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REVISTA DE INFORMACIÓN Y ANÁLISIS #1119 · Año 23 // 14 - 20 abril 2019 { confidencial.com.ni } @confidencial_ni confidencial.com.ni 4 COLECCIONABLES ESPECIAL | OPINIÓN LA REBELIÓN DE ABRIL EN NICARAGUA CARLOS F. CHAMORRO

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REVISTA DE INFORMACIÓN

Y ANÁLISIS

#1119 · Año 23 // 14 - 20 abril 2019 { confidencial.com.ni } @confidencial_ni confidencial.com.ni

4COLECCIONABLES

ESPECIAL | OPINIÓN

LA REBELIÓN DE ABRILEN NICARAGUA

C A R L O S F. C H A M O R R O

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial6

Especial | OpiniónLa Rebelión de Abril en NicaraguaCarlos F. Chamorro© 2019 Confidencial, Coleccionables | 4

Foto de portada: Carlos HerreraDiseño: Juan García Z.Fotografías: Carlos Herrera y Franklin VillavicencioCoordinación: Cinthia Membreño, Arlen Cerda

www.confidencial.com.ni/apoyo-periodismo

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial4

ÍNDICEPresentación 4

Capítulo I: La Rebelión de Abril y la matanza de Ortega 5Cuatro claves antes y después del atraco al INSS 6

Nunca más represión, ni otra “misa negra” 9

Después de la matanza 12

La masacre no puede quedar en la impunidad 15

El informe CIDH: la verdad en la matanza de abril 18

Capítulo II: Los dilemas de una revolución pacífica 20La encrucijada de los grandes empresarios 21

La salida de Ortega de El Carmen 26

Cuatro premisas para negociar la rendición 30

Ortega quema sus naves y el último puente 34

Hora de solidaridad con los obispos 38

Capítulo III: La represión, el golpe de Ortega y la impunidad 40Los primeros 100 días 41

El ADN del autócrata 45

El asesinato de Ángel Gahona en la impunidad 49

Por qué hay que defender a los obispos 53

Capítulo IV: Una ruta de salida a la crisis nacional 55La ruta del cambio y la democracia 56

La renuncia de Ortega-Murillo y la transición 61

Tres efectos de las sanciones contra Ortega 64

Capítulo V: La resistencia de la prensa 65Periodismo independiente desde el exilio 68

La resistencia de la prensa alienta la esperanza en Nicaragua 71

Negociar en libertad, sin censura, y en las calles 75

Capítulo VI: La nueva ola represiva y el Estado de excepción de facto 77Las órdenes de Ortega y la confesión del jefe policial 78

El Estado de sitio anuncia la derrota de la dictadura 81

Capítulo VII: El fracaso del segundo diálogo nacional 83Sí a la salida democrática, no a un país ingobernable 84

Anotaciones sobre la cuenta regresiva 88

El fracaso de la negociación con Ortega 93

La rebelión de abril, a mitad del camino 96

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CONFIDENCIAL: LA REBELIÓN DE ABRIL EN NICARAGUA | CARLOS F. CHAMORRO

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Presentación “La Rebelión de Abril en Nicaragua” es un Coleccionable de CONFIDENCIAL, que reúne 26 columnas de opinión y análisis que fueron escritas y publicadas entre el 19 de abril de 2018 y el 22 de abril de 2019. Organizada en siete capítulos, la serie incluye los artículos originales como fueron publicados en CONFIDENCIAL, sin ninguna edición posterior. Se trata de un relato de primera mano y a la vez de una reflexión urgente sobre el estallido político y social de abril y su evolución, mientras se iban desarrollando los hechos. “La Rebelión de Abril en Nicaragua” indaga en torno a las causas del estallido de la protesta cívica y las consecuencias de la represión desatada por la dictadura de Daniel Ortega, que desembocó en la peor matanza ocurrida en la historia de Nicaragua en tiempos de paz. En este registro del itinerario del proceso político en doce meses, también se analizan los dilemas de una revolución pacífica, un fenómeno sin precedentes en la historia de Nicaragua, y sus perspectivas ante un futuro plagado de incertidumbre. Estos son, por lo tanto, textos impregnados de un sentido de urgencia y compromiso para aportar a una ruta de salida democrática frente a la peor crisis política que ha vivido el país en los últimos 40 años. El desenlace de la rebelión de abril aún se está escribiendo en las cárceles, en la resistencia, y en el exilio. Con estas líneas nos proponemos rendir un homenaje a las víctimas de la represión, para que su memoria nunca sea olvidada, y el establecimiento de la verdad permita sentar las bases de una justicia sin impunidad, que debe ser uno de los pilares fundacionales de la nueva Nicaragua.

Carlos F. Chamorro Director de Confidencial

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial 3

CAPÍTULO I:LA REBELIÓN DE ABRIL

Y LA MATANZA DE ORTEGA

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Cuatro claves antes y después del atraco al INSS

La represión desatada por las fuerzas de choque, protegidas por la Policía, revela el temor del régimen a la protesta social

Publicada originalmente el 19 de abril de 2018

1. El paquete de reformas a la seguridad social ya oficializado a través de un decreto por el presidente Ortega, ha establecido un parteaguas en las relaciones entre la dictadura orteguista y la sociedad nicaragüense. Por sus inevitables repercusiones económicas, sociales, y políticas, se perfila claramente un antes y después del “paquetazo” del INSS, cuyo desenlace en estos momentos resulta impredecible. Por un lado, aunque las bases de apoyo al régimen lucen monolíticas e inexpugnables, a sus tradicionales puntos vulnerables –corrupción, represión, centralismo y nepotismo familiar– se sumará el descontento económico y la ira popular por el robo del INSS. Por el otro, los sectores políticos que propugnan por un cambio democrático carecen de fuerza, estrategia y liderazgo, y sus demandas de reforma electoral para 2021, han estado desconectadas de las luchas sociales de la población y el surgimiento de nuevos liderazgos. La crisis del INSS los coloca en la disyuntiva de cambiar o morir. 2. Lo primero que salta a la vista es el estado de zozobra e incertidumbre en que se encuentra la clase empresarial, al romperse el vínculo de su alianza económica, el llamado proceso de “diálogo y consenso” que le ha brindado legitimidad política al régimen y oportunidades de negocios a los inversionistas. Al liquidarlo de forma unilateral, advierten, el Gobierno amenaza la estabilidad económica. Sabían que algún día llegaría ese momento, al agotársele a Ortega el uso discrecional de los fondos de la cooperación venezolana, pero no están preparados para proponer una alternativa. Lo único claro es que el esquema corporativista de oportunidades económicas a corto plazo, a costa de democracia y transparencia, ya no es sostenible y está a punto de naufragar con todo y el actual liderazgo del Cosep. Para los grandes empresarios, entonces, se abre la encrucijada de someterse al régimen para preservar sus intereses económicos, con el riesgo de ser arrastrados a una crisis mayor a mediano plazo; o apostar ahora por la democracia y la transparencia, y empezar a ponerle límites al ejercicio del poder autoritario, que practica la represión, promueve la corrupción, y diseña nuevas represalias económicas. A mayores niveles de protesta social, aumentan las amenazas contra los pocos espacios de libertad de prensa que aún sobreviven en el país. En una dictadura, el siguiente en la lista de víctimas puede ser el derecho a la empresa privada. 3. El golpe económico que representa la reforma recaudatoria al INSS afecta en primera instancia a los trabajadores, a los jubilados, y a las pequeñas y medianas empresas, que no tienen la capacidad de absorción de las grandes empresas formales. Decenas de miles de personas, entre ellas los partidarios del régimen, serán perjudicados por el desempleo y la informalidad. Es cierto que existe el antecedente de otras crisis en que el régimen logró imponerse, a pesar de las protestas de la población

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y cooptó el descontento, pero esta es la primera vez en que la arbitrariedad y el abuso de poder, vienen acompañadas de un golpe directo a los bolsillos de la gente. Primero se robaron los votos en las elecciones de 2008 y 2011, para encumbrar a Ortega por la vía del fraude electoral y la reelección inconstitucional. Después asaltaron y sometieron a todas las instituciones del Estado –Poder Electoral, judicial, Asamblea Nacional, Contraloría, Fiscalía, Ejército y Policía– imponiendo un régimen de impunidad total. Cometieron el acto de corrupción más descarado de la historia nacional al desviar a canales privados más de 4,000 millones de dólares de la cooperación estatal venezolana. Y, finalmente, recurrieron a la represión para sofocar la protesta social de los campesinos y estudiantes, y las demandas de democracia y elecciones libres. La diferencia con el atraco a la Seguridad Social es que la corrupción política y el desgobierno en el manejo de las inversiones y los fondos del INSS, están ahora directamente vinculados con el asalto a la economía popular de las familias. Y si agregamos la reducción del subsidio eléctrico y el impacto de la crisis cafetalera en el norte del país, se puede concluir que el orteguismo se enfrentará con un panorama inédito de conflictividad social. 4. La brutal represión desatada por las fuerzas de choque del Gobierno protegidas por la Policía para sofocar la primera protesta pacífica contra las reformas del INSS, evidencia el miedo del régimen a la protesta social. Agredieron a decenas de manifestantes pacíficos y atacaron y asaltaron a periodistas independientes. A mayores niveles de protesta social, aumentan las amenazas contra los pocos espacios de libertad de prensa que aún sobreviven en el país. En una dictadura, el siguiente en la lista de víctimas puede ser el derecho a la empresa privada. Por ello, es imperativo restituir del derecho a la protesta pacífica como una demanda de toda la sociedad. Los llamados a la paz y en contra de la violencia que promueven las iglesias y las cámaras empresariales, serán inútiles si no exigen el cese de la represión paramilitar y policial. Y para despejar el camino hacia una urgente reforma de la institución policial, hay que exigir la renuncia inmediata o separación de sus cargos de la primera comisionada Aminta Granera y el director de facto de la Policía, comisionado general Francisco Díaz. No existe una salida fácil o fórmula sencilla para enfrentar la crisis económica de la seguridad social. Pero el primer paso para esbozar una solución consiste en anular el decreto presidencial del INSS, no para restablecer una negociación a puertas cerradas entre el Gobierno y el Cosep, sino para devolverle el derecho a todos los actores de la sociedad a participar en un debate nacional sobre una reforma integral, y reivindicar la autonomía del INSS. El tiempo de los comunicados para que “el Gobierno entre en razón”, o la invocación de soluciones y sanciones externas, se agotó y nunca ha representado una solución viable a la crisis del país. Ahora hay que darle una oportunidad a la presión y la movilización popular, y a las distintas formas de incidencia nacional. Es la única salida, pacífica y democrática, para demandar cambios hoy, como la reforma electoral, que permitan exigir mañana el fin de la dictadura.

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial18

Un megarótulo de la pareja presidencial destruido cerca de la rotonda Jean Paul Genie, en Managua, el 20 de abril de 2018. El día anterior fueron asesinados los primeros tres

nicaragüenses. // Foto: Carlos Herrera

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Nunca más represión, ni otra “misa negra”

Las banderas de esta rebelión popular también están demandando libertad, democracia, y participación política para terminar con la dictadura.

Publicada originalmente el 21 de abril de 2018

Las reformas al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social (INSS) impuestas por el presidente Daniel Ortega, aumentando sustancialmente las contribuciones patronales y laborales, e imponiendo un ilegal impuesto a las pensiones de los actuales jubilados y una disminución a las pensiones futuras, han generado una ola inesperada de protesta social. Durante una década, Ortega ha impuesto una dictadura institucional, un régimen Estado-Partido-Familia que concentra todos los poderes del Estado, incluyendo el Ejército y la Policía, y promete orden social, combinando estabilidad económica con represión selectiva y cooptación social. El control absoluto del poder, que sólo comparte con su esposa la vicepresidenta Rosario Murillo, le ha permitido sofocar reclamos políticos por fraudes electorales y las protestas campesinas ante el fracasado megaproyecto del canal interoceánico. Uno de los pilares de sustentación del régimen es la alianza con los grandes empresarios a los que otorga oportunidades de inversión, en un esquema de cogobierno en los aspectos económicos, sin transparencia ni democracia. El otro ha sido el uso discrecional de la millonaria cooperación venezolana de más de 4000 millones de dólares otorgada por el chavismo –el mayor y más descarado acto de corrupción de la historia nacional–, que empezó a mermar hace dos años. Al terminarse los años de “vacas gordas”, llegó la anunciada crisis fiscal. El miércoles pasado Ortega aprobó un paquete de medidas para extraer más de 250 millones de dólares –1.5% del Producto Interno Bruto–, para evitar la quiebra de la seguridad social, que ha sido agravada por la corrupción de su Gobierno, sin calcular las consecuencias. Las cámaras empresariales rechazaron las medidas advirtiendo que, al imponer el paquete económico de forma unilateral, el Gobierno rompió el mecanismo de “diálogo y consenso”, con políticas contractivas que generarán desempleo, pérdida de competitividad, e inestabilidad económica. El reclamo plantea nuevas interrogantes sobre el futuro de esta relación, que ha sido crucial para otorgarle legitimidad a un régimen autoritario, que eliminó todo contrapeso de la oposición política. La envergadura de la reacción popular llegó sin aviso, cuando un grupo de jóvenes universitarios y decenas de adultos mayores se autoconvocaron en una protesta pacífica contra el golpe a la economía popular. La brutalidad de la represión desatada por las fuerzas de choque del Gobierno, protegidas por la Policía, generó un estado de indignación, alimentado por las imágenes de jóvenes y adultos heridos, y periodistas vapuleados y asaltados. A pesar de que controla la mayoría de los canales de televisión, el régimen impuso la censura y suspendió la señal en el servicio de cable del canal 100% Noticias. Un día después, estallaron nuevas protestas en las

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universidades que reciben fondos del presupuesto del 6% del CNU y eran bastiones políticos del régimen, y se extendió en Masaya, Estelí, Matagalpa, León, Chinandega y otras ciudades del país. La protesta sin líderes visibles ni organizaciones que la convoquen ha dejado diez muertos, entre ellos un policía, y una veintena de heridos. Su reclamo inicial por asalto a la seguridad social, se ha desbordado contra los agravios políticos acumulados por el régimen: el autoritarismo, la represión, y la corrupción que simboliza la pareja presidencial. La consigna generalizada “no tenemos miedo” y el derribamiento de los omnipresentes símbolos del régimen –los “chayopalos” y megarótulos que rinden culto a la personalidad de Ortega y Murillo– define con claridad las banderas de esta protesta en demanda de libertad, democracia, y participación política para terminar con una dictadura. En cinco días de espontánea rebelión popular, el orteguismo perdió el monopolio del control de las calles, y demostró que sólo puede sostenerse en el poder a través de la represión criminal. Su sistema político de control autoritario, incluida la alianza con el Cosep para negociar a puertas cerradas todos los temas económicos y sociales de la vida nacional, ha sido cuestionado desde la raíz, por una nueva legitimidad popular y nacional, teñida con la sangre de víctimas inocentes. La convocatoria de las cámaras del sector privado Cosep, AmCham, Conimipyme, a una marcha pacífica el lunes en rechazo a la violencia, es un paso necesario pero insuficiente para promover una salida a la crisis nacional. Para dialogar, no a puertas cerradas, sino en un debate nacional incluyente con testigos y garantes internacionales, se requieren al menos cuatro requisitos: El cese inmediato de la represión paramilitar y policial y el castigo a los culpables de la represión.

● La separación de sus cargos de la primera comisionada Aminta Granera y el director de facto de la Policía, comisionado general Francisco Díaz.

● La derogación del decreto presidencial 03-2008 sobre el paquete de medidas del INSS.

● La separación del doctor Roberto López de su cargo como presidente ejecutivo del INSS.

Solamente después de cumplir estos requisitos mínimos habrá condiciones para la instalación de un diálogo nacional, nunca más una “misa negra” o negociación a puertas cerradas con el Cosep, para devolverle el derecho a todos los actores de la sociedad a participar en un debate nacional, que empieza con la reforma integral del INSS y la restitución de su autonomía, y termina con la reforma política y la reforma electoral. Es inútil intentar predecir el desenlace de esta crisis si el Gobierno sigue recurriendo a la represión, lo único seguro, por ahora, es que tras el “paquetazo” del INSS, habrá un antes y después, un verdadero parteaguas en las relaciones entre la dictadura orteguista y la sociedad nicaragüense.

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial 19

Entierro de Ezequiel Leiva García, de 26 años. Fue herido el 28 de mayo en una protesta y estuvo más de tres meses hospitalizado. Murió el 17 de septiembre de 2018.// Foto: Carlos Herrera

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Después de la matanza

No existe ninguna separación entre el clamor nacional de verdad, justicia y castigo a los culpables y la salida inmediata del poder de Ortega y Murillo.

Publicada originalmente el 28 de abril de 2018

La matanza perpetrada por las fuerzas paramilitares al servicio del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo y tropas antimotines de la Policía Nacional, ha provocado el peor baño de sangre de la historia de Nicaragua en los años de posguerra. Desde que terminaron los combates en la guerra entre el Ejército Popular Sandinista y la Contra en 1990, nunca se había producido una pérdida de vidas humanas semejante, en solamente una semana, como resultado de una acción de la cual es directamente responsable el Estado que, en nuestro caso, es el sistema Estado-Partido-Familia. El horror y estupor que ha causado la muerte de 38 personas a causa de la represión –la mayoría jóvenes estudiantes– solo es comparable con la masacre ejecutada por la dictadura de Somoza contra la población civil el 22 de enero de 1967. Igual que en esa ocasión, en que nunca se pudo determinar la cantidad exacta de las víctimas, ahora está pendiente una investigación exhaustiva para establecer la verdad, en hospitales, morgues, y el Instituto de Medicina Legal, en los que el régimen ha impuesto el control y la bota del secretismo. En un régimen democrático, no haría falta esperar el conteo definitivo de las muertes, para reconocer la gravedad de esta masacre y establecer de inmediato las responsabilidades de los culpables, para que sean sometidos a la justicia. En una dictadura, en cambio, el manual le ha orientado a Ortega activar el sistema de encubrimiento e impunidad, para que como en la historia de El Gatopardo “todo cambie, para que todo siga igual”. Desde que se produjeron los primeros tres muertos, entre ellos un policía, el pasado 19 de abril durante el segundo día de la protesta, Ortega como Jefe Supremo de la Policía Nacional, debió haber cesado la represión, ordenando la suspensión de los policías involucrados para someterlos a una investigación. Pero el gobernante ausente y su omnipresente vicepresidente no solamente intentaron descalificar la protesta llamando a los jóvenes estudiantes “grupos minúsculos”, “vampiros chupasangre”, y “pandilleros”, sino que ordenaron arreciar la represión hasta provocar una verdadera masacre. Solo así se explica la irracionalidad en el uso excesivo de la fuerza policial y paramilitar para sofocar una protesta social, que Ortega advirtió como una amenaza política al monopolio que ejercía sobre el control de las calles. Durante más de una década, la Policía Nacional ha sido una institución sometida la instrumentalización política partidaria de Ortega, con la complicidad de los jefes policiales Aminta Granera, Róger Ramírez, y Francisco Díaz. Ellos han sido, en diferentes etapas del régimen, corresponsables de los actos delincuenciales en que se vio involucrada la Policía, la represión, y las torturas. Diseñaron una institución sin autoridad ni jefe institucional, para que fuera teledirigida desde El Carmen por Ortega y Murillo, hasta que desembocó en la matanza. En consecuencia, no solamente todos

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los altos jefes de la Policía deben ser separados de sus cargos y sometidos a una investigación, sino también sus máximos responsables Ortega y Murillo. El presidente y su esposa vicepresidenta tienen las manos manchadas de sangre, y si antes estaban cuestionados en su legitimidad constitucional, ahora también están moralmente inhabilitados para gobernar. Este es el punto medular del Diálogo Nacional al que ha convocado el Gobierno con la mediación de los obispos de la Conferencia Episcopal. No existe ninguna separación entre el clamor nacional de verdad, justicia y castigo a los culpables de la masacre, y la salida inmediata del poder de Ortega y Murillo. Ambos representan las dos caras de la moneda del mismo problema nacional, el nudo de la crisis de desgobierno que hay que desatar para dar paso a una reforma política que permita convocar a elecciones anticipadas, con plenas garantías para todos. ¿Cómo establecer la verdad y la justicia, bajo una dictadura que se burla de la sangre de los caídos al ofrecer un remedo de investigación a cargo de su Fiscalía y su Parlamento? Nicaragua urge una Comisión de la Verdad independiente, liderada por la CIDH-OEA para esclarecer los crímenes causados por la represión, identificar a los responsables y someterlos a la justicia. En septiembre de 1978, después del genocidio perpetrado por la Guardia Nacional contra la población civil, Somoza aceptó la visita de la CIDH de la OEA para investigar y documentar las violaciones a los derechos humanos. Ortega tampoco puede rehusarse a aceptar la visita de la CIDH, si los Gobiernos del continente demandan la aplicación de los mecanismos contemplados en la Carta Democrática. La salida de la dictadura por la vía pacífica sólo será posible si a la par del diálogo nacional se mantiene el estado de movilización que ha liderado el movimiento estudiantil autoconvocado. Pero se necesita también el concurso de las fuerzas económicas empresariales, de los sandinistas que aspiran a reformar al partido FSLN secuestrado por el orteguismo, y la presión de la comunidad internacional. Después del dolor de la matanza, está naciendo una esperanza de unidad para honrar la deuda del país con el legado de mi padre, asesinado hace 40 años, para que Nicaragua vuelva a ser República. Ese también debe ser nuestro homenaje con la memoria de todos los que han muerto bajo la nueva dictadura.

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial20

Tania Romero frente a la tumba de su hijo Matt, el Día de los Difuntos. Matt tenía 16 años y fue asesinado por paramilitares en una marcha del 23 de septiembre de 2018.// Foto: Carlos Herrera

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La masacre no puede quedar en la impunidad

Sin una comisión internacional independiente que establezca la verdad y la justicia sobre los 46 muertos, no habrá diálogo ni salida a la crisis.

Publicada originalmente el 3 de mayo de 2018

Hoy se cumplen dos semanas desde que la represión desatada por la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo para sofocar una protesta pacífica, causó los primeros tres muertos. Entre el 19 y el 22 de abril, solamente en cuatro días, la matanza dejó 46 muertos en distintos municipios del país, siendo la mayoría jóvenes estudiantes, entre ellos un niño de 15 años, un periodista, y dos policías. Este baño de sangre, cuyo saldo definitivo aún no se puede dimensionar por el secretismo y el control que el régimen ejerce en morgues y hospitales, representa la mayor pérdida de vidas humanas que ha tenido Nicaragua en tiempos de paz, desde que terminó la cruenta guerra de los ochenta entre el Ejército Popular Sandinista y la Contra financiada por Estados Unidos. Se trata, a primera vista, de crímenes masivos de lesa humanidad ejecutados por decisiones de carácter político a cargo de los gobernantes, en circunstancias en que el Estado no puede alegar la existencia de alguna amenaza a la seguridad o soberanía nacional. A pesar de que existen decenas de sospechosos de estos crímenes que han sido identificados por la población y los familiares de las víctimas, y las pruebas han sido expuestas en los medios independientes y las redes sociales, no hay un solo paramilitar detenido y tampoco ningún policía ha sido separado de su cargo para ser sometido a una investigación, ya sea por parte de esa institución o por el Ministerio Público. Dos semanas después, estos crímenes de Estado que han provocado hondo dolor y una profunda fractura en la sociedad nicaragüense, han puesto en evidencia la inhabilitación política, legal y moral de Daniel Ortega y Rosario Murillo para continuar al frente del Gobierno, pero se mantienen en la más absoluta impunidad. Para los nicaragüenses que durante más de una década hemos vivido bajo un régimen de Estado-Partido-Familia con transparencia cero y nula rendición de cuentas, en el que todas las instituciones del Estado –Corte Suprema de Justicia, Parlamento, Poder Electoral, Contraloría, Fiscalía, Ejército y Policía– están sometidas a los designios de la pareja presidencial y carecen de la más mínima autonomía, esta vergonzosa omisión no es motivo de sorpresa. Nadie esperaba en Nicaragua que los sospechosos y los responsables políticos de estos crímenes, tuvieran alguna capacidad para investigarse a sí mismos, y menos aún para impartir justicia. Lo escandaloso, de verdad, es la inacción de la comunidad internacional, y en particular de los gobiernos que conforman la Organización de Estados Americanos (OEA), y su secretario general, Luis Almagro, que ni siquiera ha sido capaz de convocar al Consejo de Ministros de la OEA, para someter a discusión las responsabilidades de un Estado miembro en la más grave masacre ocurrida en el continente en 2018. El pasado 24 de abril, cuando los muertos producto de la represión aún se calculaban en 25, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA emitió una urgente declaración, expresando su preocupación por estas muertes y exhortó a las

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autoridades de Nicaragua “a investigar de forma pronta y exhaustiva la conducta policial durante estas manifestaciones, y establecer las sanciones correspondientes”. La CIDH, además, solicitó la anuencia del Gobierno de Nicaragua para realizar una visita in situ, como la que hizo en septiembre de 1978, hace 40 años, después de las masacres ejecutadas por la dictadura de Anastasio Somoza Debayle. El régimen Ortega-Murillo respondió con el silencio, reiterando la negativa que ha mantenido ante todas las solicitudes de la CIDH en los últimos años, en que de forma sistemática se ha rehusado a asistir a las audiencias sobre derechos humanos sobre nuestro país. La diferencia ahora es que estamos ante la más sangrienta masacre ocurrida en el continente en los últimos años, y ni Ortega ni la OEA pueden eludir sus responsabilidades. ¿Acaso el secretario Almagro necesita la confirmación de más muertos, para convocar a un debate continental sobre la masacre de abril y exigir el envío de la misión de la CIDH esta misma semana? ¿Acaso Ortega y Murillo podrán evadir sus responsabilidades en este baño de sangre, imponiendo con éxito la maquinaria de encubrimiento e impunidad que ya echaron a andar? La masacre de abril ha sido condenada unánimemente por todos los sectores del país, desde los estudiantes que lideran la rebelión cívica nacional, pasando por la iglesia católica, hasta las cámaras empresariales, todos demandan que se establezca la verdad y la justicia sobre los crímenes de la represión, para lo cual exigen la conformación de una comisión internacional independiente. Existe pues un mandato nacional para conformar una Comisión de la Verdad, integrada por organizaciones internacionales gubernamentales como CIDH y ONU, u organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, para que se hagan cargo de la investigación de la matanza. El pueblo exige que se establezcan las responsabilidades de todos los involucrados de forma directa e indirecta en la masacre: los paramilitares dirigidos desde las oficinas de El Carmen, y los policías y jefes policiales que forman parte de la cadena de mando, encabezada por el presidente Ortega como Jefe Supremo de la Policía Nacional, y la vicepresidenta Murillo como principal operadora política y enlace del presidente con la Policía. El mínimo común denominador, antes de cualquier diálogo nacional, es demandar a la OEA y la ONU que exijan a Ortega aceptar la visita de una comisión internacional de la verdad. El dictador puede intentar burlarse del clamor nacional por un tiempo, fabricando su propia “comisión de la verdad oficial”, pero no podrá resistir la presión nacional e internacional, sobre todo si se mantiene la movilización de los estudiantes que lideran la rebelión nacional. Sin una comisión internacional independiente que esclarezca los 46 muertos causados por la represión, tampoco existirán condiciones para realizar un legítimo diálogo nacional. En consecuencia, en esta demanda de verdad y justicia, primero, y en la salida de Ortega y Murillo, después, para dar lugar a elecciones anticipadas como parte de una verdadera reforma política, radica la hoja de ruta hacia una salida pacífica y democrática a la crisis nacional.

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial 21

Entierro de Jorge Zepeda Carrión, asesinado en junio del 2018. // Foto: Carlos Herrera

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El informe CIDH: la verdad en la matanza de abril

El siguiente paso es crear un “mecanismo de investigación internacional” para establecer el derecho a la verdad y hacer justicia.

Publicada originalmente el 22 de mayo de 2018

El informe preliminar de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre la matanza de abril es contundente en sus hallazgos sobre la dimensión del horror que padecieron las víctimas de la represión, y demoledor en sus conclusiones sobre las responsabilidades del Estado en el uso excesivo de la violencia policial y paramilitar. Por la naturaleza del mandato de esta visita de solamente cuatro días, el informe no establece la verdad en cuanto a las responsabilidades individuales de los perpetradores de la violencia, y aún estamos muy lejos de que se haga justicia como demandan los familiares de las víctimas, pero representa un paso irreversible para desmantelar el muro de encubrimiento de los crímenes del régimen Ortega Murillo. El informe de la CIDH ha sentado las bases de la transparencia en la nueva Nicaragua, al grado que ni el propio canciller del régimen se atrevió a refutarlo y en nombre del Gobierno acogió sus quince recomendaciones en el diálogo nacional. En la Nicaragua anterior a la rebelión de abril, en el reino de la opacidad y la impunidad, esto habría sido imposible, empezando porque la presencia de la CIDH estaba vetada en el país y el Estado se ausentaba a todas las audiencias de la Comisión. Después del 18 de abril, Ortega objetó en tres ocasiones la visita de la CIDH alegando que primero debían esperarse los resultados del trabajo de investigación de los órganos internos, su Fiscalía, su Policía, y la “Comisión de la Verdad”, nombrada por su Parlamento. Y solamente fue por la presión popular, por la lucha de los estudiantes universitarios, y por el respaldo de la Conferencia Episcopal y de todos los sectores del país, que el dictador, como Somoza después del genocidio en septiembre de 1978, se vio obligado a aceptar la visita de la CIDH. Este informe contra la impunidad ha sido posible, por lo tanto, a contrapelo del régimen, y como resultado de la resistencia cívica nacional, y del coraje y el dolor de los familiares de las víctimas que se desbordaron para presentar sus testimonios y denuncias ante la CIDH en Managua, Masaya, León y Matagalpa. Ellos, los ofendidos y vilipendiados por el régimen, han logrado una victoria, por ahora moral y política, que requiere de nuevas acciones para identificar a los victimarios y establecer sus ulteriores responsabilidades de tipo penal. Mientras al secretario general de la OEA, Luis Almagro, y a los Gobiernos del continente, les corresponderá convocar a los órganos políticos de la OEA para debatir sobre la responsabilidad de los gobernantes, en una de las peores masacres ocurridas en América Latina en tiempos de paz. Entre los hallazgos y recomendaciones del informe de la CIDH, mencionó tres que requieren acciones inmediatas por parte del Estado de Nicaragua, y que solo podrán conseguirse si se mantiene movilizada la presión cívica nacional: Primero, el Estado debe hacer público el reconocimiento de la identidad de todas las víctimas fatales de la masacre y los heridos graves, y entregar a sus familiares el expediente de cada caso. Hasta hace una semana, el régimen únicamente reconocía de forma extraoficial la existencia de 12 muertos. Sin embargo, a última hora el

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domingo en la noche cancillería entregó a la CIDH una lista de 76 muertos, una cifra incluso mayor que la estimada por organizaciones de derechos humanos, como Cenidh y CPDH y medios de comunicación como CONFIDENCIAL que han corroborado de forma independiente sus identidades. Ahora el Estado está obligado a publicar esta lista y hacer un reconocimiento público de las víctimas de la matanza. Segundo, el Estado debe “desmantelar los grupos parapoliciales y adoptar medidas para impedir que sigan operando grupos de terceros armados que atacan y hostiguen a la población civil”, como demanda el informe de la CIDH. La supresión de las fuerzas paramilitares y grupos de choque adeptos al Gobierno, ha sido demandada por la Conferencia Episcopal, y el Gobierno sigue incumpliendo con este requisito del diálogo nacional. Hasta ahora ningún paramilitar ha sido detenido o se encuentra bajo proceso de investigación. El desarme de estos grupos y el sometimiento ante la justicia de sus miembros, líderes y auspiciadores, es condición sine qua non, para emprender mañana una reforma policial, con la garantía de que la estabilidad y la seguridad ciudadana no será socavada por la existencia de pandillas armadas. Tercero, se necesita crear “un mecanismo de investigación internacional sobre los hechos de violencia ocurridos, con garantías de autonomía e independencia para asegurar el derecho a la verdad e identificar debidamente a los responsables”. Al aceptar formalmente esta recomendación de la CIDH, el régimen Ortega-Murillo se ha comprometido a facilitar uno de los requisitos de la transición democrática, para restablecer las bases de la justicia. Pero al mismo tiempo, Ortega y Murillo se mantienen aferrados al poder, y se niegan a negociar los términos de su salida pacífica. Esa es la encrucijada en que se encuentra hoy Nicaragua. Mientras el pueblo está demandando verdad, justicia, y que se vayan del poder, tres pasos inseparables, los gobernantes amenazan con imponerle al país una nueva escalada de violencia. Por ello, es imperativo que regrese a Nicaragua la CIDH y se mantenga su presencia, aquí donde fue abolido el Estado de Derecho bajo una dictadura en la que no se respeta el derecho a la vida ni a la protesta pacífica, necesitamos que al menos prevalezca el derecho a la verdad, si no podemos detener la próxima masacre.

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CAPÍTULO II:LOS DILEMAS DE UNA

REVOLUCIÓN PACÍFICA

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La encrucijada de los grandes empresarios

Ante el colapso del régimen autoritario, pueden hundirse aferrados al status quo de 2021, o convertirse en actores de cambio democrático.

Publicada originalmente el 16 de mayo de 2018

Hace exactamente un año, publiqué en este mismo espacio el ensayo ¿” ¿Modelo Cosep”, o el régimen de Ortega?, analizando las particularidades de la alianza corporativista entre el régimen autoritario de Daniel Ortega y los grandes empresarios. Una alianza que nació en 2009 en medio de la crisis económica internacional cuando el Gobierno de Ortega atravesaba por su peor crisis política, después de haber sellado con violencia el fraude electoral municipal de 2008, que provocó sanciones económicas internacionales de parte de Estados Unidos y la Unión Europea. Eliminado el contrapeso de los partidos políticos democráticos, y con el soporte de la multimillonaria cooperación económica de Venezuela, el régimen designó al Cosep y a los grandes empresarios como su único interlocutor en la sociedad nicaragüense —desoyendo incluso a los obispos de la Iglesia católica, con los que únicamente se reunió una vez en una década– e instaló un sistema de cogobierno económico. Así nació un esquema de diálogo excluyente en el que los grandes empresarios nacionales y extranjeros se convirtieron en un actor político que le brindó legitimidad al régimen autoritario, a cambio de ventajas económicas y oportunidades de inversión, en un sistema de control social sin democracia ni transparencia. Mi intención entonces era promover el debate público sobre este “modelo” de estabilidad autoritaria, advirtiendo no sólo sobre la falta de viabilidad y sostenibilidad a largo plazo de un régimen personalista –el Estado-Partido-Familia, sostenido en los pies de barro de la centralización, el nepotismo, la represión y la corrupción– sino también sobre el oneroso costo de oportunidad que representaba para la economía nacional la carga de la corrupción. Vale la pena releer hoy esas líneas y las de mis colegas, unos pocos, pero respetados periodistas, economistas, politólogos, e investigadores nacionales y extranjeros, que cuestionaron el “modelo”, no tanto porque el análisis tenga algún mérito predictivo particular –que nunca fue esa su pretensión– sino porque ahonda en lo mucho que queda por hacer para desmantelar el corporativismo que se tambalea con el sistema político que lo engendró, y que debe ser sustituido por un sistema de gestión económica bajo normas democráticas y transparentes. Las críticas al mal llamado “modelo Cosep” fueron acogidas en los pocos medios de comunicación independientes que sobreviven en el país, y en la agenda de discusión de Funides, el influyente centro de pensamiento del sector privado que de manera sistemática ha puesto en primer plano el nexo inseparable que debe existir entre la institucionalidad democrática y el desarrollo económico. Sin embargo, la intolerancia de algunos liderazgos empresariales intentó abortar el debate, al extremo que las cámaras del Cosep fueron invitadas a suscribir un comunicado de solidaridad con su presidente, alegando que era objeto de una campaña de “descalificación para dividir al sector privado”. La vocería oficiosa del sector privado adujo absurdamente que se pretendía empujarlos a una confrontación con el Gobierno, mientras un empresario con mayor visión

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estratégica resumió su disyuntiva así: “estamos de acuerdo con el diagnóstico, pero ¿qué podemos hacer ante el Gobierno, si nosotros no tenemos la capacidad de presión que se nos atribuye?”. En realidad, al cuestionar el “corporativismo autoritario”, como lo bautizó el economista José Luis Medal, nunca se sugirió que el sector privado debía abandonar el diálogo con el Gobierno o convertirse en un partido político para tomar el poder, únicamente se le exhortaba a establecer límites claros ante el abuso del poder autoritario, y a denunciar la corrupción y la falta de transparencia pública, como una forma de defender no solo sus propios intereses a mediano plazo, sino los de toda la sociedad. Después vinieron las amenazas de sanciones externas en el Congreso norteamericano con la Nica Act, quizás la última oportunidad para corregir el rumbo, pero en vez de convocar al sector empresarial para “ponerle el cascabel al gato” en las oficinas de El Carmen, un prominente líder del gran capital contrató al Carmen Group para cabildear, no en Managua, donde está radicado el tumor de la enfermedad, sino en Washington D.C. Hayan sido cómplices o rehenes del autoritarismo, o una combinación de ambas cosas, los grandes empresarios sucumbieron a la promesa de certidumbre en la estabilidad autoritaria, hasta que se acabaron los tiempos de “vacas gordas” del negociado de la cooperación venezolana, y la incapacidad del régimen para negociar la crisis fiscal y tolerar las expresiones de protesta social, provocó la matanza y la rebelión de abril. Entonces explotó la olla de presión y los agravios acumulados durante más de una década por la población, liderada por la juventud y los estudiantes universitarios, incluidos los simpatizantes sandinistas, en un reclamo nacional contra la represión y la conculcación de democracia y libertades públicas. La rebelión generalizada, ahora con la participación de amplios sectores económicos, movimientos sociales, y los sectores medios, simboliza el enorme costo humano, social, económico y político, que está pagando el país para librarse de una dictadura que cerró todos los espacios de participación democrática. La primera reacción del Cosep ante la masacre de abril, condenando la represión y respaldando el derecho a la protesta pacífica, y sobre todo reconociendo que ya no era posible negociar a puertas cerradas la crisis de la Seguridad Social y cualquier otro asunto de trascendencia nacional bajo el esquema excluyente, representó un paso importante de desmarcamiento del régimen, pero su déficit de credibilidad demanda un compromiso inequívoco con la democratización que, más de allá de proclamar un decálogo democrático, sea refrendado con acciones irreversibles. La masacre perpetrada por el régimen que ya suma más de 50 muertos, la legitimidad de la protesta popular, y el surgimiento del movimiento estudiantil universitario como nuevo actor social y político, han establecido un parteaguas por la vía de los hechos y así se da por descontado que “el país cambió, y nada volverá a ser como antes”. No obstante, los liderazgos empresariales, hasta hace poco aliados del régimen autoritario de Ortega, le deben al país una revisión autocrítica de sus responsabilidades y del llamado “modelo de diálogo y consenso”, para definir las nuevas reglas del juego que deberán regir en la negociación sobre el fin de la dictadura, la transición, y la reconstrucción del país. El pronunciamiento del tres de mayo suscrito por los catorce grandes empresarios, consejeros del Cosep, las 27 cámaras empresariales, AmCham y Funides, ya no alude más al “modelo Cosep” y proclama que ¨es fundamental reconstruir el Estado de Derecho, dentro del marco institucional establecido por la Constitución y las leyes

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para responder pacífica y democráticamente a las demandas sociales, políticas, jurídicas y económicas de todos los sectores de la sociedad¨. En consecuencia, los grandes empresarios deberían reconocer que si antes fueron un soporte de la estabilidad autoritaria, la reconstrucción del Estado de Derecho que ahora promueven presupone que se conviertan en un factor de cambio, en un actor democrático, que es diferente a un partido político, o de lo contrario, si se aferran a maquillar el status quo para que Ortega y Murillo continúen en el poder hasta 2021, corren el riesgo de hundirse con un régimen que ya no es capaz de restablecer la estabilidad del país sin más represión. En la víspera del diálogo nacional, el Gobierno ha nombrado como principales delegados a cuatro figuras clave del “modelo Cosep”, Bayardo Arce y Álvaro Baltodano, sus principales operadores de negocios con el sector privado, y los ministros de Hacienda y Banco Central, a cargo de las exoneraciones fiscales y la regulación bancaria y financiera. Es evidente que la prioridad de Ortega, al margen del clamor nacional sobre la matanza y la demanda de democratización, consiste en restablecer el viejo orden con los grandes empresarios. Según la última encuesta de Cid Gallup, el 69% de la población, incluido un porcentaje importante de simpatizantes sandinistas, está de acuerdo en que Daniel Ortega y Rosario Murillo deben renunciar al poder, para facilitar un proceso de negociación que conduzca a reformas institucionales y elecciones anticipadas, en el marco de una continuidad constitucional. Pero ante una dictadura familiar que se aferra al poder para intentar replicar el esquema de Maduro en Venezuela, el cambio pacífico y constitucional solo será posible a través de una combinación de presión cívica beligerante y solidaridad internacional. La fuerza decisiva de esta presión descansa en la movilización que lideran los estudiantes, a la que se han sumado trabajadores, campesinos, empleados públicos, productores y comerciantes, sectores medios, y el sector privado. Y por el peso y la influencia que ejercen en sectores clave de la economía y del Estado, los grandes empresarios tienen una cuota mayor de responsabilidad, para contribuir a esta salida. Nicaragua no cuenta con instituciones autónomas para resolver la crisis provocada por Ortega y Murillo –que para la gran mayoría de la gente están política y moralmente inhabilitados para gobernar– porque simplemente fueron liquidadas por la dictadura. Es imperativo, por lo tanto, una negociación para reducir los plazos y los tiempos de salida de los gobernantes de forma pacífica, y esto solo será posible a través de una alianza nacional decidida a ejercer el máximo nivel de presión cívica para lograr el restablecimiento de la democracia. Si se considera que esta salida, como cualquier otra opción democrática es incierta, la alternativa a que conduciría la inacción es más desgaste y descalabro económico, y los imponderables que se derivan de más represión, muerte y rebelión. En contrario a este argumento se alega que la aversión al riesgo político de parte de los grandes empresarios está justificada no solo por su propia lógica económica, sino también por el trauma de su experiencia histórica en 1979, cuando apoyaron la revolución contra la dictadura de Somoza, y luego se rompió la alianza nacional y fueron confiscados por una revolución de orientación socialista. Sin embargo, hay un falso déjà vu con 1979. Entonces, hubo una revolución liderada por un movimiento político-militar, la guerrilla del FSLN, que encabezó la insurrección popular para derrocar al régimen de Somoza. Lo que está planteado hoy no es una revolución armada, ni socialista, sino una rebelión cívica, pacífica, que demanda la salida de los dictadores por la vía constitucional, para promover reformas profundas. La bandera

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política de esta insurrección cívica proclama, como soñaba mi padre hace 40 años, que “Nicaragua vuelva a ser república”, para poder llevar adelante las reformas pendientes de la democratización, que no pudo garantizar la transición después de 1990. Se trata de una rebelión popular que carece de líderes visibles y organizaciones que la convoquen, y si algún paralelismo existe entre 2018 y 1979, este se reduce a las alarmantes coincidencias que hay entre la dictadura de Somoza y la de Ortega, hermanadas en la corrupción, la confusión de lo público y lo privado, el nepotismo, la vocación dinástica, y ahora también el genocidio y la matanza. Ante el colapso del régimen autoritario, del que fueron cómplices y también rehenes, la encrucijada de los grandes empresarios consiste en apostar otra vez por la inercia y dejar su suerte en manos del régimen, o convertirse, finalmente, en actores de un cambio democrático.

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Daniel Ortega y Rosario Murillo llegan al Seminario Nacional Nuestra Señora de Fátima, para el primer encuentro del Diálogo Nacional, el 16 de mayo de 2018.// Foto: Franklin Villavicencio

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La salida de Ortega de El Carmen

La revolución pacífica demanda una salida constitucional y elecciones anticipadas, pero con justicia y sin Ortega en el poder.

Publicada originalmente el 8 de junio de 2018

El diez de diciembre de 2000, cuando el comandante Daniel Ortega lideraba la oposición contra el presidente Arnoldo Alemán, me brindó una entrevista televisiva en Esta Semana, en la que reivindicó el derecho a la lucha cívica como el medio más eficaz para cambiar a un Gobierno y un presidente impopular. Ortega se refería a las protestas populares que libraba el Frente Sandinista contra el Gobierno corrupto de Alemán, y se jactaba que “después de tanta marcha por todo el país, con un ambiente muy caldeado”, solamente “un Policía resultó seriamente herido (en Diriamba) y un compañero militante del Frente terminó parapléjico”. Entonces, Ortega seguía gobernando “desde abajo” y había negociado con Alemán una reforma constitucional que desmanteló la Constitución reformada de 1995, suprimió el derecho a las candidaturas para Movimientos por Suscripción Popular, se repartió en un pacto prebendario con el Partido Liberal Constitucionalista el control de los Poderes del Estado, y modificó la norma de la segunda vuelta electoral, como un traje diseñado a su medida, de manera que podría ganar una elección presidencial en primera vuelta con solo el 35% de los votos. En la entrevista, Ortega puso como ejemplo de la lucha cívica la caída del presidente ecuatoriano Jamil Mahuad ocurrida ese mismo año, y dijo: “si hubiéramos tenido que marchar hacia la presidencia de forma pacífica, eso no es violencia, como se dio en Ecuador; la gente marchó de forma pacífica, no hubo un solo muerto, llegaron hasta el parlamento y hasta la presidencia, el presidente se tuvo que ir, y no hubo un solo muerto, y luego se dio una transición pacífica sin romper el marco constitucional”. Dieciocho años después, tras haber permanecido once en el poder, liderando un régimen corrupto que demolió la institucionalidad democrática y concentró todos los poderes del Estado, Ortega tuvo la oportunidad de refrendar sus supuestas convicciones democráticas sobre la lucha cívica, pero fracasó de forma rotunda. El caudillo autoritario que en nombre del “pueblo presidente” juró en 2007 gobernar sin oposición, se reveló de forma sangrienta. Confrontado con una rebelión cívica desarmada, que en los últimos 50 días ha exigido su salida del poder, su dictadura familiar ha provocado más de 127 muertos y miles de heridos. Y eso que los “minúsculos-vandálicos-chupasangre”, como bautizó su esposa y vicepresidenta Rosario Murillo a los cientos de miles de personas que protestan en todo el país, aún no han decidido marchar hacia el reparto El Carmen, donde está afincado el eje de poder de su Estado-Partido-Familia. El búnker compuesto por la Secretaría del FSLN, la oficina presidencial, y su residencia privada, está resguardado por más de 24 tranques de vallas metálicas, protegidas con muros de piedra cantera, y enormes “miguelitos” para ponchar llantas, en un perímetro de aproximadamente un kilómetro cuadrado, está custodiado por centenares de Policías y soldados de las tropas especiales del Ejército. ¿Dispararán los policías a los manifestantes cuando presionen en las barricadas para avanzar hacia El Carmen y protestar de forma pacífica, igual que los paramilitares atacaron con

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impunidad a los jóvenes que se acercaron a la UNI en la marcha del día de las madres? ¿Se sumará el Ejército a la represión, o cumplirá su promesa de no disparar contra el pueblo? ¿Empeñará el Ejército su futuro con las ambiciones mesiánicas de la pareja presidencial, o jugará un rol estabilizador, apegado a la Constitución, cuando le toque decidir entre Ortega-Murillo y sus intereses como corporación institucional? Esos son los dilemas que se debaten hoy en Nicaragua, cuando el país ya ha cruzado la raya de una situación límite, y la suerte de esta rebelión cívica, paro ciudadano, diálogo nacional, y mil formas más de protesta general, se decide en la salida de Ortega de El Carmen. Hasta ayer, todavía influyentes actores económicos nacionales y fuerzas internacionales, abogaban por una solución que contemplará reformas electorales y elecciones anticipadas, reduciendo el período presidencial, pero siempre con la permanencia de Ortega y Murillo en el poder. La premisa de esta elucubración teórica, que al parecer nunca escuchó el grito de las calles demandando “¡que se vayan!”, es que así se garantiza una sucesión constitucional, evitando la anarquía y el vacío de poder, porque a diferencia de 1979 esta revolución no se propone derrocar al dictador de turno, sino deponerlo de forma pacífica. Sin embargo, la nueva versión del “aterrizaje suave” con Ortega hasta 2019 o 2020, tiene al menos tres agujeros negros que evidencian su inviabilidad. El primero, como se demostró este jueves en el fiasco del diálogo con los obispos, radica en la misma pareja presidencial que sigue aislada de la realidad y del desgobierno que han provocado. El dictador, simplemente, no está dispuesto a ceder nada en materia de justicia por los crímenes cometidos y solo muy poco y muy tarde, en materia de democratización. Y en el peor de sus escenarios, Ortega se imagina, quizás fuera de la presidencia por algunos años, pero siempre “gobernando desde abajo” con sus bandas paramilitares y sus fuerzas de choque. Nadie mejor que los obispos de la Iglesia Católica, que representan la conciencia moral de la nación, conocen de primera mano la intransigencia de Ortega, que solamente los llamó a mediar, a regañadientes, cuando su dictadura está a punto de colapsar, y a pesar de ello, persiste en su aferramiento al poder a cualquier costo. En segundo lugar, está el problema de la viabilidad política. En el hipotético caso de que Ortega aceptara la ruta crítica de las reformas políticas, ¿qué estabilidad podría brindarle al país un presidente que está moral y políticamente inhabilitado para gobernar, después de haber ordenado él y su esposa, la peor matanza de la historia de Nicaragua en tiempos de paz? ¿Acaso consideran que se puede ignorar el dolor de las madres, el reclamo de las familias, que no solo demandan saber quiénes mataron a sus hijos, y quiénes dieron las órdenes de matar, sino que se haga justicia y que nadie se coloque por encima de la ley? Ortega y Murillo no pueden escapar al reclamo nacional de rendir cuentas ante la justicia, y si por alguna causa de fuerza mayor derivada de su salida del poder deben radicarse temporalmente en el exterior, nunca puede emitirse una amnistía que los cobije o exonere por crímenes de lesa humanidad. En la transición que se avecina, la justicia y la democracia seguramente tendrán dinámicas distintas, pero al final de cuentas forman parte de un mismo proceso político en el que no se puede sacrificar una a costa de la otra, y menos aún con más impunidad. Por último, es absolutamente falso que Ortega debe permanecer en el cargo durante la transición hasta entregar el poder a otro presidente electo, como única forma de

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asegurar una solución legal y constitucional. Como han explicado ya destacados abogados constitucionalistas, la misma constitución orteguista establece las vías legales para que, una vez aceptadas las renuncias del presidente y vicepresidente, y descartado como sucesor el actual presidente de la Asamblea Nacional por su involucramiento en la represión y la corrupción, el parlamento puede elegir de su seno a un presidente que encabece el Gobierno de transición, mientras se convoca a elecciones anticipadas. No será difícil en el diálogo nacional negociar la selección de un presidente provisional, escogido incluso entre los diputados del régimen, que le daría mucho más estabilidad política y económica al país que los gobernantes actuales cuyas manos están manchadas de sangre. Como advirtió el estudiante Lesther Alemán el día que calló para siempre el monólogo oficial, lo que debe negociarse en la mesa del Diálogo Nacional son los términos de la rendición del régimen, no por la vía de la insurrección armada, pero sí a través de la rebelión cívica total. Este jueves siete de junio, abusando de la buena fe de los obispos de la Conferencia Episcopal, Ortega perdió su oportunidad para actuar como un estadista que, al margen de sus graves errores políticos, en el último momento contribuye a evitar más derramamiento de sangre. Pidió dos días de tiempo para “reflexionar” sobre la agenda de la “democratización” que fue presentada hace más de dos semanas en el Diálogo Nacional, pero no anunció el cese de la represión ni la disolución de las bandas paramilitares. Cuatro horas después, la represión cobró un muerto en la UNAN, el joven de diecinueve años Chester Javier Chavarría. Ahora es imperativo frenar la escalada de violencia en estas 48 horas. La revolución pacífica está demandando una salida constitucional y elecciones anticipadas, pero con justicia y sin Ortega en el poder. Y esto solo será posible arreciando la protesta cívica por todos los medios, hasta que el dictador se vaya del Búnker en El Carmen.

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Pinta en una calle de Managua, para demandar la libertad de los presos políticos de la dictadura, en septiembre de 2018. // Foto: Carlos Herrera

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Cuatro premisas para negociar la rendición

Esta es la última oportunidad histórica que tenemos los nicaragüenses para implantar un cambio democrático duradero, con justicia y sin impunidad.

Publicada originalmente el 15 de junio de 2018

En la soledad de su búnker en El Carmen —el enclave del Estado-Partido-Familia—, el presidente Daniel Ortega se tomó cinco días para “reflexionar” sobre la agenda de justicia y democratización y la hoja de ruta para su salida del poder que le presentaron los obispos en nombre del Diálogo Nacional, y después de haber masacrado a más de 131 personas desde el 19 de abril, añadió más de treinta víctimas a la matanza desatada por sus fuerzas paramilitares, aumentando el saldo fatal a 164 personas y miles de heridos. Ortega envió una carta a la Conferencia Episcopal de la Iglesia católica, en la que aún no se atreve a esbozar su capitulación ante la revolución cívica que demanda su renuncia, pero acepta entrar en una negociación que ya no tiene vuelta atrás. Lo sorprendente es que en su círculo político cercano y ampliado, los dirigentes partidarios del FSLN, incluidos los “históricos”, los ministros de su Gobierno y los magistrados de los poderes del Estado, su Policía, su Ejército, incluso sus más leales fuerzas paramilitares, absolutamente nadie, excepto su esposa y vicepresidenta y su familia, conocía el contenido de los términos de su rendición, que ofreció primero a un representante del Senado y del Gobierno de Estados Unidos. Para la inmensa mayoría de sus partidarios, igual que ocurrió con la Guardia Nacional, cuando el dictador Anastasio Somoza renunció a la presidencia el 17 de julio de 1979 arrinconado por la insurrección popular y la presión internacional, la mera posibilidad de que Ortega acepte negociar para acortar su período de Gobierno y convocar a elecciones anticipadas, equivale al inicio de un terremoto político para el que no están preparados, pues hasta antes del 18 de abril solo contemplaban la sucesión dinástica. Ese es el milagro que se produce en los regímenes autoritarios personalistas, que el gran sociólogo y politólogo español Juan Linz bautizó como “sultanísticos” por la concentración extrema del poder en un caudillo y su familia, sin ninguna clase de institucionalidad, y es que cuando la cabeza se tambalea o cae, todo el sistema irremediablemente se derrumba. Y después de 58 días de rebelión cívica, el régimen de Ortega se encuentra al borde del colapso, únicamente sostenido por la represión policial y paramilitar. En la agenda del Diálogo Nacional que se restablece hoy, todo mundo entiende que ha llegado la hora de negociar la rendición y el desmantelamiento de la dictadura de Daniel Ortega. Los orteguistas intentarán alargar la agonía del régimen, ganando tiempo para mejorar sus posiciones con más represión, mientras a la Alianza Cívica le corresponde negociar “en caliente”, apoyándose en la movilización del pueblo y sus formidables marchas cívicas multitudinarias, las barricadas de autodefensa y los tranques en las carreteras, el paro ciudadano y el paro nacional. Ellos representan el anhelo nacional de justicia y democracia refrendado en el dolor de las familias que perdieron a sus hijos. Deben tener presente, por lo tanto, que esta es la última

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oportunidad que tenemos los nicaragüenses para implantar un cambio democrático duradero, con justicia y sin impunidad, y por ello es pertinente recordar cuál es el mandato de las calles y las trincheras, y lo que los mismos mediadores y los voceros de la Alianza han establecido como las premisas de la negociación. 1— El cese de la represión y la supresión de los paramilitares De los cuatro requisitos establecidos el pasado once de mayo por los mediadores de la Conferencia Episcopal para instalar el Diálogo Nacional, Ortega solo ha cumplido con aceptar la visita de la CIDH a Nicaragua, de la cual incluso ahora reniega. Y de las quince recomendaciones de la CIDH, solo ha aceptado la próxima conformación del Grupo de Expertos Independientes, o Comisión Internacional de la Verdad. Sin embargo, como Jefe Supremo de la Policía Nacional, no ha cumplido con la exigencia de ordenar el cese de la represión y suprimir las bandas paramilitares, cuya existencia sigue negando en un alarde de cinismo, con más muertes y represión, a pesar de todas las evidencias en contrario. La primera demanda del pueblo en esta negociación es parar la represión y la matanza. La Policía Nacional, intervenida partidariamente por Ortega y Murillo, ha colapsado como institución de orden público, al convertirse en una fuerza de apoyo de las bandas paramilitares. Le corresponde al Ejército de Nicaragua, por su mandato constitucional, desarmar a las bandas paramilitares y someterlas ante la justicia. De lo contrario, se convertirá en un cómplice del régimen en la represión contra el pueblo, y sus mandos serán responsables de las consecuencias que afectarán el futuro de la institución. 2— La salida de Ortega y Murillo y la sucesión constitucional Es imperativa la salida de Ortega y Murillo del poder, a través de sus renuncias ante la Asamblea Nacional. Después de la masacre que nunca se ha detenido, el país atraviesa por una situación de desgobierno total en la que Ortega y Murillo están moral y políticamente inhabilitados para gobernar. Ninguna promesa de reformas electorales y adelanto de elecciones, tiene viabilidad con Ortega y Murillo en el poder, ni le devolverá paz y estabilidad al país. Por el contrario, su presencia al frente del Gobierno, o bajo cualquier esquema que le permita a Ortega seguir “gobernando desde abajo” representa la amenaza de más caos e inseguridad para todos. La propia constitución orteguista ofrece las vías legales y constitucionales, para elegir un presidente de transición, entre los diputados actuales en la Asamblea Nacional, que dirija el país mientras se llevan a cabo las reformas políticas, constitucionales y electorales, y la limpieza total del Consejo Supremo Electoral, previo a la convocatoria de elecciones anticipadas. Esto es lo que se debe negociar en el Diálogo Nacional, para asegurar una transición con estabilidad y despejando el riesgo de un vacío de poder. 3— Las reformas para asegurar la justicia sin impunidad La demanda de justicia enarbolada por las víctimas de la represión y las Madres de Abril, es inseparable del reclamo nacional de democratización. No puede haber democracia sin justicia, y justicia con impunidad. Se trata de dos procesos paralelos, cada uno con su propio cauce de reformas institucionales, pero con el mismo nivel de prioridad nacional. El informe final de la Comisión Interamericana de Derechos

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Humanos (CIDH) y la investigación que realizará el Grupo de Expertos Independientes, o Comisión Internacional de la Verdad, representa solo el primer paso para establecer las responsabilidades individuales, directas e intelectuales, de los perpetradores de la matanza. Pero la posibilidad de impartir justicia y castigar a los que resulten culpables, radica en que la reforma política conduzca a una reforma total del Ministerio Público, la Policía Nacional, y la Corte Suprema de Justicia. Así como la limpieza y el cambio total del Consejo Supremo Electoral es condición sine qua non para participar en unas elecciones libres y competitivas, la posibilidad de alcanzar justicia, sin ninguna clase de amnistía, dependerá del alcance de estas reformas y de la opción de recurrir a tribunales internacionales. 4— Los garantes internacionales: ONU-UE-OEA y su mandato El pasado primero de abril, la Alianza Cívica demandó el nombramiento de garantes internacionales para apoyar y asegurar el cumplimiento y la implementación de los acuerdos que se adopten en el Diálogo Nacional. La envergadura de las reformas que se requieren para desmantelar de forma pacífica la dictadura de Ortega, requerirá con urgencia un proceso de asistencia internacional, en el que participe la Organización de Naciones Unidas, la Unión Europea, y la Organización de Estados Americanos, no solamente para apoyar en la reforma electoral, sino para asegurar la estabilidad en la transición y durante la reconstrucción. El Gobierno de transición y el nuevo Gobierno que resulte ganador en elecciones libres y transparentes, requerirán el apoyo y la asistencia internacional para lograr:

● El desarme y la detención de los paramilitares, brindando condiciones de seguridad a todos los ciudadanos

● La reforma y reestructuración de la Policía Nacional ● La reforma del Ministerio Público y el Poder Judicial y el apoyo en las

investigaciones y los procesos para impartir justicia. Las reformas de la Contraloría y el apoyo en las investigaciones sobre la corrupción del régimen y sus allegados, para someterlos ante la justicia. Las Naciones Unidas cuentan con una vasta experiencia, que dejaron buenas y malas lecciones, en el acompañamiento de los procesos de paz en El Salvador y Guatemala, garantizando la implementación de los acuerdos, y posteriormente, se creó la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). En la Nicaragua después de Ortega, la transición y la reconstrucción requerirán el apoyo de una o varias instituciones internacionales con un mandato incluso más amplio que el de la CICIG, para reconstruir el tejido institucional democrático del país. La tarea es nuestra, de este pueblo protagonista de la primera revolución pacífica del siglo XXI, pero Nicaragua necesita y merece el apoyo internacional para aprovechar esta oportunidad histórica.

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Plantón de estudiantes y docentes contra el Gobierno de Daniel Ortega, realizado frente a la Universidad

Centroamericana, el 14 de mayo.// Foto: Franklin Villavicencio

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Ortega quema sus naves y el último puente

¿Se embarcarán el FSLN, los empleados públicos, los policías y militares honestos, a defender una dictadura familiar?

Publicada originalmente el 8 de julio de 2018

El presidente Daniel Ortega quemó ayer los últimos puentes que le ofrecían la posibilidad de entablar una negociación política para lograr su salida del poder en condiciones de gradualidad, e incluso de abogar por la incidencia de su partido en las instituciones del Gobierno en la futura transición democrática. En un discurso delirante ante varias decenas de miles de empleados públicos, acompañado únicamente por su esposa la vicepresidenta Rosario Murillo y rodeado de sus hijas y decenas de escoltas policiales armados, Ortega acusó de golpista y terrorista al pueblo que de forma masiva demanda su renuncia, porque está inhabilitado para gobernar después de la matanza, y lo amenazó con más muertes y represión. Pero, además, atacó de forma virulenta a los obispos de la Iglesia católica y a los empresarios que le han ofrecido una hoja de ruta de democratización, para que salga del poder en marzo de 2019, después que se lleven a cabo reformas políticas y elecciones anticipadas. Sin mencionarlos por sus nombres, Ortega acusó a los que “financian el terrorismo”, refiriéndose a sus antiguos aliados, los grandes empresarios, y a los que “nos maldicen en nombre de instituciones religiosas”, aludiendo a los obispos de la Conferencia Episcopal. Irónicamente, mientras el pueblo en las calles y en los tranques demanda la salida de Ortega del poder de forma inmediata y no el próximo año, han sido los empresarios y los obispos quienes abogaban, incluso contra la advertencia sobre su inviabilidad política, para que Ortega permaneciera en el poder hasta entregar la banda presidencial en 2019. En esa misma posición estaban, al menos hasta antes de este discurso, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, y el Gobierno de Estados Unidos, alegando que la salida de Ortega antes de las elecciones anticipadas generaría un vacío de poder, aunque nunca han ponderado el caos, la ingobernabilidad, y el desastre económico que representa cada día adicional de permanencia de Ortega en el poder. Ortega no se atrevió a reeditar la marcha del Repliegue histórico a Masaya, donde le esperaba el repudio masivo de la población liderada por el barrio Monimbó, y sólo llegó al acto partidario de la Avenida Bolívar con un despliegue desproporcionado de fuerzas de seguridad. A pesar de esta evidente muestra de debilidad, intentó intimidar a la nación como si contara con la legitimidad y el respaldo de una mayoría política, cuando únicamente se sostiene en el poder como jefe supremo de la Policía Nacional y de los paramilitares. Y utilizando de forma abusiva una cadena nacional de televisión, proclamó que si lo quieren sacar del poder deben ir a elecciones como manda su Constitución reformada en 2014, es decir hasta el final de su mandato en 2021. Es probable que al subir la parada Ortega se está preparando para negociar con el Gobierno norteamericano, al que hace un mes ofreció adelantar las elecciones y ahora debe rendir cuentas, después de las sanciones impuestas contra tres operadores de su círculo íntimo –el comisionado policial ¨Paco¨ Díaz, el jefe de los paramilitares Fidel Moreno, y el operador de los petrodólares de la corrupción “Chico” López–. Pero la

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verdad es que al quemar sus naves con los empresarios y hundir sus puentes con los obispos, también está desafiando a todas las fuerzas del régimen –al sandinismo histórico, a los empleados estatales, a la Policía y los mandos del Ejército– a alinearse en la defensa incondicional de su esquema de poder familiar. El mensaje inequívoco de Ortega es que el régimen ha llegado a un punto de no retorno y, por lo tanto, todos sus allegados deben proclamar su lealtad absoluta, descartando cualquier posibilidad de negociación con la salida que ofrece la rebelión cívica. La pregunta del millón sigue siendo si los partidarios del FSLN que están empeñados en salvar ese partido, separándolo del destino político de la pareja presidencial; los empleados públicos y trabajadores del Estado, que están ahí por necesidad y vocación de servicio; y sobre todo los oficiales de la policía y del Ejército, que no están comprometidos con la represión y la corrupción, están dispuestos a distanciarse del régimen y retomar los espacios de negociación, o si como el Partido Liberal Nacionalista y todo el aparato estatal de Somoza en 1979, han hipotecado su suerte con la familia Ortega Murillo. Mientras se despeja esa interrogante, para el pueblo autoconvocado que ha puesto los muertos y que está comprometido con lograr la salida de Ortega y abrir el camino a la justicia y la democratización, solo hay cuatro cursos posibles de acción: Primero, no caer en la trampa de la violencia, a la que Ortega pretende empujar a la población. Por muy desigual que parezca la correlación de fuerzas, solo la lucha cívica, la lucha pacífica puede derrotar en un plazo más corto a un régimen dictatorial represivo. En el momento en que Ortega logre infiltrar grupos armados en las protestas, o que la población caiga en la trampa de crear milicias armadas para contraatacar al régimen, Ortega logrará una ventaja estratégica al imponer un esquema de guerra civil, con la fuerza armada de la Policía, los paramilitares, y eventualmente el Ejército. Segundo, la resistencia ciudadana demanda una determinación de hierro de los líderes que la convocan, para organizar una red a nivel nacional y local, que mantenga al máximo la presión de todas las formas de lucha cívica de forma simultánea: las calles, los tranques, el paro nacional, la desobediencia civil, la presión internacional, la deserción en las filas policiales. La pregunta a debatir no es hasta dónde está dispuesto a llegar Ortega para reprimir y matar, sino si los líderes y delegados de la rebelión cívica tienen o no la determinación para mantener el pie a fondo en el acelerador sin titubear, hasta llegar hasta el final y lograr la renuncia del dictador para negociar la capitulación del régimen. Tercero, el punto de inflexión de esta lucha pacífica para lograr un cambio irreversible se logrará cuando la Policía Nacional se rehúse a seguir reprimiendo –porque ya no pueden sofocar la protesta cívica nacional, y porque el costo político de reprimir será demasiado alto–, quedando al desnudo como único soporte del régimen las bandas paramilitares. Entonces, el Ejército enfrentará su disyuntiva final: o mantiene su complicidad y se hunde con Ortega, o se convierte en un factor decisivo de estabilización, desarmando a los paramilitares y facilitando la salida de Ortega del escenario político nacional. Por último, y no menos importante, para resistir los embates del régimen durante un período que puede prolongarse, la rebelión cívica debe preservar su unidad a toda

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costa y renovar y ensanchar las banderas de su lucha. Banderas éticas, en primera instancia, pero también esbozar la necesidad de emprender las reformas políticas, económicas y sociales que el autoritarismo orteguista proscribió durante más de una década con el pretexto de hacer un pacto de estabilidad, sin democracia ni transparencia, con los grandes empresarios. Estas son las banderas de cambio que enarbolan las nuevas fuerzas políticas emergentes: la juventud universitaria, el movimiento campesino, y las organizaciones democráticas de la sociedad civil. Pero deben cobijar a todos sin exclusión, a los empresarios, a los partidos políticos democráticos, y también al Frente Sandinista liberado del control político de la familia Ortega-Murillo, para que sea parte de la solución nacional. Porque a final de cuentas, la nueva revolución pacífica del siglo XXI en Nicaragua, solo será verdadera, si es genuinamente democrática.

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Turbas del FSLN agreden a obispos y sacerdotes en la Basílica Menor de San Sebastián, en Diriamba, el nueve de julio del 2018. // Foto: Carlos Herrera

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Hora de solidaridad con los obispos

Una amenaza de máxima gravedad, también reclama una respuesta de máxima solidaridad, y la reacción contundente de toda la nación.

Publicada originalmente el 20 de julio de 2018

El virulento ataque que este 19 de julio lanzó el comandante Daniel Ortega contra los obispos de la Conferencia Episcopal de la iglesia católica, pretende ser la última estocada para descarrilar la esperanza del país en el Diálogo Nacional, pero está destinado al más rotundo fracaso. Los obispos han expresado que no abandonarán su misión profética al lado del pueblo masacrado, como testigos y mediadores en el Diálogo para facilitar una solución política pacífica, a pesar de las provocaciones del régimen y los ataques contra los templos de la iglesia y contra ellos mismos. Esa es la principal garantía de que, a pesar de Ortega, el Diálogo prevalecerá y los obispos nunca le dejarán el espacio vacío para que los sustituya con su maquinaria incondicional de manipulación política. Pero la amenaza de máxima gravedad contra los obispos, también reclama una respuesta de máxima solidaridad, una reacción contundente del pueblo de Nicaragua, católicos y no católicos, estudiantes universitarios, campesinos, trabajadores, sectores medios, productores, comerciantes, y empresarios. Nadie puede permanecer impasible ante la crueldad de este ataque y la peligrosidad de esta amenaza, y es la hora de expresar el respaldo a los obispos y sacerdotes, con todas las fuerzas de la nación, de todas las formas posibles. Ortega habló en la plaza con arrogancia y desprecio, como un General ensoberbecido que recién ha ganado una cruenta campaña militar, cuando todo mundo sabe que sus bandas paramilitares se enfrentaron a ejércitos inexistentes en La Trinidad, Lóvago, Jinotepe, Diriamba, la Unan Managua, Masaya, y Monimbó. Y desde la cúspide de su ola de terror, después de masacrar, perseguir y capturar a centenares de ciudadanos en su “operación limpieza”, dirigió su embestida final contra los obispos. Los acusó de “golpistas” ante sus partidarios fanatizados en plaza pública, usando una abusiva cadena nacional de televisión, y exhibió como única “prueba” la hoja de ruta de la democratización nacida del Diálogo Nacional, una propuesta que incluye profundas reformas políticas, una limpieza total del sistema electoral, y la celebración de elecciones anticipadas en marzo del próximo año. Es lo mismo que el propio secretario general de la OEA, Luis Almagro ha demandado, pero Ortega no se atrevió a confrontar a las 21 naciones del continente americano que este miércoles en la OEA aprobaron una resolución que condena la represión estatal, demanda la supresión de los paramilitares, y apoya el Diálogo con la mediación de los obispos, precisamente para que se lleven a cabo elecciones anticipadas lo más pronto posible. En consecuencia, también la comunidad internacional, empezando por el Vaticano, debe salir en defensa de los obispos. Ellos representan la única oportunidad para facilitar el camino hacia la paz en Nicaragua, despejando la amenaza de la guerra civil que Ortega quiere imponer a toda costa. Y aunque el Diálogo Nacional se encuentra herido por la falta de voluntad política del mandatario, es imperativo reforzarlo con el respaldo de garantes internacionales confiables.

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Un presidente inhabilitado para seguir gobernando, porque tiene las manos bañadas de sangre con la responsabilidad de más de 280 muertos, no puede dañar la credibilidad de los obispos, ni hacer mella en la integridad moral de la Conferencia Episcopal. Durante los once años de su dictadura institucional, antes que derivara un régimen represivo y sanguinario, Ortega nunca pudo cooptar ni dividir a los obispos. A su servicio incondicional, siempre estuvo el cardenal Miguel Obando y Bravo bendiciendo las políticas del régimen, al extremo que incluso llegó a proclamarlo Prócer Nacional. Pero los obispos nunca se doblegaron. Se preservaron como la reserva moral de la nación, que en estos meses de rebelión cívica han brindado un testimonio de coraje a toda prueba, y de su compromiso cristiano con la verdad y con las víctimas. Desde la arrogancia de un poder mesiánico, que de forma patética presenta a la pareja presidencial como los ungidos de dios, Ortega ha intentado descalificar a los obispos, y lo que hizo fue descalificar su liderazgo como contraparte del Diálogo Nacional y como un eventual actor en la transición política. Su renuncia a la presidencia hoy, es aún más urgente que antes, para facilitar las reformas que conduzcan al establecimiento de la justicia, la democracia y la paz en Nicaragua.

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CAPÍTULO III:LA REPRESIÓN, EL GOLPE

DE ORTEGA Y LA IMPUNIDAD

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Los primeros 100 días

La revolución pacífica que demanda el fin de la dictadura, transita por un camino plagado de incertidumbre, pero Ortega ya perdió la batalla política.

Publicada originalmente el 29 de julio de 2018 Al cruzar el umbral de sus primeros 100 días la rebelión cívica que exige el fin de la dictadura familiar de Daniel Ortega y Rosario Murillo, Nicaragua vive momentos de profundo dolor y desgarramiento, y al mismo tiempo se aferra a la esperanza de un cambio democrático con justicia. El desenlace y sus plazos resultan impredecibles, pues aún son objeto de disputa en una enconada batalla política. Para Ortega, ubicado en la cúspide de la ola represiva, su único término de salida es 2021, al concluir su período presidencial; para el pueblo que sigue protestando en las calles, a pesar de la escalada de terror paramilitar, la salida es mañana y empieza con su renuncia a la presidencia. Nunca ha estado tan cerca la posibilidad de un cambio verdadero en este país, tan distinto al que era antes del 18 de abril. Después de once años de dictadura institucional, amparada en un pacto con los grandes empresarios, sin democracia, ni transparencia, la irrupción desde debajo de la nueva fuerza de los “autoconvocados” ha puesto en jaque al régimen de Ortega al abrir el camino inédito de una insurrección cívica, que está plagado de incertidumbre. Para los que militamos en la lucha contra la dictadura militar dinástica de los Somoza, el objetivo final entonces era la toma del poder con el derrocamiento de la dictadura y la Guardia Nacional, que se logró con el triunfo de las guerrillas del FSLN el 19 de julio de 1979; la nueva revolución pacífica, en cambio, no se propone el asalto al Búnker de El Carmen, sino lograr el cese de la represión –ese momento en que los que disparan contra el pueblo se rehúsan a seguir matando–, para dar paso a reformas políticas en una negociación que culmine con elecciones libres en el plazo más corto posible. El costo humanitario de este grito de libertad ha sido monumental, casi intolerable: más de 300 muertos, 2000 heridos, más de 400 presos políticos, y una emigración masiva de familias. La matanza, que se ha se ha prolongado ya por más de tres meses, también ha reducido los tiempos políticos para la permanencia de Ortega en el poder de forma irreversible. Cada día que pasa, sin justicia para las víctimas y sin castigo a los asesinos, se acorta su tiempo para poder gobernar, manteniendo algún grado de convivencia ciudadana. Tras el baño de sangre, documentado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los grandes empresarios que eran partidarios de mantener el statu quo y el secretario general de la OEA, Luis Almagro, han advertido, con el apoyo de 21 naciones del continente, la inviabilidad de que Ortega pueda mantenerse en el poder hasta 2021. Lo que está en debate son los términos en que pueden llevarse a cabo elecciones anticipadas, con o sin Ortega en la presidencia, y cuál será el alcance de las reformas políticas que necesariamente deben preceder a esa elección. Paradójicamente, Ortega luce más fuerte ahora que al inicio de las protestas, mientras la rebelión cívica atraviesa un momento de reflujo. El caudillo lanzó una

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ofensiva militar similar a la “operación limpieza” de Somoza durante la insurrección armada de 1978, y una a una, atacó las barricadas en el suroriente, occidente, norte, y centro del país, hasta arrasar con la Universidad Nacional Autónoma en Managua, y finalmente ocupó Masaya y el emblemático barrio indígena de Monimbó. Ganó una batalla militar contra un ejército inexistente de ciudadanos que resistieron con morteros caseros y armas hechizas, y después se replegaron para evitar una masacre mayor. Ortega recuperó el control de ciudades y carreteras, imponiendo una fuerza militar de ocupación, pero perdió la batalla política más importante sobre las mentes y los corazones de un pueblo que, liberado del miedo, le arrebató las calles y ahora demanda que sea procesado ante la justicia internacional por crímenes de lesa humanidad. El siguiente paso de su estrategia ha sido una cacería, casa por casa, de los activistas y líderes de la protesta, con detenciones masivas y procesos de judicialización contra centenares de acusados por “terrorismo” y “golpismo”, que en su cálculo político representan una valiosa carta de negociación a futuro para lograr una amnistía en beneficio propio y de los suyos. Conocido por su pragmatismo, no se puede descartar que Ortega también se esté preparando para acudir a una negociación en las condiciones más favorables para él. La subida de parada incluye un ataque virulento contra los obispos de la Conferencia Episcopal de la Iglesia católica –la institución más creíble y respetada del país–, a los que pretende desplazar de su papel como mediadores en el Diálogo Nacional, después de que él mismo los solicitó al inicio de la crisis. Ortega apuesta sustituirlos con el secretario del Sistema de Integración Centroamericana (SICA), su socio político el guatemalteco Vinicio Cerezo –aunque los presidentes de la región no le han otorgado aún ningún mandato– y de paso integrar al Diálogo Nacional a otro de sus antiguos compadres políticos, el Partido Liberal Constitucionalista del corrupto expresidente Arnoldo Alemán. En cualquier caso, un eventual diálogo o negociación, mediatizando o anulando el rol de los obispos como testigos y mediadores, simplemente no gozaría de ninguna aprobación y credibilidad entre la población, para avalar una solución política. En consecuencia, la permanencia de Ortega en el poder solo puede prolongarse a punta de más represión, a costa de la pérdida de más vidas humanas y del acelerado deterioro de la economía por el desplome de la inversión privada, mientras los organismos multilaterales se debaten entre seguir desembolsando los créditos pactados, o hacerse eco de la condena mundial ante una dictadura sanguinaria. En realidad, Ortega ya empezó a “gobernar desde abajo”, como en 1990, cuando entregó la presidencia al perder las elecciones ante la candidata de la Unión Nacional Opositora (UNO), mi madre Violeta Barrios de Chamorro, solo que ahora lo hace a costa de la institucionalidad de su propio régimen. La estrategia que promueve el caos y el chantaje, con la toma de fincas y propiedades privadas de los empresarios que lo adversan, comenzó cuando desplegó las bandas paramilitares como su guardia pretoriana, a contrapelo del Ejército de Nicaragua, que, según la Constitución, no puede permitir la existencia de otros grupos armados al margen de la ley. Estas bandas paramilitares representan el mayor peligro para la seguridad y estabilidad futura de Nicaragua y la región, de forma que su desarme y desmantelamiento, junto con la reforma electoral, son condiciones sine qua non para avanzar hacia una transición democrática pacífica.

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En la acera de enfrente, una alianza inusitada conformada por estudiantes universitarios, cámaras empresariales, el movimiento campesino, y la sociedad civil democrática, desafía a la dictadura con marchas multitudinarias, paros generales, y desobediencia civil. Esta alianza multiclasista ya puede exhibir el logro extraordinario de haber puesto en la agenda nacional e internacional, el imperativo de la democratización y la justicia. El proyecto de una dictadura dinástica en Nicaragua está muerto y enterrado. Sin embargo, para doblegar la estrategia de terror de Ortega, la Alianza Cívica debe primero transformarse en una verdadera coalición política capaz de convocar a una unidad nacional aún más amplia, para resistir y conducir una batalla política prolongada. Su tarea más urgente es demostrar que la salida de Ortega de la presidencia, no generará un vacío de poder, y que existen mecanismos institucionales, incluso respetando la Constitución del régimen, para garantizar una sucesión pacífica y legal para dirigir el proceso de transición sin Ortega, pues su permanencia en el poder equivale a más caos, inestabilidad y colapso económico. Una genuina revolución pacífica sólo puede triunfar ante un régimen de fuerza, si se mantiene la presión de la rebelión cívica al máximo nivel, en sincronía con una mayor solidaridad internacional y una acción multilateral, incluyendo sanciones políticas y económicas efectivas, como las que se dispone a contemplar el Consejo Permanente de la OEA la próxima semana, que conduzcan al aislamiento total de la dictadura. La presión internacional al máximo, con la presión cívica nacional al tope, nunca una separada de la otra. Por ello resulta imprescindible la reorganización de la Alianza Cívica, la Articulación de Movimientos Sociales, y las fuerzas políticas democráticas, como una sola coalición con capacidad para diseñar la transición y estrategias de lucha cívica, con una conducción política ejecutiva. Llegado ese punto de no retorno, en el que mayores niveles de represión del régimen se tornan intolerables para la existencia misma de la nación, el Ejército de Nicaragua tendrá que escoger entre sus lealtades personales y partidarias y sus intereses institucionales y nacionales. Un dilema complejo para la cúpula militar, pero determinante para ahorrarle al país más dolor y derramamiento de sangre. (Una versión de este artículo se publicó originalmente en el suplemento Ideas de El País de España).

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial26

Nicaragüenses protestan por la liberación de los presos políticos en las calles de Managua.

// Foto: Carlos Herrera.

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El ADN del autócrata

El ascenso y colapso de Ortega: un régimen autoritario diseñado para gobernar sin oposición, termina en un baño de sangre.

Publicada originalmente el 13 de agosto de 2018

Dos años antes de que regresara a la presidencia en 2007, cuando ostentaba el cargo de líder de la oposición, Daniel Ortega me brindó la que sería su última entrevista en el programa televisivo Esta Semana. El país estaba saliendo de la enésima crisis de gobernabilidad en la Administración del presidente Enrique Bolaños, un demócrata conservador de talante liberal, provocada precisamente por el férreo control bipartidista sobre los poderes del Estado que ejercían Ortega y el corrupto expresidente Arnoldo Alemán, en virtud del ¨pacto¨ y la reforma constitucional fraguada entre ambos en 1999. Irónicamente, Alemán permanecía bajo arresto domiciliar, procesado por cargos de corrupción imputados por Bolaños, su antiguo vicepresidente, y a la sazón era rehén de Ortega quien ya controlaba ¨desde abajo¨ los resortes del sistema judicial. Con una mano, Ortega ponía a disposición de Bolaños los votos parlamentarios del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) para permitirle gobernar, pues el mandatario había perdido el apoyo del Partido Liberal Constitucionalista (PLC) que le llevó al poder; y con la otra, en alianza con Alemán, paralizaba al Ejecutivo y practicaba un chantaje a dos bandas, obteniendo el máximo de ambos para su propio beneficio. El exguerrillero y expresidente (1984-1990) había logrado sofocar la disidencia interna del Movimiento Renovador Sandinista (MRS) que en 1994 intentó hacer del FSLN un partido de izquierda democrática y en 1998, defendido a capa y espada por su esposa Rosario Murillo, sobrevivió a la denuncia pública de abuso sexual de su hija adoptiva Zoilamérica Narváez. A pesar de la disidencia interna del sandinismo y del devastador terremoto moral que significó la denuncia de Zoilamérica, el caudillo mantenía inalterable el control sobre una base social capaz de paralizar al país en una asonada, aunque sin poder alcanzar la mayoría política para ganar una elección, pero a partir de ese momento, tendría que compartir para siempre el poder político con su esposa. Cuando conversamos en la entrevista, en octubre 2005, Ortega ya cosechaba los frutos de su obra maestra: una paciente labor conspirativa de infiltración en las instituciones del Estado, de antiguos cuadros del Ministerio del Interior de los años ochenta, abogados formados en cursos sabatinos devenidos ahora en jueces, contralores, fiscales, inspectores y magistrados, ascendidos a cargos de máxima influencia, como resultado del reparto de poder institucional del “pacto” con Alemán. Uno de esos cuadros, la juez Juana Méndez lo había absuelto en el caso de Zoilamérica por “prescripción del delito penal”, dictaría la sentencia condenatoria contra el expresidente Alemán por corrupción, y coronaría su carrera como magistrada de la Corte Suprema de Justicia, un cargo en el que permanece hasta hoy. Mi interés al entrevistar a Ortega era registrar para el récord público el mayor secreto a voces que circulaba en los corrillos empresariales de Managua: el lucrativo tráfico de influencias que se realizaba con las sentencias judiciales desde el “Bufete El Carmen”, como se apodaba entonces a la Secretaría del FSLN ubicada en el reparto de ese

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nombre, la misma oficina donde por cierto hoy funciona la flamante Casa Presidencial. Como era de esperarse, el comandante negó que existiera dicho tráfico de influencias y alegó que la Corte Suprema de Justicia era completamente “independiente”. Más adelante, hablando con total candidez fuera de cámara, justificó la actuación de su partido y sus magistrados en la Corte: “Los que corrompieron el sistema judicial fueron los banqueros”, dijo, evidenciando que manejaba información de primera mano. “Ellos fueron los primeros que empezaron a comprar las sentencias, pero sobre eso nadie dice nada y solo nos acusan a nosotros”, se quejó. Ortega describió a la justicia como un campo de batalla en el que los jueces de uno u otro bando disparan a matar, “si no los mato yo, me matan ellos”, indicó, y aseguró que no creía en el apego al Estado de Derecho y las normas jurídicas de la “democracia burguesa”. “Yo no estoy satisfecho con esta democracia, siempre lo he dicho, pero lo que hago es, sencillamente, luchar en el marco constitucional que está establecido en estos momentos en Nicaragua”, reiteró. Le pregunté cuál era el modelo de democracia que proponía de regresar al poder y respondió tajante: ¨Nosotros queremos llegar a la presidencia para acabar con el presidencialismo, para provocar un cambio verdaderamente democrático en este país”. Y cuando le pedí que explicara su concepto de “democracia directa”, se explayó: “Yo quiero que el poder quede en el pueblo y se establezcan Asambleas de Poder Ciudadano en cada departamento, y que tengan el poder real que luego se refleje, en donde el Parlamento nacional no sea más que el Ejecutivo de esas Asambleas de Poder Ciudadano, que sean los ciudadanos los que decidan si les parece bueno o no este planteamiento con su voto”. Su definición convenientemente ambigua me recordó la teoría chapucera de los Comités Populares de su aliado y protector económico en esos años, Muammar El Gaddafi, según la cual en Libia el poder descansaba en el pueblo de forma directa, sin el Estado o el partido como intermediarios, aunque el poder real residía en el gran líder de la “Jamahariya Árabe Libia Popular Socialista” (algo así como la “Nicaragua, Cristiana, Socialista y Solidaria”, acuñada en estos tiempos por la señora Murillo). El expresidente que el 26 de febrero de 1990 reconoció la derrota electoral del FSLN, tras el triunfo de la coalición opositora encabezada por mi madre, Violeta Barrios de Chamorro, y al día siguiente proclamó que gobernaría “desde abajo”, en realidad pensaba y actuaba como el jefe de una mafia política, un líder sin ninguna clase de escrúpulos para conseguir su objetivo de llegar y afianzarse en el poder. Ortega nunca aceptó los derechos humanos como principios universales, ni la democracia como rendición de cuentas y la posibilidad de alternabilidad en el Gobierno, sino únicamente como un atajo procedimental para acceder al poder, para después demolerlos “desde arriba”. Su autojustificación nace, al parecer, de una mesiánica declaración de fe en la que por su militancia de “izquierda”, el caudillo autoritario se arroga una presunta misión redentora de los pobres, en la que el fin justifica los medios. Su único sustento ideológico se reduce a una copia desdibujada del fidelismo (“el pluripartidismo divide a la nación”, afirmó Ortega, para congraciarse ante la televisión cubana en 2009), en una suerte de estalinismo tropical, aunque mucho más pragmático, y remozado por los petrodólares chavistas del siglo XXI.

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Ortega regresó al poder en 2007 después de ganar una elección democrática, no por una marejada de votos como Hugo Chávez y Evo Morales, sino como resultado de un éxito de táctica política y otro incidente fortuito. El primero fue la división del 55% de los votantes antisandinistas en dos partidos de derecha, lo que le permitió ganar en primera vuelta con el 38% de los votos, –un porcentaje menor que el obtenido en sus tres anteriores derrotas en 1990, 1996 y 2001 que promediaron el 40%– gracias a una regla sui géneris convenida en el ¨pacto¨ con Alemán, según la cual, como un traje a la medida del techo electoral de Ortega, se podía ganar en primera vuelta con más del 35% de los votos y cinco puntos de ventaja sobre el segundo lugar. Y la segunda, lo que de verdad le permitió alcanzar ese 38% de los votos, fue el súbito fallecimiento tres meses antes de la elección –en circunstancias nunca totalmente aclaradas–, de Herty Lewites, el popular exalcalde de Managua, que había sido expulsado del FSLN por disputarle la candidatura a Ortega, y se proyectaba como el candidato de la izquierda democrática a través del MRS, que amenazaba con arrebatarle a Ortega un alto porcentaje de los votantes sandinistas. La segunda presidencia de Ortega sentó las bases para su primera reelección consecutiva en 2011, violando la Constitución, e imponiendo un régimen político de concentración total del poder, a través de un “Golpe desde arriba” que demolió las instituciones democráticas. Ortega restableció como práctica el fraude electoral, ilegalizó y reprimió a la oposición, y estableció un monopolio sobre los Poderes del Estado –la Corte Suprema de Justicia, el Poder electoral, y la Contraloría–, cooptando al Ejército y la Policía –otrora las joyas de la transición democrática–, al control político familiar de la pareja presidencial. Desde 2009, este sistema antidemocrático encontró una senda de legitimidad y estabilidad al concertar un pacto corporativista con los grandes empresarios, a los que Ortega les permitió cogobernar en los asuntos económicos, a costa de democracia y transparencia. Fueron los años de las vacas gordas de la cooperación venezolana y los programas asistencialistas del régimen, y el desvío de más de 4000 millones de dólares a través de canales privados para apoyar el presupuesto del Estado, pero sobre todo para financiar sus negocios privados y partidarios. Nuevamente, Ortega se reeligió en 2016, inaugurando un sistema de partido hegemónico, sin oposición, apuntando a su perpetuación como una dictadura dinástica en 2021, después de instalar a su esposa como vicepresidenta en la línea de sucesión constitucional. El autócrata que prometió terminar con el presidencialismo, instauró el régimen más personalista de la historia de Nicaragua, superando incluso a Somoza con el grado de concentración de poder con su sistema de Estado-Partido-Familia. Pero cuando le tocó empezar a gobernar sin el músculo económico de los petrodólares de Venezuela, y a enfrentar las primeras protestas populares de los estudiantes universitarios, el régimen que nunca fue diseñado para gobernar con una oposición democrática, desató una escalada de represión y provocó un baño de sangre que continúa hasta hoy. Ahí comienza la nueva historia que, entre el dolor y la esperanza, se está escribiendo en Nicaragua desde el 18 de abril.

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Los símbolos patrios se han convertido en iconos de la rebelión ciudadana contra la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo. //Foto: Carlos Herrera

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El asesinato de Ángel Gahona en la impunidad

Brandon Lovo y Glenn Slate son los primeros presos políticos condenados por una dictadura que les imputa la muerte de las víctimas de su propia masacre.

Publicada originalmente el 10 de septiembre de 2018 Al periodista Ángel Gahona lo mataron de un disparo certero durante la noche del 21 de abril en Bluefields, mientras realizaba una transmisión en Facebook Live sobre la protesta social y la represión policial para su noticiero El Meridiano. Su muerte, registrada por otro camarógrafo en el momento en que el cuerpo de Ángel se desplomaba y su propia cámara cesaba de filmar, provocó una conmoción nacional y un reclamo internacional de justicia. En efecto, esta fue la primera denuncia de alcance mundial sobre las violaciones a los derechos humanos que se produjeron durante la matanza. Guardando las distancias históricas, las imágenes de la tragedia de Ángel Gahona revivieron en el imaginario internacional la muerte del periodista de ABC News, Bill Stewart, ejecutado a sangre fría por un soldado de la Guardia Nacional el 20 de junio de 1979 en Managua, cuando se libraba una insurrección armada contra Somoza. La diferencia entre la muerte de ambos periodistas radica en que al quedar grabado el asesinato de Stewart, ni siquiera Somoza pudo culpar a los guerrilleros sandinistas del crimen; en cambio, el que mató a Ángel bajo la dictadura de Ortega no fue identificado en el video, y ahora el verdadero asesino está siendo protegido por la impunidad. La muerte de este periodista, una de las primeras víctimas entre más de 320 ciudadanos asesinados en las masacres de abril a julio, representaba un test para el régimen de Daniel Ortega y su promesa de justicia. Se esperaba al menos alguna declaración de intenciones en torno a la voluntad política del Gobierno para intentar esclarecer el crimen. Sin embargo, en la investigación del asesinato, nunca fue detenido, ni procesado, alguno de los oficiales de la Policía Nacional, o paramilitares, que se encontraban desplegados en la escena del crimen, sino únicamente dos jóvenes afrodescendientes, Brandon Lovo de 18 años y Glen Slate de 21, que fueron capturados en Bluefields dos semanas después del crimen. Cuatro meses y medio después, Lovo y Slate fueron condenados por el presunto asesinato de Ángel por un juez penal en Managua, donde se llevó a cabo el proceso y están sentenciados a penas de 23 y 12 años de cárcel, respectivamente, mientras los familiares del periodista, perseguidos por el régimen por reclamar justicia, aseguran que las autoridades protegen a un “asesino uniformado”, y ante el acoso oficial tuvieron que refugiarse en Costa Rica y Estados Unidos. El juicio por la muerte de Ángel Gahona debería ser analizado ahora como un estudio de caso sobre las violaciones al debido proceso y la confabulación que existe en Nicaragua entre la Policía, la Fiscalía, y la Corte Suprema, para denegar el derecho a la justicia. Estas son algunas de las violaciones que quedaron expuestas a la vista pública:

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● El proceso judicial se llevó a cabo a puertas cerradas. Únicamente la prensa oficialista tuvo acceso a las audiencias. Los organismos de derechos humanos y el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales, fueron impedidos de observar el proceso.

● Los abogados defensores de Lovo y Slate, y el representante legal de la viuda de Gahona en el juicio, fueron amenazados de muerte.

● La Fiscalía presentó una relación de hechos, aportando pruebas sin lógica ni veracidad. La Fiscalía alega que el disparo que mató a Gahona, tuvo una trayectoria hacia el sur y no hacia el norte, como muestran los videos del hecho. El presunto tirador es ubicado en un punto contrario al lugar desde donde supuestamente se estableció la línea de tiro.

● En el juicio de Gahona, la Fiscalía presentó 36 testigos y diferentes pruebas sobre los hechos. Ninguna de estas logró ubicar a los presuntos tiradores Lovo y Slate, en la escena del crimen.

● La Fiscalía alega que el disparo que mató a Gahona salió de un arma hechiza. Sin embargo, técnicos en balística han demostrado que un arma artesanal no tiene la precisión ni la potencia para matar a una persona a 100 metros de distancia. El juez impidió la declaración del técnico presentado por la defensa.

● La Fiscalía presentó como prueba “contundente” un arma hechiza encontrada en el mar. Sin embargo, la defensa alega que el arma no tenía huellas digitales y tampoco se encontraron restos de pólvora en las manos de Lovo o Slate.

Brandon Lovo y Glenn Slate son los primeros presos políticos condenados por una dictadura que les imputa, sin pruebas, la muerte de las víctimas de su propia masacre. Se trata de un doble precedente, porque deja en la impunidad el asesinato de un periodista, y al mismo tiempo impone un patrón de ocultamiento de la represión y criminalización de las protestas, que ya se está aplicando en los casos de más de 380 detenidos, de los cuales 229 están siendo procesados en las cortes judiciales de Ortega. A pesar de la escalada de represión, la prensa independiente ha mantenido inalterable su compromiso con la libertad de prensa. El ataque selectivo que empezó el 18 de abril con agresiones físicas a los reporteros, derivó en una política sistémica contra los periodistas como “enemigos”, que incluye asaltos y amenazas de muerte, secuestros y detenciones ilegales, campañas de difamación, destrucción de radioemisoras, chantaje económico contra los medios, y actos de intimidación y espionaje político. Paradójicamente, la prensa más bien se ha fortalecido con el empoderamiento de los ciudadanos en las redes sociales, y cada vez más periodistas y medios rechazan la autocensura. Por ello la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), le ha otorgado a la prensa independiente de Nicaragua el Gran Premio Libertad de Prensa, en un reconocimiento que honra la valentía de reporteros y editores, que siguen informando en condiciones extremas de represión. El camino hacia la democracia y la justicia, no obstante, requerirá de un apoyo extraordinario de la comunidad internacional. Al colapsar el sistema de justicia y el Estado de Derecho, Nicaragua necesita una Comisión Internacional de la Verdad, con Ortega fuera del poder, para restablecer el derecho a la verdad y la justicia. Ortega

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puede llenar, por ahora, las cárceles de prisioneros políticos, como Brandon Lovo y Glenn Slate, condenados por delitos que nunca cometieron, mientras su régimen se aferra a la fuerza en espera de alguna negociación para dejar sus propios crímenes en la impunidad. Pero “las vidas de los que murieron protestando contra una dictadura, y las voces de los que hoy guardan prisión por reclamar libertad y democracia, no son negociables”, me dijo la madre de un estudiante detenido. “Jamás aceptaríamos una amnistía, o que estos crímenes queden en la impunidad”, remarcó la vocera del Comité Pro Libertad de Presas y Presos Políticos, que demanda la anulación de todos los juicios de la dictadura. Ese es también el legado que nos dejó a los periodistas nicaragüenses Ángel Gahona: el compromiso de seguir informando la verdad, para restablecer el derecho a la justicia, sin amnistía ni impunidad.

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Homenaje al periodista Ángel Gahona, asesinado el 21 de abril, en Bluefields, durante una transmisión en vivo

del desenlace de las protestas. Tomada el 26 de abril, en Managua. // Foto: Carlos Herrera

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Por qué hay que defender a los obispos

Ortega pretende endosarle a la Iglesia sus propios crímenes, pero todo el país sabe quiénes son los asesinos, golpistas y violadores.

Publicada originalmente el 29 de octubre de 2018

Hace un año, el obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez, reveló en una entrevista en Esta Semana la advertencia que el papa Francisco le hiciera a los miembros de la Conferencia Episcopal, durante un encuentro en la Santa Sede. Tomen en cuenta, alertó Francisco, que, si la Iglesia de Nicaragua mantiene su compromiso con el pueblo, denunciando la injusticia y diciendo la verdad, también será objeto de “espionaje, persecución y martirio”. Esas palabras proféticas se probaron con creces después del 18 de abril, cuando los obispos y el clero, sin ninguna clase de ambigüedad, se pusieron del lado de las víctimas de la represión desatada por Ortega. Sus demandas de justicia y elecciones anticipadas para lograr una salida política negociada a la crisis y evitar una nueva matanza, fueron rechazadas con violencia por el régimen. Y desde entonces, los obispos y la Iglesia han sido objeto de agresiones físicas y verbales, acoso e intimidación estatal, hasta llegar a la profanación y ataques armados contra los templos. La campaña de ataques desatada contra monseñor Silvio Báez representa un nuevo capítulo de la bancarrota moral de la dictadura, en su persecución contra la Iglesia católica. Lo nuevo no es que criminalicen las opiniones del obispo sobre la protesta cívica, sino la orquestación de una campaña cuya peligrosidad no debe ser subestimada. El comandante Ortega ha llegado al extremo de pretender endosarle a los obispos los crímenes y delitos que él mismo ha perpetrado, y por los cuales tarde o temprano tendrá que rendir cuenta ante la justicia, cuando termine este oscuro período de impunidad. Llaman “asesinos” a los obispos, pero la CIDH de la OEA, el Alto Comisionado de la ONU, Amnistía Internacional y Human Rights Watch, han documentado que la matanza ha sido ejecutada por el Estado, y sus principales responsables son las máximas autoridades que ordenaron y dirigieron estos asesinatos. Acusan a los obispos de “golpistas”, porque reivindican el derecho a la protesta cívica, pero el primer violador de la Constitución, el promotor del fraude electoral, el que demolió las instituciones, y el autor del único golpe contra el Estado democrático, ha sido Ortega, con la complicidad de sus magistrados-operadores políticos en los poderes del Estado. Y en el colmo de la inmoralidad, la campaña de Ortega y Murillo ahora le atribuye a los obispos Báez y Álvarez, crímenes y abusos contra menores, cuando en Nicaragua todo mundo sabe que esta clase de delitos más bien han sido repetidamente cometidos por el “Supremo”, y se mantienen en la impunidad.

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Los obispos Silvio Báez y Rolando Álvarez no necesitan que otros ciudadanos demos fe de su integridad, porque ésta se sostiene en el testimonio de sus vidas dedicadas al pueblo de Dios y a la Iglesia. Sin embargo, tenemos la obligación moral y política salir en defensa de su integridad física y los valores que representan, porque si no se pone freno a estos ataques de forma tajante, desembocarán en una escalada no solo contra los obispos, sino contra toda la Iglesia. Báez y Álvarez representan un símbolo de coherencia y beligerancia de la Conferencia Episcopal. Anulándolos, pretenden matar el mensaje y al mensajero. Cuando la campaña oficial señala blancos de odio y siembra el fanatismo contra los obispos, significa que están creando condiciones para justificar los peores atentados contra la Iglesia. Así ocurrió en El Salvador, hace 38 años con el asesinato de monseñor Romero –ahora declarado San Romero de América por el papa– cuyo asesinato por los escuadrones de la muerte de D’Abuisson fue antecedido por un linchamiento político. En esta Nicaragua que aún respira en medio del dolor de la represión, no podemos ni debemos tolerar impasibles una agresión con este nivel de peligrosidad. Defender a la Conferencia Episcopal, es también defender el derecho a la verdad y la justicia, en que se asienta el futuro de una Nicaragua en paz y democracia. Si la voz profética de los obispos se apaga, el país entero quedaría sometido al régimen de terror. En cambio, si la verdad de los obispos continúa resistiendo y desafiando al poder autoritario, la esperanza en el cambio pacífico prevalecerá.

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CAPÍTULO IV:UNA RUTA DE SALIDA

A LA CRISIS NACIONAL

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La ruta del cambio y la democracia

El verdadero cambio comienza con el desmontaje de las estructuras de la dictadura y el fin de la impunidad, después de la salida de Ortega del poder.

Publicada originalmente el 21 de septiembre de 2018 1. ¿Puede Ortega llegar a 2021 con la crisis económico-social? “Vamos ganando”, corea la gente en las calles, y en efecto se puede palpar en el ambiente la derrota estratégica del presidente Daniel Ortega como Jefe Supremo de la represión. Su fracaso radica en que después de haber perpetrado el peor baño de sangre en la historia nacional en tiempos de paz, lo único que le puede ofrecer al país es la amenaza de seguir en el poder como un dictador temido y sanguinario. Pero la posibilidad de llegar a 2021 representa un escenario cada vez menos viable para Ortega, no solo porque pese a la represión la protesta cívica se mantiene viva, como una llama que crece y nunca se apaga, sino porque la crisis política que estalló el 18 de abril se ha convertido ya en una crisis económica que a su vez está incubando una crisis social, que también acarrea consecuencias políticas. La violencia desatada por el régimen para sofocar la rebelión cívica, abrió una herida irreparable y sepultó las bases mínimas de la confianza que sostienen la economía y la convivencia social. Destruida la confianza por la matanza y agravada por la persecución de la protesta cívica y la impunidad de los crímenes del régimen, sus efectos en la economía han sido devastadores. El frenazo económico ocurrido en los últimos cinco meses, confirma que se están apagando los principales motores de la economía privada. En un país que carece de recursos naturales extraordinarios, en un entorno de aislamiento internacional y sanciones económicas a través de los organismos multilaterales, no existen otras fuentes sustitutas para reactivar la economía. El debate entre los economistas y empresarios sobre la fuga de capitales y la pérdida de reservas internacionales, no es sobre el diagnóstico del problema –todos coinciden que, sin una salida política, no hay soluciones económicas– sino más bien sobre los plazos en que colapsará el sistema, si este puede aguantar cuatro, siete, o nueve meses, y cuáles serán sus consecuencias. Los críticos advierten el riesgo inminente de un desbarajuste de las variables sociales más sensibles que afectan a la población: el empobrecimiento y la pérdida de empleos, el alza en el nivel de precios, el incremento del endeudamiento, la reducción de los subsidios al transporte urbano y la energía eléctrica, con el impacto adicional de la crisis de la caficultura y las reformas al INSS, que agravarán el desempleo en el campo y la ciudad. Los partidarios del Gobierno, en cambio, alegan que la economía informal y la migración funcionan como la válvula de escape de nuestra crisis económica estructural, y que el sector público aún cuenta con un margen de acción para recortar gastos y recaudar recursos con políticas cada vez más recesivas, para postergar la crisis hasta finales de 2020.

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Lo que nadie discute es que el país ya entró en recesión económica con la pérdida de 347 000 empleos –según The Economist Intelligence Unit la economía registrará un decrecimiento de -3.4% en 2018, para una caída total del producto de 8.4%–, y las medidas gubernamentales de mitigación más bien podrían desatar una mayor contracción económica, que afectará a las bases de apoyo del régimen, incluyendo a los empleados estatales. No es posible establecer una relación de causalidad directa entre una dinámica de conflictividad social y demandas políticas, pero si los reclamos derivados de la crisis económica se entrelazan con los agravios políticos acumulados por la matanza de abril, esta combinación puede representar un formidable desafío para el régimen. Ortega ha perdido la capacidad de generar consensos para sofocar y cooptar una protesta popular, y también ha demostrado que no tiene ningún escrúpulo para matar, perseguir, y reprimir con violencia la protesta cívica; la pregunta de cara al futuro inmediato es si las fuerzas vivas de la sociedad nicaragüense –incluidos los sandinistas que aspiran a sobrevivir a la familia Ortega-Murillo– tendrán esta vez la determinación y la capacidad para frenar la represión, y evitar una nueva matanza. 2. La nueva escalada represiva y los plazos de salida Al cumplirse los primeros cinco meses de la revolución pacífica, es evidente que el régimen carece de voluntad política para restablecer el Diálogo Nacional. Aunque no cuenta con los recursos estatales de Maduro, Ortega está replicando la estrategia de control y represión de Venezuela, con un resultado más o menos semejante: el éxodo de los opositores perseguidos y el descalabro de la economía. Con la consigna “el comandante se queda”, dinamitó todos los puentes que le habrían permitido negociar una salida política, colocando al régimen en un punto de no retorno, en el que el FSLN y su Gobierno ahora están atados a su propia suerte política. El 19 de julio, descalificó como “golpistas” a los obispos de la Conferencia Episcopal, a quienes a finales de abril les pidió desesperadamente que fueran mediadores de un Diálogo Nacional; en agosto, después de solicitar las gestiones del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, expulsó del país a la Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, cuyo informe confirmó que en Nicaragua no hay indicios de un “golpe de Estado”, sino una masacre estatal y actos de represión policial y paramilitar; y en septiembre, demandó la “renuncia” de su antiguo aliado, el secretario general de la OEA Luis Almagro, cuando este exigió elecciones anticipadas y, finalmente, reconoció que “en Nicaragua se viene instalando una dictadura”. A pesar de que las cárceles están llenas de presos políticos acusados de “terrorismo” por haber participado en la protesta cívica, no se puede descartar una escalada represiva aún peor en el cierre de 2018. Mientras Estados Unidos contempla aplicar sanciones políticas y económicas contra el Gobierno y sus allegados, al amparo de la nueva legislación que aprobarán el Congreso y el Senado norteamericano la próxima semana, la lógica de Ortega siempre será escalar la represión. Su “Ley para el Financiamiento del Terrorismo” amenaza con reprimir a decenas de organizaciones sociales, empresariales, fundaciones democráticas, y medios de comunicación, aduciendo que al recibir donaciones internacionales incurren en el presunto delito de “terrorismo y conspiración golpista”. La estrategia oficial de retaliación apunta a generar un nuevo ciclo de represión-protestas-represión, prolongando la agonía económica. Sin embargo, aún es posible

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construir una salida política antes de 2021, si se logra la unidad en la acción de tres fuerzas fundamentales. Estas son: la fuerza política de movilización social de los autoconvocados, la Alianza Cívica, y la Articulación de Movimientos Sociales; el músculo económico y la presión de los grandes empresarios; y el distanciamiento de la familia Ortega-Murillo de un sector importante del Frente Sandinista, los empleados públicos y la burocracia del Estado. De la convergencia de estas tres fuerzas y del apoyo simultáneo que ejerza la comunidad internacional para aislar a la dictadura, depende la posibilidad de acortar el plazo de salida de Ortega, y lograr una negociación que conduzca a elecciones anticipadas. La presión externa y la crisis económica, por separado, nunca lograrán modificar el rumbo autoritario del régimen, mientras las fuerzas domésticas no asuman el riesgo de convertirse en actores del cambio democrático. 3. Los escenarios de la crisis y el fin de la dictadura La salida a la crisis de desgobierno que vive Nicaragua se debate entre dos posibles escenarios: Ortega se mantiene en el poder hasta 2021, a punta de represión y tres años consecutivos de recesión económica dejando un país colapsado, o antes de 2021 se producen nuevos estallidos de protesta cívica, vinculados a la crisis política y al descalabro causado por la crisis económica y social, que desembocarían en negociaciones, reformas y elecciones anticipadas. En ambos desenlaces, tras una reforma electoral que permita una elección razonablemente transparente, el orteguismo, reducido a una minoría política, perdería inexorablemente la presidencia y la mayoría legislativa, pero seguiría “gobernando desde abajo”, con sus bandas paramilitares, el control de los poderes del Estado, y el chantaje del caos, a cambio de amnistías, prebendas políticas y cuotas de poder. De lo anterior, se deriva una conclusión para la ruta del cambio democrático de la rebelión de abril, y es que cualquier propuesta de transición a la democracia con justicia, y recuperación económica con paz social, requiere no solo la salida de Ortega del poder, sino además profundas reformas políticas que le impidan al caudillo y sus huestes hacer ingobernable el país. No bastaría con derrotar al orteguismo en unas elecciones, sino que el nuevo liderazgo democrático que surja del movimiento Azul y Blanco deberá obtener en las urnas una mayoría abrumadora, que le otorgue un mandato político indiscutible para convocar a la comunidad internacional a un plan de asistencia extraordinaria, a fin de apoyar la implementación de las reformas que permitan desmantelar la herencia de las estructuras dictatoriales. A diferencia de la revolución armada que en 1979 barrió con la Guardia Nacional y las demás instituciones de la dictadura de Somoza, la revolución pacífica se propone llegar al poder por los votos y reformar las instituciones desde la raíz. Pero el desarme de las bandas paramilitares, el sometimiento de los represores y criminales ante la justicia, y el combate a la corrupción sin impunidad, requiere el desmontaje de las estructuras dictatoriales, empezando por la depuración y reforma integral de la Policía Nacional, la Fiscalía, la Corte Suprema de Justicia, y la Contraloría General de la República. Para emprender estos y otros cambios, cobijados bajo una reforma constitucional que tenga como referencia la Constitución de 1995, el nuevo gobierno democrático requerirá el apoyo de una entidad supranacional de investigación con un

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alcance incluso mayor que la actual Comisión Internacional contra la Impunidad de Guatemala. De lo contrario, es impensable que se puedan sentar las bases de la estabilidad con democracia y someter ante la justicia a los culpables de la matanza. En consecuencia, el verdadero cambio comienza con el desmontaje de la dictadura y el fin de la impunidad, después de la salida de Ortega del poder, y esto solo será posible con un plan de asistencia multilateral que cuente con el respaldo de la ONU, la OEA, la Unión Europea, y otros actores internacionales.

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Barricadas en una calle del municipio de Niquinohomo, cuna del general Augusto C. Sandino y bastión sandinista,

en el departamento de Masaya, a principios de mayo de 2018. // Foto: Carlos Herrera

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La renuncia de Ortega-Murillo y la transición

Ortega manda, pero ya no gobierna el país; tampoco representa una opción viable para negociar una transición política, pacífica y constitucional.

Publicada originalmente el 25 de noviembre de 2018 El Estado de excepción impuesto por el comandante Daniel Ortega, cercenando de raíz el derecho constitucional a la libre movilización y el derecho de petición, representa el punto final de agotamiento político del régimen Ortega-Murillo. Este viernes, el “Supremo” desplegó a más de 200 antimotines armados, estableciendo un cerco policial entre Carretera a Masaya, el Colegio Teresiano, Plaza del Sol, 100% Noticias, y otros puntos de Managua, Matagalpa y otras ciudades, mientras decretaba la prohibición de las marchas Azul y Blanco “ahora y siempre”. Si su objetivo era exhibir la fuerza del régimen para impedir que el pueblo autoconvocado siga manifestándose en las calles de forma cívica, lo que enseñó fue la extrema debilidad de un caudillo que aún ordena y manda a sus partidarios, pero ya no gobierna el país, ni puede gobernar a los ciudadanos en democracia. Desde los primeros días de la matanza de abril, el presidente Ortega y su esposa la vicepresidenta Rosario Murillo, quedaron despojados de toda legitimidad política. A su cuestionable legitimidad de origen, se sumó la pérdida total de legitimidad por el ejercicio de su cargo. Su mayor fracaso, peor aún que los fraudes electorales, la corrupción y el derroche de más de 4000 millones de dólares de la cooperación venezolana, han sido las muertes de más de 325 ciudadanos como resultado de la violencia policial y paramilitar ejercida por el Estado. Ante los ojos del más amplio espectro nacional –incluyendo votantes y abstencionistas, independientes y sandinistas– Ortega y Murillo ya estaban política y moralmente inhabilitados para seguir gobernando. Pero influyentes sectores del país y la comunidad internacional, alegaban que, para evitar un vacío de poder, era necesario que Ortega continuará al frente de la presidencia y condujera la negociación de reformas electorales, para lograr una transición constitucional. Su salida del poder, abogaban, debería darse después del resultado de las elecciones anticipadas. Sin embargo, esa premisa, siempre discutible, dejó de tener alguna validez, al demostrarse que Ortega nunca tuvo una intención de negociar la transición, y se aferró siempre a la escalada represiva para intentar aplastar las demandas de la rebelión cívica. El resultado ha sido el desgobierno total de los últimos meses. La sangrienta “Operación Limpieza”, la detención de más de 600 presos políticos, la criminalización de la protesta cívica, y ahora la prohibición del derecho a la movilización pacífica, evidencian que Ortega no puede gobernar sin reprimir, y solo se mantiene en el poder por la fuerza bruta de la dictadura, después de haber anulado la Constitución de la República. Lejos de representar una garantía de estabilidad y normalización, este nuevo golpe de Estado simboliza la mayor amenaza para la estabilidad nacional e internacional del país. Al imponer un patrón de negación e impunidad sobre la masacre, Ortega ha liquidado cualquier posibilidad de convivencia y entendimiento nacional; al eliminar las bases la confianza nacional, ha provocado la peor crisis económica de los últimos

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40 años; y al empujarnos hacia el aislamiento total y la condena internacional, ha expuesto al país ante inminentes sanciones políticas y económicas, que podrían acelerar el agravamiento de la crisis económica en los próximos meses. En una palabra, el mandato de su presidencia está agotado: ya no gobierna, y también se agotó su tiempo como un interlocutor viable para negociar la transición política. Ahora la única salida posible, pacífica y constitucional, pasa por la renuncia de Ortega y Murillo lo más pronto posible, para que la Asamblea Nacional elija de su seno a un nuevo presidente, que no tenga responsabilidades con la masacre y la corrupción. Un presidente constitucional de transición, escogido incluso entre los diputados electos del partido de Gobierno, al que le corresponderá negociar los términos de la reforma electoral y las elecciones anticipadas, brindando garantías políticas para todos, así como acordar las bases de la nueva política de verdad y justicia, sin impunidad. Ese es el camino, sin Ortega y Murillo en el poder, que le puede devolver estabilidad política y económica al país y evitar el desenlace del despeñadero. El partido Frente Sandinista y las instituciones estatales que tienen una influencia política determinante en el régimen, como el Ejército de Nicaragua y la Corte Suprema de Justicia, enfrentan el dilema de hundirse con Ortega, o de facilitar su renuncia y asegurar una transición constitucional. Su peor alternativa es seguir apostando a la inercia y atenerse a las consecuencias impredecibles de más represión y el colapso económico. Los actores privados, en particular los grandes empresarios, también enfrentan una disyuntiva existencial, entre la inacción actual o ejercer a fondo la presión del liderazgo de su músculo económico para favorecer un cambio democrático. Mañana puede ser demasiado tarde para todos. Mientras tanto, el movimiento autoconvocado seguirá desafiando al régimen en las calles, con o sin prohibiciones oficiales, hasta que Nicaragua vuelva a ser república, una democracia sin dictadura.

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Marcha convocada para conmemorar la masacre somocista contra los estudiantes, el 23 de julio de 1959, y el Día del

Estudiante en 2018, bajo la represión y matanza orteguista.// Foto: Carlos Herrera

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Tres efectos de las sanciones contra Ortega

Murillo y el fin de la sucesión dinástica; la falacia del “gallo pinto” ante el colapso económico; los empresarios y la oportunidad democrática.

Publicada originalmente el 7 de diciembre de 2018

Después del shock inicial causado por el efecto sorpresa, las sanciones impuestas por el Gobierno y el Senado de Estados Unidos contra la dictadura de Daniel Ortega están provocando un temblor político de alta intensidad en el búnker de El Carmen. Todos daban por descontada la aprobación de la anunciada “Nica Act” o “Magnitsky Nica”, cuyos últimos hervores aún se están cocinando en el Congreso norteamericano; pero nadie esperaba que el presidente Donald Trump firmaría una Orden Ejecutiva para castigar las violaciones a los derechos humanos y la corrupción en Nicaragua, y menos aún que los primeros sancionados serían la primera dama y vicepresidenta Rosario Murillo, y el secretario privado de la pareja presidencial, Néstor Moncada Lau, enlace con la Policía, los paramilitares, y el espionaje político. Las consecuencias de esta triple sanción —el decreto de Trump, el castigo a la cogobernante Murillo y al operador número uno del poder, y la ley del Congreso que condicionará al Gobierno el acceso a nuevos préstamos de los organismos multilaterales de crédito— impactarán de forma directa en el esquema de dominio que Ortega mantiene en el Frente Sandinista, el Ejército y los poderes del Estado; e indirectamente en el sector privado y los grandes empresarios, en sus relaciones con el poder. Veamos de forma sucinta las nuevas dinámicas que ya están desatando las sanciones norteamericanas. 1— Murillo, el fin de la sucesión dinástica, y el futuro del FSLN En primer lugar, el futuro político de Rosario Murillo como heredera de Ortega y los planes de una sucesión dinástica están heridos de gravedad, si no liquidados para siempre. Cuestionada en su legitimidad de origen y descalificada por su actuación al frente del Gobierno durante la crisis, Murillo y su maquinaria política con Fidel Moreno y Gustavo Porras a la cabeza, han quedado expuestos como los principales responsables de la masacre de abril que representa el mayor fracaso político del Gobierno. La sanción, que incluye su inclusión en la lista OFAC del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, anula su idoneidad para seguir ejerciendo una representación legal y económica del Estado, y su elegibilidad para una eventual candidatura. Se trata de un golpe político severo para la copresidenta que comparte el control de todos los instrumentos del poder, y de paso le advierte a la cúpula del orteguismo y sus allegados, que después de Murillo no existe ningún intocable. Las sanciones también colocan a Ortega ante una compleja encrucijada en torno a la alianza política que ha mantenido con Murillo en sus casi doce años de ejercicio del poder. Por un lado, como sugieren las primeras reacciones después de las sanciones, Ortega puede optar por mantener inalterable el binomio político con Murillo y

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descartar una negociación con la oposición, empujando al país hacia el despeñadero; y por el otro, si se decide a modificar el equilibrio de poder con su esposa y vicepresidenta, generará resistencias en la dinámica de la relación Estado—Partido—Familia, cuyas consecuencias por ahora son impredecibles. Es posible, como lo demuestra la experiencia de Maduro en Venezuela, que a lo inmediato las sanciones provocarán el efecto de un cierre de filas, invocando la amenaza del imperio; el problema es que ello no conduce a una salida política a mediano plazo, mientras la economía seguirá desplomándose en caída libre. En sentido contrario, aunque desafiar a Murillo implica el riesgo de exponerse a un afán implacable de venganza, también es cierto que, en la medida en que se agrava la crisis nacional, se están generando nuevos incentivos desde adentro del régimen para explorar una negociación, sobre todo cuando el Frente Sandinista ya tiene luz verde para buscar una sucesión política posterior a Ortega, al margen de Rosario Murillo. 2— La falacia del “gallo pinto” ante el colapso económico En segundo lugar, las sanciones de Estados Unidos acentuarán la tendencia al cierre de las llaves de la inversión extranjera directa y la inversión pública, financiada con préstamos multilaterales. La reducción de los flujos económicos externos, sumada a la incertidumbre, impactarán en la pérdida de más empleos, en particular en la industria de la construcción, el comercio, y en la fragilidad del sistema financiero. Sin embargo, la causa del problema no radica en las sanciones impuestas por nuestro principal socio comercial, sino en la crisis política provocada por Ortega. Lo que destruyó las bases de la confianza nacional —después del autoritarismo, el derroche económico y la corrupción del régimen— no han sido las sanciones externas, sino la represión interna, la violación masiva a los derechos humanos, y la impunidad. Eso es lo que provocó la condena internacional y el aislamiento del Gobierno, que ahora está colocando a la economía nacional en un callejón sin salida. El presidente Ortega es el único responsable de las graves consecuencias económicas y sociales que amenazan al país, pero la única solución que propone es más represión, imponiendo un Estado de excepción de facto, y la promesa de una “economía de subsistencia” después del colapso económico, basada en el consumo del “gallo pinto”. Emulando a Luis XIV de Francia, Ortega amenaza con “el diluvio” después de la matanza, pero ya no puede ocultar el fracaso de su gestión política y económica. Como los dictadores cuando se acerca su hora de salida, Ortega manda, pero ya no gobierna. Y la aberración de proponer una “economía de subsistencia” a una sociedad que no está en guerra, refleja el desprecio absoluto del caudillo por la mayoría de la gente que, al margen de su filiación política, se gana el sustento diario trabajando, ahorrando, invirtiendo, y progresando con su familia. Es posible que, en su cálculo estratégico, la crisis aún no tocado el fondo del barril, y se prepara para imponerle más sufrimiento al pueblo a través un régimen de “tierra arrasada”, después de un éxodo masivo de personas. Pero si de verdad piensa que la economía del “gallo pinto” tiene alguna racionalidad económica o política, entonces Ortega debería atreverse a demostrar su viabilidad en una sesión pública ante su gabinete, sus asesores económicos, y el Ejército de Nicaragua. Así al menos sabríamos quiénes siguen ocupando esos cargos por temor y oportunismo, y quiénes son los cómplices activos de la dictadura.

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3— Los empresarios y la oportunidad de una salida democrática Por último, y no menos importante, las sanciones de Estados Unidos conllevan un emplazamiento explícito al sector privado de Nicaragua, para que actúe como una fuerza de cambio democrático —que es distinto a un actor político partidario—, y una inusual advertencia a los grandes empresarios que también podrían ser objeto de sanciones, en caso de incurrir en actos de complicidad con el régimen. El mal llamado “modelo Cosep” con que el liderazgo empresarial bautizó el arreglo político y económico que durante una década le brindó legitimidad política al régimen autoritario de Ortega, entró en crisis después de la matanza de abril. Desde entonces, las cámaras empresariales y los grandes empresarios han mantenido su respaldo al ejercicio del derecho a la protesta cívica, han exigido el cese de la represión, y han abogado por una salida política basada en reformas y elecciones anticipadas. Cerrarle las puertas a Ortega con doble candado, para que no exista la más mínima posibilidad de un diálogo o arreglo económico, parcial o total, que reviva el anterior statu quo al margen de una solución a la crisis política, es un paso imprescindible para despejar el camino hacia una salida democrática. Un paso necesario, pero no suficiente de parte de los sectores que tienen mayor responsabilidad de contribuir a enderezar el rumbo del país, y que por su posición de liderazgo en la economía privada, pueden ejercer una presión más efectiva entre las bases del régimen, incluidos los empresarios sandinistas, la tecnocracia gubernamental, y el Ejército. Así como en su momento, cabildearon en Estados Unidos para impedir la aprobación de la “Nica Act”, hoy están obligados a definir una posición inequívoca sobre las causas del fracaso de esas gestiones, y cuál es su compromiso con una solución democrática y la futura reconstrucción nacional. A final de cuentas, no son las presiones externas de EE. UU., la OEA, la ONU, y la UE, lo que permitirá restablecer el diálogo nacional, sino la acción simultánea de la presión interna, política y económica del pueblo autoconvocado y el sector privado empresarial, juntos en torno a un programa mínimo de transición democrática. Eso es lo único que puede llevar al orteguismo, con o sin Ortega, a aceptar el camino de la negociación política. Y la convención que la empresa privada celebrará el próximo miércoles es una oportunidad para demostrar que, más allá de la política de terror del régimen, si existe la esperanza de una salida política democrática.

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CAPÍTULO V:LA RESISTENCIA

DE LA PRENSA

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Periodismo independiente desde el exilio

Hay que defender los últimos espacios de libertad de prensa, que es la primera de las libertades, y libertad de expresión, amenazadas por la dictadura.

Publicada originalmente el 20 de enero de 2019 Este lunes se cumple un mes del cierre de 100% Noticias y del encarcelamiento de los colegas Miguel Mora y Lucía Pineda Ubau, quienes están acusados por presuntos delitos criminales, por ejercer el periodismo bajo altos estándares de independencia y profesionalismo. También se cumplen más de cinco semanas del asalto ilegal por parte de la Policía Nacional contra la redacción de CONFIDENCIAL y Esta Semana y la toma de nuestras instalaciones, que hasta este momento se mantienen confiscadas por las vías de hecho. Desde que se desató esta nueva escalada de represión contra la prensa independiente, he mantenido nuestro compromiso de seguir haciendo periodismo para mantener vivos estos últimos espacios de libertad y pensamiento crítico bajo la dictadura. Y a pesar del robo masivo de nuestros equipos y la persecución contra nuestros periodistas, no hemos dejado transmitir una sola edición de Esta Semana en televisión, y hemos mantenido en línea el sitio web de CONFIDENCIAL y la revista impresa semanal, con las noticias, el análisis, y la opinión sobre la crisis nacional, como un testimonio de ese compromiso sagrado con la libertad de prensa y la libertad de expresión. Hemos recurrido a todos los mecanismos legales para hacer valer nuestro reclamo de justicia: al derecho de petición e información ante la Policía, donde nos respondieron con la agresión física; a la denuncia de robo ante el Ministerio Público para que investiguen un acto delincuencial ejecutado por la misma Policía; y al recurso de amparo contemplado en la Constitución, ante la Corte Suprema de Justicia, para que ordene el cese de la ocupación de nuestra redacción y la devolución de lo robado. Sin embargo, no solamente no ha habido una respuesta correctiva de parte de las autoridades, o incluso algún intento por explicar o justificar esta toma manu militari, sino que, por el contrario, más bien se han agravado las amenazas que apuntan hacia la criminalización de mi labor profesional. Ante estas amenazas extremas, me he visto obligado a adoptar la dolorosa decisión de salir al exilio para resguardar mi integridad física y mi libertad, y sobre todo para poder seguir ejerciendo el periodismo independiente desde Costa Rica, donde me encuentro en este momento. Agradezco a las autoridades costarricenses y al Gobierno del presidente Carlos Alvarado por la acogida que nos han brindado a mi esposa y a mi persona, igual que a decenas de miles de nicaragüenses que llegamos a esta nación, cobijada por una arraigada tradición de libertad y valores democráticos, para seguir luchando por la verdad, la justicia y la libertad de Nicaragua.

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Desde Costa Rica, continuaré ejerciendo mi labor como periodista en CONFIDENCIAL, Esta Semana y Esta Noche, investigando y denunciando los crímenes, la corrupción y la impunidad, y documentando la crisis terminal de esta dictadura. Tengo la convicción de que vienen días mejores para Nicaragua, y es imperativo mantener abiertos todos los espacios de libertad de expresión, para seguir construyendo la esperanza de una nueva República, como la soñó mi padre, Pedro Joaquín Chamorro. Una república democrática con justicia social, basada en profundas reformas institucionales, que esta vez hagan irreversible la garantía de que nunca más se impondrá una dictadura. Una democracia sin apellidos, para acabar desde la raíz con el germen de la dictadura, el caudillismo, y el autoritarismo. Por ello convocamos a todas las fuerzas vivas del país a defender la libertad de prensa, como la primera de todas las libertades. Demandamos la libertad de los colegas Miguel Mora y Lucía Pineda Ubau, y la liberación de todos los presos políticos. Y demandamos también el cese de la persecución contra la prensa independiente, contra mis compañeros de CONFIDENCIAL, Esta Semana y Esta Noche, y contra los medios y periodistas de 100% Noticias, Canal 12, Canal 10, La Prensa, El Nuevo Diario, Diario Hoy, Radio Corporación, Artículo 66, Nicaragua Investiga, Boletín Ecológico, Radio Universidad, Radio Darío, las emisoras y canales locales de cable de los departamentos del país, y más de 50 periodistas que se encuentran en el exilio. Llamamos a los ciudadanos a seguir rechazando la censura y la autocensura a través de las redes sociales, y a los empresarios, pequeños, medianos y grandes, a apoyar a la prensa independiente, que en los momentos más crudos de la persecución, sigue escribiendo las páginas más hermosas del periodismo nacional. Como consecuencia del asalto a nuestra redacción, el robo masivo de nuestros equipos y la persecución contra nuestros periodistas, estamos obligados a reorganizar nuestro trabajo en el área audiovisual, de manera que a partir de la próxima semana reduciremos la edición diaria de Esta Noche a una edición semanal de sesenta minutos los días miércoles, y continuaremos como siempre con la edición de Esta Semana los domingos a las 8:00 de la noche. Mientras tanto, seguiremos editando la revista semanal, y la información diaria y el análisis de actualidad en nuestro sitio web confidencial.com.ni, en la revista niu.com.ni y en el canal de video en YouTube Confidencial Nica. Muchas gracias a toda nuestra audiencia, por su confianza en nuestra labor profesional y por su solidaridad.

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Antimotines de la Policía agreden a Carlos F. Chamorro y periodistas de Confidencial que solicitaron información sobre la confiscación de facto de sus oficinas. En la foto la periodista Claudia Tijerino. //Foto: Carlos Herrera.

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La resistencia de la prensa alienta la esperanza en Nicaragua

“Por primera vez en once años de gobierno autoritario está en juego el poder político del dictador”.

Publicada originalmente el 18 de febrero de 2019 A las 23:15 del jueves 13 de diciembre del año pasado, la Policía Nacional tomó por asalto la redacción de CONFIDENCIAL y Esta Semana, los medios de comunicación que dirijo desde hace más de veinte años. Sin exhibir una orden judicial o el mandato de alguna autoridad, los oficiales armados detuvieron a los guardas de seguridad privada, derribaron las puertas con violencia y durante más de cuatro horas saquearon nuestra redacción. Cuando logré entrar a la oficina en la madrugada del día siguiente, constaté que se habían robado todas las computadoras, equipos de edición y filmación de televisión, así como nuestros documentos institucionales, contables y privados. Unas horas después, en la noche del viernes 14, la policía regresó a ocupar nuestra redacción. Y hasta hoy la mantiene tomada manu militari, ejecutando una confiscación de facto. El golpe contra la redacción de Confidencial no es la peor ni la última agresión del régimen del presidente Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, contra la prensa independiente de Nicaragua. Una semana después, la policía asaltó el canal de televisión por cable 100% Noticias, lo sacó del aire y apresó a su director Miguel Mora y a la jefa de prensa, Lucía Pineda Ubau, quienes ahora están siendo sometidos a un juicio político, acusados de presuntos delitos penales de “conspiración”, “terrorismo” e “incitación al odio” por ejercer el periodismo. Hasta el 18 de abril de 2018 —cuando gobernaba en contubernio con el gran capital y con un esquema corporativista que favorecía la estabilidad económica y las inversiones privadas a costa de la democracia y la transparencia— el Estado mantenía un esquema de intimidación contra la prensa y severas restricciones en el acceso a la información, pero toleraba las críticas de algunos medios independientes. ¿Por qué la virulencia de la dictadura Ortega-Murillo contra la prensa ahora? Porque por primera vez en once años de gobierno autoritario está en juego el poder político del dictador. La rebelión de abril del año pasado nació como una protesta espontánea contra las reformas a la seguridad social que, al ser reprimida con extrema violencia, derivó en la demanda ciudadana de elecciones libres y la renuncia de Ortega y Murillo. La insurrección cívica encontró en la prensa independiente y en la comunicación a través de los teléfonos celulares un formidable vehículo de empoderamiento ciudadano que multiplicó la resonancia de la protesta. Como resultado, una dictadura institucional que se concibió en 2007 para gobernar sin oposición democrática colapsó ante el descontento masivo y derivó en una dictadura sangrienta. En esta situación límite, los periodistas y la prensa independiente representan la última reserva en la defensa de las libertades. Si callan, si callamos, el régimen podrá prolongar su agonía. Nuestra resistencia, en cambio, alienta la esperanza de una mayoría política que demanda un cambio democrático con urgencia.

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La criminalización del ejercicio del periodismo que hoy practica Ortega, como las dictaduras militares del Cono Sur en la década de los setenta, simboliza la culminación de una escalada represiva contra la prensa. Igual que en 1979, cuando la Guardia Nacional de Anastasio Somoza Debayle ejecutó a Bill Stewart, un periodista de ABC News, el reportero Ángel Gahona fue asesinado de un balazo en Bluefields cuando realizaba una transmisión en Facebook Live. Radio Darío, en León, fue incendiada y destruida y los canales de televisión fueron censurados. Desde que el pueblo le arrebató al sistema Estado-partido-familia el control de las calles, los periodistas fuimos declarados “el enemigo” por el régimen. Desde abril de 2018 a enero de 2019, la Fundación Violeta Barrios de Chamorro ha contabilizado más de 700 agresiones contra la prensa. Edison Lanza, relator especial para la Libertad de Expresión de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que monitorea la situación de la libertad de prensa en el continente, me dijo en una entrevista que la supresión de la libertad, que “en Venezuela llevó varios años”, en Nicaragua se ha “concentrado en seis meses de una manera casi brutal”. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA ha documentado las cuatro etapas de este proceso. Primero fue la represión armada, ejecutada por policías y paramilitares, que dejó más de 325 muertos. Después vino la “operación limpieza” contra las barricadas y la persecución de los que participaron en las protestas, con la detención de más de 700 presos políticos. La tercera fase ha sido la imposición de un Estado de excepción de facto cuando, sin declarar un Estado de emergencia, la Policía Nacional prohibió las marchas cívicas y eliminó los derechos de reunión, petición y libre movilización que tutela la constitución. Por último, en diciembre del año pasado, se decretó la anulación de las principales organizaciones no gubernamentales que promueven derechos humanos y derechos políticos y se lanzó la embestida contra los medios de comunicación independientes. El ataque final contra la libertad de prensa y la libertad de expresión ha llegado al extremo de perseguir como delito el acto de ondear la bandera nacional azul y blanco en los espacios públicos. Es una ironía que un régimen que ha sido señalado de perpetrar crímenes de lesa humanidad y de suprimir todas las libertades intente justificar un golpe “desde arriba”, alegando que la demanda de reformas políticas para convocar a elecciones anticipadas equivale a un “golpe de Estado”. El dilema de Nicaragua hoy es si la negociación de las reformas para ir a elecciones libres se hará con o sin Ortega y Murillo, quienes después de la matanza están política y moralmente inhabilitados para seguir gobernando. El desenlace dependerá de si se logra alcanzar de forma simultánea el punto de máxima presión nacional e internacional para forzar una salida política y disminuir los costos del sufrimiento derivados de la represión y el derrumbe económico. Dos meses después del asalto a CONFIDENCIAL y Esta Semana, dirijo desde el exilio en Costa Rica una redacción que se mantiene disgregada entre Nicaragua, bajo el asedio

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del régimen, y en cuatro países, por razones de seguridad. Nuestro desafío cada día es seguir reportando la verdad y sortear la censura oficial a través de internet y las redes sociales. La resistencia de la prensa nicaragüense, con el apoyo de la prensa internacional, es crucial para que se conozcan en el mundo los crímenes que la dictadura pretende ocultar, y para apuntalar las bases de un cambio con justicia. En esta batalla a contracorriente por la verdad, nos inspira el legado de mi padre, el periodista Pedro Joaquín Chamorro. Asesinado hace 41 años por sicarios de la dictadura de Somoza, proclamó: “La libertad de prensa es la primera de todas las libertades”. Mientras esta llama se mantenga encendida, tengo la convicción de que mañana podremos contar la historia de cómo enterramos otra dictadura de forma pacífica. para que esta vez, como soñó mi padre, “Nicaragua vuelva a ser república”. E s t a c o lu m n a d e o p in ió n s e p u b lic ó p o r p rim e ra v e z e n e l d ia rio T h e N e w Y o rk T im e s y fu e re p ro d u c id a e n C O N F ID E N C IA L c o n a u t o r iz a c ió n d e l m e d io .

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Periodistas nicaragüenses demandan el cese de las agresiones contra el gremio y exigen una investigación independiente y creíble sobre el asesinato del colega Ángel Gahona. //Foto: Carlos Herrera.

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Negociar en libertad, sin censura, y en las calles

El pueblo autoconvocado no puede negociar la salida del dictador y elecciones anticipadas, bajo cárcel, represión, censura, y persecución.

Publicada originalmente el 21 de febrero de 2019

El sábado pasado, después de reunirse con representantes del gran capital, teniendo al cardenal Brenes y al nuncio apostólico como testigos, y bajo la sombra de sus negociaciones secretas con la Administración Trump, el dictador Daniel Ortega reconoció por primera vez la gravedad de la crisis política y proclamó la necesidad de un entendimiento nacional. Un día después, los empresarios revelaron que el objetivo de ese encuentro había sido crear condiciones para la reanudación de las negociaciones políticas entre la dictadura Ortega-Murillo y la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, que fueron interrumpidas en junio del año pasado por la brutalidad de la represión, el ataque contra los obispos, y la llamada “operación limpieza”. Finalmente, este jueves Ortega aceptó que el próximo miércoles 27 de febrero se reanudarán las negociaciones con la Alianza Cívica, cuyo objetivo final es acordar reformas políticas para convocar a elecciones anticipadas. El mero anuncio de que podrían reinstalarse las negociaciones ha generado expectativas moderadas en una sociedad que anhela paz, justicia y democracia, y ha sido ponderado por la comunidad internacional que está evaluando si esto significa un cambio en la negativa de Ortega a dialogar, antes de aplicar nuevas sanciones por las graves violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, a pesar de este giro sorpresivo que ha oxigenado momentáneamente la imagen del régimen, los hechos demuestran que Ortega se está burlando de la buena voluntad de la Iglesia y los empresarios, y más bien se prepara para dialogar arreciando la represión contra la población. Mientras promete diálogo, ha impuesto una bárbara e ilegal condena judicial contra los líderes campesinos Medardo Mairena, Pedro Mena y Luis Pineda Icabalceta, que suma más de 500 años de cárcel, así como la ejecución de nuevas redadas y capturas en el departamento de Carazo, realizadas por el comisionado policial Ramón Avellán. Con una mano inauguró una nueva instalación carcelaria para la Dirección de Auxilio Judicial, y con la otra aumentó los actos de crueldad y tortura contra los presos políticos en las cárceles de La Modelo y La Esperanza. Las víctimas más recientes han sido Levis Rugama, Miguel Mora, 50 presos que fueron trasladados a celdas de castigo, y las presas políticas Lucía Pineda Ubau, Irlanda Jerez, y decenas de presas políticas. Y para cerrar el círculo de terror, se mantiene la censura de facto contra los medios, la persecución contra los periodistas independientes en Nicaragua, y el permanente despliegue policial y paramilitar que le impide a los ciudadanos manifestarse y protestar en libertad. Si de verdad Ortega estuviera interesado en lograr un entendimiento nacional, debió haber presentado su renuncia y la de su esposa, la vicepresidenta Murillo, después de la matanza, pues están política y moralmente inhabilitados para gobernar; el GIEI ha

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confirmado que se cometieron crímenes de lesa humanidad por los que deben ser investigados, para ser sometidos ante la justicia. Pero si Ortega se rehúsa a renunciar, y el objetivo de este diálogo consiste en negociar los términos de su salida del poder para acordar las reformas políticas que permitan convocar a elecciones anticipadas, entonces es imperativo crear las condiciones para una negociación viable, transparente y en igualdad de condiciones. Como han planteado el Comité Pro Libertad de Presas y Presos Políticos y la Asociación Madres de Abril, para que se pueda llevar a cabo una negociación creíble, primero tienen que liberarse todos los presos políticos. Su excarcelación no debería ser el resultado de una amnistía, para proteger a los partidarios del régimen, sino como consecuencia de la anulación de todos los juicios políticos. Mientras no se restablezca plenamente el derecho a la libertad de prensa, la libertad de expresión, y la libertad de movilización, el pueblo autoconvocado y los delegados de la Alianza no pueden negociar con una pistola en la sien. El pueblo tiene derecho a salir a las calles sin ser reprimido por la Policía y los paramilitares, que deben ser desarmados y desmantelados, y no podrá promover sus demandas políticas en el diálogo, si está encarcelado, censurado, perseguido y amenazado. Lo verdaderamente importante en esta nueva negociación, por lo tanto, no es que el diálogo ya no será “televisado o multitudinario”, como alega Ortega, sino que se restituya plenamente el derecho ciudadano a marchar y a movilizarse sin represión. Ortega necesita llegar a un entendimiento para evitar el colapso total de la economía y la aplicación de nuevas sanciones internacionales, mientras espera el fin de la crisis de la dictadura de Maduro en Venezuela. Pero únicamente negociará su salida del poder y la celebración de elecciones anticipadas, bajo condiciones de máxima presión, cuando de forma simultánea coincidan la resistencia del pueblo, el músculo económico de los empresarios, y la presión externa de la OEA, Estados Unidos y la Unión Europea. Solamente con la incidencia de estos tres factores, los partidarios del régimen que, por intereses, inercia o temor, todavía apoyan a Ortega, se atreverán a facilitar la salida del dictador. Pero para llegar al punto de ese desenlace, la negociación que están promoviendo los grandes empresarios, la Iglesia y la comunidad internacional, requiere como condición sine qua non un pueblo en libertad, sin censura, y en las calles.

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CAPÍTULO VI:LA NUEVA OLA REPRESIVA Y

EL ESTADO DE EXCEPCIÓN DE FACTO

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Las órdenes de Ortega y la confesión del jefe policial

Un testimonio con un valor probatorio inobjetable, sobre la responsabilidad directa del comandante Daniel Ortega en las órdenes del “vamos con todo”.

Publicada originalmente el 11 de febrero de 2019 La confesión del primer comisionado Francisco Díaz al periódico noruego Dagbladet, sobre cómo operan las fuerzas paramilitares del régimen, ha dejado claro que existe una responsabilidad desde el más alto nivel de la institución policial en la conducción de estas fuerzas represivas. En primer lugar, los paramilitares nunca han sido un grupo de partidarios del FSLN que se armaron para defenderse de supuestas amenazas, sino que son una fuerza organizada que tiene un mando central desde la secretaría del FSLN y la oficina presidencial en El Carmen, y que opera en coordinación con la Policía Nacional. En segundo lugar, los paramilitares son un ejército paralelo creado por el comandante Ortega, en abierta violación a la ley y la Constitución. Y según el primer comisionado Díaz, los integrantes de esta fuerza son policías regulares que operan encubiertos como civiles encapuchados, pero que están bajo la planilla y el control del mando policial. En consecuencia, el jefe de la Policía Nacional debería ser llamado hoy ante las organizaciones internacionales de derechos humanos, y mañana ante una Comisión de la Verdad, para que asuma su propia responsabilidad como parte del mando superior de los paramilitares, pero además, para que identifique a los perpetradores de los crímenes y la violencia, a fin de determinar sus responsabilidades individuales. Desde que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA presentó su informe preliminar el 21 de mayo, o sea, hace ya más de ocho meses, recomendó: “Desmantelar a los grupos parapoliciales y adoptar medidas para impedir que sigan operando grupos de terceros armados que atacan y hostigan a la población civil”. Esta recomendación fue incluso aprobada en el plenario del Diálogo Nacional por el canciller Denis Moncada, pero nunca fue cumplida por el Gobierno, y ahora ya es parte del inventario del fracaso del Diálogo Nacional. De manera que, en la agenda de un diálogo político para negociar las reformas necesarias para ir a elecciones libres, debe estar presente no solo la demanda de libertad para todos los presos políticos, sino también el desarme de los paramilitares y el cese de la represión. Y el Ejército de Nicaragua no puede seguir ignorando el mandato de la ley y la Constitución para desmantelar estas bandas paramilitares. Si como dice el primer comisionado Díaz, los paramilitares son policías regulares, el Ejército puede y debe identificar a los integrantes de esta fuerza y desarmarlos, porque no pueden existir dos ejércitos, ni tampoco debe permitirse que el presidente Ortega siga violando la ley, al imponerse como el jefe supremo de los paramilitares.

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Este fin de semana también se conoció el testimonio de un expolicía, que igual que muchos de sus compañeros desertó de las filas policiales, al negarse a cumplir las órdenes superiores para reprimir a los ciudadanos durante la protesta cívica. El exteniente de la Policía, que durante 20 años sirvió en esa institución y ahora está exiliado en México, reveló en una entrevista con mi colega Carlos Salinas, cuáles fueron las órdenes que emitió el comandante Ortega, como Jefe Supremo de la Policía. “Las órdenes eran precisas”, relató el expolicía: “Dijeron que el comandante ya dio órdenes y hay vía libre, no vamos a ser procesados, hay órdenes de salir a matar a la gente. Y la gente que quede viva, que logremos agarrar, los vamos a procesar por terroristas”. Durante más de una década, este policía trabajó como investigador sobre delitos y homicidios, pero desde que estalló la rebelión de abril, le asignaron una misión de espionaje político: vigilar las manifestaciones y los tranques, para identificar a los líderes de las protestas y ubicar sus domicilios, para que otros grupos operativos ejecutarán detenciones ilegales, asesinatos y desapariciones. El testimonio de este policía, al que hemos llamado “Eduardo” para proteger su identidad, tiene un valor probatorio inobjetable sobre la responsabilidad directa del comandante Daniel Ortega en la dirección de la represión policial y paramilitar, y en las órdenes del “vamos con todo”, para reprimir y matar a los manifestantes. Adicionalmente, revela la desnaturalización de esta institución que ha sido convertida en una fuerza represiva bajo un mando partidario, en la que los oficiales profesionales que deberían estar investigando delitos y homicidios y resguardando el orden público, ahora están asignados a realizar labores de espionaje político, para que otros ejecuten capturas ilegales, e incluso asesinatos y desapariciones de ciudadanos que ejercen el derecho a la protesta. “Eduardo” no es el primer oficial de la Policía que deserta al negarse a cumplir las órdenes de reprimir. Muchos de sus compañeros han enfrentado esos mismos dilemas de conciencia cuando les ordenan realizar labores represivas. Pero el país necesita que más oficiales de la Policía Nacional revelen su verdad a la nación, para acortar este proceso de dolor y sufrimiento. En una revolución pacífica, el cambio se vuelve irreversible, cuando los que tienen las armas y el control de la fuerza, se niegan a seguir matando y reprimiendo a la población, y dejan de ser instrumentalizados por una cúpula corrupta que ha traicionado los principios y los valores de esa institución nacional. “Eduardo” ha dado un paso decisivo, y esperamos que otros oficiales de la Policía Nacional y del Ejército, que están en estas instituciones por una vocación patriótica de servicio, también compartan sus testimonios, para que cese la represión.

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Grupo de paramilitares irrumpen en la ciudad de Masaya para destruir los tranques que la población autoconvocada

levantó en protesta contra el régimen de Daniel Ortega.//Foto: Carlos Herrera

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El Estado de sitio anuncia la derrota de la dictadura

La prohibición ilegal del derecho a la protesta cívica evidencia fracaso definitivo de Ortega: no puede gobernar, ni negociar, sin recurrir a la fuerza.

Publicada originalmente el 16 de marzo de 2019

El jueves pasado, bajo la protesta del movimiento estudiantil, la Alianza Cívica se reintegró a las negociaciones con la dictadura, con el nuncio apostólico como testigo, cuando la Organización de Estados Americanos condicionó su participación como garante internacional del Diálogo a la liberación de todos los presos políticos. Siguiendo el mandato del secretario general de la OEA, Luis Almagro, su enviado especial en Managua, Luis Ángel Rosadilla, demandó al régimen que libere a todos los presos políticos y que presente un cronograma de su liberación, que sería negociado con la Alianza este viernes. “Nosotros estamos de acuerdo con un proceso de diálogo, no exactamente como mediadores, pero como garantes de ese proceso”, dijo Almagro, semanas atrás. Y añadió: “Hemos solicitado la liberación de todos los presos políticos porque nosotros no podemos entrar en una negociación en la que tengamos que negociar libertades”. Sin embargo, este viernes la dictadura agravó la crisis nacional al excarcelar únicamente a cincuenta presos políticos, a los que otorgó el régimen de casa por cárcel, mientras la Policía Nacional desató una nueva ola de represión al prohibir una marcha cívica convocada para este sábado por la Unidad Nacional Azul y Blanco. El incumplimiento de Ortega ha provocado un nuevo estancamiento en las negociaciones, y aviva el reclamo nacional en torno a la liberación de todos los presos, que en realidad son rehenes políticos de la dictadura. Mientras que la imposición de un Estado de sitio de facto para impedir que el pueblo pueda manifestarse, está demostrando que el tiempo político de Ortega y Murillo ha llegado a su punto final. Lo que el movimiento nacional azul y blanco está demandando, ahora con el pleno respaldo de la comunidad internacional, es el cese de la represión y la persecución política, y la anulación de todos los juicios políticos, para que no quede un solo rehén en manos de la dictadura. La excarcelación de 162 presos políticos —50 el viernes y otros 112 el 27 de febrero— representa una rotunda victoria política y moral del movimiento autoconvocado. Dentro y fuera de la cárcel, ellos simbolizan la dignidad nacional, el mayor ejemplo de resistencia contra la dictadura, y la derrota de la narrativa oficial del “golpe de Estado” que ya está provocando un creciente desconcierto, aun entre los fanatizados partidarios del régimen. Pero ninguno está libre, y quedan más de 500 presos políticos en las cárceles. Y la recuperación de la libertad consiste en ejercer plenamente los derechos de reunión, movilización, y libertad de expresión, para que el pueblo autoconvocado pueda manifestarse y promover sus demandas en el Diálogo, sin ser reprimido ni hostigado por la Policía y los paramilitares.

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La Policía Nacional no tiene ninguna potestad legal para prohibir y reprimir una marcha cívica, como la que convocó para este sábado la Unidad Nacional Azul y Blanco. Esta prohibición inconstitucional y la imposición de un Estado de militarización a través de la Policía, evidencia el colapso de un régimen que no se puede mantener ni un solo día en el poder, sin recurrir al uso de la fuerza y la represión. Ortega y Murillo no tienen voluntad política para restituir las libertades públicas, porque solo pueden ejercer el poder como dictadores. No existe término medio entre el derecho a la libertad y el Estado de sitio de facto. A los policías que se resisten a reprimir, y a los partidarios del FSLN que se proponen reivindicar el papel del sandinismo en una sociedad democrática, tampoco les conviene la dictadura. En cambio, para Ortega y Murillo, restituir el derecho del pueblo a las calles y a expresarse en plena libertad, equivale a reconocer el fracaso y la inviabilidad de su modelo de Gobierno dictatorial. En consecuencia, la única posibilidad de que esta negociación entre la Alianza Cívica y el Gobierno y el partido Frente Sandinista pueda retomarse con alguna posibilidad de éxito, pasa por la separación del poder de Daniel Ortega y Rosario Murillo, para facilitar una salida política y constitucional. Ante la renuencia de Ortega y Murillo a renunciar, como correspondería a un estadista con algún grado de compromiso con el interés nacional, es imperativo ejercer máxima presión cívica nacional y presión diplomática internacional. Con los ciudadanos en las calles, sin represión; con la presión económica de los grandes empresarios, que aún pueden convertirse en actores democráticos; y con la condena de la comunidad internacional, que no puede sentarse a “esperar y ver” el resultado del diálogo, sin ejercer máxima presión ahora. De la presión simultánea de la calle, los empresarios, y la diplomacia, sumado al malestar social que está provocando el agravamiento de la crisis económica y la renuencia de las fuerzas del régimen a continuar reprimiendo, depende el desenlace de las negociaciones. Los plazos, por lo tanto, son políticos, y no se pueden predeterminar para el 28 de marzo, como proclaman los negociadores, ni para el tres de abril, como sugiere el Gobierno de Estados Unidos. La crisis provocada por las gravísimas violaciones a los derechos humanos, es inseparable de la crisis derivada de la falta de democracia y los fraudes electorales. Por eso, el punto toral de la negociación serán las reformas políticas para convocar a elecciones anticipadas, sin Ortega y sin Murillo, y la investigación a cargo de una Fiscalía Especial, de todos los crímenes de la represión, para sentar las bases de una justicia sin impunidad. También el Ejército de Nicaragua debe asumir su responsabilidad institucional y desarmar a las bandas paramilitares, que deben ser objeto de investigación para que rindan cuenta ante la justicia. Esa es la única negociación que le puede devolver la paz al país, y establecer un camino de recuperación económica sostenible, con justicia y democracia.

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CAPÍTULO VII:EL FRACASO DEL SEGUNDO

DIÁLOGO NACIONAL

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Sí a la salida democrática, no a un país ingobernable

No es hora de esperar y ver los resultados del diálogo el viernes, sino presionar a fondo ahora, para salvar las banderas de esta revolución pacífica.

Publicada originalmente el 25 de marzo de 2019 Después de haber negado la existencia de más de 700 presos políticos, calificándolos como “delincuentes y terroristas”, el miércoles pasado la dictadura se comprometió con la OEA, el Vaticano, y la Alianza Cívica a liberar a todos los manifestantes detenidos por haber participado en la protesta cívica en un plazo máximo de 90 días. Ortega no se atrevió a admitir ante sus partidarios fanatizados que la narrativa del “fallido golpe de Estado” y la criminalización de la protesta cívica eran solamente una estrategia de negociación, pero a través de un documento oficial su Cancillería reveló que todos los presos serán liberados. Sin embargo, aún existen discrepancias sobre la cantidad de los presos que están en las cárceles de la dictadura. Según la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA hay 647 reos de conciencia en las cárceles, sin incluir a más de un centenar que se encuentra casa por cárcel, mientras que el régimen únicamente reconoce a menos de 300. Más allá de esta abismal discrepancia de cifras, la liberación de los presos depende en esencia de la voluntad política de la Presidencia y la Corte Suprema de Justicia, sin necesidad de esperar 90 días manteniendo a los presos como rehenes de Daniel Ortega. La liberación de todos los presos a través de la anulación de sus juicios, se puede hacer en tres días, en una semana, o a lo sumo en quince días, como demanda el Comité Pro Liberación de los Presos Políticos. Los reos de conciencia nunca han sido un tema de negociación, por lo tanto, al aceptar la Alianza este plazo máximo, convalidó su condición oficial de rehenes políticos de Ortega. La justificación de esta concesión, es que el plazo de los 90 días fue una oferta hecha por Ortega y aceptada por la OEA, y que la Alianza no podía modificar ni rechazar, pero en realidad esto confirma la existencia de una negociación sometida al chantaje de la fuerza, como resultado de la disparidad política que existe entre las partes. Con el precedente de esta desventaja, que solo se puede compensar con la movilización del pueblo en las calles, se reinstaló el diálogo nacional para negociar los temas sustantivos de la agenda. Este lunes en la mesa de negociación se discutirá lo que el Gobierno llama, imponiendo otra vez su lenguaje a la Alianza, “fortalecer los derechos y garantías ciudadanas”, que se encuentran aplastadas por la imposición de un Estado de excepción de facto. El restablecimiento de las libertades públicas no debería convertirse en otro tema de negociación, en tanto se trata de derechos constitucionales que están siendo conculcados por el régimen, violando la Carta Democrática Interamericana. No puede haber, por lo tanto, ningún término medio, negociación, o ambigüedad, para restituir plenamente las libertades de prensa, expresión, reunión y movilización. El movimiento autoconvocado tiene derecho a protestar cívicamente y a marchar en las

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calles hoy y mañana, sin pedirle permiso a la dictadura, porque ese es un derecho constitucional que, como dice el Cenidh, “se defiende o se pierde”. En consecuencia, para que este diálogo pueda avanzar hacia los temas de fondo –reformas electorales y justicia sin impunidad–, hay que terminar con la asimetría que pretende imponer el poder de la represión. Y solamente con plena libertad de prensa, sin censura, sin presos políticos, y con el pueblo en las calles, sin que sea reprimido por la Policía o los paramilitares, se pueden dialogar en igualdad de condiciones para para negociar un acuerdo nacional. De lo contrario, de continuar la negociación con rehenes en las cárceles, con más represión, y bajo el Estado de sitio de la dictadura, el resultado más probable de ese diálogo será un “mal arreglo”, con amnistía e impunidad, dejando intocables las estructuras represivas de la dictadura con los paramilitares, la Policía, y la Fiscalía, y su conglomerado económico de corrupción. Un arreglo que se limite a la promesa de reformas electorales y cambios en el Consejo Supremo Electoral, incluyendo anticipar las elecciones para marzo de 2020, podría tener algún impacto positivo temporal en la economía, pero si no incluye garantías para desmantelar las estructuras represivas de la dictadura y terminar con la impunidad, nos dejará con un país ingobernable, con el orteguismo “gobernando desde abajo”, aún si perdiera el control del Poder Ejecutivo en una elección libre y competitiva. Un “mal arreglo” con impunidad y sin responder al reclamo los familiares de más de 300 asesinados, alimentaría además la división en la gran alianza nacional azul y blanco en las elecciones anticipadas, aumentando la cuota de poder poselectoral del orteguismo. En consecuencia, el propósito de esta negociación no debería ser regresar al statu quo anterior al 18 de abril, sin presos políticos, sino responder a la demanda de justicia por los crímenes de la dictadura que no pueden quedar en la impunidad, y abrir el camino a la democratización, como originalmente planteó la Conferencia Episcopal en mayo del año pasado. Lo que liquidó la alianza entre el gran capital y Ortega –el mal llamado modelo de “diálogo y consenso” que prevaleció desde 2010–, no fueron los ignorados fraudes electorales ni las reformas unilaterales a la seguridad social, sino la matanza de abril y los crímenes de lesa humanidad, que exhibieron la inviabilidad de ese “modelo” por razones éticas y políticas. Por ello, si de verdad las cámaras empresariales y los grandes empresarios están urgidos por resolver la crisis política para reactivar la economía y salvar el ciclo agrícola, deberían abogar por una salida democrática integral, que ataque de raíz la crisis de derechos humanos y siente las bases políticas de la reconstrucción nacional. Y el primer paso consiste en el inmediato retorno al país de la CIDH, el cumplimiento de sus recomendaciones –empezando por el desarme y desmantelamiento de los grupos parapoliciales– y por la creación de una Fiscalía Independiente para investigar los crímenes, como ha recomendado el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI). Si el acuerdo demanda credibilidad y crear las bases para la reforma electoral, judicial y policial, para convocar a elecciones anticipadas, entonces todos los funcionarios públicos señalados por sus responsabilidades directas o indirectas en el ejercicio de la represión, deberían ser separados de sus cargos, para someterse a una investigación independiente.

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Ciertamente hay urgencia por alcanzar un acuerdo político lo más pronto posible, pero no cualquier salida precipitada para someterse a los términos actuales del chantaje de Ortega, o a los intereses de la presión externa, sino un acuerdo político de fondo, para reconstruir y refundar la democracia. Un acuerdo, con o sin Ortega y Murillo, que además de reformas electorales y elecciones libres, conduzca a desarmar a los paramilitares, eliminar la ley del terrorismo, y establecer el control de la Policía bajo una nueva instancia, fuera del control del presidente Ortega. Y para llegar a este arreglo político o acuerdo nacional en un plazo corto, hoy se requiere ejercer máxima presión cívica del pueblo en las calles, liderado por los presos políticos liberados, acompañados con máxima presión diplomática y económica internacional. No es hora de esperar y ver los resultados del diálogo el 28 de marzo, sino de presionar a fondo ahora, para salvar las banderas de esta revolución pacífica y sembrar la semilla de un país que sea gobernable mañana.

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Fuerte despliegue policial previo a la marcha "Todos somos abril", en marzo de 2019. En lugar de realizar el recorrido

previsto, los manifestantes hicieron plantones piquetes y caminatas. Decenas fueron detenidos. // Foto: Carlos Herrera

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Anotaciones sobre la cuenta regresiva

El fracaso de Ortega y Murillo, los acuerdos del diálogo, las elecciones anticipadas, y las bases de la Nicaragua después de Ortega.

Publicada originalmente el 3 de abril de 2019

1. ¿Volver al 18 de abril? Con los acuerdos alcanzados entre la Alianza Cívica y la dictadura Ortega Murillo el viernes pasado, sobre las promesas de liberación de los presos políticos y la restitución de las libertades, en el mejor de los casos el país podría haber regresado al statu quo del 18 de abril de 2018, sin presos políticos y bajo un régimen autoritario que nunca ha respetado la Constitución. Sin embargo, Ortega ni siquiera pudo cumplir ese requisito que le daría credibilidad para avanzar en los aspectos sustantivos del acuerdo. Veinticuatro horas después, desató la represión policial y paramilitar contra una protesta cívica en un centro comercial y proclamó, a través de sus portavoces, que no aceptará la presencia de la CIDH y la ONU como garantes internacionales de los acuerdos. Así dinamitó las posibilidades de éxito de unas negociaciones “en frío”, cuyo objetivo final nunca fueron los presos y las libertades, sino la justicia sin impunidad y las reformas electorales, para convocar a elecciones anticipadas en el plazo más corto posible. La posición gubernamental expresada por el canciller Denis Moncada ha dejado claro que los perpetradores de las masacres se rehúsan a someterse a una investigación independiente para que se haga justicia y, además, rechazan la demanda de anticipo de elecciones, que Ortega ya había pactado antes con el Gobierno de los Estados Unidos. 2. Otra vez, al borde del abismo Igual que en los meses de mayo y junio del año pasado, durante el primer diálogo nacional, el país se encuentra al borde del abismo porque Ortega y Murillo se niegan a reconocer su responsabilidad en la crisis nacional, y rechazan una salida política para dejar el poder por la vía electoral. La diferencia radica en que ahora los líderes de las protestas están en la cárcel y en el exilio, y hay muchos más muertos producto de la represión, lo que hace ineludible la demanda de justicia a la par del reclamo democrático. Pero también en estos nueve meses el régimen ha perdido toda su legitimidad política, ante el pueblo, los grandes empresarios, y la comunidad internacional. Al negarse por segunda vez, en este nuevo diálogo, a permitir justicia sin impunidad y elecciones anticipadas, Ortega está a punto de provocar una mayor condena y sanciones internacionales, que pueden acelerar el colapso de la economía y de su Gobierno, lo que a final de cuentas impondrá una nueva dinámica política y social en la que ni él ni nadie podrán controlar los términos de su salida del poder. 3. Elecciones anticipadas y sucesión en el FSLN

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La exigencia de elecciones anticipadas, en cambio, no solo es legal y constitucional, sino que representa la única posibilidad de una salida política ordenada. Recortar el período presidencial de la dictadura es condición sine qua non para que el país avance, porque Ortega y Murillo ya no pueden seguir gobernando, ni negociando, después de la matanza. Desde junio del año pasado, Ortega dejó de ser el presidente del país, para convertirse únicamente en el jefe supremo de la Policía y los paramilitares. Dejó de ser el interlocutor del electorado sandinista con la nación, el sector privado, y la comunidad internacional, para quedar reducido a un administrador de los intereses de una cúpula familiar, económica y política, que a su vez está subordinada al mandato de Cuba y Venezuela. La convocatoria a elecciones anticipadas representa el fin del proyecto de una dictadura dinástica, y a la vez plantea una oportunidad al Frente Sandinista, a los trabajadores del Estado, al Ejército de Nicaragua y a la burocracia gubernamental, para que comiencen a ser parte de una solución nacional, sin Ortega y Murillo. Durante sus casi cuatro décadas al frente del FSLN, Ortega nunca concibió un relevo político, o una sucesión fuera del control de su propia familia, y al final de una larga pugna interna por el poder, aceptó en 2016 que su esposa Rosario Murillo se colocara como vicepresidenta en la línea de sucesión. Como corresponsable de la crisis nacional, Murillo ahora también está inhabilitada para ser candidata y, por lo tanto, sería la principal perdedora del adelanto de las elecciones presidenciales. Su oposición cerrada a las elecciones anticipadas resulta por tanto predecible, pero el país no puede seguir pagando los platos rotos de que se prolongue el desgobierno político y económico. 4. El error de la comunidad internacional Para la dictadura, el cumplimiento de los acuerdos de la negociación no es un asunto de voluntad política o buena voluntad, sino de correlación de fuerzas. Ortega nunca aceptará ceder el poder “por las buenas”, si no es sometido a una situación de máxima presión. En el balance preliminar, Ortega logró su objetivo estratégico de dialogar teniendo a los presos como rehenes y al pueblo sin poder manifestarse, bajo el control del Estado policíaco. A pesar de esta abismal desigualdad de condiciones políticas, el diálogo generó una expectativa que oxigenó al régimen a nivel internacional, mientras en Venezuela Nicolás Maduro lograba sofocar el desafío de Juan Guaidó con el control político de las Fuerzas Armadas Bolivarianas. La comunidad internacional –la OEA, la Unión Europea, y la ONU– cometió un error de apreciación política al adoptar la estrategia de “esperar y ver” los resultados del diálogo, mientras Ortega ganó tiempo y estiró los plazos sin llegar a ningún resultado, pretendiendo imponer un “mal arreglo”. En consecuencia, el resultado de este diálogo que de ahora en adelante solo puede ser “en caliente”, demanda máxima presión de la comunidad internacional, mientras el movimiento autoconvocado exige adelantar las elecciones, sin represión ni presos políticos, con justicia y sin impunidad. Ese es el único acuerdo que puede surgir de las negociaciones el tres de abril, de lo contrario, a la Alianza Cívica no le quedará otra opción que levantarse de la mesa para ejercer más presión, o darlas por terminadas.

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Entonces quedará despejado el camino para una salida, sin Ortega y Murillo, con la presión cívica del pueblo en las calles liderado por los presos políticos, y con máxima presión diplomática internacional. 5. Las bases de la democracia después de Ortega Las bases de la construcción democrática en Nicaragua después de Ortega, dependen de los alcances y el resultado político de la negociación entre la Alianza Cívica y la dictadura. Un “mal arreglo”, que no resuelva el problema de la justicia y la impunidad, nacido de una negociación “en frío” sin aplicar el máximo de presión nacional e internacional, puede tener un efecto divisivo en la futura alianza política opositora que concurrirá a las elecciones anticipadas. Si la coalición azul y blanco no se une o se divide, aún perdiendo el Poder Ejecutivo, el orteguismo tendría la ventaja de preservar cuotas de poder que hagan el país ingobernable. Un acuerdo nacional que siente las bases de la justicia sin impunidad y el desmantelamiento de las estructuras represivas, crearía mejores condiciones políticas para que la coalición opositora obtenga un mandato político mayoritario inequívoco, otorgándole plena legitimidad para refundar la democracia a partir de una reforma total de la Constitución, y convocar a un programa de asistencia internacional extraordinaria. La Nicaragua después de Ortega requerirá, durante muchos años, asistencia externa para crear una nueva entidad supranacional de apoyo a la reforma del Estado –empezando por la Policía, Fiscalía, Poder Judicial, Poder Electoral, y la Contraloría– para atacar fondo los problemas estructurales de corrupción, impartición de justicia, impunidad, y falta de rendición de cuentas. Mientras tanto, ya está corriendo la cuenta regresiva para la salida de Ortega y Murillo del poder.

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial 35Un ciudadano autovoncocado demanda la liberación de los presos políticos y enjuiciar a funcionarios orteguistasy políticos nicaragüenses. // Foto: Carlos Herrera

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El fracaso de la negociación con Ortega

Paradójicamente, de esta crisis nace una oportunidad para la gran alianza Azul y Blanco y modificar el equilibrio de fuerzas con apoyo internacional.

Publicada originalmente el 5 de abril de 2019 Las negociaciones entre la dictadura Ortega-Murillo y la Alianza Cívica culminaron el miércoles pasado sin ningún acuerdo en los dos temas sustantivos de la agenda nacional, que fue refrendada por centenares de miles de ciudadanos durante la rebelión de abril: democratización y justicia. Por segunda vez en un lapso de casi un año, el presidente Daniel Ortega se atrincheró en la fuerza de la represión, rehusándose a aceptar una reforma electoral y constitucional para acortar su período de Gobierno y convocar a elecciones anticipadas. De la misma forma, se negó a que los perpetradores de una masacre que dejó más de 327 personas asesinadas, sean sometidos a una investigación independiente para que rindan cuentas ante la justicia. Al torpedear este nuevo intento de diálogo nacional, con la pretensión de mantenerse en el poder hasta 2021 y dejar los crímenes de lesa humanidad en la impunidad, Ortega ya está provocando una mayor condena internacional que puede acelerar el derrumbe de la economía y de su Gobierno, lo que a final de cuentas impondrá una nueva dinámica política y social, lejos del ansiado “aterrizaje suave”, en la que ni él ni nadie podrán controlar los términos de su salida del poder. Si en 2018 la economía nacional decreció -3.8%, según las cifras oficiales del Banco Central, las proyecciones de este año, sin un acuerdo político, oscilan entre -11 y -20 %, con una pérdida de centenares de miles empleos, un sistema financiero al borde del colapso, y la estructura productiva del ciclo agrícola 2019-2020 pendiente de un hilo por falta de financiamiento bancario. Adicionalmente, el efecto de las sanciones diplomáticas y económicas que podrían imponerse en los próximos meses –ejecución de las ya aprobadas Nica Act y la Orden Ejecutiva de EE. UU., nuevas sanciones de la Unión Europea, y la aplicación de la Carta Democrática de la OEA– dejarían al régimen de Ortega en una situación de precariedad económica y alta explosividad social. ¿Puede Ortega, sin contar con los recursos petroleros de Maduro en Venezuela, mantenerse en el poder dos años más en medio del colapso de la economía privada y del sector público, sin recurrir a una nueva matanza para detener la protesta política y social? ¿Pueden los represores seguir matando de forma indiscriminada, frente a un movimiento cívico que ha demostrado tener una extraordinaria reserva de resistencia política y moral? ¿Permanecerá impasible el Ejército de Nicaragua a esperar el desenlace de una situación extrema, o establecerá los límites para frenar la represión en el marco de una ley que incluso le mandata a desarmar a los paramilitares?

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Todas estas son preguntas hipotéticas sobre el peor escenario nacional, pero es ineludible responderlas ahora para definir un curso de acción alternativo, pues el salto al vacío que está dando Ortega puede llegar a tener costos humanos y económicos devastadores para el país. La exigencia de elecciones anticipadas no solo es legal y constitucional, sino que representa la única posibilidad de una salida política ordenada, ahorrándole al país más dolor y destrucción económica. Inhabilitado para gobernar después de la matanza, Ortega dejó de ser el interlocutor del electorado sandinista con la nación, el sector privado y la comunidad internacional, y quedó reducido al rol de administrador de los intereses de una cúpula familiar, económica y política, que a su vez está subordinada a la alianza con Cuba y Venezuela. Durante sus casi cuatro décadas al frente del FSLN, Ortega nunca concibió un relevo político o una sucesión fuera del control de su propia familia, y al final de una larga pugna interna por el poder, aceptó en 2016 que su esposa Rosario Murillo se colocara como vicepresidenta en la línea de sucesión. Como corresponsable de la crisis nacional, Murillo también está inhabilitada para ser candidata y, por lo tanto, sería la principal perdedora del adelanto de las elecciones presidenciales. El fracaso del diálogo ha sido erróneamente atribuido a la falta de “voluntad política” del Gobierno para negociar de “buena fe” y cumplir los compromisos acordados, como si este fuera una suerte de aliado o un estadista comprometido con el interés nacional. Los negociadores olvidan que, para un régimen personalista, responsable además del peor baño de sangre de la historia nacional, alcanzar acuerdos en una negociación y cumplirlos no depende de la buena voluntad, sino del resultado de la correlación de fuerzas. Ortega nunca aceptará ceder el poder “por las buenas”, si no es sometido a una situación de máxima presión nacional e internacional, y hasta ahora solo ha negociado con amplia ventaja a su favor. Primero logró su objetivo estratégico de imponer un diálogo teniendo a los presos políticos como rehenes, con censura de prensa y sin que el pueblo pudiese manifestarse en las calles, bajo el control del Estado policíaco. Y a pesar de esta abismal desigualdad en las condiciones de la negociación, el diálogo generó una expectativa internacional que le permitió oxigenarse a un régimen aislado, mientras en Venezuela Nicolás Maduro lograba sofocar el desafío de Juan Guaidó con el control político de las Fuerzas Armadas Bolivarianas. Contrario a la idea de que Ortega “el pragmático” estaría buscando un arreglo con Estados Unidos, antes de que se produzca el colapso del régimen de Maduro, los hechos indican que, en la repartición de roles en la alianza entre Cuba, Venezuela, y Nicaragua, el mandato a Ortega “el mesiánico” ha sido no replegarse, mientras Maduro y Castro mantengan el control absoluto de sus plazas. En cualquier caso, la comunidad internacional –EE. UU., la OEA, la Unión Europea, y la ONU– cometió un grave error de apreciación política al adoptar la estrategia de “esperar y ver” los resultados del diálogo, mientras Ortega ganó tiempo y estiró los plazos sin llegar a ningún resultado. En el último minuto, la Alianza Cívica le asestó a la dictadura un golpe demoledor al suspender el diálogo sin aceptar un “mal arreglo”, poniendo en evidencia que el único responsable de la falta de acuerdos es el aferramiento al poder de la pareja

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presidencial. Del fracaso del diálogo con Ortega, la Alianza Cívica ha rescatado los acuerdos parciales sobre las promesas de liberación de los presos políticos y la restitución de las libertades públicas conculcadas, que representan la precondición básica para un diálogo en igualdad de condiciones con la dictadura. Paradójicamente, de esta crisis está naciendo una oportunidad para la Alianza Cívica y la Unidad Nacional Azul y Blanco, para modificar el equilibrio de fuerzas políticas, con la presión cívica en las calles liderada por los presos políticos, y con el apoyo de la presión diplomática internacional. De manera que la tercera y última oportunidad del diálogo sobre la justicia y la democratización, con o sin Ortega y Murillo, solo será posible “en caliente”, con máxima presión nacional e internacional. La construcción de la democracia en la Nicaragua después de Ortega dependerá de los alcances y el resultado político de esa negociación, y de la conformación de una gran coalición opositora que obtenga un mandato político mayoritario en las urnas. Un mandato inequívoco que le otorgue plena legitimidad para refundar la democracia a partir de una reforma total de la Constitución, y convocar a un programa masivo de asistencia internacional extraordinaria. La reconstrucción de Nicaragua también demanda empezar ahora el desmantelamiento de las estructuras represivas de la dictadura, para que el país sea gobernable mañana.

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial36

Protesta ciudadana en demanda de democracia, justicia y libertad, el 13 de septiembre de 2018, en Managua.

// Foto: Carlos Herrera

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La rebelión de abril, a mitad del camino

De la incidencia de la juventud universitaria, ahora como una fuerza política autónoma, depende cómo lograremos llegar al final

Publicado originalmente el 22 de abril de 2019 La imagen de los manifestantes eufóricos celebrando la caída del primer chayopalo, uno de los omnipresentes “árboles de la vida” impuestos por Rosario Murillo, en el tercer día de la protesta cívica, revivió en mi memoria esa misma sensación de liberación que viví hace 40 años tras el derrumbe de la estatua de Somoza García, conocida como “el caballo de Somoza”. Dos imágenes hermanas, el pueblo derribando los símbolos del poder opresor de las dictaduras de Somoza y Ortega, pero nacidas en procesos revolucionarios singulares. La caída del monumento al fundador de la dinastía el 19 de julio de 1979, marcó la victoria de una revolución armada y el final de la era de los Somoza, después de 45 años; en cambio, la ira popular contra las arbolatas de Murillo el 20 de abril de 2018, era apenas el inicio de una insurrección cívica, desarmada.

Un año después, la Rebelión de Abril se encuentra a mitad del camino: aún no ha logrado alcanzar sus objetivos de democratización y justicia, pero ya enterró para siempre el proyecto de instaurar una nueva dictadura dinástica y, además, desató una nueva fuerza de cambio: la de los jóvenes estudiantes universitarios que surgieron no solo como un poder simbólico, sino como un movimiento político autónomo.

Antes del 18 de abril, Nicaragua se encaminaba hacia la continuidad en el poder del régimen autoritario de Ortega, a través de la sucesión dinástica de su esposa y actual vicepresidenta predestinada para 2021. Sin democracia, transparencia, ni rendición de cuentas, Ortega gobernó a sus anchas en virtud de una alianza con los grandes empresarios que, a cambio de oportunidades de negocios e inversiones, le otorgaba legitimidad política a la dictadura. Ese modelo de un poder autoritario centralizado, que gobernaba sin contrapesos en los poderes del Estado y sin oposición democrática, colapsó en los primeros días de la Rebelión de Abril. Desde el momento en que el pueblo autoconvocado se tomó las calles y emergió una nueva mayoría política, el baño de sangre provocado por la represión policial y paramilitar sepultó el proyecto reeleccionista de Ortega y sus planes de heredarle el poder a Murillo o a cualquiera de sus hijos.

Después de la matanza, el futuro político de Ortega se debate en la disyuntiva de negociar la transición política y su salida del poder, o prolongar la agonía del régimen, imponiéndole mayores costos humanos y sacrificios económicos al país. Hasta ahora ha optado por lo segundo, aferrándose al poder a cualquier costo. Desde hace un año, Ortega y Murillo mandan, pero no gobiernan; y lo único que hacen es administrar el desgobierno y la crisis económica al amparo de la represión y la alianza con Cuba y Venezuela. ¿Cuánto tiempo más se puede prolongar este impase? depende de los recursos con que cuenta el régimen para mantener unida a su base de apoyo —la burocracia del Estado-Partido, la Policía, el Ejército, y al menos una quinta parte del electorado—, pero sobre todo de la capacidad del movimiento Azul y Blanco para crear

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una alternativa de poder, frente a la represión, que ofrezca incentivos a los partidarios del régimen para buscar una salida política sin Ortega.

Con la reforma tributaria recién aprobada y los préstamos de Taiwán y el BCIE, Ortega tiene asegurados los recursos económicos para mantener el pago de la planilla del Estado y los subsidios básicos en 2019, mientras la economía se contrae con más desempleo, pobreza y migración, pero sin desembocar, a corto plazo, en el colapso financiero o el descalabro total. Por el otro lado, como lo demuestra el régimen de Maduro en Venezuela, las sanciones internacionales individualizadas contra la cúpula gobernante no son suficientes para debilitar a un régimen autoritario, hasta que no lesionan las fuentes primarias de su poder económico, que en el caso de Ortega aún se mantienen intocables.

El fracaso de dos intentos de diálogo nacional, sin que la agenda de democratización y justicia haya llegado siquiera a ponerse en la mesa de negociaciones, evidencia que Ortega nunca negociará una salida política “por las buenas”, a menos que sea obligado por la fuerza bajo una situación de máxima presión nacional e internacional. Pero esta coyuntura de cambio no surgirá de la inercia de la crisis económica, o de la política de “esperar y ver” los resultados del diálogo que aún prevalece en la comunidad internacional, sino de la presión del movimiento nacional autoconvocado.

Fue una protesta espontánea lo que encendió la chispa de la insurrección cívica de abril, mientras la represión fue el detonante del mayor movimiento de masas de la historia de Nicaragua. Así nació una gran alianza multiclasista conformada a través de redes horizontales, sin partidos políticos, líderes caudillistas, ni vanguardias mesiánicas, pero con el liderazgo de una nueva generación política. Como ha escrito el estudiante universitario Lesther Alemán: “Nadie nos preparó, ni nos financió”. Esa fuerza política de la juventud, ya no como el contingente combativo de otro movimiento político, como en los setenta y los ochenta; sino, por primera vez, como una fuerza política autónoma, con un ideario democrático y un compromiso inequívoco con la lucha cívica, representa la principal reserva política de la Rebelión de Abril.

De la capacidad de incidencia que tenga la fuerza política de los estudiantes en la Alianza Cívica y en la Unidad Nacional Azul y Blanco, depende el destino de la Rebelión de Abril en las calles y en la mesa de negociación, y cómo lograremos llegar al final del camino. El próximo martes les tocará cruzar su Rubicón, cuando la Alianza Cívica debe decidir entre exigir la liberación inmediata de todos los presos políticos y el restablecimiento de las libertades públicas, como condición sine qua non, antes de iniciar las negociaciones sobre democratización y justicia, o someterse al chantaje de Ortega que mantiene a los presos como rehenes, con estado de sitio y censura, para imponer los términos desiguales de la negociación política. La otra fuerza organizada que tiene un peso clave en esta crisis es el sector privado empresarial: los grandes empresarios y las cámaras agrupadas en torno al Cosep, AmCham, y Funides. La pregunta es si están dispuestos a asumir riesgos y convertirse en un actor democrático, para acortar los costos de la crisis humanitaria y económica, o si se plegarán a la estrategia de Ortega de imponer un “mal arreglo”, que pueda satisfacer el cálculo de los intereses de seguridad de Estados Unidos.

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En los últimos cuarenta años, Nicaragua ha perdido dos grandes oportunidades históricas para emprender un cambio político con justicia y democracia. Primero fue la revolución armada de 1979 que derrocó a la dictadura de los Somoza; una esperanza nacional que naufragó en el autoritarismo del FSLN y su esquema de poder total que desembocó en una guerra civil, la guerra de agresión externa, y el colapso económico. Después de la derrota electoral del FSLN empezó la transición democrática en 1990, generando nuevamente una esperanza de cambio. Sin embargo, una sucesión de tres gobiernos democráticos culminó con el retorno al poder de Daniel Ortega en 2007 demostrando no solo la efectividad de la cooptación y captura del poder “desde abajo” por parte de Ortega, sino además la incapacidad de la clase política y empresarial para construir instituciones democráticas con raíces ciudadanas. El pacto, la corrupción, y la carencia de políticas públicas para enfrentar la crisis económica y social y la pobreza de las mayorías, allanó el camino para el regreso de Ortega al poder.

En esta tercera oportunidad de cambio, es imperativo aprender de las lecciones y los errores de la revolución de 1979 y de la transición democrática de los noventa. La democratización del país, después de Ortega, dependerá del voto mayoritario que obtenga para gobernar la futura coalición electoral Azul y Blanco, con el mandato de ejecutar reformas profundas y desmantelar las estructuras represivas, para impedir que el orteguismo siga gobernando “desde abajo”.

La insurrección de abril ya logró poner en la agenda nacional la relación inseparable que existe entre democratización y justicia; pero solo la persistencia de los familiares de las víctimas y un nuevo gobierno democrático comprometido con la verdad y la justicia sin impunidad, puede garantizar que Ortega enfrentará sus responsabilidades ante la justicia por los crímenes de lesa humanidad.

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#1119 • 14-20 abril 2019 // Confidencial 17

Una publicación de CONFIDENCIALAbril, 2019

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