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Revista Onomatopeya

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Page 1: Revista Onomatopeya

Ruptura del proyecto moderno desde la posmodernidad: arte, moral y ciencia.

Gilberto RochaDivisión de Posgrado en Filosofía Universidad de [email protected]

“Fue muy dura la derrota, todo lo que se soñaba,

se pudrió en los rincones, se cubrió de telarañas…

ya nadie canta Al Vent

ya no hay locos, ya no hay parias…

pero tiene que llover, aun queda sucia la plaza.

Queda lejos aquel mayo, queda lejos Saint Denis,

qué lejos queda Jean Paul Sartre, muy lejos aquel París.

Sin embargo a veces pienso que todo dio igual

las ostias siguen cayendo sobre quién habla de más.”

Ismael Serrano

El concepto modernidad empleado por primera vez hacia el siglo V proviene del sustantivo

latino “modus” que indica medida, método o límite. Esta palabra se remonta desde la transición de

la antigua Roma al nuevo mundo cristiano. En cuestión técnica, la palabra tiene el principio de

frontera entre lo antiguo y lo actual:

“Modernus (al igual que hodiernus, de hodie) se deriva de modo, palabra que en esa época

no significa sólo únicamente, precisamente, en seguida, sino que probablemente pudo haber

tenido ya el sentido de ahora… se ha demostrado con razonamientos suficientes que

modernus no significa tan sólo nuevo, sino actual, matiz de significado decisivo que

justifica la nueva acuñación de la palabra.” (Jauss, 1976, 19)

Durante el transcurso de la historia este concepto se utilizó básicamente para señalar un

periodo de transición entre las épocas anteriores y las presentes. Por ejemplo, se puede señalar la

conocida Querelle des Anciens et Modernes proclamada por Charles Perrault, que produjo la

fragmentación del ideal de perfección humanístico y la destrucción de la imagen clásico-

universalista del hombre y del mundo; donde los Modernes aunaban por la idea de progreso en base

a la ciencia y en la filosofía moderna partiendo de Copérnico y Descartes, contra los Anciens, su fe

y la idea de algo supratemporal. Este hecho señalado por Perrault marca un aspecto importante: los

modernos se opusieron a la pretensión de que la Antigüedad era incomparable porque ellos habían

creado el arte perfecto; señalando un argumento racionalista e indicando que existe una igualdad

natural de todos los hombres, manifestando que las producciones artísticas se resumen en el buen

gusto, en las costumbres dependientes de la época. Ellos dudaron del sentido de la imitación de los

“clásicos” en referencia a la belleza absoluta y en su lugar optaron por un criterio estético sujeto al

tiempo y articulada con la auto-comprensión de la Ilustración francesa. Tomando a Baudelaire ante

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la pregunta ¿qué es la modernidad?... él respondería: “La modernidad es lo efímero, transitorio y

contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable.” (1996, 361) Sin

embargo, a partir del siglo XVIII el concepto de moderno se identifica con la idea de racionalidad y

se eleva el antiguo debate Modernes- Ancienes hasta un aspecto filosófico:

“Pues bien, fue Hegel quién desarrolló el concepto claro de modernidad; a Hegel será

menester recurrir, por tanto, si queremos entender qué significó la interna relación entre

modernidad y racionalidad que hasta Max Weber se supuso evidente de suyo, y que hoy

parece puesta en cuestión… Hegel es el primero que eleva a problema filosófico el proceso

del desgajamiento de la modernidad respecto de las sugestiones normativas del pasado que

quedan extramuros de ella.” (Habermas, 1993, 15, 27)

Hegel desarrolla el concepto de modernidad vinculando la principal característica del siglo

XVIII: la confianza y la apuesta por la razón. Esto da por sentado el rompimiento de la metafísica y

la religión tradicional para dar entrada a la relación del sujeto consigo mismo: la subjetividad, que

se revela como principio unificador; una idea de subjetividad o razón abarcadora. Con este

paradigma se explica el dominio del mundo moderno a partir del reconocimiento de la libertad y la

reflexión como tarea del espíritu, que responderá a cuatro connotaciones:

“Cuando Hegel caracteriza la fisonomía de la Edad Moderna (o del mundo moderno)

explica la “subjetividad” por la libertad y la reflexión. “La grandeza de nuestro tiempo

consiste en que se reconoce la libertad, la propiedad del espíritu de estar en sí, cabe sí”. En

este contexto la expresión subjetiva vincula sobre todo cuatro comportamientos: a)

individualismo: en el mundo moderno la peculiaridad infinitamente particular puede hacer

valer sus pretensiones; b) derecho de crítica: el principio moderno exige que aquello que

cada cual ha de reconocer se le muestre como justificado; c) autonomía de la acción:

pertenece al mundo moderno el que queramos ser fiadores de aquello que hacemos; d)

finalmente la propia filosofía idealista: Hegel considera como obra de la Edad Moderna el

que la filosofía aprehenda la idea que se sabe a sí misma… los acontecimientos históricos

claves para la implantación del principio de subjetividad son La Reforma, La Ilustración y

la Revolución Francesa.” (Habermas, 1993, 29)

Estos cuatro comportamientos y los acontecimientos históricos señalados, dieron entrada al

denominado proyecto de la modernidad que pretendía orientar la razón hacia un ideal de progreso

universal por medio del arte, la moral y la ciencia:

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“El proyecto de la modernidad formulado en el siglo XVIII por los filósofos de la

Ilustración consistía en sus esfuerzos por desarrollar la ciencia objetiva, la moralidad y la ley

universal, y el arte autónomo con su lógica interna. Al mismo tiempo este proyecto pretendía liberar

a los potenciales cognitivos de cada uno de estos dominios para emanciparlos de sus formas

esotéricas.” (Habermas 1993, 95)

Partiendo de estas tres esferas se puede mencionar que el nacimiento de la ciencia moderna

se remonta al siglo XVII, donde se experimenta la transición de la llamada filosofía de la naturaleza

basada en interpretaciones no fácticas y acumulaciones de comentarios, a esta nueva ciencia basada

en metodologías experimentales y desarrollo de instrumentos de medición. Aunado a esto se

empezaron a crear nuevas organizaciones científicas, tales como la Royal Society en Inglaterra y la

Académie de Sciences en Francia, que por medio de ellas los científicos desarrollaron revistas para

tener acceso a sus investigaciones logrando tener observaciones y comparaciones en sus resultados.

En esta primera etapa la finalidad de la ciencia moderna y sus sociedades era el conocimiento y la

divulgación de la naturaleza.

Entrado el siglo XVIII la ciencia toma un acercamiento con la filosofía y la literatura. Se da

ese llamamiento hecho por Galileo y que llegó a su culminación con La Fontenelle de un nuevo

árbitro para el pensamiento humano: un público lector más extenso contra el mundo del saber de

entonces; la traducción de los resultados de la labor científica a un idioma de nuevos conceptos, a

una nueva visión del mundo: la vulgarización de la ciencia apta para todo ser humano, fuera de los

recintos cerrados y propios de un público especializado. Esta visión da un giro a la ciencia ubicada

en el plano de la modernidad presentando una nueva finalidad: el conocimiento empírico de la

naturaleza para el desarrollo del progreso humano. Una relación directa entre la praxis y la teoría

que determinaba la búsqueda de lo que era verdadero. Se elaboraron y codificaron reglas

fundamentales para la indagación científica, y se desarrollaron modelos abstractos en donde la

reproducibilidad y la refutabilidad serían las condiciones fundamentales; donde la ciencia no sólo se

agotaba en sí misma, sino que se relacionaba sobre un fundamento filosófico por medio del relato

que es la manera en cómo se expresa, y por la moral en tanto búsqueda de progreso: “El verdadero

fin y la función de la ciencia, residen no en discursos plausibles, divertidos, memorables o llenos de

afecto, o en supuestos argumentos evidentes, sino en el obrar y trabajar, y el descubrimiento de

datos hasta ahora desconocidos para un mejor equipamiento y ayuda en la vida.” (Adorno, 1998,

61)

Con respecto al arte moderno, éste se diferenciaba del arte antiguo como oposición entre lo

objetivo y lo interesante, entre la educación natural y la educación formal, entre lo ingenuo y lo

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sentimental. En contraposición a la imitación del arte antiguo, el arte moderno se presentaba como

acto de libertad y de reflexión. Mientras que el arte antiguo buscaba la imitación de la naturaleza, el

arte moderno aspiraba a la unidad mediada con la naturaleza, que tiene su máxima expresión en el

Romanticismo. Bajo la influencia de la revolución francesa el romanticismo buscaba una liberación

concreta y una esperanza utópica: la caída de las tiranías; esto para realizar el antiguo sueño de la

fraternidad humana; la apertura del espíritu, para permitir la expansión de todas las manifestaciones

del genio creador. De esta manera el arte moderno, en especial el del siglo XVIII y mediados del

siglo XIX, se concibió como una relación entre la naturaleza y la razón, entre la superación de lo

antiguo y la presencia de lo nuevo. Una expresión libre de reflexión.

“El arte tiene por finalidad la representación de lo absoluto de un modo limitado; lo

absoluto se concibe en una intuición de carácter inconsciente: el carácter fundamental de la

obra de arte es… una inconsciente infinitud. El arte es la superación de lo real y lo ideal, es

la perfección del saber y la filosofía que lleva al hombre al conocimiento de lo más alto. La

belleza es lo infinito, representado de un modo finito, y la belleza absoluta es la belleza

originaria de la idea.” (Schelling, 1985, 45)

Analizando la moral, la filosofía moderna sustentaba sus bases de igual manera en la razón.

La modernidad se preguntaba acerca de lo necesario; en ella se había que preguntar ¿qué debo

hacer? La respuesta era categórica: actuar según el deber. Lo instrumental debía someterse a lo

categórico. Había que cumplir con el imperativo moral categórico que no prometía goces, ya que la

ley valía por sí misma y no por sus consecuencias.

En Kant se podía vislumbrar que la ley moral es un principio de la razón pura práctica que

conlleva a una autonomía basada en la conciencia. Con base a esta ley moral, la libertad era

condición propia de ser en ella. Así tener conciencia de la ley moral era tener conciencia de la

libertad. La ley moral era por sí misma en el juicio de la razón motivo impulsor (la ley moral es la

condición de actuar); y aquel que hace de ella su máxima es moralmente bueno. A partir de esta ley

moral se podía entender el imperativo categórico que nace de la propia inclinación natural de la

razón hacia la moralidad: “obra de tal modo, que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al

mismo tiempo, como principio de una legislación universal.” Este imperativo categórico nace de la

propia racionalidad, no está sometido a factores externos, sino que por el sólo hecho de ser

racionales, el sujeto da a sí mismo los mandatos de la moralidad. Es aquí donde la voluntad se

vuelve autónoma. La voluntad al regirse por el imperativo categórico, y éste al regirse por la razón,

es autónoma. Así la libertad es el principio que rige al imperativo categórico.

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Tomando como criterios estos presupuestos, el proyecto de la modernidad giraba en torno a

estos tres ejes temáticos: moral, ciencia y arte regidos por una directriz: la razón en búsqueda del

progreso.

La filosofía posmoderna realiza una crítica a este concepto de la modernidad dentro de dos

tendencias: aquellos (tales como Habermas o Renaut) que desean continuar con los preceptos

modernos planteados en la Ilustración, indicando que la crisis ideológica actual es otra vuelta de

tuerca en la modernidad misma. Y los que señalan (tales como Esther Díaz, Lipovetsky) que debe

haber una ruptura radical con la modernidad, que falleció al promediar el siglo XX; y cuyas

secuelas modernas son como el brillo de una estrella apagada, cuyos reflejos son percibidos más

allá de su extinción.

Para la filosofía posmoderna en especial esta segunda postura, el criterio de la modernidad

se convierte en un mito, un metarrelato. Discursos metafísicos y modernos como la razón pura, la

razón práctica, la libertad, el sujeto, entre otros, se ven aniquilados.

“Cuando ese metadiscurso recurre a tal o a cual otro gran relato, como La dialéctica del

espíritu, La hermenéutica del sentido, La emancipación del sujeto razonante o trabajador ,

se decide llamar moderna a la ciencia que recurre a ellos para legitimarse. Así por ejemplo,

la regla del consenso entre el emisor y el destinatario de un enunciado con valor de verdad

será considerada aceptable si se inscribe en la perspectiva de una unanimidad posible de los

espíritus razonantes: ese era el relato de las Luces, donde el héroe del saber trabajaba para

un fin épico-político: la paz universal.” (Lyotard, 1991, 5)

Esta idea surge a partir del desencanto del progreso global de la humanidad, afectada por

sucesos históricos como el nazismo, las guerras mundiales, las dictaduras militares, el narcotráfico,

el terrorismo, entre otros, que se presentarían como una rotunda negación al pretendido progreso

racional de la humanidad proclamada por el espíritu de las Luces.

Ante esta situación desarrollada por el siglo XX, los posmodernos se preguntan. ¿Desde

dónde y cómo se mide la emancipación?, ¿quién es el sujeto del progreso: el rico, el pobre, el

capitalista, el narcotraficante, el proletario, el sabio, el analfabeto, el homosexual, el homofóbico, el

tolerante, el intolerante, el religioso, el ateo? Cada sujeto perteneciente a la denominada

“humanidad” podría querer legitimar su propio y particular interés en un discurso “emancipador de

la humanidad” porque, obvio se sienten parte de ella. Mucha sangre se ha derramado en nombre de

los ideales emancipatorios, pero ¿quién puede decidir cuál es universalmente justo?

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Esta tendencia relativista ha sido disparada por una causa común: el mercado. En el

nacimiento de las sociedades neoliberales el mercado se concibe como la pieza fundamental de la

acción. “Tanto vendes, tanto vales.” Los ideales trascendentales aparecen como modas: el Che

Guevara, las imágenes religiosas, las figuras científicas, entre otros iconos, son parte de las tiendas

y se pueden comprar; estos paradigmas se ven afectados directamente en los pilares de la

modernidad: el arte, la ciencia y la moral.

Con respecto al arte, las vanguardias modernistas proclamaban una especie de hedonismo:

libertad artística y exaltación de los sentidos. “Pero el desarrollo económico del capitalismo tomó

los ideales del arte moderno y los incorporó a su dinámica productiva, demostrando así que el

hedonismo no es un privilegio de bohemios; sino más bien, constituyen el modus vivendi de la

sociedad del capitalismo tardío: confort.” (Díaz, 2000, 19) El arte deja de ser una expresión libre

cuyo fin era la expresión del espíritu en búsqueda de lo nuevo, y se adhiere a la producción

mercantil. Ahora las cuestiones prácticas, son también estéticas. “Lo que ha sucedido es que en

nuestro días la producción estética se ha integrado a la producción general de bienes: la frenética

urgencia económica por producir nuevas líneas de productos de apariencia cada vez más novedosa

(desde ropa hasta aviones) a ritmos de renovación cada vez más rápidos, le asignan ahora una

función y una posición estructural cada vez mayor a la innovación y experimentación estética.”

(Jameson, 1991, 15)

El arte ya no pretende la idea moderna de lo nuevo expresado por Baudelaire, sino que

ahora existe una nostalgia del pasado y se hace alarde a la memoria, a través de lo vintage, lo retro.

La expresión de lo nuevo en el arte lleva un sello característico: lo viejo reciclado.

La ciencia de igual manera ha perdido ese carácter neutral o progresista de los Ilustrado.

Ahora la ciencia requiere de la técnica y tecnología, y éstas, están sustentadas sobre fuertes

inversiones económicas, existiendo una relación directa ente inversión de capital en tecnología y

posibilidad teórica de acceso a la verdad; estableciéndose un dispositivo en el cual interactúan

riquezas, eficiencia y verdad. “En la edad posindustrial y posmoderna, la ciencia conservará y sin

duda reforzará más aún su importancia en la batería de las capacidades productivas de los Estados-

naciones. Esta situación es una de las razones que lleva a pensar que la separación con respecto a

los países en vía de desarrollo no deja de aumentar el porvernir.” (Lyotard, 1987, 8)

La ciencia entra en crisis interna y externa. Se conmueven sus leyes inmutables y

deterministas sobre las que la ciencia pretendió apoyarse, por una parte, y se deteriora su imagen de

salvadora absoluta de la sociedad, por otro. El conflicto interno se produce con la irrupción de

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teorías sólidas en sí mismas, pero inconmensurables entre sí. Éstas no pueden ser legitimadas por un

relato único, como suponía la modernidad. Las ciencias actuales juegan cada una su propio juego. E

incluso aquella ciencia que pretendía ser objetiva y clara, se ve frustrada con la introducción de

teorías donde el azar y la irreversibilidad temporal se hacen presentes. Así las denominadas ciencias

duras, se ven cuestionadas por fundamentos que tenían presupuestos míticos-mágicos. La

denominada objetividad de la ciencia, se ve redefinida. Lo objetivo está dependiente de las

relaciones de poder y de la verdad, que de igual manera, es una construcción histórica-temporal; así

se aplica el principio de Fereyaben “todo vale:” si algo, aunque no esté previsto por el método

oficializado por la comunidad científica, sirve para solucionar un problema científico, vale.

La moral de igual manera, pierde ese sentido de universalidad. Ya no existe un solo código

que nos indique el actuar humano:

Después del tiempo de la glorificación enfática de la obligación moral rigorista, he aquí el

de su eufemización y descrédito. Desde mediados de nuestro siglo, ha aparecido una nueva

regulación social de los valores morales que ya no se apoya en lo que constituía el aporte

mayor de su ciclo anterior: el culto del deber; éste se inscribía con mayúsculas, nosotros lo

miniaturizamos; era sobrio, nosotros organizamos shows recreativos, ordenaba la sumisión

incondicional del deseo a la ley, nosotros lo reconciliamos con el placer y el seft-interest.

(Lipovetsky, 1994, 45)

Para la visión posmoderna la moral se adecua a los intereses particulares, donde lo que

importa es la denominada “revolución individualista;” es ahí cuando el Narciso se sustenta sobre la

base de la autonomía individual y la satisfacción de los deseos gratificantes. El proceso de

personalización desarrollado sobre las pautas del hedonismo, de la calidad de vida y del culto a la

propia persona, desliga las conductas de los deberes disciplinarios y de la coerción ideológica,

impuestos por la racionalidad universal ilustrada y sus imperativos categóricos. La única

responsabilidad que admite el hombre posmoderno y a la cual se entrega con empeño y seriedad, es

el cultivo de su personalidad. El mundo y los sucesos sociales son significativos en tanto se

relacionen con él. Esta actitud del hombre posmoderno conduce a valores como el respeto a la

diferencia, la idolatría a la libertad personal, el relajamiento, el humor, la sinceridad, el

psicologismo y la libertad de expresión. La sociedad posmoderna es una sociedad abierta y plural,

que tiene en cuenta los deseos de los individuos y aumenta su libertad combinatoria. Se genera una

sociedad sin imperativos categóricos que se deja llevar en función de las motivaciones individuales.

Esto conlleva a que la sociedad posmoderna es ahora una sociedad de consumo. Existe una

masificación y estandarización de las formas de vida, que se adecuan a las inclinaciones de cada

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persona. Los medios de comunicación generan un patrón de vida que se adapta a cada individuo,

utilizando la formula de la seducción. La moral posmoderna no se fundamenta en imperativos

categóricos, sino su imperativo radica en los intereses propios del Narciso, influenciada por los

medios de comunicación y el mercado.

Se puede vislumbrar entonces que la posmodernidad es una ruptura radical a los

presupuestos modernos. La idea de progreso es cuestionada y los grandes relatos se ven olvidados

en un rincón o se han convertido en slogans o títulos institucionales.

Referencias:

-Adorno, T. Dialéctica de la Ilustración. Traducción de Juan José Sánchez. Trota. España,

1998.

- Baudelaire, C. El pintor de la vida moderna; en Saberes y otros escritos sobre arte.

Traducción de Cohen de Santos. Visor. España, 1996.

- Díaz, E. Posmodernidad. Biblos. Argentina, 2000.

- Habermas. J. El discurso filosófico de la modernidad. Traducción Manuel Jiménez

Redondo. Taurus. España, 1993.

- Jameson, F. Ensayos sobre el posmodernismo. Traducción Esther Perez. Paidos. España,

1991.

- Lipovetsky, G. El crepúsculo del deber. Traducción de Juana Bignozzi. Anagrama.

España 1994.

- Lyotard. F. La Condición posmoderna. Traducción de Mariano Antolín Rato. Catedra.

España, 1987.

- Robert J. H. Tradición literaria y conciencia actual de la modernidad; en La literatura

como provocación. Traducción de Juan Godo Costa. Península. España, 1976

- Schelling, F. La relación del arte con la naturaleza. Sarpe. Traducción de Alfonso

Castaño Piñan. España. 1985.