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Que no falte una oración Walter Turnbull
El festejo de la Navidad tiene tres propósitos: recordar llenos de agradecimiento el
misterio de la Encarnación del Verbo, alegrarnos en la confiada esperanza de la
segunda venida de Nuestro Señor, y sobre todo hacernos anhelar y disponernos a
procurar el nacimiento de Cristo en el mundo de hoy. El Adviento es la preparación
para que se realicen estos tres propósitos.
Entre muchas posibles cosas que hacer, yo sugeriría que no falte una sencilla
oración, todos los días, de preferencia frente al pesebre. Si encuentran o pueden
formular una mejor (que yo espero que así sea), háganla. Si por lo pronto no se les
ocurre ni encuentran nada, aquí hay una sugerencia.
Gracias, Padre bueno, porque has querido mandarnos a tu Hijo a compartir
nuestra vida para que nosotros podamos compartir la tuya.
Gracias, hermanito Jesús, porque has querido venir a nosotros, compartir nuestra
fragilidad y nuestro dolor, nos has dado ejemplo de pobreza y de servicio y a través de
inmenso sacrificio has vencido al pecado y a la muerte y nos has abierto el camino al
cielo.
Gracias, mamita María, por tu entrega, por hacer la voluntad de Dios. Por —tú
también— entregarnos a tu Hijo. Porque aceptando a tu Hijo te has hecho madre
nuestra y a través de tu propio dolor eres partícipe y guardiana de nuestra redención.
Gracias por tu «sí» a la vida.
Gracias, señor San José, que merecidamente fuiste el sustituto del Padre para el
pequeño niño Jesús y para su Divina Madre. Gracias por tu ejemplo de bondad, de fe y
de esfuerzo en el servicio a Dios y en el amor a Jesús y a María. Te admiramos y nos
acogemos a ti porque en medio de limitaciones y problemas supiste preparar aquel
portal para la llegada de tu Hijo, y conservar la serenidad y dotar a tu familia de lo
necesario, sin perder la confianza en Dios.
Gracias a todos, Sagrada Familia de Nazaret, por su ejemplo de humildad y su
testimonio de familia. Les pedimos su protección para todas las familias y los niños que
hoy se encuentran en tan grave peligro y por nuestra familia para que podamos seguir
su ejemplo.
Te pedimos, Señor Jesús, que así como naciste en aquel pobre pesebre y tu
presencia iluminó la oscuridad, nazcas hoy en nuestros corazones y tu presencia
ilumine nuestras vidas y las limpie de mal y de pecado. Te pedimos que seamos
capaces de llevarte a dondequiera que vayamos, para que nazcas también en la calle,
en el trabajo, en las escuelas, en los medios y en los gobiernos. El mundo te necesita
más que nunca, Señor. Ven a nuestras almas, ven a nuestros ambientes, ven a
nuestro mundo, ¡Ven, Señor Jesús!
Seguramente a usted Dios le inspirará una oración más adecuada, o puede usar
ésta, pero que no le falte su oración. Para eso es el Nacimiento.
Tiempo de Navidad Walter Turnbull
Sacar del desván el árbol empolvado, el nacimiento, las esferas, las series de
foquitos, los adornitos (o peor tantito, tener que ir a comprarlos); checar que las series
funcionen bien y en su defecto tratar de arreglarlas; acomodar todo: árbol, nacimiento,
series, esferas, adornitos; comprar los regalos de obligación; embellecer la casa;
confeccionar el “regalito” de la escuela; acomodar las fechas para los compromisos;
asistir a posadas y pastorelas; planear la cena (demonios, nos toca con los suegros);
soportar la velada con el patriarca de la familia; gastos y más gastos, en medio de
colas y un tránsito enloquecedor... Es tiempo de Navidad. Los niños que no se dan
cuenta de todo el ajetreo lo esperan con gran regocijo. Ellos sólo piensan en los
regalos y en los dulces. Algunos adultos (sobre todo algunas amas de casa) ya lo ven
venir con verdadero horror.
Y sin embargo lo volvemos a hacer. Año tras año. Las posadas, las pastorelas, los
adornos, los regalos y los festejos. Quién más, quién menos, guardamos alguna
ilusión. La tercera vela de la Corona de Adviento es rosa, en señal de alegría. La época
nos trae el recuerdo de buenos momentos y la expectativa de otros mejores: el
momento de encender el nacimiento, aquel hermoso concierto, la risa y el abrazo con
el ser querido, la deliciosa cena, la satisfacción del amigo al abrir el regalo que busqué
con tantas ganas, la posada tradicional con sus cantos y su sabroso ponche, tal vez
hasta una reconciliación o un reencuentro; y si somos cristianos practicantes, el
camino del Adviento, la oración junto al nacimiento y la gloriosa Misa de Navidad. Todo
ese trabajo nos ayuda a vivir todos esos momentos.
El Adviento y la Navidad son como un resumen de la vida. Esfuerzo, ajetreo,
sobresaltos, contratiempos, contrariedades... pero aderezados de buenos recuerdos y
esperanzadoras expectativas: el recuerdo siempre gozoso de que Dios quiso venir a
nosotros en forma de niño para compartir nuestra vida y la esperanza de que Jesús va
a volver a nosotros en toda su gloria para que nosotros podamos compartir la suya.
Después de todo, vale la pena arreglar la casa y organizar el festejo. Vale la pena vivir
la vida. Nosotros también vamos a recibir un gran regalo.
Tradiciones de diciembre Walter Turnbull
Curioso título se le da hoy en día a los festejos alrededor del nacimiento de Jesús:
«Tradiciones mexicanas de diciembre». «Diciembre en la tradición mexicana»,
pregonan los anuncios oficiales que enaltecen nuestro rico acervo cultural.
Las piñatas se inventaron en China y fueron después llevadas a Europa y luego
traídas aquí. Algo parecido sucede con las pastorelas, y la representación del
Nacimiento fue inventada por San Francisco de Asís en Italia por ahí del 1223.
Tendríamos que hablar de «Tradiciones católicas adoptadas en México».
Tradiciones propiamente mexicanas serían en tal caso la danza del venado, el
pulque, la Guelaguetza de Oaxaca, la divinización de los gobernantes, la conversión de
los liberales en conservadores una vez en el poder, la transformación de movimientos
libertarios en dictaduras, etc.... esas sí, nacidas aquí, aunque tengan similitudes en
otras épocas y culturas.
El hecho es que regímenes van y vienen, pero la campaña secularizante no parece
terminar nunca. He leído que alguna vez Lázaro Cárdenas, no queriendo disgustar
demasiado al pueblo prohibiendo la Navidad, trató de sustituir a Jesucristo por
Quezalcoatl: los niños mexicanos le iban a pedir juguetes a Quetzalcoatl. Ahora se
trata de que los mexicanos veamos la Navidad como una particularidad del folclor
mexicano, que igual pudo haber sido un aquelarre, un carnaval, o una pamplonada.
Vaya en nuestro descargo que no somos los únicos: sabido es que los vecinos sajones
le cantan a Santaclós y a la nieve, que no son para nada mejores que Quetzalcoatl.
Según me informé en un artículo en la excelente página ZENIT.org, un grupo del
movimiento de Schönstatt decidió hace unos años lanzar la campaña «Navidad en la
Calle», que consistía en realizar en público exposición de nacimientos o imágenes
religiosas, cantos de villancicos con mensaje navideño, obras de teatro o, mejor aún,
organización de obras de caridad a lo grande. Por cierto, también tienen una muy
recomendable página: www.navidadalacalle.org.
Algo parecido habríamos de hacer todos según nuestro círculo de influencia: en
nuestro trabajo, en nuestro barrio, en nuestra escuela... al menos en nuestra familia:
dejar bien patente que para nosotros la fiesta se llama Navidad y en ella celebramos
que Dios decidió venir a los hombres en la persona de un niño para que los hombre
pudiéramos regresar a Él.
Un pasaje de la Biblia que me encanta, y que tiene una actualidad palmaria en
estos tiempos, es aquel del libro de Samuel 24, 14: «Ahora, pues, temed a Yahveh y
servidle perfectamente, con fidelidad; apartaos de los dioses a los que sirvieron
vuestros padres más allá del Río y en Egipto y servid a Yahveh. Pero, si no os parece
bien servir a Yahveh, elegid hoy a quién habéis de servir, o a los dioses a quienes
servían vuestros padres más allá del Río, o a los dioses de los amorreos en cuyo país
habitáis ahora. Yo y mi familia serviremos a Yahveh.»
¿Diciembre en la tradición mexicana? ¡No, gracias! Celebración de los misterios de
nuestra Salvación que por Providencia Divina llegaron a nuestras tierras y
atinadamente las adoptaron nuestros ancestros. Y al menos algunos las queremos
conservar.
Vivir las posadas a lo cristiano
16 de Diciembre. Fecha oficial, según el calendario religioso, del comienzo de las
posadas. Hermosa tradición piadosa en la que se recuerda el penoso peregrinar de
María y José buscando un lugar donde dar a luz a su hijo y el rechazo de que fueron
objeto por parte de la sociedad, y se le canta: “yo te doy mi corazón para que tengas
posada”.
Originalmente se rezaba el rosario, que se fue adornando con cantos relativos a
la época, piñatas y pastorelas.
Con el tiempo se convirtió en una fiesta pagana, en un pretexto para la
convivencia, la diversión, el baile, la comilona, la borrachera, el reventón o el franco
degenere; toda una gama de posibilidades según el nivel de inmoralidad del público
asistente.
“Hoy es la posada del Viernes”, decía un locutor de radio. “Tengan mucho
cuidado, porque es en la que hay más muertitos”. Cruel realidad, terrible muestra de
decadencia moral y de pérdida del sentido del milagro de la salvación. Ahora con la
invención de las preposadas y las celebraciones de fin de año de empresas y
agrupaciones, seguramente para cuando usted lea estas líneas ya habrá una larga lista
de recientes accidentados, embarazadas, contagiados de sida, despedidos, peleados y
amancebados que nadie necesitaba y que ocurrieron bajo el efecto de la borrachera y
con el pretexto de las posadas.
Se nos presentan a los cristianos algunas alternativas:
Rendirnos ante realidad decadente y participar resignadamente en este tipo de
manifestaciones. Echar una cana al aire.
Abstenernos de asistir a reuniones degradantes y buscar sólo buenas opciones
aunque sean pocas: una pastorela edificante, una (difícil de encontrar) posada
tradicional, una convivencia con gente decente que realmente nos enriquezca, unas
pláticas sobre el Adviento, una obra de caridad especial...
Asistir sin dejarse enredar a todo tipo de reuniones y aprovechar para dar
testimonio. En la posada familiar o entre vecinos utilizar la poca o mucha influencia
que tengamos para convertirla en una fiesta religiosa; invitar a los allegados a la
pastorela, a la plática, a la obra de caridad, aunque seamos la diversión de la
concurrencia; y saber decir: “no, jefecito, yo no me presto a eso”, “no, compañeros,
yo no me embriago”, “no, señorita, no es nada personal pero yo no quiero”, “hasta la
vista, mis amigos, me voy con mi familia”... Y si la situación lo permitiera, llegar
incluso a decir: “amigos, les propongo que hagamos una oración porque estamos
recordando el nacimiento de nuestro salvador”.
24 de Diciembre
En el cuento del Gato con Botas, hay una parte en la que el gato desafía al ogro: “Si
quieres que creamos en tu poder, conviértete en un animal.” El ogro rápidamente se
convierte en un imponente león. El gato entonces va más lejos: “Eso fue fácil: el león
es un animal de tu tamaño. Si realmente quieres impresionarnos, conviértete en algo
chiquito, digamos un ratón.”
Esto me recuerda el misterio de la Encarnación.
Dios nos impresiona con la inconmensurable creación y con todas las maravillas de la
naturaleza; apreciamos su fuerza en los huracanes y en los rayos, su belleza en los
atardeceres y en las flores y en las formaciones de las cavernas, su grandeza en las
montañas y en las distancias intergalácticas y su fineza en la perfección del cuerpo
humano.
Pero la más portentosa obra de Dios, la más extraordinaria demostración de su poder
y de su grandeza, es cuando por amor a nosotros decide convertirse en la más
indefensa de las criaturas: en un niño, y en un niño pobre, y ponerse en las manos de
los hombres para más tarde morir por ellos. Es en esta generosidad desmedida y en
esta humildad radical donde Dios nos manifiesta su superioridad. La humildad es
virtud de las almas más grandes y sólo la grandiosidad infinita de Dios pudo concebir
ese nivel de humildad.
Y por cierto, en el cuento del Gato con Botas, el ogro se convierte en ratón y el gato se
come al ogro. Justamente como finalmente Dios se convierte en alimento y nosotros
podemos comernos a Dios.
No había lugar para Ellos
Cuando estaban en Belén le llegó a María el día en que debía tener a su hijo. Y dio a
luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en una pesebrera, porque no
había lugar para ellos en la sala común (Lc. 2, 6-7).
Así de escueta es la narración que nos hacen los Evangelios de la razón por la que Dios
hecho niño tuvo que nacer en un lugar inhóspito. El suceso ha nutrido la imaginación y
la sensibilidad de la humanidad durante siglos y vemos hermosas obras de arte y
costumbres que exaltan esta penosa búsqueda de asilo y el rechazo de la gente. En
nuestro país tenemos las posadas, heredadas probablemente de alguna costumbre
europea, que recuerdan esa historia y durante 9 días congregan a los fieles a dolerse
por el hecho y a ofrecer a los humildes peregrinos nuestras condolencias y nuestra
acogida, aunque sea “a toro pasado”
En realidad, la historia no dice que hayan sido rechazados o discriminados. En aquel
entonces la persecución contra el catolicismo todavía no existía. Tampoco fue
necesariamente un caso de discriminación. Lugar en la posada lo había, pero no
adecuado para ellos. Los exegetas dicen que ese “para ellos” es importante. Tal vez
había lugar para otros, pero para ellos no.
Y no es que José y María fueran muy exigentes y pidieran demasiado. Sabemos que
eran gente humilde y recia, adaptable a las circunstancias, y que finalmente se
conformaron con un pesebre. Lo que sucede es que por su situación necesitaban
ciertas condiciones especiales: María estaba a punto de dar a luz a Jesús y necesitaba
un mínimo de espacio y un mínimo de intimidad. No se trataba ni de molestar a otros
ni convertirse en un espectáculo para la curiosidad del público presente. Jesús, a pesar
de su infinita humildad, que lo llevó a “reducirse a la nada, tomando la condición de
servidor y haciéndose semejante a los hombres (Flp. 2, 6), para nacer en un lugar
necesita ciertas condiciones.
Las descripciones del lugar varían según la traducción. Se habla de “la sala principal”,
de la “posada”, del “alojamiento”, y en otra se menciona como la “sala común”. Esta
última es la traducción que más me gusta. “Sala común” me suena a lugar común, lo
acostumbrado, lo normal, lo popular. Lo común en nuestra especie, a lo largo y ancho
de la historia, es el orgullo, la mentira, la búsqueda egoísta del bienestar propio, el
conformismo, la complacencia con el estado actual… Eso es lo que se encuentra en la
“sala común”. Un “lugar común” le llaman los intelectuales a lo que todo mundo hace,
lo que en todos lados se encuentra. Jesús para nacer necesita, de parte nuestra, una
actitud de humildad, de honestidad y búsqueda de la verdad, de renuncia al propio
bienestar y de sacrificio, de afán de superación. Necesitamos tener al menos un
poquito de esas virtudes para que Cristo pueda nacer en nosotros. Y eso no se da en
la sala común.
Aunque el mensaje de salvación es para todos los hombres, para recibir a Cristo hay
que salirse de lo común.
Para que Cristo nazca Humildad
Ya he dicho yo alguna vez, meditando aquellas palabras —«Y dio a luz a su
primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en una pesebrera, porque no había
lugar para ellos en la sala común» (Lc. 2, 6-7)— que la sala común representa la
actitud común, la actitud primaria, la postura normal del hombre primitivo, lo obvio, lo
instintivo, lo que general y naturalmente se encuentra en el hombre en su respuesta
ante la llamada de Dios: el orgullo, el autoengaño, la búsqueda egoísta del propio
bienestar, la búsqueda de la satisfacción material, la dejadez. Eso es lo que
normalmente se encuentra. Y en esas situaciones no puede nacer Cristo, igual que no
pudo nacer en la sala común de la posada. Para que Cristo naciera era necesario un
lugar especial y desusado, como el portal que, aunque no tenía comodidades, tenía
intimidad y cobijo. Así, para que Cristo nazca, son necesarios atributos anormales: la
humildad, la honestidad, la renuncia, el afán de superación.
Vamos con el primero: la humildad. El instinto natural del ser animal es la
prevalencia, la ventaja sobre los demás, la superioridad respecto a los demás; el
dominio, el sometimiento, el dar la mayor importancia a las necesidades propias; el
sentirse más digno, más merecedor, más valioso; el quererse sentir autosuficiente, la
soberanía, la independencia. Es una actitud, podríamos decir, necesaria entre los
animales, para asegurar su supervivencia. Fue esa la actitud que perdió a Satanás y la
que éste infundió en Adán y Eva: “Serán como dioses”... y también los perdió.
Sin embargo, en principio, el hombre no es solo un animal. El hombre es una
etapa superior en la escala de la evolución y está llamado a alcanzar cualidades
superiores. La primera actitud que tendría que adoptar el hombre ante la grandeza de
la creación, ante el milagro de la vida y ante el misterio de Dios, tendría que ser la
humildad. El reconocernos pequeños, limitados, vulnerables, indefensos,
dependientes, indignos, incompletos, necesitados, ignorantes, incapaces de alcanzar
nuestros anhelos por nosotros mismos... todo eso. Siendo el hombre una maravilla y
teniendo que alcanzar la autosuficiencia para subsistir en este mundo, ante Dios somos
nada y nuestros anhelos de infinitud jamás podrán ser colmados por nuestras propias
facultades y recursos. Y ante nuestros hermanos, la actitud tendría que ser de
aceptación, admiración, reconocimiento a su dignidad, respeto a su persona,
solidaridad, servicio, amor igual al que se tiene a uno mismo, reverencia ante la
presencia de Dios en ellos. Después de todo, todo ser humano es también hijo de Dios.
Humildad no significa complejo de inferioridad, sino reconocimiento de la propia
situación.
Lo primero que Dios nos enseña con su encarnación y su nacimiento entre
nosotros es su humildad, al hacerse como nosotros y al hacerlo en condiciones
precarias, de necesidad, de indigencia, de escasez. Bien nos lo hace notar San Pablo
en su carta a los Filipenses: “Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con
humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando
cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tened entre vosotros los mismos
sentimientos que Cristo, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el
ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo
haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre”. La sala
común, el lugar común, lo que es común por naturaleza, es la soberbia. Para nacer en
Belén Jesús escogió un lugar sencillo. Para nacer en nosotros necesita un corazón
humilde.
Para que Cristo nazca Honestidad Walter Turnbull
La sala común, en la que no hubo lugar para José, María y Jesús al momento de
nacer, representa la actitud común, el pensamiento común, lo normal, lo socialmente
aceptado. Y en la sala común no había lugar para el Nacimiento de Jesús. Igualmente,
para que Cristo nazca en un corazón, no es adecuada la actitud común. Lo común es la
soberbia, el engaño, la búsqueda egoísta del propio bienestar, la dejadez. Lo que
Cristo necesita para nacer es humildad, honestidad, renuncia y afán de superación.
La honestidad es esencial para encontrar la verdad, que a su vez es esencial para
cualquier logro significativo. «La verdad los hará libres», afirmó Jesús, y el famoso
líder hindú, Mahatma Gandhi, predicaba la obsesión por la verdad. No hay peor engaño
que el que nos hacemos a nosotros mismos. Para realizar cualquier proyecto, sobre
todo el proyecto de nuestra persona, necesitamos reconocer nuestra situación actual,
nuestra posición en el universo, nuestras luces y sombras, nuestro adelanto en el plan
de Dios para nosotros, y conocer el estado al que debemos llegar.
Lo normal, lo común, el impulso primario es la inconciencia, la ignorancia culpable,
el autoengaño. La defensa más común ante la llamada de Dios es el refugiarse en una
serie de mentiras: que si la ciencia, que si el dinero de la Iglesia, que si la Inquisición,
que si la hipocresía de los católicos, que si las cruzadas… Otra forma de engaño es el
pasar por alto o minimizar nuestras carencias, nuestros vicios, nuestros
incumplimientos. El pensar “no puedo o no necesito ser de otra forma”. El pensar o
asumir que nuestra conducta es buena y que nadie puede indicarnos una posible área
de superación. Lo común es aceptar, defender y justificar nuestra forma de actuar y de
pensar; el andar endilgando culpas a otros; el dar por sentado que somos
suficientemente buenos, el darnos permisos, el argüir falsas razones. Incluso se da
entre ateos y agnósticos el pensar que entrarán al Cielo si al final resulta que sí existe,
porque ellos sí son buenos, y no como esos hipócritas... Qué frecuente es ir por el
mundo satisfecho de uno mismo sin detenerse nunca a evaluar la realidad. Qué fácil es
encontrar pretextos para tranquilizar nuestra conciencia. Lo más común es pensar que
ser más devoto que nosotros es fanatismo y ser menos devoto es paganismo. Es duro
buscar la verdad y generalmente preferimos cobijarnos en nuestros prejuicios.
Antes que Jesús, se presentó Juan el Bautista predicando: «Preparad el camino del
Señor. Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos. Ya está el hacha puesta a
la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al
fuego.» No hay nadie que no necesite conversión. Para que Cristo nazca en nuestro
corazón, es necesario revisarnos honestamente y reconocer nuestras faltas ante Dios,
nuestra necesidad de cambio y nuestra necesidad de su autoridad sobre nosotros.
Para que Cristo nazca Renuncia Walter Turnbull
Puede haber miles de razones para rechazar a Cristo. En el hombre existe, junto
con la tendencia a buscar a Dios, la tendencia a rechazarlo. En el fondo de cada uno
existe una repulsión a aceptar la superioridad de otro y a aceptar su autoridad. Esta se
manifestó claramente en los primeros hombres. Pero hay algunas que son más
comunes. Representan el «lugar común» del que nos habla el Evangelio, en el cual
José y María no pudieron quedarse y Jesús no pudo nacer. Estas razones principales
son: la soberbia, el autoengaño, la búsqueda egoísta del placer mundano y la dejadez,
el conformismo. Para que Cristo nazca se necesita humildad, honestidad, renuncia y
evolución, afán de logro.
El ambiente secularizado y materialista en que vivimos nos hace francamente
renuentes al sacrificio, a la ascesis, a la sobriedad. Incluso entre católicos convencidos
es considerado como una manía de antiguos santos excéntricos o de místicos
masoquistas. Quisiéramos alcanzar la recompensa en el Cielo después de haber tenido
la gratificación en la Tierra. Y sin embargo, los grandes místicos, comenzando por San
Pablo nos dicen categóricamente: «Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os
preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm. 13, 14), y dice
también: «golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los
demás, resulte yo mismo descalificado» (1Co. 9, 27). Y Jesús es todavía más tajante
cuando dice: «el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna»
(Jn. 12, 25). Y es un hecho que la enorme mayoría de los santos han padecido y
aceptado una enorme cantidad de sufrimientos y carencias. Sería muy pretencioso de
nuestra parte asumir que todos ellos estuvieron equivocados y nosotros, 2,000 años
después, finalmente descubrimos la verdadera santidad.
La realidad nos dice que siempre es necesario renunciar a algo para dar algo al
necesitado; renunciar a aquel pecado o a aquella relación que nos aparta de la Gracia;
renunciar al placer (nunca completo) que me brinda aquel vicio; renunciar —un
misionero— al confort y a la seguridad para salir a predicar el Evangelio; renunciar a
los propios instintos e impulsos para adoptar la conducta más conveniente; renunciar a
mi soberanía para someterme a la voluntad de Dios: renunciar a mis sentimientos para
conceder, o pedir, aquel perdón; como Cristo renunció a su condición Divina para
salvarnos compartiendo nuestra condición humana. Los impulsos terrenos, para
nuestro disgusto, no solo no contribuyen a nuestra superación espiritual, sino que en la
mayoría de los casos resultan francamente opuestos.
Qué tentador es descalificar a la Iglesia y a Cristo, asumiendo o inventando
historias macabras sobre el dinero de la Iglesia o las malas mañas de los clérigos y las
monjas o sobre los muertos a causa de la religión, con tal de no renunciar a nuestros
placeres, a nuestro estilo de vida, a nuestras irracionales convicciones. Y —¡Ay!—
cuántos hay que por aferrarse a sus placeres prefieren rechazar a Cristo. En el lugar en
el que María puede dar a luz a Cristo, tiene que haber algo de renuncia.
Para que Cristo nazca
Afan de superación Walter Turnbull
Continuamos hablando sobre la sala común, en la que Cristo no pudo nacer.
Representa la postura común del hombre, la actitud primitiva, lo instintivo, lo natural,
lo fácil. Representa la soberbia, la autosuficiencia ante Dios; el engañarnos a nosotros
mismos con razonamientos y pretextos para no buscarlo; el eludir a Dios por
aferrarnos a nuestros placeres, nuestros privilegios, nuestros vicios, nuestro confort,
nuestras ideas...; y la dejadez, el conformismo, la abulia.
Tentación muy común en nuestro tiempo es sentir que somos suficientemente
buenos así como somos; pensar que menos piedad que la nuestra es maldad y más
piedad que la nuestra es fanatismo; conformarnos con el nivel de santidad en el que
estamos. En vez de tratar de superarnos a nosotros mismos en la relación con Dios,
preferimos asumir que Cristo vino a poner las cosas fáciles, a rebajar los requisitos
para alcanzar la salvación. maduro, el actual tirano de Venezuela, está seguro de que
chávez, anterior tirano de Venezuela y tradicional enemigo del catolicismo, está en el
cielo y hasta le da instrucciones a Dios. Y sin embargo, cuando Cristo en el Sermón de
la Montaña dice «pero yo les digo», siempre es para elevar el nivel de exigencia.
«Entren por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que
conduce a la ruina, y son muchos los que pasan por él. Pero ¡qué angosta es la puerta
y qué escabroso el camino que conduce a la salvación! y qué pocos son los que lo
encuentran» (Mt. 7, 13-14). Y dice también: «...el Reino de Dios es cosa que se
conquista, y los más decididos son los que se adueñan de él» (Mt. 11, 11).
Dice Juan Pablo II en su Carta Apostólica NOVO MILLENNIO INEUNTE: «...si el
Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios [...] sería un contrasentido
contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una
religiosidad superficial.» Justamente con lo que nos conformamos la enorme mayoría.
El Reino de Dios exige no sólo un alto nivel de santidad, sino una disposición de
evolución permanente, de conversión diaria. El gran San Pablo, uno de los más
grandes santos de la historia, escribe a sus discípulos: «...yo no me creo todavía
calificado, pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por
delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo
alto en Cristo Jesús» (Flp. 3, 13-14).
Nacimiento
El nacimiento de Cristo que recordamos en nuestros pesebres es el resultado de
una serie de contrariedades e injusticias: Un poder humano que ordena un censo con
la única y malévola intención de mejor explotar a sus sometidos, una ley absurda que
obliga a la gente a empadronarse en su ciudad de origen (como si para pagar
impuestos no fuera bueno cualquier lugar) sin tener en cuenta los problemas que
ocasiona a la gente, un parto que llega en el momento más inoportuno, una carencia
de medios debida a una situación económica limitada, la falta de un espacio adecuado
en Belén, la falta de habilidad (así debe haberlo sentido él) de San José para negociar
alguna solución más satisfactoria... Al final tenemos un parto casi a la intemperie en
una noche fría como suelen serlo en el desierto, en el lugar más incómodo e insalubre
que se pueda imaginar para el nacimiento de un bebé. «¿Por qué a mí?» —se
preguntaría San José—, «¿Por qué no pude conseguir algo mejor?» Una situación
verdaderamente lamentable. Nosotros, hoy en día, lo celebramos emocionados, llenos
de reverencia y de ternura.
Hoy sabemos que esta aparente calamidad no era tal, sino que era la manera de
Dios de demostrarnos su humildad, el desapego a los bienes materiales y a la
vanagloria, su predilección por los pobres y los sencillos. Cristo, aunque fue visitado
por reyes, quiso nacer entre animales y entre pastores. Las incomodidades de la
Sagrada Familia eran un germen del sufrimiento redentor de la Pascua. La situación
precaria del portal fue para demostrarnos que «quien a Dios tiene nada le falta». Hoy
celebramos porque sabemos que toda esa tragedia llevaba una semilla de salvación,
porque en ese destierro Dios nos quiso mostrar su amor hasta el sacrificio.
Algo así puede pasar en nuestra vida. Para la mayoría de los hombres y mujeres
en este mundo, la vida tiene muchas noches de invierno en el desierto, tal vez
demasiadas. Pero la presencia de Jesús y de María las puede entibiar y las puede
iluminar. Todo puede ser manifestación del amor de Dios y una invitación a la
humildad. San José no era un fracasado. Todo tiene un «para qué» en los designios
amorosos de Dios. Los pastores «encontraron a un niño envuelto en pañales acostado
en un pesebre... y se volvieron glorificando y alabando a Dios.»
«María, por su parte, [guardaba silencio y] guardaba todas estas cosas y las
meditaba en su corazón.»
Fiesta de la Humildad
En estos tiempos en que la sociedad valora más que nada la autoestimas y las
vanidades, la Navidad representa todo lo contrario: es una fiesta de la Humildad.
«He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra», había dicho María
al ángel el día de la Encarnación del Verbo de Dios; una respuesta que sonaría hasta
despreciable para nuestra cultura competitiva. Y Dios, en respuesta, se pone en sus
manos como un niño indefenso, necesitado de todo.
Dios se había enamorado de la humildad de María: «Ha puesto sus ojos en la
humillación de su esclava”, y ahora “me llamarán dichosa todas las generaciones
porque El Poderoso ha hecho obras grandes en mí.”
Siempre habrá que recordarlo: Cristo participa de nuestra vida de hombres para
que nosotros podamos participar de su vida de Dios. Él, “siendo de condición divina, no
retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando
condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte
como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de
cruz” (Flp. 2, 6-8). Dios participa de nuestra pequeñez para que nosotros podemos
participar de su grandeza. Y el camino de esa grandeza es precisamente la humildad y
el servicio: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos,
y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el
que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera
ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo
del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por
muchos» (Mt. 20, 25- 28). Qué bueno fuera que los gobernantes y los poderosos de
todo el mundo vieran sus privilegios como una ocasión de servir. Dios, que es el Amo y
Señor del Universo, es ciertamente quien más sirve.
El camino de la redención y la elevación del hombre a alturas insospechadas
empieza por una humillación y una oportunidad de servicio. Empieza por Jesús, María y
José: Jesús sirviendo al hombre y María y José sirviendo a Jesús.
Que esta Navidad, al meditar ante el nacimiento, además de la ternura y la alegría
que inspira en nosotros este dichoso acontecimiento, sepamos descubrir esa humildad
y ese servicio del que Dios mismo nos pone la muestra, y podamos pedir como la
Madre Teresa: «Señor, cuando tenga hambre, dame alguien que necesite comida [...]
Haznos dignos, Señor, de servir a nuestros hermanos» (Madre Teresa de Calcuta).
Navidad es participación
Hay un himno que solía rezarse durante el Oficio de Lectura de la Liturgia de las
Horas (no sé cuándo se descontinuó). En la versión clásica del Salterio, que
afortunadamente se sigue editando, todavía aparece. A mí me parece hermosísimo
(cuestión de gustos, claro), y describe en forma magistral la indescriptible grandeza
del misterio de la Encarnación y la Navidad. Por si ustedes no lo tienen o no lo
conocen, se los comparto. Ojalá que lo disfruten igual que yo.
Palabra creadora de cósmicas grandezas,
rasgando poderosa la nada del silencio,
inmenso manantial de múltiples bellezas,
eterno resplandor del único misterio.
Palabra que, hecha luz radiante y creadora,
estalla en los abismos eternos de la nada,
llenando los espacios y los tiempos de sonora
sinfonía de ser, de amor y de esperanza.
Palabra mensajera en alas de los vientos,
meciendo cariñosa las aves en su vuelo,
llenando las montañas con rítmicos acentos
de brisas y armonías, de luz, color y ensueños.
Palabra que en delirio de amor inenarrable,
al soplo virginal y ardiente de tu Espíritu,
sin dejar un momento de ser Hijo del Padre,
naciendo de mujer, del hombre se hace hijo.
Navidad es fiesta, es gloria, es ternura, es encuentro, es compartir, es alegría, es
convivencia, es oración... pero es sobre todo participación. Para que nosotros algún día
podamos participar de la vida y la felicidad de Dios, Dios, en un “delirio de amor
inenarrable”, decide participar de la nuestra. ¡Feliz participación de la Vida de Dios!
El diablo o la Virgen
Cuando usted se propone montar una pastorela entre aficionados, a nivel
parroquial o entre vecinos, sin recompensa económica, sólo por el gusto de hacerla...
el actor más difícil de conseguir es la que representa a la Virgen.
Por principio, de la Virgen se espera que sea , si no bonita, al menos agraciadita,
y que parezca joven. En segunda, su actuación, aunque sea poca, tiene que ser
buena, porque todo lo que la Virgen dice es importante. En tercera, casi nadie lo
quiere hacer. Cuando usted reúne un grupo para una pastorela, todos quieren ser el
diablo, o cuando mucho, pastor. El ángel y la Virgen son la última elección.
Hay razones que pueden ser buenas. La Virgen en general, como ya dijimos, sale
poco y habla poco. Igual que en el Evangelio. Casi no hay parlamentos largos para la
Virgen. El diablo, en cambio, normalmente tiene parlamentos largos y exigentes,
propios para el lucimiento personal.
Pero hay otras razones no tan buenas.
Sucede que el demonio, a pesar de ser nuestro peor enemigo y querer solamente
nuestro mal, ejerce una extraña fascinación sobre nosotros los humanos. Es una
consecuencia del pecado original. Es esa inclinación al mal y a ese pasajero placer que
se obtiene cuando se practica, que la doctrina llama concupiscencia. Los malosos son
atractivos, digo yo. Y si no que lo digan los jóvenes decentes a los que les cuesta un
chorro de trabajo ligar, o las jóvenes decentes que de pronto se enamoran del vividor.
Dice el finado y maravilloso escritor José Luis Martín Descalzo que el deporte más
practicado en la actualidad es el de hacernos pasar por más malos de lo que somos.
Nos encanta presumir de malos. Y es que, efectivamente, la maldad siempre promete
un cierto grado de felicidad que para un santo es inaccesible. Promete más libertad,
menos límites, más variedad de opciones, experiencias más excitantes, más recursos
para alcanzar nuestras metas. Después de todo, el demonio es el príncipe de este
mundo. “Te daré todos los reinos de la tierra si, postrándote, me adoras” (Mt. 4, 8-9).
En los Salmos hay varias referencias a la tentación que sienten los buenos de volverse
malos al ver el éxito y el bienestar que acompaña a estos últimos. La tentación de ser
el diablo definitivamente nos llega a casi todos. Y no es que aceptemos abiertamente
la maldad. Más bien es una ingenua esperanza de poder servir al diablo y a Dios, de
poder coquetear con el mal estando casados con el bien, de poder probar el mal y en
el último minuto soltarlo y cambiar de camino antes de que nos mate.
Alguna vez le preguntaron creo que a Santo Tomás de Aquino qué se necesitaba
para ser santo. Su respuesta fue: desearlo. Efectivamente, lo primero son las ganas
de serlo. Si realmente se tienen ganas, Dios pone lo demás. El problema es que, hoy
en día, nadie tiene ganas. Ahorita nos atrae más el pecado, estamos en la etapa del
coqueteo.
Qué bonito sería que, al menos en esta época de Adviento y Navidad,
practicáramos el deporte de hacernos los buenos. Que quisiéramos ser el ángel o la
Virgen. Que pudiéramos renunciar por un tiempo a ese placercito que el pecado nos
proporciona. Tal vez el disfrazarnos de Virgen por un rato nos ayude a parecernos un
poquito más a ella toda la vida.
El día ha de llegar en que todos se peleen por ser el Ángel o la Virgen. Después
de todo, como ya dijimos, su papel es corto, pero es el más importante.
Navidad es renacimiento
Me llegan varios correos con la triste, preocupante noticia de una película —“La
brújula dorada”— supuestamente para niños, basada en un libro escrito por un
enemigo de Dios. No un enemigo insignificante como lo somos todos algunas veces
cuando le volteamos la espalda, no: hablamos de un enemigo declarado, un fanático
militante del ateísmo, que en una trilogía de libros termina presentando, como final
feliz, al hombre matando a Dios para librarse de Él.
Esto, aunque debe preocuparnos y ocuparnos, no debería extrañarnos ni tantito.
La presencia de Dios en el mundo siempre ha provocado intenciones de matarlo. Desde
el arrebato momentáneo de Herodes, hasta el nefasto fenómeno de la “ilustración”, la
masonería o el comunismo con campañas permanentes a nivel internacional. En
nuestro país con este fin se han probado balas, leyes, programas educativos... Hoy
este empeño es como una plaga extendida por el mundo que convive con la
humanidad y que brota en cualquier momento de cualquier nauseabundo agujero. Hoy
a Cristo ya no se le puede volver a matar, pero sí se puede matar su presencia entre
nosotros. Es una guerra sin tregua fuera y dentro de cada uno.
Por eso Cristo deja en el mundo una Madre que pueda seguirlo engendrando
diariamente. Cristo renace de la Iglesia en cada sacramento, en cada conversión, en
cada prédica, en cada catequesis, en cada acto de amor, en cada oración fervorosa.
Para mantenerse vivo en nosotros, necesita renacer una y otra vez en nuestro
corazón, en nuestras familias, en nuestros grupos, en nuestras instituciones, en
nuestras naciones. Por eso la Iglesia nos ofrece la Navidad.
La Navidad no es simplemente recordar con alegría aquel glorioso momento en
que Dios se hace niño entre nosotros. Es actualizar el misterio. Es hacernos el
propósito de que Cristo vuelva a nacer todos los días en el oscuro y sucio portal, en
nuestras almas pecadoras, en nuestro ambiente corrompido, en nuestro mundo
secularizado, y que igual que el pesebre se llenó de luz y de calor, nuestras vidas y
nuestro mundo se llenen de la gracia y de la luz de Cristo. No importa lo densas que
sean las tinieblas o incómodo el lugar. Cristo puede volver a nacer dondequiera que
María es recibida y un José acondiciona el pesebre.
Una cosa o la otra
Para mí una parte esencial de la Navidad son las pastorelas. Si el Adviento es como
un compendio de la vida del cristiano, las pastorelas (al menos las buenas) son como
una representación de ese compendio. Dios se hace hombre para salvarnos del
pecado; todos nosotros somos invitados a llegar hasta Él para ser beneficiarios de esa
salvación; el camino es largo y difícil, y el demonio trata, con obstáculos y con
tentaciones, de impedir que los pastores lleguen hasta el portal, donde está Jesús; los
pastores, si es que se empeñan, pueden vencer esos obstáculos con la ayuda de Dios,
representada por San Miguel Arcángel... Al final todos, transformados por lo aprendido
durante el viaje, comparten la compañía de la Sagrada Familia alrededor del pesebre
en una escena de gozo, armonía y gloria, anuncio del cielo.
Este año, como en otras ocasiones, me veo involucrado en una pastorela que, a
reserva de su más autorizada opinión, hace un buen intento por aportar algo de esta
buena doctrina al respetable público. A mí, como participante, todas las escenas me
parecen maravillosas. Les comparto una:
El demonio, como siempre, ofrece a los pastores una opción más fácil, más
divertida, más tentadora; les ofrece placer, poder, diversión, popularidad, belleza
física... El pastor guía les recuerda su compromiso de llegar al portal. Los pastores
preguntan al diablo si no pueden ir a Belén y después pasar a recoger sus regalos. —
“¡De ninguna manera!, —contesta el demonio furioso—, o escogen una cosa o escogen
la otra.”
Muy parecida es la situación del cristiano light del que todos tenemos un poco (o
un mucho). Quisiéramos llegar al cielo con Jesús pero antes quisiéramos disfrutar del
mundo y sus engaños. Y la cruda realidad parece ser que no se puede. O se escoge
una cosa o se escoge la otra. Esta época de Navidad también nos presenta en forma
concentrada las dos opciones: las posadas y las fiestas con sus desmanes, sus
excesos, sus dispendios... o la celebración en familia del misterio de nuestra salvación,
con su alegría sencilla, son sus muestras de cariño, con sus momentos de devoción,
con su ocasión de compartir con el que menos tiene, son su acercamiento a Dios hecho
niño.
Ojalá que escojamos, en esta época navideña y para siempre, seguir el camino a
Belén. Y ojalá que nos toque ver al menos una buena pastorela.
La Navidad nos pide valor
La historia de la Navidad está llena de actos de valor. Todos ellos ocurridos para
que Cristo pudiera nacer y reinar.
Valor de la Virgen María, que acepta recibir en su seno y en su vida al Salvador,
sin reparar en las molestias o problemas que esto le podría acarrear; valor para
emprender un problemático viaje para ir a servir a su prima Isabel; valor para
emprender otro viaje, todavía más difícil, ya a punto de dar a luz, para que el plan de
Dios se cumpliera y el Redentor naciera en Belén.
Valor de José, que sin importarle los comentarios de la sociedad, recibe a María en
su casa; valor para enfrentar el inconmensurable compromiso que significaba hacerse
cargo del Hijo de Dios, y de la Madre de Dios; valor para afrontar las sucesivas
dificultades que este compromiso le iba acarreando: el viaje a Belén, el buscar y
acondicionar un lugar para el nacimiento del niño, la huída a Egipto y una problemática
estancia en aquella tierra ajena...
Valor de los Santos Reyes para dejar sus cómodos palacios y emprender un viaje
de búsqueda espiritual lleno de peligros e incomodidades; valor para confiar en una
estrella, en una luz que sólo se podía comprender por la fe; valor para modificar sus
planes y desafiar la posible furia de Herodes; valor para dedicar el resto de sus vidas a
llevar a otros la noticia de su hallazgo.
Tal vez los cristianos de hoy en día tengamos que emplear un poco de valor. Para
desechar finalmente aquel vicio tanto tiempo arrastrado; para hacer un esfuerzo por
aumentar nuestras obras de piedad (oración, sacramentos, sacrificios, servicios,
lecturas) en este tiempo de crecimiento; para renunciar a ese gusto, ese placer que
nos resultaría nocivo o a ese tiempo o ese dinero que podemos emplear en ayudar al
necesitado; para recibir con cordialidad o eventualmente perdonar a aquel pariente
que nos resulta tan molesto; para participar activamente en un acto piadoso como
puede ser una posada tradicional; para animar a la familia a realizar una oración ante
el Nacimiento en la Nochebuena; para andar por ahí recordando a compañeros y
vecinos que el sentido de la Navidad es la celebración del Nacimiento de nuestro
Salvador. Y para adoptar una postura de agradecimiento, esperanza, paciencia y
preparación ante estos Sagrados Misterios en estos tiempos tan atribulados y
materialistas.
Consejos de un triunfador
La lectura de San Pablo (Carta a Tito) que nos trae la Misa de la noche de
Navidad, nos aporta algunas recomendaciones, aparentemente sencillas, como dichas
de paso por decir cualquier cosa, pero cargadas de enorme sabiduría, trascendencia y
actualidad. Son como un magistral resumen de las principales acciones que todo
hombre tendría que emprender para hacer de su vida algo significativo y, finalmente,
alcanzar su destino eterno.
Renuncien a la vida sin religión. Aunque el hombre es un ser esencialmente
religioso, la tentación de la vida sin religión es una eterna constante. Vivir sin
responsabilidades, sin mandamientos, sin obediencias, sin jerarquías, sin
compromisos, sin renuncias. Pablo ni siquiera dice: sean piadosos, sino que, consciente
de lo común y atractiva que es esta tentación —y más en estos tiempos en que el
enemigo ha abarrotado la cultura de pretextos aparentemente razonables—, nos invita
categóricamente a renunciar a ella, a la irreligiosidad.
Vivamos de una manera sobria. ¿No son buenas todas las cosas que Dios ha
creado? ¿No tenemos los hombres derecho a la felicidad? ¿No tiene el trabajador
derecho a disfrutar del fruto de su trabajo? ¿No son buenas las aportaciones que ha
hecho la civilización al bienestar humano? Tal vez, pero también la búsqueda del
placer, y sobre todo el placer en exceso, son la herramienta más utilizada por el
demonio para alejar a los hombres de Dios, sin contar con los problemas sociales y de
salud. San Pablo es claro; es mejor la sobriedad.
Una vida justa. Doctrinas van y doctrinas vienen que tratan de eliminar el
problema de la injusticia. Con más insistencia de hace unos siglos para acá, la
humanidad ha despertado a la inaceptabilidad de este terrible flagelo. Tristemente,
muchas de estas doctrinas han propuesto alcanzarla —la justicia— al margen de Dios,
o incluso haciendo la guerra a Dios, y a través de instituciones o estrategias que
intentan soslayar la realidad del pecado y las consecuencias del desempaño personal.
San Pablo ya lo aconsejaba hace muchos siglos, como una acción personal que traería
enormes beneficios a la vida propia y a la estructura social. Lleven una vida justa cada
quien.
Una vida piadosa. ¿Pero es que es necesario practicar una religión para ser bueno?
—¿Crees que por ser religioso eres mejor que yo?— preguntan altaneramente los ateos
militantes. La cultura moderna nos ha llevado a ver la piedad y la beatería como cosas
despreciables, conductas de perdedores y de ancianos, aburridas, para amargados...
San Pablo —que lo experimentó en su propia vida— lo recomienda sin ambages: llevan
una vida piadosa.
Y qué alejados de estos consejos se encuentran todos los influyentes en nuestro
mundo. Políticos, personajes de la farándula, millonarios, deportistas famosos,
estrellas de los medios, líderes de opinión... los que el mundo llama “triunfadores”,
todo el tiempo nos invitan exactamente a lo contrario.
¿Qué hacer para mejorar nuestra vida? ¿Por dónde empezar? ¿Quién nos da el
mejor secreto para la felicidad? ¿Qué cambios deberían ocurrir en mi vida a raíz de la
celebración de la navidad? Yo, a ojos cerrados, tomaría el consejo de San Pablo:
renunciar a la irreligiosidad y llevar una vida justa, sobria y piadosa. Son consejos de
un hombre muy sabio, muy experimentado, muy santo... un verdadero triunfador.
Alégrense siempre en el Señor Walter Turnbull
El tercer domingo de Adviento está catalogado como el “Domingo de la Alegría”. El
Adviento está llamado a ser un tiempo de reflexión, de piedad, de oración… y sin
embargo, en este domingo, aún antes de llegar la fiesta del Nacimiento, la liturgia nos
invita a la alegría. De hacho, cuando se tienen en la corona velitas moradas y una rosa
(es decir, una velita rosa), éste es el domingo de prender la rosa. La Iglesia nos quiere
recordar que este tiempo de reflexión y de piedad se debe finalmente a un suceso de
gran alegría: el amor de Dios por nosotros y el nacimiento de Dios entre nosotros,
participando de nuestra vida, para que algún día nosotros podamos participar de la
suya. El cristianismo, aunque reconoce la debilidad humana y el peligro del mal,
comporta un mensaje que siempre debe llevarnos a la alegría. Alguna vez escuché a
un gran predicador afirmar que los cristianos son los únicos que tienen una verdadera
razón para ser optimistas y estar alegres: saber que el mal no tiene la última palabra y
que Dios tiene un plan de felicidad para nosotros.
La postura del hombre mundano generalmente se identifica con la alegría, con el
disfrute de las cosas, con la risa, con la diversión… y tiende a relacionar el cristianismo
con la seriedad, la gravedad, la renuncia, el sacrificio, la ascesis, el sufrimiento…
cuando en realidad la alegría como la pretende el mundo se basa casi siempre en
frivolidades y en goces limitados y pasajeros, en placeres vanos, y es la amistad con
Dios, su presencia entre nosotros —que recordamos y celebramos en la Navidad que, a
su vez nos recuerda su amor, la paz que su presencia nos comunica— lo único que nos
puede dar una alegría plena y permanente. “Volveré a verlos y se alegrará su corazón
y su alegría nadie se la podrá quitar.” (Jn. 16, 22) Los hombres de mundo que han
tenido la sensatez de convertirse y el valor de reconocerlo, aseguran que su vida antes
de Cristo era festiva, ruidosa, divertida, pero triste y vacía.
En las tertulias mundanas parece que se aprecia y se vive el amor al prójimo y la
convivencia. Incluso, en ciertos ambientes, se logra un buen acercamiento con los
abrazos, los regalos, los gestos amables, los buenos deseos... y tal vez hasta haya
algún acto de perdón y de afecto sincero, pero generalmente el mundo nos orilla a
buscar la felicidad y la alegría sin Dios, solo en el festejo, solo en lo material, solo en la
convivencia (que en realidad no tiene nada de malo), solo en las cosas terrenas, sin
detenerse a ver si son buenas o malas y sin ver que son goces que no nos llevan a la
felicidad plena y eterna, como la que Dios no ofrece a su lado.
Hoy las lecturas nos vuelven a la realidad: Jerusalén se regocija porque «tu
salvador está en medio de ti, Él se goza y se complace en ti», «Él ha alejado a tu
enemigo. ¡El Rey de Israel está en medio de ti, no temerás ya ningún mal!» Juan
Bautista, que propone valiosísimas soluciones humanas, advierte: «viene uno que es
más fuerte que yo,.» Y San Pablo, con relación a la alegría, nos propone: «en toda
ocasión, presenten a Dios sus peticiones, mediante la oración y la súplica,
acompañadas de la acción de gracias.» Sólo Él nos puede dar la paz. Y termina
recordando: «Y la paz de Dios, que es mayor de lo que se puede imaginar, les
guardará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús.»
Hoy las lecturas nos vuelven a la verdad: “Regocíjate, hija de Sión; alégrate de
todo corazón, Jerusalén […] El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que
salva.” (Sofonías 3, 14) Jerusalén tiene motivos para alegrarse porque su Dios está en
medio de ella y se complace en ella. Juan el Bautista, quien aporta valiosísimos
consejos prácticos para la felicidad del hombre en esta tierra, como “sean generosos”,
“sean justos y respetuosos”, al final agrega un factor adicional: “viene uno que es más
fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. Él los bautizará
con el Espíritu Santo y fuego”. Esta es en realidad la Buena Nueva. San Pablo, aquel
triunfador en todos los sentidos que llevó una vida durísima, en relación a la alegría,
nos propone: “estén siempre alegres en el Señor; que nada les preocupe, sino que, en
toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, presenten sus peticiones a
Dios.” Y más adelante añade: “Y la paz de dios, que es mayor que lo que se puede
imaginar, les guardará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús”.
Solo Dios nos puede dar la paz. Solo Él, con sus salvación, nos puede brindar el
gozo completo y la alegría que nadie nos puede quitar.
Preparar el Camino Walter Turnbull
En una lectura de la liturgia del Adviento, encontramos una curiosa alteración de
texto: donde Isaías dice: «Una voz grita: "En el desierto preparadle un camino al
Señor”», el evangelista pone: «Una voz grita en el desierto: "Preparad el camino del
Señor”». Parece un simple cambio de puntuación, pero el cambio en el significado es
importante. ¿Se trata de un error en la Escritura, que demostraría que toda la doctrina
cristiana es un fraude, como a muchos enemigos de Dios les gustaría encontrar? En
realidad no. Más bien parece un cambio intencional de parte del Espíritu Santo que
inspiró a ambos escritores. Sucede que ambas versiones son correctas y necesarias.
La primera versión, la de Isaías, nos habla de un desierto que hay que
acondicionar (como detalle chusco, los teólogos de la liberación interpretan que
tenemos que emparejar la sociedad dispareja, y los amantes de los ovnis entienden
que tenemos que construir pistas de aterrizaje para naves interplanetarias). El desierto
es un lugar estéril, infecundo, agreste, accidentado... Muy como nuestro mundo actual,
repleto de obstáculos para el establecimiento de la justicia y de la armonía o la
experiencia de la felicidad, o tal vez nuestro propio corazón, en el que hay también
muchos obstáculos y hay que acondicionar caminos para que Dios pueda llegar:
caminos de justicia, de conversión, de piedad, de buena voluntad, de verdad, de amor
al prójimo. Dios es quien va traer la salvación, pero es necesario que nosotros
pongamos algo de nuestra parte. Necesita caminos de acceso que sólo nosotros
podemos construir.
La segunda versión, la de San Lucas, habla de un desierto en el que hay que
predicar: un lugar solitario, inhóspito, despoblado o poblado por fieras... otra vez, muy
parecido al mundo actual, tal vez superpoblado y abarrotado, pero en donde nadie
quiere escuchar ni interesarse por los demás. Cuántas veces parece que los profetas
predican en el desierto, a oídos que no quieren oír. Y en esa soledad, ante esa
indiferencia o incluso hostilidad, el profeta de hoy tiene que anunciar que Dios viene en
nuestro rescate.
En un mundo que puede ser el exterior o nuestro propio mundo interior, que nos
puede parecer perdido, devastado, sin remedio, Dios nos ofrece una esperanza:
«Consuelen a mi pueblo». He aquí que Dios viene como un buen pastor, con su fuerza,
su salario y su recompensa para cada quien. De hecho su venida ya comenzó, y ha de
completarse en cualquier momento, y nosotros tenemos que preparar su venida. Eso
es lo que nos viene a recordar el Adviento.
Diablo de pastorela Walter Turnbull
Es tiempo de Adviento y Navidad. Tiempo de posadas y pastorelas cómicas.
Tiempo de diablos graciosos, pastorelas en las que el diablo aparece como el ganador,
como el héroe. La inconsciente ilusión del liberal.
Hace unos días, en un programa “cultural”, le preguntaban a los entrevistados:
“¿Dios o el diablo?” Uno de ellos hábilmente contestó: “Los ángeles”. La ilusión del
liberal moderno. No un Dios celoso que compromete, que desafía, que pide mucho
porque lo da todo. Mejor los ángeles, cándidos y bonachones, seres mágicos a nuestro
servicio, maquinitas de hacer favores sin exigir nada a cambio. El otro —¿payaso,
pobre, vivales, ingenuo, ignorante, suicida, farsante? ¿Cuán sería el calificativo
adecuado?— se vio más descarado: “No, los ángeles son muy aburridos. Yo prefiero al
diablo”.
Y en las pastorelas comerciales se refleja este sentir: los diablos son los
protagonistas. Se roban la obra. Se les dedica casi todo el tiempo, y sus apariciones
son siempre cómicas, sus respuestas siempre creativas, y hay que ver cómo se
divierten. Tranquilamente se burlan del ángel que viene a combatirlos y engatusan a
los pastores a desviarse del camino. El ángel no puede nada contra ellos. El diablo es
ingenioso, gracioso, poderoso, es un triunfador... Si pierde el diablo es muy al final, en
un instante fugaz, sin que nadie lo note, sin que se sepa cómo, si es que pierde.
En la vida real se da una situación parecida. El mexicano ve en el diablo la parte
chusca de la vida. El diablo es la chispa, la astucia, la marrullería, la diplomacia, la
maña, el ingenio, la comicidad, la diversión. Es una herramienta indispensable.
Prácticamente a él le debemos nuestra supervivencia. “Estábamos mejor con la
corrupción”, dicen algunos. Y así vamos por la vida, dejándonos seducir por el diablo y
sus tentaciones. Los ángeles son aburridos, el pesebre está incómodo, oscuro y frío.
El diablo es quien en realidad nos satisface. Ahorita estoy con el diablo. Dios puede
esperar. Se nos figura que podemos disfrutar lo que el diablo nos ofrece y al final, con
un golpe de suerte o de manubrio, cambiarnos al buen carril.
Qué bueno sería que nos diéramos cuenta que el demonio es un ser despreciable,
que ha perdido por su propia decisión cualquier acceso a la felicidad; es el perdedor
por excelencia; y que quiere arrastrarnos a su desgracia. Que su mayor deseo es
hacernos eternamente infelices como él lo es.
Que entendiéramos que, por alguna razón que nosotros no podemos entender,
Dios, en su sabiduría infinita y en su designio de amor, ha permitido al diablo mucho
poder y muchas libertades, pero no tiene en sí ningún poder sobre Dios o sobre los
ángeles. Que al final de los tiempos, o en cualquier momento que sea necesario, los
ángeles lo volverán a precipitar al infierno sin ninguna dificultad, y entonces veremos
que fue una pésima decisión aliarnos con él por unas migajas de aparente felicidad.
Hay que enterarse de lo que son las cosas y llamar a las cosas por su nombre.
Ingenio, astucia, gracia, son parte de la inteligencia que Dios nos ha dado y que
podemos usar para buscar nuestro bien. El demonio es un ser poderoso que quiere
nuestra infelicidad eterna, y hacia allá nos dirigimos cuando coqueteamos con él.
Ojalá nos tocaran más pastorelas en las que quedara bien claro.