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OSIP MANDELSHTAM

EL SELLO EGIPCIO

Traducción:

Jorge Segovia y Violetta Beck

MALDOROR ediciones

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Maldoror ediciones agradece la inestimable colaboraciónaportada por la eslavista Stanis!awa MACIEJEWICZ para el buen fin de esta traducción de El sello egipcio,

de Osip Mandelshtam.

La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright.

Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original: Eguipetskaia marka

Izdatelstvo Ripol Klassik, Moskva 2002

© Primera edición: 2008© Maldoror ediciones

© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

Depósito legal: VG–44–2007ISBN 10: 84–934956–4–6

ISBN 13: 978–84–934956–4–0

MALDOROR ediciones, [email protected]@maldororediciones.eu

www.maldororediciones.eu

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EL SELLO EGIPCIO

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No me gustan los manuscritos enrollados.Algunos son pesados y están cubiertos

por la pátina del tiempo, como la trompeta del arcángel.

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I

a criada polaca había ido a la iglesiaQuarengui para chismorrear y rezara la Virgen.

Aquella noche soñé con un chino que lleva-ba al cuello –como si de un collar de perd i-ces se tratara–, una sarta de pequeños tale-gos, y también con un duelo al modo ameri-cano, donde los adversarios disparaban suspistolas contra montones de vajilla, tintero sy retratos f a m i l i a re s .Familia, te ofrezco un emblema: un vaso deagua hervida. Con el sabor cauchutado delagua hervida petersburguesa bebo la yugula-da inmortalidad doméstica. La fuerza centrí-fuga del tiempo ha dispersado nuestras sillasvienesas y nuestros platos holandeses decora-dos con pequeñas flores azules. Nada ha que-dado. Han transcurrido treinta años como unlento incendio. Durante treinta años, la llamafría y pálida ha lamido el reverso de los espe-jos con las etiquetas de o rd e n a n z a . P e ro¿cómo separarme de ti, amado Egipto de lascosas? De la evidente inmortalidad del come-d o r, del dormitorio, del gabinete. ¿Cómoexpiar mi falta? Quieres unValhalla: ahí estánlos depósitos Kokorevski. ¡A guardarlas allí!

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Imbuidos de miedo, los mozos de cuerdalevantan el piano de cola Mignon, semejantea un negro meteorito barnizado y caído delcielo. Las esteras se extienden como casullassacerdotales. En las escaleras, el espejo bogade través, maniobrando en los rellanos contoda su altura de palmera.Por la tarde, Parnok había colgado su levitaen el respaldo de la silla vienesa; por lanoche, hombros y sisas debían descansar,dormir un dulce sueño de cheviot. Sobre lasilla vienesa, quién sabe, ¿tal vez la levitahace cabriolas, rejuvenece, en una palabra: sedivierte?... Amiga invertebrada de los jóve-nes, echa de menos el tríptico de espejos delsastre del entresuelo... En la prueba es unsimple saco: ni completamente una coraza decaballero, ni siquiera un dudoso chaleco queel sastre-artista esbozará y marcará con tizaantes de insuflarle vida y movimiento:– ¡Ve, hermosa mía, y vive! ¡Lúcete en losconciertos, pronuncia discursos, ama y extra-víate!– Ah Mervis, Mervis, ¡qué has hecho! ¿Porqué privaste a Parnok de su envoltorio terre-nal, por qué lo has separado de su bienama-da hermana?

– ¿Duerme?– Duerme... ¡El canalla! ¡Lástima de malgas-tar luz en él!

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Los últimos granos de café desaparecieron enel cráter del molino–organillo.El rapto se llevó a cabo.Mervis la raptó como a una Sabina.

Nosotros contamos por años, pero en reali-dad, en cualquier casa de Kamenoostrovski,el tiempo se dividía en dinastías y siglos.El ajetreo de una casa es siempre algo fastuo-so. Los límites de la vida son ahí infinitos:desde el aprendizaje del alfabeto gótico ale-mán hasta el dorado tocino de las empanadi-llas universitarias.El vanidoso y susceptible olor de la bencinay el viscoso olor del buen petróleo defiendenla casa, vulnerable por la cocina, dondeirrumpen los sirvientes con catapultas deleña. Los paños del polvo y los cepilloscalientan su blanca sangre. Al principio, había un tablero y el mapa delos hemisferios de Ilin. Parnok buscaba ahí un consuelo. El papel detela irrompible le tranquilizaba. Siguiendo elrastro de los océanos y continentes con elmango de la pluma, componía itinerarios deviajes fabulosos, al mismo tiempo que com-paraba el contorno aéreo de la Europa ariacon la estúpida bota de África y la inexpresi-va Australia. Encontraba también un ciertopicante en América del Sur, a partir de laPatagonia.

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Ese respeto por el mapa de Ilin lo llevabaParnok en la sangre desde los tiempos inme-moriales en que se imaginaba que los hemis-ferios de ocre y aguamarina, semejantes a dosencantadas burbujas aprisionadas en la redde las latitudes, estaban encargados de unamisión concreta por la cancillería ardiente delas mismas entrañas de la tierra, y que –comopíldoras nutritivas–, encerraban en ellos unconcentrado de espacio y distancia.

Q u i z á s e a con el mismo sentimiento c o m ola cantante de la e s c u e l a i t a l i a n a, que sedispone a emprender una gira por la aúnjoven América, re c o r re con su voz la cartag e o g r áfica, mide el o c é a n o con su timbremetálico, comprueba el incierto pulso de lasmáquinas del t r a n s a t l á n t i c o con sus trinosy t r é m o l os . . .En la retina de sus pupilas zozobran esasmismas dos Américas, semejantes a dos car-tapacios verdes, comprendiendo Wa s h i n g -ton y el Amazonas. Con la primera nievemarina y salada, renueva el mapa geográficoi n t e r rogando al futuro hecho de dólares ybilletes de cien rublos con su arru g a m i e n t oi n v e r n a l .Los años cincuenta la han defraudado.Ningún bel canto puede embellecerlos. Entodas partes el mismo cielo bajo, pesadocomo un techo, idénticas salas de lectura

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ahumadas, como idénticos son los astiles del“Times” y “Vedomosti”, a media asta en elcorazón del siglo. Y, finalmente, Rusia... Sus oídos serán cosquilleados por el indolen-te murmullo de las sibilantes rusas. Su bocase arqueará hasta las orejas al oír el increíble,el inexpresable sonido “bl”.Después, los caballeros de la Guardia real sereunirán para el oficio de los muertos en laiglesia Quarengui. Dorados carroñeros pico-tearán inmisericordes a la cantante católicaromana.¡En qué ligias alturas la han colocado! ¿Acasoesto es verdaderamente la muerte? Ni siquie-ra la muerte se atrevería a respirar en presen-cia del cuerpo diplomático. – ¡La hemos colmado de penachos, de gen-darmes, de Mozart!Fue entonces cuando acudieron a su mentelos delirantes personajes de las novelas deBalzac y Stendhal: partidos a la conquista deParís, los jóvenes limpiaban sus zapatos conun pañuelo a la entrada de los hoteles parti-culares ...y Parnok, ay, fue en busca de sulevita. El sastre Mervis vivía en la calle Monetnaia,muy cerca del liceo; pero ¿trabajaba para losliceístas? –esa es la pregunta; más bien esto sesobreentendía, igual que el pescador del Rhinpesca truchas y no cualquier cosa. Sin embar-go, parecía evidente que en la cabeza de

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Mervis no sólo había preocupaciones de sas-tre, sino también algo mucho más importan-te. No en vano sus familiares acudían desdelugares lejanos, y, entonces, el cliente retroce-día, consternado y arrepentido. – ¿Quién le dará a mis hijos un trozo de pancon mantequilla? –dijo Mervis haciendo unmovimiento con la mano como para cortarmantequilla, y, en la limpia atmósfera de lacasa del sastre, Parnok tuvo la sensación dever no sólo la mantequilla moldeada enforma de pequeñas estrellas o húmedos péta-los, sino también como manojos de rábano.Después, Mervis encauzó sutilmente la con-versación hacia el abogado Gruzenberg quele había encargado, en enero, un uniforme desenador, y, acto seguido y sin razón aparente,le dijo que había regañado a su hijo Arón–alumno del Conservatorio–, por una nimie-dad, acabó por embrollarse, se azoró y buscórefugio tras el tabique. – Qué hacer –se preguntó Parnok–: tal vezsea así, quizá esa levita ya no existe y verda-deramente la haya vendido como dice parapagar el cheviot.

Además, cuando uno lo piensa, a Mervis nose le da bien el corte de levita: se inclina porla chaqueta que le resulta evidentemente másfamiliar.

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Lucien de Rubempré vestía ropa interior detela vasta y un traje mal cortado, hecho por elsastre del pueblo; comía castañas por la calley tenía miedo de los porteros. Un día de buenaugurio se afeitó, y de la espuma del jabónnació su futuro.Parnok estaba solo, olvidado por el sastreMervis y su familia. Su mirada cayó sobre eltabique tras el cual se dejaba oír una vozfemenina de contralto, de resonancia judía,lánguida y metálica. Aquel tabique cubiertode imágenes re p resentaba un iconostasiobastante insólito.

Se veía allí a Pushkin con una pelliza de piely un rostro grotesco, a quien unos individuosque parecían enterradores sacaban de une s t recho carruaje como una garita y, sinhacer el menor caso del sorprendido cocherocon gorro de metropolitano, se disponían aarrojarlo bajo un porche. A su lado, el pilotoSantos Dumont, vestido a la moda del sigloXIX –con chaqueta de doble botonadura yadornos–, proyectado al límite de las fuerzasnaturales de la barquilla terrestre, pendía deuna cuerda y recordaba a un cóndor en plenovuelo. Más lejos, había unos holandesessobre zancos, que recorrían su pequeño paíscomo grullas.

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