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Señales que precederan al fin del mundo-Yuri Herrera

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Yuri Herrera

SEÑALES QUE PRECEDERÁNAL FIN DEL MUNDO

E D I T O R I A L P E R I F É R I C A

BIBLIOTECA PORTÁTIL , 32

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P R I M E R A E D I C I Ó N : septiembre de 2009

© Yuri Herrera, 2009© de esta edición, Editorial Periférica, 2009Apartado de Correos 293. Cáceres 10001

[email protected]

I S B N : 978-84-936926-9-8D E P Ó S I T O L E G A L : CC-721-09

I M P R E S O EN ESPAÑA – P R I N T E D IN SPAIN

El editor autoriza la reproducción de este libro, total o

parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre

y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

P A R A MI A B U E L A N I N A , MI T Í A E S T H E R Y MI T Í O M I G U E L ,

EN CAMINO .

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LA TIERRA

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Estoy muerta, se dijo Makina cuando todas lascosas respingaron: un hombre cruzaba la calle abastón, de súbito un quejido seco atravesó el as-falto, el hombre se quedó como a la espera deque le repitieran la pregunta y el suelo se abrióbajo sus pies: se tragó al hombre, y con él unauto y un perro, todo el oxígeno a su alrededory hasta los gritos de los transeúntes. Estoy muer-ta, se dijo Makina, y apenas lo había dicho su cuerpoentero comenzó a resistir la sentencia y batió lospies desesperadamente hacia atrás, cada paso a unpie del deslave, hasta que el precipicio se defi-nió en un círculo de perfección y Makina quedóa salvo.

Pinche ciudad ladina, se dijo, Siempre a pun-to de reinstalarse en el sótano.

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Era la primera vez que le tocaba locura telú-rica. La Ciudadcita estaba cosida a tiros y túneleshoradados por cinco siglos de voracidad plateray a veces algún infeliz descubría por las malas loa lo pendejo que habían sido cubiertos. Algunascasas ya se habían mandado a mudar al infra-mundo, y una cancha de fut, y media escuela va-cía. Esas cosas siempre les suceden a los demás,hasta que le suceden a uno, se dijo. Echó unaojeada al precipicio, empatizó con el infeliz ca-mino de la chingada, Buen camino, dijo sin iro-nía, y luego musitó: Mejor me apuro a cumplireste encargo.

Su madre la Cora la había llamado y le había di-cho Vaya, lleve este papel a su hermano, no megusta mandarla, muchacha, pero a quién se lo voya confiar ¿a un hombre? Luego la abrazó y la tuvoahí, en su regazo, sin dramatismo ni lágrimas,nomás porque eso es lo que hacía la Cora: aun-que uno estuviera a dos pasos de ella era siem-pre como estar en su regazo, entre sus tetas mo-renas, a la sombra de su cuello ancho y gordo,bastaba que a uno le dirigiera la palabra para sen-tirse guarecido. Y le había dicho Vaya a la Ciu-

dadcita, acérquese a los duros, ofrézcales ser-virles, yái que le echen la mano con el viaje.

No tenía ninguna razón para ir primero dondeel señor Dobleú, pero un apuro de agua la con-dujo al vapor donde aquél se mantenía. Sentía latierra hasta debajo de las uñas como si ella sehubiera ido por el hoyo.

El cobrador era un muchacho sanguíneo yorgulloso con quien Makina la había desgrana-do en una ocasión. Había sucedido de la mane-ra torpe en que esas cosas suelen suceder; perocomo los hombres, todos, están convencidos deque son buenísimos para ese brincoteo, y comohabía sido claro que con ella había brincadochueco, desde entonces el muchacho le bajabalos ojos cada que se la encontraba. Makina ca-minó despacito frente a él y él asomó de su casetade cobranza como para decirle No, no se pue-de, o más bien Usté no, usté no puede: con unímpetu que le duró tres segundos porque ellano se detuvo y él no atinó a decirle ninguna deesas cosas y sólo pudo levantar los ojos con auto-ridad cuando ella ya lo había pasado y se dirigíaal turco.

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El señor Dobleú era un espectáculo feliz deredondeces pálidas surcadas por venitas azules;el señor Dobleú se mantenía en la sala de calorhúmedo. Las páginas del diario de la mañana esta-ban pegadas al azulejo y el señor Dobleú las ibapelando una a una conforme avanzaba en la lectu-ra. Reparó en Makina sin sorpresa. Qué le hubo,dijo, ¿Una chelita? Juega, dijo Makina. El señorDobleú sacó una cerveza de una cubeta con yelosa sus pies, la destapó con la mano y se la pasó. Seempinaron la botella, ambos, hasta el fondo comosi fuera un concurso. Luego disfrutaron en si-lencio la escaramuza entre el agua de fuera y lade adentro.

Y cómo está la señora, preguntó el señor Dobleú.Hacía mucho tiempo la Cora había auxiliado

al señor Dobleú, Makina no sabía exactamentequé había sucedido, nomás que el señor Dobleúandaba huyendo en ese entonces y la Cora lo es-condió mientras pasaba la tormenta. Desde aque-llo para él lo que dijera la Cora iba a misa.

Está, nomás, ya sabe cómo dice ella.El señor Dobleú asintió y luego añadió Ma-

kina: Me manda a hacerle un mandado, y señalóun punto cardinal.

¿Vas a cruzar?, preguntó el señor Dobleú. Ma-kina hizo sí con la cabeza.

Está bueno, vete y yo mando un mensaje, yaque estés allá mi gente se encarga de pasarte.

¿Quién?Él te reconoce.Se quedaron en silencio otra vez. A Makina

le pareció que podía escuchar toda el agua delcuerpo trepándole la piel de adentro hacia la su-perficie. Era agradable, y siempre disfrutaba lossilencios con el señor Dobleú, desde que lo ha-bía conocido como un animal reseco y asustadoal que le llevaba pulque y cecina en sus épocasde fuga. Pero tenía que irse, no sólo para ir ahacer lo que debía hacer, sino porque por másconchabados que estuvieran ella sabía que nopodía meterse ahí; una cosa eran las excepcionesy otra cambiar las reglas. Dio las gracias, el señorDobleú dio el de qué mi niña, y jarchó.

Sabía dónde hallar al señor Hache pero noestaba segura de poder entrar aunque tambiénconociera al que guardaba la entrada, un maloraal que no le había aceptado sus flores, pero aquien conocía de piel para adentro. Se decía que,entre otras chambas, había entambado al lado de

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una carretera a una mujer por órdenes del señorHache. Makina le preguntó si era verdad, en laépoca en que la cortejaba, y él respondió Qué másda si lo hice o no, lo que importa es que a ningunale niego el placer. Lo dijo como una gracia.

Llegó al lugar. Pulquería Raskolnikova, decíael letrero. Debajo, el guardián. A éste no podía con-tonearlo de largo, así es que se le paró enfrente yle dijo Pregúntale si puede recibirme. El guardiala observó con un odio helado y asintió, pero nose movió de la entrada; se metió un chicle a laboca, lo masticó un rato, lo escupió. Miró un pocomás a Makina. Luego se dio media vuelta con des-gana, como si se metiera a orinar nomás por dis-traerse; entró a la pulquería, regresó y se recargóen la pared. Seguía sin decir nada. Makina resopló,sólo entonces el guardia dijo ¿Vas a pasar o qué?

Dentro habría no más de cinco borrachos. Eradifícil precisarlo porque frecuentemente había al-guno perdido en el aserrín. El sitio, cual debeser, olía a meados y a fruta fermentada. Al fon-do, una cortina separaba a los mugrositos de lagente importante: aunque fuera nomás un peda-zo de tela, nadie entraba al privado sin permiso.Apúrate, oyó Makina decir al señor Hache.

Hizo a un lado la cortina y tras ella encontróal relumbrón de oro y camisa estampada de pája-ros que era el señor Hache resolviendo un do-minó con tres de sus esbirros. Todos los esbi-rros se parecían, ninguno tenía nombre que ellasupiera, mas nadie extrañaba fusca. El esbirro .45hacía pareja con el señor Hache contra los esbi-rros .38. El señor Hache tenía tres fichas en lamano y miró de reojo a Makina sin soltarlas. Noiba a invitarla a sentarse.

Usted le indicó a mi hermano a dónde teníaque ir para resolver su asunto, dijo Makina, Oravoy yo para allá, a buscarlo.

El señor Hache encerró las fichas en un puñoy la miró de lleno.

¿Vas a cruzar?, dijo con ansia, aunque la res-puesta fuera obvia. Makina contestó que sí.

El señor Hache sonrió de un modo siniestro,con la misma naturalidad con que entrelazaría laspiernas una serpiente disfrazada de hombre. Gri-tó algo en una lengua que Makina no conocía, ycuando el cantinero asomó tras la cortina dijoTráele un pulquito a la muchacha.

La cabeza del cantinero desapareció y aquéldijo Claro que sí muchacha, claro que sí… Me

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estás pidiendo ayuda ¿verdad? aunque seas orgu-llosita y no lo digas con todas sus letras me estáspidiendo ayuda y yo, mírame, te digo claro quesí.

Ahora vendría el sablazo. El señor Hache nopodía ver burro sin que se le antojara viaje. Elseñor Hache sonreía y sonreía, pero no dejabade ser un reptil en pantalones. Quién sabe cuálera la relación del duro éste con su madre. Sabíaque no se hablaban, pero lo atribuía a soberbiade poderoso. Alguien le había chismeado que laCora y él eran parientes, alguien más que teníanun disgusto atorado, sin embargo ella nunca ha-bía preguntado porque si la Cora no le había di-cho por algo sería. Pero Makina podía sentir lamala obra flotando en el ámbito. Ahora venía elsablazo.

Nomás te voy a pedir que lleves algo, unacosita de nada, se lo entregas a un compadre y élmismo te orienta sobre lo de tu carnal.

El señor Hache se inclinó hacia uno de losesbirros .38 y le dijo algo al oído. El esbirro selevantó y jarchó del privado.

El cantinero apareció con una catrina rebo-sante de pulque.

Démelo curado de nuez, dijo Makina, Y fres-quito, llévese esa chingadera babosa.

Tal vez había sido excesivo, pero alguna in-solencia tenía que mostrar. El cantinero miró alseñor Hache, que asintió, y fue a cambiar la ca-trina.

El esbirro volvió con un bultito envuelto enpaño dorado, pequeñín, como si contuviera unpar de tamales, se lo dio al señor Hache y éste lorecibió con las dos manos.

Es una sola cosa, sencillita, la que te estoy pi-diendo, no hay por qué apendejarse, ¿verdad?

Makina afirmó con la cabeza y cogió el bultopero el señor Hache no lo soltó.

Chínguese su pulquito, dijo, señalando al can-tinero que reaparecía catrina en ristre. Makinaextendió lentamente una mano, se bebió el cura-do hasta el fondo y el dulce sabor terroso le ale-brestó las entrañas.

Salucita, dijo el señor Hache. Sólo entoncesdejó ir el paquete.

Una no hurga bajo las enaguas de los demás.Una no se pregunta cosas sobre las encomien-

das de los demás.

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Una no escoge cuáles mensajes lleva y cuálesdeja pudrir.

Una es la puerta, no la que cruza la puerta.A esas reglas se atenía y por eso la respetaban

en el Pueblo. Estaba a cargo de la centralita conel único teléfono en kilómetros y kilómetros a laredonda. Timbraba, ella respondía, le pregunta-ban por tal o por cual, ella decía Voy vengo, lla-ma de nuevo en un ratito y te contesta tu perso-na o yo te digo a qué hora la encuentras. A vecesera gente de pueblos de por ahí la que llamaba yella contestaba en lengua o en lengua latina. Aveces, cada vez más, llamaban del gabacho; éstosfrecuentemente ya se habían olvidado de las ha-blas de acá y ella les respondía en la suya nueva.Makina hablaba las tres, y en las tres sabía callarse.

El último de los duros tenía un restorán llamadoCasino que sólo abría por las noches y que du-rante el resto del día era despejado para que sudueño, el señor Q, leyera los diarios sentado a launa única mesa en medio del bodegón de techosaltos, altos ventanales cuadriculados y duela re-lumbrante. Con el señor Q Makina tenía su pro-pia historia: dos años atrás había chambeado como

emisaria de urgencias en las negociaciones que ély el señor Hache sostuvieron para repartirse lascandidaturas a alcalde cuando la gente de uno yotro ya estaban al filo de los machetazos. Reca-ditos a media noche a un acelerado que se movíapor fuera del enjuague y que, repentinamente, alescuchar las palabras transmitidas por Makina(que ella no entendía, aunque sí entendiera), de-cidía retirarse. Un sobre entregado a caciquepueblerino que de la reticencia pasó a la diligen-cia tras ojear las nuevas. Por su vía los duros re-partieron resignación o huesos y así todo se re-solvió con discreta efectividad.

El señor Q nunca recurría a la violencia —porlo menos no había nadie que pudiera decirlo—, ysin duda jamás se le había escuchado levantar lavoz. En todo caso, Makina ni se hacía ilusionesni perdía el sueño culpándose por haber inven-tado la política; llevar mensajes era su manera deterciar en el mundo.

El Casino estaba en un segundo piso, y la puertaen la planta baja no la guardaba nadie, para qué; dequién que se atreviera. Pero Makina no tenía tiem-po para pedir cita y quien la conociera sabía queella no era de incomodar nomás porque sí. Ya ha-

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bía arreglado lo del cruce y cómo hallaría a su her-mano, ahora quería asegurarse de que habría quiénla ayudara a volver; no quería ni quedarse por alláni que le sucediera como a un amigo suyo que semantuvo lejos demasiado tiempo, tal vez un díade más o una hora de más, en todo caso bastantede más como para que le pasara que cuando vol-vió todo seguía igual pero ya todo era otra cosa, otodo era semejante pero no era igual: su madre yano era su madre, sus hermanos ya no eran sus her-manos, eran gente de nombres difíciles y gestosimprobables, como si los hubieran copiado de unoriginal que ya no existía; hasta el aire, dijo, leentibiaba el pecho de otro modo.

Subió las escaleras, atravesó el pasillo de espe-jos y entró a la bóveda. El señor Q estaba, comode costumbre, vestido de negro de pies a cuello;había dos ventiladores a su espalda y en la mesaun periódico de circulación nacional abierto enla sección de política. Al lado, una perfecta tazablanca de café negro. El señor Q la miró a losojos desde que Makina jarchó del pasillo de es-pejos, como si la hubiera estado esperando, ycuando estuvo frente a él inclinó la cabeza unpar de milímetros a manera de Siéntese. Unos

segundos después, sin que mediara orden, seacercó un mesero en filipina con una taza de cafépara ella.

Voy al Gran Chilango, dijo Makina; no teníacaso dilatarse en preámbulos o reverencias conel señor Q: aunque pareciera que repasar las no-ticias era ocio, ahí estaba el mundo en sus traba-jos; y añadió A tomar un camión, tengo que arre-glar un asunto de familia.

Vas a cruzar, dijo el señor Q. No estaba pre-guntando. Claro, ni caso había en averiguar cómopodía saberlo tan temprano.

Vas a cruzar, repitió el señor Q, y ahora sonabaa orden, Vas a cruzar y vas a mojarte y vas a rifár-tela contra gente cabrona; te desesperarás, cómono, verás maravillas y al final encontrarás a tu her-mano, y aunque estés triste llegarás a donde de-bes llegar. Una vez que estés ahí, habrá gente quese encargará de lo que necesites.

Dijo todo con gran claridad, sin mayor énfa-sis, sin mover un músculo de más. Terminó dehablar y le cogió una mano a Makina, se la encerróen un puño y dijo Éste es su corazón, ¿ya lo vio?

El señor Q no parpadeaba. La luz barría trans-versalmente el vapor de sus tazas de café, que

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saturaba la bóveda de un aroma amargo. Makinadio las gracias y jarchó de ahí.

Se detuvo en el pasillo de espejos a pensarpor un momento en lo que le había dicho el se-ñor Q; a veces prefería las palabras brutas delseñor Hache y sin duda el fiesterismo lento conque hablaba el señor Dobleú; pero con el señorQ no había desperdicio, era siempre como si bro-taran piedras de su boca, aunque no supiera exac-tamente qué significaba cada una.

Miró los espejos: al frente estaba su espalda:miró detrás y sólo halló el interminable frentecurvándose, como invitándola a perseguir susumbrales. Si los cruzaba todos eventualmente lle-garía, trascurvita, al mismo lugar; pero de eselugar desconfiaba.

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EL PASADERO DE AGUA