuesto, efecto de las pociones ascendían en intensidad al mismo
tiempo que la calidad de la misma. Por suerte, la alquimia no se trataba sólo de ir
mezclando ingredientes hasta conseguir una reacción. Como casi toda actividad que los
magos desempeñaban, la alquimia requería de magia. Y aunque había un par de trucos a
seguir para saltear esa limitación, no eran ni mucho menos conocidos, y aún menos
seguros. De todas maneras en aquel momento Edward no necesitaba nada más. Tan solo
unos segundos después de beber, las heridas y magulladuras del mago se esfumaron por
completo. Edward no recordaba haberse sentido tan ligero en mucho tiempo, sobre todo
por que todavía no recordaba gran cosa.
—He de decir que esperaba unos magos de otro calibre —una voz profunda con
cierto deje gutural se dejó escuchar en la parte más al fondo de la habitación. Se trataba
de una voz inherentemente maligna, ese tipo de voz que los demonios adoran y de la cual
tienden a abusar.
Los tres magos afilaron sus orejas y agrandaron sus ojos, sabedores de lo que se les
iba a caer encima. La sombra de un demonio se propagó innaturalmente a través del
enlosado suelo. Las leyes de la propagación de sombras hubiesen temblado de poder
hacerlo. Si bien había clases de demonios muy comunes, que apenas variaban en forma y
poderes, aquellos con una categoría superior a los de la calaña más baja poseían una
apariencia tan única como individuos había. Sin embargo, para manifestarse en el mundo,
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la gran mayoría preferían transformarse en humanoides de amistosos rostros, como si
eso fuese a despertar el cariño hacia ellos. Las únicas características que solían respetar
todos ellos a la hora de transformarse, eran la de tener la piel roja junto a unos cuernos
sobre la cabeza, seguramente considerándolas como sellos de identidad.
El demonio estaba tumbado de lado en el hueco que quedaba entre el final de la
estantería y el techo. Vestía con un pantalón negro y una camisa blanca con demasiados
botones desabrochados, como si hubiese encontrado ese atuendo en aquella misma
habitación y se hubiese vestido a toda prisa, además de unas nada favorecedoras gafas
transparentes y redondas. Se sostenía la cabeza con la mano cerrada en un puño, casi
parecía que estaba evitando caer dormido. Dirigió unas inquietantes miradas a los tres
magos, los cuales estuvieron a punto de estremecerse y salir corriendo, antes de ejecutar
un gesto demasiado rápido como para verlo con la mano que le quedaba libre. Dos de las
tres puertas que hubiesen servido para salir huyendo de la habitación se cerraron con un
portazo, seguidas del característico ruido de quién se asegura de que el candado estaba
bien puesto.
—No —dijo Deborah con un desesperanzador tono—. No necesitamos un demonio
ahora, simplemente no.
Edward e Ilmel acompañaron las airadas quejas de su compañera con unos
bufidos que no hubiesen dejado indiferente a una manada de gatos. El demonio primero
se sentó para después saltar de lo que había sido su improvisada cama. Su aterrizaje no
provocó sonido alguno. Todo lo hacía pausadamente, no tenía prisa. Por mayores de la
inmortalidad y la atemporalidad.
—Como podéis imaginar, mis queridos lanzadores de conjuros, estáis un aprieto.
Pero no uno cualquiera, eso sería extremadamente simple. Para vosotros, claro.
—Sí, sí —interrumpió Edward—, tienes un juego con el que podemos ganarnos el
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derecho a salir de aquí. Si no jugamos nos aniquilarás. Sabemos... —Edward se
interrumpió para mirar a sus compañeros, los cuales tiraban tímidamente de su túnica
con las mandíbulas apunto de desencajarse por la tensión. Además de una cantidad nada
salubre de tics nerviosos que recorrían sus cuerpos—. Sé cómo va esto. ¿Cuál va a ser el
juego?
—Atrevido —dijo el demonio mostrando su amplia gama de dientes, afilados e
impolutos, con una amplia sonrisa que evidenciaba los buenos dentistas que había en el
plano infernal—. Muy bien. Concederé a uno de vosotros la capacidad de transformarse
en aquello que quiera. Yo también dispondré de dicha capacidad, por supuesto. La
finalidad del juego es que nos vayamos transformando en algo que pueda derrotar a lo
que el otro ha pensado, hasta que llegue el momento en el que no se pueda superar al
contrario. ¿Entendido?
—Perfectamente —aseguró Edward.
—¿A cuál de vosotros he de conceder la capacidad de transformarse?
Deborah e Ilmel miraron hacia Edward convencidos de que se designaría el mismo,
ya que se había erigido salvador de aquella situación.
—Ella —dijo Edward, señalando con el pulgar a Deborah.
—Muy bien.
Deborah tardó más de lo aconsejado en procesar lo que había ocurrido, pero
cuando lo hizo, estuvo a punto de abalanzarse sobre su compañero de no haber sido
detenida por Ilmel.
—Una duda que me corroe —dijo Ilmel aún sujetando una enfurecida Deborah—.
En caso de que perdamos, ¿qué nos pasará?
—Ah, sí —dijo el demonio distraído—. Me llevaré vuestras almas al plano infernal
para que me sirvan como esclavos el resto de la eternidad.
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—Podría ser peor —dijo, ampliamente convencido, Edward.
—¿De verdad? —bramó Deborah sin esperar respuesta alguna de parte de su
compañero—. ¿De verdad podría ser peor?
—Tú empiezas —dijo el demonio, tras llamar la atención con un carraspeo.
Con un suspiro, Deborah se libró de Ilmel y se colocó frente al demonio, pero no
sin antes crucificar con la mirada a Edward. La hechicera comenzó pensando en un perro
y el demonio contraatacó con un lobo. Después ella pensó en un tigre y él en un cañón.
Óxido. Acero. Lava. Agua. Sol. Sombra. Vela. Viento. Muro. Almádena.
—Ésto no tiene final —susurró Ilmel al oído de Edward, pero éste pareció no
atender a las palabras de su compañero. Tenía la vista puesta en aquella extraña batalla y
no parecía tener intención de despegarla.
Deborah se convirtió en una lanza para superar la almádena de su adversario y
éste optó por una termita para comerse la madera del arma. Tan pronto como el demonio
se transformó en una termina, Edward saltó sobre él y le propinó un pisotón tan
estruendoso como efectivo, casi dejando en ridículo los temblores que el dragón había
ocasionado. Instantes después, Deborah volvió a su forma humana y las puertas se
desbloquearon, libres del control del demonio.
—¿¡Pero qué!? —gritó Ilmel, atónito pero también aliviado de un nudo en su
garganta que le atenazaba.
—Las pruebas de los demonios siempre tienen truco —dijo Edward con tono de
vencedor—. Ellos siempre van a buscar un juego en el que tengan ventaja. Son demonios
al fin y al cabo, no puedes esperar que jueguen limpio. Tú mismo te habías dado cuenta,
éste juego no tenía final posible, así que había que buscar una solución bordeando el
juego. En fin, busquemos esas pociones de la que hablabas.
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07
Los pasillos se ensanchaban en los caminos interiores y una cuesta casi
imperceptible les hacía ascender. La luz del sol desaparecía conforme las ventanas y
cristaleras del techo daban paso a recios muros de roca. La iluminación recaía entonces
en los recargados, y seguramente caros, candelabros que decoraban los extensos muebles.
Habían sido modificados para ofrecer una perpetua luz mágica que simulaba la natural
durante el día y la que da el fuego en la noche. La universidad hubiese sido el patio de
recreo de cualquier saqueador, pero ninguno se atrevería a robar a gente de bajo juicio
moral que además usa la magia. La sociedad había aprendido que lo mejor era que los
magos estuviesen a sus cosas medianamente lejos de las ciudades. Lo que quedaba claro a
los visitantes es que los magos no sabían nada de decoración, y que ni siquiera se les
había ocurrido la idea de contratar a alguien que lo hiciese por ellos.
El techo comenzó a elevarse al mismo tiempo que el suelo recuperaba su
horizontalidad, y en las paredes del pasillo comenzaban a aparecer gruesas y altas
estanterías, con escaleras corredizas apostadas en ellas, que se volvían más abundantes
conforme avanzaban. Un enorme arco negro y nervalsko situado a una docena de metros
de altura daba la entrada a la gran biblioteca de la universidad. Se trataba de un enorme
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recinto de inagotables páginas por estantería, un verdadero laberinto de papel, madera y
cuero. Se decía que no faltaba ni un solo tomo o libro de cuantos se habían escrito en el
mundo. Había mesas y sillas emplazadas con dificultad a lo largo de toda la estancia.
Tiempo atrás eran usadas para la lectura, pero los magos no tardaron en darse cuenta de
que, la biblioteca en si, no era el lugar adecuado para la leer. En resto del mundo no
pensaban así todavía. A medio esconder, entre las paredes y muchas estanterías, existían
habitaciones de todo tipo donde los usuarios de la biblioteca podían acomodarse para leer
o estudiar tranquilamente. Las mesas y sillas de fuera se mantuvieron, ya que eran
bonitas de ver y servían para apoyar libros o descansar. Lo malo es que no todas las
habitaciones eran iguales.
Selladas por custodios mágicos que sólo podían ser anulados por una o varias
palabras de poder específicas, una pocas habitaciones protegían algunos de los misterios
más peligrosos del mundo. O al menos eso es lo que se cree que hacían, ya que las últimas
personas que entraron en dichas habitaciones murieron. De viejos. Hace más de un siglo.
—Por fin algo agradable —dijo Ilmel inspirando con fuerza para hacerse con el
agradable olor a papel.
—¿Por qué diantres no hay nadie? —se preguntó Deborah. Edward se distrajo
observando una estantería en particular hasta la que avanzó dando pasos cortos y
seguros—. Esto siempre está repleto de gente dando vueltas.
—No tengo ni idea, Deborah —contestó Ilmel, pasando un dedo por encima de una
estantería para atrapar el polvo.
Edward estiró el brazo hasta agarrar un fino de tomo con encuadernación de
cuero duro marrón cosido, cuyas páginas comenzaban a amarillear por los bordes. No
tenía título, unas franjas doradas formando un rectángulo era lo único destacable de su
cubierta. El mago pasó varias páginas rápidamente, como si supiera lo que estaba
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buscando. Como muchos libros de importancia mágica, estaba escrito en dracónico. No se
llamaba así precisamente por que hubiese sido el idioma de los extintos dragones, aunque
sí que lo hablaron, si no porque los magos eran unos pretenciosos de cuidado. Aunque
había que admitir que no existía mejor idioma para condensar una gran cantidad de
información en pocas páginas.
Enterrado bajo una montaña de libros a cada cual más ancho que el anterior y a
bastantes menos pasillos de ellos de los que hubiesen deseado, el bibliotecario alzó un
brazo, empujando por los aires más de uno de los tomos que formaban una tumba de
papel, para después alzarse por completo, como si algo hubiese interrumpido aquel
perturbador descanso. Y en parte así era. Aquellos que eran designados como
bibliotecarios, de lo que podía considerarse una reserva natural de puro conocimiento, no
eran nunca unos cualquiera, y su trabajo era considerado todo un pilar en la sociedad
mágica. Para ello, parte de los sentidos del bibliotecario se ataban a su biblioteca,
consiguiendo así que siempre sea totalmente consciente de lo que ocurre en sus dominios,
sobre todo de las cosas malas. Por este motivo los bibliotecarios de las universidades
mágicas lo eran para toda la vida. Tampoco es que estuvieran atrapados allí sin poder
salir para toda la eternidad, claro, pero se tomaban su trabajo bastante en serio. El caso es
que en ese momento estaban ocurriendo cosas en la biblioteca, aunque no malas. Pero el
bibliotecario no estaba dispuesto a negociar.
—Oye, podríamos investigar qué es lo que se hace cuando una carga mágica
descontrolada hace que todo vaya condenadamente mal —sugirió Deborah—. En alguno
de todos estos libros vendrán indicaciones, digo yo.
—No es mala idea —dijo Ilmel rascándose la barba de un lado de la cara—. Edward,
¿qué lees por ahí?
—Un capítulo sobre los ámbitos reproductivos de las tortugas genbu de Xao —
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contestó Edward sin apenas levantar la vista del libro—. Resulta fascinante pensar en esos
bichos tan grandes con sus...
—Vale, vale, información totalmente innecesaria —le detuvo Ilmel.
—¿Podríamos, por favor, tomarnos este tema más en serio? —dijo Deborah
dejando escapar un suspiro involuntario—. Igual si nos concentramos aunque sean...
Una raquítica figura ataviada con una túnica roja apareció a espaldas de la joven
maga. Ilmel hizo un gesto para que se girara y por la cara que se encontró al hacerlo no
supo si alegrarse o no. Se trataba de un hombre alto pero de espalda encorvada. Tenía el
pellejo pegado a los huesos y destacaba por una gran barba blanca, enmarañada y picuda.
Apoyaba el poco peso de su cuerpo en un cetro casi tan alto como él. Por su aspecto, casi
parecía que le hubiese ido mejor usando una silla de ruedas.
—Jovencita, no hay nada que alguno de los tres vaya a mirar cualquiera de estos
libros —dijo mirando fijamente a Edward, que no parecía interesado en el anciano—.
¡Suelta ese libro inmediatamente!
Edward pasó una página del libro con total desinterés hacia el bibliotecario, alzó la
vista un nuevo segundo y después volvió a sumergirse en la lectura.
—Con que esas tenemos —dijo el anciano—. Muy bien.
—Oiga, creo que no lo entiende, hay un problema grave en la universidad, y
estamos intentando...
—¡Silencio! —ordenó el anciano—. Suelta ese libro te he dicho.
Edward bufó cansado de tanta palabrería dirigida hacia él. Cerró el libro con
dureza, provocando un sonido sordo, se acercó a una mesa cercana y lo soltó con desgana
desde un palmo de altura. La caída duró una eternidad. El tiempo pareció ralentizarse en
lo que al bibliotecario se le desencajaba la mandíbula y abría los ojos mucho más de lo
necesario. El libro cayó firme sobre la madera, levantando más polvo del que se creía que
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había y provocando un eco que se transportó por toda la biblioteca. Estaba a punto de
sucederse un espectáculo digno de ver que ni siquiera los libros querían perderse.
—¡Maldición de la O! —conjuró el anciano bibliotecario canalizando la magia
través de su cetro.
Ante aquel despliegue de poder tan repentino, no fueron ni siquiera capaces de
emitir onomatopeyas. Y la verdad, no era para menos. Como ya se ha explicado, la magia
tiene un componente ritual y otro nominativo. Cualquier palabra que se diga con la
intención de ser un conjuro se convertirá en uno si al mismo tiempo se acumula la magia
necesaria. La duración y la potencia ya es otra parte más discutida y supuestamente
depende tanto del número de palabras emitidas como del propio talento del mago en
cuestión. Pero a lo que íbamos, la Maldición de la O era uno de tantos conjuros específicos
que necesitaban de un estudio y unas capacidades superiores a las que la gran mayoría de
magos pueden acceder. No era de extrañar que el efecto de la maldición fuese tan simple
como devastador. En lo que durase la batalla mágica que ya era segura, al menos de parte
del bibliotecario, si los demás no querían defenderse era cosa suya, ninguno de los
contendientes podrían formular conjuros que contuviesen vocales que no fuesen la O.
—¡Pero espere! —gritó Ilmel sabiendo que ya era difícil que sus palabras pudiesen
hacer efecto alguno.
—¡Todos Orondos! —conjuró el bibliotecario al margen de toda protesta. Los tres
magos se vieron de repente con una cantidad nada favorecedora de kilos por exceso, que
hasta mantenerse en pie con soltura les impedía.
—¡Pollo! —contraatacó Edward por su cuenta y con serias dificultades para
respirar. Segundos después el bibliotecario se había convertido en un gallo de corral, lo
suficientemente enclenque, eso sí, para que no sirviera para hacer ni siquiera un caldo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Deborah dejando que sus recién adquiridos kilos
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vencieran a sus rodillas.
—¡Deja de preguntar eso! —bramó Ilmel—. Pensad en cosas que sólo contengan "O"
o este tipo nos va a a dar una paliza mágica que nos va a dejar tibios.
Apenas diez segundos después el anciano volvía a su forma normal, a excepción de
un ceño mucho más fruncido que antes. Su cetro comenzó a iluminarse, haciendo notar la
magia acumulada en él.
—¡Pozo... —inició Ilmel, adelantándose.
—...Hondo! —terminó Deborah.
Bajo los pies del bibliotecario el suelo se astilló y después cedió bajo una
crepitante oscuridad que seguramente conducía a ninguna parte.
—¡Floto! —conjuró al instante el anciano, sin llegar a hundirse siquiera un palmo.
—No me lo puedo creer —dijo Edward estupefeacto. Un instante después, tanto él
como sus compañeros regresaban a su peso habitual.
—¡Pero conjura algo! —le apresuró Deborah.
—Ehm... —titubeó—. ¡Coloso!
Una hercúlea figura de torso desnudo se manifestó justo en medio de la batalla
arcana. Al bibliotecario le recorrió tal escalofrío por la columna que casi fue visible para
los tres magos. El coloso lanzó un par de enormes zancadas de la forma más dramática y
firme que pudo y fijó una vista entrecerrada sobre el anciano, el cual ya llevaba unos
segundos derramando unas gotas de sudor frío. El coloso realizó una remarcada pose
para él, exhibiendo su poderoso bíceps al mismo tiempo que lo señalaba con ambos
índices. No se detuvo ahí, si no después pasó a exhibir sus finos pectorales, y por último,
antes de desaparecer, esbozó la postura del pensador para demostrar que incluso él tenía
su fase intelectual.
—¡Já! —se rió con sarna el bibliotecario—. ¡Eres débil! ¡Todos Los Monos Rojos!
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Una bandada de incontables simios de pelo cobrizo y de baja estatura se lanzaron
con fiereza hacia los tres magos. Eran tantos que su presencia oscurecía la biblioteca al
mismo tiempo que la iluminaban con un apabullante fulgor rojo, seguramente tras
cientos de años de evolución para que sus enemigos no los viesen sangrar. Trepaban,
arañaban y mordían con lo que tenían. A pesar de medir cada uno algo menos de veinte
centímetros, hasta ellos resultaban peligrosos siendo tantos.
—¡Gordos! —conjuró Deborah—. Al unísono los simios se volvieron demasiado
barrigones para sostenerse sobre sus cortas y finas patitas. En aquel momento tenía más
parecido a unos balones de terciopelo rojo que a monos.
—¡Copiona! —gritó el bibliotecario.
—¡Oso! —conjuró Ilmel por la mera intención de intentar algo.
Un simpático oso pardo sentado con vagueza apareció delante de ellos, postura
que acompañaba con una cara muy larga. Sus cuidadores hubiesen dicho que no estaba
triste, sólo algo desanimado, lo que sí era cierto es que su atuendo desentonaba
demasiado. Quizá era porque los osos no deberían llevar atuendo. Llevaba un gorrito de
fiesta multicolor atado por la barbilla con una tira de cuero y en sus zarpas delanteras,
igualmente atados, llevaba dos platos de música del clásico color dorado. El animal miró a
su alrededor con desgana y tocó el instrumento con igual sentimiento. De forma inaudita,
los "todos los monos rojos gordos", se desvanecieron en el aire al tiempo que la nota
musical se extendía por el aire, dejando tras de sí multitud de cabellos pelirrojos que
caían como plumas.
—Diría que eso no me lo esperaba —dijo Deborah—. Pero ya sería abusar del
término.
—Hora de ponerse en serio —comunicó el bibliotecario con voz áspera mientras se
remangaba futilmente la túnica—. ¡Orco Frondoso Con Bolo!
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Un ser humanoide de más de dos metros de altura y de tez verdosa que se
asemejaba más a musgo que a piel apareció junto al anciano. Al instante, y sin que se
mediara orden alguna, comenzó una carga mortal sobre los magos. Cada uno de los
centímetros de aquel ser provocaba pavor. Su cara parecía haber sido aplanada
artificialmente y por encima de unos escuetos labios sobresalían cuatro colmillos
peligrosamente afilados. Vestía una gruesa y pesada armadura de metal a medio camino
entre anillas y placas. Pero lo peor era la especie de bola incrustada al final de un bastón
de casi dos metros de altura que portaba en las manos que seguramente le servía de maza.
—Oh, señor... —. los tics volvieron a inundar el rostro de Deborah. El suelo
temblaba bajo los tremendos pasos del orco.
—¡Fofo! —conjuró Edward sobre él cuando estuvo a pocos metros de ellos con el
arma ya preparada.
Los aterradores músculos del orco perdieron todo su vigor y se rellenaron de
flacidez. Además de efectivo, el bolo era pesado, por lo que en su nueva condición fue
incapaz de sostener el arma, que cayó al suelo, agrietándolo. Una mezcla de alivio y
miedo recorrió la mente de los magos. El rostro del anciano bibliotecario se enrojeció
tanto que a punto estuvo de hacer salir humo de su cabeza. Parecía un volcán a punto de
erupcionar.
—¡Foco Roto! —conjuró, descuidado, el bibliotecario. La magia le jugó una mala
pasada y en lugar de hacer fallar el foco de alguno de sus contrincantes, fue el suyo el que
comenzó a desprender chispas, incapaz de canalizar magia.
—¡Venga, vamos! —animó Ilmel—. ¡Troll...
—...Rocoso... —continuó Deborah.
—...Ponzoñoso! —terminó Edward con un gran gesto de brazos.
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No lo vio venir. Un gigante grisáceo de olor penetrante compuesto en todo su
cuerpo por piedras que más bien parecían escamas, apareció justo delante de él. La palma
de su mano era del tamaño de un hombre, y en ella puso todo su peso, que no era poco. El
anciano observó con ojos vidriosos cómo era aplastado bajo una extraña mezcla de roca y
mugre. Los tres magos hicieron una muerca, empatizando con el dolor que debía de
haber sufrido, y evitaron en la manera de lo posible mirar hacia donde antes había estado
el bibliotecario.
—Uff... Igual nos hemos pasado —dijo Edward.
Ilmel y Deborah observaron de nuevo con el rabillo del ojo cuando el troll se
desvaneció. No se atrevieron a negarlo.
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08
Más que tranquilo, el corredor estaba ausente. Casi parecía que la misma
universidad trataba de esconderse del exceso de magia ambiental que había, como si nada
de lo que pasase fuese con ella en absoluto. La luz del mediodía se filtraba por los altos
ventanales de cristales translúcidos y separados en celdas cuadriculadas. Su diseñador no
iba a volver a poner los pies sobre la facultad. No por una cuestión estética, no había duda
de que eran bastante bonitos, si no porque éstos no usaban la magia en ninguna de sus
formas. Era algo inaudito en la universidad y la única excepción conocida que confirmaba
la regla. Curiosamente, aquella ausencia de magia permitió que el caos no se extendiese
de manera tan descontrlada por esa zona, pero ningún mago que apreciase su prestigio
iba a reconocerlo jamás.
—Yo no digo que nos estemos quietos sin hacer absolutamente nada —comentó
Edward a las continuas desavenencias con sus compañeros.
—Es lo único que has estado haciendo en la última media hora —interrumpió
Deborah—, prácticamente.
—No, sólo he dicho que podríamos dejarlo estar, no que no hagamos nada en
absoluto —matizó él—. Podríamos jugar a las cartas, o algo.
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Ilmel iba delante, tratando de no escuchar esa conversación, pero hubiese sido
demasiado maravilloso de haberlo conseguido.
—¡Ya está bien! —dijo enérgicamente al tiempo que se giraba—. Averiguaremos
que pasa y lo solucionaremos, ya que, al parecer, no hay nadie por aquí que pueda
hacerlo por nosotros. Y en el caso de que los haya, estarán igual de locos que el
bibliotecario.
—Suerte que el troll no lo mató —dijo Edward—. Seguro que hubiese ido en contra
de alguna que otra regla.
Ilmel inspiró con fuerza para intentar relajarse, lo cierto es que la situación tenía
pinta de ser bastante peliaguda y poco o nada sabían para solucionarla. Cuando intentó
liberar el aire de sus pulmones poco a poco unos firmes y pesados pasos se lo impidieron.
—Hablando de trolls... —dijo Deborah.
Era bastante distinto al que habían invocado en la biblioteca. Para empezar debía
medir sobre los cuatro metros, y eso que caminaba encorvado, aunque no lo hacía por
necesidad ya que aún tenía un margen de dos metros hasta el techo. Tenía la piel de un
color gris blanquecino en su abultada barriga y también en la palma de las manos, pero
que se iba convirtiendo en un rojo apagado y un marrón claro conforme se iba
ascendiendo por brazos y pecho hasta llegar a la cabeza. En su rostro, unas facciones
bastante humanas mitigaban en cierta manera el horror que esas criaturas provocan,
pero que aún así mantenía el respeto que se le profesaba a aquellos que son capaces de
aplastarte con un solo dedo. En su mano derecha llevaba una escoba, de una proporción
un tanto exagerada, donde se podían observar enganchados a ella una buena cantidad de
sombreros y túnicas con bordados de estrellitas amarillas. Adheridas, seguramente,
después de que hubiese barrido a algún que otro incauto mago.
—Pase de pasillo —dijo el troll con una voz tan pausada y pesada como la caída de
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un bloque de mármol. Casi podía verse cómo las letras encajaban lentamente hasta
formar cada palabra.
—Ah, Cenú... —Deborah lanzó un rápido puñetazo al hombro de Edward antes de
que pudiese terminar el nombre, provocando que en compensación el troll los hubiese
enterrado en el suelo hasta el cuello sin la necesidad de cavar antes.
Su nombre era Centurio y se ocupaba de vigilar los pasillos de los primeros cursos
de la universidad, cuando todavía podía considerarse nivel de instituto en la comparación.
No había nadie que no supiese lo revoltosos que podían ser unos críos, y más aún con
algunos trucos mágicos entre sus conocimientos. No se trataba de una persona lista, es
más, no se trataba de una persona en absoluto, pero la función intimidatoria para con los
estudiantes no podía estar en mejores manazas. A lo largo de los dos siglos de servicio,
Centurio había demostrado ser la mejor disuasión para cualquier posible altercado. A lo
único a lo que se atrevían los estudiantes allí era a ponerle el sobrenombre de Cenútrio, y
a escondidas.
—Vosotros tres —comenzó una vez más, esta vez señalándolos con su gigantesco
dedo índice—. Pase. De. Pasillo.
—Claro que sí, Cenu... Centurio —dijo Ilmel al mismo tiempo que rebuscaba en los
bolsillos de su túnica deportiva hasta que dio con un pedazo de papel arrugado y en
blanco.
Ilmel tendió el trozo de papel estirando el brazo lo más que pudo para que
Centurio lo recogiese delicadamente con la punta de sus dedos. Pero cuando restaban
simple milímetros para que el papel cambiase de dedos, Ilmel lo dejó caer con un mal
imitado despiste. El papel se deslizó como si de una pluma se hubiese tratado hasta las
espaldas del troll, el cual, con pausados movimientos y un gruñido, se giró en su busca.
Con el despiste, Deborah tiró de Edward hasta que ambos se perdieron en la esquina más
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cercana. Centurio, una vez lo hubo recogido, observó el pedazo de papel como si se
tratara de un maquiavélico puzzle que tenía que desentrañar. Como era lógico pensar, no
sabía leer. Una vez que el troll creyó que había pasado el tiempo suficiente analizándolo,
alzó la mirada y tendió el papel de nuevo a Ilmel.
—Tu pase.
—Gracias, Centurio —contestó, diligentemente, Ilmel.
El troll miró a las espaldas del mago esperando encontrar algo que ya no estaba
allí. No hubiese sido del todo correcto decir que eso lo confundió, ya que para empezar no
estaba en absoluto seguro de que tuviese que haber encontrado a alguien. Al final, lo
mejor era mantener las cosas simples y no buscarle la sexta pata a la bestia del caos. Las
escobas no eran efectivas contra las bestias del caos.
Deborah y Edward seguían agazapados en la esquina con la esperanza de que
Centurio no hubiese barrido y comido, en ese orden, a su compañero.
—Edward, llevamos aquí menos de medio minuto. No nos vamos a ir ya —
comentaba Deborah asomándose por la esquina cuando sintió cómo los dedos de una
mano, que había asumido que pertenecía a su compañero, se plantaron con suavidad en
su hombro. No sólo Edward no contestó, si no que los dedos de la mano tamborilearon
sobre ella.
—En cuánto me dé la vuelta voy a encontrarme con un terror inenarrable, ¿verdad?
Cuando se giró, se encontró de lleno con media docena de estudiantes ataviados
con las clásicas, y feas, túnicas de tonos marrones que hacían las veces de uniforme. Entre
dos o tres de ellos, no se podía distinguir muy bien entre tanto gentío, tenían agarrado a
Edward, impidiéndole hablar y moverse. Deborah no lo admitiría nunca, pero les
agradecía aquel gesto. Otros magos se hubieran tomado aquello como un agravio. Ser
atrapado por un estudiante, todo un deshonor. Aunque si se pensaba detenidamente, los
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estudiantes sólo eran magos que todavía no habían adquirido una cierta cantidad de
trucos y conocimientos que los profesores habían determinado previamente. Incluso
después de graduados, los magos nunca dejaban de estudiar, y mucho menos de aprender.
No eran pocas las ocasiones en las que los Archirectores se habían reunido con la
directiva de profesores con la firme intención de cambiar el modelo de la universidad.
Pero al final todo acaba en airadas discusiones, en ocasiones con focos mágicos de por
medio, que casi nunca tenían que ver con el debate inicial. Así había sido cómo la
universidad y los estudios mágicos habían sobrevivido durante siglos. Algo debía estar
bien al fin y al cabo.
—Decidme, por favor, que no habéis perdido la razón vosotros también.
—¿Cómo? —dijo la chica más adelantada que a la vez era la más baja. Era pelirroja
y llevaba unas gafas excesivamente redondas—. No estamos locos, es sólo que Cenutrio
anda por ahí y, a pesar de todo el embrollo, él sigue pidiendo los pases de pasillo como si
nada.
—Sí, entiendo. Embrollo —dijo Deborah pronunciando cada sílaba
mecánicamente—. ¿Qué embrollo exactamente?
—Pero si es evidente —dijo la estudiante recolocándose las gafas con el índice.
Inspiraba cierto aire de sabelotodismo—. Toda la universidad está bajo un campo mágico
muy denso y, cómo no, pasan cosas raras. Lo peor es que no sabemos donde está nadie o
si alguien está intentando solucionarlo.
—A ver, más despacio —dijo Deborah pidiendo calma con un gesto de manos.
—¿Y ahoga poféiz foltame? —trató de hablar Edward, aún con una mano alrededor
de su boca.
—Ah, perdona.
—Como decía —continuó Deborah negando con la cabeza—. Sí, nos hemos
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percatado de la disrupción mágica. La universidad está volando, y lo peor es que no es lo
más grave. Lo que tratamos de saber es qué es lo que lo ha causado. Aunque me temo que
para averiguarlo tendremos que salir, y dudo que el dragón de mampostería que ronda
por la fachada se haya ido.
—Así que eso eran los rugidos... —comentó la estudiante en voz baja. Sus
acompañantes, en cambio, comenzaron a sudar más de lo aconsejable—. Tiene que ser
culpa del hechizo que estaban preparando para esta mañana. Me atrevería a decir que es
imposible que sea otra cosa.
—¿Qué hechizo? —preguntó Edward.
—Pues ese del que se lleva hablando varios días. Decían que con él iban a
revolucionar la forma de trabajo. Aunque no se exactamente cuál. Si no recuerdo mal
constaba de dos núcleos. Uno era en los salones interiores, pasando por el pasillo de los
retratos y el otro en el jardín.
—Ah, sí, ese —mintió Edward.
—Mira —empezó Deborah—. Mis compañeros y yo hemos tenido ciertos problemas
de memoria. Muy a pesar de que ninguno de nosotros lo haya mencionado hasta ahora.
Así que bueno, al parecer algo nos salió mal.
—Por suerte ahora tendremos algo de ayuda—dijo Ilmel apareciendo por la
esquina.
—No. No, ni de broma —dijo con los ojos bien abiertos la estudiante, que provocó
que sus gafas se deslizaran hasta la punta de la nariz—. Somos estudiantes, la mitad de las
veces que intentamos los hechizos con las palabras de menor significado intrínseco nos
sale mal. Mejor nos quedamos por aquí. Avisad cuando todo termine, si es que se termina.
Muchas gracias. Adiós.
Los tres magos intentaron que entraran en razón pero recibieron más negativas
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que peticiones de ayuda pidieron. Al menos habían sacado más de una cosa en claro.
—Bueno, ¿lo dejamos ya para mañana?
Ilmel y Deborah pensaron que tal vez deberían mandarlo con los estudiantes, pero
eso hubiese sido lo que él quería, e iban a necesitar toda la ayuda disponible.
09
Era definitivo. Los edificios no deberían volar, por mucho que los habitantes de
Reiharn, Ciudad de las Torres, estuvieran en desacuerdo con esa afirmación. En aquel
lejano lugar aprovechaban cualquier resquicio para erigir sus kilométricas torres. Ésto
incluía zonas de tierra que levitaban a centenares de metros sobre el suelo desde hacía
milenios por una sobrecondensación de magia en puntos muy concretos. Parecía que si
no usaban hasta el más mínimo resquicio de las artes arcanas para cualquier uso, no
podían dormir con la conciencia tranquila. Pero la universidad había estado siempre con
sus cimientos sobre el suelo, y eso había que conseguir de nuevo antes de que un
despistado diera un paso en falso.
—Esta podría no ser nuestra mejor idea —sentenció Ilmel observando la caída de
cien metros que terminaba sobre un más que seguro duro suelo, a pesar del sanísimo y
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verde césped del jardín.
—Si somos del todo sinceros aquí, ninguna de nuestras ideas ha sido, lo que se dice,
buena —comentó, con pavorosa sinceridad, Deborah.
—Entonces, ¿vamos a hacerlo igualmente? —preguntó Edward a la par que se
rascaba nerviosamente una imaginaria urticaria en la sien.
Aunque no habían conseguido averiguar a qué iba destinado exactamente el
hechizo, el saber que estaba dividido en dos partes y que una de ellas era el inactivo
círculo mágico que encontraron nada más despertar, ya les llevaba a pensar que el hecho
de que sólo una de las partes estuviera en funcionamiento era la causa de que todo fuese
tan condenadamente mal. La buena noticia era que hacer que un círculo mágico dejase de
funcionar era muy sencillo, sólo había que borrarlo. Lo malo es que había un enorme
dragón hecho de mampostería rondando por allí, y no tenía pinta de que fuese a ser
amistoso. Pero al menos esa vez tenían una buena noticia sobre la que presumir.
—Deja de quejarte —inquirió Deborah—. ¿Recuerdas el plan?
—Me hago el tonto, no es que lo sea —contestó Edward con un suspiro—. Para mi
desgracia.
—De acuerdo —intervino Ilmel. Tras eso elevó los brazos para dejarlos señalando a
sus dos compañeros. Deborah y Edward le imitaron con naturalidad—. Comencemos, pues.
¡Vuelo...
—...Mágico... —siguió Deborah.
—...Controlado! —terminó Edward.
Un tremendo rugido hizo temblar el aire aún a pesar de la lejanía. Los tres magos
abandonaron el suelo, primero con unos pocos centímetros de distancia para después
verse sobrevolando el pasillo exterior de la universidad. Así era cómo comprobaban que
podían maniobrar sin problemas. Resultaba curioso la cantidad de magos que
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consideraban la levitación como un fidedigno medio de transporte, a pesar de lo mucho
que podía llegar a agotar el mantener la concentración en el vuelo. Tampoco había que
olvidarse que la duración podía llegar a ser demasiado limitada si se trataba de un
conjuro simple o el mago no era excesivamente poderoso. Pero algo a lo que podían estar
agradecidos es que hacía ya muchos calendarios escolares que el vuelo se había incluido
entre las materias a instruir.
A un gesto de Ilmel comenzaron a abandonar la seguridad del edificio. Volaron a
través del enorme portalón principal, dividido en tres secciones diferentes, acuñadas con
runas que relataban los inicios de la magia. Pasaron a través de las columnas de mármol y
roca porosa hasta verse totalmente fuera del dominio del edificio. Tal y como les había
relatado Edward, éste presentaba una forma esférica una vez observado desde fuera. Era
de agradecer que el nuevo modelo arquitectónico no se hubiese transmitido también al
interior. No cabía la posibilidad de negar que la disrupción era bastante potente. Tal y
como habían planeado, comenzaron a buscar el círculo mágico, aprovechándose de la
ventaja que suponía una vista elevada. Pero no se olvidaban de estar preparados para lo
peor ya que, de un instante a otro, el aire pareció hacerse más denso. Y sólo lo parecíó, ya
que la sensación tan sólo era consecuencia de los nervios que producía el ver la
gigantesca y reptiloide figura de un dragón aproximándose a una velocidad absurda.
—¡Allá vamos! —gritó Ilmel.
Los tres magos se separaron antes de comenzar a descender a la velocidad límite
que el hechizo les permitió. Siguiéndoles a más velocidad aún, estaba el dragón. Con un
giro que pareció más una voltereta, Ilmel paso a recorrer los cimientos de la universidad,
curiosamente limpios, consiguiendo también que el dragón le persiguiera, mientras que
Deborah y Edward tocaron tierra sin haber llegado a hallar el círculo mágico. El dragón
no tardó en ganar terreno, o más bien, aire, hasta situarse sobre Ilmel. Viendo la
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enormidad que se le venía encima, Ilmel se dejó caer en picado, esquivando por menos
metros de los deseados una dentadura hecha de losas y hierro frío afilado. Una vez
salvado de la dentellada, recuperó el control de su vuelo con unos poco ortodoxos
tirabuzones para reunirse con sus compañeros en el suelo. El aire era terreno del dragón,
y era poco probable que salieran victoriosos ahí.
La bestia medía unos treinta metros desde la cabeza a la punta de la cola y una
veintena de envergadura con las alas extendidas. Según lo que sabían de los extintos
dragones, esas medidas se correspondían con los especímenes de jóvenes adultos.
Teniendo en cuenta que los dragones no dejaban de crecer a largo de sus vidas y que eran
inherentemente inmortales, habían tenido suerte con respecto al tamaño. No porque
fuese pequeño precisamente, pero sí porque podía haber sido mucho peor. Luego estaba
el hecho de que cualquier persona pensaría, y con razón, que cualquier tamaño de dragón
era demasiado dragón.
—Yo no encuentro nada —anunció Deborah a viva voz—. ¿Y tú?
—¡Tampoco! —gritó Edward.
—Por ahí viene de nuevo —dijo Ilmel aún suspendido unos pocos metros sobre el
suelo—. ¡Preparaos!
El dragón caía en picado y los tres magos esperaron al último instante para volver
al aire. Intentaban que se estrellase contra el suelo en su afán por atraparles. Pero a pesar
de lo grande y pesado que era, se manejaba con una gracia y agilidad sospechosamente
hábil. Realizando un semicírculo a ras de suelo, la bestia se colocó justo encima de ellos
con la mandíbula bien preparada.
—¡Barrera... —inició Deborah.
—....Mágica... —continuó Ilmel.
—...Impenetrable!
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Interponiéndose entre las fauces y ellos, el aire se dividió con celeridad hasta
formar una barrera con forma de panales bien compactos y de un visible color blanco. El
dragón impactó contra ellos y la barrera pareció plegarse sobre si misma pero, a pesar de
las apariencias, aguantó y la bestia fue totalmente incapaz de atravesarla. Tras verse
incapaz de llegar hasta a su objetivo, no esperó a nada más, el dragón siguió ascendiendo,
como si supiera que así ponía distancia entre él y la magia.
—¡Bola... —gritó de pronto Ilmel.
—...De....
—...Fuego! —evocó Deborah.
Extendiéndose por el aire, tres esferas de crepitante fuego salieron volando de
cada una de las manos de los magos, las cuales acabaron por unirse para formar una
única y gran bola de fuego que dejaba tras de sí una estela de aire quemado. El dragón
giró en derredor y se alejó volando del hechizo, pero éste seguía sus pasos a mayor
aceleración incluso. La explosión sobre el cuerpo del dragón provocó que el fuego se
proyectara en cortas y finas estelas de luz cegadora que se extendían caóticamente en
todas las direcciones. El sonido fue, en cambio, más extraño. Lo que brotó se asemejó más
a un crujido que causarían cientos de cristales que se hubiesen quebrado a la vez, en
lugar del trueno que normalmente se desencadenaba tras un hechizo como aquel. A pesar
de la aparatosidad, la destrucción provocada fue bastante nimia pues, cuando el humo se
despejó, el dragón seguía ahí.
—Esto no pinta bien —dijo Edward.
El dragón parecía algo aturdido, pero también bastante más rabioso que al
principio. Tratando de pensar rápido, los tres magos se dieron la vuelta y volvieron a
posiciones más bajas, intentando otorgarle al dragón la menor ventaja posible. la bestia
rugió y se precipitó en picado hacia ellos como estaba previsto.
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—¡Invocar... —Ilmel fue el primero en tocar tierra y el primero en conjurar.
—...Meteorito.... —siguió Edward tras tocar tierra.
—...Gigante!
La magia decidió no manifestarse aquella vez. Los tres se quedaron
pavorosamente sorprendidos ante la total falta de efecto. Como invocadores, sintieron
dentro de su reserva de poder que el conjuro había tenido exito pero, aun así, nada había
ocurrido. Normalmente no era el caso, pero tenían mayores problemas que afrontar que
ese. El dragón se frenó en seco a pocos metros del suelo extendiendo sus alas con un
simple y rápido movimiento. Acto seguido, comenzó a batirlas con fuerza, provocando
con ellas lo que parecía un auténtico vendaval que levantaba tierra y vegetación por igual.
Ilmel y Deborah volaron por sí mismos hacia los costados, esquivando ese endiablado
torbellino. Edward, en cambio, trató de elevarse por encima del fuerte viento. Incapaz de
escapar o de maniobrar en pleno vuelo, se vio empujado hasta acabar sumergiéndose en
una pequeña arbolada de verdes copas, varias decenas de metros más allá.
—¡Balista! —conjuró Deborah sobre el suelo.
El arma de asedio apareció cargada y ya apuntando perfectamente sobre la bestia.
Con un veloz rodeo, Ilmel voló hacia ella con su espada, desenfundada por primera vez.
Dejándose caer, cortó la cuerda que mantenía el enorme virote tensado, el cual salió
disparado con tanta fuerza que la misma arma se astilló al liberar la presión. El dragón
por su parte, giró sobre sí mismo para esgrimir su portentosa cola, como si de una maza
se tratara, para mandar a volar por los aires tanto el arma como escombros del suelo
indiscriminadamente. La balista desapareció, volviendo a la magia que la había creado, e
Ilmel tuvo que caracolear entre la tierra que caía para no verse enterrado. Pero el virote
siguió con su trayectoria hasta acabar impactando en lo que debía de ser un ojo de la
bestia. Un nuevo crujido se sucedió casi al mismo tiempo que el lastimoso rugido del
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dragón.
—Esto no va bien —dijo Ilmel.
—No —le correspondió Deborah—, nada bien.
Edward se levantó pesadamente con la ayuda de sus brazos, después de haber
comprobado, casi sin moverse, que no tenía nada roto. Sin embargo, no se había librado
de tener que escupir más de una hebra de césped. Aquel día, él y sus compañeros estaban
teniendo una interesante mezcla de buena y mala suerte. Casi de casualidad, pudo fijarse
en que una de las hojas que escupía era de un color blanco nada característico en las
plantas que, además, iba acompañado de otro nada característico sabor a pintura. Tras
menos de un segundo de reflexión, Edward se impulsó con todo lo que tuvo para ponerse
en pie con fugaz movimiento. Y allí estaba, de pie sobre el círculo mágico que andaban
buscando desesperadamente, oculto entre la arboleda. Hubiese resultado del todo
imposible para cualquiera el retener la risa entrecortada y tonta que él dejó escapar.
Los astrónomos estudiaban todo lo que inundaba el universo, sin excepción. El
nombre del planeta, por ejemplo, se había decidido hacía miles de años. Gea. Se
consideraba como un organismo vivo en sí mismo, movido por fuerzas tan primordiales
como la magia. Aunque ésta no la única, sí que se trataba de la única que los habitantes
del planeta habían dominado en cierta manera y que, encima, era la que tenía el
potencial para modificar las demás. En el resto del universo se encontraban infinidad de
misterios demasiado alejados como para estudiarlos. Pero sí que era común que
asteroides rondaran el planeta. Casi como si atendiese la llamada de una madre, un
asteroide cambió su rumbo y se precipitó hacia el planeta, atraído por la magia que
esgrimían tres simples magos. Se movía siguiendo la estela del sol a la imposible
velocidad de mil kilómetros por segundo. Cuando entró en contacto con la atmósfera
comenzó a convertirse en simple polvo, casi parecía que no iba a quedar ni un mísero
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fragmento y que iba a consumirse por entero antes de tocar tierra. Pero un guijarro entró.
Tan pequeño y pulido como un canto rodado, que siguió cayendo a esa velocidad atroz.
Precipitándose desde los mismos cielos, con cierto retraso y escasez de tamaño,
eso sí, el meteorito que los magos habían invocado chocó con una potencia sin igual en la
misma cabeza del dragón. Primero, una fina grieta apareció en la cara de la bestia, que no
tardó en hacerse cada vez más grande y en recorrerle todo el cuerpo. Era casi como ver
de manera acelerada la manera en la que un árbol extiende sus raíces hasta formar todo
un bosque por sí mismo. Se sucedieron más crujidos que conllevaron grandes
desconchones en el dragón hasta que, finalmente, quedó reducido a nada más que
escombros y ceniza.
De entre aquel desperfecto, un huevo escamoso y dorado de medio metro de altura
y casi cinco kilos de peso, rodó con parsimonia hasta detenerse a los pies de Ilmel, quien
lo alzó en peso. Deborah en cambio lo miraba con ambigüedad.
—Algo me dice que en un par de décadas volverá a haber dragones —dijo Ilmel,
sonriente a la vez que hacía gestos con el huevo como si de un trofeo se tratara—. Y me
refiero a los de verdad.
—No me atrae nada la idea —contestó Deborah.
—Vaya, es enorme —dijo Edward apareciendo a la espalda de Ilmel y Deborah,
quienes se sobresaltaron ya que, aunque fuese algo cruel, se habían olvidado de él por
completo—. Con eso se puede hacer una tortilla interesante.
—Fuera bromas —le cortó Ilmel—. Tenemos que buscar el círculo.
—Tranquilos, ya está hecho —dijo señalando hacia la universidad—. Mirad.
El edificio comenzó a retomar su forma original de la misma forma que lo hace
una bola de papel cuando es estirada, pero sin que quedasen arrugas sobre él. No tardó en
volver a tener el aspecto que debería. Más cuadriculado. Tras eso, durante un instante, se
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desvaneció en el aire para aparecer en el lugar que le correspondía, como si nunca nada
hubiera ocurrido con él.
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Después de todo, se necesitó menos de una semana para dejar zanjado el tema de
la disrupción mágica. Lo habían dejado como imposible, era lo más sencillo. Más
importante que el problema, era el hecho de que tres magos que, en el mejor de los casos,
estaban más bien poco instruidos, lo habían solucionado. También estaba el hechizo que
lo había provocado todo. Ni siquiera los mayores expertos en teoría mágica de la facultad
hubiesen podido imaginar que un conjuro diseñado para pintar la fachada y el interior de
la universidad se pudiese haber ido tanto de madre. Las siguientes veces que tuviesen que
darle una mano de pintura a cualquier parte del edificio contratarían pintores de brocha
y rodillo. Mucho más seguro, dónde iba a parar.
Aquella era la vigésimo cuarta reunión que la Junta Directiva había tenido en
cuatro días. Seis al día y parecía que no se cansaban unos de otros. A su favor había que
decir que se trataba de un caso excepcional. Normalmente sólo se reunían dos o tres
veces.
—Señor —intervino el Director de Estudios, un hombre cuya mera presencia
provocaba un miedo irracional en los estudiantes, más por su aspecto recto que por su
cargo o forma de ser—. Creo que no hay que darle más vueltas al asunto. Ha pasado y ya
hemos tomado las medidas para que no se repita.
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—Pero aún no hemos tratado el tema del bibliotecario —apuntó la profesora de
Aplicaciones Técnicas de la Magia—. Si ese viejo ya estaba loco antes, no me quiero ni
imaginar cómo va a acabar ahora después del paso de esos tres.
—Ese viejo lleva más de cien años en el puesto de bibliotecario —dijo con tono de
superioridad la Alquimista Mayor—. Diría que hasta nos han hecho un favor. Es hora de
que un nuevo bibliotecario con ideas más afines a esta mesa tome el relevo.
El Archirector tamborileaba sobre la mesa de madera, atento a las flagrantes y
nada disimuladas intenciones de sus compañeros. No se trataba de una persona mayor
como cabría esperar de un cargo de suma importancia y que sin duda necesitaba de una
cantidad de destrezas inigualables. En ese caso, todas esas destrezas se cumplían con
amplia diferencia.
—Le hemos dedicado demasiado tiempo a este tema. Y la verdad —hizo una pausa
para mirar ténuemente al resto de la mesa—, me aburre. Dediquémosle más minutos de
nuestro tiempo a temas mucho más intrigantes.
—Señor —intervino el Líder de los Evocadores—. Aún nos queda por decidir sobre...
El eco de la madera siendo golpeada por unos nerviosos nudillos inundó la sala de
reuniones. Era altamente inusual que se interrumpiera a la Junta Directiva, y menos aún
cuando estaba reunida al completo. Los reunidos callaron al instante y, sin que nadie
llegase a tocar el pomo, la puerta se abrió con ligereza y un silencio aterrador. Al otro
lado se encontraba un enclenque mago, que hacía las funciones de mensajero y ayudante
del Archirector, intentando disimular el temblor de sus rodillas.
—¿Por qué se nos interrumpe? —preguntó con autoridad el Director de Estudios.
—Un mensaje... —consiguió vocalizar con dificultad—. De la ciudad.