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Regreso Al Cafe de Los Corazones Rotos - Penelope Stokes

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REGRESO AL CAFÉDE LOS

CORAZONESROTOS

Penelope Stokes

Traducción de Laura Paredes

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CréditosTítulo original: The Book of

PeachTraducción: Laura ParedesEdición en formato digital:

mayo de 2013© 2010 by Penelope Stokes© Ediciones B, S. A., 2013Consell de Cent, 425-42708009 Barcelona (España)www.edicionesb.comDepósito legal: B.

31158.2012ISBN: 978-84-9019-405-8

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Conversión a formato digital:El poeta (edición digital) S. L.

Todos los derechos reservados. Bajo lassanciones establecidas en el ordenamientojurídico, queda rigurosamente prohibida, sinautorización escrita de los titulares delcopyright, la reproducción total o parcial deesta obra por cualquier medio oprocedimiento, comprendidos la reprografía yel tratamiento informático, así como ladistribución de ejemplares mediante alquiler opréstamo públicos.

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ÍndicePortadillaCréditosREGRESO AL CAFÉ DE

LOS CORAZONES ROTOSPreámbuloPRIMERA PARTECapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7

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Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10SEGUNDA PARTECapítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20

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Capítulo 21TERCERA PARTECapítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30EpílogoNotas

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REGRESO AL CAFÉ DELOS CORAZONES ROTOS

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PreámbuloQue quede claro; me educaron

para que fuera una dama sureña.Cuidado, no una chica sureña. Laschicas sureñas son fruto de lacasualidad de haber nacido en undeterminado punto geográfico. Lasdamas sureñas son intencionadasobras de artesanía a las que se daforma durante sus años maleableshasta que están perfectamentemoldeadas sin defecto alguno, apunto para endurecerse.

Contrariamente a lo que la

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mayoría de gente cree y a lasimágenes de Hollywood, en el surtodo el mundo sabe que la riquezano es lo principal para ser unadama sureña. Ni tampoco labelleza. Ni el carácter, laintegridad, el honor, la elegancia, elencanto, ni ninguna de las otrasvirtudes que los sureños aseguranvenerar.

Lo que importa es el apellido.Una chica puede ser más fea

que un cardo borriquero y más cortaque las mangas de un chaleco, y no

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digamos ser más artera que unzorro, pero si tiene el apellidoadecuado y el legado adecuado, selas apañará sin problemas.

Se casará bien, llevará ropa dediseñador, tendrá una tarjeta de oroy todos los camareros del club decampo la reconocerán a cien metrosde distancia.

Será, en resumen, una damasureña.

Todo depende del apellido.Al principio, Dios encomendó a

Adán la labor de poner nombre a

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todos los animales de la creación.Pero antes de que se diera cuenta,Eva había asumido esa tarea, y lasmujeres se han encargado de elladesde entonces. Poner nombres seha ido refinando a lo largo de lossiglos, desde que nuestra primeramadre se planteó el de la jirafa,pero sigue siendo un legado que lasmadres de las aspirantes a damasureña conservan y atesoran.

Yo me crie en Misisipí, en unapoblación recóndita llamadaChulahatchie, a orillas del río

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Tombigbee. Ahora bien, comomamá se apresura a recordarme, nosoy hija de Misisipí. Mi doradolinaje se remonta variasgeneraciones hasta una remota ramade la familia Bell, una de lasmejores de Tennessee, originaria delos alrededores de Clarksville.

Después de que los oportunistasse hubieran dado un banquete con elbotín de guerra una vez finalizada laguerra de Secesión, los Bell ya notenían blanca ni dónde caersemuertos. Pero tenían un par de

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cosas que les permitían conservarel lugar que ocupaban en lasociedad: un buen apellido y unacasa ancestral.

El buen apellido, pordescontado, no tenía nada que vercon el honor ni con la integridad, ycon el cambio de siglo, la casaancestral se estaba desmoronandosobre las cabezas patricias de losBell. Pero la familia seguía siendopropietaria de las tierras, y seguíadando esperanza a las generacionesfuturas. Esperanza que adoptaba la

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forma del apellido que setransmitiría de padres a hijos. Elapellido: la base, la argamasa queune entre sí las distintas piedras dela cultura tambaleante del sur.

Como el legado de los Bellprovenía del lado materno de lafamilia, el apellido podría haberseperdido fácilmente debido a losestragos del tiempo y de lascostumbres sociales. Al fin y alcabo, las sureñas comulgan con esaactitud anticuada de que las mujerestienen que adoptar el apellido de

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sus maridos en el altar. Pero lasmujeres Bell no estaban dispuestasa perder su conexión con el linajede los Bell. Si no podían conservarel apellido cuando se casaban, porDios que iban a aferrarse a él enotra parte.

El tronco femenino de mi árbolgenealógico iba más o menos delsiguiente modo: mi abuela GiGi, lamadre de mi madre, se llamabaGeorgia Bell Posner Barclay. Mimadre era Donna Bell BarclayRondell. Mi hermana mayor, que

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tenía trece años y sufrió unahumillación cuando yo llegué almundo, fue bautizada como MelanieBell Barclay Rondell. Y yo, comocon mi boquita de bebé era incapazde protestar, tuve que cargar conPriscilla Bell Posner Rondell.

Peach, para mis amigos y parala mayoría de mi familia.

Mamá, por supuesto, se negó aaceptar este apodo y siempre mellamó Priscilla. O, cuando estabamuy enojada, «¡Priscilla Bell!».Todavía ahora me llama la

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atención. Cuando hacía algo mal, mimadre me recordaba que era unaBell y que más me valía aprender acomportarme como tal.

Se rumoreaba, y sospecho quemi familia alimentó la llama de lasuposición y reavivó sus rescoldos,que mis antepasados entroncabancon los Bell originales deTennessee, anfitriones y víctimas dela famosa bruja de los Bell. Estuvetoda la infancia y la juventudoyendo historias sobre la bruja delos Bell; relatos destinados a

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inculcarme un respeto sano por misascendientes femeninas y a hacermevenerar el apellido que me habíasido transmitido. Mi mentepervertida y rebelde se divertíamucho con este asunto. Me paséaños entreteniéndome con la ideade que todas las Bell eran unasbrujas, y mi propia madre,naturalmente, me confirmaba esacreencia a cada paso. Como cuandoaprendí la palabra prohibida creí,en mi inocencia infantil, que erasinónimo de «bruja» en su acepción

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despectiva, empecé a usarmentalmente la expresión «la putade los Bell».

Sabía que «puta» era unapalabra soez, una palabra que nousaría una dama sureña, ni enpresencia de gente educada ni enninguna parte, lo que hacía que megustara todavía más. Mientraspracticaba durante horas delante deun espejo de cuerpo entero paraaprender a «comportarme»,articulaba la palabra una y otra vezpor lo bajini; puta, puta, puta. La

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decía a espaldas de mi madrecuando me corregía la postura, y larepetía como un conjuro paraaislarme de los sermones constantessobre qué era y qué no era uncomportamiento digno de una damasureña.

Nunca me pilló, ni siquieracuando la dije sobre su cabezamientras me tomaba el dobladillodel vestido para el concurso deMiss Misisipí.

Fue una victoria invisible, unafisura estrechísima en la escayola

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de mi molde. Pero fue un comienzo.Un presagio de lo que estaba porvenir.

El día después de graduarme enla universidad, me sacudí la arcillaroja de Misisipí de los zapatos desalón y me juré que no regresaríajamás.

De eso hace veintitrés años.Ahora he vuelto. Que Dios se

apiade de mí.

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PRIMERA PARTEAntecedentes

* * *Borrar elimina las palabras,

pero su huella permanece en lapágina.

Desaprender es la lecciónmás difícil de todas.

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Capítulo 1Mi psiquiatra tiene la culpa de

todo.El punto de inflexión se produjo

la semana que cumplí cuarenta ycinco años. Un viernes por la tardedel mes de octubre celebraba micumpleaños con mi marido, Robert;mi mejor amiga, Julia, y su actualnovio, Kenneth. Era una de esastardes mágicas de otoño deAsheville: un glorioso crepúsculoteñido de rosa y púrpura mientras elsol se ocultaba tras las montañas,

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seguido de un cielo azul oscuroincrustado de diamantes queacompañaban al arco plateado de laluna. Champán a la luz de las velasen el Grove Park Inn, cena conmúsica y la brisa fresca de la nocheen la Sunset Terrace. Perfecto.

El siguiente lunes por la tarde,cuando estaba en el Grove Park Spadándome un masaje con el valeregalo con el que Julia me habíaobsequiado por mi cumpleaños,Robert me dejó un mensaje en elbuzón de voz en el que me

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informaba de que había dejado dequererme y se había enamorada deotra.

Irónicamente, lo que más meafectó fue cumplir años. Sí, meafectó más incluso que la marchabrusca e inesperada de Robert. Alos cuarenta, podía seguirafirmando que estaba más cerca delos treinta que de los cincuenta. Nisiquiera a los cuarenta y cuatrohabía coronado todavía totalmentela cima.

Pero al cumplir cuarenta y

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cinco, me encontré de repente alborde del precipicio vertiginoso dela mediana edad, contemplando elvalle oscuro de la decrepitud a mispies. A un pasito de ser unaauténtica matrona. Una vieja.

Más aún, cuando echaba la vistaatrás, no veía demasiadas cumbreshermosas bañadas por la luz doradadel sol, sino más bien un laberintode caminos sin rumbo y decallejones sin salida, y una cantidadconsiderable de ruinas humeantes,entre las cuales, la más reciente era

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la del fin de mi matrimonio trasveinte años de convivencia.

Me llevó todo el otoño, todo elinvierno y una primera parte de laprimavera llegar a comprender todoesto. A finales de febrero cometí elerror de confesar mis inseguridadesa mi psicoterapeuta.

Sollocé y lloriqueé, y se loconté todo:

—No sé qué voy a hacer —melamenté—. Se me ha acabado eldinero. Robert se quedará con lacasa porque yo no me puedo

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permitir mantenerla. No tengodónde ir, ni trabajo, niperspectivas. Tengo cuarenta ycinco años, y no tengo opciones.

—Siempre hay opciones —replicó el viejo idiota—. Siemprese puede elegir. —Me miróatentamente con los ojitos brillantestras una nariz aguileña—. El pasadonos aporta información y, a la vez,transforma nuestro futuro. A lomejor podría pasar un tiempo encasa. Un mes o dos, o más, si leapetece. Recupere la estabilidad

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personal. Decida qué le gustaríahacer con su vida. Repase algunosaspectos de la forma en que lacriaron.

Levanté la cabeza de golpe.—¿Criaron? —solté—. Se crían

vacas. Se crían vinos. A las damassureñas se las educa.

«Coño —pensé—. Estoyhablando por boca de mi madre.»

Se inclinó hacia mí y puso unamanaza huesuda en el brazo de misillón.

—A veces la única forma de

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saber dónde vamos es averiguar dedónde venimos —comentó—. Vayaa casa. Hable con ella. Está sola enaquella mansión; seguro queagradecerá una visita larga de suhija. —Me dedicó una sonrisa quedejó al descubierto una dentadurairregular antes de añadir—:Además, siempre soñó con serescritora. Considere que se estádocumentando. Lleve un diario.Escuche lo que le diga su corazón.

Un diario. Un relato de mi vida,de mi relación con mamá, de lo que

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me había hecho sentir el rechazo deRobert, de los declives vertiginososy de los fracasos estrepitosos queme habían llevado hasta allí. Unenfrentamiento crudo, valiente ycorajudo conmigo misma. Unintento de aprender de laexperiencia y encontrar una formade volver a centrarme.

Aterrador. Totalmenteaterrador.

La psicoterapia no es unrecorrido por un caminoligeramente empinado, ni

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siquiera un ascenso precariopor una escala de cuerdaenredada. Es una escalada libre.Tienes que encontrar grietasminúsculas donde aferrarte conlas manos y donde apoyar lospies para no perder la vida, yrecordarte a ti mismo en cadapenoso centímetro que nopuedes quedarte donde estás nivolver a bajar. Sin equipo deescalada, sin ganchos deseguridad ni cuerdas de rápel.Nada. Solo la montaña y tú, y un

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viejo idiota canoso que, desdeabajo, lanza gritos de ánimo alviento variable.

No es una experiencia paratimoratos. Se necesita ser fuertepara escudriñar las partes másoscuras de uno mismo yaportarles algo de luz. En missueños y pesadillas, e inclusocuando estoy totalmentedespierta, me he encontrado concosas que harían que losalienígenas o los monstruos, encomparación, parecieran

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inofensivos. He combatido esasbestias incendiarias que sedespiertan tras el ocaso y hetenido que batirme en retiradacon las cejas chamuscadas.

Y ahora me está enviandode nuevo a la guarida deldragón.

A casa de mi madre.¡Dios mío, cómo detesto ser

un estereotipo!

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Capítulo 2La casa de mamá, la casa que

papá había comprado y restauradopara ella, era una mansión de estiloneogriego de quinientos sesentametros cuadrados, construida conladrillos rojos hechos por losesclavos, con una amplia verandadelantera y seis enormes columnascuadradas. La plantación original,llamada en su día Mabry, seextendía cuatrocientas hectáreas acada lado del río.

Hacía mucho tiempo que se

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había vendido la mayoría delterreno y las dependencias de losesclavos estaban derruidas. Ahorala ciudad de Chulahatchie invadíala finca como el kudzu, y lo únicoque quedaba de la antiguaplantación era la mansión, lapequeña cocina de ladrillo y lacochera. El edificio, situado a laorilla del río, estaba rodeado deuna hectárea y media de vegetaciónexuberante y de un amplio caminode entrada flanqueado por unpuñado de viejos robles de los que

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colgaban largas hebras de barba depalo.

Con gran ingenio, papá habíahecho un juego de palabras con elapellido de mamá y había llamado ala finca Belladonna.

Mamá creía que había elegidoeste nombre en homenaje a ella, su«hermosa esposa». Yo sospechoque lo que realmente tenía en menteera la mortífera belladona. Elveneno que tanto se utilizaba en laantigüedad.

Papá.

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Al pensar en él se me hizo unnudo enorme en la garganta. Laúltima vez que había estado en casahabía sido para asistir a su funeralhacía un año, en enero, y antes deeso, solo la había visitado unpuñado de veces en los veintitantosaños en que Robert y yo estuvimoscasados.

Mi hermano y mi hermanatambién acudieron al funeral,obligados por el deber filial peroclaramente a regañadientes. Harry,como siempre, se mantuvo frío y

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distante. Melanie se encerró en símisma ante el dolor de haberperdido a papá. Yo me paséaturdida toda la visita, incluida laceremonia, vagamente conscientede las idas y venidas de los vecinosde Chulahatchie, pero sin lograrverles la cara ni oír las palabras deconsuelo que decían. Lo único querecuerdo es a papá, metido en elataúd abierto, con la cara pálida yamarillenta, y dos manchas decolorete que la maquilladora de lafuneraria le había puesto en las

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mejillas para que pareciera estar«vivo».

Cuando estuve junto a él,observándolo, sentí el peso de milsinsabores, de mil preguntas, de milpesares. Jamás se me habíaocurrido pensar cómo había sido lavida de mi padre con mi madre. Sila amaba de verdad, y por qué. Si,cuando estaban a solas, alguna vezreían juntos, o lloraban, o setocaban. Si sabía por qué los hijosque tanto adoraba se habían ido decasa y rara vez regresaban, ni tan

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solo para hacer una brevísimavisita.

Ahora ya no estaba, y la ampliaentrada de Belladonna me parecióde repente marchita, vacía yabandonada.

En toda mi vida jamás habíapillado desprevenida a mi madre.Cuando llegaba a casa dedondequiera que hubiese estado,una tarde de compras, mi baile depromoción o las vacaciones deSemana Santa en mi primer año deestudios universitarios, parecía

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saber instintivamente el momentoexacto de mi llegada. Cómo lohacía será siempre un enigma, peroincluso ahora, después de tantosaños, en cuanto enfilé el camino deentrada la vi ya en el porche,agitando un pañuelo en midirección. Me detuve un momentoentre los dos primeros robles y almirarla desde esa distancia, mevino a la cabeza la casa de muñecasque ocupaba una cuarta parte de mihabitación cuando era pequeña.Belladonna en miniatura, incluida

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una muñequita que representaba amamá con un vestido camisero azuly unos zapatos de salón planos ajuego.

Se veía diminuta. Pero era yo laque se estaba empequeñeciendo.Hasta podía sentir la regresión: decuarenta y cinco a treinta y cinco...veinte... quince... diez... cinco. Amedida que iba dejando atrás losrobles recubiertos de vegetacióniba perdiendo años. Cuando detuveel coche en la curva que conducía ala cochera, volvía a ser una niña, y

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mi madre, con su metro cincuenta ycinco de altura, descollaba sobremí.

—Hola, cielo —me dijo desdeel peldaño superior—. ¡Gracias aDios que estás aquí!

Aguardé a que me lanzaraalguna frase acusadora, y no medecepcionó:

—Hace tanto tiempo que novenías... —Me miró arriba y abajo,y observó con sus gélidos ojosazules los vaqueros, la camiseta dealgodón y las zapatillas deportivas

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que llevaba puestos—. Bueno,seguro que has traído más ropa,¿verdad? Adelante, pasa. Teesperaba hace una hora y ya estabafuera de mí.

«¡Qué horror! —pensé—.Ahora son dos.»

—Instálate —dijo mamá—.Cuando termines, me encontrarás enla veranda trasera.

La veranda trasera. Uneufemismo como una casa.

Belladonna es una de esas casasde plantación sureñas que no tiene

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parte trasera, sino más bien dosdelanteras: una que da a la calle yotra que da al río. Es una metáforade cómo ve mamá la vida. ¡QueDios nos libre de no mostrar unaimagen presentable, ni siquiera anuestros propios traseros!

Detrás de la casa, más allá de lacocina de ladrillos donde tiempoatrás las esclavas cocinabanverduras, guisantes forrajeros,colinabos y pan de maíz para losresidentes blancos de la CasaGrande, el césped descendía entre

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unos cuidadísimos parterres deazaleas hasta la orilla escarpadadel río. La casa se alzabamajestuosa, muy por encima delnivel de inundación, y gozaba deuna buena vista de las aguasamarronadas y mansas delTombigbee.

Mamá sirvió limonada ygalletas en la veranda trasera, ycharlamos educadamente sobretonterías. Comentamos que lasazaleas estaban brotando y habríanflorecido totalmente en una semana

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más o menos, y que los árboles deJudas ya lo estaban haciendo. Uncerezo llorón alargaba las ramassobre el jardín y dejaba caer suspétalos como si fueran copos denieve rosados. A lo largo delcamino crecía, con una simetríaperfecta, una hilera de forsitias queasentían con sus rastas amarillas alsol de la mañana.

Ella no dijo una sola palabrasobre papá. Yo no dije una solapalabra sobre Robert. Finalmentedejó el vaso y fijó la mirada en un

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punto situado a la izquierda de mihombro.

—¿Y cuánto tiempo,exactamente, voy a tener el placerde disfrutar de la compañía de mihija? —dijo.

Me pregunté vagamente cómolograba, en una breve pregunta,culparme por mi ausencia ymostrarme su disgusto por mipresencia sin pararse siquiera arespirar. Pero no dediquédemasiado rato a dilucidar eldilema.

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—No lo sé —respondí—.¿Tenías otros planes?

—Claro que no —dijo trasdirigirme una sonrisa gélida—.Solo lo pregunto para saberlo, nadamás. Ya sabes que siempre quenecesites un lugar donde hospedarteserás bienvenida. Al fin y al cabo,esta es tu casa.

Belladonna no había sido micasa desde hacía más de dosdécadas, ¿pero de qué serviríahacérselo notar?

Nos quedamos en silencio. Una

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familia de ruidosas ardillas bajópor el tronco de un nogal pacaneropersiguiéndose entre sí, y en el río,dos hombres negros que acababande pescar un pez molestaron a mimadre al reírse demasiado fuerte.

Estaban anclados justo delantede nuestra orilla, con la proa de labarca verde orientada aguas abajo.Mamá no dijo nada. El río erapúblico, y no podía controlar quiénlo navegaba, aunque jamás necesitódecir una sola palabra paraexpresar su desagrado. Le bastaba

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con «la mirada».Había aprendido a distinguir

«la mirada» de muy niña, y mehabía esforzado por evitarla a todacosta. En vano, debería añadir.Daba igual lo que hiciera, dabaigual lo mucho que me esmerara,jamás lograba del todo hacer lascosas como era debido. Ser comoera debido. Hacía años que mehabía llevado las manos a lacabeza, desesperada, y lo habíamandado todo a hacer puñetas, peropor más que me lo propusiera, no

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había nada en el mundo capaz decontener la asfixiante marea dedesaprobación materna.

Ahora volvía a sentir aquellasensación de retroceder en eltiempo, de sufrir una regresión. Meremonté tambaleando cuarenta añosy vi «la mirada» en los ojos de mimadre.

Alargó la mano para tirarme dela pernera de los vaqueros azules ysoltó un suspiro. Solo un suspiro.Nada más. Pero aquel suspiro, y elsilencio que lo siguió, contenían la

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reprimenda de toda una vida: «Porel amor de Dios, Priscilla, aprendea ser una dama. Yo no te eduqué asíde mal.»

En el río, los hombres negrosrieron de nuevo.

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Capítulo 3El principal objetivo de mi

madre en la vida era «educarmecomo es debido». Para ello, sededicó con afán a la tarea demodelar mi joven arcilla paradarle la forma de una damasureña.

Mi primer recuerdo delproceso de mi educación seprodujo cuando tenía, quizá,dieciocho meses.

Los psicólogos, incluido elviejo idiota canoso que me

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envió de vuelta a casa, me handicho más de una vez que unbebé tan pequeño es incapaz deformular recuerdos coherentes.Pero, aun así, tengo la imagengrabada en la cabeza. Lospsicoterapeutas no lo sabentodo, y además, yo era una niñamuy inteligente.Me detuve, eché un vistazo al

diario, releí lo que había escrito ysonreí. Toma ya. El viejo idiotaquería que explorara mi pasado,pues muy bien. Él se lo había

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buscado; se merecía el resultado,fuera cual fuera.

¿Y qué si sonaba un pocoegocéntrico? Era una niña muyinteligente. Y tengo esos recuerdos,digan lo que digan los demás.

Mi madre, una mujermenuda, perfectamente vestida,sin el menor instinto maternal,intentaba darme de comer unapapilla de espinacas de un tarrode potitos. La cuchara plateadavaciló solo un instante antes deque yo la lanzara por el aire con

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el puñito. La mayoría fue aparar al pelo de mi madre y elresto salpicó ruidosamente lapared que tenía tras la cabeza.La señalé con un rechonchodedito infantil e hice loimpensable: me reí.

—Priscilla —me riñómamá, intentando conservar ladignidad a pesar de tener elpelo recubierto de papilla deespinacas—, una damita comoes debido no tira la comida. Secome lo que le ponen delante,

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tanto si le gusta como si no.Mi reacción, o por lo menos

eso es lo que me dijo mi padre,fue escupir la papilla quetodavía tenía en la boca y usarlapara pintar con el dedo labandeja de la trona. Ya a tantemprana edad, tenía tendenciasartísticas.

De acuerdo, tal vez no lorecuerdo, por lo menos eldiálogo exacto. En mi propiadefensa diré que tengo unvívido recuerdo de una mancha

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verde en la pared, situada a laizquierda de mi trona, más omenos a la altura de la cabezade mi madre. Además, lahistoria me gusta, y por eso lacuento como cierta.Dios mío, eso suena a algo que

habría dicho papá: «Nunca dejesque la verdad estropee una buenahistoria.»

Solo que, a mi entender, es másexacto decir: «Nunca dejes que larealidad estropee una buenahistoria.» Nada relata la verdad con

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tanta exactitud como una buenahistoria de ficción. Es la realidad loque obstaculiza el proceso.

Tal vez este sea uno de losprincipios en los que se basa laredacción de mi diario: noquedarme atrapada en la maraña delos detalles, en cómo sucedió algoo en las palabras exactas que sedijeron. Lo que importa es la nuevavisión que se supone que voy atener de las cosas al volver a laescena del crimen y recuperar todosesos viejos recuerdos, sentimientos

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y experiencias. Así que lo hilaré talcomo me venga a la cabeza y yaveremos qué queda atrapado en latela.

Aprendí las técnicasnarrativas de mi padre; uncuentista de renombre entrenuestros familiares y amigos.Papá decía que eso era serameno. Mamá le daba otronombre. Llegué a temer la caraque ponía cada vez que papáiniciaba uno de sus elaboradosrelatos. Evidentemente, no le

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divertían. En lo más mínimo.Para cuando tuve cuatro o

cinco años, papá ya había sidoliberado de cualquierparticipación en mi educación.Para mi madre, «educarmecomo es debido» significabainculcarme los buenos modales,los valores y las prioridadesque iban unidas al apellidoBell.

Dada mi personalidad, yono estaba nada por la labor. Alos cuatro años aprendí a leer

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yo sola, usando el abecedariode mi hermano mayor y micolección de cuentos y poemasinfantiles. A los cuatro y medio,decidí que quería ser escritora.Me fascinaba la magia y elmisterio de las palabras, cómounos cuantos garabatos negrosen una hoja blanca podíanevocar mundos de ensueño yhacer volar la imaginación sinlímites.

Pero cuando tuve cincoaños, mis libros fueron a parar

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a la caja de los juguetes, y mimadre me apuntó a actividadesmás convenientes: lecciones depiano, de canto, clases deballet, formación personal deporte y feminidad. A los seisaños, participé en mi primerconcurso de belleza.

Daba igual que fuera baja yrechoncha, careciera totalmentede equilibrio y no tuviera oídomusical. También teníapredilección por ponerme ropausada de mi hermano y jugar a

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béisbol con los chicos en elsolar vacío, y madre estabaresuelta a cortar estos hábitosde raíz. Me embutía en vestidosrosas que picaban mucho condiversas enaguas, zapatos decharol y unos calcetines bajoscon lacitos rosas en las vueltas.Asistí obedientemente a lasclases de canto, piano y danza,y hasta traté de aprender a andarcon un libro sobre la cabeza. DeShakespeare, creo que era. O deGeorge Eliot.

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Cuando estuve preparadapara empezar a ir a la escuela,sabía que no había que sugerirsiquiera llevar zapatos blancosdespués del Día del Trabajo oantes de Semana Santa. Sabíausar mis limitadas artimañasfemeninas para encandilar a losjurados y lograr que olvidaranque era incapaz de cantar tresnotas seguidas. Sabía hacerreverencias y sonreír cuandotenía ganas de escupir. Sabía,incluso, sacudir la cabeza para

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echar el pelo hacia atrás concoquetería.

Daba toda la impresión deque el régimen que mi madrehabía instaurado para que suhija se ajustara a lo que seesperaba de una dama sureñaestaba logrando su objetivo.

Hasta que fui a la escuela.En cuanto me incorporé a

las filas de las grandesmultitudes no instruidas, lacantaleta de la dama sureña demi madre cambió de tono.

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Ahora tenía entre manos unabatalla distinta. No solo teníaque «educarme como esdebido», sino que también teníaque eliminar todas las malascostumbres que estabaadquiriendo de mis compañerosvulgares fuera del nido.

Una de las peores maníasque me entró el primer año quefui a la escuela fue lainexplicable predilección porentablar amistad con quien nodebía. Personas como Dorrie

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Meacham, una niña dulce,sensible y tímida, que llevabaun aparato ortopédico en laspiernas como consecuencia dehaber tenido la polio...¡Dios mío! De eso hacía casi

cuarenta años. Hasta este momentome había olvidado completamentede Dorrie Meacham. ¿Qué más ibaa encontrar sepultado en micerebro, cubierto por cuatrodécadas de polvo y telarañas?

Como Dorrie, una lectoraprecoz como yo, quería ver mi

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colección de libros, un día vinoa casa conmigo en el autobús.Mamá nos recibió en la puertacon aquella sonrisa petrificaday fría que siempre presagiabaproblemas, y no le quitó losojos de encima a Dorriemientras esta recorría con granesfuerzo y estrépito el vestíbulodelantero y el pasillo hasta mihabitación. Nos concedióexactamente dieciocho minutosde maravillosa privacidad antesde venir y quedarse en la

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puerta.—¿No se te ha olvidado

algo, Priscilla?Por más que lo intenté, no

caí en qué se me podía haberolvidado, pero me apresuré alevantarme y a ponerme enposición de firmes, rogando contodas mis fuerzas que algunaseñal divina me revelara cuálhabía sido mi falta antes de quemamá tuviera ocasión dedecírmela.

—¿Eh? —solté.

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—Las damas no dicen «eh»,Priscilla. —Carraspeó.

—Sí, mamá.—A ver, ¿no te gustaría

presentarme a tu amiguita?Rebusqué mentalmente las

palabras adecuadas parahacerlo:

—Mamá, me gustaríapresentarte a mi amiga DorrieMeacham. Dorrie, mi madre.

—Encantada de conocerla,señora Rondell —dijoeducadamente Dorrie, que se

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levantó con gran dificultad yalargó una mano pálida ydelgada a mi madre.

—Parece que te haneducado muy bien, jovencita.

Me henchí de felicidad.Dorrie había superado laprueba. Había sido cortés, ymuy prudente. Mamá habíaafirmado que la habían educadobien.

O eso creía yo.—¿Por qué no vais a la

cocina a tomar limonada y

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galletas? Creo que después seráhora de que Dorrie se vaya acasa.

Nos sentamos a la mesa conla espalda muy erguida,incómodas, con el encanto denuestra incipiente amistad rotopor la presencia palpable de mimadre, y el silenciointerrumpido solo por el tictacdel reloj de la cocina y el clic,clic del aparato ortopédico deDorrie al chocar con las patasde la silla. Cuando los vasos

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estuvieron vacíos, mi madre,con la misma sonrisa gélida enla cara, acompañó a Dorrie a lapuerta y le dio las gracias porsu visita. Me quedé observandopor la ventana cómo mi amiga,mi única amiga, para sersincera, cojeaba acera abajohasta el final de la manzana ydesaparecía detrás de la casa delos vecinos.

Cuando regresé a la cocina,mamá estaba arrodillada junto ala silla donde Dorrie se había

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sentado, aplicando reparador demuebles a las patas de madera.Una vez hubo terminado latarea, dejó el trapo y señaló lasilla.

—Siéntate, Priscilla —ordenó.

La obedecí, asustada por eltono de su voz y por lo que meesperaba.

—¿Qué sabes de DorrieMeacham, Priscilla?

—No mucho, supongo —respondí, retorciéndome en el

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asiento—. Va a mi clase en laescuela, y le gusta leer, y esmuy lista y divertida...

—Estate quieta, Priscilla.Una dama debe estarse quieta.

—Sí, mamá. —Inspiréhondo y junté las manos sobrela mesa para adoptar lo queesperaba que fuera una imagende serenidad.

—¿Y dónde vive?—Tres manzanas más allá,

en la calle Duncan. Su padrees...

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—Howard Meacham, elfarmacéutico. Ya lo sé. Y sumadre es Elsie, la que lleva lacaja registradora en elsupermercado.

—Sí, mamá.Mamá sacudió la cabeza y

entrecerró los ojos.—Priscilla, estoy segura de

que Dorrie te da pena eintentabas ayudarla. Pero tienesque buscarte amigas que seanmás... bueno, gente comonosotros.

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No tenía demasiado claro aqué se refería con eso, pero nome atreví a preguntárselo, yestaba bastante segura de quetampoco quería saberlo. En micabecita infantil, Dorrie eracomo yo. Le encantaban loslibros, leía casi mejor que yo yme hacía reír. Era mi primeraamiga. Mi mejor amiga.

—No hay duda de que losMeacham son una familia muyagradable, a su manera —decíami madre—. Pero una dama

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sureña tiene que vigilar muchocon quién se relaciona. Tupadre y yo hemos invitado aldoctor Thornton y a su esposa acenar este viernes. El doctorThornton es un clienteimportante del bufete de tupadre. Su hija Sarah tiene más omenos tu edad, y es una niñaencantadora. Procura llevartebien con ella, ¿de acuerdo,Priscilla? Hazlo por mí, si noquieres hacerlo por ti.

—Sí, mamá.

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Había dado la respuestaesperada, pero había sido deboquilla. Conocía a SarahThornton, y podía decirse queera la niña más prepotente ymás mala de la escuela. Sepavoneaba agitando los rizosrubios y mirando a todo elmundo por encima del hombro,incluyéndome a mí. El mismodía antes, en el patio, se habíapuesto a jugar con malas artesal balón prisionero y despuésde golpear a Dorrie tan fuerte

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que la había tirado al suelo, serio de ella por no haber sido lobastante rápida como paraesquivarla. Quise arrancarle losrizos de la cabeza a SarahThornton, retorcerle el pescuezoy enseñarle a no meterse con miamiga. Pero no lo hice. Melimité a ayudar a Dorrie alevantarse, y me marché con lavoz aguda de Sarah profiriendopalabras de escarnioresonándome en los oídos.

—Recuerda, Priscilla —

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dijo mi madre mientras selevantaba de la mesa—, unaamistad no puede basarse en lalástima.

Esa noche, mientras yacíaen la cama temiendo la nochedel viernes, cuando tendría quesoportar la compañía de SarahThornton y sus padres, quienes,según decía mamá, eran «gentecomo nosotros», oí unaconversación entre mis padressobre Dorrie Meacham.

—Los Meacham son gente

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obrera, sin apellido niinfluencias —comentó mamá,levantando la voz—. No creoque sea la clase de relacionesque debamos favorecer. A lalarga, a Priscilla le irá muchomejor si aprende pronto en lavida a elegir compañías másadecuadas.

A través de la pared mellegó la débil protesta de papá:

—Es solo una niña, Donna.¿Qué importancia puede tener?

—Tiene muchísima

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importancia —respondió mamá—. Esa tal Dorrie es una infeliz.Es evidente que Priscillanecesita una amiga, pero...

Mamá bajó la voz, y ya nopude oír nada más. Perosospeché que no era solo elapellido y el origen de DorrieMeacham lo que erafundamental.

También estaba el hecho deque Dorrie estaba lisiada.

Dorrie jamás regresó a micasa, e incluso en la escuela

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fuimos dejando poco a poco dehablar hasta que cada una siguiósu camino. Esa noche me dormíllorando porque la primeraamiga que yo misma habíaelegido no era lo bastantebuena.

Aquello me hizo sentir muymal, frustrada, ansiosa,confundida. Me planteé si jamáslograría ser lo que mamá queríaque fuera: una auténtica damasureña con los valoresadecuados. Después de todo,

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había elegido a Dorrie comoamiga. Mi madre habíaseleccionado a Sarah Thorntonpara ese papel.

Pero yo era una Bell, de losBell de Clarksville, y cargabasobre las espaldas laresponsabilidad de hacer quemi madre estuviera orgullosa demí. Mi madre, y todas lasgeneraciones de mujeres Bellcuyos nombres se mencionabanen nuestros bautizos y puestasde largo. Una dama sureña

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jamás podía abandonar todaprecaución y hacer lo que ledictara el corazón. Hacía lo quese esperaba, como mínimo si lahabían educado como esdebido.Fue la primera vez que fui

remotamente consciente de cómoser «educada como es debido»podría afectarme.

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Capítulo 4La mañana después de haber

regresado a regañadientes aChulahatchie, mamá fue a tomar unbrunch con «las chicas» al club decampo. No me invitó aacompañarla.

Así que me tomé un Prozac, meinstalé en la veranda con mi diarioy releí lo que había escrito la nocheanterior. Normalmente no oigovoces en mi cabeza, por lo menosno con regularidad. Pero no podíaacallar la exhortación de mi

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psicoterapeuta, que me retumbabadentro del cráneo dándome la latapara que siguiera explorando losmatices de mi relación con mimadre.

Estupendo.Pasé página y escribí las

primeras palabras que me vinierona la cabeza en la hoja en blanco:

Esto es una mierda. Unabuena mierda.Aparte del tema de usar una

palabra malsonante, mamá diría que«buena mierda» es una mala

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metáfora, un oxímoron. Unaanalogía deplorablementeimprecisa, como «frío infernal».

Con el debido respeto, seequivoca. He visto muchas buenasmierdas en mi vida. Y un montón demierdas superlativas también. Lagente educada como es debido telas deja caer en el camino todos losdías sin excepción, como elefantesdespreocupados que avanzanpesadamente durante el desfile deun circo. Y los demás nos pasamosla vida siguiéndolos con la pala en

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la mano.Me pregunté qué diría el viejo

idiota de esta imagen mental.Dios sabe que mi madre lo

hizo lo mejor que pudo.Y yo me esforcé, con

verdadero ahínco, en ser lo queella quería que fuera. Pero pormás empeño que pusiera enello, parecía estar destinada aser un motivo constante dedecepción para la mujer que mehabía dado la vida y que sehabía dedicado en cuerpo y

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alma a educarme como a unadama sureña.Me quedé mirando las palabras

de la página y me planteé si eranciertas. ¿Me había esforzado losuficiente? ¿Podría haber sido loque ella quería que fuera si hubierapuesto más empeño en ello? Y sihubiera resultado ser esa niñaperfecta, esa dama sureña, ¿habríasido realmente yo, o Peach Rondellhabría simplemente desaparecidocomo un terrícola indefensoabducido por un alienígena con

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poderes ilimitados?Durante el desayuno, mamá y yo

habíamos pasado una hora tensa eincómoda mirando uno de losmuchos álbumes familiares que ellahabía creado con tanto esmero.Había elegido el que yo másaborrecía, aquel con el que podíaproferir más exclamaciones deadmiración al ver la lindamuñequita que había sido yo deniña.

Mi reacción habitual ante esteritual era quedarme sentada en un

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silencio sepulcral, mientras en miinterior, mi corazón golpeaba losbarrotes de mi jaula como unpajarillo atrapado. Toda mi vida heconsiderado los álbumes de mamácomo una forma de torturaencubierta. He detestado lasfotografías, la inmersiónsentimental en el mundo de losrecuerdos, la desaprobación decómo soy ahora implícita en laforma efusiva y entusiasta con quehabla sobre el pasado.

Esta mañana, sin embargo, he

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reaccionado de otra forma. Ha sidouna inesperada revelación.

Hoy he tomado el álbum de laestantería de la sala y lo hedepositado en la mesa de mimbredel porche. He dejado el álbum ami izquierda, he puesto el diario ami derecha, he abierto ambas cosasy he esperado.

Había visto estas fotos milveces. Pero de repente tenían otroaspecto, como un código oculto quefinalmente comprendía. Algosecreto, escondido a plena vista.

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Puedes pasarte años sin verlo y, unavez lo has visto, lo ves. Y una vezlo ves, no puedes entender cómohas estado tanto tiempo sin verlo.

Cuatro años. La fiesta decumpleaños. En una fotodescolorida, pardusca, una niñaocupa la presidencia de unamesa llena de niños de aspectoremilgado con sus madres, deaspecto igualmente remilgado,situadas detrás de ellos. Lasvelas de la tarta estánencendidas. Todo el mundo

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sonríe; todo el mundo exceptola cumpleañera.

Me sorprende que mamáguardara esta foto. Seguramentefue mi padre quien insistió enincluirla en el álbum. A él lehabría parecido graciosa. A mimadre, sin duda, laavergonzaría.

En esta foto, tengo un ladode la cara lleno de cardenalespúrpura que lo distorsionan. Elojo está tan hinchado que nopuedo abrirlo, y justo en el

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momento en que se abrió elobturador, me había levantadoel vestido hasta el mentón pararascarme un punto de la tripaque me picaba. Como tengo lacinturilla de las bragasfloreadas por debajo de lapanza regordeta me queda elombligo al descubierto.

No recuerdo gran cosa deese día, y no me acordaría delpicor si la cámara no hubiesecaptado mi gesto espontáneo.Lo que sí recuerdo es lo que

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sucedió tres días antes.Mamá, que estaba atareada

preparando la cena, nos envió ami hermano, Harry, y a mí ajugar fuera, en el porche. Eraantes de que nos hubiéramostrasladado a Belladonna, ynuestro «porche» era un recintoque abarcaba la parte posteriorde la casa y que hacía las vecesde despensa y de cuarto dejuegos.

Las instrucciones de mamáeran claras: Harry tenía que

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guardar sus soldaditos dejuguete en el baúl y yo tenía queentretenerme con mi cocinita,una colección de objetos enminiatura que mi abuelo Chickhabía tallado en contrachapado.Tenía un horno de color rosacon una puerta que realmente seabría, unos muebles rosas conun fregadero de cuyo grifo salíaagua de verdad, y unrefrigerador de juguete, tambiénrosa, que medía metro veinte dealtura y era lo bastante robusto

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como para subirse encima. Erala cocinita soñada de cualquierniña; de cualquier niña quetenga sueños color de rosa, porlo menos.

Era evidente que mi madreestaba detrás de este arranquede creatividad de mi abuelo. Lacocinita había sido mi regalonavideño de aquel año.Recuerdo haberme esforzadomucho por parecer contenta y noecharme a llorar cuando mihermano desenvolvió el suyo,

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que también había construido miabuelo: una camioneta roja,totalmente de madera, con unasiento de cuero, pedales y unvolante de verdad.

Yo no quería mi cocinitarosa. Quería la camioneta rojade Harry. Pero estaba claro quemi madre anhelaba verme jugara las casitas, así que fingía.Preparaba tés que me tomabacon las muñecas quedespreciaba, y cuando mamá nome veía, birlaba los soldaditos

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a Harry y los ahogaba en elfregadero. Una vez hasta metíuna manzana silvestre en laboca de mi mejor muñeca y laasé en el horno en pelotapicada, Mama jamás entendiópor qué Harry la llamaba«Barbiecoa».

Aquella tarde, mientrasmamá cocinaba la cena, procuréuna vez más pasármelo bienjugando con mi cocinita.Cuando estaba a punto de llorardel aburrimiento, mi hermano

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tuvo una idea brillante.—Venga, Peach, juguemos a

Jack y las habichuelas mágicas—sugirió mientras señalaba mirefrigerador rosa—. Yo seréJack, tú serás el gigante, yusaremos tu nevera como plantade las habichuelas.

Me pareció una ideaestupenda, y mucho másinteresante que tomar el té conlas muñecas o cocinar unacomida imaginaria para unmarido imaginario que llegaría

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del trabajo, se comería su cenaimaginaria y se iría al salón sinfingir siquiera estarmeagradecido.

Me encaramé, no sin ciertadificultad, al horno, desdedonde me subí al refrigeradorde juguete con mi vestidito convolantes.

—¡Grrrr! ¡Huele a carne deniño! —grité, haciendo mimejor imitación de la voz de ungigante. Me sabía la historia,así que tendría que haber estado

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preparada para lo que ocurrió acontinuación.

Harry, que interpretaba aJack, empezó a cortar la plantade las habichuelas. Lo hizoempujando con todas susfuerzas el refrigerador decontrachapado hasta que esteempezó a balancearseprecariamente sobre lasbaldosas del suelo del porche.Mis merceditas de charol, conlas suelas resbaladizas y sin lamenor adherencia, se deslizaron

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bajo mi peso. Tanto elrefrigerador como yo caímos alsuelo con un gran estrépito. Yoaterricé de cabeza, y todo sellenó de sangre. Mi hermano seme quedó mirando, gritando:«¡He ganado! ¡He ganado!»

No recuerdo demasiadodespués de aquello; solo tengoimágenes vagas de cuando merecogieron y me llevaroncorriendo al hospital. El médicodijo que tenía una conmocióncerebral, que no era grave, pero

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que me saldrían unos moretonesconsiderables. Mi padre meestuvo aplicando una bolsa conhielo en la sien mientras memurmuraba palabrastranquilizadoras sobre lo muchoque me quería, lo contento queestaba de que fuera a ponermebien y lo valiente que habíasido porque no había llorado.Hasta mi hermana, Melanie, quetenía diecisiete años y estabamuy por encima de todosnosotros, se dignó a ser amable

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conmigo.—Una dama no se sube a

los electrodomésticos de lacocina —dijo mi madre—. Esono se hace.

No lo había planeado así,no aposta, pero el resultado fuemejor de lo que podría haberesperado. Al día siguiente, mipadre llevó mi cocinita algaraje y la desmontó. El perrodel vecino, un pastor alemánllamado Bullet, se pasó añossufriendo avergonzado, en

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silencio, en una caseta decontrachapado rosa.

El pobre Bullet me dabamucha pena. Pero librarme deaquella cocinita rosa fue elmejor regalo de cumpleañosque recibí en toda mi vida.

Cinco años. La función deNavidad. En esta fotografía,estoy de pie, delante de lachimenea, vestida con unatúnica blanca, unas alastornasoladas ribeteadas en oro yuna aureola brillante. Llevo el

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pelo, que tengo lacio como lacola de un caballo,horrorosamente rizadoalrededor de las orejas comoconsecuencia de una permanenterecién hecha. Parezco el adornode Navidad que habría hecho unniño loco en catequesis, usandoun estropajo de aluminio amodo de cabeza.

En este retrato mi expresiónes debidamente angelical. Estoysonriendo graciosamente con lamirada puesta a lo lejos, como

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si alguna visión celestial meabrumara. La verdad era quetenía un secreto.

Si uno se fija bien, se dacuenta de que debajo deldobladillo de la túnica delángel, que llega hasta el suelo,asoma un par de botas negras.Unas botas de vaquero. Lasbotas de Harry. Como yo nopodía tener unas, porque, porsupuesto, no eran adecuadaspara una damita, se las robé.

Recuerdo vívidamente

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aquella función de Navidad.Fue la vez que me lo pasé mejoren una función de la iglesia.Guardé celosamente mi secreto,y mi madre nunca supo lo quehabía hecho. Ni mi hermanoencontró jamás sus botas.

Pero han pasado los años ymi madre sigue teniendo unacopia enmarcada de estafotografía sobre el gran pianode cola del salón delantero.Supongo que le recuerda loorgullosa que estuvo en su día

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de su ángel, de su damita.Tal vez algún día se lo

cuente. Mientras tanto, cada vezque la veo, me hace sonreír.

Seis años. El recital deballet. Esta fotografía es unmodelo de contrastes: las tresgracias. O, mejor dicho, dosgracias y un volquete. Las dosniñas esbeltas y ágiles queposan encantadas ante la cámarason mis primas, Belinda yCynthia. Están haciendo un pliéperfecto. Yo doy la impresión

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de estar agachada para hacerpipí.

Había visto las fotografíasde ballet de mi hermanaMelanie. Coño, mis padreshasta tenían un temblorosovídeo casero en blanco y negrode su recital. De modo quesabía el aspecto que tendría quetener: alta, esbelta, grácil,sonriente bajo los focos.Perfecta.

Melanie siempre fueperfecta.

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Estaba claro que yo no eraMelanie, pero mi madre era unamujer con una gran esperanza ycon un objetivo. ¿Qué mejorforma tenía una jovencita sureñacomo es debido de aprenderelegancia y delicadeza que ir aclases de ballet?

Tenía que admitir que mimadre había intentado, por lomenos, que esta tortura fueramás soportable. Me imaginoque con la idea de que elsufrimiento compartido es más

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llevadero, apuntó a mis dosprimas conmigo. Dos veces a lasemana, al salir de clase, nosponíamos los leotardos y laszapatillas, y ocupábamosnuestro sitio en la barra. Laprofesora de danza, una mujeresquelética con unos huesosprominentes en las caderas yunas venas en el cuello deltamaño de cables de sesentaamperios, nos gritaba porencima de la música clásica atodo volumen.

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La profesora me aterraba.Llevaba el largo cabello negrorecogido en un moño tan tiranteque las cejas le llegaban alnacimiento del pelo. Norecuerdo su nombre, pero unavez, en una galería de arte, vi suretrato: una obra expresionistatitulada El grito. Todavía ahorala sigo considerando lapersonificación de un liftingmal hecho, y me pregunto siEdvard Munch tuvo la desgraciade conocerla.

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Si en mis primeros añosformativos sospechaba quepodía ser incapaz de llegar aengrosar las filas de lasauténticas damas sureñas, lasclases de ballet me loconfirmaron más allá decualquier duda. Belinda yCynthia hacían sus arabescos ysus chassés a la perfección. Miarabesco recordaba la posturainicial de una demostración dekarate, y mi chassé, tal como loveo ahora, me daba el aspecto

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de un hipopótamo conhemorroides.

Mientras ellas dos recibíanelogios de la marquesa de Sadey se convertían rápidamente enlas primeras de la clase, yo meesforzaba valientemente enevitar que los leotardos se memetieran en la raja del culo.

—¡No, no, no! —mechillaba, con las venashinchadas y las cejas arqueadasaunque pareciera imposible quepudiera elevarlas más—.

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¿Tiene nombre este movimiento,este sujetar de nalgas? ¿No?Pues entonces no se hace enballet. Mirada al frente; unamano en la barra, la otraalargada... ¡Así!

El día que papá tomó la fotode las tres gracias fue el peorde todos, el día de nuestrorecital de ballet, cuando lospadres y amigos de todasaquellas lindas jovencitasacudían para vernos bailarembelesados. Belinda y

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Cynthia, por supuesto, teníanpapeles destacados. Belinda erael cisne protagonista; Cynthia,más alta y todavía más grácil,con la larga cabellera rubia,había sido elegida parainterpretar a la princesa.

Tendrían que haberlollamado El lago de los cerdos.Cuando me llegó el turno (yoera el último cisne, el queestaba más alejado del centrodel escenario y quedaba casioculto por el telón de fondo),

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avancé como un pato para tenermis tres segundos de gloria bajolos focos. Era como un cerdohaciendo una pirueta, mientrasmis piernas atocinadas seesforzaban frenéticamente porsostenerme.

Conseguí dar un salto bien,aunque apenas me elevé unoscentímetros del suelo, pero enel segundo movimiento, unglissade que acababa en un jeté,perdí el equilibrio y caí sentadasobre el tutú. El público rio y

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aplaudió gentilmente, como sicreyera que había tenido laintención de hacerlo así desdeel principio.

La semana siguiente mimadre me borró de la clase deballet. Cynthia y Belinda fuerona la Universidad de Misisipícon becas en artesinterpretativas. Los planes demi madre daban resultado,después de todo, siempre ycuando se le diera la claseadecuada de material con el que

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trabajar.De mi debut en la danza

solo se conserva una únicafotografía: este bodegón quemuestra dos gráciles cisnes y unpatito achaparrado. Me gustapensar que mamá la conservópara recordarse a sí misma queaunque la cerdita se vista con untutú de seda, cerdita se queda,por más que te esfuerces eneducarla como es debido.La historia, naturalmente, me

asegura que no tuvo semejante

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revelación.

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Capítulo 5Cerré el álbum de fotografías y

lo dejé en su sitio («un sitio paracada cosa, y cada cosa en su sitio»,me decía siempre mamá). Me sentédespués un rato en el porche,contemplando sesgadamente eljardín, en dirección de la orilla delrío. Había llovido por la noche, yahora el sol, cuya luz se reflejabaen las gotas de agua, llenaba dediamantes cada hoja y cada briznade hierba. Una de esasdeslumbrantes mañanas de

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primavera que se dan en el sur,cuando la neblina se junta con el solpara crear un ambiente lleno demagia y misterio.

Cuando era pequeña, mi librofavorito era El jardín secreto , y eljardín trasero de Belladonnasiempre me había recordado eljardín tapiado donde ocurrenmilagros y los niños huérfanos demadre encuentran curación yesperanza. Mi psicoterapeuta haríauna montaña de este grano de arena,por supuesto, ya que encontraría

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toda clase de significados ocultosal hecho de que me identifique conhuérfanos discapacitados ydominados por la angustia. Y puedeque tuviera razón. Puede que en misubconsciente más profundo mesintiera abandonada y sola en elmundo. Desde luego, jamás encajéen el mundo que mi madre habíacreado.

La pregunta que no me dejabatranquila era: «¿Por qué meimportaba tanto?» Tenía cuarenta ycinco años. Era una mujer adulta,

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una persona totalmente desarrolladay diferenciada. Y, aun así, en cuantoponía un pie en esta casa, una claseextraña de hechizo materno meconvertía de nuevo en una niña, enaquella niña, la que llevaba alas yaureola de angelito con unas botasrobadas, la cerdita gordinflona quelucía un tutú que le quedaba fatal.La niña que siempre se esforzabamuchísimo y siempre decepcionaba.

Una vez hice exactamente estapregunta a Robert. Fue al principio,cuando todavía intentábamos

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hablarnos, cuando él todavíaintentaba interesarse por lo que yosentía y, por lo menos, actuabacomo si le importara que algo melastimara o me disgustara.

A pesar mío, habíamos ido aChulahatchie a pasar una de las muyelaboradas Navidades de mamá enBelladonna.

—Es Navidad —dijo Robert—.¿Qué puede tener de malo reunirtecon tu familia en Navidad?

Lo averiguó. La semana fuetensa y tirante, llena de falsa

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alegría, y la última noche, acostadaentre los brazos de Robert en mihabitación de la infancia, lloré ylloré, y le pregunté por qué.

—Porque es tu madre —merespondió.

Le retorcí los pelos que lecubrían el pecho. Detestaba que lohiciera, pero no parecía podercontenerme; era algo que meconsolaba, como chuparse el dedo.Lo soportó un rato y, finalmente, mesujetó la mano.

—Las madres siempre hieren a

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sus hijas —prosiguió—. Creo quees una especie de vestigio delinstinto evolutivo. Hay peces que secomen las crías, ¿sabes?

No dije nada. Presentí queestaba empezando a ponerseprofundo, que estaba adoptando supose de filósofo. Casi pude notarcómo la adrenalina le recorría elcuerpo bajo la mano que teníaapoyada en su pecho, y sabía queuna vez arrancaba, era capaz depasarse media noche divagandosobre casi cualquier tema. Lo poco

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que pudiera preocuparse por missentimientos se disiparía pronto enmedio de la energía de sus procesosmentales.

¡Dios mío, había que ver cómole gustaba a ese hombre oírsehablar a sí mismo!

—Tal vez el ombligo en sí seala principal herida que nos infligennuestras madres —comentó acontinuación.

Cuando Robert empezaba ahablar así, adoptaba siempre unaentonación que equivalía a una

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fanfarria de trompeta, a un redoblede tambor, a un sonido de platillos.Al «tachán» definitivo quereclamaba que todo el mundoprestara atención a su inteligencia.

—El cordón umbilical se corta,pero jamás llega a estar cortado deltodo. Llegamos al mundo sangrandoy llorando, y nos queda parasiempre una cicatriz que va hacianuestro interior hasta llegar alnúcleo mismo de nuestro ser.

Con los años había llegado aaborrecer la manera de pensar

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filosófica de Robert y el tono desuperioridad con que hablaba paraexpresarla, pero tenía que admitirque lo que decía tenía sentido. Ymucho. Todas las mujeres teníanproblemas con sus madres. Todoslos psicólogos que he visitadoparecían opinar que las relacionesmaternas eran el tema lógico por elque empezar la psicoterapia. Hastami actual psiquiatra, el viejo idiota,admitía que había una partícula deverdad a partir de la cual se habíaformado la perla de este

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estereotipo.Por eso me envió a casa, a

Chulahatchie.Enojada conmigo misma, me

levanté y traté de cambiar el chippara no sucumbir al desánimo.Hacía un día precioso. Deberíasalir y absorber algo de vitamina D;dejar de andar como alma en pena.Y debería hacerlo antes de quemamá regresara o me quedaríaclavada en casa todo el día.

Corrí escaleras arriba, recogílas llaves de mi coche y hui hacia la

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libertad.Estaba merodeando por el

pasillo de frutas y verduras delsupermercado Piggly Wiggly,comprando un melón paracontrarrestar la pizza suprema debase gruesa y el helado de BunnyTracks que ya tenía en el carrito,cuando oí una voz que me llegabadesde detrás.

—Yo no me quedaría ese.—¿Perdón? —Me volví.Un hombre me dirigía una

sonrisa mayúscula, acentuada por

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un hoyuelo a modo de tilde en lacomisura de los labios.

—El melón —aclaró—. No estámaduro.

Se me acercó lo suficiente comopara que notara el calor queemanaba su cuerpo y me llegara elolor de su colonia afrutada.Retrocedí, cohibida de repente, ycontenta de que, para apaciguar amamá, esa mañana había hecho elesfuerzo de maquillarme.

—Dame, ya verás. —Cuandotomó el melón, me rozó los dedos

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con los suyos. Tuve la impresión deque había sido aposta, pero podíaser cosa de mi imaginación o purasilusiones—. Tienes que presionaraquí, en el ombligo, y si establando, es que está maduro.

—¿Desde cuándo tienenombligo los melones? —dije.

Soltó una carcajada agradable,grave y afable, y se encogió dehombros antes de responder:

—Es por donde estaba unido ala planta, como con un cordónumbilical ¿No equivaldría eso a un

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ombligo? —Dejó el melón en elmontón, eligió otro y me lo entregó—. Prueba con este.

—De acuerdo, gracias.Tomó una naranja del expositor

adyacente y la hizo rodar entre susmanos como si fuera una pelota debéisbol.

—¿Te apetecería ir a tomar caféconmigo algún día?

—¿Café? ¿Algún día? —repetícomo un loro tonto. Tomó dosnaranjas más y empezó a hacermalabarismos con ellas, allí mismo,

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en la sección de frutas y verdurasdel supermercado.

—Sí —dijo—. Café o té,almuerzo o cena, lo que sea. —Tenía la mirada puesta en lasnaranjas que volaban arriba, a unlado, a otro, cada vez más y másdeprisa—. Di que sí para que puedaparar.

No pude evitar reírme.—Muy bien, sí.—Gracias a Dios. —Atrapó las

naranjas, las dejó de nuevo en elexpositor y se giró hacia mí para

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decirme—: Me llamo Charles.—Yo soy Peach. —Nos

miramos mutuamente. No sé quévería él, pero a mi me gustó lo quetenía delante. Era alto, con una cararedonda, juvenil, con algo deentradas y unos ojos agradables. Noera ningún monumento, ni ningunaestrella de cine. Simplemente era unhombre de mediana edad corriente,simpático y moderadamenteatractivo que me miraba a los ojosy parecía estar interesado enconocerme.

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Desvié la mirada hacia su manoizquierda. No llevaba alianza,pero...

Me pilló y alzó la mano paraenseñármela bien. Me fijé en laseñal en el dedo anular: la sombrade un aro.

—Divorciado —aclaró—. O,mejor dicho, en trámites para serlo.

Mientras él me esperaba,regresé a la sección de congeladospara devolver a su sitio el BunnyTracks y la pizza suprema de basegruesa con doble de queso. Para

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qué dejar que el embutido italianose estropeara o que el chocolate yel caramelo se derritieran en elasiento trasero de mi coche si sabíacon certeza que no iba a volver acasa en un buen rato.

Salí sola al estacionamiento delsupermercado, me subí al coche yseguí su monovolumen hasta unrestaurante de carretera. Podía tenerlos ojos bonitos y un hoyuelo muygracioso, y saber hacer malabarescon la fruta, pero yo no era tan tontacomo para subirme al coche de un

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hombre al que acababa de conocer.Aunque no creyera que era unasesino en serie, había vistomuchos capítulos de CSI en sumomento, y no iba a correr ningúnriesgo.

Mis amigas solteras me habíancontado qué había que hacer enestos casos. Primero café, en unlugar público.

Como faltaba poco paramediodía, acabó siendo unalmuerzo. Un sándwich caliente depan de centeno con patatas fritas y

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una cola light. Comimos ycharlamos sobre cosas sinimportancia, y a la hora del cafépasamos a la fase de «conocernosmejor».

—Háblame de ti —pidió conuna tranquilidad forzada.

—No hay mucho que contar.—No seas modesta —sonrió—.

Conozco Chulahatchie. Eres lo másinteresante que ha pasado por aquídesde hace años.

Era una frase estudiada, y yo losabía, pero me di cuenta de que me

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había ruborizado como unaadolescente el primer año desecundaria. La ciudad era como unpequeño estanque, y tiempo atrás yohabía sido un pez bastante grande.¿Era posible que Charles no supieraquién era?

Caí entonces en la cuenta de loabsurda que era la pregunta. Salvoalguna que otra visita obligada y elfuneral de mi padre, había estadofuera de allí más de veinte años.Me había marchado siendo unareina de belleza y había regresado

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siendo una divorciada arruinada demediana edad. No tenía, niremotamente, el aspecto de serMiss Universidad de Misisipí ni latercera clasificada en el concursode Miss Misisipí.

Además, yo tampoco loreconocía a él. Aunque hubieravivido en Chulahatchie durante misdías de gloria, era unos diez años omás mayor que yo. Cuando eresadolescente, no prestas atención ala gente que tiene treinta o cuarenta.Pueden ser vecinos tuyos, pero si

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no están en la órbita de tu realidad,no existen.

Puede que no supiera quién erayo o quién había sido. Puede que sí.No me importaba demasiado. Loque me importaba era que metrataba como si fuera el ser másfascinante y atractivo que hubieravisto jamás, y que me observabacomo si fuera increíblementehermosa.

Si fingía, lo hacía muy bien. Lobastante bien para engañarme. Lobastante bien para que no me

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importara si me estaba engañando.Por lo menos de momento.

Debo decir, en mi defensa,que mi relación inicial conCharles Chase fue una meracuestión de herencia. Y con esome refiero a mis genes.

—Eres una Bell —me hadicho mi madre en infinidad deocasiones a lo largo de miinfancia y de mi adolescencia, yhasta bien entrada la edadadulta, la verdad sea dicha—.Recuerda tu legado; todo se

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lleva en la sangre.Al escribir las palabras «todo

se lleva en la sangre», un escalofríoinvoluntario me recorrió todo elcuerpo.

La primera vez que oí esta fraseera una niña, y me evocó unasimágenes que distaban años luz delo que había pretendido mi madre.Como ya he dicho, era una ávidalectora, y ya a muy temprana edadsabía, gracias a los libros, quesiempre podías localizar al asesinoa partir de las muestras de sangre

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obtenidas en la escena de uncrimen.

Eso no era, por supuesto, lo quemamá había querido decir.

Lo que ella había querido decirera que la línea de sangre de unachica era su fuerza y su poderocultos, su carta ganadora en eljuego de la aceptación social. La«gente» de uno, la estirpe de la queuno procedía, determinaba laposición que uno ocupabasocialmente. Una dama sureña nosolo tenía la responsabilidad de

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conocer y reverenciar a susantepasados, sino también deinvocar el sagrado apellido paraconservar o mejorar su posición.

Como mi abuela GiGi, porejemplo.

GiGi vivía en un entornobastante modesto, gracias a que elabuelo Chick se había bebido yjugado la fortuna de la familiaBarclay. Pero nunca importó queGiGi viviera en una casita blancallena de muebles y objetos pasadosde moda. Ella era una dama. Era

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una Bell. Era el centro degravitación de su propio universo.Y jamás dejó que nadie lo olvidara.

Especialmente yo.Todos los veranos pasábamos

un par de semanas en casa de laabuela GiGi. Recuerdo, enconcreto, una de aquellas largastardes sureñas en las que hace tantocalor y tanta humedad. Yo tendríaunos cinco años, o puede queestuviera a punto de cumplir seis.Fue antes de que empezara a ir a laescuela, en cualquier caso. GiGi

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vino cuando me estaba echando unasiesta, me despertó, me hizo sentaren el salón y, mientras el viento delventilador eléctrico agitaba laspáginas de la historia, me mostróexhaustivamente el álbum familiarde los Bell. Cinco generaciones demujeres Bell, seis incluida yomisma. Ciento setenta años de Bell.

Alberta Bell, mi trastarabuela,era la matriarca de la PlantaciónBell. Cuando la miré, fue como sime observara desde las imágenesoscurecidas en sepia de las

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fotografías familiares para ver siera digna del apellido.

—Alberta se consiguió aalguien de nivel cuando pescó aAdolphus Bell. —Mi abuela repetíaeste pareado como si fuera unmantra, como un conjuro mágicoque fuera a capacitarme para hacerlo mismo. Dolph, como todo elmundo lo llamaba, era el chico másrico de cinco condados, el únicohijo de Langford Bell, del área dela bahía de Chesapeake, enVirginia. Alberta era... bueno,

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jamás averigüé quién era Alberta enrealidad ni de dónde procedía. Suhistoria, por lo que a GiGiconcernía, parecía empezar cuandose casó con Dolph. Sospecho quepudo haber sido una chica pobre delos barrios bajos.

Pobre, pero lista. Cuando eljoven Dolph se estaba preparandopara ir al oeste a utilizar el dinerode su padre para ganar todavía máscultivando algodón en Tennessee,Alberta lo convenció de quedebería casarse con ella

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informándole de que estabaesperando un hijo suyo.

Según me contó mi abuela, sinel menor asomo de desaprobación,unas cuantas preciosidades más delos alrededores de la bahía deChesapeake podrían haberreclamado lo mismo, pero Albertafue la que lo hizo de un modo másconvincente. No estabaembarazada, claro. Ni de Dolph nide ningún otro hombre, de hecho.Pero la estratagema funcionó, ypara cuando el desventurado Dolph

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descubrió la verdad, ya estaba fueradel agua con el anzuelo quitado,disecado y colocado encima de lachimenea de Alberta.

Lo que me sorprendió de lahistoria no fue que implicara queAlberta había tenido relacionessexuales, sino que mi propia abuelame la contara con un orgullo tanevidente, como si Alberta hubieseganado el Premio Nobel a laManipulación al coaccionar aAdolphus Bell para que se casaracon ella mediante un engaño.

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GiGi dejó claro, por supuesto,que no recomendaba esta tácticaconcreta, pero que en el caso deAlberta había funcionado y, alparecer, el fin justifica los mediossi el resultado es un éxito. Y ahíestaba Alberta, erguida y orgullosaen el centro de la familia feliz juntocon Dolph y sus siete hijos, tresniños y cuatro niñas. GiGi me contóque los chicos compraron tierrascolindantes a las de su padre yampliaron enormemente losdominios de la Plantación Bell. Las

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chicas se casaron con los cotizadoshijos de los colegas de su padre, yla familia extensa creó una especiede territorio feudal, un feudogobernado por el poder de lafamilia Bell.

Quise preguntar a mi abuela porqué el apellido Bell se habíaconvertido en la seña distintiva dellegado de nuestra familia en lugardel apellido de soltera de Alberta,y si había otros descendientes o node los Bell por la región deTennessee, quizá con el pelo y la

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piel más oscuros que el clan de losBell original, rubio y con ojosazules. Dado el éxito evidente deAdolphus Bell con las mujeres,sospeché que podría haber otrarama del árbol genealógico de losBell de la que nadie hablaba.

Pero no lo saqué a colación. Alfin y al cabo, esa no era la cuestión.La cuestión era que las mujeresBell, empezando por Alberta, secasaban con buenos partidos, pormás sinuoso que fuera el caminoque los conducía hasta el altar.

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Alberta se merecía a Dolph.Consiguió lo que quería, y despuéseducó a sus hijas para que eligierancon inteligencia, como ella habíahecho. El clan de los Bell prosperó,por lo menos hasta que los yanquisllegaron al sur de saqueo en saqueo.Pero incluso después de que la casade la plantación se hubiera quedadosolo con las paredes desnudas,como un cráneo hueco en medio delos campos de algodón devastados,los Bell seguían conservando ladignidad, su lugar en la sociedad y

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el apellido.Si todo se lleva en la sangre,

parece que tengo una cantidaddesproporcionada del ADN de latrastarabuela Alberta.

Pero no contaré ese secretito amamá. Dejaré que piense que tardémucho, pero que mucho rato,eligiendo un melón en elsupermercado Piggly Wiggly.

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Capítulo 6Había prometido al idiota de mi

psiquiatra que lo llamaría una vez ala semana para informarle sobremis progresos. Le expliqué queestaba escribiendo un diario, lehablé de las nuevas percepcionesque estaba adquiriendo sobre mifamilia de origen y le conté eltiempo que pasaba con mamá ytodos los sentimientos negativosque esta interacción me suscitaba.Eran básicamente paparruchaspsicoterapéuticas, y seguro que se

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dio cuenta de ello en unnanosegundo si es que estaba mediodespierto, pero todo este ritual noshacía sentir mejor a ambos.Además, cobraba ochenta pavos lahora por fingir que me escuchaba,así que quería asegurarme de que selos ganara.

Lo que no le dije era que estabamintiendo a mi madre diciéndoleque iba a la biblioteca cuando, enrealidad, me reunía y me acostabacon Charles Chase en una pequeñacabaña de pesca apartada a orillas

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del canal de Tennessee-Tombigbee.La primera vez que habíamos

ido a la cabaña del canal había sidopor la tarde. Charles había ido ensu coche y yo lo había seguido en elmío sin prestar demasiada atención,de modo que me costó muchoencontrar el sitio por mí misma aoscuras. Al final tuve que llamarloal móvil tres veces y lleguéfrustrada, agotada y sintiéndomecomo una tonta desvalida.

Charles no pareció darsecuenta. Salió a buscarme al coche,

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me tomó la mano y subió conmigolos peldaños hasta un porche quedaba al canal. Me sentí, aunquesolo por un instante, comoCenicienta en el baile.

Había visto la cabaña de día, ysabía que era rústica, pero estanoche parecía salida de un cuentode hadas, con velas encendidas entodas las superficies horizontales.

Charles me había puesto unamano en la zona lumbar parallevarme hacia el interior. Una vezdentro, me hizo sentar en un sofá

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combado y me puso una copa devino blanco en la mano.

—He preparado la cena —anunció.

Oculté una sonrisa i fingí no verla caja de comida preparada delsupermercado en la encimera de lacocina.

Se sentó a mi lado con el brazoextendido con indiferencia sobre elrespaldo del sofá de tal modo queel dedo pulgar me acariciaba elomoplato como si fuera porcasualidad. El contacto me agudizó

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todos los sentidos desde el cuellopara abajo y me dejó el cerebrototalmente aturdido.

Nos bebimos el vino, abrimosuna segunda botella y nos lallevamos fuera, al porche conmosquitera, donde una rosasolitaria adornaba una mesa puestapara dos personas. La noche nosenvolvió como una colcha oscura,cálida y pesada. Al otro lado de lamosquitera pude ver el brillo de laluna flotando en la superficie delagua.

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Tendría que haber sidoromántico. Estaba planeado paraque fuera romántico, hasta el últimodetalle.

Aun así, faltaba algo. Perohabía tomado demasiado vino parapoder deducir qué era o por quéhacer el amor con Charles Chaseme había dejado triste y vacía pordentro.

Tal vez los genes de latrastarabuela Alberta no se habíandiluido lo suficiente cuandollegaron a mis retorcidas cadenas

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de ADN, pero me daba bastanteigual si era herencia suya, si era eldestino o si era pura rebeldía.

Charles es irresistible. O,para ser más exacta, todo elasunto es irresistible. Tener quehacerlo a hurtadillas. Que seaalgo prohibido. La subida deadrenalina. El atolondramiento.Charles hace que me sienta unamujer sexy, atractiva,apetecible, y me acercoirresistiblemente a él como uncolibrí al agua azucarada.

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Corrijo: me hacía sentir comouna jovencita.

Del mismo modo que habíaretrocedido hasta mi infancia encuanto empecé a recorrer el caminode entrada hacia Belladonna, ahorarebobinaba hasta la adolescenciacon solo pensar en Charles Chase.Cuando lo tenía cerca, se meactivaba el sistema nervioso alcompleto, y cuando no estaba a milado, pensaba constantemente en él.Repetía mentalmente nuestrasconversaciones. Imaginaba su voz,

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sus ojos y su sonrisa. Escribía sunombre en la parte posterior de midiario y después arrancaba laspáginas, las rompía en milpedacitos y las tiraba a la basura.Fantaseaba sobre él por la mañanay soñaba con él por la noche.

Era una estupidez. A pesar detodo, en el fondo sabía que noestaba enamorada. Y cuando elvacío y la soledad me invadíandespués de nuestras citas secretas,tenía que alejar esos sentimientosde mí para no echarme a llorar.

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Había roto el primer y únicomandamiento de la escrituraefectiva de un diario: no estabacontando la verdad. Estabaescribiendo lo que quería sentir, loque quería que fuera cierto.Escribiendo palabras que me dabanuna dosis emocional en el momentode plasmarlas en un papel, pero queconstituían un relato ficticio, unacortina de humo, a pesar de quesabía que la realidad estaba a lavuelta de la esquina, a la espera deque la aceptara.

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Pero después del rechazo deRobert y de la consiguiente debaclede mi autoestima, la lujuria parecíaun sustituto aceptable del amor, y lasensación de ser el objeto de lalujuria de otra persona era mejortodavía. Especialmente para unareina de belleza envejecida yvenida a menos, cuya autoestimaentera se cimentaba en las arenasmovedizas del aspecto externo.

Tenía ojos en la cara; podía verlo que Robert veía, lo que Charlesveía ahora. No me pasaban

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desapercibidas las patas de gallo,la papada, las cartucheras y lasarrugas de la risa. Puede queCharles me estuviera usando parasubirse un poco el ego alicaído,pero si tenía que ser totalmentesincera, era probable que yotambién lo estuviera utilizando a él.La verdad pura y dura no me hacíasentir especialmente noble, peropor lo menos era transparente.

Más transparente que latrastarabuela Alberta.

Más transparente incluso que mi

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propia abuela GiGi.Al terminar mi primer curso

en la escuela en junio, mamáhizo las maletas y nos llevó acasa de GiGi a pasar todo elverano. Siempre íbamos una odos semanas, pero esta vez eradiferente. Había cierta urgenciaen ello, un propósito.

Todo el mundo fingía queesta visita prolongada estabapensada para «dar un respiro amamá», pero yo sabía laverdad. Desde el desastre de

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las clases de ballet, estaba másclaro que el agua que mamánecesitaba ayuda si deseabatransformar a una niñarecalcitrante como yo en laperfecta damita sureña. Solohabía una alternativa viable a ladesesperación total: pedirrefuerzos.

Al fin y al cabo, su propiamadre lo había conseguido conella. Y cuatro ojos ven más quedos.

Mi hermano, Harry, también

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vino, pero su presencia erameramente testimonial. Melanietenía diecinueve años e iba apasar el verano en el lago conunas amigas de la universidad.Papá tenía que encargarse de subufete de abogados, y Harry,que solo tenía nueve añosaunque parecía pensar que teníadieciocho, no podía quedarsesolo en casa durante el día.

Como era varón, y por tantono era susceptible de acogerseal programa formativo de mi

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madre, Harry podía hacerbastante lo que le diera la gana.Mis abuelos vivían enWaterford, una ciudad pequeña,limpia y segregada, situada enla zona septentrional deMisisipí. Waterford disponía deuna piscina nueva, un muelle depesca en el río y una plaza conun cine y una heladería, por loque Harry estaba en la gloria.Durante dos meses vivió susueño de libertad masculina,yendo dondequiera que le

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apeteciera y recreándose en laindependencia que se leconcedía exclusivamente conmotivo de sus genitales.

La mujer cínica que hay enmí cree que hay cosas que nuncacambian.

Harry se pasó todo elverano haciendo nuevos amigosen el campo de béisbol y en lapiscina, yendo a pescar conellos, viendo películas comoDos hombres y un destino y Ahíva ese bólido, y sorbiendo

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batidos ruidosa ydesenfrenadamente. Mientrasque yo, en cambio, vivía comouna prisionera, atrapada en uncírculo inacabable decorrecciones sociales con mamáen un lado y mi abuela en elotro.

Se acercaba mi séptimocumpleaños, y la mayoría de lagente pensaría que erademasiado pequeña para estarsometida a semejantes rigores,demasiado inmadura para

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entender los principios que seme imponían. Pero la gentesuele infravalorar la capacidadde comprensión de los niños.Además, mi madre se regía porla filosofía de que nunca erademasiado pronto para formarmi alma sensible y adecuarla almodelo de la dama sureña.Cuanto más fresca era la arcilla,más fácil era de moldear.

Aunque a esa temprana edadno tenía el vocabulario paraarticular todo lo que aprendí

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aquel verano, mi mentedespierta e inquisitiva loabsorbió todo, mucho más, laverdad sea dicha, de lo que mimadre y mi abuela seimaginaban. Años después,cuando mi yo analítico pasó porel tamiz las capas acumuladasde experiencia infantil, salierona la luz verdades que eran muydistintas a lo que misantepasadas por vía maternahabían querido enseñarme.Los recuerdos me rebasaban.

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Brotaban como el agua de unembalse cuya presa se ha roto y meahogaban, me dejaban exhausta ysin aire.

Fue un punto de inflexión. Elverano en que tenía seis añoscambió para siempre la forma enque veía a mi madre, a mi abuela ya mí misma.

Mi abuela, Georgia Bell PosnerBarclay, a la que sus nietosllamaban GiGi, era el polo puestode mi madre. GiGi era tan sumisacomo mamá dominante. Cuando era

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pequeña, adoraba a GiGi y a miabuelo, llamado Chick,precisamente porque no se parecíana los padres con los que compartíami vida diaria. Pero aquel veranoempecé a comprender que, mientrasque mamá controlaba abiertamente,imponiendo su voluntad, GiGi lohacía encubiertamente, sin quenadie se diera cuenta, mostrandouna dulce pasividad.

Yo no era la única que adorabaa GiGi. Todo Waterford la adoraba,la veneraba en su altar, la

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consideraba el ejemplo de laperfecta dama sureña. Georgia BellPosner Barclay no era una mujer,era una institución.

GiGi y Chick no tenían dineroque digamos; por lo menos, ya no.Tiempo atrás, según la leyendafamiliar, el abuelo Chick habíarecibido una fortuna. Su padre, alque todo el mundo, Chick incluido,llamaba tío Bark, había logrado dealgún modo sobrevivir a la GranDepresión con su negocio madererointacto. Había usado sus influencias

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con algún senador y se había hechocon un contrato para suministrarmaterial al Works ProjectsAdministration gubernamental parasus proyectos de obras públicas, asíque cuando la Gran Depresiónremitió, seguía llevando camisas deseda y contando con una bonitacantidad de dinero en el banco. Ysolo tenía un hijo: Clayton Barclay,mi abuelo. Cuando el tío Barkmurió a los cincuenta y dos años deun infarto, Chick lo heredó todo: unlegado económico que le debería

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haber permitido vivir por todo loalto junto a mi abuela por el restode sus días.

Pero Chick tenía talentosúnicos. Si mi abuela GiGi eraconocida en Waterford como lasanta, Chick era el pecador. Enmenos de una década había logradodilapidar su fortuna comoconsecuencia de inversionesabsurdas, de una irresponsabilidadgeneral y de bastantes viajes alcanódromo, en West Memphis.

Para cuando Harry y yo

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llegamos, GiGi y Chick vivían enuna modesta casita blanca en laesquina de las calles Third y Elm.Chick siempre hizo gran ostentaciónde ser el hombre de la casa; elseñor del castillo que protegía a sumujercita. Pero entonces estabaempleado en el aserradero quetodavía llevaba el apellido de sufamilia, y hacía veinticinco añosque no tenía una camisa de seda.

El abuelo Chick lucía unaestampa imponente, con la espaldaancha y abundante cabello cano en

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la cabeza. Siempre tuvo las mejillasrubicundas y una risa atronadora, yme sentaba en su regazo parahacerme cosquillas hasta que yolloraba entre carcajadas y lesuplicaba clemencia. Pero tambiénlo había visto cuando olía a whiskyy caminaba haciendo eses. Habíaestado despierta en la cama, en lahabitación del desván, y habíaescuchado, sin respirar, cómoarrastraba las palabras con la vozcada vez más alta para gritar aGiGi. A pesar de lo mucho que lo

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quería, le tenía un poco de miedo.En Waterford todo el mundo

sabía a lo que GiGi habíarenunciado por Chick. Asegurabanque podría haber sido una mujer defortuna, con una casa elegante y unaherencia que transmitir a sus hijos.Podría haberse divorciado de él yhaberse casado con alguien quefuera digno de ella. Dios sabía quetenía motivos suficientes, con todolo que Chick bebía, apostaba e ibade juerga.

Pero se había quedado con él,

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fiel al compromiso matrimonial quehabía adquirido solemnementetreinta años antes. Había aceptadosu suerte en la vida y, para bien opara mal, se había dedicado a sacaralgo de provecho de Chick. SantaGeorgia se había martirizado anteel altar de la fidelidad matrimonialrenunciando a su propia vida por lade su marido.

La dulce GiGi. La encantadoraGiGi. La fiel, entregada y benditaGiGi, que hacía todo lo que podíapara mantener a su réprobo marido

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por el buen camino. Yo tambiéncreía que era un genio yconsideraba que era candidata a lacanonización hasta que vifugazmente cómo lo hacía.

Cooter Randolph, elproductor local de whiskyclandestino, era conocido porvender ilegalmente su licor a lamayoría de la poblaciónmasculina de Waterford y de lostres condados circundantes. Miabuelo no era ningunaexcepción, y GiGi había

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decidido acabar con ello de unavez por otras.

Una tarde cálida de veranola seguí, evitando que me vieramientras recorría el bosquepara ir a ver a Cooter. Llevabauna blusa y unas medias colorazul lavanda pálido, unosguantes blancos y un sombreritocon unos pensamientos moradosa un lado. Cuando llegó alalambique de Cooter, seencontró delante de unaescopeta de caza de dos

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cañones, y me imaginé a mímisma interponiéndome en lalínea de fuego para salvarle lavida.

Pero GiGi no pestañeó.Simplemente se sentó concuidado en un tocón mediopodrido, se puso bien losguantes y dijo en voz baja:

—Cooter, usted y yotenemos que charlar un poco.

Yo había oído hablar deCooter pero hasta ese momentonunca lo había visto. Corría el

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rumor que había cumplidosentencia en un centropenitenciario del estado porhaber asesinado a un hombreque había entrado sin querer ensus tierras. Lo había matado deun disparo en el pecho sinpreguntarle nada, según secontaba. Otra vez, al parecer,había cortado con un hacha lamano a un hombre que habíaintentado llevarse una caja desu licor sin pagarle nada porella.

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Se rumoreaba que CooterRandolph era alguien con quienera mejor no meterse. Pero,visto de cerca, no tenía elaspecto de un asesino o de unmonstruo. Tan solo era un viejotriste y acabado, dominado porlos temblores y alcoholizado.Era alto y larguirucho, con unabarba de cuatro días y unpuñado de dientes amarillentos.Miró a mi abuela con unos ojosllorosos y enrojecidos, y conuna expresión patética y

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suplicante en la cara. Carraspeóy escupió un chorro de jugo detabaco por el hueco que habíaentre sus dientes delanteros, yse sentó, tembloroso, en untocón situado frente al queocupaba ella.

—Supongo que esperaba suvisita, doña Georgia —dijo.

Observé, detrás de él, lasherramientas de su oficio: elalambique oxidado con suserpentín de cobre, el fuegolento bajo la caldera donde se

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destilaba el líquido, las hilerasde jarras de arcilla y de frascosde cristal que esperaban recibirel licor casero que goteaba porel extremo de un tubo delgado.El aire del claro contenía lasfragancias mezcladas del humode madera y del alcohol demaíz.

GiGi lo miró fijamente condesdén.

—Si no me equivoco,Cooter, le ha estado vendiendode nuevo whisky clandestino a

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Clayton, ¿verdad?—Sí, señora —contestó

Cooter con la cabeza gacha,como un niño al que estánriñendo en clase por armarescándalo.

—Creía que habíamosllegado a un acuerdo alrespecto.

—Sí, señora. Pero...—¿Pero qué, Cooter? —La

voz de mi abuela era suave,suplicante.

—Pero tengo que ganarme

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la vida, doña Georgia. Lascosas están muy mal y...

—Ya lo sé, Cooter —aseguró GiGi mientras le dabaunas palmaditas en el mugrientobrazo—. Y créame que locomprendo. Pero ya sabe lo queopino sobre el whiskyclandestino. Especialmentecuando llega a manos de mimarido.

Cooter empezó aestremecerse de pies a cabeza.

—No me denunciará al

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sheriff, ¿verdad, doña Georgia?—suplicó—. El médico diceque tengo mal el hígado, y situviera que ir a la cárcel, bueno,no lo resistiría, le juro por Diosque no.

—¿Está casado, Cooter? —preguntó la abuela trasreflexionar un instante.

—Lo estuve —gruñóCooter.

—¿Y vive en esa cabaña deahí? —GiGi señaló con uninmaculado dedo enguantado

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una choza de la que el bosqueprácticamente se habíaadueñado de nuevo.

Cooter asintió. Su miradachocó con la de mi abuela y sedesvió rápidamente.

—Muy bien —lo calmó—,le diré qué vamos a hacer.Usted dejará de vender su licorcasero a mi marido y yo meencargaré de que usted comacaliente todos los días. Da laimpresión de que le iría biencomer como es debido,

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¿verdad, Cooter?—Sí, señora —asintió el

hombre con una sonrisaavergonzada—. Últimamente nocomo demasiado.

—Haré los preparativos.¿Quedamos de acuerdo,entonces? —Le dirigió unasonrisa extraña, fría.

—Sí, supongo que sí.—Me alegra que nos

hayamos entendido. —GiGi selevantó y se alisó la falda—.Bueno, ya me tengo que

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marchar.Cooter se puso de pie de un

brinco.—Le pido disculpas por

haberla molestado, doñaGeorgia. No volverá a pasar.

—Estoy segura de que no,Cooter —dijo la abuela consoltura—. Muy segura.

—Iría con usted hasta lacarretera, doña Georgia, perotengo que vigilar el alambique—comentó Cooter trasdespedirse caballerosamente

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con la cabeza casi a modo dereverencia.

—No hace falta que meacompañe —dijo GiGi como sise estuviera marchando de unafiesta. Y entonces, dio laespalda a Cooter Randolph, a sualambique y a su escopetacargada y regresó a casa pordonde había ido.

La seguí todo el caminohasta la ciudad y observé cómoandaba, con la cabeza muy alta,mientras los pensamientos del

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sombrerito cabeceabansuavemente. Pensé que era unaauténtica dama, que sepreocupaba por los menosafortunados. Hasta había tratadoa alguien como CooterRandolph con respeto. Iba aproporcionarle comida para queno se muriera de hambre allí, enel bosque. Tenía una abuela delo más humanitaria, que seocupaba de las necesidades deun pobre alcohólico queproducía whisky clandestino.

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Me sentí orgullosa y humildepor llevar los apellidos Bell yPosner.La burbuja de euforia familiar

en la que me había aislado estallóesa misma tarde. Estaba sentada enel porche trasero comiendo unarodaja de sandía, algo que GiGi nopermitía dentro de la casa, y oí porcasualidad cómo ella y mi madrehablaban sobre su encuentro conCooter Randolph.

—¿Le dijiste que lesuministrarías comida caliente

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todos los días? —La risa suave demi madre contenía un tono dereprimenda burlona—. No me lopuedo creer, mamá. ¡Le mentiste!

—Una dama jamás miente —lacorrigió GiGi con altanería—. Ledije que me encargaría de quecomiera caliente todos los días. Yeso es exactamente lo que hice. Enla cárcel estará bien alimentado.

¿La cárcel? ¿Estaba mi abuela,la dulce santa de Waterford,enviando a aquel pobre viejoenfermo a la cárcel?

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—Clayton me llevódirectamente donde Cooter —prosiguió GiGi—. Y no se dio nicuenta de que lo estaba siguiendo.El sheriff Ketchum lleva mesesbuscando ese alambique. Ahoradispone de una informaciónanónima que incluye indicacionesque le conducirán al sitio exactomejor que un mapa de carreteras.Mañana, a esta hora, aquel trastodel demonio acabará hecho milpedazos y quemado, y si también seincendia aquella vieja choza, mejor.

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Nadie sabrá jamás que yo tuve nadaque ver en ello.

Pasiva. Siempre había creídoque mi abuela era la clase de damasureña pasiva. Jamás se me habíaocurrido pensar que una damapasiva pudiera lograr lo que queríay, aun así, encontrar la forma deconservar intacta su fama dedulzura. Años después, cuandoestudié psicología y me crucé porprimera vez con el término«pasivo-agresivo», me vino a lacabeza una imagen que aguardaba

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ser etiquetada: GiGi, delante de laescopeta de Cooter Randolph, conla espalda tiesa como un palo y unaexpresión sonriente, fría ycalculadora en los ojos.

No me pude terminar la sandía.Con un nudo en la garganta y losojos llenos de lágrimas me imaginéal tambaleante Cooter con elsemblante triste y acabado. Estabasegura de que la cárcel iba amatarlo, y aunque no fuera así, ¿quéle quedaría cuando saliera? ¿Losrestos calcinados de una cabaña

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que había sido su hogar tiempoatrás? ¿El recuerdo de que unadama sureña refinada y mañosa lohabía engañado y le habíaarrebatado su patética vida?

En aquel momento, la adulaciónque sentía por mi abuela sufrió undaño irreparable. Su santidad. Supasividad melosa. Todo había sidoun engaño. Un engaño muy bueno,pero un engaño al fin y al cabo.

Cooter Randolph nuncavendió otra gota de licor alabuelo Chick. Ni a nadie más,

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en realidad. Murió a las seissemanas de su condena de tresmeses, y fue enterrado sinceremonias en tierra de nadie,entre el cementerio de losblancos y las parcelasreservadas a los negros. Apartir de aquel día, el jefe delAserradero Barclay entregabala paga de mi abuelopersonalmente a GiGi todos losviernes. Y el director delbanco, el señor Longchamps, nole daba un centavo de su propia

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cuenta sin hacer antes unallamada telefónica a doñaGeorgia para que le diera elvisto bueno.

El bosque, después de todo,estaba lleno de personajescomo Cooter, y Chick losencontraría si tenía un dólar enel bolsillo. Según oí que GiGidecía a mamá, lo hacía todo porel bien del abuelo Chick.Narré la historia con todos los

detalles que pude recordar y mesenté después un buen rato

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pensando en la manipulación de mitrastarabuela, en el engaño de miabuela, en el control de mi madre.Pasado un rato, empecé a escribirde nuevo:

¿Es esta la herencia de lasmujeres Bell, el legado queestoy destinada a perpetuar?Algunas mujeres, como mi

madre, dominaban ejerciendo laconsiderable fuerza de su voluntad.Otras, como GiGi, lo hacíanmediante la manipulación mientrasconservaban una fachada de

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sumisión y de dulce feminidad.Pero el resultado era el mismo: unadama sureña siempre consigue loque quiere. Y si se le da realmentebien, como a mi abuela, aparececomo la sufrida víctima de lainsensibilidad de otras personas.Un modelo de rectitud y honradez.Una mártir.

El día en que CooterRandolph fue a la cárcel, lafrágil red de mi inocenciainfantil empezó a desenredarse.La aureola de santa Georgia

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empezó a perder el brillo. Y yo,a la temprana edad de seis años,empecé a recorrer un caminoque acabaría llevándome adesbaratar los planes paraconvertirme en una dama sureñaque tenía mi madre.

En ese momento inicial desimpatía por el pobre y enfermoCooter Randolph, hice algoinimaginable, impensable.

Tomé partido por losdesvalidos.

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Capítulo 7Una vez Harry se sumía en

su rutina diaria, dividido entrela pesca, el béisbol, laspelículas y los batidos, mamá yGiGi se dedicaban a la tarea de«formarme».

Era una auténtica tortura, ylo más curioso de todo es quelas dos parecían creer quetendría que gustarme, quetendría que pasármelo bien conello. O que, si no me gustaba,por lo menos tendría que fingir

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que sí. Este arte del fingimientofue una lección que me costóaprender.

Una de las principalesdirectrices que rigen los actosde una dama sureña es quejamás, en ninguna circunstancia,debe permitir que los demás sesientan incómodos en supresencia. En su papel deanfitriona, sirve de catalizadorade la reunión, curando cualquiersentimiento herido, sonriendo,calmando las aguas entre sus

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invitados.En los seis años y medio de

mi corta vida había vistoaquella expresión falsa en elrostro de mi propia madre, perotodavía carecía de la capacidadde articulación suficiente paraexplicarlo. La petrificadasonrisa forzada que no lellegaba a los ojos, la máscarade simpatía. La había llevadopuesta el día que acompañó ami amiga Dorrie a la puertaprincipal para que saliera para

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siempre de mi vida, y la llevabapuesta cada vez que teníadelante a alguien, en especialcuando ese alguien la irritaba.Al fin y al cabo, una damasureña no cedía a las emocionesnegativas. Había que mantenerlas apariencias a toda costa.

Pero esta afabilidadrefinada no parecía aplicarse alos miembros de la familia deuna. Estaba conectada, dealguna forma metafísica ymística, con las bisagras de la

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puerta principal. Cuando esta secerraba después de marcharseel último invitado, la máscarase desvanecía y los sentimientosreales se reafirmaban. Latraducción que hacía de esto mimentalidad infantil a los seisaños era: tienes que seragradable con las personas queno te gustan, pero puedes ser lodesagradable que quieras con lagente a la que quieres.

Todo este fingimientoeducado me confundía y me

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frustraba, especialmente porquemi madre era totalmenteintratable con respecto a lasmentiras. Ella no usaba lapalabra «mentira», claro. Ellalo llamaba «tergiversación».Seguro que era la única niña demi edad que sabía deletrear,definir y conjugar el verbo«tergiversar» sin pensárselodos veces.

Y, para gran consternaciónde mi madre, yo tenía lacostumbre de tergiversar. La

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adquirí de una forma bastantenatural: como ya dije, mi padreera un cuentista consumado, yrara vez dejaba que unaconciencia escrupulosa con laverdad se interpusiera en unabuena historia. Si era buena,con el drama, el patetismo o elhumor suficiente, la contaba. Ydespués volvía a contarla conlas elaboraciones y los cambioseditoriales pertinentes, segúnquién le escuchara.

Mamá, sin embargo, no

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tenía paciencia para contarhistorias. Y cuando yo contabauna, cuando tergiversaba oadornaba la verdad siquiera unpoquito para lograr un mayorefecto, me soltaba un sermónque me dejaba tambaleando.

Mi madre jamás me pegó.Sus sermones, o incluso susmiradas silenciosas dereproche, bastaban para que meencogiera, sumisa. Cuandocarraspeaba, yo dejaba de hacerlo que estuviera haciendo y me

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ponía rígida, a la espera de sercorregida. Una vez, cuandotenía unos cinco años, estabatumbada en la alfombra delsalón, absorta en un libro, y ellaentró en la habitación y tosió.Dos veces.

Me levanté de un brinco,con el corazón acelerado,intentando discernir qué habíahecho mal para poderconfesarlo, entre lágrimas si erapreciso. Se me quedó mirandocon dureza mientras yo

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esperaba mi castigo en posiciónde firmes, y por un instante suexpresión se suavizó paramostrar algo parecido a lacompasión.

En aquel fugaz momento,creí que iba a disculparse y adecirme que sentía haber sidotan dura conmigo.

Se llevó entonces una manoa la garganta y comentó:

—Creo que he pillado unresfriado. —Se metió en elcuarto de baño y rebuscó el

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jarabe para la tos en el botiquín.Jamás hablamos de esteincidente, pero viví duranteaños con la esperanza de volvera ver aparecer aquel puntodébil.Nada provocaba tanto la ira de

mi madre como la falsedad, pero noparecía ver la relación entre mentiry la clase de farsa social que ella ymi abuela intentaron inculcarmedurante aquel largo y calurosoverano en Misisipí.

—Una dama sureña es

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siempre educada y gentil,Priscilla, sin importar lo quepiense de una persona. —GiGirepitió estas palabras porenésima vez—. Sonríe y entablaconversación sobre temasbanales, y muestra siempreinterés por lo que estándiciendo los demás.

Había visto la técnica decerca en la interacción de miabuela con Cooter Randolph. Yaunque en aquel momento habíaadmirado su comportamiento, el

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resultado final de la farsa meprovocaba una sensaciónextraña.

Aparentemente era una ideaamable, plenamente sureña: sereducado con la gente aunque nopuedas verla ni en pintura. Perobajo esa capa superiorcirculaba una corrientesubterránea de aguacontaminada, y yo habíaobservado personalmente eldaño que podía hacer si salía ala superficie. Me recordaba el

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lobo disfrazado con el camisónde la abuela en el cuento deCaperucita roja. ¡Qué dientestan grandes tenía esta costumbrede cordial duplicidad!

Aquel verano tuve muchasocasiones de practicar lassonrisas y la conversaciónbanal. Prácticamente cada díavenían señoras a tomar el té onosotras íbamos a sus casas. Ensu mayoría eran amigas de miabuela, y aunque algunas deellas rozaban ya la senilidad,

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todas eran unas auténticasdamas. Hasta la vieja LetitiaSutterfield, que no dejaba deinsistir en que la prometidayanqui de su nieto era una espíasoviética que había sidoenviada allí para cargársela yrobarle la herencia con objetode expandir la causa delcomunismo en el mundo libre.

—Ya lo sé, Tisha —dijo miabuela mientras dabapalmaditas en la mano a laanciana y le ofrecía pastitas de

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té—. Como Mata Hari. Pero note preocupes, no te pasará nada.

Eran las palabrasadecuadas, pero cuando doñaLetitia no la veía, dirigió unamirada que lo decía todo a mimadre. Era una expresión quedaba a entender que aquellaviejecita tendría que estarencerrada. Por su propio bien,por supuesto.

Yo estaba ahí sentada, conla taza de té en la mano,dudando entre dos sentimientos

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contradictorios. Por una parte,tenía la tentación de reírme conellas a costa de la vieja loca.Pero por otra parte, me dabapena. Podía estar un pocochiflada, pero era una viejecitaencantadora que creía deverdad, aunqueequivocadamente, que sustemores eran fundados.

Mi educación no mepermitía contradecir a mi madrey a mi abuela en la cara, y miconciencia no me dejaba

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convertir a la pobre LetitiaSutterfield en blanco de unabroma cruel. Permanecípetrificada, con los labiosparalizados formando la sonrisade una dama sureña. Fue, segúnla expresión favorita de mimadre, «una experienciadidáctica».Antes de que terminara el

verano sabía esbozar a laperfección aquella sonrisa hueca.La conversación banal era másdifícil de dominar.

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Al parecer una de lascaracterísticas de una auténticadama sureña es la capacidad decharlar un buen rato sin expresaruna sola opinión que pueda ofendera alguien. Expresiones inofensivascomo «¿De veras?», «¡Ay, caray!»o «No me digas» salpicaban elsalón como servilletasabandonadas. Jamás oí una solapalabra que me parecierainteresante, salvo quizá la historiade doña Letitia sobre la espía. Lamayoría de la conversación parecía

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pensada para atrofiar laimaginación más que paraestimularla. Pero yo observabafascinada y maravillada cómo mimadre y mi abuela jugaban a esejuego, siempre con aquella sonrisaen los labios, hasta que la puerta secerraba con un crujido de finalidady el té de la tarde había tocado a sufin.

Pero ese verano hubo unapersona a la que encontré realmenteinteresante: la «chica» de miabuela, Molly-Faith Johnston.

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Molly, que tendría por lomenos sesenta años, era unamujer negra, corpulenta ypechugona con el cabelloblanco y ondulado, y una piellustrosa. Su marido, Stick, yella trabajaban para Gigi y elabuelo Chick. Stick cuidaba deljardín y hacía arreglos en lacasa, y Molly venía todos losdías laborables a las nueve dela mañana para hacer la colada,limpiar y cocinar.

GiGi insistía en que Molly y

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Stick «formaban parte de lafamilia», pero incluso con seisaños, yo sabía que no era así.La familia no se sentaba en elporche trasero a almorzar con elplato en el regazo mientras quetodos los demás estaban en elcomedor, alrededor de una granmesa.

Yo adoraba a Molly, que metenía fascinada. Se reía acarcajadas sonoras ycampechanas, su abrazo erasuave y mullido, y no me

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hablaba con aires desuperioridad ni se comportabacomo si mis preguntas fueranestúpidas o carecieran deimportancia. Mientras sededicaba a sus quehaceres,cantaba espirituales negros conuna voz grave y melodiosa, ycuando le pregunté quésignificaban, me habló sobresus antepasados que llegaron aMisisipí en las bodegas oscurasde un barco negrero paratrabajar en las plantaciones. Me

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habló sobre la libertad y laesperanza, y sobre su preciosoJesús, que amaba a todas laspersonas, fuera cual fuera elcolor de su piel.

—Por Dios, chiquilla —medijo un día después de que mehubiera pasado una hora sentadaen un taburete a su lado—, ¿note han contado nada sobre tulinaje? Con esos ojos castañosque tienes, seguro que tienes aalguien tirando a carbón enalguna parte.

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Rio hasta que las lágrimasle resbalaron por la gruesa nariznegra y, a continuación, empezóa contarme cómo los amosblancos del sur habíanengendrado a menudo niñosmulatos con las bonitas chicasjóvenes que trabajaban en suscasas y en sus campos. Aquelloera una novedad para mí; unanovedad que me fascinó y queme alarmó. Sabía lo suficientesobre los hombres y las mujerespara darme cuenta de que era

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posible, pero jamás me habíaplanteado las ramificaciones.Siempre me habían enseñadoque las razas jamás semezclaban. Según mi madre ymi abuela, mi linaje Bell erablanco como la nieve einmaculado.

Y ahora Molly se partía derisa y señalaba mis ojoscastaños como prueba de quealgunos de los Bell, incluida yo,al parecer, podríamos tener unao dos gotas de sangre africana

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en las venas.La idea no me ofendió en

absoluto; al contrario, meintrigó. Me dio un motivo quejustificaba la conexión que teníacon Molly, y me llenó de unasensación de poder. Aquellaposibilidad de que yo, una Bell-Posner y una dama sureña enciernes pudiera ser portadorade alguna anomalía genéticaclandestina que mi familia habíamantenido oculta a ojos de todoel mundo era deliciosamente

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subversiva.Me habían enseñado la

guerra de Secesión,naturalmente. Me habíancontado cómo mis antepasadoshabían luchado valientemente,aunque en vano, para conservarsus plantaciones y sus vidas.Me habían explicado que losBell trataban bien a sus«negras», que las querían ycuidaban de ellas como unoharía con una mascota muyapreciada por la familia. Pero

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nunca, hasta aquel momento, seme había ocurrido pensar en elotro lado de la historia.

Fue el segundo paso en midescenso, la segundaoportunidad que tuve ese veranode identificarme con losintocables. No se lo conté a miabuela ni a mi madre, porsupuesto. Había aprendido lalección a raíz del incidente conCooter Randolph, y no tenía lamenor intención de ver cómoMolly se convertía en la

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siguiente víctima de lasmaquinaciones de mi abuela.

Me guardé mispensamientos para mí, y losatesoré, ocultos a los demás, enlo más profundo de mi corazón.Mis conversaciones con Mollyme provocaron una sensaciónque tardé años en identificar ycomprender. Lo único que sabíaentonces era que se trataba deuna sensación buena, lasensación de estar enterada deun gran secreto vital que mi

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familia no sabía, o si lo sabía,se negaba a admitir.Todo aquel verano, dividí mi

tiempo entre las sesiones deformación que mamá y GiGi mehabían organizado y esas horaspreciosas en la cocina, absorbiendola sabiduría, la esperanza y el amorde Molly. Y cuanto más tiempopasaba con Molly, más vacíos yfalsos me parecían los buenosmodales que me estaban inculcandoen mi cabecita infantil.

Mi madre creyó que el verano

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había sido una gran victoria, unaidea brillante, un éxito apabullante.Había aprendido a poner una mesaestupenda y a comportare con ciertaapariencia de elegancia, o si no conelegancia, por lo menos con menostorpeza. Había dominado el arte dela sonrisa, de sostener una taza deté sin que tintineara, y de parecerestar interesada al oír unaconversación insustancial. Mehabían enseñado a pensar antes dehablar, a ser educada con gentedetestable, a no levantar la voz.

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Lo que mamá no sabía era quehabía aprendido otra lección, unaque ella nunca se había planteadoenseñarme. Esta lección, queMolly-Faith Johnston me enseñócon su ejemplo más que conpreceptos, consistía en valorar misopiniones personales y no dejar quenadie me convenciera para queactuara en contra de mi propiocriterio.

Consistía en ser consecuenteconmigo misma.

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Capítulo 8Lo estoy escribiendo todo en mi

diario. Todos los recuerdos, todoslos detalles de aquellos días de miinfancia con mamá y con GiGi enlos que intentaron amoldarme a laimagen de la perfecta dama sureñay a prepararme para mi debut en elmundo de los concursos de belleza.Todos los sentimientos, todas lascontradicciones. Páginas y páginas.Secuencias inéditas, sin editar, demi educación, de mi renuentetransformación de ángel que

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calzaba unas botas robadas enReina de la Soja y MissUniversidad de Misisipí.

Por más que deteste admitirlo,puede que mi psicoterapeuta tuvierarazón. Volver a casa para revivirlos recuerdos familiares de miinfancia, como mamá, Belladonna oel mismo Chulahatchie, me trae a lamemoria toda clase de cosas quecreía que había olvidado parasiempre. Dios sabe que no sonrecuerdos forzosamente felices,pero es lo que tiene ser un

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estereotipo psiquiátrico.Me encantaría creer que la

capacidad de aprender de lasexperiencias vividas aparece deforma innata e inevitable con laedad, como las hemorroides, lascanas y las manchas de la vejez.Haría que todo este proceso fueramuchísimo más fácil. No tendríaque esforzarme tanto; solo tendríaque esperar. Pero entonces miro amamá y me doy cuenta de que si lasabiduría se obtieneautomáticamente con la edad, ella

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tiene que haber encontrado la fuentede la inmadurez hacia los seis años,porque todavía sigue creyendo queel mundo gira a su alrededor.

Como mi psiquiatra merecuerda constantemente, no puedocontrolar las elecciones de losdemás. Solo puedo elegir cómoreacciono ante ellas. Estoyintentando aprender a ser untermostato antes que un termómetro,pero incluso cuando llevas tupropio clima contigo, las madressaben cómo cambiar la previsión

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meteorológica y provocar tormentassin avisar.

Como hoy.—Priscilla —dijo mamá—. Me

gustaría hablar contigoAbrí los ojos de golpe, busqué

a tientas el reloj de la mesita denoche, y miré qué hora era. Lassiete menos cuarto. De la mañana.

Durante todo el tiempo queduraron mis dieciocho años deencarcelamiento bajo el techo demamá, jamás necesité despertador.Cada bendita mañana de mi vida, se

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acercaba a la puerta de mi cuarto yme despertaba, normalmentedispuesta a soltarme alguna críticaque ya llevaba preparada, como sifuera un pecado mortal perder unsolo segundo del día sin intentarcorregir mi proceder descarriado.

—Por Dios —gruñí—. Dame unrespiro, por favor. Ayer nochellegué tarde.

—Precisamente —respondió—.El desayuno se servirá en laveranda en quince minutos.

Café. Si no iba a dejarme

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dormir, necesitaba café. Quizá conun chorrito de alcohol para laresaca. Me levanté y mi arrastréescaleras abajo, descalza, todavíacon el pijama de rayas de algodónpuesto.

Sabía que mamá tendría algoque decir sobre el pijama. Nosoporta esta prenda de ropa; nosolo este pijama concreto, sinoninguno. Insiste en que ningunadama que se precie llevaría uno, ypone su colección de camisones ysaltos de cama de raso a juego

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como ejemplo de la ropa de dormiradecuada. Hasta tiene zapatillas conuna borlita que combinan con ellos.

Sospecho que está conectadacon el fantasma de Loretta Young,pero no me atrevería a decirlo envoz alta.

El aroma a café y a beicon mellevó hacia la parte trasera de lacasa, y me desvié hacia la cocina,donde la «chica» de mamá,Matilda, estaba delante de losfogones. Tildy, tal como lallamábamos, era una mujer de

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sesenta y tres años y algo más demetro noventa de altura, delgadacomo un fideo, que tenía el peloondulado lleno de canas, unaespléndida piel morena y unosenormes pies planos. En cuanto mevio, apartó la sartén del fuego, ladejó a un lado y se secó las manosen el delantal.

—Hola, mi niña. —Tildy abriólos brazos y me dio un achuchónhuesudo con el que me presionótoda la cabeza contra su pecho.Podía oír cómo le latía el corazón

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en la caja torácica tan nítidamentecomo si lo estuviera escuchando através de un estetoscopio. Fuerte,regular y fiable, como la mismaMatilda.

Olía a beicon y a magnolias.Tomé mentalmente nota de lainteresante yuxtaposición parapoder detallarla después en midiario. Podría tratarse simplementedel lavavajillas con fragancia delimón, pero me gustaba muchísimomás la idea de las magnolias.

—¿Cómo está mi dulce Peach?

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—preguntó—. ¿Y cómo es que nohemos tenido tiempo de hablardesde que volviste a casa?

—Ya sabes cómo me va. Mamáte lo cuenta todo.

—Supongo que sí. —Tildysonrio—. Me sabe muy mal lo deRobert y tú.

Noté que los ojos se mellenaban de lágrimas y pestañeépara contenerlas.

—Estoy bien —aseguré.—No lo estás —me contradijo

—. Pero lo estarás. Tienes huevos.

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—¿Tengo huevos? —dije conuna carcajada—. Bueno, esoespero. Si son los que tú preparaspara desayunar, quiero decir.

Tildy sacudió la cabeza,resignada.

—Revueltos con un poco decebolleta, como a ti te gustan. Meimagino que querrás sémola demaíz con queso. En el horno haygalletas recién hechas.

—Perfecto —dije—. Despuéscharlaremos. Tengo que tomar uncafé y enfrentarme al dragón.

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—¿Está tu madre furiosacontigo por algo?

—¿Todavía respira? —pregunté, encogiéndome dehombros.

Tildy se rio como una niñapequeña y agachó la cabeza.

—¡Qué mala eres! Eresrealmente mala.

—Puede que sí. Pero, por loque veo, no me contradices.

Tildy me ahuyentó de la cocinahacia la veranda trasera, dondemamá me estaba esperando.

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Como Belladonna estáorientada al este, hacia la luzmatutina, la veranda trasera está enla sombra y se mantiene frescahasta media tarde incluso en plenoverano. Mamá estaba sentada a lamesa de mimbre blanco totalmentemaquillada, luciendo un camisónlavanda suelto, su correspondientesalto de cama y unas zapatillas ajuego, puesta como si realmente secreyera una estrella cinematográficasusceptible de ser fotografiada encualquier momento.

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A esta hora de la mañana, elsuelo de ladrillos estaba frío para irdescalza. Me serví una tazahumeante de la cafetera que habíaen el aparador, me senté y escondílos pies bajo el trasero. Un vistazoal semblante de mamá y deseépoder ocultarme toda yo con lamisma facilidad.

Mamá no se había guardado unpensamiento para sí misma en todasu vida, por lo menos en lo que a sufamilia se refería. En público,podía mostrarse gentil en todo

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momento y conservar unaapariencia propia de una dama tantosi estaba aburrida como una ostracomo si le hervía la sangre.

Pero con nosotros, aun cuandotuviera la boca cerrada, que no eranada a menudo, su cara reflejabatodo lo que le pasaba por la cabeza.Esta mañana tenía aquellaexpresión tan suya con el rostrodemacrado y contraído con la quemostraba su desaprobación. Estoysegura de que si pudiera verse en elespejo y se diera cuenta de la clase

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de arrugas que le salían al ponerla,jamás llegaría a reponerse.

Sorbí el café y esperé. Ellatambién esperó. La tensión entreambas se fue estirando como elcaramelo hilado, y cuando estaba apunto de romperse, las doshablamos a la vez:

—Priscilla, eres una mujeradulta y no es asunto mío, pero...

—Mira, mamá, soy una mujeradulta y no es asunto tuyo...

Si hubiera sido cualquier otrapersona, nos habríamos echado a

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reír. Por lo menos estábamos deacuerdo en dos cosas: en que yo erauna mujer adulta y en que mi vidano era asunto suyo.

Salvo por aquella inofensivapalabrita bisílaba: «pero».

«Pero» era la preposición queregía la vida de mi madre yestropeaba cualquier palabra dealiento que pudiera haber salidoalguna vez de su boca.

«Estás preciosa, mi vida, pero...»

«Claro que me gusta tu novio,

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pero...»«Naturalmente que quiero que

seas feliz, pero...»Nada ha sido jamás bastante

bueno para ella. A los diez años,conseguí el papel de Glinda, laBruja Buena, en la función escolard e El mago de Oz por encima deunas cuantas niñas que iban un parde cursos por delante de mí, peroella estaba convencida de quetendría que haber sido Dorothy.Cuando pesaba cincuenta y cincokilos, ella creía que podría soportar

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perder un par de kilos más.Después de que ganara el título deReina de la Soja de Misisipí en laferia estatal, empezó a planear miparticipación en el concurso deMiss Universidad de Misisipí antesde que la tiara perdiera su brillo. Yno hablemos de su reacción cuandosolo quedé tercera en el de MissMisisipí

A pesar de toda una vida llenade ejemplos que demostraban locontrario, creí ingenuamente quecomprometerme con Robert, una

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estrella en alza entre los jóvenesprofesores de la Universidad deCarolina del Norte en Asheville,podría ser suficiente para ella. Perono. Le parecía que me habría idomejor casándome con un doctor deverdad que con un simple doctor enfilosofía.

—Al fin y al cabo —afirmó—,no es la clase de doctor que puedaayudar de verdad a nadie.

De modo que ahí estaba denuevo mamá, haciendo gala de sus«peros»: «No es asunto mío,

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pero...»Suspiré y tomé un largo sorbo

de café.—¿Pero qué? —pregunté—Sé que has estado saliendo

con alguien; no lo niegues. Y sí,eres una mujer adulta que puedetomar sus propias decisiones, ¿perono es un poco pronto para empezarotra relación? Todavía estáscasada.

—Técnicamente —repliqué—.Estoy legamente separada. Desdehace ya seis meses.

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—Cinco —me corrigió—. Peroesa no es la cuestión.

—De acuerdo, cinco meses ymedio —dije—. ¿Cuál es lacuestión entonces?

—La cuestión es queChulahatchie es una ciudadpequeña. Todo el mundo se conoce.Todo el mundo sabe lo que hacenlos demás.

—La cuestión es que tepreocupa lo que la gente puedapensar de ti —concluí.

—Pues claro que sí —

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corroboró sin dudarlo ni un segundo—. Soy tu madre. A ver, ¿de quiénse trata? ¿Es alguien comonosotros? ¿Estás siendo discreta?

Estaba loca. No le importaba sitenía relaciones extramatrimoniales.Lo único que le importaba era si lasestaba teniendo con alguien quetuviera un buen apellido y un buenlinaje familiar.

La clase adecuada de adúltero,la clase que habría hecho sentirorgullosa a una madre.

La gente adecuada. Gente

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como nosotros.Una distinción más difícil

de lo que cabría pensar.Muchos forasteros creen,

erróneamente, que la sociedadsureña se divide en doscategorías: los blancos y losnegros. Sin duda, mi familiacreía y defendía el principio deseparación de las razas; comole gustaba decir a mi madre, lasplumas y las aletas pertenecen ados especies distintas. (Lasconfusiones sobre los

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mamíferos son un argumentohabitual para defender elracismo en el sur.)

Debo decir en mi favor que,aunque la tentación era inmensa,especialmente durante mis añosadolescentes, logré evitarmencionar que hay mamíferosmarinos y animales terrestrespeludos que son ovíparos.

Además, el racismo no erarealmente el quid de la cuestión.Cuando el movimiento a favorde los derechos civiles empezó

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a ejercer su inexorableinfluencia sobre todas las áreasde la vida sureña, descubrí,para mi sorpresa, que mi madrepodía aceptar la presencia deuna familia negra en la iglesiasiempre y cuando sus miembrosfueran guapos, educados, seexpresaran bien y se parecierana los Obama. Siempre y cuandoel marido fuera médico oabogado y llevara trajes hechosa medida; siempre y cuando lamujer fuera esbelta, de piel

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clara y elegante; siempre ycuando los hijos (dos comomáximo) se portaran bien y nollevaran la cabeza llena derastas. Y, por supuesto, siemprey cuando los susodichos hijosno desearan salir ni casarse conlos hijos de los blancos.

Prejuicio clasista. Laconvicción de que los cristianosinteligentes, reflexivos,dedicados a profesionesliberales no manuales deberíanmantener cerrado su círculo

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social.Esto era, desde luego,

mucho más fácil antes de laaparición de la culturaigualitaria del siglo XX, con laque no siempre resulta fácildeterminar quién es «genteadecuada» y quién no. Losnegros, por lo general, no eran«gente adecuada», aunque seaceptaba que ocuparan su lugaren la sociedad, siempre ycuando supieran quedarse en él.

Los blancos eran un poco

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más difíciles de diferenciar,especialmente para un niño,incluso para una niña tanbrillante como yo. Al fin y alcabo, el estado permitía a todoel mundo asistir a las escuelaspúblicas, fuera cual fuera suapellido o su legado. A menudoera cuestión de ir probandopara descubrir qué amigosserían aceptables a ojos de mimadre.

A fuerza de errores, habíaaprendido que seguir mis

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instintos me hacía vulnerable ainformación que no era de fiar.Mi amiga Dorrie parecíacumplir todos los requisitos:era amable, cortés, respetuosa,inteligente y vestía ropa bonita;por lo menos llevaba colores yestampados que combinabanbien, lo que yo creía que lodecía todo si teníamos en cuentala clase de conjuntos con quealgunos de mis compañeros sepresentaban a clase el primeraño que fui a la escuela.

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Pero como descubrí en eldecepcionante desenlace de miamistad con Dorrie, lasapariencias engañan. Su familiano era de clase baja, ni muchomenos. Vivía a solo unasmanzanas de nosotros y eragente respetable y trabajadora.Pero no formaba del todo partede nuestro círculo social. Si aello le añadimos ladiscapacidad de Dorrie, quehacía que los demás se sintieranincómodos en su presencia, no

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había vuelta de hoja; mi madrejamás podría incluirla entre la«gente adecuada».

Poco a poco fuiaprendiendo a distinguirla, ycuando llegué a la secundaria,podía detectar a la chusmablanca en cuestión de segundos.Los chicos que pertenecían aeste grupo llevaban las uñassucias, normalmente usabanmalas construccionesgramaticales al hablar yllevaban la misma ropa todos

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los días. Los niños de claseobrera llevaban la misma ropatodas las semanas, iban en elautocar escolar y llevaban elalmuerzo preparado de casa enbolsas de papel marrón a lacafetería. Los niños de clasemedia, en cuyo caso tanto elpadre como la madretrabajaban, iban al colegio enbicicleta y tenían llave de sucasa.

Ya lo creo que aprendí adistinguirlos. El problema era

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que no me importaba. Por másque quería complacer a mamá,hacerla sentir orgullosa, nodejaba de darle vueltas a laagobiante cuestión de lapersonalidad.

El colegio tenía la culpa.Ahí estaba yo, una Bell, de losBell de Clarksville, rodeada depersonas de todos los tipos ylos orígenes imaginables. ¿Quése suponía que tenía que pensarcuando conocía a una chicacomo Lorene Clay, de los

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barrios bajos, que era la másingeniosa, divertida einteligente de mi clase? ¿O a unchico como Jay-Jay Dickens,más pobre que una rata pero,aun así, un perfecto caballero,con alma de poeta, que defendiómi honor cuando un puñado dechicos con un buen apellido yun buen legado quisierondivertirse manoseándome en elpasillo entre clase y clase?

¿Cómo se suponía que teníaque reaccionar cuando la gente

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con la que conectaba, mental ysentimentalmente, no era lagente que haría sentirseorgullosa a mamá?Después de que se fuera a la

peluquería, escribí todo esto en midiario. Otra pieza del puzle de loque significaba ser una mujer Bell.

Mi madre siempre decía que«todo se lleva en la sangre».Pues no sé que llevaría yo en lamía, pero lo cierto es que noquería tener nada que ver conlos Thornton, los Van Buren, los

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McKenna y todos los demáscretinos cuyos apellidos losconvertían en la clase decompañía adecuada para unachica que llevaba el honorableapellido Bell. En cambio, habíaencontrado mi sitio entre lamultitudinaria plebe, cuya gentecorriente no tenia apellido, niinfluencias, ni acceso a ningúnclub de campo; ningún punto afavor salvo la nobleza de sualma y la integridad de sucorazón.

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Así, en las horas gloriosas yliberadas que iban de las ocho alas tres, vivía rodeada de uncírculo de amigos que me hacíareír, me hacía pensar y, en elfondo, me obligaba a aceptarmea mí misma gracias a la fuerzairresistible de su aceptaciónincondicional, sin clases de pormedio.

Había aprendido la lecciónde la debacle con DorrieMeacham, pero no el preceptoque mi madre había pretendido

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enseñarme. No evitaba haceramistad con personas comoLorene Clay y Jay-Jay Dickens.De hecho, me entregaba a ellascon una vulnerabilidademocional impropia de unadama sureña. Dejaba a un ladoel poder de mi apellido, lescontaba mis secretos sinninguna vergüenza, y aprendía aquerer y a dejarme querer sinreservas.

Simplemente, nunca lasllevaba a casa.

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Capítulo 9Tampoco llevé nunca a casa a

Charles Chase, pero por un motivototalmente distinto.

En mejores circunstancias,Charles podría haber sido la clasede hombre que llevas a casa parapresentárselo a tu madre. Eratierno, considerado y natural; estababien, pero no era lo bastante guapocomo para levantar sospechas; yaunque casi no sabía nada de él,parecía un hombre bastante íntegro.

Pero no lo tenía claro.

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La mayoría de veces nosencontrábamos en la cabaña delcanal, cuya privacidad compensabael ambiente que le faltaba.

Supuse que después de laseparación de su mujer se había idoa vivir allí, pero podría estarequivocada. Nunca hablamos deello.

Nunca hablamos de nada.Nos limitábamos a... bueno, ya

sabes.Puede que sea por esto que

a la gente le atrae la idea de

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tener aventuras. No haycomplicaciones, ninguna deesas cosas cotidianas yaburridas que se inmiscuyen enla relación. Nada de calcetinestirados en el suelo, ni de rollosde papel higiénico acabados, nide cestos de la ropa sucia ni depantalones de gimnasiaapestosos.

Solo puro (o más bienimpuro) sexo. Elatolondramiento de un idilio sinla carga pesada de la realidad.

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El problema es que a mí megusta la realidad. A pesar deldolor que me ha ocasionado elrechazo de Robert, sigodeseando las cosas normales: lavida cotidiana compartida conotro ser humano, laconversación, los desafíos, larisa fácil, las bromas privadas,los recuerdos que construyen,uno a uno, una historia.

Quiero el compromiso.Solo que no lo quiero con

Charles Chase.

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Charles no tenía nada malo,excepto que era evidente que noquería tener una relación. Queríauna aventura. De vez en cuando mellevaba a cenar a restaurantessofisticados y caros en Tupelo yTucaloosa; sitios donde nadie nosreconocería. Me compraba flores y,una vez, me regaló un corazoncitode oro con su cadena. Me decía queera guapa, me abría las puertas yme trataba como si fuera una reina.

Pero jamás me dijo «te amo».Amor.

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Bueno, ese es un tema lobastante importante como paraque todos los psicoterapeutasdel país naden en la abundancia.Especialmente si la paciente encuestión ha sido educada paraser una dama sureña.

Descartemos de momentolas imágenes apasionadas de lapantalla cinematográfica sobrela sexualidad de las mujeressureñas: Natalie Wood, enEsplendor en la hierba, porejemplo, o Elizabeth Taylor en

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La gata sobre el tejado de zinc.A las mujeres sureñas no se lesenseña a disfrutar el sexo. Lasmujeres sureñas son entrenadaspara utilizar el sexo paraconseguir y conservar el poder.

De acuerdo, lo admito: esuna generalización. Es probableque algunas mujeres sureñasdisfruten el sexo y tengan unavida íntima fructífera ysatisfactoria con la pareja quehan elegido o quienquiera queles apetezca. Pero las mujeres

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Bell, desde la trastarabuelaAlberta hasta la actualidad,consideraban que copular eramucho más que un simplemétodo de reproducción o unplacer vespertino.

Todas las madres sureñasleían la misma biblia. El primermandamiento es «Haz sentirorgullosa a tu madre». Elsegundo se derivaba delanterior: «Las buenas chicas nolo hacen.»

Es una especie de principio

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para todo que puede aplicarse adiversas situaciones. Lasbuenas chicas no fuman, o si lohacen, no lo hacenostentosamente, en la calle ni enningún otro sitio donde puedaverlas su pastor. Las buenaschicas no beben, o si lo hacen,piden una copa femenina comoun dama rosa o un fuzzy navel, ysiempre con moderación. Lasbuenas chicas no seemborrachan, o si lo hacen, lohacen en la intimidad de su

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propio tocador, no en público.Las buenas chicas no hacen

muchas cosas. Pero, sobre todo,las buenas chicas no tienenrelaciones prematrimoniales (oextramatrimoniales o nomatrimoniales). Por otra parte,si tienen relacionesprematrimoniales, las buenaschicas no se quedanembarazadas. Y... si se quedanembarazadas, las buenas chicasno dejan que el cabrón que laspreñó se vaya de rositas.

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La forma en que una damasureña aborda el sexo puederesultar muy confusa para unaadolescente cuyas hormonasestán empezando a reafirmarse.En cuanto yo iba a entrar en lapubertad, mamá empezó aintentar hablarme de «la vida».

Como si todavía no supierade dónde venían los niños.Después de todo, mi mejoramiga, Lorene Clay, era lamayor de siete hermanos. Losdos menores habían nacido en

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casa, y Lorene había ayudado enel parto. Además, el dormitorioque Lorene compartía con dosde sus hermanas estabaseparado del de sus padres poruna pared delgadísima.

Lorene me contó que sequedaba despierta por la nochepara oír cómo engendraban a susiguiente descendiente; unproceso salpicado de gemidos ygruñidos, y de repetidos «¡Diosmío!» (al parecer los Clay eranuna familia muy religiosa), que

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culminaba con un crujidoestremecedor de la vieja camade hierro. Hasta les había vistohacerlo una vez el año que supadre estuvo en el paro, unatarde, cuando volvió a casaantes de hora de la escuelaporque le dolía la tripa. Alparecer, se los había quedadomirando un buen rato, aterradaal ver aquella energía primaria,pero fascinada por la agilidadde su madre y la resistencia desu padre. Me había descrito el

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incidente con todo lujo dedetalles.

No es extraño que mi madreno quisiera que me relacionaracon la chusma blanca.

La charla sobre «la vida»que mamá tuvo conmigo omitióla mayoría de los aspectosdestacados que había aprendidode Lorene Clay. Mamá meexplicó lo que le estabapasando a mi cuerpo («lamaldición», como ella lo llamó)y que tendría que aguantar esta

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molestia todos los meses de mivida hasta que fuera realmentemayor, puede que hasta loscuarenta o cincuenta años, y queentonces desaparecería.Mientras tanto, mientras tuvieraesa «visita» mensual podríatener un hijo.

Una mujer era madre, segúnme contó mamá, cuando sumarido «disfrutaba de ella». Sinusar ni una sola vez un términoanatómicamente correcto, medio la información básica sobre

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cómo esto sucedía. Pero elmensaje más importante quequería transmitirme era cómouna dama sureña manejaba estaanomalía, este extraño ritual delaparejamiento humano.

En primer lugar, mamá hizoespecial hincapié en que unadama sureña nunca, jamás, lohace hasta que no está casada.Dijo algo sobre comprar unavaca y dar la leche gratis. Nocomprendí la analogía bovina,pero sabía que no me estaba

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diciendo la verdad. Desde latrastarabuela Alberta, lasmujeres Bell lo han hecho antesdel matrimonio. GiGi me locontó, o por lo menos me lo dioa entender. Si no, ¿cómo habríapodido presionar Alberta aAdolphus Bell para obligarlo acasarse con ella?

En segundo lugar, mamáaseguró que una vez estácasada, una dama sureña solo lohace con su marido, y ainiciativa de él. Lo llamó

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«obligación conyugal», lo queme dejó con la impresión deque las relaciones sexuales eranalgo así como fregar el suelo dela cocina, es decir, algo que nofigura en un lugar nada alto enla lista de actividades queapetecen a una mujer, peronecesario para el mantenimientode un buen hogar. Algo quehacías una vez a la semana tantosi era necesario como si no.

Cuando estuvo convencidade que había comprendido los

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puntos básicos, mamá empezó asoltarme una diatriba titulada«Lo que quieren los hombres».Esta diatriba trataba solosuperficialmente la cuestión dela libido masculina; era,básicamente, un manual básicosobre cómo un dama sureñadebía controlar el falo.

—Los hombres tienenciertas necesidades, Priscilla—me dijo mi madre—.Necesidades que les inducen aquerer... bueno, lo que quieren.

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Nosotras, las mujeres, somosmás juiciosas, y si esinteligente, una auténtica damasureña utiliza este poder decontención en lo que a laintimidad física se refiere.

Traducción: cuando tienes aun hombre cogido por las joyasde la familia, puedes conseguirprácticamente todo lo quedesees.

Mi madre no lo sabía, peroyo ya había visto este principioen acción. Había observado, en

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ciertas ocasiones, sus sutilesintercambios con mi padre. Mehabía fijado cómo rechazabasus insinuaciones románticascon una palabra o una mirada dedesdén, y cómo cambiabatotalmente de actitud y ledoraba la píldora cuando queríaalgo de él. Este vals de rechazoy deseo era una danza delicada.La seducción, incluso dentro delos vínculos sagrados delmatrimonio, era el medio másefectivo que tenía una mujer de

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ejercer el control.Y «control», especialmente

en las cuestiones sexuales, erala palabra clave para una damasureña.

—Es la chica quien tieneque decir «no» —recalcó mamá—. No puedes contar con queun chico, ni siquiera un chicosureño educado como esdebido, se comporte como uncaballero. La chica tiene queestablecer los límites ymantenerlos.

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Aún siendo adolescente fuiconsciente, aunque vagamente,de lo injusto que era a todasluces este sistema; injusto tantopara el chico como para lachica. Por otra parte, la chicaera la encargada de «establecerlos límites», según palabras demamá, con lo que asumíasiempre la responsabilidad deconservar la virginidad. Pero,al mismo tiempo, podía utilizartodas las artimañas sexualesque tuviera a su alcance para

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lograr que un chico la deseara,para luego frenarlo y dejarlofrustrado hasta el punto de queaccediera a todos sus caprichos.El máximo capricho, porsupuesto, era recorrer el pasillode la iglesia.

Una vez celebrado elmatrimonio, sin embargo, lasnormas del juego cambiaban. Lachica podía ahora decir que sí.De hecho, estaba obligada adecir que sí. Se esperaba deella que la noche de bodas

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abandonara todos los años decontención y decondicionamiento y se entregaraal novio con los brazosabiertos, que sacrificara suvirginidad en aras de laobligación conyugal. Pero nodebía esperar gozar de su reciénganada libertad, sino que se leenseñaba a quedarse tumbada ydejar que él «disfrutara de ella»a su costa. Su premio deconsolación por este gesto degenerosidad era un diamante, a

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poder ser mayor de lo que elhombre se pudiera permitir, unacasa, un coche, unos ingresosregulares, quizás uno o doshijos, y un círculo socialtotalmente nuevo de amigas queestaban felizmente casadas.

Antes de la boda, según mimadre, una dama sureña negabael máximo favor sexual acambio de una alianza de oro;en resumen, se conservaba castapara que la persiguieran.Después de que un soltero

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cotizado «la persiguiera hastaque ella lo pescaba»,intercambiaba el «acto» porotros bienes y servicios.

A mí me sonaba de lo máshorrible: una prostituciónencubierta, santificada ante elaltar y disfrazada bajo unvestido de encaje con aljófares.No quería tener nada que vercon algo así. Jamás.

Pero, naturalmente, no se lodije a mi madre. Para una damasureña, solo había una cosa

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peor que tener una hijapromiscua: tener una hijasoltera. Si tu hija se quedabaembarazada, podías explicar atus amigos que un sinvergüenzaembaucador se habíaaprovechado de la pobremuchacha. O, si el chico encuestión era socialmenteaceptable para casarla con él,podías apresurarte a organizaruna boda rápida antes de quefuera demasiado tarde para elvestido blanco. Podías

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derramar unas lágrimas felicesde cocodrilo durante laceremonia, como si tus amigosno supieran la verdad. Ydespués podías jactarte de tuincreíble buena suerte cuando tunieto «prematuro» de tres kilosy medio llegara al mundo seismeses después.

Pero no podías, en ningúncaso, aducir un motivo quejustificara que tu hija eligieraquedarse soltera, dedicarse a sucarrera profesional y vivir por

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su cuenta. Que tu hija se negaraa jugar el juego siguiendonorma alguna. La virginidad eraun premio que había quesalvaguardar, pero solo hastacierto punto. Más allá de él,bueno, la gente podría empezara murmurar. Y si llegaba asusurrar a sus espaldas lapalabra que empieza por «l», lomejor que podía hacer la pobremadre era cortarse las venaspara poner fin a su sufrimiento.

Mamá nunca lo dijo

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abiertamente, pero me dejóperfectamente claro que miresponsabilidad como damasureña era decir primero queno, decir después «sí, quiero» ydecir finalmente que sí. Dentrode los límites de lo razonable,claro, y cuando me convinierapara alcanzar mis propósitos.

Las buenas chicas no lohacían. A no ser que tuvieranalgo que ganar.«A no ser que tuvieran algo que

ganar... »

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Eso fue exactamente lo que meenseñaron, aunque mamá jamás lohabría admitido, ni en un millón deaños.

La pregunta era, pues, quéesperaba ganar con Charles Chase.Era una mujer adulta, capaz detomar sus propias decisiones, queya no se guiaba por las expectativasde los demás. ¿Qué sacaba de estaaventura con Charles que me hacíaseguir volviendo a él una y otravez?

No era amor, eso seguro. Él

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evitaba deliberadamente utilizar lapalabra, quizás intentando, sinmotivo alguno, no ilusionarme.Tampoco era el sexo porque aunquesoy bastante capaz de disfrutar laexperiencia, también soy lo bastantemayor, y espero que losuficientemente inteligente, comopara darme cuenta de que laintimidad física es solo un pequeñocomponente del conjunto de unarelación.

No, era otra cosa. Algo que nosabía definir.

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O algo que no quería definir.Ahí estaba de nuevo el viejo

idiota canoso, soplándome al oído:«Ya posees toda la información quenecesitas. La has interiorizado.Conoces la respuesta. Búscala.Encuéntrala. Deja que salga a lasuperficie de tu conciencia.»

A lo mejor tenía razón. A lomejor la verdad estaba oculta enalgún lugar de mí mente. Pero noiba a sacarla a la luz ahora. Estabaexhausta, y todavía me tenía quearreglar para la cita que tenía con

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Charles a las siete.Seguiría el ejemplo de Scarlett

y pensaría en todo esto mañana.Después de todo, mañana será

otro día.

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Capítulo 10Mañana.Siempre creemos que

podemos solucionar las cosasmañana, hasta que el nuevo díaamanece portando malasnoticias. Hasta que se presentacon un inesperado cambio derumbo que desbarata todas lasideas preconcebidas que teníassobre cómo iban a ir las cosas.

El mañana no existe. Solo elpresente. Solo el momentoactual.

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«Vivir el presente» podríaparecer un objetivo que vale lapena perseguir, pero solo sivale la pena vivirlo.

Es hora de que haya uncambio. Es hora de que Dios, eluniverso, o alguien me dé unrespiro. No quiero vivir más deeste modo.Eché un vistazo a las palabras y

me sentí como si las hubiera escritootra persona.

No quiero vivir más de estemodo.

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Estas fueron las palabrasexactas que Charles Chase usó ayerpor la noche cuando rompióconmigo. Dijo que regresaba con suesposa para intentar solucionar lascosas con ella. Yo le había ayudadoa verse a sí mismo cómo era, lehabía ayudado a ser mejor hombre ysiempre me estaría agradecido porello.

Y por fin había pronunciado lapalabra «amor». Solo que no parareferirse a mí.

¿Era así como estaba destinada

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a ser mi vida? ¿Cuarenta y cincoaños, sola, una antigua reina debelleza echada a perder y de capacaída, abandonada por quieneshabían afirmado amarla, o por lomenos quererla?

No quiero vivir más de estemodo.Leí la frase una y otra vez,

impulsada por aquella molestacerteza que se tiene tras años depsicoterapia; la certeza de que algoque había leído, oído o sacado decontexto era exactamente la

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información que necesitaba, sipodía encontrar la forma deaplicarla.

Me imaginaba a mipsicoterapeuta mirándome porencima de las gafas, sonriendo,ansioso. Esperando el momento derevelación que diera validez a suexistencia y me cambiara parasiempre.

Observé la frase hasta que meescocieron los ojos, como si laspalabras pudieran de repentemoverse y transformarse en algo

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distinto, como si fuera un mensajecifrado que contuviera todas lasrespuestas del universo. Pero no seabrió ninguna puerta al mundosobrenatural. No hubo ningunamagia. Solo tinta azul en una páginablanca con una letra pulcra yregular.

Sin ningún toque previo, lapuerta de mi habitación se abrió sinavisar. Cerré el diario de golpe yalcé la vista. Mamá, vestida depunto en blanco con un traje dechaqueta de lino blanco y una blusa

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de seda color lavanda, me recorrióarriba y abajo con una miradadurísima.

—El oficio empieza en treintaminutos —anunció.

¿Oficio? No tenía ni idea de loque estaba hablando. Y entonces caíen la cuenta. Domingo. Eradomingo, y mamá esperaba quefuera a la iglesia con ella.

¡Dios mío! Me levanté y mepasé una mano por el pelo. Por unbreve instante me planteé laposibilidad de hacer exactamente lo

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que mamá esperaba que hiciera:apresurarme a arreglarme, vestirmede domingo...

«No quiero vivir más de estemodo.»

Volví a sentarme en la cama.—Gracias, mamá, pero creo

que hoy pasaré de ir a la iglesia.Se me quedó mirando como si,

de repente, tuviera dos cabezas.—¿Perdona? —preguntó.—Prefiero quedarme en casa,

prepararme el desayuno, sentarmeen la veranda. Escribir un poco en

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el diario. —Alcé el cuadernito depiel marrón para que lo viera.

—Mira, jovencita...—Mamá, esta mañana no quiero

ir a la iglesia. Y ya puestas,tampoco sé por qué quieres ir tú.Me has dicho un centenar de veceslo mucho que desprecias al nuevopastor.

Eso no viene al caso.—¿No?—No —aseguró mamá—. Se va

a la iglesia porque es lo correcto.Quise preguntarle para quién

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era lo correcto. Pero lo dejé correr,y cuando se dio cuenta de que noiba a cambiar de opinión sobre eltema, me dejó con mi pecado y sefue a rezar sin mí.

Preparé café, saqué el diario ala veranda trasera y empecé areflexionar sobre la religión.

Mamá está equivocada. Ovive engañada.

Puede que para ciertaspersonas ir a la iglesia seacuestión de hacer lo correcto.Pero para otras se trata de fingir

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ser correctas.Todos los sureños afirman

ser cristianos. Pueden usarcañones de agua para dispersaruna manifestación a favor de losderechos civiles o pasarse elsábado por la noche cubiertoscon una sábana blanca,bebiendo alcohol de maíz yprendiendo fuego a cruces en eljardín delantero de los líderesde las comunidades negra yjudía, pero cuando llega eldomingo por la mañana, se

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engalanan con sus mejoresprendas para calentar el bancode la familia y cantar góspel enla iglesia.

En el sur, ser cristiano yasistir regularmente a la iglesiaes una declaración importantede tus valores. No puedes serelegido para el cargo mássimple, y mucho menos para seralcalde, senador o gobernador,sin tener por lo menos unafotografía en los peldaños deuna iglesia, sujetando en una

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mano una gran Biblia negra yrodeando con el otro brazo a tusonriente esposa y a tus tambiénsonrientes hijos. No viene alcaso si nunca abres esa Biblia osi pasas olímpicamente de susenseñanzas. No importa queseas un ateo convencidosiempre y cuando seas uncristiano practicante. Lo quecuenta es la imagen.Me quedé mirando la página,

preguntándome de dónde habíasalido tanto cinismo. Creía en Dios,

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rezaba de vez en cuando y megustaba mucho Jesús. Por lo menos,el Jesús humano y terrenal quevagaba por las páginas de losevangelios predicando amor,curando a la gente, tocando a losleprosos y aceptando a losmarginados. Tenía que admitir queno me importaba demasiado el otroJesús, el crítico que hoy en díaparecía estar suspendido sobre lospúlpitos conservadores, separandolas ovejas de las cabras yasegurándose de que solo la gente

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correcta pasara por la entradaestrecha de la que habla san Mateo.

Ahora mismo me iría bien unabuena dosis del primer Jesús.Alguien, quien fuera, que me vieratal como soy, que me quisiera y meaceptara incondicionalmente, sincríticas, sin esperar unatransformación increíble de mí.

Desde la calle Main, el tañidode las campanas del carillón seelevó por el aire matutino. Laiglesia, metodista, tenía lascampanas más melodiosas de

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Chulahatchie. Dejé el bolígrafo yescuché un rato aquella músicagospel que me resultaba tanconocida como mi propio nombre:«Vuelve a casa, vuelve a casa... túque estás cansado, vuelve a casa...»

Las notas de Softy and tenderlyse me colaron en el alma yreavivaron un recuerdo que llevabamucho tiempo enterrado en ella.

Vuelta a casa.Un año, a finales de

primavera, cuando yo debía de

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tener ocho o nueve años,hicimos un viaje a Tennesseepara ir a la iglesia presbiterianade Bell Cove, en el campo,cerca de Clarksville, para loque mamá llamó una «vuelta acasa».

Pero el propósito de la«vuelta a casa» en Bell Coveera celebrar una reuniónfamiliar del clan de los Bellmás que asistir a la iglesia.

—Forma parte de tu legado,Priscilla —me dijo mamá con

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orgullo—. Esta es nuestraiglesia.

Y al decir «nuestra iglesia»no se refería a queperteneciéramos a aquellacongregación y asistiéramos aella con mayor o menorregularidad. Los Bell deTennessee no pertenecían a laiglesia; la iglesia les pertenecía.La iglesia presbiteriana de BellCove había sido literalmentepropiedad de la familia Bell yde sus herederos hasta bien

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entrado el siglo XX.Los primeros Bell habían

construido ellos mismos elsantuario en las tierras de laplantación de la familia, usandomano de obra esclava yladrillos hechos a mano. LosBell eran los propietarios delterreno y del edificio. Los Belltomaban las decisiones sobrequé podía suceder entre lascuatro paredes de la iglesia,hasta la aprobación de cadanuevo pastor, y el voto que

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condenó a un desdichadoorganista al paro porque sesospechaba que era lo que miabuela GiGi llamaba uninvertido. Según ella, unosdedos «maricas» no podíantocar un órgano de los Bell.

La familia Bell, que incluíaa mi trastarabuela y a sushermanas, además de a GiGi y asus primas, habían conservadola propiedad de la iglesiapresbiteriana de Bell Covehasta el último momento

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posible, cuando se terminóimponiendo la voluntad delPresbiterio Nacional. En 1935se cedió finalmente el controldel edificio, muy aregañadientes, al Presbiterio, nosin antes haber logrado que lodeclararan Patrimonio HistóricoNacional y le hubierancolocado una placa enorme enhomenaje a la familia Belloriginaria y a su descendencia.

La primera vez que vi elviejo edificio religioso, cuando

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apenas era una niña, sentí unenorme orgullo. Un orgullo quepronto fue remplazado por laconfusión. Era un edificiorectangular de ladrillos rojos,con un amplio porche delanteroy columnas cuadradas de colorblanco. Una iglesia sencilla yelegante, típicamente sureña,pero con una característicadesconcertante. A cierta altura,donde podría haber habido laveranda de un primer piso,había un par de puertas

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estrechas pintadas de blanco.Sin escaleras ni ninguna formade acceso. Solo las puertas,cerradas a cal y canto.

Separé a mi padre del grupoy le pregunté para qué servían, yme explicó que tiempo atrás, laiglesia había tenido una terraza,derribada hacía muchos años, yunas escaleras exteriores queconducían hasta las puertasmisteriosas.

—Por ahí es por donde losesclavos accedían a los oficios

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religiosos —dijo. Desde laterraza del exterior del edificio,sin acceso al santuarioprincipal.

Lo dijo con orgullo, como sial permitir que los negrospudieran acceder de algúnmodo al edificio, los Bellhubieran dado algún tipo deimpulso inicial a la defensa delos derechos civiles. Yo soloatiné a pensar en el aspecto tanespeluznante que tenían laspuertas, colgadas allá arriba,

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como si las hubieran linchado ydejado morir.

Ningún semblante negroacudió al oficio aquel domingode nuestra vuelta a casa, aunqueoí que unas cuantas de lasseñoras que charlaban mientrasdistribuían un banquete en lasmesas situadas a la sombra delos árboles comentaban lomucho que sus «chicas» habíantrabajado toda la semana parapreparar aquellas tartas ypasteles, y para cocinar el pollo

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y los guisos. Después de comer,mientras las mujeres cotilleabany los hombres lanzabanherraduras, fui a dar una vueltay bajé por la colina desde laparte posterior de la iglesia,donde estaba el cementerio quese remontaba a principios delsiglo XIX.

Vi el apellido de mi familiaen casi todas las tumbas:Claudia Stone Bell, que murió alos cuatro años de escarlatina.Ronald William Bell, del

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primer Regimiento deTennessee, que combatióvalientemente y murió a losveinte años debido a las heridasde guerra. Y a lo largo delperímetro, unas cuantas lápidasmás pequeñas entre las malashierbas: «Sassy y Marcus»,«Brownie y Rooster Joe». Yuna que me impactó como si mehubieran dado un fuertepuñetazo: «La pequeña Peach.»

No sé cuánto rato me quedéallí plantada, mirando aquella

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piedra erosionada con sus tressencillas palabras. No sécuántas veces tuvo quellamarme mamá desde lo alto dela colina antes de que la oyeragritarme que el helado caseroestaba a punto y que tendría quedejar de ser tan poco sociable eir a jugar con mis primas.

Lo único que oía en mediode la brisa que susurraba entrelos cedros que rodeaban elcementerio eran los ecos suavesde los espirituales negros que

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se elevaban hacia el cielo.Música de esclavos, la clase decanciones que Molly-FaithJohnston cantaba en la cocinade mi abuela mientras sededicaba a sus quehaceres ydespertaba en mi la sospecha deque podría estar relacionadacon ella por la sangre ademásde por el corazón. Canciones deuna fe que sabía,instintivamente, que era másprofunda que la idea que mimadre tenía de la religión como

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medio de aceptación social.Canciones de esperanza.Canciones de libertad. Unamúsica largo tiempo silenciadaen la iglesia presbiteriana deBell Cove por aquellaspequeñas y erosionadas lápidasen el cementerio.

Algún día aprendería esascanciones y las cantaría yomisma.

Algún día.Mamá podría ser la que estaba

sentada en el banco, pero creo que

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fui yo la que fue a la iglesia. Aquí,con mi pijama a rayas, en laveranda trasera, tomando café yescribiendo mi diario.

Hasta que lo escribí, no habíarecordado todo aquello sobre laiglesia presbiteriana de Bell Cove ysu cementerio ni lo que sentí al vermi nombre en la lápida de una niñaesclava.

Al parecer, había olvidadomuchas cosas. Volver a Belladonname había removido los sentimientosy me había traído todo tipo de

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recuerdos a la cabeza. Recuerdos,sueños y anhelos que habíaahogado, enterrado o perdido a lolargo del camino. Había vivido delmodo que mamá esperaba paraintentar complacerla, para intentarser la persona que ella quería quefuera. Luego, me casé con Robert ysimplemente adopté sus valores ysus expectativas.

Retrocedí unas cuantas páginasy releí las palabras que nocomprendía:

No quiero vivir más de este

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modo.Algo se tambaleó en mi interior,

como un movimiento sísmico delcorazón, un terremoto invisible, ypor fin lo comprendí. Jamás mehabía emancipado. Ni de mamá. Nide Robert. Ni de mi propiadebilidad.

En cuarenta y cinco años, nuncahabía cantado aquellas cancionesde libertad para mí. Ni una solanota.

Y ya iba siendo hora.

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SEGUNDA PARTEEvolución

* * *¿Cómo sé lo que pienso

hasta que no lo haya escrito?¿Cómo sé qué creosi no voy probando,

explorando y descubriéndolo?Cómo me conozco a mí misma

si no encuentro el valorde abrir mi corazón

y dejo que otrolo conozca?

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Capítulo 11La primavera llegó y se marchó,

y cuando nos adentramos en el mesde junio, estuvo claro que nosesperaba uno de los habitualesveranos asfixiantes de Misisipí. Dela clase que no había extrañadonada desde que me había trasladadoal clima más templado de lasMontañas Azules.

Mi madre no estaba nadacontenta con mi recién adquiridaemancipación. Aunque tampocohabía esperado que lo estuviera,

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claro. Había dejado de maquillarmey había empezado a vagar por laciudad con unos viejos shortsvaqueros y unas camisetas del añocatapún. Con el aspecto, enpalabras de mamá, de una hippy demediana edad con unas sandaliasque le dejaban los dedos de lospies al descubierto pero, que Diosnos proteja, no llevaba las uñaspintadas.

—Por el amor de Dios,Priscilla —dijo mamá—, ¿qué tecostaría arreglarte un poquito?

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Aunque solo fuera una pizca delápiz de labios. ¿No te importa loque pueda pensar la gente?

La verdad era que no. Porprimera vez en mi vida, no mepreocupaba mi aspecto, mi imagen,ni la aprobación o desaprobaciónde los demás. Y era algoincreíblemente liberador.

—¿Qué más da? —pregunté—.De todos modos, nadie mereconoce.

—Eso es una verdad como untemplo —murmuró mamá entre

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dientes.Se marchó al club de bridge sin

decir otra palabra, pero sabía loque estaba pensando. Yo eraPriscilla Rondell, la niña bonita deChulahatchie, le preciosa chiquillaque, al crecer, se había convertidoen la Reina de la Soja, en MissUniversidad de Misisipí y en latercera clasificada en el concursode Miss Misisipí. Además de eso,era una Bell, de los Bell deTennessee, y una mujer Bell sedejaría ver en público desnuda

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como Lady Godiva antes que sin elmaquillaje y el peinado intactos.

Cuando cerró la puerta al salir,solté el aire, aliviada. Habíasobrevivido estos mesesmanteniéndome a distancia demamá, y ella de mí. Habíamosdeclarado una tregua incómoda: yono tenía ningún otro sitio donde ir yella no tenía a nadie más a quiencriticar.

Mamá y yo: el encajeperfecto de dos neurosis. Cadamañana nos dedicamos cada una

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a lo suyo y cada noche nossentamos para cenar eintercambiamos golpes.

O eso me gustaría pensar, sipudiera reescribir la historia ami conveniencia. Se acerca mása la realidad decir que ellagolpea y yo pongo la otramejilla. Como siempre hehecho.

¿Por qué no puedodefenderme? Llevar shorts ycamisetas no es exactamente loque se dice adoptar una actitud

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firme. Es simplemente tocarlelas narices. La irritasobremanera, y por eso lo hago,porque lo sé. Pero eso no mehace ser más adulta, ni hace quenuestro trato sea más entreiguales, como implicaría decirque intercambiamos golpes.

¿Cómo he llegado a esto?¿De dónde sale esta costumbrede ser sumisa? No es algopropio de mí, o por lo menos nome parece propio de mí. Y, sinembargo, cuando reviso mis

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relaciones, no solo con mamásino con todo el mundo quetengo cerca, no puedo negar queme he pasado la vida intentandocomplacer a los demás.

Intentándolo, y fracasando.Intentándolo con más

ahínco, y fracasando másestrepitosamente todavía.Este era exactamente el tipo de

introspección que el viejo idiota demi psicoterapeuta había esperado,exactamente el que aplaudiría. Asíque me negué, obstinadamente, a

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darle la satisfacción. Durantenuestra sesión telefónica semanal,carraspeé, vacilé y mascullé cuandome preguntó qué estabadescubriendo, y le escuché hablar yhablar sobre lo importante que erapara mí aprovechar al máximo estetiempo. Estuvo once minutosseguidos soltándome el rollo sinprácticamente detenerse pararespirar.

Lo cronometré y, después, se lodeduje del importe del cheque.

Llevaba meses aferrándome con

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uñas y dientes al borde delprecipicio. Había pasado así todala primavera y el verano, y yaestaba cansada y harta de todo.Cansada y harta de pasarme todo elsanto día con mamá, sin hacer nada.Cansada y harta de oír lo muchoque la decepcionaba. Cansada yharta de sentirme como unafracasada sin esperanza niperspectivas.

Cansada y harta de estarcansada y harta.

«Necesito que pase algo —

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escribí en mi diario—. Algo. Loque sea.»

Y entonces pasó algo.

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Capítulo 12El Heartbreak Cafe no era la

clase de restaurante en el que mamáfuera a poner nunca los pies, ni aunen el caso de que tuviera el pelo enllamas y esa jarra maltrecha dealuminio que hay en su interiorcontuviera la única agua quequedara sobre la faz de la tierra.

Y si tengo que ser totalmentesincera, era esta ausencia de mamálo que hacía que el sitio fuera casiperfecto.

El local se acercaba bastante a

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lo que el nombre1sugería: no es que fuera

deprimente exactamente, pero sí,bueno, anticuado. O, por lo menos,esa era la impresión que te llevabascuando entrabas por primera vez.En cuanto te acostumbrabas, noestaba tan mal, la verdad. Olíadeliciosamente a beicon, a café y amanzana con canela. Nada lujoso,por más imaginación que se leechara, pero estaba aseado y teníamucha luz. Un lugar limpio y bieniluminado.

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Un lugar limpio y bieniluminado.

Recordaba haber estudiadoeste relato corto hacía años, enla universidad. Hemingway. Suprosa minimalista hacía quetodo en la vida pareciera dealgún modo lúgubre y austero,como imágenes fotográficasmuy nítidas en blanco y negro.Esta historia concreta va, si norecuerdo mal, sobre un viejoborracho que intenta suicidarsesin éxito, y el único sitio al que

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puede ir a consolarse es unpequeño café, un lugar «limpioy bien iluminado».

¡Dios mío! Ahí tienes unabuena metáfora. Un universotrágico y reducido, marcado porun sufrimiento tan profundo quepasa inadvertido, o por lomenos, sin el menor comentario.

Tal vez debería soltar estoal viejo idiota canoso para verqué le parece.

Mientras tanto, doy graciaspor disponer de un espacio

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lejos de Belladonna y de mamá.Aquí, en esta mesa, tengo lomejor de ambos mundos. Puedoestar con gente sin tener querelacionarme con ella. Laapariencia de una relación sinninguna de sus exigencias.

No es algo que suenedemasiado saludableemocionalmente, como estoysegura de que el psiquiatra seapresuraría a señalar, pero sesupone que tengo que sersincera y no limitarme a intentar

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quedar bien (¿delante dequién?). Y lo cierto es que,después del fiasco con CharlesChase, no tengo el menor deseode tener ninguna clase derelación en este momento.

¿Fue un fiasco? No dejo dehacerme esta pregunta. ¿Teníaalgún propósito, aparte delevidente, que era permitirmedisfrutar un rato de la ilusiónefímera de que sigo siendoatractiva y apetecible?

No me ha llamado. Yo

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intenté llamarlo unas cuantasveces al móvil, pero no medescolgó. No le dejé ningúnmensaje.

No acabo de descifrar sirealmente lo extraño o si soloextraño la idea de estar con él.La idea de alguien que pudierasacarme de la letargia de ununiverso egocéntrico parapreocuparse de si estaba viva.De si era feliz o no.

Una o dos veces, pasé conel coche por delante de la

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cabaña del canal pero no viseñales de vida. He llegado a laconclusión de que regresó consu esposa, y en mis mejoresmomentos le deseo lo mejor yespero que haya podidosolucionar las cosas. En misdías menos nobles, me gustaríasentir el consuelo de uncontacto humano. Una piel. Lasuya, o la de cualquier otro, enrealidad...—¿Quieres más café, Peach?Cerré el diario de golpe y me

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puse en posición de firmes. Elcorazón me latía como un loco. Eraaquella mujer, la del cabelloentrecano y la expresión cansada enlos ojos. Estaba bastante segura deque era la propietaria del local. Porlo menos, siempre estaba; ella y elcorpulento hombre negro cuyonombre parecía ser Scratch.

Y me había llamado por minombre.

—¿Perdón? —mascullé.Me mostró la cafetera.—Te pregunte si querías mas

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cafe —respondió.—Oh, sí. Gracias. —Empuje la

taza hacia el borde de la mesa—.¿Nos conocemos?

—Esto es Chulahatchie, cariño.Todo el mundo se conoce —aseguró, sonriendo de oreja a oreja—. Para ser mas exactos, todo elmundo te conoce. Eres lo masparecido que tenemos a un famosoy...

Me vio algo en la cara, algo queno estaba ocultando demasiadobien, y se detuvo en seco.

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—Perdona —se excusó—. SoyDell Haley. La dueña de este local.—Sonrió de nuevo—. Bueno,técnicamente la propietaria es elChulahatchie Savings and Loan, yyo se lo arriendo. Pero sigue siendomío siempre y cuando vayapagando.

—Encantada de conocerte, Dell—comente con la mano extendida.Dell dejó la cafetera, se limpió lamano en el delantal y me laestrechó.

—Yo ya estaba casada cuando

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tú empezaste la secundaria —comentó—, pero me imagino querecordaras a Boone Atkins.

Boone se levantó de la mesapara acercarse a mí, y lo único quepude pensar fue: «¡Vaya!»

—Hola, Peach —dijo—.Bienvenida a casa.

Se recostó en la mesa situadajunto a Dell y se quedó allíplantado con una elegancia relajaday natural. Note que una pequeñasacudida eléctrica me oprimía elcorazón cuando puso la mano en el

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hombro de Dell como si el gestofuera tan habitual que no se dabacuenta de que lo hacía.

¿Podría ser que estuvieran... ?No, no era posible. Ella tenía

que ser diez años mayor que él.—Debes de tener un retrato de

Dorian Gray escondido en elarmario —le comenté—. Estásexactamente igual.

—Lo mismo digo, Peach —aseguró—. Me alegro de verte.

Era mentira, claro. ¡Pero quémentira tan delicada y compasiva!

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Estaba allí sentada, con unos veintekilos de más, unos vaqueros, unacamiseta sin mangas andrajosa de laUniversidad de Misisipí y la caralavada, sin pizca de maquillaje.Hecha unos zorros, vaya.

Charlamos, comentamos unascuantas banalidades y se marchó.Pero no me lo podía quitar de lacabeza, allí de pie, mirándome conaquellos ojos espléndidos,trayéndome a la memoria uno de losrecuerdos más dulces y másamargos de mi adolescencia.

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Dios mío, ¿cómo podríaolvidarlo? Boone Atkins, unchico bondadoso y guapísimo,el único además de Jay-Jay queme trató como si fuera unapersona de verdad, de cuerpo yalma. Claro que recordaba aBoone. Boone fue quien mesalvó. Y ni siquiera llegó asaberlo.

A mitad de cursotrasladaron al padre de Jay-JayDickens a Oklahoma. O, por lomenos, eso es lo que él dijo a la

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gente. La verdad, que solosabíamos Lorene y yo, era quesu padre se había quedado sintrabajo y no podía mantener a sufamilia, por lo que se iban aloeste para vivir con unos tíosdel señor Dickens, en Enid.

Loren y yo vimos cómocargaban sus pertenencias en lacamioneta del padre de Jay-Jayhasta que nos recordaron lasfamilias que emigraban de lasGrandes Llanuras en los añostreinta o los Clampett, de la

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serie de los sesenta titulada Losnuevos ricos, cuando sedirigían a Beverly Hillsdespués de encontrar petróleoen sus tierras, en la zona ruraldel país. Lo único que faltabaera la mecedora de la abuela enlo alto del montón de cosas.

Nos despedimos y nosfuimos al anochecer.

La mañana siguiente elrumor corrió por el institutocomo la llamada «bacteriacarnívora»: el padre de Jay-Jay

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se había suicidado.Se habíapuesto el cañón de una escopetadel calibre doce en la boca y sehabía disparado una bala en lacabeza apretando el gatillo conel dedo gordo del pie.

Sin decir una palabra anadie, Lorene y yo salimos declase pitando para ir a casa deJay-Jay. El coche del sheriff semarchaba justo cuando nosotrasllegamos.

—Entonces es cierto —dije,aunque la cara de Jay-Jay no

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dejaba lugar a dudas.Asintió con la cabeza. Tenía

la mirada vacía, comodesenfocada.

—¿Qué vais a hacer ahora?—Era una pregunta estúpida,pero tenía que llenar losespacios vacíos de algún modopara intentar acercarme más aél, para intentar sacarlo de suaturdimiento.

—Supongo que iremos aEnid —aseguró, encogiendosede hombros—. De todos modos,

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no podemos quedarnos aquí.Abrí la boca para rebatirlo,

pero me di cuenta de que teníarazón. Para empezar, la semanasiguiente un nuevo inquilino seiba a instalar en su casita dealquiler. Y, sobre todo,quedarse en Chulahatchiesignificaría vivir para siemprecon la vergüenza y el escándalodel suicidio de su padre.

Tres días después,estábamos en la orilla delTombigbee observando cómo

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las cenizas del señor Dickensflotaban río abajo en lasuperficie del agua amarronada,avanzaban por el recodo y seperdían de vista. La señoraDickens, pálida y demacrada, sesentó al volante de la camionetay se despidió con la mano comouna autómata. Jay-Jay tambiénnos saludó con la mano desde elasiento del copiloto, con lamandíbula tensa y los ojosentrecerrados de determinación.Pero no lloró. Tenía que ser

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fuerte. Tenía que cuidar de sumadre. Se lo decía su padre enla nota que le había dejado; lamisma nota en la que leexplicaba lo del seguro de viday que con eso no tendrían quepreocuparse nunca más de nada.

Jay-Jay Dickens teníacatorce años el día que seconvirtió en un hombre.

Su padre jamás supo que elseguro de vida había quedadorescindido en cuanto lo habíandespedido. Ni que no cubría el

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suicidio.Volví al instituto el día después

de que Jay-Jay se fuera. Todo elmundo hablaba de ello, y todo elmundo sabía que yo era amiga deJay-Jay. Así que vinieron apreguntarme los detallesescabrosos: ¿había visto elcadáver? ¿Había sangre por todaspartes? ¿Quién lo había encontradomuerto? ¿Había sido Jay-Jay?

Me rodearon como una bandadade perros de caza que han olidosangre. Gruñendo, cerrando la

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mandíbula de golpe, cada vez máscerca.

—Dejadla en paz.La voz, tranquila, baja y segura,

los acalló como si se hubieranquedado mudos de golpe. BooneAtkins los miró con desdén a todos.Los hizo callar y los esparció comosi fueran paja arrojada al viento.Me tomó la mano y me llevó a unaula vacía, donde nos saltamos latercera clase y estuvimos sentadosmás de una hora sin decir nada.Cuando me eché a llorar, me sujetó

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la mano y habló conmigo paraintentar que no me sintiera triste.

Con Boone no tenía que sernadie especial. No tenía que fingirni hacerme la reina de belleza nicontener las lágrimas para evitarque se me enrojecieran los ojos yme goteara la nariz.

Podía ser yo misma.No creo que le agradeciera

nunca aquel regalo.

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Capítulo 13Boone me hizo también otros

regalos.Nadie ocuparía el lugar de Jay-

Jay en mi vida. Pero de repente, allíestaba Boone Atkins, que habíaaparecido de la nada como unilusionista para llenar por lo menosuna parte del espacio vacío.

Tal como lo digo, es como sifuera Jay-Jay quien se había muerto.Era la impresión que me daba,aunque recibía alguna que otra cartade él en la que intentaba

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convencerme de lo bien que le ibanlas cosas. Él y su madre llegaron aOklahoma justo cuando empezabae l boom del petróleo en los añosochenta.

Dejó de estudiar para irse atrabajar con su tío en los pozos,ganó algo de dinero y diez años mástarde lo invirtió en un pequeñonegocio. Un primo suyo que habíaestudiado en Stanford conocía a unpar de chicos que estabantrabajando en un programainformático que llamaban BackRub.

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Que después se conocería comoGoogle.

A Jay-Jay le fue bien, por lomenos en cuanto al éxito material serefiere. Pero de algún modo todoaquello me parecía bastante triste.Era muy listo, muy bueno y muycompasivo, pero jamás terminó susestudios. Y me pregunto cuánta dela bondad le arrebatarían en el duromundo de las perforacionespetrolíferas.

Supongo que una parte de Jay-Jay se murió con su padre aquella

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noche. Su esperanza, quizá. Suoptimismo, sus sueños.

Cabría pensar que mamá sealegraría de ver que Jay-Jay se iba.Nunca lo conoció personalmente,pero me oía hablar de él muy amenudo, y yo sabía, sin tener quemolestarme siquiera en preguntarlo,que Jay-Jay Dickens no era«alguien como nosotros».

El problema era que tampoco loera Boone. Su familia era muymaja, pero eso, a mamá, le dabaigual. No le importaba en absoluto

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que fuera guapo, cortés y listo, nique tratara a los demás con respeto.Sus padres no tenían demasiado enlo que a dinero se refiere, pero estono era lo principal. Boone eramotivo de habladurías, y eso ya erasuficiente para mamá.

—No te conviene —me decíacada vez que le sacaba el tema.

—Pero mamá...—Nada de peros —replicaba

—. Confía en mí, Priscilla. Esemuchacho no te conviene.

—¡Ni siquiera lo conoces!

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—Mientras vivas bajo mi techo,harás lo que yo te diga, jovencita.

Dios mío, si no había oído estafrase mil veces, no la había oídoninguna. No me vio burlarme deella, imitando a sus espaldas cómodecía esas palabras, y fue unasuerte. Porque podría haber sido elúltimo playback de mi corta perosingular vida.

Citas.El macho de la especie

tiende a considerar este ritualcomo una caza: se acecha a la

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presa escurridiza, se separa a lamejor y más bonita del rebaño,se estrecha el cerco y, después,gracias a una inteligencia y unaastucia superiores, se sigue a laelegida a cierta distancia hastaque cae delicadamente en lared. Pero para una chica sureñaa la que se educa para que seconvierta en una dama sureña,las citas son como unascompras ampliadas, donde seelige entre todo tipo de posiblesparejas en busca del color, la

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combinación, el estilo y eltamaño compatibles.

Después de que mi madreme hablara sobre «la vida», mipadre, que normalmente sequedaba al margen y dejaba mieducación en las manoscompetentes de mamá, quisoañadir un sabio consejo a lamezcla.

—Peach, cielo —dijo—,jamás aconsejaría a una hijamía que se casara por dinero.Pero recuerda que es igual de

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fácil enamorarse de un hombrerico que entregarle tu corazón aun pobretón.

Mi madre aclaró el consejode papá con una metáfora de lassuyas:

—Si buscas un vestido dediseñador, no vas a comprar auna tienda barata, Priscilla.

Comprendí lo que seesperaba de mí. A pesar de larabia que le dio a mi corazónquinceañero, acepté unainvitación para asistir al baile

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del instituto con WilliamRobeson McKenna III, elprimogénito del socio del bufetede mi padre. Teníamos que ircon otra pareja, la de SarahThornton y su novio, WalterStubblefield.

Conocía a Sarah desde queambas estábamos en primaria,claro, y me gustaba tan pocoahora como cuandoestudiábamos primero y semetía con Dorrie Meacham enel patio. Todavía seguía

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metiéndose con la gente, aunquede una forma mucho másrefinada y elegante, pero comoera hija de uno de los clientesmás adinerados de papá, teníaque soportar su compañía más amenudo de lo que me habríagustado, es decir, nunca.

Walter, que a sus dieciséisaños tenía carné de conducir yun descapotable nuevo, creíaque estaba como un tren. En elinstituto, Sarah se aferraba a élcomo si estuviera resbalando de

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la cubierta del Titanic y él fuerasu única tabla de salvación. Alo mejor lo era. Sarah, despuésde todo, era la prueba palpablede la gran dicotomía de lasecundaria en que la chica máspopular del instituto, es decir,la que acaba siendo animadora,reina del baile inicial y laacompañante más deseada en elde graduación suele ser lapersona que peor cae delmundo.

Yo tuve dos peticiones

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viables para mi primera cita; noestá mal, si tenemos en cuentaque era conocida como laprincesa de los concursos debelleza, y en lo que aaccesibilidad se refiere, podríahaber sido perfectamente unasupermodelo africana de metronoventa. La mayoría de chicosestaban demasiado aterradospara acercárseme.

También era demasiadolista para mi propio bien.

Las chicas sureñas aprenden

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pronto que si son inteligentes, lomejor que pueden hacer esdisimularlo, y rápido. Mamá medijo que a los chicos no lesgustan las muchachas brillantes,pero cuando decidió impartirmeeste valioso consejo, ya erademasiado tarde. Yo sabía queno era así. Lo que no gustaba alos chicos eran las muchachasque les intimidaban. Queríansentirse superiores, aunquefuera un engaño. Y, porsupuesto, una dama sureña

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educada como es debido lespermite disfrutar de supretensión de supremacía y seaprovecha de ello.

Además, mis amigos no eran«gente adecuada». Una vezSarah me advirtió, con aqueltono presumido y desuperioridad que siempreutilizaba, que sería mejor queme alejara de los pobres siquería que me tomaran en serio.

La verdad es que habríapreferido ir al baile con Boone,

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pero como eso era imposible,elegí el menor de los dos males.Por lo menos Robbie McKennaera guapo y tenía los ojosbonitos, aunque fuera unanenaza. El otro que me habíapedido que lo acompañara eraMarshall Threadgood, alaizquierda del equipo de fútbolamericano. Sarah me habíaanimado a aceptar la invitación,parca y gruñida, de Marsh:«¿Quieres ir al baile conmigo?»Sarah me dijo que Marsh era

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una estrella en alza, y que sitenía un novio deportista,seguro que la temporadasiguiente formaría parte de lasanimadoras.

Pero Marsh se sentaba en laúltima fila durante la clase deliteratura, con lo que habíatenido la desafortunadaoportunidad de conocer deprimera mano su lascivaperspectiva sobre una selecciónde grandes autores,especialmente sobre

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Shakespeare:—¿Poemas de amor a un

hombre? Me gustaría decirleuna cosita o dos sobre dóndepodría metérselos. —La estrelladeportiva de MarshallThreadgood podría estar enalza, pero su cerebro se situabaa mucha menos altura.

Robbie McKenna era, pues,la única alternativa sensata, porlo menos si tenía algunaintención de conservar lacordura además de la castidad.

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Aquella primera cita marcóla pauta de los años posteriores.

Había elegido a Robbie,cuyo nacimiento y linajetendrían que convertirlo en unmuchacho que me convenía, ycuyas maneras gentiles tendríanque haberme protegido. Pero nohabía contado con que MarshallThreadgood me dirigiría gestosobscenos y se pelearía despuéscon Robbie en la pista de baile.El pobre Robbie trató dedefender mi honor, pero no

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estaba dotado para ello.Titubeó, recibió un gancho dederecha y cayó redondo, comoun saco de patatas.

Rápidamente expulsaron aMarsh de la fiesta, pero el dañoya estaba hecho. Vino unaambulancia y se llevó corriendoa Robbie a urgencias para quele inmovilizaran la mandíbularota. Sarah se quedó deshecha ysuplicó a Walter que la llevaraa casa. Y cuando las sirenasdejaron de oírse en medio de la

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oscuridad de la noche, noté unsuave tirón en el codo.

Me volví. Detrás de míestaba Boone Atkins, con suresplandeciente traje nuevo decolor azul, observándome conuna mirada tierna.

—¿Me concede este baile,señorita Rondell? —mepreguntó con una carcajadagrave—. Parece que tuacompañante ha quedado...bueno, temporalmenteincapacitado.

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Tomé la mano que meofrecía y lo seguí hasta la pista.Bajo la tenue luz de losfarolillos colgados alrededordel gimnasio, dudo que nadieviera la etiqueta de la tiendaque le colgaba debajo delsobaco del traje. Se la arranquéy me la metí en el bolso.

Mamá me estaba esperandoen la puerta cuando Boone mellevó a casa en el Chevrolet dediez años de su padre. Meexplicó que el padre de Sarah

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había llamado para contarles loque había sucedido. ¡Qué maltenía que haberlo pasado, y mássiendo, como era, mi primeracita!

—Me lo pasé muy bien —aseguré mientras soltaba lamano de Boone—. Mamá, creoque no conoces a Boone Atkins.Ha tenido la amabilidad detraerme a casa.

—Gracias por cuidar de mihija, joven. —Mamá asintióceremoniosamente, con aquella

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sonrisa gélida dibujada en loslabios. Alzó los ojos hacia lacara de Boone y volvió abajarlos para observar elhorrible traje reluciente quellevaba. Pero yo sabía que noestaba pensando en suindumentaria.

—Así que es ese —soltómamá en tono desdeñoso encuanto cerró la puerta tras lamarcha de Boone—. Desdeluego no es alguien que teconvenga.

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—Sí que me conviene,mamá —dije—. Es uncaballero.

Y dicho esto, la dejéplantada en medio del salón, mefui a mi habitación y cerré lapuerta.

Seguro que mañana mecaería una buena bronca porrelacionarme con gente comoBoone Atkins. Mañana recibiríaun duro sermón sobre laresponsabilidad que tenía unadama sureña de mostrarse

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siempre decorosa. Mañana lascosas volverían a lanormalidad.

Aun así, fue liberador, fueracuales fueran las consecuencias,sentirme un poco mejorconmigo misma, darme uno odos centímetros más de margenpara moverme. Me quité elvestido y lo colgué en la puerta.Vacié entonces el contenido delbolso para buscar la etiquetadel valioso traje de Boone.Azul claro especial; rebajado a

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treinta y nueve con noventa ycinco dólares.

Guardé esta etiqueta todo eltiempo que estuve soltera yhasta mucho después también dehaberme casado con Robert ymarchado de Chulahatchie. Erami resguardo de un recuerdotierno, un recordatorio de queno todo lo que tiene valor seconsigue en las tiendas lujosas.

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Capítulo 14—¿Puedo sentarme? —preguntó

Boone.Estaba tan absorta escribiendo

que no lo había oído acercarse.Cerré el diario y alcé la miradahacia él. Estaba sonriendo.

—Claro —respondí. Aunque lainvitación sobraba porque ya sehabía acomodado al otro lado de lamesa.

El corpulento hombre negro quese llamaba Scratch trajo más café ytardó mucho rato en servirlo. Era

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evidente que la situación le divertíapor alguna razón, porque no dejabade mirarnos primero a uno y luegoal otro con una sonrisa burlona.

—¿Qué le pasa? —dije cuandoregresó a la cocina.

—Le gustas —contestó Boonetras reír entre dientes.

—Tiene algo distinto.—¿Qué quieres decir, distinto?En realidad no sabía muy bien

qué quería decir.—Es solo una impresión. Como

si escondiera algo.

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No, no me había expresadobien.

—No me refiero a que escondanada, exactamente. Nada malo. Soloes que tengo la impresión de que esuna persona más compleja de lo queparece.

—Todo el mundo es máscomplejo de lo que parece —comentó Boone.

Dejó la frase en suspense uno odos minutos, mientras adquiríafuerza con el silencio.

—Mírate a ti, por ejemplo —

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sentenció.—¿Qué pasa conmigo?—Bueno, ese es el gran

misterio.—No tengo nada de misterioso.

—Intenté tomármelo a risa.—Ya lo creo que sí —me

contradijo Boone—. Con todas laspreguntas que un buen periodistapodría hacer: ¿Quién es PeachRondell en la actualidad, veinteaños después de haberse ido? ¿Quéescribe en ese diario que llevasiempre encima? ¿Dónde está su

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marido, el profesor universitario?¿Por qué parece siempre estar tantriste?

Se encogió de hombros y medirigió aquella sonrisa suya tanespléndida, la sonrisa con la quelograría que cualquiera leperdonara lo que fuera, hasta metersus preciosas narices en los asuntospersonales de otra persona.

—Se te olvidó cuándo —dije.—Vaya, tienes razón. —Se

pinzó el entrecejo como si estuvierareflexionando profundamente—. Ya

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lo tengo. ¿Cuándo abrirá Peach sucorazón y confiará en alguien paraque sea su amigo?

Busqué mentalmente algunarepuesta aguda, ingeniosa ybromista, pero no encontré ninguna,y en lo que a humor se refiere, larapidez de reacción lo es todo.Además, se me había hecho un nudoen la garganta de la emoción. Deimproviso me dio un ataque deverborrea y empecé a contar aBoone Atkins cosas que no habíadicho siquiera a mi psicoterapeuta.

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—Cuando hace años me fui deChulahatchie, me juré que jamásvolvería —expliqué—. Me habíahartado del control y de lasmanipulaciones de mamá. Regreséuna o dos veces para hacer unabreve visita, simplemente porqueno podía soportar castigar a papápor las intimidaciones de mamá,pero siempre me marchaba hecha undesastre, por lo menos a nivelemocional. Nada fue nunca lobastante bueno para complacer amamá. Yo no era lo bastante buena.

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Me detuve y me arriesgué amirar a Boone a la cara. Me estabaescuchando atentamente, y asintiópara que prosiguiera mi relato.

—En cualquier caso, perdí elcontacto con todo el mundo a quienconocí durante mi adolescencia. —Interrumpí de nuevo mi narraciónpara replantearme esta afirmación—. No, eso no es verdad. Cortédeliberadamente los lazos con todoel mundo. No quería que nada merecordara Chulahatchie, ni miinfancia, ni el hecho de que tiempo

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atrás había sido la Reina de la Sojay Miss Universidad de Misisipí.

Boone se rio entre dientes comosi me comprendiera perfectamente ytomó un sorbito de café.

—Así que cuando papá murió yvolví para el funeral, era unaauténtica forastera en mi propiaciudad natal. No recordaba aninguna de las personas queasistieron a la ceremonia religiosa,y no tenía ningún interés especial enrecordarlas. Simplemente, me dabaigual. Dije a mi hermana Melanie

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que la siguiente vez que pusiera lospies en Misisipí sería para liquidarel patrimonio de mamá. No contabacon que...

Me detuve. ¿Cómo podíadecirle la verdad sobre el rechazode Robert, sobre lo de volver aempezar y sobre lo desesperada ylo inútil que me sentía?

Confundió mi vacilación conotra cosa.

—Debes de echarlo de menos.Noté una punzada dolorosa en

el vientre, como el de una

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articulación dislocada o la descargaeléctrica de un dolor nervioso. Sinpensármelo dos veces, solté laverdad:

—No echo de menos a Robert—dije—. Echo de menos sentirmeamada.

Boone me dirigió la mirada mástierna que pueda uno imaginarse, ycuando habló, su voz era grave,baja, casi un susurro:

—Estaba hablando de tu padre—aclaró.

¡Dios mío! ¡Pero qué idiota era!

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Debido a un flagrante lapsusfreudiano, había reveladodemasiada información, y ahora mesentía tan vulnerable y expuestacomo un cervatillo destripado.

Pero Boone no pareció darsecuenta. Se inclinó hacia delante yalargó la mano sobre la mesa hastacasi tocarme la mía, pero sinhacerlo.

—Está bien, tranquila.—¡No está bien! —exclamé con

más pasión y volumen del que habíaquerido. Bajé la voz hasta un siseo

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—: No está bien que mi marido mehaya dejado por otra y yo no tengatrabajo ni ninguna otra fuente deingresos, ni tampoco ningún sitiodonde ir. No esta bien que hayatenido que volver para «visitar» ami madre, y sí, pon la palabra entrecomillas, porque solo Dios sabecuánto tiempo durará esta visitaantes de que pueda recuperarme ylargarme de aquí. No está bien quemi padre esté muerto y enterrado, yya no esté aquí cuando lo necesito.No está bien que mi vida sea un

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asco y que la única persona que mehaya mostrado algo de compasiónfuera el marido de otra mujer, yque, al final, hasta él terminaradejándome para regresar con ella.

Boone esperó a que terminarade tocar fondo entre tartamudeos.

—Debes de pensar que soyhorrible —dije.

—No pienso nada de eso.Sacó un fajo de servilletas de

papel del dispensador, me lo pusoen la mano y esperó a que mesonara la nariz.

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—Creo que te han lastimado,que últimamente tu vida ha sidodifícil y que no sabes muy biencómo manejar la situación —aseguró—. Puede parecer queChulahatchie sigue anclada en laEdad Media, pero algunos denosotros estamos bastanteilustrados. —Soltó una carcajadasuave—. Si nos dejas, seguro queencuentras gente que te apoye.

Me quedé callada mientrasintentaba asimilar las palabras, queme resonaban en la cabeza. Me

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sentía extraña, arropada y un pocoasustada a la vez. Nadie me habíaaceptado así jamás, ni siquieraRobert cuando estábamos casados.Y aunque agradecí el respiro queesta aceptación me proporcionaba,también me provocó cierta ansiedady aprensión. Si no sabía qué habíahecho para merecerla, ¿cómo podíasaber qué podría provocar que laperdiera?

Traté de no pensar en el vasomedio vacío. El viejo idiota de mipsiquiatra siempre me hablaba de la

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energía negativa y del karma, y deque me centrara y aceptara lo que lavida me daba con las manosabiertas. Claro que él no sabía quecon mamá, si abrías las manosaunque solo fuera un centímetro, tearrebataba lo que tuvieras en ellas.

No era exactamente unametáfora alentadora, perolamentablemente, era cierta.

—¿Y qué estás escribiendo enese diario? —me preguntó Boone.

—Tonterías —respondí—.Pensamientos. Recuerdos. Ideas.

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Cuando regresé a Chulahatchie,estaba segura de que me habíamuerto y había llegado al tercercírculo del infierno. Pero me hasorprendido la cantidad de cosasque creía olvidadas y que herecordado. Estoy aprendiendomucho sobre mí misma,comprendiéndolo todo mejor.

—Si lo que me has dicho sobreScratch sirve de ejemplo, tambiéntienes mucha intuición con respectoa los demás —comentó Boone—.Recuerdo que tiempo atrás me

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dijiste que querías escribir librosde ficción. Tal vez este sea un buenmomento para empezar. Por lomenos, en Chulahatchie encontrarásmuchos personajes. No hay mal quepor bien no venga.

—No sé lo del bien, pero el males enorme —aseguré.

El jurado sigue deliberandosi creo que pueda haber algúnbien en esto, pero Boone teníarazón sobre una cosa:Chulahatchie tiene una cantidaddesmesurada de personajes.

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Tomemos a Scratch, porejemplo. Es un puzle dentro deun enigma envuelto de misterio.Al parecer es pinche, ayudantede camarero y recadero, perohay algo más en él. Siempre quelo miro, y especialmente cuandohablo con él, me viene a lacabeza un traje carísimo deBrooks Brothers oculto bajo unacamiseta y un delantal.

Si se tratara del personajede una novela que estuvieraescribiendo, sería un artista, o

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un músico, con un talentoinmenso, perseguido por algunacircunstancia de su pasado quehace que se mantenga encerradoen sí mismo. Algún hechodoloroso que nadie conoce,algún sufrimiento oculto. Unamor que terminó mal, quizás.Un sueño que no se hizorealidad.

De vez en cuando, se revelay ves esa chispa, esa ternura enél. Como cuando habla conPurdy Overstreet, que

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prácticamente ha sucumbido alAlzheimer. Purdy tienedebilidad por Scratch; se echaen sus brazos cada vez que entraalborozadamente en el local. Éles siempre muy amable conella, muy cariñoso ycomprensivo.

Y Purdy es otro personaje,desde luego. Me la imaginocomo una abuela canosa a quienhicieron de repente untrasplante de personalidad. Setiñe el pelo de naranja y lleva

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minifaldas con medias derejilla. Y siempre va con unaboa de plumas alrededor delcuello. Me recuerda a Lola, lacorista de Copacabana, aquellavieja canción de BarryManilow.

Y para completar eltriángulo, por supuesto, estáHoot Everett, que puede que seaun anciano desdentado deochenta y tantos, pero no estánada falto de pasión. Está locopor Purdy, de eso no hay duda.

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Es un cachorro enamorado queno puede entender por qué ellase pasa todo el tiempobabeando por Scratch. Siestuviera escribiendo suhistoria, los dos acabaríanjuntos y demostrarían al mundoque el amor sobrevive a labelleza, al cerebro y a lavitalidad física.

Voy a seguir el consejo deBoone, y además de anotarcosas en mi diario para lapsicoterapia, voy a empezar a

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escribir también ficción. Algosencillo para empezar: esbozosde personajes, escenas breves.Algunas cosas a partir de laobservación y otras a partir demi experiencia personal, quizá.Veré cómo me va y decidiré quéhago.

¿Qué puedo perder? Notengo dónde ir y me sobra eltiempo.

Y si del mal resulta un bien,me tragaré gustosamente mispalabras, con pan integral y un

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poco de mantequilla, por favor.—Sales casi todos los días —

dijo mamá.Mamá nunca hacía un

comentario inocente. O bien era unacrítica o bien se trataba de unapregunta, pero siempre estabaformulado de forma que podíaasegurar que no había querido decirnada en absoluto con él. Si temolestabas, era problema tuyo, node ella.

Estábamos sentadas en laveranda trasera tomando café en el

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frescor de la mañana. El otoñohabía conllevado perspectivas decambio, con aquella fraganciacaracterística del ambiente, cuandoel aire sabe a manzana y todas lasbrisas huelen a humo de hojasquemadas. El otoño era mi estaciónfavorita, y ni siquiera estar enMisisipí con mamá podía reducir lasensación de bienestar que meproporcionada la llegada deltiempo más templado. La sensaciónde algo que estaba a la vuelta de laesquina, de algo apasionante,

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desafiante y...—Priscilla, te he hecho una

pregunta. ¿Podrías tener la gentilezade contestar?

Contuve un suspiro, dejéescapar la sensación de bienestar yobservé cómo se dispersaba comoel humo y se desvanecía hastaquedar reducida a nada.

—No sabía que me hubieraspreguntado nada —solté.

Mamá me dirigió «la mirada».—Dije que...—Ya sé qué dijiste —la

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interrumpí—. Dijiste que he estadosaliendo todos los días. Eso no esninguna pregunta, es una afirmación.

—Viene a ser lo mismo, y tú losabes —replicó mamá.

—Bueno, pues ya que quieressaberlo, he estado yendo al local deDell Haley, el Heartbreak Cafe, enla calle West Main.

Mamá se me quedó mirando,abrió la boca y volvió a cerrarla.Sorbió el café y reflexionó.

—Supongo que no podía hacerotra cosa después de que su marido

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se muriera tan de repente y todoeso.

Algo se me retorció en elestómago como una lubina acabadade pescar en el sedal.

—¿Dell tuvo un marido que semurió? ¿Hace poco?

—Esta primavera, creo. No losconocía, la verdad. O, por lomenos, no los conocía bien. Noformaban parte, bueno, de nuestrocírculo. Pero supongo que decidiríaabrir esa deprimente cafeteríadespués de que su marido muriera.

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Para llegar a fin de mes.Por algún motivo, sentí la

necesidad de intervenir y defendera Dell:

—No es deprimente. La comidaes espléndida. La gente es muysimpática. Y a Dell parecer irlemuy bien el negocio.

Ninguna reacción.—Ha sido muy amable conmigo

—proseguí tozudamente—. Mesiento en una mesa, me pongo aescribir y...

—Sí, bueno —dijo mamá,

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encogiéndose de hombros—. No esamiga tuya, Priscilla. Ser amableforma parte de su trabajo. Tenlopresente y no le des la lata.

«No des la lata. Compórtatecomo una dama. Asegúrate de quete hayan invitado. Resérvate lasopiniones. No te acerquesdemasiado a la clase de gente queno te conviene.»

Era el tipo de cosa que podríahaberme dicho cuando tenía cuatroaños. Toda mi vida ha estropeadotodo lo que he apreciado.

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¿Cuándo iba a aprender a tenerla boca cerrada y a guardar ensecreto mis preciados tesoros?

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Capítulo 15No hablé con mi psiquiatra de

Dell, de Scratch, de Boone Atkinsni de ninguna otra persona delHeartbreak Cafe. No sé por qué;quizá la experiencia con mamá medescorazonó. No quería quepensara que estaba desesperada yera patética, como mi madreparecía creer.

«Pero la verdad es que puedeque esté desesperada y sea patética—escribí en mi diario—. A lomejor soy una fracasada.»

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Fracasada. La palabra quehe estado evitando todos estosmeses. La palabra que medevuelve a la parte de miinfancia que he reprimidoadrede.

Quizá supiera, en el fondo,que no sería capaz de evitarlapara siempre. Pero la esperanzamana eterna, como solía decirmamá. ¿Sabría el contexto deestas palabras tal como lashabía escrito Popeoriginariamente? «La esperanza

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mana eterna del seno humano.El hombre nunca es, perosiempre espera ser bendecido.»

Dios mío, al viejo idiota leencantaría. Esta filosofía no sebasaba precisamente en ver elvaso medio lleno.

Repaso las páginas que heescrito durante los meses quellevo en casa de mamá desde mivuelta, y hay muchas cosas queno recordé hasta que empecé aplasmarlo todo en el papel. Talvez Robert tuviera razón, tal vez

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el cordón umbilical es laprincipal herida que nuestrasmadres nos infligen, la que llegahasta el núcleo mismo denuestro ser. Tal vez todos losestereotipos de la psicoterapiaestán firmemente arraigados enla realidad entre madres e hijas.

Visto desde fuera, podríaparecer que no me había ido tanmal. Mis padres no memaltrataron, me abandonaron nidesatendieron. No éramospobres; todo lo contrario, en

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realidad. Siempre tuve todo loque necesitaba y casi todo loque quería.

Salvo lo que más necesitabay más quería.

Una madre.Varios psiquiatras me han

hablado en alguna ocasiónsobre el principio de laesperanza intermitente, sobrecómo un momento fugaz desatisfacción puede tentar anuestra psique para que creaque ha ocurrido un milagro, que

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se ha producido un cambio enalguien que deseamosprofundamente que nos quiera.Cuando el objeto de nuestroanhelo vuelve a sus viejasactitudes de crueldad o deindiferencia, nos aferramos aese hilo de esperanza y nosobligamos a creer que nosquiere, aunque la experiencia detoda una vida nos demuestre locontrario.

Nunca lo hace, pero siemprelo esperamos...

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Y en algún momentodirigimos el dedo de la culpahacia nosotros mismos y noscalificamos con los únicosnombres que conocemos:perdidos. Aborrecibles.Indignos. Perdedores.Fracasados.

Los nombres tienen muchopoder. Nos definen, escribennuestro destino, si no en lasestrellas, sí en nuestro propiocorazón.Leí y releí las palabras no sé

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cuántas veces mientras asimilaba larealidad. Mamá me había dado minombre, sí. Pero lo importante noera el apellido Bell. Me habíacalificado con sus expectativas, consu educación, con su narcisismo. Eluniverso giraba a su alrededor, y yoera una partícula indefensa atrapadaen su órbita.

Daba igual que me hubieraaficionado a llevar sudaderasandrajosas, que no me maquillara yque me negara a ir a la iglesia. Estaclase de rebelión externa no tenía

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ningún efecto sobre la niña quellevaba dentro. En el fondo, seguíasiendo una chiquilla que quería ynecesitaba la aprobación de sumamá.

—Tienes que seguiradelante —dijo mamá.

Tras años de olvidoobligado, ahora lo recordabacon total claridad. No mepreguntó «¿Estás bien, cariño?»ni «¿Quieres que vayamos almédico?». Me dijo: «Tienesque seguir adelante.»

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No era la primera vez queoía estas palabras. Pordesgracia, en todos losconcursos de belleza en los quehabía participado desde quetenía seis años siempre meentraba el pánico cuando elfoco se iluminaba y me tocabaactuar. Lo detestaba. Detestabatodo lo que conllevaba: losvestidos incómodos, los zapatosde claqué, los rulos, elmaquillaje y la laca. Con losaños había compensado con mi

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aspecto y mi encanto el talentoque me faltaba, y las clases decanto que mamá me habíaobligado a tomar habían dadosus frutos, por lo menos losuficiente como para que no meabuchearan cuando estaba en elescenario. Pero nada de todoesto era innato en mí comoparecía serlo en las demáschicas. Como parecía serlo enmamá.

Aquella noche, el día de laclasificación previa del

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condado para el concurso debelleza juvenil, me planteé, porprimera vez, si mamá habríasoñado alguna vez con haceraquello ella misma. A lo mejorhabía anheladodesesperadamente ser MissJuvenil o Miss Misisipí, peroparticipar en un concurso debelleza no era barato, y estababastante segura de que GiGi yChick no podrían haberdispuesto del dinero necesario.

Quizás, a mis dieciséis

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años, había madurado losuficiente para empezar a ver ami madre como una persona consus propios sueños, esperanzasy anhelos frustrados.

Sin embargo, no era lobastante madura como para tirarde ese hilo hasta llegar a suconclusión lógica.

Nos acercábamos a laúltima prueba de talento. Yohabía estado esperando, en lomás profundo de mi ser, queapareciera alguien que pudiera

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ser la versión de la ex MissAmérica y actriz Mary AnnMobley de mi generación, perodesafortunadamente, laspésimas actuaciones a nivel delcondado habían dejado claroque solo tenía una contrincanteimportante. Se llamaba Astrid yera una chica listísima pero sinel menor gancho, cuyo talento sebasaba en la lecturadramatizada del decreto sobrelos siervos de Catalina laGrande.

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—Todo va sobre ruedas —dijo mamá durante la cena esanoche—. No te comas eso; tedará gases. —Me retiró un parde cabezuelas de brócoli de laparte superior de la ensalada.

Jugueteé con la lechuga y eltomate.

—Venga —dijo mamá—.Tienes que comer.

—No tengo hambre —comenté—. Estoy mala.

—Te encuentras mal —mecorrigió automáticamente—.

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Solo son nervios. No tepreocupes por la cena; despuéshabrá una recepción.

Pero no eran solo nervios.Sabía distinguirlos. Me dolía latripa y me notaba un sudor fríopor todo el cuerpo. Cuandoregresamos al auditorio, sabíaque estaba en apuros. Y de losbuenos. Corrí al lavabo deseñoras y casi no llegué atiempo. Cuando volví a salir,mamá estaba mirando la hora.

—Tienes quince minutos —

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dijo—. Ve a retocarte elmaquillaje.

—Estoy fatal, mamá —expliqué tras apoyarme en lapared—. No sé si es unaintoxicación por algo que comío qué. Tengo una diarrea muyfuerte, y también muchas ganasde vomitar.

—No vas a vomitar —aseguró—. Y no puede serintoxicación alimentaria; lasdos comimos lo mismo.

—No es verdad. Mi

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ensalada no llevaba la mismasalsa que la tuya.

Me tiró del codo con tantafuerza que oí que la articulaciónchasqueaba.

—Solo son nervios —insistió con los dientesapretados—. Ve, vamos. —Meempujó hacia el camerino.

Fui. Me salpiqué la cara conagua fría y me retoqué elmaquillaje. Inspiré hondo variasveces. Traté de recordar todo loque había aprendido sobre

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cómo tranquilizarme.Y entonces oí al

presentador:—Y a continuación, demos

una calurosa acogida a PriscillaBell Rondell, de Chulahatchie,que nos cantará «I HaveDreamed», de El rey y yo.

Me dirigí al escenario. Elacompañante ya habíaempezado a tocar las notas queme daban la entrada, y mamá mehabía enseñado a aparecer enescena de forma elegante y

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triunfal a la vez que sonaba lamúsica. Todo el mundoaplaudió. Me acerqué almicrófono situado junto al pianode cola.

Pero no llegué.Noté que la bilis me llegaba

a la boca y contuve la arcada.El pianista tocó mi entrada unasegunda vez.

Iba a pasar y no podía hacernada para impedirlo. Di mediavuelta y corrí hacia bastidores,donde deposité la salsa de la

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ensalada sobre los zapatos deltramoyista.

Alguien me sujetó y meayudó a incorporarme. Por uninstante, creí que era mamá yme imaginé una escena tierna enla que se disculpaba y meprometía que nunca volvería aobligarme a salir a unescenario.

Pero no era ella. Era papá,que se había levantado de laplatea como una bala en cuantose había percatado de que me

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pasaba algo. Me sujetó mientrastenía más arcadas, ignoró elhedor y me llevó corriendo aurgencias.Mamá no vino para nada al

hospital. Nunca se disculpó, nisiquiera cuando el médico dijo que,efectivamente, tenía intoxicaciónalimentaria y me tuvo ingresadaaquella noche para asegurarse deque el tratamiento me surtía efecto yde que no me deshidrataba. Papá sequedó y durmió en una incómodabutaca de escay al lado de mi cama.

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Al día siguiente, cuandoregresamos a casa, mamá meinformó de que Astrid habíallevado a los siervos a la victoria yque representaría al condado en elconcurso de belleza juvenil delestado.

Algo me decía que Astrid nonecesitaba realmente el dinero de labeca escolar que se conseguía alganar el concurso. Tal vez su madrey la mía habían aprendido delmismo libro. Tal vez en aquelmismo instante su madre lo estaba

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celebrando mientras Astrid estabaen el cuarto de baño devolviendo alpensar que tendría que repetirlotodo ante un público más numeroso.

Durante años intenté, sinlograrlo nunca, olvidar lo quemamá me dijo ese día:

Priscilla, en este mundo haydos clases de personas: lastriunfadoras y las perdedoras. Yyo no te eduqué para que fuerasuna perdedora.Los nombres. Son algo muy

poderoso. La palabra «perdedora»

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me incitó a ganar el título de Reinade la Soja del condado y me llevó aquedar tercera clasificada en elconcurso de Miss Misisipí. Estabaresuelta a demostrar que mamáestaba equivocada. A demostrarque todos estaban equivocados.

Al final, demostré que estaba enlo cierto. La tercera clasificadasigue siendo una perdedora.

Quedarse cerca vale en el juegode la herradura, pero jamás valiónada para mamá.

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Capítulo 16La semana antes del Día de

Acción de Gracias, estaba sentadaen la mesa del fondo, mi punto deobservación habitual desde dondecontemplaba la actividad delHeartbreak Cafe. Estaba pensandoque tal vez debería levantarme de lamesa e irme a casa, porque el localestaba más lleno que de costumbre.Una familia de forasteros llevabaquince minutos dando la lata a Dell,sin tener nada en cuenta que teníaque atender otras mesas.

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La campanilla de la puertatintineó y Purdy Overstreet entróondeando con garbo una falda devuelo de color naranja fuerte con unestampado lleno de pavos consombrerito. Llevaba el cabelloexactamente del mismo colornaranja que la falda, y lucía unasajustadas medias negras con unoszapatos de charol que se ataban pordelante con cintas.

El café se quedó en silencio,como solía suceder siempre queella entraba. Después de hacer una

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reverencia y saludar a su público,lo que provocó unas cuantas risas ydiversos aplausos entre loscomensales, Purdy dirigió la miradaa su mesa, donde los forasteros seseguían demorando, hablando sobresu abuela de Milledgeville, enGeorgia, que había conocido aFlannery O’Connor y había ido a sugranja a dar de comer a los pavosreales.

Desde mi posición, al otro ladodel local, vi claramente que a Purdyle importaban un comino Flannery y

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sus pájaros; lo que ella quería eraque le devolvieran la mesa.Fulminó con la mirada a losdesconocidos y se quedó allíplantada, dando golpecitos con elpie en el suelo, de modo que elrepiqueteo resonó por el localcomo el tictac de una bomba derelojería a punto de explotar.

Justo cuando me levantaba paracederle mi mesa a Purdy, HootEverett vio la oportunidad y la cazóal vuelo. Se abrió rápidamente pasoentre la gente, hizo una reverencia a

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Purdy y la invitó a sentarse con él.Naturalmente, no era ningún secretoque Purdy solo tenía ojos paraScratch, pero como él estabaocupado en otras cosas en lacocina, aceptó la invitación de Hootcomo una alternativa aceptable, yHoot la acompañó, triunfante, a sumesa.

—Menudo par de personajes —comenté a Dell cuando se acercócon la cafetera. Y le señalé los dostortolitos.

—Ya era hora —dijo—. Creí

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que jamás renunciaría a Scratch.—A lo mejor Hoot tiene algo

que Scratch no tiene. —Hice ungesto para que mirara a Hoot, queestaba pasando una botella a Purdy.

En ese mismo instante, la puertase abrió y entró

Marvin Beckstrom, elarrendatario del Heartbreak Cafe,seguido de su omnipresente perroguardián, el sheriff, que iba deuniforme, con pistola y esposasincluidas.

—¡Dios mío! —exclamó Dell

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—. Tenemos que hacer algo,rápido. No tengo permiso paraservir alcohol, y si esa botellacontiene lo que creo que contiene,el sheriff podría cerrarme el localen un periquete. Nada le gustaríamás a ese cabrón de Beckstrom.

—Ve —dije—. Yo losdistraeré.

Dell se marchó hacia la mesa deHoot, y yo me levanté del asientotirando todos los platos al suelopara fingir que me había resbaladoy me caía. Fue una actuación

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bastante buena, modestia aparte.Marvin Beckstrom y el sheriffcorrieron hacia mí, mientras queDell interceptaba a Hoot y a Purdye intentaba arrebatarles la botella.

El sheriff me ayudó alevantarme, y Marvin se dedicó asermonearme sobre cómo tendríaque demandar a Dell y alHeartbreak Cafe por negligencia,puesto que era evidente que eraculpa de Dell que me hubieraresbalado. Scratch salió y empezó arecoger los platos rotos. Al otro

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lado del local cada vez había másruido. Hoot estaba gritando:

—¡Devuélvemela! ¡No es tuya!Marvin y el sheriff se giraron a

la vez. Hoot estaba sujetando aPurdy del brazo, y ambos parecíanmuy borrachos. Purdy se tambaleó yse desplomó despacio, como acámara lenta, chillando.

Todo el mundo se acercócorriendo a ella. Scratch llegó elprimero y empezó a palpar lapierna torcida de Purdy desde eltobillo hasta la rodilla.

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—¿Está rota? —quiso saberDell.

—Creo que no —respondióScratch—. Lo más probable es quesolo sea un esguince. Pero a suedad, todas las precauciones sonpocas. Será mejor llevarla alhospital.

Llamé a urgencias, y en un parde minutos llegó la ambulancia,junto con una nube de mirones. EnChulahatchie la gente tienedemasiado tiempo libre para migusto.

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Metieron a Purdy en laambulancia. Hoot intentó subir paraacompañarla y quiso enfrentarsecon los sanitarios cuando estos selo impidieron.

—Ya lo llevaré yo —dije. Loconduje hasta mi pequeño Hondaazul y seguimos la ambulancia losdoscientos metros de distancia quenos separaban del hospital. Hoot,que iba arrellanado en el asientodel copiloto, soltó un suspiro quellenó todo el coche del olor afermentación.

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—¿Qué llevaba en esa botella?—le pregunté.

—Moscatel —me respondió—.Yo mismo lo hago. Es muy bueno.

—Me lo imagino.Se volvió hacia mí y me guiñó

un ojo.—Cuando no eres guapo ni

listo, te vales de lo que tienes. Mimoscatel es mejor que el Viagra.

Al final lo de Purdy solo era unesguince, pero debido a su edad y asu fragilidad, el médico le puso unaférula en la pierna y le dijo que

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tendría que haber alguien con ellatodo el rato.

—Vive en la Residencia deSaint Agnes —le informé—. Allíestará bien. La llevaré y la dejarébien instalada.

—Ni hablar —interrumpió Hoot—. Yo tengo una habitacióndisponible y cuidaré de ella. Irá acasa conmigo.

Purdy dirigió la mirada de Hootal médico y, después, de nuevo aHoot. Finalmente, la fijó en mí.

—Di a Dell que quiero que me

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traigan el almuerzo todos los días—soltó. No era una petición; erauna orden.

—Entendido.—Y también que no quiero que

venga Dell. Que lo traiga él.Supuse que al decir «él» se

refería a Scratch. A Hoot no legustó nada cómo estabaevolucionando el asunto, pero nodijo nada.

—Pollo asado y pudin de maíz—pidió—. Con pan de maíz. Y unpedazo de pastel de manzana

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también. —Entrecerró los ojos—.¿Lo tienes?

—Sí. —Intenté contener unasonrisa.

Debió de ser culpa de lasonrisa. Me clavó los ojos en lacara un par de minutos hasta que,por fin, me señaló con un dedohuesudo y nudoso.

—Eres aquella reina debelleza... de la Soja o algo así —comentó—. Ha pasado muchotiempo, pero me acuerdo. Entonceseras rubia y estabas delgada.

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—Sí. Soy Peach Rondell.—Peach —repitió—. No, no me

casa.—Priscilla —rectifiqué—. Mi

verdadero nombre es Pris cilla.—Ridículo —masculló—. Tu

madre tendría que haber sido másjuiciosa. —Me tomó la mano y mela sujetó con dedos artríticos—.Sigue llamándote Peach, cariño. Teva bien.

Cargué a los dos, además de lasilla de ruedas plegable, en elHonda con bastante dificultad y los

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llevé unas manzanas más allá,donde vivía Hoot. Para misorpresa, su casa estaba limpia yordenada, aunque oliera un poco amoho. Instalamos a Purdy en lahabitación disponible y metimos enella la butaca reclinable de Hootpara que pudiera sentarse parahacerle compañía.

Salí al porche y llamé a JaneLee Custer, de Saint Agnes. Cuandole expliqué la situación de Purdy yel hecho de que estaba decidida adejar que Hoot le hiciera de

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enfermero, Jane Lee soltó unsufrido suspiro. Casi pude verlaentornando los ojos.

—Por tu reacción diría que noes la primera vez que lo hace —comenté.

—Pues no —dijo Jane Lee—.Pero no podemos impedírselo.Enviaré a alguien con algo de ropasuya y con sus medicamentos, ycomprobaremos cada día cómosigue.

—Quiere que Dell le traiga lacomida del café. —No era del todo

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exacto, pero me imaginé que notenía sentido introducir a Scratch enla conversación si podía evitarlo.

—De acuerdo —dijo Jane Lee—. Gracias por ocuparte de ella. —Y, tras detenerse un momento,preguntó—: ¿Dijiste que eras...?

—Sí. Peach Rondell. Antesvivía aquí.

—Fuimos juntas al instituto,¿verdad?

—Sí. —Lo cierto era que JaneLee Custer había sido totalmentehorrible conmigo durante la

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secundaria. Ella estaba destinada aser una neurocirujana de tallamundial y yo, según sus propiaspalabras, no era más que lapersonificación de una muñecaBarbie. No obstante, no me parecióque fuera a ser especialmenteproductivo recordárselo, sobre todoen vista de que, evidentemente, lode la neurocirugía no había acabadodel todo bien.

—Tendríamos que almorzarjuntas algún día —sugirió

—Sí, ya quedaremos.

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Y convencida, como ella, deque eso jamás iba a suceder, niaunque las ranas criaran pelo,colgué y marqué el número delHeartbreak Cafe.

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Capítulo 17Los siguientes días me hicieron

creer, por primera vez desde hacíameses, que podía merecer la penavivir la vida. Pasé de la noche a lamañana de observar el mundo aintegrarme en él.

Todos querían oír la historia deHoot y Purdy, y saber qué pasó enurgencias. Dell y yo organizábamoslos menús de Purdy, y Scratch y yotuvimos una larga conversaciónsobre el Alzheimer y sobre cómo lademencia de cualquier tipo

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suprimía los filtros que nos impidendecir cosas escandalosas uofensivas a los demás. Scratchhabló de ella con tanta compasión ytanta comprensión que terminé porcambiar la descripción ficticia quehabía hecho de él como artista paraconvertirlo en enfermero oterapeuta. Fuera lo que fuera lo quehubiera sido en su otra vida, eramás inteligente y más sensible queningún pinche o ayudante decamarero que hubiera conocido enmi vida.

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A la hora del almuerzo llevé aScratch a casa de Hoot paraentregar la comida a Purdy: polloasado, pudin de maíz y pan de maíz,tal como había pedido. Suficientepara dos, además de medio pastelde manzana y arándanos reciénsalido del horno.

—Cumples muy bien losencargos —dijo cuando echó unvistazo a lo que había bajo lascubiertas de papel de aluminio. Erasu forma de darme las gracias; la deHoot fue pasarme un poco de

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moscatel cuando creía que Scratchno lo veía.

Por la tarde, Boone vino y sesentó un buen rato conmigo paraponerme al día de todo lo que habíahecho desde la secundaria. No eramucho, la verdad sea dicha; habíavivido en Chulahatchie toda suvida, excepto cuando fue a laUniversidad de Misisipí paraconseguir un máster enbiblioteconomía. Me dio algo depena; a pesar de tener un buentrabajo y buenos amigos, parecía

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sumido en una especie de soledadcósmica, como si estuvieravisitando otro planeta donde losnativos lo habían aceptado peroseguía siendo el único de suespecie.

Hay gente que cree que unafamilia es un grupo de personasa las que estás unido por elADN. «La sangre es más espesaque el agua. Todo se lleva en lasangre. Los lazos más fuertesson los de sangre.»

Pero una familia no es esto.

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La familia no es la gente quetiene que acogerte, del modo enque mamá me abrió aregañadientes la puerta de sucasa cuando regresé aChulahatchie. La familia es lagente que te hace sentir biencontigo mismo, que te acepta talcomo eres, que no espera queseas perfecto, que te escuchacuando hablas y que te permitecambiar de parecer si tienes quehacerlo.

Boone me habló de Dell, y

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de Toni, la mejor amiga deDell, y de Scratch, y hasta deHoot y de Purdy, como de sufamilia. Los llamó su «familiaelegida». La gente que tú mismoescoges. La gente cuyapresencia hace que tu vida seamás profunda, más rica y mássatisfactoria.

Es triste que a menudo laspersonas que tendrían quequerernos bien nos quieran mal,¿no?

Supongo que no lo hacen

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aposta. Pero es fácil no valorara la llamada familia verdadera.Maridos y mujeres, padres ehijos, parejas y amantes acabansiendo tan conocidos que pasana formar parte de los mueblesde tu vida. Al final apenaspiensas en ellos. Cuando estásenojado, triste o asustado, tedesquitas con ellos porquesiempre estarán ahí. Del mismomodo que das un puntapié a lapata de una mesa o lanzas unataza de café contra la pared.

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Dios mío, espero no haberhecho eso con Robert. Esperono haberme acostumbrado tantoa tenerlo a mi lado que hayadejado de pensar realmente encómo se sentía o en qué queríaél de la vida. Y, de repente,estoy aquí, rodeada de personasque hasta hace unos meses meeran desconocidas y que ahoraconsidero más de mi familiaque mi propio marido...

O que mi propia madre.Dejé de escribir y me quedé

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mirando el papel. Las palabras dela página se emborronaron como silas hubiera alcanzado el agua, conla nitidez perdida al entrar encontacto con unas lágrimasinesperadas. Al viejo idiota canosode mi psicoterapeuta le encantabanmomentos así, en que unarevelación imprevista aparecía yme daba una soberana paliza. Legustaba decir que sufrir significabaavanzar.

Puede que tuviera razón. Pero,de todas formas, el golpe me dejaba

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una herida profunda en el corazón.Mi propia madre...

Contemplé las palabras otravez, como si pertenecieran a unlenguaje incomprensible para mí.Aguardé, esperando que pudieranhundirse en la página ydesaparecer. No era la primera vezque deseaba haber escrito el diarioa lápiz para poder borrarpensamientos desagradables y fingirque nunca los había tenido. Pero lapsicoterapia no funciona así, porsupuesto. Anotas las ideas tal como

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te vienen a la cabeza, y aprendes adistinguir las importantes paraseguirlas y ver hasta dónde tellevan.

Dejé unas líneas en blanco yempecé de nuevo:

Muy bien, como supongoque no puedo eludirlo, serámejor que me enfrente a ello. Laprincipal herida, el temacentral. Mi madre.

Tengo cuarenta y cincoaños. ¿Es posible, o siquieraimaginable, que sea esta la

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primera vez en casi medio sigloque me he planteado si mimadre podría tener sueños norealizados, o miedos que nuncaimaginé, o un dolor que no veo?¿Es posible, o siquieraimaginable, que me trate comome trata por algún motivo, unmotivo que no sea la meramaldad, que no sea básicamentesu decepción al ver la personaque he resultado ser?

Tengo que recordarme a mímisma, ya que el viejo idiota no

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está aquí para hacerlo, que unmotivo no es ninguna excusa.No tengo que excusar a mimadre por tratarme como me hatratado todos estos años, aunquellegue al punto decomprenderlo. Ni siquiera tengoque perdonarla.

Si voy a ser sincera (¿y porqué no iba a serlo si nadie másva a leer este diario?), en elfondo no quiero perdonarla, nitan solo comprenderlo. Si locomprendo, podría tener que

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cambiar mi punto de vista,desprenderme de la rabia a laque me he aferrado todos estosaños, abandonar la imagen quetengo de mí misma como la hijaagraviada que sufre la injusticiade los malos tratos de su madre.

¡Vaya! Dicho así suena delo más desagradable. Suenacomo si obtuviera algún tipo deplacer perverso de serincomprendida. Suena como sifuera una niña malcriada yegoísta que da una patada en el

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suelo y tiene un berrinche, y almismo tiempo exige que se latome en serio y se la trate comoa una adulta.

No me gusta el rumbo queestá tomando la cosa, y aun así,tengo que seguir. Es una de lasnormas. No se puede borrarnada, no se pueden suprimir lospensamientos desagradables, nose puede abandonar el caminocuando las zarzas se vuelvenfrondosas y nos hacen sangrar.

Pues nada. Si no me gusta

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verme como una mocosamalcriada, tal vez haya llegadola hora de comportarme comouna persona adulta. De ver a mimadre como a una igual y nocon los ojos de una niña decinco años. De encontrar unaforma de ir más allá de sucontrol, sus manipulaciones ysus críticas para llegar a lapersona que es realmente pordentro.

De repente tengo miedo.Tengo un nudo en el estómago,

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como solía cuando tenía quesalir al escenario a actuar.Quizá no quiera ser tan sinceracon ella, exponerme y correr elriesgo de volver a salirlastimada. Quizá no quiera oírlo que me diría si decidiera sersincera conmigo.

Quizá tendría quemarcharme y unirme a un circo.Recoger excrementos deelefante no es la peor profesióndel mundo. A veces, es muchomejor que ser hija.

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O quizá sea el mismotrabajo con un nombre distinto.

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Capítulo 18La víspera del Día de Acción

de Gracias no fui al HeartbreakCafe, a pesar de que era el sitiodonde más me apetecía estar. Perome quedé en casa y ayudé a Tildy apreparar pasteles, pan de maízrelleno y suflé de batata.

Mamá insistió en celebrar elDía de Acción de Gracias enBelladonna. Podríamos haber ido alclub de campo y dejar que otros seencargaran del trabajo y del ajetreo,pero no quiso ni oír hablar de ello.

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Iba a «hacerlo ella misma», lo quesignificaba que Tildy haría lamayoría del trabajo y que yo laayudaría. Mamá solo puso el pavoen el horno y dejó que se asaramientras mirábamos la cabalgata dela cadena Macy por televisión.

Después de que el falso SantaClaus hubiera ido y venido, y loslocutores estuvieran terminando susresúmenes, subí a darme una ducha.Para dar gusto a mamá, me puseelegante, o lo más elegante quepude, si tenemos en cuenta que la

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mayoría de mis pertenenciasestaban en un trastero de alquiler.Me puse unos bonitos pantalonesnegros y un jersey púrpura conlentejuelas que me había compradoen Near’bout New. A mamá ledaría un telele si se enteraba de queme estaba comprando ropa usada,pero como jamás pondría un pie enun sitio así, me imaginé que ojosque no ven, corazón que no siente.

—Llevas un jersey muy bonito—comentó después de echarme unvistazo—. La hija de Gladdie

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Dalrymple había tenido unoexactamente igual. ¿Recuerdas aGladdie, del club de campo?

Siguió entonces peleándose conel pavo para sacarlo de la fuente dehorno y colocarlo en una fuente deservir. Un pavo enorme, de nuevekilos por lo menos. Lo bastantegrande para alimentar a un pequeñopaís latinoamericano, y todavíasobraría para dos semanas.

¿Quién se creía que iba acomerse todo eso? Papá ya noestaba. A Melanie y a Harry jamás

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se les ocurriría pisar el umbral dela casa de mamá por cualquiermotivo que no fuera un funeral.Estábamos solo mamá y yo.

Mamá y yo, y al parecer, elpavo.

Dicen que la memoria está muyunida al sentido del olfato, queciertos aromas pueden hacer aflorara la superficie recuerdos largotiempo enterrados. Retrocedímentalmente a los días de Acciónde Gracias de mi infancia: papá enla cocina con un delantal con peto y

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volantes, trasladando el pavo a sufuente y trinchándolo con delicadezy floritura mientras tarareaba entredientes Come, Ye Thankful People,Come o cualquier otro conocidogóspel.

Se me llenaron los ojos delágrimas. ¿Qué debía de sentirmamá al ofrecer un banquete de Díade Acción de Gracias a una familiaque jamás volvería a sentarse a sumesa? Seguro que en algún lugarprofundo de su ser, se arrepentiríade algo, sabría que podría haberlo

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hecho mejor, sabría que nos habíaalejado a todos con sus críticas, superfeccionismo, su absolutainsistencia en ser como es debido.Por más estoica que fuera laexpresión que adoptaba, tenía queestar sufriendo. Tenía que extrañara papá más que yo, más de lo queyo podría siquiera imaginarextrañarlo. Tenía que extrañar a sushijos ausentes.

Me situé tras ella.—Espera, que te ayudo —dije.Se volvió y, al hacerlo, soltó el

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ave, que cayó en la fuente de hornocon tanta brusquedad que mesalpicó por completo el pelo, lacara, el pecho. Bajé la mirada y viun pegote de grasa que meresbalaba entre las lentejuelas deljersey.

Y yo que me había puesto tanelegante...

—¡Mírate! —exclamó mamá.Ella, por supuesto, seguíaimpecable y perfecta, con elalmidonado delantal blancoinmaculado, y el peinado intacto.

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Recogí un pedacito de piel depavo que me colgaba de la manga yme lo metí en la boca.

—Umm... Bueno. Diría que yaestá hecho.

Mamá se me quedó mirandoboquiabierta un par de minutos, yambas nos echamos a reír. Reí tanfuerte que lloré, y después reí tanfuerte que se me escapó el pipí, nodemasiado, solo un poquito, pero losuficiente como para tener quecambiarme los pantalones ademásdel jersey.

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Dios mío, no recuerdo habermereído así con mi madre. Jamás.

—¿Sabes qué te digo? —pregunté cuando las dos habíamosrecobrado la compostura—. Pondréel pavo en la fuente, lo trincharé ydespués iré a cambiarme de ropa.¿Puedes encargarte de la salsa decarne?

Mamá me dirigió una mirada dedesdén.

—He preparado salsa de carnedesde antes de que tú nacieras —afirmó.

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«Y siempre con grumos»,pensé. Pero no dije nada. No teníasentido arruinar un momento tiernocon la verdad.

En todos los años que habíavivido en casa, el Día de Acción deGracias en Belladonna nunca fuecomo el Día de Acción de Graciasen casa de nadie más. Mientras quelos demás tomaban una segundaración de tarta y animaban a suequipo, o dormían hasta que se lespasaran los excesos, o se sentabanen el columpio del porche para huir

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del calor de la cocina, en casa demamá todos estábamos trabajando.

El Día de Acción de Graciasera el día en que colgábamos lasdecoraciones navideñas, y en unacasa tan grande como Belladonna,eso incluía un trillón de luces.Luces en el interior, en cadahabitación, sobre la repisa de cadachimenea. Luces en el exterior, encada arbusto y en cada árbol. Unafantasía de luces: blancas en elexterior y multicolores en elinterior. Lucecitas de buen gusto;

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millares de ellas. Adornosvegetales por todas partes. Dosárboles inmensos: uno en el salóndelantero y otro en el salónprincipal. En Navidad, la casa demamá era como un desplegable dela revista de hogar y decoraciónSouthern Living.

Llevaba años sin hacerlo, claro,pero lo recordaba, y lo temía. Nosolo el pesado trabajo de decorar lacasa, sino el dolor de hacerlo sinpapá.

Sin embargo, cuando estábamos

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a medio comer el pavo con surelleno, mamá dejó el tenedor y medirigió aquella mirada quesignificaba que más me valíaprestarle atención.

—He tomado una decisión —dijo.

Contuve el aliento.—Este año no parece razonable

decorar tanto la casa. —Se encogióde hombros, como si fuera una frasesin importancia, pero la mirada desoslayo me indicó que estabacargada de una importancia que

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mamá no quería admitir—. Hepensado que tal vez podríamosponer solo el árbol en el salóndelantero y velas eléctricas en lasventanas. Algo sobrio. Elegante.

—¿Menos es más? —comenté.—Exacto. —Mamá me miró con

expresión de alivio—. ¿No te sabemal?

—¡Qué va! Es un descanso —solté.

Mamá entrecerró los ojos.—Bueno, ya sabes, como papá

ya no está... —Intenté arreglarlo.

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—Sí —dijo con demasiadaalegría—. A tu padre siempre legustaron las Navidades enBelladonna, con todas las luces ylas decoraciones. La gente. Lasfiestas.

Uno de los dones innatos de mimadre era su habilidad paramoldear la realidad para adaptarlaa su gusto. De hecho, papádetestaba la forma en que mamáconvertía la Navidad en semejanteespectáculo, detestaba lasconstantes idas y venidas de los

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socios del club de campo, detestabalas fiestas de puertas abiertas, lasveladas inacabables y la actividadfrenética que conllevaba prepararlotodo antes y recoger y limpiarlotodo después. Le habría encantadouna Navidad tranquila con lafamilia y unos cuantos amigos, unbuen leño en la chimenea, chocolatea la taza o ponche, historiasalrededor del abeto.

Papá prefería la celebraciónhogareña. Mamá se decantaba porla ostentación desmesurada.

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Mamá picó un pedazo de pavo ydibujó círculos con los dientes deltenedor en la salsa de carne.

—Mamá —dije—, ¿cómollevas lo de que papá ya no esté?

—Estoy bien —afirmó, pero suvoz no sonó normal.

Fue un brevísimo destello de laauténtica Donna Rondell, lahumana, la que no lo tenía todocontrolado a cada momento del día.Giró la cabeza para que no la viera,pero de todos modos observé laslágrimas que le llenaban los ojos, el

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nudo que se le había hecho en lagarganta y que no conseguía tragardel todo.

No había llorado el día delfuneral. Había estado demasiadoocupada dirigiendo a los demás;asegurándose de que mi hermanamontara bien la sala de recepción,asegurándose de que mi hermanollevara el traje y la corbataadecuados para la ocasión. Dabaigual que Melanie tuviera cincuentay tantos años y fuera capaz decentrar sin ayuda un jarrón con

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flores. Daba igual que Harryllevara vistiéndose solo más decuarenta años. Daba igual que todosnosotros estuviéramos destrozadospor la repentina muerte de papá. Lediagnosticaron leucemia y a losdiez días estaba muerto. Ni siquierahabíamos tenido la oportunidad dedespedirnos de él.

La semana del funeral fue lagota que colmó el vaso para Harryy para Melanie. Durante años Harryhabía estado, según palabras de mipsicoterapeuta, emocionalmente

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ausente y desconectado del resto dela familia. Siempre supo qué hacerpara que las críticas de mamá leresbalaran como el agua por lasplumas de un pato. Envidiaba cómoconseguía que los reprochesconstantes de mamá no lo afectaran,aunque eso significara que seaislara de todos nosotros.Simplemente se inhibía, y esainhibición significaba que lo únicoque veíamos de Harry era la imagenque él quería dar. Puede que papásupiera más cosas que el resto de

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nosotros, pero si era así, lo quepudiera saber del Harry interiormurió con él.

Una vez intenté hablar con mihermano sobre el modo en que lasexpectativas de mamá me hacíansentir sobre mí misma. Su respuestafue: «No dejes que te afecte.» Estaera la respuesta de Harry para todo.Renunció a la familia y siguió supropio camino.

Melanie, en cambio, siemprehabía estado demasiado unida amamá, se había esforzado

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demasiado por intentarcomplacerla, ser la hija perfecta.Satisfacía a mamá, pero adoraba apapá, y cuando este murió, explotó.

—No le importa —me dijodurante la visita—. Mírala; no haderramado una sola lágrima.

Melanie se mantuvo de unapieza mientras duraron lasformalidades de la muerte y,después, se rompió en mil pedazos.Mamá nunca me dijo una palabrasobre la crisis nerviosa de mihermana ni reconoció que había

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estado hospitalizada. Si mi madreno admitía algo, no existía. Estascosas no pasan a la «gente comonosotros».

La semana del funeral de papáhabía sido la última vez queMelanie había puesto los pies enChulahatchie y, que yo sepa, laúltima que había hablado conmamá.

—No pasa nada, mamá —dijeahora—. Es normal que lo extrañes.Es normal que llores.

—No estoy llorando. Solo

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pensaba que... bueno, como soloestaremos las dos, no tiene ningúnsentido que decoremos la casa deuna forma tan espectacular, ¿no teparece?

—Mira, mamá, si quiereshablar de... algo...

Dio un brinco al instante.—¿De qué? —preguntó.—No sé, de lo que sea. Cómo

estás desde la muerte de papá. Quépiensas y... —vacilé—. Y quésientes.

Dicho así, no sonó franco ni

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compasivo, sino estúpido. Tendríaque haberlo meditado más. Tal vezhabía subestimado al viejo idiotadel terapeuta. Tal vez supiera máslo que hacía de lo que yo creía.

Volví a intentarlo.—Nunca me hablaste sobre la

muerte de papá.—Tú no me has hablado sobre

lo que pasó con Robert —replicó.Tenía razón. No lo había hecho.

Había hablado más sobre miruptura matrimonial con Dell Haleyy con Boone Atkins que con mi

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propia madre. Pero tenía másmotivos para esperar que Dell yBoone fueran comprensivos y meapoyaran.

Pero si sufrir significabaavanzar, tenía que intentarlo.

—No sé cómo explicarlo.Fuimos a cenar para celebrar micumpleaños. Fue una veladaagradable y romántica con unosamigos. Y justo después me dejó unmensaje de voz informándome deque había conocido a otra y medejaba. —Inspiré

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entrecortadamente y traté dereprimir la oleada de emocionesque amenazaba con aflorar a lasuperficie—. ¡Un mensaje de voz!Ni siquiera tuvo las agallas dedecírmelo a la cara.

—¿Qué hiciste? —preguntómamá.

—No sabía qué hacer. Estabaconsternada. No...

Agitó una mano desdeñosa en elaire.

—No, me refiero a qué hicistepara que Robert decidiera irse de

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esta forma.Me la quedé mirando,

totalmente atónita, mientras oía lacarcajada burlona y perversa de laesperanza intermitente en micabeza. Era de cajón que pensaríaque la culpa era mía. Tenía quehaber hecho algo mal porque jamáshabía hecho nada en la vida quemereciera la aprobación de DonnaRondell.

Los que se ponen nostálgicos yescriben canciones sobre «volver acasa durante las fiestas» nunca

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tuvieron una casa como Belladonnani unas fiestas como las que sepasan con mamá. Preparar la cenade Acción de Gracias nos llevó dosdías; comerla, unos diecisieteminutos y medio, sin contar elpostre y el café.

Para cuando terminé de recogerla comida y de lavar a mano lacristalería y la vajilla, mamá habíasacado las decoraciones del altillo,distribuido velas eléctricas portodas las ventanas, llenado la repisade la chimenea de adornos

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vegetales y luces, y colgado lucesblancas con forma de carámbano alo largo del perímetro de labarandilla del porche delantero.

Esta era la idea que tenía mamade unas Navidades minimalistas.

—Tendremos que dejar lodemás para el lunes —me informó,señalando vagamente con la manoel rincón de donde se habíadesplazado un sofá para dejar sitioal árbol de Navidad. Ya nos habíanentregado el abeto en sí, que estabaplantado en un cubo de agua detrás

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de la cochera. Mamá habíareclutado a Glover, el sobrino deTildy, para que viniera el lunes porla mañana para entrarlo en la casa ymontarlo.

Glover era defensa exterior delAlabama Crimson Tide, yseguramente podría levantar elabeto de dos metros y medio,incluida la base de hierro fundido,con una sola mano como haría conuna pesa en el banco demusculación. Era un muchachobondadoso y amable que sonreía sin

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cesar y tarareaba cánticos entredientes. Mañana se enfrentaría auna temible línea ofensiva, y tendríaque placar y empujar sonriendo ytarareando todo el rato.

Ni a mamá ni a mí nos gustabademasiado el fútbol americano,pero prometimos a Tildy quemiraríamos el partido por la tele.Al parecer, Glover nos saludaríadesde el banquillo.

—Supongo que eso es todo porhoy —dijo mamá, que parecía casitriste ante la idea de no tener nada

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más que hacer.—Hace muy buen día —

comenté—. Me parece que saldré adar un paseo.

Antes de que pudiera detenermeo encontrar otra cosa que hubieraque hacerse, corrí escaleras arriba,tomé mi diario y salí pitando por lapuerta principal, cuya mosquitera oígolpear detrás de mí al cerrarse.

La tarde era cálida y soleada, ylas calles de Chulahatchie estabanextraordinariamente tranquilas. Seoía algún que otro ladrido, o los

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gritos de ánimo a través de lamosquitera de una puerta abierta dequienes seguían el partido defútbol. En el patio del instituto unpar de adolescentes jugaban un unocontra uno de baloncesto mientrasuna niña pequeña describía círculoscon una bicicleta rosa fuera de lapista.

—No bajes de la acera —indicó uno de los chicos, y la niñaasintió con la cabeza. El hermanomayor que cuidaba de su hermanita,supuse.

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Sin ser consciente de ello, mispasos me llevaron más allá delpatio del instituto, más allá de laplaza y me hicieron seguir la calleEast hasta la calle Cypress, dondese extendía el ondulante y vastocésped del cementerio.

Allí estaba, en lo alto de unacolina, situada a la izquierda delgran mausoleo y el círculo decipreses. La tumba de papá.

Subí la colina, tan escarpadaque notaba la tensión en laspantorrillas, hasta llegar por fin a la

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lápida que ponía «Rondell» enletras góticas mayúsculas. En unlado, estaban grabados el nombrede papá y sus fechas de nacimientoy defunción, y debajo, en cursiva,las palabras que elegí en contra dela voluntad de mamá: «El mundo espeor sin ti.»

En realidad, había sido un golpede suerte. Mamá había encargado«Amado marido y padre» o unatontería parecida sin sentido alguno.Pero fui yo quien contestó elteléfono cuando el grabador llamó

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para confirmar cómo se deletreabael apellido de papá, y aprovechépara cambiar las palabras sin quemamá llegara a saberlo.

Me preguntaba si se habríadado cuenta. Me preguntaba sivendría aquí alguna vez a sentarse,a hablar con papá, a llorarlo. Notenía ni idea. Puede que jamás losupiera.

A la derecha estaba el nombrede mamá y su fecha de nacimiento,con la fecha de defunción enblanco. Pensé despreocupadamente

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qué se grabaría debajo. ¿El mundoes mejor sin ti?

Más apacible, desde luego.Me apoyé en la esquina de la

lápida, sobre el nombre de mamá,para comprobar si aguantaría mipeso. Como no se movió, descanséel trasero en ella y me senté. Si ibaa ser sacrílega, o como mínimo,irrespetuosa, me pareció quedebería serlo en el lado de mamá.

—Bueno, papá —dije—. Estoyen casa. Siempre me preguntabaspor qué no venía y me decías lo

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mucho que mamá me extrañaba.Estoy convencida de que eras túquien me extrañaba y no ella. Yotambién te extrañaba a ti. Peroespero que ahora lo entiendasmejor, por lo menos si lo que nosenseñaban en catequesis es cierto,aunque solo sea a medias.

Hice una pausa y escuché latenue música del viento entre lasramas de los cipreses. ¿Por qué seplantan tradicionalmente cipresesen los cementerios? ¿Es porque sonde hoja perenne y simbolizan la

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vida eterna? ¿O porque se elevanamenazadores como seresaterradores de la noche, esperandoel momento oportuno para recogersus raíces y echarse a andar?

Aparté los ojos con algo deesfuerzo de las ramas arqueadas delciprés y dirigí la atención a lalápida de mi padre.

—Estar de vuelta enChulahatchie me resulta extraño —dije—. Este no es mi lugar, y sinembargo...

Dejé la frase a medias, el

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pensamiento inacabado. ¿Y sinembargo qué?

Y sin embargo mi lugartampoco estaba ya al lado deRobert.

No tengo lugar... en ningún sitio.Al lado de nadie.

Eso no era del todo cierto; losupe incluso antes de decirlo,cuando las palabras se me formarondentro del cráneo. Aquí teníaamigos, o por lo menos empezaba atenerlos. Estaban Boone y Dell, ytodos los habituales del Heartbreak

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Cafe.Pero no podía obviar los

rechazos: Charles Chase, Robert,mi propia madre.

—¿Qué hice mal? —susurré. Ami padre, al viento, a los cipreses.A Dios, al destino o a quienquieraque pudiera oírme y contestarme.

No hubo respuesta, ni siquieradel viento entre las ramas.

Lo dije de nuevo, en voz másalta:

—¿Qué hice mal?Y una voz suave me respondió

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desde detrás:—Puede que nada.Me giré sobresaltada. Tenía a

Boone Atkins a menos de dosmetros detrás de mí.

—¡Joder, Boone! —exclamé—.Creí que eras Dios.

—Es la primera vez que meconfunden con él —dijo, riendoentre dientes.

—Bueno, esta bien; no Dios,exactamente. Pero me has dado unsusto de muerte. —Y, pasado unmomento, añadí—. Casi me pongo a

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rezar.Un brillo le iluminó los ojos, y

esta vez soltó una carcajada sonora.—Recibí una educación

católica, Peach. El catolicismo haquerido convertir a la genteutilizando el miedo y no funcionademasiado bien, créeme.

—¿Qué haces aquí un Día deAcción de Gracias por la tarde? —pregunté.

—Visitar una tumba. —Señalómás abajo, hacia una parcela junto ala que había pasado al subir la

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colina—. Mi madre murió unveintiséis de noviembre —explicó—. Vengo todos los años.

—Lo siento. —Las palabras decondolencia sonaron huecas yvacías, pero no sabía qué másdecir.

—Yo también —asegurómientras se sentaba en la hierbafresca y señalaba con la cabeza lalápida de papá—. ¿Estásobteniendo alguna respuesta?

—Realmente no. —Me volvíhacia él—. Dios mío, Boone, este

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último año mi vida ha sido horrible.Lo que pasó con Robert me pillótotalmente por sorpresa, y no supecómo manejarlo. Luego, regresé acasa, y fue un error inmenso, ¿peroqué otra opción me quedaba? Yentonces... bueno, ya sabes. Otrametedura de pata descomunal. Escomo si el universo conspirara enmi contra. Como si tuviera un karmamuy, pero que muy malo. Repito lapregunta: «¿Qué hice mal?»

—Y yo repito la repuesta:«Puede que nada.»

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—¿Qué quieres decir? —mesorprendí, mirándolo fijamente.

—Tengo la impresión de quecrees que en esta vida solo recibeslo que has dado.

—Pues sí. ¿Tú no? ¿No dice lamáxima que uno recoge lo que hasembrado?

—Técnicamente —admitió—.Pero creo que no lo ves desde unaperspectiva lo suficientementeamplia. Que tu vida sea difícil eneste momento no significanecesariamente que hayas hecho

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algo horrible para merecerlo. A lomejor la vida tiene ciclos, como lasestaciones, o como las mareas. Elinvierno llega porque toca. Y laprimavera también llega. Puede queno tan rápido como nos gustaría,pero siempre llega en su momento.

—Quieres decir que todo pasapor alguna razón.

—No. Hay cosas que pasan sinmás. Mira tu relación con Robert,por ejemplo. A lo mejor habíaindicios que podías haber visto,pero aunque los hubieras visto,

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¿podrías haber impedido elresultado final? Si tu marido estabadecidido a irse, no hay nada quepudieras haber hecho paradetenerlo. No sabemos por quérazón pasan las cosas, y aun en elcaso de que la sepamos, eso noimplica que podamos cambiar losritmos de la vida. Lo que podemoshacer es encontrar la parte positivadel cambio, y aprender a disfrutaresa parte positiva.

Se levantó y me puso una manoen el hombro.

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—No te resistas tanto —meaconsejó—. Respira. Déjate llevarun rato por la corriente. Tómate undescanso. Al final la encontrarás.

Esa noche, después de quemamá se acostara, tomé el teléfono,salí a la veranda trasera y llamé aMelanie.

—¿Te lo puedes creer? —dije—. ¡Me engatusó para que lehablara sobre mi ruptura con Roberty entonces se revolvió en mi contray me culpó a mí de todo!

—¿Y qué esperabas? —replicó

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Melanie—. Ya sabes cómo es.—Ya lo sé. Solo pensé que...—Solo pensaste que esta vez

sería distinto. —Melanie se mostróseca e irritable conmigo—. Pero noes distinto, y jamás será distinto.Estamos hablando de nuestramadre.

Noté que algo se retorcía dentrode mí; algo viejo y conocido, comoel recuerdo de algún cataclismo dela infancia que mi cerebro adultohabía bloqueado pero que micuerpo recordaba.

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—No para de levantar murosentre nosotras, Mel. No consigollegar a ella.

—Bueno, si tú no puedes, nadiepuede —dijo Melanie—. Siemprefuiste su predilecta. Nunca existiónadie más.

La tierra tembló, y casi me caíde la silla. ¿Yo era la predilecta demamá? No. Este rol le correspondíaa Melanie. La elegante Melanie. Laperfecta Melanie.

—Pero ¿qué dices? —exclamé—. Me pasé toda la vida intentado

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estar a tu altura, sin llegar aconseguirlo nunca.

—No hablarás en serio... —replicó—. Fuiste Miss Universidadde Misisipí. Segunda clasificada enel concurso de Miss Misisipí.

—Tercera clasificada —lacorregí—. Y jamás ha dejado quelo olvide.

—Escúchame —dijo Melanie—. Nunca podrás complacer a esamujer. Nunca. Nunca estarás a laaltura de sus niveles de perfección.Y si lo intentas, acabarás sufriendo

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una crisis nerviosa. Sé lo que tedigo. Créeme.

La forma en que dijo estasúltimas palabras me heló la sangre.«Sé lo que te digo. Créeme.»

—Sí, ya lo sé —susurré, medioesperando que no lo oyera—. Es loque te pasó a ti.

Un silencio larguísimo seextendió entre nosotras: yo, enChulahatchie; Melanie, enCalifornia, lo más lejos que lepermitía la extensión del continente.

—Feliz Día de Acción de

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Gracias, hermanita —dijo—.Cuídate mucho.

Y colgó.

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Capítulo 19Una semana no es demasiado

tiempo a no ser que estés esperandoque suceda algo, porque entonces sehace eterna.

Como Dell había cerrado elHeartbreak Cafe y se había ido nosé dónde, no tenía ningún sitio en elque poder refugiarme y terminéquedándome en casa, con mamá.Me pasé una semana entera metidaen mi cuarto (aunque con algunasinterrupciones para comer sobrasde pavo, relleno y tarta de calabaza

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cuando mamá no estaba paracriticarme). Me sentaba en elescritorio para escribir mi diario.Me sentaba junto a la ventana paramirar el paisaje.

Andaba arriba y abajo.Escribía. Pensaba. Intentaba nopensar.

No podía sacarme de la cabezalo que mamá me había dicho sobreel fracaso de mi matrimonio. Laimplicación de que, de algún modo,era culpa mía. Que había hechoalgo atroz que lo había provocado.

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Está todo en mi diario: el dolor,el autoodio, la vergüenza y la culpa.¿Qué podría haber hecho de otraforma para lograr que Robert mequisiera? ¿Cómo podría habercambiado, haberme reinventado,haberme convertido en la personaque él quería que fuera? ¿Cómopodía yo, a mis cuarenta y cincoaños, volverme más joven, mássexy, más atractiva, más...interesante?

Y en el otro lado de la balanza:la rabia más absoluta y la

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indignación. ¿Cómo se atrevía adejarme? ¿Cómo podía hacerlo?¿Cómo podía ser tan inconstante,corto de miras y rematadamenteidiota como para creer que su vidasería mejor sin mí, cuando yo habíasido una esposa buena y fiel todosestos años?

La realidad se encuentra, porsupuesto, en un punto intermedio, enese grisáceo mundo de las tinieblasmarital, un espacio lúgubre ysombrío donde las palabras «nosdistanciamos» tenían sentido y no

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eran una excusa pobre y patética.Por fin, escribí sobre mí con un

mínimo de equilibro y decoherencia:

En verdad, no creo queRobert sea una mala persona nique se propusiera lastimarmedeliberadamente.

Lo que sí creo es que es laclase de hombre que necesitauna aprobación constante y,básicamente, yo lo conocíademasiado bien. En cualquiermatrimonio llega un momento en

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que ya no te asombra elintelecto impresionante de tupareja ni estás dispuesta aadorar su superioridad. YRobert necesitaba ser veneradoen todo momento. Necesitabaque alguien le puliera elpedestal, lo miraraamorosamente e hiciera la vistagorda a su humanidad.

Por otra parte, supongo queyo era una compañía bastanteaburrida. La mayoría detrabajos que tuve a lo largo de

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nuestro matrimonio eran puestosadministrativos de pocaimportancia, nada que ver conla carrera profesional que mehabía imaginado cuandoestudiaba en la universidad. Noeran lo bastante interesantescomo para hablar de ellosdurante la cena y, desde luego,no eran rival para sus filosofíasprofundas.

Nunca conté a Robert mideseo de escribir ni traté deperseguir ese sueño. Para

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empezar, él era quien pensaba,quien escribía, quien tenía lasideas. Publicar artículosobtusos en revistas filosóficaspoco conocidas lo convertía enalgo así como un experto, ytambién un entendido enliteratura. Nunca tuvo pacienciapara lo que él denominaba, conuna mueca de desprecio en loslabios, «escritura comercial»,que era cualquier cosa, tanto delgénero de ficción como del deensayo, que permitiera ganarse

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la vida o fuera conocido poruna persona moderadamenteculta.

Además, Robert no queríaque yo tuviera sueños, ni quehiciera otra cosa que no fuerafacilitarle el ascenso en sucarrera académica. Cuando lonombraron jefe delDepartamento de Filosofía, lefaltó tiempo para que yo dejarade trabajar. Quería queestuviera disponible encualquier momento para

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preparar una comida de lafacultad o para recibir a susestudiantes de posgrado, que seapropiaban de nuestra casa y denuestro hogar, y se quedabanhasta pasada la medianochebebiendo vino barato ycomentando incomprensiblesconceptos filosóficos.

Ahora Robert tiene muchasposibilidades de ser nombradovicerrector y puede que incluso,más adelante, llegar a rector.Necesita, si no una esposa

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joven para lucirla ante losdemás, como mínimo una mujerque lo adore y cuyo momento degloria se base en un talento máserudito que el de ser MissUniversidad de Misisipí ytercera clasificada en elconcurso de Miss Misisipí.

Cuando vuelvo la vista atrásy pienso en mi vida con Robert,no puedo evitar preguntarme:¿qué cantidad de mí mismasupedité a sus ambiciones? ¿Aqué cantidad de mi

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personalidad renuncié? A mí nome importaba la políticauniversitaria. A él no leimportaba nada más.

He pensado mucho sobre loque Boone me dijo. Aquello deque la vida tiene sus ciclos,como las estaciones o lasmareas, y aunque no podemoscontrolar los cambios, podemosencontrar la parte positiva ydisfrutarla.

Creo que, por fin, ya sé cuáles la parte positiva.

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La estoy sujetando entre mismanos.Cuando el teléfono sonó

finalmente el domingo por la tarde,el corazón me latió con fuerza al oírla voz de Boone Atkins al otro lado.

Y entonces me dio un vuelco.—¿Robado? —grité al

auricular, y la voz de Boone mellegó de vuelta, suave, temblorosa.Sí, habían entrado en el local deDell para robar. Y acusaban deldelito a Scratch, el querido, tierno,amable y compasivo Scratch.

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Me marché sin decir a mamádónde iba y llegué al HeartbreakCafe al mismo tiempo que Boone yToni.

—¿Qué ha pasado?Boone señaló la puerta

principal, que colgabaestrambóticamente de una bisagra.

—Sabemos tanto como tú.Vamos.

Toni ya estaba dentro, dando unabrazo fortísimo a Dell. Mepregunté si sería la única que sepercataba de que Dell no le

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devolvía el abrazo. ¿Qué estaríapasando entre ellas? Pero no tuvetiempo de averiguarlo.

Dell se sentó y se tapó la caracon las manos.

—Quienquiera que lo hayahecho se ha llevado todo lo quehabía en la caja y puede quetambién la recaudación de lasemana pasada. El sheriff estasegurísimo de que ha sido cosa deScratch. Parece que ahora mismo loestán buscando.

Dirigí la mirada de ella a Toni

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y de nuevo a ella.—Pues tenemos que encontrarlo

primero —dije.—El sheriff todavía no ha

podido encontrado —comentó—.¿Qué te hace pensar que nosotros sípodremos?

—No lo sé, pero tenemos queintentarlo. —Tiré de la mano deBoone para que se levantara—.Vamos.

Hice salir apresuradamente aBoone de la cafetería y le puse lasllaves del coche en la mano.

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—Conduce tú —ordené—.Tengo que pensar.

Rodeamos el palacio de justiciay nos dirigimos a las afueras de laciudad, hacia el río, sin rumbo fijo,mirando a ambos lados de lacalzada.

—¿Dónde vamos? —preguntóBoone.

—No lo sé. Es que teníamosque irnos para que Dell y Tonituvieran algo de privacidad.

—¿Qué quieres decir? —Melanzó una mirada confundida.

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—Es evidente que pasa algoentre ellas y que necesitan hablarlo.

—¿Cómo diablos puedes sabereso?

Me encogí de hombros.—Observo a la gente —

respondí—. Me fijo.—Si decides hacer algo aparte

de ser escritora, quizá que pruebescon la psicología —dijo—. Se te darealmente bien.

Solté una carcajada, pero mesalió más bien como un rugidosarcástico.

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—Sí, seguro. Todas lasrelaciones disfuncionales que hetenido en la vida discreparíancontigo.

—Todos hemos hecho cosasmal —dijo—, y todos tenemos unpasado. Pero tú eres muy perspicaz.Saldrás adelante.

—Espero que sea antes demorirme. Y, mientras tanto, nosabes la cantidad de material quetendré para escribir «la gran novelaamericana».

Boone guardó silencio varios

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minutos, y cuando volvió a hablar,su voz destilaba cierta nostalgia.

—Recuerdo cuando éramosamigos hace años, ¿sabes? —mecomentó—. Si la memoria no mefalla, no le gustaba demasiado a tumadre. Mi familia no estaba almismo nivel que la vuestra, yasabes, club de campo, asociacionescomo la Cámara Júnior y todo eso.

—Sí —dije—. Y todo eso.Rio entre dientes.—Cuando nos hacemos

mayores, empezamos a darnos

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cuenta de lo absurdas que puedenser esta clase de distinciones.Cómo nos separan de personas querealmente podrían ser nuestra almagemela.

—Mamá tiene setenta y nueveaños, y todavía tiene que aprenderesta lección —aseguré—. Además,cuesta mucho saber quién es tu almagemela si eres incapaz de reconocertu propia alma.

—¿Recuerdas aquel baile,cuando te llevé a casa después deque a tu acompañante le rompieran

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la nariz?—Fue la mandíbula, de hecho

—lo rectifiqué con una sonrisa—.Pobre Robbie. No tenía nada quehacer con Marshall Threadgood.

—En realidad, ha resultado quetenía mucho que hacer con él —dijoBoone—. Llevan juntos casi veinteaños.

—¿Son socios en algúnnegocio?

—No, son pareja —respondióBoone—. Sí. Marsh y Robbie.Viven en Tuscaloosa. Robbie es

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profesor titular de HistoriaMedieval en Alabama. Marsh esayudante de entrenador de fútbolamericano en uno de los institutosde la ciudad.

—Me estás tomando el pelo —dije, y noté que me quedababoquiabierta.

—No. Te lo juro. —Boone medirigió una sonrisa enorme—.Como con ellos de vez en cuando—explicó—. Marsh se fue al oestee hizo un curso en una escuelaculinaria. Cocina muy bien.

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Giró a la derecha para enfilaruna carretera de grava.

—No sé cuánto tiempo estarásen Chulahatchie, pero a lo mejorpodrías venir conmigo algún día.

—Me gustaría mucho.Volví la cabeza parar mirar por

la ventanilla. Estábamos a principiode diciembre; los árboles estabanpelados y la tierra donde enprimavera y en verano floreceríauna maleza que llegaría hasta laaltura de la rodilla estaba cubiertaahora de una gruesa capa de hojas y

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agujas de pino caídas. Aun así, lacarretera me resultaba vagamentefamiliar.

—¿Dónde vamos? —quisesaber.

—He tenido una idea —respondió Boone—. Se me haocurrido un lugar dónde podríahaber ido Scratch. Puede que seauna pérdida de tiempo, pero...

La carretera giró, y, a pesar delo distinta que se veía la arboleda,la casita seguía estando allí, seguíasiendo la misma. Una estructura

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cuadrada construida sobre pilotes,con un porche protegido con unamosquitera con vistas al canal y unapasarela que conducía a un muellesobre las aguas amarronadas delTennessee-Tombigbee.

La cabaña en el canal deCharles Chase.

Una coincidencia. Tenía que sereso. Así que contuve el aliento ydesvié la mirada, esperando quepasáramos de largo.

Pero Boone tomó el camino deentrada. Delante de la cabaña vi el

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coche del sheriff con las lucescentelleantes.

—¿Qué hacemos aquí? —pregunté. Esperaba que no merespondiera. Esperaba no tener queoír una verdad con la que no mequería enfrentar.

—Esta es la casa de Dell —contestó Boone distraídamente.

No me estaba prestandoatención, sino que estabaobservando el drama que teníalugar en el muelle. Se desarrollabacomo una película muda: el sheriff

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que recorría la pasarela de maderacon la mano en la culata de lapistola; Scratch que se levantaba ylo miraba; las esposas, el largorecorrido de vuelta al coche...

—¿Qué quieres decir con esode que es la casa de Dell? —dije.

—Bueno, es una cabaña depesca —comentó Boone con elceño fruncido—. Pertenecía almarido de Dell, Chase, antes de quese muriera. Ahora es suya. Perohace meses que no se usa.

—¿Cómo sabías que Scratch

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estaría aquí?—Ha sido una suposición.Salió del coche y se acercó a

Scratch y al sheriff. Vi que hacíagestos, que discutía, pero fuiincapaz de mirarlos. Solo podíaverme a mí misma en mis recuerdossubiendo aquellos peldaños osentándome en el extremo de aquelmuelle a la luz de la luna o...

Abrí la puerta del coche, corríhacia los árboles y vomité sobre lashojas que cubrían los límites delbosque.

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Nadie se dio cuenta.

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Capítulo 20No tenía más remedio que

volver a la cafetería con Boone.Hacer otra cosa habría suscitadodemasiadas preguntas, preguntasque ni siquiera quería plantearme amí misma, y mucho menos contestara ninguna otra persona.

Los años que me pasépresentándome a concursos debelleza me habían enseñado asonreír cuando lo que quería erallorar, a interactuar cuando lo quequería era gritar y, sobre todo, a

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contener mis emociones y no dejarque interfirieran con lo que tuvieraentre manos. Esa tarde hice laactuación de mi vida.

Aunque nadie habría notado ladiferencia. Todo el mundo estabademasiado concentrado en Scratchy en su detención.

Durante el rato que estuvimosfuera algo había pasado. Dell yToni se habían reconciliado yvolvían a ser buenas amigas. Lacuriosidad del escritor siempre melleva a prestar atención a los

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detalles y me pregunté, solo unmomento, de qué clase podría sersu conflicto. Pero la idea pasódeprisa, absorbida por los asuntosde más peso que nos ocupaban enaquel instante.

Boone, Toni y Dell fueron a laoficina del sheriff para intentar vera Scratch. Yo me quedé en lacafetería, aunque dejar a alguien enel local para proteger las cosaspareciera un poco inútil.

En cuanto salieron por lapuerta, mi muro protector se

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derrumbó. Lloré, anduve arriba yabajo, describí círculos. Me planteésubirme al coche e irme de laciudad sin decir una palabra.Quería estar lo más lejos deChulahatchie que pudiera, lejos deDell Haley y del Heartbreak Cafe,lejos de cualquiera al que hubieraosado llamar amigo mío desde quellegué.

Finalmente me hice un café, mesenté en la mesa y abrí mi diario.

¿Puede ser verdad? ¿EraCharles Chase el marido de

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Dell? ¿Aquel osito de peluchetan tierno que se reía con todoel cuerpo y hacía malabarismoscon la fruta en los pasillos delsupermercado? ¿Había sidoinfiel a Dell conmigo?

Quería convencerme a mímisma de que no era así. Decir:«No es posible. Es un error. Unerror espantoso, horrible.» Perohabíamos ido allí. A la cabañadel canal donde él y yohacíamos el amor. Dondetuvimos relaciones sexuales. O

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la expresión que sea deaplicación en este caso. Mevienen a la cabeza unas cuantasmetáforas realmente asquerosas.

Cuando lo pienso, mevuelven a entrar ganas devomitar.

Boone se había referido almarido de Dell como Chase. Ylo del nombre me tiene algoconfundida. Charles Chase,Chase Haley. Pero ¿quiénpodría ser, si no?

¿Quién?

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Era su cabaña. Su porche.Su muelle. Era el lugar que yoconocía tan bien, el lugar quepodría contar todos mis detallesíntimos si las paredes tuviesenojos para ver, orejas para oír yuna lengua para chivarse.

Y le creí. Le creí. Creí queera divorciado, que estaba apunto de serlo; que su mujer erapoco razonable, que lo tratabacon cierta indiferencia y que nolo comprendía. Creí todas lasmentiras. O, si no las creí, quizá

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deseé creerlas. Porque queríaque me quisieran. Lo deseabatanto que ni siquiera me detuvea pensar en a quién podría estarlastimando, en a quién podríadestrozar con su infidelidad, ena quién podría dejar una cicatrizpara siempre mi indiscreción.

¿Indiscreción? ¿Qué clasede palabra boba parajustificarme a mí misma es esa?No había sido una«indiscreción». No había sidouna de esas «cosas que pasan».

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No había sido un «desliz»:vaya, deletreé mal la palabra ytengo que tacharla y corregirla.

No existe nada que puedaborrar algo así.

Para mí, ni para la mujer ala que llamo amiga.

¿Y qué pasa con Chase, oCharles, o comoquiera que sellamara? Mamá me dijo que elmarido de Dell había muerto.¿De un infarto? No lo recuerdo;no le había dado ningunaimportancia (porque, por

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supuesto, no tenía nada que verdirectamente conmigo).

Me siento como si estuvieraflotando sobre mi cuerpo,viéndome a mí misma con losojos de otra persona. Y lo queveo es una reina de bellezavieja, egocéntrica e infantil queintenta aferrarsedesesperadamente a la imagenatractiva, apetecible ymerecedora de recibir amor yatención que tiene de sí misma.Quiero asegurar que no soy así,

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pero incluso cuando pienso laspalabras, me veo dando unpisotón fuerte en el suelo yponiéndome en jarras como unaniña malcriada de cinco años.

Dios mío, libérame de estecautiverio.

¿Es esto una plegaria? No losé. Estoy lo bastantedesesperada como para rezar,por más que no lo haya hecho enaños. Pero aun cuando exista undios o una diosa que me estéescuchando, alguna

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benevolencia universal capazde intervenir en la vida humana(y dispuesta a hacerlo), aun así,¿qué le pediría? No es ningúngenio que pueda concedermetres deseos, y además, he leídoinfinidad de libros y sé que hayque tener mucho cuidado con loque se desea.Me quedé mirando la página,

con sus esquinas redondeadas y sustenues rayas azules, y con su tintaazul más oscura. La letra no era tanregular ni tan proporcionada como

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antes, sino temblorosa e irregular,exactamente como me sentía pordentro.

Tenía que hacer algo. Tenía quecambiar algo.

Y, sin embargo, no había nadaque pudiera cambiarse. Charles erael marido de Dell Haley, y estabamuerto. La parte lógica de mi menteno dejaba de decirme que no eraculpable de su muerte y, aun así,tenía la impresión de haberlomatado.

Había matado algo, de todas

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formas. Una amistad, sin duda. Unarelación. Quizás el último vestigiode mi propia valía.

Volví a la página y escribí dospalabras:

«Adúltera. Asesina.»La admisión no me aligeró la

culpa que llevaba a cuestas. Meestaba asfixiando con su peso, queme empujaba bajo el agua y meretenía en ella para que me ahogara.

Oí entonces el tintineo de lacampanilla al girar la puerta rota ensu sola bisagra.

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Dell y los demás habían vuelto.Boone y Toni me pusieron al

corriente. Dell estaba sentada conla cabeza entre las manos, dejandoque el café se le enfriara mientrasla conversación se desarrollaba asu alrededor. Puse mi mejor cara depóquer y escuché atentamente. Porsuerte, no tuve que mirar a Dell alos ojos.

—El sheriff supone que Scratchlo hizo —dijo Toni—, aunque notiene el menor sentido. ¿Por quérayos iba a echar la puerta abajo si

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tiene llaves del local? ¿Y si robó eldinero, dónde está? ¿Y por qué ibaa quedarse en la ciudad, sentadotranquilamente en el muelle de lacabaña de pesca de Chase,esperando a que alguien fuera adetenerlo?

Me estremecí al oír mencionarla cabaña del canal pero mantuve lamirada puesta en Toni Champion.Era mayor que yo, unos diez añosmás o menos, pero tenía la clase debelleza clásica que mejora con laedad. Me recordaba a Katharine

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Hepburn: alta, delgada y segura desí misma, con un cuello elegante yunos ojos penetrantes. Secomportaba con la elegancia de unanimal salvaje, extremadamenteindependiente, dispuesta a defenderhasta la muerte a quienes amaba.Me pregunté qué haría si supieraque había traicionado a Dellacostándome con Charles.

Esperaba que jamás lodescubriera.

—Bueno —dijo Boone, queprosiguió el relato donde Toni lo

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había dejado—, averiguamosmuchas cosas sobre Scratch quenadie sabía. Había estado casado,con una mujer llamada Alyssa, ytenía una hija. Estudiaba medicina,y su mujer, derecho.

—¿Scratch? ¿Medicina? —Recordé los esbozos de lospersonajes que llenaban las páginasde mi diario, la caracterización quehice de él primero como artistafrustrado y después como enfermerocon un obstáculo misterioso que leimpedía ejercer su profesión. Por lo

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visto, no andaba demasiadodesencaminada. ¿Y su mujer,abogada?— Suena a pareja perfecta—comenté.

—Parecería que sí —dijo Toni—. Pero su suegro, que también eraabogado, y muy próspero eimportante por cierto, estaba encontra del matrimonio.

—Lo estaba tanto que logró quelo detuvieran por allanamiento demorada —prosiguió Boone—. Y...

—No —lo interrumpió Toni—.Por agresión. Un delito grave.

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—Eso —dijo Boone—. Creoque estuvo cinco años en la cárcel.Por esto ha podido el sheriffretenerlo sin pruebas para acusarlodel robo. Dijo que había violado lalibertad condicional y que nopodría salir en libertad hasta que sehubiera hecho todo el papeleo.

Pensé en Scratch en la celda dela cárcel, y la imagen que me vino ala cabeza fue la de una panteraesbelta y muscular andando arriba yabajo en la jaula reducida de unzoológico.

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—¿Y ahora qué? —pregunté.En todo este rato, Dell no había

dicho una palabra. Seguía sentadamirando la taza de café que teníadelante, haciendo un dibujo con eldedo en el tablero de formica de lamesa.

—¿Me puedes decir cuál es elnombre completo de Scratch? —pregunté.

Dell respondió sin alzar lamirada:

—John Michael Greer.—¿Y su esposa?

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—Alyssa, creo.Saqué una servilleta de papel

del dispensador y anoté losnombres.

No podía hacer nada paraayudar a Dell ni a su difuntomarido, ni tampoco a mí misma. Lomenos que podía hacer era intentarayudar a Scratch.

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Capítulo 21La encontré, y no me costó,

dada la información que habíaobtenido. ¿Una atractiva abogadanegra de Atlanta con un padrepoderoso? Estaba convencida deque todo el mundo conocería aAlyssa Greer, y tenía razón. Solotuve que hacer una llamada a Lydia,mi ex compañera de cuarto en laresidencia universitaria.

Conocí a Lydia a los dieciochoaños, cuando cursaba primero. Ensegundo compartimos una

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habitación, y después yo metrasladé a la Universidad deMisisipí. Para cuando yo estudiabael último curso y estaba a punto deser coronada Miss Universidad deMisisipí, ella ya había terminado lalicenciatura de derecho, estabahaciendo el doctorado e iba caminode convertirse en la jueza másjoven que había pertenecido jamásal Tribunal Supremo del Estado deGeorgia. La joven tímida de los dosprimeros años en la universidad sehabía transformado en un genio de

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la abogacía.—Caramba, Peach —dijo

cuando oyó mi voz—. A estasalturas te imaginaba haciendo unagira como Miss Mediana Edad deAmérica.

—¡Qué graciosa! Oye, túconoces a todo el mundo en elsistema judicial de Georgia,¿verdad?

—Podría decirse que sí —contestó—. ¿Planeas cometer algúncrimen?

—Estoy buscando a alguien.

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Una abogada, creo. Una mujerllamada Alyssa Greer.

Rio entre dientes y pasaron unossegundos antes de que respondiera:

—Bueno, no tienes mal gusto.Cuando conocí a Alyssa Greer,

comprendí qué había querido decirLydia. Para empezar, era la mujermás hermosa que había visto en mivida, y participando como habíaparticipado en concursos debelleza, había visto a muchas decerca, personalmente y casidesnudas. Pero Alyssa poseía algo

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que rebasaba el atractivo físico.Emanaba una fuerza, una seguridaden sí misma que me atrajeron y meconfundieron a la vez.

En cinco minutos hizo lo queninguno de nosotros había podidoconseguir: imponerse al sheriff ylograr que Scratch quedara enlibertad. Su encuentro en elHeartbreak Cafe fue digno de verse,uno de esos momentos en que eltiempo se detiene y el amor chispeacomo la electricidad estática en elaire. No podría haberme imaginado

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una escena mejor si la hubieraescrito yo misma.

Sí, me gustaba Alyssa. Megustaba y la respetaba, y deseabapoder ser más como ella. Se tratabade una mujer que había vividomomentos muy difíciles y eso lahabía fortalecido. Una mujer de unafuerte personalidad, que no dejabaque un error cometido al principiode su vida la definiera.

Alyssa Greer era suave porfuera y dura por dentro.

Y, además de eso, introdujo fe

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en mi mundo.Me acerqué a la niña pequeña

en cuanto la vi.—Hola —dije.La niña agachó la cabeza,

vacilante como una mariposa, perole habían enseñado a dar la mano, ysu apretón fue firme. Luego, alzó lavista y me miró con los ojos muyabiertos, unos ojos de cervatillo,color chocolate, y me sonrió.

Me derretí y ya no me recuperé.Se llamaba Imani, «Fe» en

suajili, y tenía ocho años. Nos

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hicimos muy buenas amigas.Coloreábamos juntas, noscontábamos historias, nos reíamosy, básicamente, nos manteníamosocupadas mientras Alyssa y Scratchresolvían los aspectos legales de susituación, volvían a conocerse yprocuraban ayudar a Dell adescubrir quién había robado en lacafetería.

Mamá se habría escandalizado:su preciosa hija, su niña bonita,inseparable de una chiquilla negra.Pero hacía siglos que no era tan

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feliz. Por primera vez en años, teníala cabeza y el corazón pendientesde otra cosa que no era yo. Sin quela viera, la alegría, que siempre meeludía cuando la perseguía, se mehabía acercado de puntillas y mehabía caído encima como unabendición.

Era feliz. Tan feliz que casi meolvidé de Charles, de Dell, de lacabaña de pesca, de la aventuraamorosa y de la vergüenza que meconsumía.

Casi.

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Hasta que Dell ofreció lacabaña del canal a Scratch, Alyssae Imani.

Podría ser capaz deolvidarlo si no tuviera quepensar que Imani estaba allítodos los benditos días.

Ahora no me lo puedo quitarde la cabeza. Las habitacionesrústicas, iluminadas con velas,la imagen de mi flacidez demediana edad y de CharlesChase haciendo locuras comoadolescentes con las hormonas

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por las nubes, el miedo a quehubiera quedado algún indiciode todo ello, algo que mevinculara con la cabaña delcanal, con Charles y con miculpa.

No sé qué hacer, siconfesarlo todo y descargar miconciencia o vivir con la culpacomo castigo por mis pecados.Recuerdo que Charles me dijouna vez que los católicos teníanalgo de razón, que existe unpurgatorio, solo que es en esta

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vida y no en la otra. ¿Es esta mipenitencia: guardar silencio ysoportar el peso de saber que loúnico que conseguiría al hablares lastimar a la gente a la quequiero?

¿O es esta la actitud de unapersona cobarde: no decir naday esperar que nadie lo descubrapara no tener que enfrentarmecon la expresión ultrajada deDell Haley?

¡Dios mío, qué carga tanpesada es vivir con un secreto

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que podría destruir todo lo quevaloras! Esta gente es amigamía, y ahora que he conectadocon ellos, son como una tablade salvación, como un cordónumbilical que me une a larealidad y me nutre el alma. Sonmi familia. No quiero sentir sudolor, su enojo ni su decepción.Pero tampoco quieroesconderles nada de mí, nisiquiera las partes de las queme avergüenzo.

Estoy bastante segura de lo

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que me diría el viejo idiota demi terapeuta: «No puedes estarseguro del amor de otra personahasta que no dejas que losdemás te vean como eresrealmente.»

Pero ¿y si dejo que me veany me rechazan?Al final, Dell Haley me ahorró

la molestia de seguir mirándome elombligo.

La tercera semana dediciembre, después de que Scratch,Alyssa e Imani llevaran un tiempo

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viviendo en la cabaña del canal,estaba sentada en mi mesa habitualdel Heartbreak Cafe, escribiendofrenéticamente en mi diario, comosi el hecho de poner palabras en unpapel pudiera salvarme la vida.

Dell se acercó con la cafetera yme llenó de nuevo la taza.

—¿Tienes un minuto, Peach?Cerré el diario de golpe y

tragué saliva con fuerza.—Claro. Siéntate.Se sentó. Esperé. Tenia una

expresión extraña, enigmática en la

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cara, como si prefiriera estar encualquier otra parte del mundoantes que sentada allí, delante demí.

—Mira, Peach —dijo—. Tengoque hablar de algo contigo.

—Muy bien. —Me incliné haciadelante, convencida de que Dellpodría oír los latidos fortísimos demi corazón—. ¿Pasa algo?

—Es sobre... bueno, sobre tudiario.

—¿Qué pasa con él?—¿Recuerdas el día en que

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Purdy Overstreet se torció eltobillo? ¿Y te dejaste el diario en elcafé cuando fuiste al hospital demodo que tuviste que venir abuscarlo al día siguiente?

—Lo recuerdo.—Es que...La miré a los ojos, y en ese

momento lo supe. Lo había leído.Lo sabía todo. Procuré mantener lavoz tranquila y regular.

—¿Lo leíste?—Lo siento, Peach. No tendría

que haberlo hecho.

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—No, no tendrías que haberlohecho. Confié en ti.

—Pero la cuestión es que hayalgo escrito que tengo que saber —prosiguió con mucho esfuerzo—, ytú eres la única que puededecírmelo.

Trató de tomar un sorbo decafé, pero como le tembló la mano,se limitó a sujetar la taza paraseguir hablando:

—Escribiste sobre mi marido,Chase, y sobre la mujer con quientenía una aventura. La cabaña del

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canal. Cuando se conocieron.¿Quién era, Peach? ¿Y cómo teenteraste de todo?

«¡Dios mío! —pensé—. Creeque es otra persona.»

Las palabras me salieron por laboca en forma de un quejidoinvoluntario:

—¡Dios mío!No podría mentirle ni aunque

tuviera el cuello bajo la guillotina yuna sola falsedad fuera a impedirque la hoja cayera a toda velocidad.Me eché a llorar, a sollozar con

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tanta fuerza que fue como si mearrancaran el alma del cuerpo.

—No —oí que alguien gemía—. No, por favor.

Era mi voz que se lamentaba, micorazón que se partía en milpedazos. Creía que había conocidoel dolor, pero la pérdida de mirelación con Robert no fue nada,nada, comparado con la pérdida deesta amiga que me había aceptadocon tanta gentileza.

—Dios mío, Dell. Lo sientomuchísimo.

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—¿Qué sientes? Soy yo quientiene que disculparse. Por violar tuintimidad. Por leer tu diario.

Me la quedé mirando. No loentendía. No lo sabía.

—El hombre —logré decir—,la cabaña del canal. La mujer. Erayo.

—No eras tú. Era una mujerrubia, alta y delgada. Era...

De repente, lo comprendí.Animada por Boone, había escritounas cuantas entradas de mi diariocomo si fueran escenas de una

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novela. Esta tenía apenas unospárrafos; una escena breve en laque probé de narrar mi relación conCharles Chase desde el punto devista de una tercera persona. Laseducción inicial, el primerencuentro. No del modo en quesucedió de verdad, por supuesto,pero ¿para qué sirve la ficción si noes para mejorar la materia prima dela vida personal de uno?

Dell jamás habría reconocido ala mujer que describí en la entradade mi diario. Había descrito a la

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otra mujer, a mí, como era antes,como tal vez puede que me gustaríaseguir siendo. Por lo menos, comoCharles me hacía sentir por uno odos instantes: delgada. Hermosa.Apetecible.

—No sabía nada, Dell —aseguré—. No sabía que era tumarido. Ni siquiera sabía que fuerael marido de nadie. Me dijo queestaba divorciado.

Vi la punzada de dolor que lerecorría la cara, como si alguien sela hubiera cruzado con una hoja.

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—Me dijo que se llamabaCharles —insistí.

Dell se mordió el labio.—Es que se llamaba Charles —

dijo—. Chase era un apodo. Todoel mundo lo llamaba así.

Mascullé unas cuantas frasesmás, sobre la cabaña del canal,sobre lo discretos que fuimos ysobre la certeza de que nadie losabía. Cosas, todas ellas, carentesde sentido. Nada importaba, ni eldolor ni la racionalización.

Al ver la expresión

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impenetrable de su rostro tuveaquella sensación de que te hancerrado la puerta y te has quedadofuera. Era, ni más ni menos, lo queme merecía, claro, pero aun asídolía muchísimo. Quería irme, salircorriendo y no volver apresentarme en el Heartbreak Cafenunca más. Pero había una cosa másque tenía que hacer, una verdad másque tenía que decir.

—Dell —dije—, la última vezque estuve con él, me dijo que nopodíamos volver a vernos. Me dijo

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que estaba casado y que iba aintentar solucionar las cosas con sumujer. —Solté el aliento paraintentar expulsar el estrés de miinterior—. Te quería, Dell. Siemprete quiso.

¿Esperaba una reacción, elperdón de Dell? No lo sé. Lo querecibí fue la misma mirada vacía, lamisma puerta cerrada.

Seguí el camino difícil en lugarde hacer lo que haría una personacobarde. Y ya ves de qué sirven laintegridad, la autenticidad y todos

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aquellos conceptos tan nobles delos que mi psiquiatra no dejaba dehablar. Había dicho la verdad, todala verdad, y no me había creído. Niuna sola palabra.

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TERCERA PARTEReconciliación

* * *Soy una mujer cuya vida se basa

en palabras,y sin embargo hay verdades que

se resistena la voz y a la escritura.

Una caricia, un beso, unamirada, una mano extendida...son lenguajes que debo aprender

si no quieromorir en silencio y sola.

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Capítulo 22De algún modo, Dell Haley fue

capaz de perdonarme. No sé cómosucedió. Nunca volvimos a hablarde la infidelidad de Chase, pero enNochebuena, Boone me llamó paradarme una mala y una buena noticia.Primero me contó que debido alrobo, Dell no tenía dinero parapagar el arriendo e iban adesahuciarla. En segundo lugar,había decidido acabar por todo loalto, con una comida de Navidad enel Heartbreak Cafe para todos sus

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amigos. Y yo estaba invitada.Estaba invitada.Soy una mujer de palabras, y

aun así, me maravilla lo mucho quepuede cambiar las cosas una solapalabra.

SolitariaQueridaRechazada.Invitada.Naturalmente, dejar a mamá el

día de Navidad no fue tan fácilcomo había esperado. Bebió unpoco de vino y se puso a hablarme

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muy sensiblera y llorona;conversación que estaba segura deque lamentaría cuando estuvierasobria. Iba sobre cómo todo elmundo quería a papá más que aella, incluidos sus propios hijos.Sobre cómo nadie quería pasar lasNavidades con ella («¿acaso soyuna piltrafilla?»). En resumen,sobre lo decepcionada que estabade todos nosotros y de la vida engeneral.

Cuando yo ya casi no podía másy tenía que esforzarme por no gritar,

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dijo que creía que iba a acostarse ya descansar un rato.

En cuanto oí que la puerta de suhabitación se cerraba, fui corriendoal coche.

Una vez tuve una largadiscusión sobre el tema delperdón durante una sesión depsicoterapia. No con el viejoidiota canoso que me envió acasa, a Belladonna, sino conuna idiota pelirroja, más joven,que seguramente me habríaenviado de vuelta a

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Chulahatchie hace años sihubiera seguido yendo a suconsulta el tiempo suficiente.

En cualquier caso, lapsicoterapeuta del día (sunombre era Erin, creo) parecíahaber aprendido su oficio en laUniversidad Internacional deAyuda Psicológica yActuaciones de Feria. Siempresalía de sus sesionessintiéndome como si me hubierapasado cincuenta minutos con laespalda apoyada en una diana

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mientras ella lanzaba cuchillosen mi dirección para intentarver lo cerca de mí que podíallegar sin herirme.

En una de estas ocasiones,el tema fue el perdón. Erin meapremió a perdonar a mi madre.Por «perdonar» no se refería a«aprobar» ni a «aceptar», sinosimplemente a reconocer lahistoria y las limitaciones de mimadre y a darme cuenta de queno había tenido intención delastimarme.

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—Nunca te librarás delcontrol que ejerce sobre ti hastaque no aprendas a perdonarla—dijo Erin.

—No me libraré de ellahasta que esté muerta —aseguré.

No fue mi momento másbrillante, pero fue sincero.Tremendamente sincero.

Erin sonrió y me sostuvo lamirada.

—¿Estás segura de quequieres esperar tanto tiempo?

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—me preguntó.Mierda. Por esta razón

detesto a los psicoterapeutas.Pero estoy divagando.

Estaba hablando sobre elperdón.La tarde del día de Navidad

entré en el Heartbreak Cafe con uncosquilleo en el estómago y laansiedad devorándome el cuerpo.Dell alzó la mirada y me sonrió.

Eso fue todo. Me sonrió.Me senté al lado de Imani, y la

niña me sujetó la mano para tirar de

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mí hacia abajo y contarme unsecreto al oído.

—Cuando sea mayor —dijo—,quiero ser una reina de belleza,igual que tú.

Rebusqué en mi bolso y saquéla corona de diamantes de imitaciónde mis días de Miss Universidad deMisisipí.

—Tus deseos serán cumplidos—aseguré, y le puse la diademareluciente en la cabeza—. Yo tecorono reina del Pudin de Maíz,duquesa del Aliño, princesa de la

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Calabaza, monarca de lasMagdalenas.

Imani se echó a reír. Todo elmundo vitoreó y aplaudió.

Miré a mi alrededor, y laansiedad que había sentido desdemi última conversación con Dell sedisipó. En su lugar, noté una calidezparecida a la que se siente al beberel mejor de los coñacs.

Si esto era lo que hacía sentir elperdón, puede que Erin noanduviera tan desencaminadadespués de todo.

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Veintiséis de diciembre.Si no me equivoco, es el día en

que los británicos suelen abrir lospresentes navideños. EnBelladonna, se trataba de no estarpresente cuando mamá aparecíapara evitar la zurra.

Jamás nos golpeó, por supuesto.Físicamente, al menos. Mamá teníaun modo mucho más efectivo deimponernos su voluntad. Unapalabra, una mirada, un gesto dedesaprobación bastaba para que meencogiera figuradamente como un

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perro acobardado a la espera deuna reprimenda pero con laesperanza, que nunca perdía, de unapalmadita de aprobación.

Una vez el día de Navidadhabía «terminado» oficialmente yno tenía nada en perspectiva, mamáse sumía en una depresión que noscorroía como el ácido de unabatería. Nunca sabíamos qué laprovocaba exactamente, si nuestrafalta de acierto al comprar elregalo, un desaire real oimaginario, una mancha en las

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Navidades que de otro modo seríandignas de la revista SouthernLiving o una sensación vaga eindefinida de estar infravalorada.Fuera cual fuera la causa, se iba ala cama, exhausta, con una migrañaque le duraba un par de días.

Reaparecía sobre el veintisieteo el veintiocho, murmurando (lobastante alto para que todos laoyéramos) sobre lo mucho que leafectaba el desorden y la cantidadde trabajo que le esperaba paradescolgar las decoraciones y

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guardarlas hasta el año siguiente.—Ver así la casa me ataca los

nervios —decía, de forma tanprevisible que podía darle laentrada cuando iba a hacerlo—. ¿Anadie más le importa?

Y entonces, naturalmente, todosnos movilizábamos de inmediatopara satisfacer la necesidad deorden de mamá y evitar tener queoír su letanía de quejas ni un minutomás de lo que fuera absolutamentenecesario.

Este año, mientras mamá se

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recuperaba de su dolor de cabezaposnavideño, decidí avanzarme aella y guardar las decoraciones. Nohabía tantas como de costumbre,dadas las festividades minimalistasque habíamos pasado las dos solas.Y, además, así tenía algo que hacercon las manos mientras dejaba quemi cabeza diera vueltas a una nubede ideas no maduradas que ibacreciendo en mi horizonte mental.

Hace tiempo mi psiquiatra, elviejo idiota canoso, y, ahora que lopienso, también la joven idiota

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pelirroja, me habían sugerido,ninguno de los dos con demasiadasuavidad, que vivía como si nopudiera controlar el rumbo quetomaba mi propio destino.

Mi reacción inicial fue: «¡Bah!»Nadie controlaba su propio

destino. Tenías que aceptar lo quevenía y vivir con las consecuencias.

Ahora no estaba tan convencidade esta teoría. Según esta filosofía,Dell se merecía de algún modoacabar desahuciada y perder todo eltrabajo que había dedicado al

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Heartbreak Cafe. Dios, el destino olas estrellas se habían alineado ensu contra, y no había nada que nadiepudiera hacer.

Tal vez Boone tuviera razón.Tal vez simplemente la vida tuvieraciclos, y el poder de la persona noradicaba en controlar los resultadossino en reaccionar de formapositiva ante el desafío.

Quité los adornos del abeto, losenvolví en papel de seda, y los metíen su caja correspondiente. Luego,saqué como pude el árbol de

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Navidad por la puerta y lo llevéhasta la calle. Cuando lo estabaarrastrando por la acera paradejarlo arrinconado para que lorecogieran, oí un sonido.

Un tenue tintineo. Como el ruidode la campanilla de la puerta delHeartbreak Cafe.

Di la vuelta al árbol y le palpélas ramas. Y allí estaba: elinevitable «último adorno», el quese esconde hasta que todo estáguardado. Lo extraje del entramadode agujas y lo sostuve en alto. Era

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un angelito de cristal que sujetabauna campanilla de metal quetintineaba al moverse.

Levanté el ángel y lo agité, ysentí que el tono claro y puro de lacampanilla me provocaba un placerdesconocido. El débil sol dediciembre se reflejó en el cristal ysu luz se dividió de repente en unprisma de colores. Y con la mismabrusquedad, mis nubes mentales sedespejaron y un rayo de inspiracióniluminó mis pensamientos.

Dell Haley era mi heroína, mi

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inspiración: una mujer fuerte,capaz, que había sacado el máximopartido de una situación difícil, quese había forjado una nueva vida yuna nueva profesión a partir de lascenizas. Yo la había lastimadoterriblemente con mi egoísmo, y quelo hubiera hecho sin saberlo no eraexcusa suficiente. No podíadevolverle el marido, ni elmatrimonio, ni la vida de antes,pero tenía que hacer algo. Y sabíaqué.

Algo tangible. Algo real.

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Puede que no saliera bien. Perotenía que intentarlo. Por Dell, y pormi propia conciencia.

Corrí hacia la casa con el ángeldelante como si llevara un trofeo,descolgué el teléfono y marqué elnúmero de Boone Atkins.

Contestó al segundo timbre.—¿Peach? —dijo—. ¿Oigo

tintinear campanas?Solté una carcajada.—¿Boone, has visto la película

¡Qué bello es vivir!?—Por supuesto —respondió—.

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Cada Navidad.—Perfecto. Porque una plegaria

va a recibir respuesta, y un ángel vaa ganarse las alas.

Al final, recaudamos más deveintiocho mil dólares para queDell diera una entrada para elHeartbreak Cafe. Nadie supo queyo lo había capitaneado todo. Nadieexcepto Boone, y le hice jurar queme guardaría el secreto. Todas lascantidades que nos llegaron fueronpequeñas, de cinco, diez y veintedólares, procedentes de camioneros

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y del personal del Tenn-TomPlastics y de las señoras mayoresque venían a tomar un café con unpedazo de tarta por la tarde.

Todos queríamos a Dell. Todoscreíamos en ella. Lo que pasaba eraque no creíamos en nosotrosmismos, en nuestra capacidad decambiar el futuro, hasta que todosunimos fuerzas para hacerlo juntos.

Cinco, diez o veinte dólares noson nada. Una vela en unahabitación oscura no da demasiadaluz. Pero si sumas todos esos

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dólares, reúnes todas esas velas ylas enciendes para que formen unasola llama, tienes bastante.Bastantes recursos, bastanteiluminación...

Bastante de todo lo que importa.

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Capítulo 23Me senté en la mecedora de la

veranda trasera y observé el céspedque se extendía desde la parteposterior de la casa hasta el río. Laforsitia florecía y extendía sustentáculos por la hierba y losladrillos del camino. Las azaleashabían empezado a mostrar suspuñitos cerrados de color, y a lolargo del río, los árboles de Judassalpicaban de púrpura la orillafrente al amarillo verdoso de loscornejos de flor, a punto de abrirse.

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Inspiré hondo, introduje todaesa fragancia en mis pulmones y meconcentré de nuevo en mi diario.

La primavera sureña.Tendrían que embotellarla yvenderla a tres mil pavos ellitro. No existe ningún aromaigual en todo el universo.

¿Es posible que lleve deverdad aquí un año? ¿Cuatroestaciones, doce meses, casiquinientas páginas de diario, derecuerdos, de reflexiones, deangustia y de rabia?

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El viejo idiota canosotendría que estar orgulloso. Nosé cuánto habré crecido yprofundizado en este año, peropor lo menos he sobrevivido sinrecurrir ni al asesinato ni alsuicidio.

Un signo de progreso:llevaba semanas sin pensar enRobert hasta que los papelesdefinitivos del divorciollegaron hace tres días.Mientras los firmaba y los metíaen el sobre de envío, de repente

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lo vi clarísimo, la idea que mehabía estado dando vueltas porla cabeza, zumbando como unmoscardón que buscara dondeaterrizar, cobró sentido.

Y tomé conciencia absolutade ella; una revelación total yabsoluta: que Robert sedivorciara de mí no era tanto unrechazo como una liberación.Yo jamás lo habría dejado,porque no habría tenido el valorsuficiente, pero ahora que yaestaba hecho, sentí que me

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había quitado un peso enormede encima.

Tal vez tendría queescribirle una nota deagradecimiento. Después detodo, es lo que una dama sureñacomo es debido haría despuésde recibir un regalo.

El regalo de estar abierta alamor, a la creatividad a losnuevos comienzos. Qué extrañoes darme cuenta de que cuandoregresé a Chulahatchie, a pesarde tener cuarenta y cinco años,

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no tenía ni la menor idea de loque era el amor. Como unaadolescente ingenua creía queconsistía en el romanticismo,las rosas y las hormonasdisparadas. Y entonces entré enel Heartbreak Cafe y descubríuna nueva definición totalmentedistinta.

Había creído que quería aRobert, claro. Y es probableque él también hubiera creídoque me quería a mí. Puede quenos hubiéramos querido todo lo

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que éramos capaces de querer.Pero mi amistad con Dell yBoone, con Scratch, Alyssa eImani me ha enseñado muchasmás cosas de las que jamáshabría imaginado sobre elauténtico amor.

Ni siquiera dos ancianoschiflados y ariscos como HootEverett y Purdy Overstreet soninmunes a él. En dos semanas secasan. En el Heartbreak Cafe(¿dónde si no?).

El amor no consiste

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simplemente en impulsosirresistibles y en sentimientosefusivos a la luz de la luna.Consiste en encontrar personasque valoren tu forma de ser, quete ayuden a mantenerte centrado,que te pidan cuentas, quereafirmen tu valor intrínseco.Consiste en hacer lo mismo conellas y en encontrarreciprocidad en la relación.

Quizás algún día vuelva aenamorarme. Quizás a loscincuenta o a los sesenta

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conoceré al amor de mi vida, opor lo menos al amor de estavida, de esta nueva vida. Talvez Dios, el destino o eluniverso me lancen a los brazosde mi último gran amor, el queme verá realmente, con miscicatrices, mi celulitis, misarrugas y todo lo demás, y mequerrá tal como soy.

O tal vez no. Lo que sé esque a mis cuarenta y seis añosestoy mucho menos preocupadapor hacerme mayor y estar sola

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que a los cuarenta y cinco.Finalmente llegó el cheque; la

liquidación de mi relación conRobert. Puede que sea verdad queno puedes poner precio al amor,pero las casas, los coches y losmuebles pueden dividirse a partesiguales.

Al final Robert se lo quedótodo: la casa Arts and Crafts de1922 que compramos y renovamosjuntos, todos los muebles de robleestilo misión que tanto me gustaban,e incluso las obras de arte. Por un

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milisegundo me pregunté si a sunueva pareja le gustaría demasiadovivir en la casa que yo habíacreado, pero pasado ese instante,descubrí que, en realidad, no meimportaba. No quería nada de todoeso. Solo quería ponerle puntofinal.

En su línea habitual, Robert meenvío la documentación de todo: lavaloración actual de la casa, unaestimación detallada del valor de sucontenido, todo muy generoso, todomuy civilizado. Más que suficiente

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para que pudiera empezar de cero,para comprarme mi propia casa yamueblarla, para regresar a mi viday retomarla donde la había dejado.

Había llegado el momento devolver a casa.

Pero antes tenía que encargarmede un asunto importante.

Una vez, en la universidad, meapunté a un seminario sobreFlannery O’Connor. Recuerdo quela profesora me describió suproceso de escritura como«encontrar personajes interesantes y

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seguirlos para ver qué harán». AFlannery le habrían encantado HootEverett y Purdy Overstreet. Habríaido a su boda pasara lo que pasara.

Y yo tampoco iba a perdérmelapor nada del mundo.

Era el uno de abril; el día de losSantos Inocentes en EstadosUnidos. No voy a comentar laironía de la elección. El HeartbreakCafe estaba lleno de toda la genteque quería a Hoot y a Purdy, y demuchas personas que habían idosimplemente a curiosear.

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Un pastel de bodas enorme dedos pisos reposaba sobre el centrode la barra de mármol, rodeado deun surtido extraño de platos quehabían traído los presentes enfuentes disparejas, recipientesdesechables y tupperwares. No sécómo la nariz humana es capaz dedistinguir entre olores tanmezclados, pero olí a pollo frito, acarne de cerdo a la barbacoa, a pande maíz y a chocolate.

Quien ofició la ceremonia fue lareverenda Lily Frasier, la nueva

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capellana de la Residencia de SaintAgnes. La pobre hizo todo loposible por mantener el orden y eldecoro, pero con Hoot y Purdy depor medio eso no era tan fácil comoparecía.

Apenas pudo decir sus nombrescompletos (Herman MelvilleEverett y Priscilla MaybenOverstreet) antes de que se armaraun follón. No sabía que Purdy y yolleváramos el mismo nombre depila, pero tuve poco tiempo parapensar en aquella coincidencia. Las

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palabras de los novios se perdieronen medio del caos. Hootinterrumpió a la reverenda Lilygritando «¡Sí, quiero!» antes de queella le hubiera podido hacer lapregunta. Purdy le exigió que «sesaltara las formalidades y acabarade una vez».

Pero, en el fondo, dio lo mismo.Todo el mundo vitoreó cuando Hootbesó a Purdy, y él lo tomó como unaseñal de que debería seguirhaciéndolo. Y lo hizo, hasta quePurdy lo apartó de un empujón y

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bailó con él por el local mientrascantaba I’ll Be Seeing You a gritopelado.

Yo lo observaba todo desde mimesa, en el fondo, pero aquel día noestaba escribiendo mi diario. Haymomentos para observar ymomentos para participar.

Boone y Toni vinieron asentarse conmigo, e Imani lo hizo enmi regazo. No había dicho a nadieque me iba de Chulahatchie; no mehabía parecido el momento másoportuno, especialmente un día así.

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Pero había llevado un regalo aImani: la diadema que meimpusieron como Reina de la Soja.Se la coloqué en la cabeza y le diun beso en la mejilla.

—¿Quieres decir que me lapuedo quedar? —dijo—. ¿Parasiempre jamás?

—Para siempre jamás —asentí.Me abrazó por la cintura con

tanta fuerza que creí que no podríavolver a respirar bien en mi vida.

—Te quiero, tía Peach —dijo.—Yo también te quiero.

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Fue una suerte que la músicasonara tan fuerte. Cuando se mesaltaron las lágrimas, nadie mepilló secándome los ojos con unade las servilletas del enlace.Recobré la compostura, leí la fraseestampada en letras doradas en laservilleta y solté una sonoracarcajada:

Hooty Purdy, viejos pero nomuertos

Cinco invitados a la boda deHoot y Purdy me dijeron que estabamuy guapa. Y los creí. Me sentía

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guapa con aquel vestido sueltocolor berenjena que me habíacomprado en la tienda de ropa desegunda mano. Escondía la mayoríade los defectos de mi figura, peroaunque no lo hubiera hecho,tampoco me habría importado.

Oírlo de boca de Boone, deDell y de Fart Unger fue algodiferente que oírselo decir aCharles Chase, o mejor dicho,Chase Haley. Nunca le creírealmente cuando me decía queestaba guapa. Pero estaba

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desesperada por creer que volvía aser hermosa, y él lo sabía y loutilizaba.

El día menos pensado, lahistoria con Chase parecerá muyantigua, se habrá convertido en unaimagen tenue de una pesadillamedio olvidada. Estabaincreíblemente agradecida a Dellpor haberme perdonado, peromientras esperaba a que el recuerdose desvaneciera, tendría que vivirsabiendo que no era tan buenapersona como yo creía.

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Todavía no había dejado dereflexionar sobre ello cuando dobléla esquina hacia Belladonna y vi lasluces centelleantes.

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Capítulo 24Resulta extrañamente

anacrónico ver coches de policía,ambulancias y coches de bomberoscon sus luces rojas y azulesagrupados en un lugar comoBelladonna. La casa nació en unaépoca más lenta, en una era dequinqués, de carruajes y delcotocloc de los cascos de loscaballos. Una época más relajada,por lo menos para unos pocosprivilegiados que vivían en casasopulentas como esta. Puede que no

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fuera tan relajada para los esclavosque recolectaban el algodón, nipara los aparceros que trabajaronlas tierras después de laemancipación. Puede que tampocofueran tan relajada para losmuchachos de ambos lados de lafrontera que derramaron su sangreen los campos de Vicksburg,Sharpsburg y Shiloh.

Con la cabeza llena deimágenes de balas, bayonetas ysangre vertida, dejé estacionado miHonda en la entrada y subí

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corriendo el camino de ladrillos.De pie, en la veranda delantera, conlos brazos cruzados, estaba laúltima persona que quería ver enese momento: el imbécil del sheriffque había detenido a Scratch eldiciembre pasado.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.Traté de entrar en casa pero él melo impidió.

—La están sacando. —Señalócon la cabeza hacia dentro, y measomé para ver qué ocurría en elinterior. Los sanitarios salían del

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salón con mamá tumbada en unacamilla con ruedas. Tenía los ojoscerrados, y la piel pálida ysudorosa. La idea absurda de queno podía estar muerta porque no lehabían tapado la cara y llevaba unamascarilla de oxígeno puesta en laboca me pasó fugazmente por lacabeza.

Esta vez el sheriff no me opusoresistencia y me avancé para sujetarla barandilla de la camilla dondeyacía mi madre.

—¿Qué ha pasado? —repetí.

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La sanitaria que tenía delanteme miró a los ojos. Tenía más omenos mi edad pero estaba morenay en forma, y tenía el aspecto de seruna mujer con objetivos claros en lavida. Por un instante me pregunté sime estaría sopesando yencontrándome carencias.

—Creemos que su madre hatenido un ictus —me informó.Hablaba con voz comedida ycalmada, dotada de una confianzatranquila que hizo que parte de miansiedad se disipara—. La vamos a

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llevar al hospital. Usted y su amigapodrían venir juntas.

¿Su amiga?Miré a mi alrededor. Junto a la

enorme puerta doble que daba alsalón estaba Gladys Dalrymple, aquien todo el grupo del club decampo llamaba Gladdie. A pesar delo mucho que su nombre recordabala palabra «alegría» en inglés, erala mujer menos alegre que hayaconocido o imaginado. Su hija, quese llamaba con igual ironía Dymple,era calcada a ella; una chica con

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cara avinagrada y que a pesar de loque su nombre en inglés podríainsinuar, no tenía ningún hoyuelo, ano ser que contaras aquella muecaque hacía como si estuvieramordiendo constantemente unlimón.

Gladdie frunció el ceño cuandola miré.

—Esto es culpa tuya —siseó—.¡Y después de todo lo que tu madreha hecho por ti!

Abrí la boca para responderle yvolví a cerrarla. Y entonces, sin dar

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a Gladdie la satisfacción de ver miconfusión y mi indignación, mevolví y salí de la casa tras lossanitarios.

—No ha sido tan grave comopodría haber sido —dijo el médico—. Tiene una leve parálisis en ellado izquierdo, y tendrá dificultadespara hablar durante cierto tiempo,pero la última semana ha mejoradomucho. En un par de días más, ledaré el alta y podrá irse a su casa.No recuperará todo lo que haperdido, pero con terapia y algo de

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esfuerzo, estará bien.Echó un vistazo al historial y

volvió a alzar los ojos hacia mí.—Vive con ella, ¿verdad?—Sí, pero... —Me detuve—.

Solo temporalmente. Lo estabapreparando todo para regresar acasa en cuanto encontrara un lugardonde vivir.

—Por lo que se iría a vivir a...—Consultó de nuevo el historial.

—Asheville —le apunté—. EnCarolina del Norte.

—¿Y queda eso muy lejos?

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—A unas diez horas de viaje.—Me sentí como si me hundiera enunas arenas movedizas tanprofundas que cabía la posibilidadde que jamás volviera a pisar tierrafirme.

El médico sacudió la cabeza.—No puede estar sola en

aquella vieja casa tan grande. A noser que quiera plantearsetrasladarla a la Residencia de SaintAgnes, tiene que haber alguien conella.

En aquel momento supe,

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naturalmente, quién sería esealguien. En la semana que habíapasado desde el ictus de mamá,había hablado todas las noches conMelanie y solo una vez con Harry.Él estaba en la playa, en Belice,haciendo submarinismo en la GranBarrera de coral australiana o algoasí. Lo único que le saqué fue: «Tevas; no te oigo» y «Sé que harás loque sea mejor para mamá. Tellamaré cuando esté de vuelta enEstados Unidos.»

Melanie, en cambio, habló

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mucho. Como mamá no estaba en unpeligro inmediato, no iba a volar aMisisipí desde California, perocomprendía lo complicada que erami situación:

—Ya sé que no esresponsabilidad tuya —dijo porenésima vez—, pero eres la únicaque está ahí. Mamá tiene muchodinero. Podemos contratar a alguienpara que la cuide. Podemosinstalarla en un lugar realmentebonito donde esté bien atendida.

—No quiere irse de Belladonna

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—insistí, también por enésima vez—. Ya sabes lo mucho que quiereesa vieja casa.

—Sí, ya lo sé —aseguróMelanie. Se calló la otra mitad dela frase: «La quiere más que a ti o amí»—. Pero ya no está en situaciónde tomar todas las decisiones,Peach. Por una vez en su vida, nopuede tener todo lo que quiere.

Pero lo tuvo.Como de costumbre.Antes de llevar a mamá a casa,

tuve una larga conversación con el

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banco y, después, otra todavía máslarga con Tildy. Melanie teníarazón sobre una cosa: mamá podríapermitirse todo lo que necesitara odeseara. Papá había hecho bien sutrabajo, por lo menos de acuerdocon la filosofía imperante en sugeneración. El dinero no iba a serningún problema. A su familia noiba a faltarle de nada.

Una vez disipada estapreocupación, me dispuse aencargarme de los asuntos demamá: poderes, control financiero

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del patrimonio; todas lasformalidades legales que iba anecesitar para llevar la casa, emitircheques, pagar facturas yencargarme de que mama recibierala atención que precisaba.

En cuanto tuve poderes paraemitir cheques, me senté con Tildyy le expuse mis planes:

—Te necesito, Tildy —dije—.Y mamá también te necesita. Seráduro para ella no controlarlo todo...

—¿Te parece? —soltó Tildycon una sonrisa pícara en los

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labios.—Sí, me parece. —Era la

primera vez que reía desde la nocheque, al regresar a casa, me encontrécon aquellas luces centelleantes, yfue talmente como inspirar hondodespués de haber estado sumergidabajo el agua. El oxígeno me inundólas neuronas, y todo parecióaclararse un poco.

Y así quedamos. Tildy vendríatodos los días a tiempo para poderlevantar, bañar y vestir a mamá, ytambién para prepararnos el

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desayuno a las dos. Se quedaríahasta las tres y media o las cuatro,lo que me permitiría salir a hacerrecados y al supermercado y, talvez, tener algo de tiempo para mímisma. Tildy dejaría la cenapreparada. Los fines de semanatendría que apañármelas sola.

—El médico me advirtió quemamá no volverá a ser la misma deantes —expliqué a Tildy—. Así quetenemos que estar preparadas. Elictus puede haberle afectado partesdel cerebro que se ocupan de los

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filtros sociales, ya sabes, el controlde los impulsos, la discreción y esaclase de cosas. A lo mejor suelta loprimero que le venga a la cabezasin tener en cuenta lo que puedansentir los demás.

—Dicho de otro modo, doñaDonna será exactamente la mismade antes, solo que corregida yaumentada —soltó Tildy.

No podría habérselo rebatidoaunque hubiera sido mi intenciónhacerlo.

La tarde que llevé a mamá a

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casa desde el hospital, todas lassillas de la veranda delanteraestaban ocupadas por personas quenos estaban esperando. Tal comolos veía desde el coche, mientrasrecorría el camino de entrada,recordaban un poco los Hatfield ylos McCoy, con su guerra privada,o quizá la Unión y laConfederación.

Salí, ayudé a mamá a sentarseen la silla de ruedas plegable y laconduje hasta el porche.

A la izquierda estaban Boone,

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Scratch y Fart Unger, el amigo deDell, junto con Dell, Alyssa eImani. Como Fart tenía su caja deherramientas en la mano, deduje,sin miedo a equivocarme, que larampa que ocupaba la mitad de losamplios peldaños que llevabanhasta la veranda era cosa suya.Cabía perfectamente una silla deruedas y tenía una barandillaresistente.

Dell Haley se hallaba sentadaen una mecedora con una enormecaja de cartón apoyada en los

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anchos brazos de madera de lasilla. Sin necesidad de retirar elpapel de aluminio, pude oler apastel de pollo y jamón, tarta decompota de manzana, pan de maízrecién hecho y berzas.

Alyssa tenía a Imani en elregazo. La niña sostenía un enormeramo de flores de primavera. Encuanto su madre le dio unempujoncito, se acercó y dejó elramo sobre las rodillas de mamá.

—Tenga, señora Rondell —dijoantes de agachar la cabeza y rodear

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la silla para darme un abrazo.—Ahora mismo no puede

hablar demasiado bien —expliqué aImani—. Pero muchas gracias; lasflores son preciosas.

Ninguna de las personassituadas a la derecha del porche sehabía movido. Gladys Dalrymple ysu hija, Dymple, estaban inmóviles,como si la Bruja Blanca de Narnialas hubiera convertido en estatuas.También había otras dos amigas delclub de campo de mamá,delgadísimas, idénticas, con el pelo

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platino cardado y los dedoshuesudos cubiertos de diamantes yrubíes. Recordaba que me lashabían presentado, pero aunque enaquel momento me hubieran venidosus nombres a la cabeza, habríasido incapaz de distinguir cuál eracuál.

Lo que sí me vino a la memoriafue lo que Gladys me había dicho lanoche que mamá acudió al hospital:«Esto es culpa tuya.» Debido altrauma y a la ansiedad que el ictusde mamá me había provocado, y al

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estrés de tener que desempeñar derepente la función de cuidadora, seme había olvidado por completojusto hasta aquel instante.

Gladys, evidentemente, no lohabía olvidado. Me clavó los ojos através del espacio vacío que nosseparaba, y después de mirarnos amamá y a mí, dirigió la vista haciaScratch, Dell y los demás.

Mi educación de dama sureñaempezó a funcionar a toda marcha.

—Pasad, por favor —pedí atodos los presentes—. Es muy

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amable de vuestra parte apoyar asía mamá. Como podéis imaginar,está muy cansada, pero en cuanto lainstale, podemos tomarnos un café.

Alyssa lanzó una mirada aGladys y, de forma casi protectora,rodeó a Imani con un brazo paraacercarla hacia ella.

—Quizá será mejor quevolvamos otro día —comentó envoz baja—. Llámanos si necesitasalgo, Peach. Ya nos veremos.

Hubo abrazos y besos, junto conalgunas despedidas apresuradas, y

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todos los relacionados con elHeartbreak Cafe se fueron. Mequedé sola frente a las Dalrymple ylas gemelas teñidas de rubio.

—Esto es la causa por la que tumadre está en esta silla de ruedas—aseguró Gladys Dalrymple conun resuello indignado, mientrasseñalaba en dirección a la ciudad,por donde el coche de Dell ytambién la camioneta de Fartestaban justo doblando la esquina—. ¡Cómo es posible que terelaciones con gente así, Priscilla!

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¡Con lo que se esforzaría tu madrepara intentar criarte como esdebido!

No las invité una segunda vez aentrar, sino que empujé la silla deruedas de mamá hacia la puerta yme volví hacia ellas en el umbral.

—Se crían vacas. Se críanvinos. A las damas sureñas se laseduca.

Mientras Gladys me mirababoquiabierta, le cerré la puerta deBelladonna en las narices.

—Y no me llamo Priscilla —

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mascullé a la puerta cerrada—. Mellamo Peach. Peach.

Mamá levantó la mano derechay me apretó los dedos.

—Pis —dijo—. No pipi. Pis.

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Capítulo 25A lo largo de los años he

visto muchas expresionesdistintas de mi madre. La hevisto enojada un montón deveces, e irritable, y exigente. Lahe visto taimada, manipuladora,egocéntrica y quejumbrosa. Lahe visto como una triunfadoraexultante y como una perdedoramalhumorada y descortés. La heobservado, en palabras de T. S.Eliot, «poner una cara quecoincida con las caras con las

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que uno coincide», y reconocíamuy a menudo la sonrisaeducada y gélida queenmascaraba una desaprobaciónrotunda.

Pero nunca este vacío, comoun globo deshinchado. Nuncaesta ausencia, esta inquietantequietud.

Se queda allí donde Tildy yyo la ponemos, ya sea en lacama, en el sofá, a la mesa delcomedor o en la silla de ruedas.Es como el maniquí del

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escaparate de una tienda quevendiera ictus.

El médico dice que lellevará algo de tiempo empezara volver a relacionarse connosotros, que la de presión esuna reacción normal ante estaclase de pérdida, y que lo únicoque podemos hacer es tenerpaciencia. Me pasé tantos añosdeseando que dejara demolestar... y ahora que lo hahecho, ¿cómo voy a aprender asobrellevarlo?

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—¿Peach?Alcé los ojos y vi que Dell y

Scratch me estaban mirando.—¿Te interrumpimos?Cerré el diario con el bolígrafo

dentro para que me sirviera depunto y me fijé en las pocas páginasen blanco que quedaban. Supuseque en una semana o dos tendríaque ir en coche a Tupelo y buscaruna tienda de material de oficinapara comprarme otro.

Me encogí de hombros y lesinvité a sentarse con un movimiento

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de la mano.—Solo estaba intentando

ordenar mis ideas sobre lo de mamá—expliqué—. Mañana por la tardetengo una sesión telefónica con mipsicoterapeuta.

Están al corriente de mi actualrelación con el viejo idiota canoso,por supuesto. Hace mucho que dejéde fingir con estos amigos.Simplemente, no tenía energíasuficiente para hacerlo.

El fragmento de un recuerdo mepasó fugazmente por la cabeza. Se

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trataba de un viejo episodio de StarTrek en que una nave romulana estáatacando el Enterprise:

«No pueden permanecerinvisibles para siempre, capitán —decía Spock—. El dispositivo deocultación está agotando susreservas de energía.»

Cierto. Permanecer oculta erade lo más agotador, ¿y qué iba alograr con ello, de todas formas?Eran lo bastante listos como paradarse cuenta de cuando fingía. Y,por primera vez en mi vida, tenía

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amigos que preferían verme sindoblez y hecha polvo antes quehaciendo gala de una alegríaficticia.

Dell se sentó delante de mí, yScratch acercó una silla de otramesa.

—¿Estás bien? —preguntó Dell.—Sí. Solo estoy cansada.

Exhausta, en realidad. Ypreocupada.

—¿Cómo está tu madre? —dijoScratch—. ¿Algún cambio?

—Sigue bastante igual. Come

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cuando la alimentamos y no sequeja cuando la movemos de sitio,pero eso es todo. Ni siquiera tratade hablar. No sé qué hacer. Ayerpor la noche, creí haber oído unruido, y cuando entré paracomprobar que estuviera bien, mela encontré allí, acostada a oscuras,mirando el techo.

Dell me dirigió una de esasmiradas que parecían atravesartecompletamente.

—Por más que estés haciendolo correcto, resulta difícil cuando te

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sientes atrapada.Me dio un vuelco el corazón.—¿A qué te refieres? —

pregunté.Apoyó el mentón en una mano y

se me quedó mirando.—Estabas lista para regresar a

casa para retomar tu vida donde lahabías dejado y va y pasa esto.

La observé un instante.—¿Cómo te enteraste? No se lo

había contado a nadie. Apenasacababa de tomar la decisióncuando mamá...

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—Era lo lógico —comentóDell, encogiéndose de hombros—.El divorcio ya era definitivo, y yase había hecho el reparto de losbienes. Ya no necesitabas quedartemás tiempo aquí. En Chulahatchie,quiero decir. Viviendo con tumadre.

No hizo falta que dijera elresto: «Ya no nos necesitabas anosotros.»

Percibí un reproche aunque suspalabras no escondían ninguno; nome lo hacía ella, sino yo misma,

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desde lo más profundo de mi ser.Lo cierto era que eso era

exactamente lo que había pensadohacer: volver a Asheville, retomarmi vida, y seguir adelante con loque el futuro me deparara hasta queel año de mi exilio en Chulahatchiese desvaneciera y se convirtiera enun vago recuerdo, en la sombra deun sueño.

Recuerdo haber dicho una vez ami psicoterapeuta que la saludmental estaba enormementesobrevalorada. ¿Por qué había que

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poner tanto esfuerzo en adquirirconciencia de uno mismo cuandovivir negándose a aceptar larealidad es infinitamente más fácil ymás cómodo?

Ahora, cuando me observaba amí misma, veía algo que meimpresionaba, algo que sacudía losbarrotes de mi jaula y hacía que meestremeciera de repugnancia y deincredulidad. ¿Era posible que yofuera así de egocéntrica, queaceptara encantada el amor y elapoyo que estos amigos me habían

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ofrecido y que después, cuando yano los necesitaba, me largara sinvolver siquiera la vista atrás? ¿Eraposible que solo me preocupara porlo que yo necesitaba, por lo que yoquería?

¿Era posible que fuera tanparecida a... ?

¿Mi madre?¿Y si... ?La idea se me acercó

sigilosamente por detrás y me dioun manotazo tan fuerte en la cabezaque me flaquearon las rodillas y me

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retumbaron los oídos.¿Y si ellos me necesitaban?Seguramente iba a lamentarlo el

resto de mi vida, pero la idea menació de la cabeza totalmenteformada como Atenea, la diosa dela sabiduría; como una visión o unavocación. No podría haberlanegado aunque con ello hubierasalvado mi lamentable alma.

Me detuve en el porchedelantero, me arrodillé y tomé lasdos manos de Imani entre las mías.

—Tienes que entender que mi

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mamá está muy enferma, mi vida —dije—. Ha estado en el hospital yestá muy débil, y puede que noreaccione al verte, o que secomporte como si estuvieraenfadada. ¿Lo entiendes?

Imani me miró y asintiósolemnemente.

—Papá me lo explicó. Tu mamátuvo un ictus y has estado cuidandode ella. Por eso no nos hemos vistodemasiado.

—Exacto. —La acerqué a mí ynoté el calor de su cuerpecito

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contra el mío, la suavidad de sumejilla morena bajo los dedos—.Te he echado de menos.

—Y yo a ti. —Alzó los ojospara mirarme—. Sé que estás tristepor lo de tu mamá —aseguró—.Pero no tienes que hacerlo todo tusola. Tienes amigos que te quieren,tía Peach. Todos te vamos a ayudar.

Metió la mano en la mochilarosa y sacó de ella un ejemplarviejo de El jardín secreto, el queyo le había regalado, el que teníailustraciones en color a toda plana.

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—Es mi libro favorito —dijo—. Pensé que tal vez podríaleérselo a tu mamá.

—Es un detalle muy bonito,cariño —comenté con un nudo en lagarganta.

Me obligué a sonreír, pero pordentro estaba acobardada. Aúnmedio paralizada por el ictus, mimadre era muy capaz de comerse aaquella encantadora niña paradesayunar.

—Muy bien —dije por fin—.Entremos.

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Abrí la puerta principal yentramos en casa. Imani se detuvoen el vestíbulo mirando la inmensaescalera que subía haciendo curvahasta el primer piso.

—Me recuerda la casa de miabuelo —susurró.

—¿Te gustaba vivir con tuabuelo? —pregunté.

—No estaba mal. Me comprabamuchas cosas, pero casi nuncajugaba conmigo porque se pasabatodo el tiempo trabajando. —Sonriófeliz—. Me gusta muchísimo más

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vivir en la cabaña del canal de latía Dell. Papá me lleva a pescar, ybuscamos cangrejos de río bajo latierra.

La entendí perfectamente.—Yo crecí aquí —le expliqué

—. Después te llevaré a mihabitación y te dejaré jugar con micasa de muñecas. Pero ahora hayalguien a quien tienes que conocer.

Crucé con ella la puerta devaivén para acceder a la cocina,donde Tildy estaba espolvoreandoazúcar glasé sobre una tarta de café

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que olía deliciosamente amantequilla y a canela.

—No quiero oír ningúncomentario —soltó todavía deespaldas a la puerta—. Es lapreferida de tu madre, y nadiepuede comer ni una migaja hastaque ella lo diga. Me pareció quepodría incitarla a comer un poco.

Se giró, sonriente, y abrió unosojos como platos al ver a Imani.

—Vaya, ¿a quién tenemos aquí?Como Imani se volvió tímida de

golpe ante aquella mujer negra de

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metro noventa, le di un empujoncitohacia delante.

—Te presento a Imani Greer —dije—. Imani, saluda a la señoraMatilda Brown. Nosotras lallamamos Tildy.

Imani se armó de valor y alargóla mano.

—¿Cómo está, señora Tildy?Mucho gusto en conocerla.

Tildy le estrechó la mano.—Igualmente. ¿Y a qué

debemos el honor de esta visita?—He venido a ver a la señora

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Rondell —respondió Imani—. Hevenido a ayudarla a sentirse mejor.

Tildy echó la cabeza hacia atrásy soltó una carcajada.

—¡Tenemos a alguien que hacemilagros entre nosotras! —exclamó—. ¿Cuántos años tienes, jovencita?

—Acabo de cumplir nueveaños. —Imani le dirigió una miradallena de curiosidad—. ¿No cree enlos milagros, señora Tildy?

—No tengo forma de saberlo.Me parece que nunca he vistoninguno.

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—Puede que sí haya visto uno—la contradijo la niña—, solo queno lo sabe. Papá dice que a veceslas coincidencias son milagrosdisfrazados.

—Vaya, vaya... —me dijo Tildy—. Hace milagros y es filósofa. —Se agachó hasta ponerse a la alturade Imani—. ¿Has visto tú algunavez un milagro?

—Sí.—¿Y de qué clase exactamente?

¿Agua convertida en vino? ¿Alguienandando sobre las aguas? ¿Lázaro

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levantándose de entre los muertos?—No —contestó Imani con una

risita.—¿Qué entonces, si puede

saberse?—Que mamá y papá vuelvan a

estar juntos —dijo Imani.Tildy se incorporó y se puso en

jarras.—Eso no hay quien lo discuta.—¿Dónde está mamá? —

pregunté.—En la veranda trasera. La

saqué porque me pareció que el

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aire fresco podría irle bien. Me damucha pena. A tu madre siempre leencantó la primavera, y esta es unade las más bonitas que recuerdodesde hace mucho, muchísimotiempo. Es una lástima que nopueda apreciarla.

Dejé a Tildy terminando la tartade café y llevé a Imani a la parte deatrás de la casa. Mamá estabasentada en una de las mecedoras,contemplando el jardín en direcciónal río. Golpeaba los ladrillos delporche con el pie derecho para que

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la mecedora no dejara debalancearse; la paralizada piernaizquierda seguía flácidamente elmovimiento, y tenía la manoizquierda, cerrada como una garra,inmóvil en el regazo.

—¿Mamá? —dije.Giró la cabeza hacia mí. Tenía

el lado derecho de la cara normal,pero en el izquierdo, tenía el ojodesfigurado y la mandíbula torcida.Un hilillo de saliva le caía del ladoizquierdo de la boca hasta el pecho,pero no lo notaba.

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La mecedora se detuvo. Memiró de arriba abajo con el ojobueno, y su desaprobación al vermesujetando la mano de una niñitanegra avanzó hacia mí como lasolas que se dirigen a la playa.Cuando iba a llevarme a Imani, laniña se soltó de mí y corrió haciami madre.

Sin esperar a que la invitara ahacerlo, se subió en el regazo demamá, sacó un pañuelo de papel dela caja de la mesa y le secó la baba.Después, alargó la mano y acarició

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la mejilla izquierda de mamá, consuavidad, con cariño.

—Señora Rondell —susurró—,me llamó Imani, y si me deja, megustaría ser su amiga. —Sonrió a lacara destrozada de mamá—. Hetraído un libro para que lo leamos—dijo, y lo sacó de la mochila paraenseñárselo—. El jardín secreto.Va de una niña que necesita unafamilia, y de un niño enfermo que secura porque sus amigos lo quieren.

Imani movió el cuerpecito paraadoptar una posición cómoda y

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recostó la cabeza en el pecho de mimadre de modo que le quedaba lacoronilla encajada bajo el mentónde mamá. Contuve el aliento. Mamávaciló una fracción de segundo y,entonces, rodeó a la niña con elbrazo derecho, la sujetó bien, y ellado derecho de su cara esbozómedia sonrisa retorcida.

Alargó el pie derecho, lo apoyóen los ladrillos de la veranda y dioun empujón. La mecedora inició denuevo su movimiento. Y entonces looí: un canturreo grave. Tardé un

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momento en reconocer la melodía,en recuperarla de lo más recónditode mi memoria.

Era una canción de cuna. La quemamá solía cantarme.

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Capítulo 26Imani venía todos los días. La

profecía de Tildy resultó cierta: laniña era filósofa y, además, haciamilagros.

Ahora mamá se pasaba lamayoría del tiempo en la verandatrasera, observando cómo abrilsacudía su falda multicolor sobreunas enaguas verde hierba. Todo eluniverso parecía inclinarse ybalancearse siguiendo la danzaancestral de veneración quecelebraba la vuelta de la primavera.

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Cuando no estaba sentada,meciéndose, sonriendo, tarareandopara sí misma, mamá se dedicaba arecuperarse. Fisioterapia,logopedia, terapia ocupacional; lohacía todo sin una sola palabra dequeja. Su cerebro se reeducó parasuplir el lenguaje perdido con elictus. Poco a poco fue recuperandola fuerza, hasta que pudodesplazarse sola con la ayuda de unandador.

Cada tarde, a las dos y media,salía ella sola al porche, se

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instalaba en la mecedora y esperabaa que las clases se acabaransujetando el ejemplar de El jardínsecreto de

Imani en la mano. No sé de quéhablaban las dos. Era su secreto, yaunque la tentación era casiinsoportable, jamás interferí, jamásescuché a escondidas, jamáspregunté. Una vez oí que Imanillamaba a mi madre AbueDonna, yvi su abrazo tierno cuando sedespedían.

Tendría que haber llorado de

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alegría. Pero, en cambio, algo rugíay se encendía en mi interior; una iraque no sabía que pudiera sentir. Nohabía esperado ver semejanteintimidad, no sabía que mi madrefuera capaz de ella. Y mi reacciónme asombró y me avergonzó.

¿Por qué?No puedo obviar la

pregunta. Me persigue, meescuece como una erupción dela que no puedo librarme.¿Cómo puede mi madre, que seha pasado toda la vida

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criticándome y haciéndomesentir como si yo tuviera algomalo, entregarse ahora tangustosa y cariñosamente a unaniña que no es hija suya? Unaniña negra. Una niña a la que,antes del ictus, habría evitadocruzando la calle. Y ahora mecea Imani en su regazo y le trenzael pelo, le canta, y la abrazacomo si el calor de sucuerpecito fuera un salvavidasque pudiera impedir que seahogara.

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Tendría que estar contenta;contenta de que mamá esté viva,contenta de que esta queridaniña, a la que adoro como sifuera hija mía, pueda ser elcatalizador que haga que mimadre se recupere.

¿No es esto lo que quería?¿No es lo que esperaba cuandotraje a Imani a Belladonna elprimer día?

Es verdad, intentabacompaginar las cosas, encontraruna forma de pasar tiempo con

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Imani sin desatender a mamá.Pero ¿no esperaba que mamáreaccionara ante ella de algúnmodo, de la misma forma quelos pacientes de Alzheimerreaccionan ante los niñospequeños o ante los perros deterapia? ¿No recé para que elresultado fuera este: si no unmilagro, sí por lo menos un rayode luz en la oscuridad, undestello de luna, el parpadeo deuna estrella?

Me avergüenza mi reacción,

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pero simplemente no puedoevitarla. Me enfurece pensarque a mi propia madre no lenacía quererme y valorarme, ysí, en cambio, a Imani. ¿Qué leda derecho a negarle el amor asu propia hija y dárselo a unadesconocida? ¿Por qué es tandifícil quererme?

El viejo idiota canososeguramente diría que por finhabía llegado al meollo de lacuestión, al epicentro de losseísmos interiores de mi ser. Lo

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consideraría una gran victoria.Pero él no está aferrado conuñas y dientes al borde delprecipicio para salvar supreciosa vida (o no tanpreciosa). Soy yo quien tieneque contemplar sin hacer nadacómo mi propia madre metraiciona con cada sonrisaasimétrica y cada abrazo mancoque da a otra niña.

Cuando era pequeña, memolestaba el espíritu crítico demi madre y deseaba que fuera

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cariñosa, comprensiva,alentadora y accesible, comoeran algunas de las madres demis amigas. De mayor, me alejéde ella para intentarprotegerme, para impedir quemi corazón sufriera más por suculpa. Creía que había superadoel dolor y que lo único que mequedaba era rabia.

Y ahora me doy cuenta deque la rabia es lo que duele. Larabia no es nada más que unacortina de humo para tapar el

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sufrimiento y el miedo.Mantiene a raya el dolor,contiene el miedo. Pero al finaldel túnel, siguen ahí. Si estoysiempre que echo chispas, notengo que admitir misvulnerabilidades, no tengo queenfrentarme con la realidad deque estoy asustada y herida, yque puede que estas heridasjamás sanen del todo.

¿Y cómo podrían sanarse?Nunca han estado expuestas a laluz y al aire. Han estado

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vendadas, cubiertas con unacostra, con un injerto. Pero elveneno sigue ahí, enconándosebajo la superficie, supurando,extendiendo sus tentáculos aotras relaciones.

¿Podría haber sido mimatrimonio con Robertdiferente, mejor, si yo hubierasido más abierta, más sincera,más consciente de mí misma?¿Hasta qué punto la rabia quesentía por mamá se habíafiltrado a esa corriente

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subterránea y habíacontaminado las aguas? ¿Hastaqué punto la angustia de miinfancia me impedía sentirmefeliz y contenta ahora que eraadulta?

Siempre he queridosentirme aceptada, siempre. Hequerido que me quisieran y mecuidaran; he querido relajarme.Pero nunca ha pasado. Nisiquiera cuando me querían,porque no podía creérmelo, nopodía disfrutarlo

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tranquilamente. Siempre hetenido miedo, siempre me hehurgado las viejas cicatrices.Siempre he buscado una prueba;una prueba que mi madre jamáspudo darme.

Ahora le han dado a uninterruptor en su interior y, derepente, se ha convertido enAbueDonna. Tierna. Cariñosa.Afectuosa. Y no puedo evitarpreguntarme dónde estará lavaina y qué habrán hecho losalienígenas con mi auténtica

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madre.Y acto seguido me pregunto

si querría recuperar a miauténtica madre si la encontrara.—Se lo dije —comentó el

médico—. Había que esperarcambios. La parte de su cerebro quefiltra los pensamientos y lasemociones ha quedado afectada. Esprobable que diga y haga lo quequiere sin tener en cuenta enabsoluto cómo afectará a los demás.No tendrá ningún tacto, ni buenosmodales.

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Me lo quedé mirando.—Pero es que... bueno, no es

ella.—Sí que lo es —replicó—.

Seguramente es más ella de lo quenunca había sido hasta ahora.

—Pero eso no tiene ningúnsentido. Esperaba que fuera... —Medetuve—. Bueno, para serle franca,esperaba que fuera mala, gruñona ehipercrítica. Como ha sido siempre.

—Su madre está mejorando,Peach —dijo, encogiéndose dehombros—. Habla de forma más

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articulada, y aunque seguramentesiempre tendrá cierta parálisis dellado izquierdo del cuerpo, surecuperación es notable. Solopuedo decirle lo que hemosobservado en casos como los de sumadre: el ictus derriba la fachada.Cambia a las personas.

«Y que lo diga», pensé.La pregunta era si yo podría

sobrellevar el cambio.Como esperaba, mi

psicoterapeuta se puso eufórico pormi gran avance. A mí más bien me

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parecía un gran bajón, pero no memolesté en rebatirlo. Dejé quedelirara sobre lo mucho que estabaaprendiendo y lo lejos que habíallegado. Tarde o temprano sabría laverdad. Puede que mucho mástarde. Puede que nunca.

Cuando regresé a Chulahatchiedespués del divorcio creía que eradifícil vivir con la antigua mamá,siempre tan criticona, pero aquellono era nada comparado con vivircon esta nueva mamá mejorada.Había perdido todas las aristas

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duras y lo único que quedaba era elsuave núcleo interior. Cada vez queImani aparecía, veía que los ojos demamá se iluminaban con una luz quese reflejaba en el semblante de laniña.

La madre que nuca tuve y la hijaque siempre anhelé. Se habíanencontrado una a otra y yo las habíaperdido a ambas.

—Tía Peach —dijo Imani unatarde cuando se iba—, ¿estás bien?

No la miré a los ojos. No pude.—¿Qué quieres decir?

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Me tomó la mano y tiró de ellahacia abajo para que me sentara asu lado en los peldaños delanterosde Belladonna, junto a la obramaestra de Fart: la rampa para lasilla de ruedas de mamá. Era últimahora de la tarde y el sol se estabaponiendo tras la casa, lo que dejabala veranda delantera a la sombradurante varias horas. Noté cómo elfrío de los ladrillos me atravesabala tela de los vaqueros y meestremecí.

—¿No te está esperando tu papá

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en el Heartbreak Cafe? —pregunté.—Sabe que estoy aquí —

respondió Imani—. Si no estoy enla cafetería cuando tenga que irse acasa, vendrá a recogerme.

Lo dijo con una certezaabsoluta, segura del amor de supadre y de su capacidad deprotegerla. Envidié la falta demiedo que proporcionaba semejantesensación de seguridad. La verdades que envidiaba muchas cosas aImani.

—¿Estás bien? —repitió.

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—Sí —mentí—. ¿Por qué lopreguntas?

—No sé. Pareces... bueno,distinta de algún modo. Estás aquí,pero es como si estuvieras muylejos.

Me mordí el labio y desvié lamirada. Aquella niña brillante yperspicaz carecía del lenguaje deun psicólogo y no podía decirmeque estaba emocionalmente ausente,pero de todos modos lo habíaexpresado a la perfección.

—He estado... —Intenté

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encontrar una palabra—. Ocupada—solté.

—Ya lo sé. AbueDonna me loha dicho. Dice que tienes muchaspreocupaciones.

—¿Mi madre te ha dicho eso?¿A ti?

Imani asintió.—Hablamos de muchas cosas

—me explicó—. Te echa de menos.—Y tras una breve pausa, añadió—: Y yo también.

Era una frase muy simple ysincera: la verdad de Imani, tal

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como la pensaba, sin fingimientosni astucias.

No podía decir mi propiaverdad a esta niña inocente. Nopodía decirle: «Mamá no puedeechar de menos lo que jamásconoció.» Así que me limité adecir:

—Yo también te echo de menos.Captó la diferencia y ladeó la

cabeza como haría un cachorrointeligente y curioso.

—¿Recuerdas cuando llegué aChulahatchie? —preguntó—.

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¿Cuando papá y mamá volvieron averse desde hacía tanto tiempo?

—Pues claro que me acuerdo.—Le tomé la mano—. Fue cuandote conocí.

—Tenía miedo de papá, porqueera tan corpulento y raro, teníamiedo de la novedad y de no saberqué iba a pasar. Y tú me dijiste queno tenía por qué gustarme papá peroque, por lo menos, debería darleuna oportunidad.

Bajé los ojos hacia ella.—Había olvidado que te había

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dicho eso.—Bueno —comentó después de

asentir con la cabeza—, a lo mejoreso es lo que tendrías que hacer tú.

Scratch dobló la esquina con sucamioneta y tocó el claxon. Imani losaludó con la mano y, después deponerse de pie, se volvió paralanzarse a mis brazos.

—Te quiero, tía Peach —mesusurró al oído—. Y AbueDonnatambién.

Se separó de mí, se colgó lamochila rosa de los Power Rangers

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al hombro y se marchó dandosaltitos hasta donde su padre laestaba esperando.

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Capítulo 27—Pis —dijo mamá.Levanté la vista de mi diario.

Después de que Imani se marchara,me había reunido con mi madre enla veranda trasera, donde nosquedamos sentadas, encerradas ennuestras burbujas individuales, sinnada que decirnos una a otra. Noera el silencio amigable de dospersonas que se amaban y secomprendían mutuamente, sino elsilencio rígido de dos estatuasesculpidas en piedra, de dos

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enemigos que están midiendo dereojo las fuerzas del contrario.

El sol que se ponía se inclinabasobre el Tombigbee, y sus rayos,cada vez más largos, iluminaban uncamino verde y dorado desde el ríohasta el césped que tenía a mis pies.Era como una invitación a jugar, aquitarme los zapatos y correrdescalza por la hierba hasta laorilla para meterme en el agua quecirculaba lentamente.

Pero no lo hice. Los adultos nose lanzaban al río totalmente

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vestidos por puro capricho.—Pis —dijo mamá de nuevo.Iba a llamar a Tildy, pero

entonces caí en la cuenta de queeran casi las cinco y media. Hacíarato que Tildy se había ido a casa, yya no volvería hasta el lunes por lamañana. El fin de semana era yoquien se encargaba de mamá. Soloyo.

Suspiré y me levanté.—Muy bien, mamá, vamos; te

ayudaré.Llevé el andador delante de la

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mecedora y la alcé para que seapoyara en las barras. Entrecerró elojo bueno y me dirigió una miradaapreciativa.

—Pipi, no. Pis —dijo.Las palabras me despertaron un

recuerdo en algún lugar de mimente; era lo mismo que me habíadicho el día que llegó a casa,después de que yo mandara a freírespárragos a Gladys y a DympleDalrymple. Me dio una palmaditaen la mano y repitió:

—Pis. No pipi. Pis.

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—Sí, sí, mamá —dije—.Venga, vamos.

La conduje al cuarto de baño dela planta baja, la instalé en elretrete y salí para que tuviera algode privacidad. Mientras escuchabaa través de la puerta entreabierta, seme ocurrió lo ridículo que era quetuviera que ayudarla a ir al cuartode baño pero siguiera volviéndomepara que no se sintiera violenta.

Esperé. No oí el ruido del pipí.Me acerqué más a la puerta.

—¿Mamá? ¿Todo bien?

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Me llegó un sonido: un sollozoahogado, como el grito de un animalherido. Abrí la puerta de unempujón. Mamá estaba de pie,apoyada en el andador, con lasbragas alrededor de las rocillas,intentando subírselas primero porun lado y después por el otro conuna sola mano.

El tiempo pareció detenerse.Asimilé la escena como un cuadrovivo: mamá, que siempre iba hechaun pincel, con el peinado impecabley perfectamente maquillada,

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reducida ahora a llevar un sencillovestido de estar por casa dealgodón abrochado por delante concorchetes automáticos y unaszapatillas deportivas, con la caralavada y arrugada, gastada como lafranela vieja, con la permanente yadeshecha y las raíces desteñidas.

Las lágrimas que ella no podíaderramar sirvieron para que se mehiciera a mí un nudo en la garganta,que intenté, en vano, tragar.

—Tranquila, mamá. Ya teayudo —susurré.

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—¡No! —gritó. Sacudió lacabeza de un lado a otro, y elmovimiento me recordó un tigreenjaulado que había visto una vezen el zoo.

Levanté las dos manos.—Muy bien, muy bien. Tómate

el tiempo que necesites.Me cerró la puerta de golpe en

las narices y, finalmente, despuésde lo que me pareció una eternidad,la abrió de nuevo y salióarrastrando los pies. La seguí deregreso a la veranda. El sol ya

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estaba a punto de tocar el horizontey confería un destello naranja,rosado y púrpura a las nubes que seveían a través de las ramas de losárboles.

Había refrescado. Entré otravez en la casa, recogí una manta delsalón y se la pasé sobre loshombros. No prestó atención;estaba concentrada, mirándome conel ojo bueno.

—Ose —dijo—. Tenemos quehabad.

Le dirigí una mirada que le

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debió de parecer tan vacía como micerebro. No tenía ni idea de lo quequería.

Entornó el ojo y se señaló laoreja con la mano derecha:

—¡Ose! —repitió, más fuerteesta vez, tal como le chillarías auna persona que habla otro idioma,como si el mero volumen fuera asalvar el vacío comunicativo.

Parecía el colmo de la ironía.Mamá y yo no habíamos hablado elmismo idioma en años. ¿Para quéempezar ahora?

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Se inclinó hacia delante y mesujetó la mano izquierda con sumano derecha.

—Pis —dijo.Solté el aire con fuerza.—Acabas de ir a hacer pis.Me dio una sonora palmada en

la mano.—Pesta atensón —me ordenó,

y aunque no entendí totalmente laspalabras, conocía ese tono de voz.Lo había oído toda mi vida.

—¿Que preste atención? —repetí—. De acuerdo, mamá, te

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escucho.Oye. Ose. Tenemos que hablar.No la había oído. No le había

pestado atensón. Pero, al parecer,Imani Greer, de nueve años, sí se lahabía prestado, porque ella y mamálograban comunicarse la mar debien.

Mamá me miró fijamente a losojos.

—Pis —dijo—. No pipi.Me encogí de hombros y sacudí

la cabeza.—Peeeea-ch. No pipiiilla —

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repitió, esforzándose más aún—.Gaddie tamó Pipi a Pis —prosiguió—. Pero Pis, no Pipi.Gaddie es tota.

Cuando era pequeña, mesentaba delante del árbol deNavidad y desenfocaba los ojospara que todo lo que veía se llenarade una centelleante luz multicolor.Ahora la escuché del mismo modo.Observé la cara torcida de mimadre y desenfoqué mi mente parapoder oír lo que quería decir enlugar de lo que decía.

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Gladys Dalrymple. Estabadiciendo que Gladdie era tonta porhaberme llamado Priscilla cuandoel nombre que me correspondía eraPeach.

Mamá jamás me había llamadoPeach en toda su vida, y ahora meapretó la mano y me dijo:

—Perdona, Pis.—No tengo nada que perdonarte

—dije. Las dos sabíamos que eramentira, pero la frase superó elverdadómetro con una pequeñaoscilación de emoción.

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—¿Sabes por qué te pusePipilla? —me preguntó mamá.

Negué con la cabeza.—Pipilla Oterstreet —

respondió—. Es una bena amiga.Como una hermana mayor. Unametora.

— ¿ Un a metora? —repetí—.¿Quieres decir una mentora?

Mamá asintió.—¿Estás hablando de Purdy

Overstreet? ¿Esa vieja corista queacaba de casarse con Hoot Everett?

Mamá sonrió, y hasta el lado

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izquierdo de la cara se le levantó,aunque solo un poquito.

—Ella me etendía, como nuncahizo tu abela GiGi.

Estaba empezando a entendercon mayor claridad las palabras,pero no podía creer lo que estabaoyendo.

—Espera un minuto. GiGi y túerais inseparables. Las dos eraisiguales.

—Iguales no —aseguró mamá—. Solo quería compacerla. Meesforzaba, pero... —Se encogió de

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hombros, como si quisiera decirque era imposible complacer a laabuela—. Pipilla me compendia, yyo la defaudé.

Agachó la cabeza y se quedómirando los ladrillos del suelo dela veranda.

—Menuda pédida de tiepo —murmuró, en voz tan baja queapenas podía oírla—. Todos esosaños itetando haced lo que ellaquería: concusos de belleza, cub decampo, todo.

No dije nada, con la esperanza

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de oír la disculpa completa quehabía anhelado toda mi vida. Laadmisión de que había sido unamala madre, de que solo habíapensado en sí misma y que habíaestado siempre emocionalmenteausente, que nunca me habíaapoyado cuando la habíanecesitado, que jamás me habíaaceptado tal como era.

Pero eso no sucedió.Giró la cara de nuevo hacia el

río y se quedó contemplando la luzmenguante del anochecer. Y, en ese

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momento, me di cuenta de lo queella veía. No el final del día, sinoel final de una vida. Una vida llenade expectativas de los demás,guiada por principios y prioridadesque no eran los suyos.

Vi a Melanie dándole laespalda y cruzando los brazos en ungesto de desafío adolescente; aHarry de pie, inmóvil, como uncanto rodado en el río, dejando quela corriente familiar lo cubriera sinmoverse jamás de sitio; a mímisma, tirando de la falda de mamá,

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reclamando atención. Vi a papádedicado a sus negocios conclientes importantes; vi a GiGiseñalando a mamá agitando el dedoa modo de advertencia; vi al abueloChick dando un trago a una petacacuando nadie lo estaba mirando.

¿Dónde estaban los sueños demamá en esta vida que ahora sehabía perdido? ¿Dónde estaban susambiciones, sus esperanzas, susalegrías y sus relaciones? ¿Dóndeestaban sus pesares, sus anhelosinsatisfechos, sus perspectivas de

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futuro?¿Dónde, en este claustrofóbico

envoltorio de otredad, había tenidosiquiera la posibilidad de respirar?Apenas atisbaba su realidad, y lopoco que veía bastaba para salircorriendo como alma que lleva eldiablo.

Y otra verdad salió fugazmentea la superficie y volvió a hundirse,como en un último esfuerzo por nosumergirse para siempre:

«Lo había hecho lo mejor quehabía podido.»

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Puede que no fuera lo que yohubiera deseado para mí misma, nipara Melanie, ni para Harry. Puedeque no fuera lo que hubieracomplacido a mi abuela GiGi, niimpresionado a papá, ni apaciguadoa Chick, ni lo que le hubiera validoel premio a la Madre del Año.Desde luego, no era lo que hubieraquerido grabado en su lápida, peroaun así esa era la realidad.

«Lo había hecho lo mejor quehabía podido.»

Un sonido me sacó de mi

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ensueño. Un gemido bajo. Miré ami madre, convertida ahora en unasilueta recortada contra la luz quese apagaba. Estaba llorando. Sebalanceaba, se estremecía, seaferraba a la manta que la envolvíacon la mano derecha, la buena, y seinclinaba hacia delante como siquisiera seguir los últimos rayos dela puesta de sol hacia el ocaso.

Expresaba su rabia ante la luzagonizante del día.

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Capítulo 28Me gustaría decir que a

partir de ese día pensé más enmamá que en mí misma, quetomé en consideración sussentimientos, que la comprendímejor, que hice un esfuerzo poravanzar afanosamente por eldificultoso pantano del dolorvivido y me relacioné con ellacomo un adulto con otro.

Me gustaría decir eso.Pero la transformación

interior es una cuestión de

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sinceridad, de llegar al núcleode mis auténticos sentimientos,y si voy a hacer eso, tengo queadmitir que no me convertí en lamadre Teresa de Calcutadespués de haber visto unresplandor camino de Damasco.Y sí, ya sé que estoy mezclandolas metáforas, pero como nopuedo identificarmecompletamente con Pablo, elgran apóstol del machismo, niloca voy a utilizarlo comoimagen de mi revelación.

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Solo diré una cosa: cuandoempecé a escuchar, lo que oífue peor de lo que me esperaba.

Alguien (no recuerdo quién;seguramente uno de losmúltiples psicoterapeutas quepasaron por mi vida a lo largode los años) me dijo que cuandoexprimes un limón, no obtienesmermelada de uva. Yo entiendoque se refería a que cuando lavida te presiona, sale a lasuperficie lo que eres realmentepor dentro.

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El médico me lo habíaadvertido. Me había dicho quedebido al ictus, mamá careceríade filtros sociales. Que podríareaccionar como una personaque había tomado una copita demás, cuando los muros sedesmoronan y las inhibicionesse liberan.

Yo lo había interpretado delmismo modo que Tildy, en elsentido de que mamá sevolvería más criticona, másexigente, más egocéntrica y

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narcisista.Pero en cambio, el ictus

reveló un aspecto de mamá quejamás habría esperado ver. Y loque mamá exteriorizó me pusolos pelos de punta.—Pis —dijo mamá.Salí a la veranda trasera

secándome las manos en un paño decocina.

—La comida ya está casi lista—anuncié—. Llegarán en cualquiermomento. He preparado jamón conjudías de careta, berzas y pan de

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maíz. Tal como querías.—Las judías me hacen echar

pedos —dijo.—Creía que te gustaban.—No he dicho que no me guten

—aclaró—. He dicho que me hacenechar pedos.

—Muy bien. Mira, mamá, sipudiéramos evitar hablar de pedosen la mesa, sería estupendo.Tendremos compañía, ¿sabes?

Otra de mis brillantes ideas,sugerir a mamá que podríamosinvitar a unos cuantos amigos a

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casa. Me imaginé que tomaríamosun té a media tarde con las chicasdel club de campo, una hora comomucho, con emparedados de pepinoy rodajas de limón. Nadaelaborado, nada que exigierademasiado trabajo.

Pero terminamos haciendo unacena para ocho personas un sábadopor la noche, cuando Tildy noestaba para echarme una mano.Había sido todo idea de mamá, ouna idea que ella e Imani habíantramado juntas.

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Mamá había dejado muy claro aquién había que invitar: ninguna delas chicas del club de campo ni delgrupo de bridge. Quería quevinieran, en cambio, Scratch yAlyssa, Dell Haley y Fart Unger yBoone Atkins. E Imani, porsupuesto.

Por alguna razón, esto memolestaba sobremanera. ¿Por quéme usurpaba a mis amigos cuandoella tenía los suyos propios? Daigual que fueran unos esnobs y unosidiotas redomados. Seguían siendo

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sus amigos, personas como Gladys,Dymple y los dos esqueletosteñidos de rubio platino cuyosnombres nunca consigo recordar.

Pero cuando se lo comenté,mamá se mostró inflexible:

—No —dijo—. Ellas no, hija.¿Aputas? —Sonrió al oír elsignificado que podía darse a suspalabras debido a su malapronunciación—. Los pades deMani, Dell y su petendente... ¿cómose tama?

—¿Fart Unger? —pregunté.

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—Sí —asintió—. La quere. Losé por cómo la mira.

Yo iba anotando la lista.—Y ese chico que te trajo a

casa del baile. —Me hizo un gestopara que lo apuntara—. El maricadel traje malo.

Me la quedé mirando uninstante.

—¿Boone Atkins? —pregunté,sorprendida.

—Sí —asintió con vehemencia—. Es amigo tuyo, ¿no?

—Pues sí, pero...

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—No me porté ben con él —dijo.

—Eso fue hace años, mamá.Estoy segura de que ni siquiera lorecuerda.

Estaba segura de que Boone lorecordaba, porque habíamoshablado al respecto, pero no iba adecir eso a mamá.

—Esta vez me portaré ben.—Claro que sí, mamá —la

tranquilicé, dándole unaspalmaditas en la mano—. Tal vezsea mejor que no uses la palabra

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«marica». —Seguí elaborando lalista—. Compraré lasañaprecocinada y prepararé unaensalada y pan de ajo. No serádemasiado complicado.

—No —dijo mamá.—¿Cómo que no? —Me quedé

boquiabierta.—A Mani le gusta el jamón, las

bezas y el pan de miz.—Imani puede comer jamón,

berzas y pan de maíz todos losbenditos días de la semana en elHeartbreak Cafe —dije—. No voy

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a cocer un jamón ni a cocinar yomisma las berzas.

Al final, por supuesto, eso fueexactamente lo que hice. Y, además,preparé un pudin de plátano casero,que era el postre preferido deImani.

Puede que fuera yo quiencocinara, pero incluso con unamano atada a la espalda, o en estecaso, paralizada en el regazo, mamáfue la anfitriona que da su toqueespecial a la reunión.

Comimos fuera, en la veranda, y

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observamos cómo el sol se poníasobre el río. Mamá contó anécdotasdivertidas que habían sucedidocuando yo participaba en losconcursos de belleza, y todo elmundo se rio y se lo pasóestupendamente, sin parecer darsecuenta de que pronunciaba mal laspalabras y le caía la baba de vez encuando.

Una vez terminado el pudin deplátano y servido el café, mamádejó caer la bomba.

—Gracias por venir —dijo—.

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Cuando Pis y yo hablamos de ivitara unos amigos a senar, Pis creyóque hablaba de mis vejos amigos,los que tenía antes. Pero ya no sonmis amigos. Cuando tuve el itus yestaba destozada y cofudida, noferon ellos los que vineron aayudarme.

Echó un vistazo alrededor de lamesa.

—Fart, tú me hisiste una rampapara que entrara y salera de casa.Tenes un apodo raro —comentó,haciendo referencia, sin duda, a que

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uno de los significados de fart eninglés es «pedo»—, pero Dell tequere y estoy segura de que tútambén a ella.

Fart se puso colorado como untomate hasta la parte superior de lareluciente calva.

—Dell, tú me tajiste comidacuando Tildy no etaba. Lo séporque Pis no cosina demasiadoben. —Me dirigió una sonrisaenorme—. Anque hoy lo ha hechomuy ben.

Todo el mundo soltó una

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carcajada.—Scatch y Lyssa, vosotros me

hisisteis el mejor regalo de todos.Me dejasteis ser AbueDonna deesta maravillosa niña, y ella medevolvó a la vida. De nuevo.

Mamá se secó una burbuja debaba del lado izquierdo de la bocay prosiguió:

—Supogo que no he sido unapesona demasiado amable durantemi vida —dijo—. Y no merescoque nadie lo sea comigo ahora.Pero a veces recibimos más de lo

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que merecemos. Vosotros habéissido como de la familia para mi Pisy habéis cudado de ella como yo nopodía o no sabía hacer. —Laslágrimas de emoción la obligaron adetenerse.

¿Era esa mi madre? ¿Aquellamujer que jamás admitía haberseequivocado en nada? ¿Aquellamujer que me había dado a luz y sehabía pasado después toda la vidaintentado rehacerme a su propiaimagen y semejanza?

Cuando el médico me había

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dicho que el ictus podía haberleafectado las inhibiciones, me habíapreparado para un exceso de malaleche. No para esta personalidadtierna y empalagosa, para estaefusión de emoción, sensiblería yfranqueza. Quería detenerla, evitarque se pusiera en evidencia.

Evitar que me pusiera a mí enevidencia.

Pero mamá no había terminado.—Todo el mudo sabe, o por lo

menos sospecha que tengo dinero—decía—. No hice nada para

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ganarlo salvo casarme con el padede Pis, y la mayor pate de mi vidalo he gastado en mí mima. Peroahora todo ha cambiado. No hayque esperar a morirse para decir alas pesonas a las que queres que lasqueres. Entoces es demasiado tade.Por eso haré lo siguente: dividirémi patimonio y daré una tecerapatea cada uno de mis hijos. Con unaecepción: esta casa y todo lo quecontene será para Pis.

La escena que se proyectabaante mis ojos empezó a saltar y a

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moverse después a cámara lenta.¿Mamá me estaba dandoBelladonna? Esa casa, con todossus muebles de época, tenía quevaler una pequeña fortuna, puedeque incluso más que el valor enefectivo del patrimonio.

¿Qué pensarían Melanie yHarry? Y entonces una idea seabrió paso bruscamente hastaocupar un lugar destacado en mimente: ¿era aquello una bendición ouna maldición?

Mamá seguía hablando.

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—Con una condición —dijo—.Que viva aquí y no la venda.

Ahí estaba: la maldición ocultaen la bendición.

La impresión me dejóparalizada. No podía moverme nireaccionar. Y no era la única.Ninguno de los sentados alrededorde la mesa en medio de laoscuridad creciente pestañeó niemitió un solo sonido.

Y, mientras tanto, la segundacondición se quedó en el aire,suspendida como una soga que se

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balancea con el viento.«Con la condición de que viva

aquí... conmigo.»

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Capítulo 29—¿Se ha vuelto loca o qué? —

bramé por teléfono. Pude oír la risacontenida de Melanie al otro ladode la línea—. No tiene gracia —aseguré.

Melanie inspiró hondo y tratóde recobrar la compostura.

—Ya lo sé —dijo.—Harry no sirve para estas

cosas. Tú eres la única con quienpuedo hablar —aseguré—. Dime,¿qué harías tú en mi lugar?

—Bueno, para empezar, yo no

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estaría en tu lugar —respondióMelanie—. ¿Por qué te crees queme fui a vivir a California?

—No te trasladaste al otro ladodel país para alejarte de mamá —dije—. Te trasladaste porque tumarido consiguió un puesto demarketing increíble en la Universal.

—Bueno, sí. El motivoprincipal fue el trabajo de Walton,por así decirlo. Pero que uncontinente me separara de mamá eraun plus considerable.

Se me hizo un nudo en el

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estómago.—Melanie, no puedo hacer esto

sola.Un silencio largo y tenso nos

envolvió.—¿Quieres la casa? Porque te

aseguro que Harry y yo no nospelearemos contigo por ella, si eseso lo que te preocupa. En lo que amí respecta, podría derrumbarse yacabar en ruinas, que ni siquierairía a ver cómo el bulldozer retiralos escombros. Mamá siemprequiso más esa casa que a ninguno

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de nosotros. Cuando mamá ya noesté, puedes hacer lo que quieras:venderla, vivir en ella, lo quequieras.

—Siempre y cuando me quedeaquí a cuidar de mamá hastaentonces. Siempre y cuando dejeque Harry y tú renunciéis a vuestrasresponsabilidades familiares.

—No te pases, Peach. No estásobligada a hacer nada. Tienes otrasopciones. Tal vez podríamosencontrarle una plaza en SaintAgnes. ¿Tienes el control de las

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finanzas? Debe de haber dinero desobra. Y si no lo hay, Walton y yocontribuiremos. Harry tambiénpondrá una parte. Me aseguraré deello.

Siguió hablando, urdiendo ideasy planes como si las palabrasfueran a ayudar de algún modo. Alfinal, ya no pude soportarlo más.

—Cállate, Mel.—¿Cómo?—Que te calles de una puñetera

vez. No necesito tu dinero, nitampoco necesito tus planes. No

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necesito que tomes las riendas yarregles la situación. Necesito queseas mi hermana.

Estuvo un minuto o dos sindecir nada.

—No entiendo qué quieresdecir —soltó después.

—Exacto —repliqué—. Y esees precisamente el problema.

Después de hablar con Melanie,no me quedaron fuerzas paraintentar ponerme en contacto conHarry, que seguramente estaríaescalando el Kilimanjaro o algo

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así. Su casa estaba ahora enLouisville, Kentucky, no a uncontinente de distancia, pero lobastante lejos. Era propietario deuna agencia de viajes que prestabasus servicios a las élites deKentucky que criaban caballos decarreras multimillonarios. Alparecer los miembros del mundilloecuestre se pasaban mucho tiempoviajando a lugares exóticos, con mihermano como guía.

Me pregunté, y no era laprimera vez, cómo era posible que

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a mis hermanos les hubiera ido tanbien la vida cuando la mía era undesastre mayúsculo. Y entoncespensé en la crisis nerviosa deMelanie tras la muerte de papá y enque Walton no había regresado acasa con ella para asistir al funeralporque (según dijo Melanie) teníaque reunirse con los mandamasesde Hollywood para hablar de unnuevo proyecto. Pensé en Harry,elplayboy soltero, que lucía suindependencia como una medalla,reía demasiado fuerte y bebía

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demasiado, y que, aun así, parecíaser en el fondo un niñito triste ysolitario. Podía cerrar los ojos yverlo, aquel día en el porchetrasero, cuando me partí la crismaal caer del refrigerador de juguete,de pie a mi lado, gritando: «¡Heganado! ¡He ganado!»

Seguía ganando, ¿pero a quéprecio?

«No estás obligada a hacernada. Tienes otras opciones.»

Las palabras de Melanietodavía me retumban en la

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cabeza, las mismas palabrasque he oído a un puñado depsicoterapeutas a lo largo delos años: «Siempre hayopciones. Ejerce tu capacidadde decidir.»

Llamé al viejo idiota canosoy lo puse al corriente de estanueva circunstancia. Soltó unarisita y dijo: «¡Vaya, quéinteresante!»

Puede que para él. A mí másbien me parece la manipulacióndel siglo.

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Y ese es el meollo de lacuestión, ¿no? Estoy furiosa conmamá, furiosa porque estoy,usando la palabra de DellHaley, atrapada. Estoy enojadacon la situación, con el ictus demamá, con la renuncia de mishermanos. Me cabreaenormemente que me dejencolgada y tenga que manejaresto yo sola sin ninguna ayudani apoyo.

Lo que siento es rabia. Unafuria pura, intensa. Pero si la

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rabia es la manifestación delmiedo o del dolor, tengo quesumergirme bajo la superficie ypreguntarme a mí misma de quétengo miedo y qué me dueletanto.

El miedo es el pánico a quelas arenas movedizas tiren demí hacia abajo de tal forma quejamás pueda liberarme. Esto esbastante fácil de deducir. Lo deldolor es más difícil. ¿Me dueleporque es un ejemplo más decómo mamá intenta

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controlarme? ¿Me duele porqueme siento terriblemente sola?

Melanie y Harry puedenponer todo el dinero del mundo,pero eso no me dará lo querealmente necesito. ¿Cómo voya enviar a mamá a Saint Agnes,donde un desconocido tendráque ayudarla a sentarse en elretrete y a subirle después lasbragas? Puedo ponerme muyfuriosa con ella pero no puedodarle la espalda y quedarme tantranquila.

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Estaba preparada paramarcharme, para dejarChulahatchie y retomar mi vida.Ahora ha caído un rayo y soyese árbol solitario, plantado enmedio de la nada, que haquedado partido por la mitad,en llamas.—¿Por qué? —exclamé. Era la

pregunta que no he dejado dehacerme a mí misma desde elmomento en que mamá dejó caer labomba durante la cena el sábadopor la noche. Ahora se la estaba

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haciendo a Dell.—No lo sé —respondió Dell—.

A lo mejor está asustada, Peach. Tumadre ha sido siempre una mujermuy independiente y capaz.

—¿Te parece? —comenté conmi mejor sonrisa sarcástica en loslabios.

Dell no picó el anzuelo. Sonrióy siguió hablando:

—Ahora ha tenido el ictus ytoda su vida ha cambiado. Haperdido su identidad. Ha perdido sulibertad. Se está ahogando.

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—¿Y quiere que yo me ahoguecon ella?

—Dudo que tenga ningunaintención malévola en mente. Meimagino que simplemente estáasustada.

—Pues mira, ya somos dos.Dell me miró intensamente.—¿De qué tienes miedo?Reflexioné un minuto antes de

contestar.—Toda mi vida he estado

enredada en los planes que mimadre tenía para mí, Dell. Estaba

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resuelta a educarme para que fuerauna dama sureña. La Reina de laSoja, Miss Universidad deMisisipí, todo lo que serloconlleva. ¡Pero si ya había pensadodónde pondría mi corona de MissAmérica cuando tenía seis años,por el amor de Dios! Y cuando nolo logré, lo pagué carísimo, comocada vez que la decepcionaba.

Tomé un sorbo de café yjugueteé con el pedazo de tarta dechocolate que tenía delante.

—Y siempre la decepcionaba,

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Dell. Siempre. Nada era suficientepara ella. Lo único que yo siemprequise fue que estuviera orgullosa demí. De mí. No de lo que hacía,lograba o ganaba, sino de mí.Simplemente de mí. Que estuvieraorgullosa de la persona en la queme había convertido.

—¿Lo estás tú? —preguntóDell.

—¿Perdona?—¿Estás tú orgullosa de ti? —

repitió—. ¿Te gusta cómo eres, lapersona en quien te has convertido?

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¿Estás a la altura que tú quieres?—Bueno, sí —contesté—.

Mayormente. Quiero decir que noestoy orgullosa de algunas de lascosas que he hecho, pero esteúltimo año he madurado mucho. Menotó más centrada, más cómodaconmigo misma. —Alargué la manopara tocar la de ella, muyligeramente, y luego la aparté—.Tengo amigos.

—¿Importa realmente entonceslo que crea tu madre?

Nos quedamos en silencio

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mientras la pregunta quedabasuspendida en el aire. Pasado uninstante, Dell se levantó, me dio unbeso rápido en la coronilla y meapretó el hombro.

—Si realmente quieres saberpor qué tu madre ha hecho esto —dijo—, te sugiero que se lopreguntes a la única persona que losabe.

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Capítulo 30Al parecer, el mundo entero

florecía el día de la madre.Levanté a mamá, la peiné, la

ayudé a vestirse y fuimos juntas a laiglesia. El pastor predicó, como erade prever, sobre la elevada ysagrada llamada de la maternidad ysobre todos los sacrificios que lasmadres hacían por sus hijos. ElEvangelio según Hallmark.

La vieja rabia se despertó en míde nuevo. Me pregunté por unmomento si la Iglesia tenía que

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ponerte furioso. Esta vez, sinembargo, la rabia no iba dirigida amamá, sino a una sociedad que nosllevaba a creer en esta clase deperfección inalcanzable.

Estaba divagando, y lo quesurgió en medio de mispensamientos aleatorios fue elnítido recuerdo de las penosasfrasecitas que había visto dos díasantes en una tienda de tarjetas defelicitación:

«Mamá, siempre has estado ami lado.»

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No.«El amor de una madre es para

siempre.»Más bien no.«Mamá, espero llegar a ser

como tú.»¡Dios me libre!Miré de soslayo a mamá.

Parecía estar escuchandoatentamente mientras le caía unpoco de baba por el lado izquierdo.Me saqué un pañuelo de papel delbolso y se lo apliqué en la mejilla.Se volvió hacia mí.

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No estaba babeando. Estaballorando.

Al regresar a casa, quité amamá la ropa de los domingos conque había ido a la iglesia, le puse elvestido de estar por casa y medirigí a la cocina para calentar unassobras para almorzar:

—¡Eh! —dijo para detenerme.Cuando me giré, vi que sostenía

en la mano el prendido que laiglesia había regalado a todas lasmadres. Dejaba mucho que desear,la verdad. Un par de claveles

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teñidos de azul lavanda, sujetos conuna cinta de florista. Pero comoquería llevarlo, se lo prendí en elvestido, donde desentonabaenormemente con las rayas azules yrosas.

—Voy a cambiarme de ropa ydespués preparé algo de comer —comenté.

—Tanquila, estaré en elpoche—dijo mamá.

Sonreí para mis adentros.Durante más de treinta años, desdeque papá le compró Belladonna y la

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renovó para ella, mamá se habíanegado en redondo a emplear lapalabra «porche» y corregía alinstante a cualquiera que osarapronunciarla en su presencia.«Veranda», decía. Era una veranda,no un porche.

Supongo que los pobres teníanporche. Solo los privilegiadostenían verandas.

A raíz del ictus, nuestra verandatrasera había sido rebajada decategoría. Ahora era el porche, lasala de lectura, el lugar donde

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comíamos, el sitio donde mamá sesentaba y veía pasar el mundo.

Y hoy el mundo le estabaofreciendo un buen espectáculo.

En el jardín, las azaleas, queseguían en flor, lucían sus colores:rosa fuerte, rosa pálido y fucsia;lavanda, blanco y morado oscuro.Un muestrario curvo de tonalidades,salpicado de vez en cuando por untoque amarillo. Macizos dearbustos de las mariposas, tritomasy pampajaritos.

Salí y me senté a su lado, desde

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donde seguí su mirada hacia el río yrespiré las fragancias mezcladas dela hierba, las flores y la fresca brisaprimaveral. Cuando dejé que misojos se desenfocaran, los colores secombinaron y flotaron delante de mícomo las luces navideñas, como unregalo que se desenvolvía solopoco a poco.

—Bonito, ¿vedá? —dijo mamá.—Sí —respondí.Y lo era. Me sentí como si

estuviera viendo la primavera porprimera vez. La hermosura de

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Belladonna, la quietud de primerahora de la tarde. Como si hubieranestado siempre ahí, pero ocultastras un velo de recuerdosdolorosos.

Pensé en el consejo de Dell,cuando me dijo que si queríarespuestas tendría que pedírselas ala única persona que las conocía.

—Mamá —dije—, ¿por quédecidiste dejarme a mí Belladonna?¿Y por qué con la condición de queviviera aquí?

—¿No es evidete, celo?

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—Para mí, no —aseguré, yquise añadir: «A no ser que quieraschantajearme para que me quedeaquí en contra de mi voluntad.»Pero algo me detuvo. La expresiónde sus ojos: una expresión que no lehabía visto nunca, o si se la habíavisto, no la había reconocido, odescifrado.

Amor.—Eres mi hija —dijo—. La

menor, mi niña. Traté de educarteben, enseñarte todo lo que sabía.No lo hice demasiado ben. Pero

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saliste muy ben, y ahora soy mayory te toca a ti.

Se mordió el labio y contuvolas lágrimas que ahora casi siemprele afloraban al primer indicio deemoción.

—Nadie quere tener un itus —prosiguió—, pero una maldiciónsempre lleva consigo una bedición.

Me la quedé mirando mientrasesperaba que siguiera hablando.¿Era mi madre esa mujer quehablaba sobre bendiciones ymaldiciones, y que dejaba fluir sus

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sentimientos para revelarse consemejante vulnerabilidad? No meatreví a hablar ni a moverme. Claroque tampoco tenía nada que decir.

—La bendición es compenderlas cosas. —Se frotó la manoparalizada, la del lado izquierdo,antes de añadir—: Sempre meprocupé demasiado por lasaparencias, por lo que pensabanlos demás. Gente como Gaddie yaquella hija tan mentecata que tene.

Fui incapaz de contener unasonrisa. Mamá la vio y sonrió a su

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vez, agachando la cabeza del mismomodo que Imani cuando se mostrabatímida o avergonzada.

—Y mírame ahora. El itus mearrebató todo lo esterno y esto es loúnico que me ha quedado. —Levantó la garra izquierda y la agitótorpemente.

Abrí la boca para protestar,pero me dirigió una mirada que mehizo callar al instante.

—Tengo ojos —aseguró—.Puedo ver. Y estar atrapada aquídentro me ha eseñado algo: lo

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impotante es lo que hay en elinterior. En el corazón. En el alma.

Fijó su ojo bueno en mí.—¿Queres saber por qué te

dejé Belladonna? —preguntó—.Porque no tego nada más que puedadarte. Este año te he estado viendo.Tenes buen corazón. Tenes amigosque te queren. Has sido benacomigo cuando Dios sabe que notenías ningún motivo para serlo. Nome abandonaste cuando me puseeferma.

—Por Dios, mamá, no habría

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podido...Levantó la mano para que

guardara silencio y volvió lacabeza hacia el río.

—Mira este sito —prosiguió—.E s traquilo y bonito, y... —Sedetuvo para inspirar hondo—. Estuyo. Es la clase de sito que debetener una esquitora.

—¿Una escritora? —La mirécon el ceño fruncido.

—Por supesto —respondió—.Todo el mudo sabe que eso es loque queres hacer. Mani me lo dijo.

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Dell me lo dijo. Tu amigo marica,Boone, me lo dijo.

—Gay —la corregí.Ignoró mi comentario.—Es lo que haces todo el rato:

esquibir en ese diario.No me molesté en explicarle

que escribir mi diario era unaespecie de terapia para mí, que sileía lo que había estado escribiendosobre ella, se le pondrían los pelostan de punta que jamás se levolverían a rizar por máspermanentes que se hiciera. No le

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dije lo mucho que me asustaba laidea de vivir en esa casa y cuidarde ella lo que le quedara de vida.

—Pero mamá —dije en cambio—, Chulahatchie no es mi casa.

—Tu casa es donde te queren—replicó—. Tu casa está donde lagente te aceta tal como eres. —Seencogió de un solo hombro—. Noe s estraño que aquí nunca tesinteras en casa.

Era lo más cerca que habíaestado nunca de admitir la realidadde nuestra situación como madre e

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hija. Antes de que las lágrimas lasuperaran, se apresuró a terminar:

—Aquí tenes amigos, gente quet e quere y te necesita. Familia,como Dell, Boone y Mani. Si no tesentes en casa, prologa un poco tuvisita. Date tempo para esquibirese libro que se está cocendo en tucabeza.

Sabía cuál tenía que ser mirespuesta. Lo había sabido inclusoantes de que iniciáramos aquellaconversación, pero eso no mefacilitaba las cosas. Toda la

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pesadumbre que sentía en aquelmomento me salió contenida en unsuspiro.

—Muy bien, mamá. Mequedaré.

Tengo que admitir quemamá tiene razón en algo. Aquíhay gente que me quiere, que mequiere lo suficiente como paraperdonarme cuando meto lapata, que me quiere lo bastantecomo para no reprocharme midolor. Es más de lo que podíadecirse del sitio que antes

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llamaba «mi casa». Lo únicoque tengo allí es un ex maridoque me cambió por una modelomás joven y que, si la falta decomunicación sirve deindicación, se quedó con todosnuestros amigos mutuos.

Me he quedado enChulahatchie de momento, noporque mamá me hayatraspasado Belladonna sinoporque es lo correcto.Actualmente, mi motivaciónestá compuesta en un ochenta

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por ciento por el deber y en unveinte por ciento por el amor,pero tengo la esperanza de que,con el tiempo, llegaré al puntoen que el amor pase ocupar unlugar destacado y el deberquede relegado a un segundoplano.

De todos modos, el deberno es un motivo tan malo en loque a madres e hijas se refiere.Jamás me lo planteé desde estepunto de vista, pero tal vez sermadre también esté a veces

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compuesto en un ochenta porciento por el deber y en unveinte por ciento por el amor. Ysi mamá lo había hecho lomejor que había podidoconmigo, bueno, pues supongoque yo lo haré lo mejor quepueda con ella.

Se lo conté todo a mipsicoterapeuta, y me hizo unapregunta en la que no habíapensado: ¿importa realmentecuál sea el motivo? ¿No importamás hacer lo correcto y dejar

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que los sentimientos se vayancomponiendo a su propio ritmo?

Puede que el viejo idiota semerezca los ochenta pavos lahora.

Sigo trabajando en ello, enesto de dejar que lossentimientos se vayancomponiendo. No se me dademasiado bien tener paciencia.No se me da demasiado bienesperar, dejar que la vida sigasu curso.

Según me cuenta Boone, es

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el método budista: centrarme enmi realidad, olvidarme de losresultados, confiar en eluniverso para que las cosas sesolucionen. Un budista católico;bueno, parece un oxímoronbastante elocuente, pero es queBoone siempre ha bailado alson de su propia música.—¿ Pis ?Alcé la mirada y vi que mi

madre salía a la veranda traseraarrastrando los pies, apoyada en elandador. —Hola, mamá.

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—No quería interrumpirte.—Tranquila, mamá. Solo estaba

escribiendo mi diario. Se dejó caeren la silla que estaba a mi lado,alargó la mano buena y empezó aacariciarme los dedos.

— H e habado con Jane LeeCuster, de Saint Anes —anunció—.Tenen un estudio disponible; mepuedo tasladar la semana que vene.

Puede que tuviera un ligeroataque isquémico transitorio; suspalabras me pasaron zumbando sinque pareciera poder retenerlas.

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—¿De qué estás hablando,mamá? ¿Qué quieres decir con esode trasladarte?

Me contempló con la expresiónmás tierna que le había visto jamásen la cara. Aun teniéndoladestrozada y torcida, nunca habíaestado tan hermosa.

—No te di Belladonna para queme cuidaras, cariño. Tenes otrascosas que hacer. Cosas impotantes.¿No te imaginarías que iba a vivira q u í cotigo y esperaría que teocuparas de mí?

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—Pues sí. Creía que te ibas aquedar —comenté—. Creía que setrataba de eso precisamente.

—¿De eso? —Su expresión deternura pasó a ser de una tristezaindescriptible—. ¿Creíste que tedaba Belladonna a cambio de... ?

Sacudió la cabeza.—Era un regalo, cariño.

Sempre fue un regalo. No unsoborno.

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EpílogoComo le gusta decir al viejo

idiota canoso, a veces se avanza auna velocidad glacial y a veces seda un salto espectacular haciadelante. Miré a mi madre a los ojosy en aquel momento el amor sedespertó, se apoderó de mí y relegóel deber al olvido.

—Quédate, mamá —pedí—.Quiero que estés aquí conmigo. Loque tengamos que resolver, loresolveremos juntas.

Melanie estaba segura de que

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había sufrido una crisis nerviosacomo ella. Pero mi hermana no ve anuestra madre sentada aquí, con suvestido de estar por casa de rayasazules, sin maquillaje, observandola puesta de sol sobre el río. Nosabe cómo la luz del atardecer serefleja en el pelo blanco de mamá yle confiere los tonos entre rojizos ycastaños de su juventud ni cómo leilumina el semblante como la luz deuna vela, ni cómo convierte esaburbuja de baba de su labio en undiamante.

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No estoy diciendo que vaya aser siempre así. Estoy segura deque habrá momentos en que querréretorcerle el pescuezo yseguramente otros en los que ella, asu vez, querría matarme si tuvierados manos buenas. Pero cuando ledije que quería que se quedara, eraverdad. Lo dije de todo corazón.

Todavía es verdad.Como todas las demás personas

de este mundo, lo hago lo mejor quepuedo.

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Notas1Heartbreak: expresión formada por las

palabras heart (corazón) y break (romper), quesignifica pena, desengaño. (N. del T)

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ÍndicePortadilla 2Créditos 4REGRESO AL CAFÉDE LOS CORAZONESROTOS

9

Preámbulo 10Primera parte 24

Capítulo 1 25Capítulo 2 37

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Capítulo 3 57Capítulo 4 92Capítulo 5 131Capítulo 6 170Capítulo 7 226Capítulo 8 259Capítulo 9 299Capítulo 10 334

Segunda parte 367Capítulo 11 368Capítulo 12 379Capítulo 13 404Capítulo 14 431

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Capítulo 15 464

Capítulo 16 489Capítulo 17 510Capítulo 18 529Capítulo 19 585Capítulo 20 615Capítulo 21 637

Tercera parte 664Capítulo 22 665Capítulo 23 689Capítulo 24 711Capítulo 25 739

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Capítulo 26 769Capítulo 27 796

Capítulo 28 819Capítulo 29 842Capítulo 30 862

Epílogo 889Notas 892