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Relatos para PASARLO DE MIEDO 4 Cuadernos de biblioteca

Relatos para pasarlo de miedo 4

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Selección de relatos escritos por los alumnos de ESO como parte de la actividad de la Semana de la Literatura de Misterio y Terror

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Relatos para

PASARLO DE MIEDO 4

Cuadernos de biblioteca

Relatos para

PASARLO DE MIEDO 4

Cuadernos de Relatos nº 9

Colección dirigida por Josefina López

Con la colaboración de Charo García

Dibujos de las alumnas:

Blanca Colás

Maríía Elvira Barea

Pilar Ocaña

Verónica Sáncho

PRIMERA EDICIÓN, 2012

Ediciones de la Biblioteca

Departamento de Edición

Maquetación: Mª Pilar López Pérez

IES Goya

Avd. Goya, 45

50006 ZARAGOZA

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El misterio de Clara Fuertes Alba Coloma 1º ESO, B

C uando les conté que había visto a una señora vestida de blanco va-

gando entre las lápidas, un helado silencio de almas en pena nos sobrecogió.

Mis compañeros pensaron que era una señora que iba a ver a sus familiares

difuntos, pero yo estaba segura de que era un fantasma. Nadie me creyó, ex-

cepto Sergio, el chico de la clase de al lado con el que todavía no había habla-

do. Nunca pensé que desde aquel momento tanto mi vida como la de Sergio

cambiarían para siempre.

A partir de aquel día, Sergio y yo hablábamos a menudo de aquel extraño suceso, hasta que se nos ocurrió ir al cementerio una noche y comprobar así

qué sucedía. Sergio, al principio, no estaba muy convencido, pensó en dejar

este tema a un lado y seguir con su vida. Yo tampoco estaba muy segura pe-

ro tenía que arriesgarme si quería descubrir ese misterio. Finalmente, nos de-

cidimos. Aquella misma noche regresamos al cementerio.

Al caer la tarde mentí a mis padres diciéndoles que iba a casa de una

amiga. Mis padres confiaron en mí ya que yo era una chica responsable. Al

llegar al cementerio no vi por ninguna parte a Sergio. Tras media hora espe-

rando, apareció al fin. Le pregunté por qué había tardado tanto y me explicó

que sus padres no lo habían dejado salir a esas horas y había tenido que es-

caparse por la ventana. Nos adentramos juntos en el cementerio y buscamos

un sitio cómodo para pasar la noche.

Ya acomodados, decidimos hacer turnos de una hora para poder descan-sar. Si uno veía algo, debía despertar al otro inmediatamente. Llegó la hora

de mi turno. A los diez minutos de estar observando apareció la mujer. In-

tenté despertar a mi amigo pero aquella mujer me lo impidió. Al parecer solo

estaba interesada en hablar conmigo. Yo no entendía bien sus palabras, solo

escuchaba unos sonidos que parecían decir que me acercara, y, temblando,

me acerqué.

—Por favor, ayúdame, ayúdame.

—No sé qué quieres de mí -e dije intrigada y algo nerviosa.

—Necesito que encuentres a alguien, alguien muy importante para mí.

Cuando iba a preguntarle quién era esa persona, ya se había desvaneci-

do en la niebla.

Al amanecer Sergio y yo nos fuimos a casa. Él parecía un poco frustrado por no haber visto nada y un poco mosqueado conmigo. Pensé que estaba en-

fadado porque creía que yo le había mentido al decirle que vi a aquella mujer.

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Estuve un rato dando vueltas por el pueblo y desayuné en uno de los bares de

la plaza. A las nueve de la mañana ya estaba en mi casa. Mi madre me pre-

guntó si me lo había pasado bien con mi amiga y yo le dije que sí, que había

pasado una noche muy interesante.

Pasé el fin de semana pensando en lo que nos había sucedido. No sabía

cuándo volvería a ver a esa mujer ni qué es lo que quería de mí, solo sabía

que no podía pensar ya en otra cosa.

El lunes Sergio me confesó que iba a regresar al cementerio por la no-

che y me preguntó si quería acompañarlo. Yo no sabía qué responder. Me li-

mité a decirle que me lo pensaría y que esa tarde lo llamaría si me decidía. No

podía concentrarme en las clases, solo podía pensar en la mujer y en si debía contárselo a Sergio o no. Durante el recreo Sergio continuó insistiéndome pa-

ra que fuera con él pero yo, que estaba verdaderamente asustada, traté de

convencerlo de que no era buena idea puesto que la última vez no habíamos

visto nada. Se enfadó conmigo y no me dirigió la palabra en el resto del día.

Por la noche me envío un SMS desde el cementerio. Me decía que aún es-

taba a tiempo de ir con él. Yo me limité a eliminar aquel mensaje de mi móvil.

Al día siguiente busqué a Sergio para disculparme por no haberle contes-

tado pero me dijeron que no había venido a clase. Por la tarde fui a su casa

pero no estaba, había desparecido y su familia estaba desesperada. Sus pa-

dres no sabían nada de él desde la noche anterior. Regresé a mi casa corrien-

do. No sabía qué hacer, estaba muy confundida y asustada. ¿Debía contar a

los padres de mi amigo todo lo que sabía?

Al llegar a mi casa dejé la mochila. Logré vencer mis temores y me fui

disparada al cementerio. Allí, como ya había previsto, volví a encontrarme con

la señora de blanco.

–¿Has visto a Sergio?– le pregunté sin más preámbulo.

–¿Quién es Sergio? ¿El chico que la otra noche vino contigo?

–Sí, exacto– le respondí un poco malhumorada.

–Lo tengo en mi escondite. Y si no haces llegar a su familia mi mensaje,

no volverás a verlo con vida.

–Por favor, no le haga daño– le supliqué–. Dígame lo que sea, que yo se

lo comunicaré a su familia, se lo aseguro.

–Dile a su padre que me devuelva lo que es mío.

–Pero… yo no sé quién es usted.

–Léelo tú misma– me dijo señalando una lápida en la que estaba escrito

un nombre que no sé por qué me resultaba familiar:

RIP

CLARA FUERTES

1950-1985

Fui corriendo hasta casa de Sergio y comuniqué aquel mensaje aterrador

a sus padres. La madre se echó a llorar desconsoladamente. El padre parecía

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nervioso y desconcertado, no sabía qué hacer.

–Si verdaderamente quiere a su hijo, ha de devolver lo que quiera que

sea a esa mujer.

Él no me contestó, ni siquiera me prestó atención, así que decidí encon-

trar respuestas por mí misma. Busqué información en la prensa del año 1985.

Allí una noticia de primera página decía que una mujer había sido brutalmente

asesinada y que todas sus pertenencias más valiosas habían sido robadas.

También decía que el crimen no había sido resuelto. Entonces fue cuando

comprendí que el padre de Sergio era el asesino de Clara Fuertes. Sin perder

un segundo llamé a la policía, que no tardó en venir para detener al padre de

Sergio. A continuación fui al cementerio para comunicárselo a Clara.

–Ya han detenido al padre de Sergio – le dije.

–Muchas gracias. ¡Al fin se ha hecho justicia! Gracias a ti podré descansar

en paz.

Clara me entregó a mi amigo, al que fui explicándole todo lo sucedido du-

rante el camino de regreso a casa. Sergio se sentía aturdido, tardaría en asi-

milar los hechos. Cuando llegó a su casa se abrazó fuertemente con su ma-

dre. Yo, como Clara, sentí con agridulce satisfacción: por fin se había hecho

justicia.

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La dama de blanco Andrea Bueno 1º A

C uando les conté que había visto a una señora vestida de blanco va-

gando entres las lápidas, un helado silencio de almas en pena nos sobrecogió.

En la tienda de campaña habíamos formado un círculo. Laura se estaba acu-

rrucando entre los sacos amontonados en un rincón mientras Rubén hacía

gansadas con la linterna. Sara y Abel escuchaban atentos mi voz y seguían

mis movimientos con la mirada, cogidos de la mano.

Un ruido extraño que provenía del exterior interrumpió mis palabras y mi escenificación de los hechos. Rubén salió de la tienda y todos pudimos escu-

char un grito desgarrado que pareció durar años. Tras el horrible alarido si-

guió el silencio.

Nos armamos de valor y los cuatro, muy juntos, salimos al jardín. Allí todo

era ahora diferente: donde antes había arbustos, malas hierbas y un cerezo

ahora veíamos un bosque de mástiles con cientos de cadáveres colgados de

ellos. Los cuatro, horrorizados y cogidos de la mano, tragamos saliva y, a

trompicones, tambaleándonos tratando de esquivar a los muertos, continua-

mos caminando hasta que nos topamos con el mástil del que colgaba nuestro

querido amigo Rubén.

Mientras llorábamos desconsoladamente como corderos asustados, la da-

ma de blanco nos venía a buscar.

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El precio del odio Sara García, 2º ESO C

18. 10. 1876, Sábado Avda. Andrew Harrison, Londres

L os postigos de la ventana golpean la verja, agitados por el viento in-

cesante del temible exterior. Me levanto y me apresuro a asegurarlos, espe-

rando, suplicando, que ella respete al menos el código y lo que este dice acer-

ca de las leyes de la materia. Me siento en el suelo, pues la habitación carece

de mueble alguno, salvo el imponente espejo de cuerpo entero que cuelga de

la pared. Me aferro aún más al libro que sostengo, en el que deposito todas y

cada una de mis esperanzas. Me sorprendo a mí misma inspirando profunda-

mente, tratando de captar el olor a cuero viejo que desprende el antiguo to-mo, siendo, que tan solo unas semanas atrás, su aroma me habría resultado

desagradable y repugnante.

Acerco más el candil hacia mí y comienzo a leer el libro por duodécima vez

en la tarde. Me acuerdo, entre línea y línea, de la causa de todos estos horri-

bles sucesos y juro, juro por Dios todopoderoso, juro por todos mis antepasa-

dos que si el destino así lo quiere y consigo salir de esta casa con vida, la his-

toria que ha dirigido mi sino hasta este doloroso momento no volverá a repe-

tirse.

De repente, el pomo de la oscura puerta de ébano comienza a moverse;

primero lentamente, después se acelera. Dejo de leer, todo se ha acabado, o

lo hará si consigue superar esta última prueba, una barrera de madera entre

ella y su venganza. Los movimientos cesan, escucho con atención, nada más que el denso silencio. Pasa un minuto, dos,... comienzo a respirar aliviada;

mas al momento me pregunto: ¿qué habrá sucedido? ¿Cómo es que tras años

de remordimientos decide dejarme así, viva?

¡Pum!

La puerta se abre violentamente de par en par y... allí está ella, majestuo-

sa e imponente. Me mira y veo el odio en sus ojos a la vez que observo su re-

pentino placer al ver el pánico en los míos. Se acerca y extiende una mano en

mi dirección. Cierro los ojos y me preparo para el final.

31. 07. 2012 Comisaría de policía, Gold Street, Londres

El ascensor se abre y, de él sale Jack.

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-Nos vamos, un homicidio en la avenida Andrew Harrison. Preparaos, sali-

mos en cinco minutos.

Toda la unidad comienza a recoger.

-¡Jane! Pásame la gabardina, por favor.- Mark alza la mano y coge el abri-

go que le tiende su compañera, juntos bajan al aparcamiento, donde los es-

pera a ellos y al resto del equipo el coche que les ha sido asignado.

Llegan a la casa en la que se han producido los hechos. Es un edificio con

solera, que sorprendentemente aún conserva el color crema con el que fue

pintado a pesar del tráfico constante y ajetreado que asedia su fachada. Sub-

en al piso indicado, que está lleno a rebosar de periodistas y policías. Final-

mente, en la escena del crimen, todos observan cómo los especialistas retiran el cadáver dejando tras de sí una silueta blanca. Esta se halla junto a la cama,

con las extremidades colocadas de forma extraña a causa de la caída, como si

hubiese tratado de huir de algo o alguien.

-Murió entre las dos y las tres de la madrugada. No hay rastros de pelea

en toda la casa. La víctima falleció asfixiada, pero aún está por realizar la au-

topsia y no se sabe con certeza si esa fue la única razón- informa Mary, la fo-

rense del grupo.

-Muy bien, que registren todo el apartamento en busca de pruebas.

-Eso ya lo hemos hecho.

-Pues hacedlo otra vez, necesitáis repetirlo hasta que saquéis algo en cla-

ro. Y que sea la última vez que interrumpes a tu superior ¿entendido?-El te-

niente Bran mira fijamente a los ojos del policía que ha osado replicarle, el

cual, finalmente, asiente abatido.

Todo el mundo se dispersa y comienza de nuevo la búsqueda.

-Señor, creo que debería ver esto.

El mismo policía de antes guía a la unidad a través de un largo y elegante

pasillo. Nos detenemos frente a una pared que a simple vista parecería nor-

mal si no fuese por el hueco que ha dejado el ladrillo que falta, revelando así

un viejo pomo.

-Contiene las huellas de la víctima y, debido a las numerosas capas de pin-

tura que presenta, yo diría que ha sido abierto, cerrado y pintado muchas ve-

ces a lo largo de los años.

-Quiero que derribéis el muro para ver qué hay ahí dentro.-El teniente pa-

rece muy seguro de lo que hace, pero Jane no está en absoluto convencida de

que esa sea una buena decisión. Sea lo que sea lo que hay tras esa puerta no le da muy buena espina, es más, pondría la mano en el fuego porque ese des-

cubrimiento, como poco, había contribuido a la muerte de la dueña del ca-

serón.

Al anochecer, todo el mundo se va a su casa sin ninguna novedad acerca

del misterioso caso. La autopsia realizada no ha sacado a la luz nada nuevo al

igual que el tercer registro del piso; ni siquiera la información encontrada so-

bre la víctima y su familia han arrojado algo de sentido a la investigación.

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Por la noche, Jane intenta conciliar el sueño, pero no deja de acudir a su

mente la misma imagen: una joven pálida, que parece hecha de jirones de

niebla, se encuentra en una habitación que carece de iluminación, le tiende

una mano transparente y casi incolora, para luego esfumarse lentamente.

Al día siguiente unos obreros acuden al piso para derribar la pared. Tras

ella aparece una puerta de madera oscura, medio devorada por las termitas y

cerrada a cal y canto.

-No paro de pensar que esto es demasiado extraño, Mark. ¿Quién querr-

ía tapar una puerta con ladrillos en una casa? -Él no responde, pero también

se le ve preocupado. Jane ha dado justo en el clavo, ha formulado la pregunta

que todo el equipo se plantea.

Cuando el teniente da la orden, intentan forzar la cerradura, pero final-

mente desisten y optan por tirar todo abajo. Detrás hay una habitación igual

de antigua, llena de polvo y telarañas, con tan solo un gran espejo como de-

coración. El grupo comienza a examinarla; todos menos Jane: esta se en-

cuentra asomada a la estancia con una expresión indescifrable, pues ese sitio

le suena de algo y acaba de caer en la cuenta de que se trata del cuarto en el

que soñaba que aparecía la chica de bruma.

Dentro solo hay dos libros, además del espejo: un grueso tomo ajado y

otro, más delgado y menos viejo, que parece ser un diario. Mark los guarda

en unas bolsas de plástico y se ofrece a llevarlos al laboratorio a analizar.

-¿Puedo ir contigo?- pregunta Jane. La verdad es que siente cierta curiosi-

dad por los objetos hallados en la estancia.

-Claro, díselo al jefe y nos vamos- contesta su compañero-. Por cierto, ¿te

pasa algo? Es que te veo un tanto nerviosa.

“¿Este chico siempre tiene que preguntar por todo?”, piensa Jane.

-No, es que ayer no pude pegar ojo. Nada más.-Consigue esbozar una son-

risa tranquilizadora para acallar las dudas de su compañero. Sabe que, frente

a un interrogatorio de su amigo, no aguantaría y acabaría por soltarlo todo y

no quiere que la tomen por loca, ya tiene bastante con los sueños extraños y

el no dormir.

En el laboratorio proceden a examinar los libros y, tras asegurarse de que

las huellas encontradas no concuerdan con las de nadie registrado, deciden

que lo mejor será leerlos y ver qué es lo que esconden en sus páginas y si es

algo por lo que alguien pudiera llegar a matar.

Tras una rápida aunque minuciosa inspección, decretan que el más grande es una antigua recopilación de historias de fantasmas y ritos paganos, y que

el otro es, en efecto, un diario escrito por una joven llamada Anne en el siglo

XIX y habla sobre un viaje que hicieron ella y algunos amigos, de la nobleza

también, a la casa.

-Quizá si lo leyésemos con más atención encontraríamos alguna pista.

-Puede, pero no creo; además, no tenemos tiempo para eso, Jane. Y sería

mucho pedir que una niña de diecisiete años, que vivió hace siglos, nos ayu-

dase a resolver un caso del siglo XXI. -Mark no parece que vaya a cambiar de

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opinión, de modo que Jane intenta otra estrategia.

-Pero piensa que, aunque sea remota, la posibilidad de que nos guíe un

poco hasta la causa del crimen existe y, si fuésemos nosotros los que resol-

viésemos el caso investigando donde a nadie más se le ha ocurrido mirar, nos

recompensarían, quizá con una medalla.-A medida que sus palabras causan el

efecto deseado, ella observa cómo la cara de su amigo cambia.

-Mmm... Está bien, ¿cuál quieres leer tú?

-Me quedo con el diario.-Sonríe a su compañero, el cual frunce levemente

el ceño. No parece que le guste mucho leer; pero Jane no ha realizado esa

elección con motivo de picarle.

Esa misma noche, Jane comienza a leer el libro, iluminada por su lamparilla

de noche:

14. 10. 1876

Querido diario:

Acabamos de llegar a la casa que nos ha dejado el maravilloso padre de John. Se trata de un moderno piso en el centro de la ciudad, en el que vamos a hospedarnos durante una semana. John nos ha invita-do, para celebrar su mayoría de edad, a Stefany, Andrew, y a mí. Conmigo, claro está, ha venido Lucy, ''para atender cualquiera de mis necesidades''. Ya comienzo a cansarme un poco de su común e ingrata compañía que lleva persiguiéndome desde mi más tierna infancia, mas no he de preocuparme demasiado, pues tengo la sensación de que esta vez va a ser distinta a cualquier otra de las veces en las que me ha acompañado por orden de mi padre. La razón es la siguiente: hoy, nada más llegar, hemos comenzado a explorar la casa en busca de algún pequeño entretenimiento y en la biblioteca hemos encontrado un tomo muy curioso de historias de terror. Mas, al empezar a leerlo, nos hemos dado cuenta de que contenía ¡ritos del diablo para llamar a las almas perdidas! Hemos decidido probar uno, por pagano que sea, en mi sirvienta puesto que esta carece de la autoridad necesaria para impedírnoslo. Le hemos hecho tumbarse como decía el ritual, mas no ha pasado nada. Simplemente se ha dormido, la muy necia, y no hemos con-seguido despertarla. Ahora mismo son las 8 de la tarde, hora de acostarse. Mañana veremos qué pasa.

15. 10. 1876

Querido diario:

Ahora son las dos del mediodía, Lucy aún no se ha despertado y comienzo a temer que vaya a fallecer en cualquier momento pues su corazón late, pero muy despacio y cada vez se ralentiza más. Me siento cul-pable de todo esto debido a que yo la arrastré a esta situación y tan solo le he dado una vida llene de desgracias. No podemos llamar al médico porque quizás nos pregunte el porqué de su estado y nos vea-mos obligados a contarle que hemos pecado. Pero, por otro lado, ardo en deseos de pedir ayuda y ver si se

recupera.

John dice que no pasa nada, que él se ocupará de todo pero tengo miedo Quizá todo esto es el castigo que Dios nos impone por nuestras acciones y me temo que la solución a esto está fuera del alcance de cual-

quier ser humano.

Son las cinco de la tarde del mismo día. Ya es evidente, pese a mi resistencia a creerlo: Lucy ha expirado. Tan solo espero que lo que le espere en el más allá no sea tan cruel como lo que ha vivido aquí. He estado rezando desde su muerte para que Dios le perdone los pecados y la acoja a su vera. No paró de llorar y pensar en el infierno que hice de su vida, espero que Cristo me absuelva algún día de mis malas acciones.

John ha guardado el cadáver en el armario grande de la entrada hasta que decidamos qué hacer con él.

Jane deja de leer por un momento y mira el reloj de su mesilla. Marcaba

las 11, y por la mañana tiene que trabajar. Decide que seguirá leyendo al día

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siguiente. A pesar de todo, no puede sacarse de la cabeza la trágica historia

de la pobre criada. Esa noche también sueña con la joven fantasmagórica, pe-

ro, esta vez, mostraba un expresión enfadada e intentaba robarle el diario,

sin éxito.

A la mañana siguiente, se despierta cansada; desde que había comenzado

este caso era como si estuviese condenada a no dormir bien en toda su vida.

Reanuda le rutina cotidiana y dirige sus pasos a la comisaría de policía. Para

variar, no hay ninguna novedad acerca del asesinato cometido y consigue

reanudar su lectura a escondidas, en medio de todo el jaleo que generan los

nervios y la impotencia que se han adueñado del grupo desde que se abrió la

investigación.

De modo que, sentada frente a su mesa de trabajo, abre el diario y sigue

leyendo:

16. 10. 1876

Querido diario:

Hoy ha ocurrido una cosa de lo más extraña: ¡El cuerpo de Lucy ha desaparecido! No entendemos cómo ha podido pasar esto; últimamente están ocurriendo sucesos anormales y comienzo a temer hasta mi a

propia sombra.

Desde que nos hemos dado cuenta de la desaparición del cadáver no han parado de sonar ruidos, como si alguien estuviese abriendo y cerrando puertas constantemente. Y yo no puedo parar de pensar en que

esta noche he oído un raro sonido y no he sido capaz de levantarme a ver qué era.

17. 10. 1876

Querido diario:

Es de noche, acaba de despertarme un ruido, sonaba como un portazo, pero creo que hoy tampoco voy a reunir el valor necesario para ver qué era. He probado a llamar a John y a Andrew, pero no contestan y

estoy empezando a asustarme.

18. 10. 1876

Querido diario:

Acaba de amanecer y no he pegado ojo en toda la noche, tampoco contesta nadie cuando digo su nombre y creo que me ha entrado el pánico. Me he atrevido a salir a tientas de la habitación y he podido coger el libro del diablo, pues creo recordar que en él ponía algo acerca de un código de los espíritus y he comen-zado a leerlo. Me alivia saber que, según estos escritos y al contrario de lo que dicen las historias de fan-tasmas, estos no pueden atravesar los objetos. Confío en que esto sea verdad y no palabras vacías. He decidido, ciñéndome a esta regla, encerrarme en una habitación. He escogido una de tamaño medio, sin

muebles, salvo un espejo.

Desde que me he enclaustrado en esta sala, no han cesado ni un solo momento unos espantosos gritos casi inhumanos. Cada vez estoy más convencida de que es ella, Lucy, que ha venido de entre los muertos

a vengarse de mí y de mis seres queridos por todo lo que le hicimos en el pasado.

Ya estamos en el crepúsculo y el tiempo ha empeorado, los postigos de la ventana golpean la verja, agi-tados por el viento incesante del temible exterior. Me levanto y me apresuro a asegurarlos, esperando,

suplicando que ella respete al menos el código y lo que este dice acerca de las leyes de la materia.

Acerco más el candil hacia mí, y comienzo a leer por duodécima vez en la tarde el libro. Me acuerdo, en-tre línea y línea de la causa de todos estos horribles sucesos y juro, juro por Dios todopoderoso, juro por todos mis antepasados que si el destino así lo quiere y, consigo salir de esta casa con vida, la historia que

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ha dirigido mi sino hasta este doloroso momento no volverá a repetirse.

De repente, el pomo de la oscura puerta de ébano comienza a moverse...

Jane levanta la vista del diario nada más leer esas palabras. “De modo que

había un espíritu que deseaba venganza, y fue ella, la criada la que mató a

Anne en...”, piensa. Se levanta corriendo y va hacia la casa donde encontra-

ron los libros.

Una vez allí, se adentra en la habitación del pasillo. oye un ruido. Se vuel-

ve justo a tiempo para ver a la joven de sus sueños aparecer por la puerta

con la mirada perdida y, por fin, fijar sus ojos en los suyos. Ella extiende una

mano y comienza a acercarse lentamente. A Jane solo le da tiempo a abrir el

diario por la última página y leer:

De repente, el pomo de la oscura puerta de ébano comienza a moverse; primero lentamente, después se

acelera.

Todo se ha acabado, la puerta se abre violentamente de par en par y... allí está ella, majestuosa e impo-nente. Me mira y, veo el odio en sus ojos a la vez que observo su repentino placer al ver el pánico en los

míos. Se acerca y extiende una mano en mi dirección.

Entonces me doy cuenta: ojalá hubiera comprendido antes cuál es el precio del odio.

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Hay alguien ahí Gerardo Quintana, 2º ESO A

Á ngel bajó el volumen del televisor, le había parecido oír un coche. No

esperaba a nadie y menos a aquellas horas y con ese tiempo. Su casa no es-

taba en un lugar de paso, había que atravesar el bosque para llegar a ella.

Volvió a subir el volumen.

Ahora sí que no tenía dudas, había oído algo. Con cuidado se levantó del

sillón y apagó la lamparita dejando la casa sumida en la oscuridad, salvo por

el resplandor de la luna entre las nubes.

¿Había cerrado la puerta de atrás? Una enorme sensación de intranquilidad

le recorrió todo el cuerpo.

Despacio, fue a la cocina. Estaba llegando a la puerta cuando el picaporte

empezó a girar despacio. Un escalofrío le recorrió la espalda, ¡Ahí fuera había

alguien! El picaporte no cedió, estaba cerrada con llave. Ángel notaba que el

sudor frío resbalaba por su frente. Había oído historias de ancianos que eran

atacados en casas apartadas como la suya.

Fue hasta el salón, allí estaba el teléfono. Con suerte, en media hora la

policía podría llegar. Pero, ¿qué no podía suceder en tanto tiempo? Decidió lu-

char y defenderse.

Un nuevo ruido, esta vez en el vestíbulo. Se dirigió hasta allí para observar

despavorido cómo el picaporte de la puerta principal giraba. No cedió. En ese

momento se produjo un ruido diferente, el sonido de algo metálico que entra-ba en la cerradura, ¡iban a forzarla con una ganzúa! El pensamiento lo llenó

de pavor, su corazón se aceleró y las manos le sudaban. Debía tranquilizarse

para enfrentarse a quien fuera. Cogió el atizador de la chimenea, se dirigió

con cuidado junto a la puerta y esperó.

Escuchó el ruido del cerrojo al ceder y la puerta comenzó a abrirse muy

lentamente. Las gotas de sudor le resbalaban por los ojos y temblaba de mie-

do. Se preparó para golpear y, en ese momento, apareció la silueta de una

cabeza que se asomaba. Iba a descargar su arma cuando oyó:

-Papá, ¿estás bien? He estado llamando pero tu timbre no funciona, no

quería buscar la llave en el bolso con el aguacero y he intentado entrar por

detrás. ¿Sigues sin usar el audífono? La tele se oye desde fuera a todo volu-

men, por eso no habrás oído los golpes que he dado a la puerta.

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Niebla roja Ana María de Miguel, 2º ESO C

E ra una mañana soleada y tranquila del mes de julio. Iba a iniciar mi

nueva estancia en el campamento “Ingraf”, estaba muy ilusionada y

muy nerviosa a la vez. Iba con mi mejor amiga, Julia

Cuando llegamos no había niños gritando como locos, tampoco niñas que

discutieran por elegir la mejor habitación, ni padres que quisieran despedirse

y dejar a sus hijos de una vez en aquel campamento. Parecía como si todo ya

estuviese organizado de antemano.

Julia y yo comenzamos a pensar que nos habíamos equivocado de lugar y

nos asustamos porque nuestros padres ya se habían marchado. Nos encontrá-

bamos en un enorme bosque, apenas podíamos localizar la carretera. Nos

sentamos a esperar en una gigantesca piedra que había al pie de un árbol. Al

cabo de un rato, escuchamos detrás de nosotras un vozarrón que pronunciaba

nuestros nombres. Julia y yo saltamos de la roca y comenzamos a correr pre-

sas de pánico, sin preguntarnos ni por un momento quién era aquella bestia

que nos había llamado. Cuando ya no nos quedaban fuerzas para correr, pa-

ramos, y descubrimos que, a unos metros, un corpulento e imponente hom-

bre corría a duras penas tras nosotras. Julia cogió una rama y empezó a inter-

rogar amenazadoramente a ese hombre; cuando conseguimos entendernos,

descubrimos quién era, y se nos cayó la cara de vergüenza: se trataba del je-

fe, Ronny.

Ronny era un hombre de unos 50 años, vestía un traje con una camisa

blanca en la que sobresalían los botones, empujados por su enorme barriga

cervecera, y llevaba puesta una corbata de rayas rojas y amarillas, lo que me

hizo creer que sería un hombre muy patriota.

Julia y yo entramos en el todoterreno de Ronny, y en media hora ya nos

encontrábamos en el campamento. A mí me tocó compartir cabaña con Julia,

y cuatro chicas más con las que congenié perfectamente, o al menos con la

mayoría de ellas. La cabaña estaba repartida en tres literas (yo compartía una

con Julia), había tres ventanas con mosquiteras. La puerta de la cabaña era

de metal, y a cada lado de la puerta, en la pared, había dos estanterías para

dejar las cosas. El suelo era de madera y se podía ver cómo se colaban los bi-

chos por entre las rendijas de las tablas. El conjunto daba la sensación de al-go bastante descuidado y viejo. Nuestra cabaña estaba apartada, en la zona

más alta de la ladera donde se agrupaban todas. Al lado había un camino que

conducía al río.

La primera noche se reunió todo el campamento en una hoguera que hab-

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La primera noche se reunió todo el campamento en una hoguera que hab-

ían preparado los monitores junto con Ronny. Cuando se hizo el silencio, el

jefe comenzó a contar la historia del campamento (según los más veteranos,

siempre contaba la misma). La leyenda decía así:

-Hace unas décadas, unos campistas como nosotros estaban aquí reunidos

disfrutando del calor del fuego. Aquella noche los monitores propusieron un

juego: esconderse por la pradera mientras estos buscaban a los niños. De

pronto, la niebla cubrió toda la pradera y los profesores decidieron cancelar la

actividad. Creían que todos los niños se habían ido a sus cabañas, pero al día

siguiente, los monitores descubrieron que faltaban seis personas, de las cua-

les tres eran chicas, amigas entre ellas, y tres chicos que también se llevaban

bien…

Justo en ese momento, se interrumpió la historia porque una gran niebla

cubrió todo el campamento y las llamas se extinguieron, así que los monitores

nos ordenaron marchar a la habitación. Me inquietó que pusieran tanto empe-

ño en que corriéramos hacia nuestras cabañas por una simple niebla, no creía

que fuera a pasarnos nada.

Al volver, estábamos confusas porque nos dimos cuenta de que la niebla

cubría todo el camino y no éramos capaces de encontrarlo, a pesar de llevar

unas linternas que anteriormente nos habían recomendado no perder. De re-

pente nos veíamos solas en el campamento y, por más que gritábamos, nadie

respondía a nuestras voces. Nos agarramos, muertas de miedo, pero nos

tranquilizamos al encontrar a seis compañeros que, al parecer, también anda-ban perdidos y decidimos buscar las cabañas todos juntos. Nos cogimos de la

mano y, al cabo de un rato, nos encontramos con las letrinas; entramos por-

que era el único lugar donde había luz. Al lado de las duchas había un plano

de todo el campamento e intentamos localizar la dirección para volver a las

cabañas. Al salir, nos espantamos al ver una enorme mujer con un niño en

brazos. Los gritos dieron paso a las carcajadas cuando nos dimos cuenta de

que era un gigantesco árbol. De todas formas, ya estábamos un poco histéri-

cos y, cuando intentamos orientarnos, resultó imposible: al campamento lo

cubría una enorme capa oscura y borrosa.

Llevábamos más de una hora dando vueltas y teníamos frío. Estaba segura

de que no íbamos por buen camino, pero los demás decían que sí. Les pre-

gunté cómo podían estar tan seguros y la respuesta fue que “ellos estaban

perdidos desde hacía mucho tiempo”… En aquel momento una gruesa mano se posó en mi hombro y pegué un salto, pero una voz muy familiar me dijo

que teníamos que preparar el desayuno, entonces me giré y reconocí el rostro

de Ronny. Parecía ausente, ¡estaba sonámbulo!, pero se dirigía hacia las ca-

bañas y Julia tuvo la gran idea de seguirlo para volver. Sin embargo, los niños

que nos acompañaban no quisieron seguir y, asustados, nos advirtieron de

que en ese campamento no había nada bueno. Nosotras, impacientes por ta-

parnos con una manta, asentimos y nos fuimos, quedando en volver a vernos

pronto. Al fin conseguimos llegar a nuestras literas hacia las cinco de la ma-

drugada.

En este instante son las ocho de la mañana y Ronny ha llamado a todo el

campamento para que nos reunamos en banderas (nuestro lugar de encuen-

16

tro) y comencemos a cantar el himno del campamento.

Al terminar de corear el himno, hemos ido a desayunar, nadie parece saber

nada de lo ocurrido la noche anterior. Como en el campamento nos dejan una

hora para descansar, le he propuesto a Julia ir a investigar por las letrinas, ya

que es el único lugar en el que ambas recordamos haber estado.

Hemos encontrado una extraña nota que decía: “Preguntad a Ronny si re-

cuerda algo”, ¡y se ha desvanecido en mis manos!

Le hemos sonsacado todo lo que él recordaba, es decir, nada. Luego, al

hablar del tema de la niebla con nuestras compañeras, tampoco han recorda-

do nada de ninguna niebla, hasta nos han dicho que de qué estamos hablan-

do. Todo es muy raro. Luego, el potente altavoz del campamento ha convoca-

do a todos para comenzar las Olimpiadas de Ingraf.

Los equipos iban por cabañas y para las pruebas había que ponerse en pa-

rejas, pero nos organizaban los monitores. A mí me ha tocado con Heidi, una

chica morena, alta y robusta. Al final nos hemos hecho muy amigas y nos

hemos dado los números de teléfono.

Las primeras pruebas ya han terminado, estoy agotada. Ahora vamos a

merendar y luego acudiremos a banderas. Ronny nos quiere llevar al río. Es-

toy muy ilusionada.

Julia y yo hemos decidido seguir el camino que había al lado de nuestra ca-

baña, para terminar en la otra orilla del río. Para colmo, nos hemos topado

con una enorme serpiente que nos ha hecho correr hasta que nos hemos en-

contrado unas huellas muy raras que conducían a una cabaña totalmente apartada, pero que parecía ser de nuestro campamento. Armadas de valor,

hemos entrado y…sorpresa: ¡Eran los niños perdidos! Al preguntarles qué

hacían allí nos han respondido textualmente: “No somos lo que pensáis”.

Hartas de tantas incógnitas hemos exigido respuestas claras y nos han confe-

sado que este campamento existe desde hace tanto tiempo que nadie se

acuerda, y que nosotras éramos las únicas campistas que habían entrado allí

desde hace mucho tiempo.

Ha llegado la noche y van a comenzar los partidos de fútbol. No me entu-

siasma, porque el fútbol se me da fatal, al contrario que a Julia, así que me

he prestado voluntaria para sentarme en el banquillo.

Los focos se han encendido y comienza el primer partido de la liga. Medita-

ba sobre lo que nos han contado los niños perdidos cuando he visto lo imposi-

ble, algo que nadie podría creerse: un niño y una niña querían regatear con la cabeza y chocaron entre ellos, lo que produjo que a ambos se les escapara la

cabeza y, sin inmutarse, las han cogido del suelo y se las han vuelto a poner.

Llamé a Julia cinco minutos más tarde para que el resto no sospechase,

ella también ha visto lo de las cabezas y me ha confesado que estaba asus-

tadísima. Hemos hablado de empezar a planear nuestra huida.

Al acabar el partido los jugadores de dos equipos comenzaron a discutir

cerca de la hoguera por la puntuación que habían tenido. Sin querer, un balón

atravesó el fuego y chocó contra un árbol, el árbol comenzó a arder y así todo

el campamento. Cogí a Julia de la mano y, atravesando el camino que había

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junto a la cabaña, me la llevé hacia el río y nos fuimos a la cabaña de los ni-

ños perdidos. Estábamos todos juntos y al fin nos descubrieron que ellos eran

fantasmas, al igual que todo el campamento. Julia y yo nos quedamos estupe-

factas, pero sabía que con los niños perdidos estaríamos a salvo. A media no-

che pudimos comprobar cómo la niebla subía del río, era tan densa que no se

podía ver ni el fuego ni el humo, como si quisiera ocultar cualquier rastro.

A la mañana siguiente Julia y yo nos atrevimos a mirar y lo único que se

podía ver a la otra orilla del río era, a lo lejos, una enorme y deshabitada pra-

dera…

Dicen que hoy en día, si vas por aquel campamento, se pueden grabar ex-

trañas voces y gritos como si todavía alguien jugase al fútbol…

18

Una muerte inesperada Elvira del Pilar Muzás Crespo, 2º ESO A

C uando les conté que había visto una señora vestida de blanco vagan-

do entre las lápidas, un helado silencio de almas en pena nos sobrecogió. Una

densa niebla nos rodeó, apareció de la nada. Mucho silencio, demasiado, inte-

rrumpido por el sonido de nuestras respiraciones acompasadas y de nuestros

corazones latiendo alocadamente a causa del miedo. La adrenalina hizo que

estuviera preparada para cualquier imprevisto. Pero nada. La niebla era lo

único que había a nuestro alrededor. Éramos nueve cuando salimos de casa y

ahora solo somos cuatro. ¿Qué ha pasado con el resto? ¿Dónde están?

Silencio. Un silencio sepulcral por todos los lados. Avanzábamos juntos,

apretujados bajo el paraguas que nos protegía de la nieve. Yo iba por delante,

a la derecha. A mi lado iba Álex y, detrás de mí, Jimena. En diagonal estaba

María José; era la más bajita.

De repente, en un segundo estaba sola en la oscuridad, y al siguiente, es-

taba en un lugar en el que todo era blanco y luminoso. Busqué si había al-

guien a mi alrededor, pero no, y el cementerio y aquella mujer vestida de

blanco, como la de mis sueños, habían dejado paso a la más brillante y pura

luz. En aquel momento esta situación me producía más pánico y terror del

que me había producido la anterior, si era posible. Mis ropas eran diferentes,

ya no llevaba mi sudadera favorita, ni las botas que me regalaron dos días

antes, que eran de montaña, perfectas para mi cometido. En su lugar llevaba una especie de mono de un tejido elástico; y mis gafas también habían des-

aparecido, dejándome con una calidad de visión que no era precisamente

óptima, o al menos eso pensaba, ya que en este lugar solo había blanco. Mi

pelo estaba liso y recogido en una pulcra coleta, aunque yo antes lo llevaba

rizado y enmarañado.

¿Qué hago aquí? ¿Dónde estoy? ¿Quién me ha cambiado la ropa? Las pre-

guntas se acumulaban en mi cabeza. Ni en la más truculenta de mis pesadi-

llas me había imaginado en semejante lugar. Empecé a correr, no sé el por-

qué, pero creo que lo único que quería era salir de allí. Salir de esta pesadilla.

Volver a casa. Pero por más que corría era como si estuviera en el mismo lu-

gar. No avanzaba, solo gastaba mis energías en algo inútil.

Me fijé en mis pies, llevaban unas zapatillas de correr, pero había algo más preocupante debajo de mí. Como si el suelo fuera de cristal, era capaz de ver

a Jimena en mi misma situación, corriendo.”¡¡Jimena!!” intenté gritar, pero de

mi garganta no salió ningún sonido. Al segundo siguiente, oscuridad. De pron-

to, otra vez en el cementerio, pero esta vez atada a una lápida.

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¿Qué está pasando? Yo seguía con esa ropa que era desconocida para mí

y empezaba a pasar frío, cuando algo, una cosa afilada y metálica, rozó mi

cuello, algo que me heló la sangre más todavía. “¡¡Socorro!!”, grité. Aquella

cosa, que parecía un cuchillo o un puñal, presionó mi garganta. Yo pataleaba

e intentaba deshacerme de las cuerdas que me rodeaban y mantenían presa,

sin resultado alguno.

Un dolor agudo, un líquido caliente bajando por mi garganta, mis párpados

cayendo obligados por la fuerza de la muerte. ¿Quién iba a pensar que yo,

habiendo sido tan feliz, iba a morir de tan absurda manera? Mis pesadillas,

convertidas en realidad, eran mi perdición.

20

La casa abandonada Germán Lahoz Alonso, 2º ESO A

E n la noche de Halloween cinco amigos se reunieron en una casa aban-

donada a las afueras del pueblo, para contar historias de terror. Cuando le

llegó el turno a Pepe, él narró una historia que su abuelo le había contado y

que había pasado en los años sesenta en una casa de pueblo igual a la que

estaban en ese momento. La historia decía así:

Hace mucho tiempo se juntaron cinco amigos: Juan, Fernando, Pedro,

Fermín e Isaac para pasar un fin de semana en una casa de campo. Pero no sabían que allí había una maldición de un payaso que juró, mientras se de-

sangraba, matar a todo el que se acercara a esa casa, pues allí una vez estu-

vo su circo, destruido por los habitantes del pueblo porque no les gustaban

los espectáculos, les hacían llorar en lugar de reír.

La tarde en que llegaron repartieron las habitaciones, cenaron y se fueron

pronto a dormir porque querían madrugar para conocer los alrededores. Al día

siguiente, los cinco jóvenes descubrieron un sótano muy sucio del que saca-

ron un cuadro de un payaso con la cara pintada y levantando una mano con

los cinco dedos muy estirados como si quisiera saludar. A ellos les pareció

gracioso y lo colocaron en la entrada para que todo el mundo pudiera verlo.

Cuando iban a salir de excursión, se dieron cuenta de que todas las salidas

de la casa estaban cerradas. No encontraron las llaves por ningún sitio y, aun-

que al principio se pusieron un poco nerviosos, no podían hacer mucho, así que se pusieron a jugar al parchís en el salón. Juan pidió una pausa para ir al

baño, ya no se aguantaba más. Después de 20 minutos, ya cansados de es-

perar, mandaron a Isaac a ver qué le pasaba a Juan en el baño.

Mientras los demás seguían jugando en el salón, Isaac se encontró la puer-

ta del baño abierta, y de repente se oyó un grito aterrador. Todos fueron co-

rriendo a ver qué pasaba. Se encontraron a Isaac paralizado mirando al inter-

ior del baño. En cuanto miraron supieron por qué: Juan estaba ahorcado, col-

gando de la viga del techo del baño. Nadie sabía qué había pasado.

Estaban tan aterrorizados que no se dieron cuenta de un detalle: ahora el

payaso del cuadro solo tenía cuatro dedos levantados. Esa noche no quisieron

separarse para dormir y se quedaron todos en el salón. No podían entender

qué le había podido pasar a Juan, sabían que estaba un poco deprimido, pero eso era demasiado. De repente, las luces se apagaron y no se veía nada, al

instante siguiente se volvieron a encender. Fernando, Pedro y Fermín se tran-

quilizaron al ver que la luz volvía pero, justo en ese momento, se encontraron

con el cuerpo de Isaac, desgarrado en el suelo. Parecía que lo había despeda-

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zado un perro salvaje.

Salieron corriendo de la habitación y se toparon otra vez con ese cuadro

del payaso, ya solo tenía tres dedos levantados. Pedro dedujo que los dos de-

dos que habían desaparecido del cuadro eran Juan e Isaac, y que ellos serían

los siguientes.

Después de dos semanas, los vecinos del pueblo que habían visto llegar a

los cinco chicos, se preocuparon porque ya no los habían vuelto a ver, aunque

los chicos les habían comentado cuando llegaron que tenían preparadas varias

excursiones. Los vecinos fueron a llamar a su puerta para ver si seguían allí.

Se encontraron la puerta abierta, miraron por la casa y vieron un cuadro con

un payaso, ya sin ningún dedo levantado, ni siquiera tenía mano pero estaba muy sonriente. Los vecinos se alarmaron al ver esa cara diabólica, e instantes

después se encontraron a los cinco amigos muertos.

Cuando Pepe acabó de contar su historia, sus cuatro amigos estaban muy

asustados. Era la hora de ir a cenar, así que fueron a salir de la casa donde se

refugiaban para contar las historias y, sorpresa, se encontraron con que la

puerta estaba atrancada y, a su lado, el cuadro de un payaso sonriente con

cinco dedos muy estirados…

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Alicia, la niña de las seis iglesias Cristina Stefan, 2º ESO C

U na noche fría y oscura, cerca de la una de la madrugada, un taxista

regresaba a su casa después de todo un día de trabajo. En la calle no había

nadie, absolutamente nadie, pero al pasar por el cementerio central de la ciu-

dad, vio a una chica que le hacía la parada. Él pensó que era muy tarde y es-

taba muy cansado para hacer otra carrera; sin embargo, recordó a su sobrina

de quince años que fue violada y asesinada.

-Mejor la recojo, no sea que algún miserable y le haga lo mismo que a mi

pobre sobrina -pensó el taxista.

La chica tenía entre 17 y 18 años. Era de piel blanca, muy blanca; cabellos

muy largos, delgada, con ojos grandes y azules pero muy tristes. Llevaba

puesto un vestido blanco y en el cuello, un bellísimo colgante de oro. Al mirar-

la, el taxista sintió frío y un mal presentimiento.

El taxista le preguntó que dónde la dejaba, y ella dijo que quería que la lle-

vara a visitar las seis iglesias de la ciudad. Su voz era suave, muy triste, lo

que dejó al taxista intrigado, con una sensación de inquietud.

El taxista la llevó a cada una de las seis iglesias. Ella pasaba unos minutos

ante cada una y volvía al coche con cara de tristeza.

Al final del trayecto, ella le dijo:

-Mi nombre es Alicia. No traigo dinero para pagarle ahora; sin embargo, le

dejo este collar. ¿Podría hacerme un último favor? Vaya al centro de la ciu-dad, a la Colonia de los Rosales. Allí vive mi padre, entréguele mi collar y

pídale que le pague por su servicio. Dígale que lo quiero mucho y que nunca

me olvide. Déjeme donde me recogió, en el cementerio central, por favor.

El hombre se fue a su casa, se sentía mareado, le dolía la cabeza. Su espo-

sa lo atendió y cuidó durante casi tres días. Cuando se sintió mejor, recordó

su última noche en el taxi, recordó a Alicia, la niña de las seis iglesias y que

tenía que ir a la Colonia de los Rosales donde vivía su padre. Él no entendía

nada, pensó que todo fue muy raro, que igual se escapó de su casa, o que

tenía problemas, pero ¿por qué le pidió que la dejase en el cementerio?

En su mesita de noche vio el collar de Alicia, que tenía restos de tierra.

-¡Qué raro! -pensó él.

Tomó su taxi y fue a la dirección que le dio la chica, pero no con la inten-ción de cobrar, sino de aclarar el misterio. Era una casa grande, vieja, anti-

gua... Empezó a tocar la puerta y le abrió un hombre de aspecto extranjero,

23

con unos ojos tristes, como los de Alicia.

El taxista dijo:

-Disculpe, señor. Vengo de parte de su hija Alicia. Ella solicitó mis servi-

cios, me pidió que la llevara a visitar las seis iglesias, así lo hice y me dejó su

collar para que usted me pagara.

El hombre, al ver el collar, empezó a llorar y llorar. Después de tranquili-

zarse, hizo pasar al taxista y le mostró una foto. Era de Alicia, idéntica a la de

hacía tres noches.

- ¿Es ella, mi Alicia? -le preguntó el hombre.

- Sí, señor, y tenía ese mismo vestido blanco.

- No puede ser -dijo el hombre-, hace tres noches se cumplieron seis años de su muerte. Murió en un accidente de coche y este collar que le dio a usted

fue enterrado con ella y con el vestido...

24

El viejo cementerio Ana Muñoz Diarte , 3º ESO D

T eníamos que hacer un trabajo sobre las estrellas y se nos ocurrió

subir a la parte más alta del pueblo, el cementerio. Fuimos por la noche tres

amigos y yo. Al llegar nos pusimos cada uno en las cuatro esquinas del viejo

cementerio. Abrimos los libros, sacamos los apuntes y nos pusimos a traba-

jar. A los veinte minutos, María, la pequeña del grupo, empezó a gritar: “¡Ay,

Dios mío!, ¡Ay, Dios mío!”. Todos nos giramos rápidamente para mirarla. Ten-

ía la cara pálida y estaba temblando.

Elena le gritó: “¡María!, ¡María!”. Pero no había respuesta y ni rastro de

ella. Bajamos corriendo a buscarla. Tras quince minutos de desesperada espe-

ra, la encontramos por fin sentada en la acera, frente a su casa, tiritando de

miedo.

-¿Qué te pasa?, ¿por qué has salido corriendo?-le pregunté. Pero María no

contestaba.

-Contéstame -insistí.

Entre tartamudeos María dijo: “No vuelvo allí, que no, que no vuelvo.”

-Pero, ¿por qué no?. Tenemos que entregar el trabajo el lunes. Si no lo en-

tregamos a tiempo, nos suspenderán a todos. No querrás que los demás sus-

pendamos por tu culpa -añadí.

-Allí no estábamos solos y lo sabes. Ya nos avisaron de que el cementerio

no era un sitio adecuado para ir por la noche -dijo María.

-¿A qué te refieres con que no estábamos solos? -le espeté yo.

-Nada, déjalo. Creo que el miedo que tenía me hizo ver visiones -respondió

ella.

-Pero, por favor, cuéntame lo que viste -le insistí yo.

-Vi una mujer vagando por las tumbas, pero al parecer sólo la veía yo -dijo

entre sollozos.-Cuando os girasteis, ¿de verdad no visteis nada?

-Pues no-dije-.No volvemos y ya está.

Elena gritó: “¿Dónde está Pablo?” Miramos a nuestro alrededor y no esta-

ba. Pensamos que había subido a coger nuestras cosas, que con la angustia

producida por la repentina huida de María, nos habíamos dejado abandonadas

en el cementerio.

Después de veinte minutos de espera, decidí subir a buscarlo. “¡Pablo!

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¡Pablo!”, gritaba mientras subía. Cuando llegué al cementerio lo vi mirando

hacia las tumbas, me asomé y volví a llamarlo.

-¡Vete, vete!-gritó con voz desgarrada. -¡Pide ayuda! ¡Corre!.

Miré hacia las tumbas y vi a una mujer vestida de blanco, con los ojos in-

yectados en sangre y un rostro diabólico. Se me heló la sangre ante tan es-

pectral visión.

Pablo estaba rígido como una estatua. Lo agarré fuertemente del brazo y

me lo llevé corriendo de allí.

Cuando llegué a mi casa y por fin me metí en la cama, no pude pegar ojo

después de semejante experiencia traumática.

A la mañana siguiente, cuando nos disponíamos a comenzar nuestro des-

ayuno, les conté mi experiencia de la noche anterior a mis padres.

Cuando llegué en mi relato al punto en el que contemplé la visión de la mu-

jer vestida de blanco, vagando entre las lápidas, un helado silencio de almas

en pena nos sobrecogió.

Mi padre se levantó y me arreó una bofetada mientras me gritaba: “¡Pero

qué te dije!

Mi madre me contó que hace treinta años un demonio aterrorizaba el pue-

blo. Un día apareció un sacerdote para exorcizarlo, pero no lo consiguió, pro-

siguiendo el demonio su búsqueda de un cuerpo para poseerlo. Después de

muchos esfuerzos el sacerdote pudo recluir al demonio en el recinto del ce-

menterio, para que dejara de atormentar al pueblo. El sacerdote, antes de

abandonar la localidad, dejó muy claro a todo el pueblo que a partir de las

nueve estaba terminantemente prohibido aquel lugar.

Al día siguiente fuimos a visitar a Pablo para terminar el trabajo; pero Pa-

blo ya no era Pablo, sino una especie de ser maléfico.

26

Alcander Adrián Peña , 3º ESO C

Atenas 140 a.C.

H a nacido Alcander, hijo de Damon y Evadne. Son una familia rica

de Atenas. Sus padres deciden que este niño debe ser “legatus”,

el elegido por el cónsul para dirigir al ejército. Era un niño fuerte y grande.

Atenas 130 a.C.

Comienza una pesadilla para Alcander, que no terminaría hasta su muerte.

Atenas 123 a.C.

Alcander sabía que pronto se vería obligado a realizar el servicio militar.

Así que creyó que, siguiendo la tradición cretense, era el momento de reali-

zar por primera vez el ritual para honrar a Gea, en el que los jóvenes y las

jóvenes solteros iban a las cimas de las montañas más altas, que en Atenas

coincide con el cementerio, para satisfacer todos los apetitos, incluyendo los sexuales. Además iba a ser muy presionado por los amigos, pues se realizaba

por primera vez antes de ir al aprendizaje militar.

Alcander tenía una compañera, de padres también muy ricos, siendo esa la

razón por la que la muchacha estudiaba, pues las mujeres no solían hacerlo

hasta cursos tan elevados, pues se consideraba que no necesitaban muchos

conocimientos para ser amas de casa. Era Callindora, un regalo de Afrodita,

que, además, era buena persona y trabajadora. Se esforzaba como los hom-

bres en los entrenamientos físicos.

Las muchachas también honraban a Gea con los jóvenes de su edad antes

de que ellos se fueran al servicio militar. Todo el mundo sabía que las feromo-

nas de Alcander habían hecho saltar una chispa en el cerebro de Callindora y

a la inversa. Pero ellos se negaban a aceptarlo. La celebración de esta tradi-

ción era la manera más fácil de lograr que estuviesen juntos. Un día, cercano al día del ritual, Alcander le pidió que fuera su “pareja”. Y Callindora aceptó

con todo su ser.

El día del ritual, una vez llegaron juntos a la necrópolis, vieron una señora

vestida de blanco vagando por el cementerio. Vieron, aterrados, cómo, me-

diante artes oscuras, traía del Hades espíritus de atenienses con el viaje al in-

framundo ya realizado.

Cuando les contó Alcander que habían visto a una señora vestida de blanco

vagando entre las lápidas, invocando espíritus para que retornaran a sus

cuerpos desde el Hades, un helado silencio de almas en pena les sobrecogió.

27

cuerpos desde el Hades, un helado silencio de almas en pena les sobrecogió.

El conjunto de amigos decidió averiguar qué ocurría; así que, a la noche si-

guiente, armados con lanzas, fueron a la necrópolis. La señora de blanco re-

apareció invocando otra alma, que entró en un cuerpo salido de la tierra. Era

una imagen horrible, que habría traumatizado a toda Grecia. La señora se co-

mía los restos de carne que quedaban, para posteriormente vomitarlos y ge-

nerar un cuerpo completo, pero deformado. Callindora se desmayó, así que

tuvieron que volver para dejarla en casa y ellos regresaron también a las su-

yas.

Volvieron a intentarlo al día siguiente, sin Callindora, pero no encontraron

a la señora. Opinaron que habría sido fruto de su imaginación, pero Callindora

y Alcander no lo creyeron.

Atenas 123 a.C.

Alcander comienza el aprendizaje militar con un erastés, que, al ser el pa-

dre demasiado mayor, le sustituye y enseña al joven el arte de la guerra. El

erastés solía tener sobre treinta años y solía ser amante del muchacho. Alcan-

der se negó a ser su amante, pues su verdadero y único amor es Callindora.

Su erastés no le permitió realizar el servicio militar, con lo que nunca llegó a

ser ciudadano, razón por la cual, sus padres lo repudiaron.

Atenas 122 a.C.

Alcander, al no tener otro medio de subsistencia, entra como mercenario

en el ejército. No tuvo que participar en ninguna guerra, hasta que una no-

che empezó la invasión, la invasión de los muertos. Alcander y sus compañe-ros fueron directos hacia ellos, pero sus arqueros lanzaron flechas e hirieron

a Alcander causándole la muerte.

Descendió al inframundo donde Caronte se apiadó de él y, así, Alcander

pudo cruzar el río Aqueronte, y tras llegar a la orilla, vio al Cerbero muerto. Al

estar la entrada sin protector, la magia oscura de la señora de blanco podía

hacer que las almas cruzaran el río Aqueronte sin demasiada dificultad. Pero

la pregunta era si había matado ella al Cerbero.

Alcander fue a conversar con Hades y para ver qué le podía contar sobre la

señora. En la mansión de Hades encontró a Hades muerto y a la señora de

blanco. Se lanzó contra la señora con intención de acabar con ella, pero dos

esqueletos lo pararon. Apareció en el aire una nube que representaba una

imagen del mundo de los vivos. Estaba Callindora, apresada por varios invo-

cados del Hades. La llevaron al templo de la diosa Atenea para que diera fuer-

za a los invocados del Hades para ser inmortales, pues eran ateneos.

Intentaron sacrificar a Callindora, pero Atenea se negó, pues la joven era

protegida suya. Los dioses dieron energía a Hades para que controlara a los

muertos; sin embargo, la señora de blanco se la robó y con ella obtuvo la in-

mortalidad para su ejército. Los dioses se habían quedado con tan poco poder

al dársela a Hades que no pudieron hacer nada y se refugiaron en el Olimpo,

viendo que les era imposible hacer algo más. Y la señora de blanco y sus ejér-

citos siguieron invadiendo territorios y ella invocando más muertos hasta que

instauró su tiranía sobre los invocados del Hades hasta el fin de los tiempos.

28

La justicia de los muertos Jorge Marco , 4º ESO C

L o más probable es que esta narración parezca a quien la lea lo mis-

mo que le pareció a su señoría al condenarme a muerte, “una patraña”. Pero

puedo jurar sobre la tumba de quien se supone asesiné que todo lo aquí na-

rrado no es más que la pura verdad.

Todo empezó con la invitación de mi buen amigo, el Sr. Escartín, un buen

hombre al que recientemente le habían acaecido diversas desgracias. Su mu-

jer, que llevaba mucho tiempo padeciendo una terrible enfermedad que le había paralizado todo el cuerpo, había fallecido hacía apenas diez días, y esto

le llevó a una profunda depresión. Yo había sido invitado para proporcionarle

compañía y distraerle, en la medida de lo posible, de sus funestos pensamien-

tos. La casa de este hombre era grande: tres pisos y muchas habitaciones,

demasiadas ahora que vivía solo. Pero lo más llamativo del edificio era la en-

trada, y lo más llamativo de esa entrada era una estatua de marfil blanco, cu-

yos exquisitos detalles daban a entender el ardiente amor que sentía este

desgraciado hombre quien mandó esculpirla para guardar un recuerdo inmor-

tal de su aspecto terrenal.

Al llegar, fui recibido de forma calurosa e instalado en una habitación con-

tigua a la de mi amigo. Cuando lo vi por primera vez después de más de un

año y medio, durante el cual solo nos habíamos comunicado mediante cartas,

lo encontré muy desmejorado físicamente. De su cabeza ya solo brotaban ca-nas (en los pocos lugares donde lograban brotar); estaba muy pálido y, a

través de una sonrisa un poco forzada, se veían asomar unos dientes cuya to-

nalidad se había vuelto amarillenta. Pronto descubriría que su malestar no era

solo físico, sino también emocional. Se había vuelto mucho más seco y distan-

te y, aunque intentaba esconderlo, un rápido vistazo a su rostro delataba una

profunda amargura y preocupación. ¡Si yo hubiera sabido entonces a qué se

debía esa pesadumbre, esa mirada perdida, esos amargos y apagados comen-

tarios que hacía…, tres vidas son las que se podrían haber salvado!

Durante mi breve estancia en esa pequeña mansión, Escartín agradecía

mucho que le dejara consigo mismo, un rato por las mañanas, para dar un

paseo por los jardines hasta la capilla que había en las proximidades de la ca-

sa. En una de esas excursiones, vi apropiado ir a depositar unas flores sobre la tumba de su mujer, quien, aparte de haber dejado a mi amigo en tan de-

plorable situación psíquica, había sido una buena amiga mía. Corté del jardín

cinco rosas frescas, de buen tamaño y penetrante aroma, y me dispuse a ir al

cementerio. Una vez frente a su lápida, dejé las rosas a un lado y permanecí

29

quieto, recordando a la persona que yacía ante mí y los buenos momentos

que habíamos compartido cuando la salud aún la acompañaba. Perdí la noción

del tiempo que pasaba. Tanto tiempo fue que, al parecer, no me percaté de

que la temperatura bajaba a la par que el sol en el horizonte y, para cuando

quise darme cuenta, me había quedado solo en toda la extensión del cemen-

terio. Inicié mi regreso entre las lápidas con una oscuridad casi total. Cuando

ya solo me quedaban unos cuarenta metros para llegar a la salida, una luz de

una blancura indescriptible apareció a unos pocos pasos de mí. Tal fue la im-

presión que me causó lo que vi que caí de rodillas: una mujer era la que emit-

ía esa luz; su intensidad era tan fuerte que no fui capaz de distinguir sus ras-

gos. Giró un momento su rostro hacia mí y se desvaneció, dejándome con la mirada perdida y con la mente intentando asimilar lo que acababa de ver. No

narraré mi vuelta a casa puesto que, después de este último hecho, sería un

adorno irrelevante a esta narración.

Al llegar me abrió la puerta el ama de llaves. Ni una sola palabra salió de

mis labios mientras la corpulenta señora me guiaba por los pasillos hasta mi

habitación. Una vez allí, me tumbé y no sé si fue por el cansancio que le había

provocado a mi mente intentar comprender lo ocurrido o por la tardía hora

que era, pero el caso es que me dormí casi sin ningún esfuerzo y con la men-

te en blanco.

A la mañana siguiente, cuando les conté que había visto a una señora ves-

tida de blanco vagando entre las lápidas, un helado silencio de almas en pena

nos sobrecogió. Por supuesto, opinaron que no había sido otra cosa que el cansancio y la oscuridad del momento lo que me había llevado a experimentar

esa siniestra visión y, he de confesar, que hasta yo mismo creí eso, hasta que

llegó la noche de aquel mismo día…

A diferencia de la noche anterior, en esta conciliar el sueño se convirtió en

una tarea imposible. Permanecí varias horas despierto mirando hacia el techo,

pero sin ver otra cosa que la negrura de la noche. No sabría decir a qué hora

aproximada pero, rompiendo el silencio de la noche, oí un grito estremecedor,

un grito que, de no haber sabido que provenía de la habitación de mi amigo,

no podría haber jurado que fuera humano. Salí corriendo en plena oscuridad

hacia la entrada de su habitación y, justo antes de entrar en ella, pude ver

cómo una blanca luz se asomaba con fuerza por debajo de la puerta. Esto me

detuvo un momento, pero cuando oí un segundo grito todavía más fuerte, me

aventuré al interior de la habitación. La imagen que allí vislumbré no soy ca-paz de recordarla sin desear mi ya pronta muerte. Una figura, que irradiaba

una luz cegadora desde su piel, estaba oprimiendo con su fina mano el cuello

de mi amigo. Esta vez no caí de rodillas, me abalancé sobre aquel bello ser,

dispuesto a separarlos; pero, antes de que siquiera llegara a tocar su mano

libre, tan fría como la roca, se aferró a mi cuello igual que lo hacía con el de

mi amigo. Tan solo duró un momento, pero, al verlo tan de cerca, reconocí

qué era aquello que nos estaba robando la vida; aquello que, con una fuerza

sobrehumana, me lanzó acto seguido contra el muro más cercano haciéndo-

me perder el conocimiento. No era otra cosa que la blanca estatua de marfil

que había sido levantada en nombre de mi difunta amiga y esposa de mi ami-

go.

30

Ahora poco queda por contar. Al despertar, me encontré solo en la habita-

ción con el cuerpo sin vida del señor de la casa a pocos metros de mí. Cuando

las autoridades tuvieron que interpretar lo ocurrido, se dio por sentado que fui

yo el que con mis propias manos había ceñido su cuello hasta acabar con su

vida. Por otra parte, tras una breve investigación, se descubrió el macabro

hecho que el señor Escartín había perpetrado, harto de la obligación de cuidar

a una mujer enferma. Y eso, se supone, es lo que me llevó a asesinarlo.

Y es que ella fue enterrada viva en su tumba.

31

Las almas vengadoras Julia Longás, 4º ESO C

E l vaho de mi aliento flota a mi alrededor y, escondido entre las ramas

altas de un árbol, me pregunto cómo he llegado a parar ahí.

16 horas antes

Un salto. Un salto y estaré dentro de las botas. Las puedo ver desde la ca-

ma. Los primeros rayos del alba del uno de noviembre hacen que toda la

habitación se tiña de naranja y creen una larga sombra de todos los objetos.

Un crujido de sábanas hace que me gire. En una cama contigua a la mía duer-men mis dos hermanitas, Lucía y María. Y a su lado, está la cama de mi her-

mano mayor, que ronca como si le fuera la vida en ello.

Por fin encuentro el impulso necesario para llegar hasta las botas. Me las

pongo, me visto y, con todo el sigilo del que soy capaz, salgo del cuarto. Mi

padre ya está en la cocina:

-Pedro, hijo, ve a despertar al resto de la tropa

-Sí, padre, ahora mismo.

Cuando vuelvo a entrar en el cuarto, mis hermanas saltan sobre la cama

de Raúl, el cual intenta esconderse bajo las sábanas. Me uno a ellas y, al final,

conseguimos que se levante de mala gana. Ya en la cocina:

-¡Ya era hora, dormilones! ¿Es que acaso os queréis perder los cuentos de

las viejas?- nos dice nuestro padre con humor.

-¡Bieeeen, cuentos, cuentos! –chillan Lucía y María.

Raúl, aunque lo niegue, está igual de emocionado que el resto de la fami-

lia. Cuando desayunamos algo, salimos hacia el pueblo.

Después de un cuarto de hora andando, entramos en el pueblo. Hay mu-

cha agitación y, en la plaza mayor, distingo varios corros donde se cuentan

historias de miedo. La mayoría de los cuentacuentos son los mismos de todos

los años, pero esta vez hay un grupo nuevo, al que me acerco. Van vestidos

completamente de negro, los tres van rapados. Deben de estar contando una

historia de fantasmas porque, cuando llego, les oigo que dicen:

“Cuando les conté que había visto a una señora vestida de blanco vagando

entre las lápidas, un helado silencio de almas en pena nos sobrecogió”. Parece

que solo he llegado a oír el final de la historia. “¿Alguna pregunta?”.

-Sí, yo. -Un niño de unos diez años tiembla al formularle la pregunta-:

¿Hay alguna forma de que no nos ocurra a nosotros?

32

¿Hay alguna forma de que no nos ocurra a nosotros?

-Por supuesto –responde uno de los extraños–, tenéis que pagarnos, por

cada persona que queráis salvar, diez coronas de oro.

Un murmullo se extiende por el grupo; es mucho dinero. Aun así, hay gen-

te que lo paga y yo todavía no sé de qué nos tenemos que proteger. Como si

tal cosa, le pregunto al de al lado.

-¿Es que acaso no has oído la historia? ¡Nos tenemos que proteger de los

muertos que van a venir esta noche! –me responde enfadado.

Corro todo lo que me permiten mis piernas para encontrar a mi padre. En

cuanto lo veo, le cuento la noticia rapidísimamente.

-¡Jajajaja! ¡Pero hijo, no son más que historias! ¡No es real lo que cuentan,

lo único que buscan es sacarse algo de dinero! -me dice mi padre riendo.

Más calmado ya, voy con mis hermanos a escuchar otras historias. Cuando

anochece, vamos a un bar a cenar.

2ª parte

Estoy comiéndome un rico cordero asado, cuando un grito lejano hace que

toda la taberna quede en silencio. A continuación se oyen más gritos, tanto de

hombres como de mujeres y niños. Asustados, salimos todos a la calle princi-

pal. Al final de esta, se acerca algo espantoso: ¡un ejército de esqueletos ar-

mado con espadas! En un primer momento nos quedamos sin saber qué

hacer. Algunos bendicen a los cuentacuentos que los habían prevenido; otros,

como mi padre, que no han pagado el dinero, están tan asustados que se

quedan congelados de terror.

-¡A esconderse, a esconderse!– grita alguien del grupo.

Sin pensármelo dos veces, cojo a mis dos hermanas y nos escondemos los

tres tras unos barriles. Veo a mi padre y a mi hermano hacer lo mismo tras

unas maderas.

Desde mi posición, puedo ver cómo los esqueletos vivos corren tras los al-

deanos y los torturan hasta la muerte. Cuando pienso que ya estamos en un

lugar seguro, uno de los esqueletos se acerca peligrosamente a nuestro es-

condite. De repente mi padre salta encima y puedo contemplar con horror co-

mo el muerto viviente lo coge con una agilidad y una fuerza sobrenaturales, lo

tira al suelo y le empieza a cortar cada una de las partes de su cuerpo con un

minúsculo cuchillo. Les echo a mis hermanas mi chaqueta para que no puedan

ver nada. Yo, todavía en estado de shock, también aparto la mirada pero los

gritos de dolor se me clavan en el corazón.

Cuando el silencio se hace sobre mi padre, alzo la vista con precaución y

me encuentro mirando al esqueleto cara a cara. Sin saber muy bien lo que

hago, vuelvo a coger a mis hermanas de la mano y salgo corriendo. Quiero

llegar al bosque para poder estar a salvo. Veo de reojo a Raúl, que nos sigue

corriendo de cerca con el muerto pisándole los talones.

No sé cómo, pero conseguimos llegar a los árboles. Allí, todos los herma-

nos nos juntamos; pero esto no duraría mucho, porque Raúl se va con María

por un camino y yo, con Lucía, por otro lado. Ya no los oigo. Ya no sé por

33

dónde voy ni lo que puedo hacer. Mi hermana llora detrás de mí y el frío se

me clava en los huesos; a pesar de lo cual, sigo corriendo hasta que, como

aparecido de la nada, tengo que frenar porque topamos con un árbol de an-

cho tronco. Me detengo bruscamente y Lucía choca contra mí. Alzo la vista

hasta la copa del árbol y, sin saber muy bien lo que hago, comienzo a ayudar

a mi hermana a escalarlo. Cuando ha alcanzado una altura considerable, la

sigo. Trepamos hasta donde podemos y nos escondemos entre las hojas y las

ramitas más pequeñas. El vaho de mi aliento flota a mi alrededor y, escondido

entre las ramas altas de un árbol, me pregunto cómo he llegado a parar ahí,

dónde están mis otros hermanos y, lo más importante, ¿hemos conseguido

despistar al esqueleto? Solo espero que sí. Puedo ver desde el árbol cómo el pueblo se consume entre las llamas y solo unos pocos afortunados (supongo

que serán los que habían pagado a los cuentacuentos) están a salvo.

Al cabo de unos minutos, un viento helador me sopla en la nuca. Mi her-

mana está dormida, me giro lentamente y lo que me encuentro hace que me

dé un vuelco el corazón. El grupo entero de esqueletos se encuentra delante

de mí. Ahora puedo observarlos mejor: sus huesos parecen de cristal e irra-

dian una luz blanquecina; la ropa que visten está en perfecto estado y me mi-

ran como si se apenaran de mi alma. A continuación ocurre algo que me deja

de piedra, los muertos hacen un pasillo por el que se acerca una mujer vesti-

da de pies a cabeza de blanco. El pelo moreno le golpea la pálida tez y me mi-

ra fijamente con unos ojos negros como un profundo hoyo. No sé qué hacer,

no tengo escapatoria y no puedo dejar que atrapen a Lucía. Entre tanto la

mujer se me ha colocado delante y me sonríe.

- No tengas miedo –me dice–, no voy a hacerte daño.

Miro de reojo a mi hermana pequeña y, de un salto peligroso pero firme,

me coloco delante de ella para protegerla. La mujer me mira con ternura.

- Eres valiente. Ven y serás recibido como un héroe que dio su vida por un

ser querido; pocos pueden decir eso porque, a la hora de la verdad, “sálvese

quien pueda”, ¿verdad? No te preocupes, ven.

-¿Qui…qui…quién eres? –la lengua me tiembla–. ¿Quién eres y qué quieres

de nosotros?

-¿Que quién soy, niño ignorante? Soy Muerte, la amiga de los desampara-

dos, la cara que todo el mundo ve. Soy la peor pesadilla para unos y la salva-

ción para otros. ¿Te he resuelto la duda? –Su mirada se clava en la mía y, por

un momento, todo a mi alrededor se vuelve negro y siento que el árbol des-aparece bajo mis pies, que caigo hacia el suelo y aterrizo en una cama. Con-

mocionado, abro los ojos, y me encuentro a un par de centímetros de mi cara

el rostro de Muerte. Pero ahora sus rasgos son diferentes, es como si hubiera

rejuvenecido hasta volverse casi una niña. La observo levantarse, parece un

ángel sin alas, me ofrece la mano.

– Eres valiente, ven. –Su tono de voz se parece al de Lucía. En ese mo-

mento me acuerdo de ella, miro al árbol. Ella sigue ahí, pero donde se encon-

traba el ejército de esqueletos ahora hay un grupos de hombres, mujeres y

niños que irradian una luz especial. Todos me observan con expectación. Creo

que ya voy entendiendo, pero me siguen quedando dudas.

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-¿Por qué matan? ¿Por qué torturan? ¿Qué tenemos que ver nosotros con

sus muertes?

-¿Es que sigues sin entenderlo? Todas estas personas murieron intentando

salvar a alguien, porque una tercera persona no les ayudó y, en consecuencia,

terminaron muertos los tres. Solo las almas puras tienen salvación; cuanto

más limpia, más brillante es su luz. Cada año necesitan vengarse de esas per-

sonas que causaron su muerte; mandamos unos mensajeros por delante, que

se hacen pasar por cuentacuentos, y les avisan de lo que va a ocurrir.

-¿Qué le pasará a mi hermana? ¿Y el resto de mi familia?

-Tus hermanos están a salvo porque tú has dado tu vida por ellos; en cam-

bio, tu padre se merece estar donde está.

Todavía algo confundido, acepto la mano que Muerte me ofrece y, en ese

mismo instante, siento que una energía recorre mi cuerpo y comienzo a bri-

llar. Al principio es un brillo tenue pero, conforme van pasando los segundos,

se acentúa.

Muerte me asciende con el resto del grupo y, antes de irme, miro a mi

hermana; el terror se refleja en sus ojos. Puedo ver que sostiene entre sus

brazos mi cuerpo inerte.

Siento que una fuerza tira de mí hacia arriba y sé que es hora de irse y

abandonar este mundo hasta al año que viene y, ¡quién sabe!, quizá entonces

tú seas el que tengas que pagar diez coronas.

35

Lucía de Lucifer Ariadna Ferrer, 4º ESO C

M illones de gotas caen con fuerza sobre mi piel, ya llevo mojándo-

me un buen rato, pero me da igual, a mí me gusta estar aquí,

sentada en la balaustrada de mi balcón.

Muchas noches salgo aquí y me siento a pensar, llueva o no, así que no re-

sulta tan raro; sin embargo, esta noche no es como las demás, llueve con una

fuerza e intensidad que parecen emergidas del mismo infierno y truena de

una manera tan feroz que hace que los animales del bosque enloquezcan y los lobos aúllen a la luna llena como si de criaturas poseídas se tratasen. La

luna hoy debe brillar de “esa” manera especial, ya que se puede vislumbrar

su cerco color ámbar tras las negras nubes de tormenta y la niebla que inva-

den la noche, cuya oscuridad solo es rota por la breve, pero intensa luz de los

relámpagos.

Lo cierto es que tengo frío, a cada minuto que pasa la lluvia aumenta, y

más y más gotas de agua helada se clavan en mi piel como si fueran agujas

de hielo, pero esta no aumenta sola, el viento la acompaña, y me golpea la

cara de tal manera que parece que sienta odio hacia mí. De repente una ráfa-

ga de aire huracanado entra por las puertas de mi balcón, entonces oigo un

estallido de cristales que se unen a la melodía infernal de aquella noche; me

giro, y en efecto; la rabia del viento ha golpeado las puertas de cristal del

balcón contra las paredes y millones de cristales rotos se encuentran esparci-

dos por mi jaula, a la que aquí les gusta llamar “dormitorio”.

A los pocos minutos oigo pasos por los pasillos que se van acercando más y

más a mi habitación, acto seguido se abre la puerta y una figura entra y, tras

encender las luces, suelta un grito ahogado.

-¡Elena!, ¿qué significa todo esto?, ¡entra en la habitación ahora mismo!

Me la quedo mirando fijamente con expresión desafiante, directamente a

los ojos. Se empieza a poner nerviosa, puedo sentirlo, me mira como si me

temiese, al igual que casi todo el mundo en esta prisión.

-¡Haga caso! –grita con la voz temblorosa, intentando imponerse, pero no

puede, está asustada. Finalmente cedo.

-Sí, madame Dubois –digo mientras bajo de la balaustrada y me dispongo

a entrar a la habitación. Es una pena, mi balcón es el único lugar de este ca-serón lleno de locos que me gusta, se puede ver desde aquí todo el bosque de

las afueras de Paimpont, es lo más bonito de este lugar con diferencia.

La mujer me observa avanzar con una mezcla de asombro y terror.

36

-Pare, mademoiselle –me ordena con calma, pero yo le hago caso omiso y

sigo caminando hasta pisar los cristales rotos; entonces, de las plantas de mis

pies empieza a salir sangre que mezclada con el agua que chorrea de mi ca-

misón coge un tono carmesí, que a mí, personalmente, me gusta.

-¿Está loca? ¡Deténgase! ¡Se va a hacer daño! –grita la mujer con una ca-

ra de terror que parece que acabe de ver un cadáver.

Yo la miro, con cara de odio, me ha llamado loca, detesto que me llamen

loca; y sigo caminando haciendo caso omiso.

-¡Que pare he dicho! ¡Deje de pisar los cristales par Dieu!

Entonces me detengo, sin poder evitar soltar una risita sarcástica. Lo cier-

to es que me hace gracia el acento francés de la gente que trabaja aquí, pero es lo normal, estoy en Francia. Madame Dubois se sorprende, al fin le he

hecho caso y ahora estoy aquí, en medio del cuarto, rodeada de cristales y

charcos de sangre, mientras que el viento sigue golpeando con fuerza.

-Espere aquí, voy por una escoba para recoger los cristales y luego la lle-

varé a la enfermería. ¡Mon Dieu! ¿A quién se le ocurre sentarse en la balaus-

trada del balcón? ¡Y además en una noche como esta, en plena tormenta! Pe-

ro no en una tormenta normal no, sino en esta, ¡que parece obra del mismísi-

mo diablo!

Madame Dubois tiene razón, esta tormenta no es como las demás, es…

especial; sí, esta noche es especial, llueve de una manera tan desmedida que

parece que esté avisando de que algo malo va a ocurrir. Sí, llueve exacta-

mente de la misma manera en la que llovía aquella noche.

-Mademoiselle Elena, ¿no se da cuenta de que, si sigue comportándose

así, jamás va a salir de aquí?-pregunta la enfermera mientras me atiende los

cortes de los pies.

-¿Y qué más da? Cuando salga de aquí me encerrarán en otro lugar -

respondo, mientras miro cómo intenta sacarme los cristales con pinzas.

-No diga eso, pero oiga, ¿a qué fin pisa usted los cristales? Se ha hecho

cortes muy profundos, voy a tener que vendarle los pies y no podrá andar en

unas semanas, ¿de acuerdo?

-De acuerdo…

-¿No se hacía daño mientras se clavaba los cristales o qué?

-Sí, pero me gusta, la sensación de dolor me parece muy agradable, ¿a

usted no?

La enfermera se acaba de quedar mirándome atónita durante unos segun-

dos.

-¿Ve? ¡Por esta clase de cosas está usted aquí! Tiene que empezar a com-

portarse como una persona normal, mademoiselle. ¡Con esa clase de comen-

tarios y acciones no me extraña que todo el mundo piense que es usted la

mismísima hija de Satanás!

Acabo de estallar en carcajadas, pero no es una risa falsa o desganada,

como las que últimamente suelto, sino que esta es la primera vez en mucho

tiempo que me río de verdad.

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-¿De qué se ríe? –me pregunta ofuscada la enfermera.

-De que la gente piense que soy la hija de Satanás. ¡Cuán equivocados

están! -respondo mientras le sonrío de una manera sincera, que admito que

debe de resultar siniestra.

-Bueno, esto ya está curado –me informa la enfermera, poniéndome los

últimos vendajes en los pies.- Ahora llamaré a Madame Dubois para que trai-

ga una silla de ruedas y la lleve a su nueva habitación.

-¿Nueva habitación?

-Sí, la suya ha acabado destrozada, el viento lo ha dejado todo hecho una

pena. Las cortinas han caído, los papeles de su mesilla han volado, han entra-

do hojas y ramas y su alfombra ha acabado llena de sangre. Además no debe olvidar que ya no tiene puertas el balcón, así que esa habitación no está en

condiciones de que la ocupe nadie.

-De acuerdo –digo sonriendo sarcásticamente al pensar “al menos no está

en llamas”.

Cambiar tanto de cuarto se ha vuelto en mi vida una costumbre, la ver-

dad. Desde que cumplí ocho años, no he pisado un hogar de verdad, he esta-

do de internado en internado, cambiando de países cada año, debido a que mi

actitud nunca fue buena; pero este año es la primera vez que he acabado

aquí, en un manicomio, ¿por qué? Porque dicen que estoy loca (-risa-).

-¿Yo? ¿Loca?, ellos sí que están locos, pensar que yo soy la hija de Sa-

tanás (-risa-) Pero es normal, ellos, a diferencia de mí, no han tenido el placer

de conocerla.

Lo recuerdo como si fuera ayer, ¿qué digo ayer? Lo recuerdo como si aca-

bara de ocurrir en estos mismos instantes y, sin embargo, ya ha pasado un

año.

* * *

Había sido enviada a un reformatorio de Chicago, a las afueras del pueblo

de Hillside, en el estado de Illinois. Era tan bonito comparado con el viejo ca-

serón en el que he acabado ahora, en un pueblucho de mala muerte en el que

lo único que vale la pena es el bosque, que de poco me sirve, ya que no pue-

do entrar en él, pero a mí, me basta con mirarlo. El internado de aquel año

era impresionante, semejante a una mansión gótica, rodeada de campos y

praderas y un bosque, claro está.

Aquel internado era mixto, a diferencia de los anteriores en los que había

estado, que solo eran femeninos. Allí conocí a mucha gente, como a Martin, un chico inglés con aires de superioridad, pero que en el fondo no era mal chi-

co; no como otros que había allí. También conocí a Elisabeth. ¡Oh, qué buena

era Elisabeth!, ella no estaba allí como la mayoría de nosotros por nuestro

mal comportamiento; ella estaba allí porque era huérfana y sus tíos la habían

enviado al internado más caro y lujoso de toda la región de Cook. Y bueno, no

debo olvidar a Lucía, ja, ¡como si pudiera olvidarla! Ella, que era una preciosi-

dad italiana, con el cabello largo, de color castaño, con esos tirabuzones que

le caían por su rostro de color tostado que hacía resaltar sus ojos pardos y

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alargados, propios de un felino.

A medida que pasaron los días, fui haciendo amigos; acabamos siendo un

grupo de seis (cuatro chicas y dos chicos). Todos nos llevábamos muy bien.

Que todos tuviéramos quince años ayudaba, la verdad.

En una tarde tormentosa de otoño estábamos todos en la sala común, al-

rededor del fuego, aburridos, muy aburridos. Los chicos estaban comentando

los últimos partidos de fútbol que habían jugado y las chicas estábamos

hablando de las ultimas novelas románticas que habíamos leído, pero Lucía

parecía ausente.

Al rato salió del corrillo y se puso frente al fuego, y clavó fijamente la mi-

rada en las llamas; todos nos quedamos mirándola, no era la primera vez que

Lucía tenía una actitud inquietante.

-¿Qué te pasa? –preguntó Alejandro, el chico que yo, al menos, considera-

ba el más guapo del grupo. Era griego, con unos ojos color azabache que me

volvían loca.

-Estoy aburrida –contestó Lucía de mala gana, sin apartar los ojos del fue-

go, con una expresión de odio bastante siniestra.

-Vaya –dijo Elisabeth– pues… ¿Qué quieres hacer? –preguntó con su ca-

racterística voz dulce.

-¡Ni idea! No hablar de tonterías, por ejemplo –contestó Lucía de manera

brusca.

-¡Madre mía, qué borde! En serio, Lucía, a veces das miedo –dijo de ma-

nera desafiante Cintia, la chica más mayor del grupo, con un carácter fuerte,

que en ocasiones resultaba agresivo.

Lucía se dio la vuelta clavando la mirada en los ojos de Cintia, como si in-

tentara acobardarla, pero Cintia no se echó atrás; se la quedó mirando con

aires de superioridad y una mueca de desprecio. En aquel momento no sé si

fui yo la única que me di cuenta, pero los ojos de Lucía se empezaron a poner

negros como la noche y su tez se volvía pálida por momentos. Estaba adop-

tando un carácter que no parecía humano.

-¡Eh! ¡Eso es! ¿Qué os parece contar historias de miedo, eh? Así no nos

aburriremos –dijo Martin intentando quitar tensión a la situación.

-Sí, es una buena idea –dije sonriendo a Martin.

Entonces Lucía se dio la vuelta de nuevo y dijo:

-Sí, no está mal la idea, claro está, si tienes nueve años y es la noche de

Halloween.– Y volvió a adoptar una actitud ausente mirando cómo el fuego

echaba chispas.

-¿No será que tienes miedo? –dijo burlonamente Cintia a Lucía.

-La que debería tener miedo eres tú, Cintia.

-¿De qué? –pregunto ésta con tono despectivo–, ¿de ti?

-No, de mí no, de Julia Buccola –dijo Lucía sonriendo de manera forzada.

-¿De quién? –preguntamos todos al unísono, menos Lucía y Elisabeth.

-De Julia Buccola Petta, más conocida como La novia Italiana. Se dice que

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hace unos 90 años, en el año 1921, Julia, procedente de una familia adinera-

da de Italia, murió en un complicado parto y fue enterrada con su traje de no-

via. Su hija, Filomena, decía tener sueños en los que su madre le rogaba que

abriera el ataúd; seis años después esta lo abrió y, para asombro de todo el

mundo, el cuerpo de Julia estaba intacto después de tanto tiempo. Esto de

por sí ya llama la atención, pero es mucho más sorprendente el hecho de que

numerosas personas dicen haber visto a la novia italiana vagando por el ce-

menterio de Monte Carmelo, aquí, en Hillside. Además muchos aseguran

haber percibido un extraño olor a rosas, cosa imposible ya que en los alrede-

dores no hay rosas y es más, las rosas no crecen en pleno mes de noviembre,

al menos aquí, en Chicago.

-No me hagas reír –dije.– ¡Eso es imposible!

-Mmm no…es verdad –dijo Elisabeth–, incluso hay un monumento en el

cementerio, representando a Julia con su vestido de boda y el ramo de rosas

que llevaba en la celebración.

-Exacto –dijo Lucía sonriendo de manera burlona a Cintia.

-Adelante Cintia, ¿por qué no sales esta noche a ver el monumento?

Apuesto a que no te atreves a ir allí y quitarle un pétalo de rosa al ramo que

estará encima de la lápida.

-¿Cómo sabes que va a haber un ramo? –pregunté yo un poco extrañada.

-¿No es obvio? –preguntó Lucía mirándome con asco intentando hacerme

callar.

-¡Claro que me atrevo!, pero no pienso ir sola…

-¿Por qué no te acompaña Elena? Así verá el ramo de rosas, que parece

que no me cree –dijo con actitud desafiante pero con un ligero toque gentil.

-Pues…–dije yo entrecortada. De pronto habló Elisabeth:

-No vayáis, chicas, está prohibido salir del Internado; os podéis meter en

líos… Además hoy llueve y, aunque no fuera así, puede resultar peligroso ir

hasta el cementerio solas.

-¡Si está aquí al lado! –gritó Lucía intentando quitarle importancia al asun-

to.

Entonces la sirena de las diez sonó: teníamos que irnos todos a nuestras

habitaciones a dormir.

A mitad de la noche alguien me despertó.

-Elena, Elena, despierta, venga –me decían en susurros mientras me agi-

taban el cuerpo para despertarme.

-¿Qué pasa? –dije incorporándome y restregándome los ojos para poder

ver algo. Entonces reconocí que era Cintia.

-¿Vas a acompañarme al cementerio o qué?

-¿Yo? ¿Por qué? –pregunte atónita y molesta.

-Por favor, Elena, con Lucía no quiero ir, y Eli no va a querer ¡Y me niego

a ir sola por la noche con ningún chico!

-Bueno…vale, pero en una hora estamos aquí ¿verdad?

40

Que sí, venga, vamos, te espero en mi habitación, está en la planta baja y

si saltas desde el balcón la distancia al suelo no es mucha, podremos salir sin

hacernos daño.

-¿Y la seguridad y las cámaras? ¿Cómo piensas que saltemos la verja del

internado?

-Abriremos la puerta.

-¿Qué dices? ¿Cómo?

-Con las llaves, me las ha dado Lucía.

-¿Cómo las ha conseguido?

-Ni idea, bueno, eso da igual, en veinte minutos estate preparada, que

nos vamos.

Después de vestirme salí de mi habitación con sigilo, andando de puntillas

lentamente, intentado no hacer ruido; estaba tensa, nerviosa y asustada. En-

tonces algo me tocó el hombro, fui a gritar pero me tapó la boca, me di la

vuelta y era Lucía. Saber que era ella se supone que tendría que haberme

tranquilizado, pero no, al contrario, me alteró más; tenía los ojos desencaja-

dos, una sonrisa maquiavélica y los ojos negros, con las pupilas exagerada-

mente dilatadas, como las fieras cuando ven a su presa.

-¿Así que al final vas a ir al cementerio?

Asentí con la cabeza, ya que del susto no podía articular palabra.

-Pues mucha suerte, bonita. Esta noche es única ¿sabes? La luna brilla de

una manera especial que –suspiró– me encanta. Después de decir esto,

acercó su cara aún más a la mía, con la mirada fija en mis ojos.

Yo me aparté asustada y me fui corriendo a bajar las escaleras para en-

contrarme con Cintia.

A pesar de que ya había parado de llover, esa noche era nefasta para ir a

ningún lado, y más a un cementerio. Hacía un viento huracanado y se podía

intuir que las negras nubes que cubrían el cielo anunciaban tormenta. Estuvi-

mos andando media hora hasta llegar al cementerio. Una vez allí, nos aden-

tramos en él. El reloj del mausoleo marcaba las dos de la mañana. Después

de estar buscando durante más de veinte minutos la famosa estatua y no te-

ner éxito, Cintia paró para descansar.

-Buff, los pies me están matando –dijo sentándose en una tumba para

descalzarse.

-Levántate, no está bien sentarse en las tumbas –dije agitada y nerviosa.

-¿No crees que, si supiera lo que está bien y lo que está mal, no estaría encerrada en un internado? Y, además, me resulta gracioso que lo digas tú,

que eres la que más reformatorios ha conocido de todo el grupo –me replicó

con desdén.

Ese comentario me irritó tanto que la empujé y cayó al suelo golpeándose

con la cabeza en la esquina de la tumba. Se quedó en el suelo inmóvil y em-

pezó a sangrar. Me asusté mucho y, cuando me disponía a irme corriendo, me

fijé en que no sangraba por la cabeza, sino por los pies: se había cortado con

unas botellas rotas. Estuve un rato intentando que recobrase la consciencia,

41

pero era inútil. Por suerte empezó a llover y al cabo de un rato la lluvia espa-

biló a Cintia.

-¡Cintia! ¡Cintia lo siento! –le decía mientras la ayudaba a incorporarse.

Cuando se levantó, me apartó con brusquedad y dijo:

-¡Estás loca! No me extraña que te encierren siempre, ¿no sabes controlar-

te o qué?

Ese comentario me dolió mucho, y es que era cierto, yo tenía problemas

con mis impulsos de agresividad y por ello iba de internado en internado.

-Perdón –le dije agachando la cabeza.

-No me sirve tu perdón, me he cortado.

-Pero si solo es una rayita, eso no duele.

-¿Ah, no? Pues pisa los cristales descalza, venga, a ver si no te duele.

No me lo pensé dos veces, lo hice. Quería salir de allí cuanto antes y si nos

poníamos a discutir, no saldríamos de aquel lugar en mucho tiempo; así que

me descalcé y pasé por encima de los cristales rotos, me dolía muchísimo y

empecé a llorar.

-Para de lloriquear y vamos a buscar la maldita tumba, cogemos las rosas y

nos vamos.

Nos calzamos y nos pusimos a buscar. Finalmente encontramos la estatua y

la tumba, pero no había rosas. Cintia se acercó a la tumba que estaba un po-

co más atrás de la estatua y se puso a buscar el ramo mientras yo leía la ins-

cripción de la estatua; de repente oí gritar a Cintia. Corrí y, cuando llegué,

Cintia estaba de rodillas apoyada en la tumba con la cabeza sangrando y, en

la mano, un pétalo de rosa.

-¡Cintia! ¡Cintia, responde! –grité, mientras me echaba a llorar del miedo

que tenía.

Una tormenta desbocada comenzó. Tronaba, relampagueaba y el viento

azotaba con fuerza. Me fui corriendo hasta llegar al porche del mausoleo, los

pies me dolían mucho, me quité los zapatos y de las plantas de mis pies bro-

taba muchísima sangre.

No podía parar de llorar; todo era horrible, había una tormenta de mil de-

monios y Cintia había muerto. Entonces salí y, decidida a ir a buscar a mi

amiga, miré hacia la tumba en la que se encontraba Cintia y pude ver, entre

la niebla y la tempestad, una mujer con un traje blanco, mirando el cuerpo

inerte de Cintia. Se me heló la sangre, estoy segura de ello; el dolor insopor-

table por los cortes de los cristales desapareció de golpe y grité aterrada mi-rando a la mujer. Esta levantó la vista hacia mí y entonces rompí a llorar aún

más, de manera frenética. La mujer me miró, pude sentir cómo su mirada pe-

netraba en mí y un escalofrió semejante a una descarga eléctrica me recorrió

el cuerpo. Me quede inmóvil, no podía ni moverme, pero eso cambió en el

momento en que está me sonrió de una manera tan sobrecogedora que sin

pensármelo dos veces eché a correr como alma que lleva el diablo hacia el in-

ternado.

Al llegar, empecé a golpear las puertas de la verja y a llamar, sin parar de

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llorar y gritar, agitando los barrotes con agresividad y dando patadas a la

puerta de forma desmedida; entonces, en un momento de enajenación, cogí

carrerilla y me empotré contra la puerta. Tras esta acción, poco a poco, pude

notar que iba perdiendo el sentido.

Me desperté a la mañana siguiente en la enfermería del Internado. Esta-

ban todos mis amigos allí y, cuando digo todos, quiero decir “todos”, incluida

Cintia. Al verla, grité y me eché a llorar por la impresión; todos se quedaron

atónitos y asustados por mi reacción.

- Pero, ¿qué te pasa? –me preguntó Elisabeth cogiéndome de la mano.

-¡Eso digo yo! ¿Qué se supone que ha ocurrido? –pregunté gritando.

-Te encontraron en los jardines del internado, los que están justo bajo el balcón de tu habitación. Los responsables del centro creen que intentaste es-

caparte y en dos días te trasladarán al hospital más cercano.

-¿Por qué no me quedo aquí?

Entonces hubo un silencio incómodo, que rompió Lucía en un tono alegre

muy desagradable.

-Porque te han expulsado por querer escaparte

-¿Qué? Pero si eso no ha pasado así. ¡Anoche fui con Cintia al cementerio

porque tú nos retaste! Yo no intenté saltar por mi balcón. Cintia y yo salimos

por la puerta del internado. ¡Tú nos diste las llaves! –grité agresivamente a

Lucía rompiendo a llorar de nuevo.

Todos se quedaron sin habla, excepto Lucía, que se echó a reír.

- Pero, ¡es cierto! ¡Si me viste en el pasillo!

-¿Yo? Yo anoche no salí de mi cuarto en ningún momento, es lo que hay

que hacer. ¡Aprende, bonita!

En ese momento me abalancé contra Lucía. Martín y Alejandro nos tuvie-

ron que separar. Cuando me calmé, Lucía gritó:

-¡Estás loca!

Fue entonces cuando estallé y dije:

-¡No! No estoy loca, lo que ayer pasó fue real. Tú me viste, eres una men-

tirosa. ¡Cintia y yo fuimos al cementerio y allí murió! ¡Y yo me hice unos cor-

tes en los pies y ella también! ¡Y vi a la novia italiana con su traje blanco! ¡La

vi! Estaba al lado de las tumbas y mirando a Cintia…

Cuando les conté que había visto a una señora vestida de blanco vagando

entre las lápidas, un helado silencio de almas en pena nos sobrecogió a todos,

menos a Lucía, que sonría con actitud burlona.

-Elena, necesitas ayuda…–me dijo Alejandro

-¡No! No la necesito. ¡No estoy mintiendo, os digo la verdad! –grité mien-

tras me secaba las lágrimas.

-Pero, si ni siquiera tengo cortes en los pies… –dijo Cintia– y tú tampoco…

Me miré las plantas de los pies y, en efecto, no había ni un rasguño.

-Pero…pero... Me creéis, ¿verdad? –pregunté con voz apagada.

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A continuación se volvió a crear un silencio incómodo.

-¿Verdad? –pregunté rompiendo a llorar otra vez.

-Chicos, marchaos un momento; quiero hablar con Elena a solas –dijo Luc-

ía, apenada.

Todos se miraron entre ellos y, sin argumentar palabra, salieron de la habi-

tación.

-Con que…nos dices la verdad, ¿eh? –me dijo en un fingido tono cariñoso

acercándose a mí.

-Sabes que sí –le respondí con expresión seria.

-Y yo te creo, Elena –dijo mientras me abrazaba. En ese momento pude

percibir un olor a rosas y a humedad, y de pronto empecé a sentir dolor en los pies. Al mirar hacia el suelo vi cómo estaba cayendo sangre procedente de

estos.

-¿Cómo no te voy a creer? Si sé que es verdad –dijo riéndose.

Me aparté de ella y vi cómo a menos de un palmo tenía la cara de Lucía

frente a mí, mirándome fijamente a los ojos. Acto seguido, sentí un escalofrío

semejante a una descarga eléctrica, exactamente igual a la sensación que me

recorrió la noche anterior. Entonces lo entendí todo.

-¡Tú! –grité–, tú has sido. ¡No sé cómo, pero todo esto es culpa tuya!

-Muy bien –dijo apartándose Lucía, aplaudiendo mientras se reía a carca-

jadas.

-Chica lista –añadió guiñándome un ojo.

-Todo ha sido verdad, Elena, y sí, tienes razón: todo, obra mía; nada de fantasmas. La mujer que viste anoche era yo, y yo misma maté a Cintia y

más tarde, la devolví a la vida; además cogí tu cuerpo y lo trasladé hasta el

lugar donde te encontraron, para que pensaran que te habías tirado por el

balcón, jajajaja, ¡qué tontos son los simples mortales!, ¿verdad?...

- Pero tú, no, tú me has pillado –dijo haciéndome una reverencia y en-

tregándome un ramo de rosas mojadas–, siento que tu regalo esté empapa-

do, pero ya sabes, anoche llovía mucho. ¿Cierto? Como si fuera obra del

mismísimo diablo, jajajajaja, ¡qué apropiada la expresión!

Tras decir esto último, las pupilas de los ojos fueron aumentando de tama-

ño hasta tapar la esclerótica, quedándose así completamente negros, y su

piel se volvió pálida, como si estuviera muerta.

-Eres muy lista, es una pena que todos te vayan a tomar por loca, pobre-

cita…

A medida que hablaba, en la habitación empezaba a hacer más y más ca-

lor, como si estuviéramos en una caldera; era un calor sofocante que me alte-

raba la respiración. Entonces Lucía me arrebató el ramo de rosas de las ma-

nos y este se prendió fuego.

-Ups…un accidente –dijo con una voz grave y rota, como de ultratumba, y

sonriéndome de manera espeluznante con una sonrisa que, a los pocos se-

gundos, le ocupaba más de la mitad de la cara. Entonces abrió la boca y mi-

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llones de colmillos salían de ésta, mientras reía a carcajadas, su cuerpo em-

pezaba a arder y a cambiar de forma, volviéndose rojo y aumentando de ta-

maño.

En poco tiempo toda la habitación se vio envuelta en llamas, pero yo tenía

la sangre helada. Estaba totalmente aterrada, tanto que no tenía ni fuerza pa-

ra soltar unas lágrimas o un grito. Yo, simplemente, miraba atónita a aquella

criatura que, de no ser el diablo, no sé qué podría ser.

Entonces, de su gigantesca boca, emergió una lengua semejante a la de las

serpientes, pero negra y kilométrica. A continuación, se lanzó hacia mí y,

antes de que llegara a alcanzarme, perdí la consciencia.

Lo único que recuerdo, después de eso, es que me desperté en el hospital, en donde conté a mis padres todo lo ocurrido. Ellos me enviaron a médicos es-

pecialistas, tachándome de loca, hasta que finalmente acabe aquí, en un psi-

quiátrico…

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Secretos de familia David Lirola García, 4º ESO D

C uando les conté que había visto a una señora vestida de blanco va-

gando entre las lápidas, un helado silencio de almas en pena nos sobrecogió.

Estábamos en el desván de mi casa, espacio envuelto en tinieblas y en el que

su aspecto de polvoriento abandono y el chirriar de sus viejas maderas, crea-

ban un escenario propicio para narrar extrañas historias. Nos reuníamos mis

amigos y yo una vez al mes y nos contábamos las historias más rocamboles-

cas que nos hubieran sucedido durante ese mes. Esa extraña competición siempre la ganaba yo, dada mi propensión natural a que me pasasen los más

asombrosos sucesos.

Al día siguiente, al ojear el periódico que compraba mi padre todas las ma-

ñanas, aparecía resaltada en la portada la foto de una señora vestida de blan-

co tirada en el suelo sobre la lápida de un psicópata , un asesino apodado “el

loco olvidado del pueblo”. Aquel loco acabó con la vida de todos los miembros

de tres familias, de tres familias fervientes católicas, que al parecer eran el

objetivo preferido del psicópata.

Días después del hallazgo de la señora muerta, según los forenses por cau-

sas desconocidas, otra noticia volvió a sobrecoger al pueblo: la familia del sa-

cerdote había sido brutalmente asesinada. Todo el pueblo estaba conmociona-

do, se veían mujeres llorando por doquier y el pueblo estaba sembrado de ve-

las, en un vano intento por expulsar a los posibles demonios que pudieran pu-

lular por el pueblo.

No se encontró al culpable de tan brutal asesinato, la policía barajaba todas

las posibilidades.

Al cabo de una semana, cuando las cosas se tranquilizaron un poco, se dio

la noticia de que una tumba había sido profanada y su cadáver robado. Era la

tumba de ”el loco olvidado del pueblo”. Esta noticia asustó todavía más al

pueblo. Familias enteras, aduciendo las más peregrinas excusas, fueron aban-

donando poco a poco el pueblo. En el instituto la gente no hablaba, los profe-

sores se mostraban temblorosos. Pero yo estaba muy tranquilo, pues sabía

perfectamente todo lo que estaba ocurriendo; pero claro uno debe tener sus

secretos. Mi tío abuelo, nacido deforme, acabó con la vida de aquellas tres fa-

milias, pero él no era el culpable, sino mi bisabuela, adoradora del diablo. Es-

ta manejaba a su antojo a su hijo deforme y le obligó a cometer tan abyectos

crímenes. Mi tío abuelo, al concienciarse de lo que había hecho, se suicidó.

Pero el plan de mi bisabuela había quedado inconcluso, debía matar a una

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cuarta familia. Cuando sintió que su muerte estaba cerca, mediante un conju-

ro, pasó su alma a la de mi tío abuelo, devolviéndole la vida mientras ella

moría. Ahora él está en mi desván comiendo sobras. Da gusto estar con la fa-

milia.

Índice

El misterio de Clara Fuertes ................................................... 3

Alba Coloma 1º ESO

La dama de blanco ................................................................ 6

Andrea Bueno 1º ESO

El precio del odio ................................................................... 7

Sara García, 2º ESO

Hay alguien ahí ..................................................................... 13

Gerardo Quintana 2º ESO

Niebla roja ........................................................................... 14

Ana María de Miguel, 2º ESO

Una muerte inesperada .......................................................... 18

Elvira del Pilar Muzás Crespo, 2º ESO

La casa abandonada ............................................................. 20

Germán Lahoz Alonso, 2º ESO

Alicia, la niña de las seis iglesias ............................................. 22

Cristina Stefan, 2º ESO

El viejo cementerio ............................................................... 24

Alba Pelet Andrés, 1º ESO

Alcander .............................................................................. 26

Adrián Peña, 3º ESO

La justicia de los muertos ...................................................... 28

Jorge Marco, 4º ESO

Las almas vengadoras ........................................................... 31

Julia Longás, 4º ESO

Lucía de Lucifer ..................................................................... 34

Ariadna Ferrer, 4º ESO

Secretos de familia ............................................................... 45

David Lirola García,4º ESO

Esta edición no venal, con fines pedagógicos y hecha para su distribución

entre el público lector del Instituto de Enseñanza Secundaria Goya de

Zaragoza, reúne una selección de los relatos escritos por alumnos de ESO

como parte de las actividades de la Semana de la Literatura de Misterio y

Terror, celebrada del 25 al 31 de octubre de 2012.

Biblioteca del Instituto

Avda. de Goya, 45

50006 Zaragoza

Teléfono: 976 358 222 Fax: 976 563 603

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