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LADISLAO GRYCH ¡QUIÉN COMO TÚ, SEÑOR! (2) Por mis hermanos que siguen buscando al Señor, Francisco nace en la tierra de Durazno, en Uruguay; al caminar cerca del río Yí; en tiempos libres, hago esos pequeños pasos en medio de una vida tan grande en el Proyecto del Señor. Fui franciscano por un tiempo, busqué los ideales; luché por lo sagrado del Señor en medio de los hombres que caminan; es que de este modo mi espíritu se elevaba. Aún no sé lo que el Señor quiere de mi Francisco; ¿quizás, que llegue de lo más hondo del corazón lleno del Señor, de la Vida?; ¿acaso, el mundo no necesita de esas vivencias?; y si las espera, ¿cómo responder al Señor?

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LADISLAO GRYCH

¡QUIÉN COMO TÚ, SEÑOR! (2) Por mis hermanos que siguen buscando al Señor,

Francisco nace en la tierra de Durazno, en Uruguay; al caminar cerca del

río Yí; en tiempos libres, hago esos pequeños pasos en medio de una vida

tan grande en el Proyecto del Señor.

Fui franciscano por un tiempo, busqué los ideales; luché por lo sagrado

del Señor en medio de los hombres que caminan; es que de este modo mi

espíritu se elevaba.

Aún no sé lo que el Señor quiere de mi Francisco; ¿quizás, que llegue de

lo más hondo del corazón lleno del Señor, de la Vida?; ¿acaso, el mundo

no necesita de esas vivencias?; y si las espera, ¿cómo responder al Señor?

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PREFACIO

Después de los tiempos y de las cosas que pasan, he deseado

volver al mundo.

En medio de tantas impresiones distantes y cercanas a la vez,

sobre mi vida, aún en medio de una imagen soñada por el

hombre con su mundo, y de las expresiones que nacen más

de las urgencias del hombre que, de una historia real, viene

el pobre que vivió en Asís la gran fiesta de la vida, que con

frecuencia parecía ser Gólgota.

He venido por las expresiones que se iban acumulando como

un río; muchas de ellas seguían su camino de inspiración que

no termina con mi vida, y son parte de ella; pero todas tenían

un sentido como eran, en el tiempo cuando ocurrían, por la

realidad que promueven, por el cambio que inspiran.

Vengo por mi historia asumida por muchos que buscan la

inspiración en su propia vida, y quieren apoyarse no sólo en

Jesús, sino en alguien que podría estar más próximo a ellos,

por su debilidad.

Es interminable la reflexión sobre mí, que ayudó a despertar

a tantos espíritus en los tiempos y continentes; una historia

que miles de veces supera los sueños. La gracia me pone de

nuevo en el mundo, para ir desnudando la verdad de mi vida,

desde el Señor y delante del mundo.

He deseado volver, porque el Señor quiere que vuelva una

vez más. De hecho, no es mi decisión, que comparto con Él

de corazón; aún, sin poder entender lo que tiene previsto para

este regreso.

Es como si mi imagen ya plasmada por el Señor necesitase

volver a ser fresca, como si debiese recuperar su vitalidad

para poder impactar en aquellos que tomen las decisiones, y

aspiren por el Señor de la Vida.

Mi vida en el Proyecto del Señor llega a ser una semilla, que

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con mi muerte no sólo vuelve al lugar previsto por El, sino

que se ha quedado en la tierra, generando la vida de un árbol

que sigue tomando su dimensión en el tiempo y el espacio; y

llega a ser grande porque el Señor lo ha querido.

El árbol da muchos frutos en muchos hermanos del mundo,

multiplicándose miles por uno; genera la vida de los nuevos

árboles que hallan en la tierra un espacio justo en la historia.

Mi espíritu sigue sirviendo al Señor, tanto tiempo y de tantos

modos, participa de la inspiración que se despierta en los

corazones generosos, que crecen a la par, por la fuerza del

Espíritu.

Hoy, soy un árbol grande, pero desgraciadamente viejo; ya

no se caen sólo las hojas, como suele perderlas un árbol cada

año, sino que siguen cayéndose las ramas, y el tronco está

podrido.

¿Dónde están mis raíces? ¿Y para qué sirven, si el tronco es

puro agujero por dentro, si es un lugar donde se esconden los

pájaros con sus nidos, huéspedes que ni piensan en el día de

mañana? Si se pudre el árbol, harán sus nuevos nidos donde

puedan hacerlos.

Tengo presente una iglesia rodeada de muchos tilos, que en

algún tiempo de su vida eran lindos, despertaban mucha paz;

pero el tiempo ha sido justo: se hicieron viejos y cansados, y

nadie los quiso más. Las máquinas fuertes los arrancaron con

sus raíces; parece que no servían a nadie, ni al Señor.

Yo, Francisco, vuelvo otra vez, porque el Señor no quiere

que mi árbol se muera. Soy consciente de que muchos aún no

saben que está muriéndose; si les dijese la verdad, aún se

preguntarían por qué se la digo.

Muchos de mis hermanos viven como los pájaros en los

nidos de un árbol podrido, golpeando las paredes del tronco

viejo. Y si les digo esto, ¿para qué lo hago? ¿Sólo para

molestarlos? ¿Para quitarles la tranquilidad que aparentan

tener?

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Además, ellos no creen que yo he vuelto. Por eso tenemos

tiempo para discutir, cuestionar, aún hacer comparaciones,

buscar nuevos signos.

Debo estar atento a lo que me diga el Señor, mientras vayan

apareciendo los sabios. Ellos tendrán sus razones para poner

de manifiesto mi falsedad. Encontrarán los argumentos para

defender la pureza de sus ideales, que están en el papel y en

la boca. Por eso, ellos harán lo posible e imposible contra mi

venida.

Un falso no puede existir ni hablar, menos aún, encontrar

algún eco en el mundo. Y si lo encuentra, mejor que ni

piense lo que le viene. Lo que le espera es justo; los que se lo

hacen llegar, cumplen con lo justo de su lugar.

Con sólo venir al mundo me sucede lo que debe sucederme,

y no hay otro camino. Las cosas deben pasar y las tengo muy

presentes.

Me pregunté una vez, si los fariseos hubiesen sido distintos

ante Jesús, al darse cuenta de quién era Él. Me parecía que

las cosas igual pasarían; por eso, no me preocupa que el

mundo y mis hermanos me reconozcan, tampoco está escrito

que me acepten. Así la obra del Señor podría ser todavía más

grande.

Casi sería mejor que no me reconocieran; y si cuestionan y

dudan, que encuentren los argumentos válidos contra mí.

Si quieren que muera, que Tú, Señor, estés conmigo.

Que tus ángeles me acompañen; si debe ser así, una vez más

quiero morir por mi Orden, que es Tuya.

Tú, Señor, me lo haces ver antes de que hable en Tu

Nombre. Porque sólo Tú comprendes mi regreso a este

mundo.

Antes de comenzar a expresarme como una voz del Señor,

quiero recordar mis sueños. Una noche vi este escrito bajo

mi brazo, y de repente aparece un cóndor negro. Debía dejar

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el libro a un costado, porque me esperaba una lucha; pero

tenía mucha paz.

Me sorprendí, porque esa guerra no fue tan complicada; el

cóndor negro quedó vencido, pero las cosas necesitaban que

pasara un tiempo.

Otra vez me veo caminar dentro de un gran bosque de vida

fresca, llena de luz, con un sol penetrante. Soplaba un viento

muy lento, se movían los pastos recién crecidos más claros

que verdes; iba caminando; esta vez sí, tenía miedo.

Me parecía ver las ruinas por debajo de los pastos, es que la

construcción estaba demolida, y lo nuevo no cubría bien las

ruinas. Yo caminaba, el sol penetraba con su brillo la vida

agitada por el viento; y tenía miedo, al escuchar el aullido de

lobos, no tan lejano.

Entonces ya sentí mi vuelta a la tierra, ya estaba en el

mundo.

Y otra vez me desperté, y vi mi lugar lleno de luz, de paz.

Una luz violeta envolvía el lugar, la cruz colgada en la pared.

Fue un momento: es que sorprendido comencé a mirar fijo,

pero la luz se disipo y no he vuelto a verla.

Varias veces intenté recuperar esa visión y no la vi más; se

quedó en mi corazón.

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I. EN ALABANZA DE CRISTO. AMÉN.

Siempre, mi vida ha inspirado a mis hermanos, así el Señor

la proyecta. En eso ya no puedo poner nada mío, sino que

debo vivir consciente de que, a través de mí, el Señor se abre

hacia ellos, y si lo buscan, pueden encontrarlo.

Hay algo de atracción en mi espíritu que ni para mí es claro;

lo que viene desde más lejos. Es que cada gesto mío, cada

actitud, cada palabra, ya de por sí inspiran.

Por un tiempo, a esa gracia la iba asumiendo como lo mío;

pero eso sólo me servía para crecer en vanagloria humana,

me ayudaba a hundirme más en lo humano y lo del mundo.

Aún entonces, había algo en mí que atraía a los hermanos

que me rodeaban; por eso, venían sin ningún esfuerzo de mi

parte, sin que los buscase; sin palabra ni gesto. Eso lo tenía

claro; sin embargo, no supe preguntarme ni buscar el porqué;

estaba más allá de mi comprensión.

Hoy puedo decir que así me había proyectado el Señor, que

de esta manera se iba a expresar mi vida; y no hay nada que

decir contra su Proyecto.

Puedo ver que hay pocas cosas que llegué a hacer bien.

No estaba contento de lo que hacía, al ver mis falencias, mi

falta de dedicación, mis impaciencias; sin embargo, las cosas

del Señor iban apareciendo, se iba construyendo la vida; y

los hermanos recibían inspiración a través de mí.

¿Qué podía hacer yo frente a esa realidad?

Ir sorprendiéndome cada día y sonreír, al ver mi pequeñez

ante la grandeza del Señor misterioso en su Proyecto.

Alabarlo por ver su obra en mi vida; y esperar con curiosidad

cada nuevo día, que era una nueva sorpresa del Señor. Es que

esa sorpresa me tocaba permanentemente, porque Él obraba

más allá de mis debilidades, más allá de mis equivocaciones,

de mi orgullo; de hecho, todo salía bien para el Señor.

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Analizo hoy mi vida, y veo que muchas de mis decisiones

han sido tomadas con apuro y por motivos ajenos a los

principios del Señor. Sin embargo, servían igual, porque eran

decisiones tomadas por lo que tenía sentido. Eran necesarias,

servían para algo que estaba en el Proyecto del Señor.

Cuando vuelvo a analizar las cosas que han pasado, todas

tienen un hilo; detrás de ellas está Él, cuidando mis pasos;

como mi madre que estaba detrás de todo, pero no entendía

mucho, casi nada; también cuando yo comencé a comprender

un poco, ella no entendía nada, estaba más muerta que viva.

Hoy puedo hablarles con claridad, teniendo en mi corazón la

plena comprensión de cada paso; ya miro del otro lado, sólo

desde el Señor.

Hoy quiero decirles que todo ha tenido sentido en mi vida; y

si hubiese estado en aquella vida otra vez, debería vivirla en

aquellos tiempos de nuevo, igual en todos sus detalles. Pero

para que pudiese ser la misma, el Señor debería aceptarme

dentro de la misma oscuridad. Es que la oscuridad, al estar

en pleno contraste con la luz del Señor, se transforma.

Alguien podría pensar, ¡qué distinta podría ser la vida, si

fuese posible ver y entender todo en ella! Sin embargo, no

sería la misma, hubiese perdido su encanto, no hubiese

llegado adonde debía llegar. En algún sentido hubiese sido

aburrida, no sería una vida real.

Créanme, yo la comprendía muy poco, a muchas cosas hacía

casi a ciegas. Muchas de ellas las hacía porque el tiempo y

las circunstancias me llevaban por ese camino; aún hubo

mucha noche; quizás por eso, me gustaban las noches, me

sentía reflejado. Yo era noche frente al día, frente al Señor.

En ningún momento tenía todo claro; si debía tomar algunas

decisiones, tampoco sabía por qué. Y si tenía algunas metas

que el Señor me anticipaba en sus visiones, no entendía el

camino ni el modo de llegar. A pesar de la luz tan grande que

me rodeaba, que era del Señor, vivía mi oscuridad, que me

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molestaba, me quitaba sueños en noches largas; me llevaba a

la imaginación como sueñan los niños, volando muy lejos;

yo también volaba, sin saber que muchos de esos sueños eran

iluminados por el Señor, porque Él, hasta de esa manera, me

iba hablando. En esos sueños estaba la Visión que Él ponía

en un corazón ansioso, un poco despierto.

Él penetraba entre las tinieblas de mi corazón y de mi mente

confundida. Así el Señor se iba proyectando, dentro de un

corazón que debía hacerse cada vez más suyo.

Me acuerdo que en un tiempo de la crisis que viví, y de veras

no supe qué hacer, comencé a orar desesperado; entonces, de

repente, vi un anillo brillante puesto en el dedo de mi mano,

y la corona sobre mi cabeza.

Mi corazón se había olvidado de las angustias; me quedé con

esa visión sin explicación ni alguna causa que podría

justificar el mensaje lleno de paz y calma.

Vi también a los espíritus que me rodeaban, cuidándome en

silencio, pacientemente.

Pasó un tiempo y leí: "Y serás una corona preciosa en manos del

Señor; un anillo real en el dedo de tu Dios". (Is. 62,3)

Pocos días más tarde vi un gran horizonte. Dentro de un gran

desierto Jesús caminaba, precedía a muchos que le seguían,

todos vestidos de blanco. Y me quedé con esas dos visiones

para toda mi vida. Pero siempre sin comprender lo que iba a

ocurrir, esperando cada momento que iba a vivir; es que esos

momentos me sorprendían permanentemente.

A las dos vivencias las resguardaba en mi corazón; no las

compartí con mis hermanos, sólo las sabía Clara. Porque ella

sabía mucho más de mí, y también vio mucho más de mi

vida.

Hay otras cosas que me sorprendían y, a la vez, me daban

tranquilidad. Es que aquellos que me rodeaban entendían

algo más de mí, más de lo que yo mismo veía y entendía. Lo

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que me guardaba en el corazón, ellos lo veían mucho antes;

mi vida se les presentaba como misterio del Señor, sin

embargo, cada vez más comprensible. Me sorprendían con

sus miradas y el pensamiento que brotaba de sus corazones, y

traslucía con fuerza, acompañado de un profundo silencio.

Se callaban, porque las palabras ya estaban demás, o porque

no podían expresarlo; o porque no era el tiempo de hablar.

Mi vida ha sido cuestionada, me he sentido en medio de la

presión del ambiente en que vivía. Ese ambiente siempre me

perturbaba, a veces molestaba; frecuentemente quería huir de

los demás, buscaba mi libertad. Sin embargo, siempre volvía;

también, porque necesitaba leer el pensamiento y el latido

del corazón de los que me miraban, leyendo en mí el

Proyecto del Señor. Me nutría con ese pensamiento, crecía en

medio de ese latido del corazón; me alimentaba y ellos se

nutrían, mientras que el Señor me iba preparando y a los

hermanos para sus cosas nuevas.

Mi vida se hacía cada vez más un misterio, y cada vez más

asumido por mí; cada vez más gozaba de felicidad, al saber

que estaba en los planes del Señor por algo grande. Eso me

daba tranquilidad en mis sueños, y serenidad ante la realidad

que venía.

Sin embargo, la oscuridad se quedaba quieta, y seguía dentro

del gran misterio. Si por alguna luz del Señor descubría algo

nuevo, los misterios se hacían todavía más grandes, mi vida

se hacía cada vez más misteriosa. Así permanecería todo el

paso que el Señor me hizo hacer por esta tierra: mientras iba

caminando veía cada vez más y entendía cada vez menos.

Siempre tenía alguna pequeña perspectiva; sabía que algo

debía hacer, trataba de intuir algunos pasos. A veces, tenía el

pie puesto para marchar y cuando ya tenía todo programado,

venían otras sorpresas; porque el Señor inspiraba también a

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aquellos que tenían que ver con mi vida y mi misión. Eso lo

tenía claro.

Mientras tanto, despertaban las rebeldías que venían como

tormentas, después aparecía el sol; primero había tormentas,

luego el Sol. Entonces veía lo poco que podía ver y entender,

de lo grande que venía del Señor, que pasaba por mi vida.

Llegó un tiempo en que no podía prever nada de lo que iba a

hacer; sólo debía esperar y las cosas y los pasos venían solos;

mi vida ya no tenía otra salida, y las otras salidas no tenían

sentido. Así fue entonces, y debe quedar para siempre.

Quiero estar con la misma expectativa, sólo estar y vivir la

inspiración del Señor dentro de mi oscuridad que suele ser

muy grande, mientras Él me ilumina. Así el Señor quiso que

me quedase para toda la historia. Esta imagen debe quedarse

como una imagen auténtica de alguien que no tiene nada

proyectado; solamente está atento. Ni siquiera puede guiarse

por la historia; la historia pasada sólo da seguridad de que

todo depende del Señor, y desde El, hay que partir en cada

paso, que no es nuestro.

No quiero que se hable de mi vida de tal modo, que estuviese

adornada con el pensamiento que iba poniendo el hombre en

el curso de la historia; sólo quiero ser testigo y servidor de la

inspiración.

Debo decir para toda la historia que no hice más de lo que el

Señor me hizo ver; quiero quedar así para siempre.

Los que quieren seguir a Jesús, que se queden como testigos

de la inspiración, de la misma luz manifestada en Jesús, y

por Él en nosotros.

Quiero ser instrumento de la iluminación del Señor; quien no

tiene cerrada definitivamente su misión, al contrario, cada

momento histórico es apropiado para la nueva luz.

No apaguen la iluminación del Señor respecto a mi vida con

la hora de mi muerte, no sean injustos. Mi muerte abre los

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espacios que pasan por las vidas comprometidas que, como

yo, en medio de sus oscuridades buscan la luz.

Jesús hizo de mí sólo un camino de inspiración para tantos

seguidores suyos; por alguna razón Él me tenía; y por algo le

respondí según su Gracia.

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II. MI PASO POR ASÍS

No es que yo sólo necesito volver al mundo, sino más bien,

lo necesita la historia.

Cada tiempo tiene su propia comprensión de mi vida, que

quiso estar en manos del Señor, a su servicio. Cada tiempo

busca su expresión, abriendo el misterio de una vida pequeña

que llega a ser grande sólo porque el Señor la quiere así.

Mi espíritu, por los destinos del Señor, sigue flotando en los

tiempos. Por alguna razón, el Señor no quiere que muera mi

imagen; al contrario, que vaya hallando la nueva amplitud.

Si tantos hablan de mí, es porque vivo; si tantos piensan en

mi vida, es porque vivo en sus corazones; si se habla de mí

de una manera fresca, es porque mi vida debe ser así.

Nunca he querido ser sensacionalista, no lo quiere el Señor;

pero deseo llegar a cada hermano con lo que soy: como su

hermano que lleva la paz.

Fui quien hablaba poco de su vida, me comunicaba poco, no

supe compartir mi necesidad. A veces quise ayudar a todos,

sin que me ayudasen a mí; eso no es justo. Por eso quiero

compartir mi realidad, dolor, pena, guerras, los secretos de

mi corazón. Es también para que sirvan, para que crezca el

acercamiento entre los hermanos de Jesús.

Si quiero volver a mi Pueblo, es que tengo mis razones y

deudas. ¿Quién sabrá si mi Pueblo no quiere buscar la paz,

que el Señor tiene para él a través de Francisco, uno de sus

hijos?

1.AQUI SOY UN EXTRAÑO

Llegaba bien el mediodía cuando estaba a los pies de Asís; el

sol estaba bien arriba, y las campanas sonaban.

Yo sentía una gran alegría en mi corazón; después de tantos

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años volvía a mi Pueblo; tenía necesidad, debía volver.

Sólo las campanas sabían de mi regreso, me saludaban como

anunciando una llegada esperada desde hacía tiempo.

Necesitaba volver a Asís, debía volver como aquellos que no

se fueron bien; no me fui bien de Asís, ni la muerte

significaba para mí una despedida en paz; por eso, necesito

volver para reconciliarme con mi Pueblo, con mi ciudad.

Como todos los regresos, éste está lleno de inquietud, de

ansiedad; aún lleno de vivencias que no están del todo claras.

Los encuentros tienen una parte que no se puede programar,

y si los proyectamos, pueden distorsionarse o aún perderse

las sensaciones necesarias para revivirlas.

Antes de llegar al encuentro pensé en Asís y lo mío; pero no

es lo mismo pensar que tocar; pisar las piedras, recordar las

calles conocidas, mirar adentro de las casas, estar en vivo

con la realidad. La perspectiva da sentido a lo se ve, pero

quiere recuperar las sensaciones en nuestro espíritu.

El hijo quiere volver a la casa de sus padres, quiere volver a

tocar la pila bautismal, y bendecir al Señor; recordar a tantos

que vivieron por su gracia; pero todos han muerto, las caras

desconocidas son rostros de nueva gente.

Volví a recordar mi sueño: caminaba entre mi Pueblo, lleno

de miedos que recuerdan, pisando piedras conocidas que se

hicieron extrañas; mezclado entre tanta gente, muy perdido,

ignorado.

Antes me conocían por tantas cosas que todavía narran los

libros sobre mí, hoy camino solo, en silencio, mirando las

caras, las piedras.

Algunos se preguntaban, ¿por qué éste nos mira así?

Un extraño, mirando; hay tantas cosas, tantas sensaciones sin

orden, brotando por todos lados, que me hacen sentir como

flotando dentro de una realidad.

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Antes me parecía que sabía de mi Pueblo; ahora debo decir

que todo me extraña, me inquieta, me hace reír y llorar.

En el primer impulso quise ir al cementerio; si no he podido

encontrarme con los vivos, que sea por lo menos con los

muertos; pero hasta los huesos se cansaron por el tiempo que

había pasado; nadie está de mis conocidos, ni uno solo.

Entonces, ¿con quién puedo encontrarme? ¿A quién puedo

estrechar la mano, llevar la paz de mi corazón? ¿Qué puedo

hacer hoy?; todo es nuevo, todo es distinto.

Soy un gran solitario entre tanta gente, tantas cosas y tantos

negociantes y devotos; todos hablan de Francisco, todo habla

de él por sus motivos; y yo estoy solo.

Mientras vivía, yo era el motivo de hablar, reunir, cuestionar

y pelear; hoy estoy solo, solitariamente.

Me acerqué a las palomas en pleno centro; había muchas,

porque alguien les trajo de comer. Creí que les llevaba paz;

¡qué curioso!, yo llevando paz a las palomas, símbolos del

Espíritu Santo; pero ellas se asustaron, dejaron la comida y

volaron hacia los techos, recién bañados con la lluvia.

Me quedé solo, más hondamente todavía; ni las palomas me

conocen. Es cierto que no me conocen, tampoco son las que

solía ver en aquel tiempo; ¡cuántas generaciones de palomas

pasaron desde aquellos días!

No bien me retiré, volvieron, y ya no quise molestarlas, no

quería confundir el mundo de paz de las palomas.

Volví a mi tumba; iba bajando la escalera entre la gente.

Los que se acercaban llevaban velas y algunas monedas; yo

no llevaba nada.

Iba perdido entre la gente, solo, confundido, triste, lleno de

mis recuerdos y pensamientos; yo recordaba bien mi muerte.

Cuando me acerqué, quise quedarme un tiempo más, algo me

decía que debía hacerlo. El sacristán me hizo decir por señas

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que debía seguir; él tenía su razón, yo me quedaba con la

mía, dentro de los secretos de mi corazón.

Necesitaba orar para aquietar el tiempo, el pensamiento y el

corazón, para unir las historias distantes, y aproximar las dos

muertes: la muerte que viví, y la muerte en los corazones de

los que iban y venían; y de los que se sentían responsables de

mi cuerpo muerto; estuve en medio de todos, y todo pasaba

por mi corazón.

Al salir de la Basílica volví a calmarme.

El sol estaba muy bajo, colorado, como solía quedarse en

aquellos días; me miraba de lejos, como diciendo, te

conozco, me alegro de que hayas vuelto. Y pude elevar con

el mismo espíritu la oración a Jesús, el Sol de mi vida; nos

alegramos los dos: el sol y yo, mi estadía en Asís había

tomado su brillo, colores del sol; me sentí acompañado,

protegido; y di gracias a mi Señor por el sol, esperando la

primera luna en Asís.

2. ¡ASÍS, CÓMO TE QUIERO!

No bien comenzó el día, salí desde la ciudad a recorrer mi

querida tierra, los campos, el río; tenía tantos recuerdos que

contrastaban con lo que viví en el pueblo rodeado de

murallas; allí en los campos había vida, había libertad.

Me sentía feliz entre los bosques y los campos; me acuerdo

que cuando era niño, jugaba con mi madre que era muy niña;

aún me escondía en los pastos, esperando oír su voz y mi

nombre. A veces me distraía, contemplando el movimiento y

trabajo de las hormigas; allí descubrí los principios de la

Fraternidad.

La naturaleza está en mi corazón, y mi corazón está en ella;

por eso quise estar entre los bosques, las colinas, el río; mis

corderos amados, mis eternas amapolas.

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Salí bien temprano a caminar, recordando los viejos tiempos;

los pies heridos por las piedras duras pero amables, el respiro

que me quería frenar. Es que siempre caminaba muy ansioso,

trataba de vencer lo que aún no debía vencer, a veces, como

mareado, con la boca abierta y el corazón apretado.

La naturaleza y la vida me hacían olvidar de mí mismo;

ahora me hacen olvidar de mi soledad entre el mundo de

gente que va por mí a Asís.

Ahora me siento bien, mucho mejor que en mi pueblo.

De vez en cuando me doy vuelta y lo miro de lejos, así me

acostumbro a mirar esa nueva realidad que debo aceptar. Es

verdad, quise venir a Asís por mis cosas, por lo mío; pero el

Señor me ha sorprendido otra vez, estoy en Asís por otros

motivos, que no son míos.

Si volví a reconciliarme con mi Pueblo, debo aceptarlo como

es, y no soñar con lo mío. ¿Se dan cuenta que el Señor sigue

abriendo mi pensamiento, y calma mi corazón? Vine con mi

proyecto y El hace lo suyo. Es cierto que debo reconciliarme

con mi Pueblo; en otro caso, mi misión en estos tiempos no

podría realizarse plenamente.

La reconciliación con Asís es indispensable.

Como pasaron tantos siglos, el cambio se hace difícil; pero

como con todas las cosas del Señor, no sólo es posible, sino

que se manifiesta como su obra, que podría ser muy grande.

Mientras iba caminando más tranquilo, sereno, alejándome,

no podía separarme de las vivencias que el Señor despertaba

en mi corazón, venían solas como un río; nadie las invitaba,

pero tampoco podía frenarlas.

Caminaba entre mis campos, miraba la ciudad y meditaba en

mi corazón; todo se hacía uno; aquí están sembrados los

principios de la paz, que el Señor tiene guardada para mí.

El sol corría rápido hacia el mediodía, el tiempo me apuraba;

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pronto debía detenerme, debía regresar.

Al volver, podía mirar mi Asís como se lo ve de frente; Asís

parecía distinto, me parecía más lindo.

Veía a mi Pueblo que siempre he querido casi sin saber por

qué; me olvidaba de las piedras que, aún por descuido, las

enfrentaba con las sandalias; no escuchaba los pájaros, se me

perdían mis queridos corderos; sólo miraba a Asís.

Ya sentía que venía pronto lo que daría razón a mi regreso:

que el Señor tenía programada esta vuelta, por cosas todavía

más importantes.

Conociendo mis experiencias, prefiero no preguntar al

Señor; todo vendrá solo. Y si le preguntase, encontraría la

respuesta, pero tampoco la entendería. Porque Él dice más

allá de lo que el hombre puede entender y asumir.

El sol estaba muy alto; de nuevo, comenzaron a tocar las

campanas; era un nuevo mediodía, de veras nuevo, distinto.

Las campanas llenaban el aire, el Señor llenaba mi corazón.

Había armonía entre los dos, no hubo disonancias; y mi

corazón gozaba de una paz anticipada; ya no sufría tanto por

mi soledad y extrañeza, que son lo propio de mi vida.

3. ENTRE CLARA Y MI MADRE

Esta misma tarde quise ir a la tumba de Clara.

Alguien podría preguntar, ¿por qué recién ahora?

Siempre he creído que mis pasos están guiados por el Señor;

que El pone a mi lado lo que necesito, en un tiempo justo.

Quise hacer el camino en medio de la Ciudad, que une las

dos tumbas.

Volví a caminar entre la gente que se me hacía un poco más

familiar; la estaba aceptando, mi corazón ya no ponía tantas

condiciones ni tantos obstáculos.

Todos mis pasos por la ciudad eran nuevos, a la vez

antiguos, en cada uno se despertaba la historia, cosas de hoy

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hallan su trasfondo de los tiempos lejanos; es que son tan

fuertes en mi corazón, que me confundo; por eso el hoy me

marea.

La sorpresa más fuerte de esta tarde, fue el encuentro con el

monumento a mis queridos padres. En un instante, me di

vuelta para fijar la vista en un punto; como si alguien

moviese mi corazón a este lado. Vi que las imágenes eran

nuevas, pero representaban bien lo mío, lo de antes; reconocí

a mis padres, sus miradas; me detuve en sus corazones.

Mi corazón comenzó a vibrar y gozar; no sólo por mi madre,

sino que también por mi padre que me quería mucho.

Hice la oración por el eterno descanso de los dos, agradecido

por tenerlos; y seguí mi camino, porque también debía llegar

a la tumba de Clara; debía hacerlo hoy.

Y llegué; como siempre con el corazón en la garganta; esta

vez tenía motivos muy particulares.

Mientras me detenía por algunos momentos, se me venía la

historia de esa vida, y nuestras vidas en manos del Señor.

Era un gran momento de ternura y paz. A lo mejor, en algún

tiempo de la historia de los hermanos que llevan mi nombre,

se sabrá reconocer la obra de Clara, luego de mi muerte; ella

veía más que yo la obra del Señor y la defendía como una

fiera. Después de mi muerte sólo tenía una meta: defender lo

que el Señor inspiró en mi vida.

Hoy quiero decir lo que la historia nunca supo expresar bien;

quizás debiera ser así, quizás recién hoy la justicia se hace

más transparente, desde el Señor.

Aún, me detuve frente a nuestros recuerdos en común; quise

escuchar lo que comentaba una clarisa a los peregrinos; era

un momento de gran respeto.

Tomé la pluma y escribí unas frases, pidiendo la oración a

las clarisas; dejé lo escrito en su lugar y salí decidido.

El sol se ponía sobre la tierra, estaba muy irritado; y en mi

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corazón se mezclaban sentimientos plenos; estaban Clara y

mi madre, las dos; ha vuelto todo mi corazón hoy.

Porque hoy vengo a buscar la paz aquí en Asís, mi Pueblo, y

mis seres queridos; y como el sol se ha puesto sobre la tierra,

el Señor está en mi corazón.

Comencé a orar por lo de siempre; es cierto, crecí entre dos

amores, y los dos me llevaban al Señor. Si no siempre tenía

paz, es porque la paz era un camino entre las luchas. No

existe otro camino, mientras estamos en la tierra.

4. VOLVÍ A LA CASA DE MIS PADRES

Esta vez el viento frío traía nubes y lluvias.

El sol escondió su cara; yo iba caminando por las calles

hacia San Damián; todavía no llovía, pero comenzó a

lloviznar, castigando con la fuerza del viento.

Siempre he entendido que el tiempo está conmigo; acompaña

a mis miedos y tristezas, aún mezcladas con el tiempo de la

historia como la llovizna con el viento.

Quise llegar a San Damián; sólo saludé a mi casa paterna, y

pasé por la tumba de Clara.

La cadena suelta en la mano de mi madre me recuerda aquel

tiempo crucial en mi vida, y en la de ella; me veo encerrado

por mi padre; cuánto orgullo y cuánta dureza en mi rostro.

Mi madre sabía qué significaba ese abrir: su instinto

presentía que me iba definitivamente; en ella se iba

rompiendo lo poco que quedaba y unía a mis padres; después

dejó de amar a mi padre; no lo supo amar más.

Mi rebeldía era la misma que la de ella; hasta hoy no sé por

qué abrió y me posibilitó salir, si sabía que era separarse de

su hijo.

Sin embargo, el Señor tiene sus caminos, sin que podamos

comprenderlos; yo debía salir, y ella estaba a mano para El.

¡Cuántas cosas en la vida de ella irían a cambiar después!

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A la historia no le interesaba demasiado, pero han quedado

en mí, forjando la realidad hasta mi muerte; hasta el último

momento me sentí presionado por el sufrimiento de mi

madre; y su muerte tan solitaria y tan difícil.

Mi pena por ella se mezclaba con la tristeza del tiempo; el

cielo oscureció como mi corazón.

Al salir de los muros, iba bajando lentamente, la pena me

hacía bajar despacio; no tenía apuro para entrar en la capilla

de san Damián, no quería despedirme de los recuerdos que

tanto me movían, y hasta hoy pesaban; tocaban mi corazón

como el frío del viento y la llovizna.

No me fui bien de mi madre, y ella no se lo merecía; no

quise que sufriese tanto por mí, aún enfrentándose con mi

padre; la quería demasiado, no podía aceptar su soledad y

angustia.

Iba bajando lentamente con mi corazón apenado, el viento

me llevaba y el frío me penetraba. Cuántas veces sufrí el frío

y el viento, eso nunca me importó demasiado; pero hasta hoy

no he aceptado mi dureza frente a mi madre, y mi rebeldía

frente a su amor.

Al llegar a San Damián miré de pronto a la Cruz, ahora la

necesitaba; el venir aquí me cansó demasiado, mi corazón

estaba por el suelo.

No era la misma Cruz, pero me habló igual; me dijo que

debía reconciliarme de una vez por todas con mi madre, que

ya era tiempo de paz; porque ella también la esperaba; si no

llego a la paz, ella tampoco puede vivirla.

La Cruz me lo hizo entender; pasé un rato al pie de Ella y

pude llorar; esta vez sin rebeldía. La capilla me protegía del

viento y de la lluvia, y Jesús recogía lo mío y lo de mi madre.

Me uní a un grupo de turistas que recorrían las celdas de las

hermanas, ya vacías, pero llenas del tiempo pleno de vida.

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Me arrodillé y besé el lugar donde indican la muerte de

Clara, y salí.

El cielo parecía más pacífico, por el momento no llovía; miré

los campos acariciados por los vientos de la primavera, miré

mis flores un poco asustadas.

Y Rivo Torto un poco lejos, pero el camino se dibujaba bien

marcado. Sentí que debía llegar a Rivo Torto, así que apuré

el paso y seguí adelante; tenía prisa sin saber por qué, sentía

mucha preocupación.; aún, el tiempo me apuraba, y las nubes

bajaban oscureciendo el camino.

No bien llegué a un camino recto que llevaba a nuestro lugar,

comenzó a llover, y necesitaba abrir el paraguas,

Era el camino de la Regla. Con sólo leer la señal comencé a

vivir lo triste y difícil; ¡cuánto me costó la Regla!

Hoy esta lluvia también es un signo para mí; como ella sigue

lavando, mi espíritu se depura de lo que llevé a la tumba; no

quiero sufrir más por la Regla, las cosas pasaron, y por algo

debían ser así.

Por un instante me escondí bajo un techo, pero entendí que

debía seguir bajo la lluvia, porque éste era el camino de la

purificación de mi corazón sufrido por la Regla.

Volví a caminar lentamente, mientras llovía cada vez más, ya

no alcanzaba el paraguas que tenía; mi corazón se ablandaba,

perdonaba a mis hermanos y a mí mismo las vivencias de los

siglos.

Rivo Torto estaba cerrado, pero tampoco tenía necesidad de

entrar; di la vuelta alrededor y volví por el mismo camino.

Ya no llovía, hasta hubo un poco de sol.

Caminé más aliviado, de vez en cuando echaba una mirada

hacia Porciúncula, pero esta visita me la guardaba para otro

tiempo; no estaba preparado para ir allí, eran demasiadas las

cosas; todo tiene su tiempo.

Pensé: por la tarde quiero volver a la casa de mis padres, y de

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nuevo iré a la tumba de Clara.

Caminaba mucho por la ciudad; quería recorrer las calles, ver

todo, sentirlo, todo se me hacía pesado, me pesaba caminar,

me cansaba caminando.

Es que no era sólo caminar, sino llevar las penas del otro

tiempo, que eran pesadas hasta hoy; y quizás más todavía,

por el tiempo que ha transcurrido.

Apareció un pequeño perro en una calle perdida; recuerdo a

los perros que me daban mucho miedo, como si fuese hoy;

¡qué curioso!, los libros aún hablan del lobo pacificado, y yo

tengo miedo de los perros en mi pueblo.

De vez en cuando entré en los negocios, no era para comprar,

sino para recordar aquel tiempo; nunca fui buen negociante.

Recorría las iglesias; antes buscaba refugio, hoy también;

pues, cuando llueve es mejor entrar en una iglesia y no sufrir

en la calle; tantas veces entré en la iglesia de san Rufino.

Recordé muchas casas ahora ya distintas, que olían a aquel

tiempo; pero hubo una que no quiso volver a mis recuerdos,

era la de los padres de Clara, a ésa no la supe ver, quizás no

debía verla; ¿será para otro tiempo?

¿Hay otras cosas que pueda encontrar en mi espíritu?

La curiosidad por la casa de Clara se despertó cuando salí de

Asís; entendí que, si volviese, sería porque estuviese en

plena paz con mi Pueblo; entonces mi vuelta sería diferente.

Entré en la casa de mis padres, y quise quedarme un tiempo

más; todo me recordaba, hasta el aire era de aquel tiempo.

En principio tuve mucho miedo, en un momento, quería huir;

como si alguien despertase los miedos en mí, en un tiempo

de vacilar; después comencé a rezar la oración que solía

hacer mi madre; mi padre siempre estaba lejos de nuestra

casa.

La oración me iba calmando; iba recuperando la paz.

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Entendí que ya no debía huir más de la casa, que ese huir era

de otros tiempos, que ya podía quedarme aquí.

Mientras yo oraba sentí que alguien más estaba conmigo, su

presencia me hacía sentir bien protegido; se unían la oración

y los corazones, ¿Pueden presentir quién estaba conmigo?;

era mi madre, la de antes, la de siempre; ella también volvió;

no pudo hacerlo por mucho tiempo, ni quiso volver antes; es

que esperaba mi regreso.

Recién ahora pudo entrar y estar bien aquí, después de tantos

años. Mi madre y yo estábamos juntos, estábamos bien.

Y lo curioso es que también vino mi padre; hoy podía verlo,

mirar sus ojos sin miedo; él también me miraba de un modo

distinto; el tiempo nos fue preparando para el encuentro.

Volví a ver a mis padres en nuestra casa; esta vez, a los dos

felices, a los dos encontrados y reconciliados; y yo en medio

de ellos, soñando este encuentro toda mi vida.

La casa se llenó de luz, se dispersaron los miedos, hubo un

principio de gran paz. Esta vez no quise salir de casa, pero

mis padres debían irse; yo también tuve que retirarme,

porque terminó el tiempo de visita y cerraban las puertas. Me

costaba entender por qué cerraban las puertas de mi casa, y

había que abandonarla; pero debía aceptarlo. Esta vez lo

acepté bien; ya no me rebelé más, por lo menos en la casa de

mis padres.

Era un día muy grande en la visita a Asís, no lo voy a olvidar

jamás; por primera vez en mi vida vi las caras de mis padres

muy felices; también estaban felices por mí, orgullosos de

mí.

El monumento a mis padres recuperó la vida, cambiaron las

caras, se perdieron las distancias, se unieron los corazones; y

la cadena en la mano de mi madre sólo quedó como recuerdo

de otros tiempos; había que vivirlos para que el encuentro de

hoy, pudiese ser tan profundo, tan jubiloso.

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Bendito seas Señor, por los padres buenos que me diste; Tú

siempre eres bueno, nos das lo mejor, pero se necesitan

siglos para descubrir tu bondad.

Hoy, por primera vez sentí que mi padre me quería, y cuántas

cosas he recibido de él que son buenas; necesitaba siglos

para verlo; mi padre es tan grande.

5. EL SEÑOR ES MI ROCA

No supe hasta el día de hoy, que necesitaba tanto estar con

mis padres; y que el encuentro debía ser de esta manera.

Ahora más que nunca lo veo como gracia del Señor para mí,

también para mis padres; ellos lo necesitaban, porque debían

encontrarse. En el encuentro está mi regreso a ellos y a mí

mismo; está el encuentro con el Señor, y desde Él, con todos

y todo.

De noche pasó la tormenta que me despertaba a cada rato,

sentí el ruido del cielo y la luz que cortaba las nubes y la

tierra, sentí mi espíritu tocado por el Señor; yo también viví

mi tormenta; cómo no vivirla, después de un encuentro que

parecía un sueño.

He pensado mucho en mi padre, esta vez, aún más que en mi

madre; hubo cosas que se calmaban entre los truenos y los

relámpagos.

Siempre me impresionaban las tormentas, despertaban cierta

curiosidad en mí; como si quisiese entrar en las mismas, y a

la vez tenía miedo de ellas. Hoy sé por qué; allí está lo que

viví con mi padre.

Las tormentas me envolvían haciendo de mí un torbellino, no

salía entero de ellas, pues, hubo algo que no terminaba, que

no definía, siempre quedaba algo. Mi padre era la tormenta

para mí, porque él también vivía su propia tormenta.

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¿Qué imagen del padre guardaba en mi corazón?

Muy confundida; él estaba muy ausente en mi vida; de

hecho, estaba muchos días lejos de casa y de nosotros.

Sentí que tenía telas, pero no tenía padre; eso me rebelaba;

con sólo verlo temblaba; sin embargo, no temblaba él, sino

las manos de mi madre.

Él aparentaba dureza, casi crueldad; y no era así mi padre.

Si todos decían que me fui de casa por él, hoy no estaría tan

seguro; pero es cierto que le tenía mucho miedo, y ese miedo

no lo perdí al irme de casa, al contrario, se iba robusteciendo

en mi corazón.

Nunca fui del todo pacífico; quizás por eso, yo hablaba tanto

de la paz; quería la paz para los hermanos y yo mismo era el

primero en buscarla, y el Señor era tan bueno que me la

daba, y por mí a los demás.

Como mi corazón estaba herido por dentro, necesitaba

buscar la paz, así como los enfermos buscan la morfina.

Yo buscaba la paz y cada vez más la necesitaba.

Yo era el pregonero de la paz, a veces, agotando la fuente en

mi corazón.

La noche terminó, comenzó el día que no cambió demasiado;

pasó la tormenta, pero el viento era molesto.

Las nubes estaban muy desconcertadas; no sabían si devolver

la lluvia o sólo pasar apuradas.

Hacía frío; yo me recogía por dentro, quería estar conmigo; a

pesar de que mi interior era como un tiempo molesto.

Hoy recuerdo lo que viví con mi padre, que está tan dentro

de mi espíritu; todavía sigue la tormenta; pero hay algo que

sigue reconstruyéndose. De lo profundo de mi ser comienza

a brotar algo nuevo; me siento más seguro.

Quiero recorrer la ciudad con mi padre; antes no caminaba

conmigo, por lo menos para dedicarme su tiempo; no

hablaba conmigo cuando yo lo buscaba.

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Sigo recorriendo la ciudad en silencio y casi no veo ninguna

cara; camino con mi padre, él está en mí y yo estoy con él.

Parece que comienzo a comprenderlo, y que él también me

comprende; entonces, para qué hablar; no son necesarias las

explicaciones; no necesito aclararle nada, ni él tampoco a mí;

todo se proyecta claro, todo es transparente.

De pronto comenzó a llover, hacía mucho frío, pero eso no

era molesto para nosotros, ni nos perturbaba; seguimos con

lo nuestro, era sólo eso lo que nos interesaba.

La lluvia no molestaba nuestro oído, menos aún, nuestro

corazón. Y ya estábamos arriba, pisamos las viejas piedras

de la Roca; como la lluvia persistía, mi padre quiso

esconderme y con su abrazo cortó la fuerza del viento. Sentí

calmar el viento en la espalda de mi padre, sentí el calor que

venía de él, y vi sus lágrimas; antes nunca lo había visto

llorar.

Entonces, de nuevo se conmovió el cielo; comenzó a llover

como nunca, el agua nos cubría, las nubes rozaban la Roca; y

vino la revelación desde el corazón de mi padre: "éste es mi

hijo, el elegido", al oír el latido de su corazón, destacándose

entre la lluvia y el viento.

No sé cuánto tiempo nos quedamos así; pero cuando calmó

la lluvia mi padre ya no estaba. No tan tarde apareció el sol,

secando mis ropas. Mi corazón ardía, estaba sobre la Roca; y

también sentí la Roca en mi corazón. Creo que mi padre está

feliz igual, a él también se le ha cambiado el mundo.

El día se quedó medio loco, por allí llovía, por allí aparecía

el sol. Las nubes se quedaron medio tontas, los pájaros no

sabían qué hacer; yo tampoco tenía mucho apuro en hacer

algo; esta vez quise volver de nuevo, a la casa de mis padres;

y abrigarme entre el calor de la casa, y el calor de ellos. A lo

mejor me esperan; quizás los dos están allí, y esperan que se

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abra la puerta con mi mano.

6. LA RAIZ SOSTIENE EL ÁRBOL

Estoy lleno del pensamiento que gira hacia mis padres, y

todo tiene sentido. Me fui mal de mi casa, como un perro que

se quedó sin dueño. Si bien me fui, parecía como si fuese

echado sin posibilidad de regreso. Si podía volver, era

porque mi padre solía estar de viaje y nos entendíamos muy

bien con mi madre. Nunca me entendí con él; por eso ella ha

sufrido por mí; después de mi ida, para ella la vida se hizo

imposible.

Caminando por las calles, me detuve frente a un perro que no

tenía nada que hacer, ni adónde ir, el desconocido sintió una

cercanía y lo comprendí; pero hoy no es así, hoy las cosas

son distintas, recién hoy todo es diferente.

Muchos sufrimientos tienen sus raíces en mi casa; son sólo

una expresión de ella, como el río que tiene su fuente.

Después, los acontecimientos se iban sobreponiendo, pero

las raíces están en mi casa.

Cuando me reconcilié con mi padre, sentí como si se soltasen

nudos en mi cuerpo y en mi espíritu; ya no sentía el peso de

mis úlceras y el hígado ya no rechazaba, los pies no pesaban

y no me agitaba tan fácilmente; ante todo la cabeza no era

tan dispersa, tan loca.

Y comprendí a mi padre, porque sentí que esa piedra tenía

vida que quería amar y ser feliz. Si la casa hubiese sido

distinta, todo habría sido diferente; entonces, ¿hubiese salido

a buscar lo que busqué? Para el Señor todo es posible, pero,

¿lo hubiese buscado de tal modo? ¿Hubiese luchado por mis

hermanos, así como los quise amar?

Mi vida es una pregunta que crea nuevas preguntas, ninguna

es la última; lleva a un eterno cuestionamiento, para buscar

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comprensión en todo lo que ha pasado.

Es cierto, yo necesitaba a esos padres, así como son; si el

Señor me eligió, El halló todo en mi vida, también a mis

padres, a ésos no a otros. En ellos está la fuente de la misión

desde el Señor.

Entonces, ¿dónde está la iluminación que busqué toda mi

vida? ¿Cómo podía buscar ser iluminado por todo lo que el

Señor quiere de mí, si no siento que la iluminación pasa por

las raíces, por mis padres?

Señor, te alabé por todas las criaturas, y no te alabé por mis

padres; ¡qué ciego fui entonces!

Quiero cantarte caminando por las calles de mi Pueblo.

Alabado seas Señor en mi padre, él es mi Roca.

Como se despierta la fuente, así del corazón brota la vida.

Hoy camino por las calles con otro ánimo; ya no soy un perro

perdido, soy el hijo. Hoy sí, puedo volver a mi casa, y nadie

me echa; al contrario, en ella hay calor y vida.

Me cuesta hablar de mi madre; porque me siento como un

hijo que no ha respondido plenamente al amor depositado

por ella en mí.

Ella sabía que vivía por mí; por eso toleró tanto.

Supo vivir por mí cuando la vida se le hizo tan difícil y había

tantos reproches en casa; soportaba como podía.

Siempre me esperaba. Ella me amaba y yo me iba de ella;

ella esperaba algún reconocimiento y encontraba mi dureza;

como si no quisiese que me amase; como si su amor me

molestase.

No supe valorar ese amor; a veces no lo quise ver ni lo quise

tomar en cuenta. Y es cierto que su amor casi molestaba, y

en algún sentido ahogaba.

El amor de mi madre me despertaba una tremenda necesidad;

buscaba el amor, lo buscaba por todos lados.

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Como tierra reseca busca el agua, así buscaba el amor.

Un hijo predilecto no sabe comprenderse con su madre; con

frecuencia se va y vuelve.

Cuando está con ella quiere irse; y cuando se va, la busca.

En el corazón de mi madre había tristeza, había cosas que le

dolían y las guardaba en silencio.

Su tristeza nos envolvía como una niebla fría; ella solía

reírse, pero de repente entristecía.

Sufrió mucho con mi padre, lo que compartía conmigo; y eso

me pesaba. No sabía ayudarla, tampoco quise darle la razón.

A veces me rebelaba contra ella y ella sufría todavía más, al

no sentirse comprendida.

Mucho tiempo he analizado quién tenía razón en mi casa; y

no quiero darle la razón a ninguno de mis padres.

La tristeza de mi madre me acompañaba por toda mi vida.

Cuando se enfermó, así como lo fue, también me retiré casi

del todo; entonces elegí una vida solitaria entre los bosques y

la oración.

Ella murió por mí, en esas circunstancias tristes, sintiéndose

totalmente sola, perdida; pero moría con plena conciencia de

que ofrecía su vida. Murió en el tiempo justo, cuando

muchos estaban contra mí.

Qué triste debe ser la vida cuando el mundo está en contra de

un hijo; para seguirle, y creer en él, hay que volverse loco; de

otro modo, no se puede asumir lo que dice y piensa la gente.

Su enfermedad la separó del mundo, pero no del hijo; así el

Señor eligió sus últimos días.

Por mucho tiempo entonces, oré para comprender un poco la

vida y la muerte de mi madre; por mucho tiempo tenía pena

y me culpaba por ella. Ella misma del otro mundo me

ayudaba como un ángel; ella siempre ha sido un ángel.

¿Quién hubiese sido yo sin mi madre? Alabado seas Señor

por ella, mi ángel silencioso e insistente; por el amor no

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comprendido, por la vida entregada hasta la muerte.

El sol torna rojizo el horizonte, las calles se refrescan, en mi

casa está prendido el fuego; hoy no voy a ningún lado, sólo

quiero volver a mi casa.

El pájaro está cansado de volar, yo también busco mi nido;

allí están mis queridos padres, estoy en paz, ellos también;

¿por qué no nos quedamos juntos?

Es una noche sagrada, la noche que no conoce otras iguales.

Mañana iré a Porciúncula.

7. PORCIUNCULA

Me cuesta volver a Porciúncula, todavía más que antes a mi

casa. Es que mi vida se iba complicando; no me había ido

bien de mi casa, y después no me fui bien de mis hermanos;

todo tiene el mismo origen. Si me hubiese ido bien de casa,

quizás no me habría retirado de mis hermanos. Me retiré de

casa para comenzar a vivir con mis hermanos, y me fui

confundido de ellos, y tampoco estaba en paz con mis

padres. La vida se iba agravando, se hacía una sola tormenta.

Debo volver a mis hermanos; el tiempo me urge, mi vida me

urge, me urgen ellos. No está lejos Porciúncula, pero hasta el

día de hoy no he podido ir, y no por falta de tiempo, sino

porque no podía hacerlo.

Sin embargo, debo llegar allí; también allí debo encontrar la

paz tan deseada desde hace siglos.

Hoy pensé sin cesar en mis padres. Se me ha hecho muy

claro el sufrimiento que les tocaba, los hice sufrir demasiado.

Es que la vida es así: un hijo no quiere que sufran sus padres,

sin embargo, no puede evitar el sufrimiento.

Y la vida de los padres se condiciona por la de los hijos; ¿es

porque lo buscan, o porque se culpan?

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No me interesaba demasiado lo que la gente pensaba de mí.

Es cierto que me dolían las injusticias, calumnias, que

podían tener fundamentos; eso me condicionaba, pero nada

era ese dolor, con lo que significaba para mí el dolor de mis

padres. Y no sólo el de mi madre, sino que también del

padre.

Ellos sufrieron mucho, cada uno a su manera, y cada uno se

expresaba de un modo diferente: mi madre se envolvía en

profunda tristeza y desesperación; mi padre se volvía frío e

indiferente; pero los dos sentían peso en su corazón.

Y el Pueblo se lo hacía pesar con crueldad.

Para colmo, Porciúncula está a unos pasos, casi se la ve de

mi casa; se ve ese escándalo para Asís.

Quise caminar como en aquellos tiempos, recordando mis

idas y mis regresos. El tiempo no quería acompañarme, o me

acompañaba como debía hacerlo. Aún, llovía con un viento

muy lento, de frente; había charcos de agua que los coches

iban levantando con fuerza, castigaban a los caminantes con

agua sucia del suelo.

Quise hacer a pie ese camino; fue mi pequeño esfuerzo por el

tiempo en que no quería volver a Porciúncula. Pero tampoco

tuve otra salida.

Estaba muy perturbado y confundido en aquel entonces.

No se quiso hablar de mi ida, pero no era menos complicada

que aquella cuando me iba de casa.

Además, yo fui muy rebelde; y, de hecho, las cosas que quise

hacer las hacía. No me importaban persuasión ni súplicas.

Yo era así; después me culpaba.

Caminaba en medio de la inspiración del Señor, a la vez, me

consumía mi orgullo que me abría a las nuevas decisiones.

Decidí irme solo, contra mis hermanos, contra su bondad.

La razón, el motivo que les di a mis hermanos no era del

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todo real; y yo un poco lo sabía.

No eran ellos un problema, yo era un gran problema para mí;

y como un cobarde y confundido, quise justificarlo con los

problemas de mis hermanos.

Hoy veo que aquello no era de esa magnitud; lo exageré, hice

que se sintieran mal, incluso los convencí de que yo tenía

razón; hice que se culparan y sufrieran.

Me fui en el momento más crucial de mi vida; y de hecho me

fui, porque el Señor lo dispuso, utilizando hasta mi

inmadurez transformada en un orgullo cruel.

Yo estaba muy mal cuando se enfermó mi madre; nunca

quise que ella sufriese tanto y menos aún, que se enfermase

por mí.

Hasta hoy tengo horror de su muerte. Si ella hubiese vivido

hoy, huiría al otro lado del mundo, para asegurarme que no

necesitase estar al lado de ella, mientras está por morir.

Es algo tremendo, pero es cierto, tengo horror por la muerte

de mi madre, desde aquel entonces.

Mi madre se enfermó, y yo no podía hacer nada; me quedé

sólo con un peso tremendo.

Como no pude ayudarla, prefería irme lejos de ella.

¿Por qué no fui por lo menos a despedirme?

No lo hice por muchas cosas, pero también por la gente;

ellos sabían por qué mi madre se había enfermado; es que yo

era para ellos un hijo perverso, un escándalo puro.

Por eso mismo no podía estar bien con mis hermanos; y ellos

tampoco podían ayudarme demasiado.

Mi vida adentro se me hacía cada vez más difícil; fui cada

vez más insoportable, me enojaba por cada cosa, me

molestaba todo; todos estaban mal, y yo fui la causa de lo

que pasaba.

Pero para ellos, no me fui por mi realidad; encontré mis

explicaciones, que incluso podían ser en parte justas, pero no

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eran la causa verdadera; yo fui la causa y debía irme, pero no

por mis hermanos.

Hoy les pido perdón a todos; creo que me entienden, porque

pueden ver mejor. También quiero ser justo ante el mundo,

porque el mundo lo necesita, y podría servirle.

Iba caminando, la lluvia aumentaba; se mojaba mi corazón

que no era blando; había realidades duras que me impedían

esta confesión.

Hoy, como peregrino, en un pequeño gesto de penitencia,

quiero expresar mi dolor profundo por la dureza, por ser

injusto, hasta cruel. Me faltó luz y fuerza para enfrentar mi

realidad; en algún sentido me faltó Jesús.

Y quiero decirlo para sentirme comprendido, para hallar la

paz deseada desde siempre.

En mí hay una eterna nostalgia, hay hambre de paz.

Sigo caminando; el camino se me hace largo, pesado; porque

las cosas son pesadas, porque la vida es densa, y el tiempo es

muy lejano.

La lluvia está mojándome, el frío me penetra; pero eso no me

molesta, sino lo siento como necesidad de los tiempos.

La historia tiene sus vueltas; todo debe llegar a su lugar, y yo

debo volver al lugar que me corresponde, no buscado por mí,

sino proyectado por el Señor.

Cuando digo la verdad me siento aliviado; siento que me

escucha el Señor, que me escucha Asís; presiento que me

comprende el mundo.

Alabado seas mi Señor, por ese momento en la historia de mi

vida, por la lluvia y el frío; bendito seas por tu comprensión

y misericordia.

Bendito seas por mi cobardía y locura; hasta mis locuras

sabías transformar en un bien para el mundo y mis hermanos.

Tú, Señor, estás en toda la realidad; Tú estás en los tiempos

perdidos, y estás en mi vida que es de mis hermanos.

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Hoy sólo quiero recorrer el lugar, y estar atento.

A pesar de todo es también mi lugar; no lo merezco; pero

mis hermanos lo veían mejor que yo, para la obra del Señor.

Me quedé un rato en la capilla; no podía ver a los ángeles,

todavía estaba muy confundido por la cobardía de mi vida.

Hice algunos pasos, aún me detuve en el antiguo convento, y

salí para volver a Asís; mirándolo desde Porciúncula, como

lo miraba en otros tiempos.

Llovía igual, o quizás más todavía, mientras me acercaba a la

subida.

8. EL TIEMPO MUY DIFÍCIL

Me es difícil hablar sobre mi último tiempo en Porciúncula.

Fue un tiempo verdaderamente difícil por muchos motivos;

es como si todo esperase aquel momento.

Todos hemos vivido una prueba de confianza en el Señor; y

también es cierto que Él nos da oportunidades que son

incomparables.

La vida de la fraternidad tiene tiempos de mucha claridad,

como también puede generar muchas confusiones; y si éstas

se acumulan, pueden confundir más aún.

El momento en que me retiré para dedicar más tiempo a la

vida solitaria y la contemplación, fue a la vez, un tiempo de

la confusión más grande que hemos sufrido.

Me retiraba en plena guerra, y dejaba la guerra; hubo muchas

presiones de todos lados; ya no fuimos dos o tres como en el

principio.

Las cosas se complican más aún, cuando falta claridad del

futuro; la vida se pone agobiante.

Cuando las cosas se quieren resolver rápido, nos olvidamos

del Proyecto del Señor que tiene su propio camino; llegamos

a tal punto que se nos hace difícil ver el futuro; tampoco se

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puede resolver el presente.

En fin, lo que se proponía no tenía mucho sentido, porque el

sentido estaba en esperar, orar y confiar, en el clima de la

paz, de la paciencia; y yo no las tenía.

La presión de mi Pueblo era grande; hacían comentarios, se

sentía el desprecio, todo se ponía cada vez más pesado.

Nuestras familias sufrieron mucho, mis padres sufrieron.

Estuvimos muy cerca, a la vista de todos, y hacíamos lo que

sólo pueden entender aquellos que tienen fe, que se guían por

el Espíritu del Señor.

Necesitábamos comer y no tuvimos comida, teníamos que

trabajar y no siempre podíamos hacerlo. Atravesamos crisis y

conflictos entre nuestros hermanos y nuestras familias.

La oración nos daba fuerzas para enfrentarlo; pero el Señor

quería que aceptásemos la realidad sin fuerzas suficientes.

A pesar de todo, los hermanos venían; unos se iban y otros

venían; ya éramos muchos en aquel entonces, tan distintos,

de tan distintos ambientes; nos costaba hallar un hilo que nos

uniese en paz.

La vida se ponía densa; hubo preocupaciones, hubo miedos y

desconfianza.

Yo también tenía mis cosas, soportaba en mi corazón todo el

peso, mientras trataba de enfrentar en paz nuestra realidad;

hablaba de la paz y tenía la guerra en mi corazón.

Entonces, ¿para qué hablar?

Cuando más hablaba de la paz, más rebelde me sentía.

¿Y cómo me miraban mis hermanos?

Unos me comprendían, otros callaban, otros me enfrentaban,

diciéndome en la cara las cosas que no siempre comprendía,

y me sentía juzgado; y otros se iban.

A pesar de todo, hasta el último momento, he sostenido que

nuestra única Regla era escuchar a Jesús, y guiarnos por su

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inspiración; y cuando otros buscaban soluciones rápidas, yo

defendía esos principios.

Si hubo algunos que trataron de comprenderme, fue más por

respeto, por seguridad de que el Señor me había elegido, que

por otros motivos. Ni yo mismo comprendí lo que quería

transmitir.

El sufrimiento de mi madre me encegueció; me quedaba sólo

retirarme. Aún no sabía que ése era el camino previsto por el

Señor; por eso, me retiré como un ladrón, con vergüenza y

culpa.

Quise estar más lejos de Asís, de mi casa, de mi madre

perdida; no quería escuchar más lo que llegaba, no quería ver

a mis hermanos confundidos.

Como toda salida, ésa era muy dolorosa; y más aún, cuando

uno puso allí todos sus ideales, toda su vida.

Con el tiempo, mis hermanos comenzaron a comprender; el

tiempo era justo, y el Señor iba inspirando a todos según las

necesidades. El tiempo juzgó que me había retirado en el

momento justo para mis hermanos y para mí.

El Señor encontró su modo de retirarme; supuestamente, si la

situación hubiese sido distinta, no me habría ido. Entonces,

el Señor encontró su modo, casi forzándome; aprovechando

mi orgullo, las penas, el miedo, las culpas. Por eso también

pude volver a mis hermanos; no importa si vivo o muerto.

He podido volver para el bien; eso también el Señor lo ha

tenido en cuenta.

Quiero hacer una reflexión desde la vida de Jesús con sus

discípulos: ¿qué habría pasado, si Él no se hubiese retirado?

Creo que los discípulos necesitaban que lo hiciese; para su

encuentro consigo mismos, para su crecimiento en la misión.

El Padre encontró un modo para que Jesús se retirase en el

momento justo; y su regreso será como lo nuevo, como una

realidad muy grande.

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Me fui, porque no supe hacer más; pero también me fui,

porque estaba previsto por el Señor.

9. VOLVI A DESPEDIRME DE PORCIUNCULA

Tuve la sensación de luchar a toda costa para defender lo que

el Señor me había encomendado; sentía la desesperación por

defender esa misión, que se me escapaba de mis manos.

Sin embargo, siempre tuve la sensación de estar con lo mío:

mi familia, principalmente mi madre. Mi vida destrozada por

dentro conspiraba contra mis metas, que parecían tomadas

por el mismo Señor. Mi vida estaba en esa guerra y ése era el

motivo del sufrimiento de mi espíritu.

Toda la vida sentí los obstáculos de los cuales no supe

liberarme; los llevaba como una cruz, en silencio.

Son cosas muy conocidas, pero no las supe compartir.

Creo que llegué a ser un solitario de mi vida; estaba viviendo

por aquello que buscaban mis hermanos y no supe compartir

lo mío; no tuve suficiente fuerza para hacerlo.

Esa guerra me llevó a retirarme de Porciúncula, pero no se

retiraron mis hermanos. Algunos quedaron en acompañarme

adonde fuese; y eso fue aceptado y asumido por todos.

Hoy analizo mi vida de aquel entonces; me doy cuenta de

que mis hermanos me comprendieron mejor de lo que yo me

comprendía. Ellos comprendieron mi misión encomendada

por el Señor; por eso me dejaron ir, esperando mi regreso;

aún, cuidándome en camino y tiempo.

Las cosas se daban como el Señor quería que se diesen.

No siempre, cuando les decía a mis hermanos que había que

guiarse sólo por el Señor, yo tenía todo claro. Y no siempre,

cuando me parecía que mis hermanos perdían la sensibilidad

por lo del Señor, era verdad. El Señor nos inspiraba como

quería y a través de quien quería.

Cuando me fui, la inspiración quedó adentro; hoy comprendo

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mejor ese tiempo, sé que todo debía pasar así, y todo ocurría

en un tiempo justo; por algo que pocos comprendían, sin

embargo, se resolvió como debía resolverse. Aún en medio

de la confusión, el Señor nos protegía; ¿y qué más esperar?

Por eso quiero volver en paz a mi querida Porciúncula; y

también quiero estar en paz con mis queridos hermanos.

No hay hermanos más grandes ni más chicos para mí; todos

somos hermanos menores, todos están en mi corazón.

¿Cómo no quererlos, si ellos me amaban y me aceptaban, así

como yo era? Aceptaron que me fuera, comprendiéndome.

Quiero besar los pies de todos mis hermanos, y las sandalias

que los llevaban. Bendigo el lugar donde vivían, sus penas y

padecimientos; bendigo al Señor por la confianza que habían

puesto sólo en Él.

Mis hermanos tenían más confianza en el Señor que yo; ellos

de veras confiaban. Más aún, cuando los abandoné, porque

no podía más.

Yo, pobre, llegué a sentirme tan débil que ni podía levantar

la voz al cielo; entonces tuve a mis hermanos, ellos se

ocuparon de mí; ellos por su cuenta buscaban al Señor; esos

hermanos crecieron en Porciúncula, y de aquí, fueron a todo

el mundo.

Cuando volví a Porciúncula, esta vez, ya hubo sol y tiempo

agradable; hubo un viento como brisa, que atestiguaba que

aquellos primeros hermanos, antes de irse a todo el mundo

recibieron al Espíritu Santo; hoy lo veo con claridad.

En el camino de regreso, todavía recordaba la voz de un

peregrino; le parecía extraño que yo muriese en ese lugar,

donde se indicaba como el lugar de mi muerte.

Yo también vivo sorprendido; no he muerto para Porciúncula

y ella no ha muerto para mí.

Porciúncula es el amor más grande, después de Jesús; y la

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amo aún más, porque por un tiempo la abandoné.

10. MI RETIRO

Debo explicar algo que llamaría como fuerte influencia en

mi vida, que venía de afuera y me tocaba de cerca. Yo

dependía de los demás; si bien entendí mi vida como

inspirada, y tenía las realidades del Señor muy evidentes, me

costaba enfrentar la opinión ajena o cuestionamientos

adversos. Es que las cosas que, a mi entender, venían del

Señor, no tenían mucho que ver con los proyectos

racionalistas; no hubo entre estas visiones muchas

referencias, las cosas estaban en distintos planos y distintos

tiempos; por eso, el ambiente vio mucha insensatez o por lo

menos, mucha imprudencia.

Las presiones venían de todos lados, eran duras, exigentes.

Sin paciencia, sin tolerancia; eran permanentes, no aflojaban

ni por momentos. Hubo un tiempo en que las enfrentaba con

paciencia; incluso parecía lógico enfrentarlas, como modo de

realizar el Proyecto del Señor. Hubo un tiempo en que casi lo

consideraba necesario, y si no hubiesen existido, habría

creído estar en un camino equivocado.

Así pasaban tiempos, pasaban días y noches, semanas,

meses. En esos tiempos hasta sabía encontrar una palabra

justa para mis hermanos; y no fue mi palabra, sino del Señor;

es que Él supo usar mi limitación, y un poco de paz que me

iba dando de antemano. Era un tiempo de mucha gracia,

dentro de lo que debíamos enfrentar mis hermanos y yo.

Sin embargo, volvían las noches a mi vida; volvía la realidad

de ayer, con sus conflictos, con el dolor del espíritu. Si bien

lo trataba de vivir solitariamente, igual perturbaba e influía

en todo. Porque no se puede vivir una vida doble; si por

alguna razón se la va enfrentando en silencio y sin paz,

desencadena otras guerras de impotencia, frente a la realidad.

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Por mucho tiempo no supe enfrentar mi vida; y siempre hubo

algo que me molestaba; por un tiempo no supe perdonarme,

por eso, rebrotaba la tristeza, y tras ella la rebeldía; tuve el

impulso de huir, de retirarme.

Tomé decisiones apresuradas, y aunque lo hice con miedo,

parecían valientes, casi heroicas. Luego, al ver con claridad,

lo que pasó, no tuve valentía para volver; o no debía volver.

porque hasta eso previó el Señor en mi vida. Hasta en eso me

inspiraba, utilizando mis debilidades, marcando mi camino a

través de ellas.

Cuando cambia la vida, es porque el Señor obra en ella. Las

cosas pasadas se perdonan, porque la Gracia es más fuerte

que la mente y el corazón, que no quieren perdonar. Pero

existe también la presión de los acontecimientos; la presión

de los que piensan, juzgan, tienen memoria; de los que saben

recordar y herir interiormente, aún saben abrir las heridas ya

cicatrizadas.

Aún quiero volver sobre mi vida: debo decir que, por mucho

tiempo, los hechos me llevaban a condenarme, a aislarme de

mis hermanos, a las angustias y los llantos secos; caminaba

sonriéndome, y no era mi sonrisa sincera; hablaba de la paz,

y eso recién era un sueño. Me sentía presionado con el

pasado, sentí la vergüenza de mí mismo; estaba atento a lo

que venía desde lejos y de cerca, a todo lo que me tocaba.

Me preguntaba por los motivos: en fin, era mi orgullo; pero

hay otras cosas que hoy tomo en cuenta; sobre todo, yo sabía

que el Señor me había elegido, que no le podía fallar. Sin

embargo, le fallaba permanentemente; aún, muchos me lo

hicieron ver; otros me lo echaban en cara.

Mi madre me dio todo el amor y el cariño del mundo, pero

inconscientemente a precio de que nunca debiese fallar. Sin

embargo, yo iba fallando; eso no me perdonaba. Es lo que

me molestaba, me despertaba miedo y ganas de huir lejos,

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donde nada se escucha, donde nadie llega.

En algún sentido fui esclavo del amor; ojalá esto me sirviera

para ser esclavo del amor del Señor.

Mi madre sufrió mucho por mí, por muchos motivos: por no

responderme a mí, como ella soñaba; por no devolverle nada

de lo que ella había confiado para mi vida; al contrario, le

respondí con fracasos, con pena y vergüenza; con rebeldías y

hasta con desprecio.

Sufrió por mi ida sin paz; y como yo no estaba en paz con

ella ni mi casa, me iba y volvía; volvía para estar mejor y

salía peor. En fin, mi madre enfermó; eso generó una gran

crisis en mí; entonces, no sabía estar con mis hermanos y ni

darles la paz que buscaban.

Me molestaba todo; no supe aceptar a nadie; ¿cómo estar en

paz con mis hermanos, si yo estaba en plena guerra?

Y la guerra no tenía fin; era cruel y despertaba muchas

dudas.

Mis hermanos lo veían; con el tiempo me di cuenta de que lo

comprendían; tenían compasión de mí; querían ayudarme,

pero no podían, porque yo mismo no se los permití; es que

yo era muy orgulloso, y solo quería resolver mi vida.

Mis hermanos nunca dudaban de que yo había sido elegido

del Señor para algo muy grande. Si hubo dudas, fueron sólo

pasajeras y servían aún, para confirmar el llamado.

Mis hermanos sabían que el Señor los había llamado a través

de mí, que se valió de mi persona; era la persona que ellos

aceptaban, mientras yo era intransigente.

Sabían ellos que en esas circunstancias no se podía hablar

conmigo; que hablar servía para empeorar las cosas. Por eso,

dejaban que todo pasase y oraban por mí, cuando yo no sabía

abrir la boca para hablar con el Señor.

En fin, me dejaron ir, pero no me permitieron ir solo; eran

demasiado respetuosos, demasiado buenos conmigo.

Para que yo pudiese estar mejor, fueron conmigo aquellos

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hermanos, contra quienes no tuve ninguna queja; no es que

los otros no fueron buenos; sino eran distintos, tenían otro

ritmo de la gracia; y no eran de los primeros tiempos, cuando

hubo más sueños y más alegría.

Me dieron la razón, me bendijeron para un nuevo camino.

Me fui teniendo razón; pero en mi corazón no la tenía.

Además, había un pensamiento que me preocupaba: Clara

para mí era un problema, lo llevaba como una rosa que tiene

flores y espinas; las espinas sabían hacerme sangrar.

Trataba de comprender por qué ella elegía ese estilo de vida;

por qué lo había hecho; creo que ella se lo preguntaba al

mismo tiempo.

Ella mejor que otros comprendía mi guerra; y mejor que

otros sabía que yo era elegido por el Señor.

Mis hermanos me bendijeron para un nuevo camino, y yo no

estaba seguro de que iba a volver a verlos.

A pesar de todo, sentí que los fundamentos de la Comunidad

estaban hechos, y mis hermanos sólo necesitaban del Señor;

yo estaba de sobra, aún podría perturbar con mi guerra, y

confundir a mis hermanos.

Todo esto estaba previsto por el Señor, y de esta manera.

11. VOLVI A ORAR Y LLORAR

Volví a orar y llorar entre los bosques y cerros, entre los días

y noches, porque volvió a mí, toda una vida desnuda.

Mis compañeros me dejaban solo; sabían que lo necesitaba;

estaban atentos por si les pedía algo; me acompañaban con

su oración que tocaba el cielo.

No sé decir el tiempo, pero no era corto; y como yo estaba

mal, me parecía eterno; como en todas las cosas del Señor, el

tiempo era justo.

No entendía lo que pasaba conmigo; no entendía nada, pero

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en ningún momento, perdí la noción de que estaba siendo

elegido para algo muy grande. Es misterioso, dentro de tanta

confusión hubo claridad en ese llamado; y también sabía que

debía estar donde estaba; no sabía el sentido, pero sabía que

estaba en un lugar justo.

Ya no me importaba el tiempo; tampoco el tiempo de vivir.

Sabía también que la confusión que reinaba dentro de los

hermanos era el tiempo para buscar y encontrar en el Señor.

A veces, me traían las noticias; ya no me desesperaba por ir y

arreglar las cosas; lo dejaba en manos del Señor, y que Él se

ocupase; que Él directamente inspirase a mis hermanos.

Y así pasaban días y meses.

Volví a mirar la naturaleza, la vida.

Pensar que volví a la vida, a las plantas, a los árboles; por

mucho tiempo estuvieron muertos para mí, me molestaban;

sus sombras me daban miedo, me asustaban; pero igual me

daban vida, levantaban mi espíritu herido.

Comencé a escuchar los pájaros; me di cuenta de que eran

muchos, y que algunos de ellos, los enviaban los ángeles que

no dejaban de custodiarme.

La paz comenzó a venir de todos lados; se pegaba a mí poco

a poco, se filtraba por donde podía entrar; penetraba entre las

rocas de mi corazón.

Pero mi corazón sentía frío a pesar de tanto amor.

¡Qué triste!, yo sentía el frío, y había tanto amor y tanta

comprensión, a los que fui insensible.

El amor del Señor expresado de mil maneras me rodeaba, y

yo era insensible, como un niño caprichoso. Hoy me hace

reír el recuerdo de aquel tiempo.

Cuando comencé a levantarme y la vida parecía ganada,

llegó la truste noticia de la muerte de mi madre; me la

trajeron mis hermanos, con gran respeto y comprensión.

Sólo recibí la noticia, y no dije nada; me retiré sin palabras a

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un lugar solitario, con intención de orar; por un tiempo oré

por su alma y por lo que nos unía a los dos, que era grande, y

nunca del todo expresado; porque nunca supe hacerlo, y

como sabía que la había hecho sufrir mucho, no me atrevía a

expresarlo.

Oré por un rato; y después se abrió el llanto en mí; fue muy

prolongado. Era la primera vez que lloraba como debía

llorar.

No quise ir a despedirme; tuve miedo de encontrarme con

ella; fui muy cobarde. También tenía miedo y vergüenza de

la gente; no quise ser juzgado con las miradas como espadas;

me quedé solo, triste, volviendo a lagrimear como un niño.

Pasaba el tiempo, me sentía como liberado; es curioso pensar

así, pero sinceramente eso me ocurría; y sentí un principio de

libertad, eso también es curioso.

Hay sentimientos grandes, pero también nos comprometen y

sujetan; una vez nos hacen crecer, y otra vez crecer en medio

de las guerras; y ambos tienen sentido. Tuvo sentido la vida

y tiene sentido la muerte.

Mi madre se me apareció en sueños, con un sentimiento y

cariño sanos; me vi un chiquito envuelto entre sus brazos y

su ternura; y sentí como si la vida recuperase la fuerza desde

sus principios.

La vida comenzó a crecer como debía expresarse; esa muerte

me hizo crecer, y mi madre me siguió ayudando; lo que no

pudo hacer antes, después lo hacía libremente.

No pasó mucho tiempo y apareció Clara.

Ella siempre estaba muy inspirada y venía a tiempo; también

cuando su visita parecía ser molesta; vino, porque sentía que

debía estar en ese tiempo. Por primera vez, pude compartir

con ella el dolor por mi madre, sintiendo que me

comprendía.

Y no me equivoqué; ella estaba feliz por poder compartir lo

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más profundo de mi ser.

Es cierto, la madre es lo más profundo de nuestro ser; se

abrió todo en mi corazón y volvió la paz.

También hubo un cambio entre los dos: Clara y yo; ya no

hubo dudas ni miedos; hubo claridad en los caminos.

El Señor nos puso a los dos en su obra, que estuviésemos

muy cerca; y nos alimentó con lo puro y santo, para que su

obra tuviese vida.

Sentí la presencia de mi madre, como la presiente el niño;

iba creciendo desde su corazón que tenía paz, claridad,

bondad, compasión. Sentí que ella me transmitía la

comprensión de mi vida; la veía bien y lo transmitía. Que

ella estaba en paz y por fin, feliz.

Yo recuperaba esa felicidad, se hacía mía. El Señor la envió

como un ángel para el tiempo que me quedaba.

Mis hermanos me miraban en silencio; a veces sonreían;

estaban bien, felices como yo.

Me iba recuperando como un paralítico; o como un leproso a

quien tocó la gracia del Señor. Volvía la paz, la alegría;

volvía la vida, volvía el Señor.

12. DESPEDIDA

Mi tiempo en Asís es limitado como todas las cosas

humanas; todavía me quedaba alguna cosa.

Recorrí varios caminos y lugares tan sagrados, buscando paz;

todo despierta sensaciones profundas que conmueven; todo

está muy dentro de mí.

Volví, buscando la paz; no es que no la tuviese, pero la paz

puede crecer. Crecer para mí, y para muchos; también

busqué la paz para mi Pueblo, hoy.

El último día volví a la Roca.

Muy temprano salí, llegué arriba con el sol que teñía de rosa

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los horizontes de la mañana.

Sentí la necesidad de bendecir mi Pueblo; mi mano se hizo

ágil como una pluma, sintiendo el gozo por hacer la señal de

la cruz y la bendición.

Bendije a los cuatro lados en silencio; reinaba la paz, por lo

menos en aquel momento.

Aún no había gente en las calles, no había movimiento; mi

bendición en el Nombre del Señor quería llegar a cada casa.

Bendije a Porciúncula, sintiendo mi cariño predilecto; a toda

su historia, a todo su tiempo; y me retiré en silencio.

Más tarde di la vuelta alrededor de los muros del Convento,

llevando la súplica y la bendición desde mi corazón.

Cuando fui a la tumba, bendije a todos los peregrinos, a los

que vienen y vendrán; y me retiré de Asís.

Quizás sin tanta necesidad de volver como ahora; quizás para

comenzar en otra parte del mundo; desde la reconciliación y

reencuentro con mi querido Asís.

Encontré un autobús que partía por la tarde hacia Perruggia y

más lejos.

El sol tenía que recorrer algunos pasos en el horizonte; vi a

las nubes lejanas, llevadas por el viento hacia Asís.

Me recordaba las palabras de Jesús, quien quiso traer la paz a

Jerusalén.

Yo estaba en paz; y estaba triste a la vez.

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III. JESUS EN MEDIO DE MI TORMENTA

Si quisiera definir mi vida, elegiría el texto del Evangelio

que describe a los discípulos de Jesús en medio de la

tormenta, donde los vientos se mezclan con aguas que

ahogan. En esa realidad está Jesús, duerme en paz,

conociendo los tiempos que viven sus discípulos, y también

el mío.

Mi vida ha tenido muchas tormentas, y algunas de ellas eran

casi permanentes, pero Jesús estaba siempre, aunque parecía

dormir por largos tiempos. Aquí no hay nada de exageración

ni palabras que sólo suenan; es mi realidad. Hubo tiempos de

tormentas tan largas que estuvo en peligro mi vida; hubo

oscuridades muy profundas; pero, ¿no son esos tiempos que

renuevan la vida, con todo lo que ella trae?

Me acostumbré tanto a las tormentas que hasta soñaba con

ellas; y si las buscaba a veces, es porque las de ayer dejaban

sus huellas de tristeza, de desgaste, de dolor.

No todo se sanaba, mientras venían otras; es que viví muchas

cosas en poco tiempo; y casi no podía disfrutar de la paz.

Mi vida terminó en pleno verano, y era lógico que las

tormentas llegaran hasta el fin. De todos modos, gocé de una

gran calma en la última hora antes de morir.

Llegó la hora de la paz que envolvió todo; yo quien

predicaba la paz, la viví muy de cerca, muy de adentro.

1. UN ETERNO LLAMADO

Es curioso decir así, pero hay razones por medio, aún con

fundamentos; hay sensaciones del espíritu que me confirman

en mis convicciones. Fui un elegido desde siempre.

¿Quién lo sabía? Los que debían saber lo veían a su tiempo;

a veces, de una manera imprevista, sorprendente; bien

asumida por los que estaban a mi lado, lo que vieron con

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claridad.

A veces, fueron como unos vuelos del pensamiento y de mi

corazón; pues es cierto, que yo parecía un soñador; aún,

soñaba las cosas que aparentaban sin sentido; no obstante,

aún en esos sueños estaba la inspiración.

Mucho tiempo después, me di cuenta de que la inspiración

estaba en todo; mezclada con mis cosas, aún en medio de

mis conflictos, y confundida. Pero mi espíritu, en su vivencia

más profunda, despertaba lo que debía despertar, por lo que

el Señor esperaba de mi vida.

Mi madre sabía que yo estaba por algo del Señor; y que ella

había sido elegida como madre; pero, ¿qué más sabía?

Porque si es del Señor rompe los esquemas, es imprevisible.

Hoy hablamos de los cambios, parece que queremos prevenir

todo; de hecho, el Proyecto del Señor para todos los tiempos

es imprevisible. Y los profetas apenas previenen; ellos viven

como soñando, y el Señor sigue sorprendiéndolos.

Si les digo, es porque tengo argumentos para decírselo así;

mi madre vivió el misterio de mi vida; sabía que yo estaba

por algo del Señor; por eso, trataba de ayudarme. Su

inquietud fue profundamente religiosa; era una religiosa de

alma.

Ella oraba mucho por mí; sentía que debía cumplir con lo del

Señor, que Él la había puesto en el camino. Sin embargo,

cuando trataba de inclinarme al Señor, me rebelaba más aún;

así fue en los comienzos: fui rebelde y ansioso a la vez. Si

con el tiempo tomaba decisiones de vivir y luchar por Jesús,

de poder llegar con Él a todos, lo recibí a través de mi madre.

Siento que ella oraba por mi vocación; creo que a su manera

la proyectaba, y sabía que en algún momento yo iba a optar

por el Señor. Lo que la sorprendió era mi modo de buscar a

Jesús, el camino proyectado por Él, que era tan imprevisible.

Quizás ella no hubiese tenido ninguna preocupación, si yo

hubiese elegido a los benedictinos; pero ni ellos me quisieron

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aceptar.

Ella tenía un espíritu contemplativo. Por eso elegí lo que ella

soñó, sin embargo, tan distinto. Pero elegí al Señor.

Ya ven, hermanos, que la guerra y la tormenta se

proyectaban desde el principio; y yo en pleno fuego.

Todo lo que viví en mi juventud era para olvidarme del

Señor y sus proyectos. Si bien no lo expresaba abiertamente,

lo dejaba al olvido; pero todo volvía como un viejo recuerdo.

Yo sabía del Señor; lo veía en los ojos de mi madre, sentía

en mi propio corazón. Me lo guardaba escondiendo, a veces,

me rebelaba. Me sentía esclavo del pensamiento, del tiempo.

Entonces huía del Señor; elegía el camino al revés. Por eso,

tanto correr por el mundo, y mis experiencias de guerrero.

Todo el mundo se ríe de Francisco guerrero; yo huía de los

destinos del Señor. Buscaba mi libertad, mi elección;

buscaba las cosas del mundo. Pero cuando más me enredaba,

la voz no se perdía; aparecía como un sonido que perturba,

como un reproche que cansa.

Esta voz está en mi crisis; en algún momento, se transforma

en una crisis muy grande, dentro de la vida bastante

temprana de un joven. La crisis era toda confusión, toda

tristeza, todo desorden; yo sin saber qué hacer ni cómo,

metido en un pozo profundamente oscuro y hondo.

¿Quién quiere entenderme hoy? Sólo el que llega a una crisis

como yo. Pero como las cosas del Señor deben resurgir, mi

vida debía tomar algunas luces y salidas. Y el Señor hallaba

modos justos en sus tiempos. Viví una guerra cruel entre mi

vida mundana y la del Señor; pero Él estaba hasta en mi vida

del mundo.

Puedo comparar esos tiempos de oscuridad con el tiempo de

caminar ansiosamente para llegar a una puerta justa que abre

hacia la luz. Cuanto más desesperado estaba, más me perdía;

después las salidas estaban casi a mano. Luché mucho en mi

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vida por hacer mi voluntad, mis sueños. Traté de salir de

todo lo que me parecía opresión, lo que era forzado. Esas

luchas me desgastaban terriblemente, me quitaban las fuerzas

en mis pies y el aire en los pulmones; me quitaban las ganas

de vivir, del futuro. En el momento de crisis más grande me

rebelé contra todos; no sabía tener medidas en mi furia. Todo

me molestaba, todo estaba mal. Porque yo estaba peor.

Recién cuando dije que quería seguir a Jesús, me calmé un

poco.

Quiero ser sincero, yo no sabía qué significaba seguir a

Jesús; y la calma era un pequeño anticipo. Qué curioso,

quería hacer algo por El, y ni sabía quién era, y qué quería de

mí. De todos modos, presentía que estaba en algo que era

para mi vida.

Entonces comencé a buscar, a nadar de un lado a otro; a

andar sin rumbo, sin pausa e igualmente ansioso e inquieto,

pero un poco atento. Sentía como si se terminara la primera

noche; mi vida comenzó a cambiar de dueño.

2. ¿QUE HACER DE MI VIDA?

No sabía qué hacer con mi vida; yo era un inquieto.

Buscaba constantemente, y volaba como una mariposa; me

inquietaba lo que veía y lo que encontraba.

Siempre estaba lleno de planes y sueños, buscaba algo más

allá, no me conformaba con lo de aquí, ahora.

Siempre fui un espíritu inquieto; sabía que debía hacer algo

por el Señor; sin embargo, mi inseguridad me frenaba y hacía

esperar. Mientras tanto vivía, aceptaba las cosas que venían,

la vida que venía en abundancia. Estaba lleno de lo que daba

el sol y mi pueblo.

Con el tiempo analizaba: ¿por qué a mi alrededor había

gente, había muchos que me rodeaban? Porque no sabía vivir

de otra manera; en mi interior sentía una tremenda soledad,

que inconscientemente llenaba de seres y cosas.

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Rodeado de tantos estaba solo. Tenía una tristeza aguda, que

salía por las grietas; una angustia tremenda que explotaba en

mis tormentas.

Fui un gran solitario entre tanta gente, y no sólo ellos me

buscaban, sino yo buscaba a la gente.

Mi madre también fue una gran solitaria. Cuando analizo ese

aspecto de mi espíritu, sé que el Señor me preparaba de esa

manera y en esas circunstancias, para que después viniesen

mis hermanos, a los que Él quiso buscar por medio de una

persona, un ser que busca y es buscado. El Señor aprovechó

mis debilidades para conseguir un bien más grande.

Rodeado de tanto amor con que me nutría mi madre, quien

era todo amor, me sentía asfixiado. Por eso buscaba nuevos

aires, que me alimentaban y llenaban de dolor. Fui un pobre

infeliz, que buscaba, encontraba y seguía buscando. Un

pobre infeliz que se reía, pero a escondidas lloraba; estaba

rodeado de gente y de amor, sin embargo, vivía su propia

amargura y confusión.

Era una vida llena y agitada, pero más desgastaba que nutría.

Me querían y yo no era feliz; y si me dejaban de querer,

sufría y me retiraba resentido.

Con el correr del tiempo me preguntaba a mí mismo, si yo en

mi vida había amado bien a alguien; y no supe contestarme;

pero ya es respuesta. Fui buscando y buscando; y no sabía lo

que quería encontrar. Entonces, la vida se me hacía feliz y

triste; estaba en la vida y huía de ella.

De golpe, me sentía seguro, pero mi barca estaba en pleno

mar, y las aguas no se quedaban quietas. No se podía prever

qué iba a pasar mañana; por eso todos miraban mi cara sólo

hoy, preferían verme de esta manera.

Así pasaban días; pasaban seres que me querían, algunos se

iban de mí; yo vivía mi confusión. Mucho tiempo quería

vivir el hoy; casi no quería pensar en mañana. Porque se me

hacía pesado pensar. Si bien tenía algunos proyectos, me

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costaba tomarlos a buenas; o los tomaba apurado y casi con

furia, o quedaba esperando; pero siempre quedaba algo que

salía por las grietas: el Señor tiene algo pensado para mí, y

eso me quitaba el sueño.

A veces me daba cuenta de que no servía para muchas cosas.

Por ejemplo, no servía para el negocio. Mi padre lo tenía tan

claro y tampoco lo escondía; con sólo decírmelo, yo estaba

más que convencido; y como el negocio era más de mi padre,

y no estábamos bien entre los dos, el negocio me cansaba y

esclavizaba.

El negocio para mi padre valía más que la familia. Entonces,

¿cómo podía quererlo? Después vendría la rebeldía, la

misma contra mi padre que contra el negocio. Hoy no la

justifico, pero intento comprenderme.

Tampoco serví para el matrimonio, y no sólo porque no supe

trabajar con responsabilidad; tampoco supe enfrentar una

nueva vida. Hoy lo sé, antes lo veía de otra manera, pero es

cierto que no era apurado en mis decisiones.

Y como estuve lleno de gente y confundido, casi jugando con

la vida y el amor, me quedaba indeciso y confuso. Más bien

me culpaba por los que me amaban; pero no sé si yo amaba

de veras a alguien.

Todavía salí a guerrear a caballo, con armas; ya saben cómo

me fue.

¿Por qué me fui a la guerra? ¿Es porque quería huir de algo o

de alguien? ¿O porque quería convencerme de que servía?

¿O mi padre quería hacerme hombre que se valiese por sí

mismo? ¿O todo junto?

Mi guerrear me llevó a sentir todavía más que era un inútil.

Volví sin gloria; ése fue uno de los momentos más difíciles;

tampoco sabía que el Señor estaba cerca de mí; por sentirme

inútil, tan poca cosa.

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Luego de pasar tantos siglos leo el texto del Evangelio: "¿No

han leído nunca en las Escrituras: la piedra que los constructores

rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: ésta es la obra del

Señor, admirable a nuestros ojos?" (Mt. 21,42)

Y leo estas palabras con misteriosa familiaridad. ¿Cómo no?,

si la vida me lo dice. ¿Qué era mi vida, cuando el Señor la

tomó como su herencia? Sí, de veras fui desechado.

Para mí, yo no fui nada; un inútil, y más todavía: orgulloso y

rebelde; un orgulloso en plena destrucción.

Por la gracia del Señor la destrucción sirvió para construir; y

si les digo que ésa era la última, les miento; así como

mienten los que saben que mienten y tienen cara para

hacerlo.

Pero siempre el Señor reconstruía, sorprendiendo a un pobre,

como fui en toda mi vida. Le preguntaba entonces, quién era

yo; y no tenía respuesta. Me callaba avergonzado por hacer

semejante pregunta al Señor. Pero su sonrisa me alentaba; y

cuando comenzaba a pensar que yo era un elegido del Señor,

Él no lo negaba. Le decía que yo era muy inútil; y Él

tampoco lo negaba. Y yo seguía aún más confundido; hasta

el Señor me convencía de que era un inútil.

3. HABLO DE LA CRISIS

Si les hablo de la crisis, es porque había llegado el desborde;

pero como todo, éste tenía su tiempo para un desarrollo, que

casi no tenía fin. Es que todo se iba dando y agregando; y el

Señor lo permitía.

¿Por qué digo que el Señor lo permitía? Porque respetaba el

camino que yo elegía en mi oscuridad; porque tenía todo

pensado más allá de la misma.

Las oscuridades venían y se iban, las tormentas venían y se

iban; pero llegó el tiempo de una oscuridad y tormenta que

parecía eterna. En ese tiempo no supe ver a nada ni a nadie.

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Casi no sabía si existía, sino sólo sentía que tenía mucho

miedo. Entonces sí, veía que tenía mucho miedo.

Antes lo disfrazaba con una seguridad exagerada, con una

palabra suelta, fácil, atrayente, de expresiones convincentes,

pero sin vida. Vivía como un actor que cumple su papel; que

se ríe y llora, pero no es su risa ni vale su llanto.

Sin embargo, era mi llanto; yo fui un actor, por eso no podía

hablar de lo que me pasaba y nadie me creía si hablaba de

mí.

Nadie me creería lo que viví: preferirían creer a un actor; y

así pasaba; a veces me retiraba por algún tiempo, luego

volvía como antes; volvía distinto, sin embargo, me

acomodaba dentro de la vida de los demás. Pero las cosas

tenían su peso, y pesaban cada vez más.

Me hacía cada vez más un tipo raro, no hubo caso ni modo

de comprenderme; yo mismo llegué a creer que nadie me

comprendía, entonces, de veras me hice actor; jugaba un

papel y vivía otro. Y si no jugaba y decía lo justo, sabía que

era un juego más.

Yo jugaba mi propia vida. ¡Quién me podría entender, si yo

mismo no me entendía! ¡Quién podría esperar algo de mí, si

yo no esperaba nada! De todos modos, quise vivir; a pesar de

que estuve más muerto que vivo; más sombra que árbol. Yo

era sólo un reflejo desde la sombra.

Mientras vivía mi infierno, mi madre no podía decir nada.

Si me decía algo, era casi gastar la voz inútilmente; pero sólo

ella no me abandonaba en ningún momento.

Como no podía hacer nada, sólo le quedaba esperar; porque

si quería forzar algo, salía más para el mal que para el bien.

Ella era testigo de la sombra perdida, y desgraciadamente se

reflejaba en la misma.

¿Qué pudo hacer? Nada; ni siquiera pudo aceptar mi

realidad.

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Pero tenía fe; tenía esperanza, tuvo una ternura

incomparable. Ella era todo: madre, amiga, servidora;

también era tristeza y dolor.

Es aquel tiempo, cuando las noches eran largas, y la luz casi

no existía; cuando ni siquiera hubo rebeldía.

“Ojalá pudiese rebelarse”, pensaba ella. Por lo menos eso

llevaría a algún fin, a algún cambio.

Ojalá pudiera rebelarme; no puedo expresar mi estado; sé

que estuve en un punto en el que nada cambia.

Era de veras sólo eterna oscuridad; un hombre muerto que

tiene conciencia de todo, y no puede llegar ni quiere morir;

tampoco hay vida.

Mi madre era un ángel que me cuidaba llorando; que sólo me

deprimía más.

Ella era paciencia enloquecida: y también una desesperación

escondida, que sabe sonreírse, mientras esconde las lágrimas.

Me pregunto cuándo comenzó la rebeldía.

Sé que fue frente a mi madre; en un momento no la supe

soportar más; también volví a culparme por ella.

Viendo a mi madre, me rebelé y culpé a su vez.

Hoy quiero entender mi estado y pregunto por qué contra

ella, y no sé muchas respuestas.

¿Me amaba mucho, demasiado?

Esta vez ese amor era para mi bien; me despertó para vivir

nuevamente, a pesar de que el camino era tan raro.

Comencé a rebelarme contra mi madre, y no sabía que lo

hacía contra mí mismo; no sabía que en esa rebeldía el Señor

me salvaba.

No entendía nada de mis rebeldías, pero sabía que el Señor

estaba, a pesar de que todo era oscuro.

Y mi madre también veía que el Señor estaba; se asustaba y

consolaba a la vez.

Entonces, comencé a desahogarme de mis penas, pero mi

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mente se hacía cada vez más loca.

En la medida en que me iba abriendo, mi mente volaba y

giraba al mismo tiempo. Para colmo, casi comencé a torturar

a mi madre; la crisis se hacía guerra.

Si me levanté, porque ya odiaba la cama; también mi casa.

Tuve sentimientos muy confusos; ya no quería estar con mi

madre; ella tampoco entendía mi estado; sólo no quiso perder

a su hijo, y presentía que lo iba a perder; sentía que había que

darle libertad, pero, ¿qué libertad?

4. VOLVI AL NEGOCIO

Volví al negocio de mi padre para hacer un lío más.

Ya entonces nada me importaba; fui de veras un loco suelto,

que sabía razonar, pero nada respetaba.

Estaba contra todos; todo me molestaba.

Estaba en el negocio, porque algo había que hacer; pero no

era que me importaba, menos aún, llevar adelante lo que mi

padre había conseguido después de tantos esfuerzos.

Ya entonces, comencé a escuchar el Evangelio, con una

atención más despierta. A pesar de tantos líos en mi cabeza,

al Evangelio lo veía próximo. Se mezclaba con mis líos, con

mis rebeldías, con angustias y ansiedades; por eso no me

llevaba a nada, y se producía una mezcla detonante.

Hoy veo con claridad, cómo los reproches contra mi padre

tomaron una dimensión sin medida, y por eso reaccioné

como ni yo mismo lo hubiese esperado.

Orgullosamente quise ser el rico del Evangelio que respondió

a Jesús; pero cuánta inmadurez en mi respuesta, y cuántos

sentimientos confusos.

Estaba más mi padre que Jesús; de todos modos, Jesús se

valía de mi respuesta, y el rico dejó todo, por su rebeldía; y

salió a la calle. Abandonó todo, se quedó sin nada ni nadie.

Pero no sabía ver a Jesús, ni sabía por dónde seguirle.

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Un pobre rico loco, sin rumbo, confundido hasta lo último;

con la decisión inmadura, sin embargo, inspirada;

presintiendo algún futuro nuevo, entre tantos miedos e

inseguridades, que se juntaron luego de una decisión tan

importante, única.

Salí de casa muy mal; dejé mal a mis padres, y quedé peor.

En plena noche, mientras todos dormían o estaban de fiesta,

yo estaba solo; porque a Jesús no lo veía para nada.

No sabía qué hacer; no servía para nada.

Este fui yo, Francisco; quizás no me crean, pero lo digo, para

que puedan entender a mi Pueblo, que me daba lo merecido.

¿Adónde ir, y qué hacer?

Mi mente comenzó a refrescarse; las noches son buenas para

que se refresque la mente.

Fui dando vuelta por las calles; caminaba a cierta distancia

de mi casa; no quería volver.

Yo era orgulloso, además, sentía miedo, y lo más difícil, si

volvía, tenía que cambiar.

Sin embargo, existía una expectativa: ¿acaso Jesús no llamó

a un rico, a que abandonase todo y le siguiese?

Pero, ¿dónde está el rico? ¿Y dónde está Jesús?

¿Es cierto que el Evangelio es para mí?

Caminé por las calles como un perro de nadie, me molestaba

todo, sentí vergüenza de mí mismo; no quería ver las caras,

no quería encontrarme con nadie. Quise estar lejos de todos;

impaciente por lo que iba a pasar.

Y no pasaba nada; ya no escuchaba ni los gritos de mi padre

que, a pesar de ser molestos, por lo menos existían.

Y mi madre no podía persuadirme; a pesar de que me

hubiera gustado que lo hiciese; quizás para volver, o para

rebelarme más; encerrándome en medio de mi orgullo,

humillándola. Nada de eso pasaba, ni soñar que pasaría.

Vino el cansancio, mis pies no daban más, sentí hambre

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como nunca; era claro que esa vez no iba a cenar, tampoco

dormiría en mi casa.

Contemplé una noche fresca, un poco oscura, que tan sólo

anticipaba la oscuridad de mi corazón.

5. VIVIR SIN RUMBO

Comencé a vivir girando, sin rumbo; había que vivir, había

que luchar por la vida; había que, por lo menos, encontrar

algún lugar, alguna comida para pasar el día.

¿Dónde ir, qué hacer?

Siempre hay un sector de la sociedad que no tiene dónde

vivir, que no tiene qué comer, tampoco tiene futuro.

Esos sitios no están en los centros de los pueblos, ni ocupan

lugares importantes. Si tienen algún vínculo con los pueblos,

es para molestar, para pedir, a veces robar.

Ellos quizás, siendo muy pobres, aún viven imposibilitados

de elegir una vida diferente.

Después de dar vueltas y vueltas, y recorrer algunos lugares,

mis miradas estaban por allí. No supe, me parecía que no

podía volver a mi casa; tampoco supe encontrar algo más

digno para vivir.

Mi lugar entonces, estaba fuera de mi Pueblo; estaba cerca

de los que no tenían casa; hoy serían las villas miserias, sin

esperanzas de caminar, sin futuro.

Por algo me quedé cerca de esos hermanos tan extraños para

mí; y yo tan extraño para ellos.

Si no me habían rechazado, es porque no rechazaban a nadie;

aceptaban a los que venían; tenían tiempo para ver, mirar.

Eran muy intuitivos en sus miradas; daban tiempo para entrar

poco a poco, en esa nueva sociedad con sus propias leyes,

con su propia solidaridad.

Yo iba entrando sin que me diese cuenta, como uno más; con

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una reserva por parte de ellos.

Ellos me conocían, sabían quién era yo, antes de venir,

conocían a mi madre buena; mi padre les molestaba.

Se preguntaban por mí, por qué estaba allí; no creían en mi

urgencia, en mi tiempo casi sin el futuro.

Me costaba mucho convivir; no estaba acostumbrado a vivir

así, no estaba preparado para luchar por la vida, con las leyes

que regían en esas sociedades; fui un inútil una vez más, aún,

alguien digno de risa y de compasión por parte de mis

nuevos hermanos. Es cierto, hasta ellos tenían compasión de

mí; en el mundo de ellos hubo lugar para la compasión;

quizás, porque se sorprendían de mí; ni siquiera podían

imaginarme.

También recibí golpes duros, e hice cosas que no quise

hacer; pero aprendí a luchar para sobrevivir.

Era para mí una escuela muy dura, iba aprendiendo una vez

más a vivir. Y desde allí, el Señor me iba inspirando en los

principios de la comunidad, donde yo iba a servir al Señor.

Pasaban días, pasaba el tiempo. Mi ropa ya era igual que la

de los demás, aprendí a comer lo que gusta y lo que no gusta,

y estar con aquellos que no me agradaban.

También quise comprender a mis compañeros; y el tiempo

me sobraba para pensar.

Ésa de veras era una escuela; allí comencé a conocer la vida,

viviendo igual que ellos, en las mismas circunstancias y las

mismas necesidades; y yo aceptado y asumido por ellos.

Viví allí como un extraño, no era uno más de ellos, pero viví

un tiempo suficiente como para comprender la vida.

Comencé a ver que esta vida no podía ser para mí, pero que

estaba prevista por el Señor.

De otra manera, no podría entenderla, y Jesús quiso salvarla;

por eso me envió allí, y ellos me aceptaron.

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Jesús me dio las fuerzas; Él estaba en todo, y yo no lo sabía.

¿Cuánto tiempo viví con esos hermanos extraños?

No era tanto, pero era suficiente; allí comenzó a funcionar

mal mi estómago, y padecía fuertes dolores de cabeza; tenía

los primeros síntomas de una salud deteriorada.

Fue una escuela válida, para alguien que no sabía vivir ni

luchar por la vida. Luego debí irme, tampoco veían algún

futuro para mí, mis compañeros. Sabían que no era para mí,

pero me respetaron, hasta me querían y tenían compasión;

me decían que no era para mí.

A pesar de que la vida me costaba tanto, tuve aprecio por

ella; y si hoy veo esta miseria humana, tengo ganas de volver

allí; hay algo que me lleva, que me atrae.

Cuando salí, no me fui del todo, siempre podía volver, podía

compartir; algunos de mis compañeros se unieron a nosotros,

cuando comenzó a organizarse nuestra hermandad primitiva;

era nuestro ambiente de donde el Señor llamaba, y nosotros

abríamos las puertas de par en par.

Por entonces comencé a ir a San Damián; iba solo, sin decir

adonde. No tenía por qué decirlo, tampoco tenía sentido.

La iglesia era mi refugio; y yo, como solitario que era, salía

cuando podía para llegar allí; y cuando encontraba la capilla

abierta, entraba.

A veces saludaba al sacerdote, a veces, él me preguntaba; él

sabía quién había sido yo antes, y dónde estaba ahora.

Se avecinaba un cambio; lo veía yo, y más aún el sacerdote;

pero todo debía venir a su tiempo.

El Señor puso en mi camino a ese sacerdote, como antes,

puso a esos compañeros de pobreza.

Se avecinaba una nueva esperanza.

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6. LA CAPILLA DE SAN DAMIAN

El sacerdote de la capilla me propuso que me quedase con él;

seguro que habrá tenido sus motivos y sus razones; no era

porque yo pudiese ser útil para él; supuestamente, el Señor lo

puso en mi camino.

Me dijo que viniese y compartiese con él lo que tenía; no

tenía mucho, pero lo ofrecía de corazón.

Me quedé, quise ayudar en algo, al padre de tan sorprendente

bondad.

Yo estaba un poco distinto, la vida me había enseñado,

quería ganarme el pan con mis manos, no quería ser un

huésped que sólo come.

El padre, me di cuenta muy pronto, veía que mi vida

esperaba lo que debía venir, un paso que había que dar; él

sentía de parte del Señor, mi camino; y no podía negarlo.

Yo quería ganarme el pan con mis manos, y ya no era sólo un

orgullo de un joven herido y humillado.

¿Qué podía hacer? Hubo tantas cosas que hacer, pero lo más

urgente era arreglar la capilla.

Me lo dijo el Señor, y lo entendí; entonces, empecé a trabajar

con las manos que poco servían; apurado como siempre, me

desanimaba pronto. Pero me iba venciendo, de a poco pasaba

las barreras. Iba encontrando el modo de arreglar la capilla,

había que encontrar alguna solución.

Los que pasaban por allí, no eran tantos, se reían al verme

trabajar, porque sabían que yo no era para eso, sino más bien

para mandar a otros que lo hicieran.

Unos se reían, otros se acercaban a mirar con distinto ánimo.

Los otros venían a ayudar; no sabía por qué lo hacían.

Entre ellos hubo algunos que conocí; unos, de los tiempos de

mis fiestas; otros, eran los últimos compañeros de pobreza.

Entendí muy poco de lo que pasaba, pero es cierto que ya no

trabajé solo; hubo varios que trabajaron con las manos, hubo

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alegría, hasta fiesta; algunos traían comida para compartir,

nos alegramos arreglando la iglesia de San Damián.

Y el padre de San Damián nos miraba con cierta curiosidad,

y con la alegría que suele tener la gente mayor y sabia.

Pasó un tiempo no tan largo, la iglesia quedó linda, los que

trabajaron, se sintieron bien, y el sacerdote, feliz.

Se arregló una iglesia de modo distinto; ya no necesitábamos

pedir a los grandes que pusieran su limosna, ni humillarnos

ante ellos, ni recordarlos por los siglos como bienhechores.

Me di cuenta de que el Señor me puso de protagonista; Él me

metió en medio de una tarea que a mí mismo me sorprendía.

Ya entonces iba mucho a orar a Jesús crucificado.

Él estaba cercano a lo que me pasaba; me paraba frente a Él

sin saber qué hacer, y apurado buscaba respuestas, esperaba

milagros del Señor.

No sabía qué decirle; no obstante, esperaba respuestas.

Una vez sentí: me decía que debía arreglar la iglesia.

¿Cuál iglesia, dónde? Supe que trabajaba por arreglarla, que

algunos trabajos estaban bien adelantados, incluso hubo

gente que trabajó con alegría, en quienes se podía confiar,

que todo tenía un fin cercano.

Mientras los demás trabajaban, me quedaba cada vez más al

costado de ellos, y seguía pensando en lo ocurrido; pensaba

en lo que me fue dicho personalmente; yo iba a arreglar

alguna iglesia, y me parecía que no era ésta.

A veces, de repente huía a la iglesia y quería mirar otra vez

el Rostro de Jesús; era inmutable, lo dicho, dicho está y nada

más; era el silencio como el eco de lo que está, y no hay que

decir nada más.

Lo único que percibía era que no debía preocuparme ni

desesperarme; todo iba a venir y, a su tiempo iba a verlo;

pero por el momento debía saber eso.

Y comencé a calmarme, es que el Señor me calmaba.

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Cuando volví a mis compañeros del trabajo, me encontré con

la sorpresa: era mi padre, el comerciante; me buscaba, quiso

que volviese a casa.

El nunca creyó que me iba del todo; no creyó que yo pudiese

arreglarme solo; por eso esperó un tiempo.

Pero como yo no volvía, salió a buscarme, vino con buenas

intenciones, creyendo que se podía hacer bien; esperaba la

comprensión y la reconciliación.

Yo estaba en otra cosa; y seguía con mi orgullo. Para mí ya

no hubo regreso, a pesar de mi madre, que sufría tanto.

Ya no podía volver; entonces mi padre se puso furioso, pero

eso no le servía para mucho; y yo debía enfrentarlo otra vez,

debía crecer dentro de su furia.

Se avecinaban las nubes esa tarde interrumpida por mi padre,

venían nuevas penas; pero yo estaba más preparado, ya más

seguro; sabía que todo eso era necesario; y que no podía

esperar otra cosa; se avecinaba otro enfrentamiento todavía

más triste.

7. ¿QUE HACER?

Me quedé en la casa del sacerdote, no volví a mi casa.

Mi padre se fue mal, él que no sabía perder, me enseñaba que

yo tampoco podía.

Pasaron los días, yo revivía mis cosas, volvía en mi corazón

a casa, se me removía todo; aún me mezclaba con los

sufrimientos solitarios de mi madre, los veía muy injustos.

Con frecuencia me arrodillaba delante del Crucificado, pero

Éste me hablaba sólo en silencio.

Ya no había palabras, hubo silencio que me hablaba; me

decía que todo debía pasar así, que no había que esperar otra

cosa, sino saber vivir lo difícil de hoy; que todo tenía

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sentido; y que era un tiempo que valía en mi vida.

Justamente ese tiempo iba a valer mucho; que sólo indicaba

un cruce de los caminos.

Sí, de veras yo estaba en el cruce de los caminos: ¿volver a

casa o seguir mi camino? ¿Buscar la vida y lo del Señor, o

volver a lo conocido, a la casa?

Hasta esperar la reconciliación con mi padre, que también

valía para mí. Y como no sabía qué hacer, me quedaba

esperar, presintiendo que no debía volver.

El sacerdote tenía miedo; pero no supo decirme que me

fuera. Sabía que yo debía resolverlo solo, que mi vida estaba

en manos del Señor.

Al pasar el tiempo, volví a buscar lo que el Señor quería de

mi vida, volví a recorrer, comencé a visitar las iglesias.

Fui a ver a los benedictinos; incluso intenté esconderme en el

monasterio, y quedarme con ellos; me parecía que ésa era la

voluntad del Señor. Pero ellos no me aceptaron y tenían sus

motivos; parecía que eso no era para mí, tampoco querían

tener problemas, en esa situación conflictiva con mi familia.

Yo era para ellos un espíritu inquieto, buscador,

imprevisible, y ellos hablaban de la vida que tenía sus

principios definidos.

Con el tiempo, los benedictinos nos apoyaron, por eso, no

era un paso inútil; pero es cierto que no me aceptaron.

Lo sufrí como un fracaso, me gasté en mis esperanzas, pero

no se podía hacer más; y debía enfrentarme con mi padre, lo

presentía de lejos, porque el Señor me iba preparando para el

encuentro.

Yo conocía a mi padre, y sabía bien lo que podía pasar; pero

él superó mis esperanzas.

Cuando estaba seguro que ya no volvía más, no quiso ni

reconocerme como su hijo o su heredero.

Lo acepté; el Señor me dio serenidad para el momento tan

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duro; así Él me iba desprendiendo de todos y de todo; Él me

desraizaba hasta de mi familia.

La Iglesia me acogió otra vez; el obispo me defendió.

Muchas veces me preguntaba, y siempre me faltaba algo,

porque esa falta era el Señor. Por algo Él iba inspirando a los

que quería inspirar.

Volví a comparar. El sacerdote de San Damián me brindó su

casa; luego, el obispo estaba de mi lado, pues, los dos veían

necesidad de darme apoyo; ¿por qué a mí?

De todos modos, me quedé solo, como tantas veces en mi

vida.

Se abría un nuevo horizonte de algo por hacer; yo sentía frío.

Todavía era el frío del invierno postergado; mis pies tenían

miedo; yo estaba solo.

Me parecía que estaba libre, pero, ¿libre de qué?

Sentí que el Señor me abría el camino de vivir en libertad,

pero, ¿qué hacer y dónde?

Esta vez, nuevamente salí de la ciudad antes de que el sol se

mezclase con el horizonte.

Salí por la puerta que hacía ver el sol cayendo a la tierra, y

sentí la caricia y el calor; me atraían las rocas y los bosques,

y no sabía por qué.

El sol estaba tan cerca, el camino parecía tan largo.

Con sólo pensar que se acercaba la noche y yo sin casa, mi

soledad se multiplicaba.

Estaba confundido, porque hubo muchas cosas.

Todavía sentía la voz de mi padre enojado, todavía veía la

cara del obispo, quien se puso de mi lado; vi la gente curiosa;

con solo verlos empecé a sentir dolor de estómago.

Soy un pájaro suelto, ¿adónde volar, adónde ir y qué hacer?

¡Cómo quisiese volver a Jesús de San Damián!

Pero la iglesia está cerrada.

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Esta vez no sé adónde voy a parar, pero tampoco tengo ganas

de cenar.

Pensé en mi madre, cómo debió sufrir ese día.

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IV. UN CAMINO ABIERTO DEL SEÑOR

Los retiros eran lo propio de mi vida.

Me retiraba un día menos pensado, casi sin saber por qué, me

sorprendía por el modo, las circunstancias; eso es más simple

cuando uno no tiene casa ni cosas que pueda perder; pues no

tiene nada, y todo para ganar.

Esta vez me retiré menos sorprendido, más tranquilo.

Ya tuve la experiencia anterior que me hizo crecer en lo del

Señor; sabía que tenía que buscar un camino y que, por hoy,

no entendía nada.

Como lo del Señor vale tanto cuanta iluminación tiene a su

alcance, ya no me desesperaba por lo mío, sino que prefería

esperar y escuchar; casi comencé a ser paciente.

Eso suena raro: Francisco paciente, ¿quién lo va a creer?

Sin embargo, las cosas daban para eso; la gracia me tocaba

como el sol hasta la profundidad.

Quise tener más tiempo para meditar; lo buscaba y también,

me venía solo. No quise hacer ni una sola cosa sin analizarla

a la luz del Señor. Y como las cosas venían solas, había que

dar tiempo a todo, en silencio y oración.

Al estar en los campos iluminados por el sol, comenzaba mi

tiempo preferido para hablar con el Señor de mi vida.

Pues, Él me inspiraba a través de la naturaleza; allí descubrí

los principios de la Hermandad.

1. EL CAMINO ABIERTO

Esta vez ya no salí desesperado; mis experiencias anteriores

me sirvieron para lo que se venía.

El tiempo anterior aún forjaba un rumbo indefinido, pero ya

presentía alguna novedad que vendría del Señor.

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Ya no estaba tan apurado, no tenía tanta urgencia; sabía que

las cosas venían; no sabía cuándo ni cómo, pero sí, venían.

No tenía idea por lo que se refiere al Proyecto del Señor,

pero sabía que todo iba a llegar; por eso estaba tranquilo.

Mi salida de la casa era definitiva, todo estaba claro; esta

vez, no dudaba más; ¿un desprendimiento tan raro?

Jesús preveía el desprendimiento del padre, de la madre, de

los hermanos y hermanas; pero ese modo de desprenderse no

podría imaginarlo quizás nadie en el mundo.

¿Hasta dónde la libertad del hombre en mi decisión? ¿Y

hasta dónde llevan las circunstancias que suplen y casi

fuerzan?

El Señor siempre suplía; me llevaba a las situaciones cada

vez más imprevisibles, se servía de todo.

Antes, pensaba en mi desprendimiento, buscaba el modo y el

tiempo; luego, todo se venía solo, como debía llegar.

El dolor por desprenderme es múltiple; están por medio mis

padres, están la vergüenza, la rabia, el ridículo, pero no

importa; lo importante es que pude desprenderme, frente a la

inseguridad que me esperaba.

¿Qué inseguridad? Mi seguridad estaba en el Señor.

Me desgasté bastante; me costó enfrentar a mi padre, y con él

a muchos; no sé, ¿de dónde saqué tantas fuerzas?

O me enloquecí mucho, o el Señor estaba muy cerca.

En fin, lo enfrenté a mi padre como podía, y de veras estaba

solo; bueno, Jesús siempre está.

Si el obispo me dio el apoyo, es porque se sorprendió

mucho; esperaba la reconciliación; que el hijo hiciera las

paces con su padre; pero no se dio esa paz esperada, había

otra paz.

El obispo se quedó muy sorprendido; quizás mi decisión fue

tan clara; era más clara de lo que yo soñaba.

Actué porque el Señor estaba presente; y el obispo respondió

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al Señor; por eso reaccionó; no era su costumbre; creo que él

mismo se preguntaba.

Me aceptó, quiso protegerme contra todos; debía sorprender

con su gesto; pero la obra del Señor debía manifestarse.

Salí libre, y a la vez protegido.

Se imaginan, ¿qué habría pasado conmigo, si el obispo no

me hubiese aceptado? ¿Qué hubiese pasado entonces?

Quizás todo hubiera terminado sin comenzar; pero el Señor

quiso comenzar; puso en el camino al obispo, y que actuase

contra los cálculos del momento.

Salí libre de mi Pueblo, y con la misma perspectiva.

Ya saben que no era la primera vez que salía; antes era

menos libre que hoy, por eso, se crea algo distinto.

¿Adónde voy? ¿Qué voy a hacer?

¿Volver a los pobres y leprosos, volver a San Damián?

Son mis lugares conocidos.

Presentí que debía pasar por allí; pero sólo pasar; es como si

necesitase un tiempo para aquietar mi espíritu, después de un

impacto tan fuerte que viví con mi padre; pero no es ese

lugar, ni es ese tiempo.

Cada tanto miraba hacia arriba, hacia los bosques; intentaba

sentirlos al soplo de los vientos; presentía la oscuridad, y las

noches sin sol; es lo que necesitaba; tan sólo levantarme para

salir, y el tiempo estaba por llegar.

Sentí que de allí venía la luz, si no era para ver todo, por lo

menos, los próximos pasos.

Mis compañeros, mis pobres y leprosos no me entendieron,

el padre de San Damián sólo me miraba; y yo estaba seguro;

tan sólo esperaba un viento en contra.

Me gustaba caminar contra los vientos; y sabía que allí se iba

a aclarar.

Salí de tarde, el sol se escondía del todo; yo emprendía un

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camino. ¿Hacia dónde? Sólo el Señor sabría.

Cuando llegué a los bosques bien arriba, ya era de noche; así

comenzó la primera noche oscura, que anunciaba la

tormenta; una vez más conmigo mismo.

2. ENTRE DEMONIOS Y SOMBRAS NEGRAS

Por primera vez comencé a vivir solitariamente; no lo supe

hacer. Antes tenía tiempos de estar solo, y caminar solo; me

gustaba vivir tiempos perdidos, casi sin rumbo.

Caminaba sin rumbo, sin tiempo; luego me calmaba y

volvía; esa vez quise estar solo y por más tiempo.

No era fácil para mí, pero era necesario; el mismo Señor me

inspiraba que me quedase solo.

¿Por cuánto tiempo? Él lo sabría.

Me decía en mi corazón que había que vencer más, y pasar

por cosas más difíciles; que esas tormentas eran necesarias; y

que recién comenzaban.

Pero, ¿qué comenzaba?, me preguntaba a mí mismo.

Los bosques y montes tienen dos caras casi opuestas; una de

día y otra de noche; una llena de luz, de vida, de color, llena

de sol; y otra oscura, fría.

Los vientos soplan igual; pero también son distintos.

Los animales son distintos de noche, no son los mismos que

de día; se aproximan, se extrañan de la presencia del hombre.

Se ponen a distancia del fuego, mirando.

Ese día y noche soy yo; me reflejo en los dos.

¡Cuánta noche en mí! ¡Cuánta oscuridad, cuánto miedo!

Recordé de repente, que Jesús, antes de comenzar su misión

estuvo cuarenta días con sus cuarenta noches en el desierto.

Recién aquí recordé, entre los bosques. ¿No sería un modo

parecido? ¿Qué quiere entonces, el Señor de mí?

Ya son algunos días y noches que estoy aquí, faltan muchas;

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debo llegar a los cuarenta días y cuarenta noches.

No importa, cueste lo que cueste. el Señor es más fuerte que

mi debilidad, mis dudas.

Así comenzaron a pasar los días y las noches un poco mejor,

ya había una razón; no sabría decir qué sentido, pero había

una razón, con toda seguridad.

Yo estaba solo, no tenía nada; estaban las piedras, algunas

cuevas, hubo fuego.

Había frutos del bosque; recordé que Juan el Bautista comía

raíces; entonces había de todo lo necesario.

Las primeras noches eran terribles; las quería acortar con

fuego prendido; sí, me gustaba mucho estar al lado del fuego,

tomando el calor fresco en noches oscuras.

Así pasaba el tiempo; el fuego me acariciaba, y yo pensaba.

¿En qué pensaba? Un poco en todo; trataba de penetrar las

oscuridades de los bosques.

El fuego con su luz alcanzaba algunos instantes; yo quería

mirar más lejos, y si sentía el ruido me esforzaba más aún.

Pero ¿qué se puede ver de noche?

Pensaba: mi corazón es así; un pequeño fuego en medio de la

oscuridad. Era yo; estaba en la noche oscura, y estaba en mi

corazón.

Volvía el pensamiento a mi casa; volví a lo pasado.

Hubo mucho que recordar; el recuerdo era pesadilla, era pena

y era culpa.

En principio, trataba de huir de los pensamientos, pero

venían como las moscas molestas que saben molestar bien.

Me di cuenta de que no había que pelear; si venían, por algo

venían.

Todavía no sabía que lo mejor que podía hacer era orar; orar

y orar; mientras pasaba todo el mundo interior en su desfile,

me quedaba orar y orar.

Nadie me dijo que había que actuar de esa manera;

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necesitaba tiempo para descubrirlo; es que el Señor me

enseñaba poco a poco; todo a su tiempo.

Cuando me cansaba, dormía; el cansancio me hacía olvidar

de mis miedos; cuando dormía, me caía como estaba; aquí no

necesitaba quitarme la ropa.

Sin embargo, mis miedos eran más fuertes que mis sueños;

por eso soñaba luchando contra el lobo, y yo, con mis pies de

cera, huía desesperado.

Soñaba con seres raros y oscuros; me despertaba temblando;

no bien levantaba la voz a Jesús, todo terminaba; tan sólo por

momentos, porque volvía nuevamente.

Así pasaban esas noches largas, pesadas; las recuerdo bien,

porque eran muy largas; pero hubo también algunas lindas:

me despertaba con el sol claro, los pájaros cantando, con una

música celestial; bien feliz.

No sé cuándo pasaron los cuarenta días, porque pronto perdí

la cuenta; pasaron muchos más.

Durante esas noches hallé la fuerza de la oración; comencé a

confiar en la fuerza del Señor. Oraba casi todo el tiempo, por

todo lo que tenía más cerca, por mi vida frente a lo que debía

enfrentar. Y comencé a entregar mi vida al Señor; sabía que

sólo dependía de Él, pues le pertenecía.

Todavía no sabía que esa práctica de los cuarenta días iba a

quedarse como un modo de actuar hasta el fin de mi vida.

Me iba retirando con frecuencia, siempre hallaba un motivo

para hacerlo; y cuando volvía, el Señor tenía lo previsto, ya

hubo expectativa de algo nuevo.

El Señor me hizo volver al mundo; no bien volví,

aparecieron los primeros compañeros.

No los busqué, ni llamé a ninguno de ellos; vinieron solos.

En aquel entonces no entendí nada de lo que pasaba; es que

vinieron solos; solos decidieron compartir.

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¿Compartir qué? ¿Cómo y dónde?

Casi quise retirarme a los bosques; pero el Señor me

iluminó; me dijo que era la primera sorpresa; después de

abandonar el mundo y estar las noches solo, me regalaba a

los hermanos.

Vienen solos; los que vienen me conocen y yo los conozco;

son mis compañeros de la calle, los pobres, los vagabundos.

¿Por qué vienen a mí? ¿Qué ven?

¿Por qué vienen ahora, justo ahora?

3. EL PRIMER TIEMPO

En aquel entonces no sabíamos qué hacer; sólo tuvimos dos

deseos que tratamos de cumplir fielmente: uno, que había

que desprenderse de todo, y el otro, que había que orar y

esperar que el Señor nos iluminase; así era la hermandad de

aquel tiempo; no quisimos hacer nada que fuese nuestro.

Nadie quiso ser primero; si por un tiempo me convencieron

de que debía estar al frente, es porque me conocían de mi

vida del mundo; pero aquí hubo otra vida, y lo que sirvió allí,

no necesariamente servía entre nosotros.

Buscamos la voluntad del Señor en cada paso que hacíamos;

nada por nuestra cuenta, pues, sólo El nos guiaba.

Esa aspiración suponía tiempo y paciencia, porque todo

debía resolverse en el tiempo del Señor; se precisaba esperar,

se necesitaba orar; buscamos al Señor y su inspiración.

El tiempo nos decía que la inspiración era más transparente

cuando sabíamos entregar las vidas al Señor.

Y para vivir en paz con todos, la inspiración supone paz y

reconciliación. Mientras tanto había que vivir y compartir, y

no todo era tan claro.

Aceptábamos a los que venían a nosotros, a todos, pues, si

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hubiéramos querido poner condiciones y rechazar a alguien,

primero debería haberme ido yo, de nuestra comunidad; no

fuimos dueños de nuestra familia.

Los benedictinos aceptaron que ocupásemos algunos lugares

no tan importantes para ellos. Pude hablar con ellos, ya me

conocían de antes; ellos sabían que el Señor me llamaba,

pero que no era mi camino estar con ellos, el que el Señor

tenía previsto para mí. Por eso, nos abrieron la puerta y

prestaron sus lugares. Lo que para ellos era lugar sin

importancia, para nosotros era la capital de un futuro Pueblo.

Con mucho cariño nos ocupamos de nuestros lugares; eran

pobres, arreglados sencillamente, pero pusimos en ese

trabajo todo el amor, y soñábamos que ésos iban a servir para

todo el mundo.

Porciúncula fue el lugar donde nos quedamos, según el

Señor, hasta los nuevos tiempos; nos quedamos bien.

Nuestra Patrona nos protegía aquí, a los seguidores de Jesús.

Quisimos seguirle en todo, así como pudimos.

Ninguna cosa del mundo podía oponerse al seguimiento de

Jesús. Si hubiera algo que lo impidiese, habría que cortarlo, y

aún buscar su raíz para eliminar su rebrote.

En eso había que ser paciente; aún necesitamos esperar y no

siempre lo supe.

Necesitamos tiempo para que cada uno de los hermanos

hallase el lugar dónde debía estar, y tampoco fui paciente.

Quise mirar lejos, y había que estar muy cerca.

Los primeros tiempos eran valiosos por la experiencia del

Señor a diario, por las sorpresas del Señor que vivimos.

Tomamos el Evangelio para vivirlo al pie de la letra.

Nos aferramos al Evangelio, como los ciegos a la pared.

Jesús siempre tenía sus Palabra para cada uno de nosotros.

Había textos que nos promovían; hubo textos muy fuertes

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para nosotros: "No anden preocupados por su vida: ¿qué vamos a

comer?, ni por el cuerpo: ¿qué ropa nos pondremos? ¿No es más la

vida que el alimento y el cuerpo más que la ropa? Miren cómo las

aves del cielo no siembran ni cosechan, ni guardan en bodegas, y el

Padre celestial, Padre de ustedes, las alimenta. ¿No valen ustedes

más que las aves?

¿Quién de ustedes, por más que se preocupe, puede alargar su

vida? Y ¿por qué preocuparse por la ropa? ¡Miren cómo crecen los

lirios del campo! No trabajan ni tejen, pero créanme que ni

Salomón con todo su lujo se puso traje tan lindo. Y si Dios viste

así a la flor del campo que hoy está y mañana se echará al fuego,

¿no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe?

¿Por qué, pues, tantas preocupaciones? ¿Qué vamos a comer?, o

¿qué vamos a beber?, o ¿con qué nos vestiremos? Los que no

conocen a Dios se preocupan por esas cosas. Pero el Padre de

ustedes sabe que necesitan todo eso. Por lo tanto, busquen primero

el Reino y la Justicia de Dios, y esas cosas vendrán por añadidura.

No se preocupen por el día de mañana, pues el mañana se

preocupará de sí mismo. Basta con las penas del día". (Mt. 6,25-34)

El Evangelio se hizo aire y agua en la vida de la hermandad;

Jesús era el fuego que nos transformaba.

El tiempo nos hacía ver cómo nuestra vida buscaba

responder al Señor. Entre nosotros hubo paz, amor; fuimos

de veras una familia feliz. Cada uno hacía lo que el Señor le

inspiraba; y todos hacíamos lo que necesitaba nuestra

familia.

A pesar de que fuimos tan distintos, pudimos lograr una vida

fraterna. Hubo respeto, amor, comprensión, ayuda mutua; se

valoraba el esfuerzo de todos. En cada tarea, poníamos todo

por lograr el bien.

Tuvimos tiempos para orar juntos; tampoco desperdiciamos

la oración personal de cada uno de nosotros.

Trabajamos juntos, pero también cada uno tenía su tarea;

nadie quiso imponerle al otro; y todos quisimos respetar lo

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de los demás. Así era al principio; éramos pocos, tratamos de

estar entregados al Señor.

Nuestra frase predilecta era: "Ámense unos a otros, como yo os

he amado. No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus

amigos". (Jn. 15,12) Y la repetíamos con frecuencia; así se

grababa, y Jesús impregnaba nuestros corazones.

4. EL SEGUIMIENTO DE JESUS

Hace tres semanas que sigo escribiendo los recuerdos que

tocan mi interior; comencé el día de Porciúncula, y quizás

estoy por la mitad, si se puede prever algo; pero no quisiera

prever mucho, sino estar al día y seguir escuchando lo que

despierta mi espíritu, al servicio del Señor.

No sé las cosas que quedan por expresar, las que el Señor

quiere que exprese; en qué pueda servir una vez más.

A lo mejor Él quiere que este tiempo sea una cuaresma más.

Comencé el día de Porciúncula, y terminaría en la Exaltación

de la Santa Cruz; que sea así, si el Señor lo desea.

No quiero perder la Cruz en esa perspectiva que me queda.

Hay cosas que me cuestan mucho, aún me cuesta expresarlas.

Sobre ellas se apoya la historia de la Orden; son muy

pesadas, me cuesta enfrentarlas; se me hace difícil enfrentar

la historia.

En fin, el Señor comprende, lo que yo no comprendo.

Quise ser un humilde seguidor de Jesús, no esperaba más de

mi vida; no quise tener mis seguidores, sino que fueran sus

seguidores.

Nunca quise disfrazar el seguimiento: quisiera ser claro aquí:

no se trata sólo de hablar del seguimiento, sino más bien, de

un esfuerzo cotidiano, insistente, con todo el corazón, con el

espíritu. Es que el seguimiento de Jesús implica la entrega,

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implica vida, y es muy serio, tan serio como la vida.

Cuando se acercaron los primeros seguidores de Jesús, mis

compañeros, sabían que en sus decisiones se jugaban sus

vidas, y ellos lo aceptaron. Ninguno de nosotros buscaba una

vida fácil, no intentamos huir de nada, pero sí, nos

fascinaban los ideales, nos fascinaba Jesús; estuvimos

dispuestos a hacer todo para seguirle. Era la única razón, no

hay otras. Quisimos seguirlo, aceptamos todo hasta las

últimas consecuencias.

No nos interesaban honores ni dignidades, ni beneficios, ni

facilidades para vivir, esas cosas había que buscarlas por

otros lados, también en la Iglesia; eso se veía claro, a la vista

del Pueblo, en sus labios.

Nunca quisimos ni fuimos rebeldes contra la Iglesia,

tampoco nos prestamos para hablar en contra de ella; pero

movidos por el Señor quisimos presentar lo que significa e

implica el seguimiento de Jesús.

Que la Iglesia se hubiese sentido cuestionada era otra cosa,

pero no la cuestionábamos nosotros.

Recuerdo lo que habíamos hablado cuando éramos pocos;

dos, tres, cuatro, siete, doce; recuerdo nuestras inquietudes,

esperanzas, nuestras visiones del futuro en aquel entonces.

Hablamos mucho sobre el seguimiento, y más que hablar lo

buscábamos; ante todo meditábamos, orábamos.

Nos parecía que Jesús nos inspiraba para que, siguiéndolo,

fuésemos levadura para la Iglesia; eso estaba a pleno en

nuestros corazones, estuvimos como borrachos, pensando

humildemente en qué lugar nos ponía el Señor, dentro de la

Iglesia de Jesús, y nuestra Iglesia. Eso lo meditábamos en

nuestras cuaresmas, en nuestros retiros.

Si el Señor me inspiró por algo, es también por el mensaje

que quise dejar a los que querían llevar nuestro nombre: que

sean seguidores de Jesús, siendo fermento dentro de nuestra

querida Iglesia. Un fermento sano, bueno, verdadero, a la

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vez, humilde, silencioso.

El Señor me pidió reparar su casa; comencemos entonces por

el seguimiento de Jesús, quien es su Fundamento.

Me pesa la historia, me pesan los siglos; me veo responsable

por no transmitir suficientemente a mis hermanos, que ellos

y yo estamos en la tarea de arreglar la Iglesia; es lo que quiso

Jesús de mí, y supongo que también de mis hermanos.

A veces, me siento como una madre fracasada, me pregunto:

¿en qué no respondí al Señor?

Le iba faltando permanentemente, pero quise responderle.

Mis primeros hermanos se jugaban por Jesús.

En este grito está el dolor, está mi búsqueda de la paz; quiero

estar en paz frente a la historia, por el compromiso que Jesús

me ha encomendado; porque me veo comprometido en cada

hermano que lleva nuestro nombre.

Hoy quisiera hablar con mis hermanos, pero no sé si quieren

escucharme; quizás mi palabra sea difícil, no comprendida;

no sé aún, si me reconocen, si me aceptan. Bueno, ¿qué

quiero esperar?

Fuimos el fermento; es cierto, el Señor nos ha hecho la sal

que tiene sabor, esa sal estaba dentro de la Iglesia, y Ella la

sentía, a veces se sentía molesta, cuando el gusto era fuerte;

pero era lo que nos había pedido Jesús, por eso estábamos en

paz, comprendiendo lo del Señor.

Renovar la Iglesia, ¡qué grande, qué privilegio para nosotros

que fuimos inútiles!; sin embargo, privilegiados y nadie

podía quitarnos ese privilegio.

Jesús nos dijo: "El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo,

que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera asegurar

su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará".

(Mt. 16,24-25) Y nosotros le respondimos de corazón.

Que me perdonen mis hermanos; no quise herir a ninguno de

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ellos, pero debía decírselo, aún defendiendo nuestros ideales

desde los principios. Si es que esos ideales se quedan en

nuestra casa; no sea que Jesús los cambie de lugar, y sean

para otros. Yo sigo defendiendo lo que Jesús me pidió desde

la Cruz levantada.

5. EL DESPRENDIMIENTO

Volví a los bosques; necesitaba volver a la naturaleza, y mi

soledad en el Señor.

Después de hablar tan fuertemente, no quise ver ninguna

cara; es como si tuviese miedo por los reproches, es como si

me sintiese débil frente a los argumentos que partirían desde

mis hermanos.

Cada uno tiene sus razones, para todo se las puede encontrar,

y yo, ¿con qué me quedo? Me quedo con el Señor, que no

tiene defensas, que no busca muchos argumentos ni necesita

demasiadas explicaciones.

Bueno, lo dicho, dicho está; que lo tomen como quieran, que

comprendan como quieran.

Pero si quieren, que busquen al Señor en su corazón, que lo

escuchen sinceramente y después, que tengan el coraje de

enfrentar la verdad, por lo menos en su corazón.

Quise estar solo, y orar; quise hallar la paz.

Siempre cuando digo la verdad, me siento indefenso, débil;

no tengo argumentos, sino sólo digo, así como me dice Jesús.

Porque Él tampoco me explica, y yo no quiero preguntarle

más.

Mi oración era muy cortada; pensé en el Señor, pensé en mí,

en mis hermanos.

Los quiero, los quiero a todos como son.

Entonces, con más razón debo decirles la verdad; si ellos me

respetan, que me comprendan; tengo derecho de decírsela.

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¿Me van a enfrentar? Tantas veces me enfrentaron en mi

vida; una vez más, una vez menos, todo por el Señor;

también, por mi vida, la que no siempre le ha dado la

respuesta.

El sol estaba bajo, ya aparecía la luna; yo estaba en el medio,

entre los dos, entre el Señor y el mundo.

Se venía la noche, desaparecía el sol; y el brillo reflejado de

la luna no era tan claro.

Me miraba; por allí, vi un árbol caído, con las raíces arriba.

¿Qué me decía ese árbol? Que así era yo.

Tengo la noche para orar, para pensar, mucho para meditar.

Se me removió todo, todo va y viene, me confunde también.

Estoy seguro de que mis hermanos y yo debemos seguir a

Jesús, es nuestra vocación, no otra.

Somos llamados a seguirle y escucharlo; aparentemente es

sencillo de palabra, pero en la vida este seguimiento puede

complicar mucho; y de hecho debe complicar.

Cuántas cosas hay que dejar, renunciar; a mí las cosas se me

hacían más fáciles, porque el mismo Señor obraba para que

renunciase de mi casa, de mis padres.

Pensaba mucho en el seguimiento, y en el desprendimiento.

¿Y qué se podría decir? Que hay que desprenderse de todo;

es la única manera de seguir a Jesús; una manera auténtica,

para siempre.

Siempre vamos a encontrar a los hermanos que van a hablar

del seguimiento sin renuncia, porque necesitan hablar;

buscan cómo convencerse a sí mismos, creen que hablando

se puede llegar; confundidos ellos y confundiendo a los

demás.

Volví a mirar el árbol caído, esta vez de noche; estaba todo

oscuro; yo estaba así cuando salí de mi casa, desraizado;

pero el Señor me puso en su tierra, y prendieron las raíces,

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rebrotó la vida; pero la planta se hizo distinta, no era la de

antes; y comprendí el desprendimiento. "Ninguno que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre,

padre, hijos o campos por amor a mí y la Buena Nueva quedará sin

recompensa. Pues recibirá cien veces más en la presente vida en

casas, hermanos, hermanas, hijos y campos; esto, no obstante las

persecuciones. Y en el mundo venidero recibirá la vida eterna".

(Mc.10,29-30)

Para comprender el desprendimiento, el Señor me dejó

luchar conmigo mismo casi solo; me separó del mundo, y me

hizo luchar conmigo mismo, mientras su Gracia, su Vida

tocaba las raíces de mi ser, para emprender lo nuevo.

Necesitaba tiempo, el Señor necesitaba ese tiempo, mientras

me cuidaba como se cuida una vida transplantada.

El me trasplantó y me cuidó, regando mi vida; mientras yo

regaba la tierra con mis lágrimas, Él alimentaba las raíces de

mi ser; por eso me levanté y pude caminar.

Quise que mis hermanos fuesen un ambiente de

desprendidos, un espacio para aquellos que quisiesen

desprenderse de todo, por amor a Jesús; porque los hermanos

son el signo para los nuevos hermanos, signos de libertad

para el Señor.

Sería triste para los desprendidos, aún con ansias de seguir a

Jesús, si encontrasen a los hermanos prendidos al mundo.

¿Cómo podrían enfrentar esa realidad? ¿Y qué nos esperaría?

Pasé toda la noche meditando, orando, hablando con el Señor

sobre nuestras cosas, Él me escuchaba, no decía nada.

Volvían mis recuerdos, los recuerdos de mis guerras, de mis

cuestionamientos. Me acuerdo que también una vez pasé

toda la noche, porque mis hermanos me reprocharon mi

postura para ser desprendidos; les parecía que yo exageraba.

Entonces fui triste a orar, y quejarme delante del Señor; Él

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no me decía nada, casi sonreía. Me quedé un día entero, lejos

de mis hermanos; y también quise que se quedasen solos

para hablar, que decidiesen ellos por su cuenta.

Volví a media tarde, seguían con los rostros confundidos;

aquella noche el Señor nos hizo un regalo; apareció Clara.

¿Por qué apareció en un momento tan confuso?

El Señor quiso ser claro, y no quiso hablar con palabras, sino

con hechos. Clara dejó todo, de un día para otro; abandonó el

mundo; quiso elegir una vida plenamente entregada al Señor.

Nosotros, como estábamos confundidos, ni siquiera tuvimos

tiempo para pensar, la aceptamos sin palabras.

Y vino la paz, vino la luz para todos; ya no necesitábamos

explicar nada.

Pero comenzó a brotar la inquietud: ¿qué quiere el Señor de

Clara? ¿Sabrá ella qué quiere Él?

6. VIVIR SEGUN EL EVANGELIO

Cuando decíamos que queríamos vivir según el Evangelio,

nos consideraban como seres raros; es que con sólo decirlo

despertamos curiosidad; era el motivo para tratarnos como

extraños.

Los creyentes no estaban acostumbrados a esa manera de

pensar; creo que hasta la misma jerarquía se sorprendía por

el modo de expresarnos. Si bien todo era lógico, en la

práctica era cuestionado.

Nadie podía negar a nadie vivir según el Evangelio, pero

todos se preguntaban por qué esta forma de vivir.

Hoy creo que esa expresión era la más inspirada, realmente

nos ha sido dada por el Señor.

Necesitábamos tiempo para leer el Evangelio con el corazón,

y el corazón debía despertarse para poder asumirlo. Si bien

parece algo sencillo, no era así.

El Evangelio lleva a la fuente del Agua pura del Señor; esta

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Agua entra en las tierras humanas, y podría sufrir el desgaste,

aún podría mezclarse con la tierra, con lo humano.

Si comparamos el agua de la fuente con la de los ríos grandes

entre las poblaciones, nos desesperamos, y nos preguntamos

si lo que vemos es el agua verdadera. Alguien que nunca ha

visto el agua de los ríos altos, montañosos, no se imagina qué

es el agua pura; entonces se conforma con lo que ve, lo toma,

se alimenta con el agua que la sociedad ensució, enturbió.

Todos los creyentes que reconocen a Jesús, creen en la Vida;

saben que Él puede darnos el Agua viva. ¿Pero tienen alguna

noción o presienten en qué consiste el Agua viva?

Nosotros quisimos volver a la Fuente, a los Ríos limpios, al

Señor puro, no contaminado; por eso, volvimos al Evangelio;

así nos inspiraba el mismo Señor. Eso no era pecado, podría

ser un escándalo para algunos.

Quisimos leer el Evangelio con el corazón abierto, ansioso,

atento, despierto; necesitamos tiempo, porque la inquietud

debía despertarse.

Cuando nos propusimos vivir según el Evangelio, es como si

todo se iluminase, como si el Espíritu inundase nuestro

lugar.

Supimos que no elegíamos un camino fácil, y

comenzábamos una tarea para toda nuestra vida; habíamos

elegido un largo camino.

El Señor nos hizo entender, que íbamos a tener dificultades,

y que vendrían de todos lados; como en la vida de Jesús, y

quizás las mismas. Pero debíamos comenzar por nosotros,

porque éramos el primer obstáculo.

Como habíamos arriesgado hacía tiempo, estábamos dentro

del Agua del Señor, y buscábamos el modo de cómo seguir

nadando. Buscábamos una vida perfecta según el Evangelio;

quisimos que todo partiese de allí, no al revés; no quisimos

comenzar de nuestra realidad y luego, inspirarnos en Jesús;

al comenzar del Evangelio, lo demás se iba a acomodar, pero

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no al revés.

El Señor nos inspiró que había que empezar por el abandono

y el desprendimiento de todo; así comenzamos impulsados

por la Gracia del Señor.

Aún vivimos el Transplante; encontramos nuevas tierras

donde debía prender nuestra vida; era la tierra del Señor.

Todos sufrimos el Cambio; si no nos creen, miren qué pasa

con la planta cuando la arrancan con las raíces y la ponen en

la tierra. En principio sufre y llora, hasta que halle la fuerza

para prender en una tierra más espaciosa; es un riesgo que

casi le cuesta la vida; pero si prende, recompensa mil veces.

Todos estuvimos en el camino de prender, y necesitábamos

tiempo para prender en nueva tierra.

Luego del primer impulso de vernos ya libres, como fruto del

desprendimiento, sufrimos la hora de la inseguridad, de la

espera, de vacilar; para muchos fue un tiempo tormentoso;

en ese tiempo nos recogimos en la oración, buscamos el

retiro, el silencio.

7. EL CANTO A LA LIBERTAD

Salí a caminar promovido por una inquietud constante, quise

caminar sin preguntarme adónde; me sentí esclavo dentro de

mí, me ahogaba, se ahogaba mi espíritu.

Quisiera seguir expresando lo que siente mi espíritu.

Con sólo caminar y caminar, mirar, ver y respirar, el mundo

se agranda, crece mi corazón.

Mi corazón busca la libertad; y no pregunto por qué.

¿Acaso no es que casi nunca fui libre del todo?

¿Es posible ser libre mientras se vive en este mundo?

Me detuve en un parque y miré a los niños que jugaban; vi

sus caras, y me pareció que no eran libres.

Vi los pájaros que volaban en círculo, me pareció que no

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eran libres del todo; entonces, ¿quién es libre?

¿No es acaso que mi corazón busca algo imposible?

He buscado cosas poco comunes; pero, ¿es malo soñar?

¿Por qué busqué tanto la libertad? Porque me sentí esclavo.

Por mucho tiempo me sentí esclavo, y luché por mi libertad.

Cuando más luché, más perdido estaba, más confundido; me

liberaba de algo, o de alguien, y me ataba más; entonces, me

rebelaba, aún hiriendo mi corazón, y seguía buscando; ¿hasta

dónde? ¿Hasta dónde se podría buscar?

Ahora lo he encontrado a Jesús, y El me habla de seguirle.

¿No es acaso una nueva esclavitud?

Perdóname, Señor, mi razonamiento; pero Tú sabes que soy

sincero, sabes que te digo las cosas como las siento,

Sabes que la libertad en mí, es más sentir que razonar, que

sufro por sentirme esclavo, atado.

Tú dices que podrías librarme de mis opresiones, que podrías

sanar mis heridas, que son hondas.

Me siento como una oveja que cayó entre espinas y no puede

dar un paso, ni adelante ni atrás; y Tú aseguras que me harás

libre, me das lo que busco,

¿Y qué voy a hacer después? ¿No es que nuevamente quieres

ponerme un yugo? Y no sabría preguntar más.

¿Para qué preguntar si El no me contesta? Sólo un silencio.

El tiempo pasaba, el silencio se hacía espeso, yo caminaba

buscando mi libertad con un nudo en la garganta.

Debía esperar, no me quedaba otra cosa.

Siempre vivía apurado, por eso vivía tan esclavizado; ni bien

me liberaba de algo, ya estaba entre nuevas redes.

Esa vez quise esperar, porque tenía miedo de una nueva

esclavitud; hasta tenía miedo de Jesús.

El tiempo pasaba, yo caminaba con el mismo pensamiento;

estaba preocupado e inquieto.

Caminaba despierto, sin perder ni por un instante mi

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atención; quise escuchar a Jesús, quise su respuesta; pero la

respuesta no llegaba.

Una noche en mi sueño, Jesús apareció llevando las cadenas.

Las traía para mí; con esas cadenas ató mis pies y mis manos,

y me dijo: "esto lo hago por tu libertad; son las cadenas para

que seas libre, así como lo estás buscando". Y se fue,

dejando la paz que partía desde su sonrisa.

Si antes no entendía nada, ahora comprendía menos aún;

pero antes no tenía paz, y luego la tenía un poco.

Al despertarme sabía que no debía tener miedo de aceptar lo

que me proponía Jesús; pero comprendía cada vez menos.

Se me pasaba la vida pensando y orando por mi libertad; de

allí, me sentía cada vez más libre, pero las cadenas de Jesús

dejaron las huellas en mis manos y en mis pies, también en

mi costado.

Me preguntaba, ¿qué habría pasado conmigo, si Jesús no me

hubiese puesto las cadenas? Y tenía la respuesta: me habría

atado con algo del mundo.

Jesús me salvó de las cadenas, Él me las puso; ya no vivo

para este mundo, sino vivo para el mundo de Jesús.

Estoy encadenado por Él, para siempre.

Me llevó Él por donde quiso; por penas duras, por ayunos y

noches orando, en el tiempo que Él quiso y adónde quiso.

Con el tiempo, me daba cuenta cómo Él soltaba en mí, las

cadenas del mundo; lo que yo abandonaba hacía tiempo, aún

estaba en mi corazón.

Él soltaba mi corazón, lo llenaba con lo suyo, con el Señor.

Comenzó a brotar la Vida, antes, comenzó a manar el Agua

viva; comencé a respirar como quise siempre, me sentí libre

por primera vez, ojalá para siempre.

Las cadenas no eran sólo para mí; eran para toda la Orden, a

todos les pertenecían. A los que entraban en la Orden y

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tenían buena intención, las cadenas de Jesús tocaban sus

corazones, para estar con Él, por Él llevados.

Para que Jesús pudiese realizar la obra que comenzó en mí;

aún más difícil que en mis hermanos.

Ya podíamos cantar que estábamos libres del mundo, siendo

más libres que las aves que vuelan; sentimos una misteriosa

libertad, la que, para otros, era extraña y para nosotros real.

Pudimos sentirnos realmente libres, luego de tantas ataduras.

Si bien en el principio las cadenas tenían su propio peso, con

el tiempo no sólo no pesaban, sino que elevaban como las

alas; nuestros espíritus podían emprender un vuelo escrito

desde siempre en la profundidad de nuestro ser; y sentimos el

canto de la libertad que venía de los ángeles.

A esa libertad, a ese canto lo quisimos llevar al mundo; nos

pusimos a escribir el canto en alabanza a la libertad ofrecida

por Jesús; nos inspiró el Espíritu.

Salimos con cánticos llenos de libertad; es que el Espíritu

nos llevaba; anticipábamos la Fiesta del mundo.

8. EL FUEGO DE JESÚS

Caminé mucho entre los bosques ese día lluvioso; caía agua

como quería, sentí frío; estaba un poco apagado, conmigo.

Mi Jesús estaba no sólo por las cadenas que no se podían ver,

sino que lo viví de veras.

Alguien prendió el fuego en mi corazón,

Sabía que era un día lluvioso, que no había que calentar tanto

el cuerpo, sino al espíritu.

Mi corazón se resistía como una leña mojada.

Siempre mi corazón andaba en contra, también contra Jesús;

Él lo sabía, y lo comprendía.

Mi leña no era para prender fuego, así piensan los humanos:

para Jesús es distinto, por eso lo prendió.

No importa el tiempo, tampoco el humo de la leña verde, ni

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sus quejas rebeldes, no importa nada; es que Jesús prendió el

fuego en mi corazón y lo siento profundamente.

Le llevará mucho tiempo, hasta que la leña deje de resistirse;

por las cosas en mi corazón, por los líos y confusiones, por

los amores raros y confusos.

Tú, Jesús, con tu Fuego quieres tomar mi realidad, y tienes la

fuerza para transformarla en tu tiempo.

Comienzo a tener esa noción; Tú quieres cambiar mi

corazón;

Te llevará mucho tiempo; Tú lo sabes, yo no lo sé, por eso, te

lo entrego; es cierto, estoy atado a Ti; pero te lo entrego.

Que sea un hecho libre, si es que soy libre para decírtelo.

¿Y qué pasará cuando Tú transformes mi corazón, y aún arda

con tu Presencia, con tu Vida, con tu Amor?

Pueden pasar cosas: los leños prendidos calman el ambiente,

a la persona, a la vida; van a calentar mi oración, mi trabajo,

los caminos por donde pasa la gente, el bosque y las piedras,

todo; van a calentar a mis hermanos.

¡Qué grande es eso! ¡Cómo comprenderlo!

No bien lo pensé, sentí que lo que pensaba ocurría de veras;

mi corazón comenzó a arder misteriosamente; es que Jesús

me hacía arder.

En principio me asusté, después corrí a mis hermanos.

Ellos estaban sentados alrededor de un fogón, se calentaban,

charlaban y sonreían; estaba Clara, hubo otras hermanas.

Me detuve sin palabras, tampoco quise hablar; pero ellos me

miraban, parecía que pensaban en lo mismo.

No sabía qué pensaban, pero sentí que Jesús iba prendiendo

el fuego en cada uno de mis hermanos.

Iban prendiendo los leños, y todos lo vivían sorprendidos,

sentían calor que crecía y se abría hacia los hermanos.

Mientras ardían nuestros corazones, nos vimos una familia

amada, era una fiesta.

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Ya nos olvidamos del fogón prendido, que parecía frío; ya no

tuvo ninguna fuerza, sólo perturbaba.

De pronto aparecieron los vecinos que vivían cerca; estaban

asustados, veían el bosque en llamas.

El fuego ardía y los árboles quedaban intactos.

Se preguntaban qué significaba eso; se acercaban a nosotros,

y vivían lo mismo: un fuego se despertaba en sus corazones,

que ardía misteriosamente.

Después se fueron llevando el fuego en su corazón, y algunos

de ellos se quedaron con nosotros.

Yo estaba feliz, pensaba: si nosotros con lo poco que somos

servimos tanto al Señor, qué pasará cuando Jesús nos llene

del Amor.

Anduve caminando con la Palabra de Jesús: "Ámense los unos

a los otros, como yo los he amado", (Jn. 15,12) y soñaba en aquel

día de amar como Él. ¿Era un sueño, una fantasía, o sería la

realidad? Porque entonces sí, todo sería distinto.

Si Jesús con una pequeña leña verde, como es mi corazón,

hizo tantas cosas, ¿cuántas hará, si el corazón logra amar

plenamente? Y de aquí, soñaba para toda mi vida, y se les

decía a mis hermanos; ellos también soñaban, y muchos se

adelantaron en el camino, muchos me aventajaron.

Yo también iba ganando, porque el calor de sus corazones se

volvía hacia mí; mi corazón podía arder un poco mejor.

Desde aquel entonces, tuvimos cantos solemnes que

compuso Clara; se cantaban en San Damián y los cantaban

los ángeles; y el Señor llevaba el amor adonde quería,

sirviéndose de los corazones ardientes.

9. PAZ Y BIEN

El día era distinto: de a ratos había sol, aún había tiempos de

lluvia; y hubo ratos de sol y de llover a la vez; momentos

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muy agradables, de gracia pura.

Mi corazón se unía a Jesús que hablaba del sol y de la lluvia.

A lo mejor, ¿Él miraba el sol, y también veía la lluvia?

El sol es bueno para todos, y la lluvia es para buenos y para

malos; debemos ser como el sol, también, ser como la lluvia,

que son buenos para todos.

Me gustó mucho el razonamiento de Jesús: el sol es libre y la

lluvia es libre; no se condicionan por la maldad del hombre.

Que los malos no siempre ven que el sol es bueno, es asunto

suyo; que los malos no siempre ven que la lluvia es buena, es

de ellos.

Me fijé en las plantas llenas de frutas: las frutas alegres al

sol, lavadas con agua tibia y fresca; estaban esperando al

hombre que las recogiera, y todas dispuestas a entregarse.

¡Qué hermosa es la naturaleza del Señor! Porque Él es

bueno.

Me acordé del lobo vecino, que aparecía de noche; él me

hizo pensar, pero igualmente, me parece que es bueno para

todos.

El Señor es bueno para con los hombres; entonces, ¿por qué

digo que el mundo es malo? ¿Y por qué digo que el hombre

es malo? ¡Quién me autoriza a decir cosa semejante!

No puede ser que el hombre sea malo, ni puede ser que el

mundo sea malo; aquí me quedé con espinas, y no pude salir

entero de mi razonamiento; como me envolvía cada vez más,

quise salir cuanto antes, y no pensar más.

Ya no me desesperaba el mundo, si era bueno o malo, o si el

hombre era bueno o malo; me inquietaba la palabra de Jesús: "Ustedes saben que se dijo: 'Ojo por ojo y diente por diente'. En

cambio yo les digo: No resistan a los malvados. Preséntale la

mejilla izquierda al que te abofetea la derecha, y al que te arma

pleito por la ropa, entrégale también el manto. Si alguien te obliga

a llevarle la carga, llevásela el doble más lejos. Dale al que te pida

algo y no le vuelvas la espalda al que te solicite algo prestado.

Ustedes saben que se dijo: 'Ama a tu prójimo y guarda rencor a tu

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enemigo'. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y recen por sus

perseguidores. Así serán hijos de su Padre que está en los cielos. El

hace brillar el sol sobre malos y buenos, y caer la lluvia sobre

justos y pecadores. Porque si aman a los que los aman, ¿qué

premio merecen?, ¿no obran así los pecadores? ¿Qué hay de nuevo

si saludan a sus amigos?, ¿no lo hacen también los que no conocen

a Dios? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto su Padre que

está en el Cielo". (Mt. 5,38-48)

Meditamos mucho esa Palabra, era motivo de los encuentros

y nuestros retiros; pero Jesús esperaba más, en serio, Él nos

esperaba. Nos hizo entender que, por alguna razón, prendió

el fuego en los corazones, que no era el tiempo para discutir

ni analizar, sino para hacer, era el tiempo para cumplir.

Comenzamos entonces a cumplir, como nos enseñaba Jesús,

exactamente al pie de la letra, con el corazón puesto en Él.

No quisimos perder ni un detalle de las instrucciones que Él

nos había dado, quisimos cumplirlas fielmente.

Dejamos de preguntarnos si lo que nos proponía era sensato

o no, prudente o imprudente, dejamos de lado los juicios,

quisimos cumplir fielmente, entregando nuestras vidas.

Pasaba el tiempo, los hermanos volvían a reunirse de noche;

a veces muy afligidos, frecuentemente desorientados;

entonces, tuvimos tiempo para orar todos juntos por

nosotros, y por el mundo que nos pesaba; pero no quisimos

volver atrás.

Con los nuevos días nos levantábamos con el propósito de

ser fieles a Jesús; y volvíamos a la misma gente,

La oración alimentaba las fuerzas para volver ya sin miedos;

aún con esperanza, luchando para ser fieles a Jesús.

Luego de mucho tiempo, empezamos a entender su Palabra;

ya no sólo era clara, sino que también era sensata.

Comenzamos a ver el camino para cambiar el mundo, fue el

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único camino para salvarlo.

Aprendimos de Jesús a enfrentar la maldad con la paz en el

corazón; y no nos perturbaban tanto ni golpes ni burlas,

La paciencia abría la luz, para ver cómo el Señor obraba.

Los vecinos nos pidieron que los acompañásemos orando,

por un moribundo en su casa. Por un instante pensamos, ¿por

qué no pidieron al sacerdote, sino a nosotros? Pero como

Jesús nos llamaba a hacer el bien, fuimos sin tardar.

Quisimos llevar el bien y quizás, ellos buscaban la paz para

ellos, y para el moribundo. Que así sea.

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V. HERMANOS MENORES DE JESÚS

Nos parecía importante llamarnos Hermanos Menores de

Jesús. Siempre dicen menores en referencia a algo o alguien;

nuestra referencia era Jesús, no hay otra.

Ser hermano menor de Jesús es un privilegio, es ser grande;

para los que ven es ser muy grande, y estar destinado para la

obra del Señor. Como soñábamos con sus obras, debíamos

ponernos en un lugar que corresponde a aquellos que quieren

estar en la obra de Jesús. En este caso, buscábamos el lugar y

el camino, que Él prevenía para los comprometidos en su

Misión.

El mundo estaba acostumbrado a ver a los comprometidos

por la obra de Jesús en otro lugar, por eso sorprendimos, y

parecíamos extraños; sin embargo, no hay tantos motivos

para extrañarse. Con eso, no queremos cuestionar el lugar de

los otros, ni pregonar lo nuestro; tan sólo supimos que había

un lugar que era mejor que otros, más eficiente que los

demás. Siempre fuimos conscientes de que estuvimos en la

obra, muy grande, del Señor, y si hubo tiempos de vacilar, es

porque no supimos ver bien el alcance de nuestra misión; no

sabíamos mirarla con los ojos del Señor.

1. NUESTRA MISIÓN

Desde el primer tiempo veíamos que Jesús nos había

llamado a algo que nosotros no pudimos comprender por el

momento; sentimos que nuestros encuentros no eran por

casualidad, al contrario, Jesús nos había buscado por

distintos caminos, nos encontró e hizo que nos

encontráramos en esas circunstancias casi extrañas de

nuestras vidas. Nada era casual, y ninguno de nosotros estaba

aquí por casualidad.

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Nos dedicamos a orar, a solas y comunitariamente, buscando

lo del Señor en nuestra vida; fue un tiempo de gracia, para

los que no sabían nada, pero estaban enteramente dispuestos

a hacer lo que el Señor les pidiese.

El tiempo que vivimos era un paso, y así quisimos vivirlo;

por eso no teníamos casas ni lo que pudiese atarnos.

Supimos que, si el Señor nos pidió desprendernos, es porque

en eso había alguna razón; el tiempo nos enseñaba que el

desprendimiento no sólo nos servía para hallarnos

plenamente con Jesús, sino que también servía por lo que

nos esperaba; fue el tiempo de ser solidarios y fraternos,

porque nada une tanto como las dificultades y los ideales.

Llegamos a ser una familia; y Jesús quiso que creciésemos

en ella. Muchos de nosotros supimos su falta, pasamos por

tiempos duros y tristes en nuestras familias de sangre. Jesús

nos despertó hacia la familia espiritual, fundada en los

valores que buscábamos desde hacía tiempo. Si bien en cada

uno de nosotros existía la necesidad de casa y familia, en ese

deseo Él despertó la visión de una familia espiritual, no

edificada sobre la sangre sino sobre el espíritu. Todos

crecíamos integrándonos en nuestra familia espiritual,

venciéndonos a nosotros mismos; venciendo nuestras

heridas, penas y culpas que habíamos traído del mundo,

buscando lo mejor y lo más perfecto. Reinaba entre nosotros

la visión de una hermandad perfecta, y la buscábamos con

todo nuestro corazón.

Pusimos en primer lugar la oración y tiempos de retiros;

trabajamos como pudimos, sirviendo con nuestros trabajos a

los hermanos, supliendo nuestras necesidades. Como el

Señor nos llenaba de gracia y vida, los vínculos eran muy

fuertes; llegamos a amarnos, respetarnos, comprendernos.

más aún que en nuestras familias que habíamos dejado.

Jesús iba sanando el amor en las raíces, y nos abría unos

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hacia otros, para brindarnos lo que éramos. Tuvimos muy

claro lo que dijo Jesús a sus discípulos, mientras estaban con

Él en la Ultima Cena; quisimos vivir hondamente sus

palabras; es que su mensaje era para nosotros; así lo

sentimos.

Como en todo, necesitábamos tiempo; lo tuvimos claro y el

Señor lo recordaba; todo se iba dando, pero aún llevaba su

tiempo, había que esperar; nuestra familia debía crecer.

Jesús nos hizo reunir como leños verdes, aún mojados; nos

hizo estar juntos, mientras su fuego estaba prendido, y Él

entre nosotros. Necesitábamos tiempo; en la medida en que

Jesús iba cambiando cada corazón, cambiaba la hermandad;

en la medida en que crecía la hermandad, crecíamos todos.

Nos alimentábamos todos desde Jesús, por Él y con Él. Jesús

de veras vivía en nosotros; estaba en nuestras oraciones, en

nuestros encuentros y conversaciones, también en nuestros

trabajos humildes. Trabajábamos para vivir, y por la gracia

del Señor; trabajábamos de corazón sirviendo a los

hermanos; Jesús estaba en nuestras manos.

¡Qué alegría trabajar con un sentido, saber que así podíamos

expresarnos frente a nuestros hermanos!

Es que supimos aprender los trabajos para servir, para amar.

El trabajo no era negocio, era sólo servir; promovido de los

espíritus libres, abiertos hacia los hermanos; y también para

los que estaban fuera de nuestra familia.

El Señor nos inspiraba permanentemente, nos daba luz para

cada momento, nos inspiraba para entendernos mejor; nos

daba la reconciliación y la paz, para que su familia creciese;

y la vigilaba en medio de su Proyecto.

Aún, nos dejaba con inquietudes, con un futuro por cumplir,

que se iba anunciando; todos se lo guardaban en su corazón,

mientras vivíamos el presente en la Gracia del Señor.

Mientras sigo recordando lo de nuestra familia, que era de

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Jesús, volví a Belén, a Jesús nacido. Sentí el frío que calaba

y la oscuridad del mundo. Después apareció la Gran Luz y la

Alegría. Quise nuevamente celebrar la Navidad del Señor,

porque sentí muchas casas frías, que no sabían de Jesús.

Como su Nacimiento cambió nuestra familia, que Él renueve

del mismo modo las familias del mundo; que así sea.

2. QUE SEAN UNO

Me preguntaba por los discípulos de Jesús; necesitaba orar,

aún había cosas que necesitaban recibir luz.

Jesús se queda con sus discípulos, algunos años, en el tiempo

de la presencia del Amor; de la Luz, de la Paz, de la Vida.

Parece que Jesús logra formar una familia; es que también Él

se fue de casa, debió retirarse de sus padres, para cumplir

con su Misión; y a los discípulos los consideró hermanos;

estaban juntos, caminaban, evangelizaban; sus hermanos

crecían a la par de Él.

Llegó la hora para empezar a enviar a sus discípulos; les

dijo: "No vayan a tierras extranjeras ni entren en ciudades de los

samaritanos, sino que primero vayan en busca de las ovejas

perdidas del pueblo de Israel. Mientras vayan caminando,

proclamen que el Reino de Dios se ha acercado. Sanen los

enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos, echen demonios.

Den gratuitamente, puesto que recibieron gratuitamente. No traten

de llevar ni oro, ni plata, ni monedas de cobre, ni provisiones para

el viaje. No tomen más ropa de la que llevan puesta; ni bastón ni

sandalias. Porque el que trabaja tiene derecho a comer. En todo

pueblo o aldea en que entren, vean de qué familia hablan bien y

quédense ahí hasta el momento de partir. Al entrar en la casa,

pidan la bendición de Dios para ella. Si esta familia merece la paz,

la recibirá; y si no la merece, la bendición volverá a ustedes. Donde

no los reciban, ni los escuchen, salgan de esa familia o de esa

ciudad, sacudiendo el polvo de los pies. Yo les aseguro que esa

ciudad, en el día del Juicio, será tratada con mayor rigor que

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Sodoma y Gomorra. Fíjense que los envío como ovejas en medio

de lobos. Por eso tienen que ser astutos como serpientes y sencillos

como palomas. (Mt.10,5b-16)

Leí esas palabras varias veces, y volvía a leerlas; las leíamos

juntos, meditábamos; quisimos tomar las palabras de Jesús al

pie de la letra, con el corazón entregado.

Algunas cosas eran claras desde el primer momento: no

llevar oro ni alforjas, ni bastón; ir a los enfermos, a los

leprosos, a los endemoniados; aún pensaba cómo resucitar a

los muertos en el Nombre de Jesús. También, íbamos a ir

con la paz como estandarte, a los pueblos y a las familias.

Me pregunté qué significaba que Él nos enviara como ovejas

en medio de lobos; miraba las ovejas del campo, y el lobo

que se avecinaba; las palabras hacían lo suyo, eran un

fermento, eran inquietud que despertaba de noche, el

pensamiento que surgía al despertarnos por la mañana. No

sólo yo; también mis hermanos se despertaban con el mismo

deseo, algo urgía dentro de nosotros.

Comenzamos a creer que Jesús nos inspiraba, nos preparaba

para salir, y Él iba obrando como agua entre las rocas; de esa

manera, crecía la inquietud, también las dudas; de repente

nos acordamos de las ovejas y los lobos, pasó por nuestra

mente una preocupación fugaz.

Sin embargo, los corazones urgían, es que Jesús urgía; había

que salir y comenzar a golpear las puertas. No supimos qué

decir; pero sabíamos que había que llevar la paz; el que nos

enviaba era Jesús; entonces, comenzamos en su Nombre.

Se acercaba el Reino de Dios, y era justo que nos recibiesen;

pero, ¿por qué Jesús los llamaba lobos, y a nosotros ovejas?

Las primeras experiencias nos iban abriendo los horizontes, a

una realidad muy diversa. Unos nos recibían con los brazos

abiertos, otros nos cerraban la puerta, como si fuésemos sus

enemigos. Nos costaba entenderlo, necesitábamos orar por la

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luz, para hacer lo que el Señor nos pedía.

Nuestro tiempo que ya era de Él, había que llenarlo con lo

que era suyo; comenzando a orar principalmente de tarde, de

noche y de mañanas tempranas; también, trabajábamos con

las manos en las tareas que Él bendecía.

Ahora Jesús nos pide salir, y nos dice que el que trabaja tiene

derecho a comer; ¿de qué trabajo nos habla?, ¿no sería que

habría que abandonar el trabajo de nuestras manos?

Por ahora me queda como una espina, y Él supuestamente lo

quiere así; Él necesita prepararnos, a mí y a mis hermanos.

Mientras cumplía con algunas tareas en casa, iba

bendiciendo al Señor, y ponía en la balanza los trabajos; no

sabía cuál de ellos pesaba más, pero la balanza estaba

inquieta; en cualquier momento iba a decir la verdad. Parece

que íbamos a perder nuestra seguridad, al abandonar el

trabajo de nuestras manos, que me costó aprender, a mí que

tenía las manos delicadas.

No bien aprendo a trabajar con alegría, sintiendo que con ese

trabajo podría servir a mis hermanos, el Señor comienza a

cuestionarme; debo abandonar mi trabajo que me costó y que

quiero mucho; parece que debo desprenderme de el; bueno,

debía aprender, el trabajo debía pasar por mi corazón, ahora

por lo menos tengo de qué desprenderme; si es que Jesús me

pide eso; no sé si para siempre, ni sé si del todo.

Es cierto que ya viene otro trabajo, que Él quiere poner en

nuestros corazones; aún, hay que aprenderlo; quizás, el

aprendizaje sea más difícil que el primero, aún más inspirado

por el Señor; será como Dios quiera.

Pensé en nuestra familia espiritual, en las dificultades para

vivir juntos, compartir, orar. Parecía que Jesús tenía previstas

las vueltas, y los encuentros entre nosotros. Sí, los hermanos

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debían encontrarse, para compartir la Grandeza del Señor, y

para compartir las penas. Pensé cómo Jesús tenía previstos

esos encuentros, de qué forma los íbamos a hacer, y dónde.

Quizás, dónde hacerlo, era lo más difícil; en fin, no teníamos

nuestra casa; pero, ¿por qué me preocupaba tanto si el Señor

tenía todo pensado?

El día estaba tranquilo; ni hubo viento, sólo un suave influjo

del viento del Espíritu; ya entonces se podrían presentir esos

hermosos encuentros en el Nombre de Jesús. Sin embargo,

me preocupaba la unión entre los hermanos; estábamos tan

bien, ¿qué sería de nosotros mañana?

3. ANUNCIAMOS LA JUSTICIA

El día no supo decidirse; ya había viento que levantaba

tierra, polvo mezclado con calor, no se veía el sol, aún más,

por el polvo en el aire; aparecían lejanas nubes tormentosas,

todo era una inquietud. Yo también estaba muy inquieto, por

eso caminaba, como mezclándome con el viento; mientras

seguía orando por la paz, presentía que la iba a necesitar.

Seguí pensando en el envío: Jesús envió a sus discípulos, y

les dio la palabra justa; así me venían solas las palabras de

Jesús: "Cuídense de los hombres: a ustedes los arrasarán ante las

autoridades, y los azotarán en las sinagogas. Por mi causa, ustedes

serán llevados ante los gobernantes y los reyes, teniendo así la

oportunidad de dar testimonio de mí ante ellos y los paganos.

Cuando los juzguen, no se preocupen por lo que van a decir ni

cómo tendrán que hacerlo; en esa misma hora se les inspirará lo

que tienen que decir. Pues no van a ser ustedes los que hablarán,

sino el Espíritu de su Padre el que hablará por ustedes. Entonces,

un hermano denunciará a su hermano para que lo maten, y el padre

a su hijo, y los hijos se sublevarán contra sus padres y los matarán.

A causa de mi Nombre, ustedes serán odiados por todos, pero el

que se mantenga firme hasta el fin se salvará. Cuando los persigan

en una ciudad, huyan a otra. Créanme que no terminarán de

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recorrer todas las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del

Hombre. El discípulo no es más que su maestro, ni el sirviente es

más que su patrón. Es ya bastante que el discípulo sea como su

maestro y el sirviente como su patrón. Si al dueño de casa lo han

llamado demonio, ¡qué no dirán de su familia! Pero no les teman

por eso. No hay nada oculto que no venga a descubrirse, ni hay

secreto que no llegue a saberse. Así, pues, lo que les digo a

oscuras, repítanlo a la luz del día, y lo que les digo al oído, grítenlo

desde los techos". (Mt. 10,17-27)

Mis hermanos salían a misionar, unos iban, otros volvían.

Porciúncula, la capilla y la casa prestada, de donde partimos,

sólo eran el lugar de los encuentros.

Yo también salía; a veces, los hermanos me sabían

convencer de que debía quedarme, para estar más tiempo con

ellos; y si me quedaba, me dedicaba a la oración por mis

hermanos que iban y volvían en el Nombre de Jesús; siempre

íbamos en su Nombre, llevando la paz.

Me quedé a meditar las palabras de Jesús, quien instruía a

sus discípulos; veía similitudes claras; me costaba

comprenderlo, pero era cierto; Él tenía razón; no sólo en su

tiempo, cuando Él recorría, sino también en el nuestro, y en

todos los tiempos de su Misión.

Me quedaba por las noches orando y preguntando, mientras

oraba por mis hermanos, por la paz y serenidad del espíritu,

por lo que debían soportar por Jesús.

El tiempo era bueno, todo se iba aclarando, Él iba aclarando;

partimos de la realidad de Jesús asumida por Él, y el mundo

estaba con lo suyo; entonces, no había otro camino para los

hermanos. Nuestra vida ya estaba entregada al Señor; dimos

el testimonio de las vidas salvadas por Jesús, reconstruidas

por Él. Fuimos su testimonio, anunciamos su Nombre; de ese

modo, anunciamos el Reino de Dios y el cambio en el

mundo que venía de Jesús.

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Reclamamos la justicia del Señor, en un mundo injusto, que

desplazó al Señor, y el hombre ocupó su lugar.

En el Nombre de Jesús reclamamos su lugar en la vida del

hombre y del mundo; fuimos pregoneros de la justicia; a todo

el mundo le hablábamos que el hombre era injusto; y si no

volvía a la justicia al devolver el lugar al Señor, le esperaban

las desgracias.

Entonces molestábamos, a la vez despertábamos persecución

y odio, fuimos mal vistos, perseguidos.

Algunos nos consideraban locos, nos dejaban tranquilos,

pero no respondían al Señor.

La gente humilde, los pecadores y publicanos nos recibían,

nos escuchaban y nos entendían, y comenzaban la conversión

en el Nombre de Jesús; eso confundía a muchos más todavía;

no fuimos bien vistos por unos, y otros nos seguían.

Éramos pregoneros de la justicia del Señor, la anunciábamos

en paz, reclamábamos el lugar para el Señor, en el mundo, en

la sociedad, en cada persona. Como Jesús vino al mundo

para reclamar el Lugar del Señor, como sus hermanos

menores, continuábamos su misión, entre persecuciones y

odios; pero a la vez, despertábamos en el Nombre del Señor

a aquellos que en nuestra misión veían el tiempo de la

Gracia.

Aquellos que ven bien y miran con los ojos del Señor, se dan

cuenta de que la Misión es permanente; es que somos

injustos ante el Señor, si le quitamos el lugar que le

corresponde tan sólo a Él. No se puede hablar de la

verdadera obra del Señor, si perdimos ese Fundamento; aún

podríamos engañarnos y seguir confundiendo a los demás.

Me enteré de que unos de mis hermanos fueron asesinados,

que a otros los castigaron cruelmente, a otros los echaron; y

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pensaba que era muy injusto. Sin embargo, ¡es tan poco, si lo

comparamos con las injusticias cometidas contra el Señor!

Él tampoco tiene lugar en el mundo, y el mundo es suyo.

Sólo quisimos llevar a Jesús a todos, si es que realmente lo

hemos asumido en nuestra vida; porque Él puede reconstruir

las vidas, según los principios del Señor.

4. LA IGLESIA

Me quedé de noche, mirando el fuego; llovía fuertemente

con un agradable sonido, y yo soñaba pensando: estaba

seguro de que Jesús estaba en nuestra tarea, que Él nos

inspiraba, que fuimos unos instrumentos casi inútiles, pero

como estábamos en sus manos, servíamos igual.

El fuego era lento, pero sostenido, tenía fuerza y se defendía

solo; así Jesús defendía su obra; de nuestra parte era esperar

y esperar.

Pero había otras cosas que hacer, que no eran fáciles, así

pensé: ya hacía tiempo, Clara insistía en que había que

hablar con la Iglesia.

Yo postergaba, esperaba, ¿por qué postergaba?

Porque estábamos seguros de que no habíamos hecho más de

lo que quiso Jesús; nos parecía que al escucharlo a Él estaba

todo bien resuelto.

Sin embargo, Clara insistía; decía que íbamos a necesitar a la

Iglesia; y decía que la Iglesia nos iba a comprender; ¿cómo

comprender? Hasta eso estaba previsto por el Señor; es que

Él estaba con nosotros, y con aquellos que necesitamos.

Yo postergaba; siempre lo hacía en esas situaciones; pero las

cosas se venían solas; ya no éramos un pequeño grupo casi

invisible, sino que éramos una familia conocida; por eso,

también cuestionada, y no sólo en Asís, ni sólo por el clero.

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Al salir a evangelizar, entramos en un campo que ya estaba

ocupado, el campo de la Iglesia; también tuvimos nuestros

perseguidos que sufrieron por el Evangelio.

La situación urgía, había que hablar; pero, ¿cómo hablar?

En fin, sabía que no se podía evitar más, que llegaba la hora

de hacerlo; que la Iglesia por algo nos había aguantado.

Así llegamos al obispo y llegamos hasta el Papa.

Recuerdo el primer encuentro con él; yo temblaba entero, en

mi espíritu y en mi cuerpo; a pesar de todo, podía sacar la

palabra con serenidad.

Él nos escuchó, quedamos esperando un tiempo, pero sólo un

tiempo. El Papa sorprendió a todos, nos dijo que sí, que nos

aceptaba; así, con una sola palabra.

Todos se sorprendieron, menos nosotros, porque estábamos

convencidos de que era la obra de Jesús; necesitábamos que

la Iglesia nos aceptase, y así ocurrió.

Pasaba el tiempo; la situación no cambiaba; con la

aceptación del Papa no cambió mucho. Es cierto que con esa

aceptación estábamos en la Iglesia; pero igual, fuimos el

injerto muy raro, frecuentemente incómodo y molesto.

No nos faltaron críticas ni calumnias; nuestra situación se

agravaba, porque el gran sector de la gente humilde, los más

desdichados, respondían; aquellos que se distanciaban de la

Iglesia, nos respondieron; la gente se inquietó por el cambio.

Nuestro ambiente era parecido al de Jesús en el Evangelio, y

los conflictos eran parecidos; y como éramos un movimiento

que crecía, la Iglesia comenzó a considerarnos peligrosos.

Es evidente que la Iglesia no halló nada en contra, porque

hubo claridad que venía del Evangelio. De nuestra parte,

hubo un gran respeto a la Iglesia; sin embargo, fuimos un

movimiento peligroso, un problema que había que resolver.

No sé si todos veían algo de la renovación en la Iglesia; el

Papa sí, lo vio, pero no sé si los otros lo vieron; sin embargo,

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estaban preocupados por nosotros. Fuimos un problema que

había que resolver cuanto antes; la Iglesia necesitaba nuestra

Regla, porque quería estar tranquila.

Quiero expresar con toda claridad, que no fuimos rebeldes

contra la Iglesia, no la cuestionamos ni la criticamos; fuimos

respetuosos, siempre nos sentimos dentro de la misma, como

sus hijos.

Pedí a mis hermanos antes de mi muerte, que este respeto, la

reverencia y la obediencia a la Iglesia fuese nuestra herencia.

5. LA REGLA.

Cuando me propusieron escribir nuestra Regla, me sorprendí

enormemente, porque todo me parecía claro; casi no veía el

sentido de hacerlo.

Me parecía que cada uno de nosotros debía buscar lo que el

Señor tenía previsto; que nuestro corazón se hacía cada vez

más sensible frente a Él; el corazón que busca la purificación

en Jesús, ve cada vez mejor y tiene fuerza para cumplir de

corazón. También me parecía que el Señor nos abría cada

vez mejor hacia los hermanos, con el bien que podíamos

hacer.

Nuestras hermanas vivían en San Damián con el Evangelio

en la mano; dedicaban su vida a la oración, salían a socorrer

a los enfermos, a los leprosos, llevándoles pan, Amor y Paz,

al mismo Jesús. Como eran humildes y no siempre les

alcanzaba el pan, vivían de la limosna, en el Nombre del

Señor.

Hubo ayuda fraterna entre los hermanos y las hermanas; ellas

oraban por las misiones, y nosotros les ayudábamos con lo

que podíamos, teniendo en cuenta que vivían de la limosna.

La limosna nos ponía en un lugar justo; delante del Señor y

ante los hermanos; era vivir en dependencia del todo,

siempre mirando desde el Señor.

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Me quedó como clavado el pensamiento que me brotaba de

mi corazón: Jesús quiso reconstruir toda la realidad sobre los

principios del Señor; me quedé con esa sensación, aún seguí

pensando en Jesús. Es cierto, Él quiso hallar las raíces del

Señor en el mundo, quiso que el mundo se reconstruyese de

esas raíces; pero eso afirma que cierta realidad humana no

está bien hecha, que habría que destruirla o ponerla en otro

lugar, aún transformarla en otra realidad: la de Jesús.

Seguí pensando como volando en medio de un pensamiento

que asombraba mi corazón; entonces, los hombres viven en

un mundo falso, distorsionado; lo peor que son inconscientes

de su realidad, la aceptan como algo normal; hasta como

algo del Señor. ¡Qué triste es la realidad del mundo! ¡Qué

triste es la realidad del hombre!

Esa realidad influye en lo que el hombre proyecta, influye en

el futuro; lleva al mundo y al hombre a las confusiones, a los

nuevos proyectos humanos; el hombre sigue hundiéndose en

medio de sus proyectos; hasta busca al Señor para salvarlos.

¿Adónde llega? A situaciones límites, a su propia

destrucción; llega a las guerras, al odio; dije destrucción, sí,

es justo decir: el hombre llega a su propia destrucción.

Son esos pensamientos que me venían, mientras buscaba la

luz del Señor. Me parecía que el pensamiento humano, que

la actitud del hombre penetraba el mundo del Señor, así

como el cáncer que destruye el cuerpo, así como la

enfermedad que perturba y transforma a toda la persona, y el

ambiente donde vive el hombre. Hasta me parecía que toda

la naturaleza era distinta, no como la quiso el Señor; los

bosques y los ríos eran distintos, la tierra ya era más rebelde;

es que aprendía la rebeldía del hombre; aún, los pájaros

estaban por hacerse lobos, y los peces, serpientes. ¡Qué triste

es el mundo que proyecta el hombre! ¡Qué triste es la vida

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que proyecta!

Es cierto, el hombre de hoy está triste, no es aquel hombre de

antes, aquél que vivió su alegría en la Fiesta del Señor.

Por eso, debemos enseñar al mundo la alegría; es la que el

mundo no conoce, pero la debe aprender; la alegría que viene

del Señor.

Volvimos a los ríos limpios, a los bosques con aire, al sol y a

la luna, a los vientos que soplan en el fuego.

Volvimos al mundo que nos habla del Espíritu de la Vida, a

esa vida que ansiamos desde siempre.

Ésa era nuestra casa; debo corregirme, era la casa que el

Señor nos había prestado; tuvimos dos casas: a una nos

prestaron los benedictinos, y la otra era del Señor; y las dos

cuidábamos agradecidos; es difícil hacer alguna

comparación, porque tanto en la casa del Señor como en la

benedictina hallamos al Señor, su Presencia real.

Con Él hablábamos cantando, alabándolo por el sol y la luna,

por los ríos y bosques, por el fuego; al cantar sentíamos que

crecía la hermandad, y los bosques y la luna recuperaban la

vida; los hermanos y las hermanas comenzaban a respirar.

El Señor despertaba la Vida con las palabras de los cantos y

alabanzas.

Pensé en los hermanos leprosos; me parecía que el mundo

solo, sin el Señor, era leproso.

¡Cómo la vida comienza a vibrar en el leproso que acepta el

Amor! Es que el mundo debe cambiar, el hombre debe

cambiar, pero, ¿cómo, y cuándo?

Nosotros, los hermanos, quisimos llevar el beso del Señor a

la humanidad enferma de lepra; creímos que era necesario,

porque nos había inspirado Jesús; y creímos que era posible,

porque Él se nos hacía ver en cada leproso.

Quisimos dar el beso al mismo Jesús en cada ser del mundo;

además, eso también nos había inspirado el Señor.

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Quisimos que nuestras hermandades fuesen ejemplo y luz,

para que siguiesen surgiendo las hermandades en el mundo

entero; no para nuestra gloria, sino para la del Señor.

Debía escribir la Regla; se me ocurrió que podía citar todo el

Evangelio, si es que podía satisfacer el pedido. Después pedí

a mis hermanos y a algunos prudentes que me ayudasen; que

encontrasen alguna forma; sólo rogaba al Señor que la Regla

no apagase al Espíritu; el Fuego que habíamos recibido de

Jesús. Miraba el fuego que surgía de los leños, y pensaba:

¿por qué encerrarlo?, ¿cómo hacerlo?

Volví a mi vocación, al rico del Evangelio, al

cuestionamiento que hicieron los discípulos por la riqueza,

que era un gran impedimento para seguir a Jesús; entonces Él

habló de las cosas imposibles para el hombre, y posibles para

el Señor.

Señor, al escribir la Regla, yo hice lo imposible; pero que Tú

hagas lo posible; y que nunca se apague tu Fuego en los

corazones de mis hermanos, tampoco en el mío.

Ya estaba todo dicho, se cerró todo; entendí la Regla como el

testamento; lo dejé en manos de la Iglesia.

En principio me sentí confundido, un poco perdido, pero

pronto vino la luz. Recordé que Jesús dejó todo en manos de

la Iglesia; su Evangelio, su Enseñanza; también quiero dejar

todo en manos de la Iglesia; esta Iglesia que quiero tanto; soy

su hijo más pequeño.

Ya sentí que el tiempo estaba por llegar, también me sentía

cansado; ¿qué cosa?, ¿cansado en la obra del Señor?

Pero era verdad, me sentía agobiado; puse demasiado de mi

parte: mi ansiedad, mis apuros, hasta mis metas, ¿para qué?,

¿para sentirme agobiado?

Borra, Señor, lo mío, y que sea sólo Tuyo.

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6. LA ULTIMA CENA

Después de escribir la Regla me quedé más tranquilo; como

si algo hubiera culminado en mi vida.

Pero, cuando algo termina, comienza otra cosa; y yo que

siempre estaba inquieto, no podía vivir sin hacer nuevas

preguntas. La Regla me daba tranquilidad; ahora había que

respetar la ley. Para nosotros, había que cumplirla así, como

hasta ese día, cumplíamos el Evangelio.

Jesús decía que quien cumple y enseña a cumplir será

grande; quien no cumple, será considerado el más pequeño.

Él lleva la Ley a la plenitud, dándole el corazón, dándole la

Vida, el Amor, la Libertad del Espíritu.

Me quedé pensando en la libertad; yo siempre luchaba por

ella, toda mi vida era una permanente lucha; es porque nunca

me sentía libre.

Pero ahora, ¿me siento libre?

Es que, si lucho por la libertad, debo respetar la libertad de

mis hermanos; no los puedo presionar.

Por desgracia, a veces imponía, es porque no fui libre.

¡Qué misterio!, si uno es libre, no va a oprimir a nadie; y por

dar libertad, nos encontramos con el sí de los hermanos.

Hay que esperar y ser paciente; pero eso apenas lo veo con la

Luz del Señor, no es lo que sé practicar.

Quiero defender la libertad de mis hermanos, que sean libres

de corazón, por eso debo retirarme.

“Sí, Francisco, debes retirarte, pero esta vez retírate en paz,

no te apures, quédate un tiempo como un hermano más, en

silencio, al costado de todos; ¿sabrás hacerlo, Francisco?”,

me preguntaba a mí mismo.

Pasé un tiempo que me costaba mucho, las cosas no iban

como yo pensaba; pero, ¿quién era yo para juzgar?

Sufrí mucho, porque yo, imperfecto, buscaba la perfección

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de mis hermanos; y por dentro me moría.

No sabía callarme; me costaba mucho enfrentar toda clase de

faltas de comprensión, de respeto, de amor; me sentí como el

padre fracasado de una familia. Hasta se me ocurría entre

mis confusiones, si no sería mejor casarme, vivir en el

mundo; por lo menos ganaría mi vida. Estas dudas las

compartí con Clara, y ella me dijo sólo esto: "Francisco, si

crees que serás feliz, haz lo que te diga tu corazón". Me

sorprendió la respuesta, y fue para mí el principio de la

calma.

Era claro que debía retirarme, pero como siempre en mi vida,

no sabía hacerlo solo; por eso el mismo Señor lo arregló.

Fue entonces cuando las cosas de mis hermanos entraron en

crisis, y yo me encerré por la enfermedad de mi madre; fue

una gota más que rebasó el vaso.

Yo deseaba esa despedida; nos reunimos todos los hermanos,

en Porciúncula. Luego de los cantos que solíamos cantar por

las tardes y las noches, nos lavamos los pies unos a otros.

Nuestro hermano sacerdote celebró la Santa Misa, y yo leí el

Evangelio. Meditamos las palabras que Jesús nos transmitió,

eran las mismas que dijo Él a sus discípulos en el Cenáculo.

Esa noche salí, me acompañaron sólo unos hermanos, porque

así acepté; todos nos quedamos tristes.

Yo miraba a Porciúncula, bien iluminada por la luna y los

ángeles; me quedaba cada vez más lejos.

¿Otro camino más, hacia dónde? Parece que Jesús ya me está

explicando todo; ¿qué será de mis hermanos?

Ya era tarde, y no me atreví a pasar por San Damián para

despedirme de mis hermanas y de Clara; que el Señor las

bendiga.

7. SÓLO TU, SEÑOR

Sentí que no me quedaban muchos años por vivir aquí en la

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tierra, mi salud estaba muy gastada, mi cuerpo apenas

llevaba al espíritu.

¿Qué manera de pensar? Es como si la vida no hubiese sido

al revés; es que mi espíritu estaba cansado.

Mientras uno sigue luchando en la vida, saca las fuerzas que

puede, y que no puede sacar; pero llega la hora de justicia, y

nos quedamos con nuestra realidad, con la debilidad

desnuda.

Sí, me sentía como un árbol caído nuevamente, y todavía

más golpeado. La vida casi instintivamente me llevaba otra

vez a la soledad y a las piedras; el Señor me llevaba.

Recordé a Jesús en el huerto de olivos, no sé, ¿por qué tanta

similitud con Él?, ¿por qué tanto me inquieta ver los pasos,

como si fuesen del mismo Jesús? ¿O es que el Señor está, y

me inspira? Si después de mi conversión quise ver mi vida

crucificada con Jesús, esta vez la cruz se me avecinaba, ya

estaba tremendamente cercana; y yo con mis miedos y con

mis dudas.

A mí me parecía que estaban vencidos mis miedos, pero no

es así, mi cuerpo tiembla, mi espíritu vibra asustado.

Esa vez nuevamente volvieron mis sombras negras, comencé

a ver los seres oscuros, volví a estar peor que antes.

Una vez, le pregunté a Jesús, ¿por qué Él no venció en mí,

esas vivencias de una vez para siempre?

No me contestó; pero sentí que no debía preguntar más.

A lo mejor, tenía en cuenta el tiempo oscuro que me

esperaba ahora, o es que mi vida necesitaba luchar y luchar,

y si no hubiese luchado, no habría sido mi vida.

Mientras estuve con mis hermanos luché por muchas cosas,

pero estas luchas parecen más tremendas.

Por un tiempo me hacían olvidar de los hermanos, de la

realidad que antes me preocupaba; ahora estaba inmerso en

mí mismo, en mi guerra a vida y muerte.

Cómo me gustaría llamarlos para que me acompañasen.

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En aquel tiempo ni siquiera vi la compañía de mis hermanos

cercanos; y pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de

que el ángel de la paz no me abandonaba ni por un instante.

Por algo, el Señor quiso que viviese ese tiempo; después de

pasarlo, sentí que era la hora de mi muerte; la vi claramente,

y también la vio mi Señor; así comencé a recuperar la paz.

Pasaba el tiempo, lo viví orando, y oraba viviendo.

La oración era el pan de cada momento. El Señor me dio la

gracia de ver a Jesús, lo vi en mi vida, lo vi en cada paso, me

sentía cada vez más crucificado con Él, me sentía su

hermano menor. Mi vida fue crucificada, pero estaba en paz.

Sin embargo, hubo cosas que me perturbaban, las sentía muy

pegadas; veía lo que pasaba entre mis hermanos, me pesaba

el juicio del Pueblo.

Mi Pueblo me juzgó, y mis hermanos se fueron cada uno por

su lado. Mi Pueblo me juzgó como un loco, un perverso, y

todavía vivía mi madre perdida.

Bueno, todo había que aceptar; mi Pueblo me crucificó; aún

encontró los motivos, y sus medios.

¿Y la Iglesia? ¿Qué esperar en esa situación?

Yo estaba lejos de todos, y mis hermanos se fueron cada uno

por su lado; ¿qué esperar?, críticas, críticas justificadas; fui

aquel que llevó por mal camino a muchos que de buena

voluntad buscaban al Señor; los engañó por ser exagerado.

Y no podía decir nada, no podía explicar; tampoco encontré

palabra; ¿y quién me escucharía, y quién me comprendería?

Me quedaba el silencio; sólo quedaba callarme, y la oración

que me salvaba de la tristeza aguda; es que el Señor me

salvaba de la tristeza.

Hubo también un tiempo de dudar si todo tenía sentido; pero

el Señor me limpiaba de esas dudas muy prontamente; sólo

me hacía ver que era el tiempo de sufrir, y que era justo pasar

esa cruz.

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Volvía a reflexionar muy seguido en la muerte de Jesús: allí

estaban sus amigos muy cercanos, estaba su madre, frente a

tanto desprecio y abandono; esto me consolaba, me calmaba.

Ya el tiempo no es tan lejano, ya casi no puedo caminar, sólo

puedo hacer algunos pasos con la ayuda de mis hermanos, ya

casi no puedo comer; pero hay claridad en mi mente, y el

corazón sufre como nunca, y a pesar de todo, hay paz.

Mis hermanos me miraban, me entendían; es porque ellos

comprendían todo.

La muerte vino como un ángel. En el último tiempo estaba

en coma, y mi espíritu contemplaba al Señor. Mis hermanos

me veían en éxtasis.

Cuando moría, estaba al lado mi madre, su espíritu, porque

murió antes que yo, y murió por mí; estaba el hermano a

quien más amaba; estaba Clara, Ella también debía estar.

Moría en una cueva, entre las piedras.

Cuando se separaba mi espíritu del cuerpo, movió las piedras

en ese día de sombra. Mi madre, Clara y mi amado hermano

reconocieron el momento de mi muerte; y Clara fue a decirlo

a mis hermanos.

8. CLARA

Me acuerdo de ella cuando un día, vino a Porciúncula; pidió

quedarse con nosotros, porque sintió el llamado del Señor.

¿Y qué pudimos hacer contra el Señor?; la aceptamos sin

palabra; desde entonces supimos que en ese llamado hubo

algo grande.

Contemplé los ojos de Clara y leí el corazón puro, entregado

al Señor, que había venido al mundo para entregarse una vez

más; este corazón tenía el instinto de entregarse a Él, cuanto

antes.

Me parecía un espíritu conocido, ¿de dónde, desde cuándo?;

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¿por qué tantas preguntas?, si los dos partimos del Señor, en

Él están nuestras raíces.

Los dos nos encontramos en el camino del Señor, porque Él

nos hizo encontrar; quiso que caminásemos juntos, por lo

menos en una parte de las vidas.

El Señor quiso hacernos crecer, uno al lado del otro; los dos

íbamos entregando las vidas, día tras día; y por encima de

todo, crecíamos en el amor hacia Él.

La cercanía significaba respeto, la presencia era lucha y

crecimiento; de otra manera no hubiésemos podido crecer,

así como crecimos, ninguno de los dos.

¡Qué misterioso!, para que creciésemos en la entrega al

Señor, Él nos puso a los dos en el mismo camino.

Nuestro amor hacia Él iba pasando de este mundo al mundo

del Señor; transformando lo humano en lo de Él, superando

miedos y dudas, liberándonos de nosotros mismos.

Él nos puso en su camino, para que pudiésemos entregarnos

a Él plenamente; no fuimos obstáculos, pero sí, guerra,

gracia y bendición; ella para mí, y creo que yo para ella.

El Señor puso la luz para nuestra Orden en el corazón de

Clara; ella sabía verla, y sabía comprenderla todo el tiempo,

también en la hora de la crisis; sabía ver lo del Señor más

allá de la crisis.

Era una de los pocos que creía durante los tiempos de la

guerra, por eso era casi la única que sabía hablarme, cuando

yo estaba casi perdido, totalmente desesperado; sabía hablar

con el corazón, por eso llegaba.

Quiero dar gracias al Señor por ella, por aquellos tiempos

cuando nadie sabía llegar a mí; sólo ella sabía hablar y tenía

paciencia para hacerlo; ¡cuántas veces levantaba mi espíritu!

Ella creía siempre, creía en todo, su fe era tan fuerte, que me

levantaba; ella sabía hablar con el corazón para hacerme

resurgir de mis oscuridades.

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La muerte arregla muchas cosas, se calman; se arregla todo.

Luego, hay más tiempo para buscar comprensión, mientras

tanto el Señor hace lo suyo, lo justo. Todo comienza a volver

a su lugar, y como es del Señor, debe volver como Él tiene

pensado.

Nunca pude comprender el cambio que vivieron todos luego

de mi muerte; es que mi vida siempre estaba en las manos

del Señor, por eso tenía su lógica.

Después de mi muerte todo cambió; mi Pueblo se calmó, y

no sólo esto; mi Pueblo comenzó a ver todo de modo

diferente; ¿y por qué? Porque el Señor lo quiso así.

Ya no era más un loco ni un perdido; mi Pueblo comenzó a

aceptarme con respeto, hasta comenzó a comprenderme.

Me pregunté, ¿cómo era posible que todo cambiase así?

Es porque el Señor obraba como quería.

El Pueblo quiso recuperar mi cuerpo, que volviese a Asís.

¡Qué extraño! ¿De veras había cambiado tanto mi Pueblo?

¿De veras se había convertido, o sólo tenía sus motivos?

¿Y mis hermanos? Ellos necesitaban su tiempo; muchos se

fueron y no volvieron, otros necesitaban tiempo, necesitaban

luz; todo iba a venir.

Eran demasiadas cosas que vivieron en medio de la

confusión casi permanente; es como si el Señor les pidiese

demasiado. Sufrieron mucho, quizás más que yo, buscaban

soluciones por su cuenta, sin esperar con paciencia el tiempo

del Señor.

Decía Jesús: "heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas del

rebaño". (Mt. 26,31b) Mientras yo iba muriendo, mis

hermanos estaban perdidos; pero era el tiempo que

necesitaban pasar.

Fue el tiempo cuando se cuestionaba mucho la Pobreza, en

consecuencia, la hora de cuestionar la Sabiduría del Señor; la

Orden estaba en crisis, porque se movían los fundamentos.

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Clara volvió a defender los ideales, frente a las presiones de

mis hermanos y de la Iglesia. Ella supo expresar la Sabiduría

del Señor, dentro de la Pobreza del hombre, enfrentando a

los sabios y prudentes; como siempre, ella se expresaba con

el corazón.

Es verdad que nuestra Orden nunca supo defender los

valores que Jesús nos dejó como herencia; por eso, llegamos

donde llegamos; los ideales quedaron como los sueños, hasta

otros tiempos. De todos modos, los sueños volvían como se

vuelve a un fuego no apagado del todo; si no siempre

alimentaban a mis hermanos, eran para otros; para tantos

hermanos en el mundo, para tantos que no están en nuestra

Orden.

El Señor suscitó al Espíritu de la Pobreza, de la cual brota el

Espíritu de la Sabiduría; los que recibieron al Espíritu de la

Pobreza, están en el camino hacia la Sabiduría del Señor.

Él puso a Clara al lado del Fuego de la Pobreza, y ella la

defendió hasta la muerte; vivió hasta que surgieron aquellos

que supieron entregar sus vidas por los ideales que Jesús nos

había encomendado.

Vinieron otros hermanos retomando nuestra responsabilidad,

y el Señor los bendecía, como nos bendecía a nosotros.

9. VAYAN A TODO EL MUNDO

Y les dijo: "Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva

a toda la creación". (Mc. 16,15)

Nuestro llamado surgía en la Iglesia; así fue del principio,

aún, cuando no supimos cómo hablar con la Iglesia sobre los

ideales que el Señor despertaba en nuestros corazones; por

eso, la misión está más allá de nosotros, y más allá de nuestra

Orden. Lo que Jesús hizo por medio de nuestras pequeñas

luchas, fue el bien para la Iglesia, y eso es lo que importaba.

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No me interesó una Orden espléndida, con muchos triunfos,

ni con eficiencia evangelizadora; en cambio, me inquietaba

si lo que hacíamos servía bien a la Iglesia; y lo que Jesús

hizo de nuestras vidas, fue más allá de nuestra Orden.

Nuestra Orden fue conflictiva, cuestionada, de pobreza hasta

espiritual, de desorden frecuente; tenemos pocas cosas para

gloriarnos, pero es cierto que el Señor nos ponía para ir

arreglando a la Iglesia, aún despertándola; son esos misterios

que es mejor no comprenderlos.

La Iglesia vivió un Gran Pentecostés; volvían los ideales para

ir a todo el mundo; el mundo se abrió, se agrandó la tierra;

Jesús entraba por las puertas abiertas a nuevas tierras.

Se vivió en la Iglesia una primavera, con mucha esperanza,

que el mismo Señor alimentaba. La Iglesia se hizo joven, la

Vida se hizo fresca, alegre.

Salieron los misioneros a todo el mundo, ya sin armas, con

sólo la Paz de Jesús. La Iglesia llevó el Amor en recipientes

de barro; quiso llevar el Amor a todos: a los pobres, a los

desdichados; entonces, ¿qué esperar más, después de tantas

cosas del Señor, que puede abarcar la vida de un pobre?

Recordé nuevamente el encuentro con mi padre, después de

tanto tiempo; era urgencia de mi corazón, y era necesidad del

corazón de mi padre. Pasaron tantas cosas mientras tanto en

nuestras vidas; siempre me parecía que por el Evangelio se

debían enfrentar y aguantar muchas cosas; Jesús hablaba de

los hijos contra los padres; hoy, las cosas parecen distintas,

pero en el medio están los siglos; esos siglos separaban, esos

siglos están preparando nuevos encuentros.

¿Qué pasará con la humanidad tan dividida? ¿Se encontrarán

los hijos con el Padre? Creo que sí, que el tiempo está por

llegar. ¿Acaso no son suficientes las cosas que pasan a los

hijos en este mundo? ¿O todavía deben aprender más?

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Ojalá pronto nos encontremos como hermanos en la tierra

hermana, y como hermanos levantemos los brazos en la

misma dirección, hacia nuestro Padre.

Yo hablaba del Señor nuestro Padre, me urgía el corazón

expresarme; porque buscaba la reconciliación. No sé cómo

hablaría del Señor, si no hubiese vivido lo que sufrí por mi

padre. Supuestamente no me expresaría de tal forma ni con

tanta insistencia, tampoco me hubiesen entendido como me

entendieron. Hoy agradezco al Señor por mi reencuentro con

mi padre, pero quiero dar gracias hasta por el desencuentro

con él, si es que sirvió para ser Tu voz, Señor, en la historia.

De todos modos, recién hoy, después de mi reencuentro con

mi padre podría hablar del Señor, Padre de toda la Creación;

hoy mi corazón resonaría distinto.

Predicando, quise sembrar la presencia del Padre en todas

sus criaturas, que todos se sintiesen hermanos de corazón,

entre la Creación hermana. Presentí que, al hablar de

corazón, se realizaba lo dicho por la Gracia del Señor, sentí

que, en mi palabra, que no era mía, el Señor creaba la

hermandad. Pero como me faltaba mi padre, la hermandad

aún no era completa; ahora sí, se cumple lo que debía

cumplirse; es como si mi predicación en el Nombre del

Señor, recién hoy recuperase la fuerza. Si es así, que sirva

para el tiempo de hoy, que necesita aún más, la Presencia y el

Amor del Padre.

Jesús vino a sanar a los leprosos; los sanos recuperan la

dignidad de hijos, vuelven a la familia como hermanos, en

medio de las alabanzas a Dios, nuestro Padre.

Después de tantos años, sigo convencido de que todo pasa

por el beso al leproso; por ver a Jesús en él, y ver a Jesús en

el que le da el beso. Es un modo aceptado por Jesús para

sanar al leproso, y para sanar nuestro corazón.

Hoy quisiera anunciar a este Jesús a todo el mundo.

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Aún pensé si hubiese podido predicar el Evangelio sin la

experiencia con el hermano leproso, como gracia del Señor,

sin ese beso silencioso, de corazón. Después me parecía que

predicar el Evangelio y besar al leproso era lo mismo.

Era un día que anticipaba la tormenta, hubo viento y nubes,

el aire estaba lleno de peso y calor. Me sentía en medio de

esa tormenta una vez más; pero mi corazón estaba lleno de

Jesús, pues, llevaba en mi corazón el beso a los leprosos;

estaba dispuesto a pronunciar la Palabra de Jesús, inspirada.

Otra vez quise ir al mundo entero con la Buena Nueva de

Jesús; sentí al Espíritu en la tormenta, y lo sentí más aún en

mi corazón.

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CONCLUSION

Quizás alguien pregunte, ¿por qué me he decidido a volver y

hablar? Ya lo he dicho al comienzo de mi palabra.

Podría ocurrir que el verdadero motivo vaya a descubrirse

con el tiempo; como mi vida siempre ha estado en manos del

Señor, Él tendrá sus motivos y sus tiempos.

Mientras vivía, fui fascinándome por san Benito, traté de

comprender su tiempo, su misión; intentaba intuir cómo el

Señor en aquellos tiempos preparaba a su elegido, porque la

Iglesia lo necesitaba.

San Benito, inspirado, vuelve al Evangelio, busca inspiración

para recuperar el sendero que Jesús había trazado con sus

discípulos; fue su deseo más ardiente, que le llevó su vida.

Luché por la misma causa, porque el Señor me inspiraba.

Nos separan tiempos, distintos modos de expresión, pero el

fundamento es el de siempre; y me pregunto: ¿qué tendría

previsto el Señor para hoy? ¿Surgirá un nuevo elegido, para

comenzar una vez más, buscando el camino de Jesús?

Su discipulado está muy cerca como inquietud, como deseo;

y está lejos, si somos sinceros, por lo que falta cumplir, para

ser fieles a Jesús.

¿Qué podrá hacer el Señor en este tiempo, en el que la Iglesia

tanto necesita su Salvación?

¿Vendrá un elegido más para arreglar la Iglesia? ¿O vendrá

un nuevo Juan el Bautista, para anunciar la venida de Jesús?

¿O será uno y otro, y quizás el mismo?

Que el Señor bendiga a mis hermanos que siguen buscando

la inspiración, que no se cansen en los caminos llenos de

gracia y felicidad; que el Señor los bendiga.

Sarandí de Yí, 14 de setiembre de 1992

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PREFACIO 3

I. EN ALABANZA DE CRISTO. AMEN. 7

II. MI PASO POR ASIS 13

1. Aquí soy un extraño 13

2. ¡Asís, cómo te quiero! 16

3. Entre Clara y mi madre 18

4. Volví a la casa de mis padres 20

5. El Señor es mi Roca 25

6. La raíz sostiene el árbol 28

7. Porciúncula 31

8. El tiempo muy difícil 35

9. Volví a despedirme de Porciúncula 38

10. Mi retiro 30

11. Volví a orar y llorar 43

12. Despedida 46

III. JESUS EN MEDIO DE MI TORMENTA 49

1. Un eterno llamado 49

2. ¿Qué hacer de mi vida? 52

3. Hablo de la crisis 55

4. Volví al negocio 58

5. Vivir sin rumbo 60

6. La capilla de san Damián 63

7. ¿Qué hacer? 65

IV. UN CAMINO ABIERTO DEL SEÑOR 69

1. El camino abierto 69

2. Entre demonios y sombras negras 72

3. El primer tiempo 75

4. El seguimiento a Jesús 78

5. El desprendimiento 81

6. Vivir según el Evangelio 84

7. El canto a la libertad 86

8. El Fuego de Jesús 89

9. Paz y Bien 91

V. HERMANOS MENORES DE JESUS 95

1. Nuestra misión 95

2. Que sean uno 98

3. Anunciamos la justicia 101

4. La Iglesia 104

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5. La Regla 106

6. La última cena 110

7. Sólo Tú, Señor 111

8. Clara 114

9. Vayan a todo el mundo 117

CONCLUSION 121