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Juan Martini PUERTO APACHE Editorial Sudamericana NARRATIVAS

Puerto Apache Juan Martini

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Juan Martini

P U E R T O A P A C H E

Editorial Sudamericana N A R R A T I V A S

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A863 Martini, Juan

MA R Puerto apache.- 1a. ed. - Buenos Aires : Sudame ricana,2002.

192 p. ; 21x14 cm.- (Sudamericana internacional-narrativas)

ISBN 950-07-2264-X

I. Título - 1. Narrativa Argentina

A Lía MartiniDiseño de colección

Compañía de diseño / Jordi Lascorz

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,

ni reg is trada en , o transmitida por , un s is tema de recuperación

de in f o r mac ió n , en n in g u n a fo rma ni por n ingún medio , sea mecánico ,

fo toquímico , electrónico , magnético , electroóptico , po r fo tocopia

o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la editorial.

IMPRESO EN LA A RG EN TIN A

Queda hecho el depósitoqu e previene la ley 11. 723.

© 2002, Editorial Sudamericana S.A®

Humberto I 531, Bue nos Aires.

www.edsudamer icana.com.ar

ISBN 950-07-2264-X

© 2002, Ju an Mar t in i .

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I. CÚPER

—Yo soy la Rata — le digo.

El tipo no me cree. Me tira una pina, trato de zafar , y me

emboca en la frente: me rompe la ceja y con el ojo izquierdo no

ve o nada. Sangre veo. Tengo las manos sobre las rodillas, senta-

do como puedo en la sillita, y tengo la navaja en el bolsillo deatrás.

—Vos sos un boludo. Decime la verdad. Y te salvas.

Se lame los nudillos, el tipo. Le duelen.

—Posta —le digo—. Yo soy la Rata.

Es un tarado. ¿Para qué le voy a mentir? Estoy muerto. Así

qu e no le miento. De cualquier manera, me tira otra pina. No

me muevo. Quiero que se rompa la mano. Me calza en el ojo. En

el mismo. Ahora ni sangre veo. Pero se hizo mierda la mano.

Los huesos cuando se rompen hacen ruido. Es así. Los huesitos

de la mano cuando se rompen hacen ¡Crack!, y se rompen.

El odio lo vuelve loco. Me agarra del pelo, me sacude la ca-beza y m e escupe en la cara. Después me suelta y da un paso

atrás, resopla y m e dice:

—Negro comegatos.

Yo me río:

—Huesitos de manteca... ¿Qué tenes, osteoporosis?

Lo s tipos qu e están con él también se ríen. Yo me jacto de

ser instruido. Una mina que tuve me enseñó a escribir. Es gran-

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de escribir. Lo de negro me lo dice por Rosario. No acuso reci-

bo . No le doy el gusto. Un día voy a escribir lo que pienso de

todo esto. Ya van a ver. Se me acerca otra vez, el tipo, y m e cruza

la cara con un revés de zurda. M e rompe la jeta.

Máquina, le diría, mira: yo soy una rata de cuarta. Yo vivo

en las cloacas, morfo basura, salgo a la calle a buscar roña, ¿en-

tendés, Máquina? Las ratas nos salvamos con la roña. Es así. No

ha y secretos. La vida siempre es dura. La vida de los ricos, de los

fulanos llenos de mosca, de palacios, de choferes, de rubias y d e

merca, la vida de los pitucos es dura. La vida de las ratas tam-

bién. ¿Vas a llorar po r eso? No , Máquina. Lo único qu e tiene

sentido es saltar, ¿entendés? La soga se rompe, la maderita se

hunde, e l andamio se viene en banda... y perdiste. Si no saltas

perdiste. Eso es lo único. El único acto que tiene sentido en la

v ida . Mi viejo era fiólo. Reventaba cuatro minas, cuatro

pendejas estúpidas de 15 años, en Pompeya. Les bajaba los hu-

mos, les enseñaba lo s trucos y las ponía en la calle. Cien pesos

por noche, cada una, tenían que hacer, todas las noches. Como

fuera. Si no, perdían. La que no volvía con la guita perdía. Lafajaban. M i viejo, uno de sus amigos, cualquiera. La piba decía

"N o llegué" y entonces ellos dejaban de merquear y d e timbear y

alguno la fajaba. A la semana los golpes se empezaban a borrar.

A los diez días estaba de vuelta en la calle. Entonces no volvía

co n cien, Máquina. Co n ciento cincuenta, a veces co n doscien-

to s volvía la s primeras noches la mina esa, después de la biaba.

Entregaba el botín, a veces tenía qu e comerse algo más, poner el

upite, por ejemplo, y lo hacía con esa soltura que dan las cuentas

claras, el cansancio de l alba y la eficacia de la profesión. Al final

se iba a dormir contenta, justo antes de la salida de l sol, la escar-

mentada. Contenta, Máquina, créeme. El deber cumplido esalgo insuperable. Y las minas eso lo entienden. Una de las cuatro

minas de mi viejo era mi vieja. No sé, 17 años habrá tenido

cuando quedó preñada. Increíble. Preñada, a esa edad. Creo qu e

ahí fue cuando hubo qu e internarla. Casi la mata, m i viejo.

—La atropello un a chata —dijo en la guardia de l hospital—.

Un cartonero se la llevó po r delante con el caballo, el carro y no

sé qu é más. Mire cómo me la dejó —dicen qu e dijo mi viejo.

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El pibe del hospital la miró primero a ella, y después a él, y

por fin no dijo nada. La internó, el doctorcito, y la curaron. A las

dos semanas volvió a casa. Seguía preñada. Por eso nací yo. Di-

ce n que era una boluda mi vieja, que tenía el cuento flojo, cual-

quier verdura. Dicen que por eso me quería. Yo no sé qué pen-

sar. Estas cosas no son fáciles. Se hace mucha filosofía, Máqui-

na . Pero nadie entiende nada.

—Decime la verdad, imbécil, y te salvas.

Como si fuera ta n fácil, pienso, decirle la verdad. Hay gente

que no sabe lo que hace.

Le cae un hilo de baba de los labios. Sigue lamiéndose los

dedos rotos. Alcanzo a vislumbrar que si no les digo algo que les

interese, cualquier cosa, m e masacran, como a una cucaracha.

No sé qué pensar.

De repente, en el balero, se me aparece Cúper. Me acuerdo

de Cúper como quien se acuerda de un hermano muerto, de al-

guien en otro lado, o en otra vida, no sé cómo explicarlo.

Cúper es mi amigo. A veces vamos por la calle juntos. A

Cúper le gusta que le cuente cosas así: cómo empezó todo esto.

—En Pompeya —le digo—, Cúper: todo esto empezó en

Pompeya. Llegó un día en que el business no funcionaba. Las

putas no rendían, la merca escaseaba, era un garrón, y la bofia se

llevaba tocos cada vez más importantes. No había manera. Mi

vieja era de Rosario. Y ahora está en Rosario. La fui a ver, hace

un tiempo, le llevé plata. Una prima, creo, la cuidaba un poco.

Está enferma, no me quiso decir qué tiene. La prima tampoco.

Digo la prima porque creo que es hija de una prima de la vieja.

Nunca entiendo yo los parentescos. Así que curtí con la prima,

qu e es maestra en una villa, y la prima, de puro aburrida, me

imagino, me enseñó a escribir. La vida es así. No hay quién laentienda. Yo no soy rosarino. Yo soy la Rata.

Y Cúper me dice:

—Claro, Rata.

Cúper hace bien las cuentas.

Yo trago sangre, la sangre de mi boca. Tengo un ojo cerra-

do. Me duele el alma. Y el que se me planta enfrente, ahora, es el

peor. El otro se va para el fondo, se apoya en uno de los postes

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qu e aguantan las paredes de lata, prende un cigarrillo y miracómo se le hincha la mano.

—Osteoporosis tiene aquél... —digo, a pesar de todo.

Este qu e ahora tengo enfren te se frota lo s muslos, o se secael sudor de las manos en los lienzos, y se ríe, le causo gracia. Yole causo gracia. M is chistes estúpidos, desesperados, le arrancanrisitas. Pero yo sé que si no le digo algo, si no le vendo cualquie-ra, si no le coloco un par de gramos en los agujeros de la nariz

me arruina, estoy seguro. Si hay algo que pone los pelos de puntaes cuando se descubre que no hay salida.

— B u e n o , pichón — m e dice éste—. Se terminó la joda.

Pichón, me dice.

A Cúper le cambia la cara cuando yo le explico historias. Aveces, sin que se dé cuenta, le miro es a cara que se le depositasobre la cara cuando escucha historias. Se vuelve otro, Cúper. Ysu cara parece otra, no hay palabras para describirlo. Cúper esmás feo que un mandril, pero en esos momentos parece no sé

qué, un príncipe... Un príncipe un poco imbécil, a lo mejor,pero un príncipe. Lo digo muy en serio. Esto no tiene nada que

ve r con que Cúper sea mi amigo. Lo diría, si fuese cierto, encualquier caso. El problema es que yo casi nunca miento, pero

casi nunca nadie me cree. O sea, el quid de la cuestión. Por eso

estos tres tipos, si no m e invento algo, rápido, me van a arruinar.Me van a destrozar por la simple razón de que no tengo nadapara decirles. Éste es el punto. No a ellos, en todo caso. Si acá

estuviese parado el Pájaro la cosa sería diferente. Es así. Yo alPájaro tengo dos o tres cosas para decirle. Bien claritas. Pero no.

El Pájaro no está: estos tres están. Ya estos tres no hay palabrasqu e le s sirvan. Existe gente, en el mundo, que entiende la s pala-bras. Y gente que no las entiende. Ése es en el fondo el únicosecreto de la política.

—Cerra la boca — le digo.

Y Cúper cierra la boca.

Un a cosa es que escuche co n atención y otra que de prontole cuelguen lo s mocos como si yo fuese un ídolo, no sé cómo

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decir lo, o un semidiós. Yo estoy ac á desde la primera noche, lecuento a Cúper. Éramos 15, 20, con toda la furia no pasábamosde 25 los que entramos primero. Mi viejo era el que mandaba.Reventamos lo s cerrojos y los candados de las puertas y entra-mos. Llovía. Una de esas lluvias fuer tes y finitas de Buenos Airesqu e se te meten en los huesos. No se veía un carajo. Nos traga-

mos yuyos, pozos, espinas. Al Toti lo picó una víbora. Te juro.Metió la pata en un agujero, una cueva, no sé qué, y lo picó una

víbora. Después tenía f iebre y decía boludeces. Pero ya estába-mos adentro. El viejo y la Primera Junta controlaron la entradatoda la noche. Revisaron chata por chata, camión por camión,carro por carro. Fijaron los límites, asignaron los terrenos, pu-

sieron orden.—Acá mandamos nosotros —dijo el viejo.Y marcó a los que mandaban junto con él. Tres en total.Empezaba a clarear, más allá de l horizonte de la Reserva,

contra la s nubes bajas y l a lluvia esa de mayo que no para nunca.—La Primera Junta manda —dijo Garmendia. (Ya le falta-

ban un par de dientes a Garmendia. Hoy le faltan varios más. Esla enfermedad que tiene.) Por eso les quedó el nombre. La Pri-mera Junta, les decían. Les siguen diciendo.

—Sí — m e dice Cúper.—Ahora la gente a la Primera Junta también le dice el Go-

bierno. Eso no importa. Acá nos inventamos nombres todo el

tiempo. Lo que importa es que ellos son los que mandan desdela primera noche. A mí me gusta más cuando se habla de la Pri-mera Junta. Es más lógico, ¿no? Es diferente.

—Así que vos estabas es a noche, Rata.Me lo quedo mirando, a Cúper.

—Sí —le digo—, Cúper. Yo estaba.

El tipo apoya el zapato contra el borde de la sillita, entrem is piernas. Veo las inmundicias qu e tiene pegadas en la suelade goma del zapato. Hay que saber mirar, en este mundo, paraqu e nadie te haga creer que lo único qu e hace en la vida es cami-na r sobre alfombras de seda.

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—Canta, pichón —me dice el tipo. Empuja la silla y me voy

de espaldas, caigo contra un cajón lleno de bulones oxidados, y

mastico un poco de tierra. Está húmeda, la tierra. Entonces el

tipo me aplasta el zapato en la cara, me frota la cara con la suela

de goma de l zapato, con la suela embadurnada de inmundicias y

confieso que me da asco. Tengo el estómago un poco flojo, yo.

Por eso hago lo único que no tengo que hacer: cometo un error.—Canta, pichón.

Me dice.Y me refriega el taco de l zapato en la boca rota.

Por eso busco la navaja. A ciegas. Sin pensar. Es un reflejo.

Me manoteo los bolsillos. Cometo un error. Quiero vaciarle los

ojos con la navaja. Cortarle la nariz. Como el matón aquel de

un a película que vi en la video de la prima de mi vieja, en Rosa-

rio. Ese gorila que le metía una navaja en la nariz a Jack

Nicholson y se la cortaba. Cuando uno no piensa todas las

chances se multiplican. Se gana o se pierde, si n pensar. Casis iempre se pierde.

El tipo m e saca la navaja, m e calza un a patada en un riñon,

abre y cierra la sevillana, dos o tres veces, se la guarda, enciendeun cigarrillo, y tranquilo, sin nervios, como si no pasara nada,repite:

—Dale, pichón. Habla.

Me acerca la brasa del cigarrillo al ojo abierto. Me imagino

qu e el ojo no parece entonces el ojo de una rata. Parece, me ima-

gino, el ojo de un caballo aterrorizado. Es petiso, el fulano. Y un

poco gordo. Uno de esos arquetipos con las piernas juntas que

hacen un a equis en las rodillas. Yo me doy cuenta de su proble-

ma: le da vergüenza ser gordo. Petiso, no. Eso no le importa. O

no le importaría tanto si fuera flaco. A lo mejor se imagina qu e

hubiera podido ser jockey, o boxeador, quién sabe. Peso mosca,

gallo, algo por el estilo. Los petisos a veces tienen ideas raras en

la cabeza. Ser otra cosa, quieren, a veces. Ser otra cosa, y no un

buchón, por ejemplo, como es éste. Problemas de la altura y del

vo lu men de las cosas, pienso. Yo tengo ideas así. No sé de dónde

la s saco ni por qué se me ocurren. A veces creo que me quedaron

del cine. Tengo la cabeza llena de fórmulas. De fórmulas que no

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entiendo. Como en las películas esas co n profesores o científicos

o niños prodigio que llenan pizarrones y pizarrones. Yo no soy

un niño prodigio. Yo no sé nada de nada. Pero voy a escribir

algo. Primero voy a escribir graffitis . Pancartas. Leyendas en las

paredes. Eso voy a escribir. Después voy a escribir lo que pienso

de todo esto.

Me incorporo. Me apoyo en los codos con las manos hundi-

das en el barro. Después en las rodillas. Levanto una pierna.

Pongo un pie en el suelo. De la boca me caen hilos de sangre y

baba. Empiezo a levantarme. Todavía estoy con las rodillas

flexionadas: no logro pararme del todo. Pasa un tiempo. Tengo

miedo de volver a caerme. Se me viene a la cabeza qu e afuera es

el amanecer y que un poco más allá, en el cielo nublado, el sol se

estrella como un a mancha fría, un cachito amarillenta, un cachi-

to rojiza, un cachito violeta, la mancha del sol.

Sin decir m ás nada, el petiso fuma, m e mira f i jo: está ta n

cerca que la baranda de su aliento a caries y a cebollas me revuel-

ve las tripas. Sin decir nada, el petiso me acomoda un rodillazo.

Me desplomo en el dolor que estalla como una bomba de fuego.Se oye un silencio, y en el silencio se oyen gotas que caen

desde el alero de lata de l galponcito a un charco, afuera . Un a

gota, otra, una pausa, una espera en el silencio y después otra

gota, dos o tres gotas más, una tras otra, y así.

De a poco me entra un poco de aire en los pulmones, las

astillas que me perforan lo s sesos se apagan y puedo decir, si n

fuerza para levantar la cabeza:

—Es inútil.

No veo al petiso, no veo al otro pibe, el de los dedos rotos,

ni al otro, el tercero, el que no mostró los dientes, el que todavía

no me tocó: el que está sentado en la mesa del fondo, con lospies cruzados en el aire y las manos afer radas al borde de la

mesa. No veo nada. Digo:

—Es inútil, Capo.

Se oyen tres o cuatro gotas más, gotas que caen en el

charqui to , afuera , y se me ocurre que a lo mejor paró de llover.

—Me van a matar, Capo. Me están matando. Y es inútil.

Digo.

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—No tengo nada que decir, Capo. Yo soy la Rata. Es laverdad. Pero no hice nada. No le debo nada a nadie. No sé quéquieren que cante. Decime qué buscan y te invento una. Te fa-brico cualquier historia. Tengo que saltar, ¿entendés? Tengo quesalvarme, Capo. Pero no sé de qué se trata.

Digo.

El gordo me mira.

No lo conmuevo, no se le mueve un pelo, cree que le tiro

cualquiera para zafar, obvio. Y no la pifia mucho. Pero él tam-bién está perdido. No sabe qué hacer. En este momento no sabequé hacer. Por eso pienso que a lo mejor no le dijeron que meboleteara. Pero es apenas una idea, una ilusión. Por mucho me-

nos a veces te hacen bolsa porque se van de mambo. Ha y cosas

qu e no tienen sentido. Eso es lo increíble. Lo increíble es que de

golpe te hacen puré sin motivo. O sin saber el motivo. O porque

se van de mambo, los muchachos. Empiezan a fajarte. Se engo-losinan. Te surten con saña. Y a veces ya no pueden parar, y seva n de mambo. No tiene sentido.

Por eso es una ley de la vida.

Puerto Apache no es una villa, no es un montón de latas yde mugre. Hay cuestiones que tienen que quedar claras. Acá no

somos villeros, negros, chorros, malandras, asesinos... Puerto

Apache es un emplazamiento. Y hay mucha gente de bien en

Puerto Apache. Si uno está acá es porque está pero no porque nomerezca estar en otro lado. Los giles, los diarios, la TV, incluso

la Pe Efe y los pibes de Prefectura, todos la entienden cambiada.

La realidad se presta para entenderla cambiada. Eso es verdad.

Puerto Apache es un asentamiento que va por la Costanera

desde el Yacht Club hasta la altura de la calle Corrientes, y quellega, para el lado del río, más o menos hasta la baliza que hay en

la punta de la Escollera Exterior. O sea, frente a los viejos diques

de l puerto de Buenos Aires. Yo escribo bien Yacbt Club porque

algo aprendí en estos años y porque me gusta escribir bien algu-

nas palabras en el idioma que sea. En alemán, no. En alemán,por ejemplo, no entiendo.

Llegamos una noche en el otoño del año 2000. Reventamos

los candados, las puertas, y tomamos posesión. Eramos pocos,

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un puñado, apenas 20, creo. Eramos los que habíamos armado elplan . Alguien tuvo la idea y armamos un plan. No fue difícil. La

Única idea que los presidentes y los empresarios y los capos te-nían para la Reserva era quemarla. Todos querían quemarla, de-clararla inútil, yerma, se dice, evacuada por la fauna, y hacer ne-gocios. Mover guita. Toneladas de guita. Poner bancos, res-

taurantes, casinos clandestinos, hoteles, quilombos, emprendi-

mientos así. Esta ciudad no puede imaginar otra cosa. La formade transformar el plomo en oro es quemando arbolitos y

jodiéndole la vida a los patos. Reventar reservas, parques nacio-

nales, tierras fiscales... Nada legal. Entonces se nos ocurrió que

no era un mal lugar para vivir. Nosotros no quemamos nada, niechamos a los animales, ni a los bichos. Nos gustan los mosqui-

tos a nosotros. Casi nos gusta que nos piquen, que nos saquen

ronchas en los brazos y en los tobillos. Lo único que hacemos,

contra los mosquitos, es encenderles fuegos para que bailen en elhumo y nos dejen un rato en paz. No hay nada poético en lo que

digo. Es una realidad. Acá pasa un poco de todo, pero nadie

mata un mosquito.Tenemos, en Puerto Apache, no sé, 20, 30 manzanas. Mar-

camos las calles, loteamos, le dimos a cada cual lo suyo, y noquemamos nada. Si hubo que mover arbolitos, plantas, los mo-

vimos. No entramos acá para reventar nada. Entramos acá por-

qu e la gente necesita un lugar donde vivir. Somos legales, noso-

tros. Tenemos fulerías, como todo el mundo, y por necesidad.

Pero somos legales.

A Garmendia le gusta decir que llegamos acá el siglo pasa-

do. Tiene onda el viejo. Se está muriendo, por esa enfermedad,

pero le sobra onda. Y el chiste esconde una idea. Obvio. Él dice

qu e hay que exhibir derechos adquiridos. Así, lo dice. Con estaspalabras. No sé de dónde las saca, las ideas, porque es más bruto

qu e un cascote. Pero dice que no se pueden desconocer los dere-

chos adquiridos. No somos intrusos, no somos okupas. Esto esnuestro. Gente, somos. Y sería bueno que de verdad tuviéramos

derechos adquiridos. Pero creo que no tenemos. Que nadie nosva a reconocer nada cuando llegue el momento. Entonces se va aarmar. Porque de acá no nos mueve nadie. O sea, nadie nos saca

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vivos de acá. A lo mejor nos morimos de hambre. Pero no nos

vamos a morir a la intemperie. Ahora no. Y esto los tipos ya lo

saben. Los ministros, los secretarios, la Pe Efe, todos ya lo sa-

ben, se la ven venir. "A esos piojosos no los sacamos vivos", de-

ben batirles a los bancos, a las inmobiliarias, a todos los que es-

tán haciendo cuentas antes de tiempo.

Cúper lo dijo mejor, una noche, mientras merodeábamos

por Corrientes, él y yo. A veces había que volver con algo a casa

y en los bares de Corrientes siempre hay dos o tres minas en una

mesa recopadas hablando de cualquier cosa, con los bolsos o las

carteras o las mochilas colgadas en los respaldos de las sillas.

Arriba de las mesas ellas tienen, en este orden, el celular, los ci-

garrillos y pañuelitos de papel por si lloran un cachito hablando

con las chicas. De las carteras se olvidan. Por eso era fácil levan-

tar alguna al descuido y salvar el día, o a veces, con mucha suer-

te, la semana. Sin maldad. Los documentos y las tarjetas, Cúper

y yo, no los tocábamos. Si encontrábamos una agenda o algo la

llamábamos, a la mina, el día siguiente, y algún tachero amigo se

acercaba, le devolvía la cartera y encima la chica le daba unos

pesos más por el favor. Son chicas agradecidas las que pierden

las carteras por Corrientes. A Cúper le gustaría, por ejemplo,

casarse con una de ellas. El me lo confesó. Estaba tronado,

Cúper, ese día. El vino le salía por las orejas. Pero yo pienso que

era sincero. Y otras veces dice cosas así:

—Nosotros somos un problema del siglo XXI.

Fue esa noche, en el fondo no hace tanto, mientras sem-

blanteábamos los bares de Corrientes, esos boliches llenos de ar-

tistas sin público y de minas en busca de una real oportunidad en

la vida.

Yo me quedé con la boca abierta. Miralo a Cúper. La clari-videncia encarnada. La realidad en siete palabras. Un slogan.

Algo como eso me gustaría que se me ocurra para escribir en las

paredes.

Ahora, en la entrada oeste de Puerto Apache hay un cartel

con la frase de Cúper. La Primera Junta tiene olfato y vio que el

intelectual había dado en el clavo. Chau. Hace un tiempo arma-

mos un cartel enorme, lo montamos sobre pilotes, y los bacanes

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y los giles que se mandan por la Costanera en las Kawasaki, en

los Be Eme, en las 4x4, no pueden dejar de verlo, de leer la defi-

nición de Puerto Apache que inventó Cúper:

Somos un problema de l siglo XX I

Nosotros tomamos posesión en el otoño del año 2000. Yo

todavía no entiendo si era el final del siglo pasado o el principio

del nuevo. Pero hoy, sea como sea, ya estamos en el siglo que

venía. A otra cosa, mariposa. Cúper y yo tenemos que vivir,

como todo el mundo. Yugamos, como casi todo el mundo. Pero

a veces se corta. Yo zafé cuando empecé a laburar con el Pájaro.

Cúper ahora está esperando que el Pájaro le dé algo. Vamos a

ver. Capaz que podemos trabajar juntos. Sería mejor. Yo a

Jenifer no la puedo deja r en la vía. Ella me quiere, me cuida, y a

los pibes los adora. Julieta y Ramiro no van a pasar hambre. Lo

juro por ésta. Son chiquitos. Son mis hijos. Ellos van a tener una

vida mejor. YJenifer es una buena mina. Vivo con ella desde que

quedó preñada de Ramiro, hace cuatro años, me parece. Des-

pués llegó la nena. Un día se me ocurrió que la quería. En serio.

Y a lo mejor la quiero. No sé. Yo creo que sí. A veces vuelvo a

casa, a la tardecita, y ella le está dando de comer a la chiquita y a

mí el corazón se me hace esponja. Las miro, a las dos, y no me

entra en la cabeza que eso es algo mío, no sé cómo decirlo. A

Jenifer le encanta Gilda. Tiene todos los discos. Se sabe de me-

moria todo lo de Gilda. El tema "No me arrepiento de este

amor" le perfora la cabeza: Amar es un milagro y yo te amé como

jamás lo imaginé, repite, tararea Jenifer, siguiendo la voz de

Gilda mientras le da la papilla a Julieta, y yo sé que nunca la voy

a dejar en banda. Eso está claro.Pero yo estoy loco por Maru.

Es más fuerte que yo.

Maru me saca, me pone en órbita, no sé quién soy cuando

Maru me mira, cuando me pregunta: "Vos, ¿quién sos?"

Por eso estos tipos me están rompiendo el alma, se me ocu-

rre de golpe, por eso no voy a salvar el pellejo esta vez, por eso

me van a descuartizar como a una rata. Los que estamos en el

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borde no podemos andar con ilusiones.

¿Hará algo, Cúper, por mí, por mi memoria, por mi honor,

si yo me muero? Mi viejo, por ejemplo, ¿qué haría para empare-

jar las cuentas? ¿Alguien hará algo si yo no cuento el cuento?

¿Qué quedará de nosotros?

Es toda una cuestión.

Hace diez, once años, Cúper jugaba en las inferiores del

Deportivo Ranglán. Volante carrilero, era, como le dicen ahora

a los números 8. "Carrilero", se reía mi viejo, "Decíme, ¿qué

quiere decir volante carrilero? El fútbol de hoyes puro chamuyo,

verso, impostura. Nadie juega ya por amor al fútbol", decía. Le

habían puesto ese nombre, al equipo, porque alguien había di-

cho que una palabra en inglés les quedaba bien a los clubes, me

contó Cúper. "Miren River, Núbel, Vélez Sarsfield...", habían

dicho. Por eso le pusieron Deportivo Ranglán. Nadie sabía, es

claro, qué quería decir ranglán. Pero les pareció que sonaba lin-

do. Cúper era bueno. Se mandaba bien, no rifaba una bola y te-

nía recuperación. Cuando salieron subcampeonesen Primera D

un intermediario se lo llevó a España y lo probaron en el Valen-

cia. Listo. Firmaba contrato por tres años y agarraba un pedazo

de verdes. Entonces le tocó la revisación. Y el buchón del médi-

co le cantó a los capos del Valencia que Cúper tenía un soplo.

No me pregunten qué es un soplo. Pero Cúper tuvo que volver-

se . Con el soplo. Sigue jugando, por supuesto. Juega de libero,

corre menos, se cuida , no se hace el bocho ya con el fútbol. Pero

le gusta, la toca, y juega. Como estuvo en el Valencia la gente

ahora le dice Cúper. Como a Cúper. Es así.

La Mona Lisa, que es la novia de Cúper, era de la villa In-

dependencia. El padre es ciruja. Se las rebusca. Cúper la visita-

ba, de vez en cuando, a la Mona Lisa. Allá, en José León Suárez.

Una vez lo acompañé. No teníamos un mango y andábamos de a

pie. Tomamos el tren de los cartoneros de las 11 y pico de la

noche en la estación Carranza y viajamos en un furgón repleto

de los carritos gigantes de estos pibes. Llenos de latas, de bote-

llas, de diarios, o revistas. Olían un poco a mierda, los carritos,

20

todos juntos en el furgón. Y es que siempre se queda un poco de

basura, algo pegado en las cosas que juntan. Esa noche fuimos a

un barcito, los tres, y Cúper se animó y le preguntó a la Mona

Lisa por qué no se iba a vivir con él. Qué tipo, Cúper... Ella por

fin se vino, y creo que está todo bien. Pero yo sé que a él le gus-

taría casarse con una de esas chicas que pierden las carteras en

los bares de Corrientes... Cosas de la vida.

Lo primero que pensé fue: Son tiras, estos tipos son tiras.

Eran tres y llegaron en un Ford azul, con las luces bajas, despaci-

to, sin hacer aspaviento. Dieron una vuelta, entraron desde el

lado del río a la avenida que cruza Puerto Apache, llegaron a la

otra punta, y entonces se fueron derechito al humo. Yo estaba

mirando los goles del fútbol italiano. El Bati no había jugado

porque la rodilla lo tiene todavía a maltraer. Crespo, gracias a

Dios, no había hecho nada. No me lo banco a Crespo. Se cree

mil, ese pibe, y es de madera. Pero la Brujita Verón había hecho

un gol de antología. Lo estaban repitiendo cuando golpearon lapuerta. No me agarraron de sorpresa. El Toti me los había can-

tado un rato antes. El Toti vive enfren te . Se cruzó y me dijo eso,

que había un Ford azul dando vueltas. Así que prendí la TV y

me quedé esperando como quien no quiere la cosa. Se portaron

bien. No rompieron nada. Me levantaron sin tocarme un pelo.

—Enseguida vuelve, señora —le dijo el Capo a Jenifer—.

Charlamos un ratito y se lo mando a casa —le dijo.

Jenifer dijo que bueno.

Ella está acostumbrada a ver gente rara. No me hace pre-

guntas. Sabe que los business son los business. Enseguida me di

cuenta de que los tipos no tenían idea. No sabían quién era yo.No sabían qué buscaban. Les habían tirado mis coordenadas en

Puerto Apache y ahí estaban. En mi casa.

¿Quién va a arrancarme de tu piel,

de tu recuerdo, de tu ayer?

Presiento que la vida se nos va

y que el día de hoy no vuelve más.

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Eso cantaba Gilda. Eso cantaba Jenifer mientras lavaba los

platos. Yo miraba la repetición del gol de la Brujita. En ese mo-

mento golpearon la puerta .

—¿Tenes un minuto, pichón? —me había preguntado elCapo.

Yo miré otra vez cómo la Brujita tomaba carrera, le pegaba

con efecto, la bola pasaba por la derecha de la barrera, el arquero

se tiraba desesperado, capaz que la arañaba, con la punta de losdedos, pero no le alcanzaba. La miraba sin consuelo, despu és el

pibe, en el fondo del arco, quieta sobre el pastito alto, a la bola.

La Brujita Verón volvía caminand o para su campo, tranq ui, son-

riendo, levantando los brazos. El Lazio ganaba 3 a 0.

—Sí —le dije al Capo—. Cómo no.

Me paré.

En estos casos, por la familia, es mejor no levantar la per-diz.

Así que no le dije nada a Jenifer. Ni la saludé. Salí de la casa

como cuando salgo a comprar fasos. Y me llevaron con ellos, los

tipos.

22

2 . M A R U

Ella vive enfrente. Desde acá veo las luces de los docks fren-

te al Dique 4. Ella vive en un dúplex. Un bulo de tres ambientes

puesto con toda la mosca. En la cocina, por ejemplo, hay frascos

llenos de pistacho, café de Jamaica , bombones con almendras...

La cama de Maru, arriba, es una King, o sea una especie de sue-ño interminable con sábanas de lino que se arrug an un mon tón,

pero ésa es la gracia, dice Maru, que se arruguen. Hay luces con

pantallas de tela y cuadros por todos lados, hasta en el baño. Vas

a mear, por ejemplo, y tenes enfrente una de esas minas que son

modistas o costureras, qué sé yo, mirándote fijo, un cuadro de

un tal Derqui, o Termi, o Berni. Yo s iempre me pregunto por

qu é en el baño hay un cuadro así, una escena popular, tristona,

no sé cómo decirlo, y en el living todos los cuadros están llenos

de frutas, cielos abierto s y luces de Nueva York. Maru dice que

ella no sabe, qu e le gusta que sea así, pero que no sab e. Si yo

insisto y sigo preguntándole qué es lo que le gusta Maru se po-ne de mal hu mor y por fin me dice que no sabe lo que le gusta,

qu e me deje de joder o que le pregunte a los decoradores. M a-

ru es una diosa, pero cuando le da la viaraza pónete a salvo,

gorrión.¡Los decoradores! Los vi una vez, una semana antes de que

le entregaran el derpa . Dos trolos imposibles. "Gays", me dijo

Maru, "No son trolos, pibe, son gays". La miré, a Maru, y no dije

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nada. Está lleno de mundos este mundo. Algo difícil de explicar.

Los balcones del dúplex de Maru parecen una selva. Dos

selvas. Una arr iba y una abajo. Eso también es complicado. No

se acuerda el nombre de las plantas, ella, ni el de las flores. Se las

puso un jardín cónchelo, a las selvas, uno de esos invernaderos, o

viveros, o como se llamen que te llenan la s casas de yuyos y te

cobran como si te hubiesen acomodado los arbolitos y las plantas

en macetas rellenas con cocaína.

De todas maneras, no hay nada peor que la realidad. Nunca

me siento más raro, m ás lejos del mundo y más caliente qu e

cuando me meto en la cama de Maru, y m e estiro, y doy vueltas,

y miro las lucecitas amarillas y parpadeantes de Puerto Apache,

allá abajo, del otro lado del Dique y de la Costanera, y cuando le

paso una mano por el vientre, a Maru, por las piernas, y por el

pelo negro abierto en su cama infinita.

Un lujo, el bulo de Maru. No se puede creer.

A veces pienso que soy un ladrón.

Y a veces pienso que la chorra es ella.

No tengo clara esta cuestión.

Me acuerdo de mi vieja, por ejemplo. Así de simple. Me

acuerdo de la vieja de mi vieja. Una mina que se pasó toda la vida

yugando para los otros. Planchadora, era.Y se mataba planchan-

do camisas, manteles y sábanas. Ahora ve o para qué hay que

planchar tanto las sábanas. Para que una chica como Maru meta

en su bulín a u n loquito de Puerto Apache que se seca lo s mocos

en las fundas de las almohadas.

La carrera de Maru empezó a los 17 años, cuando terminó

la nocturna. Largó los books y empezó con las promos: ella dice

que las mejores fueron la de unos alfajores en Gesell, la de

Marlboro con la lancha de Scioli en Pinamar, las de tarjetas de

crédito en San Isidro y las de celulares en la Recoleta. A los 20

añitos sirvió mesas en un par de bares y pizzerías de Retiro, esos

híbridos co n nombres raros, como en francés o en ruso, que se

llenan de pendejos, drogones y pajeros. Qué palabra híbrido,

¿no? Mezcla, quiere decir. Una cosa híbrida es una cosa qu e

mezcla cosas. Yo, por ejemplo, según cómo se mire, soy un hí-

brido. Maru también. El Pájaro es el más híbrido de todos los

24

híbridos que conozco. Por fin llegó a Las Cañitas, Maru. Y Las

Cañitas le cambió la vida. A los 22 ya era recepcionista en un

boliche asiático. De ahí pasó a maitre de otro emprendimiento

qu e fue el más famoso del barrio. Y así. Tenía 24 pirulos recién

cumplidos cuando el Pájaro la vio por primera vez.

Yo veo, de vez en cuando, desde Puerto Apache, las luces de

los docks enfrente del Dique 4. No hago nada, una noche, por-

qu e no hay nada que hacer, así que voy y le golpeo la puerta al

Toti.

—Vamos a la laguna, Toti —le digo.

El Toti se pone contento.

—¿Querés que lleve algo? — m e pregunta.

—Lleva —le digo.

Entonces caminamos, una noche cualquiera, en el otoño

suave, en medio de ese olor a pasto y a río, y un rato después

llegamos a la orilla de la laguna. Los funcios, los ecologistas, los

viejitos que hacen turismo de aventura los fines de semana en la

Reserva la llaman Laguna de las Gaviotas a la laguna. Me hacen

reír, todos, con esas ganas de ponerle nombres a las cosas. ¿De

qu é sirve ho y ponerle nombre a las cosas? Ha y cuestiones que se

me escapan, no me entran en la cabeza. Me gusta mucho más, te

juro, cuando uno de esos pibes que se quedan ciegos mirando el

cielo con telescopios descubre un cascote nuevo a la deriva, en el

espacio, y lo bautiza ZKY-78954-p.

El Toti arma un porro y fumamos, despatarrados en elsue-

lo. Me hago una almohadita con la campera y el tiempo pasa con

esa libertad para pasar que no tiene casi nunca.

En la calle al Toti a veces le gusta hacerse el guaso. Por esole dice a los mirones que se llama Tota, "Yo soy la Tota, lindo",

les dice. Anda por Godoy Cruz con los tacos altos y las medias

negras y una tanguita invisible que le deja el culo al aire. Es in-

creíble. Revolea el pelo y de lejos parece una potra fantástica. "A

mí me gustan los tipos, es cierto", me dice el Toti, "pero te juro

que si alguno se me hace el vivo lo fajo".

—No te creo, Toti —le digo porque estoy aburrido, ypor-

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qu e extraño mucho a Maru y porque tengo una bronca y unoscelos que vuelo.

—Sí —me dice el Toti—. Vos me crees. Vos estabas el día

en que nos peleamos con Sosa.

Yo fumo. El humo de la chala me da vueltas suaves, felices yestúpidas por el balero.

—¿Te acordás, no ?

—Sí — le digo—. Me acuerdo.

Fue cerca de la casa del Turquito, para el sur, después de laavenida. El negro Sosa le dijo un a barbaridad y se le fue encima.

—Vos sos un puto y un cagón —le dijo Sosa. Arremetió, lo

enganchó y le hizo una pinza con los brazos. Parecía que le iba a

romper todos los huesos. Los brazos de Sosa son gruesos como

troncos. Pero no sé cómo hizo el Toti y consiguió zafar, reapare-

ció parado, furioso, y cuando Sosa amagó de nuevo el Toti le

acertó un cabezazo: le rompió la nariz, le voló tres dientes, y el

negro quedó revolcándose en el suelo.

—Buen o —me dice el Toti—. Entonces vos sabes que si

alguno se me hace el machito lo surto. A mí los machitos me

gustan para que me hagan otra cosa. Me gusta que sean dulces y

enérgicos, que la tengan dura, me gusta que sepan lo que tienen

qu e hacer... Si son así les banco todo. Pero a los guarangos, a los

turros y a los nazis me los saco de encima, como sea.

—¿Vos extrañas? —le pregunto.

Tiro la colilla ya insignificante de un porro y la oigo chispo-rrotear en el agua quieta de la laguna.

— ¿A los tipos que me gustan?—Sí.

—Claro que extraño.

—Yo no sabía que se extrañaba —le digo.

—Sos tan tonto, vos—me dice el Toti.

—Maru m e preguntó si la iba a extrañar.— ¿Y qué le dijiste?

—Primero le dije que no. Después le confesé qu e creía qu esí, que la iba a extrañar... Y se fue.

—¿Se fue?

—Sí, una semana, a Miami, con el Pájaro.

26

El Toti no dice nada. Se arremanga el pantalón y se mira la

pierna izquierda. Le gustan sus piernas, al Toti. Tiene piernas

de mina, pienso. Se toca las cicatrices que le dejaron los colmi-

llos de la víbora que lo picó la noche que entramos en Puerto

Apache.

—Yo la mato —dice el Toti.

El Pájaro, por su parte, empezó afanando a turistas en la

Boca. Estaba en una pandilla semipesada. Después de una pelea

• cadenazos con otra banda para ver quién se quedaba con Del

Valle Iberlucea desde Caminito hasta la cancha de Boca lo lla-

maron de un Club de la provincia y se hizo barrabrava. La pan-

dilla de l Pájaro había ganado la parada. Pero el Pájaro se fue. Le

pareció que tenía más destino en el otro laburo. Con el tiempo

fue ascendiendo, en el tablón, y un día se hizo guardaespaldas de

un gremialista. Después de otro. Y así. En esa época entró a de-

cir qu e laburaba en seguridad. "Y o estoy en la Seguridad de fula-

no", decía. Yeso le parecía que le daba chapa. Está llena de tipos

aií esta ciudad. Matones que se creen mil. Pero la guita grande

U hizo con los políticos, el Pájaro. Después de los gremialistas letocaron los políticos. Y con esa gente la cosa va en serio.

Socotrocos de guita mueven esos tipos. "Mengano me tiene po-

drido", dice un día el funcio, "Hace algo con Mengano", y en-

tonces un o tiene qu e adivinar qu é quiere el funcio qu e hagas co n

Mengano. Dicen que el Pájaro nunca se equivocaba. Por eso

trmó una diferencia grande. No tiene dudas, el Pájaro, ni

reparos.

Algo de modales parece que le enseñaron: un poco lo inten-

tó un secretario de juzgado de Comodoro Py que dicen que el

Pájaro se trincaba hace varios años en un pisito que el secretario

le había puesto en Barrio Norte. Y también, más adelante, lopulió un cacho más la mujer del agregado cultural de la embaja-

da de uno de esos países que flotan en el Pacífico pero que nadie

te acuerda bien por dónde, tipo Samoa o las islas Fiji. No es bru-

to, el Pájaro, pero es básico. La cuestión, por otro lado, es que

entre una cosa y otra se le fue ocurriendo un plan y un día empe-

zó su propio business. Abrió un bar en Palermo, al principio in-

vitaba a todo el mundo con Chandon, lo llenó de pibitas, dejó

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qu e circulara un poco de porro y un par de papeles, dejó que

algún punto se transara un a pibita, todo sin exagerar, y empezó a

ve r otra guita, otros negocios, proyectos grandes... Nunca, na-

die, es del todo independiente, y el Pájaro no es la excepción. Le

habían quedado compromisos, es claro, y los cumplió. Y los si-

gu e cumpliendo. Porque un compromiso bien llevado es tam-

bién la fuente de otras ventajas: protección, seguridad, nuevos

business. El Pájaro, en ese sentido, no se equivoca. Hace la de él,

pero paga los peajes que tiene que pagar.A Maru le echó el ojo en Las Cañitas hace unos tres años.

Flaca, alta, impresionante, Maru siempre tuvo impacto. El Pája-

ro le hizo una oferta y se la llevó a Palermo. Dos o tres meses

después la puso al frente de un boliche. Se dice que empezaron a

curtir a fines del '98. El fiesteaba todavía con la agregada cultu-

ral, pero la historia carecía de futuro. Las minas de los diplomá-

ticos tienen muchos kioscos. No se casan con nadie. Y en cual-

quier momento hacen la s valijas y se van. Dicen que a esta

señora, sin embargo, le pasaba algo con el Pájaro. Pero no pros-

peró. En enero del '99 la agregada tuvo que irse con el dorima un

me s o dos, no sé si a su país o adonde, pero tuvo que irse. Y el

Pájaro se levantó a Maru. Se la llevó al Caribe, primero, después

a Nueva York, la llenó de promesas, y le compró de todo. Y

Maru, es lógico, también compró. Después, ese año, ella se hizo

las tetas. Y se puso ortodoncia. Fue lo único. Lo demás es de

ella. Pocas pibas vienen tan a full de fábrica. Maru es un avión.

A mí todavía me da un poco de cosa lo de las tetas. Está bueno.

Pero..., no sé. A veces pienso cómo será apretar con una de esas

minas cirujeadas de arriba abajo. Cómo será, por ejemplo, con

Graciela Alfano, con perdón. ¿Se pueden tocar, esas minas, o serompen?

De repente me acuerdo de Maru en el '97. Fue la primera

vez que la vi vestida como una reina. Me trepanó los sesos,

Maru. Hacía de maítre en el restaurante de un pibe que se había

hecho famoso con esa dichosa moda de la fusión. Nunca supe de

qu é se trataba, la fusión, pero me explico: se corta todo chiquito,

la carne, o lo que sea, se le pone ese arroz marroncito, que parece

sucio, un poco de soja y un poco de tofu, se frita en un wok, y se

28

dice que no es frito, que es wok. Algo así. Capaz que te llenas de

plata, Toti. Pero no lo veo, al emprendimiento, para Puerto

Apache. Habría que buscar otro lugar.

—Yo no pienso laburar —me dice el Toti—. Nunca.

Me hace reír, el Toti.

Es mi amigo.

Por eso, anoche, se cruzó y me batió a los tiras dando vuel-

tas con el Ford azul y encendí la TV y le dije a Jenifer "Vos seguí

lavando, como si nada". Y ella siguió.

Si estos tipos son tiras, hay que decir para que quede claro

qu e a mí la bofia me busca por ocupación ilegal, descuidista y

proxeneta. El primer cargo me honra, el segundo lo desconozco,

el tercero lo heredé de mi viejo. Yo nunca viví de las minas. Ellas

tenían que seguir ganándose la vida, es una necesidad que tiene

la gente, y yo las protegí un poco. Pero más allá de algún favor

nunca me dieron un mango.

Por eso les digo quién soy.

No sé qué quieren, qué buscan, qué tengo que decirles.

Están desorientados.

Meten miedo. Cuando no saben qué carajo hacer, meten

miedo.

Por eso, lo primero que se me ocurre, es decirles la verdad.

Y antes de que el boludo ese, el de los huesitos de manteca,

me emboque la primera pina, les digo que soy la Rata.

—Yo soy la Rata —le digo al tipo que tengo enfrente.

Y el tipo no me cree.

El pibe de Segundad que está los domingos a la noche en el

dock donde vive Marues

amigo. Estuvodos o

tres semanascon

nosotros. En un entrevero en la U31 le abrieron el vientre y apa-

reció desangrándose. No podía ir a un hospital, es lógico. Lo

curamos. Hay que desinfectar y coser. Rosa era enfermera. De

tanto ayudar a los cirujanos aprendió a coser. Ni cicatriz te deja,

Rosa, después de un tiempo. El pibe se llama Crespo, a secas. Y

hace la Seguridad los domingos a la noche en el dock. En Puerto

Madero lo que no brilla es oro. Me miro en los espejos, siempre,

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y m e pregunto si soy yo. Está llena de espejos la recepción. Y los

ascensores. Y los pasillos. Necesita verse, esta gente. A lo mejor

para asegurarse de que no son invisibles.

Por eso no me cuesta nada, el domingo, meterme en el

derpa de Maru. Ella sigue en Miami. Hoy la llamé. Para confir-

mar. Estaba sola, en el hotel. El Pájaro se había ido no sé dónde.

A un businessse habrá ido, pensé. El Pájaro hace business hasta

cuando duerme. Crespo mira para otro lado y Cúper y yo entra-

mos en el dock.—¿Y vos qué haces? —le pregunté a Maru.

—Te extraño —me dijo.

Conozco bastante bien el departamento. Pero nunca lo ha-

bí a revisado. Así que ahora lo doy vuelta. Cúper se despatarra en

un sillón, f rente al balcón selvático del living y hojea una revista

de ropa para mujeres. Yo busco debajo de los colchones, en los

cajones de los placares, adentro de los frasquitos de pastillas, en

los potes y kits de maquillaje. No sé qué busco. Pero no encuen-

tro nada. Ni una carta, ni una agenda. No hay nada en la casa de

Maru. Nada personal. Esta piba no tiene secretos. La caja fuerte

que hay en el dormitorio está abierta. La reviso. Encuentro algu-no s anillos, cadenitas, un reloj, nada importante, pura biyuta. Y

55 dólares en billetes chicos, sueltos y arrugados. Nada. Pienso

que biyuta, como se dice, viene de bijouterie. Un día me paré en

uno de esos bolichitos finolis de Alvear, o de Quintana, no me

acuerdo bien, y m e puse a mirar. No me interesaba lo que había

en la vidriera. Me interesaba ver cómo se escribía la palabra

bijouterie. Porque es una de esas palabras qu e nadie escribe bien.

Será porque es una fantasía, o una mentira, pienso. Igual que

c o i f f e u r . Todas la s peluquerías de minas escriben diferente la pa-

labra coiffeur. Suerte qu e desde hace un tiempo dejan de ser

coiffeun y se hacen estilistas. Es más moderno, y más fácil. A mí

me gusta saber cómo se escriben la s palabras que se usan. Es una

manía que tengo, una obsesión, decía mi vieja. Pobre, mi vieja.

Ni el diario puede leer. Suerte que tiene la TV y así se entera de

las cosas que pasan. "Vos tenes una obsesión, Pablito, con las

palabras", me decía la vieja cuando er a chico. Ahora también me

lo dice. Las viejas siempre te dicen lo mismo. Cuando sos chico

y cuando sos grande. Para ellas vos vas a ser eternamente igual.

Sería una suerte. Ser igual. Pero ¿igual a qué? Me hago un

mamb o con esta cuestión. Mi vieja es una santa. Se morfó un

montón de garrones por mí. Eso lo tengo bien presente. Por

mu y rompebolas que se ponga, a veces, yo reconozco que a mí

me banco. Eso no lo puede decir cualquiera.

Busco, busco, y lo único que encuentro es una foto de

Maru. 10x15. En colores. Maru está en el balcón con un vestidi-

to blanco de verano, dos breteles mínimos, morochita, el peloluelto. Se ríe. Hay un poco de viento y con una mano se ha saca-

do el pelo de la cara. Tiene la mano en la nuca y el pelo, de ese

lado, recogido. Atrás de Maru se ve Puerto Madero hacia el sur,

se ve la esclusa que comunica los diques, el agua del Dique 3

apenas encrespada por el viento. Me llevo la foto. En el fondo

confieso que me decepciona bastante no haber encontrado un

loto en la casa de Maru. Qué sé yo. Una remera del Pájaro, por

ejemplo. Una de esas chotas remeras de Banana Republic que

usa. O un bóxer. Le gustan los estampados búlgaros a este hom-

br e que no tiene gustos, a este tipo que lo único que supo elegir

es una mujer que le queda bien, o que hace pensar de él que es

Otro tipo. Cualquier cosa hubiese preferido encontrar. Aunque

me hubiese reventado el hígado. Pero algo. Un detalle que me

mostrase un detalle de Maru. Encontrar algo mío, por ejemplo.

Eso hubiera sido lo mejor, es claro. Pero no. Me da tanta bronca

que me afano la foto. La recorto, en el baño, con una tijerita de

morondanga que encuentro en el botiquín, y me la guardo en la

billetera detrás de la foto de mi pibe, Ramiro, cuando cumplió

dos, creo.Por eso salgo del dúplex de Maru con las ideas atravesadas,

hecho una especie de furia. Damos una vuelta por los pasillos del

mismo piso, me paro frente a otra puerta, se me ocurre que no

hay nadie en esa casa. La forma más fácil de averiguarlo es to-

cando el timbre. Lo toco. No hay nadie. Entonces nos manda-

mos, Cúper y yo. Es fácil abrir una de estas puertas que parecen

blindadas. Los giles pagan fortunas en blindajes que no tienen

nada de blindados. Pero no hay por qué avivarlos. Me mando y

descubro algo más importante. Esta casa no es un pisito de dos

',1

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ambientes y medio puesto para un gato más o menos caro. No,

mi viejo. Éste es otro nivel. Doscientos cincuenta metros, o

más. Cuatro dormitorios, baños por todas partes, dependenciaspara dos empleadas. Así les dicen a las chicas que limpian, coci-nan, les bancan a los pibes: empleadas. No tienen perdón. Al-

fombras , hay, no moquetas. Cuadros, veo, no reproducciones.Sé que son cuadros porque me acerco a uno, ficho las pinceladasgruesas, los relieves de óleo, hurgueteo con una uña y salta un

cachito de pintura. O sea, son de verdad. Y eso me da más

bronca. Damos un par de vueltas, por el inmueble, Cúper y yo.

Abrimos todo, revolvemos, tiramos vestidos, zapatos, smo-kings, corpinos, forros, anticonceptivos, somníferos, papeles,frascos, escarpines, pañales, fideos, café, cereales, todo al suelo:dejamos el palace hecho un revoltijo, una porquería, no un

enchastre. Eso lo hacen los resentidos, los tipos con mala onda:rompen huevos en las camisas o en las corbatas de los bacanes,cagan en los sillones, arriba de las mesas, hacen bolsa la cristale-

ría. Nosotros no. No tenemos motivo. Un poco de bronca, de

furia dando vueltas en el balero como viento encerrado. Eso

es todo.

—Nos vamos —le digo por fin a Cúper.El se para, en medio del living.El living de esta casa es enorme. No se puede explicar la

dimensión de este ambiente casi vacío. Hay grupos de muebles.Sillones por este lado, frente a las ventanas, mirando a los diquesy de espaldas a los diques. Varios kilómetros más allá, una mesalarga y una docena de sillas, para que coman ahí, los puntos, al-

gunas noches. Mucho más lejos, una biblioteca y un escritorio. Y

en el medio nada, desiertos, espacios vacíos, alfombras de esasque se ve que no son nuevas, que son, como se dice, antigüeda-des o exquisiteces tejidas durante siglos por tribus persas o flacos

por el estilo. No se puede explicar la naturalidad con que te entraen la sabiola la incontable cantidad de guita que tienen los due-ños del palace.

Así que antes de irnos Cúper elige un conjunto de

maceteros en el que conviven cañas, bambúes y altas pal-

meritas. La pela, Cúper. Y les mea la tierra, a las plantitas.

32

No rompemos nada.Es una excursión. Como ir al zoológico o a un museo.O una visita de cortesía.No se puede cultivar la ignorancia.Hay que hacerse una idea de las cosas.Se la sacude, Cúper, y se cierra la bragueta. Sale una vez

más al balcón qu e parece un patio colgante. La s cortinas que vande un a punta a otra de los ventanales bailan suavemente en el

tire de Puerto Madero.Cerramos la puerta co n cuidado. Bajamos. Crespo mira un

partido de la NBA en un aparatito de TV que tienen embutidoen el mueble de la recepción. No mueve la cabeza. Levanta la

mirada. Y nos guiña un ojo.En la calle hay olor a carne asada. Un escape, seguro, de

ilguna parrilla de la zona. No es justo que esta gente tenga que

oler a cocina cuando llega a su casa.Más tarde, más tranquilo, no me puedo dormir. Salgo afue-

ra. Las luces del Toti están apagadas. Apoliya o no está. Seguroqu e no está. Enciendo un cigarrillo. Me siento en un silloncito

de paja que hay en la vereda. Fumo. No me puedo sacar de lacabeza el billete de un dólar, nuevo y enrollado como un tubitopara aspirar merca, que vi en la caja de seguridad que hay en eldormitorio de Maní. No me puedo sacar de la cabeza la risa esa

qu e tiene en la foto, y los ojos negros, fijos, duros como destellosde un metal oscuro.

El tipo jadea. Ahora estoy atado a la sillita, y otra vez en el

suelo. Me da dos, tres patadas más. Y jadea. Es petiso. Gordo.

La camisa se le salió de l pantalón. Es una camisa grasa, floreada,

que se compra en cualquier Todo por dos pesos, esos tugurios re-pletos de porquerías fabricadas en Taiwán. Todo, ahora, se fa-

brica en China. Las pilchas recaras que usan los bacanes a vecestambién. Ésa es una de las fallas de l sistema. Nadie es bacán siusa ropa que se hace en China igual que la ropa que se hace enChina y que usan los que comen gatos.

El gusto amargo y fresco de la tierra húmeda me llena la

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boca y m e saca un poco el gusto a sangre. Sin despegar la cabezadel suelo le digo al tipo que jadea:

—Estás fue ra de punto, Capo.

Se me corta un cachito la continuidad, el hilo de las ideas,

pienso qu e podríamos estar en un reality-show, qu é diferencia

real hay entre lo que no pasa en la TV y lo que no pasa hoy acá.Digo:

—Te quedas sin aire. Sin ganas.

—Cerra la boca, pichón — m e aconseja el tipo.Pichón, me dice.

—No sabes qué hacer, Capo —le digo.

Es una provocación. Pero como le hace vibrar algo en el ce-rebro, algo que no entiende, no lo toma como una provocación.

Los jeans no son para él. Tiene la cintura debajo del vientre,

los bolsillos deformados. Cuando se los compró le quedaban lar-

gos y le hicieron un dobladillo de quince centímetros. El jean,abajo, tiene qu e tener costura, hilo amarillo.

Él cree que yo soy Pablo Pérez. Está equivocado. Como

siempre. Estos tipos van equivocados por el mundo. Yo soy la

Rata.Me parece qu e empieza a avivarse de que la historia no le

cierra.

Se va caminando para la mesa donde están lo s otros.

El que todavía no me puso una mano encima se ríe todo eltiempo como un lobo. Es un lobo, pienso.

El alto, el de la mano de manteca, sigue mirándose los de-dos hinchados y no tiene consuelo.

El petiso les habla en voz baja.

Hacen una pausa. Me miran, de lejos, y siguen hablando.Po r último el de la mano rota se va.

Sale del galponcito y me parece que se afana algo, unamoto, la Harley-Davidson de Sosa, creo, el negro que un día sepeleó con el Toti. Creo, por el ruido del motor, que es la moto

de Sosa. Se muere, el negro, cuando se entere.

Después el tipo que está sentado en la mesa, con las manos

aferradas al borde, vuelve a bambolear lentamente la s piernas y

m e muestra un poco más abierta su boca de lobo.

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El petiso se me acerca.

Ya estoy un poco loco y la verdad es que tengo miedo de

qu e vuelva a surtirme.

Pero no me toca.Se pasa un a mano por el pelo enrulado, se sube lo s jeans y

t ra ta de meterse la camisa adentro. Lo consigue a medias. Nohace calor. Pero suda el petiso. Tiene en los pliegues del cuello

hilos de sudor.

—Ya vuelvo, pichón —dice.Me dice pichón.

Tiene la cara llena de cicatrices de la viruela.

No le falta nada.

Sale del galponcito y apenas durante algunos segundos es-

cucho sus pasos cortos y pesados en la calle de tierra.

Entonces, de a poco, me incorporo. Quedo sentado en el•uelo, atado al respaldo de la sillita. Pero los nudos no están bien

hechos y la sillita se mueve y ahora está pegada a mí, en el suelo,

pero yo no sigo sentado en la sillita. No sé cómo explicarlo

mejor.

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3 . P A L A C I O A P A C H E

El comienzo de la vida es el comienzo de las diferencias.

Hace poco vi una película en la que un tipo pedía perdón por

haber nacido rico. No era una película argentina. Hay gente que

tiene tiempo para darle f o r m a a sus sueños. Nosotros, no. Ni

tiempo ni sueños. En el momento menos pensado te toca pasar

al otro mundo. La muerte nos pisa los talones, nos muerde el

culo, a nosotros. Por eso hay que correr, saltar, vivir sin aliento.

En Puerto Apache hay algunos albañiles, plomeros, gasistas, ti-

pos que aprendieron carpintería en la cárcel, por ejemplo. Así

qu e la Primera Junta los llamó un día y les dijo:

—Muchachos, hay que hacer un palacio.

Se quedaron con la boca abierta lo s muchachos.

Garmendia se movió con un índice el colmillo flojo y escu-pió.

El Chueco se rascó un hombro.

Al Chueco le decimos el Chueco porque es chueco y porque

hace unos años corrió dos o tres premios de Fórmula 2. No era

Fangio, y nunca llegó ni entre los diez primeros. Pero era pareci-

do, físicamente, a Fangio. Habla poco, por ejemplo. Dicen que

Fangio hablaba poco porque no sabía hablar. Yo no sé si es ver-

dad. Me parece que no.

Mi viejo dijo:

—Sí, un palacio. Un edificio. Algo diferente.

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— ¿ P a r a qué? —preguntó un negrito qu e t ra ba ja ba en u n a

torre inventada por un argentino que vive en Nueva York y que

htce edificios gigantes en todo el mundo. Una torre para un

banco, creo, cerca de acá, er a donde trabajaba este pibe.

—Porque necesitamos un hotel —d i jo mi viejo, y antes de

qu e nadie se le riera remató—: Y porque además tenemos qu e

tener un lugar... — se quedó pensando; agregó—: Dependen-

cias, eso, dependencias, para reunimos, nosotros, y tratar las co-

las del Puerto con calma.Quedó claro que el viejo, cuando decía nosotros, en este

caso, se refería a Garmendia, al Chueco y a él. O sea, a la Prime-

ra Junta.—Un palacio... —repitió el negrito como con sorna.

Mi viejo se le acercó.

—Llámalo como quieras — d i j o — . Pero hacelo.

El negrito desvió la mirada.En el sur, a la altura de la laguna, el cielo estaba lleno de

patos que volaban en formación. Son geniales los patos cuando

vuelan. No parecen patos. Igual que los aviones. Vos estás en un

avión, a diez mil metros de altura, tomándote uno de esos vinosde marcas raras que te sirven, y la idea que te da es que no estás

en uno de esos aviones que vemos pasar por acá arriba a diez mil

metros de altura. Cosas distintas, son, las cosas, arriba y abajo,

adentro y afuera.

—¿Me entendiste? —preguntó mi viejo.

El pibe le devolvió la mirada.

—Sí —dijo.

De esa manera empezó la construcción del Palacio Apache.

U n edificio de planta baja y tres pisos ubicado en un cuarto d e

manzana que había quedado libre f re nte a la Laguna de las Ga-

viotas. El nombre es una joda. Tiene que ver con un edificio que

había sido de los milicos y que un día compraron los bacanes y

los políticos para hacerse refugios de lujo.

En Palacio Apache, hoy, se reúne la Primera Junta. Tam-

bién los delegados del barrio. Y los jefes de los mendigos rusos,

húngaros y kosovares que hablan castellano. Se reúnen para ha-

blar con los capos de las organizaciones que los contratan y que

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entran a Puerto Apache nada más que para eso, para negociar

con los mendigos: "Hay que poner más chicos en la calle, los

pibes tienen que ser más rubios, la s minas tienen qu e estar bien

vestidas, los tipos también, hay que ser respetuosos, pedir con

dignidad, ésta es una nueva generación de mangueros", le s ense-

ñan los capos a los jefes de toda esta gente qu e nadie sabe de qué

barcos se bajan pero que se nos fueron amontonando acá sin que

nadie se diera cuenta.

O sea, hay reuniones de gobierno, de organización y delaburo en Palacio Apache. También, la verdad, vive mi viejo. El

se hizo hacer un departamentito en el segundo piso, en la esqui-

na qu e mira a l a laguna y a l este. Do s habitaciones, un a cocinita

y un baño. Ya estaba retirado de los business pero fu e siempre un

poco bacán mi viejo. Así que se garpó de su bolsillo la residencia.

Y nadie abrió la boca. Un jefe es un jefe.

En el tercer piso es donde funciona el hotel.

La idea fue de Juana la Loca.

Se la propuso a la Primera Junta.

—O hacemos algo —dijo Juana la Loca—, o acá nos mori-

mo s todos de sida.Nadie se animó a decirle qu e estaba loca.

—¿Qué hacemos? —le preguntó el Chueco.

—Un hotel —dijo Juana la Loca.

El Chueco chupó el filtro del cigarrillo. Siempre lo hace. Y

miró a Garmendia y a mi viejo. Garmendia se paró y s e pasó un a

mano por el pelo gris y negro que le quedaba.

Mi viejo la miraba, a Juana la Loca.

No la quería nada, mi viejo, a Juana.

Un poco de bronca, en realidad, me parece que le tenía.En el fondo.

Pero lo disimulaba.Es más. A veces, dicen, mi viejo tenía relaciones con Juana.

El Chueco y Garmendia volvieron a la mesa.

Parecía una de esas películas en que los actores no saben

qu é hacer. Por las dudas, el Chueco prendió otro cigarrillo y

chupó el filtro. Garmendia se sirvió una copita de Fernet.

—Yo lo manejo —dijo Juana la Loca.

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Mi viejo, dicen, le clavó la mirada. Mi viejo tenía ojos grises

debajo de las cejas grises. Ojos qu e daban miedo, escuché, algu-

nt vez.—Con una docena de tipos organizo y controlo todo —dijo

Juana la Loca—. Yo pongo las pibas y los pibes.

Mi viejo la miraba.

—Vo s sos una turra —le dijo.

—Hay qu e poner el sexo en su lugar —dijo Juana la Loca.

La frase se hizo famosa.A mí me parece un a mierda, la frase. Pero se hizo famosa.

Así que llegaron a un acuerdo. Por eso Juana la Loca abrió

IU hotel "Laguna Roja" en el Palacio Apache y garpa todos los

Rieses la guita que le pidió la Primera Junta. Con esa guita se

hacen algunas cosas para los que no tienen nada.

—Somos un poco socialistas, nosotros —dicen que dijo una

Vez el Chueco, y que chupó el filtro del cigarrillo como si él fuera

Fidel y el cigarrillo un habano.—Socialistas las pelotas —le dijo un gordo que trabaja de

no se sabe qué con un intendente peronista en la provincia.

El tema, entonces, no se discutió más.Y desde entonces, acá, el sexo tiene su lugar.

—Fue una decisión sanitaria —dice ahora, alguna noche,

Juana la Loca.Y fuma con una boquilla. Y se ríe.

El día que empecé a trabajar, el Pájaro tenía el pelo recogi-

do y atado con una gomita. Por eso una cola de caballo enrulada

le caía sobre la espalda. Una musculosa, tenía, color verde, y un

pantalón de esos estampados que ya no se usan más. Y ojotas. Le

miré los pies anchos, los dedos deformados, la mugre en las

Uñas, y me dio asco. No me gustan las ojotas. Tiene un poco de

panza, el Pájaro. Hace fierros. Y se pasa de merca, y come poco.

Pero tiene panza. Era el mediodía de un domingo de verano.

Hacía 35 grados y el restaurante de Las Cañitas estaba cerrado.

Me hizo pasar a un patio. Comía un asado, el Pájaro, con dos

tipos. Me dieron un plato de carne y un vaso de vino. Había en-

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salada, también, en la mesa. Y pan. No les fal taba nada. El Pája-

ro comía y f u m a b a , sin parar. Los tipos también le pegaban, a las

costillas. Yo me puse a masticar un cacho de carne como masti-

ca n lo s perros: con la boca abierta y el pedazo yendo y viniendo

entre las muelas. Hice ruido. Quería llamarles la atención.

Revolverles el estómago. No me dijeron ni mus. Yo estaba en la

lona y Mam me había dicho que hablara con el Pájaro. Al prin-

cipio no quise saber nada. Lo tenía montado acá. Y me parecía

u n grasa. Todos somos grasas. Pero no hay nada peor que ungrasa con pretensiones, que una bestia como el Pájaro cuando no

sabe que es una bestia y se cree mil.

Se terminó el asado y prendimos cigarrillos y los dos tipos

qu e estaban en la misma mesa no dijeron nada. El Pájaro sí. El

Pájaro, entonces, me dijo que así que yo era Pablo Pérez y que

Maru le había hablado de mí y que también le había dicho,

Maru, que nos habíamos conocido en Villa Gesell cuando ella

era una pendeja y también m e dijo qu e Maru ya no era unapendeja , me dijo que era su mina, m e preguntó incluso si yo losabía o si me quedaba claro, no me acuerdo bien qué me dijo en

ese punto, y m e preguntó si era verdad que yo quería laburar.Es cierto. Yo a Maru la conocí cuando era una pendeja. Te-

nía 17 años y hacía una promo de alfajores en Gesell. Me acuer-

do del vestidito que usaban todas las pendejas de la promo y del

vestidito de Maru, que era igual, pero que a ella le quedaba me-

jor porque Maru tiene un lomo espectacular. Y yo me la transaba

a la noche, en la playa. Ella no quería, o decía que no quería,pero quería, y era una diosa...

—Sí —le dije al Pájaro—. Necesito laburar.

Entonces m e dijo qu e íbamos a hacer una prueba, una sola

pr u e ba , ese mismo día, y que si todo salía bien yo empezaba a

trabajar para él. Y me tiró una avalancha de números: hace me-

moria, me dijo, grábatelos en la memoria, no los escribas ni

muerto, pura cabeza, pura memoria, m e dijo, y que fuera a taldirección y que preguntara po r fulano y que cuando estuviera

delante de fulano, y sólo de fulano, le recitara los números. Eso

era todo. Nunca se manejó con papeles ni teléfonos, el Pájaro.

El no deja huellas.

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Y yo digo: sigue siendo una diosa, Maru. Después de tanto

tiempo.

Así se llega al presente.

Yo tengo trabajo. Vivo al día. No me quejo. A veces se cor-

tt. Yo cobro por entrega. Cuando no hay entregas no cobro. Es

M Í. Pero no me quejo. De vez en cuando Cúper tiene que hacer

Unos pesos de cualquier manera. Entonces le hago pata y salimos

1 dar una vuelta por Corrientes, por los bares de Corrientes.

Eios días Cúper me dice que le da miedo.

—A ver si justo ho y —me dice— encuentro a la muj er dem i vida.

—No, Cúper —le digo—. No va a ser hoy.

—¿Por qué?

—Yo sé.

—¿Cómo sabes, vos?

—Porque si la encontrás ya está.

—No entiendo.

—Tendrías que casarte. Y ya está. Cuando uno no tiene

nada para buscar en la vida, ya está. Fuiste. Te convertís en un

iilame, un flan, un gordo fofo. Te convertís en uno de esos tipos

qu e odian a medio mundo y que les pegan a los hijos.

—¿Por qué les voy a pegar a mis hijos?

—Porque los tenes con la ex muj er de tu vida.

Cúper me mira. Se para en la esquina de Corrientes y Mon-

tevideo, enciende un cigarrillo y me mira.

—¿Quién sos, vos? —me pregunta—. ¿U n filósofo te crees

que sos?

> —No —le digo—. Yo soy la Rata.

—Sí, vos sos la Rata.

—Bueno, quédate tranquilo. Ficha...Le marco unas minas, en La Paz. Son cuatro. Hablan todas

|1mismo tiempo. Se ríen. Una levanta la cabeza, para reírse, y

Itcude el pelo, los rulos del pelo castaño. Otra, de la risa, llora.

Los celulares, los Kleenex, los cigarrillos están arriba de la mesa,

Junto a los pocilios de café. La s carteras están colgadas en losrespaldos de las sillas.

Será fácil.

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Tiene que entrar uno solo, por la puerta de Corrientes,mandarse al baño por el pasillo, pasar al lado de la mesa de las

chicas. La cartera qu e está más a mano es la de la mina de l peloco n rulos. Que siga riéndose. Un poquito más.

—Anda — le digo a Cúper.Y Cúper va. Si se arma quilombo m e mando yo y armo m ás

quilombo. Hay que entrar con el fierro en alto y gritar "¡Nadie se

mueva! ¡Policía!", correr, gritar, empujar a Cúper hasta la puerta,rajar po r Montevideo hacia Lavalle. Antes de que nadie reaccio-ne te hiciste humo. Pero si sale bien, si nadie se aviva, Cúper se

mete en el baño, manotea la billetera, deja todo lo demás y vuel-ve campaneando, tranqui, silbando bajito. En la calle camina-mos juntos. No corremos. Somos c iudadanos sin las manos en la

masa . Como todos.Pero en estos días tengo laburo. Bastante. Se ve que el Pája-

ro levantó la puntería. O Barragán. A lo mejor la levantó Barra-gán. O los dos. Hicieron un pacto. Dijeron: "Vamos a picar más

alto". Y fueron. Porque sobra laburo. Con un poco de suerte ca-

paz que puedo juntar algo por si vuelven las vacas flacas... En

real idad, yo sueño co n ju n ta r un montón de guita y rajarme co n

Maru. No sé adonde. A otro país. Eso seguro. Creo que a ella le

gustaría Brasil. El problema con Brasil es que está muy cerca y

lleno de argentinos. Te pescan enseguida, en Brasil.El año pasado tuve que ir a San Pablo. Un business un poco

m ás complicado. Sin abusar. Había que hacerlo, y lo hice. Es

un a ciudad sin límites, San Pablo. Cuando uno es un gil que no

se movió de acá te parece qu e Buenos Aires es lo más grande qu e

hay. Sa n Pablo es más grande. Y m ás fea. El año pasado m e subípor primera vez a un avión y volé. Fui al Brasil. Desde arriba, al

salir y al llegar, vi Buenos Aires. No se puede contar. Mirada de

m uy arriba te cuesta pensar en una ciudad. Sabes que es una ciu-dad, sabes que es Buenos Aires, pero no te la imaginas. La estásviendo desde tan arriba que no te la podes imaginar. Todo es

chiquito. No hay perspectiva. Te parece que el río le puede pasarpor encima, se la puede tragar, algo así. A mí me da un poco de

cosa pensar que una ciudad no es nada. Y pensé, además, en ese

viaje, que yo no era nada. Pensé que me había complicado la

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vida y que ya no era n i sería nada. De vez en cuando m e tengo un

poco más de fe y pienso que voy a zafar. Pero allá, en el avión, vi

todo negro. A los 25 años yo no tenía problemas. Ahora estoyagarrado de las bolas. Cuando la conocí a Jenifer me gustó. Estábuena. Tiene carácter. Es natural. Cariñosa. Coje bien. Un día

pensé que la quería. Otro día pensé que con ella me olvidaría de

Maru. Porque Maru andaba de promo en promo, de boliche en

boliche. Yo no me chupo el dedo, yo la vi irse a Maru, poco a

poco, pero sin remordimientos. Ella tiene sus ideas. Quiere vivirbien. Otro día Jenifer me dijo que estaba embarazada. Es raroenterarse de una cosa así. Yo no supe qu é sentir. Pero vi claritoqu e no la iba a dejar en banda. Ni a ella ni al bebé. Por eso nacióRamiro . Un año después, más o menos, el Pájaro se levantó a

Maru. Y chau. Empezó otra historia.Mi laburo consiste en grabarme en la memoria un montón

de números. Muchos. Un quinielero es un gil al lado mío. Yo

vo y a un local del Pájaro, por ejemplo en Palermo, a eso de la

un a de la mañana. El Pájaro me canta números. Una vez. Máxi-

mo dos. Yo los grabo. Me voy. Mejor no me hago el boludo y me

vo y directo a lo de Barragán. Le canto los números, al gordo.

Sólo a él. Únicamente a Barragán. Lo s números so n mensa jes ,

códigos, quieren decir otra cosa. Un 4 no es un 4. Es un busi-ness. Yo no sé lo que quiere decir un 4. Ni 7539. Pero sé que son

business. Guita. Sé que con esos números Barragán recibe pedi-dos, organiza las entregas y las cobranzas. Lo mío es tirarle los

números a Barragán. Punto. La guita que me da jamás es la mis-ma. Las cifras cambian siempre. A veces espero un toco y m e

llevo plata chica. Y otras veces salgo de la cueva del gordo con un

locotroco de billetes. No lo entiendo, por supuesto, pero lo ten-go

claro desdeel

primer día:no

tengo nadaque

entender.Las cosas van cambiando.Ahora el Pájaro se cortó el pelo. Ya no se tiñe. Se viste con

ropa cara. Es dueño además de tres bares y una disco. Se hizoun a casa en Las Cañitas. Tiene dos autos, una moto y un yate.Los tipos que comían asado con él, ese domingo que empecé a

trabajar, siguen comiendo asado con él.

No dicen nada, esos tipos.

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El Pájaro tiene un poco de panza, como siempre.Barragán no. Barragán es un gordo de mierda.

El que manda le dice algo más al que está sentado en la

mesa y sale de l galponcito. Veo la luz, afuera , de uno de esosamaneceres opacos, turbios en la lluvia finita, liviana, y veo la

calle, la tierra mojada, u n charquito, u n perro hambriento que da

vueltas por ahí. El petiso se va caminando sin apuro por la calle,pasa cerca de l Ford azul y sigue.

Es imposible que se te ocurra adonde va. No hay kioscospara comprar cigarrillos ni diarios, no hay bares, no hay cajeros

automáticos, no hay nada. Por eso una idea simple se depositasobre mis ideas y m e conforma: el petiso sale a caminar un poco,a despejarse, sale a mear, po r ejemplo, a mirar el cielo qu e segúndesde dónde se mire, en Puerto Apache, parece el cielo de la

llanura, un cielo aislado bajo el que uno no siempre logra imagi-narse el río, o la ciudad. Capaz que sale a mirar el cielo y a pre-guntarse qu é carajo está haciendo acá, bajo es e cielo, con un par

de imbéciles que no saben ni cómo se llaman y surtiendo a un

tipo como si supieran por qué le están pegando. Si es así, pienso,no va a encontrar las respuestas en el cielo. Pero mientras tanto,sin moverme demasiado, apenas como si quisiera acomodarmeen el suelo y contra la sillita que quedó al costado, consigo aflo-

jar más los nudos de la soga con la que me ataron a la sillita y en

poco tiempo tengo las manos libres. Las manos dormidas, entu-mecidas, no sé cómo, pero libres. Supongo que el petiso vuelveenseguida. Por eso tengo que hacer las cosas rápido.

Así que me paro como si siguiera atado a la sillita, la sosten-go contra mi culo, doy un par de pasos tambaleándome, lo sufi-

ciente para que el flaco con boca de lobo dé señales de una ciertaagudeza mental.

—¿Qué te pasa a vos? —me pregunta, el Lobo.No le contesto, quiero que se crea qu e estoy grogui, fuera de

juego, medio estúpido, y doy un pasito más.—¿Qué querés? —insiste el Lobo.

No es la pregunta correcta.

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No puedo contestar es a pregunta.Así que dejo escapar un gruñido, como si ni siquiera me

acordase de hablar.Me mira, el flaco con dientes de lobo, pero ya no se ríe.

Sigue agarrado a la mesa como si fuera u na tabla en medio de l

mar. Y me mira. Tiene una mirada rara. Una mirada de trampo-10. Esos fulanos que te escrutan porque aprendieron a ver qué

pensás detrás de tus ojos. Entonces se distrae, creo, o calcula

mal, y no se da cuenta de que la distancia se achica, está conven-cido a lo mejor de que soy un zombie y no ve que no estoy tan

lejos, se le mezclan los tantos. Dice:

—Volvé a tu rincón, nene. Anda, sentate.Éste me dice nene.Me gusta más pichón.Y sin más le tiro la silla, salto, me le voy al humo, caigo

Contra él, con la silla, contra la mesa, rodamos por el suelo, él

trata de sentarse en mi pecho pero corcoveo, me lo saco de enci-ma y con las manos juntas le estrello un golpe en plena cara, y

Otro, y después le sacudo u n rodillazo y por último le rompo la

lilla en la cabeza.El tipo queda en el suelo. Casi no se mueve. Tiene espas-

mos. Le tiembla una pierna y se le sacude un poco una mano.Gime y me acuerdo del llanto de un bebé. Es ese llanto de los

bebés cuando ya están agotados, aburridos de llorar, pero siguenllorando.

Lo palpo, al Lobo, y le encuentro una pistola. Un fierro de

calidad.Me quedo con la pistola.Y salgo a buscar al enano.

Es un milagro, pienso, que no haya aparecido antes.Camino primero por una calle de pocas casas y arbolitos es-

cuálidos. Todo el mundo duerme como en el paraíso. El perrohambriento m e sigue. Tiene la lengua afuera . Se para, toma aguaen los charcos, y después corre y me alcanza. Cree, a lo mejor,qu e ya somos amigos.

Arrastro un poco una pierna.Miro con un solo ojo.

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No sé por qué me meto por un caminito lateral, a la izquier-da, una de esas huellas qu e hace la gente de tanto ir por ahí de un

lugar a otro para cortar camino. Y de pronto se me aparece un

yuyal. Alto, enmarañado. Ideal. Eso pienso. Entro, me abropaso como puedo en la maleza.. La prima de mi vieja, me acuer-do, en Rosario, me explicó una noche qué es una intuición. Bue-no. Yo ahora tengo una intuición. Y me parece que voy derechi-to hacia mi intuición. Si se entra por el norte, a este yuyal,después de 40 o 50 metros se desemboca en un claro chiquito, de

pasto bajo, donde a veces se juntan algunos pibes y se hacen la

paja. Hoy, en esta triste mañana de lluvia finita, desde el otro

lado, desde el sur, busco ese claro. Y lo encuentro. Y en mediodel claro está mi intuición: de espaldas, leyendo páginas sueltas y

húmedas de una revista que habrá encontrado por ahí, está el

tipo que manda. Está en cuclillas, con los pantalones bajos. Lee,o mira las fotos de la revista.

Le digo que no se mueva, que no parpadee, que se quede en

el molde mientras llego a su lado. Le paso el fierro por delantede los ojos y después le pongo el caño de la pistola en la nuca.

Espero que se haga un a idea clara de la situación.—Sos un hombre de suerte — le digo—. Te vas a ir sin que

te toque un pelo. Pero vos sí que vas a cantar.De pronto descubro que tengo un aliado. No sé si ya somos

amigos. Pero me da una mano. El perro hambriento mete la ca-

beza entre las cachas de l enano. El tipo se sobresalta.—Quieto —le digo—. Quietito, pichón.El perro, atorrante, oscuro, sin escuela, lo lengüetea al petiso.

Entre la s piernas. Lo hace con esa insistencia de los perros cuandose ponen a lengüetear algo. No se sabe qué función cumplen con

esto ni cuánto tiempo le dedicarán. Así que el tipo se estremece,tiembla un poco, gime o solloza, no me interesa enterarme de qué

convulsiones se trata. Estos tipos no tienen alma y el miedo en

ellos no es más que miedo. Por eso, de una, le pregunto:—¿Quién te mandó?Hace más ruidos con la garganta.Le doy golpecitos con el cañón de la pistola en la nuca.Y de pronto siento el olor.

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No puedo creerlo.Se me dan vuelta la s tripas.Pero la evidencia está a la vista.El enano pierde la dignidad, el coraje, la fanfarronería. Y no

puede contenerse.El perro se aleja, ladra, da vueltas.—¿Quién te mandó? —repito. Y l e empujo la cabeza con la

punta de la pistola hasta qu e hunde la nariz entre su s piernas.

—El Ombú —me dice.No me hace falta darle muchas vueltas al nombre para supo-

ner que me está diciendo la verdad.—Levántate los pantalones — le digo.

Se incorpora, sin limpiarse, y se levanta los pantalones.—Dame mi navaja —le digo.No me mira. Se queda de espaldas. Imagino que en los ojos

no puede tener otra cosa que humillación. Lágrimas. Y furia. Me

devuelve la sevillana estirando un brazo hacia atrás.—Llévate a tu amigo —le digo entonces—. Ándate. Desa-

parece.

El enano se va por el caminito entre los yuyos.—Y hacete lavar el culo —le grito.Después oigo el motor del auto cuando lo pone en marcha y

enseguida los oigo irse. Por eso pienso que los problemas reciénempiezan.

Tengo la remera a la miseria, sucia de sangre y barro. Tengo

It cara hinchada, los labios partidos, estoy hecho una birria. No se

me ocurriría pensar que doy lástima. Es raro que alguien dé lásti-

ma en Puerto Apache. Pienso que si volviese así a casa y Jeniferme viera no me tendría lástima. Me haría preguntas: ¿Qué te

pasó?, ¿qué te hicieron? Preguntas que se contestan solas pero que

tampoco quieren decir que yo a Jenifer le importe un carajo. Es

que la sensibilidad se nos va escondiendo, acá, porque no es cues-tión de andar mostrando los agujeros de uno a cada rato.

Miro la hora.Es muy temprano.Los únicos que deben andar en pie son los que tienen que ir

a repartir diarios y los que todavía no se acostaron.

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Voy para la laguna. Me saco la ropa y me meto en el agua.

Si alguien cree que porq ue le dicen ecológica a la Reserva el agua

de acá es pura no sabe lo que cree. El agua de la laguna parece

agua podrida. Es gelatinosa, está llena de bichos y mosquitos, y

•algunos dicen que está contaminad a. Yo no sé. Pero agua limpia

no es, aun que sirva para lavarse un poco. Hago un bollo con la

camiseta y la tiro lo más adentro que puedo. Trato de lavar la

sangre que se me resecó en la cara y en las manos. Me duelen las

costillas, la cabeza, las piernas. Salgo del agua y me seco comopuedo. Me pongo el pantalón y las zapatillas. No me olvido ni

de la pistola del lobito, un fierro caro, ni de mi navaja.

Vuelvo a casa.

En el camino paso cerca del Palacio. Hay luces prendidas

en el tercer piso. Se oyen los ruidos de una fiesta. Un poco de

música. Dos o tres voces altas. La risa pasada de una chica. Y

alguien que llora. Un hom bre que habla , cuenta algo, y llora. Lo's

disturbios de una noche sin tregua hacen estragos en el corazón.

El Toti no volvió. El apoliya con una luz prendida. Y hoy

no hay luz en la casa.

Jenifer duerme el mejor de sus sueños.Los chicos apoliyan como angelitos.

Es un alivio.

Saco lo indispensable y me voy. Otra vez en la calle la lluvia

finita vuelve a darme en la cara, en las heridas, en los labios hin-

chados. Me puse una camiseta limpia y una campera. Guardé el

fierro del Lobo junto con la guita. En el bolsillo, atrás, llevo la

sevillana. Es, más que nada, un amuleto. Le dejé unos pesos a .

Jenifer, por las dudas. S eguro que a la noche estoy de vuelta por

acá. Pero ellos no tienen por qué pasar hambre. Tengo bastante

guita. Metí la mano en la lata que escondo en un hueco de l rope-

ro y encontré billetes importan tes. N o sabía que estaba gastandotan poco últ imamente.

No llevo las cuentas.

Vivo al día.

No tengo vicios ni pago lujos.

Pienso que soy un pobre diablo.

48

4. EL O M B Ú

Un día vienen de la televisión. Chamuyan en la puerta con

lo s pibes que vigilan la entrada. Son tres: dos tipos y una mina.

Llegan en una camioneta blanca con el logo del canal por todas

partes. Se bajan y hablan con los pibes. Quieren hacer una nota,

dicen, un reportaje, grabar un testimonio. Los pibes les dicen

que no, que no se dan reportajes. Los tipos insisten. Hay quetener cuidado co n estas cosas. Te levantan o te hunden. Todo

depende. Pero nunca se termina de entender de qué o de quién

depende. Por fin los pibes les dicen a los periodistas que van a

consultar y que les contestan al día siguiente. Los periodistas di-

cen que bueno y se van. "La mina es junada", dice uno de los

pibes cuando le llevan el tema a la Primera Junta. "Está bastante

buena", dice otro, "Antes hacía un programa de no sé qué. Una

vez ganó un Martín Fierro".

—Mira vos —dice m i viejo.—Para qué sirve la televisión — pregunta el Chueco.

— P a r a tener más amigos —dice Garmendia—. Por un

rato...Pero la cuestión es que se llega a una reunión entre perio-

distas, abogados y otros tipos del canal y la Primera Junta, dos

días después, y s e habla un ra to , se discute un poco, se toma café,

se fuma, se dan vueltas a la mesa, los tipos de la TV piden un

cuarto interm edio, vuelven del cuarto intermedio, se negocia un

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- m

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rato más, y a las dos horas, más o menos, se hacen declaraciones,

pactos , promesas, se firman acuerdos, condiciones y contratos.

Estas cosas, dicen todos, mejor ponerlas por escrito.

Por eso Garmendia dice después que hubo pactos preexis-

tentes. No sé de dónde saca estas ideas. A veces m e parece qu e

son ciertas, que no son otro chiste de Garmendia.

La s cámaras llegan el jueves de esa semana a las ocho y me-

di a de la mañana. En la Costanera se planta un camión del canal

y a Puerto Apache entra una camioneta. El Chueco y variospibes en un Renault destartalado guían a la camioneta por las

calles que hicimos, por la avenida, por los caminos viejos. La

gente de la TV busca un lugar que les parezca bueno. Nosotros

les mostramos los lugares que nosotros queremos. El Chueco sesabe la s instrucciones de memoria. Ha y lugares que no van a en-

contrar nunca estos pibes. A ver si los vamos a dejar hacer exte-

riores, como dicen ellos, donde se les cante. ¿Qué somos?

¿Giles, galanes, cholulos somos? No, señores. Acá no se come

vidrio. Una cosa es llegar a la conclusión de que un documental

pued e ser un buen businessy otra es abrirles la s puertas qu e ellos

quieren encontrar.No nos van a joder.

No van a conseguir poner al público en contra nuestra.

No van a encontrar trapos sucios.

Más roña hay en otros rincones de la Capital que nadie ven-tila. Dicho sin ofender, se entiende.

A eso de las nueve y media se llega a una decisión. La parte

fija de los exteriores se graba frente a l a casa de Garmendia. La s

Betacam podrán ir y venir por calles y caminos elegidos entre

todos. La gente puede salir en la TV si quiere. Nadie tiene obli-gación de contestar preguntas. Habla el que se le dé por hablar y

se calla el que se le dé la gana. Los que dirigen la batuta, en estemomento, ya son los técnicos y los periodistas. Con ellos es más

fácil charlar que con los bogas, los funcios, los otros tipos, galli-tos de peluche con poderes absolutos.

—Estos tipos hacen tráfico —dice Garmendia.

Mi viejo, el Chueco, Juana la Loca, Sosa, el Toti, Cúper,

Anchorena y otros notables se lo quedan mirando.

—Tráfico de influencias, muchachos —aclara Gar-

m e n d i a — . Ustedes oyen la palabra tráfico y ya ven desfilar

ftvioles como soldaditos. Estos gerentes hacen tráfico de in-fluencias. Arrimáles un favor y te consiguen un contrato basura.

Cosas así.—Ah —dice Anchorena.

A Anchorena le decimos Anchorena porque él dice que te-

nía campo, cerca de Chascomús, y vacas. Anchorena dice gana-

do. "Teníamos campo", dicen que dijo, una vez, "Y no sé cuántascabezas de ganado". ¿Cómo lo íbamos a llamar, Hormiga Ne-

gra? Le quedó Anchorena. Él está contento. Le gusta su nom-

bre. El truco y el vino son hoy las aficiones de Anchorena. Se

gana el morf i de cada día jugando al truco en el barcito de

López. Ya hablaremos del barcito de López.

Así que una vez elegido el exterior los tipos de la TV bajan

el equipo de la camioneta: tres cámaras fijas, luces, paraguas de

Una tela plateada para que la luz rebote o algo así. Cámaras m ó-

viles. Micrófonos. Cables. Herramientas. Aparatos. Una mesita,

Un espejo, un par de valijasque al rato no s enteramos que son los

instrumentos de la maquilladora.Cuando se oye la palabra maquilladora más de una mina

propone producirse y salir en el programa.

—No, Susana —le dice m i viejo a la gorda Susana—. Vos

no apareces en cámara ni maquillada ni en bolas.

—¿Por qué, che? —se ofende Susana.

Mi viejo no le contesta. Con la cabeza le indica que retro-

ceda.Queda claro que mi viejo ya parla lenguaje técnico: aparecer

en cámara. Garmendia dice después: "Entonces capaz que se

puede desaparecer en cámara". "Se puede", dice el negro Sosa. Y

no agrega una palabra más. El negro Sosa era piquetero, enJujuy. Se oye por ahí que un día el Perro Santillán le dio el pasa-

porte.Una hora después, más o menos, uno de los utileros dice

qu e ya está. El director de cámaras levanta la cabeza. Tiene un a

gorra de béisbol y anteojos chiquitos de vidrios negros.

—Listo —repite el utilero—. Ya está.

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 "Hl!

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El director le echa un vistazo al equipo. Se toma su tiempo,

el flaco. Camina entre las cámaras, los cables, los focos. Mira

para un lado, para el otro. Le da órdenes a un ayud ante. El ayu-

dante va y mueve tres centímetros la silla donde se va a sentar

Garmendia . El director sacude la gorrita. Parece qu e quiere de -cir okay.

Entonces la mina qu e conduce el programa les pide a m i

viejo, al Chueco y a Garm endia que se sienten. Al principio van

a salir los tres sentados. Después van a salir parados, cam inandoun poco, haciendo algo, no se sabe qué. "Yo no pienso hacer

nada", dice mi viejo, "No soy payaso, yo". Anchorena está de

acuerdo. Le dice a m i viejo: "Tiene razón".

Otro tema es el maquillaje. En eso tampoco transa el viejo.Orgulloso, es. Terco.

—Yo no necesito —le dice a la mina que maquilla.

— U n poquito de polvo, nada más — le dice la mina y le

muestra un pote color crema—. Para matar lo s brillos.

No todos se hacen una idea de lo que significa matar losbrillos.

Pero cuando la gente escucha "polvo" las risitas se dejan oír.M i viejo se pasa una mano, apenas, por el pelo engo minado.

Está convencido de que le sobra pinta y de que a él no hace faltamatarle nada.

Garmendia y el Chueco se dejan como si fuera un juego,

una fiesta. Se sientan en la silla de la mina, frente al espejo, cie-

rran los ojos: los plumeritos, algodones, bases, luces y sombras

les acomodan las caripelas. A las minas y a los tipos que van a

grabar después con las Betacam no los maquillan.

—Los quiero al natural —dice el director.

— Al natural te va a quedar el ojete —mu rmu ra Sosa, desde

la segunda fila de curiosos. El director se hace el sordo. Y con la

camp era de cuero arremangada hasta lo s codos, la gorra de

béisbol calada hasta las cejas, las piernas abiertas, los borcegos

hundidos en la tierra floja da la orden. Y empiezan a grabar.

La mina qu e conduce el programa dice entonces algo as í

como que se encuentra n acá frente a los tres hombres que repre-

sentan a las no sé cuántas familias que han ocupado unas veinte

hectáreas de la Reserva, hecho que no fue advertido de inmedia-

to sino un tiempo después ante denuncias de particulares y em-

presas radicadas o a punto de radicarse junto a los diques del

viejo puerto de la ciudad de Buenos Aires, y pregunta, la mina,

entonces, o parece que pregunta —porque nadie le contesta—

desde cuándo está tomado el lugar.El Chueco, Garmendia y mi viejo no abren la boca. Se que-

dan mirando a la mina, no sé si abatatados o incólumes. A lo

mejor no arreglaron quién contestaba la primera pregunta. A lomejor no entienden ahora, en el fondo, de qué se trata. Quién

labe. Lo cierto es que se produce un silencio en el que se oye el

lilencio y más allá de l silencio risas lejanas de pibes, ladridos, un

motor...

M e pregunto de golpe de dónde saqué la palabra incólume,

porque se me representa que no viene al caso, que no sé bien qué

quiere decir, y yo no tengo ganas de anda r por la vida diciendo

pavadas. De todas maneras los miro, a los tres, a esos tres tipos

que llamamos la Primera Junta, uno de los cuales, dicho de otro

modo, viene a ser mi pa dre, y pienso que sea como sea la palabra

incólume no les queda mal.Por eso el director de cámaras dice qu e corten, se aleja de su

puesto, prende un faso, se saca la gorrita de béisbol y se sacude

los cuatro pelos locos que le quedan, el sol hace reflejos en los

vidrios de sus lentecitos negros. Va y viene, el tipo, malhumora-

do, y pienso qu e parece un poco marica o algo así, un a manera

que hace pensar no en una mujer enojada sino en un hombre

afeminado que se enoja. No podría jurarlo. Y lo que supe más

adelante es otra historia.

En la pausa la mina habla con el Chueco, co n Garmendia y

con mi viejo. Desde acá no se escucha un pomo así que uno ima-

gina que están aclarando cuándo habla ella y cuándo hablan

ellos, detalles por el estilo. Porque después la mina vuelve a la

silla que le prestó Garmendia para qu e todos estuvieran sentados

en sillas p a r e c i d a s y no ella por e jemp lo en uno de esos

silloncitos de dirigir a la gente qu e tienen en el cine, y en la tele-

visión también, me imagino. Y le hace una seña al director, la

mina, y el director tira el faso, se cala la gorrita, vuelve a s u lugar

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y da la orden: nuevamente empiezan a grabar. La mina dice más

o menos lo mismo que antes y cuando termina e l espiche se

vuelve a prod ucir un silencio.

La min a, al final del espiche, dice:

—¿Cuá nto hace , entonces , que us te de s oc upa ron la Re-

serva?

Y se produ ce un n uevo silencio.

El director corta.

La mina habla otra vez con e l Chueco, con Garmendia ycon mi viejo. Mi viejo en realidad no habla. Escucha. Los que

hablan son los otros. El director, más allá, hace las mismas cosas

qu e antes. Es decir, se saca la gorra de béisbol, fuma, putea . Y

vuelve a su lugar y da, por tercera vez, la orde n y el equipo de la

TV empieza, por tercera vez, a grabar.

La mina repite el espiche con algunas variaciones y cuando

llega al final hace otra variación y ahora pregu nta:

—¿C uánto hace que us tedes viven acá?

La verdad es que se produce otro silencio. Pero esta vez se

ve que alguno de esos tres tipos va a decir algo. Hay un silencio.

Atrás se oyen risas de chicos, ladridos, un motor, y por últimoGarm endia c arraspea, con las man os apoyadas en las rodillas, le-

vanta los ojos, y dice:

—Nosotros vivimos acá desde el siglo pasado.

El auto de Cúper está frente a l a casa de Cúper. Le hago un

puente y me lo llevo. El se da cuenta enseguida cuando yo me

llevo el auto. No le importa. La que se pone de los nervios es la

Mona Lisa. Qué mina piantada , la Mona. Unos líos impresionan-

tes le arma a Cúper por cualqu ier pavada. Que yo m e lleve el auto

es una de esas pavadas. Ella paga las cuotas. El anticipo lo gatilloCúper. Pero la Mona Lisa dice que el anticipo eran dos mang os y

que la cuota, que es lo que im porta, se la banca ella. A lo mejor

tiene razón . Pero no es para ponerse así. "Yo trabajo , con el auto",

le subraya a Cúper. El no, él no trabaja. Cuando la Mona Lisa se

pone así Cúper la deja patalear un rato largo. Después se la sienta

encima, le mete mano debajo de la pollera, le pasa los dedos por la

54

. La Mona Lisa no pue de co n Cúper. Es más fuerte qu e ella,

queja un poco más , le dice que es un idiota y un no sé qué, pero

ya la. voz, los nervios se le aflojan, y al final se deja. Diga lo que

oiga a ella le gustan lo s modales de Cúper.Una noche de verano yo los vi discutir bajo el alero de la

Casita. Por eso sé lo que sé.Es un cero kilómetros el auto de Cúper, o de la Mona Lisa,

meda igual. Un Fiat de esos chicos, que hay ahora, pero se m ue -

ve • Huele a nuevo, todavía. Salgo de Puerto Apache, en dos mi-nutos engancho Córdoba y me mando. El tráfico que sube es

poco. Todo el mundo viene para abajo, al centro, o a la City, a

yugar, pedalear, hacer business, o a cagar a la gente. Son mane-

ra s de vivir.

A l O m b ú le dicen el Om bú porqu e es un poco cabezón y se

deja el pelo mota largo y se le arma ahí arriba, en la sabiola, una

frondosidad, un nido de caranchos, diría mi vieja, nunca supepo r q u¿^ que quier e decir eso de nido de caranchos , pero me

imagino que deben ser aves con malas costumbres o muy desor-

denadas.

De tanto ir al local de l Pájaro, de comer asados de tanto entanto con el Pájaro y con los dos tipos que comen asado con el

"ajaro, de tanto escuchar con el tiempo a unos y a otros, pero

sobre todo a Maru , uno se va enterando. El Ombú es el que se

sienta siempre a la izquierda del Pájaro. No le gusta el tomate.

e la ensalada sólo come la lechuga y la cebolla. No dice nada, el

^ttibú. Com e , fuma, mira fútbol en la tele que está siempre

prendid a. Por eso yo sé que el Ombú vive en un hotel o una pen -

sión de Plaza Italia. Hay datos que a mí me van cayendo en la

memoria como en una agenda invisible y olvidada. Pero cuando

necesito el dato pienso y aparece. El otro tipo no vive en la mis-

ma pensión. Vive en Almagro. El otro tipo es menos folklórico.^e llama Tony. Po r ahora no me interesa. El tipo qu e está en la

recepción de l hotelito de la calle Thames es desagradable. Todos

estos tipos que trabajan en las pensiones, albergues y mueb les de

mala muerte de Plaza Italia so n así. Grandotes, pesados, un

P°co tarados. Pero te pued en tr i turar lo s huesos de l cráneo co n

uria sola mano. Dejo el auto po r Gurruchaga , a veinte metros de

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y da la orden: nuevamente empiezan a grabar. La mina dice más

o menos lo mismo que antes y cuando termina el espiche se

vuelve a producir un silencio.

La mina, al final del espiche, dice:

—¿Cuánto hace, entonces, que ustedes ocuparon la Re-

serva?

Y se produce un nuevo silencio.

El director corta.

La mina habla otra vez con el Chueco, con Garmendia ycon mi viejo. Mi viejo en realidad no habla. Escucha. Los que

hablan son los otros. El director, más allá, hace las mismas cosas

qu e antes. Es decir, se saca la gorra de béisbol, fuma, putea. Y

vuelve a su lugar y da, por tercera vez, la orden y e l equipo de la

TV empieza, por tercera vez, a grabar.

La mina repite el espiche con algunas variaciones y cuando

llega al final hace otra variación y ahora pregunta:

—¿Cuán to hace qu e ustedes viven acá?

La verdad es que se produce otro silencio. Pero esta vez se

ve qu e alguno de esos tres tipos va a decir algo. Hay un silencio.

Atrás se oyen risas de chicos, ladridos, un motor, y por últimoGarmendia carraspea, con las manos apoyadas en las rodillas, le-

vanta los ojos, y dice:

—Nosotros vivimos ac á desde el siglo pasado.

El auto de Cúper está frente a la casa de Cúper. Le hago un

puente y me lo llevo. El se da cuenta enseguida cuando yo me

llevo el auto. No le importa. La que se pone de los nervios es la

Mona Lisa. Qué mina piantada, la Mona. Unos líos impresionan-

tes le arma a Cúper por cualquier pavada. Que yo me lleve el auto

es una de esas pavadas. Ella paga las cuotas. El anticipo lo gatillo

Cúper. Pero la Mona Lisa dice que el anticipo eran dos mangos y

que la cuota, que es lo que importa, se la banca ella. A lo mejor

tiene razón. Pero no es para ponerse así. "Y o trabajo, con el auto",

le subraya a Cúper. El no, él no trabaja. Cuando la Mona Lisa se

pone así Cúper la deja patalear un rato largo. Después se la sienta

encima, le mete mano debajo de la pollera, le pasa lo s dedos por la

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rayita. La Mona Lisa no puede con Cúper. Es más fuerte que ella.

Se queja un poco más, le dice que es un idiota y un no sé qué, pero

ya la voz, los nervios se le aflojan, y al final se deja. Diga lo que

diga a ella le gustan los modales de Cúper.Una noche de verano yo los vi discutir bajo el alero de la

casita. Por eso sé lo que sé.Es un cero kilómetros el auto de Cúper, o de la Mona Lisa,

me da igual. Un Fiat de esos chicos, que hay ahora, pero se mue-

ve . Huele a nuevo, todavía. Salgo de Puerto Apache, en dos mi-nutos engancho Córdoba y me mando. El tráfico que sube es

poco. Todo el mundo viene para abajo, al centro, o a la City, a

yugar, pedalear, hacer business, o a cagar a la gente. Son mane-

ras de vivir.Al Ombú le dicen el Ombú porque es un poco cabezón y se

deja el pelo mota largo y se le arma ahí arriba, en la sabiola, una

frondosidad, un nido de caranchos, diría mi vieja, nunca supe

por qué, qué quiere decir eso de nido de caranchos, pero me

imagino qu e deben se r aves co n malas costumbres o muy desor-

denadas.

De tanto ir al local del Pájaro, de comer asados de tanto en

tanto con el Pájaro y con los dos tipos que comen asado con el

Pájaro, de tanto escuchar con el tiempo a unos y a otros, pero

sobre todo a Maru, uno se va enterando. El Ombú es el que se

sienta siempre a la izquierda del Pájaro. No le gusta el tomate.

De la ensalada sólo come la lechuga y la cebolla. No dice nada, el

Ombú. Come, fuma, mira fútbol en la tele que está siempre

prendida. Por eso yo sé que el Ombú vive en un hotel o una pen-

sión de Plaza Italia. Hay datos que a mí me van cayendo en la

memoria como en una agenda invisible y olvidada. Pero cuando

necesito el dato pienso y aparece. El otro tipo no vive en la mis-

m a pensión. Vive en Almagro. El otro tipo es menos folklórico.

Se llama Tony. Por ahora no me interesa. El tipo que está en la

recepción del hotelito de la calle Thames es desagradable. Todos

estos tipos que trabajan en las pensiones, albergues y muebles de

mala muerte de Plaza Italia son así. Grandotes, pesados, un

poco tarados. Pero te pueden triturar los huesos del cráneo con

un a sola mano. Dejo el auto por Gurruchaga, a veinte metros de

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Santa Fe. O sea, casi enfren te de la 23. No sé por qué me parece

mejor que dejarlo en cualquier lado. Camino un par de cuadras,

llego al hotel, subo la escalera hasta el primer piso, me encuentro

co n el encargado, conserje, portero o lo que sea, y le pregunto si

está el Ombú.

—No — m e dice el encargado—. No está el Ombú.Y me mira el ojo-cerrado.

Le muestro un billete de veinte pesos.

—No me suena, el Ombú —dice—. No entiendo.Miro la hora en un relojito que hay colgado en la pared,

atrás del gordo. Es una buena hora para que el Ombú ya esté

atorrando. Ni él ni Tony pueden merquear. Es una prohibición

qu e tienen. Un poco de alcohol, no mucho, y un porro cada

muerte de obispo. Es todo lo que les permite el Pájaro. Por el

laburo que hacen lo s quiere siempre despejados, bien dormidos,

sin tentaciones. Agrego dos billetes de diez. El gordo mira la

plata y sigue leyendo el diario. Yo sé que no puede leer. Hace

como que lee. Este tipo no ve todos los días cuarenta pesos gra-tis. Pero no afloja.

—Uno alto — le digo haciéndome el boludo—, con el peloasí.

Le hago con las manos el pelo del Ombú.—Ah —dice.

Sumo un billete más, otro de diez.

—Cincuenta dólares — le digo.

El lenguaje de las películas siempre abre puertas en las pelí-

culas. El gordo estira una mano. Tiene pelos negros en las fa-

langes.

— N u n c a te vi — me dice—. Acordate bien de eso. Te colas-

te, no sé cómo. A lo mejor yo estaba en la cocina. O en el baño.

No se sabe.Se le ocurren muchas coartadas para ser tan bruto como es.

—De acuerdo —le digo.

—La 18 — m e dice, y señala otra escalera—. En el piso de

arr iba . Y si te veo salir me vas a tener qu e explicar cómo entrastey para qué.

Prefiero no seguir pensando en las películas. No siempre sa-

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len bien estas escenas en el cine. Dejo los billetes bajo los dedos

del gordo y subo la segunda escalera.

El pasillo del segundo piso es un basural.

Llego a la puerta con el número 18. No se ve nada pero veo

U na plaquita de metal con esmalte blanco y el 18 pintado en ne-

gro. Una antigüedad. No tengo que patear la puerta ni nada de

eso. Pruebo y se abre. Se ve que el Ombú no recibe muchas visi-

tas. Por las persianasque dan a la calle entran un poco de luz y el

ruido de la calle. El Ombú está tirado en la cama, casi desnudo,y duerme. Duerme p ro fu nd a me nte . Hay olor a digestiones len-

tas en la pieza número 18 del hotel de la calle Thames.

Echo un vistazo. Me hago una idea. Necesito algo. El in-

ventario no es alentador. Hay pilchas tiradas en un sillón, y hay

un ropero, un a mesita, una de esas lámparas que mi vieja llama

todavía "un velador". Es un caso, mi vieja, pienso, una pendeja

—en el fondo— hecha estopa, pobre, y que habla de caranchos y

de veladores. Hay también en la pieza del Ombú una botella va-

cía y un florero. En el florero se muere un clavelito blanco. La

botella, créase o no, es una botella de gaseosa. Una de esas bote-

llas de litro y medio con marca de supermercado. Está sobre lamesa de luz, al lado de la cama. La mesa de luz tiene una tapa de

mármol viejo y rajado.

Acerco la mano izquierda a la cabeza del Ombú.

Respiro hondo.

Cuando la punta de los dedos casi lo rozan le agarro el cue-

llo. Con fuerza. Le clavo los dedos.

Así que el Ombú se despierta de golpe pero con esa cautela

en los movimientos que sólo tienen los que están adiestrados en

el arte de oler el peligro incluso cuando se encuentran en el fon-

do del más canalla o imbécil de sus sueños. Parpadea. Se pasa la

lengua por los labios. Se pregunta a lo mejor por qué la vida estan ingrata o tan miserable o por qué está plagada de sorpresaso

de miedo. Un hombre como él, que hace del miedo una merca-

dería para los otros. No se mueve más. Se queda quieto como

una masa de gelatina.

Siento en la palma de la mano el latido de una vena de su

cuello.

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Le miro un brillo opaco en la piel engrasada de la nariz y la

f ren te . El pelo espeso, motudo, se dibuja en la almohada como

u n matorral.

¿E l Pájaro le dijo a este tipo que me apretara y este tipo me

mandó esos tres matones de morondanga que me saqué de enci-

ma como si yo fuese Bruce Willis? Yo no soy Bruce Willis. Yo

so y casi un a l feñ ique . Lo s negocios va n quedando en manos de

gente que no sabe hacerlos. Patanes, nabos, productos de gim-

nasios, guardaespaldas descafeinados. Todo mal. Pero no en-tiendo por qué el Pájaro quiere que me aprieten.

Entonces le hago una pregunta fácil al Ombú:

—Por qué. Decime.

No puede creer lo que oye.

Le muestro tres billetes de cien pesos:

—Por qué me mandaste a esos giles.

No dice nada.

Saco el clavelito del florero, tiro el agua a un costado y rom-

po el florero de vidrio contra el mármol de la mesita de luz. Le

pongo sobre el ojo izquierdo la base del florero, el borde de vi-

drio roto. Hago presión y una punta se hunde en la parte alta delpómulo. V eo brotar suavemente sangre que se desliza por un

moflete, pasa po r debajo de la oreja, hace una mancha en la al-

mohada.

—Te saco el ojo, si querés. O me decís por qué. Te quedas

con la guita. Y no abrís más la boca. Nadie se entera de esto. Es

un secreto entre vos y yo.

Si yo creyese qu e tengo aunque sea una remota posibilidad

de llegar a un acuerdo semejante con el Ombú yo sería otronabo.

Pero la lógica de esta historia gira alrededor de un error, o

alrededor de una duda.Si no fuese así yo ya estaría muerto. Porque entonces al -

guien estaría convencido de que yo cagué a alguien.

Es la única carta que me parece que puedo jugar.

El riesgo es el mismo. A lo mejor me matan. Por las dudas.O porque estas cosas no se hacen.

Por eso cuando el Ombú, sin dar más vueltas, se decide a

58

hablar, yo sé que me va a buchonear. Al fin y al cabo, para algo

parecid o a eso le pagan.

—Garparon merca de menos — m e suelta.

—¿Quién?

El Ombú resopla. Le parece demasiado, a lo mejor, por

trescientos pesos. A mí no. Hago girar los picos de vidrio. Quie-

ro que le rayen la piel. Como las uñas de un gato cuando te araña

apenas, sin querer. Repito:

—¿Quién?

El Ombú, lastimado, se queja y dice:

—No sé. Un funcio . Un diputado, creo, un concejal, no sé.

Me cuido hasta de mi sombra y aclaro este balurdo, o soy

boleta, pienso. Es lo único que se me ocurre.

Le dejo doscientos pesos. No se queja. Me voy. Vuelvo al

auto. Lo estacioné junto a la valla que separa el espacio reserva-

do para los patrulleros de la comisaría. Lo estacioné de cola, con

la trompa apuntando al medio de la calle y un poco en diagonal

hacia Güemes.Prendo un cigarrillo. Apoyo el brazo en la ventanilla abier-

ta. Me arden los labios partidos. Y si los muevo mucho laslast imaduras se me abren y sangran. U na mina está de guardia

en la puerta de la 23. No es muy alta. El chaleco antibalas, ne-

gro, no consigue aplastar le el pecho. Tiene el pelo oscuro y atado

en una trenza. Todas las Pe Efe usan el pelo corto o recogido.

Debe ser reglamentario. Llega un oficial en una moto y la sube a

la vereda. Después habla con la mina de guardia. Se ríen un

poco. El tipo tiene uniforme negro de esa tela que ahora llevan

los motoqueros y usa unos Ray-Ban que le tapan la mirada. Se

da golpecitos con los guantes en un muslo. La mina no es gran

cosa. Pero hace visible algo, la oscura idea o promesa de algo.

Me imagino que a muchos tipos les debe gustar.No sé qué hacer.Enf r en te de la 23, en la otra esquina de Gurruchaga, hay un

bar. Muevo el espejo exterior y veo un ventanal. Está lleno el

bar. La gente desayuna, toma café, lee los diarios, fuma, habla

por teléfono. Del otro lado de Santa Fe se ven los árboles del

Botánico. Es un lindo día.

59

 

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Lo único que puedo hacer, deduzco, es llamar a Maru.

Miro la hora.

Me va a matar.

Pero no encuentro otra.

Pelo el celular y llamo.

Veo a un tipo, a través del espejo, en el bar, masticando una

medialuna con la boca abierta. Hunde la medialuna en el pocilio

qu e tiene enfrente y se la come. No puedo jurarlo, pero creo qu e

un hilo de café con leche le cae por un costado de la boca.

Cuando ya imagino que la llamada está por saltar al contes-

tador automático Maru atiende. Tiene la voz dormida y el mal-

humor de las mañanas. Le digo que estoy en un lío y que necesi-

to que me ayude. No me pregunta nada. Me dice qu e vaya a su

departamento. No se queda pensando. No me tira la bronca.

—Vení a m i casa —me dice.

No hay vuelta que darle.

•Maru es Maru.

Tiro el cigarrillo. Arranco el auto. Doy la vuelta por Güe-

m es y por Thames, juno el hotel del Ombú y salgo a Santa Fe.

Todo tranquilo. Cuando cruzo Gurruchaga la mina que está deguardia en la 23 me mira pasar de la misma manera qu e mira

pasar , pienso, a centenares de idiotas inofensivos aferrados al

volante de sus autitos chocadores. Como si algo de todo esto

fuera un juego de parque de diversiones.

60

, T E L E V I S I Ó N

El Chueco dice que a él en la vida le fue bien y le fue mal,

que no se queja, y que ahora tiene su casa en un lugar como la

gente.

—Todo el mundo necesita un lugar para vivir —dice.

—Escuché qu e usted es un hombre de ideas progresistas

—dice la mina de la televisión.El Chueco asiente en silencio.

—Un hombre de izquierda —insiste la mina.

El Chueco niega primero con la cabeza:

—No somos zurdos acá —dice después—. A mí me gusta

Fidel Castro, por ejemplo. A Maradona también le gusta. Y na-

die dice que el Diego sea comunista. ¿O me equivoco?

—No, nadie dice —dice la periodista.

El Chueco mueve la cabeza, lo mira a Garmendia, lo mira a

mi viejo, Garmendia se frota la s manos. Siempre lo hace. Tiene

manos de piel seca y áspera, como si trabajara en la cosecha de

algo. Ahora, con la enfermedad, Garmendia no trabaja en nada.Manda en Puerto Apache y nada más. Mi viejo prende otro ci-

garrillo. Una vez dijo un a frase que me quedó grabada. No sé

quién hablaba en la TV sobre el faso, el cáncer y esas cosas. Ter-

minó el programa y mi vieja, que todavía estaba con nosotros, le

preguntó cuándo pensaba dejar de fumar . Y m i viejo dijo: "A mí

no me va a matar el cigarrillo". Quedo flotando, la frase, me

61

 

I

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acuerdo, como una promesa o como un presagio. En este mo-mento una de las cámaras se le acerca y en la pantallita qu e tie-

nen del lado de l cameraman yo alcanzo a ver, de lejos, la cara en

primer plano de mi viejo, lo s labios sosteniendo el filtro, el faso:

veo los ojos grises de l viejo mientras escucha la s palabras de l

Chueco y mira a lo lejos, como si él tuviera lo s pensamientos

allá, a lo lejos, no tan enchastrados con las enfermedades, lostrapos sucios o la política.

Por eso el Chueco dice que se dice de nosotros cualquier

cosa, se dice qu e esto es una cueva de delincuentes, un nido de

malandras, borrachos y drogados, se dice que somos zurdos, va-

gos y pendencieros. Y no es así, repite. Puede ser que acá haya

cirujas, volqueteros, mendigos húngaros... No sabe, puede ser,

aunque a él no le consta, dice el Chueco y encoge los hombros,

pero la verdad es que Puerto Apache también está lleno de peo-

nes, albañiles, obreros del riel, empleados municipales, tacheros,

mozos, vendedores...

—Somos —dice—, no sé, mil, dos mil, no sé cuántos so-

mos. Crecimos bastante, pero no estamos amontonados. Somos

legales.En el

edificioque

levantamos cercade la

Lagunade las

Gaviotas ha y lugar y comida por un tiempo para los que se que-

dan sin laburo, o para los que llegan de afuera porque perdieron

la casa y los dejaron en la calle... No hay cosa más rara, mire, nim ás injusta que la realidad.

Queda un silencio en el aire.

Por ahí se escuchan gritos de pibes, ladridos, el ruido de unmotor.

¿Quién dijo que habla mal el Chueco?

—¿De dónde eran ustedes? —preg u n ta la mina que condu-

ce el programa. Las Betacam van y vienen. Los tipos cargan el

cuerpo de la cámara en un hombro, se mueven mirando porvisores o cosas por el estilo y graban. Graban de todo. Casas,

ventanitas, bicicletas viejas, caras de pibes, de mujeres. Canillas

públicas, charcos, un Peugeot 403 blanco, descascarado, con unarueda pinchada frente al barcito de López. En una de las dosmesas que hay en la puerta del barcito de López están sentados

Anchorena y tres viejos más. Juegan al truco. Se enjuagan la

62

boca con tragos de vino aislados. Es muy temprano para empe-fa r a chupar. Lo s viejos miran el alboroto que hay alrededor de

U televisión, para el lado de acá, y siguen jugando con cartas so-badas, cartas con el lomo punteado de color negro, rojo y blanco.

—No somos villeros, señorita, insisto. A nosotros nos inte-

f tesa qu e quede bien claro que no somos villeros. Éste es un asen-

tamiento organizado. Tenemos normas de convivencia y vecin-

dad —dice el Chueco—. Aunque usted no lo crea acá hay una

manera de hacer y de organizar las cosas, y hay responsables dequ e las cosas se organicen y se hagan bien. Nosotros somos los

responsables —dice, y señala a m i viejo, a Garmendia, y s e seña-

la él mismo—. No nos gusta decir que acá se gobiernan los asun-

tos que son de interés de todos. Pero acá se gobierna. Y venimos

de todos lados. No mentimos nosotros. Hay gente que llegó de

algunas villas. Es verdad. Son buena gente. Un pibe, Cúper, queera repartidor de fruta en la Zona Oeste y que ahora está porempezar en una distribuidora de verduras para restaurantes, vi-

vía en uno de los monoblocks que tiraron abajo en Fuerte Apa-

che. Susana, un a chica qu e trabaja en la intendencia de l Borda,

vivía en Ciudad Oculta. Se casó hace tres meses con un chicoque vive acá y se vino. Garmendia —dice el Chueco, y vuelve a

leñalarlo—, que es el que escribe los reglamentos, vivía con su

familia en Castelar. Se quedaron en la vía y se fueron a San

Petersburgo, en el suroeste, ¿vio? Después se vinieron a la Capi-tal. Pasaron un tiempo en la calle, a la intemperie. Un día aterri-

zaron en la U31. Fue un tiempito. Después llegaron acá.

En este momento el Chueco no se queda en silencio: hace

un a pausa. Mira fijo a la mina de la TV, y enseguida repite:

—Somos legales, nosotros, señorita.

Dos semanas después, más o menos, dan el programa y en-

tonces más de uno entiende un poco más sobre la televisión: na-die habla corrido más de dos o tres minutos, cosas que pasan o se

dicen antes aparecen después, las escenas se mezclan, se ve la

cara de un pibe rubio que mira la cámara enseguida que

Garmendia cuenta que él hacía changas en Castelar, o se oye la

voz del Chueco y en la pantalla sale- un caballo tomando agua en

la Laguna de las Gaviotas...

63

 

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—¿Cómo hacen esto? —pregunta alguien en el barcito de

López mirando el programa.

Y alguien dice:

—No sé. Pero se llama editar. Esto que vemos es una edi-ción.

—¿Y vos cómo sabes?

—Lo escuché una vez en Fútbol de Primera, chabón. ¿Viste

cómo arman los partidos? Es algo así como cortar y pegar.

—Ah —dice el que preguntó primero, le pide otra cervecita

a López, y sigue mirando el televisor—. Así que somos una edi-ción.

Dejó de llover. Las nubes se abrieron. El sol no tiene fuer -

zas para levantarse y se queda sobre el río, antes de l mediodía, y

entonces entra en la casa de Maru como si fuese aire incandes-cente y tibio. Da gusto.

—Mira cómo estás —rne dice Maru cuando llego y me ve la

cara, la pierna que renguea—. Vení, Ratita.

Me ayuda a tirarme en un sillón ancho y largo de tela gris,me pone almohadones, me da un cigarrillo, me pasa los dedos

por el pelo, me toca con suavidad los cortes, los moretones, la

nariz... La miro con el único ojo que me queda y me parece un

sueño, como siempre, algo imposible, una mujer grabada en el

cerebro como un relámpago. Un relámpago que quema, es claro,

pero que toca y se deja tocar. Eso es Maru, pienso. Y me duelen

las costillas y la espalda, cuando m e aflojo en el sillón, y fumo, y

el sol se me acomoda en el cuerpo.

Ella m e hace café, m e limpia y m e desinfecta la s heridas, m e

besa los labios lastimados, pone la cabeza sobre mi pecho, senta-

da junto a mí, con el pelo libre, la bata de seda leve, las piernasdesnudas, los pies de arcos incomparables —que yo siempre re-

cuerdo sobre tacos altos— metidos esta mañana en unas zapati-

llas de gamuza, uno de esos regalos lujosos que le hace el Pájaro.

—Mira cómo te dejaron —repite en voz baja. Como si lo

estuviese diciendo para ella, para no olvidarse, algo así.

—¿Dónde está? —le pregunto.

64

—Afuera.

—¿Dónde?

—No sé bien.No quiere hablar del Pájaro. Siempre es así. Lo único que

ro e importa, o que me tiene qu e importar, parece, es que no esté.

—Decime —insisto. Le toco el pelo. El cuello. Mi mano

«ntra sin tropiezos por la espalda de la bata color verde. Verde

Oscuro. Su piel, en los dedos, m e hace temblar. Maru se ríe.

—En Salta. O en Jujuy. No sé. Me llama él, dos, tres vecespor día. Hay una reunión. Vos sabes.

No sé si sé. Pero entiendo que no está. El Pájaro no está.

Maru se me viene arriba. Se sienta sobre mí. Se inclina. M e

besa el cuello, el ojo sano, los labios hinchados. Se suelta la bata

y le veo, le toco los pechos. Me abre el jean. Se alza. Vuelve a

tentarse. Se deja caer despacio y le entra bien. Lógico. Es para

ella.De esta manera pasamos un tiempo. Después nos queda-

mos dormidos. Más tarde suena el teléfono. Ella habla con el

Pájaro. O él habla. Me imagino que también le hace preguntas.

Ella dice: Sí, sí, No, Sí, No, Bueno. Y se despide. Corta. PrendeU n cigarrillo. Se queda mirando por la ventana, a través de l bal-

cón y de su selva florida. Piensa algo. Es evidente. O no quiere

pensar en nada. El sol ya no se ve. Está bien alto. Entre un par

de edificios en construcción, del otro lado del Dique 4, más allá

de Puerto Madero, se ven los árboles de la Reserva. El sol da en

la copa de los árboles. Es un buen día, pienso, a pesar de todo, y

Itie pregunto si yo tengo qu e estar acá o tengo qu e estar allá.

No puedo impedir que me aparezca en la cabeza la imagen

de Jenifer y de los chicos. Pero no quiero que se me queden dan-

do vueltas como un remolino.

Maru se mete en la ducha y después m e manda a mí a l aguacaliente, al jabón, a los desodorantes y a los perfumes caros de l

Pájaro. Se ríe, Maru, cuando me ve volver del baño, desnudo,

con el pelo mojado, limpio, lleno de costras de sangre y de tu-

mores violetas. Me seca el pelo con un secador de metal como

U n espejo, m e peina con los dedos, siento el olor de su cuerpo

recién bañado. Ella pide comida china por teléfono. Me tomo

65

 

titos. Las piernas de Maru , co n tacos altos, son de c ampe ona to .

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un a cerveza. Maru pone música. Cosas melódicas, canciones de

amor, discos que le gustan. Ella no lo parece, pero tiene un to-

qu e sent imental . O sea, nunca fue , de l todo, una mala chica.

Por eso le cuento lo q ue pasa y lo que hice.

Le toco la bata de seda suave, mientras le cuento, y le toco

la piel bajo la seda. Ella se deja. Tambié n le gusta. Yo sé que le

gusta. Hay m inas que son así. No están hechas p ara un solo tipo.

Y de todos quieren nada más que a uno . . .

Yo no sé a quién quiere M aru.

Pero todavía no m e borró de su vida.

Por eso come mos juntos, a las tres de la tarde. Yo no m e le

animo al chop-suey, se me dan v uelta las tripas, pienso en eso de

las ratitas en las he laderas de los res taurantes chinos y chau .

Mastico como puedo un par de rollitos primavera y termino la

botella de cerveza. Me duelen las raíces de los dientes.

Le digo a Maru que quiero ver al tipo que no pagó lo que

tenía que pagar y ella me dice para qué, Ratita, olvidate, no te

metas en camisa de once varas . Son cosas que pasan, vos no

tenes nad a que ver, capaz que el Pájaro se volvió loco. Pero segu-

ro que él sabe que vos no tenes nada que ver. Créeme. Yo no lecreo. Maru es Maru. Pero en este punto me parece que no en-

t iende . Terminan de cagarme a patadas por encargo de un ma-

tón del Pájaro y a ella se le ocurre que el Pájaro sabe que yo no

tengo nada que ver. No cierra. Hablo un rato de cualquier cosa.

Le cuento que a veces sueño que un día nos vamos juntos a otro

país, muy lejos de acá. Se ríe, Maru, m e olvidaba, dice, se va y

vuelve con una bolsa. Es un regalo que me trajo de Miami , un a

remera negra qu e dice Versace en el pecho y que a mí me parece

qu e me queda grande pero Maru me arregla los hombros, se ale-

ja un poco, m e mira desde allá y concluye:

—Te queda bárbara, Rat i ta .Y o me miro en un espejo.

¿Quién soy?

M e tiro en el sillón, ve o pasar la tarde , m e quedo dormido,

sueño estupideces, y y a está casi oscuro, afuera, cuando Maru m e

despierta. Se vistió, se puso un a pollerita de lana, un a camisa, un

saco de cuero negro. Medias oscuras y un par de zapatos de tacos

66

M e dice qu e tiene qu e irse, qu e tiene qu e darse una vuelta po r

lo s locales del Pájaro, que salga yo primero, y me pregunta qué

Voy a hacer. Es el momento, deduzco, de que me tire una pista.

Entonces remoloneo, le toco una pierna, le digo que salga ella,

qu e yo estoy m uy cansado, que me quedo un rato más, que me

voy más tarde. Ella no quiere. Yo le digo qu e salga tranqu ila, yo

descanso un poco más, m e tomo un whisky, hago dos o tres lla-

mados y desaparezco.Discutimos un poco. N o, Rati ta , ándate ahora, sé bueno,

l lámame mañana. Y yo me río, le toco el pelo, m e pongo un poco

cargoso, a propósito, no seas tonta, le digo, no pasa nada, está

todo bien, en una hora me rajo, quiero averiguar quién es ese

tipo, el que no pagó, necesito saberlo para cortarla, quedarme

tranquilo, qu e todos se queden tranquilos, por lo menos conmi-

go, Ma ru, estas cosas hay que aclararlas, vos sabes.

Es evidente que ella se tiene que ir ya. Se saca un poco. Pero

no pierde la línea. Y a lo mejor para cortarla, o no sé para qué,

resuelve tirarme la pista que le pido.—El tipo es Monti —me dice—. Un ex diputado de la pro-

vincia.

— ¿ Mont i?: Hace un movimiento con un brazo, un a mano, y m e señala

el puerto, la Costanera Sur, algo en esa dirección. Y agrega:

—Walter Monti. Está siempre en el Casino.

M e pongo m i campera sobre la camiseta negra, nueva, y m e

voy.

— ¿Y usted? —pregunta la mina que conduce e l programa

de televisión.—Yo. . . —dice G armendia— . Yo vengo de mil cosas . Pero

sobre todo vengo de la m alaria, del rigor, de la injusticia. Usted

no lo va a creer. . . Yo en 1971 era due ño de un taller mecánico

en Avellaneda. Por eso soy hincha de Racing. Viví no sé cuántos

años en Avellaneda. Y ahora Racing anda como yo, anda como

el país, quebrado. Racing era un grande . . .

67

 

El resul tado, cuando se da el programa, es que se hace m ás todo ib a bien en el taller, con los temas de siempre, sus más y sus

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difícil para lo s funcios, para la s empresas , para lo s bacanes en

general seguir tirándose en público contra Puerto Apache.

—El resultado es positivo —dice una noche, en el barcito

de López, poco antes de la batalla que se nos viene encima, miviejo.

Y el negro Sosa se va de boca:

—Posi t ivo la s pelotas.

O sea, se arma quilombo, esa noche.

Mi vie jo nunca tuvo demasiadas pulgas . Por eso cuandoSosa busca roña no le saca el cuerpo.

—¿Por qué , che?

— N o sé por qu é. Pero a mí me gustaría saber, por ejemplo,

cuánto se cobró.

—Se cobró de qué .

— A mí me gustaría saber sin tanta vuelta, sin tanto bardo,

cuánta guita se cobró para da r este reportaje de mierda y dónde

fue a parar es a guita.

El Chueco se a traganta con una em panada .

Anchorena tose y escupe vino.

M i viejo prende un cigarrillo. Dice:

— N o sabes lo que decís, Negro.

—Sosa , me l lamo —repone el negro Sosa.

En efecto, pienso, se arma quilombo. Esto es lo que esperan

los de afuera. Esto, seguro, no nos conviene.

— L a t e l e v i s i ón fue nue s t ro c a ba l lo de Troya — d i c e

Garmendia .

Y m i viejo, Cúper, el Toti, el Chueco, Anchorena y yo nos

lo quedamos mirando a Garmendia .

El no tiene más nada que decir.

Pero antes, cuandola

mi nade la

televisiónle

pideque le

cuente mejor su historia, la historia de l taller, Castelar, y esas

cosas, Garmendia se mira la s manos, pr imero, y después ve pasar

a un pibe m orochi to que se cruza frente a las cámaras hac iendo

jueguito con una pelota de goma, una de esas coloradas con ra-

yas blancas. Entonces Garm endia se toca el colmillo flojo, se pa-

sa la lengua por los labios y le dice a la mina que allá por 1971, 72,

68

menos, pero bien, hasta que llegaron los militares, por un lado, y

el ministro de economía d e los militares, por el otro:

— A m í Martínez de Hoz me arruinó —dice Garmen dia .

Y dice que en 1979 ya no podía arreglar ni una goma pin-

chada, que no podía comprar ni arandelas, que los créditos que

había sacado para renovar la tecnología y ser competitivo le co-

mieron el hígado, qu é palabra, ¿no?, dice Garmendia, com-pe-

ti-ti-vi-dad:

— Le suena , ¿no?

— Sí —dice la conductora .

Así que tuvo que vender todo por dos pesos, dice Garmen-

dia, incluso la casa, y terminó viviendo en un departamento de

IU hijo mayor en Castelar. Ya era viudo, Garmendia, se había

Comido hasta el último peso, y nun ca volvió a conseguir laburo,

laburo en serio. Apenas, a veces, dice, le salía alguna changa, co-

las chicas, pavadas, monedas para los vicios, nunca pudo dejar

de fumar, dice Garmendia , y se ríe, y se le ven, cuando se ríe, lo s

cuatro dientes locos que le quedan, por la e nfe rme da d .

Después se pasa un a ma no por el pelo gris y negro, m al cor-

tado, y mira de reojo. Mi viejo mueve la cabeza. De lejos parece

qu e lo alienta. Garmendia sigue y resulta que el que también

perdió todo, en la década del 80, fue el hijo mayor, y entonces el

garrón se hizo más jodido, vertiginoso, prim ero enco ntraro n lu-

gar en San Petersburgo, pero eso no era fácil, y un día te rmina-

ron en la Capital y en la calle. Cuando no aguantaron más la

calle entra ron en la U31. Después, dice Garmendia, m ás adelan-

te, llegaron a Puerto Ap ache.

—Hoy nadie tiene trabajo —dice— . Ni yo, ni mi hijo, ni mi

hija men or que es maestra y vive en Santa R osa con el marido, ni

liquiera mi nu era, que es arquitecta.—Us te d fue un homeless —dice la conductora .

—Si dormir en los bancos de las plazas es eso —dice

G a rme ndi a —, yo fui eso. Y casi toda mi familia.

La mina le pregunta enseguida cuántos años tiene y él dice

73 y a continuación ella quiere que él cuente algo sobre su enfer-

medad.

69

 

Garm endia se encoge de hombros: Me acuerdo del Toti.

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— Yo no hablo de enfermedad es —dice .

Cua ndo se ve el programa, después de esta respuesta la s

Betacam se detienen en detalles y en panorámicas , pa jar itos en

los árboles, pato s en la laguna, una mujer que lava ropa, el hori-

zonte, la ciudad que se alza en el oeste, los edificios de Puerto

Made ro y de Retiro, ese perfil que dibuja Bueno s Aires como si

fuese otra c iudad.

Falta mi viejo.

El avisó qu e estaría junt o al Chueco y a Garmendia pero qu e

no hablaría. Por eso en realidad no falta. Sin embargo una cámara

lo busca, muestra las cejas grises cayendo sobre lo s ojos, la nariz

firme, el pelo blanco y tupido de galán antiguo que curte.

— ¿Y usted? —le pregunta la conductora .

Mi viejo m ueve la mirada y le devuelve la pregun ta:

— Yo ¿qué?

— ¿ Q u é hace?

Fuma, el viejo. A mí se me hace un nudo en el estómago.

M e preparo p ara escuchar cómo la m a n d a al diablo. Y s in em-

bargo escucho que le contesta:—Yo estoy jubi lado.

El programa, dice todo el mundo, es un éxito. Pero las co-

sas, acá, quedan mal paradas. Desde que vemos el reportaje en el

barcito de López y el negro Sosa se pasa con eso de una guita

que se cobró para dejar entrar al periodismo — u n a guita, para

colmo, dice, qu e sería bueno saber adonde fue a parar—, es evi-

dente que ya no es como antes . H ay bronca, desconfianza, y se

habla incluso de dos bandos. Ahora se habla de dos bandos. No

se pued e creer. El negro Sosa, piensa alguna gente, quiere pon er

un par de cosas en claro, quiere que no haya tejes y manejes en el

Palacio Apache, que la Primera Junta cum pla con la voluntad dela mayoría. El negro Sosa, creen otros, es un infiltrado : el Perro

Santillán lo echó de Jujuy y hoy no se sabe para qu ién trabaja, es

un misterio, capaz que transó con algún político, y entonces le

pagan para qu e arme quilombo en Puerto Apache , para que sepudr a todo.

De pronto se me congela la sangre.

70

Me acuerdo de la pelea del negro Sosa con el Toti.

Me acuerdo de la cara hecha bolsa del negro Sosa en el

lucio.— No d igas pavadas —le dice el Chueco a Sosa en el barcito

de López.

—Larga la botella, Negro — le dice mi viejo.

Sosa se va del barcito. Pero antes de salir, desde la puerta,

echa un vistazo que tiene toda la pinta de un recuento.

—Sosa, me llamo —dice el negro Sosa.

Y se va.

Por fin son las once de la noche. Pero antes doy vueltas por

ahí, primero por Retiro, después me mando por Florida, llego a

Lavalle. Compro un diario, me tomo un gintonic en cualquier

boliche, leo el fútbol, los burros, un poco de política, y voy al

baño. Tiro el diario a la basura, meo, m e miro la cara. Mejor, lo

qu e se dice mejor, no estoy. Pero disimulo. Maru me tapó el ojo

con venditas blancas y me puso un poco de maquillaje para sua-

vizar los moretones. Me veo la remera negra que me trajo de

Miami , la s letras blancas qu e dicen Versace, y m e pregunto si

aunque sea un poco ella todavía me quiere. El problema es que

pienso que sí. El problema es que estoy convencido de que de

alguna man era ella no va a dejar de quererme.Cam ino p or Laval le . La ca l le es tá l lena de coreanos y

kosovares, de putas, tramposos, dílers y pibes fisurados. La calle

está llena de bolsas de basura, de restos de com ida, latas, mugre.

Un valle de lágrimas, Lavalle. Cruzo la 9 de Julio, enfilo para

Corrientes, en una parrilla m e como un bife de lomo co n puré ,

para masticar suavecito. Un fulano y una señora, a cuatro mesasde distancia, se pelean. Más acá hay tres tipos que están arm an-

do no sé qué business. M e interesa más la pelea. El fulano se fue

con otra mina. La señora no se lo va a perdonar nunca:— Lo que nunca te voy a perdonar es que me hagas esto

ahora.— ¿ Q u é quiere decir "ahora"?

71

 

—Cuando a mí me arrastraba el ala Osvaldo vos te pusiste 6. LA BATALLA

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como una fiera, me pegaste, m e prohibiste salir a l a calle, qué séyo cuántas cosas más te soporté.

—Eso fue hace veinte años, Mecha.

La señora —es una señora, con el pelo rubio de peluquería,gordita, pulseras y anillos, una blusa estampada y lágrimas en los

ojos azules— busca un pañuelo en la cartera de cuero.—Por eso —dice la señora.

— ¿Por qué?—Porque ahora yo tengo 60, José.

Es una porquer ía la vida.El bife está crudo.En las ventanas hay una imagen de la calle, Corrientes de

noche, hoy, en el otoño del 2001. Otra tristeza.Por eso abandono el bife por la mitad, pago la cuenta sin

decir una palabra, le dejo dos pesos de propina al viejo que meatendió, camino dos o t res cuadras más , tomo un par de cafés deparado, aspirinas, un traguito, a pena s un traguito de whisky de lPájaro que le afané en una petaca qu e había en la cocina de la

casa de Maru. Para e nton arme . Para que el cuerpo se electrice unpoco con un traguito de alcohol.Después vuelvo a la calle, miro el cielo negro, un puña do de

estrellas sin luz, respiro el aire casi fresco. Huele a gasoil.Tengo un par de mocas ines nuevos . Nor teamericanos . Im -

pecables.Eran de l Pájaro.Él no se da cuenta . Tiene mil.Calzamos el mis mo númer o .Reves t imiento. Fachada . Camuflaje.A ver si no me van a dejar entrar po rque voy en zapatillas.

A hí nomás es tá el Obelisco. Iluminado y protegido con unareja. No se me ocurre nada. Me parece que ya no sé qué decir.Ahora son las once de la noche.Paro un auto y le pido al tachero que me lleve al Casino.

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El barco flota en un rincón de l puer to. Es uno de esos bar-C O S que se ven en las películas de cowboys cuando lo s cowboysllegan a San Luis para jugar al poker con Maverick, po r ejem plo,y suben al casino flotante sobre las aguas de l Mississippi, uno deeios barcos que tienen atrás una inmensa rueda de palas que gira

y que lo mu eve. No sé si este barco tiene u na rueda p arecida y nole a quién se le ocurrió traer uno de es tos mas todontes para po -ner el casino de Buenos Aires. Pero está decorado con un lujo deplástico y lleno de luces que salpican el agua del río, en la Dárse-

na Sur, como las bengalitas de los chicos en Navidad. Yo vi la\. Por eso sé. Antes Maverick era una serie de televisión.En la época de mi viejo. Esa no la vi. En algunas películas casi

: todo es un poco má s fácil que en la vida. Se gana má s fácil. Y semuere más rápido. La palabra Mississippi es inolvidable. Si tefijas bien nunca más te equivocas. Después de la eme todas lasConsonantes se duplican. Me gusta cómo se escribe: Mississippi.

Yo no soy Maverick, es claro, ni el tipo con el que Maverick tie-ne que definir el campeonato de poker al final de la película. Yoloy un gil que tengo qu e mostrar 30 0 pesos para entrar al barco.Es algo as í como un a garantía. N o ent iendo de qué. Pero es eso.La cuestión de las películas me sigue dando vueltas. A mi viejole gustaban la s películas de cowboys. Él decía qu e John Wayne

era el cowboy más popular. La hinch ada de Boca, si tuviera que

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elegir su cowboy preferido , decía, votaría po r John Wayne. Otro queda algo que le sale del cuerpo, de la respiración, del sudor o

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qu e tenía mucha fama era Gary Cooper. John Wayne, le parecía

a mi viejo, era un gordo que se hacía el simpático. Gary Cooper

era flaco, alto, y serio. Un tipo con problemas. Gary Cooper no

podía ser optim ista. Henry Fonda tampoco . Glenn Ford se olvi-

daba a veces de su personaje. Estaba muy preocupado por su

sombrero, Glenn Ford, eso era evidente, decía mi viejo cuando

le agarró por ver películas viejas en el cable. Y Kirk Douglas er a

invencible. Le veías la cara, los ojos rabiosos, los labios apreta-dos y ese hoyuelo que le llegaba hasta la nuca y te dabas cuenta

de que en sus películas capaz que morían todos, menos él. Era

un titán, Kirk Douglas. Po r eso a mi viejo de todos esos le gusta-

ba Burt Lancaster, que curtía una onda más común sin olvidarse

de su papel. Y también se quedaba un poco con un tipo del que

nadie se acuerda, un actor de l montón, seguro, ni bueno ni malo,

pero que p arecía que a veces lo ponían en las películas para que

la s películas dejaran ver, de alguna man era, que las cosas se mos-

traban como se mostraban pero que no eran ta l cual se mostra-

ban . Yo y mi viejo lo vimos una vez en la tele, a ese tipo. Yo era

un pibe. Se l lamaba Randolph Scott, y trabajaba en Co/t.45, un apelícula que deber tener más o menos mil años. En el cine de

esos tiempo s los cowboys eran petisos y tenían m ás o menos cin-

cuenta años. Vos te dabas cuenta de que eran petisos porque se

les veían los brazos cortos, las camisas chicas, y el cin turón y los

pantalones les quedaban muy arriba. Acordate de Alan Ladd y

vas a ver, me decía mi viejo. Yo no me podía acordar de Alan

Ladd.

Cosas así, pienso, mientras doy los primeros pasos por las

alfombras de acrílico. Parecen mullidas de verdad , las alfombras,

pero so n truchas. E n todos lo s casinos que conozco hay un olor

parecido. Nuevos o viejos, lujosos o tristes, siempre se sientealgo de ese olor. En Mar del Plata, en Mendoza, en Paraná , en

Villa Gesell, en el Tigre. Es una mezcla de olor a cigarrillos, de

olor a guita y de olor a miedo. El perfume de las mujeres n o se

confunde con este olor. Otros olores tampoco. Este olor sale de

las cosas y de los cuerpos y se mezcla en el aire como el olor de

los velorios. Cuando un hombre se está jugando todo lo que le

74

de las tripas es un olor que se mezcla con el olor de la guita, co n

el olor de los cigarrillos y con el olor de todos los jugadores que

en ese mismo m omento t ienen miedo. No se puede de jar de ju-

gar porque el juego es como el vacío que llama al vértigo, pero

quien está a punto de perder lo que no tiene sabe que perderá y

el miedo es como una gangrena que le corre por las venas y que

lo deja ciego. S iemp re hay gente así en los casinos. Es cuestión

de oler bien.En e l bar hay una mina que fuma y toma cham pán. En rea-

lidad no tom a, hace dar vueltas la copa entre los dedos mie ntras

la s burbujitas suben desde el fondo y ella hace como que las mira

pero lo que hace de verdad es marca r a un pun to que toma cerve-

za en la otra punta de la barra y deja caer de una mano a otra

todo el t iempo un montón de fichas. Vuelvo a pensar en el cine,

en las películas llenas de min as y tipos así: todo lo que hace esta

gente que da vueltas por los casinos como quien da vueltas por

los vericuetos de su alma parece una copia del cine. Mi viejo un

día se retiró. Dejó la s minas, dejó lo s negocios, y se dedicó a

jugar al billar y a ver películas. Y yo ahora me pregunto dóndequedó m i viejo, dónde quedó aq uel tipo que vivía de las pe nde ja s

como si fuese una de las leyes naturales de la vida, uno de esos

derechos que no tienen discusión, dónde quedó aquel tipo que

de un saque una noche la levantó en el aire a mi vieja y la vio

golpearse la cabeza contra una pu erta, caer al suelo con los ojos

en blanco, y s in dar le más bola volvió a la mesa y s iguió

timbeando con los amigos. Hay preguntas que sacuden el cora-

zón. Mejor no hacerlas. ¿Quién era ese tipo que desde que se

retiró nunca más le puso un a ma no e nc ima a nadie, que fumaba

y se reía apenas y e l humo se le iba por la nariz cuando alguien lo

hacía reír, ese tipo que me hizo ve r películas con él, que me dijoun a madrugada que yo podía dedicarme a atorrantear todo lo

que se me diera la gana pero el día que me pescara en alguna

fulería pesada me iba a olvidar hasta de cómo m e llamaba, quién

era ese tipo que con el correr de los años se hizo otro tipo, un

tipo al que le tuvieron consideración, un tipo que fue un miste-

rio, un tipo que era uno de los jefes de Puerto Apache, un tipo

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parecía nada tipo cojió vieja

seguía siendo m i padre?

En todos los casinos hay minas que se levantan puntos p ara

qu e le s t i ren algunas fichas y hay minas que gatean, como si la

t imba y el sexo se cruzaran en un lugar de mierda donde no hay

placeres. Llego hasta esta cuestión y me doy cuenta de que me

fui de mambo. Por eso me alegro de que Cúper no esté acá con-

migo porque si no le hubiera dicho todo esto a Cúper y el boludo

se estaría riendo de mí.E l gordo Monti no es gordo como Barragán. Monti es un

gordo de grasa fofa. Barragán es un gordo de grasa dura. Los dos

son repugnantes, pero Monti es uno de esos personajes que nun-

ca se van a confundir con e l paisaje . Aunqu e baje un montón de

kilos, se haga cirugías y toda la ingeniería de reciclaje que se ha-

ce n algunos tipos para pasar desapercibidos, para que no se los

reconozca, el gordo Monti no va a engrupir a nadie. Tiene in -

crustado en todos los gestos, en lo más evidente de la mirada y

en cada m il ímetro de la piel, es e borde canalla que no se borra

con nada. Es un turro, Monti, un cagador, un fascista. Pero aho-

ra parece que la pifió. Hay cosas con las que no se juega. Pormuc ho que seas o te creas, hay cosas con las que no hay que ha-cerse el vivo.

Es evidente, el gordo Walter Monti.

Por eso no me cuesta mucho encontrar lo . Doy algunas

vuel tas por el barco y sin ningún esfuerzo lo veo de pronto entre

la gente qu e apuesta y espera o va y viene entre la s mesas. Lo veo

en el fondo de un salón, juega a punto y banca, y tiene toda la

pinta de una car icatura. Toma whisky, fuma , se r íe , amontona

fichas sobre el tapete, habla con u n flaco que está a la izquierda y

toquetea a una mina que está a su derecha. La mina se deja to-

car, mue stra los dientes, los labios rojos como una réplica berreta

de cualquiera de esas fotos de Mari lyn Monroe en las que

Marilyn Monroe demostraba que tenía la mejor boca de la his-

toria del cine. Suda, Monti, se ve de lejos, y su ropa cara es guita

t i rada a la basura porque nada puede quedar le bien a un tipo así.Entonces espero.

N o m e acerco. Muev o mis f ichas entre la s manos. M e due-

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Ic n la boca, la nariz, la nuca, el estómago, una pierna. Pero el

Ctnsancio se borró. Lo único que me queda es el recelo y la de-

te rminación de esos animales heridos que buscan una salida. Yo

Itlí a cazar puma s, en el norte, dos o tres veces. Nunca cacé nin-

guno, pero vi mata r a unos cuantos, y vi escaparse a dos o tres

Cuando estaban malher idos. Ojito con un gato malher ido. Con

todos lo s gatos malheridos.

Así que hay que esperar una oportunidad.

Es un clásico.No hay un solo motivo por el cual no tenga chances de en-

contrar la ocasión de saltar sobre el gordo Monti.

Yo no existo.

Y é l c ree que no pasa nada.

Pero es justamente por lo que é l no sabe y por lo que yo

no sé que mi teoría se va a cumplir . Y yo voy a tener m i oportu-

nidad.A veces es rara la forma en que se dan las cosas.

Hay fac i lidades.

Y hay problemas.

No siem pre van juntos. No siempre se presentan cuandoU no los espera. No siempre se t iene buena o m ala suer te . Pero no

es un a timba.

Nunca voy a saber bien cómo fue.

Si uno no está presente, si uno no ve lo que pasa, si uno no

hace nada y no siente nada en el mom ento en que se producen

los acontecimientos nunca se podrá saber bien cómo fue por

mucho que te lo cuenten.

Es así, Cúper hace esfuerzos, me contesta todas las pregun-

tas, vuelve una y otra vez al principio y me repite p unto por pun -

to lo que pasó pero a mí no me entra en la cabeza.

Y no es que sea duro de entendederas, como decía mi vieja.

La palabra entendederas —igual que velador , caranchos o

creolina— le quedó pegada de no sé dónde. Y ella habla así. Los

porteños a la creolina le dicen acaroína. Pobre, mi vieja. Voy a

tener que ir a verla, uno de estos días, y contarle.

77

 

Cúper llega a eso de las once de la m a ñ a n a al bar de la Juana la Loca. El Chueco le avisó a Garmendia. Y Garmendia a

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pla c i t a Dorrego. Tiene lo s ojos e nro je c idos , lo s nudi l los

despellejados y la respiración a la miseria. Pienso que le da un

ataque de asma en cualquier mom ento. Pero Cúper se sacude de

vez en cuando con un broncodila tador y v a zafando. Recuperó su

auto , y me trae todo lo que le pedí. Se sienta a la mesa y me

pregunta dó nde es tuve . Le digo que por ahí. Quiero que él me

cuente primero. Pide un café y una grapa . Se soba lo s nudillos de

una mano en la pa lma de la otra . Mira por las ventanas deHu mb erto I y despué s por las ventan as que dan a la calle D efen -

sa y a la plaza. Es un día cu alquiera y no hay nadie. No hay arte-

sanos, tenderetes, turistas, mimos, crotos, bailarines de tango.

Nada . Es m ejor así. Algunos rayos de sol blanco salen de las nu-

be s bajas y blancas. Dan por ahí, en los arbolitos, lo s bancos de

piedra, el suelo tapizado con bolsas de plástico, cartones, bote-

llas rotas, jeringas, filtros de porros, condones y mugre, y todo

parece un poco m ás pintoresco. Sobre la mugre se mue ve un a

nube muy baja, muy flaca de neblina como si fuera el humo débil

de rescoldos que se apagan. Si la realidad no me cortara lo s pe n-

samientos como lo está haciendo pienso que me sentiría casi fe-liz y que algún día voy a escribir algo sobre esa plaza.. Es un

e j em plo . Nunc a s e me oc ur re na da d igno de me nc ión , un

graffiti, un verso. Al lado mío, Cúper es. . . qué sé yo quién.. .

Ca d íc a mo. Pero en es te momento pienso que podría escr ibir

algo en serio: una historia, por ejemplo. L a historia de un m on-

tón de t ipos desesperados . Empezando por mí.

Entonces Cúper me cuenta que la banda llegó a eso de las

cinco de la mañana. Cae de sorpresa, musa, sin chistar, sombras

en medio d e las sombras . Pero son un mon tón. Y vienen en ca-

miones, chatas, mo tos, cualquier cosa. Salen de la nada y de to-

do s lados. Caen como un ejército del Diablo. Hacen mierda lo sportones nuevos qu e pus imos , fajan a los pibes qu e apoliyan en

la guardia como santos boludos , y cuando queremos acordar ,

c u a n d o quieren acordar , perdón, en Puer to Apache , se dan

cuenta de que están casi copados y de que esa ba nda de hijos de

puta lo s está cagando a patadas .

Anchorena lo encontró al Chueco chupando co n Sosa y con

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m i viejo. Mi viejo atorraba en su bulín con una pen deja.

— Q u é mierda pasa —dice Cúper qu e dijo m i viejo, y que

manoteó lo s panta lones , se peinó y salió de l Palacio Apache po -

niéndose una camiseta.En ese mom ento, antes de que pudiera enterarse de mucho

más, recibió el primer golpe. Los tipos venían calle arriba, en

tromba, im parables, y cuando lo vieron salir al boleo lo surtieron

con un caño.La piba que estaba con él también me lo cuenta, después,

cuando la busco, y la encuentro, y le digo qu e necesito que me

cuente. Por eso la piba m e dice que es verdad, que a ellos lo s

despertó Garmendia, que mi viejo, sorprendido, preguntó qué

pasaba y que enseguida saltó de la cama, se miró en el espejo

antes de salir, fíjate, m e dice, tu viejo es un coqueto bárbaro, y

apenas pisó la calle le dieron con un caño en la espalda, un caño

de plomo , ¿viste los moretones?, dice ella. Y yo la m iro.

Guadalu pe, se llama, y le dicen Guad a.

Tiene, no sé, 22, 23 años.

Nadie diría que es linda.Pero todos lo s tipos dicen que es un camión.

Llegó hace tres meses.

No tiene padre.La madre es correntina. Se llama Isabel, creo, y es fanática

de Tránsito Cocomarola. Se hicieron una casita un poco más

allá del bar de López. La m adre es sirvienta por horas.

Lo s bacanes y los que se hacen lo s bacanes a las sirvientas

las llaman empleadas. No sé de dónde lo sacaron. Pero debe ser

de "empleadas domésticas". Así, entre comillas. ¿Cómo lo va-

mos a escribir?

Guada no es empleada.Hace strip-tease en un boliche para extranjeros y gremia-

listas que queda por Retiro. Gatea. También aparece en Inter-

net. Yo la vi. Hay fotos de ella. La ves, ahí, y la veo, ahora, acá, y

no se puede creer. En Internet dice:

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Guada —Hoy el Chueco dice qu e ganamos —sigue Guada—. Pero

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Altura: 1.75

Medidas: 93-60-93

Edad: 21 años

Infierno azabache

Cumple tus fantasías

Nivel Ejecutivo

Atención a parejas

Horarios: Full Time

Y aparece un teléfono. Vos llamas y haces la transa. Fácil.

Directo. Impecable.

Es más alta qu e Maru.

Obvio: tiene el pelo renegro. Los ojos también.

Es simpática.

—Tu viejo es un genio — m e dice, Guada.

No parece un gato.

—Te vi en Internet —le digo.

— ¿ E n serio?

—Sí. En la escuela hay una com putadora. A veces vamos a

la noche con los muchachos. Buscamos pornografía. O la página

de Batistuta. Cosas así. Para pasar el rato.

—¿Te gustaron las fotos?

—Sí. Me gustaron.

Me quedo cortado. ¿Qué más le voy a decir, que me encan -

tan los desnu dos artísticos?

En el barcito de López no quedó nada. Al televisor le die-

ron con un hacha. En unos vasos de papel tomamos mate coci-

do. Hace frío. Guada tiene uno de esos sacos de corderoy con

cuello de piel, vaqueros negros y borcegos. Es la pinta de una

mina de otro lado. M e dice que por m ás que ella pueda ayudarla

la madr e todavía no quiere dejar de laburar. Nun ca se sabe, dice

la madre de Guada, vamos a esperar un poco más. Y sigue de

sirvienta po r horas en Palermo y Barrio Norte. Cinco pesos la

hora, le pagan, más el transpo rte. Hay meses que llega a 600 pe-

sos. Trabaja como una burra, dice Guada, no hay derecho. Le

digo que no. Y le pido que siga, que me cuente.

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yo no sé. A lo mejor el que tiene razón es el negro Sosa.

—¿Qué dice el negro Sosa?—Que ganamos un a batalla, pero qu e esto es una guerra. El

negro Sosa dice qu e empezó la guerra.

—El negro Sosa no sabe nada.—Y o tampoco, pero vo s tendrías qu e haberlos visto, Ratita.

Te juro qu e daban miedo. Veías el fuego, po r todos lados, y a los

tipos que se mandaban con las motos, revoleando cadenazos, y

te daban palpitaciones.Hay dos cosas qu e dice Guada que a mí me dan palpitacio-

nes: que yo no estaba acá para verlos es la primera. La segunda es

que me llama Ratita. Había un a sola mina, hasta ahora, que me

llamaba Ratita.

—Contame —le digo a Guada.Me dice que sí y empieza de nuevo. Ella había vuelto tem-

prano porque el tipo de la noche anterior terminó enseguida. En

realidad, no terminó, dice Guada, ni siquiera se le paró demasia-

do. Así que le dio vergüenza y se fue. Lo que nunca, llegué a las

tres, más o menos, y me encon tré con tu viejo. A eso de las cua-

tro y media, creo, me quedé dormida. Pero al rato nomás se

armó. Parecían indios.

Nos quedamos callados.López arregla como puede una mesa. Le falta una pata .

Trabaja, López, con un cigarrito apagado en un costado de la

boca. Es un tipo normal y raro, López. No habla. No se queja.

López piensa que el estrago es la forma de la realidad.

—Tiene onda, tu viejo —me dice G uada.

Antes de pararse el gordo Monti hace todos lo s gestos qu e

hace un obeso, gestos que avisan sin ninguna duda que el tipo se

está po r parar. Incluso la respiración le cambia . No respiran

igual, cuando se sientan, se acuestan o están parad os estos tipos.

La mujer se queda en su lugar y el flaco en el suyo. Le cuidan la

silla mientras el diputado o ex diputado Monti se encamina ha -

cia el baño balanceándose sobre sus piernas gruesas y cortas. Yo

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me tiro por un corredor paralelo al salón y llego apenas después Ahora sé que no le puedo creer.

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qu e el gordo. En el baño se oye el ruido del agua que corre en los

mingitorio s y hay un per fume falso típico de los desodo rantes de

inodoros . Monti, el evidente, está solo. De espaldas, en un min-

gitorio, fuma con el cigarrillo en la boca y no me registra o no se

inmuta . ¿D e dónde saca un tipo como éste tanta tranquilidad de

espíritu? El poder les hace creer a lo mejor no sólo que la impu-

nidad existe sino también que los políticos y los tramposos son

invulnerables. Pero cuando se da vuelta el evidente Monti se en-

cuentra frente a una navaja. Parpad ea, me m ira, se cierra la bra-

gueta y se saca el cigarrillo de los labios, lo tira lejos. Me pregun-

ta qué me pasa, qué quiero, quién soy. Todavía no se le ocurre

pensar en su sangre. El que ve su sangre, el que puede imaginar

cómo correrá su sangre si le abren un tajo, pierde ínfulas, no se

hace el gallito. Le digo que quiero la blanca o la guita que no

pagó en la última transa. Vuelve a parpadear, Monti. Ahora se

da cuenta de que no estoy ahí para afanarle la billetera. Levanto

el brazo y la pu nta de la navaja le queda a quince centímetros de

la yugular. No quiero tocarlo. Quiero que el pánico se le conv ier-

ta en bilis y que le suba a la boca. Monti dice que a él le entrega-

ron la blanca qu e pidió y que pagó la blanca que le entregaron.

Un rayo de lucidez le cruza el cerebro y la mirada empapados de

alcohol. Tiene una reacción. Un trazo de conciencia.

—Me entregaron lo que pedí y yo pagué lo que me entrega-

ron —m e dice Monti—. Es la verdad, pibe.

Me dice pibe.

Me gustaba más pichón.

Tengo 29 años. Una mujer . Dos hijos.

Tengo una vida irregular. Casi honrada. No digo inocente.

Nadie es inocente.

Creo que nunca voy a poder explicar por qué pensé que elposible Monti no me mentía. Creo que nunc a voy a entender de

dónde sale eso que es una comprensión al vuelo de que algo no

es mentira . Por eso le pregunto al gordo quién le entregó la mer-

ca y a quién le pagó.

—No tengo idea —me dice—, no los conozco, cambian

todo el t iempo. Vos sabes cómo es este negocio.

82

Le acerco la navaja a la garganta.

Muevo las piernas. Me hago el nervioso. Le repito, palabra

por palabra, en voz baja y pausada, la pregunta .

Monti te rmina de sacar otro cigarrillo del paquete . Me dice

qu e quiere fuego y me hace entender que tiene fuego en el bolsi-

llo. Le hago entender que pre nda el cigarrillo. Mete una ma no

en un bolsillo del saco y prende el cigarrillo con un encendedor

descartable. No deja de sorprenderme. Yo esperaba algo de oro.

—Esta vez me entregaron los paquetes dos tipos que no había

visto nunca —me dice Monti—. No abrieron la boca. Me los die-

ron y se hicieron humo. Lo único que me acuerdo es que eran jóve-

nes, un par de chicos de 20 años iguales a todos los chicos de 20

años. Después pasaron a cobrar un grandote y una mina. No los vi.

Les pagó mi secretario en el bar del hotel. Yovivo en un hotel.

Le miro el poco pelo que le queda. Se tiñe el pelo.

En la mirada reaparece el reflejo turbio del alcohol. Enton-

ces me doy cuenta de que Monti ya no tiene miedo. Tampoco

fanfarronea. A lo mejor se siente mejor parado —me imagino—

sobre los pies que se le hinchan y le duelen .

—Está bien —le digo.

Bajo el brazo y le señalo la puerta con la cabeza.

El gordo Monti se va.

Cuando salgo de l baño vuelvo a verlo en la mesa de punto y

banca. Le toca el cuello y los hombros a la mina sentada a su

derecha y habla con el flaco de la izquierda, un hombre seco,

solemne y bien vestido, de modales lentos, que se inclina hacia

Monti para escucharlo mejor.

Me bajo del barco.

Antes d e llegar a la parada de taxis se me cruzan tres m onos.

La playa de estac ionamiento al aire libre es un e normemontón de corralitos con música funcional y carteles luminosos

donde se ven los palos de las cartas: diamantes, corazones, pi-

ques y tréboles; donde se ven los colores, el rojo y el negro; y

donde se ven núm eros y letras. De m anera que vos podes dejar el

auto en el siete de corazones o en la da ma de tréboles. Es un

ejemplo.

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No lo pienso. Lo s rayos de sol frío que se filtran entre la s nubes no se

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M e rajo por un costado de los tipos y cruzo la playa cor rien-

do como un desaforado. Hago zigzags entre los corralitos, los

autos, los micros que traen o llevan a la gente del casino al cen-

tro y viceversa. M e ma n d o po r Brasil para el río y no pa ro de

correr hasta qu e llego a la avenida. Tomo aire. Pienso que no

zafé. Y no zafé. De pronto las luces de un auto me encandilan

como a una liebre. Cierro los ojos y vuelvo a correr. Tengo qu e

salir de esta tramp a y creo que la salida es ma nda rm e por B elgra-no hasta llegar a las calles oscuras, a la recova, a los rincones, a

los aguje ros donde desaparecen las ra tas .

No hay otra .

Así que lo hago.

Sigo corriendo.

U na hora después , por f in, me encierro en una habitac ión

de un hotel de mala muer te en el Paseo Colón. Lo s tres monos

eran Tony, el Enano y e l Lobo. Tony es el que está siempre co n

el Ombú. El también come asados con el Pájaro. Come asados,

mira e l fútbol, y no dice nada. Pero Tony no es como el Ombú:

él come el tomate de las ensaladas. Es un tipo diferente.¿En qué t rampa caí?

No doy más.

En la pieza de hotel ha y olor a h ume d a d y a gatos.

El olor a gato es una peste inconfundible.

Dejo de pensar y m e quedo dormido.

Cúper sigue dando vueltas, pide otra grapa, lo más impor-

tante, piensa, es entender que esa gente no tiene escrúpulos:

quie ren entrar a Puerto Apache, ocupar terreno para el lado del

río, y van a volver. Son muchos, están organizados, la próximano los vamos a sorprender quemándoles un camión y con un par

de balazos en la oscuridad, la próxima vez nos van a caer en ple-

no día y quiero ver cómo aguantamos, porque no los vamos a

echar co n aceite hirviendo.. . Ni terrazas tenemos para tirarles

ace i te hirviendo, y esto no son las invasiones inglesas, dice

Cúper , y sigue.

84

mueven, están allí, rectos, dándole a la placita una luz blanca,

paralizada, como si fueran rayos de hielo.

Yo me había desper tado a las nueve y media. Esa ma ñ a n a

en la pieza del hotel, podía jurarlo, había olor a gatos. Se me

revolvió el estómago. Tenía todo el cuerpo dolorido. Llamé por

teléfono a Cúper . Le dije dónde había dejado su auto y le pedí

qu e m e t ra je ra la pistola que le había sacado al Lobo la ma ñ a n a

anterior y un poco más de plata. Le dije que buscara la la ta en miropero, que Jenifer no se avivara, y que yo lo esperaba en el bar

qu e es tá en la esquina de Humberto I y Defensa.

Ahora le digo:

—Córta l a , Cúper .

Levanta las cejas y le aparece un brillo en los ojos.

Le pregunto:

—¿Qué pasa, boludo?

Y él me dice:

—Te voy a decir la verdad.

—Decime la verdad.

—Lo dejaron medio muer to.—¿A quién?

—A tu viejo.

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7- UN PARAÍSO ARGENTINO No t iene pinta de sufrir. Por eso tampoco t iene pinta de an-

dar pensando quién sabe en qué. En mi vieja, po r e jemplo. Mira

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Mi viejo tiene la mirada fija en la ventana. Pienso que ve,afuera, las nubes que se abren de a poco en las primeras horas de

la tarde. Oigo graznidos de gaviotas, vo ces lejanas, el silencio delrío, que es apenas un r um or , y como algo concreto, inexplicable,

los ruidos de esta pieza. Parece menti ra que entre la plac i ta

Dorrego y Puerto A pache haya apenas ve inte cuadras de distan-

cia. El sol apagado llega en esta hora desde la espalda de la ciu-

dad y toca la laguna a cielo abierto como si estuviéramos en el

campo o en una isla. Miro los ojos claros de mi viejo, las cejas

grises que le caen sobre los ojos, y pienso que esa mirada inacce-

sible a lo mejor ya no ve nada, no ve las nubes abiertas, los pája-

ro s que c ruz a n el cielo, los rayos de un sol digno de un invierno

más crudo y no de es te otoño inesperado. Pienso que no me ve ,

que mi viejo ya no me ve, y me pregu nto si siente bajo los dedos

el roce de las sábanas, si le duelen los golpes, o si el placer del

sexo queda en la memo ria de un cu erpo cuand o ya e l cuerpo notiene ideas ni sent imientos .

El está vivo. Respira. Mueve, o se le m ue ve , una m a no.

Abre apenas los labios y vuelve a cerrarlos. Me llama la atención

qu e respi re su avemente , s in el ruido cavernar io en los pulmone s

que cualquiera puede imaginarse frente a un cuerpo así.

¿Piensa , mi vie jo, en es te mo mento ? ¿En qu é piensa?No creo que piense.

86

si va a pensar en mi vieja. Justo ahora . O en mí. A quién se le

ocurriría.Yo, si es tuviera en su lugar , y pudiera pensar , pensar ía en

algo que me aliviase de l ruido de la vida. Pensaría en algo qu e

me hiciese feliz.

Todo lo demás no sirve para nada.

Una habitación de hospital parece la pieza de mi viejo.

Alguien le pus o a l a cama incluso una de esas mantas blan-

cas de piqué y una a lmohada más.

Susana, que trabaja en la intendencia del Borda, consiguió

el aparato ese del que cuelga un a bolsita transparente y contem-

plo el brazo, la vena por la que le inyectan suero a mi padre .

No puedo creer que este cuerpo golpeado sea el cuerpo de

es e hombre invencible qu e cuando yo era chico me parecía el

due ño de la maldad.

A lo mejor ya no tiene conciencia.

No sabe nada.

No ent iende lo que le pasa.

Capaz que entró en estado de coma.

Quién sabe.

Nadie, acá, puede hacer un diagnóstico.

La única qu e tiene alguna idea es Rosa. Ella trabajó en la

guardia del hospital Fernández . Ella dijo que había que darle

suero y esperar. Rosa se jubiló hace doce años.

No podemos l lamar la atención.

Si la Pe Efe se entera de que acá hubo muertos y heridos se

acabó. Están esperando cualquier cosa para convertirnos en pa-

pel picado.

Se me empieza a acomodar en la cabeza la idea de que novo y a escuchar más la voz de mi viejo.

Me parece una idea rara.

Pensar en la voz.

Soy un boludo.

Se me llenan los ojos de lágrimas.

No pue de ser para tanto, pienso.

87

 

Cuando aparecen Anchorena, Garmendia y el Chueco

aprovecho y me hago humo. Salgo del Palacio Apache y caminoEl okupa estaba herido y a ellos se les fue un poco la mano. Ya lo

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un rato, estiro las piernas, fumo un cigarrillo. Tengo la sensa-

ción de que es el primer cigarrillo de mi vida. O el mejor. No sé.Hago un alto en el barcito de López. Tomo una ginebra. López

no habla. Arregla sillas. No para. Le tengo un poco de envidia.

Tiene algo que hacer, López. No hay casualidades, pero de ca-sualidad llega Cúper. Me da una palmada en un hombro. Dospalmadas .

—Qué te pasa — le digo.—N ad a .

—No necesito mimos.

Mira para otro lado, Cúper.

Él también se toma una ginebra.

Después salimos juntos y seguimos caminando.

— Se llevaron los heridos —dice Cúper.

El viento que viene del este le sacude el pelo desteñido, ata-

do atrás, pelo de grasa, o de rasta. Hay minas que dicen queCúper tiene su onda.

—¿Quiénes? — le pregunto.

—Los okupas —dice Cúper—. Los heridos y dos muertos.

—Lo único qu e falta, co n este viento, es que se nos vengaencima un a sudestada —digo.

Cúper mira el cielo.

Todavía hay un poco de sol. Pero es esa luz amarilla, pálida,que no presagia nada bueno.

—Se olvidaron uno, no lo encontraron, algo así —diceCúper.

— ¿ U n herido?

—Primero estaba herido. Ahora está muerto.

No digo nada. Cúper sigue:

—Había qu e averiguar quiénes eran, de dónde venían, esas

cosas... Bueno, se les fue la mano en las preguntas.

— ¿A quiénes se les fue la mano?

—Al negro Sosa y a tres más.

— ¿ E l negro Sosa mató a un tipo?

—No lo mató él. Fueron los cuatro. Y tampoco lo mataron.

88

enterraron. Desapareció. No haypruebas.

Llegamos a la casa de l changador de Constitución. Antes

de golpear le digo a Cúper:

—El negro Sosa nos va a cagar.

—Hay gente que está de acuerdo con lo que hizo. Es una

especie de revancha. No pueden entrar un montón de locos una

madrugada y molernos a palos como si tal cosa, Rata. ¿Qué so -

mos? ¿Monjas? ¿Haré Krishna?A veces le da por las religiones a Cúper.

Mejor me callo.

Entramos en la casa de Morales, un pibe que trabaja de

changador en la estación de trenes de Constitución. Morales

mide un metro ochenta y cinco y pesa ciento diez kilos. Es un

rinoceronte el pibe Morales. No sé si me explico. Le pegaron

todo lo que quisieron. Tiene la cabeza vendada, la nariz rota y lefalta un diente. Se ríe, cuando aparezco, "Qué haces, Rata", m e

saluda, abre la boca, sonríe y se le ve el diente que le falta. "Vos

también cobraste", m e dice. Y o m e acuerdo de m i cara machuca-

da pero m e da vergüenza decirle que yo cobré po r otra cosa."Y...", le digo, y le regalo un chocolate, un Milka grande de cho-

colate con leche y almendras, y un paquete de Winston, uno deesos que me llevo siempre del departamento de Maru. A Mora-les le gustan lo s importados. Un poco fanfa es. Se emociona

como un chico. "Sos un hermano", m e dice.

Le toco la cabeza. Le revuelvo el pelo.

Nos vamos, Cúper y yo.

La parada siguiente es para verlo al Toti.Le rompieron la mano derecha.

Está sentado en un sillón de madera y mimbre. Se hamaca.

Hierve de bronca el Toti.Rosa, la enfe r mer a jubilada del Fernández, le entablilló la

mano.

Mecedoras le s dice m i vieja a los sillones como éste donde

se hamaca m i amigo, el travestí Edmundo Botti, un tipazo.

A veces m e pregunto si en Rosario se habla diferente o m e -

jor que acá. Quiero decir: con las palabras adecuadas. O si se

89

 

hablaba as í antes, porque ahora me parece que en todos lados se

habla para la mierda. No hay palabras. Se nos terminan. Nos ol-

que al mismo tiempo no sabe que es, y eso se hace patente cuan-

do alguien de pronto le emboca un sobrenombre al otro?

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vidamos. Las perdemos. No sé qué pasa. Un pibe que trabaja en

Vialidad, un ju jeño, dice que en el noroeste se habla mejor que

en Bue nos Aires. Otro, Julián, un chico que lava parabrisas en

lo s semáforos de Sarmiento y Figueroa Alcorta, discute siempre

con el jujeño por ese tema y le dice que en el noroeste todos

parecen collas gallegos.

Yo no sé.

Pienso que a mí este metejón con decir las cosas bien, conescribir algo, me viene de mi vieja. Ella sabe lo que dice, lo que

las palabras significan. Creo que fue a la Secundaria hasta ter-

ce r año y que leía libros. Hasta los 14, 15 años mi vieja soñaba

con otra vida. Después se vino a Buenos Aires. Pasó lo que

pasó. Y yo le salí medio compadrito con el vocabulario, preten-

cioso y sobrador . No q uiero ni pensar lo, pero me pa rece que a

mí este mambo me viene de ella. Lo peor es que no me viene de

lo que ella es ahora, o de lo que era todos esos años cuando

hacía la calle y yo no hacía la escuela. Lo peor es que creo que

me viene de antes, cuando ella era otra, una chiquilina que se

cr ió en otro mund o y que pintaba pa ra otra cosa. Una chica que

sabía poco y nada sobre lo que pasa en la real idad. Capaz que de

ahí me vienen a mí estas ínfulas de sabihondo . Como si yo su-

piera algo.

El villero ilustrado.

Eso me dice el Toti cuando lo que digo le suena un poco

postizo.

Lo dijo la pr imera vez una tardeci ta que estábamos al pedo

—él, Cúp er y yo— y le empez amos a dar vueltas al sentido de la

vida. Nada menos.

Yo dije algo así como que la vida era un horizonte que nun-

ca se veía y que por eso es tan difícil en tenderla.

Entonces el Toti dijo:

—Habló el villero ilustrado.

Y me escrachó.

¿Viste que los sobrenombres quedan cuando resu men algo,

cuando pescan en dos palabras algo del otro que el otro es pero

90

El Toti ahora levanta el brazo, me hace ve r otra vez la mano

entablillada y me dice que no hay derecho.

Le digo que no.

Me dice que se lo hicieron a propósito.

Le digo que sí.

Me dice que eran una barra de imbéci les y de impotentes.

—Clavado —le digo.

¿Qué le voy a decir?—Haceme un porro —me dice.

En una mesita, cerca de la mecedora, hay una bolsa con

hierba, pape l, cigarrillos. Le armo un par de porros al Toti.

Fumamos un poco.

— N o fu e al boleo —me d ice—. Vinieron a buscarme.

Le creo. Yo ya sé que tiene razón. Me lo imaginé hace quin-

ce o veinte días, cuando escuché po r pr imera vez que una noche

cualquiera nos morfábam os un garrón histórico.

Le pido a C úper que le prepare un café o algo por el estilo al

Toti y que me espere. El Toti dice qu e prefiere un té. Yo cruzo

la calle y entro en mi casa. Jenifer me echa un vistazo. Plancha

ropa de los chicos.

—Volviste —dice.

Me le acerco po r atrás y l e beso el cuello.

Gilda canta:

¿Quién te dijo que mi puerta

tiene qu e estar siempre abierta?

Va s y vienes cuando quieres

y yo sólita despierta...

Es una cumbia.

Lo s chicos no están.

La casa no es la misma sin Ramiro y sin Julieta.

M e acuerdo cuando no teníamos hijos.

Jenifer huele bien. Huele a mujer. Huele a rencor. Le toco

las nalgas, duras y altas.

91

 

Se aleja un poco, Jenifer, lo que puede . Está parada frente a

la tabla de planchar y me tiene atrás a mí.

dar on chicos, y un saco de cuero, uno de esos regalos de Maru

cuando m e dice "Vas a ver qué lindo te qued a, Ratita", y me viste

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—E nseguida l legan los chicos —me dice .

Le levanto la pollera. Le bajo el slip. Ella no quiere. Por eso

se me endurece más. Me gusta tocarla sin sacarle el vestido. Le

abro las piernas desde atrás. ¿E s verdad que no quiere , Jenifer?

Le hu ndo el dedo, y se lo saco, y vuelvo a hacerlo. Entonces ella

baja la cabeza, la inclina hacia un costado: si hubiera un espejo

yo le vería en este momento los ojos cerrados, los labios entre-

abier tos . . . Ahora quiere, ella.Me la cojo.

Bien.

Termina dos o tres veces.

N unc a se sabe.

Pero yo estoy al palo y es lo mejor que hago con Jenifer en

varios meses.

Después me doy una ducha, me cambio la ropa, y le digo

qu e vuelvo más bien tarde. Le p ido que les dé un be so a los chi-cos de parte mía.

Gilda, m ás adelante en e l CD, sigue:

¡Cuántas noches vacías,

cuántas horas perdidas!

¡Un amor naufragando,

y tú sólo mirando...!

Cruzo la calle. Se hace de noche. El Toti mira una película.

"Es de amor", m e cuen ta, "Ella es muy pobre y se e na m ora de un

cretino lleno de guita que ni la mira". Le digo a Cúper que nos

vamos. Y nos vamos.

—Vestido para matar —dice Cúper que hoy no me deja pa -

sa r una .Es verdad.

Me puse una camisa limpia, un jean nuevo que parece viejo,

un par de zapatos co n suelas de goma que le compré el año pasa-

do por veinte pesos a un pibe que se los había afanado para el

viejo en una zapatería pituca del Alto Palermo y al viejo le que -

92

como a ella le gusta.

Por eso es verdad.

Para caer en cua lquiera de los locales del Pájaro hay que es-

ta r presentable. Si se le ocurre qu e pareces un villero se pone

nervioso y te raja.

Hoy se va a poner nervioso, el Pájaro.

Pero no voy a grabarme números en e l ba lero.

No v oy a laburar ni a comer ni a tomar copas.Voy a poner dos o tres puntos sobre las íes.

Y voy calzado.

Llevo en el costado izquierdo la pistola que le saqué ayer a

la mañana al matón de cuarta que tenía boca de lobo. Y en la

cintura, atrás, mi 38, un fierro como la gente.

Me acuerdo cuando el Pájaro se levantó a Maru y ella por

un tiempito no me dio más ni la hora. Seguía queriéndome, creía

yo, pero no transaba. Se había propuesto otros horizontes y ha-

cer buena letra para alcanzarlos. Me hizo el entre para que el

Pájaro me diera laburo pero ap enas m e dejaba que la mirara de

lejos. Ella er a maitre en un res taurante del Pájaro. En esa épocaél tenía do s locales. Esto ya lo conté pero lo vuelvo a contar por-

que m e parece que es necesario. O porque m e parece qu e para

mí es necesar io acordarme de esas noches cuando empecé a

laburar con el Pájaro y pasab a por uno de los locales a buscar los

n úmer os que me cantaba. Entonces la veía a Maru. La veía de

lejos. Vestida como un a diosa. M ás linda qu e nunca. Maru no

me daba bola. O me miraba cuando creía que yo no la veía. El

qu e me relojeaba todo el tiempo era el Pájaro. A él siempre lo

mataron lo s celos. N o alcanza el poder , no alcanza la guita, no

alcanza la fama para no tener celos. Cuando alguien es celoso

está muerto.Pasó el tiempo y todo se fue aflojando. Había menos ten-

sión. El Pájaro se sentía más seguro y tenía que confiar en M aru

sí o sí. Los negocios crecían y ella empezaba a cumplir otro pa-

pel. Dejó el laburo de m aitre, reclutó pen dejas divinas para cada

un o de los boliches qu e abrió el Pájaro, le s enseñó el laburo y las

93

 

reglas, controló las puestas en marcha, fletó a las pizpiretas y alo s putos malhumorados. Éste es uno de los secretos de estos

ñana o pasado, después le damos para el sur y por fin llegamos

otra vez al Palacio A pache. La idea del cine es de un pibe fanáti-

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lugares. Tiene que haber siempre un par de chicas que parecequ e le dan un m ontón de bola a los giles y un par d e trolos sim -páticos. Simpáticos y correctos co n todo el mundo. No solamen-te con los clientes trolos. Es así como funcionan las cosas. Lasminas pueden alzarse un punto que las banque y los trolos pue-den tener sus novios o lo que quieran. Pero en los localeslaburan. Y nada más. Es así. Cuando Maní pesca a alguno de

estos pibes y pibas tirándose un lance alevoso con algún clientelos fleta.

Ella tenía 25 años, y ya controlaba todos los boliches de lPájaro. Entonces él se dedicó a crecer po r otro lado.

No pasó mucho t iempo.Apenas un par de años.

Pero algo ya huele a podr ido en esta historia.D e todas maneras m e acuerdo de la pinta de Maru, esas no -

ches, cuando me ignoraba, y a mí se me licuaba el cerebro. Leveía las polleritas satinadas o transparentes , mínim as, y las pier-na s largas, e l pelo suel to, la sonr i sa med ida en los labios

atorrantes, y me quería matar.Ella me decía que yo era un fetichista. Y creo que tenía ra-

zón. En un viaje que hicimos en 1997 a Bariloche yo me habíaquedado con una bombachita de Maru. Un slip blanco. Me loguardé tal cual se lo sacó una noche después de usarlo todo eldía. Cuando me cortó el rostro, lo busqué, lo encontré, y lo olí.Tenía olor a Maru. Ese olor que junta una muje r entre las pier-nas: los olores que le pertenecen, incluidos el sexo y los perfu-mes. Es raro. Ese olor me vuelve loco.

De vez en cuando la huelo a Maru.Por eso, digo, es verdad. M e vestí para la ocasión. No creo

qu e mate a nadie. Pero si no hay más reme dio se me van a esca-par dos o tres tiros. No es cuestión, como dice Cúper, que unamadrugada cualquiera me caiga una banda de matones y mer o m p a n el alma porque el Pájaro anda un cachito atravesado.

Caminamos por las calles anch as de Puer to Apache, desem-bocamos en la avenida, pasam os frente al cine qu e inaugura m a-

co del cine que t rabaja en un Blockbuster de Barracas. No estámal, la idea . Tenemos u na escuela, una c o m p u t a d o r a y uncine.. . ¿Hace falta algo m ás para edu car al soberano ?

Una biblioteca, van a decir los giles.Los libros juntan mugre, se ponen amarillos, se rompen.A los libros no hay que guardarlos. Hay que leerlos y pres-

tarlos, regalarlos, o tirarlos. No tiene sentido guardar lo s libros.

Pero ha y gente qu e guarda todo, qu e colecciona cualquier cosa.¿Te acordás de los técnicos en radiofonía, no sé cómo se llama-ban, esos tipos como mi abuelo, que armaban aparatos de radio?Ésos guardaban cablecitos, alambres oxidados, clavitos de mo-rondanga, tuercas, lámparas, las lámparas que usaban antes lasradios, botones para los diales, diales, qué sé yo. Un día se mo-rían, lo s coleccionistas, y todo es e montón de porquer ías termi-naba de la noche a la ma ñan a en la basu ra. Y ahora, ¿q uién tieneuna de esas radios? Nadie. Ni de recuerdo las guardamos. Bue -no, con los libros va a pasar lo mismo. ¿O para qué te crees queinventaron Internet? Internet es la biblioteca del mundo. Estátodo, en Internet . No sólo Guada. No sólo porno grafía. No sólolugares para guachos qu e violan pibitos como la organizaciónqu e ayer descubrieron en Italia, fascistas qu e hablan de cacerías yde presas. . .

En el pasillo, frente al depar tamento , hay un montón degente: amigos, vecinos, curiosos. D e repente pienso en un ve-lorio. Esto es el velorio, pienso. Pero no. Me abren paso, cuan-do me acerco, y entramos, Cúpe r y yo, al bulo de mi pad re. Yotengo alucinaciones: ha y olor a hospital acá, o es el olor de lamuer t e .

Rosa le ajusta un nuevo vendaje en el pecho al viejo. Le veolas manos deformadas por la artritis a los restos en pie de unamujer qu e seguro tuvo su época de fuste.

— A d e m á s — m e dice cuando me ve, y da la impresión deretomar un diálogo que nunca tuvimos—, t iene dos cost i l lasrotas.

Frente a la ventana, de espaldas, con los brazos cruzad os, la

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mirada que se refleja en el vidrio clavada en la oscuridad y en las

luces que construyen abismos y reflejos sobre la s aguas invisiblesviejo, la caída del Chueco y de Garmendia es cuestión de días, y

la Primera Junta será muy pronto un recuerdo, el nombre de una

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de la laguna, está Juana la Loca. ¿Quién podría negar que es una

visita de relieve? Como si la Thatcher fuese un día a verlo a

Reag an perdido en el corralito de su Alzheimer. Cuando le

cuento a Cúper un poco m ás tarde la idea que se me representó

sacude la cabeza.

—Vos sos el rey del mambo , Rata —me dice—. Si tu viejo

fuese Reagan yo sería Rockefeller.

—¿Se salva? —le pregunto a Rosa.

La enfermera antigua m e mira. Tiene, inevitablemente, lo s

ojos perdidos detrás de nubecitas o de cortinas finitas, transparen-

tes y turbias. Es así. Lleva el pelo atado en un rodete y si hubiera

encontrado su vieja cofia seguro que se la hubiera puesto.

—A lo mejor —me dice—. Yo creo en Dios.

Se va, Rosa.

La agonía de mi viejo le ha devuelto a esta mujer es a digni-

dad que se pierde cuando uno ya no tiene nada qu e hacer y se

vuelve un trasto, una incomodidad para todo el mundo.

Entonces Juana la Loca se acerca a l a cama.

Ella no me mira.

Tiene el pelo como la paja seca: sin brillo y descolorido. Pa-

rece rubio, blanco, gris, todo junto.

—No — m e dice Juana la Loca—. No se salva tu viejo.

Me quedo callado. Cúper también.

Ella le agarra una mano al hombre que en la cama, con los

ojos abiertos, no ve, no piensa, no tiene sentimientos.

Me pregunto qué habrá unido a esos dos personajes que no

se tenían confianza, que no eran amigos, qu e ocultaban renco-

res, y que más de una vez, si n duda, durmieron juntos.

—Gracias por venir —le digo a Juana la Loca.Es una formalidad. No sé qué decirle. Y quiero decirle algo.

Ella no me mira, pero el fantasma de una sonrisa fugaz le cambia

por un segundo la boca. Yo sé que si mi viejo se muere esta m u-

jer gana espacio, influencia, poder. Ella tiene un par de negocios

m ás en la cabeza. Y quiere las riendas de Puerto Apache o ser

dueña de las manos del que se quede con las riendas. Muerto mi

96

placita nueva, o algo por el estilo. Historia antigua.

Salimos de Puerto Apache en el auto de Cúper.

La llamo a Maru por el móvil.

Me dice que está sola pero que no puede verme ahora.

Le digo que no me importa, que voy para su casa.

Transa.

Me dice que hoy no, pero que vaya mañana al mediodía. La

vida con Maru se ha vuelto una vida irregular a pleno sol.

Así que dejamos el auto en el estacionamiento de un restau-

rante de Puerto Madero. El encargadoes amigo de Cúper. No hace

falta que vayamos a comer al restaurante. Es un boliche lleno de

caretas, ex funcionarios, algunos productores de la TV, tipos enri-

quecidos a costillas de todos nosotros, merqueros y vividores de ca-

lañas diversas y estirpes múltiples. O sea, un paraíso argentino.

Cúper tiene ganas de comer pizza.

Por eso caminamos un rato a lo largo de los diques.

Veo las luces de la fragata Libertad anclada un poco más

tila, en la Dársena Norte.Nos sentamos por fin en una terraza con suelo de madera,

columnas de hierro, luces bajas, mesas con manteles blancos,

velitas y flores. Una pizza, acá, nos va a salir m ás cara que un

plato de ostras en el boliche del Pájaro.

Pero a mí no me gustan las ostras. A Cúper tampoco. Y yo

no voy a comer nada esta noche en el boliche de l Pájaro.

Nos atiende una chica montada sobre unos zapatos con pla-

taformas dignos de un buzo o de un astronauta. Nadie puede

caminar con suerte o distinción sobre un a porquería semejante.

Tiene las piernas que tiene que tener, la chica, las gomas opera-

das y los labios llenos de colágeno. Se dibuja una sonrisa inútilcuando nos pregunta qué nos vamos a servir. Nos llama caballe-

ros. Le pedimos una pizza de muzarela, jamón y tomates y dos

! balones. Algo parecido a u n clásico. Pero por la pinta de la chica

te m e mete en la cabeza qu e vamos a comer chatarra. Veremos.

Hay viento del sudeste. No hace frío. Los manteles se agi-

tan de vez en cuando. Las llamas de las velitas tiemblan.

97

 

Brindamos, con Cúper. Chocamos los balones y brindamos.

Al rato aparece una band a de pibitos, mendigos, harapien-

8. EL ALMACÉN

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tos, dos o tres va n descalzos, otros moquean. Lo s ponen en la

calle cada día mejor producidos a los pibes. Hay una nena que

no sabe ni una palabra en castellano. Es rubiecita. Si uno fuese

un tarado pensaría que hay países que están peor que éste. Una

de las man eras del triste consuelo. De n o entender nada. O d e

se r un nabo.

Vienen por la calle de piedra que hay junto a los muelles, lo s

pibes. Nos ven y se suben a la terraza. De cualquier lado salen

tipos de seguridad y los obligan a volver a la calle. No los tocan.

Los rodean. Y los hacen retroceder, bajar de la terraza sin poner-

les un d edo encima. Pero siempre alguno se filtra y vuelve.

Un pendejo me pide guita.

Le digo que no le voy a dar guita.

Entonces me pide queso del que nos trajeron en un platito

junto con los balones. Cachitos de pan trajo también la moza de

zapatos duros.

Le digo que me g usta el queso y que me lo voy a comer yo.

Cúper no abre la boca. Tiene las piernas estiradas, los dedoscruzados sobre el vientre, y mira lo s barquitos deport ivos qu e

flotan en el dique.

Por f in me pide un cigarrillo, el pibe.

Le doy un cigarrillo.

98

Dejamos el auto de Cúper en una calle co n árboles, a una

cuadra del boliche preferido del P ájaro que no es el prime ro sino

el último que abrió, una mezcla de restaurante y bar que hizo

construir en una vieja imprenta de anarquis tas qu e antes había

íido una fundición. No sé si será verdad porque estos tipos te

tiran cualquiera a l a hora de inventarles algún pasado artesanal o

progre a sus locales reciclados, a los techos altos, la s vigas demadera, las column as de hierro.

Nos detenemos en la esquina de enfrente de l boliche, fu ma -

mos, echamos un vistazo. Son las once de la noche, la hora pre-

ferida por el público de la zona para llegar, dar vueltas en busca

de un agujero don de dejar los autos o las 4x4, y atiborrar m edia

docena de lugares. Siempre me pregunto por qué algunos no dan

abasto y otros son desiertos que languidecen durante meses has-

ta que alguien les cierra definitiva y piadosamen te las puertas. Y

siempre me digo que no se entiende porque capaz que detrás de

los negocios hay negocios que explican lo inexplicable. Capaz

que no se trata sólo de poner f rente a las hornallas al mejor coci-

nero de la zona, de llenar el sitio de pendejas que no entienden

la diferencia entre un filet de merluza y una brotóla a l a plancha

pero que te atienden como si vos fueras Brad Pitt, no se trata de

conseguir el mejor Relaciones Públicas del sector ni de que el

lugar sea una copia de otro de Nueva York, de París o de

99

 

A m s t e r d a m . No. Capaz que a veces el secreto está en otro lado.

En el negocio que hay detrás del negocio, pienso, y por eso no

muchos saben de qué se trata. A veces ni siquiera los dueños de

notar lo menos posible. No sé por qué me p arece que aunque las

chicas hechizantes salgan con estos fulanos en el fondo les gus-

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los bares fo rm an par te del otro negocio. Son business que se ar-

man en paralelo , qu e mueven o tras cosas, qu e tocan fibras dife-

rentes . Pero cuando esos negocios se arman los boliches se lle-

nan de modelos top, de fu nciona r ios fashion, de burgueses

fundidos en busca de algún estribo para no quedar descolgados,

de h i jos y entenados de los que mandan, de los dueños de la gui-

ta, de los videntes qu e saben cuándo quieren o necesitan mez-clarse el agua y el aceite. Y entonces a veces estos emprendi-

mien t os son prósperos gracias a la prosperidad de un puñado de

fulanos que le han robado a este país hasta el alma.

No hay a la vista tipos de seguridad ni choferes o alcahuetes

de los que salen todas las semanas en las revistas. Apenas se

mueven agitando su s t rapos de color naranja lo s pibes qu e aco-

modan autos o te los abollan si no les das bola. Pendejos que se

ganan el morfi como pueden. El faro de cualquier Mercedes,

Porsche o BMW cuesta más que toda la guita qu e pueden juntar

en noches y noches ocupándose com o siervos de las máquinas de

los bacanes.Esta noche será otra noche de sorpresas.

Cúper se q u eda en la esquina de enfrente y yo me man do .

Cruzo la calle y entro en el local de l Pájaro.

D e inmediato huelo la combinación de per fu m es caros y d e

olores que se filtran desde la cocina. Oigo risas cristalinas de

chicas glamorosas y voces intensas de tipos bien forrados. La

palabra glamorosa la leí el otro día en una revista. S é que viene

de glamour pero todavía no sé si glamour viene del inglés o del

francés. M e falta averiguar eso. Glamour creo que quiere decir

algo así como hechizo. El lenguaje y la moda son así. No es lo

mism o dec ir chicas hechizantes que chicas glam orosas. E ncuanto a los tipos for rados hay que reconocer que no todos lo s

tipos co n guita levantan la voz en los bares. Hay una clase con-

creta de sujetos llenos de guita que hacen saber todo el t iempo

qu e son tipos llenos de guita. Lo hacen saber llamando la aten-

ción. Es curioso. Yo no soy nadie, pero si tuviera guita me haría

100

tan más los tipos que hacen menos ruido. A lo mejor no. A lo

mejor es una idea mía. A lo mejor no hay que hacer band era para

qu e estas nenas no te esquilmen. Nunca se sabe. No hay nada

m ás secreto que el gusto de una m ujer.

Mastico estas elucubraciones y me las saco de la cabeza. D e

ninguna man era se las voy a contar a Cúpe r , po r ejemplo, y mu-

cho menos al Toti, con el humor de perros que le dejaron los

villeros que lo fa jaron la otra noche. . . Lo único que me falta esotro sobrenombre.

Corre el champán, el pescado crudo, la s mezclas de cordero

patagónico co n yuyitos de Indonesia. H ay olor a cigarrillos,

también, y vestiditos ligeros, piernas largas, bocas pintadas de

rojos brillantes, pieles bronceadas en soles de otro lado, remeras

negras, camisas blancas, relojes macizos, homb res de pelo en pe-

cho con las mechas teñidas o pintadas, ruido a celulares.

Si algo puede defin i r mejor que otra cosa esta época son los

teléfonos celulares. El timbre de los móviles en todas sus versio-

nes son la banda sonora de una película sin pies ni cabeza que

cuenta la historia de siete millones de argentinos que hablan to-

dos al mismo tiempo por sus teléfonos celulares. Me pregunto

m ás de una vez qué haríam os si no existiesen los teléfonos m óvi-

les. ¿Caminaríamos más? ¿Dinamos menos boludeces? ¿Estar ía-

mos de acuerdo con algo? ¿Pagaríamos la deuda exte rna? ¿Nos

moriríamos en silencio?

El Pájaro me ve enseguida y sale a m i encuentro .

Trago saliva.

En este momento m e duelen lo s oídos. Creo que es miedo.

Yo no arrugo. En general, no arrugo. Pero el Pájaro me da

un poco de miedo. Siempre fue así. Me gustaría saber por qué.

Lo único qu e puedo pensar es que sé que él está decidido a hacer

cosas que yo no haría.

M e agarra co n cierta suavidad de un brazo.

—V en í —me dice.

Hay algo inesperadamente cordial , casi humano —dir ía

yo—, esta noche en el Pájaro.

101

 

Nos sentamos a una mesa en un rincón, lejos de la barra

donde una legión de chicos y chicas se emborrachan como si

fuera necesario, franelean, se drogan un poco. No llega mucha

Me mira y me muest ra los dientes.

Eso, para él, es una sonrisa.

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luz a esta mesa. El Pájaro apaga la vela que aletea en un globito

de vidrio transparente. M e siento m ás tranquilo. No m e gustaría

que nadie piense que somos trolos.

El Pájaro pide whisky con hielo p ara mí y una cerveza negra

par a él. Nos atiende una piba que es un prim or.

El Pájaro dice:

—Supe que te la dieron.Pela cigarrillos, un paquete de Winston. Prendo u no .

Espero que la piba primorosa se aleje, tomo un trago de mi

copa y le p regunto:

—¿Q uién te contó?

El Pájaro m e dice con la cabeza que no importa .

—Yo estuve afuera. Llegué hace un rato —d ic e —. Y m e

contaron que te comiste un garrón.

¿Y o sé que estuvo afuera porque anoche no vine a buscar los

números o porque alguien le dijo que yo sé que él anoche no

estaba en Buenos Aires? En cualquier caso a mí m e fajaron hace

dos noches. Para una cosa así no hace falta que el Pájaro esté acáo allá. Con dar un a orden desde cualquier parte le alcanza y le

sobra. Así que éste no es el punto .

¿Cuál es el punto?

El Pájaro estira una mano, me toca el mentón y me hace

girar la cara. Me ve las costuras, los moretones de ese lado, y el

oj o hecho percha .

—De pánico, loco — m e dice.

No entiendo nada.

Así que voy al grano:

—Me cayeron tres tipos en un Ford azul. No sé cómo en -

traron. Y ellos no sabían qué buscaban. Era evidente. A uno le

saqué este fierro —deslizo sobre la mesa la máquina qu e llevo en

la cintura. El contacto con mi 38, en la espalda, es una delicada

incomodidad.

El Pájaro le echa un vistazo a l a pistola y con un movimien-

to invisible la cubre de inmedia to con una servilleta.

102

Incluso, podría pensarse, una sonrisa amistosa.

—Y vos pensás que te los mandé yo — dice.

—Sí.

Toma cerveza, mira las mesas de alrededor, mira la calle, lo

ve a Cúper, enfrente, pero no se inmuta .

El Pájaro conoce bien a Cúper . Lo tiene en lista de espera

para darle trabajo. Pero nunca le encuentra trab ajo. Yo creo que

no le va a dar nada p ara que yo no tenga un socio adentro.—Sos un tarado —me dice.

Yo también miro para otro lado. Me la banco. No abro la

boca.

—Sos un minusválido cerebral —me dice.

Trago un poco más de whisky y le devuelvo la mirada .

Lo miro mal.

Quiero que se entere.

—Escúchame, boludo. ¿Por qué te voy a mandar yo tres

idiotas para que te m uelan a palos?

—Porque te afanaron y pensás que fui yo. O que yo estoy

metido en el asunto.

—Vos comes vidrio, Rata.

—A veces sí.

—Si yo creyese que vos me afanas no estarías sentado ahí.

Te digo más. Si yo creyese que vos me afanas y te hubiera man-

dado una p atota v os ya no estarías vivo, ratón .

Me dice ratón.

No me gusta .

Ratón.

De pronto pienso en Maru.

A lo mejor ella no me min tió, pienso.

Pero no quiero ser iluso.

—Mira, Rata — dice el Pájaro como si yo de golpe fuera un

conf idente, su mano derecha o su mejor amigo—. La mano vie-

ne cambiada.

¿Para qué voy a andar con vueltas?

Le digo:

103

 

—No entiendo.

Es lo más fácil.

Me dice ratón.

Mejor que a Cúper no se le ocurra pensar nada.

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El Pájaro muerde el filtro del cigarrillo. Me acuerdo de al-guna película. No sé de cuál.

Tira el cuerpo sobre la mesa, se acerca, habla en voz muy

baja:

—Las cosas claras, ratón. El único motivo por el cual yo temandaría un par de imbéciles para que te rompan nada más que

tres o cuatro huesos es para que te dejes de joder con Maru de

una vez por todas. Y te aseguro que no te los hubieras sacado deencima tan fácil. Pero no tengo tiempo para boludeces. No me

están afanando, Rata. Me están mexicaneando.

Termino el whisky.

No era una medida muy generosa.

—El Ombú me mandó a esos tipos —le digo.Él levanta apenas una punta de la servilleta y mira lo que

alcanza a ver de la pistola del tipo con boca de lobo. Yo no veonada. Me duelen los oídos.

Me acomodo el saco.

Noquiero

que setrabe nada

si tengo quemanotear

el 38.

No es el lugar. Sé que no es el lugar. Ni la hora. Ni la forma

de hacer las cosas del Pájaro. Pero ya estoy harto de que me cai-

gan encima desde los árboles...

—Anda tranquilo, Rata. La cosa no es con vos. Pórtate

bien. Bórrate. Dejala en paz a Maru. No me hinches las pelotas.

Y va a estar todo bien. Hacete humo. Chau.

Me levanto.

No puedo creerlo.

Alguien podría imaginarse que este tipo y yo somos socios.

O algo por el estilo. Que pateamos para el mismo lado. Que es-

tamos en el mismo bando. Que la única diferencia entre noso-tros es una pelotudísima cuestión de polleras... Cúper... ¿Qué

pensará Cúper?

Antes de dar el primer paso hacia la calle oigo por última

vez su voz en un murmullo inconfundible. Llevo años escuchan-

do sus órdenes y sus consejos en ese murmullo:

—Ojo, ratón — m e dice—. Cuidate el culo.

104

Entro en el ruido de la noche.

Sopla viento del sudeste.

Es muy tarde cuando volvemos a Puerto Apache. La gente

duerme. Un perro solitario trota por una calle lateral. Se para.

Levanta las orejas. Mira pasar el auto. Sigue su camino. Es unperro marrón, cansado, a l a deriva. Cúper deja el auto frente a su

casa y ruega al cielo que la Mona Lisa no esté despierta. Y que

no se despierte.

—Yo la quiero — m e dice—. Pero a veces me pone loco.

—No te pongas loco —le digo.

Y me voy.

A medida que te acercas a la laguna se oyen los trajines ha-

bituales del hotel: un poco de música, algunas voces, la risa falsa

de una chica probablemente dedicada a un chiste malo que no

hay más remedio que festejar. Gajes del oficio. Es un trajín ruti-nario que se confunde con el silencio, con la noche, co n esos

ruidos que la noche arma en los alrededores de la laguna.

Llego. Subo. Entro.Parece que duerme, mi viejo. Sigue tal como lo vi la última

vez que lo vi. La única diferencia es que tiene los ojos cerrados.

En un silloncito, junto a la cama, hojeando una revista y al

mismo tiempo mirando una película en la televisión, está

Guada.

Tiene puesto un tapado de paño negro, no sé si porque ella

también acaba de llegar y se va enseguida o porque hace frío.

Donde el tapado se abre quedan a la vista las piernas cruzadas. Me

mira. Mueve la cabeza. Es un gesto de pena, o de resignación.

Tiene onda, esta piba.

Le doy una mano. Ella pone una mano en la palma de la

mía. Le digo que nos vamos a tomar algo antes de dormir. Medice que sí con la cabeza. Se para. Tiene olor a tabaco y a nightclub.

105

 

No es lo mismo el olor a discoteca que el olor a night club.

¿Cómo se llaman ahora los night clubs?

La única posibilidad para to mar algo a esta hora es el bar del

no es demasiado chico y el slip podría ser una tanga. Ella está de

rodillas sobre un sillón con las manos apoyadas en el respaldo.

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hotel de Juan a la Loca. Así que subimos. E n la escalera los zapa-

tos de Guada casi no hacen ruido. Por los pasillos el taconeo es

un repiqueteo armónico y sensual: pasos de mujer . Tacos altos.

Tacos cercanos. Tacos p ara la noche.

N os sentamos frente a u n ventanal en el que de día la laguna

parece puesta ahí como en un cuadro. Ahora no se ve nada .

Guad a pide un té y un cognac. Yo quiero un gintonic. Fum a-mos. Parece que fuese difícil hablar. Por fin ella dice:

— N o probaba una gota de alcohol desde ayer.

No le pregunto por qué. Me imagino la respuesta. "En este

trabajo si se te sube el trago a la cabeza estás muerta." No quiero

escuchar algo así. Y entonces m e z umba n lo s oídos con los z um-

bidos de un sent imenta l ismo s in sent ido. Soy un t ipo con pro-

blemas. Ando calzado con un 38. Estoy seguro de que en cual-

quier momento la s cosas van a pasar a mayores. Adentro y afuera

de Puerto Apache. Y se me hace puré el corazón por una piba

qu e gatea y que curte con mi viejo.

¿Qué m e pasa?

La mina que atiende la ba rra y sirve las mesas nos mira d es-

de su butaca frente a la caja. U n matón, en una mesa, de l otro

lado, due rme co n sueño pesado.

H a y poco movimiento, es ta noche , en e l hote l Laguna

Roja.

Entonces m e acuerdo de una foto.

Ella está parada al lado de una columnita . Tiene la s pier-

nas un poco abier tas , un top quizá pla teado con bre te les muy

finos que te rmina antes de l ombligo. C on las dos manos se le -

vanta hacia el vientre una pollera diminuta, blanca, o celes-

te, quién sabe, y entonces se le ve el slip. La cabeza de perfil,

hacia su hombro derecho. El pelo le esconde un poco la cara.

Pero es ella.

En la misma página hay otra foto.

Ella ya no tiene ni el top ni la pollera. Sólo un corpino y un

slip blancos con puntitos rojos. No se ve del todo bien. El corpi-

En los pies creo que se le ven unos zapatos de tacos muy altos.

Las piernas están separad as y ella mira a la pared. O sea, uno la

ve de atrás.En la primera foto, sobre la columnita que le llega más o

menos a la cintura, hay flores amarillas. En la otra f oto, a la iz-

quierda de ella, hay una planta, casi seguro un ficus.

Se podrían decir muchas cosas de estas fotos. Voy a elegir

una. No h ay grupo: Guad a tiene las piernas más largas de Puerto

Apache .

A los 16 años yo ya me colaba en los night clubs. Amaba el

olor de los night clubs, ese olor a fungicidas, a pe r fume s artifi-

ciales, a calor, a humo, a sudores, y a mujeres. Era un pendejo.

No tenía plata. No me daban bola. Pero yo hacía un favor acá,

otro allá, le s contaba chistes a todos y m e hacía amigo de las

chicas.

Antes, mucho antes, cuando era pibe, más de una noche me

despertaba el ruido de los tacos. Las minas volvían de laburar , en

Pompeya, y el ruido de los tacos me desp ertaba. Yo escuchab a

desde mi pieza el ruido de las minas. En esa época, me parece,

m i vieja ya no laburaba.. .

Guada m e dice que tiene sueño.

Le toco el pelo.

¿Qué quiero, yo?

¿N o tengo bastante con Jenifer, con Maru, con alguna cana

al aire?Mi viejo decía hace poco que él estaba retirado, que no que-

ría saber más nada con las minas, pero que bueno, que de vez en

cuando él se echaba una cana al aire.

Es un t ramposo, m i viejo.Mira la cana al aire que se echaba.

¿Qué quiero?

¿Quiero cojerme a l a mina de mi viejo?

M e acuerdo de otra foto, en la misma página . . .

Salimos de l bar , de l hotel de Juana la Loca, de l Palacio

Apache. La acompaño a Guada hasta su casa, un poco m ás allá

106 107

 

de l barcito de López. Pasamos cerca del Peugeot 403 blanco,

descascarado, y con una rueda pinchada. Un día me voy a com-la categoría. Pero está en el límite. Como los boxeadores: un

gramo más y pasan de welter a mediopesados.

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prar este auto. Lo voy a arreglar, lo voy a pintar, y voy a salir a

da r vueltas por ahí. Siempre me gustaron los Peugeot 403. Son

de otra época.

¿Estoy loco, yo ?

El cuartel general de Barragán no es una oficina en el mi-

crocentro, no es un derpa en Libertador, no es una casona en

Belgrano. El cuartel general de Barragán es un almacén en Cole-

giales.

No sé cuántas veces fu i desde hace un año al cuartel general

de Barragán. Más de cien. No voy todas las noches. Voy cada

dos o tres días. No sé por qué. Por muy avispado que me crea

nunca he conseguido entender del todo la organización de este

business del Pájaro. Supongo que las cuestiones de seguridad, la

información escondida, lo que por mucho que se mire no se ve,

es lo que hace que no se entienda. De eso se trata. Me imagino.

De que nadie termine de saber cómo funcionan las cosas. En

todo caso yo a este almacén vine un montón de veces. La prime-

ra noche no lo podía creer. Después, con el tiempo, me pareció

primero genial, después un boliche de pijoteros, y ahora vuelve a

parecerme la idea de un cráneo.

¿Es un cráneo, Barragán?

Me cuesta reconocerlo, pero estoy casi seguro que sí.

De tanto verme por ahí el gordo me fue tomando confianza.

Es esa clase de confianza que da la estabilidad. Si vos sos socio

de un tipo y ese tipo tiene un forro como yo que viene a tu cuar-

tel dos o tres veces por semana, en pocos meses el forro se te

convierte en un lorito embalsamado, un pendejo inofensivo, lealo de confianza. Entonces empecé a ver cosas. La venta al menu-

deo, por ejemplo. Los clientes directos que Barragán recibe en el

almacén y el modo concreto en que se realizan la s transas chicas.

Una transa chica, en el almacén, puede ser de 10, 20, 30 gramos.

A veces más. 50, 100 gramos, pongamos. 100 gramos, hablando

en plata, ya deja de ser una transa chica. Para Barragán entra en

108

Una transa chica se hace más o menos así: lo s puntos llaman

al cuartel, llaman a u n teléfono limpio, un teléfono de tierra, un

número que no existe; cuesta un par de miles un número así,

pero los pibes de las telefónicas te pueden conseguir lo que quie-

ras: un satélite propio, si se te ocurre. Las llamadas jamás pue-

den entrar por celulares. No hay nada más buchón, inseguro y

peligroso que un móvil. O sea, el que llama es porque tiene el

tubo correcto. Casi siempre son tipos. De vez en cuando llaman

minas. Los tipos por lo general vienen solos. O entran solos al

cuartel. Si traen comparsa, amigos, segundad, lo que sea, espe-

ran afuera, en los alrededores. Las minas suelen entrar de a dos.

No sé por qué Barragán les permite esto. Supongo que porque

son minas. O sea, indecisas. ¿Viste cuando se van a comprar una

cartera? Dan vueltas y más vueltas, de boliche en boliche, de co-

lor en color, de precio en precio, y se preguntan todo el tiempo:

¿Vos cuál te comprarías? Con la merca es igual. En el cuartel hay

mucha variedad, muchos precios, muchos cortes. Por eso es un

almacén. Y las minas, en las transas chicas, para consumo perso-nal, como le dicen, dan mil vueltas. Las minas casi nunca com-

pran para revender. Hay excepciones. Siempre hay excepciones.

Pero la mayoría compra para uso propio. A las que laburan con

la diferencia, las que ratonean, las que compran 10 gramos y en

media hora te los convierten en 20 mezclándolos con sales de

anfetas, aspirina rallada o maicena, Barragán las saca cortitas.

Apenas la s descubre, las fleta. Esas ventas no sirven para nada.

Son peligrosas. Los ratones buchonean tubos, direcciones, nom-

bres, son una peste. Hay pibes también que ratonean, por su-

puesto. Drogones, colgados, infelices. Lo mismo para ellos. Su

ruta.Barragán es gordo. Esto ya lo dije. Monti también es gordo.

Pero son gorduras diferentes. Monti es un gordo fofo, un obeso

si n aliento, un tipo que suda. Barragán en cambio es un cerdo.

Los cerdos no son necesariamente blandos. Barragán es un gor-

do consistente con la cara colorada. Es como si se le rompiese

algo en la piel y le quedaran hilos o puntitos de sangre violeta,

109

 

ma nc ha s , digamos, que si se mir an co n atención o de cerca seconvier ten en una pie l last imada por adentro o en un m apa tur -bio de sangre perdida.

oficina. Él está hundido en el sillón, los dedos cruzados en lom ás alto de su enorme panza de obeso, de alcohólico, de esa cla-se de sujeto qu e entre un a rubia y una banana co n crema elige la

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El cuartel de Barragán es un almacén en Colegiales, cercade la plaza Noruega, ese barrio con las calles llenas de virreyes,generales y poetas. El ex almacén está en una esquina con laspers ianas bajas para s iempre . Se entra por un por tón de fierroqu e hay en una de las calles laterales. La oficina de B arragán esuna piecita en el fondo de un pasillo, diez metros cuadrados re-

llenos con un escritorio, el sillón de Barra gán, m uebles m etálicosde ofic ina a t iborrados de c arpetas , ta lonar ios y porquerías quefueron quizá la contabilidad o algo así del ex negocio, y mediadocena de sillas de madera . Hay un ventilador viejo, de pie, unSiam que sigue dando vueltas los días de verano como si el tiem-po no lo hubiera tocado. Y u n televisor descompuesto en un rin-cón. Eso es casi todo. Desde ah í B ar r agán man e j a su s cosascomo un rey de morondang a en la pieci ta de servic io de un pala-cio invisible. Existen reyes poderosos en la sombra.

Acá yo me acordé una vez de cuando era pibe y mi vieja m eman daba a comprar dulce de leche a un almacén de Pompeya,arvejas par t idas, har ina , queso, f ideos para la sopa. . . Era un a l -ma c én lleno de cajones cuadrados con e l f rente de vidrio paraqu e uno pud iera ver qué había adentro y que se abr ían no sacán-dolos para afuera sino tirando para abajo el f rente de vidrio. Elalmacenero ponía en bolsas de papel las len te jas o la polenta , pore jemplo, con grandes cucharas pla teadas y después volvía a lmostrador y a la balanza de dos platos. En uno de los platos ibanlas pesas de bronce y en el otro se ponían las galletitas, o laricota, o la sémola , o el dulce de leche. Había pesas de mediokilo, de uno, de dos kilos, y pesas de 50, 100, 25 0 gramos. . . Sepodía saber casi exactamente cuánto pesaban las cosas en lasbolsas o en aquel los paquetes de papel blanco que c uando envol-vían quesos, o dulces, o acei tunas l levaban otro papel adentro,un papel de seda.

El almacén de Barragán es igual.La única di fe rencia es que acá no se vende dulce de leche .Uno de los secuaces del gordo me hace pasar directo a la

110

ba na na . Los punt i tos colorados y v iole tas de la cara parecen m ásbr i l lan tes que nu nca.

—Hoy no tenemos t rabajo — m e dice si n prólogos Barra-gán.

— N o —le digo.— E n t o n c e s ¿de qué hablamos?

Barragán no f u ma .Eso m e parece raro.Uno se imagina que un t ipo como Barragán f u ma . Y no só-

lo cigarrillos. U n t ipo como Barragán f um a también cigarros.Él no.

Le digo que no sé:— N o sé de qué tenem os que hablar .—Eso pasa porque no s vimos mucho pero nunca hablamos.

Nunca nos h ic imos amigos.—Es verdad.— Si vos no t raes tus núm eros no tenes nada que decir.

— N o .— Y hoy no hay números.Se me empieza a f o rmar en las ideas una especie de pregun-

ta estúpida, pegajosa, repugnante, una babosa ciega que mecome el cerebro. La pregunta es : ¿Qué pasa? O mejor dicho, lapregunta es: ¿Qué es lo que no sé?

— N o — le digo a Ba rra g án— . Hoy no hay n úmer os .—De acuerdo. ¿Qué haces acá?Los guardaespaldas del gordo se mueven en sus sillas. Son

movim ientos obvios para que yo me acuerde que están sentadosahí.

Empiezo a ver todo mal .Es una furia q u e me baja del balero como una nube de ba-

rro, baba de babosa, rencor, odio, ganas de romperle los dientesa alguien a culatazos. Gana s de ver escup ir dientes rotos y de oírque a lguien pide perdón.

—Mire —le digo a Barragán.

111

 

Le muestro lo inocultable: los golpes que tengo en la cara,

las cicatrices, el ojo morado, las costras de sangre en la boca.

—Veo — m e dice.

En Puerto Apache, cuando la noche termina, más allá delbarcito de López, antes de entrar a la casa donde vive con su

madre, apoyada en la puerta, Guada me mira como si yo fuese

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—Alguien me dijo que me rompieron la cara porque faltó

guita en una cobranza. Yo los números no los invento ni sé cómo

funcionan. Así que no puedo cambiarlos para joder a nadie. Ousted no entregó lo que tenía que entregar o el que cobró noentregó toda la guita que cobró.

—Vos no podes joder a nadie con los números, yo lo sé. Y

yo entregué lo que tenía que entregar. Tendrías que hablar conel comprador o con el que cobró la guita de la transa.

—El comprador pagó lo que recibió.

Barragán me mira. Me mira largamente. Tiene un par deojos sin color, llenos de líquido, perdidos en la cara. Suspira. Me

hace acordar al personaje de una película que es un mafioso yqu e quiere comprar un bar. No me acuerdo qué película. Suelta

los dedos trenzados sobre la panza y me señala con un índice

inesperadamente flaco y largo. Es un gordo raro, Barragán. Memira un rato y por fin me dice señalándome algo con el dedo:

—Entonces vas a tener que hablar con Maru.

—¿Con Maru?—Ella fue la que cobró esa transa.

Yo trago aire.

Cuando cruzo el pasillo hacia la calle veo que hay un tipo

probando merca. El encargado del almacén dirige la degusta-

ción...

En los infinitos cajones del local hay merca, yerba, hasch,

ácidos, éxtasis, caballo... Lo que quieras. Excelente, muy buena,

o buena. La calidad de Barragán no baja de buena. Los precios

tampoco.

Salgo del almacén, camino un par de cuadras, me subo al

auto de Cúper, prendo un cigarrillo y dejo pasar el tiempo.Cúper, que me juna, espera un rato. Después, sin apuro, pone en

marcha el motor y arranca despacito. Salimos de Colegiales porun a avenida con rumbo a Libertador.

112

un pendejo al que nadie lo avivó. A lo mejor por eso me dice porfin que Juana la Loca quiere el acuerdo de mi viejo, la bendición

de mi viejo para organizar cuando él se muera las cosas de Puer-

to Apache. Y Guada me dice que mi viejo no le va a dar ese

acuerdo. Ni a Juana ni al negro Sosa. Ni en privado ni en públi-

co. Mucho menos en público. Él no le va a decir a nadie que

después de la Primera Junta los que van a mandar en el Puertoso n Juana y el negro Sosa. Y yo pienso por segunda o tercera vez

en la noche que soy un boludo que tiene la cabeza llena de paja-

ritos y que no entiende un carajo de la realidad. Y por otro lado

me pregunto si es posible que el quilombo que hay con el Pájaro

y con sus negocios no tenga nada que ver con el quilombo que se

está armando en el Puerto.

Ya es muy tarde.

Estoy apaleado.

No me da la cabeza.

Pero me hago una pregunta más. La otra noche tres fulanos

me encerraron en un galpón. Al final no sabían si tenían queseguir triturándome los huesos o liquidarme. Por eso me gusta-

rí a saber: ¿a quién fue a pedirle instrucciones el tarado que se

rompió la mano pegándome en la cara?

El Ombú no es la respuesta.

O hay otra pregunta.

¿Quién le dio esa orden al Ombú?

Me parece que a veces se llega a la puerta del inf ierno.

113

 

9.GlLDANo sé.

Capaz que hago como mi viejo.

A mí tampoco me va a matar el cigarrillo.

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Me despierto a las dos y media de la tarde. Abro un ojo y

ve o las sábanas, el ropero, un cuad rito con una foto de la madre

de Jenifer colgado en la pared, un poco de sol que en tra por los

postigos entornados de la pieza. ¿Cuánto hace que no dormía

así? Me despierto desp ués de nueve o diez horas en las que no

fui nadie. No tuve sue ños, no escuché nada, no estaba en ningún

lado. Cu ando salís de un sueño así te da miedo porq ue a lo mejorquerés mover un a ma no y la ma no se mue ve y entonces te das

cuenta de que estás vivo.

Por eso me quedo un rato quieto, después me levanto sin

apuro, doy una vuelta por la casa, no hay nadie. El equipo de

música está apagado. En la cocina me hago café y como galleti-

ta s de chocolate de los chicos. Fumo. Veo las fotos de Gilda en

la tapa de sus discos. Era una piba de pelo castaño, de ojos ma-

rrones, claros, y labios llenos. N o esas boqu itas sin carne o llenas

de colágeno. Tiene los dientes un poco desparejos, Gilda, y el

pelo o el flequillo mal cortados. Tiene la mirada y la sonrisa un

poco frías. A lo mejor es porque no había aprendido a mirar lascámaras de fotos. A lo mejor es porque los ojos y la boca eran

tristes, y no fríos, quién sabe.

Me sirvo otro pocilio de café.

¿Qué voy a hacer el día en que alguna eminencia me expli-

que que tengo qu e dejar de fumar?

114

Pongo un disco. M e miro en un espejo. Tengo la cara a la

miseria. Todavía no puedo afe i ta rme. Escucho a Gilda:

¿Cómo es eso que te vas

y me dejas sola?

¿Cómo es eso que te vas

y me dejas triste?

Lo siento, mi amor,

pero yo no voy a dejarte solo.

Di/e a esa mujer con la que te vas

que nos vamos todos.

Por eso me doy una ducha, me visto, salgo a la calle y me

siento en el sillón de paja que tengo jun to a la puerta. E l sol está

bueno. A lo mejor se me acomodan la s ideas. Tampoco tengo

tantas . Pelo el celular y la llamo a Maru. Le dejo un m ensaje: no

puedo ir ahora, se me hizo tarde, pero voy a llegar a s u casa a eso

de las cinco.

Mien tras elegía una remer a encon tré en el ropero, entre mis

cosas, un slip. Un slip blanco, de Maru. Es más fuerte que yo.

Me lo llevé a la nariz. Creo que mientras dure ese olor voy a

seguir pensando que todavía no todo está perdido. Pasa gente

frente a mi casa. Me saluda, la gente. "Hola, Rata". "¿Qué tal,

padre?" "¡Te quedó linda la estética!"

Padre.

Un chofer qu e trabaja en la línea 39 pasa y me dice padre.

Lo escuchas diez veces por día. Pero hay una vez que te

pega diferente, y te quedas enganchado. ¿Cómo aparecen estas

cosas en la forma de hablar de la gente? Igual que hijo de puta .

"¿Qué haces, hijo de puta?", te dicen. Y te están diciendo qu eri-

do, herm ano, am igo del alma. No te están diciendo hijo de puta.

Es así. Bueno, ¿qué te están diciendo cuan do te dicen padre?

¿Máquina , macho, genio? ¿Es una muestra de algo? ¿D e qué?

115

 

El tema no es la duración del olor de Maru en un slip. El

tema es el sentimiento que me produce. A lo mejor un día el olor

—aunque sea un poco de ese olor— sigue en el slip... pero yo no

—Lastre —le digo—. Para no volarme. Hay mucho viento,

¿viste?

—Pero también me dijo que no entiende para qué andas

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siento nada.

No, no es posible.

Cuando yo me acuerde de Maru me va a pasar algo. Siem-

pre. Aunque ya no nos demos bola. No puede ser que huela su

olor, po r ejemplo, y no se me mueva un pelo. Pase el tiempo qu e

pase.

Maru es Maru.

Po r este camino las ideas no se me van a ordenar, se me van

a ir más al carajo, la vida no es Maru... La vida, ¿no es Maru?

Pienso que un poco de sol a lo mejor me hace bien para las

cicatrices, m e seca la s costras de sangre qu e tengo en la cara.

No sé qué hacer.

Así que por suerte aparece el Toti. Se asoma a la puerta de

su casa. Tiene el pelo recogido con una vincha, una vincha grue-

sa que le agarra toda la frente, la s orejas, la nuca. Tiene un jean,

zapatillas chinas y una bata negra de rayón.

—¿Qué haces, gorrión? —me dice.

Le digo la verdad:

—Nada.

Entonces el Toti se mete en la casa y reaparece con una si-

lla. Viene y se me sienta al lado.

—Está bueno el sol —dice.

Le digo que sí.

Me contempla la cara.

—Se te ve mejor — me dice.

—Vos sos un amigo.

—En serio, boludo. Estás mejor.

—Bueno, Toti.—Me contó Cúper que andas calzado.

—Cúper ve una gomera y cree que es una catapulta.

—¿Qué es una catapulta?

—No me jodas.

—Me contó que vas con una pistola, un revólver y una na-

vaja.

116

lleno de fierros si nunca los usas.

—¿Cuándo lo viste a Cúper?

—Hace un rato. Salió con la Mona Lisa. Se fueron en el

auto, no sé adonde. ¿Viste qu e cuando la Mona Lisa no quiere

que Cúper te cuente algo Cúper no te lo cuenta?

—Sí.

—Bueno . Así pasaron..., a eso de las 12.

—Ando calzado —le digo al Toti— porque la próxima vez

qu e alguien me levante una mano le meto cinco balazos en el

balero.

El Toti saca para afuera el labio inferior. Se pasa la mano

sana por el pelo que se le sale atrás por debajo de la vincha.

—Tengo que ir a la peluquería —me dice.

—Y vos, ¿qué hacías levantado a las 12?

—Anoche me acosté temprano.

—¿Por?

—Por nada. Mira, yo creo que la Mona Lisa se lo llevó a

Cúper para hablar con el sobrino.

—¿Qué sobrino?

—El sobrino de la Mona, que es también el socio. Tienen

un business juntos, en Belgrano, y parece que el pibe la está pe-

daleando, a la Mona, y además se está abriendo, crece, hace co-

sas nuevas, y no las reporta.

—Ah —le digo.

No me importan nada los negocios de la Mona Lisa ni los

problemas qu e tiene con su socio.

—El asunto es que el pibe se está financiando el despegue

conguita

quesale

delbusiness

quetiene

con laMona

y por eso

ella quiere que Cúper intervenga y que...

—Toti —le digo—. Cerra los ojos.

Me mira, el Toti.

—Cerra los ojos y toma un poco de sol —le digo.

—Cómo sos — m e dice.

117

 

El encuentro con Maru me cayó mal.

circuito de alta competición. Esto es futbolín, burako, canasta

uruguaya o chinchón. Juegos de mesa. Nada que se parezca a las

Olimpíadas, a la noche, al sexo secreto, a la eficacia o a los trucos

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No nos vemos en su casa. M e llama un rato antes, me dice

qu e anda por el centro y me pide que nos encontremos en un bar

de la calle Alsina. Voy a manguearle el auto a Cúper pero todavía

no volvieron de la reunión con el sobrino de la Mona Lisa. En el

camino me lo cruzo al Chueco y me presta el Renault

descuajeringado que usa de vez en cuando. Peor es nada. Por eso

llego al bar a las cinco y cuarto. Si hay algo qu e Maru no se bancaes llegar primera a u n lugar y tener que esperar. Esta tarde tampo-

co se lo banca. No entiendo bien qué le pasa a esta mina pero

tiene una mala onda que te deja mudo. Está tomando un té con

limón y soportando el tumulto de miradas que le caen encima.

Lo s tipos no pueden dejar de mirarla. Siempre es así. Cuando

aparezco yo disimulan un poco, pero siguen fichando. De reojo,

barriendo el local como si buscaranla puerta de l baño, llamando al

mozo para pedirle el diario, o lisa y llanamente junándola un po-

quito, de frente, como si yo estuviera pintado. Cualquier cosa.

Pero hoy no me siento inmortal. Estoy sentado, frente a ella, y yo

tampoco puedo dejar de mirarla —quién lo niega— porque cuan-

do se le abre el saco se le ve el pulovercito verde, el escote en V, la

piel, parte de la piel en ese triángulo entre la s clavículasy e l punto

entre las costillas donde le nacen los pechos.

Pido un café.

Le saco un Winston de un paquete que dejó sobre la mesa y

vuelvo a fumar. Sacudo la ceniza antes de tiempo en un cenicero

de lata que dice Ganda. No cae nada. Un cigarrillo recién pren-

dido no tiene ceniza. Estoy nervioso. Ella me pone nervioso.

¿Qué le pasa? No lo sé y no me lo va a decir. La conozco. Pienso

qu e la conozco demasiado. Pero todos los tipos a veces pensa-

mos eso de las minas que andan co n nosotros y un día nos aviva-

mos que no las conocíamos ni de casualidad.

El mozo me sirve el café y se va.

Estamos en un bar donde es casi imposible que Maru se

cruce con nadie que le interese y donde si alguien me reconoce a

ella le importa exactamente un rábano. O sea, estamos fuera del

118

de jugadores de talla. Una pavada.

Por eso la odio.

Porque me quiere, hoy, afuera.

Out, dicen los pibes en las películas norteamericanas.

No tengo, no puedo, no debo cruzarme en su camino, en el

camino del Pájaro, o en el camino de Dios sabrá quién.

Eso es casi lo primero que pienso.Un poco después, antes de que se vaya, pienso que no todo

lo que me dijo es verdura, boludeces, cotillón para distraerme.

Hay varias cosas que todavía no sé. Pero no estoy equivoca-

do. Maru tiene miedo. Es algo que yo no había visto nunca. Ella,

con miedo. Un animal nuevo.

Maru me dice que tiene miedo.

De acuerdo.Pero yo voy a tardar un tiempito en darme cuenta de que no

tiene miedo de lo que me dice que tiene miedo sino que tiene

miedo de otra cosa.

El segundo punto que no puedo saber, cuando ella se levan-ta y se va, cuando sale del bar llevándose la mirada de todos los

tipos, cuando yo mismo la miro irse, cuando miro abandonado

ese cuerpo que bascula en el aire como si no fuera de este mun-

do..., lo que no puedo saber es que ésta es la última vez que veo

a Maru.

No sé todo esto. Así que termino el café , prendo otro

Winston del paquete que ella dejó sobre la mesa como un olvi-

do, un regalo, o una limosna, y mastico lo que me dijo, todo lo

que me dijo.Después salgo del bar, me subo al Renault que dejé estacio-

nado por Defensa, y manejo sin saber adonde ir.

Mastico una vez más, por última vez, lo que me dijo Maru.

Maru me dice que yo estoy haciendo mucha bandera. Que

me olvide del Pájaro, de Monti, de Barragán. Que me olvide del

Ombú, de Tony, de los tipos que me fajaron y de todos los per-

sonajes de esta historia. Maru me dice que la cosa no es conmi-

119

 

go. Que el problema no soy yo. Que mandarme a esos matones

de cuarta fue un error de cálculo porque es o tendría qu e haber

dado un resultado que no dio,o que dio otro resultado. Algo así,dijo.

za, o no estar. Es una manera de pensar que hay una vida mejor.

Otra manera es creer que todavía se puede hacer algo como la

gente con esta vida de mierda que nos tocó.

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—No es con vos, Ratita.

Oigo su voz. Me dice Ratita. Es un flash. Sólo eso. Fue la

última vez que me sentí inmortal. Y duró menos que un suspiro.

Maru me dice que el Pájaro sabe que yo no tengo nada que

ve r con la guita que falta. Que a veces se pone un poco celoso, un

poco estúpido, pero nada más.Ella me dice que yo era un anzue-lo. Me dice que me abra porque si no estoy perdido. Y ella me

dice que tiene miedo.

—Tengo miedo. Me van a cagar. Si lo convencen al Pájaro

de que yo me quedé con la guita estoy muerta. Esta es la pura

verdad. La mano viene pesada. Sálvate, Rata. Salta.

—¿Y vos?

—Yo no sé. Tiene que aparecer la guita.

—¿Cuánto es ?

—Diezmil.

— ¿Y yo? —le pregunto como un boludo.

Ella se para, se cuelga la cartera de un hombro. Quiero creerque se acuerda de algo que le gusta. Sonríe, apenas, sin tiempo.O en otro tiempo. Me dice:

—Vos sos un anzuelo.

Y sale del bar con ese paso falso pero perfecto que hacepen-

sa r en potrancas de pura sangre.

—El sobrino de la Mona Lisa empezó a los 13 años —me

dice el Toti.

Repito: no me importa nada el sobrino de la Mona Lisa.

Pero el Toti está dispuesto a contarme la historia como si a él le

importara un montón o como si fuese la clave de algo.

El sol me calienta los párpados, los labios, la nariz.

Quiero ser otro.

Es una revelación.

Pienso: quiero ser otro. Estar en otro cuerpo, en otra cabe-

120

pibe —dice el Toti— empezó mangueando. Abría y

cerraba las puertas de los taxis, limosneaba en las mesas de La

Biela, no le fue mal. Entonces armó un a banda de pendejos qu e

cubrían la zona, desde Guido hasta Quintana, desde la iglesia y

el cementerio hasta Callao. Chicos, nenas, de 9, 10, 11 años...

El sobrino de la Mona Lisa les enseñaba el abe, los organizaba,

los marcaba de cerca. No les pedía porcentaje. Les cobraba unfijo. Tanto por día. El resto se lo quedaban. Se fue haciendo

duro, el pibe. De vez en cuando había que castigar a un miembro

de la orga, darle un par de pinas, las nenas incluidas, es claro, a

veces había qu e romperle la cara a u n intruso que se quería colar

o quedarse con la parada. La mano se puso brava. Entonces tuvo

que transar con los botones del lugar, conseguir protección, ha-

cer arreglos con otras orgas. La calle no es fácil. Tiene sus leyes.

No sobrevive cualquiera en la calle. Pero este pibe creció, hizo

guita, los pendejos que laburan para él no lo adoran pero lores-

petan, le tienen miedo, le hacen caso. Funciona todo okay. Son

más o menos 30 ahora... ¿Querés un porro?—No. M e tengo que ir. La calle está dura. •

—No te hagas el irónico.

El Toti se arma un cigarrito y fu m a solo.

Es impresionante cómo maneja ya la mano entablillada.

—No sabes lo que te perdés —me dice.

—No, pero me imagino. ¿Qué te pasa, Toti? Déjame en

paz.Ya no me banco el sol,la historia del socio de la Mona Lisa,

el hormigueo que empieza a darme vuelta por las venas cuando

m e acuerdo que dentro de un rato me voy a encontrar con Maru.

—¿Vos pensás qu e Puerto Madero va a terminar como la

Recoleta? —le pregunto al Toti.

—¿Cómo terminó la Recoleta?

—Llena de mendigos, chorros y putas.

Me mira, el Toti.

Le da una pitada a su cigarrillo.

121

 

— S í — m e dice—. Va a termin ar igual. Todo en este país vaa terminar igual. O peor.

—¿Y qué van a hacer lo s bacanes?

chorro. . . Es muy fácil, te juro. En Belgrano se hacen buenos ne-

gocios.— Yo conocí una mina — le digo—, un a psicoanalista q ue

vivía en Belgrano y que ahora se fue a vivir a Madr id .

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— Lo qu e hacen s iempre . Se van a ir . Los que ya es tén he -

chos se van a ir a Miami . Y los que todavía tengan cuentas para

cobrar , laburos negros, estafas pendientes , se van a ir a barrios

privados, a ciudades privadas, a palacios co n murallas, ejércitos

de seguridad rodeando las murallas, cuidándoles las casas, lo s

autos, los colegios, las canchas de golf... Cuando te rminen de

afanar, cuando ya no quede nada , nada de nada, entonces ellostambién se van a i r . Y en los barr ios pr ivados , las ciudades

inviolables, los palacios amurallados lo s únicos que van a quedar

so n los peluqueros, los personal trainers y los dílers. Entonces

todo se va a llenar de mendigos, de ladrones, de putas, y deputos .

Fuma el Toti.

Ahora tiene un poco de bronca .

— ¿ Q u é te pasa, che? —me pregunta .

Le digo que nada con la cabeza.

Suelta el humo q ue retuvo en el estómago. Y sigue:

—L a cuestió n es que ese negocio el pendejo lo montó sóli-to. Y entonces empezó con otro. Siempre hay que expandirse,

¿viste? Y o tenía un novio que decía que es una ley de la econo-

mía moderna. Así que se largó con un grupo de pibitos que se

especializaron en cines de Belgrano. Para es e e mpre nd imie nto

se asoció con la Mona Lisa, Primero porque la Mona controla

mejor a los trolitos y segundo porque Belgrano queda en la otra

punta de la ciudad. No se puede estar en dos lugares al mismo

tiempo. Así que los trolitos del pibe y de la Mona se dedican a

levantarse bufar rones en los cines de Cabildo. Cojer en los cines,

a la s tres, cuatro de la tarde, cuando no hay nadie, es más fácil de

lo que parece . Lo s trolitos le s sacan la guita a los bufas, se dejan

toquetear, les chup an el pito, a veces tienen que cojer. Entonc es

se les sientan encim a o se los llevan al baño. Es fácil. Hay excep-

ciones, pero un bufarrón q ue paga en un cine suelta la mosca

rápido y termin a enseguida. A veces incluso se le van las ganas. . .

No sé, les da miedo, se persiguen, te pre gunta n si sos cana , o

122

— A h —m e dice e l Toti. Sigue un poco ofendido—. ¿Y eso

qué tiene que ver?—Na da —le digo—. Pero esta mina decía que Belgrano

apunaba. Me acordé de eso.No se puede vivir en un lugar que te

apuna .

— N o , seguro. ¿Y los collas qué hacen allá arriba?— Se apunan.—Hoy estás insoportable —me dice el Toti.

-¿Yo?Se saca la vincha, se pasa los dedos por el pelo, se ajusta un a

gomita, en la nuca, y se pone o tra vez la vincha.

—Sí, vos —me dice .

Por fin dejo el Renault descuajeringado en una playa, llamo

a Cúper y lo encuen tro en su casa, le digo dónde está el auto del

Chueco y le aviso que no nos vemos hasta mañana a la noche.No le contesto ninguna de las preguntas que me hace, le digo

qu e pase por mi casa y se fije que todo esté bien, m e dice que se

corre la bola de que se está preparando otra invasión de Puerto

Apache , le digo que hay que aguantar, m e contesta qu e ahora lo s

qu e no tienen techo son los otros. No quiero pensar que todo es

pura bosta. Por eso corto, me tomo un taxi hasta la Terminal de

Retiro, m e subo a un micro y me voy a Rosario.

Son cuatro horas clavadas de viaje.

Voy sentado en un asiento de pasillo de la fila dos.

Durante cuatro horas no puedo sacar los ojos del camino, al

frente, un cacho de asfalto qu e primero se pone violeta con la caídadel sol y después negro a la luz de los faros del micro. De a ratos

trato de contar las rayas entrecortadas de pintura b lanca que divi-

den los carriles de la autopista. Es imposible. Además, en cualquier

momento, la raya se hace continua, o doble, pero amarilla.

No se puede f u mar en el micro pero el chofer que no maneja

123

 

f u m a . Se sirve caf é en la m á q u i n a que hay atrás, vuelve, le hablaa l otro, al que m a n e j a , y f u m a . Estos pibes s iempre hablan deviajes que h ic ieron , de compañeros de laburo, de pueblos perd i-dos en la concha de la lora . "¿Te acordás de Mar ino, e l que hac ía

Ella me pe l a un a naranja . Es jugosa , dulce . Le doy las grac ias .Ángela no dice nada , se sienta f rente a mí, se sirve un vaso devino. H u n d e la s ma n os en t r e lo s mu s los . Inc l ina u n poco la ca -beza . Le gustaría l lorar, pienso.

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Buenos Aires -Bahía Blanc a? No labura m ás . Se quedó a vivir enBahía Blanca." "No me digas", le dice el chofer. "Sí. Se levantóu na m i n a qu e tiene u n autoservic io y se quedó allá." "¿Está bue-na , l a mina?", pregunta e l chofer . El otro t o m a u n trago de ca f é :"¿Qué im por tanc ia t iene eso?", le contes ta .

Llego a Rosar io a l as once de la noche . La Estación está enC a f f e r a t a y Sa n t a Fe . M i vieja vive en Barr io Echesor tu . Metomo u n taxi. N o hace fr ío . Tengo h a m b r e .

No pienso en nada .En la casa me e ncu entro con la pr im a de la vie ja, l a maes tra

qu e m e enseñó a leer. Tiene unos años m ás que yo. Es tá despier -ta . Toma vino. Mira te levis ión en la coc ina . Nu nca se casó. N osé por qué . Se pone en puntas de pie para a lcanzar un ta r ro conpan rallado que hay en un estante alto y le veo las piernas, losmu s los pegados a l a te la de u n ves t ido azul con luna res blancos .E s un a l i n d a min a .

Hoy me acuerdo de que se l l ama Angela .Mi vie ja duerme.— Está c a n s a d a , ¿sabes?Le digo que sí.M e hace algo de c omer .—¿La vas a desper ta r?Le digo que no, que voy a hablar con e l la m añan a .— N o l a despiertes —m e dice Angela .Me pone una bote l la de vino en la mesa , un s i fón , pan , un

poco de sa lame y queso.— C o m e —me d i c e .

Le pregunto cómo es tá e l la .—Vos —le digo—, ¿cóm o es tás?Deja de controla r l a sa r tén y da vuel ta un poco l a cabeza .— B i e n — m e dice—. Yo es toy bien .M e c o m o dos mi l a n es a s c on ensa lada . H ay naranjas . A m í

no me gus ta e l olor que te dejan las naranjas cuando las pelas .

124

M e apoyo en e l respaldo de la silla, estiro la s piernas , m eparece ra ro es ta r en esa mesa , en esa coc ina , en la casa de mivieja, en Rosario. Hay olor a milanesas, olor a c a f é , olor a mu je -

res solas.M i vieja tiene 46 años . La en fe r med a d la es tá matando.Ángela ya no quiere enseñarm e a leer.Yo no quiero pregun tar le por m i vie ja .N o t en emos de qué hablar .Supongo que por eso me pide u n cigarrillo. Prendo u n fós -

foro y e l la acerca l a cabeza a mi mano. Fuma. Mira de vez encuando la te levis ión . Despu és d ice :

— M e voy a ir — y se para .Yo t a mbi é n m e pa r o . Me le acerco. La toco. N o sabe qu é

quiere hacer, o no se lo esperaba, y dice cosas inútiles.— ¿ Qu é te pasa? —dice— . ¿Quién te pensás que sos?Trato de besar la , zafa , quiere separarse , m e pega un poco en

el pecho, c reo que no se a n i m a a pega r me más , a pega r me fuer te ,a lo me jo r c ua n d o me ve la cara l as t imada le da pena , quién sabe,so n ra ras , la s minas . Aho ra se ablanda , se res is te menos , la fu iencerrando e ntre l a pared , l a heladera , l a mesada de plás tico queparece mármol , y a l f ina l no se da por venc ida pero deja que laabrace, que le huela el cuello, y me dice que no:

— Así no, por favor — m e dice.N os qued a m os a b r a za d os.Ella se afloja.Yo ta mbi é n .Des pué s n os a c os t a mos en un sofá que hay en una piec i ta

que se usa más que nada para guardar cosas , la mayor ía so n esascosas que se guardan en todas las casas y que cuando las buscasno aparecen .

Nos quedamos dormidos , jun tos , abrazados , y en la nocheno pasa nada que nos saque de ese sueño en e l que uno c ree quees libre porque zafa de dos o tres c allejones si n salida.

125

 

Cuando me despierto, a las siete y media de la mañan a, ella

no está, ya se fue al colegio, en la villa, pienso, a dar clases, a

enseñarles a leer a un montón de pendejos atorrantes que le de-ben decir "Señorita".

10. LA M O N A L I S A

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Lo pr imero que hago, entonces, es abrir un arm ario que hay

en un r incón donde mi vieja guarda sus cosas impo rtantes y do n-

de guarda la guita. En el armario hay una caja de madera que vi

po r pr imera vez a los seis o siete años, en Pompeya. Siempre

puso en esa caja, mi vieja, la guita. Siempre, yo, le mando guita.

Por eso no se me remuerde n ada. Saco diez mil dólares. Le que-dan siete mil trescientos.

Voy a l baño. M e lavo lo s dientes. Tengo la cara un poco

mejor . N o mucho, pero mejor . D e todas maneras , nada que

tranquilice a una madre. Vuelvo a l a cocina, preparo café , espero

que se despierte, mi vieja.

Entonces le voy a preguntar cómo está y ella me va a decir

qu e más o menos, o mejor dicho que está bien, estabilizada, que

la enfermedad no avanza, lo cual es bueno, me va a decir, y ella

también me va a preguntar qué me pasó.

— A vo s ¿qué te pasó, nene?

Me va a decir nene.Nad a serio, pienso decirle, y pienso decirle enseg uida y sin

muchas vueltas que el viejo está mal, que el viejo está muy mal, y

ella va a e nte nde r que el viejo está mal, de verdad, y a lo mejor

me va a preguntar —con miedo de que yo le diga qu e sí— si lo

qu e quiero decirle es que capaz que se m ue re . Yo le voy a decir

que sí, que capaz que se muere , y le voy a preguntar a ella si

quiere venir a Buenos Aires, si quiere venir conmigo, por ejem-

plo. Le voy a preguntar si quiere venir para verlo por últimavez...

Yo quiero que me diga que sí.

Pero sé que no."Ya no, nene. Perdóname. No quiero volver a verlo. Ni si-

quiera por última vez."

Eso, estoy seguro, es lo que mi vieja me va a decir.

126

El Toti le da la úl t ima pi tada al cigarrito y lo tira lejos.

Aguanta el humo, después lo sopla, y se mira las suelas de las

zapatillas chinas.— E s t á reloca, la Mona Lisa —me dice—. Cúper se la ban-

ca , pero Cúper se banca cualqu ier cosa.No pienso abrir la boca . Que diga lo que quiera . Un mal día,

al fin y al cabo, le toca a cualquiera. Y el Toti también es miamigo. Tiene su derecho, pienso, y yo me puedo callar.

El sigue:—¿Sabes lo que le pasa a Cúper con la rayada ésa? Yo te lo

voy a decir. Le gusta cojérsela de apuro en la calle y que la gente

los espíe. ¿Viste cuando ella se pone de los n ervios y empieza a

retarlo y a mandonearlo? ¿Viste cuando le zapatea malambos en

la cabeza y él no dice ni pío, la agarra de un bracito, se la sienta

encima, la toqu etea un p oco y entonces la piantada se calma? Yo

creo que a los dos les gusta hacerse un poco lo s loquitos y que

después lo s miren. Es una perversión como cualquier otra. En

mi laburo se ve mucho eso.Está hablando de Cúper, o sea, de mi mejor amigo.

Yo, muza. Ni tu mejo r amigo es causa suficiente para salirle

al cruce al Toti cuando le agarra la viaraza.

127

 

Tú comprenderás

que estamos viviendo

tiempos modernos.

viene acostarte temprano, seguro. El fumo te pega mal. A lomejor tenes arterieesclerosis, o se te reventó un eneurisma en las

bolas. ¿De qué carajo estás hablando?—Aneurisma — m e corrige el Toti, y es una humillación

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Canta Gilda. ¿Me gusta Gilda? Éste es el disco favorito deJenifer. Me pregunto: ¿cuánto hace que no veo a los chicos?

Dile a esa mujer

co n la que te vas

que nos vamos todos.

—Yo sé lo que quiere ahora la Mona Lisa —sigue el Toti, y a

mí me da un ataque, quiero meterle la vincha en la boca, quieroque se calle, o que hable de otra cosa. ¿Qué le pasa hoy a este pibe?

Y no s iremos lo s tres,

y viviremos los tres.

Canta Gilda.¿S e la cree, Gilda?

¿O se hace la feminista bailantera?—Quiere que Cúper se haga cargo del business del cemen-

terio. Te lo digo yo. Ponele la firma. Ella quiere que el sobrinoregistre qu e ella está con un macho y que el macho no le saca el

oj o de encima a ese negocio. Cuando hay minas de por medio lasriendas las tiene que llevar un tipo. A las putas no las engrupíscon otra mina, cuatro gritos y un par de sopapos. Y al socio de la

Mona Lisa tampoco. A nadie le haces creer que así vas a manejara las minas. Por eso,como ella está harta de parar la olla y de que

Cúper vaya por ahí haciéndose el lindo, ahora le encontró la

vuelta: qu e yugue en el cementerio. Al fin y al cabo va a estar

rodeado de bacanes...Entonces se ríe, mi amigo, el travestí Edmundo Botti,

como si hubiese hecho un chiste, y yo entiendo menos que antes.Juana la Loca puede con las minas, pienso, pero no se lo

digo al Toti.

—Toti —le digo—, me tenes repodrido. A vos no te con-

128

qu e el Toti me corrija—. No se dice eneurisma. Se dice aneu-risma.

Justo a mí, que tengo una obsesión con las palabras.Me quiero morir.—Si uno quiere ser ilustrado —fustiga el Toti— tiene que

ilustrarse. No hay vuelta de hoja. Para hacer papelones está lagilada. Un villero ilustrado no puede darse semejante lujo.Me quedo callado. Dejo que el gaste me gaste. No hay re-

medio. Pero justo hoy,con el día que viene sobrellevando acos-tillas mías, se la vengo a dejar picando al Toti.

—Estoy hablando de la orga del sobrino de la Mona Lisaque opera en el cementerio —sigue—. Una docena de minitasque se llevan puntos, extranjeros, giles, viejos verdes al mausoleode Sarmiento, a la tumba de Rosas, o al panteón de los Duarte,donde descansa Evita. Imaginate. Sexo en la necrópolis más

concheta del país.

—Toti —le digo—, capaz que es un milagro y te vino laregla.Parpadea sin sacar la vista de sus zapatillas chinas, el Toti.

Sacude un poco la cabeza. Está furioso, indignado, ofendido. Lo

juno un rato a este pibe, y sé que el precio es alto pero que conse-gu í frenarlo. Ahora, co n suerte, capaz que me larga qué le pasa.

Entonces dejo pasar un ratito y le pregunto:—¿Qué te pasa?Él se muerde los labios y los ojos se le llenan de lágrimas.—Sos un a basura —me dice.—Dale, contame.

En ese momento es cuando suena el celular y Maru meavi-sa qu e ella está en la calle y que no llega a s u casa a las cinco paraencontrarse conmigo. Más tarde no puede. Así que me tira el

bar de Alsina entre Bolívar y Defensa. No alcanzo a decir ni quesí ni que no. Un besito, me dice, Maru, y me corta. Me corta el

teléfono, la tarde, el rostro.

129

 

—Necrópol is —me dice el Toti—. Justo, me salió. Vos latenías, ¿no?

Me doy cuenta de que ya no sopla viento de l sudeste. Ni deningún lado. La s hojas de los arbolitos no se mueven . El cielo es

cejas en el problema. Por eso, casual, sin inquietud, le digo alToti:

—Andará con otro desde la Primaria, pero ahora está ca -liente con vos.

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t ransparente. El Toti se seca un par de lágr imas con la manoentablillada. Yo le pregunto:

— ¿ Q u é fue lo que te descompensó?Él mira para otro lado.— A veces me dan ganas de rompe r te la cara —m e dice.—Dale , con tame .—Sos tan boludo, vos.—¿Qué te pasa, hermano?N o está mal que alguien a veces te diga hermano. Por eso se

lo digo al Toti. A ver si le cae com o un consuelo en e l dolor. Y élda vuelta la cabeza de a poco, tiene la mira da débil, la piel pálida,me dice:

— E s t o y enamor ado .Me doy cuenta de que no hay chiste posible.—¿De qu ié n?— D e J uampi .

—¿ Y o lo conozco?— V o s vivís en la luna. Claro que lo conoces.—¿Juampi? Te juro que no.— E s e l director de televisión.. .— ¿ E l qu e hizo el documental acá?—Sí.— M i r a vos.. .—Pe ro ¿sabes un a cosa?— N o .—El anda co n otro.— Al pr incipio todo el mundo anda co n otro.

—Él anda co n otro desde hace nueve años.Cierro los ojos y pongo la cara para que me dé un poco másde so l en las cicatrices.

Además, para decir algo como si uno supiera que es así, ha yque decirlo como que es así. No hay que preguntar cuál es elproblema porque aunque no lo haya el otro está met ido hasta la s

130

El Toti abre la boca . No lo veo. Me lo imagino. No sé si sequeda m ás tranquilo. M e dice:

—Ojalá .

Caminamos al rededor de l lago de l Parque Independencia,en Rosar io. Hay dos o t res parej i tas de estudiantes dando vuel tasen los botes. L os p ibes r eman . Las pibas sueñan. O hacen qu esueñan. Veo el agua verde, la isla, en medio del lago, y patos.Hay patos blancos qu e nadan en el lago. Como siempre.

—Pabli to —dice mi vieja cuando por fin se levanta, esa ma-ñana, y me encu entra en la cocina—, ¿qué haces acá?

— N a d a — le digo.¿Qué le voy a decir?Está un poc o más f laca, un poco más débi l, pero cuando m e

ve le aparece un a sonr isa y pienso que es una mujer joven, pienso

que a pesar de todo es una mujer atractiva. Se me par te el cora-zón. Esto no es un melodrama. ¿Cómo ser ía m i vieja si no sehubiera enfermado? ¿Una mina malhumor ada , un a mina que letendría b ronca a los tipos, una p uta tram pos a, sin sexo, sin alma ?No lo sé. Supongo que nadie puede saberlo.

Por eso esa mañan a le hago el desayuno y un poco m ás tar -de, con el sol, le digo que se abrigue bien y me la llevo a pasear .Vamos al río, primero, a la Estación Fluvial. El otoño se pusosuave. Después caminam os, hacemos una pa rada en un bar queestá frente a la Aduana, ella no lo conoce, le gusta, pide una li-monada . Y le sirven un a autént ica l imonada. Es así. ¿De dónde

saca esta mina lo s nidos de caranchos, la creolina, lo s veladores,l a l imonada? Quie ro cr ee r qu e es t á con ten ta . Todos somossiempre un poco raros. Pero se me ocurre que no hay nadie másraro para uno que la madre. Yo no sé nada de mi viejo, pero miviejo no es incomprensible. En cambio de mi vieja sé un mon-tón, y mi vieja es un poco incom prensible. N o sé qué piensa, qué

131

 

quiere , qué espera de la vida. Creo que a lo mejor espera que la

vida termine pronto . Y creo que no, que capaz que ya no le im-

porta . Que capaz que lo único que le importa es que la enferme-

dad no la haga sufrir. Quién sabe.

La inaugurac ión de l cine Avenida es una fiesta. El pibe qu e

labura en un Blockbuster de Barracas tiene dos socios. No sé

cómo consiguen las películas. Creo que las alquilan. Hacen una

fiesta y está todo el mun do. En el hall pusieron tablones y caballe-

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—Es lindo este bar —me dice—. No lo conocía. Yo casi no

salgo. Suerte que m e regalaste el televisor n uevo, nene. N o sabes

qu é bien se ve. Me gustan la s películas. Ya no me gustan las no-

velas tanto como antes. Ahora me gustan las películas. Son más

de verdad, ¿no?

Después tomam os un taxi y la l levo a l Parque Indepe nden-cia. Voy, en realidad, a los lugares adonde yo tengo ganas de ir.

A ella le da igual. Parece contenta. No me animo a decir feliz.

Hay columnas y una pérgola de piedra junto al lago.

Siempre estuvo allí.

N os sentamos en un as sillas de la tón. Es un kiosco qu e puso

algunas mesas. Mi vieja quiere un té. Yo tomo una cerveza y

como maníes. Vienen con cascara. Me gusta romper la cascara.

Me gusta cuando rompes la cascara y te enc ent ra s con tres o

cuat ro maníes.

—Son semil las —dice m i vieja—. ¿Sabías?

— N o .—Sí. Son semillas lo s maníes . Te lo digo para qu e sepas,

porque vos tenes una obsesión con las palabras, Pablito, y con lo

qu e las palabras quieren decir. Desde chico fuiste así. Qué qu iere

decir esto, qué quiere decir lo otro, cómo se escribe tal cosa.. .

Nunca aprendis te a escribir.

—A ho ra sé .

Ella me mira. Tiene los ojos negros.

—Sí, ahora s í—me dice.

Entonces le digo que el viejo está mal y le pregunto si quiere

venir conmigo a Bue nos Aires, le pregu nto si quiere venir a verlo.. .

Ella vuelve a contemplar los patos que dan vueltas por ellago.

Toma un trago de té .

— N o — m e dice—. Perdóname. Ya no puedo.

132

tes cubiertos con manteles de papel. Hay canapés, masas, Coca-

Cola y sidra. Yo voy al Palacio Apache y el cine me queda de paso.

¿Sabes qué masas m e gustan? Los cañoncitos de dulce de leche.

En la función de la tarde, dicen, el cine estaba lleno. Ahora es la

fiesta. Después van a pasar de nuevo la película. Trabaja Bruce

Willis. El último boy-scout me par ece que se llama. Están por allí,tomando sidra, el Chueco, Garmendia, Juana la Loca, el negro

Sosa, Anchorena, la gorda Susana, Rosa, el pibe Morales. Tam-

bién, pegados a la mesa, mien tras arrasan con los canapés, la Tur-

ca , Romina , e l Manso, Jul ián, Per iqu i ta , Lomo Angos to y

Ricardito hacen chistes y se ríen. Está Isabel, la madre de G uada,

que tiene onda y es fanática de Tránsito Cocomarola. La gente la

quiere y le dice Isa. Guada no está. Tampoco está Cúper. Ni la

Mona Lisa. Ni el Toti. Están los chicos qu e hacen malabarismo

en los semáforos de Figueroa Alcorta. Hay gente de l barrio en

genera l , inc luso gente que ya no conozco. E l Puerto c rece.

Garm edia me cu enta que el cine tiene noventa butacas. Las buta-ca s son de una sala qu e cerró y que los pibes consiguieron po r

chirolas en un depósito de la avenida Castañares, cerca del ce-

menterio de San José de Flores. El local del cine Avenida era un

galpón que se iba a usar para la escuela pero de spués la escuela se

hizo en otro lado. Pagan un alquiler, estos tres pibes, en el Palacio

Apache y dan películas. Es barato. D os pesos la entrada, cobran.

Sigo viaje.

Si es tán todos acá el bar del Lagun a Roja está vacío, pienso.

Si casi todo el mundo está acá, ¿con quién estará mi viejo?

Capaz que con Guada, pienso.

O capaz que no. Capaz que no hay nadie y que se está mu-riendo solo como un perro.

Llegué de Rosario hace un rato. Lo primero que hice fue

pasar por lo de Maru. Si n avisar. En la portería estaba el pibe

Crespo, que me guiñó un ojo y siguió con la vista clavada en la

tele chiquita que tiene disimulada en el mostrador.

133

 

Subí. Entré. Maru no estaba, pero siempre deja luces en -

cendidas, un disco repitiéndose eternam ente, algo de ropa tirada

por ahí, alguna ventana un poco abierta por donde se filtra el

aire frío de la noche. Subo al dormitorio. La cama está deshecha,

cosas. Necesita emociones fuertes, vicios nuevos. Llega un m o-

mento en que uno empieza a sobrarle a Maní. A veces le sobras

un poco y a veces le sobras del todo. Por eso yo sigo creyendo

qu e a mí me quiso más. Por eso yo no me lavo la s manos. A lo

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las almohadas en el suelo. Tiro de una pu nta de la m anta y veo

manchas en las sábanas blancas. Son manchas inconfundibles.

Cubro la cama. Encuentro abierta la caja de seguridad, como

siempre. No hay nada nuevo: anillos, un reloj, cad enitas, biyuta,

un puñado de billetes de diez dólares, nada importante. V eo

también un billete de un dólar hecho un rollito. El folleto de unhotel de cinco estrellas en Punta de l Este donde a veces se va

cuando el Pájaro no está en Bu enos Aires. S é que no le preg unté,

en el bar de la calle Alsina, si es verdad que fue ella la que le

cobró a Monti la última transa. Eso es lo que cuenta el Gordo

Barragán. Bueno, supongamos que es cierto, que el Gordo Ba-

rragán no miente . ¿Q ué aclara eso? M e acuerdo qu e ella m e dice

en el bar que tiene miedo y que yo veo que es cierto qu e tiene

miedo, que el miedo la convierte en un animal nuevo. Ella m e

dice que si lo convencen al Pájaro de que ella se quedó con la

gui ta , el Pájaro la mata. Cu ando ella me lo cuenta, en el bar, no

m e llama la atención, pero ahora me avivo de que Maru no ten-dría por qué tener m iedo de una cosa así. Si Maru tiene miedo,

en prim er lugar, y si el miedo que tiene, en segundo lug ar, se lo

tiene al Pájaro, no es por la guita que se hizo humo en una co-

branza. El Pájaro le cree a Maru lo que sea. Lo único que no le

cree es que no curta de vez en cua ndo con otro tipo. Pero si ella

le dice que la luna no existe el Pájaro se muere creyendo que

la luna no existe. Maru es convincente. Te hace tragar lo que se

le da la gana. Por eso lo que me dice en el bar no cierra. O cierra

de otra manera. Si Maru ahora le tiene miedo al Pájaro es por

otra cosa.

Yo dejo los diez mil dólares en la caja de seg uridad y cierrola caja. Me sé de me mo r ia el código de cuatro números que hay

qu e marcar antes de apretar la tecla "Lock". Al principio ella

usaba la caja y m e enseñó el código. "Abrime la caja, Ratita, y

pone esto", me decía, por ejemp lo. Despu és se cansó. No sólo de

mí. También de la caja. Maru siempre se cansa. De casi todas las

134

mejor ya no tiene sentido, pero ac á estoy.

M e como un par de bombones co n almendras en la cocina,

tomo un trago de whisky sin hielo, salgo de la casa de Maru y

camino un rato a l o largo de los diques . Trato de ver a lo lejos la s

lucecitas de Puerto Apache entre la s grúas, lo s árboles, la s obras

en construcción. No se ven. Esta noche no las encuentro .Miro

la hilera de docks de ladrillo, las ventana s opacas, las luces en los

boliches, los pibes que pasan mendigando.

Una n ena, entre el Dique 3 y el Dique 4, hace puntería. Es-

tira una gomera. Tiene unos 12 años la nena. Es oscurita, linda,

jugada. La rodean tres o cuatro pibes un poco más grandes que

ella. La nena tira y hace añicos con un buló n un vidrio en el p ri-

mer piso del Dique 3, una oficina, parece, que mira hacia los

barquitos . Se van caminan do, los pibes . La nena a justa la

gomera. Le dice algo a un chico. El chico se ríe. Y se hun den en

un a bruma liviana que empieza un poco más allá.

Ya lo dije. Yo tengo intuiciones.No hace falta que nadie me diga lo que soy, lo que parezco,

ni el papel que me toca en esta historia.

En el bar del hotel de Juana la Loca primero no hay nadie.

Un m atón, com o siempre, duerm e con la cabeza sobre los brazos

en una mesa del fondo. La mina que atiende m e mira com o si yo

hubiese llegado p ara arruinarle el programa. E s una flaca neuras-

ténica de pelo y uñas azules. En una época se dijo qu e andaba

con el negro Sosa, pero desde que el negro Sosa es el tipo de

Juana no anda con nadie más. Se supone por otro lado que escierto, que el negro Sosa no m ira ni de lejos a otras m inas porque

sabe que si a Juana le da un ataque es capaz de cortarlo en roda-

jas. Todos tenemos un pun to de arrugue . E l negro Sosa tam-

bién. Quien lo niegue no conoce la vida o no dice las cosas co-

m o son.

135

 

Le pido un gintonic a la flaca de pelo azul.

Prendo un Winston.

Hay momentos en que no se piensa en nada. So n pocos,

esos momentos, porque casi siempre uno tiene el balero lleno de

cosas. En este momento yo no pienso en nada. M e estiro en la

rigor. Es un capo cuando quiere. Te gasta con cariño, Cúper.

Sigue—: Lo plantó al Pájaro. Se fue. Tiene otro business.

— N o te puedo creer...

—Me lo batió en el cementerio una minita de la Mona que

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silla, tomo un par de tragos y fumo. Está bueno que detrás de los

vidrios se vea la oscuridad. Eso ayuda a no pensar. . .

Un rato más tarde cae Cúper.

Me pone de un saque en el mundo:

—¿Lo viste al Toti? —quiere saber.

—Ayer.— Si lo viste hoy, te pregunto.

Este es otro qu e debe estar tomando antioxidantes.

—Tranquilo, macho — le digo—. No. Hoy no lo vi. Llegué

de Rosario hace un par de horas. Estuve en la fiesta del cine..., y

chau. Eso es todo.

—La mano viene pesada —me dice Cúper—. En cualquier

momento no s caen lo s morenos esos, los de la otra noche, y pa-

rece que van a ser más, un montón, no sé cuántos.

Le digo a Cúper que hay que prepararse y él me dice que sí,

qu e la Primera Junta está organizando las cosas, les dan instruc-

ciones a la gente, se multiplican las guardias, se refuerzan los

accesos, se vigila la laguna: a ver si nos meten un desembarco,

me dice Cúper, como en Norman día. El que se aviva de que hay

qu e custodiar la laguna es el negro Sosa. No lo para nadie a Sosa.

Y Cúper no se anima ni a pensarlo: el negro Sosa como jefe de

Puerto Apache.

— Se terminó... — le digo.

—Y... — m e dice Cúper—. Volvamos al principio, que es

más de lo mismo: lo están buscando al Toti. Quieren fajarlo de

nuevo.

—¿Por qué?

—Qué sé yo por qué. Pero m e enteré de algo más.

Se toma tiempo, Cúper, hace suspenso. Esta noche está lle-

no de información, de noticias, de rumores.

—Contame — le digo.

—Tu amigo, el Ombú —dice. Otro silencio. Administra el

136

ensalada.

—Tony — le digo.

—Tony —repite Cúper—. Tony y el Ombú ahuecaron el

ala.

Ahora el silencio es esa baba qu e pegotea las ideas.—Yo leo los diarios —digo.

Cúper me juna.

— ¿Y eso qué tiene que ver?

—Mira si no voy a saber qué es una necrópolis.

Cúper se calla la boca.

Entonces se oyen las motos, el ruido de las motos. Me le-

vanto y voy hasta un a ventana. So n tres. El negro Sosa con su

Honda y dos más. Paran los motores y se quedan un rato ha-

blando, sentados en las motos, con las piernas abiertas, lo s guan-

tes puestos, los dedos de los guantes cortados, las manoplas cal-

zadas, las cadenas en la cintura. El negro Sosa tiene una remeray un chaleco de cuero sin mangas. Parece salido de una película

de motoqueros. Botas con tachas, el pelo atado, los bigotes

como si fuera Zapata. La luz colorada del cartel del estableci-

miento de Juana la Loca cae sobre Sosa y sus amigos como la luz

que hay en los cuartos oscuros donde los fotógrafos revelan sus

rollos. Así que se los ve sin colores a los tres: apenas tonos m ás

claros o más oscuros de ese color qu e parece un a pecera de san-

gre aguada.

Vuelvo a la mesa, termino el gintonic, m e llevo los cigarri-

llos. No quiero saber m ás nada. ¿Cuánto tiempo pasó desde qu e

los tres tipos que me mandó el Ombú me encerraron en elgalponcito? Parece un siglo. Dos siglos. En realidad fue hace

unos días, la misma cantidad de días qu e llevo sin ver a mis

hijos.

—¿Sabes algo de mi viejo? —le pregunto a Cúper.

—Pasé a la mañana. Estaba igual.

137

 

Con eso creo que me alcanza.— Yo invito —digo. Dejo un billete sobre la mesa. Le doy

un a palmada y Cúper mueve la cabeza. Me voy. Mi amigo sequeda en el bar . Toma su grapa. No sabe qué hacer. El tipo de

do a Tony y a los otros dos a la salida del casino, la otra noche,cuando lo fui a ver al evidente Monti.

Doblo en una esquina.Ya enfilo para casa.

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segur idad s igue durmiendo en el fondo del local . No hay unalma. No hay trabajo. Es un día raro. La mina de pelo azulsentada en un taburete detrás de la barra tampoco sabe quéhacer.

Quiero volver a m i casa. So n esos impulsos que a veces m eagarran . Como intuiciones , me había enseña do Angela, la pr imade la vieja, como presagios, como pájaros de mal agüero. An da asaber por qué mie ntras camin o por una calle desierta en la que seme cruzan un par de perros que pasan t rotando con la lenguaafuera me acuerdo de Monti, del gordo Monti, del ex diputadode la provincia Walter Monti. U n tipo sudoroso, de saliva e spesay manos húmedas . Tiene el pelo teñido, Monti. Poco pelo, en -grasado y teñido. Me acuerdo de las manos de Monti, las mano sl lenas de f ichas , en el cas ino, las man os toqueteando a la mina

qu e está sentada a su derecha en la mesa de punto y banca , ungato m ás bien caro. A la izquierda de l gordo Walter Monti ha yun tipo flaco, de traje gris oscuro y cam isa blanca. Usa una cor-bata de color verde agua el flaco. Usa el pelo mu y peina do, tiran-te, y tiene las uñas arregladas por una manicura, esas uñas impe-cables, con esmalte, uñas de compadr i to que piensa que as í esmás elegante. Un p resumid o, el flaco. Y tiene la mirada de h ielo.An da a saber por qué mientras vuelvo a mi casa, esa noche, poruna cal le des ier ta de Puer to Apache, me acuerdo, uno por u no,de los tipos que vienen a fajarme. Me acuerdo de Huesos deManteca, me acuerdo del Enano, me acuerdo del Lobo. Yo séqu e a esos tipos le s cambié la película. Por eso el Enano lo man-dó a Huesos a preg unta r si seguían o la cortaban. O sea, vinieroncon una orden clara: me tenían que romper el alma. Y de prontoles entró una duda: ¿cuánto me tenían qu e romper el alma? ¿Unpoco, mucho, un montón? Por eso yo no tengo dudas . Yo séquién me los mand ó. Lo que no ent iendo todavía es quién ma n-

138

También me acuerdo ahora que cuando el t ipo que se rom-pió la mano se fue a buscar instrucciones se llevó un a moto. Yque yo pensé que era la moto de l negro Sosa.. . Es decir, si eltipo que se fue se llevó la moto de Sosa, ¿cómo hizo Sosa pararecuperar su moto?

Tú comprenderás

qu e estamos viviendo

t iempos modernos.

Canta Gilda.

Ése es el disco favorito de Jenifer.¿Habr á ido a ver a mi viejo?Jenifer, digo.

Di/e a esa mujer

con la que te vasque nos vamos todos.

En la puer ta de mi casa está m i silloncito de paja y está to -davía la silla que el Toti se trajo ayer al mediodía para charlarconmigo. Ya es tarde. Jenifer no es tá. Los chicos tampoco.Vuelvo a la calle. No hay mucha luz. M e siento en la silla de lToti. Prendo un cigarrillo. En el sillón, con la cabeza un pocoincl inada y los brazos f lo jos , como dur miendo , hay un t ipomuer to.

Tiene tres balazos. Uno en la frente y dos en el pecho.

Es e l O m b ú .

139

 

u. EL 403 Petrosian es armenio. Casi nadie lo entiende. Habla bas-

tante bien. Lo que no se entiende es lo que piensa, la manera de

considerar las cosas. "Son gente rara, los asiáticos", dice siempre

Garmendia. Pero a veces se me ocurre qu e Garmendia tiene un

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Petrosian hojea un a revista. De vez en cuando se para en

un a página, en una foto, y la contempla largamente. Se olvida de

todo, Petrosian, en ese momento, se va del mundo, y lo único

qu e hace, lo único que le ocupa la cabeza es la foto qu e mira.

Estamos en el barcito de López. Hace rato que pasó la mediano-

che y creo que ya no falta mucho para qu e empecemos a ver la

pr imera luz pálida del alba.Petrosian es armenio. Nadie sabe cuántos años tiene. La

gorda Susana dice que más de 90. Nadie le cree. Petrosian está

viejito, pero no es para tanto. En 1991 era un líder separatista

qu e luchaba para que el Soviet Supremo le s diera la independen-

cia. Y Armenia consiguió la independencia. Así que tan, tan vie-

jo no debe ser. Yo no sé nada de Armenia, del Soviet Supremo,

de la Unión Soviética, de la cortina de hierro. Cuando era chico

me preguntaba todo el tiempo cómo sería la cortina de hierro.

N u n ca me la pude imaginar. Hoy lo único que sé es que todo eso

terminó. Chau. El comunismo c'est fini. Armenia, dice

Petrosian, está en el Asia, más o menos por arriba de Irán y de

Turquía, cerca del Mar Negro y del Mar Caspio, pero Armenia

no da al mar por ningún lado.

Hablo de todo esto porque de algo hay que hablar.

—Una cosa era la independencia —dice Petrosian—. Y otra

cosa era el comunismo. Yo contra el comunismo nunca tuve nada.

140

tornillo un poco flojo, un cote medio racista, o algo por el estilo.

Y encima está enfermo. "Se le terminó el entendimiento", mur-

mu ra un día Rosa, la enfermera jubilada del hospital Fernández,

cuando Garmendia no quiere ponerse un a inyección.

Petrosian está solo.

¿Qué le habrá pasado al vivir en un país que no daba al mar?En otra mesa juegan al truco Anchorena, Lomo Angosto y

otros dos que conozco de vista. Trabajaban en un frigorífico,

creo, los otros dos: después anduvieron tironeando carteras des-

de una moto, después los molieron a palos en una villa porque le

afanaron a la mujer de uno de los capos de la villa, y después se

reformaron. Hacen yeso, pintura, cosas así. No les sobra el tra-

bajo, eso está claro. No sé cómo se llaman. A la pareja que ar-

man Anchorena y Lomo Angosto es difícil ganarle. Siempre

juegan por la consumisión. Los que pierden garpan. Dicen que

hay semanas enteras que comen y chupan gratis los dos

gerentes. Yo no podría jugar con Lomo Angosto. Me volveríaloco con las señas. Está lleno de tics. Parece un cómico, uno de

esos cómicos malos qu e hacen muecas para que la gente se ría.

Pero Anchorena puede, juega con él, y gana. En este momento

los cuatro toman un poco más de vino. Le pidieron otra botella,

a López, se sirven y toman de a poquito, no sólo para no

mamarse sino también para que les dure.

Petrosian pasa hojas y hojas de la revista sin detenerse. De

pronto se para y mira un a foto. La mira intensamente. Casi

siempre son mujeres jóvenes, hombres elásticos, casi desnudos.

Petrosian contempla los cuerpos impecables de las chicas y los

pibes en la publicidad. Los avisos que más le llaman la atenciónson los de medias de mujer, los de gimnasia, los de productos

dietéticos, los de jabones, perfumes y desodorantes, todas esas

imágenes donde la juventud es como un depósito a plazo fijo de

la felicidad. Todo ese verso. Pero Petrosian mira detenidamente

la s fotos y después vuelve a una foto de Maradona, a una foto de

141

 

Reagan y a una foto de Anita Ekberg que marcó en diferentespáginas de la misma revista. Maradona está lleno de grasa y tie-ne la mirada vidr iosa perdida en cualquier lado. Reagan juegacon las piezas de madera de un juego para chicos y mues tra ungesto extraviado de los enfermos de Alzheimer. Anita Ekberg

Si pasa eso no se puede estar en Babia. Hay que seguirle eltren de vida a la vida. No es lo mismo que una mujer . Pero escasi lo mismo. La vida de vez en cuando t iene un tren de vidacaro. A veces no alcanza la plata ni para los peajes. Pero es así.So n leyes. Puntos a los que se llega. Encrucijadas, diría Ángela,

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no quiere festejar sus 70 años: inmensa como una ballena en-vuelta en una túnica se le nota en la boca entreabierta que estáborracha.

Por suer te l lega Cúper . Se da un par de t oques con un

broncodilatador, pide una grapa y echa un vistazo. Está lleno elbarci to de López. Como si haciéndose lo s boludos todos quis ie-ran estar cerca.

Ayer se mur ió mi viejo.En un r incón de l bar , con los brazos cruzados y la cabeza

sobre el pecho, duerme la gorda Susana. No daba más . Ella or -ganizó el ent ier ro. Ya tenemos un cementer io en Puer to Apa-che. Todavía es chico. Petrosian sale de la página con las fotosde Anita Ekberg. Junto a la de ahora, la que está con la túnica,hay una de hace más de cuarenta años en la fuente de La do lc e

vita. Petrosian sale de esas fotos y vuelve a la de una piba semi

en bolas qu e hace fierros no sé dónde. Tiene la piel larga, tensa ybien puesta la chica de esta foto. Petrosian se abisma. Inclina lacabeza. Recorre milímetro a milímetro la imagen de ese cuerpo.

—¿Hay algo que no ent iende Petros ian? —le pregunto aCúper .

— N o —me d ice—. Hay algo que no puede creer .Lo s brazos largos , la piel floja, los dedos escuál idos del

armenio separatista hacen pasar otra vez las páginas de la revista.Y o es t aba dor mido , a la m a ñ a n a , c u a n d o a p a r e c i ó el

Chueco. Él me avisó. Se había sentado al lado de la cama y mesacudió despaci to. Abrí un ojo. N o hizo falta qu e di jera nada. Lo

adiviné.Hay varias cosas que tengo que aclarar.Po r ejemplo: el t ema de Cúper , el t ema de l Toti y el t ema

de M a m .La vida se organiza a veces, sin que uno se dé cuenta , por un

camino diferente del que llevaba.

la pr ima de mi vieja, una mina t r is te, una buena m ina, una mujersi n futuro. No todos los días se conoce a alguien sin futuro. H aygente para la que ni s iquiera la muer te es un futuro. Esto loaprendí hace poco. U no cree por ejemplo que un croto no tiene

futuro. Cuidado. Por ahí tiene más futuro que vos. No tener fu-turo es otra cosa. Hay ricos que no tienen futuro. La guita no esel remedio para eso. Lo único qu e hace, la guita, es disimular elproblema. Un punto con gui ta puede hacer te creer que t iene fu-turo. A veces parece que el futuro se puede comprar , como unacara nueva, una 4x4, o un viaje a las antípodas.

—¿ D ó n de quedan las ant ípodas? —me pregunta Cúper .Por qué le habrán descubierto el soplo en el bobo, por qué

no se quedó jugando al fútbol en el Valencia, capaz que hubieras ido compañero de l Piojo López, campeón de España, de Euro-

pa o del m un do , algo, cualquier cosa que lo hubiera mantenido

lejos , d is t raído, s in la ocas ión d e hacer la s p r e g u n t a s m ásboludas de l universo.

—¿Las ant ípodas?El estira los labios como una sonrisita tarada y dice que sí

do s veces moviendo la cabeza:—Sí.

Por eso le digo:

—En el culo de l mundo .—Ah — m e dice Cúper.De Jenifer voy a hablar un poco más adelante.E mpecemos po r Cúper .

— ¿Y la necrópolis? — le digo—. ¿Qué tal?No contesta. Me agarra al vuelo. Seguro que se le ocurre

m a n d a r m e un rato al carajo per o des pués se imagina que no es elmejor mo mento y se va al mazo.

—Me llamó Puente Roto —dice, en cambio—. Parece quesale lo de la granja esa. Lo tengo que pensar.

142 143

 

—¿Qué gran ja?

—Puente Roto compra cosas de gran ja por el lado de Mer-

cedes y vende en boliches de Capital. Hay una granja nueva qu e

produce de todo, y si la agarra, Puente Roto, va a necesitaruna o

dos personas más.

Yo lo miré.

No digo nada.

Me hago dos preguntas. La primera: ¿quién mató al Ombú?

La segunda: ¿por qué lo dejaron en la puerta de mi casa?

Hay una respuesta: lo mató el Pájaro. Si vos lo traicionas

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—¿Repart idores?

—Eso.

— ¿Y vo s querés agarrar de repartidor?

López me trae otro imperial. Ya casi no se ve, el imperial.

Los bares nuevos no saben qué es. Te tiran balones, chops, ja-rras, tanques. El imperial es un vaso chico de cerveza. Un vaso

así, m ir a . Yo tomo cerveza. De a poco. Imperiales. El día fue

largo. La noche es larga. No sé cuándo voy a volver a dormir. No

está m al comer aceitunas y maníes, tomar imperiales, y f u m ar un

cigarrillo de vez en cuando. Ya no me quedan Winston. Esta

noche rumo Jockey Club. Es lo que vende López. No hay otra

cosa.

—No, no quiero agarrar de repartidor.

—¿Ponemos un tanguito? — m e pregunta Garmendia.

Se va para el fondo del bar, saca de un estante un long-play

de Julio Sosa y lo pone en un tocadiscos de otra época. A mí megusta volver a escuchar el ruido de la púa contra el disco.

Le pregunto a Cúper si es verdad que Tony y el Ombú le

hicieron un a fulería al Pájaro, si es cierto que lo traicionaron o

algo así. Cúper me dice que no lo traicionaron: eso no es lo que

le cuenta Betina, la novia de Tony. Ella le cuenta a Cúper que

ya n o trabajaban para el Pájaro. Y para quién trabajan ahora, le

pregunto a Cúper, y me parece que no hace falta que le diga que

el único que todavía trabaja es Tony. El me dice que Betina no

le cuenta para quién trabajan, lo máximo que le suelta es que

ah o r a se fueron con un político. "Lo que pasa", parece que le

dice Tony a la novia, "es que hoy la política está en todas par-

tes, así que para no quedarse afuera hay que entrar en la polí-

tica".

—Un genio, ese muchacho —le digo a Cúper.

—S í:—m e dice Cúper—. A lo mejor por eso come el toma-

te de la ensalada. Mira el Ombú...

144

capaz que el Pájaro te mata. Pero el Pájaro no haría personal-

mente un trabajo así. Ponele que haya dicho "Bueno, se terminó,

ese tipo es boleta". Pero él no lo hizo. Alguien lo puso al Ombú

y después me lo plantaron en la puerta de mi casa.

Hablo de todo esto porque de algo hay que hablar.También está el tema del Toti.

Al Ombú lo mataron hace un par de días.

Anoche, a eso de las tres, cuando iba para Godoy Cruz des-

de un bar en la plaza Campaña del Desierto, lo atropello una

pickup al Toti.

—Tenía pintura de guerra —me dice Cúper—, ropa de

fiesta, imaginate.

Me imagino.

Yo lo vi un par de veces al Toti en su parada, y no me da

vergüenza decirlo: mata.

"Hola, lindo", dice el Toti cuando se acerca a los autos delos puntos que paran infartados cuando lo ven entre los árboles,

"Yo me llamo Toti, tengo 25 años, ¿yvos?"

Los tacos altos, las piernas largas, las lolas que se puso el

año pasado cuando terminó de juntar la guita de la operación, el

pelo rubio... una mina imposible, te lo juro.

Me acuerdo del Toti en Godoy Cruz y pienso que capaz

qu e estoy equivocado: capaz que las piernas más largas de Puerto

Apache las tiene el Toti, no Guada...

—No estaba en bolas —me dice Cúper—. Se había vestido

como una diosa elegante. Quería cobrar una guita que le debía

un a amiga, otro... Bueno, qué sé yo. Otra mina ¿no? La cuestiónes que tenía que pasar un minuto por Godoy Cruz y después se

iba a la casa de... ¿cómo se llama?

—¿De Juampi?

—Sí.

—No te puedo creer.

145

 

—Sí. El coso ese lo había invitado a comer.

—Ju amp i lo había invitado.

—Sí.

— N o digas entonces "e l coso ese". ¿Qué te da, decime,

asco? ¿Tenes prejuicios? Mira Holand a. Se casan en Holanda.

—Lo cuida...

-Y...,sí.

—Es feliz, el Toti...

—Me avisó ayer a la tarde —me dice Cúper—. Te había

llamado a vos primero. Te dejó un mensaje. Lo fui a ver. Vive en

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— La gorda esa se casa, M áxima.

— No es gorda. Es argentina. Y no se casa ella sola. Los ho-

mosexuales también se casan en Holanda.

Cúper encoge los hombros y mira una foto de Cúper en la

tapa del suplem ento deportivo de un d iario. Cúper se va del Va-lencia al fútbol italiano. Cúper ya es el técnico del ínter de

Milán. Qué tal. Tiene pinta, Cúper. Traje gris, remera negra,

mocasines. Está apoyado en una pared, con las manos en los

bolsillos, una pierna recogida y el mocasín también apoyado en

la pared. Así se paraban los muchachos de antes. Cúper mira la

foto de Cú per y se pasa una man o por la cabeza. No se acostum-

bra, todavía, o le parece raro, el pelo como lo tiene ahora.

¿Qué piensa Cúper cuando lee que Cúper se va de España a

Italia, del Valencia al Internazionale, de un fútbol a otro fútbol?

¿Piensa que él no se va a ningún lado, que se queda acá, qu e

el fútbol, para él, es una cosa anclada, sin futu ro, o sin otro des-tino que las canchitas porteñas para equipos de amigos y cam-

peonatos de veteranos?

—Es un poco chico el coso es e —dice Cúper—. El Toti le

queda grande, como un traje, ¿viste?

—Capaz que no lo quiere para vestirse.

—Capaz que no. Se lo llevó a la casa. Le da los remedios.

Hay una emplea da que le cocina sopitas, al Toti, una vieja que lo

trata al coso ese como si fuera el príncipe d e algo. Y va una en-

fermera a ponerle las inyecciones. Le duele todo el cuerpo. Está

lleno de moretones . No se le rompió nada, pero no se puede

mover. Y vo s lo ves y hace u n esfuerzo y se ríe... Quiero decir,como si fuese feliz.

—Se lo llevó a la casa, Juampi...

—Sí.

—Y lo atiende...

—Sí.

146

Núñez... el otro. Tiene una casa.. . Q ué sé yo, Rata. No se pue-

de creer.

Saco el celular. Escucho los mensajes. Sí. Hay uno del Toti.

Y uno de M aru. Los dos me piden que los l lame.

— N o —digo yo—. No se puede creer.

López me trae otro imperial.

Retengo un poco de cerveza en la boca. Ya no me duelen

tanto los labios. El ojo izquierdo se abre bastante bien. En pocos

días más lo único que me va a queda r de todo esto es una cicatriz

en la ceja.

El tiempo pasa.

Las cosas cambian.

Una vez, apenas llegó a Puerto Ap ache, el negro Sosa quiso

prepearlo al Toti y e l Toti le rompió la cara de un cabezazo. Fue

cerca de la casa del Turquito, el marido de la Turca, me acuerdo

bien. El Turquito vende choripanes en la cancha de Vélez.Hoy se me ocurre que lo mejor para el Toti es cambiar de

aire, no dejarse ver por acá, borrarse. Un tiemp ito, po r lo m enos.

A lo mejor le va bien con su amigo y se pasa una temporada en

Núñez. Quién sabe.

Yo estaba dormido, ayer a la mañana, y el Chueco me des-

pertó. M e sacudió un poco, suave, y abrí lo s ojos. El Chueco

estaba sentado al lado de la cama como si llevara un rato ahí. No

hizo falta que dijera nada. Lo adiviné. Me vestí, me lavé la cara,

y tomamos café con leche.

El Chueco chupaba el filtro de un cigarrillo.

Quedaban pocas cosas en la cocina.No miré mucho.

No revisé nada.

Pensé que Jenifer se había ido.

Creo que no me importa mucho que Jenifer me deje. No me

lo esperaba. Uno nunca se espera estas cosas, y a lo mejor es jus-

147

 

to. Pero con los chicos es distinto. Yo quiero hablar con Julieta y

con Ramiro.

Tengo 29 años y una vida casi legal.

Tengo dos hijos.

Tengo apenas un par de cosas más. No mucho. En estos

raro pensar que a veces a uno las cosas de la vida se le escapan

entre lo s dedos como un puñado de arena. Es raro saber que la

muerte termina con todas las preguntas y abre un montón de

misterios. Es raro entender, frente a un muerto, que uno sigue

vivo.

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días a nadie le sobra nada.

Entonces fui con el Chueco al Palacio Apache.

M i viejo se murió ayer a las siete y cuarto de la mañana.

Nadie puede jurarlo pero parece que después de los golpes nunca

recuperó del todo la conciencia. Nunca m ás dijo un a palabra. No

se sabe incluso si reconocía a la gente, si le dolía el cuerpo, si

pensaba algo. Rosa dice qu e ella no es nadie pero que a falta de

otra opinión le parece que la causa de la muerte fue una hemo-rragia interna.

Cuando vamos para la casa de mi viejo me acuerdo de

Monti. El gordo Monti se tiñe el pelo y a veces tiene miedo. En

un baño, con los ojos hundidos en alcohol, f u mando como un

condenado, m e dijo que en la última transa qu e había hecho co n

Barragán su secretario le había pagado lo que correspondía a una

m ina y a un grandote. No se me había ocurrido pensar hasta este

momento en ese punto. Ahora ya no hace falta qu e piense.El cuerpo de mi viejo está boca arriba, en la cama. Se le ven

el cuello y los hombros porque la sábana y la manta de piqué lo

cubren como si estuviera dormido. Tiene la cara blanca, los pár-

pados cerrados, el pelo gris, los labios morados. A un muerto

un o le mira los agujeros de la nariz. No sé por qué. Mi viejo

tiene algodón en los agujeros de la nariz. Me pregunto si le ha-

br á puesto algodón, Rosa, para que la hemorragia interna no le

salga por la nariz. Mejor, creo, sería no pensar boludeces.

¿De quién es ese cuerpo que ya no vive?

Mi viejo, cuando se retiró, se convirtió en otro hombre.

Años después costaba juntar la imagen de aquel hombre furiosoy violento que me llenaba de miedo cuando yo era chico con la

de ese tipo que ya no le levantaba ni la mano ni la voz a nadie,

qu e jugaba al billar y que se había ganado de última la considera-ción de la gente.

Hoy es raro ver salir el sol sobre la laguna en la Reserva. Es

148

Si alguna ve z odié a alguien co n todas mi s fuerzas fue a este

hombre. Pero la muerte de mi viejo deja intacto el odio de otro

tiempo, la ignorancia de hoy, la falta de sentido de las cosas, y e l

dolor que a pesar de todo me revuelve el alma.

En el horizonte desparejo, contra un penacho de yuyos y

arbolitos, sobre el río que desde acá no se ve, ahora también em-

pieza el amanecer.Anchorena y Lomo Angosto ganan otro partido con un

retruco y los ladrones de carteras convertidos en pintores se los

quedan mirando como se mira lo inconcebible. Aguantan los

chistes, el gaste, le pagan a López y se van. No quieren seguir

jugando, no quieren intentarlo de nuevo, volver a perder, o lo

qu e sea, y s e toman el olivo. No es de día, pero le falta poco. La s

casas qu e están m ás cerca de l barcito de López aparecen en esa

pr im e r a lu z colorada y oscura que se ve antes de la salida de l sol.

Son casas de material, o de ladrillo, o de madera y latas. Según.Tienen terreno, las calles son anchas, no estamos amontonados

en Puerto Apache. Por eso se nos están viniendo encima, quie-

re n entrar de cualquier manera, gente de todos lados.

Ya no doy más de tanta cerveza. Salgo del bar, doy una

vuelta, en la parte de atrás, después del alambrado, hay un

bosquecito. Meo entre esos árboles de ramas finitas que parecen

de juguete. Vuelvo a escuchar el mensaje que me grabó Maru

ayer. En realidad son dos mensajes. Cuando se le terminó el

tiempo del primero volvió a llamar. Una vez más. Y me quedó

casi todo claro.

El mensaje de Maru es una despedida.La voz de Maru dice:

"Ratita..., me voy."

Así empieza.Vuelvo al barcito, me siento a la mesa donde Cúper sigue

dándole vueltas a su vaso de grapa, y veo que López trae de l fon-

149

 

do un par de bidones. Carga uno en cada mano. Parece un hom-

br e fuer te . Lo s deja cerca de la puerta.

Hace tres horas, más o menos, Guada se fue a dormir. Se la

llevó a la madre, qu e estaba charlando co n Garmendia y que no

quería irse.

de, nos despeina un poco. Como si estuviéramos muy peinados,

todos nosotros. Me miro los zapatos. Son unos borcegos viejos

que están un poco sucios, pero sanos. Pensé, mientras me vestía,

si me ponía los mocasines norteamericanos que le afané al Pája-

ro. No. Me puse estos borcegos. Son más cómodos. Se puede

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—Vamos, mamá. Es tarde —le dijo—. Vos mañana tra-bajas.

Así que Isa se levantó, de mala gana, saludó a todos y se fue

co n Guada. La casita de ellas queda ahí nomás.

Guada se metió la s manos en los bolsillos de la campera yapretó los labios. A pesar de todo era una sonrisa. Otra manerade decir adiós.

Antes me había dicho:

—Qué tipo, tu viejo.

Llegó a eso de la una, ella, cuando López vendía las últimas

empanadas , no quedaba nada más, el fuego de la cocinita estaba

apagado. Hay bebidas: vino, ginebra, grapa, Coca-Cola. Nada

más. La madre de Guada m e había dicho que la hija se había

tirado un ratito y se había quedado dormida. "Está cansada, po-bre, triste, vo s sabes", me dijo Is a como si tuviera qu e explicarme

algo. Yo no sé, pero le dije que sí: "Sí, yo sé". Isa enfiló para lamesa de Garmendia, el Chueco, Rosa y otros notables. Al rato

les estaba hablando de Tránsito Cocomarola. "Yo lo conocí", lescontaba Isa, "No me voy a olvidar nunca".

Por eso Guada llega más tarde. Se sienta con nosotros, conCúper y conmigo, y le pide a López una Coca-Cola.

Yo m e pongo u na camisa blanca, u na corbata qu e tengo, y

u n saco azul. M e miro en el espejo para hacerme el nudo. Quiero

qu e m e quede bien. "Vos sos un compadrito", m e decía m i vieja,

"como tu padre".

Vamos al cementerio.

El cura Cisneros, acusado de progre, tercermundista, lacayodel comunismo y otras imbecilidades por el estilo, lee una ora-

ción. Como en las películas, pienso. A mi padre le gustaba verpelículas. A mi madre, ahora, también. El cementerio chiquito

de Puerto Apache está al lado de la laguna. Por eso se ve una

formación de patos que pasa volando. Por eso el viento, esta tar-

150

pisar la tierra húmeda, un poco de barro, el lugar donde unovive. El lugar donde uno muere. Parece mentira, pero oigo la

oración que lee el cura, le veo el pelo rubio sacudido por el vien-

to , miro a los hombres, a las mujeres qu e lloran, a todos los que

m e dijeron o me dirán palabras inolvidables, y no siento nada.No me conmuevo.

—Ánimo, pibe.

—Fuerza, Ratita.

—Aguante, varón.

—Me da tanta pena, querido.

Cosas así.

Pésames.

Voces de aliento.

Palabras de los amigos.Y a mí no me dicen nada. Yo no siento nada. No estoy

emocionado. No me mata el dolor. Parado junto al cura, defrente a la laguna, muevo lentamente la cabeza y contemplo a la

gente. Parece que lo querían, a m i viejo. Se me ocurre, también,

qu e lo s primeros muertos de un lugar nuevo tienen que ser como

u n vendaval que te deja a la intemperie. La s cosas, quiero decir,

terminan.Y yo ahí, consciente de la corbata que me ajusta el cuello, de

que no sé qué hacer con las manos, de la suela de goma de los

borcegos que imperceptiblemente se hunden bajo m i peso en la

tierra mojada, miro la cruz de piedra blanca que le vamos a po-

ner a la tumba de mi padre y m e parece que no sé quiénes somos

ni qué hacemos. Por eso pienso que es como ver una película.Pero uno está adentro de la película. Ya te pasó todo lo que tenía

qu e pasarte. Ahora estás adentro de la película. Y n o sentís nada.

Es como ser el protagonista de una historia de otro. Lo único

qu e sabes es que a pesar de todo no te vas a olvidar de este mo-

mento. Y lo único que querés es que haya algo mejor.

151

 

Las botamangas de los jeans también están salpicadas de

barro.

Guada prende un cigarrillo, me apoya la cabeza en un hom-

bro, se mira la punta de las botas y me dice:

—Era loco tu viejo...

pared del fondo parece de ladrillos y el piso de madera. En la

pared se alcanza a ver el borde inferior de un marco. No se puede

saber qué hay en ese cuadro. La oferta que se hace de Guada es

visiblemente trasera. Reconozco que algo se me movía entre las

piernas cuando miraba las fotos con Cúper y con Morales, el

pibe qu e labura en Constitución. Nunca más volvimos a ver esas

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Cúper se para y da una vuelta. Se cortó el pelo. Ahora lo

tiene cortito, como Cúper. Se queda mirando el segundo chico

de otro partido de truco. Anchorena y Lomo Angosto van per-

diendo. O se están dejando ganar. Hay que tener cuidado con

los gerontes. Los ex ladrones de carteras se agrandan. Van por eldes f i lade ro rumbo a la emboscada que le prepararon los

apaches...

—Con esa facha —sigue Guada—, durito, al principio. Ni

un a sonrisa. Pero se miraba en el espejo, se daba palmaditas en

la cara, y m e guiñaba un ojo. Yo nunca había visto un tipo así.

No sé si Guada habla para ella o para mí.

Tampoco tiene importancia.

Guada dice:

—Era algo. Daba la impresión de estar en otra cosa. Pero

yo te puedo asegurar que tu viejo sabía un montón de las mu-

jeres.Guada fuma. Veo el rouge qu e marca el filtro de su cigarri-

llo. Veo sus dedos largos, las uñas bien cortadas, la ropa cara que

tiene puesta, casual, sport, como si no tuviera nada del otro

mundo. Ella también es rara, poco común, algo inesperado. Una

negrita correntina sin mucho lustre, pedigré cero, neuronas du-

dosas, podría pensarse, y que de pronto te dejar ver que sos un

boludo porque de pronto ves que esa mina tiene tablero, cancha,

horas de vuelo, estilo. Es un gato. Pero en este momento descu-

bro que está lastimada. Y esto ya lo dije: ojo con los gatos

malheridos.

Me acuerdo de las fotos.En la última foto de Guada que se ve en Internet ella se bajó

las tiritas de la tanga. Se apoya con las manos y con la rodilla

izquierda en un sofá blanco. El pie derecho en el suelo, la rodilla

flexionada, y el pelo le cae por delante de los hombros. Está de

espaldas, por así decirlo, y no se le ve la cara. Pero es ella. La

152

fotos. Ya ni siquiera hablamos de eso. Como si nos hubiésemos

arrepentido o como si se tratara de una cuestión de respeto. Pero

entonces, ¿quién imponía el respeto? ¿Ella? ¿M i viejo? ¿Los dos?

No se sabe.

— ¿ S a b e s ? —me dice Guada—. Ya no estoy más en

Internet.

Es inevitable.

Yo me acuerdo de las fotos.

—¿Por? —le pregunto.

—No es un negocio para mí.

—Me imagino.

—¿Qué te imaginas? —me pregunta y se ríe.

Tiene onda, Guada.

—No sé —le digo—. Nada. Qué sé yo...

Ella me apoya otra vez la cabeza en el hombro y me dice:

—Era un campeón, tu viejo.

Después se va. La despega a su madre de la mesa de

Garmendia, el Chueco, Rosa y otros notables, y se la lleva. Isa

no se quiere ir. "Podría pasarme toda la noche", dijo, "hablando

de esto". Pero Guada se la llevó.

Con la primera luz del día el bar de López se va despoblan-

do. Ahora, a eso de las ocho —no quiero ni mirar la hora—,

apenas quedamos un puñado. El pibe Morales bosteza. Lomo

Angosto se quedó dormido sobre la mesa que lo vio terminar

invicto. La gorda Susana también apoliya: en un rincón, con los

brazos cruzados, parece que no quisiera despertarse nunca más.

Los pibes del cine se despidieron hace un rato. Juana la Loca y el

negro Sosa no hicieron acto de presencia.

Yo me acuerdo de l mensaje de Maru.

Por eso busco la billetera y saco su Toto de atrás de la foto de

Ramiro. Es la foto que me llevé de su casa. Ella está en el balcón

153

 

con un vestido blanco de breteles finitos. Sopla un poco de vien-to y con una m a n o en la nuca se sostiene el pelo.

Yo miro la boca de Maní.

Entonces López vuelve a los bidones que trajo hace un ratodesde el fondo. Los levanta del suelo, uno en cada mano, sale,camina por el descampado que hay delante del bar y llega al

12. EL PÁJARO

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Peugeot 403 blanco, descascarado, y con una rueda pinchada.Deja un bidón en el suelo y con el otro empieza a rociar el auto.Hace un buen t rabajo, López. Sigue después con el segundo bi-dón. Desde acá siento el olor a nafta. Lo veo y no lo creo.

—Fisuró, López —me dice Cúper .Yo no sé qué decir .Así que pr endo el úl t imo Jockey y soplo el h u m o que se

queda f lotando en el ai re húmedo de la maña na.C uando t e r mina de em papar con naf ta el 403 López se da

vuelta y m e pregunta si tengo fósforos.Por eso me levanto, vo y has ta el 403, y le doy a López un a

cajita de fósforos de mader a .— M i r a — me d ice .Yo miro.El fuego empieza con l lamas bajas que avanzan como el

viento devorándose la nafta. Después las l lamas crecen.Las tres ruedas que todavía tienen un poco de aire explotan.E l tapizado crepita.Lo s vidrios primero se quiebran y después se r ompen .En cinco minutos el 403 es tá envuel to en una bola de fuego.No se puede sacar los ojos de una cosa así. Es un imán, un

lenguaje secreto, un espejo de la nada. López ret rocede.—Algo hay que hacer —dice.Yo tiro al fuego la foto de Maru. Las cuatro puntas se do-

blan hacia el centro. El papel se carboniza. Se desintegra. Losrestos vuelan entre las llamas como cachitos de hollín. Se te rmi-nó. Yo también vuelvo atrás.

— Sí —le digo a López—. Algo para recordar .

154

De Jenifer voy a hablar un poco más ad elante.Cuando tenga t iempo.A lo mejor le escribo algo.Hoy es domingo. Llueve a cántaros . A duras penas cons igo

qu e el Renaul t del Chueco no se quede en el barro y salgo dePuer to Ap ach e . Sin apuro pero con esa obs t inación que me aga-rr a cuando no ent iendo qué busco subo po r Liber tador , entro enla ciudad des de su borde pe gado al río, y dejo que el tráfico des-nutrido me lleve como uno más en una tropilla de caballos can-sados. Ya sé dos cosas del auto del Chueco: el tanque está casivacío y el limpiaparabrisas de la derecha no funciona . En un se-máforo descubro la tercera: tiene los frenos a la miseria.

Por eso paro en ia pr imera es tación de servicio qu e encuen-tro. C on veinte pesos m e alcanza para diez litros de nafta co -mún, un café con leche con medialunas en el bar y dos paquetesde Marlboro.

"Ratita..., m e voy", dice su voz.

E l mens a je de despedida de Maru es un montón de palabrasinútiles a veces salpicadas de silencios o de dudas. No me intere-san los silencios ni las dudas. E l me nsaje, sacándole lo que sobra,t iene algunos puntos fuertes. Uno está al principio, otro al final,otro por el medio, y otro... no sé dónde .

La voz de Maru, antes de cortar, dice "Llámame". N o hace

155

 

fal ta ser un genio pa r a darse cuenta de que no hay por qué lla-

mar la . Pero antes de eso dice: "Vos no me vas a creer. Perdóna-m e. Yo te quiero, nene."

Conmovedor, ¿no?

Bueno. Escuchen. Antes, más o menos por el medio de lagrabación, también dice: "Ahora que ya no importa te voy a de-

Diez minutos después estaciono el auto a cuarenta metros

del restaurante del Pájaro en Las Cañitas. Es una casa en una

esquina. La entrada al boliche, cerrado los domingos al medio-

día, está en la ochava. La entrada a la vieja casa reciclada donde

el Pájaro se ha hecho su nido y su guarida sigue en su lugar, un

poco más allá de la última ventana del restaurante. Me cierro la

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cir una cosa. Siempre tuviste razón: fue el Pájaro el que le dijo al

Ombú que te mandara dos o tres tipos. Estaba loco de celos.

Ahora no importa, Ratita. Podes olvidarlo. Yo sé lo que te digo."

Meto la medialuna en el café co n leche.

Siempre lo hice.Desde que era chico.

Repito el mensa je. Quiero escucharlo una vez más. Lo juro:

un a ve z más. Después lo borro. Y a la mierda.

Por eso escucho una vez más:

"Ratita..., me voy."

Lo que viene ahora no estaba en ningún lado. Quiero decir,

vo s podías escuchar m il veces el mensaje y no estaba en ningún

lado. Y a pesar de todo, juntando todo, a mí me queda ba claro.

Para saber qu é pasó con la guita qu e faltó, con la guita que no le

llegó al Pájaro en la última transa de Monti, había que pregun-

tarle a ella. Sí, a ella.

Eso no estaba en el mensa je. Pero se podía escuchar. Se po-dí a deducir. Hay cosas que no hace falta decirlas para qu e que-de n claras.

"Perdóname."

Cuando vuelvo al auto y pongo nuevamente el motor en

marcha no me siento como nuevo pero a lo mejor me parezco

más a lo que soy: un a especie de galán sin platea co n ínfulas de

guap o o de matón. Cosas de la vida. Retomo Libertador y llueve

m ás fuer te . Poco después el cielo se hace de noche y en seguida

caen piedras. Oigo el granizo repiqueteando en el techo del

Renault. Lo hace bolsa, pienso. Y pienso: ya está hecho bolsa.

Así que sigo. No se ve nada. La tropilla se pierde en la tormenta.

Llego a Dorrego y doblo a la izquierda. Un resplandor electriza

la s nubes, retumba un trueno, y un rayo cae en el Hipódromocomo la furia de Dios.

156

campera de cuero, bajo de l auto, cruzo la calle, la lluvia cae a

baldazos, la vereda está llena de charcos y baldosas flojas. Me

paro frente a la puerta de la casa, contemplo el portero eléctrico

co n varios botones, miro para todos lados, en la calle no hay un

alma, saco el revólver, sé que un timbre de l portero suena en la

cocina de la casa, otro en el local, otro en un pasillo del primer

piso, a cuatro pasos de l dormitorio de l Pájaro. Apoyo la mano

izquierda en el antiguo picaport e de bronce, un chiche de esos

qu e Maru buscó durante más de dos semanas, hace tres años,

para regalarle al patrón algo original. La escena tiene algo de

r idículo po rque parece una de esas escenas ridiculas de las pelí-

culas policiales: un tipo hecho sopa y sin vocación descubre qu e

no todas las guaridas están cerradas con siete llaves. O sea: mue-

vo el picaporte, llego a l tope, empujo co n toda la suavidad posi-

ble la puerta y l a puerta se abre...

El corazón me late a rail.La respiración se me corta.Me acuerdo de mi hijo. Un día le regalé una pelota. Nos

pusimos a jugar. Él pateaba mal como todos los chicos quepatean por primera vez una pelota. Yo le decía: "Derechito,

papá", y Ramiro se reía. Era un pibito. Sigue siendo un pibito.

Yo no me voy a morir.M e pongo a un costado de la puerta, casi de espaldas a la

p a re d . Veo el agua estrellarse en globitos contra los charcos de la

vereda.

Levanto el 38 corto.Emp uj o la puerta con la mano izquierda.

La puerta se abre.

Asomo apenas el ojo sano, el ojo derecho.

No se ve nada.

Mejor dicho: no se ve a nadie.

157

 

Está la f u en te , en e l patio, sobre la med i anera de l sureste ,

con una boca de mármol que escupe agua. Yo sé que parece

ment i ra pero me puse a pensar a quién se le habría ocu rrido que

u n angelo te medio maricón y l leno de ru los de mármo l t i ene qu e

escupi r u n chorri to de agua que ca e en una bandeja s iempre

rebalsada de mo d o que e l agua sigue cayendo en la f u en te , qu e

viento . Por eso nad a se m u e v e . El mo vi mi en t o es e l agua. La

lluvia qu e cae. El chorrito qu e escup e e l m u ñ e q u i t o de m á r m o l

en lo alto de la f u e n t e . El agua que me cae por la cara desde la

cabeza como una catarata . La l luvia que me pone f ren te a los

ojos una cortina de agua. Veo las cosas a través de esa cortina y a

veces pa rece que las cosas se mueven . Pero no son las cosas. Es el

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no se rebalsa, y en la que flotan plantas y flores amarillas. No se

m e ocurre n inguna respuesta , quizá porque no me pongo a p e n -sarlo a fondo , el t em a.

En t o nces me v oy aso mand o , poco a poco, al patio de la

casa.Veo la pérgola, la m e s a de granito , lo s bancos de mad era .

En esa mesa comí no sé cuántos asados con el Pájaro , con el

O m b ú , co n Tony. E l O m b ú n o comía e l tomate de las ensaladas.Eran otros t i empos.

La lluvia cae en e l patio con la mú s i ca en fe rma de una tor-me n t a s i n f in .

D os p u e r t a s que dan a l patio, a la izquierda de la pérgola,

es tán ab iertas . Yo sé que un a de esas pue rtas ent ra e n una sala y

qu e la otra es la p uer t a de una habi tación de servicio.

Ya estoy en med i o de l patio.

Con e l brazo derecho en alto, ex t end i d o , ap un t o al f r en t e ,

siempre al f ren te o a ese f ren te que cambia todo el t i empo por-

que el f ren te es el pun to que m iro . Yo miro el pat io , las pue rtas ,

las ventanas , lo s can t e ro s de t ierra y césped , lo s camini tos de

pedregul lo , e l suelo de mosaicos, acá y al lá , pun to po r p un t o . Y

creo que s in d arme cuen t a vo y d and o u n a vuel ta completa al re-

d ed o r de mí mi smo , en e l cen t ro de l pat io , contemplando punto

po r p u n t o todos los r incones como si estuviese parado en med i o

de un c í rculo y yo fuese un compás. Algo así. Una figura que se

m e aparece en med i o de l agua, de la i n co mp rens i ó n y del miedo.

Algo clavado a la t i erra , como se clavaba una de las p u n t a s de l

compás en el tab lero de d ibujo para que la o t ra pudiese t razar

u na circunferencia p er f ec t a . E so soy. O sea , nada.

Así que doy un paso hacia e l costado izquierdo pero s iem-

pre de f ren te a las puertas ab iertas que veo de este lado de la

pérgola. Y d esp ués doy un paso más. Llueve a cántaros y no hay

158

agua. El agua qu e cae. La l luvia. El ru ido de la lluvia qu e r e s u e n a

en este pat io como si estuviésemos en la Garganta de l Diablo .

Y ahora sí .Ah o ra veo la p uer t a . La p uer t a de mad era y vidrio qu e esta-

ba abierta y que da , cuand o u n o en t ra en la casa po r ahí, a unasala, primero, y d esp ués a u n corredor qu e circula por e l in terior

de toda la casa. La p uer t a p ro p i amen t e d i cha . No es la sombra

que vi antes , el hueco de la puerta que estaba abierta , porque

ahora veo la p uer t a p ro p i amen t e d i ch a y veo que t i ene lo s vidrios

hechos añicos y que la m a d e r a de la puerta está acribillada. En -

tonces qu edan a la vis ta , m ás al lá del barniz oscuro de la superf i-

cie, el corazón b lancuzco de la madera , rac imos de mad eras y de

astillas qu e es t án en e l suelo mojado de baldosas de cerámica o

qu e todavía cuelgan de la puerta dest rozada. . .

M e muevo u n met ro más , y otro , y ahora también veo , de l

otro lado de la f u en te , las p iernas de un hombre que salen del

agua de la f u en te , la flexión de las rodillas en e l borde de p i ed ra ,

lo s pies desnudos que no l legan al suelo, y el agua roja de la

f u en te , ent re las p lantas y las f lores amari l las , una superficie qu e

no es verde, que no es t ransparente , como es a veces el agua de

la s f u en te s , u na superf icie de agua roja donde la lluvia cae tam-

bién si n aclarar n i u n a g o ta e l color de l agua mezclada con

sangre.

El cuerpo está hundido en la f u en te desde la cintura . U n a

mano sale del agua ensangrentada. N i siquiera flota. Está sobre

el agua, a pocos cent ímet ros de la superf ic ie , como si el codo de

es e brazo hubiese quedado apoyado en e l fo nd o de la f u en te y l a

mano sobresaliese de l agua. E s u n a mano ab i e r t a . N o está cris-

p ad a . E s u n a mano izquierda. Es la m a n o de un muer t o .

Ah o ra veo del otro lado e l rosetón de piedra en cuyo cent ro

se asoma la cabeza de mármo l y veo que también e stá acrib i llado

159

 

a balazos. Veo que la cara de l ángel recibió, de ese lado, un par

de impactos y que en el mármol quedaron pozos, huecos, peque-

ño s orificios si n salida: apenas lo suficiente para mostrar tam-

bién qué hay adentro de l mármol: qu é cosa blancuzca, indiferen-

te y concreta es el mármol adentro del mármol.

La boca del pibe, también desde el otro lado, escupe agua

de muerte, o ya muerto, dio dos o tres pasos más, por inercia, y

cayó de espaldas.

Alguien tendría que encontrar ahora el fierro del Pájaro en

el fondo de la fuente.

La s cosas fueron así. ¿Para qu é aprendí a leer?

Antes de irme le saco el anillo que tiene en la mano iz-

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como si nada hubiese pasado, como si no tuviera la cara ni los

cañitos internos de hidrobronce lastimados.

No hay nada qu e adivinar.

Fue una ametralladora. O dos. Casi seguro dos. Reventaron

la puerta, y cuando la puerta se abrió o saltó de sus bisagras ba-

rrieron el hueco de la puerta, el patio, la medianera, con descar-

gas de fuego cruzado.

El hombre muer to, con medio cuerpo adentro de la fuente,

con la cabeza hundida en el agua y en su propia sangre —no hace

falta verlo—, el hombre cocido a balazos, liquidado probable-

mente antes de que cayese de espaldas en la fuente, fue mi pa-

trón y fue el novio de mi novia.

El hombre muerto es el Pájaro.

De repente se me ocurre que si el Ombú y Tony lo habían

traicionado lo más probable es que el Pájaro haya mandado a

matar al Ombú. Y se me ocurre entonces qu e también es proba-

ble, si fue así, que ahora hayan matado al Pájaro para demostrar-

le que hay cosas que no se hacen. Que hay cosas que ni siquiera

él podía hacer.

Por eso me pregunto quién mató o mandó a matar al Pá-

jaro.

Y creo que ya lo sé.

Vuelvo a mirar las dos puertas abiertas, el ángel baleado, el

cuerpo semihundido en la fuente y corrijo. La s cosas fueron así:

el Pájaro no salió desde la sala al patio. Cuando descubrió que

había unos tipos en el patio, el Pájaro apareció por la puerta de

servicio. Apareció, me imagino, como una tromba, descalzo y

calzado, corrió para el lado de la fuente, capaz que tiró al mon-

tón, dos, tres, cuatro veces. Y que cuando llegó a la altura de la

otra puerta lo cruzaron, lo barrieron: dos ráfagas de ametrallado-

ra se encontraron y lo hicieron bolsa. Entonces el Pájaro, herido

160

quierda.

En la calle no hay un alma, ya lo dije.

Seguro que acá nadie vio nada, nadie escuchó nada, nadie

encontrará nada. Nadie tiene nada que decir.

Acá no pasó nada.

En el semáforo de Santa Fe y Pueyrredón consigo parar el

auto al lado de la alcantarilla. Un torrente que baja desde Ecua-

dor se zambulle entre las rejas en busca de un destino que siga

fluyendo. Hace borbotones, el agua mugrienta, y en los borboto-

nes flotan latas de cerveza, bolsas de plástico y basura en general.

Pero el agua corre, se zambulle, cae por la garganta profunda de

la alcantarilla.

Miro el anillo que saqué de la mano que se asomaba en la

fuente.

Maru tenía uno igual.Tiro el anillo en la alcantarilla.

Chau, Pájaro.

El puente para cruzar a la Costanera entre Dársena Norte y

el Dique 4 está cortado por la policía. Hacen controles. Unos

pasan y otros no. Prendo un Marlboro. El motor del cacharro

del Chueco ratea. Este auto es una calamidad. Tengo que pensar

algo. Hay un charquito de agua en la alfombra de goma hecha

percha. Los pedales del Renault están lisos. Yo estoy empapado.

Afuera sigue el diluvio. Los muchachos de la Pe Efe tienen ca-potes, armas, patrulleros... En la espalda de los capotes, con le-

tras amarillas, dice Pe Efe A. Yo fumo. Le echo un vistazo, a la

izquierda, al edificio de Telecom. No se me ocurre nada. Pero la

fila, de a poco, avanza. Unos siguen y otros se vuelven. Es un

quilombo de autos atravesados bajo la lluvia y canas de mal hu-

161

 

mor. Me miro en el espejo retrovisor. Ya casi no se nota la biaba

qu e me dieron. O se nota poco. Me acuerdo del enano, ese hijo

de puta con una camisa que le quedaba chica y unos jeans que le

quedaban grandes, u n turro que quiere se r otra cosa en la vida,

olvidarse de que es un enano, un gordo de mierda, un lameculos

de otro lameculos, y agarrar un cacho de poder, a lo mejor ni

con Puerto Apache puede ser por dos cosas: o porque los tráns-

fugas ya entraron o porque cualquiera sea la situación lo que es-

tán controlando es la seguridad de Puerto Madero. Ellos tam-

bién tienen que mantener limpios los inodoros de los ricos.

Los pibes que vigilan la entrada tienen palos, fierros, pa-

samontañas , camperas impermeables y fuego. Señalo la s cubier-

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siquiera mucho: un poco, nada más, para escrachar con saña a

los pobres diablos que se le crucen por el camino. Como si eso

fuera soñar con un destino mejor... Yo vi el mundo desde la al-

tura de las suelas de goma de sus borcegos, yo sentí el olor a

mierda del mundo cuando el cretino me refregaba la s suelas de

su s zapatos inmundos por la boca...

El oficial que me toca cuando me llega el turno parece can-

sado. Desde la visera de la gorra le cae agua en la cara. Hoy no se

afeitó. Tiene m al aliento. Y s i pudiera me aplastaría con un dedo

como a una pulga. A mí y a todos los boludos que un domingo a

es a hora queremos cruzar es e puto puente. Hace quince segun-

dos tiré el cigarrillo. No hay que f u ma r cuando tenes que hablar

co n uno de estos muchachos. No les cae bien. Me pregunta

adonde voy. Le digo que al Yacht Club. Lo pronuncio así: "lót

Club". El tipo me mira. Ni se me ocurre hacerle creer que soy

socio. Le digo que trabajo ahí. Me pide la credencial. Le digo

qu e so y ayudante de limpieza y que a los ayudantes de limpieza

no nos dan credenciales. Me pregunta si limpio los baños. Le

digo que sí: los baños, la cocina, los salones, todo. Me pregunta

si limpio los inodoros, si tengo qu e rasquetear la mierda seca de

los ricos. Le digo que sí. Entonces me pide el DNI. Se lo doy.

Me lo devuelve sin mirarlo. "Pasa", me dice. Y paso. Me olvido

enseguida de él porque del otro lado del puente hay otro control

para los que quieren salir. Yo sigo de largo. Pero me gustaría

saber qu é está haciendo esta gente acá, en medio de la lluvia, un

domingotan

choto como éste.Nos están cuidando, pienso. No van a permitir que los

tránsfugas que quieren entrar a Puerto Apache hagan lo que se

le s dé la gana. A continuación, lógico, pienso que soy un boludo.

Mira si la Pe Efe va a estar cuidándonos el culo jus tamente a

nosotros. Si los muchachos están acá por algo que tiene que ver

162

tas que se queman y les pregunto de qué se trata. M e dicen qu e

se trata de aguantar el frío. Entro en el Puerto dando tumbos por

las calles de tierra enchastradas y cuando dejo el auto vuelvo a

mirar la columna de humo que se levanta desde el fuego de la

entrada. El país está lleno de columnas de humo.

Jenifer no volvió. El Toti tampoco. De Guada no se sabe

nada. La Primera Junta está reunida en el Palacio Apache con el

negro Sosa. El negro Sosa les ofreció a Garmendia y al Chueco

organizar la defensa de Puerto Apache. Le pido a la gorda Susa-

na que me averigüe dónde están Jenifer y los chicos. Alguien tie-

ne que saberlo. La Mona Lisa, por ejemplo. Pero la Mona Lisa

no me lo va a decir a mí. Busco la lata de mis ahorros en el rope-

ro. No queda un peso. La chica se llevó todo lo que quiso. No sé

por qué dejó los discos de Gilda. Es un misterio. Hay muchas

cosas en la vida que no se entienden. Todavía tengo un a reserva

en una caja de herramientas que hay en e l armario de la piecita

de atrás. Me saco la ropa mojada. Me doy una ducha. En mi casa

todavía hay agua caliente. Está un poco turbia, el agua. Como

siempre. Los ingenieros no consiguen limpiarla más. Pero hay

agua. Es un milagro. La ropa seca me parece tibia. Todavía que-

da un poco de café. Me siento en la cocina mientras hierve el

agua. Fumo un Marlboro. Miro, sobre la mesa, el 38 corto y la

caja de balas. Cuento la plata que me queda. 411 pesos. No es

mucho. Pero tampoco se me ocurre en qué me los voy a gastar

entre hoy y mañana. Por eso me quedo tranquilo. Vuelvo a lla-

mar a Cúper. No contesta nadie. Sé perfectamente lo que quierohacer. Me acuerdo del Ombú sentado en mi sillón de paja,

muerto. Me acuerdo de mi vieja, en Rosario. Está enferma, sale

poco, mira películas en televisión. Me acuerdo de Angela, en

Rosario, la prima que la cuida y que enseña a leer. Me acuerdo

de mi hija. Julieta es medio rubia, como la madre. Tiene tres

163

 

años. Sigo pensando cosas así. La tarde va pasando. De vez en

cuando me f u m o un cigarrillo. Después suena el celular. Es

Cúper. Recién llegó a su casa. La Mona Lisa se quedó en la

Recoleta. Tenía una reunión con el sobrino. Cuestiones del bu-

siness de Belgrano. Le pregunto a Cúper si él está con el auto.

Me dice que sí. Le pregunto qué tiene que hacer. Me dice que

dato es de la mina de Tony. Ella dice que cada dos por tres él

tiene qu e salir zumbando para al hotel donde vive su jefe. "U n

hotel bacán", le dice Betina a Cúper, "que no está muy lejos de

acá". Pero no sabe, ella, exactamente dónde está. Ni cómo se

llama. Entonces, ya que al salir de Puerto Apache aparecemos en

Retiro, pasamos primero por el Plaza.

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nada. Le cuento que yo sí tengo que hacer un par de cosas y que

necesito que me acompañe. Por eso media hora más tarde Cúper

me pasa a buscar. Nos vamos. Cruzar el puente para salir no es

m ás fácil qu e para entrar. Ya no llueve. Sopla viento frío de l oes-

te. Hay una larga cola de autos. El control de la Pe Efe no afloja.

En la Dársena Norte no está la fragata Libertad.

No es un palpito. Es información confusa o incompleta.

Subimos por Córdoba, llegamos hasta Esmeralda y volvemos

por Santa Fe. Cúper está de buen humor. No sé por qué. Pero

así todo va un poco mejor. No hay dónde estacionar y arregla-

mos que él da unas vueltas y que nos encontramos en la esquina

de Florida y el pasaje Rojas. Por eso yo me bajo y Cúper sigue.

Los árboles de la plaza San Martín son buenos para sentarse a la

sombra, en verano, y fichar a las minas. Está llena de turistas, en

verano, esa zona.

El dato es de Betina. Ella trabaja con la Mona Lisa en la

Recoleta y es la novia de Tony. A él le gusta el tomate de la

ensalada. No se olviden de esto porque tiene su importancia:

Tony y el Ombú eran los guardaespaldas del Pájaro. Después lo

traicionaron, levantaron la carpa y la armaron en otro lado.

Betina dijo que los había contratado un político. Nunca se sabe

qu é quiere decir eso. Pero algo quiere decir. El Ombú apareció

muerto frente a mi casa, en Puerto Apache. Ahora el que apare-

ce muerto es el Pájaro. No hay que ser un genio para darse cuen-ta de que es un intercambio de facturas. Son las leyes de estos

negocios. Le que todavía no se entiende fo r m a parte de lo mis-

mo. Hay que poner los pensamientos un poco más adelante. Si

te quedas en lo que se ve casi nunca descubrís el secreto de las

cosas. Así que me olvido de todo y entro en el hotel Plaza. El

164

En pocos minutos me doy cuenta de que no es ahí.

Estoy otra vez en la calle. Camino un poco. Espero en la

esquina. Enseguida aparece el Fiat de Cúper. Seguimos. El si-

guiente queda enfrente.

Miro la Torre de los Ingleses. Tiene algo esa Torre. Los

porteños no saben si la odian o la quieren. En general, nadie

sabe bien esas cosas.

En el Sheraton es más fácil. Cúper puede aguantar con el

auto sin yirar. El Sheraton es un hotel más grande. Tiene un

edificio viejo y uno nuevo. Hay convenciones, salas de espec-

táculos, varios restaurantes y bares, demasiado movimiento. Se-

ría un buen lugar. Pero no. No está acá. Me iría casi sin pregun-

tar. Obvio: voy y pregunto.

Me subo al auto.

—No es acá —le digo a Cúper. Prendo un cigarrillo. Apagola radio. Me estrujo el balero. Cúper no abre la boca. Sigue de

buen humor. Creo que él también ya tiene un par de cosas claras.

Capaz que no sabe qué hacer de ahora en adelante con su vida.

Pero se está sacando o se va a sacar lastre de encima. Es una

intuición que tengo.

—¿Entonces? —me pregunta, y lo que yo le diga le da igual.

Está dispuesto a llevarme adonde se me ocurra. Lo único que

quiere, me parece, es que no le pregunte nada. Como si él no

tuviera ideas sobre este asunto. O como si sus ideas estuviesen

trabajando en otro tema. Un poco así.

—Vamos al Alvear —le digo.Así que embocamos Libertador, entramos a Figueroa Al-

corta, y en la rotonda de Pueyrredón enganchamos la avenida

que nace ahí abajo, frente a la feria de artesanos, y que 200 me-

tros más arriba nos va a dejar en la puer ta del tercer intento.

El tercer intento parece una fiesta de disfraces sin disfraces.

165

 

El Sheraton es un hotel para ejecutivos de empresas de otromundo.

El Plaza cambió los dandys y las chicas glamorosas por tu-ristas ricos.

El Alvear es otra cosa. Tiene la pinta de un palacio con ba-randas de oro, arañas de cristal y escaleras de mármol. Tiene la

fianza de los muchachos qu e vinieron a sacudirme. Fui a ver al

Pájaro, a Barragán y a Monti pensando qu e estaban llenos de se-

cretos y me contaron su vida antes de que les hiciera la primera

pregunta. Siempre con mi 38, yo. Un fierro como la gente. Pero sitengo que ser sincero es necesario aclarar que las dos o tres veces

qu e empuñé un a pistola o una navaja lo s puntos se fueron al mazo.

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pinta de un banquete o de una fiesta de disfraces. Pero no hayantifaces, acá.

Uno de los pibes qu e atiende en la recepción me dice que el

"doctor" no se encuentraen el hotel en estos días. Yo le acabo de

preguntar por Monti. Por el señor Monti. Es una manera de de-

cir. El pibe, apenas despectivo, sin mirar la pantalla de su com-

piladora, me dice que el "doctor" está ausente. Le pregunto has-

ta cuándo. El pibe parpadea. Parpadea como una secretaria

ofendida. Me dice que "eso" no lo sabe. Yo insisto. Entonces elpibe me dice que pregunte dentro de una semana. Me da la es-palda y revisa papeles que hay en otro lado. Da golpecitos con un

lápiz. Mueve la cabeza, me mira por arriba del hombro —lógi-co—, y remata: Mejor en dos.

Así me dice, mira:

—Mejor pregunta en dos semanas.Tengo otras cosas que hacer, no sé cómo explicárselo. Ten-

go objetivos superiores. Causas más urgentes en mi vida. Gra-

cias a dios. Porque si no le retorcería el cuello y le pediría que me

lo repita. "No te escuché bien, cosita. Repetímelo". No hay nada

que le haga mejor al espíritu que ver cómo se pone violeta la cara

de un ortiva que te quiere gastar.

Pero ha y otra evidencia qu e ahora se me viene encima.

El Toti me lo dijo la semana pasada.

No le di bola.

En este momento se me hace palpable como si de pronto

uno pudiera ver las tripas de la humillación, la entraña del ene-migo, la forma oscura de la derrota. Es un momento en el queun o está dispuesto a rendirse.

Llevo no sé cuántos días atrás de una historia que no entien-do o a la que llego siempre tarde. Por poco me matan a palos una

noche y después resulta que fue una confusión o u n exceso de con-

166

Todos. Lo cual no quiere decir que no me haya encontrado con

algunas sorpresas. La cosa es así. Yo voy por los bordes o u n poco

por atrás de la historia y de pronto me llevo por delante un fiam-

bre. Es la regla de este juego. Ahora lo veo con absoluta claridad.

Y para confirmarlo me vuelve a pasar lo mismo.

Es fácil llegar a l a conclusión de que el pibe de la recepción

de l hotel Alvear es un cero a la izquierda. Por eso me bajo de la

bronca, do y media vuelta y enfilo para la s puertas. Hay puertas

normales, que se abren y s e cierran como todas la s puertas, y hay

puertas giratorias. Todas de vidrio. De madera y de vidrio. Asíse ve la calle desde adentro. Y viceversa. Es lo que puede espe-

rarse de un lugar como éste. No se me ocurre cuál debería ser el

cuarto intento en la búsqueda inútil del evidente Walter Monti.Yo hubiera jurado que al gordo lo iba a encontrar acá. Bueno. A

lo mejor ya lo encontré. Y lo único que pasa es que no está.Es más: ¿encontré o no encontré una noche al Ombú y un

mediodía al Pájaro? Muertos, pero los encontré.

Por eso no me sorprende toparme, antes de salir, con elLobito. Ya ni siquiera me parece un tipo con boca de lobo. No.Un cachorro inofensivo, me parece. Si fuese hembra, dentro de

un par de años podría darle de mamar a un par de hermanitoshuérfanos. Sería una buena loba. U na madre fuera de serie.

El Lobito hace ir de un lado al otro de la boca un escarba-

dientes como si hubiese terminado de masticar un poco de ca-

rroña y se estuviese hurgando los restos. Es uno de los lugares

más inesperados del mundo para que un tarado como éste se pa-vonee con un escarbadientes entre los labios. Pero mejor encon-

trármelo acá y no en un callejón sin salida. Le veo las marcas que

a él también le quedaron en la cara. No le digo nada. Él sí.—El secretario quiere hablar con vos —me dice. Y me hace

un a seña con la cabeza—. En el roof-garden.

167

 

Es inevitable: me pregunto cómo hace el flaco para acordar-

se de una expresión así. Po r ahora se me ocurre un a sola respues-

ta: nunca la vio escrita. La escuchó nomás: ruf-garden. Y capaz

qu e no sabe ni siquiera lo que significa. Es el problema de colar-se en las fiestas ajenas.

Entonces lo sigo al Lobito por un corredor ancho cubierto

13. C'EST F I N Í

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de alfombras azules. Pasamos en medio de legiones de recepcio-

nistas y de mozos: chicas primorosas con trajes negros y pibes

enfundados en chaquetillas rojas. En el roof-garden se ve el cie-

lo, entra un poco de sol, o un reflejo del sol del atardecer, las

mesas tienen manteles blancos y en el aire flotan grandes helé-

chos impecables.

Un hombre se para cuando me ve entrar. Tiene un saco

azul, un pantalón gris, una camisa celeste y una corbata verde

oscuro que salieron de la tintorería hace media hora. No le miro

los zapatos. Tengo miedo de que el brillo me deje ciego. Me da

la mano, el hombre.

Hoy me gustaría saber su nombre.

Pero él se presenta así:

—Soy el secretario del doctor Monti.

El Lobo desaparece.

Nos sentamos. No tengo dudas. Es el tipo que estaba con el

gordo en el casino. Un poco más adelante voy a preguntarme sin

que me interese qu é habrá sido de la mujer que se dejaba tocar

por el evidente Monti en la mesa de punto y banca. Con ella,

seguro, no se casó.

Pido nada más que un café.

En el roof-garden no se fuma.

No hace falta que nadie me lo diga. Es evidente. Me gusta-

ría encender un cigarrillo y cuando alguien me lea mis derechos

apagarlo en el mantel. Me encantaría sentir el olor a quemado

del mantel de esa mesa del roof-garden del Alvear.Pero eso es influencia del cine.

Yo no quiero que parezca que soy un resentido.

168

El secretario termina una taza de té y desde ese momento

sólo toma un poco de agua mineral. Tiene frente a él una copa y

de vez en cuando se la lleva lentamente a los labios. Se trata, en

realidad, casi sólo de un gesto. Algo que hacer. Una forma de

llamar mi atención hacia otra cosa mientras él arma su discurso

con una maestría un poco de hojalata.El secretario es un hombre alto, flaco, de piel oscura y pelo

negro co n algunas canas. Si no fuese secretario podría se r pique-

tero trucho, violador o el amante sádico de un homosexual ena-

morado.Merquea, el secretario. Me juego el alma.

En los puños de la camisa tiene un par de esos gemelos de

seda que hacen juego con el color de la corbata. A veces uno se

da cuenta de que hay un detalle de más en algo y que ese detalle

es el que deschava lo que aparentemente no se ve. En el caso del

secretario, el detalle son los gemelos.Habla bastante bien el tipo. La voz lenta, baja, me va expli-

cando condiciones de la realidad que hacen que las cosas sean

como son. Como si hablara de política, el secretario. Supongo

que por eso de pronto me encuentro escuchando un discurso que

primero no entiendo y que después entiendo demasiado bien.

Al principio da la impresión de que el tipo habla de política,

de economía, de concentraciones de capitales, de pérdidas o ga-

169

 

nancias , de l as med i d a s a d ec ua d a s pa r a en f ren t a r un a situación

concreta . Da la impresión, a l pr inc ipio —para entendernos—,

qu e el secretario habla de los problemas del país. Dice cosas, por

ejemplo, como que la d i s tribución minor i s ta es tá comprom etida

hoy más que nunc a por la hegemonía monopól ica , q ue la renta-

bil idad de los negocios tiene fórmulas muy complejas, que la se-

Poco. Apenas. Pero hay. Le miro el perfil. Cúper se ríe.

—Tardé un montón —le d igo.—Mudo —m e d ic e—. M e qued o mud o.

— N o seas boludo.

—S oy muy boludo.Entonc es le c uen to . Le digo que lo que e l secre tar io de

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guridad no d ebe ser un problema s ino la condic ión indispensable

para las operac iones del mercado. Y una larga sar ta de cuest ionesm ás o menos por e l estilo.

Quiero f u ma r un cigarrillo.

No se pued e .Pido otro café.

Lo que más me gusta es la min a que lo s i rve.

Una pu ra sonr i sa .

M e pregunto hasta cuándo le d ura la sonrisa, detrás d e qué

puer ta , a qué hora , en qué momento exac to su turno termina y se

saca lo s zapatos, el saco de l traje negro, la boca se le c ierra , los

dientes desaparecen y en un espejo cualquiera la chica se mira la

cara, las ojeras, el m a l h u m o r que le cruza la piel como una finísi-

ma red de cansancio o de har tazgo. Hay t rabajos inhumanos. Ser

lo que no se es viene a ser uno. Ser lo que los otros creen qu e

alguien es viene a ser otro. E s más o m enos lo mism o.

Después , cuando termino el café ya frío, estoy sacudido po r

las últimas palabras, por el último acto del secretario. Me levan-

to de la mesa y me voy. Cerca de las puertas, antes de salir a la

calle, veo al Lobito apoltronado en un sillón. El rencor, en sus

ojos, es lo más parec ido a un sentimiento que consigo imaginar-

me en ese cuerpo s in sentimientos .

Tengo que camin ar una cuadra y media . En Quintana entre

Cal lao y Ayacucho encue ntro a Cúper. Ya oscureció. Tiro un c i -

garrillo y enciendo otro. Me puso nervioso el coso ese. No sólo

un o tiene la sensación de que un tipo así te lee el cerebro: quedas

convencido, además, de que descubr ió en e l fondo de tus ideas e l

m ás secreto de todos tus secretos, eso que da tanta vergüenza

qu e n u n c a se pued e confesar , eso que es lo más parec ido a vivira tado a un fracaso.

En el auto de Cúper hay todavía un poco de olor a nuevo.

170

Monti me quiso decir e s que el gordo Monti y el gordo Barragán

decid ieron quedarse con e l negocio de l Pájaro. Monti tiene m ás

guita, o la consigue, y está seguro de que puede multiplicar las

ventas . Mul t ipl icar las m ucho. Por eso se l levó a l O m b ú y a

Tony, por eso le mexicanearon no sé cuántas entregas de m ercaen el norte, por eso lo empezaron a dejar sin provisiones, sin

guita, sin negocio. El Pájaro, al final, tenía que quedarse con una

cascara vacía que le iba a alcanzar apenas para el chiqui ta je .

Mien t ras deja la copa sobre la mesa después de un tragui to de

agua, el tipo me dice que al principio la idea no era deshacerse

del Pájaro sino asociarlo con un porcenta je a su medida , con una

parte que tuviera que ver con la parte del negocio que él podía

seguir apor tando. Pero las cosas se complicaron. El Pájaro, me

dijo el tipo, la s complicó. Tenía t res problemas. Era un hombre

muerto de celos , era un hombre desconf iado, y era un hombre

peligroso. No se puede hace r negocios en serio con gente s in

equilibrio.Habla del Pá jaro como s i lo hubieran l iquidado un mes

antes .— M i r a — le digo a Cúpe r—. S e tocaba lo s gemelos así.

Le digo y le muestro.

Cúper ent iende.El secre tar io me dijo que después de que mandó a matar a l

Ombú el Pájaro quedó a fuera de todas las posibilidades. Un su-

jeto inestable, me dijo el secretario, prisionero de sus emociones,

no puede ver claro ni actuar con sangre fría. Las grandes empre-

sa s la s dirigen muchas veces hombres invisibles. No era e l caso

de ese muchacho. Ya me había hecho fajar a mí, desliza el tipo,

cuando no tenía ningún sentido meterse con usted . Al contrar io,

era un objetivo equivocado. Porque hay algo que yo no sabía: el

negro Sosa es taba trabajando para e l Pá jaro. Quería armar una

171

 

red baja , el Pájaro, una red para los alrededores, y Sosa la estaba

armando en Puerto Apache. Por eso le encarga a Sosa que liqui-

de al Ombú. Y Sosa lo liquida y lo deja en la puerta de mi casa.

El mensa je era doble: para el nuevo patrón del Ombú, de parte

del Pájaro, y para mí, de parte de Sosa. El nuevo patrón del

Ombú, a esta altura del partido, ya era también el nuevo patrón

que la transición de una instancia a otra ya era un hecho, que

Barragán había viajado con el objetivo de blindar en una reunión

internacional los precios y el abastecimiento para los próximos

meses. Además, me dijo, tengo algo para usted:

—La señora me pidió que le devolviera esto.

No sé, pero creo que sin darme cuenta yo había cerrado los

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de Sosa, o sea el gordo Monti. Así que Sosa seguía armando la

red baja para Monti, un objetivo correcto. Entonces Monti no se

sorprendió. Sacrificó al Ombú y consiguió el motivo que le falta-

ba para borrar del mapa al Pájaro. Otra cosa que usted no sabe,

me dijo el secretario, es que el Pájaro no sólo se estaba quedando

sin negocio: también se estaba quedando sin su novia. Maru —él

no dijo Maru— había transado con Monti y estaba a punto de

largar al Pájaro, pero no quería que lo mataran. Por eso el doctor

necesitaba un motivo. Y ese pobre idiota se lo sirvió en bandeja.

La muerte del Ombú demostró una vez más que era imprevisi-

ble, violento, apresurado. Un pibe peligroso. Entonces ... —el

secretario se rozó suavemente los dedos como si se estuviese sa-

cudiendo partículas inexistentes de azúcar impalpable—. Bueno,

entonces se terminó el Pájaro.

Yo tengo el estómago revuelto.

Hay cosas que no me caen bien.

Y sabía que no había escuchado lo peor.

Por eso hice un movimiento, un ademán que era el primer

paso para hacerle saber al secretario de Walter Monti que okay,

ya estaba, suficiente por hoy, macho, muchas gracias, nos ve-

mos. O no. Es igual. Yo me voy.

Fue ahí cuando el tipo me paró.

Y yo me di cuenta de que tenía que prepararme para que me

cayera encima, como un balde de agua fría, la otra cara de la ver-

dad. Si la verdad existe. Y si no existe uno tiene que darse cuenta

de que el secreto de la historia es lo que en el fondo nadie quiere

descubrir.

Fue ahí cuando el secretario me dijo que estaba claro que el

doctor no veía en mí un obstáculo, supongo que me entiende,

dijo, y agregó que no estaba en el país, el doctor, ni la señora,

por supuesto. A continuación, como hablando de política, dijo

172

ojos. El secretario sacó un sobre del saco azul y me lo dio.

El sobre quedó en el aire.

Pensé que no tenía que dejarlo ahí.

Era el atardecer de un domingo raro y sin estruendo en el

roof-garden del Alvear. Afue ra estaban los muertos, Puerto

Apache, las putas en la calle. Una de las chicas que atendía las

mesas me miraba desde su puesto de guardia en un lateral del

salón. Tenía un traje negro, como todas, pero no era una recep-

cionista. Era otra idea equivocada, como todas.

—¿La señora? —pregunté.

Sí, claro. La señora y el doctor se habían casado en México.

—Hace dos días —me dijo el secretario del evidente

Monti—. El viernes, para ser exactos.

Me levanto de la mesa y me voy.

Salgo del hotel.Prendo un cigarrillo. Camino una cuadra y media. Encuen-

tro el auto de Cúper en Quintana entre Callao y Ayacucho. En-

tonces le cuento todo a Cúper. Todo menos lo del sobre.

Cruzar los cordones de seguridad de la policía es como pa-

sa r de un sistema a otro con la idea de que ninguno de los dos

te arregla las cuentas pendientes. En Puerto Apache la guardia

está reforzada. Hay más hombres, más palos, más piedras, más

pasamontañas, más bronca, más fuego , más humo. No muy le-

jos, un poco más allá, gris de hollín y medio desmantelado por

el viento, se lee todavía el cartel que pusimos a principios de

año:

Somos un problema de l siglo XX I

173

 

C úper no quiere ni pensar en la Mona Lisa. El desapareció

con el auto toda la tarde y encima ahora tiene que decirle que no

va a trabajar con ella ni con el sobrino de ella en el cementerio.

Un autént ico garrón. La M o n a se saca ensegu ida, se pone de los

nervios, a veces me dan ganas de surtirla. . . A veces me da lásti-

ma, dice Cúper: está un poco loquita, ¿sabes?Sí, sé.

do con una nenita en brazos dice que se llama Jaime, que tiene

35 años, que es casado, con dos hijos, y vecino de Lugano. Dice

el gordo que hay que rec upe rar pa ra toda la gente la Reserva, que

él venía siempre a pasear por acá con la familia, que es una ver-

güenza, que los okupas hoy tomaron t reinta manzanas pero qu e

v amos a terminar quedándonos co n todo... La nenita, en los

brazos del gordo, llora y patalea, se limpia los mocos como pue-

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M e bajo del auto en la puer ta de mí casa. Obvio: las luces

están apag adas. Antes de e ntrar pelo el celular y lo llamo al Toti.

Cam ino p or la calle hasta la esquina y vuelvo. Tarda en atender .

Pero at iende. Me dice "Ah, sos vos . Por f in. No encontrab a es teteléfono de m ierda en la car tera. ¿ C ó m o estás?"

M e río. M e hace reír el Toti. El sigue bien, allá, en Núñez,

con su amigo. "Estoy chocho", me dice. Y eso me parece unabu ena noticia.

V eo la s luces también apagadas en la casa del Toti, dos

pibes que fuman, en la otra esquina, y me dan ganas de me terme

en el cuerpo un trago fuerte, una dosis de algo que me afloje la s

ideas, los pensamientos que parecen músculos contracturados .

Así que enfilo para el barcito de López antes de hacer lo quevengo a hacer .

A n c h o r e n a y L o m o Angosto e n g r u p e n a l j u j e ñ o q u e

laburaba en Vialidad y a Julián, el mago de los limpiaparab risas,

a quienes acaban de baut izar : Jota-Jota, dos pendejos despreve-

nidos que creen que al truco gana el que más liga.

Le pido a López un gintonic mitad y mitad.

Después m e s iento con el pibe Morales y otros muchachos

qu e s iguen al ternat ivamente los pormenores del pr ime r chico del

segundo par t ido de los gerentes con Jota-Jota; lo s detalles de l

suceso del día, que se produjo, me cuentan, sorpresivamente; y

un programa de noticias en la televisión po r cable.

Por eso veo en la pantalla un acto de gente que reclama la

erradicación de Puer to Apache. No son muchos . Capaz que no

llegan a 150. Pero se jun tan con bom bos y platillos frente al cor-

dón policial que controla el ingreso a la Costanera por avenida

Belgrano y arman qui lomb o, es tá el per iodismo, hacen su bus i-

ness diez docenas d e linyeras disfrazad os de ecologistas. U n gor-

174

de, el gordo está en otra: roba cámara, obvio.El programa de noticias va a un cor te pero s igue. Gar-

men dia se toca los dientes enfe rmo s, los ojos enferm os, y escribe

en un libro de actas que la gorda Susana t rajo del Borda los re-glamentos de las nuevas medidas de seguridad, las cosas que

arreglaron el Chueco y él con el negro Sosa y con Juana la Loca:

la política de resistencia y abastecimiento, la defensa , la segun-

dad, la representación de Puer to Apache ante la s autor idades y

la prensa. C on estas palabras, dice Garmendia, tengo que escri-

bi r lo s acuerdos adop tados . Habla c o m o un l i b ro an t iguo ,

Garmendia . Te dan ganas de decirle que no sea tan pelotudo.

Enseguida entendés que la culpa no es de él. Que la gente no

sabe qué hacer. Que el Chueco tiene un par de ideas simpáticas

en el balero pero que de condu cción no sabe un carajo. Por eso la

gente se acuerda de mi viejo: él sabía, se oye, cómo tratar estosasuntos. Tarde, pienso. Ya es tarde. ¿Para qué sirve llorar sobre

la leche derramada ?Con un real envido ganado más dos puntos de l r abón Jota-

Jota entran encabezando el tanteador al segundo chico. Estos

triunfos pasaje ros son los que ma rean a los giles. Con Anc hore-

na y Lomo Angosto nadie se lleva cinco puntos de arriba en una

sola mano. Ahora se agrandan, los chicos, se descuidan, y los

gerontes empiezan a remontar de a poco, casi siempre sin cartas,

y cuando lo s tengan nerviosos, contra la s cuerdas , peleándose

entre ellos, les van a ganar una falta con las ma nos vacías.

Entonces, en la televisión, aparece el negro Sosa.

No se puede creer .Pienso que nad ie lo pued e creer porque se produce un silen-

cio y las palabras de Sosa van entrando en los baleros de todos

como la comunicación de un golpe de estado.

175

Es una provocación, dice Sosa, que a este lugar se lo llame

Puerto Apache. Es una provocación sostener que ocupamos

treinta manzanas de la Reserva. Es una provocación tratarnos de

okupas y de depredadores. Acá vive gente decente, dice Sosa, y

no vamos a permitir intrusiones, no vamos a permitir que se

haga política con un problema social, no vamos a permitir que

nos traten como a delincuentes. Nuestro asentamiento tiene

Y a lo mejor estaba. ¿Por qué no? Era temprano, todavía. El

suceso del día iba a producirse un poco más tarde: a esa hora

Cúper y yo ya estábamos dando vueltas por los hoteles. Es así.

Uno anda por un lado y la realidad por otro.

Lo que más me impresiona es lo que dice Rosa:

—Nun ca vi nada igual —dice—. Tanta sangre suelta...

El Chueco dice que el suelo de toda la pieza estaba lleno de

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apenas diez manzanas, se diga lo que se diga, y esto se puede

demostrar. Todo se puede demostrar, dice Sosa, señor periodis-

ta. Yo lo invito a entrar conmigo y a recorrer nuestro barrio, el

barrio qu e levantamos co n nuestro único esfuerzo y sin la ayudade nadie. Y usted va a ver, y todo el país va a ver, qu e vivimos en

un barrio modelo, limpio, seguro y decente. Nosotros estamos

dispuestos a dialogar, dice Sosa, con las personas correspon-

dientes. No con las fuerzas de seguridad. La s fuerzas de seguri-

dad tienen una misión que cumplir y nosotros tenemos que res-

petar a las fuerzas de seguridad. Pero no es con un comisario con

quien no s tenemos qu e sentar a dialogar, dice Sosa.

O sea, Sosa dice que el que se va a sentar a dialogar es él.No sé si te queda claro.

Capaz que no, porque después de escuchar al negro Sosa en

la televisión no sabemos ni cómo nos llamamos.

Estas declaraciones, me entero en el barcito de López, Sosa

las hizo unas horas antes del suceso del día.

Yo miro la remera del Negro, el chaleco de cuero sin man-

gas, los bigotes que le bajan por los costados de la boca.

Detrás de Sosa y del periodismo, los linyeras ecologistas se

acomodan las vinchas y levantan otra vez las pancartas. La Pe

Ef e cierra el cordón. Atrás, Puerto Madero duerme la resaca de

otro domingo de otoño después de una mañana tormentosa.

Uno se distrae y la vida pasa.

Por ejemplo, el suceso del día me deja con la boca abierta.

El avance del negro Sosa es espeluznante. Pero estaba can-

tado. El suceso del día no. Eso no se lo esperaba nadie.

Me acuerdo de que cuando volví de la casa del Pájaro, cerca

del mediodía, pregunté por ella. Y me acuerdo de que alguien

me dijo que no sabía nada. Por eso pensé que estaría durmiendo.

176

sangre.

Sí, dice Garmendia: era un charco de sangre que iba de pa-

red a pared. Y el olor... El olor parecía...

Se queda callado, Garmendia. Y a nadie se le ocurre olor a

qu é tenía la muerte. Entonces Rosa repite:

—Nun ca vi tanta sangre suelta.

El muerto es Mano de Manteca, ¿te acordás? El tarado que

se rompió los huesos al principio, cuando me estaba pegando.

De Mano de Manteca nunca más se supo nada. Pensé, in-

cluso, que lo habían rajado. Un matón no puede ir por la vida

rompiéndose los huesos cada vez que tiene que darle un par de

pinas a alguien. Pero no. La moto de Rocha quedó en la puerta.

Dicen que se llamaba Rocha, y que trabajaba para Sosa. Hoy to-

dos son tipos de Sosa: Tony, el Enano, el Lobito, los muchachos

de las motos... Tipos de Monti, de Barragán, de Sosa...

Bueno. Esa tarde reaparece, Rocha. El asunto parece que

siguió estos pasos: la gorda Susana cuenta que una prima suya le

dijo qu e Juana la Loca quería incorporar un a atracción fuerte al

Laguna Roja. Por eso le dice al negro Sosa que está pensando en

Guada. El negro Sosa lo procesa y también se queda pensando

en Guada. Entonces hoy a la tarde le dice a Rocha que vaya a

buscar a Guada porque quiere hablar con ella. Y Rocha fue. Dejó

la moto en la puerta, golpeó, le abrió Isa y él se metió en la casa.

Parece qu e cuando entró a la pieza y la vio a Guada que se había

despertado sin entender nada perdió lo s pedales y se le fue enci-

ma, la empezó a tocar, le dijo qu e tenía que ir con él, que Sosa la

llamaba, pero qu e antes le iba a hacer un favor. Así que Isa se

metió en el medio, lo quiso echar a Mano de Manteca, y él le

pegó un revés con el yeso y la sacó de la pieza.

De dónde salió el estoque nadie tiene la menor idea.

177

 

Pero la cuestión es que cuando Rocha se le acercó de nuevo

a G uada y le puso la mano sana encima ella le acertó con un

estoque un puntazo en la femoral y el tipo se desangró. Se supo-

ne que despu és de la prime ra se comió dos o tres heridas más, en

el vientre. Pero lo mató la primera. Y ahí quedó, en medio de su

propia sangre.

De Guada y de Isa no se sabe más nada.

M e acuerdo de Julieta y de Ramiro.

Mañ ana o pasado les voy a escribir una ca rta.

Por algún lado hay que empezar .Veo un pibe, en la otra esquina, fuma ndo un cigarrillo.

Cuando abro la puerta de mi casa me doy cuenta de que el

pibe no está fumando un cigarrillo. Escucho el silbido fuerte y

me avivo de que acabo de pisar el palito. Me freno. Miro en la

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Las cosas fueron as í porque se cuentan as í. U na mina de l

hotel de Juana la Loca le contó a una prima de la gorda S usana lo

qu e a ella le había contado otra mina del hotel de Juana la Loca

qu e lo conocía de vista a Rocha. Pero a la gorda Susana no hay

dónde encontrarla. Y a la prima tampoco. Lo cual es una lásti-

ma, porque por mucho que le haya contado la mina de l hotel a l a

pr ima —y la pr ima a la gorda— no le puede haber contado lo

qu e no vio ni escuchó. Por eso se supo ne que con la prima o sin

la pr ima la gorda Susana la s vio, a G uada y a la madre , y que

habló co n ellas. O con una de ellas, por lo menos. Quién sabe.

La cues t ión es que Guada desaparec ió de Puerto Apache .

Abro el segundo paquete de cigarrillos que compré a la ma-

ñana y prendo un o.

Hay que tener cuidado con los animales heridos.

Una ley dice que cuando tus amigos ya no pueden vivir don-

de viven vos tampoco. No la inventó el Indio Solari. La inventé

yo . Pero es real.

Por eso vuelvo a mi casa poniendo un poco en orden las

ideas. Eso no quiere decir nada más que eso. No entiendo bien

la s cosas. O no quiero entenderlas. Me lleno de premoniciones:

un hormigueo en todo el cuerpo que me dice sin lugar a dudas

qu e llegó e l momento, que es ahora, y que ya no queda mucho

tiempo: hay que saltar. Como saltan la s ratas, lo s desesperados,

los que quieren seguir viviendo. No sé qué hay que hacer. Pero

sé qu e tengo qu e salir voland o.

El sillón de paja, en la puerta de casa, sigue en su lugar.

Las luces están apagadas.

Me acuerdo de Jenifer .

178

oscuridad. Paro las orejas. Huelo el aire. Siento el golpeteo del

corazón atolondrado. Muevo la mano derecha en busca del 38

qu e llevo atrás, en la cintura. De todas m anera s sé que estoy cla-

vado en la puerta y que contra el resplandor de afuera soy unblanco fácil si alguien me ve desde adentro. Mi mano llega al

revólver. No pasa nada. Si hay alguien en mi casa no está en esta

pieza que es el comedor , la sala y la cocina, todo jun to . Así que

entro, m e pego a la pared, espero que los ojos se acostumbren a

la s sombras. No se oye nada. Ni adentro ni afuera. Pero esto es

una t r ampa .Las cosas se aclaran cuando quiero entrar al dormito rio. Em-

pujo la puerta con la punta del borcego derecho. Espero. Y apenas

m e asomo un tipo se me viene encima. Es un bloque de piedra.

U na furia desatada qu e empieza a surtirme como un a má quina de

pegar. Por suerte no se ve nada y un m ontón de golpes siguen de

largo. D e todas maneras me da un par de veces en el estómago y se

m e corta el aire. No sé cómo consigo engancharlo por el cuello

desde atrás con los dos brazos. Así que trato de estrangularlo un

poco mientras recupero la respiración. Siento que tengo el puño

derecho contra la oreja izquierda del tipo. Le refriego el 38 contra

la oreja y entonces descubro la primera señal del miedo del otro.

Es un sudor tibio. Tiene sudor de miedo en la cara. Pero no afloja.

Es como estar abrazado a una columna de piedra. Si lo dejo reac-

cionar me liquida. Perdido por perdido me juego. Lo suelto de.

golpe, lo empujo, y cuando se está yendo de boca le sacudo un

culatazo en la nuca co n alma y vida.

Se oye un crujido.

E l tipo de piedra gime.

Y se cae.Entonces le llueven una docena de patadas que tiro al bulto.

179

 

Algunas le pegan en las costillas y en la espalda. Se hace un ovi-

llo, el tipo, y rueda por el suelo. Se para un poco más allá, cerca

de la pared donde Jenifer tenía la foto de su madre. Entonces soy

yo el que se zambulle contra él. No se recuperó y no me espera.

Así que le doy con la cabeza en el pecho. Es un buen impacto.

La pared de tablas de madera no es nada gruesa y la tiramos aba-

jo. Caigo sobre el hombre de piedra. Y le cruzo la cara con puñe-

Por eso tampoco le voy a dar el gusto de preguntarle si

Maru también ya trabajaba para Monti. O si ya curtía con

Monti.—Tómatelas —le digo.

—Sí —me dice.—Raja. Desaparece. Ahórcate.Se arrastra por el suelo. Sale por el fondo. Se pierde más allá

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tazos de ida y vuelta, puñetazos con la mano llena por la culata

del 38. Creo que me salpica algo de sangre. Supongo que le rom-

pí un poco la boca o la nariz. No estoy seguro.

Éste es mi turno para matar a alguien.

Prendo la luz. Hecho un guiñapo, en el patio de atrás de la

casa, entre los restos de la parecita de madera, está Tony.

En los asados de los domingos al mediodía con el Pájaro y

con el Ombú había ensaladas de lechuga, tomate y cebolla. Tonycomía el tomate de la ensalada. El Ombú no.

Es el momento de saldar las deudas chicas.

—La última transa —le digo—, cuando faltó guita...

Tony se sigue cubriendo la cara con los brazos y me miracon los ojos perdidos de un toro acorralado.

—Sí —me dice.

No sé por qué. Supongo que quiere decirme que entiendede qué le hablo. Lo tengo encañonado con el 38.

—Los encargados de cobrarle a Monti eran vos y Maru —ledigo.

—Sí —me dice.

Ahora le encuentro más lógica a la respuesta.

—Pero nunca cobraron ni dejaron de cobrar —le digo.—No.

Quiere decirme que nunca cobraron ni dejaron de cobrar.

Ni él ni Maru. Hay que entender, entonces, que nunca faltó gui-

ta en ninguna cobranza. Hay que entender, entonces, que parasaber lo que pasaba había que estar ya del otro lado de la historia.No había sido mi caso.

—Ya trabajabas para Monti —le digo.—Sí —me dice.

No voy a matarlo.

180

de lo que se alcanza a ver desde acá.

Prendo más luces.En el ropero, en la cómoda, en los muebles del dormitorio

que Jenifer compró una tarde en un supermercado, Tony meplantó unos cuantos ravioles. En la pieza de los chicos también.

Si en este momento me cae la yuta voy en cana como por un

tubo. No me preguntan quién soy, qué hago, cuándo pienso mo-

rirme. Entierran directamente mis huesos en el más oscuro y

perdido de todos los calabozos. Hay gente que sale de la cárcel

antes de entrar. Y hay gente que pierde su destino. Son cosas

que pasan. Todo depende de quién te pide la captura.Por eso me siento en una silla y enciendo un cigarrillo. Es el

mismo lugar en el que estaba sentado la noche que vinieron a

buscarme los matones que me mandó el Ombú. Me acuerdo que

miraba un gol de tiro libre que había hecho la Bruj i ta Verón y

que entonces el Lazio ganaba 3 a 0.Escucho por última vez un disco de Gilda.

Dice:

Dime qué tepasa,

pedacito del alma.

Dime qué te pasa,

pero dímelo ya.

Dímelo,

¿qué te está pasando?

Cuéntame,

¿qué estás ocultando?

En un viaje que hicimos a Bariloche hace cuatro años, ya lo

dije, me quedé con una bombachita blanca de Maru. De vez en

181

 

cuando me gustaba tocar esa bombachita, olería, sentir el p e r fu -

m e d e Maru e n t r e l a s p i e r n a s . A h o r a h a y m e r c a e n l a

b o mb ach i t a . H ay p ap e l e s en la r e m e r a qu e ella m e t ra jo de

Miami , en las dos o t res camisas q ue me qu e d an , en un bolsillo

de l saco azul que me puse el otro dí a p a ra ir al cementerio . . .

Por eso ya no quiero hacer lo que vine a hacer.

N ad a .

Lo más probable es que de p ro n t o me dé cuenta de que ten-

go h amb re .Entonces oigo qu e atrás lo s muchachos abren o t ra vez la

p u e r t a . Me doy vuelta. Y lo veo veni r a Cúper. Viene corriendo.

Espérame, d ice . Me alcanza. N o sólo no va a trabajar en el ce-

menterio . Tampo co quiere d is t r ibuir la verdura de Puente Roto.

Antes m e caso con una mi n a de guita, dice. Una de esas minas

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No quiero nada.

Miro la hora.

Es co mo un a t imba.

Cada minuto qu e pasa pone m ás cerca el preciso momentoen que la Pe Efe va a caer en esta casa como si en esta casa estu-

v iera a t r incherada un a b an d a de una docena de t ipos armados

hasta lo s dientes.

A n t e s de i rme abro el sobre que me dio el secretario de p a r -

te de la señora. Encuentro, por supuesto, plata. Dólares. Billetes

nuevos. Legales. Billetes de cien . D os paquet i tos p ro l i jos co n

su s fajas de papel se l ladas por un banco.

No hay diez mil dólares.

H ay más.

Apago el cigarrillo en el suelo. Me paro . Me guardo el sobre.

Me calzo el 38 atrás, en la cintura. Me miro en el espejo del boti-

quín de l baño. La columna de piedra , aunque parezca m ent i ra , no

logró tocarme la cara. Estoy casi sano. En cualquier mom ento vo y

a cumplir 30 años, pienso. La vida pasa. No hay derecho.

Así que me voy.

No me l levo nada.

Camino rumbo a l a salida.

En el aire se huele el aire dulce de la laguna. Es una noche

clara. Después de la tormen ta de la ma ñan a el día se fue arre -

glando y ahora salió un a luna amarilla qu e dibuja en el horizonte

el perfil bajo de Puerto Apache. Lo s muchachos qu e están de

guardia m e abren la p u e r t a y salgo a l a Costanera . N o tengo du -

das. Voy a cruzar por el puente que hay ent re el Dique 4 y la

Dársena Norte . Como siempre . Voy a cruzar el cordón de los

mu ch ach o s de la policía. Voy a ent rar en la ciudad , un domingo

a la noche, sin saber qu é hacer.

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de los bares de la calle Corrientes que a él lo vuelven loco.

Así que nos vamos juntos.C ru zamo s el p u e n t e . C ami n amo s p or Leandro Alem p a ra la

plaza Sa n Martín. Hace un p o co de frío.—¿ Qué pasó? — m e pregunta Cúper.

A él le gusta que yo le cuente historias.

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ÍNDICE

Capítulo 1 Cúper 9

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Capítulo 2 Maru 23

Capítulo 3 Palacio Apache 36

Capítulo 4 El Ombú 49

Capítulo 5 Televisión 61Capítulo 6 La batalla 73

Capítulo 7 U n paraíso argentino 86

Capítulo 8 El almacén 99

Capítulo 9 Gilda 114

Capítulo 10La Mona Lisa 127

Capítulo 11E1403 140

Capítulo 12 El Pájaro 155

Capítulo 13 C'estfini 169

185

 

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Esta edición de 2.000 ejemplares

se terminó de imprimir en

Artes Gráficas Candil S.H.,

Nicaragua 4462, Buenos Aires,

en el mes de agosto de 2002.

P U E R T O A P A C H E J u a n M a r t in i

Puerto Apache, síntesis de una realidad transformada. La ciudad como

plano de los cambios inm ediatos: cartografía clandestina definida más

Juan Martini

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por incidencias sociales que por accidentes geográficos. Muy pocas

páginas le alcanzan a Juan M artini para p resentar a los personajes y crear

la atmósfera de esta novela: la delincuencia, el hampa de suburbio, la

nueva lujuria y la nueva pobreza de la ciudad de Buenos Aires, y un

lenguaje que es capaz de transm itir lo inmediato con una frescura y una

intensidad poco frecuentes en nuestras letras. A partir de peripecias

urbanas despojadas de cualquier aspecto moralizador, los lectores

entramos, accedemos a Puerto Apache. Y la superficie que descubrimos

en su interior refleja, como ha hecho siempre la mejor narrativa,.un

mundo imaginario cuya conexión con el mundo presuntamente real

ilumina los bordes menos visibles que la experiencia reconoce.

Con una escritura austera, ceñida e imaginativa, con una percepción

extraordinaria, el autor de libros como La máquina de escribir y El autor

intelectual nos convoca, nos obsesiona y nos subyuga. Un tema de

actualidad, que proyecta la hondura del presente en la proyección del

futuro, en los carriles sabios y perdurables de la literatura.

N A R R A T I V A S

Impreso en la Argentina

www.edsudamericana.com.arÍ 9 5 0 0 | | 7 2 2

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