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Lic. José Francisco Olvera Ruiz
Gobernador Constitucional del Estado de Hidalgo
y Presidente Honorario del IAPH
InstItuto de AdmInIstrAcIón PúblIcA
del estAdo de HIdAlgo, A.c.
Lic. Carlos Godínez Téllez
Presidente del Consejo Directivo
Lic. Ramón Ramírez Valtierra
Vicepresidente
L.C. Nuvia Mayorga Delgado
Tesorera
Lic. Gerardo Cruz González
Secretario ejecutivo
Coordinación editorial
Ernesto Garduño M.
Diseño y formación
Ceiba Diseño y Arte Editorial
Primera edición, 2011
© Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo, A.C.
Plaza Independencia núm. 106-5° Piso, Centro, Pachuca, Hidalgo
Teléfonos: (771) 715 08 81 y 715 08 82 (fax)
Página web: www.iaphidalgo.org
Correo electrónico: [email protected]
Impreso en México
ÍNDICE
Presentación 5
Programa del Partido Liberaly Manifiesto a la Nación 11
Discursos del senador doctor Belisario Domínguez 55Del 23 de septiembre de 1913 60Del 29 de septiembre de 1913 65
La querella de México 75Martín Luis Guzmán
PRESENTACIÓN
El Instituto de Administración Pública del Estado de Hidalgo presen-
ta el tercer volumen de Lecturas políticas, una colección de libros
orientada –como lo muestran los dos volúmenes anteriores– a la
recuperación del pensamiento político de nuestros clásicos.
Aquí y ahora las élites “nacionales” –tanto las políticas como las
intelectuales– se ocupan más de igualarse hacia afuera que de iden-
tificarse hacia adentro. Todo ciudadano mexicano requiere repensar
lo nacional para conceptualizar el cómo y hasta dónde es pertinente
para la nación mexicana continuar con las formas de inserción eco-
nómica y financiera bajo el liderazgo actual. La red financiera global
se caracteriza por la socialización de los costos y la privatización de
las ganancias. El costo social puede ser impagable.
Las actuales formas de inserción de los recursos locales en la
red financiera global han demostrado su incapacidad no sólo para
disminuir la pobreza en México, sino llanamente para producir el
empleo remunerado que los mexicanos requerimos.
En ocasiones, por desconocimiento histórico, pensamos que
nuestros problemas son nuevos porque observamos más la forma
que el contenido de las decisiones políticas. No hay peor riesgo para
una cultura, que la pérdida de sus referentes: lengua, memoria, sím-
bolos y tradición. Nuestra fuerza y nuestra viabilidad como comu-
nidad política están allí. También nuestras fallas y debilidades. For-
6
talecer las primeras y superar las segundas son la clave de nuestra
gobernabilidad institucional y de la paz pública.
En los tres pensamientos aquí reunidos encontramos tres formas
distintas de afrontar los retos que la nación mexicana tuvo que re-
conocer hace un siglo justamente. Sin embargo, esos retos siguen
vigentes. Su reconocimiento nos muestra lo que nos une en lo inter-
no, a la vez que evidencia los límites de la actual forma de integra-
ción de lo mexicano en la red global.
Frente a quienes piensan que los procesos de integración de-
ben ser acordes a la dinámica externa y no en correspondencia con
las necesidades internas de nuestro país, en cierta forma estos tres
mexicanos del siglo pasado nos recuerdan, cien años después, que
Entre lo que os ofrece el despotismo y lo que os brinda el Programa
del Partido Liberal, ¡escoged! Si queréis el grillete, la miseria, la humi-
llación ante el extranjero, la vida gris del paria envilecido, sostened la
Dictadura, que todo eso os proporciona; si preferís la libertad, el me-
joramiento económico, la dignificación de la ciudadanía mexicana, la
vida altiva del hombre dueño de sí mismo, venid al Partido Liberal, que
fraterniza con los dignos y los viriles, y unid vuestros esfuerzos a los de
todos los que combatimos por la justicia, para apresurar la llegada de
ese día radiante en que caiga para siempre la tiranía y surja la esperada
democracia.
Un siglo después las formas parecen distintas pero el contenido
es el mismo. “Ciudadanía” es un concepto que se traduce como
responsabilidad, conocimiento, educación y participación. El Progra-
ma del Partido Liberal, la reflexión de Martín Luis Guzmán y el idea-
7
rio de don Belisario Domínguez nos muestran tres pensamientos de
mexicanos de excepción que ejercieron su ciudadanía en tiempos en
que el precio por ejercerla se pagaba con la vida. Moralmente se ga-
naron el derecho a ser escuchados por las siguientes generaciones.
Y los escuchamos. De esa historia aprendimos e integramos
ideas centrales del PLM en la Constitución de 1917. La reflexión de
Martín Luis Guzmán tuvo eco en las jornadas educativas de José
Vasconcelos, el creador de la Secretaría de Educación Pública. Don
Belisario pagó con su vida su compromiso con las instituciones de
la República. Así, de esas experiencias surgieron formas de organi-
zación política que pacificaron y estabilizaron al país, a la vez que
generaron no solamente crecimiento, sino también ciertas formas
nacionales de desarrollo.
La herencia más importante de los mexicanos del siglo XX a la
nación fue la construcción de una vida institucional sólida. Hoy está
en riesgo de caer en el olvido. Sin memoria no hay aprendizaje po-
sible. Leamos, aprendamos, actuemos.
Pachuca de Soto, julio de 2011
PROGRAMA DEL PARTIDO LIBERALY MANIFIESTO A LA NACIÓN*
MEXICANOS:
La Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano, en nom
bre del partido que representa, proclama solemnemente el
siguiente
Programa del Partido Liberal
EXPOSICIÓN
Todo partido político que lucha por alcanzar influencia
efectiva en la dirección de los negocios públicos de su país está
obligado a declarar ante el pueblo, en forma clara y precisa,
cuáles son los ideales por que lucha y cuál el programa que
se propone llevar a la práctica, en caso de ser favorecido por
la victoria. Este deber puede considerarse hasta como conve
niencia para los partidos honrados, pues siendo sus propósitos
justos y benéficos, se atraerán indudablemente las simpatías
de muchos ciudadanos que para sostenerlos se adherirán al par
tido que en tales propósitos se inspira.
El Partido Liberal, dispersado por las persecuciones de la
dictadura, débil, casi agonizante por mucho tiempo, ha lo
*Periódico Regeneración, 1° de julio de 1906.
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l14
grado rehacerse, y hoy rápidamente se organiza. El Partido
Liberal lucha contra el despotismo reinante hoy en nuestra
patria, y seguro como está de triunfar al fin sobre la dictadura,
considera que ya es tiempo de declarar solemnemente ante el
pueblo mexicano cuáles son, concretamente, los anhelos que
se propone realizar cuando logre obtener la influencia que se
pretende en la orientación de los destinos nacionales.
En consecuencia, el Partido Liberal declara que sus aspi
raciones son las que constan en el presente programa, cuya
realización es estrictamente obligatoria para el gobierno que
se establezca a la caída de la dictadura, siendo también estricta
obligación de los miembros del Partido Liberal velar por el
cumplimiento de este programa.
-En los puntos del programa no consta sino aquello que para po
nerse en práctica amerita reformas en nuestra legislación o medi
das efectivas del gobierno. Lo que no es más que un principio, lo
que no puede decretarse, sino debe estar siempre en la conciencia
de los hombres liberales, no figura en el programa, porque no
hay objeto para ello. Por ejemplo, siendo rudimentarios princi
pios de liberalismo que el gobierno debe sujetarse al cumplimien
to de la ley e inspirar todos sus actos en el bien del pueblo, se
sobreentiende que todo funcionario liberal ajustará su conducta
a este principio. Si el funcionario no es hombre de conciencia ni
siente respeto por la ley, la violará aunque en el programa del
Partido Liberal se ponga una cláusula que prevenga desempeñar
con honradez los puestos públicos. No se puede decretar que el
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 15
gobierno sea honrado y justo: tal cosa saldría sobrando cuando
todo el conjunto de leyes, al definir las atribuciones del gobier
no, le señalan con bastante claridad el camino de la honradez;
pero para conseguir que el gobierno no se aparte de ese camino,
como muchos lo han hecho, sólo hay un medio: la vigilancia del
pueblo sobre sus mandatarios, denunciando sus malos actos y
exigiéndoles la más estrecha responsabilidad por cualquier falta
en el cumplimiento de sus deberes. Los ciudadanos deben com
prender que las simples declaraciones de principios, por muy
altos que éstos sean, no bastan para formar buenos gobiernos y
evitar tiranías; lo principal es la acción del pueblo, el ejercicio del
civismo, la intervención de todos en la cosa pública.
Antes que declarar en este programa que el gobierno será
honrado, que se inspirará en el bien público, que impartirá
completa justicia, etc., etc., es preferible imponer a los libera
les la obligación de velar por el cumplimiento del programa,
para que así recuerden continuamente que no deben fiar de
masiado en ningún gobierno, por ejemplar que parezca, sino
que deben vigilarlo para que llene sus deberes. Esta es la única
manera de evitar tiranías en lo futuro y de asegurarse el pueblo
el goce y aumento de los beneficios que conquiste.
Los puntos de este programa no son ni pueden ser otra cosa
que bases generales para la implantación de un sistema de go
bierno verdaderamente democrático. Son la condensación de
las principales aspiraciones del pueblo y responden a las más
graves y urgentes necesidades de la patria.
Ha sido preciso limitarse a puntos generales y evitar todo
detalle, para no hacer difuso el programa, ni darle dimensiones
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l16
exageradas; pero lo que en él consta, basta, sin embargo, para
dar a conocer con toda claridad lo que se propone el Partido Li
beral y lo que realizará tan pronto como, con la ayuda del pue
blo mexicano, logre triunfar definitivamente sobre la dictadura.
-Desde el momento en que se consideran ilegales todas las
reformas hechas a la Constitución de 57 por el gobierno de
Porfirio Díaz, podría parecer innecesario declarar en el pro
grama la reducción del periodo presidencial a cuatro años y la
no reelección. Sin embargo, son tan importantes estos puntos,
y fueron propuestos con tal unanimidad y empeño, que se ha
considerado oportuno hacerlos constar expresamente en el pro
grama. Las ventajas de la alternabilidad en el poder y las de no
entregar éste a un hombre por un tiempo demasiado largo no
necesitan demostrarse. La vicepresidencia, con las modificacio
nes que expresa el artículo 3, es de notoria utilidad, pues con
ella las faltas del presidente de la República se cubren desde
luego legal y pacíficamente, sin las convulsiones que de otra
manera pudieran registrarse.
El servicio militar obligatorio es una tiranía de las más odio
sas, incompatible con los derechos del ciudadano de un país
libre. Esta tiranía se suprime, y en lo futuro, cuando el gobierno
nacional no necesite, como la actual dictadura, tantas bayone
tas que lo sostengan, serán libres todos los que hoy desempeñan
por la fuerza el servicio de las armas, y sólo permanecerán en
el ejército los que así lo quieran. El ejército futuro debe ser de
ciudadanos, no de forzados, y para que la nación encuentre
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 17
soldados voluntarios que la sirvan, deberá ofrecerles una paga
decente y deberá suprimir de la ordenanza militar esa dureza,
ese rigor brutal que estruja y ofende la dignidad humana.
Las manifestaciones del pensamiento deben ser sagradas para
un gobierno liberal de verdad; la libertad de palabra y de prensa
no deben tener restricciones que hagan inviolable al gobierno
en ciertos casos y que permitan a los funcionarios ser indignos
y corrompidos fuera de la vida pública. El orden público tiene
que ser inalterable bajo un buen gobierno, y no habrá periodista
que quiera y mucho menos que pueda turbarlo sin motivo, y
aun cuanto a la vida privada no tiene por qué respetarse cuando
se relaciona con hechos que caen bajo el dominio público. Para
los calumniadores, chantajistas y otros pícaros que abusen de
estas libertades, no faltarán severos castigos.
No se puede, sin faltar a la igualdad democrática, estable
cer tribunales especiales para juzgar los delitos de imprenta.
Abolir por una parte el fuero militar y establecer por otra el
periodístico, será obrar no democrática sino caprichosamente.
Establecidas amplias libertades para la prensa y la palabra, no
cabe ya distinguir y favorecer a los delincuentes de este orden,
los que, por lo demás, no serán muchos. Bajo los gobiernos po
pulares no hay delitos de imprenta.
La supresión de los tribunales militares es una medida de
equidad. Cuando se quiere oprimir, hacer del soldado un ente
sin derechos, y mantenerlo en una férrea servidumbre, pueden
ser útiles estos tribunales con su severidad exagerada, con su
dureza implacable, con sus tremendos castigos para la más lige
ra falta. Pero cuando se quiere que el militar tenga las mismas
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l18
libertades y derechos que los demás ciudadanos, cuando se
quita a la disciplina ese rigor brutal que esclaviza a los hombres,
cuando se quiere dignificar al soldado y a la vez robustecer el
prestigio de la autoridad civil, no deben dejarse subsistentes los
tribunales militares que han sido, por lo general, más instru
mentos de opresión que garantía de justicia. Sólo en tiempo de
guerra, por lo muy especial y grave de las circunstancias, puede
autorizarse el funcionamiento de esos tribunales.
Respecto a los otros puntos, sobre la pena de muerte y la
responsabilidad de los funcionarios, sería ocioso demostrar su
conveniencia, que salta a la vista.
-La instrucción de la niñez debe reclamar muy especialmente los
cuidados de un gobierno que verdaderamente anhele el engran
decimiento de la patria. En la escuela primaria está la profunda
base de la grandeza de los pueblos, y puede decirse que las me
jores instituciones poco valen y están en peligro de perderse, si
al lado de ellas no existen múltiples y bien atendidas escuelas en
que se formen los ciudadanos que en lo futuro deben velar por las
instituciones. Si queremos que nuestros hijos guarden incólumes
las conquistas que hoy para ellos hagamos, procuraremos ilus
trarlos y educarlos en el civismo y el amor a todas las libertades.
Al suprimirse las escuelas del clero, se impone imprescin
diblemente para el gobierno la obligación de suplirlas sin
tardanza, para que la proporción de escuelas existentes no
disminuya y los clericales no puedan hacer cargo de que se ha
perjudicado la instrucción. La necesidad de crear nuevas es
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 19
cuelas hasta dotar al país con todas las que reclame su pobla
ción escolar la reconocerá a primera vista todo el que no sea
un enemigo del progreso.
Para lograr que la instrucción laica se imparta en todas las
escuelas sin ninguna excepción, conviene reforzar la obliga
ción de las escuelas particulares de ajustar estrictamente sus
programas a los oficiales, estableciendo responsabilidades y
penas para los maestros que falten a este deber.
Por mucho tiempo, la noble profesión del magisterio ha
sido de las más despreciadas, y esto solamente porque es de
las peor pagadas. Nadie desconoce el mérito de esta profesión,
nadie deja de designarla con honrosos epítetos; pero, al mismo
tiempo, nadie respeta la verdad ni guarda atención a los pobres
maestros que, por lo mezquino de sus sueldos, tienen que vivir
en lamentables condiciones de inferioridad social. El porvenir
que se ofrece a la juventud que abraza el magisterio, la compen
sación que se brinda a los que llamamos abnegados apóstoles
de la enseñanza, no es otra cosa que una mal disfrazada miseria.
Esto es injusto. Debe pagarse a los maestros buenos sueldos,
como lo merece su labor; debe dignificarse el profesorado, pro
curando a sus miembros el medio de vivir decentemente.
El enseñar rudimentos de artes y oficios en las escuelas
acostumbra al niño a ver con naturalidad el trabajo manual,
despierta en él afición a dicho trabajo y lo prepara, desarro
llando sus aptitudes, para adoptar más tarde un oficio, mejor
que emplear largos años en la conquista de un título. Hay que
combatir desde la escuela ese desprecio aristocrático hacia
el trabajo manual, que una educación viciosa ha imbuido a
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l20
nuestra juventud; hay que formar trabajadores, factores de
producción efectiva y útil, mejor que señores de pluma y de
bufete. En cuanto a la instrucción militar en las escuelas, se
hace conveniente para poner a los ciudadanos en aptitud de
prestar sus servicios en la Guardia Nacional, en la que sólo
perfeccionarán sus conocimientos militares. Teniendo todos
los ciudadanos estos conocimientos, podrán defender a la
patria cuando sea preciso y harán imposible el predominio de
los soldados de profesión, es decir, del militarismo. La prefe
rencia que se debe prestar a la instrucción cívica no necesita
demostrarse.
-Es inútil declarar en el programa que debe darse preferencia
al mexicano sobre el extranjero, en igualdad de circunstan
cias, pues esto está ya consignado en nuestra Constitución.
Como medida eficaz para evitar la preponderancia extranjera
y garantizar la integridad de nuestro territorio, nada parece
tan conveniente como declarar ciudadanos mexicanos a los
extranjeros que adquieran bienes raíces.
La prohibición de la inmigración china es, ante todo, una
medida de protección a los trabajadores de otras nacionalida
des, principalmente a los mexicanos. El chino, dispuesto por
lo general a trabajar con el más bajo salario, sumiso, mezqui
no en aspiraciones, es un gran obstáculo para la prosperidad
de otros trabajadores. Su competencia es funesta y hay que
evitarla en México. En general, la inmigración china no pro
duce a México el menor beneficio.
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 21
-El clero católico, saliéndose de los límites de su misión reli
giosa, ha pretendido siempre erigirse en un poder político y
ha causado grandes males a la patria, ya como dominador del
Estado con los gobiernos conservadores, o ya como rebelde
con los gobiernos liberales. Esta actitud del clero, inspirada
en su odio salvaje a las instituciones democráticas, provoca
una actitud equivalente por parte de los gobiernos honrados,
que no se avienen ni a permitir la invasión religiosa en las es
feras del poder civil, ni a tolerar pacientemente las continuas
rebeldías del clericalismo. Observará el clero de México la
conducta que sus iguales observan en otros países –por ejem
plo, en Inglaterra y los Estados Unidos–: renunciará a sus pre
tensiones de gobernar al país; dejará de sembrar odios contra
las instituciones y autoridades liberales; procurará hacer de
los católicos buenos ciudadanos y no disidentes o traidores;
resignarase a aceptar la separación del Estado y de la Iglesia,
en vez de seguir soñando con el dominio de la Iglesia sobre el
Estado; abandonará, en suma, la política, y se consagrará sen
cillamente a la religión; observará el clero esta conducta, deci
mos, y de seguro que ningún gobierno se ocuparía de moles
tarlo ni se tomaría el trabajo de estarlo vigilando para aplicarle
ciertas leyes. Si los gobiernos democráticos adoptan medidas
restrictivas para el clero, no es por el gusto de hacer decretos
ni por ciega persecución, sino por la más estricta necesidad.
La actitud agresiva del clero ante el Estado liberal obliga al Es
tado a hacerse respetar enérgicamente. Si el clero en México,
como en otros países, se mantuviera siempre dentro de la
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l22
esfera religiosa, no lo afectarían los cambios políticos; pero
estando, como lo está, a la cabeza de un partido militante –el
conservador– tiene que resignarse a sufrir las consecuencias
de su conducta. Donde la Iglesia es neutral en política, es into
cable para cualquier gobierno; en México, donde conspira sin
tregua, aliándose a todos los despotismos y siendo capaz hasta
de la traición a la patria para llegar al poder, debe darse por
satisfecha con que los liberales, cuando triunfan sobre ella y
sus aliados, sólo impongan algunas restricciones a sus abusos.
Nadie ignora que el clero tiene muy buenas entradas de
dinero, el que no siempre es obtenido con limpios procedi
mientos. Se conocen numerosos casos de gentes tan ignorantes
como pobres, que dan dinero a la Iglesia con inauditos sacri
ficios, obligados por sacerdotes implacables que exigen altos
precios por un bautismo, un matrimonio, etc., amenazando a
los creyentes con el infierno si no se procuran esos sacramentos
al precio señalado. En los templos se venden, a precios exce
sivos, libros o folletos de oraciones, estampas y hasta cintas y
estambritos sin ningún valor. Para mil cosas se piden limosnas,
y espoleando el fanatismo, se logra arrancar dinero hasta de
gentes que disputarían un centavo si no creyeran que con él
compran la gloria. Se ve con todo esto un lucro exagerado a
costa de la ignorancia humana, ya es muy justo que el Esta
do, que cobra impuesto sobre todo lucro o negocio, los cobre
también sobre éste, que no es por cierto de los más honrados.
Es público y notorio que el clero, para burlar las Leyes de
Reforma, ha puesto sus bienes a nombre de algunos testa
ferros. De hecho, el clero sigue poseyendo los bienes que la
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 23
ley prohíbe poseer. Es, pues, preciso, poner fin a esa burla y
nacionalizar esos bienes.
Las penas que las Leyes de Reforma señalan para sus in
fractores son leves y no inspiran temor al clero.
Los sacerdotes pueden pagar tranquilamente una pequeña
multa, por darse el gusto de infringir esas leyes. Por tanto, se
hace necesario, para prevenir las infracciones, señalar penas
que impongan respeto a los eclesiásticos atrevidos.
La supresión de las escuelas del clero es una medida que
producirá al país incalculables beneficios. Suprimir la escuela
clerical es acabar con el foco de las divisiones y los odios entre
los hijos de México; es cimentar sobre la más sólida base, para
un futuro próximo, la completa fraternidad de la gran familia
mexicana. La escuela clerical, que educa a la niñez en el más
intolerable fanatismo, que la atiborra de prejuicios y de dog
mas caprichosos, que le inculca el aborrecimiento a nuestras
más preclaras glorias nacionales y le hace ver como enemigos
a todos los que no son siervos de la Iglesia, es el gran obstáculo
para que la democracia impere serenamente en nuestra patria y
para que entre los mexicanos reine esa armonía, esa comunidad
de sentimientos y aspiraciones que es el alma de las nacionali
dades robustas y adelantadas. La escuela laica, que carece de
todos estos vicios, que se inspira en un elevado patriotismo,
ajeno a mezquindades religiosas, que tiene por lema la ver
dad, es la única que puede hacer de los mexicanos el pueblo
ilustrado, fraternal y fuerte de mañana; pero su éxito no será
completo mientras que al lado de la juventud emancipada y
patriota sigan arrojando las escuelas clericales otra juventud
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l24
que, deformada intelectualmente por torpes enseñanzas,
venga a mantener encendidas viejas discordias en medio del
engrandecimiento nacional. La supresión de las escuelas del
clero acaba de un golpe con lo que ha sido siempre el germen
de amargas divisiones entre los mexicanos y asegura definiti
vamente el imperio de la democracia en nuestro país, con sus
naturales consecuencias de progreso, paz y fraternidad.
-Un gobierno que se preocupe por el bien efectivo de todo el
pueblo no puede permanecer indiferente ante la importantí
sima cuestión del trabajo. Gracias a la dictadura de Porfirio
Díaz, que pone el poder al servicio de todos los explotadores
del pueblo, el trabajador mexicano ha sido reducido a la condi
ción más miserable; en dondequiera que presta sus servicios es
obligado a desempeñar una dura labor de muchas horas por
un jornal de unos cuantos centavos. El capitalista soberano
impone sin apelación las condiciones del trabajo, que siempre
son desastrosas para el obrero, y éste tiene que aceptarlas por
dos razones: porque la miseria lo hace trabajar a cualquier
precio, o porque, si se rebela contra el abuso del rico, las bayo
netas de la dictadura se encargan de someterlo. Así es como el
trabajador mexicano acepta labores de doce o más horas dia
rias por salarios menores de setenta y cinco centavos, teniendo
que tolerar que los patrones le descuenten todavía de su infeliz
jornal diversas cantidades para médico, culto católico, fiestas
religiosas o cívicas y otras cosas, aparte de las multas que con
cualquier pretexto se le imponen.
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 25
En más deplorable situación que el trabajador industrial
se encuentra el jornalero de campo, verdadero siervo de los
modernos señores feudales. Por lo general, estos trabajadores
tienen asignado un jornal de veinticinco centavos o menos,
pero ni siquiera este menguado salario perciben en efectivo.
Como los amos han tenido el cuidado de echar sobre sus peo
nes una deuda más o menos nebulosa, recogen lo que ganan
esos desdichados a título de abono, y sólo para que no se mue
ran de hambre les proporcionan algo de maíz y frijol y alguna
otra cosa que les sirva de alimento.
De hecho, y por lo general, el trabajador mexicano nada
gana; desempeñando rudas y prolongadas labores, apenas ob
tiene lo muy estrictamente preciso para no morir de hambre.
Esto no sólo es injusto: es inhumano, y reclama un eficaz co
rrectivo. El trabajador no es ni debe ser en las sociedades una
bestia macilenta, condenada a trabajar hasta el agotamiento
sin recompensa alguna; el trabajador fabrica con sus manos
cuanto existe para beneficio de todos, es el productor de todas
las riquezas y debe tener los medios para disfrutar de todo aque
llo de que los demás disfrutan. Ahora le faltan los dos elemen
tos necesarios: tiempo y dinero, y es justo proporcionárselos,
aunque sea en pequeña escala. Ya que ni la piedad ni la justicia
tocan el corazón encallecido de los que explotan al pueblo,
condenándolo a extenuarse en el trabajo, sin salir de la mise
ria, sin tener una distracción ni un goce, se hace necesario que el
pueblo mismo, por medio de mandatarios demócratas, realice
su propio bien obligando al capital inconmovible a obrar con
menos avaricia y con mayor equidad.
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l26
Una labor máxima de ocho horas y un salario mínimo de
un peso es lo menos que puede pretenderse para que el tra
bajo esté siquiera a salvo de la miseria, para que la fatiga no
le agote, y para que le quede tiempo y humor de procurarse
instrucción y distracción después de su trabajo. Seguramente
que el ideal de un hombre no debe ser ganar un peso por día,
eso se comprende, y la legislación que señale tal salario míni
mo no pretenderá haber conducido al obrero a la meta de la
felicidad. Pero no es eso de lo que se trata. A esa meta debe lle
gar el obrero por su propio esfuerzo y su exclusiva aspiración,
luchando contra el capital en el campo libre de la democracia.
Lo que ahora se pretende es cortar de raíz los abusos de que ha
venido siendo víctima el trabajador y ponerlo en condiciones
de luchar contra el capital sin que su posición sea en absoluto
desventajosa.
Si se dejara al obrero en las condiciones en que hoy está,
difícilmente lograría mejorar, pues la negra miseria en que
vive continuaría obligándolo a aceptar todas las condiciones
del explotador. En cambio, garantizándole menos horas de
trabajo y un salario superior al que hoy gana la generalidad,
se le aligera el yugo y se le pone en aptitud de luchar por me
jores conquistas, de unirse y organizarse y fortalecerse para
arrancar al capital nuevas y mejores concesiones.
La reglamentación del servicio doméstico y del trabajo a
domicilio se hace necesaria, pues a labores tan especiales como
éstas es difícil aplicarles el término general del máximum de
trabajo y el mínimum de salario que resulta sencillo para las
demás labores. Indudablemente, deberá procurarse que los
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 27
afectados por esta reglamentación obtengan garantías equi
valentes a las de los demás trabajadores.
El establecimiento de ocho horas de trabajo es un beneficio
para la totalidad de los trabajadores, aplicable generalmente
sin necesidad de modificaciones para casos determinados. No
sucede lo mismo con el salario mínimo de un peso, y sobre
esto hay que hacer una advertencia en extremo importante.
Las condiciones de vida no son iguales en toda la República:
hay regiones en México en que la vida resulta mucho más cara
que en el resto del país. En esas regiones los jornales son más
altos, pero a pesar de esto el trabajador sufre allí tanta miseria
como la que sufren con más bajos salarios los trabajadores en
los puntos donde es más barata la existencia.
Los salarios varían, pero la condición del obrero es la mis
ma: en todas partes no gana, de hecho, sino lo preciso para
no morir de hambre. Un jornal de más de $1.00 en Mérida
como de $0.50 en San Luis Potosí mantiene al trabajador en
el mismo estado de miseria, porque la vida es doblemente o
más cara en el primer punto que en el segundo. Por tanto, si
se aplica con absoluta generalidad el salario mínimo de $1.00
que no los salva de la miseria, continuarían en la misma desas
trosa condición en que ahora se encuentran, sin obtener con la
ley de que hablamos el más insignificante beneficio. Es, pues,
preciso prevenir tal injusticia, y al formularse detalladamente
la ley del trabajo deberán expresarse las excepciones para la
aplicación del salario mínimo de $1.00, estableciendo para
aquellas regiones en que la vida es más cara, y en que ahora
ya se gana ese jornal, un salario mayor de $1.00. Debe procu
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l28
rarse que todos los trabajadores obtengan en igual proporción
los beneficios de esta ley.
Los demás puntos que se proponen para la legislación so
bre el trabajo son de necesidad y justicia patentes. La higiene
en fábricas, talleres, alojamientos y otros lugares en que de
pendientes y obreros deben estar por largo tiempo; las garan
tías a la vida del trabajador; la prohibición del trabajo infantil;
el descanso dominical; la indemnización por accidentes y la
pensión a obreros que han agotado sus energías en el trabajo;
la prohibición de multas y descuentos; la obligación de pagar
con dinero efectivo; la anulación de la deuda de los jornale
ros; las medidas para evitar abusos en el trabajo a destajo y
las de protección a los medieros; todo esto lo reclaman de tal
manera las tristes condiciones del trabajo en nuestra patria,
que su conveniencia no necesita demostrarse con ninguna
consideración.
La obligación que se impone a los propietarios urbanos
de indemnizar a los arrendatarios que dejen mejoras en sus
casas o campos es de gran utilidad pública. De este modo, los
propietarios sórdidos que jamás hacen reparaciones en las po
cilgas que rentan serán obligados a mejorar sus posesiones con
ventaja para el público. En general, no es justo que un pobre
mejore la propiedad de un rico, sin recibir ninguna compen
sación, y sólo para beneficio del rico.
La aplicación práctica de esta y de la siguiente parte del
Programa Liberal, que tienden a mejorar la situación econó
mica de la clase más numerosa del país, encierra la base de
una verdadera prosperidad nacional. Es axiomático que los
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 29
pueblos no son prósperos sino cuando la generalidad de los
ciudadanos disfrutan de particular y siquiera relativa prosperi
dad. Unos cuantos millonarios, acaparando todas las riquezas
y siendo los únicos satisfechos entre millones de hambrientos,
no hacen el bienestar general sino la miseria pública, como lo
vemos en México. En cambio, el país donde todos o los más
pueden satisfacer cómodamente sus necesidades será próspero,
con millonarios o sin ellos.
El mejoramiento de las condiciones del trabajo, por una
parte, y por otra, la equitativa distribución de las tierras, con
las facilidades de cultivarlas y aprovecharlas sin restricciones,
producirán inapreciables ventajas a la nación. No sólo salva
rán de la miseria y procurarán cierta comodidad a las clases
que directamente reciben el beneficio, sino que impulsarán
notablemente el desarrollo de nuestra agricultura, de nuestra
industria, de todas las fuentes de la pública riqueza, hoy estan
cadas por la miseria general. En efecto, cuando el pueblo es
demasiado pobre, cuando sus recursos apenas le alcanzan para
mal comer, consume sólo artículos de primera necesidad, y aun
estos en pequeña escala. ¿Cómo se han de establecer industrias,
cómo se han de producir telas o muebles o cosas por el estilo
en un país en que la mayoría de la gente no puede procurarse
ningunas comodidades? ¿Cómo no ha de ser raquítica la pro
ducción donde el consumo es pequeño? ¿Qué impulso han de
recibir las industrias donde sus productos sólo encuentran un
reducido número de compradores, porque la mayoría de la
población se compone de hambrientos? Pero si estos hambrien
tos dejan de serlo, si llegan a estar en condiciones de satisfacer
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l30
sus necesidades normales; en una palabra, si su trabajo les es
bien o siquiera regularmente pagado, consumirán infinidad
de artículos de que hoy están privados y harán necesaria una
gran producción de esos artículos. Cuando los millones de
parias que hoy vegetan en el hambre y la desnudez coman me
nos mal, usen ropa y calzado y dejen de tener petate por todo
ajuar, la demanda de mil géneros y objetos que hoy es insig
nificante aumentará en proporciones colosales, y la industria,
la agricultura, el comercio, todo será materialmente empujado
a desarrollarse en una escala que jamás alcanzaría mientras
subsistieran las actuales condiciones de miseria general.
-La falta de escrúpulos de la actual dictadura para apropiarse
y distribuir entre sus favoritos ajenas heredades, la desaten
tada rapacidad de los actuales funcionarios para adueñarse
de lo que a otros pertenece, ha tenido por consecuencia que
unos cuantos afortunados sean los acaparadores de la tierra,
mientras infinidad de honrados ciudadanos lamentan en la
miseria la pérdida de sus propiedades. La riqueza pública
nada se ha beneficiado y sí ha perdido mucho con estos
odiosos monopolios. El acaparador es un todopoderoso que
impone la esclavitud y explota horriblemente al jornalero y
al mediero; no se preocupa ni de cultivar todo el terreno que
posee ni de emplear buenos métodos de cultivo, pues sabe
que esto no le hace falta para enriquecerse: tiene bastante
con la natural multiplicación de sus ganados y con lo que le
produce la parte de sus tierras que cultivan sus jornaleros y
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 31
medieros casi gratuitamente. Si esto se perpetúa, ¿cuándo se
mejorará la situación de la gente de campo y se desarrollará
nuestra agricultura?
Para lograr estos dos objetos no hay más que aplicar por
una parte la ley del jornal mínimo y el trabajo máximo, y por
otra la obligación del terrateniente de hacer productivos todos
sus terrenos, so pena de perderlos. De aquí resultará irreme
diablemente que, o el poseedor de inmensos terrenos se decide
a cultivarlos y ocupa a miles de trabajadores y contribuye po
derosamente a la producción, o abandona sus tierras o parte
de ellas para que el Estado las adjudique a otros que las hagan
producir y se aprovechen de sus productos. De todos modos
se obtienen los dos grandes resultados que se pretenden: pri
mero, el de proporcionar trabajo, con la compensación res
pectiva a numerosas personas, y segundo, el de estimular la
producción agrícola. Esto último no sólo aumenta el volumen
de la riqueza general sino que influye en el abaratamiento de
los productos de la tierra.
Esta medida no causará el empobrecimiento de ninguno y
se evitará el de muchos. A los actuales poseedores de tierras les
queda el derecho de aprovecharse de los productos de ellas, que
siempre son superiores a los gastos de cultivo; es decir, pueden
hasta seguir enriqueciéndose. No se les van a quitar las tierras
que les producen beneficios, las que cultivan, aprovechan en
pastos para ganado, etc., sino sólo las tierras improductivas, las
que ellos mismos dejan abandonadas y que, de hecho, no les re
portan ningún beneficio. Y estas tierras despreciadas, quizá por
inútiles, serán, sin embargo, productivas, cuando se pongan en
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l32
manos de otros más necesitados o más aptos que los primitivos
dueños. No será un perjuicio para los ricos perder tierras que
no atienden y de las que ningún provecho sacan, y en cambio
será un verdadero beneficio para los pobres poseer estas tierras,
trabajarlas y vivir de sus productos. La restitución de ejidos a
los pueblos que han sido despojados de ellos es clara justicia.
La dictadura ha procurado la despoblación de México. Por
millares, nuestros conciudadanos han tenido que traspasar las
fronteras de la patria, huyendo del despojo y la tiranía. Tan
grave mal debe remediarse, y lo conseguirá el gobierno que
brinde a los mexicanos expatriados las facilidades de volver
a su suelo natal, para trabajar tranquilamente, colaborando
con todos a la prosperidad y engrandecimiento de la nación.
Para la cesión de tierras no debe haber exclusivismos; debe
darse a todo el que las solicite para cultivarlas. La condición
que se impone de no venderlas tiende a conservar la división
de la propiedad y a evitar que los capitalistas puedan de nuevo
acaparar terrenos. También para evitar el acaparamiento y ha
cer equitativamente la distribución de las tierras se hace necesa
rio fijar un máximum de las que se pueden ceder a una persona.
Es, sin embargo, imposible fijar ese máximum mientras no se
sepa aproximadamente la cantidad de tierras de que pueda
disponer el Estado para distribución entre los ciudadanos.
La creación del Banco Agrícola, para facilitar a los agriculto
res pobres los elementos que necesitan para iniciar o desarrollar
el cultivo de sus terrenos, hace accesible a todos el beneficio de
adquirir tierras y evita que dicho beneficio esté sólo al alcance
de algunos privilegiados.
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 33
-En lo relativo a impuestos, el programa se concreta a expresar
la abolición de impuestos notoriamente inicuos y a señalar
ciertas medidas generales de visible conveniencia. No se puede
ir más adelante en materia tan compleja, ni trazar de antema
no al gobierno todo un sistema hacendario. El impuesto sobre
sueldos y salarios y la contribución personal son verdaderas
extorsiones.
El impuesto del timbre, que todo lo grava, que pesa aun so
bre las más insignificantes transacciones, ha llegado hasta ha
cer irrisoria la declaración constitucional de que la justicia se
impartirá gratuitamente, pues obliga a litigantes a desembol
sar cincuenta centavos por cada foja de actuaciones judiciales,
es una pesada carga cuya supresión debe procurarse. Multitud
de serias opiniones están de acuerdo en que no se puede abolir
el timbre de un golpe, sin producir funestos desequilibrios en
la hacienda pública, de los que sería muy difícil reponerse.
Esto es verdad; pero si no se puede suprimir por completo y
de un golpe ese impuesto oneroso, sí se puede disminuir en lo
general y abolir en ciertos casos, como los negocios judiciales,
puesto que la justicia ha de ser enteramente gratuita, y sobre
compras y ventas, herencias, alcoholes, tabacos y en general
sobre todos los ramos de producción o de comercio de los
estados que éstos solamente pueden gravar.
Los otros puntos envuelven el propósito de favorecer el
capital pequeño y útil, de gravar lo que no es de necesidad o
beneficio público en provecho de lo que tiene estas cualida
des, y de evitar que algunos contribuyentes paguen menos de
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l34
lo que legalmente les corresponde. En la simple enunciación
llevan estos puntos su justificación.
-Llegamos a la última parte del programa, en la que resalta la
declaración de que se confiscarán los bienes de los funciona
rios enriquecidos en la presente época de tiranía. Esta medida
es de la más estricta justicia. No se puede ni se debe reconocer
derecho de legítima propiedad sobre los bienes que disfrutan a
individuos que se han apoderado de esos bienes abusando de
la fuerza de su autoridad, despojando a los legítimos dueños,
y aun asesinándolos muchas veces para evitar toda reclama
ción. Algunos bienes han sido comprados, es verdad pero no
por eso dejan de ser ilegítimos, pues el dinero con que se ob
tuvieron fue previamente substraído de las arcas públicas por
el funcionario comprador. Las riquezas de los actuales opre
sores, desde la colosal fortuna del dictador hasta los menores
capitales de los más ínfimos caciques, provienen sencillamente
del robo, ya a los particulares, ya a la nación; robo sistemáti
co, y desenfrenado, consumado en todo caso a la sombra de
un puesto público. Así como a los bandoleros vulgares se les
castiga y se les despoja de lo que habían conquistado en sus
depredaciones, así también se debe castigar y despojar a los
bandoleros que comenzaron por usurpar la autoridad y aca
baron por entrar a saco en la hacienda de todo el pueblo. Lo
que los servidores de la dictadura han defraudado a la nación y
arrebatado a los ciudadanos, debe ser restituido al pueblo, para
desagravio de la justicia y ejemplo de tiranos.
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 35
La aplicación que haga el Estado de los bienes que confis
que a los opresores debe tender a que dichos bienes vuelvan a
su origen primitivo. Procediendo muchos de ellos de despojos
a tribus indígenas, comunidades de individuos, nada más natu
ral que hacer la restitución correspondiente. La deuda enorme
que la dictadura ha arrojado sobre la nación ha servido para
enriquecer a los funcionarios: es justo, pues, que los bienes de
éstos se destinen a la amortización de dicha deuda. En general,
con la confiscación de que hablamos, el Estado podrá disponer
de las tierras suficientes para distribuir entre todos los ciuda
danos que la soliciten.
Un punto de gran importancia es el que se refiere a simpli
ficar los procedimientos del juicio de amparo, para hacerlo
práctico. Es preciso, si se quiere que todo ciudadano tenga a
su alcance este recurso cuando sufra una violación de garantías,
que se supriman las formalidades que hoy se necesitan para
pedir un amparo, y las que suponen ciertos conocimientos jurí
dicos que la mayoría del pueblo no posee.
La justicia con trabas no es justicia.
Si los ciudadanos tienen el recurso del amparo como una
defensa contra los atentados de que son víctimas, debe este
recurso hacerse práctico, sencillo y expedito, sin trabas que lo
conviertan en irrisorio.
Sabido es que todos los pueblos fronterizos comprendi
dos en lo que era la zona libre sufrieron, cuando ésta fue
abolida recientemente por la dictadura, inmensos perjuicios
que los precipitaron a la más completa ruina. Es de la más
estricta justicia la restitución de la zona libre, que detendrá
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l36
las ruinas de las poblaciones fronterizas y las resarcirá de los
perjuicios que han padecido con la torpe y egoísta medida
de la dictadura.
Establecer la igualdad civil para todos los hijos de un mis
mo padre es rigurosamente equitativo. Todos los hijos son
naturalmente hijos legítimos de sus padres, sea que éstos estén
unidos o no por contrato matrimonial. La ley no debe hacer al
hijo víctima de una falta que, en todo caso, sólo corresponde
al padre.
Una idea humanitaria, digna de figurar en el programa del
Partido Liberal y de que la tenga presente para cuando sea po
sible su realización, es la de substituir las actuales penitencia
rías y cárceles por colonias penitenciarias en las que sin vicios,
pero sin humillaciones, vayan a regenerarse los delincuentes,
trabajando y estudiando con orden y medida, pudiendo tener
el modo de satisfacer todas las exigencias de la naturaleza y
obteniendo para sí los colonos el producto de su trabajo, para
que puedan subvenir a sus necesidades. Los presidios actuales
pueden servir para castigar y atormentar a los hombres, pero
no para mejorarlos, y por tanto, no corresponden al fin a que
los destina la sociedad, que no es ni puede ser una falange de
verdugos que se gozan en el sufrimiento de sus víctimas, sino
un conjunto de seres humanos que buscan la regeneración de
sus semejantes extraviados.
Los demás puntos generales se imponen por sí mismos. La
supresión de los jefes políticos que tan funestos han sido para
la República, como útiles al sistema de opresión reinante,
es una medida democrática, como lo es también la multipli
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 37
cación de los municipios y su robustecimiento. Todo lo que
tienda a combatir el pauperismo, directa o indirectamente,
es de reconocida utilidad. La protección a la raza indígena
que, educada y dignificada, podrá contribuir poderosamente
al fortalecimiento de nuestra nacionalidad, es un punto de
necesidad indiscutible.
En el establecimiento de firmes lazos de unión entre los
países latinoamericanos, podrán encontrar estos países –en
tre ellos México– una garantía para la conservación de su
integridad, haciéndose respetables por la fuerza de su unión
ante otros poderes que pretendieran abusar de la debilidad de
alguna nación latinoamericana. En general, y aun en el orden
económico, la unión de estas naciones las beneficiaría a todas
y cada una de ellas: proponer y procurar esa unión es, por
tanto, obra honrada y patriótica.
Es inconcuso que cuanto consta en el programa del Partido
Liberal necesita la sanción de un congreso para tener fuerza
legal y realizarse: se expresa, pues, que un congreso nacional
dará forma de ley al programa para que se cumpla y se haga
cumplir por quien corresponda. Esto no significa que se dan
órdenes al congreso, ultrajando su dignidad y soberanía,
no. Esto significa sencillamente el ejercicio de un derecho
del pueblo, con el cual en nada ofende a sus representantes.
En efecto, el pueblo liberal lucha contra un despotismo, se
propone destruirlo aun a costa de los mayores sacrificios, y
sueña con establecer un gobierno honrado que haga más tarde
la felicidad del país, ¿se conformará el pueblo con derrocar
la tiranía, elevar un nuevo gobierno y dejarlo que haga en
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l38
seguida cuanto le plazca? ¿El pueblo que lucha, que tal vez
derramará su sangre por constituir un nuevo gobierno, no tie
ne el derecho de imponer algunas condiciones a los que van a
ser favorecidos con el poder, no tiene el derecho de proclamar
sus anhelos y declarar que no elevará mañana a determinado
gobierno sino con la condición de que realice las aspiraciones
populares?
Indudablemente que el pueblo liberal que derrocara la
dictadura y elegirá después un nuevo gobierno tiene el más
perfecto derecho de advertir a sus representantes que no los
eleva para que obren como les plazca, sino para que realicen
la felicidad del país conforme a las aspiraciones del pueblo
que los honra colocándolos en los puestos públicos. Sobre la
soberanía de los congresos está la soberanía popular.
-No habrá un solo mexicano que desconozca lo peligroso que
es para la patria el aumento de nuestra ya demasiado enorme
deuda extranjera. Por tanto, todo paso encaminado a impedir
que la dictadura contraiga nuevos empréstitos o aumentar
de cualquier modo la deuda nacional no podrá menos que
obtener la aprobación de todos los ciudadanos honrados que
no quieran ver envuelta a la nación en más peligros y compro
misos de los que ya ha arrojado sobre ella la rapaz e infidente
dictadura.
Tales son las consideraciones y fundamentos con que se
justifican los propósitos del Partido Liberal, condensados
concretamente en el programa que se insertará a continuación.
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 39
Programa del Partido Liberal
REFORMAS CONSTITUCIONALES
1. Reducción del periodo presidencial a cuatro años.
2. Supresión de la reelección para el presidente y los gober
nadores de los estados. Estos funcionarios sólo podrán ser
nuevamente electos hasta después de dos periodos del que
desempeñaron.
3. Inhabilitación del vicepresidente para desempeñar funciones
legislativas o cualquier otro cargo de elección popular, y autori
zación al mismo para llenar un cargo conferido por el ejecutivo.
4. Supresión del servicio militar obligatorio y establecimien
to de la Guardia Nacional. Los que presten sus servicios en el
ejército permanente lo harán libre y voluntariamente. Se revi
sará la ordenanza militar para suprimir de ella lo que se con
sidere opresivo y humillante para la dignidad del hombre, y se
mejorarán los haberes de los que sirvan en la milicia nacional.
5. Reformar y reglamentar los artículos 6° y 7° constitucio
nales, suprimiendo las restricciones que la vida privada y la
paz pública imponen a las libertades de palabra y de prensa,
y declarando que sólo se castigarán en ese sentido la falta de
verdad que entrañe dolo, el chantaje y las violaciones de la ley
en lo relativo a la moral.
6. Abolición de la pena de muerte, excepto para los trai
dores a la patria.
7. Agravar la responsabilidad de los funcionarios públicos,
imponiendo severas penas de prisión para los delincuentes.
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l40
8. Restituir a Yucatán el territorio de Quintana Roo.
9. Supresión de los tribunales militares en tiempo de paz.
MEJORAMIENTO Y FOMENTO DE LA INSTRUCCIÓN
10. Multiplicación de escuelas primarias, en tal escala que
queden ventajosamente suplidos los establecimientos de ins
trucción que se clausuren por pertenecer al clero.
11. Obligación de impartir enseñanza netamente laica en
todas las escuelas de la República, sean del gobierno o parti
culares, declarándose la responsabilidad de los directores que
no se ajusten a este precepto.
12. Declarar obligatoria la instrucción hasta la edad de cator
ce años, quedando al gobierno el deber de impartir protección
en la forma que le sea posible a los niños pobres que por su
miseria pudieran perder los beneficios de la enseñanza.
13. Pagar buenos sueldos a los maestros de [...] primaria.
14. Hacer obligatoria para todas las escuelas de la Repú
blica la enseñanza de los rudimentos de artes y oficios y la ins
trucción militar, y prestar preferente atención a la instrucción
cívica que tan poco atendida es ahora.
EXTRANJEROS
15. Prescribir que los extranjeros, por el solo hecho de
adquirir bienes raíces, pierden su nacionalidad primitiva y se
hacen ciudadanos mexicanos.
16. Prohibir la inmigración china.
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 41
RESTRICCIONES A LOS ABUSOS DEL CLERO CATÓLICO
17. Los templos se consideran como negocios mercantiles,
quedando, por tanto, obligados a llevar contabilidad y pagar
las contribuciones correspondientes.
18. Nacionalización, conforme a las leyes, de los bienes
raíces que el clero tiene en poder de testaferros.
19. Agravar las penas que las Leyes de Reforma señalan
para los infractores de las mismas.
20. Supresión de las escuelas regentadas por el clero.
CAPITAL Y TRABAJO
21. Establecer un máximum de ocho horas de trabajo y
un salario mínimo en la proporción siguiente: $1.00 para la
generalidad del país, en que el promedio de los salarios es in
ferior al citado, y de más de $1.00 para aquellas regiones en
que la vida es más cara y en las que este salario no bastaría
para salvar de la miseria al trabajador.
22. Reglamentación del servicio doméstico y del trabajo a
domicilio.
23. Adoptar medidas para que con el trabajo a destajo los
patronos no burlen la aplicación del tiempo máximo y salario
mínimo.
24. Prohibir en lo absoluto el empleo de niños menores de
catorce años.
25. Obligar a los dueños de minas, fábricas, talleres, etc., a
mantener las mejores condiciones de higiene en sus propieda
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l42
des y a guardar los lugares de peligro en un estado que preste
seguridad a la vida de los operarios.
26. Obligar a los patronos o propietarios rurales a dar alo
jamiento higiénico a los trabajadores, cuando la naturaleza del
trabajo de éstos exija que reciban albergue de dichos patronos
o propietarios.
27. Obligar a los patronos a pagar indemnización por acci
dentes del trabajo.
28. Declarar nulas las deudas actuales de los jornaleros de
campo para con los amos.
29. Adoptar medidas para que los dueños de tierras no
abusen de los medieros.
30. Obligar a los arrendadores de campos y casas a que in
demnicen a los arrendatarios de sus propiedades por las mejoras
necesarias que dejen en ellas.
31. Prohibir a los patrones, bajo severas penas, que paguen al
trabajador de cualquier otro modo que no sea con dinero efectivo;
prohibir y castigar que se impongan multas a los trabajadores o se
les hagan descuentos de su jornal o se retarde el pago de raya por
más de una semana o se niegue al que se separe del trabajo el pago
inmediato de lo que tiene ganado; suprimir las tiendas de raya.
32. Obligar a todas las empresas o negociaciones a no ocu
par entre sus empleados y trabajadores sino una minoría de
extranjeros. No permitir en ningún caso que trabajos de la
misma clase se paguen peor al mexicano que al extranjero en
el mismo establecimiento, o que a los mexicanos se les pague
en otra forma que a los extranjeros.
33. Hacer obligatorio el descanso dominical.
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 43
TIERRAS
34. Los dueños de tierras están obligados a hacer produc
tivas todas las que posean; cualquier extensión de terreno que
el poseedor deje improductiva la recobrará el Estado y la em
pleará conforme a los artículos siguientes.
35. A los mexicanos residentes en el extranjero que lo soli
citen los repatriará el gobierno pagándoles los gastos de viaje
y les proporcionará tierras para su cultivo.
36. El Estado dará tierras a quien quiera que lo solicite, sin
más condición que dedicarlas a la producción agrícola, y no
venderlas. Se fijará la extensión máxima de terreno que el
Estado pueda ceder a una persona.
37. Para que este beneficio no sólo aproveche a los po
cos que tengan elementos para el cultivo de las tierras, sino
también a los pobres que carezcan de estos elementos, el
Estado creará o fomentará un Banco Agrícola que hará a los
agricultores pobres préstamos con poco rédito y redimibles
a plazos.
IMPUESTOS
38. Abolición del impuesto sobre capital moral y del de
capitación, quedando encomendado al gobierno el estudio
de los mejores medios para disminuir el impuesto del timbre
hasta que sea posible su completa abolición.
39. Suprimir toda contribución para capital menor de
$100.00, exceptuándose de este privilegio los templos y otros
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l44
negocios que se consideren nocivos y que no deben tener de
recho a las garantías de las empresas útiles.
40. Gravar el agio, los artículos de lujo, los vicios y aligerar
de contribuciones los artículos de primera necesidad. No per
mitir que los ricos ajusten igualas con el gobierno para pagar
menos contribuciones que las que les impone la ley.
PUNTOS GENERALES
41. Hacer práctico el juicio de amparo, simplificando los
procedimientos.
42. Restitución de la zona libre.
43. Establecer la igualdad civil para todos los hijos de un
mismo padre, suprimiendo las diferencias que hoy establece
la ley entre legítimos e ilegítimos.
44. Establecer, cuando sea posible, colonias penitenciarias
de regeneración, en lugar de las cárceles y penitenciarías en
que hoy sufren el castigo los delincuentes.
45. Supresión de los jefes políticos.
46. Reorganización de los municipios que han sido supri
midos y robustecimiento del poder municipal.
47. Medidas para suprimir o restringir el agio, el pauperis
mo y la carestía de los artículos de primera necesidad.
48. Protección a la raza indígena.
49. Establecer lazos de unión con los países latinoamericanos.
50. Al triunfar el Partido Liberal, se confiscarán los bienes de
los funcionarios enriquecidos bajo la dictadura actual, y lo que
se produzca se aplicará al cumplimiento del capítulo de Tierras
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 45
–especialmente a restituir a los yaquis, mayas, y otras tribus,
comunidades o individuos, los terrenos de que fueron despoja
dos– y al servicio de la amortización de la deuda nacional.
51. El primer Congreso Nacional que funcione después
de la caída de la dictadura anulará todas las reformas hechas
a nuestra Constitución por el gobierno de Porfirio Díaz; re
formará nuestra Carta Magna en cuanto sea necesario para
poner en vigor este programa; creará las leyes que sean nece
sarias para el mismo objeto; reglamentará los artículos de la
Constitución y de otras leyes que lo requieran, y estudiará to
das aquellas cuestiones que considere de interés para la patria,
ya sea que estén enunciadas o no en el presente programa, y
reforzará los puntos que aquí constan, especialmente en ma
teria de Trabajo y Tierra.
CLÁUSULA ESPECIAL
52. Queda a cargo de la Junta Organizadora del Partido
Liberal dirigirse a la mayor brevedad a los gobiernos extran
jeros, manifestándoles, en nombre del partido, que el pueblo
mexicano no quiere más deudas sobre la patria y que, por tan
to, no reconocerá ninguna deuda que bajo cualquiera forma
o pretexto arroje la dictadura sobre la nación ya contratando
empréstitos, o bien reconociendo tardíamente obligaciones
pasadas sin ningún valor legal.
reforma, libertad y justicia
St. Louis, Mo., Julio 1 de 1906
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l46
Presidente, Ricardo Flores Magón. Vicepresidente, Juan Sara
bia. Secretario, Antonio I. Villarreal. Tesorero, Enrique Flores
Magón. 1er. Vocal, Prof. Librado Rivera. 2º Vocal, Manuel
Sarabia. 3er. Vocal, Rosalío Bustamante
Manifiesto a la NaciónMEXICANOS:
He aquí el programa, la bandera del Partido Liberal, bajo la
cual debéis agruparos los que no hayáis renunciado a vuestra
calidad de hombres libres, los que os ahoguéis en esa atmós
fera de ignominia que os envuelve desde hace treinta años, los
que os avergoncéis de la esclavitud de la patria, que es vuestra
propia esclavitud, los que sintáis contra vuestros tiranos esas
rebeliones de las almas indóciles al yugo, rebeliones benditas,
porque son la señal de que la dignidad y el patriotismo no han
muerto en el corazón que las abriga.
Pensad, mexicanos, en lo que significa para la patria la
realización de este programa que hoy levanta el Partido Li
beral como un pendón fulgurante, para llamar a una lucha
santa por la libertad y la justicia, para guiar vuestras pasos
por el camino de la redención, para señalar la meta luminosa
que podéis alcanzar con sólo que os decidáis a unir vuestras
esfuerzos para dejar de ser esclavos. El programa, sin duda, no
es perfecto: no hay obra humana que lo sea, pero es benéfico
y, para las circunstancias actuales de nuestro país, es salvador.
Es la encarnación de muchas injusticias, el término de muchas
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 47
infamias. Es una transformación radical: todo un mundo de
opresiones, corrupciones, de crímenes, que desaparece, para
dar paso a otro mundo más libre, más honrado, más justo.
TODO CAMBIARÁ EN EL FUTURO
Los puestos públicos no serán para los aduladores y los in
trigantes, sino para los que, por sus merecimientos, se hagan
dignos al cariño del pueblo; los funcionarios no serán esos
sultanes depravados y feroces que hoy la dictadura protege
y faculta para que dispongan de la hacienda, de la vida y de
la honra de los ciudadanos: serán, por el contrario, hombres
elegidos por el pueblo que velarán por los intereses públicos,
y que, de no hacerlo, tendrán que responder de sus faltas ante
el mismo pueblo que los había favorecido; desaparecerá de
los tribunales de justicia esa venalidad asquerosa que hoy los
caracteriza, porque ya no habrá dictadura que haga vestir la
toga a sus lacayos, sino pueblo que designará con sus votos a
los que deban administrar justicia, y porque la responsabilidad
de los funcionarios no será un mito en la futura democracia;
el trabajador mexicano dejará de ser, como es hoy, un paria
en su propio suelo: dueño de sus derechos, dignificado, libre
para defenderse de esas explotaciones villanas que hoy le
imponen por la fuerza, no tendrá que trabajar más que ocho
horas diarias, no ganará menos de un peso de jornal, tendrá
tiempo para descansar de sus fatigas, para solazarse y para
instruirse, y llegará a disfrutar de algunas comodidades que
nunca podría procurarse con los actuales salarios de $0.50
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l48
y hasta de $0.25; no estará allí la dictadura para aconsejar a
los capitalistas que roben al trabajador y para proteger con
sus fuerzas a los extranjeros que contestan con una lluvia de
balas a las pacíficas peticiones de los obreros mexicanos: habrá
en cambio un gobierno que, elevado por el pueblo, servirá al
pueblo, y velará por sus compatriotas, sin atacar a derechos
ajenos, pero también sin permitir las extralimitaciones y abu
sos tan comunes en la actualidad; los inmensos terrenos que los
grandes propietarios tienen abandonados y sin cultivo dejarán
de ser mudos y desolados testimonios de infecundo poderío
de un hombre, se convertirán en alegres y feraces campos, que
darán el sustento a muchas honradas familias: habrá tierras
para todo el que quiera cultivarlas, y la riqueza que produzcan
no será ya para que la aproveche un amo que no puso el menor
esfuerzo en arrancarla, sino que será para el activo labrador
que después de abrir el surco y arrojar la semilla con mano tré
mula de esperanza, levantará la cosecha que le ha pertenecido
por su fatiga y su trabajo; arrojados del poder los vampiros
insaciables que hoy lo explotan y para cuya codicia son muy
pocos los más onerosos impuestos y los empréstitos enormes
de que estamos agobiados, se reducirán considerablemente las
contribuciones; ahora, las fortunas de los gobernantes salen
del tesoro público: cuando esto no suceda, se habrá realizado
una gigantesca economía, y los impuestos tendrán que reba
jarse, suprimiéndose en absoluto, desde luego, la contribución
personal y el impuesto sobre capital moral, exacciones verda
deramente intolerables; no habrá servicio militar obligatorio,
ese pretexto con que los actuales caciques arrancan de su hogar
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 49
a los hombres, a quienes odian por su altivez o porque son el
obstáculo para que los corrompidos tiranuelos abusen de dé
biles mujeres, se difundirá la instrucción, base del progreso y
del engrandecimiento de todos los pueblos; el clero, ese traidor
impenitente, ese súbdito de Roma y enemigo irreconciliable
de las libertades patrias, en vez de tiranos a quienes servir y
de quienes recibir protección, encontrará leyes inflexibles, que
pondrán coto a sus excesos y lo reducirán a mantenerse dentro
de la esfera religiosa; la manifestación de las ideas no tendrá ya
injustificadas restricciones que le impidan juzgar libremente a
los hombres públicos: desaparece la inviolabilidad de la vida
privada, que tantas veces ha sido el escudo de la corrupción
y la maldad, y la paz pública dejará de ser un pretexto para
que los gobiernos persigan a sus enemigos: todas las libertades
serán restituidas al pueblo y no sólo habrán conquistado los
ciudadanos sus derechos políticos, sino también un gran mejo
ramiento económico; no sólo será un triunfo sobre la tiranía,
sino también sobre la miseria.
LIBERTAD, PROSPERIDAD: hE Ahí LA SíNTESIS
DEL PROGRAMA
¡Pensad, conciudadanos, en lo que significa para la patria la
realización de estos ideales redentores; mirad a nuestro país
hoy oprimido, miserable, despreciado, presa de extranjeros,
cuya insolencia se agiganta por la cobardía de nuestros tira
nos; ved cómo los déspotas han pisoteado la dignidad nacio
nal, invitando a las fuerzas extranjeras a que invadan nuestro
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l50
territorio; imaginad a qué desastres y a qué ignominias pueden
conducirnos los traidores que toleramos en el poder, los que
aconsejan que se robe y se maltrate al trabajador mexicano,
los que han pretendido reconocer la deuda que contrajo el pi
rata Maximiliano para sostener su usurpación, los que conti
nuamente están dando pruebas del desprecio que sienten por
la nacionalidad de que estamos orgullosos los compatriotas
de Juárez y de Lerdo de Tejada! Contemplad, mexicanos, ese
abismo que abre a vuestros pies la dictadura, y comparad esa
negra sima con la cumbre radiosa que os señala el Partido
Liberal para que os dispongáis a ascenderla.
Aquí, la esclavitud, la miseria, la vergüenza; allá, la libera
ción, el bienestar, el honor; aquí, la patria encadenada, exan
güe por tantas explotaciones, sometida a lo que los poderes
extranjeros quieran hacer de ella, pisoteada su dignidad por
propios y extraños; allá, la patria sin yugos, próspera, con la
prosperidad de todos sus hijos, grande y respetada por la alti
va independencia de su pueblo; aquí el despotismo con todos
sus horrores; allá la libertad con toda su gloria. ¡Escoged!.
Es imposible presentaros con simples y entorpecidas pala
bras el cuadro soberbio y luminoso de la patria de mañana,
redimida, dignificada, llena de majestad y de grandeza. Pero
no por eso dejaréis de apreciar ese cuadro magnífico, pues voso
tros mismos lo evocaréis con el entusiasmo si sois patriotas, si
amáis este suelo que vuestros padres santificaron con el riego
de su sangre, si no os habéis resignado a morir como esclavos
bajo el carro triunfal del cesarismo dominante. Es inútil que
nos esforcemos en descorrer a vuestros ojos el velo del futuro,
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 51
para mostrarnos lo que está tras él: vosotros miráis lo que
pudiéramos señalaros. Vosotros consoláis la tristeza de vues
tra actual servidumbre, evocando el cuadro de la patria libre
del porvenir; vosotros, los buenos mexicanos, los que odiáis
el yugo, ilumináis las negruras de la opresión presente con la
visión radiosa del mañana y esperáis que de un momento a
otro se realicen vuestros ensueños de libertad.
De vosotros es de quien la patria espera su redención, voso
tros, los buenos hijos, los inaccesibles a la cobardía y a la co
rrupción que los tiranos siembran en torno suyo, los leales, los
inquebrantables, los que os sentís llenos de fe en el triunfo de la
justicia, responded al llamado de la patria: el Partido Liberal os
brinda un sitio bajo sus estandartes, que se levantan desafiando
al despotismo; todos los que luchamos por la libertad os ofrece
mos un lugar en nuestras filas; venid a nuestro lado, contribuid a
fortalecer nuestro partido, y así apresuraréis la realización de lo
que todos anhelamos. Unámonos, sumemos nuestros esfuerzos,
unifiquemos nuestros propósitos, y el programa será un hecho.
¡Utopía!, ¡ensueño!, clamarán, disfrazando su terror con fi
losofías abyectas, los que pretenden detener las reivindicaciones
populares para no perder un puesto productivo o un negocio
poco limpio. Es el viejo estribillo de todos los retrógrados ante
los grandes avances de los pueblos, es la eterna defensa de la in
famia. Se tacha de utópico lo que es redentor, para justificar que
se ataque o se le destruya: todos los que han atentado contra
nuestra sabia Constitución se han querido disculpar declarán
dola irrealizable; hoy mismo, los lacayos de Porfirio Díaz repi
ten esa necesidad para velar el crimen del tirano, y no recuerdan
p r o g r a m a d e l p a r t i d o l i b e r a l52
esos miserables que esa Constitución que llaman tan utópica,
tan inadecuada para nuestro pueblo, tan imposible de practicar,
fue perfectamente realizable para gobernantes honrados como
Juárez y Lerdo de Tejada. Para los malvados, el bien tiene que
ser irrealizable; para la bellaquería, tiene que ser irrealizable la
honradez. Los corifeos del despotismo juzgarán impracticable
y hasta absurdo el programa del Partido Liberal; pero vosotros,
mexicanos que no estaréis cegados por la conveniencia y ni por
el miedo; vosotros, hombres honrados que anheláis el bien de
la patria, encontraréis de sencilla realización cuanto encierra ese
programa inspirado en la más rudimentaria justicia.
MEXICANOS:
Al proclamar solemnemente su programa el Partido Liberal,
con el inflexible propósito de llevarlo a la práctica, os invita a
que toméis parte de esta obra grandiosa y redentora que ha de
hacer para siempre a la patria libre, respetable y dichosa.
La decisión es irrevocable: el Partido Liberal luchará sin des
canso por cumplir la promesa solemne que hoy hace al pueblo, y
no habrá obstáculo que no venza ni sacrificio que no acepte por
llegar hasta el fin. Hoy os convoca para que sigáis sus banderas,
para que engroséis sus filas, para que aumentéis su fuerza y ha
gáis menos difícil y reñida la victoria. Si escucháis el llamamiento
y acudís al puesto que os designa vuestro deber de mexicanos,
mucho tendrá que agradeceros la patria, pues apresuraréis su
redención; si veis con indiferencia la lucha santa a que os in
vitamos, si negáis vuestro apoyo a los que combatimos por el
y m a n i f i e s t o a l a n a c i o n 53
derecho y la justicia, si, egoístas o tímidos, os hacéis con vuestra
inacción cómplices de los que nos oprimen, la patria no os deberá
más que desprecio y vuestra conciencia sublevada no dejará de
avergonzaros con el recuerdo de vuestra falta. Los que neguéis
vuestro apoyo a la causa de la libertad, merecéis ser esclavos.
MEXICANOS:
Entre lo que os ofrece el despotismo y lo que os brinda el pro
grama del Partido Liberal, ¡escoged! Si queréis el grillete, la
miseria, la humillación ante el extranjero, la vida gris del paria
envilecido sostened la dictadura que todo eso os proporciona;
si preferís la libertad, el mejoramiento económico, la dignifi
cación de la ciudadanía mexicana, la vida altiva del hombre
dueño de sí mismo venid al Partido Liberal que fraterniza con
los dignos y los viriles, y unid vuestros esfuerzos a los de todos
los que combatimos por la justicia, para apresurar la llegada
de ese día radiante en que caiga para siempre la tiranía y surja
la esperada democracia con todos los esplendores de un astro
que jamás dejará de brillar en el horizonte sereno de la patria.
reforma, libertad y justicia
Saint Louis, Mo., Julio 19 de 1906.
Presidente, Ricardo Flores Magón. VicePresidente, Juan Sara
bia. Secretario, Antonio I. Villarreal. Tesorero, Enrique Flores
Magón. ler. Vocal, Prof. Librado Rivera. 2º. Vocal, Manuel
Sarabia. 3er. Vocal, Rosalío Bustamante.
DISCuRSOS DEL SENADOR DOCTOR BELISARIO DOMÍNGuEz
Preámbulo*
El crimen parecía haberse entronizado por la era de terror
que desplegara el tirano Huerta.
Los labios enmudecieron sellados por el pánico, y este silencio
pavoroso era aprovechado por el usurpador y sus sicarios para
pretender demostrar que la nación estaba conforme con los he
chos consumados y que reclamaba el país como remedio salvador.
El silencio que sigue a la hecatombe; la quietud después de
la catástrofe, que se considera irreparable.
Y era para México una verdadera catástrofe el hundimien
to del edificio de su libertad levantada a fuerza de cruentos
dolores e innúmeros sacrificios, y entonces derrumbado con
estrépito en las profundidades de una tiranía oprobiosa.
Se creyó por los burdos pretorianos que con los asesinatos
de Madero y Pino Suárez caían también, para siempre, la li
* Publicado por el Bloque Revolucionario de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión en noviembre de 1929.
d i s c u r s o s d e l s e n a d o r d o c t o r58
bertad, la virtud y el civismo, y su insolencia les creaba la idea
de una completa impunidad.
Su crimen, de una fuerza irresistible, les permitiría tener
a perpetuidad, bajo el peso de su bota dictatorial, al pueblo
mexicano.
Y en medio de ese ambiente de atonía, de abatimiento y de
pavura, surgió la voz vibrante y serena, del senador por Chia
pas, C. Belisario Domínguez, quien desde la alta cumbre del
civismo sin mancha, lanzaba al rostro del verdugo la requisi
toria más tremenda, y el apóstrofe más duro.
Este hombre insigne de un valor espartano, más grande
mientras más sereno, supo que su alta investidura, como re
presentante del pueblo en la alta Cámara, le imponía obliga
ciones que no podía dejar de cumplir sino a trueque de hacerse
cómplice de los victimarios.
Sabía que esa tribuna no es para pregones de juegos de
bolsa, ni para servirles alabanzas que enfanguen la dignidad
nacional, ni mucho menos para glorificar el crimen; sino para
hacer oír desde ella la voz del pueblo, y más aún si ese pueblo
atraviesa por una etapa de dolor por habérsele herido en lo
más caro de sus intereses; por eso ahí se levantó augusto y
solemne con toda la majestad que le imprime el alto concepto
del deber.
Belisario Domínguez, en su memorable discurso que debe
guardar nuestra historia patria como una enseñanza de valor
y de civismo, significó a sus compañeros de cámara que era
urgente una reparación inmediata a la afrenta que había su
frido México; que el imperativo de la justicia ultrajada y de la
b e l i s a r i o d o m í n g u e z 59
humanidad escarnecida exigía que se procediera sin demora
para no seguir consintiendo ese ignominioso estado de cosas
de que se avergonzara el mundo.
Y en su heroico llamado, clamor y apóstrofe, condenación
y aliento, serenidad y fuego, hizo notar que la empresa entra
ñaba un gran peligro, pero más grande era el deber.
No engañó a sus colegas para que le secundasen, no los llamó
al cumplimiento de sus funciones ocultándoles que arriesgaban
hasta la vida; no procedió sin saber que sus frases lapidarias
de admonición y de justicia eran tal vez las últimas que pro
nunciaría.
Conocía de sobra que se enfrentaba a un soldado sanguina
rio y feroz que como omnipotente dios del crimen disponía de
su antojo de la vida de los ciudadanos; por esto se agiganta la
figura del doctor Belisario Domínguez y por esto su estoicismo
raya en lo sublime.
Había que deponer inmediatamente del poder al sátrapa
criminal; había que arrancarle por la fuerza de la ley lo que
él había arrebatado por la fuerza del crimen; y esto urgía por
que la humanidad y la justicia así lo reclamaban tanto para
castigar los delitos consumados como para evitar nuevas víc
timas de que estaba hambriento el usurpador.
Urgía arrojar del poder a Victoriano Huerta porque la li
bertad de la República así lo exigía, y porque la dignidad y el
decoro nacionales estaban sufriendo mengua.
Todo esto lo expresó clara y terminantemente Belisario Do
mínguez en la Cámara de Senadores, pero… no tuvo eco su
glorioso llamado.
d i s c u r s o s d e l s e n a d o r d o c t o r60
Aquel recinto resultó entonces demasiado estrecho para
que tuviera resonancia ese torrente de libertad y de venganza.
Pero el pueblo sí repitió el grito y levantando en alto los brazos
con los puños apretados, juró venganza... ¡Y la cumplió!
No puede, por lo tanto, pasar inadvertido el aniversario de
la fecha en que cayó victima de la tiranía Belisario Domínguez,
hombre de valor espartano y cuyo magno ejemplo servirá a las
generaciones presentes y a las futuras, y por eso el Bloque
Revolucionario de la Cámara de Diputados hace suya la ini
ciativa del C. diputado Eduardo Cortina, ordenando una gran
reimpresión del discurso –al que ponemos como preámbulo
estas nuestras frases sinceras que llevan toda nuestra gratitud
para el gran desaparecido– y que se grabe su nombre en letras
de oro en el recinto del Congreso de la Unión.
Discurso del 23 de septiembre de 1913
Señor presidente del Senado:
Por tratarse de un asunto urgentísimo para la salud de la
patria, me veo obligado a prescindir de las fórmulas acostum
bradas y a suplicar a usted se sirva dar principio a esta sesión
tomando conocimiento de este pliego y dándole a conocer
en seguida a los señores senadores. Insisto, señor presidente,
en que este asunto deberá ser conocido por el Senado en este
mismo momento, porque dentro de pocas horas lo conocerá
el público y urge que el Senado lo conozca antes que nada.
b e l i s a r i o d o m í n g u e z 61
Señores senadores: todos vosotros habéis leído, con pro
fundo interés, el informe presentado por don Victoriano
Huerta ante el Congreso de la Unión, el 16 del presente.
Indudablemente, señores senadores, que lo mismo que a
mí os ha llenado de indignación el cúmulo de falsedades que
encierra ese documento. ¿A quién se pretende engañar señores?
¿Al Congreso de la Unión? No, señores, todos sus miembros
son hombres ilustrados que se ocupan de política, que están al
corriente de los sucesos del país y que no pueden ser engañados
sobre el particular. Se pretende engañar a la nación mexicana, a
esta noble patria que, confiando en vuestra honradez y en vues
tro valor, ha puesto en vuestras manos sus más caros intereses.
¿Qué debe hacer en este caso la Representación Nacional?
Corresponder a la confianza con que la patria la honra, decir
la verdad y no dejarla caer en el abismo que abre a sus pies.
La verdad es esta: durante el gobierno de don Victoriano
Huerta, no solamente no se ha hecho nada en bien de la paci
ficación del país, sino que la situación actual de la República
es infinitamente peor que antes; la Revolución se ha extendi
do en casi todos los estados; muchas naciones, antes buenas
amigas de México, rehúsanse a reconocer su gobierno, por
ilegal; nuestra moneda encuéntrase depreciada en el extranje
ro; nuestro crédito en agonía; la prensa entera de la República
amordazada o cobardemente venida al gobierno y ocultando
sistemáticamente la verdad; nuestros campos abandonados, mu
chos pueblos arrasados, y por último, el hambre y la miseria en
todas sus formas amenazan extenderse rápidamente en toda
la superficie de nuestra infortunada patria.
d i s c u r s o s d e l s e n a d o r d o c t o r62
¿A qué se debe tan triste situación? Primero y antes que
todo a que el pueblo mexicano no puede resignarse a tener
por presidente de la República a don Victoriano Huerta, al
soldado que se apoderó del poder por medio de la traición y
cuyo primer acto al subir a la presidencia fue asesinar cobar
demente al presidente y vicepresidente legalmente ungidos por
el voto popular, habiendo sido el primero de éstos quien colmó
de ascensos, honores y distinciones a don Victoriano Huer ta
y habiendo sido él igualmente a quien don Victoriano Huer
ta juró públicamente lealtad y fidelidad inquebrantable.
Y segundo, se debe esta triste situación a los medios que
don Victoriano Huerta se propuso emplear para conseguir la
pacificación. Esos medios ya sabéis cuáles han sido: única
mente muerte y exterminio para todos los hombres, familias
y pueblos que no simpaticen con su gobierno.
La paz se hará, cueste lo que cueste, ha dicho don Victoriano
Huerta. ¿Habéis profundizado, señores senadores, lo que signifi
can esas palabras en el criterio egoísta y feroz de don Victoriano
Huerta? Esas palabras significan que don Victoriano Huerta
está dispuesto a derramar toda la sangre mexicana, a cubrir de
cadáveres todo el territorio nacional, a convertir en una inmensa
ruina toda la extensión de nuestra patria, con tal que él no aban
done la presidencia ni derrame una gota de su propia sangre.
En su loco afán de conservar la presidencia, don Victoriano
Huerta está cometiendo otra infamia. Está provocando con el
pueblo de los Estados Unidos de América un conflicto inter
nacional en el que, si llegara a resolverse por las armas, irían
estoicamente a dar y a encontrar la muerte todos los mexicanos
b e l i s a r i o d o m í n g u e z 63
sobrevivientes a las matanzas de don Victoriano Huerta, todos,
menos don Victoriano Huerta, ni don Aurelio Blanquet, porque
esos desgraciados están manchados por el estigma de la traición
y el pueblo y el ejército los repudiarían, llegado el caso.
Ésa es en resumen la triste realidad. Para los espíritus débiles,
parece que nuestra ruina es inevitable, porque don Victoriano
Huerta se hadueñado tanto del poder que, para asegurar el
triunfo de su candidatura a la presidencia de la República en la
parodia de elecciones anunciadas para el 26 de octubre próxi
mo, no ha vacilado en violar la soberanía de la mayor parte
de los estados, quitando a los gobernadores constitucionales
e imponiendo gobernadores militares que se encargarán de
burlar a los pueblos por medio de frases ridículas y criminales.
Sin embargo, señores, un supremo esfuerzo puede salvarlo
todo. Cumpla con su deber la representación nacional y la
patria está salvada y volverá a florecer más grande, más unida
y más hermosa que nunca.
La representación nacional debe deponer de la presidencia de
la República a don Victoriano Huerta, por ser él contra quien
protestan, con mucha razón, todos nuestros hermanos alzados
en armas y, por consiguiente, por ser él quien menos puede llevar
a efecto la pacificación, supremo anhelo de todos los mexicanos.
Me diréis, señores, que la tentativa es peligrosa, porque don
Victoriano Huerta es un soldado sanguinario y feroz que
asesina sin vacilación ni escrúpulos a todo aquel que le sirve
de obstáculo. ¡No importa, señores! La patria os exige que
cumpláis con vuestro deber aun con el peligro y aun con la
seguridad de perder la existencia. Si en vuestra ansiedad de
d i s c u r s o s d e l s e n a d o r d o c t o r64
volver a ver reinar la paz en la República os habéis equivo
cado, habéis creído las palabras falaces de un hombre que os
ofreció pacificar a la nación en dos meses, y le habéis nombra
do presidente de la 1ª República, hoy que veis claramente que
este hombre es un impostor, inepto y malvado, que lleva a la
patria con toda velocidad hacia la ruina, ¿dejaréis, por temor
a la muerte, que continúe con el poder?
Penetrad en vosotros mismos, señores, y resolved esta pre
gunta: ¿Qué se diría de la tripulación de una gran nave que en
la más violenta tempestad y en un mar proceloso, nombrara
piloto a un carnicero que sin ningún conocimiento náutico
navegara por primera vez y no tuviera más recomendación
que la de haber traicionado y asesinado al capitán del barco?
Vuestro deber es imprescindible, señores, y la patria espera
de vosotros que sabréis cumplirlo.
Cumpliendo ese primer deber, será fácil a la representación
nacional cumplir los otros que de él se derivan, solicitándose
en seguida de todos los jefes revolucionarios que cesen toda
hostilidad y nombren a sus delegados para que, de común acuer
do, elijan al presidente que deba convocar a elecciones presi
denciales y cuidar de que éstas se efectúen con toda legalidad.
El mundo está pendiente de vosotros, señores miembros
del Congreso Nacional Mexicano, y la Patria espera que la
honréis ante todo el mundo, evitándo la vergüenza de tener
por primer mandatario a un traidor asesino.
Doctor Belisario Domínguez,
Senador por el Estado de Chiapas
b e l i s a r i o d o m í n g u e z 65
Discurso del 29 de septiembre de 1913
LEíDO EN LA SESIÓN DEL 29 DE SEPTIEMBRE DE 1913
Señores senadores:
He tenido el honor de pedir la palabra para fundar mi voto
negativo a la licencia solicitada por el señor senador y licencia
do don Vicente Sánchez Gavito. Los miembros de la Comisión
de Puntos Constitucionales, los señores senadores Guillermo
Obregón y A. Valdivieso han dado en su concienzudo informe
del 2 del presente las razones legales por las cuales no es de
concederse la licencia que solicita el señor licenciado Sánchez
Gavito, y bien que sus razones pueden ser suficientes para
afirmar el criterio de esta honorable asamblea, decidiéndola a
negar la licencia que se solicita, juzgo oportuno aducir otro or
den de razonamientos de los señores miembros de la Comisión
a que acabo de referirme. Creo, señores, que siendo el señor li
cenciado Sánchez Gavito uno de los prominentes miembros del
Senado, no debe abandonarnos en las críticas circunstan cias
por que atravesamos. Sus profundos conocimientos políticos
y sociales nos son ahora más que nunca necesarios y tendría
mos que carecer de ellos, por lo menos en parte, toda vez que
un nuevo empleo restaría al señor licenciado Gavito algo del
tiempo que destina a sus labores del Senado. Es cierto, señores,
que existen en el seno de esta augusta asamblea otros maestros
en las mismas ciencias que guíen con sus luces al que, como
yo, con conocimientos muy restringidos, sólo puede aportar el
d i s c u r s o s d e l s e n a d o r d o c t o r66
contingente de su patriotismo y de su buena voluntad, pues,
señores senadores, la situación del país es de tal modo apre
miante que se necesita la unión de todos nosotros para que
podamos salir avantes, subsanando las desgracias que afligen
actualmente a la patria y evitando las mayores aún que la
amenazan. ¿No veis, señores, cuán obscura se presenta actual
mente la situación del país, cuán tenebroso parece el porvenir?
Lo primero que se nota al examinar nuestro estado de co
sas es la profunda debilidad del gobierno, que teniendo por
primer magistrado a un antiguo soldado sin conocimientos
políticos y sociales indispensables para gobernar a la nación,
se hace la ilusión de que aparecerá fuerte por medio de actos
que repugnan la civilización y la moral universal, y esta po
lítica de terror, señores senadores, la practica don Victoriano
Huerta; en primer lugar, porque en su criterio estrecho de viejo
soldado no cree que exista otra, y en segundo, porque en
razón del modo con que ascendió al poder y de los aconteci
mientos que han tenido lugar durante su gobierno, el cerebro
de don Victoriano Huerta está desequilibrado, su espíritu está
desorientado. Don Victoriano Huerta padece de una obsesión
constante que dificultaría y aun imposibilitaría a un hombre
de talento. El espectro de su protector y amigo, traicionado
y asesinado, el espectro de Madero, a veces solo y a veces
acompañado del de Pino Suárez, se presenta constantemente
a la vista de don Victoriano Huerta, turban sus sueño y le
producen pesadillas, y se sobrecoge de horror a la hora de sus
banquetes y convivialidades. Cuando la obsesión es más fija,
don Victoriano Huerta se exaspera, y para templar su cerebro y
b e l i s a r i o d o m í n g u e z 67
sus nervios desfallecientes hace un llamamiento a sus instintos
más crueles, más feroces, y entonces dice a los suyos: “Maten,
asesinen, que sólo matando a mis enemigos se restablecerá la
paz”. Y dice a don Juvencio Robles: “Marche a Morelos, dé
órdenes de concentración, mate e incendie despiadadamente,
acaben justos y pecadores, que solamente así tendremos paz”.
No creáis que exagero, señores senadores, he aquí uno de los
tantos artículos por el estilo que publica en su primera página
El Imparcial del sábado 27 del presente:
Piden volver a su pueblo los “Ajusco” (…) Por disposición
del señor general Juvencio Robles, jefe de la División del Sur, los
vecinos del pueblo del Ajusco se vieron precisados a abandonar
sus propiedades a fin de que la campaña emprendida contra los
zapatistas sea más efectiva (…) Con fecha 17 de agosto pasado,
el pueblo de Ajusco quedó vacío y los zapatistas que habían ido
a refugiarse a ese lugar se vieron obligados a huir, temerosos de
perder la vida entre las llamas, puesto que los federales lo in
cendiaron. En grandes caravanas los vecinos de ese pueblo emi
graron a la población de Tlalpan, en tanto que otros se dirigían
a esta capital y a San Andrés Totoltepec y a San Pedro Mártir,
dejando abandonados sus hogares y sus propiedades. Como los
recursos que traían los habitantes del Ajusco eran escasos y sus
cosechas estaban próximas a perderse, han elevado un ocurso a
la Secretaría de Gobernación, solicitando se les conceda volver
a sus propiedades mediante la identificación de sus personas
para comprobar que son amigos del gobierno (…)
Para que podáis juzgar, señores senadores, toda la gravedad
de este artículo de El Imparcial, que quizá para muchos lectores
d i s c u r s o s d e l s e n a d o r d o c t o r68
pasó desapercibido, os ruego que por pensamiento os coloquéis
un instante en el número de esos infelices del Ajusco. Imaginaos
en vuestra casita viviendo con el día, y manteniendo con vues
tros trabajos a vuestra esposa, a cinco, a seis chiquillos, quizás
uno de pecho, a vuestro padre anciano e impotente, a vuestra
madre enferma. BRUSCAMENTE VIENE LA ORDEN DE CONCEN
TRACIÓN. Lleno de terror, el jefe de la casa ordena a la vez que
toda la familia se ponga en movimiento y todos apresurada
mente emprenden la marcha, llevando por todo bagaje unos
cuantos centavos, unos cuantos trapos y… nada más. ¿A dónde
ir? ¿Qué camino tomar? Para los que tienen una lejana simpatía
por Zapata no hay ninguna vacilación. Se van con Zapata, pero
los amigos del gobierno ¿qué hacen? Vacilan, se confunden. En
fin, hay que resolverse a morir de hambre, lo mismo se muere
en una parte que en otra. Se toma pues el camino que primero
se presenta y se camina a la aventura con el corazón oprimido y
el espíritu sobrecogido de terror, hasta llegar a un poblado. Allí
¿quién da posada, quién da trabajo a los habitantes del Ajusco?
Todos desconfían, todos temen que esos extraños puedan ser
partidarios de Zapata, puedan ser espías. En resumen, todas
las puertas se cierran… Dejo el resto a vuestra profunda medi
tación, señores senadores. Meditad profundamente en lo que
sufriríais con vuestra familia en pueblos extraños, sin dinero,
sin ropa, sin hogar, sin pan.
¡Cuántos no pereceríais en esta peregrinación, cuántos tor
mentos os esperarían! Cuando al fin el gobierno de don Vic
toriano Huerta os permita volver a vuestro pueblo, ¿cómo en
contraríais vuestra casita? Vuestra cosecha de maíz y de papa
b e l i s a r i o d o m í n g u e z 69
que estaba próxima a perderse estará completamente perdida,
¿qué daréis de comer a vuestro hijos? ¿Yerbas, raíces, tierra?
Hecha esta digresión, continuaremos, señores senadores.
En su constante obsesión don Victoriano Huerta desconfía de
todos y teme que todos lo traicionen. Hace varios días que su
gabinete está incompleto y no ha sido capaz de completarlo.
¿No pensáis, señores, que esa debilidad de carácter, esa constan
te vacilación, demuestra un cerebro desequilibrado y que esto
es sumamente perjudicial al país en las actuales gravísimas
circunstancias por que atraviesa? Además del desequilibrio
producido por su constante obsesión, y cuyos síntomas fueron
descritos magistralmente por Shakespeare, don Victoriano
Huerta está afectado de esa forma de desequilibrio que es
descrita con igual maestría por Cervantes; don Victoriano
Huerta cree que él es el único capaz de gobernar a México y de
remediar sus males, ve ejércitos imaginarios, ve un ejército de
noventa y cuatro mil hombres bajo sus órdenes y, fenómeno
curioso que sería risible si no fuera excesivamente alarmante,
el pueblo y aun algunos miembros de las cámaras están desem
peñando el papel de Sancho, contagiándose con la locura de
don Quijote; ven en don Victoriano Huerta a un guerrero de
más empuje que Alejandro el Grande, y ven en sus soldaditos
de once años de la Escuela Preparatoria, veteranos más ague
rridos que los de Julio César o de Napoléon I. Esto es graví
simo. Huerta está provocando un conflicto internacional con
los Estados Unidos de América, este conflicto puede llevarnos
a la intervención. La intervención, ved bien lo que es, señores
senadores, es la muerte de todos los mexicanos que tengan
d i s c u r s o s d e l s e n a d o r d o c t o r70
valor, que tengan dignidad, que tengan honor. Cobarde y mise
rable el mexicano que no vaya a combatir con los americanos
el día que profanen nuestro suelo. Sí iremos a combatir, pero
no con la esperanza de obtener el triunfo, porque la lucha es
muy desigual, sino solamente para salvar lo que deben tener
en más valor que la existencia los hombres y las naciones: el
honor. Iremos a morir para que más tarde, cuando el extran
jero desembarque en nuestras playas, descubriéndose al pisar
nuestro suelo, diga: “DE MIL HÉROES LA PATRIA FUE”.
Pero señores, antes de llegar a ese extremo, deben evitarlo
con dignidad y prudencia, y no dar motivo con sus locuras a
que los americanos puedan justificar ante el mundo una inva
sión a nuestra patria. Porque no hay que dudarlo, señores. Hay
casos en que un extraño tiene el deber de entrar a imponer el
orden en la casa ajena. ¿Quién de vosotros, señores senadores,
no se vería obligado a entrar a imponer el orden en mi casa si
al pasar por ella viera que en un arrebato de ira estaba matan
do o golpeando a un hijo de ocho años de edad? Ahora bien,
sin don Victoriano Huerta, desequilibrado, está poniendo en
inminente peligro a la patria, ¿no toca a vosotros, que estáis
cuerdos, señores senadores, poner un remedio a la situación?
Ese remedio es el siguiente: Concededme la honra de ir comi
sionado por esta augusta asamblea a pedir a don Victoriano
Huerta que firme su renuncia de presidente de la República,
creo que el éxito es muy posible. He aquí mi plan. Me presenta
ré a don Victoriano Huerta con la solicitud firmada por todos
los senadores, y además con un ejemplar de este discurso y otro
que tuve la honra de presentar al señor presidente del Senado
b e l i s a r i o d o m í n g u e z 71
en la sesión del 23 del presente. Al leer estos documentos, lo
más probable es que, llegando a la mitad de la lectura, don Vic
toriano Huerta pierda la paciencia y sea acometido por un acto
de ira y me mate, pero en este caso nuestro triunfo es seguro,
porque los papeles quedarán ahí y después de haberme muerto
no podrá don Victoriano Huerta resistir la curiosidad, seguirá
leyendo y cuando acabe de leer, horrorizado de su crimen, se
matará también y la patria se salvará. Puede suceder también
que don Victoriano Huerta sea bastante dueño de sí mismo,
que tenga bastante paciencia para oír la lectura hasta el fin, y
al concluir se ría de mi simpleza de creer que un hombre de
su temple pueda ablandarse o conmoverse con mis palabras,
y entonces me matará, o me dejará, o me hará lo que más le
cuadre. En este caso, la representación nacional sabrá lo que
a su vez debe hacer.
Por último, puede darse el caso, que sería de todos el mejor,
de que don Victoriano Huerta tenga un momento de lucidez,
que comprenda la situación tal como se presenta y que firme
su renuncia; entonces, al recibirla de él, le diré “Señor gene
ral don Victoriano Huerta, bienaventurado el pecador que se
arrepiente. Este acto rehabilitará a usted a todas sus faltas. En
nombre de la patria, en nombre de la humanidad, en nombre
de Dios omnipotente, el pueblo mexicano olvida los errores
de usted, y jura que de hoy en adelante os considerará como
el hermano que vuelve arrepentido al seno del hogar y al que
todos los mexicanos debemos devolver nuestro cariño y con
sideraciones”. Con este hecho, señores senadores, también el
pueblo mexicano en su magnanimidad quedará rehabilitado
d i s c u r s o s d e l s e n a d o r d o c t o r72
ante el mundo, ante la historia y ante Dios, de todas sus locu
ras, y la paz, el orden y la prosperidad volverán a reinar en la
patria mexicana. Espero, señores senadores, que no me diréis
que dejaréis de ocuparos hoy mismo de ese asunto por no ser
del que se está tratando. Si tal cosa dijereis, yo os respondería,
señores senadores: “en estos últimos momentos, la salvación
de la patria debe ser nuestra idea fija, nuestra constante pre
ocupación, y cuando algún medio parezca aceptable, no debe
perderse la ocasión, hay que ponerla en práctica inmedia
tamente”. Os ruego, señores senadores, que os declaréis en
sesión permanente y que no os separéis de este recinto antes
de poner en mis manos el pliego que debo entregar personal
mente a don Victoriano Huerta. No dudo, señores senadores,
que sabréis proceder con toda la habilidad y prontitud que el
caso requiere, para no exponernos a que más tarde se diga de
vosotros que lloráis como mujeres la pérdida de vuestra hon
ra y de vuestra nacionalidad, que no supisteis defender como
hombres. Os he dicho, señores senadores, que además de una
copia de este discurso, debo llevar a Huerta una copia del
discurso que presenté al señor presidente del Senado el 23 del
presente, y para que conozcáis todos vosotros este último voy
a tener el honor de darle lectura [Lee el discurso indicado.]
Al final de este discurso, señores senadores, existe una nota
que dice: “Urge que el pueblo mexicano conozca este discur
so para que apoye a la representación nacional, y no pudiendo
disponer de ninguna imprenta, recomiendo a todo el que lo lea,
saque cuatro o cinco copias más, insertando también esta
nota, y las distribuya a sus amigos y conocidos de la capital y
b e l i s a r i o d o m í n g u e z 73
de los estados. Ojalá hubiera un impresor honrado y sin miedo
que imprimiera este discurso”.
Aquí termina la nota, señores senadores, y me es muy grato
manifestar a ustedes que ya hubo quien imprimiera este dis
curso. He aquí algunos ejemplares. ¿Queréis saber quién los
imprimió? Voy a decíroslo para honra y gloria de la mujer
mexicana; ¡los imprimió UNA SEñORITA!
Doctor Belisario Domínguez
Senador por el estado de Chiapas
Martín Luis Guzmán
LA QuERELLA DE MÉXICO
La querella de México
Estas breves notas forman parte de una obra donde se
estudian, a la luz de la historia, las cuestiones palpitantes de
México y las principales figuras de la última revolución. Dos
motivos me obligan a no dar a la estampa la mayor parte de
la obra mencionada: primeramente, el haber yo participado en
la Revolución misma, en segundo lugar, mi deseo de suspen
der por ahora todo juicio sobre personas, salvo en los casos
indispensables.
Como trato de exponer un mal, hago momentáneamente
abstracción de las cualidades del pueblo mexicano y sólo me
ocupo en notar algunos de sus defectos. ¿De qué serviría el ar
did retórico de ir escribiendo un elogio –por merecido y justo
que sea– al lado de cada censura? El respeto a la seriedad del
asunto, el respeto a la categoría de lectores a que he destinado
esta publicación, me aconsejan huir de abuso semejante.
La tarea, así reducida al papel de censura, no podía menos
de ser penosa y, en todos los sentidos de la palabra, impopular.
m a r t í n l u i s g u z m á n78
Por eso he dado a estas notas una publicación limitada, pro
curando que sólo lleguen a quienes sean capaces de leerlas sin
ira y con provecho.
M.L.G.
DICIEMBRE DE 1915
EL INSIGNE Justo Sierra, espíritu generoso y maestro no tan
soñador como lo quiere su fama, nos insinuaba a menudo que
si era muy importante el problema económico de México, no
lo era menos nuestro problema educativo.
Este juicio, poco original, pero interesante en los días en
que la opinión unánime se aferraba a las teorías materialistas,
todavía nos parece tímido; en parte, porque nuestra necesidad
educativa no sólo es comparable con nuestra necesidad econó
mica, sino que en mucho la supera; y, en parte, por lo equivo
cado de nuestro concepto de la educación nacional.
En todo caso, si nos es permitido referir los acontecimientos
de la vida de un pueblo a lo que obra en ellos como elemento
preponderante, no cabe duda de que el problema que México
no acierta a resolver es un problema de naturaleza principal
mente espiritual. Nuestro desorden económico, grande como
es, no influye sino en segundo término, y persistirá en tanto
que nuestro ambiente espiritual no cambie. Perdemos el tiempo
cuando, de buena o mala fe, vamos en busca de los orígenes de
nuestros males hasta la desaparición de los viejos repartimien
tos de la tierra y otras causas análogas. Estas, de grande impor
tancia en sí mismas, por ningún concepto han de considerarse
l a q u e r e l l a d e m é x i c o 79
supremas. Las fuentes del mal están en otra parte: están en los
espíritus, de antaño débiles e inmorales, de la clase directora;
en el espíritu del criollo, en el espíritu del mestizo, para quienes
ha de pensarse en la obra educativa. Sin embargo, la opinión
materialista reina aún y, entendida de otro modo, ha venido
a constituir, sincera o falsamente, la razón formal de nuestros
movimientos armados a contar de 1910.
En las páginas que siguen he tratado de desentrañar algu
nas enseñanzas de nuestras convulsiones de un siglo; he queri
do poner de manifiesto el dato interno que apunta por entre la
maleza de conceptos fragmentarios que han informado nues
tra vida política doctrinal; padecemos penuria del espíritu.
No soy escéptico respecto de mi patria, ni menos se me
ha de tener por poco amante de ella. Pero, a decir verdad, no
puedo admitir ninguna esperanza que se funde en el descono
cimiento de nuestros defectos.
Nuestras contiendas políticas interminables; nuestro fraca
so en todas las formas de gobierno; nuestra incapacidad para
construir, aprovechando la paz porfiriana, un punto de apoyo
real y duradero que mantuviese en alto la vida nacional, todo
anuncia, sin ningún género de duda, un mal persistente y te
rrible, que no ha hallado, ni puede hallar, remedio en nuestras
constituciones –las hemos ensayado todas– ni depende tampoco
exclusivamente de nuestros gobernantes, pues –¡quién lo creye
ra!– muchos hemos tenido honrados. Vano sería, por otra parte,
buscar la salvación en alguna de las facciones que se disputan
ahora, en nuestro territorio o al abrigo de la liberalidad yanqui,
el dominio de México; ninguna trae en su seno, a despecho de
m a r t í n l u i s g u z m á n80
lo que afirmen sus planes y sus hombres, un nuevo método,
un nuevo procedimiento, una nueva idea, un sentir nuevo que
alienten la esperanza de un resurgimiento. La vida interna de
todos estos partidos no es mejor ni peor que la proverbial de
nuestras tiranías oligárquicas; como en éstas, vive en ellos la mis
ma ambicioncilla ruin, la misma injusticia metódica, la misma
brutalidad, la misma ceguera, el mismo afán de lucro; en una
palabra: la misma ausencia del sentimiento y la idea de la patria.
Finalmente, por fuera de propósito que llegue a parecer lo
que en estas páginas se dice, algo hay en ellas que quedará en
pie, aun en el peor de los casos: la afirmación del deber im
perioso, insoslayable ya, de hacer una revisión sincera de los
valores sociales mexicanos, revisión orientada a iluminar el
camino que está por seguirse –la entrada de ese camino que no
podemos encontrar–, y no a pulir más nuestra fábula histórica.
EL BARRO Y EL ORO
PROPENDEMOS los mexicanos, por razones educativas, a
ver siempre las cuestiones que atañen a nuestro país –tan pecu
liar en su origen, en sus elementos formativos y en su historia–
paralelamente a las que ha suscitado la vida de otros pueblos
a los cuales nos parecemos muy poco. No sospechamos que
debe existir una sustancia propia en el fondo de cualquier
idea nacional para que sea fecunda, y que sólo como luces o
rectificaciones accidentales pueden añadírsele las influencias
extrañas. Bien a causa de nuestra pereza mental; bien por
estar acostumbrados al brillo e interés de los aspectos últimos
l a q u e r e l l a d e m é x i c o 81
del pensamiento europeo, no buscamos tener vida intelec
tual auténtica ni en lo que arranca del corazón mismo de los
problemas sociales mexicanos. Estamos condenados a cierta
condición perdurable de dilettanti. En el mejor de los casos no
pasamos de ser solícitos espectadores de cuanto sucede más
allá de nuestras fronteras, más allá de los mares. Casi no tene
mos arte vernáculo;* carecemos de filosofía y ciencia propias;
nuestra religión nunca ha provocado entre nosotros conflictos
de carácter meramente espiritual. No niego –eso no– que de
vez en cuando nos vanagloriemos de no sé qué investigacio
nes y descubrimientos mexicanos; tampoco falta en nuestras
escuelas la figura de tal o cual varón sapientísimo cuya ciencia
ponderan todos, todos ensalzan, si bien a nadie es dado com
probarla por sí mismo, pues esos nuestros sabios poco hablan
y jamás escriben; ni es raro en nuestro país el ánimo esforzado
de alguno que, de buenas a primeras, se sienta a escribir un
libro para enmendar la plana al sabio extranjero del día: en
México se desconoce la enorme labor, nunca interrumpida,
que se requiere en el mundo de la ciencia para pretender la
borla. Vivimos aún en la dorada etapa del genio, del hombre
maravilloso que, en un rato perdido, se torna grave y explica el
mundo. Además, confundimos las ideas, confundimos los va
lores: creemos que lo mismo es un abogado que un humanista,
un cirujano que un biólogo, un boticario que un químico. Ha
bituados a hojear un libro hoy y otro mañana, suponemos que
así se encuentra la directriz de la vida de un pueblo. ¿Hay nada
* Me refiero al arte criollo, no al indígena.
m a r t í n l u i s g u z m á n82
más común y al mismo tiempo más horrible que esa facilidad
con que cualquiera se improvisa catedrático en nuestras escue
las? Y ya no hablo de aquellas ocasiones en que, llevado de un
entusiasmo generoso, o ante una laguna inesperada, alguien se
pone a enseñar materias extrañas a su especialidad; aludo a la
improvisación sistemática, a la creencia de que lo más enma
rañado puede aprenderse en un día y enseñarse en el siguiente.
Para los mexicanos, el discernimiento es un juego –juego que
poco practican–; y como gente que piensa poco, ignoran que
nada hay más difícil que manejar ideas. Somos dilettanti.
Pero es lo peor que, con todo este arsenal de superficialidad
y pedantería, nos transportamos al terreno de nuestros pro
blemas sociales. Nos resistimos a pensar en estos problemas
directamente. Casi nada sabemos de la historia de México–
porque, como no está escrita, para medio entenderla hay que
fatigarse entre muchos papeles–; pero algún manual hemos
leído de la historia de Francia, de la historia de Inglaterra o
de la historia de los Estados Unidos, y eso nos basta. No sa
bemos de motín que no sea explicable por el mecanismo de la
Revolución francesa, ni entendemos de Constitución que no
se parezca a la Constitución yanqui. Para qué afanarse, si ya
todo está resuelto, ¡y tan vigorosamente!... Nuestra realidad
patria es triste, es fea, es miserable. ¿A qué estudiarla? Ade
más, estamos tan mal educados que nuestros sentidos mismos
no nos sirven: no sabemos ver ni somos capaces de palpar. Nos
consta que en nuestro derredor existe un desconcierto, una
anormalidad esencial, una imposibilidad de seguir viviendo
así; pero estamos vendados enfrente de los hechos, revol
l a q u e r e l l a d e m é x i c o 83
viéndonos sin saber dónde dar y pensando no en quitarnos
la venda para ver, sino en repasar lo que hemos oído, lo que
se nos ha dicho, para descubrir así la verdad. De esta suerte
se perpetúan nuestros males. Fuera de los reformadores –a
quienes no ha de confundirse con los constituyentes–, nadie ha
querido pensar en México en la realidad mexicana. Deslum
brados por la mucha claridad que ven nuestros ojos en tierras
ajenas, aún vamos a tientas entre las tinieblas que pesan sobre
el campo nuestro, incapaces de escudriñarlo y encontrar sus
caminos propios. ¿Comprenderemos algún día que, por baja
que nos parezca su calidad, el material patrio es el que debe
mos trabajar, poniendo en él nuestras manos y aplicándole las
reglas que le cuadren? ¿Creeremos alguna vez que lo demás es
efímero? ¿Que se hace obra más firme y duradera labrando el
barro como barro, que labrándolo como oro?
LA INCONSCIENCIA MORAL DEL INDíGENA
BUENA parte de las consideraciones que hasta aquí se han
hecho acerca del estado actual de postración servil en que ya
cen los pobladores indígenas de México se funda en una base
falsa o, por lo menos, exagerada: el supuesto gran desarrollo
material, intelectual y, sobre todo, moral alcanzado por los
indios hasta la llegada de Cortés. A esta exageración –enga
ñosa cuando se aprecia el valor de la masa indígena como uno
de los elementos constitutivos de la sociedad mexicana– han
contribuido diversas causas: la natural tendencia ponderativa
de los primeros españoles venidos a América; el noble afán
m a r t í n l u i s g u z m á n84
de los frailes de la primera época por hacer la figura del indio
más digna de conmiseración; la tendencia de los cronistas e
historiadores mexicanos a acrecentar el pasado glorioso de
una de las dos ramas de su estirpe.
Pero, a no dudarlo, las cosas deben de haber sido de otra
suerte y más en armonía con el aspecto que les conocemos en
los siglos coloniales y el que ofrecen aún, al cabo de cien años
de vida independiente.
Mucho tiempo antes que la estrella de los conquistadores
brillara sobre las tierras que habrían de ser más tarde la Nue
va España, las civilizaciones aborígenes de México habían
fracasado ya por una circunstancia de orden espiritual. La
superstición y el temor religiosos, móviles supremos que todo
lo habían encauzado hasta allí, quedaron inánimes a espaldas
del progreso material de que fueron origen; presa de su ardor,
habían lanzado, con el último magno esfuerzo, las fuentes mis
mas de su energía, construyendo un mundo superior al verbo
de que ese mundo emanaba, y destinado así a perecer desde
la misma hora de su nacimiento.
¿Cómo explicarse de otro modo aquella civilización indí
gena, tan incoherente y extraña si hemos de tener por cierta
la esencia de nuestros relatos históricos? Sólo un impulso in
consciente, aunque poderosísimo, pudo producir la avanzada
organización azteca en una sociedad inhumana y antropofá
gica, cuya religión, amasada de supersticiones y terrores, no
conoció los más débiles destellos de la moral.
Verdad es que fácilmente se cae en el error de transportar
a cada uno de los aspectos de la vida indígena el grado de
l a q u e r e l l a d e m é x i c o 85
perfección de lo que fue en ella excelente; y así se ha llegado
hasta suponerles un código de moral. Mas todo esto es vano.
El culto efímero de Quetzalcóatl, divinidad humanitaria y
dulce, y su destierro definitivo, señalan la culminación y des
censo del alma indígena, el esfuerzo máximo que ella no pudo
realizar y del cual volvió más débil que nunca y, por lo tanto,
más inhumana y más cruel.
Fue en medio de este largo periodo de crisis cuando llegó el
conquistador, quien, con su ansia brutal y estruendosa, descon
certó y dejó informe un alma que aún no se hacía. Después, ¿qué
decir del imperio colonial, régimen de explotación desatada en
un país cuya riqueza principal eran los indígenas, régimen sos
tenido por un sistema tutelar de los espíritus adecuado a aquella
explotación? Unos cuantos frailes bondadosos y venerables, los
que llegaron con las primeras naves a la Nueva España, cogieron
al indígena, lo bautizaron apresuradamente y lo abandonaron
después, idólatra aún, en los umbrales del cristianismo. Otros vi
nieron más tarde, pero ya no a cristianizar ni a predicar como los
primeros, sino a explotar y dominar como los conquistadores, a
trocar en oro la carne y el alma indígenas. De manos del cacique
cruel pasó el indio a las del español sin piedad y a las del fraile
sin virtud; ya no perecía por millares elevando pirámides y tem
plos sangrientos, pero moría construyendo catedrales y palacios;
ya no se le inmolaba en los altares del dios airado, cuyo furor se
apagaba sólo con sangre: se le sacrificaba en las minas y en los
campos del encomendero, cuya sed de oro no se saciaba nunca.
Desde entonces –desde la conquista o desde los tiempos
precortesianos, para el caso es lo mismo– el indio está allí,
m a r t í n l u i s g u z m á n86
postrado y sumiso, indiferente al bien y al mal, sin conciencia,
con el alma convertida en botón rudimentario, incapaz hasta
de una esperanza. Es verdad que más tarde vino la independen
cia y con ella un ligero descoyuntamiento del régimen colonial;
verdad también que andando el tiempo se hizo la reforma;
mas ¿qué han sido para el indio la una ni la otra? ¿Para qué
le han servido sino para volverlo a un hábito ya olvidado, al
hábito de matar? Si hemos de creer lo que está a la vista, el
indio no ha andado un paso en muchos siglos; como lo en
contró el conquistador así ha quedado; lo mismo le alumbró
el sol de los siglos coloniales, que el sol de la independencia y
la reforma, y lo mismo lo alumbra el sol de este día. ¡Mucho
es que el desventurado no luzca ya la marca infamante con
que le quemaba el carrillo la codicia brutal del conquistador!
La población indígena de México es moralmente incons
ciente; es débil hasta para discernir las formas más simples del
bienestar propio; tanto ignora el bien como el mal, así lo malo
como lo bueno. Cuando, por acaso, cae en sus manos algún
instrumento capaz de modificarle provechosamente la vida,
ella lo desvirtúa y lo rebaja a su acostumbrada calidad, al de
la forma ínfima de vida que heredó. Es innegable que tuvo el
sentimiento generoso de su divinidad propia (que después ver
tió literal del catolicismo), de la divinidad de su tribu, en torno
del cual batallaba, pero ¿habrá sentido el amor de su aldea
que ancestral le mandaba, para el caso de ser vencida, acatar
y adorar las divinidades del vencedor, ¿no ha de colegirse de
allí, y de acuerdo también con su antigua historia vagabunda,
que más era un pueblo de religión que no de patria? Tal como
l a q u e r e l l a d e m é x i c o 87
hoy la conocemos, la irradiación de su alma no traspasa la
linde familiar; ahí acaban sus sentimientos sociales, ahí y en
el odio o afecto servil que accidentalmente la une con el amo
que la explota.
Ahora bien, si tal es la materia, ¿cuál será la obra con que
eso se haga? Naciones sin un ideal, sin un anhelo, sin una as
piración, y en cuyo pecho no vive ni el sentimiento fiero de su
raza; naciones agobiadas por no sé qué irritante y mortal do
cilidad, nunca desmentida, antes experimentada centuria tras
centuria, ¿serán capaces, por sí mismas, de imprimir al grupo
social de que forman parte otro impulso que el que, negativa
mente, nazca de su inercia? La masa indígena es para Méxi
co un lastre o un estorbo; pero sólo hipócritamente puede
acusársela de ser elemento dinámico determinante. En la vida
pacífica y normal, lo mismo que en la anormal y turbulenta,
el indio no puede tener sino una función única, la del perro
fiel que sigue ciegamente los designios de su amo. Si el criollo
quiere vivir en paz, y explotar la tierra, y explotar al indio,
éste se apaciguará también, y labrará la tierra para su señor,
y se dejará explotar por él mansamente. Si el criollo resuelve
hacer la guerra, el indio irá con él y a su lado matará y asolará.
El indio nada exige ni nada provoca; en la totalidad de la vida
social mexicana no tiene más influencia que la de un accidente
geográfico; hay que considerarlo como integrado en el medio
físico. El día en que las clases criolla y mestiza, socialmente
determinadoras, resuelvan arrancarlo de allí, él se desprenderá
fácilmente y se dejará llevar hasta donde empiecen a servirle
sus propias alas. Pero entre tanto, allí queda.
m a r t í n l u i s g u z m á n88
La inmoralidad del criollo
EL MAL DE ORIGEN
Tan ajena es la política mexicana a sus propias realidades (nues
tras instituciones son importadas; nuestra especulación política
–vaga y abstracta– se informa en las teorías extranjeras de moda,
etcétera), y tan sistemática la inmoralidad de sus procedimientos,
que no puede menos que pensarse en la existencia de un mal
congénito en la nación mexicana. Así es, efectivamente. En el
amanecer de nuestra vida autónoma –en los móviles de la guerra
de independencia– aparece un verdadero defecto de conforma
ción nacional (inevitable por desgracia): los mexicanos tuvimos
que educar una patria antes de concebirla puramente como ideal
y sentirla como impulso generoso, es decir, antes de merecerla.
He ahí la fuente inagotable del desconcierto. Si nuestro pri
mer paso hubiera sido una adivinación, o un avaloramiento frío
y concienzudo, o un cálculo egoísta, pero claramente definido, la
vida nacional mexicana gozaría de las excelencias de lo primero,
de la marcha segura y moderada de lo segundo o de la firme
estrechez de lo tercero; mas como, al revés, nuestro primer acto
participó de lo ciego, de lo irreflexivo y de lo vago, por lo uno y
lo otro habremos de padecer largamente. Este es mal de origen
en nuestra carne primera, el punto de partida de nuestra indi
vidualidad como pueblo y como nación; él ha trazado nuestra
vida y nuestro carácter, él nos explica. Nacimos prematuramen
te, y de ello es consecuencia la pobreza espiritual que debilita
nuestros mejores esfuerzos, siempre titubeantes y desorientados.
l a q u e r e l l a d e m é x i c o 89
Dos son los momentos de nuestra historia en los que, con
mejor fruto, podemos asomarnos al alma política mexicana
–al alma de aquella clase, integrada con cierta unidad, que di
rige los acontecimientos sociales de México–: la independencia
y la paz porfiriana. Entre estas dos etapas, la reforma crece, da
frutos casi malogrados, se desvirtúa y se pierde al fin en la paz.
LA INDEPENDENCIA
Obra fue, en su origen, de una vieja querella, de una vaga
exaltación literaria y de una oportunidad.
Hasta México refluyó, tardía ya y casi extinta, la onda de
la revolución espiritual que había conmovido a Europa y Nor
teamérica en la segunda mitad del siglo XVIII. Su influencia
no fue entre nosotros de aquellas que simplemente aceleran
los efectos de un anhelo largo tiempo alimentado y contenido,
sino de las que producen un estado de exaltación artificial
sobre bases engañosas. El grupo de la sociedad mexicana que
se creyó entusiasmado por la idea de libertad pertenecía a la
clase opresora y no a la clase oprimida de la Nueva España;
no era el material más a propósito para inflamarse al contacto
de las nuevas ideas francesas. Pero éstas, y el ejemplo de los
Estados Unidos, llegaron en sazón para prestar un motivo de
noble desahogo al viejo –y quizás justo– rencor de los criollos
por los españoles, y encauzarlo confusamente hacia una posi
bilidad atrevida y lisonjera: la independencia.
Añádase a lo anterior la oportunidad incitante de la inva
sión napoleónica en España, y todo quedará explicado.
m a r t í n l u i s g u z m á n90
Nuestra guerra de independencia no fue un movimiento
nacional. No lo fue ni por los hombres que intervinieron en
la lucha, ni por el espíritu de ella, ni por sus resultados. Nada
hay más turbio que la intriga jurídica de 1808, encabezada por
el virrey Iturrigaray, falso para los unos y los otros; el noble
arranque de Hidalgo es típico de lo improvisado y azaroso;
la visión revolucionaria y el genio militar no se conjugan en
Morelos con recursos políticos adecuados a los resortes so
ciales de aquella hora; Iturbide es el símbolo mexicano de la
componenda política fraudulenta y de la inmoralidad militar.
LA REFORMA
Muy trabajosamente había llegado por fin a encarnar en la re
forma lo que al principio fue vaga idea de que la independencia
sólo tenía sentido como un rompimiento interno del régimen
colonial. Medio siglo había necesitado el alma criolla para ver
la luz. La revolución de Ayutla traía, con los eternos embelecos
constitucionales, la verdad circunscrita y adulta de la acción
reformadora. Sobre la maleza teorizante de siempre dominaba
la humilde confesión de una decadencia de los espíritus en las
clases directoras, y la necesidad de regenerarlos. Se llegó hasta
fundar una gran escuela para forjar las nuevas almas.
LA PAz PORFIRIANA
No hubo tiempo. Sobrevino el régimen de Díaz, el régimen
de la paz como fin y de las petulancias sociológicas, el cual,
l a q u e r e l l a d e m é x i c o 91
vuelto contra la corriente natural de nuestra historia, soltó de
las manos la obra espiritual comenzada apenas, la única ver
dadera. Los directores de la vida social mexicana, a partir del
70, ignoraron el sentido histórico de su época y mataron en
su cuna la obra fundamental que iba a hacerse. Después de la
reforma y la lucha contra la intervención francesa, que dio a
aquélla un valor nacional, la única labor política honrada era
la obra reformadora, el esfuerzo por dar libertad a los espíritus
y moralizar a las clases gobernantes, criolla y mestiza. El régi
men de la paz hizo criminalmente todo lo contrario. Instituyó
la mentira y la venalidad como sistema, el medro particular
como fin, la injusticia y el crimen como arma; se miró en El
Imparcial periódico inmoral e infame; engendró todos los Íñi
gos Noriegas de nuestros campos, los lord Cowdrays de nues
tras industrias, los Rosalinos Martínez de nuestro ejército.
Ante esta acusación, en quien menos ha de pensarse es en Por
firio Díaz. ¿Qué vale el error o la incapacidad de un solo hombre
comparados con la incapacidad y el error de la nación entera que
los glorificaba? No. Piénsese en el amplio grupo que vivía a la
sombra del caudillo y que creyó entender las necesidades de la
patria, o lo fingió al menos, de modo propicio al enriquecimien
to personal. Piénsese en toda la clase dirigente de entonces, en
los jóvenes de 20 años del 70, en los intelectuales maduros de
1890, en los venerables sesentones que recalentaron sus carnes
al sol del centenario. Todos éstos, herederos directos de la obra
informe, pero generosa, de los reformadores –las excepciones,
algunas de ellas preclaras, no cambian el cuadro–, ¿qué hicieron
por su patria? ¿Dónde está el acto o la palabra que los vincula
m a r t í n l u i s g u z m á n92
con sus antepasados? ¿Qué esfuerzo hicieron ellos para acabar
con la abyección política nacional, con la ruindad política y la
mentira política nacionales, con la injusticia nacional, con la
profunda, profundísima inmoralidad política mexicana? Tiempo
y ocasiones les faltaron para sonreír al dictador y sumirlo más
en su creencia miope de que salvaba a la patria; tiempo les faltó
para cortejar a los hombres de la camarilla presidencial, o a sus
amigos, o a sus criados, a caza de concesiones, favores y em
pleos. ¿Habrá nada más definitivo, para un valoramiento de la
inmoralidad política de mestizos y criollos, que el espectáculo de
aquellos cientos y cientos de ciudadanos que durante siete lustros
no faltaron nunca al dictador para colmar los asientos de las cá
maras y las legislaturas? ¡Legiones de ciudadanos conscientes y
distinguidos, la flor de la intelectualidad mexicana, prestándose a
la más estéril de las pantomimas políticas que han existido! Entre
estas glorias mexicanas –que no tienen siquiera la disculpa de la
cobardía, pues, lejos de ser obligados, faltaban puestos para los
solicitantes–, entre estas glorias figuraban nuestros maestros...
Nuestras agitaciones armadas, con ser tan elocuentes, nada
nos dicen de nuestra dolorosa verdad junto a las enseñanzas
crueles de la paz de 35 años.
El concepto de la educación
EL MÁS avanzado parecer acerca del problema de la educación
en México –y también el más común y altruista– es aquel que en
carece el principio de la educación popular. Se le conoció por vez
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primera, en forma de propósito claro y bien circunscrito, cuando
don Jorge Vera Estañol, ministro de Instrucción Pública en el pos
trer gabinete de Díaz, redactó su proyecto de Escuelas Rudimen
tarias. Sustancialmente el propósito era éste: enseñar el castellano,
el alfabeto y las reglas fundamentales de la aritmética a la clase
indígena irredenta, con especialidad a aquella parte que vive lejos
de los centros civilizados, en las montañas y en el campo. Así lle
gaba a hacerse carne de las instituciones públicas un pensamiento
casi nacional, cuyos resultados habrían de traernos –todos lo es
peraban– la panacea mexicana. En torno de tal proyecto se habló
mucho de la misión regeneradora del libro y del periódico –¡bien
aventurados los que leyeron El Imparcial!–; de la génesis y los
efectos de la opinión pública; de las aspiraciones que despierta en
un ser decaído y miserable el vislumbrar un posible mejoramiento,
y de otras cosas en el mismo tono. Lo cierto es que el proyecto alu
dido nació al calor de los primeros movimientos revolucionarios
del norte –al mismo tiempo que las cámaras votaban la ley de no
reelección– y con visible destino a hacer ruidoso contrapeso a la
Escuela de Altos Estudios, creada meses antes por Justo Sierra en
medio de una protesta tan general como disimulada. ¿Quién no
pronunció entonces en México las palabras sagradas: “No son al
tos, sino bajos, los estudios que necesitamos”? ¡La pobre escuela!
Nunca país ninguno ha gastado más a regañadientes unos cuantos
pesos que el nuestro, lo que la Escuela de Altos Estudios invirtió
en sus primitivos y descabellados planes.1
(1) Posteriormente, la Escuela de Altos Estudios se hizo más humilde y llegó a entrever el camino de los resultados útiles.
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Al triunfo de la revolución de Madero, don Alberto J. Pani,
subsecretario de Instrucción Pública y representante, a la vez,
de los intereses revolucionarios y de los fueros de la razón,
analizó, para llevarlo a cabo, el proyecto de las Escuelas Ru
dimentarias, y lo halló equivocado e irrealizable: se habían
calculado 200 000 pesos2, para una obra que requería ¡más
de 50 millones anuales!3. El señor Pani renunció a su puesto;
el plan de las escuelas siguió su curso y los 200 000 pesos se
gastaron en inspector por aquí, inspector por allá. Por supues
to que no había nada que inspeccionar.
Pero dejemos aparte los errores del proyecto en cuestión y las
posibilidades de reducirlo a proporciones modestas y practica
bles, según propuso, con acierto, el propio señor Pani. Lo inte
resante para nosotros está en ir a las fuentes mismas del pensa
miento que le dio vida. El programa de la instrucción rudimen
taria fue un verdadero arranque de impaciencia, inspirado en el
teorema criollo de ser la ignorancia pavorosa de los indígenas
el obstáculo principal para la felicidad de México. En el fondo
de ese programa, celebrado a gritos por todos los detractores de
la Escuela de Altos Estudios –la cual fue instituida para “crear
la ciencia mexicana” y hacer congruente y viva la instrucción
de las clases altas–, había esta aseveración tácita: “los criollos
dirigentes tienen ya toda la educación que han menester; tiempo
es de pensar en los dirigidos, en los analfabetos”. Pretendíase, en
una palabra, acercar un poco a los miserables indígenas nuestra
(2) Me veo en la necesidad de hacer estas citas de memoria.(3) Véase Alberto J. Pani, La instrucción rudimentaria, México, 1912.
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condición criolla de hombres libres y conscientes, tanto para
mejorarlos de suerte, como para abrir las puertas a la felicidad
general, al orden, a la vida. El ideal se habría colmado en el pun
to en que los indios se convirtieran en seres iguales a nosotros,
clase que sabe gobernar y gobernarse, dirigir y dirigirse.
El régimen de Díaz, por lo demás, era nido inmejorable
para empollar semejantes ideas. El criollo del apogeo porfi
riano vivía en florecientes ciudades pavimentadas con asfalto;
oía silbar las locomotoras; veía pagarse los vencimientos de
la deuda pública con regularidad; sabía que “los presupues
tos estaban nivelados” y leía diariamente en El Imparcial el
elogio de los hombres del gobierno y los himnos al desarrollo
pasmoso del país. ¿Tenía por qué no estar satisfecho? Vagos
indicios le llegaban, a veces, de no sé qué rapiñas y crímenes
en las altas esferas –que si despojos de tierras, que si conce
siones ruinosas, que si peculados–; cuando se le venía encima
la maldición de tener que invocar a la justicia sabía que todo
era de esperarse de ella menos justicia; a las veces, alguien le
hablaba de atentados inicuos, de abyección en las Cámaras,
de servilismo en los funcionarios. Pero ¿entendía él bastante
de eso? Por algo se estaba en paz; por algo podía él también
hacer, de cuando en cuando, lo mismo que los otros, y allá
se iban. Es verdad que de la vida social mexicana se habían
desterrado las actividades públicas; pero ¿no era ésa la base?
Poca política y mucha administración, decía la máxima.
El caso es que todo concurría a producir el engaño en un
ambiente tan bien dispuesto a recibirlo. La más alta virtud del
régimen de Díaz fue el convencernos de que el problema se
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había resuelto: las almas, libres de inquietudes, de los hombres
de entonces lo atestiguan así. En nuestra cura creyó todo el
orbe –los millones de lord Cowdray, a la voz de Limantour,
se encargaron de la propaganda– y en ella creíamos nosotros,
fieles lectores de El imparcial y espectadores candorosos de
todas aquellas ceremonias públicas que lucían en el sitio de
honor un enorme escudo con esta leyenda solitaria: Pax.
Había, pues, motivos para dedicarse al indio y desbrozar
el sendero de las prácticas democráticas. La suficiencia criolla
se veía reflejada en los ricos escaparates de la avenida de San
Francisco, y ello era bastante para sentirse libre, consciente,
capaz de todo, hasta de liberar a los otros elevándolos a la
propia condición.
¿Error acaso? Los políticos anteriores a la Reforma vieron
claramente que las raíces del problema mexicano arrancaban,
en derechura, de nosotros, de los criollos, incapaces de con
certarnos para vivir; y lo atribuían todo a irreductibles predi
lecciones por ciertas formas de gobierno –a la monarquía, a
la república, al centralismo, al federalismo–.
Los reformadores reconocieron la misma fuente del mal y
tuvieron la clarividencia de atribuirlo, en parte al menos, no a
tendencias hacia divergentes o antagónicas formas de organi
zación constitucional, sino a una condición de decaimiento del
espíritu criollo, desmoralizado y embrutecido por la Iglesia ca
tólica. Mas el régimen de Díaz trajo una novedad brusca y des
concertante: quitó el fardo del problema de sobre las espaldas
criollas y lo hizo descansar sobre causas de orden económico;
trasladó lo espiritual a lo material. No se trataba ya de formas
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de gobierno ni de incapacidades de los espíritus: se trataba de
ferrocarriles, de puertos, de industrias, de bancos –de esto y sólo
de esto–. Lo que en la mente de los reformadores había sido
parte de un programa, en el régimen de Díaz lo fue todo. La
gran escuela hija de la reforma, la escuela preparatoria, con sus
cátedras de sociología y economía política, comenzaba a dar sus
frutos, sólo que en un sentido inesperado. Se hizo frase popular
aquello de que “en la base de todos los fenómenos sociales están
los de orden económico”. Limantour había sido alumno funda
dor de la madre preparatoria, y ¿quién no creyó en Limantour?
De aquí que, tranquilos ya sobre nosotros mismos, olvidada
en su cuna la única idea verdaderamente fecunda de la reforma
y de la historia de México, y ante el espectáculo creciente de
bancos y ferrocarriles, cuando se vino a pensar en los peligros
de una vuelta a las andadas, se cayó, necesariamente, en el
“peligro del analfabetismo indígena”. Y el error fue absoluto.
Ningún derecho tenían los criollos para creerse en una
etapa de vida más avanzada que la entrevista por los refor
madores. La paz porfiriana, hecha no ante los verdaderos
problemas, sino al lado de ellos, esquivándolos y contrarián
dolos, no podía significar nada, no tenía ningún valor: era una
paz sin política o, por mejor decir, con la política reducida a
las combinaciones que Díaz ideaba para mantener la amistad
de sus amigos o la impotencia y la tolerancia de sus enemi
gos. Díaz logró sustituir con la obediencia la política. Y no
de otro modo se obtiene esa relativa paz interna de nuestras
facciones revolucionarias; en ellas no hay política tampoco,
sino pura y simple obediencia. Cuando en un bello y memo
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rable discurso, pronunciado hace dos años en el pueblecillo
de Magdalena, del estado de Sonora, Juan Sánchez Azcona
encareció a Carranza la necesidad de que todos participára
mos en la elaboración de los propósitos revolucionarios, es
decir, cuando Sánchez Azcona rompió la obediencia y abordó
la política, Carranza hizo, ni más ni menos, lo que hubiera
hecho el propio Díaz: envió a Sánchez Azcona comisionado a
Europa. Cuando Carranza, alarmado de las muchas batallas
que Villa ganaba, quiso reducirle el vuelo dando a otro la
ocasión de triunfar en Zacatecas, como Villa se saliera de la
obediencia e hiciera política arguyendo sus razones, Carranza
desechó la política, exigió la obediencia y prefirió habérselas
con un enemigo antes que consentir en el cambio de sistema.
Porfirio Díaz, que era ducho en tales asuntos, elevó a la cate
goría de axioma su famosa máxima de poca política y mucha
administración. Al triunfar, no se hizo ilusiones; a despecho
de su título de presidente, siguió sintiéndose, sobre todo y
ante todo, jefe de su facción, de su facción que se ensanchaba
hasta abarcar el área total de la República, pero que no por
eso dejaba de serlo. De aquí el orden, de aquí la paz. Durante
35 años vivimos bajo un gobierno de facción.
Pero esto, que nos parece hoy tan claro, no pudieron verlo
los contemporáneos. Ellos se rindieron al espejismo y se ale
targaron ante la apariencia de su regeneración definitiva. Sin
empacho de hacer la misma vida de siempre, se olvidaron de
sí mismos: olvidaron su incapacidad, olvidaron su ignorancia,
olvidaron su mentira y atribuyeron los malos efectos de estos
vicios a la existencia del indígena analfabeto, ¡a la existencia
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de un ser que casi no existe! Olvidaron que aún estaban en
pie –y entonces más que nunca, por los efectos doblemente
corruptores del régimen porfirista– el viejo problema de la
educación y la regeneración del criollo, infinitamente más ne
cesarias que la educación y la regeneración de los indios.
La intervención y la guerra
CUANDO Carranza, jefe de la facción revolucionaria, pide al
gobierno de los Estados Unidos lo reconozca como presidente
de la República, no hace sino acatar una vieja verdad de nuestra
política interior: en México ningún partido político tiene por sí
mismo vigor suficiente para dominar; su seguridad y su fuerza
exigen el concurso de un poder extraño. El antiguo partido con
servador reconoció y exageró el valor de este principio cuando
trajo la intervención de Napoléon III; el partido liberal ha conta
do siempre con la ayuda de los Estados Unidos. El caso reciente
de Huerta, henchido de poder, holgado en lo económico, y
además libre de reparos en cuanto a los medios, es concluyente.
Una palabra de Woodrow Wilson, un no del presidente de otro
país, bastó a decidir los destinos de Huerta y los destinos de
México. Para imponerse, sólo faltó a aquél el reconocimiento
yanqui; Villa y Carranza no anhelan hoy otro auxilio.
Pero hasta qué punto es ya metal acuñado esta sumisión
de las fortunas y adversidades de México a los intereses o a la
moralidad del pueblo vecino, puede apreciarse –mejor que en
nuestro país, donde la verdad se oculta o se tuerce siempre–
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en lo que acontece en los propios Estados Unidos. Veámoslo.
Bajo el epígrafe “Iturbide es capaz”, el New York Times co
rrespondiente al 6 de junio de este año de 1915 publica las
líneas que siguen:
Eduardo Iturbide ha estado varios días en Washington, acom
pañado de amigos personales y consejeros políticos Con gran
libertad, y visiblemente con franqueza, habló esta mañana, en
muy buen inglés, respecto de los asuntos políticos de México y
de sus propias aspiraciones públicas.
Dice el señor Iturbide que ha estado conferenciando, aquí y en
Nueva York, con toda clase de particulares y hombres públicos
interesados en que se restaure el gobierno constitucional de
México: entre ellos con el secretario Bryan y otros funcionarios
del Departamento de Estado. Dice que no tiene conocimiento
oficial de que el presidente Wilson lo haya favorecido desig
nándolo como el hombre del momento para México, pero que,
extraoficialmente, diversas personas se lo han asegurado así.
El valor de esta noticia es inestimable, no tanto para juz
gar al señor Iturbide, cuanto para delimitar nuestro asunto.
Sin duda que no son esas palabras la expresión misma del
pensamiento de dicho señor, sino la interpretación de un re
portero hábil —todos lo son en aquel país— que ha escuchado
al señor Iturbide en un momento de “libertad” y de “visible
franqueza”, y que está muy al cabo de la intensa campaña que
el señor Iturbide hace en los Estados Unidos para ganar la silla
presidencial de la República Mexicana.
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Ahora bien, el señor Iturbide es un criollo de ilustre linaje;
entre las prendas históricas de su guardarropa de familia quizá
no falte algún manto imperial; él mismo, al discurrir sobre el
gobierno que ha de implantar en nuestra tierra, insiste sobre
la necesidad de que ese gobierno, si bien aprobado por todo
el pueblo mexicano, sea un “gobierno de la clase elevada y
respetable”, no cabe, pues, duda acerca de su respetabilidad
personal. Agréguese a todo esto la noble modestia de los
títulos de que blasona. No lo envanecen ni sus antepasados
ilustres, ni su educación, ni su rango, sino un acto minúsculo
de mera ciudadanía: recibió la ciudad de México de manos del
régimen huertista y supo entregarla, desde luego, evitando el
menor abuso y el menor desorden, a los comisionados de la
revolución. Tiene, en una palabra, el generoso orgullo de un
humilde, de un insignificante ciudadano.
Por las anteriores consideraciones repugnaría atribuir a ba
jeza de alma, o a cierta ambición desmedida de mal mexicano,
las idas y venidas del señor Iturbide por los Estados Unidos,
su campaña en la prensa yanqui, sus conversaciones con “fun
cionarios y particulares interesados” en los asuntos de México,
sus conferencias con Bryan, sus entrevistas a la prensa, “visi
blemente sinceras” y en “muy buen inglés”, etcétera. No. Sería
torpe motivarlo así. La explicación es más fácil, más consola
dora, más humana. El señor Iturbide conoce bien este principio
de que ahora hablamos y lo pone en práctica. Le consta hasta
la evidencia que Villa y Carranza lucharán indefinidamente
entre sí, o con futuras facciones, y que en vano se esforzarán
por dominarlo todo en tanto que a alguno de ellos no caiga la
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bendición del reconocimiento yanqui. Sospecha, además, que
ni el uno ni el otro serán al fin reconocidos, y se apresura, por
amor a su país, a organizar un partido dentro de los propios
recintos de la ciudad de Washington, y a acortar camino co
menzando por donde los otros no pueden acabar; le parece
más fácil, menos peligroso y más seguro hacerse presidente de
nuestro país en Washington, que pretenderlo en México.
He ahí una confirmación del principio que hace depender
nuestra política interna de la política exterior de los Estados
Unidos, confirmación sacada de las palabras y los actos de un
mexicano que se considera investido de suficiente respetabili
dad y prestigio, y dotado del talento y los conocimientos indis
pensables, para pretender la primera magistratura mexicana.
Busquemos ahora una ratificación de fuente meramente
yanqui.
El más serio de los periódicos neoyorquinos, The Evening
Post, dice en su número del 7 de agosto de 1915, al informar
sobre las labores de la junta de representantes latinoamerica
nos, convocada por el secretario de Estado yanqui para tratar
de los asuntos de México:
Parece que ninguno de los diplomáticos latinoamericanos se ha
opuesto a esta parte del plan (reconocer a Manuel Vázquez Ta
gle, ex ministro de Justicia en el gabinete de Madero, el carácter
de presidente de México), si bien algunos de los embajadores es
timan que un representante del grupo científico sería el indicado
para el puesto. Esas personas, sin embargo, fueron informadas,
según se afirma, de que el presidente Wilson se opone a que vuel
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van al poder los intereses científicos o conservadores que estaban
identificados con Porfirio Díaz.
El presidente Wilson “se opone” a que vuelvan al poder.
¿Hay nada más terminante y definitivo? “¡Se opone a que
vuelvan al poder!”.
Nuestro propósito al exhibir en toda su desnudez actual
esta subordinación política de México respecto de los Estados
Unidos, es preliminar indicado para reducir el concepto inter
vención yanqui a su verdadera amplitud. En torno de estas
dos palabras se ha dicho todo lo imaginable, y no poco se ha
hecho. La intervención yanqui fue uno de tantos espantajos
(el más inocente quizás) en manos de Porfirio Díaz; Huerta la
exacerbó, para hacerla materialmente visible y provocar así
un quebrantamiento de las facciones revolucionarias, hasta
el grado de atraer los proyectiles de los acorazados yanquis
sobre los pechos juveniles de los cadetes veracruzanos; en las
recriminaciones que nuestros grupos políticos se lanzan los unos
a los otros no falta nunca el “ítem, estar exponiendo al país a
los peligros de una invasión extranjera”.
Desde el punto de vista de la sentimentalidad mexicana, la
intervención yanqui en México puede ser esto, aquello o lo otro;
desde el punto de vista de los hechos consumados, consumados
históricamente durante un siglo y consumados ahora bajo nues
tras propias miradas, la intervención es, cualitativamente, una
verdad absoluta e innegable. Los Estados Unidos intervienen
de un modo sistemático, casi orgánico, en los asuntos interiores
de México. Henry Lane Wilson, embajador en nuestro país, se
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sintió en el caso de alojar en sus oficinas la conspiración que
acabó por privar de la vida al presidente Madero.
Pero si, cualitativamente al menos, existe una intervención
real, ocurre interrogarse sobre posibles y tolerables cantida
des de intervención. Porque la hay en grados diversos cuando
Woodrow Wilson se niega a reconocer a Huerta, cuando se
apo dera del puerto de Veracruz, cuando “se opone a que los
científicos vuelvan al poder” o cuando, colmando las “aspi
raciones públicas” del señor Eduardo Iturbide y cumpliéndole
las “seguridades extraoficiales que le fueron dadas”, lo haga
desembarcar en puerto mexicano provisto de su “designación
de hombre del momento”.
De todas estas cantidades una hay en la que, a todas luces,
no podemos intervenir a nuestra vez, porque queda fuera de
nuestro alcance: los Estados Unidos son dueños del destino de
México en cuanto al mayor poder material y autoridad de que
gozará siempre el partido mexicano que ellos ayuden. Que es
ésta, por razones obvias, muy grande porción de nuestros desti
nos nadie lo negará: quien tenga en México el apoyo yanqui lo
tendrá casi todo; quien no lo tenga, casi no tendrá nada; y nadie
negará tampoco que ello es irremediable, por ahora al menos.
Pero tal cual se tejen y destejen los asuntos de México en
nuestros días, no es remota la posibilidad de que, llevados por
la corriente misma de su política intervencionista, los Estados
Unidos se vean en el caso de ahondar más la huella y, en una
forma u otra, de llegar a desembarcar en nuestro territorio su
intervención. Para esa eventualidad precisemos nuestra con
ducta. Despojémonos de puntos sentimentales y estimemos las
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cosas del lado del interés de México, que es otra forma de pa
triotismo, menos vistosa y oratoria, pero más de acuerdo con
nuestros recursos y la verdad. Ante el ademán natural y reposa
do con que la prensa yanqui habla de la “oposición” de Wilson
a que vuelva al poder en México este o aquel grupo político,
ante el espectáculo del señor Eduardo Iturbide, que declara en
público, y con “visible franqueza”, saber que el mismo funcio
nario “lo favorece” escogiéndolo para gobernarnos, a ningún
mexicano asiste ya el derecho de considerar lastimado el honor
patrio porque se discutan las posibilidades de la intervención.
Hacerlo sería ocioso, acaso imbécil, y sólo nos conduciría a
aquellos indecoros de la capital huertista, que arrastraba por
las calles la estatua de Jorge Washington al grito de “¡Burro,
Wilson; burro, Wilson!” mientras los yanquis exterminaban
las moscas en Veracruz.* Menos odio, menos pasión, más
sensatez. Si la intervención, en cualquier grado y forma, nos
ayudara de una vez para siempre a remediar nuestros males, y
luego nos dejara libres, bienvenida ella y criminales nosotros
en rechazarla. Pero evidencia de esto es lo que no existe. Sin
*Los sucesos a que me refiero son posteriores a la toma de Veracruz por las fuerzas yanquis. En cuanto a este último hecho, lamentamos que el presidente Wilson, con posibles buenas intenciones (confirmadas quizá por actos más recientes) se haya lanzado a una aventura equívoca, sangrienta e inútil, que envuelve, de cualquier modo que se la considere, una humillación para México; lamentamos que Victoriano Huerta, una vez provocado el conflicto, no haya sabido encontrar, en medio de todos sus vicios, un resto de antiguo decoro que le mandara resistir verdaderamente; lamentamos que Venustiano Carranza, siempre intachable en sus relaciones con los Estados Unidos, tenaz siempre –obcecado a veces–, no haya podido mantenerse en la actitud digna, de enérgica protesta, que delineó francamente en su notaultimátum al presidente Wilson.
La conducta de estos tres hombres, en cuyas manos estaba entonces el porvenir de México, redujo el conflicto internacional a un incidente militar, sin gloria para los vencedores ni honor para los vencidos, en que se sacrificaron heroicamente algunos mexicanos e inútilmente unos cuantos yanquis.
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duda que, sabiendo aprovechar el momento propicio, cual
quiera de las facciones hoy enemigas haría la paz de México
si la ayudara el gobierno de la Casa Blanca. Pero esa paz sería
un equilibrio engañoso e inorgánico, bueno sólo para hinchar
las cifras de nuestras estadísticas, como en el régimen de Díaz,
y para colmar las ansias de los algodoneros de Torreón y los
petroleros de Tampico; y no se trata de eso. El grupo apoyado
redoblaría con su fuerza su inmoralidad y su irradiación co
rruptora; la ayuda sería para él un motivo más de impunidad.
No olvidemos que, pese a las generosidades de Wilson y sus
amigos, en ninguna parte es tan popular la doctrina de la mano
de hierro para México como en los Estados Unidos; los cuales,
si son John Quincy Adams y Woodrow Wilson, son también
Fulano Jackson y Teddy Roosevelt. La paz a toda costa no
nos aprovecha, lo sabemos experimentalmente; y la paz de la
intervención no sería más que esa paz a toda costa –con el río
de fango y de sangre oculto bajo los pies–.
La intervención es tan grave para los verdaderos intereses
de México, para los intereses de nuestra moralidad funda
mental –único medio capaz de ponernos a flote–, que ya no
nos quedan más que dos caminos discernibles: o la solución
surge por sí misma de nuestras almas decaídas, o surge de una
verdadera guerra con los Estados Unidos –verdadera por lo
menos en cuanto al estado de los ánimos–.
Lecturas políticas se terminó de imprimir en julio de 2011,
en los talleres de Hemes Impresores (Cerrada de Tonantzin núm. 6, Col. Tlaxpana, México, D.F.).
El tiraje fue de 750 ejemplares.