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Que te pasa papa

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…Así que no busquemos aquí lecciones ni solución alguna a cómo resolve los desencuentros con la discapacidad.Esto es sólo un homenaje a Clara, a su tremendo esfuerzo por vivir en un mundo que se le hace muy duro. Mi único deseo es agrandárselo para que realmente pueda acabar estando a su altura.…Fue gracioso cuando Katia nos dijo que era de Rusia pero que era española de toda la vida.Al poco nos preguntó por Clara. Que de dónde era ella pues notaba que el castellano tampoco se le daba nada bien.

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antonio fernandez

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© Antonio Fernández

Edita:

I.S.B.N.: 978-84-15649-86-1Depósito Legal: V-591-2013

Impreso en España

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.

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Este libro dejó de escribirse en septiembre de 2011. Todo lo ocurrido después es agua pasada.

También en ese año, en ese mes, en uno de sus días (bien pudo ser el 17),

junto al libro y otras cosas que seguro nacieron resulta que algo importante, sobre todo para mí,

quiso seguir viviendo. Pero eso es otra historia.

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a Mar, a Clara,

de orillas para dentro.

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Todos los comienzos son erráticos. El paso del tiempo

posee la magia de ir enderezando los pasos.

Lamentablemente también es él quien los olvida.

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Hará unos dos años de la primera sensación borrosa que tuve para animarme a escribir esto que todavía sigue inventándose aquí dentro y empiezo a darme cuenta de que no parará jamás. De una manera u otra seguirá creciendo al no tener ni un formato al uso ni una idea clara de los tiempos, ni por supuesto la frase perfecta para el último párrafo. Terminará porque necesitamos que eso suceda de vez en cuando, porque es bueno tomar oxígeno en según qué momentos o porque urge a veces pararse y contar al revés desde diez para que la tierra no se nos trague. Se acabará como se apagan al dormirse los sonidos del aire y las piruetas juguetonas de los delfines, falsas treguas que tras la noche siempre acaban reiniciando su viaje.

En ese entonces tomábamos algo frío en una terraza junto al colegio que luego sería el Jean Piaget, en Zaragoza, y se encendió la chispa. Mónica lleva también a uno de sus hijos allí y con ella conversábamos en los comienzos de un verano que se antojaba ya muy caluroso. Ella de primeras es pelo naranja que a Clara le apasiona, luego y sobre todo humor amable y amiga. Nos une también algunos años en la misma asociación y parecidos miedos. La misma suerte que cada uno recorre como puede.

Y hablamos de muchas cosas, entre otras de lo que habían crecido nuestros hijos y de lo que habíamos aprendido con ellos. Mirábamos en la distancia al vértigo de los primeros días, a las semanas enteras sin

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dormir que se precipitaban arrollándonos no sabiendo cómo íbamos a despertarnos en la siguiente. Vimos aquello como la nebulosa que marcó todo un nuevo principio de supervivencia. Necesitábamos reinventar en el día a día el esquema mental que se había triturado y la base sobre la que cimentar los nuevos mandamientos. Nos contábamos cómo pasamos del sufrimiento repentino a ir aceptando la situación dando forma a lo que en un principio no tenía ninguna lógica.

Los niños estaban bien atendidos y eran felices, íbamos viendo maneras de conseguir subvenciones para orquestar terapias y atenciones especializadas. Tenían su propio campamento de verano y rehabilitadores particulares que les ofrecían a domicilio prestaciones individualizadas. Los llevábamos a un colegio con piscina y lloraban, reían y cagaban como todos los de su misma especie.

Mónica reflexionaba sobre estas cosas y con años de aprendizaje a sus espaldas nos reprochaba con razón que si algo estábamos haciendo mal era no compartir nuestras cicatrices con la gente que empezaba de nuevas y se encontraba tan perdida y paralizada como en su día nos pasó a nosotros. Que podíamos hacer algo más.

Pensé en este libro cuando volvíamos a casa después de aquella conversación. Se trataba de atrapar estos años y repensarlos sobre el papel y la memoria, la sorpresa y la rabia, el desencuentro y el olvido.

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Necesitaba oírme detrás de las palabras, debajo del hueco que dejan los ojos cuando caen al vacío y ver si alguien pudiera aprovecharse de semejante viaje.

Mi cerebro se precipitaba más rápido que mi memoria y ya advertía que aquellas filantrópicas ideas nada tenían que ver con la mirada más reflexiva que al final siempre acabas haciendo de tu propia realidad.

Así que no busquemos aquí lecciones ni solución alguna a cómo resolver los desencuentros con la discapacidad.

Esto es sólo un homenaje a Clara, a su tremendo esfuerzo por vivir en un mundo que se le hace muy duro. Mi único deseo es agrandárselo para que realmente pueda acabar estando a su altura.

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Normalmente a los médicos que tratan a Clara les ponemos el apelativo cariñoso de

primos. Esto con el tiempo nos ha permitido insultarlos con algo más de naturalidad. Al fin y al cabo todo se queda en la familia.

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Era temprano y se veía un sol radiante desde la ventana. No sé por qué carajo estaba de buen humor ni recuerdo tampoco si desayuné algo ese día nada más levantarme.

Aquella mañana fui a visitar a nuestra prima por un asunto de bastante interés para Clara.

Fue entrar y verla allí sentada. De bata larga con botones en la melena, bigotes amarillos que se salían de las manos y falsas palabras debajo de las uñas elevando la voz sin estatura ni alimento. Y detrás unos huesos atados a la silla y delante dos ojos tropezándose solos sin mirarse, como si acabara de terminarse la primavera.

Ese día tenía clara la estrategia. Nosotros le queríamos poner a Clara un theratog, lo probamos con ella el verano pasado y entendimos que era un buen corrector postural. Sus caderas rotaban mejor y sacaba los pies hacia fuera ganando mucho en equilibrio y seguridad. En el colegio lo comentamos consiguiendo todo el apoyo y algo más de optimismo, incluso las fisios se apuntaron a aprender cómo colocar el complicado traje para que allí lo pudiera llevar más a menudo.

Sólo había un pequeño problema económico y es que la tontería rondaba los mil euros. Demasiado dinero si tenemos en cuenta que se trataba de uno de esos juguetes que Clara nunca hubiese querido que le regalasen por navidad.

Unas semanas atrás fuimos a visitar a nuestra prima para convencerla. También con la esperanza de que

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conociera el producto y estuviera un poco al día. Pero ni lo uno no lo otro. Sí que había oído hablar algo de esto que le contábamos, pero sentenció que el twister de toda la vida tenía la eficacia probada y además, lo verdaderamente positivo, era que esta prótesis estaba subvencionada. Intenté hacerle ver que se trataba de un material mucho más cómodo y manejable, sin elementos duros unidos a botas ni a cinchas, y que no corría tanto peligro si en algún momento llegaba a caerse. Se lo contaba y su rostro permanecía inexpresivo. Puede que estuviera escuchando pero no me miraba.

Y la cosa quedó en no. De ese día guardo también otro recuerdo esperpéntico. Estaba sentada nuestra prima manejando nerviosamente un libro y sus ojos iban del texto al recetario y viceversa. Lo miré de reojo, eran sólo hojas pegadas y ennegrecidas. Descubrí que se trataba del famoso listado protocolario que inmortalizaba todo aquello que cubría en ese momento la Seguridad Social. Por curiosidad le pregunté que cada cuanto tiempo se actualizaba esta fuente del saber pero no me lo supo decir. O no quiso.

Pude comprobarlo en la ortopedia al poco tiempo. Cuando fui a encargarlo, el theratog que no el twister, con mi dinero que no con el de la Seguridad Social, le hice la misma pregunta a la dueña con la que tenía más

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confianza pese a ser la primera vez que la veía, y le pedí que me enseñase el famoso libro de los oscuros códigos. Con perplejidad comprobé que sus precios todavía estaban es pesetas llevando como llevábamos diez años ya en este nuevo milenio.

Como digo tenía clara la estrategia ese día. Con ayuda del ortopeda me había hecho con unos cuantos códigos colaterales al twister y tenía que utilizar cualquier artimaña para conseguir que los anotara junto al único que habíamos conseguido arañar en la anterior visita.

Incluso le agradecí que me recibiera. La cosa parecía ir bien hasta que apareció nuevamente el no. Está claro que no supe crear el ambiente adecuado. Yo sabía que este azar no dependía de casi nada y menos de mí. Además iba prevenido asumiendo que podía pasar cualquier cosa.

Y la cosa pasó. Le incomodó que alguien como un ortopeda le recordara que un twister sin cinchas no es nada, o sin las botas especiales sobre las que debe acoplarse para que todo ajuste mejor. Le incomodó que hubiera ido a la hora del almuerzo o no le incomodó nada y era simplemente ella en su pleno esplendor.

Aunque sí matizó cierto sonrojo al ver mis ojos detenidos en el libro que sus manos inútilmente intentaban tapar, mostrándome los importes de los productos casi borrados en una moneda que ya no era la nuestra. Como si estuviéramos en el siglo pasado.

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Hay cosas que cuando pasan te cambian la vida.

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De pronto amanece un día y todo cambia de gravedad. Nada pesa lo mismo, aristas que nunca habías sospechado que estaban allí se te aparecen ahora deshaciendo geometrías fáciles de reconocer rellenando el espacio para luego caerse como plumas de plomo hasta tus pies.

Nada mide lo mismo, cuando eso pasa la distancia entre dos puntos acaba pareciéndose más a una eterna suma de círculos concéntricos, como la literatura primitiva de Cortázar, pasando las páginas de delante hacia atrás, de atrás hacia más hacia atrás, hacia delante hacia delante.

Pero sobre todo si te ocurre algo que te cambia la vida nada importa lo mismo. Lo que era prioritario se hace transparente o simplemente desaparece. A lo urgente no le queda otra que esperar la cola del metro en hora punta o recular y regresar andando.

O eso crees en ese momento. Releo las notas que empecé a escribir unos días

antes del nacimiento de Clara y que llegaban hasta sus primeros meses de vida. Permanecen allí ocultas como los viejos secretos de las tumbas que nadie quiere perturbar y sólo me atrevo a ejecutar el recurrente mandato de copiar-pegar para que la cosa sea rápida.

Nada he cambiado. Lo que cambia es verlo ahora en esta distancia diminuta. Y el alma se estremece.

todo tiempo tiene su tiempo, y éste fue el tiempo de llorar.

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RECUERDOS

Semana treinta y seis de tu gestación. Empezamos. Este día ha supuesto para nosotros, para Mar y para

mí, un pequeño sobresalto: estás en alto riesgo. Nos han dicho que, de seguir la cosa así, es más beneficioso para ti no sobrepasar la semana treinta y ocho, por lo que es probable que provoquen el parto.

Está casi todo preparado. Por las noches, cuando todo duerme, mis manos avanzan temerosas por el vientre de tu madre y de cuando en cuando aparece el movimiento de alguna parte de tu cuerpo y mis manos te sienten. Sé que estás viva. Sé que irá todo bien. Otras veces, cuando el silencio y la noche hacen el esfuerzo de hablar muy bajito, he conseguido incluso escuchar tu corazón. Lento. Fuerte. Lento. Fuerte.

Es entonces cuando me abrazo a Mar. Cuando te abrazo. Y me duermo. Y sonrío.

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Nací en familia numerosa.

Siguiendo una ley no escrita no quería tener hijos,

pero como todo en la vida una cosa es lo que imaginas

y otra muy distinta lo que acaba sucediendo.