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Santa Rosa y La Politica de La Santidad Ramon Mujica

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Uno de los tantos textos de Ramón Mujica analizando en su exacta dimensión la canonización y la vida de Santa Rosa de Lima, más allá de las exageradas hagiografías.

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Page 1: Santa Rosa y La Politica de La Santidad Ramon Mujica

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Estrictamente hablando, las hagiografías o vidas de los santos no son biografías históricas. Su finalidad, aparte

de fomentar o resumir los procesos jurídicos de beatificación y canonización, era deleitar e instruir —delectare et

docere— a los fieles de la Iglesia con las virtudes admirables de quienes, con la ayuda del Espíritu Santo, practi-

caron el camino de perfección predicado por Cristo y sus apóstoles. Pese a ello, para el investigador contempo-

ráneo una hagiografía es también una fuente inagotable de información histórica, sociológica y antropológica que

puede ser evaluada críticamente incluso sin la necesidad de ingresar al espinoso tema relativo al origen natural

o sobrenatural de las experiencias visionarias y poderes taumatúrgicos de los santos. No es la evidencia científi-

ca de lo milagroso lo que el historiador investiga sino los modelos de santidad, los modos de percepción y/o las

categorías de análisis empleadas por los hagiógrafos del pasado. La corta vida de santa Rosa de Lima (1586-1617)

es un caso particularmente ilustrativo de cómo la búsqueda de perfección espiritual tiene una dimensión social,

religiosa y política que difícilmente puede ser aislada del contexto cultural urbano en el que transcurrió la vida

terrenal de la santa.

Según el cronista franciscano Buenaventura Salinas y Córdoba a menos de un siglo de que el conquis-

tador Francisco Pizarro fundara en 1535 la Ciudad de los Reyes, capital de los reinos del Perú, ya contaba con

cuarenta iglesias que anualmente ofrecían al cielo más de 300.000 misas y entre los dominicos, franciscanos,

agustinos, mercedarios y jesuitas, sin mencionar a las decenas de monjas enclaustradas, más del 10% de su

población vestía el hábito religioso (Brading, 1991, p. 351). Por sus ricos templos los cronistas conventuales des-

cribían a Lima como una nueva Roma americana —como una ciudad monasterio—, y por su célebre y precur-

sora Universidad de San Marcos, como una nueva Salamanca. Entre 1614 —tres años antes de la muerte de

santa Rosa— y 1630, la población de Lima creció de 25.454 habitantes a 40.000 y eran tantos los procesos

de beatificación abiertos en Roma para evaluar las vidas de los siervos y siervas de Dios muertos en la Ciudad de

los Reyes o en el Perú que, en 1683, Francisco Antonio Montalvo aseguraba que con los nombres de tantos bie-

naventurados podía escribirse una larga loa o «letania limana» (Montalvo, 1683, p. 67). La propia santa Rosa

recibió el sacramento de la confirmación del prelado español santo Toribio Alfonso de Mogrovejo (1538-1606)

—quien fuera nombrado arzobispo de Lima en 1579—, sería amiga del lego mulato dominico limeño san Martín

santa rosa de limay la política

de la santidad americana

R a m ó n M u j i c a P i n i l l a

Fig. 1 Angelino Medoro, Retrato

de santa Rosa muerta, 1617, Lima,

basílica-santuario de Santa Rosa

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de Porras (1579-1639) y seguiría de cerca la labor misionera desempeñada en el Perú por el franciscano español

san Francisco Solano (1549-1610), célebre por los sermones que predicó, crucifijo en mano, en la Plaza Mayor

de Lima desde donde denunció los pecados públicos de la ciudad por los que sería castigada con terremotos y

lluvias de fuego.

La pintura virreinal americana suele representar a santa Rosa como a una monja perteneciente a la orden

de santo Domingo de Guzmán, pero en realidad ella jamás abandonó su situación de beata laica. Esto explica

que siempre residiera en casa de sus padres o con la familia Maza-Uzátegui (hoy el convento de Santa Rosa

de las Monjas, en Lima) donde murió y vivió los últimos tres años de su vida. Al igual que las begardas en la

tardía Edad Media, la profesión beateril intentaba retornar a la vita apostólica de la primera comunidad cristia-

na a través de un extremo ascetismo devocional que se encontraba a medio camino entre la vida conventual y

el estado seglar (Huerga, 1978, p. 377). Las beatas practicaban la pobreza voluntaria, la castidad perpetua y viví-

an de limosnas o de sus trabajos manuales. Consciente de los peligros y tentaciones propios de este camino

espiritual, en varias visiones sobrenaturales santa Rosa comprendió la necesidad de darles a las beatas limeñas

una regla fija y fundar un convento dominico dedicado a santa Catalina de Siena (1347-1380), en el que ella tan

sólo aceptaría el velo blanco para servir en la enfermería. Por su corta edad, empero, a santa Rosa incluso se

le denegó el permiso de profesar oficialmente como terciaria dominica y en 1606 recibió únicamente el hábi-

to en una ceremonia privada e informal de manos de fray Alonso Velásquez, uno de sus confesores limeños

dominicos. Años antes había vestido el hábito franciscano y según el testimonio del jesuita Diego Martines,

confesor de Rosa, continuó usándolo debajo del hábito blanco catalino hasta el día de su muerte (MSRSM,

Proceso Ordinario 1617-1618, fol. 65).

Las admirables mortificaciones, ayunos maratónicos, técnicas de contemplación y devociones religiosas

de la santa limeña permiten rastrear las fuentes intelectuales que nutrieron su pensamiento místico y sustenta-

ron su modelo de vida penitencial. Su visión del mundo natural como el santuario viviente de Dios, repleto de

signos que conducen la mente al Creador, proviene del naturalismo sacramental o del misticismo contemplativo

franciscano tardío medieval que había rebrotado en la España del siglo XVI con las obras del franciscano Francis-

co de Osuna y del dominico fray Luis de Granada (1504-1588), entre otros. Los libros de este último sirvieron de

guía espiritual permanente para santa Rosa, y en el Perú su uso para seglares fue tan generalizado que en 1607

se tradujo un compendio de ellos al quechua o lengua general de los incas (Meléndez, 1681, t. 2, p. 494). Fue por

su deseo ardiente de imitar la vida de santa Catalina de Siena que, a los cinco años de edad, Rosa tomó su voto

de virginidad perpetua y a los doce se cortó los cabellos. Años después padecería en casa de sus padres los mis-

mos maltratos sufridos por la santa italiana al rechazar a los pretendientes que sus progenitores le presentaban

para casarla. A modo de penitencia, ambas santas imitaron a Cristo coronándose de espinas y buscaron vivir en

aislamiento del mundo como los Padres del Desierto. Del místico dominico san Enrique Susón (1295-1366), Rosa

adquirió la costumbre de llevar una gruesa cadena atada al cinto, ajustada por un candado. De san Francisco de

Asís tomó el modelo de cama donde Rosa dormía tan sólo dos horas diarias: un lecho de troncos nudosos ama-

rrado con correas que simbolizaba «la cama que Christo Nuestro Señor tuvo en el Árbol de la Cruz». Sus rigu-

rosos ayunos seguían los recomendados por Gregorio López (1542-1596), el primer anacoreta de Indias que

murió en Nueva España, célebre por sus comentarios al Apocalipsis (Hansen, 1929, pp. 80-81).

La semejanza entre el misticismo nupcial de santa Teresa de Jesús (1515-1582) y el de santa Rosa no

fue fortuito. En 1614, cuando el doctor Juan del Castillo († 1636), toledano de Salarrubias y médico seglar de

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Fig. 2 Anónimo limeño, Retrato de

santa Rosa, siglo XVIII, Lima, convento

de San Francisco

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la Inquisición de Lima, sometió a la santa a un «examen de conciencia» para evaluar la veracidad de su

«noche oscura» del alma y sus visiones sobrenaturales, descubrió que desde muy temprana edad había

logrado un estado contemplativo superior al de muchos hombres letrados y doctores eclesiásticos: la unión

del alma con Dios. Sus informes fueron tan decisivos para el proceso ordinario (1617-1618) y apostólico (1630-

1632) de beatificación y canonización de la virgen peruana, que abren ambos documentos. Lo que no suele

conocerse es que por aquellos años el doctor del Castillo se encontraba escribiendo dos tratados de mística que

en 1624 serían censurados y prohibidos por el Santo Oficio de la Inquisición: un comentario sobre Las Moradas

teresianas (la teología mística que le serviría a del Castillo para pormenorizarle a Rosa todas las etapas de la per-

fección interior) y otro libro manuscrito de revelaciones propias. Fray Luis de Bilbao, uno de los calificadores, que

había sido confesor de santa Rosa, alegando razones de salud, ayudó a exculpar al doctor pese a que sus escri-

tos —redactados años atrás cuando santa Rosa aún vivía— repetían, según los censores del Santo Oficio,

muchos de los errores doctrinales de los alumbrados españoles, una herejía emparentada a los adeptos medie-

vales del Libre Espíritu (Mujica Pinilla, 2001, cap. 3).

La situación se complicó al comprobarse que, tras la muerte de santa Rosa, se desató en Lima una ver-

dadera epidemia de mujeres clarividentes, muchas de ellas beatas, amigas íntimas de santa Rosa y del doctor

del Castillo, a las cuales también se les acusó de «alumbradismo» en sendos procesos inquisitoriales (Millar

Corvacho, 2000, pp. 277-305). La duda terminó por recaer sobre la santa limeña, y, hacia 1624, el inquisidor

de Lima de origen vasco, Andrés Juan Gaitán (activo entre 1611-1651), ordenó que se recogieran del convento de

Santo Domingo y de la casa de los padres de la santa, todas sus reliquias: papeles (¿cuadernos o diarios manus-

critos?), cartas y partículas de sus hábitos. Incluso, para demostrar su poder frente al clero local, Gaitán retiró

de la iglesia de Santo Domingo el cuerpo incorrupto de la virgen limeña que unos años antes, en 1619, el pro-

pio arzobispo de Lima, Bartolomé Lobo Guerrero, había colocado en un nicho al lado derecho del altar donde

se veneraba el retrato de santa Rosa muerta, esbozado por el pintor manierista romano Angelino Medoro y del

que se derivarían todos sus retratos póstumos. A decir verdad, ni Juan del Castillo ni las beatas ilusas, segui-

doras de Rosa, fueron alumbradas. Ninguna de ellas jamás cayó en un sobrenaturalismo sectario ni negó la efi-

cacia mediadora y real de los sacramentos, motivo por el cual fueron conciliadas a la Iglesia en un auto de fe

celebrado el 21 de diciembre de 1625 en la Plaza Mayor de Lima.

Lo que estaba realmente en pugna era el florecimiento de una nueva corriente de espiritualidad feme-

nina y laica, gustosa de revelaciones y visiones sobrenaturales privadas que se valían de un discurso legiti-

mador profético para destacar el papel providencial de ciertas órdenes religiosas y de los criollos, mestizos e

indios en el drama cristiano de salvación. Las propias visiones sobrenaturales de santa Rosa tenían un pode-

roso mensaje político. No fue accidental, por ejemplo, que un Domingo de Ramos de 1617, Rosa celebrara sus

«desposorios místicos» con el Niño en brazos de la Virgen del Rosario, patrona de las armas del rey Felipe II,

que se había aparecido en el Cusco para lograr la victoria militar del ejército español sobre el de los incas. Este

matrimonio espiritual contraído con una talla de madera que cobra vida milagrosamente, cifraba la incondi-

cional alianza del criollo con la misión apostólica de la monarquía hispana en Indias e ilustraba el triunfo en

el Perú de la teología contrarreformista de las imágenes religiosas como soportes de contemplación y apoyo

visual para entender los sermones (Mujica, 2002, pp. 219-313). Cuando en 1615 llegan los piratas calvinis-

tas holandeses a las costas de El Callao, amenazando con saquear los ricos templos de Lima, Rosa corre a la

iglesia de Santo Domingo, trepa al altar y se propone luchar y morir por el Divino Sacramento. Esta defensa

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incondicional a la Sagrada Forma —símbolo mesiánico de la Casa de Austria española—, permitió que el arte

virreinal representara a Rosa —custodia en mano— junto al monarca hispano quien, con la espada en alto,

defendía el culto a la Eucaristía atacado por los moros infieles. Se trataba de una alegoría política que exalta-

ba la unión estratégica de España con sus reinos de ultramar para combatir el protestantismo y el islam. Impe-

dida de predicar por su condición de mujer, un año antes de morir, la virgen limeña adoptó a un niño huérfa-

no para que fuera misionero en los Andes. No por ello, empero, dejó de reconocer los abusos cometidos

contra los indios. Sus curiosas visiones del demonio en la forma de un mastín o perro devorador con el que

lucha a brazo partido, recuerdan a los canes empleados por los españoles durante la conquista del Perú como

arma de guerra para cazar indios o arrancarles confesiones, una vez prisioneros (Busto Duthurburu, 1978, pp.

479-481). Con esta visión, Rosa transformaba su propio cuerpo en una metáfora del indio sufriente; en un ex

voto humano.

Otra celebre visión contenía proyecciones sociales y políticas más complejas o sutiles. En una ocasión,

Cristo se le aparece a Rosa como un maestro de cantería y la conduce a un obraje que él dirige. Este rudo ofi-

cio, asociado a las labores mineras de indios sujetos al régimen tributario obligatorio de la mita, estaba en

manos de hermosas doncellas laicas vestidas de gala ocupadas en cortar mármoles y ablandarlos con sus repe-

tidas lluvias de lágrimas. Es probable que el origen de esta visión se basara en el obraje minero de indios que

su padre, don Gaspar Flores, administraba en Quives, un pueblo en la serranía de Lima a donde la virgen lime-

ña se trasladó con su familia por los años de 1597. Una sola visita a este lugar habría bastado para convertirlo

en una metáfora triunfalista criolla: los duros mármoles indianos tallados por las esposas seglares del Cristo

cantero —por Rosa y sus discípulas—, representaban a los feligreses indígenas, que una vez pulidos servirían

para construir la Iglesia renovada y profética americana. Algunos cronistas criollos, como el agustino Ramos

Gavilán, emplearían símiles análogos al comparar la Iglesia americana a una cantera repleta de plata y piedras

preciosas que maduraban al interior de la tierra bajo los rayos benéficos del Sol de Justicia (Ramos Gavilán,

1988, p. 291). Y en el siglo XVIII, el manuscrito anónimo conocido como el Llanto de los Indios cristianos en la Amé-

rica Peruana (Planctus indorum christianorum in America peruntina, ca. 1750), dirigido al papa Benedicto XIV,

incluso describe al sacerdocio indígena y mestizo como parte de un pueblo sufriente, maltratado y alienado de la

vida sacramental de la Iglesia que amenazaba con sublevarse y romper su compromiso de vasallaje con la monar-

quía hispana, si ésta no reconocía

que de las piedras [Dios] puede hacer hijos de Abraham, de los indios, piedras pulidas con el martillo de

ingentes trabajos durante dos siglos, instituirá hijos de la Iglesia fuertes y vigorosos que sean Príncipes

de sus hermanos sobre toda esta tierra americana

(Navarro, 2001, p. 92)

No eran los tesoros auríferos del Perú sino sus santos predestinados los que desde el Nuevo Mundo restaurarí-

an a la vieja Europa con una nueva Iglesia apostólica americana.

La proyección universalista del culto a la primera santa americana explica las interpretaciones que se

hicieron del milagro acontecido en su cuna, a los tres meses de nacida, cuando el rostro de la párvula se trans-

figuró —literalmente— en una rosa con ojos, nariz y boca. El incidente no pasó desapercibido. Fue pintado

en repetidas ocasiones tanto en el Perú como en Nueva España y sus panegiristas se basaron en esta bizarra

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Fig. 3 Anónimo cusqueño, Visión de

la Iglesia militante mestiza americana:

El Cristo cantero conduce a Rosa a un

obraje de mujeres laicas que él dirige,

siglo XVIII, Lima, monasterio de Santa

Rosa de Santa María

Fig. 4 Anónimo, El milagro de

la cuna a los tres meses de nacida,

siglo XVII, Lima, basílica-santuario

de Santa Rosa

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transfiguración para argumentar que la Virgen de Guadalupe se había aparecido en Nueva España para ense-

ñarle al indio Juan Diego las rosas de Castilla que prefiguraban el nacimiento de la primera rosa americana con

la que se inauguraría una nueva edad de oro espiritual hispanoamericana. Que su culto articuló la primera eta-

pa del pensamiento criollista lo demuestra el hecho de que tras ser beatificada en 1668, santa Rosa fue decla-

rada —cosa excepcional y con dispensa papal— patrona universal de toda la América y de los dominios de

España antes de su canonización, en 1671.

Aún queda por documentarse los orígenes étnicos de santa Rosa. En el título mismo de su proceso ordi-

nario de beatificación se hace hincapié que la «bendicta soror Rosa de Santa María» era una «criolla desta Ciu-

dad de los Reyes»; ella era —por usar el testimonio de Antonio de la Vega Loayza, confesor jesuita de Rosa— la

«sancta Criolla» de «toda esta insignia República» (MSRSM, Proceso Ordinario 1617-1618, fol. 208). Pero otros

indicios apuntan a que la santa era de origen mestizo. En su sermón panegírico predicado en Madrid en 1668

durante sus fiestas de beatificación, el franciscano criollo fray Gonzalo Tenorio revela haber conocido personal-

mente a la familia y el entorno de la santa y asegura que sus abuelos maternos —don Francisco de Oliva e Isabel

Herrera—, eran «puros Indios, de los nuevamente convertidos» (Parra, 1670, p. 634) ¿Sería este el motivo de fon-

do por el que María de Oliva, la madre de la santa, no dejaba que nadie osara llamar a su hija por su nombre

de pila, «Isabel» Flores de Oliva, similar al de su supuesta abuela indígena? ¿Estaba aquí la clave de su cambio de

nombre, de Isabel a Rosa, cuando el santo arzobispo Mogrovejo le administró el sacramento de la confirmación?

Es difícil demostrarlo aunque existía una causal importante para ocultar sus orígenes raciales. A ini-

cios del siglo XVII, los dominicos tenían prohibido —salvo raras excepciones— el ingreso de indios y mesti-

zos en su orden religiosa; sólo admitían a españoles y a criollos (Tibestar, 1955, p. 230-231). Es más, en el

siglo XVIII el Planctus Indorum —citado anteriormente— se ampara en el origen racial mixto o mestizo de

santa Rosa para asegurar que los americanos estaban capacitados no sólo para el sacerdocio sino para la

santidad. Recordemos que ya en tiempos de Carlos II, un cacique indígena de Jauja (Perú), llamado Jeróni-

mo Lorenzo Limaylla, infructuosamente intentó que se autorizara en España la creación de una orden de

caballería para «los descendientes de ingas y moctezumas», bajo el patrocinio de santa Rosa (Lohmann

Villena, 1947, XXVIII). Un indio visionario, el célebre sastre chiclayano Nicolás Ayllón (1632-1677) —fundador

de un beaterio en Lima y a quien se le abre un proceso de beatificación—, vio a santa Rosa ingresar en el

Cielo antes de que subiese a los altares. Portaba —según él y así la mando pintar— sus emblemas criollis-

tas en cada mano: sostenía al Niño Jesús (con el anillo nupcial) dentro de una guirnalda de rosas, flores y

olivas, que aludían secretamente a los nombres criollos de sus padres: a don Gaspar Flores y doña Isabel Oli-

va y, en otra mano, a la Ciudad de Lima —la nueva Ciudad de Dios— sobre el Ancla, símbolo de la esperanza

(véase Cuadriello, 2003).

En plena época borbónica, la nobleza indígena también le atribuyó a santa Rosa una profecía política

apócrifa, con contenidos políticos reivindicatorios, que terminó por movilizar muchas de las conspiraciones

y rebeliones indígenas del Perú preindependentista, desde 1750 hasta 1783. Según la profecía después de

dominar los reyes de España tanto tiempo como los incas, el cetro caería de manos de los monarcas hispa-

nos y el antiguo Tawantinsuyo sería restaurado por un inca (Stevenson 1825, pp. 290-291; Mujica Pinilla,

2001, pp. 340-347). No se trataba, curiosamente, del retorno al tiempo gentílico de los incas y de sus anti-

guas idolatrías. Más bien, la profecía auguraba la restauración de aquel orden monárquico virreinal, anterior

a las reformas borbónicas ilustradas asociado con el gobierno espiritual y temporal de los jesuitas. Estos,

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como estrategia evangelizadora, fomentaron procesos simbólicos de hibridez cultural que deliberadamente

cristianizaban prácticas religiosas nativas para enfatizar y privilegiar la alteridad o identidad étnica de las eli-

tes indígenas aculturadas. No es accidental que tras su destierro del imperio español en 1767 —bajo el rei-

nado de Carlos III— algunos jesuitas americanos radicados en Italia colaboraron con el proceso político de

la Independencia (Vargas Ugarte, 1934). Curiosamente la llegada de Rosa a los altares confirmó la cuestio-

nada paridad de ingenios entre europeos y americanos y la virgen peruana fue declarada patrona de la Uni-

versidad de San Marcos. Ya lo aseguraba José María de Córdova y Urrutia en sus noticias históricas y esta-

dísticas sobre Lima publicadas en el año de 1839:

Santa Rosa de Santa María, cuyas virtudes hizo acallar todas las universidades de Europa que promovían

acaloradas cuestiones sobre si los americanos debían considerarse como entes racionales

(Córdova y Urrutia, 1877, p. 132)

En 1816 el Congreso emancipador de Tucumán declararó a santa Rosa —máximo emblema criollo de religiosi-

dad virreinal peruana— patrona de la independencia americana.

B I B L I O G R A F Í A

Brading, 1991; Busto Duthurburu, 1978; Córdova y Urrutia [1839], 1877; Cuadriello, 2003; Hanssen [1664], 1929; Huerga, 1978; Lohmann Villena, 1947;

Meléndez, 1681; Millar Carvacho, 2000; Monasterio de Santa Rosa de Santa Maria (MSRSM), 1617-1618; Montalvo, 1683; Mujica Pinilla, 2001; Mujica

Pinilla, 2002; Mujica Pinilla, 2003; Navarro, 2001; Parra, 1670; Ramos Gavilán, [1621], 1988; Stevenson, 1825; Tibestar, 1955; Vargas Ugarte, 1934.

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