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LADISLAO GRYCH
¡QUIÉN COMO TÚ, SEÑOR! (2) Por mis hermanos que siguen buscando al Señor,
Francisco nace en la tierra de Durazno, en Uruguay; al caminar cerca del
río Yí; en tiempos libres, hago esos pequeños pasos en medio de una vida
tan grande en el Proyecto del Señor.
Fui franciscano por un tiempo, busqué los ideales; luché por lo sagrado
del Señor en medio de los hombres que caminan; es que de este modo mi
espíritu se elevaba.
Aún no sé lo que el Señor quiere de mi Francisco; ¿quizás, que llegue de
lo más hondo del corazón lleno del Señor, de la Vida?; ¿acaso, el mundo
no necesita de esas vivencias?; y si las espera, ¿cómo responder al Señor?
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PREFACIO
Después de los tiempos y de las cosas que pasan, he deseado
volver al mundo.
En medio de tantas impresiones distantes y cercanas a la vez,
sobre mi vida, aún en medio de una imagen soñada por el
hombre con su mundo, y de las expresiones que nacen más
de las urgencias del hombre que, de una historia real, viene
el pobre que vivió en Asís la gran fiesta de la vida, que con
frecuencia parecía ser Gólgota.
He venido por las expresiones que se iban acumulando como
un río; muchas de ellas seguían su camino de inspiración que
no termina con mi vida, y son parte de ella; pero todas tenían
un sentido como eran, en el tiempo cuando ocurrían, por la
realidad que promueven, por el cambio que inspiran.
Vengo por mi historia asumida por muchos que buscan la
inspiración en su propia vida, y quieren apoyarse no sólo en
Jesús, sino en alguien que podría estar más próximo a ellos,
por su debilidad.
Es interminable la reflexión sobre mí, que ayudó a despertar
a tantos espíritus en los tiempos y continentes; una historia
que miles de veces supera los sueños. La gracia me pone de
nuevo en el mundo, para ir desnudando la verdad de mi vida,
desde el Señor y delante del mundo.
He deseado volver, porque el Señor quiere que vuelva una
vez más. De hecho, no es mi decisión, que comparto con Él
de corazón; aún, sin poder entender lo que tiene previsto para
este regreso.
Es como si mi imagen ya plasmada por el Señor necesitase
volver a ser fresca, como si debiese recuperar su vitalidad
para poder impactar en aquellos que tomen las decisiones, y
aspiren por el Señor de la Vida.
Mi vida en el Proyecto del Señor llega a ser una semilla, que
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con mi muerte no sólo vuelve al lugar previsto por El, sino
que se ha quedado en la tierra, generando la vida de un árbol
que sigue tomando su dimensión en el tiempo y el espacio; y
llega a ser grande porque el Señor lo ha querido.
El árbol da muchos frutos en muchos hermanos del mundo,
multiplicándose miles por uno; genera la vida de los nuevos
árboles que hallan en la tierra un espacio justo en la historia.
Mi espíritu sigue sirviendo al Señor, tanto tiempo y de tantos
modos, participa de la inspiración que se despierta en los
corazones generosos, que crecen a la par, por la fuerza del
Espíritu.
Hoy, soy un árbol grande, pero desgraciadamente viejo; ya
no se caen sólo las hojas, como suele perderlas un árbol cada
año, sino que siguen cayéndose las ramas, y el tronco está
podrido.
¿Dónde están mis raíces? ¿Y para qué sirven, si el tronco es
puro agujero por dentro, si es un lugar donde se esconden los
pájaros con sus nidos, huéspedes que ni piensan en el día de
mañana? Si se pudre el árbol, harán sus nuevos nidos donde
puedan hacerlos.
Tengo presente una iglesia rodeada de muchos tilos, que en
algún tiempo de su vida eran lindos, despertaban mucha paz;
pero el tiempo ha sido justo: se hicieron viejos y cansados, y
nadie los quiso más. Las máquinas fuertes los arrancaron con
sus raíces; parece que no servían a nadie, ni al Señor.
Yo, Francisco, vuelvo otra vez, porque el Señor no quiere
que mi árbol se muera. Soy consciente de que muchos aún no
saben que está muriéndose; si les dijese la verdad, aún se
preguntarían por qué se la digo.
Muchos de mis hermanos viven como los pájaros en los
nidos de un árbol podrido, golpeando las paredes del tronco
viejo. Y si les digo esto, ¿para qué lo hago? ¿Sólo para
molestarlos? ¿Para quitarles la tranquilidad que aparentan
tener?
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Además, ellos no creen que yo he vuelto. Por eso tenemos
tiempo para discutir, cuestionar, aún hacer comparaciones,
buscar nuevos signos.
Debo estar atento a lo que me diga el Señor, mientras vayan
apareciendo los sabios. Ellos tendrán sus razones para poner
de manifiesto mi falsedad. Encontrarán los argumentos para
defender la pureza de sus ideales, que están en el papel y en
la boca. Por eso, ellos harán lo posible e imposible contra mi
venida.
Un falso no puede existir ni hablar, menos aún, encontrar
algún eco en el mundo. Y si lo encuentra, mejor que ni
piense lo que le viene. Lo que le espera es justo; los que se lo
hacen llegar, cumplen con lo justo de su lugar.
Con sólo venir al mundo me sucede lo que debe sucederme,
y no hay otro camino. Las cosas deben pasar y las tengo muy
presentes.
Me pregunté una vez, si los fariseos hubiesen sido distintos
ante Jesús, al darse cuenta de quién era Él. Me parecía que
las cosas igual pasarían; por eso, no me preocupa que el
mundo y mis hermanos me reconozcan, tampoco está escrito
que me acepten. Así la obra del Señor podría ser todavía más
grande.
Casi sería mejor que no me reconocieran; y si cuestionan y
dudan, que encuentren los argumentos válidos contra mí.
Si quieren que muera, que Tú, Señor, estés conmigo.
Que tus ángeles me acompañen; si debe ser así, una vez más
quiero morir por mi Orden, que es Tuya.
Tú, Señor, me lo haces ver antes de que hable en Tu
Nombre. Porque sólo Tú comprendes mi regreso a este
mundo.
Antes de comenzar a expresarme como una voz del Señor,
quiero recordar mis sueños. Una noche vi este escrito bajo
mi brazo, y de repente aparece un cóndor negro. Debía dejar
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el libro a un costado, porque me esperaba una lucha; pero
tenía mucha paz.
Me sorprendí, porque esa guerra no fue tan complicada; el
cóndor negro quedó vencido, pero las cosas necesitaban que
pasara un tiempo.
Otra vez me veo caminar dentro de un gran bosque de vida
fresca, llena de luz, con un sol penetrante. Soplaba un viento
muy lento, se movían los pastos recién crecidos más claros
que verdes; iba caminando; esta vez sí, tenía miedo.
Me parecía ver las ruinas por debajo de los pastos, es que la
construcción estaba demolida, y lo nuevo no cubría bien las
ruinas. Yo caminaba, el sol penetraba con su brillo la vida
agitada por el viento; y tenía miedo, al escuchar el aullido de
lobos, no tan lejano.
Entonces ya sentí mi vuelta a la tierra, ya estaba en el
mundo.
Y otra vez me desperté, y vi mi lugar lleno de luz, de paz.
Una luz violeta envolvía el lugar, la cruz colgada en la pared.
Fue un momento: es que sorprendido comencé a mirar fijo,
pero la luz se disipo y no he vuelto a verla.
Varias veces intenté recuperar esa visión y no la vi más; se
quedó en mi corazón.
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I. EN ALABANZA DE CRISTO. AMÉN.
Siempre, mi vida ha inspirado a mis hermanos, así el Señor
la proyecta. En eso ya no puedo poner nada mío, sino que
debo vivir consciente de que, a través de mí, el Señor se abre
hacia ellos, y si lo buscan, pueden encontrarlo.
Hay algo de atracción en mi espíritu que ni para mí es claro;
lo que viene desde más lejos. Es que cada gesto mío, cada
actitud, cada palabra, ya de por sí inspiran.
Por un tiempo, a esa gracia la iba asumiendo como lo mío;
pero eso sólo me servía para crecer en vanagloria humana,
me ayudaba a hundirme más en lo humano y lo del mundo.
Aún entonces, había algo en mí que atraía a los hermanos
que me rodeaban; por eso, venían sin ningún esfuerzo de mi
parte, sin que los buscase; sin palabra ni gesto. Eso lo tenía
claro; sin embargo, no supe preguntarme ni buscar el porqué;
estaba más allá de mi comprensión.
Hoy puedo decir que así me había proyectado el Señor, que
de esta manera se iba a expresar mi vida; y no hay nada que
decir contra su Proyecto.
Puedo ver que hay pocas cosas que llegué a hacer bien.
No estaba contento de lo que hacía, al ver mis falencias, mi
falta de dedicación, mis impaciencias; sin embargo, las cosas
del Señor iban apareciendo, se iba construyendo la vida; y
los hermanos recibían inspiración a través de mí.
¿Qué podía hacer yo frente a esa realidad?
Ir sorprendiéndome cada día y sonreír, al ver mi pequeñez
ante la grandeza del Señor misterioso en su Proyecto.
Alabarlo por ver su obra en mi vida; y esperar con curiosidad
cada nuevo día, que era una nueva sorpresa del Señor. Es que
esa sorpresa me tocaba permanentemente, porque Él obraba
más allá de mis debilidades, más allá de mis equivocaciones,
de mi orgullo; de hecho, todo salía bien para el Señor.
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Analizo hoy mi vida, y veo que muchas de mis decisiones
han sido tomadas con apuro y por motivos ajenos a los
principios del Señor. Sin embargo, servían igual, porque eran
decisiones tomadas por lo que tenía sentido. Eran necesarias,
servían para algo que estaba en el Proyecto del Señor.
Cuando vuelvo a analizar las cosas que han pasado, todas
tienen un hilo; detrás de ellas está Él, cuidando mis pasos;
como mi madre que estaba detrás de todo, pero no entendía
mucho, casi nada; también cuando yo comencé a comprender
un poco, ella no entendía nada, estaba más muerta que viva.
Hoy puedo hablarles con claridad, teniendo en mi corazón la
plena comprensión de cada paso; ya miro del otro lado, sólo
desde el Señor.
Hoy quiero decirles que todo ha tenido sentido en mi vida; y
si hubiese estado en aquella vida otra vez, debería vivirla en
aquellos tiempos de nuevo, igual en todos sus detalles. Pero
para que pudiese ser la misma, el Señor debería aceptarme
dentro de la misma oscuridad. Es que la oscuridad, al estar
en pleno contraste con la luz del Señor, se transforma.
Alguien podría pensar, ¡qué distinta podría ser la vida, si
fuese posible ver y entender todo en ella! Sin embargo, no
sería la misma, hubiese perdido su encanto, no hubiese
llegado adonde debía llegar. En algún sentido hubiese sido
aburrida, no sería una vida real.
Créanme, yo la comprendía muy poco, a muchas cosas hacía
casi a ciegas. Muchas de ellas las hacía porque el tiempo y
las circunstancias me llevaban por ese camino; aún hubo
mucha noche; quizás por eso, me gustaban las noches, me
sentía reflejado. Yo era noche frente al día, frente al Señor.
En ningún momento tenía todo claro; si debía tomar algunas
decisiones, tampoco sabía por qué. Y si tenía algunas metas
que el Señor me anticipaba en sus visiones, no entendía el
camino ni el modo de llegar. A pesar de la luz tan grande que
me rodeaba, que era del Señor, vivía mi oscuridad, que me
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molestaba, me quitaba sueños en noches largas; me llevaba a
la imaginación como sueñan los niños, volando muy lejos;
yo también volaba, sin saber que muchos de esos sueños eran
iluminados por el Señor, porque Él, hasta de esa manera, me
iba hablando. En esos sueños estaba la Visión que Él ponía
en un corazón ansioso, un poco despierto.
Él penetraba entre las tinieblas de mi corazón y de mi mente
confundida. Así el Señor se iba proyectando, dentro de un
corazón que debía hacerse cada vez más suyo.
Me acuerdo que en un tiempo de la crisis que viví, y de veras
no supe qué hacer, comencé a orar desesperado; entonces, de
repente, vi un anillo brillante puesto en el dedo de mi mano,
y la corona sobre mi cabeza.
Mi corazón se había olvidado de las angustias; me quedé con
esa visión sin explicación ni alguna causa que podría
justificar el mensaje lleno de paz y calma.
Vi también a los espíritus que me rodeaban, cuidándome en
silencio, pacientemente.
Pasó un tiempo y leí: "Y serás una corona preciosa en manos del
Señor; un anillo real en el dedo de tu Dios". (Is. 62,3)
Pocos días más tarde vi un gran horizonte. Dentro de un gran
desierto Jesús caminaba, precedía a muchos que le seguían,
todos vestidos de blanco. Y me quedé con esas dos visiones
para toda mi vida. Pero siempre sin comprender lo que iba a
ocurrir, esperando cada momento que iba a vivir; es que esos
momentos me sorprendían permanentemente.
A las dos vivencias las resguardaba en mi corazón; no las
compartí con mis hermanos, sólo las sabía Clara. Porque ella
sabía mucho más de mí, y también vio mucho más de mi
vida.
Hay otras cosas que me sorprendían y, a la vez, me daban
tranquilidad. Es que aquellos que me rodeaban entendían
algo más de mí, más de lo que yo mismo veía y entendía. Lo
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que me guardaba en el corazón, ellos lo veían mucho antes;
mi vida se les presentaba como misterio del Señor, sin
embargo, cada vez más comprensible. Me sorprendían con
sus miradas y el pensamiento que brotaba de sus corazones, y
traslucía con fuerza, acompañado de un profundo silencio.
Se callaban, porque las palabras ya estaban demás, o porque
no podían expresarlo; o porque no era el tiempo de hablar.
Mi vida ha sido cuestionada, me he sentido en medio de la
presión del ambiente en que vivía. Ese ambiente siempre me
perturbaba, a veces molestaba; frecuentemente quería huir de
los demás, buscaba mi libertad. Sin embargo, siempre volvía;
también, porque necesitaba leer el pensamiento y el latido
del corazón de los que me miraban, leyendo en mí el
Proyecto del Señor. Me nutría con ese pensamiento, crecía en
medio de ese latido del corazón; me alimentaba y ellos se
nutrían, mientras que el Señor me iba preparando y a los
hermanos para sus cosas nuevas.
Mi vida se hacía cada vez más un misterio, y cada vez más
asumido por mí; cada vez más gozaba de felicidad, al saber
que estaba en los planes del Señor por algo grande. Eso me
daba tranquilidad en mis sueños, y serenidad ante la realidad
que venía.
Sin embargo, la oscuridad se quedaba quieta, y seguía dentro
del gran misterio. Si por alguna luz del Señor descubría algo
nuevo, los misterios se hacían todavía más grandes, mi vida
se hacía cada vez más misteriosa. Así permanecería todo el
paso que el Señor me hizo hacer por esta tierra: mientras iba
caminando veía cada vez más y entendía cada vez menos.
Siempre tenía alguna pequeña perspectiva; sabía que algo
debía hacer, trataba de intuir algunos pasos. A veces, tenía el
pie puesto para marchar y cuando ya tenía todo programado,
venían otras sorpresas; porque el Señor inspiraba también a
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aquellos que tenían que ver con mi vida y mi misión. Eso lo
tenía claro.
Mientras tanto, despertaban las rebeldías que venían como
tormentas, después aparecía el sol; primero había tormentas,
luego el Sol. Entonces veía lo poco que podía ver y entender,
de lo grande que venía del Señor, que pasaba por mi vida.
Llegó un tiempo en que no podía prever nada de lo que iba a
hacer; sólo debía esperar y las cosas y los pasos venían solos;
mi vida ya no tenía otra salida, y las otras salidas no tenían
sentido. Así fue entonces, y debe quedar para siempre.
Quiero estar con la misma expectativa, sólo estar y vivir la
inspiración del Señor dentro de mi oscuridad que suele ser
muy grande, mientras Él me ilumina. Así el Señor quiso que
me quedase para toda la historia. Esta imagen debe quedarse
como una imagen auténtica de alguien que no tiene nada
proyectado; solamente está atento. Ni siquiera puede guiarse
por la historia; la historia pasada sólo da seguridad de que
todo depende del Señor, y desde El, hay que partir en cada
paso, que no es nuestro.
No quiero que se hable de mi vida de tal modo, que estuviese
adornada con el pensamiento que iba poniendo el hombre en
el curso de la historia; sólo quiero ser testigo y servidor de la
inspiración.
Debo decir para toda la historia que no hice más de lo que el
Señor me hizo ver; quiero quedar así para siempre.
Los que quieren seguir a Jesús, que se queden como testigos
de la inspiración, de la misma luz manifestada en Jesús, y
por Él en nosotros.
Quiero ser instrumento de la iluminación del Señor; quien no
tiene cerrada definitivamente su misión, al contrario, cada
momento histórico es apropiado para la nueva luz.
No apaguen la iluminación del Señor respecto a mi vida con
la hora de mi muerte, no sean injustos. Mi muerte abre los
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espacios que pasan por las vidas comprometidas que, como
yo, en medio de sus oscuridades buscan la luz.
Jesús hizo de mí sólo un camino de inspiración para tantos
seguidores suyos; por alguna razón Él me tenía; y por algo le
respondí según su Gracia.
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II. MI PASO POR ASÍS
No es que yo sólo necesito volver al mundo, sino más bien,
lo necesita la historia.
Cada tiempo tiene su propia comprensión de mi vida, que
quiso estar en manos del Señor, a su servicio. Cada tiempo
busca su expresión, abriendo el misterio de una vida pequeña
que llega a ser grande sólo porque el Señor la quiere así.
Mi espíritu, por los destinos del Señor, sigue flotando en los
tiempos. Por alguna razón, el Señor no quiere que muera mi
imagen; al contrario, que vaya hallando la nueva amplitud.
Si tantos hablan de mí, es porque vivo; si tantos piensan en
mi vida, es porque vivo en sus corazones; si se habla de mí
de una manera fresca, es porque mi vida debe ser así.
Nunca he querido ser sensacionalista, no lo quiere el Señor;
pero deseo llegar a cada hermano con lo que soy: como su
hermano que lleva la paz.
Fui quien hablaba poco de su vida, me comunicaba poco, no
supe compartir mi necesidad. A veces quise ayudar a todos,
sin que me ayudasen a mí; eso no es justo. Por eso quiero
compartir mi realidad, dolor, pena, guerras, los secretos de
mi corazón. Es también para que sirvan, para que crezca el
acercamiento entre los hermanos de Jesús.
Si quiero volver a mi Pueblo, es que tengo mis razones y
deudas. ¿Quién sabrá si mi Pueblo no quiere buscar la paz,
que el Señor tiene para él a través de Francisco, uno de sus
hijos?
1.AQUI SOY UN EXTRAÑO
Llegaba bien el mediodía cuando estaba a los pies de Asís; el
sol estaba bien arriba, y las campanas sonaban.
Yo sentía una gran alegría en mi corazón; después de tantos
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años volvía a mi Pueblo; tenía necesidad, debía volver.
Sólo las campanas sabían de mi regreso, me saludaban como
anunciando una llegada esperada desde hacía tiempo.
Necesitaba volver a Asís, debía volver como aquellos que no
se fueron bien; no me fui bien de Asís, ni la muerte
significaba para mí una despedida en paz; por eso, necesito
volver para reconciliarme con mi Pueblo, con mi ciudad.
Como todos los regresos, éste está lleno de inquietud, de
ansiedad; aún lleno de vivencias que no están del todo claras.
Los encuentros tienen una parte que no se puede programar,
y si los proyectamos, pueden distorsionarse o aún perderse
las sensaciones necesarias para revivirlas.
Antes de llegar al encuentro pensé en Asís y lo mío; pero no
es lo mismo pensar que tocar; pisar las piedras, recordar las
calles conocidas, mirar adentro de las casas, estar en vivo
con la realidad. La perspectiva da sentido a lo se ve, pero
quiere recuperar las sensaciones en nuestro espíritu.
El hijo quiere volver a la casa de sus padres, quiere volver a
tocar la pila bautismal, y bendecir al Señor; recordar a tantos
que vivieron por su gracia; pero todos han muerto, las caras
desconocidas son rostros de nueva gente.
Volví a recordar mi sueño: caminaba entre mi Pueblo, lleno
de miedos que recuerdan, pisando piedras conocidas que se
hicieron extrañas; mezclado entre tanta gente, muy perdido,
ignorado.
Antes me conocían por tantas cosas que todavía narran los
libros sobre mí, hoy camino solo, en silencio, mirando las
caras, las piedras.
Algunos se preguntaban, ¿por qué éste nos mira así?
Un extraño, mirando; hay tantas cosas, tantas sensaciones sin
orden, brotando por todos lados, que me hacen sentir como
flotando dentro de una realidad.
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Antes me parecía que sabía de mi Pueblo; ahora debo decir
que todo me extraña, me inquieta, me hace reír y llorar.
En el primer impulso quise ir al cementerio; si no he podido
encontrarme con los vivos, que sea por lo menos con los
muertos; pero hasta los huesos se cansaron por el tiempo que
había pasado; nadie está de mis conocidos, ni uno solo.
Entonces, ¿con quién puedo encontrarme? ¿A quién puedo
estrechar la mano, llevar la paz de mi corazón? ¿Qué puedo
hacer hoy?; todo es nuevo, todo es distinto.
Soy un gran solitario entre tanta gente, tantas cosas y tantos
negociantes y devotos; todos hablan de Francisco, todo habla
de él por sus motivos; y yo estoy solo.
Mientras vivía, yo era el motivo de hablar, reunir, cuestionar
y pelear; hoy estoy solo, solitariamente.
Me acerqué a las palomas en pleno centro; había muchas,
porque alguien les trajo de comer. Creí que les llevaba paz;
¡qué curioso!, yo llevando paz a las palomas, símbolos del
Espíritu Santo; pero ellas se asustaron, dejaron la comida y
volaron hacia los techos, recién bañados con la lluvia.
Me quedé solo, más hondamente todavía; ni las palomas me
conocen. Es cierto que no me conocen, tampoco son las que
solía ver en aquel tiempo; ¡cuántas generaciones de palomas
pasaron desde aquellos días!
No bien me retiré, volvieron, y ya no quise molestarlas, no
quería confundir el mundo de paz de las palomas.
Volví a mi tumba; iba bajando la escalera entre la gente.
Los que se acercaban llevaban velas y algunas monedas; yo
no llevaba nada.
Iba perdido entre la gente, solo, confundido, triste, lleno de
mis recuerdos y pensamientos; yo recordaba bien mi muerte.
Cuando me acerqué, quise quedarme un tiempo más, algo me
decía que debía hacerlo. El sacristán me hizo decir por señas
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que debía seguir; él tenía su razón, yo me quedaba con la
mía, dentro de los secretos de mi corazón.
Necesitaba orar para aquietar el tiempo, el pensamiento y el
corazón, para unir las historias distantes, y aproximar las dos
muertes: la muerte que viví, y la muerte en los corazones de
los que iban y venían; y de los que se sentían responsables de
mi cuerpo muerto; estuve en medio de todos, y todo pasaba
por mi corazón.
Al salir de la Basílica volví a calmarme.
El sol estaba muy bajo, colorado, como solía quedarse en
aquellos días; me miraba de lejos, como diciendo, te
conozco, me alegro de que hayas vuelto. Y pude elevar con
el mismo espíritu la oración a Jesús, el Sol de mi vida; nos
alegramos los dos: el sol y yo, mi estadía en Asís había
tomado su brillo, colores del sol; me sentí acompañado,
protegido; y di gracias a mi Señor por el sol, esperando la
primera luna en Asís.
2. ¡ASÍS, CÓMO TE QUIERO!
No bien comenzó el día, salí desde la ciudad a recorrer mi
querida tierra, los campos, el río; tenía tantos recuerdos que
contrastaban con lo que viví en el pueblo rodeado de
murallas; allí en los campos había vida, había libertad.
Me sentía feliz entre los bosques y los campos; me acuerdo
que cuando era niño, jugaba con mi madre que era muy niña;
aún me escondía en los pastos, esperando oír su voz y mi
nombre. A veces me distraía, contemplando el movimiento y
trabajo de las hormigas; allí descubrí los principios de la
Fraternidad.
La naturaleza está en mi corazón, y mi corazón está en ella;
por eso quise estar entre los bosques, las colinas, el río; mis
corderos amados, mis eternas amapolas.
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Salí bien temprano a caminar, recordando los viejos tiempos;
los pies heridos por las piedras duras pero amables, el respiro
que me quería frenar. Es que siempre caminaba muy ansioso,
trataba de vencer lo que aún no debía vencer, a veces, como
mareado, con la boca abierta y el corazón apretado.
La naturaleza y la vida me hacían olvidar de mí mismo;
ahora me hacen olvidar de mi soledad entre el mundo de
gente que va por mí a Asís.
Ahora me siento bien, mucho mejor que en mi pueblo.
De vez en cuando me doy vuelta y lo miro de lejos, así me
acostumbro a mirar esa nueva realidad que debo aceptar. Es
verdad, quise venir a Asís por mis cosas, por lo mío; pero el
Señor me ha sorprendido otra vez, estoy en Asís por otros
motivos, que no son míos.
Si volví a reconciliarme con mi Pueblo, debo aceptarlo como
es, y no soñar con lo mío. ¿Se dan cuenta que el Señor sigue
abriendo mi pensamiento, y calma mi corazón? Vine con mi
proyecto y El hace lo suyo. Es cierto que debo reconciliarme
con mi Pueblo; en otro caso, mi misión en estos tiempos no
podría realizarse plenamente.
La reconciliación con Asís es indispensable.
Como pasaron tantos siglos, el cambio se hace difícil; pero
como con todas las cosas del Señor, no sólo es posible, sino
que se manifiesta como su obra, que podría ser muy grande.
Mientras iba caminando más tranquilo, sereno, alejándome,
no podía separarme de las vivencias que el Señor despertaba
en mi corazón, venían solas como un río; nadie las invitaba,
pero tampoco podía frenarlas.
Caminaba entre mis campos, miraba la ciudad y meditaba en
mi corazón; todo se hacía uno; aquí están sembrados los
principios de la paz, que el Señor tiene guardada para mí.
El sol corría rápido hacia el mediodía, el tiempo me apuraba;
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pronto debía detenerme, debía regresar.
Al volver, podía mirar mi Asís como se lo ve de frente; Asís
parecía distinto, me parecía más lindo.
Veía a mi Pueblo que siempre he querido casi sin saber por
qué; me olvidaba de las piedras que, aún por descuido, las
enfrentaba con las sandalias; no escuchaba los pájaros, se me
perdían mis queridos corderos; sólo miraba a Asís.
Ya sentía que venía pronto lo que daría razón a mi regreso:
que el Señor tenía programada esta vuelta, por cosas todavía
más importantes.
Conociendo mis experiencias, prefiero no preguntar al
Señor; todo vendrá solo. Y si le preguntase, encontraría la
respuesta, pero tampoco la entendería. Porque Él dice más
allá de lo que el hombre puede entender y asumir.
El sol estaba muy alto; de nuevo, comenzaron a tocar las
campanas; era un nuevo mediodía, de veras nuevo, distinto.
Las campanas llenaban el aire, el Señor llenaba mi corazón.
Había armonía entre los dos, no hubo disonancias; y mi
corazón gozaba de una paz anticipada; ya no sufría tanto por
mi soledad y extrañeza, que son lo propio de mi vida.
3. ENTRE CLARA Y MI MADRE
Esta misma tarde quise ir a la tumba de Clara.
Alguien podría preguntar, ¿por qué recién ahora?
Siempre he creído que mis pasos están guiados por el Señor;
que El pone a mi lado lo que necesito, en un tiempo justo.
Quise hacer el camino en medio de la Ciudad, que une las
dos tumbas.
Volví a caminar entre la gente que se me hacía un poco más
familiar; la estaba aceptando, mi corazón ya no ponía tantas
condiciones ni tantos obstáculos.
Todos mis pasos por la ciudad eran nuevos, a la vez
antiguos, en cada uno se despertaba la historia, cosas de hoy
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hallan su trasfondo de los tiempos lejanos; es que son tan
fuertes en mi corazón, que me confundo; por eso el hoy me
marea.
La sorpresa más fuerte de esta tarde, fue el encuentro con el
monumento a mis queridos padres. En un instante, me di
vuelta para fijar la vista en un punto; como si alguien
moviese mi corazón a este lado. Vi que las imágenes eran
nuevas, pero representaban bien lo mío, lo de antes; reconocí
a mis padres, sus miradas; me detuve en sus corazones.
Mi corazón comenzó a vibrar y gozar; no sólo por mi madre,
sino que también por mi padre que me quería mucho.
Hice la oración por el eterno descanso de los dos, agradecido
por tenerlos; y seguí mi camino, porque también debía llegar
a la tumba de Clara; debía hacerlo hoy.
Y llegué; como siempre con el corazón en la garganta; esta
vez tenía motivos muy particulares.
Mientras me detenía por algunos momentos, se me venía la
historia de esa vida, y nuestras vidas en manos del Señor.
Era un gran momento de ternura y paz. A lo mejor, en algún
tiempo de la historia de los hermanos que llevan mi nombre,
se sabrá reconocer la obra de Clara, luego de mi muerte; ella
veía más que yo la obra del Señor y la defendía como una
fiera. Después de mi muerte sólo tenía una meta: defender lo
que el Señor inspiró en mi vida.
Hoy quiero decir lo que la historia nunca supo expresar bien;
quizás debiera ser así, quizás recién hoy la justicia se hace
más transparente, desde el Señor.
Aún, me detuve frente a nuestros recuerdos en común; quise
escuchar lo que comentaba una clarisa a los peregrinos; era
un momento de gran respeto.
Tomé la pluma y escribí unas frases, pidiendo la oración a
las clarisas; dejé lo escrito en su lugar y salí decidido.
El sol se ponía sobre la tierra, estaba muy irritado; y en mi
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corazón se mezclaban sentimientos plenos; estaban Clara y
mi madre, las dos; ha vuelto todo mi corazón hoy.
Porque hoy vengo a buscar la paz aquí en Asís, mi Pueblo, y
mis seres queridos; y como el sol se ha puesto sobre la tierra,
el Señor está en mi corazón.
Comencé a orar por lo de siempre; es cierto, crecí entre dos
amores, y los dos me llevaban al Señor. Si no siempre tenía
paz, es porque la paz era un camino entre las luchas. No
existe otro camino, mientras estamos en la tierra.
4. VOLVÍ A LA CASA DE MIS PADRES
Esta vez el viento frío traía nubes y lluvias.
El sol escondió su cara; yo iba caminando por las calles
hacia San Damián; todavía no llovía, pero comenzó a
lloviznar, castigando con la fuerza del viento.
Siempre he entendido que el tiempo está conmigo; acompaña
a mis miedos y tristezas, aún mezcladas con el tiempo de la
historia como la llovizna con el viento.
Quise llegar a San Damián; sólo saludé a mi casa paterna, y
pasé por la tumba de Clara.
La cadena suelta en la mano de mi madre me recuerda aquel
tiempo crucial en mi vida, y en la de ella; me veo encerrado
por mi padre; cuánto orgullo y cuánta dureza en mi rostro.
Mi madre sabía qué significaba ese abrir: su instinto
presentía que me iba definitivamente; en ella se iba
rompiendo lo poco que quedaba y unía a mis padres; después
dejó de amar a mi padre; no lo supo amar más.
Mi rebeldía era la misma que la de ella; hasta hoy no sé por
qué abrió y me posibilitó salir, si sabía que era separarse de
su hijo.
Sin embargo, el Señor tiene sus caminos, sin que podamos
comprenderlos; yo debía salir, y ella estaba a mano para El.
¡Cuántas cosas en la vida de ella irían a cambiar después!
21
A la historia no le interesaba demasiado, pero han quedado
en mí, forjando la realidad hasta mi muerte; hasta el último
momento me sentí presionado por el sufrimiento de mi
madre; y su muerte tan solitaria y tan difícil.
Mi pena por ella se mezclaba con la tristeza del tiempo; el
cielo oscureció como mi corazón.
Al salir de los muros, iba bajando lentamente, la pena me
hacía bajar despacio; no tenía apuro para entrar en la capilla
de san Damián, no quería despedirme de los recuerdos que
tanto me movían, y hasta hoy pesaban; tocaban mi corazón
como el frío del viento y la llovizna.
No me fui bien de mi madre, y ella no se lo merecía; no
quise que sufriese tanto por mí, aún enfrentándose con mi
padre; la quería demasiado, no podía aceptar su soledad y
angustia.
Iba bajando lentamente con mi corazón apenado, el viento
me llevaba y el frío me penetraba. Cuántas veces sufrí el frío
y el viento, eso nunca me importó demasiado; pero hasta hoy
no he aceptado mi dureza frente a mi madre, y mi rebeldía
frente a su amor.
Al llegar a San Damián miré de pronto a la Cruz, ahora la
necesitaba; el venir aquí me cansó demasiado, mi corazón
estaba por el suelo.
No era la misma Cruz, pero me habló igual; me dijo que
debía reconciliarme de una vez por todas con mi madre, que
ya era tiempo de paz; porque ella también la esperaba; si no
llego a la paz, ella tampoco puede vivirla.
La Cruz me lo hizo entender; pasé un rato al pie de Ella y
pude llorar; esta vez sin rebeldía. La capilla me protegía del
viento y de la lluvia, y Jesús recogía lo mío y lo de mi madre.
Me uní a un grupo de turistas que recorrían las celdas de las
hermanas, ya vacías, pero llenas del tiempo pleno de vida.
22
Me arrodillé y besé el lugar donde indican la muerte de
Clara, y salí.
El cielo parecía más pacífico, por el momento no llovía; miré
los campos acariciados por los vientos de la primavera, miré
mis flores un poco asustadas.
Y Rivo Torto un poco lejos, pero el camino se dibujaba bien
marcado. Sentí que debía llegar a Rivo Torto, así que apuré
el paso y seguí adelante; tenía prisa sin saber por qué, sentía
mucha preocupación.; aún, el tiempo me apuraba, y las nubes
bajaban oscureciendo el camino.
No bien llegué a un camino recto que llevaba a nuestro lugar,
comenzó a llover, y necesitaba abrir el paraguas,
Era el camino de la Regla. Con sólo leer la señal comencé a
vivir lo triste y difícil; ¡cuánto me costó la Regla!
Hoy esta lluvia también es un signo para mí; como ella sigue
lavando, mi espíritu se depura de lo que llevé a la tumba; no
quiero sufrir más por la Regla, las cosas pasaron, y por algo
debían ser así.
Por un instante me escondí bajo un techo, pero entendí que
debía seguir bajo la lluvia, porque éste era el camino de la
purificación de mi corazón sufrido por la Regla.
Volví a caminar lentamente, mientras llovía cada vez más, ya
no alcanzaba el paraguas que tenía; mi corazón se ablandaba,
perdonaba a mis hermanos y a mí mismo las vivencias de los
siglos.
Rivo Torto estaba cerrado, pero tampoco tenía necesidad de
entrar; di la vuelta alrededor y volví por el mismo camino.
Ya no llovía, hasta hubo un poco de sol.
Caminé más aliviado, de vez en cuando echaba una mirada
hacia Porciúncula, pero esta visita me la guardaba para otro
tiempo; no estaba preparado para ir allí, eran demasiadas las
cosas; todo tiene su tiempo.
Pensé: por la tarde quiero volver a la casa de mis padres, y de
23
nuevo iré a la tumba de Clara.
Caminaba mucho por la ciudad; quería recorrer las calles, ver
todo, sentirlo, todo se me hacía pesado, me pesaba caminar,
me cansaba caminando.
Es que no era sólo caminar, sino llevar las penas del otro
tiempo, que eran pesadas hasta hoy; y quizás más todavía,
por el tiempo que ha transcurrido.
Apareció un pequeño perro en una calle perdida; recuerdo a
los perros que me daban mucho miedo, como si fuese hoy;
¡qué curioso!, los libros aún hablan del lobo pacificado, y yo
tengo miedo de los perros en mi pueblo.
De vez en cuando entré en los negocios, no era para comprar,
sino para recordar aquel tiempo; nunca fui buen negociante.
Recorría las iglesias; antes buscaba refugio, hoy también;
pues, cuando llueve es mejor entrar en una iglesia y no sufrir
en la calle; tantas veces entré en la iglesia de san Rufino.
Recordé muchas casas ahora ya distintas, que olían a aquel
tiempo; pero hubo una que no quiso volver a mis recuerdos,
era la de los padres de Clara, a ésa no la supe ver, quizás no
debía verla; ¿será para otro tiempo?
¿Hay otras cosas que pueda encontrar en mi espíritu?
La curiosidad por la casa de Clara se despertó cuando salí de
Asís; entendí que, si volviese, sería porque estuviese en
plena paz con mi Pueblo; entonces mi vuelta sería diferente.
Entré en la casa de mis padres, y quise quedarme un tiempo
más; todo me recordaba, hasta el aire era de aquel tiempo.
En principio tuve mucho miedo, en un momento, quería huir;
como si alguien despertase los miedos en mí, en un tiempo
de vacilar; después comencé a rezar la oración que solía
hacer mi madre; mi padre siempre estaba lejos de nuestra
casa.
La oración me iba calmando; iba recuperando la paz.
24
Entendí que ya no debía huir más de la casa, que ese huir era
de otros tiempos, que ya podía quedarme aquí.
Mientras yo oraba sentí que alguien más estaba conmigo, su
presencia me hacía sentir bien protegido; se unían la oración
y los corazones, ¿Pueden presentir quién estaba conmigo?;
era mi madre, la de antes, la de siempre; ella también volvió;
no pudo hacerlo por mucho tiempo, ni quiso volver antes; es
que esperaba mi regreso.
Recién ahora pudo entrar y estar bien aquí, después de tantos
años. Mi madre y yo estábamos juntos, estábamos bien.
Y lo curioso es que también vino mi padre; hoy podía verlo,
mirar sus ojos sin miedo; él también me miraba de un modo
distinto; el tiempo nos fue preparando para el encuentro.
Volví a ver a mis padres en nuestra casa; esta vez, a los dos
felices, a los dos encontrados y reconciliados; y yo en medio
de ellos, soñando este encuentro toda mi vida.
La casa se llenó de luz, se dispersaron los miedos, hubo un
principio de gran paz. Esta vez no quise salir de casa, pero
mis padres debían irse; yo también tuve que retirarme,
porque terminó el tiempo de visita y cerraban las puertas. Me
costaba entender por qué cerraban las puertas de mi casa, y
había que abandonarla; pero debía aceptarlo. Esta vez lo
acepté bien; ya no me rebelé más, por lo menos en la casa de
mis padres.
Era un día muy grande en la visita a Asís, no lo voy a olvidar
jamás; por primera vez en mi vida vi las caras de mis padres
muy felices; también estaban felices por mí, orgullosos de
mí.
El monumento a mis padres recuperó la vida, cambiaron las
caras, se perdieron las distancias, se unieron los corazones; y
la cadena en la mano de mi madre sólo quedó como recuerdo
de otros tiempos; había que vivirlos para que el encuentro de
hoy, pudiese ser tan profundo, tan jubiloso.
25
Bendito seas Señor, por los padres buenos que me diste; Tú
siempre eres bueno, nos das lo mejor, pero se necesitan
siglos para descubrir tu bondad.
Hoy, por primera vez sentí que mi padre me quería, y cuántas
cosas he recibido de él que son buenas; necesitaba siglos
para verlo; mi padre es tan grande.
5. EL SEÑOR ES MI ROCA
No supe hasta el día de hoy, que necesitaba tanto estar con
mis padres; y que el encuentro debía ser de esta manera.
Ahora más que nunca lo veo como gracia del Señor para mí,
también para mis padres; ellos lo necesitaban, porque debían
encontrarse. En el encuentro está mi regreso a ellos y a mí
mismo; está el encuentro con el Señor, y desde Él, con todos
y todo.
De noche pasó la tormenta que me despertaba a cada rato,
sentí el ruido del cielo y la luz que cortaba las nubes y la
tierra, sentí mi espíritu tocado por el Señor; yo también viví
mi tormenta; cómo no vivirla, después de un encuentro que
parecía un sueño.
He pensado mucho en mi padre, esta vez, aún más que en mi
madre; hubo cosas que se calmaban entre los truenos y los
relámpagos.
Siempre me impresionaban las tormentas, despertaban cierta
curiosidad en mí; como si quisiese entrar en las mismas, y a
la vez tenía miedo de ellas. Hoy sé por qué; allí está lo que
viví con mi padre.
Las tormentas me envolvían haciendo de mí un torbellino, no
salía entero de ellas, pues, hubo algo que no terminaba, que
no definía, siempre quedaba algo. Mi padre era la tormenta
para mí, porque él también vivía su propia tormenta.
26
¿Qué imagen del padre guardaba en mi corazón?
Muy confundida; él estaba muy ausente en mi vida; de
hecho, estaba muchos días lejos de casa y de nosotros.
Sentí que tenía telas, pero no tenía padre; eso me rebelaba;
con sólo verlo temblaba; sin embargo, no temblaba él, sino
las manos de mi madre.
Él aparentaba dureza, casi crueldad; y no era así mi padre.
Si todos decían que me fui de casa por él, hoy no estaría tan
seguro; pero es cierto que le tenía mucho miedo, y ese miedo
no lo perdí al irme de casa, al contrario, se iba robusteciendo
en mi corazón.
Nunca fui del todo pacífico; quizás por eso, yo hablaba tanto
de la paz; quería la paz para los hermanos y yo mismo era el
primero en buscarla, y el Señor era tan bueno que me la
daba, y por mí a los demás.
Como mi corazón estaba herido por dentro, necesitaba
buscar la paz, así como los enfermos buscan la morfina.
Yo buscaba la paz y cada vez más la necesitaba.
Yo era el pregonero de la paz, a veces, agotando la fuente en
mi corazón.
La noche terminó, comenzó el día que no cambió demasiado;
pasó la tormenta, pero el viento era molesto.
Las nubes estaban muy desconcertadas; no sabían si devolver
la lluvia o sólo pasar apuradas.
Hacía frío; yo me recogía por dentro, quería estar conmigo; a
pesar de que mi interior era como un tiempo molesto.
Hoy recuerdo lo que viví con mi padre, que está tan dentro
de mi espíritu; todavía sigue la tormenta; pero hay algo que
sigue reconstruyéndose. De lo profundo de mi ser comienza
a brotar algo nuevo; me siento más seguro.
Quiero recorrer la ciudad con mi padre; antes no caminaba
conmigo, por lo menos para dedicarme su tiempo; no
hablaba conmigo cuando yo lo buscaba.
27
Sigo recorriendo la ciudad en silencio y casi no veo ninguna
cara; camino con mi padre, él está en mí y yo estoy con él.
Parece que comienzo a comprenderlo, y que él también me
comprende; entonces, para qué hablar; no son necesarias las
explicaciones; no necesito aclararle nada, ni él tampoco a mí;
todo se proyecta claro, todo es transparente.
De pronto comenzó a llover, hacía mucho frío, pero eso no
era molesto para nosotros, ni nos perturbaba; seguimos con
lo nuestro, era sólo eso lo que nos interesaba.
La lluvia no molestaba nuestro oído, menos aún, nuestro
corazón. Y ya estábamos arriba, pisamos las viejas piedras
de la Roca; como la lluvia persistía, mi padre quiso
esconderme y con su abrazo cortó la fuerza del viento. Sentí
calmar el viento en la espalda de mi padre, sentí el calor que
venía de él, y vi sus lágrimas; antes nunca lo había visto
llorar.
Entonces, de nuevo se conmovió el cielo; comenzó a llover
como nunca, el agua nos cubría, las nubes rozaban la Roca; y
vino la revelación desde el corazón de mi padre: "éste es mi
hijo, el elegido", al oír el latido de su corazón, destacándose
entre la lluvia y el viento.
No sé cuánto tiempo nos quedamos así; pero cuando calmó
la lluvia mi padre ya no estaba. No tan tarde apareció el sol,
secando mis ropas. Mi corazón ardía, estaba sobre la Roca; y
también sentí la Roca en mi corazón. Creo que mi padre está
feliz igual, a él también se le ha cambiado el mundo.
El día se quedó medio loco, por allí llovía, por allí aparecía
el sol. Las nubes se quedaron medio tontas, los pájaros no
sabían qué hacer; yo tampoco tenía mucho apuro en hacer
algo; esta vez quise volver de nuevo, a la casa de mis padres;
y abrigarme entre el calor de la casa, y el calor de ellos. A lo
mejor me esperan; quizás los dos están allí, y esperan que se
28
abra la puerta con mi mano.
6. LA RAIZ SOSTIENE EL ÁRBOL
Estoy lleno del pensamiento que gira hacia mis padres, y
todo tiene sentido. Me fui mal de mi casa, como un perro que
se quedó sin dueño. Si bien me fui, parecía como si fuese
echado sin posibilidad de regreso. Si podía volver, era
porque mi padre solía estar de viaje y nos entendíamos muy
bien con mi madre. Nunca me entendí con él; por eso ella ha
sufrido por mí; después de mi ida, para ella la vida se hizo
imposible.
Caminando por las calles, me detuve frente a un perro que no
tenía nada que hacer, ni adónde ir, el desconocido sintió una
cercanía y lo comprendí; pero hoy no es así, hoy las cosas
son distintas, recién hoy todo es diferente.
Muchos sufrimientos tienen sus raíces en mi casa; son sólo
una expresión de ella, como el río que tiene su fuente.
Después, los acontecimientos se iban sobreponiendo, pero
las raíces están en mi casa.
Cuando me reconcilié con mi padre, sentí como si se soltasen
nudos en mi cuerpo y en mi espíritu; ya no sentía el peso de
mis úlceras y el hígado ya no rechazaba, los pies no pesaban
y no me agitaba tan fácilmente; ante todo la cabeza no era
tan dispersa, tan loca.
Y comprendí a mi padre, porque sentí que esa piedra tenía
vida que quería amar y ser feliz. Si la casa hubiese sido
distinta, todo habría sido diferente; entonces, ¿hubiese salido
a buscar lo que busqué? Para el Señor todo es posible, pero,
¿lo hubiese buscado de tal modo? ¿Hubiese luchado por mis
hermanos, así como los quise amar?
Mi vida es una pregunta que crea nuevas preguntas, ninguna
es la última; lleva a un eterno cuestionamiento, para buscar
29
comprensión en todo lo que ha pasado.
Es cierto, yo necesitaba a esos padres, así como son; si el
Señor me eligió, El halló todo en mi vida, también a mis
padres, a ésos no a otros. En ellos está la fuente de la misión
desde el Señor.
Entonces, ¿dónde está la iluminación que busqué toda mi
vida? ¿Cómo podía buscar ser iluminado por todo lo que el
Señor quiere de mí, si no siento que la iluminación pasa por
las raíces, por mis padres?
Señor, te alabé por todas las criaturas, y no te alabé por mis
padres; ¡qué ciego fui entonces!
Quiero cantarte caminando por las calles de mi Pueblo.
Alabado seas Señor en mi padre, él es mi Roca.
Como se despierta la fuente, así del corazón brota la vida.
Hoy camino por las calles con otro ánimo; ya no soy un perro
perdido, soy el hijo. Hoy sí, puedo volver a mi casa, y nadie
me echa; al contrario, en ella hay calor y vida.
Me cuesta hablar de mi madre; porque me siento como un
hijo que no ha respondido plenamente al amor depositado
por ella en mí.
Ella sabía que vivía por mí; por eso toleró tanto.
Supo vivir por mí cuando la vida se le hizo tan difícil y había
tantos reproches en casa; soportaba como podía.
Siempre me esperaba. Ella me amaba y yo me iba de ella;
ella esperaba algún reconocimiento y encontraba mi dureza;
como si no quisiese que me amase; como si su amor me
molestase.
No supe valorar ese amor; a veces no lo quise ver ni lo quise
tomar en cuenta. Y es cierto que su amor casi molestaba, y
en algún sentido ahogaba.
El amor de mi madre me despertaba una tremenda necesidad;
buscaba el amor, lo buscaba por todos lados.
30
Como tierra reseca busca el agua, así buscaba el amor.
Un hijo predilecto no sabe comprenderse con su madre; con
frecuencia se va y vuelve.
Cuando está con ella quiere irse; y cuando se va, la busca.
En el corazón de mi madre había tristeza, había cosas que le
dolían y las guardaba en silencio.
Su tristeza nos envolvía como una niebla fría; ella solía
reírse, pero de repente entristecía.
Sufrió mucho con mi padre, lo que compartía conmigo; y eso
me pesaba. No sabía ayudarla, tampoco quise darle la razón.
A veces me rebelaba contra ella y ella sufría todavía más, al
no sentirse comprendida.
Mucho tiempo he analizado quién tenía razón en mi casa; y
no quiero darle la razón a ninguno de mis padres.
La tristeza de mi madre me acompañaba por toda mi vida.
Cuando se enfermó, así como lo fue, también me retiré casi
del todo; entonces elegí una vida solitaria entre los bosques y
la oración.
Ella murió por mí, en esas circunstancias tristes, sintiéndose
totalmente sola, perdida; pero moría con plena conciencia de
que ofrecía su vida. Murió en el tiempo justo, cuando
muchos estaban contra mí.
Qué triste debe ser la vida cuando el mundo está en contra de
un hijo; para seguirle, y creer en él, hay que volverse loco; de
otro modo, no se puede asumir lo que dice y piensa la gente.
Su enfermedad la separó del mundo, pero no del hijo; así el
Señor eligió sus últimos días.
Por mucho tiempo entonces, oré para comprender un poco la
vida y la muerte de mi madre; por mucho tiempo tenía pena
y me culpaba por ella. Ella misma del otro mundo me
ayudaba como un ángel; ella siempre ha sido un ángel.
¿Quién hubiese sido yo sin mi madre? Alabado seas Señor
por ella, mi ángel silencioso e insistente; por el amor no
31
comprendido, por la vida entregada hasta la muerte.
El sol torna rojizo el horizonte, las calles se refrescan, en mi
casa está prendido el fuego; hoy no voy a ningún lado, sólo
quiero volver a mi casa.
El pájaro está cansado de volar, yo también busco mi nido;
allí están mis queridos padres, estoy en paz, ellos también;
¿por qué no nos quedamos juntos?
Es una noche sagrada, la noche que no conoce otras iguales.
Mañana iré a Porciúncula.
7. PORCIUNCULA
Me cuesta volver a Porciúncula, todavía más que antes a mi
casa. Es que mi vida se iba complicando; no me había ido
bien de mi casa, y después no me fui bien de mis hermanos;
todo tiene el mismo origen. Si me hubiese ido bien de casa,
quizás no me habría retirado de mis hermanos. Me retiré de
casa para comenzar a vivir con mis hermanos, y me fui
confundido de ellos, y tampoco estaba en paz con mis
padres. La vida se iba agravando, se hacía una sola tormenta.
Debo volver a mis hermanos; el tiempo me urge, mi vida me
urge, me urgen ellos. No está lejos Porciúncula, pero hasta el
día de hoy no he podido ir, y no por falta de tiempo, sino
porque no podía hacerlo.
Sin embargo, debo llegar allí; también allí debo encontrar la
paz tan deseada desde hace siglos.
Hoy pensé sin cesar en mis padres. Se me ha hecho muy
claro el sufrimiento que les tocaba, los hice sufrir demasiado.
Es que la vida es así: un hijo no quiere que sufran sus padres,
sin embargo, no puede evitar el sufrimiento.
Y la vida de los padres se condiciona por la de los hijos; ¿es
porque lo buscan, o porque se culpan?
32
No me interesaba demasiado lo que la gente pensaba de mí.
Es cierto que me dolían las injusticias, calumnias, que
podían tener fundamentos; eso me condicionaba, pero nada
era ese dolor, con lo que significaba para mí el dolor de mis
padres. Y no sólo el de mi madre, sino que también del
padre.
Ellos sufrieron mucho, cada uno a su manera, y cada uno se
expresaba de un modo diferente: mi madre se envolvía en
profunda tristeza y desesperación; mi padre se volvía frío e
indiferente; pero los dos sentían peso en su corazón.
Y el Pueblo se lo hacía pesar con crueldad.
Para colmo, Porciúncula está a unos pasos, casi se la ve de
mi casa; se ve ese escándalo para Asís.
Quise caminar como en aquellos tiempos, recordando mis
idas y mis regresos. El tiempo no quería acompañarme, o me
acompañaba como debía hacerlo. Aún, llovía con un viento
muy lento, de frente; había charcos de agua que los coches
iban levantando con fuerza, castigaban a los caminantes con
agua sucia del suelo.
Quise hacer a pie ese camino; fue mi pequeño esfuerzo por el
tiempo en que no quería volver a Porciúncula. Pero tampoco
tuve otra salida.
Estaba muy perturbado y confundido en aquel entonces.
No se quiso hablar de mi ida, pero no era menos complicada
que aquella cuando me iba de casa.
Además, yo fui muy rebelde; y, de hecho, las cosas que quise
hacer las hacía. No me importaban persuasión ni súplicas.
Yo era así; después me culpaba.
Caminaba en medio de la inspiración del Señor, a la vez, me
consumía mi orgullo que me abría a las nuevas decisiones.
Decidí irme solo, contra mis hermanos, contra su bondad.
La razón, el motivo que les di a mis hermanos no era del
33
todo real; y yo un poco lo sabía.
No eran ellos un problema, yo era un gran problema para mí;
y como un cobarde y confundido, quise justificarlo con los
problemas de mis hermanos.
Hoy veo que aquello no era de esa magnitud; lo exageré, hice
que se sintieran mal, incluso los convencí de que yo tenía
razón; hice que se culparan y sufrieran.
Me fui en el momento más crucial de mi vida; y de hecho me
fui, porque el Señor lo dispuso, utilizando hasta mi
inmadurez transformada en un orgullo cruel.
Yo estaba muy mal cuando se enfermó mi madre; nunca
quise que ella sufriese tanto y menos aún, que se enfermase
por mí.
Hasta hoy tengo horror de su muerte. Si ella hubiese vivido
hoy, huiría al otro lado del mundo, para asegurarme que no
necesitase estar al lado de ella, mientras está por morir.
Es algo tremendo, pero es cierto, tengo horror por la muerte
de mi madre, desde aquel entonces.
Mi madre se enfermó, y yo no podía hacer nada; me quedé
sólo con un peso tremendo.
Como no pude ayudarla, prefería irme lejos de ella.
¿Por qué no fui por lo menos a despedirme?
No lo hice por muchas cosas, pero también por la gente;
ellos sabían por qué mi madre se había enfermado; es que yo
era para ellos un hijo perverso, un escándalo puro.
Por eso mismo no podía estar bien con mis hermanos; y ellos
tampoco podían ayudarme demasiado.
Mi vida adentro se me hacía cada vez más difícil; fui cada
vez más insoportable, me enojaba por cada cosa, me
molestaba todo; todos estaban mal, y yo fui la causa de lo
que pasaba.
Pero para ellos, no me fui por mi realidad; encontré mis
explicaciones, que incluso podían ser en parte justas, pero no
34
eran la causa verdadera; yo fui la causa y debía irme, pero no
por mis hermanos.
Hoy les pido perdón a todos; creo que me entienden, porque
pueden ver mejor. También quiero ser justo ante el mundo,
porque el mundo lo necesita, y podría servirle.
Iba caminando, la lluvia aumentaba; se mojaba mi corazón
que no era blando; había realidades duras que me impedían
esta confesión.
Hoy, como peregrino, en un pequeño gesto de penitencia,
quiero expresar mi dolor profundo por la dureza, por ser
injusto, hasta cruel. Me faltó luz y fuerza para enfrentar mi
realidad; en algún sentido me faltó Jesús.
Y quiero decirlo para sentirme comprendido, para hallar la
paz deseada desde siempre.
En mí hay una eterna nostalgia, hay hambre de paz.
Sigo caminando; el camino se me hace largo, pesado; porque
las cosas son pesadas, porque la vida es densa, y el tiempo es
muy lejano.
La lluvia está mojándome, el frío me penetra; pero eso no me
molesta, sino lo siento como necesidad de los tiempos.
La historia tiene sus vueltas; todo debe llegar a su lugar, y yo
debo volver al lugar que me corresponde, no buscado por mí,
sino proyectado por el Señor.
Cuando digo la verdad me siento aliviado; siento que me
escucha el Señor, que me escucha Asís; presiento que me
comprende el mundo.
Alabado seas mi Señor, por ese momento en la historia de mi
vida, por la lluvia y el frío; bendito seas por tu comprensión
y misericordia.
Bendito seas por mi cobardía y locura; hasta mis locuras
sabías transformar en un bien para el mundo y mis hermanos.
Tú, Señor, estás en toda la realidad; Tú estás en los tiempos
perdidos, y estás en mi vida que es de mis hermanos.
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Hoy sólo quiero recorrer el lugar, y estar atento.
A pesar de todo es también mi lugar; no lo merezco; pero
mis hermanos lo veían mejor que yo, para la obra del Señor.
Me quedé un rato en la capilla; no podía ver a los ángeles,
todavía estaba muy confundido por la cobardía de mi vida.
Hice algunos pasos, aún me detuve en el antiguo convento, y
salí para volver a Asís; mirándolo desde Porciúncula, como
lo miraba en otros tiempos.
Llovía igual, o quizás más todavía, mientras me acercaba a la
subida.
8. EL TIEMPO MUY DIFÍCIL
Me es difícil hablar sobre mi último tiempo en Porciúncula.
Fue un tiempo verdaderamente difícil por muchos motivos;
es como si todo esperase aquel momento.
Todos hemos vivido una prueba de confianza en el Señor; y
también es cierto que Él nos da oportunidades que son
incomparables.
La vida de la fraternidad tiene tiempos de mucha claridad,
como también puede generar muchas confusiones; y si éstas
se acumulan, pueden confundir más aún.
El momento en que me retiré para dedicar más tiempo a la
vida solitaria y la contemplación, fue a la vez, un tiempo de
la confusión más grande que hemos sufrido.
Me retiraba en plena guerra, y dejaba la guerra; hubo muchas
presiones de todos lados; ya no fuimos dos o tres como en el
principio.
Las cosas se complican más aún, cuando falta claridad del
futuro; la vida se pone agobiante.
Cuando las cosas se quieren resolver rápido, nos olvidamos
del Proyecto del Señor que tiene su propio camino; llegamos
a tal punto que se nos hace difícil ver el futuro; tampoco se
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puede resolver el presente.
En fin, lo que se proponía no tenía mucho sentido, porque el
sentido estaba en esperar, orar y confiar, en el clima de la
paz, de la paciencia; y yo no las tenía.
La presión de mi Pueblo era grande; hacían comentarios, se
sentía el desprecio, todo se ponía cada vez más pesado.
Nuestras familias sufrieron mucho, mis padres sufrieron.
Estuvimos muy cerca, a la vista de todos, y hacíamos lo que
sólo pueden entender aquellos que tienen fe, que se guían por
el Espíritu del Señor.
Necesitábamos comer y no tuvimos comida, teníamos que
trabajar y no siempre podíamos hacerlo. Atravesamos crisis y
conflictos entre nuestros hermanos y nuestras familias.
La oración nos daba fuerzas para enfrentarlo; pero el Señor
quería que aceptásemos la realidad sin fuerzas suficientes.
A pesar de todo, los hermanos venían; unos se iban y otros
venían; ya éramos muchos en aquel entonces, tan distintos,
de tan distintos ambientes; nos costaba hallar un hilo que nos
uniese en paz.
La vida se ponía densa; hubo preocupaciones, hubo miedos y
desconfianza.
Yo también tenía mis cosas, soportaba en mi corazón todo el
peso, mientras trataba de enfrentar en paz nuestra realidad;
hablaba de la paz y tenía la guerra en mi corazón.
Entonces, ¿para qué hablar?
Cuando más hablaba de la paz, más rebelde me sentía.
¿Y cómo me miraban mis hermanos?
Unos me comprendían, otros callaban, otros me enfrentaban,
diciéndome en la cara las cosas que no siempre comprendía,
y me sentía juzgado; y otros se iban.
A pesar de todo, hasta el último momento, he sostenido que
nuestra única Regla era escuchar a Jesús, y guiarnos por su
37
inspiración; y cuando otros buscaban soluciones rápidas, yo
defendía esos principios.
Si hubo algunos que trataron de comprenderme, fue más por
respeto, por seguridad de que el Señor me había elegido, que
por otros motivos. Ni yo mismo comprendí lo que quería
transmitir.
El sufrimiento de mi madre me encegueció; me quedaba sólo
retirarme. Aún no sabía que ése era el camino previsto por el
Señor; por eso, me retiré como un ladrón, con vergüenza y
culpa.
Quise estar más lejos de Asís, de mi casa, de mi madre
perdida; no quería escuchar más lo que llegaba, no quería ver
a mis hermanos confundidos.
Como toda salida, ésa era muy dolorosa; y más aún, cuando
uno puso allí todos sus ideales, toda su vida.
Con el tiempo, mis hermanos comenzaron a comprender; el
tiempo era justo, y el Señor iba inspirando a todos según las
necesidades. El tiempo juzgó que me había retirado en el
momento justo para mis hermanos y para mí.
El Señor encontró su modo de retirarme; supuestamente, si la
situación hubiese sido distinta, no me habría ido. Entonces,
el Señor encontró su modo, casi forzándome; aprovechando
mi orgullo, las penas, el miedo, las culpas. Por eso también
pude volver a mis hermanos; no importa si vivo o muerto.
He podido volver para el bien; eso también el Señor lo ha
tenido en cuenta.
Quiero hacer una reflexión desde la vida de Jesús con sus
discípulos: ¿qué habría pasado, si Él no se hubiese retirado?
Creo que los discípulos necesitaban que lo hiciese; para su
encuentro consigo mismos, para su crecimiento en la misión.
El Padre encontró un modo para que Jesús se retirase en el
momento justo; y su regreso será como lo nuevo, como una
realidad muy grande.
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Me fui, porque no supe hacer más; pero también me fui,
porque estaba previsto por el Señor.
9. VOLVI A DESPEDIRME DE PORCIUNCULA
Tuve la sensación de luchar a toda costa para defender lo que
el Señor me había encomendado; sentía la desesperación por
defender esa misión, que se me escapaba de mis manos.
Sin embargo, siempre tuve la sensación de estar con lo mío:
mi familia, principalmente mi madre. Mi vida destrozada por
dentro conspiraba contra mis metas, que parecían tomadas
por el mismo Señor. Mi vida estaba en esa guerra y ése era el
motivo del sufrimiento de mi espíritu.
Toda la vida sentí los obstáculos de los cuales no supe
liberarme; los llevaba como una cruz, en silencio.
Son cosas muy conocidas, pero no las supe compartir.
Creo que llegué a ser un solitario de mi vida; estaba viviendo
por aquello que buscaban mis hermanos y no supe compartir
lo mío; no tuve suficiente fuerza para hacerlo.
Esa guerra me llevó a retirarme de Porciúncula, pero no se
retiraron mis hermanos. Algunos quedaron en acompañarme
adonde fuese; y eso fue aceptado y asumido por todos.
Hoy analizo mi vida de aquel entonces; me doy cuenta de
que mis hermanos me comprendieron mejor de lo que yo me
comprendía. Ellos comprendieron mi misión encomendada
por el Señor; por eso me dejaron ir, esperando mi regreso;
aún, cuidándome en camino y tiempo.
Las cosas se daban como el Señor quería que se diesen.
No siempre, cuando les decía a mis hermanos que había que
guiarse sólo por el Señor, yo tenía todo claro. Y no siempre,
cuando me parecía que mis hermanos perdían la sensibilidad
por lo del Señor, era verdad. El Señor nos inspiraba como
quería y a través de quien quería.
Cuando me fui, la inspiración quedó adentro; hoy comprendo
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mejor ese tiempo, sé que todo debía pasar así, y todo ocurría
en un tiempo justo; por algo que pocos comprendían, sin
embargo, se resolvió como debía resolverse. Aún en medio
de la confusión, el Señor nos protegía; ¿y qué más esperar?
Por eso quiero volver en paz a mi querida Porciúncula; y
también quiero estar en paz con mis queridos hermanos.
No hay hermanos más grandes ni más chicos para mí; todos
somos hermanos menores, todos están en mi corazón.
¿Cómo no quererlos, si ellos me amaban y me aceptaban, así
como yo era? Aceptaron que me fuera, comprendiéndome.
Quiero besar los pies de todos mis hermanos, y las sandalias
que los llevaban. Bendigo el lugar donde vivían, sus penas y
padecimientos; bendigo al Señor por la confianza que habían
puesto sólo en Él.
Mis hermanos tenían más confianza en el Señor que yo; ellos
de veras confiaban. Más aún, cuando los abandoné, porque
no podía más.
Yo, pobre, llegué a sentirme tan débil que ni podía levantar
la voz al cielo; entonces tuve a mis hermanos, ellos se
ocuparon de mí; ellos por su cuenta buscaban al Señor; esos
hermanos crecieron en Porciúncula, y de aquí, fueron a todo
el mundo.
Cuando volví a Porciúncula, esta vez, ya hubo sol y tiempo
agradable; hubo un viento como brisa, que atestiguaba que
aquellos primeros hermanos, antes de irse a todo el mundo
recibieron al Espíritu Santo; hoy lo veo con claridad.
En el camino de regreso, todavía recordaba la voz de un
peregrino; le parecía extraño que yo muriese en ese lugar,
donde se indicaba como el lugar de mi muerte.
Yo también vivo sorprendido; no he muerto para Porciúncula
y ella no ha muerto para mí.
Porciúncula es el amor más grande, después de Jesús; y la
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amo aún más, porque por un tiempo la abandoné.
10. MI RETIRO
Debo explicar algo que llamaría como fuerte influencia en
mi vida, que venía de afuera y me tocaba de cerca. Yo
dependía de los demás; si bien entendí mi vida como
inspirada, y tenía las realidades del Señor muy evidentes, me
costaba enfrentar la opinión ajena o cuestionamientos
adversos. Es que las cosas que, a mi entender, venían del
Señor, no tenían mucho que ver con los proyectos
racionalistas; no hubo entre estas visiones muchas
referencias, las cosas estaban en distintos planos y distintos
tiempos; por eso, el ambiente vio mucha insensatez o por lo
menos, mucha imprudencia.
Las presiones venían de todos lados, eran duras, exigentes.
Sin paciencia, sin tolerancia; eran permanentes, no aflojaban
ni por momentos. Hubo un tiempo en que las enfrentaba con
paciencia; incluso parecía lógico enfrentarlas, como modo de
realizar el Proyecto del Señor. Hubo un tiempo en que casi lo
consideraba necesario, y si no hubiesen existido, habría
creído estar en un camino equivocado.
Así pasaban tiempos, pasaban días y noches, semanas,
meses. En esos tiempos hasta sabía encontrar una palabra
justa para mis hermanos; y no fue mi palabra, sino del Señor;
es que Él supo usar mi limitación, y un poco de paz que me
iba dando de antemano. Era un tiempo de mucha gracia,
dentro de lo que debíamos enfrentar mis hermanos y yo.
Sin embargo, volvían las noches a mi vida; volvía la realidad
de ayer, con sus conflictos, con el dolor del espíritu. Si bien
lo trataba de vivir solitariamente, igual perturbaba e influía
en todo. Porque no se puede vivir una vida doble; si por
alguna razón se la va enfrentando en silencio y sin paz,
desencadena otras guerras de impotencia, frente a la realidad.
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Por mucho tiempo no supe enfrentar mi vida; y siempre hubo
algo que me molestaba; por un tiempo no supe perdonarme,
por eso, rebrotaba la tristeza, y tras ella la rebeldía; tuve el
impulso de huir, de retirarme.
Tomé decisiones apresuradas, y aunque lo hice con miedo,
parecían valientes, casi heroicas. Luego, al ver con claridad,
lo que pasó, no tuve valentía para volver; o no debía volver.
porque hasta eso previó el Señor en mi vida. Hasta en eso me
inspiraba, utilizando mis debilidades, marcando mi camino a
través de ellas.
Cuando cambia la vida, es porque el Señor obra en ella. Las
cosas pasadas se perdonan, porque la Gracia es más fuerte
que la mente y el corazón, que no quieren perdonar. Pero
existe también la presión de los acontecimientos; la presión
de los que piensan, juzgan, tienen memoria; de los que saben
recordar y herir interiormente, aún saben abrir las heridas ya
cicatrizadas.
Aún quiero volver sobre mi vida: debo decir que, por mucho
tiempo, los hechos me llevaban a condenarme, a aislarme de
mis hermanos, a las angustias y los llantos secos; caminaba
sonriéndome, y no era mi sonrisa sincera; hablaba de la paz,
y eso recién era un sueño. Me sentía presionado con el
pasado, sentí la vergüenza de mí mismo; estaba atento a lo
que venía desde lejos y de cerca, a todo lo que me tocaba.
Me preguntaba por los motivos: en fin, era mi orgullo; pero
hay otras cosas que hoy tomo en cuenta; sobre todo, yo sabía
que el Señor me había elegido, que no le podía fallar. Sin
embargo, le fallaba permanentemente; aún, muchos me lo
hicieron ver; otros me lo echaban en cara.
Mi madre me dio todo el amor y el cariño del mundo, pero
inconscientemente a precio de que nunca debiese fallar. Sin
embargo, yo iba fallando; eso no me perdonaba. Es lo que
me molestaba, me despertaba miedo y ganas de huir lejos,
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donde nada se escucha, donde nadie llega.
En algún sentido fui esclavo del amor; ojalá esto me sirviera
para ser esclavo del amor del Señor.
Mi madre sufrió mucho por mí, por muchos motivos: por no
responderme a mí, como ella soñaba; por no devolverle nada
de lo que ella había confiado para mi vida; al contrario, le
respondí con fracasos, con pena y vergüenza; con rebeldías y
hasta con desprecio.
Sufrió por mi ida sin paz; y como yo no estaba en paz con
ella ni mi casa, me iba y volvía; volvía para estar mejor y
salía peor. En fin, mi madre enfermó; eso generó una gran
crisis en mí; entonces, no sabía estar con mis hermanos y ni
darles la paz que buscaban.
Me molestaba todo; no supe aceptar a nadie; ¿cómo estar en
paz con mis hermanos, si yo estaba en plena guerra?
Y la guerra no tenía fin; era cruel y despertaba muchas
dudas.
Mis hermanos lo veían; con el tiempo me di cuenta de que lo
comprendían; tenían compasión de mí; querían ayudarme,
pero no podían, porque yo mismo no se los permití; es que
yo era muy orgulloso, y solo quería resolver mi vida.
Mis hermanos nunca dudaban de que yo había sido elegido
del Señor para algo muy grande. Si hubo dudas, fueron sólo
pasajeras y servían aún, para confirmar el llamado.
Mis hermanos sabían que el Señor los había llamado a través
de mí, que se valió de mi persona; era la persona que ellos
aceptaban, mientras yo era intransigente.
Sabían ellos que en esas circunstancias no se podía hablar
conmigo; que hablar servía para empeorar las cosas. Por eso,
dejaban que todo pasase y oraban por mí, cuando yo no sabía
abrir la boca para hablar con el Señor.
En fin, me dejaron ir, pero no me permitieron ir solo; eran
demasiado respetuosos, demasiado buenos conmigo.
Para que yo pudiese estar mejor, fueron conmigo aquellos
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hermanos, contra quienes no tuve ninguna queja; no es que
los otros no fueron buenos; sino eran distintos, tenían otro
ritmo de la gracia; y no eran de los primeros tiempos, cuando
hubo más sueños y más alegría.
Me dieron la razón, me bendijeron para un nuevo camino.
Me fui teniendo razón; pero en mi corazón no la tenía.
Además, había un pensamiento que me preocupaba: Clara
para mí era un problema, lo llevaba como una rosa que tiene
flores y espinas; las espinas sabían hacerme sangrar.
Trataba de comprender por qué ella elegía ese estilo de vida;
por qué lo había hecho; creo que ella se lo preguntaba al
mismo tiempo.
Ella mejor que otros comprendía mi guerra; y mejor que
otros sabía que yo era elegido por el Señor.
Mis hermanos me bendijeron para un nuevo camino, y yo no
estaba seguro de que iba a volver a verlos.
A pesar de todo, sentí que los fundamentos de la Comunidad
estaban hechos, y mis hermanos sólo necesitaban del Señor;
yo estaba de sobra, aún podría perturbar con mi guerra, y
confundir a mis hermanos.
Todo esto estaba previsto por el Señor, y de esta manera.
11. VOLVI A ORAR Y LLORAR
Volví a orar y llorar entre los bosques y cerros, entre los días
y noches, porque volvió a mí, toda una vida desnuda.
Mis compañeros me dejaban solo; sabían que lo necesitaba;
estaban atentos por si les pedía algo; me acompañaban con
su oración que tocaba el cielo.
No sé decir el tiempo, pero no era corto; y como yo estaba
mal, me parecía eterno; como en todas las cosas del Señor, el
tiempo era justo.
No entendía lo que pasaba conmigo; no entendía nada, pero
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en ningún momento, perdí la noción de que estaba siendo
elegido para algo muy grande. Es misterioso, dentro de tanta
confusión hubo claridad en ese llamado; y también sabía que
debía estar donde estaba; no sabía el sentido, pero sabía que
estaba en un lugar justo.
Ya no me importaba el tiempo; tampoco el tiempo de vivir.
Sabía también que la confusión que reinaba dentro de los
hermanos era el tiempo para buscar y encontrar en el Señor.
A veces, me traían las noticias; ya no me desesperaba por ir y
arreglar las cosas; lo dejaba en manos del Señor, y que Él se
ocupase; que Él directamente inspirase a mis hermanos.
Y así pasaban días y meses.
Volví a mirar la naturaleza, la vida.
Pensar que volví a la vida, a las plantas, a los árboles; por
mucho tiempo estuvieron muertos para mí, me molestaban;
sus sombras me daban miedo, me asustaban; pero igual me
daban vida, levantaban mi espíritu herido.
Comencé a escuchar los pájaros; me di cuenta de que eran
muchos, y que algunos de ellos, los enviaban los ángeles que
no dejaban de custodiarme.
La paz comenzó a venir de todos lados; se pegaba a mí poco
a poco, se filtraba por donde podía entrar; penetraba entre las
rocas de mi corazón.
Pero mi corazón sentía frío a pesar de tanto amor.
¡Qué triste!, yo sentía el frío, y había tanto amor y tanta
comprensión, a los que fui insensible.
El amor del Señor expresado de mil maneras me rodeaba, y
yo era insensible, como un niño caprichoso. Hoy me hace
reír el recuerdo de aquel tiempo.
Cuando comencé a levantarme y la vida parecía ganada,
llegó la truste noticia de la muerte de mi madre; me la
trajeron mis hermanos, con gran respeto y comprensión.
Sólo recibí la noticia, y no dije nada; me retiré sin palabras a
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un lugar solitario, con intención de orar; por un tiempo oré
por su alma y por lo que nos unía a los dos, que era grande, y
nunca del todo expresado; porque nunca supe hacerlo, y
como sabía que la había hecho sufrir mucho, no me atrevía a
expresarlo.
Oré por un rato; y después se abrió el llanto en mí; fue muy
prolongado. Era la primera vez que lloraba como debía
llorar.
No quise ir a despedirme; tuve miedo de encontrarme con
ella; fui muy cobarde. También tenía miedo y vergüenza de
la gente; no quise ser juzgado con las miradas como espadas;
me quedé solo, triste, volviendo a lagrimear como un niño.
Pasaba el tiempo, me sentía como liberado; es curioso pensar
así, pero sinceramente eso me ocurría; y sentí un principio de
libertad, eso también es curioso.
Hay sentimientos grandes, pero también nos comprometen y
sujetan; una vez nos hacen crecer, y otra vez crecer en medio
de las guerras; y ambos tienen sentido. Tuvo sentido la vida
y tiene sentido la muerte.
Mi madre se me apareció en sueños, con un sentimiento y
cariño sanos; me vi un chiquito envuelto entre sus brazos y
su ternura; y sentí como si la vida recuperase la fuerza desde
sus principios.
La vida comenzó a crecer como debía expresarse; esa muerte
me hizo crecer, y mi madre me siguió ayudando; lo que no
pudo hacer antes, después lo hacía libremente.
No pasó mucho tiempo y apareció Clara.
Ella siempre estaba muy inspirada y venía a tiempo; también
cuando su visita parecía ser molesta; vino, porque sentía que
debía estar en ese tiempo. Por primera vez, pude compartir
con ella el dolor por mi madre, sintiendo que me
comprendía.
Y no me equivoqué; ella estaba feliz por poder compartir lo
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más profundo de mi ser.
Es cierto, la madre es lo más profundo de nuestro ser; se
abrió todo en mi corazón y volvió la paz.
También hubo un cambio entre los dos: Clara y yo; ya no
hubo dudas ni miedos; hubo claridad en los caminos.
El Señor nos puso a los dos en su obra, que estuviésemos
muy cerca; y nos alimentó con lo puro y santo, para que su
obra tuviese vida.
Sentí la presencia de mi madre, como la presiente el niño;
iba creciendo desde su corazón que tenía paz, claridad,
bondad, compasión. Sentí que ella me transmitía la
comprensión de mi vida; la veía bien y lo transmitía. Que
ella estaba en paz y por fin, feliz.
Yo recuperaba esa felicidad, se hacía mía. El Señor la envió
como un ángel para el tiempo que me quedaba.
Mis hermanos me miraban en silencio; a veces sonreían;
estaban bien, felices como yo.
Me iba recuperando como un paralítico; o como un leproso a
quien tocó la gracia del Señor. Volvía la paz, la alegría;
volvía la vida, volvía el Señor.
12. DESPEDIDA
Mi tiempo en Asís es limitado como todas las cosas
humanas; todavía me quedaba alguna cosa.
Recorrí varios caminos y lugares tan sagrados, buscando paz;
todo despierta sensaciones profundas que conmueven; todo
está muy dentro de mí.
Volví, buscando la paz; no es que no la tuviese, pero la paz
puede crecer. Crecer para mí, y para muchos; también
busqué la paz para mi Pueblo, hoy.
El último día volví a la Roca.
Muy temprano salí, llegué arriba con el sol que teñía de rosa
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los horizontes de la mañana.
Sentí la necesidad de bendecir mi Pueblo; mi mano se hizo
ágil como una pluma, sintiendo el gozo por hacer la señal de
la cruz y la bendición.
Bendije a los cuatro lados en silencio; reinaba la paz, por lo
menos en aquel momento.
Aún no había gente en las calles, no había movimiento; mi
bendición en el Nombre del Señor quería llegar a cada casa.
Bendije a Porciúncula, sintiendo mi cariño predilecto; a toda
su historia, a todo su tiempo; y me retiré en silencio.
Más tarde di la vuelta alrededor de los muros del Convento,
llevando la súplica y la bendición desde mi corazón.
Cuando fui a la tumba, bendije a todos los peregrinos, a los
que vienen y vendrán; y me retiré de Asís.
Quizás sin tanta necesidad de volver como ahora; quizás para
comenzar en otra parte del mundo; desde la reconciliación y
reencuentro con mi querido Asís.
Encontré un autobús que partía por la tarde hacia Perruggia y
más lejos.
El sol tenía que recorrer algunos pasos en el horizonte; vi a
las nubes lejanas, llevadas por el viento hacia Asís.
Me recordaba las palabras de Jesús, quien quiso traer la paz a
Jerusalén.
Yo estaba en paz; y estaba triste a la vez.
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III. JESUS EN MEDIO DE MI TORMENTA
Si quisiera definir mi vida, elegiría el texto del Evangelio
que describe a los discípulos de Jesús en medio de la
tormenta, donde los vientos se mezclan con aguas que
ahogan. En esa realidad está Jesús, duerme en paz,
conociendo los tiempos que viven sus discípulos, y también
el mío.
Mi vida ha tenido muchas tormentas, y algunas de ellas eran
casi permanentes, pero Jesús estaba siempre, aunque parecía
dormir por largos tiempos. Aquí no hay nada de exageración
ni palabras que sólo suenan; es mi realidad. Hubo tiempos de
tormentas tan largas que estuvo en peligro mi vida; hubo
oscuridades muy profundas; pero, ¿no son esos tiempos que
renuevan la vida, con todo lo que ella trae?
Me acostumbré tanto a las tormentas que hasta soñaba con
ellas; y si las buscaba a veces, es porque las de ayer dejaban
sus huellas de tristeza, de desgaste, de dolor.
No todo se sanaba, mientras venían otras; es que viví muchas
cosas en poco tiempo; y casi no podía disfrutar de la paz.
Mi vida terminó en pleno verano, y era lógico que las
tormentas llegaran hasta el fin. De todos modos, gocé de una
gran calma en la última hora antes de morir.
Llegó la hora de la paz que envolvió todo; yo quien
predicaba la paz, la viví muy de cerca, muy de adentro.
1. UN ETERNO LLAMADO
Es curioso decir así, pero hay razones por medio, aún con
fundamentos; hay sensaciones del espíritu que me confirman
en mis convicciones. Fui un elegido desde siempre.
¿Quién lo sabía? Los que debían saber lo veían a su tiempo;
a veces, de una manera imprevista, sorprendente; bien
asumida por los que estaban a mi lado, lo que vieron con
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claridad.
A veces, fueron como unos vuelos del pensamiento y de mi
corazón; pues es cierto, que yo parecía un soñador; aún,
soñaba las cosas que aparentaban sin sentido; no obstante,
aún en esos sueños estaba la inspiración.
Mucho tiempo después, me di cuenta de que la inspiración
estaba en todo; mezclada con mis cosas, aún en medio de
mis conflictos, y confundida. Pero mi espíritu, en su vivencia
más profunda, despertaba lo que debía despertar, por lo que
el Señor esperaba de mi vida.
Mi madre sabía que yo estaba por algo del Señor; y que ella
había sido elegida como madre; pero, ¿qué más sabía?
Porque si es del Señor rompe los esquemas, es imprevisible.
Hoy hablamos de los cambios, parece que queremos prevenir
todo; de hecho, el Proyecto del Señor para todos los tiempos
es imprevisible. Y los profetas apenas previenen; ellos viven
como soñando, y el Señor sigue sorprendiéndolos.
Si les digo, es porque tengo argumentos para decírselo así;
mi madre vivió el misterio de mi vida; sabía que yo estaba
por algo del Señor; por eso, trataba de ayudarme. Su
inquietud fue profundamente religiosa; era una religiosa de
alma.
Ella oraba mucho por mí; sentía que debía cumplir con lo del
Señor, que Él la había puesto en el camino. Sin embargo,
cuando trataba de inclinarme al Señor, me rebelaba más aún;
así fue en los comienzos: fui rebelde y ansioso a la vez. Si
con el tiempo tomaba decisiones de vivir y luchar por Jesús,
de poder llegar con Él a todos, lo recibí a través de mi madre.
Siento que ella oraba por mi vocación; creo que a su manera
la proyectaba, y sabía que en algún momento yo iba a optar
por el Señor. Lo que la sorprendió era mi modo de buscar a
Jesús, el camino proyectado por Él, que era tan imprevisible.
Quizás ella no hubiese tenido ninguna preocupación, si yo
hubiese elegido a los benedictinos; pero ni ellos me quisieron
51
aceptar.
Ella tenía un espíritu contemplativo. Por eso elegí lo que ella
soñó, sin embargo, tan distinto. Pero elegí al Señor.
Ya ven, hermanos, que la guerra y la tormenta se
proyectaban desde el principio; y yo en pleno fuego.
Todo lo que viví en mi juventud era para olvidarme del
Señor y sus proyectos. Si bien no lo expresaba abiertamente,
lo dejaba al olvido; pero todo volvía como un viejo recuerdo.
Yo sabía del Señor; lo veía en los ojos de mi madre, sentía
en mi propio corazón. Me lo guardaba escondiendo, a veces,
me rebelaba. Me sentía esclavo del pensamiento, del tiempo.
Entonces huía del Señor; elegía el camino al revés. Por eso,
tanto correr por el mundo, y mis experiencias de guerrero.
Todo el mundo se ríe de Francisco guerrero; yo huía de los
destinos del Señor. Buscaba mi libertad, mi elección;
buscaba las cosas del mundo. Pero cuando más me enredaba,
la voz no se perdía; aparecía como un sonido que perturba,
como un reproche que cansa.
Esta voz está en mi crisis; en algún momento, se transforma
en una crisis muy grande, dentro de la vida bastante
temprana de un joven. La crisis era toda confusión, toda
tristeza, todo desorden; yo sin saber qué hacer ni cómo,
metido en un pozo profundamente oscuro y hondo.
¿Quién quiere entenderme hoy? Sólo el que llega a una crisis
como yo. Pero como las cosas del Señor deben resurgir, mi
vida debía tomar algunas luces y salidas. Y el Señor hallaba
modos justos en sus tiempos. Viví una guerra cruel entre mi
vida mundana y la del Señor; pero Él estaba hasta en mi vida
del mundo.
Puedo comparar esos tiempos de oscuridad con el tiempo de
caminar ansiosamente para llegar a una puerta justa que abre
hacia la luz. Cuanto más desesperado estaba, más me perdía;
después las salidas estaban casi a mano. Luché mucho en mi
52
vida por hacer mi voluntad, mis sueños. Traté de salir de
todo lo que me parecía opresión, lo que era forzado. Esas
luchas me desgastaban terriblemente, me quitaban las fuerzas
en mis pies y el aire en los pulmones; me quitaban las ganas
de vivir, del futuro. En el momento de crisis más grande me
rebelé contra todos; no sabía tener medidas en mi furia. Todo
me molestaba, todo estaba mal. Porque yo estaba peor.
Recién cuando dije que quería seguir a Jesús, me calmé un
poco.
Quiero ser sincero, yo no sabía qué significaba seguir a
Jesús; y la calma era un pequeño anticipo. Qué curioso,
quería hacer algo por El, y ni sabía quién era, y qué quería de
mí. De todos modos, presentía que estaba en algo que era
para mi vida.
Entonces comencé a buscar, a nadar de un lado a otro; a
andar sin rumbo, sin pausa e igualmente ansioso e inquieto,
pero un poco atento. Sentía como si se terminara la primera
noche; mi vida comenzó a cambiar de dueño.
2. ¿QUE HACER DE MI VIDA?
No sabía qué hacer con mi vida; yo era un inquieto.
Buscaba constantemente, y volaba como una mariposa; me
inquietaba lo que veía y lo que encontraba.
Siempre estaba lleno de planes y sueños, buscaba algo más
allá, no me conformaba con lo de aquí, ahora.
Siempre fui un espíritu inquieto; sabía que debía hacer algo
por el Señor; sin embargo, mi inseguridad me frenaba y hacía
esperar. Mientras tanto vivía, aceptaba las cosas que venían,
la vida que venía en abundancia. Estaba lleno de lo que daba
el sol y mi pueblo.
Con el tiempo analizaba: ¿por qué a mi alrededor había
gente, había muchos que me rodeaban? Porque no sabía vivir
de otra manera; en mi interior sentía una tremenda soledad,
que inconscientemente llenaba de seres y cosas.
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Rodeado de tantos estaba solo. Tenía una tristeza aguda, que
salía por las grietas; una angustia tremenda que explotaba en
mis tormentas.
Fui un gran solitario entre tanta gente, y no sólo ellos me
buscaban, sino yo buscaba a la gente.
Mi madre también fue una gran solitaria. Cuando analizo ese
aspecto de mi espíritu, sé que el Señor me preparaba de esa
manera y en esas circunstancias, para que después viniesen
mis hermanos, a los que Él quiso buscar por medio de una
persona, un ser que busca y es buscado. El Señor aprovechó
mis debilidades para conseguir un bien más grande.
Rodeado de tanto amor con que me nutría mi madre, quien
era todo amor, me sentía asfixiado. Por eso buscaba nuevos
aires, que me alimentaban y llenaban de dolor. Fui un pobre
infeliz, que buscaba, encontraba y seguía buscando. Un
pobre infeliz que se reía, pero a escondidas lloraba; estaba
rodeado de gente y de amor, sin embargo, vivía su propia
amargura y confusión.
Era una vida llena y agitada, pero más desgastaba que nutría.
Me querían y yo no era feliz; y si me dejaban de querer,
sufría y me retiraba resentido.
Con el correr del tiempo me preguntaba a mí mismo, si yo en
mi vida había amado bien a alguien; y no supe contestarme;
pero ya es respuesta. Fui buscando y buscando; y no sabía lo
que quería encontrar. Entonces, la vida se me hacía feliz y
triste; estaba en la vida y huía de ella.
De golpe, me sentía seguro, pero mi barca estaba en pleno
mar, y las aguas no se quedaban quietas. No se podía prever
qué iba a pasar mañana; por eso todos miraban mi cara sólo
hoy, preferían verme de esta manera.
Así pasaban días; pasaban seres que me querían, algunos se
iban de mí; yo vivía mi confusión. Mucho tiempo quería
vivir el hoy; casi no quería pensar en mañana. Porque se me
hacía pesado pensar. Si bien tenía algunos proyectos, me
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costaba tomarlos a buenas; o los tomaba apurado y casi con
furia, o quedaba esperando; pero siempre quedaba algo que
salía por las grietas: el Señor tiene algo pensado para mí, y
eso me quitaba el sueño.
A veces me daba cuenta de que no servía para muchas cosas.
Por ejemplo, no servía para el negocio. Mi padre lo tenía tan
claro y tampoco lo escondía; con sólo decírmelo, yo estaba
más que convencido; y como el negocio era más de mi padre,
y no estábamos bien entre los dos, el negocio me cansaba y
esclavizaba.
El negocio para mi padre valía más que la familia. Entonces,
¿cómo podía quererlo? Después vendría la rebeldía, la
misma contra mi padre que contra el negocio. Hoy no la
justifico, pero intento comprenderme.
Tampoco serví para el matrimonio, y no sólo porque no supe
trabajar con responsabilidad; tampoco supe enfrentar una
nueva vida. Hoy lo sé, antes lo veía de otra manera, pero es
cierto que no era apurado en mis decisiones.
Y como estuve lleno de gente y confundido, casi jugando con
la vida y el amor, me quedaba indeciso y confuso. Más bien
me culpaba por los que me amaban; pero no sé si yo amaba
de veras a alguien.
Todavía salí a guerrear a caballo, con armas; ya saben cómo
me fue.
¿Por qué me fui a la guerra? ¿Es porque quería huir de algo o
de alguien? ¿O porque quería convencerme de que servía?
¿O mi padre quería hacerme hombre que se valiese por sí
mismo? ¿O todo junto?
Mi guerrear me llevó a sentir todavía más que era un inútil.
Volví sin gloria; ése fue uno de los momentos más difíciles;
tampoco sabía que el Señor estaba cerca de mí; por sentirme
inútil, tan poca cosa.
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Luego de pasar tantos siglos leo el texto del Evangelio: "¿No
han leído nunca en las Escrituras: la piedra que los constructores
rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: ésta es la obra del
Señor, admirable a nuestros ojos?" (Mt. 21,42)
Y leo estas palabras con misteriosa familiaridad. ¿Cómo no?,
si la vida me lo dice. ¿Qué era mi vida, cuando el Señor la
tomó como su herencia? Sí, de veras fui desechado.
Para mí, yo no fui nada; un inútil, y más todavía: orgulloso y
rebelde; un orgulloso en plena destrucción.
Por la gracia del Señor la destrucción sirvió para construir; y
si les digo que ésa era la última, les miento; así como
mienten los que saben que mienten y tienen cara para
hacerlo.
Pero siempre el Señor reconstruía, sorprendiendo a un pobre,
como fui en toda mi vida. Le preguntaba entonces, quién era
yo; y no tenía respuesta. Me callaba avergonzado por hacer
semejante pregunta al Señor. Pero su sonrisa me alentaba; y
cuando comenzaba a pensar que yo era un elegido del Señor,
Él no lo negaba. Le decía que yo era muy inútil; y Él
tampoco lo negaba. Y yo seguía aún más confundido; hasta
el Señor me convencía de que era un inútil.
3. HABLO DE LA CRISIS
Si les hablo de la crisis, es porque había llegado el desborde;
pero como todo, éste tenía su tiempo para un desarrollo, que
casi no tenía fin. Es que todo se iba dando y agregando; y el
Señor lo permitía.
¿Por qué digo que el Señor lo permitía? Porque respetaba el
camino que yo elegía en mi oscuridad; porque tenía todo
pensado más allá de la misma.
Las oscuridades venían y se iban, las tormentas venían y se
iban; pero llegó el tiempo de una oscuridad y tormenta que
parecía eterna. En ese tiempo no supe ver a nada ni a nadie.
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Casi no sabía si existía, sino sólo sentía que tenía mucho
miedo. Entonces sí, veía que tenía mucho miedo.
Antes lo disfrazaba con una seguridad exagerada, con una
palabra suelta, fácil, atrayente, de expresiones convincentes,
pero sin vida. Vivía como un actor que cumple su papel; que
se ríe y llora, pero no es su risa ni vale su llanto.
Sin embargo, era mi llanto; yo fui un actor, por eso no podía
hablar de lo que me pasaba y nadie me creía si hablaba de
mí.
Nadie me creería lo que viví: preferirían creer a un actor; y
así pasaba; a veces me retiraba por algún tiempo, luego
volvía como antes; volvía distinto, sin embargo, me
acomodaba dentro de la vida de los demás. Pero las cosas
tenían su peso, y pesaban cada vez más.
Me hacía cada vez más un tipo raro, no hubo caso ni modo
de comprenderme; yo mismo llegué a creer que nadie me
comprendía, entonces, de veras me hice actor; jugaba un
papel y vivía otro. Y si no jugaba y decía lo justo, sabía que
era un juego más.
Yo jugaba mi propia vida. ¡Quién me podría entender, si yo
mismo no me entendía! ¡Quién podría esperar algo de mí, si
yo no esperaba nada! De todos modos, quise vivir; a pesar de
que estuve más muerto que vivo; más sombra que árbol. Yo
era sólo un reflejo desde la sombra.
Mientras vivía mi infierno, mi madre no podía decir nada.
Si me decía algo, era casi gastar la voz inútilmente; pero sólo
ella no me abandonaba en ningún momento.
Como no podía hacer nada, sólo le quedaba esperar; porque
si quería forzar algo, salía más para el mal que para el bien.
Ella era testigo de la sombra perdida, y desgraciadamente se
reflejaba en la misma.
¿Qué pudo hacer? Nada; ni siquiera pudo aceptar mi
realidad.
57
Pero tenía fe; tenía esperanza, tuvo una ternura
incomparable. Ella era todo: madre, amiga, servidora;
también era tristeza y dolor.
Es aquel tiempo, cuando las noches eran largas, y la luz casi
no existía; cuando ni siquiera hubo rebeldía.
“Ojalá pudiese rebelarse”, pensaba ella. Por lo menos eso
llevaría a algún fin, a algún cambio.
Ojalá pudiera rebelarme; no puedo expresar mi estado; sé
que estuve en un punto en el que nada cambia.
Era de veras sólo eterna oscuridad; un hombre muerto que
tiene conciencia de todo, y no puede llegar ni quiere morir;
tampoco hay vida.
Mi madre era un ángel que me cuidaba llorando; que sólo me
deprimía más.
Ella era paciencia enloquecida: y también una desesperación
escondida, que sabe sonreírse, mientras esconde las lágrimas.
Me pregunto cuándo comenzó la rebeldía.
Sé que fue frente a mi madre; en un momento no la supe
soportar más; también volví a culparme por ella.
Viendo a mi madre, me rebelé y culpé a su vez.
Hoy quiero entender mi estado y pregunto por qué contra
ella, y no sé muchas respuestas.
¿Me amaba mucho, demasiado?
Esta vez ese amor era para mi bien; me despertó para vivir
nuevamente, a pesar de que el camino era tan raro.
Comencé a rebelarme contra mi madre, y no sabía que lo
hacía contra mí mismo; no sabía que en esa rebeldía el Señor
me salvaba.
No entendía nada de mis rebeldías, pero sabía que el Señor
estaba, a pesar de que todo era oscuro.
Y mi madre también veía que el Señor estaba; se asustaba y
consolaba a la vez.
Entonces, comencé a desahogarme de mis penas, pero mi
58
mente se hacía cada vez más loca.
En la medida en que me iba abriendo, mi mente volaba y
giraba al mismo tiempo. Para colmo, casi comencé a torturar
a mi madre; la crisis se hacía guerra.
Si me levanté, porque ya odiaba la cama; también mi casa.
Tuve sentimientos muy confusos; ya no quería estar con mi
madre; ella tampoco entendía mi estado; sólo no quiso perder
a su hijo, y presentía que lo iba a perder; sentía que había que
darle libertad, pero, ¿qué libertad?
4. VOLVI AL NEGOCIO
Volví al negocio de mi padre para hacer un lío más.
Ya entonces nada me importaba; fui de veras un loco suelto,
que sabía razonar, pero nada respetaba.
Estaba contra todos; todo me molestaba.
Estaba en el negocio, porque algo había que hacer; pero no
era que me importaba, menos aún, llevar adelante lo que mi
padre había conseguido después de tantos esfuerzos.
Ya entonces, comencé a escuchar el Evangelio, con una
atención más despierta. A pesar de tantos líos en mi cabeza,
al Evangelio lo veía próximo. Se mezclaba con mis líos, con
mis rebeldías, con angustias y ansiedades; por eso no me
llevaba a nada, y se producía una mezcla detonante.
Hoy veo con claridad, cómo los reproches contra mi padre
tomaron una dimensión sin medida, y por eso reaccioné
como ni yo mismo lo hubiese esperado.
Orgullosamente quise ser el rico del Evangelio que respondió
a Jesús; pero cuánta inmadurez en mi respuesta, y cuántos
sentimientos confusos.
Estaba más mi padre que Jesús; de todos modos, Jesús se
valía de mi respuesta, y el rico dejó todo, por su rebeldía; y
salió a la calle. Abandonó todo, se quedó sin nada ni nadie.
Pero no sabía ver a Jesús, ni sabía por dónde seguirle.
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Un pobre rico loco, sin rumbo, confundido hasta lo último;
con la decisión inmadura, sin embargo, inspirada;
presintiendo algún futuro nuevo, entre tantos miedos e
inseguridades, que se juntaron luego de una decisión tan
importante, única.
Salí de casa muy mal; dejé mal a mis padres, y quedé peor.
En plena noche, mientras todos dormían o estaban de fiesta,
yo estaba solo; porque a Jesús no lo veía para nada.
No sabía qué hacer; no servía para nada.
Este fui yo, Francisco; quizás no me crean, pero lo digo, para
que puedan entender a mi Pueblo, que me daba lo merecido.
¿Adónde ir, y qué hacer?
Mi mente comenzó a refrescarse; las noches son buenas para
que se refresque la mente.
Fui dando vuelta por las calles; caminaba a cierta distancia
de mi casa; no quería volver.
Yo era orgulloso, además, sentía miedo, y lo más difícil, si
volvía, tenía que cambiar.
Sin embargo, existía una expectativa: ¿acaso Jesús no llamó
a un rico, a que abandonase todo y le siguiese?
Pero, ¿dónde está el rico? ¿Y dónde está Jesús?
¿Es cierto que el Evangelio es para mí?
Caminé por las calles como un perro de nadie, me molestaba
todo, sentí vergüenza de mí mismo; no quería ver las caras,
no quería encontrarme con nadie. Quise estar lejos de todos;
impaciente por lo que iba a pasar.
Y no pasaba nada; ya no escuchaba ni los gritos de mi padre
que, a pesar de ser molestos, por lo menos existían.
Y mi madre no podía persuadirme; a pesar de que me
hubiera gustado que lo hiciese; quizás para volver, o para
rebelarme más; encerrándome en medio de mi orgullo,
humillándola. Nada de eso pasaba, ni soñar que pasaría.
Vino el cansancio, mis pies no daban más, sentí hambre
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como nunca; era claro que esa vez no iba a cenar, tampoco
dormiría en mi casa.
Contemplé una noche fresca, un poco oscura, que tan sólo
anticipaba la oscuridad de mi corazón.
5. VIVIR SIN RUMBO
Comencé a vivir girando, sin rumbo; había que vivir, había
que luchar por la vida; había que, por lo menos, encontrar
algún lugar, alguna comida para pasar el día.
¿Dónde ir, qué hacer?
Siempre hay un sector de la sociedad que no tiene dónde
vivir, que no tiene qué comer, tampoco tiene futuro.
Esos sitios no están en los centros de los pueblos, ni ocupan
lugares importantes. Si tienen algún vínculo con los pueblos,
es para molestar, para pedir, a veces robar.
Ellos quizás, siendo muy pobres, aún viven imposibilitados
de elegir una vida diferente.
Después de dar vueltas y vueltas, y recorrer algunos lugares,
mis miradas estaban por allí. No supe, me parecía que no
podía volver a mi casa; tampoco supe encontrar algo más
digno para vivir.
Mi lugar entonces, estaba fuera de mi Pueblo; estaba cerca
de los que no tenían casa; hoy serían las villas miserias, sin
esperanzas de caminar, sin futuro.
Por algo me quedé cerca de esos hermanos tan extraños para
mí; y yo tan extraño para ellos.
Si no me habían rechazado, es porque no rechazaban a nadie;
aceptaban a los que venían; tenían tiempo para ver, mirar.
Eran muy intuitivos en sus miradas; daban tiempo para entrar
poco a poco, en esa nueva sociedad con sus propias leyes,
con su propia solidaridad.
Yo iba entrando sin que me diese cuenta, como uno más; con
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una reserva por parte de ellos.
Ellos me conocían, sabían quién era yo, antes de venir,
conocían a mi madre buena; mi padre les molestaba.
Se preguntaban por mí, por qué estaba allí; no creían en mi
urgencia, en mi tiempo casi sin el futuro.
Me costaba mucho convivir; no estaba acostumbrado a vivir
así, no estaba preparado para luchar por la vida, con las leyes
que regían en esas sociedades; fui un inútil una vez más, aún,
alguien digno de risa y de compasión por parte de mis
nuevos hermanos. Es cierto, hasta ellos tenían compasión de
mí; en el mundo de ellos hubo lugar para la compasión;
quizás, porque se sorprendían de mí; ni siquiera podían
imaginarme.
También recibí golpes duros, e hice cosas que no quise
hacer; pero aprendí a luchar para sobrevivir.
Era para mí una escuela muy dura, iba aprendiendo una vez
más a vivir. Y desde allí, el Señor me iba inspirando en los
principios de la comunidad, donde yo iba a servir al Señor.
Pasaban días, pasaba el tiempo. Mi ropa ya era igual que la
de los demás, aprendí a comer lo que gusta y lo que no gusta,
y estar con aquellos que no me agradaban.
También quise comprender a mis compañeros; y el tiempo
me sobraba para pensar.
Ésa de veras era una escuela; allí comencé a conocer la vida,
viviendo igual que ellos, en las mismas circunstancias y las
mismas necesidades; y yo aceptado y asumido por ellos.
Viví allí como un extraño, no era uno más de ellos, pero viví
un tiempo suficiente como para comprender la vida.
Comencé a ver que esta vida no podía ser para mí, pero que
estaba prevista por el Señor.
De otra manera, no podría entenderla, y Jesús quiso salvarla;
por eso me envió allí, y ellos me aceptaron.
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Jesús me dio las fuerzas; Él estaba en todo, y yo no lo sabía.
¿Cuánto tiempo viví con esos hermanos extraños?
No era tanto, pero era suficiente; allí comenzó a funcionar
mal mi estómago, y padecía fuertes dolores de cabeza; tenía
los primeros síntomas de una salud deteriorada.
Fue una escuela válida, para alguien que no sabía vivir ni
luchar por la vida. Luego debí irme, tampoco veían algún
futuro para mí, mis compañeros. Sabían que no era para mí,
pero me respetaron, hasta me querían y tenían compasión;
me decían que no era para mí.
A pesar de que la vida me costaba tanto, tuve aprecio por
ella; y si hoy veo esta miseria humana, tengo ganas de volver
allí; hay algo que me lleva, que me atrae.
Cuando salí, no me fui del todo, siempre podía volver, podía
compartir; algunos de mis compañeros se unieron a nosotros,
cuando comenzó a organizarse nuestra hermandad primitiva;
era nuestro ambiente de donde el Señor llamaba, y nosotros
abríamos las puertas de par en par.
Por entonces comencé a ir a San Damián; iba solo, sin decir
adonde. No tenía por qué decirlo, tampoco tenía sentido.
La iglesia era mi refugio; y yo, como solitario que era, salía
cuando podía para llegar allí; y cuando encontraba la capilla
abierta, entraba.
A veces saludaba al sacerdote, a veces, él me preguntaba; él
sabía quién había sido yo antes, y dónde estaba ahora.
Se avecinaba un cambio; lo veía yo, y más aún el sacerdote;
pero todo debía venir a su tiempo.
El Señor puso en mi camino a ese sacerdote, como antes,
puso a esos compañeros de pobreza.
Se avecinaba una nueva esperanza.
63
6. LA CAPILLA DE SAN DAMIAN
El sacerdote de la capilla me propuso que me quedase con él;
seguro que habrá tenido sus motivos y sus razones; no era
porque yo pudiese ser útil para él; supuestamente, el Señor lo
puso en mi camino.
Me dijo que viniese y compartiese con él lo que tenía; no
tenía mucho, pero lo ofrecía de corazón.
Me quedé, quise ayudar en algo, al padre de tan sorprendente
bondad.
Yo estaba un poco distinto, la vida me había enseñado,
quería ganarme el pan con mis manos, no quería ser un
huésped que sólo come.
El padre, me di cuenta muy pronto, veía que mi vida
esperaba lo que debía venir, un paso que había que dar; él
sentía de parte del Señor, mi camino; y no podía negarlo.
Yo quería ganarme el pan con mis manos, y ya no era sólo un
orgullo de un joven herido y humillado.
¿Qué podía hacer? Hubo tantas cosas que hacer, pero lo más
urgente era arreglar la capilla.
Me lo dijo el Señor, y lo entendí; entonces, empecé a trabajar
con las manos que poco servían; apurado como siempre, me
desanimaba pronto. Pero me iba venciendo, de a poco pasaba
las barreras. Iba encontrando el modo de arreglar la capilla,
había que encontrar alguna solución.
Los que pasaban por allí, no eran tantos, se reían al verme
trabajar, porque sabían que yo no era para eso, sino más bien
para mandar a otros que lo hicieran.
Unos se reían, otros se acercaban a mirar con distinto ánimo.
Los otros venían a ayudar; no sabía por qué lo hacían.
Entre ellos hubo algunos que conocí; unos, de los tiempos de
mis fiestas; otros, eran los últimos compañeros de pobreza.
Entendí muy poco de lo que pasaba, pero es cierto que ya no
trabajé solo; hubo varios que trabajaron con las manos, hubo
64
alegría, hasta fiesta; algunos traían comida para compartir,
nos alegramos arreglando la iglesia de San Damián.
Y el padre de San Damián nos miraba con cierta curiosidad,
y con la alegría que suele tener la gente mayor y sabia.
Pasó un tiempo no tan largo, la iglesia quedó linda, los que
trabajaron, se sintieron bien, y el sacerdote, feliz.
Se arregló una iglesia de modo distinto; ya no necesitábamos
pedir a los grandes que pusieran su limosna, ni humillarnos
ante ellos, ni recordarlos por los siglos como bienhechores.
Me di cuenta de que el Señor me puso de protagonista; Él me
metió en medio de una tarea que a mí mismo me sorprendía.
Ya entonces iba mucho a orar a Jesús crucificado.
Él estaba cercano a lo que me pasaba; me paraba frente a Él
sin saber qué hacer, y apurado buscaba respuestas, esperaba
milagros del Señor.
No sabía qué decirle; no obstante, esperaba respuestas.
Una vez sentí: me decía que debía arreglar la iglesia.
¿Cuál iglesia, dónde? Supe que trabajaba por arreglarla, que
algunos trabajos estaban bien adelantados, incluso hubo
gente que trabajó con alegría, en quienes se podía confiar,
que todo tenía un fin cercano.
Mientras los demás trabajaban, me quedaba cada vez más al
costado de ellos, y seguía pensando en lo ocurrido; pensaba
en lo que me fue dicho personalmente; yo iba a arreglar
alguna iglesia, y me parecía que no era ésta.
A veces, de repente huía a la iglesia y quería mirar otra vez
el Rostro de Jesús; era inmutable, lo dicho, dicho está y nada
más; era el silencio como el eco de lo que está, y no hay que
decir nada más.
Lo único que percibía era que no debía preocuparme ni
desesperarme; todo iba a venir y, a su tiempo iba a verlo;
pero por el momento debía saber eso.
Y comencé a calmarme, es que el Señor me calmaba.
65
Cuando volví a mis compañeros del trabajo, me encontré con
la sorpresa: era mi padre, el comerciante; me buscaba, quiso
que volviese a casa.
El nunca creyó que me iba del todo; no creyó que yo pudiese
arreglarme solo; por eso esperó un tiempo.
Pero como yo no volvía, salió a buscarme, vino con buenas
intenciones, creyendo que se podía hacer bien; esperaba la
comprensión y la reconciliación.
Yo estaba en otra cosa; y seguía con mi orgullo. Para mí ya
no hubo regreso, a pesar de mi madre, que sufría tanto.
Ya no podía volver; entonces mi padre se puso furioso, pero
eso no le servía para mucho; y yo debía enfrentarlo otra vez,
debía crecer dentro de su furia.
Se avecinaban las nubes esa tarde interrumpida por mi padre,
venían nuevas penas; pero yo estaba más preparado, ya más
seguro; sabía que todo eso era necesario; y que no podía
esperar otra cosa; se avecinaba otro enfrentamiento todavía
más triste.
7. ¿QUE HACER?
Me quedé en la casa del sacerdote, no volví a mi casa.
Mi padre se fue mal, él que no sabía perder, me enseñaba que
yo tampoco podía.
Pasaron los días, yo revivía mis cosas, volvía en mi corazón
a casa, se me removía todo; aún me mezclaba con los
sufrimientos solitarios de mi madre, los veía muy injustos.
Con frecuencia me arrodillaba delante del Crucificado, pero
Éste me hablaba sólo en silencio.
Ya no había palabras, hubo silencio que me hablaba; me
decía que todo debía pasar así, que no había que esperar otra
cosa, sino saber vivir lo difícil de hoy; que todo tenía
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sentido; y que era un tiempo que valía en mi vida.
Justamente ese tiempo iba a valer mucho; que sólo indicaba
un cruce de los caminos.
Sí, de veras yo estaba en el cruce de los caminos: ¿volver a
casa o seguir mi camino? ¿Buscar la vida y lo del Señor, o
volver a lo conocido, a la casa?
Hasta esperar la reconciliación con mi padre, que también
valía para mí. Y como no sabía qué hacer, me quedaba
esperar, presintiendo que no debía volver.
El sacerdote tenía miedo; pero no supo decirme que me
fuera. Sabía que yo debía resolverlo solo, que mi vida estaba
en manos del Señor.
Al pasar el tiempo, volví a buscar lo que el Señor quería de
mi vida, volví a recorrer, comencé a visitar las iglesias.
Fui a ver a los benedictinos; incluso intenté esconderme en el
monasterio, y quedarme con ellos; me parecía que ésa era la
voluntad del Señor. Pero ellos no me aceptaron y tenían sus
motivos; parecía que eso no era para mí, tampoco querían
tener problemas, en esa situación conflictiva con mi familia.
Yo era para ellos un espíritu inquieto, buscador,
imprevisible, y ellos hablaban de la vida que tenía sus
principios definidos.
Con el tiempo, los benedictinos nos apoyaron, por eso, no
era un paso inútil; pero es cierto que no me aceptaron.
Lo sufrí como un fracaso, me gasté en mis esperanzas, pero
no se podía hacer más; y debía enfrentarme con mi padre, lo
presentía de lejos, porque el Señor me iba preparando para el
encuentro.
Yo conocía a mi padre, y sabía bien lo que podía pasar; pero
él superó mis esperanzas.
Cuando estaba seguro que ya no volvía más, no quiso ni
reconocerme como su hijo o su heredero.
Lo acepté; el Señor me dio serenidad para el momento tan
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duro; así Él me iba desprendiendo de todos y de todo; Él me
desraizaba hasta de mi familia.
La Iglesia me acogió otra vez; el obispo me defendió.
Muchas veces me preguntaba, y siempre me faltaba algo,
porque esa falta era el Señor. Por algo Él iba inspirando a los
que quería inspirar.
Volví a comparar. El sacerdote de San Damián me brindó su
casa; luego, el obispo estaba de mi lado, pues, los dos veían
necesidad de darme apoyo; ¿por qué a mí?
De todos modos, me quedé solo, como tantas veces en mi
vida.
Se abría un nuevo horizonte de algo por hacer; yo sentía frío.
Todavía era el frío del invierno postergado; mis pies tenían
miedo; yo estaba solo.
Me parecía que estaba libre, pero, ¿libre de qué?
Sentí que el Señor me abría el camino de vivir en libertad,
pero, ¿qué hacer y dónde?
Esta vez, nuevamente salí de la ciudad antes de que el sol se
mezclase con el horizonte.
Salí por la puerta que hacía ver el sol cayendo a la tierra, y
sentí la caricia y el calor; me atraían las rocas y los bosques,
y no sabía por qué.
El sol estaba tan cerca, el camino parecía tan largo.
Con sólo pensar que se acercaba la noche y yo sin casa, mi
soledad se multiplicaba.
Estaba confundido, porque hubo muchas cosas.
Todavía sentía la voz de mi padre enojado, todavía veía la
cara del obispo, quien se puso de mi lado; vi la gente curiosa;
con solo verlos empecé a sentir dolor de estómago.
Soy un pájaro suelto, ¿adónde volar, adónde ir y qué hacer?
¡Cómo quisiese volver a Jesús de San Damián!
Pero la iglesia está cerrada.
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Esta vez no sé adónde voy a parar, pero tampoco tengo ganas
de cenar.
Pensé en mi madre, cómo debió sufrir ese día.
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IV. UN CAMINO ABIERTO DEL SEÑOR
Los retiros eran lo propio de mi vida.
Me retiraba un día menos pensado, casi sin saber por qué, me
sorprendía por el modo, las circunstancias; eso es más simple
cuando uno no tiene casa ni cosas que pueda perder; pues no
tiene nada, y todo para ganar.
Esta vez me retiré menos sorprendido, más tranquilo.
Ya tuve la experiencia anterior que me hizo crecer en lo del
Señor; sabía que tenía que buscar un camino y que, por hoy,
no entendía nada.
Como lo del Señor vale tanto cuanta iluminación tiene a su
alcance, ya no me desesperaba por lo mío, sino que prefería
esperar y escuchar; casi comencé a ser paciente.
Eso suena raro: Francisco paciente, ¿quién lo va a creer?
Sin embargo, las cosas daban para eso; la gracia me tocaba
como el sol hasta la profundidad.
Quise tener más tiempo para meditar; lo buscaba y también,
me venía solo. No quise hacer ni una sola cosa sin analizarla
a la luz del Señor. Y como las cosas venían solas, había que
dar tiempo a todo, en silencio y oración.
Al estar en los campos iluminados por el sol, comenzaba mi
tiempo preferido para hablar con el Señor de mi vida.
Pues, Él me inspiraba a través de la naturaleza; allí descubrí
los principios de la Hermandad.
1. EL CAMINO ABIERTO
Esta vez ya no salí desesperado; mis experiencias anteriores
me sirvieron para lo que se venía.
El tiempo anterior aún forjaba un rumbo indefinido, pero ya
presentía alguna novedad que vendría del Señor.
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Ya no estaba tan apurado, no tenía tanta urgencia; sabía que
las cosas venían; no sabía cuándo ni cómo, pero sí, venían.
No tenía idea por lo que se refiere al Proyecto del Señor,
pero sabía que todo iba a llegar; por eso estaba tranquilo.
Mi salida de la casa era definitiva, todo estaba claro; esta
vez, no dudaba más; ¿un desprendimiento tan raro?
Jesús preveía el desprendimiento del padre, de la madre, de
los hermanos y hermanas; pero ese modo de desprenderse no
podría imaginarlo quizás nadie en el mundo.
¿Hasta dónde la libertad del hombre en mi decisión? ¿Y
hasta dónde llevan las circunstancias que suplen y casi
fuerzan?
El Señor siempre suplía; me llevaba a las situaciones cada
vez más imprevisibles, se servía de todo.
Antes, pensaba en mi desprendimiento, buscaba el modo y el
tiempo; luego, todo se venía solo, como debía llegar.
El dolor por desprenderme es múltiple; están por medio mis
padres, están la vergüenza, la rabia, el ridículo, pero no
importa; lo importante es que pude desprenderme, frente a la
inseguridad que me esperaba.
¿Qué inseguridad? Mi seguridad estaba en el Señor.
Me desgasté bastante; me costó enfrentar a mi padre, y con él
a muchos; no sé, ¿de dónde saqué tantas fuerzas?
O me enloquecí mucho, o el Señor estaba muy cerca.
En fin, lo enfrenté a mi padre como podía, y de veras estaba
solo; bueno, Jesús siempre está.
Si el obispo me dio el apoyo, es porque se sorprendió
mucho; esperaba la reconciliación; que el hijo hiciera las
paces con su padre; pero no se dio esa paz esperada, había
otra paz.
El obispo se quedó muy sorprendido; quizás mi decisión fue
tan clara; era más clara de lo que yo soñaba.
Actué porque el Señor estaba presente; y el obispo respondió
71
al Señor; por eso reaccionó; no era su costumbre; creo que él
mismo se preguntaba.
Me aceptó, quiso protegerme contra todos; debía sorprender
con su gesto; pero la obra del Señor debía manifestarse.
Salí libre, y a la vez protegido.
Se imaginan, ¿qué habría pasado conmigo, si el obispo no
me hubiese aceptado? ¿Qué hubiese pasado entonces?
Quizás todo hubiera terminado sin comenzar; pero el Señor
quiso comenzar; puso en el camino al obispo, y que actuase
contra los cálculos del momento.
Salí libre de mi Pueblo, y con la misma perspectiva.
Ya saben que no era la primera vez que salía; antes era
menos libre que hoy, por eso, se crea algo distinto.
¿Adónde voy? ¿Qué voy a hacer?
¿Volver a los pobres y leprosos, volver a San Damián?
Son mis lugares conocidos.
Presentí que debía pasar por allí; pero sólo pasar; es como si
necesitase un tiempo para aquietar mi espíritu, después de un
impacto tan fuerte que viví con mi padre; pero no es ese
lugar, ni es ese tiempo.
Cada tanto miraba hacia arriba, hacia los bosques; intentaba
sentirlos al soplo de los vientos; presentía la oscuridad, y las
noches sin sol; es lo que necesitaba; tan sólo levantarme para
salir, y el tiempo estaba por llegar.
Sentí que de allí venía la luz, si no era para ver todo, por lo
menos, los próximos pasos.
Mis compañeros, mis pobres y leprosos no me entendieron,
el padre de San Damián sólo me miraba; y yo estaba seguro;
tan sólo esperaba un viento en contra.
Me gustaba caminar contra los vientos; y sabía que allí se iba
a aclarar.
Salí de tarde, el sol se escondía del todo; yo emprendía un
72
camino. ¿Hacia dónde? Sólo el Señor sabría.
Cuando llegué a los bosques bien arriba, ya era de noche; así
comenzó la primera noche oscura, que anunciaba la
tormenta; una vez más conmigo mismo.
2. ENTRE DEMONIOS Y SOMBRAS NEGRAS
Por primera vez comencé a vivir solitariamente; no lo supe
hacer. Antes tenía tiempos de estar solo, y caminar solo; me
gustaba vivir tiempos perdidos, casi sin rumbo.
Caminaba sin rumbo, sin tiempo; luego me calmaba y
volvía; esa vez quise estar solo y por más tiempo.
No era fácil para mí, pero era necesario; el mismo Señor me
inspiraba que me quedase solo.
¿Por cuánto tiempo? Él lo sabría.
Me decía en mi corazón que había que vencer más, y pasar
por cosas más difíciles; que esas tormentas eran necesarias; y
que recién comenzaban.
Pero, ¿qué comenzaba?, me preguntaba a mí mismo.
Los bosques y montes tienen dos caras casi opuestas; una de
día y otra de noche; una llena de luz, de vida, de color, llena
de sol; y otra oscura, fría.
Los vientos soplan igual; pero también son distintos.
Los animales son distintos de noche, no son los mismos que
de día; se aproximan, se extrañan de la presencia del hombre.
Se ponen a distancia del fuego, mirando.
Ese día y noche soy yo; me reflejo en los dos.
¡Cuánta noche en mí! ¡Cuánta oscuridad, cuánto miedo!
Recordé de repente, que Jesús, antes de comenzar su misión
estuvo cuarenta días con sus cuarenta noches en el desierto.
Recién aquí recordé, entre los bosques. ¿No sería un modo
parecido? ¿Qué quiere entonces, el Señor de mí?
Ya son algunos días y noches que estoy aquí, faltan muchas;
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debo llegar a los cuarenta días y cuarenta noches.
No importa, cueste lo que cueste. el Señor es más fuerte que
mi debilidad, mis dudas.
Así comenzaron a pasar los días y las noches un poco mejor,
ya había una razón; no sabría decir qué sentido, pero había
una razón, con toda seguridad.
Yo estaba solo, no tenía nada; estaban las piedras, algunas
cuevas, hubo fuego.
Había frutos del bosque; recordé que Juan el Bautista comía
raíces; entonces había de todo lo necesario.
Las primeras noches eran terribles; las quería acortar con
fuego prendido; sí, me gustaba mucho estar al lado del fuego,
tomando el calor fresco en noches oscuras.
Así pasaba el tiempo; el fuego me acariciaba, y yo pensaba.
¿En qué pensaba? Un poco en todo; trataba de penetrar las
oscuridades de los bosques.
El fuego con su luz alcanzaba algunos instantes; yo quería
mirar más lejos, y si sentía el ruido me esforzaba más aún.
Pero ¿qué se puede ver de noche?
Pensaba: mi corazón es así; un pequeño fuego en medio de la
oscuridad. Era yo; estaba en la noche oscura, y estaba en mi
corazón.
Volvía el pensamiento a mi casa; volví a lo pasado.
Hubo mucho que recordar; el recuerdo era pesadilla, era pena
y era culpa.
En principio, trataba de huir de los pensamientos, pero
venían como las moscas molestas que saben molestar bien.
Me di cuenta de que no había que pelear; si venían, por algo
venían.
Todavía no sabía que lo mejor que podía hacer era orar; orar
y orar; mientras pasaba todo el mundo interior en su desfile,
me quedaba orar y orar.
Nadie me dijo que había que actuar de esa manera;
74
necesitaba tiempo para descubrirlo; es que el Señor me
enseñaba poco a poco; todo a su tiempo.
Cuando me cansaba, dormía; el cansancio me hacía olvidar
de mis miedos; cuando dormía, me caía como estaba; aquí no
necesitaba quitarme la ropa.
Sin embargo, mis miedos eran más fuertes que mis sueños;
por eso soñaba luchando contra el lobo, y yo, con mis pies de
cera, huía desesperado.
Soñaba con seres raros y oscuros; me despertaba temblando;
no bien levantaba la voz a Jesús, todo terminaba; tan sólo por
momentos, porque volvía nuevamente.
Así pasaban esas noches largas, pesadas; las recuerdo bien,
porque eran muy largas; pero hubo también algunas lindas:
me despertaba con el sol claro, los pájaros cantando, con una
música celestial; bien feliz.
No sé cuándo pasaron los cuarenta días, porque pronto perdí
la cuenta; pasaron muchos más.
Durante esas noches hallé la fuerza de la oración; comencé a
confiar en la fuerza del Señor. Oraba casi todo el tiempo, por
todo lo que tenía más cerca, por mi vida frente a lo que debía
enfrentar. Y comencé a entregar mi vida al Señor; sabía que
sólo dependía de Él, pues le pertenecía.
Todavía no sabía que esa práctica de los cuarenta días iba a
quedarse como un modo de actuar hasta el fin de mi vida.
Me iba retirando con frecuencia, siempre hallaba un motivo
para hacerlo; y cuando volvía, el Señor tenía lo previsto, ya
hubo expectativa de algo nuevo.
El Señor me hizo volver al mundo; no bien volví,
aparecieron los primeros compañeros.
No los busqué, ni llamé a ninguno de ellos; vinieron solos.
En aquel entonces no entendí nada de lo que pasaba; es que
vinieron solos; solos decidieron compartir.
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¿Compartir qué? ¿Cómo y dónde?
Casi quise retirarme a los bosques; pero el Señor me
iluminó; me dijo que era la primera sorpresa; después de
abandonar el mundo y estar las noches solo, me regalaba a
los hermanos.
Vienen solos; los que vienen me conocen y yo los conozco;
son mis compañeros de la calle, los pobres, los vagabundos.
¿Por qué vienen a mí? ¿Qué ven?
¿Por qué vienen ahora, justo ahora?
3. EL PRIMER TIEMPO
En aquel entonces no sabíamos qué hacer; sólo tuvimos dos
deseos que tratamos de cumplir fielmente: uno, que había
que desprenderse de todo, y el otro, que había que orar y
esperar que el Señor nos iluminase; así era la hermandad de
aquel tiempo; no quisimos hacer nada que fuese nuestro.
Nadie quiso ser primero; si por un tiempo me convencieron
de que debía estar al frente, es porque me conocían de mi
vida del mundo; pero aquí hubo otra vida, y lo que sirvió allí,
no necesariamente servía entre nosotros.
Buscamos la voluntad del Señor en cada paso que hacíamos;
nada por nuestra cuenta, pues, sólo El nos guiaba.
Esa aspiración suponía tiempo y paciencia, porque todo
debía resolverse en el tiempo del Señor; se precisaba esperar,
se necesitaba orar; buscamos al Señor y su inspiración.
El tiempo nos decía que la inspiración era más transparente
cuando sabíamos entregar las vidas al Señor.
Y para vivir en paz con todos, la inspiración supone paz y
reconciliación. Mientras tanto había que vivir y compartir, y
no todo era tan claro.
Aceptábamos a los que venían a nosotros, a todos, pues, si
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hubiéramos querido poner condiciones y rechazar a alguien,
primero debería haberme ido yo, de nuestra comunidad; no
fuimos dueños de nuestra familia.
Los benedictinos aceptaron que ocupásemos algunos lugares
no tan importantes para ellos. Pude hablar con ellos, ya me
conocían de antes; ellos sabían que el Señor me llamaba,
pero que no era mi camino estar con ellos, el que el Señor
tenía previsto para mí. Por eso, nos abrieron la puerta y
prestaron sus lugares. Lo que para ellos era lugar sin
importancia, para nosotros era la capital de un futuro Pueblo.
Con mucho cariño nos ocupamos de nuestros lugares; eran
pobres, arreglados sencillamente, pero pusimos en ese
trabajo todo el amor, y soñábamos que ésos iban a servir para
todo el mundo.
Porciúncula fue el lugar donde nos quedamos, según el
Señor, hasta los nuevos tiempos; nos quedamos bien.
Nuestra Patrona nos protegía aquí, a los seguidores de Jesús.
Quisimos seguirle en todo, así como pudimos.
Ninguna cosa del mundo podía oponerse al seguimiento de
Jesús. Si hubiera algo que lo impidiese, habría que cortarlo, y
aún buscar su raíz para eliminar su rebrote.
En eso había que ser paciente; aún necesitamos esperar y no
siempre lo supe.
Necesitamos tiempo para que cada uno de los hermanos
hallase el lugar dónde debía estar, y tampoco fui paciente.
Quise mirar lejos, y había que estar muy cerca.
Los primeros tiempos eran valiosos por la experiencia del
Señor a diario, por las sorpresas del Señor que vivimos.
Tomamos el Evangelio para vivirlo al pie de la letra.
Nos aferramos al Evangelio, como los ciegos a la pared.
Jesús siempre tenía sus Palabra para cada uno de nosotros.
Había textos que nos promovían; hubo textos muy fuertes
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para nosotros: "No anden preocupados por su vida: ¿qué vamos a
comer?, ni por el cuerpo: ¿qué ropa nos pondremos? ¿No es más la
vida que el alimento y el cuerpo más que la ropa? Miren cómo las
aves del cielo no siembran ni cosechan, ni guardan en bodegas, y el
Padre celestial, Padre de ustedes, las alimenta. ¿No valen ustedes
más que las aves?
¿Quién de ustedes, por más que se preocupe, puede alargar su
vida? Y ¿por qué preocuparse por la ropa? ¡Miren cómo crecen los
lirios del campo! No trabajan ni tejen, pero créanme que ni
Salomón con todo su lujo se puso traje tan lindo. Y si Dios viste
así a la flor del campo que hoy está y mañana se echará al fuego,
¿no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe?
¿Por qué, pues, tantas preocupaciones? ¿Qué vamos a comer?, o
¿qué vamos a beber?, o ¿con qué nos vestiremos? Los que no
conocen a Dios se preocupan por esas cosas. Pero el Padre de
ustedes sabe que necesitan todo eso. Por lo tanto, busquen primero
el Reino y la Justicia de Dios, y esas cosas vendrán por añadidura.
No se preocupen por el día de mañana, pues el mañana se
preocupará de sí mismo. Basta con las penas del día". (Mt. 6,25-34)
El Evangelio se hizo aire y agua en la vida de la hermandad;
Jesús era el fuego que nos transformaba.
El tiempo nos hacía ver cómo nuestra vida buscaba
responder al Señor. Entre nosotros hubo paz, amor; fuimos
de veras una familia feliz. Cada uno hacía lo que el Señor le
inspiraba; y todos hacíamos lo que necesitaba nuestra
familia.
A pesar de que fuimos tan distintos, pudimos lograr una vida
fraterna. Hubo respeto, amor, comprensión, ayuda mutua; se
valoraba el esfuerzo de todos. En cada tarea, poníamos todo
por lograr el bien.
Tuvimos tiempos para orar juntos; tampoco desperdiciamos
la oración personal de cada uno de nosotros.
Trabajamos juntos, pero también cada uno tenía su tarea;
nadie quiso imponerle al otro; y todos quisimos respetar lo
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de los demás. Así era al principio; éramos pocos, tratamos de
estar entregados al Señor.
Nuestra frase predilecta era: "Ámense unos a otros, como yo os
he amado. No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus
amigos". (Jn. 15,12) Y la repetíamos con frecuencia; así se
grababa, y Jesús impregnaba nuestros corazones.
4. EL SEGUIMIENTO DE JESUS
Hace tres semanas que sigo escribiendo los recuerdos que
tocan mi interior; comencé el día de Porciúncula, y quizás
estoy por la mitad, si se puede prever algo; pero no quisiera
prever mucho, sino estar al día y seguir escuchando lo que
despierta mi espíritu, al servicio del Señor.
No sé las cosas que quedan por expresar, las que el Señor
quiere que exprese; en qué pueda servir una vez más.
A lo mejor Él quiere que este tiempo sea una cuaresma más.
Comencé el día de Porciúncula, y terminaría en la Exaltación
de la Santa Cruz; que sea así, si el Señor lo desea.
No quiero perder la Cruz en esa perspectiva que me queda.
Hay cosas que me cuestan mucho, aún me cuesta expresarlas.
Sobre ellas se apoya la historia de la Orden; son muy
pesadas, me cuesta enfrentarlas; se me hace difícil enfrentar
la historia.
En fin, el Señor comprende, lo que yo no comprendo.
Quise ser un humilde seguidor de Jesús, no esperaba más de
mi vida; no quise tener mis seguidores, sino que fueran sus
seguidores.
Nunca quise disfrazar el seguimiento: quisiera ser claro aquí:
no se trata sólo de hablar del seguimiento, sino más bien, de
un esfuerzo cotidiano, insistente, con todo el corazón, con el
espíritu. Es que el seguimiento de Jesús implica la entrega,
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implica vida, y es muy serio, tan serio como la vida.
Cuando se acercaron los primeros seguidores de Jesús, mis
compañeros, sabían que en sus decisiones se jugaban sus
vidas, y ellos lo aceptaron. Ninguno de nosotros buscaba una
vida fácil, no intentamos huir de nada, pero sí, nos
fascinaban los ideales, nos fascinaba Jesús; estuvimos
dispuestos a hacer todo para seguirle. Era la única razón, no
hay otras. Quisimos seguirlo, aceptamos todo hasta las
últimas consecuencias.
No nos interesaban honores ni dignidades, ni beneficios, ni
facilidades para vivir, esas cosas había que buscarlas por
otros lados, también en la Iglesia; eso se veía claro, a la vista
del Pueblo, en sus labios.
Nunca quisimos ni fuimos rebeldes contra la Iglesia,
tampoco nos prestamos para hablar en contra de ella; pero
movidos por el Señor quisimos presentar lo que significa e
implica el seguimiento de Jesús.
Que la Iglesia se hubiese sentido cuestionada era otra cosa,
pero no la cuestionábamos nosotros.
Recuerdo lo que habíamos hablado cuando éramos pocos;
dos, tres, cuatro, siete, doce; recuerdo nuestras inquietudes,
esperanzas, nuestras visiones del futuro en aquel entonces.
Hablamos mucho sobre el seguimiento, y más que hablar lo
buscábamos; ante todo meditábamos, orábamos.
Nos parecía que Jesús nos inspiraba para que, siguiéndolo,
fuésemos levadura para la Iglesia; eso estaba a pleno en
nuestros corazones, estuvimos como borrachos, pensando
humildemente en qué lugar nos ponía el Señor, dentro de la
Iglesia de Jesús, y nuestra Iglesia. Eso lo meditábamos en
nuestras cuaresmas, en nuestros retiros.
Si el Señor me inspiró por algo, es también por el mensaje
que quise dejar a los que querían llevar nuestro nombre: que
sean seguidores de Jesús, siendo fermento dentro de nuestra
querida Iglesia. Un fermento sano, bueno, verdadero, a la
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vez, humilde, silencioso.
El Señor me pidió reparar su casa; comencemos entonces por
el seguimiento de Jesús, quien es su Fundamento.
Me pesa la historia, me pesan los siglos; me veo responsable
por no transmitir suficientemente a mis hermanos, que ellos
y yo estamos en la tarea de arreglar la Iglesia; es lo que quiso
Jesús de mí, y supongo que también de mis hermanos.
A veces, me siento como una madre fracasada, me pregunto:
¿en qué no respondí al Señor?
Le iba faltando permanentemente, pero quise responderle.
Mis primeros hermanos se jugaban por Jesús.
En este grito está el dolor, está mi búsqueda de la paz; quiero
estar en paz frente a la historia, por el compromiso que Jesús
me ha encomendado; porque me veo comprometido en cada
hermano que lleva nuestro nombre.
Hoy quisiera hablar con mis hermanos, pero no sé si quieren
escucharme; quizás mi palabra sea difícil, no comprendida;
no sé aún, si me reconocen, si me aceptan. Bueno, ¿qué
quiero esperar?
Fuimos el fermento; es cierto, el Señor nos ha hecho la sal
que tiene sabor, esa sal estaba dentro de la Iglesia, y Ella la
sentía, a veces se sentía molesta, cuando el gusto era fuerte;
pero era lo que nos había pedido Jesús, por eso estábamos en
paz, comprendiendo lo del Señor.
Renovar la Iglesia, ¡qué grande, qué privilegio para nosotros
que fuimos inútiles!; sin embargo, privilegiados y nadie
podía quitarnos ese privilegio.
Jesús nos dijo: "El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo,
que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera asegurar
su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará".
(Mt. 16,24-25) Y nosotros le respondimos de corazón.
Que me perdonen mis hermanos; no quise herir a ninguno de
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ellos, pero debía decírselo, aún defendiendo nuestros ideales
desde los principios. Si es que esos ideales se quedan en
nuestra casa; no sea que Jesús los cambie de lugar, y sean
para otros. Yo sigo defendiendo lo que Jesús me pidió desde
la Cruz levantada.
5. EL DESPRENDIMIENTO
Volví a los bosques; necesitaba volver a la naturaleza, y mi
soledad en el Señor.
Después de hablar tan fuertemente, no quise ver ninguna
cara; es como si tuviese miedo por los reproches, es como si
me sintiese débil frente a los argumentos que partirían desde
mis hermanos.
Cada uno tiene sus razones, para todo se las puede encontrar,
y yo, ¿con qué me quedo? Me quedo con el Señor, que no
tiene defensas, que no busca muchos argumentos ni necesita
demasiadas explicaciones.
Bueno, lo dicho, dicho está; que lo tomen como quieran, que
comprendan como quieran.
Pero si quieren, que busquen al Señor en su corazón, que lo
escuchen sinceramente y después, que tengan el coraje de
enfrentar la verdad, por lo menos en su corazón.
Quise estar solo, y orar; quise hallar la paz.
Siempre cuando digo la verdad, me siento indefenso, débil;
no tengo argumentos, sino sólo digo, así como me dice Jesús.
Porque Él tampoco me explica, y yo no quiero preguntarle
más.
Mi oración era muy cortada; pensé en el Señor, pensé en mí,
en mis hermanos.
Los quiero, los quiero a todos como son.
Entonces, con más razón debo decirles la verdad; si ellos me
respetan, que me comprendan; tengo derecho de decírsela.
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¿Me van a enfrentar? Tantas veces me enfrentaron en mi
vida; una vez más, una vez menos, todo por el Señor;
también, por mi vida, la que no siempre le ha dado la
respuesta.
El sol estaba bajo, ya aparecía la luna; yo estaba en el medio,
entre los dos, entre el Señor y el mundo.
Se venía la noche, desaparecía el sol; y el brillo reflejado de
la luna no era tan claro.
Me miraba; por allí, vi un árbol caído, con las raíces arriba.
¿Qué me decía ese árbol? Que así era yo.
Tengo la noche para orar, para pensar, mucho para meditar.
Se me removió todo, todo va y viene, me confunde también.
Estoy seguro de que mis hermanos y yo debemos seguir a
Jesús, es nuestra vocación, no otra.
Somos llamados a seguirle y escucharlo; aparentemente es
sencillo de palabra, pero en la vida este seguimiento puede
complicar mucho; y de hecho debe complicar.
Cuántas cosas hay que dejar, renunciar; a mí las cosas se me
hacían más fáciles, porque el mismo Señor obraba para que
renunciase de mi casa, de mis padres.
Pensaba mucho en el seguimiento, y en el desprendimiento.
¿Y qué se podría decir? Que hay que desprenderse de todo;
es la única manera de seguir a Jesús; una manera auténtica,
para siempre.
Siempre vamos a encontrar a los hermanos que van a hablar
del seguimiento sin renuncia, porque necesitan hablar;
buscan cómo convencerse a sí mismos, creen que hablando
se puede llegar; confundidos ellos y confundiendo a los
demás.
Volví a mirar el árbol caído, esta vez de noche; estaba todo
oscuro; yo estaba así cuando salí de mi casa, desraizado;
pero el Señor me puso en su tierra, y prendieron las raíces,
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rebrotó la vida; pero la planta se hizo distinta, no era la de
antes; y comprendí el desprendimiento. "Ninguno que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre,
padre, hijos o campos por amor a mí y la Buena Nueva quedará sin
recompensa. Pues recibirá cien veces más en la presente vida en
casas, hermanos, hermanas, hijos y campos; esto, no obstante las
persecuciones. Y en el mundo venidero recibirá la vida eterna".
(Mc.10,29-30)
Para comprender el desprendimiento, el Señor me dejó
luchar conmigo mismo casi solo; me separó del mundo, y me
hizo luchar conmigo mismo, mientras su Gracia, su Vida
tocaba las raíces de mi ser, para emprender lo nuevo.
Necesitaba tiempo, el Señor necesitaba ese tiempo, mientras
me cuidaba como se cuida una vida transplantada.
El me trasplantó y me cuidó, regando mi vida; mientras yo
regaba la tierra con mis lágrimas, Él alimentaba las raíces de
mi ser; por eso me levanté y pude caminar.
Quise que mis hermanos fuesen un ambiente de
desprendidos, un espacio para aquellos que quisiesen
desprenderse de todo, por amor a Jesús; porque los hermanos
son el signo para los nuevos hermanos, signos de libertad
para el Señor.
Sería triste para los desprendidos, aún con ansias de seguir a
Jesús, si encontrasen a los hermanos prendidos al mundo.
¿Cómo podrían enfrentar esa realidad? ¿Y qué nos esperaría?
Pasé toda la noche meditando, orando, hablando con el Señor
sobre nuestras cosas, Él me escuchaba, no decía nada.
Volvían mis recuerdos, los recuerdos de mis guerras, de mis
cuestionamientos. Me acuerdo que también una vez pasé
toda la noche, porque mis hermanos me reprocharon mi
postura para ser desprendidos; les parecía que yo exageraba.
Entonces fui triste a orar, y quejarme delante del Señor; Él
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no me decía nada, casi sonreía. Me quedé un día entero, lejos
de mis hermanos; y también quise que se quedasen solos
para hablar, que decidiesen ellos por su cuenta.
Volví a media tarde, seguían con los rostros confundidos;
aquella noche el Señor nos hizo un regalo; apareció Clara.
¿Por qué apareció en un momento tan confuso?
El Señor quiso ser claro, y no quiso hablar con palabras, sino
con hechos. Clara dejó todo, de un día para otro; abandonó el
mundo; quiso elegir una vida plenamente entregada al Señor.
Nosotros, como estábamos confundidos, ni siquiera tuvimos
tiempo para pensar, la aceptamos sin palabras.
Y vino la paz, vino la luz para todos; ya no necesitábamos
explicar nada.
Pero comenzó a brotar la inquietud: ¿qué quiere el Señor de
Clara? ¿Sabrá ella qué quiere Él?
6. VIVIR SEGUN EL EVANGELIO
Cuando decíamos que queríamos vivir según el Evangelio,
nos consideraban como seres raros; es que con sólo decirlo
despertamos curiosidad; era el motivo para tratarnos como
extraños.
Los creyentes no estaban acostumbrados a esa manera de
pensar; creo que hasta la misma jerarquía se sorprendía por
el modo de expresarnos. Si bien todo era lógico, en la
práctica era cuestionado.
Nadie podía negar a nadie vivir según el Evangelio, pero
todos se preguntaban por qué esta forma de vivir.
Hoy creo que esa expresión era la más inspirada, realmente
nos ha sido dada por el Señor.
Necesitábamos tiempo para leer el Evangelio con el corazón,
y el corazón debía despertarse para poder asumirlo. Si bien
parece algo sencillo, no era así.
El Evangelio lleva a la fuente del Agua pura del Señor; esta
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Agua entra en las tierras humanas, y podría sufrir el desgaste,
aún podría mezclarse con la tierra, con lo humano.
Si comparamos el agua de la fuente con la de los ríos grandes
entre las poblaciones, nos desesperamos, y nos preguntamos
si lo que vemos es el agua verdadera. Alguien que nunca ha
visto el agua de los ríos altos, montañosos, no se imagina qué
es el agua pura; entonces se conforma con lo que ve, lo toma,
se alimenta con el agua que la sociedad ensució, enturbió.
Todos los creyentes que reconocen a Jesús, creen en la Vida;
saben que Él puede darnos el Agua viva. ¿Pero tienen alguna
noción o presienten en qué consiste el Agua viva?
Nosotros quisimos volver a la Fuente, a los Ríos limpios, al
Señor puro, no contaminado; por eso, volvimos al Evangelio;
así nos inspiraba el mismo Señor. Eso no era pecado, podría
ser un escándalo para algunos.
Quisimos leer el Evangelio con el corazón abierto, ansioso,
atento, despierto; necesitamos tiempo, porque la inquietud
debía despertarse.
Cuando nos propusimos vivir según el Evangelio, es como si
todo se iluminase, como si el Espíritu inundase nuestro
lugar.
Supimos que no elegíamos un camino fácil, y
comenzábamos una tarea para toda nuestra vida; habíamos
elegido un largo camino.
El Señor nos hizo entender, que íbamos a tener dificultades,
y que vendrían de todos lados; como en la vida de Jesús, y
quizás las mismas. Pero debíamos comenzar por nosotros,
porque éramos el primer obstáculo.
Como habíamos arriesgado hacía tiempo, estábamos dentro
del Agua del Señor, y buscábamos el modo de cómo seguir
nadando. Buscábamos una vida perfecta según el Evangelio;
quisimos que todo partiese de allí, no al revés; no quisimos
comenzar de nuestra realidad y luego, inspirarnos en Jesús;
al comenzar del Evangelio, lo demás se iba a acomodar, pero
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no al revés.
El Señor nos inspiró que había que empezar por el abandono
y el desprendimiento de todo; así comenzamos impulsados
por la Gracia del Señor.
Aún vivimos el Transplante; encontramos nuevas tierras
donde debía prender nuestra vida; era la tierra del Señor.
Todos sufrimos el Cambio; si no nos creen, miren qué pasa
con la planta cuando la arrancan con las raíces y la ponen en
la tierra. En principio sufre y llora, hasta que halle la fuerza
para prender en una tierra más espaciosa; es un riesgo que
casi le cuesta la vida; pero si prende, recompensa mil veces.
Todos estuvimos en el camino de prender, y necesitábamos
tiempo para prender en nueva tierra.
Luego del primer impulso de vernos ya libres, como fruto del
desprendimiento, sufrimos la hora de la inseguridad, de la
espera, de vacilar; para muchos fue un tiempo tormentoso;
en ese tiempo nos recogimos en la oración, buscamos el
retiro, el silencio.
7. EL CANTO A LA LIBERTAD
Salí a caminar promovido por una inquietud constante, quise
caminar sin preguntarme adónde; me sentí esclavo dentro de
mí, me ahogaba, se ahogaba mi espíritu.
Quisiera seguir expresando lo que siente mi espíritu.
Con sólo caminar y caminar, mirar, ver y respirar, el mundo
se agranda, crece mi corazón.
Mi corazón busca la libertad; y no pregunto por qué.
¿Acaso no es que casi nunca fui libre del todo?
¿Es posible ser libre mientras se vive en este mundo?
Me detuve en un parque y miré a los niños que jugaban; vi
sus caras, y me pareció que no eran libres.
Vi los pájaros que volaban en círculo, me pareció que no
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eran libres del todo; entonces, ¿quién es libre?
¿No es acaso que mi corazón busca algo imposible?
He buscado cosas poco comunes; pero, ¿es malo soñar?
¿Por qué busqué tanto la libertad? Porque me sentí esclavo.
Por mucho tiempo me sentí esclavo, y luché por mi libertad.
Cuando más luché, más perdido estaba, más confundido; me
liberaba de algo, o de alguien, y me ataba más; entonces, me
rebelaba, aún hiriendo mi corazón, y seguía buscando; ¿hasta
dónde? ¿Hasta dónde se podría buscar?
Ahora lo he encontrado a Jesús, y El me habla de seguirle.
¿No es acaso una nueva esclavitud?
Perdóname, Señor, mi razonamiento; pero Tú sabes que soy
sincero, sabes que te digo las cosas como las siento,
Sabes que la libertad en mí, es más sentir que razonar, que
sufro por sentirme esclavo, atado.
Tú dices que podrías librarme de mis opresiones, que podrías
sanar mis heridas, que son hondas.
Me siento como una oveja que cayó entre espinas y no puede
dar un paso, ni adelante ni atrás; y Tú aseguras que me harás
libre, me das lo que busco,
¿Y qué voy a hacer después? ¿No es que nuevamente quieres
ponerme un yugo? Y no sabría preguntar más.
¿Para qué preguntar si El no me contesta? Sólo un silencio.
El tiempo pasaba, el silencio se hacía espeso, yo caminaba
buscando mi libertad con un nudo en la garganta.
Debía esperar, no me quedaba otra cosa.
Siempre vivía apurado, por eso vivía tan esclavizado; ni bien
me liberaba de algo, ya estaba entre nuevas redes.
Esa vez quise esperar, porque tenía miedo de una nueva
esclavitud; hasta tenía miedo de Jesús.
El tiempo pasaba, yo caminaba con el mismo pensamiento;
estaba preocupado e inquieto.
Caminaba despierto, sin perder ni por un instante mi
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atención; quise escuchar a Jesús, quise su respuesta; pero la
respuesta no llegaba.
Una noche en mi sueño, Jesús apareció llevando las cadenas.
Las traía para mí; con esas cadenas ató mis pies y mis manos,
y me dijo: "esto lo hago por tu libertad; son las cadenas para
que seas libre, así como lo estás buscando". Y se fue,
dejando la paz que partía desde su sonrisa.
Si antes no entendía nada, ahora comprendía menos aún;
pero antes no tenía paz, y luego la tenía un poco.
Al despertarme sabía que no debía tener miedo de aceptar lo
que me proponía Jesús; pero comprendía cada vez menos.
Se me pasaba la vida pensando y orando por mi libertad; de
allí, me sentía cada vez más libre, pero las cadenas de Jesús
dejaron las huellas en mis manos y en mis pies, también en
mi costado.
Me preguntaba, ¿qué habría pasado conmigo, si Jesús no me
hubiese puesto las cadenas? Y tenía la respuesta: me habría
atado con algo del mundo.
Jesús me salvó de las cadenas, Él me las puso; ya no vivo
para este mundo, sino vivo para el mundo de Jesús.
Estoy encadenado por Él, para siempre.
Me llevó Él por donde quiso; por penas duras, por ayunos y
noches orando, en el tiempo que Él quiso y adónde quiso.
Con el tiempo, me daba cuenta cómo Él soltaba en mí, las
cadenas del mundo; lo que yo abandonaba hacía tiempo, aún
estaba en mi corazón.
Él soltaba mi corazón, lo llenaba con lo suyo, con el Señor.
Comenzó a brotar la Vida, antes, comenzó a manar el Agua
viva; comencé a respirar como quise siempre, me sentí libre
por primera vez, ojalá para siempre.
Las cadenas no eran sólo para mí; eran para toda la Orden, a
todos les pertenecían. A los que entraban en la Orden y
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tenían buena intención, las cadenas de Jesús tocaban sus
corazones, para estar con Él, por Él llevados.
Para que Jesús pudiese realizar la obra que comenzó en mí;
aún más difícil que en mis hermanos.
Ya podíamos cantar que estábamos libres del mundo, siendo
más libres que las aves que vuelan; sentimos una misteriosa
libertad, la que, para otros, era extraña y para nosotros real.
Pudimos sentirnos realmente libres, luego de tantas ataduras.
Si bien en el principio las cadenas tenían su propio peso, con
el tiempo no sólo no pesaban, sino que elevaban como las
alas; nuestros espíritus podían emprender un vuelo escrito
desde siempre en la profundidad de nuestro ser; y sentimos el
canto de la libertad que venía de los ángeles.
A esa libertad, a ese canto lo quisimos llevar al mundo; nos
pusimos a escribir el canto en alabanza a la libertad ofrecida
por Jesús; nos inspiró el Espíritu.
Salimos con cánticos llenos de libertad; es que el Espíritu
nos llevaba; anticipábamos la Fiesta del mundo.
8. EL FUEGO DE JESÚS
Caminé mucho entre los bosques ese día lluvioso; caía agua
como quería, sentí frío; estaba un poco apagado, conmigo.
Mi Jesús estaba no sólo por las cadenas que no se podían ver,
sino que lo viví de veras.
Alguien prendió el fuego en mi corazón,
Sabía que era un día lluvioso, que no había que calentar tanto
el cuerpo, sino al espíritu.
Mi corazón se resistía como una leña mojada.
Siempre mi corazón andaba en contra, también contra Jesús;
Él lo sabía, y lo comprendía.
Mi leña no era para prender fuego, así piensan los humanos:
para Jesús es distinto, por eso lo prendió.
No importa el tiempo, tampoco el humo de la leña verde, ni
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sus quejas rebeldes, no importa nada; es que Jesús prendió el
fuego en mi corazón y lo siento profundamente.
Le llevará mucho tiempo, hasta que la leña deje de resistirse;
por las cosas en mi corazón, por los líos y confusiones, por
los amores raros y confusos.
Tú, Jesús, con tu Fuego quieres tomar mi realidad, y tienes la
fuerza para transformarla en tu tiempo.
Comienzo a tener esa noción; Tú quieres cambiar mi
corazón;
Te llevará mucho tiempo; Tú lo sabes, yo no lo sé, por eso, te
lo entrego; es cierto, estoy atado a Ti; pero te lo entrego.
Que sea un hecho libre, si es que soy libre para decírtelo.
¿Y qué pasará cuando Tú transformes mi corazón, y aún arda
con tu Presencia, con tu Vida, con tu Amor?
Pueden pasar cosas: los leños prendidos calman el ambiente,
a la persona, a la vida; van a calentar mi oración, mi trabajo,
los caminos por donde pasa la gente, el bosque y las piedras,
todo; van a calentar a mis hermanos.
¡Qué grande es eso! ¡Cómo comprenderlo!
No bien lo pensé, sentí que lo que pensaba ocurría de veras;
mi corazón comenzó a arder misteriosamente; es que Jesús
me hacía arder.
En principio me asusté, después corrí a mis hermanos.
Ellos estaban sentados alrededor de un fogón, se calentaban,
charlaban y sonreían; estaba Clara, hubo otras hermanas.
Me detuve sin palabras, tampoco quise hablar; pero ellos me
miraban, parecía que pensaban en lo mismo.
No sabía qué pensaban, pero sentí que Jesús iba prendiendo
el fuego en cada uno de mis hermanos.
Iban prendiendo los leños, y todos lo vivían sorprendidos,
sentían calor que crecía y se abría hacia los hermanos.
Mientras ardían nuestros corazones, nos vimos una familia
amada, era una fiesta.
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Ya nos olvidamos del fogón prendido, que parecía frío; ya no
tuvo ninguna fuerza, sólo perturbaba.
De pronto aparecieron los vecinos que vivían cerca; estaban
asustados, veían el bosque en llamas.
El fuego ardía y los árboles quedaban intactos.
Se preguntaban qué significaba eso; se acercaban a nosotros,
y vivían lo mismo: un fuego se despertaba en sus corazones,
que ardía misteriosamente.
Después se fueron llevando el fuego en su corazón, y algunos
de ellos se quedaron con nosotros.
Yo estaba feliz, pensaba: si nosotros con lo poco que somos
servimos tanto al Señor, qué pasará cuando Jesús nos llene
del Amor.
Anduve caminando con la Palabra de Jesús: "Ámense los unos
a los otros, como yo los he amado", (Jn. 15,12) y soñaba en aquel
día de amar como Él. ¿Era un sueño, una fantasía, o sería la
realidad? Porque entonces sí, todo sería distinto.
Si Jesús con una pequeña leña verde, como es mi corazón,
hizo tantas cosas, ¿cuántas hará, si el corazón logra amar
plenamente? Y de aquí, soñaba para toda mi vida, y se les
decía a mis hermanos; ellos también soñaban, y muchos se
adelantaron en el camino, muchos me aventajaron.
Yo también iba ganando, porque el calor de sus corazones se
volvía hacia mí; mi corazón podía arder un poco mejor.
Desde aquel entonces, tuvimos cantos solemnes que
compuso Clara; se cantaban en San Damián y los cantaban
los ángeles; y el Señor llevaba el amor adonde quería,
sirviéndose de los corazones ardientes.
9. PAZ Y BIEN
El día era distinto: de a ratos había sol, aún había tiempos de
lluvia; y hubo ratos de sol y de llover a la vez; momentos
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muy agradables, de gracia pura.
Mi corazón se unía a Jesús que hablaba del sol y de la lluvia.
A lo mejor, ¿Él miraba el sol, y también veía la lluvia?
El sol es bueno para todos, y la lluvia es para buenos y para
malos; debemos ser como el sol, también, ser como la lluvia,
que son buenos para todos.
Me gustó mucho el razonamiento de Jesús: el sol es libre y la
lluvia es libre; no se condicionan por la maldad del hombre.
Que los malos no siempre ven que el sol es bueno, es asunto
suyo; que los malos no siempre ven que la lluvia es buena, es
de ellos.
Me fijé en las plantas llenas de frutas: las frutas alegres al
sol, lavadas con agua tibia y fresca; estaban esperando al
hombre que las recogiera, y todas dispuestas a entregarse.
¡Qué hermosa es la naturaleza del Señor! Porque Él es
bueno.
Me acordé del lobo vecino, que aparecía de noche; él me
hizo pensar, pero igualmente, me parece que es bueno para
todos.
El Señor es bueno para con los hombres; entonces, ¿por qué
digo que el mundo es malo? ¿Y por qué digo que el hombre
es malo? ¡Quién me autoriza a decir cosa semejante!
No puede ser que el hombre sea malo, ni puede ser que el
mundo sea malo; aquí me quedé con espinas, y no pude salir
entero de mi razonamiento; como me envolvía cada vez más,
quise salir cuanto antes, y no pensar más.
Ya no me desesperaba el mundo, si era bueno o malo, o si el
hombre era bueno o malo; me inquietaba la palabra de Jesús: "Ustedes saben que se dijo: 'Ojo por ojo y diente por diente'. En
cambio yo les digo: No resistan a los malvados. Preséntale la
mejilla izquierda al que te abofetea la derecha, y al que te arma
pleito por la ropa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga
a llevarle la carga, llevásela el doble más lejos. Dale al que te pida
algo y no le vuelvas la espalda al que te solicite algo prestado.
Ustedes saben que se dijo: 'Ama a tu prójimo y guarda rencor a tu
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enemigo'. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus
perseguidores. Así serán hijos de su Padre que está en los cielos. El
hace brillar el sol sobre malos y buenos, y caer la lluvia sobre
justos y pecadores. Porque si aman a los que los aman, ¿qué
premio merecen?, ¿no obran así los pecadores? ¿Qué hay de nuevo
si saludan a sus amigos?, ¿no lo hacen también los que no conocen
a Dios? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto su Padre que
está en el Cielo". (Mt. 5,38-48)
Meditamos mucho esa Palabra, era motivo de los encuentros
y nuestros retiros; pero Jesús esperaba más, en serio, Él nos
esperaba. Nos hizo entender que, por alguna razón, prendió
el fuego en los corazones, que no era el tiempo para discutir
ni analizar, sino para hacer, era el tiempo para cumplir.
Comenzamos entonces a cumplir, como nos enseñaba Jesús,
exactamente al pie de la letra, con el corazón puesto en Él.
No quisimos perder ni un detalle de las instrucciones que Él
nos había dado, quisimos cumplirlas fielmente.
Dejamos de preguntarnos si lo que nos proponía era sensato
o no, prudente o imprudente, dejamos de lado los juicios,
quisimos cumplir fielmente, entregando nuestras vidas.
Pasaba el tiempo, los hermanos volvían a reunirse de noche;
a veces muy afligidos, frecuentemente desorientados;
entonces, tuvimos tiempo para orar todos juntos por
nosotros, y por el mundo que nos pesaba; pero no quisimos
volver atrás.
Con los nuevos días nos levantábamos con el propósito de
ser fieles a Jesús; y volvíamos a la misma gente,
La oración alimentaba las fuerzas para volver ya sin miedos;
aún con esperanza, luchando para ser fieles a Jesús.
Luego de mucho tiempo, empezamos a entender su Palabra;
ya no sólo era clara, sino que también era sensata.
Comenzamos a ver el camino para cambiar el mundo, fue el
94
único camino para salvarlo.
Aprendimos de Jesús a enfrentar la maldad con la paz en el
corazón; y no nos perturbaban tanto ni golpes ni burlas,
La paciencia abría la luz, para ver cómo el Señor obraba.
Los vecinos nos pidieron que los acompañásemos orando,
por un moribundo en su casa. Por un instante pensamos, ¿por
qué no pidieron al sacerdote, sino a nosotros? Pero como
Jesús nos llamaba a hacer el bien, fuimos sin tardar.
Quisimos llevar el bien y quizás, ellos buscaban la paz para
ellos, y para el moribundo. Que así sea.
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V. HERMANOS MENORES DE JESÚS
Nos parecía importante llamarnos Hermanos Menores de
Jesús. Siempre dicen menores en referencia a algo o alguien;
nuestra referencia era Jesús, no hay otra.
Ser hermano menor de Jesús es un privilegio, es ser grande;
para los que ven es ser muy grande, y estar destinado para la
obra del Señor. Como soñábamos con sus obras, debíamos
ponernos en un lugar que corresponde a aquellos que quieren
estar en la obra de Jesús. En este caso, buscábamos el lugar y
el camino, que Él prevenía para los comprometidos en su
Misión.
El mundo estaba acostumbrado a ver a los comprometidos
por la obra de Jesús en otro lugar, por eso sorprendimos, y
parecíamos extraños; sin embargo, no hay tantos motivos
para extrañarse. Con eso, no queremos cuestionar el lugar de
los otros, ni pregonar lo nuestro; tan sólo supimos que había
un lugar que era mejor que otros, más eficiente que los
demás. Siempre fuimos conscientes de que estuvimos en la
obra, muy grande, del Señor, y si hubo tiempos de vacilar, es
porque no supimos ver bien el alcance de nuestra misión; no
sabíamos mirarla con los ojos del Señor.
1. NUESTRA MISIÓN
Desde el primer tiempo veíamos que Jesús nos había
llamado a algo que nosotros no pudimos comprender por el
momento; sentimos que nuestros encuentros no eran por
casualidad, al contrario, Jesús nos había buscado por
distintos caminos, nos encontró e hizo que nos
encontráramos en esas circunstancias casi extrañas de
nuestras vidas. Nada era casual, y ninguno de nosotros estaba
aquí por casualidad.
96
Nos dedicamos a orar, a solas y comunitariamente, buscando
lo del Señor en nuestra vida; fue un tiempo de gracia, para
los que no sabían nada, pero estaban enteramente dispuestos
a hacer lo que el Señor les pidiese.
El tiempo que vivimos era un paso, y así quisimos vivirlo;
por eso no teníamos casas ni lo que pudiese atarnos.
Supimos que, si el Señor nos pidió desprendernos, es porque
en eso había alguna razón; el tiempo nos enseñaba que el
desprendimiento no sólo nos servía para hallarnos
plenamente con Jesús, sino que también servía por lo que
nos esperaba; fue el tiempo de ser solidarios y fraternos,
porque nada une tanto como las dificultades y los ideales.
Llegamos a ser una familia; y Jesús quiso que creciésemos
en ella. Muchos de nosotros supimos su falta, pasamos por
tiempos duros y tristes en nuestras familias de sangre. Jesús
nos despertó hacia la familia espiritual, fundada en los
valores que buscábamos desde hacía tiempo. Si bien en cada
uno de nosotros existía la necesidad de casa y familia, en ese
deseo Él despertó la visión de una familia espiritual, no
edificada sobre la sangre sino sobre el espíritu. Todos
crecíamos integrándonos en nuestra familia espiritual,
venciéndonos a nosotros mismos; venciendo nuestras
heridas, penas y culpas que habíamos traído del mundo,
buscando lo mejor y lo más perfecto. Reinaba entre nosotros
la visión de una hermandad perfecta, y la buscábamos con
todo nuestro corazón.
Pusimos en primer lugar la oración y tiempos de retiros;
trabajamos como pudimos, sirviendo con nuestros trabajos a
los hermanos, supliendo nuestras necesidades. Como el
Señor nos llenaba de gracia y vida, los vínculos eran muy
fuertes; llegamos a amarnos, respetarnos, comprendernos.
más aún que en nuestras familias que habíamos dejado.
Jesús iba sanando el amor en las raíces, y nos abría unos
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hacia otros, para brindarnos lo que éramos. Tuvimos muy
claro lo que dijo Jesús a sus discípulos, mientras estaban con
Él en la Ultima Cena; quisimos vivir hondamente sus
palabras; es que su mensaje era para nosotros; así lo
sentimos.
Como en todo, necesitábamos tiempo; lo tuvimos claro y el
Señor lo recordaba; todo se iba dando, pero aún llevaba su
tiempo, había que esperar; nuestra familia debía crecer.
Jesús nos hizo reunir como leños verdes, aún mojados; nos
hizo estar juntos, mientras su fuego estaba prendido, y Él
entre nosotros. Necesitábamos tiempo; en la medida en que
Jesús iba cambiando cada corazón, cambiaba la hermandad;
en la medida en que crecía la hermandad, crecíamos todos.
Nos alimentábamos todos desde Jesús, por Él y con Él. Jesús
de veras vivía en nosotros; estaba en nuestras oraciones, en
nuestros encuentros y conversaciones, también en nuestros
trabajos humildes. Trabajábamos para vivir, y por la gracia
del Señor; trabajábamos de corazón sirviendo a los
hermanos; Jesús estaba en nuestras manos.
¡Qué alegría trabajar con un sentido, saber que así podíamos
expresarnos frente a nuestros hermanos!
Es que supimos aprender los trabajos para servir, para amar.
El trabajo no era negocio, era sólo servir; promovido de los
espíritus libres, abiertos hacia los hermanos; y también para
los que estaban fuera de nuestra familia.
El Señor nos inspiraba permanentemente, nos daba luz para
cada momento, nos inspiraba para entendernos mejor; nos
daba la reconciliación y la paz, para que su familia creciese;
y la vigilaba en medio de su Proyecto.
Aún, nos dejaba con inquietudes, con un futuro por cumplir,
que se iba anunciando; todos se lo guardaban en su corazón,
mientras vivíamos el presente en la Gracia del Señor.
Mientras sigo recordando lo de nuestra familia, que era de
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Jesús, volví a Belén, a Jesús nacido. Sentí el frío que calaba
y la oscuridad del mundo. Después apareció la Gran Luz y la
Alegría. Quise nuevamente celebrar la Navidad del Señor,
porque sentí muchas casas frías, que no sabían de Jesús.
Como su Nacimiento cambió nuestra familia, que Él renueve
del mismo modo las familias del mundo; que así sea.
2. QUE SEAN UNO
Me preguntaba por los discípulos de Jesús; necesitaba orar,
aún había cosas que necesitaban recibir luz.
Jesús se queda con sus discípulos, algunos años, en el tiempo
de la presencia del Amor; de la Luz, de la Paz, de la Vida.
Parece que Jesús logra formar una familia; es que también Él
se fue de casa, debió retirarse de sus padres, para cumplir
con su Misión; y a los discípulos los consideró hermanos;
estaban juntos, caminaban, evangelizaban; sus hermanos
crecían a la par de Él.
Llegó la hora para empezar a enviar a sus discípulos; les
dijo: "No vayan a tierras extranjeras ni entren en ciudades de los
samaritanos, sino que primero vayan en busca de las ovejas
perdidas del pueblo de Israel. Mientras vayan caminando,
proclamen que el Reino de Dios se ha acercado. Sanen los
enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos, echen demonios.
Den gratuitamente, puesto que recibieron gratuitamente. No traten
de llevar ni oro, ni plata, ni monedas de cobre, ni provisiones para
el viaje. No tomen más ropa de la que llevan puesta; ni bastón ni
sandalias. Porque el que trabaja tiene derecho a comer. En todo
pueblo o aldea en que entren, vean de qué familia hablan bien y
quédense ahí hasta el momento de partir. Al entrar en la casa,
pidan la bendición de Dios para ella. Si esta familia merece la paz,
la recibirá; y si no la merece, la bendición volverá a ustedes. Donde
no los reciban, ni los escuchen, salgan de esa familia o de esa
ciudad, sacudiendo el polvo de los pies. Yo les aseguro que esa
ciudad, en el día del Juicio, será tratada con mayor rigor que
99
Sodoma y Gomorra. Fíjense que los envío como ovejas en medio
de lobos. Por eso tienen que ser astutos como serpientes y sencillos
como palomas. (Mt.10,5b-16)
Leí esas palabras varias veces, y volvía a leerlas; las leíamos
juntos, meditábamos; quisimos tomar las palabras de Jesús al
pie de la letra, con el corazón entregado.
Algunas cosas eran claras desde el primer momento: no
llevar oro ni alforjas, ni bastón; ir a los enfermos, a los
leprosos, a los endemoniados; aún pensaba cómo resucitar a
los muertos en el Nombre de Jesús. También, íbamos a ir
con la paz como estandarte, a los pueblos y a las familias.
Me pregunté qué significaba que Él nos enviara como ovejas
en medio de lobos; miraba las ovejas del campo, y el lobo
que se avecinaba; las palabras hacían lo suyo, eran un
fermento, eran inquietud que despertaba de noche, el
pensamiento que surgía al despertarnos por la mañana. No
sólo yo; también mis hermanos se despertaban con el mismo
deseo, algo urgía dentro de nosotros.
Comenzamos a creer que Jesús nos inspiraba, nos preparaba
para salir, y Él iba obrando como agua entre las rocas; de esa
manera, crecía la inquietud, también las dudas; de repente
nos acordamos de las ovejas y los lobos, pasó por nuestra
mente una preocupación fugaz.
Sin embargo, los corazones urgían, es que Jesús urgía; había
que salir y comenzar a golpear las puertas. No supimos qué
decir; pero sabíamos que había que llevar la paz; el que nos
enviaba era Jesús; entonces, comenzamos en su Nombre.
Se acercaba el Reino de Dios, y era justo que nos recibiesen;
pero, ¿por qué Jesús los llamaba lobos, y a nosotros ovejas?
Las primeras experiencias nos iban abriendo los horizontes, a
una realidad muy diversa. Unos nos recibían con los brazos
abiertos, otros nos cerraban la puerta, como si fuésemos sus
enemigos. Nos costaba entenderlo, necesitábamos orar por la
100
luz, para hacer lo que el Señor nos pedía.
Nuestro tiempo que ya era de Él, había que llenarlo con lo
que era suyo; comenzando a orar principalmente de tarde, de
noche y de mañanas tempranas; también, trabajábamos con
las manos en las tareas que Él bendecía.
Ahora Jesús nos pide salir, y nos dice que el que trabaja tiene
derecho a comer; ¿de qué trabajo nos habla?, ¿no sería que
habría que abandonar el trabajo de nuestras manos?
Por ahora me queda como una espina, y Él supuestamente lo
quiere así; Él necesita prepararnos, a mí y a mis hermanos.
Mientras cumplía con algunas tareas en casa, iba
bendiciendo al Señor, y ponía en la balanza los trabajos; no
sabía cuál de ellos pesaba más, pero la balanza estaba
inquieta; en cualquier momento iba a decir la verdad. Parece
que íbamos a perder nuestra seguridad, al abandonar el
trabajo de nuestras manos, que me costó aprender, a mí que
tenía las manos delicadas.
No bien aprendo a trabajar con alegría, sintiendo que con ese
trabajo podría servir a mis hermanos, el Señor comienza a
cuestionarme; debo abandonar mi trabajo que me costó y que
quiero mucho; parece que debo desprenderme de el; bueno,
debía aprender, el trabajo debía pasar por mi corazón, ahora
por lo menos tengo de qué desprenderme; si es que Jesús me
pide eso; no sé si para siempre, ni sé si del todo.
Es cierto que ya viene otro trabajo, que Él quiere poner en
nuestros corazones; aún, hay que aprenderlo; quizás, el
aprendizaje sea más difícil que el primero, aún más inspirado
por el Señor; será como Dios quiera.
Pensé en nuestra familia espiritual, en las dificultades para
vivir juntos, compartir, orar. Parecía que Jesús tenía previstas
las vueltas, y los encuentros entre nosotros. Sí, los hermanos
101
debían encontrarse, para compartir la Grandeza del Señor, y
para compartir las penas. Pensé cómo Jesús tenía previstos
esos encuentros, de qué forma los íbamos a hacer, y dónde.
Quizás, dónde hacerlo, era lo más difícil; en fin, no teníamos
nuestra casa; pero, ¿por qué me preocupaba tanto si el Señor
tenía todo pensado?
El día estaba tranquilo; ni hubo viento, sólo un suave influjo
del viento del Espíritu; ya entonces se podrían presentir esos
hermosos encuentros en el Nombre de Jesús. Sin embargo,
me preocupaba la unión entre los hermanos; estábamos tan
bien, ¿qué sería de nosotros mañana?
3. ANUNCIAMOS LA JUSTICIA
El día no supo decidirse; ya había viento que levantaba
tierra, polvo mezclado con calor, no se veía el sol, aún más,
por el polvo en el aire; aparecían lejanas nubes tormentosas,
todo era una inquietud. Yo también estaba muy inquieto, por
eso caminaba, como mezclándome con el viento; mientras
seguía orando por la paz, presentía que la iba a necesitar.
Seguí pensando en el envío: Jesús envió a sus discípulos, y
les dio la palabra justa; así me venían solas las palabras de
Jesús: "Cuídense de los hombres: a ustedes los arrasarán ante las
autoridades, y los azotarán en las sinagogas. Por mi causa, ustedes
serán llevados ante los gobernantes y los reyes, teniendo así la
oportunidad de dar testimonio de mí ante ellos y los paganos.
Cuando los juzguen, no se preocupen por lo que van a decir ni
cómo tendrán que hacerlo; en esa misma hora se les inspirará lo
que tienen que decir. Pues no van a ser ustedes los que hablarán,
sino el Espíritu de su Padre el que hablará por ustedes. Entonces,
un hermano denunciará a su hermano para que lo maten, y el padre
a su hijo, y los hijos se sublevarán contra sus padres y los matarán.
A causa de mi Nombre, ustedes serán odiados por todos, pero el
que se mantenga firme hasta el fin se salvará. Cuando los persigan
en una ciudad, huyan a otra. Créanme que no terminarán de
102
recorrer todas las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del
Hombre. El discípulo no es más que su maestro, ni el sirviente es
más que su patrón. Es ya bastante que el discípulo sea como su
maestro y el sirviente como su patrón. Si al dueño de casa lo han
llamado demonio, ¡qué no dirán de su familia! Pero no les teman
por eso. No hay nada oculto que no venga a descubrirse, ni hay
secreto que no llegue a saberse. Así, pues, lo que les digo a
oscuras, repítanlo a la luz del día, y lo que les digo al oído, grítenlo
desde los techos". (Mt. 10,17-27)
Mis hermanos salían a misionar, unos iban, otros volvían.
Porciúncula, la capilla y la casa prestada, de donde partimos,
sólo eran el lugar de los encuentros.
Yo también salía; a veces, los hermanos me sabían
convencer de que debía quedarme, para estar más tiempo con
ellos; y si me quedaba, me dedicaba a la oración por mis
hermanos que iban y volvían en el Nombre de Jesús; siempre
íbamos en su Nombre, llevando la paz.
Me quedé a meditar las palabras de Jesús, quien instruía a
sus discípulos; veía similitudes claras; me costaba
comprenderlo, pero era cierto; Él tenía razón; no sólo en su
tiempo, cuando Él recorría, sino también en el nuestro, y en
todos los tiempos de su Misión.
Me quedaba por las noches orando y preguntando, mientras
oraba por mis hermanos, por la paz y serenidad del espíritu,
por lo que debían soportar por Jesús.
El tiempo era bueno, todo se iba aclarando, Él iba aclarando;
partimos de la realidad de Jesús asumida por Él, y el mundo
estaba con lo suyo; entonces, no había otro camino para los
hermanos. Nuestra vida ya estaba entregada al Señor; dimos
el testimonio de las vidas salvadas por Jesús, reconstruidas
por Él. Fuimos su testimonio, anunciamos su Nombre; de ese
modo, anunciamos el Reino de Dios y el cambio en el
mundo que venía de Jesús.
103
Reclamamos la justicia del Señor, en un mundo injusto, que
desplazó al Señor, y el hombre ocupó su lugar.
En el Nombre de Jesús reclamamos su lugar en la vida del
hombre y del mundo; fuimos pregoneros de la justicia; a todo
el mundo le hablábamos que el hombre era injusto; y si no
volvía a la justicia al devolver el lugar al Señor, le esperaban
las desgracias.
Entonces molestábamos, a la vez despertábamos persecución
y odio, fuimos mal vistos, perseguidos.
Algunos nos consideraban locos, nos dejaban tranquilos,
pero no respondían al Señor.
La gente humilde, los pecadores y publicanos nos recibían,
nos escuchaban y nos entendían, y comenzaban la conversión
en el Nombre de Jesús; eso confundía a muchos más todavía;
no fuimos bien vistos por unos, y otros nos seguían.
Éramos pregoneros de la justicia del Señor, la anunciábamos
en paz, reclamábamos el lugar para el Señor, en el mundo, en
la sociedad, en cada persona. Como Jesús vino al mundo
para reclamar el Lugar del Señor, como sus hermanos
menores, continuábamos su misión, entre persecuciones y
odios; pero a la vez, despertábamos en el Nombre del Señor
a aquellos que en nuestra misión veían el tiempo de la
Gracia.
Aquellos que ven bien y miran con los ojos del Señor, se dan
cuenta de que la Misión es permanente; es que somos
injustos ante el Señor, si le quitamos el lugar que le
corresponde tan sólo a Él. No se puede hablar de la
verdadera obra del Señor, si perdimos ese Fundamento; aún
podríamos engañarnos y seguir confundiendo a los demás.
Me enteré de que unos de mis hermanos fueron asesinados,
que a otros los castigaron cruelmente, a otros los echaron; y
104
pensaba que era muy injusto. Sin embargo, ¡es tan poco, si lo
comparamos con las injusticias cometidas contra el Señor!
Él tampoco tiene lugar en el mundo, y el mundo es suyo.
Sólo quisimos llevar a Jesús a todos, si es que realmente lo
hemos asumido en nuestra vida; porque Él puede reconstruir
las vidas, según los principios del Señor.
4. LA IGLESIA
Me quedé de noche, mirando el fuego; llovía fuertemente
con un agradable sonido, y yo soñaba pensando: estaba
seguro de que Jesús estaba en nuestra tarea, que Él nos
inspiraba, que fuimos unos instrumentos casi inútiles, pero
como estábamos en sus manos, servíamos igual.
El fuego era lento, pero sostenido, tenía fuerza y se defendía
solo; así Jesús defendía su obra; de nuestra parte era esperar
y esperar.
Pero había otras cosas que hacer, que no eran fáciles, así
pensé: ya hacía tiempo, Clara insistía en que había que
hablar con la Iglesia.
Yo postergaba, esperaba, ¿por qué postergaba?
Porque estábamos seguros de que no habíamos hecho más de
lo que quiso Jesús; nos parecía que al escucharlo a Él estaba
todo bien resuelto.
Sin embargo, Clara insistía; decía que íbamos a necesitar a la
Iglesia; y decía que la Iglesia nos iba a comprender; ¿cómo
comprender? Hasta eso estaba previsto por el Señor; es que
Él estaba con nosotros, y con aquellos que necesitamos.
Yo postergaba; siempre lo hacía en esas situaciones; pero las
cosas se venían solas; ya no éramos un pequeño grupo casi
invisible, sino que éramos una familia conocida; por eso,
también cuestionada, y no sólo en Asís, ni sólo por el clero.
105
Al salir a evangelizar, entramos en un campo que ya estaba
ocupado, el campo de la Iglesia; también tuvimos nuestros
perseguidos que sufrieron por el Evangelio.
La situación urgía, había que hablar; pero, ¿cómo hablar?
En fin, sabía que no se podía evitar más, que llegaba la hora
de hacerlo; que la Iglesia por algo nos había aguantado.
Así llegamos al obispo y llegamos hasta el Papa.
Recuerdo el primer encuentro con él; yo temblaba entero, en
mi espíritu y en mi cuerpo; a pesar de todo, podía sacar la
palabra con serenidad.
Él nos escuchó, quedamos esperando un tiempo, pero sólo un
tiempo. El Papa sorprendió a todos, nos dijo que sí, que nos
aceptaba; así, con una sola palabra.
Todos se sorprendieron, menos nosotros, porque estábamos
convencidos de que era la obra de Jesús; necesitábamos que
la Iglesia nos aceptase, y así ocurrió.
Pasaba el tiempo; la situación no cambiaba; con la
aceptación del Papa no cambió mucho. Es cierto que con esa
aceptación estábamos en la Iglesia; pero igual, fuimos el
injerto muy raro, frecuentemente incómodo y molesto.
No nos faltaron críticas ni calumnias; nuestra situación se
agravaba, porque el gran sector de la gente humilde, los más
desdichados, respondían; aquellos que se distanciaban de la
Iglesia, nos respondieron; la gente se inquietó por el cambio.
Nuestro ambiente era parecido al de Jesús en el Evangelio, y
los conflictos eran parecidos; y como éramos un movimiento
que crecía, la Iglesia comenzó a considerarnos peligrosos.
Es evidente que la Iglesia no halló nada en contra, porque
hubo claridad que venía del Evangelio. De nuestra parte,
hubo un gran respeto a la Iglesia; sin embargo, fuimos un
movimiento peligroso, un problema que había que resolver.
No sé si todos veían algo de la renovación en la Iglesia; el
Papa sí, lo vio, pero no sé si los otros lo vieron; sin embargo,
106
estaban preocupados por nosotros. Fuimos un problema que
había que resolver cuanto antes; la Iglesia necesitaba nuestra
Regla, porque quería estar tranquila.
Quiero expresar con toda claridad, que no fuimos rebeldes
contra la Iglesia, no la cuestionamos ni la criticamos; fuimos
respetuosos, siempre nos sentimos dentro de la misma, como
sus hijos.
Pedí a mis hermanos antes de mi muerte, que este respeto, la
reverencia y la obediencia a la Iglesia fuese nuestra herencia.
5. LA REGLA.
Cuando me propusieron escribir nuestra Regla, me sorprendí
enormemente, porque todo me parecía claro; casi no veía el
sentido de hacerlo.
Me parecía que cada uno de nosotros debía buscar lo que el
Señor tenía previsto; que nuestro corazón se hacía cada vez
más sensible frente a Él; el corazón que busca la purificación
en Jesús, ve cada vez mejor y tiene fuerza para cumplir de
corazón. También me parecía que el Señor nos abría cada
vez mejor hacia los hermanos, con el bien que podíamos
hacer.
Nuestras hermanas vivían en San Damián con el Evangelio
en la mano; dedicaban su vida a la oración, salían a socorrer
a los enfermos, a los leprosos, llevándoles pan, Amor y Paz,
al mismo Jesús. Como eran humildes y no siempre les
alcanzaba el pan, vivían de la limosna, en el Nombre del
Señor.
Hubo ayuda fraterna entre los hermanos y las hermanas; ellas
oraban por las misiones, y nosotros les ayudábamos con lo
que podíamos, teniendo en cuenta que vivían de la limosna.
La limosna nos ponía en un lugar justo; delante del Señor y
ante los hermanos; era vivir en dependencia del todo,
siempre mirando desde el Señor.
107
Me quedó como clavado el pensamiento que me brotaba de
mi corazón: Jesús quiso reconstruir toda la realidad sobre los
principios del Señor; me quedé con esa sensación, aún seguí
pensando en Jesús. Es cierto, Él quiso hallar las raíces del
Señor en el mundo, quiso que el mundo se reconstruyese de
esas raíces; pero eso afirma que cierta realidad humana no
está bien hecha, que habría que destruirla o ponerla en otro
lugar, aún transformarla en otra realidad: la de Jesús.
Seguí pensando como volando en medio de un pensamiento
que asombraba mi corazón; entonces, los hombres viven en
un mundo falso, distorsionado; lo peor que son inconscientes
de su realidad, la aceptan como algo normal; hasta como
algo del Señor. ¡Qué triste es la realidad del mundo! ¡Qué
triste es la realidad del hombre!
Esa realidad influye en lo que el hombre proyecta, influye en
el futuro; lleva al mundo y al hombre a las confusiones, a los
nuevos proyectos humanos; el hombre sigue hundiéndose en
medio de sus proyectos; hasta busca al Señor para salvarlos.
¿Adónde llega? A situaciones límites, a su propia
destrucción; llega a las guerras, al odio; dije destrucción, sí,
es justo decir: el hombre llega a su propia destrucción.
Son esos pensamientos que me venían, mientras buscaba la
luz del Señor. Me parecía que el pensamiento humano, que
la actitud del hombre penetraba el mundo del Señor, así
como el cáncer que destruye el cuerpo, así como la
enfermedad que perturba y transforma a toda la persona, y el
ambiente donde vive el hombre. Hasta me parecía que toda
la naturaleza era distinta, no como la quiso el Señor; los
bosques y los ríos eran distintos, la tierra ya era más rebelde;
es que aprendía la rebeldía del hombre; aún, los pájaros
estaban por hacerse lobos, y los peces, serpientes. ¡Qué triste
es el mundo que proyecta el hombre! ¡Qué triste es la vida
108
que proyecta!
Es cierto, el hombre de hoy está triste, no es aquel hombre de
antes, aquél que vivió su alegría en la Fiesta del Señor.
Por eso, debemos enseñar al mundo la alegría; es la que el
mundo no conoce, pero la debe aprender; la alegría que viene
del Señor.
Volvimos a los ríos limpios, a los bosques con aire, al sol y a
la luna, a los vientos que soplan en el fuego.
Volvimos al mundo que nos habla del Espíritu de la Vida, a
esa vida que ansiamos desde siempre.
Ésa era nuestra casa; debo corregirme, era la casa que el
Señor nos había prestado; tuvimos dos casas: a una nos
prestaron los benedictinos, y la otra era del Señor; y las dos
cuidábamos agradecidos; es difícil hacer alguna
comparación, porque tanto en la casa del Señor como en la
benedictina hallamos al Señor, su Presencia real.
Con Él hablábamos cantando, alabándolo por el sol y la luna,
por los ríos y bosques, por el fuego; al cantar sentíamos que
crecía la hermandad, y los bosques y la luna recuperaban la
vida; los hermanos y las hermanas comenzaban a respirar.
El Señor despertaba la Vida con las palabras de los cantos y
alabanzas.
Pensé en los hermanos leprosos; me parecía que el mundo
solo, sin el Señor, era leproso.
¡Cómo la vida comienza a vibrar en el leproso que acepta el
Amor! Es que el mundo debe cambiar, el hombre debe
cambiar, pero, ¿cómo, y cuándo?
Nosotros, los hermanos, quisimos llevar el beso del Señor a
la humanidad enferma de lepra; creímos que era necesario,
porque nos había inspirado Jesús; y creímos que era posible,
porque Él se nos hacía ver en cada leproso.
Quisimos dar el beso al mismo Jesús en cada ser del mundo;
además, eso también nos había inspirado el Señor.
109
Quisimos que nuestras hermandades fuesen ejemplo y luz,
para que siguiesen surgiendo las hermandades en el mundo
entero; no para nuestra gloria, sino para la del Señor.
Debía escribir la Regla; se me ocurrió que podía citar todo el
Evangelio, si es que podía satisfacer el pedido. Después pedí
a mis hermanos y a algunos prudentes que me ayudasen; que
encontrasen alguna forma; sólo rogaba al Señor que la Regla
no apagase al Espíritu; el Fuego que habíamos recibido de
Jesús. Miraba el fuego que surgía de los leños, y pensaba:
¿por qué encerrarlo?, ¿cómo hacerlo?
Volví a mi vocación, al rico del Evangelio, al
cuestionamiento que hicieron los discípulos por la riqueza,
que era un gran impedimento para seguir a Jesús; entonces Él
habló de las cosas imposibles para el hombre, y posibles para
el Señor.
Señor, al escribir la Regla, yo hice lo imposible; pero que Tú
hagas lo posible; y que nunca se apague tu Fuego en los
corazones de mis hermanos, tampoco en el mío.
Ya estaba todo dicho, se cerró todo; entendí la Regla como el
testamento; lo dejé en manos de la Iglesia.
En principio me sentí confundido, un poco perdido, pero
pronto vino la luz. Recordé que Jesús dejó todo en manos de
la Iglesia; su Evangelio, su Enseñanza; también quiero dejar
todo en manos de la Iglesia; esta Iglesia que quiero tanto; soy
su hijo más pequeño.
Ya sentí que el tiempo estaba por llegar, también me sentía
cansado; ¿qué cosa?, ¿cansado en la obra del Señor?
Pero era verdad, me sentía agobiado; puse demasiado de mi
parte: mi ansiedad, mis apuros, hasta mis metas, ¿para qué?,
¿para sentirme agobiado?
Borra, Señor, lo mío, y que sea sólo Tuyo.
110
6. LA ULTIMA CENA
Después de escribir la Regla me quedé más tranquilo; como
si algo hubiera culminado en mi vida.
Pero, cuando algo termina, comienza otra cosa; y yo que
siempre estaba inquieto, no podía vivir sin hacer nuevas
preguntas. La Regla me daba tranquilidad; ahora había que
respetar la ley. Para nosotros, había que cumplirla así, como
hasta ese día, cumplíamos el Evangelio.
Jesús decía que quien cumple y enseña a cumplir será
grande; quien no cumple, será considerado el más pequeño.
Él lleva la Ley a la plenitud, dándole el corazón, dándole la
Vida, el Amor, la Libertad del Espíritu.
Me quedé pensando en la libertad; yo siempre luchaba por
ella, toda mi vida era una permanente lucha; es porque nunca
me sentía libre.
Pero ahora, ¿me siento libre?
Es que, si lucho por la libertad, debo respetar la libertad de
mis hermanos; no los puedo presionar.
Por desgracia, a veces imponía, es porque no fui libre.
¡Qué misterio!, si uno es libre, no va a oprimir a nadie; y por
dar libertad, nos encontramos con el sí de los hermanos.
Hay que esperar y ser paciente; pero eso apenas lo veo con la
Luz del Señor, no es lo que sé practicar.
Quiero defender la libertad de mis hermanos, que sean libres
de corazón, por eso debo retirarme.
“Sí, Francisco, debes retirarte, pero esta vez retírate en paz,
no te apures, quédate un tiempo como un hermano más, en
silencio, al costado de todos; ¿sabrás hacerlo, Francisco?”,
me preguntaba a mí mismo.
Pasé un tiempo que me costaba mucho, las cosas no iban
como yo pensaba; pero, ¿quién era yo para juzgar?
Sufrí mucho, porque yo, imperfecto, buscaba la perfección
111
de mis hermanos; y por dentro me moría.
No sabía callarme; me costaba mucho enfrentar toda clase de
faltas de comprensión, de respeto, de amor; me sentí como el
padre fracasado de una familia. Hasta se me ocurría entre
mis confusiones, si no sería mejor casarme, vivir en el
mundo; por lo menos ganaría mi vida. Estas dudas las
compartí con Clara, y ella me dijo sólo esto: "Francisco, si
crees que serás feliz, haz lo que te diga tu corazón". Me
sorprendió la respuesta, y fue para mí el principio de la
calma.
Era claro que debía retirarme, pero como siempre en mi vida,
no sabía hacerlo solo; por eso el mismo Señor lo arregló.
Fue entonces cuando las cosas de mis hermanos entraron en
crisis, y yo me encerré por la enfermedad de mi madre; fue
una gota más que rebasó el vaso.
Yo deseaba esa despedida; nos reunimos todos los hermanos,
en Porciúncula. Luego de los cantos que solíamos cantar por
las tardes y las noches, nos lavamos los pies unos a otros.
Nuestro hermano sacerdote celebró la Santa Misa, y yo leí el
Evangelio. Meditamos las palabras que Jesús nos transmitió,
eran las mismas que dijo Él a sus discípulos en el Cenáculo.
Esa noche salí, me acompañaron sólo unos hermanos, porque
así acepté; todos nos quedamos tristes.
Yo miraba a Porciúncula, bien iluminada por la luna y los
ángeles; me quedaba cada vez más lejos.
¿Otro camino más, hacia dónde? Parece que Jesús ya me está
explicando todo; ¿qué será de mis hermanos?
Ya era tarde, y no me atreví a pasar por San Damián para
despedirme de mis hermanas y de Clara; que el Señor las
bendiga.
7. SÓLO TU, SEÑOR
Sentí que no me quedaban muchos años por vivir aquí en la
112
tierra, mi salud estaba muy gastada, mi cuerpo apenas
llevaba al espíritu.
¿Qué manera de pensar? Es como si la vida no hubiese sido
al revés; es que mi espíritu estaba cansado.
Mientras uno sigue luchando en la vida, saca las fuerzas que
puede, y que no puede sacar; pero llega la hora de justicia, y
nos quedamos con nuestra realidad, con la debilidad
desnuda.
Sí, me sentía como un árbol caído nuevamente, y todavía
más golpeado. La vida casi instintivamente me llevaba otra
vez a la soledad y a las piedras; el Señor me llevaba.
Recordé a Jesús en el huerto de olivos, no sé, ¿por qué tanta
similitud con Él?, ¿por qué tanto me inquieta ver los pasos,
como si fuesen del mismo Jesús? ¿O es que el Señor está, y
me inspira? Si después de mi conversión quise ver mi vida
crucificada con Jesús, esta vez la cruz se me avecinaba, ya
estaba tremendamente cercana; y yo con mis miedos y con
mis dudas.
A mí me parecía que estaban vencidos mis miedos, pero no
es así, mi cuerpo tiembla, mi espíritu vibra asustado.
Esa vez nuevamente volvieron mis sombras negras, comencé
a ver los seres oscuros, volví a estar peor que antes.
Una vez, le pregunté a Jesús, ¿por qué Él no venció en mí,
esas vivencias de una vez para siempre?
No me contestó; pero sentí que no debía preguntar más.
A lo mejor, tenía en cuenta el tiempo oscuro que me
esperaba ahora, o es que mi vida necesitaba luchar y luchar,
y si no hubiese luchado, no habría sido mi vida.
Mientras estuve con mis hermanos luché por muchas cosas,
pero estas luchas parecen más tremendas.
Por un tiempo me hacían olvidar de los hermanos, de la
realidad que antes me preocupaba; ahora estaba inmerso en
mí mismo, en mi guerra a vida y muerte.
Cómo me gustaría llamarlos para que me acompañasen.
113
En aquel tiempo ni siquiera vi la compañía de mis hermanos
cercanos; y pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de
que el ángel de la paz no me abandonaba ni por un instante.
Por algo, el Señor quiso que viviese ese tiempo; después de
pasarlo, sentí que era la hora de mi muerte; la vi claramente,
y también la vio mi Señor; así comencé a recuperar la paz.
Pasaba el tiempo, lo viví orando, y oraba viviendo.
La oración era el pan de cada momento. El Señor me dio la
gracia de ver a Jesús, lo vi en mi vida, lo vi en cada paso, me
sentía cada vez más crucificado con Él, me sentía su
hermano menor. Mi vida fue crucificada, pero estaba en paz.
Sin embargo, hubo cosas que me perturbaban, las sentía muy
pegadas; veía lo que pasaba entre mis hermanos, me pesaba
el juicio del Pueblo.
Mi Pueblo me juzgó, y mis hermanos se fueron cada uno por
su lado. Mi Pueblo me juzgó como un loco, un perverso, y
todavía vivía mi madre perdida.
Bueno, todo había que aceptar; mi Pueblo me crucificó; aún
encontró los motivos, y sus medios.
¿Y la Iglesia? ¿Qué esperar en esa situación?
Yo estaba lejos de todos, y mis hermanos se fueron cada uno
por su lado; ¿qué esperar?, críticas, críticas justificadas; fui
aquel que llevó por mal camino a muchos que de buena
voluntad buscaban al Señor; los engañó por ser exagerado.
Y no podía decir nada, no podía explicar; tampoco encontré
palabra; ¿y quién me escucharía, y quién me comprendería?
Me quedaba el silencio; sólo quedaba callarme, y la oración
que me salvaba de la tristeza aguda; es que el Señor me
salvaba de la tristeza.
Hubo también un tiempo de dudar si todo tenía sentido; pero
el Señor me limpiaba de esas dudas muy prontamente; sólo
me hacía ver que era el tiempo de sufrir, y que era justo pasar
esa cruz.
114
Volvía a reflexionar muy seguido en la muerte de Jesús: allí
estaban sus amigos muy cercanos, estaba su madre, frente a
tanto desprecio y abandono; esto me consolaba, me calmaba.
Ya el tiempo no es tan lejano, ya casi no puedo caminar, sólo
puedo hacer algunos pasos con la ayuda de mis hermanos, ya
casi no puedo comer; pero hay claridad en mi mente, y el
corazón sufre como nunca, y a pesar de todo, hay paz.
Mis hermanos me miraban, me entendían; es porque ellos
comprendían todo.
La muerte vino como un ángel. En el último tiempo estaba
en coma, y mi espíritu contemplaba al Señor. Mis hermanos
me veían en éxtasis.
Cuando moría, estaba al lado mi madre, su espíritu, porque
murió antes que yo, y murió por mí; estaba el hermano a
quien más amaba; estaba Clara, Ella también debía estar.
Moría en una cueva, entre las piedras.
Cuando se separaba mi espíritu del cuerpo, movió las piedras
en ese día de sombra. Mi madre, Clara y mi amado hermano
reconocieron el momento de mi muerte; y Clara fue a decirlo
a mis hermanos.
8. CLARA
Me acuerdo de ella cuando un día, vino a Porciúncula; pidió
quedarse con nosotros, porque sintió el llamado del Señor.
¿Y qué pudimos hacer contra el Señor?; la aceptamos sin
palabra; desde entonces supimos que en ese llamado hubo
algo grande.
Contemplé los ojos de Clara y leí el corazón puro, entregado
al Señor, que había venido al mundo para entregarse una vez
más; este corazón tenía el instinto de entregarse a Él, cuanto
antes.
Me parecía un espíritu conocido, ¿de dónde, desde cuándo?;
115
¿por qué tantas preguntas?, si los dos partimos del Señor, en
Él están nuestras raíces.
Los dos nos encontramos en el camino del Señor, porque Él
nos hizo encontrar; quiso que caminásemos juntos, por lo
menos en una parte de las vidas.
El Señor quiso hacernos crecer, uno al lado del otro; los dos
íbamos entregando las vidas, día tras día; y por encima de
todo, crecíamos en el amor hacia Él.
La cercanía significaba respeto, la presencia era lucha y
crecimiento; de otra manera no hubiésemos podido crecer,
así como crecimos, ninguno de los dos.
¡Qué misterioso!, para que creciésemos en la entrega al
Señor, Él nos puso a los dos en el mismo camino.
Nuestro amor hacia Él iba pasando de este mundo al mundo
del Señor; transformando lo humano en lo de Él, superando
miedos y dudas, liberándonos de nosotros mismos.
Él nos puso en su camino, para que pudiésemos entregarnos
a Él plenamente; no fuimos obstáculos, pero sí, guerra,
gracia y bendición; ella para mí, y creo que yo para ella.
El Señor puso la luz para nuestra Orden en el corazón de
Clara; ella sabía verla, y sabía comprenderla todo el tiempo,
también en la hora de la crisis; sabía ver lo del Señor más
allá de la crisis.
Era una de los pocos que creía durante los tiempos de la
guerra, por eso era casi la única que sabía hablarme, cuando
yo estaba casi perdido, totalmente desesperado; sabía hablar
con el corazón, por eso llegaba.
Quiero dar gracias al Señor por ella, por aquellos tiempos
cuando nadie sabía llegar a mí; sólo ella sabía hablar y tenía
paciencia para hacerlo; ¡cuántas veces levantaba mi espíritu!
Ella creía siempre, creía en todo, su fe era tan fuerte, que me
levantaba; ella sabía hablar con el corazón para hacerme
resurgir de mis oscuridades.
116
La muerte arregla muchas cosas, se calman; se arregla todo.
Luego, hay más tiempo para buscar comprensión, mientras
tanto el Señor hace lo suyo, lo justo. Todo comienza a volver
a su lugar, y como es del Señor, debe volver como Él tiene
pensado.
Nunca pude comprender el cambio que vivieron todos luego
de mi muerte; es que mi vida siempre estaba en las manos
del Señor, por eso tenía su lógica.
Después de mi muerte todo cambió; mi Pueblo se calmó, y
no sólo esto; mi Pueblo comenzó a ver todo de modo
diferente; ¿y por qué? Porque el Señor lo quiso así.
Ya no era más un loco ni un perdido; mi Pueblo comenzó a
aceptarme con respeto, hasta comenzó a comprenderme.
Me pregunté, ¿cómo era posible que todo cambiase así?
Es porque el Señor obraba como quería.
El Pueblo quiso recuperar mi cuerpo, que volviese a Asís.
¡Qué extraño! ¿De veras había cambiado tanto mi Pueblo?
¿De veras se había convertido, o sólo tenía sus motivos?
¿Y mis hermanos? Ellos necesitaban su tiempo; muchos se
fueron y no volvieron, otros necesitaban tiempo, necesitaban
luz; todo iba a venir.
Eran demasiadas cosas que vivieron en medio de la
confusión casi permanente; es como si el Señor les pidiese
demasiado. Sufrieron mucho, quizás más que yo, buscaban
soluciones por su cuenta, sin esperar con paciencia el tiempo
del Señor.
Decía Jesús: "heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas del
rebaño". (Mt. 26,31b) Mientras yo iba muriendo, mis
hermanos estaban perdidos; pero era el tiempo que
necesitaban pasar.
Fue el tiempo cuando se cuestionaba mucho la Pobreza, en
consecuencia, la hora de cuestionar la Sabiduría del Señor; la
Orden estaba en crisis, porque se movían los fundamentos.
117
Clara volvió a defender los ideales, frente a las presiones de
mis hermanos y de la Iglesia. Ella supo expresar la Sabiduría
del Señor, dentro de la Pobreza del hombre, enfrentando a
los sabios y prudentes; como siempre, ella se expresaba con
el corazón.
Es verdad que nuestra Orden nunca supo defender los
valores que Jesús nos dejó como herencia; por eso, llegamos
donde llegamos; los ideales quedaron como los sueños, hasta
otros tiempos. De todos modos, los sueños volvían como se
vuelve a un fuego no apagado del todo; si no siempre
alimentaban a mis hermanos, eran para otros; para tantos
hermanos en el mundo, para tantos que no están en nuestra
Orden.
El Señor suscitó al Espíritu de la Pobreza, de la cual brota el
Espíritu de la Sabiduría; los que recibieron al Espíritu de la
Pobreza, están en el camino hacia la Sabiduría del Señor.
Él puso a Clara al lado del Fuego de la Pobreza, y ella la
defendió hasta la muerte; vivió hasta que surgieron aquellos
que supieron entregar sus vidas por los ideales que Jesús nos
había encomendado.
Vinieron otros hermanos retomando nuestra responsabilidad,
y el Señor los bendecía, como nos bendecía a nosotros.
9. VAYAN A TODO EL MUNDO
Y les dijo: "Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva
a toda la creación". (Mc. 16,15)
Nuestro llamado surgía en la Iglesia; así fue del principio,
aún, cuando no supimos cómo hablar con la Iglesia sobre los
ideales que el Señor despertaba en nuestros corazones; por
eso, la misión está más allá de nosotros, y más allá de nuestra
Orden. Lo que Jesús hizo por medio de nuestras pequeñas
luchas, fue el bien para la Iglesia, y eso es lo que importaba.
118
No me interesó una Orden espléndida, con muchos triunfos,
ni con eficiencia evangelizadora; en cambio, me inquietaba
si lo que hacíamos servía bien a la Iglesia; y lo que Jesús
hizo de nuestras vidas, fue más allá de nuestra Orden.
Nuestra Orden fue conflictiva, cuestionada, de pobreza hasta
espiritual, de desorden frecuente; tenemos pocas cosas para
gloriarnos, pero es cierto que el Señor nos ponía para ir
arreglando a la Iglesia, aún despertándola; son esos misterios
que es mejor no comprenderlos.
La Iglesia vivió un Gran Pentecostés; volvían los ideales para
ir a todo el mundo; el mundo se abrió, se agrandó la tierra;
Jesús entraba por las puertas abiertas a nuevas tierras.
Se vivió en la Iglesia una primavera, con mucha esperanza,
que el mismo Señor alimentaba. La Iglesia se hizo joven, la
Vida se hizo fresca, alegre.
Salieron los misioneros a todo el mundo, ya sin armas, con
sólo la Paz de Jesús. La Iglesia llevó el Amor en recipientes
de barro; quiso llevar el Amor a todos: a los pobres, a los
desdichados; entonces, ¿qué esperar más, después de tantas
cosas del Señor, que puede abarcar la vida de un pobre?
Recordé nuevamente el encuentro con mi padre, después de
tanto tiempo; era urgencia de mi corazón, y era necesidad del
corazón de mi padre. Pasaron tantas cosas mientras tanto en
nuestras vidas; siempre me parecía que por el Evangelio se
debían enfrentar y aguantar muchas cosas; Jesús hablaba de
los hijos contra los padres; hoy, las cosas parecen distintas,
pero en el medio están los siglos; esos siglos separaban, esos
siglos están preparando nuevos encuentros.
¿Qué pasará con la humanidad tan dividida? ¿Se encontrarán
los hijos con el Padre? Creo que sí, que el tiempo está por
llegar. ¿Acaso no son suficientes las cosas que pasan a los
hijos en este mundo? ¿O todavía deben aprender más?
119
Ojalá pronto nos encontremos como hermanos en la tierra
hermana, y como hermanos levantemos los brazos en la
misma dirección, hacia nuestro Padre.
Yo hablaba del Señor nuestro Padre, me urgía el corazón
expresarme; porque buscaba la reconciliación. No sé cómo
hablaría del Señor, si no hubiese vivido lo que sufrí por mi
padre. Supuestamente no me expresaría de tal forma ni con
tanta insistencia, tampoco me hubiesen entendido como me
entendieron. Hoy agradezco al Señor por mi reencuentro con
mi padre, pero quiero dar gracias hasta por el desencuentro
con él, si es que sirvió para ser Tu voz, Señor, en la historia.
De todos modos, recién hoy, después de mi reencuentro con
mi padre podría hablar del Señor, Padre de toda la Creación;
hoy mi corazón resonaría distinto.
Predicando, quise sembrar la presencia del Padre en todas
sus criaturas, que todos se sintiesen hermanos de corazón,
entre la Creación hermana. Presentí que, al hablar de
corazón, se realizaba lo dicho por la Gracia del Señor, sentí
que, en mi palabra, que no era mía, el Señor creaba la
hermandad. Pero como me faltaba mi padre, la hermandad
aún no era completa; ahora sí, se cumple lo que debía
cumplirse; es como si mi predicación en el Nombre del
Señor, recién hoy recuperase la fuerza. Si es así, que sirva
para el tiempo de hoy, que necesita aún más, la Presencia y el
Amor del Padre.
Jesús vino a sanar a los leprosos; los sanos recuperan la
dignidad de hijos, vuelven a la familia como hermanos, en
medio de las alabanzas a Dios, nuestro Padre.
Después de tantos años, sigo convencido de que todo pasa
por el beso al leproso; por ver a Jesús en él, y ver a Jesús en
el que le da el beso. Es un modo aceptado por Jesús para
sanar al leproso, y para sanar nuestro corazón.
Hoy quisiera anunciar a este Jesús a todo el mundo.
120
Aún pensé si hubiese podido predicar el Evangelio sin la
experiencia con el hermano leproso, como gracia del Señor,
sin ese beso silencioso, de corazón. Después me parecía que
predicar el Evangelio y besar al leproso era lo mismo.
Era un día que anticipaba la tormenta, hubo viento y nubes,
el aire estaba lleno de peso y calor. Me sentía en medio de
esa tormenta una vez más; pero mi corazón estaba lleno de
Jesús, pues, llevaba en mi corazón el beso a los leprosos;
estaba dispuesto a pronunciar la Palabra de Jesús, inspirada.
Otra vez quise ir al mundo entero con la Buena Nueva de
Jesús; sentí al Espíritu en la tormenta, y lo sentí más aún en
mi corazón.
121
CONCLUSION
Quizás alguien pregunte, ¿por qué me he decidido a volver y
hablar? Ya lo he dicho al comienzo de mi palabra.
Podría ocurrir que el verdadero motivo vaya a descubrirse
con el tiempo; como mi vida siempre ha estado en manos del
Señor, Él tendrá sus motivos y sus tiempos.
Mientras vivía, fui fascinándome por san Benito, traté de
comprender su tiempo, su misión; intentaba intuir cómo el
Señor en aquellos tiempos preparaba a su elegido, porque la
Iglesia lo necesitaba.
San Benito, inspirado, vuelve al Evangelio, busca inspiración
para recuperar el sendero que Jesús había trazado con sus
discípulos; fue su deseo más ardiente, que le llevó su vida.
Luché por la misma causa, porque el Señor me inspiraba.
Nos separan tiempos, distintos modos de expresión, pero el
fundamento es el de siempre; y me pregunto: ¿qué tendría
previsto el Señor para hoy? ¿Surgirá un nuevo elegido, para
comenzar una vez más, buscando el camino de Jesús?
Su discipulado está muy cerca como inquietud, como deseo;
y está lejos, si somos sinceros, por lo que falta cumplir, para
ser fieles a Jesús.
¿Qué podrá hacer el Señor en este tiempo, en el que la Iglesia
tanto necesita su Salvación?
¿Vendrá un elegido más para arreglar la Iglesia? ¿O vendrá
un nuevo Juan el Bautista, para anunciar la venida de Jesús?
¿O será uno y otro, y quizás el mismo?
Que el Señor bendiga a mis hermanos que siguen buscando
la inspiración, que no se cansen en los caminos llenos de
gracia y felicidad; que el Señor los bendiga.
Sarandí de Yí, 14 de setiembre de 1992
122
123
PREFACIO 3
I. EN ALABANZA DE CRISTO. AMEN. 7
II. MI PASO POR ASIS 13
1. Aquí soy un extraño 13
2. ¡Asís, cómo te quiero! 16
3. Entre Clara y mi madre 18
4. Volví a la casa de mis padres 20
5. El Señor es mi Roca 25
6. La raíz sostiene el árbol 28
7. Porciúncula 31
8. El tiempo muy difícil 35
9. Volví a despedirme de Porciúncula 38
10. Mi retiro 30
11. Volví a orar y llorar 43
12. Despedida 46
III. JESUS EN MEDIO DE MI TORMENTA 49
1. Un eterno llamado 49
2. ¿Qué hacer de mi vida? 52
3. Hablo de la crisis 55
4. Volví al negocio 58
5. Vivir sin rumbo 60
6. La capilla de san Damián 63
7. ¿Qué hacer? 65
IV. UN CAMINO ABIERTO DEL SEÑOR 69
1. El camino abierto 69
2. Entre demonios y sombras negras 72
3. El primer tiempo 75
4. El seguimiento a Jesús 78
5. El desprendimiento 81
6. Vivir según el Evangelio 84
7. El canto a la libertad 86
8. El Fuego de Jesús 89
9. Paz y Bien 91
V. HERMANOS MENORES DE JESUS 95
1. Nuestra misión 95
2. Que sean uno 98
3. Anunciamos la justicia 101
4. La Iglesia 104
124
5. La Regla 106
6. La última cena 110
7. Sólo Tú, Señor 111
8. Clara 114
9. Vayan a todo el mundo 117
CONCLUSION 121