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PRIMERAS PÁGINAS “BEltENEBRoS” - Planetalector · Biblioteca Antonio Muñoz Molina ... (Seix Barral, 1992 y 1999), El ... Nada del otro mundo (1994), Ardor guerrero (1995), Plenilunio

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PRIMERAS PÁGINAS“BEltENEBRoS”

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Primeras páginas: “Beltenebros”

Beltenebros

Una visión personal de España

Biblioteca Antonio Muñoz MolinaNovela

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Antonio Muñoz MolinaBeltenebros

Traducción del inglés por Ana M.ª de la Fuente

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Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

© Antonio Muñoz Molina, 1989© Editorial Seix Barral, S. A., 2006

Avinguda Diagonal 662, 6.ª planta. 08034 Barcelona (España)

Diseño de la colección: Hans GeelFotografía del autor: © Ricardo MartínPrimera edición en Colección Booket: mayo de 2006

Depósito legal: B. 17.214-2006ISBN: 84-322-1735-2Impresión y encuadernación: Litografía Rosés, S. A.Printed in Spain - Impreso en España

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Biografía

Antonio Muñoz Molina nació en Úbeda (Jaén) en 1956.Cursó estudios de periodismo en Madrid y se licenció enHistoria del Arte en la Universidad de Granada, ciudad en laque residía desde 1974. Posteriormente se trasladó aMadrid. Es autor del ensayo Córdoba de los omeyas(Planeta, 1991) y ha reunido sus artículos en los volúmenesEl Robinson urbano (1984; Seix Barral, 1993 y 2003), Diariodel Nautilus (1985), La huerta del Edén (1996), Pura alegría(1996) y La vida por delante (2002). Su labor comoarticulista ha sido reconocida recientemente con lospremios González Ruano de Periodismo y Mariano deCavia, ambos en 2003. Su obra narrativa comprende:Beatus Ille (Seix Barral, 1986 y 1999), que obtuvo el PremioÍcaro, El invierno en Lisboa (Seix Barral, 1987 y 1999), querecibió el Premio de la Crítica y el Premio Nacional deLiteratura, ambos en 1988, Beltenebros (Seix Barral, 1989 y1999), El jinete polaco (1991; Seix Barral, 2002), que ganóel Premio Planeta en 1991 y nuevamente el PremioNacional de Literatura en 1992, Los misterios de Madrid(Seix Barral, 1992 y 1999), El dueño del secreto (1994),Nada del otro mundo (1994), Ardor guerrero (1995),Plenilunio (1997), Carlota Fainberg (2000), Sefarad (2001),En ausencia de Blanca (2001) y Ventanas de Manhattan(Seix Barral, 2004).

Es miembro de la Real Academia Española y director delInstituto Cervantes de Nueva York.

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Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no ha-bía visto nunca. Me dijeron su nombre, el auténtico, ytambién algunos de los nombres falsos que había usadoa lo largo de su vida secreta, nombres en general irrea-les, como de novela, de cualquiera de esas novelas sen-timentales que leía para matar el tiempo en aquella es-pecie de helado almacén, una torre de ladrillo próximaa los raíles de la estación de Atocha donde pasó algunosdías esperándome, porque yo era el hombre que le di-jeron que vendría, y al principio me esperó disciplina-damente, muerto de frío, supongo, y de aburrimiento ytal vez de terror, sospechando con certidumbre cre-ciente que algo se estaba tramando contra él, desveladoen la noche, bajo la única manta que yo encontré luegoen la cama, húmeda y áspera, como la que usaría en lacelda para envolverse después de los interrogatorios,oyendo hasta medianoche el eco de los altavoces bajo labóveda de la estación y el estrépito de los expresos queempezaban a llegar a Madrid antes del amanecer.

Era un almacén con las paredes de ladrillo rojo ydesnudo y el suelo de madera, y desde lejos parecía unatorre abandonada y sola a la orilla de un río, más altaque las últimas tapias de la estación y que los haces decables tendidos sobre las vías, cúbica y ciega, ennegre-

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cida desde los tiempos de las locomotoras de carbón,con puertas y ventanas como tachadas por maderas enaspas que fueron hincadas a los marcos con una sañadefinitiva de clausura. Arriba, en el primer piso, habíaun mostrador antiguo y sólido de tienda de tejidos, yanaqueles vacíos y arbitrarias columnas y un reloj en elque estaba escrito el nombre de una fábrica textil cata-lana que debió de quebrar hacia principios de siglo, nomucho antes de que las agujas se detuvieran para siem-pre en una hora del anochecer o del alba, las siete yveinte. La esfera no tenía cristal, y las agujas eran másdelgadas que filos de navajas. Cuando las toqué me heríligeramente el dedo índice, y pensé que él, durante losdías y las noches de su encierro, las habría movido devez en cuando para obtener una ficción del paso rápidodel tiempo, o para hacerlo retroceder, ya al final, cuan-do con un instinto de animal perseguido que desconfíade la quietud y el silencio imaginó que el mensajero aquien estaba esperando no iba a traerle la posibilidadde la huida sino la certidumbre de morir, no heroica-mente, según él mismo fue enseñado a desear o a no te-mer, sino en la condenación y la vergüenza.

Tirados por el suelo había periódicos viejos que so-naban a hojarasca bajo mis pisadas, y colillas de ciga-rros con filtro y huellas secas de barro, porque la nocheen que huyó o fingió huir de la comisaría, me dijeron,había estado lloviendo tan furiosamente que algunascalles se inundaron y se fue la luz eléctrica en el centrode la ciudad. Por eso pudo escapar tan fácilmente, ex-plicó luego, tal vez temiendo ya que alguien recelara,todas las luces se apagaron justo cuando lo sacaban es-posado de la comisaría, y corrió a ciegas entre una llu-via tan densa que no podían traspasarla los faros de los

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automóviles, de modo que los guardias que empezarona perseguirlo y dispararon casi a ciegas contra su som-bra no pudieron encontrar su rastro en la confusa os-curidad de las calles.

El colchón donde había estado durmiendo guardabatodavía un agrio olor a lana húmeda tan intenso como elolor a orines corrompidos que procedía del retrete,oculto tras una rígida cortina de plástico verde al fondode la habitación. La cabecera del camastro estaba situa-da al pie del mostrador, y no era posible verlo cuando seabría la puerta. A su lado, en el suelo, junto a la lámpa-ra de carburo, vi las novelas amontonadas, algunas sincubiertas, recosidas con hilo áspero, gastadas por el usode muchas manos nunca cuidadosas ni limpias, con losbordes de las páginas casi pulverizados, porque eran deesa clase de novelas que se alquilan en los quioscos delas estaciones o en los puestos callejeros. Todas las cosasque había en el almacén, la lámpara de carburo, las no-velas, el olor del aire y el de los ladrillos húmedos y eldel hule con que estaba pulcramente forrado el interiorde los anaqueles, contenían la pesada sugestión de unerror en el tiempo, no un anacronismo, sino una irregu-laridad en su paso, una discordia en la perduración delos objetos, acentuada por la ostensible cortina de plás-tico verde, por las fechas dispares de los periódicos tira-dos en el suelo. Uno de ellos era de la semana anterior,otro de hacía varios años, casi del tiempo en que fueronimpresas las novelas, cuando fueron escritas y firmadaspor Rebeca Osorio.

También ése era un nombre de novela alquilada ypertenecía indisolublemente a aquel tiempo, no a éste,no al día futuro de mi regreso a Madrid con el propósi-to de matar a un hombre del que no sabía nada más que

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la expresión triste de su cara y los nombres sucesivosque había venido usando durante su larga impunidadclandestina. Eusebio San Martín era uno de ellos, Alfre-do Sánchez, Andrade, Roldán Andrade, ése había sidosu nombre en los últimos años y con él moriría. Para quereconociera su escritura me habían mostrado mensajesfirmados por él, órdenes o contraseñas trazadas al azaren el reverso de un billete de Metro, escritas con una ex-traña sintaxis oficial. Me dijeron que manejaba una as-tucia de hombre invisible y que sabía disparar tan certe-ramente como yo mismo y esconderse y desaparecercomo una sombra. Una noche, en una borrosa ciudaditaliana adonde viajé desde Milán, me enseñaron una fo-tografía en la que estaba él, corpulento y medio desnu-do en una playa del mar Negro, con un amplio bañadormuy ceñido a la protuberancia del vientre, abrazando auna mujer y a una niña de aire mustio peinada con tira-buzones, sonriendo sin desconfianza ni alegría hacia lacámara, hacia la mirada y la presencia de alguien queahora sin duda es su enemigo y aguarda en Praga o enVarsovia la noticia de su ejecución.

Me dieron su foto y un sobre cerrado que conteníael pasaporte que él estaba esperando para poder huir yun fajo de extraños billetes españoles. Ése era el cebo,el pasaporte y el dinero que él había pedido, pero medijeron que tuviera cuidado, porque recelaría, que na-die más que yo podría ir al interior y ejecutarlo sin peli-gro, y recordaron mi pasado de tantos años atrás y mipasaporte británico, admirando o reprobando en silen-cio, con un poco de rencor, la hechura de mi gabardinablanca y los puños de mi camisa con gemelos de oro.No me pidieron nada más ni me ofrecieron nada a cam-bio, no me aseguraron un porvenir en el catálogo de los

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héroes. Entré en aquel lugar y había un hombre de tra-je oscuro y gafas de montura metálica sentado junto auna botella de agua mineral que me sonrió levantandomucho la cabeza, como reconociéndome, aunque nodel todo, como si alguna enfermedad de la vista le im-pidiera precisar con exactitud los rasgos de mi cara, yhabía otros a su lado, de pie, más en la sombra, estre-chando mi mano, llamándome capitán, invulnerables altiempo y a los efectos de la guerra conmemorada y per-dida en la que fugazmente yo fui un capitán, vestidoscon una rancia pulcritud de maniquíes anacrónicos,muy pálidos, recién llegados de oficinas insalubres y dearrabales monótonos de la Europa oriental, inhábilescomo difuntos que vuelven a la vida ignorando todaslas cosas usuales: el modo en que camina la gente, suforma de vestir o de fumar cigarrillos.

Yo venía de Brighton: antes de que amaneciera habíaviajado en el ferry hasta Calais y de allí a París en un her-mético expreso que se volvía más veloz a medida que lamañana se afianzaba sobre húmedos bosques de colorverde oscuro y grandes ríos inmóviles, cenagosos de nie-bla, y en París alguien me recogió en la estación y me lle-vó en coche al aeropuerto y en el último instante me ten-dió un pasaje de avión para Milán y otro que tras unapausa de seis horas me conduciría a Florencia. No solici-taron mi opinión, no me dijeron lo que contenía la male-ta que me fue entregada en el aeropuerto de París, peroyo pensé que sería un viaje como cualquier otro, que usa-ban la impunidad de mi pasaporte y la coartada de mioficio para llevar de un lado a otro de Europa sumas dedinero o vanos impresos clandestinos, porque era asícomo actuaban siempre, fingiendo que gentes enemigasy espías los asediaban y que a pesar de la conspiración

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universal urdida contra ellos estaban culminando losepisodios de una sublevación definitiva. Para reclamar-me casi nunca me llamaban por teléfono, me enviabanpostales con unas pocas líneas que tenían tal aparienciapueril de mensajes cifrados que si alguien se hubieraocupado de interceptarlas sin vacilación me habría cali-ficado de agente extranjero. Yo casi adivinaba su llega-da, las esperaba cada vez que me disponía a abrir el bu-zón, y me decía siempre que ya no les haría caso, querompería en trozos muy pequeños la próxima postal yseguiría ocupándome de mi tienda de libros y grabadosantiguos, un negocio tranquilo y relativamente prósperoque tenía la virtud de otorgarme una serenidad más biensonámbula, un sentimiento de inmersión en la lejanía deotros mundos y de un tiempo que no era del todo el delos vivos. Algunas tardes, cuando cerraba la tienda, ibacaminando hasta el embarcadero del Oeste, que pareceun buque abandonado, y notaba la violencia del marbajo las maderas que crujían a mi paso. Muy cerca de laorilla el mar ya parecía una alta sima de naufragios, y enlas tardes nubladas cobraba un color gris del que decíanque invitaba al suicidio. Esperaba la noche bebiendo unao dos cervezas en una taberna tan cálida como el cama-rote de un barco —desde la barra, cuando aún no habíamuchos bebedores, podía oírse el estrépito de los guija-rros empujados por la marea— y luego regresaba por uncamino distinto únicamente para ver desde lejos las lucesencendidas de mi casa, los dinteles blancos de las venta-nas y la puerta resaltando contra el rojo oscuro del ladri-llo, para imaginarme que yo era igual que aquella genteque caminaba despacio por el paseo marítimo en las ma-ñanas de sol y no tenía sobre sus hombros el oprobio deuna cruda desgracia interminablemente recordada.

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Pero llegaba una postal de París o de Praga y yo, enlugar de romperla y de ir quemando lentamente sus pe-dazos en el fuego mientras bebía a solas la última copade la noche, la guardaba bajo llave, contaminado por lamisma superstición de sigilo, y me felicitaba al desci-frarla, ya bebido y culpable de deslealtad y de algo másimperdonable para ellos, ironía, y a la mañana siguien-te preparaba mi bolsa de viaje y contaba una mentirapara justificar el abandono de la tienda. Casi siempre elviaje previo era a París: un hotel de segunda categoría,una cita en un café o en el Metro, un hombre de me-diana edad que me confiaba consignas y documentossellados. Algunos decían haber oído cosas sobre mí, meestrechaban la mano, deseándome suerte, religiosa-mente seguros de que la tendría. La última vez me min-tieron. La postal decía «recuerdos de Florencia», perovolé hasta allí y no había nadie esperándome.

Es verdad que entonces me pasaba la mitad de lavida en los aeropuertos, y como en ellos ni el tiempo niel espacio son del todo reales, casi nunca sabía exacta-mente dónde estaba y vivía bajo una tibia y perpetuasensación de provisionalidad y destierro, de tiempocancelado y espera sin motivo. Inútil para cualquierforma no solitaria de vida, había terminado por recluir-me en los hoteles y en los aeropuertos como quien seretira a un monasterio, y a veces creía tener, como losmonjes, nostalgia de un mundo exterior que en reali-dad no me importaba, y también como ellos presencia-ba visiones y era visitado por la tentación.

En los últimos meses había viajado más que nunca.Fui a Budapest en septiembre, porque me llegó desdeallí una carta en la que me ofrecían, a precio ventajoso,una Biblia de Muntzer, coartada casual que a ellos de-

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bió de parecerles singularmente feliz, pues la repitieronpara enviarme semanas después a una ciudad secunda-ria de Polonia y más tarde a Madrid, donde entreguéuna maleta de piel a un hombre joven y con un vagoaire de enfermo que se citó conmigo en los urinarioshediondos de una estación. Acostumbrado a despertarsospechas, como todos los extranjeros permanentes,me movía siempre con igual desenvoltura y recelo. Fre-cuentaba sobre todo los aeropuertos menores, porqueen ellos el control policial suele ser más liviano, los pe-queños aeropuertos con bajas edificaciones como casasde retiro donde después del anochecer ya no quedabacasi nadie, sólo empleados ociosos que terminaban sustareas fumando cigarrillos y limpiadoras corpulentasque vaciaban en bolsas de plástico las papeleras y cami-naban con lentitud y fatiga empujando ante ellas las es-cobas lanudas y los recogedores.

Aquella noche de invierno, en el aeropuerto de Flo-rencia —yo casi nunca veía las ciudades a las que viajaba,sólo sus luces desde el cielo y sus nombres en los indica-dores luminosos— el hombre que debía encontrarseconmigo en la cantina no apareció, y en su lugar llegaronpolicías de uniforme que exigieron zafiamente la docu-mentación a los pasajeros, a pesar de que ya habíamoscruzado el control de aduana. Los vi venir con sus correa-jes blancos y sus brillantes armas al costado, y tuve unpoco de miedo y me acordé de un viaje clandestino aBerlín en febrero de 1944. Pero era mucho menos jovenque entonces y también algo menos cobarde, y no memoví, seguí acodado en la barra y supuse que la sereni-dad me protegía, volviéndome invisible, porque losguardias pasaron a mi lado sin reparar en mí ni en la ma-leta que aquella noche tal vez ya no podría entregar.

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Minutos después las luces giratorias de los cochesde la policía se perdieron entre la lluviosa oscuridad ylos árboles. Las vi muy de lejos, cuando se detuvieronen el cruce de la carretera principal, brillando azules yconvulsas como llamas de gas amortiguadas por la nie-bla. Yo venía en dos vuelos sucesivos de París y de Mi-lán, y no sabía si la hora que señalaba mi reloj era lahora de Italia ni tenía razones para otorgar al paisaje desombras que circundaba el aeropuerto el nombre exac-to de un país: sólo la perezosa somnolencia y el frío meparecieron atributos indudables de aquel lugar sobre elque toda memoria resbalaría siempre como la lluvia so-bre las planchas onduladas de los cobertizos.

Me dijeron que a medianoche el mismo avión en elque había venido regresaba a Milán. Consideré con pe-sadumbre que no podría tomarlo y que esa inmotivadapostergación deshacía todos mis cálculos sobre la dura-ción del viaje y volvía inútiles los pasajes de ida y vueltay las reservas de hotel. Quise pensar que aún era posi-ble que el enlace llegara, porque su retraso quizás obe-decía a una norma suplementaria de cautela. «Un jovenalto y con barba», me habían explicado, «que llevarábajo el brazo una revista española». Alguien en Paríshabía concebido mi llegada y el reconocimiento comoun juego de simetrías y signos: también yo, al bajarmedel avión, llevaba bien visible un ejemplar de la mismarevista, y el otro, en correspondencia, debía dejar a mispies en la cantina una maleta idéntica a la mía.

Pero nadie se acercó a mí y la cantina se fue que-dando vacía, y el camarero apagó una tras otra variasluces hasta dejarla en una penumbra de lugar clausura-do. Los últimos viajeros se habían marchado ya y noquedaban taxis junto a las puertas de salida. Esperé un

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rato, mirando por un ventanal hacia la noche, oyendo ami espalda un rumor de voces italianas. Una vez, haceaños, en un cine donde yo era el único espectador, ha-bía escuchado voces parecidas, casi borradas por las dela pantalla. Unos pasos como forrados de paño vinieronhacia mí por el pasillo central, y una pequeña lintername alumbró la cara. El acomodador, que era muy viejoy vestía una casaca roja con galones, me puso una manoen el hombro y con un murmullo entorpecido de ja-deos me rogó que me marchara: me devolverían el im-porte de la localidad, si era tan amable, me darían una en-trada gratuita para el día siguiente, porque era la últimafunción de la noche y no quedaba nadie más en el cine,y ya podía imaginar lo caro que resultaba seguir pro-yectando la película solamente para mí... Pero eso fueen un tiempo en el que decían que un cine era siempreel refugio más seguro, cuando las mujeres no se quita-ban sus pequeños sombreros al acomodarse en las bu-tacas y el humo de los cigarrillos se adensaba en los ha-ces cónicos de luz. Recordé un noticiario en el quesoldados rusos y americanos cruzaban al mismo tiempoel río Elba y se abrazaban en el agua. En la oscuridad elpúblico del cine masticaba cosas y aplaudía.

Me pareció que la noche y los pasos a mi espalda per-tenecían a la exactitud de esos recuerdos. Era como dor-mirse sin dejar de oír las voces de quienes hablan muycerca. Un empleado de uniforme me dijo que ya no ven-dría ningún taxi: durante un segundo tuvo el rostro deaquel acomodador de pelo blanco y respiración afanosa.Le pedí que me indicara dónde había un teléfono. Medijo que a esa hora, y más aún en invierno, sería difícilque quedara alguien en la compañía de taxis. Anchaslimpiadoras de batones azules conversaban velozmente y

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me miraban como reprobando la irregularidad de mipresencia o el mediocre italiano que usaba para pedir unnúmero de teléfono. Al fin y al cabo, me hicieron enten-der, hablándome en voz muy alta, yo mismo tenía la cul-pa de no haber conseguido un taxi, pues perdí tantotiempo en la cantina que los otros pasajeros ya habían to-mado los que estaban disponibles. Vendrían más, desdeluego, pero sólo al cabo de tres o cuatro horas, cuandoestuviera a punto de salir el último vuelo hacia Milán.

Miré con desaliento la cara mal afeitada del hombreque me explicaba estas cosas y luego la extensión vacíadel vestíbulo y el reloj que señalaba las ocho y diez conuna especie de indiferente crueldad. La cantina estabacerrada: debajo de la barra permanecía encendida unasola luz, como esas lámparas votivas que no se apagande noche. Salí afuera, a la oscuridad, escuchando moto-res de automóviles tras el rumor de los árboles. Me gus-taba mirar la sombra que me precedía y oír mis propiospasos sobre la grava húmeda. Muchos años atrás yo ha-bía perdido el hábito de la desesperación. Casi ningunade las adversidades de segundo orden que trastornan aotros lograba imponerse a mí durante más de quince oveinte minutos, y eso era, supongo, lo que me habíaagregado un prestigio de frialdad y eficacia que algunosatribuían a la prosperidad de mi negocio y a mi tranqui-la vida en el sur de Inglaterra. Me ocurría más bien, so-bre todo cuando estaba de viaje, que no encontrabanada que no me pareciera simultáneamente hospitalarioy extraño: quedarme varias horas aislado y sin nada quehacer en un aeropuerto solitario se convirtió misteriosa-mente en una circunstancia memorable.

Sin darme cuenta me había alejado tanto de la termi-nal que ya estaba a unos pasos de la carretera. Las faro-

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las, más altas que los árboles, fosforecían tras la tenuelluvia sesgada y alumbraban rostros fugaces de automo-vilistas conduciendo solos hacia la ciudad que yo no po-día ver. Sobre la hierba húmeda y la grava mis zapatostenían un crujido monótono como de maderas de bu-que. Decidí concederme un paréntesis de impaciencia yde rabia y tiré a la maleza la revista española que ya nome iba a servir de contraseña. Noté entonces que la ma-leta —en realidad se parecía a una cartera de hombre denegocios, con incrustaciones de metal en los ángulos ycerradura cifrada— pesaba menos que otras veces, perono quise preguntarme qué contendría ni por qué habíatenido yo que cruzar media Europa para llevarla allí. Enmi juventud esa clase de enigmas solían depararme ama-neceres de insomnio y minutos de frío sudor en los pa-sillos de las aduanas. Sopesé la maleta y contuve las ga-nas de tirarla también y de no saber dónde y regresar aMilán en el avión de medianoche decidido a no contes-tar nunca más a los teléfonos que sonaban a deshoras ya devolver las postales que me enviaran de París. No lesdebía nada ni me apetecía reclamarles nada, ni siquierael tiempo que había gastado secundando sus fantasma-gorías de conspiración y vengativo regreso.

Cerca de la carretera el viento era más frío y la lluviadispersa me atería las manos y la cara. Cuando me vol-ví me sorprendió comprobar que no quedaba ningunaluz encendida en el edificio de la terminal: sólo perma-necía muy débilmente iluminada la torre de control.Tal vez, sin premeditación ni malicia, me habían enga-ñado, y ningún avión saldría aquella noche hacia Milán.Un automóvil con los faros apagados se deslizó enton-ces junto a mí, sin que yo lo hubiera visto antes ni pu-diera saber de dónde procedía, emanado de la oscuri-

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dad, como la sombra de un árbol. «Señor», oí que medecían, «¿esperaba usted un taxi?» Dije que sí, me aco-modé en el interior frotándome las manos, y antes deque se me ocurriera decidir dónde iría comprendí queel idioma inusual y sonoro que hablaba el conductorera el duro español de mi adolescencia.

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