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Ruido, de Jonathan Minila

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Ruido es más que libro de ensayos. Es una voz crítica y narrativa de timbre extraño que diserta sobre la soledad, el tiempo, la asfixia de la acumulación, las posibilidades de encontrarse con la buena suerte, así como la búsqueda desesperada de protagonismo. Es una colección de obsesiones, una exploración de diversos infiernos con los que muchos de nosotros habremos de sentirnos identificados

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MINILA

2015

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Ruidopor Jonathan Minila

© 2015, Jonathan Minila© 2015, Israel Hernández Ruiz Velasco, por la portada

Cuidado de la edición: Gerardo Esparza

El editor autoriza la reproducción de este libro, total o par-cialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

Todos los derechos reservados

Hecho en México

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A don Chema, a María, a sus hijos

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Creo que hasta el sonido de mis pasos y las arias del gramófono son una forma

de silencio y que el ruido se inicia en el instante en el que las personas se

callan y oímos los pensamientos mo-verse dentro de ellas como las piezas, que intentan ajustarse, de un motor

averiado.António Lobo Antunes

Bajo esta cáscara de hueso y de piel que es mi cabeza hay una constante de

angustias.Antonin Artaud

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Los textos que aquí se reúnen han sido recopilados de diver-sos sitios y revistas donde fueron publicados originalmente. Esta selección pretende formar una unidad a pesar de estar, en algunos casos, escritos con bastante tiempo de separación y de tener, algunas veces, una estructura y un estilo dife-rentes. Sin duda cada uno es un fragmento, una obsesión, pero en conjunto forman un discurso general. Las preguntas personales, las dudas, el caos, las pesadillas, la angustia, el ruido. Desde una reflexión filosófica que surge a partir de la caída de una gota —que bien podría o no existir, y que permite explorar la paradoja de la existencia y lo ilusorio de la realidad—, hasta un análisis de la cultura de masas a partir del consumismo y la manipulación de sociedad a través de la globalización y la influencia de los medios de comunicación. Cada texto representa la pieza de un rompecabezas que se ha ido armando con los años y que se continuará construyen-do hasta que el silencio verdadero, el único, el real, se haga presente.

De forma paradójica cada idea ha surgido a partir del mu-tismo o durante su búsqueda. Una pausa. El vacío, el caminar en contra, el detenerse, observar, plantear preguntas a las pre-guntas y nada más. Fragmentos de tiempo, palabras y gritos.

NOTA PREVIA

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Una máquina en búsqueda de realidades y que sólo abre el camino a nuevas dudas y a nuevas habitaciones con más puertas. ¿Es la mente? ¿Es ella misma, acaso, el ruido? ¿Es la realidad? Las reflexiones son quizá el arma que se vuelve en contra, el tiempo que se detiene y la angustia. Porque el silencio absoluto, se dice, no existe. ¿O no es acaso el pensa-miento un fragmento del ruido? O todo, quizá. La concien-cia del estar, del ser y la misma posibilidad de la nada son sin duda la voz en la mente. Sin embargo, la búsqueda es nuestra única posibilidad para sobrellevar el caos al que nos hemos ido sumergiendo. Para entenderlo y así otros puedan buscarle una explicación a todo lo que está ahí, acechán-donos. ¿Somos esclavos de nosotros mismos? ¿Somos escla-vos de los hechos del pasado? ¿Somos esclavos del futuro? ¿Hasta donde somos libres? ¿Quién maneja nuestra mente? ¿Hasta dónde podemos ser capaces de ejercer nuestro libre albedrío? ¿Es todo esto una ilusión? ¿Qué determinan nues-tras acciones? En su libro Cerebro y libertad. Ensayo sobre la moral, el juego y determinismo, Roger Bartra nos dice que “la mente produce sólo una apariencia, una ilusión continúa”, y después rescata una afirmación de Baruch Spinoza: “Los hombres se equivocan, en cuanto piensan que son libres; y esta opinión solo consiste en que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas por las que son deter-minados”. ¿Pero acaso no también hemos provocado todo este caos? ¿No somos víctimas de nuestro propio infierno, de nuestra pasión?

Los textos que se presentan a continuación no pretenden dar respuestas. Únicamente son manifestaciones del pensa-miento y un camino para adentrarse en aquellos segundos de abstracción de una mente cualquiera, como un filtro del ruido que en este mismo momento se escucha, o se escuchó. Son, quizá, un delirio o un principio. Quizá sólo un punto. Esto: pies desnudos, cuerpos y palabras que están limpias,

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que exploran la tiniebla, el desconsuelo, la crueldad. Porque tal vez ahí está la respuesta. En lo primitivo. Lejos de prime-ros mundos, de materias absorbentes, de imágenes falsas, de actitudes impuestas.

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Hay una forma de comenzar y así lo hago yo, como siempre, con palabras que avanzan y continúan una tras otra para plas-mar una idea o también, por qué no, para no decir nada que también es decir. Toda conclusión es relativa. Y al mismo tiem-po, qué otra podría ser. Es esto, lo que está, lo que es. Me hablo ahora desde todos mis días, desde todos mis ángulos. Soy esto. Un ser. Lo dijo Sartre: “La cosa que aguardaba, me ha dado la voz de alarma, me ha caído encima, se escurre en mí, estoy lleno de ella. La cosa no es nada: la cosa soy yo. La existencia liberada, desembarazada, refluye sobre mí. Existo.”1 Esta náu-sea del ahora. Esta herida de la existencia. Veo mi sombra en cada palabra. Yo soy, yo soy, yo soy, yo soy. Mi propio delirio. ¿Cuántos hay por ahí que encuentran soles en la oscuridad o cielos en la arena? Es la forma en que nos extendemos desde nuestro centro para llenar esto (lo que miramos) de reflejos que modifican la percepción, creando una realidad que se genera y que nos envuelve para movernos de un sitio a otro en esta carrera: existir. Tan simple. Lo demás se aprisiona, se revuelve y nos confunde cuando en realidad todo es más claro de lo que creemos.

1 Jean-Paul Sartre, La náusea, p. 126

INTRODUCCIÓN

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“Las casas. Camino entre las casas, estoy entre las casas, muy erguido sobre el pavimento; el pavimento existe bajo mis pies, las casa vuelven a cerrarse sobre mí, como el agua se cierra sobre mí, sobre el papel arrugado, yo soy. Soy, existo, pienso, luego yo soy; soy porque pienso, ¿por qué pienso? No quiero pensar más, soy porque pienso que no quiero ser, pienso que… porque… ¡puf!”2

Bajo las capas de cemento existe aquello que es en ver-dad nuestro (o debería serlo) y que es de donde todo surge. La realidad se forma dentro de ese espacio que logramos (y no) compartir, generándolo y modificándolo en el transcurso del tiempo que no es aquel concepto que gira entre mane-cillas, sino que es marcado por el paso de cada uno sobre el cuerpo de la misma madre que nos alimenta de un mismo seno, y que nos regala ese jugo que nos permite continuar con la fuerza para dar paso a todo lo demás. Una caja de sorpresas teñida con esa magnificencia que se extiende hasta los límites que cada uno genera y que, sin embargo, se com-binan para formar una totalidad que se pone de acuerdo, y no, entre comprensiones e incomprensiones. Es el elixir de aquello que encontramos en cada mirada, y que ha dado paso a movimientos grandiosos, o absurdos. Miles de bocas que se funden en un pezón que han traicionado (y continuarán haciendo), y otras que desean recuperarlo quitándose los za-patos para escarbar y luchar contra aquellos que se afanan en cubrirla, en perderla. “Chupar. El mundo era una inmensa teta. Un monte a la medida de mi boca.”3

¿A dónde nos dirigimos? A formar espacios y tiempos y una historia que se mueve como esto: letras que dejan a otras letras detrás; que se olvidan, o sólo nos recuerdan una idea general que es probablemente lo único que formamos. Hay tanto y hay todo. Nacemos desde un mismo centro. Los la-

2 Jean-Paul Sartre, La náusea, p.1293 Homero Aridjis, El poeta niño

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bios se aferran a la carne y muerden. Cada uno. Tú y yo. To-dos. Giramos alrededor. Aceptamos la ilusión.

Es necesario romper el cielo y sentir la circulación de la sangre. Hay que volvernos de nuevo raíz. Despertar el sub-consciente y bañarnos en la enfermedad. Porque hay algo abajo que no deja de moverse; que golpea los cráneos, que explota los ojos. Algo que es una constante. Ese monte que está hecho a la medida de nuestra boca y que nos sostiene. Está ahí, hecho de fragmentos, de todo, formado también por nosotros mismos y esos colores. Por esas energías que lo mantienen vivo y lo sumergen al mismo tiempo en un ciclo de falsedades e imposibles que también forman parte de ese todo. Ahí la paradoja: somos una porción de esto que consumimos para mantenernos de pie, cuando lo real sería comprender ese contexto. Es entonces atinado rescatar aque-llo que funciona y da libertad (y permite darnos cuenta). ¿No es eso lo que hemos venido hacer aquí? Cada quién tiene su modo, su forma. Yo hago esto: escribir y decir palabras que serán olvidadas. Arranco lo que me gusta y lo que no para mostrarlo. Me lleno de este seno que me mantiene aquí para compartir lo que me ha dado. Es mi forma de pagar lo reci-bido. Y hay más. Esa enorme amalgama de percepciones, de realidades, como ahora de letras, de espacios, de momentos. Una ilusión que es parte de lo mismo y que no todos distin-guen. Entonces habrá soñadores, idealistas, tipos como yo, y tú (por eso estás aquí, acompañando a este pensamiento que está girando en mi habitación, y en la tuya) que habrán de mostrar la inmensidad de esta esta totalidad que está ahí cuando la necesitamos y la recordamos. Como estas palabras que son mi modo de revelar esa realidad que descifro y que entrego de una forma u otra. Caminos distintos dirigiéndo-se a un mismo fin. Símbolos entre voces, entre gritos, entre sueños. El equilibrio y aquello que hace arrancar los pasos de cada hombre. Generamos el todo. Somos lo que ha sido y

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eso que aún no se percibe. De cualquier modo se oscila entre ambas cosas. Entre ese instinto terrible, mordaz, y tendiente a la destrucción, y esa ilusión también por detener eso que nos consume. “Polo dice: — El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos juntos. Hay dos ma-neras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es rigurosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno y hacer que dure, y dejarle espacio.”4 Yo me hipnotizo de ese todo, de ese absoluto (los dos extremos). Me maravillo y me alimento también de ese infierno y de esos demonios que casi lo dominan todo. Es la sábila que me alimenta. Habrá quienes se aferren a algún extremo, pero yo ondulo entre ellos. Me fragmento, como hago ahora, cam-biando de forma frente al teclado. Observo volar suspiros, caer el sol y cuerpos. “Estoy en una carta escrita para dar a entender el estrujamiento íntimo de mi ser, tanto como estoy en un ensayo exterior a mí mismo y que se me presenta como una indiferente incubación de mi espíritu.”5 Escribo estas pa-labras que no parecen nada, pero que al mismo tiempo me desnudan por completo. Todo dependerá, entonces, de aquel que las miré y les de forma. Es un hecho: existen y están por-que tú (el valiente que las sigue) las hace fluir a este ritmo. ¿Lo ves? Eso es lo que me obsesiona. La mente, los demonios, las sensaciones, lo imposible.

4 Última frase que Marco Polo le dice al Gran Jan en Las ciudades invisibles de Italo Calvino.5 Antonin Artaud, El ombligo de los limbos

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Una gota casi imperceptible cae desde un grifo que tal vez existe o tal vez no. Es así: en un lugar cualquiera el eco de aquella caída interminable, de una gota interminable, se re-pite sin final llenando el espacio aquel que nadie conoce de sonidos que no son escuchados. No puedo saber si es cierto, pero supongo que aquella gota existe. Debe ser así. Está en algún espacio perdido de la tierra aquella gota que yo imagi-no y que por eso mismo percibo y que por eso mismo surge y muere.

Siento que aquella gota existe como un día pude sentir el nacimiento, la muerte, las lágrimas, la tristeza, el silencio, el cielo, la vida. Es una voz que llega con el viento y te enseña el mundo entre sueños. Despiertas y te llevas todo entre tus ojos sin que lo sepas, hasta que un día las imágenes caen y se forman en alguna parte del universo como si las crearas; como si tú, yo o algún otro fuera su dios, su creador.

Es por eso que aquella gota seguirá existiendo hasta que yo la olvide o muera; tal vez hasta que aquel que me haya imaginado me olvide o muera. Mejor aún: el eco dejará de escucharse, la vida terminará, los besos soñados dejarán de existir, la gota casi imperceptible se transformará en una lágri-ma —igualmente imperceptible— hasta que aquel Dios que

UNA GOTA

No creo en la casualidad ni en la necesidad; mi voluntad es el destino.

John Milton

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me ha creado imaginé mi muerte y la haga una realidad. Has-ta que me deje perdido en algún lugar donde sólo yo pueda escuchar mis gritos que serán como el sonido de aquel grifo. Así, todo será algo en algún lugar que no veré y nada será para mí porque yo habré muerto.

Nada de lo que mis ojos han creado alguna vez en el mun-do, después de mi muerte supuesta, será entonces parte de eso que deseen otros ojos. Esas cosas que yo he puesto en la tierra, con mis deseos y miedos, dejarán de formar parte de aquellas cosas que ocupan un mismo espacio; de aquellas imágenes, objetos, sueños y pesadillas creadas por cualquiera. Porque entonces ya no podré concebir, ni crear, ni soñar, ni imaginar nada más.

Ahora mismo, al igual que aquella gota que yo imagino, una lágrima cae desde un ojo que cualquiera de nosotros pudo haber inventado; igual que como otro creó nuestro día más triste, la forma de nuestras manos, nuestros sueños, nuestro primer beso, la muerte, nuestro más grande miedo, nuestro paso más corto. Puedo suponer entonces que esa lá-grima, que alguien ha formado, es como aquella gota eterna que se derrama lentamente poniendo ritmo al tiempo, y que mis ojos miran y que mis oídos escuchan y que mis manos sienten. Deseo encontrarla para terminar con ella, y no sólo olvidarla y dejarla perdida en el espacio donde caminan los muertos que no la miran (no tienen ojos) sino también be-berla, tragarla y hacerla mía, para convertirme en eso que más temo.

Es así como aquella gota, aquella lágrima, el tiempo y to-das esas cosas que observo se derramarán en forma circular, y serán inmortales, siempre y cuando mi corazón siga des-pierto. No podría decir a ciencia cierta que todo aquello que veo es para todos (todos los que existen o tal vez no) parte del mundo que miran. Es como un gran sueño que se escu-rre por las manos, entre los dedos y cae en sentido contrario

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hasta quedarse frente a nuestros ojos que al final dejarán caer aquellas cosas que miran.

Una gota casi imperceptible cae desde un grifo que tal vez existe o tal vez no. Y al final sólo quedará un último hombre con aquellas cosas que ha cimentado (esa soledad es parte de aquellas cosas), mientras que los otros dioses se habrán perdido en algún lugar que nadie sabe, que tal vez es como un sueño perdido, o como un árbol enorme de ramas largas que nadie mira. Y todo terminará entonces cuando aquel ser cierre los ojos y desfallezca cayendo en la nada; porque al no haber ojos que lo perciban, el cuerpo caerá sin fin hasta llegar al mismo lugar donde se encontraba para seguir cayendo. No sé si seré yo aquel hombre que nada mira o que lo mira todo, pero ahora creo fervientemente en que aquella gota existe en algún lugar que nadie sabe, y que lograré encontrarla al hacer desaparecer todo aquello que he puesto ante mis ojos para sufrir, vivir y seguir la vida.

Mientras tanto, la gota seguirá cayendo constantemente y yo seré yo gracias a alguien, y tú y todos serán gracias a al-guien, como si fuéramos una gota de aquellas que existen en el grifo aquel que, supongo, está en alguna parte.

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Los días como las calles son el conducto por donde hombres y mujeres cruzamos para llegar a otras calles y otros días. Con el efecto, en el transcurso, de mantener un objetivo claro; alguna meta personal, aunque el único fin en cualquier caso sea la muerte.

Todo aquello que podemos comprender, y no, se anida dentro del breve palmo que es la existencia; ese estado transi-torio y efímero que nos arrebata, en el miedo, la capacidad de la razón y que nos deja ciegos dentro del plástico escenario que hemos formado para evadir esa primera verdad: el propio fin.

Nos escondemos bajo falsos cielos que nos permiten esa seguridad que es la negación. Con esos efectos terribles de la linealidad del tiempo y de la continuidad de la vida como historia del hombre. Jamás ha dejado de ser así. Lo seres hu-manos luchamos por la imposición o la liberación. Los fuer-tes se engrandecen mientras los oprimidos buscan la libertad. Las causas, cualquiera que estás sean, se transfieren de arriba a abajo. La soledad y la pobreza se contagian bajo la resig-nación de una lucha que se sabe perdida. Las calles se llenan de hombres y mujeres que pelean creyendo saber a dónde se dirigen, mientras juegan en ese plano gigantesco que nos sostiene a todos: esa pirámide inabarcable.

EL CAUCE DE CAUSAS

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Dice Erich Fromm que “el individuo carece de libertad en la medida en que todavía no ha cortado enteramente el cordón umbilical que —hablando en sentido figurado— lo ata al mundo exterior, pero estos lazos le otorgan a la vez la seguridad y el sentimiento de pertenecer a algo y de es-tar arraigado en alguna parte.”1 ¿Es miedo? ¿Es seguridad? Faltan más preguntas que respuestas. La libertad llega hasta donde comienza el miedo. Sin embargo, lo único cierto es lo siguiente: dentro de unos años ninguno de nosotros seguirá pisando este suelo, ni respirando este aire, a pesar de que el mismo efecto de la continuidad nos haga pensar en que las causas tienen un soporte real, aunque la verdad es que muy pocas de ellas nos pertenecen. Son mínimas las que se forman de manera libre, sin ninguna influencia negativa de hechos que a ninguno nos corresponden. Y así continuará siendo. Lo único que seguirá con vida será esta eterna lucha entre se-res racionales que tienen todo menos la razón. Una herencia asfixiante.

Todo sucede y todo pasa. Las causas fluyen entre las venas de las ciudades. Mutan, suceden y se adaptan. Nacen mar-chas y razones que son la sangre de una disputa sin fin. Sur-gen en nuestra raza maneras de desquiciarnos que nos obli-gan a manifestar y crear motivos de levantamiento. Estamos hechos a nombre del conflicto, de una pobre sombra que no es nuestra. La lucha por un poder, por un materialismo que será lo único que quede de pie y que continúe luego del úl-timo latido. ¿Pero qué nos pertenece realmente de todo eso? ¿Es una herencia determinada la que nos mantiene sometidos a la adaptación a nuestro medio? El mismo Fromm dice, a partir de un análisis de la evolución histórica que “no sola-mente el hombre es producto de la historia, sino también la historia es producto del hombre”. ¿Es el pasado aquello que nos tiene sometidos? ¿Es el futuro? ¿Es una carga genética?

1 Erich Fromm, Miedo a la libertad, p. 47

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¿Somos producto de una adaptación dinámica? Todo lo sería. Igual esta neurosis. “¿Qué es lo que obliga a los hombres a adaptarse a casi todas las condiciones vitales que pueden con-cebirse y cuáles son los límites de su adaptabilidad?”2

El racismo seguirá manifestándose de diversos modos. El hambre será otra y la misma. Una manifestación del vacío. Las venas se llenarán de lodo y desilusión. Se dormirá menos. Se reducirán los pensamientos. La velocidad será un respiro. Las palabras serán voces mentalizadas. Mientras tanto, las ca-lles continuarán teniendo el espacio suficiente para permitir la andanza de cada búsqueda. Dueña de los pasos de guerra y de los pasos de resignación. De la adaptación a lo latente donde nosotros mismos somos una causa.

Cualquier bandera se hondea. Todos los gritos se escu-chan. Los motivos se unen en masas que forman una gar-ganta. La desesperación golpea las paredes. La ansiedad se manifiesta. Las manos se levantan. Se crean razones, utopías, sueños, esperanzas. Un monstruo de cientos de pies, de cien-tos de ojos, que se mantiene alerta. Las causas simples tiñen los días. Una mujer camina en sentido contrario buscando la forma de llegar más rápido a un empleo que le retribu-ye lo insuficiente. Un joven anda hecho de sueños y piensa en la manera de esquivar otros cuerpos como el suyo. Un niño empuja un auto imaginario que nunca tendrá. Un pa-dre se queda de pie, deseando un día ser valiente. La ciudad se inunda, y las calles y los días se vuelven los conductos por donde todos andamos y tenemos la oportunidad de mostrar el rostro que nadie mira. El espacio para el cauce de cada razón y cada lucha. Cuerpos gigantes, pequeños e insigni-ficantes. Idealismos y locura. Libertad y sueños. Hambre y prostitución. Motivos que se cruzan y se esfuerzan por alzar la sombra. Por dejar de ser nada para los demás. El presente nos flagela en el engaño de un cambio que no es posible. Al

2 Erich Fromm, Miedo a la libertad, p. 39

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menos no mientras se ignore el motivo de cada lucha; mien-tras no se dejen de lado aquellas otras batallas que no nos pertenecen de origen. Mientras no se haga una conciencia de la única verdad, la muerte, no podremos ser sensibles ante las causas de los otros. “Al tener conciencia de sí mismo como de algo distinto a la naturaleza y a los demás individuos, al te-ner conciencia —aun oscuramente— de la muerte, la enfer-medad y la vejez, el individuo debe sentir necesariamente su insignificancia y pequeñez en comparación con el universo y con todos los demás que no sean ‘él’.”3 No obstante, lamento decir que esto se ve lejano, casi imposible. Que estas letras no pueden ser de momento más que otra causa dentro del cauce de las muchas esperanzas. Que esto continuará siendo otro rostro que nadie conocerá nunca.

No veo la forma de que pueda ser de otra manera, o tal vez sí.

3 Erich Fromm, Miedo a la libertad, p. 44

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Por un instante, un breve instante, se es libre. Por un breve instante se es uno mismo. Luego sucede que el mundo nos recibe y nos transforma. Sobre esto los deterministas dirían “que vivimos en un universo donde todos los acontecimien-tos tienen una causa suficiente que los antecede”. Quizá es así. Aunque tal vez existe en nosotros un gen de autodes-trucción, de miedo que no nos permite cuestionarnos la realidad. Esto reforzaría posiblemente esa teoría y liberaría a cualquier de culpa. Sin embargo, estamos aquí, en este sitio que nos condena al silencio, a mirar, a sentir cómo la piel es cubierta por llagas. Este mundo. El del engaño. El crea-do. El impuesto por seres que nos manejan y nos dominan. Que nos arrancan la libertad y moldean las mentalidades (como han hecho con ellos mismos, antes, otros, que han sufrido el mismo mal). Dejamos de ser. Nos perdemos, nos olvidamos. Andamos pasos que no son nuestros; decimos palabras que no son nuestras. Seguimos costumbres, idea-les, metas. Seguimos caminos marcados, señalados. Damos todos los mismos pasos. Tropezamos igual; buscamos el mismo destino. Un mundo falso, de maquillajes, de dife-rencias, de clases, de tiempo, de días, de años. Donde la libertad es una ilusión.

LA ASFIXIA DE LA ACUMULACIÓN

Todos nacemos originales y morimos copias.Carl Gustav Jung

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Es así este mundo donde nos hemos extraviado, donde nos hemos derrotado, donde nos hemos esclavizado. En la apariencia. En la ilusoria cúspide donde todo se domina. Es nuestra cárcel. Religión, economía, superioridad, organiza-ción, sociedad, clases. Egoísmo, avaricia, la búsqueda del po-der, la dominación, la humillación. El dinero, la materia, las propiedades.

El hombre es eso. Ese plástico, esa falsedad, esa trampa. Esa sombra que lo cubre todo para justificar este defecto que creemos (ilusos) nos hace superiores. Esa inteligencia voraz que miente, que inventa. Nos creemos con el derecho de poner nombres, de clasificar, de organizar, de moldear, de dividir, de dominar. Y es nuestra derrota. Lo hemos con-fundido todo. Lo hemos gastado, destruido, entristecido. Aunque sabemos que nada de aquello necesita de nosotros. De este afán por tener, por ser, por justificarnos, por per-manecer.

Creamos reglas, creamos sistemas. Construimos una jaula que ya no alcanzamos a apreciar. Sabemos de tener para ser. De tener para dominar. De hegemonía. De dinero, de status, de riqueza, de poder. De esa asfixia, de esa ansiedad, de esa impotencia, de esa frustración, de esa envidia, de esa avari-cia, de ese materialismo. De esa angustia por cumplir con los modelos, por satisfacer lo esperado, por reafirmarnos en la vida, por demostrar que se ha cumplido con los cánones que nadie puede justificar. Crecer, estudiar, trabajar, casarse, hacer dinero, tener casa, propiedades, ropa, muebles, cosas, cosas, cosas… ¿Y para qué toda esa acumulación? ¿Para qué todo ese naufragio por la búsqueda de un estado sintético que sólo sirve para mantener un nivel dentro de una sociedad maleable? Las clases, la división. El espejismo de las posesio-nes. Nos rendimos ante esos muros que no nos permiten re-conocernos en el otro; en ese espacio que hemos mancillado, avergonzado, que nos siente correr sobre su piel. Nos saben

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confundidos, perdidos. Nos saben lejos de la verdad, lejos de nosotros mismos.

Buscamos reconocimiento. Buscamos ser. Nos aplas-tamos, nos asfixiamos. Robamos el espacio, el tiempo, el sentido. Dejamos la verdad bajo datos, información, cajas, relojes, recuerdos, papeles, conversaciones, autos, cuentas bancarias, aparatos, basura. Bajo las palabras de aquellos que han creído dar sentido y orden, cuando ellos mismos están lejos de su propio ser. ¿Cómo reconocernos a noso-tros mismos fuera de ese juego que nos han (nos hemos) impuesto? Es igual. Lo hagamos o no, de cualquier modo la rueda continuará girando. La creación de necesidades se-guirá ocultando los días. Y los estúpidos (dicen) seguiremos siendo aquellos que no comulgamos con esa realidad, aun-que de alguna manera logramos sobrevivir en ella. ¿O será que la acumulación de objetos, de materia, de pertenencias, es una forma de justificar nuestro paso por la vida? ¿Será que es el modo de aferrarnos, o una pretensión absurda de esqui-var la muerte, negarla, engañarla? De cualquier modo todo es así. Cajas y cajas que destruyen el espacio, que nos impi-den la movilidad. Y parecemos capaces de sacrificarlo todo por lograr una trascendencia banal. Una imagen social que nos apuñala por la espalda. Que nos arranca de todo lo que fuimos alguna vez. Que nos mantiene lejos de esa libertad, de ese verdadero yo; libre, simple… Ese que hubiera podido dejar, sin problema alguno, el mundo como lo encontró: sin él, sin la necesidad de aparentar, de colgarse máscaras. ¿No sería justo que todo fuera así, libre, sencillo? Sin embargo, todo seguirá igual. Se buscará siempre un (falso) lugar so-bre los demás. Sobre aquellos que también habrán de des-aparecer (ahí nuestro engaño), y que a lo más transmitirán un recuerdo, una materia o posesiones, que terminarán por diluirse y perderse indudablemente. Sólo esto queda. Este enclaustramiento disfrazado de manumisión. Esta realidad

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que no nos permite ver que al final (debe haber uno) todo quedará aquí, sin nosotros. Ni palabras colgando de hilos, ni billetes, ni objetos, ni casas, ni televisores, ni moda, ni fron-teras, ni computadoras, ni recuerdos, ni datos, ni carreteras, ni mansiones, ni diplomas, ni reconocimientos. Ni siquiera esta idea. Los nombres caerán y desnudarán las cosas; las dejarán así, entre el polvo.

Ni cama, ni silla, ni lámpara, ni monitor, ni mesa, ni cír-culos, ni líneas. Sólo algo. Lo que es. Un estado simple, con-creto: el instante. El ahora. El ya.

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En tiempos de silencio se escuchan más palabras o se intuyen. No en el vago efecto de la continuidad donde todo se pier-de —la sombra engañosa (semejante a estas letras) que estira los brazos para cubrirnos—, sino ahí donde no nos permi-timos aterrizar. Donde no podemos encontrar los espacios, verdaderos eslabones. Algo como esto: un texto que intenta decir algo y que sin embargo oculta (¿y lo hará siempre?) una verdadera razón. Pero dicen que hay que guardar las aparien-cias y hacerlo bien (a eso nos han acostumbrado). Aceptarlo todo tal y como está. No pensar en nada. Deslizarnos sobre la supuesta desnudez de una realidad aparente que sólo logra mantenernos ocultos en la comodidad de ciclos establecidos, o reglas, contextos, condiciones, causas, reflejos, engaños. Sin ver más, sin querer ver más. Porque ya nos hemos cubierto de ruido, de gritos, ocultándolo todo de algún modo. Para lograr el efecto, según debe ser, de que las cosas simplemente son en su propia generalidad y no más. Siempre lo más fácil, sin tener el valor de cruzar la línea que han (hemos) dibujado como un muro. Tan al alcance y tan lejano. Tan simple y no. Es como intentar explicar olores que jamás hemos conoci-do (y que no por eso no existen), o sabores inexplorados, o distancias o sueños de otros que de algún modo podrían

LA OTRA TOTALIDAD«Yo inexisto», me dije. «Mi asociación con los demás es única-

mente una sociedad de apariencias, una liga de mutuo socorro, en la que cada cual es avalista de los demás, todos nos garantiza-mos vida, dolosamente, recíprocamente. Videor ergo nom sum…

O, mejor dicho: Sum, ergo non sum…»Argos el ciego, Gesualdo Bufalino

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pertenecernos y nos pertenecen. Porque todo se sumerge, se funde, se logra y se levanta y está y es. Lo que no se mira, lo que no se escucha, lo que une las letras, las palabras, las voces, los encuentros. Sin dar pie a la casualidad, que de cualquier modo está construida de la misma manera: fragmentos que podrían tomarse bajo un concepto igual a lo que crean, y que son aceptados (ignorados) por el simple hecho de ser. Pasan desapercibidos en toda su fuerza. Porque de ahí nos sostenemos y se sostiene todo. Los límites, la fusión de los elementos: como los pasos (exactamente eso) que nos llevan a un encuentro. Y sin embargo, hay más. Aquello que fluye como pensamientos mientras el hombre camina. Aquellos pequeños movimientos, sonidos, sensaciones, expresiones, razones. Una voz, tal vez, que nadie jamás escuche (ningún otro). Porque parecería que es más sencillo seguir. Esquivar los pensamientos y cubrirse los oídos cuando lo que se oculta quiere hablarnos. Dejamos a un lado los pequeños fragmen-tos con los que se logra su construcción y aún más: los frag-mentos en apariencia vacíos, en apariencia inútiles, y que no obstante son los que llevan el gran peso de nuestra pirámide personal, social y de nuestros propios secretos, de nuestros pensamientos, de lo que gira y vuelve esto (sea lo que sea) en un espacio (la vida) que ocupamos libremente (y no). Como ahora, en que una distancia inadvertida nos mantiene leja-nos, sin permitirnos percibir que este momento, como tantos otros, se ha construido de eso que en verdad ha llevado ya no a la fluidez ordinaria, “aceptable”, general, sino a esa verdade-ra totalidad que tan sólo podríamos encontrar en un alto, en una honestidad, en una percepción real. La sombra formada por un cuerpo, por un sol, por una luz que se construye de un algo, de una parte de ese gran todo que sólo miramos en cier-to instante; que nos conjuga con el ahora (un ahora engañoso que no nos permite sumergirnos en el único y verdadero ins-tante que es la construcción de esa generalidad). Algo como

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esto. No sólo una idea fluyendo o un texto o una distancia o un hombre que lee o unas palabras flotando mientras no las miran. No. Más bien todo aquello que lleva a este preciso momento, de izquierda a derecha, de allá, de acá. La suma de brevedades, de otros todos, de lo simple, de lo concreto. Un conjunto de hechos formados por conjuntos de hechos, formados por conjuntos de hechos… hasta llegar a esa mi-núscula forma que es aquella voz en espera del silencio. De arriba para abajo (si así se logra entender mejor). Pues de otro modo, bajo la incomprensión, bajo la aceptación, son los he-chos los que dominan y manejan al hombre, siempre incapaz (quizá exagero) de cuestionar profundamente. La inmensi-dad de un espacio que sólo logra ser así por la concepción de la eternidad, que nos da la ignorancia de unos límites que no por nuestra incapacidad dejan de ser y estar en algún sitio. Volvemos así al asunto (como siempre tan simple, como todo tan básico) de que será la duda, y la observación real (casi desconocida, mas no creo que imposible) la única creadora de verdades y la única que puede devolvernos la capacidad para encontrar de nuevo los vacíos y ese instinto de atender eso que dejamos ir, pero que utilizamos (casi vilmente) para la conveniencia de nuestro ahora: esa minúscula forma que nos resiste.

No obstante parece imposible. No obstante parece inútil. Pues siempre resultará que el tiempo (ese demonio que no nos deja tranquilos; esa herramienta destructora creada por el hombre para inhabilitar sus capacidades, sumergiéndonos en una angustia inadvertida, y sin embargo constante, tan nuestra ya que se ha convertido en la otra pierna que nos impulsa a un verdadero vacío), el tiempo habrá de extenderse sin permitir que nos detengamos a observar lo importante que es ese minúsculo detalle. Nos regala la angustia de es-tar llevándonos a perder todo impulso para identificar lo que habrá quedado ya oculto. Pues siempre resultará más fácil lo

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que es por el simple hecho de ser, sin más cuestionamien-tos. Llevándonos a la enorme paradoja que se forma cuando ciertos hombres emprenden esa búsqueda de mínimos, para crear una masa enorme como el progreso, que nos enceguece aún más (otra angustia que está formada por otras, y otras más). Pasos que se olvidarán y que se perderán bajo el efecto de un salto que nos obliga a aceptar lo que se ha formado. Como si eso fuera todo.

Y no, no es así.

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En su obra fundamental Philosophiæ naturalis principia ma-thematica (1687) Isaac Newton definió el tiempo como un absoluto: “El tiempo absoluto, verdadero y matemático, por sí mismo y por su propia naturaleza, fluye uniformemente sin relación con nada externo, y se le llama asimismo dura-ción”. Es algo que está más allá de nosotros, digamos, que muchas veces confundimos con nuestras propias ideas de él. En forma de apostilla dice: “El tiempo relativo, aparente y común, es una medida sensible y externa de la duración por medio del movimiento, que es comúnmente usada en vez del tiempo verdadero”. Es decir que, en una evocación a las ideas platónicas, el tiempo absoluto, el verdadero, es el que real-mente existe ajeno al mundo sensible y que, por el contrario, el relativo es una materialización en relación al movimiento sensible de las cosas. En relación a esto, Aristóteles ya había reflexionado definiendo cuestiones como la continuidad, la infinita divisibilidad del tiempo, la no temporalidad de los horas y la necesidad del movimiento y del sujeto consciente.

A lo largo de la historia, el ser humano ha creído en el tiempo circular —es decir en que cada final debería ser causa del comienzo de un nuevo suceso—, en la eternidad —“Todo fluye, nada permanece”, dijo Heráclito— y se ha debatido en

EL VALOR DEL TIEMPO

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ideas de filósofos como Zenón —quien creía que tanto el movimiento como el transcurrir del tiempo son puras apa-riencias ficticias, aberraciones de nuestros sentidos, que están llenas de contradicciones y que no existen en realidad—, Pla-tón —quien dijo que “el tiempo es una imagen móvil de la eternidad”—, el mismo Aristóteles, Newton, Leibniz —que al igual que Aristóteles, y a diferencia de Newton, concebía el tiempo como algo absoluto— y Kant —quien planteó la discusión del tiempo desde la perspectiva del conocimiento (empírico o a priori).

¿El tiempo es un conocimiento que sacamos de la expe-riencia? ¿Está en nosotros previo a los conocimientos que ob-tenemos con los sentidos? ¿Es el tiempo mismo la facultad de conocer?

El tiempo es para algunos la vida misma. Los años a partir del nacimiento, la infancia, la adolescencia, la vejez, la llegada de la muerte, las generaciones. El funcionamiento a partir de un calendario (cualquiera que este sea). Historia, eras, siglos, décadas, años. Estaciones, meses, semanas, días, horas, mi-nutos, segundos, tic, toc, tic, toc. Día, noche. Trabajo, citas, compromisos. Metas, ideales. Ya estás en edad de… estudiar, crecer, trabajar, tener hijos, retirarte, morir. ¿Será el tiempo la acumulación de recuerdos? ¿Y qué pasa cuando uno deja de existir y todos esos recuerdos se pierden? ¿La conciencia de nuestra propia existencia será el tiempo? ¿Qué será la memo-ria entonces? ¿Qué es este momento? ¿Cuál es la influencia de la religión en nuestras ideas de la existencia? ¿Qué represen-ta la acumulación de la materia para algunas culturas? ¿Por qué la evolución y para qué? ¿Será el tiempo únicamente un proceso biológico y corporal? ¿Qué papel juega la vejez y la muerte en todo esto?

Una persona fallece y cede todos los bienes que acumuló a lo largo de su vida a sus seres queridos. Casas, cuentas ban-carias, propiedades. Aquello que le costó esfuerzo, pero sobre

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todo tiempo. Horas, días, años que se traducen en algo qué dejar después de la muerte. ¿Qué es lo que las personas que heredan reciben realmente? La representación del esfuerzo, el tiempo dedicado, parte de la vida de aquel que se ha ido. Sus días, sus semanas, sus años. En un sistema donde las po-sesiones representan el pasado, el presente y el futuro. Todo se traduce en tener para trascender, en dejar algo para “seguir existiendo”. Durante nuestra vida trabajamos para sobrevivir, para comer, para resguardarnos del frío, para atender nuestras necesidades. ¿Pero cuáles son estas? ¿Qué es aquello que real-mente necesitamos para continuar existiendo? ¿No será en esta era precisamente tiempo?

Nuestros días de vida se traducen en monedas, en billetes, en posesiones. ¿Cuánto vale un día de tu vida? ¿Cuánto un segundo?

En un sistema como el nuestro el dinero es tan valioso como el tiempo, como nuestra propia vida o la de otros. Va más allá de la representación del esfuerzo, de la lucha perso-nal; es una muestra de poder, de superioridad. Tengo más, soy más, vivo mejor. Ahorro tiempo, obtengo tiempo. Existo para producir y para adquirir. Mi vida se reduce a despertarme temprano, mirar el reloj y apurar mi día. Cada objeto que ob-servo me hace pensar en la dedicación a él. ¿Quiénes lo pen-saron? ¿Quiénes lo crearon? ¿Quiénes lo hicieron llegar a mí? ¿Cuánto tiempo llevó todo eso? ¿Estará después de mí? ¿Qué sucederá con él cuando ya no puede verlo? La existencia nos permite percibir el paso del tiempo. El envejecimiento bio-lógico y social. La conciencia es la herramienta con la que se manifiesta la existencia. ¿El tiempo sucede porque existimos?

El primer reloj del mundo lo inventaron los egipcios. Era de sol. Después continuó el reloj de agua, o Clepsidra y du-rante el siglo XVI se inventaron los relojes de arena. ¿Cómo se puede medir el tiempo? ¿Por el paso de los días? ¿Por la rotación de la tierra? ¿Qué son los segundos? ¿Son una acu-

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mulación abstracta? ¿Un avanzar? ¿La reducción de nuestros días de vida? En 1400, en Europa comenzaron a usarse relojes mecánicos que sólo marcaban las horas. En 1600 los relo-jes comenzaron a indicar los minutos y los segundos, y fue cuando aparecieron los primeros relojes de bolsillo. En 1840 Alexander Bain construyó un reloj eléctrico accionado por la atracción y repulsión eléctrica. En 1920 aparecieron los pri-meros relojes mecánicos de pulsera. En 1936, en Gran Bre-taña, se creó el primer servicio telefónico que daba la hora. En 1967 se definió a un segundo como 9,192,631,770 vi-braciones de un átomo de cesio. En el año 2009 se inventó el reloj atómico óptico de estroncio, el más exacto del mundo. ¿Es todo esto una representación de nuestra conciencia? ¿Una forma de control? ¿Un sistema de transacción?

El trabajo de hombres y mujeres —empleados— puede traducirse en dinero, en una compensación por su esfuerzo, por su tiempo. Hay horarios fijos para laborar: jornadas de ocho, doce o veinticuatro horas. Se dedica parte de la vida para poder trabajar, para poder vivir, para poder trabajar. Se recibe un salario: diario, quincenal, mensual. Salario or-dinario, integral, fijo, variable, mixto. Salario mínimo, ho-ras extras, bonos de compensación. ¿Cuánto valor tiene el tiempo? Es proporcional a las oportunidades. No todos ga-nan lo mismo en una misma jornada. Un profesionista gana más que un obrero por las mismas ocho horas de trabajo. ¿Su tiempo vale más? ¿Su vida es más valiosa? ¿Sus conoci-mientos son más valiosos? ¿Ha dedicado mayor parte de su vida a prepararse? El sistema marca esa barrera. Genera la frustración de aquellos que se ven encerrados en la paradoja de un sistema donde el dinero y las posesiones representan más éxito. Hice más en menos tiempo: soy más que tú en menos tiempo.

El sentido de la competencia lleva a la ambición. No im-porta ya el tiempo, la vida, la muerte, los minutos, los segun-

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dos, todo se acepta como algo ilusorio. Lo que importa es el éxito. Tener para ser. Tener para representar ese “ser”. Tener para que otros vean que eres y qué eres. Tener para que tu tiempo haya valido la pena. O simplemente tener para cum-plir con necesidades que alguien más inventó.

El dinero es una abstracción, tanto como el tiempo. Son algo inventado para controlar. Las expectativas de vida giran entorno a esos dos elementos. Se forma el miedo y la nece-sidad. Los días pasan, el cuerpo envejece. La necesidad de sobresalir nos acorrala. ¿Cuáles son tus expectativas de vida? ¿Cuánto de lo que se espera que hagas has hecho realmente? Hay que estudiar. Hay que tener un buen empleo. Hay que comprar una casa y tener una familia. Hay que tener dinero para la vejez. Si se logra, entonces has llevado una buena vida. Haz sido feliz. Si no, la existencia misma te asfixia. Tú tiempo de vida se reduce a la vez que se reducen todas las oportuni-dades y tus posibilidades. Porque todos creen en eso, en el mecanismo, en ese orden.

La felicidad en cambio es un sentimiento, una emoción, algo que sí existe. Puede llegar por instantes o por estados de satisfacción plena. También puede estar en la nada. En la vida misma. Muy lejos de sistemas económicos, de expectativas sociales, de la ambición, de todo aquello que se ha formado alrededor del ser humano. Sin embargo, en un sistema como éste, donde el dinero y el tiempo son los elementos indispen-sables para ser feliz, es casi imposible alcanzar la plena satis-facción. ¿Cómo hacerlo entre tanta presión social? Entonces el estado de felicidad se distorsiona. La idea de ser feliz se reduce a comulgar con lo que se ha construido, a conformar-se, a no mirar, a aceptar, a no relacionarse, a no cuestionar. El filósofo Slajov Zizek dice que la felicidad es una categoría conformista. Lo es. Para él la felicidad no encaja. La lucha se forma muy lejos de ella, la salida. No se puede crecer dentro de la felicidad. Se sufre. Es cierto.

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Para Platón la felicidad está en el movimiento tranqui-lo, lo cual significa en el pensamiento griego la evolución o cambio sereno de las cosas, incluidas las que afectan a la vida. Para él existen diferentes tipos de “bien”. Uno que afec-ta al alma concupiscible, que es la que alberga los deseos, otro que satisface al alma irascible que contiene la valentía y la nobleza y otro que es el que cubre las necesidades del alma racional. Aristóteles rechaza todo esto. Para él la felicidad y el placer son lo mismo y derivan de la “actividad personal”. No se rechaza pues que la satisfacción pueda venir del cumplir con los patrones, que un sentimiento confuso de “felicidad” se forme ahí. Que el saberse con tiempo suficiente, con di-nero, pueda hacer sentir a alguien en un estado de plenitud. ¿Pero por qué debe ser así? ¿En un sistema formado de esta manera cuántos tiene la oportunidad ya no de la felicidad sino de la satisfacción personal? ¿Y cuántos realmente están conformes con esto? Autos, casas, viajes, prendas. El ciuda-dano promedio pierde el tiempo en la búsqueda de esto. Tra-baja buscando las oportunidades para ser feliz, aunque esto le cueste su propia felicidad. ¿Cuántas veces promedio mira un hombre su reloj mientras está trabajando? ¿Cuántas veces alza un chico la mirada para ver el reloj y saber cuándo ter-minará su turno de clases? ¿Cuántas veces su pensamiento se desvía con deseos de estar en otra parte? Hay quien prefiere saltarse todo esto y buscar métodos para obtener la felicidad efímera de las posesiones lo más rápido posible. No importa el método. Si es necesario hay que robar, explotar a otros o llevar acabo empresas fuera de la ley. Felicidad exprés. Feli-cidad ahora y rápido.

En el aspecto laboral se controla al empleado. Hay re-lojes checadores que marcan su hora de entrada y su salida. El control de su tiempo está totalmente relacionado con la producción: rendimiento, estadísticas, expectativas, dinero. Para una empresa el control del tiempo refleja esto de forma

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individual. ¿Cuánto está produciendo cada quién? A través de los sistemas de control de tiempos se señala el principio y fin de los turnos y se indican las pausas en el trabajo que hace cada empleado. Se tiene un control del personal, lo que facili-ta saber cuántos operarios son necesarios para un proceso. El tiempo de cada uno debe de rendir. Hay que producir, tradu-cir la vida a dinero, traducir el dinero a posesiones, traducir las posesiones en felicidad.

Todo lo que guardamos representa al tiempo. Vivimos con prisa porque hay que apurarse a acumular. La vida se pasa. Hay que juntar lo más pronto posible. Ernesto Sábato, en una entrevista que dio a Mariano Grondona en los años 90, habló sobre el horror al silencio. “Cuando entro a un café” dijo “y quiero hablar con un amigo digo al mozo ‘Me apaga la musiquita’. No se puede hablar. Es una fijación del ruido, del apuro. Hay que apurarse. La gente va como loco, disparando como loco por las calles con los autos, suprimien-do el oxigeno en buena cantidad y si usted los siguiera, si uno los siguiera, finalmente van a casa a ver televisión. ¿Para qué tanto apuro?”. El silencio permite pensar, darse cuenta. El silencio es la claridad de la mente. Es el camino a la verdad, aunque esta sea incómoda. Por eso es preferible para muchos no cuestionarse nada. Aceptar el ruido, el visual, el mental, el general. Aceptar las cosas como están como fuéramos a existir para siempre.

Eso heredamos realmente. La ilusión de la eternidad, el tiempo de otros. Quizá la infelicidad de alguien más.

¿Cuándo se inventó el primer reloj checador?

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Entre el principio y el final de los ojos algo debe suceder. Más que el latido del miedo. Lejos de ese aterrizaje forzoso, cada segundo, de ese modo insoportable de andar, de arrastrar los pies formando surcos; de dejar visible el camino que nos revela que no llegaremos nunca a ningún lugar. Prisioneros de nosotros mismos, de lo insoportable que es la conciencia, de lo terrible que es el pavor a lo nuevo. Pues siempre será más fácil quedarse quieto, engañándose a uno mismo con esas ilusiones por delante. Teucídides dijo: “Hay que escoger: descansar o ser libres”. ¿A qué se refería con esto? Hay que aceptar y conformarse o buscar las respuestas. Sin embargo, la búsqueda no nos permitirá el descanso. De ningún modo existirá la tranquilidad. El descanso es aparente, significa el miedo. La libertad es la capacidad de decidir, de saltar los límites.

Cumplimos las convenciones sociales con la condena que parece cerrarnos el paso a lo que ahora se encuentra más leja-no: ese ser que ha sido menospreciado por sí mismo, que ja-más ha intentado salir de esta jaula. La comodidad (terrible) oculta los muros. Aceptar siempre será más sencillo. Que-darse quietos con el temor de lo incomprensible. Sin em-bargo, debería darnos más miedo nuestra cobardía. Nuestra

TODAS LAS JAULAS

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angustiante forma de aceptar el encierro que nos arrastra a la ignorancia dentro de ese avance subterráneo que nos man-tiene aquí, abajo, lejos de la verdadera esencia que está ahí, detrás de los barrotes que hemos formado. Pues no hemos hecho más que formar prisiones dentro de cárceles (noso-tros). Oscureciéndolo todo. Dejándonos poco espacio para la movilidad.

Somos hombres que agachan la cabeza para no ver los destellos de la libertad. Que ignoran la sombra de los que vuelan. Que encadenan aves o las convierten en piedras para que no se levanten. Que se niegan a todo. Que sacuden la ca-beza cuando un pensamiento los aborda: ¡no! ¡Eso no es para mí! Y resulta entonces esto: Un ejército de seres que chocan entre sí. Que se han olvidado de preguntar. Que aceptan los rincones de su prisión. ¿Habrá algo más despreciable?

El temor intensifica al poder, le da fuerza. Decía Mon-tesquieu: “La verdadera libertad consiste en poder hacer lo que hay que hacer”. Yo aumento: y en querer hacerlo y tener el valor de hacerlo. ¿O no somos libres realmente? ¿Tenemos miedo a nuestra propia libertad? Y lo que es peor, ¿estamos conscientes de esta libertad? ¿Estamos conscientes de nues-tra posibilidad de elección? ¿Ignoramos realmente nuestro encierro?

Creamos nosotros mismos otras pequeñas cárceles que nos llevan poco a poco al punto de la inmovilidad total. Per-manecemos encerrados en una cuna como en los brazos de una madre. Entre los barrotes de las imposiciones sociales que se reducen a nombres, a clasificación y a un supuesto orden. ¿Cuál es la finalidad de controlarlo todo? ¿Es la idea de una convivencia sana la herramienta que otros han usado para su beneficio? ¿Eso también lo sabemos y no hacemos nada al respecto?

Eso se encuentra cada día. Personas que buscan sus pasos. Personas que buscan ocultarse. Personas que caminan con los

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ojos cerrados, mientras otros “luchan” por ellos en una cárcel peor: la de la ambición, la del poder. La vida degenerada por algo tan absurdo como las posesiones. Todo tan efímero y superficial. Pero, ¿quién al final no será guardado como una pieza cualquiera después del juego? Sin llevarse nada. Dejan-do a otros con la misma hambre y con la misma derrota.

¿Quién será el valiente aquí entonces? ¿Quién será el que se atreva a darse cuenta que las llaves las cargamos en la mano y que sólo es cosa de tomar la decisión? ¿Quién será capaz de no funcionar como nos han hecho creer que debe ser? ¿Cuándo dejaremos de inundarnos de falsos rostros, de falsos poderes, de figuras, de héroes?

Es tan simple. Lejos de idealismos y de luchas inútiles. De esos poderes que llevan a lo mismo y forman surcos y surcos. Hay que intentar volver a lo simple. Comenzar de nuevo. Avanzar desde nosotros mismos. Modificar el camino perso-nal. Hay que modificar el rumbo de nuestras palabras. Andar otras calles. Abrir las puertas una a una. Salir de nosotros y luego, quizá, buscar el modo de abrir todas las siguientes.

Es la única manera que encuentro. No lo sé. Una puerta primero y luego otra. Hasta poder vivir de nuevo, alguna vez.

¿Qué verá el último en cerrar los ojos?

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El supuesto implícito es que todo forma parte de esta gran unidad. Que a este monstruo (para unos bello e hipnotizan-te) le hemos creado piernas y un tórax, y que todo este espacio está lleno de personas que manan ahí, de alguna forma. Que aquello es la piel de esta grandeza que nos cubre dentro de un supuesto orden y un entendimiento, donde sus opuestos se incluyen, pero que es lo más cercano a la razón. Y sin embar-go, creo que esa grandeza no está en esa historia engañosa, ya abstracta (poco real), que nos lanzan como sangre para hacer girar nuestra realidad. Ni tampoco en esa mayor ausencia de lo que aún no es, pues lo único verdadero es lo latente, lo que está, este instante, este tiempo sin tiempo.

Lo único que existe somos nosotros, ahora. Las ideas son abstracciones. Nada más. La eternidad es justo ahora. Lo de-más es una masa que en su conjunto forma nuestras creen-cias de la vida. Son ilusiones que hemos hecho para poder comprender algo que nosotros mismos creamos. Espejismos que nos alejan de toda verdad. El peso que nos sumerge en el fango formando de rostros desconocidos, fuera del tiempo, del ahora. Habría que detenernos no en épocas o en ciclos, sino en ese hilo, en esa punta del instante, en la brevedad que es ser. Lo de atrás queda roto en la confusión, en lo que na-

LO ABSOLUTO DE LA BREVEDAD

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die sabe. En testimonios que nos quiebran por dentro y nos guían hacía un mundo implantado por razones de seres que ya no están. Seres que sufrieron del mismo mal, que se deja-ron llevar (como nos ha pasado siempre y seguirá sucedien-do) por esos senderos abiertos de un pasado aún más lejano. Pasado que nos domina en la ilusión de la continuidad. Que forma un muro que no logramos derribar. La base de una pirámide en donde en la punta sólo crecen hombres confun-didos, vacíos, listos para ser dominados; para ser inyectados por todo ese peso que no les corresponde.

Toda batalla se ha peleado antes. Toda ambición es here-dada. Cada instante niega lo absoluto. Nada es nuestro.

Hemos aprendido a transferir esa carga terrible del pa-sado, pensando en otra carga terrible que es el futuro. Todo para que aquellos mismos que vengan, igual, arrastren esa misma falsedad y continuemos así contagiando el engaño. Todo se consume al instante de ser. Nosotros mismos pronto no estaremos aquí. ¿Y de qué nos ha servido entonces el paso en este tablero donde sólo hemos sabido jugar con nosotros mismos, con la ilusión? Hemos transferido el hambre de po-der, de dominación, de engaño, de egoísmo. Todo para que dentro de cien años, o más, cuando ninguno de nosotros esté aquí, el ser humano siga girando sobre esa misma base, ese mismo peso, durante los ciclos de la muerte del hombre y el cruce de las generaciones. Hasta que quizá, alguien o algu-nos, logren comprender que el verdadero absoluto no se en-cuentra en ese todo engañoso del que se cree formamos parte. En ese efecto que parecen formar los años, haciendo pensar que todo se une. En ese momento donde se diluyen las gene-raciones y se crean los aparentes eslabones del tiempo. No. El único absoluto es el ahora. O mucho más inmediato que eso.

Sólo muertos podríamos evitar la angustia de pensar en la brevedad del ser. Ella, la muerte, que se extiende, paradójica, inmensa, tras los muros que nos aprisionan en la historia, en

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un tiempo donde todo es falso. Está ahí, mirando, observan-do, siendo y dejándonos ser. Dispuesta siempre a arrebatarlo todo al menor impulso. Así es de enorme la brevedad. Pues es la que mira, la que esquiva, la que se prepara para ser ese pulso entre la realidad y un sueño que no habrá de terminar nunca. Luego nada pasa. Todo termina. El telón cae sobre un rostro que lo ha formado todo. El monstruo se ve fragmenta-do, hecho humo. Se mira desaparecer. Entonces, ¿de qué vale esa totalidad cuando el verdadero absoluto se encuentra tras esto que ya se nos ha escapado? Quizá alguna vez, cuando este instante se haya ido (este o aquel), lograremos liberarnos del peso que nos han dejado caer encima. Quizá alguna vez tendremos conciencia de que nada es días, ni años, ni tiempo y que toda mala ambición no tiene sentido. Pues todo ha terminado ya. La brevedad al final habrá de devorarlo todo, hasta esto, dejando un nuevo momento que podría desapa-recer, como tantos otros, sin que nadie haga caso de él. ¿O estamos muertos ya?

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Ilusión se refiere a una distorsión de la percepción. Es una mo-dificación de la realidad. Para el Hinduísmo el término maia, o maya, se refiere a una imagen ilusoria o irreal. Es la materia que, formando el universo, se crea a sí misma. Es el mundo relativo y engañoso que perciben nuestros sentidos y que debe ser superado para llegar a la unión última con la “verdad final”. Pero, ¿cómo es la ilusión? ¿Qué es la ilusión? ¿Cómo puede definirse si estamos en ella? Nietzsche en su escrito Sobre ver-dad y mentira aclara que la fuente original del lenguaje y del conocimiento no está en la lógica sino en la imaginación. En la capacidad radical e innovadora que tiene la mente humana de crear metáforas, enigmas y modelos, pero sobre todo, eso creo yo, en creer en ellos y hacerse pasar por ellos. Formamos parte de un engaño general. Todos somos ilusionados pero también ilusionistas. La imagen de nosotros mismos, aquella que en-tregamos al mundo, está influenciada y marcada por ciertos elementos que forman nuestra personalidad dotándonos de un sello “distintivo” que modificamos de acuerdo al medio donde nos desarrollamos. ¿Hasta dónde somos nosotros mismos? Nos ajustamos al espacio y tiempo. Siendo estos también una ilu-sión. Y aunque en el fondo sabemos que nada es lo que parece, lo aceptamos dejándonos engañar sin enfrentar la verdad que

ILUSIÓN

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nadie sabe cuál es. Sin embargo, tenemos la capacidad de pre-guntarnos ¿qué es la verdad? Para Nietzsche es “una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamen-te y que después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes. Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.”1 No es culpa nuestra. Nos han marcado el camino, ilusorio también, que debemos seguir para cumplir con ciertas reglas. Cosa que quizá es un truco para darle sen-tido a la vida o para mantenernos perdidos en este muestrario de ilusiones. Así todo.

Mejor veamos las cosas desde su lado más simple. El ser humano navega entre una realidad con la que, a decir verdad —y sin pretender generalizar— parece estar de acuerdo. Es más, podría decir que cada vez queremos sumergirnos más en ella, como si fuéramos por el mundo pidiendo que nos ilusionen. Deseando que nos pierdan en mundos inexisten-tes; pidiendo que nos dejen estar engañados hasta la muerte. (¿Cuántas relaciones no serían el ejemplo más claro de ello, donde algunos están conformes de vivir en el engaño con tal de sentirse afianzados a un tronco que los mantiene en pie?) Es un juego interminable en el que todos participamos y del que conocemos las reglas: Ilusióname y yo te ilusiono. Crea-mos trucos, por llamarlos de algún modo, que alejan nuestra atención de nosotros mismos y de las cosas que suceden a nuestro alrededor. De aquellas cosas simples que se nos en-tregan por sí solas.

Para muchos psicólogos la ilusión es una esperanza que

1 Vaihinger, “La voluntad de ilusión en Nietzsche”, en: Teorema, 1980

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no tiene fundamentos. Para otros es el engaño y tiene una estrecha relación con la credulidad. En cualquier sentido se requieren dos elementos: el ilusionado y el ilusionista. ¿Qué nos orilla a representar cualquier de los dos papeles? ¿Es la inocencia y el abuso? ¿Es una tendencia inherente del ser hu-mano? ¿Es el motor de nuestra sociedad? ¿Hasta donde po-dríamos vivir sin el engaño? Cada uno de nosotros representa un papel, alternando de ilusionado a ilusionista. La vida gira alrededor de eso. Un cielo, un infierno. Los caminos estable-cidos. Los castigos. Las reglas. Y más aún: un dominio total basado en el status, en el engaño, en la materia, en la imagen, en las barreras, en el morbo. Donde las capas de cemento esconden el origen, la tierra, la verdad.

Nos condenamos a este mundo (no físico, sino moral, de convivencia; creado por el mismo hombre sobre el tablero donde otras verdades más firmes fluyen también). Somos de-pendientes de esas posiciones falsas, de esas clasificaciones, de los niveles, de la economía, de los muros, de los reyes, de los esclavos, de la marginación, del dominio, del poder, de los espejismos, del tiempo, de la imagen. De los discursos po-líticos, los actos propagandísticos, los anuncios comerciales, las falsas ideologías, los géneros, las fronteras, la violencia. El miedo, la soledad, los arquetipos, los caminos impuestos, las metas señaladas, la hipocresía, el acoso. La pobreza, la rique-za, la desolación, el desprecio, el vicio, el egoísmo, la locura, los asesinatos, los robos, el conformismo, las violaciones, el abuso, la presunción, el poder, las posesiones... Esa telaraña que nos retiene como moscas y donde yo, como cada uno, he sido ilusionista también. Ese engaño que podría ser derroca-do fácilmente si tan sólo tuviéramos la capacidad de entender que tras los muros hay un principio, un origen. Que tras la ilusión hay una verdad que fue, en cualquier modo, la que nos ha puesto aquí y aquí nos mantiene.

¿O será todo esto una ilusión?

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Empieza el decimoquinto y último asalto. El rostro de Rocky es un muestrario del horror. Sus pómulos están hinchados, sus ojos están deformes, le han cortado un párpado para que pueda ver y su cuerpo se tambalea. No se rinde. Pide a los de su esquina que no detengan la pelea. Lo mismo Apollo. Suena la campana. En el centro del ring, con las guardias cansadas, con pasos lentos, ambos boxeadores se miden la distancia. La gente está enardecida. Rocky recibe un certero derechazo en el rostro y va a las cuerdas. No cae. El orgullo lo mantiene de pie. Entonces es su turno. Da a Apollo dos ganchos que parecen doblarlo. Cualquier de los dos puede caer, sus cuerpos son títeres del pasado. A Rocky lo mantiene en pie su propia historia. La pobreza, el amor, una vida llena de dificultades. Ha resistido todo eso y puede resistir más. Golpea a Apollo y éste parece apunto de caer. No obstante suena la campana. La gente se sube al ring. Reporteros, per-sonas de seguridad, fanáticos. Todos rodean a los peleadores. Rocky es entrevistado para la televisión en medio del caos. Él apenas responde. No le interesa nada, sólo su amada Adriana a quien le grita una y otra vez. ¡Adriana, Adriana! Ella aparece en la escena. Esquiva al público e intenta llegar al escenario, al ring. En ese instante se da a conocer al ganador. Por deci-

UNA REFLEXIÓN SOBRE LAS POSIBILIDADES DE LA BUENA SUERTE

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sión dividida el que triunfa es Apollo. Adriana avanza entre la gente para encontrarse con Rocky quien no deja de gritar. Por fin se abrazan y se dicen “te quiero”. Fin. Comienzan los créditos. Suena el tema de la película y los espectadores se emocionan como si hubieran estado ahí. Sienten que su vida tiene sentido, su sufrimiento, y que ellos también podrían resistir cualquier batalla. Se van a casa emocionados.

La fórmula es simple. En guionismo se conoce como el viaje del héroe y se divide en diversas fases. Algunos mane-jan ocho, otros más. De forma general se pueden mencionar doce. El mundo ordinario: es el momento en que se conoce la vida del héroe, se descubren sus ambiciones, sus limitaciones y se forma un lazo de identificación y reconocimiento con él. El llamado a la aventura: cuando nuestro héroe es desafiado a enfrentar algo. Rechazo de la llamada; el encuentro con el mentor; el cruce del primer umbral (que es el momento en que la persona en verdad se compromete con el campo de la aventura); pruebas, aliados y enemigos (cuando gente y diver-sas circunstancias se oponen a un cambio); acercamiento a la cueva profunda o interior (cuando el héroe se prepara para la batalla); la prueba más difícil (cuando el héroe enfrente a sus más fuertes temores); la recompensa; el camino de regreso; la resurrección y regreso con el elixir.

Aunque no en todas las historias de héroes se cumple to-talmente con cada fase, se utiliza como una base general que permiten manejar las emociones, el desarrollo y conmover al espectador que, sin saberlo, ya conoce la fórmula desde antes. Cientos de películas que ha visto antes van igual. Pero eso no importa. Él quiere sentir la posibilidad de alcanzar los hechos en su propia vida. Sentirse también capaz de vencer sus miedos y de alcanzar el éxito. Sin embargo, en el mundo real no a todos les llega el llamado a ninguna aventura ex-traordinaria. Nuestro universo diegético –término que se uti-liza para definir el mundo interno en una historia— es muy

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simple: trabajar, cumplir con horarios, convivir con la familia y situaciones que ya todo mundo conoce. Pocas veces sucede algo que hace que nuestra suerte cambie y se mueva nuestra realidad. En general seguimos y seguiremos viviendo bajo los mismos patrones de siempre. Vidas comunes y corrientes donde el éxito se reduce no a enfrentar nuestros miedos, o a cambiar nuestra propia realidad y trascender, sino a cumplir con las expectativas establecidas. Ser un profesionista, tener una familia, una casa, morir bien.

Sin embargo, a pesar de saber que nuestra vida no llegará mucho más lejos, nos gusta creer en la posibilidad de que tal vez algo maravilloso podría sucedernos cualquier día. La suerte es un animal que en cualquier momento puede apa-recer frente a nosotros. Nos gusta alimentarnos de la ilusión, creer que nuestra vida puede cambiar y que como el héroe de nuestra película favorita seremos capaces de aceptar el reto, aunque en la vida jamás hagamos algo ni por nosotros, ni por los demás. ¿Qué falta? ¿La realidad tiene demasiado peso? ¿Hace falta el reconocimiento? ¿Sólo somos capaces de en-frentar el éxito en un estado de ilusión?

Nos gustan las historias maravillosas. Los perdedores que se convierten en seres admirados. Héroes que están cerca de nosotros, pero que al mismo tiempo no podemos tocar. Es miedo, es curiosidad, es manipulación. El éxito, más allá del establecido por la sociedad, es una posibilidad que se reduce a un estado de la imaginación o que se queda en un pasado remoto, un sueño de juventud. De mayor a menor grado to-dos hubieran deseado ser otra persona, o dedicarse a algo más (músicos de rock, escritores, actores, futbolistas). Miramos a aquellos que lo han logrado con un grado sobrado de admi-ración. Ellos tuvieron la suerte, decimos. Pero, ¿y nosotros? Nos tocó vivir así. Ni modo. No hay nada que nos venga a cambiar la suerte y nosotros no somos capaces de modificar-la. No nos atrevemos. Esperamos el gran golpe de la fortuna.

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La fantasía, desde la perspectiva del entretenimiento, nos da posibilidad de la motivación y al mismo tiempo nos dice que aquello no es para todos. Sólo unos cuantos serán los elegidos. ¿Por qué tiene que ser así? Porque entonces, tal vez, no habría nada qué contar. No todos pueden ser Rocky, no todos pueden tener la “fortuna”, no todos pueden tener éxito, no todos pueden ser héroes. Sin embargo, todos podemos ser testigos de la fortuna de otros, aplaudir a otros, admirar a otros. Es muy sencillo; tanto como lo es comprar un boleto para ver una película y vivir nuestras vidas nada más. Aceptar las condiciones en que estamos es más fácil. Luchamos día a día por ser esos héroes en la vida diaria, en nuestra propia realidad, en nuestro trabajo, aceptando lo afortunados que somos por tener salud, casa, empleo. Esto a todos los niveles. Pero esa es otra forma de manipulación.

¿Qué es la suerte? Según la Real Academia Española, la suerte es un “encantamiento de lo sucesos”, es decir algo dado a la casualidad, condiciones fortuitas y hasta cuestio-nes divinas. Es algo que nos ocurre y que nos mantiene en cierto estado de vida. Bueno o malo. Dicha o desdicha. Es algo que está afuera de nuestro control y que aceptamos con gozo o frustración. Así nos tocó vivir. Así las condi-ciones y resultados del azar que aceptamos con resignación sin analizar cómo ha sido la manera en que se ha formado esta “suerte” nuestra. Representa la imposibilidad de pre-decir un acontecimiento, de tal forma que existen hechos inesperados para los sujetos afectados, a la vez que en cir-cunstancias normales se presentan acontecimientos que de forma racional son impredecibles aunque aparentemente pueden ser lo contrario. ¿Sin embargo hasta dónde? Nos lleva a una reflexión determinista y a la libertad. Es decir a pensar que todo acontecimiento está formado por algún motivo anterior y que nuestra suerte se ha creado por una cadena de hechos.

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No obstante, además de todo cualquier condición favo-rable o adversa de un acontecimiento va en relación de los intereses de cada persona. Lo que para unos es mala suerte, para otros no lo es. Es una cosa de percepción, sí, pero tam-bién de ambición. ¿Quién se beneficia con “la mala suerte” de otros? En los deportes de competencia, por dar un ejem-plo, siempre habrá un perdedor. El triunfo de alguien es la derrota de otro. La felicidad de unos es la tristeza de otros. Es inevitable. Jamás se podrá satisfacer los deseos de todos. La única forma para salir librado es no competir. ¿Pero qué pasa en la vida donde no existe la opción de no participar? La apatía quizá sea una respuesta. En un sistema económico como el nuestro, donde la gente se clasifica en diversas clases sociales, la pobreza se asume como una situación de la mala fortuna, así como la riqueza de buena suerte. No obstante, este tipo de sino se determina por hechos que han sucedido en cadena. Los malos manejos políticos, económicos, sociales y personalmente por la resignación. Heredamos un estado de conformismo que otros han aprovechado para hacer de su vida una manifestación de la buena fortuna.

No obstante, a nuestro alrededor se forma la realidad en base a espejismos. Somos una sociedad moderna. Hemos evolucionado en pro de nuestro bienestar. Ahora tenemos asfalto que cubre la tierra y edificios y dinero y posesiones. Tenemos un empleo —aunque sea mal remunerado— y un techo —aunque tengamos que trabajar toda la vida para pa-garlo— y comida y una felicidad manipulada por la opor-tunidad que otros nos dan. El sistema está diseñado para el engaño. Nos generan ilusiones, emociones, y nos “dan” oportunidad para alcanzarlas. El medio nos dosifica la feli-cidad con el fin de beneficiarse. Aunque nuestra vida jamás vaya a cambiar. Nunca serás héroes, pero podremos cumplir con las expectativas que socialmente se tienen de nosotros. La alegría se reduce la mayoría de las veces a las posesiones.

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La buena fortuna al tener más. El consumismo, el dinero, el trabajo.

México es un país acostumbrado al dolor, a la pobreza, a la humillación. La gente está tan acostumbrada a las injusticias que ya no puede verlas. Y en muchas partes del mundo suce-de igual. La visión de la suerte es manipulada por otros. Por la religión, por los medios de comunicación, por los gobiernos. Ha sido una suerte nacer, nos dicen, una suerte estar vivo y tener salud y tener la oportunidad de llevar algo de comida a la boca todos los días. ¿Debemos sentirnos felices por eso? ¿Debemos conformarnos? No hay más oportunidad que ésta para tomar una decisión. Quedarse quietos mirando pasar el tiempo o luchar por la oportunidad de ser algo más, de llegar a cumplir nuestros sueños. Por cambiar nuestra visión de la fortuna. Sin embargo, estamos acostumbrados a dejar todo en manos de otros, a esperar el gran golpe de suerte y a la resignación. Así lo ha querido la vida, así lo ha querido Dios.

Por otro lado el desequilibrio personal, económico, espi-ritual es un negocio para muchos. La desestabilidad, el senti-miento de derrota es a la vez aprovechado como herramienta para discursos políticos, para el surgimiento de falsas religio-nes, para la explotación de personas, para el abuso, para nue-vas formas de engaño. ¿Mala suerte? Nosotros te podemos ayudar. ¿Quieres hacer dinero en abundancia? Nosotros te podemos ayudar. ¿Quieres cambiar tu vida? Nosotros te po-demos ayudar. En el fondo estamos inconformes y deseamos ser otros, vivir otra vida. Cumplir con las formas de éxito que nos han impuesto. ¿Qué nos depara el futuro? ¿Cuál será nuestra suerte?

Desde siempre el hombre ha recurrido a métodos de cla-rividencia y de adivinación para conocer lo que será de su vida. En la antigua Grecia, por ejemplo, se utilizaban diversos métodos para conocer con anticipación la voluntad de los dioses. Existía la adivinación intuitiva, mantiké — palabra

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que parece provenir de manía, locura o éxtasis— y éntecnos o tecniké, que es la adivinación inductiva o artificial basada en la observación. Los tipos de presagios se clasificaban en pro-digiosos (refiriéndose a todo aquello normal o maravillosos), atmosféricos, visuales (encuentros inesperados que represen-taban el buen o mal augurio), acústicos y filosóficos. Existía la Hieroscopia —que consiste en examinar las vísceras de un animal que se acababa de degollar—, la Oniromancia —que es la adivinación a través de los sueños— y Apolo —a través de profetas. Y quizá nos podemos remontar más atrás. La adi-vinación a través de la naturaleza tiene, tal vez, sus raíces en los antiguos rituales chamánicos. En las paredes de las cuevas de la Edad de piedra se pueden contemplar brujos en trance y todavía hoy, en zonas de Asia, el Ártico y América, hay sa-cerdotes, magos y terapeutas de algunas tribus que continúan practicando estos rituales.

Saber nuestro futuro, nuestra suerte ha sido una obsesión tanto como la muerte misma. A lo largo del tiempo se han utilizado muchos métodos más de adivinación. La runas má-gicas, el I-ching (del que se cree apareció 3000 años antes de Cristo), la bola de cristal, el tarot, la astrología, la quiroman-cia, etcétera. Hoy mismo se siguen encontrando personas que recurren a todos estos métodos y hasta se han modernizado. Existen líneas de la suerte, salen videntes por televisión y hay páginas de internet para conocer el futuro. El deseo de saber lo que sucederá en los días venideros es el reflejo de un estado de inconformidad.

Si la vida no puede mejorar por métodos divinos y eso-téricos, entonces siempre se puede recurrir a otros medios más terrenales, como las diversas técnicas de superación per-sonal, autoayuda y motivación. Otra medio que algunos han encontrado para explotar la desestabilidad emocional en las personas y que es casi un negocio tan seguro como la comida o la salud. Existen las terapias personales, los libros, los ta-

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lleres, los cursos y diversos sitios donde uno puede aprender a hacer de su vida algo mejor. Aquí entonces ya no es cosa de suerte, se niegan las formas divinas. La buena fortuna no llega mágicamente de ninguna parte. Uno construye su vida, su suerte. Hay métodos para alcanzar el éxito laboral, econó-mico, espiritual. Para ser un líder, para ser excelente, para ser el mejor empleado, para vender más, para vivir con armonía, para tener una vida deseada, para mejorar las relaciones per-sonales, para entender a la pareja, a los hijos, a los padres, al mundo, a la mala suerte. Hay oradores especializados en esto que dan ponencias con el fin de motivar a la gente y enseñar los métodos para superarse: “ve el lado positivo”, “cambia tu visión de la vida con cuatro pasos”, “con cinco”, “con veinte”. Siempre hay un método nuevo, un nuevo problema. Aunque, si cualquier de esos métodos funcionara no tendríamos que seguir consumiendo más material, ni continuar escuchando a personas dar conferencias sobre cómo ellos han sobrelleva-do los problemas de su vida, o como han hecho dinero. Es así. Sin embargo, tal vez lo necesitamos. Posiblemente todo aquello existe porque queremos que alguien nos diga “sí, la vida puede ser diferente”, “está en ti”, “mañana será un día mejor”, bla, bla, bla.

Para esto, entonces, existen los videos que corren por las redes sociales donde se ve a cientos y miles de personas co-munes cumplir su sueño. Son programas de concursos donde “cualquiera” puede participar y mostrar algún talento oculto. Telerrealidad, se llama al formato de estos shows a pesar de que actualmente estos programas son producidos, tiene un guion y se graba en estudios.

El surgimiento de este tipo de espectáculos se puede re-montar al programa Candid Camara de 1948 y posterior-mente a los concursos televisivos de los años 50. En los años 70 Estados Unidos tuvo su gran éxito, para este tipo de for-matos, con el programa An American Family, el cual consistía

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en una cámara que seguía semanalmente la vida de una fa-milia, cuyos integrantes se convirtieron en estrellas de televi-sión. Luego vino COPS, en 1989, y años más tarde The real world y desde luego Big Brother. En el año 2001 nace en el Reino Unido Pop idol, un programa de televisión con el que se pretendía buscar talentos. He ahí la máquina de milagros. El reto era encontrar al nuevo mejor cantante de pop. Todo un éxito que se esparció por todo el mundo. Pronto se creó American Idol —uno de los más conocidos—, Australian Idol, Latin American Idol, Canadian Idol, Idols West Africa, Indian Idol, Indonesian Idol, New Zealand Idol, Philippine Idol, Hay Superstar, Nouvelle Star, Deutschland sucht den Superstar, Sin-gapore Idol, Malaysian Idol, Vietnam Idol, Music Idol, Ídolos en Brasil, Ídolos en Portugal, Idols en Dinamarca, en los Países Bajos, en Finlandia y en Sudáfrica.

La idea es sencilla. Explotar los sueños, mezclar las emo-ciones. Llevar el formato del éxito visto en las películas a la posibilidad de la vida real. Tú puedes ser la nueva gran estre-lla. La suerte está de tu parte.

En años más recientes surgió Britain's Got Talent, un pro-grama británico con el que se pretende encontrar a gente de todas las edades que tengan talentos fuera de lo normal. El ga-nador, igual que en todos los programas antes mencionados, se lleva una gran cantidad de dinero y todo un reconocimien-to del público. Su vida “cambia” por completo. Actuación, canto, baile. Cualquier cosa se admite. Hoy en día se ven inundadas las redes de videos donde alguien que nuevamente parece un “perdedor” impresiona a los jurados con su des-lumbrante talento. Los mismos videos se anuncian una y otra vez con títulos como “Niña de nueve años sorprende cantan-do ópera en concurso”; “Una niña holandesa de 9 años arrasa en la red cantando”: “Gordito tímido conmovió al jurado de concurso de canto”; “El mago que impresionó al público de Britain's Got Talent”; “Impresionante danza Matrix”; “Seño-

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ra de 80 años impresiona a los jueces”; “Todos rieron de esta mujer… hasta que abrió la boca”; “Lettice impresiona a los jueces con su personalidad súper lujosa”; “Espectacular baile de viejita deja en SHOCK a jurado”; “Bailarina de pole dan-ce de más de 90 kilos”; “Adolescente se presentó en Britain´s Got Talent y causa furor”. Aplausos, aplausos, aplausos.

El más conocido, el primero, es Paul Potts. Un can-tante inglés que nación en 1970 y que hasta el afortunado día en que decidió inscribirse en la primera emisión del Britain´s Got Talent, se dedicaba a vender celulares. De un día para otro este joven tímido se volvió famoso en todo el Reino Uni-do y en el mundo entero. El video de su aparición en el pro-grama se corrió viralmente y se reprodujo en varios medios. Entonces la fórmula se empezó a repetir, una y otra vez.

En el caso de Potts, su vida es digna de un guion de pe-lícula. Su padre fue conductor de autobús, su madre cajera en un supermercado. Tuvo una infancia de pobreza y con varios problemas, incluidos de salud. De adulto continuó con problemas para encontrar trabajo, para formarse como cantante, para que lo escucharan. Un fracaso en todo sentido, dirían algunos. El personaje perfecto para tener un punto de quiebre. Hasta que un día, según él mismo cuenta, su suerte la decidió en un bolado. Cara o cruz. Fue de ese modo que terminó por enviar su formulario al programa. Entonces su-cedió. Cayó cara y listo.

Estas historias son motivación para muchos. Lloran, aplauden, se conmueven. Se miran así mismos teniendo éxi-to. La buena fortuna existe, la vida no puede ser tan terrible. ¿Pero a cuántos les puede suceder algo así realmente? ¿Cuál es el porcentaje de personas que viven algo de esas dimensiones comparado con el total de hombres o mujeres que jamás lo lograrán? ¿La frustración no será parte de una larga cadena de hechos desafortunados? ¿Qué se espera de ti? Formas parte y no. Perteneces y no. Eres y no. Nos conviene tenerte con-

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vencido de que el triunfo existe para que sigas creyendo en nuestra forma de llevar el mundo, aunque jamás te vaya a pasar a ti.

En el año 2012 se estrenó un documental llamado Sear-ching for Sugar Man. En ese mismo año ganó el Oscar a mejor documental largo. En él se cuenta la historia del cantante Six-to Rodríguez y de dos sudafricanos que están investigando el misterio de su desaparición. El filme está muy bien narrado, pero sobre todo es conmovedor. Es el extraordinario hecho de un hombre que ha sufrido de la pobreza y el fracaso du-rante muchos años, hasta que su vida da un giro inesperado. Un día recibe una llamada de teléfono por la que se entera que los discos que grabó hace muchos años, y que en Estados Unidos fueron un fracaso, en otro lugar, en Sudáfrica, fueron un éxito. Y no sólo eso, sino que allá ha sido un mito, un ídolo durante mucho tiempo. De la nada sucede el milagro. Pronto hace un viaje a ese país y se da cuenta que no es un montaje todo eso. En verdad es leyenda. ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Una historia extraordinaria? ¿La vida de un héroe? ¿Un mártir? ¿El engaño? ¿La explotación? Hay diversas aristas desde las cuales mirar esta historia, como sucede en todos los casos anteriores. ¿Quién se beneficia de estas personas? ¿Hay detrás todo un tema de injusticia social? ¿De falta de opor-tunidades? ¿De reconocimiento? ¿Cuál es la balanza con que esto se mide?

Otro caso similar, reciente, es el de Charles Bradley. Un cantante norteamericano de color con una larga vida de po-breza y sufrimiento que logra cumplir su sueño a los 60 años de edad.

Después de 40 años de vivir imitando a James Brown y de una larga lista de hechos desafortunados —de vivir en la calle, en el metro, etcétera— llega la suerte. O no llega, él la busca. Un día decide tocar en la puerta de Daptone Records, un sello que ha impulsado a artistas como Lee Fields o Sha-

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ron Jones, y pide trabajo. Sí, de lo que sea. Cantante, corista, de lo que sea. Les deja un VHS con sus imitaciones de James Brown y ahí comienza todo. Un día le llaman y nace su pri-mer disco No time for dreaming.

Todo esto está registrado en el documental Soul of Ameri-ca. Durante este filme se sigue el proceso de lanzamiento de su primer álbum y se puede conocer parte de su intimidad. No tiene rencor a nadie, a nada, agradece su suerte. ¿Pero qué es la suerte en realidad? ¿Es el hecho de haber decidido ir a tocar esa puerta? ¿Es la oportunidad que alguien le da? ¿Es la serie de hechos desafortunados en su vida? ¿Es la espera? ¿Es el deseo?

Según la fórmula hay que resistir en la vida, aunque sepas que no ganarás, porque eso te hará grande. Resistir todos los rounds de pie. Si nada pasa, si no ganas, quizá el mundo te ovacione por haber sido “un gran perdedor” de acuerdo a sus esquemas, un mártir. Bienaventurados entonces tantos y tan-tos que jamás lograrán saber lo que es la buena suerte, y quizá también todos los que prefieren aceptar la vida tal como es, sin cuestionamientos, y prefieren mirar las grandes historias desde lejos, como un espectador.

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Einstein aseguraba que aún los elementos más pequeños guardan un orden. En una conversación que sostuvo con Ra-bindranath Tagore, Albert Einstein le hizo la siguiente pre-gunta: “¿Cree usted en lo divino aislado del mundo?” A lo que el poeta bengalí respondió: “Aislado no. La infinita per-sonalidad del Hombre incluye el Universo. No puede haber nada que no sea clasificado por la personalidad humana, lo cual prueba que la verdad del Universo es una verdad huma-na. He elegido un hecho científico para explicarlo. La materia está compuesta de protones y electrones, con espacios entre sí, pero la materia parece sólida sin los enlaces interespacia-les que unifican a los electrones y protones individuales. De igual modo, la humanidad está compuesta de individuos co-nectados por la relación humana, que confiere su unidad al mundo del hombre. Todo el universo está unido a nosotros, en tanto que individuos, de modo similar. Es un universo humano”.

Todo a nuestro alrededor se mueve y se conecta con no-sotros. Todo se modifica constantemente. Nada se repite, aunque parezca lo contrario. Cada instante se diferencía del precedente y del que sigue. Ahora y ahora, por ejemplo. Aho-ra y ahora, y así siempre. Hasta en la quietud más aparen-

LA PROPIEDAD DE LOS SENTIMIENTOS

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te hay movimiento. Cuando Einstein asegura que hasta los elementos más pequeños guardan un orden, afirma que hay movimiento, sea perceptible el orden o no. Hasta dentro de los propios cuerpos lo hay. Nuestra concepción del tiempo se integra al espacio, depende de él. Según la teoría del espacio y tiempo el primero es la forma del sentido externo que permi-te representar los objetos existentes y el segundo es la forma del sentido interno que hace posible esa percepción. Los ob-jetos están relacionados con su espacio; el movimiento cons-truye nuestro sentido del tiempo. Los cambios son nuestro referente. La conciencia y la percepción son una herramienta. El orden cambia hasta en su estado más mínimo. Cada ins-tante somos otros en relación a la influencia que cada cuerpo tiene en el espacio. Dentro y fuera estamos en movimiento. Cada objeto, cada persona, todo lo que miramos debe pasar por un estado interior para que podamos lograr ordenar tem-poralmente las representaciones. Por lo tanto, el tiempo es la forma general de la sensibilidad. Conciencia, percepción, movimiento, tiempo, sensibilidad.

En las ideas del realismo filosófico se sostiene que en el acto de conocer lo determinante es el objeto. En esta teoría filosófica conocer es reflejar, reproducir las cosas. Para el ra-cionalismo se trata de copiar las cosas en sí mismas y para el empirismo de mostrar sólo el fenómeno, la apariencia de las cosas. En otro sentido, Kant dentro del idealismo afirmaba que el conocimiento es construir la objetividad. Conocer no es reflejar los objetos, sino operar sobre ellos. ¿Pero no existe en cualquier caso un proceso interno? ¿Una reacción mental y física al exterior? ¿Una influencia?

Toda la información que almacenamos, que definimos como conocimiento, se adquiere mediante dos procesos: la experiencia o el aprendizaje (a posteriori), o a través de la introspección (a priori). Se trata, pues, de la posesión de múltiples datos interrelacionados que, al ser tomados por sí

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solos, poseen un menor valor cualitativo. Nuestro cuerpo, de forma neuronal, reacciona al exterior. Almacenamos. Nos in-fluenciamos por lo que vemos, por lo que oímos. Por nuestra percepción del mundo, aquella que nadie más puede repetir y tampoco conocer.

¿Todo lo que ves es igual desde todos los puntos? ¿Cam-bia tu estado de percepción cada instante? Cada objeto, cada persona, todo ocupa un espacio. Todo parece tener un orden (dentro del mismo caos). El vaso está ahí porque la venta-na está acá, porque el auto está allá, porque la mujer que lo conduce giró en u, etcétera. ¿El lugar que cada cuerpo ocupa en el espacio está determinado por los demás? ¿Todo está en el sitio que lo percibimos? ¿Existe un eje? ¿Cómo saber qué es lo que perciben los otros de la realidad? Y si todo lo que percibimos debe pasar por un examen interno, por un análi-sis, ¿será el entorno un reflejo nuestro? ¿Quién condiciona a quién? ¿Aquellos conocimientos son una manipulación de la subjetividad? ¿Qué es entonces lo que sentimos?

El conocimiento se construye por la razón y por las impre-siones, por lo tanto está influenciado por el espacio y tiempo, que son que son formas de la sensibilidad. A partir de esto, y de las categorías en que Kant divide la razón (unidad, plura-lidad, totalidad, realidad, negación, limitación, subsistencia e inercia, causalidad y dependencia, comodidad, posibilidad – imposibilidad, existencia – no existencia, necesidad – con-tingencia; según cantidad, la relación y la modalidad), ela-boramos una relación con el entorno, con el mundo de los objetos. Son la materia y contenido. Por eso para Kant resulta imposible que exista conocimiento sin experiencia previa. Se construye a partir de.

En el año 1927, el físico alemán Werner K. Heisenberg formuló el principio de incertidumbre. Teoría con la que afirmó, de forma general, que es imposible determinar, si-multáneamente y con precisión arbitraria, ciertos pares de

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variables físicas, como la posición y la cantidad de movi-miento de un objeto dado. En forma general es lo mismo. Como las partículas a las que se refería Heisenberg, no po-demos medir todo el mismo tiempo. Un observador puede determinar o bien la posición exacta de una partícula en el espacio o su momento (el producto de la velocidad por la masa) exacto, pero nunca ambas cosas simultáneamente. Esto sucede siempre.

Por esta razón los estímulos son constantes. De forma in-evitable, a veces imperceptible, lo que nos rodea nos influye, y a la vez nosotros influimos al entorno. Somos una partícula. La acción, los movimientos, ser. Todo repercute en los demás sin que podamos notarlo. Suceden en los otros los mismos procesos de la percepción y todo lo que conllevan. Así enton-ces existe una estrecha relación entre aquello que los demás perciben y sienten y nosotros mismos.

Algo que surge de todo esto es la influencia del medio. Los sentimientos, por ejemplo, están vinculados a la dinámi-ca cerebral, como respuesta a ciertos estímulos que se provo-can por diversos estados externos. Son impulsos resultantes de la sensibilidad y de nuestra relación con el entorno. Son emociones que determinan el estado de ánimo. Son una reac-ción subjetiva al ambiente que viene acompañada de cambios orgánicos (fisiológicos y endocrinos), influidos por la expe-riencia. Sentir involucra un conjunto de cogniciones, actitu-des y creencias sobre el mundo, que utilizamos para valorar una situación concreta y que nos permite la percepción que podemos tener de algo en específico.

Los sentimientos, las emociones, son por tanto resultado de aquello que acontece dentro del espacio y el tiempo. Son un reflejo, nuestra respuesta interna a nuestra relación con el entorno, con los demás. Todos influimos en los otros de algu-na manera. De forma directa o indirecta. Somos un sistema, aunque no podamos darnos cuenta y jamás podamos conocer

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exactamente de qué modo. En toda relación es así. Nunca sabremos qué es aquello que provocamos en el otro, así como nunca podremos conocer sus pensamientos.

George Steiner dice en su libro Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento: “Esta opacidad hace imposible saber más allá de la duda lo que cualquier otro ser humano está pen-sando. […] Ni la hipnosis, ni las técnicas psiquiátricas, ni las “drogas de la verdad” pueden extraer de una manera verificable los pensamientos del otro” Y refiriéndose en concreto a un sen-timiento como el amor, dice: “De aquí las inciertas relaciones entre el pensamiento y el amor. De aquí la posibilidad de que el amor entre seres pensantes sea una gracia en cierto modo milagrosa. […] El amor más intenso, quizá más débil que el odio, es una negociación, nunca concluyente, entre soledades”. Todo sentimiento, quizá entonces, es una transferencia mutua. Una conversación silenciosa, por decirlo de algún modo. Par-tículas. Es una relación en la que jamás podremos conocer el estado del otro. Nuestras acciones influyen en los demás, pero nunca podremos conocer de qué modo, a pesar de las respues-tas externas.

El cuerpo se expresa y responde. Las emociones se ma-nifiestan a través de reacciones, componentes conductuales particulares, fisiológicos e involuntarios, expresiones externas que nos permiten intuir qué es lo que otro siente, pero aque-llo es algo que nosotros mismos procesamos de forma interna y adaptamos a nuestra subjetividad, algo que nos puede llevar al engaño. Existen por otro lado las palabras, el lenguaje, la sinceridad, un medio que nos podría permitir reflejar el pen-samiento, conocerlo, pero aquí se formulan otras tantas pre-guntas. ¿No tiene también todo eso que pasar por un proceso de interiorización y análisis y llevar a una mala interpreta-ción en orden subjetivo? ¿Cómo puede saber el receptor que lo que escucha es completamente la verdad? ¿Pueden existir otros factores que manipulen la información vertida? Al final

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sucede lo mismo: todo se adapta a lo que nosotros, a su vez, sentimos y al exterior. Es un círculo.

La dirección de las miradas modifica la suerte del ins-tante. De una u otra forma el azar tiene un lugar en lo que sentimos. Estar en un sitio determinado en un momento determinado. La percepción se forma por lo concreto, por los hechos y por el procesamiento interno y hasta por la dis-torsión. En el hecho de los sentimientos lo principal es los otros, es el entorno, aunque también los juegos de la men-te. El amor, el odio. Es algo que nos sucede a cada uno de forma interna. Es una respuesta, una reacción. La empatía es quizá una ilusión, o como dijo Steiner algo casi milagro-so. Pero eso no forma los sentimientos, aunque tal vez po-dría influir. Pero en realidad el amor, como el odio y todos los sentimientos, pertenecen a quien los siente, nada más. Creer lo contrario es un sentimiento más, es egoísmo. El ser se puede manifestar, coincidir, pero el amor y todo lo demás no es eso. Son una serie de respuestas a impulsos externos. Impulsos que pueden ser determinados por una persona, por un animal, por objetos, por la experiencia. Son una res-puesta al entorno, una forma de adaptarnos. Admitir esto es admitir los procesos internos, y por lo tanto la pertenencia de los sentimientos en cada uno. Negar al otro, entonces, es negarse a uno mismo. Todo lo demás es un reflejo.

Nadie más podrá conocer realmente tus sentimientos y nadie podrá interpretarlos como quieres. Aquello sucede úni-camente dentro de ti. Los otros no lo sienten, lo otros no lo saben; los otros sienten algo más, algo que tú tampoco podrás interpretar nunca por completo. De ahí la incertidumbre. De ahí el conflicto. Querer forzar lo que es imposible lleva a la frustración; otra respuesta emocional que se manifiesta a tra-vés del mismo proceso interno.

Para la psicología, de forma individual la frustración puede ser acumulativa, sin duda alguna y generar reacciones como

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ansiedad, rabia, depresión, angustia, ira o en sentimientos y pensamientos autodestructivos. De forma colectiva sucede lo mismo. Reaccionamos como si fuéramos partículas. La angustia de sentirse ninguneados, engañados, de pretender conocer lo que los demás piensan o sienten. Todo genera en el fondo una inestabilidad social que parece insuperable y que a la vez nos ha encajonado en una paradoja terrible, pues aquello también nos influye, etcétera. Nos hemos convertido en víctimas de la inercia. Fingimos, nos hacemos pasar por otros. Manipulamos. O como dice George Steiner: “Hom-bres y mujeres persisten en virtud de un disfraz recurrente. Pero la máscara se lleva debajo de la piel”. Razón por la que al final siempre seremos unos extraños los unos para los otros. A veces hasta para nosotros mismos.

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¿Quién de nosotros no ha sentido, al mirar al héroe de una película, al ver a los actores al final de una obra de teatro, o al mirar en televisión la entrevista de un gran famoso, el deseo de ser cualquiera de ellos? Sus vidas son, eso creemos, mejores que la nuestra. Ellos no salen del cine corriendo para alcanzar el último metro, o no tienen que volver a casa luego del teatro para sentir la frustración de ser alguien común y corriente, o no deben apagar el televisor porque la esposa –o el esposo– se queja de no poder dormir.

Cuando se es niño se puede sobrellevar todo eso fácil-mente. El tiempo es tan largo que hay de sobra para llegar a ser Superman, Batman, o el vocalista de una banda de rock. Fácilmente se le pueden dedicar varios minutos a la imagina-ción. Sólo basta con quererlo para ser el héroe favorito o el protagonista de la caricatura que más te gusta. Todas las posi-bilidades están abiertas. Soñar resulta factible, y hasta lógico. Tanto que debería formar parte de los derechos de los niños. Sueña, sueña, sueña... sueña todo lo que puedas... Pero, ¿qué pasa cuando creces y te das cuenta que jamás llegarás a ser el Hombre Araña? ¿Qué pasa cuando te das cuenta que nunca serás el futbolista del año, ni darás conciertos frente a millo-nes de personas?

LA RUTA HISTÉRICA DEL PROTAGONISMO

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La respuesta es fácil: frustración. El ingrediente principal o el eslabón perdido de la enfermedad del siglo: el protago-nismo. Algo que intentamos esquivar, hacer a un lado, fingir que no existe, pero que al mismo tiempo es lo principal que explota la industria del “entretenimiento” para que sigamos consumiendo. Nos hacen creer que se puede llegar a ser un ídolo. Y no solo eso, sino que debemos llegar a serlo. Que únicamente necesitamos mirar el televisor, aplaudir, comprar playeras y gastarnos toda nuestra quincena en un concierto, o en los artículos de colección de alguna saga tan de moda en estos tiempos, para estar un poco cerca. Aunque estemos muy lejos de esa belleza estética que tienen los “semidioses” de esas fantasías con las que nos hipnotizan.

¿Quién no ha actuado frente al espejo imitando la escena de alguna película? ¿Quién no se ha avergonzado cuando se siente descubierto dando un concierto de rock a media sala? Todos hemos dado las gracias a aplausos que probablemente nunca serán. Hemos dicho discursos y salvado a la humani-dad. Todos nos hemos ganado la lotería y hemos saludado a la cámara. Todos hemos soñado con ser el protagonista. Con tener al menos cinco minutos de fama.

Desde luego todo esto es resultado del poder mediá-tico. De la dosis de héroes plásticos que nacen cada día. De la fábrica de ilusiones. De las necesidades falsas que son el pun-to central de nuestra confusión. Los intereses de unos pocos se convierten en la frustración de muchos otros, formando la ecuación perfecta del consumismo.

No importa el talento. Se crean ídolos que se explotan hasta sus últimas consecuencias. Hasta más allá de la muerte. Nunca termina el producto para la industria. Ya habrá men-tes que piensen en cómo lograr sacar provecho de todo, de lo que sea. ¿Cuántos cantantes, actores, bailarines, escritores, artistas que si fueron consecuencia de su talento, no se hacen más famosos después de morir? Pero ellos no son lo más pre-

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ocupante, pues de un modo u otro se les hace un debido ho-menaje, que al final no resulta otra cosa que otra forma de co-mercialización, de explotación. Lo más terrible son los otros. Todos aquellos creados por la industria para vendérnoslos. Los falsos espejos de la sociedad. Los maestros de los ritos más atroces. Los que jamás serán el reflejo de la propia gente que los sigue, y que de ningún modo nos harán —aunque desafortunadamente se crea que sí— sentirnos identificados. Actores que no actúan. Cantantes que no cantan. Escritores que no escriben. O que hace todo eso, pero sin tener el mayor respeto por la esencia verdadera de crear.

Es preocupante escuchar por la calle cuando las personas —que no son culpables de nada— se refieren al conductor de algún programa de televisión, que promueve la ignorancia, como artista. Hasta ese nivel llegan las consecuencias. Los intereses. La verdadera expresión se ha visto soterrada por los absurdos alcances del ardid del engaño.

Los mercados se ven saturados de propuestas. Las per-sonas en su afán de búsqueda alcanzan lo que tienen más cerca. No estamos acostumbrados a cuestionar, a investigar, a analizar. La necesidad es la verdadera arma que utiliza el po-der para ofertar más productos plásticos, sin que les importe aplastar a quien sea. Sin tomar en cuenta a aquellos muchos otros que luchan por la verdadera expresión. Porque las cosas profundas no venden: no, no venden, dicen: la música culta no vende: el arte no vende: la cultura no es negocio. Lo im-portante aquí, para ellos, es seguir cultivando la necesidad de identificación, causando un verdadero galimatías en el pensar de las masas. Presentan ideales imposibles de alcanzar, cau-sando el consumo desmedido de la gente y así el negocio perfecto: el naufragio de quienes los alimentan.

Se crean necesidades no únicamente a través de ídolos, sino también de todo lo que gira en torno a ellos: lo casi imperceptible: la materia. Ropa, autos, teléfonos celulares,

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etcétera. Se nos venden a través de ellos, de la imagen de la persona exitosa: la de aquella que logra sobresalir de entre los demás porque lo tiene todo: ese todo que se le permite solo a ellos: a algunos cuantos. Ese todo que es por lo que la gente termina luchando. Se crea la necesidad a partir de la carencia y viceversa. El mercado se inunda de marcas, de falsos sím-bolos de “éxito”. Las clases se dividen y la envidia se alimen-ta. La angustia de la necesidad se instala en las personas. La búsqueda por obtener lo que nos falta. La frustración por no conseguir lo necesario para sobresalir de los demás.

Podríamos quedar soterrados bajo toneladas de produc-tos y nada sería suficiente: autos, alhajas, cuentas bancarias. Jamás logramos sentirnos satisfechos. Nos han instalado tan profundamente el “chip” de la necesidad, que somos capaces de continuar acumulando sin tregua. No es suficiente sobre-salir más que los demás. Quienes lo han logrado no han sa-bido detenerse. Ya no saben qué sigue después. En el fondo es como si intentaran superarse a ellos mismos, o a aquella sombra que no nos suelta y que quizá nadie quisiera llevar. ¿Cómo sería la sensación de libertad, si aquella sombra de los mecanismos del consumo y del protagonismo no nos hubie-ran hecho ya pedazos?

La respuesta es difícil. Ya no logramos distinguir entre la “realidad”. Es esta, dirían algunos, tal vez. Pero, ¿no ha quedado otra oculta muy en el fondo? ¿No ha quedado lo realidad perdida por el esquema del protagonismo? ¿No es la frustración la madre de las tragedias como robos, suicidios y asesinatos? ¿Cuáles son realmente las repercusiones de la industria de la necesidad? Tenemos miedo a no ser lo que se espera de nosotros. Tenemos miedo a no lograr ser más que todos. Tenemos miedo a no poder. Miedo a perdernos. Miedo a consumirnos. Miedo, miedo, miedo: el ingrediente principal.

La televisión gira entorno a esto. Los anuncios comerciales

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se concentran en satisfacer las necesidades creadas. “Conviér-tete en la mujer más bella en cinco minutos”. “Sé el hombre más viril con solo untarte la pomada mágica”. Adelgaza, ten unos dientes blancos, mejora tu apariencia, baja esos kilitos de más en tan sólo ¡dos días!, cutis, uñas, ojos, manos, nariz...

Aquí nadie es lo que debería ser y no conviene que lo seamos. No es redituable que estemos satisfechos con noso-tros mismos. La industria necesita nuestra frustración. ¿Su-perman era gordo? No. ¿Las princesas son horribles? No. Y aunque pudieran serlo, ¿quién tiene realmente la capacidad para llegar a ser princesa o superhéroe? Nadie. Pues aunque la noticia caiga en seco para muchos: todo aquello es falso. Decía John Lennon: “la vida es algo que sucede mientras tú estás ocupado haciendo otros planes”, o diría yo: consumien-do otras cosas.

¿No es real que buscamos superarnos en logros a los que nos han “obligado” a creer? ¿No es verdad que la gran mayoría busca comprar el auto del año, aunque tengan que sufrir durante horas un tráfico infernal? ¿A caso no es cierto que hay quienes no escatiman en sus métodos con tal de lo-grar aquello que han soñado –aunque esos sueños resulten tan efímeros? ¿No son la frustración y la necesidad, acaso, los padres de muchos crímenes?

No se generan los medios apropiados para que las perso-nas logren satisfacer las necesidades inducidas. Causando que muchos busquen obtenerlas no siempre de forma honesta, completando así la ruta histérica de lo innecesario: robos, fraudes, asaltos, narcotráfico, y muchos etcéteras que, en una ciudad como esta, ya todos conocemos.

Se culpa al crimen por sí mismo, como si nada mas pro-fundo lo generara. Como si no existieran otros mecanismos en el motor de lo atroz. ¿No es acaso todo el sistema igual de terrible, igual de salvaje que los peores criminales? ¿No es tan culpable una ambición como la otra?

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Las calles del México actual están tan agrietadas como los rostros, como la esperanza. La angustia se ha con-vertido en la principal manifestación del miedo y el egoísmo en el único escalón a la salvación. Aquí ya nadie ve por na-die. Nos consumimos poco a poco bajo la sangre y el olvido. Porque así pasan las cosas aquí. Todo se esfuma. Todo resulta efímero. Los crímenes se han vuelto el centro de atención y de la seducción: el peor resultado de este juego. En el delito se unen dos mortíferos eslabones: la necesidad y la ambición. Víctima a victimario, donde la única batalla que vale es la de no ser de los primeros.

En esta sociedad vale más ser de los “cabrones”, pues es al parecer la única opción que existen para salir de la me-diocridad, de la pobreza. Para muchos es el único medio de obtener ingresos. Los jóvenes que comienzan a colaborar con el narcotráfico ¿no son acaso comprados por los espejismos del materialismo, de la riqueza, del poder? Es más atractivo que el hambre, claro, o que ser una víctima más. Pues si nos dieran elegir, ¿quién preferiría ser de aquellos que inundan las primeras planas de la nota roja? ¿A quién, verdaderamente, le gustaría ver su cuerpo lleno de sangre en los principales no-ticieros? Todos tenemos miedo a la posibilidad. ¿O quién no se ha preguntado alguna vez mirando los noticieros: cuándo me tocará a mí? Nos estremecemos ante la probabilidad. La inseguridad es una sombra que no nos permite andar libre-mente, la más horrenda de las consecuencias de la ambición.

Ya no salimos de los cines queriendo ser el héroe. Salimos a las calles deseando no ser noticia. Somos guerreros de la sobrevivencia diaria. Queremos estar y al mismo tiempo no. Queremos que nos vean, sobresalir, y al mismo tiempo ocultarnos. Todo es la confusión de una terrible paradoja. Un caos, un desorden, el desmoronamiento de nosotros mismos. No podemos dejar el vicio del protagonismo, y no obstante también le tenemos miedo. ¿Qué peor angustia que esa? Esta-

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mos derrotados con anticipación. No hay opción viable. No hay modo de salir.

Hemos optado por ser testigos a distancia. Mirar los periódicos como si aquello fuera un capítulo más de una telenovela donde una madre mata a su hija, o donde un no-vio asesina a su novia, o donde aparecen fosas con cientos de muertos en algún estado de la república. Todo pasa lejos, aunque esa distancia sea solamente el espejismo del autoen-gaño. Estamos acostumbrados a distorsionar nuestra reali-dad. A darle sentido a las cosas de acuerdo a la conveniencia. Pero, ¿qué más se puede hacer ante la adversidad en un país como éste?

Ya nadie, en el fondo, es capaz de ser un héroe. Si lo inten-tas –como hizo en el 2010 un hombre en la estación del me-tro Balderas– puedes sufrir consecuencias terribles. Más vale quedarse al margen. Podemos vanagloriarnos de nosotros mismos, construirnos en la falsedad de la apariencia, fingir lo que no somos. Somos capaces de construir la más terrible de las ilusiones, pero nada más. Estamos condenados a morir bajo la invención de nosotros mismos.

De un modo u otro todos sabemos que ninguna per-sona es lo que parece. En el fondo se oculta otra realidad. Dentro de cada uno se esconden los miedos, los deseos, los pensamientos que nadie es capaz de descifrar. Pero ya nos he-mos acostumbrado a este juego. La decepción es parte de este mecanismo. La vida, creemos, está bien así. Sería demasiado horrenda si pudiéramos ser transparentes. El verdadero nue-vo ciclo es ese. Uno en que hasta la tecnología nos permite seguir siendo los que no somos, y fingir, fingir, y fingir.

En las redes sociales, por ejemplo, puede decirse todo y mostrarse todo casi sin ninguna consecuencia. Son el instru-mento perfecto para la construcción de un personaje propio. La histeria del protagonismo se ve reducida a un clic. Signi-fica exponer a los miles de amigos eventos sociales, días lu-

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minosos, alegría, y muchas otras invenciones que se ventilan para demostrar a tantos otros desconocidos que “mi vida es mejor”. ¿Para qué? Para calmar un poco la ansiedad de sobre-salir ante los demás. Algo que no termina de tener sentido cuando ni siquiera somos capaces de poder saber si aquellos ante los que queremos sobresalir son como se presentan. Pues al final de cuentas ¿quién existe realmente como se hace ver en los medios electrónicos? No interesa. No se necesita más para admirar a los nuevos ídolos: a los creados por nosotros mismos para nosotros mismos y que somos nosotros mismos: una mentira. Se explota el ego, la falsedad. Pero, ¿no somos eso realmente? Es a lo que estamos acostumbrados. A consu-mir y pretender. A demostrar, a mutar, a fingir. A eso nos han acostumbrado. No importa el medio, ni la forma, ni la ma-nera, ni las palabras, ni la cantidad de mentiras, o de sangre, o de muertos, o de lo que sea. Hay que llegar a la cima. Hay que llegar aunque no exista y sea sólo un laberinto terrible de (auto)engaño. Uno del que jamás seremos capaces de salir porque no existe. Porque es la principal ilusión.

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Ruido de Jonathan Minila, se editó y diagra-mó en los talleres gráficos de La Vecindad, Sociedad Cooperativa, Constancia 178, nú-mero 270, Guadalajara, Jalisco. Las páginas se compusieron con tipos de la familia en Adobe Garamond Pro. El diseño y el cuidado del texto estuvo a cargo del autor y Gerardo

Esparza.

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Ruido es más que libro de ensayos. Es una voz crítica y narrativa de timbre extraño que diserta sobre la soledad, el tiempo, la asfixia de la acumulación, las posibilidades de encontrarse con la buena suerte, así como la búsqueda desesperada de protagonismo. Es una colección de obsesiones, una exploración de diversos infiernos con los que muchos de nosotros habremos de sentirnos identificados

Jonathan Minila

México, 1980. Autor de cuentos y ensayos. Su obra se ha publi-cado en diversas antologías. Ha colaborado en revistas como Letras Libres, Vice, Picnic, Posdata, Casa del tiempo, Opción, Generación, Mutante, Guardagujas, entre otras. En el 2012 recibió mención honorífica en el XIX Premio FILIJ de Cuento para Niños y Jóvenes. Actualmente es Jefe de Promoción y Rela-ción con Autores de la Coordinación Nacional de Literatura. Es colaborador de La Jornada Aguascalientes y de otros medios impresos y electrónicos.