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Rebeliones, luchas y movimientos sociales, siglos xix y xx| 1 Los indígenas: una prolongada guerra de resistencia Según varios autores, durante los siglos xvi, xvii y xviii los indígenas —seris, pimas, apaches, tara- humaras, xiximes, sobaibos, mayos, yaquis, tehue- cos, tepehuanes y zuaques— localizados en la Sie- rra Madre Occidental y las márgenes de los ríos Si- naloa, Fuerte, Mayo y Yaqui se rebelaron debido a los maltratos, castigos, opresiones, humillaciones, discriminación, salarios risibles, resistencia al frac- cionamiento de la propiedad comunal, expulsión de los jesuitas y a la falta de libertad para convivir con sus similares. (Enríquez, 1998; González, 2002; La- ra, 1996) Entre los estudios aludidos destacan las obras Rebeliones, luchas y movimientos sociales, siglos xix y xx Primera parte. Resistencias y rebeliones durante el siglo xix |Rafael Santos Cenobio|

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Rebeliones, luchas y movimientos sociales, siglos xix y xx| 1

Los indígenas: una prolongada guerra de resistencia

Según varios autores, durante los siglos xvi, xvii y xviii los indígenas —seris, pimas, apaches, tara-humaras, xiximes, sobaibos, mayos, yaquis, tehue-cos, tepehuanes y zuaques— localizados en la Sie-rra Madre Occidental y las márgenes de los ríos Si-naloa, Fuerte, Mayo y Yaqui se rebelaron debido a los maltratos, castigos, opresiones, humillaciones, discriminación, salarios risibles, resistencia al frac-cionamiento de la propiedad comunal, expulsión de los jesuitas y a la falta de libertad para convivir con sus similares. (Enríquez, 1998; González, 2002; La-ra, 1996)

Entre los estudios aludidos destacan las obras

Rebeliones, luchas y movimientos sociales, siglos xix y xx

Primera parte. Resistencias y rebeliones durante el siglo xix|R afael Santos Cenobio|

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de González Pérez y Lara Madrid, quienes utilizan fuentes primarias en la elaboración de una historia meramente descriptiva. El primero, desde los acto-res, retoma el concepto de guerra ofensiva para alu-dir a la combinación de fuerzas entre españoles e indígenas quienes, para derrotar a sus adversarios, se adentraban en sus territorios. Según la hipótesis de Enríquez Reyes (1998), Joseph Carlos Rubalcaba inició un movimiento sedicioso —quizá el primer movimiento rebelde al que se enfrentó la Corona es-pañola—1 movido por intereses personales, lo cual no prosperó militar y jurídicamente; sin embargo, el reconocimiento de un rey impostor representó un problema para las autoridades españolas.

Entrado el siglo xix y hasta después de la expe-dición de las leyes de Reforma, los indígenas des-aparecieron del escenario historiográfico; en los textos de las historias generales de Sinaloa sólo son mencionados ocasionalmente, e incluso después de 1857, según Columba Norzagaray Gámez (1998), las protestas indígenas fueron escasas, pues sólo los es-tablecidos en Guasave y los ocoronis del distrito de Sinaloa se movilizaron demandando títulos de sus tierras bajo el régimen comunal y justicia contra los intentos de despojo; de esta manera, la insurgen-cia indígena retrasó su estallido hasta 1877. Distan-ciándose de esa postura, Mario Gil (1983: 108-146), Javier Fuentes Posadas (2005) y Pedro Cázares Abo-ytes (2005: 84-106) ponderan que en el norte de la entidad, como efectos inmediatos de las citadas le-yes, explotaron varias sublevaciones indígenas.

Basado en fuentes testimoniales y hemerográ-ficas, Mario Gil explica el surgimiento de la insur-gencia de los mayos y su vínculo con la Revolución mexicana bajo el liderazgo de Felipe Bachomo. Sin ahondar demasiado, para Gil, desde que entraron en contacto con los españoles, los nativos inicia-ron una guerra de resistencia expresada a través de la iconografía, que finalmente ganaron al imponer muchos de sus santos a su medida. Su explicación sostiene que la Ley Lerdo repercutió negativamente en la forma de vida y alimentación de los indígenas

1. El concepto de sedición manejado por la autora signifi-ca un movimiento, un levantamiento o intento de levanta-miento bastante restringido a una área geográfica peque-ña y que impacta en lo político al reino de manera general.

al facilitar a la naciente burguesía el acaparamien-to de las tierras. Esa situación orilló a los nativos a seguir a cualquier líder que los condujera a la libe-ración, por lo que vieron en la Revolución una opor-tunidad para recuperar sus tierras y vengarse de sus enemigos los caciques.

Con fuentes documentales, muchas de ellas ori-ginales, Fuentes Posadas intentó conceptualizar y analizar desde el punto de vista de la subalternidad y el conflicto político el mismo fenómeno abordado por Mario Gil, pero le fue difícil concretarlo empí-ricamente; además, su visión e interpretación glo-bal no parecen muy distintas a las de Gil al mani-festar que los mayos acumularon resentimiento y odio contra los yoris, quienes los habían despojado de sus tierras amparados en las leyes de Reforma. Por eso, cuando devino la Revolución mexicana, los olvidados y aislados, según el autor, se sublevaron para luchar por su patrimonio ancestral. Para Cáza-res Aboytes, igualmente, el despojo de las tierras de los mayos propiciaron las sublevaciones indígenas.

En suma, el contenido de los trabajos analiza-dos se enfoca a vislumbrar las coyunturas o las ex-plosiones, poniendo atención especialmente en las acciones militares de los indígenas, en sus distintas formas de resistencia desde la época colonial hasta el estallido de la Revolución mexicana, pues las dis-tintas formas de dominación a las que fueron so-metidos no produjeron precisamente insurrección: posiblemente sirvió para que desarrollaran y bus-caran nuevos métodos de resistencia expresados a través de festividades, ritos religiosos, aislamiento, quema de cosechas y una actitud de desdén hacia la realización de su labores.

Las rebeliones de los indígenas sinaloenses, más que obedecer a móviles de carácter estructural como la explotación, las cargas laborales, la desar-ticulación de las misiones y la afectación de sus tie-rras, se debió quizá a varios componentes: primero, la tenencia comunal de tierras, jerarquías civiles y religiosas, cofradías y organizaciones de barrios; se-gundo, la solidaridad informal generada al interior de su sociedad a pesar de sus divisiones, como pro-ducto de la lógica de la agricultura de subsistencia; tercero, la presencia de amenaza externa; cuarto, la existencia de líderes tradicionales (en un deter-minado momento chamanes y luego autoridades

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promovidas por los misioneros), quienes podían encarnar el vigor y la legitimidad de una ideología tradicional; quinto, la persistencia de toda una tra-dición guerrera; y sexto, la presencia de oportuni-dades políticas.

Organización, resistencia y rebeliones indígenas durante la colonia

Las insurrecciones de los nativos a lo largo del siglo xix no pueden explicarse por sí solas, pues muchas de sus motivaciones individuales y colectivas exis-tían desde la época colonial e incluso desde antes de la llegada de los españoles. Bajo esa postura es necesario abordar de manera general algunos refe-rentes.

El lapso que va de 1520 a 1600 puede conside-rarse como aquel en el que los españoles intentaron someter a los indígenas, sobre todo en el sur y el centro de Sinaloa, empresa que prosperó al grado de que pronto se establecieron las villas del Espí-ritu Santo (Chametla) y San Miguel (provincia de Culiacán). Sin embargo, fue difícil borrar o soterrar rápidamente las tradiciones y prácticas belicosas de las distintas tribus, e incluso la presencia de los es-pañoles los ayudó a cohesionarse con mayor fuerza, para luego levantarse en armas. Por ejemplo, en la provincia de Culiacán en 1539 se registró una su-blevación indígena dirigida por el cacique Ayapin, quien estuvo a punto de tomar la villa de Culiacán, pero la pronta intervención del gobernador Francis-co Vázquez de Coronado evitó un desastre mayor. Este mismo, para 1540, pero en los alrededores de Chametla, libró fuertes batallas contra los xiximes, en las cuales resultó muerto su lugarteniente Lo-pe de Samaniego (Nakayama, 2006: 127-128). El lu-gar quedó abandonado hasta que años después, en una ofensiva contra los naturales, Francisco de Iba-rra logró derrotarlos. Con eso, el sur prácticamente quedó dominado —por lo menos militarmente—, lo que derivó en el descubrimiento de minas de pla-ta en Copala, Pánuco, Maloya y San Marcial; así, pa-ra un mejor control, en 1565 se creó la villa de San Sebastián (hoy Copala).

Los xiximes, seminómadas y poseedores de to-

da una tradición guerrera, fueron difíciles de some-ter. En 1590 se levantaron en armas, y esta vez fue-ron combatidos por el gobernador de Nueva Vizca-ya, Rodrigo del Río de la Loza, quien sufrió la baja de Hernando de Trejo y Carvajal (Ibíd.: 182). Dieci-séis años después, esa misma tribu, junto con los acaxees, se sublevó afectando a los pueblos serra-nos de la provincia de Culiacán, especialmente a los minerales de Las Vegas y Real de las Vírgenes de Cosalá. El gobernador de la Nueva Vizcaya, Rodrigo de Vivero, fue a combatirlos pero no logró dominar la rebelión; lo hizo su sucesor, el capitán Francis-co de Urdiñola, favorecido también por la interven-ción del obispo de Guadalajara, Alonso de la Mota y Escobar, quien realizaba una visita pastoral por la región.

Paralelamente, en algunas zonas de Durango, los tepehuanes se rebelaron y mataron a varios mi-sioneros jesuitas, entre ellos a los padres Hernando de Santarén y Hernando de Tobar; asesinaron, ade-más, a muchos blancos e indios cristianos y que-maron gran cantidad de poblados. Esto se exten-dió hasta Nayarit y la provincia de Chametla, donde operaban el mestizo Mateo Canelas y el cacique in-dígena Oñate. Después de varios enfrentamientos, el gobernador Gaspar Alvear los aplastó y pacificó la región.

Para el siglo xvii, en las provincias de Maloya, Copala y Rosario, se habían extinguido los indios totorames, quedando sólo los xiximes, cuyo núme-ro disminuía a causa de las epidemias. La misma suerte corrían los tahues localizados en la provincia de Culiacán (Ortega, 1999: 88). Por eso quizá en lo sucesivo casi no hubo rebeliones indígenas en esas regiones, o al menos así aparece en la historiografía regional. Sólo hay que enfatizar que en los pueblos indígenas se conservaron gobiernos tradicionales y la herencia guerrera fue utilizada por los españoles para pacificar a otros grupos belicosos de la región. Esos matices, por ejemplo, se dibujan nítidamente en Jacobo, San Juan, Santa Apolonia y Ajoya:

También favoreció la forma en que éste ordenó al gobernador del pueblo, para que reuniera al capi-tán, soldados y a la gente del pueblo para verlos [...] puso a prueba los indígenas en el manejo del arco y la flecha poniendo como blanco un árbol. (Enríquez,

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op. cit.: 68)

Eso ayuda a explicar, tal vez, una de las rebelio-nes indígenas de Ajoya, encabezada por Feliciano Roque en 1872.

Los indígenas2 del norte de Sinaloa y sur de So-nora se caracterizaban por ser grupos beligerantes que antes de iniciar una guerra celebraban ceremo-nias religiosas en las que se ingerían bebidas em-briagantes, se danzaba, se fumaba tabaco y se pro-nunciaban discursos a favor o en contra de la guerra propuesta. Habitualmente, la guerra se hacía para invadir a otro pueblo o por venganza. Su sistema de liderazgo cambiaba, sin embargo, en época de crisis, como sucedía durante guerras o incursiones de ex-tranjeros advenedizos e inoportunos. Bajo esa pre-misa, los indígenas eran capaces de agruparse rápi-damente y de movilizar una fuerza combatiente de varios miles. Un núcleo ad hoc de guerreros y ancia-nos de todas las rancherías convenían actuar como consejo de guerra. (Hu-Dehart, 1995: 20)

La tenencia de la tierra con los cahitas funcio-naba de manera comunal, mientras que el usufruc-to tenía una base familiar, formando así una uni-dad económica autosuficiente. No hay evidencia de explotación laboral entre ellos mismos, de división del trabajo por unidad familiar o ranchería o de ac-tividad económica colectiva en forma regular. Ge-neralmente dependían de la cosecha anual, aunque ésta se complementaba con la caza y la recolección:

Las poblaciones indias hacen sus cementares con tan-ta parcimonia y cortedad, que apenas les bastan las cosechas para alimentarlos con reposo de sus pueblos y hogares, dos meses: y así en breve siente hambre y apelan a la abundancia de los frutos silvestres, de sus montes tan espesos de maleza, tan embreñados de es-

2. Predominaban los cahitas compuestos por los grupos si-naloa, ocoroni, zuaque, tehueco, mayo y yaqui. Los tres pri-meros se asentaron en los valles de los ríos Sinaloa y Fuer-te, y los mayos y yaquis ocuparon un territorio en los valles de los ríos Mayo y Yaqui. Sus armas consistían en arcos, fle-chas de madera con punta endurecida a fuego y macanas de madera dura y pesada. Usaban lanzas con punta de ob-sidiana y escudos fabricados con piel de cocodrilo. (Orte-ga, 1999: 40-41).

pinos, cardos y cambroneras que es todo en eriazo. Aquí los alimentan las raíces de varias yervas, y las bellotas, y frutillas de varios árboles, con cuya ocasión más del año, se ven de fiestas sus poblaciones.3

Cada ranchería era una unidad económica autóno-ma, y del mismo modo, parecían estar autogober-nadas políticamente en tiempos de paz. Asimismo, cada cual tenía sus respectivos consejos de ancianos y voceros: ningún individuo ejercía una autoridad central en tiempos normales. Los nativos de estos lugares carecían de estructuras religiosas bien defi-nidas, pues había pocos símbolos rituales o perso-nal religioso que capturara su atención. Los hechi-ceros, principales dirigentes espirituales, no eran especialistas religiosos de tiempo completo esta-blecidos jerárquicamente en la sociedad indígena; más bien se trataba de individuos guiados por espí-ritus, con poderes mágicos y curativos poco comu-nes, lo que tenían que demostrar constantemente para mantener su prestigio.

Dejar de lado las formas de organización social, religiosa y la visión cosmológica de los indígenas, prácticamente sería desperdiciar una gran cantidad de elementos que pueden ayudar a explicar muchas de las motivaciones individuales y colectivas que propiciaron la insurrección de los nativos, primero contra sus vecinos y luego contra los españoles.

La visión indígena del cosmos4 se escenifica en

3. «Apologético defensorio y puntual manifiesto de los pa-dres de la Compañía de Jesús, Misioneros de las provincias de Sinaloa y Zonora ofrecen...» (agn. Historia, 316; cap. ii: 37). 4. Se refleja en la danza del venado, que en lengua yaqui se llama masoyiihua, en la que se narra la historia de la vida y la muerte del animal sagrado de los yaquis. El danzante, por medio de una mímica libre, representa todos los momentos del ciclo de vida del venado. Los movimientos del danzan-te son una plástica perfecta de las actitudes de alerta, atis-bo, venteo, susto, huida, defensa y solaz del venado entre la naturaleza circundante, con cuyas criaturas se relaciona de una u otra forma. Estas criaturas, representadas por los danzantes pascolas, suelen ser una flor, un pájaro, una ser-piente, una lagartija, coyotes, agua, pasto, en fin, cualquier ser de la naturaleza que le sea familiar al yaqui. Existen dos momentos en la vida del venado: el juego con los coyotes y

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su danza, música, instrumentos,5 vestuario, textos y rituales, y se circunscribe a dos planos: el mate-rial y el intangible, en los que destacan tres seres específicos: el Sol, la Luna y Venus. El primero sim-boliza la luz, lo visible, lo tangible, la vida material del Juya-Annia y su correspondiente en la tierra y un simbolismo bien determinado; el segundo, su opuesto, brilla en la oscuridad de la noche y sim-boliza el saber oculto y la vida espiritual, o sea, el mundo de los poderes ancestrales: el yo Annia —a este mundo se asoma el hombre al entrar en el tran-ce ritual de la danza o en el del peyote—; el tercero, la estrella matutina/vespertina, puente entre la luz y la oscuridad, participa tanto de la vida en el Juya-Annia como en el yo Annia y está representada en la tierra por el hombre-venado, que sufre también la transformación necesaria para dejarse cazar de día y alimentar con su espíritu el de sus elegidos

la muerte. En el primero intervienen varios pascolas simul-táneamente, personificando a los coyotes atacantes. Éstos intentan hacerle bromas o daño al venado, pero él se defien-de hasta lograr deshacerse de ellos; cuando se presentan los cazadores, personificados también por varios pascolas que portan arcos y flechas imaginarios, el venado sucumbe. Es-to simboliza, por un lado, la lucha del hombre por subsistir y, por otro, la ofrenda que hace de sí mismo el animal, a pe-sar de su natural instinto de conservación. El venado es para el yaqui el ser que veneró desde la antigüedad como primer miembro de la tribu, es el «hermano mayor», el «benefactor», la víctima que se ofrenda generosamente para dar el alimen-to de su carne, y hasta se le atribuyen facultades sobrenatu-rales y virtudes excelsas. En la noche el venado se convierte en hombre para trasmitir al indígena el arte y los secretos de la caza, de la agricultura y los principios que deben regir su vida. En el día, recobra su forma de animal para inmolarse en manos de los cazadores como víctima que sustenta al hom-bre con su propio cuerpo. (Varela, 1984: 86-87)5. La jícara de agua consiste en una vasija de barro con agua sobre la que flota media calabaza invertida que es golpeada con un palo envuelto en hojas de maíz. Representa a la Ma-dre Tierra que recoge el agua fecundadora de la lluvia para producir sus frutos con la calabaza y el maíz. Los raspado-res son los trozos de madera, es decir, dos ramas del mun-do de los montes, cuya forma constituye un símbolo fálico colocado sobre una calabaza abombada como el vientre ma-terno. (Ibíd.: 289)

por la noche.La concepción de guerra de los cahitas y la vi-

sión que construyeron inmediatamente sobre los españoles en sus primeros contactos, al parecer no fue de admiración y subyugación, como sucedió con los indígenas del centro del país. Esto se debió qui-zá a la poca estructura religiosa con que contaban: por ejemplo, no estaban esperando el retorno de un dios, como Quetzalcóatl:

Probablemente, los cahitas se encontraban infor-mados sobre la intrusión de los españoles y estaban dispuestos a expulsarlos. El líder de los guerreros ya-quis era un hombre viejo, fastuosamente ataviado con una túnica negra adornado con perlas, al que rodeaban perros, pájaros, venados y otros animales. El anciano trazó una línea en el suelo y amenazó de muerte a cualquier intruso que se atreviera cruzar [...] [En los primeros enfrentamientos con los espa-ñoles] los yaquis «pelearon tan bien é tan animosa-mente, como [no] he visto á indios después que en Indias estoy, é á a ninguno he visto pelear tan bien como ellos. (Hu-Dehart, op. cit.: 23-24)

Los contactos entre españoles y cahitas se definie-ron por fuertes enfrentamientos armados, y a pesar de que muchas de las veces los nativos fueron derro-tados militarmente nunca aceptaron el yugo. Entre 1535 y 1542 se presentaron las primeras incursiones de los españoles en el norte de Sinaloa, aunque no lograron asentamientos sólidos; pero en 1564, Fran-cisco de Ibarra se adentró en tierras cahitas y esta-bleció en el río Fuerte la villa de San Juan Bautista de Carapoa, donde repartió encomiendas de indios mayos y yaquis a sus soldados. Éstos no pudieron obligar a los nativos a pagar tributo ni a prestar ser-vicios personales, pero sí provocaron su irritación al hostilizar a los pastores y a los indios que realizaban servicios domésticos, como ir por agua o leña. Esto provocó la desolación de la villa; sólo quedaron al-gunos pastores y dos frailes, Pablo de Santa María y Juan de Herrera, a quienes pronto los indígenas dieron muerte.

Un aspecto digno de destacar es que en las re-laciones entre nativos y españoles no sólo ocurrían enfrentamientos militares, pues ambas partes de-sarrollaron estrategias diplomáticas:

ENVY20-D1102
Resaltado
es correcto que integremos "el"? o es el hombre venado quien se alimenta con el espíritu de los elegidos?
ENVY20-D1102
Resaltado
así está en el original o fue un error de dedo?
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Ibarra previendo una situación similar, envió un mensajero para informar a los yaquis de sus inten-ciones pacíficas. Esta vez los españoles tuvieron una generosa y colorida recepción, dándole la bienveni-da 500 «indios dispuestos, gallardos y galanes a su traje y modo de lucidas plumas, caracoles, cuentas e cosechas de la mar y bien arreados de armas aunque pobres de ropa que cogen poco algodón». Francis-co de Ibarra, a su vez, entregó regalos a los yaquis.

(Ibíd.: 25)

La diplomacia, como estrategia, siguió practicándo-se por ambos lados.

Después de 20 años, Pedro de Montoya se aden-tró hasta el río Fuerte, donde escarmentó a los in-dios que habían matado españoles; luego recons-truyó la villa pero con el nombre de San Felipe y Santiago. Nuevamente, los españoles no pudieron obligar a los cahitas a pagarles tributo, sin embar-go consiguieron la muerte a manos de los zuaques. Más adelante, en 1585, llegó el gobernador Hernan-do De Bazán, quien fue derrotado por los cahitas en el río Mayo. Los pobladores de Carapoa tuvie-ron que asentarse en las márgenes del río Sinaloa, donde fundaron la villa de San Felipe y Santiago de Sinaloa. (Ortega, 1999: 65)

En 1590 llegaron a la villa de San Felipe los padres Gonzalo de Tapia y Martín Pérez, quienes aprendieron rápidamente los dialectos. Pronto, en los pueblos de los ríos Mocorito, Sinaloa y Ocoro-ni, se levantaron 13 templos donde los indios reci-bían la doctrina católica, lo cual implicaba romper y transformar todo un conjunto de prácticas cultu-rales y religiosas. Por ejemplo, era necesario que los indígenas aceptaran el matrimonio monogámico e indisoluble, además de la prohibición de las ceremo-nias donde los nativos se emborrachaban en forma bestial y se entregaban a bailes lascivos (Nakayama, 2006: 153). Esto no significa que los cahitas dejaran de celebrar tales prácticas, por el contrario, inicia-ron todo un conjunto de formas de resistencia que en algunos casos alcanzaron altos niveles de beli-cosidad. Un nítido ejemplo ocurrió en 1594 en la villa de San Felipe y Santiago, donde el hechicero

Nacabeba organizó una sublevación6 que provocó la muerte del padre Gonzalo de Tapia. El levantamien-to pronto fue reprimido por el capitán Miguel Ortiz Maldonado, quien castigó y mató a la mayor parte de los homicidas.

Las revueltas se sucedieron continuamente, hasta 1599, cuando las cosas comenzaron a cambiar a favor de las misiones, pues al frente del presidio quedó el capitán Diego Martínez de Hurdaide, que siguió utilizando las prácticas diplomáticas en com-binación con las artes militares en contra de los na-tivos, lo cual no significó que los cahitas hubiesen sido derrotados sino que, por el contrario, entraron en el juego de la negociación.

En ocasiones, las presiones podían venir de los españoles. En 1602 los zuaques y los tehuecos se rebelaron, refugiándose con los tepahues, quienes habitaban una región árida. Hurdaide cuidó de que ambas tribus no cosecharan y esperó a que se les acabaran las provisiones, lo cual obligó a los tehue-cos a solicitar amnistía al volver a la región de El Fuerte, donde fueron concentrados en pueblos bajo la tutela de los jesuitas. (Ibid.: 184)

En 1625 Hurdaide hizo frente a la revuelta or-ganizada por los zoes, calimones y apacacles, quie-nes se confabularon para asesinar a los jesuitas Ju-lio Pascual y Juan Castini y a los indios cristianos. Los misioneros lograron escapar, pero ocho cabe-cillas cristianos que rehusaron adherirse al movi-miento fueron asesinados en Baca y en el pueblo de Calimones, que fue incendiado. Para reafirmar su ferocidad, mataron y asaron al mensajero envia-do por Hurdaide, para luego comérselo. Después de 12 días de campaña, los rebeldes fueron asediados, pero se refugiaron en un picacho escarpado en un asedio que duró 30 días; finalmente, los españoles ganaron altura y los derrotaron: los alzados perdie-ron 150 hombres, 40 hombres y mujeres que fueron hechos prisioneros, y el resto huyó a las serranías.

6. Las motivaciones de esta rebelión fueron, primero, la epi-demia de viruela que sufría la comunidad, según ellos como castigo de los dioses; y segundo, el intento de algunos espa-ñoles de hacer trabajar por la fuerza a ciertos indígenas, así como la indignación de Nacabeba por recibir una gran can-tidad de azotes por el capitán de la villa al tratar de celebrar una de sus comunes ceremonias.

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Este mismo personaje tuvo dos violentos comba-tes contra los yaquis, de donde salió derrotado, sin embargo se negoció la paz entre ambas partes. El 25 de abril de 1610, 150 representantes yaquis obser-vaban la firma de los acuerdos de paz en San Felipe. Los jesuitas colmaron a los visitantes con obsequios y pródigas alabanzas e invitaron a varios jóvenes a que asistieran a la escuela de la misión en Culiacán.

(Hu-Dehart, op. cit.: 31)Finalmente, entre 1608 y 1622, los religiosos lo-

graron asentar a los cahitas de los ríos Sinaloa, Mo-corito, Fuerte, Mayo y Yaqui. Para 1676, la misión se delineaba de la siguiente forma: la provincia de Sinaloa empezaba en el río Mocorito y terminaba en el Mayo; a partir del cual, y hasta el Yaqui, se situaba la provincia de Ostímuri; y al norte, la provincia de Sonora. (Ortega, op. cit.: 76)

Resulta ineludible repasar el funcionamiento de las misiones jesuíticas7 en las que pueden en-contrarse los referentes de posteriores rebeliones de los indígenas, lo cual no significa que durante la existencia de las misiones no se hayan manifestado distintas formas de resistencia. Sin duda, las misio-nes en las comunidades cahitas modificaron toda la estructura política y social de estos grupos. Uno de esos cambios afectó los patrones de asentamiento y estructura territorial, pasando de la ranchería a la

7. La estructura de la misión se dibujaba así: en el centro es-taba el templo, punto principal de la vida común, junto con el atrio, el cementerio, el campanario y la casa del misione-ro situada al frente y a los lados del templo. Colindante con el atrio había una plaza que servía como lugar de reunión y alrededor de ésta se localizaban las chozas de los indios; más allá estaban los campos de cultivo y pastoreo de ganado. Por un lado, estaban las tierras de la comunidad, no de los indi-viduos, aunque cada familia tenía una parcela para su sus-tento. Por otra parte, se encontraban las tierras de la misión cultivadas por los indios, cuyos productos servían para cu-brir las necesidades de la comunidad. Los nativos dedicaban tres días a la semana a las parcelas familiares, otros tres a los campos de la misión, al pastoreo del ganado, a la conserva-ción del templo y la limpieza de las acequias. Cuando los in-dios trabajaban para la comunidad recibían el alimento para su familia en granos y carne y una vez al año se les repartía tela para el vestido de la familia. (Ibíd.: 80)

misión.8 Asimismo, las organizaciones civiles, mili-tares y religiosas cambiaron siguiendo la estructura civil y militar española. De igual manera, cambió el patrón agrícola: de agricultura desarrollada a partir de la creciente de los ríos, pasó al sistema de irriga-ción, que permitió un mejor aprovechamiento del agua. Del mismo modo, la organización de cuadros en el orden civil, religioso y militar creó estructuras organizativas que, en el caso de los yaquis, refor-zaron su organización étnica y permitió una sólida participación. En el caso de los mayos, ayudó a es-tructurarse de tal manera que su organización re-ligiosa les permitió sobrevivir como grupo étnico.

Las misiones funcionaron como un «Estado teocrático» bajo el control absoluto de los jesuitas. Respecto a las elecciones de las autoridades de los indígenas, los mismos jesuitas designaban candida-tos para cada uno de los puestos con el fin de ase-gurarse servidores dóciles, leales y obedientes. En cada pueblo había dos grupos de oficiales indígenas, quienes pertenecían al gobierno civil y cuyo deber era ayudar a los misioneros en sus funciones religio-sas. Ese grupo tenía al gobernador como jefe, quien teóricamente asumía como obligaciones mediar en las disputas del pueblo, vigilar que las leyes se obe-decieran y aplicar los castigos a los infractores. En armonía con la tradición, el gobernador debía por-tar un bastón de mando «provisto con un remate de plata» como símbolo de autoridad. Sin embargo, el magistrado yaqui respondía tanto ante el misio-nero como ante la autoridad civil (Hu-Dehart, op. cit.: 34). El gobernador era auxiliado por el alcalde, quien, por cierto, ejecutaba sus órdenes y asumía sus funciones en su ausencia.9

8. De 80 rancherías en el río Yaqui se formaron 8 pueblos, que aún en la actualidad siguen funcionando como ocho en-tidades político-territoriales. No se sabe el número de ran-cherías en el Mayo, pero como su población era similar a la del Yaqui (35 000 habitantes yaquis por 30 000 mayos), su-ponemos que eran más o menos las mismas que las de sus vecinos del norte, lo cual dio como resultado la formación de siete misiones. (Moctezuma, 1996: 412)9. La máxima autoridad era el religioso, quien reprimía con rigor a quienes incurrían en hechicería, a los raptores de mujeres, a los amancebados, a los borrachos y a los holga-zanes. Esas prácticas sin lugar a dudas fueron ejercidas por

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Además de lo anterior, los misioneros desig-naban un conjunto de oficiales para ayudarlos en asuntos relacionados con la iglesia. Uno de los más importantes era el fiscal, que asistía al religioso re-sidente en todos sus deberes e incluso lo sustituía en su ausencia, convocaba a los fieles a los oficios y asambleas, anotaba los nombres de aquellos que dejaran de asistir a misa y a las fiestas importan-tes e informaba de cualquier tipo de transgresión que se cometiera. Los temastianes, otros oficiales que actuaban como catequistas, supervisaban la instrucción doctrinal de niños y mayores y se ase-guraban de que los primeros asistieran a misa. Las autoridades civiles y religiosas sustituyeron al in-cipiente consejo de ancianos, lo cual al parecer no provocó objeciones de los nativos, gracias a que en esos puestos se incluyeron a muchos de los mismos ancianos. (Ibíd.: 35)

A pesar de que el misionero era el amo y señor de la misión, los indígenas adquirieron una gran cantidad de experiencias organizativas, militares y religiosas y pusieron en movimiento una serie de prácticas: primero, el asentamiento de autoridades con rasgos tradicionales; segundo, guardar produc-tos alimenticios de una cosecha para la siguiente y la reserva de semillas de una siembra a otra; tercero, instalaron un sistema de irrigación artificial y con-trol de agua, canales y presas; cuarto, se dedicaron al pastoreo de burros, ganado vacuno, ovino y caba-llar, entre los cuales proliferaron estos últimos. El aislamiento de las misiones permitió su solidifica-ción, pues hasta el siglo xvii fueron las únicas ins-tituciones estatales permanentes. Los mayos y ya-quis suministraron el capital humano para la tripu-lación de los botes que hacían el servicio entre el río Yaqui y la costa peninsular. Al mismo tiempo, sir-vieron como asistentes apostólicos de los primeros misioneros y participaron como auxiliares en la ex-ploración de lugares desconocidos; incluso, en 1735 ayudaron a sofocar una rebelión en la península.

Como es posible observar, la explicación de las rebeliones indígenas ante la explotación o la limita-

los indios en espacios alejados de la mirada de las autori-dades. Asimismo, los castigos corporales, los azotes, el ce-po y el recorte de cabello, bien pudieron provocar una fuer-te indignación.

ción en la elección de sus respectivas autoridades, puede encontrarse en la adquisición de experiencias gracias al asentamiento de autoridades tradiciona-les y la organización religiosa y militar circunscritas a las prácticas jesuitas.

Al parecer, muchos de los indígenas habían en-tablado contacto con españoles fuera de las misio-nes gracias al trabajo en las minas, y además por la intervención de las autoridades virreinales loca-les a su favor con el fin de lograr una mayor auto-nomía económica de los nativos, asignándoles un pago de tributo y nombrando supervisores exter-nos para que vigilaran la conducta de los jesuitas en la misión. Aparentemente, allí se deja entrever una alianza entre las autoridades civiles y los indí-genas en contra de los misioneros: son muy claras las experiencias y las alianzas por las inconformi-dades entre los nativos. Por ejemplo, Juan Ignacio Usacame Muni, capitán de milicia y gobernador de Ráum, y su colaborador, Bernabé, gobernador de Huirivis,10 en 1736 discutían con las autoridades ci-viles los agravios cometidos por los jesuitas. Éstos inmediatamente ordenaron la aprehensión de los disidentes, pero posteriormente fueron liberados por sus compañeros. El alegato de los recién salidos era que en ausencia de Huidobro, en California, los mayordomos que tenían los jesuitas los maltrata-ban mucho y pedían a su alcalde (entonces lo era de la provincia de Ostímuri y Hiaqui don Miguel Qui-roz y Mora) para que se les quitase, pues eran forá-neos, y pusiese otros de su misma nación. Pero los jesuitas se oponían, defendiendo a su mayordomo Quiroz, quien sacó su peor parte al ser depuesto y hecho preso por los disidentes.11

Finalmente, Muni y Bernabé fueron enviados a la ciudad de México para presentarle al virrey to-das sus quejas; pero mientras ellos estaban allá, en 1740 explotó la insurrección indígena, expandién-dose rápidamente a los ríos Mayo y Fuerte: las pro-

10. «Ellos presumían de actuar como adultos civilizados al hacerse llamar “señor”, andaban por allí con séquito arma-do y, en otros casos, vestidos como españoles con armas, es-padas y demás». (Ibíd.: 58) 11. «Resumen de noticias de Sonora y Sinaloa, del año de 1734, hasta 1777», agn, Historia, vol. 17, exp. 26, ff, 158r-163v. (Ibíd.: 99)

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"Éstos" se refiere a las autoridades civiles? Checar coherencia del párrafo
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vincias de Sinaloa y Ostímuri estuvieron en pie de guerra durante varios meses y lograron expulsar de sus comunidades a los misioneros; fue hasta el re-greso de los líderes indígenas cuando se logró rees-tablecer la paz. En reconocimiento a ello, Huidobro nombró a Muni como capitán general de los yaquis y a Bernabé como alférez, ambos con autoridad pa-ra portar armas.

Las rebeliones se sucedieron constantemente, con un saldo, para 1750, de alrededor de 5 000 in-dígenas muertos. Luego se trabaron negociaciones de paz, lo que redundó para los indígenas en una completa autonomía, la conservación de sus cos-tumbres y gobierno, ejercido por un individuo de su raza; la posesión íntegra de sus tierras, sin derecho alguno por parte de los blancos para poseerla ni ex-plotarla; y derecho de conservar sus armas (Dabdo-ub, 1977: 296-297), todo lo cual habrían de conservar después de la expulsión de los jesuitas en 1767.

Por último, hay que destacar que después de 1740, los seris y pimas, quienes incluían a los pimas altos, eran cada vez más amenazados por los sua-quis, tanto como la frontera misional del noroeste. Ante eso, los mayos y yaquis, que tradicionalmente habían sido voluntarios, fueron obligados a prestar servicio militar para el Estado en pro de la defensa de su misión contra los «bárbaros».

Las fuentes de la disidencia y las oportunidades políticas de los indígenas

Desde los primeros contactos con los españoles, los yaquis y, sobre todo, los mayos, habían mostrado y desarrollado buenas estrategias diplomáticas, de donde no salían con las manos vacías; supieron ne-gociar los cambios en el contexto social y político con mayor ventaja para ellos, de lo que no fueron capaces los jesuitas. Al cooperar con la defensa de la misión y satisfacer las demandas de trabajo de la economía minera española, impidieron la imposi-ción de reformas más drásticas sugeridas por algu-nos inspectores, como la imposición de tributos o el establecimiento de colonos españoles en sus pue-blos. Gracias a todo eso, fueron capaces de conser-var sus tierras, sus comunidades y sus autoridades

tradicionales. (Hu-Dehart, op. cit.: 69)Después de la expulsión de los jesuitas, las au-

toridades de los indígenas protagonizaron un pa-pel de gran trascendencia. Por ejemplo, cada rancho poseía su gobernador, quien asumía como función vigilar la parcela y ranchos comunales y salvaguar-dar los bienes de la comunidad. El capitán general aumentó su poder y prestigio: al concluir las cam-pañas militares de 1769, José de Gálvez institucio-nalizó la milicia yaqui bajo el título de «Compañía de Nobles» al mando de su propio capitán general. Fueron precisamente estas antiguas estructuras las que se pusieron en movimiento durante las suble-vaciones en el siglo xix en contra del nuevo proyec-to liberal.

En los momentos en que las autoridades tra-taron de implementar la política agraria a favor de las haciendas en los valles del Fuerte, el Mayo y el Yaqui, se enfrentaron con un cúmulo de rebeliones indígenas. Más que considerar su aspecto económi-co, la tierra debía vislumbrase en su dimensión cul-tural. Recordemos que en la cosmovisión de los ca-hitas la tierra es el lugar donde habita el venado, el primer miembro de la tribu, el «hermano mayor», el «benefactor», la víctima que se ofrenda para dar el alimento de su carne.

Otro aspecto relacionado con la tierra es la exis-tencia del fiestero,12 que puede ser cualquier miem-bro de la familia. Supongamos que quiere pedir o pide a un santo por la salud de sus familiares o para evitar accidentes que pongan en riesgo la vida de éstos; para que esto sea posible, primero tiene que asegurar la disponibilidad de fuerza de trabajo de su familia, pues el usufructo se obtenía de la tierra y no era del todo seguro, lo que abría la posibilidad de sufrir toda una serie de calamidades en caso de

12. Las fiestas simbolizan tres formas de identidad: la iden-tidad familiar, en la que la responsabilidad es compartida por la familia extensa, la familia como principal apoyo o ins-titución organizadora; la división del trabajo, en la que los varones jóvenes proporcionan dinero, las mujeres jóvenes acompañan al fiestero para aprender lo relacionado con el cargo: los varones adultos aportan dinero y las mujeres adul-tas ayudan con el gasto y la cría de animales para su ven-ta; y, finalmente, los fiesteros, imagen de la iglesia. (Mel-chor, 1996: 531)

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Quién es Huidobro?
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suaquis y zuaques ¿son los mismos?, si es así ¿el correcto es zuaques?
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cumplir lo que se prometía, sobre todo cuando se hacían peticiones ante un grave problema.

Junto a lo anterior, aparecieron acontecimien-tos político-militares que favorecieron la insurrec-ción de los nativos. Por ejemplo, en 1811, en Badi-raguato, aprovechando la guerra de Independencia, los ópatas dirigidos por Apolonio García se rebela-ron, atravesaron primero el partido de Badiraguato para luego entrar en Sinaloa; posteriormente pasa-ron por Bacubirito y el 3 de marzo llegaron a Cha-ray, donde se enfrentaron con un destacamento de ópatas dirigidos por el capitán Juan José Padilla. Después de un largo tiroteo los rebeldes fueron de-rrotados, huyendo inmediatamente a los montes y dejando atrás 50 muertos y algunos prisioneros. (Nakayama, 2006: 115)

En 1824, el Congreso del Estado Interno de Oc-cidente propuso legalizar la propiedad de los sola-res de quienes, sin ser indígenas, se habían avecin-dado en las antiguas misiones y comunidades. Con ese pretexto, los ópatas del centro de Sonora se re-belaron y propusieron la creación de un gobierno indígena. Paralelamente, las autoridades quisieron obligar a los yaquis a pagar impuestos y repartir sus tierras, a lo que ellos se negaron y presentaron sus inconformidades; pero el gobierno envió tropas al río Yaqui; entonces, los yaquis se lanzaron a la gue-rra contra los yoris, dirigidos por Juan Banderas,13 quien estableció alianzas con los ópatas y su cau-dillo Dolores Gutiérrez, así como con los mayos de los ríos Mayo y Fuerte. Las guerrillas indígenas ata-caban y saqueaban ranchos y pueblos de los yoris, desde Horcasitas y Opusura, en el norte, hasta El Fuerte en el sur. El gobierno se vio obligado a tras-ladarse a Cosalá. Después de varios meses de en-frentamientos, en 1827 los rebeldes acudieron a su tradicional diplomacia, para que el gobierno reco-nociera la autonomía de sus comunidades a cambio de la deposición de las armas (Ortega, 1999: 179-

13. Llamado realmente Juan Ignacio Jusacame, tuvo una vi-sión en la cárcel que le ordenaba formar una confederación indígena para expulsar a los «gachupines» con la protección de la Virgen de Guadalupe y bajo la bandera de Moctezu-ma, por lo que se le empezó a conocer como «Juan Ban-deras». Encabezó la rebelión hasta su rendición en abril de 1827. (Córdoba, 1996: 194-195)

180). Con esto se terminó el sueño de Juan Bande-ras de formar un estado indígena independiente en el noroeste mexicano.

En adelante las batallas fueron libradas por los mayos y los yaquis. Estos últimos instrumentaron nuevas formas de resistencia basada en dos grupos: los llamados mansos, que trabajaban en sus propias tierras o en las haciendas, y los broncos, un sector de rebeldes que mantenían una lucha permanente contra los colonizadores y el ejército que los respal-daba. Los cambios de bandas eran frecuentes para permitir el descanso de unos y la incorporación de otros a la lucha armada.

La guerra de resistencia que libraron los indíge-nas no tenía tregua: las negociaciones de paz eran solamente estrategias diplomáticas perfiladas en dos sentidos: primero, al avizorarse la derrota mi-litar, pedían amnistía y conservaban sus derechos ancestrales; segundo, se preparaban para la siguien-te batalla, evaluando siempre los costos y benefi-cios. Esas prácticas, como lo dijimos anteriormente, vienen desde el primer contacto que tuvieron con los peninsulares, pues su asentamiento en las mi-siones, sin lugar a dudas, ayudó a ampliar esa con-cepción sobre la guerra y la diplomacia, lo cual que-dó demostrado especialmente en las negociaciones a fines de la década de los treinta.

Los siguientes años, de 1830 a 1856, no sólo se dedicaron a la agricultura, a la caza y a celebrar fes-tividades, pues en sus derredores constantemen-te había incursiones de pequeños propietarios que querían arrebatarles sus propiedades. El Estado li-beral, con el fin de crear la pequeña propiedad, de-cretó las leyes de Reforma en 1857, las cuales afec-taron a los indígenas al establecer que las corpo-raciones eclesiásticas y las propiedades comunales serían desmanteladas. Esto sin duda favorecía a los pequeños propietarios, con lo que prácticamente quedaba legalizado el despojo de los naturales.

Por lo general, los indígenas aprovechaban las oportunidades políticas para rebelarse (incluidas las alianzas entre ellos y con las élites regionales, así como con grupos escindidos de las élites y con aquellos ligados a las intervenciones extranjeras). Por ejemplo, entre 1838 y 1842, los yaquis de So-nora trabaron alianza con la facción conservadora encabezada por Manuel María Gándara, quien in-

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cluso tuvo que limar asperezas entre los jefes yaquis enemistados, como Tomás General y Mateo Taquín (Salmerón, 1990: 337-339). La guerra más cruenta y sangrienta entre el gobierno liberal y mayos y ya-quis, comandada por Mateo Marquen, Tomás Gene-ral, José María y Zacarías Armenta y Juan Bautis-ta, hermano de Manuel Gándara, se llevó a cabo en 1842; pero la balanza finalmente se inclinó a favor del gobierno, pues fueron tomadas las comunida-des indígenas. Esas alianzas pervivieron y para no-viembre de 1856 se vociferaba: «hay un alzamiento de los yaquis y mayos seducidos por los Gándara, que se suman a la guerra de los apaches contra la parte civilizada».14 Las batallas se sucedieron cons-tantemente hasta 1858, momento en el que estraté-gicamente, ya derrotados los sublevados, recurrie-ron nuevamente a la diplomacia, en este caso a la amnistía, la cual fue concedida por el gobierno.

Las rebeliones anteriores se presentaron ape-lando a su comunidad, autonomía y tierras comu-nales, y también estuvieron ligadas a la oposición al proyecto de fraccionar las tierras en pequeñas pro-piedades. Después de haber pactado la amnistía, a los indígenas —sobre todo los mayos del norte de Sinaloa— no les quedó más que seguir los procesos legales que ofrecía la nueva Constitución. No obs-tante, la ventaja se puso del lado de los notables e influyentes de la región, puesto que los mayos care-cían de cualquier conocimiento legal. Por ejemplo:

Blas Ibarra, Zacarías Ochoa, hicieron denuncios de tierras en diversos puntos del distrito [El Fuerte] en puntos como San Miguel, Mochicachui, Ahome, Bachomobampo y Bateve. Ante esta situación dos-cientos indígenas de Mochicahui y San Miguel que se vieron afectados con estos denuncios, solicitaron la intervención de las autoridades con el fin de man-tener sus propiedades de antaño.15

Paralelamente, los indígenas del río Fuerte se rebelaron junto a los de Mochicahui, dirigidos por

14. El Monitor Republicano, 1856, Arizpe Sonora, 23 noviem-bre. (Fuentes, 2007: 79)15. ahges, correspondencia de la Secretaría de Gobierno del Estado de Sinaloa, ramo Gobernación y justicia, 1860, exp. s/n. (Cázares, 2005: 85)

su gobernador Juan Espinosa, e intentaron atacar la villa de El Fuerte; y en la villa de Sinaloa los ha-bitantes de Ocoroni secundaron el ejemplo. Para el año siguiente, los yaquis del norte de Sinaloa, en comunión con los yaquis y los mayos sonorenses, se rebelaron pidiendo la restitución de sus tierras. Finalmente, para el mes de diciembre se celebraron las mesas de negociaciones entre los indígenas y las autoridades representadas por el prefecto de Ála-mos, don Manuel Salazar.16

Las treguas y negociaciones pactadas entre am-bas partes no fueron, desde la visión de los indíge-nas, para quedarse quietos; por el contrario, servían para organizarse y lanzar una nueva ofensiva con mayor fuerza. La paz era más bien una extensión de la guerra que libraban los cahitas, de ahí que en 1860 los yaquis y mayos volvieron a reanudar su lu-cha, que finalizó nuevamente en 1861 a través de un tratado de paz. Para 1872, los indios estaban otra vez en pie de lucha y atacaron inmediatamente el fuerte de Santa Cruz, obligando al prefecto de Ála-mo a marchar contra ellos, tras lo cual fueron de-rrotados y se vieron precisados a pedir un nuevo indulto.

Al parecer, todas las anteriores sublevaciones de indígenas sólo funcionaron como meros ensa-yos militares, pues se estaban preparando para al-go grande, donde nuevamente aparecieran las opor-tunidades políticas: la intervención de los franceses al lado de los conservadores. La sublevación se de-sarrolló en cadena: en el río Yaqui los nativos se le-vantaron encabezados por José María Barquín; los mayos hicieron lo propio y aparecieron otros gru-pos en el distrito de Álamos, en Moctezuma, Altar y Sahuaripa. Además, los ópatas y pimas se levan-taron con Refugio Tánori.

A fines de 1865 y principios de 1866, aprove-chando la coyuntura, se insurreccionaron los indí-genas de los distritos de El Fuerte y de Sinaloa bajo el liderazgo de Juan Espinosa y Carlos Alcorcha en Mochicahui, de San Miguel y Camayeca figuraba Al-bino Galaviz, natural y vecino de La Bajada, quien atacó las Higueras de Zaragoza. La insurrección al-

16. Archivo del Registro Agrario Nacional/Delegación Sina-loa, expediente del Ejido San Miguel Zapotitlán, exp. 115, ca-ja 32, f. 06 y 07. (Fuentes, 2007: 85)

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Es Taquín o Barquín? y el de la quinta línea: ¿Marquen o Barquín?
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canzó grandes dimensiones, pues los mayos logra-ron incendiar el puerto de Agiabampo y el de Ma-vari. Toda la mitad del año los insurrectos siguieron en pie de batalla, hasta que el jefe de la Brigada de Occidente, Ángel Martínez, decretó un indulto para los rebeldes. (Fuentes, 2007: 28; Cázares, 2005: 85-86; Gil, 1983: 237)

Además de lo anterior, el general Martínez dis-puso la restitución de las tierras usurpadas a las co-munidades indígenas; sin embargo, la legislatura no la respaldó, y para 1870 decretó la aplicación de la Ley Lerdo sobre la propiedad de los mayos, aun-que esa misma legislatura no aguantaría la presión de los indígenas y abrogaría dicha ley en 1873. En general, quedó lo suficientemente demostrado que los indígenas aprovecharon con fortuna las oportu-nidades políticas; además, utilizaron la diplomacia como método eficaz para mantenerse intactos res-pecto a sus formas de gobierno, a sus tradiciones y sus tierras; a lo que debemos sumar el que los in-dultos, la paz y la amnistía fueron muy comunes a lo largo del periodo colonial y durante el siglo xix. Asimismo, cabe decir que los cahitas, a lo largo del tiempo en que pervivieron en las misiones y aún después, adquirieron un conjunto de experiencias como montar a caballo y poner en práctica las tácti-cas militares españolas, pues sirvieron bajo las ór-denes de las autoridades civiles en defensa de las misiones y de sus propiedades en contra de las tri-bus de la frontera.

Esa misma experiencia se dibuja en las suble-vaciones de indígenas ocurridas en Ajoya de 1872 a 1876, quienes en la colonia y durante parte del siglo xix habían servido a las autoridades civiles con el fin de controlar y someter las rebeliones de otros nativos en la región:

Los indígenas de Ajoya habían sido hasta hoy con-siderados por el gobierno, sus pueblos gozaban de franquicias no concedidos a otras localidades y que se les permitía conservar las armas con que en otras épocas han acudido al llamamiento de las autorida-des y a la defensa de las instituciones. Hoy todo ha cambiado, queriendo eludir el castigo a unos cuan-tos de los suyos que reclamaban la justicia para los crimines cometidos en San Juan y cediendo a las ins-tancias de los agentes revolucionarios, se han rebe-

lado en contra del gobierno con las mismas armas que éste depositara en sus manos confiando en la protesta de fidelidad otorgado por su caudillo Feli-ciano Roque. 17

Ésta fue una de las movilizaciones indígenas más importantes ocurridas en el sur de la entidad, pues estuvieron a punto de tomar Culiacán, una de las ciudades clave en el centro del estado. Ese ejército se encontraba compuesto por una columna de al-rededor de 100 caballos y 50 infantes, comandados por Camberes; en cambio, la segunda columna, in-tegrada por 200 infantes, era dirigida por Felicia-no Roque. Estos últimos fueron combatidos por el general Cleofas Salmón, quien les infligió un duro revés, provocándoles varios muertos y heridos, en-tre los que destacan Plácido Hernández, Prisciliano Nabarez, Luz Uribe, Secundino Aguirre, Juan Mo-rales y Carlos García; a su vez, quedaron prisioneros Manuel Unzeta (pagador) y los soldados Macario y Eusebio López.18

Para esos momentos, los rancheros adinerados y las compañías deslindadoras fueron apropiándose de las tierras de los indígenas a través de la repre-sión, el engaño y el encarcelamiento. En ese con-texto, en la región del Mayo y el Yaqui comenzó a erigirse en 1874 el líder de los mayos-yaquis, José María Leyva, Cajeme, un indio y antiguo oficial de batallones republicanos que había servido en las fuerzas estatales y fue nombrado alcalde mayor del Yaqui con la finalidad de mantener sometidos a los indios al poder estatal, para lo cual organizó a los pueblos mayos y yaquis con sus gobernadores, alcal-des, capitanes y temastianes, desarrollando todo un aparato administrativo y ejecutivo. Además, se creó un sistema hacendario que grababa todas las activi-dades que se realizaban en su territorio y responsa-bilizó a cada gobernador de mantener una correcta disciplina y organización bélica en cada pueblo. (Ló-pez, 1987: 68-69)

Para 1884, los mayos y yaquis intentaron con-formar un Estado independiente. Como cabeza

17. Órgano Oficial del Gobierno del Estado de Sinaloa, 1876; Culiacán, Sinaloa, 30 de junio: 5.18. Órgano Oficial del Gobierno del Estado de Sinaloa, 1876; Culiacán, Sinaloa, 24 de junio: 4.

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principal estaba Cajeme, quien se lanzó a la lucha, obligado por el avance de la agricultura comercial, lo cual representaba un serio peligro para el gobier-no puesto que estaba fuera de su control. En 1885, los gobiernos implementaron una campaña que buscaba pacificar a los indios e incorporar sus tie-rras a manos de particulares, lo que lograron con la muerte de Cajeme en 1887. Finalmente, los indí-genas despojados de sus tierras integraron, por un lado, el mercado interno y, por el otro, la mano de obra indígena; al quedar desprovistos de la tierra, se vieron obligados a vender su fuerza de trabajo en los centros mineros o en las nacientes haciendas.

Esa reorganización e innovación social trasto-có varios aspectos de la vida rural de las comuni-dades indígenas. Al perder su propiedad, perdían los derechos de cazar, pastorear, del uso de cami-nos, talar árboles para acceder a la leña y obtener el carbón que antes vendían (Cázares, 2005: 105; Gil, 1983: 127). Muchos de los indígenas se convirtieron en peones de las grandes haciendas, lugar donde se desarrollaron formas de coerción como encarce-lamiento y tormentos especiales: se les confinaba días enteros en el fondo de una noria, se les colgaba de los pulgares o se les aplicaba el popular «cepo de campaña», que consistía en colgarlos de pies y ma-nos de modo que el cuerpo formara una especie de hamaca. Este tormento, infligido por el cacique, era el más utilizado para la gente que no se presentaba a trabajar los lunes.

La cosmovisión de guerra mostrada por los ya-quis y mayos durante siglos nuevamente se puso de relieve en 1910, pues más que sumarse a la Revolu-ción mexicana lo que hicieron fue, primero, apro-vechar la división entre las élites para rebelarse; y segundo, aliarse con los villistas, lo que los favore-ció temporalmente. Así, con esta rebelión los mayos buscaban reconstituir un poder degradado por la presencia de gran cantidad de hacendados, expre-sado a través del despojo de tierras y la conversión de los indios en meros trabajadores; quizá, también en la elección de sus autoridades y en la celebración de sus ceremonias religiosas.Revisando las acciones de los mayos en estos años pueden encontrarse pistas para lograr una mejor interpretación de su actuación. Primero, en 1913 cayeron de sorpresa sobre los pueblos de Mochica-

hui y atacaron las haciendas de José María Cazares, Rosario Valdez, Emigdio Rojo y Ramón Hernández; pronto el gobierno les ofreció el indulto, pero no lo aceptaron tal vez porque vieron que existía una fuerte división entre las élites. Segundo, en noviem-bre de 1915 los mayos del río Fuerte aterrorizaron a la población blanca y mestiza, saqueando, violando y matando, lo cual ponía de manifiesto sus antiguos y profundos rencores. (Ortega, 1999: 143)Algunas razones de esto último deben buscarse en la infrapolítica de los grupos indígenas que traba-jaban en las haciendas como peones, donde quizá

es bastante claro que cuando se realiza en pú-blico el ultraje se grava enormemente. Un insulto, una mirada de desprecio, una humillación física, un ataque a la calidad y a la posición de la persona, una grosería, son casi mucho más injuriosos cuando ocu-rren en presencia de testigos. (Scott, 2000: 143)

Tomando esto en cuenta no tiene ningún senti-do decir que los motivos del levantamiento fueron el despojo y la promesa de la reposición de tierras. En fin, la Revolución mexicana fue una mera opor-tunidad política que los indígenas utilizaron para rebelarse; así lo habían hecho antes con la guerra de Independencia y con la Intervención francesa.

Las rebeliones militares y tumultos populares

Las rebeliones militares se volvieron constantes a lo largo del siglo xix, sobre todo entre 1829 y 1876, la etapa de mayor convulsión política entre libera-les y conservadores. Estas acciones algunas veces fueron acompañadas por tumultos populares, aun-que también se suscitaron algunos independientes, sobre todo durante el porfiriato, provocados según los estudiosos por factores estructurales como ba-jos salarios, doce horas de trabajo, sequías, ham-brunas, asesinatos y decretos de leyes contra los co-merciantes mazatlecos. (Carrillo, 2002)

Inscritos en la historia tradicional, muchos de los trabajos referidos a las revueltas militares19 en-

19. Ortega, 1999; Ortega y López, 1987a; Buelna, 1966; Me-

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fatizan los eventos transhistóricos, sin tomar en consideración ninguna interpretación teórico-con-ceptual. La visión predominante sustenta que las pugnas entre liberales y conservadores estuvieron enmarcadas entre las élites de Mazatlán y Culiacán y la periodicidad trazada en los textos se despren-de de los acontecimientos circunscritos a la historia nacional: las guerras de Reforma, la Intervención francesa y la invasión norteamericana. El porfiria-to, en cambio, se concibe como una etapa de estabi-lidad política y de progreso económico que, según algunos estudiosos,20 no descendió al grueso de la población mexicana, lo que originó la presencia de grupos gavilleros en los caminos y las ciudades. He-raclio Bernal, el Rayo de Sinaloa, es un típico ejem-plo de esos bandidos representantes de un pueblo explotado por la tiranía dictatorial de Porfirio Díaz y Francisco Cañedo. Para Martín Tamayo, quien combina datos históricos y ficción, Heraclio Bernal encarna dos facetas: la del héroe, por el contenido político y social de sus proclamas, y la del bandido de los asaltos, saqueos y asesinatos. Sin alejarse de-masiado, Nicole Girón describe con fuentes prima-rias la participación política de Heraclio Bernal en contra el régimen porfirista. Por su parte, Verdugo Quintero, retomando el concepto de bandido so-cial21 de Eric Hobsbawn, argumenta que su actitud violenta obedece a una respuesta primitiva de clase a la explotación económica y represión sociopolíti-ca e ideológica a la que estaban sometidos los jor-naleros. El fenómeno de Heraclio Bernal también se interpreta como el precedente de las acciones de los trabajadores del campo fuera de tiempo y cuyos objetivos aún eran confusos (Verdugo, 1990: 28). En ese sentido, Bernal fue una lumbrera apagada por la modernidad, que incluía orden y progreso; pero que volvió a encenderse con Francisco Villa y Emiliano

na, 1942; Nakayama, 1962 o 2006; Grande, 1998; López G., 2002.20. Marín, 2006; Girón, 1981; Verdugo, 1992 y 1990; Ríos, 1995.21. Se define como campesinos fuera de la ley a los que el se-ñor y el Estado consideran criminales pero que pertenecen a la sociedad campesina y son considerados por su gente co-mo héroes, paladines, vengadores, luchadores por la injus-ticia e incluso líderes de la liberación. (Hobsbawm, 1983: 8)

Zapata, representantes de las aspiraciones de los sectores rurales. Sin hacer una aportación novedo-sa, Ríos Rojo dice que el bandido social es producto de una sociedad basada en la agricultura, con cam-pesinos sin tierras, oprimidos y explotados.

En general, Bernal es representado como un simple bandido desprovisto de toda capacidad para plantear ideas políticas, dependiente en ese senti-do de Jesús Ramírez Terrón y Trinidad García de la Cadena. Por todo lo anteriormente mencionado, se torna necesario analizar los grupos armados o gavillas como formas de conflicto político, toman-do en consideración la identidad y los imaginarios políticos. Nuestra explicación parte la postura de Charles Tilly (2000: 21-51 y 1998: 30-32) y Sidney Torrow (1997: 222-223), quienes sustentan que una situación abierta puede convertirse en un ciclo si un grupo en pugna con el poder logra alcanzarlo: si lo consigue, se aliará a su otro enemigo para fortificar sus posiciones contra otros nuevos contrincantes, y así al final del proceso divide a los actores colec-tivos en grupos en el poder y fuera de él cuya gente es inmovilizada, para luego mover a los restantes hacia acciones cada vez más arriesgadas hasta que la represión, la cooptación y la fragmentación aca-ban con el ciclo.

Entre tumultos y rebeliones militares Los años que median entre 1824 y 1860 en el ámbi-to nacional pueden calificarse como la etapa donde compitieron dos bloques de poder que buscaban el control del Estado: conservadores y liberales. En el plano local, en cambio, la situación de los conten-dientes no se dibujaba tan claramente, pues hubo una serie de levantamientos armados sin una defi-nición certera, además de que muchas acciones si-guieron dinámicas regionales.

Existe entonces toda una gama de interciclos que se manifiestan a través de una serie de insurrec-ciones militares y tumultos populares. Desde la gue-rra de Independencia hasta su consumación, las éli-tes nacionales y locales se fragmentaron y entraron en contienda por el control del Estado. Inmersos en una sociedad holista, tejían sus redes de poder po-lítico y económico a través de solidaridades, redes

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la gente que es inmovilizada es la que está dentro de los grupos en el poder o la de los grupos fuera del poder?
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clientelares, vínculos familiares y de compadrazgos. Específicamente, en la Intendencia de Arizpe y lue-go de Occidente, las distintas familias asentadas en la región comenzaron a disputarse el control políti-co y económico. Figuraban por un lado, en Cosalá y El Rosario, los Iriarte, Verdugo y Gaxiola; en Culia-cán radicaban los De la Vega, Fernández Rojo, Mar-tínez de Vea y Espinoza de los Monteros; mientras que en Álamos dominaban los Almada y los Salido y en el norte de Sonora los Elías González, Gándara y Escalante. (Ortega y López, 1987b: 22)

La medida de las contiendas entre las familias y los grupos de poder se presentaba en el escenario político. Por ejemplo, a principios de los años vein-te, los hermanos Espinoza de los Monteros, alia-dos del obispo Bernardo del Espíritu Santo y bajo la tutela del emperador Iturbide, ocuparon nichos claves de poder: Miguel, el secretario del obispado, se convirtió en gobernador de la provincia de Sina-loa; mientras que Fernando, el párroco de Culiacán, llegó a ser vicario general y capitán de las milicias; por último, Carlos se integró a la Junta Institutiva del imperio. Este núcleo político-sacerdotal se de-bilitó una vez que cayó Iturbide, lo que representó una oportunidad política que sus adversarios su-pieron aprovechar.22 Sin embargo, los Espinoza de los Monteros no perdieron el poder: desde sus po-siciones políticas trataron de evitar que Francisco de Orrantia y Antonio Fernández Rojo obtuvieran la representación ante el Congreso constituyente, argumentando indisciplina ante sus quehaceres (al segundo se le despojó de una capellanía de 4 000 pesos). No obstante, los acusados, en alianza con el jefe político de Sinaloa, Francisco Iriarte, lograron reposicionarse políticamente. Esa pugna continuó por algún tiempo pero, ya con la edad encima, el obispo Bernardo del Espíritu Santo, líder de la fa-milia Espinoza de los Monteros, perdió terreno en el noroeste mexicano. (Nakayama, 2006: 257)

Los bloques de poder se definieron claramente en la lucha por el control de la legislatura de Occi-

22. También se encontraban incrustados en el poder el pre-sidente del ayuntamiento de Culiacán, Miguel Antonio, que se encontraba casado con Ana María Fernández Rojo, pri-ma o hermana del presbítero Antonio y de Manuel. (Naka-yama, op. cit.: 256)

dente. Los masones, encabezados por José Manuel de Estrella y su aliado, el general Mariano Paredes Arrillaga, desataron una fuerte batalla contra el vi-cegobernador Francisco Iriarte, cabeza del grupo masónico escocés. Después de cinco años, el con-flicto entre ambos grupos culminó en 1831 con la separación de Sonora y Sinaloa, y quedó como go-bernador de este último estado Francisco Iriarte, aunque no logró tomar posesión, pues murió en la ciudad de México en 1832.

El grupo de Cosalá no tenía libre el camino, pues tuvo que enfrentarse en una guerra abierta contra el clan De la Vega para obtener el control del po-der político en el estado, que recayó sobre Antonio Iriarte y quien al parecer no tuvo el atrevimiento de tomar la gubernatura, por lo que la legislatura llamó al vicegobernador Manuel María Álvarez de la Ban-dera para que lo hiciera. Éste tuvo que hacer frente a un amotinamiento auspiciado por los De la Vega, que pronto fue sofocado; sin embargo, aquéllos tra-baron alianza con los jefes de las fuerzas federales como el teniente coronel Carlos Cruz de Echeverría, quien junto con el coronel José De Urrea atacó a las fuerzas estatales e hizo prisionero al vicegoberna-dor, mientras que Banderas se vio obligado a huir a Cosalá, donde renunció a la gubernatura en 1934. (Ibíd.: 261)

Una vez depuesto el gobierno, los veguistas ins-talaron un triunvirato conformado por José Palao, Tomás De la Herrán y Agustín Martínez de Castro, quienes pronto convocaron a elecciones para ocu-par la gubernatura y la legislatura del estado. El primero recayó sobre Manuel María De la Vega y Rábago, y el segundo en los hombres de su confian-za. Los demás puestos clave del poder económico y político fueron ocupados por sus hermanos: Rafael llegó ser administrador de Rentas de Tabaco en los departamentos de Sonora y Sinaloa, Cosme admi-nistró y se adueñó del ramo del tabaco en Culiacán y Antonio, vía Cruz Echeverría, se hizo cargo de la Administración de Rentas del mineral de Cosalá. (Brito, 1998: 65)

Los De la Vega no conservarían intacto el po-der por mucho tiempo, pues en 1836, con el adveni-miento del centralismo, se sumieron en una bata-lla campal por conservar su zona de influencia, ya que el gobierno central nombró como gobernador

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Revisar párrafo: Álvarez de la Bandera o Banderas es el vicegobernador, logra huir después (no mientras) que José De Urrea lo hace prisionero? o hay una confusión de nombres?
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al comandante militar de Mazatlán. Ante eso, los afectados instaron a la sublevación de la guarnición militar que terminó con la imposición de Pomposo Verdugo, cuñado del depuesto gobernador Rafael.

Lo anterior inauguró la fuerte pugna entre los De la Vega, que se identificaron con el federalismo, y el grupo de comerciantes mazatlecos que se in-clinaron por el centralismo, el cual les beneficiaba, ya que los funcionarios locales eran destinados por el gobierno central; además, muchos de ellos eran agentes consulares de sus países y como derivación gozaban de influencia ante el poder central, auna-do al apoyo de las fuerzas militares acantonadas en la ciudad porteña (Ortega y López, 1987b: 28). En ese marco, para 1845 Pomposo Verdugo aprovechó la ocasión para regresarle el poder al patriarca de la familia, Rafael De la Vega, quien desencadenó una fuerte batalla contra los comerciantes de Mazatlán.

Las intrigas por el poder político y económico entre el grupo de Culiacán y el de Mazatlán se in-tensificaron de 1845 a 1847. Cuartelazos y asonadas cimbraron el escenario sinaloense, muchos reali-zados bajo el auspicio político de acontecimientos nacionales. Por ejemplo, el 22 de enero de 1846, en el marco de la proclamación del Plan de Guadalaja-ra —jefaturado por Mariano Paredes y Arriaga, que desconocía a Santa Anna como presidente— en Ma-zatlán el teniente coronel Ángel Miramón se rebeló contra el coronel Francisco Facio, declarándose go-bernador; acto seguido, Miramón ordenó al prefec-to de Culiacán, Mariano Díez Martínez, aprehender al gobernador Rafael De la Vega, que pronto fue li-berado. (Ortega y López, 1987a: 159)

La inestabilidad política se sucedió constante-mente: en febrero el grupo de la guarnición recono-ció como gobernador a Pomposo Verdugo, pero al día siguiente elevaron al Ejecutivo estatal a Ángel Miramón. Ése era el pan de cada día: hasta agosto se turnaron la gubernatura el propio Pomposo Verdu-go, Martínez de Castro y Rafael De la Vega, quienes, avizorando que Gumersindo Layja era el candidato idóneo para ocupar la gubernatura, movieron hábil-mente los hilos de la política desterrándolo a Tepic. Después de algunos enfrentamientos entre ambas partes, finalmente el gobierno federal reconoció la administración de Rafael De la Vega.

Pero con esto no terminó la inestabilidad polí-

tica y militar; por el contrario, se intensificó, pues en 1847, en el marco de la invasión norteamericana, se sublevaron varios jefes de la milicia. Por ejemplo, el general Ventura Mora, junto con la guarnición de Mazatlán, se pronunció a favor del gobierno de Santa Anna, pero le concedieron la amnistía al po-co tiempo, cuando las tropas invasoras tenían blo-queado el puerto mazatleco. Sin lugar a dudas, ese amotinamiento fue propiciado por los comercian-tes de Mazatlán, a quienes la revuelta les permitía introducir mercancía proveniente de otros países sin pagar en las aduanas. La familia De la Vega no se quedó inmóvil, y en mayo nombró como vice-gobernador interino a Pomposo Verdugo. (Buelna, 1987a-3: 236-238)

No pasó mucho tiempo cuando Rafael Téllez, encargado de la comandancia de Mazatlán y aus-piciado por el grupo de ese nombre, desconoció al gobierno local y declaró estado de sitio, con aspira-ciones a ocupar la gubernatura estatal. Acto segui-do, Rafael De la Vega, gobernador legal, reorganizó sus fuerzas y ocupó la capital del estado forzando a Téllez a replegarse hacia el sur. En su persecución el gobernador conjuntó fuerzas en Concordia: las enviadas de Jalisco por el gobierno general y los destacamentos de Rosario dirigidos por el general Manuel Castillo Negrete. Viéndose en desventaja a principios de 1848, el general Téllez tramó una ne-gociación con las autoridades estatales y federales, para luego salir junto con su familia de Sinaloa.

Con todo lo anterior, puede vislumbrarse el cie-rre de una etapa —de un ciclo de acción colectiva más amplia— donde se encontraban enfrentados dos grupos de poder en la entidad: los De la Vega y los comerciantes mazatlecos. En ese contexto co-mo dijera Theda Skocpol (1984: 49-51), es ineludible resaltar las relaciones internacionales desiguales o competitivas, que ayudan a moldear la estructura de Estados y clases de cualquier país, influyendo en el marco interno en el que se presentan los estalli-dos revolucionarios, ya que la autoridad política es socavada y los controles de los Estados se abren así el camino a la transformación. Bajo ese argumen-to se acomoda la invasión norteamericana, que sin lugar a dudas logró provocar cambios importantes en la estructura del Estado, desde los controles del poder en la entidad y en el país hasta las cuestiones

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ideológicas. Además, ese trecho no puede calificar-se ni como centralismo ni como federalismo, pues en la entidad más bien aparece como un desfile de funcionarios que controlaban el poder a través de intereses muy particulares. Notorio es, entonces, vislumbrar que ni los De la Vega ni los comerciantes de Mazatlán poseían el poder, sino que, bien visto, era una disputa de contendientes a ejercerlo.

Parecería que la estabilidad política y militar perduraría momentáneamente con el arribo de Jo-sé María Vasavilbaso; no sucedió así, pues luego re-nunció y asumió el cargo el vicegobernador José Rojo y Eseverri y al poco tiempo se hizo cargo pro-visionalmente Pomposo Verdugo, quien tuvo que sofocar la sublevación de la guarnición de Mazatlán encabezada por Antonio Palacios Miranda y algu-nos otros oficiales que enarbolaban como bandera el Plan de la Ciudadela y se pronunciaban contra los tratados de paz con Estados Unidos. Para 1849, el mismo gobernador tuvo que hacer frente al tenien-te Agustín García, quien a la cabeza de 20 soldados se levantó haciendo prisionero al comandante ge-neral del estado, Ignacio Inclán.

Tras estos hechos se sucedieron dos gobernado-res, José María Gaxiola y José María Aguirre, has-ta que en 1852 fue nombrado constitucionalmente Francisco De la Vega. El nuevo gobierno fue recibi-do, como era de esperarse, por el grupo de Mazat-lán quienes, aprovechando lo impopular de las con-tribuciones personales (impuestos), auspiciaron un tumulto popular que recorrió las calles para luego presentarse ante el presidente de la Junta Munici-pal; éste, para apaciguar los ánimos, prometió no hacer efectiva la normatividad establecida. Al ente-rarse de esa acción el gobernador lo destituyó y el 28 de mayo ordenó al Juez de Primera Instancia reali-zar los embargos de las contribuciones, lo que fue rechazado en todas las tiendas. Los comerciantes llevaron música para reunir a la gente, acto seguido les tiraron dinero y el pueblo empezó a gritar «vivas al comercio y mueras al gobierno y las demás auto-ridades» (Buelna, 1987a-3: 55-56). Para someterlos, el 19 de junio el gobernador se trasladó a Mazatlán con fuerzas armadas a las órdenes del coronel José Tellaeche.

La respuesta fue inmediata. Pedro Valdés, ca-pitán de la guarnición de Mazatlán, junto con una

sección militar y apoyado por algunos extranjeros y gente del pueblo, puso preso al comandante general Ramón Morales; luego atacó el cuartel del goberna-dor, quien fue hecho prisionero y para obtener su libertad firmó un convenio donde aceptaba las im-posiciones de los comerciantes de Mazatlán —una de ellas fue retirarse de la población—. Sintiéndose dueño de la situación, Valdés se autoproclamó go-bernador y comandante general del estado; luego se adhirió al pronunciamiento de Guadalajara, donde se pedía la destitución del general Arista como pre-sidente de la República.

Después de intensos enfrentamientos militares entre las fuerzas de Valdés y Francisco De la Vega, la suerte ya estaba echada: para marzo de 1853 An-tonio Groso derrotó definitivamente al gobernador en Balacachi, El Fuerte. De esa manera, Pedro Val-dés se arrogó provisionalmente la gubernatura del estado; sin embargo, en marzo el poder recayó so-bre José María Yáñez, quien para 1854 se lo entregó a Pedro Díaz Mirón. Al poco tiempo, demostrando fuerza, el mismo Valdés se autoproclamó goberna-dor. (Ibíd.: 59-60)

El pronunciamiento del Plan de Ayutla, dirigi-do por Juan Álvarez y en el que se desconocía al gobierno de Santa Anna, provocó un conjunto de levantamientos en varias regiones del país. Como parte de ese engranaje, el escenario sinaloense se estremeció: diversas revueltas bajo la bandera de la Reforma reconocieron como prefecto de Culiacán a Eustaquio Buelna, quien duró en el cargo sólo tres días, pues fue encarcelado por el prefecto legal y co-mandante José Iguanzo. Tampoco prosperó el mo-vimiento encabezado por el teniente Plácido Vega en Tamazula, Durango, pues no contaba con recur-sos suficientes para hacer frente al gobierno.

Encumbrado Juan Álvarez en el poder, parecía que los sueños promisorios de la familia De la Ve-ga volvían a adquirir vida. De eso se encargó Pom-poso Verdugo, quien en octubre de 1855 recibió las complacencias del primer magistrado de la nación para ocupar la gubernatura del estado; sin embar-go, los rencores y odios de parte de sus adversarios, los comerciantes de Mazatlán y en este caso la fa-milia Iriarte de Cosalá, no lo dejaron disfrutar pací-ficamente de tan jugoso poder y junto con Iguanzo trataron de derrocarlo, obligándolo a refugiarse en

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Mazatlán. Inmediatamente, apoyado en el coman-dante del estado Pedro Valdés, el gobernador repri-mió la disidencia en diciembre, y el mineral de Gua-dalupe de los Reyes, propiedad de los Iriarte, fue sa-queado por órdenes del mismo Pomposo Verdugo. (Nakayama, 1987a: 340-341; Heras, 2008: 67)

Su gobierno duró hasta 1857, lapso en el que se sumió en fuertes e incluso violentos enfrentamien-tos legales con el grupo Mazatlán, de donde salió victorioso la mayor parte de las veces. Con la salida de Pomposo Verdugo del poder, la familia De la Vega vio relativamente eclipsado el suyo, aunque muchos de sus miembros, como Joaquín, Ignacio, Adolfo y Miguel, siguieron detentando puestos en los ayun-tamientos e incluso en la administración juarista. (Ibíd.: 68 )

Al poco tiempo de haber dejado el gobierno Pomposo Verdugo, en enero de 1858, el comandan-te de la guarnición de Mazatlán, Pedro Espejo, ape-lando al Plan de Tacubaya auspiciado por Ignacio de Comonfort, reconocía como gobernador al general José María Yáñez y como vicegobernador a Leonar-do Ibarra, el anterior gobernador. Ambos aceptaron los cargos y decidieron trasladar la capital a Mazat-lán. No pasó mucho tiempo cuando Yáñez fue lla-mado por Zuluaga a la ciudad México, dejando el poder en manos de Pedro Espejo.

Para restablecer la constitución de 1857, Pláci-do Vega, en alianza con el gobernador de Sonora, Ignacio Pesqueira, lanzó el Plan de El Fuerte el 19 de agosto de 1858. Lo secundaron en Culiacán Eus-taquio Buelna y el teniente coronel Ignacio Martí-nez Valenzuela, aunque no tuvieron mucho éxito por falta de apoyo; Pablo Lagarma y sus 200 hom-bres corrieron la misma suerte al intentar tomar el puerto de Mazatlán.

Lo que siguió fue una sucesión de enfrenta-mientos entre las fuerzas dirigidas por Pesqueira y las comandadas por las autoridades establecidas: en La Noria, Mocorito, chocaron las columnas de Pláci-do Vega y Jesús Morales contra las del general Ma-nuel Arteaga, quien resultó derrotado; el 3 de sep-tiembre, en Concordia, las fuerzas de Fortino León se sumaron a las de Lagarma y Pedro Sánchez y pa-ra octubre decidieron atacar Mazatlán, pero fueron repelidos; finalmente, Pesqueria en persona se hizo cargo de lanzar todo su poder sobre Mazatlán, pe-

ro no pudo tomarlo y tuvo que retirarse junto con Esteban Coronado a Cosalá, a donde los siguió José Iguanzo por órdenes del gobernador Manuel Arte-aga; la batalla se presentó el 11 de marzo en Mim-bres, donde resultaron triunfadores los primeros, que inmediatamente tomaron Mazatlán. (Aguilar, 1997: 68-69)

Ante el triunfo de los liberales, Pesqueira fue reconocido como gobernador de Sinaloa hasta el 4 de junio, mes en el que volvió a Sonora y dejó en el poder a Plácido Vega, quien tuvo que afrontar con su Brigada de Occidente la amenaza que Manuel Lo-zada organizaba contra el sur de la entidad desde el cantón de Tepic. Por un lado, las fuerzas de Anto-nio Rosales vencieron a Lozada en Escuinapa el 8 de febrero de 1860 y, por otro, Plácido Vega repitió la misma hazaña el 10 de mayo en las lomas de Ix-cuintla (Ortega y López, 1987a: 40). Sin embargo, las fuerzas de Lozada se reagrupaban constante-mente.

Un nuevo poder se configuraba en la entidad, los cacicazgos se iban construyendo con base en per-sonalidades y caudillismos militares: Plácido Vega, Antonio Rosales y Jesús García Morales se erigieron como prohombres de la vida política y militar de Si-naloa.

La contienda política y la definición del poder

Mientras Benito Juárez asumía la presidencia de la República en enero de 1861, en Sinaloa el Primer Congreso Constitucional designaba como goberna-dor al coronel Plácido Vega y como vicegobernador a Manuel Márquez (López G., 1998: 203-204). Eso sirve como indicador para asegurar que un nuevo ciclo con sus contornos bien definidos se iba confi-gurando, pues antes el enfrentamiento por el poder era sólo de dos grupos: los De la Vega y los comer-ciantes de Mazatlán. Ahora se trataba de caudillos que competían por el poder en pos de construir sus pequeños cacicazgos regionales. Dichos cotos de poder tenían los siguientes componentes: las pug-nas entre facciones en el ámbito local y nacional, sumadas a la Intervención francesa, que en muchas ocasiones sirvió para crear héroes o mitificar per-sonajes que por su valentía y arrojo se ganaron los

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clamores de la gente.Plácido Vega, personaje emanado de la Revolu-

ción de Ayutla, se consolidó como una prominente figura que encarnó en la entidad un poder político casi plenipotenciario de 1861 a 1864, lo cual logró por varias razones: primero, negociaba directamen-te la entrada de buques extranjeros en aguas nacio-nales con descuentos de un 40 %; segundo, colocaba en los puestos administrativos estatales a personal de su confianza; y tercero, el haber peleado contra los franceses lo convertía en un patriota. (Heras, 2008: 89-91)

Plácido Vega ejerció de manera directa, aunque efímera, el poder en el estado, pues el 4 de abril de 1862 declaró estado de sitio, disolviendo la legislatu-ra y asumiendo plenos poderes con el título de Jefe de Armas. Acto seguido comenzó el reclutamiento de pertrechos militares y hombres para contribuir en la defensa del país. En febrero de 1863 marchó rumbo al centro del país y dejó encargado de la gu-bernatura a García Morales, quien no tardó mucho tiempo en refugiarse en Mocorito ante la toma de la capital del estado por las fuerzas de Francisco De la Vega que, sin embargo, pronto fueron derrotados por las columnas acantonadas en Cosalá.23

Entre las mismas filas de la facción liberal, las pugnas y competencias por el poder político en la entidad eran agudas: la consigna era destruir el caci-cazgo de Plácido Vega, y por ello, para octubre y bajo el Plan de El Rosario, Joaquín Sánchez Román —comandante de resguardo de la Aduana Marítima de Mazatlán—, Ramón Corona —jefe de Brigada de Tepic— y Antonio Rosales se sublevaron desco-nociendo al gobierno de Morales, quien cubría la es-

23. Francisco Vega justificaba su levantamiento por lo si-guiente: decreto de préstamo forzado de 100 000 pesos para guerra; un enganche de 600 hombres era cruel para los pue-blos, que ya habían sido extorsionados. A Morales también se le acusaba de falta de interés en la dirección de la política local influida por malos consejeros; desbarajuste adminis-trativo; derroche de las rentas de la Federación y del Estado; descuido y apatía en la organización de la defensa nacional y egoísmo cerrado a toda colaboración en esta obra patrió-tica, traducido en hostilidad injustificada hacia los estados limítrofes de Durango y Jalisco en su empeño por combatir la intervención extranjera. (Mena, op. cit.: 91)

palda del multicitado caudillo (Mena, 1942: 91). Fue derrotado inmediatamente y de la gubernatura se hizo cargo Rosales, pero al poco tiempo Anastasio Aragón y José Rentería lo desconocieron, exigiendo en vano la reposición de Morales.

Eliminado el cacicazgo de Plácido Vega, surgió uno nuevo encabezado por el jaliscience Ramón Co-rona, quien se encontraba al mando de la Cuarta Di-visión de Occidente, que comprendía las guarnicio-nes de los puertos de Manzanillo, Mazatlán y Tepic y cuyo cuartel general se asentaba en Guadalajara, desde donde ejercía el poder (Heras, 2008: 95). Un típico caso se presentó en 1865 cuando, bajo el man-do del Batallón Hidalgo, el coronel Ascensión Co-rrea —uno de los jefes al mando de Corona— tomó la plaza y puso presos a los coroneles Jorge Grana-dos y Francisco Miranda, mientras que el goberna-dor Rosales logró escapar. Después se hicieron ne-gociaciones entre ambas partes, que se definieron de la siguiente manera: Correa quedó al frente del Gobierno y Rosales se retiró con su batallón a Mo-corito; pronto llegó Corona, quien dejó como susti-tuto del Ejecutivo a Domingo Rubí; el general Ro-sales lo desconoció inmediatamente, sin embargo, pronto pactaron, pues éste último fue requerido por las autoridades de Álamos para combatir a los fran-ceses, contra quienes destacó en la batalla de San Pedro, donde salió victorioso.

Derrotado el proyecto de los imperialistas y ex-pulsados los franceses de México, en 1867 quedó restablecido el gobierno de Benito Juárez y lo mis-mo pasó en Sinaloa, donde se llevó a cabo el ritual de las elecciones. Por un lado, compite el gobernador interino Domingo Rubí, impuesto por Ramón Co-rona; por otra, figura el comandante del estado Án-gel Martínez. Todo esto no fue más que ficción de-mocrática, pues la balanza se inclinaba hacia quien tenía la bendición del caudillo Ramón Corona. Rubí resultó designado gobernador para diciembre, pe-ro en 1868, desafiando al destino, Ángel Martínez, junto con los coroneles Jorge G. Granados, Adolfo Palacios, Cleofas Salmón, Jesús Toledo y el licen-ciado Irineo Paz, se sublevan argumentando fuer-za y presión (Nakayama, 1987a: 349) suscribiendo el Plan de Culiacán y luego el Plan de Elota, donde manifiestan su desconocimiento a las autoridades emanadas de la elección y proclamaban como go-

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bernador interino a Ángel Martínez.La revuelta pronto se extendió a otros lugares

de la entidad: Mocorito y sus directorías como Al-huey, San Benito, El Valle, Capirato; la villa del Fuer-te, la villa de Sinaloa y Bamoa; la prefectura de Badi-raguato y la directoría de la Ciénega en la celaduría de Culiacancito, Aguaruto y San Pedro; y finalmen-te Culiacán, Concordia, Mesilla y Malpica (Heras, op. cit.: 100). Ante la expansión e intensificación del movimiento disidente, el gobierno federal en-vió fuerzas militares al mando del general Donato Guerra, quien en abril de 1868, en Villa Unión, in-fligió una estruendosa derrota al ejército de Ángel Martínez, el cual inmediatamente huyó a San Fran-cisco. Palacios fue encarcelado en Mazatlán y Gra-nados y Paz fueron enviados a San Luís Potosí para ser enjuiciados.

El coronel Palacio escapó del penal de Mazatlán y partió a Culiacán, donde tomó la provisión con el objeto de incorporar a su ejército a los presos y ha-cerse de armamento. Desconoció al gobierno de Ru-bí y se proclamó por el regreso de Plácido Vega. Su ejemplo fue emulado en Escuinapa por Victoriano Cruz y en El Fuerte por Victoriano Ortiz. Al huir a la Sierra de la Soledad, Chihuahua, Palacios fue derro-tado y fusilado por el general Eulogio Parra. (Mena, op. cit.: 350; Buelna, 1987a-3: 125)

En febrero de 1870, Plácido Vega se lanzó por el Plan de la Concepción, adhiriéndose así la procla-ma del general Trinidad García de la Cadena contra Juárez. Algunas partidas de pronunciados llegaron cerca de Mazatlán, pero fueron vencidos sin mucha resistencia por el general Blas Ruiz. Mientras tanto Vega, con 500 hombres, atacó Escuinapa haciendo huir a las fuerzas de seguridad.

Hubo algunos levantamientos a favor de Vega. Por ejemplo, en noviembre un grupo dirigido por Evaristo Osuna en la municipalidad de La Noria, plagió a Natividad Osuna, quien fue derrotado por el director político; y en una acción paralela, un gru-po de exjefes militares como Cristóbal Andrade, Do-naciano Valdés y Camilo Isiordia, atacaron el cuar-tel militar ubicado en Siqueros. El grupo era dirigi-do por Isiordia, quien «en Escuinapa se dio a la fuga habiéndose venido con seis hombres, sin saberse su

paradero».24 A su paso por ese lugar, se sumaron a su gavilla varios hombres del presidio, y para batir-lo se coaligaron las fuerzas de las prefecturas: Es-cuinapa reclutó alrededor de 20 hombres financia-dos con recursos de los comerciantes locales y El Rosario mandó sus Fuerzas de Seguridad Pública, encabezadas por Isaac Espinosa. 25 No pasó mucho tiempo (1871) para que Camilo Isiordia muriera en el cantón de Tepic.

Bajo la misma bandera, una banda de forajidos dirigidos por Cristóbal Andrade26 invadió el Wala-mo y asesinó a Mauricio López. Brígido Reyes fue en su persecución con una fuerza compuesta por 30 dragones y 10 infantes, para después incorporarse a las filas de Francisco Cañedo, quien el día anterior había salido

con 45 hombres en persecución de Cristóbal An-drade, quien se encontraba con su gente acampando en el cerro Jey; luego siguió por Paredones, luego a Mocorito, descansó en la Noria. El prefecto de Mo-corito estaba listo con 50 infantes y 40 dragones, trató de comunicarse con Cañedo, para combinar fuerzas.27

En Culiacán, Andrade intentó tomar la plaza principal y el cuartel de la cárcel, pero los vecinos y las fuerzas federales al mando del capitán José Galindo repelieron el ataque. Perseguido antes de llegar a Mojolo, Andrade se separó para ocultarse en un rancho de los alrededores, pero fue descubierto por las autoridades y conducido a La Noria, donde fue fusilado.

En 1871 contendieron por la presidencia de la República Benito Juárez y Porfirio Díaz; y por la gu-bernatura de Sinaloa, Eustaquio Buelna y el general Manuel Márquez. La dupla Juárez-Buelna triunfó

24. Boletín Oficial del Estado de Sinaloa, 1871; Mazatlán, Si-naloa, 4 de marzo: 2.25. Boletín Oficial del Estado de Sinaloa, 1871; Mazatlán, Si-naloa, 18 de marzo: 2-3.26. La composición de la gavilla de Cristóbal Andrade puede consultarse en el Boletín Oficial del Estado de Sinaloa, 1871; Mazatlán, Sinaloa, 8 de abril: 2.27. Boletín Oficial del Estado de Sinaloa, 1871; Mazatlán, Si-naloa, 31de marzo: 2.

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sobre sus adversarios, pero los perdedores pronto se levantaron en armas. El 3 de septiembre, en Ima-la, Francisco Cañedo elevó una proclama contra la toma de posesión de los ganadores. En Piaxtla, por esos mismos motivos, se sublevó Eulogio Parra, quien para financiarse secuestró al diputado electo Pablo Iriarte. Secundaron esos pronunciamientos Juan de Dios Rojas, prefecto de Sinaloa; Ibón Guz-mán en Copala y Refugio Quintero en Aguacalien-te. La sección encabezada por Cañedo pronto fue aplastada por el general José Palacio, comandante de la guarnición federal. Posteriormente, Parra fue derrotado en El Fuerte por el capitán Susano Ortiz.

(Mena, op. cit.: 264)Para el 8 de noviembre de 1871, Porfirio Díaz

proclama en Oaxaca el Plan de la Noria, donde des-conocía el gobierno de Juárez. En Sinaloa, duran-te noviembre, la guarnición federal en Mazatlán, al mando de José Palacio, se pronunció a favor de Díaz; lo mismo hizo en Concordia José María Sope-ña; en Culiacán, el general Ignacio María Escudero; y en Rosario, el prefecto Hilario Ramírez, quien ase-sinó al jefe de la fuerza de seguridad, comandante Isaac Espinosa. Ante esto, el gobierno de Buelna se vio obligado exiliarse. No mucho tiempo después, llegó un ejército a las órdenes del general Sóstenes Rocha, quien tomó Mazatlán el 5 de mayo de 1872 y nombró gobernador y comandante a Domingo Ru-bí.

Rubí trató de hacer frente a todos los subleva-dos, sin embargo no logró tomar el control, pues en octubre el coronel López tomó Mazatlán para luego transferir el efímero gobierno a Francisco Cañedo, que pronto se rindió ante el general José Cevallos, quien se autoproclamó gobernador, pero claudicaría a favor de Ángel Urrea. Bajo el gobierno de este últi-mo, y como respuesta a la depreciación de las mone-das de cobre llamadas «cuartillas», el 22 de diciembre estalló un tumulto en Mazatlán, encabezado por Jo-sé Cayetano Valadés. El gobierno cedió finalmente y el Congreso fue presionado para que deliberara con las masas encima.

Buelna retomó el poder el 5 de mayo de 1872 y se sostuvo hasta 1875, cuando resultó electo el licenciado Jesús María Gaxiola. Una vez que éste asumió la gubernatura, sofocó los levantamientos dirigidos por Susano Ortiz en Tamazula y el de Pe-

dro Betancourt en El Guayabo. Los contendientes derrotados, que quedaron fuera del poder político, lanzaron una nueva ofensiva contra el Gobierno del Estado. Por ejemplo, José Cayetano Valadés recien-temente había combatido con fuerza al gobierno de Eustaquio Buelna y al de Juárez; ahora, los certeros ataques eran dirigidos desde La Tarántula, periódi-co de Mazatlán propiedad de Valadés. Dicha situa-ción se desarrolló de la siguiente manera:

Ha sido condenado a un año de prisión por el go-bernador del Estado [Eustaquio Buelna], porque co-mo impresor y dueño de La Tarántula, ha infringido escandalosamente la ley de imprenta. Abusaba de la prensa, bajo el anónimo para calumniar, difamar, producir enemistades, desavenir familias, sembrar odios, mezclarse con la vida privada y provocar vías de hecho contra el gobierno. Pero esto ha quedado demostrado que no está prevenido contra nadie, que es sincero la conciliación que quiere se establezca entre todos los partidos y por éste interés sufrió en silencio tanto tiempo y tacharse de débil. Estamos seguros que el señor Valadés reformará su conduc-ta abusiva, obteniendo indulgencia y consideración, sobre su pena que se le ha impuesto. El juez ha man-dado a suspender la ejecución de la providencia gu-bernativa por la solicitud de amparo que hizo ante el corregido.28

Al poco tiempo, en enero de 1876, Porfirio Díaz se sublevó de nueva cuenta proclamando el Plan de Tuxtepec, donde desconocía a Lerdo de Tejada. Circunscrito a esa bandera, el 11 de julio se levantó Francisco Cañedo en Culiacán, se apoderó de 18 000 pesos de la Casa de Moneda, impuso préstamos for-zosos y aprehendió al gobernador; enseguida, jun-to a los ejércitos de Donato Guerra, avanzó hacia el norte para combatir las fuerzas del gobierno; tam-bién Pedro Betancour se sumó al movimiento de di-sidencia y con 30 hombres se sublevó en el rancho El Guayabo. Después de fuertes enfrentamientos con las columnas federales encabezadas por el prefecto de Mazatlán, Eduardo Uribe, el comandante Cris-terna y el jefe de Seguridad Pública de Concordia,

28. Órgano Oficial del Gobierno de Estado de Sinaloa, 1873, Mazatlán, 28 de marzo: 4.

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Ibón Guzmán, los rebeldes fueron derrotados.29

Tras desconocer al gobierno de Lerdo de Teja-da y proclamando el Plan de Tuxtepec, el 25 de no-viembre se levantó en armas Jesús Ramírez Terrón, apoyado por el coronel Cleofas Salmón en Cosalá. Luego, Terrón, derrotó a Cristerna y el 15 de enero de 1877 sustituyó al gobernador Francisco Arce y trasladó la capital a Culiacán. Inmediatamente se convocó elecciones, en las que resultó triunfador Francisco Cañedo (Nakayama, 1987a: 360-363). En cambio, Ramírez Terrón ocupó la Comandancia Mi-litar de Mazatlán.

Abrazando los principios esgrimidos en el Plan de Tuxtepec, Francisco Cañedo se sublevó con la Fuerza de Seguridad Pública de Culiacán e inme-diatamente nombró como su teniente coronel a Manuel Inzunza; no tardó mucho tiempo en apo-derarse de la plaza del gobierno, lo cual derivó en la captura del gobernador Macario Gaxiola. Inme-diatamente, los rebeldes comenzaron a reforzar sus filas y decomisar fondos, armas y caballos, lo cual les permitió construir a los pocos días una columna de más de 1 000 hombres que pronto se sumaron a los 200 infantes y 50 dragones dirigidos por Donato Guerra (Mena, op. cit.: 301). La revuelta se diseminó rápidamente por los distritos del norte: San Ignacio y Cosalá. Para combatirlos, salió de Mazatlán el co-ronel Modesto Cristerna, reforzado por el teniente coronel Bernardo Reyes, quienes tuvieron una es-caramuza poco importante en el río San Lorenzo.

En el seno de la disidencia aparecieron las des-avenencias: como constructor del ejército rebelde, Cañedo sentía recelo por ceder la máxima jefatura a Donato Guerra. Esa diferencia entre los dos caudi-llos provocó sin duda su derrota, al grado de que pa-ra el 12 de agosto Culiacán fue evacuado. Los insur-gentes concertaron en La Morita: Guerra marchó con 600 infantes rumbo a Chihuahua para sumarse a los sublevados, mientras que Cañedo cubriría su retirada. Sin embargo, en el paraje Tameapa, cerca-no a Badiraguato, los sublevados fueron derrotados por las fuerzas del gobierno encabezado por Ber-nardo Reyes. El 2 de septiembre el núcleo de alzados localizado en los distritos de Cosalá y San Lorenzo,

29. Órgano Oficial del Gobierno del Estado de Sinaloa, 1876, Mazatlán, 8 de marzo y 16 de marzo: 5.

y capitaneados por Andrés Tapia y Feliciano Roque, fueron aplastados por Antonio Ibarra en el pobla-do La Caña, cerca de Zavala, distrito de Concordia. Los dirigentes lograron escapar y Guerra salió del estado en tanto que Cañedo se retiró a San José de Gracia, donde con 50 hombres se separó de Manuel Inzunza para atacar al enemigo en el centro del es-tado. Para no apoyar a Guerra, Cañedo decidió li-cenciar a sus tropas. Sólo quedaba la guerrilla de Inzunza, con esto se dio fin a la primera etapa de insurgencia del porfirismo en Sinaloa. (Ibíd.: 302-305; Grande, 1998: 305)

El 8 de octubre en Jocuista, distrito de San Ig-nacio, Modesto Cristerna logró dispersar a los 40 hombres que le quedaban a Feliciano Roque. El 12 de octubre las tropas de Inzunza derrotaron a las fuerzas del gobierno e inmediatamente tomaron la plaza de la cabecera municipal. Mientras Iglesias desconocía a Lerdo como presidente en México, In-zunza marchaba rumbo a Culiacán, donde fue re-chazado por las fuerzas del prefecto Jesús Ramírez Terrón, quien lo derrotó en el predio La Cofradía. En el ámbito político nacional, en noviembre de 1876, en Tecoac, cerca de Huamantla, las tropas ler-distas encabezadas por el general Ignacio Alatorre fueron derrotadas por las fuerzas de Porfirio Díaz, quien poco después entró triunfante en la capital del país. (Ibíd.: 307)

A los pocos días de la salida de Cristerna de Cu-liacán, el coronel Jesús Ramírez, prefecto político y comandante militar de la plaza, se levantó en armas desconociendo el gobierno de Lerdo; al poco tiempo se pronunciaron a favor Andrés L. Tapia, Manuel Inzunza y Lorenzo Torres, quien se apoderó de El Fuerte y empujó a los federales hasta los Álamos; lo mismo hizo Cleofas Salmón, prefecto y coman-dante de Cosalá.

A principios de diciembre de 1876 Ramírez Te-rrón marchó rumbo a Mazatlán, en su trayecto de-rrotó a las fuerzas de Bernardo Reyes, luego se diri-gió hacia El Rosario, donde se pronunció por el re-conocimiento de Porfirio Díaz como Presidente de la República. A esa proclama se sumó el 2 de diciem-bre el prefecto de Cosalá, el coronel Cleofas Salmón.

El 11 de diciembre, en La Noria, las fuerzas de Ramírez Terrón rechazaron el avance del ejército al mando de Bernardo Reyes enviado por el gober-

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nador Otalora Arce. Para reforzar al gobernador, el 14 de diciembre llegó Modesto Cristerna a Mazat-lán, con soldados de El Rosario. En ese ambiente, Otalora Arce reconoció como presidente a José Ma-ría Iglesias. Mientras tanto, las fuerzas de Ramírez Terrón se concentraron en El Rosario, donde enta-bló pláticas con Cristerna y firmó un convenio en el cual se ponían de manifiesto los resultados de la revuelta a nivel nacional. (Ibíd.: 308-309)

Para enero de 1877, Ramírez Terrón se despla-zó hacia el norte, llegando hasta Cosalá, donde era acechado por Cristerna, quien inmediatamente, el 5 de enero, ocupó la plaza central. El día siguiente, con 100 jinetes, Ramírez Terrón se abalanzó con-tra ellos, lo que inició una cruenta batalla en la que resultaron muertos Cristerna y muchos de sus sol-dados. Desmoralizados y llevándose el cadáver de su jefe, los federales retrocedieron a Mazatlán. Ac-to seguido, Ramírez Terrón ocupó la plaza de Cosa-lá, mientras Cañedo e Inzunza, influenciados por el triunfo de Ramírez Terrón, desistieron de un posi-ble levantamiento contra Porfirio Díaz.

El gobernador Otalora Arce nombró al general Domingo Rubí en sustitución de Modesto Crister-na, y el primero se presentó en Elota el 12 de enero, aunque inmediatamente fue desconocido por el co-ronel Troncoso, quien pronto se pronunció a favor de Díaz y entró con Ramírez Terrón en Mazatlán el 15 de enero de 1877. Finalmente, Ramírez Terrón se hizo cargo del Gobierno y de la comandancia militar del estado. (Ibíd.: 309)

Para abril de 1877, el gobernador Ramírez Te-rrón convocó a elecciones para la gubernatura del estado. Compitieron, por el lado del gobernador, Andrés L. Tapia; y por el de Díaz, Francisco Cañe-do, quien finalmente resultó electo. Con el arribo de Porfirio Díaz a la presidencia de la República y Cañedo a la gubernatura del Estado, se cerró el ciclo de acción colectiva.

En síntesis, Benito Juárez entró triunfante a la capital del país el 15 de julio de 1867 e inmediata-mente constituyó su gabinete: Sebastián Lerdo de Tejada en Relaciones y Gobernación, José María Iglesias en Hacienda, Antonio Martínez de Castro en Instrucción Pública y Justicia e Ignacio Mejía en Guerra. El 18 de agosto Juárez convocó a elecciones para la presidencia, pero al no tener oposición salió

victorioso para el periodo 1867-1872. Durante ese lapso, la élite liberal, que ostentaba el poder políti-co, se mantuvo quizá con algunas diferencias pero sin llegar a las rupturas.

En Sinaloa, en cambio, las élites no iban al com-pás con el centro, pues se encontraban ya divididas: con el Plan de La Noria de 1872, los grupos en el po-der comenzaron a sacudirse fuertemente; sin em-bargo, todavía no pude hablarse de una situación revolucionaria, pues aún no existían momentos de profunda fragmentación en el Estado y tampo-co hubo un resultado revolucionario que implicara transferencia efectiva del poder estatal a un nuevo conjunto de actores.

La situación revolucionaria se presentó hasta en 1876, con la rebelión de Tuxtepec. Las élites liberales se encontraban prácticamente fragmentadas: apa-recían en el escenario juaristas, lerdistas, iglesistas y porfiristas. Estos últimos comenzaron la rebelión en contra del gobierno de Lerdo de Tejada, la cual pronto se esparció por los principales puntos de la geografía nacional. Entonces, el resultado revolucio-nario se vislumbra a través de la toma violenta del poder por los porfiristas.

Así arribó a la presidencia de la República Por-firio Díaz y a la gubernatura de Sinaloa Francisco Cañedo. Con esto prácticamente se cerró otro ciclo de acción colectiva, pero se abrió uno más donde los marginados del poder fueron eliminados física e ideológicamente.

Entre la crítica y la represión

Retomando algunos referentes teóricos de Torrow, cabe decir que un resultado revolucionario a partir de condiciones revolucionarias se presenta cuando la clase dirigente rechaza todas las demandas en disputa y alguno de los rebeldes que aspiran a la soberanía consigue poder. Dichos rebeldes se alían para fortalecer su posición frente a nuevos rebeldes, un proceso que con el tiempo divide a los actores movilizados entre miembros del régimen y ajenos, a la vez que desmoviliza a algunos de estos últimos y conduce a los restantes a acciones cada vez más arriesgadas hasta que la represión, la asimilación y la fragmentación terminan con el ciclo. La repre-sión del gobierno puede adoptar diferentes formas

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Resaltado
Aquí, con la palabra estado, ¿Se refiere al ente de poder político o al territorio?
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y actuar con variada efectividad. En aquellos luga-res en los que el gobierno es capaz de concentrar sus medidas represivas de forma discriminada y directa contra los seguidores del movimiento, lo más pro-bable es que la represión acabe con éste o lo envíe a la clandestinidad. (Ibíd.: 223)

Con Cañedo se cerró el ciclo de acción colectiva y se abrió uno nuevo donde un conjunto de conten-dientes, primero aliados y después disidentes, co-menzó una lucha por el poder en la que, por la forta-leza del régimen, fueron eliminados física e ideoló-gicamente. Durante los primeros años del gobierno de Cañedo, se relacionan un conjunto de eventos y acontecimientos.

El ciclo se inauguró con el amotinamiento de 500 personas en la villa de El Fuerte en marzo de 1878, seguido por la movilización de una gran can-tidad de gente en Culiacán, que se agolparon a las puertas del Congreso de Estado. Esa situación estu-vo precedida por la compra de maíz a un precio de seis reales, a un peso, a diez y hasta doce reales el almud, cuando su miseria les dejaba algún recurso pecuniario para realizar esa adquisición, impután-dole al gobierno indolencia y complicidad en el es-camoteo que suponía estaba haciendo de los fondos destinados a remediar esas necesidades. Conforme se fueron consumiendo las pocas semillas que que-daban o que se mandaban traer por particulares, hu-bo muchas personas que murieron de hambre en los distritos de El Fuerte y Sinaloa, y otros tantos se en-fermaron porque comían biznaga pura o mezclada con maíz. (Buelna, 1987a-2: 169)

Ni con las abundantes lluvias del mes de julio se remedió la escasez de semillas, pues el 16 agosto el precio en la plaza de Culiacán llegó a 14 reales el almud, haciéndolo inalcanzable para el pobre. Esto provocó una manifestación pública que reclamaba medidas favorables para ofertar semillas baratas al público; el prefecto, presionado, reunió a los comer-ciantes para exigirles que abarataran los precios del maíz, infundiéndoles temor a un posible levanta-miento popular.

El gobierno de Cañedo, quizá todavía no muy só-lido, recurrió al asesinato de muchos de sus adversa-rios. Entre los más notables figuraban Aristeo He-redia, Francisco Vega el Churro, Gerardo Ocampo y Feliciano Roque, general de los indígenas de Ajoya.

Bajo la inspiración de Manuel Inzunza, prefecto de Mocorito, murieron más de 14 individuos, uno de ellos fue Librado Camacho, encargado del registro civil de la Ciénega.30

La prensa opositora al régimen de Cañedo se concentraba del lado de los contendientes por el po-der. A fines de 1878 los periódicos El Monitor del Pa-cífico y La Tarántula se abalanzaban contra Cañedo, exigiéndole que rindiera cuentas de sus gastos ex-traordinarios realizados con motivo de su visita a la ciudad de México; además, lo acusaban de llevar a la ruina el estado. Para 1890 José Ferrel, articulista de El Correo de la Tarde y redactor del periódico sema-nal rosarense La Píldora, se enfilaba sobre el decreto constitucional que suprimía el cargo de vicegober-nador. Como actores esenciales de la política, los periódicos opositores

atacan a los generales Reyes y González y han ocasio-nado desórdenes en partes del estado [...]. El Correo de la Tarde desde su fundación fue y es el órgano de la Cámara de Comercio de Mazatlán, cuyos intereses creen defender, habiéndose impuesto la constante tarea de atacar sin descanso y con insistencia todas las leyes hacendarias que implica alguna contribución sobre el comercio.31

El 16 de julio de 1878, el gobierno destituyó a Ber-nardo Vázquez, prefecto de Mazatlán, acusado de proteger disimuladamente a los redactores del pe-riódico opositor al régimen La Espada de Damocles. Ese mismo camino siguió el periódico El Día (1892, El Fuerte), pues fue suprimido por las autoridades municipales al encontrarse entre los redactores a estudiantes enemigos del gobierno de Cañedo.

Como opositora a la administración de Cañedo, La Tarántula de José Cayetano Valadés merece espe-cial atención por la transcendencia de la muerte de

30. Eustaquio Buelna, Breves apuntes, p. 208. (Mtro. Santos: Se refiere aquí a Breves apuntes para la historia de la Guerra de Intervencion en Sinaloa (1884). Culiacán, Sinaloa: Retes, que no está citado en la bibliografía? o la cita es de «El año del hambre y la muerte...)31. Fondo Documental Colección Porfirio Díaz de la Universi-dad Iberoamericana; Culiacán, Sinaloa, 23 de enero, 1891, en Briones, 1999: 85.

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Resaltado
Por favor diga si la corrección que se hizo está correcta (se incluyeron las palabras en rojo para darle coherencia).
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su redactor en la vida política de la entidad. Por sus demoledoras críticas, Valadés

había recibido varios avisos de que se maquinaba al-go contra su persona, y así lo había anunciando en su periódico. Los recibió de Culiacán, donde era público que algunos altos funcionarios habían dicho que de ir el gobernador a Mazatlán, no dilataría en morir La Tarántula; se lo dijeron en el mismo Mazatlán el secretario de Gobierno, Luis Salcedo, y el diputado Rivas García. (Buelna, 1987a-2: 173)

El 27 de enero de 1879 finalmente surtió efecto la amenaza de muerte contra Valadés. Mientras tran-sitaba por la esquina de la tienda Maxemin, con dos señoritas del brazo, al retirarse de una visita, el asesino, fingiendo estar ebrio, se acercó a ellos y le asestó una puñalada que lo mató instantáneamen-te. Al día siguiente, en las paredes de las casas ama-necieron letreros que decían: «Ignacio Solano, un bandido elevado por Cañedo al rango de ayudante de su persona, era el asesino; pero ni por esta indi-cación fue consignado a su juez, por el gobernador». (Ibíd.: 174)

La muerte de Valadés se revistió pronto de ma-tices políticos: los comerciantes y una multitud ma-zatleca aprovechó la coyuntura para canalizar y ex-presar su inconformidad contra el gobierno de Fran-cisco Cañedo. Desde tiempo atrás los comerciantes se habían manifestado contra los distintos métodos de recaudación fiscal impuestos por el gobierno, en tanto la gente común recordaba los agravios de que habían sido objeto, tales como la negligencia guber-namental frente a la escasez de granos en el estado y el rumor de asesinatos de algunos adversarios al régimen, así como la tradición de motines constan-tes en la ciudad.

De algarabía y zozobra se teñía el día 28 de ene-ro, cuando se sepultó el cuerpo de José C. Valadés. Una crónica del suceso, publicada en el periódico que le costó la vida, relataba:

Salió el cortejo fúnebre de la casa que fue su habi-tación con un acompañamiento numeroso, estaban los comerciantes nacionales y extranjeros con sus dependientes, pues se cerró el comercio y la ciudad estuvo de luto. Iban preparadas personas notables

a pronunciar oraciones fúnebres, entre más de dos mil personas que se hallaban reunidas en el panteón, pero habiendo observado en todo el pueblo una in-dignación sin límites se contuvieron, por no causar una alarma, y no faltó quien sacara el policía de ahí, pues se temía fuera asesinado por el pueblo. Al de-positar el cadáver en la bóveda que estaba prepara-da prorrumpió el pueblo con mueras Cañedo como responsable del asesinato alevoso de sr. redactor.32

Después de sepultar a Valadés, la multitud furio-sa e indignada avanzó rumbo a la casa habitación del coronel Carricante, lugar donde se hospedaba Cañedo, para obligar a éste a que se entregara a la justicia. Pero al visualizar a la muchedumbre, el gobernador se encerró y junto con Carricante co-menzaron a disparar dando muerte al joven Parra e hiriendo a otros dos artesanos. La respuesta de la gente subió de tono al tiempo que más personas se sumaban a la protesta vociferando «muera Cañedo, el asesino de Valadés». El siguiente día, la multitud buscaba por todas partes hacerse de armas para in-surreccionarse y tomar por asalto la casa de Cañe-do. En ese ambiente el rumor apareció para dibujar el escenario de incertidumbre sobre el paradero de Cañedo: «se decía que ya no estaba allí [en su casa] y unos decían que se había refugiado en el cuartel y otros que se había salido de la población». (Buelna, 1987a-2: 174)

El rumor también fue instrumentalizado por Cañedo para apaciguar la furia de la multitud, y el 29 de enero mandó llamar a Francisco Meza el Güilo pa-ra proponerle que asumiera la culpabilidad del ase-sinato de Valadés, pero recibió un no por respuesta, a pesar de los cual el Güilo fue conducido al cuartel militar para ser fusilado por asesinato, sin embar-go el rumor no funcionó, pues la muchedumbre ya prorrumpía gritando que el asesino no era Meza, si-no Ignacio Solano. La excitación de las masas no se apagaba: por el contrario, aumentó al grado de que el jefe de la guarnición federal, el general Loaeza, se vio obligado a declarar estado de sitio, situación que se prolongó hasta el mes de febrero, lapso en el que no había noche en la que no se pronunciaran por

32. La Tarántula, 1879. Mazatlán, Sinaloa, 29 de enero: 3, en Briones, op. cit.: 185.

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las calles de Mazatlán mueras «al bandido Cañedo».En general, la manifestación estaba compues-

ta sin duda por obreros textiles, tabaqueros, carga-dores, carpinteros, fogoneros, albañiles, estibado-res, peluqueros, sastres, zapateros y tipógrafos. Sus identidades se definían más bien por su pertenen-cia a un determinado oficio de trabajo o por sus la-zos vecinales.

Dimensionar los resultados políticos de la muerte de Valadés es poner énfasis en varias ver-tientes: primero, funcionó como una oportunidad para canalizar la inconformidad de las masas y de los comerciantes; segundo, provocó la intensifica-ción de la propaganda realizada por La Tarántula poniendo de manifiesto los asesinatos cometidos por el gobierno; tercero, se tambaleó la administra-ción de Cañedo, quien se vio forzado a dejar el go-bierno en manos del general Loaeza; y cuarto, la Le-gislatura local dispuso la sustitución de Cañedo por el presidente del Tribunal, Manuel Monzón, quien asumió el gobierno el 1 de febrero.

El nuevo ciclo de acción colectiva inició con el amotinamiento en El Fuerte y en Culiacán en mar-zo de 1878 en contra de la negligencia de las auto-ridades para resolver el problema de la escasez de granos, sumado a la intensificación de las manifes-taciones llevadas a cabo en Mazatlán en enero y fe-brero de 1879 por la muerte de José C. Valadés. Pero el punto más álgido del ciclo se extendió de octubre de 1879 a septiembre de 1880, momento en que el movimiento encabezado por Jesús Ramírez Terrón logró aglutinar al grueso de la disidencia. La etapa de 1880 a enero de 1888, fecha en la que murió He-raclio Bernal, fue en declive. Después sólo existie-ron algunas opiniones disidentes encabezadas por el movimiento buelnista.

Dos personajes, una mirada política: Ramírez Terrón y Heraclio Bernal

En 1876, Ramírez Terrón se pronunció contra el go-bierno de Lerdo de Tejada y abrazó el Plan de Tux-tepec encabezado por Porfirio Díaz y José María Iglesias. Al poco tiempo, derrotados y dispersos sus adversarios, Ramírez Terrón asumió provisional-mente la gubernatura del estado. Uno de sus más importantes actos fue publicar la convocatoria pa-

ra las elecciones del gobernador de Sinaloa, en las que se definieron dos facciones claras: por un lado Ramírez Terrón promocionó y favoreció la candida-tura del coronel Andrés L. Tapia, y por otra parte fi-guró —apoyado por el centro— Francisco Cañedo, quien finalmente para el 15 de abril de 1877, obtuvo la mayoría de los sufragios.

Derrotado su candidato, Ramírez Terrón desen-cadenó una serie de artilugios políticos que busca-ban socavar las estructuras del gobierno de Cañedo; sin embargo, previendo una posible tragedia política personal, decidió auspiciar el exilio de su adversario, quien por disposiciones federales fue trasladado el 30 de septiembre de 1877 a la comandancia de Aca-pulco. (Grande, op. cit.: 338)

Agraviado y desterrado, Ramírez Terrón resol-vió que la única vía para acceder al poder era a tra-vés de la fuerza militar; por ello, al caer la tarde del día 26 de octubre de 1879, se abalanzó con unos 15 jinetes contra el cuartel militar ubicado en Mazat-lán, aunque no llegó muy lejos, pues los 20 soldado

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federales los repelieron.33 Ante eso, decidió dirigir su camino hacia el sur, y en su trayecto reclutó los hombres con los que atacó El Rosario el 30 de octu-bre, pero de nuevo fue rechazado y tuvo que reti-rarse hacia Cacalotán. Hasta ese momento, la disi-dencia comenzaba a configurar su ejército; además, todavía no existía públicamente un discurso legiti-mador de las acciones colectivas. Los santos y los muertos trajeron de regalo el Plan de Copala, que esgrimía lo siguiente:

Art: 1. Habiendo cesado la tolerancia por la cual ha subido al poder supremo de la Nación el General Por-firio Díaz se desconoce a los tres poderes, Ejecutivo, Legislativo y Judicial de la Unión y de los Estados. Art: 2. Son leyes supremas de la República la Cons-titución de 1857, la Carta de Reformas promulgada el 23 de septiembre de 1873 y la ley relativa del 14 de diciembre de 1874, quedando subsistente y con el mismo carácter y de ley suprema el principio de

33. En sus inicios, Ramírez buscaba pronunciar lo siguien-te: «La hora de la justicia ha sonado, los tiranos tiemblan al grito de la libertad como dice Víctor Hugo [...] La patria nos llama a su servicio y necesita también de nuestra sangre. No debemos mostrarnos indiferentes a sus gemidos, no debe-mos tolerar los ultrajes que le cometen sus tiranos, tampo-co debemos sufrir el tratamiento inquisitorial de nuestros infames gobernantes; recordad que sois libres, que habéis dado a la nación unas leyes santas, sagradas, sublimes y que estas leyes están violadas desde la primera hasta su úl-tima página, porque los tiranos que malamente se llaman gobernantes y que debéis maldecir con toda la energía de vuestra alma porque han conculcado todos vuestros dere-chos y vuestras garantías que otorga vuestra noble Consti-tución. Debéis recordad la sangre de los mártires de Vera-cruz y aun humeando también la del infortunado escritor Sr. Valadés. Recordad pues que sois libres, que sois genero-sos y que delante de vos no se cometen atentados tan crue-les, tan inauditos. Recordad también que sois valientes, que sois hombres y que no os debe arrendar la crueldad de vues-tros tiranos, y que os deben vengar y no tolerar; en conse-cuencia señores... ¡Mueran los tiranos! ¡Viva la Constitución del 57! y ¡Viva el pueblo porque el pueblo es la ley y sabe ha-cerse justicia...!». (Gil, 1987: 193)

no discusión de No reelección de Presidente de la República, gobernadores de los estados y demás funcionaros de elección popular en general. Art: 3. Se desconocen todas las leyes, disposiciones y actos del llamado gobierno de Tuxtepec y Palo Blanco que sean contrarias a la Constitución de 1857 y a las le-yes de Reforma; las que en Hacienda con el carácter de ingresos reagravan las subsistentes hasta el 20 de noviembre de 1876 y cuantas afecten y perjudi-quen en el exterior de la República su ser político, su dignidad, intereses e independencia. Art: 4. Los gobiernos de los Estados que con oportunidad, des-pués de publicado este plan, se adhieren a él serán reconocidos por el Jefe del Ejército Restaurador. En el estado que esto no se verifique se reconocerá co-mo gobernador interino la persona que nombre el mismo Jefe del Ejército. Pero el Jefe que secundando este plan ocupe las principales poblaciones de un Es-tado, Distrito, Federal o Territorio asumirá provisio-nalmente mandos políticos y militares, dando cuen-ta inmediatamente para investirle de las facultades conducentes (sic). Art: 5. Se reconoce como general al Jefe del Ejército Restaurador de las garantías pú-blicas al C. General de División Miguel Negrete con todas las facultades que las circunstancias requieran hasta establecer el gobierno por este plan proclama-do. Art. 6. El poder Ejecutivo se depositará mientras se hacen las elecciones, en el C. Licenciado José Ma-ría Iglesias como Presidente de la Suprema Corte de Justicia constitucionalmente electo por la nación el periodo interrumpido de 1876 siempre que a los 15 días de publicado el presente plan en la capital de México haga conocer su aceptación en todas sus par-tes por medio de los periódicos de aquella capital [...] Su negativa o su silencio serán suficientes para in-vestir del carácter de Jefe del Ejecutivo al General en Jefe del Ejército, con facultades de organizar y pro-veer a todos los ramos de la administración pública [...] Quien en su caso podrá convocar una coalición de dos ciudadanos de cada estado, en los términos y tiempo que disponga la convocatoria, para que se elija el encargado del Ejecutivo [...] Art: 7. Las elec-ciones de los tres Supremos Poderes de la Unión se harán a los cuatro meses de ocupada la capital de la República, en los términos que disponga la Convoca-toria que expedirá el Jefe del Ejecutivo con arreglo a las leyes del 12 de febrero de 1857 y del 23 de diciem-

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bre de 1872 [...] Art: 8. Todos los generales, jefes y oficiales militares que con oportunidad secunden el plan se considerarán sus empleos y grado; los que no lo hagan se les dará de baja y se les exigirá la res-ponsabilidad como cómplices según la gravedad de los casos. Art. 9. Son responsables personal por los gastos de la guerra como los perjuicios que directa o indirectamente causen a particulares y al erario de la nación y de los Estados [...] todos los que sostengan el gobierno de Porfirio Díaz; cuyas penas se harán efectivas desde el momento en que los culpables o sus intereses se hallen en poder de cualquier fuerza perteneciente al Ejército Restaurador, haciéndose extensiva esta responsabilidad ante la autoridad ju-dicial que se hubiese establecido, aun los que apoyen y defiendan el orden civil la administración de Díaz sometido a juicio sin distinción ninguna, a todos los que hayan manejado caudales públicos de cualquier ramo, y a quienes los hayan recibido [...] Art. 13. To-das las personas sin distinción alguna, que con mo-tivo de la rebelión de Tuxtepec y el Plan reformado de Palo Blanco se encuentren expatriadas pueden volver libremente al país [...] Campo, en Copala, 2 de noviembre de 1879. Jesús Ramírez Terrón. (Gi-rón, 1981: 47-48)

La proclama lanzada por Ramírez Terrón se convir-tió en un faro luminoso, pues reivindicaba el res-tablecimiento de los pisoteados principios liberales de igualdad y libertad instituidos por la Constitu-ción de 1857, al tiempo que hacía un llamado a los miembros del ejército y a los exiliados para oponer-se al gobierno de Porfirio Díaz. Hacia ese horizon-te se centraban muchas miradas, lo cual permitió a Ramírez Terrón, en noviembre, atraer a su causa partidarios en varios municipios del sur de Sinaloa: en Siqueros y sus alrededores, José María Bazán, prefecto bajo el gobierno de Buelna, capitaneaba un grupo de 50 hombres; en Elota y San Ignacio, Hera-clio Bernal emergía como prominente jefe militar que, siguiendo las tácticas y estrategias del caudillo principal, después de un asalto dividía a sus hom-bres en pequeños grupos para que no fueran fácil-mente localizables. (Ibíd.: 42)

La rebelión seguía su curso: el 26 de noviembre de 1879, Ramírez Terrón se adentró en el poblado de Aguacaliente con un grupo de 9 hombres, despojan-

do a Juan N. Echegaray de sus 2 rifles y 800 pesos; pero el empuje de las fuerzas federales lo obligó a refugiarse en las montañas de Durango, pasando después a Zacatecas y finalmente al territorio de Te-pic, donde tenía muchos partidarios. Uno de ellos, Eduardo López, organizó varios asaltos en la región de Cosalá y Concordia, donde al enfrentarse con los federales intentó disuadirlos de sumarse a su movi-miento, pero al fracasar tuvo que dispersarse (Ibíd.: 44). Paralelamente, el 24 de noviembre, Heraclio Bernal asaltó con su disciplinada gavilla el poblado de Tacuichamona en el distrito de Concordia, donde se apoderó de dinero, armas y caballos. Su presen-cia como jefe militar se dejaba ver en otros lugares como Cogota, Laguna de Santa Rosa, Agua Nueva, Piaxtla y El Limón.

A principios de 1880, la revuelta de Ramírez Te-rrón sufría algunos reveses: Bernal, uno de sus cua-dros importantes en el Cerro de la Ánimas, cerca de San Marcos, sufría una derrota a manos del 6º Re-gimiento de Infantería; acto seguido, en una nueva batalla, cerca de Rosario, cayeron muertos los disi-dentes Esteban Valenzuela El Mocho y Juan Muñoz. Eso no significaba derrotar a la insurgencia, pues su proyección y ecos habían trascendido las fronte-ras sinaloenses, empatándose con otros movimien-tos revolucionarios en otros puntos de la geografía nacional. Ejemplo de ello se presentó en Durango, donde un amplio grupo de hombres dirigidos por el militar Jesús Valdespino se sublevó proclamando el plan de Copala. (Cázares, 2008: 117)

Para el 27 de junio de 1880 una gran fiesta se acercaba y todas las miradas volteaban hacia el lu-gar de la celebración: el patriarca bendecía a sus hijos obedientes, mientras castigaba a otros, pro-metiéndoles algún día también heredarles parte del cacicazgo político. Sin embargo, los excluidos, resentidos y considerándose con iguales derechos, se fueron renegando del padre. Ramírez Terrón y sus seguidores, enterados de esa situación, aprove-charon para entrar y saquear la casa y sumar a los desheredados. El asalto se prepara: Heraclio Bernal destroza las líneas telegráficas dejando incomuni-cado el puerto de Mazatlán con el resto de los po-blados de la región, sobre todo con la capital sina-loense.

Eran las tres de la mañana del día 26 de junio; en

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el puerto de Mazatlán todo parecía tranquilidad, so-lamente se escuchaba el canto de los animales noc-turnos. Pronto el silencio y la tranquilidad fueron alterados por la presencia de las fuerzas dirigidas por Ramírez Terrón y por un estridente grito de ba-talla: «¡Aquí está Heraclio Bernal!». Inmediatamen-te comenzaron a escucharse, tanto del lado de los asaltantes como de parte del cuartel militar, cómo las armas escupían fuego con la intención de ma-tar a su presa. El ataque de la disidencia se tornó apabullante y aterrador: repelían las pocas fuerzas dirigidas por los generales Bibiano Hernández y del Valle, el cual dejó 22 muertos. Los rebeldes, con José María Bazán y Heraclio Bernal heridos, vociferaban estruendosamente su victoria; acto seguido, Ramí-rez Terrón reunía en la plaza a los comerciantes y les solicitaba la entrega forzosa de 100 000 pesos.

(Grande, op. cit.: 350; Giron, op. cit.: 45) Para legitimar su proyecto político, Ramírez

Terrón pronunció un discurso referente al Plan de Copala, enfatizando su desconocimiento total al ré-gimen encabezado por Porfirio Díaz. Al poco tiem-po, los amigos se despidieron: Bernal, con su misión de expandir el movimiento, avanzó hacia el sur con sus tropas, mientras que Ramírez Terrón se retiró hacia la sierra, pues preveía el avance de las tropas federales acantonadas en Culiacán al mando del ge-neral Cleofas Salmón, que pronto salieron rumbo a Mazatlán, y para reforzarlos fueron enviados otros tantos elementos militares de Guadalajara y Queré-taro. Por otra parte, el coronel Bernardo Reyes al-canzó en Villa Unión a Ramírez Terrón, donde se desató una cruenta batalla que perdió el primero. (Ibíd.: 45)

La preocupación del gobierno era enorme, pues la disidencia iba cosechando triunfos, lo cual per-mitía a los descontentos (indecisos de sumarse a la rebelión) evaluar las condiciones y avizorar po-sibles éxitos. Como dijera Torrow, mayores son las expectativas de éxito si los grupos cuentan con con-diciones objetivas: sentimientos de comunidad, ex-periencias históricas, entorno cultural e identifica-ción del adversario. Con ello, el movimiento tiene la posibilidad de mantenerse y expandirse a otros sec-

tores de la sociedad, más si va cosechando triunfos aunque sean momentáneos, provocando imitacio-nes en otras regiones por otros colectivos que com-parten situaciones similares. (Torrow, 1997: 206)

Un conjunto de casos demuestran lo anterior: la misma escolta del gobernador, al mando de Ignacio Solano, fue enviada a combatir a Ramírez Terrón en Mazatlán, pero en el trayecto cambiaron de bando inesperadamente y se pronunciaron por la insur-gencia. Regresaron a Culiacán vitoreando mueras a Cañedo e inmediatamente, sin ninguna resistencia, se apoderaron de las armas y municiones que ha-bía en el cuartel, después liberaron a los prisione-ros y los incorporaron a sus filas, llegando a formar un grupo de 40 efectivos con los que se dirigieron rumbo al sur de la entidad. A los pocos días (4 de julio), en San Ignacio, el hermano del prefecto polí-tico Fortino Lafarga se pronunció a favor de Terrón y sumó a su ejército a los prisioneros de la cárcel del lugar; su hermano el prefecto no hizo nada, pues no contaba con hombres a su disposición (Grande, op. cit.: 350-351; Giron, op. cit.: 46). Hay que agregar también que quizá, desheredado del poder político, Domingo Rubí se sintió agraviado y se pasó al lado de los sublevados, faltando a su caballerosidad y de-cencia, según la prensa de la época.34

La toma de Mazatlán sin duda fue la cúspide del movimiento terronista, pues dejó al descubier-to algunos puntos frágiles del régimen porfirista, lo cual fue aprovechado por algunos descontentos in-decisos de sumarse a la disidencia. Además, el movi-miento golpeó levemente un aspecto central como la elección de gobernador y de presidente de la Re-pública, lo cual se tornaba importante para legiti-mar el poder político del grupo recién entronizado.

Una vez instauradas las autoridades, toda su atención se centró hacia el movimiento encabeza-do por Ramírez Terrón y Bernal. La suerte estaba echada, al menos para el primero, pues las tropas federales acosaban a los sublevados. Para restable-cer el orden, en el mes de julio más de 1 000 hom-bres reforzaron las fuerzas del coronel Reyes: 500 fueron transportados por mar de San Blas a Piaxtla para sentar plaza en Elota y así poder cortar el paso

34. El Correo del Lunes, 1880; 3 de febrero: 1, en Cázares, op. cit.: 121.

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Resaltado
Fortino Lafarga es el prefecto o es el hermano del prefecto?
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a los rebeldes, que se internaban hacia el norte de la entidad; mientras que 50 acantonados en el dis-trito de Concordia se desplazaron hacia La Noria y San Ignacio, ya que se rumoraba que en esos luga-res había conexiones con los círculos vallartistas de Guadalajara y con el general García de la Cadena, quien preparaba en Durango un movimiento de in-surrección. (Giron, op. cit.: 46 )

El acercamiento de las fuerzas federales no de-tuvo el avance del caudillo rebelde que el 10 de julio merodeaba las puertas de El Rosario, pero no en-tró y prefirió dirigirse a Concordia y Copala; luego prosiguió su marcha hacia Pánuco y San Ignacio, en donde entró el 3 de agosto con 400 hombres. En San Juan se le sumó Heraclio Bernal, después de cumplir la misión encomendada: la destrucción de las líneas telegráficas entre Culiacán y Mazatlán y consecución de armas y caballos (Ibíd.: 46). Al poco tiempo, con dirección a Tominil, Durango, Ramírez Terrón cayó por sorpresa en la plaza de Guadalupe de los Reyes, apoderándose sin combate de 15 000 pesos en plata pasta, 30 cargas de maíz, provisio-nes, caballos, armas y dos cañones que se encontra-ban en la hacienda. Esa noche las tropas federales durmieron a un kilómetro del mineral, sin intentar nada contra el caudillo, quien al día siguiente siguió su camino.

Mientras, las distintas columnas del ejérci-to porfirista se movían en distintos puntos de la geografía sinaloense: una sección capitaneada por el general Cleofas Salmón llegó a Cosalá con 150 hombres; para el 10 de agosto, arribaron a Culiacán 110 hombres del octavo regimiento de infantería al mando del coronel Parrat; un día después, para re-

forzar a Salmón, fue enviado el coronel Manuel In-zunza al frente de 60 elementos del escuadrón de Mocorito; para el 12 de agosto, el coronel Felipe Va-lle, con 25 hombres procedentes de El Fuerte, llegó a Culiacán para apoyar la plaza (Grande, op. cit.: 352). Tres días después las tropas federales, unidas bajo el mando de los generales Camacho y Salmón,35 se disponían a hacer frente a las fuerzas de Ramírez Terrón.

Aunque el movimiento terronista iba en decli-ve, seguía ganando adeptos en otras partes del país: por ejemplo, el 24 de agosto de 1880, en Fresnillo, Zacatecas, Benito A. Casas,36 comandante de un es-cuadrón, se pronunció por el Plan de Copala. Inme-diatamente, para disipar sospechas, el general Gar-cía de la Cadena, jefe de armas de Zacatecas, mandó en su persecución al coronel Lizaldi, quien lo cercó en el combate el 27 de agosto, donde resultó muerto el jefe rebelde.

Cada vez se iba cerrando más el interciclo de ac-ción colectiva: el movimiento que comandaban con-juntamente Domingo Rubí y Ramírez Terrón había sido golpeado bruscamente por las fuerzas del go-bierno a principios de septiembre de 1880, al sufrir una estrepitosa derrota en San Vicente, distrito de San Ignacio. A partir de ese momento, en lugar de recuperar fuerzas, las perdieron: el 17 de septiem-bre cayeron prisioneros en Tamazula, Durango, Jo-sé María Bazán y Carlos Montaño, hombres de con-fianza de Ramírez Terrón; al poco tiempo, el coronel José María Rangel dio alcance a los generales Do-mingo Rubí y Ramírez Terrón y al teniente Ventu-ra Estarrona, donde resultó capturado el primero, mientras que los otros dos, al verse perdidos, di-

35. El 20 de agosto, Salmón fue llamado por el general Cañe-do para hacerse cargo del gobierno, ya que había sido elec-to vicegobernador, pues Marino de Castro se encontraba en la capital del país resolviendo algunas funciones como sena-dor suplente, y a Monzón, presidente de la Suprema Corte de Justicia, no le tenían confianza.36. Decía en el pronunciamiento Benito A. Casas: «al adhe-rirme al Plan de Copala, proclamado el 2 de noviembre de 1879, lo he hecho porque veo en él la expresión sincera de las aspiraciones de los buenos mexicanos en la crisis que atra-viesa nuestro país y he querido prestar mi débil concurso a la restauración de las libertades públicas».

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Resaltado
Marino de Castro es correcto? o será Mariano Martínez de Castro?
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solvieron sus tropas, que se internaron rumbo a la sierra entre Sinaloa y Durango y sólo Terrón, con 10 hombres, llegó el 22 de septiembre al rancho El Sal-to, cerca de Mazatlán, donde fue sorprendido por sus enemigos mientras dormía en una choza: se de-fendió a balazos, pero los perseguidores abrieron un agujero por atrás de la casa, que estaba hecha de varas con lodo, y le atravesaron el cuerpo con va-rios tiros por la espalda. El general Ramírez Terrón murió, junto con su segundo, Morales, el día 22 de septiembre de 1880. Su cuerpo fue expuesto en la plaza pública de Mazatlán como advertencia a quie-nes se atrevieran a desafiar y oponerse al régimen porfirista. (Grande, op. cit.: 353; Cázares, op. cit.: 131)

Los rescoldos del movimiento terronista fue-ron combatidos incesantemente por el gobierno porfirista. Para acabar con los grupos ubicados en las áreas limítrofes de Sinaloa y Durango se comi-sionó a Antonio Galarza, jefe político de San Dimas, quien con 40 hombres alcanzó en el mineral de To-yoltita a 33 personas, de las cuales logró capturar a 15.37 Otras tantas personas fueron capturadas acu-sadas de estar conectadas directa o indirectamente con la sedición:

En el Distrito de San Ignacio, Blas Fernández, juez de Ajoya, fue capturado junto con otras perso-nas y presentados ante el prefecto del distrito en calidad de cómplices por habérseles encontrado ar-mas, parque y documentación que los involucró con los insurrectos.38

Los prisioneros que estuvieron más compro-metidos con el movimiento terronista fueron pasa-dos por las armas: por ejemplo, Juan Hernández fue fusilado sin previo juicio por órdenes del prefecto de Culiacán, Francisco M. Andrade; a los pocos días, en los distritos del sur, corrieron la misma suerte 18 personas. Los prisioneros con mayor rango y pres-

37. Periódico Oficial del Gobierno del Estado de Durango, 1880. 23 de septiembre: 1, en Cázares, op. cit.: 132. 38. Archivo Histórico General del Estado de Sinaloa (ah-ges) 1880, Índice de Correspondencia de la Secretaría de Gobierno del Estado de Sinaloa, ramo de Guerra, noviem-bre, exp. 6, f. 271. (Ibíd.: 132)

tigio se acogieron a la ley de amnistía39 dictada por Porfirio Díaz tres años atrás, entre ellos destacan el general Domingo Rubí y Jesús Valdespino.

Sin embargo, a pesar de lo que muchos estudio-sos han argumentado, no se cierra aquí una etapa, por el contrario Heraclio Bernal continuó el movi-miento, asumiendo los mismos postulados y mé-todos de lucha emprendidos por Ramírez Terrón, como el robo de metales preciosos y casas particu-lares, la imposición de préstamos forzosos, toma de cárceles, proclamación de manifiestos políticos y destrucción de líneas telegráficas (Giron, op. cit.: 49). Incluso puede decirse que Heraclio Bernal aglu-tinó muchos de los cuadros terronistas dispersos por la sierra de Sinaloa y Durango.

A la muerte de Ramírez Terrón en 1883, Hera-clio Bernal reemprendió un conjunto de acciones más bien para hacerse de recursos que le sirvieran para reorganizar sus cuadros militares. Específica-mente a fines de 1882, en la Cumbre del Oso, se pre-sentó uno de los primeros enfrentamientos entre la fuerzas bernalistas y las del gobierno, de donde resultaron cinco disidentes muertos y Bernal con un tiro en el hombro y en el muslo, a pesar de lo cual logró escapar (Cázares, op. cit.: 143). En el lap-so de 1880 a 1883, Bernal reagrupó y reclutó para su guerrilla a mineros, pequeños labradores, arrieros, bandidos y desertores de la fuerzas de gendarmería nacional, reductos de las fuerzas federales y anti-guos seguidores suyos, todos, o en su mayoría, pro-venientes de rancherías y comunidades enclavadas en las quebradas de Otaez, Santiago Papasquiaro, Viborillas, San Andrés de la Sierra, Remedios, Ran-cho Viejo y Amaculi, Durango; y La Labor, El Favor, El Chaco, Tolosa, Acatita, San Javier y Las Mesas, Sinaloa (Ibíd.: 144). Esos espacios se tornaron de gran importancia para el guerrillero, pues a lo largo de su lucha fue donde encontró aliados, protección, comida e incluso a los hombres que lo acompañaron hasta el final.

A partir de 1883 comenzaron a intensificarse las

39. En la que se decía que al sumarse a las armas jefes mili-tares que tuvieron méritos suficientes de haber servido a la patria, podría acogerse a una amnistía, si la ocasión lo po-sibilitaba. (Diario Oficial de la Federación, 1876, 6 de diciem-bre: 1-3, Ibíd.: 133)

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epopeyas bernalistas. Por ejemplo, para abril, cerca del poblado de Brasiles, al este del distrito de San Ignacio, el guerrillero enfiló su ataque contra Fran-cisco Torres, la autoridad de San Javier, y sus dos acompañantes, a quienes despojó de armas y dine-ro. Luego, para asegurar su retirada, Bernal se llevó como rehén a Torres hasta el pueblo de El Limón, donde robó a una vecina rica la cantidad de 80 pe-sos. Poco después, el líder rebelde asaltó en El Pue-blito la casa del alcalde Simón Lizárraga, a quien le quitó todo lo que pudo.

Para el mes de mayo se asestaron espectacu-lares golpes a los adversarios: Heraclio Bernal, en compañía de 9 hombres, en el punto «Piedras de Amolar» cerca de Agua Nueva, asaltó una diligencia que se dirigía de Mazatlán a Culiacán. Los viajeros presentaron pelea, pero Bernal los apabulló; el sal-do: un muerto y dos heridos (Benjamín Hill y el di-putado federal Rafael Ibarra) —los demás tuvieron que entregar sus pertenencias—.40 Acto seguido, el flaco fue a la casa del director político de Elota, a quien utilizó como rehén para presionar a los veci-nos de que entregaran dinero y armas y, para pro-teger su retirada, se llevó al funcionario hasta La Mesa, camino a Cosalá. Luego apareció en Conita-ca (pueblo minero localizado entre Cosalá y Elota), donde entró a la casa del alcalde y le robó armas, un caballo y 200 pesos, tras lo cual lo dejó prisionero en la cárcel.

El 5 de enero de 1884, nuevamente como un ra-yo, en el punto El Zorrillo, cerca de Elota, Bernal ca-yó sobre una diligencia que se dirigía de Elota a Cu-liacán, les robó y secuestró al inversionista del mi-neral de Zamora, donde al llegar se apoderó de 500 pesos y de los fondos que transportaba el recauda-dor de la renta pública que pasaba por el lugar. Ade-más, se les impuso préstamo forzoso a Prisciliano Millán (400), Alor Calderón (300), Eduardo Ames-cua (180) y Laura Edeza (200), sin olvidar 7 pistolas, 4 caballos y una mula.41 En su retirada rumbo a las montañas de Durango, perpetró dos asaltos más: en el mineral de Campanillas y en la tienda de raya,

40. El Nacional de México, 1883, 18 de julio, en Giron, op. cit.: 51. 41. Archivo Histórico de la Defensa, legajo: 481.4/12151, Ibíd.: 53.

donde sólo se llevó tres rifles, dejando el dinero que era de los empleados.

Debido a la rapidez con la que asestaba los gol-pes, el guerrillero no daba tiempo a las autoridades de actuar. Sin embargo, pronto se desencadenó una persecución conjunta de soldados federales y tropas de Sinaloa bajo el mando del general Cleofas Sal-món, director político de Cosalá y gobernador inte-rino del estado.

Cierto es que Heraclio Bernal no alcanzó a ob-tener montos de dinero semejantes a los adquiridos por Ramírez Terrón; sin embargo, decir que sus ac-ciones se limitaban a una economía de subsistencia es reducirlo a una persona sin ninguna conciencia y proyección política. Por el contrario, además de vengar agravios personales, sus acciones estaban dirigidas a golpear y desgastar el poder de sus ad-versarios políticos, de lo cual el pertrecho de su des-articulado ejército era una consecuencia.

Discursivamente, las autoridades militares y ci-viles minimizaban al caudillo rebelde como «ban-dido vulgar y grotesco»; no obstante, los mismos personajes que combatieron la revuelta de Ramírez Terrón fueron los dirigentes de la campaña con-tra el heredero terronista. El coronel Susano Ortiz lo persiguió en la región de San Dimas (marzo de 1884), a quien para mayo se le unieron alrededor de 40 hombres capitaneados por Timoteo Hernán-dez, quienes recorrieron los pueblos fronterizos de los estados de Sinaloa y Durango y no encontraron ninguna pista del jefe rebelde. Éste apareció en esos momentos nuevamente en Coyotitán, donde des-pojó de dinero y armas a los ricos de pueblo y resultó muerto Martín Silva. En los siguientes meses, Ber-nal intensificó sus ataques contra sus adversarios: el 16 de julio fue plagiado el padre del jefe político de Guadalupe de los Reyes, Epifanio Lomelí, quien al poco tiempo fue rescatado, aunque no pudieron atrapar a su captor; en su retirada, acosado por Su-sano Ortiz, tuvo que presentar batalla en Mesa de los Lobos, Durango, donde perdió a dos de sus hom-bres. (Ibíd.: 55)

Las acciones bernalistas no dejaban de mini-

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Resaltado
Quién es "el flaco"? Si es seudónimo de Heraclio Bernal habría que citar la fuente.
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mizarse, considerándolas sólo como quehaceres de malhechores que se dedicaban a robar y asaltar las negociaciones mineras como las de Zamora y Cam-panillas. Según un informe del jefe de la 2ª zona mi-litar, el general Echenique no tenían ningún sesgo político, y además postulaba que no debería inter-venir el ejército, pues el caso le correspondía a las tropas de los estados. Sin embargo, hay que poner de manifiesto que Bernal era reconocido por las au-toridades locales como heredero directo de la re-vuelta terronista. Así lo confirmaba el gobernador Mariano Martínez de Castro:

Después de que el ex general Jesús Ramírez Terrón, habiendo pretendido derrocar los gobiernos legíti-mos de la Nación y del Estado, fue vencido y muer-to el 22 de septiembre de 1880, no ha vuelto ha ser perturbada la paz pública esta región del país. Como restos de esa revolución, ha quedado sin embargo una gavilla que no pasa de 30 hombres, capitaneadas por Eraclio [sic] Bernal, que de tiempo en tiempo sa-le de sus escondites a hacer actos de bandolerismo en el camino y las poblaciones cortas de los distri-titos de Cosalá y San Ignacio, y a veces también de Mazatlán y Culiacán volviendo luego a dispersarse para escapar más fácilmente a la persecución.42

El movimiento de Heraclio Bernal alcanzó su cum-bre en el año de 1885, momento en el que aumentó su insolencia y con ella sus asaltos; las cantidades robadas y sus actividades tomaron un cariz político con la proclamación del Plan de la Rastra.

El 20 de enero de 1885, en el poblado de Quilá, Bernal entró con 30 hombres a caballo, los cuales llevaban cautivos a 8 habitantes del pueblo de San Lorenzo, asaltado en la mañana de ese mismo día. Los rehenes mostraron una carta al director políti-co de Quilá en la que se manifestaban las exigencias del líder guerrillero y la amenaza de fusilarlos en caso de no cumplirse lo expuesto. Ante eso, el fun-cionario se vio obligado a recaudar armas, dinero y caballos con los notables del pueblo; además, los mismos asaltantes saquearon la oficina recaudado-

42. Exposición del gobernador del Estado Mariano Martínez de Castro dirigida al pueblo en la entrega de poder a su sucesor (1884), en Cázares, op. cit.: 145.

ra de las rentas públicas y todas las tiendas que pu-dieron. Al momento de retirarse, todavía se daban tiempo para ridiculizar a la autoridad:

Todo mundo se divierte gratis [...] «solo falta uno —comenta Bernal—, vamos a invitarlo» y se di-rige a la oficina de telégrafos. El operador transmi-te sonriendo el siguiente mensaje: «Sr. General don Francisco Cañedo, Gobernador del Estado, Culiacán, Sin., Habitantes Quilá, así como amigos míos, in-vitan a Ud. Asista baile ofrecen su honor. Salúdolo afectuosamente. Heraclio Bernal.» (Gil, op. cit.: 198)

Inmediatamente salen a galope de Culiacán 50 hombres rumbo a Quilá, pero cuando por fin llegan al lugar el baile ha terminado. Bernal se había des-pedido del pueblo unas horas antes, llevándose pre-so consigo al español Eusebio Quintana, a quien te-nía en calidad de prisionero desde varios días atrás. Además de asaltos y secuestros de funcionarios, Bernal emprendía un fuerte reclutamiento volun-tario de hombres. Por ejemplo, en San Lorenzo se le sumaron otros 14 a los 16 que ya tenía y con los cuales llegó a Quilá. Después, en su retirada rum-bo a la sierra de Durango, llegó a Jocuistita con un grupo de 80 individuos y salió de ahí con 105.43 Al poco tiempo, específicamente el 21 de junio, al pasar por Remedios, Bernal contaba en sus filas con alre-dedor de 150 efectivos y una tropa que se le unió a dos leguas, capitaneada por Valdespino o Paredes. (Ibíd.: 60.) Existía sin duda motivos individuales y colectivos que llevaba a los individuos a sumarse a las huestes de Bernal, entre ellos los agravios per-sonales cometidos por los caciques de la región, la falta de seguridad, la ausencia de trabajo; o por la represión que las autoridades militares empren-dían contra los pueblos que se suponía apoyaban las huestes de Bernal.

A estas alturas, el heredero directo de Ramírez Terrón le va dando forma a su proyecto político, em-pezando por su ejército, que cuenta con toda una estructura jerarquizada:

De los oficiales que figuran con tal carácter en la chusma de bandidos, acompaño a Vd. una lista, así

43. AHD, legajo: 48.4/12152, en Giron, op. cit.: 59.

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como diré a Vd. que la mayor parte de los referidos bandidos son de Otáez, San Pedro, San Andrés, Rin-cón, Acatita, El Zapote, Santiago Papasquiaro y el distrito de Cosalá y San Ignacio. Lista de personas que figuran como jefes y oficiales en las gavillas de Heraclio Bernal Comandante: Heraclio Bernal. Ca-pitanes: Tedosio Bernal de Tolosa (Dist. de San Ig-nacio) José Zazueta (a) «El Sordo» (Dist. de Cosalá) Miguel Gandarilla de San Antonio de la Sierra (Du-rango) N. Correa. Tenientes: Francisco Quintero de San Andrés (Dist. Santiago Papasquiaro) (Durango). Un hermano de Quintero. Juan Medina del Mine-ral de Tominil (Dst. de Topia (Durango). Sargentos: Gabino Ramírez de Santiago Papasquiaro (Duran-go); Clase de Tropa José Delgado de El Zapote, D. de Santiago Papasquiaro, Durango, Sirilo Márquez, de Santiago Papasquiaro (Durango), Prisciliano Neva-res de Acatita, D. de Santiago Papasquiaro, Durango. Teniente: Pantaleón Bustamante del Rancho Busta-mante del Rancho Los Tecolotes (D. San Ignacio).44

Antes, Heraclio Bernal sólo había llevado una gue-rra defensiva, atacando, golpeando y desgastando a flancos políticos específicos, como jefes políticos, alcaldes y algunos dueños de minas y negocios. Sus seguidores eran muy reducidos, quizá porque algu-nos, desmoralizados, miraban sin muchas expecta-tivas el movimiento bernalista, pues acababa de ser desarticulada la revuelta terronista. En cinco años, las acciones no habían sido espectaculares, sin em-bargo sus constantes aparecimientos en la región le permitieron crear una forma de identidad, además de legitimar la violencia como método para hacerse de recursos y poder así ir construyendo un grupo armado más grande. Llegado 1885, su imagen ha-bía sido difundida ya no sólo por la prensa local, sino por la nacional, que en lugar de perjudicarlo lo ayudaba a proyectarse como un verdadero líder opositor del régimen de Díaz. Sus éxitos cada vez fueron mayores y sus bajas y pérdidas mínimas, lo cual ayudó a los descontentos a evaluar la situación de manera objetiva.

Otra ventaja que supo aprovechar muy bien el líder sublevado fue que el ejército lo consideraba co-mo un simple bandido, salteador de caminos, sin

44. AHD, legajo: 481.4/12152, Ibíd.: 59.

ningún plan político. De ahí que las fuerzas fede-rales rehusasen combatirlo arguyendo que era res-ponsabilidad de las fuerzas de los estados. Mientras eso pasaba, Bernal no perdía su tiempo y organiza-ba su ejército, al tiempo que se hacía de los recur-sos necesarios para emprender una fuerte ofensiva contra el gobierno. Para esos momentos, el líder re-belde, como heredero directo de Ramírez Terrón, comandaba lo que denominó «Ejército Restaurador de las Garantías Constitucionales». Asimismo, des-de un cuartel, Bernal, como comandante general, comisionaba a sus subordinados con facultades pa-ra organizar fuerzas, recoger armas y prestar las ga-rantías necesarias a los pueblos. 45

Mientras las autoridades militares sinaloenses recorrían infructuosamente la frontera entre Du-rango y Sinaloa, las fuerzas bernalistas, el 27 de ju-lio, caían en el pequeño mineral de La Rastra, ubica-do entre Guadalupe de los Reyes y Cosalá. Obtuvie-ron de la negociación mineral 475 pesos, 3 pistolas, parque y cabalgadura. Al día siguiente, en el puebli-to de Chacala, Durango, mató a José María López y mandó azotar públicamente a varios vecinos y se apoderó de todas las armas y cabalgaduras (Ibíd.: 65). En estos lugares Bernal difundía sus ideas, idea-les y sueños a través de un tosco documento que de-nominó el Plan de La Rastra (Marín, op. cit.: 92-93), cuyos principales puntos eran los siguientes:

Heraclio Bernal, Comandante de las fuerzas procla-madoras de las garantías constitucionales, a los ha-bitantes hago saber: Que el Gobierno actual no es obra de los hombres ni respeta las garantías que to-do hombre debe disfrutar con arreglo al Pacto Fede-ral de la República, por lo que es bien sabido que los actuales gobernantes se han impuesto por sí mismo y porque también es notorio que no hay moralidad ni justicia ni protección para los ciudadanos, pues unos cuantos se apoderan del poder y sólo se ocupan de enriquecerse y de exterminar a los demás, al gra-do de que nadie tiene segura la vida ni sus intereses, viendo además que se protegen a los extranjeros con perjuicio de los mexicanos, que por lo tanto es indis-pensable tomar las armas para quitar a los malos go-bernantes y hacer que impere la Constitución a cuyo

45. AHD, legajo: 48.4/12153., Ibíd.: 60.

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intento he proclamado el siguiente plan político: 1. Proclamo el restablecimiento efectivo de la Cons-

titución.2. Tomo el mando de las fuerzas pronunciadas hasta

que a mi juicio deba reasignarlo en persona que me inspire confianza para marchar con ella de acuerdo.

3. Invito a todos los buenos ciudadanos y declaro te-ner las facultades que me da la situación este plan y hacerlo triunfar.

4. Este plan se irá reformando según lo reclamen el curso de los pueblos y las luces de los ciudadanos que se presenten a sostenerlo.

5. Serán tratados con el rigor de la ley todos los que contraríen este plan o denuncien a sus defensores.

Es dado en La Rastra, a los 20 días del mes de ju-lio de 1885.

Con el plan de La Rastra, Heraclio Bernal pretendía legitimar sus acciones de secuestro y ajusticiamien-to de autoridades políticas, junto a los robos y asal-tos a los notables de los pueblos por donde se movía, todo eso en aras del restablecimiento de los prin-cipios de la Constitución de 1857, que habían sido pisoteados y usurpados por el régimen porfirista, que encarnaba el despotismo y la protección de sus propios intereses a costa del pueblo. Esto también ayudaba a legitimar las acciones violentas de parte de las autoridades civiles y militares, pues ahora los sublevados sí tenían un plan político que buscaba derrocar al gobierno de Díaz.

Con una bandera muy clara y con una estrate-gia militar nueva, el insurrecto apareció el 26 de septiembre de 1885 en el pueblo de Tamazula, Du-rango, donde, por cierto, él ya no participó directa-mente en el asalto (se quedó en las afueras con 30 hombres), sino que delegó la comisión a Gerardo Oceguera, uno de sus capitanes, quien con 30 efec-tivos realizó las operaciones que consistían en im-poner préstamos forzosos a los funcionarios públi-cos y los notables del pueblo. Para el 16 de octubre los ataques se enfilaron sobre el mineral Guadalupe de los Reyes, distrito de Cosalá, donde cayeron por sorpresa 200 hombres y se entabló combate contra las fuerzas del 7.º Regimiento, quienes después de cuatro horas finalmente se vieron obligados a ren-

dirse; sin embargo, lograron que no se llevaran a Dionisio Echeguere (Cázares, op. cit.: 154). Fue una de las acciones más espectaculares de los suble-vados por lo siguiente: obtuvieron 8 000 pesos, el botín más grande de todos los asaltos; robaron 45 Winchester, se realizó en pleno día y se capturó a varios soldados.

A fines de diciembre de 1885, el gobierno co-menzó a infligirle algunos reveses a Heraclio Ber-nal: específicamente en diciembre, el prefecto polí-tico de Las Yedras, Sinaloa, capturó a Alejandro Be-rrecuan, Inés Neváres, Vicente y Juan. Esa empresa se tornó importante para las autoridades porque los dos últimos eran hermanos de Heraclio. Después de esto, el gobernador Cañedo le encargó al general Domingo Rubí establecer negociaciones con el su-blevado. Rubí delegó la comisión al coronel Sóste-nes Irrabaren, quien se reunió dos veces con Bernal, que propuso como condiciones lo siguiente:

Estoy dispuesto a someterme al gobierno siempre que se me den toda clase de garantías y se admitan las siguientes condiciones: 1.ª Se me nombrará di-rector político de la municipalidad de Otáez para re-sidir yo allí. 2.ª Me pagará el gobierno general 30 000 pesos para atender a mis gastos y la seguridad de los pueblos que están bajo mi mando y a los demás que existen colindantes con dicha municipalidad, pues con este objeto se me concederá tener una gavilla de 25 o 30 hombres que yo pagaré de la suma que pido al Gobierno. 3.ª Se suspenderán las operaciones milita-res que se están ejecutando en mi contra, se resuelve si podemos llegar a un advenimiento. 4.ª Para que el gobierno esté más garantizado de mi lealtad en cumplir estos compromisos, le ofrezco 3 o 4 fianzas de hombres de dinero que otorguen su garantía por mí. 5.ª Los presos que tiene el Gobierno de Sinaloa, como son mis hermanos Vicente y Juan y el médico o curandero que nos acompañaba se me entregarán siempre que sean admitidas las condiciones que dejo estipuladas. San Andrés 26 de diciembre [...]46

Como se muestra en ese documento, Heraclio Ber-nal, además de buscar la liberación de sus herma-nos, pretendía obtener el poder político con cierto

46. ADH, legajo: 481.4/12153, en Giron, op. cit.: 68.

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grado de autonomía, sirviendo y gobernando para los pueblos que lo habían apoyado en su larga em-presa.

Las condiciones propuestas por Heraclio Ber-nal no tuvieron la respuesta que él esperaba; por el contrario, las autoridades decidieron someter a sus hermanos a un juicio sumatorio para luego eje-cutarlos; el curandero fue dejado libre. Anuncian-do y avizorando el declive de la acción colectiva, las fuerzas gubernamentales arreciaban la represión. Para sortearla Heraclio Bernal dividía sus efecti-vos en gavillas de 13, 6 y hasta 5 hombres. Los en-frentamientos se volvieron frecuentes: cerca de San Pedro, la guerrilla de Montoroz desató un cruento ataque contra los bernalistas, quienes sufrieron 4 bajas; en Bozos, otra guerrilla local rechazó a los su-blevados, matando a 2 de ellos; y por si fuera poco, cerca de Huajupa, un destacamento de tropas auxi-liares de Sinaloa tomó por sorpresa a otro grupo de insurrectos, donde murieron 4 y recuperaron 2 ca-rabinas y 3 pistolas. (Ibíd.: 71)

Con la intención de liberar a 40 prisioneros, las columnas bernalistas entablaron una espectacular batalla el 14 de febrero de 1886 contra los destaca-mentos federales encabezados por el teniente Ba-llesteros cerca de la Cuesta de la Soledad (inmedia-ciones de Los Remedios, Durango). Sin embargo, las fuerzas del gobierno actuaron con hábil destreza, asestando cuatro bajas a la disidencia. De los pri-sioneros, dos cayeron en el combate, mientras que otros lograron escapar.

Conforme se cerraba el ciclo de acción colectiva, las actitudes de los bernalistas y las fuerzas del go-bierno se fueron radicalizando. Se cumplen enton-ces los postulados que plantea Torrow al decir que:

Al ir declinando el movimiento aparecen el agota-miento y el fraccionamiento que implica la decaden-cia de la movilización, lo cual se va generando en la medida que los movimientos se organizan mejor y se divide entre dirigentes y seguidores, debido a que acarrean riesgos, costes personales y a la larga fatiga y desilusión. La resultante es el descenso de la par-ticipación que bien puede ser acelerado o provocado por las autoridades políticas a través de los meca-

nismos de represión. La decadencia de la participa-ción no se presenta simultáneamente en todos los sectores del movimiento, debido a que los que están en la periferia del desafío a falta de razones podero-sas para apoyarlo, son los que se retiran con mayor facilidad, mientras que el núcleo duro de la organi-zación, que lo integran los militantes más concien-tes políticamente, son los que persisten en la lucha. Suele suceder que muchos de los que desisten son moderados, hecho que elimina el freno para el desa-rrollo del extremismo y las confrontaciones violen-tas. La represión y facilitación se dan cuando, por un lado, los gobiernos rechazan todas las exigencias de los rebeldes y sustentan ese rechazo con el uso de la fuerza para destruir a la oposición; si la represión es efectiva, entonces provocará formas sectarias de or-ganización y formas de acción más violentas con la que se fomentará la deserción de los moderados y el abandono de las masas. (Torrow, op. cit.: 110)

Muchos casos específicos demuestran lo anterior: hay que resaltar que al delegar funciones, Bernal deja mayor margen de libertad a sus subordinados; por ejemplo, en Elota, el 16 de marzo de 1886, Fe-liciano Correa, Correitas, entró con 13 hombres al pueblo llevándose consigo 485 pesos, 4 pistolas, un caballo y los magnetos de la oficina de telégrafos. En contraparte, el gobierno también radicalizaba sus prácticas: ejecuciones públicas, aprehensión de supuestos cómplices, aplicación de la Ley Fuga a lo largo de todos los caminos con el fin de atemorizar a la población y aislar a la guerrilla bernalista. Esto puede mostrarse con el informe del capitán Dáva-los, del día 26 de marzo de 1886:

Bajé al arroyo de La Ciénega para tomar razón de un rumbo que llevaba [Bernal] [...] El celador de la Cié-nega tenía aprehendido al bandido Rufino Pérez, el que confesó que había estado en los asaltos de Gua-dalupe de los Reyes, Elota y San José. Lo conducía para este lugar (Cosalá) cuando al pasar por una que-brada se dejó ir con tanta violencia que no dio lugar más que para echarle una reata, que por casualidad le cayó en el cuello. Mande que lo subieran poco a po-co, pero cuando llegó a nosotros se había ahorcado. 47

47. AHD, legajo: 481.4/12153, en Giron, op. cit.: 73.

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Parafraseando a Torrow, el descenso de la participa-ción en las filas bernalistas comenzaba a expresar-se, motivado por los riesgos, los costes personales, la larga fatiga y la desilusión. Bajo esa idea, entre el 11 de marzo y el 12 de mayo de 1886 se indultó a 108 sublevados (entre ellos 3 mujeres) originarios de 18 comunidades y rancherías de Durango. Éstos entregaron 26 armas de fuego; no obstante, la abso-lución no fue completa, pues en cuanto depusieron las armas comenzó una cacería de las autoridades, ya sea para acabarlos o para incorporarlos forzosa-mente a las fuerzas del gobierno. Por ejemplo, sobre los indultados Paulino y Canuto Beltrán, Práxedis Barraza y Jesús Beltrán cayeron acusaciones y ór-denes de aprehensión por fechorías cometidas en el pasado. Mientras se perseguía a algunos, otros funcionaban como parte de las tropas federales, co-mo Darío Ayón, Calixto Madueño y Jesús y Andrés Carrillo, antiguos compañeros de Bernal. (Cázares, op. cit.: 165)

Mientras se retiraban algunos grupos menos comprometidos con el movimiento bernalistas, otros, los núcleos radicales, intensificaban sus en-frentamientos para seguir ganando apoyo de los militantes y poder evitar así las caídas. En ese sen-tido, el 29 de mayo de 1886, con 50 hombres, Bernal organizó un nuevo asalto al pueblito de Ventana, Durango, donde capturó a las autoridades y a los principales hombres de negocios del lugar, a quie-nes, para dejarlos libres, les exigió la cantidad de 1 200 pesos. Al poco tiempo, el 2 de junio, le tocó al mineral de Metates, Sinaloa, donde más que robar se buscaba golpear políticamente a las autoridades a través del secuestro y el ajusticiamiento. Del lado del gobierno también se seguía incrementando la violencia: entre los meses de agosto y de septiembre de 1886, las aprehensiones y ejecuciones sumarias se multiplicaron; víctima de esas medidas fue Jesús Parra. (Giron, op. cit.: 76)

En pleno declive del movimiento bernalista, se construyeron conexiones con una supuesta insu-rrección que dirigiría el general Trinidad García de la Cadena. Bajo esas sospechas se turnó orden de aprehensión en su contra el 15 de octubre de 1886, porque desde el 4 de octubre, sin permiso del pre-sidente, se había ausentado de la capital. Se desató

así una férrea persecución contra los conspiradores: el gobernador de Zacatecas inmediatamente comi-sionó al general Jesús Aréchiga para que capturara a García de la Cadena, pero éste logró escapar junto con el coronel Juan Ignacio Lizaldi, Bruno Acosta y otros cuatro soldados que lo acompañaban rumbo a Durango. En ese territorio el teniente Carlos Valde-rrama, en acuerdo con el gobierno zacatecano, salió en su persecución, dando con ellos finalmente, para luego asesinarlos (Cázares, op. cit.: 168). Se presume que las conexiones entre García de la Cadena y los insurrectos de Sinaloa y Durango se habían dado de la siguiente manera:

Se encontraban conexiones entre Carlos Ávila, denunciado por Manuel Quintero, hombre de con-fianza de Bernal: decía que Ávila estuvo dos días en el momento que se fraguaba la revolución de octubre de 1886 [...] el general Cleofas Salmón sabían los vín-culos Bernal-García de la Cadena-Ávila. (Ibíd.: 168)

Asesinado García de la Cadena, Bernal fraccio-nó su columna en pequeñas partidas en enero de 1887 y se abalanzó contra el pueblito de San Javier, Sinaloa, consiguiendo 900 pesos, 3 rifles, una pis-tola y algunos reclutas. Para el 3 de mayo, Ignacio Arrasola, uno de los capitanes bernalistas, asaltó Las Iguanas, obteniendo sólo 20 pesos y 5 caballos. Los mismos se presentaron después en Palmillas, donde se apoderaron de víveres y cabalgaduras y por último ejecutaron a un hombre pobre, oriundo de Puertas de San Marcos. Para marzo la combina-ción de varias partidas se preparaban para atacar el pueblo de Puertas de San Marco; su alcalde, entera-do, huyó hacia Mazatlán. Ante la ausencia de éste, Bernal ejecutó al hermano Francisco Rivera. (Giron, op. cit.: 78)

Finalmente, el caudillo rebelde cerró el largo y prolongado movimiento político iniciado por Ramí-rez Terrón en 1879 con la proclamación de El Plan de Conitaca, que no es otra cosa que la síntesis de un programa político que recogía las ideas, los sueños, los ideales y las proyecciones terronistas y cadenis-tas. Ese documento, independientemente de que lo

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El texto es ambigüo: "ante la ausencia de este" quiere decir que lo mató en lugar del alcalde, por no encontrarlo? Se refiere al hermano (hablando de religión) Francisco... o al hermano del alcalde?
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haya o no redactado Bernal, es la maduración o con-creción de un proyecto político. Entre los puntos esenciales estaban:

Ejército Restaurador. Cuartel General. Plan Político. Los que subscribimos. Considerando. 1.º Que el gobierno de D. Porfirio Díaz no reco-

noce por fundamento de ley. 2.º Que tampoco ese gobierno se recomienda por la justicia de sus actos y pureza de su administración. 3.º Que en ese mismo gobierno se ha entronizado (sic) la tiranía con su in-evitable cortejo de inmoralidad, desenfreno, viola-ción de las leyes, atropello de garantías, atentados asombrosos contra la vida del hombre, impunidad escandalosa y falta absoluta de respeto a la patria y de interés por su progreso y bienestar. 4.º Que es ilícito a los ciudadanos derrocar a los tiranos, por cuanto medios estén a su alcance.

Resolvemos.1.º Cesar el gobierno de D. Porfirio Díaz, y se

proclama el restablecimiento práctico de la Consti-tución de 1857, con sus reformas. 2.º Ocupada que sea la capital de cualquier Estado este cuartel general designará la persona que deba desempeñar el car-go de presidente provisional de los Estados Unidos Mexicanos. 3.º El presidente provisional de los Esta-dos Unidos Mexicanos tendrá facultades concedidas por la Constitución al Ejecutivo de la Unión, y las ex-traordinarias que reclame la situación. 4.º Ocupada que sea la capital de la República, el presidente pro-visional expedirá la convocatoria para organizar el poder público en todo el país, según la constitución. 5.º El General en jefe del ejército constitucional, el primer general de División que de acuerdo con este plan y unificar sus esfuerzos en bien de la Repúbli-ca. 6.º Se invitará al ejército mexicano y a todas las partidas de insurrectos para proclamar este plan y unificar sus esfuerzos en el bien de la República [...]48

Se dejan ver abiertamente en el Plan de Conitaca un conjunto de preceptos políticos: primero, se busca el derrocamiento del régimen de Porfirio Díaz por

48. Plan de Conitaca, Conitaca, enero de 1887, en Giron, op. cit.: 79-80.

considerarse ilegal e inmoral; segundo, se invoca, al igual que Juárez y Terrón, a la construcción de un Ejército Restaurador de los principios de libertad y democracia estipulados en la Constitución de 1857. Más adelante, se expresan postulados que hacen re-ferencia a preocupaciones de carácter nacional co-mo la erección de los estados del Valle de México, Cantón de Tepic y Laguna de Tagualilo, así como el traslado de la capital del país a la ciudad de Dolores Hidalgo. Agregaba el reconocimiento del municipio como cuarto poder del Estado, y uno quizás de gran trascendencia para el líder guerrillero: la abolición de la pena de muerte y el establecimiento de jurados para juzgar los delitos.

Heraclio Bernal quiso erigir un plan político que legitimara sus violentas acciones contra las au-toridades políticas y los notables de la región; sin embargo, para esos momentos era casi imposible reestructurar un fuerte movimiento, debido a que las alianzas entre las élites nacionales y regionales eran cada vez más estrechas; la fatiga, la desilusión y los riesgos personales habían provocado la deser-ción de muchos cuadros bernalistas; el incremento de la violencia por parte de los cuerpos militares en contra de la población civil sospechosa de apoyar a Bernal; y, por último, la muerte de García de la Ca-dena, que hubiera podido aglutinar, si no un movi-miento nacional, al menos uno de carácter regional.

Después de la proclamación del Plan de Coni-taca, el movimiento de Heraclio Bernal fue prácti-camente de carácter defensivo; además, muchos de sus principales cuadros comenzaron a caer en ma-nos de las fuerzas del gobierno. Todavía en abril de 1887 una partida de bernalistas de 40 hombres ca-pitaneadas por Cruz Jaime y Federico Peña cayeron sobre el pueblo de San José de las Bocas, donde se llevaron alrededor de 195 pesos, 2 pistolas y 2 ri-fles. Al retirarse dejaron varios ejemplares del Plan de Conitaca. La violencia del lado de las fuerzas del gobierno se intensificaba drásticamente: para abril, Julián Tapia y Anastasio Millán fueron ejecutados públicamente; Feliciano Correa, Correitas, fue apre-hendido en Zacatecas junto con otros dos compañe-ros. (Ibíd.: 81)

Bernal continuó los meses siguientes con otros tantos asaltos, los cuales pueden leerse como in-tentos desesperados por mantener con ánimo y

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BIBLIOGRAFÍA

esperanza a sus disminuidos núcleos de compañe-ros. Para octubre de 1887, todas las fuerzas dispo-nibles en los dos estados, todas las guerrillas y las acordadas se movilizaron con el fin de acabar con el movimiento de Bernal. Cayeron en esa redada 11 hombres en San Dimas y un tal Alejandro Martínez Domínguez, el Vicurí. Finalmente, a principios de 1888, el movimiento bernalista culminó: su princi-pal líder resultó muerto y muchos de sus seguidores fueron aprehendidos y ejecutados; otros se some-tieron al indulto prescrito por el gobierno de Díaz.

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