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Reseña a La rebelión de las masas, de José Ortega y Gasset Proceso civilizatorio Eduardo Antonio Téllez Ortega Durante el periodo de entreguerras, los años veinte y treinta del siglo XX, José Ortega y Gasset formuló una serie de críticas a la sociedad de su tiempo, un diagnóstico de la situación de Europa, que ahora sabemos, era sólo la anticipación de la Segunda Guerra Mundial y de una serie de crisis planetarias que le dieron la razón en muchos sentidos. La tesis central del libro es que las masas se han rebelado. El autor señala que desde el principio de los tiempos, toda sociedad humana ha constado de dos partes fundamentales: los excelentes y las masas. Los excelentes son aquéllos hombres que por su esfuerzo y compromiso adquieren cualidades sobresalientes y se ennoblecen. Por lo tanto, es natural que estén destinados a ejercer el mando de los pueblos en que nacen. De esta manera, el autor hace una defensa elemental de la aristocracia. El aristócrata para Ortega es el mejor hombre de su tiempo, y por tanto la expresión carece de todas las connotaciones negativas que suele tener en nuestra época. No se trata de una perspectiva clasista, pues la aristocracia no está cerrada para ningún individuo, siempre que éste decida ser excelente. Por su parte, las masas son todos los hombres y mujeres que deciden no esforzarse, que prefieren tener una vida simple y cómoda, bajo el mando de los mejores. Son aquellos que prefieren obedecer a mandar. Por todos los siglos, las masas estuvieron concientes de su situación de obediencia. Sabían que la vida era dura, y que los privilegios debían ser ganados; por lo tanto, aceptaban de buena gana que sólo los mejores poseyeran el mando y la riqueza: era el pago que la sociedad les hacía a cambio de su esfuerzo, de su capacidad.

Reseña del libro La Rebelión de las Masas

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Reseña a La rebelión de las masas, de José Ortega y GassetProceso civilizatorioEduardo Antonio Téllez Ortega

Durante el periodo de entreguerras, los años veinte y treinta del siglo XX, José Ortega y Gasset formuló una serie de críticas a la sociedad de su tiempo, un diagnóstico de la situación de Europa, que ahora sabemos, era sólo la anticipación de la Segunda Guerra Mundial y de una serie de crisis planetarias que le dieron la razón en muchos sentidos.

La tesis central del libro es que las masas se han rebelado. El autor señala que desde el principio de los tiempos, toda sociedad humana ha constado de dos partes fundamentales: los excelentes y las masas. Los excelentes son aquéllos hombres que por su esfuerzo y compromiso adquieren cualidades sobresalientes y se ennoblecen. Por lo tanto, es natural que estén destinados a ejercer el mando de los pueblos en que nacen.

De esta manera, el autor hace una defensa elemental de la aristocracia. El aristócrata para Ortega es el mejor hombre de su tiempo, y por tanto la expresión carece de todas las connotaciones negativas que suele tener en nuestra época. No se trata de una perspectiva clasista, pues la aristocracia no está cerrada para ningún individuo, siempre que éste decida ser excelente.

Por su parte, las masas son todos los hombres y mujeres que deciden no esforzarse, que prefieren tener una vida simple y cómoda, bajo el mando de los mejores. Son aquellos que prefieren obedecer a mandar.

Por todos los siglos, las masas estuvieron concientes de su situación de obediencia. Sabían que la vida era dura, y que los privilegios debían ser ganados; por lo tanto, aceptaban de buena gana que sólo los mejores poseyeran el mando y la riqueza: era el pago que la sociedad les hacía a cambio de su esfuerzo, de su capacidad.

Sin embargo, Ortega percibe que esta situación ha cambiado. Por primera vez en la historia, las masas han dejado su posición de sumisión y han saltado a la escena del poder social: se han rebelado.

Esto no parece tan grave cuando aludimos al sustrato aparentemente liberal que da forma a todas aquellas ideas que comúnmente llamamos “de izquierda”. ¿Qué no se supone que todas las revoluciones, burguesas y socialistas, que ocurrieron en los siglos XIX y el XX, pretendían liberar a los pueblos de la opresión de las minorías, de las élites? ¿Por qué hemos de escandalizarnos del hecho de que las masas puedan tener altos estándares de vida y acceso a usos y placeres que estaban antes destinados a unos cuantos?

Sin embargo, para el autor, estos asuntos son de primera importancia, y señalan, desde su perspectiva de entreguerras, el comienzo de un periodo de decadencia, o por lo menos de reajuste, respecto a quién ejerce el poder en las sociedades y en el mundo, y a cómo se ha de comportar el ser humano promedio en la civilización occidental.

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Ortega comienza por decir que la sociedad europea se está volviendo homogénea, y que ha perdido la variedad de caracteres, que le permitía ser fecunda. Además, reconoce que tal homogeneidad viene con un impulso de imposición de esa “situación media”, que obliga a toda minoría a plegarse a la opinión de las masas.

En su “Prólogo para franceses”, citando a Stuart Mill, el autor señala (página 13):

«Aparte las doctrinas particulares de pensadores individuales, existe en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender en forma extrema el poder de la sociedad sobre el individuo, tanto por medio de la fuerza de la opinión como por la legislativa. Ahora bien: como todos los cambios que se operan en el mundo tienen por efecto el aumento de la fuerza social y la disminución del poder individual, este desbordamiento no es un mal que tienda a desaparecer espontáneamente, sino, al contrario, tiende a hacerse cada vez más formidable. La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar».

Al recoger este pensamiento, Ortega pone sobre la mesa uno de los rasgos más notorios de la historia del siglo XX occidental: el encumbramiento de la “democracia social”, que a pesar de su eufonía, se encuentra en el extremo opuesto de la “democracia liberal”. Ya establecida, esta democracia social se llamó fascismo y comunismo. El nombre no es lo relevante, sino el hecho de que las mayorías se hacían del poder y obligaban al resto de las sociedades a ser como ellas, o a morir.

El problema se originó en la Revolución Francesa, en el jacobinismo, en esa actitud de romper con el pasado, de destruir la continuidad histórica de los pueblos y pretender hacer tabla rasa en la sociedad. La famosa Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano es el germen del hombre-masa. En ella, se extingue el principio aristocrático y se le otorga al hombre común una serie de derechos, por el simple hecho de nacer humano. Así, se niega el hecho de que la nobleza exige en primer término esfuerzo y sacrificio, disemina por Occidente la idea de que “todos los hombres son iguales”. Como resultado, se establece la notoria irresponsabilidad del ciudadano común, que es incapaz de ser excelente.

Para encuadrar la época que recibe al hombre-masa, Ortega explica que la vida ha subido de nivel histórico. Es decir, las posibilidades de existencia vital son ahora mayores, más ricas: hay más hombres en el mundo, estos hombres poseen derechos, son dueños de los gobiernos, de los estados; la ciencia otorga grandes beneficios, los placeres están al alcance de la mano, no hay grandes exigencias para vivir con plenitud.

Sin embargo, esta subida de nivel no trae felicidad automática, sino todo lo contrario: tal nueva situación nos vuelca hacia el primitivismo y la intolerancia. Las masas desprecian todo lo que sea diferente a ellas, se reafirman en su derecho a la medianía y sienten al mismo tiempo que no hay ya

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nada que alcanzar, que conquistar. Son sujeto de apetitos inconcientes, de una sensación de señorío y autodeterminación que no esperan poder ser superados. Así, campea también el mundo la angustia y el vacío. La edad moderna se consolida y no se imagina nada mejor a ella. ¿Qué vendrá como producto de ella entonces?

El mundo que soporta esta subida de nivel histórico es un mundo frágil y sensible, construido con base en el esfuerzo y la dedicación de incontables generaciones previas. Sin embargo, el hombre-masa lo percibe como algo “natural”, que existirá de ahora y para siempre. Al considerar esta actitud, Ortega expresa (página 46):

“En las escuelas, que tanto enorgullecían al pasado siglo, no ha podido hacerse otra cosa que enseñar a las masas las técnicas de la vida moderna, pero no se ha logrado educarlas. Se les han dado instrumentos para vivir intensamente, pero no sensibilidad para los grandes deberes históricos; se les han inoculado atropelladamente el orgullo y el poder de los medios modernos, pero no el espíritu. Por eso no quieren nada con el espíritu, y las nuevas generaciones se disponen a tomar el mando del mundo como si el mundo fuese un paraíso sin huellas antiguas, sin problemas tradicionales y complejos.”

Y expresando con mayor claridad las características mentales del hombre-masa, el autor lo compara con un niño mimado que no es conciente del trabajo que ha tomado a sus padres y antepasados construir la casa que habita y la riqueza de que dispone (página 51):

“Mi tesis es, pues, esta: la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida, es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo, son insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se pueden sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos. En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo del comportamiento que, en más vastas y sutiles proporciones, usan las masas actuales frente a la civilización que las nutre.”

El hombre-masa es rebelde, indócil, porque vive encerrado en sí mismo. Está conforme consigo mismo y no considera que le haga falta superarse o hacerse mejor de lo que ya es. Por tanto, es intolerante a la vista del excelente, en el que ve un ser distinto y anómalo, que no tiene cabida en su cómoda medianía. Su violencia viene del movimiento colectivo: el individuo puede dialogar, pero la masa sólo puede golpear. No se puede discurrir con las masas, que reaccionan instintivamente contra la amenaza.

Su vida es inauténtica, explica Ortega, porque no es a la que lo conduce su destino. El hombre-masa ha tomado prestada la vida del otro hombre, el excelente, quien creó el mundo del que ahora éste hace uso como si sólo hubiera sido creado para su disfrute pueril. Es un heredero, que sin poder resignarse a ser el hombre común que es, tampoco puede alcanzar la altura de sus antepasados.

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El hombre-masa que Ortega detectó hace ya casi un siglo no ha desaparecido de la escena. De hecho algunos de sus rasgos se han acentuado, como el de su tendencia a negarse al diálogo y a tener a la fuerza como su razón para actuar. No podemos dejar de ver, con todo, que la visión del autor tenía sus límites. Él no pudo imaginar el tiempo presente tal como es: neoliberal, privatizado, digitalizado.

Pero los perfiles más destacados de nuestro tiempo no se alejan de la óptica de la rebelión de las masas. Con sus ajustes, el hombre-masa sigue padeciendo de tal engreimiento que le impide levantar la moral del mundo. El diagnóstico que hace el autor sobre el desinterés de este hombre por los fundamentos de la ciencia persiste.

A mi modo de ver, el primitivismo de la especialización es una de las tendencias que han persistido con más fuerza. Asistimos hoy día al espectáculo de la ignorancia más general sobre los asuntos humanos en medio de un cúmulo de licenciados y maestros salidos de los sistemas educativos creados por las leyes sociales del siglo XX. Es notable como el hombre-masa se hizo profesional, siguiendo el sentido de la subida del nivel histórico de la vida. Pero el profesionalismo es casi el opuesto del espíritu de los enciclopedistas, de los auténticos filósofos. Crea en el hombre-masa la ilusión del saber y lo inutiliza para la verdadera reflexión. Hoy en día es más fácil encontrar sabiduría en los “no-educados”, en los analfabetos, que en los profesionales.

El auge de lo que se llama hoy en día “la sociedad del conocimiento” y la “era de la información”, no son tales instrumentos del refinamiento del espíritu, ni el imperio de los excelentes, sino, de nuevo, la masificación de los instrumentos que sin un sentido auténtico de la existencia no pueden servir a fin alguno. Véase los efectos de estos supuestos beneficios: la diversión fácil, el entretenimiento sin pausas, la evasión constante de las cuestiones fundamentales.

Un aspecto que Ortega no alcanzó a predecir hasta nuestros días fue el auge del mercado. En su escrito, prevé un mundo tal como ocurrió en las décadas que siguieron a aquel presente. Sin embargo, el imperio del estado de las masas decayó, víctima de su ineficiencia para controlar la economía. Esto no significa que las instancias privadas, que son las que la dirigen hoy día hayan hecho un mejor papel en satisfacer el ansia de igualdad material del hombre-masa, y que está claramente perfilado en la base moderna del progreso. Sin embargo, la fórmula del liberalismo económico se impuso como el instrumento de las élites para constituir una nueva forma de autoridad, más funesta aún en tanto que menos democrática.

Las masas hoy en día no se las ven con un estado corporativo y homogenizador que se ha empoderado gracias a la “democracia social”. Esto es cosa del pasado. Los últimos veinte años del siglo XX vieron establecerse un nuevo dominio encarnado en las corporaciones.

A la retórica la sustituyó la mercadotecnia, la publicidad. El hombre-masa perdió poder relativo, pero no pudo percatarse del hecho, porque la lógica del mercado le hace creer que es él quien está en el centro de las decisiones. El hombre-masa-consumidor es el que dicta el mercado. El detalle está en que sus deseos son menos suyos que nunca. Ahora está más alienado que en esos años de entreguerras.

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Ortega ofrece brillantes muestras de profecía en el texto. Predice con certeza la Unión Europea, tras la caída del poder europeo en el mundo, y no duda en calificar a Estados Unidos de pueblo primitivo, en el que la técnica no está acompañada de la sabiduría para darle orden.

El mundo presente, pese a sus peculiares cualidades, no quita vigencia a la obra de La rebelión de las masas, cuya lectura resulta esclarecedora del estado que guarda la civilización occidental.